Vida y dialéctica del sujeto: La controversia de la modernidad [1 ed.] 9788499405025

Este libro muestra la controversia sobre el sujeto en cuanto principio central de la cultura filosófica en la modernidad

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Spanish Pages 576 [558] Year 2013

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Índice
Introducción. Consideraciones y problemas en tornoa la concepción del sujeto moderno
Primera parte. El primado metafísico del sujeto en la gnoselogía moderna
Capítulo 1. La afirmación cartesiana del sujeto
1.1. La voluntad de comenzar de nuevo
1.2. De omnibus dubitandum est
1.3. De la verdad a la certeza
1.4. El yo sustancial
1.5. El sujeto de las pasiones
Capítulo 2. De la res cogitans al yo trascendental de Kant
2.1. Antes de Kant: breve digresión sobre el empirismo moderno
2.2. El giro copernicano hacia el sujeto trascendental
2.3. La apercepción pura del yo
2.4. La libertad del sujeto como voluntad racional
2.5. El individuo en la historia y el plan oculto de la naturaleza
Segunda parte. La dialéctica del sujeto
Capítulo 3. El camino del idealismo alemán haciala dialéctica especulativa del concepto
3.1. De la apercepción pura de Kant a la autointuición del yo en Fichte: la superación especulativa de la «teoría del conocimiento"
3.2. La autogénesis del yo en la Doctrina de la ciencia de 1794
3.3. La conciencia como manifestación del absoluto en la exposición de la Doctrina de la ciencia de 1804
3.4. Breve apunte sobre Schelling
3.5. La tarea de la filosofía hegeliana: la escisión de la conciencia y su superación en el saber absoluto
3.6. La dialéctica de la vida: la negatividad y la razón especulativa
Capítulo 4. La génesis de la subjetividaden la Fenomenología del espíritu: de la independencia vital a la libertad de la autoconciencia
4.1. La vida se hace sujeto a través de la acción
4.2. La duplicación de la autoconciencia
4.3. La lucha por el reconocimiento
4.4. La dialéctica del señor y el siervo
4.5. La libertad de la autoconciencia realizada en el pensamiento
4.6. Breve apunte sobre la objetivación de la libertad del sujeto
Capítulo 5. La dialéctica materialista del sujetoen la obra de Marx
5.1. De Hegel a Marx: el sentido de la razón y el problema de la inteligibilidad de la experiencia
5.2. El significado de la actividad teórica
5.3. La naturaleza en relación con la subjetividad del hombre y la cuestión del materialismo
5.4. La discusión sobre la «naturaleza humana» y el concepto central de «praxis social»
5.5. La cuestión de la dialéctica
5.6. El descentramiento de la conciencia: cosificación y alienación
5.7. El sujeto como categoría social y la condición del individuo
5.8. La cuestión de la autonomía y el debate sobre el humanismo
Tercera parte. El sujeto en cuanto viviente y la controversia sobre la vida del espíritu
Capítulo 6. El mundo del sujeto como voluntady como representación
6.1. La experiencia metafísica o la conciencia de la voluntad
6.2. El espejo del mundo: el sujeto de la representación
6.3. La autoconciencia frente a la voluntad de vivir
Capítulo 7. La vida de la conciencia y las fabulaciones del espíritu:los caminos de Nietzsche
7.1. La voluntad de poder o la infinitta fragmentación del suejto
7.2. La jerarquís de la vida
7.3. El cuerpo y las fabulaciones de la conciencia: el problema de la crítica genealógica
7.4. El hombre como animal
7.5. El problema del nihilismo y la cuestión del ultrahombre
Capítulo 8. El espíritu frente a la vida: el problemade la subjetividad del anthropos
8.1. Entre el espíritu de Hegel y la larga sombra de Nietzsche. Breve apunte sobre la subjetividad romántica
8.2. La vida que se percata de sí misma, o la vivencia como forma del espíritu, según Dilthey
8.3. El viviente, el yo y su circunstancia, según Ortega
8.4. La vocación y el imperativo de la autenticidad
8.5. La defensa de la autonomía del espíritu y de su lugar singular en el cosmos, según Scheler
8.6. Vinculación al entorno y apertura al mundo. El carácter posicional del viviente
8.7. La forma de la posición excéntrica del yo, según la teoría de Plessner
Cuarta parte. La discusión sobre el sujeto en la fenomenología y en la relación con la noción de existencia
Capítulo 9. La restauración del primado del sujetoen la fenomenología de Husserl
9.1. La crisis de la razón y la recuperación neocartesiana del enfoque gnoseológico
9.2. El problema del fenómeno originario
9.3. Del yo natural al yo trascendental
9.4. La intencionalidad constituyente del Ego
9.5. La vida pura de la conciencia y su carácter bilateral
9.6. Constitución del sentido y síntesis del objeto
9.7. El yo como forma de la síntesis universal: la continua conciencia del tempo inmanente y la unidad sintética de las vivencias
9.8. La reducción eidética, la cuestión del ego puro y su significado antropológico
9.9. El yo de los otros y el problema de la intersubjetividad
9.10. Breve apunte sobre la noción de Lebenswelt
Capítulo 10. El Dasein y la crítica heideggerianade la filosofía del sujeto
10.1. Sentido general de la crítica de Ser y tiempo a la filosofía del sujeto
10.2. El Dasein y el sentido de la apertura como existencia
10.3. El significado general del ser-en-el-mundo como crítica del idealismo moderno
10.4. La reinterpretación hermenéutico-existencial de la fenomenología trascendental
10.5. La vida interhumana y la existencia auténtica
10.6. Autenticidad, alineación y autonomía en relación con la sociedad moderna
10.7. Más allá de Ser y tiempo: la acentuación de la deriva hacia el irracionalismo
10.8. El debate con Cassirer en Davos: Kant y la discusión sobre la finitud del hombre
10.9. La cuestión del humanismo
Capítulo 11. La conciencia como escisiónen la fenomenología existencial de Sartre
11.1. La concepción no ecológica de la conciencia: el cogito prerreflexivo
11.2. El para-sí y el problema de la nada
11.3. Las formas de nihilización del ser por la conciencia
11.4. La facticidad del para-sí y la cuestión del cuerpo
11.5. La acción o el problema de la libertad
11.6. La irrupción del prójimo y la cuestión de la intersubjetividad
Capítulo 12. Entre la fenomenología y la dialéctica:la subjetividad del cuerpo según Merleau-Ponty
12.1. La fenomenología como descripción del mundo que está ahí
12.2. Entre la fe perceptiva y la reflexión: el discurso de la filosofía
12.3. El lugar trascendental del cuerpo
12.4. La ambigüedad de la existencia
12.5. La cuestión del cogito y la temporalidad
12.6. La subjetividad del otro y el mundo interhumano
12.7. La dialéctica de lo visible y lo invisible
12.8. A modo de crítica: la dialéctica frente a la fenomenología
Quinta parte. Sujeto y dialéctica en la crisis de la modernidad
Capítulo 13. El ocaso del sujeto trascendental, la recuperacióndel discurso marxista sobre el sujetoy las objeciones postmodernas
13.1. Reconsideración en clave dialéctica del proyecto moderno del sujeto: pretensiones y dificultades
13.2. La renovación del pensamiento marxista sobre el sujeto en la Escuela de Frankfurt: el individuo en el mundo totalmente cosificado
13.3. La discusión acerca de la diferencia a partir de la dialéctica y de la tesis heideggeriana sobre la diferencia ontológica
13.4. El "pensamiento de la diferencia" según Derrida
13.5. El uso de Marx y Nietzsche en la genealogía del sujeto propuesta por Foucault
13.6. La experiencia y sus márgenes: emancipación y exclusión a propósito de la razón moderna
13.7. Ética y estética de la existencia: el cuidado de sí y la autonomía del sujeto
Colección Razon y sociedad
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Vida y dialéctica del sujeto: La controversia de la modernidad [1 ed.]
 9788499405025

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Eduardo Álvarez es doctor en Filosofía y profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Interesado sobre todo en asuntos de antropología filosófica y de la filosofía contemporánea continental europea, ha publicado un libro sobre Hegel (El saber del hombre), así como diversos artículos en revistas especializadas sobre cuestiones y pensadores de orientación dialéctica y de la tradición fenomenológica.

RS

Eduardo Álvarez

Vida y dialéctica del sujeto La controversia de la modernidad Vida y dialéctica del sujeto

Este libro muestra la controversia sobre el sujeto en cuanto principio central de la cultura filosófica en la modernidad, visto en su génesis, en la diversidad y amplitud de sus perspectivas y a través de la crítica de sus detractores. Su ambición declarada es mostrar el rendimiento de este ya viejo concepto, para lo cual el autor combina el enfoque histórico con el sistemático, sin rehuir nunca la discusión de los problemas filosóficos de fondo que lo envuelven. Dos motivos prestan aliento al debate: por un lado, la pretensión de superar el sentido idealista que inspiró la constitución y el desarrollo histórico del gran paradigma; y, por otro, la reivindicación del sentido crítico de la razón, sobre todo en su versión dialéctica, frente al predominio cultural que hoy —siguiendo la estela de Nietzsche y Heidegger— buscan las concepciones orientadas en contra de la tradición ilustrada.

ISBN: 978-84-9940-501-8

9 788499 405018

Eduardo Álvarez



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Biblioteca Nueva Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid

VIDA Y DIALÉCTICA DEL SUJETO La controversia de la modernidad

Colección Razón y Sociedad Dirigida por Jacobo Muñoz

Eduardo Álvarez

VIDA Y DIALÉCTICA DEL SUJETO La controversia de la modernidad

BIBLIOTECA NUEVA EDICIONES DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

grupo editorial siglo veintiuno siglo xxi editores, s. a. de c. v.

siglo xxi editores, s. a.

CERRO DEL AGUA, 248, ROMERO DE TERREROS,

GUATEMALA, 4824,

04310, MÉXICO, DF

C 1425 BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA

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biblioteca nueva, s. l.

ALMAGRO, 38,

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28010, MADRID, ESPAÑA

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08007, BARCELONA, ESPAÑA www.anthropos-editorial.com

Álvarez González, Eduardo Vida y dialéctica del sujeto : la controversia de la modernidad. – Madrid : Biblioteca Nueva, 2013. 576p. ; 21cm. 1. Historia de la filosofía occidental 2. Ética y filosofía moral 1(09) hpc 17 hpq

Cubierta: J. M.ª Cerezo

© Eduardo Álvarez González, 2013 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013 Almagro, 38 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es [email protected] © UAM Ediciones/Servicio de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Madrid, 2013 ISBN: 978-84-9940-502-5 Edición digital Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Índice Introducción.—Consideraciones y problemas en torno a la concepción del sujeto moderno ........................................

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Primera parte EL PRIMADO METAFÍSICO DEL SUJETO EN LA GNOSEOLOGÍA MODERNA Capítulo 1.—La afirmación cartesiana del sujeto ................ 1.1. La voluntad de comenzar de nuevo ................................ 1.2. De omnibus dubitandum est .......................................... 1.3. De la verdad a la certeza ................................................. 1.4. El yo sustancial ............................................................... 1.5. El sujeto de las pasiones ..................................................

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Capítulo 2.—De la res cogitans al yo trascendental de Kant . 2.1. Antes de Kant: breve digresión sobre el empirismo moderno .............................................................................. 2.2. El giro copernicano hacia el sujeto trascendental ............ 2.3. La apercepción pura del yo ............................................. 2.4. La libertad del sujeto como voluntad racional ................ 2.5. El individuo en la historia y el plan oculto de la naturaleza ..

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Segunda parte LA DIALÉCTICA DEL SUJETO Capítulo 3.—El camino del idealismo alemán hacia la dialéctica especulativa del concepto .................................... 3.1. De la apercepción pura de Kant a la autointuición del yo en Fichte: la superación especulativa de la «teoría del conocimiento» ................................................................ 3.2. La autogénesis del yo en la Doctrina de la ciencia de 1794 . 3.3. La conciencia como manifestación del absoluto en la exposición de la Doctrina de la ciencia de 1804 ......................

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Índice

3.4. Breve apunte sobre Schelling .......................................... 3.5. La tarea de la filosofía hegeliana: la escisión de la conciencia y su superación en el saber absoluto ............................... 3.6. La dialéctica de la vida: la negatividad y la razón especulativa ...............................................................................

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Capítulo 4.—La génesis de la subjetividad en la FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU: de la independencia vital a la libertad de la autoconciencia .......................................................... 4.1. La vida se hace sujeto a través de la acción ...................... 4.2. La duplicación de la autoconciencia ............................... 4.3. La lucha por el reconocimiento ...................................... 4.4. La dialéctica del señor y el siervo .................................... 4.5. La libertad de la autoconciencia realizada en el pensamiento 4.6. Breve apunte sobre la objetivación de la libertad del sujeto ..

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Capítulo 5.—La dialéctica materialista del sujeto en la obra de Marx ................................................................................. 5.1. De Hegel a Marx: el sentido de la razón y el problema de la inteligibilidad de la experiencia ................................... 5.2. El significado de la actividad teórica ............................... 5.3. La naturaleza en relación con la subjetividad del hombre y la cuestión del materialismo ................................... 5.4. La discusión sobre la «naturaleza humana» y el concepto central de «praxis social» ................................................. 5.5. La cuestión de la dialéctica ............................................. 5.6. El descentramiento de la conciencia: cosificación y alienación ................................................................................ 5.7. El sujeto como categoría social y la condición del individuo 5.8. La cuestión de la autonomía y el debate sobre el humanismo .............................................................................

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Tercera parte EL SUJETO EN CUANTO VIVIENTE Y LA CONTROVERSIA SOBRE LA VIDA DEL ESPÍRITU Capítulo 6.—El mundo del sujeto como voluntad y como representación ..................................................................... 6.1. La experiencia metafísica o la conciencia de la voluntad . 6.2. El espejo del mundo: el sujeto de la representación ........ 6.3. La autoconciencia frente a la voluntad de vivir ...............

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Capítulo 7.—La vida de la conciencia y las fabulaciones del espíritu: los caminos de Nietzsche ............................. 7.1. La voluntad de poder o la infinita fragmentación del sujeto 7.2. La jerarquía de la vida .....................................................

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Índice

7.3. El cuerpo y las fabulaciones de la conciencia: el problema de la crítica genealógica .................................................. 7.4. El hombre como animal ................................................. 7.5. El problema del nihilismo y la cuestión del ultrahombre Capítulo 8.—El espíritu frente a la vida: el problema de la subjetividad del ANTHROPOS .................................................. 8.1. Entre el espíritu de Hegel y la larga sombra de Nietzsche. Breve apunte sobre la subjetividad romántica ................. 8.2. La vida que se percata de sí misma, o la vivencia como forma del espíritu, según Dilthey ................................... 8.3. El viviente, el yo y su circunstancia, según Ortega .......... 8.4. La vocación y el imperativo de la autenticidad ............... 8.5. La defensa de la autonomía del espíritu y de su lugar singular en el cosmos, según Scheler ................................... 8.6. Vinculación al entorno y apertura al mundo. El carácter posicional del viviente .................................................... 8.7. La forma de la posición excéntrica del yo, según la teoría de Plessner ......................................................................

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Cuarta parte LA DISCUSIÓN SOBRE EL SUJETO EN LA FENOMENOLOGÍA Y EN RELACIÓN CON LA NOCIÓN DE EXISTENCIA Capítulo 9.—La restauración del primado del sujeto en la fenomenología de Husserl ................................................. 9.1. La crisis de la razón y la recuperación neocartesiana del enfoque gnoseológico ..................................................... 9.2. El problema del fenómeno originario ............................. 9.3. Del yo natural al yo trascendental .................................. 9.4. La intencionalidad constituyente del ego ......................... 9.5. La vida pura de la conciencia y su carácter bilateral ........ 9.6. Constitución del sentido y síntesis del objeto ................. 9.7. El yo como forma de la síntesis universal: la continua conciencia del tiempo inmanente y la unidad sintética de las vivencias ......................................................................... 9.8. La reducción eidética, la cuestión del ego puro y su significado antropológico ....................................................... 9.9. El yo de los otros y el problema de la intersubjetividad .. 9.10. Breve apunte sobre la noción de Lebenswelt .................... Capítulo 10.—El DASEIN y la crítica heideggeriana de la filosofía del sujeto .................................................................... 10.1. Sentido general de la crítica de Ser y tiempo a la filosofía del sujeto ..............................................................................

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Índice

10.2. El Dasein y el sentido de la apertura como existencia ..... 10.3. El significado general del ser-en-el-mundo como crítica del idealismo moderno ................................................... 10.4. La reinterpretación hermenéutico-existencial de la fenomenología trascendental ................................................. 10.5. La vida interhumana y la existencia auténtica ................. 10.6. Autenticidad, alienación y autonomía en relación con la sociedad moderna ........................................................... 10.7. Más allá de Ser y tiempo: la acentuación de la deriva hacia el irracionalismo ............................................................. 10.8. El debate con Cassirer en Davos: Kant y la discusión sobre la finitud del hombre ................................................ 10.9. La cuestión del humanismo ............................................

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Capítulo 11.—La conciencia como escisión en la fenomenología existencial de Sartre ............................................ 435 11.1. La concepción no egológica de la conciencia: el cogito prerreflexivo ............................................................................. 435 11.2. El Para-sí y el problema de la nada ................................. 441 11.3. Las formas de nihilización del ser por la conciencia ........ 447 11.4. La facticidad del Para-sí y la cuestión del cuerpo ............ 453 11.5. La acción o el problema de la libertad ............................ 456 11.6. La irrupción del prójimo y la cuestión de la intersubjetividad .............................................................................. 463 Capítulo 12.—Entre la fenomenología y la dialéctica: la subjetividad del cuerpo según Merleau-Ponty ............... 475 12.1. La fenomenología como descripción del mundo que está ahí .................................................................................. 475 12.2. Entre la fe perceptiva y la reflexión: el discurso de la filosofía ................................................................................ 480 12.3. El lugar trascendental del cuerpo .................................... 486 12.4. La ambigüedad de la existencia ....................................... 494 12.5. La cuestión del cogito y la temporalidad .......................... 499 12.6. La subjetividad del otro y el mundo interhumano .......... 505 12.7. La dialéctica de lo visible y lo invisible ............................ 510 12.8. A modo de crítica: la dialéctica frente a la fenomenología . 517 Quinta parte SUJETO Y DIALÉCTICA EN LA CRISIS DE LA MODERNIDAD Capítulo 13.—El ocaso del sujeto trascendental, la recuperación del discurso marxista sobre el sujeto y las objeciones postmodernas ........................................................... 13.1. Reconsideración en clave dialéctica del proyecto moderno del sujeto: pretensiones y dificultades .............................

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Índice

13.2. La renovación del pensamiento marxista sobre el sujeto en la Escuela de Frankfurt: el individuo en el mundo totalmente cosificado ............................................................. 13.3. La discusión acerca de la diferencia a partir de la dialéctica y de la tesis heideggeriana sobre la diferencia ontológica . 13.4. El «pensamiento de la diferencia» según Derrida ............ 13.5. El uso de Marx y Nietzsche en la genealogía del sujeto propuesta por Foucault ................................................... 13.6. La experiencia y sus márgenes: emancipación y exclusión a propósito de la razón moderna .................................... 13.7. Ética y estética de la existencia: el cuidado de sí y la autonomía del sujeto ......................................................

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Introducción

Consideraciones y problemas en torno a la concepción del sujeto moderno La controversia filosófica de la modernidad ha girado en sus líneas fundamentales en torno a este principio axial del sujeto, dando aliento en su origen a una disputa metafísica sobre el conocimiento, pero orientándose también de manera más amplia en un sentido antropológico hacia la discusión moral, política y cultural en general. Tanto en su origen como en la proclamada crisis de la modernidad, encontramos el problema de la condición del sujeto, definido por oposición a ese mundo al que al mismo tiempo pertenece. Pues bien, la confrontación con este concepto, con sus posibilidades y límites, nos obliga a volver sobre los momentos de su génesis y de su cuestionamiento como principio filosófico, tanto para entender la mistificación idealista que marcó su origen y justifica buena parte de la crítica que se alzó en su contra como para poner en cuestión el precipitado rechazo de que ha sido objeto por parte de la escuela heideggeriana y posmoderna. En su concepción moderna, el sujeto nace como un principio crítico que transforma la cultura tradicional alzándose sobre todo en contra del dogmatismo religioso que la sostenía, aunque desplegando sus efectos con un rendimiento que ha incidido tanto en el terreno del saber como en el de la organización práctica de la vida social, así como en el vasto campo de la cultura en general. Esa nueva idea del sujeto, presentado como sustrato y fuente de todo valor y legitimidad, que se va abriendo camino en la cultura moderna, contribuye a socavar el orden intelectual de la sociedad tra-

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dicional, en tanto establece el principio de no aceptar como válido más que aquello a lo que el propio individuo presta su consentimiento —en el terreno de la ordenación práctica de la vida—, o de lo que él mismo se asegura a través del uso de sus facultades naturales —en el plano teórico—. Como consecuencia de ello, todo el orbe de la cultura se inclina hacia esa nueva figura emergente mediante la cual el hombre moderno se coloca en el centro para reinterpretar desde ahí el conjunto de su experiencia. De este modo se refleja en el terreno intelectual la compleja tendencia de transformación económica y social de la sociedad europea, que promueve la iniciativa del individuo y el nacimiento del liberalismo en el cuadro más general del desarrollo del capitalismo. En el terreno más difuso de los principios y los valores esa gran transformación alcanza su más señalada expresión con el humanismo, cuyo origen —formando parte del amplio proceso de secularización— se puede rastrear a partir del Renacimiento, aunque no despliega todo su alcance más que a partir de la época de la Ilustración. Aunque la evolución de este nuevo concepto de subjetividad no sigue una línea uniforme, y además va introduciendo elementos nuevos que se van incorporando a su definición1, sí podemos destacar algunos hitos en su génesis y desarrollo, y anticipar así una serie de consideraciones complementarias que nos acercan a su complejidad aclarando algunos de los sentidos intrincados en ella: a) En primer lugar, hay que señalar que el giro hacia el sujeto que inaugura la modernidad se inició, al menos en la metafísica, cuando Descartes reinterpreta en un sentido nuevo el significado del sub-iectum, que la ontología tradicional comprende como uno de los sentidos del sub-stratum, término que vierte al latín el significado del término griego «hypokéimenon», empleado por Aristóteles para designar a ese «sujeto» último de la realidad que, en cuanto entidad primera, subyace y soporta en última instancia a todas las demás. Ahora bien, eso que subyace como sustancia primera y está, por decirlo así, puesto por debajo (sub-iectum, participio del verbo subjicio) y dando soporte (subs-tantia) a cualquier otra realidad, es reinterpretado ahora como la sustancia-sujeto o res cogitans que sostiene todas sus representaciones como los modos en que de entrada se presentan 1

En este sentido, la interpretación ofrecida por Heidegger ha sido criticada por ser demasiado uniforme y unilateral, ya que pasa por alto determinados planteamientos modernos que no encajan coherentemente en ella, como, por ejemplo, el de la tradición empirista. Sobre este asunto, véase A. Renaut, La era del individuo. Contribución a la historia de la subjetividad, trad. de Juan Antonio Nicolás, Barcelona, Destino, 1993, págs. 35 y sigs. Sobre la interpretación heideggeriana del giro moderno hacia el sujeto, véase Nietzsche, II, trad. Juan Luis Vermal, Barcelona, Destino, 2000, passim, págs. 25-26, 57 y 109.

Vida y dialéctica del sujeto

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todas las cosas, de acuerdo con una forma de pensar que comprende la filosofía como teoría del conocimiento: el sujeto metafísico es a partir de ahora ante todo el sujeto del conocimiento; es decir, es una sustancia que no consiste en otra cosa sino en la actividad del pensamiento que además se intuye como la unidad de un yo. Por lo tanto, no hay que perder de vista que, según este planteamiento que origina la metafísica del sujeto, la afirmación de su primado ontológico deriva precisamente de la constatación de que el yo se tiene a sí mismo de manera inmediata en cuanto actividad de pensar, pues siempre sabe de sí al tiempo que se representa cualquier objeto. Dicho de otro modo: es «cum-scientia». Esto plantea el problema de la variada terminología que se emplea en este contexto. Por un lado, hablamos de la «conciencia», que es el resultado de hacerse consciente, aunque una vez que el adjetivo se convierte en sustantivo parece designar una especie de facultad con la que nos referimos al modo más inmediato de determinar el cogito, en cuanto saber cierto de sí que acompaña a toda representación. Ahora bien, en la medida en que a través de ese saber de sí se distingue de (y frente a) cualquier cosa que sea objeto de su atención, la conciencia es pensada como «sujeto», en cuanto se constituye como sí-mismo frente a la alteridad de los diversos objetos. Es decir: el sujeto es lo contrapuesto al objeto; lo que se afirma en tanto diverso del objeto, pero en necesaria conexión con él. Por lo tanto, el término «sujeto» lo empleamos para determinar el modo de ser de la conciencia como el de algo que no puede ser objeto, aunque se constituya en referencia a él. Pues no hay conciencia que se autoposea sin referirse a un objeto, ya que solo a través de este llega a sí misma: toda conciencia es, en su raíz, referencia a un objeto. Por eso, cuando trata de dirigir su atención directamente hacia sí misma, es ella la que en ese caso cumple la función de objeto. Aunque, por otro lado, siendo —como es— sujeto, este quede desnaturalizado cuando es observado desde la perspectiva de la objetividad. De ahí que la filosofía de la modernidad haya mostrado la contradicción, o al menos la paradoja, que encierra el concepto de la autoconciencia, pues el cumplimiento de dicho concepto supondría convertir a la conciencia (o sea, al sujeto) en objeto, aunque solo lo fuera para sí misma. En este sentido, Sartre ha señalado —desarrollando una idea de Hegel— que dicho movimiento de objetivación de la conciencia fracasa necesariamente, pues el sujeto nunca llega a reconocerse en ninguna identidad objetiva, lo cual le lleva a sostener que la experiencia de sí como objeto solo se alcanza a través del prójimo, que nos coloca ante nuestra vivencia de ser objeto para él. Por lo tanto, la concepción moderna del sujeto convierte a todo cuanto se halla frente a él en objeto, es decir, en aquello que aparece como lo contrapuesto al yo (lo que —según su etimología— remite al término la-

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tino «objectum»; en alemán, «Gegenstand»), lo-que-se-presenta-ahí-delante; pero también puede significar algo cuya realidad aparece como incuestionable y vale con necesidad para todos, poseyendo así objetividad en el sentido más usual del término (tal es el sentido de «objeto» en el término alemán «Objekt»). Y del mismo modo que al objeto en cuanto lo-puestoahí-delante y diferente de mí —caracterizado por su alteridad— se opone el sujeto como mismidad o «sí mismo», la otra acepción del objeto —lo expuesto por igual para todos, que posee objetividad— se opone a lo subjetivo en el sentido de lo meramente referido a mi punto de vista. Esto plantea la curiosa paradoja de que «subjetividad» significa tanto la deficiencia de una opinión en cuanto carece de valor objetivo, como también —y ahora como sustantivo— la base propuesta por el idealismo sobre la que se funda la objetividad de lo real. La solución que el pensamiento moderno encuentra a esta aparente contradicción consiste en la invocación de un sujeto trascendental, diverso del yo empírico individual y en ambigua relación con él. La formulación modélica de esta concepción es la de Kant, que identifica el yo trascendental con el sujeto racional. Además, y prosiguiendo con la cuestión de los diversos usos terminológicos, el sujeto también ha sido comprendido como «yo» (o «ego»), que es una determinación que introduce al menos dos sentidos nuevos: primero porque este término supone un principio de unificación e identidad sobrepuesto a la escisión que entraña la conciencia (algo que Sartre, por ejemplo, rechaza hasta el punto de que la suya es una filosofía de la conciencia, pero no del yo); y además porque dicho pronombre supone la distinción entre la subjetividad del yo y la que corresponde al otro, a los otros o incluso al nosotros. Así pues, de este comentario sobre la terminología resulta que el empleo de uno u otro término no es indiferente, sino que puede tener consecuencias filosóficas de peso, aunque de momento, en estas consideraciones iniciales de carácter general, no haremos de ello cuestión. b) En segundo lugar, hay que señalar que la conciencia-sujeto reúne tanto el carácter de sustancia o cosa (res) como el de actividad (cogitans). En efecto, en primer lugar, la noción del subiectum como substratum recoge la herencia del sustancialismo de origen aristotélico, de modo que representa la persistencia de esa concepción en la época moderna. El yo es así comprendido como el primer principio de lo real, y la verdad que él representa se convierte en la garantía última de cualquier otra verdad (sustituyendo en esa función a la vieja idea de Dios), por lo que Descartes puede tomar ese principio como base para reconstruir a partir de él la metafísica después de haberla puesto en duda. Y esta centralidad asignada al sujeto entraña un antropocentrismo diferente del que inspiró a otras épocas anteriores, pero

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congruente con el giro humanista que identifica al hombre y a su conciencia como el fundamento único del saber y de los valores que orientan activamente su vida en el plano moral, político o estético. Pero, en segundo lugar, se subraya que la conciencia no es sino la actividad (representativa y reflexiva) que permite al pensamiento captar todas las cosas, de modo que ese yo en realidad no consiste más que en la actividad pensante en la que se resuelve. Ahora bien, esta segunda consideración entra en conflicto con la primera, pues se trata de dos principios que mantienen una tensión en la concepción cartesiana de la conciencia y que se desarrollan posteriormente según lógicas divergentes, especialmente desde Spinoza y Kant, de modo que la idea de la actividad creativa del yo irá socavando la visión cósica o sustancialista del sujeto hasta hacerse incompatible con ella, sobre todo cuando esa actividad llega a concebirse en el idealismo poskantiano como negatividad. En esta última versión, el yo es concebido también como resultado de la actividad que él mismo desencadena, de modo que aquel yo inmediato de Descartes se convierte en Fichte y Hegel en un yo también mediado por el objeto. De esa forma, aquella noción de sustancia pierde su sentido original cósico y solo llegará a conservarse mediante una reinterpretación que destaca el dinamismo interno que la constituye. Y con esta nueva significación, puede afirmarse que ambas tendencias convergen en la filosofía de Hegel, que en cierto modo lleva a su término la lógica inmanente de aquella doble consideración acerca del sujeto: la que destaca su carácter como sustancia (el sujeto como base o fundamento) y la que hace hincapié en la actividad en la que consiste en cuanto conciencia. Así pues, llegados a este punto, la sustancia-sujeto ha perdido su significado cósico y no se distingue ya de la actividad en la que se resuelve, de tal modo que la formulación cartesiana, que no conseguía justificar la aparente contradicción entre el carácter cósico y el activo de la conciencia, es finalmente superada en la concepción hegeliana de la sustancia-sujeto en cuanto resultado positivo de la negatividad infinita. El intento posterior de Husserl de volver al punto de partida cartesiano no trata de recuperar, sin embargo —como veremos—, el sustancialismo de su formulación original. c) Ahora bien, cuando nos referimos a la actividad de la conciencia, conviene señalar que no se trata solo de la actividad del «yo pienso», tal como aparece en el planteamiento cartesiano, sino que dicha actividad será comprendida cada vez más mediante el elemento creativo y dinámico que la constituye y que es expresión de la vida interna del sujeto e inseparable de él. Es decir: el sujeto no es solo un ser consciente, sino también una cierta potencia: la voluntad. Así, Leibniz entiende la actividad de la sustanciasujeto o mónada como fuerza (vis), que al mismo tiempo se determina como «perceptio» y como «appetitus». En efecto, el sujeto se resuelve en su

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propia actividad tanto cuando crea a partir de sí mismo los propósitos que le guían como también en la representación que se forja de las demás cosas (aunque se recurra a una armonía preestablecida con las otras mónadas). Ese principio conducirá más adelante a Kant a interpretar el conocimiento como actividad que configura su objeto (algo que ya parecía obvio en el terreno de la acción moral), y a la ciencia —desde Galileo— a concebir la tarea del conocimiento a partir de la iniciativa que crea artificialmente las condiciones experimentales para la investigación de los fenómenos, actividad que además transforma técnicamente el medio de un modo que revierte sobre la forma de ser del sujeto. Por lo tanto, según esta concepción, el sujeto no consiste sino en la actividad que él mismo desencadena produciendo efectos, así como en las consecuencias objetivadoras que sobre él hace revertir la acción (según una idea que introducirá el pensamiento dialéctico). Dicho de otro modo: soy un sujeto o potencia porque en mí se origina una actividad dinámica, que no es otra cosa que la propia expresión práctica del yo, la cual se interfiere en la realidad apropiándosela en el conocimiento o recreándola a través de su transformación técnica y de la generación de los símbolos, valores e instituciones. Esa capacidad para dar inicio desde sí mismo a la acción es recogida por el idealismo moderno en la concepción de la espontaneidad o creatividad de un yo con voluntad propia, es decir, en la idea de que su voluntad es una causa libre. Y lo hace reduciendo además el significado de la potencia al de un poder consciente. En su origen, y como consecuencia de la inercia de la cultura filosófica tradicional (la que proviene del mundo antiguo y se prolonga en la Edad Media), la cuestión de la voluntad es abstraída y separada de la referida al conocimiento, como si se tratara de dos esferas independientes. Pero el desarrollo de la reflexión sobre el sujeto alcanza un punto, con Fichte y Hegel, en el que se reúnen aquellas dos esferas como dos momentos del sujeto: el momento teórico y el momento práctico son vistos así como dos expresiones diversas en las que se manifiesta la realidad única del yo, el cual consiste —como indica Fichte— tanto en la actividad de captar el mundo como en la de producirlo. Y el privilegio que la modernidad otorga a la acción opera en el fondo de esta evolución hasta interpretar el conocimiento como una forma de praxis, tesis que Marx reformulará luego en los términos del materialismo. Por otro lado, en la medida en que el elemento dinámico de la actividad del yo, la voluntad, en conexión con la de los otros, genera un mundo efectivo cuya realidad objetiva se alza frente al sujeto, el pensamiento de la modernidad ha podido desarrollar la idea de una voluntad —ya sea consciente o ciega— hecha objeto en las creaciones culturales, que pueden ser vistas entonces como voluntad objetivada. En ese sentido puede Hegel referirse al Derecho y analizar su significado como un fenómeno de la voluntad, pues se trata siempre en él —como señala en la Filosofía del Derecho—

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de examinar la realidad social generada por aquella viéndola como espíritu objetivo. Y Marx puede igualmente referirse al carácter opaco del mundo social creado por la lucha entre voluntades que escapa al control de la conciencia, y atribuir a dicho mundo una realidad objetiva que se enfrenta a la subjetividad de los hombres como si se tratara de una segunda naturaleza. d) Por otra parte, hay que hacer notar que la actividad dinámica que define a la conciencia comporta siempre un momento de reflexión, por cuya virtud vuelve a sí en el sentido de percatarse de sí misma, lo cual constituye un rasgo al que alude el término «cum-scientia»2, pero parece perderse cuando se habla del «sujeto» y se recoge de un modo sincopado en el «yo», en cuanto la primera persona representa la subjetividad vista desde mí. Pero ese movimiento de autorreflexión, además de cognitivo, es también al mismo tiempo constituyente del propio ser del sujeto, en tanto su acción produce efectos sobre sí mismo. Ahora bien, eso entraña una cierta distancia en relación con lo que somos. De ahí que se haya hablado de una escisión constitutiva de la conciencia, y que sea difícil separar el ser de esta del saber que tiene de sí. Por eso hay que decir que el hombre, en tanto ser consciente, no solo tiene una vida (una vida que le tiene a él y de la que dimana también su conciencia), sino que además lleva su vida, pues se encuentra siempre ya viviendo y al mismo tiempo confrontado al acontecimiento sucesivo de su vivir, que, a partir de ahí, ya no es un mero acontecer para él. Pero esto, como veremos, se ha abordado en la reflexión teórica de maneras diversas. En cualquier caso, si ser sujeto es poseer un saber de sí, dicho saber no está ligado a un solo momento ni a un determinado estado del que sabe de sí, sino a algo que perdura en él, y eso quiere decir que el sujeto sabe de sí como individuo. El pensamiento de la modernidad recoge este principio de la actividad reflexiva del yo por la que este se constituye mediante el modelo teórico de la autoconciencia, que entraña la consideración de la propia identidad como resultado de un proceso autorreflexivo interminable. En efecto, desde Montaigne a Hegel, no deja de elaborar esta idea, a través de la cual se destaca que el yo no es una cosa, pues su ser se sustrae a toda pretensión de 2 La conciencia es un movimiento dirigido al objeto al que siempre acompaña secundariamente una cierta noción de sí mismo como diverso del objeto en cuestión; ahora bien, cuando el objeto del que la conciencia se ocupa es ella misma, aquel percatarse deja de ser secundario en relación con el movimiento principal, pues ya no se distingue de este, de modo que se trata entonces de la autoconciencia, que es una forma de conciencia: la conciencia de sí. Se puede decir, por lo tanto, que la conciencia comporta ya en su forma habitual —como conciencia del objeto— un movimiento reflejo, en cuanto sabe de sí como diversa de aquel; pero ese movimiento solo pasa al primer plano y se hace explícito, por decirlo así, cuando su atención la dirige directamente hacia sí misma tratando de ponerse en el lugar del objeto al que tiende por naturaleza.

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fijarlo en una identidad, ya que resulta de la propia actividad ejercida sobre las cosas y sobre sí. Por eso, el concepto de libertad, que antes caracterizábamos como creatividad o espontaneidad, hemos de concebirlo ahora complementariamente como autodeterminación, una de cuyas expresiones es la autonomía. En este sentido, el carácter reflexivo de la actividad del yo entraña el rechazo moderno de aquella máxima expresiva del mundo antiguo que dice «llega a ser el que eres», porque el hombre en tanto sujeto que se desarrolla como actividad reflexiva carece de un ser dado de antemano y solo llega a ser lo que es como resultado de su propia acción: es lo que llega a ser o hacer de sí mismo. De ahí lo problemático de aceptar el diagnóstico de Heidegger, que funda su aseveración de que el humanismo es una metafísica en su supuesta comprensión del hombre como un ente definido por una esencia, y en el olvido de su constitutiva referencia al ser3. Problemático, puesto que aun aceptando los supuestos ontológicos —y, en ese sentido, metafísicos— de la antropología del humanismo, hay que recordar no obstante la insistencia con la que este se pronuncia en contra de la identificación del hombre con una cosa y a favor de comprenderlo mediante su indefinición constitutiva: desde Pico della Mirandola, que enaltece precisamente esa paradójica cualidad de ser un animal sin cualidades definidas —hasta el punto, por cierto, de hacer radicar ahí la dignidad humana4—, o Rousseau con su idea de la perfectibilidad5, hasta Kant, que insiste igualmente en hallar la humanidad del hombre en el tránsito a la libertad como facultad de perfeccionarse6, el humanismo siempre ha tenido en cuenta el modo peculiar en que —usando los términos de Heidegger— el hombre está relacionado con el ser y con su propio ser. Esa autocomprensión del hombre como coautor de su destino comporta al menos tres cosas: una cierta indefinición como condición originaria, la capacidad para producirse tanto en el plano del individuo como en el de la sociedad, y la autonomía como disposición para autorregularse. Ahora bien, si el sujeto se constituye a través de la acción y del modo en que los efectos de esta revierten sobre él (haciéndose así consciente de lo que le pasa), lo cierto es que el idealismo que impera en toda la tradición humanista ha concebido esta cuestión de forma paradójica, ya que ha 3 Véase Carta sobre el humanismo, trad. de Elena Cortés y Arturo Leyte, Madrid, Alianza Editorial, 2000, págs. 23-24, 27 y sigs. 4 Véase Discurso sobre la dignidad del hombre, en «Humanismo y Renacimiento», trad. de Pedro Rodríguez, Madrid, Alianza Editorial, 1986, págs. 123 y sigs. 5 Véase Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Alianza Editorial, 1980, págs. 219-220. 6 Véase Comienzo presunto de la historia humana, escrito recogido en el volumen publicado con el título «Filosofía de la historia», trad. de Eugenio Ímaz, México, F.C.E., 1978, págs. 77-78.

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antepuesto la conciencia a la acción que precisamente tenía que constituirla: lo primero, según él, sería la conciencia, que estaría así antepuesta a su acción, aunque luego esta incidiera sobre aquella moldeando su figura original. En otros términos: en la dialéctica entre conciencia y mundo, aquella parece llevar la delantera. Y esto se refleja —como veremos— en la forma en que el idealismo moderno concibe la autonomía del sujeto, al que otorga la capacidad, por decirlo así, de anticiparse a sí mismo. Sin embargo, la dialéctica que pone en cuestión las ilusiones del idealismo filosófico señala que la conciencia solo aparece después de que la actividad vital de un individuo haya producido sus efectos y como resultado de la misma cuando el viviente llega a tomar nota de ella y a apropiarse de su sentido, de modo que la acción no siempre espera a la conciencia para dispararse bajo el influjo de potencias que son inconscientes. Así pues, la conciencia es en su origen el resultado de «hacerse consciente» y solo el esfuerzo por reconducir su vida le permite suspender la acción para reorientarla según sus propios designios. Tal es el planteamiento de Marx, para quien la conciencia es una conquista de la actividad humana y no un punto de partida. Esta última posición reacciona también en contra de la pretendida autotransparencia de la conciencia, que forma parte del paradigma clásico. Bien sea por razones de orden psicológico o bien por el reconocimiento de una realidad previa de la que procede la conciencia, o incluso por ambos motivos a la vez, quienes ponen en cuestión el modelo clásico del humanismo, desde La Rochefoucauld hasta Freud y desde Marx a Merleau-Ponty, insisten en la imposibilidad de que la conciencia pueda aprehenderse totalmente por vía reflexiva. e) También es importante señalar que el giro moderno hacia el sujeto convierte el problema del conocimiento en el asunto central de la filosofía, y lo hace inicialmente distinguiendo entre la mismidad o interioridad de la conciencia7, que se tiene inmediatamente a sí misma, y la alteridad o exterioridad del objeto, que de manera inmediata es tan solo una representación cuya verdadera realidad objetiva ha de ser justificada ante el yo. El idealismo moderno torna así los objetos en representaciones del sujeto, a cuya certeza o formas trascendentales apela para fundar su objetividad. Es la inmediatez del sujeto que siempre está cierto de sí mismo lo que subyace a la teoría que funda la verdad en la certeza. Esta es, por otra parte, desde 7 Ya Agustín de Hipona reconoce la importancia de la interioridad como el espacio en el que el hombre se busca a sí mismo, de tal modo que en esa reflexión el descubrimiento del verdadero yo es al mismo tiempo el encuentro con Dios, concebido como la Verdad en la que el yo descansa. Pero el yo de los modernos se presenta con un carácter autofundante, porque convierte al pensamiento cierto de sí mismo en la base y garantía de la verdad.

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Descartes a Berkeley, Hume o incluso Husserl, la raíz de la tentación solipsista de la filosofía moderna. Pero, en lo que afecta a la condición del sujeto, el principal argumento teórico en la discusión sobre el conocimiento recurre a la noción de un sujeto transindividual capaz de dar un sentido universal y necesario a su experiencia, que se distingue del individuo diferenciado con su experiencia particular y contingente. Esa distinción adopta con Kant la forma concreta de la oposición insuperable entre el sujeto empírico y el sujeto trascendental, que convierte a este último en un yo desencarnado que de algún modo se anticipa a su experiencia. Ahora bien, a partir de este planteamiento del idealismo moderno, que gira en torno al problema del conocimiento, el desarrollo de la metafísica extraerá todas las consecuencias ontológicas de dicho enfoque hasta superar, con Hegel, la interpretación de la filosofía como «teoría del conocimiento», comprendida sobre la base presupuesta de la naturaleza intemporal del sujeto, para destacar cada vez más la historicidad que le constituye, aunque ello se haga al coste de desdoblar la noción del sujeto, pues si este se presenta por una parte como el yo individual sometido al lugar y tiempo en el que se configura históricamente su experiencia, la dinámica de su existencia se concibe a la vez sobre la base de una lógica del espíritu que de algún modo precede a la historia en la figura del espíritu absoluto. Por eso, la reacción antihegeliana que rechaza esta segunda vertiente, en las diversas formulaciones de la filosofía de la existencia, se limitará a poner de manifiesto la finitud del sujeto, lastrado siempre por su contingencia y el sentido opaco con que se le presenta su experiencia. Por otro lado, si la centralidad del problema del conocimiento domina el escenario de la reflexión filosófica hasta el siglo xix, la llamada «filosofía de la vida» rompe también, después de Hegel, con aquel enfoque gnoseológico, reinterpretando el conocimiento como una función de la vida y comprendiendo aquella escisión entre la conciencia y su objeto, o entre lo interior y lo exterior, como una de las variantes —entre otras— de la más radical escisión en que la vida consiste. En efecto, ya se interprete esta, al modo schopenhaueriano, como la Voluntad unitaria que se fragmenta y autodevora en las formas en que momentáneamente se detiene —formas que ilusoriamente la conciencia fija en objetos de representación—, o bien, al modo nietzscheano, como el múltiple impulso retenido y enmascarado por la conciencia; en ambos casos, la dualidad de la conciencia y su objeto se considera secundaria y derivada respecto de otras realidades que se agrupan bajo el problemático concepto de vida. Sin embargo, ya Hegel se adelanta a esa crítica en la Fenomenología del espíritu, aunque su enfoque adopta otro sentido y tiene un alcance diferente: también él comprende el conocimiento como una función de la vida, que en ese sentido constituye su verdad. De tal forma que la escisión entre

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la representación y su objeto, que acompaña a toda experiencia cognitiva, se revela como un ejemplo más de los otros muchos modos en que la vida unitaria se escinde: entre ella y sus géneros, entre la especie y los individuos, entre el impulso del viviente y el objeto apetecido... Lo que ocurre es que, a diferencia del proceso de división de la vida meramente orgánica o natural, el conocimiento es una forma de escisión que comporta la conciencia, cuya experiencia entraña una distancia con la cosa que convierte a esta en objeto de la representación y no ya solo en aquello que se devora o rehúye. Y que reflexivamente hace de ello además objeto de consideración en la autoconciencia. Es decir: la captación consciente es una forma derivada de captura vital, solo que en aquella no desaparece el objeto diferenciado que se ofrece al intelecto. Por eso Hegel considera que la vida alcanza con la conciencia una forma nueva e irreductible de configurarse —y no, por cierto, como una máscara o una falsificación sin más—, pero la vida consciente se descubre además como la de un yo —ya que toda experiencia es al mismo tiempo experiencia de sí—, cuya autoconciencia solo es posible además frente a otras autoconciencias, de tal manera que su medio no es solo el entorno natural sino el espacio intersubjetivo y social: su vida es también vida social. De ese modo, Hegel se adelantó a la Lebensphilosophie, aunque su crítica del conocimiento se plantea en los términos especulativos del idealismo metafísico, que termina por invertir el significado de aquella otra crítica hasta entender finalmente la vida —tanto la natural como la histórica— como parte del proceso absoluto de autoconocimiento del espíritu. Sin embargo, el pensamiento postmetafísico que no ha renunciado a la dialéctica ha seguido —desde Marx a Adorno— los pasos de Hegel en cuanto a la reivindicación del sujeto, tratando de superar la crítica de la Lebensphilosophie mediante el desarrollo de una reflexión para la que la comprensión del sujeto como vida no significa de ningún modo su disolución en esta. f ) A partir de lo anterior, se plantea la controversia fundamental en torno a la cuestión de la autonomía del sujeto. Este es un principio con el que el humanismo moderno define el modo de ser de la conciencia, para lo cual se sirve de la previa consideración idealista de un yo racional independiente del yo empírico, al que juzga sometido a la necesidad con que se le imponen tanto sus propios impulsos como la circunstancia en que aparece situado. Para sostener esta tesis, recurre a una idea de naturaleza humana en la que se hallaría arraigada la facultad racional que hace posible la libertad, ya se trate de la naturaleza espiritual del alma en las formulaciones que se limitan a prolongar la antropología cristiana que procede de la era premoderna, o de la concepción secularizada de una razón que pretende determinar la voluntad a priori, o incluso de la noción de un yo que for-

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mando parte del mundo es capaz de interpretar su situación para anticiparse a ella (Husserl). De ese modo, el idealismo salvaguarda la autonomía del sujeto, saliendo al paso por anticipado de las objeciones que recuerdan la condición mundana del hombre y de su subjetividad, aunque para ello se vea obligado a sostener que hay un principio espiritual en el yo que le permite escapar a las constricciones impuestas por su pertenencia material al mundo. Por su parte, la reacción antiidealista pone en cuestión ese supuesto mostrando su inconsistencia con toda la experiencia de nuestro tiempo —incluyendo muy especialmente la que nos suministra la ciencia y la revolución darwiniana—, y desposee a la conciencia del lugar central en que la había situado el humanismo, haciendo ver su carácter derivado a partir de otras fuerzas que la preceden: el sujeto estaría en su mismo fondo siempre diluido en el medio al que pertenece, ya sea este la vida, el lenguaje o la sociedad. Ahora bien, esta posición crítica ha derivado en el caso de Nietzsche y de todos cuantos han prolongado filosóficamente su larga sombra en la negación de toda autonomía a la conciencia y en la puesta en cuestión del sentido propio habitualmente atribuido a sus productos espirituales, los cuales —como la propia razón— carecerían entonces de la consistencia requerida para que tenga sentido plantear la discusión sobre los problemas humanos en la esfera de la vida consciente. Sin embargo, en el caso de Marx —y también de Freud, según nuestro criterio—, así como de quienes se orientan en esta cuestión con un enfoque dialéctico, no se extrae esa misma conclusión a partir del descentramiento de la conciencia. Pues aunque esta haya sido destronada del lugar en que la situó el idealismo moderno, y aunque se suponga inicialmente subordinada a las fuerzas materiales inconscientes de las que procede, una vez surgida como espacio nuevo que redefine el impulso activo del viviente, la conciencia es juzgada capaz de desplegar su propia actividad y de generar una esfera nueva en la que la vida puede guiarse por principios que no están inmediatamente subordinados al principio de autoconservación. Esta sería la esfera del espíritu, que la dialéctica puede considerar emergente y subordinada en su origen a otras esferas de la realidad de las que procede y sobre cuya base se constituye, pero en la cual aquella se reorganiza con leyes nuevas que permiten plantear con un sentido propio los problemas sobre la moral, la política, el conocimiento, etc.8 Pero la esfera del espíritu está marcada siempre por su 8 En efecto, la dialéctica ha destacado, entre otras, esta consideración de la realidad como un todo cuya unidad de fondo, determinada por la composición material del mundo, no impide distinguir diversas esferas que aparecen en una evolución que hace nacer a unas de otras, de tal manera que la esfera de la vida, por ejemplo, depende de la físico-química, así como la esfera de la conciencia y sus productos espirituales (la razón, la iniciativa moral, las instituciones regidas por valores, etc.) depende y se sostiene sobre la esfera de la vida en

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origen, pues la naturaleza de la que surge subsiste con sus leyes inconscientes también en el modo en que los hombres organizan su vida social cuando esta consiste esencialmente en una lucha en la que la acción consciente de los individuos es un instrumento al servicio de los intereses materiales que oponen la propia autoconservación —y el ensanchamiento del propio poder material— al interés de los demás. A partir de esta concepción de la dialéctica, que sostiene un modelo de genealogía distinto del propuesto por Nietzsche, el sujeto sería entonces un viviente en el que la conciencia gana peso en detrimento de los impulsos inconscientes contra los que trata de abrirse camino en busca de una autonomía que —a diferencia del modo intemporal en que la entiende el idealismo— existe como ideal regulativo. En cualquier caso, el ámbito de la autonomía —y esto es lo único que puede dar significado a este concepto— se basa en la posibilidad de que nazca un poder racional capaz de sustraerse al ciego apremio de los impulsos por la vía de establecer una distancia con ellos que le permita reorientarlos conforme a su propio designio. Pensamos que la controversia sobre el sujeto, así como el significado que quepa atribuir al concepto de su posible libertad, sigue hoy marcada por la herencia de esos dos modelos de genealogía y por el conflicto entre ellos, cuyo esclarecimiento y discusión nos parece además fundamental para poder adoptar una posición en relación con la llamada «crisis de la modernidad». Y, en conexión con ella y con la influencia de Heidegger en este debate, es importante considerar el significado que se atribuye al sujeto como una instancia de poder, según ha destacado la crítica heideggeriana. Esta, en efecto, ha tratado de poner fin al paradigma moderno del sujeto autónomo y, con él, a toda la manera de pensar que —según Heidegger— ha marcado a la cultura moderna como «humanismo» y «metafísica de la subjetividad». Y además ha interpretado el primado atribuido al sujeto por parte de aquella como la sanción de su dominio sobre todas las cosas, que de ese modo quedarían reducidas a mero objegeneral, que llega así a ser también vida del espíritu. Esa diversidad dentro de la unidad es un principio que se opone a todo burdo reduccionismo, pues entraña que en cada nueva esfera aparecen leyes que reorganizan parcelas de la realidad y generan nuevos espacios y nuevos sentidos en ella. De modo que puede decirse, por ejemplo, que la mente no es solo el cerebro, como pretende el fisicalismo; o que la discusión moral sobre el altruismo no puede dilucidarse ni agotarse en el terreno de los genes, como ha propuesto la sociobiología; o que la cultura y sus creaciones tienen un sentido propio, de modo que no son una mera estrategia vital al servicio de instintos más o menos poderosos. La genealogía propuesta por la dialéctica rechaza tanto el reduccionismo como la ilusión de que la esfera del espíritu es independiente de la base real que la constituye, pero de la cual emerge con leyes propias. Admite, por lo tanto, un principio de actividad que explica la evolución y que en un cierto grado de desarrollo origina la subjetividad de la conciencia.

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to de consideración teórica o de manipulación técnica. Ese dominio, cuya teorización por Bacon prepara la justificación filosófica del modelo de desarrollo científico-técnico moderno y del despliegue de la sociedad industrial, envuelve la idea de que la autoafirmación del sujeto se produce a través de su entronización como dominus que hace de la técnica el modo universal en que aquel ejerce su dominio sobre todos los entes, incluso cuando los piensa. En esta crítica coinciden, por cierto, aunque por motivos diversos, Heidegger y los pensadores de la primitiva Escuela de Frankfurt. Pero a diferencia de Heidegger, que repudia la racionalidad moderna y la idea del sujeto asociada a la misma, Adorno y Horkheimer no renuncian a la dialéctica sujeto-objeto ni a una forma más elevada de razón, mediante la cual denuncian el carácter tiránico de la razón técnicoinstrumental. g) Finalmente, desde una perspectiva más interesada en los aspectos prácticos, hay que señalar que de aquel carácter de interioridad de la conciencia antes mencionado se deriva igualmente el sentido de lo íntimo y, por ende, privado, que es un concepto de gran importancia en el plano psicológico y social, y que está asociado a la dimensión del sujeto como individuo: hay un fragmento de mi vida que me pertenece a mí en exclusiva. Esta consideración ha dado lugar al problema que ha interesado a la filosofía existencial acerca de la autenticidad de la vida individual. Pero, en el plano de la reflexión social y política, la distinción entre un sujeto individual y un sujeto supra o transindividual, que expresa lo universal, se recoge mediante la oposición que se establece entre los intereses particulares que impulsan a los individuos en cuanto constituyen el «sistema de las necesidades» de la sociedad civil y el interés universal representado por el Estado, con el que puede llegar a identificarse idealmente el ciudadano en la comunidad democrática. Ahora bien, en este terreno es importante destacar la ambigüedad contenida en esta noción del sujeto, que puede significar tanto el individuo en cuanto átomo social como también un ser con una realidad supraindividual e intersubjetiva. El alcance y las consecuencias que se desprenden de esta ambigua definición del sujeto se ponen de manifiesto en el devenir histórico. Por un lado, la tradición del pensamiento humanista —que representa la corriente dominante de la modernidad— cuenta con esa distinción en cuanto promueve —según hemos dicho— una idea de la libertad del sujeto entendida como autonomía, respecto de la cual no ve incompatibilidad alguna en la subordinación del individuo a la norma que dimana de la razón o de la voluntad intersubjetiva, ya sea en el plano moral o político. Tal es el caso, por ejemplo, en Rousseau o en Kant, para quienes la autonomía del sujeto —que puede pensarse en términos de una voluntad general o de un sujeto racional— no

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impide la subordinación del individuo a la norma. Para esta tradición, por lo tanto, la noción central es la del sujeto, una de cuyas posibles variantes es el individuo. Por otro lado, sin embargo, frente a la lógica del humanismo, el creciente empuje del individualismo promoverá una lógica divergente que irá penetrando en la mentalidad moderna y contagiando esferas cada vez más amplias de la vida social y cultural: en el terreno económico con el afianzamiento del homo oeconomicus, sobre todo con el desarrollo del capitalismo; en el campo religioso con la Reforma protestante; en la esfera política, con el triunfo del individualismo revolucionario-democrático en la época de las revoluciones burguesas; e incluso, más tardíamente, en lo que algunos interpretan como una extensión de aquel individualismo moderno a la esfera estética o cultural en el sentido más amplio, con la llamada «segunda revolución individualista», que hace irrumpir el nuevo ideario del individuo replegado hacia la vida privada, interesado tan solo de manera narcisista en la realización de su propia persona según los planes de vida que se le ofrecen «a la carta» en un contexto social hedonista dominado por el pluralismo tolerante, el sincretismo ideológico y el consumo masivo9. En efecto, este proceso de afianzamiento de los valores individualistas se desenvolverá como una dinámica que irá socavando desde dentro la lógica humanista del sujeto hasta hacerse contradictoria con esta. Esto último se hace patente cuando el individuo —que inicialmente era solo una de las formas posibles de entender al sujeto— queda entronizado finalmente —en la modernidad tardía, también llamada por otros «postmodernidad»— como la única forma posible de ser sujeto. A partir de ese momento la libertad ya no se determinará como autonomía —que es el concepto humanista—, sino como independencia, que significa la procla9

A esto último se refiere con brillantez típicamente francesa Gilles Lipovetsky en La era del vacío, Barcelona, Anagrama. Y aunque no deja de poner de manifiesto la vinculación de los nuevos fenómenos culturales con el desarrollo del capitalismo en la sociedad de masas, nos parece que no extrae suficientemente las consecuencias prácticas de esa vinculación, en el sentido en que lo hace, por ejemplo, Fredric Jameson cuando destaca (Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism, Oxford, New Left Review Ltd.) que la llamada «postmodernidad» es la lógica cultural del capitalismo tardío. En esta línea interpretativa, se ha señalado que el ideal ascético calvinista del trabajo, el esfuerzo y el ahorro, que pudo prestar en el pasado cobertura ideológica al capitalismo de corte liberal o mercantil —e incluso impulso a su desarrollo, si aceptamos la célebre tesis de Max Weber—, ha cedido el paso en nuestro tiempo a la nueva ética hedonista y narcisista, requerida por la actual celebración del consumo desenfrenado y la conversión de este en nuevo motor del desarrollo económico. La importancia que sigue teniendo, sin embargo, el esfuerzo productivo le plantea al individuo la contradicción de ser «trabajador aplicado de día y juerguista de noche», por citar una de las varias tensiones a las que —desde una perspectiva liberal— se refiere Daniel Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo, trad. Néstor A. Míguez, Madrid, Alianza Universidad.

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mación de soberanía del propio deseo particular, incompatible con su subordinación a normas supraindividuales o a cualquier forma de racionalidad propuesta por encima del capricho del individuo. Pues bien, sobre estas consideraciones, que giran en torno a la cuestión del sujeto, a su génesis, posibilidades y límites, se desarrolla la discusión que sigue a continuación.

Primera parte EL PRIMADO METAFÍSICO DEL SUJETO EN LA GNOSEOLOGÍA MODERNA

Capítulo 1

La afirmación cartesiana del sujeto 1.1. La voluntad de comenzar de nuevo Es ya un lugar común señalar que en la historia de la filosofía Descartes inicia el giro que identificamos con la modernidad. Dicho en palabras de Heidegger, la metafísica moderna a partir de él se desenvuelve sobre un nuevo terreno, el de la subjetividad1. Y remontándonos en el tiempo, ya Hegel había señalado mucho antes que con Descartes entramos en una nueva época de la filosofía, que se define por la aseveración de que la conciencia de sí es un momento esencial de la verdad2. Ambos pensadores, cada uno a su manera, identifican el sentido del giro cartesiano. Creemos, sin embargo, que antes de atender al significado del nuevo principio, conviene detenerse en el impulso que lo promueve. En efecto, algo que confiere un sentido imperecedero a la obra de Descartes es la manera en que presenta esa voluntad de remontarse al comienzo para hacer valer desde la raíz el principio con que se inicia la modernidad filosófica: el que ordena pensarlo todo por uno mismo con el fin de asegurarnos de la verdad. Es cierto que esa voluntad de volver radicalmente al comienzo no es, sin embargo, algo novedoso en la historia de la filosofía, sino que en rigor se halla en todos los grandes pensadores, hasta el punto de que estos pue1 M. Heidegger, Nietzsche, trad. de Juan Luis Vermal, Barcelona, Destino, 2000, vol. II, págs. 119 y sigs. 2 G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía, trad. de W. Roces, México, F.C.E., III, pág. 252.

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den ser vistos como los iniciadores de caminos nuevos, como aquellos que abren vías aún no surcadas por el pensamiento. Sin embargo, el giro cartesiano es radical en un sentido que sí es nuevo, pues no se trata en él simplemente de proponer un principio que sustituya a otro anterior como nuevo fundamento último. Ocurre más bien que en Descartes esa voluntad de retrotraerse radicalmente al principio absoluto trata de ir más allá de todo saber y de toda verdad, al menos en el sentido clásico en que se emplean estos conceptos. Porque el saber o la verdad son términos de la gnoseología que entrañan una apelación a alguna suerte de objeto, ya que suponen un pensamiento que se determina objetivamente de algún modo y del cual decimos precisamente que es verdadero. Lo que otorga un significado original al cogito cartesiano no es sin más la afirmación de un pensamiento propuesto como principio, sino que esa originalidad consiste en la simple afirmación del pensamiento mismo en cuanto actividad captada en su pura inmediatez. No se trata del pensamiento de esto o de la verdad de aquello, sino del pensar considerado con antelación a cualquiera de sus contenidos. En términos de la tradición metafísica, diríamos que Descartes en cierto sentido repite el gesto parmenídeo, en cuanto identifica inmediatamente el ser con el pensar. Pero se trata ahora del pensar como actividad de un sujeto, considerado además con independencia de los objetos sobre los que dicha actividad recae. El primado de la subjetividad que define a la modernidad se plantea en la filosofía cartesiana de tal forma que a la determinación objetivamente establecida por el pensamiento se le antepone siempre lo que dicho pensamiento significa como actividad. Y precisamente porque se afirma de manera inmediata el pensamiento en cuanto actividad subjetiva, se prescinde ahí en un principio de toda determinación objetiva. Esa actividad pensante propuesta de ese modo en su pura inmediatez no remite a ningún objeto fuera de sí mismo, pues se trata de un saber que no se refiere a nada fuera de sí: es la pura certeza de ser actividad pensante. Pero detengámonos en la cuestión de quién sostiene esa voluntad de un nuevo comienzo radical. En primer lugar, ya hemos señalado que se trata del sujeto moderno, que aspira a asegurarse por sí mismo de la verdad, reaccionando críticamente en contra de la inveterada tradición que mantiene la tutela sobre el impulso autónomo de la conciencia pensante: dicho sujeto moderno encarna el ideal emancipador que acoge las aspiraciones sociales de quienes ya no acatan la disciplina del viejo orden medieval y formulan dicho rechazo en términos especulativos. Por eso, este giro hacia el sujeto entraña un impulso crítico que recorre toda la modernidad y la define frente al pasado medieval: solo aceptaremos como válido aquello que vemos, comprendemos o experimentamos por nosotros mismos, y no lo que se nos impone por la autoridad del dogma. Esta manera de escapar al discurso tradicional, de inspiración religiosa y fundado en la fe, le permite a Descar-

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tes plantear un saber teórico en el sentido literal derivado de la voz griega «theorein» (contemplar, ver, teorizar), pues propone un discurso guiado exclusivamente por el imperativo de la evidencia3. Esta se impone incontestablemente al espíritu que capta clara y distintamente aquello que su visión ilumina con inmediatez: tal es la intuición. Por eso, en rigor no hay para Descartes otra evidencia más que la que se funda en la intuición intelectual. Incluso cuando se trata de la deducción, su evidencia deriva de las intuiciones cuya concatenación la constituyen como saber cierto. En este sentido, el impulso cartesiano asociado al sujeto es consustancial a toda la crítica moderna. Pues aunque la suya concretamente se elabora en réplica a la metafísica tradicional y al enfoque escolástico, lo cierto es que a través de él y de su crítica habla algo más universal. Digamos de entrada que toda crítica comporta poner en crisis el basamento teórico que sostiene una visión de las cosas, puesta en cuestión de la que se deriva un nuevo arranque que origina una diversa configuración de las ideas y el nacimiento de un nuevo discurso. Desde Marx y Nietzsche, por otro lado, la crítica ha llegado a tener además el sentido de desvelar lo que permanecía oculto entre los presupuestos de un discurso, de tal manera que este debe juzgarse a partir de ahí a la luz no solo de lo que expresa, sino también de lo que encubre en la propia expresión. Y esta última forma de crítica ha de aplicarse a la obra del propio Descartes para descubrir en ella el sentido dogmático que la historiografía asocia a su racionalismo, sobre todo cuando este, después de haber neutralizado la duda escéptica, se entrega a la reconstrucción sistemática del saber metafísico. Sin embargo, hay algo en el arranque cartesiano que perdura en toda crítica, a saber: la iniciativa que quiere abrirse paso desde sí misma, en cuanto impulso original del pensamiento que pretende adelantarse a su propia sombra, que se busca como actividad anterior a su producto, y que la época moderna identificó con la espontaneidad del sujeto. Esta espontaneidad es desestabilizadora en cuanto socava la base de toda verdad removiendo el suelo sobre el que se asienta y haciendo ver cómo detrás de cualquier objeto del pensar se encuentra la propia actividad del yo, que se adelanta a aquel convirtiéndolo en su representación y que es lo único que no puede ser reducido a objeto. Por otro lado, esa voluntad de un nuevo comienzo radical no escapa, sin embargo, a la comprensión de la finitud del sujeto. Pero esta finitud no se enfoca ya como la insignificancia del hombre que, vuelto hacia sí mismo, no encuentra sino el vacío. En esta última interpretación de la inconsistencia del hombre, incapaz de sostenerse con sus propias fuerzas, se en3

Discurso del método, 2.ª parte, trad. de M. García Morente, Madrid, EspasaCalpe, págs. 35 y sigs.

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cuentra todavía Pascal, cuando, reformulando a su modo el planteamiento escolástico, insiste en el vacío existencial que encuentra quien se vuelve autónomamente sobre sí, como argumento para volver a la apelación a Dios en cuanto verdad firme que sostiene al hombre y evita la perdición en que este cae abandonado a su propia suerte4. Descartes, por su parte, sí cree encontrar un suelo firme en la conciencia vuelta sobre sí. En este sentido, su posición refleja una nueva confianza en la capacidad natural del hombre para erigirse en sujeto de su destino5. Sin embargo, el carácter fundacional de la conciencia no la libera de su finitud, de la que habla explícitamente Descartes cuando, por ejemplo, trata de probar la existencia de Dios a partir de la consideración de que el yo, en cuanto finito, no puede reconocerse como causa de la idea de infinitud6. Lo que es absoluto en el cogito cartesiano es el carácter incontrovertible de su rango como primera verdad, pero no lo es el sujeto que se afirma en ella. Porque ese sujeto que se presenta como verdad indubitable es el mismo que andaba apremiado por la necesidad sentida de buscar un fundamento del saber. Y que lo hacía además a tientas, porque no disponía de otro método que el contingente mirar aquí o allá para ir descartando otros posibles comienzos (los pareceres, el testimonio de los sentidos, la verdad matemática, etc.)7. Ese sujeto finito que busca un fundamento firme para el saber es el mismo que se entroniza luego como principio absoluto sin que se haya por ello liberado de su inicial finitud. El modo en que esta se revela, una vez asentada esa primera verdad, es la imposibilidad de trascender al objeto sin recurrir a la idea de Dios. Precisamente todo el desarrollo del idealismo moderno, y en particular el idealismo alemán, consiste en gran medida en el esfuerzo por superar el carácter finito del sujeto, es decir, en tratar de mostrar la manera en que el objeto se funda a partir del sujeto, lo cual por cierto cambia la naturaleza de este. Pero, de momento, en Descartes solo hallamos la afirmación de un comienzo absoluto, interpretado como la soberana facultad del pensamiento de reflexionar sobre sí sustrayéndose a su identificación con cualquier contenido objetivo. Por otro lado, el sujeto impulsor del giro filosófico de la modernidad no es un sujeto empírico, no es un individuo, sino que más bien —como comenta Gómez Pin8— se trata del general «nosotros» que se realiza en el 4

Véase B. Pascal, Pensamientos, passim, artículos IV, § 1; VI, § 1; XX, §1; XXI, §9; XXII, §1; XXV, § 32, trad. de Eugenio D’Ors, Barcelona, Ed. Iberia, 1955. 5 Véase Ch. Taylor, Fuentes del yo, Barcelona, Paidós, 1996, págs. 166 y sigs. 6 Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, 3.ª, trad. de Vidal Peña, Madrid, Ed. Alfaguara, pág. 37. 7 Ob. cit., 1.ª, págs. 17 y sigs. 8 Véase V. Gómez Pin, Descartes, Barcelona, Barcanova, 1984, pág. 73.

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pensamiento en oposición al «nos» papal (y en oposición —añadiríamos por nuestra parte— al orden encarnado por la nobleza y el clero). Digamos además que en cierto modo se asemeja a una variante de sujeto trascendental, puesto que es condición de posibilidad del conocimiento de objetos, aunque en rigor se trata más bien de un sujeto metafísico, pues su primado no se define en una ontología referida solo al plano del conocimiento, sino también —dicho en los términos de la metafísica tradicional— al ser de lo que es primeramente real. Así pues, es en el terreno de la metafísica donde se formula la noción de sujeto que inicia ese giro moderno. 1.2. De omnibus dubitandum est La voluntad de comenzar de nuevo entraña un acto de libertad del pensamiento, y en el caso cartesiano se desarrolla, según hemos dicho, como la voluntad típicamente moderna e ilustrada de no admitir como válido más que aquello de lo que mi propio examen, libre y sin tutelas, se asegura. Esa voluntad se resuelve en el rechazo metódico de cuantas propuestas han sido formuladas por la tradición para establecer un comienzo firme del saber. En este sentido, el método de la duda escéptica, que llega a ser hiperbólica, se convierte en la expresión negativa de la libertad, puesto que manifiesta el poder que tiene el pensamiento de desvincularse de cualquier posición determinada para concluir de manera soberana: nada firme parece haber en el mundo9. Sin embargo, el principio «de omnibus dubitandum est» no llega a hacer del escepticismo un componente consustancial al principio del cogito, pues el método de la duda escéptica es en realidad extrínseco al significado positivo de este principio, ya que no forma parte de él, sino que tan solo opera negativamente despejando el camino en el que, desde otra parte, surge aquel. Por eso comenta Hegel que el escepticismo no forma parte del desarrollo positivo de la filosofía cartesiana, puesto que en rigor la máxima «de omnibus dubitandum est» ni siquiera expresa el principio del escepticismo, cuyo sentido es más bien el de la libertad del espíritu que se mantiene en la indecisión. Descartes expresa tan solo que hay que renunciar a toda posición previa y partir del pensamiento mismo. Es cierto que para él parece no haber nada firme mientras el pensamiento recae sobre las cosas y se sustrae una y otra vez a su fijación en una verdad dada, pero lo que prevalece en el curso de su reflexión es la finalidad de llegar a algo firme. Como comenta Hegel a este respecto, no es esto, ni mucho menos, lo que hacen los escép9

Meditaciones metafísicas, 2.ª, pág. 23.

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ticos antiguos, para quienes la duda no es el punto de partida, sino el resultado. De ahí que —según sus palabras—, la superioridad del escepticismo antiguo sobre el moderno consiste en que aquel comprende el sentido absoluto de la negación, que es un momento de toda verdadera filosofía, mientras que los modernos —ya se trate de Descartes, de Hume o de Schulze— lo contraponen a la certeza de los hechos inmediatos de la conciencia10. En este sentido, el propio Hegel ha interpretado el momento escéptico como un componente irrebasable para la conciencia, en cuanto la experiencia que esta realiza retiene siempre la desigualdad entre certeza y verdad. Reformulando críticamente el enfoque cartesiano, diríamos con Hegel que el objeto no es nada sin el sujeto (al fin y al cabo, es una representación de este), pero también que el propio sujeto remite a su vez al objeto y no es nada sin él, de modo que —contra lo que cree Descartes— la conciencia nunca se posee inmediatamente a sí misma. Por eso, a diferencia de la duda cartesiana, que termina allí donde el yo alcanza la certeza inmediata de sí, en el caso de la conciencia finita, cuyo curso analiza Hegel en la Fenomenología del espíritu, esa duda se torna un camino de desesperación para la conciencia, que nunca alcanza la unidad de certeza y verdad, en tanto entiende aquella desigualdad como pérdida de sí misma, de su identidad11. Sin embargo, el yo cartesiano nunca se pierde en su objeto, sino que está siempre consigo mismo de manera inmediata en el saber de cualquier cosa. La duda se refiere siempre a algo diverso de la propia subjetividad, cuya identidad sin fisuras queda de este modo asegurada de antemano. Si la duda no alcanza al yo es porque este es la condición de aquella. Pero si la duda es lo que se expresa en el pensamiento, el yo entonces es anterior al pensamiento como la sustancia lo es al atributo. 1.3. De la verdad a la certeza Ninguna verdad referida a objetos puede aceptarse como la fundamental, pues todo objeto no es sino una representación que conozco como mía, y, en ese sentido, a la posible verdad sobre el objeto le ante10 Véase G. W. F. Hegel, Verhältnis des Skeptizismus zur Philosophie, texto incluido en Werke in zwanzig Bänden, II, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1986, págs. 227 y sigs. 11 Es interesante a este respecto la comparación establecida por Julián Marrades entre la duda y la desesperación, términos cuya versión alemana (Zweifel, Verzweiflung) indica precisamente la conexión de sentido entre ambos que Hegel tiene en cuenta: cuando la duda escéptica se convierte en un elemento insuperable para la conciencia, esta lo experimenta como un camino de desesperación. Véase del antedicho autor el artículo Escepticismo metódico y subjetividad en Descartes y Hegel, texto incluido en Vicente Sanfélix Vidarte (editor), Las identidades del sujeto, Valencia, Pre-textos, 1997.

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cede necesariamente mi saber acerca de ella. Por lo tanto, la primera verdad coincide con la certeza inmediata que tiene la conciencia en cuanto saber de sí. Este es el momento imperecedero de la filosofía cartesiana. Y, sin embargo, se trata de una gran paradoja, porque lo que Descartes presenta como verdad primera, al tiempo que como fundamento y modelo de toda otra verdad, es algo que se aparta y no encaja dentro de lo que se ha llamado «verdad» en sentido clásico. En efecto, la verdad se define tradicionalmente como la adecuación del pensamiento y la cosa, y ahora nos encontramos ante una verdad contra natura, una verdad sin objeto. Ni siquiera cabe decir que esta verdad hace objeto de sí mismo, pues esto supone una tergiversación del sentido del cogito, que está cierto de sí mientras se sustrae a toda objetivación: sabe de sí en los objetos, antes incluso de cualquier objeto, pero como distinto de todos ellos e irreductible a los mismos. Se trata de una verdad sui generis, de un tipo que no admite repetición. Y sin embargo se propone como fundamento de toda verdad. La filosofía moderna a partir de Descartes ahondará en esta tesis básica de que la conciencia de sí —y no ya solo el intelecto o concepto en el sentido escolástico— constituye un momento esencial de la verdad. Pero el modo en que el propio Descartes inaugura el reinado de este principio de la modernidad consiste paradójicamente en mostrar que la verdad no es nada sin la conciencia de sí precisamente porque en su origen más radical aquella se reduce a esta, la verdad a la certeza. Y a partir de ahí, toda verdad referida a este o aquel objeto del pensar tiene que repetir el inicio trazado en la determinación de su principio fundamental: solo sé de los objetos en la medida en que me sé a mí mismo en ellos, en cuanto los conozco como míos, como mis representaciones. Este enfoque, por otra parte, implica una nueva manera de interpretar la experiencia y, en general, el conocimiento. Porque si toda representación es cogitatio o producto de la actividad de un ego cogitans que no deja de apercibirse en sus objetos, toda representación resulta por ello mismo ser necesariamente idea, percepción intelectual, incluidas las sensaciones, las imágenes o los deseos12. Por eso, en última instancia, la intuición intelectual abarca todo el ámbito del conocimiento, incluso la sensibilidad, lo que convierte a esta filosofía en idealismo. Y la razón de fondo que explica esta 12 Por eso, el pensamiento se presenta con un significado fenomenológico, ya que entraña la sensación, la imagen y, en general, todo cuanto cae dentro del videri, que es el término empleado por Descartes en la Meditación segunda, término que luego, en las Respuestas a las objeciones sustituirá por el de «conciencia». Sobre el uso de estos términos, véase Emanuela Scribano, La nature du sujet. Le doute et la conscience, artículo incluido en Kim Sang Ong-Van-Cung (coord.), Descartes et la question du sujet, París, P.U.F., 1999, págs. 54 y sigs.

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reducción de la conciencia a la facultad de idear —más allá de las explicaciones superficiales de los manuales de historia de la filosofía que se limitan a señalar la jerarquía cartesiana entre la razón y los sentidos— estriba en la toma de posición inicial: la experiencia del objeto nos retrotrae siempre al sujeto, pero no a la inversa, pues el yo se supone capaz de experimentarse directa o inmediatamente a sí mismo. Y por eso Descartes rechaza el carácter supuestamente inmediato del dato sensible, pues ello supondría admitir que el objeto como tal es irreductible, lo cual está en completa contradicción con el principio básico de su filosofía. Hay que esperar a Kant y al idealismo alemán para encontrar una concepción de la experiencia en la que la mediación del objeto por el sujeto se ve acompañada también por la negación del carácter inmediato del sujeto. La reacción empirista, sin embargo, responde más bien a la pretensión de fijar el carácter absoluto del dato de la sensibilidad, cuyo valor objetivo se hace derivar —en contra de Descartes— de la consideración de que es el objeto —en el sentido mencionado— y no el sujeto lo inmediato para la conciencia. Descontando el sentido singular que encierra la verdad del cogito, según hemos visto, la primera verdad en el sentido usual del término es la referida a la idea de Dios, puesto que en esta sí se distingue entre la idea como acto del pensamiento y lo representado en ella como su contenido. El recurso al argumento ontológico, con el que Descartes pretende demostrar la existencia de Dios haciendo ver que no se trata tan solo de una representación, vuelve sin embargo a poner de manifiesto la remisión de la verdad a la certeza, aunque ya no en el modo en que se estableció su identificación en la primera verdad indubitable. Ahora el yo se asegura de esa nueva verdad a través de la pretendida certeza de que lo pensado por él tiene además existencia13. Es el pensamiento cierto con su propia legalidad lo que se erige en garantía de la verdad, porque él —esa certeza— es la verdad, la primera verdad. El pensamiento de aquel sujeto finito se convierte en la última garantía de la verdad, sustituyendo en ese papel al Dios de la doctrina tradicional. Y es una concesión a la inercia de la tradición por parte de Descartes su consideración posterior14 de que la existencia de Dios, a su vez, revierte sobre el carácter verdadero —claro y distinto— de mi pensamiento y me da seguridad sobre él, lo que incurre en el círculo tantas veces denunciado.

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Meditaciones metafísicas..., 5.ª, págs. 55-56. Ibíd., págs. 58-59.

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1.4. El yo sustancial Pero determinemos con más precisión el significado de esa subjetividad. ¿Por qué Descartes, ante la perspectiva de que nada cierto parece haber en el mundo fuera de la propia duda, no se limita a constatar algo así como, por ejemplo: «en tanto se duda, hay pensamiento»? ¿Por qué dice que ese pensamiento soy yo, o que es un yo? Y ¿por qué añade además que ese yo es una cosa o sustancia (res cogitans)? Vayamos por partes. Respecto de la primera cuestión, referente a que ese pensamiento constituye un yo, ello se deriva del planteamiento cartesiano, iniciador del giro moderno, que antepone la actividad pensante a todo contenido determinado del pensar en cuanto objeto: el pensamiento se objetiva como esto o aquello considerado en cada caso, respecto de lo cual siempre se distingue la actividad pensante como lo que no es objeto, sino el sujeto de toda representación. Esa antelación lógica del pensar respecto de lo objetivamente pensado, junto con la consideración de que un mismo pensar se opone a la diversidad de lo pensado en cada caso, justifica el sentido de la identidad del sujeto en cuanto mismidad. Este es un rasgo atribuido tradicionalmente a la sustancia en general, aplicado ahora a la sustancia-sujeto. Pero además el carácter autorreferencial de ese sí-mismo, cuando se piensa en primera persona mientras se refiere a cualquier otra cosa, justifica la consideración de aquella identidad como ipseidad15. Todas las ideas «desfilan» por la conciencia, la cual por su parte no es ninguna idea, sino la actividad de idear y de reflexionar sobre las ideas16. Es decir: el pensamiento en cuanto actividad, diferente siempre del pensa15 La distinción entre mismidad e ipseidad como dos aspectos diferentes de la subjetividad ha sido analizada por Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, trad. de Agustín Neira, Madrid, Siglo XXI, 1996, passim. 16 Es decir: toda ideación comporta formalmente un objeto —objeto formal— en el que aquella recala necesariamente, respecto del cual cabe además hacer consideraciones sobre su contenido, en cuyo caso nos referimos al objeto materialmente considerado —objeto material—. Diverso, a su vez, es el objeto empírico, que es parte de la realidad del mundo empírico, cuya existencia —según Descartes— ha de ser demostrada. No empleamos, por tanto, estos términos en el sentido en que Descartes, acogiéndose a una terminología tomada de la escolástica, se refiere a la realidad «formal» de algo (o realidad efectiva de las cosas que coincide con lo que concebimos de ellas), a la realidad «objetiva» (meramente ideal o conceptual) y a la realidad «eminente» (más real que la formal al referirse a algo más excelente que lo que concebimos y, por esa razón, no recogido con precisión en nuestra idea de ello, pues la desborda). Sobre este particular, véase Meditaciones metafísicas..., Respuestas a las Segundas objeciones, Definiciones, IV, pág. 130, y también la nota núm. 53 del traductor, pág. 437.

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miento en cuanto lo producido por ella, se sustrae a cualquier identificación con sus objetos, aunque por otro lado no sea nada concreto sin estos, en los que tiene que recalar necesariamente para ejercerse como tal actividad (al pensar se piensa necesariamente algo, un qué). La única excepción es justamente el cogito, donde supuestamente se capta la actividad pura del sujeto en cuanto tal, que no es un algo, ni un qué. En los demás casos es inevitable aquel desdoblamiento, según el cual el objeto está siempre acompañado del saber de él como mío. Por eso Descartes emplea el término «conciencia», pues «cum-scientia» indica ese saber de sí que acompaña al saber de cualquier cosa. En múltiples ocasiones expone esa comprensión del pensamiento como conciencia. Así, por ejemplo, en las Respuestas a las Segundas objeciones escribe: «Con el nombre de pensamiento comprendo todo lo que está en nosotros de modo tal que somos inmediatamente conscientes de ello. Así, son pensamientos todas las operaciones de la voluntad, del entendimiento, de la imaginación y de los sentidos»17. Y a continuación: «Con la palabra idea entiendo aquella forma de todos nuestros pensamientos, por cuya percepción inmediata tenemos consciencia de ellos»18. En Los principios de la filosofía insiste en lo mismo: «Mediante la palabra pensar entiendo todo aquello que acontece en nosotros de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello...; así pues, no solo entender, querer, imaginar, sino también sentir es considerado aquí lo mismo que pensar»19. Así pues, la apercepción acompaña siempre al pensamiento, que por ello mismo entraña la consciencia. Y es esta autorreferencia constante, además de ineludible, lo que me constituye como sujeto. Descartes sostiene, por lo tanto, que ese sujeto se conoce a sí mismo como tal sujeto, tesis que resulta tanto más sorprendente cuanto que se trataría de un conocimiento que —en contra de lo que cabría esperar— no objetiva aquello que conoce, puesto que si se conociera como objeto resultaría —según Descartes— no conocerse en realidad, dado que ese yo que se busca consiste precisamente en algo que por definición nunca es objeto, sino el sujeto de toda objetivación. Por eso, nuestro autor trata de escapar de la paradoja mediante el recurso ya comentado de la intuición intelectual, que sin embargo se convierte luego en un medio de conocimiento que también se aplica a los objetos. La crítica de Hume a este planteamiento muestra precisamente su debilidad, que se hace aún más patente cuando Descartes se aferra al punto de vista de la sustancia para definir el yo. Sobre este particular fue más 17

Meditaciones metafísicas..., Respuestas a las Segundas objeciones, Definiciones, I, pág. 129. Ibíd., Definiciones, II. 19 Los principios de la filosofía, Parte primera, art. 9, trad. de Guillermo Quintás, Madrid, Alianza Universidad, 1995, pág. 26. 18

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sagaz Montaigne cuando, medio siglo antes de escribirse el Discurso del método, señala que el yo no se conoce a sí mismo sino en un proceso interminable de introspección, a lo largo del cual ese yo siempre resurge como distinto del que era, precisamente porque su fijación objetiva en el retrato que hacemos de nosotros mismos nunca acaba de dar cuenta de ese impulso original nuestro que sale al encuentro de las cosas sin que pueda él mismo quedar atrapado como una más entre ellas. El trato que establecemos con las cosas del mundo, convertido en experiencia consciente —y, desde luego también inconsciente, aunque hasta La Rochefoucauld nadie hace de ello cuestión—, implica una distancia que se intercala igualmente en la experiencia que tenemos de nuestro yo. De tal manera que en los Ensayos dice Montaigne que aquel que se observa y ofrece un retrato de su subjetividad no termina nunca de reconocerse en el cuadro que pinta de sí mismo, y la obra se convierte en la reiterada tentativa de acabar un cuadro interminable. La diferencia esencial con respecto a Descartes radica en que si bien Montaigne sabía que el hombre no es un objeto sin más, su subjetividad —la suya en cuanto hombre— solo la reconoce sin embargo negativamente a través de la imagen objetiva de sí de la que escapa una y otra vez. No le parece posible algo así como un salto inmediato a la propia subjetividad, porque —parece sugerirnos— esta es huidiza y carece de la estabilidad de las cosas del mundo. Por su falta de fijeza, el yo parece descubrírsenos a lo largo de un proceso precisamente porque él mismo lo es. Con todo, lo más paradójico de la posición cartesiana es la definición del yo como una sustancia o cosa: «soy una cosa que piensa»20. Como se sabe, Descartes trata de justificar semejante tesis, por una parte, mediante el argumento que le permite sostener que el yo es independiente del cuerpo, ya que —de acuerdo con su definición de sustancia— el yo se puede pensar como algo que existe por sí mismo sin que necesite de ninguna otra realidad para existir. Por otro lado, se trata de una realidad que perdura en el tiempo a pesar de los cambios: la conciencia permanece siendo la misma en la variación de sus ideas21. La duración es, en efecto, un atributo del yo. Y, sin embargo, hay una ambigüedad en las palabras de Descartes cuando afirma: «...esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu»22. Pues podría concluirse de sus palabras que el ser del yo está subordinado a los momentos del tiempo en que cae en la cuenta de sí mismo, de tal manera que el cogito no sería entonces anterior al tiempo mismo en que se constituye. En 20 21 22

Meditaciones metafísicas..., 2.ª, págs. 24 y 25-26, y 6.ª, pág. 66. Se trata de la identidad en cuanto mismidad, como ya hemos visto antes. Meditaciones metafísicas..., 2.ª, pág. 24.

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ese sentido, unas líneas más adelante leemos de nuevo: «Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir»23. Le ocurriría al yo lo que al «caballero inexistente» de la novela homónima de Italo Calvino, un espíritu sin cuerpo que ha de mantenerse siempre mentalmente ocupado con algo para evitar así que su identidad se desvanezca, porque —parece sugerirnos— no consiste en otra cosa sino en el esfuerzo sostenido por aunar conscientemente los momentos en los que su yo se refleja. Sin embargo, esto no debe inducir a promover una interpretación bergsoniana o proustiana de Descartes, porque sus palabras no quieren significar que el ego esté subordinado al tiempo, no está subordinando el ser del yo a los momentos del tiempo en que se hace presente, sino que deben interpretarse —aun reconociendo su ambigüedad— desde su doctrina de la sustancia y los atributos: el yo no puede pensarse sin sus atributos, uno de los cuales es el tiempo. Pues, en un sentido lógico, la sustancia precede a sus atributos, pero no puede pensarse sin estos. Tomando en consideración lo que distingue a las sustancias de los atributos y los modos, en las Respuestas a las Segundas objeciones24, habla de la sustancia como el sujeto —en general— en que está ínsito un atributo o cualidad, y del espíritu como el sujeto —en particular— en que está ínsito el pensamiento. Y en las Respuestas a las Terceras objeciones25 distingue el yo, en cuanto alma o cosa, de sus facultades, indicando que el pensamiento no puede darse sin una cosa pensante que lo sostenga. Este sustancialismo cartesiano se desenvuelve en una tradición de pensamiento cuya terminología —procedente de Aristóteles y acogida por la Escolástica— distingue entre la sustancia y sus accidentes, o la cosa y sus propiedades. Y en concreto, con esta concepción del yo como substratum de las ideas, Descartes no ha roto con la noción escolástica del alma como sustancia espiritual. Sin embargo, hay una tensión en su pensamiento entre el peso de esa tradición, a cuyo influjo sucumbe, y la lógica interna de su propia reflexión, que en ocasiones parece poner en cuestión las bases de ese sustancialismo. Así, por ejemplo, en los Principios de la filosofía, y a propósito de los diversos tipos de distinción allí considerados (a saber: la distinción real, la distinción modal y la distinción que se hace por el pensamiento)26, leemos que entre una sustancia y cualquiera de sus atributos no hay una distinción real, sino que está hecha solo por el pensamiento, pues no podemos concebir siquiera esa sustancia (la 23 24 25 26

Ibíd., pág. 25. Meditaciones metafísicas, Respuestas a las Segundas objeciones, Definiciones, V y VI, pág. 130. Meditaciones metafísicas, Respuestas a las Terceras objeciones, págs. 141, 143 y 144. Los principios de la filosofía, Parte primera, art. 60-61-62, págs. 57 y sigs.

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res extensa, por ejemplo) si no es mediante sus atributos (la extensión o la duración), de manera que sin estos no se da aquella27. Por su parte, la distinción modal (la establecida entre la sustancia y sus modos, o bien, entre unos modos y otros)28 tiene otro carácter, pues una sustancia sí es concebible sin un modo particular, aunque no al margen de todos ellos, ya que siempre se presentará necesariamente bajo alguno de estos modos. Descartes no prescinde, por lo tanto, de estas distinciones, aunque alguna de ellas solo se haga por el pensamiento y, en ese sentido, no sea real. ¿Por qué insistir entonces en que el yo no es lo mismo que sus atributos si no hay distinción real entre aquel y estos? Desde una posición crítica con el sustancialismo, puede resultar sorprendente el hilo argumental cartesiano cuando leemos: «Ahora bien: ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy»29. Formulación que, en términos similares, repite poco después: «Ya sé que soy, y eso sabido, busco saber qué soy»30. Puede, en efecto, resultar sorprendente esta nueva inquisición, porque, después de decir que mi naturaleza toda consiste solo en pensar, podría considerarse ya contestada la cuestión acerca de qué soy: soy pensamiento. Pero el peso de la tradición le lleva a reconocer que el yo sustancial, entendido como cosa, es ontológicamente anterior a sus atributos: «...mi esencia consiste solo en ser una cosa que piensa, o una sustancia cuya esencia o naturaleza toda consiste solo en pensar»31. Ahora bien, esta respuesta a la pregunta que se interesa por lo que soy es un tanto circular, pues no parece decir nada que vaya más allá de la verdad contenida en el cogito, que enseña el hecho de la existencia y no la naturaleza del espíritu32. La razón de esta dificultad a la hora de determinar la naturaleza del yo estriba en la imposibilidad ya comentada antes de determinar objetivamente lo que por definición se contrapone a todo objeto. Esa tensión entre el peso de la tradición y la lógica interna de su propia reflexión puede reformularse igualmente como la aparente contradicción entre la comprensión de la conciencia como actividad pensante y su cosificación como sustancia. La definición cartesiana del yo como sustanciacosa recoge la herencia aristotélica y escolástica, que sigue operando en su pensamiento y se manifiesta en ese criterio asumido por Descartes, según el cual todo ente —incluido también el que constituye mi subjetividad— 27

Ob. cit., art. 62, págs. 59-60. Ob. cit., art. 61, págs. 58-59. 29 Meditaciones metafísicas..., 2.ª, pág. 24. 30 Ob. cit., 2.ª, pág. 26. 31 Ob. cit., 6.ª, pág. 66. 32 Véase Geneviève Rodis-Lewis, Descartes y el racionalismo, Barcelona, Oikos-tau, 1971, pág. 26. 28

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ha de pensarse en primer lugar como sustancia o substrato de las cualidades que soporta. La concepción del yo como actividad, sin embargo, responde a un impulso genuinamente moderno y se desarrollará de acuerdo con una lógica diferente, que irá socavando aquella otra interpretación sustancialista y cosificadora hasta hacerse finalmente —sobre todo a partir de Kant y Fichte— incompatible con ella. La superación de dicha tensión, no resuelta en la filosofía cartesiana, conducirá por lo tanto, más allá de Descartes, hacia una interpretación del sujeto en clave no sustancialista. 1.5. El sujeto de las pasiones Pero el hombre no es un yo puro, pues su condición viene dada por aquella unión con el cuerpo, tan solo a partir de la cual el hombre natural empieza a pensar. En términos cartesianos, diremos que la naturaleza del alma, unida a un cuerpo respecto del cual mantiene a la vez una distinción real, se define también por su capacidad de actuar y de padecer con la parte somática. En aquella unión está la explicación de las pasiones, puesto que el cuerpo es el único medio de existencia del espíritu: Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, hambre, sed, etc., que yo no solo estoy en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa. Pues si ello no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido (...) Pues, en efecto, tales sentimientos de hambre, sed, dolor, etc., no son sino ciertos modos confusos de pensar, nacidos de esa unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo, y dependientes de ella33.

El cuerpo es además lo que individualiza al sujeto cartesiano convirtiéndolo en un yo humano concreto. Un yo que es, en cuanto espíritu, indivisible. Sin embargo, el cuerpo sí es, en cuanto extensión, divisible34. Y por eso, ontológicamente el cuerpo no es un individuo, y si, pese a todo, cabe hablar de una identidad individual del cuerpo como tal es en el sentido de su integridad funcional (su unidad orgánica). En sentido ontológico, sin embargo, la identidad individual del hombre está determinada —según Descartes— por la unión del espíritu con aquello que constituye su medio: el cuerpo. Pero el alma se confunde hasta tal punto con este medio que está completamente embargada por las emociones que de él provienen sin tener en ello ninguna 33 34

Meditaciones metafísicas..., 6.ª, pág. 68. Ob. cit., 6.ª, pág. 71.

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experiencia de alteridad. El cuerpo no es tanto el objeto de consideración del espíritu cuanto más bien el medio de su existencia35. Es esta unión, por otra parte, lo que hace posible hablar del sujeto humano cartesiano en los términos psicológicos y evolutivos que permiten componer una biografía, es decir, una visión de la vida de un individuo que se va configurando progresivamente como un sujeto diferenciado. Pues en los primeros años de nuestra vida —nos dice Descartes— aquella unión es tan estrecha que el alma confunde la realidad de las cosas con la visión ilusoria que tenemos de ellas, debida a los sentimientos que de manera natural envuelven la relación eminentemente sensible que el sujeto establece con su entorno36. Solo de manera progresiva alcanza el espíritu a deslindarse de aquella vinculación con el cuerpo que explica la percepción confusa que inicialmente le domina, y a sobreponerse a los juicios y opiniones heredados de la infancia37. Ahora bien, ese sentido individual que adquiere la vida del sujeto humano, que posibilita su descripción en términos biográficos, lo hemos asociado antes a aquella forma del yo que solo puede hablar desde su cuerpo. No se trata, claro está, del yo metafísico al que se refiere la fórmula del cogito, sino del yo empírico, que es aquel que se configura a través de sus acciones y de sus pasiones. Esta última distinción es establecida por Descartes cuando habla de las funciones del alma38. Las acciones del alma no son sino los modos cogitandi, que en otro lugar39 divide en dos formas generales: las percepciones del entendimiento (sentir, imaginar, concebir) y las operaciones de la voluntad (o modos de querer: desear, sentir aversión, afirmar, negar, dudar...). Sin embargo, en Las pasiones del alma, curiosamente, las denomina a todas ellas «voliciones» para destacar su carácter activo40, porque las experimentamos como provenientes directamente del 35

Véase Guido Canziani, La métaphysique et la vie. Le sujet psichosomatique chez Descartes, artículo incluido en Kim Sang Ong-Van-Cung (coord.), Descartes et la question du sujet, París, P.U.F., 1999, pág. 79. 36 Los principios de la filosofía, Parte primera, art. 71, págs. 65-66. 37 Meditaciones metafísicas, Respuestas a las sextas objeciones, 10, pág. 336. Véase también Guido Canziani, ob. cit., págs. 80 y sigs. 38 Las pasiones del alma, art. XVII, trad. de José Antonio Martínez y Pilar Andrade, Madrid, Tecnos, 1997, pág. 83. 39 Los principios de la filosofía, Parte primera, art. 32, págs. 40-41. 40 Y adelantándose así a algo que todavía en Descartes no aparece con claridad, pero que se irá poniendo de manifiesto a lo largo de la modernidad, a saber: que debe ponerse en cuestión la tajante distinción de inspiración escolástica entre el entendimiento y la voluntad. Algunos hitos de ese cuestionamiento progresivo son, por ejemplo, la comprensión por parte de Leibniz de la sustancia-mónada en sentido dinámico como vis, que significa al mismo tiempo perceptio y appetitus; o la teoría hegeliana del concepto como autodesarrollo; o la tesis de Marx que entiende la teoría como un modo de la praxis; o la interpretación nietzscheana de las posiciones teóricas como expresiones de la voluntad de poder.

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alma y dependientes únicamente de ella, a diferencia de las pasiones, que no se originan en el alma, ya que esta se percibe en ellas padeciendo en sí misma ciertos movimientos del cuerpo (de los «espíritus») que inducen en ella emociones o afectos en general41. La libertad del hombre, en tanto que sujeto, se cumple sobre todo en las acciones del alma, en cuanto estas —según Descartes— caen enteramente bajo el poder de la voluntad; en el caso de las pasiones, por el contrario, el alma —según nos dice— solo indirectamente puede cambiarlas, puesto que dependen por completo de los movimientos del cuerpo que las producen42. Una vez más se hace patente su dualismo antropológico, cuya lógica interna conduce a la dicotomía kantiana de la libertad y la necesidad.

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Las pasiones del alma, art. XVII, pág. 84, y art. XXVII, págs. 95-96. Ob. cit., art. XLI, pág. 115.

Capítulo 2

De la res cogitans al yo trascendental de Kant 2.1. Antes de Kant: breve digresión sobre el empirismo moderno a) La crítica de la noción sustancialista del yo la desarrolla el empirismo moderno mediante el principio de que no hay otra fuente del conocimiento fuera de la experiencia sensorial. El recurso por parte de Locke a este principio crítico no extrae sin embargo todas las consecuencias que se derivan del mismo, y establece una asimetría injustificada en su discusión del concepto de la res cogitans en comparación con su tratamiento de la noción de la sustancia material. Porque al mismo tiempo que considera que esta no se puede conocer a partir de ninguna experiencia —si bien sigue admitiendo su existencia en cuanto soporte de las cualidades sensibles—, adopta sin embargo la tesis de un autoconocimiento intuitivo del yo, capaz supuestamente de captar su propia identidad como el yo que perdura siendo el mismo en todas las vivencias que realiza en el pasado, o que pueda realizar en el futuro: el hilo de la memoria enlaza todas las experiencias propias, a través de la conexión de todas ellas en un continuum que presta unidad al sujeto de las mismas. El yo se capta como el idéntico sí-mismo que acompaña a todas sus vivencias, en tanto se reconoce como el protagonista de todas ellas, de las cuales puede decir entonces: son mías. Por cierto que en el Ensayo sobre el entendimiento humano Locke distingue entre la identidad del hombre y la identidad personal1. Se refiere al 1 Ensayo sobre el entendimiento humano, libro segundo, cap. XXVII, §§ 9 y sigs., trad. de Sergio Rábade y M.ª Esmeralda García, Madrid, Edit. Nacional, 1980, vol. 1, págs. 489 y sigs.

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tema de acuerdo con el principium individuationis, que determina la identidad de un ser cualquiera en un tiempo y lugar determinados: se trata de la identidad numérica (la de una cosa o persona que permanece siendo una y la misma en todos sus momentos y se distingue de cualquier otra cosa: por ejemplo, se dice que una persona mantiene su identidad diferenciada a lo largo de su vida) y no de la identidad cualitativa (la que se refiere a las cualidades que pueden compartir cosas diversas, o identidad —parcial— entre cosas distintas: dos personas diferentes comparten, por ejemplo, la cualidad de ser zurdas). Pues bien, la identidad del hombre, en cuanto unión de cuerpo y alma, consiste —nos dice— en la unión de un mismo cuerpo que perdura en los cambios («la misma vida continuada que se comunica a diferentes partículas de materia según les ocurre al estar de manera sucesiva unidas a ese cuerpo vivo organizado»)2 y un mismo espíritu inmaterial, cuya determinación, a su vez, nos remite al concepto de persona. Esta es «un ser pensante (...), una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares; lo que hace tan solo porque tiene conciencia (...), pues es imposible que uno perciba sin percibir que lo hace»3. La identidad personal radica, pues, en tener una misma conciencia4, lo cual significa no solo reconocerse en el pasado como autor de nuestras acciones —incluyendo los pensamientos—, sino también preocuparse por la propia felicidad futura. Sin embargo, Locke introduce una cierta confusión en el tema cuando señala que «el sí mismo depende de la conciencia y no de la sustancia»5, y que la identidad personal no consiste en la identidad de la sustancia, sino en la identidad del tener conciencia6, como si esta no fuera precisamente la sustancia pensante. Lo que quiere decir es que la identidad (personal) la mantiene el yo no en tanto que sustancia (no por el simple hecho de perdurar), sino en tanto que sabe de sí. Y ese saber de sí que es la conciencia no desaparece aunque partes de nuestro pasado estén en el olvido: siempre podemos reconocernos autores de acciones anteriores a los tramos olvidados. Juega aquí un papel, por tanto, la noción de la conectividad como fundamento de la continuidad: el continuo de la conciencia se funda en la conexión de sus vivencias, pues aun estando borradas de la memoria acciones intermedias, las recordadas mantienen el hilo del sí-mismo en cuanto se conectan entre sí por el reconocimiento que el yo hace de ellas como propias. De modo que, en realidad, la unidad de la persona llega hasta donde alcanza la conciencia: nuestra persona se extiende hasta donde nos reco-

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Ibíd., § 9, vol. 1, pág. 489. Ibíd., § 11, pág. 492. Ibíd., § 12, págs. 493-494. Ibíd., § 19, pág. 501. Ibíd., § 21, pág. 503.

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nocemos siendo nosotros mismos7. En este orden de cosas llega a afirmar que podría darse incluso una doble persona en un mismo hombre que tuviera rota en dos la conciencia (lo que hoy llamaríamos desdoblamiento de personalidad). Es decir, aunque Locke plantea la cuestión de la identidad preferentemente en el sentido de la mismidad, su solución apunta sin embargo a la ipseidad —según la distinción ya citada de Ricoeur—, porque para él la identidad de la persona consiste ciertamente en ser una misma conciencia, pero eso a su vez significa mantener la autorreferencialidad. En efecto, según Locke, el yo se reencuentra consigo mismo en todas sus experiencias, al mismo tiempo que las reconoce como suyas. Sin embargo, hay un círculo vicioso en este planteamiento, como se ha puesto de manifiesto por sus críticos, desde el obispo J. Butler —quien, considerando la objeción del posible fallo de la memoria, se preguntaba si no era mejor fundar la continuidad de la memoria en la existencia continua de un alma-sustancia— hasta los filósofos analíticos contemporáneos que discuten el asunto8, que 7 Esto, por cierto, plantea una dificultad irresoluble a quienes creen en la transmigración de las almas, puesto que se perdería la conciencia de una vida anterior: sería una misma sustancia inmaterial o alma en dos personas distintas. Véase John Locke, ob. cit., § 16, págs. 497 y sigs. 8 Filósofos analíticos contemporáneos, como Derek Parfit, han cuestionado esta noción de la continuidad mental en el sentido de Locke —y también la de la continuidad física— recurriendo a una serie de «experimentos mentales», cuya extravagancia se justifica por el afán de medir la consistencia de nuestras creencias sobre asuntos tales como el libre albedrío, el paso del tiempo, la consciencia o el yo. Su posición, que se asemeja más a la de Hume que a la de Locke, llega a conclusiones escépticas sobre el yo, a lo cual no le otorga sin embargo una importancia decisiva, porque «el yo no es lo que importa». Lo que importa, según él, son dos tipos de relaciones: la continuidad y la conectividad psicológicas, que en los casos ordinarios se mantienen entre las diferentes partes de la vida de una persona. Y estas relaciones —nos dice Parfit— solo coinciden en parte con la identidad personal, porque en ellas —y no así en la identidad personal— sí cabe admitir grados. Por ejemplo, en relación con el experimento mental de una posible supervivencia del yo tras la muerte, se pregunta: ¿qué porcentaje de recuerdos han de subsistir como mínimo para que sea válido o aceptable para mí semejante supervivencia? Es una cuestión de más o de menos, a diferencia de lo que ocurre con la identidad personal, acerca de la cual solo cabe decir que se mantiene o no se mantiene. Otro ejemplo es el del trasplante cerebral, respecto del cual dice que yo podría aceptar dicho trasplante si, aun no manteniendo la identidad de mi persona, sí mantuviera la continuidad de un grado relevante de mi psiquismo antes y después. Algo similar dice sobre el «teletransporte». La identidad personal —nos dice— puede ser entonces una cuestión conceptual. Sin embargo, esta posición no nos parece satisfactoria, porque elude lo principal. La cuestión conceptual no está desvinculada de la real como si se tratara de un añadido artificioso: los conceptos sirven para comprender las realidades. Sobre la posición de Parfit, véase Reasons and persons, Oxford, Oxford University Press, 1986; así como sus ensayos La irrelevancia de la identidad, págs. 94 y sigs., y Experiencias, sujetos y esquemas conceptuales, págs. 126-127 y 156; incluidos ambos en Personas, racionalidad y tiempo, Madrid, Síntesis, 2004. También el análisis crítico de su posición por parte de Paul Ricoeur: Sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996, págs. 126 y sigs.

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ponen de manifiesto las aporías que se desprenden del enfoque de Locke9. Expresando la paradoja en términos que nos permiten enlazar la cuestión con la posición que más adelante adoptará Kant al respecto, diríamos nosotros: ¿cómo es posible que el sujeto se reconozca en sus acciones pasadas como siendo el idéntico sí-mismo si no dispone ya de antemano de una cierta noción de su propia identidad que le permita justamente efectuar dicho reconocimiento? ¿Cómo es posible sin contradicción concebir el yo como la unidad del continuo de las vivencias múltiples conectadas entre sí, cuando dicha conexión supuestamente encontrada solo es concebible a su vez desde la previa aceptación de ese yo en cuanto unidad presupuesta que permite la conexión de lo múltiple. Como diría Kant, lo único que Locke está considerando aquí es la unidad empírica de la autoconciencia. b) La posición de Hume es más consecuente, puesto que si aceptamos el presupuesto empirista no hallaremos ninguna impresión de la que poder derivar la idea del yo: Algunos filósofos se figuran que lo que llamamos nuestro yo es algo de lo que en todo momento somos íntimamente conscientes, que sentimos su existencia y su continuidad en la existencia, y que, más allá de la evidencia de una demostración, sabemos con certeza de su perfecta identidad y simplicidad (...) Desgraciadamente, todas esas afirmaciones son contrarias a la experiencia misma abogada en su favor; no tenemos idea alguna del yo de la manera que aquí se ha explicado. En efecto, ¿de qué impresión podría derivarse esta idea? Es imposible contestar a esto sin llegar a una contradicción y a un absurdo manifiesto (...) ... el yo o persona no es ninguna impresión, sino aquello a que se supone que nuestras distintas impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable (...) Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones... Y en consecuencia, no existe tal idea10.

9 Paul Ricoeur cita el siguiente argumento: sea el caso de un príncipe cuya memoria se transplanta al cuerpo de un zapatero remendón; ¿este se convierte en el príncipe que él recuerda haber sido, o sigue siendo el zapatero que los demás hombres siguen viendo? Locke, coherente consigo mismo, decide a favor de la primera solución. Pero lectores modernos, más sensibles a la colisión entre dos criterios opuestos de identidad, concluirán en la indecidibilidad del caso. De este modo —comenta Ricoeur— queda abierta la era de los puzzling cases. Véase Paul Ricoeur, ob. cit., pág. 122. 10 Tratado de la naturaleza humana, libro primero, parte 4.ª, sección VI, trad. de Félix Duque, Madrid, Edit. Nacional, págs. 397-9.

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Por otra parte, ¿cómo podrían pertenecer todas nuestras múltiples y diferentes percepciones particulares a un mismo yo? Y ¿cómo estarían conectadas en él? Pues lo cierto es que... ... siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular (...) Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo, en un sueño profundo, por ejemplo, durante todo ese tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que verdaderamente no existo11.

Como se sabe, Hume concluye en el rechazo de la visión sustancialista del yo, que a lo sumo sería algo así como un escenario o teatro, si la metáfora pudiera eludir la implicación de que entonces la mente sería algo más que la mera suma de las percepciones que se nos presentan en un haz o perpetuo flujo. No hay por lo tanto conocimiento de la identidad del yo. Pero es que además el concepto mismo de identidad se convierte en problemático, ya que se trata de la relación (la idea de relación) entre los diversos momentos de un cuerpo cuyos insensibles cambios graduales generan en la mente la inclinación a asignarle una existencia continua y, en ese sentido, idéntica. Pero se trata entonces de una ficción, como demuestra el hecho de que si la variación es suficientemente grande ya no lo reconoceríamos como el mismo cuerpo antes y después12. A diferencia de Locke, por lo tanto, Hume introduce grados en la asignación de identidad, que siempre interpreta en el sentido de la mismidad13. Y además, a diferencia de Locke, tampoco modifica su criterio cuando pasa de las cosas a considerar la identidad personal: «La identidad que atribuimos a la mente del hombre es tan solo ficticia, y de especie parecida a la que hemos asignado a vegetales y animales. No puede, pues, tener un origen diferente, sino que deberá provenir de una operación similar de la imaginación sobre objetos similares»14. Toda la cuestión se reduce a si la mismidad del yo —que es la única manera en que considera su identidad— se refiere a algún enlace real entre sus percepciones, o si se trata de la asociación de estas en la imaginación. 11

Ob. cit., ibíd., págs. 399-400. Ob. cit., libro primero, parte 1.ª, sección V, pág. 103, y también parte 4.ª, sección VI, págs. 401-405. 13 Ob. cit., ibíd., pág. 401: «A la idea precisa que tenemos de un objeto que permanece invariable y continuo a lo largo de una supuesta variación de tiempo la llamamos idea de identidad o mismidad». 14 Ob. cit., libro primero, parte 4.ª, sección VI, págs. 408-9. 12

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Y aquí hace valer Hume su principio general de que el entendimiento no observa nunca ninguna conexión real entre objetos, sino que solamente sentimos semejante conexión, de lo que se deduce que no existe nada que enlace verdaderamente entre sí nuestras distintas percepciones y que la identidad solo consiste entonces en la unión de las ideas de esas percepciones cuando reflexionamos sobre ellas en la imaginación15 y son allí «sentidas como mutuamente conectadas y pasando naturalmente de unas a otras»16. Sin embargo, después de haber defendido esta posición escéptica al abordar el tema del conocimiento en el libro primero del Tratado de la naturaleza humana, en los libros segundo y tercero, que tratan de las pasiones y de la moral, respectivamente, Hume parece alterar sorprendentemente su posición: «Es evidente que la idea, o, más bien, la impresión que tenemos de nosotros mismos, nos está siempre presente, y que nuestra conciencia nos proporciona una concepción tan viva de nuestra propia persona que es imposible imaginar que haya nada más evidente a este respecto»17. De todos modos, ya en el libro primero, y ante la pregunta sobre qué es lo que nos induce con tanta intensidad a asignar una identidad a lo que se nos presenta como una sucesión de percepciones y a creernos en posesión de una existencia invariable e ininterrumpida durante toda nuestra vida, escribe Hume que para responder a esta cuestión antes hay que distinguir entre identidad personal por lo que respecta a nuestro pensamiento o imaginación, e identidad personal por lo que respecta a nuestras pasiones o al interés que nos tomamos por nosotros mismos18. Ahí parece anunciar ya esa diferencia en el tratamiento de la cuestión, diferencia que probablemente apunta a la conciencia que parece tener Hume del carácter —por decirlo así— «trascendental» del yo en el campo moral, en cuanto ficción 15

Ob. cit., ibíd., pág. 409. Ob. cit., libro tercero, apéndice, pág. 887. 17 Ob. cit., libro segundo, parte 1.ª, sección XI, pág. 496. Félix Duque, traductor de la obra, comenta estos pasajes y llama la atención sobre esta aparente contradicción, indicando además que —según Hume— «es la impresión del yo la que, al reflejar y avivar en nosotros el estado de ánimo de otra persona, da origen al principio de simpatía, tan importante, que de él depende en cierto modo nuestro juicio sobre la conducta de otras personas». Y comenta que lo más plausible sea quizá no tanto aceptar la contradicción entre las diversas partes del Tratado, sino más bien concluir que «nuestros juicios de valor (la Ética, en una palabra) están basados en una ficción de la imaginación». Pues «aunque Hume no señala ni decide el dilema, creo que se inclinaría por el segundo miembro: en los campos del conocer y del hacer, el hombre es soportado en su existencia por ficciones naturales. El filósofo no puede destruir esas ficciones, indispensables para la vida: solo puede ponerlas de manifiesto, para “curarnos” de nuestros deseos de dogmatizar». Véase nota 156 a su traducción, ob. cit., págs. 397-8. 18 Ob. cit., libro primero, parte 4.ª, sección VI, pág. 401. 16

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necesaria sin la cual pierde su sentido la vida moral. Ficción que sí se pone de manifiesto, sin embargo, cuando —en el libro primero, que se ocupa del conocimiento como tal— de lo que se trata es de hacer explícitamente la crítica de los dogmas elaborados por la tradición metafísica en relación con la facultad de conocer. Por eso, en el apéndice, al final del libro tercero, después de haber alcanzado una visión del conjunto de la obra, vuelve sobre la cuestión de principio declarando su perplejidad y decantándose por la posición escéptica en lo que concierne al conocimiento propiamente dicho y por la inseguridad —al menos— respecto de la confianza que pueda tener en sus conclusiones sobre el yo en el terreno de la moral: Sin embargo, al revisar con mayor rigor la sección dedicada a la identidad personal, me he visto envuelto en tal laberinto que debo confesar que no sé cómo corregir mis anteriores opiniones, ni cómo hacerlas consistentes. Si esta no es una buena razón general a favor del escepticismo, al menos para mí representa una suficiente razón (por si no tuviera ya bastantes) para aventurar todas mis conclusiones con desconfianza y modestia19.

2.2. El giro copernicano hacia el sujeto trascendental El pensamiento moderno posterior a Descartes rechaza el sustancialismo cósico cartesiano cuando se enfrenta al problema del yo. La vía empirista lo hace a través de la crítica de la idea misma de sustancia. El enfoque de Kant, por su parte, asume a su manera la crítica empirista culminada por Hume, pero la reorienta en un doble sentido: en primer lugar, lo hace de acuerdo con el llamado giro copernicano de su filosofía, que niega la posibilidad de determinar directamente el objeto sin atender antes al modo en que este es configurado en el mismo proceso del conocimiento por parte del sujeto; y, en segundo lugar, a través del rechazo de la pretensión metafísica de conocer la identidad del yo. El giro moderno iniciado por Descartes, que sitúa el problema del conocimiento en el centro de la reflexión filosófica, adopta en Kant un nuevo significado, que redefine tanto el sentido de la subjetividad como el de la objetividad. Estos dos conceptos se presentaban en Descartes de tal manera que la prelación del sujeto respecto del objeto —en el orden gnoseológico, pero también en el ontológico— no tenía en principio otro alcance que el de hacer de este una representación de aquel, sin que en ello 19

Ob. cit., libro tercero, apéndice, págs. 884-5.

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haya una crítica del proceso del conocimiento en el que se constituye el objeto. Ahora bien, en el llamado «giro copernicano» de Kant, que encierra la justificación de su criticismo, la crítica alcanza un significado distinto del que hemos considerado al referirnos a la modernidad en general, aunque bien podría decirse que se trata del modo peculiar que adopta esa crítica moderna en Kant. Pues no se trata ahora del proyecto de fundar la metafísica a partir de un nuevo comienzo, ni mucho menos de asentar el valor absoluto del conocimiento sobre la base del carácter incontrovertible de una primera verdad. Por el contrario, el valor asignado a la metafísica, así como el sentido mismo de la ciencia y de todo conocimiento posible, se hacen depender ahora de la actitud crítica adoptada con respecto al proceso mismo del conocimiento, el cual no ha de comprenderse regido por los objetos —tal como siempre se había hecho hasta el momento, dice Kant—, sino que al contrario ha de entenderse que son los objetos los que se rigen por el modo de conocer, por los conceptos. Es decir: antes de atender a los objetos para conocer cómo son en sí mismos hemos de caer críticamente en la cuenta de que esos objetos los experimentamos o pensamos de acuerdo con el modo en que conoce el sujeto20. Ahora bien, este desplazamiento hacia el sujeto es de una índole enteramente diferente del giro hacia el sujeto operado por Descartes, cuyo criterio de evidencia es precrítico en el sentido kantiano, pues se refiere al objeto considerado por el pensamiento que lo ilumina de manera clara y distinta: para Descartes el objeto no está mediado por el sujeto en el sentido propiamente gnoseológico del término; por el contrario, el criterio cartesiano de la evidencia —del verbo videre— significa el salto inmediato al objeto, en tanto este se deja ver. Kant, por su parte, concibe esa mediación como la configuración del objeto por parte del sujeto, cuyas formas de conocer son a su vez determinantes de la forma misma del objeto. Por eso, al final del famoso pasaje en el que explica el sentido de su giro copernicano, escribe: «... solo conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellas»21. Luego, en la Introducción de la Crítica de la razón pura, después de señalar la distinción entre el conocimiento puro y el empírico22, explica 20 Kritik der reinen Vernunft (a partir de ahora: KrV), volúmenes III-IV de la Werkausgabe (Werke in zwölf Bänden), edición de W. Weischedel, Suhrkamp, Fráncfort del Meno, 1968, Prólogo a la segunda edición, B XVI-XVIII; trad. de Pedro Ribas, Crítica de la razón pura, Madrid, Ed. Alfaguara, 1978, pág. 20. Las citas se atendrán a esta traducción. 21 KrV, Prólogo de la 2.ª edición, trad. de Ribas, pág. 21. 22 Conocimiento empírico es el que depende de la experiencia y, por tanto, tiene sus fuentes a posteriori; conocimiento a priori es el que es independiente de la experiencia —y no, como malinterpretan algunos, el anterior a la experiencia, pues se trataría en todo caso de una antelación lógica—. El conocimiento a priori es además puro cuando no se le ha añadido nada empírico. Véase KrV, Introducción, B 1-3; trad. Ribas, págs. 41-43.

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Kant que disponemos de determinados conocimientos a priori (o sea, de validez necesaria y universal): no solo las proposiciones de las matemáticas, sino también ciertos principios indispensables para que sea posible la experiencia misma. Pues... «¿de dónde sacaría la experiencia misma su certeza si todas las reglas conforme a las cuales avanza fueran empíricas y, por tanto, contingentes?»23. Y además encontramos un origen a priori tanto en nuestras formas de intuir los objetos en cuanto representaciones dadas a nuestra receptividad, como en las formas de pensarlos de acuerdo con la facultad de producir representaciones espontáneas sobre ellos. En efecto, tanto en la sensibilidad como en el entendimiento —receptividad y espontaneidad, respectivamente— distingue Kant entre el contenido de la representación y la forma de la misma, de tal manera que el carácter a priori de esta no constituye ningún conocimiento sin el material sensible que dichas formas intuyen o piensan. Así se entiende la afirmación kantiana de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, pero no todo él procede de la experiencia24. Y es así porque, en primer lugar, los datos sensoriales son intuidos simultáneamente en el espacio y sucesivamente en el tiempo, siendo espacio y tiempo las formas puras de toda intuición; y, en segundo lugar, porque el objeto así dado en la sensibilidad es espontáneamente concebido de acuerdo con las formas posibles de pensar el objeto en general, o sea, mediante los conceptos puros del entendimiento. Todo esto es bien conocido y apunta en definitiva hacia una nueva comprensión del objeto del conocimiento, y también del sujeto del mismo. Porque dichas intuiciones y conceptos puros son al mismo tiempo tanto las formas del sujeto (las formas en que es posible el conocimiento para todo sujeto racional, y, en ese sentido, las formas del sujeto trascendental) como las formas del objeto mismo (la forma espacio-temporal de todo objeto sensible, y las formas en que es determinable el objeto por el pensamiento). En este sentido, Kant concibió la identidad de sujeto y objeto, aunque limitando el alcance de dicha identidad —que luego el idealismo alemán tratará de llevar más lejos— a las formas que constituyen el sujeto trascendental. Sin embargo, en la medida en que el objeto del conocimiento es siempre el dado en la intuición, o sea, el fenómeno, el kantismo no puede evitar el problema que se plantea cuando se considera lo que pueda ser el objeto fuera de la experiencia, o sea, en cuanto cosa-en-sí. Este no puede ser conocido, aunque sí pensado, pues nada impide que la razón se extienda —de acuerdo con las categorías— más allá de la experiencia 23 24

KrV, B 5; trad. de Ribas, pág. 44. KrV, Introducción, B 1; trad. de Ribas, págs. 41-42.

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posible en busca de lo incondicionado y recaiga sobre entes inteligibles o noúmenos. Se encuentra aquí un núcleo esencial del criticismo, para el cual el problema de la existencia de los objetos es inseparable del problema del conocimiento: las condiciones de posibilidad de la experiencia son al mismo tiempo las condiciones de posibilidad de la existencia de las cosas en cuanto fenómenos. Hablamos, por lo tanto, de un yo contrapuesto al objeto en el conocimiento. Y la crítica de la razón significa para Kant no solo la crítica de la noción del objeto, sino también la que se refiere a la noción del yo, que también se nos presenta a partir de las mismas leyes de la experiencia en general. También aquí responde Kant a las dificultades planteadas por Hume: por un lado, todo conocimiento arranca ciertamente de los datos sensoriales, pero estos por sí solos no dan cuenta íntegramente del significado de la experiencia objetiva; pero es que además, por otro lado, el sujeto del conocimiento no se agota en las operaciones asociativas de la imaginación, porque la actividad del yo lógico-trascendental consiste en la síntesis de lo diverso de la intuición según el concepto del objeto en general25. El sujeto del conocimiento es el yo lógico-trascendental o sujeto racional, cuya actividad sintética no cabe en los límites de la imaginación. Por cierto que esta ocupa un lugar singular en la obra de Kant, entre la sensibilidad y el entendimiento: por una parte, en cuanto facultad de representar un objeto en la intuición —aunque en este caso se trata de un objeto que no está presente—, la imaginación pertenece a la sensibilidad (puesto que toda intuición es sensible y no hay —según Kant— intuición intelectual); pero, por otro lado, en la medida en que su síntesis es una actividad de la espontaneidad —que no es meramente determinable, sino determinante— esa síntesis constituye una acción del entendimiento sobre la sensibilidad de acuerdo con categorías. A esta la llama Kant «imaginación productiva», que pertenece a la filosofía trascendental, a diferencia de la «imaginación reproductiva», que es parte de la psicología, ya que su síntesis se halla sujeta exclusivamente a las leyes empíricas de asociación26. Así pues, según Kant, el sujeto del conocimiento es el yo lógico-trascendental o yo racional. Ahora bien, esto quiere decir también que —como afirma Cassirer— el sujeto no es otro que la razón misma en sus funda25

KrV, B 103; trad. de Ribas, pág. 111. KrV, B 151-152; trad. de Ribas, págs. 166-7. Allí mismo Kant explica que el tipo de síntesis que lleva a cabo la imaginación productiva puede llamarse «síntesis figurada» (síntesis de la diversidad de la intuición sensible mediante la cual el entendimiento determina el sentido interno), mientras que la producida por el entendimiento es más bien una «síntesis intelectual» (la síntesis pensada en la mera categoría en relación con la diversidad de una intuición en general). 26

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mentales funciones de conocimiento27. Y, más allá, cabría decir que el sujeto de Kant es también esa misma actividad racional cuando rebasa la experiencia en busca de la unidad incondicionada de lo absoluto. Y aunque Kant considera —cuando se ocupa de la moralidad— que el hombre existe como un yo empírico que se guía por su inclinación sensible, piensa además que su humanidad consiste también en su facultad para elevarse a lo universal; es decir, también consiste en la razón, mediante la cual —en el terreno teórico— puede conocer, pero puede también —en la metafísica— interrogarse libremente por lo absoluto. 2.3. La apercepción pura del yo La subjetividad que la reflexión trascendental toma en consideración no es la organización de un individuo cognoscente (no es un yo individual o empírico), ni se refiere a los procesos psicológicos puestos en juego por aquel. No es por lo tanto la unidad psicológica de la autoconciencia, puesto que esta es un hecho empírico y, como tal, no ostenta ninguna prelación sobre otros hechos. En otros términos: la autoconciencia empírica no es anterior ni temporal ni lógicamente a la conciencia empírica del objeto. Ocurre más bien, como explica Cassirer, que la totalidad de la experiencia se desdobla para nosotros en la esfera de lo «interior» y la de lo «exterior», del yo (empírico) y del mundo (igualmente empírico) a través del mismo proceso de objetivación y determinación28. El yo originario de Kant no se comprende como un producto de percepciones aisladas, pues en ese supuesto nos vemos enredados en las dificultades insalvables planteadas por Hume: ni siquiera cabría hablar ahí con rigor de la unidad del yo, puesto que aquellas percepciones no se me presentan unidas en una conexión real que sea ella misma a su vez objeto de otra percepción. En esto Hume fue más consecuente que Locke, cuya idea del yo idéntico envuelve diversas paradojas, la principal de las cuales —ya indicada— consiste en presuponer el yo que se busca. Por ese camino —nos dice Kant— la conciencia se entiende a sí misma como una unidad analítica, que es la unidad del yo que se capta como lo común a varias representaciones mientras las acompaña. Ahora bien, la unidad analítica de la apercepción es la unidad de la conciencia que —al modo de Locke— trata de encontrar su identidad en sus percepciones, como unidad de todas ellas, a las que acompaña y de las que dice que son suyas. Pero se trata entonces 27 Véase Ernst Cassirer, Kant, vida y doctrina, trad. de Wenceslao Roces, México, F.C.E., 1978, pág. 231. 28 Ob. cit., pág. 233.

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de la unidad de la conciencia empírica, que está dispersa en sus representaciones29. Por lo tanto, ahí no está propiamente pensada la identidad originaria del yo, sino tan solo el modo en que este, ya presupuesto, se encuentra a sí mismo en sus representaciones. Por eso dice Kant que solo es posible la unidad analítica de la apercepción —que trata de captar lo común a diversas representaciones— si presuponemos como más originaria la identidad de la conciencia misma que enlaza o hace la síntesis de aquellas representaciones: En efecto, la conciencia empírica que acompaña representaciones diversas es en sí misma dispersa y carece de relación con la identidad del sujeto. Por consiguiente, tal relación no se produce por el simple hecho de que cada representación mía vaya acompañada de conciencia, sino que hace falta para ello que yo una una representación a otra y que sea consciente de la síntesis de las mismas. Si existe, pues, la posibilidad de que yo me represente la identidad de conciencia en esas representaciones, ello se debe tan solo a que puedo combinar en una conciencia la diversidad contenida en unas representaciones dadas; es decir, solo es posible la unidad analítica de apercepción si presuponemos cierta unidad sintética30.

Por lo tanto, más allá de la apercepción empírica del yo —que Locke cree haber encontrado a través de la memoria y que interpreta como la identidad original del sujeto, y que Hume desespera de hallar como parte de la experiencia—, hay una apercepción pura, según Kant, que es la verdaderamente originaria y que se representa la unidad trascendental de la autoconciencia. Y esa originaria unidad sintética de apercepción, según nos dice en una nota, «...constituye la noción más elevada de la que ha de depender todo uso del entendimiento. (...) Es más, esa facultad es el entendimiento mismo»31. Dicha unidad sintética de la autoconciencia es la condición objetiva de todo conocimiento, ya que se trata de la condición última sin la cual no es posible la unificación de lo diverso de una intuición dada: unifica en un concepto de objeto y, por eso, Kant la llama «unidad objetiva de la autoconciencia», que debe distinguirse de la «unidad subjetiva de la autoconciencia», que no es otra cosa sino la unidad del sentido interno y —en esa medida— la unidad empírica de apercepción32. 29

KrV, B 133; trad. de Ribas, pág. 154. KrV, ibíd. 31 KrV, B 134; trad. de Ribas, pág. 155, nota k. Sustituyo en este caso concreto el término «concepto» empleado por Pedro Ribas en su traducción por el de «noción». 32 KrV, B 139-140; trad. de Ribas, págs. 158-159. 30

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Ahora bien, de ese yo no hay en rigor conocimiento propiamente dicho, puesto que no se ofrece en ninguna experiencia: él es más bien la condición lógica de toda experiencia. En esto, por lo tanto, Kant sigue a Hume: no hay conocimiento del yo. En efecto, el yo no es un objeto, sino lo que se contrapone a todos los objetos y es condición del conocimiento de todos ellos. Tampoco hay un concepto del yo, pues este consiste precisamente en la misma actividad de concebir. Ni tampoco se capta a sí mismo en una intuición —en contra de la concepción de Descartes o Locke—, puesto que toda intuición —para Kant— es sensible y no hay percepción del yo. Y, sin embargo, la apercepción pura entraña un saber de sí mismo, pero no como saber del yo dado al sentido interno (pues, en cuanto sabe de sí como unidad del sentido interno —cuya condición formal es el tiempo—, sigue tratándose de la unidad analítica de apercepción, que no rebasa el plano de la experiencia de hecho). No es un fenómeno, pero tampoco es propiamente un noúmeno, ya que este es una determinación del pensar que trasciende la experiencia, un ente inteligible u objeto meramente pensado, en oposición al ente sensible cuyo concepto se elabora sobre la intuición del mismo33. El yo no es ningún objeto, ni siquiera uno meramente pensado, sino la unidad presupuesta a todo enlace de las intuiciones empíricas de acuerdo con las formas puras de pensar el objeto en general. En ese mismo sentido, tampoco se puede identificar con lo que la metafísica denomina «el alma», pues en tal caso nos dejamos llevar por la ilusión dialéctica de la psicología racional, de la que Kant se ocupa por cierto en la Dialéctica trascendental, es decir, en aquella parte de la Lógica trascendental en que estudia el uso de la razón más allá de la experiencia. La noción metafísica del alma se alcanza, en efecto, cuando el yo se piensa a sí mismo en relación con una experiencia posible, prescindiendo de toda experiencia efectiva, y de ello infiere, incurriendo en un paralogismo, que puede tener conciencia de su propia existencia también fuera de la experiencia y de sus condiciones empíricas34: «...me imagino que, al tener en el pensamiento la unidad de conciencia —que sirve de base, en cuanto mera forma del conocimiento, a toda determinación— conozco lo sustancial en mí como sujeto trascendental»35. Pero el yo captado en la apercepción pura no es ninguna sustancia ni entraña existencia alguna, sino que es el sujeto lógico de todo conocimiento referido a lo existente, una de cuyas funciones lógicas precisamente piensa el objeto como sustancia.

33 34 35

KrV, B 306; trad. de Ribas, págs. 368-369. KrV, B 427; trad. de Ribas, pág. 378. KrV, ibíd.

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En definitiva, el saber de la apercepción pura no es otra cosa que la representación intelectual «yo pienso»: ese es su único contenido. Y semejante representación autoriza a afirmar: «yo soy», pero no en el sentido cartesiano. Pues la representación intelectual «yo pienso, yo soy» no es otra cosa sino la conciencia que el pensar tiene de sí como de una función meramente lógica (lógico-trascendental). Este es el punto más elevado que alcanza la reflexión sobre el sujeto en Kant cuando se desenvuelve en el terreno de la crítica de la razón teórica. Pero Kant alcanza esta posición sobre el sujeto llevado de una reflexión sobre la lógica del conocimiento desarrollada en abstracto, como si fuera posible abordar el tema de manera intemporal. Hay que esperar a Hegel y a Marx para encontrar un enfoque más elevado que pondrá de manifiesto la mediación histórica en el proceso del conocimiento, de modo que a partir de ahí este ya no podrá seguir considerándose según los criterios de una razón intemporal y de un sujeto y una lógica del conocer abstractos, sin atender a los factores sociales e históricos implicados. Pero esta conquista del pensamiento puede llevarla a cabo Hegel tan solo sobre la base de dos pasos decisivos: primero, mediante la comprensión del carácter dialéctico de la relación de conocimiento entre la conciencia y su objeto, en tanto esa dialéctica los envuelve a ambos en un proceso que los transforma; y, en segundo lugar, a través de la elaboración de un concepto más comprehensivo de la experiencia, que permite captar la interconexión entre el conocimiento y las demás formas de la actividad humana, como son las referidas a la esfera ética, a la producción técnica y, en general, a todo el ámbito de la vida social. De igual modo, a partir de Hegel, el problema antes debatido acerca de la identidad del yo ya no se podrá seguir planteando según un enfoque epistemológico que se rija por una lógica intemporal —enfoque en el que aún se encuentran el empirismo clásico, Kant y muchos analíticos de hoy en día—, sino que ha de tener en consideración la historicidad del yo. 2.4. La libertad del sujeto como voluntad racional El problema de la libertad está en la filosofía moderna en general íntimamente conectado con la cuestión del sujeto. La noción misma de sujeto, en cuanto principio de la acción, parece requerir por sí misma de la cualidad de la libertad. Sin embargo, la distinción kantiana entre un sujeto empírico y un sujeto trascendental complica el asunto y ha dado además ocasión para que se haya llegado a formular una interpretación del pensamiento de Kant en un sentido contrario al humanismo. La discusión de este problema exige reconsiderar la concepción kantiana de la libertad en relación con el sujeto.

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En la Crítica de la razón pura no se plantea de forma directa el problema de la libertad, porque esta, en cuanto no es un objeto dado sensiblemente en el tiempo (no es un fenómeno), queda fuera de todo conocimiento. No obstante, y aunque ella misma no sea conocida, podemos decir que ya en esta primera Crítica, y a propósito de la consideración del lado activo del conocimiento, se contempla una cierta idea de la libertad, concebida como la espontaneidad con arreglo a la cual la razón, primero en el nivel del entendimiento, hace la síntesis de la experiencia, y, segundo, en cuanto razón pura, piensa más allá de todo límite en busca de lo incondicionado. Según nos dice Kant en la Dialéctica trascendental, ese uso de la libertad no es otra cosa sino el ejercicio de la razón en el terreno especulativo, al cual no puede sustraerse el hombre cuando, llevado por su propia naturaleza como ser pensante, extiende espontáneamente su pensamiento conforme a categorías incluso más allá de la experiencia. Ciertamente, esa espontaneidad está paradójicamente reglada, lo cual puede parecer contrario al concepto en cuestión, pero para Kant esa sujeción a las leyes del pensar no es contradictoria con la libertad, sino que, al contrario, es el único modo en que cabe entender esta en ese terreno, pues se trata de las leyes de la propia razón en su uso teórico. Ahora bien, en ese terreno, la libertad en cuanto autonomía de la razón que se da a sí misma la ley de manera espontánea está limitada a las formas de entender el objeto en general, las cuales a su vez están supeditadas a los datos suministrados en la intuición. Si atendemos, en cambio, al planteamiento del problema en el terreno de la razón práctica, vemos ya desde las primeras páginas de la Crítica de la razón práctica que aquella limitación a la que está sometida la razón en su uso teórico adquiere otro sentido cuando se trata de su uso práctico, porque en este caso la razón no tiene como objeto algo que se le imponga al conocimiento, sino que se ocupa de la determinación de la voluntad a priori. También esta choca, por cierto, con el obstáculo empírico que supone la inclinación sensible, pero esta no significa un límite para la libertad, puesto que —según Kant— aquella voluntad racional en la acción moral se determina por sí sola, sin tener en cuenta los fines que busca el impulso sensible. Por otro lado, la inclinación sensible, lejos de ser un obstáculo infranqueable, se convierte paradójicamente en la resistencia que ha de vencer el deber moral para ser digno de tal título, lo cual convierte a aquel en un límite necesario tan solo frente al cual adquiere sentido el concepto mismo del deber. Este es el sentido ascético que perdura de la moral cristiana en la secularización llevada a cabo por la ética de Kant. Y si, por otra parte, es verdad que toda acción incide en un mundo regido por la causalidad natural, la determinación de la voluntad por la razón pura entraña otra forma de causalidad exclusiva del hombre: la voluntad libre. Por eso, según Kant, la razón práctica...

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...es preciso que conozca de modo determinante la causalidad respecto de las acciones de la voluntad en el mundo sensible, pues de lo contrario no podría producir realmente hecho alguno. Mas no necesita determinar teoréticamente, con vistas al conocimiento de su existencia suprasensible, el concepto que se hace de su propia causalidad como noumenon para poder darle así significación. Pues la significación la obtiene de todos modos, aunque solo para el uso práctico, a saber: mediante la ley moral36.

La libertad en cuanto espontaneidad absoluta no es objeto alguno de conocimiento, pues las cosas en cuanto fenómenos se nos presentan siempre determinadas por una causalidad condicionada. Pero el pensamiento mismo de una causalidad libre referida a algo que queda fuera de la experiencia no es incompatible con la razón especulativa. Ahora bien, en el terreno de la razón práctica, aquella libertad que la razón teórica no ha descartado se determina ahora como un postulado sin el cual la moralidad carece de sentido. Porque, como dice Kant, «...la autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales»37. En efecto, todo hombre posee la conciencia de la libertad de la voluntad38, es decir, la conciencia de que puede determinarse racionalmente39 y establecer por sí mismo la ley que señala la forma de la moralidad: «La ley moral es en realidad una ley de la causalidad por la libertad y, por lo tanto, de la posibilidad de una naturaleza suprasensible, del mismo modo que la ley metafísica de los acaecimientos en el mundo de los sentidos era una ley de la causalidad de la naturaleza sensible...»40. Es decir, la razón tiene fuerza causal en un ser racional, de modo que la voluntad que llega a ser determinada por la forma de la ley moral es libre e independiente de la causalidad natural: es la libertad del hombre en cuanto sujeto trascendental. Precisamente, esa determinación de la voluntad por la razón es el 36 Kritik der praktischen Vernunft (a partir de ahora: KpV), volumen VII de la ya citada Werkausgabe (Werke in zwölf Bänden), Primera Parte, Libro I, cap. 1, § 8 (Tesis IV), I (De la deducción de los principios de la razón práctica), A 86, págs. 164-165. Las citas y las páginas correspondientes se refieren al texto en alemán, para cuya traducción tomo en consideración —y ocasionalmente modifico— la edición en español preparada por Francisco Larroyo para la editorial Porrúa, México, 1972. 37 KpV, Primera Parte, Libro I, cap. 1, § 8 (Tesis IV), A 59, pág. 144. 38 KpV, Primera Parte, Libro I, cap. 1, § 8 (Tesis IV), I (De la deducción de los principios de la razón pura práctica), A 81, pág. 161. 39 KpV, Primera Parte, Libro I, cap. 1, § 8 (Tesis IV), Observación II, A 65, pág. 149: «Dar satisfacción al mandato categórico de la moralidad está en todo momento en el poder de cada cual.» 40 KpV, Primera Parte, Libro I, cap. 1, § 8 (Tesis IV), I (De la deducción de los principios de la razón pura práctica), A 83, pág. 162.

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problema de la moral kantiana. Por eso escribe Kant: «La razón pura es por sí sola práctica y da (al hombre) una ley universal que nosotros denominamos la ley moral»41. Pero esa determinación de la voluntad por la razón pura, que es independiente de las condiciones empíricas del mundo al que necesariamente se orienta la acción, establece el carácter formal de la ley moral, de acuerdo con la cual la acción no ha de guiarse interesadamente por los fines empíricos, pues esa ley se limita a determinar la forma según la cual ha de producirse la acción para que esta pueda ser considerada moral, es decir, valiosa de manera objetiva y no solo para un sujeto empírico. En cualquier caso, no tratamos de desarrollar aquí una exposición de la filosofía moral de Kant, sino de examinar en qué modo su concepto de la libertad, asociado siempre a la razón, contribuye a aclarar mejor la cuestión del sujeto en su pensamiento. Hay aquí una concepción antropológica subyacente que debe ser previamente esclarecida, de acuerdo con la cual la razón desempeña un papel fundamental en la vida humana. En este punto, Kant se acoge a una larga tradición racionalista que ve en la razón ese poder en virtud del cual el hombre es capaz de romper la tiranía del impulso sensible con esa instancia nueva que surge en él y que interpone entre dicho impulso y su acción para que esta no esté sometida sin más a la inclinación natural. Esa facultad es, según Kant, lo más específicamente humano y lo que define lo universal en el hombre, no solo en el sentido de estar presente en todos los seres propiamente humanos (pues con esa significación también cabría decir lo mismo del impulso sensible, ya que este también está presente en todos los hombres), sino en cuanto le permite elevarse más allá de lo sensible —que siempre adopta la forma concreta de lo particular— hacia lo universal e inteligible. Esa facultad permite un distanciamiento respecto de las cosas que, paradójicamente, nos capacita para volver sobre ellas de un modo más eficaz en cuanto nos deja ver sus relaciones entre sí y con nosotros mismos, hasta el punto de convertirlas en objeto en un sentido nuevo: no solo en el objeto de nuestro impulso vital, sino también —aunque Kant no lo diga en estos términos— en objeto de nuestra captación por el pensamiento —que es también un modo de captura vital— o incluso en objeto de nuestra disposición técnica. La cuestión estriba en saber si ese distanciamiento significa solo una expresión original de la naturaleza en el hombre, o si llega a suponer incluso una ruptura de la propia lógica de la vida natural. La posición de Kant se inclina por esta segunda opción, reinterpretando en los términos de su propia filosofía una 41

KpV, Libro I, cap. 1, § 7 (Ley fundamental de la razón práctica pura), Corolario, A 57, pág. 142.

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doctrina de origen cristiano: el hombre es tanto un fenómeno o pedazo de la naturaleza sometido a la causalidad natural como también, al mismo tiempo y en cuanto cosa-en-sí, un ente que goza de la libertad y pertenece al reino de lo inteligible. Llevada esa concepción antropológica al terreno moral, aquella dualidad adopta el significado de que el poder racional solo existe en el hombre en pugna con la inclinación natural, pero de tal modo que es capaz de afirmarse con independencia de esta. Por eso escribe Kant que la naturaleza suprasensible «...no es otra cosa más que una naturaleza bajo la autonomía de la razón pura práctica»42. Y la ley de la autonomía es la ley moral, que es una ley de una naturaleza suprasensible. Por eso, la razón puede determinar la voluntad a priori, sin atender a las condiciones empíricas del mundo. O, al menos —según Kant—, en eso ha de consistir la moralidad, pues de otro modo la acción sería interesada conforme a la forma hipotética del imperativo. En ese sentido, debe entenderse que un uso de la razón orientado por la utilidad o la eficacia no rompe del todo la lógica que Kant atribuye a la vida animal, pues semejante razón —aun siendo esta un poder específicamente humano— establecería solo los medios para alcanzar fines que le vienen impuestos por el interés: sería una razón supeditada al instinto de supervivencia, pero no una razón autónoma. Por eso, escribe Kant: El hombre es un ser con necesidades, en cuanto pertenece al mundo de los sentidos, y, en esa medida, su razón tiene desde luego un encargo indeclinable por parte de la sensibilidad, el de preocuparse del interés de esta y darse máximas prácticas, también enderezadas a la felicidad de esta vida (...) Pero el hombre no es, sin embargo, tan enteramente animal como para ser indiferente a todo lo que dice la razón por sí misma, y utilizar esta solo como instrumento para la satisfacción de sus necesidades como ser de sentidos. Pues no le eleva en valor sobre la mera animalidad el poseer razón, si esta solo ha de servirle para aquello que en los animales lleva a cabo el instinto; pues la razón sería entonces solo una manera particular que habría usado la naturaleza de armar al hombre para el mismo fin al que ha destinado a los animales, sin determinarlo para un fin más alto43.

En la moral, por lo tanto, la razón humana se emancipa de la lógica imperante en la vida animal, porque ya no se subordina a los fines que guían al impulso, sino que proclama su autonomía estableciendo sus propios fines. 42 KpV, Primera Parte, Libro I, cap. 1, § 8 (Tesis IV), I (De la deducción de los principios de la razón pura práctica), A 75, pág. 157. 43 KpV, Primera Parte, Libro I, cap. 2, A 108, pág. 179.

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Pero semejante ser racional no pertenece al mundo sensible, sino al mundo inteligible44. Ahora bien, ¿qué sujeto es aquel que es capaz de determinar su facultad de desear conforme a la razón? ¿Y cuál puede convertir a la razón en el motor de la acción? La respuesta de Kant apela a la distinción entre el sujeto empírico y el sujeto trascendental. El sujeto empírico es cada hombre individual considerado en su condición particular, que se define por los rasgos diferenciales de su naturaleza sensible, a la cual está sometido en cuanto ocupa un lugar en ella, de tal modo que la facultad de desear de dicho sujeto se guía por el impulso natural. Pero, según nos dice Kant, es también el propio hombre en su existencia individual el que dispone del poder para trascender su condición como sujeto empírico haciendo valer en sí la libertad: ese poder es la razón. El sujeto empírico es, por lo tanto, el individuo considerado como un pedazo de la naturaleza, la cual se recorta en él delimitando un espacio particular, que está traspasado, al igual que cualquier otro, por la necesidad causal. Pero, mediante la razón, el hombre puede —según Kant— romper este confinamiento y elevarse a lo universal en él, al reino de lo inteligible. Por lo tanto, no cabe la lectura que identifica al individuo con el sujeto empírico sin más y concibe la razón y el sujeto trascendental como entidades sobrehumanas. El humanismo de Kant, por el contrario, deja bien claro que el hombre, cuya existencia concreta es siempre individual, es tanto el sujeto trascendental (cuya racionalidad es transindividual: pertenece a todo individuo, pero no queda limitada a ninguno en particular) como el sujeto empírico. Y, en el orden moral, el sujeto empírico es el individuo reducido a su individualidad separada y definida por las inclinaciones que singularizan su interés, mientras que el sujeto trascendental lo es todo hombre individual en cuanto, sin dejar de serlo, se piensa en su ser universal como aquel que comparte su humanidad con todos los demás. Pero, en este caso, la voluntad no se determina por el interés, que nos vincula a la naturaleza sensible, sino por una ley racional. Y el sujeto trascendental no existe al margen de los individuos, ni la ley moral se le impone como algo ajeno; por el contrario, la autonomía moral, en la que tanto insiste Kant, no expresa otra cosa que la libertad del hombre en tanto ser racional, la cual le capacita para convertir la máxima que guía su acción en principio de una legislación universal. De tal manera que para él todo cuanto pertenece al individuo es humano, pero no todo lo humano es individual. Por eso, la posición de Kant entronca con la tradición del humanis44 Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, volumen VII de la ya citada Werkausgabe (Werke in zwölf Bänden), Tercera sección, Del interés que reside en las ideas de la moralidad, pág. 88; trad. de García Morente, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Calpe, 1946, pág. 120.

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mo —y, en concreto, con su versión ilustrada—, en contra de lo que pretenden algunas interpretaciones, que primero aíslan en el individuo su condición natural-sensible para luego identificarla sin más con el hombre, convirtiendo así la racionalidad en algo extrahumano. A este respecto, señala Kant que la razón determina el tránsito a la libertad, es decir, el tránsito de la animalidad a la humanidad. Para él la centralidad del hombre se sostiene en la comprensión de que lo valioso en él es la racionalidad, que es lo específica y universalmente humano, lo que constituye la base de su dignidad, de su carácter moral y la esperanza de su posible perfeccionamiento. La explicación anterior nos lleva igualmente a rechazar la interpretación de Ernst Tugendhat acerca del significado de la autonomía moral en Kant. Pues, según este autor, el significado de la autonomía como «darse a sí mismo la norma» acaba convirtiéndose en un fraude en el planteamiento de Kant, ya que —nos viene a decir— es la razón pura y no la voluntad empírica del hombre la que impone a este la norma moral, y eso no significaría entonces autonomía, pues para que esta fuera tal el hombre tendría que seguir su propia voluntad y no lo que le dicta la razón45. Es decir, según la exigencia que plantea Tugendhat, esa voluntad a la que se alude en una moral autónoma tendría que ser mi voluntad empírica; pero entonces, si eso es así —replicamos nosotros interpretando a Kant—, la supuesta moralidad de una conducta así fundada dejaría de ser autónoma, porque la norma que la guía sería interesada, con lo cual ni siquiera sería moral en el sentido kantiano: no habría ahí ni autonomía ni moral. Por lo tanto, la aclaración de Tugendhat es absurda, porque según la lógica que la sustenta habría que decir entonces que solo cumpliría el requisito de la autonomía aquel sujeto capaz de afirmar: «hago lo que me da la gana»; es decir, aquel que hace lo que quiere. Pero dicha autonomía no sería moral no solo en el sentido kantiano, sino en ningún otro, ya que el calificativo de moral entraña siempre —como el propio Tugendhat señala— un sentido de obligación que no se daría en semejante caso. De modo que nos encontraríamos ante la siguiente situación: si el sujeto cumple su propia voluntad, puede ser considerado autónomo pero no moral, porque desaparece el sentido de la obligación; y si, por el contrario, el sujeto está obligado a algo que se impone a su voluntad desaparece la autonomía. Por lo tanto, la dificultad reside en el problemático concepto de «autonomía moral». ¿Cómo puede un sujeto sentirse obligado y ser autónomo al mismo tiempo? ¿No hay ahí una contradicción insuperable? La respuesta de Kant apela a un recurso que es muy discutible, consistente en distinguir dos formas de ser 45

Véase E. Tugendhat, El problema de una moral autónoma, texto incluido en Antropología en vez de metafísica, trad. de Daniel Gamper, Barcelona, Gedisa Ed., 2007, págs. 98-99.

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sujeto que coexisten al mismo tiempo en el hombre: el sujeto racional, que impone la norma, y el sujeto empírico, que la obedece. De modo que siendo siempre el hombre el que al mismo tiempo impone la norma y obedece a ella, se trata en cada caso de un sujeto diferente. Y si ante esta explicación se plantea la objeción de que en rigor «autonomía» implica que ha de ser uno y el mismo el que legisla y el que se somete a la ley, Kant se aferraría a la respuesta de que es siempre el hombre el legislador y el destinatario de la ley, solo que considerado en ambos casos de dos modos diferentes, porque la moralidad implica esa lucha entre el deber y la inclinación. Así pues, el problema fundamental —según nos parece— se desvía hacia la cuestión de si se justifica o no en la antropología metafísica de Kant ese dualismo de una voluntad racional (de un yo que quiere en cuanto naturaleza suprasensible) y una voluntad empírica (o yo de los impulsos sensibles). En cualquier caso, la razón para Kant no es una instancia ajena al hombre que le advenga desde fuera, como da a entender Tugendhat, sino el poder con que este cuenta para trascender su naturaleza sensible y hacerse así consciente de su libertad. Y ello explica otro sentido de la autonomía al que Tugendhat ni siquiera alude: «autonomía» en Kant no solo designa una manera de ser libre consistente en «darse a sí mismo la norma» (con todo lo problemático que es este concepto), sino que designa también —y con un sentido derivado de este primero— una concepción que define la moralidad con independencia de la religión y de la metafísica en general46. Ahora bien, el análisis crítico de esta cuestión debe distinguir la posición de Kant de aquello que cabe argumentar en contra de ella. Pero esto último nos sitúa no ya en el terreno de la interpretación de su filosofía, sino en el de la crítica a la misma. Y en este nuevo ángulo en que ahora nos situamos frente a su pensamiento, hemos de decir que lo que nos parece más cuestionable de su posición es la dicotomía entre la sensibilidad y la razón, o —lo que es lo mismo— la oposición insuperable entre el hombre como fenómeno y como cosa-en-sí, o entre el sujeto empírico y el sujeto trascendental, o entre la necesidad y la libertad. La unidad de ambos principios está, según Kant, realmente dada en el hombre singular, el cual aunaría simultáneamente en sí mismo tanto la condición empírica que aísla su realidad particular como el ser universal que comparte con todos los de46

Todo el planteamiento de Tugendhat es bastante confuso, como se pone de manifiesto cuando, en el desarrollo de su artículo, después de referirse a Kant aborda la discusión del concepto de autonomía moral en el contractualismo sin advertir el salto conceptual que cambia completamente el significado de esa noción, pues en el contractualismo los sujetos pactan para conciliar los intereses de unos con los de otros, de tal manera que en el sentido kantiano esa conducta interesada sería racional solo en un sentido pragmático, pero no moral.

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más. Pero Kant no puede explicar dicha unidad más que mediante el recurso de atribuir al hombre una doble y aparentemente contradictoria naturaleza, distinguiendo en relación con él el fenómeno y el noúmeno, una naturaleza inteligible y otra sensible47: se piensa a sí mismo como un ser racional y libre, aunque solo se conoce como ser empírico sometido a la necesidad natural. Pero este recurso, tan discutido luego por todo el idealismo alemán, se aferra a ese dualismo sin explicar cómo se concilian en el hombre la naturaleza sensible y la racional. La lógica con que Kant aborda esta cuestión no se atreve a plantear esa oposición en términos dialécticos y, por eso, a diferencia de lo que hará luego Hegel en la Fenomenología del espíritu, la contempla de manera intemporal y abstracta como una dicotomía insuperable. El idealismo alemán poskantiano desarrolla el principio que funda la libertad en la razón y lo resume en las palabras de Hegel que dicen: solo la razón es libre. Pero al mismo tiempo trata de superar las dicotomías en que desemboca el pensamiento de Kant discutiendo los límites que este asigna a la razón y, en concreto, la noción de la cosa-en-sí. Ese esfuerzo alcanza su culminación con la Fenomenología del espíritu, donde Hegel muestra cómo aquella rígida oposición kantiana se supera en la dialéctica de la conciencia sensible y la conciencia especulativa, las cuales en rigor constituyen los dos motivos de una única conciencia cuyo diálogo impulsa su devenir histórico. Los hombres históricamente dados son siempre individuos, cuya existencia particular, además de constituir por sí misma un modo de ser natural, los confina irremediablemente a un lugar y a un tiempo, todo lo cual explica la parcialidad de su experiencia y el significado abrumador de su condición limitada. Pero, según Hegel, en su conciencia se halla al mismo tiempo la posibilidad de impulsarse más allá de su determinación particular permitiéndoles participar en el esfuerzo espiritual por sobreponerse a la unilateralidad de su posición, a través del cual esa conciencia irá comprendiendo trabajosamente («el trabajo del concepto») que lo universal también obra en ella en cuanto espíritu que descubrirá progresivamente en sí misma. Ahora bien, este sujeto que traspasa a los individuos y se desenvuelve a través de ellos —e incluso a costa de ellos— no es un sujeto trascendental, sino un sujeto histórico al que Hegel denomina espíritu48, de modo que a 47 Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, págs. 92-94; trad. de García Morente, págs. 126-128. 48 Dejamos de lado ahora el problema que se plantea en la filosofía hegeliana acerca de si el espíritu, en tanto que absoluto, puede ser considerado él mismo como histórico, o si por el contrario ha de concebirse como anterior a toda historia, de modo que la historicidad solo tendría sentido entonces al hablar de la conciencia finita y de su experiencia. La respuesta a ese problema depende de cómo se interprete el significado de la Lógica y su relación con la Fenomenología.

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la dicotomía insalvable entre sujeto empírico y sujeto trascendental, cuya conexión en el hombre nunca es explicada por Kant, opone Hegel la mediación de la conciencia individual por el espíritu, lo cual supone reconducir aquella dicotomía al terreno de la historia para fluidificar sus términos. Y este planteamiento, por cierto, es más difícilmente compatible con el humanismo, porque concibe el acceso a la razón como un proceso histórico nunca culminado del todo por el hombre empíricamente dado, cuya conciencia particular se halla siempre, por lo tanto, separada de la razón: esta nunca está constituida del todo para él, hasta el punto de que la razón se realiza en la historia a espaldas de los individuos, los cuales siempre llegan trágicamente tarde para comprender el sentido de lo que les pasa49. Sin embargo, el enfoque intemporal y ahistórico de Kant le permite a este concebir la razón en el hombre como un poder siempre ya constituido en él, como aquella lógica (trascendental) que con antelación a todo tiempo e independientemente de los contenidos de la experiencia, hace posible el conocimiento y la moralidad. El logos de ese sujeto lógico-trascendental carece en sí mismo de historicidad. 2.5. El individuo en la historia y el plan oculto de la naturaleza La resistencia de Kant a considerar en sentido dialéctico la oposición entre el sujeto empírico y el sujeto trascendental, o entre la naturaleza sensible y la razón, se pone de manifiesto precisamente en sus textos sobre filosofía de la historia, donde se plantea la cuestión del sentido de esta en unos términos que ponen en dificultad el humanismo filosófico que inspira el resto de sus obras. En particular, Kant formula allí la idea de una intención oculta de la naturaleza que de manera providencial se impone a los individuos, los cuales por su parte siguen sus propias intenciones sin ser conscientes de que contribuyen, aun sin saberlo, a la realización de ese plan oculto. Esta concepción parece contradecir todo lo que antes afirmábamos a propósito de la moral, a saber: que la razón la entiende Kant como un poder siempre ya constituido en el hombre, de modo intemporal y ahistórico. Puesto que ahora leemos que hay un plan oculto de la naturaleza que de forma teleológica se cumple a espaldas del individuo, porque las disposiciones racionales del hombre no se desarrollan completamente en el indi49 Por eso, la filosofía, en cuanto es la expresión más acabada de la conciencia del mundo, es para Hegel —recogiendo sus célebres palabras— esa forma del pensamiento que, al igual que la lechuza de Minerva, solo al caer el día puede alzar su vuelo: después que la realidad haya consumado de algún modo su proceso de formación y haya envejecido una figura de la vida sobre la que pueda erigirse un reino intelectual.

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viduo, sino en la especie50. Eso significa además que la razón sí parece desenvolverse según un proceso que podríamos calificar de histórico, de tal modo que dicho desarrollo de la razón en la historia se produciría a costa del individuo, el cual está atado al instinto y dominado por sus pasiones e intereses. Sin embargo, estas conclusiones son precipitadas y deben ser matizadas. Pero vayamos por partes. En la Crítica de la razón práctica se plantea cómo debe ser una acción humana para poder ser calificada de moral, indicando con ello que la forma de la moralidad la establece una ley de la razón práctica. En tanto el hombre se sabe capaz de someter su voluntad a la razón pura en su uso práctico se le hace patente su libertad, la cual ciertamente no es conocida por él, sino que es un postulado de la razón práctica. Ahora bien, la Crítica de la razón práctica y, en general, la filosofía moral, nada dice acerca de cómo es de hecho la acción humana, sino tan solo acerca de cómo debería ser. Pero, no obstante, compromete una idea del hombre y de sus facultades que —según nos parece— es difícilmente conciliable con las afirmaciones que leemos en otros textos como Idea de una historia universal en sentido cosmopolita o como Comienzo presunto de la historia humana. En ellos, y ante el espectáculo terrible de la discordia perpetua que anima a los individuos en sus relaciones recíprocas, Kant expresa su pesimismo ante la condición individual humana, en la cual parece que la naturaleza muestra siempre su lado más rudo y animal. Si todos los individuos participan de la facultad racional, ¿por qué no se manifiesta en las relaciones entre ellos el sentido moral que tendrían que ser capaces de imprimir en sus actos? ¿Por qué la razón en el individuo se muestra ante todo como razón técnica orientada a fines utilitarios y no muestra su eficacia como razón moral? ¿Por qué, en definitiva, la humanidad en el individuo parece no poder despegarse de la lógica del interés y el instinto que guía la vida del animal? A este respecto, es interesante considerar el modo en que Kant caracteriza las etapas a través de las cuales surge la conciencia racional a partir del instinto. Esa razón que en la filosofía moral se hace radicar en el hombre como cosa-en-sí, cuya realidad es ajena a todo fenómeno —aunque deba ser pensada como parte de la naturaleza en el sentido más amplio, que rebasa el de la mera naturaleza sensible—, se trata de explicar ahora como un poder cuyo uso se despierta gradualmente en el hombre hasta permitirle despegarse del confinamiento a lo inmediato-sensible y de la tiranía del 50 Idee zu einer allgemeinen Geschichte in Weltbürgerlicher Absicht, volumen XI de la ya citada Werkausgabe (Werke in zwölf Bänden), 2.º Principio, pág. 35; trad. de Eugenio Ímaz, Idea de una historia universal desde un punto de vista cosmopolita, texto incluido en una selección de escritos kantianos sobre Filosofía de la historia, México, F.C.E., 1941, 2.º Principio, pág. 42.

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instinto en que vive el animal. Con ello se pone de manifiesto, en primer lugar, que el ejercicio de la razón equivale a la consecución de la libertad, interpretada como acceso a un espacio de vida no constreñida por el instinto ni por la naturaleza sensible en general. Pero, en segundo lugar, se pone también de manifiesto que la razón entraña una ruptura de la lógica de la vida animal y abre al hombre la posibilidad de pertenecer a un nuevo reino («el reino de los fines»), que está en contradicción con su naturaleza sensible51. De ahí que Kant, en la filosofía moral, empiece por decir que no hay manera de conciliar esas dos formas contradictorias de ser en el hombre y apele, por lo tanto, a la dicotomía insuperable de libertad y necesidad a la que nos referíamos antes. Y, por eso mismo, puede parecer incoherente este nuevo enfoque que explica el desenvolvimiento de la libertad a partir de la condición sensible del hombre, como si la oposición entre ambas se pudiera salvar señalando las fases que conducen desde la pura animalidad a la humanidad. Pero no hay tal incoherencia, pues hemos de interpretar este surgimiento —como de hecho hace Kant— como el despertarse de una disposición que siempre ha estado presente en el hombre como constitutiva de su naturaleza (suprasensible), pero cuyo ejercicio efectivo da origen a la historia humana. Pues bien, ese proceso de animación de la razón en el hombre, que define la historia del primer desenvolvimiento de la libertad a partir de su estado germinal52, consta —según Kant— de cuatro fases: a) En una primera etapa, la razón se despertó ampliando los medios de que se sirve el instinto de nutrición, que es el que procura la supervivencia del individuo. La ampliación de esos medios, con la ayuda además de la imaginación, tuvo un sentido transgresor que provocó artificialmente nuevos deseos en el hombre más allá del impulso natural o incluso en contra de este (Kant habla a este respecto del deseo como concupiscencia y —cuando esta se recrea en sí misma— de la voluptuosidad). En cualquier caso, dicha ampliación —sobre todo si es contra natura— hizo cobrar ini51

Por eso, dice Kant que si nos remontamos al comienzo de la existencia del hombre, este debe buscarse en aquel principio que no admite ya derivación de causas naturales anteriores, porque en sí mismo implica una ruptura con aquellas, a saber: en la razón. Véase Mutmasslicher Anfang der Menschengeschichte, Werkausgabe, volumen XI de la ya citada Werkausgabe (Werke in zwölf Bänden), pág. 86; trad. E. Ímaz, Comienzo presunto de la historia humana, Filosofía de la historia, ya citado, pág. 69. Es en este texto donde Kant señala que el tránsito de la animalidad a la humanidad es el tránsito hacia la libertad (Mutmasslicher Anfang..., págs. 91-92; Comienzo presunto..., págs. 77-78). 52 Kant distingue ese comienzo de la historia, sobre el cual se atreve a hacer presunciones, del propio decurso histórico que tiene a aquel comienzo como condición de posibilidad. Véase Mutmasslicher Anfang der Menschengeschichte, pág. 85; trad. de E. Ímaz, Comienzo presunto de la historia humana, pág. 68.

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cialmente conciencia de que la razón permite traspasar los límites de la vida animal. b) Pero, además, ese poder se extendió a la capacidad de controlar el instinto sexual, responsable de la supervivencia de la especie. Este nuevo paso permitió en el origen —según la hipotética reconstrucción de Kant— una nueva ampliación del dominio de la razón sobre el impulso que hizo posible su idealización en el amor y el nacimiento del respeto a los demás. c) Por otro lado, la razón generó la capacidad de expectación del futuro, que es —según dice Kant— la más característica prerrogativa humana, pues permite al hombre —prosiguiendo su ruptura de lo que le vincula a lo inmediato— prepararse para los fines más lejanos. Ese poder, llevado a su extremo, le faculta para anticipar su muerte. d) Finalmente, esa elevación por encima de la pura animalidad mediante la conciencia adquirida de ser racional condujo al hombre hasta la comprensión de sí mismo como el genuino fin de la naturaleza. Y ello trajo consigo dos consecuencias, que pueden considerarse principios esenciales del humanismo filosófico: en primer lugar, la conciencia de saberse dotado del derecho de disponer libremente de todos los seres naturales y de servirse de ellos para los propios fines del hombre (antropocentrismo que deriva en la legitimación del desarrollo omnímodo de la técnica y de la explotación de la naturaleza); y, en segundo lugar, la idea de que todos los hombres, en cuanto racionales, participan de ese privilegio, lo cual los convierte a todos en iguales entre sí, y a cada uno en un fin en sí mismo, haciendo nacer en ellos el sentimiento del respeto a la humanidad (igualdad interhumana que inspira toda moral universalista y toda política democrática)53. Ahora bien, toda esta lucubración se refiere al comienzo presunto de la historia tal como podemos imaginarlo en un ser dotado de una naturaleza racional y capacitado, por lo tanto, para tutelarse a sí mismo. El modo en que esa naturaleza racional se une en el hombre a su ser sensible es algo que Kant nunca explica y permanece en el misterio, aunque siempre da por supuesta esa dualidad, que debe interpretarse como una dicotomía sin solución, según hemos visto antes. Pero lo que a partir de este punto sí tratará de explicar, dando por supuesto ese presunto comienzo de la historia humana, es cómo el ejercicio efectivo de la razón se conjuga a lo largo del devenir histórico con la condición sensible del individuo. Pues bien, en 53

Véase Mutmasslicher Anfang der Menschengeschichte, págs. 87-91; trad. de E. Ímaz, Comienzo presunto de la historia humana, págs. 71-76.

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la consideración de este asunto, Kant combina la idea aristotélica de que toda naturaleza tiende por sí misma a perfeccionarse, en el sentido de consumarse o realizar su esencia inmanente54, con la noción cristiana de la providencia que dirige el destino del hombre, interpretada en términos modernos como —parafraseando el título de uno de sus textos— el progreso constante que orienta al género humano hacia lo mejor. El resultado de esa extraña combinación se mezcla, a su vez, con la idea de aquella doble naturaleza del hombre, sensible y racional, para fundar —como consecuencia de todo ello— la teoría de que el lado racional, aun cuando está presente en el individuo, si bien que de manera precaria y en contradicción además con su tendencia sensible, tan solo en la especie completa su desarrollo55. He aquí la solución que encuentra Kant ante la constatación de que el progreso que parece vislumbrase en la historia del género humano no está acompañado de un progreso semejante en el individuo. A pesar de que la disposición racional está presente en la naturaleza de los hombres, es un motivo de perplejidad —parece indicar Kant— el que estos hayan hecho prevalecer en su conducta individual efectiva ante todo su propensión a dejarse guiar por las pasiones y los impulsos que se desprenden de su instinto animal. Parece que siempre prevalece en los individuos un uso de la razón en un sentido puramente técnico y utilitario al servicio de intereses egoístas, mostrando así su aparente incapacidad para determinarse de acuerdo con un uso moral de la razón. Esta debilidad del hombre, considerado en su condición sensible e individual, es para Kant un hecho incontestable ante el espectáculo del dolor, el fanatismo, la crueldad, las luchas interminables y la ciega inconsciencia que muestran los individuos en la historia universal, frente a la cual la primera tentación del filósofo es recogerse en una mueca momentánea de desprecio ante nuestra condición. Pero, por otro lado, toda naturaleza —y también la racional en el hombre— tiende a desarrollarse de manera completa, y ello nos obliga a concebir la historia como la realización del destino de la humanidad hasta emanciparse de su condición animal. Por lo tanto, ese destino ha de cumplirse independientemente de la voluntad de los hombres en un progreso al que ellos mismos contribuyen inconscientemente con sus luchas sin fin. Por eso, aquella emancipación respecto del instinto animal, que fue una ganan54 «Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera completa y adecuada.» Idee zu einer allgemeinen Geschichte in Weltbürgerlicher Absicht, Primer Principio, pág. 35; trad. de E. Ímaz, Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, pág. 42. 55 Idee zu einer allgemeinen Geschichte in Weltbürgerlicher Absicht, Segundo Principio, pág. 35; trad. de E. Ímaz, Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, pág. 42.

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cia para la especie, constituyó en cambio un mal para el individuo, cuya libertad le expuso a partir de entonces a todo tipo de penalidades: para él la libertad supuso una caída, cuya consecuencia es la entera historia humana de cuidados e incertidumbres fuera del seno materno de la naturaleza56. Kant llega a decir, reinterpretando la vieja teodicea cristiana, que la historia de la naturaleza es un bien en su conjunto, pues termina cumpliendo el destino moral del hombre; pero dicha historia se desarrolla a través del ejercicio de la libertad, de la cual procede la mayor parte de los males que aquejan a los hombres, no obstante lo cual —vista en perspectiva— se trata de un mal necesario, ya que es la condición de aquel cumplimiento. Ese destino se cumple no solo a pesar de la libertad consciente, sino incluso en contra de ella: «El medio de que se sirve la naturaleza para lograr el desarrollo de todas sus disposiciones es el antagonismo de las mismas en sociedad, en cuanto este se convierte a la postre en la causa de un orden legal de aquellas»57. Ese antagonismo o «insociable sociabilidad» es un medio usado por la naturaleza, que se sirve de la discordia e incluso de la guerra58 como vías ineludibles en el camino de su perfeccionamiento en el hombre: «El hombre quiere concordia, pero la naturaleza sabe mejor lo que es bueno para su especie: ella quiere discordia»59. Como antes decíamos, resulta sorprendente que el autor de estas líneas —que parecen anticipar el sombrío pesimismo de Schopenhauer cuando escribe sobre «el genio de la especie»— sea el mismo que en la Crítica de la razón práctica desarrolla la teoría de la autonomía moral del hombre fundada en la razón. Y, en particular, nos parece que estas tesis sobre la historia son difícilmente compatibles con el humanismo filosófico, pues ahora el hombre histórico se nos presenta como un instrumento utilizado por la naturaleza con vistas a realizar un plan que sería irrealizable si dependiera de las solas fuerzas de la conciencia y de la libertad humana. Esa naturaleza no solo es sobrehumana, sino que parece mostrarse enteramente ajena a los desvelos de la voluntad del hombre y se impone a pesar de esta. La cuestión de fondo es que siendo la razón consciente una disposición natural del individuo que hace al hombre capaz de la moralidad, sin embargo ni la razón ni la conciencia tienen protagonismo alguno en la determinación del 56 Mutmasslicher Anfang der Menschengeschichte, pág. 92; trad. de E. Ímaz, Presunto comienzo de la historia humana, pág. 78. 57 Idee zu einer allgemeinen Geschichte in Weltbürgerlicher Absicht, Cuarto Principio, pág. 37; trad. de E. Ímaz, Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, pág. 46. 58 Véase Mutmasslicher Anfang der Menschengeschichte, pág. 99, donde se justifica la guerra como un medio necesario de ese progreso hacia una paz perpetua; trad. de E. Ímaz, Presunto comienzo de la historia humana, pág. 86. 59 Idee zu einer allgemeinen Geschichte in Weltbürgerlicher Absicht, Cuarto Principio, págs. 38-39; trad. de E. Ímaz, Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, pág. 48.

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curso histórico, el cual a pesar de ello —misteriosa y paradójicamente— significa en sí mismo el perfeccionamiento de esa misma facultad en la especie. Nos parece que Kant refleja en su filosofía de la historia su pesimismo pietista sobre la condición del individuo y su debilidad para sobreponerse a los impulsos, junto con la confianza cristiana en el fin providencial de la historia. El intento de resolver en el plano filosófico esa contradicción le conduce a socavar la base de su humanismo filosófico elaborando esta teoría que subordina la historia a la naturaleza. La apelación a la especie humana, que es un concepto tomado de la biología, en el lugar que correspondería hablar de la sociedad o de la cultura pone de manifiesto esta «naturalización de la historia»: en efecto, esta sería meramente el despliegue de la naturaleza en el hombre como especie, para lo cual se sirve del individuo. De esta forma, Kant muestra de paso su incomprensión de la historicidad humana, que es una categoría que desarrollará el pensamiento contemporáneo rechazando esa subordinación de la historia a la naturaleza, hasta llegar a convertir a aquella en el territorio más propiamente humano. Así, Hegel interpretará la historia como el despliegue del espíritu, del cual la naturaleza sería solo una expresión enajenada; e interpretará las formaciones sociales y culturales como configuraciones del espíritu y no como expresiones de la naturaleza. Y Marx, por su parte, aun considerando al hombre como un ser natural y sensible, también lo concebirá capaz de incidir sobre su propia condición natural en un proceso de autoproducción que tiene un carácter histórico. Pero para Kant la historia es el desarrollo de una intención oculta de la naturaleza, con lo que descarta de antemano una explicación que en lo esencial esté basada en factores sociales o culturales que tengan que ver con el desarrollo histórico o con el modo en que los individuos interiorizan el antagonismo social. Y esto reafirma lo que antes decíamos sobre la forma abstracta en que Kant concibe la razón en el hombre: como una disposición de la naturaleza en él que determina de antemano sus límites y posibilidades, pues el sujeto trascendental es ahistórico. No cabe ahí una historia de la razón como tal, puesto que en sí misma no es entendida de manera histórica, ya que sus leyes, tanto en el conocimiento (lógica trascendental) como en la moral (ley de la razón práctica), son concebidas como intemporales; solo cabe una historia de la razón como la historia natural de su despertar, desarrollo y manifestación en la especie humana. Y, por otro lado, Kant muestra así las dificultades que se derivan de su dualismo filosófico, ensayando una explicación en la que la dicotomía entre la condición sensible y la racionalidad en el hombre, aunque nunca se superaría, permitiría sin embargo contemplar la idea de un perfeccionamiento moral del hombre, el cual solo en apariencia es acorde con su humanismo

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filosófico, pues se produciría mediante aquella teleología de la naturaleza, cuyo concepto entra en contradicción con el impulso humanista que alienta en sus obras fundamentales. De todo ello se desprende que la crítica más potente de la filosofía kantiana es la de Hegel, que pone de manifiesto su dualismo injustificado.

Segunda parte LA DIALÉCTICA DEL SUJETO

Capítulo 3

El camino del idealismo alemán hacia la dialéctica especulativa del concepto 3.1. De la apercepción pura de Kant a la autointuición del yo en Fichte: la superación especulativa de la «teoría del conocimiento» El pensamiento de Kant desemboca en antinomias irresolubles y en el escollo de la cosa-en-sí, aparte de condenar a la filosofía especulativa a ser una mera crítica de la razón. Pues bien, puede afirmarse que la historia posterior del idealismo alemán es en buena medida la lucha por superar las dicotomías kantianas y muy especialmente la que se establece en la tercera antinomia de la Crítica de la razón pura como oposición aparentemente irreductible entre la necesidad y la libertad. Pero la discusión a partir de la posición kantiana se guiará por el principio de que la filosofía no puede renunciar a ser un saber sobre lo absoluto. Ahora bien, el cumplimiento de semejante desideratum promueve una vuelta sobre la idea de la subjetividad desarrollada por el pensamiento moderno y, en particular, sobre la que se hace presente en la noción kantiana de la apercepción trascendental, a la vez que lleva a un replanteamiento de la fundamentación kantiana de la razón, asociada al sujeto lógicotrascendental, y a poner en cuestión la noción de la cosa-en-sí1. 1

Para la discusión sobre la cuestión del sujeto en la historia del idealismo alemán son importantes diversos libros de Dieter Henrich, en particular: Selbstverhältnisse. Gedanken

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El yo-pienso de Kant, que representa la unidad lógica del entendimiento mismo, cuya actividad funda los conceptos a la vez que se diversifica en todos ellos —incluidas las categorías—, no se puede conocer, según los términos de su filosofía, porque no existe de él ninguna intuición empírica. Por lo tanto, el yo no es un objeto, sino más bien lo que se contrapone a los objetos como condición de su conocimiento. Pero Kant distingue entre el yo dado al sentido interno —el yo empírico o psicológico— y la representación intelectual «yo-pienso». En la medida en que la autoconciencia se convierte ella misma en objeto del conocimiento, se trata solo del yo empírico o de la «unidad analítica de la apercepción»2. Pero, como ya vimos, Kant distingue de esta la unidad sintética de la apercepción, sujeto último de todo pensar, que tiene un carácter a priori. El problema estriba entonces en determinar qué tipo de saber entraña esta apercepción pura o trascendental. Y en este sentido hay que decir que, según Kant, ese yo último se capta en una representación intelectual que pertenece al pensar en general, pero no es un objeto, ni un concepto, ni tampoco una intuición. La representación que el yo tiene de sí mismo con ocasión de sus representaciones de objetos empíricos no corresponde a fenómeno alguno (no es la representación de un objeto real), pero tampoco es propiamente un noúmeno; es más bien algo completamente singular en la filosofía de Kant: la representación del sujeto lógico que soy. No existe, por lo tanto, autoconocimiento del yo, pues no hay ninguna intuición empírica referida a él (en esto Kant da la razón a Hume); y, sin embargo, la representación intelectual «yo-pienso» autoriza a afirmar: «yo soy». Pues bien, esta última afirmación constituye el único contenido del saber involucrado en la apercepción pura: yo soy, pero solo en cuanto actividad lógica y polo unitario que unifica las diversas funciones del pensar. Se trata en realidad de la conciencia que el pensamiento tiene de sí mismo como de una función meramente lógica que se despliega en los diversos conceptos. Por lo tanto, el yo es para Kant el sujeto lógico siempre presupuesto —aunque no conocido— como fundamento de las categorías. Estas, por su parte, son funciones sintéticas por medio de las cuales el pensar concibe la realidad del mundo empírico. El yo se hace valer, por lo tanto, como la actividad categorial que unifica cada vez en un objeto la experiencia sensible, de la cual depende en el conocimiento: eso justamente quiere decir que piensa. Pero, por otra parte, en cuanto yo práctico que actúa en el mundo, la actividad und Auslegungen zu den Grundlagen der klassischen deutschen Philosophie, Stuttgart, Reclam, 1982, y también Bewusstes Leben. Untersuchungen zum Verhältnis von Subjektivität und Metaphysik, Reclam, Stuttgart, 1999 (trad. de Jacinto Rivera de Rosales: Vida consciente, Madrid, Síntesis, 2005). 2 KrV, B 133, págs. 154-5.

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racional del yo debe concebir su acción igualmente mediante las categorías. Y, sin embargo, según Kant, la moralidad de la acción no está supeditada a las condiciones empíricas. Esto entraña, por lo tanto —según ya hemos visto—, la consideración de que la razón, con respecto a lo dado en la experiencia, es libre solo en su uso práctico, pues en él puede determinar la voluntad con independencia de las condiciones mundanas. En su uso teórico, en cambio, es libre tan solo en cuanto espontaneidad del pensamiento, la cual está limitada por el dato sensible en el que dicha espontaneidad queda interrumpida. Más allá de la sensibilidad, la razón incurre en antinomias, la tercera de las cuales opone insuperablemente la libertad a la necesidad. Pero esta última oposición, llevada más allá del terreno teórico y referida a las posibilidades de la subjetividad humana en el plano moral en contraste con su pertenencia a la naturaleza, conduce a Kant a la distinción entre el hombre como ser sensible —fenómeno sometido a la causalidad necesaria de la naturaleza— y como ser inteligible —noúmeno que ha de ser juzgado como libre en relación con su acción moral—. Pues bien, esta posición, que hemos resumido de nuevo, fue posteriormente rechazada por Fichte, Schelling y Hegel, que hicieron de la libertad de la razón un tema fundamental de su pensamiento, lo cual les llevó precisamente a la polémica en torno a la tercera antinomia de Kant, auténtico caballo de batalla de todo el idealismo alemán. Fichte, en particular, constituye un escalón fundamental en esta evolución al admitir la noción de una intuición intelectual como la transparencia del espíritu a sí mismo. Mediante ella, el yo se conoce en cuanto contrapuesto a su objeto. De manera que este es el obstáculo empírico que el yo necesita como medio para venir a sí mismo, tanto en el conocimiento como en la acción práctica, pero que se revela al mismo tiempo como algo puesto por la propia actividad del yo, el cual a su vez se constituye indefinidamente en esa actividad incesante de poner el mundo (el no-yo) y trascenderlo3. De tal manera que, según Fichte, en el conocimiento, el yo es condición formal —como en 3

«Poner» traduce el término «setzen», empleado por Fichte para designar la actividad del sujeto constituyente de su objeto. De este modo, lleva el sentido del criticismo kantiano hasta un extremo en que la actividad del yo no es solo la forma de enlazar el múltiple contenido que se le impone, pues si este último es algo para el sujeto no puede aceptarse su carácter incondicional e independiente, sino que ha de estar mediado o puesto por la actividad del yo. Véase Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre, als Handschrift für seine Zuhörer (1794), texto incluido en el volumen I de las obras aparecidas como Fichtes Werke (a partir de ahora: FW, I), edición a cargo de Immanuel Hermann Fichte en 11 volúmenes, Walter de Gruyter & Co., Berlín, 1971, pág. 279. Las citas de este texto se refieren a la edición en alemán, aunque indican a continuación el lugar correspondiente de la traducción de J. Cruz, que no siempre es coincidente con la mía: Fundamento de toda la Doctrina de la ciencia, que aparece como parte del volumen «Doctrina de la ciencia», Buenos Aires, Aguilar, 1975.

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Kant— pero también condición material, puesto que idealmente —o sea, llevando al extremo la consideración del papel del sujeto en relación con el objeto— el yo tiene que poder constituir o poner el mundo. Y esto se deriva —según él— del principio del idealismo, según el cual lo dado como hecho no puede admitirse como algo incondicional, sino como algo de algún modo puesto por el yo: el factum no es un en-sí, sino algo para el yo, el cual tiene que poder ser pensado siempre como anticipándose a aquel y, en este sentido, constituyéndolo. Por lo tanto, si se extraen todas las consecuencias del criticismo de Kant, nos vemos abocados a superar el límite que este asignó al conocimiento, el cual por su parte modifica además enteramente su sentido, pues se revela ahora como momento de un proceso de alcance ontológico: conocer no es finalmente sino el propio movimiento de constitución del ser. Y, en este sentido, el idealismo alemán poskantiano supera —o pretende superar— el enfoque de la llamada «teoría del conocimiento» en la dirección de una metafísica especulativa, en relación con la cual dicha «teoría del conocimiento» se revela ahora como un componente que se ha pretendido abstraer de la misma para ser tratada por separado como si el conocimiento fuera independiente del ser: a partir de Fichte, el pensamiento se presenta como idéntico al ser, aunque se trata de una identidad concebida en términos dialécticos como identidad diferenciada4. Por eso, si Kant dijo que el yo tiene que poder acompañar a todas sus representaciones, y consideró la apercepción pura —en cuanto actividad espontánea y forma unitaria— la condición de toda conciencia de objetos y del conocimiento en general, Fichte por su parte convierte esa condición formal en condición de la realidad misma: aun cuando el yo se capta a sí mismo en una intuición intelectual (suprema certeza), la explicitación de esta incluye sin embargo lo diverso de sí mismo que se revela como la realidad objetiva constituida frente al yo en el despliegue de aquella autointuición. Por lo tanto, conforme al principio del criticismo, Fichte considera que el ser no se puede separar de la actividad reflexiva del sujeto. Y, siendo así, tiene que concluir que esta actividad pone el ser y también el propio ser que, de ese modo, se constituye como la autogénesis del yo. Es decir: el yo se produce poniéndose a sí mismo y, al hacerlo, pone el mundo. La realidad objetiva misma (tanto la que se opone a la acción del conocer —objeto del yo teórico— como la que obstaculiza la acción moral —objeto del yo práctico—) se comprende de este modo a partir de la actividad de un yo que se construye poniendo un mundo que experimenta permanentemente como 4 Esa superación culmina con la concepción hegeliana del absoluto como el proceso —él mismo absoluto— del autoconocimiento de la realidad, comprendida esta como espíritu.

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algo que se le opone. Y ese yo se autointuye solo en la medida en que se relaciona con el no-yo, sin que pueda superar nunca esta oposición. Yendo más allá de Kant, por lo tanto, y llevando a sus últimas consecuencias la exaltación idealista de la actividad del sujeto, señala Fichte que la apercepción pura —que en su caso consiste en la autointuición del yo— no solo acompaña a la síntesis de la experiencia, sino a la posición de lo real. Es más: según él, no cabe hablar de realidad más que como parte del movimiento del yo, y esta tesis es justamente el núcleo de su idealismo, que él siempre contrapone al dogmatismo, el cual se aferra justamente a la posición contraria, que es la que pretende captar la realidad con independencia del sujeto. La alternancia de lo real y lo ideal, que el dogmatismo ignora y —según Fichte— solo el idealismo considera, se constituye en el movimiento del yo puro. De tal modo que la filosofía crítica, en su pugna con el dogmatismo, sería necesariamente idealismo trascendental, pero en un sentido que trasciende el enfoque kantiano, cuya noción de la cosa-en-sí se nos revela ahora como un resto de pensamiento dogmático, ya que da por sentada la realidad de algo que se considera independiente de la actividad —cognitiva— del yo. De este modo, Fichte ha puesto de manifiesto cómo se entrelazan necesariamente lo real y lo ideal en la relación de la conciencia con el mundo: esa alternancia —o, mejor, identidad diferenciada— hace ver cómo la realidad se revela a un sujeto cuya actividad descubre en ella un momento de idealidad, el cual a su vez se hace valer solo en tanto se muestra como parte del proceso de lo real. Y, en este sentido, Fichte llega a decir que la Doctrina de la ciencia es «realista»5, pues en última instancia el idealismo tendría que ser considerado como la forma suprema del realismo. Y hay que decir que toda filosofía que ha exaltado este momento de la actividad constituyente del sujeto, desde Hegel hasta Husserl y Sartre, ha seguido de algún modo esta idea de Fichte. Sin embargo, él la condujo al extremo convirtiendo su posición en un subjetivismo absoluto, en cuanto hace del yo el principio absoluto que reconoce la realidad objetiva como algo puesto por su propia actividad. Es paradójico, por otra parte, que Fichte apele a una intuición intelectual como modo de caracterizar la autoaprehensión del yo6, que es al 5

FW, I, pág. 279; trad. de J. Cruz, pág. 135. Según Dieter Henrich, esa autointuición es un descubrimiento fundamental de Fichte: la inmediata presencia ante sí que precede a toda reflexión. Esta misma idea —nos dice— trasciende a la filosofía de Fichte y llegamos incluso a encontrarla como el principio fundamental del cogito prerreflexivo de Sartre en El ser y la nada. Sin embargo, nos parece que no es un descubrimiento de Fichte, ya que su origen debe buscarse mucho antes, pues se encuentra ya en la noción misma de la «conciencia» elaborada por Descartes, para quien, antes de toda reflexión en la que esta vuelve directamente su atención hacia sí, la conciencia entra6

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mismo tiempo la actividad en la que este pone el mundo. Es paradójico porque en la intuición intelectual parece borrarse toda diferencia entre el sujeto y el objeto, desaparece la mediación y con ella la distancia que ha de salvar el discurso que reúne el saber con la verdad. Y la filosofía de Fichte se caracteriza justamente por lo contrario, puesto que nunca suprime del todo la diferencia entre sujeto y objeto, que es lo que promueve el movimiento discursivo. Por eso, Hegel es más consecuente que Fichte cuando prescinde de la intuición intelectual y señala que la forma discursiva en que se desarrolla la dialéctica de sujeto y objeto es el concepto. Pero parece que Fichte no encuentra otro camino para rebasar la concepción kantiana del saber como un discurso guiado por categorías, en cuanto formas separadas de todo contenido, en cuyo modo de proceder se descarta de antemano la posibilidad de un saber de lo absoluto. La única forma que encuentra de superar esa limitación consiste en indicar que hay una intelección de algo que es único y se posee intuitivamente de una vez por todas, aunque su exposición conduce necesariamente a un discurso en el que esa intuición se despliega. De tal manera que, paradójicamente, solo se puede dar cuenta de esa intuición inmediata a través de la mediación en la que se despliega discursivamente y se traiciona a sí misma. 3.2. La autogénesis del yo en la DOCTRINA DE LA CIENCIA de 1794 Así pues, el yo de Fichte consiste en una actividad de autoconocimiento (autointuición del yo) que envuelve en ella misma la posición de la realidad, a través de la cual aquel se pone a sí mismo en ella y frente a ella. Y esa posición, que es a la vez conocimiento, implica también la realidad de eso que se pone o conoce, pues de otro modo recaeríamos en el dogmatismo de considerar una realidad al margen del conocimiento. Ahora bien, si la realidad objetiva es el momento negativo del yo (es el no-yo) y no puede entenderse con independencia de este, ocurre también a la inversa que el yo solo existe como actividad que necesita de eso real-objetivo como del obstáculo que posibilita su retorno a sí mismo. Y, en este último sentido, el yo depende del no-yo: solo se autointuye como actividad que se enfrenta a un obstáculo que debe superar. Por lo tanto, el idealismo trascendental de Fiña ya un «percatarse de sí» cuando su atención directa se orienta hacia el objeto: ese «percatarse de sí» de la conciencia consiste meramente en el saberse diversa del objeto del que se ocupa. Ahora bien, Henrich tiene razón al considerar el peso que concede Fichte a dicho principio, en la medida en que toda su filosofía puede entenderse como un desarrollo de esa autointuición del yo, cuyo movimiento se convierte al mismo tiempo en el despliegue del mundo. Véase Dieter Henrich, Fichtes Ich, ensayo incluido en Selbstverhältnisse..., ya citado, págs. 57 y sigs.

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chte no solo pretende explicar la dependencia del mundo con respecto al yo, sino que señala al mismo tiempo la dependencia del yo con respecto al mundo empírico, lo cual tiene para Fichte el significado de que el yo no logra absorberlo nunca del todo como parte de sí. De este modo, establece una conexión entre la esencia de la objetividad natural —de la que se ocupa la filosofía de la naturaleza— y las leyes de la determinación moral —que remiten a la actividad del sujeto—, conexión fundada en última instancia en la absolutización de su idealismo trascendental, en virtud del cual la objetividad se debe poder deducir del sentido activo que tiene la vida espiritual. Planteada en estos términos especulativos, la dialéctica de Fichte entraña que la filosofía no llega nunca a ser el conocimiento cumplido del absoluto, pues la afirmación de este es siempre indirecta, ya que lo absoluto solo aparece en función del despliegue incesante de la conciencia, pero nunca se da como actualidad en un saber que esta llegue a alcanzar. Su filosofía, en este sentido, tiene el mérito de mantenerse en principio vinculada en cierto modo al punto de vista de la finitud, además de poner de manifiesto la dialéctica de sujeto y objeto: es una filosofía del espíritu finito. Sin embargo, el punto de vista de la finitud se ve traicionado en cuanto es reinterpretado como momento de un despliegue infinito en el que queda subsumido: un infinito concebido por cierto como progreso indefinido (como un deber-ser que nunca se reconcilia con el ser). Es lo que Hegel denominará en la Ciencia de la lógica la «mala infinitud», es decir, una infinitud que no se desprende nunca de su oposición a lo finito: «El yo es infinito, pero solamente en cuanto a su tendencia: tiende a ser infinito. Pero ya en el concepto mismo de la tendencia se halla la finitud...»7. Por eso, aunque el saber es siempre relativo a un sujeto que se encuentra en oposición a un objeto y no hay superación posible de esta oposición en el sentido de una reconciliación definitivamente alcanzada entre el yo y el mundo, existe no obstante en el saber, al mismo tiempo, el impulso que conduce más allá de cualquiera de las figuras alcanzadas en la dirección hacia el absoluto. De modo que este en realidad está presente para el saber en cuanto actividad de la autoconciencia en la que él aparece progresivamente. Schelling y luego Hegel reprocharán a Fichte precisamente el no haber llegado a justificar la filosofía como ese conocimiento de lo absoluto en el que el saber se reconcilia con la verdad. Pues aun cuando Fichte considera que la filosofía se ocupa de lo absoluto, no es a partir de este como ella se desarrolla, sino que se mantiene atada a la finitud de la conciencia, la cual no supera nunca la oposición entre el saber y la verdad, sino que se 7

FW, I, pág. 270; trad. de J. Cruz, pág. 130.

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resuelve en el proceso que pospone indefinidamente su unidad. Y lo que hace en las diversas versiones de la Doctrina de la ciencia es buscar el principio absolutamente incondicionado que promueve ese proceso interminable del saber y la verdad. A ese único y primer principio absolutamente incondicionado, en la Doctrina de la ciencia de 1794, de la época de Jena («Fundamento de toda la Doctrina de la ciencia»), lo denominó Fichte «la autogénesis del yo»8, cuya fórmula es «yo = yo», que significa que «el yo pone originariamente de modo absoluto su propio ser»9. Es decir: se trata del acto original (Thathandlung)10 de saber de sí que tiene al mismo tiempo tanto el sentido de autoposición como el de producción del ser. Este acto originario del yo supera el carácter de presunta objetividad independiente atribuido a la realidad, de modo que en dicha obra el ser viene a concebirse finalmente como equivalente a la autoactividad del yo. La filosofía hace valer precisamente este primado de la actividad del sujeto (o sea, de la libertad) cuando se afirma como un saber que se anticipa a lo que sabe, de modo que el objeto representado se descubre mediado por el propio acto de saber. Por el contrario, cuando el hombre renuncia a este momento originario de actividad y conforma su saber a lo natural, dejándose dominar por ello, este saber suyo es un mero parecer, una opinión. Esa incondicionalidad del yo activo que hace valer la filosofía es para Fichte la libertad como autodeterminación racional: la libertad es la vida del yo y su desarrollo es asunto de la ética. De modo que él presenta en estos términos la superación de la dicotomía kantiana entre el yo teórico y el yo práctico. Pues el yo es siempre la actividad refleja que poniéndose a sí misma pone el ser. Pero ese movimiento lo concibe en la Doctrina de la ciencia de 1794 como la autogénesis del yo: este se pone a sí mismo a través de la posición del no-yo. O, mejor dicho y para ser exactos: en cuanto fundamento de la acción, el yo pone el no-yo como determinado por el yo; y, en cuanto fundamento del saber teórico, el yo se pone a sí mismo como determinado por el no-yo. De modo que la identidad yo = yo es una autorreferencia mediada por el mundo en cuanto obstáculo para que el yo se alcance a sí mismo. Pues el pensamiento se desenvuelve mediante la oposición de conceptos, y eso implica que el pensamiento del yo exige pensar el no-yo. Pero en un sentido más profundo, que recupera y trasciende el enfoque kantiano de la apercepción pura, Fichte viene a decir que esa autorreferencia se corresponde con el yo8

FW, I, pág. 91; trad. de J. Cruz, pág. 13. FW, I, pág. 98; trad. de J. Cruz, pág. 18. 10 Como comenta Juan Cruz, traductor del texto, en el término «Thathandlung» están originariamente reunidos la acción de producir (Handlung) y el ser o hecho resultante (Thatsache). Véase ob. cit., pág. 13, nota. 9

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pienso de Kant, que se nos revela ahora no ya solo como el mero saber reflejo del sujeto trascendental que se tiene a sí mismo acompañando a todas sus representaciones de objetos, sino como un saber que, en cuanto tal, es al mismo tiempo también constitutivo de su objeto en cuanto pone su realidad. Así pues, si ese principio supremo de la autogénesis del yo está presupuesto en todo saber, también lo está en todo ser. Por lo tanto, no cabría hablar de un ser-en-sí independiente del sujeto: por el contrario, según Fichte, todo está mediado, es decir, constituido por él: «Que el espíritu finito tenga que poner necesariamente algo absoluto fuera de sí mismo (una cosa en sí) y no obstante tenga que reconocer por otra parte que eso solo existe para él (que sea un noúmeno necesario): ese es el círculo que él puede ensanchar hasta el infinito, pero del que jamás puede salir»11. Pero ese proceso (en espiral, mejor que circular) de automediación del yo que constituye el mundo sigue una dialéctica, en la que hay que destacar cómo el primer principio fundamental, absolutamente incondicionado, se divide en dos momentos, cada uno de los cuales ha de entenderse como principio antitético respecto de aquel primero, que cumple al mismo tiempo la función de tesis pero también de síntesis, en cuanto ha subsumido ya siempre a los dos que le siguen. Todo el proceso, tal como lo presenta Fichte, podría resumirse así: 1) «Primer principio fundamental absolutamente incondicionado»: se trata del acto de posición absoluta de sí, conforme al cual el yo pone originariamente de modo absoluto su propio ser; es decir: «yo = yo». Expresa la autogénesis de la conciencia, según la cual el yo es la condición de todo saber y de todo ser (tesis), pero también lo que cada uno de estos llega a ser a través de la mediación de su opuesto (síntesis)12. Esta autogénesis absoluta se produce a través de los dos momentos siguientes: 2) El acto de posición en el que el yo se identifica inmediatamente con aquello que constituye su opuesto, conforme al cual el yo pone originariamente de modo absoluto su propio no-ser; es decir: yo = no-yo. Se trata del «segundo principio fundamental, condicionado en su contenido»13 (la actividad absoluta se identifica aquí positivamente con el «ser pensado» que constituye su contenido), que expresa el momento de separación del ser respecto del pensar y re11 FW, I, pág. 281; trad. de J. Cruz, pág. 136. Este traduce, erróneamente en mi opinión, «Zirkel» por «ámbito» y no por «círculo». 12 FW, I, págs. 91 y sigs.; trad. de J. Cruz, págs. 13 y sigs. 13 FW, I, págs. 101 y sigs.; trad. de J. Cruz, págs. 20 y sigs.

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tiene esa oposición, en la cual el yo se revela como idéntico al no-yo (primera formulación de la antítesis). 3) El acto de reflexión por el cual aquella negación en la que el yo se ha puesto es concebida como algo interior a él mismo; es decir: yo ≠ yo. Se trata del «tercer principio fundamental, condicionado en su forma»14 (la actividad absoluta se identifica aquí negativamente con la forma del pensar, en tanto esta es, en sí misma, negatividad), que expresa el no-ser como algo interior al pensamiento, de modo que este se determina inmediatamente como distinto de sí mismo (segunda formulación de la antítesis). En consecuencia, según el planteamiento de Fichte, es el yo el que pone en sí mismo tanto el impedimento de su actividad como el restablecimiento de ella. Y aunque su esencia es autoactividad, el yo debe encontrar en sí algo heterogéneo, extraño, diverso de sí mismo, como el obstáculo que él debe superar indefinidamente reduciéndolo una y otra vez a su propia actividad. Pues bien, toda la parte teórica de la Doctrina de la ciencia de 179415 se fija precisamente en aquel momento que define al yo teórico, conforme al cual este se pone —en el conocimiento— como determinado por el no-yo. Pero en la medida en que lo dado al conocimiento como obstáculo a la libre espontaneidad del pensar —que para Kant constituye un obstáculo insuperable— es redescubierto por Fichte como un impedimento puesto por la propia actividad del yo y superado por el restablecimiento de esta, puede interpretar la razón teórica como un momento de la razón práctica. Por eso, la parte práctica de la citada obra16 se basa en el principio según el cual el yo —que antes se veía a partir de la determinación de su opuesto— se pone ahora como determinando al no-yo. De este modo, llevando a sus últimas consecuencias el primado de la razón práctica, Fichte universalizó la consideración de la razón como acción libre, rechazando así la separación entre su uso teórico y su uso práctico. Así pues, el principio trascendental rebasa la limitación que Kant le impuso, y esto convierte a la libertad en el sentido último de la filosofía fichteana, en cuanto hace de la autoactividad del yo el principio absolutamente incondicionado. La filosofía misma responde, según Fichte, al empeño moral por hacer valer dicha libertad, tanto cuando —en el plano del conocimiento— rechaza la incondicionalidad que el dogmatismo atribuye al objeto impuesto al que él se aferra, como también cuando —en el plano más general— la razón crítica trata de vencer la resistencia que opone la materia del mundo. Por eso, su filosofía ha sido calificada como idealismo ético. 14 15 16

FW, I, págs. 105 y sigs.; trad. de J. Cruz, págs. 23 y sigs. FW, I, págs. 123 y sigs.; trad. de J. Cruz, págs. 37 y sigs. FW, I, págs. 115 y sigs.; trad. de J. Cruz, págs. 29 y sigs.

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3.3. La conciencia como manifestación del absoluto en la exposición de la DOCTRINA DE LA CIENCIA de 1804 Ahora bien, como se sabe, esta exaltación del yo como principio supremo asociado a la conciencia humana indujo a los críticos de Fichte a interpretar esta filosofía como una forma de ateísmo. El escándalo subsiguiente le obligó a abandonar Jena y le incitó años después a buscar nuevas formulaciones de su filosofía, que él consideraba completamente fundada en cuanto «Doctrina de la ciencia», pero necesitada acaso de alguna nueva exposición más esclarecedora de su sentido último. Así, en la exposición oral que hizo de esta a lo largo de veintiocho conferencias celebradas en Berlín en 180417, parece que trata de neutralizar aquella acusación de ateísmo a base de subrayar la verticalidad del absoluto en relación con la conciencia, verticalidad que habría quedado oscurecida en las formulaciones anteriores de la Doctrina de la ciencia. Con ello trata además de salir al paso del triunfo alcanzado por Schelling durante esos años y muestra también la creciente importancia del elemento religioso en su pensamiento. Pero de este modo, según nos parece, se produce una alteración substancial en su planteamiento, que afecta especialmente al lugar subordinado que a partir de este giro de su obra va a asignar a la conciencia. Así, el movimiento absoluto de la apercepción del yo lo interpretará ahora con un matiz que destaca aquella relación vertical: dicha apercepción no sería sino la aparición del absoluto en la conciencia, la cual se presenta ahora como un ámbito secundario y siempre precedido por aquel. De tal manera que, según esta reformulación introducida en Berlín, no se atiende tanto a la forma absoluta de la reflexión —que es inmanente a la conciencia—, considerada como el fundamento y la raíz incondicionada de todo saber (y en el planteamiento de Jena, también de todo ser), sino que más bien se trata de destacar la realidad absoluta del ser, respecto del cual la conciencia aparece como su manifestación, aun cuando esta, que adopta aquella forma reflexiva, se presenta también con el carácter de lo absoluto. Desde esta perspectiva, el entendimiento aparece entonces como el movimiento del saber que acoge en sí esa realidad absoluta al tiempo que es sostenido por ella. De tal ma17 Me referiré a ella como la Doctrina de la ciencia de 1804, que apareció publicada como Darstellung der Wissenschaftslehre en el volumen X de la ya citada edición de Walter de Gruyter (Fichtes Werke) preparada por el hijo de Fichte, págs. 87-314 (a partir de ahora: FW, X). La traducción de ese texto por parte de J. Cruz en Doctrina de la ciencia, ya citado, con el título «Exposición de la Doctrina de la ciencia» toma en cuenta las correcciones introducidas por el profesor Lauth a partir de un manuscrito original conservado en la Universidad de Halle, por lo que no siempre coincide con la versión de los Fichtes Werke. Mis citas se refieren a esta última edición, aunque luego se añade la referencia a la traducción de J. Cruz.

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nera que aquella distancia nunca cerrada entre el saber y la verdad, que Fichte interpretaba antes como la autoescisión del yo que impulsaba a este hacia una identidad absoluta nunca alcanzada consigo mismo, se transforma ahora, más allá de aquella inmanencia que se autotrasciende, en el hiatus irrationalis que impulsa la tarea del yo de elevar su saber a lo absoluto, concebido como el fundamento trascendente de dicho saber. Y, en este sentido, la estructura reflexiva del yo se descubre como la imagen del sery-el-no-ser en la conciencia, cuyo saber se guía por la manifestación en ella del absoluto hacia el que trata de elevarse. Por lo tanto, si el saber oscila siempre entre el ser y el no-ser sin alcanzar su unidad, ello se debe a la separación insuperable en que se encuentra con respecto al absoluto en cuanto vida inaprensible. Es a partir de este supuesto —según nos dice Fichte en Berlín— como debe plantearse la pregunta acerca de ¿cómo es posible un saber filosófico de lo absoluto? O sea: ¿cómo reconducir el entendimiento, en cuanto yo sapiente siempre enfrentado al no-yo, a la vida originaria del ser absoluto? En este punto, Fichte se aproxima al enfoque de los románticos y, en particular, de Schelling, con su exaltación de la vida como principio último incondicionado e inaprensible, anterior a todo saber y oscuro fundamento de este. Sin embargo, esta cuestión no la aborda Fichte en el sentido en que lo hace Schelling. Pues no se trata para él de la intuición que eleva al genio por encima del yo finito hacia la unidad indiferenciada de la vida. Fichte pretende no abandonar nunca la dialéctica que conduce del principio originario a su manifestación en el yo; por eso, trata de justificar la intuición a través de su propio despliegue, en el cual el proceso del conocimiento se revela como un componente del proceso mismo de lo real. Pero parece que no cumple su pretensión, en la medida en que aquí juega un papel la distinción entre el absoluto como tal, en cuanto fundamento inconcebible e inalcanzable en su ser separado —que Fichte parece identificar con Dios—, y el saber absoluto, que no sería otra cosa sino la exhibición del absoluto en la actividad del yo en la que se manifiesta. Este nuevo enfoque explica el sentido de la nueva terminología a la que Fichte recurre, de índole en algunos casos más bien plotiniana. Así, por encima de la autogénesis del concepto, apela a una «luz pura»18, expresión con la que se refiere a aquello último que es a la vez constituyente del ser y del concepto. Dicha «luz pura» es la unidad absoluta de sujeto y objeto (el ser absoluto) que genera en sí toda diferencia; por tanto, lo que está más allá de todo concepto —en cuanto este es siempre determinación o diferenciación— y es, en este sentido, lo inconcebible. El concepto es ya 18

FW, X, conferencia IV, pág. 119; trad. de J. Cruz, pág. 194.

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producto del entendimiento y, en cuanto tal, no puede captar la realidad efectiva, interpretada ahora como la vida del ser absoluto. Por eso, el filósofo solo captaría lo absoluto en la aniquilación del concepto. Y, en este sentido, Fichte recupera la idea kantiana sobre el carácter formal del conocimiento que nunca llega a ser idéntico a la verdad de su contenido, con lo cual señala el abismo infranqueable que separa al saber del ser al tiempo que hace de este lo absoluto, respecto del cual el saber sería solo una autodiferencia del mismo en cuanto su imagen y exhibición. Parece, pues, que Fichte ha querido así llamar la atención sobre el carácter inalcanzable de lo absoluto como actualidad cumplida. Y, para ello, ha señalado cómo la finitud de los conceptos impide a estos captar la unidad de sujeto y objeto, pues dicha unidad está más allá del saber, aunque sea al mismo tiempo lo que sostiene el progreso indefinido de este. En este sentido, la luz en cuestión representa tanto la unidad de lo absoluto, en cuanto verdad inalcanzable para el saber, como también lo que se refracta manifestándose en la intuición, en cuanto intelección que rebasa la finitud de los conceptos y orienta el progreso indefinido del saber hacia la verdad. La intelección de esa luz que escapa a todo concepto es algo que corresponde a la intuición19, la cual reconduce a su génesis todo lo fáctico. Así pues, la luz representa tanto lo que subsiste más allá de toda intelección como también lo que, al manifestarse, sostiene la actividad —intelectiva— del yo. De ahí que en esta Exposición de la Doctrina de la ciencia de 1804 pueda Fichte distinguir varios momentos en relación con lo absoluto: 1) Lo absoluto es la luz en cuanto acción o proceso del saber: la acción de inteligir el ser como camino indefinido del saber guiado por la intuición, a través del cual la conciencia se eleva una y otra vez sobre sus conceptos. 2) Pero el ser de lo absoluto, en cuanto vida interior de la luz, queda más allá de la intuición y de toda intelección, ya que el ser subsiste por sí mismo (por lo tanto, subsiste siempre un hiatus irrationalis entre la intuición, o acción de inteligir que a través de la reflexión se diversifica en los conceptos, y el ser en cuanto tal, que es incomprensible). 3) Ahora bien, esa intuición que se sabe diversa del ser que ella trata de inteligir es ella misma reintegrada en el saber del ser, de modo que este —el saber del ser— sería el principio absoluto que conecta los dos primeros. Pues el saber del ser, en el sentido subjetivo y 19

FW, X, conferencia V, págs. 130-1; trad. de J. Cruz, pág. 202.

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objetivo del genitivo, es la luz comprendida al mismo tiempo como certeza viva y también como verdad20. Bien se ve aquí cómo el elemento religioso ha penetrado en el pensamiento de Fichte hasta impregnarlo por entero y neutralizar su impulso dialéctico. Pues, aunque él no lo declare, esos tres momentos parecen recoger el significado trinitario de la divinidad tal como esta es considerada en la teología cristiana, aunque Fichte le dé forma especulativa. En cualquier caso, aquella luz, en cuanto verdad, es interpretada por Fichte como el yo absoluto —identificado con Dios—, diverso del yo finito de la acción y el entendimiento (la conciencia), en el cual se manifiesta y por el cual nunca es alcanzado. De este modo, la Exposición de 1804 parece haber hecho el tránsito desde el idealismo crítico o trascendental hasta el idealismo metafísico y trascendente. Y se presenta además dominado por la tentación irracionalista de hacer de la verdad lo incognoscible hacia lo cual la dialéctica tiene que saltar renunciando a sí misma. 3.4. Breve apunte sobre Schelling El éxito tan temprano de Schelling y su capacidad para aunar en su pensamiento (sobre todo, en su última etapa) los motivos irracionales del Romanticismo —con su veneración de la mitología y la exaltación del misterio insondable de la vida— junto con el impulso especulativo del idealismo alemán, determinaron en gran medida el curso de la filosofía de su tiempo, que él mismo contribuyó a trazar con la variedad de sus planteamientos a lo largo de sus diferentes etapas y con sus disputas con Fichte y luego con Hegel. En la precocidad de sus primeros años como filósofo, su pensamiento se guía por el idealismo trascendental de Fichte, aunque ya en esos últimos años del siglo xviii tiende a desbordar el planteamiento fichteano en cuanto reconoce la autonomía de la naturaleza en relación con la actividad determinante del yo. Recordemos que según Kant la naturaleza está bajo leyes del entendimiento, aunque él rechazó aplicar la teleología a la determinación de los objetos naturales más allá de la hipótesis de un intellectus archepypus, con arreglo a la cual sí podríamos ver la naturaleza como si estuviera guiada por un fin. Fichte, por su parte, en la primera Doctrina de la ciencia hizo de la naturaleza un producto del yo, hasta el punto de explicar su aparente autonomía como la ilusión que se produce cuando lo puesto 20

FW, X, conferencia XXIII, págs. 276-7; trad. de J. Cruz, págs. 321-2.

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por la actividad del yo (la naturaleza misma como el no-yo) se separa y fija al margen del movimiento autorreflexivo de este. Su filosofía de la libertad negaba, por lo tanto, autonomía a la naturaleza, todo cuyo sentido se reduciría en última instancia a servir de medio a la realización de la libertad y de los fines morales. Pues bien, Schelling tiene el mérito de reconocer la autonomía de la naturaleza, oponiéndose así al delirio del subjetivismo fichteano. Sin embargo, su doctrina incumple el límite fijado por Kant y acepta la teleología como principio determinante de la naturaleza, no ya solo como la hipótesis asociada a la noción de un entendimiento intuitivo —que es el enfoque de Kant en la Crítica del juicio—, sino interpretando la naturaleza como la creación de una inteligencia inconsciente, cuyo desarrollo constituiría los grados de aquella hasta el grado último que sería el espíritu del hombre, en el cual finalmente la naturaleza devendría consciente de sí. Con esta doctrina romántica acerca del espíritu como voluntad inconsciente que recorre oculta la naturaleza y se hace consciente en el hombre, Schelling anticipa la concepción de Schopenhauer, con la importante diferencia con respecto a este de que él sí cree reconocer una finalidad en aquella, para lo cual se inspira en el sentido que guía la actividad del yo, adelantando así un motivo que será central en su filosofía del idealismo trascendental, según la cual existe una identidad última entre naturaleza y espíritu, de modo que este está en aquella y aquella en este. Pero la autonomía reconocida a la naturaleza le lleva a considerar que la dialéctica es no solo la estructura de la actividad racional, sino también la ley interna que gobierna la evolución de aquella. Solo la identidad de ambos —de la naturaleza y el espíritu— en el principio absoluto queda fuera de dicha dialéctica, en cuanto comprende esa identidad como la unidad indiferenciada que precede a la diferenciación de ambas esferas. De este modo, al igual que ocurre en el último Fichte, la dialéctica queda degradada y convertida en algo secundario en relación con aquella identidad absoluta, que es pensada más bien en analogía con la sustancia de Spinoza. Pero el problema entonces —tanto para Spinoza como para Schelling— consiste en explicar cómo es posible el tránsito desde esa unidad indiferenciada hasta los grados en que encontramos lo absoluto ya diferenciado en los procesos del espíritu y en las formas de la naturaleza. Esta es precisamente la crítica que alzará Hegel frente a ambos: Spinoza no piensa lo absoluto como sujeto, sino solo como sustancia, y por eso no puede justificar el tránsito de la unidad de la sustancia a la pluralidad de los modos y atributos; y, en el caso de Schelling, en cuanto no reconoce el carácter igualmente primario de la diferencia, Hegel llama la atención sobre el sentido alógico del salto que conduce a ella desde la identidad absoluta —o de aquella a esta—, la cual se presenta ajena a toda dialéctica y solo accesible al genio. Es cierto, sin

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embargo, que Schelling trata de no dejar fuera la subjetividad, lo que le lleva a entender lo absoluto como la unidad de sujeto y objeto, y por eso ya en su obra juvenil «Del yo como principio de la filosofía» interpreta la sustancia de Spinoza como el yo absoluto, a partir de lo cual puede afirmar luego que «todo lo que existe es un simple accidente del yo»21. Pero eso no cambia las cosas, en cuanto no da cuenta del paso que va de lo absoluto a sus modificaciones. Esto último se hace particularmente patente en las obras posteriores. ¿Cómo surge lo múltiple y diferente a partir de la unidad idéntica y homogénea? Schelling se ve obligado a recurrir a un «principio de polaridad» que representaría el momento de la escisión como algo secundario y separado respecto de aquella fuerza primordial unitaria, que en su filosofía de la naturaleza no es sino esta última concebida como natura naturans: la fuerza viva que subyace a todos los fenómenos y produce todas las cosas en su diversidad. Falta aquí lo que años más tarde denominará Hegel «la negatividad absoluta», que representa el momento de la escisión como impulso infinito que determina la realidad como proceso y produce la finitud de todas las cosas, en las cuales lo infinito se hace finito y la negatividad ha alcanzado un resultado positivo. Ese momento de la negación es explicado por Kant como una función del sujeto trascendental (la negación es para él una categoría de la cualidad): como una forma a priori de determinar el objeto en general que se explica por el modo de proceder el conocimiento; es decir, la negación es para él forma sin contenido. Fichte, por su parte, trata de llevar la negación al objeto mismo, pero nunca deja de asociarla a la actividad reflexiva del yo que pone el no-yo, de modo tal que en su pensamiento —al menos en su primera época— nunca se supera del todo la separación entre el momento negativo que aporta la actividad del yo y el producto positivo (el mundo) que resulta de ella, entre forma y contenido: la reconciliación entre ambos momentos se pospone indefinidamente. Pues bien, Schelling sí cree en el sentido objetivo de la negación, mediante la cual las cosas naturales se determinan unas frente a otras, y así lo captan los conceptos; pero no extiende dicha negación hasta considerarla —por decirlo con un término de Spinoza— un atributo del absoluto como tal, es decir: no explica cómo en la unidad indiferenciada de este se aúnan la positividad de la sustancia con la negatividad del sujeto. La identidad de sujeto y objeto, que está ya siempre dada en lo absoluto, es en su metafísica una identidad indiferenciada que se presupone dogmáticamente, de tal modo que no se ve cómo a partir de esta surge la negación, ni tampoco —y 21 Del yo como principio de la filosofía o sobre lo incondicionado en el saber humano (1795), trad. de Illana Giner y Fernando Pérez-Borbujo, Madrid, Trotta, 2004, § 12, págs. 95-6.

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pensando ahora en la facultad humana de conocer— cómo a partir de los conceptos, que proceden como determinaciones negativas, es posible captar lo absoluto. Por eso apela, como los románticos, al recurso de la intuición del genio, donde se interrumpe toda discursividad y se renuncia a la dialéctica, intuición respecto de la cual dirá Hegel burlonamente en la Fenomenología del espíritu que es algo así como la noche en la que todos los gatos son pardos. En el Sistema del idealismo trascendental se mantiene Schelling en ese paralelismo spinoziano entre extensión y pensamiento, entre naturaleza y yo. Y entonces —nos dice— se abren dos caminos posibles: O se establece lo objetivo como lo primero y se pregunta cómo le adviene algo subjetivo que coincide con él (...) O se establece lo subjetivo como primero y la tarea es esta: cómo le adviene algo objetivo que coincide con él22.

El primer camino es el que sigue la Naturphilosophie, que hace de la naturaleza una inteligencia, mientras que el segundo camino es el que define a la filosofía del idealismo trascendental, que hace de la inteligencia una naturaleza23. Pero entre ambas subsiste siempre un paralelismo, de tal manera que en el conocimiento la inteligencia subjetiva reproduce con conciencia lo que la inteligencia objetiva o naturaleza ha producido con necesidad24. Pero la clave del asunto está en que Schelling presupone siempre la unidad indiferenciada de sujeto y objeto tanto en la naturaleza (la identidad sujeto-objeto vista objetivamente) como en el espíritu (dicha identi22 Sistema del idealismo trascendental (1800), trad. de J. Rivera de Rosales y V. López, Barcelona, Anthropos, 1988, págs. 150-1. 23 Sistema del idealismo trascendental, pág. 152. Este libro justamente estudia el segundo camino de los dos establecidos por Schelling: el del idealismo trascendental. Pero en este Schelling distingue a su vez entre una parte teórica, que se ocupa del saber (cap. III, págs. 195 y sigs.), y otra práctica, que se ocupa del obrar (cap. IV, págs. 332 y sigs.); o sea: entre una inteligencia teórica y una inteligencia práctica. La primera (o sea, el conocimiento) es el estudio de las representaciones tomadas como copias en el saber y, en cuanto tal, atiende a la actividad del yo vista como necesaria e involuntaria; la segunda (o sea, la inteligencia en cuanto acción moral) es el estudio de las representaciones tomadas como modelos que prescriben en el obrar y, en cuanto tal, atiende a la actividad del yo vista como libre y voluntaria, conforme a fines. Ambas son la misma inteligencia, que crea modelos e imitaciones en cuanto actividad productiva del yo que constituye tanto el objeto del saber como el objeto del querer en la actividad teleológica inconsciente de la naturaleza, que es la misma que la fuerza productiva y consciente del espíritu. La identidad última de esa fuerza, según Schelling, la capta el arte mediante una intuición intelectual que desborda el sentido que Fichte asignó a esta noción. Véase Sistema del idealismo trascendental, pág. 421. Véase también Nicolai Hartmann, La filosofía del idealismo alemán, vol. I, trad. de H. Zucchi, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1960, pág. 190. 24 Véase Nicolai Hartmann, ob. cit., pág. 191.

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dad vista subjetivamente), como también en la identidad de ambos (la identidad sujeto-objeto no desde la perspectiva de la naturaleza, ni desde la del espíritu, sino desde sí misma, como identidad absoluta), y asigna a la filosofía la tarea de mostrar el despliegue consistente de dicha identidad en ambas esferas paralelas de lo real. Pero, de este modo, la obra de Schelling busca una vía intermedia entre el criticismo y el dogmatismo absoluto, entre la filosofía de la conciencia de Kant y Fichte y la filosofía de la sustancia de Spinoza. Y eso supone un retroceso en el papel asignado a la dialéctica y a la actividad racional del sujeto, lo cual explica que a la hora de considerar la más elevada facultad del hombre sustituya a la razón discursiva por la intuición intelectual y que reserve al genio del arte en exclusiva la capacidad de captar la identidad absoluta25. Por eso, según Schelling, la ciencia ha de volver a la poesía si quiere retrotraerse al fundamento originario en que se armonizan lo subjetivo y lo objetivo, y ese retorno tiene que apoyarse en la mitología como escalón intermedio26. En lo que se suele denominar «filosofía de la identidad», Schelling denomina aún razón a aquella identidad absoluta en cuanto total indiferencia de lo subjetivo y objetivo, pero la dirección religiosa de su pensamiento se acentuará con los años hasta hacer coincidir aquella identidad con Dios, como fundamento trascendente al entendimiento, el cual se ve reducido así a ser una facultad que, incapaz de captar la verdad, se limita a operar con alegorías. De modo que la verdad como tal habría que buscarla más allá de la razón humana, en un tipo de experiencia que rebasa todo pensamiento y todo saber: en la «experiencia de la revelación»27. Esta constituye el campo de la «filosofía positiva», en relación con la cual la «filosofía racional», que solo se aproxima negativamente a dicha verdad, solo sería «filosofía negativa». Dicha revelación además acaba identificándola Schelling con la revelación cristiana, respecto de la cual la mitología constituiría algo así como una revelación imperfecta28. He aquí la conclusión de un camino filosófico que ha renunciado a la actividad racional, entendida al modo de Hegel como la capacidad del sujeto —incluyendo a la conciencia humana— para elevarse a lo absoluto, y la ha sustituido por la experiencia religiosa que coloca al hombre en una posición pasiva de sometimiento a la verdad revelada. Esto supone un re25

Sistema del idealismo trascendental, págs. 421-5. Sistema del idealismo trascendental, pág. 426. 27 Esta filosofía de corte religioso, que comprende lo absoluto como Dios, en cuanto algo en sí mismo insondable, se halla ya claramente formulada en su tratado sobre la libertad de 1809: Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados, trad. de Helena Cortés y Arturo Leyte, Barcelona, Anthropos, 1989, págs. 137 y sigs. 28 Nicolai Hartmann, ob. cit., pág. 244. 26

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troceso respecto de Kant y el primer Fichte en lo que atañe al modo de considerar la autonomía de la razón humana. Y, por supuesto, respecto de la dialéctica de Hegel. No ha de sorprender, por lo tanto, que las autoridades del Imperio prusiano llamaran a Schelling para que se hiciera cargo de la cátedra de Berlín tras la muerte de Hegel, a fin de enterrar el legado de este y, muy especialmente, el de la dialéctica, cuyas derivaciones subversivas en la izquierda hegeliana se confrontarán con el sentido reaccionario del pensamiento de Schelling. La reivindicación de la dialéctica se convertirá así en el principal aliento de una «filosofía negativa», cuyo impulso crítico y revolucionario se opondrá a la «filosofía positiva» de Schelling y a la tradición conservadora en general, con la pretensión de medir la realidad de acuerdo con las normas de la razón29.

3.5. La tarea de la filosofía hegeliana: la escisión de la conciencia y su superación en el saber absoluto La filosofía hegeliana no responde a la imagen que se popularizó de ella a finales del siglo xix, debido sobre todo a las diatribas antihegelianas de Kierkegaard, que la veía como un sistema cerrado y una especulación abstracta y separada de la vida30. Por el contrario, se trata de un pensamiento vigoroso que surge de la noble pasión por comprenderlo todo mediante la razón, que, por cierto, pese a Kierkegaard y Unamuno, no es enemiga de la vida, sino acaso la principal estrategia de que esta dispone para hacerse más plena, más libre y, desde luego, más consciente. Para la realización de tan ingente tarea, Hegel no solo se basó en el conocimiento y la discusión de las grandes concepciones filosóficas del pasado —sobre todo, las de los griegos y los modernos—, sino también y muy especialmente en la experiencia viva de su tiempo. Siempre atento a los grandes acontecimientos de su época, no solo en el plano cultural (filosófico, científico, artístico), sino también en el terreno social y político, y observador perspicaz de la compleja trama de fuerzas que configuraban su mundo, Hegel llegó a poseer un impresionante saber enciclopédico y una inteligencia aguda que cimentaron su propia doctrina. Su caso personal fue el más claro ejemplo de aquello que años más tarde, ya durante su madurez en Berlín, él mismo escribió en el 29 Véase Herbert Marcuse, Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, trad. de J. Fombona de Sucre y F. Rubio Llorente, Madrid, Alianza Ed., 1971, págs. 315 y sigs. 30 Resumimos a continuación algunas ideas ampliamente desarrolladas en nuestro libro El saber del hombre. Una introducción al pensamiento de Hegel, Madrid, Trotta, 2001.

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prólogo a la Filosofía del derecho: «La filosofía es su propio tiempo comprendido en pensamientos»31. En efecto, nadie como Hegel supo captar en su época de manera tan profunda y tan vasta la complejidad de la vida que se desarrollaba en forma de lucha entre las pasiones humanas, de conflictos de intereses e ideas, de procesos históricos en general que desbordaban la visión particular y el entendimiento de los individuos. Su originalidad no fue la del pensador ocurrente, sino la del filósofo que abarcó con su mirada la totalidad de una época y de un mundo y supo devolverle su imagen consciente comprendida por la razón del hombre. Pensar la vida: esa es la tarea a la que Hegel se entregó ya desde su juventud. Pero la filosofía —pensaba Hegel— no es sino la propia vida que busca comprenderse a sí misma a través de la conciencia racional del hombre. Es una forma reflexiva de la vida, que en razón de su naturaleza solo puede aparecer plenamente cuando sus otras formas, más urgentes e inmediatas, han agotado ya el ciclo de su experiencia: «solo al caer el crepúsculo alza su vuelo la lechuza de Minerva»32. Pues bien, ante el complejo espectáculo con que la vida de su tiempo se presenta ante la amplia y profunda mirada de Hegel, si hay un rasgo que a sus ojos aparece destacado como dominante y con un sentido comprehensivo hasta el punto de aglutinar en él muchos de los modos en que los hombres de su tiempo experimentan el mundo, ese rasgo es el que sintéticamente se recoge en la noción de «escisión». Esta es la vivencia que, según le parece, predomina sobre cualquier otra y atraviesa el espíritu de su época. Pero la escisión que Hegel considera no se presenta como un carácter del mundo como tal, ni tampoco como algo que solo acontezca en la conciencia sin más, sino más bien como una forma de la conciencia del mundo. Se trata, por lo tanto, de un conflicto de la conciencia en tanto que esta es conciencia de un mundo conflictivo, carente de unidad y armonía. Pero esta escisión como vivencia central de toda una época se presenta en diferentes vertientes y con alcances diversos. Así, en el terreno político, dicha escisión refleja la contradicción entre la unidad cultural de Alemania y su fragmentación en múltiples Estados independientes, como también la oposición entre el ideal de libertad e ilustración que encarna la Revolución francesa y el sistema absolutista imperante en el mundo germánico; e incluso, en un plano más abstracto, expresa el conflicto entre los intereses 31 Werke. In zwanzig Bänden, volumen 7: Grundlinien der Philosophie des Rechts (Ph. R., Werke 7), ed. de Eva Moldenhauer y Karl Markus Michel, Fráncfort del Meno, Suhrkamp Verlag, 1986. Prólogo, pág. 26. Todos los textos citados de Hegel son traducciones propias basadas en esta edición de las obras del filósofo, la cual fue realizada a partir de la conocida clásicamente como primera edición de los discípulos. 32 Ph. R., Werke 7, págs. 27-8.

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particulares y las exigencias de la realidad social objetiva. En el ámbito de la experiencia religiosa, en cambio, aquella escisión consiste en la contradicción entre el ideal de una fe viva, capaz de promover el impulso moral del hombre, y la realidad de una religión positiva carente de vida, que es en lo que a los ojos de muchos había llegado a convertirse el cristianismo histórico. Y aunque es cierto que la denuncia de esta última contradicción corresponde sobre todo a los primeros escritos de juventud, y que con los años Hegel hará una valoración más positiva de la evolución histórica del cristianismo, no es menos cierto que la religión siempre retendrá a los ojos de Hegel una cierta imagen de duplicidad que mantiene a la conciencia religiosa internamente dividida, pues esta solo alcanza a ser la representación de la «idea», que no es aún el conocimiento racional de la verdad, sino solo una cierta captación simbólica —no conceptual— de la misma. Esta figura de la conciencia, por lo tanto, mantiene abierta la separación entre el sujeto de esa experiencia religiosa y su objeto. La unidad comprendida de sujeto y objeto será para Hegel el concepto especulativo (Begriff ), el cual pertenece a la conciencia filosófica, que es la forma suprema de la conciencia del mundo. Por eso, aunque se ha dicho que el conjunto de la filosofía hegeliana, en tanto se ocupa de lo absoluto, puede entenderse como filosofía de la religión, puede decirse con igual o superior derecho que para él propiamente la filosofía es el proceso racional superador de la actitud religiosa. En consecuencia, la esperanza de una renovación de la humanidad que recupere el antiguo ideal griego de unidad y armonía en el contexto de una civilización que proclamó primero —con el cristianismo, especialmente en su forma protestante— la libertad interior del hombre y luego —con la Revolución francesa— los derechos y libertades políticas, solo es posible a partir de la superación de aquella escisión de la conciencia, que refleja las contradicciones del mundo objetivo. Ahora bien, Hegel aborda la cuestión en la línea del idealismo especulativo de su tiempo, que traslada la consideración del problema al plano de la ontología, en el cual aquella escisión se presenta como un rasgo intemporal y aparentemente insuperable de la conciencia. Pasamos así, inadvertidamente, desde una significación histórica de dicha noción (referida a la vivencia de los conflictos experimentados concretamente en una época, ya sea en el ámbito religioso, político, moral, etc.) a un significado que parece transcender a toda época singular, pues se refiere más bien a la misma definición ontológica de la conciencia: la escisión que la separa de su objeto. En efecto, la originalidad del planteamiento hegeliano, pero también su debilidad, consiste precisamente en que la superación de aquella escisión histórica nos remite a un principio de orden supratemporal (no tanto en el sentido de ser ajeno al tiempo, cuanto en el de suponer una totalización del mismo que lo hace diverso de cualquier expresión sujeta a los momentos

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temporales singulares) que entraña de paso la superación de toda escisión y, por ende, la de la historia misma, en tanto esta es vista como el curso temporal que recorre todos los modos posibles de escisión que atenazan a la conciencia finita. Pero el recurso a dicho fundamento transhistórico equivale a situar el problema de la escisión y el de su posible superación —con todo su significado gnoseológico, moral, político o religioso— en el terreno de la metafísica especulativa en el que se desenvuelve el idealismo alemán. En tal sentido, Hegel concibe esa escisión de la conciencia como la separación entre el hacer y el saber, o entre la existencia y su significado. Y, a partir de ahí, entiende que la filosofía surge precisamente del esfuerzo del pensamiento por superar las contradicciones omnicomprensivas en que se encuentra sumida la existencia humana, algunas de las cuales fueron ya recogidas en las prestigiosas fórmulas de la metafísica tradicional: la oposición entre lo general y lo particular, el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo, la razón y los sentidos, o la libertad y la necesidad, por citar algunas de las más célebres de la historia de la filosofía. En su época, Kant había logrado resumirlas en dos dicotomías aparentemente insuperables: en primer lugar, en el plano teorético, la oposición entre la espontaneidad de la razón y el dato de la sensibilidad; y, en segundo lugar, en el plano práctico, la contradicción entre la razón moral y la inclinación natural (o, si se quiere, entre la universalidad de la ley moral y la particularidad del sujeto empírico). Se trata de principios antitéticos que mantuvieron al pensamiento kantiano prisionero de un dualismo insuperable, de modo que Kant interpretaba esta división de la conciencia como expresión de una dualidad irreductible y permanente en la naturaleza humana. Sin embargo, en la Crítica del juicio el propio Kant planteó la posibilidad de una reconciliación a través de la hipótesis de un entendimiento intuitivo, formulación que —pese al carácter meramente ideal atribuido a ese «intellectus archetypus»— desencadenará un amplio debate en su tiempo. En efecto, el ideal de unidad y armonía dominaba el ambiente de la época. Lo encontramos en Schiller, quien en las Cartas sobre la educación estética del hombre busca una integración de los impulsos que experimenta la humanidad y que finalmente él reduce básicamente a dos: el «impulso sensible» (que expresa el ser temporal y fenoménico del hombre) y el «impulso formal» (que refleja el ser racional del hombre y su aspiración a lo eterno); esa integración cree encontrarla en el «impulso de juego», que caracteriza al «estado estético», en el que se aúnan lo finito y lo infinito, origen —según él— de la belleza y la libertad33. Los románticos, por su parte, también buscan esa 33

Véase Cartas sobre la educación estética del hombre, XI-XIV, XVIII y XIX, trad. de M. García Morente, Madrid, Espasa-Calpe, págs. 51-68, 82 y sigs.

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unidad en el arte concebido como expresión simbólica, es decir, como «translucidez de lo eterno en lo temporal», según la expresión de Coleridge34. Pues bien, el discurso filosófico del idealismo alemán —como ya hemos visto a propósito de Fichte y Schelling— también se propuso justamente la superación de esta división y la consecución de aquella unidad armónica entre la conciencia y su mundo. Pero Hegel siempre pensó que la doctrina de Fichte no conseguía librarse finalmente de aquella oposición y que abocaba necesariamente a un proceso infinito sin reconciliación final. Y en cuanto a la doctrina de Schelling, pensó que se trataba en realidad de una falsa superación, basada en el postulado de una supuesta intuición intelectual que, a la manera del genio artístico, renunciaba al método de la razón discursiva para captar la unidad con su mundo en una especie de salto alógico injustificado. Pues bien, lo original del enfoque hegeliano radica precisamente en que esa búsqueda de la unidad armónica de la vida humana y de la experiencia del mundo se sostiene en la racionalidad que representa lo que él denomina «el concepto», la cual a su vez recupera el ideal humanista e ilustrado que confía en la posible elevación de la humanidad —de todo hombre y no solo del genio artístico— a lo universal. En este sentido, podemos afirmar que su proyecto fundamental consiste precisamente en la búsqueda (en los años juveniles, desde Tübingen hasta el comienzo de su estancia en Jena), primero, y el desarrollo (desde Jena hasta el final de su vida: Núremberg, Heidelberg, Berlín), después, de un principio unificador y comprehensivo a partir del cual se hiciera posible la superación de aquella escisión de la vida humana que Hegel sintetiza en la oposición de sujeto y objeto. Él encuentra ese camino —y con ello formula el núcleo más original de su pensamiento— cuando establece y desarrolla la noción del concepto especulativo (Begriff ), en torno a la cual se articula el conjunto de su filosofía, pese al olvido —por cierto— de muchos de sus intérpretes que minusvaloran o tergiversan esta noción para facilitar una interpretación del pensamiento de Hegel en línea con los románticos. Pero el concepto especulativo no debe entenderse como una artificiosa construcción racional ajena a la vida real, sino que, al contrario, representa el esfuerzo más fiel y generoso por comprenderla. En este sentido, su filosofía quiere superar tanto a los ilustrados como a los románticos, así como el conflicto que enfrenta a unos y otros, mediante una idea de la razón que en vez de entregarse a la abstracción sea capaz de asimilar la dinámica multiforme de la vida. Pues bien, el medio de esa racionalidad es el concepto, que para él será 34

Citado por Charles Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona, Paidós, 1996, pág. 400.

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siempre el proceso de superación de toda contradicción en tanto que desvela la unidad profunda de la misma, la cual no puede sino expresarse siempre mediante nuevas contradicciones; es decir: el proceso de la vida que finalmente se comprende a sí misma. Pero también los conflictos de la conciencia son expresión —aunque una expresión limitada— de la vida cuando esta se hace consciente y se desenvuelve en el terreno del espíritu. Y es entonces a través de la vida consciente donde ha de buscarse el desarrollo de la racionalidad como proceso de superación de contradicciones. Por eso, el concepto pretende ser la gramática de la vida, la cual sabe de sí en el terreno del espíritu; es decir: pretende ser la conciencia que la realidad puede llegar, en absoluto, a tener de sí misma en cuanto se descubre como una trama penetrada por la razón. Pero ese proceso vital de superación de las contradicciones, que Hegel interpreta al modo idealista en la Fenomenología del espíritu como proceso de la conciencia y de su devenir espiritual, y cuya dinámica se desenvuelve entre el saber y la verdad, solo alcanza la unidad buscada en el plano del pensamiento, según la célebre crítica de Feuerbach y Marx. Y la alcanza además al precio de dejar de ser conciencia en el sentido propio de la expresión (como conciencia presente en un hombre, o como espíritu de un pueblo o de una época) para convertirse en saber absoluto, el cual se coloca por encima de la finitud que necesariamente atenaza a la conciencia humana hasta postularse así como un saber idéntico a la verdad. Para Hegel, por lo tanto, lo absoluto es la realidad misma comprendida como conciencia infinita, lo cual significa haber llevado a su término el proyecto fichteano —y, en el fondo, el impulso idealista del proyecto filosófico moderno en su totalidad— que trata de superar la separación entre realidad y conocimiento. En ese sentido, lo absoluto es la realidad en tanto se conoce a sí misma, pero de tal modo que solo así es verdaderamente real; es tanto sustancia como sujeto. Con esta noción culmina, por lo tanto, todo el proyecto metafísico asociado al paradigma del sujeto, el cual se revela finalmente como espíritu absoluto35. 3.6. La dialéctica de la vida: la negatividad y la razón especulativa Esa posición empieza a gestarse en la obra de Hegel a los pocos años de llegar este a Jena, donde modificará sustancialmente el punto de vista que había sostenido en Frankfurt, y en particular la tesis desarrollada en el 35

En contra de la interpretación de Heidegger, es Hegel y no Nietzsche quien lleva a su término la «metafísica de la subjetividad».

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Fragmento de sistema36, según la cual la elevación del hombre de lo finito a lo infinito es una tarea que corresponde a la religión y no a la filosofía, pues esta —se venía a decir allí— no logra nunca desembarazarse de las dicotomías en las que necesariamente desemboca la razón y, por lo tanto, no podría captar la unidad de la vida que abraza todas las cosas: la filosofía —pensaba entonces— debe consumarse en la religión. Se trataba de un punto de vista que probablemente le fue sugerido por Hölderlin y que estaba a tono con el planteamiento de los románticos. Pero, a partir de la nueva orientación que adoptará en Jena, Hegel va a afirmar que la filosofía tiene por objeto el conocimiento infinito o absoluto, tesis que ya no abandonará. Tanto en Diferencia entre el sistema de Fichte y el de Schelling (o Escrito sobre la diferencia, Differenzschrift37, 1801) como en Creer y saber (Glauben und Wissen38, 1802) desarrollará esta posición y sus consecuencias. Este radical cambio de opinión se apoya en la nueva valoración que Hegel llega a hacer del conocimiento racional: la razón —pensará a partir de ahora— no ha de verse como una mera abstracción incapaz de captar la vida, ni tampoco como una facultad cuyas pretensiones cognitivas hayan de limitarse al ámbito asignado por Kant al entendimiento. Por eso, el desarrollo de su pensamiento durante los años de Jena conduce a Hegel a la ineludible necesidad de un replanteamiento de la filosofía kantiana, sobre cuya doctrina moral ya había reflexionado profundamente en Berna. Pues bien, Hegel entiende que, en conjunto, la filosofía kantiana, dominada por el dualismo, no acaba de ir más allá de una idea de la razón como unidad formal y vacía. Por eso le reprocha su inconsecuencia cuando concede a esa misma razón un contenido práctico en el orden moral después de haberle negado todo contenido en el ámbito de su uso teórico. Kant tan solo concibe lo que llama Hegel la «unidad subjetiva de sujeto y objeto», es decir, una identidad limitada al ámbito de la categoría, pues siempre deja fuera la materia empírica (ese lado del objeto que es exterior al sujeto transcendental) como lo absolutamente dado y, por consiguiente, irreductible o ajeno a la razón. De ahí se deriva de manera insoslayable el escollo de la cosa-en-sí, obstáculo irrebasable para el conocimiento de acuerdo con la doctrina kantiana y auténtico caballo de batalla de todo el idealismo alemán. La filosofía del primer Fichte trata de vencer dicho obstáculo, pero en su búsqueda de lo absoluto no logra desprenderse del dualismo básico del criticismo kantiano, sino que incurre —como ya hemos 36

Systemfragment von 1800, Werke 2, págs. 419 y sigs. Differenz des fichteschen und schellingschen Systems der Philosophie, conocido como Differenzschrift, Werke 2, págs. 9 y sigs. 38 Glauben und Wissen oder Reflexionsphilosophie der Subjektivität in der Vollständigkeit ihrer Formen als kantische, jacobische und fichtesche Philosophie, Werke 2, págs. 287 y sigs. 37

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visto— en un progressus ad infinitum que nunca convierte en realidad la unidad del yo y el no-yo propuesta como tarea: el yo infinito no acaba de reconciliarse nunca con su mundo. Por ello, en el Escrito sobre la diferencia, frente a Fichte, Hegel defiende la posición de Schelling, quien no solo sostiene la identidad de sujeto y objeto en el yo —filosofía transcendental—, sino también su unidad en el objeto —filosofía de la naturaleza—. Tanto en el yo como en la cosa se expresa la unidad de la vida, o sea, la actividad del absoluto. Esta posición, como vimos, es heredera de Spinoza, quien ya había afirmado que «el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas» (Ética, segunda parte, proposición VII). Pero la filosofía de Spinoza, que en aquellos años ejerció una cierta influencia en los medios intelectuales alemanes sobre todo debido a su recepción por Jacobi, no podía sin embargo ser asumida por Hegel por adolecer de aquello que solo años más tarde iba a reprochar igualmente también a la doctrina de Schelling: su falta de criticismo en el sentido kantiano. Precisamente la necesidad de la filosofía se justifica —a los ojos de Hegel— porque hay una unidad absoluta que se busca y porque la conciencia no la capta inmediatamente, sino que escinde, separa y limita fenómenos del absoluto en visiones parciales que la propia conciencia debe superar: «La tarea de la filosofía consiste (...) en poner el ser en el no-ser —como devenir—, la escisión en el absoluto —como su fenómeno—, lo finito en lo infinito —como vida—»39. Solo la razón (Vernunft), cuya expresión es la especulación, puede elevarse al conocimiento del absoluto, es decir, solo ella capta la unidad diferenciada de sujeto y objeto. Por su parte, el entendimiento (Verstand), que se expresa mediante la reflexión, es el punto de vista de la conciencia finita, la cual se aferra a los opuestos sin superarlos, sin referirlos a su unidad en lo absoluto. Ahora bien, puesto que la filosofía tiene que ser el conocimiento de lo absoluto por la conciencia, la razón no puede prescindir del entendimiento ni la especulación puede suprimir la reflexión. Esta —la reflexión— es la actividad propia de la conciencia y, en esa medida, ineludible para la filosofía, porque la reflexión es la mediación entre la conciencia y lo absoluto. El saber de la conciencia es siempre limitativo, pues el entendimiento escinde, contrapone y fija los opuestos como irreconciliables. Pero en esta tarea de limitar y oponer, el entendimiento se ve arrastrado en un proceso sin término que busca incesantemente superar esas limitaciones. Esta dirección hacia la totalidad —nos advierte Hegel— es «la participación y la eficacia secreta de la razón»40: la razón especulativa opera en 39 40

Differenzschrift, Werke 2, pág. 25. Differenzschrift, Werke 2, pág. 26.

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secreto tras la reflexión del entendimiento que limita y niega lo limitado; y lo hace no como una instancia transcendente al entendimiento que actuara sobre él desde fuera, sino como la propia tendencia inmanente de este a rebasar los límites que él mismo fija. Lo característico de Hegel, por consiguiente, radica en su idea de una reconciliación de los opuestos, concebida no al modo fichteano como una tarea inacabable, sino como unidad real que Hegel siempre expresa señalando que la negatividad infinita tiene un resultado positivo. La vida —término con el que frecuentemente se refiere a la actividad de lo absoluto— es esa identidad de lo diferente o unidad de lo diverso que entraña lo que Kant llama en la Crítica de la razón pura un «juicio infinito», solo que este no tiene solo un valor lógico (ni siquiera lógico-transcendental), sino ontológico: para Hegel la vida es un juicio infinito y el conocimiento absoluto consiste precisamente en captar lo que algo es en cuanto negación de todo lo que inmediatamente no es. Así pues, la razón especulativa concibe la unidad profunda que subyace tras la oposición finito-infinito. Esa unidad profunda de los contrarios constituye una totalidad, desgajados de la cual los opuestos son solo abstracciones. El entendimiento reflexivo abstrae y trata de mantenerse firme en eso que ha separado, pero entonces entra en contradicción consigo mismo y suprime su propio punto de vista —que Hegel caracteriza como «pensamiento finito»— en favor de una comprensión que capte la mediación infinita. Hegel lo expresa con dureza afirmando que es preciso pensar la contradicción —forma extrema de oposición, como ya dijeron los lógicos antiguos—, lo cual equivale a «fluidificarla» o resolverla en el movimiento que niega las fijaciones de la abstracción. Ahora bien, en realidad eso no significa pensar formalmente la contradicción, la cual desde los supuestos de la lógica formal (es decir, de un pensar abstractivo que procede a partir del principio de identidad) es ciertamente impensable. Aquí se equivocan a menudo los intérpretes de Hegel. Lo que él quiere decir es que tomarse en serio hasta sus últimas consecuencias el concepto del devenir —como hace la especulación racional— equivale a negar el valor último de la identidad como principio verdaderamente funcional para un pensar que pretenda ser fiel a la realidad. En otros términos: la identidad es solo una determinación instantánea de un proceso, un «momento» —dice Hegel— abstraído de un movimiento. Pero ni la realidad ni el pensar pueden comprenderse a partir de identidades absolutamente primeras, del mismo modo que el movimiento de un cuerpo no puede explicarse como la suma de una serie de posiciones instantáneas en cada una de las cuales aquel, en rigor, estaba en reposo. La filosofía debe expresar la verdad de lo que es en vez de ser actividad abstrayente. La oposición finito-infinito, ser-pensamiento, necesidad-libertad, o sujeto-objeto es en realidad, de acuerdo con Hegel, una falsa oposición. Constituye una antinomia, cuya expresión es el

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más elevado punto de vista que puede alcanzar el entendimiento. El concepto especulativo es precisamente el instrumento teórico que le permite a Hegel explicar en la Lógica el sentido de esa unidad que es tan absoluta y originaria como la diferencia que encierra. Pero es también lo que le permite rechazar la oposición entre razón y vida: es la vida misma —nos viene a decir— la que se expande como razón41. La noción del concepto especulativo obedece precisamente a la exigencia de superar en el plano teórico ese dualismo que enfrenta eternamente la razón a lo empírico. Cuando más adelante Hegel desarrolla el tema en la Lógica de Núremberg, la sección dedicada a la llamada «Doctrina del concepto» sigue inmediatamente al análisis del «mecanismo» y de la «teleología», lo que demuestra lo presente que tenía a Kant, al mismo tiempo que indica el modo en que pretende superarlo. En efecto, la noción del concepto especulativo desempeña el papel del entendimiento intuitivo imaginado por Kant, con la salvedad de que la razón para Hegel no es una facultad subjetiva que emprenda una tarea, sino la actividad misma de lo absoluto, de la cual la facultad humana de conocer es solo un caso ejemplar. La razón no tiene para Hegel un valor meramente regulativo, sino constitutivo de la realidad. Pero el camino que recorrerá Hegel hasta formular su noción del concepto especulativo tiene que emanciparse primero de la influencia de Schelling y de su recurso a la intuición intelectual —del cual aún no se ha desprendido en el Escrito sobre la diferencia— sin renunciar, en cambio, a su ideal juvenil, según el cual la filosofía debe conocer la verdad absoluta. Hegel tiene en cuenta la distinción que aquel establece entre filosofía de la naturaleza y filosofía transcendental, consideradas como dos caminos de acceso a lo absoluto: en la naturaleza y en el saber se presenta la unidad de sujeto y objeto, con la diferencia de que solo en el ámbito transcendental esa unidad se hace consciente. Pero el progresivo alejamiento de Schelling se manifiesta, entre otras cosas, en la ruptura con la idea del paralelismo entre estos dos ámbitos —«atributos», diría Spinoza—. En la Fenomenología, en efecto, el espíritu representa ya, por encima de la naturaleza, una definición más próxima al absoluto. Pero este alejamiento de Schelling lo consigue reivindicando el sentido crítico del pensamiento kantiano y sus41 En Creer y saber se asocia la crítica de la «filosofía de la reflexión» con la crítica del subjetivismo, que Hegel encuentra ejemplarmente representado en Kant, Jacobi y Fichte, quienes niegan realidad a lo ideal. En este aspecto Hegel considera superior al idealismo platónico, el cual atribuye la máxima realidad a lo ideal. La limitación básica de este subjetivismo de la reflexión incapacita a estas filosofías modernas para conceptualizar el ser, y bascula de la afirmación inmediata del dato empírico (empirismo) a su negación en cuanto limitado (idealismo subjetivo y escepticismo). Pero no llega a un punto de síntesis porque no asume la negatividad del ser, no concibe la identidad diferenciada de finitud e infinitud, de ser y concepto, de objeto y sujeto. Véase Glauben und Wissen, Werke 2.

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tituyendo la noción de síntesis transcendental por la de unidad dialéctica, consustancial a su idea del concepto. Según Hegel, la tarea de la filosofía consiste en hacer posible que la vida se comprenda a sí misma a través de la conciencia del hombre. Sin embargo, y sin que ello suponga formalmente una contradicción, la filosofía se presenta también, al mismo tiempo, como la construcción del saber por parte de la propia conciencia. Precisamente, la exigencia de que sea la conciencia la que reconstruya esa unidad de sujeto y objeto señala la herencia que Hegel asume de la modernidad; un requerimiento que, en definitiva, coloca al hombre en el centro de su pensamiento; y, en particular, el poder negador de la conciencia, que Hegel presenta como expresión de la negación radicada en el ser, que llega así a hacerse consciente. Pero, en concreto, es el estudio del escepticismo antiguo lo que le sugiere a Hegel la importancia de la negatividad, que convierte en momento consustancial de la razón especulativa. En efecto, en la evolución de su pensamiento es fundamental la profunda meditación sobre el escepticismo que Hegel desarrolla por esos años y que culmina en su escrito titulado Ensayo sobre el escepticismo42 (1802), donde insiste en la importancia fundamental de la noción de la negatividad, de la cual ya se había servido implícitamente, pero que a partir de ahora entrará a formar parte imprescindible de su concepción de la racionalidad. A esta nueva conquista de su pensamiento no es ajena tampoco la meditación sobre el profundo significado especulativo del cristianismo, que le llevó en Frankfurt a pensar sobre el sentido de la negación en la vida humana: el sentido del dolor, el sufrimiento y la muerte. Pero, en lo esencial, lo que viene a decir Hegel en este escrito es que el escepticismo antiguo, a diferencia del dogmatismo en el que acaba convirtiéndose el moderno, ponía en cuestión la validez de todo lo finito y limitado mostrando así lo problemático de afirmar su estabilidad. Combatiendo el dogmatismo de la conciencia común, aquellos «tropos» escépticos entrañaban, en relación con el saber, «una negatividad pura»43. Por lo tanto, afectan al entendimiento (Verstand) o conocimiento de lo finito, y constituyen un aspecto parcial —el lado negativo— de la razón (Vernunft). Y eso quiere decir que ese viejo escepticismo no solo no niega la filosofía —o sea, la razón especulativa—, sino que es consustancial a toda auténtica filosofía. Pues toda especulación 42 Verhältnis des Skeptizismus zur Philosophie. Darstellung seiner verschiedenen Modifikationen und Vergleichung des neuesten mit dem alten, Werke 2, págs. 213 y sigs. Este texto, conocido como el Ensayo sobre el escepticismo, lo publicó Hegel en el Kritisches Journal der Philosophie con ocasión de su crítica del Aenesidemus, publicado poco antes por Schulze. La crítica de este libro por parte de Hegel le lleva, más allá del escepticismo de la época moderna, a un replanteamiento del valor del escepticismo de los antiguos griegos y, a través de él, a una discusión acerca de la relación que existe entre el escepticismo y la filosofía. 43 Verhältnis des Skeptizismus zur Philosophie, Werke 2, pág. 237.

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contiene un momento dogmático de afirmación, pero solo como punto de referencia que desencadena el proceso de su negación, y este desarrollo —que Hegel explica con el concepto de negatividad o momento escéptico de la razón— es consustancial a la filosofía. El primer momento, en cambio, no constituye por sí solo ningún filosofar, porque corresponde al punto de vista de la conciencia común. Ahora bien, la filosofía debe concebir el resultado positivo de la negatividad —el «momento especulativo»—, resultado que el escepticismo no capta porque se aferra al momento puramente negativo, lo aísla y a él queda fijado. Este lado escéptico es, por otra parte, «el lado libre de toda filosofía»44 en cuanto supone la capacidad de romper toda vinculación que mantenga a la conciencia atada a lo fenoménico. A esta vivencia de la libertad que experimenta la conciencia escéptica se refiere Hegel —como veremos— años después en la Fenomenología del espíritu, donde nos aclara que se trata de una noción puramente subjetiva e incompleta de la libertad, entendida como libertad negativa o capacidad de romper todo vínculo con lo limitado. El escepticismo no indica, por lo tanto, el contenido positivo de la libertad. En cualquier caso, lo importante en relación con la cuestión del sujeto es que a partir de ahora Hegel comprenderá la negación no como un procedimiento subjetivo de la conciencia sin más, es decir, no como el mero poder que esta tiene de juzgar negativamente acerca de las cosas, sino que de modo más radical entenderá que la negación forma parte de la entraña misma de lo real: el ser no es y el no-ser es; las cosas se niegan y tan solo afirmando su diferencia pueden establecer su identidad, porque la realidad no es sino el proceso mismo de afirmación y negación que todo lo constituye. Y si la conciencia puede negar es porque refleja en el pensamiento el devenir de lo real. Por lo tanto, no es que Hegel considere la negatividad como algo ajeno al sujeto, sino que más bien, a la inversa, debe entenderse su posición como una absolutización del poder negativo del sujeto: lo absoluto es sustancia y sujeto, o sea, espíritu. En definitiva, Hegel proyecta en el ser en cuanto tal la capacidad crítica o negadora de la conciencia, aunque en la formulación hegeliana se invierten los términos y es la conciencia la que se nos presenta como una manifestación —aunque ejemplar— del poder crítico de la razón. Ese antropologismo le permite a Hegel llegar a sostener la identidad de pensamiento y ser y, en última instancia, interpretar el ser como concepto, llevando así el idealismo moderno hasta sus últimas consecuencias. En otros términos: si el ser se revela como espíritu, ello se debe a que desde el principio el espíritu humano se propuso como medida del ser. Puesto que la actividad de la conciencia consiste en saberse a 44

Verhältnis des Skeptizismus zur Philosophie, Werke 2, pág. 229.

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sí misma cuando se ocupa de cualquier objeto, su absolutización le induce a Hegel a interpretar la realidad como el proceso por el cual el ser es igual a sí mismo en el ser-otro, aunque él invierta los términos al presentar la reflexión de la conciencia como una manifestación de la autorreflexión del ser en general, a cuyo movimiento total llama «especulación». Por lo tanto, aunque es en el saber donde se hace consciente la identidad de infinitud y finitud, el saber mismo, a su vez, se revela al final de la Fenomenología como la actividad en la que el proceso de la realidad consiste, en la cual aquel coincide con la verdad (es saber absoluto lo mismo que lo absoluto es saber). Y en cuanto se comprende reflexivamente como retorno a sí, es espíritu. Por eso, cuando años más tarde desarrolla Hegel su sistema en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas— en la que lo absoluto es concebido como la idea que vuelve sobre sí o la razón que se sabe—, coloca al final el famoso texto de Aristóteles donde este nos dice que la actividad propiamente divina consiste en el pensamiento que se ocupa de sí mismo45. Se puede afirmar que en cierto modo el concepto hegeliano se corresponde con el yo racional de Kant, con tal que este no se entienda como forma lógica vacía y supeditada al contenido ofrecido por la experiencia. Kant se acercó a esta posibilidad con su afirmación de la libertad del yo práctico. Pero fue Hegel quien, siguiendo a Fichte, universalizó la consideración de la razón como acción libre, negando valor a la división tajante entre el uso teórico y el uso práctico de la misma. Ambos usos constituyen —como explicará Hegel en la Ciencia de la lógica— momentos de una única actividad absoluta, que es la actividad de la razón o idea absoluta: los momentos correspondientes a la «idea teórica» y a la «idea práctica». La razón es libre —y solo ella lo es según Hegel— en tanto que sujeto absoluto al que ya no se opone nada. Pero, por ello mismo, ya no es mera actividad formal, sino la forma que es idéntica a su contenido, o el sujeto que es idéntico a su objeto, sujeto al cual nada se contrapone, sino que él mismo es el movimiento que establece la oposición al mismo tiempo que su superación. El instrumento teórico que desarrolla ese proyecto de la razón especulativa es el concepto, que realiza sobre nuevas bases la hipótesis kantiana de un entendimiento intuitivo. El concepto hegeliano encierra y absolutiza todas las posibilidades de la conciencia, en la medida en que se presenta —al final de la Fenomenología— con la pretensión de haber asimilado todas las formas de experimentar y de pensar el mundo (formas que se revelan, sin embargo, como internamente sostenidas por la propia dinámica del concepto). Descartes hizo de la certeza de sí el principio de la filosofía moderna: no importa lo que ocupe nuestro pensamiento, la conciencia siempre está 45

Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften (Enz.), III, Werke 10, pág. 395.

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junto a sí misma en la representación de cualquier objeto. También Kant se refirió a la unidad sintética de la apercepción como el yo-pienso que acompaña a todas sus representaciones. Hegel absolutiza esa condición del estar-consigo-mismo-en-el-ser-otro y la convierte en su definición universal del ser: el ser es concepto que sabe de sí, autoconocimiento o autorreflexión. Por esta razón, la crítica más poderosa que cabe dirigir contra Hegel sigue siendo la ya apuntada por Feuerbach, desarrollada por Marx y explicada a su modo por Adorno, y que en otros términos podría expresarse así: la comprensión del ser como concepto, que significa la transparencia racional de lo real y la consiguiente superación del escollo de la cosa-en-sí, se hace posible en Hegel por la previa proyección de la autoconciencia humana en el objeto que inmediatamente se le contrapone, pero que termina revelándose como puesto por la propia conciencia. De tal manera que, al final, la conciencia no conoce otra cosa que a sí misma.

Capítulo 4

La génesis de la subjetividad en la Fenomenología del espíritu: de la independencia vital a la libertad de la autoconciencia1 4.1. La vida se hace sujeto a través de la acción En la Fenomenología del espíritu Hegel reconstruye las múltiples y diversas formas en que la conciencia experimenta su objeto, repensando así la historia de la filosofía y de la cultura en general, aunque reordenando sus momentos y presentando cada uno de ellos —al modo moderno— como una forma de la conciencia del mundo. Ciertamente el elemento especulativo de raíz griega atraviesa también todo el curso de la Fenomenología, impulsa su desarrollo y acompaña a las distintas figuras que lo componen, lo cual significa que la experiencia de la conciencia no se agota en una mera consideración de lo inmediato sensorial, sino que desde el inicio de la obra se encuentra siempre mediada por lo universal. Sin embargo, no es menos cierto que por su intención primera y por el protagonismo asignado a la conciencia y a su experiencia, la Fenomenología del espíritu es la obra en la que más claramente Hegel rinde tributo a la modernidad. Y si en los tres primeros capítulos se ocupa de la experiencia cognitiva, en la que la con1 Este capítulo es la reelaboración de un texto que forma parte del libro colectivo aparecido con el título Hegel. La odisea del espíritu, editado por Félix Duque y publicado por el Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2010.

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ciencia busca enteramente la verdad en el objeto que le hace frente, en el capítulo IV, en cambio, vuelve sobre sí encontrando en la certeza de sí misma la verdad que antes buscaba en el objeto exterior: ahora se trata, por lo tanto, de comprender esa certeza en su verdad. De ahí el título de este capítulo: «la verdad de la certeza de sí mismo», donde el gesto cartesiano que inicia la metafísica moderna se lleva más allá de su significado original para desarrollarse en la línea del idealismo alemán. El tema ya no es ahora en este capítulo IV lo que sé del mundo experimentado (si este consiste en cualidades sensibles, o en cosas, o bien en fuerzas y leyes), sino lo que sé de mí mismo como sujeto de aquel saber sobre el mundo. La actividad de la propia conciencia en la constitución del objeto conocido, que estaba implícita en los capítulos anteriores y que en el capítulo sobre el entendimiento se hace particularmente patente, se convierte ahora explícitamente en el objeto de consideración: la conciencia se experimenta a sí misma (es autoconciencia) y lo hace como la actividad que constituye su objeto (es conciencia activa). Con ello vuelve Hegel sobre lo que representa el momento kantiano y fichteano de la historia de la filosofía en lo que hace a la teoría del conocimiento. Pero el descubrimiento de la actividad del sujeto da lugar a continuación a una amplia meditación acerca de la subjetividad que desborda el marco de la gnoseología y se convierte en una reflexión de marcado carácter antropológico, en la que la experiencia no tiene ya solo una dimensión cognitiva, sino que esta aparece de manera original y con un fondo especulativo entreverada con otras dimensiones que se han ido añadiendo a aquella. A partir de ahí, Hegel puede hablar, por ejemplo, de la experiencia moral o de la experiencia estética. Lo esencial en estas nuevas formas es que en ellas tanto el objeto como el sujeto adquieren una complejidad que resulta de atesorar las experiencias ya hechas anteriormente por la conciencia. Pero, a pesar de su variedad, hay que hacer notar que toda experiencia contiene un momento de apropiación o asimilación del objeto, y también un momento de recreación del objeto y de sí misma a través de su acción sobre él. Esos dos aspectos de la experiencia humana no son excluyentes entre sí, sino que constituyen los dos momentos de una totalidad compleja, en la que a su vez hay que distinguir diversos modos concretos, como son la experiencia moral, política, estética o religiosa, que Hegel irá estudiando a lo largo del texto. En efecto, toda experiencia encierra un momento de captación, asimilación o apropiación del objeto, y un momento activo de recreación. Cada uno de estos momentos destaca un aspecto en la dialéctica fenomenológica: el que atiende a la verdad del objeto y el que vuelve sobre el saber acerca del mismo —o momento del sujeto—, que nunca coincide con el primero, dando lugar así a una desigualdad cuya superación impulsa todo el movimiento de la conciencia hacia una identidad buscada entre verdad y certeza que la conciencia finita

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nunca llega a alcanzar. La Fenomenología recorre este camino examinando de paso los diversos estadios de esa evolución y las múltiples figuras en que cada uno de ellos se desglosa y a través de los cuales se desarrolla. Pues bien, en este capítulo IV la atención recae sobre el lado activo de la experiencia, a través del cual la subjetividad se revela a sí misma. Ese es el motivo por el cual desde sus primeras páginas el estudio de la autoconciencia se plantea como el de la acción, puesto que es esta precisamente la que le permite al sujeto distinguirse y experimentarse como diverso de todo objeto. La subjetividad es, en efecto, esa inquietud que escapa a toda cosificación y por cuya virtud una y otra vez se sustrae a su identificación con el objeto experimentado, descubriendo así que en realidad su saber desborda la verdad que aquel representa para ella. Es decir, el hombre se hace consciente de sí en tanto se distingue del mundo, el cual es descubierto ahora como mediado por la actividad de la conciencia y puesto por esta. Esto quiere decir que el objeto, aun conservando su consistencia frente a la conciencia, aparece ahora como un momento negativo a través del cual esta, negando ese objeto, vuelve sobre sí misma. Dicho en otros términos: negar la inmediatez del mundo para descubrirlo configurado o determinado por la acción del yo equivale a decir que el hombre toma conciencia de sí a través de la acción. Por tanto, tenemos aquí la negación del objeto comprendida como la acción por la que el sujeto toma conciencia de sí: la identidad de la autoconciencia se realiza por la negación de lo que ella no es. Sin embargo, es curioso que nada más plantear el concepto de la autoconciencia, Hegel parece dar un salto en su discurso e inicia una discusión sobre el concepto de la vida en una transición que puede resultar sorprendente a primera vista, pero que se aclara atendiendo a su sentido de fondo. Pues se trata de entender que esa actividad que define a la autoconciencia es ante todo una actividad vital: la acción surge de la vida. Adelantándose casi un siglo a discusiones que se desarrollarán a finales del siglo xix, Hegel ve ya la autoconciencia como una forma de la vida. Y por eso establece un claro paralelismo entre la estructura de la autoconciencia y la apetencia del viviente. En efecto, al igual que ocurre con la autoconciencia, también el deseo en este sentido de apetencia (Begierde) es afirmación de sí que se realiza por la aniquilación de la realidad separada del objeto: es un movimiento en el que el viviente se vale del objeto —que en este caso es otro viviente— como medio para conservarse a sí mismo cuando lo devora. Pero Hegel plantea el asunto considerando que en realidad si la lógica de la vida se extiende a la autoconciencia es porque esta, en un cierto sentido, es la verdad de aquella. La vida es el medium de la autoconciencia, la cual por su parte convierte en objeto de su experiencia a aquella escisión que en el plano de la vida puramente orgánica se produce de manera no consciente como naturaleza. En general, Hegel entiende la vida como el

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movimiento de una unidad universal que se fragmenta en los géneros, especies e individuos en los que se diferencia y despliega y a través de los cuales se reproduce. Para el viviente singular esa infinitud de la vida se presenta del modo más inmediato como el impulso dirigido hacia otro viviente por cuya negación el primero se afirma como tal viviente. Pues bien, la autoconciencia renueva esa dialéctica en un nuevo plano en el que se alumbra la subjetividad humana, que es esa forma de vida cuya escisión característica se eleva al nivel consciente. Es decir, la autoconciencia ha interiorizado lo que el viviente individual ya es sin saberlo: ha interiorizado que es una identidad diferenciada cuya independencia se afirma mediante la negación inmediata de la corriente general de la vida. Lo que ocurre en el plano de la autoconciencia es que aquella negación inmediata que origina la identidad separada del viviente, cuya muerte por cierto es una nueva negación que le hace retornar a la corriente universal de la que procede, se convierte ahora en algo manifiesto, de modo que la autoconciencia expresa esa negación como parte de sí, en cuanto la experimenta, ya que el saberse como no siendo lo otro es precisamente lo que la constituye (la autoconciencia sabe de sí como individuo). Por eso, Hegel abandona la pretensión que mantuvo en su período de Frankfurt de comprender lo absoluto como vida, pues aunque esta expresa la infinitud y contiene el momento de negatividad que caracteriza a lo absoluto, esa negación, sin embargo, no alcanza en ella el carácter consciente de la escisión que Hegel considerará consustancial al espíritu. Sí lo hace en cambio la autoconciencia, en tanto la escisión se convierte para ella en objeto de su experiencia: en efecto, ella misma es la experiencia de no ser objeto alguno, pero de tal manera que su separación del objeto se refleja en ella como división interior al yo. Dicho de otro modo: el hombre, en cuanto sujeto, no solo vive, sino que está situado frente a su vivir; no solo es vida, sino que se sustrae a la corriente universal de esta en cuanto se sabe como sujeto diferenciado. O, en otros términos, no solo vive en el sentido intransitivo del verbo, sino que es la vida que se vive frente a sí misma, que vuelve sobre sí haciéndose objeto de la reflexión consciente; y que en esa misma experiencia escapa, en cuanto sujeto, a su régimen puramente biológico: es vivencia consciente. Y, por otro lado, este estar confrontado a sí mismo singulariza al hombre; de ahí que la autoconciencia signifique al mismo tiempo la eclosión de una forma nueva de individualidad, que ya no es solo la del viviente sin más, sino la del ser consciente de sí. De este modo nos dice Hegel que la vida humana es siempre también la del individuo y, por otra parte, que no se agota en el plano puramente biológico, sino que es lo que más adelante en la Fenomenología denominará espíritu. A partir de este punto en que Hegel define el concepto de la autoconciencia en comparación con la vida, va a explicar el proceso de su realiza-

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ción en dos fases: primero como independencia de la vida —en el primer apartado— y luego como libertad —en el segundo—. En efecto, esta es la división fundamental de este capítulo IV, división cuyo significado —que, en nuestra opinión, no siempre se destaca suficientemente— es el siguiente: todo este texto explica la génesis de la subjetividad, primero haciendo ver cómo la acción posibilita una distancia ganada respecto de las cosas naturales, y después —en el apartado sobre la libertad— mostrando cómo aquella acción revierte en el espacio interior de la subjetividad, creando una distancia con respecto a sí mismo y generando el mundo interior del pensamiento, con lo que la acción se eleva a ese nuevo plano espiritual, que permite hablar no ya solo de independencia, sino de libertad. 4.2. La duplicación de la autoconciencia Así pues, en la autoconciencia, la vida parece autotrascenderse a través de una torsión sobre sí misma que rompe la lógica del mundo orgánico para generar, más allá del viviente, un sujeto consciente de sí. Ahora bien, lo característico y profundamente original del enfoque hegeliano es que esa nueva comprensión se presenta como un momento que no puede separarse del proceso dialéctico de duplicación de la autoconciencia. Dicho de otro modo: el avance hacia la subjetividad humana no solo implica la transgresión de la lógica imperante en el mundo orgánico, sino que entraña también la comprensión de esa autoconciencia como intersubjetiva. En efecto, Hegel nos dice que todo deseo o apetencia animal está en función del deseo último de seguir viviendo, de modo que es la vida en definitiva la que se quiere a sí misma en el deseo del viviente. Pero la autoconciencia se afirma como subjetividad que escapa a la inmediatez de la vida y se experimenta frente a ella, y por eso su deseo más propio no responde a un régimen puramente biológico, sino que ha de ser capaz de desear más allá de la vida: se quiere como sujeto antes que como viviente. Y en tal caso no puede ser un deseo que esté en función del deseo último de conservarse, sino que ha de ser capaz de negar la lógica de la vida natural y de afirmarse frente a ella. Pero esto solo lo puede hacer si pone la vida en juego para realizar un deseo superior, cuyo objeto tiene que recaer sobre aquello que se ha mostrado como lo único capaz de trascenderla: ha de ser, en definitiva, el deseo de autoafirmación de la autoconciencia misma, aunque puesta ahora como objeto frente a sí. Sin embargo, ese objeto de su deseo es él mismo un sujeto que escapa a toda objetivación. Por eso, esta nueva figura de la experiencia se nos presenta con los rasgos complejos de una autoconciencia duplicada, pues ahora se encuentra enfrentada a su propia subjetividad, comprendiéndose, por lo tanto, como el otro yo con respecto a sí, de

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modo que el objeto de su experiencia es también un sujeto que se alza frente a ella. Pero Hegel lo plantea de manera especulativa tratando de deducir la duplicación de la autoconciencia a partir del concepto mismo de esta. Y se trata de una deducción en el sentido impropio que encontramos una y otra vez en la Fenomenología, en la que la figura posterior se revela como la verdad resultante de la anterior y, sin embargo, como condición de ella. En este caso, nos hallamos ante uno de esos difíciles tránsitos del proceso fenomenológico en los que parece imponerse una lógica teleológica, pues en definitiva equivale a la afirmación de que la experiencia autoconsciente solo es posible en el marco de la relación intersubjetiva y que la vida humana en general requiere de la comunidad interhumana: la subjetividad del hombre se revela como intersubjetividad. Se repite aquí ese momento de alteridad de la vida, según el cual esta se opone a sí dentro de sí misma, o sea, en cada uno de los vivientes. Pero ahora esa alteridad se manifiesta como oposición de la autoconciencia a sí misma en ella misma. Este desdoblamiento de la autoconciencia que origina su duplicación, concebida de este modo especulativo, tiene el significado profundo de que el sujeto no solo está enfrentado al objeto, sino también a otros que con el mismo derecho que él pueden igualmente presentarse como un yo, como otro yo. Pero ese yo-otro en realidad está ya internamente formando parte de lo que soy, de tal forma que la alteridad está presente en el yo, que ya no puede entonces definirse de manera inmediata como la igualdad yo = yo. Por el contrario, el yo solo podrá concebirse como resultado positivo de esa negación que es la alteridad, es decir: yo soy el otro del otro. O, si se prefiere, el otro es el yo que no soy. De ahí que la verdad de esta dialéctica se desarrolle como la relación entre las autoconciencias. Y como —según hemos visto— esta transición es paralela al paso de la apetencia animal al deseo humano, Hegel le confiere el significado de que el yo humano no puede satisfacer su deseo en la mera naturaleza, sino que necesita de otro hombre2, de otro viviente que —al igual que él mismo— ha de ser capaz de negar la inmediatez de la vida. El deseo humano se sustrae de este modo a toda cosificación, mostrando así la inquietud característica de la subjetividad, que no se deja fijar en una cosa. Si la apetencia implica la fijación en su objeto, al que negará sin embargo su realidad separada, por su parte, la existencia del hombre es deseo del deseo, porque en él la positividad de la vida es superada mediante la negación que le permite despegarse de ella. Por eso su deseo solo puede tener como objeto, no una cosa, sino otro deseo. 2

«La autoconciencia solo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia», Phänomenologie des Geistes (Ph. G.), Werke 3, pág. 144; trad. de Roces, pág. 112.

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4.3. La lucha por el reconocimiento Pero la relación entre los sujetos tiene necesariamente un carácter conflictivo, porque cada uno de ellos necesita al otro para afirmarse ante él de modo que este lo reconozca como independiente de la vida, y para ello lo utiliza sirviéndose de él como de un mero viviente al servicio de su propio interés. Cada uno se sabe capaz de desear con independencia de la vida y trata de demostrárselo al otro para requerir su reconocimiento. Por ello debe mostrarse capaz de poner la vida en juego y de despreciarla si es preciso. Y en rigor, no cabe hablar de sujeto humano propiamente hasta ser reconocido como tal, con lo que Hegel vuelve de nuevo —ahora en este plano de consideración— sobre ese principio suyo de que la realidad es finalmente comprendida como su realización en cuanto conocimiento de sí misma. Aplicado ese principio al caso en que nos encontramos ahora, diremos que el viviente es humano solo en cuanto él se reconoce como tal, lo cual exige a su vez ser reconocido por otro. El reconocimiento de la condición humana es al mismo tiempo la conquista de esta. O, dicho en términos hegelianos, cada autoconciencia tiene certeza de sí misma, pero para que esa certeza se iguale con su verdad —superando así su dimensión meramente subjetiva— es preciso comprender el carácter objetivo de la relación entre las autoconciencias contrapuestas, de modo que cada una de ellas tenga la certeza de sí a través de la otra, que se vea reconocida a sí misma en la otra3. Pero eso supone para el lector el descubrimiento del espíritu, el cual traspasa a los individuos y existe también como la relación objetiva entre ellos. Son varios los aspectos intrincados en este célebre pasaje de la Fenomenología. De un lado, está presente la consideración de la naturaleza radicalmente social del hombre, puesto que el yo individual, lejos de ser un principio absoluto, se revela como internamente determinado por su relación con los otros, tan solo a través de la cual llega a ser propiamente un yo. De otra parte, esa relación intersubjetiva adopta desde el comienzo los rasgos típicamente modernos que caracterizan la relación entre los individuos como una pugna que se desenvuelve en el elemento de la vida, en el que cada uno está guiado por su interés particular. De este modo, haciéndose eco del significado de la sociedad moderna y llevando a un plano especulativo la pugna entre los individuos que caracteriza al capitalismo de su tiempo, indica Hegel que el conflicto es la forma fundacional de la relación interhumana en tanto se trata de una relación entre autoconciencias contrapuestas en el elemento de la vida. Es la lucha por el reconoci3

Ph. G., pág. 148; trad. de Roces, pág. 115.

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miento lo que al mismo tiempo une y separa a las autoconciencias, pues estas encarnan a la vez el deseo natural y el principio de su superación. En ello se manifiesta y se discute la doctrina que atribuye al hombre en estado natural una realidad individual supuesta como irreductible a su ser social, de modo que antes de cualesquiera otros conflictos explicables por la estructura de una formación social concreta, encontramos en la naturalidad del individuo, con sus impulsos e intereses, un motivo permanente de los conflictos que aquejan a los hombres. En realidad, se discute así el modelo moderno que —desde Maquiavelo y Hobbes— considera la lucha entre los hombres como el punto de partida para elaborar una teoría social. Pero su proyecto crítico lo elabora Hegel en una dirección que le aparta del atomismo individualista moderno, basado en un modelo antropológico inspirado en el principio de autoconservación, y le lleva a reinterpretar aquella lucha, refiriéndola a los motivos morales que desde el primer momento se presentan en la constitución de lo humano4: se trata de una lucha por el reconocimiento cuya dialéctica demostrará que el individuo pertenece no solo al elemento de la vida, sino también a una unidad superior de carácter espiritual que la trasciende. Esta noción de reconocimiento, en la que sin duda resuena el sentido del imperativo moral de Kant, que ordena reconocer al hombre como un fin en sí mismo, la adopta Hegel ya en el System der Sittlichkeit y en la Realphilosophie I, tomándola de Fichte, que la emplea en su filosofía del derecho natural. Y se trata de un concepto que admite diversas variantes: en efecto, cabe hablar del reconocimiento que supone el amor, o del reconocimiento de la persona en sentido jurídico, o del referido a su valor moral, aunque en todos los casos se trata de un reconocimiento intersubjetivo que origina una forma particular de eticidad. Pero la Fenomenología se ocupa de la forma más universal y básica de ese concepto: aquella que se refiere a la condición autoconsciente en cuanto tal. Y además escoge dicha forma porque es la que manifiesta del modo más universal el sentido trágico de la separación que existe entre los individuos. Esa separación, sin embargo, es el momento negativo de la totalidad constituida por la relación intersubjetiva. Y aquí se encuentra sin duda la originalidad del planteamiento hegeliano, que desarrollando una sugerencia hecha por Hölderlin en Frankfurt, trata de romper desde el primer momento el subjetivismo fichteano: no se puede empezar por un sujeto individual aislado y la certeza que tiene de sí mismo, si se quiere explicar la experiencia objetiva de un mundo compartido en el que cada sujeto se encuentra ya inmerso en una 4

Véase Axel Honneth, La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de los conflictos sociales, trad. de Manuel Ballesteros, Barcelona, Crítica, 1997.

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experiencia común. Tiene que haber una unidad original de sujeto y objeto que envuelva a dichos individuos en la trama de una relación intersubjetiva. Pero, superando su intuición primera tomada de Hölderlin, la Fenomenología da forma discursiva a dicha unidad, mostrando su articulación a través del proceso fenomenológico que comprende el comienzo como resultado: esa unidad intersubjetiva ha de quedar demostrada en la propia dialéctica que opone a las autoconciencias, de modo que cada una de ellas no puede finalmente entenderse a sí misma si no es a través de la otra. Por otro lado, este pasaje no entraña un abandono del interés por la experiencia cognitiva de la que Hegel se ha ocupado en los primeros capítulos, sino una manera de retomar aquella reflexión, vista ahora desde una perspectiva antropológica en la que los diversos ángulos de la experiencia se abordan en su compleja interconexión. Pues el conocimiento es una experiencia que tiene también significado en relación con el poder sobre la vida y sobre los otros y, por lo tanto, tiene conexión con la experiencia moral y política. Precisamente, la complejidad poliédrica de esa mirada sobre la experiencia humana en todas sus dimensiones y en el sentido lógico de su avance es uno de los motivos de la grandeza de la Fenomenología del espíritu. Pues bien, en ese sentido, en efecto, el requerimiento para que la otra autoconciencia haga suyo el saber que tengo de mí mismo como independiente de la vida tiene el significado de que dicho saber pretende ser no solo subjetivo, sino verdadero. Cabe decir: mi certeza de que mi saber no es mera opinión, sino que coincide con la verdad, solo la puedo alcanzar si hago que mi posición sea reconocida como no solo mía, sino como portadora de una verdad universal. En un sentido más general, quiero que el otro me reconozca como capaz de elevarme sobre el interés subjetivo al que me confina mi posición natural en la dirección de lo objetivamente válido para todos. Y esa elevación desde la posición individual, dominada por los intereses naturales, a lo universal que expresa la verdad es tarea del espíritu, en la que el individuo demuestra su independencia respecto de la vida y los intereses que siempre la acompañan. De paso, ese individuo revela en sí, al mismo tiempo, un primer avance en el camino de su formación hacia la ciencia (Bildung) y, con ello, demuestra ser partícipe de la común vida espiritual que empieza a despuntar en él más allá de las constricciones de su condición natural. 4.4. La dialéctica del señor y el siervo Hemos visto que en la lucha por el reconocimiento cada contendiente pretende pasar ante su rival como independiente de la vida y capaz, por lo tanto, de sustraerse al impulso que experimenta en sí y le aferra a

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su propia autoconservación. En ese sentido, el enfrentamiento entre las autoconciencias es una lucha a vida o muerte porque en ella se oponen el saber de sí como unido a la vida y el poder de sobrepasarla hasta el punto de arriesgarla si es preciso5. Cada una quiere probar a su rival que es dueña de sí misma y puede darse fines que escapan a la lógica de la naturaleza, que su esencia no es tanto el ser-para-otro o la positividad encadenada a la vida que le traspasa cuanto el ser que se domina a sí mismo y es independiente en tanto que ser para sí6. Y se trata en realidad de un conflicto que se produce en el interior de la autoconciencia, pues esta experimenta en sí misma tanto el temor a la muerte como su ser independiente con respecto a la vida. Pero a partir de aquella duplicación del yo que dio paso a la relación intersubjetiva, Hegel puede plantear el conflicto interior a la autoconciencia como una lucha entre dos experiencias opuestas que son representadas simbólicamente en dos individuos diferentes. Por eso, el conflicto se resuelve en la dialéctica del señor y el siervo, cada uno de los cuales encarna de modo inmediato un momento de aquella doble experiencia de sí: el momento de la servidumbre, que corresponde al saber de sí como unido a la vida y dependiente de ella, y el momento del señorío, que se corresponde con la afirmación inmediata de su independencia. Una vez más, Hegel utiliza una categoría histórica para dar cuenta del sentido especulativo de una experiencia que, más allá de toda vicisitud histórica, constituye una actitud existencial ante el mundo. En la experiencia servil la autoconciencia se aferra a la vida ante el temor a morir y por eso cede en su desafío reconociendo la independencia del señor sin ser ella misma a su vez reconocida. Dicho en otros términos, la autoconciencia servil posee la certeza de sí misma como escindida de la vida, pero no ha conseguido elevar esa certeza a verdad, en cuanto no ha logrado que ese saber de sí adquiera objetividad a través del otro. Por lo tanto, aunque no es un mero viviente, en ella el apego al objeto natural es tan esencial como el ser para sí. En ese sentido, el siervo representa simbólicamente aquella actitud existencial de la conciencia humana cuyo apego a las cosas significa su sujeción a las mismas y a la vez su subordinación al señor, que sí ha conquistado su independencia. El siervo se intercala de ese modo entre el señor y las cosas naturales, sometiéndose a la disciplina del objeto, experimentando así su dureza y la resistencia del mundo exterior, cuya negación para tenerse a sí mismo no puede ya ser inmediata, sino que adquiere la forma diferida de la mediación por el trabajo. 5 6

Ph. G., pág. 149; trad. de Roces, pág. 116. Ph. G., pág. 150; trad. de Roces, pág. 117.

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El señorío, por el contrario, representa el momento de la negación inmediata de aquella positividad vital: en la figura de la experiencia señorial, la autoconciencia alcanza, en efecto, el saber de sí como sobrepuesto a la vida. Por eso, Hegel lo caracteriza como la certeza de sí en cuanto independencia inmediatamente reconocida por el otro. El señor ha triunfado sobre el siervo porque no ha flaqueado ante la muerte y, en esa medida, despreciando la vida, ha afirmado su ser para sí independiente con respecto a las cosas. A través del trabajo del siervo evitará el trato directo con la dureza del objeto7, del cual no experimentará ya más que el goce que su consumo —usando un término más moderno— le procure. Sin embargo, el desenlace de la experiencia de lucha entre el señor y el siervo revelará su verdad a través de la inversión dialéctica de esos dos momentos, de modo que será finalmente el siervo el que desarrolle y realice la esencia de la autoconciencia. Porque la independencia representada por el señor adolece de la inmediatez que es característica de la afirmación abstracta de sí: su desprecio a la vida le ha impedido retener el momento de la negación, que el siervo, en cambio, interiorizará a través de su miedo a la muerte. Desde el plano de la relación intersubjetiva, Hegel explica ese callejón sin salida que supone la actitud señorial señalando que el reconocimiento que recibe el señor procede de un sujeto que no ha sido él mismo a su vez reconocido, con lo cual no se cumple el que cada autoconciencia sea reconocida como ser-para-sí en sí misma y a través de la otra. Del otro lado, sin embargo, el destino de la conciencia servil es muy diferente, porque la certeza de sí que posee el siervo, no reconocida en un primer momento por haber desistido en su empeño ante el temor a morir, puede paradójicamente elevarse a verdad si ese saber de sí mismo llega a ser reconocido finalmente por el señor. Hegel indica de esta manera que la actitud noble del señor, que desprecia la vida, es en cierto modo inhumana. El siervo, en cambio, ha temblado ante la muerte, «el señor absoluto»8, y ese estremecimiento ha conmovido su ser y le ha permitido superar su obstinación9 hasta experimentar la totalidad de su vida sobre el trasfondo de la absoluta negatividad. Por eso, la conciencia servil prefigura en ese temor y en su traducción externa como trabajo el signo de la verdadera humanidad, cuyo desarrollo solo será posible si se supera la oposición abstracta entre el ser-para-sí y la negación de la vida, es decir, si hay una vida autoconsciente cuya muerte sea una especie de negación espiritual o autoenajenación: pues bien, en eso justamente consiste la vida del espíritu. Lo que Hegel nos dice, por lo tanto, es que el devenir de la subjetividad humana es un proceso complejo de elevación de la naturaleza 7 8 9

Ph. G., pág. 151; trad. de Roces, pág. 118. Ph. G., pág. 153; trad. de Roces, pág. 119. Ph. G., pág. 155; trad. de Roces, pág. 121.

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hacia el espíritu. Esa elevación revela, por un lado, la condición intersubjetiva del yo y, por otro lado, retiene los dos momentos de aquella lucha: el orgullo noble de saberse superior a la vida y la angustia de quien se sabe siervo de ese señor absoluto que es la muerte10. Por otro lado, Hegel aborda aquí el significado del trabajo como categoría antropológica. Porque lo propiamente humano es sobreponerse al mundo al mismo tiempo que se es parte de él. En efecto, el trabajador se entrega a la dureza de la cosa y en ese sentido depende de ella, se enajena de sí mismo y se mantiene en una actitud cosificada. Su esfuerzo es una continuada postergación del goce, pues consiste en el deseo reprimido11: en estos rasgos resume Hegel la idea del trabajo como condena bíblica que aparta al hombre de la satisfacción de su apetencia. Pero, al mismo tiempo, Hegel destaca el efecto humanizador del trabajo, pues el deseo reprimido y, en general, la sujeción a la disciplina que impone el objeto natural y el servicio al señor implican la experiencia de la negatividad como la renuncia a sí mismo y la alienación en la cosa. Por eso, el trabajador siente inicialmente la extrañeza del objeto, y solo a través de su tarea con él llegará a recuperarse como sí-mismo en tanto que actividad que se refleja en su obra. Pero entonces la cosa habrá perdido ya su extrañeza y se habrá mostrado con una forma que el trabajador ha impreso en ella, una forma humanizada que es su propio ser para sí reconocido ahora objetivamente en el producto de sus manos. Esa transformación laboriosa de la cosa entraña, por lo tanto, la producción de un mundo objetivo que trasciende al trabajador y perdura más allá de su laboriosidad, un mundo en el que el trabajador se enajena, pero en el que puede también llegar a reconocerse a sí mismo. Pero, al mismo tiempo, el carácter objetivo de su obra se impone también al señor, que no puede entonces dejar de reconocer la humanidad del siervo en esa forma objetivada de la acción que denominamos «cultura». En efecto, la cultura significa que la obra propiamente humana es aquella que responde a ese saber de sí ante la muerte y que posterga la satisfacción inmediata en la que se complace el señor, encauzando aquel temor a través de la acción transformadora del trabajo. Como consecuencia de ello, la acción humana llega a cuajar en una realidad exterior permanente que da forma objetiva a aquella actividad y contribuye también a su vez a la propia formación de la conciencia12. Así pues, ese proceso de forma10

Hay que tener en cuenta además que toda esta compleja dialéctica de la independencia y la sujeción no está solo referida a la autoconciencia en su relación con la cosa, sino que se refiere también a esta, a la cosa, experimentada como independiente por el siervo o negada en su independencia por el señor cuando goza con su consumo. Y, en definitiva, determina también la relación entre el señor y el siervo. 11 Ph. G., pág. 153; trad. de Roces, pág.120. 12 Ph. G., págs. 153-4; trad. de Roces, pág. 120.

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ción cultural entraña no solo la humanización de la naturaleza a través del trabajo y la creación de un mundo artificial en el que el hombre puede llegar a reconocer su ser para sí independiente de la naturaleza; entraña además la transformación de sí mismo a través de la del objeto; y, por último, trae consigo también la aparición de una realidad social objetiva en la que las relaciones interindividuales pueden orientarse hacia el mutuo reconocimiento intersubjetivo. Son evidentes las resonancias premarxistas de este famoso pasaje de la Fenomenología. Por un lado, concibe la relación intersubjetiva en su origen como una relación desigual marcada por el dominio, pero destinada históricamente a ser superada en un sentido que solo se cumpliría con el pleno reconocimiento mutuo. Por otro lado, Hegel parece adelantarse igualmente a Marx cuando muestra que el dominio sobre sí a través del control ejercido sobre la naturaleza se realiza al mismo tiempo como la liberación respecto de las relaciones humanas de dominio. Y ello por no hablar ya del trabajo como categoría antropológica y de su sentido histórico como actividad alienante y fuerza de transformación. De este modo, Hegel da expresión especulativa a una realidad histórica repensada en el plano fenomenológico, en un proceso que no se cumple como historia de los acontecimientos empírico-reales, sino como advenimiento del espíritu que se manifiesta a la conciencia finita prestando inteligibilidad al curso progresivo de su experiencia. Ahora bien, toda esta larga discusión examinada hasta el momento se revelará finalmente como el camino fenomenológico a través del cual la conciencia llega a comprenderse como parte de la vida del espíritu, trascendiendo así su sujeción al mundo natural. Pero ese tránsito exige la superación de la dialéctica de independencia y sujeción, cuyos términos parecen aún apegados al elemento de la vida natural, para expresarse en el elemento del espíritu, es decir, como dialéctica de la libertad. 4.5. La libertad de la autoconciencia realizada en el pensamiento Si llegados a este punto recapitulamos sobre lo visto hasta el momento, podemos decir que la emergencia de la autoconciencia a partir de la vida tiene el significado de que la subjetividad humana, aun sabiéndose vinculada a la objetividad de la naturaleza, busca al mismo tiempo trabajosamente su independencia enfrentándose a ella con una actitud transformadora que genera una realidad objetiva nueva y distinta. Y la tarea humana es, de nuevo, el empeño por sustraerse a esa nueva objetividad que ella ha creado y en la que solo parcialmente se reconoce. Ahora bien, ese camino

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adquiere así un sentido histórico de modificación de las estructuras del mundo natural y de sí mismo frente a él. De tal modo que, en el proceso hacia una subjetividad independiente, lo que antes era la sujeción a la vida natural y el empeño por independizarse de ella se nos muestra ahora como la pertenencia a un mundo histórico que envuelve al sujeto junto con el saber de la propia libertad dentro de él. Pues la libertad expresa mejor el elemento espiritual que la autoconciencia ha vislumbrado y es algo más que la independencia vital, ya que añade a esta el significado del pensamiento en cuanto acción interiorizada, cuyo primado es un rasgo característico de la modernidad. Es decir, todo el capítulo IV explica la génesis de la subjetividad humana. Esa génesis, en primer lugar, se produce en el esfuerzo por alcanzar la independencia de la vida a través de la acción, con la cual el sujeto se constituye conquistando una distancia respecto del objeto natural. La acción se intercala en la relación del sujeto con las cosas, arrancándole de su fijación en ellas, y, en ese sentido, expresa la inquietud de la subjetividad. Y sabemos que la dialéctica que conduce ese proceso no solo entraña la transformación del objeto, sino también una nueva experiencia de sí frente a él. Pero, en esa acción distanciadora respecto de la naturaleza, el yo se ha constituido al mismo tiempo en conexión con otros que, como él, pugnan por un reconocimiento, que pone de manifiesto el sentido social e histórico de la relación humana con el mundo. Pues bien, en el apartado que trata sobre la libertad de la autoconciencia, Hegel ahonda en su reflexión acerca de la subjetividad humana, considerando la dialéctica de autonomía y sujeción al mundo en un plano más profundo. Se trata ahora de comprender la libertad del hombre y no ya solo su independencia vital. Y esa comprensión avanzará mediante una doble consideración: el curso del mundo nos arrastra porque objetivamente formamos parte de él, pero, al mismo tiempo, la subjetividad encuentra en el pensamiento una forma nueva de la acción, que en cierto modo nos sustrae de la trama del acontecer y abre un espacio interior que nos confronta con lo que somos. Por tanto, la subjetividad humana entraña algo más que el esfuerzo por despegarse de la naturaleza a través de la acción: es además —precisamente como resultado de ese esfuerzo— la conquista de un espacio propio para el refugio del yo, en cuanto aquella acción sobre el mundo ha revertido en la creación del mundo interior del pensamiento. Es decir: esta nueva experiencia de sí como sujeto pensante revela un nuevo plano de la acción humana, que interioriza el resultado de la acción externa que realizaba el trabajador. Si este se enajenaba inicialmente en su obra y solo con esfuerzo llegaba a reconocerse a sí mismo en ella, ahora la autoconciencia encuentra en el pensamiento —que es el trabajo del concepto— un modo inmediato de reconocerse a sí misma como sujeto libre,

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en cuanto sabe que todas las cosas son determinables por el pensamiento, el cual sin embargo conserva su soberanía respecto de todas ellas. Por otra parte, sabemos que el pensamiento ha estado presente ya en los capítulos anteriores. Pero lo que ocurre ahora es que la conciencia hace la experiencia de sí como pensamiento, que en ello mismo se revela además como una forma singular de la acción, por cuyo medio el hombre encuentra un modo nuevo y más profundo de arrancarse a la realidad objetiva para erigirse en sujeto y experimentar así su libertad. He aquí, pues, planteado el problema de la libertad del hombre, entendido como sujeto-objeto, una vieja cuestión de la filosofía que presenta muchos ángulos, pero que Hegel aborda en este punto de la Fenomenología en conexión con la génesis de la subjetividad y el significado humano de la acción. Por eso, examina a continuación diversas actitudes de la autoconciencia, cada una de las cuales representa una forma de entender la libertad del yo pensante ante el mundo. El modo de proceder de Hegel en las figuras que siguen, sobre el estoicismo, el escepticismo y la conciencia desdichada, hace voluntariamente abstracción del sentido ya alcanzado sobre la intersubjetividad del yo humano, y ello explica el enfoque individualista en la discusión sobre el concepto de la libertad que emprende a continuación. De ese modo, Hegel rinde tributo al modo en que dichas escuelas de la antigüedad enfocaron el problema de la libertad, desplazando su lugar de la polis al individuo, y, al mismo tiempo, muestra el proceso que terminará por superar ese individualismo. Pero esto último acontece ya en el capítulo siguiente, acerca de la razón13, en la que la certeza de sí misma que posee la autoconciencia se ha igualado con su verdad y ha mostrado por lo tanto su realidad, superando de ese modo el subjetivismo característico de todo este capítulo IV. Ahora, de momento, la discusión se concentra más bien en el examen de una libertad posible que pudiera realizarse como afimación separada del sujeto frente al mundo, la cual se sostiene en la distancia ganada frente a él mediante la acción y en la creación de un espacio interior al sujeto cuando dicha acción adopta la forma del pensamiento. La conquista de esa libertad que distingue al sujeto como ser pensante se examina a través de los tres momentos citados del estoicismo, el escepticismo y la conciencia infeliz. a) El apartado sobre el estoicismo no se refiere solo a una escuela de la sabiduría antigua, sino al significado universal de una actitud que tienta a la autoconciencia como un modo posible de interpretar su liber13

En concreto, en los pasajes sobre el hedonismo, el romanticismo y el quijotismo.

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tad. El estoicismo antiguo no es sino una expresión histórica de dicha actitud, que como posibilidad humana representa una posición cuya verdad profunda encierra un valor universal. Su significado último consiste en la afirmación de la libertad interior del yo, que por otro lado, en cuanto realidad mundana, se sabe irremediablemente inserto en la corriente del acontecer. Pero, como actitud, es la experiencia del yo que destaca la certeza de sí como su esencia, haciendo abstracción de todo cuanto no sea el encuentro interior consigo mismo a través del pensamiento. En efecto, ese ponerse del yo en las cosas cuando su acción incide sobre ellas adopta ahora el significado del yo que piensa. Porque el pensamiento es en definitiva el trabajo del concepto que impone su forma al objeto. Como recuerda Hyppolite14, Hegel parece recuperar aquí la doctrina aristotélica del alma que da forma a las cosas, reinterpretada a la manera moderna que, con Kant y Fichte, entiende ahora esa imposición de forma como un acto de la conciencia que configura las cosas cuando las piensa: como un acto de la espontaneidad, o sea, de la libertad. En este sentido, este momento parece constituir un componente necesario de la libertad humana, aquel en que la voluntad del yo se afirma como pensamiento. La libertad estoica se experimenta, por lo tanto, como la voluntad de permanecer en la propia interioridad de la conciencia pensante, en cuanto el pensamiento se muestra como la forma universal capaz de imponerse a todas las cosas, como un poder que, sin embargo, se desentiende de todas ellas para gozar de su propia autonomía. Por eso, en cuanto se trata de la libertad interior, la conciencia estoica, más allá de la pugna del señor y el siervo, es un modo de ser libre tanto sobre el trono como bajo las cadenas, porque —como dice Hegel— «no depende de su ser allí singular»15. Aunque, en cierto modo, representa una inversión respecto de la voluntad del siervo, dominada por la obstinación de afirmarse a través de las cosas, porque el estoicismo comporta un repliegue de aquella voluntad sobre sí para retrotraerse a la pura universalidad del pensamiento. En ese sentido, escribe Hegel: «Como forma universal del espíritu del mundo, el estoicismo solo podía surgir en una época de temor y servidumbre universales, pero también de cultura universal, en que la formación se había elevado hasta el plano del pensamiento»16. Es decir, el estoicismo pertenece a una etapa en la que el espíritu se manifiesta ya como el poder universal del pensamiento. Pero en ello radica pre14 Jean Hyppolite, Génesis y estructura de la Fenomenología del espíritu de Hegel, trad. de F. Fernández Buey, Barcelona, Península, 1974, pág. 162. 15 Ph. G., pág. 157; trad. de Roces, pág. 123. 16 Ibíd.

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cisamente su limitación, porque es una libertad formal y abstracta: se trata de la afirmación inmediata del poder universal del pensamiento. En rigor, es solo el pensamiento de la libertad como poder del espíritu y no la libertad vivida en el intercambio con las circunstancias. O, como dice Hegel, representa la igualdad del pensamiento consigo mismo en cuanto forma pura en la que nada se determina17. El estoico, en efecto, solo alcanza a experimentar una libertad sin vida, como el pensamiento que toca las cosas, pero se retrae impasible frente a ellas para gozar de su propia coherencia dejándolas como son. La identificación de esta actitud con la racionalidad responde a una interpretación abstracta de la razón, que se niega a seguir el curso de la realidad para quedar fijada en ese poder de desvincularse interiormente de ella. Pero, de este modo, al aferrarse a una idea de la virtud o de la sabiduría que se niega a discriminar entre las determinaciones particulares, la actitud edificante del estoico conduce finalmente al hastío. b) El escepticismo supone una superación de la conciencia anterior, porque lleva a cabo una experiencia que profundiza en el significado de la subjetividad, en el sentido de constituir —como dice Hegel— «la realización de aquello de que el estoicismo era solamente el concepto». Lo cual quiere decir que «es la experiencia real de lo que es la libertad del pensamiento»18. Es decir: si el estoicismo es la afirmación del pensamiento igual a sí mismo, con independencia de los contenidos particulares que le son exteriores, el escepticismo en cambio atiende a esos contenidos exteriores, aunque sea para negarlos todos sucesivamente. Por eso, si el estoicismo representaba la positividad formal del pensamiento que se refugia en su universalidad abstracta, la conciencia escéptica significa un progreso en la comprensión de la libertad de la autoconciencia, en cuanto rompe con ese ensimismamiento para atender a las determinaciones particulares externas. En este sentido especulativo de la experiencia humana, la conciencia escéptica atiende a la negatividad que se desarrolla a través de las determinaciones particulares: el escéptico, en efecto, se interesa por la posible verdad que se pueda hallar en las opiniones particulares, pero no la encuentra en ninguna de ellas. Por eso, esa conciencia rechaza todas y cada una de las posiciones que se plantea en busca de una verdad que nunca encuentra. Y en eso estriba su grandeza, que —al igual que en la concepción de Pascal— es inseparable del sentimiento de su nulidad. Ahora bien, Hegel está pensando sobre todo en el escepticismo antiguo, al cual atribuía una grandeza que no hallaba en el escepticismo mo17 18

Ph. G., págs. 158-9; trad. de Roces, pág. 124. Ph. G., pág. 159; trad. de Roces, pág. 124.

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derno. Su interés por este tema —como ya hemos visto antes— se remonta al comienzo de su estancia en Jena, cuando escribe su Ensayo sobre el escepticismo. En él nos dice que aquel escepticismo ponía en duda los objetos de las sensaciones externas, cuestionaba la validez de todo lo finito y limitado, y, en general, negaba las certezas del sentido común, para afirmar «en relación con el saber una negatividad pura»19. En ese sentido, esta actitud representa la certeza de sí del sujeto en cuanto reniega de toda objetividad y nunca se alcanza a sí mismo en objeto alguno. Pues bien, en esto precisamente consiste la libertad del escéptico, según el enfoque que recoge ahora la Fenomenología: en la omnipotencia de la negación. El escéptico experimenta la nulidad de todas las cosas, pero al revelar la inconsistencia de todo lo particular, no encuentra la universalidad en ninguna parte más que en la propia certeza de sí como el poder de sustraerse a toda alteridad. Mediante esa negación autoconsciente, adquiere de un modo nuevo la certeza de su libertad y, al mismo tiempo, profundiza en el significado de la subjetividad, ya que incorpora a esta el poder universal de la negación. De ahí el reconocimiento de su valor filosófico por parte de Hegel, ya que la conciencia escéptica es la experiencia misma de la dialéctica, cuya alma es precisamente el momento negativo que constituye «la inquietud dialéctica absoluta»20. Ahora bien, la crítica de Hegel pone de manifiesto el carácter unilateral de esa experiencia y la contradicción que encierra, porque la conciencia escéptica encuentra su satisfacción tan solo a base de negar todo aquello que experimenta: ese poder negador se presenta como la conciencia misma, que —como dice en el Ensayo sobre el escepticismo— no llega a extraer el sentido positivo de la negatividad. Incurre en el desatino de buscar la libertad en la pura negación en la que nada subsiste. Se trata, por lo tanto, de una conciencia contradictoria en sí misma, porque pretende determinarse mostrando la nulidad de toda determinación, con lo que se mantiene siempre a la zaga de sí misma en busca de una identidad a la que no puede dar alcance. Por eso, es una conciencia escindida, ya que es incapaz de igualar los dos planos en los que se duplica su experiencia. Su desgarramiento la convierte en conciencia desgraciada. c) Esa tensión irresuelta en la que ha desembocado el escéptico, presentada como escisión insuperable, constituye precisamente la experiencia de la conciencia desgraciada, cuya desdicha radica en convertir la reconciliación en un ideal inalcanzable para ella. Es, por lo tanto, la conciencia de 19 Verhältnis des Skeptizismus zur Philosophie, Werke: in 20 Bd., Fráncfort del Meno, Suhrkamp, Werke 2, pág. 237. 20 Ph. G., pág. 161; trad. de Roces, pág. 126.

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esa contradicción, que experimenta como el dolor de no alcanzarse jamás a sí misma. El objeto de su experiencia es ahora justamente ese momento de negación en lo que tiene de absoluto, y el reflejo subjetivo de dicha experiencia es la desdicha de esa escisión insuperable, que hace de ella una conciencia infeliz. Con esta figura hemos alcanzado, por lo tanto, el momento en el que la inquietud de la subjetividad, su inestabilidad constitutiva, se hace autoconsciente, porque es precisamente esta tensión que el sujeto aporta a toda experiencia lo que constituye el tema de esta figura particular. Ahora bien, esta nueva figura no solo representa un paso más en el curso de la Fenomenología, sino que en cierto modo constituye un eje central que recorre toda la obra, pues la escisión que se destaca como el tema de la conciencia desdichada es al mismo tiempo el momento recurrente que impulsa el avance de la conciencia hacia nuevas figuras, en busca de una reconciliación entre certeza y verdad, nunca definitivamente alcanzada por la conciencia finita. Por eso, esa desigualdad con su objeto se descubre una y otra vez como división interior a la propia conciencia. Y aunque Hegel se refiere en estas páginas a la figura concreta del judaísmo antiguo y a su parcial superación en el cristianismo medieval, su rendimiento va mucho más lejos. En efecto, la conciencia desgraciada expresa el dolor de la pura subjetividad, que, en cuanto tal, se sabe separada de la vida y, por lo tanto, no tiene en ella misma su sustancia; pero, al mismo tiempo, recoge el anhelo del sujeto por superar ese desgarramiento interior y reposar en la unidad con su objeto, alcanzándose a sí mismo en él. Y aunque ese impulso conduce a la conciencia de unas experiencias a otras en las que se transfigura aquel conflicto interior, nunca consigue librarse del todo de la contradicción que la atraviesa, porque la escisión es precisamente el signo insuperable de su finitud. Tan solo con el saber absoluto llega la conciencia a la unidad con su objeto y consigo, pero entonces ha totalizado ya su camino y ha trascendido su finitud, con lo que su saber ha dejado de ser ya propiamente experiencia. Por lo tanto, podemos entender la historia de la experiencia humana, reinterpretada especulativamente, como el relato de las aventuras y desventuras de la conciencia, que sostiene el esfuerzo indefinido de la subjetividad por reconciliarse con su mundo y consigo. En ello podemos advertir el sentido trágico de esta figura, que convierte la contradicción en su esencia. La comprensión de la importancia que tiene este momento trágico en la Fenomenología del espíritu, junto con la publicación de los llamados Escritos teológicos de juventud, alentó la denominada «Hegelrenaissance», que trajo consigo una manera nueva de ver la filosofía de Hegel, alejada de la interpretación imperante a finales del siglo xix, que veía en ella una especulación abstracta y separada de la

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vida. Por el contrario, según esta nueva comprensión que se irá abriendo paso, el momento de la escisión, no solo con el objeto, sino también como división interior al yo, es consustancial a la subjetividad y expresa la inquietud que impulsa el movimiento del espíritu. Ahora bien, la conciencia desgraciada aísla ese momento y fija en él la esencia de la autoconciencia. Y aunque Hegel explica que la experiencia envuelve también el momento de reconciliación entre el saber y su objeto, en el cual el sujeto parece alcanzarse momentáneamente a sí mismo, se trata en realidad de una unidad inestable cuyo desequilibrio mostrará de nuevo la negatividad que recorre toda forma de experiencia humana. Esa contradicción en el corazón del hombre promueve un tipo de religiosidad caracterizada por el subjetivismo piadoso: una conciencia todo cuyo afán consiste en alcanzar el absoluto del que, sin embargo, se sabe irremediablemente separada. El momento cristiano de la encarnación y la experiencia del espíritu como vínculo entre los individuos aproxima a la conciencia hacia una comprensión de sí misma como autoconciencia universal, o sea, como realidad, entendida esta en un sentido idealista. Pero esa experiencia pertenece ya al mundo moderno, que con el término «razón» se referirá justamente a la unidad de conciencia y autoconciencia. Para realizar ese tránsito, sin embargo, la conciencia habrá de superar antes el devoto fervor medieval que anima la cruzada, se congraciará con el mundo y descubrirá el significado universal de la acción.

4.6. Breve apunte sobre la objetivación de la libertad del sujeto La «superación» de la autoconciencia en los siguientes capítulos de la Fenomenología no debe interpretarse, sin embargo, como una supresión o desaparición del momento de la subjetividad y de la acción que le es consustancial. La verdad de esta figura subsiste en el desarrollo posterior de la obra e incluso en el saber absoluto, que comprende la verdad no solo como sustancia sino también como sujeto. Hegel ha mostrado así —frente a Kant— que la oposición entre el sujeto empírico y el sujeto racional —que ya no sería el ahistórico sujeto trascendental, sino el espíritu— no es una dicotomía insuperable, y ha mostrado igualmente —frente a Schelling y a los románticos— que el camino que salva esa oposición y conduce a la conciencia finita hasta el saber absoluto no es el salto alógico del genio individual, sino un proceso discur-

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sivo y de formación (Bildung) hacia la Ciencia, que tiene él mismo un sentido científico y es susceptible, por lo tanto, de comprensión racional. La forma de la razón es el concepto especulativo (Begriff ), y toda la Fenomenología se esfuerza en mostrar cómo el individuo puede elevarse desde el saber de la opinión hasta el concepto, precisamente porque en la conciencia finita se encuentra ya lo universal: lo racional está en el individuo, porque la oposición entre lo universal y lo particular tiene un sentido dialéctico y no constituye una dicotomía; solo es irracional el individuo que se obstina en su particularidad separada. Y esto tiene también la consecuencia de que el sentido religioso que caracteriza a la conciencia infeliz no es la última palabra de Hegel, para quien la expresión más elevada del saber absoluto no es la representación religiosa, sino el concepto filosófico. Si se ha escrito que la filosofía de Hegel es filosofía de la religión, habría que replicar, por lo tanto, que se trata más bien de la filosofía que muestra la superación necesaria de la conciencia religiosa. Por otro lado, si vamos más allá de la Fenomenología del espíritu hacia la Filosofía del Derecho, vemos cómo Hegel destaca la aparición de un momento objetivo de la libertad que llegará a ser además inseparable de esta. Es el resultado de que la actividad del sujeto penetre en la sustancia del mundo objetivo, es decir, el resultado de la objetivación del espíritu. A ello se referirá Marx más adelante al señalar el modo en que la humanización de la naturaleza y de las relaciones entre los individuos, inicialmente dominadas por el ciego impulso natural, genera un mundo social en el que se abre paso la libertad humana a través de las nuevas formas sociales en que aquella cristaliza, aunque en dichas formas objetivas subsista el peso de la naturaleza (son formas de una segunda naturaleza...). Pero Hegel plantea la cuestión en el cuadro de su filosofía del espíritu y de la expresión objetiva de este. En efecto, aunque la génesis de la subjetividad humana se presenta como la conquista de la libertad por parte de la autoconciencia, la realización de esa libertad es interpretada en los términos de una dialéctica que desborda el terreno propiamente subjetivo para penetrar en el mundo objetivo de la vida social. Ya en la Fenomenología se vincula la libertad del sujeto con la conquista de su reconocimiento, lo cual nos conduce a la consideración de la relación intersubjetiva y, luego, a la comprensión de esta a partir de la realidad sociocultural en que arraiga. Pero en la Filosofía del Derecho Hegel examina el asunto situándose desde el principio en el punto de vista del espíritu objetivo, y por eso nos viene a decir que la voluntad libre es una abstracción considerada en el plano del individuo y de su acción al margen de su pertenencia a la esfera de la eticidad, en la cual se configura objetivamente la vida social humana.

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Dicho de otro modo: aquella libertad de la autoconciencia, que ya hemos visto a propósito del enfoque de la Fenomenología, debe concebirse ahora en el plano de la voluntad, que es el que corresponde a la vida práctica. Pues bien, después de plantear el concepto de la voluntad libre21 y de examinar su significado a través de los diferentes momentos en los que progresivamente se presenta esa libertad en relación con la naturaleza22, muestra Hegel cómo dicha voluntad penetra en el ámbito del espíritu objetivo en el que ella se expresa como acción. Esa penetración de la voluntad libre en el mundo social va configurando la realidad de la existencia práctica a través del Derecho abstracto, la moralidad y la eticidad. De este modo se nos presenta la idea de que el sujeto y su li21 Hegel explica el concepto de la voluntad libre distinguiendo en él varios momentos (que se corresponden con los del concepto especulativo —universalidad, particularidad y singularidad—, aplicados ahora al concepto de la voluntad). Esos momentos son: a) la pura indeterminación, en cuanto la voluntad puede abstraerse de toda determinación y rehusar todo contenido al que limitarse, para ser libertad que huye y no quiere sujetarse a nada (momento de la mala infinitud, propio de la libertad negativa o libertad del vacío, puesto que esa voluntad, en rigor, no quiere nada); b) el tránsito a la diferenciación o determinación, pues pertenece a la esencia de la voluntad que su querer se determine como algo concreto, ya que si no quiere nada ni siquiera es propiamente voluntad (momento de la finitud); c) finalmente, la autodeterminación del yo, en la cual aquello a lo que la voluntad se determina es comprendido como algo suyo, negando así la negación que toda determinación supone y comprendiéndose la voluntad de ese modo según la infinitud contenida en su concepto. Véase Ph. R., Werke 7, §§ 5-7, págs. 49-57. 22 En efecto, en relación con la naturaleza y con el carácter del motivo que mueve a la voluntad, la libertad de esta es considerada en tres momentos. 1) En primer lugar, la voluntad es pensada de manera inmediata como voluntad natural o impulso cuando es identificada con el posible cumplimiento del instinto, deseo o inclinación (Hegel está pensando no tanto en los animales, de los que se dice que son libres cuando se guían por su instinto, cuanto más bien en la voluntad como potencia o impulso que el hombre encuentra en sí mismo y al cual puede atenerse inmediatamente, como de hecho y de modo inevitable para ellos hacen los animales). 2) En segundo lugar, la voluntad es pensada como arbitrio, que va más allá de la voluntad natural al desenvolverse entre diversos motivos respecto de los cuales puede mantener una distancia que le permite reflexionar para decidir entre ellos; pero esa forma de considerar la libertad de la voluntad en cuanto libre arbitrio —que es la más común— no supera la finitud ni tampoco la paradoja que se da en la dialéctica de los impulsos entre los que hay que elegir, pues, para decidir entre ellos, el arbitrio ha de buscar un motivo nuevo que le dé una razón para hacerlo así, y este motivo se ofrecerá junto a otros entre los que de nuevo habrá que elegir, y así sucesivamente en un regreso sin fin (se trata de la voluntad reflexiva, que aunque alcanza ya la universalidad pensante, está aún apegada a la exterioridad de lo sensible). 3) Finalmente, la voluntad libre es concebida en su verdad como la voluntad que se quiere a sí misma, con lo cual aquella reflexión con que aparecía en su figura anterior alcanza ahora su infinitud, de modo que en dicha voluntad la actividad del pensamiento se hace real en cuanto voluntad libre (es la voluntad cuyo objeto es ella misma y no algo otro ni tampoco un límite). Véase Ph. R., Werke 7, §§ 11-27, págs. 62-79.

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bertad son inseparables de la vida social que constituye su elemento. Pues bien, este enfoque sobre la objetivación de la libertad, que conduce la dialéctica sujeto-objeto al campo práctico de la dinámica social, es el que Marx recogerá y orientará en la dirección del materialismo, pues para él no es posible determinar la libertad del individuo en abstracto, sin considerar el marco social en el que concretamente desarrolla su existencia.

Capítulo 5

La dialéctica materialista del sujeto en la obra de Marx1 5.1. De Hegel a Marx: el sentido de la razón y el problema de la inteligibilidad de la experiencia El idealismo alemán se veía a sí mismo como la filosofía de la libertad. En las cartas que intercambian entre sí Hölderlin, Schelling y Hegel en su época juvenil se observa su común admiración por el modo en que Fichte combate el dogmatismo mediante la afirmación de un yo que no se somete al dato necesario de la naturaleza, sino que se enfrenta a ella subordinándola al sentido moral de su acción y proclamando así su libertad. Según Fichte, la naturaleza está ahí para el hombre como campo de acción a través del cual se despliega la libertad. De ese modo, la síntesis que concibe a partir de la antinomia kantiana entre necesidad y libertad se alcanza mediante la acción libre en el mundo natural en cuanto obstáculo necesario. Por lo tanto, según Fichte, el hombre se emancipa de su dependencia natural mediante su acción, que, en ese sentido, humaniza la naturaleza, en tanto ve la necesidad como un momento en el desarrollo de la libertad. 1 Este capítulo es una reelaboración del artículo Subjetividad y dialéctica en Marx, publicado en la revista Praxis Filosófica, editada por el Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle, Santiago de Cali, Colombia, núm. 32, 2011.

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Schelling, por su parte, aun cuando reconocía que Fichte lograba deducir la necesidad natural a partir del yo libre, en cuanto obstáculo necesario que este ha de vencer, pensaba también, sin embargo, que no lograba deducir la naturaleza en cuanto realidad viva con toda su riqueza y complejidad. Por eso juzga necesario desarrollar una filosofía de la naturaleza complementaria de la filosofía trascendental, pero trata también de pensar la conexión entre una y otra más allá de su mera yuxtaposición: la unión entre la necesidad natural y la libertad del yo. Y el problema que se le plantea entonces es cómo pensar esa unidad total y dar así respuesta a la tercera antinomia de Kant. Y es entonces cuando se inspira en la tesis spinoziana de la unidad del todo comprendida como Deus sive natura. Pues bien, como hemos visto, Hegel llegará a denominar «espíritu» a esa unidad total, recuperando así el primado que Fichte atribuye a la acción en relación con la naturaleza, pero transformando al mismo tiempo la noción del yo trascendental fichteano en este nuevo concepto que comporta la intersubjetividad de un «nosotros», el cual no es ya expresivo de una razón trascendental, sino más bien de una razón histórica. Más allá del sujeto empírico, pero diverso también del yo trascendental, que comporta una consideración del sujeto al margen de su realidad histórica y social, el espíritu es la comunidad de los hombres en cuanto aquello que comparten en común en una época, en un pueblo, en una cultura o en una actitud frente al mundo. Por eso, Hegel distingue el espíritu subjetivo del espíritu objetivo, y ambos a su vez del espíritu como tal, que en lo absoluto entraña una totalización de la historia entera con todas las posibles experiencias realizadas en ella. De este modo, Hegel sitúa la dialéctica de necesidad y libertad en un nuevo terreno: el de la oposición entre naturaleza e historia. Y considera —siguiendo a Fichte— que la naturaleza se subordina al espíritu, en cuanto aquella se revela como espíritu enajenado, que en ella se encuentra como adormecido hasta que despierta de su sueño intemporal en la conciencia del hombre. O, dicho en los términos que preludian la posición de Marx: la naturaleza se descubre como espíritu y es penetrada progresivamente por este a través del proceso histórico en el cual los hombres la transforman según su propio designio y, en ese sentido, la humanizan. Por eso, para Hegel, el terreno de lo propiamente humano es la historia2, lo cual no quiere decir que esta suprima a la naturaleza, del mismo modo que la libertad no suprime a la necesidad. Hegel entiende más bien que la libertad es la «necesidad comprendida»3 o la naturaleza hecha his2

La tarea era pensar la vida, pero esta, en cuanto vida humana, es historia. Así como en Fichte la naturaleza o la necesidad aparece siempre como lo que choca con la libertad en cuanto obstáculo necesario para el avance de esta, de modo que la «sínte3

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toria a través del proceso mediante el cual todo lo que de entrada es meramente encontrado, como obstáculo o dato, se reinterpreta como el resultado de la actividad del espíritu («el resultado positivo de la negatividad»). Pero esa libertad en la historia está siempre limitada en su raíz hasta el punto de no ser propiamente tal, porque los hombres de cualquier época están sometidos a un momento de naturalidad que somete su acción y su conciencia —que es donde virtualmente se halla su libertad— a las condiciones que definen a ese tiempo. Por lo tanto, según Hegel, la historia está lastrada de naturaleza, de modo que la oposición entre ellas, así como la antinomia de libertad y necesidad, solo se supera en un plano suprahistórico, en el cual el tiempo de la conciencia ha consumado todas sus posibilidades. Pero el hombre es un ser histórico en el sentido de pertenecer a la historia, y a un momento determinado de ella, y no puede, en consecuencia, situarse en una posición supratemporal. Está sujeto, por lo tanto, insuperablemente, a las condiciones necesarias que someten a su conciencia. No puede dar el salto —dicho en los términos de Kant— desde su realidad como fenómeno hasta el mundo inteligible que lo trasciende. Kant puede sostener semejante dualismo porque apela de manera ahistórica a un concepto de naturaleza que en el hombre se bifurca en dos mundos diferentes: en una naturaleza sensible y en una naturaleza inteligible. Pero Hegel historiza la naturaleza en cuanto la convierte en un momento del devenir del espíritu, de modo que el salto kantiano del hombre como fenómeno al hombre como ser suprasensible se trueca en su obra en el camino histórico y gradual de formación de la conciencia que conduce a esta hacia el saber absoluto. Sin embargo, como sabemos, Hegel pretende haber transitado ese camino en la Fenomenología del espíritu, e incluso situarse al final del mismo en La ciencia de la lógica, cuyo contenido sería supuestamente la exposición del saber absoluto («los pensamientos de Dios antes de la creación del mundo»), y cuyo hilo conductor nada tiene que ver ya con la conciencia sis» no suprime la oposición de libertad y necesidad, sino que la traslada a otro plano, Hegel por su parte prefiere el término «reconciliación» (Versöhnung), con el cual pretende expresar la superación de aquella oposición. En ese sentido, la libertad no la concibe en oposición insuperable a la necesidad, sino como la necesidad «comprendida», que en lo absoluto es libertad. Se trataría de algo así como la sustancia-una de Spinoza, cuyo despliegue en atributos y modos —en los que se sitúa el punto de vista finito— es necesario, pero que, comprendida por Hegel también como sujeto, es acción libre. Esta libertad ya la había señalado Spinoza refiriéndola a la infinitud de la sustancia única, que él identificaba con Dios, pero Spinoza separa la sustancia de sus atributos y modos, lo infinito de lo finito, la libertad de la necesidad, mientras que para Hegel todo es finito e infinito, de modo que lo absoluto mismo no existe fuera de la finitud. De ahí los problemas que tiene para conciliar su filosofía con la doctrina cristiana de la creación.

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confinada en la historia, sino con la dialéctica de la razón intemporal. Hay que decir, sin embargo, que esto último puede interpretarse —como de hecho hizo Marx—, en primer lugar, como una concesión al conservadurismo del Estado prusiano, concesión que entra en contradicción con el alma de la dialéctica; y, en segundo lugar, como una cesión a la influencia de la tradición religiosa. Respecto de esto último, en particular, debe reconocerse que Hegel no se libera nunca del peso de la teología cristiana, y por eso atribuye al espíritu también una dimensión suprahistórica, hasta el punto de poder considerar la historia como la manifestación del espíritu en la conciencia humana y de poder concebir el progreso de la experiencia que esta hace como un avance internamente sostenido y guiado por la razón intemporal, que orienta a la conciencia finita a través del «diálogo» que mantiene con ella. Pero, en cualquier caso, en la historia, el espíritu se expresa en la comunidad interhumana, cuyas experiencias se desarrollan sin emanciparse nunca del todo del elemento de naturalidad que significa su limitación a la perspectiva de un espacio y un tiempo concretos. Ese momento de naturaleza en la entraña del espíritu se traduce en el componente de opacidad e incomprensión que necesariamente atenaza a los hombres y se interpone en su esfuerzo por conocer su mundo y organizarse armónicamente en él. Así pues, el avance del espíritu en la historia («el desarrollo de la conciencia de la libertad», dirá Hegel) consiste en la superación de su fijación natural a las condiciones de una cultura o de una época determinada. Pues bien, Marx desenvuelve inicialmente su pensamiento imbuido de esta concepción hegeliana y de su acogida entre los jóvenes hegelianos de izquierda. Y lo hace rechazando desde el primer momento que sea necesario apelar a una razón suprahistórica como medio para sostener la inteligibilidad de la experiencia. Este es un problema fundamental a la hora de analizar en términos filosóficos la relación entre Marx y Hegel. Para este último la experiencia humana, tanto en su dimensión teórica como práctica, solo resulta inteligible si la entendemos sostenida por un logos intemporal que de algún modo la guía. Y la derecha hegeliana pensaba que sin ese apoyo en la lógica intemporal del concepto la experiencia se ve abocada a la contingencia de una conciencia individual que, como indica Kierkegaard, es incapaz de dar cuenta de sí misma en términos racionales y de prestar un sentido universal y necesario a su conocimiento y a su acción. Pero Feuerbach denuncia ya la teología oculta en ese modo de interpretar la experiencia humana, en el cual se puede advertir además una proyección de las operaciones de la conciencia sobre un más allá de la naturaleza hasta constituir un absoluto de la imaginación que se presenta luego como causa de la naturaleza misma y del hombre. Por su parte, Marx comparte la denuncia de esa inversión, que convierte la antropología en teología y preten-

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de adornar el cielo con elementos terrenales. Pero desarrolla la crítica de esa inversión idealista al tiempo que reivindica, con Hegel y contra toda forma de materialismo mecanicista, el sentido histórico y dialéctico de la razón. Aunque la razón sea un constructo histórico, y de ningún modo una entidad ajena a la conciencia humana, eso no impide hacer inteligible nuestra experiencia. Dicha inteligibilidad se apoya en el propio decurso histórico, que nos permite mirar hacia atrás y proyectar sentidos en cuanto posibilidades que se dibujan en el presente. Y eso no quiere decir, en contra de ciertas interpretaciones, que en la filosofía de la historia de Marx se cuele inadvertidamente una teleología determinista, según la cual habría una razón inmanente a la historia que guía desde el principio el desarrollo necesario de esta hacia un fin inevitable. Por el contrario, según Marx, no existen más fines ni propósitos en el mundo que los que los hombres se plantean para sí mismos a partir de sus luchas y de las posibilidades de su tiempo: el mundo no puede contener más sentido que el que los hombres hayan logrado realizar mediante la organización de sus relaciones vitales. Pero Marx distingue siempre entre la realidad que envuelve inmediatamente a los hombres y los hace vivir fácticamente enredados en la trama del presente y la posibilidad de que disponen —por su facultad natural de razonar— de despegarse de ese enredo en lo inmediato para verlo en la perspectiva de la totalidad en la que aquellos hechos se presentan. De este modo se hace eco de la gran tradición racionalista, aunque despojándola de la tendencia mistificadora que la conduce al idealismo. De modo que esa doble perspectiva, la de lo inmediato y la de su mediación por la totalidad a la que pertenece, se corresponde con la distinción platónica entre lo sensible y lo ideal, o la que Kant establece entre sensibilidad y razón. Hegel la presenta como la distinción entre la conciencia finita y la razón. Pero Marx reinterpreta la cuestión en términos materialistas, distinguiendo entre dos aspectos intrincados entre sí: en primer lugar, el sentido inmediato con que se presentan los hechos como vivencias que apremian a la conciencia de los hombres y los impulsan según las condiciones de su ubicación en la sociedad, y, en segundo lugar, el significado que cabe asignar a esos hechos vistos en la perspectiva que se hace cargo de la totalidad social («el modo de producción») en la que esos hechos se producen y examinados además por quien, más allá de su vivencia individual, se constituye en observador que trata de apreciar las mediaciones que se intercalan entre los hechos hasta comprender su significado histórico. Esto último justamente es lo que pretende hacer la ciencia de la sociedad y de la historia (el llamado «materialismo histórico»), a saber: dar razón de los fenómenos humanos. Pero «dar razón» no consiste en invocar una razón apriorística al modo del idealismo, pues esa razón no es sino la propia experiencia histórica acumulada —que extiende aquella disposición natural del hombre que le permite tomar dis-

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tancia respecto de lo inmediato—, cuyo conocimiento hace posible comprender el presente remitiéndolo al curso histórico del cual dicho presente es el resultado. Por lo tanto, «dar razón» requiere no apreciar lo inmediato por su sesgo aparente, del mismo modo que tampoco apreciamos a un individuo o a sus ideas por lo que él dice de sí o la manera en que dichas ideas se presentan en su conciencia, ni siquiera por el modo en que sobre ello pueda pronunciarse la opinión común. Ahora bien, aquí hay dos cuestiones que se cruzan: una es que los hechos han de ser referidos a la totalidad de la que forman parte para captar su sentido en términos de racionalidad; la otra es que la percepción y valoración de esos hechos por parte de la conciencia individual constituye por sí misma también un hecho social, cuya comprensión exige interpretar esa visión a la luz de la totalidad histórico-social en la que se produce, pues hay en esta factores objetivos que promueven una forma de apreciación subjetiva de los hechos que incluye una cierta distorsión en la percepción de los mismos. Si la primera cuestión alude a la importancia de la categoría de la totalidad en la dialéctica4, la segunda se refiere más bien al carácter contradictorio de la realidad (contradicción que afecta tanto a la vida social objetiva como a la propia conciencia en cuanto esta la interioriza y queda así escindida), que es otro aspecto central también de la dialéctica. Pero sobre el significado de esta última volveremos más tarde, pues se trata de un tema fundamental en relación con la cuestión del sujeto. 5.2. El significado de la actividad teórica Pero hay algo en lo que hemos dicho que se debe precisar. Hemos hablado del enfoque racional, que exige una distancia de los hechos para poder apreciarlos como parte de un todo. Pues bien, esta distancia característica del enfoque racional y de la ciencia no implica en Marx el compromiso con una forma contemplativa de entender la racionalidad. Pues el conocimiento es uno de los modos mediante los cuales el sujeto ejerce su actividad en su mundo y, en cuanto tal, es por sí mismo también una forma de praxis. Y está sometido, como toda praxis, a las condiciones que la limitan, a saber: las restricciones de todo tipo que impone la naturaleza al individuo, las limitaciones que se derivan del grado de desarrollo de la sociedad en la que vive, las que se explican por la posición que ocupa el indi4 Sobre la importancia de la categoría de totalidad en la dialéctica materialista ha insistido Georg Lukács en su clásico Geschichte und Klassenbewusstsein. Studien über marxistische Dialektik; trad. de Manuel Sacristán, Historia y consciencia de clase, Barcelona, Grijalbo, 1975.

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viduo dentro de ella, etc. La teoría es, por lo tanto, una forma de praxis que responde, como cualquier otra, a las posibilidades y a los requerimientos que plantea al sujeto la realidad social objetiva. Pero esto no quiere decir que Marx no acepte el sentido distintivo de la actividad teórica, que consiste en una toma de distancia generadora del espacio consciente al que se traslada la acción: en esa actividad la acción vital se encauza como ejercicio teórico. Lo que Marx se propone al resaltar el carácter práctico de la teoría es más bien rechazar la pretensión del idealismo especulativo, que primero la separa de su raíz en la naturaleza vital del hombre y luego la refiere a una facultad espiritual supuestamente independiente y capaz de una contemplación desinteresada. La teoría —piensa Marx— puede crear un espacio de ideas con sentido propio y relativa autonomía, pero eso no quiere decir que en su origen antropológico no esté enraizada en la naturaleza sensible del hombre y sujeta a las mismas condiciones que determinan toda su actividad. En definitiva, el materialismo no puede considerar la teoría sino como un momento de la praxis total del hombre, cuyas posibilidades y sentido último solo pueden esclarecerse a la luz de las condiciones materiales bajo las que se desarrolla su vida, de tal manera que cualquier expresión teórica, ya sea individual o colectiva, no puede encontrar su plena inteligibilidad sino en cuanto parte de la praxis total del hombre y como el momento teórico de dicha práctica vital. Pero este asunto no tiene solo un carácter antropológico, sino que afecta en un plano más general a la cuestión de la verdad y, por lo tanto, al modo de interpretar el conocimiento y la filosofía misma. En relación con ello, la posición de Marx consiste en oponerse a toda mistificación recordando la condición natural del hombre y de su pensamiento. Por eso, en la segunda de las Tesis sobre Feuerbach, escribe: El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento aislado de la práctica es un problema puramente escolástico5.

Este es ciertamente un texto difícil, que ha dado lugar a malinterpretaciones. En él Marx, de un modo extremadamente sintético, indica al mismo tiempo muchas cosas intrincadas entre sí. Por una parte, como ya hemos dicho, señala que la teoría es un modo de praxis. Y lo es porque, 5

Tesis sobre Feuerbach, Tesis II, Obras Escogidas de Marx y Engels, Madrid, Ed. Fundamentos, 1975, tomo II, pág. 426.

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como señala en la Tesis I, que precede a la anteriormente citada, y que está dirigida a criticar el materialismo de Feuerbach y la filosofía contemplativa en general, no se puede considerar el objeto per se con independencia de la actividad del sujeto. Y esto vale para la percepción sensible, pero también a la hora de considerar los objetos a los que se dirige el intelecto: tanto en un caso como en el otro, la contemplación pretende aislar el objeto para captarlo desconociendo el modo en que la actividad del sujeto contribuye a configurarlo, como si el sujeto en su pasividad se limitara a dejarse regir por el objeto. En este punto, Marx reivindica lo que considera una conquista del idealismo moderno de Kant, Fichte y sobre todo Hegel, quienes con su sentido crítico supieron reconocer ese momento irreductible de la actividad del sujeto en su relación con el objeto, aunque ellos condujeran ese reconocimiento a la mistificación característica del apriorismo idealista. El criticismo de Kant adquiere el sentido más integral de crítica cuando esta se hace dialéctica, y esto significa que el objeto está mediado por el sujeto —y este por aquel—, de tal manera que este enfoque crítico es incompatible con el punto de vista de la contemplación pasiva. Ahora bien, en la citada Tesis II se apunta más lejos, pues si el objeto no es independiente de la actividad real del sujeto (esto es: de todo cuanto el hombre hace y del modo de hacerlo en sus relaciones sociales y con las cosas, incluida —pero no solo— la actividad pensante), entonces se transforma la manera en que hemos de interpretar el conocimiento y la cuestión de la verdad. En efecto, la verdad no debe verse como algo ajeno a aquella actividad, como si hubiera una realidad objetiva en sí cuyo reflejo pasivo en el pensamiento diera la medida de la verdad de este. Y cuando Marx afirma que no se trata de un problema teórico, sino práctico, lo que quiere decir es que no es un asunto que se pueda resolver en el ámbito del pensamiento sin más. Por eso, precisamente porque en ello interviene siempre la actividad real del hombre con toda su carga material, la cuestión de la verdad del pensamiento no se puede dilucidar en el puro plano platónico de las ideas objetivas, pues este plano no es en realidad «puro». Dicho de otro modo: la actividad pensante no se puede medir y valorar —para señalar su posible verdad— sin salir del pensamiento hacia aquello más general y básico en lo que este se incardina, que es la actividad real del hombre, a cuyos motivos sensibles y materiales —«terrenales», dice Marx— está subordinada la actividad pensante6. Por eso, es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la terrenalidad de su pensamiento, es decir, su sentido de realidad y, por 6 En este punto es pertinente citar también la Tesis VIII: «La vida social es esencialmente práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica.» Ibíd., pág. 428.

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tanto, su eficacia para incidir en el mundo, comprendiéndolo o transformándolo. El grado de realidad o irrealidad de un pensamiento —o sea, su verdad— es su adaequatio con el mundo real, pero no en el sentido tradicional en que entiende esto la teoría de la adaequatio intellectus et rei, pues la teoría tradicional considera esta cuestión en términos de una posible comparación entre el pensamiento y los hechos tomados ambos aspectos en su inmediatez y por separado como si cada uno de esos dos ámbitos tuvieran ya per se un significado propio y se pudiera luego proceder a su contraste. Por el contrario, esa adecuación es la dinámica de la realidad misma interpretada por los hombres, en cuya dialéctica se contrastan sujeto y objeto, lo ideal y lo real, el pensamiento y los hechos, midiéndose lo uno por lo otro y estableciendo su identidad y su diferencia (su adecuación o falta de ella). Hegel ya apuntó en esa dirección, aunque interpretando dicha dinámica como el proceso de la manifestación del espíritu en la conciencia. E indicando que el grado de verdad de una realidad se mide por su racionalidad, pues lo que carece de esta no es todavía verdaderamente real. Marx, por su parte, considera que toda actividad humana debe explicarse atendiendo a la totalidad de las condiciones en que se desenvuelve, en la cual las condiciones materiales constituyen la base explicativa fundamental. De tal modo que la verdad del pensamiento y, por lo tanto, su mayor o menor grado de racionalidad se demuestra en su capacidad práctica para dar cuenta de los hechos —y de sí mismo como parte de ellos— y del proceso en el que se producen, así como en su capacidad igualmente práctica para incidir sobre los mismos cuando los conoce, anticipa su curso o modifica su producción. Pues el pensamiento está activamente intrincado, y de manera dialéctica, con el resto de la realidad social a la que pertenece. Por eso hay que decir, en contra de ciertas malinterpretaciones, que la Tesis II no debe entenderse en el sentido de promover una concepción pragmatista de la verdad. Pues aunque el pragmatismo también lleva la cuestión de la verdad al plano de la práctica (el de las consecuencias prácticas que se derivan de ella, en el cual se corroboraría o refutaría dicha verdad), lo hace en otro sentido y a partir de supuestos muy diferentes. Sus supuestos son los de la tradición empirista, que considera los hechos en su inmediatez o, al menos —si el hecho de que se trata es precisamente el de la afirmación fáctica de una verdad, que hace depender de las consecuencias que se derivan de ella— como parte de una suma verificable. Por el contrario, la concepción de la verdad de Marx apela a la práctica en otro sentido, que se inspira en la dialéctica de Hegel y en su filosofía de la historia, aunque reorientándola hacia el materialismo, de modo que en ella no cabe medir las consecuencias prácticas de la verdad en términos cuantitativos, ni tampoco apelar a una serie más o menos larga de hechos, cada uno

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de los cuales tendría ya un significado por sí mismo. Según Marx, es en el devenir histórico, donde se demuestra la verdad del pensamiento, pues si el significado de este solo se explica en cuanto parte de la praxis total del hombre —siempre vinculada finalmente a las condiciones materiales en que se desenvuelve su vida—, es en la historia donde toda realidad se despliega y hace patente. Aunque Marx piensa que ya en el presente histórico esa verdad se prefigura en el conjunto total de la praxis social. Pero la discusión anterior nos conduce también a la consideración de la famosa Tesis XI: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo7. En esta afirmación se ha querido ver la idea de que la filosofía es constitutivamente interpretación y que de lo que se trata es de dejar atrás la filosofía misma para adoptar otra actitud ante el mundo. Pensamos que esta no es la única ni tampoco la mejor manera de comprender esta Tesis, pues nos parece que el espíritu que anima su letra —que es igualmente el que se desprende de las Tesis anteriores— no plantea una dicotomía, que tendría además un doble matiz: filosofía frente a acción revolucionaria, por un lado, e interpretación o contemplación frente a transformación, por otro, como si se tratara en ambos casos de una alternativa sin mediación entre los términos enfrentados. Nos parece, por el contrario, que —como hemos visto a propósito de la Tesis II— la interpretación del mundo es ya por sí misma una forma de praxis que puede tanto alentar un sentido conservador como también uno de signo contrario que impulse la transformación de las cosas; y, en este sentido, el propio Marx reconoció que la lucha de clases se produce también en el terreno de la discusión teórica, en el que los pensadores interpretan su mundo de un modo u otro. Por eso, esta Tesis debe entenderse más bien como un rechazo de la actitud teórica que se presenta a sí misma de manera idealista como si fuera independiente del resto de la actividad práctica humana: como si hubiera un pensamiento, llamado «filosofía», cuya contemplación de la realidad tuviera sentido por sí misma, desgajada del resto de las actividades vitales. Y, como consecuencia de dicho rechazo, la Tesis en cuestión debe entenderse también como una incitación a adoptar la actitud correspondiente a esa toma de conciencia sobre el significado práctico de toda teoría, que es lo que resume además el sentido de todas las Tesis anteriores. Esto último, unido a la posición revolucionaria de Marx, da la clave de la famosa Tesis XI, en la cual —vista la cuestión ahora también desde el otro lado— la transformación del mundo en ningún modo se plantea tampoco como una acción desvinculada de la actividad teórica: Marx no fue nunca un 7

Tesis XI, ibíd., pág. 428.

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defensor de la acción por la acción. Y, en congruencia con todo lo anterior, hay que decir que lo que Marx critica es el modo en que se ha planteado toda filosofía hasta el presente, en cuanto construcción teórica que se pretende independiente y capaz de crear una historia autónoma de las ideas: los filósofos, hasta el presente, en efecto, no han hecho otra cosa que situarse frente al mundo para interpretarlo como si ellos mismos y su actividad no formaran parte de ese mismo mundo, el cual sin embargo ha separado ya de antemano las tareas intelectuales del trabajo manual y ha generado clases e intereses opuestos que se encuentran en la raíz de todas las actividades humanas, incluida la actividad pensante. Pero, siendo esto así, no hay por qué asumir que Marx tipifique como «filosofía» aquella actitud (a pesar de que Engels sí lo hace en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana), pues cabe pensar igualmente que se refiere a la filosofía del pasado, dejando libre la posibilidad de otra forma de filosofía diferente, que tiene que empezar por reconocer su sentido en cuanto parte de la entera praxis humana, con su grado de desarrollo y de división del trabajo que le son propios, y cuyo significado último está vinculado a las condiciones materiales en que se desenvuelve y al modo necesariamente interesado en que estas son subjetivamente vividas en función de la posición social que se ocupa. El pensamiento, por lo tanto —también el que se orienta en el sentido de la interpretación del mundo—, tiene que comprenderse como expresión de la praxis del hombre en el contexto del todo social al que pertenece. Visto el problema en estos términos, la filosofía puede entenderse como la actividad teórica de clarificación de conceptos que sabe de su propio sentido como parte del activo y total esfuerzo transformador del hombre por llegar a controlar su vida y hacerla cada vez más consciente y más libre. Esa actividad teórica se interesa también por cuestiones últimas que afectan a los límites de lo que podemos considerar en términos racionales; cuestiones cuyo tratamiento y modo de suscitarse depende de factores sociales e históricos objetivos que se imponen sobre la subjetividad humana y respecto de los cuales el esfuerzo de esta por alcanzar una mayor autonomía se traduce también —aunque no solo— en el desarrollo de la razón como un constructo humano de carácter intersubjetivo. En este sentido, la filosofía forma parte del esfuerzo crítico y práctico del hombre por emanciparse como sujeto de las ciegas potencias que le someten y cosifican su existencia. Esta es, según nos parece, la posición que adoptaron algunos de los más lúcidos intérpretes de Marx, como Karl Korsch, Georg Lukács y Antonio Gramsci. Así, por ejemplo, Korsch se opone tanto a un marxismo que niega la filosofía como a otro que solo la restablece al precio de concebirla como un naturalismo materialista y positi-

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vista: por el contrario, el marxismo es para él, como para Gramsci, la filosofía de la praxis8. Más de cincuenta años después de la muerte de Marx, Horkheimer desarrollará esta misma posición en su famoso artículo sobre «Teoría tradicional y teoría crítica»9. Allí caracteriza a la «teoría tradicional» (o sea, la concepción tradicional de la teoría) por su pretensión ilusoria de ser independiente del contexto social, «como si se pudiera fundamentar a partir de la esencia íntima del conocimiento, o de alguna otra manera ahistórica», lo cual «transforma el concepto de «teoría» en una categoría cosificada, ideológica»10. En efecto, esa interpretación reduce su atención a los aspectos puramente metodológicos de la relación entre las hipótesis y los hechos, y entre aquellas y sus consecuencias en el plano deductivo. Pero esta posición —señala Horkheimer, siguiendo fielmente a Marx— ignora que tanto el científico como su ciencia están sujetos al aparato social, que sus logros son un momento de la autoconservación y constante reproducción del engranaje social y de la división del trabajo. No ve la ciencia como una praxis social; no ve que es un modo particular como la sociedad se enfrenta a la naturaleza, un momento del proceso social de producción. Esa ilusión de independencia de la teoría y, en general, de los diversos procesos de trabajo «corresponde a la libertad aparente de los sujetos económicos dentro de la sociedad burguesa, que creyendo actuar conforme a sus decisiones individuales, son en realidad exponentes del inaprensible mecanismo social»11. Horkheimer indica lúcidamente que esa hipóstasis de la teoría es además una utopía encubierta, en la medida en que pretende que la razón debe efectivamente determinar los acontecimientos. Pero eso —dice— pertenece en rigor a la sociedad futura. En el presente, por el contrario, la sociedad en su actividad es ciega (sin conciencia), irracional y no planificada, aunque configura concretamente la realidad de los hombres y sus vidas (actúa en el sentido de la totalidad), mientras que la actividad del individuo, en cambio, siendo consciente y racional conforme a fines, es abstracta y no constituye la vida social real, en cuanto que no domina el mecanismo social, al que más bien percibe como dotado de su propio y autónomo dinamismo, como mera facticidad. Se produce así una escisión entre la sociedad y el individuo. Pues bien, la «Teoría crítica» (la interpretación 8 Véase Karl Korsch, Marxismus und Philosophie (1923), trad. de Elisabeth Beniers, revisada por Adolfo Sánchez Vázquez, Marxismo y filosofía, México, Ed. Era, 1971, págs. 19 y sigs. Véase también Adolfo Sánchez Vázquez, Filosofía de la praxis, México, Grijalbo, 1967. 9 Max Horkheimer, Teoría tradicional y teoría crítica, texto incluido en Max Horkheimer: Teoría crítica, trad. de Edgardo Albizu y Carlos Luis, Buenos Aires, Amorrortu, 1974, págs. 223 y sigs. 10 Ob. cit., págs. 228-9. 11 Ob. cit., pág. 231.

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crítica de la teoría en el sentido de la Escuela de Frankfurt) reconoce esa escisión y condena sus presupuestos, porque «la razón no puede hacerse comprensible a sí misma mientras los hombres actúen como miembros de un organismo irracional»12. Por lo tanto, no se puede separar la teoría de la praxis. 5.3. La naturaleza en relación con la subjetividad del hombre y la cuestión del materialismo El hombre propiamente solo es sujeto en cuanto otorga un sentido consciente a su relación con la realidad objetiva que vive, le constituye, le coloca en una situación y le embarga interiormente, sentido que acaso sea erróneo o alienante, pero que responde en cualquier caso a la actividad de su conciencia, o mejor: al modo en que esta se cruza con dicha realidad. El significado de la conciencia como mediación es el lado de la subjetividad humana, que consiste —como explica Marx en las Tesis sobre Feuerbach— en el momento de actividad que contiene su relación con el mundo al que pertenece. Ahora bien, ese momento de la actividad, o lo que el hombre es como sujeto, no puede determinarse en abstracto como si se tratara tan solo de una facultad natural que definiera de una vez por todas la realidad humana. Para Marx, esa es solo su realidad de partida, pero no su realidad posible. Cierto que existe como disposición natural, y, en cuanto tal, consiste en que el hombre vive de forma consciente gran parte de lo que le pasa, es decir: no puede dejar de situarse frente a lo que percibe o a lo que hace, a una distancia de las cosas y de sí que le permite volver sobre ello interviniendo de algún modo en su percepción y en su acción. Esa actividad de distanciamiento o desdoblamiento es a lo que habitualmente llamamos «conciencia», y entraña que esta es el comienzo de algo, aunque quizá solo sea la actividad refleja e ilusoria de creerse falsamente dueño de lo que hacemos o pensamos. Quizá solo se trate de una actividad de autoengaño, como creen Schopenhauer, Nietzsche o Pareto, pero es la actividad que identificamos como lo que nos distingue frente a las cosas y ante nosotros mismos. El idealismo clásico lo concibe como el movimiento de un yo constituyente de la realidad. El humanismo tradicional, por su parte —que en lo esencial asume los supuestos del idealismo—, lo considera la base ya dada de la autonomía moral y política del hombre. Marx, por su parte, no entiende el significado primario de esa actividad subjetiva como una actividad pensante, sino como actividad vital que en su aplicación al 12

Ob. cit., pág. 241.

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objeto genera indirectamente un sentido de sí diferenciado de dicho objeto. La conciencia es ante todo, por lo tanto, una actividad empeñada en la dinámica de la vida, en la cual un viviente se diferencia primero como sujeto activo frente a los objetos, de modo que luego llega a saber de sí como diverso de ellos. Se trata, pues, de una disposición natural: es la forma que la naturaleza adopta en el ser humano en cuanto este produce sus condiciones de vida. Es decir, el hombre es el animal que vive enfrentado a su vida en el sentido de producir sus medios de subsistencia: «...el hombre mismo se diferencia de los animales a partir del momento en que comienza a producir sus medios de vida, paso este que se halla condicionado por su organización corpórea. Al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material»13. Muchos años después de escribir con Engels este texto juvenil de La ideología alemana con la finalidad de aclarar sus ideas, vuelve Marx sobre la cuestión en El capital, en un famoso pasaje en el que denomina «trabajo» a ese proceso de intercambio de materias con la naturaleza controlado por la acción del hombre: En este proceso, el hombre se enfrenta como un poder natural con la materia de la naturaleza. Pone en acción las fuerzas naturales que forman su corporeidad (...) para de ese modo asimilarse, bajo una forma útil para su propia vida, las materias que la naturaleza le brinda. Y a la par que de ese modo actúa sobre la materia exterior a él y la transforma, transforma su propia naturaleza, desarrollando las potencias que dormitan en él y sometiendo el juego de sus fuerzas a su propia disciplina14.

Pero pocas líneas más abajo señala Marx que esta descripción que acaba de hacer se refiere a las formas prehistóricas del trabajo, a las que califica de «formas instintivas y de tipo animal», de las cuales distingue aquella forma «que pertenece exclusivamente al hombre» y que se caracteriza por realizarse según un plan ideado en la conciencia: Una araña ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de obras. Pero hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que antes de 13 Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, trad. de Wenceslao Roces, Edición Revolucionaria, La Habana, 1966, págs. 18-9. 14 Karl Marx, El capital, Libro Primero, trad. de Wenceslao Roces, México, F.C.E., pág. 130.

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comenzar el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia ideal. El obrero no se limita a hacer cambiar de forma la materia que le brinda la naturaleza, sino que, al mismo tiempo, realiza en ella su fin...15

Por lo tanto, lo que distingue al animal humano es aquella disposición que le hace capaz de producir sus medios de vida y le diferencia de los objetos sobre los que recae su actividad. Pero esta llega a crear en él un centro regulador que se enriquece con ella y se convierte en base anticipadora de toda nueva actividad. De ese modo, como resultado del proceso de intercambio con la naturaleza controlado activamente —y a duras penas— por el hombre, la conciencia trata de erigirse en el centro que proyecta la acción transformadora y anticipa el fin que trata de realizar en aquella. Desde este punto de vista de la relación entre hombre y naturaleza, la conciencia es un resultado de la disposición activa del hombre que le permite distinguirse de los objetos de su acción, verse frente a ellos y llegar a anticiparse a los mismos. Pero vista así, la conciencia es una pura forma. Su contenido —que en términos dialécticos nunca es separable de aquella—, es decir, los valores o ideas que guían su representación y su proyección activa, depende del modo concreto que adopta dicha forma en las condiciones históricas y sociales en que se produce el proceso de trabajo. Así pues, la actividad que define en términos naturales al hombre como sujeto llega a convertirse en conciencia, la cual adopta siempre una modalidad concreta dependiente de factores histórico-sociales, que es a su vez la base para un nuevo modo de ver la naturaleza que la conformó y de actuar en ella. Pero esta discusión nos lleva a la cuestión acerca de qué concepto de naturaleza encontramos en la obra de Marx. Pues bien, sobre este asunto hay que decir de entrada que Marx sigue a Feuerbach cuando este señala críticamente que en Hegel la naturaleza como tal se esfuma en el pensamiento y solo queda la idea de la naturaleza. Por eso, frente a este último, ya desde los Manuscritos de París, insiste Marx en la condición natural del hombre: El hombre es inmediatamente ser natural. Como ser natural (...) vivo, está, de una parte, dotado de fuerzas naturales, de fuerzas vitales, es un ser natural activo; estas fuerzas existen en él como talentos y capacidades, como impulsos; de otra parte, como ser natural, corpóreo, sensible, objetivo, es, como el animal y la planta, un ser paciente, condicionado y limitado; esto es, los objetos de sus impulsos existen fuera de él, (...) independientes de él, pero estos objetos son objetos de su necesidad, in-

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dispensables y esenciales para el ejercicio y afirmación de sus fuerzas esenciales. (...) Solo en objetos reales, sensibles, puede exteriorizar su vida16.

Y en estos mismos términos, añade a continuación que un ser natural tiene fuera de sí el objeto del que depende: aquel que necesita para comer, vestirse, etc. Así pues, el hombre pertenece a la naturaleza, que de algún modo mantiene siempre un cierto primado respecto de la realidad humana. Sin embargo, eso no quiere decir que se pueda determinar lo que aquella es por sí misma: «La naturaleza tomada en abstracto, para sí, fijada en la separación respecto del hombre, no es nada para el hombre»17. Y esta última afirmación entraña que la naturaleza está siempre mediada por la actividad humana, de manera que no puede considerarse al margen de esta. Así pues, si antes veíamos que la naturaleza se presenta como lo inmediato para el hombre, en tanto este depende de objetos, está referido a ellos y es, en este sentido, objeto entre los objetos, ahora leemos, sin embargo que el hombre, en tanto sujeto, encuentra la naturaleza como aquello con lo que su actividad se topa. Se trata de dos momentos de una dialéctica que debe comprenderse en su movimiento total y que nosotros podemos expresar de otro modo, a saber: la naturaleza para Marx es eso siempre ya dado como condición previa, envolvente y limitadora de la acción del hombre, que impide que este pueda llegar a pertenecerse nunca del todo a sí mismo; pero también es aquello con lo que el hombre se encuentra a partir de su actividad práctica, la cual reviste a aquella de un sentido que depende del carácter histórico-social de dicha actividad. Por lo tanto, el materialismo de Marx difiere del materialismo sensualista y mecanicista de la modernidad, que culmina con Feuerbach. Pues aunque siga a este en el rechazo a considerar la naturaleza como la alienación de la Idea (Hegel), tampoco la concibe como realidad exterior al hombre y objeto de su intuición sensible en el sentido de un objetivismo inmediato propio de una ontología de carácter metafísico (Feuerbach). Para Marx, la naturaleza es —aparte de aquello de lo que el hombre procede— la imposición primera que mantiene una cierta prioridad genética en cuanto material siempre ya dado para la actividad humana, algo que no es subjetivo ni se disuelve en los modos de apropiación humana; pero también es lo que está mediado por la actividad del hombre, la cual tiene un significado social. Y esto es la herencia de Hegel, quien al negar el carácter incondicionado de la naturaleza, se opone a una idea de los románticos, que será luego retomada 16 Manuscritos: economía y filosofía, trad. de F. Rubio Llorente, Madrid, Alianza Editorial, 1968, Tercer Manuscrito, XXIV, pág. 194. 17 Ob. cit., Tercer Manuscrito, XXXIII, pág. 205.

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y transfigurada a su modo por Feuerbach. Así, a diferencia de lo que este piensa, el conocimiento de la naturaleza es para Marx un proceso constituido no solo por la intuición sensible, sino por toda la praxis humana con su significado social18. En este sentido, podemos decir, por ejemplo, que la manera de entender el conocimiento de la naturaleza en Galileo a diferencia del enfoque de la escolástica, o la forma de reflejarla en el arte romántico en contraste con el arte gótico, o incluso el modo de obtener recursos de ella en la época del gran desarrollo técnico e industrial a diferencia de lo que ocurría en las culturas de la antigüedad, ponen de manifiesto que la naturaleza no se presenta en abstracto al hombre, sino a partir del significado históricosocial de sus actividades cognitivas, artísticas o económicas. Según Marx, la unidad con la naturaleza está mediada socio-históricamente, y entraña siempre también diferencia o desavenencia, pues se trata de la apropiación o humanización de un elemento extraño. Así como Feuerbach ve al hombre permanentemente atado a una naturaleza prehumana, según Marx, esa realidad extrahumana es a la vez independiente de los hombres y mediada por ellos, o, en todo caso, mediable. Y en la medida en que a Marx le interesa la naturaleza sobre todo como momento de la praxis humana, Lukács llegó incluso a decir que la naturaleza en Marx es una categoría social, afirmación que entendemos orientada a hacer hincapié en ese momento de la praxis social que reviste de sentido lo que por separado sería una visión abstracta de la naturaleza; pero quizá sea una afirmación exagerada, si se toma aisladamente, por cuanto olvida que ella nunca se reduce del todo a los modos de apropiación del hombre, sino que retiene siempre no solo un momento de opacidad y resistencia a las pretensiones de la subjetividad humana, sino también de dominio sobre esta, que nunca llega del todo a ser propiamente tal, en la medida en que jamás el sujeto llega a pertenecerse del todo a sí mismo: el sujeto para Marx (sujeto-objeto) solo es tal sobre la base de su condición natural que le hace formar parte del mundo objetivo; es sujeto en cuanto se hace cargo de su realidad objetiva incidiendo activamente en ella. Por eso, así como la naturaleza no es separable del hombre, inversamente tampoco el hombre y sus producciones espirituales son separables de la naturaleza. Pues la naturaleza es la condición del hombre, el punto de partida nunca rebasado del todo que indica su pertenencia a un orden de cosas que se le impone, le somete a la necesidad y le hace vivir en función de todo cuanto siéndole ajeno establece su dependencia vital. Por lo tanto, hay que decir: la naturaleza es también, aunque no solo, una categoría social. 18 Véase Tesis sobre Feuerbach, Tesis I y V, ed. citada, págs. 426 y 427. Sobre esta cuestión, es magnífico el libro de Alfred Schmidt El concepto de naturaleza en Marx, trad. de J. Ferrari y E. Prieto, México, Siglo XXI, 1977, al que nos atenemos en algunas de estas formulaciones.

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A este asunto se refiere Hegel de manera especulativa al inicio del capítulo IV de la Fenomenología del espíritu cuando comprende el surgimiento de la autoconciencia —y con él la primera manifestación del espíritu— como el proceso en el que el individuo viviente alcanza su independencia respecto de la vida convirtiéndose así en sujeto cuya conducta ya no está en función de las leyes de esta. Marx, por su parte, considera que es la actividad material del hombre la que introduce una mediación en su relación con los objetos naturales, generando así un espacio subjetivo que se ensancha progresivamente en la lucha por controlar la naturaleza y a lo largo de un proceso histórico que él concibe como el de la progresiva emancipación respecto de aquella dependencia, en la dirección que apunta hacia una mayor autonomía y una vida más consciente. El espíritu es para él, por lo tanto, el espacio de la libertad, tanto en el ámbito de la vida subjetiva de la conciencia, como en el de la creación de formas objetivas de la cultura en las que se plasma esa libertad. Pero el espíritu, que es el producto de la conciencia humana, no es para Marx algo independiente de la naturaleza —como la libertad no es tampoco la negación simple de la necesidad—, sino el hueco por el que se abre camino la actividad humana en su dialéctica con la materia. De modo que, cuando hablamos de la vida del espíritu, no se trata de un despertar del sueño natural en el que aquel habría permanecido enajenado, sino del esfuerzo creativo por sustraerse a la tiranía de la ciega naturaleza mediante la iniciativa de la acción autoconsciente. Lo anterior pone en claro que Marx nunca concibe el materialismo como una metafísica que en oposición al idealismo sustituya lo ideal por lo material, un absoluto por el otro. Contra lo que pretende el materialismo metafísico, no hay una esencia última, como puede ser la materia y sus leyes. Esto responde más bien al desarrollo dogmático que se llevó a cabo en el ámbito cultural de la antigua Unión Soviética a partir de ciertos textos desenfocados de Engels. No hay algo así como la dialéctica de la naturaleza considerada al margen de la actividad humana. Y no cabe a partir de Marx elaborar un monismo metafísico que sustituya el espíritu de Hegel por la materia. La teoría materialista no es para Marx una cosmovisión (una Weltanschauung), como se llegó a hacer de ella en los países del este de Europa. Por el contrario, contra Spinoza pero también contra Feuerbach, Marx combate la representación de un en-sí de la naturaleza. Pero, inversamente, contra Fichte y Hegel, rechaza igualmente la autonomía de la conciencia y de sus funciones respecto de ella, la cual se impone con su inercia opaca —y en cuanto «segunda naturaleza»— en las formas sociales cuyas estructuras de dominio someten a los hombres. De ahí que Marx trate la historia de la sociedad hasta el presente de su tiempo como un «proceso histórico-natural», según la expresión empleada por Engels en El Anti-Dühring.

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5.4. La discusión sobre la «naturaleza humana» y el concepto central de «praxis social» Este enfoque sobre lo que es la naturaleza con respecto al hombre plantea la cuestión específica acerca de la naturaleza humana. Sobre ello hemos de decir que algunos autores malentienden completamente a Marx cuando le atribuyen la tesis según la cual el hombre no tiene naturaleza, pues —dicen— al transformarla y transformarse a sí mismo con ella se habría convertido en un ser moldeable por cuya plasticidad habría escapado a aquella hasta convertirse —empleando la expresión de Ortega— en un «tránsfuga de la naturaleza»19. Para entender lo erróneo de atribuir a Marx esta posición, es preciso atender a varias consideraciones. La naturaleza en el hombre es lo que determina sus necesidades y su dependencia de los objetos; en definitiva, lo que determina su heteronomía, que nunca llega a superar (o sea, su condición de objeto). Pero también es natural en él la forma de su disposición activa, que se intercala como mediación en su relación con las cosas: ese principio de actividad que permite al hombre distinguirse de los objetos hasta llegar a saberse diverso de ellos como conciencia. Ahora bien, si el hombre es, según acabamos de decir, sujeto-objeto, y esa es su naturaleza, con ello decimos bien poco, porque esa formulación —según vimos antes— tan solo recoge una disposición o forma en abstracto, que no es nada sin el contenido que le corresponde y que solo puede determinarse atendiendo a su realidad histórico-social. Por eso, el reproche según el cual Marx habría negado que exista una naturaleza humana yerra el tiro. Para Marx sí hay una naturaleza humana, solo que esta —más allá de su enunciación formal del tipo: el hombre es el ser sensible que produce sus medios de subsistencia para satisfacer las necesidades que le impone la naturaleza a la que pertenece...— no se puede determinar al margen de la historia, y si tratamos de separarla de esta tan solo lograremos una formulación abstracta referida a una disposición o forma de ser, consistente en la capacidad de crear los propios medios de vida. Lo que se esconde en aquel requerimiento a definir la naturaleza humana, que plantean ciertos autores contemporáneos, es el supuesto no confesado de que la vida humana se puede comprender en su integridad en los términos de la biología. De modo que la ambigua expresión «naturaleza humana» da a 19 Véase, por ejemplo, Steven Pinker, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, trad. de R. Filella Escolá, Barcelona, Paidós, 2003; o también Jesús Mosterín: La naturaleza humana, Madrid, Espasa-Calpe, 2006. Ambos autores distorsionan la posición de Marx como consecuencia de la superficialidad de su lectura y de la profunda incomprensión de su pensamiento.

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entender primeramente lo que el hombre esencialmente es-y-puede-ser (su naturaleza en el sentido de su esencia, que incluye la historicidad), pero luego se toma en el sentido más restringido que se refiere a las leyes naturales de la vida (la naturaleza humana en el sentido de la biología del hombre), pasando inadvertidamente de una a otra acepción para poder así fundar semejante reduccionismo biologista. Pero justamente este paso es ilegítimo desde la perspectiva de Marx, en la medida en que la vida humana no puede explicarse en su integridad ateniéndonos tan solo a las leyes de la biología, sin atender a los factores específicos de la vida social e histórica. Por lo tanto, al destacar el ser histórico del hombre, no es que Marx niegue la existencia de una naturaleza humana en cuanto conjunto de sus condiciones físicas y orgánicas que limitan sus posibilidades, sino que más bien rechaza la pretensión de considerar dicha naturaleza como un en-sí que se pudiera determinar por separado. Pues la forma de sus disposiciones naturales (en especial, su carácter activo, en cuanto crea sus medios de subsistencia) le abocan a un desarrollo en el cual el contenido de su actividad reviste un significado histórico (pues el modo concreto en que se actualiza aquella forma entraña un modo determinado de ejercer el trabajo, de organizarse en relación con los otros, etc.). La historia y la naturaleza del hombre están intrincadas la una con la otra, pues en esa disposición activa suya que le sitúa frente a la naturaleza a la que al mismo tiempo pertenece se encuentra el germen de su desarrollo histórico, el cual a su vez no hace sino profundizar y ensanchar aquella mediación promoviendo la transformación de la naturaleza y de sí mismo, aunque esta subsista en el carácter opaco y enajenante de las formaciones sociales aparecidas en la historia y en la insuperable dependencia de los objetos con que satisfacer las necesidades, así como en las incontables limitaciones del individuo y de la especie. Por lo tanto, frente a Hegel, Marx señala que la naturaleza nunca se diluye en los modos de apropiación del sujeto, pues subsiste siempre al menos como realidad objetiva de la que depende la satisfacción de las necesidades materiales. Esta dependencia no es superable y, en este sentido, el hombre no podrá llegar nunca a pertenecerse enteramente a sí mismo. Ahora bien, según Marx, hay un amplio margen de heteronomía en relación con la naturaleza que sí es superable en un proceso histórico que se desenvuelve en una doble vertiente: por un lado, mediante el desarrollo de la fuerza productiva humana (las «fuerzas de producción»), que incluye el despliegue de la capacidad técnica y, en conexión con ella, el progreso del conocimiento, con los cuales los hombres tratan de emanciparse de su ciego sometimiento a la imposición natural anticipándose a sus necesidades y ampliando así el espacio de su libertad (de su autonomía) y de su conciencia; y, por otro lado, y en un proceso intrincado con el anterior, mediante la superación de todas aquellas formas

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sociales cuyas leyes económicas, en cuanto propias de una producción no planificada y caracterizada por el conflicto entre clases, se contraponen a los hombres como leyes objetivas que escapan a su control y que más bien someten a los individuos como si fueran leyes naturales. Esta segunda vertiente concibe la historia de la sociedad como un proceso histórico-natural20, en cuyo transcurso la aparición de nuevas formaciones sociales (nuevos «modos de producción») es concebida por Marx según un concepto de desarrollo derivado no solo de Hegel, sino también de Darwin. A ello se refiere también Engels en su reseña del primer volumen de El capital a propósito del método de Marx: cada forma social está preñada de otra forma de sociedad más elevada en la que se acabará transformando, de modo similar —añadimos nosotros— al modo en que surgen las especies en la evolución biológica. Y esas formas «naturales» de sociedad prolongan en el plano histórico la competencia entre los individuos y la lucha entre sus intereses, de modo que aunque aquellos actúen según su voluntad consciente individual, la resultante de ese juego de voluntades es un estado de cosas que se opone a la conciencia como si fuera una segunda naturaleza. Así lo explica Engels en otro lugar: ... en la historia de la sociedad, los agentes son todos hombres dotados de conciencia, que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo determinados fines (...) Pero... las colisiones entre las innumerables voluntades y actos individuales crean en el campo de la historia un estado de cosas muy análogo al que impera en la naturaleza inconsciente. Los fines que se persiguen con los actos son obra de la voluntad, pero los resultados que en la realidad se derivan de ellos no lo son...21

Así pues, la heteronomía no solo se encuentra en la dependencia del hombre respecto de todo lo que, en tanto es naturaleza, es externo a su conciencia y limitador de su actividad, sino que se halla también en las formas sociales que crea y cuyas estructuras de dominio reproducen la heteronomía de la naturaleza, hasta poder ser consideradas como una especie de segunda naturaleza. Ya Hegel había concebido la naturaleza como alteridad, es decir, como lo otro en lo que el espíritu está enajenado y no alcanza la forma que le es propia, que es la del retorno a sí mismo. Pero lo que para Hegel es el espíritu que despierta de su existencia enajenada en aquella, es para Marx la esperanza racionalmente fundada de que la sociedad sin clases extienda el control consciente de los hombres sobre su vida social 20

El capital, ed. citada, prólogo a la primera edición, pág. XV. Friedrich Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, en Obras Escogidas de Marx y Engels, ed. citada, tomo II, pág. 413. 21

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eliminando el elemento de ciega necesidad que hasta el presente ha dominado el devenir histórico e incrementando así su autonomía. Ahora bien, mientras la sociedad esté dividida en clases antagónicas y la conducta de los individuos sea contradictoria con su esencia social (o genérica), a pesar de todas las conquistas técnicas la triunfadora seguirá siendo, en el fondo, la naturaleza y no el hombre. Y, en este sentido, lo que se propone la teoría de Marx sobre este asunto es orientar la mirada de los hombres hacia la lógica particular que regula sus relaciones en el capitalismo; hacia esa especie de seudo-naturaleza que hace de ellos mercancías al tiempo que les transmite la ideología de que ya son libres22. Así pues, según hemos visto, la naturaleza es para Marx un momento de la praxis humana, aunque también la totalidad de lo que existe en tanto mundo objetivo del que procede la subjetividad del hombre y al que esta se contrapone. Es aquello objetivo siempre encontrado y nunca reducible a la actividad del sujeto. Pero a Marx le interesa la naturaleza sobre todo como momento de la praxis humana, comprendida además como praxis social, pues solo sobre la base de este concepto fundamental se aclara de manera concreta el significado y la relación entre los diversos elementos que intervienen en la vida humana: el lado material y las representaciones de la conciencia, el papel del individuo en relación con la realidad social objetiva, el sentido de la acción en conexión con las estructuras sociales, la naturaleza y el grado de desarrollo histórico en relación con el trabajo, etc. La actividad productiva, transformadora del medio y de sí mismo (el trabajo), no debe entenderse en el marco de una relación abstracta entre el individuo y su entorno, sino que reviste siempre un sentido social, pues en dicha actividad se manifiesta la dinámica de la sociedad, respecto de la cual dice Marx que «la vida social es esencialmente práctica»23. Pues, como dijimos, el modo en que el hombre produce sus medios de subsistencia, contribuyendo con ello a producirse —en cierto modo— también a sí mismo y promoviendo así su propio desarrollo histórico, responde a las posibilidades técnicas y de conocimiento de la sociedad a la que pertenece, a las condiciones del trabajo y formas en que este está dividido y organizado en ella, a la existencia de clases sociales, a los valores que la dominan en ese contexto histórico, etc. De tal manera que el verdadero objeto del materialismo, según Marx, no es la materia en abstracto, sino lo concreto de la praxis social24, pues solo este concepto nos brinda una comprensión de la totalidad en la que se incardinan todos los aspectos de la vida humana, entre los cuales las condiciones materiales de su desarrollo tienen un carácter determinante en última instancia. Ya vimos 22 23 24

Alfred Schmidt, ob. cit., pág. 37. Tesis sobre Feuerbach, Tesis VIII, ya citada. A. Schmidt, ob. cit., pág. 36.

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que la naturaleza como tal es una abstracción considerada al margen de la praxis humana, pero a su vez esta debe determinarse más bien como «praxis social», pues existe una conexión interna entre el modo de ser de los individuos, las formas que adopta el trabajo que realizan, el tipo de relaciones que establecen entre sí en la producción, el intercambio y la distribución de los bienes, o la estructura y el grado de desarrollo de la sociedad a la que pertenecen: todos estos aspectos, a efectos de su comprensión, están interconectados y constituyen una totalidad, al margen de la cual dichos elementos se convierten en abstracciones donde se pierde su verdadero sentido. Precisamente uno de los procedimientos del idealismo clásico anterior a Hegel ha sido el de considerar la conciencia (sus posibilidades, el modo de verse a sí misma y su relación con lo demás), la actividad humana (en el plano moral o de relación con la naturaleza) o la organización de la sociedad (las formas que la constituyen o las leyes de su economía), como si se tratara de algo que tuviera por anticipado un carácter propio e intemporal y cuyo concepto pudiera fijarse por separado en un espacio ideal de tipo platónico, sin entender el sentido histórico de esos diversos aspectos de la vida humana ni la dialéctica que se produce entre ellos. Por eso, frente a semejante idealización, el enfoque materialista de Marx consiste en rescatar dichos aspectos de aquella consideración abstracta para examinarlos como momentos de la totalidad que conforman, cuyo nombre más adecuado es el de «praxis social». En efecto: el conjunto de funciones que constituyen la vida humana tiene que comprenderse como el de las diversas formas de actividad —desde las más ligadas al trato con la materia hasta las intelectuales— a través de las cuales los hombres se mantienen en su existencia y la reproducen; pero esta existencia tiene siempre un carácter radicalmente social, pues los individuos viven y reproducen sus formas de vida formando parte de una sociedad que los ha constituido y ha llegado a ser como es a través de cambios históricos. Así pues, como decimos, el concepto central del materialismo de Marx es el de praxis social, y no el de materia concebida como un absoluto al modo de la metafísica materialista. Pues la materia como tal es una abstracción que solo existe como contenido de una idea muy general: la idea de la materia. Y lo que el hombre encuentra son siempre formas materiales concretas que aparecen en la perspectiva del modo de vida histórico-social en el que ya se halla viviendo; no encuentra nunca una materia primera, en el sentido de Aristóteles, sino cosas determinadas como, por ejemplo: la tierra que cultiva o el mineral que extrae de ella con una técnica más o menos avanzada; o bien los productos de su trabajo, en cuya materialidad imprime un significado de valor humano; o incluso esa materia cósmica que la física contemporánea interpreta como energía. En todos estos casos, lo que sea la materia para quien se sitúa ante ella, la manipula, transforma o conoce

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depende del tipo y grado de desarrollo de la actividad humana que recae sobre ella, de modo que el sentido de lo material debe verse en conexión con lo que significa la praxis social y en la perspectiva que esta define. 5.5. La cuestión de la dialéctica Esta categoría de la praxis social, según hemos visto, remite los fenómenos humanos a la totalidad de la que forman parte y permite considerarlos en su devenir histórico. «Totalidad» y «devenir»: he aquí dos principios del llamado «método dialéctico», al cual pertenece igualmente la «contradicción», método que Marx considera como el propio de la ciencia que se ocupa de los fenómenos específicamente humanos, o sea, los que se refieren a la actividad consciente del hombre en su marco social e histórico. La discusión acerca de la dialéctica de Marx y su comprensión en relación con otras concepciones de la dialéctica en la historia de la filosofía, y, en particular, con la de Hegel, es algo que ha desencadenado ríos de tinta. Sobre esta compleja cuestión, fundamental en lo que respecta a la noción del sujeto, hemos de hacer varias consideraciones. Pero vayamos por partes. Salvando las distancias entre las diversas concepciones de la dialéctica que se han formulado en la historia de la filosofía, hay que decir que en toda concepción de este tipo aparecen por lo regular varios elementos: a) La pretensión de captar el significado de lo que aparece inmediatamente a través de aquella totalidad de la que forma parte y en relación con la cual lo presuntamente inmediato se descubre en su verdad como mediado por ella (aunque, salvando las diferencias de sentido, esa totalidad puede adoptar muy diversas formas, como pueden ser la physis de Heráclito, la constituida por la koinonía de las ideas en Platón, la serie total de condiciones en oposición a lo incondicionado de Kant, etc.). b) La consideración de que ese juego de mediaciones constituye un proceso que obliga a comprenderlo todo desde la óptica del movimiento, ya se trate de la realidad que se presenta ante la conciencia, o bien del pensamiento con el que esta trata de captar aquella, o de ambos (el devenir de la physis, el proceso del diálogo, el movimiento del pensamiento atraído por un ideal regulativo, etc.). c) La comprensión de ese movimiento mediante el conflicto o contradicción que constituye su «alma»: esa contradicción es lo que impulsa, o mejor, lo que se resuelve en el movimiento mismo, generando formas nuevas sujetas a su vez a contradicción, y todo ello en un proceso que es la manifestación de ese conflicto y al mismo

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tiempo el modo constante de su superación (el pólemos como padre de todas las cosas, la contraposición entre las opiniones, la antinomia entre tesis y antítesis, etc.). Pues bien, estos rasgos de la dialéctica alcanzaron su máxima expresión especulativa en la filosofía de Hegel, quien —como vimos— comprende lo absoluto como el movimiento de la Idea, que en la forma de su alteridad se presenta como naturaleza y que llega a comprenderse como espíritu en cuanto retorna a sí misma desde el ser-otro. Este retorno a sí desde el serotro se hace manifiesto por primera vez en la autoconciencia del hombre —cuya vida, por lo tanto, más allá de su expresión natural, se desarrolla en la historia, en cuanto territorio del espíritu—, la cual consiste precisamente en el saber que vuelve desde el objeto hacia sí mismo. Y la dialéctica del espíritu que se enajena en las formas objetivas y subjetivas de su devenir histórico se manifiesta también entonces en la dialéctica de la conciencia en relación con su objeto, aunque esta última dialéctica esté sostenida —según la concepción de Hegel— en la dialéctica del logos intemporal. Pues bien, para Marx no hay ninguna lógica intemporal del concepto, de modo que para él no hay otro terreno de la dialéctica que el de la historia, es decir: el ámbito de la actividad transformadora del hombre. Si la naturaleza se hace presente en la dialéctica se debe tan solo a que ella es la base de partida siempre supuesta de aquella actividad y el objeto de la praxis productiva humana. Contra lo que pretende Engels y la tradición dogmática del Diamat, no hay una dialéctica de la naturaleza per se —lo cual sería además una abstracción, según hemos visto—, sino una dialéctica de la relación del hombre con ella. En este sentido, el conocimiento de la naturaleza, por ejemplo, sí admite una consideración dialéctica en cuanto en él interviene ya la mediación de la actividad humana, de modo que se trataría entonces de la naturaleza en tanto que objeto del conocimiento, lo cual nos remite de nuevo a la historia, en la que ese conocimiento se desarrolla. En este sentido, la historia es siempre para Marx el proceso de intervención del hombre sobre la naturaleza —y sobre la suya propia—, que introduce a esta en la dialéctica de su conocimiento, de su transformación técnica, de su reorientación moral y de su recreación estética. Por otro lado, en contraposición a la doctrina hegeliana que convierte la realidad misma en el proceso de autoconocimiento de la Idea en cuanto espíritu —hasta el punto de que para Hegel el ser viene a identificarse finalmente con el pensamiento25—, Marx ve de otra manera la forma en 25 Precisamente todo el esfuerzo especulativo de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas consiste en hacer ver, primero, en la Lógica, cómo el ser se revela como concepto en la forma suprema de la Idea absoluta, tras lo cual trata de «deducir» después, en la Filosofía de la na-

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que en la realidad se intrincan lo material y lo ideal. La materia en cuanto tal (o sea, considerada de manera abstracta al margen de la actividad humana) es la realidad pre-humana o extra-humana, mientras que el plano de lo ideal solo aparece con el hombre. En efecto, la disposición natural de este consiste, según hemos visto, en la actividad que le permite distanciarse de lo inmediato del entorno (hasta poder intervenir en él produciendo sus propios medios de subsistencia) y —a través de ese primer «alejamiento»— distanciarse también de su propio impulso. De tal manera que podemos comprender la subjetividad humana mediante esa actividad, que tiene dos momentos: el que la distingue del objeto sobre el que recae su acción y el que le permite distinguirse de sí misma hasta hacerse capaz de adoptar una posición respecto de sus propios impulsos (en este segundo sentido, se convierte a sí misma en objeto de su actividad). Ese doble distanciamiento, del objeto externo y de sí, promovido por la actividad material del hombre y a resultas de esta, genera el espacio de la conciencia, con lo que su actividad material queda ahora doblada como actividad también ideatoria. De tal modo que, a partir de la irrupción de la conciencia, junto a la conducta puramente reactiva (las funciones orgánicas, las conductas reflejas y los automatismos innatos que recuerdan al hombre su condición animal), el hombre es capaz también de una acción consciente, que redefine además el sentido de aquella base orgánica que le sostiene de antemano, en cuanto puede volver sobre ella con la conciencia. Esta se intercala, por lo tanto, en su relación con lo material-inmediato, de tal modo que la materia se le presenta a partir de ahí ya siempre mediada por su actividad consciente, aun cuando en su origen último esta haya surgido de aquella. Esto significa que lo material y lo ideal están siempre intrincados entre sí en la actividad humana. Y significa también, frente a toda forma de platonismo, que la idea en cuanto tal es siempre un producto de la actividad de idear (y no a la inversa), que a su vez debe entenderse en el contexto más general de lo que significa la actividad humana en su conjunto. Así pues, un aspecto de la dialéctica de Marx se refiere al modo singular en que lo material y lo ideal se cruzan entre sí en el desarrollo de la vida humana, tanto cuando esta se considera en relación con la naturaleza, turaleza, cómo el espacio, el tiempo y la materia resultan de la posición de la Idea en lo inmediato-otro (lo cual es —dicho sea de paso— la traducción especulativa de la doctrina cristiana de la creación, que al mismo tiempo recoge toda la discusión fichteana acerca del modo en que el yo absoluto pone la naturaleza o se enajena en ella), para finalmente mostrar, ya en la Filosofía del espíritu, cómo el espíritu mismo, que aparece en la naturaleza a través de la autoconciencia humana y se desarrolla en la historia, no es sino la expresión de la Idea del comienzo que se ha mostrado así idéntica a la realidad natural y a la realidad del espíritu, solo que dicha identidad —que al principio era solo abstracta— ha sido determinada ahora en su diferenciarse como ser-otro para luego retornar a sí.

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como cuando la perspectiva adoptada es la que se refiere a las relaciones interhumanas en la sociedad. En esta última perspectiva, los rituales, instituciones, normas, valores y demás realidades simbólicas —así como el lenguaje, en cuanto poder simbólico más universal—, aunque apoyadas en la materialidad que las sustenta y captan los sentidos, son propiamente nuevos ámbitos de la realidad a través de los cuales esta parece presentarse con una doble densidad, pues ahora la materialidad inerte de las cosas resulta mediada por nuestra actividad que las interpreta y las recrea con una nueva dimensión que responde a aquel impulso inicial de la actividad consciente, pero que al mismo tiempo entraña un ensanchamiento de las posibilidades de la conciencia misma. Así pues, cualquier forma de realidad, en la medida en que esta signifique algo para la acción humana, entraña esa dialéctica de lo material y lo ideal. Pero esta se produce en todos los niveles en que tiene lugar la praxis social, desde el que corresponde al individuo que se enfrenta con sus intenciones y representaciones conscientes a las limitaciones materiales que le impone el medio, hasta el nivel más general, en el cual consideramos el conjunto de las condiciones materiales determinantes de un modo de producción en relación con las formas de conciencia social dominantes en el mismo. Pero es siempre la perspectiva de la totalidad social, que se reproduce a través de los individuos, la que tiene el peso principal a la hora de explicar finalmente el modo concreto que adopta aquella dialéctica de lo material y lo ideal en una formación social tomada en su conjunto, de modo que a partir de esta perspectiva privilegiada podemos luego descender a la consideración de los niveles inferiores que le están subordinados. Así, el modo en que se comportan los individuos, se representan su mundo o elaboran sus proyectos en él, así como la manera en que en su vida padecen el peso de lo material o las restricciones que se oponen a sus deseos, debe verse en conexión con su ubicación en la estructura de clases de esa sociedad y con el modo en que esta organiza el proceso total de la producción y la distribución de los bienes. En definitiva, es la praxis social, tomada en su conjunto, y subordinada finalmente al imperativo de satisfacer las necesidades materiales —aunque este no se afronte de modo equitativo en la sociedad de clases—, la que ofrece la clave última para entender la manera concreta en que en una sociedad determinada —y en los diversos niveles estructurales que la constituyen, atendiendo a sus grupos y clases sociales, a las formas del trabajo, a sus instituciones, a sus normas, etc.— se relacionan lo material y lo ideal. En este punto acerca de la dialéctica de lo abstracto y lo concreto, Marx sigue a Hegel al considerar que lo concreto es la totalidad de los elementos intrincados, aunque la experiencia tenga que empezar por detenerse en cada uno de estos por separado; es decir: lo que es primero desde el

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punto de vista de la realidad (el todo concreto) se presenta al pensamiento sin embargo como resultado de una síntesis a partir de los elementos que lo conforman (que tomados por sí separadamente constituyen lo abstracto). Así, en los Grundrisse, podemos leer: «Lo concreto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto unidad de lo diverso. Aparece en el pensamiento como proceso de síntesis, como resultado, no como punto de partida, aunque sea el verdadero punto de partida...»26. Marx hace esta consideración a propósito de la economía política para señalar que el método científico debe proceder de tal forma que tenga en cuenta esa distinción, a saber: lo que es primero desde el punto de vista de la experiencia inmediata y del saber vulgar debe llegar a comprenderse a partir de aquella síntesis de determinaciones que constituye una totalidad, que es lo primero en el orden de lo real y que debe convertirse en la base ganada del conocimiento —aunque para el pensamiento sea un resultado—, tan solo a partir de lo cual se puede luego descender de nuevo hacia el análisis de las determinaciones simples para captarlas en su verdadero valor. Y, en este punto, en efecto, Marx sigue a Hegel, pero solo en cuanto a la dialéctica de lo abstracto y lo concreto, pero no en cuanto a lo que uno y otro representan, pues —como dice Marx— Hegel concibió lo real como resultado del pensamiento. Esto es así —añadimos nosotros— como se pone de manifiesto del modo más claro en aquel pasaje de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas en el que el espacio, el tiempo y la materia se «deducen» de la Idea absoluta, como si la máxima concreción del pensamiento generase por sí misma lo más abstracto de la realidad material. Y Hegel puede sostener semejante tránsito porque él parte de la identidad de pensamiento y ser como una identidad que se justifica en el pensamiento. Pero Marx rechaza esa identidad: el ser y el pensamiento no son idénticos, pues este último es solo una parte del ser y una función, entre otras, del ser humano, por cuya actividad todo ser real se presenta mediado ante él en el marco de la praxis social. Pero esa totalidad social a la que nos remite la consideración concreta de la praxis humana, en la que se cruzan lo material y lo ideal, debe verse en términos dialécticos además en el sentido de que está sujeta al devenir histórico promovido por los conflictos que encierra. Y la contradicción se manifiesta en diversos planos y revistiendo distintos significados: así, por ejemplo, y entre otras expresiones suyas, la contradicción es la que pone al 26 Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Borrador), vol. I, trad. de Pedro Scaron, Buenos Aires, Siglo XXI, pág. 21. A partir de ahora esta obra aparecerá citada como «Grundrisse», que es el nombre más popular con que se conoce a estos resúmenes o borradores escritos por Marx durante la década de los 50, que no se publicarían hasta bastante después de su muerte.

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individuo en conflicto consigo mismo en cuanto sus representaciones subjetivas no coinciden con sus intereses objetivos, de los cuales acaso él no es consciente; o la que enfrenta a los individuos entre sí en cuanto sus relaciones de competencia son contrarias a su esencia genérica o social; o la que coloca la rebeldía ante la injusticia social frente al deber religioso que ordena la mansa resignación. Pero para Marx estas contradicciones están conectadas entre sí en cuanto todas ellas son manifestaciones particulares de —o, al menos, están ligadas a— una contradicción fundamental que atraviesa a la sociedad partiéndola por su eje y constituyendo su signo distintivo fundamental: la contradicción que se produce como conflicto entre las clases sociales, y en particular entre los intereses materiales de la clase dominante y los de aquella clase que concentra más que ninguna otra los sufrimientos de la explotación interhumana. Según Marx, esa contradicción fundamental, que en el capitalismo es la que enfrenta a los asalariados a aquellos que poseen los medios de producción, es la determinante y la que se encuentra de modo más o menos soterrado bajo los demás conflictos revistiendo el sentido último de estos. Y es también la que determina la evolución de una formación social, así como la necesidad histórica de su superación como único modo de suprimir aquella contradicción: el conflicto impulsa el devenir social hasta un punto en que se exacerba en toda su crudeza (el momento en que —como dice Marx— el desarrollo de las fuerzas productivas choca frontalmente y sin remedio con las relaciones de producción existentes) y transforma dicho devenir en una crisis revolucionaria. Todo esto es conocido y, en el examen crítico del capitalismo —que es el interés principal de Marx—, nos lleva a una discusión sobre las clases sociales que se desliza desde el plano sociológico al de la consideración de los factores económicos que lo sostienen, y en particular los referentes a la conversión del trabajo asalariado en mercancía, la producción de plusvalía, el proceso de acumulación, circulación y reproducción del capital, etc. Dejando de lado la discusión que a partir de aquí se genera sobre los mecanismos de reproducción de la sociedad capitalista, sobre el pronóstico de Marx al respecto y sobre las consecuencias políticas que se derivan de su obra, nos centraremos en la discusión acerca del significado y la naturaleza de la dialéctica, que Marx examina en el proceso material de la vida social y que hemos de comparar con el sentido filosófico con que se presenta en Hegel, en quien la dialéctica alcanza su formulación más depurada en términos especulativos. Por un lado, tenemos las palabras de Marx, según las cuales él había llevado a cabo una inversión de la dialéctica idealista de Hegel en un sentido materialista, poniendo sobre sus pies lo que la mistificación idealista habría colocado cabeza abajo. Marx señala que esa inversión es el único modo de descubrir el núcleo racional de la dialéctica por debajo de su en-

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voltura mística27. Pero nos parece que la doble metáfora que contiene esta famosa fórmula, que mezcla el anverso y el reverso con el núcleo y la envoltura, exige una aclaración, pues Marx se sirvió de ella tratando de ser didáctico, pero del conjunto de su obra se desprende una consideración más compleja de esta cuestión. Pues esa inversión a la que alude Marx trae consigo otro tipo de consecuencias que conviene tener en cuenta, como por ejemplo el significado que adquiere la contradicción en su obra en comparación con el que tiene en la de Hegel; lo que para abreviar llamaremos «la contradicción marxista» en contraposición a la «contradicción hegeliana». Sobre este particular, es pertinente atender a la interpretación de Althusser, quien para explicar el sentido de la contradicción marxista en contraste con la contradicción hegeliana introduce el concepto de «contradicción sobredeterminada»28. En efecto, para Marx —según señala Althusser— la contradicción es inseparable del cuerpo social entero del que forma parte y por el cual resulta afectada, de tal manera que la contradicción fundamental entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el estado de las relaciones de producción no basta por sí sola para impulsar el cambio revolucionario si dicha contradicción no es activada por otras circunstancias de la vida social que la sobredeterminan. En particular, Althusser recurre a la doctrina leninista del «eslabón más débil», que explica que si la revolución fue posible en la Rusia semifeudal, en la que el desarrollo del capitalismo se hallaba muy atrasado, ello se debió a que aquella contradicción fundamental pudo activar todo su potencial revolucionario en la medida en que sobre ella actuó como factor sobredeterminante la situación objetivamente revolucionaria en que había entrado Europa con el desencadenamiento de la guerra 27 Epílogo a la segunda edición alemana del tomo I de El capital, en Obras Escogidas de Marx y Engels, tomo I, págs. 474-5. 28 No compartimos, sin embargo, su tesis acerca de la ruptura epistemológica entre un Marx joven filósofo y un Marx maduro científico, creador de la nueva ciencia del materialismo histórico, pues nos parece que se trata más bien de un cambio en el interés que acucia a Marx, el cual está relacionado con las circunstancias históricas y con su propia biografía. El marxismo tiene sin duda un componente científico, que difícilmente puede ignorar la historiografía contemporánea. Pero, por las razones desarrolladas anteriormente, nos parece que perdura en él también un momento filosófico. Y que este se halla presente, aunque de manera soterrada, incluso en las obras de madurez, en las cuales el interés de Marx se enfoca hacia el análisis del modo de producción capitalista —con el cual, por cierto, es coherente todo lo desarrollado por Marx en su época juvenil, donde su interés se centra en gran medida en la discusión de la filosofía clásica—, análisis que se desarrolla en el plano de la economía, aunque en ocasiones su discurso se desliza también hacia otros aspectos de la vida social y de la crítica de la ideología, como por ejemplo cuando, en El capital, se refiere al fetichismo de la mercancía o al «reino de la libertad». En ello hay siempre también una dimensión filosófica relacionada con la cuestión del sujeto, el significado de su emancipación, el sentido de su devenir histórico, etc.

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imperialista en 191429. Y este ejemplo, tomado de Lenin, le sirve a Althusser para poner de manifiesto el carácter complejo de la contradicción en Marx, en la medida en que el conflicto fundamental de la sociedad burguesa, encarnado esencialmente en la relación entre dos clases antagónicas, no puede por sí solo provocar una situación revolucionaria, sino que tiene que producirse además una acumulación de «circunstancias» y de «corrientes» que puedan «fusionarse» en una «unidad de ruptura»30. Y este carácter complejo de la contradicción marxista lo coloca Althusser en oposición al tipo de complejidad que encontramos en la contradicción hegeliana, que no está jamás realmente sobredeterminada. Pues, como vemos en la Fenomenología, la contradicción entre la conciencia y su objeto se va haciendo cada vez más compleja conforme avanza el proceso de la experiencia que aquella hace, pero no se trata de la complejidad que caracteriza a la sobredeterminación, sino de aquella que resulta de una interiorización acumulativa: la conciencia —podríamos decir— acumula en sí la riqueza de sus experiencias anteriores, cada una de las cuales constituye una figura que ha sido superada y conservada al mismo tiempo, de modo que finalmente no hay una determinación exterior a ella, sino un círculo de círculos cuyo centro es siempre la conciencia. Althusser presenta además esta noción de la sobredeterminación como un elemento más de la supuesta ruptura epistemológica que, según él, se habría producido en el pensamiento de Marx. Pues bien, frente a estas consideraciones, hemos de decir de entrada que la noción en cuestión no implica necesariamente la consideración de semejante corte en el interior de la obra de Marx, sino que es un aspecto más que se desprende de la misma inversión de perspectiva operada por Marx con respecto a Hegel. Para este, en efecto, la conciencia lleva a cabo una totalización de las experiencias, todas las cuales se remiten a ese símismo que se va ensanchando y ahondando en su interior hasta alcanzar el todo del saber absoluto, de modo que el sujeto de dicho saber (el espíritu absoluto en cuanto conciencia infinita) constituye la mismidad que ha absorbido toda alteridad en aquel proceso de interiorización. En Marx, por el contrario, en la medida en que la conciencia no puede alcanzar nunca la autosuficiencia, sino que necesariamente depende de todo tipo de factores externos, ocurre que la alteridad del mundo se impone a la mismidad de la conciencia. De modo que la totalidad para él no adopta la forma de un saber comprendido como resultado del proceso de interiorización operado por la conciencia, sino que consiste más bien en un conjunto de factores 29 Véase Louis Althusser, Contradicción y sobredeterminación (Notas para una investigación), texto incluido en Pour Marx, trad. de Marta Harnecker, La revolución teórica de Marx, México, Siglo XXI, 1967, págs. 75 y sigs. 30 Ob. cit., pág. 80.

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que se presentan en un determinado estadio de desarrollo histórico (la naturaleza, el trabajo, las clases sociales, las creaciones de la superestructura —el Estado, el ordenamiento jurídico e institucional, la ideología en general—, etc.), cuya interconexión no elimina nunca su alteridad recíproca. De tal manera que toda contradicción, incluida aquella que constituye la base de la sociedad capitalista, está sobredeterminada por unos u otros factores, cualquiera de los cuales puede alcanzar un papel fundamental en una circunstancia histórica determinada. Y eso quiere decir que la sobredeterminación es, en realidad, un concepto válido para explicar algo que está en el núcleo del pensamiento de Marx, cuya inversión de la dialéctica de Hegel en un sentido materialista acarrea una comprensión completamente diferente de la misma, en cuanto comporta una forma nueva de entender la totalidad, el proceso en que se desenvuelve y la contradicción que constituye e impulsa a este último: se trata, en efecto, de un todo complejo compuesto de elementos heterogéneos en relación recíproca, irreductibles entre sí y expresivos de una contradicción fundamental que da la clave para entender la unidad del sistema (la unidad del sistema capitalista —si de este se trata— en lugar de la unidad de la conciencia) y también su tendencia natural a desarrollarse y entrar en crisis. Así pues, se desprende del pensamiento de Marx que la contradicción fundamental entre las clases antagónicas está siempre sobredeterminada por otros factores, aunque el protagonismo de unos u otros puede variar históricamente (así, por ejemplo, la guerra imperialista de 1914, según la tesis de Lenin recogida por Althusser, habría tenido ese papel protagonista o sobredeterminante a la hora de explicar la revolución de octubre en Rusia). Y la condición de posibilidad de dicha sobredeterminación radica en la sustitución —materialista— de la mismidad de la conciencia, que pretendía constituirse como totalidad en la unidad del saber absoluto (o la unidad de una esencia por debajo de los fenómenos, si nos atenemos a la dialéctica que se despliega en la Ciencia de la lógica), por la alteridad recíproca e irreductible de los factores que constituyen un todo social y promueven su transformación. Así pues, todos los factores son determinantes, aunque en ese todo complejo que constituye una formación social hay un factor determinante en última instancia, que es el modo de producción o estructura económica, de la cual debe distinguirse la superestructura que se alza sobre aquella con una autonomía relativa. Pero el significado de esa expresión debe entenderse a escala histórica general, en el sentido de que, a la larga, el curso de la historia viene determinado por la economía, es decir: por el modo —en sentido técnico, pero también social— en que los hombres se sitúan frente a la naturaleza y los unos frente a los otros para resolver el problema de satisfacer sus necesidades materiales. Por lo tanto, Marx nunca planteó este asunto en los términos de un chato determinismo como pretenden mu-

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chos de los que se proclaman sus epígonos. Y además hay que decir que usó muy poco este vocabulario de la estructura y la superestructura, del que luego se abusó tanto, sobre todo en los manuales del estalinismo. Sobre este punto son célebres las palabras del viejo Engels dirigidas contra la interpretación economicista de ese burdo materialismo, insistiendo en que la producción económica es el factor determinante en última instancia: ... Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta —las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados (...), las formas jurídicas (...), filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de estas hasta convertirlas en un sistema de dogmas— ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (...), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico31.

En la línea de Marx, fue sobre todo Antonio Gramsci y luego los miembros de la Escuela de Frankfurt quienes desarrollaron la teoría de la eficacia específica de los factores superestructurales, en relación con los cuales hay que decir, por lo tanto, y empleando la terminología de Marx, que la conciencia social no es un mero reflejo de la base material de la vida humana. Otra cuestión diferente se refiere a la naturaleza misma de lo que hemos denominado la «contradicción marxista» en contraste con la «contradicción hegeliana». Sobre este asunto hay que tener en cuenta que Hegel había atribuido a la contradicción un alcance metafísico, que resulta de negar el valor absoluto de la identidad, el cual es siempre presupuesto cuando invocamos el principio de no-contradicción en el sentido lógicoformal: en efecto, si las cosas son lo que son conforme al principio de identidad, entonces no cabe pensar la contradicción ni tiene sentido su expresión en el lenguaje. Pero, según Hegel, el principio lógico-formal de no-contradicción solo es válido para un saber abstractivo que separa de antemano la identidad de las cosas abstrayéndolas del proceso de su deve31

Friedrich Engels, Carta a Bloch, 21-22 de septiembre de 1890. Obras Escogidas de Marx y Engels, tomo II, pág. 520.

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nir. Por eso, situando la identidad parmenídea sobre el trasfondo del devenir heraclitano, Hegel considera que la contradicción es la forma del ser y del pensar que se nos impone en cuanto consideramos que la identidad de la cosa (lo que inicialmente se nos presenta como su inmediato ser-en-sí) no es sino su devenir, o sea, su infinito diferenciarse en todo lo que inmediatamente no es (es decir: aquel ser supuestamente inmediato del comienzo se nos revela ahora mediado, en tanto está determinado por lo otro que constituye su diferencia), solo a través de lo cual se tiene a sí mismo (por lo tanto, es ser-para-sí —infinitud— como retorno a sí desde su ser-otro —finitud—)32: tal es la contradicción dialéctica, que concibe la identidad mediada por la diferencia, y no como algo inmediatamente dado. En definitiva, tal contradicción resulta de tomarnos en serio y hasta sus últimas consecuencias el significado del devenir, en relación con el cual la identidad y la diferencia, abstraídas y consideradas por separado como si precedieran a aquel, son solo nociones formales que se desentienden de lo que en realidad o concretamente son; o, como dice Hegel: ese pensamiento formal y abstracto no es fiel al movimiento concreto de lo real. Pues bien, Marx, por su parte, no entra en ese nivel metafísico de consideración, ya que —como vimos antes— no cree que se pueda determinar de antemano, en el plano intemporal del pensamiento, lo que significa la dialéctica, porque no acepta que exista algo así como la esfera del logos con independencia de la praxis humana. La dialéctica es para él siempre el modo de dar cuenta de la realidad en tanto mediada por la actividad humana —siempre históricamente determinada—, incluyendo en esta al pensamiento mismo. Por lo tanto, la dialéctica se produce tanto en las relaciones interhumanas (entre individuos, entre clases, etc.) como en aquellas que los hombres mantienen con las cosas en el sentido más amplio (con la naturaleza, con su actividad productiva, con el producto de su trabajo, con las instituciones, con sus ideas, etc.). No hay para Marx, según ya hemos visto, ni una dialéctica intemporal del concepto, ni una dialéctica de la naturaleza per se; pero tampoco existe una dialéctica del espíritu en cuanto tal, como si este fuera aquel «interior absoluto» que la Fenomenología del espíritu presenta constituido por todas las experiencias que la conciencia ha interiorizado, para descubrirse luego como espíritu absoluto que se enajena en todas las cosas a las que da así realidad (o sea, en todo lo exterior que de algún modo el espíritu ya poseería de antemano en su absoluta interiori32 En la Ciencia de la lógica, «ser», «ser determinado» (respecto de lo otro: finitud) y «ser-para-sí» (infinitud) son determinaciones lógicas que Hegel considera en la sección sobre la cualidad de la «Doctrina del ser», las cuales serán recogidas y reinterpretadas luego en la «Doctrina de la esencia» como las categorías de «identidad», «diferencia» y «contradicción». Véase Wissenschaft der Logik I, Werke 5, págs. 82-174, así como Werke 6, págs. 35-80.

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dad). Para Marx, la dialéctica es inseparable de la praxis humana, cuyas expresiones todas (también las expresiones del «espíritu») mantienen un nexo de dependencia última con la necesidad de atender materialmente a la producción y reproducción de las condiciones de la vida. Por eso, en cuanto rechaza no solo el idealismo, sino también la metafísica, resulta que la identidad, la diferencia, la contradicción y el devenir en general adoptan un significado distinto en su pensamiento. Serían categorías mediante las cuales hay que penetrar en el carácter radicalmente histórico de todos los fenómenos sociales y humanos en general, permitiendo comprender su aparente estabilidad como un equilibrio de carácter transitorio y sujeto al juego de fuerzas más o menos manifiestas u ocultas que lo constituyen, sostienen e impulsan su transformación. Reflexionando sobre esta cuestión, Lucio Colletti ha señalado lo que él considera una diferencia fundamental entre la contradicción marxista y la contradicción hegeliana33. Por un lado, reivindica para el marxismo un cierto aspecto de la herencia de Kant, aunque —según dice— no en el modo en que lo hicieron algunos revisionistas de la Segunda Internacional, como Eduard Bernstein y otros, que fueron atraídos por la ética de Kant y pretendieron hacer del marxismo una especie de doctrina moral, sino más bien en lo que concierne al modo de considerar la contradicción. En efecto, aun cuando mantiene la importancia de la dialéctica para el marxismo, Colletti reinterpreta el sentido que cabe otorgar a esta última en tanto discute el significado especulativo de la contradicción hegeliana, que él no juzga útil para el marxismo, y se fija más bien en el concepto kantiano de la «oposición real» entre contrarios o «Realrepugnanz»34. En este sentido, y contra Hegel, indica que el materialismo presupone el principio de no-contradicción: la realidad —nos dice— no es contradictoria. Y, sin embargo, Marx considera que las contradicciones del capitalismo son contradicciones dialécticas. ¿Cómo abordar entonces la cuestión? Della Volpe —señala Colletti— trató de resolverla interpretando la oposición entre capital y trabajo asalariado como una oposición real (Realrepugnanz) en el sentido kantiano35. Pero Colletti, que parece atenerse a la indicación de Della Volpe, plantea la cuestión en una perspectiva más general, que exige —inspirándose en Kant— distinguir entre dos tipos de oposición:

33 Lucio Colletti, Intervista politico-filosofica con un saggio su «Marxismo e dialettica, Laterza, 1974, en especial págs. 65 y sigs. 34 Colletti se refiere en particular a la exposición que hace Kant de este concepto en algunos de sus textos precríticos, como La única prueba posible para demostrar la existencia de Dios (1762) o también Intento de introducir en la sabiduría del universo el concepto de las magnitudes negativas (1763), así como en la Nota a la «Anfibología de los conceptos de la reflexión» de la Crítica de la razón pura. Véase ob. cit., págs. 70 y sigs. 35 Lucio Colletti, ob. cit., pág. 40.

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a) La oposición «por contradicción» u oposición dialéctica, que es la que se da entre A y no-A, de tal modo que cada uno de los términos es propiamente una negación, ya que no es nada por sí mismo, sino un elemento interior a la unidad que incluye a ambos (la contradicción): no-A es la negación de A, que por su parte es la negación de no-A. Tomado por separado, cada término es una abstracción sin contenido positivo, pues lo positivo es el movimiento que resulta de esa doble negación. Esta es la contradicción hegeliana, cuyo origen ve Colletti en la dialéctica de las ideas de Platón. b) La oposición real o «sin contradicción» (la Realrepugnanz de Kant u oposición entre contrarios), que es la que se da entre A y B, donde tanto uno como otro término son reales, se sostienen por sí mismos (son ambos positivos) y no están mediados entre sí. Entre ellos, por tanto, no hay contradicción dialéctica. Así, por ejemplo —dice Colletti citando a Kant—, una fuerza que imprime un movimiento a un cuerpo en una determinada dirección y una fuerza igual y de sentido contrario no se contradicen propiamente, sino que son posibles ambos como predicados de un solo cuerpo, en el cual el resultado es la quietud. A diferencia de lo que ocurre en la contradicción dialéctica, estos opuestos reales no son negativos de por sí, pues el movimiento que de hecho se produciría si no se diera más que uno de ellos es lo que es anulado por el otro. Por lo tanto, en la oposición real o relación de contrariedad, los extremos son ambos positivos aun cuando cada uno de ellos aparezca como el contrario negativo del otro36. Esta misma cuestión la ilustra Colletti refiriéndose a la discusión kantiana acerca de las llamadas «magnitudes negativas», cuyo nombre es en realidad impreciso, pues se trata de magnitudes positivas precedidas del signo de sustracción. Pues el signo «–» ante una magnitud solo indica la relación de oposición en que se encuentra con otra precedida del signo «+»; de ahí que si se trata, por el contrario, de una expresión como «–4 –5 = –9», en realidad no hay oposición en ella, pues las dos primeras magnitudes están sumadas. Es decir: las cantidades llamadas «negativas» son en realidad, tomadas en sí mismas, positivas37. La conclusión de Colletti, tras estas consideraciones apoyadas en Kant, es que no existen cosas negativas per se, es decir, negaciones en general que consistan en un no-ser en lo que respecta a su misma constitución intrínseca. Del mismo modo que las llamadas «cantidades negativas» no deben 36 37

Ob. cit., págs. 70-2. Ob. cit., págs. 73-5.

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entenderse como si fueran «no-cantidades». Pues eso que niega o anula las consecuencias de alguna otra cosa es ello mismo una causa positiva. En definitiva, según Colletti, las cosas, los objetos o los datos de hecho son siempre positivos, o sea, existentes y reales, de modo que los conflictos de fuerzas en la naturaleza y en la realidad en general, como la atracción y la repulsión en la física de Newton, las luchas de tendencias contrapuestas como la lucha de clases, etc., no ponen en cuestión el principio de nocontradicción, sino que lo confirman. Pero sobre ello —añade Colletti—, el marxismo (de Engels a Plejánov, Lenin, Lukács y Mao) no tiene las ideas claras, aunque sí encuentra una intuición válida en Karl Korsch, cuando este afirma en su escrito sobre «El empirismo en la filosofía de Hegel» que «es preciso pensar las oposiciones de la dialéctica no como aserciones puestas en contraste sino como objetos en contraste, o, por usar una expresión kantiana, como “repulsiones reales”»38. Así pues, Colletti interpreta la teoría de la oposición real del Kant precrítico —posiblemente orientada en contra del principio de los indiscernibles de Leibniz—, que el propio Kant retoma en la nota a «La anfibología de los conceptos de la reflexión» de la Crítica de la razón pura, como el germen de una dialéctica materialista. Pues bien, acerca de esta discusión hemos de decir que la interpretación de Colletti nos parece errónea. La contradicción dialéctica debe entenderse como una totalidad que envuelve a los términos en oposición, y si cada uno de ellos es en sí mismo negativo lo es en el sentido de que no se puede comprender como una realidad positiva e inmediata fuera de dicha totalidad. Así, en la comprensión del capitalismo por parte de Marx, la contradicción entre los intereses de la burguesía y los del proletariado es dialéctica y no una «oposición real» en el sentido kantiano de la repulsión (Realrepugnanz), porque lo que representa cada una de esas clases no puede entenderse al margen de la totalidad que conforman, o sea, del modo de producción capitalista. No son primero los términos de la oposición en relación con la totalidad en que se encuentran, y eso es lo que quiere decir que no son realidades positivas per se: que no son realidades inmediatas. Para Marx, los antagonismos sociales deben comprenderse en clave dialéctica, porque su significado último solo se hace visible en la perspectiva del total modo de producción que los genera y reproduce. Y la base filosófica para su comprensión ha de buscarse, por lo tanto, en Hegel y no en Kant. Y en cuanto a si las realidades sociales o cualesquiera otras incumplen o no el principio de no-contradicción, debe aclararse que habitualmente se malentiende esta cuestión. Lo que Hegel pretendía era negar el valor absoluto del principio de identidad, en tanto lo que las cosas son en sí mismas (su 38

Citado por Colletti. Ob. cit., págs. 75-6.

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identidad) depende de su devenir, pero su idealismo llevaba la discusión sobre la identidad, la diferencia, la contradicción, etc., al plano del discurso lógico sobre las categorías, pues para él la lógica es finalmente equivalente a la ontología. Marx, por su parte, no acepta esta equivalencia, ya que el discurso lógico es para él una construcción que forma parte de la praxis humana y que aparece cuando esta vuelve reflexivamente sobre lo que se puede decir en términos racionales acerca de los procesos sociales y de la realidad en general. De tal modo que las categorías lógico-racionales no sustituyen ni anulan el carácter de materialidad irreductible de la realidad: solo tratan de comprenderla. Y decir de cualquier realidad que tiene su propia identidad (o sea, que no es contradictoria en sí misma) es algo válido en una consideración abstracta de las cosas. En efecto —diría Marx—, el proletariado existe como realidad, pero —añadiría— su significado como clase no se puede comprender sin remitirla al modo de producción capitalista, el cual a su vez debe verse en su sentido histórico. Y esto, a su vez, debe entenderse conjuntamente con la consideración que antes hemos hecho cuando decíamos que para Marx no tiene sentido hablar de una dialéctica de las categorías per se, como tampoco de una dialéctica de la naturaleza o del espíritu tomado como algo autónomo, sino solo de la actividad humana con las cosas, en cuyo proceso se constituye la lógica, se presenta la naturaleza y se genera el espíritu. Así pues la inversión de la dialéctica en un sentido materialista trae consigo una reinterpretación de todos los elementos y del significado del movimiento en que se encuentran, pero no suponen una renuncia a la contradicción dialéctica ni una vuelta a Kant, en contra de lo que cree Lucio Colletti. 5.6. El descentramiento de la conciencia: cosificación y alienación En contra de toda la tradición del idealismo moderno, en la obra de Marx la conciencia queda desbancada del lugar central en que aquel la había colocado. La conciencia no es el centro de la realidad ni tampoco la instancia que desde sí misma se impone sobre aquella otorgándole sentido. Este modo de poner en cuestión a la conciencia le valió a Marx el título de «maestro de la sospecha», según la célebre expresión de Ricoeur. El término «sospecha» implica una crítica que no se limita solo a denunciar las apariencias o a desenmascarar las ilusiones, sino que va un paso más allá en cuanto entraña una desconfianza hacia la conciencia como tal, en cuya raíz descubre Marx una heteronomía que define su origen y en cierto modo marca su destino. Otros muchos pensadores antes que Marx nos han enseñado a desconfiar de las apariencias (desde Parménides a Descartes) y a combatir las ilusiones a las que sucumbimos en nuestra consideración de las cosas y de nosotros mismos (desde Hume

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a Schopenhauer), haciéndonos ver de ese modo la fragilidad de la conciencia. Ese recelo crítico en el caso de Feuerbach muestra el mecanismo ilusorio que se apodera de los hombres y les lleva a enajenar en una realidad supuestamente trascendente la imagen ideal que tienen de su propia esencia genérica. Pero Feuerbach piensa que es tarea de la filosofía deshacer dicha ilusión; es decir: piensa que la misma conciencia que sucumbe a las ilusiones de la religión es capaz de sobreponerse a su enajenación cuando reflexiona disciplinadamente sobre sí misma hasta hacer ver que el secreto de la teología es la antropología. Para él, por lo tanto, es la conciencia la que viene en auxilio de sí misma para depurar sus propias tendencias distorsionantes, de modo que ella gozaría de ese poder para autotrascenderse en una sobreconciencia cada vez más lúcida. Pues bien: lo que distingue a Marx (y a Nietzsche y a Freud) es que niega(n) a la conciencia la capacidad de realizar directamente por sí misma esa tarea, ya que no le reconocen esa supuesta autonomía. Por eso, a diferencia de Feuerbach, para Marx la superación del modo religioso de pensar solo puede venir de la transformación de la realidad que le ha dado origen: no es una tarea de la filosofía, sino de la praxis revolucionaria. En ese sentido, perdurará la sospecha acerca del carácter ideológico de nuestras representaciones (la falsa conciencia) mientras la vida material de la sociedad esté sometida a los ciegos mecanismos de dominio que distorsionan el modo en que los individuos nos entendemos a nosotros mismos. El único modo de superar esa tendencia a la deformación ideológica consiste en la vía indirecta de transformar la realidad social objetiva. El materialismo histórico sería la prefiguración teórica de dicho camino. Aunque Marx concibe esa falta de autonomía también a partir del reconocimiento de la condición natural del hombre. Así pues, tanto por su origen en la naturaleza como por la heteronomía que marca su devenir histórico, la conciencia humana y su propia actividad «espiritual» nunca son creaciones libres y autónomas, sino algo derivado, pues su desarrollo depende de una lógica que le es heterogénea. En este sentido, en La ideología alemana, leemos lo siguiente a propósito del lenguaje: El «espíritu» nace ya tarado con la maldición de estar «preñado» de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia: (...) es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios del intercambio con los demás hombres (...) La conciencia, por tanto, es ya de antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras existan seres humanos39. 39

Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, pág. 30.

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Ese descentramiento de la conciencia debe explicarse a partir del materialismo, en el sentido no metafísico que hemos prestado a este concepto, según el cual los fenómenos humanos son una parte expresiva de una totalidad compleja, cuyo factor determinante en última instancia está constituido por las condiciones materiales de la vida humana. Pues bien, en el marco de estas últimas, las relaciones de intercambio entre los hombres —en el sentido más amplio de la expresión— determinan el modo en que se hacen conscientes de la naturaleza, de sí mismos en ella y de la relación en que se encuentran entre sí los unos con los otros, de manera que la conciencia es un producto social: lo es el individuo mismo, en cuanto se distingue como tal por la conciencia que tiene de sí, como lo son igualmente los productos de esta, las llamadas «creaciones del espíritu». A ese carácter social de la conciencia, interpretado además en conexión con el modo de producción de la vida material, es a lo que se refiere el famoso texto del Prefacio de la «Contribución a la crítica de la economía política»: En la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta una superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino que es, por el contrario, su ser social lo que determina su conciencia...40

La repetición de estas famosas y precisas palabras de Marx nos permite entender que el modo en que los hombres realizan su trabajo (frente a las cosas, frente a los otros y frente a sí mismos), así como la conciencia que les acompaña en su actividad, debe comprenderse como una expresión más de aquel principio general que caracteriza al materialismo: si la conciencia no les pertenece es porque en su realidad social más concreta no se pertenecen a sí mismos. Esto es justamente lo que plantea Marx con el concepto de «alienación» o «enajenación» (Entfremdung), que desarrolla en su época juvenil, cuando, antes de dedicar su energía intelectual al estudio y 40 Karl Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, Erstes Heft, texto incluido en Karl Marx Ökonomische Manuskripte und Schriften 1858-1861, que forma parte a su vez de la Karl Marx-Friedrich Engels Gesamtausgabe (MEGA), Zweite Abteilung, Band II, Dietz Verlag, Berlín, 1980, pág. 100.

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crítica del capitalismo, se siente sobre todo atraído por la discusión de la filosofía clásica alemana y su crítica en términos materialistas. El término «alienación» había sido empleado por Hegel para explicar el modo en que el espíritu se objetiva, de tal manera que en su planteamiento especulativo toda objetivación en la que se «externaliza» el espíritu (Entäusserung) es comprendida como una enajenación de aquel en las cosas finitas, cuya superación es caracterizada entonces como un retorno a sí mismo desde ellas, una vez han sido ya «interiorizadas» por el espíritu. La objetivación del sujeto y la vuelta a sí a través de ella es comprendida, por lo tanto, según una dialéctica en la que el sujeto mantiene un peso predominante sobre el objeto, el cual se revela primero «puesto» —en el sentido de Fichte— y luego reabsorbido por aquel; y ello en un proceso de exteriorización-interiorización de carácter espiritual. Para Hegel, en definitiva, el hacerse objeto por parte del sujeto consiste en la enajenación de este en aquel, de tal manera que, según eso, toda objetivación es enajenante. Pues bien, esto último es lo que no acepta Marx, cuyo rechazo de la posición hegeliana sitúa la cuestión en un terreno diferente, ajeno al de la filosofía del espíritu: la enajenación no es el ardid del espíritu para desarrollarse a través de los objetos, sino el modo que caracteriza históricamente la posición del hombre en relación con los objetos que secuestran su subjetividad. Pues en su origen la alienación es para él una categoría económica. Si la conciencia se presenta a partir del carácter determinante de la realidad objetiva, natural y social, respecto de la cual —y frente a ella— solo a duras penas sostiene su actividad subjetiva, cuyo sentido está dominado además por la legalidad que impera entre los objetos y amenaza con convertirla en un objeto más, ello quiere decir que la dialéctica del sujeto con el objeto parece ir a la zaga de este. Según Marx, el espacio de la conciencia está tanto más dominado por las leyes del mundo objetivo cuanto mayor es el peso con que se impone la naturaleza en la vida social haciendo de esta una especie de segunda naturaleza: las relaciones sociales y los comportamientos humanos son así «cosificados». Pero la conquista de una autonomía limitada por parte de la conciencia, que gana así trabajosamente una iniciativa entre las cosas que le permite mediar entre los objetos alejándose de ellos, no es para Marx un logro del individuo, sino ante todo el resultado de una organización de las relaciones sociales cuya consecución supone tácitamente una forma de conciencia más elevada y autónoma respecto de la ciega determinación natural. Por su parte, la conciencia del individuo responde más bien a la tendencia a dar expresión a dicha situación estructural objetiva y a reproducirla. Por lo tanto, al contrario que en Hegel, el carácter fundamental que reconoce Marx a la realidad social objetiva en la dialéctica sujeto-objeto asigna otro papel al sujeto: este no es el espíritu, sino la conciencia frag-

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mentada con la que los hombres viven e interpretan su mundo social al tiempo que lo reproducen. Dicha conciencia interioriza las estructuras de ese mundo, pero no en el sentido de Hegel, pues ella aparece ahora con un papel subordinado. De tal manera que la enajenación no es para Marx equivalente a la objetivación, pues el movimiento de alienación debe entenderse más bien en sentido contrario al que concibió Hegel: no es el espíritu el que constituye el mundo objetivo enajenándose en él para recuperarse luego como sujeto, sino ese mismo mundo el que se reproduce a través de la conciencia, en cuanto esta interioriza sus leyes quedando así sometida a la lógica de las cosas. La cosificación o reificación (Verdinglichung), en la que insistirán Luckács y Adorno siguiendo a Marx —y también, en cierto sentido, a Max Weber— significa que la conciencia no es dueña de sí misma, en tanto su actividad repite miméticamente el movimiento de los objetos que se le impone. Si entendemos «objetivación» en el sentido que este término puede tener para Marx, como actividad del sujeto que vuelca su energía en el objeto (a través del trabajo que lo produce, en el conocimiento que lo capta, etc.), resulta entonces —a diferencia de lo que dice Hegel— que la reapropiación de aquella energía subjetiva que había sido «puesta» en el objeto extraño significa la supresión del «extrañamiento» (Entfremdung: extrañamiento o alienación), pero en ningún caso de la objetividad como tal; por lo tanto, no toda objetivación es necesariamente alienante, aunque sí lo es cuando la relación con el objeto pone al individuo en un estado de subordinación, es decir: cuando no rescata su energía subjetiva después de haberla puesto en el objeto, de modo que no vuelve a sí como sujeto, sino que queda reificado o cosificado en aquel41. Los Manuscritos del 1844, que Marx escribe con la finalidad de aclarar sus ideas al respecto, abordan este asunto de manera reiterativa, distinguiendo entre la enajenación respecto del producto del trabajo, que se alza ante el obrero como un poder extraño e independiente, y el extrañamiento respecto de la propia actividad42. En relación con esta última forma de enajenación, hay que decir que todavía el artesano independiente puede reconocer su propia actividad productiva —la que le distingue como sujeto— en el objeto que crea y que en principio le pertenece. Pero el desarrollo histórico convierte su trabajo en algo anecdótico en el conjunto del sistema productivo. En el capitalismo, en particular, en cuanto todo lo convierte en mercancía, incluyendo el trabajo del obrero y el tiempo du41 El movimiento de enajenación se ajusta en Hegel al siguiente esquema: sujeto-objeto-sujeto (el espíritu retorna a sí a través del objeto en el que se enajena); en Marx, por el contrario, el esquema sería: objeto-sujeto-objeto (el mundo social objetivo se sostiene a través de la conciencia que lo interioriza y facilita su reproducción). 42 Manuscritos: economía y filosofía, Primer Manuscrito, XXXII-XXXIII, págs. 103-110.

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rante el cual lo desempeña, el trabajador asalariado no es dueño del material al que se aplica en su tarea productiva, ni de los productos que resultan de ella, ni siquiera de su propia actividad durante el tiempo por el que vende su fuerza de trabajo, a lo largo del cual —como se dice en El capital— realiza un «trabajo abstracto»43. Aun cuando el trabajo es la categoría antropológica central, la que distingue al hombre del animal, ocurre que el tiempo empleado en él (lo específicamente humano) es precisamente aquel que el trabajador se ve obligado a enajenar perdiendo con ello su libertad, de modo que únicamente es libre cuando le pertenece su tiempo, el cual sin embargo solo puede emplearlo para realizar sus funciones animales con las que reponer aquella energía; pero esta a su vez tiene que venderla para obtener el salario que le permite su supervivencia animal... Esto es lo que ocurre de forma generalizada cuando el trabajo promueve ese círculo de opresión y es utilizado por el poder social dominante como un medio de explotación. La alienación, por lo tanto, es el estado del individuo cuya subjetividad es anulada en cuanto queda fijada al modo de ser de las cosas a las que se subordina: la actividad del hombre pierde así el sentido de su propia iniciativa, pues queda supeditada a la ley del objeto. Esta cosificación, por cierto, ya había sido indicada por Hegel en el capítulo sobre la dialéctica del señor y el siervo de la Fenomenología, donde explicaba —según vimos— cómo el trabajador experimenta la dureza del trato con las cosas al verse obligado a ajustar su actividad a la inhumana ley que ellas le imponen, mientras que el señor, por su parte, nunca despliega su actividad en función de las cosas, sino que utiliza al siervo y a su trabajo para eludir la dureza de aquella experiencia, limitando así su trato con ellas al placer de su consumo. Pero la emancipación del trabajador no la concibe Marx como un proceso que tenga lugar primariamente en su conciencia, pues la superación de su forma reificada solo la considera posible mediante la transformación de las formas sociales objetivas de dominio que someten al trabajador y atenazan su conciencia. De manera más general, hay que decir que el capitalismo se caracteriza por reducir el trabajo asalariado a mercancía, generando así un tipo de sociedad en la que la lógica que gobierna las relaciones interhumanas tiende a comprender estas como relaciones entre cosas. Y recordemos lo que dirá Marx en los Grundrisse y luego en El capital a propósito del trabajo, a saber: que se trata también de una mercancía, pero de una mercancía única y diferente de todas las demás, pues lo que vende el obrero es su fuerza de

43

El capital, I, pág. 39.

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trabajo, que el capitalista usará para crear plusvalía44. Por eso, el capital es trabajo pasado objetivado; es una relación y no una cosa. Pero la cosificación se encuentra en la esencia misma de este modo de organización de la vida social y se presenta en él con diversos matices: hace perder al hombre el sentido humano de su propia actividad como sujeto, en cuanto esta queda fijada en el objeto producido (la actividad queda reificada); induce a comprender las relaciones interhumanas como si se tratase de relaciones entre cosas (así, por ejemplo, en el «fetichismo de la mercancía»); a través de la explotación del trabajo convierte al obrero en objeto o instrumento (en términos kantianos, es tratado como un medio y no como un fin en sí mismo). Pero al tiempo que reifica la actividad humana, tiende a ocultar ese proceso y a generar la ilusión de que el valor de las cosas producidas por el trabajo les pertenece a estas, como si se tratara de una cualidad natural suya. A esto último se refiere Marx en el famoso pasaje sobre «El fetichismo de la mercancía» del tomo I de El capital, a propósito del valor de la mercancía, que no es su valor de uso, sino ese otro que tiene una forma social, que es su valor de cambio. Pero esta forma social que parece poseer la mercancía en cuanto tiene un valor se presenta en ella generando la ilusión de que es una misteriosa cualidad suya que le pertenece por naturaleza, del mismo modo que decimos que tiene un peso u ocupa un espacio. Frente a esa ilusión, Marx señala que tan pronto como el producto del trabajo humano adopta la forma de mercancía, el valor de esta no es sino la expresión de la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción, medida por el tiempo empleado en la misma; y en la forma social impresa en ella —en cuanto toda mercancía es objeto de intercambio— se expresan en realidad las relaciones en que se encuentran los productores entre sí debido a la función social de sus trabajos45. Pero la dinámica del sistema genera —como ocurre en el fetichismo— la ilusión fantasmagórica que lleva a atribuir las cualidades propias de la actividad humana a las cosas en que dicha actividad se encarna y que la representan: Lo que aquí reviste, a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales no es más que una relación social concreta establecida entre los mismos hombres. Por eso, si queremos encontrar una analogía a este fenómeno, tenemos que remontarnos a las regiones nebulosas del mundo de la religión, donde los productos de la mente humana semejan seres dotados de vida propia, de existencia independiente, y relacionados entre sí y con los hombres. 44 45

Ob. cit., I, págs. 356, 447 y 453. Ob. cit., I, pág. 37.

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Así acontece en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del hombre46.

Pero el fenómeno de la alienación, que en el capitalismo adopta ese sentido cosificador de las relaciones interhumanas analizado por Marx, tiene un alcance que desborda el ámbito ligado al trabajo y a la producción económica. En realidad, la alienación comporta siempre una cierta proyección de la actividad humana sobre las cosas que no retorna al sujeto, sino que queda de algún modo prendida en ellas. Su raíz última se halla en el modo de organizar las relaciones económicas, pero la enajenación del trabajador (de su actividad y de los productos de esta a cambio de un salario) afecta al conjunto de su existencia, pues en cierto modo su vida deja de pertenecerle: sus ideas, los valores que le guían o los fines que persigue su conciencia no solo escapan al control de esta, sino que se vuelven contra ella como si tuvieran vida propia. Pero esa «vida» ajena e impersonal que parece apoderarse de la conciencia y sustituir la posible iniciativa de esta es descubierta por Marx como aquella que alienta la reproducción del sistema social en su conjunto en cuanto ideología dominante que no solo lo sostiene, justifica y legitima, sino que coloniza además la conciencia de los individuos. Así, por ejemplo, las representaciones religiosas se refieren a entidades que aparecen ante la conciencia de los hombres como si tuvieran existencia propia e independiente. En este sentido, ya Feuerbach recurrió al mecanismo psicológico de la proyección —del que luego hará uso igualmente Freud— para explicar cómo los hombres se representan al dios cristiano a partir de una oscura intuición acerca de la esencia cumplida de la humanidad, invirtiendo así el orden de lo real. Pero Marx no se contenta con señalar que el secreto de la teología es la antropología, sino que apunta además a la base social que promueve esa visión invertida: Para una sociedad de productores de mercancías, cuyo régimen social de producción consiste en comportarse respecto de sus productos como mercancías, es decir como valores, y en relacionar sus trabajos privados, revestidos de esta forma material, como modalidades del mismo trabajo humano, la forma de religión más adecuada es, indudablemente, el cristianismo, con su culto del hombre abstracto, sobre todo en su modalidad burguesa, bajo la forma del protestantismo, deísmo, etc. (...) El reflejo religioso del mundo real solo podrá desaparecer por siempre cuando las condiciones de la vida diaria, laboriosa y activa, representen para los hombres relaciones claras y racionales entre sí y respecto de la naturaleza. La forma del proceso social de vida, o lo que es lo mismo, del proceso material de producción, solo se despojará de su halo místico 46

Ob. cit., I, pág. 38.

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cuando ese proceso sea obra de hombres libremente socializados y puesta bajo su mando consciente y racional47.

Por lo tanto, el hombre decora el cielo de su invención con los mimbres que entretejen la realidad de la vida social, cuya trama se reproduce además sin la intervención consciente de los hombres y mediante mecanismos que ocultan a estos el verdadero significado de la totalidad social a la que sirven. La «falsa conciencia» es un producto sobre todo del sistema social: en efecto, tanto en el terreno práctico de la moral o de la política como también en el plano teórico de la religión o de la discusión filosófica, el carácter ideológico de las representaciones de la conciencia significa que esta no se pertenece a sí misma, pero no solo por las limitaciones de la naturaleza humana considerada en abstracto, sino por la mecánica de un sistema social que propicia esa forma falsa de la conciencia y la refuerza. Y esta forma de enajenación es lo que pone de manifiesto Marx con su teoría de las ideologías: en efecto, la distorsión que estas suponen en relación con una comprensión ideal de la ciencia como saber objetivo se debe al momento de subjetividad derivado de la posición del individuo en la sociedad de clases e incorporado a la conciencia. En este sentido, podemos decir que el tema de la falsa conciencia significaba para Hegel la parcialidad o unilateralidad con que esta necesariamente acoge la manifestación del espíritu, la cual no se supera del todo más que cuando ella llega a ser saber absoluto o ciencia. Pero, según eso, el significado de la conciencia finita en el plano psicológico o social deriva de su consideración en el plano ontológico. Por el contrario, Marx reinterpreta la cuestión reorientándola al plano social que asocia la conciencia a la posición del individuo en el sistema de clases, aunque también tiene en cuenta un componente psicológico inseparable del anterior. Este último, en efecto, consiste en el autoengaño del individuo, cuya falsa conciencia no se hace depender de las limitaciones supuestamente insuperables de la condición humana, como creen Nietzsche o Pareto, sino que es consecuencia de la fragmentación de la vida social interiorizada por la conciencia, es decir: de la división entre clases sociales y, a través de ella, de la escisión del individuo, incapaz de penetrar en el secreto de la dinámica total de la sociedad e incapaz igualmente de reconciliar en sí mismo su condición individual con su esencia social. Mediante la legitimación de los hechos, la ideología refuerza la alienación y se convierte así en un poderoso instrumento de reproducción social. Y su crítica por parte de Marx trata de poner de manifiesto en la ideología la sutileza de su doble sentido, en tanto es al mismo tiempo expresión y encubrimiento, manifestación y ocultación, pero no del espíritu que se hace presente en la 47

Ob. cit., I, págs. 43-4.

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conciencia, sino de los intereses materiales de los hombres y del lugar que estos ocupan en un modo de producción basado en las relaciones de dominio entre ellos. 5.7. El sujeto como categoría social y la condición del individuo Ese ocultamiento ante la conciencia de la verdadera naturaleza de los fenómenos sociales es un aspecto más de la crítica de Marx a las pretensiones del idealismo moderno con respecto al sujeto, el cual es destronado del centro en que aquel lo sitúa y comprendido más bien como un lugar de tránsito a través del cual se reproduce la dinámica de la sociedad, en relación con la cual el individuo se forja la falsa representación de ser libre. El autoengaño que acompaña a esta representación tiene un apoyo objetivo en el modo particular conforme al cual se organizan las relaciones de opresión en el modo de producción capitalista, modo que supone un refinamiento respecto de las formas tradicionales de explotación. En efecto, en las sociedades precapitalistas la explotación del trabajo descansaba en una relación de poder y de dependencia de tipo personal (el esclavo era propiedad de su amo, el campesino en la época feudal estaba ligado a la tierra de su gran señor), de modo que el «señor» tenía un poder inmediato sobre el «siervo» que le permitía apropiarse de lo producido por este. Pero en la sociedad capitalista los asalariados establecen un contrato que les hace ser formalmente libres, sin que haya además un poder externo que los fuerce a realizar ese pacto; es decir, no existe una relación de poder de tipo personal, lo cual induce en la conciencia social —y no solo en la del trabajador— la falsa creencia de que este modo de producción se basa en la libertad48. Y es que en la sociedad burguesa todas las contradicciones aparecen como borradas en las relaciones de intercambio, pues los individuos se presentan como quienes intercambian en un plano de aparente libertad e igualdad, creándose así la imagen ficticia de que la función social de unos y otros es de naturaleza equivalente. Pero la libertad y la igualdad —dice Marx en los Grundrisse— son idealizaciones del intercambio, de modo que bajo esa apariencia la realidad de la sociedad burguesa es la coerción del individuo49. Y desenmascarar dicha ilusión se hace especialmente difícil en el capitalismo más avanzado, pues este recurre a mecanismos de dominio más sutiles, como la propaganda de masas y la indus48 Véase Michael Heinrich, Kritik der politischen Ökonomie, Stuttgart, Schmetterling Verlag, 2005, pág. 13. 49 Grundrisse, I, págs. 179-86.

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tria cultural, que contribuyen a reforzar la apariencia de una libertad universal50, aunque en lo esencial no alteran la lógica del sistema ya denunciada por Marx: el capitalismo todo lo convierte en mercancía. En términos generales, y más allá del vínculo que se crea en el trabajo, hay que decir que la sociedad burguesa promueve una idea del sujeto según la cual este es concebido en abstracto e ilusoriamente como un ser libre y capaz de imprimir un sentido propio y original a sus actos. Y se trata además de un sujeto que pretende hacer valer ante todo su condición como individuo. Pero en el intercambio con la naturaleza y en su medio social (ese «metabolismo material y espiritual», como dice Marx), el individuo no puede dominar sus propias relaciones. En rigor, el nexo entre los individuos, así como el individuo mismo, son productos históricos, de tal manera que el proceso que ha conducido a un determinado nexo entre unos y otros es el mismo que ha producido al individuo como tal51. Y, concretamente, la promoción moderna de los valores del individualismo (la libre iniciativa del individuo en el sentido de la libre empresa, su sacralización por parte de la Reforma protestante, la proclamación solemne de los derechos y libertades del individuo en las revoluciones democráticas que siguen el modelo de la Revolución francesa, etc.) es para Marx una expresión más de la irrupción del homo oeconomicus en el seno de la sociedad burguesa, cuyo modo de producción exige justamente la promoción de los valores del individuo tal como estos se desarrollan en la modernidad. El individuo cree falsamente que la iniciativa de su acción arranca en él, y lo cree porque en el sistema de división social que lo escinde interiormente y lo enfrenta a los otros, su conciencia no es capaz de sobreponerse a los mecanismos que la controlan e inducen en ella la ilusión de la libertad. En este sentido, señala Marx que el individuo es un producto social: No solo el material de mi actividad (...) me es dado como producto social, sino que mi propia existencia es actividad social (...). Hay que evitar ante todo el hacer de nuevo de la «sociedad» una abstracción frente al individuo. El individuo es el ser social. Su exteriorización vital (...) es así una exteriorización y afirmación de la vida social. La vida individual y la vida genérica del hombre no son distintas (...). El hombre así, por más que sea un individuo particular (y justamente es su particularidad la que hace de él un individuo y un ser social individual real), es, en la misma medida, la totalidad52.

50 Sobre esto, los miembros de la primera Escuela de Frankfurt han escrito páginas de gran lucidez. 51 Grundrisse, I, págs. 89-90. 52 Manuscritos: economía y filosofía, Tercer manuscrito, VI, págs. 146-7.

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No hay, por lo tanto, individuos u hombres en abstracto, como creen «las robinsonadas dieciochescas», pues el punto de partida es siempre la existencia de individuos que pertenecen a un sistema de producción. Y, en ese sentido, el hombre no solo es un animal social, sino un animal que solo puede individualizarse en la sociedad53. Lo social, por su parte, visto desde esta perspectiva de los individuos ya siempre implicados en un sistema determinado de producción, es un vínculo de dependencia mutua y generalizada entre ellos, nexo que en el capitalismo se expresa en la existencia aparentemente separada del valor de cambio —cuya expresión física es el dinero—, en la cual el carácter social de la actividad, la forma social del producto y la participación del individuo en la producción se presentan como algo ajeno y con el carácter de cosa frente a los individuos54. El fetichismo que resulta de ahí tiene su base en la organización de las relaciones de producción e intercambio55, a cuya fuerza determinante no puede sustraerse el individuo. Por eso, tiene sentido la afirmación de que «el sujeto es la sociedad»56, ya que no lo es el individuo considerado aisladamente o en abstracto. Así pues, la oposición individuo-sociedad es una falsa oposición, en la medida en que el individuo, con los valores e ideas que sostiene y la manera de entenderse a sí mismo (incluso cuando se siente falso en la relación con los otros y busca «su verdad» en el aislamiento), es él mismo una forma social concreta, expresiva de lo que es en esencia esa sociedad en la que vive. Y el individualismo —podríamos decir— es la ideología específica que refuerza el papel estelar asignado al individuo en la sociedad moderna. Pero la modernidad para Marx es ante todo la forma cultural y de organización social que el capitalismo ha traído consigo, el cual se desarrolla justamente a través de un proceso de división social y de fragmentación en clases que dota de un protagonismo especial a los individuos, en cuanto les concede la iniciativa de la acción con la que creyendo servir a sus propios intereses se convierten ante todo en el vehículo de reproducción de un sistema que oprime a la mayoría. Este tipo de individuo, tal como se ha desarrollado en la sociedad moderna, y en la medida en que su actividad está regida por intereses que compiten con los de los demás, crea para sí la falsa conciencia de que su realidad como tal individuo solo se sostiene sobre la base insuperable de su eterna oposición con los otros y con las formas objetivas de la vida social. La moral burguesa crea así la imagen de que la esfera del individuo es un valor en sí mismo, por cuanto le atribuye una 53 54 55 56

Grundrisse, I, págs. 3-4. Ob. cit., I, págs. 72 y 84. Ob. cit., I, pág. 89. Ob. cit., I, pág. 22.

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nueva realidad original e irreductible. Y esa imagen responde a una cierta verdad, por mucho que esta solo llegue a hacerse patente a través de los conflictos históricos: la del individuo enfrentado a su condición particular. Ahora bien, sobre este punto conviene aclarar, en contra de ciertas interpretaciones, que Marx no rechaza la noción ni el valor del individuo como tal, sobre el cual podemos decir que se trata sin duda de una conquista de la vida que en nuestra especie ha adquirido un peso especial en la medida en que la autoconciencia nos permite albergar una comprensión singularizada de nuestro destino. Y esa conquista de la especie adquiere un grado de madurez en la cultura moderna —en cuanto subproducto del capitalismo—, especialmente sensible hacia la esfera de la vida individual, como se pone de manifiesto en los nuevos géneros literarios (la novela, la biografía, etc.) que cantan las hazañas del individuo. Lo que Marx pone en cuestión es, por una parte, el peso que la filosofía de la historia suele atribuir al individuo, siendo este como es un producto social, cuya mayor grandeza acaso estriba —como sugirió Hegel a propósito de los héroes de la historia: Alejandro, César, Napoleón— en la capacidad para reflejar en su propia vida lo más esencial de las fuerzas históricas de su tiempo, en tanto estas se entrecruzan y alcanzan de algún modo una síntesis feliz en su persona. Pero el individuo no puede trascender a su época, pues —como dice Marx— los hombres no pueden plantearse fines que estén fuera del marco histórico en el que viven: los fines que se proponen surgen de las expectativas producidas en el contexto de luchas que delimitan el desarrollo de su vida y solo alcanzan a hacerse conscientes cuando dicha trama ha alcanzado una cierta madurez. Y, por otro lado, y ante todo, Marx pone en cuestión la noción del individuo que populariza la moral burguesa, que no solo propone como modelo un tipo de existencia al que la mayoría no tiene acceso —e ignorando la base material en la que dicho modelo se sostiene—, sino además en cuanto dicha moral ve su existencia como tal individuo en contradicción con su ser social, hasta el punto de que para ella el desarrollo de la individualidad se produce a costa de su arraigo social. Pero esto, como hemos visto, constituye una visión errónea, pues abstrae y mantiene separados dos aspectos de una misma y única realidad: en efecto, el individuo es el ser social (y no su opuesto), en el sentido de que las actitudes que lo definen, sus costumbres, su forma de trabajar y de relacionarse con los demás, sus ideas, e incluso sus impulsos solitarios, están hechos de una sustancia que es social, aunque naturalmente ha de sostenerse en la base biológica que nos define como miembros singulares de la especie y capaces de una acción propia. Así, en los Grundrisse leemos: En el sistema de cambio desarrollado (...) los individuos parecen independientes (...), parecen libres de enfrentarse unos a otros y de inter-

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cambiar en esta libertad. Pero pueden aparecer como tales solo ante quien se abstrae de las condiciones de existencia bajo las cuales estos individuos entran en contacto (estas condiciones son a su vez independientes de los individuos...)57.

En este sentido, Marx es más profundo que las doctrinas sobre el individuo que se han formulado en la modernidad. A este respecto, Tzvetan Todorov58, reflexionando sobre dichas doctrinas, se ha referido a las «tradiciones antisociales» para designar a aquel modo de pensar que pone en cuestión la realidad sustantiva de lo social, distinguiendo dentro de ellas entre una «concepción moralista» y otra «inmoralista». La primera (Montaigne, Pascal y los moralistas franceses en general) considera que la realidad fáctica del hombre es su vida social (esa es siempre la situación de partida), en la que imperan fatalmente la vanidad y la dependencia, pero que el ideal del hombre es la conquista de la autosuficiencia y la soledad, pues esta constituiría en realidad la verdad de nuestra naturaleza. Por su parte, y a diferencia de aquella, la «concepción inmoralista» (la que proviene de Maquiavelo y Hobbes y se desarrolla en varias direcciones), que es la dominante, invierte en cierto modo el enfoque anterior y sostiene que el hombre es ante todo un individuo egoísta e interesado que rivaliza con los otros, de modo que su tendencia natural se encuentra en un conflicto insuperable con lo que la sociedad y la moral le imponen (la necesidad de convivir), a partir de lo cual caben entonces dos posibilidades: o bien combatir esa naturaleza imponiendo el aprendizaje de la reciprocidad (Hobbes, La Rochefoucauld, Kant), o bien glorificar esa tendencia individualista (Helvetius, Diderot, Sade, Nietzsche). Pero lo importante es que en ambas «tradiciones antisociales», y a pesar de las importantes diferencias que las separan, se coloca siempre la verdad del individuo fuera de la sociedad, sin entender —como diría Marx— que tanto las aspiraciones del individuo o la vanidad que pueda impulsarle, como también lo que este encuentra a su alrededor en forma de costumbres arraigadas, relaciones de dependencia, competencia por adquirir jerarquía, etc., son formas de la sociedad que obedecen además a un desarrollo histórico59. Pero Marx va más lejos y señala que si en la cultura moderna predomina esa visión individualista, ello se debe a que dicha cultura no hace sino expresar en el terreno filosófico y 57

Ob. cit., I, págs. 91-2. Tzvetan Todorov, La vida en común. Ensayo de antropología general, trad. de Héctor Subirats, Madrid, Taurus, 1995, págs. 17 y sigs. 59 Esto es lo que acredita con contundencia Norbert Elias en las «investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas» que dan contenido a su libro El proceso de civilización, trad. de Ramón García Cotarelo, México, F.C.E., 1987; así como en La sociedad de los individuos, trad. de J. Antonio Alemany, Barcelona, Península, 1990, entre otros libros suyos. 58

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de los valores la contradicción que atraviesa a la sociedad burguesa, cuya armonía se alimenta del conflicto entre los intereses individuales (recuérdese el significado de la «insociable sociabilidad» de Kant, o de la fábula de las abejas de Mandeville, o de la «mano invisible» de Adam Smith, etc.). El propio Todorov, en el ensayo que comentamos, opone a esas «tradiciones antisociales» aquella otra línea de pensamiento que ve la sustancia de lo social en la necesidad de reconocimiento, o sea, de ser considerado por los otros60. Y encuentra el origen de ese principio en la «necesidad de consideración» de la que habla Rousseau en el segundo de sus Discursos, aunque adopta otras modalidades —según nos dice— en la obra de Adam Smith o en la de Hegel. La «necesidad de consideración» concibe la realidad propia de lo social, y lo hace además de un modo diferente al que encontramos entre los antiguos cuando estos hablan de «la naturaleza social del hombre». Pues, en efecto, cuando Aristóteles usa este concepto se está refiriendo a lo social como algo sin lo cual nuestra naturaleza está incompleta: la sociedad para él constituye el medio natural del hombre, lo que completa nuestra naturaleza, pero para él eso no quiere decir que los otros individuos, y en tanto que tales, asuman una función específica en relación conmigo. Por el contrario, la irrupción del individuo como valor en la mentalidad moderna significa que yo soy siempre el otro de los otros, de modo que el individuo diferenciado es un momento constitutivo de la vida social, y eso justamente —según señala Todorov— es lo que recoge la «necesidad de consideración o reconocimiento», noción mediante la cual la sociedad se concibe como algo inseparable de la dialéctica del mirar y el ser mirado. Pero Todorov concibe el asunto en términos idealistas, y eso explica que en su estudio no se refiera a Marx: analiza esa necesidad de ser considerado en Rousseau (donde la necesidad de atraer la mirada de los otros se distingue tanto del «amour de soi» como del «amour prope»), y prolonga su reflexión con apelaciones a Adam Smith (con su referencia a la importancia de mirarnos a través de la mirada de los otros, que le lleva a la noción de «el otro abstracto internalizado» o «espectador imparcial» que habita en nuestro interior como imagen ideal de todos nosotros) y a Georg Herbert Mead (con su noción de «el otro generalizado»). Pero a eso es a lo que se refiere de manera más profunda y precisa Hegel cuando discute «la lucha por el reconocimiento» en el famoso pasaje de la Fenomenología, llevando el enfoque idealista a su más elevada expresión, con la ventaja a favor de Hegel de que comprende además el carácter dialéctico de ese conflicto que está en la base de la conciencia moderna: la autoconciencia del individuo solo es posible a través de su relación con los otros, a los cuales se 60

Tzvetan Todorov, ob. cit., págs. 115 y sigs.

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opone sin embargo en cuanto les reclama su reconocimiento, de tal manera que el yo es siempre el yo-otro, el otro de los otros, pero como un yo atravesado internamente por la división que le separa de los demás. Pero Marx diría que la «necesidad de consideración» no es tanto lo que nos permite comprender la naturaleza de lo social tomado de manera intemporal, cuanto más bien el modo en que la conciencia moderna —a partir de la irrupción del individuo como valor en la sociedad burguesa— se representa ese vínculo: en efecto, por una parte, esa lucha por el reconocimiento expresa de manera especulativa las aspiraciones del individuo en la sociedad burguesa, y, por otro lado, el idealismo interpreta dicha necesidad de reconocimiento como algo que se cumple en el plano de la conciencia. Pues bien, el proletariado representa para Marx al hombre no reconocido por antonomasia, pero su «lucha por el reconocimiento» no es algo que se desenvuelva primariamente en el plano de la relación entre las conciencias, sino que exige, antes que una modificación de estas, una transformación de la sociedad capitalista. De modo que la emancipación del individuo y su «necesidad de consideración» solo puede cumplirse realmente con la desaparición de las clases sociales. Por eso, para Marx, la emancipación del individuo no quiere decir la afirmación de su particularidad separada y conquistada a costa de los otros: «La relación del hombre consigo mismo únicamente es para él objetiva y real a través de su relación con los otros hombres»61. Por lo tanto, el individuo nunca es más claramente una criatura social que cuando busca su identidad al margen del trato con los demás, creyendo que al verdadero yo solo en la soledad se le encuentra, pues ese impulso suyo al aislamiento es un reflejo en su conciencia del proceso de diferenciación e individuación de la sociedad moderna62. Y esto significa que el ser individual no es nada distinto del ser social, y que la apariencia contraria se debe a que el capitalismo hace competir a los hombres entre sí, creando en ellos la falsa conciencia de que su ser individual está en contradicción con su esencia social. Por eso, Marx insistirá en que el individuo, en la sociedad de clases, en cuanto está enfrentado a los otros e interioriza dicha oposición en su conciencia, no se reconcilia con su esencia social, respecto de la cual se mantiene en una cierta enajenación o extrañamiento, de tal modo que —vista la cuestión desde esta perspectiva— la emancipación del hombre respecto de las relaciones de dominio constituye para él al mismo tiempo el proceso de realización de su esencia genérica (Gattungswesen, según la expresión empleada en los Manuscritos de París de 1844) o esencia común (Gemeinwesen, 61 62

Manuscritos: economía y filosofía, Primer manuscrito, XXV, pág. 115. Norbert Elias, La sociedad de los individuos, sobre todo págs. 136-9 y 164-6.

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según el término usado en La ideología alemana), pues lo que le distingue como ser humano es precisamente lo que comparte con todos los demás individuos y no lo que le enfrenta a ellos. Algunas interpretaciones, como por ejemplo la que se extiende en la tradición liberal o en el existencialismo, han creído encontrar en la obra de Marx un cierto olvido del individuo singular por su atención preferente a los grandes procesos histórico-sociales, cuyos protagonistas —como en las películas de Eisenstein— son las masas o las clases sociales, en las cuales se pierde el rostro del individuo63. En ese contexto, la preocupación por el individuo tomado aisladamente, ha sido considerada por muchos marxistas como una expresión típica del individualismo burgués, ya sea en su versión político-liberal o en la que enfatiza el sentido trágico de la existencia. Y es verdad que Marx escribió que el individuo es el conjunto de las relaciones sociales64, pero la comprensión de su ser social no significa desprecio alguno del individuo, que es en definitiva el destinatario último del proyecto de emancipación. Sobre esto último, y en contra de las interpretaciones señaladas, hay que decir que la que ha desarrollado el historiador de las ideas Louis Dumont curiosamente se ha orientado más bien en sentido opuesto, hasta el punto de considerar que el pensamiento de Marx representa el momento de máxima penetración y expansión de la ideología individualista. En efecto, en Homo aequalis65, Dumont asocia el individualismo, al que considera el principio axial de la modernidad, con la aparición gradual de «lo económico» como objeto autónomo en la vida social y categoría fundamental de la ideología moderna, de modo que aquel individualismo culmina en la visión del homo oeconomicus. Lo que se propone estudiar es la relación que existe entre la visión económica de los fenómenos sociales y la ideología global del mundo moderno, y encuentra que esa visión económica está profundamente enraizada en la constitución mental del hombre moderno. Y el mayor exponente de esa mentalidad es la consideración de la economía como la ciencia más característicamente moderna de entre las que se ocupan de los fenómenos humanos. Ahora bien, desde una amplia perspectiva histórica, la emergencia del punto de vista económico hasta llegar a delimitar un dominio separado es algo relativamente reciente y el resultado ade63

De todos modos, hay que llamar la atención sobre la polisemia del término «individualismo». Así, por ejemplo, en uno de sus muchos sentidos y en contra de lo que acabamos de decir, el individuo no se opone a la masa, pues esta no es sino la suma indiferenciada de los individuos en cuanto átomos sociales. 64 Tesis sobre Feuerbach, Tesis VI, pág. 427. 65 Louis Dumont, Homo aequalis I. Genèse et épanouissement de l’idéologie économique, París, Gallimard, 1977.

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más de un proceso que ha atravesado varias etapas: Quesnay y los fisiócratas, Locke, Mandeville y Adam Smith son los nombres que Dumont asocia a las fases a través de las cuales el punto de vista económico primero se hace consistente y luego se emancipa sucesivamente del enfoque político y del punto de vista moral, hasta constituir una disciplina científica con su propio estatuto independiente, para la cual la relación del hombre con las cosas pasa a tener primacía sobre la relación interhumana. Pero en paralelo a ese proceso se abre camino el reconocimiento del hombre como agente creador de riqueza: es el trabajo del individuo el que crea el valor, como ya sostiene Adam Smith con su idea del valor-trabajo (aunque él aún no reconoce la importancia de la plusvalía). Pero el hombre creador de riqueza es propiamente el individuo, el que ha entronizado la propiedad privada en el lugar que antes ocupaba la subordinación al todo social y el que —según la idea que ya habían adelantado Locke y Mandeville y ahora hace suya Adam Smith— paradójicamente promueve de manera inconsciente el bien común mientras trabaja egoístamente en favor de sus propios intereses particulares. Pues bien, según Dumont, el nacimiento de «lo económico» y el ascenso del individuo moderno son aspectos solidarios66. Y fue Marx quien llevó la «ideología económica» a su punto máximo de potencia y extensión, a su apoteosis: con él —nos dice Dumont— la consideración económica conquista la sociología, la historia y la política, y llega incluso a hacerse popular, pues para el hombre de la calle la preponderancia de los fenómenos económicos en la vida social está fuera de cuestión67. Pero ese proceso de entronización de la categoría económica, según hemos visto, es inseparable del individualismo: en efecto, según Dumont, en contra de la apariencia holista del pensamiento de Marx, con su atención a la perspectiva colectivista, su sentido es esencialmente individualista, lo cual es coherente con la prioridad asignada a «lo económico». Esta osada interpretación la funda Dumont en el significado que según él confiere Marx al tema de la emancipación: ya desde sus primeros escritos, se trata siempre —según él— de la emancipación del hombre como individuo en el sentido moderno del término, que se refiere al hombre liberado de sus cadenas y purgado de toda dependencia68. A este respecto, Dumont llama la atención sobre la crítica que dirige Marx a sus predecesores en cuanto al modo de juzgar la relación entre la 66

Ese proceso que hace de la categoría económica el centro expansivo de interpretación de todos los fenómenos humanos, característico de la modernidad, es posible —según cree Dumont— que se esté modificando en nuestra época, en la que quizá la categoría económica ceda su lugar a la categoría estética como expresión privilegiada del individualismo moderno. Véase Homo aequalis, pág. 247. 67 Ob. cit., pág. 137. 68 Ob. cit., pág. 145.

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sociedad civil y el Estado. Sobre este asunto, señala que Rousseau había tratado de combatir el individualismo mediante el recurso de sobreponer la «voluntad general» a la «voluntad de todos». Y que Hegel, por su parte, entendió el carácter contradictorio de la separación entre sociedad civil (en la que se desarrollan el egoísmo y el individualismo) y Estado (en el que se imponen el altruismo y el holismo), pero de tal manera que en su concepción la societas, o yuxtaposición de los individuos que rivalizan entre sí, es trascendida en la universitas, o totalidad que representa el Estado en su unidad y con la cualidad de persona moral en cuanto encarnación del espíritu. Es decir, en Hegel se establece una relación jerárquica entre Estado y sociedad civil del tipo englobante-englobado, aunque ciertamente el Estado englobe un elemento que le es formalmente contradictorio (se trata de una superación dialéctica). Pues bien, Marx denuncia el significado del Estado como un instrumento de legitimación y de refuerzo de la opresión ejercida por la clase dominante en la sociedad burguesa, lo cual significa una inversión del enfoque de Hegel, que veía en el Estado aquella expresión de la realidad humana en la que se superaban los conflictos interindividuales de la sociedad civil: en efecto, a diferencia de este, Marx sostiene que el sentido del Estado solo se descubre volviendo nuestra atención hacia la sociedad civil en la que se asienta. De tal modo que —por decirlo con el lenguaje de la teoría política clásica— el «ciudadano de la comunidad política», que es una persona moral y que estaba llamado a realizar la esencia genérica y verdadera del hombre, se revela en la obra de Marx como un ser abstracto y artificial cuya universalidad irreal enmascara al «individuo de la sociedad civil», independiente, egoísta y real, pero infiel a la esencia genérica del hombre. Dicho en otros términos y haciendo uso de la dialéctica de realidad y verdad, Marx critica la teoría clásica porque en ella —como recuerda Dumont citando a Marx— el hombre es reconocido como real solo en la forma del individuo egoísta, y como verdadero solo bajo la forma del ciudadano abstracto. Y si la teoría clásica quiere superar el individualismo mediante la falsa superación de aquel conflicto, Marx por su parte —según Dumont— lleva a su término la supresión de «lo político», en cuanto su sentido se diluye en el de la «emancipación humana real» propiciada por la revolución comunista, emancipación que —más allá de la «emancipación meramente política» de la que habla La cuestión judía— es la verdadera y real emancipación del hombre como individuo. Pero esto demostraría una visión individualista en Marx, pues la emancipación verdadera suprimiría la separación entre el hombre real-concreto y el verdadero-abstracto, uniendo así de nuevo la vida empírica de los hombres con su esencia universal o social, de modo que esta dejaría de ser un mero disfraz político con el que mantener viva aquella separación. Al final, la humanidad

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está toda ella contenida en cada ser humano particular, una vez que este se ha emancipado de toda alienación y de toda escisión69. Ahora bien, esta interpretación de Louis Dumont, a nuestro modo de ver, es completamente errónea y encierra además una incomprensión de fondo sobre el sentido que Marx asigna al proyecto de emancipación. De entrada hay que decir que Marx es consciente del significado que la irrupción del homo oeconomicus representa para la mentalidad moderna. Precisamente su denuncia de la cosificación propiciada por el capitalismo, que todo lo convierte en mercancía, incluida la fuerza humana de trabajo, es algo que va en la dirección de poner de manifiesto cómo este sistema de producción todo lo subordina a la lógica económica que se deriva de él, incluyendo a los hombres y a sus fines políticos. Pero eso, así como la atención que el materialismo histórico presta a la «infraestructura» de la sociedad, no quiere decir que Marx sacralice la categoría económica, pues la comprensión de su importancia para entender la vida social a lo largo de la historia no entraña necesariamente la interpretación intemporal e insuperable de los fenómenos humanos según el modelo del homo oeconomicus. Por el contrario, el proyecto marxista de emancipación pretende precisamente la consecución de un tipo de sociedad en la que las relaciones interhumanas no se comprendan como si se tratara de relaciones con las cosas. Y en la que la conciencia deje de estar subordinada a los mecanismos ciegos de una economía no planificada: se trata, por lo tanto, de conseguir que la economía esté al servicio de los fines políticos conscientes. Y, por otro lado, eso no significa de ningún modo la apoteosis del individualismo, sino su puesta en cuestión más consciente. La emancipación del individuo no significa nunca para Marx la afirmación de su particularidad separada, pues —como señala acertadamente Alain Renaut criticando el punto de vista de Dumont70— su autonomía, que es el objetivo último del ideal emancipatorio, no debe confundirse con su independencia, que alude más bien a la libertad entendida como afirmación incondicionada del individuo que se aísla en su particularidad. Lo que ocurre es que en la sociedad burguesa el individuo experimenta su condición particular como si esta estuviera en contradicción con su ser social, a partir de lo cual puede forjarse entonces ilusoriamente esa imagen proyectada de sí como individuo autosuficiente que solo entiende la libertad como independencia. Pero eso es para Marx el reflejo subjetivo y la expresión en el territorio psíquico del conflicto que atraviesa por su eje a esa sociedad, en la cual los individuos se ven obligados a competir entre sí alimentando así de paso la vivencia de que el conflicto 69

Ob. cit., pág. 154. Véase Alain Renaut, La era del individuo. Contribución a una historia de la subjetividad, trad. de Juan Antonio Nicolás, Barcelona, 1989. 70

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que los separa es insuperable. Por el contrario, el ideal de la autonomía no escinde al sujeto en un ser individual enfrentado a su ser social, pues la emancipación del individuo significa al mismo tiempo la realización en él de su esencia genérica, lo cual quiere decir que si el individuo —según vimos— es siempre un ser social, incluso cuando se concibe a sí mismo de manera antisocial, se trata ahora de que la sociedad que el individuo encarna y representa llegue a organizarse de modo que en ella el interés esencial de cada uno no se encuentre en contradicción con el interés colectivo. Por eso Marx, a diferencia de Adam Smith, no se ve obligado a recurrir a ninguna «mano invisible» para explicar el punto en el que se encuentran lo particular y lo universal en el hombre, pues frente a la tradición liberal él nunca asumió el carácter incondicional del individuo como un punto de partida, sino que sostuvo siempre —en contra del individualismo que Dumont falsamente le atribuye— la mediación recíproca de lo particular y de lo universal en el hombre. 5.8. La cuestión de la autonomía y el debate sobre el humanismo La apelación de Marx a la historia significa que este es el ámbito de lo específicamente humano, de modo que no existe para él ningún aspecto en relación con la realidad humana que pueda considerarse al margen de la historia. Pues incluso la naturaleza, según hemos visto, en cuanto entra a formar parte como objeto de la actividad productiva por la que el hombre reproduce su existencia, tiene que verse también en conexión con la historia, hasta el punto de que Marx puede concebir esta como el proceso de humanización de la naturaleza: un proceso en el que las formas de la actividad específicamente humana se van imprimiendo en aquello que inicialmente aparece como enteramente extraño al hombre e indiferente a su voluntad consciente. La historia sería así el proceso en el que la dialéctica sujeto-objeto se desenvuelve de tal modo que el sujeto, inicialmente sometido a la objetividad natural, se emancipa gradualmente de ese sometimiento convirtiendo la actividad que le constituye en conciencia, a partir de cuyo logro trata de intercalarse con una iniciativa propia en la dinámica de la naturaleza para reorientar su intercambio con ella según sus fines conscientes. La subjetividad ensancha así el espacio de su autonomía, la cual nunca llega sin embargo a ser propiamente tal, en cuanto dicha actividad del sujeto no se desprende nunca del rasgo que la constituye en su inicio: el de ser respuesta a la necesidad natural que marca originalmente su carácter. Aunque sobre esto último, Marx no fue siempre del todo claro y en algunos momentos se deja llevar por la visión utópica de una humanidad

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que vive más allá del reino de la necesidad. Así, por ejemplo, en un célebre texto de El capital, escribe: El reino de la libertad solo empieza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos (...) A medida que se desarrolla, desarrollándose con él sus necesidades, se extiende este reino de la necesidad natural, pero al mismo tiempo se extienden también las fuerzas productivas que satisfacen aquellas necesidades. La libertad, en este terreno, solo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente este su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de fuerzas y en las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana. Pero, con todo ello, siempre seguirá siendo este un reino de la necesidad. Al otro lado de sus fronteras comienza el despliegue de las fuerzas humanas que se considera como fin en sí, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo solo puede florecer tomando como base aquel reino de la necesidad71.

En este texto, Marx sigue la estela de Spinoza y Hegel, en el sentido en que este último habla de la libertad como necesidad comprendida. Es decir: para Hegel, la necesidad deriva del hecho de que hay siempre algo que se opone de forma determinante al sujeto, de modo que la libertad para él solo puede consistir en la actividad de aquel sujeto que «pone» su opuesto —en el sentido de Fichte— y sigue manteniéndose como tal en él (o sea: retorna a sí desde su ser-otro). Por eso dice que solo la razón es libre, entendiendo esta como el movimiento de la Idea que define al espíritu absoluto. Pero Marx abandona la especulación idealista de ese enfoque e interpreta la dialéctica de libertad-necesidad de tal manera que el punto de partida es siempre la necesidad, que nunca es reducida al papel secundario de representar la condición o el obstáculo a través del cual se despliega la libertad. El reino de la necesidad está definido por el trabajo y «la coacción de los fines externos», y dentro de ese reino —dice Marx— la libertad solo puede consistir en la regulación racional de aquel intercambio necesario por parte de los hombres socializados, que de ese modo toman en sus manos el control consciente de su respuesta activa a aquella coacción: a través de la necesidad, se abre camino la libertad en cuanto ensanchamiento del espacio de la conciencia que inviste a aquella respuesta con el carácter de la acción que procede de ella misma. En Hegel, la «necesidad comprendida» entraña una transformación del significado de la necesidad por cuya virtud esta se convierte en su contrario dialéctico (la libertad), que de ese modo se des71

El capital, III, pág. 759.

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cubre no como su opuesto abstracto, sino como el término que incluye y supera al mismo tiempo a su contrario. Pero eso para Marx solo puede significar el alejamiento de la necesidad, cuya imposición va perdiendo su carácter inmediato en cuanto interviene la mediación de la actividad consciente, que puede retrasar la respuesta, reorientar el sentido de esta, elegir entre posibilidades, etc. Más allá de esto, lo que pueda significar el reino de la libertad no queda claro y más bien parece una idea límite que orienta la reflexión. Sería algo así como el ideal realizado de la autonomía del sujeto. Ahora bien, esa humanización de la naturaleza, que se corresponde con lo que Hegel consideraba el retorno a sí del espíritu desde su enajenación natural, es para Marx el proceso de desarrollo de la conciencia humana y, en ese sentido, el del devenir del espíritu, que es en todo caso una creación del esfuerzo histórico del hombre: la humanización de la naturaleza es así el proceso histórico de emancipación de todas las formas de alienación de la conciencia a través del cual esta es cada vez menos heterónoma. Pero la naturaleza que trata de humanizar para hacerla transparente a su conciencia o, al menos, para someterla a su voluntad, es también —según vimos— la que se presenta en las formas «inertes» de la vida social que someten a los individuos y que constituyen una especie de segunda naturaleza. Pues es finalmente esta la que vence al hombre cuando su forma de ser heterogénea respecto de los fines conscientes de los individuos se impone a estos mediante una configuración de la sociedad que los somete a la inercia de las leyes económicas y a una organización de las relaciones entre ellos que escapa a todo control de su voluntad. En la sociedad de clases, y como consecuencia del conflicto más o menos abierto o soterrado que se produce entre estas, no existe un interés unificado que pueda guiar conscientemente el esfuerzo colectivo del hombre y planificar su actividad productiva, sino una lucha entre intereses y fuerzas cuya resultante se traduce en el ciego y heterónomo devenir histórico, tal como este ha sido hasta el presente. De acuerdo con Marx, por lo tanto, las leyes que regulan la vida social en una economía no planificada se presentan como si fueran leyes naturales, en cuanto escapan al control de la voluntad consciente. La llamada «crítica de la economía política» es precisamente el esfuerzo de Marx por hacer ver el carácter histórico y, por ende, transitorio, del capitalismo, cuyas leyes económicas fueron interpretadas por los autores clásicos como si representaran la forma insuperable finalmente alcanzada de organización de la producción y del intercambio, correspondiente a lo que ellos juzgan el modo de ser intemporal de la naturaleza humana. Pero ya hemos visto lo problemático de esta última noción, y, por otra parte, la existencia de clases sociales y la explotación del trabajo descarta que la sociedad capitalista sea a los ojos de Marx la forma más elevada de organización de la vida social.

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Así pues, el sujeto, en el sentido de quien protagoniza el curso histórico hasta el presente, es la sociedad como masa de hombres fragmentada en clases y sometida a los mecanismos ciegos que —al modo de una segunda naturaleza— subyugan su conciencia. Se trata, por lo tanto, de un sujeto en el sentido impropio del término moderno, pues se revela como un mero vehículo a través del cual se reproducen las fuerzas que le someten. En este sentido, el pensamiento de Marx supone un rechazo de la tradición humanista, en cuanto esta se guía por el supuesto idealista que cuenta con un sujeto consciente y autónomo ya constituido de antemano. Por el contrario, para Marx la historia es precisamente el proceso de superación de todos aquellos obstáculos que separan al hombre de la posibilidad de llegar a ser algún día un sujeto consciente y autónomo. La autonomía del sujeto, que constituye el punto de partida del humanismo moderno, es para Marx siempre aquello que el hombre todavía no es mientras el centro de su existencia no sea la conciencia sino el conjunto de condicionantes en los que se distiende su vida enajenada. Pero esta posibilidad es para Marx real en el sentido —derivado de Hegel— que opone la realidad profunda (Wirklichkeit) a la mera existencia inmediata (Realität), pues se muestra anticipadamente delineada como posibilidad realizable en la crisis del capitalismo72. En este sentido, el humanismo incurre en la misma ilusión que ya denunció Feuerbach a propósito de la teología: proyecta la imagen idealizada del hombre a partir de la miseria del presente y la convierte en la esencia intemporal siempre ya presupuesta en él. La crítica de Marx consiste entonces en trocar las falsas ilusiones del humanismo en un proceso transformador que llegue a convertirlo algún día en la descripción del hombre real.

72

Ob. cit., I, pág. 409.

Tercera parte EL SUJETO EN CUANTO VIVIENTE Y LA CONTROVERSIA SOBRE LA VIDA DEL ESPÍRITU

Capítulo 6

El mundo del sujeto como voluntad y como representación 6.1. La experiencia metafísica o la conciencia de la voluntad La mayor parte de la filosofía moderna plantea la cuestión del sujeto desde un enfoque que comprende la relación hombre-mundo ante todo como una relación de conocimiento, cuya lógica de sujeto y objeto orienta la discusión sobre el sujeto metafísico. Esto se debe al modo en que se desarrolla desde su inicio la filosofía moderna, comprometida desde Descartes con el principio de la conciencia tomada como base fundamental en la que el saber se asegura de su verdad. La crítica de este enfoque gnoseológico de la filosofía adopta caminos diversos, uno de los cuales consiste en comprender el conocimiento como una forma de la vida en general en la cual se diluye el sujeto, a partir de lo cual la consideración independiente de la relación conciencia-mundo en términos de conocimiento se revela como una mera ilusión. La filosofía de Schopenhauer adopta esta vía de crítica hacia la filosofía del sujeto. En efecto, en El mundo como voluntad y representación1 el sujeto experimenta su pertenencia a ese principio dinámico de expansión 1 Arthur Schopenhauer, Die Welt als Wille und Vorstellung (a partir de ahora: WWV), volúmenes I-II de Sämtliche Werke (Werke in fünf Bänden), edición de Wolfgang Frhr. von Löhneysen, Suhrkamp, Fráncfort del Meno, 1986. La traducción de los textos citados es mía.

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de carácter universal, al que denomina «voluntad» y al que concibe como el fondo sombrío y único del mundo, de carácter irracional, impulsivo y originalmente ciego, que llega sin embargo a hacerse consciente de sí a través del hombre. Ese principio infinito, de clara inspiración romántica, es la realidad única que traspasa a todas las cosas, en las cuales se transfigura y expresa: es tanto la fuerza telúrica que promueve los procesos del mundo inorgánico como el tumulto que impulsa la sorda agitación de la vida; se presenta tanto en las reacciones químicas como en el instinto animal, en el impulso sexual o en la voluntad consciente del hombre. En cuanto potencia universal e infinita, la voluntad se manifiesta como un querer que está en todo y que en todas partes quiere o tiende a algo; solo la voluntad misma considerada como tal no tiende a nada, pues nada quiere sino a sí misma. Por lo tanto, carece de sentido y de fin, y su impulso alógico y ciego es completamente ajeno al lenguaje de los valores. La maestría de Schopenhauer consiste en mostrarnos las metamorfosis de esa potencia infinita que se escinde y devora a sí misma en todas las criaturas, como hace Saturno con sus hijos. También en los hombres, en los conflictos entre ellos y en el desgarro interior de cada uno se encuentra únicamente esa única fuerza universal, que es enteramente indiferente a los desvelos, propósitos o ideales humanos: una misma cosa son la víctima y su verdugo, la razón autoconsciente y la pulsión incontrolable. Schopenhauer ve su expresión más emblemática en el cuerpo y, en concreto, en los órganos genitales, que encarnan fielmente ese afán ciego e irrefrenable: en el impulso sexual, en efecto, los individuos buscan su propia satisfacción y ponen en ello todo su empeño vital creyendo que cumplen un designio propio, pero ese impulso irresistible se revela como un mero instrumento del «genio de la especie», el cual primero se sirve de los individuos y de sus pasiones para asegurar su propia supervivencia, y luego los abandona con indiferencia a su suerte para que mueran. El filósofo llega a descubrir a la voluntad infinita detrás del disfraz que adopta en todas las cosas, en las cuales recala y se entredevora, y a verla también tras los deseos y los afanes humanos. Pero el acceso a ese terrible saber solo impropiamente se puede denominar —como hace el propio Schopenhauer— «conocimiento». En rigor, se trata de una forma singular de experiencia, de tipo existencial, a través de la cual el filósofo llega a comprender con asombro su pertenencia a eso que le envuelve, le traspasa y, en esa medida, siente también íntimamente en sí como lo que internamente le constituye. Y esa experiencia existencial le ofrece la contemplación de un espectáculo terrible, ante el cual primero se asombra y luego se aterroriza. Pues descubre que es la voluntad la que despierta una y otra vez el deseo inextinguible e insaciable, cuyo momentáneo cumplimiento se trueca en tedio y hastío convirtiendo la vida en una oscilación entre la

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tensión del deseo —que es indigencia o dolor2— y el aburrimiento mortal del hastío3. El propio Schopenhauer confiesa la inspiración oriental de esta idea, que surge en él tras la conmoción que le produjo la lectura de los Upanishads y que se convierte en un «único pensamiento» desplegado a lo largo de toda su obra principal: la voluntad primero existe de un modo ciego, luego se representa, y, por último, es capaz de renunciar a sí4. Este ciclo de la voluntad en tres momentos constituye un proceso que se sirve de la subjetividad humana para explicar en primer lugar —y debido a su capacidad representativa— el significado del conocimiento, y, más allá, el valor del arte e incluso el camino de la sabiduría que conduce a la liberación a través del ascetismo, en cuyo marco adquiere sentido la reflexión moral del hombre. Pero, renunciando a la exposición sistemática, lo que queremos subrayar es el paradójico papel que esa tragedia universal reserva a la conciencia humana5: en efecto, ese ciclo de la voluntad, definido inicialmente como un proceso cósmico en el que la conciencia se revela como algo ilusorio, atribuye a esta sin embargo una cierta centralidad, en cuanto esa conciencia es el espejo donde la voluntad se refleja como representación y es también en ella donde llega a saber de sí misma y a escapar de su propia tiranía. En efecto, según Schopenhauer, el hombre se encuentra, por un lado, como el sujeto de toda representación, lo cual le convierte en cierto modo en el centro del mundo: «el mundo es mi representación»6. Esta frase, con la que arranca su obra principal, hace del yo «el sostén del mundo», puesto que todo cuanto tiene existencia objetiva solo existe para ese sujeto siempre presupuesto a todos los objetos que conoce y entre los cuales nunca se encuentra a sí mismo porque él no se puede conocer como objeto. Pero, por otra parte, el hombre se encuentra también como parte de la voluntad infinita en la que está sumergida su individualidad, de modo que no se pertenece a sí mismo, pese a lo cual, sin embargo, él es también el centro de la realidad en un sentido bien distinto al anterior: lo es en cuanto solo a través de él puede la voluntad aplacar su incontenible afán de vivir. Pero vayamos por partes. La conciencia de sí muestra al hombre su existencia como cuerpo. Pero, según Schopenhauer, al sujeto individual le es dado el conocimiento 2

«... en esencia, toda vida es sufrimiento», WWV, § 56, vol. I, pág. 426. «En el fondo, la actividad de nuestro espíritu es el continuo esfuerzo por alejar el aburrimiento», WWV, § 57, vol. I, pág. 427. 4 Véase W. Bannour, Schopenhauer, en F. Châtelet, Historia de la Filosofía, vol. 3, Madrid, Espasa-Calpe, pág. 205. 5 Véase Alexis Philonenko, Schopenhauer. Una filosofía de la tragedia, trad. de Gemma Muñoz-Alonso, Barcelona, Anthropos, 1989. 6 WWV, § 1, vol. I, pág. 31. 3

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de su cuerpo de dos formas completamente diferentes, que constituyen dos modos distintos de conocer: «...por un lado, como representación en la intuición del entendimiento, en cuanto objeto entre objetos y sometido a las leyes de estos; pero también y al mismo tiempo de un modo muy distinto, a saber, como aquello que es inmediatamente conocido por cualquiera y que describe la palabra voluntad»7. Por lo tanto, el cuerpo propio desempeña una extraña función en la filosofía de Schopenhauer, porque es el único lugar del mundo en el que se hace inmediatamente patente que la cosa-en-sí y su apariencia fenoménica están referidos a una única y misma realidad. Pues solo debido a la relación especial y única que el individuo tiene con su propio cuerpo, este se le ofrece en esa doble mirada: conozco mi cuerpo como un objeto más de los que capta el entendimiento de acuerdo con las formas de toda representación, pero lo conozco también en su esencia como voluntad objetivada. Y esta segunda forma de conocimiento es la experiencia existencial de la que antes hablábamos, la que de manera inmediata me revela la verdad de mi naturaleza íntima y al mismo tiempo me descubre el significado del objeto que mi cuerpo es para la representación como una apariencia. Pues yo sé lo que íntimamente soy, respecto de lo cual la representación me ofrece solo una imagen en perspectiva en relación con el punto de vista del sujeto que capta objetos en el espacio y en el tiempo. Y, precisamente, todo conocimiento inmediato es representación con la única excepción del que tengo de mi propio cuerpo como voluntad objetivada. Pero es muy importante que al menos en relación con el propio cuerpo el conocimiento —aunque sea de manera excepcional— encuentre dos vías para acceder al mundo, pues a partir da ahí, y en analogía con lo que sé de mí mismo, puedo comprender el doble sentido del mundo en general como voluntad y como representación, de modo que ese doble conocimiento de nuestro cuerpo nos servirá de clave para conocer la esencia de todos los fenómenos de la naturaleza, los cuales no se nos hacen presentes por esa doble vía, sino tan solo como representaciones, pero de tal modo que bajo su apariencia como objetos, sin embargo, los juzgamos también en su esencia íntima, al igual que a nosotros mismos, como voluntad8. Ahora bien, el lugar central de ese saber de sí mismo que tiene el hombre como cuerpo no justifica en ningún caso un conocimiento de sí como sujeto. Pues, por un lado, en cuanto se representa su cuerpo, este se le presenta como un objeto singular entre otros y sometido a las mismas leyes que rigen en el mundo en cuanto representación. Pero, por 7 8

WWV, § 18, vol. I, pág. 157. WWV, § 19, vol. I, págs. 163-4.

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otro lado, considerado como voluntad objetivada, tampoco puede llegar a comprenderse realmente como sujeto en el sentido de que sea capaz de determinarse a sí mismo. En efecto, en cuanto destello de la voluntad infinita y expresión limitada de esta, el individuo no goza de autonomía alguna. Este concepto de la autonomía lo había fundado Kant en la distinción en el hombre entre la voluntad y el deseo: la primera, en efecto, es concebida por él en términos tales que la hacen susceptible de una determinación racional cuando la razón se hace práctica y funda la autonomía del hombre como sujeto racional; el deseo, en cambio, es para él una inclinación natural, es decir, una expresión de la naturaleza en el individuo que, en cuanto sometido a ella, no goza de autonomía alguna. Pero Schopenhauer borra esta distinción al mantener la equivalencia última de voluntad e inclinación, ya que ambas son concebidas por él como expresión de una misma fuerza metafísica que hace insostenible la noción de un sujeto autónomo. Este concepto responde a una ilusión, pues todo individuo es un mero vehículo de la voluntad en la naturaleza, una prolongación de esta en un cuerpo. Entre la voluntad consciente y las pasiones solo hay una diferencia de grado, y es la conciencia la que incurre en la ilusión de creerse algo así como el principio o la base de una voluntad autónoma, espejismo que se explica por nuestra incapacidad para representarnos el complejo de fuerzas que se cruzan en nuestro cuerpo constituyendo nuestra vitalidad, de cuya sorda lucha no llegamos a saber y cuya resultante final se nos impone, aunque nos engañemos posteriormente al juzgarla como la decisión libre de una voluntad consciente9. Según Schopenhauer, el hombre mismo como individuo no es más que la voluntad de vivir, es decir, el impulso (el conatus de Spinoza) de la vida que se recorta en mi cuerpo10. Y esta tesis se alza en contra de aquella idea del sujeto moderno que, desde Descartes, lo concibe en oposición a las pasiones y como un principio de actividad que se sustrae al curso del 9 Esta idea del autoengaño en el que fatalmente cae una y otra vez la conciencia había sido desarrollada ya anteriormente por La Rochefoucauld en sus célebres Reflexiones o sentencias y en las Máximas morales, aunque este pensador se refiere solo a la vertiente psicológica de la cuestión, destacando el carácter interesado de toda conducta, el autoengaño en que vive la conciencia y, en definitiva, la fragilidad de esta. Esta puesta en cuestión del sujeto es contemporánea de Descartes e inicia una línea de pensamiento que —con el precedente lejano de Agustín de Hipona— ha practicado lo que se ha llamado «la psicología del desenmascaramiento», de la que llegarán a ser maestros Nietzsche, Freud y Pareto. Schopenhauer, por su parte, contribuye a esa puesta en cuestión de la «filosofía de la conciencia» que recorre la modernidad elaborando toda una metafísica en la que se funda la crítica de lo que se presenta como la actividad racional de la conciencia. 10 La figura del cuerpo, la expresión del rostro, los gestos, las acciones, la vitalidad en general, son solo modulaciones de la voluntad de vivir.

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mundo y se afirma frente a aquellas. Schopenhauer hace imposible seguir pensando en esos términos, porque la voluntad humana es para él una prolongación de impulsos naturales que, ante la conciencia, alcanzan ilusoriamente la imagen de una orientación unitaria. Por lo tanto, el individuo volente solo es una objetivación de la voluntad cósmica en su cuerpo y, por ello, carece de una iniciativa propia que nos permita comprenderlo mediante las nociones de libertad o autonomía de la voluntad, con las cuales se caracterizaba al sujeto moderno: no es comienzo de nada, no inicia causalidad alguna. Dicho en otros términos, no es libre de querer lo que quiere, pues ese querer no se constituye originariamente en él.11 Y además, en cuanto el individuo es voluntad objetivada en un cuerpo —que la representación conoce como un objeto conforme al principium individuationis—, su acción no es sino la expresión de aquella voluntad que él es, de manera que querer y obrar son la misma cosa: «Todo acto genuino de su voluntad es a la vez también e inevitablemente un movimiento de su cuerpo»12. Es decir: no hay una decisión que se pueda considerar en un espacio de deliberación subjetiva que preceda a la ejecución, lo cual nos devolvería a la imagen clásica de un sujeto como causa de su acción. Por el contrario, el individuo es la acción de un cuerpo en la que se hace patente un gesto singular de la voluntad infinita. La volición en él no es algo previo ni diferente a su cuerpo y a las acciones de este.

6.2. El espejo del mundo: el sujeto de la representación Ahora bien, aunque el sujeto parece disolverse en el mundo en el que está inmerso cuando lo consideramos como voluntad objetivada, revelándosenos entonces la pretensión de ser sujeto como una falsa apariencia, la cuestión se plantea de modo muy distinto si nos referimos al sujeto de la representación. El mundo como representación sí tiene un sujeto, el cual se presenta necesariamente en contraposición a todos los objetos. El sujeto es entonces la condición de posibilidad de todos los fenómenos. Es cierto que Schopenhauer modifica enteramente el sentido que Kant asignó a la distinción entre el fenómeno y la cosa-en-sí, convirtiendo el fenómeno en una mera ilusión, la ilusión del conocimiento representativo. La mirada del intelecto capta el mundo al precio de desvirtuarlo, pues rompe su unidad 11 Véase A. Schopenhauer, Sobre la libertad de la voluntad, texto incluido en Los dos problemas fundamentales de la ética, trad. de Pilar López de Santa María, Madrid, Siglo XXI, 1993, págs. 49-56. 12 WWV, § 18, vol. I, pág. 157.

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esencial en la infinidad de los objetos de la representación. Pero se trata de una ilusión necesaria en cuanto el mundo es también mi representación, o sea, lo que aparece como objeto a un sujeto. Dicho en otros términos: aunque en sí no hay objeto ni sujeto, en la perspectiva de la representación —que tan solo capta fenómenos adjudicándoles ilusoriamente el título de realidad sin advertir que solo se trata de apariencia— sí se presenta como ineludible la distinción sujeto-objeto, que es la primera forma y más general de la representación. De tal manera que esa «perspectiva» es en realidad necesaria, pues es la única en la cual es posible el conocimiento de objetos. El sujeto, en cambio, en cuanto sujeto del conocimiento, no es él mismo conocido, porque no es objeto de representación (la representación de uno mismo, en tanto que representación, solo nos brinda nuestro cuerpo-objeto), sino la condición de todo conocimiento de objetos. Y así como la pretensión de que el objeto exista fuera de la representación es contradictoria, de igual modo el sujeto nunca puede caer dentro de ella. Si la división de sujeto y objeto es la primera y más básica forma de la representación, la siguiente división en que se nos fragmenta el mundo cuando nos lo representamos viene dada por las formas de captar el objeto. En efecto, el mundo como representación está constituido por todos los objetos, cuyas formas a priori son el espacio, el tiempo y —como unión de estos últimos— la causalidad que determina todo lo material13. Su captación según sus formas a priori opera al mismo tiempo como principium individuationis, pues es el conocimiento el que fragmenta sin remedio en el espacio y el tiempo la realidad una e infinita en cuanto esta se ofrece a la representación. Pero estas formas a priori lo son también del sujeto, en cuanto son formas de la intuición, la cual —según Schopenhauer— es siempre intelectual14. Como se sabe, Schopenhauer modifica el significado que Kant atribuye a las facultades: para él, el entendimiento es la facultad de las intuiciones, las cuales captan intelectualmente el objeto sensible de acuerdo con las formas a priori ya mencionadas (la intuición es intelectual a la vez que capta lo sensible). Una percepción meramente sensible, separada del entendimiento que comprende intuitivamente el objeto, nos daría una sensibilidad sorda, pues los sentidos solo proporcionan datos, cuyo significado intuye el entendimiento. Este es el que hace aparecer al mundo como representación, lo cual significa hacer aparecer un efecto desde sus causas15. 13 La materia se determina como causalidad, de modo que la realidad del objeto captado por el entendimiento no es otra cosa que su aparición como efecto desde sus causas. 14 WWV, § 7, vol. I, págs. 59-60. 15 El entendimiento es «esa operación de referir el efecto a la causa», operación que Schopenhauer —a diferencia de Kant— no interpreta como un concepto, sino como una

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La razón, por su parte, es la facultad de los conceptos, los cuales son representaciones abstractas y generales por cuyo medio nuestro conocimiento vuelve reflexivamente sobre los objetos —ya antes directamente conocidos por la intuición— para elaborar un saber discursivo acerca de ellos16. Sobre la base de esta reflexión conceptual se forman el lenguaje y la ciencia. Ahora bien, Schopenhauer señala —adelantándose a Nietzsche— que los conceptos son representaciones de representaciones, es decir, construcciones que se alejan de la realidad inmediata; reflexionan sobre ella pero no la reflejan. Por eso dice que así como el entendimiento reconoce la realidad, la razón reconoce la verdad17, y lo hace a través de las cuatro formas del principio de razón, que se refieren a los diversos modos de causalidad reconocidos en los objetos18. Es decir, la razón nos permite volver sobre la realidad representada e inmediatamente comprendida en la intuición intelectual, pero esa vuelta reflexiva implica una distancia con las cosas, de las cuales nos alejamos para poder evaluar su verdad. Ahora bien, un tal alejamiento es un movimiento de un sujeto que conoce generando en sí mismo un espacio de reflexión. Así pues, Schopenhauer no puede evitar este enfoque típicamente moderno que comprende la subjetividad en el conocimiento como el espacio interior de la conciencia, cuya actividad primero se representa el mundo objetivo —mediante las formas a priori— y luego reflexiona sobre él. Si, pese a todo, consideramos a Schopenhauer un crítico de la filosofía del sujeto, ello se debe a su interpretación metafísica que hace del conocimiento mismo en última instancia una mera expresión aparente de la voluntad. Pero aquí conviene hacer una precisión importante que afecta a la consistencia última de esta filosofía: el modo en que la voluntad se expresa en el conocimiento consiste en la suspensión de su impulso, lo cual quiere decir intuición intelectual. Sin la causalidad, una conciencia que solo captara el dato sensorial sería una conciencia sorda. Por lo tanto, representarse el mundo o sus objetos en la intuición del entendimiento significa conocer inmediatamente su causalidad. Véase WWV, § 4, vol. I, págs. 42-3. 16 Entre el entendimiento intuitivo y la razón discursiva se halla la facultad del juicio, la cual desempeña el papel de intermediario entre aquellas otras, pues transporta el conocimiento intuitivo a la conciencia abstracta: determina un objeto mediante un concepto. Véase WWV, § 14, vol. I, pág. 112. 17 WWV, § 6, vol. I, pág. 58, y §§ 8-9, págs. 73-9. 18 Esos modos de causalidad son las cuatro formas de la necesidad que dominan todo el mundo de la representación: necesidad natural, lógica, matemática y moral, formas que la razón descubre cuando reflexiona sobre los diversos tipos de objetos que se dan en la representación. Esto entraña una exclusión de la libertad humana planteada ahora en el plano que considera al hombre como fenómeno. Véase Über die vierfache Wurzel des Satzes vom zureichenden Grunde, vol. III de Sämtliche Werke; trad. de Leopoldo-Eulogio Palacios, De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Madrid, Gredos, 1989.

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que para Schopenhauer —en contra de esa noción moderna de actividad con la que, según veíamos, él mismo parece también comprometido— el conocimiento no es propiamente actividad alguna, sino contemplación. Sobre ello habrá que volver más adelante. El sujeto del conocimiento objetivo solo se sostiene al precio de desvalorizar a este como mera representación o apariencia fenoménica. Él mismo, sin embargo, no se encuentra entre los fenómenos, sino que es la condición de todos ellos. Por lo tanto, el sujeto parece ser algo así como el espejo por cuyo medio se fragmenta la unidad última del mundo para hacerlo aparecer en la multiplicidad ilusoria de los objetos, entre los cuales sin embargo nunca se encuentra a sí mismo. En efecto, el yo no se conoce como sujeto cognoscente (solo se conoce como individuo volente, que en rigor —según vimos— no es propiamente sujeto), pero está presupuesto en todo conocimiento. Curiosa conclusión: el yo es un presupuesto del conocimiento, que no es él mismo conocido ni tiene más realidad que la que se limita a esa función lógico-trascendental; en cambio, sí se conoce como ser volente19, pero esa autoconciencia descubre al mismo tiempo que su volición se sumerge en la voluntad infinita, con lo que en rigor no es un sujeto. Es decir: allí donde el hombre es sujeto resulta no ser real, sino tan solo el espejo de la realidad; y allí donde sí es real resulta que no es sujeto, sino un recorte de la voluntad infinita. 6.3. La autoconciencia frente a la voluntad de vivir Sin embargo, la cuestión del sujeto no se agota en esta conclusión, sino que plantea otros problemas que aportan nueva complejidad al asunto. En efecto, según hemos visto, Schopenhauer dice que la mirada del pensador puede atravesar el espejo de la representación e ir más allá de las cosas fenoménicas, rompiendo el «velo de Maya» hacia lo que estas son en sí. Esa mirada nos revela entonces nuestras acciones —e incluso nuestra aspiración de conocer— como imágenes atenuadas de la voluntad infinita, y nos permite percibirla también —aunque moderada por el entendimiento— como la fuerza que se irradia como mundo en el encadenamiento fenoménico de causas y efectos; como la unidad de todo en lo interior y en lo exterior. Esa mirada del pensador, en definitiva, descubre la voluntad en todo, incluso en su aspiración por conocer y en el pensamiento mismo20. 19

Véase Über die vierfache Wurzel..., págs. 168-9; trad. De la cuádruple raíz..., pág. 203. Schopenhauer distingue varios momentos en ese proceso de objetivación de la voluntad infinita, desde las ideas —concebidas en el sentido platónico— que el genio artístico contempla y expresa sensiblemente en su obra (con la excepción del músico, que supuesta20

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Y esa conciencia de que el mundo es voluntad constituye una experiencia metafísica que se revela existencialmente, pues es también la fuerza interior que constituye al pensador. El hombre no dispone de fuerza propia para combatir a ese omnipresente poder, ya que toda fuerza es solo una transfiguración de esa única potencia ciega. En ese sentido, el yo del pensador se experimenta en su fondo como empuje irresistible de la voluntad de vivir y, en esa medida, experimenta en sí el sufrimiento que acompaña al deseo que le devora y cuyo ardor no puede calmar. La sabiduría consiste, en consecuencia, en un estado de conciencia en el cual el sabio trata de inhibir en sí mismo la tiranía de esa omnipresente fuerza expansiva. Se trata, en definitiva, de contemplar la vida sin vivirla. Esta idea recupera la antigua concepción de los estoicos, según la cual el camino del sabio consistiría en sustraerse al curso del mundo por la vía —ya que no podemos escapar a él— de la renuncia a toda forma de vida comprometida con los avatares mundanos. Es decir, la renuncia a la vida en cuanto deseo o interés. Pero Schopenhauer recupera aquel ideal estoico en el contexto moderno que coloca en primer plano la experiencia de la conciencia. Se trata entonces de encontrar una forma de vida humana en la que la conciencia se sitúe frente a su propio vivir, separando en sí misma la condición del viviente del momento de la pura subjetividad. Es decir, se trata de hacer valer la posición del sujeto al margen del interés que domina siempre la lógica de la voluntad de vivir. Y, desde este supuesto, Schopenhauer puede reinterpretar el significado de la ciencia, del arte y de la moral como ensayos cada vez más consistentes de alcanzar la sabiduría, es decir, de aplacar a la voluntad en uno mismo. Tanto la actitud teórica como la contemplación estética son —según Schopenhauer— estados en los que el afán de vivir queda en suspenso, en los cuales —por decirlo así— la vida se mira de manera no interesada. Y esta idea resulta paradójica cuando se ha partido de una definición de la vida y del mundo en general como voluntad que no quiere otra cosa sino a sí misma: la vida es voluntad de vivir. Esto quiere decir que la lógica de la vida está siempre dominada por el afán de satisfacer un impulso, de evitar una carencia, en definitiva, de colmar un interés. Hasta el punto de que cuando ese impulso se debilita y la vida palidece, el dolor de la existencia es reemplazado por algo aún peor: el aburrimiento mortal del hastío con su vacío aterrador21. Entre el dolor y el hastío, parece que la vida no puede romper con esa demoníaca oscilación, precisamente porque la lógica que la guía está enteramente dominada por el afán ciego de afirmente alcanza a dar expresión a la voluntad misma), hasta las cosas singulares que capta el hombre común. 21 WWV, § 57, vol. I, pág. 428.

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marse interesadamente en todos los caminos que recorre. Ni siquiera el suicida escapa a esa tiranía, pues el suicidio entraña, al contrario, una afirmación de la vida: el suicida quiere la vida, pero no en las condiciones en las que esta se le ofrece. Y, al matarse, niega al individuo, pero no niega a la especie ni a la vida misma. Más bien, cesa de vivir porque no puede cesar de querer. Es decir: la voluntad se afirma en él con la supresión de su fenómeno22. ¿Cómo es posible entonces seguir viviendo y hacerlo sin que la vida se manifieste en mí como aquello que esencialmente es? Si la vida responde siempre al interés de la voluntad que se busca a sí misma, ¿cómo es posible la actitud vital desinteresada que caracteriza —según Schopenhauer— al artista o al teórico? Porque además —según señala— el hombre no dispone de otra fuerza con la cual oponerse a la voluntad de vivir. Es decir, en contra del dualismo cristiano que distingue al alma y la separa del cuerpo y, en general, en contra de toda metafísica del espíritu que hace de este un principio con fuerza propia opuesto en su raíz a la vida, Schopenhauer no cree que haya en el hombre otra potencia distinta del impulso vital que lo traspasa e internamente lo constituye. Pero, si es así, ¿cómo combatir aquello que en nosotros no es algo sobrevenido, sino nuestra esencia íntima? ¿Cómo oponernos a lo que nos tiraniza y no nos deja ningún espacio de autonomía? Conocemos la respuesta de Schopenhauer: en la reflexión teórica y en la contemplación estética el yo no está guiado por ningún interés, porque en realidad no quiere nada, sino que se limita a contemplar. Esta posición recoge a su manera la tesis kantiana acerca del carácter desinteresado del conocimiento, de la conducta moral y de la contemplación estética, solo que Kant funda ese desinterés en el carácter independiente de la razón respecto de la inclinación natural, que es siempre interesada, y, en definitiva, en la distinción entre el sujeto trascendental y el sujeto empírico. La razón es para él independiente del impulso y por eso puede determinar a la voluntad, pero la razón para Kant es también una actividad: la espontaneidad del puro pensar. Ahora bien, en Schopenhauer ni siquiera tiene sentido hablar de un querer racional, pues la voluntad es anterior, independiente y ajena a la razón, mientras que esta no es para él ningún poder de raíz independiente, sino un espacio reflexivo basado en la conciencia representativa, la cual no puede alcanzar siquiera a la voluntad misma y mucho menos determinarla. Por lo tanto, frente al dualismo kantiano, Schopenhauer no encuentra nada que oponer a la voluntad. Más bien es ella misma la que en ciertos momentos detiene su curso ciego y se concede una tregua en la conciencia humana para conocerse en todas las cosas 22

WWV, § 69, vol. I, pág. 541.

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en las que se objetiva en el espacio y en el tiempo, y para contemplarse en ellas a través de las ideas eternas que constituyen su primera autoobjetivación23. El conocimiento y el arte entrañan, por lo tanto, una suspensión de ese impulso que solo se quiere a sí mismo en todas las conductas y en todas las cosas, y que constituye el interés omnipresente de la voluntad. Sin embargo, se trata solo de una tregua cuyo alivio es necesariamente temporal y pasajero. Pues el espectador que se sitúa frente al tumulto de la vida para observarla desinteresadamente no puede sustraerse durante mucho tiempo a su empuje y termina sucumbiendo a la mordedura del deseo que le arrastra y llega de nuevo a dominarle por entero. Así pues, la única salvación del dolor de la existencia solo puede proceder de la renuncia a aquello que la vida es en su raíz y que una y otra vez vuelve tras esos momentos de alivio que el hombre encuentra en la teoría y en el arte. La redención de la vida, según esta interpretación, solo puede venir de la renuncia al deseo mismo, renuncia que presta un sentido último a la tarea moral del hombre y que constituye la forma máxima de la sabiduría24. Pues, en el plano moral, la autoconciencia comienza por mostrar el propio dolor como un episodio que se repite en todos los hombres, porque se trata siempre de un mismo y único padecimiento: el dolor de la existencia. El valor moral de la compasión radica precisamente en esa conciencia que une finalmente a todos los vivientes que sufren, pues todos comparten la aflicción en que esencialmente consiste la vida. Condolerse con el dolor ajeno: ese es el significado del amor, entendido como compasión25. Y en este punto el pesimismo metafísico de Schopenhauer reinterpreta negativamente el significado cristiano del amor al prójimo, que Spinoza entiende en términos positivos como alegrarse con la alegría ajena26, pues para 23

Las diversas artes corresponden, según Schopenhauer, a diversos grados de objetivación de la voluntad en ideas infinitas que el artista intuye y encuentra reflejadas en la forma singular sensible: desde la arquitectura, la escultura, la pintura y la poesía hasta la tragedia, que revela el íntimo conflicto y la lucha de la voluntad consigo misma; la música, por su parte, sería la más elevada de todas las artes, porque —según Schopenhauer— si todas las demás expresan el fenómeno como manifestación de la idea, la música por su parte no expresa el fenómeno, sino que contempla a la voluntad misma como esencia del mundo (no expresa la vivencia subjetiva del artista). Por eso, en el exultante allegro o en el llanto del adagio, escuchamos las puras esencias afectivas moduladas en el lenguaje musical sin experimentar, sin embargo, el sufrimiento ni la alegría, porque la música contempla la vida suprimiendo en ella sus vicisitudes para permitirnos el sosiego y la comprensión desapasionada. Véase WWV, § 52, vol. I, págs. 356 y sigs. 24 WWV, § 69, vol. I, pág. 544. 25 WWV, § 67, vol. I, págs. 511-4. 26 La definición de Spinoza dice exactamente así: «el amor no es sino la alegría, acompañada por la idea de una causa exterior». En cualquier caso, entiende el amor como alegría asociada a la existencia del otro, y no, al modo de Schopenhauer, como compasión que se

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Schopenhauer, que se inspira en el budismo, el amor es compasión, o sea, el condolerse con el dolor ajeno. El hombre puede extender ese sentimiento y, ante el triste espectáculo de la humanidad en la historia, llegar a compadecerse de la condición humana en general y de su destino; e, incluso, orientar ese sentimiento hacia seres vivos de otras especies. En todo caso, en la compasión el individuo conoce su íntima pertenencia a un solo dolor universal. Esta conciencia tiene un valor moral, según Schopenhauer, no porque el individuo pueda alterar el curso de la vida introduciendo en ella otra dinámica diferente, sino porque le permite comprender que la verdadera sabiduría moral consiste en la inhibición del deseo de vivir. He aquí un ascetismo diferente del que inspira al cristianismo tradicional, porque —como antes veíamos a propósito de la comparación con Kant— no supone una lucha entre dos potencias, del alma contra el impulso, o del espíritu contra la vida; no encierra conflicto alguno, pues todos los conflictos que atormentan a los hombres son la expresión fenoménica del desgarro de la voluntad infinita, que se devora a sí misma en la lucha interior que se libra en el alma humana (por cierto, la magnitud de ese tormento en la persona del propio Schopenhauer alcanzó tal extremo que se ha llegado a interpretar toda su construcción filosófica como el resultado de una tarea de sublimación ante el desgarro interior que, al parecer, le consumía). Se trata más bien de la puesta en suspenso de aquella única potencia, del anonadamiento de la voluntad, una vez alcanzada la conciencia del dolor de la vida27. Ahora bien, ¿qué significa esa autoconciencia? ¿Soy yo quien me hago consciente de la voluntad y de mí mismo o es ella la que se hace consciente de sí al tiempo que se constituye como un yo individual? Schopenhauer señala en diversas ocasiones que la autoconciencia humana es tan solo un medio a través del cual la voluntad completa su ciclo hasta llegar a saber de sí misma, pero lo cierto es que toda su doctrina moral carecería de sentido si no suponemos alguna iniciativa en el hombre individual mediante la cual este puede adoptar el supuesto camino de la liberación. Si Schopenhauer sostiene que el conocimiento de sí no le hace moralmente mejor al individuo es porque el conocimiento no puede alterar la voluntad, del mismo modo que la imagen del espejo no puede influir causalmente sobre conduele con el dolor del otro. Véase Ética, Parte Tercera, Proposición XIII, Escolio; trad. de Vidal Peña, Madrid, Editora Nacional, 1975, pág. 198. 27 Al igual que más tarde pensará también Freud, la adquisición de la conciencia del mal que nos aqueja es el único camino para librarnos de él. Pero Freud, que fue lector de Schopenhauer y reconoció la deuda que su propia obra mantiene con él, no siguió al gran pesimista de Dantzig en la teoría de la inhibición del interés vital: la actividad teórica y el arte no suponen para Freud una ruptura con la lógica del interés vital, sino más bien su sublimación.

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quien se refleja en ella. Sin embargo, aun cuando el individuo es solo un fenómeno, parece que puede volverse en cierto modo sobre la esencia que lo constituye hasta situarse frente a ella e incluso escapar a su dominio. He aquí una paradoja que afecta a la congruencia última del sistema de Schopenhauer y al lugar que ocupa en él la cuestión de la autoconciencia. En efecto, parece que el gran filósofo del pesimismo trata de romper con la filosofía del sujeto tal como esta se desarrolló en la mayor parte del pensamiento moderno, pero no puede prescindir de determinados aspectos que contribuyeron a dibujar ese paradigma de la modernidad, tales como la centralidad de la conciencia, su iniciativa, la autonomía de su vida interior, etc. Esa conciencia que define el espacio de la subjetividad humana es inicialmente tan solo un espejo que refleja los fenómenos en la superficie plana de la representación, de modo que las formas a priori —y a diferencia de cómo se presenta el asunto en Kant— no indicarían actividad alguna en el sujeto, sino que señalarían más bien el modo en que está constituido; luego, sin embargo, gana cierta profundidad cuando esa conciencia se hace reflexiva alejándose de los fenómenos para volver sobre ellos mediante nociones abstractas; y, finalmente, esa conciencia, que ha adquirido de ese modo cierto fondo y espesor, rompe definitivamente el plano de la representación y gana un espacio interior propio cuando va más allá del fenómeno y capta su existencia como parte de la voluntad infinita. A través de esta última experiencia existencial, la conciencia se ha desdoblado: el sujeto que antes era el espejo del mundo se encuentra ahora frente al espejo que él mismo es. La subjetividad se conoce entonces íntimamente como momento de esa voluntad cuya objetivación es el propio cuerpo. Pero, más allá, se reconoce también en la sabia pretensión de escapar a la voluntad. Ahora bien, ¿acaso esa inhibición del impulso en uno mismo no encierra ya la decisión de renunciar a la vida y, por lo tanto, una voluntad propia? Si tiene sentido hablar de sabiduría, es que hay algo que se inicia en la conciencia como tal, de modo que esta se constituye como un comienzo, es decir, como un principio de actividad, lo cual entra en contradicción con la tesis de que toda actividad procede de la voluntad cósmica. ¿Puede Schopenhauer eludir esta paradoja? ¿Cómo puede el sujeto contemplar la vida sin vivirla? Por esta vía —nos parece— su filosofía no puede desembarazarse de la noción idealista de un sujeto puro, cuya capacidad para la contemplación desinteresada —teórica o estética— procede del poder de inhibir en sí el impulso vital. Y esa potencia se identifica con la propia conciencia en tanto esta accede a la sabiduría. Pues aunque sea la voluntad infinita la que se inhiba en mí, yo puedo contribuir a ello desde mí mismo prestando así un significado moral a mi existencia. Lo que está aquí en juego, por lo tanto, es la comprensión moderna de la conciencia como actividad con potencia propia, de la cual no logra esca-

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par el propio Schopenhauer a pesar de su tenaz esfuerzo por volver a la noción griega del conocimiento como mera contemplación —y a la separación aristotélica de teoría y praxis—, lo cual le aproxima al ideal estoico de la libertad del sabio. Esa pretensión recurre al budismo —siguiendo, por lo tanto, una vía distinta de la adoptada por Spinoza— para evitar aquella idea de la actividad del sujeto, que es el eje central del pensamiento moderno. De este modo, la filosofía de Schopenhauer alcanza un final paradójico y supone un retroceso respecto del pensamiento hegeliano, que recupera el momento de actividad del conocimiento, ya resaltado por Kant y Fichte, retomando así el camino filosófico de la modernidad: la teoría no es contemplación pasiva, sino la actividad cuya potencia es la que se expresa también —aunque de otra manera— en la praxis.

Capítulo 7

La vida de la conciencia y las fabulaciones del espíritu: los caminos de Nietzsche 7.1. La voluntad de poder o la infinita fragmentación del sujeto La discusión nietzscheana sobre el sujeto se plantea en unos términos que, al igual que en Schopenhauer, trasladan el centro de atención de la gnoseología a otro plano considerado más fundamental: el de la vida. Con este término Nietzsche se acoge a un concepto que se extiende en su tiempo como consecuencia del desarrollo de las ciencias de la vida, aunque él lo usará con una significación en la que resuena poderosamente el impacto del romanticismo, con su exaltación de ese fondo envolvente del mundo, irracional y sombrío, al que Schopenhauer denominó «voluntad». Nietzsche lo utilizará como arma en contra del historicismo —por ejemplo, en la II Intempestiva1—, pero, más allá, también para elaborar su pensamiento en contra del racionalismo y de la filosofía del espíritu. Por lo tanto, su vitalismo se orienta más en el sentido romántico que en la dirección de un cientifismo, con el que solo coincidirá en su rechazo seculizador de toda trascendencia: ese trasfondo romántico en su obra se encuentra en su desprecio de la razón, en la exalta1 Véase Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe in 15 Bänden (a partir de ahora: KSA), edición a cargo de G. Colli y M. Montinari, Walter de Gruyter, Berlín-Nueva York, 1980, vol. 1: Unzeitgemässe Betractungen, Zweites Stuck: Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben; trad. de Germán Cano: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (II.ª Intempestiva), Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.

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ción del genio como una forma superior de la vida, así como en su intuición de ese fondo múltiple, oscuro y caótico que rebasa todos los hechos y todas las máscaras. Esa actitud persiste después de El nacimiento de la tragedia y de su ruptura con Schopenhauer, alentando su metafísica de la voluntad de poder y su crítica de la filosofía de la conciencia. Como se sabe, la interpretación heideggeriana de Nietzsche modificó la versión que se había impuesto hasta el momento sobre el sentido de su obra, a la que se veía hasta entonces como una mera recusación del cristianismo y de la tradición occidental que se desenvolvía en el plano de la crítica cultural y de la filosofía moral. Heidegger la presenta más bien como una metafísica que entronca con la tradición occidental que se interroga por el ser y que, en su forma moderna, se desarrolla como metafísica de la subjetividad, la cual habría alcanzado con Nietzsche al mismo tiempo su culminación y su final. Pero nos parece que, por el contrario, la suerte histórica de la filosofía del sujeto está unida sobre todo a la comprensión idealista de la llamada «teoría del conocimiento» como base y centro de la reflexión filosófica, y que por eso es con Hegel con quien se consuma la filosofía del sujeto, ya que en él esa teoría del conocimiento se convierte en un momento de la metafísica del espíritu, que es un sujeto absoluto en el que se hace finalmente irreconocible la subjetividad que toda la filosofía moderna había asociado a la conciencia del hombre. La filosofía hegeliana es, por lo tanto, la expresión última de la metafísica del sujeto, es decir, de esa forma de hacer filosofía en la que el sujeto se concibe como el fundamento de toda realidad: lo absoluto sustancial es concebido como sujeto, pero en unos términos que transforman aquella teoría del conocimiento en la metafísica del espíritu que se conoce a sí mismo. No hay manera de llevar más lejos esa línea de pensamiento que entroniza el conocimiento que esta que interpreta la entera realidad como un proceso cósmico de autoconocimiento llevado a cabo por una conciencia absoluta que se enajena en todas las cosas bajo las cuales se encuentra a sí misma. Y es Marx quien desarrolla la crítica principal de la pretensión idealista de hacer de la conciencia el centro del mundo, aun cuando en su pensamiento no se renuncie a una cierta idea de sujeto, que entronca con el enfoque de la modernidad, aunque se trata ahora de un sujeto descentrado y subordinado. Ahora bien, esta discusión afecta a la interpretación de la modernidad filosófica y al lugar que Nietzsche ocupa en relación con ella, interpretación que en el caso de Heidegger le sirve a este para preparar el terreno de su propia ruptura con las categorías del pensamiento moderno como un aspecto más de su rechazo reaccionario de la modernidad en general. Por eso, su relación con Nietzsche es ambigua, ya que al tiempo que lo presenta como punto final de una tradición improrroga-

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ble, toma de él muchos de los motivos de su irracionalismo antimoderno y antiilustrado2. Nos parece, sin embargo, que aun cuando el concepto de voluntad de poder sea tributario de la metafísica de la subjetividad —y en este punto sí estaríamos de acuerdo con Heidegger—, toda la filosofía nietzscheana es una reacción furibunda en contra del concepto humanista del sujeto que, con la finalidad de combatir las conquistas sociales y culturales del mundo moderno, desarrolla una ontología nucleada en torno a la exaltación de la fuerza vital, cuyas consecuencias en el plano antropológico, moral y político se desenvuelven como un conjunto de ideas de congruencia última —según nos parece— discutible. Y, en todo caso, hay que señalar frente a la interpretación heideggeriana que lo que alcanzaría una consumación con Nietzsche no es de ningún modo una noción de subjetividad como autoconciencia, sino más bien ese otro aspecto que también acompaña al principio del sujeto como uno de sus ingredientes: su consideración como potencia o poder activo de la vida en un individuo. Pero vayamos por partes. La noción nietzscheana de la vida va más allá de su significado asociado al mundo orgánico y se convierte en la metáfora con la que se trata de dar cuenta de toda realidad como la múltiple interacción de centros de fuerza cuyo devenir no se ajusta a razón alguna: impulso delimitado y obstaculizado por impulsos3. No es, por lo tanto, un principio substancial unitario de carácter metafísico, al modo en que es pensada la voluntad schopenhaueriana, que se oculta detrás de la apariencia, porque precisamente Nietzsche rompe con esa vieja idea de la metafísica, según la cual hay que distinguir un mundo real o verdadero detrás del mundo aparente, lo que a su vez justificaría la distinción entre la razón y los sentidos4. Por el contrario, ese devenir caótico y múltiple es inconmensurable con cualquier construcción de la conciencia humana: «La condición general del universo es el caos por toda la eternidad, y no porque carezca de necesidad, 2 Heidegger no solo sigue a Nietzsche en su rechazo de la modernidad en general y de su idea ilustrada de la historia como progreso, sino también en el culto romántico a los grandes hombres y a ese fondo oscuro del mundo que se retrae a la comprensión racional (ya se trate de la vida o del ser que se oculta), así como, en general, en su desprecio por la razón autoconsciente, por la democracia y por toda forma de igualdad interhumana basada en el reconocimiento de normas supraindividuales. Esto último se silencia a menudo —cuando no se olvida sin más—, debido a un cierto papanatismo extendido a la sombra de la «moda Nietzsche» y a la enorme confusión generada en amplios sectores intelectuales como consecuencia del sesgo que adoptó la recuperación de Nietzsche y Heidegger por cierta izquierda francesa. 3 G. Colli, Después de Nietzsche, Barcelona, Anagrama, 1978, pág. 146. Véase también Gilles Deleuze, Nietzsche et la philosophie, París, Presses Universitaires de France, 1967. 4 Götzen-Dämmerung, KSA, 6; citaré siempre la traducción de A. Sánchez Pascual, Crepúsculo de los ídolos, «La “razón” en la filosofía», § 6, Madrid, Alianza Ed., págs. 49 y sigs.

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sino en el sentido de falta de orden, de estructura, de forma, de bondad, de sabiduría y demás esteticismos humanos»5. Sin embargo, aunque Nietzsche denuncia la tendencia del hombre a proyectar sus propios fantasmas sobre un universo neutro e indiferente a sus anhelos y temores con el fin de hacerlo más previsible y menos temible, él mismo incurre en el vicio que denuncia cuando utiliza la fórmula «voluntad de poder»6 como hipótesis última explicativa de esa infinidad de núcleos de potencia en interacción recíproca, pues esa hipótesis comprende toda fuerza agente a partir del modelo de los apetitos y las pasiones humanas: Suponiendo que ninguna otra cosa esté «dada» realmente más que nuestro mundo de apetitos y pasiones, suponiendo que nosotros no podamos descender o ascender a ninguna otra «realidad» más que justo a la realidad de nuestros instintos —pues pensar es tan solo un relacionarse esos instintos entre sí—, ¿no está permitido realizar el intento y hacer la pregunta de si eso dado no basta para comprender también (...) el denominado mundo mecánico (o «material»)? (...) [O sea, para] concebir este mundo (...) como una forma más tosca del mundo de los afectos... (...) Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida instintiva entera como la ampliación y ramificación de una única forma básica de voluntad —a saber, de la voluntad de poder, como dice mi tesis—; suponiendo que fuera posible reducir todas las funciones orgánicas a esa voluntad de poder (...), entonces habríamos adquirido el derecho a definir inequívocamente toda fuerza agente como: voluntad de poder. El mundo visto desde dentro, el mundo definido y designado en su «carácter inteligible» sería cabalmente «voluntad de poder» y nada más que eso7.

Así pues, imaginemos cómo sería «el mundo visto desde dentro» en analogía con la propia experiencia de «nuestro mundo de apetitos y pasiones», tal como se nos hace inmediatamente presente a los vivientes... Según esta hipótesis, el mundo se revela como un juego de fuerzas que recortan centros, cada uno de los cuales —en analogía con los vivientes— es entendido como el quantum de fuerza que canaliza, reorienta y expresa, pero 5 Die fröliche Wissenschaft, KSA, 3, § 109, págs. 467-9; trad. de P. González Blanco, La gaya ciencia, Barcelona, José J. de Olañeta editor, 1979, pág. 102. 6 En los Fragmentos Póstumos escribe: «Allí donde vi vida, encontré voluntad de poder.» Véase Nachgelassene Fragmente (a partir de ahora: NF), verano de 1883, 13 [10], KSA, 10, pág. 459. La traducción de los textos citados pertenecientes a los Fragmentos Póstumos es siempre mía. 7 Jenseits von Gut und Böse, § 36, KSA, 5; citaré siempre la traducción de A. Sánchez Pascual, Más allá del bien y del mal, § 36, Madrid, Alianza Ed., 1972, págs. 61-2.

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también —y al mismo tiempo— como el lugar pasivo de afectación de otras fuerzas. De tal manera que cada uno de esos centros activos y pasivos a la vez se manifiesta básicamente de dos maneras posibles —que son dos formas de interpretar la vida—: o bien como un punto de partida que impone su propia actividad positiva a los demás, o bien como un centro que de modo negativo —ante su incapacidad para la propia afirmación inmediata— acoge la fuerza ajena y se sirve de ella para volverla contra su origen. Estas dos formas de la vida, «activa» y «reactiva» en la terminología nietzscheana, indican respectivamente una vitalidad fuerte y saludable, que confía en los instintos, o una debilidad sintomática de una vitalidad enfermiza. Ahora bien, Nietzsche generaliza esa consideración proyectándola sobre todo lo existente, otorgando a esta doctrina de la voluntad de poder un alcance ontológico: todo es entendido a partir de esta dualidad de conceptos (acción-reacción) que proceden de la física newtoniana, pero que se reutilizan en otro sentido, en contra del mecanicismo y como metáforas de la vida, la cual a su vez sirve como categoría general que cubre todo lo real. De tal modo que todo cuanto existe se comprende como multitud de centros de fuerza que interactúan entre sí, siendo cada uno de ellos un punto posible de inflexión en el que puede prevalecer la acción o bien la reacción, a diferencia de la ley de la mecánica de Newton, donde la acción comporta siempre un quantum idéntico de reacción. Por lo tanto, esta teoría tiene un carácter antimecanicista (aunque se aplica al mundo físico en general, sustituye el modelo de la máquina por el del viviente), pues —según ella— cada centro de fuerza que interactúa con los demás no está regido por el modelo causa-efecto, sino por el modelo tomado del mundo de la vida que se ajusta al par afectar-ser afectado, en el sentido de la afectividad que caracteriza al viviente8. Es decir: cada centro de fuerza es un principio de su propia acción y entraña una voluntad de expansión (o sea, de ser más fuerte y de acrecentar su poder a expensas de los demás centros de fuerza) y de resistencia9, a la cual acompaña un sentimiento de placer o de displacer; y 8

Véase sobre esta cuestión el libro de Diego Sánchez Meca, Nietzsche. La experiencia dionisíaca del mundo, Madrid, Tecnos, 2006, sobre todo el apartado «La hipótesis de la voluntad de poder», págs. 119 y sigs. 9 Zur Genealogie der Moral, II, § 12, KSA, 5; citaré siempre la traducción de A. Sánchez Pascual: La genealogía de la moral, II, § 12, Madrid, Alianza Ed., pág. 89. En general, nos parece que Tugendhat tiene razón cuando reprocha a Nietzsche que nunca dio una aclaración precisa acerca de cómo se debe entender el concepto del poder al que recurre constantemente, pues en ocasiones lo usa en el sentido más espiritual de tener poder sobre la voluntad de otros, mientras que otras veces aparece más bien con el significado más físico de fuerza, potencia o capacidad generadora. Véase Ernst Tugendhat, «Poder y antiigualitarismo en Nietzsche y Hitler», así como «Nietzsche y la antropología filosófica: el problema de la trascendencia inmanente», estudios ambos incluidos en Problemas, trad. de Germán Meléndez, Barcelona, Gedisa, págs. 84-6

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necesariamente ejerce su voluntad de poder (no existiría, por lo tanto, la posibilidad de suspender la voluntad al modo en que Schopenhauer lo cree posible para la conciencia humana). Pero, en esa interacción múltiple en la que todos los centros de fuerza afectan y son afectados, sí hay para cada uno de ellos una posibilidad de interpretar su intervención en un sentido bien activo o bien reactivo. Por lo tanto, cada centro de fuerza es concebido en analogía con un viviente que no se conduce según la ley mecánica de acción-reacción, sino que interpreta desde sí mismo el modo de responder al estímulo del entorno según su propio querer, de modo que toda fuerza existente sería en última instancia de la misma naturaleza que la del querer. Pero esto, a su vez, delata en el viviente una interioridad y un comienzo de autonomía —en cuanto intérprete y no mera «correa de transmisión»— en relación con la presión que el medio ejerce sobre él, a la cual él mismo puede responder a su vez imponiendo su propia acción. Hay aquí, por lo tanto, una clara apelación al modo de ser de la subjetividad humana, en analogía con la cual se concibe cada centro de voluntad de poder y su interrelación con los demás. Y es en este punto precisamente donde se encuentra la conexión de la filosofía nietzscheana con la denominada «metafísica de la subjetividad». Es decir, Nietzsche hace extensivo a todo ser su modelo de comprensión elaborado para entender la vida, el cual a su vez se inspira en el modo de ser de la subjetividad humana (incurriendo así en el subjetivismo que él mismo denuncia): El concepto victorioso de «fuerza», con el que nuestros físicos han creado a Dios y al mundo, necesita aún de un complemento: se le tiene que atribuir un mundo interior, al que yo califico como «voluntad de poder», es decir, como el insaciable anhelo de demostrar poder, o el empleo o ejercicio del poder en cuanto impulso creador (...) Hay que concebir todos los movimientos, todos los «fenómenos», todas las «leyes» solo como síntomas de un acontecer interior y servirse de la analogía del hombre hasta el final10.

Por lo tanto, Nietzsche elabora su hipótesis en analogía con el modo de ser de la subjetividad humana11, solo que en ella esta se fragmenta en y 201-2, respectivamente. Hay un aspecto, sin embargo, que conviene precisar, y es que el propio Nietzsche reconoce en parte ese uso ambiguo, al menos en el sentido de lo que se ha denominado su «crítica genealógica», de la que luego nos ocuparemos: de eso precisamente se trata —nos viene a decir—, pues solo hay un único tipo de fuerza. 10 NF, junio-julio de 1885, 36 [31], KSA, 11, pág. 563. Repárese bien en el significado de la frase: «servirse de la analogía del hombre hasta el final». 11 Sin embargo, Nietzsche trata de hacer compatible este «esteticismo antropomórfico» que guía a su propia teoría con su crítica que denuncia los esteticismos humanos arraigados en la metafísica.

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una infinidad de centros de potencia cada uno de los cuales es al mismo tiempo un núcleo original que impone su interpretación de la vida y un receptáculo de las interpretaciones ajenas. De tal manera que todo lo existente ha de pensarse mediante ese modelo de múltiples fuerzas que pugnan por imponer su dominio —con el consiguiente goce que eso produce— sin que su lucha se pueda dirimir apelando a una realidad en sí que impusiera, desde fuera, un criterio de verdad sobre aquellas. No hay más que perspectivas, cada una de las cuales propone su interpretación creativa de lo real, sin que pueda hablarse de una realidad previa al momento de dicha proposición. Aquí Nietzsche vincula su rechazo de la metafísica platónicocristiana, que apela a una realidad en sí, a otro motivo que se dirige en contra de la filosofía moderna y, en concreto, de la tesis de un «sujeto puro del conocimiento»: «Guardémonos (...) de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un «sujeto puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo» (...) Existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un «conocer» perspectivista...»12. En tal sentido, este enfoque supone una infinita fragmentación del sujeto, que se descompone en las incontables mónadas de fuerza que se afectan entre sí sin armonía alguna, cada una de las cuales es pensada no como sustancia, sino de acuerdo con un rasgo que Nietzsche destaca en el viviente: su anhelo de extender su potencia vital junto con el goce que así se produce. Y supone además una radicalización del giro copernicano de Kant, que Nietzsche en cierto modo llevó al extremo, hasta un punto en que las sustancias o las causas ya no son formas a priori de un sujeto trascendental cuyo conocimiento compartirían objetivamente todos los individuos, sino que son —al igual que la conciencia misma y que toda pretendida realidad— tan solo perspectivas subjetivas sin valor objetivo alguno y sin una sustancia-sujeto que las sostenga. Pero entonces la labor trascendental de la conciencia, desposeída así de su condición de sujeto, no tiene ningún significado lógico en relación con el conocimiento, sino que se revelará como un instrumento vital de previsión y seguridad que trata de dominar lo imprevisible y la potencia amenazante del mundo. Eso quiere decir que —en analogía con el modo en que todo se hace presente al viviente— la perspectiva es el modo de ser de lo real, de manera que a partir de ahí no tiene sentido la distinción clásica entre realidad en sí y realidad aparente: no hay hechos, sino solo interpretaciones13.

12 La genealogía de la moral, III, § 12, pág. 139. Véase también Más allá del bien y del mal, prólogo, pág. 18, donde dice que el perspectivismo es «condición fundamental de toda vida». 13 NF, otoño de 1885-otoño de 1886, 2 [165], KSA, 12, pág. 149.

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Todo es interpretación: he aquí la vieja tesis relativista formulada en estos términos que todo lo comparan con las posiciones de la vida. En efecto, todo impulso, toda actitud del viviente, incluso toda configuración de órganos son interpretaciones en las que se manifiesta una cierta voluntad de poder. Todo cuanto ostenta el título de realidad es propiamente perspectiva en el sentido de constituir ya una interpretación de la voluntad de poder que se realiza en aquello como una determinada posición vital con un quantum de fuerza. De este modo, la interpretación deja de ser una manera de dar cuenta de la realidad para convertirse ella misma en lo único real. Y así llega a tener un alcance ontológico, ya que indica el modo de ser de todas las cosas. En efecto, según el perspectivismo nietzscheano, la interpretación no indica un camino para revelar el verdadero ser de lo que aparece; no hay —por decirlo así— una realidad subyacente que permita medir el valor de la interpretación según esta se ajuste mejor o peor a aquella, pues no hay nada fuera de la interpretación misma: el valor no solo de una opinión, sino también de una actitud, de un argumento, pero también de los individuos y, en general, de todos los seres estriba en su condición como expresión de vida comprometida con un cierto tipo de voluntad de poder. Pero entonces todo puede comprenderse de acuerdo con esta clave interpretativa que ve la totalidad de lo existente como un texto cuyo significado no se encuentra en ninguna realidad que lo anteceda y en virtud de la cual aquel se constituya con un sentido, sino que radica en la propia capacidad de cada intérprete para hacerse valer e imponerse por sí mismo en virtud de la energía retórica que atesora. En esta idea, de gran importancia para la hermenéutica, se consuma la tesis ontológica que entiende la realidad a partir de una proyección del modo de ser del sujeto (el ser de la interpretación): desaparece la oposición sujeto-objeto, en tanto la objetividad de lo real queda confundida con la subjetividad difusa que encarna el lenguaje, la tradición o —en el caso de Nietzsche— la vida. Por otra parte, la hipótesis antimecanicista de la voluntad de poder se opone también a la concepción evolucionista de la vida como adaptación, pues esta es «una actividad de segundo rango, una mera reactividad»: es decir, la vida no es —en contra de Spencer— una adaptación interna, cada vez más apropiada, a circunstancias externas; no es adaptación al medio, sino voluntad de poder14. «Vivir» no quiere decir solo «sobrevivir», sino antes que nada «ampliación del poder vital». Y esto va en contra también de Darwin, cuyo concepto de lucha por la existencia y supervivencia del más fuerte está en última instancia supeditado al concepto de adaptación al medio15. Para 14

La genealogía de la moral, II, § 12, pág. 90. Contra Darwin se pronuncia Nietzsche en diversos lugares: en Crepúsculo de los ídolos: «Incursiones de un intempestivo», § 14; pág. 95; también en Más allá del bien y del mal, 15

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Nietzsche, en cambio, antes de los impulsos reactivos, de respuesta o adaptación, hay que contar con que cada centro de realidad es expansivo, activo, afirmador de sí mismo: «...la vida misma es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación»16.

7.2. La jerarquía de la vida Ahora bien, aunque esta hipótesis interpretativa de la voluntad de poder está —entre otras cosas— dirigida en contra de la teoría de Darwin, otra cuestión distinta es el uso que se ha podido hacer de ella por el llamado «darwinismo social», interesado sobre todo en la exaltación de la fuerza vital de los individuos que compiten entre sí. En efecto, el darwinismo social lleva a cabo una traslación a la esfera social de ciertos conceptos de la teoría de la evolución biológica —que, paradójicamente, Darwin, a su vez, había tomado de teóricos sociales como Malthus y Spencer—, como la lucha por la existencia y la supervivencia de los más aptos, para enaltecer el valor de la competencia entre individuos en la sociedad civil y sin la mediación del Estado. Ese mal llamado «darwinismo social» debería denominarse más bien «spencerismo social» y constituye un capítulo de la larga historia de la ideología que busca en la naturaleza —y en una cierta interpretación de la misma— argumentos en favor de una determinada teoría social. Y, en esa tarea de legitimación ideológica del ultraliberalismo a partir del modelo que ofrece el mundo orgánico, Nietzsche aparece como un precursor con su teoría de la jerarquía vital, ya que para él la aristocracia es el fondo mismo de la vida. Por eso, combate las doctrinas socialistas de su tiempo contraponiendo el «estado de naturaleza» al ideal igualitario: «Si se ha comprendido cómo ha surgido el sentido de la equidad y de la justicia, hay que contradecir a los socialistas cuando hacen de la justicia su principio. En el estado de naturaleza no vale el dicho “lo que es justo para uno es equitativo para otro”, sino que ahí decide el poder. (...) Derechos humanos no hay»17. Y en otro lugar añade: «La naturaleza no es inmoral cuando no tiene compasión hacia los degenerados: al contrario, el crecimiento del mal §§ 13 y 36, págs. 34 y 62; y también en NF, primavera de 1888, 14 [123] y 14 [133], KSA, 13, págs. 303-5 y 315-7. En términos generales podemos decir que Nietzsche malinterpretó la teoría de Darwin. 16 Más allá del bien y del mal, § 259, págs. 221-2. 17 NF, otoño de 1877, 25 [1], KSA, 8, pág. 482.

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fisiológico y moral en el género humano es la consecuencia de una moral enfermiza y antinatural»18. Es decir: pertenece al ámbito de una moral enfermiza, en tanto que antinatural, establecer valores en la sociedad que dañan «la salud y el vigor racial»19 por ser contrarios a la lógica de la naturaleza que elimina a los débiles en la lucha por la existencia. Contra esa pretensión igualitaria —que nosotros podríamos calificar no como una tendencia hacia la degeneración de la naturaleza, sino como una conquista de la civilización— se alza la defensa de la jerarquía por parte del darwinismo social, con la cual coincide el antidarwiniano Nietzsche: la jerarquía, en cuanto principio de su ontología de la vida, se extiende al plano de los derechos y sirve así para justificar la desigualdad social. El igualitarismo, que a partir de la Revolución francesa se había convertido en criterio de justicia y en principio de legitimación moral y política, es combatido por Nietzsche en nombre de la jerarquía, cuyo fundamento último es la potencia vital. Según su convicción antiigualitaria, que aparece en toda su obra, hay dos clases de hombres separados por la sangre: el hombre «común» o «inferior», que se limita a vivir por sorda rutina, y el gran hombre u hombre «superior», cuya vida es para él una creación u obra que va más allá de sí mismo20. Pero esta consideración jerárquica y elitista arraiga en una concepción que se extiende al mundo orgánico en su totalidad y que es utilizada para rechazar en su raíz la igualdad como principio de legitimación: «¡La doctrina de la igualdad!... Pero si no existe veneno más venenoso que ese: pues ella parece ser predicada por la justicia misma, mientras que es el final de la justicia...!»21. En general, nos parece que Nietzsche pertenece a esa serie de pensadores que elaboran una cierta idea de la naturaleza y la proyectan sobre la esfera social para dar cobertura ideológica a una determinada configuración de las relaciones sociales con el argumento de que así son y tienen que ser las cosas: la verdad, fundada en la naturaleza, no se puede violentar en el plano de la sociedad, so pena de incurrir en un enfermizo artificialismo contra natura y carente de toda justificación última. Esa proyección ideológica también se ha producido en sentido inverso, puesto que los rasgos de la vida social, como muestran el totemismo o la historia de las religiones, por ejemplo, han servido también como base para «adornar» el cielo o in18

NF, primavera de 1888, 15 [41], KSA, 13, pág. 433. La genealogía de la moral, III, § 21, pág. 166. 20 Véase Ernst Tugendhat: «Poder y antiigualitarismo en Nietzsche y Hitler», estudio incluido en «Problemas», ya citado, pág. 69. 21 Crepúsculo de los ídolos: «Incursiones de un intempestivo», § 48, pág. 126. Véase también sobre el darwinismo social de Nietzsche: NF, primavera-verano de 1883, 7 [98], KSA, 10, págs. 275-6; y NF, finales de 1886-primavera de 1887, 7 [9], KSA, 12, pág. 296. 19

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terpretar la naturaleza. Y hay que decir que, en rigor, cuando se trata de una construcción ideológica, la proyección de las categorías va siempre desde el plano social al de la naturaleza para retornar de nuevo a aquel: se busca fundar una cierta idea de la sociedad en la naturaleza para reafirmar dicha idea a través de ese rodeo que supuestamente le presta legitimación. Pero, a menudo —y nos parece que tal es el caso de Nietzsche—, a ese mecanismo ideológico subyace además la tesis implícita de que no se puede dar cuenta de los fenómenos culturales en el plano de la explicación estrictamente social o cultural, ya que todo lo que pertenece al ámbito del espíritu carecería de consistencia propia, de modo que su razón de ser y su valor tan solo se encontrarían en la forma de vida que lo sustenta y constituye. Y la tarea del llamado «método genealógico» es entonces la de recorrer hacia atrás el camino de su constitución. Pensamos, por lo tanto, que esa jerarquía de las formas de la vida está directamente orientada hacia el debate social y cultural de su tiempo, en el cual tercia Nietzsche con una posición claramente alineada con el pensamiento más reaccionario, que muestra su repugnancia hacia los valores democrático-burgueses que triunfan políticamente tras la Revolución francesa y aún más hacia el significado del movimiento obrero y socialista que se desarrolla a todo lo largo del siglo xix poniendo en peligro la vieja jerarquía social. «La idiosincrasia democrática [es] opuesta a todo lo que domina y quiere dominar...»22. Pero Nietzsche expresa su aristocrática repugnancia repudiando el gregarismo del hombre-masa que trae consigo la nueva sociedad, frente a cuya dinámica igualitaria y uniformizadora opone el «pathos de la distancia»: Nosotros los que consideramos el movimiento democrático no meramente como una forma de decadencia de la organización política, sino como forma de decadencia —esto es, de empequeñecimiento— del hombre, como su mediocrización y como su rebajamiento de valor, ¿a dónde tendremos que acudir nosotros con nuestras esperanzas? (...) La degeneración global del hombre hasta rebajarse a aquello que hoy les parece a los cretinos y majaderos socialistas su «hombre del futuro», ¡su ideal! —esa degeneración y empequeñecimiento del hombre en completo animal de rebaño (o, como ellos dicen, en hombre de la «sociedad libre»), esa animalización del hombre hasta convertirse en animal enano dotado de igualdad de derechos y exigencias— es posible, ¡no hay duda! Quien 22 La genealogía de la moral, II, § 12, pág. 89. Sobre la democracia, el concepto de autonomía y la aspiración a la «sociedad libre», véase la burla de Nietzsche en Más allá del bien y del mal, § 202, pág. 134. En general, Nietzsche desprecia el valor social de la libertad: «Los pueblos que valieron algo, que llegaron a valer algo, no llegaron nunca a ello bajo instituciones liberales.» Crepúsculo de los ídolos: «Incursiones de un intempestivo», § 38, pág. 115.

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ha pensado alguna vez hasta el final esa posibilidad conoce una náusea más que los demás hombres...23

En ese mismo parágrafo, al ideal democrático moderno contrapone Nietzsche la esperanza futura en nuevos «jefes» u «hombres de mando» que impondrán otra disciplina y otra selección, en lugar del absurdo del «número máximo» (o sea, en lugar de confiar el destino humano a lo que decidan las mayorías)24. Frente a la tendencia histórica que convierte a las masas sociales en protagonistas de un cambio hacia la igualdad democrática y la conquista de los derechos sociales, Nietzsche reacciona con ironía despreciando esos valores, en los que él ve la última expresión histórica del nihilismo cristiano25. En ese sentido, cree encontrar una continuidad entre ciertos principios de la moral cristiana, como el altruismo o la compasión, que más bien pertenecen a la esfera de las relaciones interpersonales, y otros que corresponden al ámbito propiamente político, como el concepto de la justicia social: todos ellos por igual serían signos decadentes de una vida envenenada por los principios nihilistas de una moral del resentimiento. Hoy se fantasea en todas partes, incluso bajo disfraces científicos, con estados venideros de la sociedad en los cuales ‹‹el carácter explotador›› desaparecerá: a mis oídos esto suena como si alguien prometiese inventar una vida que se abstuviese de todas las funciones orgánicas. La ‹‹explotación›› no forma parte de una sociedad corrompida o imperfecta y primitiva: forma parte de la esencia de lo vivo, como función orgánica fundamental, es una consecuencia de la auténtica voluntad de poder, la cual es cabalmente la voluntad propia de la vida26.

23 Más allá del bien y del mal, § 203, págs. 135 y 137. En relación con el movimiento obrero del siglo xix, véase Crepúsculo de los ídolos: «Incursiones de un intempestivo», § 40, págs. 117-8, donde Nietzsche se mofa de la llamada «cuestión obrera»: el hecho de hacer cuestión de la situación del obrero europeo —nos dice— es en sí mismo estúpido y delata la degeneración de los instintos, pues «si se quiere una finalidad, hay que querer también los medios: si se quiere esclavos, se es un necio si se los educa para señores». Y añade: si al obrero se le ha dicho que tiene derechos, ¿cómo puede extrañar que sienta hoy su existencia como una injusticia? ¿Pero qué es lo que se quiere? —nos dice—. También se pronuncia de manera clara contra el anarquismo, en el que ve «un mero medio de agitación del socialismo». Véase NF, otoño de 1887, 10 [82], KSA, 12, pág. 503. 24 Más allá del bien y del mal, § 203, pág. 136. 25 Sin embargo, y paradójicamente si tenemos en cuenta su hostilidad hacia el cristianismo, el diagnóstico de Nietzsche sobre la modernidad política coincidió en una gran parte al menos con el de la Iglesia Católica, fiel guardiana de la doctrina cristiana tradicional: en uno y en otra encontramos una misma condena de la Ilustración, de la democracia, de los derechos humanos, de la igualdad y del socialismo. 26 Más allá del bien y del mal, § 259, pág. 222. Según este planteamiento, no cabe hacer una crítica de la explotación humana en el plano ético-social, porque Nietzsche no reconoce

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En contra del mundo moderno, al que juzga marcado por el nihilismo y por la moral del rebaño, y como contraejemplo de salud vital, muestra Nietzsche su nostalgia por un mundo ya desaparecido, que se remonta, más allá del cristianismo, a los inicios de la cultura griega, a un tiempo en el que la jerarquía de la vida se habría hecho valer a través de la moral guerrera de otra raza de hombres más fuertes, que se enorgullecían de sus instintos y veneraban la vida de un modo que, aún en la época clásica, se expresaba en el ideal trágico27. A partir de ese supuesto, Nietzsche puede construir su concepción de la historia como decadencia, aunque se sirva de categorías que no se establecen en el plano de la realidad propiamente histórica, sino que están marcadas por su biologismo jerárquico. Y es que esta idea de la vida que distingue entre su forma activa y su forma reactiva termina por imponerse no solo como el secreto último de toda jerarquía, sino que se propone también como el único «criterio» para determinar —según su «método genealógico»— la mayor o menor salud de una sociedad, de una cultura, de una moral y, en general, de cualquier configuración del espíritu. Es una y la misma fuerza la que «actúa de modo grandioso en aquellos artistas de la violencia que construyen Estados» y la que de modo reactivo «reorientada hacia atrás, se crea la mala conciencia y construye ideales negativos»28. Desde ese supuesto, no tiene sentido situarse frente a la vida con la pretensión de hacer un juicio de valor acerca de ella, pues en realidad ahí solo se pondría de manifiesto el valor de la forma de vida de quien sustenta ese juicio29. Y es que, según Nietzsche, todo criterio de valoración es inmanente a la vida; ella es la única que interpreta y, al hacerlo, crea valores: Hablar en sí de lo justo y lo injusto es algo que carece de todo sentido; en sí, ofender, violentar, despojar, aniquilar no puede ser naautonomía alguna a ese plano. La explotación o la esclavitud no serían entonces objeciones en contra de una organización social, pues lo decisivo para él sería determinar si esa organización genera una forma superior de la vida, con independencia de si esta alcanza a muchos o solo a unos pocos: «Un pueblo es el rodeo de la naturaleza hacia cinco o seis grandes hombres», NF, verano-otoño de 1882, 3 [1] 433, KSA, 10, pág. 105. 27 No coincidimos, por lo tanto, con el profesor Diego Sánchez Meca, quien sostiene que esa interpretación sobre una nostalgia nietzscheana hacia una humanidad heroica y trágica ha sido superada por los avances hermenéuticos hechos durante el siglo xx acerca del pensamiento de Nietzsche (Véase su estudio introductorio a su edición de Sabiduría para pasado mañana. Selección de Fragmentos póstumos de Nietzsche, 1869-1889; Madrid, Tecnos, 2002, págs. 18-9). Pues aun cuando su obra ciertamente no pretende una vuelta al pasado, su idealización de la Grecia preplatónica sí le sirve de argumento en contra de la civilización moderna. 28 La genealogía de la moral, II, § 18, pág. 99. 29 Crepúsculo de los ídolos, «La moral como contranaturaleza», § 5, pág. 57.

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turalmente ‹‹injusto›› desde el momento en que la vida actúa esencialmente, es decir, en sus funciones básicas, ofendiendo, violando, despojando, aniquilando, y no se la puede pensar en absoluto sin ese carácter30.

Según esto, las formas activas muestran su jerarquía imponiendo su fuerza instintiva, su soberanía incondicional, su poder avasallador, su sano egoísmo: su creatividad. Las reactivas, por el contrario, son mucho más matizadas y sutiles en la elección de las máscaras con las que disfrazan su debilidad, y emplean además caminos múltiples y tortuosos para preservar su forma de vida enferma, ya se trate del impulso gregario, de la reivindicación política de unos mismos derechos para todos, o del recurso teórico que apela a la doctrina cristiana de la redención, entre otros muchos disfraces. «La voluntad de los enfermos de representar una forma cualquiera de superioridad, su instinto para encontrar caminos tortuosos que conduzcan a una tiranía sobre los sanos, —¡en qué lugar no se encuentra esa voluntad de poder precisamente de los más débiles!»31. En cualquier caso, según Nietzsche, obedecer para el débil es una función de autoconservación tanto como lo es mandar para el ser más fuerte32. Pero si la enfermedad se expresa en la vida gregaria y el ideal igualitario, la salud por el contrario se encuentra en la creatividad y en el «pathos de la distancia». Esta concepción, con toda su simplicidad, permite interpretar las construcciones del espíritu humano —subjetivo u objetivo—, revelando su sentido «fisiológico» oculto, y convirtiéndose de ese modo en un arma crítica formidable para juzgar su valor real. Así pues, aunque el concepto de voluntad de poder no se presenta inicialmente con un significado antropológico o moral, es evidente su repercusión en este plano y en el de la cultura en general, al que se extiende el principio de jerarquía vital. Incluso podemos sospechar que, inconscientemente, esta noción surge al servicio de ese fin ideológico. Pero Nietzsche lo presenta —sobre todo en las muchas páginas que le dedica en sus Fragmentos póstumos— como un principio de alcance ontológico. Para su definición se inspira en una idea de la vida cuyo centro es el cuerpo.

30 La genealogía de la moral, II, § 11, págs. 86-7. Unas líneas más adelante leemos que «todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse...», lo que, a su vez, es un reinterpretar. Véase ob. cit., II, § 12, pág. 88. 31 La genealogía de la moral, III, § 14, págs. 143-4. 32 NF, primavera de 1884, 25 [430], KSA, 11, pág. 126.

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7.3. El cuerpo y las fabulaciones de la conciencia: el problema de la crítica genealógica Sin duda alguna, un aspecto fundamental del pensamiento de Nietzsche, que acaso sea —según nuestro criterio— el que confiere a su obra su significado más perdurable, consiste en su oposición a toda la tradición metafísica y cultural que se orienta a la opresión del cuerpo. En contra del ascetismo que condena los instintos y los somete a la disciplina de una moral que mortifica el cuerpo, su crítica supone una liberación de los impulsos que recupera el sentido de la inocencia. Esta emancipación de los sentidos constituye en sí misma una subversión de todo el orden tradicional en favor de una nueva idea de la existencia, aligerada del pesado espíritu de seriedad con el que las religiones y la moral ascética cargan al hombre y le inculcan un sentimiento de culpa. Y es este aspecto de la filosofía nietzscheana lo que encandiló a cierta izquierda francesa de los años 60 del siglo xx, que convirtió a Nietzsche en un icono de la rebeldía en contra del orden disciplinario y de la opresiva violencia ejercida por la cultura: su significado como pensamiento liberador del cuerpo y de la inocente alegría de los sentidos. Sin embargo, aun siendo esto un tema fundamental de su pensamiento, la interpretación que se limita a destacar este aspecto de su obra es unilateral si no atiende al significado último de esta exaltación de la vida. Por supuesto que el cuerpo que ocupa un lugar central en el pensamiento de Nietzsche no es ese cuerpo físico cuyas leyes sirven de modelo al mecanicismo, sino el cuerpo orgánico en cuanto protagonista y vehículo de la vida. Pero en realidad el cuerpo mismo debe ser comprendido, a su vez, como el resultado de un juego de fuerzas, como la síntesis dinámica de funciones y órganos que encauzan impulsos vitales en la unidad que representa un individuo. Esas fuerzas configuran formas que realizan funciones o prácticas (impulsos, inclinaciones, instintos), que en sí mismas han de comprenderse como las consecuencias de juicios de valor que habrían quedado así incorporadas y que constituyen interpretaciones de la vida coaguladas en un cuerpo: «La voluntad de poder interpreta: en la formación de un órgano se trata de una interpretación; ella delimita, determina grados y diferenciaciones de poder... (El proceso orgánico supone un perpetuo interpretar)»33. Pero, por otra parte, el cuerpo es además, en otro sentido, la clave interpretativa fundamental, puesto que Nietzsche elabora su doctrina de 33

NF, otoño de 1885-otoño de 1886, 2 [148], KSA, 12, págs. 139-40.

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la voluntad de poder a partir de la vivencia que el individuo tiene del propio cuerpo, que es el único ámbito de la vida del que tiene una experiencia directa, a partir de la cual proyecta sobre todas las cosas el sentido de esa vivencia original; por eso, esa hipótesis comprende toda fuerza agente a partir del modelo de los apetitos y las pasiones humanas. De algún modo, por lo tanto, el cuerpo es el único sujeto del que tendría algún sentido hablar, aunque lo sea de manera impropia, pues se trata del cuerpo del viviente, cuyas funciones, impulsos y movimientos internos preceden a toda conciencia y son, en rigor, intraducibles al lenguaje de esta: «El intelecto es el instrumento de nuestros impulsos y nada más, nunca será libre»34. Adelantándose a Freud y a su concepto del «ello», señala Nietzsche que las fuerzas que convergen en el cuerpo son no solamente inconscientes, sino completamente ajenas a la conciencia e inconmensurables con esta. Por eso, no existe un código unívoco que permita traducir los fenómenos del cuerpo al discurso de la conciencia que se sustenta en ellos. Sin embargo, la conciencia sí constituye en cierto sentido un lenguaje cifrado, pues sus expresiones tienen un significado que solo podemos entender remitiéndolas a las pulsiones vitales que encubren. Así pues, solo de manera impropia podemos hablar de una traducción de estas a aquellas, pues no hay referente común a unas y otras ni una continuidad en el significado. Más bien se trata de una fabulación, es decir: la conciencia por sí misma y para sí misma, y como consecuencia —dice Nietzsche— de la necesidad de comunicación impuesta por la vida gregaria, construye sus figuras espirituales, que son ficciones con las cuales expresa y a la vez encubre algo que le es enteramente heterogéneo. Se trata de un espejo que subvierte aquello que refleja distorsionando su significación, y que lleva además su espejismo hasta el engaño acerca de sí misma, pues se cree la causa de sus actos. Pero carece de sustancia propia y es tan solo un mero efecto de superficie que enmascara lo que oculta con las fábulas de lo verdadero y lo falso, la realidad y la apariencia, lo bueno y lo malo, etc.35. Todas las creaciones del espíritu se revelan de esta forma como pura ficción, de modo que en este plano de consideración de las cosas —según Nietzsche— no cabe establecer criterio alguno para discriminar entre el valor de esas figuras: el plano de la conciencia ni se originó ni sirve para decidir entre lo verdadero y lo falso, o entre lo justo y lo injusto. Dicho de 34

NF, otoño de 1880, 6 [130], KSA, 9, pág. 229. Acerca del papel de la conciencia, véase NF, noviembre de 1887-marzo de 1888, 11 [145]: «Rolle des Bewusstseins», KSA, 13, págs. 67-8; o también NF, primavera de 1888, 14 [152]: «Wille zur Macht als Erkenntniss», KSA, 13, págs. 333-5, donde escribe que «todo lo que deviene consciente es un fenómeno final, una conclusión —y no causa nada— ...» 35

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otro modo: para Nietzsche toda la vida mental es radicalmente y sin remedio ideológica. De tal manera que el valor de una concepción teórica, de un sistema de normas, de las instituciones, de la cultura en general no puede medirse en el plano en que se desarrollan dichas figuras del espíritu, que es el de la conciencia. Porque el espíritu mismo es para él una máscara sin consistencia propia, cuyo valor por lo tanto está en función del tipo de vitalidad al cual sirve. Y es además falseamiento en la medida en que sostiene una voluntad de verdad; es decir, en cuanto presenta como verdadero lo que no es ni puede ser otra cosa más que interpretación interesada. Por eso, a esa voluntad de verdad que Nietzsche denuncia en la filosofía, en la ciencia o en la moral, él contrapone el arte, en el cual no se halla esa pretensión de engañar, pues el arte celebra la multiplicidad de las máscaras como tales máscaras36. Y aquí radica también el significado nuevo que presta Nietzsche a la «crítica» como arte de la interpretación —que desarrolla el filólogo— y como psicología del desenmascaramiento: se trata siempre de saber qué sentido no explícito se oculta en lo que se dice y quién habla detrás de todo discurso; qué tipo de vitalidad se esconde tras el disfraz espiritual, que puede adoptar formas tan diversas como la de una argumentación teórica, un discurso político o un juicio moral, entre otras. Así, por ejemplo, a propósito de una doctrina filosófica, la crítica no ha de interrogarse por su verdad ni entrar siquiera en el terreno argumentativo en el cual se desenvuelve el filósofo que la enuncia, sino que dicha doctrina «proporciona (...) un testimonio de quién es él, es decir, de en qué orden jerárquico se encuentran recíprocamente situados los instintos más íntimos de su naturaleza»37.

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Este planteamiento recorre la obra de Nietzsche ya desde El nacimiento de la tragedia, donde desenmascara el significado del «hombre teórico» como el de quien personifica un tipo de estrategia vital que hace remontarse a Sócrates y que consiste en el optimismo de aquella existencia que trata de hacer inteligible la vida y de justificarla ocultándose su fondo sombrío y su carácter trágico, el cual solo se revelaría a un tipo de arte que no olvida su aliento dionisíaco. El artista trágico y la «metafísica de artista» se convertirán así en el contrapunto de la actitud teórica, del racionalismo y, en general, de todo tipo de existencia que rehúye el sentido dionisíaco del mundo. Véase Die Geburt der Tragödie. Oder: Griechentum und Pessimismus, KSA, 1; citaré siempre la traducción de A. Sánchez Pascual: El nacimiento de la tragedia. O Grecia y el pesimismo, Madrid, Alianza Ed., 1973, §§ 12-16, págs. 114 y sigs.; véase también el escrito preparatorio de ese libro que lleva el título Sócrates y la tragedia, págs. 213 y sigs. 37 Más allá del bien y del mal, § 6, pág. 27. En este mismo parágrafo, unas líneas antes, señala Nietzsche que toda filosofía no ha sido otra cosa más que la autoconfesión de su autor. La filosofía, en cuanto construcción teórica, sería solamente la expresión de intereses vitales y, por lo tanto, nunca valdría por sí misma. Por eso, también dice allí mismo Nietzsche que no cree que un «instinto de conocimiento» sea el padre de la filosofía: no habría, por lo

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La «crítica genealógica» remite las construcciones del espíritu al tipo de instintos que las sostiene y en las cuales estos se expresan de manera encubierta. El desenmascaramiento de dichas construcciones pone en cuestión no solo la apelación a un transmundo por parte de la metafísica, sino también la voluntad de verdad de la ciencia o los imperativos de la moral, interrogándose en todos los casos por el tipo de vitalidad que en ellos alienta. Por eso nos sigue pareciendo acertada la crítica que comprende la posición nietzscheana como biologismo, a pesar de la protesta de algunos estudiosos de su obra. Algunos intérpretes38, en efecto, no creen acertada esta crítica, porque no haría justicia —según dicen— al significado de fondo del planteamiento de Nietzsche, cuyo repudio de la cultura occidental no estaría propiamente orientado a cuestionar una moral o una política concretas en cuanto manifestación de un debilitamiento de los instintos, ni tampoco a sustituir una verdad sobre la cultura por la verdad de la vida, sino sobre todo —y este sería el sentido de fondo de la crítica nietzscheana— para poner en cuestión el significado mismo de lo político o lo moral, tomados así como esferas independientes que pretenden valer por sí mismas, y —más allá— el significado de lo verdadero. Sin embargo, nos parece que esto último no resta un ápice de sentido a la interpretación de la obra de Nietzsche como biologismo. Su método genealógico nos da la clave del significado de la crítica nietzscheana a la cultura occidental, pues ese método remite el valor de cualquier creación cultural al tipo de vitalidad en función del cual se instituye. ¿A qué tipo de vida sirve? Esta es la pregunta fundamental para calibrar el significado de una creación del espíritu. En un proceso de configuración de formas vitales cada vez más complejas —todas las cuales encarnan interpretaciones valorativas—, las fuerzas se modelan en instintos de un cuerpo; luego, en una conciencia que introduce fabulaciones sobre su origen y sobre el sentido de su propio hacer; y, finalmente —y a través de la conciencia—, en formas cultu-

tanto, la posibilidad de atender al objeto por lo que este significa en sí mismo, no habría objetividad, sino que el objeto solo nos podría aparecer en función de nuestro interés por la cosa. De ahí que Max Scheler, saliendo al paso de la dificultad planteada por Nietzsche y precisamente para salvar la independencia del espíritu, señale que la objetividad es una de sus leyes, la cual se pondría de manifiesto —según él— en ciertas actividades humanas que supuestamente demostrarían esa capacidad de ser objetivos, tales como el conocimiento o la contemplación estética: en ellas atenderíamos al objeto por lo que este es en sí mismo y no por lo que representa para nuestro interés vital. Véase Max Scheler: Die Stellung des Menschen im Kosmos, en Gesammelte Werke, vol IX, edición a cargo de M. S. Frings, Bonn, 1975; trad. de José Gaos, El puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires, 1989, pág. 56. 38 Por ejemplo, el profesor Sánchez Meca en su libro Nietzsche. La experiencia dionisíaca del mundo, ya citado.

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rales (sistemas de normas, instituciones, concepciones teóricas, etc.). Pues bien, todo ese proceso es el que recorre hacia atrás la llamada «crítica genealógica»: [Contra la pretensión de atribuir autonomía al espíritu] ...dirijo yo mi psicología de los filósofos: su cálculo más alejado y su «espiritualidad» no son nunca más que la última y más pálida copia de un hecho fisiológico; falta siempre ahí la voluntad libre, todo es instinto, todo está ya guiado de antemano por conductos determinados...39

También Freud piensa que la conciencia y sus funciones superiores generadoras de la cultura responden finalmente a los requerimientos de la energía libidinal, puesto que encauzan esta energía e incluso la reprimen en su choque con las restricciones que impone la vida social. Pero la comprensión de su genealogía no significa para él que el valor de la cultura y de las creaciones de la razón humana se tenga que establecer en un nivel previo. Hay un lado ilustrado en Freud que le lleva a entender que la base biológica sobre la que necesaria e irremediablemente se asientan la conciencia y la cultura nada dice aún acerca del valor de estas, aparte de la consideración de que toda cultura tiene que dar respuesta y cauce a las exigencias biológicas y no puede negarlas sin más. Pues para él la cultura tiene valor en la medida en que, aun reprimiendo ciertos impulsos o desviándolos de su fin original para satisfacer una parte de sus exigencias, logra algún equilibrio entre ellos y las restricciones impuestas por la vida en común, a la vez que amplía las posibilidades del conocimiento y, en general, incrementa el control consciente del yo sobre las pulsiones haciendo la vida así más valiosa40. Por lo tanto, la cuestión aquí no es tanto si la conciencia procede de los impulsos del ello al mismo tiempo que los enmascara (Freud), o si en su génesis depende de los intereses materiales (Marx), sino si —una vez surgida— sus creaciones han de juzgarse en el nivel de consideración propio del espíritu. Pues también para Marx y para Freud el conocimiento es una función de la vida que se desarrolla a partir de sus intereses y está a su servicio, pero eso no entraña para ellos que el valor del conocimiento como tal se pueda establecer en un nivel que no sea el del espíritu, ni tampoco que sus productos se reduzcan a mera ideología, sino que —según ellos— el valor de la cultura se determina en el mismo terreno en el que ella desa39

NF, primavera de 1888, 14 [107], KSA, 13, pág. 285. Los corchetes son míos. De Freud véase sobre todo El malestar en la cultura, trad. de Ramón Rey Ardid, Madrid, Alianza Ed., 1970; y El porvenir de una ilusión, texto incluido en Psicología de las masas, trad. de Luis López-Ballesteros, Madrid, Alianza Ed., 1969. 40

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rrolla su lenguaje y alcanza una cierta autonomía: lo verdadero y lo justo son principios que ha de establecer la razón autoconsciente, a pesar de que esta, llevada de su propia actividad crítica, llegue a saber de sí misma como un producto derivado de otras realidades que la anteceden. Sin embargo, este no es el caso para Nietzsche, cuyo repudio de la Ilustración le hace renegar de toda autonomía de la razón. El método genealógico se convierte así no solo en un arma en contra de la cultura occidental, sino —más allá— en un instrumento crítico que pone en cuestión la posibilidad misma de desarrollar una esfera autónoma en la que el pensamiento y los valores puedan juzgarse por lo que significan en sí mismos: ¿Qué es bueno? Todo lo que incrementa el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre. ¿Qué es malo? Todo lo que procede de la debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de que de nuevo ha crecido el poder, que una vez más una resistencia ha sido vencida (...) Lo que es débil y malogrado debe perecer: supremo imperativo de la vida. Y no se debe hacer una virtud de la compasión41.

No habría una esfera autónoma de lo moral con un sentido propio: «Mi principio fundamental: no hay fenómenos morales, sino solo una interpretación moral de los fenómenos. Esta interpretación misma es de origen extramoral»42. Ese «origen extramoral» que permitiría remitir la fábula moral a su fuente real lo aclara Nietzsche en multitud de textos. Por ejemplo, cuando escribe: «Toda moral es, en realidad, tan solo un refinamiento de las medidas que toma todo lo orgánico para adaptarse, pero también para mantenerse y ganar poder»43. Pero con esta difuminación de la conciencia moral en el ámbito de lo orgánico se extingue también el significado propiamente moral de la responsabilidad. Y, en este sentido, el modelo del niño en la famosa parábola de Así habló Zaratustra, que a diferencia del camello y del león representa la inocencia y el olvido junto con la espontaneidad de la vida, es un modelo peligroso. Pues, en realidad, la civilización cuenta entre sus principios aquel que establece que los individuos son responsables de sus actos. Es cierto que Nietzsche utiliza el símbolo de Zaratustra para representar la inocencia divina de todas las cosas en contraposición a la noción cristiana de la culpa que necesita redención, pero llevó su modelo más allá de dicha contraposición hasta no dejar sitio alguno para 41 NF, primavera de 1888, 15 [120], KSA, 13, págs. 480-1. Véase también NF, primavera-verano de 1883, 7 [76], KSA, 10, pág. 405. 42 NF, otoño de 1885-otoño de 1886, 2 [165], KSA, 12, pág. 149. 43 NF, verano de 1883, 12 [29], KSA, 10, pág. 405.

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la noción de culpa. Y hay que decir que no se puede abandonar esta noción, aunque deba reinterpretarse de modo secularizado a partir del supuesto de la responsabilidad del individuo ante la sociedad, que por otro lado es el sentido originario del término en cuestión (el sentido jurídico). No se puede decir «sí» y un «santo amén» a todo lo que vive, porque eso significa renunciar a todo criterio moral. Tampoco cabría hablar de lo verdadero en el sentido propio del término, pues para Nietzsche la verdad es una posición intelectual biológicamente útil, cuyo carácter ilusorio estriba en el olvido de su origen como metáfora que llega a fijarse por un pueblo tras un largo uso hasta llegar a parecernos un canon obligatorio. Por eso, según su planteamiento, aquellas ficciones lógicas que se presentan como más imprescindibles son precisamente las más falsas, porque encierran la creencia metafísica en otro mundo diferente de la vida44. Pero, en cualquier caso, la utilidad biológica de determinadas posiciones intelectuales, que otorga ventaja a quienes las asumen, se disfraza con el título de verdad, como si se tratara de una adquisición independiente del espíritu45. Precisamente contra Nietzsche y para salvar la autonomía del espíritu y de sus creaciones, Max Scheler recurre a una metafísica del espíritu que hace de este un principio co-originario del ser junto a la vida e irreductible a esta. Pero su posición, aunque por otro camino, retorna al viejo dualismo metafísico que durante siglos definió el cristianismo. Y nos parece que ese dualismo es incompatible con nuestra experiencia contemporánea, heredera de la revolución darwiniana, de Marx y de Freud. Estos últimos, por su parte, según decíamos antes, alumbraron una vía más prometedora: hay que reconocer que la conciencia, los valores, la razón y, en general, las creaciones del espíritu proceden de la vida y de fuerzas que se imponen al hombre y someten su existencia a las leyes ciegas de un mundo cuya realidad objetiva preexiste a todo sujeto; pero esas creaciones, una vez surgidas, constituyen una esfera nueva de reorganización vital con entidad e iniciativa propias, un espacio de juego para la subjetividad, cuya acción sobre aquella realidad de la que procede 44 A este respecto, comenta también Nietzsche que la falsedad de un juicio, es decir, el reconocer su necesaria falta de verdad, no es una objeción contra el mismo: la cuestión está en saber si ese juicio favorece la vida, si la conserva... Y parece que los juicios más falsos (en el sentido de ser los más falseadores, los que más encubren) son los más imprescindibles para nosotros (para nosotros, los europeos decadentes), porque al parecer no podemos vivir sin admitir las ficciones lógicas, sin medir la realidad con la medida del mundo puramente inventado de lo incondicionado e idéntico a sí mismo, sin falsear permanentemente el mundo mediante el número...Véase Más allá del bien y del mal, § 4, pág. 24. 45 Die fröliche Wissenschaft, KSA, 3, §§ 110 y 111, págs. 469-72. Véase sobre esta cuestión también Ueber Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne, KSA, 1.

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transforma las condiciones de su existencia y hace posible el desarrollo de la razón autoconsciente. Así pues, Nietzsche considera que el elemento del espíritu es la fábula. Algunas fabulaciones muestran además una marcada hostilidad hacia la vida y son las que constituyen el discurso nihilista de la cultura occidental; pero, en realidad, de la posición de Nietzsche se desprende que cualquier creación del espíritu está, según parece, condenada de manera insuperable a tener siempre ese carácter fabuloso. No puede ser de otra manera si el pensamiento es solo un relacionarse de los instintos entre sí. El resultado de esa sorda lucha entre las pulsiones del cuerpo (voluntad objetivada, según Schopenhauer) es una acción que el individuo —ante la necesidad impuesta por la comunicación y para dar cuenta del motivo de su conducta— se explica a sí mismo a través de ese espejo ilusorio que crea la ficción de una razón consciente. En esa idea acerca de la conciencia, Nietzsche se guía por la metáfora schopenhaueriana del espejo, cuyo reflejo del mundo solo nos proporciona su apariencia fenoménica. Pero aun cuando Schopenhauer considera que la conciencia es víctima de la ilusión de creer que la representación capta el mundo en sí cuando solo alcanza su fenómeno, no por ello deja de atribuir un cierto papel central a la conciencia: la de ser la base del conocimiento de todos los objetos, con un valor en su esfera propia, que es la del fenómeno. Nietzsche, sin embargo, radicaliza ese enfoque, pues la conciencia para él no es solo la fuente de un autoengaño permanente —en el sentido de Schopenhauer—, sino además la raíz de esa ficción que cree en el conocimiento de objetos, porque ella misma es también ficción: no hay legalidad alguna que refleje el mundo en el espejo de la representación, sino tan solo el caos del devenir dominado por la voluntad de poder, la cual se presenta en la conciencia no como representación en el espejo, sino como distorsión que oculta su impulso interesado. La conciencia no es para Nietzsche una apariencia necesaria, sino algo derivado al tiempo que contingente, y es además la fuente de toda ficción, a la vez que su elemento, pues habría surgido como respuesta a la necesidad de fabular. Y lo que denominamos «el espíritu» y sus discursos culturales (las concepciones teóricas, los sistemas morales, las argumentaciones políticas) son justamente sus fabulaciones. Sin embargo, en algunos textos Nietzsche sí parece reconocer alguna legalidad conforme a la cual la conciencia crearía sus ficciones. Así, por ejemplo, la idea de un yo que subyace a las acciones del cuerpo, un yo que piensa o que quiere como causa de sus pensamientos o de sus deseos, la considera un prejuicio popular que deriva de la estructura predicativa de nuestro lenguaje, en cuya gramática se busca siempre un sujeto como condición del predicado. Ese fetichismo inducido por el lenguaje lleva de entrada a hablar de la voluntad como si fuera una en-

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tidad que se pudiera conocer, cuando en realidad se trata de una unidad puramente verbal en la que convergen muchos sentimientos y sensaciones; la unidad de un «yo quiero» solo aparece a la conciencia cuando en el nivel inconsciente se ha resuelto ya la duda entre impulsos en conflicto: «...justo en la unidad verbal se esconde el prejuicio popular que se ha adueñado de la siempre exigua cautela de los filósofos. Seamos, pues, más cautos (...): en toda volición hay, en primer término, una pluralidad de sentimientos...»46. Pero lleva además a creer que no puede haber pensamiento sin un yo ni acción sin un sujeto volente. Ahora bien, según Nietzsche, se trata de un falseamiento inducido por la estructura gramatical del lenguaje, que exige siempre pensar en un sujeto antepuesto causalmente a todo cuanto es o se hace. Es decir: se pasa de la idea de que no hay un predicado sin sujeto gramatical a la creencia de que no cabe decir «pienso» o «quiero» si no hay un yo o sujeto del querer o del pensar47. Y eso se refuerza además cuando se apela a las llamadas «certezas inmediatas», que revelarían de modo supuestamente incontestable al observador de sí mismo esos «hechos internos» que son la voluntad, la conciencia o el yo, al menos en los cuales habríamos sorprendido a la causalidad en acto: nos creemos entonces nosotros mismos causa en el acto de la voluntad o en el acto de pensar48. Pero no hay ninguna experiencia que nos ofrezca esa supuesta causa interior. Pues bien, sobre esa base, la metafísica del lenguaje nos arrastra, en primer lugar, a creer en la voluntad como causa que produce efectos, o en el yo como una sustancia-cosa idéntica a sí misma, y, luego, a proyectar dichos fantasmas más allá de nosotros hasta ver agentes en todas partes y elaborar la noción de cosa y la idea especulativa del ser. Ahora bien, la influencia de esos esquemas, que encauzarían el modo de «cobrar conciencia» de todas las cosas, no significa para Nietzsche que la conciencia construya sus ficciones según unas formas a priori, pues lo que constriñe al individuo en el marco de su lenguaje y de la cultura moderna es en sí mismo algo contingente que responde al carácter moralista de esta: se trata siempre, en efecto, de encontrar una causa del devenir en un sujeto o en una voluntad que se postula como causalidad libre, pero la raíz última de esa tendencia aparentemente irresistible que está petrificada en el lenguaje y que se extiende a todo el pensamiento en general se hallaría en la necesidad neurótica de encontrar un responsable del devenir:

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Más allá del bien y del mal, § 18, pág. 39. Más allá del bien y del mal, § 54, pág. 80. 48 Más allá del bien y del mal, §§ 16 y 17, págs. 36-8. Véase también Crepúsculo de los ídolos: «Los cuatro grandes errores», § 3, págs. 63-4. 47

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Se ha despojado de su inocencia al devenir cuando este o aquel otro modo de ser es atribuido a la voluntad, a las intenciones, a los actos de la responsabilidad: la doctrina de la voluntad ha sido inventada esencialmente con la finalidad de castigar, es decir, de querer-encontrar-culpables. (...) A los seres humanos se los imaginó «libres» para que pudieran ser juzgados, castigados, para que pudieran ser culpables: por consiguiente, se tuvo que pensar que toda acción era querida, y que el origen de toda acción estaba situado en la conciencia...49

Es decir: es el moralismo de la cultura occidental, en su afán de encontrar un responsable del devenir, el que habría cuajado en la propia estructura gramatical del lenguaje y, sobre ella, inspiraría una metafísica cuyas categorías rectoras (el yo, la cosa, el ser idéntico a sí mismo, la voluntad, la causa, etc.), aparentemente necesarias para el individuo, son contingentes en sí mismas y expresivas de una forma decadente de la vida. Por eso, frente a ello, Nietzsche puede hacer valer su biologismo en forma de «crítica genealógica»: También sobre esto nosotros hemos reflexionado mejor: el cobrarconciencia, el «espíritu», es para nosotros cabalmente síntoma de una relativa imperfección del organismo, un ensayar, tantear, cometer errores, un penoso trabajo en el que innecesariamente se gasta mucha energía nerviosa, —nosotros negamos que se pueda hacer algo de modo perfecto mientras se lo continúe haciendo de modo consciente50.

Michel Haar51 resume esta última idea señalando que la conciencia solo es un instrumento del cuerpo —que es el que, en rigor, merecería ser llamado «sujeto»—, un fenómeno superficial, derivado e incluso superfluo, que tiende además al extravío cuando se emancipa de los instintos. No solo ignora su origen, sino el sentido mismo de su «actividad», pues la conciencia sería una facultad de inhibición de la acción, que tiende a invertir como en un espejo el desarrollo de la vida psíquica para poder perpetuar su ilusión. De modo que ella cree dar las órdenes cuando lo único que hace es registrar y ejecutar; ella no es ni autora ni dominadora de los pensamientos, sino que más bien ocurre que estos la desbordan y vienen a 49

Crepúsculo de los ídolos: «Los cuatro grandes errores», § 7, págs. 68-9. Véase también el comentario al respecto de G. Vattimo: Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1992, pág. 30. 50 Der Antichrist, KSA, 6; citaré siempre la traducción de A. Sánchez Pascual: El Anticristo, Madrid, Alianza Ed., § 14, pág. 39. 51 Véase Michel Haar: La critique nietzschéenne de la subjectivité, en Nietzsche-Studien, núm. 12, 1983.

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la conciencia sin que ella los controle. En ese sentido, habría que hablar de un «pensamiento inconsciente» anterior al yo, el cual debe entenderse más bien como puesto por aquel. Y la idea de que el yo produce el pensamiento no es más que el efecto de una rutina gramatical que convierte al sujeto antepuesto al verbo en el supuesto autor de la acción. Además, el pensamiento que aparece en superficie como consciente es en realidad ignorante de su falsificación; pero, en el otro extremo, el pensamiento del cuerpo nos es inaccesible directamente: el único intermediario entre el uno y el otro es la interpretación. Es decir: toda nuestra pretendida conciencia no es más que un comentario más o menos fantasioso de un texto desconocido; el mundo nos es desconocido, y la conciencia solo nos enseña de él lo que nos es útil saber del mismo para precavernos ante lo imprevisible y dominar el peligro (función trascendental de la conciencia, aunque no en el sentido lógico)52. Según Nietzsche, por lo tanto, hay una continuidad absoluta entre el cuerpo y lo que llamamos «el yo», continuidad que es la de la vida, la cual trasciende también al individuo. De modo que este representa en cierto modo la totalidad de lo orgánico, pues en él, en sus impulsos y en su conciencia, se resume, se reactiva y se prolonga todo el pasado de la línea biológica de la cual él es portador. 7.4. El hombre como animal No solo reconocer la animalidad en el hombre, sino afirmar esa animalidad como la esencia del hombre: este es el pensamiento fundamental de Nietzsche, como señala G. Colli53. Este pensamiento ya lo enunció a su manera Schopenhauer al ver en todo lo humano la ciega voluntad de vivir, aunque —según hemos visto— luego haga de la autoconciencia un principio con el que el hombre logra suspender en sí mismo la tiranía de la voluntad. Pero en Nietzsche no encontramos nunca esa idea de la vida que queda —por decirlo así— en suspenso: el hombre para él es siempre el viviente, y lo es sin tregua alguna incluso cuando rompe su fijación al estímulo inmediato que guía al animal para hacerse capaz de mentir o hacer promesas. Esa astucia le convierte en el animal más interesante, el más astuto, aquel en quien la vida se da una opción nueva: bien la de afirmarse con toda la fuerza del instinto, mediante la cual el individuo extiende activamente su dominio hacia los otros para imponerse a ellos; o bien, la de 52 53

Michel Haar, ob. cit., págs. 85-90. Véase Giorgio Colli, ob. cit., pág. 76.

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sustituir la seguridad del instinto por una indefinición en la que la vida parece debilitarse y seguir una estrategia diferente, basada en la deliberación que atiende a razones. Esta última es la forma de vida que denominamos «espíritu», la que enaltece la razón y guía al hombre «teórico». La conciencia misma habría surgido bajo la presión de la vida gregaria y para favorecer esta, pues ella representaría en realidad la voz del rebaño en nosotros54. Así pues, para Nietzsche, la conciencia y las funciones del espíritu no suponen en ningún caso una manera de escapar a la vida. Y aquí se halla también el sentido último de la crítica nietzscheana del cristianismo, pues este reniega de la animalidad en el hombre para poder atribuirle una posición central en el mundo fundada en una idea sobrenatural del espíritu que, a través de la conciencia, sería capaz de guiar la vida desde fuera de ella y de reorientarla hacia fines trascendentes. Por el contrario, la afirmación de la animalidad como la esencia del hombre es incompatible con la noción de un alma espiritual y entraña el rechazo de la centralidad de la conciencia, pues comprende el espíritu como una forma de la vida en la que esta adopta un camino tortuoso. Esa concepción del control que la conciencia ejerce sobre la existencia procede del ideal socrático del autodominio y se formula como metafísica del alma en la doctrina platónica expuesta en el Fedro, a la cual el cristianismo confiere un significado religioso. Pero en la época moderna se desarrolla a través del concepto fundamental de la autoconciencia, que singulariza el destino de cada hombre, puesto que el individuo experimenta de manera consciente e insuperable su propia condición que le enfrenta a la totalidad de la vida y le distingue de los demás individuos. Según Nietzsche, esta doctrina tiene todavía una gran influencia en Schopenhauer por la importancia que este asigna a la conciencia en cuanto principio de individuación. En efecto, ese influjo del cristianismo sobre Schopenhauer se refleja en la doctrina de la compasión, según la cual el individuo participa del sufrimiento del otro conservando sin embargo su individualidad íntegra. Pues bien, a la compasión contrapone Nietzsche el pathos dionisíaco del culto al dios de los antiguos misterios, en el cual se rompe la individuación y el hombre proclama su condición esencial como animal, que antecede a toda autoconciencia. En efecto, en la compasión, el sentimiento de identificación con el prójimo embarga a un individuo consciente de sí, que comparte el dolor de otro individuo, respecto del cual se sabe distinto y a la vez próximo. En el pathos dionisíaco, en cambio, tal como lo presenta Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, el 54

La gaya ciencia, «Del genio de la especie» (Die fröliche Wissenschaft, § 354, KSA, 3, pág. 588).

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sentimiento de unión borra los límites de la individualidad: en la orgía o en la ebriedad con que se festejaba el culto a Dioniso se celebra la unidad de la vida que prevalece sobre los seres en que se fragmenta y a los que traspasa55. Nietzsche se remonta así a un momento del tiempo anterior al cristianismo en busca de un sentimiento de la vida que se oponga a la moral cristiana de la compasión. Con el tiempo, sin embargo, abandonará esta idea de la unidad del todo, que procede de la metafísica de Schopenhauer, pero retendrá siempre la imagen de un fondo oscuro y caótico de la existencia, ajeno a la razón y demás «esteticismos humanos», y respecto del cual el sujeto individual y la conciencia misma solo serían configuraciones inconsistentes que alimentan la ilusión acerca de sí y de la propia libertad. Remontándose a Spinoza y prosiguiendo la reflexión de Schopenhauer, Nietzsche recoge también los motivos psicológicos de una crítica que, desde La Rochefoucauld hasta Freud y Pareto, insiste en el carácter radicalmente ideológico de la vida mental como consecuencia de la insuperable compulsión al autoengaño por la debilidad o las limitaciones de la naturaleza humana56. Lo que toda la filosofía moderna considera distintivo del hombre y base de su dignidad, su ser autoconsciente, es desvalorizado por Nietzsche, como ya hemos visto, hasta convertirlo en el espejo ilusorio en el que el hombre se mira y cree encontrarse como el yo que antecede al objeto de su experiencia y como la razón de sus actos, cuando estos en realidad son el resultado inconsciente de fuerzas e impulsos que pugnan soterrados en su cuerpo: «Todos nuestros motivos conscientes son fenómenos de superficie: tras ellos se halla la lucha de nuestros impulsos y estados, la lucha por el dominio»57. Esa conciencia de sí sirvió para fundar la tesis humanista de una discontinuidad con el resto de la naturaleza, respecto de la cual el hombre, en tanto ser racional y consciente, ocuparía un lugar aparte. Kant la formula de manera ejemplar al inicio de su Antropología en sentido pragmático: 55

En aquel culto a Dioniso, el dios de las máscaras y el frenesí, se veneraba el poder multiforme y la fertilidad de la naturaleza, la fuerza de la vida que retorna siempre con el ciclo de las estaciones y se manifiesta en los individuos y en las especies en que se transfigura. Por eso, Nietzsche lo presenta en El nacimiento de la tragedia, todavía bajo la influencia de la metafísica de Schopenhauer, como un dios en quien se veneraba la unidad de todas las cosas, cuyos perfiles se borran en la oscuridad que todo lo envuelve, y cuya forma separada —con el orden que nos permite identificarlas— resplandece, en cambio, ante la luz solar que representa el dios Apolo. 56 Estos autores han practicado lo que se ha denominado «la psicología del desenmascaramiento». Véase Kurt Lenk, El concepto de ideología, «Primera parte: Introducción a la historia del problema», trad. José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1974. 57 NF, otoño de 1885-primavera de 1886, 1 [20], KSA, 12, pág. 15.

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El hecho de que el hombre pueda tener una representación de su yo le realza infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra. Gracias a ello es el hombre una persona, y por virtud de la unidad de la conciencia en medio de todos los cambios que pueden afectarle es una y la misma persona, esto es, un ser totalmente distinto, por su rango y dignidad, de las cosas, como son los animales irracionales...58

Pero Nietzsche considera esta posición una reinterpretación secularizada de la vieja tesis platónico-cristiana del alma inmortal, presentada en su versión moderna para sostener ahora la arrogancia antropocéntrica sobre la base de esta filosofía de la conciencia que hace del conocimiento de sí el nuevo fundamento de la dignidad humana. A esa vieja idea de una dirección interior de los actos que presta sentido unitario a la existencia le opone Nietzsche otro concepto muy distinto del «alma», según el cual esta no sería anterior a los impulsos a los que supuestamente impone su control, sino un espacio interior derivado de la represión de aquellos: «Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro —esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su “alma”»59. Pero la entronización de la conciencia por parte del humanismo, que hace de ella el centro de todo sentido y valor, es algo «demasiado humano», pues pretende aislar al hombre en la naturaleza, de la que desconfía, separando en él el espíritu de la vida. Y, según Nietzsche, encierra además un juicio de valor negativo acerca de esta. O, por decirlo en el lenguaje de Hegel, a quien Nietzsche tiene siempre presente como representante de esa filosofía del espíritu que denigra y como blanco de sus críticas: el espíritu niega la vida y se afirma luego como negación a partir de aquella primera; es negación de la negación. Y eso para Nietzsche solo demuestra el sentido reactivo de ese tipo de vitalidad enfermiza que se expresa solo mediante negaciones. La dialéctica es para él tan solo la formulación más depurada, sutil y abstracta de esa 58 I. Kant, Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, volumen XII de la Werkausgabe (Werke in zwölf Bänden), edición a cargo de W. Weischedel, Suhrkamp, Fráncfort del Meno, 1968, pág. 407; la cita está tomada de la trad. de José Gaos, Antropología en sentido pragmático, Madrid, Alianza Ed., 1991, pág. 15. 59 La genealogía de la moral, II, § 16, pág. 96. En este punto, Nietzsche se adelanta en cierto modo a Freud, solo que para aquel ese desahogo del instinto hacia el interior envenena la vida y ello le sirve de argumento para condenar toda moral ascética y toda cultura basada en el ideal de la reciprocidad, mientras que Freud considera que esa interiorización del instinto, en particular cuando se trata de los impulsos agresivos, origina el sentimiento de culpa, que es una especie de autoagresión y constituye en sí mismo un medio imprescindible del que se sirve la cultura para su supervivencia y una conquista de la civilización.

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hostilidad hacia una forma de salud vital de la que el hombre moderno parece haberse alejado sin remedio. El espíritu frente a la vida: he aquí una oposición que se constituirá en el centro de un debate filosófico de gran calado sobre la condición del hombre y sobre la cultura a lo largo del siglo xx: Klages, Dilthey, Husserl, Spengler, Scheler, Plessner, Simmel, Heidegger, Ortega o Gehlen, entre otros, con conceptuaciones, alcances y orientaciones ideológicas diversas, han abordado esa oposición con la que Nietzsche interpreta el sentido decadente de la cultura europea. Para él se trataría de una falsa oposición, en tanto uno de los miembros contiene en realidad al otro: el espíritu resultaría de una interpretación por la que el viviente se aleja de su afirmación pulsional más inmediata para comprenderse a sí mismo no tanto mediante su acción sino por su resistencia a la acción ajena, o sea, como reacción ante la acción del otro, como defensa ante una fuerza dominadora. Esta forma de existencia —nos viene a decir Nietzsche—, generalizada en una cultura decadente, significa que la conducta de los individuos ha de comprenderse como reactiva ante la conducta igualmente reactiva de los demás, en cuanto las relaciones interhumanas en semejante comunidad se fundan en valores que condenan la espontánea manifestación del impulso natural: he aquí, por lo tanto, la negación de la negación que define al espíritu y lo revela como el camino tortuoso de una vida enferma. Pues bien, nuestra hipótesis interpretativa es que Nietzsche está ante todo considerando la filosofía hegeliana del espíritu, cuya afirmación es siempre el resultado de una doble negación. Y, frente a ella, «el santo decir sí a la vida» significa su afirmación inmediata, anterior a toda mediación (a pesar de que, al igual que ocurre en español con el término «inmediato», también en alemán «unmittelbar» se construye negando lo mediato —mittelbar—, de modo que para la lengua —y para la sabiduría que esta encierra— lo primero es la mediación). De este modo, podemos decir que la doctrina de la voluntad de poder se orienta no solo en contra del mecanicismo de Newton y de Darwin —según vimos antes—, sino también, y sobre todo, en contra de la dialéctica hegeliana del espíritu, en la que Nietzsche veía la expresión más elaborada de la metafísica cristiana. Contra ella, y usando categorías de la fisiología, desarrolla esas nociones de la actividad y la reactividad de la vida, que comprenden al hombre en su esencia animal. Ahora bien, las consecuencias que se derivan de esta posición conducen al propio Nietzsche a extremos que —desde nuestro punto de vista— ponen en cuestión la congruencia última de su pensamiento. Pues su crítica de la cultura occidental por el supuesto sentido nihilista de los valores que la animan se formula en unos términos cuyo alcance pone en cuestión no ya solo esta forma concreta de la cultura, sino la posibilidad misma de la cultura como tal y, en general, la de un modo de

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vida específicamente humano60. Ciertamente Nietzsche habla de una «cultura superior» y de la «gran política», lo cual significa que su exaltación de los instintos y su desprecio de la razón se orientan concretamente hacia la crítica de la civilización occidental y hacia la consecución de otra cultura diferente, y que no pretende una vuelta del hombre a su condición animal. Y, sin embargo, en ocasiones, su discurso crítico parece comprometer la posibilidad de la cultura como tal, que es el modo específico en que se desarrolla la vida humana. Pues, en definitiva, desde un punto de vista antropológico, la razón, la conciencia y, en general, las funciones biológicas superiores del hombre que constituyen el espíritu solo son posibles sobre la base de un debilitamiento del instinto que abra la posibilidad de la reflexión. En efecto, solo en la medida en que el viviente rompe con los automatismos biológicos y se desvía de la segura guía del instinto, puede dejar en suspenso su conducta, dudar y deliberar. Solamente entonces surge el espacio para que «la vida pueda extraviarse», pero también para que pueda volver reflexivamente sobre sí misma generando en el viviente una distancia frente a lo que hace, a la cual denominamos «conciencia», de cuyo modo de ser, así como de sus productos objetivos, decimos que son espíritu. Pero en este punto el viviente se convierte en sujeto, porque —sin dejar de ser el viviente que es— experimenta su condición escindida frente a la totalidad de la vida de la que procede, pero que ahora puede considerar con una nueva mirada objetivadora. Es decir: no solo vive, sino que se sitúa frente a su vida y, al afrontarla, hace nacer en sí la pretensión de conducirse en ella. Y aun cuando esta pretensión fuera solo la vana ilusión de la libertad, eso no arruinaría su realidad como sujeto autoconsciente que hace cuestión de la posibilidad de determinarse a sí mismo. Esto último significa que aquella escisión que separa a la conciencia de su mundo es interiorizada por ella como escisión interior. Pues bien, esa escisión interior al hombre es la condición de lo que llamamos «libertad»: solo si el hombre está, por decirlo así, dislocado o a distancia de sí mismo, puede observarse y albergar la esperanza de determinarse libremente. Así pues, la conciencia y sus diversas funciones, que son otras tantas formas de considerar el objeto de su experiencia —en el conocimiento, en la acción moral o política, en la contemplación estética, en la representación religiosa, en la reflexión filosófica— son siempre adquisiciones de la 60 Como ejemplo, considérese esta observación que se encuentra en los Fragmentos Póstumos: «El hombre, y en particular el más sabio, como la mayor equivocación de la naturaleza y una contradicción en sí misma (el ser que más sufre): hasta ese punto cae la naturaleza. Lo orgánico como degeneración», NF, noviembre de 1882-febrero de 1883, 4 [177], KSA, 10, pág. 163.

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vida, en las cuales esta parece dotarse de un nuevo medio de expresión que significa una elevación respecto de todas sus formas anteriores: el espíritu. Y este (o la conciencia que lo promueve) se ha formado en su origen como lugar de contención de los instintos: ¡claro! Sin dejar de ser vida, el espíritu genera además un mundo objetivo de normas y valores que para el viviente entrañan un nuevo poder con el que regir su existencia sin que esta esté inmediatamente supeditada al principio de autoconservación. Surge así una nueva palanca de la vida (o una nueva esfera emergente de lo real, como indica la dialéctica) mediante la cual esta se impulsa desbordando la lógica del mundo meramente orgánico. A semejante viviente lo llamamos «sujeto» en tanto se cree capaz de determinarse según fines que no están inmediatamente en función de su instinto de supervivencia ni de la afirmación expansiva de su voluntad de vivir, y que él somete a esa facultad deliberativa que sintéticamente denominamos «razón»61. En contra de Nietzsche hay que decir, por lo tanto, que la razón no solo no debilita la vida, sino que acaso sea el medio más poderoso con que esta ha dotado al individuo, primero —en tanto razón instrumental—, para satisfacer al instinto de autoconservación, y, más allá, para romper luego la lógica del mundo puramente orgánico y establecer de modo autónomo fines al conocimiento y a la acción. Mediante este rodeo o vuelta sobre sí misma, la vida se hace consciente de sí y se desarrolla entonces también como vida del espíritu. Encuentra así un modo nuevo y poderoso de apropiarse de las cosas —en el conocimiento— y de incidir sobre ellas y transformarlas —mediante la acción—. Pero Nietzsche es ambiguo sobre esta cuestión, pues en un sentido antropológico general —podría argüirse— él no niega el papel instrumental (vital) de la razón en cuanto astucia del hombre: Al hombre ya no lo derivamos del «espíritu», de la «divinidad», hemos vuelto a colocarlo entre los animales. Él es para nosotros el animal más fuerte, porque es el más astuto: una consecuencia de esto es su espiritualidad (...) El hombre no es en modo alguno la corona de la creación, todo ser está, junto a él, a idéntico nivel de perfección... Y al aseverar esto, todavía aseveramos demasiado: considerado de modo relativo, el hombre es el menos logrado de los animales, el más enfermizo, el más 61

En cuanto a la explicación de esa génesis, Cassirer la asocia al surgimiento de la capacidad simbólica, en cuanto el hombre puede retardar su respuesta al medio intercalando el símbolo que da un nuevo significado a su experiencia. Gehlen, por su parte, insiste más bien en la capacidad de descargarse de la abundancia de estímulos transfiriendo su control a otras funciones más elevadas que permiten al hombre una relación más indirecta y aligerada con el medio, en el marco de la cual habrían aparecido el lenguaje, el pensamiento y el simbolismo en general.

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peligrosamente desviado de sus instintos — ¡desde luego, con todo esto, también el más interesante!62

Es decir: el hombre es a la vez el más fuerte y el más enfermizo de los animales. Es el más fuerte porque dispone de ese nuevo poder que le faculta para un trato más indirecto con las cosas, introduciendo en su relación con ellas la astucia y el engaño; pero, al mismo tiempo, esa posible desviación del instinto le expone —en cuanto animal no fijado— al peligro de extraviarse, lo cual constituye precisamente su enfermedad. Pero esto quiere decir que lo que denominamos «razón» es siempre para Nietzsche un medio más de la vida y que la misma palabra que designa ese medio induce a confusión si se entiende referida a algo con realidad propia, pues no hay para él algo así como «lo que es racional en sí mismo». Por lo tanto, según esto, el poder de la razón se limita a la consecución de nuevos medios a través de los cuales se afirma la voluntad de dominio, pero nunca llega ese poder por sí mismo a definir nuevos fines específicamente humanos con valor propio: la razón no alcanza a tener jamás autonomía alguna y no tiene sentido, por lo tanto, preguntarse algo así como qué es la justicia desde el punto de la razón política o moral. En definitiva, para Nietzsche, el poderoso no tiene por qué dar razones: actúa. La ambigüedad de Nietzsche consiste, por lo tanto, en que por un lado reconoce el espíritu como algo consustancial a la vida humana, mientras que, por otro lado, no deja de lanzar sus invectivas contra las pretensiones de la razón, de la moral u otras creaciones espirituales. Pues bien, nos parece que la explicación que debe darse a esta paradoja tiene que empezar por comprender —interpretando a Nietzsche— que el conflicto entre unos u otros tipos de impulsos vitales se traslada al plano del espíritu, de tal modo que hemos de entender la discusión teórica o la confrontación entre valores morales como una forma enmascarada de aquel conflicto vital que ahora se reproduce en este nivel cultural bajo el disfraz que le ha prestado la conciencia. En ese sentido, el animal humano es el más astuto, pues es capaz de desenvolver su vida por estos sinuosos meandros que la hacen más interesante. Sin embargo, cuando no se reconoce este carácter de lo espiritual ni sus disputas como una prolongación de las luchas de la vida en otro plano, se incurre en el autoengaño —propiciado por la propia naturaleza de la conciencia— de creer que el discurso cultural (moral, político, religioso, etc.) puede juzgarse por sí mismo como si gozara de autonomía. Esa tendencia al autoengaño se refuerza además cuando en aquella pugna vital se impone una voluntad de poder reactiva que se vale precisamente de 62

El Anticristo, § 14, pág. 38.

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la falta de reconocimiento del disfraz como tal disfraz: ya no solo se trata de una expresión enmascarada más, sino de la voluntad de ocultarse su carácter de máscara para presentarse en esta como el discurso autónomo de la razón. Así pues, nunca nos libramos del todo de aquella ambigüedad, que afecta al alcance de la crítica nietzscheana, la cual en ocasiones parece referida no a una forma supuestamente decadente de la vida humana, sino a la humanidad del hombre como tal. En este último sentido —según ya vimos antes—, llega a decir que el espíritu es un síntoma de la imperfección del organismo, y que nada se puede hacer con perfección si se hace conscientemente63. Y, además, suele establecer un vínculo entre salud vital y «razas de hombres nobles». A este respecto, escribe: «...entre hombres nobles (...) no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo...»64. También conviene recordar aquí que en ocasiones el término «enfermedad» lo usa para criticar una forma concreta de existencia humana, mientras que otras veces lo utiliza para calificar a la naturaleza del hombre como tal, del que dice que es el animal enfermo. A eso nos referíamos antes cuando poníamos en cuestión la congruencia última de la obra de Nietzsche. Es verdad, por otra parte, que Nietzsche plantea la discusión en unos términos que se orientan a la crítica de la cultura. Pero incluso en este terreno su posición es ambigua, pues a veces dirige sus ataques contra expresiones culturales concretas, como el historicismo65 o el espíritu «filisteo» que impera en la cultura alemana del segundo Reich66, mientras que en otras ocasiones se refiere a la civilización europea en su conjunto. Pero, en su afán por rechazar el fundamento cristiano de esa civilización junto con la apelación que hace esta a un sentido trascendente y sobrenatural de la vida, va más allá y sustenta su ataque en una consideración filosófica sobre la naturaleza humana basada en la exaltación de la animalidad del hombre: Suponiendo que fuera verdadero (...) que el sentido de toda cultura consistiese cabalmente en sacar del animal rapaz «hombre», mediante la 63

El Anticristo, § 14, pág. 39. La genealogía de la moral, I, § 10, pág. 45. 65 Véase Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben (Unzeitgemässe Betractungen: Zweites Stuck); trad. de Germán Cano: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (II.ª Intempestiva), ya citada. 66 Véase David Strauss der Bekenner und der Schriftsteller (Unzeitgemässe Betractungen: Erstes Stuck); trad. de A. Sánchez Pascual, David Strauss, el confesor y el escritor (I.ª Intempestiva), Madrid, Alianza Ed., 1988. 64

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crianza, un animal manso y civilizado, un animal doméstico, habría que considerar sin ninguna duda que todos aquellos instintos de reacción y resentimiento, con cuyo auxilio se acabó por humillar y dominar a las razas nobles, así como todos sus ideales, han sido los auténticos instrumentos de la cultura; con ello, de todos modos, no estaría dicho aún que los depositarios de esos instintos representen también ellos mismos a la vez la cultura [o sea, a toda cultura posible.] [Pero hoy es evidente que ellos...] ¡representan el retroceso de la humanidad! ¡Esos «instrumentos de la cultura» son una vergüenza del hombre y representan más bien una sospecha, un contraargumento contra la «cultura» en cuanto tal!67

Así pues, Nietzsche alienta esa ambigüedad, que se refuerza con el uso constante de términos tomados del mundo animal, tales como «rapaz», «crianza», «amansamiento», «domesticación», etc. Y, en esa misma lógica, la comprensión del hombre como el animal cultural no quiere decir para él otra cosa sino que la cultura misma debe ser interpretada como una compleja organización biológica —aunque se exprese en el plano de las relaciones sociales, los valores, las costumbres, las instituciones, etc.— cuya función principal es dar cobertura ideológica a una determinada regulación de los instintos y las inclinaciones, para conseguir lo cual se presenta a sí misma en el lenguaje del espíritu. Pues, en última instancia, todo se reduciría a un único tipo de fuerza, cuya naturaleza sería análoga a la del querer: «Es una sola y la misma fuerza la que se despliega en la creación artística y en el acto sexual: hay solo un único tipo de fuerza»68. Según esto, entonces, no existen fuerzas propias del espíritu, tales como —por ejemplo— el sentimiento moral, el deseo de justicia o el poder de la razón, pues se trataría siempre en estos casos de la manifestación disfrazada de otro tipo de fuerzas. Y, a propósito de esto, hemos de recordar que también Freud —según ya vimos— consideró la sublimación de los impulsos como una de las vías utilizadas inconscientemente por la cultura para controlar la libido, reconduciendo así su energía hacia fines socialmente aceptados. Pero ese reconocimiento no le conduce a Freud hasta el extremo de negar toda autonomía a la cultura, al menos si no en cuanto a su origen último sí en cuanto al valor que llega a tener por sí misma como espacio en el cual el hombre puede ampliar su autoconciencia y hacer su vida más valiosa. Y, en este mismo sentido, y precisamente para impedir el dominio de la fuerza, Freud puede justificar la represión 67

La genealogía de la moral, I, § 11, págs. 48-9. Los corchetes son míos. NF, octubre de 1888, KSA, 13, 23 [2]: Zur Vernunf des Lebens, pág. 600. Véase también el libro de D. Sánchez Meca Nietzsche. La experiencia dionisíaca del mundo, ya citado, cap. 3, págs. 119 y sigs. 68

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del instinto de agresión en términos que apelan a una razón específicamente humana que valora la paz social69. Por su parte, Nietzsche no reconoce en cambio el valor de una cultura que, para imponer la reciprocidad igualitaria de un trato pacífico entre los individuos, recurre a la represión de los fuertes: En esa «voluntad de reciprocidad» así suscitada, [encontramos] la voluntad de formar un rebaño, una «comunidad» (...) Todos los enfermizos tienden instintivamente, por un deseo de sacudirse de encima el sordo displacer y el sentimiento de debilidad, hacia una organización gregaria (...) Por necesidad natural tienden los fuertes a disociarse tanto como los débiles a asociarse70.

Precisamente, «la cultura» —que Nietzsche identifica con «la domesticación del hombre»71— solo sería justificable desde su punto de vista —que desprecia el número— si imita a la naturaleza (así piensa el darwinista social...) y sirve para generar algún individuo superior, aunque para lograrlo haya que sacrificar al mayor número: Principio: ser como la naturaleza, poder sacrificar a incontables seres para alcanzar algo con la humanidad. Se debe estudiar cómo de hecho ha sido producido cualquier gran hombre. Toda ética habida hasta ahora (...) ha existido no para explicar, sino para impedir ciertas acciones: por no hablar de la procreación72. 69 Como antes decíamos, la represión del instinto de agresión para facilitar la vida en común es para Freud una exigencia de cualquier cultura. Véase a este respecto El malestar en la cultura, págs. 56 y sigs. Es curioso, por otra parte —y pensando en la comparación con Nietzsche—, que el sentimiento gregario puede convertirse también para Freud en un peligro, en la medida en que el individuo que actúa en grupo o arrastrado por la masa tiende a aflojar el control consciente sobre sus impulsos. Pero, a diferencia del filósofo alemán, considera que esa tendencia no proviene de un gregarismo asociado a la función social con que necesariamente —según Nietzsche— nace la conciencia —que, según su teoría, habría surgido bajo la presión de la vida en común—, sino precisamente porque la conciencia deja de ejercer su vigilancia sobre la propia conducta. Así pues, si para Nietzsche la conciencia surge para favorecer la vida gregaria y responde a la lógica de esta, para Freud, en cambio, aunque debe desempeñar también un papel social guiada por el principio de realidad, sirve al mismo tiempo para singularizar al individuo contrarrestando en él su tendencia gregaria a abandonarse a las pasiones colectivas. Véase sobre este asunto su escrito Psicología de las masas, ya citado. 70 La genealogía de la moral, III, § 18, pp 157-8. Los corchetes son míos. 71 Así se indica en el texto antes citado de La genealogía de la moral, I, § 11, págs. 48-9, y también, por ejemplo, en NF, primavera de 1888, 14 [133], KSA, 13, pág. 317. En otro lugar escribe: «La cultura de un pueblo se manifiesta en la uniforme doma de los impulsos de ese pueblo.» Véase NF, verano de 1872-principios de 1873, 19 [41], KSA, 7, pág. 432. 72 NF, primavera de 1884, 25 [309], KSA, 11, pág. 91.

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La producción de grandes individuos como fin último de la cultura se traduce en que el ideal de esta no es tanto el desarrollo de todos sus miembros, sino que más bien exige atender al modo en que unos pocos puedan elevarse, aunque sea a costa de otros muchos: «El problema de una cultura rara vez ha sido correctamente comprendido. Su objetivo no es la mayor felicidad posible de un pueblo, ni tampoco el desarrollo sin impedimentos de todas sus aptitudes, sino que se muestra en la correcta proporción de estos desarrollos...: su objetivo es la producción de grandes obras (...)»73. Es decir: la cultura solo se justificaría como un medio para alumbrar a algunos individuos superiores en cuanto a la jerarquía de su vitalidad. Y —como dice en otros lugares— para alcanzar ese logro, estaría justificada la explotación, la domesticación e incluso la esclavitud de las mayorías74. 7.5. El problema del nihilismo y la cuestión del ultrahombre La cuestión que se plantea a partir de lo anterior es entonces qué tipo de cultura es aquella que se concibe como alternativa al nihilismo de la cultura europea. Es importante tener en cuenta la función que desempeña este concepto: «nihilismo». El término había sido popularizado por la literatura rusa del siglo xix, desde que Iván Turgueniev en su novela Padres e hijos caracterizara como «nihilistas» a aquellos hombres que pretendían la destrucción violenta del orden establecido por motivos distintos de los que inspiraron las revoluciones del pasado. Estos nihilistas mantenían una actitud negativa, incrédula y despectiva respecto de los valores e instituciones vigentes, sostenida por una cierta visión positivista ante la cual los principios tradicionales del orden político, moral e intelectual carecían de toda justificación. Por eso propugnaban su destrucción. El protagonista de la novela, Basárov, encarna esa actitud ante quien le interpela: —No comprendo cómo pueden ustedes dejar de reconocer los principios, las reglas. ¿En virtud de qué actúan ustedes? —En virtud de aquello que consideramos útil —replicó Basárov—. Y en el tiempo actual lo más útil es la negación. Por eso nosotros negamos. (...)

73

NF, verano de 1872-principios de 1873, 19 [41], KSA, 7, pág. 432. Véase Más allá del bien y del mal, § 258, págs. 220-1. Véase también NF, primaveraverano de 1883, 7 [21], KSA, 10, pág. 244: «Mi exigencia: producir seres que estén por encima de todo el género “hombre”, y sacrificarse a sí mismo y a “los venideros” por este fin.» 74

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—Entonces —intervino Nikolai Petróvich—, ustedes lo rechazan todo, o dicho con más exactitud, lo destruyen todo. Pero es necesario también construir. —Eso ya no es cosa nuestra... Primeramente hay que desbrozar el terreno75.

Ese nihilismo recogido literariamente por Turgueniev es el que daba forma al descreimiento suscitado por una civilización en crisis cuyos principios básicos estaban en contradicción con la ciencia y la experiencia del hombre de su tiempo76. Pero, en realidad, el concepto lo encontramos delineado ya antes en algunos ilustrados —aunque no utilicen el término «nihilismo»—, cuando toman en consideración el significado último del ateísmo y señalan que «no creer en Dios» equivaldría a «no creer en nada». Así, por ejemplo, haciendo uso de esa idea en su Carta sobre la tolerancia, sostiene Locke que el límite de esta ha de ser el ateísmo, el cual no debe ser tolerado porque —según él— no creer en Dios supone disolver los lazos que fundan la sociedad y sostienen sus normas e instituciones77. Esa identificación entre nihilismo y ateísmo está sin duda en el origen de la expresión nietzscheana de la «muerte de Dios». Pero, cuando aparece el término «nihilismo», ya en el siglo xix, se usa para designar una actitud general de carácter escéptico y negativo, guiada por una razón desmitificadora que socava todos los principios e instituciones de la sociedad. Y, a partir de esa posición intelectual, designa también la praxis que niega el orden establecido. Se trataría entonces de llevar a cabo un cambio radical que removiera los fundamentos mismos de la sociedad y de la cultura desde el punto de vista moral, político y, especialmente, intelectual. El diagnóstico de los nihilistas, por lo tanto, excluía un cambio orientado al desarrollo de la sociedad, pues de lo que se trataba precisamente era de la destrucción de sus mismos cimientos para empezar otra vez desde el principio. Pues bien, a esa lógica del nihilismo es a la que Nietzsche se acoge, pues le permite dirigir su rechazo a las bases mismas de la cultura europea. Nada tiene que ver, por lo tanto, con una crítica como la que alentó la Revolución francesa o el impulso revolucionario del movimiento obrero. Pues en estos casos el cambio social buscado invoca la necesidad de llevar a 75 Iván Turgueniev, Padres e hijos, trad. de Tatiana Pérez Sacristán, Madrid, Alianza Ed., 1971, pág. 50. 76 La novela en cuestión se publicó en 1862. 77 «No deben ser de ninguna forma tolerados quienes niegan la existencia de Dios. Las promesas, convenios y juramentos, que son los lazos de la sociedad humana, no pueden tener poder sobre un ateo. Prescindir de Dios, aunque solo sea en el pensamiento, disuelve todo», John Locke, Carta sobre la tolerancia, trad. de Pedro Bravo, Madrid, Tecnos, 1985, pág. 57.

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la realidad concreta y práctica de los hombres los principios de justicia que primeramente solo existieron en sus mentes, aunque surgieran en ellas bajo la presión de los conflictos sociales, en los cuales se vislumbra ya la figura larvada de una nueva realidad positiva. Ahora se trata, por el contrario, de promover una forma de existencia que se opone a todo lo que se desarrolló en la tradición occidental. Pero Nietzsche reconduce el significado de la crítica nihilista prestándole además un fondo filosófico en consonancia con su biologismo de base. Conocemos su diagnóstico: el nihilismo para él es «el fenómeno decisivo de toda una época»78, que culmina en el período moderno, en cuanto es en este cuando se extraen las consecuencias últimas de un largo error histórico. Este se inicia cuando, todavía en el mundo griego, pero sobre todo bajo los auspicios del cristianismo, la civilización europea opta por principios que favorecen inclinaciones de la vida de carácter reactivo. Pero la lógica interna de esa civilización conduce a un punto en la modernidad en que los principios que la sostienen dan muestras de su agotamiento final, pues ya no pueden seguir ocultando su falta de aliento vital: el proceso de secularización, el desprestigio de la doctrina del mundo trascendente (la llamada «muerte de Dios») y, en definitiva, el desencantamiento del mundo sitúan al hombre moderno ante la cruda realidad de una vida que desfallece y que ya no puede seguir engañándose con el recurso de revestir su existencia con ficciones metafísicas o morales con las que poder justificarla envolviéndola en el sueño de lo trascendente. Enfrentado entonces a su propia inconsistencia, el individuo experimenta aquella decadencia —en términos de una vivencia existencial— como el sentimiento de pérdida del sentido del mundo y del vacío de la existencia. Ese vaciamiento despoja al hombre moderno de los últimos valores con los cuales soportar la vida. En etapas anteriores, todavía los ideales ascéticos prestaban un sentido al dolor de vivir. Pues en el ascetismo... ...el sufrimiento aparecía interpretado; el inmenso vacío parecía colmado (...) La interpretación —no cabe dudarlo— traía consigo un nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo, más venenoso, más devorador de vida: situaba todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa... Mas, a pesar de todo ello, el hombre quedaba así salvado, tenía un sentido (...), podía querer algo (...) No podemos ocultarnos a fin de cuentas qué es lo que expresa propiamente todo aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia contra los sentidos (...), —¡todo eso significa, atrevámonos a comprenderlo, una voluntad de la

78

Véase Ramón Rodríguez, Nihilismo y filosofía de la subjetividad, publicado en la revista Archipiélago, núm. 23, Madrid, 1995, pág. 78.

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nada, una aversión contra la vida (...), pero es, y no deja de ser, una voluntad!...: el hombre prefiere querer la nada a no querer...79

Pero, en el tiempo en que Nietzsche escribe, esa actitud se habría hecho ya insostenible, mostrando así su incapacidad para dar aliento a la cultura moderna. Ahora bien, eso significa que, al igual que la doctrina cristiana, a la que no deja de combatir, él también ve el problema humano fundamental como una cuestión psicológico-moral o, mejor, existencial, en relación con el valor de la vida: como un problema de actitud vital. Y como una actitud —añade— que, antes de hacerse consciente, ha sido ya decidida en el plano inconsciente de los impulsos orgánicos. Pero en el diagnóstico de Nietzsche sobre la cultura burguesa resuena también la nostalgia romántica de un mundo anterior a la eclosión del ideal de progreso: la cultura moderna carece de fuerza vital porque ha perdido el sentido trágico de la existencia y lo ha suplantado por el principio de utilidad, que domina en lo cotidiano y en la industria y, a partir de ahí, se ha extendido a todos los ámbitos de la existencia, imponiendo su vulgar uniformidad. El nihilismo, en cuanto diagnóstico de los males de la modernidad, es el recurso reaccionario que desatiende a las circunstancias objetivas de la sociedad y apela a un sentido psicologista y estetizante de la vida. Por eso, hasta la ruptura con Wagner, puede esperar de su música que opere una transformación del alma del hombre que recupere el sentido de la naturaleza. Por lo tanto, Nietzsche carece por completo del sentido de lo social como algo con valor propio, y, por eso, para él, la sociedad se limita a reflejar, en el plano de las relaciones interindividuales, el tipo de inclinaciones que guían la vida de los individuos. La sociedad misma se explicaría por el instinto gregario de los enfermizos. Y, en ese mismo sentido, el concepto del nihilismo le permite hacer abstracción del peso objetivo que tienen por sí mismas la sociedad y la cultura, con los conflictos que solo en este terreno pueden ser comprendidos. Al carecer del sentido del sociólogo, su psicologismo individualista —sostenido, eso sí, sobre una base fisiológica— le impide a Nietzsche comprender el significado de lo social propiamente dicho, de modo que su explicación de los fenómenos humanos nunca se sitúa en el nivel que presta atención a su dimensión estrictamente social. Y esta carencia de su pensamiento se refuerza además con el recelo aristocrático y romántico ante toda forma de vinculación social: la sociedad y los lazos que la componen son unilateralmente comprendidos por él como formas de sometimiento al grupo que ahogan la creatividad del individuo innovador, de modo que finalmente la sociedad es asimilada al rebaño. Él 79

libro.

La genealogía de la moral, III, § 28, págs. 185-6. Se trata de las últimas palabras del

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está pensando sobre todo en la sociedad moderna, cuyo impulso igualitario y uniformizador percibe como una amenaza para el individuo solitario animado por el «pathos de la distancia» y el aristocrático desprecio hacia la masa social. Por eso, lo que desde Humano, demasiado humano denomina «espíritus libres» no son sino aquellos individuos que se desvinculan de las convenciones sociales —interpretadas siempre como formas embrutecedoras de sumisión al grupo— para salvar su vitalidad creativa. Y hay, sin duda, un aspecto muy estimable en este aprecio del individuo genuino ante el proceso de masificación que impulsa el mundo moderno y parece imponer la uniformización de la vida. Sin embargo, a pesar del prestigio de esta interpretación unilateral, que tanto ha encandilado al individualismo liberal e incluso anarquista, se trata en realidad de una gran simplificación, pues la glorificación nietzscheana del individuo original y rebelde está alentada siempre por el desprecio elitista hacia las masas sociales que pugnan por alcanzar sus derechos: es el rechazo de la igualdad en nombre de la jerarquía. En ese sentido, la denominada «rebelión nietzscheana contra la moral» encierra una ambigüedad, pues en rigor se hace también en nombre de una moral, una moral del individuo poderoso y solitario que se opone a cualquier forma de subordinación a principios normativos que se pretendan universales. Su «moral» no es intersubjetiva o normativa, sino que es la propia de un individualismo que se inspira románticamente en las virtudes aristocráticas y guerreras: como dice Tugendhat, el poder de los señores sustituye así a la legitimidad de las normas80. A partir de esta falta de sensibilidad sociológica, puede plantear Nietzsche el objetivo de una transformación del individuo que —haciendo abstracción de las condiciones sociales objetivas— le permitan tomar posesión de sí mismo al estilo de los «espíritus libres»; y puede además desarrollar una concepción ahistórica de los problemas humanos, a pesar —paradójicamente— de su constante mención de la historia como decadencia, pues en definitiva el concepto de vida le permite situarse en una esfera anterior a la historia misma. Las luchas sociales, las estructuras de la sociedad, las configuraciones del espíritu y demás aspectos que dan cuenta de la historicidad humana son considerados en su obra como meros epifenómenos de la vida, mediados, eso sí, por el modo en que esta aflora en los individuos. Pues, para él, los protagonistas últimos del drama humano son, en última instancia, los impulsos, inclinaciones, instintos o fuerzas, que son elementos definidos en un nivel preconsciente (o sea, prehumano), aunque luego 80

Ernst Tugendhat, «Poder y antiigualitarismo en Nietzsche y Hitler», estudio incluido en «Problemas», ya citado, pág. 97.

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se proyecten sobre las demás esferas de la vida, y cuyo salto a la conciencia es acompañado siempre por el autoengaño. Si buscamos una comparación para aclarar la cuestión, podemos decir, por ejemplo, que Marx, en un sentido aparentemente similar, piensa que la historia está regida por fuerzas (las que nos sumergen en la lucha por el dominio en las relaciones interhumanas, que se presentan a su vez como una expresión de la lucha más general por el dominio de la naturaleza) que escapan en principio al control de la conciencia, en tanto en ellas sigue siendo la ciega naturaleza la que impulsa la evolución humana. Pero, pese a ello, Marx piensa que son los hombres los que hacen la historia, si bien es cierto que sus acciones solo de modo impropio pueden ser consideradas humanas mientras la sociedad siga siendo una especie de segunda naturaleza que impide el desarrollo de una conciencia auténticamente humana, o sea, libre. Pero no es la naturaleza ni la materia (ni tampoco, por supuesto, los instintos o las inclinaciones) lo que explica la evolución de la sociedad, sino la mediación que en aquellas introduce la praxis humana, la cual, por su parte, contiene siempre un momento de subjetividad irreductible. Y ahí radica el sentido de la historicidad del hombre. Sin embargo, Nietzsche —como ya hemos dicho— no reconoce ninguna autonomía a aquello que específicamente define al hombre, y, por eso, no encontramos en él ninguna comprensión de los asuntos humanos planteada en términos propiamente históricos: no hay para él una historia de la sociedad o de la moral más que como historia natural de los instintos que promueve una evolución —decadente— de las ficciones culturales que los enmascaran. Por esa misma razón, y para rechazar el yerro que —según su interpretación— subyace a toda la historia occidental, Nietzsche tiene que ir más allá de la historia misma en busca de un concepto en el que poder fundar semejante crítica radical, hacia un concepto ahistórico y prehumano como el de vida, que se puede anteponer a toda cultura y a toda historia, y que sirve para medir el valor de estas. Así pues, si Hegel había declarado que el territorio propio en el que se desenvuelve la subjetividad humana es la historia, concebida por él en los términos especulativos de una filosofía idealista del espíritu, Nietzsche, por su parte, invierte el paso dado por Hegel y retrocede de nuevo hacia la naturaleza, negando a la historia toda razón de ser en sentido propio, en cuanto remite todo conflicto humano a una lucha entre los instintos. Los instrumentos teóricos de los que se sirve para llevar a cabo esta mistificación son la exaltación romántica de la vida y el recurso al problemático concepto del nihilismo. Partiendo de esos supuestos, introduce la noción del ultrahombre para negar en su raíz todo aquello que la cultura humanística valora en el hombre, en cuanto sujeto de una experiencia acumulada. Pues el ultrahombre no se define en relación con un pasado cultural que él atesorara en sí mis-

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mo, sino como negación de ese largo pasado para reencontrar desde el principio una nueva relación con la vida, más libre y más ligera: es el individuo que recupera el sentido afirmativo de la existencia y hace posible —prestando así al nihilismo un sentido positivo— la creación de nuevos valores que favorezcan los instintos poderosos. Por otro lado, aquí se halla también el significado «moral» de la idea del eterno retorno, concebida como la decisión del hombre a favor de la vida, hasta quererla con la eterna sanción que entraña el deseo de que retorne una y otra vez, de que el instante presente se extienda ilimitadamente en el tiempo81. El ultrahombre no representa, por lo tanto, el ideal de «formación» (Bildung) que expresa la tradición ilustrada, sino que está más allá del hombre, pues resulta de una transformación a la que este se resuelve cuando es capaz de desear el eterno retorno de lo mismo. Semejante voluntarismo que apela a una decisión radical es propio de una posición filosófica que pone el acento principal en la relación supuestamente presocial que mantiene el individuo con su propia existencia, como si la relación de uno consigo mismo descansara en un oscuro fondo de la vida que fuera independiente del modo en que la cultura le configura82. En cualquier caso, la noción nietzscheana del ultrahombre como aquel que recupera «el sentido de la tierra» es la de un individuo en cuya existencia se lleva a término positivo el significado de la voluntad de poder como clave última del mundo83. Sus rasgos los pinta Nietzsche en terribles imágenes con tono profético. Recordemos algunas de ellas: el ultrahombre es —según nos dice— el animal humano que encarna el sentido afirmativo y creador de la vida; aquel que, al igual que los dioses de Epicuro, goza de su propia soledad. Por eso no necesita de los hombres, ni le es precisa la co81

Véase a este respecto el célebre § 341 de La gaya ciencia titulado «El peso más grande» (Die fröliche Wissenschaft, § 341: «Das grösste Schwergewicht», KSA, 3, pág. 570), así como la versión de ese texto y el comentario al respecto de Gianni Vattimo en su Introducción a Nietzsche, trad. de Jorge Binaghi, Barcelona, Ed. Península, 1985, págs. 101 y sigs., donde el filósofo italiano destaca el sentido moral de esa idea del eterno retorno, aun reconociendo que Nietzsche también le presta —sobre todo en sus últimos textos— un sentido cosmológico. El propio Vattimo explica cómo Nietzsche liga en varios lugares la idea del eterno retorno a una decisión por la que el hombre se transforma. Así, por ejemplo, en Also sprach Zarathustra, KSA, 4; trad. de A. Sánchez Pascual: Así habló Zaratustra, 3.ª parte: «De la visión y del enigma» y «El convaleciente», Madrid, Alianza Ed., 1972, págs. 223 y sigs. y págs. 297 y sigs. 82 A esa relación irracional del individuo con su propia existencia en cuanto decisión aluden también nociones tan diversas como la conversión a la fe, con su sentido religioso, u otras ideas planteadas en términos filosóficos, como, por ejemplo, la noción de misión en el pensamiento de Ortega o la que se refiere a la resolución en Heidegger. 83 Véase Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, trad. de Sánchez Pascual, Madrid, Alianza Universidad, 1976, pág. 220.

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municación con ellos, ni mucho menos someterse en igualdad de condiciones junto a ellos a normas o valores que limiten su soberanía, pues esta solo él la ejerce sobre sí mismo. Por el contrario, frente al instinto gregario que busca protección, él muestra su aristocrático desprecio por la igualdad y afirma su jerarquía en el pathos de la distancia. Encarna la voluntad de vivir que no retrocede ni siquiera ante lo más sombrío de la existencia, hasta el punto de que es capaz de desear que todo retorne una y otra vez. Interpreta su propia acción como una prolongación de la creatividad de la vida, en consonancia con la cual genera él mismo valores que exaltan el poder de aquella. En la medida en que la vida ha alcanzado en él un rango superior, está investido por ella misma del derecho natural a utilizar su dominio sobre los hombres, sirviéndose de ellos y, si es preciso, sometiéndolos a explotación, para que las inclinaciones que él representa se hagan valer y prosperen a costa de otras más débiles. Pues sus creaciones, su moral, el sentido estético de su existencia, constituyen por sí mismos la más alta expresión de la cultura, para alcanzar la cual Nietzsche considera legítimo subyugar a los hombres, ya que el valor de aquella nada tiene que ver con el número, sino con la consecución o el cultivo —bien que sea en unos pocos individuos— de una nueva forma superior de la vida: Lo esencial en una aristocracia buena y sana es que no se sienta a sí misma como función (...), sino como sentido (...), que acepte, por tanto, con buena conciencia el sacrificio de un sinnúmero de hombres, los cuales, por causa de ella, tienen que ser rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres incompletos, en esclavos, en instrumentos. Su creencia fundamental tiene que ser cabalmente la de que a la sociedad no le es lícito existir para la sociedad misma, sino solo como infraestructura y andamiaje, apoyándose sobre los cuales una especie selecta de seres sea capaz de elevarse hacia su tarea superior...84

El ultrahombre de Nietzsche representa al individuo solitario que realiza en sí el sentido de la creatividad, que es un rasgo que le aproxima a la divinidad. Pero ese rasgo divino se asocia en él con la fortaleza animal, cuyo impulso vital no está limitado por escrúpulos morales demasiado humanos que le puedan debilitar ni tampoco por inclinación política alguna que favorezca a la comunidad. Pero, entonces —nos preguntamos—, entre la animalidad y la divinidad, ¿qué queda de la humanidad en él? Si su experiencia no tiene un sentido intersubjetivo, si no es conformada en la comunicación con los otros, si su inteligencia no se intercala entre sus instintos para dominarlos, si no es un sujeto consciente, ¿cómo concebir su huma84

Más allá del bien y del mal, § 258, págs. 220-1.

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nidad? Se trataría ante todo de un individuo que constituye la expresión última de este «individualismo sin sujeto», individuo que lleva su animalidad a través del hombre —y del ideal humano de la cultura tradicional— más allá de él, hacia un tipo de vida superior. En relación con lo anterior, se pregunta Vattimo si esta idea del ultrahombre equivale a la noción del sujeto conciliado, tal como este es considerado en la tradición humanística85. Pues bien, sobre este asunto hemos de decir, en primer lugar, que en Nietzsche no cabe ninguna consideración de la historia como el curso de la progresiva emancipación del hombre, que es la concepción que subyace a aquella tradición. Y, por otra parte, tampoco cabe en él —según ya hemos visto— la interpretación del hombre como sujeto, ya se conciba a este como algo ya dado de antemano (según la idea del humanismo clásico), o como ideal regulativo de la historia (en el sentido de Marx, por ejemplo). Así pues, el ultrahombre no puede ser pensado como sujeto, lo cual es congruente además con la constante crítica nietzscheana dirigida a desenmascarar ese concepto. Y, sin embargo, curiosamente, la descripción que ofrece Nietzsche del Übermensch en el parágrafo 341 de La gaya ciencia —aunque él no usa aquí este término— podría hacer pensar lo contrario y asociar el ultrahombre a alguna suerte de conciliación. Pues, en efecto, allí lo describe como el individuo que es capaz de querer el eterno retorno, y, en cuanto tal, como aquel — dicho con las palabras de Vattimo— en quien se alcanza la coincidencia del evento con el sentido, lo que significa además para él la superación de la estructura edípica del tiempo, en la cual ningún instante tiene nunca en sí su verdadero significado86. El ultrahombre, en efecto, quiere la repetición del instante porque no busca su sentido fuera de él en un supuesto mundo verdadero buscado más allá del mundo aparente (si cada instante retorna —comenta Safranski87—, el aquí y ahora recibe la dignidad de lo eterno). Sin embargo, esto no debe confundirnos y llevarnos a juzgar aquella coincidencia de evento y sentido como una especie de reconciliación que pone fin a los conflictos. Antes al contrario —como dice Vattimo—, ese individuo no debe pensarse —como ocurre en ciertas utopías de la modernidad— ni como aquel que reconoce finalmente la verdad ni tampoco como el que ha encontrado la paz de la conciliación, sino como el hombre de la hybris, el que ejerce una especie de violencia con relación a sí mismo y a las cosas. No es el que se establece en un estado de salud del 85 Gianni Vattimo, Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, trad. de Juan Carlos Gentile, Barcelona, Paidós, 1992, págs. 26 y sigs. 86 G. Vattimo, ob. cit., pág. 27. 87 Rüdiger Safranski, El Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, trad. de Raúl Gabás, Barcelona, Tusquets, 2009, pág. 269.

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alma, de claridad y fin de la violencia, sino el que lleva a cabo en sí mismo una liberación del juego de las fuerzas y una intensificación de toda la actividad vital, que consiste —como ya vimos— en violentar, preferir, ser injustos, querer ser diferentes88. A diferencia del «hombre de la Bildung», cuya formación —según la tradición humanística— se orienta históricamente hacia un ideal de verdad y reconciliación, el «hombre de la hybris» es el que practica conscientemente la injusticia, la superposición y la violencia que entraña toda interpretación (haciendo así suya la visión perspectivística), en un sentido que Vattimo concibe en el marco postmetafísico de la experiencia hermenéutica89. Aquí «interpretación» no quiere decir aclaración del sentido y valor de una posición referida a una realidad independiente mentada por ella, pues, si no hay hechos sino tan solo interpretaciones, el valor de estas se determina por su fuerza impositiva, por la violencia que encarnan. Y el marco postmetafísico en el que surge la experiencia hermenéutica es el que resulta de la negación de lo real en sí y nos traslada, en consecuencia, al juego de interpretaciones en el que la intertextualidad y la retórica adquieren un papel central. Pero esta manera de enfocar el asunto desvía la atención del tema principal. Pues este sentido de la «violencia» asociado a la interpretación que se ha liberado de todo referente y, por lo tanto, se impone por sí misma no debe hacernos olvidar, sin embargo, el significado antropológico de la concepción nietzscheana. La negación por parte de Nietzsche del concepto metafísico de una realidad en sí es un instrumento de su crítica de la cultura europea y del ideal del hombre que ella promueve, según el cual la libertad consiste en la emancipación del sujeto de las fuerzas ciegas de la naturaleza y de la violencia social para hacer la vida más consciente. Sin embargo, Nietzsche no entiende la libertad como el control consciente de los impulsos en el marco de un ideal igualitario de la vida: La libertad significa que los instintos viriles, los instintos que disfrutan con la guerra y la victoria, dominen a otros instintos, por ejemplo a los de la «felicidad». El hombre que ha llegado a ser libre (...) pisotea la despreciable especie de bienestar con que sueñan los tenderos, los cristia88 G. Vattimo, ob. cit., pág. 33. Sobre esa caracterización del ultrahombre véase también La genealogía de la moral, II, § 24, págs. 109-110, en conexión con la idea de la vida presentada en el ya citado § 259 de Más allá del bien y del mal, págs. 221-2. También, en este último texto, el § 200, págs. 129-30. 89 G. Vattimo, ob. cit., pág. 37. Vattimo considera además que el ultrahombre no es un sujeto conciliado por otra razón adicional: porque ni siquiera es un sujeto. Pensamos, sin embargo, en contra de esta interpretación, que dicha noción nietzscheana sí recoge alguno de los rasgos del sujeto moderno, y, en particular, el de la creatividad, que significa el dar inicio a algo nuevo y constituye un carácter central de la libertad del sujeto moderno.

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nos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas. El hombre libre es un guerrero90.

De este modo culmina su repudio de los valores de igualdad y emancipación que impulsa la filosofía de la conciencia y definen un núcleo esencial de la modernidad, frente a los cuales siempre opone Nietzsche el principio premoderno y reaccionario de la jerarquía, que necesita («la verdad es dura»91 —advierte—) de la esclavitud para elevar el tipo «hombre» y fundar así una «cultura aristocrática».

90 Crepúsculo de los ídolos: «Incursiones de un intempestivo», § 38, págs. 114-5. Ese hombre libre, calificado aquí como guerrero, es caracterizado en otro lugar como el que está «a la base de todas las razas nobles, el animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea codiciosa de botín y de victoria.» Véase La genealogía de la moral, I, § 11, pág. 47. 91 La justificación de la esclavitud se encuentra en varios textos, entre otros este de Más allá del bien y del mal, § 257, págs. 219-220.

Capítulo 8

El espíritu frente a la vida: el problema de la subjetividad del anthropos 8.1. Entre el espíritu de Hegel y la larga sombra de Nietzsche. Breve apunte sobre la subjetividad romántica Desde finales del siglo xix, una parte importante de la discusión filosófica gira en torno a estos dos conceptos contendientes que son el espíritu y la vida, con relación a los cuales hay que volver a situar ahora la cuestión del sujeto. Por un lado, y bajo la inspiración del cristianismo, la tradición principal de la metafísica —de la cual se había alejado Schopenhauer— se había desarrollado hasta hacer del espíritu la raíz del sujeto, definido así como autoconciencia. El sistema filosófico de Hegel representa la culminación de este desarrollo principal que entroniza al sujeto autoconsciente. Sin embargo, ya en el marco de esta metafísica se observa un distanciamiento crítico respecto del cristianismo tradicional, o —si se prefiere— un esfuerzo heterodoxo por adaptarlo a los nuevos aires del mundo moderno. Este reclama un lugar central para la conciencia, aunque en el caso del individuo nos encontremos siempre con la advertencia de su radical limitación. De ese modo, tiene sentido la distinción entre el sujeto empírico y el sujeto trascendental, o la que se establece entre diversas expresiones del espíritu. La filosofía hegeliana representa el momento culminante y a la vez de ruptura que proclama la historicidad de la vida humana, cuya comprensión mediante la categoría axial de sujeto exige un replanteamiento de esta

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en la dirección que supera la filosofía trascendental y hace de la historia el territorio de lo específicamente humano. La razón, con la que Kant define ahistóricamente al sujeto trascendental, y que él comprende todavía como un atributo de la especie que nunca llega a desarrollarse plenamente en el individuo, resulta ser ella misma histórica, de tal manera que la dicotomía kantiana entre naturaleza y razón es mediada y en cierto modo absorbida por el espíritu1, el cual —según Hegel— se manifiesta tanto en la subjetividad del individuo como también en las formas objetivas de la cultura, manifestaciones todas de carácter histórico. El Romanticismo ya se había adelantado en esta consideración de la historicidad y había desarrollado una filosofía de la vida que oponía esta a la razón abstracta: en efecto, ya en Herder, antes que en los hermanos Schlegel o en Schopenhauer, encontramos esa idea de una evolución en la naturaleza, según la cual una oscura fuerza se desarrolla desde el sordo mundo mineral hasta el vegetativo y el animal, abarcándolo todo e incluso al hombre, en quien aquella potencia oscura llega a alcanzar la conciencia de sí misma, convirtiéndose así en una fuerza espiritual que permite al hombre tomar en sus manos aquella potencia creativa que actúa por doquier en el mundo natural. Según esa idea, el espíritu emerge en el hombre fundando su subjetividad, del mismo modo que genera formas intersubjetivas y culturales (el espíritu de un pueblo o de una época), pero entre los románticos el espíritu conserva siempre un elemento de naturalidad, en cuanto es concebido como una prolongación de la naturaleza en el hombre. Ya Herder mantenía esta posición en su polémica con Kant, cuando insistía en comprender lo distintivo del hombre como la realización de la naturaleza según el modo que esta adopta en él, la cual lo hace desprotegido y pobre en instinto, pero le otorga sin embargo la inteligencia, el lenguaje y, en general, la cultura, como medios específicos con los que se desarrolla en él aquella potencia creadora que se halla en todos los seres naturales. Pero esta concepción, que está en la base de la antropología contemporánea, se plantea sin embargo en Herder y en los románticos de una manera que entraña una visión naturalizada de la historia. Pues, aunque para ellos en cierto modo todo es historia, esta es pensada en analogía con la naturaleza, como evolución y generación de formas vivas. Y es que la vida constituye para ellos el absoluto que todo lo envuelve promoviendo misteriosamente la diversidad de individuos y comunidades marcados por una suerte de destino, de tal manera que también la

1 Propiamente, según Hegel, esa mediación se produce entre los tres términos —razón, naturaleza y espíritu—, como explica en los parágrafos finales de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas.

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historia y el espíritu en general serían parte de esa vida. En este sentido, vida y espíritu se hallan en una falsa oposición, en cuanto el espíritu lo conciben —al igual que Nietzsche, que en este punto sigue también a los románticos— como parte de la vida. Así, ven la comunidad de los hombres como una trama vital que se expresa como el espíritu de ese pueblo, el cual se afirma a costa de la conciencia del individuo, que por su parte solo se desarrollaría a partir de aquel suelo nutricio. Pero, desde esos supuestos, el desarrollo lógico de esta posición no deja lugar alguno para una filosofía de la conciencia, pues a esta no se le reconoce ninguna autonomía. Lo que se deriva de ahí es más bien una filosofía del alma, en el sentido de lo que esta representa en esa tradición, a saber: la otra cara de la vida, la que se ahonda hacia el interior del psiquismo humano como espacio anímico, pero se desarrolla también hacia fuera como el alma cultural o el espíritu de un pueblo. Ahora bien, la diferencia entre una filosofía de la conciencia y una filosofía del alma2 es que la primera, a diferencia de la segunda, sí reconoce la posibilidad de abordar de manera autónoma los problemas de la moral, de la política y de la cultura en general, sin que la crítica desarrollada en el nivel consciente se pueda reducir a las potencias inconscientes de la vida. Esa visión según la cual el espíritu hunde sus raíces en los profundos abismos de la vida, que serían insondables para la razón, tiene gran importancia en relación con las consecuencias que se derivan en el plano de la moral, de la política y en el de la filosofía de la historia. Así, el Romanticismo político ha servido para alentar el nacionalismo y para promover una noción irracional acerca de la vida de los pueblos o de ciertos tipos de hombres superiores —por naturaleza— que supuestamente sirve para fundar los derechos desiguales de unos y otros. Desde Nietzsche hasta los representantes de la llamada «revolución conservadora» y el nazismo (Oswald Spengler, Martin Heidegger, Carl Schmitt, entre muchos otros), diversos autores del pensamiento reaccionario se han servido de esa exaltación romántica de la vida como algo incondicionado, que marca un destino o funda un derecho superior. Y, en ese sentido, podemos decir que la sensibilidad romántica, que siempre se ha mostrado tan fértil en el terreno del arte y de la cultura en general, ha tenido en cambio terribles consecuencias cuando ha saltado al terreno de la regulación práctica de las relaciones

2 Esta contraposición es conducida a su máxima tensión en la filosofía trágica del romántico Ludwig Klages, quien lamenta el ocaso del alma (o sea, de la vida, en un sentido procedente de Nietzsche) en la época de la razón técnica, que es un componente del espíritu procedente de la Ilustración. Véase L. Klages, Der Geist als Widersacher der Seele, Múnich, Johann Ambrosius Barth, 1960.

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humanas y ha pretendido orientar la vida política. Es cierto, sin embargo, a pesar de esto último, que muchos románticos alemanes celebraron la Revolución francesa y que si luego se distanciaron de ella fue, al menos en parte, como respuesta en contra de la dominación napoleónica, lo cual les llevó a buscar en el espíritu popular y en la tradición una identidad nacional con la que oponerse al universalismo abstracto de tipo francés. Y, en un plano filosófico más general —que abarca más allá del Romanticismo histórico—, es cierto también que la actitud romántica ha recurrido al concepto de vida para criticar la razón abstracta en nombre de lo singular y genuino, así como para defender los derechos de lo particular frente a la tiranía de lo universal, de modo que el impulso romántico, en cuanto actitud existencial, ha cumplido una función de rebeldía cuando una razón uniformadora ha amenazado con secar la capacidad negadora del hombre encerrándole en la estrechez de una vida cosificada. Pero, aun siendo esto cierto, nos parece sin embargo que el rendimiento fundamental del Romanticismo político ha servido sobre todo para alentar la revolución conservadora, cuyo desprecio del individuo medio ha marchado paralelo a la exaltación del hombre superior —del genio, considerado como el individuo por antonomasia— en nombre de la jerarquía vital. Y ha asociado además la política a la mitología y a la religión, despreciando la razón pragmática —que atiende a lo prosaico de las necesidades colectivas— en nombre de una visión estética que pretende imponerse también en el orden objetivo de la sociedad. En este sentido, algunos autores han hablado de los peligros que entraña esa transposición desde el plano cultural al plano político, sostenida en una especie de divinización del sujeto estético3. El subjetivismo de la conciencia romántica, llevado de un impulso estético, idealiza la vida en un sentido que no atiende a los derechos de la objetividad, cuya terca y prosaica realidad no puede ser reconocida en cuanto tal por un sujeto embriagado de fantasía4. En ese sentido, constitu3 Esto ya lo señaló Georg Lukács, desde una perspectiva marxista, en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y más tarde lo han señalado otros desde una orientación muy diferente, como Isaiah Berlin o Rudiger Safranski. Véase G. Lukács en El asalto a la razón, trad. de W. Roces, Barcelona, Grijalbo, 1975; I. Berlin: Raíces del Romanticismo, Madrid, Taurus, 2000; R. Safranski, Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, trad. de R. Gabás, Barcelona, Tusquets, 2009. 4 En general, nos parece que esa actitud del espíritu persiste en el elitismo de muchos intelectuales de nuestro tiempo que rechazan por razones estéticas los vínculos y servidumbres de la política en la sociedad de masas, pues desde su aristocratismo del espíritu les resulta insoportable —por motivos estéticos— avenirse a considerar los requerimientos de una razón pragmática que no tiene nada de sublime. Frente a ella y a su dinámica niveladora, cotidiana y utilitaria, estos intelectuales, llevados de un impulso subjetivista muy propio de ellos, tienden a «romantizar» hasta despreciar lo común como algo vulgar: desde

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ye la posición contraria de aquella otra que para ser fiel a su objeto renuncia a la imaginación y se atiene a él en su facticidad más inmediata, sin reconocer allí la mediación subjetiva, como hacen el positivismo y todas aquellas actitudes que cosifican el espíritu. Hay diversas consideraciones que se mezclan aquí. Por una parte, parece que la posición de Hegel supone un retroceso respecto de la afirmación romántica de la vida como lo absoluto, pues nos aboca a una filosofía idealista del espíritu y parece alejarnos de lo que la ciencia contemporánea considera una verdad incuestionable, a saber: que la conciencia, la subjetividad en general y, en definitiva, la esfera del espíritu proceden de la vida y, en general, de la naturaleza, que no es de ningún modo el producto de la alienación del espíritu. Sin embargo, y sin entrar en el hecho de que el Romanticismo alentó también una visión idealizada de la naturaleza (muchos románticos se guiaron por su interpretación de la filosofía del yo de Fichte y hacían de la naturaleza el no-yo, poniendo así de manifiesto su exaltado subjetivismo), el asunto es más complejo, pues se cruzan en él cuestiones diversas. Si lo que se conoce como esfera del espíritu (los logros del conocimiento, la moral, la política o el arte, así como la actividad que se orienta hacia ellos, todo lo cual tiene un carácter histórico) tiene consistencia propia y una autonomía —aunque sea relativa— que haga posible la consideración de ese plano de la realidad desde la razón autoconsciente, entonces ha de haber algún tipo de ruptura entre este ámbito de lo que posee historicidad y la esfera de la mera naturaleza. Tan solo sobre la base de esa discontinuidad en la que emerge el espíritu tiene sentido que se pueda sostener la autonomía de las ciencias humanas y sociales, o que se pueda plantear una discusión con sentido propio acerca de la justicia en el plano de la moral o de la política sin considerar que dichos planos sean reducibles al de un enfoque naturalista sobre la vida. Hegel fundó la autonomía del espíritu en una metafísica idealista que es incompatible con la ciencia de nuestro tiempo, pero indicó un camino que no está necesariamente sometido a esa idealización. De él debemos retener que la autoconciencia —en la que el espíritu se hace presente por primera vez a sí mismo— se sostiene en la vida al mismo tiempo que hace emerger un orden nuevo de lo real cuya ley no existe en el mundo natural5. En todo caso, para Hegel, la hisel «pathos de la distancia» no reconocen los derechos de la objetividad ni sus prosaicas servidumbres. 5 En la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, y en la parte correspondiente a la filosofía del espíritu, señala Hegel cómo la subjetividad emerge como una figura espiritual a partir de la naturaleza: primero la vida adquiere una gravidez interior como «alma», en la que el individuo no logra aún destacarse como subjetividad, porque la iniciativa propia que le constituye se encuentra aún hundida en el elemento natural; después ese principio de actividad se hace capaz de distinguirse de todos los objetos, pues su acción sobre ellos la lleva a experi-

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toria no es un capítulo de la evolución de la vida natural, y, por otra parte, la dialéctica del espíritu es concebida por él como una superación de la pugna que enfrenta al universalismo de una razón abstracta que desemboca en el terror con el particularismo que se refugia en el sentimiento y la fantasía irracional: una superación del conflicto entre la Ilustración y el Romanticismo. La dialéctica de sujeto y objeto, por otra parte, exige atemperar los vuelos de una imaginación desbocada, expuesta a perderse en la embriaguez del subjetivismo, mediante el regreso a la cruda realidad objetiva (en caso contrario incurrimos en lo que se ha llamado la «locura romántica»), del mismo modo que reclama siempre rebasar la sorda superficie de los hechos hacia una negación que permita interpretarlos. Hegel comprendió el significado de ese poder del espíritu que, siendo negativo y permitiendo por tanto ir más allá de su expresión objetiva inmediata, no es sin embargo independiente de esta. Pero su idealismo metafísico le llevó a interpretar dicho poder en términos especulativos como «negatividad absoluta». Sin embargo, de ese modo hace posible una nueva noción del sujeto, que no es independiente de la objetividad y cuyo devenir histórico se comprende mediante la dialéctica de lo particular y lo universal, alejándose así tanto del ahistórico sujeto trascendental kantiano (representante de un universal eternamente enfrentado a lo empírico e individual) como también de aquel sujeto particular que los románticos veían como expresión única de la inconmensurable multiplicidad de la vida, que ocasionalmente alcanza una cima irrepetible en la figura del genio. Hay que decir, sin embargo, que el propio Hegel, que con el tiempo se convertiría en un contumaz crítico del arbitrario subjetivismo romántico y de su irracional «infatuación del corazón», compartió en sus tiempos juveniles de Frankfurt la interpretación romántica de lo absoluto como vida, pero ya en Jena se alejó de ella y así lo expresa en la Fenomenología, en la que lo absoluto es concebido como espíritu, y no como vida, pues —según leemos allí— a esta le falta el saber de sí que aparece con la autoconciencia. Pero, según Hegel, la historicidad del sujeto no significa que este pierda su condición de ser viviente, o sea, natural. Como ya hemos visto, en el capítulo IV de la Fenomenología del espíritu trata de explicar la génesis de la subjetividad a partir de la vida natural (en la que —como dirá en obras posteriores— el espíritu se encuentra alienado): la autoconciencia —nos viene a decir allí— es una forma de la vida, pues esta es su elemento, pero se trata de un viviente que ha elevado la escisión en que toda vida consiste —la que fragmenta la corriente unitaria de la vida en los géneros, especies o indivimentarlos como diversos de sí misma, estableciendo así una escisión con todos ellos en cuanto «conciencia»; finalmente, interioriza esa escisión haciendo de su propia vida subjetiva el objeto de su experiencia, con lo que se presenta como «autoconciencia».

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duos— a un nuevo tipo desconocido en el nivel de la vida meramente orgánica, pues se sitúa frente a la vida y sabe de ella y de sí misma como vida que se vive. La autoconciencia es así vida del espíritu, en la cual la vida parece haber alcanzado una distancia frente a sí misma que abre el espacio de la interioridad en la que se desarrollan las funciones del sujeto. De ese modo, la subjetividad no sería otra cosa sino el modo de ser del viviente que, al hacerse consciente de sí, introduce una especie de ruptura en la legalidad de la vida. Ahora bien, esa culminación genial del idealismo especulativo en la filosofía del espíritu de Hegel se encuentra con una reacción en la segunda mitad del siglo xix que protagonizan —en lo que se refiere a la relación entre vida y espíritu— sobre todo Darwin, Marx y Nietzsche. Si nos ceñimos al debate en el terreno filosófico, estos dos últimos representan caminos completamente distintos en el desarrollo de esa crítica. Pues bien, según nuestra interpretación, y por las razones ya expuestas en relación con el planteamiento de Nietzsche, la crítica de Marx es la vía más sólida y consistente, pues supera el idealismo hegeliano a la vez que reconoce el momento de verdad que se halla en la afirmación de la esfera subjetiva, tan solo desde la cual tiene sentido una crítica que salvaguarde la autonomía relativa del mundo del espíritu. Por el contrario, según hemos visto, el esfuerzo de Nietzsche se orienta a desenmascarar todas las manifestaciones del espíritu mostrándolas como formas encubiertas de la vida que se rigen por las mismas leyes que gobiernan al viviente en su afán por perpetuarse y ensanchar su dominio. Tanto en el plano de las actitudes subjetivas como en el de las expresiones objetivas de la cultura, el espíritu se revela en su pensamiento como el disfraz de fuerzas que han de concebirse como análogas a los impulsos que imperan en el mundo animal, de modo que el espíritu no tiene fuerza propia ni sustantividad, sino que resulta del modo en que unos impulsos se vuelven contra otros. Nietzsche recoge así la herencia romántica, a través sobre todo de Schopenhauer. Sin embargo, aun cuando consideramos que el camino señalado por Nietzsche en relación con la cuestión debatida no es el más prometedor, creemos necesario referirnos a esa vía de discusión, debido a la importancia que ha llegado a alcanzar en el terreno filosófico. Pensamos, en efecto, que una gran parte de la discusión filosófica sobre el sujeto se ha situado de hecho en el espacio teórico que se encuentra entre Hegel y Nietzsche, y que una buena parte de la originalidad que cree hallarse en las aportaciones principales de finales del xix y también del siglo xx debe comprenderse más bien como la actualización del debate entre aquellas posiciones. A él se agregan además otros enfoques, que —según hemos señalado— nos parecen más prometedores, como el que recoge todas las consecuencias de la revolución darwiniana, o el que revela el momento de determinación so-

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cial en la constitución del sujeto. Pero incluso estos nuevos planteamientos, desarrollados a partir de Darwin y Marx, no dejan de referirse también a la vieja discusión sobre la vida y el espíritu, aunque lo hagan desde perspectivas que rompen con la metafísica idealista. De momento, consideremos aquella vieja disputa en la estela dejada por Hegel y Nietzsche, que marcó buena parte de la discusión posterior. Pues, sin atender a ella, ¿cómo se puede comprender la reflexión de Dilthey sobre ese modo en que la vida se hace presente en la vivencia (Erlebnis), en la cual aquella parece estar retraída en sí misma y adoptar la forma del espíritu? ¿O la consideración de Ortega acerca de esa peculiar manera de vivir que consiste en ensimismarse? ¿O cómo entender, si no, el debate entre vida y espíritu que a partir de los años 20 del pasado siglo se desarrolla como el proyecto teórico de comprender al hombre en la llamada «antropología filosófica» de Scheler o Plessner, que coloca en primer término de la discusión filosófica la cuestión animalidad-humanidad? Examinemos estas cuestiones. 8.2. La vida que se percata de sí misma, o la vivencia como forma del espíritu, según Dilthey En ese marco de discusión que se desarrolla bajo el impacto de la obras de Hegel y de Nietzsche, es interesante la noción de «vivencia» (Erlebnis) propuesta por Dilthey, con la cual se nos presenta un punto de engarce entre el espíritu y la vida. Dilthey sigue a Hegel en su reacción en contra del positivismo de su época para defender el derecho de autonomía de las que él llamará «ciencias del espíritu», cuyo método diferenciado se funda en la singularidad ontológica de su objeto: la vida específicamente humana. Esta es vida como lo es la vida orgánica, pero se trata en realidad de la vida del espíritu, que se abre camino en el hombre y cuya expresión más elemental es la vivencia. Pero el vivir en este sentido (Erleben) comporta unas características que requieren un tratamiento específico desde el punto de vista de la ciencia, diverso del que exige el estudio de la vida orgánica por parte de la ciencia natural. Sin embargo, Dilthey no solo no renuncia al término «vida», sino que hace de él el centro de su reflexión, aun cuando advierte que esta expresión en las ciencias del espíritu se refiere tan solo al mundo específicamente humano6. Pues bien: si la vivencia constituye el 6 Wilhelm Dilthey, Gesammelte Schriften, 12 tomos, edición a cargo de Groethuysen, Leipágs., 1923-26; trad. al español de Eugenio Ímaz: Obras de Wilhelm Dilthey, 10 tomos, México, F.C.E, 1944-1963. Las citas se refieren a la versión española, que introduce modificaciones en la ordenación de los textos recogidos en cada volumen. En este caso: La vivencia (1907-1908), apéndice publicado en Obras, tomo VI, pág. 362.

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fundamento de las ciencias del espíritu, ello se debe a que en el ámbito humano la vida se ofrece en aquella como experiencia interna e inmediata. No se trata de eso que es dado como objeto a explicar por la ciencia natural; no es la vida orgánica, de la que se ocupa la biología; sino que se trata ahora de aquella forma de la vida que es específicamente humana: la vida que se ahonda en un espacio psíquico y espiritual hasta percatarse de sí misma por dentro. A ella se refiere Dilthey con el término «vivencia», que en rigor no puede definirse como una experiencia de la vida en el sentido de ser una representación de la misma, pues eso supondría privilegiar el enfoque intelectualista. Por el contrario, hay que verlo más bien en sentido inverso: la representación es ella misma un tipo de vivencia, como lo es igualmente la afección o la volición (conocer, sentir y querer son «los tres tipos de relaciones internas estructurales» que distingue Dilthey)7. Y esta afirmación de que el conocimiento es vivencia significa una reconducción de la experiencia de la conciencia a la vida, como su suelo y su verdad. Por eso, frente al intelectualismo racionalista, señala Dilthey que la realidad del mundo no se me hace patente originalmente en un acto de conocimiento, sino más bien en el marco de una vivencia volitiva: sé que hay un mundo, antes de conocer lo que es, porque experimento una resistencia o impedimento que se opone a mi impulso volitivo, resistencia de la cual llego a tener conciencia8. Para entender bien todo esto, conviene tener en cuenta la consideración hegeliana sobre el asunto, que sin duda está en el trasfondo de la concepción de Dilthey. Por un lado, hay que recordar aquella génesis de la subjetividad a partir de la vida, que constituye —según vimos— el asunto del capítulo IV de la Fenomenología del espíritu, donde se da cuenta de la vida de la autoconciencia. Pero también, la consideración que desarrolla la Enciclopedia de las ciencias filosóficas acerca del espíritu subjetivo, cuyo devenir se produce a través del alma y de la conciencia. Primero la vida adquiere una gravidez interior hasta constituir un centro en el que ella misma se refleja como vida anímica, en la cual no hay aún escisión que separe a un sujeto de su objeto, sino la inmediatez de lo vivido para quien lo vive (el alma). Ahora bien, si lo vivido se convierte en objeto de experiencia, entonces desbordamos la noción del alma, pues estamos considerando ya un sujeto de esa experiencia o conciencia enfrentada a su objeto. Y es esta experiencia de la conciencia la que —tras saber de sí misma como tal— se revela a su vez como un proceso espiritual, que llega a trascender el ámbito subjetivo de la autoconciencia para expresarse también como espíritu ob7

El mundo histórico (1927), Obras, tomo VII, pág. 31. Acerca del origen y legitimidad de nuestra creencia en la realidad del mundo exterior (1890), Obras, tomo VI, págs. 143-4. 8

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jetivo. Pues bien, Dilthey renueva esta reflexión hegeliana acerca del alma, la conciencia y el espíritu, y le imprime un nuevo sesgo, en cuanto descubre el continuo que conduce desde la vivencia —que es la estructura básica de la vida anímica— hasta su objetivación consciente y el descubrimiento de toda esa conexión como la estructura básica del espíritu, que se muestra también en el mundo histórico y social. Por eso, situándose inicialmente en el plano de la vida anímica —y tomando en consideración el planteamiento hegeliano—, indica que en la vivencia el sujeto es inmanente a su objeto, ya que no guarda distancia con él (no hay aún escisión entre sujeto y objeto), aunque sí apunta ahí una distinción entre lo vivido y aquel que lo vive: en la vivencia, en efecto, nos percatamos por dentro de algo que tenemos de modo inmediato, de la vida que vivimos y que se nos da en el momento mismo en que la experimentamos interiormente («Innewerden» es el término empleado por Dilthey para expresar ese venir de la vida hacia el interior de sí misma que Hegel denominó «alma»). De tal manera que en la vivencia no hay separación en realidad de aquello que es vivido («Erleben» significa precisamente vivir lo vivido), ya se trate de un afecto, de una volición o de una representación, solo que en todos estos casos la experiencia interna e inmediata del objeto vivido contiene al mismo tiempo la referencia igualmente inmediata al sujeto que se percata de ello. Y eso quiere decir que sujeto y objeto son inmanentes al todo de la vivencia, y que —como dice Dilthey— forman parte de una misma y única conexión: en ella no soy sino el sentimiento mío del dolor, o la tensión hacia aquello que deseo, o mi representación del objeto. Luego, en el pensamiento que reflexiona sobre la vivencia, eso vivido llega a convertirse en objeto que pongo a distancia de mí, en cuanto me reconozco como yo, idéntico y unitario en todas mis vivencias, pero diverso de lo vivido en cada caso por mí, que solo ahora puedo objetivar9. Pero, incluso en la representación intelectual de un objeto, lo primero es su realidad como un momento del curso de vida, como una vivencia, que ya es de por sí —antes de ser percepción o pensamiento— una conexión espiritual. Por eso, Dilthey trata de corregir a Hegel en un sentido que quiere apartarse del intelectualismo racionalista, en cuanto señala que, ya antes de la «objetivación de la vida» por parte de una conciencia que se distingue como yo escindido frente a su objeto (por tanto, ya en la vida anímica anterior a la escisión de sujeto y objeto, que constituía para Hegel el momento inaugural del proceso fenomenológico en el que una conciencia experimenta su objeto), cabe hablar de una cierta conciencia inmediata de este y de sí mismo. En efecto, en la 9 La vivencia, Obras, tomo VI, pág. 362. Sobre esta cuestión de la mismidad del yo, véase también en este mismo tomo VI el importante ensayo Ideas acerca de una psicología descriptiva y analítica (1894), sobre todo págs. 249 y sigs.

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vivencia misma en cuanto tal se da una conexión entre algo que se hace presente y el hecho de que está ahí para mí: me hago inmediatamente consciente de mi representación, de mi sentimiento o de mi deseo (y mi intimidad con lo vivido en cada caso es lo que asegura mi comprensión), aun cuando pueda volver sobre ello en un nuevo nivel de conciencia que me permite objetivar la vida. En este sentido, la misión de la filosofía sería precisamente —según Dilthey— la de llevar al extremo la tarea del pensamiento de aumentar la energía de nuestra conciencia de las realidades de la vida: es reflexión consciente sobre la vida, y la conciencia más elevada sobre ella10. La captación de los objetos naturales, por su parte, aunque no sea una experiencia que nos revele su interior11, sí adquiere el sentido de vivencia cuando la comprendemos como un momento de la vida humana, que en este caso se expresa en el impulso por conocer el mundo exterior. Esa volición se integra en el todo trabado y continuo de nuestras vivencias. Y, por otro lado, aunque en otro sentido, sí cabe hablar de una comprensión del mundo exterior, cuando se trata del mundo histórico y social (el espíritu objetivo de Hegel), cuyas estructuras objetivas son creaciones de la vida en común. Así, la «objetivación de la vida» no es solo lo que resulta de aquel distanciamiento de la conciencia respecto de sus propias vivencias, sino que se produce también (aunque este movimiento está conectado con el que lleva a cabo la conciencia en sí misma) como una extensión en el plano espacial y temporal de esa vitalidad que primero existe como conexión anímica y que luego se manifiesta en las obras de los individuos y en las comunidades hasta constituir el reino exterior del espíritu, que es histórico y social. Es exterior en el sentido de que su realidad, en cuanto espíritu objetivo, trasciende el ámbito de la subjetividad. Pero esa exterioridad del mundo histórico-social no significa que sea en su raíz ajeno e incomunicable con las demás expresiones de la vida —por ejemplo, con la vida anímica—, ya que entre todas ellas existe en última instancia una conexión estructural, que es lo que justifica que podamos captarlas en su sentido interno (comprenderlas), es decir, reconducirlas a esa forma básica de conexión estructural interna que es la vivencia. Porque aquel cerciorarse interior10

El mundo histórico, Obras, tomo VII, pág. 9. Esa exterioridad del sujeto respecto de los objetos del mundo natural, a diferencia de lo que ocurre en el mundo histórico y social, le lleva a Dilthey a establecer su célebre distinción entre explicar (Erklären) y comprender (Verstehen), como instrumentos metodológicos diversos que caracterizan a las ciencias de la naturaleza y a las ciencias del espíritu, respectivamente: explicamos los fenómenos naturales indicando las causas que los producen (donde tanto el nexo causal como el que hay entre sujeto y objeto de conocimiento son externos); por el contrario, comprendemos los fenómenos del mundo humano intuyendo su sentido, en cuanto existe un continuo que conecta internamente entre sí a todos los elementos de la vida (y donde el nexo es de carácter teleológico-inmanente). Véase ob. cit., pág. 176. 11

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mente que se presenta de manera inmediata en la conexión psíquica, una vez se ha llevado a cabo la objetivación de la vida, se traslada al mundo social e histórico en general, cuya objetividad se nos revela paradójicamente como manifestación de aquella subjetividad de la vida que se extiende y objetiva, haciendo así posible que podamos comprender esa formación objetiva en analogía y como una prolongación del sentido de nuestras propias vivencias. Pero esto nos da también una clave de su pensamiento: en realidad, Dilthey no llega a comprender la dinámica del mundo social e histórico en su sentido independiente respecto de los sujetos que se desenvuelven en él, pues lo concibe en analogía con la subjetividad, como si esta se prolongara en el espacio y en el tiempo, y como si se le subordinara como parte de sí el momento de objetividad, el cual queda de ese modo difuminado y convertido en una especie de eco de la vida subjetiva, en tanto esta se dilata hacia afuera. Por eso, puede afirmar que en toda comprensión hay «revivencia», la cual supone una especie de transferencia de nuestra propia vida subjetiva. Y por ello mismo considera también que toda objetivación de la vida comporta un movimiento de expresión que es correlativo al de su comprensión. Pues esta última consiste, según Dilthey, precisamente en referir una expresión a la interioridad de la cual es expresión, o sea, en esclarecer una manifestación sensible de la vida revelando la interioridad que la provoca y que es ahora en cierto modo revivida. En este sentido, escribe: «Así, por medio de la objetivación de la vida, el mundo espiritual se nos abre en el «vivir» y en el comprender»12. Y es precisamente la visión de la objetividad de la vida, de su exteriorización en múltiples conexiones estructurales —internamente conectadas a su vez con las vivencias—, lo que se convierte en el fundamento de las ciencias del espíritu13. Así pues, para Dilthey, el espíritu aúna todas las manifestaciones del mundo humano, desde la interioridad del psiquismo hasta las acciones y obras de los individuos, así como las referidas a la vida en común, que generan las estructuras objetivas de la sociedad y la cultura. Todas ellas están en última instancia interconectadas —y pueden ser comprendidas— en cuanto son expresión del espíritu, es decir, de ese nexo efectivo interno que se extiende y se objetiva, que no es otra cosa sino la vida en cuanto lo vivido, y cuya unidad estructural básica es la vivencia. En todo lo espiritual encontramos conexión interna, porque esta es una categoría esencial de la vida..., de la vida de la conciencia. Pero esa conexión de la vida solo la po12 13

Ob. cit., pág. 176. Ob. cit., pág. 170.

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demos captar en virtud de la unidad de la conciencia, que —como vimos— mantiene su identidad en el tiempo conectando entre sí y consigo misma un curso de vivencias, cada una de las cuales contiene de modo inmanente y teleológico una conexión con otras, además de una inmediata referencia a aquel que las experimenta14. Por eso, la temporalidad es igualmente una categoría esencial de la vida, que no es separable de aquella conexión interna entre las vivencias que forman un curso unitario: el tiempo es vivido y esa vivencia de un curso continuo —dice Dilthey adelantándose a Husserl— se nos da mediante la unidad abarcadora de nuestra conciencia. Pero hay también un momento discreto, en cuanto las vivencias se distinguen entre sí de modo que, a pesar de aquella trabazón continua, hay algo único en cada una de ellas, cuya comprensión puede extenderse a otros hombres. Esto último significa que la interna conexión del mundo espiritual abre la posibilidad de transferir, reproducir y revivir las vivencias, con lo cual la comprensión del sentido se produce en diversos niveles. En primer lugar, en el ámbito subjetivo de la propia vida anímica, le permite al individuo entenderse a sí mismo, sus actos y sus obras y llegar a concretar dicha autocomprensión en una autobiografía. Pero, en segundo lugar, saltando fuera de sí, la comprensión alcanza además al otro, a sus acciones y a sus obras, lo cual hace posible la biografía como género científico; y, a través de la conexión con el otro, permite captar lo común e intersubjetivo, que tiende a adoptar formas culturales objetivas. E incluso puede orientarse hacia el pasado, en la medida en que sus manifestaciones vitales —de un individuo, de una época, de una cultura— han quedado permanentemente fijadas por el lenguaje; en este caso —dice Dilthey—, a la comprensión técnica de dichas manifestaciones de la vida recogidas en todo tipo de lenguajes la denominamos «interpretación», asunto que es objeto de la hermenéutica. Finalmente, la conexión interna que abraza a la vida espiritual en su totalidad permite extender la comprensión a cualquier manifestación imaginada de la misma, lo cual nos permite captar las creaciones del poeta o identificarnos con las vidas imaginadas en la ficción literaria, así como, en general, comprender las expresiones del arte y la fantasía15. La historicidad se revela así como otra categoría esencial de la vida. Con esta tesis, que está en la base del historicismo, Dilthey retoma un camino del pensamiento abierto por Hegel, quien puso de manifiesto que el suelo de la vida de la conciencia es el espíritu, el cual se desenvuel14

Ob. cit., págs. 219-20. Acerca de la autobiografía, véase ob. cit., págs. 221 y sigs.; sobre la biografía, págs. 271 y sigs.; sobre la hermenéutica, págs. 321 y sigs.; finalmente, acerca de la comprensión de lo imaginario, véase La imaginación del poeta (1887), en tomo VI, págs. 1 y sigs. 15

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ve en la historia: hay todo un orden nuevo de lo real, la historia, que es irreductible a la naturaleza. Pues la historia es el modo de ser del espíritu, el cual por su parte es el ámbito diferenciado de lo real que se distingue por la historicidad. Este fue un descubrimiento de Hegel que el historicismo se limitó tan solo a desarrollar. Y siguiendo el enfoque de los neokantianos, trata Dilthey de fundar una teoría del conocimiento que dé cuenta de los fenómenos del mundo histórico-social. Sin embargo, Dilthey rechaza el planteamiento intelectualista del problema del conocimiento que prevalece desde Kant y eso le lleva a rechazar el apriorismo de la tradición neokantiana: las categorías de la vida no son formas a priori que se le apliquen a esta, sino que se desprenden de ella misma y su valor es puramente empírico, aunque puedan identificarse y aislarse mediante una abstracción que nos permite decir que la vida se da como conexión interna, curso temporal, desarrollo, relación de las partes con el todo, historicidad, fin, etc. Y, además, su número no es limitable de antemano, porque el vivir es finalmente insondable y ningún pensamiento puede ir más allá; por el contrario, es en él, en el vivir, donde se presenta el conocimiento. Y es este antiintelectualismo el que le lleva a sostener a Dilthey que la vida se revela también en profundidades inaccesibles a la observación, a la reflexión o a la teoría16. Se aparta, por lo tanto, de Hegel en cuanto considera que no es la razón, sino la conexión estructural interna de la vida —que de suyo es insondable, aunque se busque dar razón de ella, y que opera tanto en el sujeto como en el movimiento que crea realidades espirituales objetivas— lo que permite dar cuenta de las manifestaciones del espíritu, ya que el intelecto es solo una dimensión de aquella. Pues, en la comprensión, el hombre pone en juego las tres actitudes psíquicas fundamentales —la intelectual, la afectiva y la volitiva—, ya que es todo su ánimo el que comprende. Ahora bien, de este modo, Dilthey pone de manifiesto cuál es el sentido que guía a todo su proyecto filosófico, para cuya elaboración es fundamental el uso ambiguo que hace del término «vida», que él convierte en el absoluto de la filosofía17. Pues, por una parte, establece una tajante separación entre el espíritu y la vida orgánica de la que aquel procede, y un salto 16

El mundo histórico, págs. 249 y 231. En ella alienta sobre todo el antiintelectualismo de fondo romántico de cuya mano entra en la discusión filosófica en el ambiente dominado por los neokantianos y la escuela hegeliana. Ya en el libro que dedica íntegramente a Hegel, ofrece una interpretación de su filosofía en la que destaca sobre todo el carácter incondicionado que Hegel atribuía a la vida durante el período que pasó en Frankfurt, en el cual su pensamiento, en fase aún de formación, se vio dominado por la tentación romántica de entender lo absoluto en términos que desbordan a la racionalidad. Véase W. Dilthey, Hegel y el idealismo, trad. de E. Ímaz, tomo III de Obras, México, F.C.E. 17

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entre ellos que se presenta como algo que queda fuera de toda aclaración posible, hasta el punto de incurrir en la mistificación de concebir el espíritu como una interioridad de la vida que conecta entre sí a todas sus manifestaciones y que constituye por sí solo un orden sustantivo e independiente de la realidad. Pero, por otro lado, paradójicamente, interpreta el mundo del espíritu en analogía con el insondable fondo unitario de la vida —orgánica—, cuya totalidad precisamente une oscuramente entre sí a todas las configuraciones particulares que genera y en las que se expresa. Y, por eso, relativiza el momento de la racionalidad difuminándolo en el continuo de la conexión anímica que permite acceder a la vida desde su interioridad para comprenderla. Hay aquí una tentación irracionalista, que descubre el fondo romántico de su pensamiento: si la vida —en un sentido amplio, emparentado con el que emplea también Nietzsche—, por fuera, genera todas las configuraciones de la naturaleza exterior que se ofrecen a nuestra explicación, se recrea también ahondando en su interioridad hasta generar el mundo espiritual que tratamos de comprender, cuya expresión externa se objetiva en la sociedad y en la cultura. Pero, de este modo, hace del alma —del oscuro fondo anímico, o interioridad de la vida, que exalta la fantasía romántica— la medida de toda creación espiritual y su base. De ahí que considere la vivencia como la estructura básica de la vida espiritual, con lo cual no solo se difumina el momento de racionalidad en la vida del espíritu, sino que de modo reduccionista se considera a este modelado íntegramente según la forma de la vida psíquica. Y eso aclara, entre otras cosas, por qué Dilthey asigna un lugar central a la psicología entre las ciencias del espíritu, pues este es para él esencialmente interioridad o subjetividad que se dilata y nunca pierde ese carácter, aunque se presente en la forma exterior de los objetos. En realidad, no comprende adecuadamente la mediación de sujeto y objeto, y por eso su pensamiento no es sensible al modo en que la naturaleza se incardina en las configuraciones del espíritu cosificándolas y arruinando su autotransparencia, ni capta el lado de opacidad siempre presente en la vida humana, en cuanto esta se asienta insuperablemente sobre aquel impulso ciego que delata nuestro ser natural, el cual precede y desborda a nuestra conciencia al tiempo que marca su finitud. 8.3. El viviente, el yo y su circunstancia, según Ortega El problema de la relación entre vida y espíritu es recogido también por Ortega en un sentido peculiar, que sin duda se hace eco de todo este debate histórico. Y muestra de ello es que decide servirse precisamente del término «vida» para referirse a la realidad humana y a toda la esfera del

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espíritu, caracterizada enfáticamente por él como vida humana. Pero el uso del término en cuestión no responde a ningún reduccionismo de tipo biologista, pues Ortega se cuida mucho de destacar la ruptura que introduce el hombre en relación con el mundo orgánico. Entonces, ¿por qué hace tanto hincapié en la noción de la vida, aunque esta venga luego adjetivada como «vida humana»? La respuesta a esta cuestión, desde nuestro punto de vista, exige atender a varias consideraciones. En primer lugar, Ortega no es ajeno al prestigio de este concepto tanto en el campo científico como en el de la filosofía desde Nietzsche a Dilthey. Este último en particular mostró a sus ojos cómo las ciencias del espíritu se fundan en esa forma peculiar de la vida que denominamos «vivencia» (Erlebnis), que tiene la virtud además de permitir un acceso al conjunto de la experiencia humana, libre del intelectualismo que nunca se cansó de repudiar. Pero si la vivencia es el modo en que se nos aparece el mundo —ya sea como objeto de nuestro conocimiento, como el difuso medio que envuelve a nuestras emociones, o también como resistencia a nuestras voliciones—, lo cierto es que este se nos presenta siempre en la perspectiva de un yo que protagoniza dicha experiencia: se trata siempre de lo vivido por mí: «Una vida es lo que es para quien la vive y no para quien, desde fuera de ella, la contempla»18. Y es que la formación fenomenológica de Ortega le induce a contar siempre con un ego, que —al igual que en el planteamiento trascendental de Husserl— se encuentra en cierto modo ya siempre constituido como condición de toda experiencia que se pueda calificar de «humana». Lo cual no quiere decir que dicho sujeto, en tanto vive y se nutre de nuevas experiencias, no esté él mismo también sometido a un proceso constante de constitución como consecuencia de su tráfago con el entorno. Pero, ¿cómo puede constituirse un sujeto que está de algún modo ya siempre constituido? Esta es una posición clásica de la fenomenología, que Ortega formula en su célebre sentencia «yo soy yo y mi circunstancia»19, en la que el yo se anticipa de algún modo (a saber: del modo que caracteriza a la filosofía fenomenológica en su versión trascendental) a aquello que le constituye a él —su mundo como conjunto de circunstancias— y frente a lo cual él mismo está siempre ya situado de antemano. Por eso, la continuación de la sentencia dice: «...y si no la salvo a ella no me salvo yo», lo que quiere decir que la circunstancia en que me encuentro, en tanto le busco un sentido, es de alguna manera reabsorbida por mí, y solo de ese modo puedo entenderme como sujeto. Así que en aquella fórmula, y siguiendo el orden de la enunciación, 18 Goya, Obras Completas, 1946-1983, Madrid, Revista de Occidente-Alianza Editorial (a partir de ahora: O. C.), tomo VII, pág. 551. 19 Meditaciones del «Quijote», O. C., tomo I, pág. 322.

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el primer yo representa la totalidad de mi vida, mientras que el segundo se refiere al componente de actividad subjetiva que existe como ingrediente de la misma. Y es en este sentido en el que ha de comprenderse que lo más inmediato, o —como dice Ortega— el dato primero de la realidad, es siempre una vivencia en la que un yo está en relación con las cosas, de modo que la realidad radical es mi vida, que siempre se desenvuelve en un medio. Pero, siguiendo con la respuesta a la pregunta inicial acerca de por qué insiste Ortega en el término «vida», hay que decir además que ello se explica porque esta consiste siempre en una trama. En efecto, en el mundo orgánico encontramos al viviente siempre en un entorno, fuera del cual no es capaz de desarrollarse ni de ejercer sus funciones vitales, de modo que solo desde la consideración de esa trama constituida por el viviente y su medio es posible entender el modo en que aquel se desenvuelve. Pues bien, Ortega extiende esa consideración también al hombre, cuya vida es una trama en la que destacan un yo y una circunstancia como elementos de una totalidad fuera de la cual no se sostienen por sí mismos. Pues lo primero no es el yo ni la circunstancia, sino esa totalidad que es mi vida, constituida por la dialéctica de ambos20. En los términos de esta concepción antiintelectualista, inspirada en Dilthey, reformula Ortega la teoría fenomenológica que arranca siempre de la estructura «la conciencia-de un fenómeno-de», considerada como el dato absolutamente primero, que Heidegger por su parte reinterpreta en el sentido del «Dasein que es-en-el-mundo», tratando de eludir el enfoque trascendental de Husserl, que es preferentemente cognitivo. Pero la concepción de Ortega del «yo y mi circunstancia» como estructura de mi vida, a pesar de su intención contraria al idealismo intelectualista, no renuncia —a diferencia de Heidegger— a una idea del sujeto que entronca, aunque sea de manera original, con toda la tradición moderna. Estas razones justifican, por lo tanto, el uso del término «vida» por parte de Ortega. Aunque hay que señalar a continuación que nunca dejó de insistir en la fractura que el hombre introduce en el mundo orgánico, debido precisamente a su condición de sujeto. Si la alteración —nos dice— es el estado que caracteriza en todo momento la vida del animal, en cuanto su conducta pende de aquello que no es él, sino que constituye su entorno, 20

El profesor Julio Bayón ha insistido precisamente en esta estructura dialéctica conforme a la cual concibe Ortega la vida humana, que es actividad y pasividad en cuanto consiste en la coexistencia recíproca del yo y su circunstancia, de tal modo que estos dos elementos que la constituyen no se pueden separar de la totalidad en la que siempre se hallan, ni se encuentran tampoco estáticamente el uno frente al otro, sino en actividad recíproca. Véase su excelente libro «Razón vital y dialéctica en Ortega», Madrid, Revista de Occidente, 1972.

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el hombre dispone en cambio de la posibilidad de ensimismarse, es decir, de desatender en ocasiones al mundo exterior para refugiarse dentro de sí, en el espacio de su interioridad. Eso significa para él que al menos en parte se ha desenredado de la trama del mundo orgánico —que exige el cumplimiento inmediato de los impulsos—, para hacerse capaz de invertir momentáneamente la dinámica de la vida: a partir de ese espacio interior en el que el sujeto se ha recogido, y que le permite adoptar frente a las cosas una actitud contemplativa, se produce una torsión en la lógica vital, pues su actividad no será ahora mera reacción ante el imperativo del entorno, sino que podrá ahora afluir también desde dentro hacia afuera, como acción que el hombre hace brotar desde sí mismo hacia las cosas21. Pero esto quiere decir que la vida humana no es para Ortega una mera prolongación del mundo natural, sino que hace irrumpir en él una nueva realidad, que es la esfera del espíritu. Hay que decir, sin embargo, que esta visión es difícilmente compatible con los conocimientos actuales en el campo de la etología animal y, en general, con el gradualismo que se desprende de la teoría de la evolución, en la cual no encaja de ningún modo la idea de una inversión en la lógica de la vida. Pero, dejando ahora esto de lado, es interesante la tesis de que la irrupción del sujeto comporta la posibilidad de la acción, es decir: la posibilidad de dar principio a algo, de iniciar algo nuevo. Pues si ser objeto significa finalmente estar siempre expuesto a padecer bajo todo tipo de fuerzas y procesos, la noción del sujeto ha de estar necesariamente asociada a la de un principio de actividad, que hace nacer algo nuevo en el mundo o que es capaz, al menos, de reorientar desde sí mismo algo ya preexistente. Pensamos que toda la reflexión antropológica de Ortega se debate en una tensión nunca definitivamente resuelta entre motivos opuestos, como a menudo ocurre en un gran pensador. Pues, por un lado, se vuelve una y otra vez en contra del viejo idealismo de la tradición alemana en la que se formó para señalar que la realidad primera no es la conciencia —ni, por supuesto, el ser—, del mismo modo que tampoco es el conocimiento la vía privilegiada de acceso a aquella. Por el contrario —nos dice—, el «absoluto acontecimiento» es la vida, en la que siempre me encuentro en la perspectiva que hace de ella «mi vida», y cuya unidad dramática se me aparece en el desdoblamiento de un dinamismo mutuo, pues consiste en ese acontecer yo a las cosas al tiempo que estas me acontecen a mí: Lo que verdaderamente hay y es dado es la coexistencia mía con las cosas, ese absoluto acontecimiento: un yo en sus circunstancias (...) A mí 21

Ensimismamiento y alteración, O. C., tomo V, págs. 295 y sigs. También El hombre y la gente, O. C., tomo VII, págs. 79 y sigs.

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me acontecen las cosas, como yo les acontezco a ellas, y ni ellas ni yo tenemos otra realidad primaria que la determinada en ese recíproco acontecimiento. La categoría de «absoluto acontecimiento» es la única con que, desde la ontología tradicional, puede comenzarse a caracterizar esta extraña y radical realidad que es nuestra vida. La vieja idea del ser que fue primero interpretada como sustancia y luego como actividad —fuerza y espíritu— tiene que enrarecerse, que desmaterializarse todavía más y quedar reducida a puro acontecer22.

De tal modo que el yo y la conciencia se subordinan siempre a esa totalidad dinámica que es mi vida, en la cual además la inteligencia es tan solo una de sus funciones como lo son también el comer o el dormir —y, desde luego, no la más básica—, todas las cuales tienen el sentido de ser reacciones a las que la vida nos obliga23. En este sentido, de clara inspiración nietzscheana, escribe, por ejemplo, lo siguiente: El pensamiento es una función vital, como la digestión o la circulación de la sangre. Que estas últimas consistan en procesos espaciales, corpóreos, y aquella no, es una diferencia nada importante para nuestro tema [el tema de la cultura] (...) En mí, como individuo orgánico, encuentra, pues, mi pensamiento su causa y justificación: es un instrumento para mi vida, órgano de ella, que ella regula y gobierna24.

Pero, junto a este tipo de afirmaciones de una orientación aparentemente antiidealista, encontramos otras referidas a la fractura que representa la vida del espíritu: La vida del hombre —o conjunto de fenómenos que integran el individuo orgánico— tiene una dimensión trascendente en que, por decirlo así, sale de sí misma y participa de algo que no es ella, que está más allá de ella. El pensamiento, la voluntad, el sentimiento estético, la emoción religiosa, constituyen esa dimensión (...) La vida humana se presenta como el fenómeno de que ciertas actividades inmanentes al organismo trascienden de él. La vida, decía Simmel, consiste precisamente en ser más que vida; en ella lo inmanente es un trascender más allá de sí misma25.

Siguiendo esta última línea argumental, en otros textos se presenta a un sujeto que —como hemos visto— trasciende la condición animal ha22 Prólogo para alemanes, O. C., tomo VIII, págs. 51-2. Véase también ¿Qué es filosofía?, O. C., tomo VII, págs. 402-3. 23 En torno a Galileo, O. C., tomo V, págs. 22 y sigs. 24 El tema de nuestro tiempo, O. C., tomo III, pág. 164. Los corchetes son míos. 25 Ob. cit., pág. 166.

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ciéndose capaz de ensimismarse; o que dispone de un poder técnico con el que trata no solo de vivir y sobrevivir, sino de imponerse a la naturaleza introduciendo en ella una especie de lujo mediante la producción de lo superfluo26; o que es caracterizado en sentido antidarwiniano como animal inadaptado y tránsfuga de la naturaleza27. En estas afirmaciones se reintroduce de nuevo la tesis idealista, que parecía ponerse en cuestión, expresada ahora en los términos antropológicos según los cuales la vida humana es invención de sí misma. Pero se trata además de una tesis que convierte la vida que estudian los biólogos en algo secundario: en un concepto científico del que se ocupan algunos hombres en su vida, considerando esta ahora en su sentido biográfico. Porque, en términos fenomenológicos, aquella solo puede aparecer en el horizonte de esta. Es decir, Ortega concilia la tesis según la cual el pensamiento es una función vital, que encuentra en el organismo su última causa y justificación, con aquella otra que sostiene que el pensamiento y, en general, todo lo específicamente humano trasciende aquel plano vital del que procede. De tal modo que, según eso, el hombre pertenece al mundo orgánico, y eso quiere decir que todo cuanto hace debe comprenderse en última instancia a partir de la presión de la vida y de las vías y posibilidades que esta despliega a través de él; pero, al mismo tiempo, el hombre se aleja de aquella presión en cuanto convierte la vida que le define y le traspasa en objeto para él, es decir: se sitúa frente a su propia vida erigiéndose así en sujeto que toma posición respecto de esa realidad vital que él mismo es y que, de ese modo, toma ahora a su cargo. Por eso, para el hombre, la vida es siempre su vida, y esto en un doble sentido: en cuanto se trata siempre de la vida de un individuo concreto, pero también —en un sentido más profundo— en cuanto ese individuo se encuentra siempre confrontado a aquello que él es. De este modo, recoge Ortega el viejo paradigma moderno de la autoconciencia, pero reinterpretándolo de manera original en el sentido antiintelectualista de una filosofía de la vida humana. Pero Ortega desarrolla este enfoque original suyo debatiéndose entre la crítica vitalista al idealismo de la filosofía alemana y su compromiso con la tradición idealista del humanismo moderno. Pues bien: nos parece que esta tensión en el pensamiento de Ortega, en relación con el idealismo y el naturalismo, reproduce en la forma de una filosofía original y brillante la parado26

Meditación de la técnica, O. C., tomo V, págs. 324 y sigs. El mito del hombre allende la técnica y En torno al «Coloquio de Darmstadt, 1951»; ambos textos se hallan en Pasado y porvenir para el hombre actual, O. C., tomo IX, págs. 623 y 640, respectivamente. Sobre el carácter específico de la vida humana, presentada además como anterior a la vida de la que se ocupan los biólogos, véase también Misión de la Universidad, O. C., tomo IV, pág. 341. 27

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ja que atenaza a la fenomenología fundada por Husserl, en la cual el yo es parte del mundo y al mismo tiempo es condición trascendental del mismo, de modo que se anticipa a aquello que le produce a él y es así, a la vez, constituyente y constituido28. En este sentido, la filosofía de Ortega es de corte trascendental, pues en ella hay una condición última de posibilidad, que es la totalidad comprendida como mi-vida-con-la-circunstancia, en cuyo seno se presenta el yo. Sin embargo, esa totalidad, aun cuando tiene también una raíz objetiva, que es la circunstancia, está en cierto modo toda ella afectada de subjetividad, en el sentido fenomenológico, en cuanto dicha circunstancia es la mía, no solo en el sentido de ser la parte del mundo que se cierne sobre mí, sino en cuanto todo lo que me acontece está ya interpretado desde mi perspectiva, perfilado por mí. Por lo tanto, el yo se anticipa de algún modo a la circunstancia en la que está. Pero, ¿de qué modo? Este es el problema. Porque «anticipación» no significa en ningún caso el primado de un yo que se tuviera a sí mismo como pensamiento —en el sentido cartesiano— con antelación a su encuentro con las cosas. Por el contrario, Ortega señala que mi vida no es mía, sino que más bien yo soy de ella. Por eso, escribe: «Encontrarse», «enterarse de sí»...es la primera categoría de nuestra vida, y...no se olvide que aquí el sí mismo no es solo el sujeto sino también el mundo. Me doy cuenta de mí en el mundo, de mí y del mundo —esto es, por lo pronto «vivir» (...) Pero ese «encontrarse» es, desde luego, encontrarse ocupado con algo del mundo. Yo consisto en un ocuparme con lo que hay en el mundo...29

Es decir: solo reparo en mí mismo —y puedo incluso, yendo más lejos, llegar a elaborar una idea del yo— a partir de mi trato con las cosas, con las cuales me encuentro ya siempre enredado de un modo práctico. En este sentido, esta concepción se asemeja a la que desarrolla Heidegger en Ser y tiempo, aunque ni uno ni otro —nos parece— logra librarse del enfoque trascendental asociado a una cierta noción del sujeto (cosa de la que Ortega era consciente, pero no Heidegger, al menos en esos años 20). En otro texto encontramos expresada de otra manera esa subordinación del sujeto: La vida no es el sujeto solo, sino su enfronte con lo demás, con el terrible y absoluto «otro» que es el mundo donde al vivir nos encontra28 Esta paradoja se hace particularmente patente en las consideraciones de Husserl acerca del tiempo. Véase al respecto nuestro capítulo dedicado al fundador de la fenomenología. 29 ¿Qué es filosofía?, O. C., tomo VII, pág. 428.

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mos náufragos. No creo que haya imagen más adecuada de la vida que esta del naufragio (...) De aquí que vivir obligue constante y esencialmente a ejecutar actos para sostenerse en ese elemento o, lo que es igual, para convertirlo en medio positivo30.

Así pues, en contra del primado asignado al sujeto en un sentido cartesiano, la anticipación a la que nos referimos tiene otro sentido, que equivale a la posición trascendental de la conciencia en Husserl, solo que Ortega desintelectualiza la concepción de este y su noción de la intencionalidad de la conciencia reinterpretándola mediante otra noción que él denomina «proyecto». En efecto, aun cuando el yo es un ingrediente de mi vida y todo se me da en la perspectiva que esta delimita, esta prefiguración de mi horizonte vital la constituye mi proyecto. Y es así porque el hombre —nos dice Ortega— no puede dejar de proyectar planes, de establecer fines, de prefigurar su vida31. Pero aunque estas expresiones parecen apuntar a una especie de conciencia planificadora, debemos entender la idea de Ortega en un sentido más profundo y no necesariamente consciente (de hecho, como veremos, el proyecto va siempre por delante de la conciencia): la definición de la vida humana como proyecto recoge el momento de subjetividad que redefine el significado de aquella en su totalidad en cuanto introduce en ella una dimensión nueva y determinante de todo su sentido, que no existe en el nivel meramente orgánico. Pues proyectarse sobre las cosas significa predelinear el horizonte en el que estas se me hacen presentes, anticipando de algún modo lo que ellas son para mí. Por eso, la circunstancia de que habla Ortega es siempre mi circunstancia y no una realidad objetiva con un significado propio que se me imponga. Por otro lado, esto último ni siquiera podría tener sentido a partir del planteamiento fenomenológico, aunque ciertamente heterodoxo, de Ortega, para quien la realidad es lo que se ofrece en perspectiva a mi vida y —como parte de esta— a mi yo, como ingrediente subjetivo que hace que toda ella se ilumine ante el foco de mi proyecto. Eso no quiere decir que desaparezca el momento de alteridad que encuentro en las cosas, del mismo modo que en Husserl el fenómeno no se reduce tampoco a las operaciones intencionales y constituyentes de la conciencia. Pero incluso ese momento de alteridad no puedo dejar de vivirlo como algo en cierto modo mío (o de darse a la conciencia haciendo su trascendencia inmanente a ella, diría Husserl), pues tenemos también como parte de nuestra vida la experiencia de lo ajeno e independiente de nosotros. Y si Husserl pretende reducir —en el sentido de la reducción fenomenológica— esa alteridad al ser trascenden30 31

En el centenario de Hegel, O. C., tomo V, págs. 420-1. Misión de la Universidad, O. C., tomo IV, pág. 342.

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tal de la conciencia, Ortega por su parte considera que las cosas solo pueden ser algo para mí en la perspectiva en la que se me hacen presentes, es decir: en el modo en que mi proyecto se topa con ellas y les presta un sentido. Quizás nuevas experiencias me hagan ver que antes me equivocaba con ellas (no solo en cuanto a su conocimiento, sino en el sentido más general del trato con las mismas), pero entonces eso redundaría en una modificación en el modo de proyectarme hacia ellas que cambiaría el horizonte en que se me aparecen. Y no es posible salir de ese proceso en el que el yo y su circunstancia se constituyen y transforman, que es un proceso dialéctico, aunque Ortega lo interprete más bien desde el enfoque fenomenológico, tributario del idealismo trascendental de Husserl, a pesar de su esfuerzo por desmarcarse del idealismo. En ese sentido, el carácter extraño de las cosas, de las vidas ajenas y, en general, del mundo objetivo que se impone al individuo, no impide nunca que exista siempre un primer movimiento de proyección de sí mismo hacia las cosas que integra aquella extrañeza en una vivencia con un lugar en relación con el propio proyecto. En cualquier caso, aunque se altere el proyecto, este nunca es el mero resultado de las determinaciones operantes sobre el sujeto que él se limitara a registrar pasivamente. Aun cuando yo no pueda imponerme a la dinámica objetiva de los acontecimientos que marcan los límites de mi vida y pueden truncar su desarrollo en cualquier momento, y aunque el trasiego del mundo pueda inducir en mí un estado de confusión y aturdir mi capacidad de decidir, mientras yo sea humano —viene a decir Ortega— siempre subsistirá en mí el impulso subjetivo a interpretar lo que me pasa y a acogerlo desde mi actividad proyectiva. En este sentido, el límite de la vida humana vendría dado por aquella situación que ha privado al individuo de toda capacidad para hacer proyectos, siquiera estén referidos al momento inmediatamente posterior. Si mi vida es la coexistencia recíproca del yo y su circunstancia, y está tejida de actividad y pasividad, parece que —según Ortega— es la actividad del sujeto la que la hace humana. Pues si mi acción tiene que contar siempre con un momento de pasividad —en tanto está ya en su origen afectada por las circunstancias que debe tomar en consideración y en función de las cuales se orienta—, eso solo es un indicativo de la finitud del yo, la cual no anula su carácter como principio activo; mientras que, por el contrario, la situación que me constriñe y constituye mi pasividad puedo integrarla en el proyecto mío que se topa con ella, o al menos interpretarla desde él. Y es verdad que este puede surgir como reacción ante esa situación, pero eso significaría a lo sumo que un proyecto anterior mío se ha trastocado como respuesta a las circunstancias, reinterpretadas ahora de ese nuevo modo. A esa anticipación la denomina Husserl «intencionalidad constituyente de la conciencia», y Sartre la reinterpreta como la «negatividad del Para-sí»; pues

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bien, Ortega la concibe en los términos de una filosofía de la vida humana al calificar como proyecto la realidad radical que es mi vida; o, como dice Julio Bayón parafraseando a Ortega: la vida humana individual consiste en la realización que un hombre hace de sí mismo con arreglo a un proyecto y con una determinada circunstancia32. Por eso, nos parece que la imagen del náufrago no es la metáfora más adecuada para expresar sintéticamente la teoría de Ortega sobre el hombre, a pesar de sus propias palabras que recurren a dicha imagen, ya que esta no es fiel a dicha teoría. En efecto, el náufrago bracea con el único propósito de seguir viviendo y eso significa que carece de todo proyecto, pues mantenerse a flote y sobrevivir son formas de comportamiento que tienen un sentido puramente negativo (no hundirse, no morir), mientras que la vida humana, según el propio Ortega, encierra siempre un momento de creación o invención de sí misma: vivir para el hombre no se reduce nunca a sobrevivir. Y ese momento positivo de actividad, que no logra transmitir la figura del náufrago, es lo que Ortega llama «proyecto». 8.4. La vocación y el imperativo de la autenticidad Por lo tanto, la noción del proyecto significa que el yo, aun siendo en principio solo un componente, reviste con su manto de subjetividad activa a la totalidad a la que pertenece y a la que, sin embargo y paradójicamente —siendo como es solo una parte dentro de ella—, se impone reinterpretándola desde sí mismo. Pero eso no quiere decir que ese sujeto no esté radicalmente limitado o condicionado por la situación que le constriñe, pues la circunstancia, aun siendo mía y esté reinterpretada en el horizonte de mi vida, no pierde nunca su carácter de realidad extraña, en cuanto se presenta ante mí como resistencia. Ahí está la materia del mundo, el curso propio de las cosas, las vidas ajenas..., con su propia dinámica objetiva que no puedo dominar. En este sentido, Ortega resalta siempre que la vida humana está marcada por la finitud, la menesterosidad, la limitación. Esa finitud radical de la vida humana se manifiesta, en primer lugar, en cuanto se trata siempre de la vida de un individuo, insuperablemente sujeta a todo tipo de condicionantes y a los caprichos del azar, aparte de su delimitación temporal. En ella irrumpen además todo tipo de realidades sociales e históricas, que el individuo asimila y convierte en parte de sí antes de que pueda advertirlo su conciencia e incluso a costa de esta. A este respecto es ilustrativa la sociología filosófica que desarrolla Ortega en El hombre y la 32

Véase ob. cit., págs. 20 y sigs.

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gente, con las consideraciones que allí hace acerca del modo de ser social del hombre, cuyos actos se acogen a los usos sociales establecidos. Y es igualmente expresiva de esa finitud la concepción que en un plano psicológico habla de un yo en busca de sí mismo y que no sabe lo que quiere. Ese yo psíquico se configura en el trato con las circunstancias y, a partir de su realidad social e histórica, llega a hacerse consciente de sí. A esto último se refiere Ortega con sus lucubraciones acerca de la «vocación» y de la «misión», nociones con las que apunta a aquel lado interior que de algún modo singulariza a los individuos, de tal manera que cada uno de ellos se encontraría constituido por un fondo que le distingue y que él está llamado a realizar. En efecto, según Ortega, cada individuo, si sigue «el imperativo de la autenticidad», ha de escuchar el motivo principal que se abre camino dentro de él y que es el único que inviste a sus actos de un sentido que corresponde en verdad a su persona. Y, en esa línea argumental, estas nociones de la «vocación» y de la «misión» parecen apuntar a uno de los temas característicos del sujeto moderno: aquel que lo asocia a un principio de algo que nace con él y que, en tal caso, explicaría que esté investido de una misión o que pueda escuchar una voz que brota en su interior: ...el yo de cada uno de nosotros es ese ente extraño que, en nuestra íntima y secreta conciencia, sabe cada uno de nosotros que tiene que ser (...) Esa íntima conciencia...nos lo dice con una misteriosa voz interior que habla y no suena, una voz silente (...) que nos susurra el mandamiento de Píndaro: «llega a ser el que eres»; ...en suma, la voz de la personal vocación. El yo de cada hombre es su vocación33.

Sin embargo, dichas nociones operan en parte también en contra de aquella concepción moderna, pues ponen de manifiesto la falta de transparencia del sujeto, cuya relación consigo mismo se nos revela —según eso— inicialmente marcada por la opacidad, de tal modo que solo entre las cosas y a través del trato con los otros puede llegar a descubrir quién es él. Lo cual, a su vez, apunta a la idea de que también el yo —y no solo la circunstancia— se me aparece desde la perspectiva de mi vida, de tal forma que solo a partir de ella y del comercio con las cosas me hago consciente de mí y de lo que soy: la conciencia de sí parece ir siempre a la zaga y tener un carácter secundario en relación con el conjunto de mi vida. Porque eso que soy en cuanto vocación, ese impulso del yo, no me resulta claro desde el principio, ya que no se trata de una volición consciente, sino de un querer anterior a la conciencia, al que esta puede escuchar y elegir como la voz más real de entre las muchas 33

Vives-Goethe, O. C., tomo IX, págs. 513-4.

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que resuenan en ella y para ella. Pues, entre los diversos proyectos vitales que nuestra fantasía elabora... ...una voz extraña, emergente de no sabemos qué íntimo y secreto fondo nuestro, nos llama a elegir uno de ellos y excluir los demás (...) Uno solo se nos presenta como lo que tenemos que ser. Este es el ingrediente más extraño y misterioso del hombre. Por un lado es libre (...), y, sin embargo, ante su libertad se alza siempre algo con un carácter de necesidad (...) Y la voz que le llama a ese auténtico ser es lo que llamamos «vocación»34.

Por eso, hay que señalar que la elección con la que el hombre va delineando su vida no se puede decir que sea consciente sin más, pues la conciencia se aviene a realizar algo que de algún modo se le impone y que ella va descubriendo: ella elige, en efecto, a partir de una opción previa de oscuro origen, que escapa enteramente a la voluntad consciente, y en la cual la vida ya ha elegido de antemano para nosotros el proyecto que define nuestro auténtico yo. La conciencia está, por lo tanto, doblemente sometida: en primer lugar, a la voz que ella escucha, pero también, en segundo lugar, está en cierta forma sometida —en un sentido vagamente moral— al imperativo de la autenticidad, según el cual el hombre tiene que justificar ante sus propios ojos la elección que hace descubriendo sobre la marcha... ...cuál de sus acciones posibles en aquel instante es la que da más realidad a su vida, la que posee más sentido, la más suya (...) [Y esa elección que hacemos] a su vez depende...de la figura general de vida que nos parece ser la más nuestra. De suerte que cada acción nuestra nos exige que la hagamos brotar de la anticipación total de nuestro destino y derivarla de un programa general para nuestra existencia (...) Esta llamada que hacia un tipo de vida sentimos, esta voz o grito imperativo que asciende de nuestro más radical fondo, es la vocación35.

Es decir: el hombre está obligado en conciencia a elegir conforme a su vocación, si no quiere falsificar su propia realidad. Pero esa vocación tiene que descubrirla, hallando así lo que él tiene que ser, o sea, su misión. Pues al hombre... ...le es, no impuesto, pero sí propuesto, lo que tiene que hacer. Y la vida adquiere, por ello, el carácter de la realización de un imperativo. En nuestra mano está querer realizarlo o no, ser fieles o ser infieles a nuestra vocación. Pero esta, es decir, lo que verdaderamente tenemos que hacer, no está 34 35

En torno a Galileo, O. C., tomo V, págs. 137-8. Misión del bibliotecario, O. C., tomo V, págs. 211-2. Los corchetes son míos.

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en nuestra mano. Nos viene inexorablemente propuesto. He aquí por qué toda vida humana tiene misión. Misión es esto: la conciencia que cada hombre tiene de su más auténtico ser que está llamado a realizar36.

Así pues, según Ortega, el yo —que, según antes veíamos, es tan solo un ingrediente de esa totalidad que es mi vida— consiste en la llamada hacia un tipo de vida que oscuramente se anticipa como vocación a la conciencia, la cual por su parte, al tiempo que la descubre, la convierte —si elige de manera auténtica— en la misión que debe realizar, en cuyo caso querrá ser aquello que tiene que ser. Pero repárese bien en lo que dice Ortega, a saber: que el yo es esa llamada hacia un tipo de vida, eso a lo que estoy llamado en cada momento y que, por lo tanto, aún no soy yo. Si estoy llamado a ser yo, si yo soy lo que tengo que ser, eso significa que en cierto modo no soy mi yo. De esta manera, Ortega recoge el tema del yo que parece duplicarse o refractarse, tema que tan largo recorrido tiene en la filosofía moderna desde Hegel —o desde Montaigne— hasta Sartre. Esa aparente separación del yo respecto de sí mismo es la que se expresa de otra manera en la famosa fórmula de las Meditaciones del Quijote «yo soy yo y mis circunstancias», ya comentada, que se refiere igualmente a un yo que parece desdoblarse. Ahora bien, este desdoblamiento solo pertenece, en rigor, a la conciencia y no al yo como tal, pues este es en cada momento algo único, mientras que la conciencia, por el contrario, es ese ámbito de nuestra subjetividad en el que se hace patente la escisión entre lo que tengo que ser y lo que mi vida en cada instante es, escisión o distancia que define precisamente a la conciencia como tal y que ella misma puede momentáneamente salvar si quiere —según el imperativo de la autenticidad— que mi vida sea (y esto sí depende de su elección, que será así consciente) aquello que tiene que ser (ese yo que ella no elige, sino que en este sentido se le impone). Pues bien, aunque Ortega no lo explica de este modo, debemos decir que es la conciencia la que refracta al yo, pues la conciencia de sí consiste precisamente en ese desdoblamiento por cuya virtud el sujeto parece anticiparse a lo que es o bien ir en busca de lo que aún no es, sin coincidir nunca consigo mismo. Ahora bien, Ortega no plantea el asunto en estos términos, más propios de una filosofía de la conciencia como la de Sartre, sino en los de una filosofía de la vida humana en cuya dinámica atribuye un relieve vagamente moral a la distinción entre lo que soy y lo que se me impone como el yo auténtico que debo ser. En su ensayo titulado «Goya» incluye Ortega un parágrafo sobre «el proyecto que es el yo», en el que se extiende sobre este mismo asunto. Allí escribe: 36

Ibíd.

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...nuestro yo es en cada instante lo que sentimos «tener que ser» en el siguiente...No es por tanto el yo ni una cosa material ni una cosa espiritual..., sino una tarea...Esa tarea, ese proyecto, no los hemos adoptado con deliberación ni albedrío: a cada cual le es impuesto su yo en el momento mismo en que es yo (...) El yo es, pues, lo más irrevocable en nosotros37.

Y continúa explicando que ese yo actúa en regiones mucho más profundas que nuestra voluntad y nuestra inteligencia, pues la voluntad se mueve en el plano de la deliberación, mientras que el yo es inexorable espontaneidad que se nos impone: «La voluntad se apoya siempre en “razones”. El yo, en cambio, nos manda a nosotros, manda sobre nuestra voluntad...Manda sin apelación y no se funda en razones ni se digna justificarse. Está ahí, sin más, previo a todo el resto de cuanto constituye nuestra realidad...»38. En un sentido similar, leemos también en El espectador que hay un yo profundo e insobornable, que en cuanto tal no podemos elegir, pues él es en cierto modo el destino que nos constituye y distingue como individuos: es más bien el yo el que de alguna forma siempre nos ha elegido ya. Pero sí podemos fingir que no escuchamos su recóndita voz para poder acogernos así a una figura falsa de nosotros mismos. Tal es el caso del farsante, que constituye el arquetipo de la inautenticidad, y también, en un grado menor, el caso del hombre puramente convencional. Frente a eso, el imperativo de autenticidad se presenta como un modo de veracidad que exige cumplir la vocación como si se tratara de un destino que nos llama («vocación» es un derivado de «voz»), pues dicho imperativo promueve en nosotros la misión de (o sea: nos destina a...) hacer que el lado externo sea expresión adecuada del interno, que nuestro gesto corresponda fielmente a nuestro yo íntimo39. Por lo tanto, el yo es para Ortega una identidad que en el límite es posible alcanzar, pues aunque se defina como tarea o proyecto y pueda además transformarse en el curso de la vida en función de las circunstancias, lo cierto es que está en todo momento presupuesto y puede alcanzarse y reconciliarse momentáneamente consigo mismo cuando el hombre atiende a su vocación y cumple su misión40. 37

Goya, O. C., tomo VII, pág. 549. Ibíd., pág. 550. 39 El espectador-I: El fondo insobornable, O. C., tomo II, págs. 83 y sigs. Ortega desarrolla esta reflexión a propósito de Pío Baroja, a quien atribuye una actitud íntima ante la vida caracterizada por el afán de sinceridad ante la farsa que le parecía a este ser una de las notas imperantes en su mundo. 40 Sartre, como veremos, formula la cuestión en unos términos que hacen imposible la tarea del yo de alcanzarse a sí mismo para cumplir —como diría Ortega— su auténtica vocación: sería imposible porque el ser del hombre es no-identidad, razón por la cual —según 38

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Es interesante este planteamiento de Ortega, porque pone de manifiesto un cierto conflicto no resuelto en su obra. Por una parte, coincide en un aspecto esencial con Heidegger, quien en Ser y tiempo elabora esta noción de la autenticidad en un sentido antimoderno, o, más bien, romántico, que recupera el viejo principio de la sabiduría pindárica que ordena: «llega a ser el que eres»41. La modernidad ilustrada tiende, por el contrario, a comprender el yo en la perspectiva del concepto de autonomía, según el cual el hombre es el legislador que establece la norma de su vida, tanto en el plano teórico como en el práctico, de modo que paradójicamente se puede decir que en cierto modo se hace a sí mismo. Es decir: el principio fundamental de la modernidad concibe al hombre no como aquel que llega a ser el que es, sino como aquel que es lo que es como resultado de que ha llegado a serlo. La libertad, en cuanto autonomía, se atraviesa así en la relación que el yo establece consigo mismo. Sin embargo, y en contraste con esto último, la noción orteguiana de autenticidad presume la existencia en nosotros de un yo que no hemos elegido, sino que se nos impone como un destino que nos llama, de manera que nuestra «elección» se limita ahí a asumir y dar realidad externa al yo que hemos de ser: es una elección sin deliberación. Sin embargo, hay que decir que a diferencia de Heidegger, Ortega no llega a romper el vínculo con la modernidad ilustrada, sino que se mantiene en una posición ambigua. Pues, así como en el análisis de Heidegger no queda sitio alguno para la deliberación racional y consciente que pudiera preceder a la decisión (según él, la conciencia se presenta más bien como la voz culpable que, ante la muerte, nos llama para que nos resolvamos a ser quien auténticamente somos), por el contrario, en Ortega la cuestión se mantiene en una cierta indecisión, que en el fondo refleja su posición ambigua, que se debate entre la razón ilustrada y el misticismo romántico. Pues, por un lado, y en oposición a la gran tradición moderna, la filosofía de Ortega no es una filosofía de la conciencia, en el sentido de que esta se explica Sartre en La trascendencia del ego— ni siquiera debe ser considerado como un yo, pues el yo es un principio positivo de unificación, mientras que la conciencia es insuperablemente escisión, dualidad, distancia consigo misma. Y cuando se lo oculta a sí misma y se acoge a una pretendida identidad, que supuestamente expresaría su ser auténtico, incurre en esa forma de autoengaño que denomina «mala fe». 41 En este sentido, conviene precisar que Heidegger no habla de proyecto con el significado que le atribuye Ortega cuando se refiere a la vida humana como un proyecto, como «un proyecto de vida». Pues esta noción entraña la idea de que la vida es ejecución de lo previamente proyectado como algo unitario, mientras que para Heidegger se trata más bien de la proyección de posibilidad con arreglo a la cual la existencia humana vive su facticidad, la cual por su parte no es pensada como la circunstancia que envuelve al yo, sino como algo anterior a este que hace del hombre no un sujeto, sino ser-en-el-mundo.

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ve desplazada del centro, el cual corresponde más bien a la vida (a mi vida como proyecto singular), respecto de la cual la conciencia es tan solo un ingrediente, como también lo es el yo. Y en cuanto a su consideración de la vida auténtica, el papel de la conciencia parece limitarse más bien a la función de acoger y transmitir sin deliberación alguna la oscura voz que me llama a cumplir la misión a la que mi vida toda me destina. Pero eso a lo que estoy destinado es a realizar el yo auténtico, es decir, a elegir ser-elque-tengo-que-ser, de modo además que eso que cae bajo mi poder de elegir se refiere a algo que como tal queda fuera de mi elección, pues me es impuesto. Nos parece, sin embargo, que se trata, no ya de una paradoja, sino de un razonamiento circular, ya que el yo que tengo que ser —aquello que se me presenta como el fin de mí mismo— se comprende también al mismo tiempo como la única palanca que —a modo de causa final— promueve la búsqueda de lo que soy. Este es el elemento de mistificación que se encuentra como componente en el pensamiento de Ortega, el que recoge la tendencia romántica a entender la vida como misterio. Pero, según decíamos, la posición de Ortega es ambigua, porque esa tentación hacia la deriva irracionalista, que está enraizada en la noción de la vida considerada en términos románticos como vocación y misión, se ve compensada en él por la tendencia opuesta, que busca dar razón de aquella siguiendo así el imperativo principal de la modernidad ilustrada. Y en este sentido hay que interpretar también la importancia que concede Ortega a la elección como clave de la vida humana: vivir es elegir, aunque la libertad del hombre esté limitada por la circunstancia y —habría que añadir— por esa anticipación comprensiva de la totalidad de su vida que le indica lo que él auténticamente es42. Y esto quiere decir que Ortega recoge a su manera el modelo de subjetividad elaborado por la filosofía moderna, no en lo que se refiere a la conciencia, pero sí en cuanto la vida es concebida por él como proyecto: como el proyecto que es el yo. Y la distancia en que este siempre se encuentra de facto con respecto al yo que tengo que ser es la manera peculiar en que Ortega acoge en su reflexión filosófica esa distancia respecto de sí mismo, destacada por la filosofía del sujeto, que ha sido también designada como «la escisión o la no-identidad de la conciencia». Por otra parte, las consideraciones anteriores no implican que el yo no varíe con el tiempo. Por el contrario —dice Ortega—, experimenta mutaciones que a veces son radicales y que no provienen de nuestro albedrío, sino que se producen en él motivadas por la experiencia de la vida, por la influencia en él del mundo externo. Esto quiere decir que Ortega parece 42 Esto último, en relación con la autonomía, se puede interpretar en el sentido de que esta empieza una vez el yo ya existe, de manera que este no elige autónomamente quién es él, sino que tan solo elige a partir de lo que ya es.

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vacilar (ahora en otro sentido), llevado de aquella tensión ya mencionada entre idealismo y antiintelectualismo, que se halla en el núcleo de su pensamiento: por un lado, se entrega a una especie de misticismo, que hace del yo un oscuro poder preexistente ya en el individuo con antelación a su choque con la realidad que le circunda; pero, en otras ocasiones, parece reconocer en el hombre tan solo una especie de impulso que se confundiría con su vitalidad, pero que no llegaría a definirse como yo más que en el terreno del intercambio social que genera la esfera del espíritu, tan solo en la cual se constituiría y singularizaría el yo humano. En este último sentido, señala por ejemplo que el mundo social, constituido por los otros hombres, pero también por creencias y opiniones, modos de sentir, valoraciones de las cosas, gustos, costumbres, etc., de los que ningún individuo determinado es responsable, entra a formar parte del yo auténtico que somos, en la medida en que no podemos dejar de concebirnos sino sobre el trasfondo de esos usos sociales que llegan a formar parte de nosotros mismos43. En este punto, la posición de Ortega también difiere de la de Heidegger, para quien la existencia auténtica no es permeable a los usos sociales, sino que más bien se define por oposición a los mismos y en el más completo aislamiento respecto de las formas de la sociedad. Ahora bien, lo que nos parece problemático del concepto de autenticidad es su uso en el plano de una ontología de la vida o de la existencia, pues dicho uso conduce a una visión mistificadora de la vida humana individual, en tanto busca en ella un origen primigenio constituyente del individuo que sería anterior al momento de su interacción social; una base original que serviría de guía al individuo en su vida y en su encuentro con los otros. Nos parece, en efecto, que mediante esa apelación la conciencia se oculta a sí misma el hecho de que el individuo es un producto social, de tal manera que lo que identificamos como el curso de nuestra vida individual y designamos sintéticamente como «el yo» no solamente es algo cambiante que se constituye en la permanente reinterpretación de lo que nos pasa, sino que debe entenderse además como resultado de la interacción con el medio social. Es decir: el individuo, antes de ser un yo, es inicialmente tan solo un principio de actividad —y solo en ese sentido sería un «sujeto»— en un medio objetivo, pero con la capacidad innata de generar un espacio reflexivo interior como resultado de sus vivencias. De modo que estas —que, como tales, solo definen a un viviente en un medio— llegan a convertirse en las experiencias de un ser consciente, de un sujeto cuya conciencia está enteramente atravesada por la vida social: el yo es —sobre la base de la realidad biológica del individuo— un producto de la interac43

Vives-Goethe, O. C., tomo IX, pág. 514.

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ción del individuo con el medio social. Y esta concepción es incompatible con la atribución de un alcance metafísico a la noción de la autenticidad. Otra cosa es el uso más mundano de este concepto, cuando se emplea, por ejemplo para hablar de la fidelidad hacia el personaje que cada uno ha llegado a perfilar en el gran teatro del mundo: en la medida en que las costumbres, actitudes o ideas de un individuo han llegado a constituir una personalidad, decimos que alguien no es auténtico cuando es incoherente con ese modo de ser o cuando se comporta como un farsante. Sin entrar a considerar los matices que distinguen a conceptos tales como los de «autenticidad», «veracidad», «sinceridad», «coherencia consigo» o «fidelidad a sí mismo», entre otros, nos parece que Ortega no establece separación alguna entre el plano más mundano de la vida social y el plano ontológico, y por eso se desliza inadvertidamente del uno al otro, fundando el análisis psicológico en su concepción metafísica, o mejor, extendiendo esta al ámbito de la realidad social cotidiana. Así, por ejemplo, después de teorizar sobre la autenticidad del yo como proyecto puede pasar a hablar del fondo insobornable que constituye el auténtico yo de un individuo como Pío Baroja44. En relación con este asunto de la mediación social del yo, es interesante también la posición que aparece bosquejada en unas brillantes páginas de El espectador que llevan por título: «Vitalidad, alma, espíritu»45. En ese texto ofrece Ortega el apunte sin apenas desarrollar de una antropología que se interesa por las «zonas de la personalidad». Pero, aunque lo plantea con esa intención que parece limitarse al plano psicológico, de su breve desarrollo se deducen consecuencias que desbordan ampliamente lo que ese propósito promete. Pues, a pesar de la brevedad del texto, hay en él numerosas indicaciones y sugerencias de enorme interés referentes al lugar del sujeto en relación con la discusión sobre el espíritu y la vida. Estas ideas se pueden resumir así: a) La vitalidad —nos dice en primer lugar— es esa región básica y más carnal de nuestra personalidad en la que la psique se encuentra como infusa en el cuerpo, de modo que en ella se funden lo somático y lo psíquico, aunque de ella emanan y se nutren. En esa oscura, latente e inconsciente base de la persona nada se presenta de modo diáfano. Pues bien, según Ortega, cada individuo es ante todo una fuerza vital de la que depende el resto de su carácter. b) El espíritu, por el contrario, constituye la capa más elevada y transparente, la cima de nuestra personalidad. En cuanto tal, está cons44 45

El espectador-I: El fondo insobornable, O. C., tomo II, págs. 83 y sigs. El espectador-V: Vitalidad, alma, espíritu, O. C., tomo II, págs. 451 y sigs.

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tituido por el conjunto de los actos íntimos de los que cada uno se siente verdaderamente autor y protagonista: la voluntad, el pensamiento..., en definitiva: el yo. Es lo más personal en nosotros, pero no lo más individual, porque no es lo que ante todo nos separa unos de otros a los individuos. c) El alma, por su parte, se extiende entre la vitalidad y el espíritu. Se trata de todo el campo de los sentimientos y emociones, de los deseos, impulsos y apetitos. Por eso, el recinto anímico es más claro que el de la vitalidad, pero menos que el espiritual. Y lo que en él ocurre —los estados y movimientos del alma, así como los afectos e inclinaciones en general— es algo mío, pero no soy yo46. A partir de este bosquejo, insiste Ortega en alguna de estas consideraciones. Así, señala por ejemplo que en el dolor me duele mi cuerpo y que la tristeza está en mí, pero ni uno ni otra provienen de mi yo. Por el contrario, pensar o querer son actos míos, pero —ahora sí— en el sentido de que nacen de mi yo. Y, a partir de esa división tripartita de la intimidad, sostiene que lo que propiamente convierte al hombre en persona no es lo más individual en él. Porque lo que en verdad nos individualiza, lo que más nos separa o aísla como individuos, es ese interior nuestro que se cierra sobre sí mismo y denominamos «alma»: ese ámbito amurallado que distingue a los hombres por sus impulsos, los aísla en la soledad de sus emociones y les permite además ocultarse de los otros encerrándose entre sus afectos e inclinaciones. El espíritu, en cambio, nos arranca de nuestra individualidad separada permitiendo —nos dice— la unión con los demás, de tal manera que lo que nos desindividualiza no es necesariamente lo que nos deshumaniza, pues esa comunicación con los otros, que rompe las barreras del alma, es lo que nos constituye precisamente como hombres. Y es que el espíritu, a diferencia del alma, tiene también, aunque no solo, un arraigo social, como ya había indicado Hegel con su célebre distinción entre el espíritu subjetivo y objetivo. Así que es el espíritu y no el alma lo que culmina la definición del hombre como persona y le hace propiamente capaz de decir «yo», pues este término no designa en el hombre solo aquello que le encierra en su recinto anímico y le aísla de los demás, sino también aquello que le permite trascender de sí mismo hacia los otros y —a través del pensamiento— elevarse a lo más universal. Por su parte, la vitalidad —añade Ortega— también nos desindividualiza, aunque de otro modo, y, a través del cuerpo, nos sumerge —en la orgía, por ejemplo— en la vitalidad universal. Sin embargo, el alma del indivi46

Ibíd., pág. 463.

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duo es lo que le hace poseer un centro aparte y suyo, desde el cual —concluye Ortega— vive sin coincidir con el cosmos; vive de manera excéntrica. Porque el alma es precisamente vida excéntrica que nos hace sentir nuestra individualidad separada. Hay que decir que este enfoque responde a una clara inspiración fenomenológica en cuanto adopta como punto de partida aquel en el que el hombre se encuentra con sus vivencias y en el que todo se le hace presente compareciendo ante él en la perspectiva de su vida. Y desde ese supuesto hay que entender también la distinción entre el alma, considerada como el recinto que encierra al individuo en su intimidad, y el espíritu, que representa para él su conexión con los demás y con el mundo que se genera entre todos, del cual él se siente también protagonista. Y, por otro lado, parece que esta distinción entre alma y espíritu, en los términos en que se plantea, pone de manifiesto en la obra de Ortega aquella actitud indecisa entre la tendencia romántica a invocar un yo auténtico —reflejada en el aislamiento del alma— y la tendencia ilustrada a concebir la conciencia en términos de autonomía y de razón —que se reflejaría en la dimensión del espíritu—. Pero, según nos parece, estas consideraciones incurren en una cierta mistificación, sostenida en los conceptos de una especulación metafísica con la que se trata de justificar esa ruptura entre el interior del individuo y el universo social del espíritu. Pues aunque es cierto que los afectos y las inclinaciones del hombre le hacen volverse sobre su propia condición individual, el mundo del espíritu, sostenido siempre sobre la vitalidad, pero también sobre las condiciones materiales de la vida humana en común, consiste en una dialéctica de lo individual y lo social con una realidad objetiva anterior a la subjetividad del hombre, aunque este no lo viva así o no sea consciente de ello. Pues también los impulsos, las inclinaciones e incluso las vivencias emocionales están mediados por la dinámica social y cultural, como ha demostrado por ejemplo Norbert Elias47. Y es cierto que en su sociología filosófica, Ortega llama la atención sobre la manera en que los usos sociales se imponen a los individuos y a las relaciones entre ellos, pero nos parece que el subjetivismo que aqueja en general a la tradición fenomenológica le impide a Ortega extraer todas sus consecuencias de aquella posición, y por eso su teoría de la vida humana convierte el proyecto del yo en un principio que parece anticiparse a los procesos objetivos de la realidad social y cultural.

47

Entre los trabajos que dedica Elias a esta cuestión, véase sobre todo su obra principal, ya citada, El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas.

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8.5. La defensa de la autonomía del espíritu y de su lugar singular en el cosmos, según Scheler Una buena parte del esfuerzo filosófico de Max Scheler se encamina a tratar de salvar la autonomía del espíritu respecto de la vida. El puesto del hombre en el cosmos48, que muchos consideran una de las obras fundacionales de la llamada «antropología filosófica», entra de lleno en esta discusión, y lo hace con plena conciencia de la importancia de las objeciones nietzscheanas en contra de la metafísica del espíritu precisamente para combatirlas y poder adoptar así una nítida posición que salvaguarde la autonomía del espíritu y asegure el carácter irreductible del sujeto. Como se sabe, Scheler aborda el asunto en el marco de su proyecto que busca una idea unitaria del hombre, que al tiempo que ofrezca una explicación fundada de su esencia aclare también su singular posición en el mundo, diversa de la de la planta o el animal. Y hay que reconocer que su planteamiento es original, pues a pesar del reproche de que fue objeto, que ve en su teoría una simple restauración del viejo dualismo metafísico, lo cierto es que su interés se aleja de la vetusta cuestión acerca del hombre y Dios para situarse, por el contrario, y con una idea propia, en el debate típico de su tiempo sobre la animalidad y la humanidad, tomando en consideración además las aportaciones de la ciencia de su época acerca de la definición biológica del hombre. Tampoco parece justa la descalificación apresurada de su teoría como una forma de dogmatismo metafísico, como se hace evidente en cuanto atendemos al modo en que procede en su examen de la cuestión. Pues en realidad Scheler rechaza tanto la concepción cristiana del espíritu, asociada a la idea del Dios creador, como también la versión secularizada de la metafísica tradicional, que —según nos dice49— desde los griegos hasta Hegel ha insistido en destacar la potencia del espíritu, ya se trate de la versión que habla de la fuerza de la razón —de la razón moral o política, que presuntamente promovería por sí misma la acción— o de la que invoca la fuerza de la voluntad, pues el espíritu —según nos dice y como veremos más adelante— es impotente.

48 Die Stellung des Menschen im Kosmos (1928), en Gesammelte Werke, tomo IX, edición a cargo de M. S. Frings, Bonn, 1975; trad. de José Gaos, El puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires, 1982. Las citas se refieren a esta versión española. Se trata de la reelaboración de una célebre conferencia dictada en Darmstadt un año antes, el mismo año en que Heidegger publica Ser y tiempo. 49 Véase Max Scheler, Mensch und Geschichte (1926), en Gesammelte Werke, ya citado, tomo IX; trad. de Juan José Olivera: La idea del hombre y la historia, Ed. La Pléyade, Buenos Aires, 1989.

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Sin embargo, sí se atiene a la concepción clásica del espíritu en lo que concierne a la consideración de sus rasgos esenciales: la libertad, la objetividad y la conciencia de sí50. Por su parte, la vida está, en cambio, enteramente dominada por el interés —que en última instancia se orienta a la propia supervivencia—, del cual no puede apartarse el comportamiento del viviente, ya esté este guiado por el impulso afectivo, el instinto, el hábito o incluso la inteligencia práctica. Y aquí estriba la originalidad de Scheler, que examina la cuestión considerando empíricamente los rasgos de esos diversos tipos de comportamiento. Pues bien —argumenta—, si en la conducta del viviente hay objetividad, entonces el individuo en cuestión ha roto la lógica de la vida, de modo que su conducta debe atribuirse a un ser que ha trascendido las leyes del mundo orgánico. Y su argumentación parece impecable: la objetividad entraña la posibilidad —para el individuo que es capaz de ella— de determinarse por el modo de ser de las cosas mismas, con independencia de nuestro interés en ellas (siendo así que todo viviente está tiránicamente determinado por la ley que le impone siempre conducirse según su interés supervivencial; por lo tanto, no en función de cómo sean las cosas en sí mismas, sino en función de lo que puedan representar para él); por eso, si la conducta de un individuo —en el conocimiento, en la moral o en la apreciación estética, como piensa Kant— se atiene a la objetividad, entonces dicha conducta, que supone una ruptura con la lógica de la vida, es espiritual. Y su autor es un sujeto que no se relaciona ya solo con resistencias, sino también con objetos; que hace del entorno no un mero medio para el despliegue de su vitalidad, sino un mundo que descubre y en el que incide su acción: un ser abierto al mundo51. La argumentación respecto de la libertad y la conciencia de sí se formula en similares términos. Por lo tanto, la cuestión crucial consiste en la determinación de si en efecto hay o no hay objetividad, libertad y autoconciencia, cuestión a la que Scheler responde positivamente a partir de la constatación de la experiencia. Así, le parece evidente la libertad en un individuo capaz de una conducta ascética («el hombre como asceta de la vida»), que puede sacrificar la satisfacción del impulso a la consecución de bienes ideales, e incluso puede llegar a sacrificar la propia vida. Esto no 50

El puesto del hombre en el cosmos, págs. 55 y sigs. Esta noción de la «apertura al mundo» aparece en muchos autores de ese período, como Buytendijk, Scheler o Heidegger. En este último, sin embargo, se altera —como veremos— sutil pero decisivamente su significación, de modo que dicha «apertura» no pueda servir para fundamentar la noción moderna del sujeto, pues para Heidegger, en efecto, lo que se abre es el ser, y no como consecuencia de ninguna iniciativa del sujeto; por el contrario, el hombre ya está ahí (Da-) donde el ser (-sein) se abre. Dejamos para más adelante, de momento, la cuestión de cómo haya que interpretar esto. 51

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sería posible —piensa Scheler— si nuestra acción estuviera siempre supeditada al impulso: el ascetismo sería la prueba de esa ruptura que libera al hombre del constreñimiento que atenaza al viviente y le brinda la «apertura al mundo». Pues la libertad no sería sino la autonomía existencial frente a los lazos y a la presión de lo orgánico. Esa misma ruptura de la lógica de la vida, que —según Scheler— convierte al hombre en sujeto y que se pone de manifiesto en la objetividad y en la libertad, es lo que se hace igualmente presente en la conciencia de sí. En este punto, Scheler retoma la larga meditación del pensamiento occidental, desde Agustín de Hipona a Hegel, en torno a la interioridad del espacio de la reflexión como un rasgo esencial de la subjetividad. Y lo hace en relación con una teoría de la vida concebida como una vuelta del ser sobre sí mismo, una reflexio que va generando el espacio psíquico y que muestra progresivamente los grados en los que el ser parece tomar posesión de sí mismo en diversos niveles orgánicos, los cuales no llegan nunca, sin embargo, a constituir ese «centro espiritual finito» que denominamos «persona» o «sujeto», porque el espíritu es en su origen mismo independiente de la vida52. Así, en efecto —nos dice—, se aprecia en la arquitectura del universo la progresiva constitución de un ser íntimo y propio: en relación con el ser inorgánico, que carece de todo centro íntimo ya que se compone de partes extra partes, la planta supone ya un primer grado del ser que vuelve a sí, pues, en cuanto reacciona frente al medio, dispone de un centro vital por cuya virtud cabe decir que es un ser que «está dado a sí mismo» y que, en tal sentido, realiza una primera reflexio: aquella, propia de la vida vegetativa, en la que se constituye por primera vez una realidad con «un ser propio». Ahora bien, el animal representa una segunda reversión de la vida sobre sí, en cuanto dispone —aparte del movimiento— de la sensibilidad, que es una forma de conciencia —la conciencia sensible— y, por lo tanto, una forma nueva de «estar dado a sí mismo», que constituye un atisbo de lo que será la subjetividad. Sin embargo, la vida no llega a culminar una tercera vuelta sobre sí, que significaría ponerse en contradicción consigo misma y romper los vínculos del mundo orgánico: esta última vuelta es la obra del espíritu, que a través del hombre 52 Ob. cit., pág. 60. Según Scheler, la vida es el lado externo del alma o psiquismo, de tal manera que el alma sería por dentro lo que exteriormente se manifiesta como vida (el alma como interioridad de la vida). Y esta se sostiene, a su vez, en las fuerzas del mundo inorgánico. Pues bien, la independencia del espíritu respecto del impulso psico-físico —en el que se resume el mundo orgánico y el inorgánico—, afirmada por Scheler, le lleva a decir que el impulso y el espíritu son los dos principios radicalmente co-originarios del ser. De ese modo, se coloca —digámoslo ya— en una posición enteramente incompatible con el testimonio de la ciencia y, en particular, con el acervo de conocimientos que se derivan de la revolución darwiniana.

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realiza esta tercera reflexio, denominada ahora «reflexión consciente» o conciencia de sí. Pero toda esta concepción acerca de los grados del ser íntimo y propio parece ordenarse según un criterio evolutivo que, en un cierto punto, alcanzara una ruptura inexplicable. Pues si, más allá del mundo inorgánico, la evolución de la vida significa, según Scheler, una progresiva torsión sobre sí en la arquitectura del universo que parece preludiar la reflexividad del espíritu, lo cierto es que su teoría acaba rompiendo con esa lógica evolutiva —y de paso con el gran paradigma de la biología contemporánea— para poder salvar así la independencia del espíritu: este, en efecto, supondría —según nos dice— un salto en las leyes del ser. Nos parece, sin embargo, que Scheler no logra justificar finalmente su posición. La cuestión de fondo se relaciona con la enorme influencia que sigue manteniendo el cristianismo en la atmósfera intelectual de la época, a pesar la revolución darwiniana y de las diatribas de Nietzsche en contra del dualismo metafísico. Pues si todo cuanto acontece en el espacio de la vida está en última instancia dominado por el interés, como sostiene la psicología del desenmascaramiento desde La Rochefoucauld hasta Nietzsche y Pareto, si no existe la conducta desinteresada, ¿cómo explicar entonces la moral y los más venerados sentimientos —el amor, la bondad, el altruismo, el deseo de la justicia— tan solo con los cuales el hombre occidental ha podido respetarse a sí mismo durante siglos? Esa larga tradición, que tiene en Kant a uno de sus más eximios valedores, se ha hecho fuerte en la defensa de un principio irrenunciable, según el cual tiene que haber en el hombre otra raíz de la conducta aparte de la que rige el interés: algo que no pertenece al orden del impulso alienta también en el centro de nuestro ser. Las inclinaciones o los instintos, al igual que las fuerzas de la materia inerte, constituyen un continuo con el resto de la naturaleza, que ni empieza ni termina en el individuo, aunque en él se recorte en la figura objetiva de un organismo; la subjetividad, por el contrario, significa —parece indicar Scheler— que algo irradia desde uno mismo rompiendo el continuo del mundo psico-físico: solo así, en tanto centro espiritual que se afirma a sí mismo, se cumpliría finalmente que el «ser propio» o «estar dado a sí mismo» —aquella reflexio que constituye al viviente— alcanza a ser la plena autoposesión que trasciende las posibilidades de la vida. De tal modo que así como la conducta interesada es signo de dependencia de aquello a lo que se pertenece y se necesita, por la misma razón —se viene a decir— solo lo que irrumpe desde uno mismo nos hace dueños de nuestro ser y hace posible la apertura al mundo. Pero con este planteamiento lo que demuestra Scheler es que carece de la sensibilidad crítica que descubre a la naturaleza y a la ciega necesidad latiendo siempre bajo el disfraz de lo que aparentemente se presenta como

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expresiones genuinas del espíritu. En esto fueron muy superiores los llamados «maestros de la sospecha». Estos, en efecto, nos enseñaron a desconfiar de las apresuradas celebraciones de una cultura que proclama el carácter angelical de sus creaciones espirituales. Desde el punto de vista del individuo, Freud dio una vuelta de tuerca al impulso crítico de la Ilustración y reveló la importancia de los mecanismos inconscientes que, al modo por ejemplo de la sublimación, envuelven las pulsiones y trasladan su energía al plano en que se presenta una figura espiritual. Según eso, el ascetismo, que tanta importancia tiene en la posición teórica de Scheler, no podría ya ser entendido como un índice de la independencia del espíritu frente al impulso vital, sino más bien como la manifestación de una forma superior y más compleja de la vida, que a través de la autoconciencia —con todas sus limitaciones y las muchas ilusiones que a menudo la acompañan— ha alcanzado a ser —en contra de lo que creía Nietzsche— un poco más dueña de sí en la figura de un individuo humano. El propio Freud extendió su consideración también a las formas objetivas de la cultura (del «espíritu subjetivo» al «espíritu objetivo»), en las cuales las luchas desatadas entre los impulsos del hombre y otras fuerzas igualmente naturales encuentran el equilibrio precario de una organización de la vida social en la que aquellas fuerzas quedan momentáneamente represadas y como contenidas. En un sentido similar, aunque desde otra perspectiva, Marx nos hizo ver cómo las diversas formaciones sociales que se suceden en la historia no son tanto las expresiones parciales del espíritu que se revela en ellas —en contra de Hegel—, pero tampoco la creación de un espíritu independiente que, a través del hombre, se va imponiendo gradualmente en la historia del mundo para lograr el advenimiento de la divinidad en él —como diría en contra del espiritualismo no teísta de Scheler—: para Marx, las formaciones sociales y las creaciones históricas de la cultura no solamente no son independientes de la naturaleza, sino que testimonian más bien el modo en que ella está mediando en la acción práctica humana, cuyo desenvolvimiento en el tiempo nunca se desembaraza del todo del sometimiento a la necesidad natural. Hasta el punto de que las relaciones sociales, así marcadas por el afán de dominio, constituyen una especie de segunda naturaleza. El espíritu es para él, a lo sumo, el espacio que los hombres, en cuanto seres finitos, extienden progresivamente entre sí en sus relaciones intersubjetivas cuando estas se emancipan de las relaciones de dominio y se hacen más libres. De tal manera que, a diferencia de Scheler, y prosiguiendo en otro plano la revolución teórica promovida por Darwin, para Freud o para Marx el espíritu no es más que la propia vida cuando esta se hace consciente de sí. Respecto de estos grandes críticos de la cultura, la posición de Scheler significa una recaída en las mistificaciones del idealismo. Su vuelta al dualismo metafísico tiene lugar en el contexto de la polémica filosófica desata-

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da en Alemania desde principios del siglo xx por la obra de Nietzsche y las derivaciones de la revolución darwiniana y del cientifismo en general en contra de aquel idealismo de inspiración cristiana, que predominó en la mentalidad filosófica moderna. Pero este dualismo, con el que quiere fundar la antropología filosófica sobre una base idealista renovada, adopta en él una formulación original, que se aparta del viejo teísmo cristiano y de la tesis de la omnipotencia del espíritu: según su concepción, el espíritu carece de toda potencia propia; es originariamente impotente. Pues —nos dice— la corriente de las fuerzas y las causas de este mundo fluyen de abajo hacia arriba, de modo que toda fuerza procede en última instancia del mundo inorgánico, aunque en el nivel de la vida, que tiene estructuras y leyes propias, aquellas fuerzas llegan a aflorar como impulsos vitales. Pues bien: según Scheler, el espíritu, que también cuenta con leyes y estructuras propias, no dispone de fuerza alguna que se origine en su seno, de tal manera que —en contra de la teoría antropológica de Ludwig Klages53— no es posible una lucha directa entre el espíritu y la vida. Y, sin embargo, aquel puede lograr mediante el proceso de sublimación que los impulsos vitales, que son originariamente demoníacos (es decir: ajenos y ciegos para todas las ideas y valores), penetren en las estructuras de valores e ideas que el propio espíritu presenta a dichos impulsos para dirigirlos54. De tal manera que, según esta explicación, el espíritu y la voluntad en el hombre no pueden significar nunca más que una dirección y una conducción que aquel lograría presentando a las potencias impulsivas ciertas ideas, y que la voluntad suministra o sustrae a los impulsos las representaciones necesarias para realizar aquellas ideas o valores55. Pero esta enrevesada explicación no resulta convincente, porque la iniciativa de la voluntad —o del espíritu en general— cuando presenta ideas a los impulsos para atraer su energía implica ya de por sí una fuerza propia: esa al menos sería la actividad dinámica del espíritu. Parece que, en este punto, Scheler trata sobre todo de evitar la tesis nietzscheana, según la cual es siempre una misma y única clase de fuerza la que se manifiesta desde el instinto hasta el más elevado anhelo moral, para lo cual se remonta a la vieja concepción premoderna que distingue la pura contemplación de toda forma de actividad práctica o técnica. Con ello se coloca en una posición contraria a toda la sabiduría moder53 La ideología panromántica de Klages, desarrollando a su manera ciertos aspectos del pensamiento nietzscheano, concebía, en efecto, una lucha frontal entre el espíritu y la vida. Véase Ludwig Klages, Der Geist als Widersacher der Seele, ed. ya citada. 54 Nótese que aquí la sublimación no tiene el mismo sentido que en Freud, pues para Scheler dicha sublimación no afecta de ningún modo a la independencia del espíritu, sino que solo afecta al modo en que este se enfrenta a las pulsiones para encauzarlas según el designio que él les marca y aprovechando la potencia que aportan. 55 Ob. cit., págs. 82 y sigs.

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na, que —desde Galileo hasta Marx— ha puesto de manifiesto el carácter práctico y, en última instancia, dinámico de la experiencia teórica. Así pues, según Scheler, el acto ascético no significa, en realidad, la victoria de fuerza espiritual alguna, puesto que no habría fuerzas de tal tipo. Y, sin embargo, el ascetismo está presente en toda actividad específicamente humana: el acto de pensar es esencialmente un acto ascético, porque «idear el mundo» —dice inspirándose en la reducción fenomenológica de Husserl— es «desrealizarlo», o sea, abolir su momento de realidad, «ponerlo entre paréntesis», contemplarlo puramente sin participar de su torbellino. Y eso quiere decir que toda ideación anula el impulso vital, para el cual el mundo se presenta como «resistencia». De tal forma que el conocimiento ideatorio, en cuanto superador o inhibidor de la resistencia que se opone al impulso vital, nos ofrece no ya la experiencia de que hay un mundo (pues esta es algo previo a toda ideación y se apoya más bien en una vivencia), sino la experiencia de qué es el mundo, su representación, la cual pertenece al orden del espíritu56. Esa sería supuestamente la razón de que dicho conocimiento pueda ser objetivo, es decir, desinteresado o independiente de nuestras necesidades. El espíritu conoce objetos, pero no puede ser él mismo objeto de consideración: es actualidad pura que se agota en la realización de sus actos. En otros términos: es pura subjetividad. Por lo tanto, esta metafísica del espíritu, puesta al servicio de una antropología esencialista, se aferra a la dicotomía que le sirve de base en contra del testimonio de la ciencia y —deberíamos añadir— del sentido de nuestra propia experiencia, tal como nos ayudaron a comprenderla los grandes revolucionarios del pensamiento de la segunda mitad del siglo xix. Pero contradice además toda la enseñanza moderna en torno a la imposibilidad última de separar la vita contemplativa de la vita activa. 8.6. Vinculación al entorno y apertura al mundo. El carácter posicional del viviente De modo casi simultáneo en relación con el libro de Scheler, aparece la obra fundamental de Helmuth Plessner: Die Stufen des Organischen und der Mensch (Los niveles de lo orgánico y el hombre)57, que se presenta también como el proyecto de una antropología filosófica desarrollada en el contexto intelectual de la discusión postnietscheana acerca del espíritu y la 56 Ob. cit., págs. 70-72. La tesis de que la facticidad del mundo se nos revela como resistencia procede de Dilthey, según vimos. 57 Die Stufen des Organischen und der Mensch. Einleitung in die philosophische Anthropologie (1928), Walter de Gruyter, Berlin-New York, 1975. Las citas se refieren a esta tercera edición y su traducción es siempre mía.

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vida58. Sin embargo, se trata de una aportación más prometedora, porque se sitúa desde el primer momento en una perspectiva que renuncia de antemano a la pretensión de definir la esencia de la subjetividad humana desde la metafísica del espíritu, que es incompatible con el testimonio abrumador acerca del origen biológico del hombre. El espíritu no puede seguir entendiéndose como un principio primordial del ser, sino en consonancia con la teoría de la evolución, es decir, como una configuración de la vida. Pero, por otro lado, el rechazo radical del dualismo por parte de Plessner y su proyecto de convertir a la vida en el centro de su interés teórico tampoco le colocan en la senda del irracionalismo vitalista. Pues, en efecto, no apela a la inefable intuición como única vía de captar las oscuras fuerzas de la vida. Por tanto, Plessner no sigue el camino de Hans Driesch, cuyo vitalismo se basa en el concepto de «entelequia», ni tampoco el del psicologismo de Theodor Lipps con su recurso al problemático concepto de la «empatía»59. Igualmente rechaza el intuicionismo carácterístico de la Lebensphilosophie en Bergson o Spengler, pues la filosofía intuicionista de la vida no puede entender al hombre como el sujeto de una naturaleza histórico-espiritual, o como persona moral y responsable, al tiempo que lo reconoce fijado por su naturaleza corporal y a partir de su origen biológico60. Más bien, Plessner se propone dar cuenta de la vida mediante categorías de un discurso que no renuncia a la razón, de un modo, por cierto, que emparenta su pensamiento con el de Dilthey u Ortega. Y se basa en el Husserl de Ideas II y de las Meditaciones cartesianas para —aparte de asimilar el alcance de la noción del «mundo vivido» o Lebenswelt— desarrollar una teoría sobre la importancia de la corporalidad que se anticipa a las consideraciones sobre el tema que varias décadas más tarde ocuparán la lúcida reflexión de Merleau-Ponty. Sin embargo, no presta suficiente atención a la obra de Hegel, con quien mantiene —como veremos— una afinidad de la cual —nos parece— Plessner 58 Plessner comienza su libro precisamente señalando que, así como el pensamiento del siglo xviii está dominado por el concepto de razón (como «lo intemporal y el vínculo universal») y el del xix por la noción de «desarrollo» («el inquieto devenir ascendente»), la noción-símbolo de su tiempo (el primer tercio del siglo xx) es la que expresa el término «vida» («el juego creador, inconsciente y demoníaco»), que es una noción que procede de Nietzsche. Véase Die Stufen des Organischen und der Mensch, págs. 3-4. 59 A Driesch y a su concepto de «entelequia» les dedica cierta atención en ob. cit., capítulo tercero, pág. 92, pero sobre todo en el cuarto acerca de «Los modos de existencia de la vitalidad», págs. 146 y sigs. Respecto del concepto de «empatía» de Lipps, la crítica es sobre todo indirecta cuando, en el capítulo séptimo acerca de «La esfera del hombre», rechaza Plessner el modo en que Husserl funda en la empatía —junto con el recurso a la conclusión analógica— el acceso al alter ego y la posibilidad misma de tematizar la existencia de un mundo común (Mitwelt): véase ob. cit., págs. 296 y sigs. 60 Según Plessner, ambos hacen un uso de la intuición que se opone en última instancia al concepto de la experiencia. Véase ob. cit., págs. 12 y sigs.

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no era plenamente consciente. Por eso, no puede beneficiarse de las ventajas que para la formulación de su teoría hubiera significado un mejor conocimiento de la tradición dialéctica. Ese rechazo de Plessner al dualismo metafísico es paralelo al interés que muestra por el pensamiento científico de su tiempo, y, en particular, por la biología interesada en los rasgos distintivos de la vida humana. ¿Cuál es el lugar de la subjetividad del hombre en el conjunto del bíos? Por aquellos años se desarrollaba un debate entre científicos sobre esta cuestión, aunque los biólogos la abordasen en el contexto de una discusión sobre la singularidad del animal humano en lo que concierne a la relación que existe entre el viviente y su entorno. El zoólogo estonio-alemán Jakob von Uexküll61 sostuvo la tesis de que cada animal existe en ligazón con un entorno al que pertenece o «perimundo» (Umwelt), que es propio y exclusivo de cada especie, con el que forma un círculo funcional cerrado y del cual dependen las funciones biológicas del viviente, entre las cuales destacaba especialmente las referidas al entorno percibido (Merkwelt) y las que atienden al mundo en tanto que meta en la que incide la conducta (Wirkwelt). De tal manera que, aunque compartan un mismo espacio o nicho, el perimundo en el que vive cada especie es literalmente distinto del que corresponde a las demás, constituyendo así una esfera cerrada y exclusiva en la que existe una conformidad circular entre los órganos sensoriales del animal y las señales del entorno con significación biológica para él. E insistiendo en la separación de estas esferas particulares específicas, Von Uexküll extendió esta misma consideración también al hombre, en cuanto nuestra especie poseería igualmente un entorno propio, aun cuando en este caso habría que atender además a ciertas diferencias entre los individuos particulares, en función sobre todo de los factores culturales. Pero estos mundos humanos particulares no llegarían, sin embargo, a poner en cuestión la tesis principal, pues todos ellos estarían contenidos en una misma esfera. Contra esta concepción reaccionará años más tarde el biólogo y filósofo Frederik J. J. Buytendijk62, quien señala que el hombre no tiene perimundo (Umwelt), sino que tiene mundo (Welt), término empleado con un sentido técnico por el científico holandés para indicar que el entorno del hombre no constituye para él un medio envolvente cerrado, pues las señales de valor biológico que encuentra en él no representan nunca para el ser humano una significación absoluta en relación con el modo en que están constituidos sus órganos de percepción y acción. Y ello es así, porque la 61 Véase J. von Uexküll, Umwelt und Innenwelt der Tiere, Berlín, 1909. También Lebenslehre, Zúrich, 1930; trad. esp.: Teoría de la vida, Madrid, Summa, 1944. 62 Frederik J. J. Buytendijk, Mensch und Tier, Rowolt Taschenbuch Verlag, Hamburg, 1958; trad. español: Hombre y animal, Buenos Aires, Lohlé, 1973.

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relación humana con el entorno está siempre mediada por el conocimiento del pasado y de los valores, es decir: por la cultura y, por lo tanto, por la historia. Y es que siempre hay un hiato inextinguible entre el hombre y su mundo, una distancia que permite afirmar que el hombre no solo vive con o en su mundo, sino también frente a él. De modo que su comportamiento se produce como acto (Leistung) y no como mera reacción ante significaciones absolutas impuestas por la percepción. Debido a ese poder de desligarse de la situación, de distanciarse de ella y de experimentarla objetivamente —posibilitando así la conciencia de la misma—, en el comportamiento sensible del hombre el mero sentir o percibir va acompañado siempre de un «notar» o «constatar», haciendo así que la percepción humana tenga un sentido normativo, aunque se realice sin un juicio correlativo consciente: así, percibimos un objeto como grande, pequeño o normal. Y ese juicio implícito es posible porque el hombre además de formas discierne la objetividad de las cosas, objetiva el mundo. Y, por lo que respecta a su acción, no vive su acto —incluso el irreflexivo y habitual— como solo la resolución de una tensión, sino que al mismo tiempo lo siente como justo o falso, es decir, tiene conciencia del valor del acto. En otros términos: el hombre actúa y otorga además valor a su acción. Esto significa —como también dirá varias décadas después Merleau-Ponty— que su existencia es ambigua, pues sabe lo que percibe y lo que hace. De modo que —añadimos nosotros— dicha existencia, en cuanto sabe de sí, está siempre como envuelta en una cierta atmósfera de vida subjetiva. Todo esto se puede resumir en la afirmación de que el hombre no está encerrado sin más en el complejo significante de la situación en la que vive, sino que se encuentra además frente a esa situación. Pues bien, es en el contexto de esta discusión en torno a la diferencia específica del hombre con relación al animal, sobre la apertura al mundo frente a la vinculación al entorno, y sobre el trasfondo del debate acerca del espíritu y la vida, donde Plessner desarrolla su propia concepción63. Y lo hace acogiéndose a 63

El propio Heidegger se asomará también a esta polémica en el curso de Friburgo sobre Die Grundbegriffe der Metaphysik. Welt-Endlichkeit-Einsamkeit, del semestre de invierno de 1929-30, publicado en los volúmenes 29-30 de la Gesamtausgabe, editorial Vittorio Klostermann, Fráncfort del Meno, 1983; trad. de A. Ciria: Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad, Madrid, Alianza Editorial, 2007, págs. 227 y sigs. Allí, en efecto, se interesa Heidegger por la cuestión del ser-libre del hombre, que plantea en el contexto de su comparación con el animal y del modo diferente en que uno y otro establecen relación con el mundo. Y así —nos dice— la piedra es «sin mundo», el animal es «pobre en mundo» y el hombre «configura mundo». El animal solo vive y eso explica su estado de esencial aturdimiento (o de falta de conciencia, diríamos, aunque Heidegger obviamente prefiere evitar esta palabra), el cual, más allá de su conducta adaptada al medio, que reacciona ante señales de manera instintiva, le impide descubrir propiamente el mundo en el senti-

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una forma de pensamiento sobre la subjetividad enraizada en la modernidad filosófica, y particularmente próxima a Hegel, aunque desmarcándose de la metafísica del espíritu y apoyándose en el conocimiento biológico del hombre para rechazar tanto el dualismo como la prioridad ontológica de la interioridad. Ese «interior» del espíritu humano no indica una fractura que solo pueda esclarecer el idealismo metafísico o la religión, sino que tiene que poder ser explicado —dice Plessner, adelantándose a Arnold Gehlen— como una configuración específica de la vida en nuestra especie. Aunque eso tampoco alienta en él ningún proyecto de reduccionismo biologista, pues Plessner considera en todo momento el carácter ambiguo del modo de ser humano, en el cual su condición natural está siempre envuelta en su realidad cultural e histórica. En este sentido, la antropología filosófica debería mostrar, según Plessner —que irrumpe de este modo en un debate fundamental de su tiempo—, el camino para alcanzar en relación con el hombre una convergencia entre las ciencias naturales y las llamadas «ciencias de espíritu», que funde una idea unitaria de aquel en la que quede asociado el conocimiento de su fisiología con el de su psiquismo y su acción. A propósito de esa doble condición del hombre como viviente y como ser autoconsciente, como perteneciente a la naturaleza y a la cultura, Plessner juega con la idea hegeliana de una unidad en la dualidad, de modo que se evite tanto el reduccionismo biologista como el dualismo metafísico: el desarrollo filogenético tiene que poder explicar tanto los aspectos físicos de su naturaleza como también los referidos a su mundo interior del psiquismo y de la conciencia en general. Para ello se funda en una filosofía de la vida en cuyos niveles prehumanos encuentra ya prefigurados los rasgos que solo en un nivel superior de desarrollo del mundo orgánico afloran de modo pleno en el hombre, entre los cuales los más importantes son la posicionalidad (Positionalität), la duplicidad de aspecto (o el doble aspecto: Doppelaspektivität), el hiato o la reflexividad, entre otros también comentados por Plessner, como son la plasticidad, la elasticidad, la espontaneidad, la estable inestabilidad, la regular irregularidad, etc. Pero vayamos por partes. El carácter fundamental del viviente consiste en lo que Plessner denomina su «carácter posicional» o «posicionalidad»: el cuerpo vivo «está puesto do de acceder a la objetividad de las cosas y de desvelar el ser del ente. El hombre, en cambio, no es solo un viviente, pues dispone del logos, mediante el cual puede configurar un mundo. Pero, a diferencia de Plessner, estas consideraciones —que, como tantas otras, Heidegger toma prestadas del ambiente intelectual de la época, aunque él las envuelve en su peculiar estilo— no le conducen a elaborar una antropología filosófica, contra la cual se había pronunciado poco antes en su texto Kant y el problema de la metafísica.

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en su propio ser» (aquí Plessner usa el verbo «setzen» —gesetzt— y se refiere expresamente a su significado idealista en Fichte, para matizar el sentido que él mismo le presta)64, en cuanto se constituye con significado propio frente al entorno y no es por tanto un mero agregado de elementos en un continuo homogéneo. No solo es espacial, como todo cuerpo físico, sino que —además de ocupar espacio— es «afirmador de espacio». En ese sentido, el cuerpo del viviente está de un modo singular presente en sus propios límites, ya que estos no son meramente el lugar espacial donde se interrumpe su existencia sin más, sino que le son propios y determinan su forma, expresiva de la totalidad del viviente. Por eso afirma Plessner la tesis —que considera fundamental—, según la cual los seres vivos son cuerpos que realizan límites (Grenzrealisierende Körper)65, de tal manera que su forma no debe entenderse como la superficie externa de una sustancia, sino como la piel invisible que encierra a un ser nucleado en torno a un centro propio. Según esto, la vida consiste en una singular relación del cuerpo con sus límites. En efecto, según Plessner, los seres vivos tienen un núcleo o centro en un sentido que está excluido para las cosas inertes: son nucleares en el sentido de que hay en ellos un sujeto real de todas las cualidades que poseen o tienen, de modo que ese tener es aquí real. Y poseen además un centro en un sentido propio, respecto del cual los límites son una expresión en la que aquel se hace presente. Pero, de este modo, estamos expresando el sentido de la ya mencionada «duplicidad de aspecto», que constituye otro de los rasgos esenciales de todo cuerpo vivo: en efecto, en tanto posee límites que le son propios, el viviente «está fuera y dentro de sí mismo», y por eso le es consustancial un doble movimiento: el que a partir del núcleo va hacia fuera (del núcleo a las cualidades, del centro hacia los lados), trascendiéndose hacia sus límites y, más allá de ellos, hacia el entorno al que hace frente; y, al mismo tiempo, otro movimiento complementario y de signo opuesto, de repliegue o vuelta hacia sí mismo, que hace referencia a la reflexio de la que habla Max Scheler. Por lo tanto, la posicionalidad del viviente, el «estar puesto en su propio ser», se determina ahora de modo más concreto y preciso mediante esta duplicidad de aspecto, que comporta la distinción entre un núcleo central sustantivo y unos lados liminares y cualidades en los que aquel se expresa —y en los que al mismo tiempo se realiza como la totalidad de una forma—, así como los dos momentos divergentes del movimiento de la vida, hacia dentro y hacia fuera: el viviente está al mismo tiempo dentro y fuera de sí mismo, de 64

Ob. cit., pág. 129. Ob. cit., pág. 126. También hace suya la expresión de Buytendijk «Schärfe der Begrenzung», referida a la «limitación intensificada —agudizada—» del viviente, que emplea reiteradamente. Véase, por ejemplo, pág. 124. 65

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modo que mantiene una doble relación consigo66. Este doble movimiento, centrífugo y centrípeto, conecta la vieja noción de la interacción con el medio con el principio de la posicionalidad, mediante el cual Plessner alude vagamente a la protosubjetividad que parece caracterizar a todo viviente, en cuanto su existencia aparece replegada hacia (o desplegada desde) un centro que anuncia la interioridad del sujeto propiamente dicho. Por otro lado, ese principio del carácter posicional presupone además la noción de un hiatus tan solo a través del cual se destaca el cuerpo vivo como forma diferenciada en su medio. Ahora bien, aun cuando todo viviente se destaca mediante una forma que lo diferencia, esta se presenta según dos modos básicos y contrapuestos de organización: o bien se trata de una forma abierta, característica del mundo vegetal, o bien de una forma cerrada, propia del mundo animal. Es abierta aquella forma de organización de la vida que —como ocurre con la planta— incorpora al organismo de modo directo a su ambiente convirtiéndolo así en el portador de una función del medio. Esto mismo es lo que se ha expresado de otra manera señalando que en el mundo vegetal apenas destaca el organismo individual del paisaje en el que parece estar como sumergido, el cual lo envuelve, camufla y predomina claramente sobre él. En el mundo animal, por el contrario, el individuo adquiere un peso mayor debido a la sensibilidad y al movimiento, que hacen posible que su figura se singularice y destaque sobre el fondo del paisaje67. Pero Plessner recoge esto último mediante la noción de la forma cerrada de organización de la vida, que es una forma diferenciada en la que el organismo solo de manera indirecta está incorporado al ambiente, siendo así un segmento independiente —tanto como es posible— del círculo vital que le corresponde. Dicho en otros términos, la forma cerrada entraña una autonomía funcional frente al medio tan amplia como es posible (y la máxima autonomía —como veremos— corresponde al hombre), pues en ella la vida se ha organizado —y ha tensado así su significación— como un centro enfrentado al entorno (Zentralität y 66

Plessner utiliza esta terminología que distingue con matices entre núcleo (Kern) y cualidades (Eigenschaften), centro (Mitte, Zentrum) y límites (Grenze) o lados (Seiten), así como ese doble movimiento de trascendencia hacia fuera (über ihm hinaus) y hacia dentro (ihm entgegen, in ihm hinein). Véase ob. cit., págs. 127 y sigs. y pág. 161. 67 Y, prosiguiendo con la lógica de esa argumentación, se ha añadido que el peso del individuo adquiere un grado en el hombre que significa un salto cualitativo, pues al movimiento y a la sensibilidad añade aquel la autoconciencia, mediante la cual su vida se singulariza en un sentido nuevo y más profundo: ya no se trata solo de que la vida del individuo se destaque en un espacio porque se mueva en él y porque todo lo perciba desde la perspectiva del lugar que ocupa, sino que ahora la conciencia de sí le permite desmarcarse de toda otra realidad y preguntarse por lo que él mismo es —y por el sentido de su ser— en cuanto tal individuo.

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Frontalität como características de la posicionalidad de la forma cerrada)68, que tiene además la función de dirigir la conducta. Esa autonomía funcional es lo que aquí se recoge con esa noción de un hiatus entre sensación y reacción. Plessner habla a este respecto de una «reclusión» (Abkammerung)69, en el sentido de que la vida, en la forma cerrada de su organización, parece recluirse en sí y adquirir de ese modo una sustantividad que convierte al viviente en un «sí-mismo» (Selbst), o un «sujeto del tener», desde cuyo centro hace frente al medio, e incluso en un sí-mismo especial en cuanto está referido a sí (Sich). Es decir, según Plessner, ya en el mundo animal prehumano aparece un cuerpo vivo con un interior (Insein) en el que aquel se recoge y donde se hacen posibles las vivencias y la reflexividad. Reproduce así la distinción de Husserl entre el cuerpo como cosa física (Körper) y el cuerpo sentido o vivido (Leib) —distinción que expresa en este nivel aquella duplicidad de aspecto de que hablábamos antes—, y la plantea ya en relación con el organismo animal para indicar que ya este —en tanto que forma cerrada de organización de la vida— es capaz de desarrollar una conciencia sensible y de situarse, por lo tanto a distancia de su cuerpo físico, allí donde puede experimentar vivencias. 8.7. La forma de la posición excéntrica del yo, según la teoría de Plessner Parece que Plessner, en vez de hacer uso del recurso metafísico que destaca al hombre del resto de la esfera animal, lo que hace es más bien desarrollar una consideración de la vida animal que llega casi a alcanzar lo que tradicionalmente se consideró prerrogativa del hombre. La conciencia sensible, la distancia con el medio, la capacidad para las vivencias, la cualidad de ser sí-mismo, e incluso la relación a sí, son considerados rasgos que aparecen ya en «la esfera del animal». Y lo que sirve para caracterizar la subjetividad humana se presenta entonces como una extensión en una nueva esfera de aquellos mismos rasgos. Sobre todo, lo que caracteriza a la vida humana es «la posicionalidad excéntrica del yo»: la excentricidad es la forma que en el yo adopta el estar puesto en el propio ser, de tal manera que el hombre no solo está puesto en su ser, sino que está además puesto frente a su propio ser. En el hombre, es su vida la que se relaciona consigo desde el centro, de modo que este aparece, como tal, ante sí: no solo es un sí-mismo (o sea, un centro desde el que vive y organiza su relación con el 68 69

Véase ob. cit., págs. 237 y sigs. Ob. cit., pág. 226.

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entorno, y desde el que además está dado a sí), sino que es también un yo, y eso significa que sus vivencias están también referidas al propio centro que él mismo es: «El animal vive desde su centro, en su centro, pero no como centro»70. El límite de la organización animal consiste, por lo tanto, en que en esa esfera al individuo le está oculto su propio ser, porque no está en relación con su centro posicional: el medio envolvente y el propio cuerpo vivido que le es dado están referidos al centro posicional —y al absoluto aquí-ahora—, pero esa autorreferencia no es objeto de vivencia para él. Tiene vivencias referidas al entorno, e incluso las tiene referidas a lo que es extraño o propio —con la reflexividad que ello comporta—, pero no tiene la vivencia de sí mismo como tal. Es decir, no ha completado el movimiento reflexivo y —podríamos añadir nosotros— no es aún sujeto en el sentido pleno del término. Dicha reflexividad se cumple del todo cuando la vida sabe de sí misma en la figura de un yo. Con ello se ha llevado al extremo igualmente aquel hiatus, que ahora adopta la forma más compleja de una separación no solo respecto del medio al que se hace frente, sino respecto de sí mismo: aquel abismo es interiorizado en la forma de un yo descentrado de modo peculiar, en tanto se encuentra enfrentado a sus propias vivencias y a sí mismo. Es preciso, por lo tanto, que el centro de la posicionalidad esté escindido, pues solo sobre la distancia abierta por esa escisión descansa la posibilidad de que el cuerpo vivido sea él mismo en su centro el objeto de la propia vivencia. Pues la vida en el hombre se relaciona consigo desde el centro, de modo que su centralidad se le hace consciente: se tiene a sí mismo y sabe de sí, pues él es para sí mismo el objeto de consideración. Si la vida del animal es céntrica, la del hombre es excéntrica: la excentricidad es para él la forma característica de su posición frontal contra el entorno y contra sí. De ese modo, deviene un yo, dentro del cual se ha intercalado un espacio o distancia interior, que hace posible una reflexión sobre sí de carácter ilimitado, extendiendo así su escisión hacia dentro y hacia fuera71, que es el modo en que se manifiesta en el hombre la duplicidad de aspecto de todo viviente: la escisión hacia fuera significa un alejamiento de la inmediatez del entorno, el cual no se le hace presente ya como un aquí-ahora absoluto, sino que resulta mediado por el yo (este está «detrás del aquí-ahora», «detrás de sí», sin lugar y sin tiempo)72; hacia dentro, entraña la creación de una interioridad en la que puede abismarse (no solo vive y tiene vivencias, sino que afronta sus vivencias, etc.) y que le permite además sustraerse a la mirada de los otros observadores. Y eso se produce de tal manera que existe una interconexión entre 70 71 72

Ob. cit., pág. 288. Ob. cit., pág. 291. Ob. cit., pág. 292.

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esos dos movimientos que abren su relación con el medio y con su mundo interior73. Así pues, el estar puesto en el propio ser se le hace consciente al hombre, de modo que su existencia se le presenta como la unidad de una fractura en su naturaleza, en la cual hay que distinguir tres momentos, ya que...: ...es cuerpo [Körper], está en el cuerpo [im Körper] (en cuanto vida interior o alma) y fuera del cuerpo [ausser dem Körper] en cuanto punto de vista desde el cual es ambas cosas. Un individuo cuya posicionalidad está caracterizada de esta forma triple se llama persona. Él [dicho individuo] es el sujeto de sus vivencias, de sus percepciones, de sus acciones, de su iniciativa. Él sabe y quiere. Y su existencia está verdaderamente colocada sobre la nada74.

De este modo, Plessner conecta su teoría de la posicionalidad excéntrica con la distinción de tres dimensiones en el hombre: su condición corpórea (en tanto su organismo pertenece al plano exterior de las cosas vivas), su vida anímica (o la vida que se interioriza como alma) y su vida espiritual, la cual se desarrolla no solo como vida interior sino también como vida compartida externamente con los otros (espíritu subjetivo y objetivo, según la fórmula de Hegel). De ahí resulta su triple distinción sobre los mundos del hombre: el mundo exterior o de los cuerpos (Aussenwelt), el mundo interior o del alma (Innenwelt) y el mundo común y compartido (Mitwelt), que es al mismo tiempo exterior e interior. La duplicidad de aspecto se concreta de este modo en la doble orientación, hacia fuera y hacia dentro, conforme a la cual se despliega la existencia humana: hacia la vida intersubjetiva y social, y —complementariamente— hacia la propia interiorización del espíritu y de las funciones anímicas. Sin embargo, esa fractura de que habla no debe entenderse como un salto injustificado que escape a la lógica de la vida: a pesar de colocar la existencia humana sobre la 73

La duplicidad de aspecto adopta diversos modos en función del nivel de consideración en que nos situamos: es, primero, el doble movimiento divergente del centro a los límites y de estos a aquel; luego, la distinción entre la vida que hacia fuera se hace cuerpo físico (Körper) y hacia dentro se expresa en el propio cuerpo sentido desde el centro (Leib); posteriormente, ya en la esfera humana, esa distinción Körper-Leib se complementa con la divergencia entre alma (Seele o vida que se recoge hacia su interior) y vivencia (Erlebnis: la vida se pone fuera de sí y se experimenta); y, finalmente, se concreta en la divergencia entre el yo (donde la vida interiorizada como alma acoge en sí la realidad intersubjetiva o social) y el nosotros (donde, más allá de los límites del cuerpo, aquella se despliega hacia fuera como la común vida espiritual, la cual —como hemos dicho— también se recoge en un yo personal). Véase ob. cit., págs. 71, 99 y sigs., 238 y sigs., y 292 y sigs. 74 Ob. cit., pág. 293. Los corchetes son míos.

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nada —según su afirmación— y de que la excentricidad pudiera interpretarse como una ruptura con la tendencia de la vida a afirmarse en un único centro propio, lo cierto es que Plessner comprende la esfera del hombre como aquella en la que se conserva enteramente la naturaleza animal, aunque —según dice— en un nivel que lleva hasta sus últimas consecuencias eso en que la vida consiste: la posicionalidad. La forma cerrada de organización es conducida así a su extremo, pues el movimiento reflexivo de vuelta sobre sí que se produce en todo estar-puesto-en-el-propio-ser (como centro del viviente) llega a un punto culminante cuando ese centro existe también para sí mismo. La centralidad se hace consciente y, por ello mismo, se escinde. El hombre entonces ya no es solo el sujeto que está en su propio centro (Zentrum: Selbst), sino que es el sujeto que se observa desde afuera (Ex-zentrum: Ich). Pero es siempre la vida la que ahí persiste y la que —conforme a su propia lógica inmanente— revierte sobre sí misma hasta alcanzar en el hombre la figura del yo autoconsciente. De tal manera que esta última reflexio, de la que también habló Scheler, no exige el recurso metafísico a una realidad separada de carácter espiritual. Esto mismo lo matiza en lo que denomina «las leyes antropológicas fundamentales», que determinan más concretamente el significado, alcance y consecuencias de la posicionalidad excéntrica: a) «La ley de la artificialidad natural» indica que al hombre no le está dado su propio ser de antemano, sino que este resulta de su hacer; es decir: su naturaleza es el resultado de los medios artificiales con los que realiza su vida (lenguaje, costumbres, instituciones, ...: la cultura en general). De modo que lo natural en el hombre es lo artificial. Retomando este principio clásico de la modernidad, Plessner anticipa un aspecto esencial en la teoría de Arnold Gehlen sobre la cultura. b) «La ley de la inmediatez mediata (inmanencia y expresividad)»: en este caso la posicionalidad excéntrica tiene el significado de que, en cuanto el hombre se halla ante sí mismo al mismo tiempo que ante el mundo, su relación con todas las cosas externas y con su propio mundo interno está siempre mediada por aquella auto-relación, de tal manera que esa mediación es paradójicamente su estado inmediato. Por eso, toda su experiencia está refractada por la vivencia de sí, la cual necesariamente se expresa en todo cuanto hace y percibe, e imprime un sello humano a todo cuanto constituye su mundo. c) «La ley del puesto utópico (nihilidad y trascendencia)»: según esta perspectiva, no hay un centro en el hombre que funde su existencia y del cual irradie lo que él es, pues su existencia excéntrica le revela el vacío o la nada en el centro de su ser. Pero esa experiencia le im-

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pulsa necesariamente —a modo de compensación— a trascenderse en busca de un centro y una identidad que nunca alcanza. Con esta paradoja insuperable Plessner se hace eco del viejo tema hegeliano de la conciencia desdichada y se anticipa a toda la reflexión existencialista sobre el vacío de sí mismo y la no-identidad del yo. Por otra parte, en cuanto al mundo común y compartido (Mitwelt), Plessner rechaza el planteamiento de Husserl, basado en el recurso a la empatía y en la noción de una aprehensión analógica del alter ego a partir del propio yo75. Al otro no se accede por ese camino, sino que lo encontramos de antemano en el mundo común en el que ya siempre nos hallamos y que tiene un sustrato propio con una estructura, que es la forma más elevada de la vida: la forma excéntrica. Es decir, el mundo común es para Plessner la forma de la propia posición excéntrica de los hombres comprendida ahora como esfera de otros hombres76: estoy fuera de mí —y en cierto modo también frente a mí mismo— cuando me encuentro en los otros, entre ellos y frente a ellos; el alter ego es el yo situado excéntricamente frente a mí, pero fuera de mí. Pues bien, este mundo común es el mundo del espíritu, que media no solo en la relación que el yo mantiene con el otro, sino incluso en la que el yo mantiene consigo mismo, pues «...el carácter espiritual de la persona descansa en la forma-nosotros del propio yo, en el estar extendido y extenderse como unidad de la propia existencia vital según el modo de la excentricidad»77. A este respecto, Plessner distingue entre espíritu, alma y conciencia, siguiendo claramente el enfoque de Hegel en la filosofía del espíritu subjetivo de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. En efecto: el alma es real como la existencia interior de la persona. La conciencia es el aspecto condicionado por la excentricidad de la existencia personal [implica, por tanto, la escisión entre sujeto y objeto en la que tiene lugar la experiencia, y la posibilidad por tanto de orientar hacia sí mismo esa experiencia en la forma de la autoconciencia], en el cual se hace presente el mundo. El espíritu, en cambio, es la esfera lograda y mantenida con la forma propia [excéntrica] de la posición (...), que está realizada en el mundo común, aun cuando solo existiera una persona78.

Si la vida adquiere densidad interior en el alma, y —sobre la base de la distancia ganada en ese abismo hacia la subjetivación— llega a observarse 75 Véase a este respecto el apartado sobre la intersubjetividad en el capítulo que dedicamos a Husserl. 76 Ob. cit., pág. 302. 77 Ob. cit., pág. 303. 78 Ibíd. Los corchetes son míos.

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a sí misma como conciencia que se destaca frente al mundo —al que experimenta como diverso de sí y como vía para acceder a sí misma—, se hace igualmente capaz, en tanto forma excéntrica, de extenderse y alimentarse como vida intersubjetiva del espíritu, el cual no solo adquiere una forma objetiva, sino que revierte además sobre la subjetividad del individuo para fundar y sostener su carácter de persona: el yo del hombre, aun sin perder su condición individual, se encuentra, en efecto, extendido en el nosotros del mundo común. De este modo, Plessner asimila en su propia concepción lo mejor del acervo de la tradición filosófica occidental en relación con el problema del modo de ser de la subjetividad humana. Y su teoría es menos original de lo que pudiera parecer a primera vista. Pues ¿en qué se distingue finalmente la noción de la posicionalidad excéntrica de lo que toda la tradición moderna ha expresado mediante el paradigma de la autoconciencia? Esa tradición encontró en Hegel la más brillante formulación de dicho paradigma, según la cual el modo de ser del sujeto se manifiesta en la escisión que lo constituye como tal y lo enfrenta a las cosas mundanas, haciendo así posible su objetivación a través de una distancia que aquel interioriza generando en sí el espacio en el que se recoge y enfrenta —excéntricamente— también a sí mismo. Además, según vimos, ya el propio Hegel presenta la autoconciencia como una manifestación de la vida cuando esta trasciende el plano estrictamente biológico y se revela como espíritu. Pero su metafísica del espíritu y la falta en su época de una teoría científica sobre el origen biológico del hombre mantienen su enfoque dialéctico en la orientación idealista que convierte a la vida finalmente en un momento del devenir del espíritu. Lo que ofrece la aportación de Plessner es, sobre todo, una especulación inspirada en algunos conceptos científicos de la biología de su tiempo (aunque no, por cierto, en el darwinismo), los cuales le permiten romper con la metafísica del espíritu e incardinar así sus propias especulaciones en un discurso que quiere beneficiarse del prestigio de la ciencia. Y nos brinda además una perspectiva, según la cual los saltos escalonados que aparecen en el mundo orgánico (desde la vida vegetal a la esfera del animal y, finalmente, la esfera del hombre) no rompen su continuidad última, sino que presentan una especie de discontinuo dentro del continuo, una diversidad dentro de la unidad de la vida, que se corrobora con la observación de especies, géneros, familias y demás taxones con los que clasificamos la diversidad de formas en que aquella se presenta. Todo el esfuerzo de Plessner se vuelca en subrayar la continuidad que subyace y une a los niveles de lo orgánico, incluyendo aquí al hombre: en efecto, si el viviente se distingue esencialmente por estar-puesto-en-su-propio-ser («posicionalidad»), entonces —parece decirnos— el viviente que ocupa el escalón superior es aquel que ha llevado al extremo esa cualidad reflexiva del «tenerse a

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sí mismo» o «estar puesto sobre sí», hasta alcanzar la forma suprema de autoposesión con la autoconciencia. A través de esta, el hombre se apropia de sí mismo de un modo inédito en los grados de lo orgánico que le preceden. Pero Plessner no aclara en realidad cómo de hecho se produce el salto que conduce a la forma excéntrica de posicionalidad, salto que no deja además de ser paradójico, porque implica que la máxima forma de centralización de la vida es aquella en que esta se descentra hasta hacerse excéntrica. No se ve cómo un cambio gradual —como el que exige el darwinismo, al cual no parece prestar atención— puede producir semejante transformación. E incluso se advierte en su concepción una cierta tentación finalista, que es incompatible con la herencia del darwinismo. En cualquier caso, hay desde el primer momento en su obra un lado especulativo, que es por cierto tributario de la gran tradición del pensamiento dialéctico, aunque parece que Plessner solo en parte es consciente de ello. Él mismo señala que es tarea de la dialéctica establecer las categorías principales de la vida, y en ese sentido debe entenderse el principio de la duplicidad de aspecto, que implica pensar la vida como la unidad de principios opuestos. También encuentra «la estructura dialéctica en la esencia de la excentricidad»79 y en el mundo común interhumano y del espíritu. Afirma incluso que el hombre, tanto desde el punto de vista de la naturaleza como de la cultura, es sujeto-objeto80. Y, en general, interpreta la vida humana como una totalidad dialéctica que la antropología filosófica debe captar como la unidad de las múltiples y diferentes dimensiones del hombre. Sin embargo, su formación filosófica entre el neokantismo, la fenomenología y el irracionalismo vitalista impide a Plessner extraer todas las consecuencias de aquella posición. Y, en particular, se siente tentado por el recurso irracional a la intuición, como medio principal de captar el modo de ser del viviente, uno de cuyos rasgos esenciales sería —según afirma— «la irracionalidad y espontaneidad»81. Por eso —señala—, una teoría de los caracteres esenciales constitutivos de la vida —y esta es también para él, como sabemos, la vida del espíritu—, que ponga de manifiesto sus categorías principales, ha de apoyarse necesariamente sobre hechos intuitivos, los cuales «determinan la vida como ser para la intuición», de tal manera que la propiedad de caer bajo la intuición (Anschaulichkeit) se convierte así en 79

Ob. cit., pág. 299. Ob. cit., pág. 32. 81 Ob. cit., pág. 126. Incluso interpreta a Hegel en clave irracionalista, siguiendo el criterio erróneo de Richard Kröner, para quien la dialéctica sería una suerte de irracionalismo. Véase ob. cit., pág. 150. Con ello Kröner y el propio Plessner demuestran no haberse desembarazado del todo de aquella vieja identificación de la racionalidad con la razón mecánica, de la que sí se librará Ortega. 80

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el carácter esencial indicador y constitutivo del ser vivo82. Pero frente a esta tesis hay que sostener que ninguna mistificación debe llevar al discurso racional a abdicar de su pretensión de comprender esa compleja estructura vital a la que nos referimos con términos como «la subjetividad» o «el espíritu»; y que, por otro lado, ninguna teoría filosófica sobre la vida humana que invoque a la ciencia como fundamento puede desatender a la teoría de la evolución biológica, que es el paradigma científico por excelencia sobre el tema.

82

Ob. cit., págs. 114-5.

Cuarta parte LA DISCUSIÓN SOBRE EL SUJETO EN LA FENOMENOLOGÍA Y EN RELACIÓN CON LA NOCIÓN DE EXISTENCIA

Capítulo 9

La restauración del primado del sujeto en la fenomenología de Husserl1 9.1. La crisis de la razón y la recuperación neocartesiana del enfoque gnoseológico Respecto del problema del sujeto, el pensamiento de Husserl significa un cambio de orientación en relación con el que se venía desarrollando de forma dominante en la segunda mitad del siglo xix. El idealismo alemán había conducido el centro de interés filosófico más allá del enfoque gnoseológico característico de la reflexión moderna hasta hacer de la llamada «teoría del conocimiento» un capítulo de la metafísica: el conocimiento mismo es interpretado por Hegel como un proceso que no cabe ya distinguir del proceso mismo por el que lo real se constituye como tal, de tal manera que la teoría del conocimiento es reinterpretada como ontología. Por su parte, la reacción antiespeculativa del positivismo y del materialismo decimonónicos, así como el descentramiento de la cuestión del conocimiento por parte de la Lebensphilosophie, no suponen una restauración del sujeto moderno, sino muy al contrario una crítica de ese viejo paradigma, tanto en sus formulaciones iniciales como en su reinterpretación posterior llevada a cabo por el idealismo alemán. Pues bien, 1 Este capítulo es una reelaboración del artículo «La cuestión del sujeto en la fenomenología de Husserl», publicado en la revista Investigaciones Fenomenológicas, editada por la UNED, Madrid, núm. 8, 2011.

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en ese contexto histórico, el pensamiento de Husserl significa el proyecto renovado de fundar la filosofía en el ego cogito, repitiendo así a su manera el gesto cartesiano en busca de un nuevo comienzo radical que salga al paso de la profunda crisis intelectual de su época. Al igual que antes de él Comte y después Ortega, el diagnóstico de Husserl sobre su tiempo adopta la forma de la denuncia de una crisis intelectual, crisis en cuanto a la falta de fundamento, crisis de la ciencia, que a su vez juzga como «expresión de la crisis vital radical de la humanidad europea»2: Se trata de una crisis que no ataca la especialización científica en sus éxitos teóricos y prácticos y que, sin embargo, quebranta a fondo su entero sentido de verdad (...) Porque la fundación originaria de la nueva filosofía coincide con la fundación originaria de la humanidad europea moderna (...) La crisis de la filosofía significa, pues, en orden a ello la crisis de todas las ciencias modernas en cuanto miembros de la universalidad filosófica, una crisis primero latente, pero luego cada vez más manifiesta, de la humanidad europea incluso en lo relativo al sentido global de su vida cultural, a su «existencia» toda3.

Y esa crisis, primariamente intelectual, pero que afecta globalmente a «la existencia toda», se refiere en su origen a la falta de fundamento en cuanto a la razón última que confiere sentido a nuestra experiencia. Por eso la respuesta ha de hallarse en el orden intelectual y en relación con esa búsqueda de carácter último: en la filosofía, por lo tanto, interpretada como ciencia estricta y ciencia de responsabilidad absoluta, y como autorreflexión de la humanidad4. Pues, según Husserl: «La filosofía, la ciencia, no sería, pues, sino el movimiento histórico de la revelación de la razón universal, connatural —innata— a la humanidad en cuanto tal5. Esa crisis es la que se manifiesta en el psicologismo de su tiempo, cuya crítica por parte de Husserl —que es el motivo fundamental de las Investigaciones lógicas— trata de poner de manifiesto que la racionalidad que puede fundar 2 Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die traszendentale Phänomenologie, Husserliana, vol. VI, Den Haag, Martinus Nijhoff, 1962. Las citas están tomadas de la edición en español: La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental, trad. de Jacobo Muñoz y Salvador Mas, Barcelona, Edit. Crítica, 1991, cap. I, págs. 3 y sigs. 3 Ob. cit., cap. I, § 5, págs. 12-3. 4 Philosophie als strenge Wissenschaft, Logos, 1911; edición es español: La filosofía como ciencia estricta, trad. de Elsa Tabernig, Edit. Nova, Bs. Aires, 1981 (Incluye, entre otros estudios de Husserl, la conferencia de este mismo título, así como otro que se incluyó luego en La crisis..., como epílogo, § 73, con el título La filosofía como autorreflexión de la humanidad, como autorrealización de la razón). 5 La crisis..., cap. I, § 6, pág. 16.

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la ciencia y, más allá, una forma de vida acorde con la exigencia de la verdadera humanidad del hombre, ha de sostenerse y justificarse por sí misma, y eso significa hacerla independiente del nivel de los hechos: el sujeto racional no ha de ser comprendido en términos psicológicos, porque ello supondría reducirlo a un sujeto meramente fáctico, que es incapaz por naturaleza —según Husserl— de dar cuenta de la aspiración a lo universal que alienta tanto en la ciencia como en los afanes de la razón práctica. Desde las Investigaciones lógicas —que plantean la crítica al psicologismo con relación a la lógica y la matemática— hasta La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental —que renueva aquella crítica, referida ahora a las ciencias, cuya crisis de fundamento pondría de manifiesto la crisis del proyecto racional que define a la humanidad como tal—6, todo el proyecto de Husserl se puede interpretar como una filosofía del sujeto: de un sujeto cuya realidad como parte objetiva del mundo se trata de hacer compatible con su comprensión como sujeto racional que en cierto modo se adelanta a ese mismo mundo en la experiencia que tiene de él. En esta difícil tensión se constituye lo esencial de su pensamiento. La fenomenología es, en cualquier caso, un proyecto filosófico de recuperación del sujeto racional7, proyecto que reacciona en contra de lo que Husserl interpreta como una crisis de la racionalidad con un alcance que marca la cultura de su tiempo, y que se elabora a partir de la tradición del idealismo moderno, sobre todo en la estela de Descartes, Kant y Fichte. Pues bien, el camino para la superación de esa crisis, interpretada en los términos de un idealismo intelectualista y cuyo alcance afectaría a todos los órdenes de la vida humana —pues en definitiva es la crisis de la racionalidad, que es la característica distintiva del hombre— conduce a Husserl a buscar en el ego cogito el comienzo fundador de una ciencia de evidencias apodícticas entre las que no cabe ninguna presunción como las que caracterizan a la actitud natural. La evidencia se convierte para él —como para Descartes— en el principio metódico normativo que confiere seguridad en el conocimiento8. En este sentido, Husserl reconoce el acierto del método cartesiano de la duda, que cuestiona el ser del mundo, y realiza el giro que conduce a la subjetividad trascendental, o sea: «...la vuelta hacia el ego cogi6

Véase a este respecto el libro de Javier San Martín La fenomenología de Husserl como utopía de la razón, Barcelona, Anthropos, 1987. Aunque el libro en su conjunto insiste en este aspecto, recogido en su título, a ello se refiere en particular en las págs. 36-43. 7 Véase Javier San Martín, ob. cit., pág. 135. 8 Cartesianische Meditationen, en Husserliana, vol. I, Den Haag, Martinus Nijhoff, 1950; las citas están tomadas de la edición en español: Meditaciones cartesianas, trad. de Mario A. Presas, Madrid, Tecnos, 1986, 1.ª, §§ 5-6, y 3.ª, §§ 24 y 27-8.

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to en cuanto base apodícticamente cierta y última de todo juicio, sobre la cual ha de fundamentarse toda filosofía radical»9. Esta vuelta al sujeto por parte de Husserl parece obedecer, por lo tanto, al mismo proyecto que tres siglos antes guiara el esfuerzo cartesiano por encontrar una base indubitable para el conocimiento. Sin embargo, enseguida se hace claro que el camino de Husserl sigue otros derroteros, y ello afecta a diversos aspectos: tanto al método empleado para alcanzar ese principio fundamental buscado (la «epojé» y la «reducción» en lugar del método de la duda), como al rendimiento que se deriva del principio descubierto (todo el campo de la descripción y análisis de la experiencia fenomenológica), como finalmente, y sobre todo, al significado que se asigna a ese descubrimiento fundamental del ego puro. Empezando por lo último (de los otros aspectos mencionados nos ocuparemos más adelante), Husserl explica que el error de Descartes consiste en que, estando ante el más grande de todos los descubrimientos —la subjetividad trascendental—, no supo interpretar correctamente el sentido de ese yo originario, traicionando de hecho su posición de principio, en cuanto convierte al ego en substantia cogitans, es decir, en una realidad en el sentido de cosa (res), en «la humana y separada mens sive animus10, como si se tratara de salvar una parcela del mundo cuya realidad precisamente ha sido puesta en cuestión. De tal modo que Descartes no traspasa el pórtico que lleva a la auténtica filosofía trascendental. Pues no se trata aquí del hombre que se encuentra en la experiencia natural de sí mismo, ni de la conciencia psicológica de sí, ni tampoco del alma. No se trata de ninguna forma de apercepción natural, que en todo caso sería asunto de las ciencias positivas, como la biología, la antropología o la psicología11. Se trata —como veremos— del ego puro o yo trascendental, que a diferencia del kantiano no es solo una condición formal del conocimiento, sino una condición del significado del mundo mismo en cuanto fenómeno. 9.2. El problema del fenómeno originario Sin embargo, esa vuelta neocartesiana al sujeto la lleva a cabo una filosofía que paradójicamente se designa a sí misma aludiendo a aquello que constituye el contrapolo del yo: al fenómeno u objeto de la conciencia. Esa 9

Ob. cit., 1.ª, § 8, pág. 25. Véase también Ideen zu einer reinen Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie, en Husserliana, vol. III, Den Haag, Martinus Nijhoff, 1950, cuyas citas están referidas a la edición en español: Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica (obra también conocida como Ideas I), trad. de José Gaos, México, F.C.E., 1949, §§ 33-37 y 47-50, págs. 75-85 y 108-116. 10 Meditaciones cartesianas, 1.ª, § 10, pág. 34. 11 Ob. cit., 1.ª, § 11, pág. 35.

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vuelta al sujeto es al mismo tiempo una vuelta al fenómeno que se presenta a la conciencia como lo contrapuesto a ella. Esto es lo que se recoge en la famosa consigna de «ir a las cosas mismas» («Zu den Sachen selbst»)12, que no ha de entenderse como una máxima que preconice la vuelta al realismo precrítico de la gnoseología premoderna. Por el contrario, esta consigna impulsa la filosofía de Husserl en el sentido del idealismo, puesto que las cosas mismas no son sino las cosas tal como se hacen presentes en mi conciencia y para ella, y una vez que esta se ha desprendido de los añadidos que en su manera de ver incorporan la tradición, los supuestos teóricos o el sentido común (la actitud natural). Las cosas mismas son entonces el resultado de una depuración de estos aditamentos exteriores que se interfieren en mi modo puro de considerarlas y me impiden apreciarlas tal como son esencialmente en sí mismas, en su puro darse. Ir a las cosas mismas no es, por lo tanto, abogar por la actitud natural, que es nuestra forma habitual de experimentarlas envueltos en la doxa, sino que entraña un movimiento de vuelta al origen para desentrañar lo que ellas son con antelación a la «tesis general de la actitud natural», neutralizando por lo tanto el «sentido tético» o «fuerza dóxica» (la pretensión de realidad separada o existencia independiente de las cosas que aparecen como fenómenos) que dicha actitud comporta: esas cosas mismas no son, en definitiva, sino su puro darse en cuanto fenómenos de la conciencia. Esa vuelta a las cosas, en fin, es el proyecto mismo del método fenomenológico, que se hace efectivo mediante el proceso de la reducción, a través del cual la identidad de las cosas se aproxima incesantemente, a la manera de una asíntota, a su sentido instituido por la conciencia. Quizás la fórmula más apropiada para indicar esta tarea que se propone la fenomenología no sea la de volver a las cosas mismas, sino más bien la que expresa el imperativo de captar el fenómeno en su pura radicalidad: el fenómeno originario. De este modo, el esfuerzo filosófico de Husserl se inscribe en una larga tradición que se remonta a los antiguos griegos: a la consideración de los presocráticos, según la cual la naturaleza de las cosas yace oculta bajo sus aspectos visibles; o a la noción de Heráclito que hace de la armonía invisible algo más real que lo que se exhibe inmediatamente en el fenómeno, el cual aparece y oculta al mismo tiempo; o a la doctrina de Parménides, quien también ve en el fenómeno la apariencia múltiple y sensible que oculta el ser, etc. Esta tradición —por no hablar de los pitagóricos— se prolonga con la búsqueda platónica de las Formas inteligibles, así como con el primado de la ousía en Aristóteles y, a través de la metafí12 Esta máxima expresa el sentido de la fenomenología, según la consideración sobre la misma que desarrolla Heidegger en el § 7 de Sein und Zeit, Tübingen, Max Niemeyer Verlag, 2001, págs. 27 y sigs.

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sica cristiana, alcanza una nueva reformulación en el racionalismo moderno, que vincula el fenómeno a lo que se hace presente a la conciencia13. Por lo tanto, la posición dominante en la tradición filosófica confiere en general un significado peyorativo a la noción de fenómeno, asociada a la idea de una apariencia encubridora y engañosa, además de inconsistente y fugitiva. La ciencia moderna, por su parte, abandonará ese enfoque despectivo e impondrá una nueva manera de considerar los fenómenos, con su renuncia a la pretensión metafísica —identificada con la tradición aristotélica— de conocer una esencia oculta tras los mismos, aunque esa nueva atención a los fenómenos y la consiguiente valoración de la experiencia que comporta no es óbice para que la ciencia se plantee la tarea de «salvar las apariencias» y encontrar leyes que, formuladas en los términos de las matemáticas, den explicación de lo que los fenómenos por sí solos no pueden explicar. Pero en el plano filosófico es Kant quien ofrece un nuevo enfoque, en cuanto vincula el fenómeno con una nueva manera de entender la objetividad. El fenómeno no es para él mera apariencia subjetiva, sino el modo objetivo de presentarse las cosas a la conciencia según las formas de intuirlos en el espacio y en el tiempo. De este modo, su fundamentación del conocimiento le permite desmarcarse de la metafísica sin verse por ello abocado al fenomenismo subjetivista de Hume. Pero ese modo kantiano de considerar los fenómenos como lo que aparece objetivamente a la conciencia desde lo que las cosas puedan ser en sí mismas implica la idea de una esencia que se expresa en el fenómeno —y no solo se esconde tras él—, o que este es un aparecer de y desde aquello que constituiría su esencia (de ella, según Kant, solo se conoce su fenómeno, en tanto este es precisamente Erscheinung). Así, en efecto, lo concibe también Hegel cuando en la Ciencia de la lógica examina la dialéctica del fenómeno y la esencia, siguiendo el impulso metafísico del idealismo alemán, que trata de rebasar el límite establecido por Kant respecto de la cosa-en-sí en su afán por recuperar para la filosofía la tarea de conocer lo absoluto. En relación con esta historia del sentido del fenómeno, Husserl adopta la posición típicamente moderna de comprenderlo como el darse de las cosas a la conciencia. Y a su manera recupera el enfoque kantiano, solo que depurado de la dicotomía de forma y contenido, cuya crítica desarrolló el idealismo alemán. Esa distinción de forma y contenido, por otra parte, está asociada a una manera de entender el conocimiento según el tipo de apriorismo kantiano. Pero para Husserl la actividad de la conciencia no consiste 13 Fernando Montero hace un resumen de esa historia de la noción de «fenómeno» en su libro Retorno a la fenomenología, Barcelona, Anthropos, 1987, págs. 67 y sigs., poniendo de manifiesto los sentidos del término entre los griegos y siguiendo su evolución hasta el giro que impone Kant.

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en las formas con que esta capta el objeto en general, sino en la intencionalidad que constituye su sentido, de tal manera que —de acuerdo con el impulso crítico de Kant— el objeto se nos revela siempre referido al acto intencional del sujeto. Mediante esta noción, sin embargo, se aparta de la tentación de comprender en términos dialécticos la relación sujeto-objeto y recupera un recurso teórico procedente de la escolástica, renovado por Brentano y reinterpretado por él mismo en la línea moderna que insiste en la actividad de la conciencia. Pero, además, la fenomenología no restringe el campo de los fenómenos a lo dado inmediatamente en la sensibilidad. Hay otros aspectos de la realidad que se exhiben ante la conciencia y pueden hacerse evidentes a esta. También aquí Husserl recupera la posición cartesiana en cuanto a la intuición, que no se limita a los datos sensibles, sino que puede tener por objeto todo cuanto pueda ser dado a la conciencia. La tarea que se propone la fenomenología es, por lo tanto, la de captar el fenómeno originario, cuya esencia ha de encontrarse en su puro darse. Pero eso quiere decir que la distancia que la tradición clásica contemplaba entre el fenómeno y su esencia, supuestamente oculta, se trastoca ahora en la distinción entre el fenómeno captado por la actitud natural y lo que de él resulta después de haber neutralizado los prejuicios y presunciones que acompañan a dicha actitud. Pero el problema, según nuestro modo de ver, estriba precisamente en aquello que se presenta como solución, pues en definitiva ¿qué es un fenómeno originario? ¿En qué consiste eso originario que convierte al fenómeno finalmente en una especie de presencia absoluta y que permite a Husserl sostener que supera la distinción kantiana entre el fenómeno y la cosa-en-sí? Porque si el fenómeno se presenta ante la conciencia, ¿no se convierte por ello mismo en algo relativo a esta perdiendo así su carácter puro u originario? ¿No es esto un callejón sin salida por cuanto la determinación del carácter originario de un fenómeno, convertida en asunto de la conciencia, convierte a aquel precisamente en no-originario? ¿O es, por el contrario, la conciencia la que se atiene sin más al fenómeno sin añadir ni quitar nada de su parte? Aquí se halla un problema fundamental de la filosofía de Husserl, cuya respuesta es decisiva en relación con la cuestión del sujeto. Y en rigor estas últimas preguntas, así formuladas, distorsionan el enfoque de Husserl, porque presuponen el dualismo de cuño kantiano entre el fenómeno y la cosa, cuyo rechazo radical es precisamente la seña de identidad de toda su filosofía. Por eso, la cuestión del fenómeno originario y la cuestión del yo puro no son sino aspectos de una misma y única tarea, de tal manera que la dilucidación de lo que aquel sea nos devuelve a la cuestión del yo: el fenómeno es aquello que aparece a la conciencia y solo se da en ella, y corresponde a esta —según Husserl— determinar cuál es en su origen su auténtico sentido. Y, sin embargo, en la

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experiencia que hace del fenómeno, esa misma conciencia capta que hay algo inmanente en esa experiencia que remite a lo que está fuera de la conciencia, a una materia (hylé) con la que inicialmente se topa el yo en su esfuerzo activo por constituir el sentido de la cosa en tanto esta es reducida a puro fenómeno. No obstante, en cuanto se integran en una vivencia, esos contenidos sensibles son asumidos por la conciencia como parte del nóema14. Ahora bien, aquí no se trata de cualquier tipo de conciencia, sino de aquella que pertenece a un yo puro. Pero vayamos por partes. 9.3. Del yo natural al yo trascendental Esa vuelta al sujeto, que sigue el ejemplo de Descartes, se lleva a cabo a partir de la actitud crítica que la filosofía —sobre todo desde Kant— ha adquirido respecto de las estructuras del yo, en el cual la fenomenología reconoce diversos planos de profundidad. Y, por otro lado, en el camino metódico hacia el ego cogito y sus cogitationes, el método fenomenológico sustituye el recurso de la duda escéptica por el de la abstención de la conciencia, que deja en suspenso todo lo que no es apodícticamente evidente y, por ende, encierra algún momento de presunción. El propio Husserl compara esta actitud, que denomina «epojé», con «el intento de dudar», en cuanto que en ambos, y a través de un acto de mi absoluta libertad, se produce una especie de abolición de la tesis que implícitamente siempre acompaña a la experiencia inmediata, según la cual las cosas que se me aparecen tienen una realidad propia que coincide con la manera en que me las represento habitualmente, lo cual entraña la suposición de que el mundo que está ahí delante tiene una existencia independiente de mí15. La abolición de dicha tesis es la superación de la actitud natural, que —como dice Husserl— es la propia de la conciencia común, que vive en la seguridad del mundo y según la opinión corriente. El conjunto de la fenomenología se puede entender precisamente como la tarea filosófica que lleva a cabo la superación de la actitud natural por parte de la actitud fenomenológica, que denuncia los tributos que aquella rinde a la opinión común. Pues bien, esa actitud natural, que adopta las creencias de la conciencia común, se resume en lo que Husserl denomina la «tesis general de la actitud natural»16, a saber: que el mundo está siempre ahí como realidad independiente compuesta por los objetos de la experiencia. Pero hay que dejar claro desde el principio que la llamada «superación de la actitud natural» 14 15 16

Véase Ideas..., § 97, pág. 237. Ideas..., §§ 31-32, págs. 69-74. Ob. cit., § 30, págs. 68-9.

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no pretende ser una puesta en cuestión escéptica de la existencia del mundo. Su sentido es otro, pues no se trata de dudar, sino de orientar y limitar la atención de la conciencia: lo que pretende la actitud fenomenológica es dirigir esa atención de la conciencia en exclusiva a lo que se presenta inmanentemente en ella como ámbito de los fenómenos, absteniéndose de cualquier otra consideración que no esté directamente referida a esa esfera del ser trascendental, pues solo acerca de lo que hay en ella puede la conciencia alcanzar un saber de evidencia apodíctica, conquistando así de paso «una nueva región del ser, hasta aquí no deslindada en lo que tiene de propio»17. Ese es el sentido que promueve la tarea de la fenomenología, que es perfectamente compatible con las creencias del sentido común. Y así, con esta significación, puede afirmar Husserl que lo que hace la epojé es «aniquilar el mundo»18, en el sentido ya mencionado de abolir el carácter tético de la actitud natural, y no por cierto para sustituir su tesis por una antítesis, sino para dejarla en suspenso o colocarla entre paréntesis. «Epojé» tiene, por lo tanto, ese sentido negativo de suspensión del juicio para no añadir nada al puro mirar19. Se trata en rigor del momento negativo de la llamada «reducción fenomenológica», que constituye el auténtico núcleo del método de Husserl y que obedece al impulso filosófico de «volver a las cosas mismas», un proyecto que tras aquel momento negativo de la suspensión del juicio encierra además un momento positivo, consistente en la retención de aquello a lo que me he limitado y a lo que ahora —positivamente— atiendo20. Así pues, el método fenomenológico pretende determinar lo que las cosas son en su puro mostrarse como fenómenos, para lo cual se propone inhibir toda intervención de la conciencia guiada por prejuicios o consideraciones de cualquier tipo inducidas en ella por la tradición, la formación recibida, etc., y limitarse así a su puro mirar, es decir, a la actividad que la constituye como conciencia pura. Esto es importante, porque algunas críticas formuladas contra esta concepción han insistido precisamente en que la conciencia no puede practicar esa abstención o desconexión que preten17

Ob. cit., § 33, págs. 75-7. Ob. cit., § 49, págs. 112 y sigs. 19 El profesor San Martín destaca ese sentido negativo que comporta la epojé, en cuanto limitación (Einschränkung), abstención (Enthaltung), desconexión (Ausschaltung) o eliminación de todo prejuicio, que supone una «puesta entre paréntesis» (Einklammerung) y un «echarse para atrás» (Zurückhaltung) para mirar. Véase Javier San Martín: La estructura del método fenomenológico, Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 1986, página 28. Véase también Ideas..., § 32, pág. 73. 20 Ideas..., § 50, págs. 115-6. También el profesor San Martín se refiere a la reducción llamando la atención sobre su doble sentido: el negativo, o epojé, y el positivo, que implica retención y atención, con el matiz añadido de «reconducción» (Züruckführung) y de vuelta a las cosas mismas como vuelta a lo original (Rückgang auf ): véase ob. cit., págs. 28-9 y 37-8. 18

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de la epojé, ya que ella es constitutivamente actividad. Pero esta crítica yerra el tiro y malentiende la posición de Husserl, que habla más bien de dejar en suspenso toda otra actividad que la conciencia haya podido interiorizar a partir de influencias extrañas para precisamente poder aislar así la actividad pura en que ella consiste (actividad intencional y constituyente de sus objetos en la que Husserl distingue, como veremos, diversas modalidades o actos noéticos diferentes). Semejante proyecto nos permitiría entonces acceder a la conciencia pura o trascendental. Por lo tanto, aquel ego ante el que comparecen las cosas como fenómenos puros no es el yo natural (protagonista de la actitud natural), ni tampoco el yo psíquico sobre el que inciden causalmente las cosas mundanas generando en él una reacción subjetiva. Desde luego que ya en el plano de la experiencia ordinaria que caracteriza a la actitud natural cabe una reflexión del yo, y se trata entonces de una reflexión natural sobre nosotros mismos, que forma parte de nuestras vivencias cotidianas sobre lo que somos o hacemos. Esa actitud natural en cuanto reflexiona es capaz de distinguir la experiencia misma del sujeto como algo diverso del mundo experimentado. Si se hace de ello además ciencia, nos encontramos entonces en otro nivel de consideración, aunque tampoco este se libere de la actitud natural. En la perspectiva científica que define la psicología, el yo se nos presenta en oposición al mundo exterior o físico y constituido frente a este como un ámbito de subjetividad o interioridad. Y en este plano se nos revela que la vida mental tiene rasgos específicos que la diferencian de la esfera de la realidad física. Por cierto que la consideración de la psicología por parte de Husserl fue titubeante, porque inicialmente (en Ideas I, por ejemplo) parece considerarla como una primera fase de la tarea fenomenológica, de tal manera que habría que hablar entonces de una fenomenología psicológica como previa a la fenomenología trascendental. Y en esa fase psicológica de la fenomenología habría a su vez que distinguir una epojé psicológica (la que se abstiene de entrar a considerar el lado físico de los fenómenos) y una reducción psicológica (la que tras aquella abstención se limita a atender a los fenómenos psíquicos o subjetivos). Sin embargo, posteriormente (en las Meditaciones cartesianas, por ejemplo) se inclina por considerar a la psicología como un nivel de análisis de los fenómenos previo al que caracteriza a la filosofía, cuya tarea entonces se identifica con la fenomenología trascendental, que se sirve de la reducción fenomenológica en su doble vertiente de la reducción trascendental y la reducción eidética. En cualquier caso, el análisis de la vida psíquica —dejando ahora de lado la crítica al psicologismo desarrollada en las Investigaciones lógicas— siempre presentó un gran interés para Husserl, como preludio de la reflexión fenomenológico-trascendental. En particular, se interesó por el

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modo en que ya en el nivel del psiquismo —que es anterior al propiamente trascendental— se hace presente ese rasgo de la conciencia que denomina —siguiendo a Brentano— «intencionalidad». Es decir: el carácter de la conciencia de ser conciencia de algo, de hacer referencia a algo hacia lo que apunta la propia vivencia21. En el terreno de lo psíquico, concretamente, la intencionalidad tiene el carácter de la implicación, que es lo mismo que decir que los fenómenos psíquicos se relacionan entre sí de manera interna, porque las vivencias del yo psíquico son experiencias que implican posibilidades de otras experiencias. Y esta consideración nos permite volver sobre lo que antes señalábamos acerca de los rasgos específicos de la vida mental. En efecto, Husserl destaca que, así como las relaciones entre los fenómenos físicos son externas (pues son relaciones de coexistencia, resistencia o causalidad), por el contrario, en la esfera psíquica las relaciones entre los fenómenos son internas, pues se trata de relaciones de implicación. Esa intencionalidad como implicación, característica de la vida subjetiva, se pone de manifiesto cuando consideramos, frente a la espacialidad del mundo físico, la temporalidad de acuerdo con la cual se constituye la vida subjetiva. En este sentido, Husserl distingue entre el tiempo cosmológico u objetivo y el tiempo fenomenológico, cuyos momentos no son extrínsecos entre sí22. Ahora bien, la reflexión sobre el yo en el terreno de la psicología no logra desprenderse de la conceptualidad natural y, en ese sentido, no escapa del todo a la actitud natural. La reflexión fenomenológica, por lo tanto, no puede detenerse en este plano de análisis, sino que buscará un ego más originario que el yo psico-físico, un ego cuya experiencia no esté referida al ser natural del mundo, porque en tal caso seguiría tratándose de un yo mundano. Esta forma mundana de entender la subjetividad se encuentra además enredada en una aporía que le resulta insuperable, y que es la aporía de la subjetividad humana, a saber: el hombre, en tanto sujeto, se representa el mundo contraponiéndolo a su conciencia al mismo tiempo que se sabe parte de él. En otros términos: tanto el mundo fenoménico captado como el propio sujeto psico-físico que lo experimenta pertenecen ambos a un mismo mundo real, el cual a su vez exigiría entonces un yo previo más originario que lo convirtiera en su tema. Pero si este yo a su vez, junto con el mundo tematizado por él, pertenece también a un mundo más general que los envuelve a ambos, no conseguimos nunca superar el carácter aporético de semejante noción de la

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Ideas..., § 36, págs. 81 y sigs., y § 84 págs. 198 y sigs. Ideas..., §§ 81-83, págs. 191 y sigs. Sin embargo, el análisis que aquí desarrolla Husserl sobre el tiempo subjetivo se realiza en el nivel fenomenológico-trascendental y no en el de análisis del yo psíquico. Pero lo dicho sobre la relación interior de implicación entre los momentos del tiempo valdría también en relación con la vivencia psíquica del mismo. 22

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subjetividad23. A no ser que —como hace Husserl— entendamos el yo originario, no como un yo mundano, sino como la condición de posibilidad del mundo mismo, es decir, como el ego trascendental, que es una noción que se nos impone de manera ineludible si es que queremos dar algún sentido a nuestra radical experiencia del mundo. Esta es la vieja solución del idealismo, que Husserl asume como definición de su propia posición, que él mismo presenta como idealismo trascendental24. Sin embargo, desde una posición crítica con el idealismo, cabría argüir contra Husserl que no hay tal precedencia del yo, ni se produce tampoco la paradoja en cuestión, pues siempre cabe decir: el mundo me precede materialmente, aunque el yo precede a su idea del mundo. Sin embargo, Husserl no puede aceptar semejante posición debido al principio fundamental que inspira su pensamiento, de acuerdo con el cual la cosa misma se reduce una y otra vez a su puro darse a la conciencia en cuanto fenómeno. Y aquí se hace patente que su idealismo radicaliza el punto de vista de Kant —también llamado, aunque con otro sentido, «idealismo trascendental»—: en efecto, para Husserl deja de tener sentido la distinción entre el fenómeno y la cosa en sí, que es una distinción que se hace insoslayable cuando —como hace Kant— se comprende el fenómeno —al menos en su contenido— como lo dado a la conciencia, por decirlo así, desde afuera, en calidad de material sensible, dato o contenido que se le impone, tan solo a partir del cual puede proceder aquella a través de las formas que intuyen o piensan dicho contenido fenoménico. Esta posición entraña la noción de una cosa-en-sí cuya realidad se encuentra más allá de lo que aparece como dato para la conciencia. Por su parte, Husserl rechaza que se pueda hablar con sentido de un dato que la conciencia haya de admitir como algo impuesto externamente a ella de modo absoluto, de la 23 Se trata de la formulación de una paradoja cuya versión más clásica aparece ya en el idealismo moderno, desde Spinoza, como una paradoja del conocimiento: ¿cómo puede el conocimiento estar cierto de su adecuación a los objetos conocidos si estos se encuentran frente al sujeto que conoce? Si el conocimiento parte de la oposición de sujeto y objeto, ¿cómo puede el sujeto trascenderse en el objeto conocido? ¿Cómo puede ser al mismo tiempo el yo y el no-yo? ¿Cómo puede el yo del conocimiento ser a la vez el sujeto que conoce y el objeto conocido? En estos términos se expresa el propio Husserl en Die Idee der Phänomenologie, en Husserliana, vol. II, Den Haag, Martinus Nijhoff, 1950; versión en español: La idea de la fenomenología. Cinco lecciones, trad. de Miguel García-Baró, México, F.C.E., 1982, págs. 27 y sigs. Véase también Javier San Martín, ob. cit., págs. 135 y sigs., donde dicha aporía se plantea también en otros términos: el sujeto humano —nos dice— solo vive por y para el mundo, del cual sin embargo solo sabe por la representación —subjetiva— que tiene de él. También insiste en que dicho carácter aporético no solo afecta a la subjetividad psíquica, sino también al mundo que ella se representa: en efecto, en el mundo representado, y como parte de él, se da el mundo que incluye al sujeto de esa representación. 24 Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 41, pág. 114.

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misma manera que tampoco puede hablarse con sentido de una cosa en sí, puesto que todo dato y toda cosa tienen un sentido solo en cuanto lo son para o de la conciencia. Ahora bien, esto no se puede entender adecuadamente sin hacernos cargo de su concepto de la intencionalidad, de acuerdo con la cual el objeto es siempre el objeto-de la conciencia. Pero, de momento, digamos que la reducción, en su versión trascendental, se atiene al puro fenómeno como una vivencia de la conciencia a la que se ha despojado de todo aditamento extrínseco a su puro fluir. Y el descubrimiento del yo trascendental se produce —según Husserl— a través de una reflexión que parte del fenómeno tal como este se revela tras la epojé y la reducción llevadas a cabo por el método fenomenológico trascendental: no es el yo que corresponde al fenómeno psíquico, sino aquel que se concibe como condición de posibilidad de toda experiencia, en la cual además el objeto experimentado ha sido reducido a su puro carácter fenoménico, de acuerdo con una actitud que se abstiene de juzgar sobre la existencia real independiente de dicho objeto. O, como dice Husserl, «sin que nosotros, en cuanto sujetos que reflexionan, co-ejecutemos la posición natural del ser que está contenida en la percepción originariamente llevada a cabo de modo directo»25. De modo que...: ...el no co-ejecutar, el abstenerse del yo en la actitud fenomenológica, es cosa suya, y no cosa del percibir considerado reflexivamente por él. (...) Así pues, si llamamos interesado en el mundo al yo que de modo natural realiza sus experiencias en el mundo y vive inmerso en él (...), sobre el yo ingenuamente interesado se establece el yo fenomenológico como espectador desinteresado26.

Pero esto último es accesible tan solo a una nueva reflexión: la fenomenológico-trascendental. Así pues: Por la epojé fenomenológica yo reduzco mi yo natural humano y mi vida psíquica —el reino de mi experiencia psicológica de mí mismo— a mi yo fenomenológico-trascendental, al reino de la experiencia fenomenológico-trascendental de mí mismo. El mundo objetivo que para mí existe (...) extrae todo su sentido y su validez de ser (...) de mí en cuanto yo trascendental...27

Es el yo trascendental, por lo tanto, el que instituye todo sentido, de acuerdo con la doctrina de la intencionalidad constituyente. 25 26 27

Ob. cit., 2.ª, § 15, pág. 48. Ibíd., pág. 49. Ob. cit., 1.ª, § 11, pág. 36. Véase También 2.ª, § 15, págs. 48 y sigs.

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9.4. La intencionalidad constituyente del EGO Ya hemos señalado que la vida psíquica —según la conocida concepción de Husserl— presenta ese rasgo singular que consiste en hacer referencia a algo-otro, pues la vida mental no se cierra en sí misma, sino que tiende (intendit) hacia aquello (la cosa percibida, el objeto deseado, la situación añorada en el recuerdo, etc.) en función de lo cual se constituye el fenómeno psíquico de que se trate. Pero esa tensión por cuya virtud la conciencia apunta fuera de sí hacia algo que reconoce al mismo tiempo como suyo y como diverso de sí, esa intentio, es un carácter esencial suyo, no solo en cuanto sujeto psíquico, sino en general como definición del modo mismo de ser del yo. Es decir, la determinación de la actividad como rasgo esencial del modo de ser humano por parte de la modernidad adquiere en Husserl y en su filosofía de la conciencia el significado concreto de la intencionalidad. Pero, al mismo tiempo, toda la teoría de la intencionalidad entraña el rechazo de la consideración sustancialista del yo y supone igualmente plantear la relación yo-mundo en términos que se apartan radicalmente del dualismo de las sustancias. En efecto, en el pensamiento de Husserl se concibe el ego en su raíz última como la fuente del sentido en general, lo cual equivale a decir: el yo es la razón última del ser de las cosas en cuanto fenómenos, ya que —como hemos visto antes a propósito de la comparación con Kant— no hay nada que se le imponga como dato absoluto ya constituido28. Ahora bien, ese ego radical es el yo trascendental, en tanto lo concebimos precisamente como la fuente última de donación de sentido. Conviene precisar a este respecto que no hay diferentes yoes —un yo natural, un yo psíquico, un yo trascendental—, sino diferentes planos de profundidad o de consideración del yo, cuyas diversas actitudes son otras tantas maneras distintas de experimentar —desde el nivel natural hasta la experiencia trascendental—. También en este punto se alejó Husserl del dualismo kantiano sobre el sujeto empírico y el sujeto trascendental. La intencionalidad característica del ego trascendental no remite a una realidad empírica independiente, porque —como ya hemos dicho— la reducción fenomenológico-trascendental ha inhibido todo juicio acerca del ser real, posible o conjetural del objeto en cuestión, limitando su consideración a aquello que se da en su puro aparecer, depurado de considera28 Aunque aquí hay que matizar que esa actividad de la conciencia se topa con los «datos hyléticos» que constituyen pasivamente la cosa en su materialidad, no obstante lo cual esa materia por sí sola no constituye aún sentido alguno. Esto nos remite a la noción de la constitución pasiva, de la que nos ocuparemos más adelante.

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ciones extrínsecas a lo que se muestra en el fenómeno. Esto explica el significado de la intencionalidad para Husserl, quien se acogió a un uso de este término proveniente de Brentano (quien, a su vez, se había hecho eco del empleo de dicho término en el campo moral y gnoseológico por parte de la filosofía medieval), al cual le imprimió sin embargo una nueva significación. Porque el reconocimiento de la intencionalidad como un a priori de la conciencia por parte de Brentano29 está asociado en él todavía con el supuesto realista que atribuye entidad independiente al objeto, del cual la conciencia —según ese supuesto— se forma una representación en tanto aquel incide causalmente sobre esta y produce un efecto en ella. De tal manera que, de acuerdo con esta interpretación de origen escolástico, cabe decir que la conciencia termina reproduciendo en su seno el ser mismo del objeto, aunque no realmente sino solo intencionalmente. Husserl, por su parte, rechaza el supuesto realista de esa «intencionalidad receptiva» —que por otra parte no cambiaba nada sustancialmente en la concepción del conocimiento respecto de los viejos planteamientos del realismo gnoseológico— mediante el descubrimiento de lo que se ha llamado «el a priori de correlación intencional universal»30, según el cual de la misma manera que toda conciencia es siempre conciencia-de un objeto, todo objeto a su vez, en cuanto dado a ella, es objeto-de una conciencia-de. Es decir: así como no hay conciencia clausurada que pueda entenderse sin referencia a los objetos, tampoco estos están cerrados o son independientes respecto de la subjetividad intencional. El objeto es siempre el objeto intencional, de manera que, según esta doctrina, no tendría sentido la noción de la cosaen-sí tal como la entiende Kant, pues eso supondría aceptar que hay un sentido de la cosa fuera de la conciencia. Esta concepción de la intencionalidad da la clave del idealismo de Husserl, en el que no cabe una idea de realidad que trascienda de manera absoluta a la conciencia misma. En términos similares, dirá Ortega años más tarde que el «dato radical» es tanto que el mundo es para mí cuanto que yo soy para el mundo, reformulando de esta manera el a priori de correlación intencional universal de Husserl, en el que predomina la tesis de que todo se da en la perspectiva de la conciencia (o de mi vida, en el caso de Ortega), que a su vez está orientada a las cosas. Se trata de un subjetivismo que procede del gesto inicial con el que Descartes inaugura la filosofía moderna: el que se coloca en la perspectiva de la conciencia como horizon29 Para Brentano en concreto la intencionalidad es el carácter descriptivo fundamental de los fenómenos psíquicos. Husserl se refiere a este descubrimiento de Brentano al mismo tiempo que señala sus insuficiencias: véase Ideas..., § 85, pág. 205; § 129, págs. 309-310; y § 6 del epílogo, págs. 388-390; también Meditaciones cartesianas, 2.ª, § 17, pág. 57. 30 Véase Javier San Martín, ob. cit., págs. 223 y sigs.

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te insuperable. La alternativa a esta línea de pensamiento (Descartes, Husserl, Sartre) había sido indicada ya por Hegel al señalar que la perspectiva de lo que es para mí en la conciencia se revela en su verdad o en sí como sostenido por algo que lo precede. Lo que pasa es que Hegel en la Fenomenología del espíritu trata de superar el enfoque moderno adoptándolo como punto de partida (o sea, situándose en el punto de vista de la conciencia) para desbordarlo desde dentro siguiendo su dialéctica inmanente. Pero ya allí se reconoce que la conciencia tiene un suelo que constituye su verdad, aunque el carácter especulativo de su posición interpreta ese suelo como el espíritu. También Marx sostiene que la experiencia de la conciencia nos remite a una realidad previa que la sostiene, pero su interpretación materialista concibe esa base anterior a la conciencia como el conjunto de las condiciones materiales de la vida humana. Ahora bien, Husserl vuelve en cierto modo a un idealismo de la conciencia de carácter prehegeliano, el cual tendría como misión el descubrimiento sistemático de la intencionalidad constituyente misma31. Es verdad que él no niega el significado que pueda tener la noción de la materialidad de las cosas, como tampoco pone en cuestión la existencia de los otros con su propia vida subjetiva al margen de la mía, pues no es el suyo un idealismo en el sentido de Berkeley32. Sin embargo, sostiene que el sentido de esas realidades sí ha de originarse en algún sustrato de la conciencia para que quepa decir que forman parte de mi experiencia: «...el mundo mismo tiene todo su ser como un cierto “sentido” que presupone la conciencia absoluta como campo del dar sentido»33. Y esto último nos permite volver sobre lo dicho anteriormente a propósito de la inhibición de realidad a partir de la actitud natural. Pues esa inhibición, aun cuando se opone al realismo ingenuo, no anula sin embargo que la pretensión óntica del objeto en cuestión esté de algún modo presente en la forma peculiar de su exhibición en la conciencia. De tal manera que en dicha exhibición pueda admitirse que contiene algo cuya entidad, en virtud de la forma en que lo capta la conciencia, trasciende lo que de él se muestra de modo inmediato. Lo que trasciende al fenómeno como tal se hace de algún modo presente en su expresión inmanente; así pues, la pretensión de realidad del fenómeno está ínsita en él, en su forma de darse, pero ahora no ya en el sentido de la actitud natural, sino como algo que se halla en el fenómeno «reducido» por el yo trascendental. Dicho de otro modo: experimento un mundo que se extiende fuera de mí, y en esa medida me hago cargo de su trascendencia, pero esta ha de estar nece31

Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 41, pág. 114. En Ideas..., § 55, págs. 129 y sigs. critica explícitamente el «idealismo subjetivo» de Berkeley. 33 Ibíd., pág. 130. 32

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sariamente prefigurada en el yo, en cuanto es este el que tiene la experiencia de una realidad que le trasciende. Por eso emplea Husserl la problemática expresión «trascendencia en la inmanencia», mediante la cual trata de expresar que, aun cuando el yo puede considerar la noción de un objeto trascendente, el objeto en cuestión es algo para la conciencia y, en cuanto tal objeto intencional, su sentido ha de estar necesariamente instituido en su origen por la actividad intencional del ego trascendental, pues hay que tener en cuenta que: ...todo lo que es para ese ego puro se constituye en él mismo y, además, que toda clase de ser, comprendido aquel caracterizado como trascendente en algún sentido, tiene su constitución particular. La trascendencia en todas sus formas es un carácter inmanente del ser que se constituye en el interior del ego. Todo sentido, todo ser concebible, se llame inmanente o trascendente, cae dentro del ámbito de la subjetividad trascendental en cuanto aquella que constituye el sentido y el ser34.

A este respecto conviene precisar que esa ambigua referencia al sentido y al ser se debe a que, finalmente, ambos coincidirían: en una aproximación asintótica que se llevara idealmente hasta el límite, el ser al que apunta la conciencia no se diferenciaría ya del sentido que ella funda para él; solo que ese límite es inalcanzable de hecho. Pero lo que está aquí en cuestión es el concepto mismo de intencionalidad, que implica que el ser de la cosa captada no está como tal dentro de la conciencia, pues lo que es inmanente a esta no es sino la vivencia de la cosa: «No puede darse una cosa en ninguna percepción posible, en ninguna conciencia en general posible, como inmanente en el sentido de ingrediente. Una distinción de esencial radicalidad resalta, así, entre el ser como vivencia y el ser como cosa»35. Sin embargo, estas últimas palabras no dan cuenta suficientemente del sentido que presta Husserl a la intencionalidad, pues si se tratara solo de la distinción entre el ser real y el ser como vivencia no habríamos ido más allá del significado que le presta Brentano y, antes que él, la escolástica. Husserl le añade otro sentido, de acuerdo con el cual el ser trascendente de la cosa se da en el modo mismo de aparecer esta: en efecto, en la forma en que se presenta el objeto intencional en la vivencia correspondiente, y según la manera en que ese objeto se «matiza» o «escorza»36, él mismo se nos aparece como algo trascendente que se da a la conciencia de manera inmanente; 34 Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 41, pág. 111. Véase también 5.ª, §§ 47-48-49, págs. 138-144. 35 Ideas..., § 42, pág. 95. 36 Ibíd., pág. 96.

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es decir, incluso cuando se trata de lo trascendente, se trata de un modo determinado de aparecer o de darse a la conciencia y, en tal sentido, sigue siendo inmanente a ella en cuanto cae en una vivencia intencional: El ser del mundo es de esta manera (...) trascendente a la conciencia y sigue siéndolo necesariamente; pero ello no cambia en nada el hecho de que sea únicamente la vida de la conciencia aquella en la cual todo lo trascendente se constituye como inseparable de ella y que ella, tomada especialmente como conciencia del mundo, lleve inseparablemente en sí el sentido mundo e incluso este mundo que realmente existe. En última instancia es únicamente el descubrimiento de los horizontes de la experiencia el que aclara la realidad efectiva del mundo y su trascendencia, y luego lo muestra como inseparable de la subjetividad trascendental que constituye el sentido y la realidad del ser. (...) Un objeto real del mundo y con más razón el mundo mismo es una idea infinita, referida a infinitudes de experiencias que han de ser unificadas de modo concordante —una idea que es el correlato de la idea de una evidencia perfecta de la experiencia, o sea, de una síntesis completa de las experiencias posibles37.

Esto se hace posible en virtud de lo que ya en las Lecciones de 1910-11, conocidas y publicadas como Problemas fundamentales de la fenomenología, denomina Husserl la «distinctio phaenomenologica» o distinción entre el ser empírico y el ser fenomenológico de las cosas38, distinción inevitable cuando, llevados por la actitud fenomenológica, «desconectamos» la pretensión de existencia de lo que constituye el contenido de nuestra vivencia. En ese mismo texto, y en relación con lo que pertenece a la realidad que trasciende a la experiencia, leemos unas aseveraciones que aclaran el significado que presta Husserl a su fórmula de la «trascendencia en la inmanencia»: Hablamos, y con evidente derecho, de un ser-en-sí de las cosas frente al conocimiento y la conciencia (...) Hablando de un modo científico-natural, esto es correcto (...) El ser dado en la experiencia no se deshace en el percipi, sino que más bien es un en-sí frente a él, y un en-sí que llega a darse, pero sin que, por principio, se dé nunca de modo absoluto; su mención sigue siendo solo una mención en el sentido de que necesita de una prueba que nunca se ha de dar definitivamente. Con ello, el en-sí de la cosa es siempre pretensión frente al conocimiento, en la medida en que nunca abandonamos la conciencia de experiencia (...) La cosa se da en la experiencia y, sin embargo, de 37

Meditaciones cartesianas, 3.ª, § 28, págs. 82-3. Problemas fundamentales de la fenomenología, trad. de César Moreno y Javier San Martín, Madrid, Alianza Universidad, 1994, § 13, págs. 79 y sigs. 38

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nuevo no se da, pues justamente su experiencia es donación a través de exposiciones y «fenómenos»39.

Es decir: lo dado en la experiencia, en cuanto fenómeno inmanente a la conciencia, apunta más allá de lo expuesto en esa donación y mienta en sí mismo aquello de la cosa que no se da y queda fuera de la conciencia. Precisamente el concepto de Naturaleza es el de lo que, por principio, sobrepasa la experiencia y no puede darse de modo absoluto en ella40. Ahora bien, hay que decir igualmente que tampoco la conciencia tiene una realidad absoluta separada de los objetos a los que está intencionalmente referida. Toda conciencia, según hemos visto, es siempre conciencia-de un objeto. Y a partir de esta última afirmación resulta entonces problemático comprobar que Husserl sí habla en ocasiones de la conciencia como de un absoluto41. Conviene a este respecto hacer alguna matización. En primer lugar, hay que hacer notar que la conciencia, según Husserl, define el horizonte de toda presencia, lo cual hace de ella en cierto modo un absoluto, incluso aceptando que esa presencia puede remitir a algo que le es ajeno. Pero, en relación con esto último, y en segundo lugar, hay que precisar que, según él, aun cuando la conciencia no alcanza a anular del todo la alteridad de las cosas, sí tiende siempre a apropiarse de dicha alteridad —y a «reducirla» en ese sentido— cuando una y otra vez instituye o explicita un sentido para la cosa. Es este un momento decisivo de la fenomenología, que nos permite entender su compromiso con el idealismo, pues en definitiva descarta la posibilidad de una alteridad absoluta para la conciencia, en cuanto que eso que se nos presenta como algo-otro no puede tomar su sentido —según Husserl— más que de la actividad intencional de la conciencia ante la que aquello aparece. Todavía Kant reconoce los derechos de la alteridad irreductible al sujeto mediante su noción de la cosa-en-sí. Husserl, por su parte, trata de suprimir ese escollo de lo absolutamente otro respecto del sujeto, y lo hace por un camino distinto del seguido por el idealismo alemán: no a través de su comprensión como un momento del proceso de alienación del espíritu, sino —recuperando el motivo principal de la filosofía cartesiana— mediante la «reducción» de «eso otro» al fenómeno cuyo sentido establece la conciencia. Y aunque «aquello otro» no acabe nunca de reducirse del todo al significado con que ella lo capta, y perdure así un resto de alteridad en la cosa que le hace frente, el yo responde una y otra vez constituyendo el sentido que permite captar esa nueva presencia; y así sucesivamente en una tarea que no tiene 39 40 41

Ibíd. Ob. cit., § 30, pág. 105. Véase por ejemplo el texto ya citado de Ideas..., § 55, pág. 129.

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fin, porque en definitiva: «...la subjetividad trascendental (...) es el universo del sentido posible»42. 9.5. La vida pura de la conciencia y su carácter bilateral La reducción trascendental nos ha limitado al campo de la experiencia, de acuerdo con ese nivel de consideración alcanzado por la fenomenología para el cual —tras la epojé correspondiente— la realidad misma tiende a identificarse con el fenómeno trascendental. Ahora bien, el análisis fenomenológico de ese campo trascendental de la experiencia lo presenta Husserl con un carácter bilateral, en el sentido de que a todo fenómeno así reducido —que no es ya el fenómeno en el sentido vulgar— le corresponde, en cuanto objeto intencional, algún modo de intencionalidad que lo constituye. Esa correlación es un rasgo universal de toda forma de conciencia, de manera que en ella hay que distinguir siempre entre el acto de la conciencia con su fuerza intencional, o «nóesis», y el objeto intencional en cuanto lo representado en la representación, o «nóema»43. Este último incluye lo pensado, lo conocido, lo imaginado, lo querido, lo que sé de una cosa, de tal manera que abarca la totalidad de la representación que tengo de algo, donde a su vez cabe distinguir el núcleo del nóema, que permanece idéntico en los diversos modos de conciencia en relación con un objeto representado, y otros aspectos aludidos, implicados, co-mentados, etc., respecto del mismo. En cualquier caso, el nóema forma parte de la conciencia y debe distinguirse de la cosa como tal, que en algún aspecto queda fuera de mi conciencia: su materia, aun siendo algo a lo que apunta la vivencia y —por decirlo así— asoma en el límite de esta, queda fuera de la conciencia. Sin embargo, esta distinción plantea como problema de carácter último para la fenomenología el del acercamiento del nóema a la cosa misma más allá de la conciencia y nunca definitivamente absorbida por esta. Parece que aquí la conciencia muestra el poder constante de autotrascenderse. Es el mismo problema al que antes nos referíamos a propósito de la trascendencia en la inmanencia y la posibilidad de absorber enteramente la alteridad de la cosa. Nos parece que esta es una cuestión límite que orienta la tarea de la fenomenología y que, en definitiva, revela el sentido idealista —y no realista, como pudiera hacer creer una interpretación superficial— de acuerdo con el cual se concibe la intentio. Pues la conciencia no renun42

Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 41, pág. 111. Con esta distinción reformula Husserl la que establece Descartes entre la actividad de la conciencia y aquello en lo que esta recala en cada caso y sin lo cual dicha actividad no se sostendría: entre la idea como acto de representar y como contenido representado. 43

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cia a determinar el sentido de la cosa que se halla fuera de ella, sentido que sería finalmente —en una aproximación asintótica— idéntico al ser de la cosa; pero ello es así al precio de «reducir» la alteridad de la cosa al acto de conciencia por el que esta constituye su sentido, según hemos visto antes. En este punto conviene precisar la distinción que plantea Husserl entre la materia (hylé) y la forma (morphé). La corriente del ser fenomenológico (o sea, del ser que aparece a la conciencia una vez llevada a cabo la epojé y la reducción trascendental) tiene una capa material o hylé sensible y una capa de «animación formal». La primera está compuesta por los «contenidos de la sensación» (los datos de color, sonido, tacto, etc.), por los sentimientos sensibles (de placer, dolor, cosquilleo, etc.) y también por los demás elementos sensibles de la esfera de los impulsos. Estos «datos hyléticos» son componentes de vivencias concretas más amplias que en conjunto —dice Husserl— son intencionales, en cuanto que sobre esos elementos sensibles hay una «capa animadora» o formal que les da sentido, de manera que aquello sensible solo a través de esta capa animadora llega a producir una vivencia intencional concreta44. En todo el dominio fenomenológico tiene un papel dominante «esta dualidad y unidad» de la hylé sensible y la morphé intencional, de materia y forma: «Los datos sensibles se dan como materia para conformaciones intencionales u operaciones de dar sentido en diversos grados»45. Lo que aporta lo específico de la intencionalidad de la conciencia y, junto con las materias, configura las vivencias, es lo que hace a la conciencia ser conciencia de algo, a saber: la nóesis. Los diversos actos noéticos constituyen lo específico del nous en el sentido más amplio del término46. De tal manera que las funciones noéticas son las diversas formas posibles de conciencia o modos de dar sentido, pues el material sensible es de suyo algo sin sentido. Por lo tanto, la conciencia es diversa de la materia, que de por sí carece de sentido y es irracional47. La fenomenología, en su más amplia universalidad, trata de averiguar cómo se constituyen en la conciencia los objetos de cualquier región y categoría (objetos ideales, físicos, culturales, etc.). Es decir, trata de determinar cómo las formas fundamentales de conciencia posible diseñan, por su propia esencia, todas las posibilidades del ser; y según qué leyes esenciales un objeto es el correlato de esas formas de conciencia. Por lo tanto, a partir de los elementos materiales o hyléticos, cabe buscar posibles hilos del tejido intencional, en cuanto funciones noéticas «animadoras» de ese material 44 45 46 47

Ideas..., § 85, pág. 203. Ibíd. Ibíd., pág. 205. Ob. cit., § 86, pág. 207.

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sensible. Husserl habla a este respecto incluso de la posibilidad de una hylética pura48. Pero, ¿no volvemos de este modo al planteamiento kantiano, que considera las formas como los diversos modos posibles de intuir o de pensar el objeto en general? La respuesta negativa que debe darse a este interrogante se aclara si atendemos a la distinción materia-forma, combinándola con la oposición nóesis-nóema. La forma del objeto, aun siendo propiamente parte de este, se correspondería con una función noética de la conciencia. De modo que la forma es algo del objeto intencional y está presente en el nóema de acuerdo con aquella función noética de la conciencia. Por su parte, la materia pertenece a la vivencia concreta como ingrediente, pues, en efecto, la vivencia incluye la referencia a los datos hyléticos, aunque sean exteriores a la conciencia. Por lo tanto, por principio, la hylé queda fuera de las funciones noéticas y, por lo tanto, trasciende también al nóema. Sin embargo, esta tajante afirmación es corregida en parte por Husserl, en cuanto señala que lo que en lo hylético se «exhibe» o «matiza» como múltiple sí pertenece al nóema, y entonces, en cuanto este es siempre el correlato de alguna nóesis, cabría hablar incluso no solo de formas noéticas, sino también de materias noéticas49. Es decir, la constitución del ser de la cosa alcanza incluso en parte a su materialidad, en la medida en que dentro de ella hay aspectos que se deslindan de su pura presencia bruta, aspectos con los que el yo se adelanta a su captación. He aquí de nuevo esa idea límite de Husserl, según la cual el sujeto se anticipa a la materia trascendente del mundo, delineándola de antemano en alguno de sus aspectos, aunque pese a todo subsista siempre en las cosas reales un lado macizo e inabsorbible. Pero, en definitiva, toda donación de sentido se ha de originar necesariamente en el ego primigenio. Por eso, a la objeción planteada por la hermenéutica cuando muestra que para toda conciencia hay siempre ya sentidos constituidos que ella se encuentra y que se le imponen de antemano, sin que en su origen ella haya contribuido a configurarlos, hasta el punto que cabría decir que toda conciencia empieza a andar a partir de un estado de cosas en donde todo está ya interpretado; ante esa objeción —repetimos—, Husserl indicaría que dicho sentido, supuestamente previo, en rigor no sería sentido alguno para la conciencia en cuestión mientras esta no se apropiara de él y lo hiciera suyo, contribuyendo de paso de esta manera a configurar el significado de un mundo común y compartido. Husserl no ignoraba el carácter objetivo y supraindividual de la tradición y de los fenómenos culturales, que se transmiten de acuerdo con una dinámica que sobrepasa a la conciencia individual. Pero eso, una vez más, no hace sino 48 49

Ibíd., págs. 208-9. Ob. cit., § 97, págs. 237-8.

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poner de manifiesto el momento de alteridad que parece consustancial a la realidad —también a la que conforma la esfera sociocultural—, respecto de la cual cada conciencia ha de tomar posición para hacerla suya, lo que en el lenguaje de Husserl quiere decir que los fenómenos de la tradición y de la cultura han de ser asimilados por la conciencia, que —de esta forma— interviene en el establecimiento de su sentido, aunque solo sea en el modo en que se los apropia a partir de la manera en que se le hacen presentes. De otro modo —parece pensar—, desaparecería el momento de subjetividad de la cultura y esta quedaría reducida a una forma de objetividad inerte equiparable a la de los objetos naturales. Su visión adolece, por lo tanto, de la falta del sentido dialéctico que hace posible comprender la realidad socio-cultural como subjetividad coagulada (espíritu objetivo). Otra cuestión es el reconocimiento de que dichos fenómenos constituyen un mundo común y compartido, lo cual apunta entonces a una conciencia intersubjetiva como correlato de aquellos; pero esto es otro problema del que luego nos ocuparemos. Así pues, volviendo a lo anterior, hay que distinguir entre la actividad pura de la conciencia, o lado noético, y lo mentado en los múltiples niveles de consideración en los que aquella recala, que es su correlato noemático. El análisis de Husserl sobre los aspectos noéticos y noemáticos de las vivencias se hace particularmente complejo, pero lo que nos interesa destacar aquí es esa bilateralidad irreductible que acompaña siempre a la vida pura de la conciencia, conforme a la cual a todo objeto intencional le corresponde una forma de intencionalidad del ego consistente en una cogitatio. Husserl lo plantea de acuerdo con el siguiente esquema: ego-cogito-cogitatum. Es decir: la actividad del ego consiste en ese cogito o conjunto de cogitationes, a través de las cuales aquel se refiere a los diversos cogitata que conforman el cogitatum. El esquema sería entonces: ego → → → cogito (las diversas cogitationes) → → → cogitatum (los diversos cogitata) La bilateralidad mencionada arriba se refiere a esos dos aspectos que ineludiblemente ha de tener en cuenta el análisis fenomenológico: el del objeto intencional (cogitatum) y el de los modos de conciencia conforme a los cuales aquel es considerado (los que constituyen el cogito). Este desdoblamiento es ineludible, de tal manera que todo el campo de la experiencia se nos presenta para el análisis con esa doble dimensión. Y a partir de ahí Husserl entiende que el hilo conductor trascendental para el descubrimiento de los múltiples tipos de cogitationes o modos posibles de conciencia (que son tipos particulares de intencionalidad) viene dado por el objeto intencional, que está del lado del cogitatum. Husserl parece renovar así lo que Kant presenta como de-

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ducción trascendental de las categorías, mediante la cual, a partir de los diversos modos en que el objeto está pensado en el juicio, retrocedemos hasta las formas puras de pensar el objeto en general. Pues es a partir del objeto dado a la conciencia trascendental como se hace posible que la reflexión pueda retroceder al correspondiente modo de conciencia y descubrir así los tipos de intencionalidad que corresponden a los objetos en cuestión. La tarea de la teoría trascendental consiste justamente en explicitar sistemáticamente esos tipos estructurales, formas o funciones noéticas a través de los cuales la intencionalidad constituye trascendentalmente el objeto50. Se pone así de manifiesto una vez más la influencia de Kant, respecto de la cual conviene hacer algunas observaciones. Aunque generalmente se suele hablar de una renovación del enfoque cartesiano por parte de Husserl, no es menos importante en su pensamiento la herencia de Kant. Es verdad que sigue la estela cartesiana cuando recurre a la intuición intelectual y al valor normativo de la evidencia; y, sobre todo, cuando vuelve al ego cogito como principio fundamental. Pero el pensamiento de Husserl es sobre todo heredero del criticismo kantiano, y sus recursos cartesianos en ningún caso significan un retorno a un punto de vista precrítico. Pues toda la reflexión fenomenológica es un esfuerzo sostenido que, en la línea del giro copernicano de Kant, trata de explicar el sentido de los fenómenos mediante la identificación de los modos de la conciencia que intervienen en la determinación del objeto intencional de que se trate. Por eso, como ya se ha dicho, a la hora de analizar el campo trascendental de la experiencia, Husserl ve en el objeto intencional el hilo conductor para el descubrimiento de los múltiples tipos de cogitationes o modos noéticos posibles en que tiene lugar la experiencia de los objetos. Asimismo, Husserl toma de Kant la noción de la síntesis, de la cual hace un uso renovado tanto para explicar el modo de proceder de la conciencia en su determinación de los objetos, como en su concepción de una unidad sintética del yo. 9.6. Constitución del sentido y síntesis del objeto Husserl entiende la intencionalidad como actividad constituyente de acuerdo con su teoría de la constitución trascendental del objeto en general51, pero dicha constitución del objeto no quiere decir creación o inven50 Meditaciones cartesianas, 2.ª, § 21, págs. 67-9. Véase también Wilhelm Szilasi, Introducción a la fenomenología de Husserl, trad. de Ricardo Maliandi, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1973, pág. 136. 51 Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 41, p.114.

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ción del mismo, ya que en la cosa hay siempre un momento de trascendencia. Pero esta última no indica otra cosa —según hemos visto— sino un modo de aparecer a la conciencia según un sentido que ha de originarse inmanentemente en ella. Entonces, si se alcanzara el punto final —aunque inalcanzable de facto— hacia el que tiende el proceso de apropiación operado por la conciencia, el ser del objeto sería finalmente su sentido constituido por ella. Esta constitución del ser del objeto que nos revela su sentido no se hará presente de manera inmediata, sino que remitirá al conjunto total de las experiencias posibles y concordantes que caben de él. Y en la medida en que el «horizonte intencional» de una vivencia no contiene solo lo directa o explícitamente mentado en la experiencia en cuestión, sino además todo el amplio campo de lo «co-mentado» en las múltiples formas de implicaciones de la misma (incluyendo las protenciones, o expectativas asociadas a modo de anticipación a dicha vivencia; las retenciones, referidas a otras vivencias similares del pasado que se recuerda; el carácter multiforme de sus modos de aparición, etc.), resulta que el sentido objetivo nunca llega a darse del todo de modo acabado, sino que permanece en ese horizonte intencional. Pues el análisis intencional muestra que en todo cogito lo mentado por la conciencia es siempre más que lo que en cada momento se halla como actualmente presente en ella: hay un horizonte de potencialidades susceptible de sucesivas explicitaciones, elucidaciones, aclaraciones. Y este mentar más allá de sí (del objeto mentado directamente) que yace en toda conciencia tiene que ser considerado como un carácter esencial de ella52. De tal manera que el sentido no es representable jamás como algo dado de modo acabado. Y la tarea de la fenomenología consiste entonces en el trabajo interminable de describir y analizar explícitamente todo ese campo de implicaciones predelineadas en el horizonte intencional. A propósito del concepto de constitución, tan fundamental en Husserl, es interesante la interpretación propuesta por Paul Ricoeur53, con la que trata de alejarse del idealismo subjetivo en la dirección de una visión hermenéutica. Ricoeur entiende la constitución como explicitación del sentido y no como creación de este. Y ciertamente esta interpretación no es ajena a la concepción de Husserl, pues en definitiva el «mundo de vida» en el que siempre ya nos hallamos se encuentra con la existencia fáctica de fenómenos dados a la conciencia natural, tan solo a partir de la cual se inicia la tarea fenomenológica-trascendental de explicitar y mostrar síntesis de sentido en la constitución de los objetos de la experiencia, en un proce52

Ob. cit., 2.ª, § 16, pág. 53. Véase Hegel et Husserl sur l’intersubjectivité, trabajo incluido en el libro colectivo Phénomenologies hégelienne et husserlienne, París, CNRS (Centre de Recherches et de Documentation sur Hegel et sur Marx), 1981, págs. 5-17. 53

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dimiento retroactivo que busca retrospectivamente hacer explícitos los momentos en que aquellos sentidos fueron constituidos. Sin embargo, pensamos que la constitución del sentido, como ocurre siempre en Husserl, encierra tanto el momento de hacer explícito lo que está ya siempre incorporado en nuestras interpretaciones en cuanto «aquello con lo que ya contábamos y ahora ponemos en claro» —que es el aspecto resaltado por Ricoeur—, como también el momento productivo a través del cual el sentido se revela originado por un ego que, por decirlo así, se anticipa a sí mismo en el encuentro con dichas interpretaciones redescubriéndolas como resultado de su propia actividad intencional54. El comentario anterior a propósito del concepto de constitución nos conduce a la noción de «síntesis» —que es un modo de constitución—, noción fundamental en la fenomenología trascendental para explicar la unidad del objeto y, más allá, la unidad misma de la conciencia en cuanto ego. Husserl explica que se trata en realidad de la forma originaria con que opera la conciencia, en cuanto esta unifica diversas vivencias en la experiencia de un objeto. Así pues, lo inmediato hecho presente es el fenómeno, cuya comprensión como objeto o parte de un objeto requiere ya de la síntesis de la conciencia. Sin embargo, en la génesis constitutiva del objeto, distingue dos formas diferentes: una síntesis activa y una síntesis pasiva. La primera se refiere a la actividad constituyente mediante la cual el yo, por medio de actos específicos, produce el sentido de un nuevo objeto sobre la base de objetos ya dados. Husserl señala que la razón práctica en su más amplio sentido —que, en su concepto, incluye a la razón lógica— procede mediante esta actividad constituyente del yo. Así, por ejemplo, el número es el objeto producido que resulta de la síntesis del acto sucesivo de numerar; o el predicado es resultado del acto de predicar55. Pero en el caso de los objetos físicos, la constitución del objeto de que se trate en cada caso se produce mediante la síntesis en una unidad de los múltiples y multiformes 54 A esta cuestión de la constitución del sentido de la realidad dedicó Husserl gran cantidad de análisis fenomenológicos en páginas que fueron escritas desde 1912 hasta 1928 como parte del proyecto monumental de su obra sistemática Ideas. Sus discípulos Edith Stein y Ludwig Landgrebe ordenaron todo el abundante material que Husserl dejó inédito y fue esa versión —en parte corregida por el propio Husserl— la que se publicó póstumamente, ya en 1952, con el título Ideen zu einer reinen Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie. Zweites Buch: Phänomenologische Untersuchungen zur Konstitution, texto conocido habitualmente como Ideen II, integrado en Husserliana, IV (nuestras citas se referirán a la traducción de Antonio Zirión publicada en México por la UNAM en 1997). En él aborda Husserl la cuestión de la constitución del sentido, tanto en el ámbito de la realidad de la naturaleza como en el del espíritu, y contiene importantes lucubraciones de carácter antropológico. 55 Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 38, págs. 103 y sigs.

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modos en que dicho objeto aparece en la vida fluyente y continua de la conciencia56. De tal manera que esos modos suyos de aparición en el tiempo no son una mera sucesión inconexa de vivencias, sino que transcurren, por el contrario, en la unidad de una síntesis, gracias a la cual se adquiere la conciencia de una y la misma cosa como la que aparece en ellos57. Ahora bien, aunque toda síntesis tiene el significado de una efectuación (o síntesis activa), la apelación a la objetividad previamente dada para producir activamente la síntesis de un nuevo objeto entraña el recurso a lo ya presupuesto. Presupone, por ejemplo, las diversas caras con antelación al cubo como unidad sintética de ellas; o presupone las diferentes perspectivas y modos de darse un cubo para poder captarlo como la unidad de una forma, un color y un material concretos; o diferentes cubos para poder elaborar sintéticamente la noción ideal de cubo; etc. Por eso, Husserl habla de una síntesis pasiva para referirse a esa presuposición, a lo siempre ya dado como objeto «a partir de lo cual» se constituye todo nuevo objeto. Es decir, toda construcción activa del sentido de un objeto presupone una pasividad predonante, de manera tal que siguiendo aquella actividad nos topamos con la constitución por la síntesis pasiva, o sea, con que es en relación con los objetos pre-dados como se efectúa —por asociación— la síntesis de los nuevos58. Esto remite a una consideración psicológica acerca de los momentos del pasado (Husserl hace referencia incluso a la infancia) en que empíricamente se alcanzó en su origen la experiencia primera de los objetos que ahora se presupone, pero desde el punto de vista fenomenológico significa que, en nuestra vida, las actividades espirituales o actualizadoras, es decir, las que —en este caso— efectúan un acto creativo de conocimiento, se desarrollan siempre a partir de lo que la vida nos presenta como algo ya concluido, como mera cosa con la que ya siempre hemos topado y nos ha sido dada de antemano. Esa pasividad alude a una «materia», como lo pre-dado, en contraposición al «espíritu», que es el lado activo de la captación59. Y mientras esas actividades espirituales efectúan sus síntesis activas sigue estando operante también para ellas la síntesis pasiva que les suministra la «materia» a todas ellas. Eso quiere decir que la cosa pre-dada sigue apareciendo como unidad en la intuición, aunque sobre esta pueda hacerse igualmente un análisis que distinga partes o notas. Ahora bien, esa unidad no deja de ser la unidad de una historia de experiencias que han aparecido en el tiempo y que ha quedado contraída, por decirlo así, en la fijeza 56

Ob. cit., 2.ª, § 17, págs. 54 y sigs. Por eso, la forma fundamental de la síntesis es la identificación. Véase ob. cit., 2.ª, § 17, pág. 55, y § 18, págs. 57 y sigs. 58 Ob. cit., 4.ª, § 38, pág. 104. 59 Ibíd. 57

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del nuevo objeto que ahora experimento. Pero el ego puede reflexionar sobre esa historia y tratar de captar los fenómenos actuales como formaciones subsecuentes a otras formaciones que los preceden, según leyes de formación pasiva de síntesis siempre nuevas, como configuraciones persistentes en una habitualidad que les es propia60. Y eso significa que todo lo conocido remite a un originario llegar a conocer. Por lo tanto, esa «materia»61 siempre dada en la captación de lo nuevo nos remite a su vez a algún momento originario anterior a partir del cual tuvo que poder aparecer como tal. Por otro lado, gracias a esa síntesis pasiva, el yo tiene siempre un contorno de objetos como lo que está ya siempre ahí, y a ella se debe también el hecho de que todo lo que me afecta sea apercibido como objeto62. Por lo tanto, la síntesis pasiva implica que en la configuración de un nuevo sentido hay un momento de pasividad consistente en que lo nuevo queda necesariamente asociado con lo ya objetivamente dado de antemano. Por eso dice Husserl que la asociación es el principio universal de la génesis pasiva, pues esta tiene una estructura asociativa63. Pero no se trata aquí de las leyes de asociación del empirismo clásico, que Husserl considera una deformación naturalista de algo que la fenomenología descubre en su raíz como algo más profundo. Por el contrario, la estructura asociativa de la síntesis pasiva expresa la propia legalidad rectora de la intencionalidad constituyente del ego, la cual no hace sino expresar la síntesis de la conciencia del tiempo en la unidad del ego como tal. No se trata, por lo tanto, de leyes empíricas que rijan las relaciones entre los datos psíquicos. Por el contrario, la asociación... ... expresa la legalidad intencional esencial de la constitución del ego puro, el reino a priori innato, sin el cual, por tanto, no es concebible un ego como tal. Tan solo gracias a la fenomenología de la génesis el ego se hace comprensible como un nexo infinito de efectuaciones sintéticamente congruentes ligado en la unidad de una génesis universal. [Pero esto debe adaptarse] a la forma universal y persistente de la temporalidad, porque esta misma se edifica en una constante génesis pasiva y completamente universal...64 60

Ibíd., pág. 105. Aquí el término «materia» no se refiere solo a los datos hyléticos, sino a lo ya dado y conocido como base para la síntesis activa, y eso ya conocido tiene también su forma. Pero si nos remontamos hacia atrás nos toparíamos necesariamente con los datos hyléticos como lo primeramente dado. 62 Ibíd., pág. 106. 63 Una forma originaria de asociación en la síntesis pasiva es la que denomina Husserl «apareamiento» o «parificación» (Paarung), concepto importante en la fundación de la intersubjetividad, como luego veremos. 64 Ob. cit., 4.ª, § 39, págs. 107-8. Los corchetes son míos. 61

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9.7. El yo como forma de la síntesis universal: la continua conciencia del tiempo inmanente y la unidad sintética de las vivencias En el esquema examinado anteriormente el ego aparece con antelación no solo al cogitatum, sino también a aquello que es su propia actividad, el cogito; lo cual quiere decir que hay un yo que es anterior a sus pensamientos, aunque no nos podamos acercar a él más que a través de estos, que fluyen de él. Esto nos permite hacer una observación terminológica pero que tiene un alcance ontológico. Nos referimos al uso de los términos «conciencia» y «yo», que hasta ahora venimos usando como equivalentes. En rigor, la vida de la conciencia se extiende más allá del yo, como se muestra en el esquema tripartito ego-cogito-cogitatum, al que antes nos referíamos para distinguir en las vivencias los aspectos noéticos de los noemáticos. Pero también veíamos cómo ese esquema apunta a un polo de unificación de todas las vivencias en el yo. De ese modo indica Husserl que, a pesar de la multiplicidad de vivencias que fluyen en la conciencia y a pesar de la compleja variedad de elementos noéticos y noemáticos que el análisis puede discriminar en ella, la entera vida de la conciencia debe entenderse en su totalidad remitida a un principio unitario. Parece que Husserl trata de asegurar así la precedencia última del ego en cuanto unidad de la conciencia que en cierto modo antecede a sus modos de referirse intencionalmente a los objetos. Sin embargo, se trata de una unidad sintética, es decir, de una unidad que, aunque siempre está presupuesta en relación con las nuevas experiencias, debe entenderse a la vez como el resultado de una unificación o síntesis universal de la infinidad de vivencias que fluyen en la continuidad del tiempo. Para aclarar lo anterior, y volviendo a la constitución del objeto, digamos que este se me da como la unidad sintética de sus modos de aparición, todos los cuales mantienen un nexo en la continuidad del tiempo. Pero, por otro lado, la unidad de la conciencia, que realiza en sí de modo permanente ese nexo continuo de las vivencias, ha de preceder necesariamente a la síntesis de los objetos. Así pues, al igual que antes hizo Kant, también Husserl funda la unidad del objeto en la unidad sintética de la conciencia, pues se trata de «...un enlace de la conciencia única en la que se constituye la unidad de una objetividad intencional como la misma en los modos múltiples de aparición»65. De modo que «el objeto de la conciencia en su identidad consigo mismo, durante el vivenciar fluyente, no viene a la conciencia desde afuera, sino que yace implicado en ella 65

Ob. cit., 2.ª, § 18, pág. 58.

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como sentido, esto es, como efectuación intencional de la síntesis de la conciencia»66. Pero aunque la identidad unitaria del objeto se funde en la unidad de la conciencia, el planteamiento de Husserl difiere del enfoque kantiano en puntos fundamentales. Una diferencia básica se encuentra en que para Kant la síntesis de los datos sensoriales en la unidad del objeto presupone la distinción entre forma y contenido en términos tales que la actividad sintética se entiende como la de unas formas que se aplican al contenido sensible previamente dado, lo cual le permite a Kant entender el yo como un principio lógico atemporal y siempre presupuesto en cuanto unidad de las formas lógico-trascendentales. En Husserl, en cambio, semejante distinción no se mantiene en esos términos, pues la síntesis del objeto se entiende como la unidad de todos sus modos de aparición en el tiempo, pero de tal manera que en cada una de sus apariciones el nóema u objeto intencional no es solo un contenido o solo una forma, ya que ambos aspectos son correlato de configuraciones noéticas con las cuales la actividad de la conciencia los determina intencionalmente. Por lo tanto, Husserl no concibe la unidad sintética de la conciencia como un mero presupuesto lógico de carácter intemporal. Por el contrario, el ego trascendental de Husserl, en cuanto unidad de la conciencia —que hace posible la unidad del objeto— se presenta como la continua conciencia del tiempo inmanente, que es a su vez la forma fundamental de la síntesis universal, es decir, no la de este o aquel objeto, sino la síntesis de la vida entera de la conciencia: «Toda vivencia particular concebible es tan solo un destacarse en una conciencia total ya siempre presupuesta como unitaria»67. Ahora bien, la unidad sintética de la vida entera de la conciencia, concebida como continua conciencia del tiempo inmanente que todo lo abarca, supone la noción del tiempo fenomenológico, que ha de distinguirse del tiempo cósmico o tiempo objetivo: como leemos en Ideas, el tiempo fenomenológico es la forma unitaria de todas las vivencias que, por ello mismo, entran en una única corriente de la conciencia.68 Es esta unidad del tiempo continuo e inmanente a la conciencia lo que funda la unidad sintética de esta como un yo temporalizado, siempre presupuesto en sus vivencias particulares: La temporalidad no solo designa algo universalmente inherente a cada vivencia aislada, sino una forma necesaria de unión de unas vivencias con otras. Toda vivencia real (logramos esta evidencia sobre la base de la 66 67 68

Ibíd. Ibíd., pág. 59. Ideas..., § 81, pág. 191.

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clara intuición de la realidad de una vivencia) es necesariamente una vivencia que dura; mediante esta duración se inserta en un continuo sin término de duraciones —un continuo lleno. Toda vivencia tiene necesariamente un horizonte de tiempo lleno e infinito por todos lados. Esto quiere decir al mismo tiempo: toda vivencia pertenece a una «corriente de vivencias» infinita69.

También en Ideas, unas páginas más adelante, comenta Husserl que esa corriente de vivencias —que sería una unidad infinita— tiene una forma unitaria —la temporalidad— que abarca necesariamente todas las vivencias de un yo puro70. La unidad del yo puro se captaría, por lo tanto, como la unidad del tiempo fenomenológico que define la forma de todas las vivencias —en cuanto duran— y de su unión continua en una única corriente de la conciencia. De tal manera que el ego no solo se intuye como vida que fluye en tanto continuo de vivencias intencionales, sino que se capta también como siendo uno y el mismo, como polo idéntico que abraza todas las cogitationes particulares71, incluyendo las referidas al pasado y al futuro hacia las que se extiende, y que el yo conecta con su continuo presente viviente en cuanto retenciones y protenciones: el yo se capta distendido temporalmente, recordando(se) y proyectando(se). Así, el pasado se constituye a partir del ahora de mis recuerdos, del mismo modo que en el continuo flujo de mis vivencias se proyecta el futuro. Repitiendo a su manera —una vez más— el planteamiento kantiano, nos dice Husserl que esa conciencia unitaria y total acompaña a todas sus vivencias, solo que nos presenta esa apercepción como la intuición de la vida total y fluyente de la conciencia, siempre presupuesta y respecto de la cual se destaca una u otra vivencia en particular. Pero a diferencia de Kant no se trata ya de la unidad de la conciencia comprendida como sujeto lógico antepuesto a sus funciones trascendentales, sino de un yo temporalizado que se intuye a sí mismo como unidad sintética en cuanto conciencia continua del tiempo en el que se distiende. Por lo tanto, Husserl va más allá de Kant también en este sentido, en cuanto admite —siguiendo la línea de Fichte— el conocimiento intuitivo de la identidad del yo. Ahora bien, en su interpretación de la relación entre el yo y el mundo, Husserl trata de evitar la deriva dialéctica —apartándose así del camino fichteano— cuando comprende dicha relación mediante el concepto de la intencionalidad con su doble sentido, que alude a una conciencia-de referida a un objeto que a su vez es objeto-de aquella. 69 70 71

Ibíd., pág. 193. Ob. cit., § 82, pág. 195. Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 31, págs. 88-9.

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En cualquier caso, nos encontramos aquí con un momento de máxima tensión del pensamiento: el sujeto trascendental de Husserl es un sujeto temporal. ¿Cómo es eso posible? En este caso, la comparación con Kant no nos sirve de ayuda, pues aunque para Kant el tiempo es también una forma del sujeto, lo es en un sentido diferente que nos permite decir que el sujeto trascendental es él mismo atemporal: el tiempo para Kant es una forma del sujeto en cuanto condición trascendental de toda intuición empírica, o sea —como dice Kant—, es una intuición pura. Pero el sujeto kantiano no es temporal en el sentido de estar él mismo distendido en el tiempo, pues no puede estar en el tiempo si él es condición del mismo. Pero Husserl empieza por rechazar el dualismo kantiano referido al sujeto empírico —temporal— y al sujeto trascendental: es un único yo el que pertenece al mundo empírico y a la vez se adelanta al mismo para dar cuenta de su pertenencia a él. Y las experiencias que el sujeto acumula en el tiempo quedan sedimentadas en él y son condición de las nuevas experiencias. De modo que el ego trascendental se anticipa a todas las experiencias, a la vez que él mismo se temporaliza como resultado de las mismas. Su unidad es la de la corriente unitaria de la conciencia que se intuye como una y la misma en la duración de todas sus vivencias. Pero, ¿cómo puede el sujeto trascendental ser temporal y, por ende, ser a la vez empírico? Desde luego, no sería un yo a priori en el sentido kantiano, porque ese ego trascendental de Husserl no es independiente de toda experiencia, en tanto él mismo es un precipitado de experiencias anteriores que con él han alcanzado una síntesis unitaria. Sin embargo, es a priori en el sentido de preceder a toda nueva experiencia y también en el sentido más general de que no hay experiencia propiamente dicha —al menos en el sentido humano del término— sin un polo subjetivo que sea condición de su posibilidad. Por otro lado, ese yo trascendental, que al mismo tiempo es un sujeto empírico en el sentido señalado, no sería en esos términos un ego puro. No lo sería al menos según el significado que Kant asigna a ese término. Y, sin embargo, Husserl habla de un yo puro. A ello nos referiremos después, pero para explicarlo necesitaremos antes hacer referencia a la reducción eidética. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el propio Husserl nunca llegó del todo a una posición que podamos considerar su última palabra. Y la investigación sobre su pensamiento acerca de la conciencia del tiempo y respecto de su relación última con el yo se complica debido a los diversos acercamientos al tema que ensayó, algunos de los cuales se encuentran en manuscritos que dejó inéditos y en los cuales volvía una y otra vez sobre esta cuestión. La publicación en 1928 de las Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo es el resultado de las reflexiones sobre el tiempo desarrolladas en una época anterior a Meditaciones cartesianas e

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incluso a Ideas I 72, obras en las cuales vuelve de nuevo Husserl sobre el tema añadiendo nuevas consideraciones. Así pues, hay una evolución en su posición sobre este asunto. En esas Lecciones de 1928 señala Husserl el carácter extraño de la conciencia del tiempo, porque tratándose de una pura trama intencional sin ningún sustrato hylético que le sea dado de antemano a la aprehensión que hace la conciencia del puro fluir de sus vivencias, es al mismo tiempo una experiencia radicalmente pasiva73. La cuestión que Husserl se plantea en esta obra es la de determinar en qué consiste la conciencia originaria del tiempo, que es justamente la que constituye la corriente inmanente de las vivencias. Y el problema principal se plantea porque esa conciencia del tiempo que tiene el yo ha de ser concebida ella misma como atemporal, ya que los momentos o lugares temporales solo pueden entenderse como configuraciones u objetivaciones de esa conciencia absoluta y atemporal, la cual no puede ser nunca objeto. Esa conciencia absoluta e intemporal se objetiva en este o aquel momento temporal, pero ella misma, en cuanto conciencia originaria, es anterior a todo tiempo: El tiempo subjetivo se constituye en la conciencia absoluta atemporal, que no es objeto. (...) ...yo tengo la conciencia del tiempo sin que ella misma sea a su vez objeto. Y cuando la hago objeto, ella tiene a su vez un lugar temporal, y cuando la sigo de momento en momento, tiene entonces una extensión temporal. (...) En el flujo originario no hay ninguna duración. Ya que duración es la forma de algo que dura, de un ser duradero, de una identidad en la serie temporal que opera como su duración74. 72 De hecho, el texto citado de las Lecciones de 1928 procede de un manuscrito para un curso de 1905 y de añadidos al mismo redactados en años posteriores. El conjunto se quedó sin publicar porque Husserl aspiraba siempre a una clarificación definitiva y no parecía estar nunca del todo satisfecho con el resultado alcanzado. Por eso en Ideas I, que aparece en 1913, vuelve sobre el tema del tiempo, aunque lo aborda con brevedad y señalando solo las líneas esenciales. Finalmente, su discípula y asistente en Friburgo Edith Stein emprendió en 1917 la tarea de contrastar diversos manuscritos hasta fijar un texto que tiempo después sería revisado por el propio Husserl y finalmente publicado por iniciativa de Heidegger en 1928 (un año antes de que apareciera Meditaciones cartesianas) con el título de Vorlesungen zur Phänomenologie des inneren Zeitbewusstseins, en Husserliana, vol. X; las citas de este texto se refieren a la versión española: Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo (Lecciones de 1928), trad. de Agustín Serrano, Madrid, Ed. Trotta, 2002. 73 Véase al respecto la aclaración del traductor al español Agustín Serrano de Haro en su presentación del texto de las Lecciones de 1928, pág. 15. 74 Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo, Apéndice VI: Captación del flujo absoluto. Percepción en cuádruple sentido, ed. citada, págs. 134-5.

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Pero si esta consideración la llevamos hasta sus últimas consecuencias, nos conduce entonces hasta concebir al yo originario, que es el contrapolo de todo objeto de la experiencia —y también de la experiencia del tiempo—, como un yo atemporal antepuesto de algún modo a ese yo temporalizado del que hablábamos antes. Seguramente, esta dificultad no es ajena al hecho de que Husserl no terminara de estar nunca satisfecho con lo que escribía sobre esta cuestión. Por otro lado, hay que tener en cuenta además que a partir de 1917-18 Husserl empieza a desarrollar la perspectiva genética de la fenomenología, con la cual el tema de la temporalidad adquiere una nueva importancia. Hasta entonces su concepción se había desarrollado según los planteamientos de «la fenomenología estática», que se atenía ante todo a la correlación entre el objeto y la conciencia del mismo, correlación interpretada como el absoluto insuperable para la filosofía. De acuerdo con ese enfoque estático, el carácter autosuficiente de esa correlación convierte al objeto en parte del mundo que se hace presente como horizonte intencional del yo; pero de tal manera que este último, en cuanto yo mundano o yo-hombre, es a su vez —en la reducción trascendental— concebido como resultado de una autoobjetivación del ego trascendental y absoluto, que es en definitiva el sujeto de todos los objetos. Pero, de este modo, aquella correlación adquiere el significado de correlación trascendental, que es la que se presenta —según Husserl— con un carácter absoluto e insuperable. Este enfoque estático nunca fue abandonado por Husserl, pero sí complementado por la perspectiva de «la fenomenología genética». Esta se presenta como una nueva visión ampliada que reelabora las ideas más importantes de la fenomenología con el propósito de comprender la historia que es interior a toda experiencia y también la historia en la que esta última se encuadra75. Esta perspectiva genética está claramente presente en las Meditaciones cartesianas, cuando se refiere al yo en conexión con el tiempo como sustrato de habitualidades —y no ya como el mero sujeto vacío de la intencionalidad— y también en lo que antes decíamos sobre la síntesis del objeto a partir de sus modos de aparecer. Pero también afecta al problema de la conciencia del tiempo y a la comprensión del yo como la corriente unitaria de las vivencias. A este respecto, Husserl señala en las Lecciones de 1928 que a ese yo temporalizado que se enriquece con sus vivencias y se constituye permanentemente a través de ellas como un sustrato de habitualidades, hay que anteponer —como decíamos— un yo atemporal. En este yo primigenio no hay propiamente tiempo, pues él es la subjetividad absoluta 75 Véase a este respecto las esclarecedoras explicaciones del profesor Roberto Walton en su libro «Husserl: mundo, conciencia y temporalidad», Buenos Aires, Ed. Almagesto, 1993, págs. 14 y sigs., y 78 y sigs.

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entendida como el presente viviente cuya objetivación es el flujo constituyente del tiempo. El ahora primigenio de ese yo absoluto se temporaliza como un presente que retiene un pasado y anticipa un futuro. Por eso, en otros manuscritos posteriores, citados por el profesor Walton, dice Husserl: «La pregunta por las condiciones de posibilidad de la experiencia conduce...finalmente al presente primigenio, [esto es,] a la autotemporalización trascendental del ego en el [o sea, desde el] pre-presente permanente y primigenio»76. Así pues, según este enfoque, ese presente pretemporal (presente viviente o protopresente —Urgegenwart—, que no es ninguna modalidad temporal) en que se constituye el tiempo no desaparece, sino que es el permanente centro de presentación del mundo y se distingue de los presentes inherentes a los actos que surgen y se desvanecen77. De modo que la distinción entre presente primigenio y presente pasajero o constituido es paralela a la distinción entre la conciencia absoluta que está fuera del tiempo y las vivencias que transcurren en el tiempo, entre el yo primigenio (urtümliches Ich) y el yo de los actos78. Sin embargo, nos parece que Husserl reproduce aquí una vez más esa paradoja de un sujeto que se anticipa sin cesar a sí mismo. En efecto, ya antes veíamos cómo el yo psico-físico, que es parte del mundo, requiere de un yo previo o sujeto trascendental en cuanto condición de posibilidad del fenómeno del mundo, no obstante lo cual ese yo trascendental es él mismo un yo temporalizado, o sea, un yo en el que se sedimentan las experiencias y, a través de ellas, se convierte en sustrato de habitualidades y condición de las nuevas experiencias; pues bien, en la consideración del tiempo se nos plantea el mismo razonamiento, aunque de manera más compleja: Husserl entiende ahora no solo que el yo se adelanta a sí mismo mostrándose, en cuanto sujeto trascendental, anterior al sujeto psico-físico que él también es; sino que nos dice además que ese yo trascendental temporalizado tiene a su vez como condición de posibilidad última un ego absoluto —que sería también trascendental— que es intemporal y al cual se presenta todo tiempo. O sea, que es el mismo sujeto trascendental el que se nos revela en dos planos: por un lado, concebimos el yo en el plano del tiempo, como un yo temporalizado o conciencia unitaria que se distiende en el flujo de las vivencias y se autoconstituye permanentemente a través de ellas; pero, por otro lado, lo entendemos como condición de esa experiencia temporal en que él mismo está inmerso, y en ese sentido ha de poder ser concebido como ego intemporal absoluto, centro último de presentación del mundo. 76 Husserliana, vol. XV, pág. 617, citado por R. Walton en ob. cit., pág. 85. Los segundos corchetes son míos. 77 R. Walton, ob. cit., 85. 78 R. Walton, ob. cit., 87.

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Husserl muestra así su dependencia del punto de vista trascendental, en busca siempre de la condición de posibilidad de toda experiencia en un yo que, sin embargo, es siempre el mismo aunque considerado en diferentes niveles de profundidad. Pero en realidad ese modo de proceder sale al paso de un problema que se plantea cuando de hace manifiesto que el sujeto que lleva a cabo la reflexión no es el mismo que el que es objeto de la misma. Y en vez de interpretar ese movimiento autorreflexivo mediante la dialéctica de sujeto y objeto, Husserl se aferra a la lógica de la filosofía trascendental en busca de un yo que siempre se anticipa a sí mismo hasta encontrarlo finalmente fuera del tiempo. Dejando ahora de lado esta noción de una subjetividad absoluta e intemporal, y antes de concluir este apartado, es interesante atender a los diversos aspectos que Husserl destaca en las Meditaciones cartesianas en relación con el ego trascendental: a) En primer lugar, el ego trascendental se presenta como inseparable de sus vivencias, constituyéndose a través de ellas y siendo condición de posibilidad de las nuevas experiencias79. b) Por otro lado, ese yo es captado intuitivamente —según hemos visto— como polo idéntico de las vivencias80. c) Además, ese yo no es un polo vacío de identidad, sino un «sustrato de habitualidades», de tal manera —señala— que la permanencia del objeto (es decir, su identidad como unidad de una síntesis) en sus diversas apariciones ha de entenderse como el correlato de la habitualidad que se constituye en el yo-mismo, en tanto este es la unidad sintética de sus cogitationes81. d) A continuación, se refiere Husserl a la plena concreción del yo trascendental como mónada, es decir, al yo concreto que cada cual es en exclusiva, abstraído de los otros, y que arraiga en «la fluyente multiformidad de su vida intencional», tan solo en la cual puede el yo ser concreto. Pues bien, en ese ego monádico, que representa la máxima concreción del yo, tiene que encontrarse de modo necesario real o potencialmente toda la vida de la conciencia, de tal manera–nos dice Husserl— que la explicitación fenomenológica de ese ego monádico tiene que abarcar todos los problemas constitutivos en general82.

79 80 81 82

Ob. cit., 4.ª, § 30, págs. 87-8. Ob. cit., 4.ª, § 31, págs. 88-9. Ob. cit., 4.ª, § 32, págs. 89-90. Ob. cit., 4.ª, § 33, págs. 91-2.

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e) Finalmente, Husserl distingue el ego puro, que no es el yo trascendental temporalizado, sino el yo trascendental en general, para cuya determinación hemos de servirnos de la reducción eidética83. Toda esta tortuosa discusión deriva del empeño de Husserl en mantener el punto de vista del sujeto trascendental. Pues, al fin y al cabo, si el sujeto es comprendido como sustrato de habitualidades que se enriquece con sus propias experiencias y se modifica con ellas, cabe preguntarse por qué no entenderlo como sujeto empírico sin más, resultado de esas vivencias, aun reconociendo en él al mismo tiempo un principio en relación con las nuevas experiencias. Eso nos llevaría a una dialéctica sujeto-objeto interpretada en términos materialistas, en la que el sujeto se constituye y enriquece con las experiencias y se hace capaz así de otras nuevas. Pero Husserl no puede dar ese paso por su compromiso con la filosofía trascendental: para él toda experiencia remite necesariamente a la consideración de que lo constituido en ella como objeto solo es concebible sobre la base de un principio activo constituyente de la misma, que él identifica con la conciencia trascendental. 9.8. La reducción eidética, la cuestión del EGO puro y su significado antropológico El recurso a la intuición significa que la identidad del objeto, que se revela —según lo ya comentado— a través de su síntesis, no resulta —como en Kant— del uso de los conceptos puros, sino de la donación de un sentido intuido por el yo para él a través de las vivencias hechas sobre dicho objeto. Reducido a fenómeno trascendental por la conciencia fenomenológica, esta capta ahora además su esencia mediante dicha intuición en lo que Husserl denomina «reducción eidética» de tal fenómeno. Sin embargo, Merleau-Ponty comenta a este respecto que existe un malentendido cuando se habla en Husserl de la búsqueda de las esencias, porque para él, en rigor, toda reducción es, a la par que trascendental, necesariamente eidética, lo cual quiere decir que no podemos someter a la mirada filosófica nuestra percepción del mundo sin pasar del hecho de su existencia a la naturaleza de la misma, la cual tiene necesidad del campo de la idealidad para conocer y conquistar su facticidad84. En efecto, la reducción eidética remite el fenómeno a su pura esencia, lo reduce a su eidos, y con ello se completa el proceso que nos aleja críticamente de la actitud natural, porque esta 83

Ob. cit., 4.ª, § 34, págs. 92 y sigs. M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, trad. de Jem Cabanes, Barcelona, Península, 1975, pág. 14. 84

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nueva actitud fenomenológica que nos limita a la contemplación de la esencia de los fenómenos entraña una suerte de supresión de lo sensible, de abolición de esa realidad mundana en la que nos desenvolvemos por lo común. Esta reducción practica la epojé en cuanto a la realidad fáctica del objeto en cuestión en busca de su pura idea. Y para efectuar semejante operación el fenomenólogo utiliza el «método de la variación eidética» o de «la libre variación imaginaria». Así, pongamos por caso, ... partiendo del ejemplo de la percepción de esta mesa, variemos el objeto de percepción «mesa» con entera libertad; pero de modo que sigamos teniendo una percepción como percepción de algo (...), manteniendo de modo idéntico tan solo el aparecer perceptivamente. [Así], absteniéndonos de toda afirmación respecto de su validez de ser, transformamos el factum de esa percepción en una pura posibilidad entre otras puras posibilidades totalmente opcionales (...) Por así decirlo, transferimos la percepción real al reino de las irrealidades (...), que nos procura las posibilidades puras; puras de todo lo que las liga a ese factum y a todo factum en general. (...) El tipo «percepción» así obtenido flota por así decirlo en el aire —en el aire de las puras cosas imaginables—. Así, despojado de toda facticidad, se ha convertido en el eidos «percepción», cuyo ámbito ideal integran todas las percepciones idealiter posibles (...) Los análisis de la percepción son entonces análisis de esencias85.

De esa manera, todo factum puede considerarse como mero ejemplo de una posibilidad pura. Pero entonces el correlato de esa variación imaginaria que capta lo universal tiene que ser «una conciencia intuitiva y apodíctica de lo universal»86. Reducirse a la esencia de las cosas comporta suprimir su consistencia sensible, su peso, su resistencia, su presión, su existencia mundana en definitiva, para retener tan solo su eidos. Y el significado de esta posibilidad que se le abre al hombre de separar la esencia inteligible de las cosas de aquello que constituye su existencia material sensible, es algo que, desde Platón, no ha dejado de considerarse en la filosofía, sobre todo en la tradición idealista. Husserl la incorpora a su propia reflexión, señalando que la posibilidad de efectuar esa reducción del objeto fenoménico a su pura esencia inteligible indica en el sujeto que la lleva a cabo un poder de despegarse de la realidad fáctica y sensible; pone de manifiesto en el ego trascendental unas fuerzas noéticas que apuntan a objetos inteligibles completamente independientes de toda experiencia; es decir, demuestran la realidad de un yo racional puro. 85 86

Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 34, págs. 94-5. Ibíd., pág. 96.

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Insistiendo precisamente en esta consideración de su maestro sobre la intuición eidética, Max Scheler desarrolló el significado antropológico de la capacidad ideatoria que brinda al hombre la posibilidad del conocimiento. Según su concepción87, el conocimiento nos permite representarnos el mundo y captar intuitivamente la esencia de las cosas. Pero, a diferencia del acto ideatorio por el que se nos descubre la esencia de las cosas que conocemos, su existencia se nos hace patente por una vía muy distinta. En efecto, la existencia de las cosas se nos revela en una experiencia más primaria, a saber: en la vivencia de la resistencia que ofrece el mundo ante nuestros impulsos. Esta vivencia precede a toda conciencia representativa y no es exclusiva del hombre. Y además no puede llamarse en rigor conocimiento, porque no hay representación alguna en ella: no es un acto del espíritu —de acuerdo con la terminología de Scheler—, sino la vivencia de que hay una realidad que se nos hace patente en la resistencia que encuentra nuestro impulso vital. Pues bien, partiendo de esa base, y yendo más allá, idear el mundo sería, por ello mismo, «desrealizarlo», es decir, abolir el momento de la realidad fáctica misma (haciendo epojé —diríamos con Husserl— de su existencia, que significa resistencia, presión, etc.), y, según eso, el conocimiento mismo, en cuanto ideación de las esencias al margen de toda existencia, es un acto ascético que comporta la anulación de ese impulso vital. La conclusión de Scheler es que el hombre no solo es un ser viviente, sino también el yo que es capaz de un acto contrario a la lógica de la vida, porque puede adoptar una actitud ascética frente a esta. Esta posición la desarrolla Scheler en el contexto de la discusión postnietscheana sobre el espíritu y la vida —y en un sentido dualista opuesto al planteamiento del propio Nietsche—, y conduce desde luego a un punto que rebasa los límites entre los que se desenvuelve la discusión de Husserl sobre el sujeto. Pero se orienta claramente de acuerdo con la concepción de este sobre la reducción eidética y su significado en el plano antropológico. Ahora bien, ese yo capaz de idear el mundo separándolo de su existencia fáctica se concibe como actividad que se adelanta a toda realidad ya dada. Por eso, en rigor, mi yo —según Husserl— no se puede identificar con mi cuerpo. Sin embargo, el cuerpo ocupa un lugar importante en la reflexión de Husserl acerca de la constitución del sentido. En Ideas II, en particular, Husserl examina el papel del cuerpo en la constitución de los objetos materiales captados por los sentidos: «Lo real-cósico del mundo circundante del yo tiene su referencia al cuerpo»88. Y allí añade que la con87 Véase El puesto del hombre en el cosmos, trad. de José Gaos, Buenos Aires, ed. Losada, 1938, págs. 67 y sigs. Y también las páginas que más arriba hemos dedicado a Scheler. 88 Ideas II, § 18, trad. de Antonio Zirión, México, UNAM, 1997, pág. 88.

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textura de las cosas materiales que son objeto de los sentidos (como «aistheta»), tal como se encuentran ante mí intuitivamente, es dependiente de la contextura del sujeto experimentante y está referida a mi cuerpo y a mi sensibilidad. Y, en consecuencia, el cuerpo es el medio de toda percepción, el órgano de la percepción. Hay que decir que, sin duda, toda la consideración de Merleau-Ponty acerca del cuerpo como sujeto, en tanto el yo está encarnado en él, arranca de la lectura de estas reflexiones de Husserl, cuyo texto inédito conoció Merleau-Ponty en el Husserl-Archiv de Lovaina. Sin embargo, Husserl no llegó a extraer las consecuencias que guiaron al pensador francés en su reinterpretación de la fenomenología, que —en nuestra opinión— se desenvolvió en una dirección que rompe con el idealismo de Husserl. Pues este piensa que, ciertamente, soy un cuerpo que centraliza toda mi experiencia sensible. Pero ese cuerpo que soy se me presenta como una cierta objetivación de mi yo. Del mismo modo que puedo poner en práctica una iniciativa que se distingue y se adelanta a su posible objetivación posterior en hábitos, rutinas o automatismos en general, en los que se pierde el carácter genuino de mi acción primera, también mi cuerpo es en cierto modo —aparte de la naturaleza que me recorre por dentro y por fuera— un precipitado de impulsos y acciones que se sedimentan como el pasado de mi yo89. Por otro lado, puedo experimentar mi propia corporeidad mediante sensaciones de diversos tipos que me la presentan como algo que en cierto modo no puedo separar de mí mismo. Sin embargo, esas sensaciones que me delatan como el cuerpo que soy me colocan ante mi propia pasividad. Por eso, Husserl distingue de ellas la actividad originaria del yo, que por un lado parece adelantarse a toda percepción pasiva de nosotros mismos, pero que también procede a partir de esta mediante un acto reflexivo posterior que vuelve conscientemente sobre sí y le permite diferenciarse de ese cuerpo para designarse a sí mismo como un yo. El yo queda en cierto modo corporeizado no solo cuando se constituye como sujeto sensible, sino también cuando él mismo se convierte en objeto de su propia experiencia, y, por ello mismo, en algo ya dado de nosotros mismos, cuya expresión más inmediata es mi cuerpo. Pero distinto siempre de este yo encontrado es el yo que busca en cuanto actividad autoconsciente que se sustrae a toda objetivación o que, al menos, renace una y otra vez a partir de esta. Así pues, en este segundo sentido, mi cuerpo es mío, pero no soy yo. Y el momento irreductible de la subjetividad humana consiste en ese modo de resurgir del yo, que siempre de nuevo se diferencia de lo que ya era en cuanto yo cosificado u objetivado como cuerpo. La grandeza de 89

Como veremos, este es el significado que extrajo Sartre de esta cuestión, al cual sin embargo se opone Merleau-Ponty.

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la filosofía de Husserl —nos parece— se halla justamente en el reconocimiento de ese momento de irreductible subjetividad que acompaña a la experiencia humana. Aunque, según nuestra interpretación, su proyecto filosófico se desenvuelve de acuerdo con la tradición idealista, que lleva a cabo una hipóstasis del yo, cuya precedencia última trata siempre de justificar. Ahora bien, antes hemos hablado de un yo racional puro, que por definición —si somos consecuentes en el uso de las palabras— sería condición de toda experiencia y, en ese sentido, enteramente independiente de esta. De acuerdo con este término tomado de Kant90, tal sujeto no solo sería a priori, en el sentido ya explicado de ser condición de las nuevas experiencias —aunque, según Husserl, sí se habría enriquecido con las experiencias anteriores depositadas en él—, sino que sería además puro y, por lo tanto, independiente de toda experiencia. Ese ego puro invocado por Husserl es, por lo tanto, un yo desencarnado, un yo que en cierto modo se anticipa radicalmente al mundo en su totalidad en cuanto es condición de todo cuanto en este pueda presentarse con sentido: el que corresponde al eidos o esencia del ego. Y, sin embargo, en rigor, puesto que —a diferencia de lo establecido por el dualismo kantiano— se trata siempre de un único yo considerado en diferentes niveles de profundidad, ese yo puro ha de ser considerado como la condición última de posibilidad de todas las experiencias, en cada una de las cuales adopta una forma distinta de presentarse como tal sujeto. Sería el concepto mismo del sujeto pensado en su máxima universalidad como condición necesaria de la experiencia. De modo que ese ego racional puro es el que se anticipa al sujeto —que él mismo es— que en cada caso concreto protagoniza una vivencia cualquiera que se le hace presente en el tiempo, en cuanto sujeto primigenio o absoluto establecido en un proto-presente o presente intemporal. En Ideas II aborda también la cuestión del yo puro, y lo hace desde la consideración de la correlación esencial constituyente-constituido, que es un absoluto para la fenomenología. En efecto, todo lo objetivo, en el más amplio sentido, es pensable solamente como correlato de la conciencia posible que lo constituye91, la cual puede objetivarse a su vez en un acto de reflexión; pero entonces tenemos que contar finalmente con una concien90

Recuérdese que, de acuerdo con Kant, «puro» es aquel conocimiento que no solo es a priori, sino que además no ha recibido ningún añadido empírico. Parece que Husserl tiene en cuenta este uso de Kant, al cual él añade en ocasiones otro cuando habla, por ejemplo, de fenómeno puro o de la pura corriente de las vivencias. En este caso, «puro» se usa con el significado del ser que resulta después de haber suprimido la actitud natural mediante la reducción trascendental. 91 Ideas II, § 23, pág. 137.

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cia absoluta constituyente o yo puro, como fuente originaria de irradiación del pensamiento y de toda actividad intencional92. Esta es la noción del poloyo, según la cual el yo no puede desaparecer jamás, siempre está en sus vivencias y se dirige a lo objetivo en un rayo actual, aunque también puede permanecer como un yo latente, en cuyo caso experimenta, obra o padece, pero sin ejecutar acto alguno ni lanzar una mirada actual hacia algo. Así pues, la reflexión descubre al yo como una variación fenomenológica a partir del modo en que toda vivencia está referida al ego puro93. Es decir: toda expresión del yo en cualquiera de los niveles en los que se presenta es descubierta ahora como manifestación del ego puro. Paradójicamente, sin embargo, sostiene Husserl que ese yo puede captarse a sí mismo como lo que es: «A la esencia del yo puro pertenece, pues, la posibilidad de una captación originaria de sí mismo, de una «percepción de sí mismo»94: tal es el eidos «yo». Ahora bien, esto nos resulta sorprendente, pues aquí Husserl no distingue entre el yo que inicia la reflexión y aquel sobre el que esta recae. O, mejor dicho: sí distingue entre esos dos momentos, pero como variaciones que afectan a la vivencia que se produce en cada caso, sin que afecten en cambio —según dice— al yo en cuanto tal. Se trataría de la autointuición inmediata del yo de la que ya habló Descartes. Pero esto nos parece insostenible, pues si el yo se convierte en objeto para sí mismo se pierde la inmediatez del sujeto como tal. Husserl lo plantea así para evitar la dialéctica de sujeto y objeto, lo cual le obliga a aferrarse a esa autointuición intelectual del yo de cuño cartesiano. Por eso, dice que lo que se altera fenomenológicamente en esa autoobjetivación no es el yo mismo, sino la vivencia que hace. Porque «...el yo es el sujeto idéntico de la función en todos los actos de la misma corriente de conciencia; es el centro de irradiación, o [también] centro de recepción de radiación, de toda vida de conciencia, de todas las afecciones y acciones...»95. Según eso, el yo puro es mudable en sus actuaciones, en sus actividades y pasividades, pero estos mudamientos no lo mudan a él, que como tal es inmutable, ni se origina ni cesa, y es el mismo e idéntico en la corriente unitaria de las vivencias, que está constituida como una unidad del tiempo inmanente infinito. Husserl sustituye, pues, el yo-sustancia cartesiano, que precede a sus modos y atributos, por el yo inmanente al flujo de vivencias, habitante y unificador de las mismas. De modo que —según dice— ese yo, siempre ya dado en mismidad absoluta, puede captarse adecuadamente 92 Todo lo dado, la naturaleza, o la realidad en general, es el correlato de esa conciencia, que es absoluta en el sentido fenomenológico. Véase ob. cit., § 49, pág. 225. 93 Ob. cit., § 22, pág. 136. 94 Ob. cit., § 23, pág. 137. 95 Ob. cit., § 25, pág. 141. Los corchetes son míos.

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en el giro reflexivo de la mirada que regresa a él como centro de toda función96, y puede mirar hacia atrás haciéndose consciente de sí como el sujeto de estas cogitationes recordadas97. Así pues, de modo similar a como lo hace Kant en la Crítica de la razón pura, también Husserl entiende que hay un yo originario que se apercibe como uno e idéntico en todas sus vivencias. Solo que esa noción de un yo transcendental —según vimos— no le lleva a justificar una lógica referida a las formas a priori del conocimiento, sino que le conduce a la tarea interminable de carácter fenomenológico de investigar las innumerables maneras en que se constituyen los objetos que aparecen a la conciencia, y, a través de todos los modos de constitución, a la afirmación de un polo-yo como condición de todo lo constituido. Por eso, puede escribir que, aun cuando el yo es siempre uno y el mismo, el sujeto empírico debe considerarse como una cierta autoobjetivación del yo puro, el cual queda constituido como yo empírico con ocasión de determinadas vivencias concretas de las que un individuo es protagonista. En efecto, en cuanto forma parte de la realidad natural y social, ese yo real —como toda realidad— está constituido como una unidad a partir de una multiplicidad de experiencias de la corriente de conciencia y referido además a una conciencia intersubjetiva98. Sin embargo, el ego puro «...no es un factum empírico-psicológico. En efecto, nos las vemos con la conciencia pura antes de la constitución del sujeto psíquico real99. En cierto modo, por lo tanto, el ego puro no es real, pues toda realidad se presenta como tal en cuanto fenómeno, es decir, como algo cuyo sentido ha tenido que ser constituido por una conciencia, que es su condición de posibilidad. Por eso escribe Husserl en Ideas II que, en última instancia, el sujeto transcendental es el yo puro, condición de toda realidad, incluso de la realidad del alma o de la persona: «Para nosotros, lo primero que hay que considerar es la unidad del yo puro (trascendental), y luego la del yo anímico real, o sea, el empírico, el sujeto inherente al alma, donde el alma está constituida como una realidad enlazada con la realidad del cuerpo o entretejida en ella»100. ¿Pero cómo se determina ese ego trascendental puro? ¿Y cómo accedemos a ese yo esencial, cuyo ser inteligible —el eidos «ego»— está separado de toda existencia fáctica? Según Husserl, no se trata de una noción 96

Ob. cit., § 24, págs. 140-1. Ob. cit., § 29, págs. 149-150. 98 Ob. cit., § 28, págs. 147-8. 99 Ob. cit., § 29, pág. 154. 100 Ob. cit., § 20, pág. 127. En el Anexo XII, § 5, págs. 402 y 404, de la traducción de Antonio Zirión que venimos citando, distingue Husserl entre el yo personal, el alma y el yo puro. 97

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extraída por abstracción de los diversos yoes, que retuviera lo que todos tienen en común, pues en tal caso no habríamos superado el nivel de lo fáctico: una esencia no es una suma de hechos. Por el contrario, ese ego esencial se alcanzaría mediante la «variación de posibilidad» de mi ego fáctico, según el método antes mencionado de la variación eidética. Es decir, a partir de mi yo particular y sin necesidad de plantear siquiera la cuestión de los otros yoes, puedo acceder a «un ego en general», de modo que «aquí la extensión del eidos “ego” está determinada por la autovariación de mi ego. Solo yo mismo me imagino como siendo otro, pero no imagino los otros. Así, pues, la ciencia de las posibilidades puras precede “en sí” a la de las realidades y únicamente ella posibilita a esta como ciencia»101. Por lo tanto, el ego puro o la esencia del yo se determina como un «ego trascendental en general», que Husserl distingue del «ego trascendental empírico-fáctico»102, del cual ya habíamos hablado antes. Ese ego puro, sin embargo, no es ajeno al yo individual, sino que está presente en él y en todo ego fáctico, del mismo modo que la esencia no es ajena a los fenómenos en que está presente. Ese yo puro es el yo racional que todo individuo es capaz de ser cuando se determina conforme a las ideas. Solo una noción semejante del yo le parece a Husserl que puede dar cuenta del significado racional del conocimiento, pues conocer implica rebasar el plano de la mera facticidad para alcanzar las ideas mediante las que se comprenden los hechos; significa, por lo tanto, captar la esencia de los fenómenos —reducción eidética— y no solo reducirlos a su pura inmanencia en la conciencia —reducción trascendental–. Semejante actividad ideatoria no es posible para un yo fáctico, sino tan solo para un sujeto que se adelanta radicalmente a su propio ser mundano. A la fenomenología le correspondería entonces la tarea de establecer cuáles son las legalidades conforme a las cuales ese ego puro se hace un yo concreto en cada caso y constituye intencionalmente sus objetos; cuáles son las fuerzas noéticas de máxima generalidad que definen su actividad. Hacia eso precisamente se encaminaría una egología pura. Por eso, escribe Husserl: La fenomenología (...) es un idealismo que no consiste más que en la autoexplicitación de mi ego como sujeto de todo posible conocimiento, llevada a cabo de modo consecuente en la forma de una ciencia egológica sistemática, y esto con respecto al sentido de todo lo que es, que debe poder tener justamente un sentido para mí, el ego. (...) Es la expli101 102

Meditaciones cartesianas, 4.ª, § 34, pág. 97. Ibíd., pág. 96.

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citación del sentido (...) de todo tipo de ser que yo, el ego, sea capaz de concebir, especialmente del sentido de la trascendencia de la naturaleza, de la cultura, del mundo en general103.

Parece, por lo tanto, que con Husserl se renueva esa vieja tendencia moderna que concede un privilegio a la relación de conocimiento cuando se trata de entender la relación del yo con las cosas y consigo mismo. El primado del yo para él significa que este finalmente debe comprenderse como un principio constituyente de todos los objetos e, incluso, de sí mismo cuando se trata de la realidad fáctica del yo mundano. El ego puro es un principio ineludible cuando, como hace la fenomenología, se considera toda realidad como objeto para la conciencia o fenómeno constituido por esta, puesto que toda constitución requiere de un principio constituyente. De esta forma, la teoría de la constitución del sentido, tal como Husserl la desarrolla en Ideas II, se convierte en la teoría idealista que trata de justificar la necesaria precedencia del yo, instalado en un presente intemporal, respecto de todo cuanto pueda hacérseme presente en el tiempo y tener sentido para mí. Sin embargo, y a pesar del brillante esfuerzo argumentativo de Husserl, no deja de asaltarnos una y otra vez la duda de si acaso, por esta vía, esta concepción no se oculta a sí misma la vivencia del espesor del mundo y el peso de su opacidad, que nos sorprende y parece imponérsenos sin remitirnos a ninguna operación previa del yo; si no nos escamotea el sentido sorprendente del azar, al cual nunca nos podemos anticipar; si no nos hurta el significado de lo accidental cuando apela a un yo cuya actividad parece ir siempre por delante; si, en definitiva, no habría que considerar al yo como algo que más bien va a la zaga en relación con sus experiencias, en tanto aquel que primero se encuentra perdido y envuelto en ellas y solo trabajosamente puede luego hacerse cargo de las mismas comprendiéndose como un sujeto. Sin embargo, para Husserl, solo la subjetividad trascendental tiene el carácter de lo absoluto, solo ese ego es «irrelativo», ya que el mundo y sus objetos, aunque se admitan como reales, estarían marcados por su esencial relatividad en cuanto referidos al sujeto trascendental que constituye su sentido. Por otro lado, frente a la fenomenología, subsiste siempre la duda referida al supuesto primado atribuido a la conciencia y a sus pretensiones absolutas, que ya había sido formulada por Marx y Nietzsche, y que Freud hace suya de nuevo en la época de Husserl. Pues ese territorio de la conciencia que el fenomenólogo privilegia como el ámbito de constitución del sentido y de reflexión sobre el mismo es visto críticamente por gran parte del pensamiento contemporáneo —sobre todo, a partir de aquellos «maes103

Ob. cit., 4.ª, § 41, págs. 113-4.

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tros de la sospecha»104— como una esfera secundaria que se engaña sobre el origen del sentido. De modo que, contra lo que pretende la filosofía de la reflexión, habría siempre algo irreflexivo que precede y se oculta a la actividad de la conciencia. Eso, por cierto, lo ha llegado a concebir la fenomenología de Husserl mediante el concepto de la síntesis pasiva, que implica que todo nuevo sentido se alumbra a partir de la asociación con algo ya constituido de antemano y que puede ahora traerse a la conciencia; ahora bien, eso significa atribuir siempre a esta el papel central, de modo que lo inconsciente se reduce así a aquello a lo que no se atiende actualmente pero puede siempre hacerse consciente. Y, en cuanto al argumento central esgrimido por la tradición que conduce de Descartes a Husserl, que se aferra a la certeza sobre la conciencia inmediata, hay que precisar que dicha certeza no constituiría propiamente ningún saber verdadero acerca de sí mismo, en tanto aquella crítica descubre el carácter derivado de la conciencia, incapaz de poseerse a sí misma en cuanto producto de algo de lo que ella misma procede y que escapa a su poder reflexivo.

9.9. El yo de los otros y el problema de la intersubjetividad Hay que hacer notar que el yo racional o puro, que para Husserl es el ego esencial y que da la idea de lo que es todo sujeto fáctico, es concebido por él como el verdadero yo de la conciencia, en cuanto se trata de la última y más irreductible forma del ego que opera en todo yo existente. Ahora bien, Husserl dice que en su máxima concreción el sujeto existe como yo monádico105 con su propio mundo vital (Lebenswelt), en el cual tiene que encontrarse el momento fundacional de todo sentido. A partir de ahí, a la fenomenología se le plantea la dificultad de explicar cómo se concilia esta última afirmación con la existencia indudable de un mundo objetivo y común de significados con una realidad social e histórica que se imponen al individuo. Y sobre este asunto se ha dicho que «la fenomenología es la única filosofía trascendental que toma en serio el proble-

104

Paul Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, trad. de Armando Suárez, México, Siglo XXI editores, 1970, págs. 32 y sigs. («La interpretación como ejercicio de la sospecha»). 105 A este respecto, conviene precisar que así como la distinción kantiana entre el sujeto trascendental y el sujeto empírico es al mismo tiempo la distinción entre un sujeto transindividual y un yo individual, en Husserl, en cambio, según hemos visto, no se mantiene esta dicotomía.

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ma de la historia y que puede hacerle frente»106. Pues bien, la discusión de este problema nos lleva a la cuestión de la intersubjetividad y, en definitiva, a la que se refiere a la relación con los otros. Pero esto último, a su vez, remite a la pregunta acerca de cómo se presenta el prójimo en la esfera de mi conciencia. En cualquier caso, la cuestión de la intersubjetividad, expresada en abstracto, se refiere a ese tipo peculiar de experiencia común que se da en la relación entre diversos sujetos. Pero hay que decir, en contra de algunas interpretaciones, que lo intersubjetivo no es sinónimo de lo social, pues lo intersubjetivo hace referencia sin más a la relación entre los sujetos, cada uno de los cuales comparte en cierta medida las experiencias del otro, mientras que lo social alude además a una cierta realidad objetiva que media en la relación entre ellos y que tiene entidad propia, como pueden ser los usos o las normas. Ortega lo explica brillantemente cuando señala el sentido impersonal de lo que es propiamente social: así —nos dice—, el guardia que hace un gesto al peatón para que se detenga no está manteniendo con este un trato personal, sino que actúa como agente de la autoridad; ni él ni el peatón aparecen en esa relación propiamente como personas, sino encarnando símbolos cuyo significado está cifrado en los códigos sociales, como —por ejemplo— el de la circulación. La «socialidad» existe de ese modo: como algo impersonal que en algún momento originario pudo tener el carácter de la mera intersubjetividad, pero que se ha endurecido en una forma objetiva de tipo simbólico que se intercala en la relación entre los sujetos. Por eso dice Ortega que lo social es lo humano despersonalizado o deshumanizado, o también lo humano sin el hombre107, aunque hay que decir que esta última fórmula encierra un sentido peyorativo que apunta —como también pasa en el caso de Heidegger— a una visión recelosa de la sociedad, especialmente la moderna. En cualquier caso, digamos en resumen que lo social encierra un momento de intersubjetividad, al cual le añade además un momento de objetividad que contribuye a dar sentido a la relación entre los sujetos. Y precisamente la concepción de Husserl se sitúa en el límite de esta distinción, pues su proyecto filosófico, en este punto, consiste justamente en el intento de reducir siempre el sentido de toda realidad social objetiva a la conciencia intersubjetiva que le sirve de base, convirtiéndose de este modo la intersubjetividad en un principio trascendental, tan solo a partir 106 Véase E. Stroker, Husserl’s Trascendental Phenomenology and History, incluido en K. K. Cho (comp.), Philosophy and Science in Phenomenological Perspective, Phaenomenologica, 95, Dordrecht, M. Nijhoff, 1984, pág. 207. 107 Véase El hombre y la gente, cap. VIII: «De pronto, aparece la gente», Madrid, EspasaCalpe, 1972, págs. 143 y sigs.

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del cual adquirirían su sentido los fenómenos sociales. Y convirtiéndose además en un principio crítico, por cuanto supone el rechazo de toda tentación de hipostasiar o cosificar las relaciones sociales. Paul Ricoeur comenta a este respecto que la sociología comprensiva de Max Weber puede entenderse como el desarrollo sociológico de esta idea de Husserl, que reacciona en contra de una fenomenología del espíritu de tipo hegeliano mediante una fenomenología de la intersubjetividad: el concepto de la analogía del ego (es decir, la comprensión del otro como un alter ego en analogía con mi propio yo), considerado como el trascendental de todas las relaciones intersubjetivas, permitiría combatir la tendencia a hipostasiar las entidades colectivas mediante la voluntad tenaz de reducirlas siempre a una red de interacción. La teoría de los tipos ideales de Weber podría entenderse entonces como una aplicación empírica de esta concepción de Husserl, que sustituye el espíritu objetivo hegeliano por la intersubjetividad108. Y de tal modo, además, que para Husserl la intersubjetividad no es una relación entre los sujetos sin más, sino un modo de ser fundamental de la conciencia: la conciencia es intersubjetiva y se encuentra fácticamente siempre en relación con los otros. En todo caso, la interpretación de la realidad social objetiva a partir de la intersubjetividad que le sirve de base es coherente con todo el pensamiento de Husserl, para quien no hay objeto sin una conciencia a la que aparece y en la que se origina un sentido para el mismo. En este caso, la realidad social y cultural constituye un tipo de objetividad que tiene como condición de posibilidad «la intersubjetividad monadológica», a cuyo ser trascendental se trata ahora de reducir aquella realidad. Pero si la intersubjetividad es una forma de conciencia, y esta «en su máxima concreción» es un yo monádico, habrá que buscar en este último la fuente de todo sentido, incluyendo la experiencia del yo extraño, la cual ha de poder ser reducida, mediante una «apercepción analógica», a la esfera exclusiva del propio yo. Este es el programa que se plantea Husserl en la quinta y última de sus Meditaciones cartesianas. Pero, desde nuestro punto de vista, lo que está aquí en cuestión, en primer lugar, es la posibilidad misma de considerar la conciencia intersubjetiva con antelación a la objetividad social y natural de la cual depende. Semejante pretensión presupone una visión abstracta del sujeto —aun cuando Husserl reconozca que siempre se encuentra de facto implicado con otros sujetos—, porque parte del inaceptable supuesto de que la relación entre los sujetos se puede considerar separándola del momento de objetivi108

Véase Paul Ricoeur, Hegel et Husserl sur l’intersubjectivité, incluido en AA. VV., Phénomenologies hégelienne et husserlienne, París, CNRS, 1981, págs. 11 y sigs.

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dad que se intercala entre ellos y determina de antemano la concreta forma social que necesariamente adopta toda relación interhumana. No hay una relación entre sujetos puros, separados de su concreta configuración en un lugar, tiempo y circunstancia determinados y de las fuerzas objetivas que los determinan. ¿Es que no hay siempre elementos objetivos que envuelven de antemano las relaciones entre los sujetos, que se adelantan a ellas y las definen, dotándolas además de un significado que trasciende a las conciencias —y estas acogen—, ya se trate del pasado común, de la cultura que comparten, o de otros aspectos objetivos que pueden aportar cada uno de ellos a su relación con el otro? Si es así, hemos de concluir que la noción de la intersubjetividad, así presentada como un modo de ser trascendental de la conciencia y abstraída, por lo tanto, de su concreta forma social y de su determinación natural, es una ficción del idealismo filosófico. Y que la pretensión misma de analizar la intersubjetividad en esos términos, que es justamente la tarea que emprende y desarrolla Husserl en la quinta meditación cartesiana, delata el carácter abstracto-especulativo de su análisis. Ahora bien, este concepto sí tiene sentido y es coherente con el conjunto del pensamiento de Husserl, en cuanto admite la noción de un sujeto puro, ante el cual y como parte de su mundo comparecen los otros con su propia subjetividad: el ego puro es para él el verdadero yo de la conciencia. Es verdad que Husserl puede reconocer que solo a través del otro me conozco como hombre, y que en ese sentido mi ser mundano se define a partir de mi relación con los demás. Pero, como siempre en Husserl, ocurre que el sentido de esa realidad mía constituida en la relación interhumana ha de poder ser remitido en última instancia al plano originario de constitución de todo sentido, que es el del ego monádico. De nuevo aquí se renueva esa paradoja de un yo que, siendo mundano, es al mismo tiempo —en cuanto sujeto trascendental— condición del mundo en el que está. El planteamiento de Husserl está condicionado por su toma de posición inicial, de cuño cartesiano, lo cual le lleva a plantear la discusión en los términos de un cierto subjetivismo, a saber: ¿cómo se me aparece el yo de los otros? Sin embargo, no la aborda al modo en que lo hace el idealismo subjetivista moderno, es decir, no pretende deducir la realidad de los otros hombres con su mundo interior de vivencias a partir de las representaciones de mi conciencia. Más bien lo discute según el enfoque característico de la fenomenología: se trata de reducir la experiencia del yo extraño al sentido que en absoluto puede tener esa experiencia para mí, la cual necesariamente me remite en última instancia a mi yo singular. Es verdad, sin embargo, que de hecho siempre me encuentro entre otros que tienen sus propias experiencias y cuya conciencia centraliza sus particulares vivencias, entre las cuales debo admitir también la que se

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refiere a mí en cuanto me convierto en objeto de su consideración109. Del mismo modo que los demás son parte de una vida —la mía— que se entiende a sí misma organizada en torno a mi conciencia como centro, mi propio yo se me aparece también descentrado, en cuanto formo parte de las vivencias de otros centros de experiencia que me son ajenos. Por lo tanto, la experiencia del alter ego replantea de una manera nueva y más profunda la cuestión de la alteridad y su posible reducción a la mismidad de mi conciencia, pues ya no se trata solo de la constatación de que hay otros yoes, sino que además lo Otro en general del mundo se me revela ahora como objeto de una conciencia ajena e interpretado por ella: como lo Otro del otro. A este respecto, Husserl afronta este problema del descentramiento hacia el que parece deslizarse el yo cuando se concibe como parte de la vivencia ajena mediante la reducción fenomenológica de esa experiencia, de modo que la vivencia que el otro tiene de mí es, a su vez, integrada entre mis propias vivencias. A esto precisamente se refiere Husserl cuando habla de «la doble reducción fenomenológica» en las Lecciones de 1910-11, conocidas como Problemas fundamentales de la fenomenología110. Por otro lado, esta conexión entre la experiencia de los diversos sujetos ha de admitirse si queremos dar cuenta del significado de la objetividad del conocimiento, cuya validez universal implica el reconocimiento de su valor intersubjetivo. En efecto, el recurso al prójimo es condición indispensable para la constitución de un mundo común, el cual se me revela en el conocimiento racional y científico. Como comenta Hyppolite, esta cuestión no ocupa un primer plano entre los filósofos clásicos anteriores a Kant, porque el cogito conduce primero a Dios como garantía suprema de la objetividad. Pero cuando el pensamiento crítico rechaza ese salto ontológico, el problema de la constitución de la experiencia viene a tropezar necesariamente con la cuestión del otro111. La universalidad de la razón, que funda la ciencia, así como la pretensión de universalidad de los valores morales, tiene por lo tanto este significado antropológico de poner de manifiesto una vía a través de la cual el sujeto trasciende su particularidad como individuo, superando en este punto al menos el solipsismo, que es la tentación de una filosofía que concibe al sujeto trascendental en su máxima concreción como un yo monádico. 109 Por eso dirá Sartre, prosiguiendo con esta reflexión, que la aparición del prójimo me arranca del centro del mundo, en cuanto socava la centralización operada por mí en él. Véase El ser y la nada, trad. de Juan Valmar, Madrid, Alianza Universidad/Losada, 1984, pág. 284. 110 Véase Problemas fundamentales de la fenomenología, ed. cit., § 39, págs. 124 y sigs. 111 Jean Hyppolite, L’intersubjectivité chez Husserl, texto incluido en Écrits de Jean Hyppolite, I, París, P.U.F., 1971, pág. 504.

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En general, nos parece que en la discusión del problema de la intersubjetividad Husserl combina dos enfoques. Por un lado, desde una perspectiva subjetivista de cuño cartesiano, se trata de saber cómo a partir de mí mismo se me hace presente la subjetividad del otro y, en mi relación con él, cómo se genera la esfera intersubjetiva (a partir de la cual podríamos entender entonces el fundamento del mundo objetivo). Pero, por otro lado —y desde otra perspectiva—, se nos plantea como problema el hecho insoslayable de que el mundo en que me desenvuelvo lo reconozco, en buena medida, como un mundo común y compartido con los demás, de tal manera que en este segundo enfoque la relación intersubjetiva estaría presupuesta (y ello exigiría entonces encontrar en la conciencia la base de la misma). Pero, en realidad, esos dos enfoques son complementarios y expresan el doble sentido de la intencionalidad: el que va de la conciencia al objeto y el que, a partir de este, busca en la conciencia las operaciones que lo constituyen. Dicho de otro modo, la realidad de un mundo intersubjetivo es el nóema que sirve de hilo conductor trascendental para hallar en la conciencia las funciones noéticas que lo configuran; y, a la inversa, desde el yo monádico, y siguiendo el despliegue de su intencionalidad constituyente, se trata de aprehender analógicamente la experiencia del extraño y, más allá, la de una realidad que él comparte conmigo. Pues bien, Husserl indica que esa experiencia compartida apunta a una «esfera del ser trascendental como intersubjetividad monadológica»112; es decir, el ego trascendental es una conciencia intersubjetiva. Por lo tanto, Husserl reconoce a la intersubjetividad de la conciencia un papel constituyente del sentido de los fenómenos sociales y del mundo objetivo en general. De igual modo que la conciencia es temporal y encarnada en un cuerpo, también es intersubjetiva, y la reducción fenomenológica descubre que el mundo es, en cuanto fenómeno, el resultado de la actividad constituyente de la intersubjetividad trascendental113, lo cual nos obliga a atribuir un carácter fundante a esa conciencia intersubjetiva. En términos generales, nos parece que el término «intersubjetividad» es utilizado de manera equívoca por Husserl, y ello por diversas razones: a) En primer lugar, porque —como hemos dicho— a veces tiende a confundirse con el mundo objetivo, en tanto que compartido, del cual decimos entonces que es intersubjetivo. Pero ese uso del término obedece —según se ha señalado— al subjetivismo que alienta en el pensamiento de Husserl, en el cual el objeto es remitido una y otra vez al sujeto. 112 Meditaciones cartesianas, 5.ª, «Descubrimiento de la esfera del ser trascendental como intersubjetividad monadológica», págs. 119 y sigs. 113 Véase Javier San Martín, La fenomenología de Husserl como utopía de la razón, pág. 117.

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b) Por otro lado, y en otro sentido, se plantea otra ambigüedad cuando el término en cuestión se refiere tanto a las relaciones entre diversos sujetos, de las cuales decimos entonces que son intersubjetivas, como también a un modo de ser trascendental de la conciencia, en cuyo caso decimos que esta es intersubjetiva. Así, por ejemplo, habla Husserl de una «comunidad intermonádica»114 y de «intersubjetividad monadológica»115, pero también de conciencia monádica intersubjetiva. En este caso, la ambigüedad también es calculada, porque de acuerdo con su interpretación esas relaciones intersubjetivas en las que el yo siempre se encuentra inmerso han de poder ser reducidas al yo monádico, de modo que el alter ego tiene que comprenderse como una ampliación al otro del ego singular, cuya conciencia llega a ser entonces intersubjetiva. c) En tercer lugar, el concepto de intersubjetividad es referido al conocimiento de distintas regiones del ser, de modo que Husserl puede decir ya en las Lecciones de 1910-11 que «intersubjetivo es todo conocimiento matemático»116, y que «es intersubjetivo, igualmente, cualquier conocimiento físico»117. A lo cual podríamos añadir que también es intersubjetivo el conocimiento de los «objetos» culturales, los cuales, a diferencia de los objetos matemáticos —que son ideales— y de los objetos físicos —que son reales, con una realidad independiente de la realidad humana—, son constructos 114

Meditaciones cartesianas, 5.ª, §§ 55-56, págs. 159 y sigs. Esta expresión forma parte del título de la Meditación Quinta. 116 «Cualquiera provisto de intuición espacial [podría] emitir y ejecutar los mismos juicios acerca del espacio con los mismos fundamentos...» Ese conocimiento —añade— se refiere a la esencia ideal de algo general, que es no solo independiente de los actos singulares llevados fácticamente a cabo para alcanzarlo, sino que además, aun siendo intersubjetivo, no requiere de intercambio alguno de experiencias. Véase Problemas fundamentales de la fenomenología, anexo XXV al § 36, págs. 177-8. Los corchetes son míos. 117 Aunque, en este caso, por otra razón —según aclara Husserl—: «por lo que respecta al conocimiento físico, su intersubjetividad radica en que todos podemos mirar uno y el mismo mundo espaciotemporal al que, por nuestro cuerpo, pertenecemos nosotros mismos...» Aquí se trata, por lo tanto, de un conocimiento empírico, respecto del cual —añade a continuación— «los diferentes individuos, gracias al “intercambio” de sus conocimientos y relaciones de conocimiento, pueden constituir un sistema de coordenadas común (...) y un punto temporal que sea en cierto modo determinable de forma común.» De tal manera que «cada conocimiento experiencial intersubjetivo está relacionado con un grupo (...) de seres inteligentes que están en relación de posible empatía.» Ob. cit., ibíd. También en Ideas II aborda de nuevo Husserl la cuestión de la intersubjetividad que corresponde a la objetividad de la cosa física y de la Naturaleza en general, y lo hace en el contexto de la discusión acerca de los diferentes niveles de constitución de objetos y, en concreto, en referencia al papel del cuerpo propio y a su relación con los cuerpos de los otros sujetos: véase Ideas II, § 18 de la edición citada, págs. 87 y sigs. 115

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que obedecen a la acción humana concertada, aunque lleguen a tener una inercia propia u objetiva. Así pues, la intersubjetividad del conocimiento en algún caso, como el de la lógica o las matemáticas, no requiere de ningún intercambio de experiencias. Por el contrario, la intersubjetividad del conocimiento empírico requiere del intercambio de experiencias entre los sujetos. Este intercambio puede construir un mundo común con significados objetivos, como los que constituyen la esfera social y cultural. En cualquier caso, según Husserl, el reconocimiento compartido de una misma realidad objetiva (el ser de la naturaleza o el de la cultura) que se impone a los sujetos individuales entraña alguna forma de intersubjetividad en la que se encuentra el significado del objeto en cuestión. Ahora bien, ese significado tiene que poder ser comprendido como una modificación intencional de un sentido primigenio constituido para dicho objeto en la esfera de la plena concreción monádica del yo118. La constatación de que hay un mundo común compartido y otros centros de experiencia distintos del mío plantea al fenomenólogo la tarea de encontrar en la conciencia del yo monádico el sentido último de esa experiencia. Por eso, Husserl recurre a la reducción fenomenológica para explicar «la aparición del otro yo»: Tenemos que procurarnos una visión que penetre en la intencionalidad explícita e implícita en la que, sobre la base de nuestro ego trascendental, el alter ego se anuncia y verifica: tenemos que ver cómo, en qué intencionalidades, en qué síntesis, en qué motivaciones se configura en mí el sentido alter ego (...) Esta experiencia y sus efectuaciones son (...) hechos trascendentales de mi esfera fenomenológica119.

Así pues, una vez establecido el significado trascendental de la intersubjetividad en relación con la noción de un mundo común compartido, Husserl pretende a su vez reducir la esfera intersubjetiva a la esfera propia del yo monádico, de tal manera que la intersubjetividad es comprendida a través de una «ampliación» al otro de la propia subjetividad, que mediante una doble reducción remite primero la experiencia ajena al yo-otro que la constituye y, segundo, retrotrae esa experiencia a mi propia subjetividad, tan solo en la cual —según Husserl— se origina todo sentido. Pero ¿cómo salgo de mí mismo hacia los otros? En realidad, así planteada, esta pregunta presupone algo falso, porque el yo nunca ha estado encapsulado en sí 118 119

Meditaciones cartesianas, 5.ª, §§ 44-48, págs. 125 y sigs. Ob. cit., 5.ª, § 42, págs. 121-2.

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mismo como si se tratara de una mónada originalmente aislada. En este punto fue más lúcida la posición de Hegel, desarrollada por Marx y, a su manera, también por Freud: el yo monádico es una ficción y, en consecuencia, no hay tal salida de mi yo hacia los otros yoes, puesto que solo entre los otros y frente a ellos se constituye el sí-mismo singular que soy. En otros términos: mi autoconciencia contiene como uno de sus momentos esenciales el del yo-otro, y lo contiene como un momento co-originario de su propia constitución. De tal manera que, como nos explicó Hegel en el célebre pasaje de la Fenomenología del espíritu acerca de la lucha por el reconocimiento, una autoconciencia solo es posible junto y frente a otra, y nunca aisladamente. Dicho de otra manera: no hay un yo monádico primigenio, cuya mismidad sea previa al ser de los otros, porque el yo se constituye precisamente como un yo-otro respecto de los otros. Sin embargo, el pensamiento de Husserl permanece fiel a una filosofía del cogito, de modo que la intersubjetividad será subordinada al ego meditans. Como comenta Hyppolite, este es el punto principal donde el planteamiento de Husserl difiere del de Hegel, quien reconoce este problema en la Fenomenología del espíritu. Pero para Hegel se trata siempre de la constitución del nosotros, de tal manera que para él la formación de la intersubjetividad trasciende a cada una de las conciencias de sí en las que aquella se constituye. Husserl, por el contrario, no se sitúa en el marco de una filosofía del espíritu, sino en el de una filosofía del cogito120. Por lo tanto, desde su punto de vista, aun cuando la subjetividad del hombre vive en un horizonte social, ocupado por cuerpos y de carácter temporal, la condición del sentido de esas realidades radica en el yo que se adelanta a mi cuerpo y a los otros, y cuyos recuerdos y proyectos distienden el ahora fluyente de la conciencia hacia el pasado y el futuro. Así pues, de acuerdo con el enfoque de Husserl, los sentidos compartidos intersubjetivamente (por ejemplo, los que se hallan en los símbolos culturales) han de poder ser retrotraídos ellos mismos a su vez al momento primordial de constitución de todo sentido en la esfera del yo propio. Por lo tanto, la invocación de un yo monádico puro le permite a Husserl reducir la intersubjetividad a la esfera de la propia mismidad. Por eso dice Szilasi, interpretando a Husserl, que yo estoy presente a mí mismo como yo puro, pero mi determinación psicofísica (o sea, el yo psicofísico que soy con todo mi mundo vital, en el que encuentro también a los otros) me está co-presentada. A partir de ahí, Husserl considera legítima la tarea de determinar la esfera propia y exclusiva de mi yo individual a través de una epojé que lleve a cabo la reducción de la experiencia trascendental a la 120

Jean Hyppolite, ob. cit., págs. 506-507.

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esfera de la pura mismidad del ego monádico: hacemos abstracción de todo lo mundanal constituido intersubjetivamente para alcanzar el «sí-mismo propio» y, como su correlato, lo que es exclusivamente suyo en su experiencia del mundo121. Así pues, se trata ahora del yo trascendental en su máxima concreción, tan solo a partir del cual aparecen todos los sentidos, incluido el del mundo como tal con los sujetos que lo habitan. Pero llevar a cabo semejante empresa significa determinar con precisión «la esfera de lo que me es propio» (Eigenheitssphäre) como concreto yo monádico, haciendo abstracción de toda intencionalidad referida a la subjetividad extraña para alcanzar así el ámbito de la mismidad en que se constituye «lo propio de mi ego»122. La pretensión de realizar esta separación delata —aparte de lo que ya se ha comentado antes— el significado antidialéctico del enfoque de Husserl, porque supone la tesis de que es posible aislar el yo individual y definir en él un estrato último en que se constituye originariamente el sentido de lo real. Aun aceptando que el sentido de un mundo común remite a la pluralidad de los sujetos que lo experimentan y contribuyen a configurarlo, su reducción a la esfera trascendental de mi conciencia reconduce aquel sentido a mi ego monádico como estrato último en el que se instituye, pues «la reducción trascendental me liga a la corriente de mis puras vivencias de conciencia. (...) [Estas] son inseparables de mi ego y (...) pertenecen a la concreción misma del ego (...) Pero, ¿qué sucede entonces con los otros egos?»123. La apelación en este contexto a la analogía pone de manifiesto la dificultad de esa tarea. En las anteriormente ya citadas Lecciones del semestre de invierno de 1910-11, conocidas y publicadas como Problemas fundamentales de la fenomenología, no solo recurre Husserl a la analogía, sino también al concepto de «empatía» (Einfühlung), que significa una especie de proyección que nos abre a la vida anímica del otro124. De acuerdo con el enfoque de estas Lecciones, a través de la empatía una conciencia tendría la vivencia de otra conciencia distinta125, operando además aquí un tipo especial de analogía: en ella no se alcanza la representación del otro en una imagen, sino que intuimos en el otro su vivencia de manera inmediata y no al modo en que lo hace la conciencia representativa y objetivadora. Es decir: no se trata de la «representación» del otro en una imagen de la fantasía (Verbildlichung) y en analogía con la representación que pueda tener de mí

121 122 123 124 125

Meditaciones cartesianas, 5.ª, § 44, págs. 129-131. Ob. cit., 5.ª, § 44, págs. 125 y sigs. Ob. cit., 5.ª, § 42, pág. 120. Los corchetes son míos. Problemas fundamentales de la fenomenología, passim. Ob. cit., § 38, págs. 122-3.

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mismo, sino de su «presentización» (Vergegenwärtigung)126, en la que se me revela su intimidad. En las Meditaciones cartesianas apenas aparece el término «empatía», quizá por las resonancias irracionales que suscita127; en cambio, sí encontramos aquel uso sui generis de la analogía, noción que se emplea en conexión con la experiencia del cuerpo ajeno. A este respecto, Husserl distingue entre el «cuerpo físico» (Körper), que es el cuerpo considerado como cosa u objeto espacial, y el «cuerpo orgánico» (Leib), que es el cuerpo vivido como organismo propio. De tal manera que cada yo en principio experimenta al otro como cuerpo físico, y a sí mismo como cuerpo orgánico; pero también se experimenta a sí como cuerpo físico en cuanto puede adoptar una actitud enajenante hacia su propia corporeidad128. Pero habla también del «cuerpo físico-orgánico» (Leib-Körper)129 cuando considera el cuerpo del otro que, aunque primariamente para mí es cuerpo físico, también lo experimento en analogía con la vivencia de mi propio cuerpo, que siendo físico se me presenta como cuerpo orgánico130: experimento a los otros como yoes que 126 Ob. cit., § 38, págs. 123-4. La decisión del traductor de transcribir este término como «representificación» es discutible, y quizá fuera preferible «presentización» o incluso «apresentación», ya que este último término —que luego será utilizado en las Meditaciones cartesianas— aparece cuando más adelante en estas mismas Lecciones dice Husserl que la intimidad del otro no se me hace presente directamente, sino que solo se hace «apresente» (appräsent) a través de su cuerpo, en cuanto este remite a un yo. Este yo ajeno es «compresente» con relación a su propio cuerpo, y se hace «apresente» en la esfera de mi propia experiencia. Por cierto que Ortega recoge este mismo enfoque en El hombre y la gente, cap. IV. 127 El término en cuestión aparece de pasada en el § 43, pág. 123 de la edición citada, pero Husserl lo menciona una vez, distanciándose de él y sin asumirlo claramente. Parece que Husserl tomó inicialmente este concepto de Theodor Lipps —aunque no su teoría sobre el tema—, pero no le satisfizo nunca del todo y acabó por dejarlo más bien de lado. Véase el comentario al respecto de Mario A. Presas en la nota 38 de su traducción de las Meditaciones cartesianas, págs. 123-4. El profesor Roberto Walton piensa, sin embargo, que Husserl siempre sostuvo la vigencia de ese concepto (observación expresada en una conversación particular). Sobre este asunto, véase el trabajo del profesor Walton «Fenomenología de la empatía», publicado en Philosophica, Revista del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica de Valparaíso (Chile), números 24-25, donde se distinguen diversas formas de la empatía. Lo cierto es que en Ideas II se refiere con amplitud al tema de la empatía, al que dedica todo un capítulo, aunque este texto es probablemente anterior a las Meditaciones cartesianas: véase Ideas II, §§ 43-47, págs. 203-213 y también el Anexo XII, § 5, pág. 400. 128 Esto último ocurre, por ejemplo, cuando uno se distancia de su propia mano y la mira al modo en que lo haría un observador que decide dibujar un objeto, o cuando nos miramos en un espejo. La técnica de los trasplantes de órganos, tan extendida hoy, nos permite también pasar de un concepto a otro, colocándonos en el lugar de quien se ha sometido a un trasplante y convierte el cuerpo físico que en principio le es extraño (el órgano que se le trasplanta) en parte de su cuerpo orgánico. 129 Sobre estos significados y las traducciones propuestas, sigo las sugerencias de Mario A. Presas en la nota 9 de la página 26 de su traducción de las Meditaciones cartesianas. 130 Ob. cit., 5.ª, § 43, págs. 122-3.

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gobiernan psíquicamente en sus propios cuerpos. Y este es el camino de acceso a las vivencias del otro yo, pues «...solo una similitud que, dentro de mi esfera primordial, enlace aquel cuerpo físico con mi cuerpo físico puede ofrecer el fundamento de motivación para la aprehensión analogizante del primero como otro cuerpo orgánico131. Esta «aprehensión analogizante» —nos dice a continuación— es una especie de «apercepción asimilante» y no una inferencia por analogía: una apercepción en la que comprendemos un sentido en cuanto lo remitimos intencionalmente a una «instauración originaria» en la cual se había constituido por primera vez un objeto de similar sentido. De tal modo que, según Husserl, la aprehensión del sentido del alter ego a partir de mi propio ego, y, en general, la comprensión de cualquier sentido de la experiencia cotidiana solo se produce mediante esa «transferencia analogizante» de un sentido objetivo, ya originariamente instaurado, al nuevo caso132. Es esta una explicación del proceso de la experiencia en la que los nuevos sentidos objetivos se aclaran retrotrayéndolos a las apercepciones correspondientes en las que se encuentra un sentido semejante al que se asimila el nuevo, y, en definitiva, finalmente a la esfera de la plena concreción del yo monádico, como condición de posibilidad de todo sentido. Así pues, el otro se «apresenta» en virtud de esa analogía que nunca alcanza a captar la conciencia ajena como algo presente en una percepción, sino —dice Husserl evitando el término «empatía»— en una «aprehensión analogizante»: el extraño solo es concebible como analogon de mi mismidad y con un sentido que necesariamente solo se constituye como modificación intencional de mi yo objetivado. Por lo tanto, «desde el punto de vista fenomenológico, el otro es una modificación de mí mismo»133. Y pocas líneas después añade que el ego extraño lo experimento como «un yo apresentado que no soy yo mismo, sino que es mi modificatum: “otro yo”»134. En rigor, el yo —y cualquier yo— se aparece en una apercepción, aunque se trate del yo ajeno: «Mi ego primordial constituye el ego que es otro para él en virtud de una apercepción apresentativa»135. Se hace claro, por lo tanto, que para Husserl el otro yo es siempre derivado respecto del ego primordial, identificado con el yo monádico propio, de tal manera que para él —como dice Wilhelm Szilasi— el único

131 132 133 134 135

Ob. cit., 5.ª, § 50, pág. 147. Ibíd. Ob. cit., 5.ª, § 51, pág. 152. Ibíd., pág. 153. Ob. cit., 5.ª, § 54, pág. 157.

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acceso posible al otro es la explicitación de lo mío propio136. De este modo, pues, Husserl se aparta decididamente de aquella otra tradición del pensamiento que, desde Hegel, considera la alteridad tan originaria como la mismidad, hasta el punto de poder afirmar —frente a Husserl— que la constitución de la mismidad del yo es inseparable del proceso por el que ese yo deviene el otro del otro, de manera que finalmente la verdad del yo es el nosotros. Por otra parte, el recurso en este contexto a la «apercepción analogizante» para aprehender la conciencia del otro es una aplicación en el terreno de la intersubjetividad del concepto «trascendencia en la inmanencia», mediante el cual trata de reducir lo trascendente a la conciencia relativizando su oposición con lo inmanente, al tiempo que retrotrae la objetividad de las cosas a la constitución de su sentido en la conciencia. El problema con Husserl es siempre el de esta «constitución de lo Otro», que no consiste en crear o dar realidad a partir del ego, pero sí en otorgar sentido a cualquier realidad que se me presenta. Siempre nos topamos con ese procedimiento en virtud del cual lo extraño se reencuentra como reconstruido por el yo. En este siempre se presume un sentido ya comprendido, tan solo a partir del cual y por asimilación al mismo —por «aprehensión analogizante»— puede comprender otros sentidos que se le propongan. Y así procede el conocimiento: atribuyendo al objeto que se me presenta un sentido ya conocido en otros objetos137, que ahora reconozco —aunque sea a través de una analogía asimilante— en el nuevo. La necesidad de esa conexión de lo extraño con lo ya conocido, para que aquello pueda ser asimilado —que Husserl expresa mediante el término «apareamiento» o «parificación» (Paarung)138— se produce de tal manera que lo extraño solo resulta accesible mediante la modificación intencional de mí mismo. Pero la pretensión de llevar a cabo esta última reducción revela de por sí, a su vez, un supuesto fundamental del pensamiento de Husserl: que no hay sentidos que se impongan al yo sino solo en cuanto este los interpreta desde su mismidad monádica. Y ello delata, a su vez, una cierta posición 136

W. Szilasi, ob. cit., pág. 132. A través de la asociación con dichos objetos, de acuerdo con la síntesis pasiva. 138 El significado de este término alude a esa conexión, pero tiene además una connotación biológica que indica metafóricamente que esa «unión» (de lo extraño con lo ya conocido) es precisamente lo que «hace nacer» el nuevo conocimiento. Sin embargo, la parificación tiene un significado más general en el pensamiento de Husserl, porque se trata de una forma originaria de asociación en la síntesis pasiva. En cualquier caso, y a partir de la síntesis pasiva, el nuevo sentido que nace implica que su síntesis contiene también un momento de actividad, pues de otro modo no se explicaría la ampliación del conocimiento a nuevos objetos y nuevos sentidos. 137

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respecto de la dinámica cultural que se nos antoja difícil de mantener ante el testimonio abrumador de las ciencias sociales, que tozudamente indican —en contra de la asignación de un papel primario a la iniciativa individual por parte de Husserl— que la forma que adopta la conciencia del individuo es un producto social y que la subjetividad es un resultado derivado de la dinámica cultural que modela a los individuos, los cuales a lo sumo se apropian de los sentidos que les sobrepasan para interpretarlos desde su singular posición elaborando de paso el espacio de su propia subjetividad. Ahora bien, el problema radica en determinar con precisión qué quiere decir «reducción» en este punto concreto. Porque Husserl admitiría sin problemas que los símbolos culturales no son establecidos por el yo, sino que lo trascienden necesariamente. Pero añadiría que la cuestión estriba en saber qué significan esos símbolos para mí, puesto que sin un sujeto que salga intencionalmente a su encuentro para apropiárselos nada serían en realidad. Ahora bien, eso quiere decir que la fenomenología desatiende a la dinámica independiente de la vida social y que se encuentra con la dificultad de dar cuenta de los procesos de cambio y de diferenciación cultural. Pues si todo sentido se origina en la conciencia —que no se limitaría, por tanto, a acoger lo que se le impone—, ¿cómo dar cuenta del sentido de los procesos sociales objetivos? Pero es que, además, esa apelación a lo que sean esos símbolos para mí, en tanto yo me los apropio, no salva el carácter supuestamente primario de esa apropiación como si fuera una actividad originaria del sujeto, pues esa apropiación que los individuos hacemos de los significados que nos sobrepasan está a su vez regida por pautas sociales de las que a menudo el propio yo individual ni siquiera es consciente. Por eso nos parece que Husserl, en la tradición del idealismo moderno, lleva a cabo una hipóstasis del yo, aislando y considerando separadamente el momento de la subjetividad que necesariamente acompaña a toda experiencia que pueda llamarse en verdad humana. Ese momento subjetivo tiene lugar ciertamente en cuanto el individuo no solo acoge sino que se apropia desde sí mismo del sentido de las cosas, que le es siempre ya dado de antemano como una realidad objetiva que se le impone y que él, a su vez, interpreta desde su singular posición contribuyendo a recrearla. Pero —hay que decir— esa apropiación o interpretación está también subordinada a factores objetivos. Pues bien, Husserl desenraíza y abstrae ese momento subjetivo, destacando además su papel activo —en la línea del idealismo que privilegia la relación de conocimiento— e interpretándolo de acuerdo con su doctrina de la intencionalidad constituyente. De ese modo distingue del yo mundano un yo que se adelanta al mundo en cuanto condición de posibilidad de este. Pero la originalidad y la sutileza de su planteamiento, y al mismo tiempo lo que hace tan difícil su comprensión —sobre todo si tratamos de asimilarlo al de Kant—, estriba en la

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concepción de ese ego puro —que se tiene inmediatamente a sí mismo como tal— como el que igualmente se determina como el yo psicofísico con su mundo vital (el yo mundano), en el cual —y como parte del mismo— se encuentran los otros yoes, con los que comparte además un mundo común. El primado del ego puro, en cuanto ego trascendental, se refiere entonces a su comprensión como esfera originaria de donación del sentido. 9.10. Breve apunte sobre la noción de LEBENSWELT Uno de los motivos que dificultan la comprensión del pensamiento de Husserl es su tendencia a revisar una y otra vez la tarea de abordar los problemas fundamentales, tarea que a menudo se convierte además en la definición de un nuevo comienzo de su filosofía. En este sentido, la evolución que apreciamos en su esfuerzo filosófico responde sobre todo a la idea que Husserl tenía de sí mismo como un eterno principiante que, descontento con los resultados obtenidos en sus escritos, dejaba sus textos sin publicar y recomenzaba de nuevo su tarea. Sin embargo, pensamos que sus investigaciones a lo largo del tiempo, aunque aportaron ciertamente nuevas perspectivas que desarrollaban, aclaraban y complementaban los conceptos fundamentales que ya había expuesto en el primer libro de Ideas, en lo esencial no alteraban su contenido. Dos de esas nuevas perspectivas son el enfoque genético de la fenomenología, al que antes hemos aludido, y la que se condensa en la noción de Lebenswelt: el «mundo de vida» o, quizá mejor, el «mundo vivido». En particular, este último concepto entraña un nuevo modo de interpretar el comienzo de la fenomenología, pero que propiamente no representa sino una profundización en aquel imperativo al que nos hemos referido al inicio de nuestra discusión de Husserl y que se resume en la fórmula «volver a las cosas mismas». En efecto, esta noción del último Husserl139 es utilizada para aclarar lo que su filosofía persigue desde el comienzo: la vuelta a las cosas mismas es un retorno al mundo que está ya siempre ahí como lo primero, como el suelo de toda experiencia y de toda construcción intelectual, como aquello que constituye nuestras vivencias básicas, a lo que Merleau-Ponty se refiere cuando habla de la fe en el mundo o «fe

139 Su significación se encuentra sobre todo en su última gran obra: La crisis de las ciencias europeas y la fenomenologia trascendental, §§ 28 y sigs., ya citada. Estos parágrafos se encuentran al inicio del capítulo III, apartado A, cuyo significativo título es «El camino hacia la filosofía trascendental fenomenológica en la interpretación retrospectiva a partir del mundo de vida dado con anterioridad».

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perceptiva»140. Ese retorno a las cosas significa la caracterización de un camino que la filosofía debe recorrer: el que desde el mundo ya ahí presente como horizonte siempre presupuesto, y a través de una tarea de depuración, descripción y reflexión, vuelve a él, a las cosas mismas, pero ahora para determinar el lugar donde se origina su sentido. Esto marca la pauta del esfuerzo filosófico de Husserl y lo hace en la lógica del idealismo, aunque de un modo original respecto de la tradición de Descartes o de Kant: el mundo no está configurado por la conciencia, ni es algo secundario en relación con esta, pero ese carácter originario suyo ha de comprenderse al mismo tiempo que se entiende que el sentido de las cosas y de todo lo mundano se origina en su relación con la conciencia, relación que Husserl concibe desde el primer momento como el darse de esas cosas a la conciencia en cuanto fenómenos. Así pues, la vuelta a las cosas mismas es un camino que arranca en ellas tal como se presumen de antemano en la primera vivencia de las mismas en el mundo vivido (Lebenswelt), y que tras alejarse de su inmediatez a través de la tarea mediadora de la conciencia regresa hasta ellas en el momento mismo en el que se constituyen con un sentido. Ese viaje de ida y vuelta es el que se lleva a cabo mediante la epojé y la reducción. Durante el camino, la actitud natural —que no es algo primario como el mundo vivido— representa la manera ordinaria de encontrarnos con las cosas, la cual ya está mediada por la tradición y los prejuicios, y comprometida con estos, y carece por lo tanto del carácter de radicalidad presente en la noción del «mundo vivido», hacia el cual se orienta el esfuerzo fenomenológico de depuración y descripción. El mundo de vida tampoco es el conjunto de los «datos de la sensación», en los que supuestamente cabría analizar lo realmente primero, que quedaría así objetivado en dichos datos analizables por la ciencia. Por el contrario, la ciencia y la objetivación que sus métodos llevan a cabo presuponen ya un horizonte primero o mundo de vida en el que se debate el sujeto: «Lo realmente primero es la intuición «meramente subjetivorelativa» de la vida precientífica en el mundo»141. Este concepto, por lo tanto, no significa de ningún modo el abandono de la filosofía del sujeto, sino más bien el intento por retroceder a ese punto originario en el que se genera la distinción entre sujeto y objeto, punto en el cual todo lo que no es sujeto y parece apuntar a una objetividad in nuce está, sin embargo, necesariamente referido a aquel. Por eso, dice Husserl:

140 Véase Le visible et l’invisible, texto fijado por Claude Lefort a partir de los escritos dejados por Merleau-Ponty y publicado por Gallimard en París, 1964. 141 La crisis..., § 34, pág. 131.

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El mundo de vida es el mundo espacio-temporal de las cosas tal y como las experimentamos en nuestra vida pre— y extracientífica y tal y como las sabemos como experimentables, más allá de que de hecho sean experimentadas. Tenemos un horizonte mundano como horizonte de posible experiencia de cosas142.

Por lo tanto, ese mundo vivido, que funciona constantemente como subsuelo, contiene virtualmente la diferenciación de los objetos, a los cuales hace relación como el horizonte de nuestra vida de sujeto. Todo es relativo al sujeto y al objeto, y solo esto último no es relativo: «...este mundo de vida posee en todas sus relatividades su estructura general. Esta estructura general, a la que está ligado todo aquello que es relativamente, no es ella misma relativa»143. Pero eso quiere decir que el mundo de vida entraña la unidad de sujeto y objeto, pero también su diferenciación, aunque Husserl se esfuerza por evitar el lenguaje de la dialéctica. Si el mundo de vida no fuera esa unidad diferenciada de sujeto y objeto no cabría siquiera la pretensión formulada por Husserl de elaborar una ciencia de esa realidad originaria144. Esa ciencia de evidencias originarias, por otra parte, ha de distinguirse de toda forma de ciencia lógica-objetiva, del tipo de ciencia cuyos métodos han triunfado tras la revolución iniciada por Galileo, pues se trataría ahora de un tipo de cientificidad más radical, que se retrotrae a un punto anterior a la consideración del objeto como realidad separada: sería la ciencia de máxima radicalidad que posee sus ocultas fuentes de fundamentación en la vida realizadora en última instancia145, en cuanto a priori universal en el que se fundaría incluso el a priori de las ciencias lógicomatemáticas146. Ahora bien, esto último muestra que Husserl parece concebir esa unidad de sujeto y objeto según la manera a la que le aboca el enfoque fenomenológico que, en su caso, se orienta además de acuerdo con el subjetivismo propio de la filosofía del cogito, que de manera antidialéctica entiende el mundo de vida como el ámbito en el que cabe encontrar las evidencias últimas o protoevidencias147. Pues bien, la fenomenología posterior a Husserl ha explorado este campo de problemas y, en ocasiones, ha reinterpretado aspectos fundamentales de esta filosofía, ya sea en la línea hermenéutica, que pone en cuestión el primado del sujeto (Heidegger); o bien, rompiendo la unidad de este en una concepción no egológica de la conciencia, 142 143 144 145 146 147

Ob. cit., § 36, págs. 145-6. Ob. cit., § 36, pág. 146. Ob. cit., § 34, págs. 130 y sigs. Ob. cit., § 34, pág. 135. Ob. cit., § 36, pág. 148. Husserl habla de una evidencia mundano-vital. Véase ob. cit., ibíd.

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que se revela en la escisión de la existencia (Sartre); o, incluso, en el intento de superar el idealismo asociado a la filosofía del cogito en la dirección de una fenomenología de signo materialista (Merleau-Ponty). Sin embargo, estos desarrollos no se pueden entender si no se comprende, entre otras cosas, su enraizamiento en el modo en que Husserl planteó la discusión de los problemas de la filosofía, y, en particular, en el papel central asignado a la noción del mundo de vida. Esta búsqueda de la experiencia primera, condición de todas las demás, es lo que alienta en la discusión heideggeriana del ser-en-el-mundo, según la cual el mundo en el que nos encontramos ya proyectados se nos presenta en una vivencia que parece anteceder a cualquier conciencia que pudiéramos tener de nosotros mismos como sujetos. El mundo vivido es también, según la interpretación sartriana, lo primero que aparece a la conciencia, cuya actividad convierte permanentemente el ser-en-sí en ser nihilizado o mundo. O aquello en que nos hallamos ya siempre, en tanto nuestra existencia está encarnada y nuestro cuerpo se revela revestido del papel de sujeto trascendental, como sugiere Merleau-Ponty.

Capítulo 10

El Dasein y la crítica heideggeriana de la filosofía del sujeto1 10.1. Sentido general de la crítica de SER Y TIEMPO a la filosofía del sujeto Es ya un tópico señalar que la obra de Heidegger contribuye a poner en cuestión la vieja idea del sujeto que presidió buena parte de la cultura moderna y fue entronizada por la Ilustración como uno de sus principios fundacionales. Pero los términos de esa puesta en cuestión los desarrolla desde una posición que, arrancando de la fenomenología, conduce a una reinterpretación de la misma en clave hermenéutica que rompe con la filosofía de la conciencia. A partir de ahí, el pensamiento de Heidegger desde Ser y tiempo hasta sus últimos textos podría leerse —entre otros modos de acceso al mismo— adoptando como clave interpretativa el esfuerzo por alejarse del viejo modelo de sujeto y objeto, y por elaborar una nueva terminología con la intención de hacer posible otra manera distinta de pensar, desarrollada en contra de la fenomenología de Husserl, el idealismo alemán, la Ilustración y la modernidad en general. Ahora bien, para entender 1 Este capítulo es una reelaboración del artículo El ‘Dasein’ y la crítica de la filosofía del sujeto en ‘Ser y tiempo’, que forma parte del libro colectivo La cuestión del sujeto. El debate en torno a un paradigma de la modernidad, aparecido en la publicación Cuaderno Gris, del Servicio de Publicaciones de la UAM, Madrid, núm. 8, 2007.

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los motivos que se encuentran en el origen de la teoría heideggeriana del Dasein, a la caracterización que hicimos en su momento de la concepción moderna de la subjetividad debe añadirse alguna observación complementaria. En primer lugar, hay que tener en cuenta que Heidegger no solo pone en cuestión la concepción del sujeto ya comentada, sino que lo hace desde su propia interpretación original de la época moderna, a la que se refiere haciendo uso de conceptos varios como el de humanismo, la metafísica de la subjetividad o, dando título a uno de sus textos, «la época de la imagen del mundo». Lo más singular de su interpretación radica en su original visión sintética, en la que el desarrollo de la metafísica del sujeto se asocia al proceso de afianzamiento de su dominio, sostenido por la cultura del humanismo y cuya manifestación más espectacular es el despliegue de la técnica planetaria. Como se sabe, Heidegger adopta esta idea del sujeto que impone su dominio sobre el ente y se constituye en el centro de la realidad, convirtiéndola en el eje de su reinterpretación de la historia de la metafísica moderna, cuyo despliegue consecuente estaría orientado por este principio clave: en efecto, desde el cogito cartesiano y su reformulación como cogito monadológico por Leibniz, esa historia se extendería a través del idealismo alemán hasta el concepto nietzscheano de voluntad de poder, que significaría tanto la culminación de aquel desarrollo como también su punto final irrebasable y el acabamiento de la metafísica de la subjetividad. A partir de ahí, el pensamiento tendría el reto de producirse buscando nuevos «senderos». En segundo lugar, conviene hacer notar que el sentido crítico que incorpora la noción del «Dasein» se elabora, al menos en Ser y tiempo, sobre todo teniendo en cuenta la formulación de la noción de sujeto propuesta por el idealismo, y, en particular, en los términos de la filosofía trascendental. ¿Es la conciencia pura nuestro a priori irrebasable, según sostiene la filosofía trascendental? ¿O hay algún tipo de estructura previa, tan solo a partir de la cual, y a través de lo que ya es una interpretación particular que pasamos por alto, adquiere sentido el primado concedido a la conciencia? La invocación de un yo puro, con las diversas formas que su formulación adopta desde Descartes, Kant o Fichte, hasta Husserl, es un tema recurrente de la metafísica moderna. En particular, el método fenomenológico de Husserl culmina en una especie de «egología» que convierte la actividad intencional-constituyente del ego trascendental en el fundamento último de la filosofía. Y a su maestro en Friburgo está dedicado el libro Ser y tiempo, cuyo contenido, sin embargo, supone un rechazo de la filosofía de Husserl, rechazo que adopta la forma de una reinterpretación de su pensamiento. Lo cierto es que Heidegger no renuncia a la fenomenología, pero su reinterpretación de esta le lleva del idealismo trascendental feno-

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menológico a la fenomenología hermenéutica y existencial. Y, por otro lado, la pregunta trascendental por las condiciones de posibilidad del objeto, o de la verdad, tampoco es rechazada sin más por Heidegger, sino que esta pregunta en sus manos adquiere un sesgo completamente diferente, porque se desliza en otra dirección: en la dirección que se remonta más atrás del comienzo moderno por el sujeto para retomar el hilo de la pregunta fundamental ya formulada por los griegos; la cuestión del ser es más originaria que la del sujeto. La pregunta, entonces, expresada en términos trascendentales, se interroga por la condición de posibilidad del sentido del ser. Ahora bien, la discusión del enfoque trascendental también tiene cabida —como veremos— en el propio plano de estudio del Dasein, a cuyos modos esenciales de ser en la existencia fáctica se retrotrae el análisis de Ser y tiempo cuando trata de entender el lugar original en que se establece el sentido de las realidades que vive el hombre. Pero esto nos lleva a una tercera observación, ya insinuada en la anterior. La crítica de la filosofía del sujeto —que, como hemos visto, tiene en mente ante todo el enfoque idealista y trascendental— solo se entiende sobre el trasfondo de una crítica más amplia y de mayor calado, que es la que Heidegger elabora en contra de toda la metafísica occidental, guiado por la denuncia de aquello que él considera su pecado original: el olvido del ser —que indicaría el nihilismo de toda esa larga tradición— y la consecuente opción del pensamiento por tratar de pensar el ente como tal ente (la cuestión óntica), en vez de mantenerse en la tensión del planteamiento ontológico, que se refiere al ser del ente en el sentido de considerar siempre lo más primigenio, a saber: el (hecho de) que el ente es. La llamada diferencia ontológica2, que distingue entre el ser y el ente-que-el-ser-es, ya la formuló, por cierto, Hegel al comienzo de la Ciencia de la lógica sin tantas alharacas, pero Heidegger hace de esta cuestión una piedra angular de su interpretación de la historia de la filosofía, a cuya luz adquiere además un nuevo sentido tanto su crítica de la filosofía del sujeto como su interpretación de la técnica moderna3. Y es así puesto que es precisamente aquel 2 Véase Sein und Zeit (a partir de ahora, SZ), § 2, Tubinga, Max Niemeyer Verlag, 2001, págs. 6-7; trad. de Jorge Eduardo Rivera, Madrid, Trotta, 2003 pág. 30. En lo que sigue, citaré siempre primero la edición alemana y a continuación el lugar correspondiente en la traducción de Rivera. 3 Por cierto, la crítica desarrollada por Heidegger en contra del pensamiento que olvida el ser en favor del ente y se convierte así en pensamiento calculador es lo que en la dialéctica se presenta como denuncia del positivismo, que identifica la realidad con lo inmediatamente dado. Solo que la dialéctica no renuncia a la razón, en relación con la cual distingue otra forma de razón diversa del pensar calculador o técnico. Heidegger descarta de un plumazo el pensar racional, al que precipitadamente identifica con el pensamiento calculador y al que llama metafísico por —según él— pensar solo el ente cuando dice pensar el ser.

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olvido del ser y su reducción al ente lo que supuestamente facilita su fijación como objeto susceptible de representación, al tiempo que desliza al pensamiento hacia la función calculadora y de dominio que alcanza su cenit en la explosión técnica de nuestro tiempo. Así pues, su interpretación de la modernidad se inserta en esta visión de más largo recorrido de toda la filosofía occidental como olvido del ser en favor del ente, de tal manera que, desde esta perspectiva, la crítica del sujeto adopta un nuevo cariz, pues pensar contra el pretendido carácter primordial de la relación sujeto-objeto equivale —según Heidegger— a destruir la metafísica occidental y, con ella, acabar con la tradición ontológica que predispone —desde Platón— al pensamiento hacia el imperio de la ciencia técnica (el «Gestell»)4. Por otra parte, esta crítica de la idea de sujeto le incita a Heidegger a buscar por otra vía la definición de lo humano: el hombre no es tanto un sujeto en la trama de la realidad como más bien aquel que está en relación con el ser en cuanto lo comprende y se interroga por él. De modo que la metafísica adquiere así un significado nuevo, ya que no sería una disciplina más junto a otras, sino aquella justamente en la que de manera esencial se expresa el modo de ser del hombre como aquel que se interroga por el ser. Sin embargo, a partir de los textos de los años 30 y, sobre todo, cuarenta, la metafísica adquiere un sentido negativo, porque la identificará precisamente con aquella forma de pensar que se orienta hacia el ente como tal. Pero este olvido del ser por parte de la metafísica lo interpretará además, a partir de esos años, como algo que acontece en el seno del propio ser, que se oculta o «retrae» (Entzug), o bien se desoculta y sale a la luz (Lichtung). Tal es la llamada «historia del ser», en relación con la cual el hombre ocupará un lugar diferente del que le asignaba Ser y tiempo: el de ser testigo de ese desocultarse del ser (que es un «envío» o «destinar» del ser)5, lo cual atribuye al pensamiento una función diversa de aquella otra que hacía del pensar la actividad característica del sujeto moderno. En lo que sigue, nos referiremos en nuestra discusión, en primer lugar, a los planteamientos desarrollados en Ser y tiempo, donde —como ya vio Husserl— la crítica de la filosofía de la conciencia y del pensamiento objetivista no parece haberse desembarazado del todo del antropologismo moderno. Después, y de manera más sintética, veremos cómo el llamado «segundo Heidegger» trata de borrar en su filosofía toda huella de la tradición filosófica moderna. 4 Véase Karl-Otto Apel, Constitución de sentido y justificación de validez. Heidegger y el problema de la filosofía trascendental, en J. M. Navarro Cordón y R. Rodríguez (comp.), Heidegger o el final de la filosofía, Madrid, Ed. Complutense, 1993, pág. 11. 5 Heidegger juega con el parecido entre términos como «Geschichte» (historia), «schicken» (enviar) o «Geschick» (destino o «conjunto de lo enviado»).

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10.2. El DASEIN y el sentido de la apertura como existencia Como se sabe, la cuestión del ser con la que se inicia Ser y tiempo se reconduce enseguida hacia la pregunta por el ser del hombre, ya que aquella cuestión solo puede plantearse y ser esclarecida por y para el hombre, a cuyo modo de ser designa Heidegger como el «Dasein»6. Ahora bien, esto tiene el sentido de que el ente que cada uno de nosotros es tiene esa posibilidad de ser —exclusiva del hombre— que consiste en comprender el ser y poder preguntarse por él, y, por lo tanto, significa también que la constitución óntica del Dasein consiste en su relación con el ser: eso es precisamente lo que le distingue como ente, en cuanto en su ser «le va» este ser mismo. Por eso, Heidegger describe su peculiaridad óntica señalando que el Dasein es ontológico7. Precisamente esa relación con el ser en que se halla es lo que le permite manejarse con todo cuanto es: el Dasein se encuentra siempre, antes incluso de realizar cualquier acto de modo consciente, en una relación práctica con los entes que indica en él una pre-comprensión del ser. A esta precomprensión como situación original suya es a lo que se refiere Heidegger cuando señala que el Dasein está en «lo abierto del ser». Y traer a la comprensión consciente aquella precomprensión en la que se encuentra de antemano es justamente la tarea de la hermenéutica. Así pues, el trato habitual con las cosas, lo mismo que el cotidiano hablar o interrogarse sobre ellas, ponen de manifiesto, según Heidegger, aunque sea de manera inadvertida, una cierta precomprensión del ser, lo que quiere decir que el hombre se halla ante el ser o en relación con él, una de cuyas formas más señaladas es precisamente aquella que caracteriza a la filosofía, que consiste en la pregunta que hace cuestión del ser en cuanto tal. Por lo tanto, el hombre es el ente que se halla en una situación extática que le coloca ante el ser —también ante el que nosotros mismos somos— y permite su comprensión, la cual está ya supuesta en nuestro hablar (en cuanto decimos que esto es o no es así, o en cuanto nos preguntamos por lo que algo es) e, incluso, al margen del lenguaje, en toda conducta práctica en general. A esa comprensión originaria es a lo que se refiere Heidegger cuando indica que al Dasein le es abierto el ser: es aquel al que se le abre o revela el ser, el que se encuentra allí donde se hace posible su comprensión.

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SZ, § 4, pág. 11; trad. de Rivera, pág. 34. SZ, § 4, pág. 12; trad. de Rivera, pág. 35.

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A partir de esa reconducción de la pregunta por el sentido del ser hacia la que se interroga por aquel que puede formular semejante pregunta, el libro se ocupa de hacer la exégesis del Dasein y en esa medida es innegable que tiene un claro contenido antropológico, aunque Heidegger se empeñe en considerar que la pregunta por el hombre no tiene otro horizonte que el de «preparar» la pregunta que inquiere por el sentido del ser. Esta última es la que marca la «dirección del preguntar», bajo cuya luz se nos hace manifiesto que la función de la pregunta por el hombre no está orientada a algo así como una determinación «regional» del ser humano. En ese sentido, no se trata de una antropología filosófica, sino de una indagación que entronca con la gran tradición metafísica, pero que desvía su atención hacia el hombre en la medida en que —bajo el influjo, sin duda, del punto de vista moderno tan denostado por Heidegger— supedita el avance en la cuestión del ser al examen del modo en que se hace posible la formulación de tal pregunta por parte del hombre. A pesar de ello, este cambio de orientación no entraña un giro antropocéntico que recupere el enfoque del humanismo moderno, porque el centro —por decirlo así— sigue siendo el ser, respecto del cual el hombre tan solo es el ente privilegiado a través del cual podemos esclarecer su sentido. Por lo tanto, con respecto al enfoque moderno sobre el sujeto, la noción del Dasein implica un descentramiento: no es un principio de fundamentación del ser (de su verdad o validez), sino el ente que está ahí donde el ser se aclara en su sentido. Por eso, Heidegger lo designa como «Da-sein», donde «da» no tiene el significado del «ubi» latino, sino que quiere decir cercanía o familiaridad con el ser. Ahora bien, el rechazo de la visión antropocéntrica del humanismo no se libera, sin embargo, de un cierto antropologismo de base, que sí parece subsistir en Ser y tiempo, por cuanto «la comprensión del ser es, ella misma, una determinación del ser del Dasein»8, hasta el punto de que la pregunta por el sentido del ser se traduce a lo largo de toda la obra en el análisis ontológico de la existencia humana. Y hemos de decir que será precisamente el esfuerzo por desprenderse de este antropologismo, en cuanto resto indeseado del humanismo clásico, lo que incitará a Heidegger a apartarse del planteamiento desarrollado en Ser y tiempo en ese famoso «giro» (Kehre) de su pensamiento que le conducirá a la nueva terminología de la «historia del ser» que sale a la luz o se oculta de un modo que para el hombre constituye un misterio. En tanto ese desocultarse y retraerse del ser, a cuya espera está el hombre, se impone a este según un misterioso designio, no parece que quede ya allí ningún resto de antropologismo ni de pensamiento ilustrado. 8

Ibíd.

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Pero en Ser y tiempo la noción de apertura («aperturidad», «estado de abierto» o simplemente «apertura»: Erschlossenheit)9 se presenta con un sentido que define la posición esencial del Dasein con respecto al ser, aunque en contraste con lo que hemos caracterizado anteriormente como la actividad distintiva del sujeto moderno. En efecto, este promueve desde sí mismo la actividad que, guiada por la razón, permite captar el ser de las cosas, objetivándolas mediante representaciones de la conciencia, y hace posible configurarlas de acuerdo con el sentido que el yo imprime en ellas. Por el contrario, frente a esa noción de la actividad del sujeto, con su poder de penetración y objetivación, el Dasein se define por esa apertura que le permite la comprensión del ser, ya que el ser se le abre al hombre. La apertura no expresa, por lo tanto, una iniciativa que se origine en él, sino que se entiende más bien como la manera en que siempre se halla, en tanto exsistente, en relación con el ser: La expresión ‘ahí’ mienta esta aperturidad esencial. Por medio de ella, este ente (el Dasein) es ‘ahí’ [ex-siste] para él mismo a una con el estar-siendo-ahí del mundo (...) [Que el hombre es su ‘ahí’ significa que]...el Dasein está ‘iluminado’, que, en cuanto ser-en-el-mundo, él está aclarado en sí mismo (...), porque él mismo es la claridad [Lichtung]10.

Ahora bien, ese estar ante el ser que permite su comprensión y que el Dasein se interrogue por él (la apertura) significa que el Dasein mismo no puede ser entendido, como sucede en el caso de cualquier otro ente, indicando una serie de rasgos que fijen su esencia. Por el contrario, su relación con el ser entraña también una peculiar forma de estar frente a su propio ser que le es consustancial y que explica su manera de hallarse entre las cosas. El término «existencia», usado técnicamente por Heidegger (Existenz) califica de manera exclusiva el modo de ser del Dasein, que no ha de entenderse en el sentido tradicional de que-está-ahí actualmente como ente que forma parte del mundo (eso sería la «existentia» en el sentido clásico), sino como el estar frente a su propio ser y, en esa medida, fuera de sí. Esto entraña de paso una nueva idea acerca del hombre como ser temporal, ya que —según lo dicho— no ha de ser pensado a partir del sentido clásico de la «existentia», como el acto de ser de la «essentia», es decir, como lo

9 Al parecer, Heidegger adopta este término de «lo abierto» inspirándose en el uso que de él hace Rilke en la octava de sus Elegías de Duino, aunque invirtiendo en cierto modo el sentido que este le prestó en su poema, con el cual se refería más bien a algo a cuya visión accede el animal y no el hombre. Sobre esta noción, que aparece en el § 4 de SZ, vuelve el texto en el § 16 y sobre todo en el § 28. 10 SZ, § 28, págs. 132-3; trad. Rivera, pág. 157. Los corchetes son de Rivera.

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que está ahí delante en el presente11, porque su ser —precisamente en cuanto existente— no es presencia, sino temporalidad, es decir: consiste en el acontecer mismo en el que se extiende el Dasein (de ahí su «historicidad» —Geschichtlichkeit—). La existencia (Existenz) significa, por lo tanto, que el Dasein en rigor no tiene ser sino que ha de ser o tiene que ser, y ese tener-que-ser (Zu-sein) constituye precisamente su esencia12. Pero este tener-que-ser indica tanto el sentido de estar forzado, de tener necesariamente que determinarse, como igualmente el sentido de posibilidad, puesto que comporta que el poder-ser es un modo fundamental de su ser en tanto existente: puesto ante sí, el Dasein se comprende siempre desde su existencia como una posibilidad de sí mismo13. De ahí se deriva que, como antes señalábamos, los caracteres destacables del Dasein no sean propiedades que expresen su «qué» o su «ser-tal» en un sentido más bien propio de un pensamiento categorial que aspira a dar cuenta objetivamente de una cosa, sino que expresan su ser como existencia14. Es decir: esos caracteres son «ontológico-existenciales» y no propiedades de un ente en el sentido tradicional. Y el análisis de esas determinaciones esenciales de la existencia conforma la analítica existencial, que es una forma de hermenéutica. Pero, al mismo tiempo, esto quiere decir que Heidegger rechaza la pretensión de comprender al hombre en términos de sujeto como «substratum», puesto que no es caracterizable mediante un conjunto de cualidades determinantes de un yo supuesto como base de las mismas, ya se trate del modelo sustancialista de cuño cartesiano, o bien de la formulación kantiana de una supuesta unidad sintética que, al menos como unidad lógica, subyace y acompaña a todas sus representaciones. La cuestión —como veremos más adelante— es, sin embargo, más compleja cuando la comparación se establece con el modelo dialéctico de sujeto y objeto. Sobre este particular, digamos de momento sin más que el Dasein no se puede definir conceptualmente diciendo lo que él es en una idea, ya que hay que entenderlo por su relación con el ser: esa es su «manera fundamental de ser» (Seinsart), a la que Heidegger llama «existencia», modo de ser caracterizado por unas determinaciones básicas —que serán, por tanto, ontológicas y existenciales— que son los modos fundamentales (los «existenciales» —Existenzialien—) conforme a los cuales se produce la apertura del ser de los entes. Pero esa apertura solo tiene lugar para aquel que está en lo abierto del ser, tan solo ante el cual —y debido a este modo suyo de ser 11 12 13 14

Véase la nota de J. E. Rivera a la pág. 74 de su traducción, en págs. 463-4. SZ, § 9, pág. 42; trad. de Rivera, pág. 67. SZ, § 4, pág. 12; trad. de Rivera, pág. 35. SZ, § 9, pág. 42; trad. de Rivera, pág. 68.

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apertura— se revela el ser de todos los demás entes y cabe hablar en consecuencia del sentido del mundo, de los otros o de las cosas. Y esta remisión de todo sentido a su determinación en los modos fundamentales de ser del Dasein (a los existenciales) significa que persiste aquí un subjetivismo de base, que a su manera recoge el planteamiento fenomenológico-trascendental de Husserl. Solo que ahora la constitución del sentido no tiene como condición de posibilidad la actividad intencional del ego trascendental, sino la apertura al ser a través de los caracteres existenciales del Dasein. Dicho de otro modo: el sentido de los entes viene dado como su ser, el cual se desvela en el modo en que dichos entes se presentan al Dasein. Y esto entraña que en Ser y tiempo perdura a su manera el enfoque característico de la filosofía trascendental. 10.3. El significado general del ser-en-el-mundo como crítica del idealismo moderno La caracterización del Dasein como ser-en-el-mundo (o estar-en-elmundo, según la traducción de Rivera), que es como se determina concreta y cotidianamente la existencia, pone de relieve que el hombre se encuentra originariamente entre los entes, embargado por el mundo, absorbido por él. A lo largo de toda la primera sección de las dos que componen la primera parte —que a la postre es la única— el análisis de Ser y tiempo se ocupa de esa «estructura originaria y constantemente total»15 que es el ser-en-el-mundo (capítulo II), cuya complejidad es a su vez analizada en sus componentes: el mundo (capítulo III), el «quién» que está en el mundo como «ser-con» (Mitsein; «coestar» traduce J. E. Rivera), «ser-sí-mismo» y «uno» (Man) (capítulo IV), y el «ser-en» o relación que el Dasein establece con el mundo (capítulo V), para terminar la sección con la comprensión de la actitud existencial de ese total seren-el-mundo como «cuidado» (Sorge) (capítulo VI). Nos ocuparemos de algunos de estos aspectos, y en particular de aquello que más directamente concierne a la confrontación heideggeriana con la concepción moderna del sujeto. «Ser-en-el-mundo» quiere decir ser relativamente al mundo como totalidad. Esta caracterización nos permite entender, ahora desde otra perspectiva, un aspecto más de la crítica de Heidegger que estamos analizando: el Dasein no es un sujeto relacionado con objetos, porque antes de toda remisión a este o aquel objeto particular el Dasein está referido al mundo 15

SZ, § 39, pág. 180; trad. de Rivera, pág. 203.

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como totalidad, y solo desde su estar-en-el-mundo como punto de partida irrebasable se relaciona con cualquier ente particular e incluso consigo mismo. No es primariamente sujeto (cuyo correlato es siempre un objeto), conciencia o ser-para-sí, sino ser-en-el-mundo, es decir, un modo de estar absorbido entre las cosas y por ellas que es anterior no solo a la relación con objetos particulares, sino anterior también al conocimiento o a todo «decir» acerca del mundo, que son ya modos de estar en él que presuponen un sujeto y un objeto16. Su estar-en-el-mundo no es para el hombre una situación devenida, sino su ser primordial: «El mundo es (...) algo «en lo que» el Dasein en cuanto ente ya siempre ha estado, y a lo que en todo explícito ir hacia él no hace más que volver»17. El mundo es un ahí afuera que es a la vez dentro. En ese sentido, la relación sujeto-objeto, privilegiada por la gnoseología y, en particular, por la moderna teoría del conocimiento, tiene un carácter derivado respecto de esta situación originaria, tan solo desde la cual se destaca y cobra sentido cualquier objeto e incluso el propio yo. En efecto, el yo no se tiene inmediatamente a sí mismo de manera original, sino que resulta ya de una interpretación —al modo de una idealización— a partir de su ser-en-el-mundo: estoy en medio de los entes, y solo así, arraigado en ellos y corriendo su suerte, me tengo a mí mismo. Esto va dirigido en particular contra el principio del idealismo que establece el primado de un sujeto desencarnado o yo puro, pues esa «condición de arrojado» (Geworfenheit) al mundo como punto de partida de la existencia supone el rechazo de la primacía del sujeto autoconsciente, e incluso de un yo junto a su circunstancia. Porque previa a esta distinción es la estructura compleja del estar-en-el-mundo, cuya esencia —según Heidegger— no consiste en pensar u objetivar, sino en el «cuidado» o «precaución» (Sorge)18, que mienta esa disposición básica consistente en tener que habérselas con las cosas entre las que ya se está, y que incluye tanto el sentido de contar —precavidamente— con ellas, como el de tener que hacer algo respecto de ellas. El rechazo del idealismo moderno, con su apelación a un yo desencarnado, se hace especialmente patente en el capítulo de Ser y tiempo en el que Heidegger examina el «ser-en» como parte de la estructura compleja del ser-en-el-mundo19. Lo que en esta estructura total y constante significa el «ser-en» como tal (In-Sein, que Rivera traduce como «estar-en»), hacia el 16

SZ, § 12, pág. 59; trad. de Rivera, pág. 85. SZ, § 16, pág. 76; trad. de Rivera, pág. 103. 18 SZ, § 41, págs. 191 y sigs.; trad. de Rivera, págs. 213 y sigs. 19 Véase SZ, cap. 5 y, en particular, el apartado A, «La constitución existencial del ahí», págs. 134 y sigs.; trad. de Rivera, págs. 158 y sigs. 17

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que Heidegger dirige ahora nuestra atención, no es sino el modo en que el hombre experimenta originalmente su estar desde siempre enraizado en el mundo. Como vimos antes, el Dasein es su «ahí», lo cual quiere decir que forma parte del ser —como ente que es— según el modo peculiar de estar ante o frente a él (tal es el significado de la «ex-sistencia») en el sentido de su comprensión: a eso es a lo que se refiere Heidegger cuando dice que el Dasein está en lo abierto del ser. Pero, en el contexto del ser-en-el-mundo, esto tiene el significado de que el hombre está abierto al mundo, como totalidad de lo ente, y, en esa medida, abierto a sí mismo como parte del mundo. De nuevo tropezamos con este término de la «aperturidad», que —según nos parece— es el concepto clave con el que Heidegger elabora su réplica a toda filosofía de la conciencia, ya que —según él— la apertura nos retrotrae a algo anterior y más radical que toda conciencia: esta experimenta su objeto y a sí misma junto a él porque de antemano el hombre está abierto a toda posible comprensión en cuanto ente que tiene la experiencia primordial de su estar en y frente al mundo. Tan solo a partir de esa autocomprensión primordial, se hace posible —y como una interpretación derivada— el sentido de sí mismo como un sujeto que se constituye distinguiéndose frente al objeto que conoce. Como se sabe, Heidegger distingue dos modos en que tiene lugar esa experiencia originaria de sí en el mundo, a los que se refiere, con su peculiar manera torturada de expresarse, como dos formas igualmente originarias en que al Dasein se le abre su ser-en, en cuanto parte de la estructura compleja ser-en-el-mundo (o, sea: dos formas de ser su «ahí»): el «encontrarse» o «disposición afectiva» (Befindlichkeit)20 y el «comprender» (Verstehen). En estos caracteres existenciales se hace patente («se abre») la manera en que el hombre se halla originalmente a sí mismo entre los entes. La «disposición afectiva» indica, de entrada, que esa apertura de la existencia a sí misma es en su origen de índole afectiva y no un acto de autoconocimiento, pues consiste en un estado de ánimo o temple en el que siempre ya nos hallamos. Pero implica además una cierta comprensión, a saber: la del Dasein que experimenta el propio ser como arrojado en una determinada situación fáctica de la que necesariamente 20 En este caso nos parece tan válida la traducción de Gaos («encontrarse») como la de Rivera, que traduce «Befindlichkeit» como «disposición afectiva», porque, aparte de que el verbo «sich befinden» se traduce en castellano como «encontrarse», este término se emplea también en nuestra lengua para expresar estados de ánimo —«encontrarse alegre», por ejemplo—, pero sobre todo porque —según nos parece— recoge el sentido que le presta Heidegger como una especie de experiencia de sí originaria en la que en nuestro ánimo se hace patente nuestro fáctico estar arrojados al mundo: es así como originariamente nos encontramos o topamos con lo que somos. Sin embargo, hay momentos en el texto en que por razones de estilo el uso del término «encontrarse» resulta un tanto forzado. Por eso, quizá sea preferible traducir «disposición afectiva».

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tiene que hacerse cargo. Su existencia se le revela en un estado de ánimo con todo el peso ineludible de su tener-que-ser. El «comprender», por su parte, tampoco tiene el sentido intelectual que habitualmente se confiere a este término, sino que se refiere a ese modo constitutivo del ser del hombre que consiste en su saber originario de sí mismo en cuanto posibilidad21. Se trata de un saber en el que el hombre experimenta su existencia como poder-ser. Así pues, la apertura es un comprender afectivamente dispuesto, que además alumbra un sentido articulado (este es el significado del «habla» o «discurso» —Rede—). Ernst Tugendhat comenta el significado de estos dos existenciales resaltando su sentido en cuanto modos de la estructura básica del comportarse consigo mismo, lo que le permite considerarlos desde la óptica de la conciencia práctica de sí: no es un comportarse consigo mismo como ente, sino un comportarse con el propio ser, con el propio existir. La «disposición afectiva» —nos dice— es un modo de apertura que pone al Dasein ante sí mismo de manera que se le abre su facticidad, o sea, el hecho de «que es y ha de ser»; sería, por tanto, un comportamiento práctico consigo mismo de carácter pasivo, en el que se subraya el aspecto de la necesidad o «condición de arrojado» (necesidad práctica). Sin embargo, el «comprender» es un modo de apertura en el que el Dasein tiene un comportamiento práctico con el propio ser como aquello que puedo o quiero ser, de acuerdo con los estados volitivos; de ahí que tenga un carácter activo en el que se subraya el aspecto de la posibilidad o el proyecto (posibilidad práctica)22. Pero nos parece que el recurso a esa terminología del comportarse práctico consigo por parte de Tugendhat va demasiado lejos respecto de la intención de Heidegger, para quien estos existenciales indican una forma de experimentarse entre las cosas que precede a la distinción entre teoría y práctica. Lo esencial aquí es insistir en que se trata de los modos más radicalmente primarios de apertura del propio ser, en los que el hombre tiene la vivencia originaria de sí en cuanto ser-en-el-mundo; modos en los que advierte que su existencia consiste tanto en encontrarse teniendo que ser lo que ya se es bajo un estado de ánimo, como en la comprensión de sí mismo en tanto proyecto (Entwurf ) arraigado en esa situación fáctica. Sin embargo, hay que decir también que a pesar de su esfuerzo por eludir la terminología característica de la modernidad, Heidegger describe ese retrotraerse irrebasable al «ser-en» —y a la apertura que ahí se produce— en términos 21 SZ, § 31, págs. 142 y sigs.; trad. de Rivera, págs. 166 y sigs. Sobre el significado del «comprender», véase también la esclarecedora nota de J. E. Rivera referida a la pág. 166 de su traducción, en pág. 476. 22 Véase E. Tugendhat, Autoconciencia y autodeterminación, Madrid, F.C.E., 1993, págs. 130 y sigs.

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que aluden a una cierta reflexividad, lo que comporta una oscura conciencia de sí, una especie de pre-conciencia acerca de sí mismo, que antecede a toda forma de conocimiento en el sentido propio de este término. Al igual que ocurre con el conocimiento, también el lenguaje se funda en esa comprensión originaria, en tanto esta bosqueja o articula una manera de interpretar. Según Heidegger, el hombre comprende interpretando, o sea, proyectando posibilidades en las que la comprensión se articula23 y en las que se alumbra el sentido, que no es sino lo articulado en esa interpretación —que es antepredicativa— fundada en el «comprender». Una forma derivada de la interpretación es el enunciado, que hace explícito aquel sentido trayéndolo a la conciencia. Y el enunciado, a su vez, es condición del lenguaje. Así pues, según el análisis de Ser y tiempo, el lenguaje se hace posible a partir del «comprender», en el que se proyectan posibilidades que se articularán como sentidos. Y a esa forma originaria de «articulación de la comprensibilidad» la denomina Heidegger el «habla» (Rede)24 y la considera también una de las determinaciones existenciales —y uno de los modos de apertura— del Dasein referido a su «ser-en» en cuanto ser-en-elmundo. El habla es un modo de ser de la existencia que hace posible el lenguaje, el cual se constituye además mediante sus formas y reglas objetivas. Como se sabe, Heidegger procurará años después evitar este planteamiento excesivamente antropocéntrico con relación al lenguaje, recurriendo a la nueva terminología que lo concibe como «casa del ser», en cuya morada habita el hombre, de tal manera que el lenguaje es el lenguaje del ser, el cual se hace lenguaje en el pensar25. En Ser y tiempo, sin embargo, el lenguaje se explica a partir del habla en cuanto modo fundamental de ser del hombre como existente, aunque ciertamente se trata a la vez de un modo de estar en lo abierto del ser. Pero, como hemos visto, es el hombre el que está en esa apertura y presta así sentido a las realidades que se presentan en su existencia. El análisis de la estructura compleja «ser-en-el-mundo», llevado a cabo a través de los diversos existenciales, culmina en la comprensión sintética de aquella y de estos que se resume en la noción unitaria de «cuidado» (Sorge). En esta noción se recoge tanto el sentido de estar fácticamente en el mundo (condición de arrojado: Geworfenheit) y absorbido por él (y además en el modo concreto de la caída, en el que por lo regular se encuentra el Dasein) como también el del proyecto que de algún modo se anticipa a lo que ya se es (proyectarse: sich entwerfen). Dicho en los términos de Hei23

SZ, § 34, pág. 160; trad. de Rivera, págs. 183-4. Ibíd. 25 Véase Carta sobre el humanismo, trad. de Elena Cortés y Arturo Leyte, Madrid, Alianza Editorial, 2000, pág. 11. 24

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degger, el ser de la existencia en su totalidad debe comprenderse como cuidado, en cuanto «el ser del Dasein es un pre-ser-se-ya-en (el mundo) como ser-cabe (los entes que hacen frente dentro del mundo)»26. Es decir, el cuidado expresa al mismo tiempo el carácter de la existencia como posibilidad y como facticidad: como proyecto arrojado. Y esto es lo que Ortega, antes que Heidegger, había formulado ya cuando dice que la vida humana es constitutivamente «preocupación». En todo caso, el «cuidado» es una noción sintética que recoge el sentido anticipativo de la existencia en relación con lo que ya es. Por eso, Heidegger señalará —ya en los capítulos de la sección segunda— que el cuidado pone de manifiesto la temporalidad como sentido de la existencia, pues el Dasein solo puede adelantarse a lo que fácticamente ya es si el futuro está intrincado para él con el pasado en el presente. Dicho de otro modo: la existencia consiste en la proyección de sí en cuanto porvenir (es el venir a sí, a su propia posibilidad) que incorpora el pasado (pues es siempre habiendo sido ya —gewesen—, en cuanto facticidad) en el presente (en la situación de la que tiene que hacerse cargo). Se trata, por cierto, de una concepción de la temporalidad que encontramos formulada en términos muy similares también en Ortega y en Sartre, aunque en realidad deriva de las reflexiones de Husserl acerca de la corriente de vivencias de la conciencia y la manera en que esta —considerada en el doble plano, empírico y trascendental— se temporaliza, ya que en cierto modo se anticipa a sí misma y a su condición mundana. Pero Heidegger reorienta el asunto en la perspectiva existencial que rechaza la filosofía de la conciencia. Y en esa perspectiva señala que la existencia se constituye temporalmente y que solo así se hace comprensible su sentido como cuidado. En cualquier caso, y por lo que se refiere a la noción de «ser-en-elmundo» y a su intención crítica respecto de la filosofía idealista de la conciencia, hay que señalar que dicha noción entraña la idea de que el hombre no es un sujeto que disponga del poder de captar la verdad, y mucho menos de fundarla, sino que a lo sumo está allí donde la verdad se desvela. Ahora bien, aunque Heidegger combate el idealismo en la versión moderna que apela a un yo desencarnado y concebido como previo a su estar ya enraizado en el mundo, sin embargo, subsiste en su propio planteamiento una forma distinta de idealismo, en cuanto recurre a esas formas esenciales de la existencia, tan solo desde las cuales adquieren sentido todas las experiencias. ¿No se mantiene el filósofo de la existencia en un esencialismo de corte idealista al sostener, por ejemplo, que el hombre es esencialmente 26

SZ, § 41, pág. 192; trad. de Gaos, pág. 213. En este caso, hemos preferido citar la traducción de Gaos.

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«ser-con» —como estructura de la existencia, según veremos más adelante— y que solo por ello adquiere sentido su convivencia fáctica con los demás hombres? ¿O que la historicidad es condición de la historia? La cuestión de fondo, cuya dilucidación es decisiva en relación con la discusión sobre el idealismo de Ser y tiempo, nos parece que concierne a la distinción heideggeriana entre el plano ontológico-existencial y el plano óntico. El primado de aquel sobre este determina el sentido idealista de esta concepción, el cual procede en última instancia de la posición que se compromete con la primacía del ser sobre el ente. Pues aunque Heidegger sostenga que solo el ente es y que no hay ser fuera del ente, señala también sin embargo que la posibilidad de que este tenga un sentido no se halla en él, ni siquiera en la totalidad de los entes, sino en el ser como tal, que nunca identifica con aquella totalidad. Es decir: Heidegger sitúa lo primero fuera del alcance del pensamiento (en el ser en cuanto tal), o al menos fuera del pensamiento que él caracteriza como «representativo», que es aquel que se refiere a los entes. Pues el ser es para él algo que queda más allá de toda representación y de toda determinación, las cuales solo pueden referirse al ente, pero no al ser, ya que este es algo así como la «manifestabilidad»27 que hace posible el aparecer del ente; o el «claro» (Lichtung) en el que las cosas se hacen visibles en tanto abre el espacio en el que aparecen. Puede hablarse a lo sumo del modo o «tipo de ser» (Seinsart) de los entes, que es su forma de darse o de hacer frente, y, en ese sentido, decimos que el modo de ser de las cosas consiste en su «estar ahí dado» (Vorhandensein), mientras que el modo de ser humano es la existencia (Existenz) o Dasein. Pero el modo de darse las cosas, así como el de estar dado a sí mismo, implica el planteamiento fenomenológico, que atiende a cómo ante mí (no ante mi conciencia, según diría Husserl, sino ante mi existencia) comparecen los entes y mi propia vida. Cuestión distinta sigue siendo lo que sea el ser como tal, más allá del modo de ser de los entes, o sea, más allá de cómo sean estos cuando se dan. Ahora bien, eso quiere decir que el ser no puede determinarse, que no puede decirse lo que el ser es, y, de hecho, Heidegger jamás lo dijo, a pesar de hacer de la cuestión del ser el nervio de toda su filosofía. Tan solo dice que es condición del ente, que se abre allí donde está el hombre, que su sentido es el tiempo, que se retrae y desoculta, que acontece, que tiene épocas, etc., pero no lo que es. Porque decir lo que es hubiera significado comprometerse con determinaciones, las cuales solo sirven, según Heidegger, para pensar el ente en cuanto ente, 27 Véase Ramón Rodríguez, Heidegger y la crisis de la época moderna, Madrid, Síntesis, 2006, pág. 52. Este gran libro tiene la extraordinaria virtud, muy poco común entre los heideggerianos, de afrontar las dificultades y de tratar de esclarecerlas sin esconderse tras subterfugios verbales.

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y ello exige el olvido del ser, que es siempre diferente y en cierto modo anterior al ente como tal. A lo sumo cabe determinar el modo de ser de los entes, que es lo que hace que estos sean algo para el Dasein, modos de ser prefigurados en lo que este es en cuanto existencia: al igual que las formas trascendentales de Kant, los caracteres ontológico-existenciales determinan el modo de ser de los entes, o sea, el sentido con que estos se revelan al Dasein. Y ahí radica la concepción trascendental que subsiste en Ser y tiempo, donde el ser en cuanto tal desempeña la función de la «cosa en sí» kantiana, pues ni aquel ni esta se pueden determinar. En consecuencia, la diferencia entre ser y ente, sacralizada como «diferencia ontológica», es insuperable en los términos planteados por Heidegger. Y ahí se encuentra, por cierto, la raíz última de todas las llamadas «filosofías de la diferencia». Pero también se halla ahí el motivo último de que se pueda legítimamente poner en cuestión la capacidad de esta filosofía para hacer inteligible aquello que trata de esclarecer. Pues dar razón de los entes entraña necesariamente considerar su identidad con el ser y no solo su diferencia, para poder decir con sentido que algo es de un modo u otro. Si no, todo sentido escapa del mundo y de las cosas hacia un más allá considerado al modo de una teología negativa. Y no es extraño que Heidegger evite hablar de racionalidad y que cuando lo haga la identifique sin más con la ratio moderna, tras cuya recusación se oculta en realidad su rechazo de toda la racionalidad occidental, para la cual —dicho en los términos de Hegel, que lleva esa racionalidad a su forma suprema y a su más depurada expresión en términos filosóficos— el pensamiento es una actividad que determina algo como objeto estableciendo al mismo tiempo su identidad y su diferencia: la cópula del juicio identifica algo con el predicado al tiempo que lo distingue de él (a no ser que se trate de una tautología). En realidad, mucho antes que Heidegger, y sin tantas trompeterías, ya Hegel consideró la cuestión de la diferencia ontológica, haciendo del ser lo primero e indeterminado, a partir del cual la nada, el devenir, el ser-esto, el algo..., y todas las demás categorías lógico-ontológicas resultan del proceso de determinación progresiva del ser abstracto del comienzo: no se queda, por lo tanto, como Heidegger, en la indeterminación del ser. Pero ese proceso es la misma actividad racional, que hace posible el discurso que se sirve de dichas categorías. Ahora bien, la llamada «diferencia ontológica», concebida como insuperable al modo heideggeriano, hace imposible un discurso racional, pues entiende la relación ser-ente en los términos de desocultación-ocultación. A partir de ahí, Heidegger puede rechazar el tipo de pensamiento que imperó en la tradición filosófica, en cuanto técnico, calculador, representativo u objetivante, y buscar un pensamiento más esencial, cuya misión sería corresponder a la llamada del ser y no elaborar conceptos, pues estos tan solo podrían encubrir la verdad. De modo que, según esta posición, no

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cabe hablar finalmente sino del misterio y del designio del ser, así como de su carácter inefable. Ahora bien, si la filosofía es —como dice MerleauPonty— el esfuerzo por hacer hablar a las cosas desde el fondo del silencio en que se hallan, ese esfuerzo nació precisamente para superar el lenguaje —o el silencio— religioso. Por eso —añadimos nosotros—, no podemos renunciar a la pretensión de alcanzar explicaciones racionales. Y, en este sentido, un planteamiento discursivo que se atenga a la dialéctica del ser y el no-ser, pero que supere al mismo tiempo el idealismo hegeliano, debe empezar por reconocer el carácter primario de los entes. Pero este reconocimiento no entraña una visión positivista, en cuanto la comprensión del ente y su sentido remite al pensamiento hacia lo que se encuentra tras su presencia inmediata y aislada, mostrando cómo esta está mediada por una totalidad de la que aquel procede, tan solo en la cual podemos decir con propiedad que se halla su ser, o sea, su sentido. Por otro lado, nos parece discutible que la concepción del ser-en-elmundo alcance a ir más allá de la comprensión dialéctica del hombre en cuanto sujeto-objeto. Porque lo que Heidegger considera una estructura derivada respecto al primordial ser-en-el-mundo es la oposición de sujeto y objeto, algo que por su parte la dialéctica puede aceptar perfectamente, en tanto concibe la totalidad que los une —su unidad dialéctica— como lo más fundamental, aunque no se trate de una unidad indiferenciada. Claro que la objeción de Heidegger da a entender que el concepto mismo de sujeto no se puede delimitar si no es en oposición a un objeto, por lo que esta oposición no es superable, una vez el pensamiento se compromete con estos términos. Sin embargo, el propio Heidegger no puede de hecho prescindir de la terminología que se refiere a la unidad y la dualidad cuando describe la tensión del Dasein entre su facticidad y su posibilidad, entre su estar arrojado y su anticiparse a sí mismo, entre dos aspectos de la existencia, en definitiva, que remiten a un todo estructural. En términos dialécticos, cabría decir que el hombre interpreta desde sí mismo como sujeto la realidad objetiva que él es en todo momento —en cuanto ser natural y parte de la sociedad—, y de la que sin duda procede en el plano psíquico, social y biológico; pero, a la inversa, hay que añadir que toda forma subjetiva (su acción, su producción técnica, su creación cultural) cristaliza como realidad objetiva que se le enfrenta y que él debe interpretar de nuevo desde sí mismo... Lo que está aquí en juego, en el fondo, es el valor asignado a la racionalidad en cuanto procedimiento intelectual que se sirve de conceptos para determinar el objeto del pensamiento. Pues bien, en relación con ello, ya en Ser y tiempo muestra Heidegger una desconfianza de fondo hacia ese pensamiento que constituye la base de la filosofía occidental, al que sin embargo no supera, a pesar de su admirable y brillante esfuerzo por sustituir la terminología clásica de la razón, el sujeto, el objeto, la sustancia,

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la representación, etc. Y es su rechazo de la metafísica moderna lo que le conduce a interpretar la «ratio» como uno de los principios que expresan el modo en que el hombre moderno se olvida del ser —ahondando así el nihilismo de la cultura occidental— y afianza su dominio sobre el ente convirtiendo a este en simple materia susceptible de manipulación técnica28. Y una manifestación de ese imperio de la técnica sería precisamente el triunfo del pensamiento representativo («la época de la imagen del mundo»), en cuanto convierte a los entes en objetos de la conciencia de los que esta dispone y sobre los que impone los conceptos. La mentalidad técnica habría penetrado de ese modo en la metafísica moderna, que no sería en el fondo otra cosa sino pensamiento técnico. Ahora bien, contra esta posición, que reinterpreta a su manera la doctrina nietzscheana de la voluntad de poder, cabe objetar que aunque la razón sea en última instancia un instrumento vital del hombre y, en ese sentido, una técnica humana, no todo uso de la razón es en sí mismo un uso técnico o instrumental del pensamiento. Confundir ambos aspectos es lo que, siguiendo a Nietzsche, hace Oswald Spengler29, y el objeto de la crítica desarrollada por Adorno y Horkheimer desde los años 40 del siglo pasado en contra de la razón técnica o instrumental. 10.4. La reinterpretación hermenéutico-existencial de la fenomenología trascendental La noción del «ser-en-el-mundo» le permite a Heidegger no solo apartarse de Husserl y de su comprensión de la fenomenología como idealismo trascendental, sino también revisar el modo en que ha de entenderse la apelación a lo inmediato conforme al imperativo que ordena ir a las cosas mismas. En este punto el análisis heideggeriano pone de manifiesto cómo se nos presentan primariamente las cosas: en tanto el Dasein se halla siempre ya precavido y ocupado con cosas entre las que está enredado con vistas a hacer algo, los entes intramundanos aparecen en su origen con un senti28 Véase El principio de razón, incluido en ¿Qué es filosofía?, trad. de José Luis Molinuevo, Madrid, Narcea Ed., 1978. 29 Spengler, en efecto, considera que toda forma de vida (también, por lo tanto, la «vida racional») es en sí misma técnica, pues la tecnicidad es —según su posición, que se confiesa abiertamente nietzscheana— la táctica de la vida, el modo según el cual esta se desenvuelve de acuerdo con el principio de la voluntad de poder. La racionalidad misma representaría el estadio más elevado de la evolución vital, de modo que su posesión por parte del hombre le convertiría en el gran depredador, en el animal de presa por excelencia. Véase Oswald Spengler, El hombre y la técnica, trad. de Manuel García Morente, Madrid, Espasa-Calpe, 1947.

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do práctico, antes de que podamos reparar en ellos de un modo consciente que nos permita atender a lo que significan o a lo que son esencialmente por sí mismos. Se nos presentan como aquello con lo que ya estamos ocupados de antemano; por lo tanto, aparecen en nuestra vida práctica como entes que se destacan en nuestro trato con el entorno como «algo para» o útiles (Zeug-e). En efecto, el útil es «el ente que comparece en el mundo circundante» de manera inmediata: «Este ente no es entonces el objeto de un conocimiento teorético del «mundo»; es lo que está siendo usado, producido, etc. (...). El ‘Dasein’ cotidiano ya está siempre en esta manera de ser; por ejemplo, al abrir la puerta, hago uso de la manilla»30. El útil es, por tanto, la cosa en el sentido griego de «prágmata», cosa cuyo ser se determina como «el estar a la mano» (Zuhandenheit): es lo-queestá-a-la-mano (Zuhandenes), que es un modo de ser distinto del puro «estar ahí delante» (Vorhandenheit, Vorhandenes) y más primario que este, porque se presenta antes en el trato inmediato con los entes intramundanos. Heidegger dice, por ejemplo, que al martillear puedo reparar conscientemente en el martillo como tal y contemplarlo31, cayendo así en la cuenta de que lo-que-está-a-la-mano, que es como primeramente se presenta la cosa, era siempre también lo-que-está-ahí-delante32, que ahora puedo convertir en objeto de consideración. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el útil se estropea y llama nuestra atención, o cuando nos estorba, o cuando lo echamos en falta: en todos estos casos lo-a-la-mano se nos presenta en su carácter de lo-que-está-ahí-delante, aun conservando siempre su carácter de ser-a-la-mano. Estos, por cierto, son también buenos ejemplos con los que Heidegger muestra —ahora en un plano psicológico que tiene un valor existencial— cómo la estructura sujeto-objeto es derivada respecto a la estructura primordial del Dasein como ser-en-el-mundo: antes de objetivar el martillo como tal, el Dasein no sería propiamente un sujeto, ya que no hay ningún objeto frente a él, puesto que su andar con las cosas o manejarse con ellas —y entre ellas— recortan más bien la figura de un «quien» que no se sabe a sí mismo como diverso de aquello que le absorbe y le ocupa33. Solo se escinde como sujeto cuando convierte su expe30

SZ, § 15, pág. 67; trad. de Rivera, pág. 95. Ibíd. 32 SZ, § 16, pág. 73; trad. de Rivera, pág. 100. 33 Esto es de todos modos discutible, pues aquel que se sirve de útiles o, en general, hace algo respecto de las cosas, es a su manera un sujeto, aunque acaso no lo sea aún en el sentido del yo autoconsciente. Incluso en el mundo animal, donde sería problemático hablar de autoconciencia, hay una afirmación de sí del viviente como diverso de aquello que busca, devora o rehúye. Como advierte Hegel en la Fenomenología del espíritu, el «sentimiento de sí» del animal no es aún conciencia de sí, porque ahí falta todavía la experiencia contemplativa del objeto, que solo se alcanza con aquella conciencia que, distanciándose repecto de la 31

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riencia en conocimiento. Y esto nos aclara que Heidegger está guiado por su afán de someter a crítica el intelectualismo, que tiende a convertir el conocimiento en la forma primaria de nuestro trato con las cosas34. Sin embargo, la comprensión del hombre como sujeto-objeto también puede dar cuenta de esa situación originaria a la que se refiere Heidegger, ya que el devenir consciente del sujeto —también en un sentido psicológico— como algo derivado a partir de su origen en la realidad objetiva en la que inicialmente está inmerso, puede entenderse como el proceso de su constitución en cuanto principio de actividad que se organiza y diferencia de aquello de lo que procede. En cualquier caso, lo interesante de este análisis de Ser y tiempo, por lo que respecta al asunto que nos ocupa, es que pone de manifiesto el procedimiento en cierto modo «trascendental» que guía el discurso y que remite a alguna forma de subjetividad trascendental: en efecto, el carácter primario de los útiles, en tanto entes intramundanos que consisten en ser-a-lamano, se funda en la inmediatez con que aparecen ante el Dasein, puesto que, como ser-en-el-mundo, su existencia tiene como estructura fundamental —entre otras— «el ocuparse de» (Besorgen) en el que siempre ya se está, que es la condición de posibilidad del mencionado carácter primario del ser-a-la-mano. Ahora bien, esa supuesta inmediatez de los útiles se revelará a lo largo del análisis posterior como solo aparente, en la medida en que su presencia da por sentado —o está mediada por— el mundo. Y se trata ahora de poner de manifiesto el «fenómeno del mundo» en relación con el ser de estos entes. Porque el mundo no es él mismo un ente intramundano, sino lo que determina a estos entes como la condición de posibilidad de su descubrirse y mostrarse. Lo previo aquí es que «hay mundo», donde «mundo» en su sentido más radical no se refiere a aquello que comparten los entes intramundanos (su «mundicidad»)35, ni siquiera al contexto pragmático, red o cosa experimentada, convierte a esta en objeto de su contemplación, por medio de la cual se escinde ella constituyéndose como sujeto de conocimiento. Y solo a partir de esta forma de la experiencia que se representa la realidad objetivándola, puede la conciencia convertirse en objeto para sí misma como autoconciencia. Pero Hegel indica aquí —mucho antes que Heidegger— que la relación de conocimiento entre sujeto y objeto es derivada respecto de formas anteriores de la vida, tan solo a partir de la cual —y como un desarrollo de su dinámica inmanente— aparece la conciencia. 34 Como explica Apel, el concepto heideggeriano de mundo reinterpreta los planteamientos gnoseológicos idealistas sobre el objeto como aparentes o deficientes, porque el ente que hace frente intramundanamente no es primariamente presente como objeto de observación científica y determinación predicativa, sino en primer lugar a partir del «tener que ver en torno que se cuida de» como «útil a la mano». Véase ob. cit., pág. 17. 35 El término en alemán es «Weltmässigkeit», que indica una especie de ser acorde o de la misma medida del mundo: Gaos lo traduce como «mundiformidad» y Rivera como «mundicidad». Heidegger distingue hasta cuatro sentidos del término «mundo» (Véase

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plexo de remisiones —en tanto los útiles remiten a algo otro por su condición de ser «algo para»— en que adquieren su pleno significado, y respecto del cual el Dasein tiene una visión de contorno o «circunspección» (Umsicht). No: el fenómeno del mundo es anterior y más originario que el trato con los entes intramundanos, como se pone de manifiesto en el sentido más radical del ser-en-el-mundo. De nuevo Heidegger llama aquí la atención sobre una estructura fundamental del Dasein que, a modo de forma trascendental de la existencia en cuanto ser-en-el-mundo, revela el modo originario en que este aparece: el fenómeno del mundo, en el sentido de la fenomenología, se presenta en la «mundaneidad» (Weltlichkeit), que es una determinación existencial del Dasein constitutiva del ser-en-el-mundo. Es decir: en rigor, se trata del mundo en cuanto mundaneidad —que es su sentido ontológico-existencial—, tan solo a partir de la cual se nos hace patente el mundo —ahora en sentido óntico— en el que fácticamente vive el Dasein. Heidegger reinterpreta de un modo peculiar el imperativo del método fenomenológico de Husserl, que ordena atenerse a lo inmediatamente presente. Para este, la captación esencial de un fenómeno exige desprenderse de los prejuicios acerca de él y de todo cuanto no sea la pura actividad constitutiva de la conciencia, y nos arrastra por la corriente de todas las implicaciones del mismo que delinean el horizonte de la vivencia en que aparece, la cual apunta siempre a la conciencia y a sus operaciones noéticas como correlato del fenómeno, tanto en el sentido psicológico como en el del ego trascendental. En la medida en que su método busca en el yo puro la condición que hace posible el sentido que constituye el fenómeno, la fenomenología es entendida por él como idealismo fenomenológico-trascendental. Heidegger, por su parte, también atiende a las cosas mismas en su modo de hacerse inmediatamente presentes (así, por ejemplo, los entes intramundanos en cuanto cosas o útiles; o los otros hombres como otras existencias que comparten el mundo conmigo; etc.), mostrando sus implicaciones y haciendo explícito lo oculto, solo que ahora su sentido se remite a la existencia fáctica del Dasein, inmersa en el mundo cotidiano que le absorbe, y a sus modos de ser esenciales (los existenciales), y no a una supuesta actividad constitutiva de la conciencia36. Como parte de este munSZ, § 14, págs. 64-5; trad. de Rivera, págs. 92-3), de los cuales nos interesa aquí la distinción entre el sentido ya mencionado de «mundicidad» (Weltmässigkeit) y el de mundaneidad (Weltlichkeit). 36 Esta atención a lo cotidiano inmediato nos parece también que se hace eco del «mundo de la vida» de Husserl, aunque este no se ocupará directamente de este tema hasta un tiempo después de aparecer Ser y tiempo. Véase en particular Meditaciones cartesianas, 5.ª, § 59, y, sobre todo, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, §§ 28-38 y 44.

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do cotidiano, Heidegger tiene en cuenta el significado positivo de los prejuicios en cuanto forman parte de una tradición en la que el hombre ya está siempre como ser-en-el-mundo, a cuya «condición de arrojado» no precede ningún principio estructural como el de un ego o conciencia pura. La reducción fenomenológica no significa para él una limitación a la vida pura de la conciencia —como en Husserl—, sino que se transforma en una reconducción de la mirada desde el ente como tal hacia el ser que se manifiesta-y-oculta en él de un modo que requiere una interpretación más que una captación intuitiva de su sentido, puesto que este no se da de manera inmediata: la fenomenología se convierte así en hermenéutica. La interpretación de cualquier fenómeno necesariamente remite entonces a esa totalidad fáctica del estar-en-el-mundo, que incluye también la tradición, los prejuicios y lo cotidiano en general, y que define la finitud radical del hombre, incapaz de sobreponerse a esa condición. Ahora bien, según Heidegger, también forma parte de la condición humana el estar enfrentado a los propios límites y, en ese sentido, el poder adelantarse en cierto modo a sí mismo. Eso es lo que quiere decir con expresiones tales como «hacerse cargo de sí mismo», «anticiparse a sí», «adelantarse a la posibilidad», etc., cuyo significado remite al ya comentado de «existencia». Ello se debe a que la reinterpretación hermenéutica del análisis fenomenológico que lleva a cabo Ser y tiempo incorpora además la noción de los «existenciales» o estructuras fundamentales de la existencia: en efecto, el «ser-en-el-mundo», la «disposición afectiva», el «comprender», el «habla», la «mundaneidad», el «ocuparse de», la «circunspección», el «ser-con», la «solicitud» o la «historicidad», desempeñan una cierta función trascendental porque solo a partir de estas determinaciones fundamentales del Dasein adquiere todo lo demás su sentido y puede comprenderse en consecuencia el significado de cosas tales como nuestra relación con las cosas en general, las realidades mundanas, el conocimiento de nosotros mismos y de los objetos, el lenguaje, la convivencia interhumana o incluso la historia. Solo a partir del modo de ser del Dasein (la existencia, determinada por unas estructuras a priori o existenciales) se desvela el modo de ser de todas las demás realidades (el modo en que aparecen ante ella). El sentido de estas se remite, no a la actividad intencional de un sujeto que las constituye, sino a los modos esenciales de un «subiectum», el Dasein, que no se define a partir de la relación de conocimiento, sino como «existencia». En este sentido, la experiencia intramundana sí la concibe como guiada de algún modo por esas estructuras ontológico-existenciales, que son condición de toda experiencia, aunque no tengan sentido fuera de esta: son trascendentales. Por lo tanto, el Dasein es a la vez óntico —en cuanto ente delimitado por el mundo— y ontológico —en cuanto conjunto de aquellas estructuras existenciales—, de acuerdo con la reinterpretación heideggeriana del

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sujeto empírico y el sujeto trascendental. Y esto confiere a este planteamiento de Ser y tiempo un significado idealista, como ya hemos visto. Aunque ciertamente la comprensión del hombre a partir de su condición de arrojado, determinante de su finitud, desbarata sin duda la pretensión de entenderlo mediante el modelo del yo como fuente y origen de toda inteligibilidad. El propio Heidegger trató en su obra posterior de alejarse de ese resto de idealismo radicalizando esta consideración de la finitud humana mediante la insistencia en el estado de dependencia en que se encuentra el hombre con respecto al ser, a cuya espera y escucha ha de fiar sus posibilidades de comprensión. 10.5. La vida interhumana y la existencia auténtica El planteamiento trascendental, que —según nos parece— subsiste de manera peculiar en Ser y tiempo, lo encontramos también en el análisis sobre el modo en que aparece la relación con los otros y la forma inmediata que adopta el ser sí-mismo del Dasein. Heidegger aborda este asunto en el contexto de la discusión acerca de «quién» es ese que se presenta como ser-en-el-mundo. El análisis de este asunto es complejo, porque considera conjuntamente el problema de la relación con los otros, en la que siempre ya se está, y el de la relación del Dasein consigo mismo. De tal manera que esta última se describe como determinada por la relación con los demás, que por lo regular adopta la forma del cotidiano estar absorbido por la vida impersonal de usos y valores sociales que obstaculizan al individuo la posibilidad de singularizarse como un genuino sí-mismo. En cualquier caso, ahora nos preguntamos por el quién del Dasein, es decir, por ese yo-mismo o sujeto que —como señala Heidegger— mantiene su mismidad en el sentido de lo que se ha llamado el «subiectum»37. Ahora bien, esa mención del sujeto no significa que Heidegger se acoja ahora —en contra de todo lo dicho anteriormente— a la filosofía del sujeto tradicional, que concibe a este como algo originario y sustantivo, pues —como él explica— «ser-enel-mundo» significa que «no ‘hay’ inmediatamente, ni jamás está dado un mero sujeto sin mundo. Y de igual modo, en definitiva, tampoco se da en forma inmediata un yo aislado sin los otros»38. De tal manera que «el ‘yo’ debe entenderse solamente como un índice formal y sin compromiso de algo que en el contexto fenoménico de ser en que él se inserta quizás se revele como su ‘contrario’»39. 37 38 39

SZ, § 25, pág. 114; trad. de Rivera, pág. 140. SZ, § 25, pág. 116; trad. de Rivera, pág. 141. Ibíd.

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Así pues, la pregunta acerca de quién es el Dasein en la cotidianidad da lugar a una respuesta doble donde se mezclan dos consideraciones: por un lado, la respuesta apunta al hombre como alguien cuyo ser está definido estructuralmente por la relación con los otros hombres (es «ser-con»); pero, al mismo tiempo, ese estar con los otros se determina —también como un modo de ser estructural suyo— como el de un individuo cualquiera entregado a la forma impersonal de vida que caracteriza a lo cotidiano. La existencia de los otros se plantea —siguiendo el estilo fenomenológico— en cuanto tomamos en consideración —en nuestra experiencia intramundana del mundo circundante inmediato— la presencia de entes cuyo ser no es del tipo «ser-a-la-mano» (el ser de los útiles), pero tampoco del de lo «que-está-ahí-delante» sin más —que puede ser cualquier cosa, en tanto se repara conscientemente en ella—, sino que es existencia: una existencia distinta de la mía o «existencia-del-prójimo» (Mitdasein). Así —pone como ejemplo Heidegger—, en el mundo en que trabaja el artesano comparece el útil o la obra que está fabricando, pero junto con él también comparecen los otros, aquellos para quienes la obra está destinada40. Ahora bien, en este nivel intramundano, los otros son aquellos entre los que se está. La «existencia-del-prójimo» se me hace presente en el estar fáctico junto a otros o entre otros. Pero el sentido de esa existencia ajena con la que se comparte el mundo se le revela al Dasein en una determinación existencial suya, a saber: el «ser-con» (Mitsein, que Rivera traduce como «coestar»). Es decir, pertenece al modo de ser fundamental del hombre (a su esencia en el sentido heideggeriano, o sea, como un carácter existencial suyo) ese ser-con, que es anterior o más originario que el fáctico estar junto a otros, pues se refiere a su definición ontológica antes que a su consideración óntica: el ser de ese ente que yo soy como ser-en-el-mundo se determina existencialmente como ser-con, por cuya virtud el mundo en el que estoy es desde siempre el que yo comparto con los otros. Esta anterioridad no es temporal, sino que tiene, por decirlo así, el sentido del a priori trascendental, de acuerdo con lo que ya hemos comentado al respecto. Ese modo de ser fundamental explica y hace posible —según Heidegger— el sentido en que aparecen las relaciones en que de hecho me encuentro con los otros hombres, de tal manera que el mundo del Dasein es un mundo en común. Es interesante, por cierto, que Heidegger al caracterizar esa forma de relación originaria con los otros no recurre a conceptos tales como la búsqueda de consideración o la lucha por el reconocimiento, que envuelven la idea de una relación interhumana esencial —aunque basada en el antagonismo que se deriva del hecho de que el hombre, siendo 40

SZ, § 26, pág. 117; trad. de Rivera, pág. 143.

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un ser radicalmente social, es al mismo tiempo un individuo—, sino que emplea el término «solicitud» (según la traducción que Rivera propone para «Fürsorge»41, que Gaos traduce como «procurar por»). A este respecto, ya criticó Buber que este concepto de «solicitud» delata que Heidegger, a pesar de las apariencias, no concede a la relación interhumana el sentido esencial que le corresponde, sino un significado exterior y adjetivo: «no coloca la esencia de un hombre en relación con la de otro, sino, únicamente, la ayuda solícita de uno con la deficiencia del otro, menesteroso de ayuda»42. Así pues, el ser-en-el-mundo del Dasein es un ser-con, y el mundo es algo compartido con los otros. Pero, en el vivir cotidiano, la vida en común reviste de inmediato la forma del dominio de los otros sobre el Dasein, definiendo una situación en la que este siempre ya se encuentra, aunque sea de manera inadvertida. Este dominio se refiere al modo en que los otros en general, que son los que de manera regular están ahí en la convivencia cotidiana, dictan las formas de ese vivir cotidiano, que adquiere así un sentido impersonal para el individuo, en cuanto este se atiene a pautas que le son preestablecidas: entre los otros, él es otro más, uno cualquiera. Y esa disolución de sí en la manera impersonal de ser establecida por «los otros» es lo que Heidegger recoge con la expresión «el uno» (das Man)43, con la que se refiere a una determinación existencial del Dasein, considerado ahora como quien está perdido en esa «dictadura» de «los otros» que prescribe el modo de ser de la cotidianidad. Esta forma de ser sí-mismo disperso en lo cotidiano es el «uno-mismo» (Man selbst, o sea, el sí-mismo en cuanto uno de tantos), que es el modo de ser habitual del Dasein en tanto ser-con: soy a la manera de los otros, pues estoy inmediatamente dado a mí mismo desde el modo de vida impersonal que se me impone como a uno cualquiera, de manera que mi vivir se determina inmediatamente por el modo en que se vive44. A ese modo impersonal de poder-ser sí-mismo, que es la manera de ser inmediata y cotidiana del hombre, se le contrapone el modo auténtico de serlo, que se presenta así como una modificación fáctica del primero. Este análisis sobre el sí-mismo, que hemos examinado desde la óptica de la pregunta sobre el quién del ser-en-el-mundo, lo aborda Heidegger 41

SZ, § 26, pág. 121; trad. de Rivera, pág. 146. Véase M. Buber, ¿Qué es el hombre?, trad. de E. Imaz, México, F.C.E., 1986, págs. 95-6. 43 Como J. E. Rivera señala, este término podría traducirse igualmente como «el se», destacando así el significado de lo impersonal («se goza», «se piensa», etc.), o incluso como «la gente», en el sentido de Ortega. Véase SZ, § 27, pág. 126; trad. de Rivera, pág. 151. 44 Ibíd. 42

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también desde la perspectiva del «ser-en» —del que ya nos hemos ocupado parcialmente—. Pues bien, desde este enfoque, el modo de estar en el mundo que le corresponde al hombre, en cuanto sí-mismo impersonal dominado por los otros, es lo que denomina «la caída» (Verfallen), término de resonancias religiosas con el que caracteriza el modo habitual de estar inmediata y regularmente absorbido en medio del mundo, disperso y perdido entre la gente (en «la publicidad del uno»)45. La caída no expresa ninguna valoración negativa, ni algo que le pueda ocurrir a este o a aquel individuo, sino que se trata de un existencial: es el modo habitual en el que de antemano se encuentra el hombre. En esa forma regular de existencia el Dasein se interpreta a sí mismo desde el mundo en el que se encuentra caído, es decir, absorbido en la convivencia regida por la habladuría, la curiosidad y la ambigüedad, y en la que ha olvidado su ser más propio («ha desertado» ya de sí mismo), pues se oculta su propia posibilidad, como si la existencia se determinase mediante propiedades que ya están allí para él: tal es la existencia «inauténtica» o «impropiedad» (Uneigentlichkeit) del Dasein46. Pero si el hombre comprende su existencia desde la posibilidad, y esta es siempre suya, eso quiere decir que, con respecto a sí mismo, y en tanto ser-en-el-mundo determinado como ser-con, dispone en todo momento de la opción de arrancarse al modo de ser en que familiarmente se encuentra («como en casa») en su vida cotidiana para situarse ante su propia posibilidad. En tal caso, al tiempo que siente la «inhospitalidad» o desazón (Unheimlichkeit47, término ya usado por Freud) de su propio poder ser, que le entrega a la responsabilidad de sí mismo, se le descubre la perspectiva del ser total de su existencia. Es decir: sustrayéndose a la «tiranía»

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SZ, § 38, pág. 175, trad. de Rivera, pág. 198. Mantenemos esta traducción —seguida, por lo demás, por muchos autores— junto a la del «ser impropio», a pesar de los argumentos esgrimidos en su contra por J. E. Rivera (Véase la nota a la pág. 170 de su traducción, en pág. 476), quien —al igual que Gaos— prefiere traducir «eigentlich»/«Eigentlichkeit» como «propio»/«propiedad» y sus contrarios como «impropio»/«impropiedad», renunciando a los términos «autenticidad» e «inautenticidad». Pues aun cuando todas las traducciones presentan problemas, esta última tiene al menos un significado acreditado en la tradición filosófica. Por otro lado, Heidegger usa más a menudo el término «eigen» (propio) que su forma adverbial «eigentlich» (adverbio que usado como adjetivo podemos traducir por «auténtico»), y en alguna ocasión usa ambos términos en la misma frase refiriéndose al «más propio y auténtico poder-ser» del Dasein (das eigenste eigentliche Sein-können). Lo más propio y genuino (el término «echt» aparece también en alguna ocasión) es equivalente a lo auténtico, y en ese sentido ambas traducciones son válidas; pero cuando se expresa como cualidad es preferible «autenticidad», pues «propiedad» tiene otros usos en castellano (equivalentes a «Eigentum», «Eigentumlichkeit» o «Eigenschaft», además del que se corresponde con «Eigentlichkeit» o «Eigenheit»). 47 SZ, § 40, pág. 188; trad. de Rivera, pág. 210. 46

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del presente cotidiano (apartando de sí «encubrimientos y disimulos»)48 y aislándose ante sí mismo, se coloca ante la totalidad de la propia existencia como posibilidad esencial y se hace capaz así de escogerse en su más original poder-ser. Este es el sentido de la existencia «auténtica» o «propia» (Eigentlichkeit). Heidegger se esfuerza por evitar darle un enfoque moralista a la discusión sobre la autenticidad y la inautenticidad para mostrar ante todo su significado ontológico, según el cual se trata de dos modalidades fundamentales de la existencia. En esa perspectiva, recordemos que el sentido total del ser-en-el-mundo se reveló como cuidado49. Pero, aunque el cuidado expresa el sentido global del cotidiano ser-en-el-mundo, lo cierto es que esa noción no agota el significado total de la existencia en su verdad. Pues, en cuanto poder-ser o posibilidad, su significado como totalidad solo aparece si la existencia queda internamente delimitada por aquello que constituye su posibilidad irrebasable al tiempo que determina su finitud: por la muerte anticipada. Solo de este modo se abre la posibilidad del ser total de la existencia. De ahí el título del capítulo con que se inicia esta segunda sección: «La posibilidad del ser-total del Dasein y el estar-vuelto hacia la muerte». Pero esto significa además que Heidegger vincula el tema de la autenticidad a la posibilidad de una vivencia de la existencia como un todo que se anticipa. En efecto, en tanto la existencia contiene ese momento de anticipación que se pone de manifiesto en la posibilidad de situarse ante sí mismo, solo se revela en su verdadero ser total cuando, más allá de su estarahí-dada fácticamente en lo cotidiano, se descubre delimitada en cuanto tal posibilidad. Es decir, cuando se presenta en su finitud como totalidad ante la muerte: en efecto, el ser relativamente al fin, o el ser ante la muerte (Sein zum Tode: ser respecto de la muerte), revela el sentido de la existencia como estrechez limitada internamente por esa posibilidad extrema e irrebasable, ante la cual el poder-ser se descubre como tal poder-ser. Pero entonces toda ella se torna problemática y se ve sacudida por una conmoción que emplaza al hombre ante el más original poder-ser sí mismo: la vivencia de la muerte anticipada es, en efecto, una especie de congoja metafísica o angustia, que le arranca de su vida habitual, le aísla obligándole a situarse ante sí y le abre la existencia en lo que esta tiene de posibilidad más original. Ahora bien, según Heidegger, esa apertura de la existencia a sí misma no se produce como un acto de conocimiento en el sentido tradicional, sino que se trata de una comprensión afectivamente dispuesta (en la angustia) e inse48

SZ, § 27, pág. 129; trad. de Rivera, pág. 153. Y, en realidad, nunca abandonamos ya la consideración de la existencia como «cuidado», pues cuando más adelante se refiera Heidegger a «anticipar la muerte», a la «llamada de la conciencia» o a la «resolución», señalará que son formas del cuidado o fundadas en él. 49

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parable además de la decisión por la que aquella se resuelve a ser existencia auténtica. Porque, según él, la aperturidad, no es en rigor un estado teórico (de conocimiento) ni tampoco una acción práctica sin más (que responda a una volición), sino que precede a esa división; y no solo eso, sino que además entraña siempre una disposición afectiva. Tal es el modo como Heidegger reúne las tres facultades clásicas del alma en una sola actitud o estado existencial. Así pues, la existencia auténtica es una modalidad existencial concreta, a saber: aquella en que el individuo se hace cargo de su radical finitud cuando atiende a la llamada (Anruf ) a volverse hacia su más genuino y total poder-ser sí-mismo. Esta interpelación es lo que siguiendo la tradición se denomina «la voz de la conciencia» (Ruf des Gewissens)50, que incita a volver hacia sí. Ahora bien, en ningún modo se trata de una reflexión en el sentido de una consideración que vuelva sobre sí en términos racionales, porque además según Heidegger esa voz no informa de nada que se pueda comunicar o sobre lo que quepa deliberar (no lleva a «un diálogo consigo mismo»)51; es una voz silenciosa que, sin embargo, habla en tanto alumbra un sentido para mí (abre al Dasein su propio ser) del cual he de hacerme cargo, a saber: que soy culpable. O, mejor dicho: me intima (intimación o incitación: Aufruf ) a despertar mi ser-culpable más propio, que es el referido a una culpa originaria, anterior a toda consideración de culpa en un sentido moral. Y esta «culpa» o «deuda» con el ser (Schuld), que se me revela como el no-ser que me constituye, y del cual da testimonio la llamada de la conciencia, destaca la condición menesterosa de la existencia, no solo en cuanto a su falta de dominio sobre sí por saberse referida a algo de lo que procede, sino más radicalmente en cuanto es el vacío de sí y su fundamento es la nihilidad. Por lo tanto, dicho en el lenguaje de resonancias religiosas52 del que tanto gusta Heidegger, esa culpa original del hom50 Después de haber mostrado la autenticidad como una posibilidad fundamental de la existencia que solo puede determinarse si aparece como totalidad delimitada ante la muerte anticipada, ahora, en el capítulo segundo, se trata de ver en términos fenomenológicos si el Dasein encuentra en sí mismo un testimonio de dicha modalidad fundamental de la existencia, y eso le induce a hablar de la conciencia, cuyo papel analizará Heidegger en términos que se oponen a los de la moderna filosofía de la conciencia. 51 SZ, § 56, pág. 273; trad. de Rivera, pág. 294. 52 Esta resonancia religiosa es indudable, aunque Heidegger trate de desmentirla en una nota a pie de página, donde indica que el ser-culpable, que es inherente a la constitución de ser del Dasein, debe distinguirse de lo que la teología entiende por el status corruptionis, en el sentido de que lo primero sería la condición ontológica de esta última posibilidad fáctica. De este modo, una vez más, Heidegger hace uso del recurso de referir al ser (en este caso al ser que aparece constituyendo al Dasein), o a la relación con él, lo que la teología atribuía a la relación entre Dios y el hombre. Y en esta relación, tal como la entendía la teología cristiana, en efecto, el hombre aparecía ante Dios como un ser inconsistente, cuya radical

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bre indica la finitud de la existencia atestiguada por la conciencia. Esta, por su parte —concebida en contra de la modernidad ilustrada—, no posee iniciativa propia, ni reflexiona en términos de deliberación racional, ni tampoco da cuenta del significado de aquella interpelación: se limita a acoger y sostener la llamada en cuestión, es decir, la incitación a hacernos cargo de nuestra finitud. Y, en este punto, Heidegger establece una contraposición entre, por un lado, el «bullicio» de la vida social cuyas ruidosas habladurías atrapan al individuo caído en la vida impersonal; y, por otro lado, el habla silente de la conciencia, que es lo único que puede «interrumpir» aquella atención a lo público que por lo regular absorbe al Dasein para «rescatarlo» y hacer girar su atención hacia esa misteriosa voz que le aísla y le confronta a su más propio poder-ser. El rechazo heideggeriano de la sociedad moderna se traduce así en el desprecio de la opinión pública: solo separado de los demás puede el individuo ser auténtico. Por otra parte, Heidegger deja en una cierta indeterminación si esa llamada que produce dicho efecto de «interrupción» es acaso la que el Dasein se dirige a sí mismo a través de la conciencia; es decir, si es el poder-ser auténtico el que llama y busca despertar o rescatar al sí-mismo perdido en el uno como uno-mismo. O si, por el contrario, dicha llamada proviene de más allá del Dasein, en tanto revela a este su culpa originaria y le indica que ha de hacerse cargo de su dependencia de aquello que le trasciende. Pues bien, nos parece que esta ambigüedad es calculada y solo se aclara por el fondo romántico de la concepción de Heidegger: es la vida insondable la que adopta en cada individuo —y en cada cultura— una forma genuina que constituye su singular forma auténtica y cuya manifestación es aquello a lo que está destinado dicho individuo —o cultura—: ese es su destino. Y la llamada del destino proviene del fondo de sí mismo, que es la forma genuina que la vida ha adoptado en un individuo, pero proviene indirectamente también de la vida universal, que de modo incomprensible para la razón adopta una configuración original en cada individuo y en cada cultura. Al igual que Ortega, también Heidegger vincula la autenticidad con el destino. En las obras posteriores suyas, esa «voz de la conciencia» se presenta más bien como la interpelación del Dasein por parte del ser, de modo que sería del ser en cuanto tal de donde parece proceder la llamada transmitida por la conciencia y a cuya espera se halla el hombre. Y esa matización o reinterpretación es un ejemplo más del giro antimoderno que quieinsuficiencia (su nihilidad constitutiva o ser-culpable, como dice Heidegger) lo llama a buscar a Dios, en cuanto única verdad en la que sostener su existencia, ya que el hombre en cuanto tal arrastra una caída original que lo hace culpable. Véase SZ, § 62, pág. 306; trad. de Rivera, pág. 325.

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re completar Heidegger. Pero, en cualquier caso, el tratamiento heideggeriano de esta cuestión considera la conciencia al margen del diálogo consigo mismo y de la comunicación intersubjetiva, como si su llamada no tuviera otra función que la de promover en el individuo un impulso que al tiempo que le aísla de los otros le emplaza ante sí mismo en unos términos que nada tienen que ver con la autoconciencia comprendida en términos de racionalidad, sino con lo que Heidegger pinta con palabras tales como «sacudida», «arrebato», «conmoción», «despertar a sí mismo», u otras semejantes, que sirven para caracterizar el giro hacia la «resolución» (Entschlossenheit), que es el estado53 volitivo (es un querer-tener-conciencia de la propia nihilidad), afectivo (es un temple anímico que ha hecho la experiencia de la angustia) y que más que conocer lo que hace es abrir al Dasein su poder-ser en la autenticidad. Vinculando la discusión sobre la resolución, como respuesta auténtica a la llamada de la conciencia, con lo desarrollado en el capítulo anterior acerca de la anticipación como modo auténtico de ser respecto de la muerte (precursar la muerte), Heidegger puede finalmente caracterizar el modo de ser de la existencia auténtica como el de la «resolución precursora» (vorlaufende Entschlossenheit). De este modo, renunciando al espacio crítico e intersubjetivo de la razón, Heidegger se presenta como un maestro de sabiduría —siguiendo quizá el modelo de ciertas formas de sabiduría oriental— que indica un camino y cuya prédica seudorreligiosa se aparta de lo que auténticamente es la filosofía. 10.6. Autenticidad, alienación y autonomía en relación con la sociedad moderna Por otra parte, la discusión acerca de la existencia «propia» e «impropia», de la autenticidad y la inautenticidad, expresa una posición que debe distinguirse nítidamente de la teoría moderna sobre el sujeto alienado y su posible emancipación. Pues el concepto de alienación, con sus implicaciones en el orden antropológico, social y psíquico, presupone un esquema categorial diferente del que representa el análisis sobre la existencia auténtica e inauténtica en Heidegger. En efecto, la alienación tiene siempre la connotación negativa que se deriva de la consideración de una forma de vida contraria al verdadero ser esencial del hombre: este, en tanto alienado, 53 Es el «estar resuelto» (Gaos traduce «estado de resuelto»), que hay que distinguir del acto resolutorio como tal (Entschluss), el cual —según Heidegger— depende de la situación. La resolución sería pues una especie de inconcreta excitación volitiva-afectiva-cognitiva que mantiene al Dasein en una tensión existencial en relación consigo mismo. Heidegger dice que es el modo auténtico del cuidado.

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es otro del que —al menos potencialmente— es en su verdad. En su versión dialéctica de raíz marxista, esta doctrina es un instrumento crítico que denuncia un estado de cosas objetivo de la sociedad, el cual se refleja en la vida degradada del individuo y en la escisión de su conciencia, de tal manera que su emancipación —pensada además desde una cierta filosofía de la historia— comporta necesariamente la transformación de la sociedad para hacer posible que su existencia se reconcilie con su verdadera esencia como ser social y supere así su alienación. Pues bien, esa doctrina no tiene cabida en una concepción como la de Heidegger, que invierte completamente la relación entre esencia y existencia. Si el hombre no tiene más presupuesto que su estructura ontológica como «ex-sistente», cualquier modo de proyectarse —también el de la existencia impropia— entraña un modo positivo de darse una esencia, que no está en contradicción con ninguna definición esencial previa. De hecho, Heidegger señala que la existencia inauténtica es —según hemos visto— la forma regular de existencia en el mundo cotidiano, y eso es así con independencia de cuál sea el modo concreto en que están organizadas las relaciones interhumanas, de tal manera que en ese sentido tiene un carácter permanente e insuperable para el hombre en su vida corriente: es una determinación esencial de la existencia. Sin embargo, nos parece que formalmente subsiste una semejanza con el concepto de alienación, pues también la existencia inauténtica se considera en contradicción, si no con un modo de ser esencial del hombre, sí con un tipo de existencia que conoce el sí-mismo en su más original poderser. Dicho de otro modo, puesto que Heidegger no puede medir la verdad de la existencia con una esencia que la precediera, la compara consigo misma de acuerdo con el criterio que consiste en la comprensión de la totalidad del propio ser posible: sobre el fondo de ese todo del propio sí-mismo conocido como posibilidad limitada por la muerte (la posibilidad irrebasable), aparece el significado de la existencia auténtica. La prefiguración de la propia muerte marca el límite que estrecha el propio ser posible (de ahí el sentido de «angostura» o «estrechez» que, considerado como afecto, se presenta en la «angustia») y, en cuanto singulariza al hombre aislándolo en sí mismo (la muerte es la posibilidad más «irrespectiva»), constituye el trasfondo sobre el cual adquiere significado la existencia auténtica. En la angustia de la propia finitud como ser posible (o sea: cuando su poder-ser se le presenta como tal poder-ser), el hombre se vuelve hacia sí y se resuelve a ser existencia auténtica, en tanto abre el más original poder-ser propio54. 54 Heidegger juega aquí con el parecido entre los términos «Entschlossenheit» («resolución» en el sentido de decidirse o resolverse a algo) y «Erschlossenheit» («aperturidad» o «apertura»), aproximando sus significados en el sentido de que la resolución es una condición de

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Ese parecido formal con la alienación explica, por cierto, el uso de este término (Entfremdung) en Ser y tiempo, aunque de las palabras de Heidegger se deduce que no lo utiliza con el significado clásico: «Esta alienación, que le cierra al Dasein su propiedad y posibilidad (...), no lo entrega, sin embargo, a un ente que no es él mismo [es decir, no lo pone en contradicción con su esencia], sino que lo fuerza a la impropiedad, es decir, a un posible modo de ser de sí mismo»55. Otra cuestión diferente se refiere al sentido crítico-social que comporta el concepto de alienación y que está ausente en la discusión sobre la autenticidad y la inautenticidad. Ciertamente también en esta aparece la consideración de la vida social como parte del mundo cotidiano en el que irremediablemente se desenvuelve la existencia individual, pero el modo en que se presenta envuelve una cierta prevención hacia esa esfera social en general y la manera en que aparta al individuo de su más original poderser. Y no hay en ella ninguna consideración que permita discriminar entre diversas formas de organización de la sociedad. Es verdad que la falta de ese sentido crítico-social se explica también porque simplemente no forma parte de la pretensión heideggeriana, que se mantiene en el plano del análisis ontológico de la existencia. Sin embargo, en ello mismo se revela la prevención ante la realidad social, que de manera indiscriminada aparece como un obstáculo en el camino de repliegue hacia el auténtico sí-mismo individual. La sociedad no es vista como un medio de perfeccionamiento del hombre, ni siquiera como la esfera del antagonismo entre individuos en la que estos pueden llegar a reconocerse entre sí. Como señala Adorno, el ser sí-mismo propio como ser único impide cualquier visión de lo social salvo en términos negativos. Al ser-con-los-demás, el Dasein se convierte en algo no auténtico56. Por otro lado, la fraseología sobre el hombre no se preocupa del fraccionamiento real del sujeto en funciones separadas entre sí57. La constatación de que Heidegger plantea esta cuestión en términos de una analítica de la existencia, que hace abstracción de las diferencias sociales y convierte en impertinente la pregunta acerca de estas, es precisamente lo que delata el sentido negativo con que aparece la vida social en su la apertura del Dasein a sí mismo. Véase la nota al respecto de J. E. Rivera en la pág. 491 de su traducción. En cualquier caso, se hace aquí patente ese recurso voluntarista —e irracionalista— a la decisión, que no tendría cabida en los análisis sobre la alienación, ya que el significado de esta en el plano psíquico apunta a una forma de conciencia que depende de condiciones reales objetivas, independientes del psiquismo individual, aunque ello no impida una consideración complementaria sobre la flaqueza del psiquismo humano. 55 SZ, § 38, pág. 178; trad. Rivera, pág. 200. La aclaración entre corchetes es mía. 56 Véase T. Adorno, La ideología como lenguaje (o mejor: La jerga de la autenticidad —Jargon der Eigentlichkeit—), Madrid, Taurus, 1982, pág. 88. 57 Véase ob. cit., pág. 54.

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teoría. Y pone de manifiesto además, paradójicamente, el sentido esencialista y ahistórico que el filósofo de la existencia atribuye a la autenticidad y la inautenticidad, pues en cuanto caracteres ontológicos fundamentales de la existencia, esos existenciales se sustraen a toda consideración concreta sobre las condiciones históricas, sociales o culturales que de facto envuelven y determinan siempre a la vida humana. Ese recelo hacia la vida social nos parece que ha de explicarse, al menos en la concepción que aparece en Ser y tiempo, atendiendo a dos consideraciones. En primer lugar, hay que hacer notar que a pesar de las apariencias Heidegger no se libera del subjetivismo propio de la tradición fenomenológica, que constituye en buena medida el trasfondo filosófico de su posición. Y en esa perspectiva hemos de recordar que Husserl —según nos dice en la quinta de sus Meditaciones cartesianas—, aun reconociendo que la conciencia es intersubjetiva, se retrotrae finalmente al ego trascendental monádico y a la «esfera de lo que le es propio» (Eigenheitssphäre) para hallar en él —según vimos— la fuente de todo sentido. Es verdad, no obstante, que Heidegger parece desmarcarse en principio de esa posición al reconocer que el punto de partida para el individuo es su caída en el «término medio» como uno-de-tantos, que ha asumido ya los significados de su mundo social en cuanto horizonte siempre dado en el que todo está ya interpretado para él de antemano. Sin embargo, su apelación al más original poder-ser sí mismo, en cuanto posibilidad más propia hacia la que puede resolverse cuando la totalidad de su existencia se le hace angosta y problemática ante su muerte prefigurada, parece apuntar de nuevo a la noción de un individuo que solo se tiene en verdad a sí mismo cuando se aísla de los otros. Ahí se refleja en él —al menos en Ser y tiempo— el enfoque trascendental de una tradición filosófica que coloca al yo en la posición de adelantarse a sí mismo, y que se aparta del camino más prometedor seguido por Hegel y Marx, para quienes el yo es siempre el otro del otro, porque la conciencia individual está radicalmente mediada por el espíritu (Hegel) o por la realidad social objetiva (Marx). En realidad, para Heidegger, la sociedad es siempre el ámbito de la inautenticidad, pues lo social —no se olvide— no se agota en las relaciones interindividuales, sino que está constituido también por los ritos, códigos, instituciones, normas, etc., que son convenciones de carácter impersonal en las que supuestamente el Dasein está por lo regular caído en el término medio de lo público. Pero, más allá de aquel trasfondo filosófico, la vía explicativa principal del recelo de Heidegger hacia la vida social se refiere al modo concreto que esta adopta durante la modernidad, tan denostada por él, en cuanto sociedad que iguala a los individuos y genera el ámbito de la opinión pública, que pesa sobre ellos. La sociedad moderna (Gesellschaft, en el sentido de Tönnies) promueve las relaciones flexibles y artificiales entre los hombres

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en un proceso de secularización, racionalización técnica y diferenciación social, que desarraiga al individuo de la autenticidad de su tierra y de su comunidad (Gemeinschaft). Y al mismo tiempo, en cuanto impulsa su libre iniciativa, tiende a concebirlo como sujeto que aspira a darse a sí mismo la norma que guía su conducta, conforme al ideal de autonomía. En ese sentido, la existencia auténtica no sería la propia de un individuo en el sentido moderno del término, a pesar de lo que pudiera dar a entender la terminología que habla de resolverse a favor del ser propio, pues el ser de ese individuo es el que se sostiene en relación con su comunidad, entendida esta de un modo que recoge una vaga noción del nosotros de origen romántico (y que acaba identificándose con el nosotros del pueblo alemán, resuelto a asumir su destino). Pues bien, la hostilidad de Heidegger hacia el mundo moderno se refleja en su rechazo de los principios que lo inspiran: el rechazo del proceso de secularización desde un misticismo que se hizo cada vez más patente en su pensamiento; de la crítica racional que busca lo universal en el hombre, sustituida por la singularidad del destino y el culto voluntarista de la decisión; de la democracia liberal desde su posición reaccionaria y su militancia nazi; de la voluntad general y el pacto entre individuos en nombre de la comunidad de sangre (Volk) y la adhesión al Führer, cuya voluntad es ley; de la técnica desde su añoranza romántica del mundo campesino y de la vida contemplativa; de la autonomía del sujeto desde su invocación seudorreligiosa de un más allá de la razón que se oculta al hombre...; el rechazo, en definitiva, de la sociedad y de la mentalidad modernas desde la nostalgia de un mundo premoderno asociado a una oscura teología del Ser y a la idealización de la antigüedad griega. Esa alergia a la modernidad alcanza incluso a la «biología liberal», que Heidegger identifica con el darwinismo, a la cual opone la tradición de pensamiento biológico a la que pertenece Von Üexkull, en cuyo concepto del «perimundo» (Umwelt) cree encontrar una semejanza con la noción del espacio vital (Lebensraum) utilizada por el nazismo58. 58

Véase Emmanuel Faye: Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía. En torno a los seminarios inéditos de 1933-1935, trad. de Oscar Moro, Madrid, Akal, 2009. Este libro aporta muchos datos demoledores sobre el nazismo de Heidegger, pero convierte su hostilidad en contra del pensador alemán en la insostenible tesis que niega valor filosófico a su obra. Por otro lado, la noción de Umwelt, empleada por Von Üexkull, la emplea más bien Heidegger como punto de partida para diferenciar entre el modo en que el animal y el hombre se relacionan con el entorno: el animal, absorto en los entes y aturdido por su reclamo, es «pobre en mundo», mientras que el hombre, en tanto se halla en lo abierto del ser, es «configurador de mundo». Pero esto —como vimos en el § 8.6— lo ha explicado mejor Buytendijk en su polémica con Von Üexkull. Véase el seminario de 1929-30, impartido por Heidegger en Friburgo y publicado con el título de Die Grundbegriffe der Metaphysik. Welt-Endlichkeit-Einsamkeit, trad. de Alberto Ciria, Madrid, Alianza Editorial, 2007, págs. 217 y sigs.

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La idea de autonomía, en particular, representa un principio fundamental de la filosofía de la conciencia, a la que Heidegger se refiere críticamente designándola como metafísica de la subjetividad. Pues esa noción de autonomía, característica de la modernidad, implica una extensión del dominio del hombre sobre los entes hasta un punto en que se convierte también en dominio sobre sí mismo. En efecto, la autonomía del sujeto en la filosofía clásica constituye una concepción del hombre según la cual este es capaz de arrancarse en cierto modo a su condición como ser-en-el-mundo. Por eso, la comprensión de ese principio, en su versión principal, conduce a la distinción de un sujeto trascendental como aquel que puede sustraerse a las determinaciones mundanas que configuran al sujeto empírico —según la concepción kantiana— o, al menos, anticiparse a las mismas —según la versión fenomenológica derivada de Husserl—. Sea en estas o incluso en otras versiones, el idealismo moderno —y el humanismo en general— ha comprendido siempre la autonomía como la forma característica de la libertad humana, que estaría enraizada en el modo de ser del hombre en cuanto sujeto. Ahora bien, hay que decir que esa anticipación respecto de sí mismo es precisamente lo que constituye la paradoja insuperable de la subjetividad: en cuanto me encuentro no solo frente a las cosas, sino también frente a mí, no puedo dejar de adelantarme a lo que soy en medio de ellas proyectándome sobre la situación fáctica a la que pertenezco con todo mi pasado y trascendiéndola hacia una nueva posibilidad de mí mismo. Por eso, la estructura proyectiva de la temporalidad es concebida como consustancial al modo de ser humano, como han coincidido en señalar —con ligeras variantes entre ellos— Husserl, Ortega, Heidegger, Sartre o Merleau-Ponty. Aunque hay que señalar que en el caso de Heidegger, al menos en Ser y tiempo, la temporalidad es entendida como el sentido de la existencia, cuya finitud radical es incompatible con toda idea de un sujeto autónomo. Es ciertamente un mérito de Heidegger haber señalado que el dominio de sí de ningún modo define el modo de ser esencial del hombre, pues aunque la existencia sea proyección de sí mismo, eso no indica que deba entenderse como sujeto autoconsciente que disponga de sí con antelación a su contacto con la realidad. Por el contrario, el Dasein no se pertenece a sí mismo y no puede ser concebido mediante la noción de autonomía, tal como la entienden la filosofía idealista de la conciencia y el humanismo tradicional, puesto que está arrojado al mundo. Ahora bien, el repudio por parte de Heidegger del principio de autonomía, en su afán por desembarazarse de todo vestigio de la modernidad ilustrada, adopta la forma extrema que supone el abandono de la deliberación racional, que forma parte de aquel principio y que supone la apertura de un espacio reflexivo interior para la automediación del yo. Y eso le conduce a Heidegger a la noción de autenticidad, que no se guía por el ideal de alcanzar el gobierno

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de sí, sino por la voluntad irracional mediante la cual la existencia se resuelve de modo inmediato a ser quien propiamente es59. El principio de la conciencia en la filosofía moderna entraña, por el contrario, una escisión o distancia con respecto a sí que abre la posibilidad y el espacio de la deliberación. En eso ha insistido precisamente Tugendhat, proponiendo una noción de autonomía que se aparta enteramente de la concepción kantiana, en cuanto no la hace descansar en una razón apriorística, sino que más bien la asocia a la capacidad de construir razones por parte del sujeto individual60. El abandono por parte de Heidegger de ese principio de autonomía le lleva a sustituir la crítica de la razón por la autoridad del destino. Este clama desde el yo auténtico que nos ocultamos con encubrimientos y nos llama a cumplir con aquella decisión, que nada tiene que ver con la elección reflexiva. Por lo tanto, el carácter irracional de la voluntad en el contexto de la discusión sobre la autenticidad se pone de manifiesto en cuanto Heidegger, en la tradición de Schopenhauer y Nietzsche, la considera al margen de toda noción de autonomía y en el marco además de una «renaturalización» del espíritu en el sentido romántico que lo subordina a las fuerzas insondables de la vida. Una posición crítica con las pretensiones del idealismo que no renuncie al principio de autonomía no puede entender esta como si se tratara de una facultad radicada en la naturaleza humana e independiente de las condiciones del mundo. Por el contrario, debe comenzar por aceptar que el punto de partida insuperable de la vida humana es la pertenencia a un mundo que le determina y sobrepasa por todas partes, y que ese origen 59 La contraposición autonomía-autenticidad nos parece una expresión más del viejo conflicto entre Ilustración y Romanticismo. 60 Ernst Tugendhat: El problema de una moral autónoma, trabajo incluido en Antropología en vez de metafísica, Barcelona, Gedisa, 2008; y No somos de alambre rígido. El concepto heideggeriano de «uno» y las dimensiones de profundidad de las razones, escrito incluido en Problemas, Barcelona, Gedisa, 2002. En estos trabajos en particular, Tugendhat considera que la concepción kantiana de la razón práctica es una secularización de un sentimiento moral religioso, y defiende una idea de «autonomía» basada exclusivamente en la voluntad del sujeto empírico —dicho en términos kantianos—: si ha de haber autonomía, esta ha de ser la del individuo cuya voluntad singular no se sostiene en la razón a priori, sino que se limita a deliberar según razones que él mismo elabora. Pero en su afán por desprender la autonomía de toda base metafísica o religiosa, Tugendhat cae en dificultades que no logra resolver: al final para él ser autónomo significa que yo, como individuo, tengo que poder ser o hacer lo que quiero, de modo además que pueda armonizar mi interés con el de los demás («autonomía compartida» que caracteriza al contractualismo), recuperando así la doctrina de Rousseau. Y su discusión —que combina en cierto modo el enfoque de Kant con el de Schopenhauer— sobre los deseos y la decisión acerca de qué deseo debe prevalecer (yo tengo que desear que un deseo se imponga a los demás, lo cual me conduce a un regresus ad infinitum), combinada con la consideración de las razones aportadas para poder adoptarla, de ningún modo se sitúa fuera de la metafísica que él pretende superar.

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marca su existencia hasta tal punto que nunca llega a superar ese momento de heteronomía. Pero aunque el hombre, por su condición mundana, nunca pueda llegar a ser dueño de sí mismo en el sentido en que presume el idealismo, sí puede convertir la autonomía en el principio que organice y oriente su vida para hacerla más consciente, más racional y, en ese sentido, más libre. Y la posibilidad de llevar a cabo semejante tarea reside en que el hombre es también sujeto, pues aun determinado por la multitud de factores que configuran su vida, dispone siempre de la opción de colocarse frente a la situación en que se encuentra y frente a sí mismo en ella. Esa mediación de su subjetividad, que inicialmente tan solo es un principio de actividad, sostiene en él la aspiración de convertirse en sujeto en un sentido que corresponda cada vez más a la plenitud de ese concepto. Por otra parte, hemos visto antes cómo el recelo heideggeriano ante la sociedad moderna (Gesellschaft) parece revestir la forma de una nostalgia por los lazos «naturales» característicos de la sociedad tradicional (la «comunidad» o Gemeinschaft), cuya pervivencia cree encontrar Heidegger en la vida rural y campesina. Ahora bien, esa predilección suya por las formas tradicionales de la vida comunitaria arroja una nueva luz sobre la cuestión de la existencia auténtica. Hay que recordar de entrada que Heidegger presenta esta cuestión —según hemos visto— como una meditación sobre la condición del individuo, que solo escaparía de la impersonalidad de la vida social a través del encuentro con su propia singularidad original, favorecido por la prefiguración de su muerte. Y que, en esa medida, parece una reflexión independiente de aquella otra que se refiere al tipo concreto de sociedad en que dicho individuo se encuentre. Sin embargo, nos parece que la noción de autenticidad arrastra un sentido irracional, en tanto apela a ese fondo insondable de la vida que reviste en cada individuo una forma genuina que solo con él sale a la luz. Precisamente el papel de la conciencia —sin autonomía alguna respecto de la vida que se abre camino a través de ella— sería entonces el de escuchar esa llamada para que el individuo realice su destino. Y esto explica de paso el recurso a la noción de un «destino común» como «el acontecer de la comunidad, del pueblo» («das Geschehen der Gemeinschaft, des Volkes»), del cual se sirve Heidegger en el parágrafo 74 de Ser y tiempo61. Ese destino común apunta a la idea romántica de que la comunidad del pueblo constituye una forma de la vida que se singulariza en ella y se realiza a través de la tradición, que se convierte así en la base a partir de la cual el Dasein, junto con los otros con los que fácticamente existe, se proyecta en la resolución. De tal manera que el destino (el del in61 Con este término («destino», Schicksal) designa Heidegger en el parágrafo 74 de Ser y tiempo «el acontecer originario del Dasein que tiene lugar en la resolución propia». Véase SZ, § 74, pág. 384; trad. de Rivera, pág. 400.

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dividuo y el de la comunidad del pueblo), que se anuncia en la tradición, se revela así como la historicidad originaria o auténtica62. Y este uso de la noción de la autenticidad para calificar el modo de ser de un pueblo, que ya aparece en Ser y tiempo, es el que le permite a Heidegger años después, en el discurso sobre «La autoafirmación de la Universidad alemana», desarrollar en la clave política del nazismo la noción del «destino del pueblo alemán», cuya autenticidad se le revela en la «misión espiritual» de exponerse a «la extrema problematicidad de la existencia», donde muestra su «voluntad de grandeza»63. 10.7. Más allá de SER Y TIEMPO: la acentuación de la deriva hacia el irracionalismo La comprensión por parte de Heidegger de que en Ser y tiempo subsistía un cierto trascendentalismo le llevó a apartarse progresivamente del planteamiento de la analítica existencial, que se prestaba a la interpretación de dicha obra en la línea de la antropología filosófica, aunque él nunca admitió semejante interpretación. Eso le condujo a abandonar la fenomenología y a subrayar cada vez más el sentido antimoderno de su pensamiento, acentuando la deriva irracionalista de su filosofía. Esta tendencia se refuerza además mediante el famoso «viraje» (Kehre) que trae consigo la supuesta «superación de la metafísica», en cuanto forma de pensar caracterizada por el olvido del ser. En efecto, en lo concerniente a la tarea del pensamiento, esta nueva posición filosófica concibe un sentido también nuevo para él, que pasaría a convertirse así en pensamiento «rememorante» (Andenken), cuya labor consistiría paradójicamente en volver sobre la metafísica a superar, ya que esta «superación» resultaría ser más bien un «desmontaje» o «deconstrucción», pues se trataría ahora de «rememorar» el ser que aquella había olvidado. De modo que, a la luz de esta nueva perspectiva, la historia de la metafísica se revelaría así como «historia del ser», en cuanto la meditación filosófica vuelve sobre lo impensado en aquella historia (el ser en cuanto tal, que, en su manifestación, se oculta) para tratar de llevarlo a la experiencia a través de ese nuevo modo de pensar más esencial, meditativo o rememorante, cuya tarea se convierte 62 SZ, § 74, pág. 385; trad. de Rivera, pág. 401. La noción heideggeriana de la historicidad no debe interpretarse en el sentido de Marx, sino en otro sentido derivado más bien de Dilthey, para quien la historia es el despliegue de la esencia —histórica— del hombre, presente en cada individuo antes que en la sociedad: Heidegger esencializa la historicidad. Para Marx, en cambio, no hay una historicidad del hombre ni esencia humana que pueda considerarse con antelación a la vida social y a su desarrollo histórico. 63 Véase La autoafirmación de la Universidad alemana, trad. de Ramón Rodríguez, Madrid, Tecnos, 1989, págs. 12 y sigs.

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de este modo en la de mantenerse atento a la espera de ser interpelado por el ser64, ya que es este el que, por razones inalcanzables para la comprensión humana, se revela para ella. Pero, en cuanto historia del ser que se desoculta para hacer posible la experiencia del hombre —interpretada pasivamente como «escucha» de aquel que está a la espera—, eso quiere decir también que propiamente no habría habido una historia del pensamiento entendida como historia del activo esfuerzo humano que busca comprender, ya que el pensamiento, falto de toda iniciativa propia, se limitaría más bien a acoger el desocultamiento del ser. Este último es lo que constituye el «acontecimiento» («Ereignis»), con el cual Heidegger se refiere a una supuesta co-pertenencia entre hombre y ser65, que propiamente no es tal, dado el carácter asimétrico de la relación entre ambos: el hombre está a la escucha y a la espera del ser, del mismo modo en que se halla con respecto a Dios en la teología revelada. Esta es la vía oscurantista del misticismo y la renuncia a la razón, a través de la cual busca Heidegger un fundamento antihumanista a su idea del hombre. Pues pensar en este sentido de rememorar (Andenken) quiere decir considerar el ente presente como el hacerse presente del ser; significa captar la apertura del ser, en la cual estamos arrojados, como acontecimiento66. Y de ese modo Heidegger trata de sustraer la consideración del ser y el ente al enfoque moderno de la razón que busca comprender su relación mediante la dialéctica de la identidad y la diferencia, de lo inmediato y lo mediato: se trata de proponer un salto alógico que haga imposible el proceso que conduce de lo inmediato a la mediación (en la que se hace explícita su identidad y su diferencia), de lo ahí dado a lo ausente que completa su integridad —como dice Ortega— y se halla en cierto modo también presente. Ya en Kant y el problema de la metafísica67, y en relación con la discusión acerca del significado último de la filosofía kantiana, apunta desde lejos en esa dirección. Si todos los intereses de la razón se resumen en las tres célebres preguntas de Kant, y estas a su vez remiten a la pregunta por el hombre, eso nos conduce a la visión que coloca a este y a sus modos de comprender en la base de toda realidad. Pero Heidegger rechaza de plano semejante antropocentrismo, pues en contra de las pretensiones de la an64 Véase El final de la filosofía y la tarea del pensar, trad. de J. L. Molinuevo, texto publicado como parte del volumen titulado Tiempo y ser, Madrid, Tecnos, 2000, págs. 77 y sigs. Sobre esta cuestión, véase también ¿Qué significa pensar?, incluido en Conferencias y artículos, trad. de E. Barjau, Barcelona, Ed. del Serbal, 1997, págs. 113 y sigs. 65 Véase, por ejemplo, Carta sobre el humanismo, ed. cit., págs. 46 y sigs., o Identidad y diferencia, trad. de H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Anthropos, 1988, págs. 85 y sigs. 66 Véase Gianni Vattimo, Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, trad. de Juan Carlos Gentile, Barcelona, Península, 1985, pág. 120. 67 Kant und das Problem der Metaphysik (1929), tomo III de la Gesamtausgabe, Vittorio Klostermann Verlag, Fráncfort del Meno, trad. de G. I. Roth, México, F.C.E., 1954.

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tropología filosófica como filosofía primera, en contra de la tendencia moderna a comprenderlo todo antropológicamente, en contra de la metafísica del sujeto, y saliendo además al paso del reproche de «antropologismo» lanzado en contra de Ser y tiempo, señala que la pregunta fundamental de la metafísica no es la que se interroga por el hombre como ámbito en el que se concentran todos los intereses de la razón, sino la pregunta por el ser, al cual han de subordinarse tanto el hombre como la razón misma. Y es así porque la razón, como facultad humana, opera ya mediante el esfuerzo de determinar conceptualmente aquello sobre lo que trata de imponerse (eso precisamente sería el «pensamiento técnico»), y, según Heidegger, no se puede determinar lo que el ser es, pues en cuanto se trata de hacerlo ya nos hemos olvidado de él para atender tan solo al ente. Y en relación con el ser, el hombre es ciertamente quien plantea la pregunta, pero lo hace en unos términos que, como ya se da a entender en el modo humilde —y triple— de la formulación kantiana, ponen de manifiesto no tanto una soberanía ejercida desde el centro de la realidad cuanto más bien una posición subordinada: «¿qué puedo saber?», «¿qué debo hacer?» y «¿qué me cabe esperar?» son las preguntas que, antes que canalizar los intereses de la razón, lo primero que hacen es mostrar la finitud radical del hombre, en cuanto ente que se interroga por el ser. Y esta finitud habría sido puesta de manifiesto también en la Crítica de la razón pura, en cuanto reconduce las posibilidades de la razón a su conexión con la sensibilidad en la doctrina del esquematismo trascendental, en la cual se muestra su dependencia del tiempo. Y según Heidegger, que con los años insistirá cada vez más en la posición subordinada e incluso «sierva» del hombre (el «siervo del ser»), este es incapaz de conducir activamente por sí mismo —mediante la «actividad de la razón»— aquella pregunta por el ser hacia respuestas que den cumplida satisfacción a sus intereses (racionales), de modo que finalmente la pregunta en cuestión tan solo le conduce a colocarse a «la escucha del ser». Evidentemente encontramos formulada en estos términos la reacción antiilustrada que renuncia a la tarea activa de comprender por uno mismo lo que la tradición teológica reservaba a la revelación divina, y que sustituye el noble esfuerzo que la modernidad denominó, en el sentido más amplio, «razón» por la vuelta al oscurantismo de una especie de teología del Ser. Este desaparece en los entes para que estos sean, es decir: apareciendo en ellos según el modo de ocultarse en los mismos. De tal manera que la metafísica —en tanto discurso racional— no puede hacerse cargo del ser, pues solo pensaría a este como ente. Y el acceso al ser quedaría reservado entonces para un pensamiento no racional que fuera capaz de atender a la claridad que se manifiesta desde lo oscuro, a lo que se revela desde lo oculto. No es extraño que el teólogo de Marburgo Rudolf Bultmann renovase la teología protestante inspirándose en Heidegger, como tampoco que este

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se dejara también influir por aquel. En general, hay que decir que esa vuelta reaccionaria de Heidegger hacia una posición que en términos intelectuales arrebata al hombre lo que toda la modernidad considera el estandarte de su dignidad (a saber: la capacidad racional para darse autónomamente la pauta de lo que debe creer y de lo que debe hacer o consentir) se reafirma y ahonda con los años. Al final de su vida la expresa cuando en la famosa entrevista concedida a Der Spiegel afirma que «solo un dios puede salvarnos», que es una sentencia en la que resume y lleva al extremo su antimodernismo y su alergia a la Ilustración. Pues, ¿qué lugar queda ahí para una filosofía de la acción? Y, en general, ¿qué sitio deja para la iniciativa humana en el plano moral y político? Si la praxis humana no se puede juzgar en términos racionales, se entiende que el único modo de justificar la acción sea desconectándola de todo lo que no sea ella misma (la acción como tal) en cuanto expresión de pura voluntad de autoafirmación del más original ser propio: ese es el significado de la decisión o resolución, que se justifica por sí misma, por su voluntad de cumplir un destino, y que es generadora de su propio sentido. También aquí se hace notar el eco de Nietzsche, para quien la acción no expresa otra cosa sino la propia fuerza que se despliega en ella. En todo caso, ante la cuestión acerca de cómo fundar la acción humana a partir de la filosofía de Heidegger, que sitúa al hombre en una posición pasiva en su relación con el ser, él probablemente indicaría que la verdadera acción es el pensamiento mismo, invirtiendo así el enfoque de la modernidad, para la que lo primero es la acción, hasta el punto —dicho en los términos de Marx— de comprender la teoría como una forma de praxis, pero una praxis que no se justifica mediante el recurso irracional al voluntarismo de la decisión o a la fuerza de la voluntad (de poder...), ni tampoco apelando a un destino que allí se cumpliría, sino mediante la razón, cuya función es atender a la totalidad de las condiciones naturales y sociales en las que dicha acción aparece y ante las que tiene que mostrar su sentido y su justificación. Esa categoría de la totalidad, sobre cuya importancia ha llamado la atención el pensamiento dialéctico, es fundamental como ingrediente de la racionalidad, y es lo que Heidegger trata de desactivar cuando desde el primer momento sitúa al ser más allá de la totalidad del ente. 10.8. El debate con Cassirer en Davos: Kant y la discusión sobre la finitud del hombre En el famoso debate de Davos de 1929 se escenificó el contraste entre la posición de Heidegger y la actitud neo-ilustrada defendida por Ernst Cassirer. El encuentro que allí protagonizaron los dos grandes filósofos parecía recrear un conflicto clásico: por un lado, la defensa de la moderni-

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dad y el humanismo, preocupado por preservar los derechos del hombre (...y de la República de Weimar, que sucumbiría cuatro años más tarde); por otro, el repudio de esos valores en nombre de una ontología que resalta nuestra finitud y abandona al hombre a «la dureza de su destino»68 (un destino que se hizo especialmente duro —y a cuyo cumplimiento el propio Heidegger contribuyó— después de que en 1933 Hitler ascendiera al poder...). Pocos años después de la publicación de La montaña mágica, y en el mismo lugar donde discurre la acción de la novela, Cassirer y Heidegger parecían renovar la sempiterna discusión entre el humanista Settembrini y el jesuita Naphta en la famosa obra de Thomas Mann: la lucha entre el espíritu ilustrado, que busca la claridad y se guía por el principio de autonomía, y el recelo nocturno contra ese afán, que devuelve al hombre a su posición subordinada y se fascina ante la muerte y la violencia. Ya algunos años antes, en La esfera y la cruz, Gilbert K. Chesterton había abordado ese conflicto, aunque visto más bien desde la perspectiva de la razón y la fe, a través de los arquetipos irreconciliables representados por MacIan y Turnbull, destinados a una lucha a muerte entre ellos que no tiene solución. Pero en relación con la novela de Mann, Rüdiger Safranski comenta la atmósfera que envolvió aquel duelo de Davos entre Cassirer y Heidegger: «En un lado estaba Settembrini, hijo impenitente de la Ilustración, un liberal y anticlerical, un humanista de enorme elocuencia. Y en el ala opuesta se hallaba Naphta, el apóstol del irracionalismo y la inquisición, enamorado del eros de la muerte y de la fuerza (...) ¿Estaba detrás de Cassirer el fantasma de Settembrini y detrás de Heidegger el de Naphta?»69. La discusión entre ambos se centra en la manera en que ha de interpretarse la filosofía de Kant, en cuya Crítica de la razón pura —como ya hemos dicho— Heidegger veía no tanto una teoría del conocimiento al servicio de la fundamentación de las ciencias físico-matemáticas, cuanto más bien el proyecto de fundar la metafísica en términos antropológicos, convirtiendo la pregunta por el hombre en la cuestión fundamental. Pues bien, en relación con ello, la posición de Heidegger se desarrolla en dos planos. En primer lugar, rechaza las pretensiones de la antropología filosófica, con el argumento de que esta no puede ser la filosofía primera, pues la cuestión fundamental no es la que se interroga por el 68 Véase Roberto R. Aramayo (trad. e introd.), Cassirer y su Neo-Ilustración. La Conferencia sobre Weimar y el Debate de Davos con Heidegger, Madrid, Plaza y Valdés Ed., 2009, págs. 17 y sigs., así como pág. 97. 69 Rüdiger Safranski, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo, trad. de Raúl Gabás, Barcelona, Tusquets, 1997, pág. 224. A este comentario se refiere también Roberto R. Aramayo en el libro antes citado.

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hombre, sino la pregunta por el ser. El propio Kant, a su manera, habría apuntado ya en esa dirección, en cuanto —según Heidegger— habría planteado la cuestión de la esencia del hombre —como vía hacia la pregunta por el ser— como algo previo a toda antropología filosófica, con la intención más bien de indicar el camino hacia la fundamentación de la metaphysica generalis. Y, en segundo lugar, señala además que Kant pone de manifiesto la finitud radical del hombre por el modo en que formula sus célebres preguntas, pero también en cuanto establece, a través de la imaginación trascendental en la doctrina del esquematismo, una conexión esencial entre la razón y los límites del conocimiento debidos al carácter condicionante de la sensibilidad humana. Esa finitud —viene a sugerir Heidegger— es la que él mismo explica mejor mediante su comprensión de la existencia como ser-en-el-mundo y —como dirá más adelante— mediante la subordinación del hombre a la condición de «siervo del ser». Por su parte, la respuesta de Cassirer recupera el sentido de la filosofía kantiana como teoría crítica del conocimiento asociada al giro copernicano, destacando en ella el significado antropológico de las formas objetivas que —como las formas del conocimiento en el caso concreto de la Crítica de la razón pura, pero también otras formas, como el lenguaje y, en general, las diversas formas de la cultura— plantean la cuestión acerca de sus condiciones de posibilidad y de la función simbólica que cumplen. Y, por otro lado, llama la atención sobre el carácter reflexivo del pensamiento, el cual no es solo una expresión más de la vida, sino una fuerza cuya espontaneidad (ahí justamente radicaría su autonomía) la hace capaz de proponerse y llevar a cabo la tarea de organizar la vida, capacidad que —según Cassirer— supone en cierto modo una trascendencia respecto de la finitud. Si esta determina el terminus a quo de la vida humana, su terminus ad quem, por el contrario, es —en cuanto el hombre es consciente de su finitud y desarrolla su energía simbólica a través del lenguaje— una apertura hacia lo infinito, es decir, hacia el conocimiento de formas objetivas y hacia la ética. De este modo, Cassirer devuelve a la conciencia la centralidad que el humanismo siempre le atribuyó y que es un signo de identidad del idealismo moderno. Ahora bien, en relación con esa posición de Cassirer, hemos de decir que nuestra crítica de este idealismo, y de la forma que adopta el humanismo que se deriva de él, no se traduce, sin embargo, en el rechazo por nuestra parte de toda forma de autonomía, por las razones antes apuntadas. En nuestra opinión, la formulación idealista del concepto de autonomía expresa el ideal cumplido de eso que constituye la paradoja de la subjetividad, a saber: que el individuo vive siempre la situación objetiva que le domina según el singular modo de estar en-

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frentado a ella y a sí mismo, de tal manera que esa distancia consigo y con las cosas le hace capaz en cierto modo de anticiparse a la situación en la que está, de reflexionar y deliberar sobre la misma, y de incidir en ella mediante una acción que, a través de la transformación de las condiciones objetivas del medio, abre para él la posibilidad de ejercer su dominio sobre las cosas y sobre sí. Pero, a nuestro entender, la autonomía debería concebirse más bien —a diferencia de como la entiende el idealismo— como un principio orientador de esa tarea y no como un ideal por siempre ya realizado de antemano en la naturaleza del hombre que serviría luego de base metafísica de la autonomía moral o política. Y nos parece que la posición de Cassirer, a pesar de su apelación al simbolismo, a las funciones y a las formas con las que trata de pensar la acción cultural del hombre y el mundo del espíritu, reaccionando críticamente en contra del sustancialismo metafísico, no logra desprenderse del idealismo de cuño kantiano. Pero tiene el mérito, sin embargo, de reivindicar el papel de la razón, que no ha de renunciar a la tarea de determinar la voluntad humana. Heidegger, sin embargo, sustituye la crítica de la razón por la autoridad del destino que nos llama a cumplir de manera irracional una voluntad que él considera —en la tradición de Schopenhauer y Nietzsche— al margen de toda noción de autonomía. 10.9. La cuestión del humanismo Sobre la cuestión del humanismo vuelve Heidegger años después en otro célebre debate, esta vez mantenido con Sartre, a través de su respuesta a la famosa conferencia de este, titulada «El existencialismo es un humanismo». En la Carta sobre el humanismo, en efecto, y aprovechando su réplica a Sartre, se propone Heidegger ajustar cuentas con ese paradigma de la cultura moderna: el humanismo no sería otra cosa sino la metafísica de la subjetividad, que coloca al hombre en el centro y lo convierte en el fundamento esencial de todo sentido y valor. Frente a eso, Heidegger señala que en realidad el humanismo no ha colocado al hombre a la altura que le corresponde, pues lo que no capta la metafísica —en el sentido peyorativo con que emplea este término a partir de los años 30, como «interpretación técnica del pensar»—, y tampoco en concreto la metafísica del sujeto o humanismo, es el modo en que originalmente la esencia del hombre pertenece a la verdad del ser, lo cual —según Heidegger— solo se pone de manifiesto si atendemos al «carácter extático» del modo de ser del hombre, por cuya virtud se halla este en «el claro del ser», o sea, allí donde este se abre y hace posible toda «ilumina-

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ción» o comprensión. Ese carácter extático como modo de ser del hombre es lo que se preserva en el lenguaje, según la doctrina de la Carta sobre el humanismo, que de este modo singular recoge la conciencia lingüística de nuestro tiempo, según la cual nuestra vida se desenvuelve siempre en un estado de cosas en el que todo tiene para nosotros ya una interpretación, porque no hay un horizonte de nuestra experiencia anterior al lenguaje. En tal sentido, este es la morada en la que habita el hombre y, en cuanto tal, constituye el horizonte significativo de todo cuanto aparece para nosotros y de cuanto podemos pensar: «...en el pensar el ser llega al lenguaje. El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre»70. No hay significados que arraiguen directamente en las cosas y que alguna intuición pudiera captar, y tampoco es la conciencia la que hace nacer el significado: en contra de toda visión realista o intelectualista, esta concepción hermenéutica considera que todo significado emerge desde el lenguaje como trasfondo, tan solo desde el cual se definen relativamente los significados. No hay un acceso extralingüístico al ser, pues pensar el ser es ya lenguaje; dicho de otro modo: el pensamiento tan solo es la manera —humana— en que el ser se hace lenguaje. Más allá de este quedaría lo inefable del ser. Ahora bien, este asunto lo ha tratado mejor la tradición dialéctica, desde Hegel hasta Adorno e incluso —hasta cierto punto— MerleauPonty, evitando además la jerga de «la casa del ser» y del supuesto ocultamiento de este para hacerse inefable más allá del lenguaje. Y lo ha hecho cuando ha señalado la identidad diferenciada de pensamiento y ser, expresada en lo que Hegel denominó la «proposición especulativa»: en efecto, la cópula del juicio siempre identifica de algún modo lo pensado en el sujeto del enunciado con el predicado al que está unido; y, sin embargo, esa misma cópula, por su mera presencia, indica también —aunque no alcance a expresarla explícitamente—, la división en que todo juicio consiste, en cuanto él es el dis-cernimiento que se produce mediante la distinción entre sujeto y predicado (el término alemán para «juicio», «Urteil», recoge explícitamente ese sentido de separación originaria entre lo pensado en el sujeto y lo pensado en el predicado, que todo juicio comporta). Por lo tanto, el juicio mediante el cual tratamos de pensar algo contiene al mismo tiempo la identidad y la diferencia; pero, en cuanto estas no se pueden expresar a la vez, la forma del enunciado es engañosa para dar acogida en ella al pensamiento especulativo, que es aquel que trata de llevar al concepto en términos dialécticos el ser

70

Carta sobre el humanismo, ed. cit., pág. 11.

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y el no-ser de todas las cosas71. Por esa razón, la forma adecuada a este pensamiento es la de la «proposición especulativa», término con el cual se refiere Hegel en realidad a un juicio infinito que no se corresponde con las formas inmediatas del lenguaje, el cual no tiene más remedio, sin embargo, que recurrir a estas para dar expresión al pensamiento. Por eso, dicho ahora en los términos de la Dialéctica negativa de Adorno o en los de Merleau-Ponty en Lo visible y lo invisible, si la filosofía no se refugia en el silencio al que nos invitan Heidegger o Wittgenstein, si no quiere renunciar a dar expresión al pensamiento, se ve obligada a recurrir a un tipo de discurso que una y otra vez ha de negar la forma de identificación establecida en cada momento anterior, porque la totalidad no se puede expresar en un juicio finito. O porque —como diría Hegel— la mediación infinita no encuentra acogida conveniente en la forma finita de un juicio72. Por lo tanto, esa mediación con la que se piensa el no-ser de lo inmediato, a la que el lenguaje solo puede dar forma en un discurso que apunta a la totalidad en que eso inmediato aparece, es la verdadera «morada» en la que habita el hombre, «la casa» del ser y el no-ser en la que se desenvuelve el pensamiento, y lo que articula el lenguaje al tiempo que confiere un significado lingüístico a toda nuestra experiencia. La metafísica especulativa de Hegel fundó esa negatividad en la noción de un devenir absoluto, pero su sabiduría filosófica apunta a la idea de que el hombre es capaz de rehacer en su conciencia el movimiento de la mediación. De tal manera que, sin necesidad de asumir su especulación ontológica, ese pensamiento genial suyo nos permite destacar lo que nos parece decisivo, que es la idea de que el hombre, a través de su conciencia, establece una distancia con las cosas y respecto de sí (el «carácter extático» por cuya virtud se halla en el «claro del ser», dicho en los términos de Heidegger) que abre para él la posibilidad de una relación mediata con el mundo y de recrear incluso el espacio de dicha mediación como un espacio simbólico: el lenguaje es precisamente el ámbito de la mediación universal en la que se desenvuelve nuestra vida y la única vía para trascender lo inmediato. En ese sentido —dicho en los términos de Heidegger— es nuestra «morada» y la «casa del ser», 71 Recuérdese a este respecto que Kant «dedujo» la categoría de la limitación, que es la tercera categoría de la cualidad, en la que se aúnan la realidad y la negación, a partir de la forma de los juicios infinitos, que son juicios de cualidad. 72 Precisamente porque el escepticismo solo encuentra esa forma finita del juicio como único medio con el que expresar su verdad negativa, se ve llevado —según Hegel— a negar una tras otra todas las afirmaciones que se proponen en relación con la verdad: no capta el sentido positivo de la negatividad, o sea, la mediación que une a todas esas negaciones sucesivas. Y la mística, por su parte, ante la imposibilidad sentida de dar forma a esa identidad diferenciada del ser y el no-ser, se refugia en el silencio.

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cuya apertura —en la que siempre ya estamos— no puede revestir para nosotros otra forma que la del pensamiento que discurre como lenguaje para decir lo que es y lo que no es. Pero, como ya hemos dicho, Heidegger rechaza la filosofía de la conciencia y, con ello, el momento de actividad que corresponde al sujeto. Y sustituye el momento de la praxis humana por la apelación al advenimiento del ser, que en el pensamiento se hace lenguaje. Por otro lado, Heidegger sostiene que aunque ningún hombre puede abandonar nunca esa «morada» que es el lenguaje, los «guardianes» de la misma son tan solo los pensadores y los poetas a través de los cuales se abre paso la manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la custodian73. Estos vienen a ser para Heidegger los sacerdotes del ser, los intermediarios que propician su revelación, los oráculos que recogen y transmiten su palabra. Pues, a diferencia del planteamiento de Hegel en la Fenomenología del espíritu, que confía a la fuerza de la razón humana la tarea de elevarse a la comprensión del ser, Heidegger no reconoce proceso alguno de manifestación del ser en la conciencia, del que además se pudiera dar razón. Pues esa revelación del ser no seguiría lógica alguna, ni respondería a ninguna iniciativa de la conciencia, sino que es caracterizada de acuerdo con el modelo que ofrece aquella corriente de la teología cristiana que insiste en la infinita trascendencia de Dios y en la impotencia de la razón. Por eso, puede afirmar que el hombre solo se presenta en su esencia en la medida en que es interpelado por el ser, destacando de ese modo su posición pasiva con respecto a este. En este punto, el humanismo —que, según Heidegger, no colocó la humanitas del hombre a la altura que le corresponde— ha destacado siempre, por el contrario, el poder de la razón consciente como vía para fundar la autonomía del hombre y como medio universal del cual todos los individuos pueden servirse por igual. Y ahí hace radicar precisamente su dignidad. Pero Heidegger considera que el humanismo —incluido el de Sartre— no llega a experimentar la auténtica dignidad del hombre, que consistiría más bien en esa «posición extática» que le permite vivir en el «claro del ser» para que él pueda «escuchar», ser iluminado por él y, en el caso de «los pensadores y poetas», abrir paso a su manifestación en su propio decir («tomar a su cargo La Palabra», podríamos parafra73 Ob. cit., pág. 12. Los pensadores a los que se refiere aquí Heidegger son los que superan la metafísica en la línea del «pensamiento rememorante»; en concreto: él mismo. En cuanto a los poetas, está pensando sobre todo en ese poeta pensante que es Hölderlin. Esos «pensadores y poetas» son los únicos capaces de ese salto alógico que el romanticismo atribuyó al genio.

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sear) y «custodiarla» como se custodia lo sagrado. Todo el esfuerzo del antihumanismo de Heidegger se dirige a ese descentramiento del hombre para situarlo de nuevo —como ya había hecho la teología medieval— en una relación de subordinación y de «religación» con respecto al Ser, a cuyo designio inalcanzable pertenece toda la iniciativa de la que previamente ha desposeído a aquel. «El ser todavía está aguardando el momento en que él mismo llegue a ser digno de ser pensado por el hombre»74. Y en otro lugar leemos: «El ser hace acontecer al hombre en cuanto ex-sistente en la verdad del ser a fin de que sea la guarda de dicha verdad»75. Según Heidegger, el humanismo no piensa lo más radical, que es la relación de la esencia del hombre con la verdad del ser (relación que equivaldría a decir: solo porque hay hombre es posible la verdad del ser), e incluso impide preguntarse por la misma; ni es capaz tampoco de aclarar «cómo atañe el ser al hombre y cómo lo reclama»76. Pero en esto también se equivoca, pues lo que hace el humanismo es pensar esa relación de otra manera. Así, Sartre, por ejemplo, sostiene que la esencia del hombre es la relación negativa con el ser, solo que para él esa negatividad —según veremos— no es otra cosa sino la propia actividad de la conciencia en cuanto poder nihilizador que, a partir del ser-en-sí, introduce la negación que hace aparecer a este como mundo. Por otro lado, Heidegger denomina «existencia» a esa condición exclusiva del hombre, en cuanto este está ahí (Da-sein) «arrojado» en lo abierto del ser. Y, en este sentido, afirma que solo el hombre «ex–siste», de manera que su existencia debe distinguirse —como vimos— del sentido tradicional asociado a este término como efectividad o actualidad de una esencia, entendida esta a su vez como el ser posible de una cosa cualquiera. Pues bien, a partir de este supuesto, Heidegger no admite para sí el calificativo de «existencialista» con el que Sartre asimila la filosofía de Ser y tiempo a la suya propia, porque el concepto de «existencia» del que hace uso Sartre en El ser y la nada no habría roto con el significado «metafísico» que lo hace equivaler a «actualidad de la esencia». Y, más allá, señala que el humanismo en general ha pensado siempre al hombre como un ente con una esencia determinada, a saber, la de ser un sujeto consciente, cuando más bien su esencia no es otra cosa sino su existencia. Sin embargo, hay que decir que esta crítica suya es muy discutible. En primer lugar, no es justo con Sartre o no lo conoce bien, pues la noción de «existencia» de la que este se sirve difícilmente puede significar «la actualidad de una esencia» 74 75 76

Ob. cit., pág. 25. Ob. cit., pág. 61. Ob. cit., págs. 24 y 36.

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si no hay —según Sartre— fundamento esencial alguno que preceda a la existencia humana. Y, yendo a lo más general, tampoco es justo Heidegger en su interpretación del humanismo clásico, pues este no concibe al hombre como un ente determinado por una esencia, sea esta la animalitas asociada a la racionalidad —como dice Heidegger desviando la atención de lo principal— u otra. Por el contrario, en lo fundamental el humanismo distingue al hombre ante todo por tener una relación abierta con el ser y con su propio ser: desde Pico della Mirandola, pasando por Rousseau y Kant, hasta Sartre, el ser del hombre ha sido concebido como el resultado de la acción ejercida sobre sí mismo, a partir de la indeterminación, perfectibilidad o escisión que constituye su situación originaria, y mediante el principio de autonomía. Y es que Heidegger desvía la atención hacia este punto de la supuesta determinación esencial originaria del hombre, porque prefiere no declarar abiertamente lo que constituye el principal motivo de su rechazo del humanismo, a saber: el reconocimiento por parte de este de la libre iniciativa del hombre en cuanto sujeto del pensamiento y de la praxis, que es el principio axial de la modernidad con el que el hombre afirma su deseo de regirse por la razón y de ejercer la crítica frente a todo tipo de oscurantismo y heteronomía. Este tema prefiere abordarlo de manera sesgada, identificando inmediatamente sin más la actividad del sujeto con la imagen del hombre como «dominador técnico de los entes», como si esta «entrega materialista, técnica y calculadora a los entes» fuera un aspecto más —y, concretamente, el que daría la definición de la modernidad— del proceso general de olvido del ser. La auténtica dignidad del hombre residiría entonces en reaccionar frente a ese olvido, volviendo humildemente a la «vecindad» del ser a la espera de ser llamado de nuevo por él para «la guarda de su verdad»: el hombre no es —ni ha de ser— «el señor de lo ente», sino el «pastor del ser» que declara de ese modo su pobreza77. De ese modo, el maestro del disfraz verbal, del lenguaje alusivo, seductor y nebuloso, que mitologiza las palabras y da vueltas en círculo con frases grandilocuentes, oscurece la claridad del concepto y trata de anular su iniciativa para devolver al hombre a la situación en que se inclina devotamente ante lo sagrado. Ese supuesto olvido del ser, según Heidegger, se convierte en nuestra época en el «destierro» o «extrañamiento» del hombre moderno, que olvida su verdadera patria (el ser) y da un sentido universal a su entrega «apátrida» y calculadora a los entes, a través del dominio 77

Ob. cit., págs. 54-58.

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general de la técnica. Incluso invoca el nombre de Marx78 en relación con el carácter histórico de ese «extrañamiento» (Entfremdung). Sin embargo, Heidegger distorsiona el significado que atribuye Marx a ese concepto, con el cual este se refiere a la enajenación del hombre moderno, que no es dueño de sus condiciones de vida, pero no por olvidarse del ser ni tampoco por entregarse al dominio técnico del mundo, sino por verse sometido a una forma histórica de existencia social que consagra objetivamente la relación de dominio de la que él es víctima y que se refleja en su psiquismo como conciencia alienada. Precisamente Marx consideraba que la superación de esa forma histórica de enajenación exige la creación de unas nuevas condiciones objetivas de vida en la sociedad, en las cuales se haga posible para el individuo hacer real en él una autonomía que el idealismo ya le había atribuido de antemano en cuanto la hacía residir en la naturaleza del hombre concebida de manera ahistórica. Pero de la sociedad moderna solo le interesa a Heidegger señalar la inautenticidad que promueve su artificioso igualitarismo (el igualitarismo liberal que él desdeña), y, en cuanto a la historicidad, no la entiende al modo de Marx, como la condición del hombre en cuanto este transforma sus condiciones de vida, sino como el modo en que este se encuentra misteriosamente destinado por el ser a la situación de esperar a ser interpelado por él. De tal modo que la historicidad del hombre nada tiene que ver con ninguna iniciativa suya mediante la cual este pueda impulsar de alguna manera la transformación colectiva de sus condiciones de vida, sino con la «historia del ser». Tan solo de él hay que esperar, como de un nuevo dios que venga a salvarnos —según sus conocidas palabras vertidas en la entrevista concedida a Der Spiegel—, que nos rescate de esta época, que ante todo se caracteriza —y este es quizá, según el diagnóstico profético de Heidegger, su único mal— por haberse «cerrado a la dimensión de lo sagrado»79. A la espera de ese nuevo «advenimiento», o como anticipación del mismo, el hombre tiene que conformarse con otro menor y cotidiano que le prepare el terreno: «El único asunto del pensar es llevar al lenguaje este advenimiento del ser, que permanece y, en su permanecer, espera al hombre»80. Así pues, el repudio del humanismo por parte de Heidegger, presentado camufladamente por él como el rechazo de la tecnocracia moderna, no le conduce a una revisión crítica que devuelva a la técnica al lugar que le 78 79 80

Ob. cit., pág. 52. Ob. cit., pág. 71. Ob. cit., pág. 89.

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corresponde en el conjunto de los intereses racionales del hombre, sino a la añoranza reaccionaria de una forma de vida seudo-religiosa sometida al imperativo de la heteronomía, sobre cuya base el hombre ha renunciado de antemano a la aspiración de ser sujeto.

Capítulo 11

La conciencia como escisión en la fenomenología existencial de Sartre1 11.1. La concepción no egológica de la conciencia: el COGITO prerreflexivo La posición de Sartre sobre la cuestión del sujeto solo puede entenderse como un desarrollo de la fenomenología de Husserl reinterpretada en términos de la filosofía de la existencia. Ya en los textos que Sartre publica en los años 30 se observa esa presencia continua de la fenomenología (por ejemplo, en La imaginación, en Bosquejo de una teoría de las emociones, o en Lo imaginario), pero solo con la publicación en esos mismos años de La trascendencia del ego y, sobre todo, con El ser y la nada, ya en los años 40, esa concepción adquiere en su pensamiento una dirección original, que el propio Sartre define en el subtítulo de esta última obra como ontología fenomenológica y que de modo más concreto podemos calificar como fenomenología existencialista. Pero la reinterpretación sartreana de la fenomenología no entraña una recusación del viejo paradigma del sujeto tal como lo comprende la modernidad —como la que lleva a cabo la reinterpretación hermenéutica de Heidegger—, sino una revisión de la subjetivi1 Este capítulo es una reelaboración del artículo La cuestión del sujeto en la fenomenología existencial de Sartre, publicado en la revista Estudios de Filosofía, editada por el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia, núm. 38, agosto de 2008.

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dad moderna a partir de dos ideas fundamentales: en primer lugar, el abandono de la noción del ego, que Husserl —siguiendo a Descartes— había entronizado en su concepción filosófica; y, en segundo lugar, la nueva comprensión de la conciencia en la línea de lo que se ha dado en llamar «existencialismo». Por lo tanto, podemos afirmar que Sartre es en cierto modo el último de los grandes pensadores modernos, pues su obra se sitúa en el terreno de la filosofía de la conciencia y en cierto sentido hace de esta un absoluto. Sin embargo, la originalidad de su aportación filosófica se presenta ya en un primer momento con su concepción no egológica de la conciencia: el sujeto es conciencia, pero no es un yo2. La trascendencia del ego es un texto que se encamina precisamente a elaborar esa nueva concepción, que luego encontramos más desarrollada en El ser y la nada. En efecto, en aquella obra juvenil Sartre rechaza la visión habitual, según la cual el ego es un «habitante» de la conciencia: como argumenta en las primeras páginas de ese texto, el ego no es ni un principio vacío de unificación de la experiencia o de las vivencias, en el sentido de tener una presencia formal en ellas (contra Kant); ni tampoco es (en contra de muchos psicólogos) un principio con una presencia material en nuestra vida psíquica, en cuanto centro de los deseos y los actos. Repitiendo a su modo la crítica de Hume, concluye que el yo no está inmanentemente en la conciencia. Husserl, por su parte, que en las Investigaciones lógicas considera al yo trascendente a la conciencia, vuelve en Ideas a la noción de un yo de hecho, visto como conciencia trascendental de tipo personal. Pues bien, Sartre, aunque sigue a Husserl en cuanto al método fenomenológico, se aparta de él en este punto y considera que la fenomenología debe ser consecuente y desechar la tesis de un yo unificador y originario: la epojé prescindirá de él, pues no hay evidencia apodíctica del ego, que de ese modo se revela como trascendente a la conciencia. 2 Algunos autores sostienen que la filosofía de Sartre no es una filosofía del sujeto, porque identifican a este con el yo sin más. Esta es la posición, por ejemplo, de Simone de Beauvoir en su polémica con Merleau-Ponty. Es verdad, por otra parte, que el término «sujeto» rara vez es empleado por Sartre y que la suya es ante todo una filosofía del cogito, una filosofía de la conciencia. Pero pensamos, siguiendo en este punto a Merleau-Ponty, que puede ser calificada también como una filosofía del sujeto, con tal de dejar claro que se trata de un sujeto carente de unidad y atravesado por una escisión que le es interior y constituyente. Lo característico de Sartre no sería entonces tanto prescindir del sujeto cuanto someter más bien este concepto moderno a una revisión crítica. Adoptamos esta interpretación aun a sabiendas de la declaración en contra del propio Sartre, quien llega a decir en El ser y la nada que «somos sujeto en la medida en que somos ego», pues pensamos que él mismo usa allí el término «sujeto» en un sentido restrictivo y guiado por su sentido gramatical inmediato, como equivalente al yo unitario.

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Y en este punto es esencial la distinción que introduce en este texto —y que luego mantendrá en El ser y la nada— entre varias formas de conciencia: por una parte, tenemos la «conciencia del objeto», que es un tipo de conciencia posicional o tética —lo que se indica con el subrayado—, referida a algo distinto de sí misma. Pero esta va siempre acompañada, en segundo lugar, de un percatarse de sí, de un saber reflejo de sí misma que propiamente no es reflexión, puesto que no se objetiva —ya que el objeto le es exterior—. Sartre se refiere a ella como «conciencia (de) sí», indicando con el paréntesis que no es posicional o tética, sino un mero reflejo: es conciencia refleja, pero no reflexiva. Y hay además una conciencia de sí misma de tipo reflexivo o «conciencia de sí», que es posicional, puesto que el objeto al que se dirige intencionalmente en este caso es ella misma, solo que entraña un cierto fracaso, puesto que la conciencia que se pretende objetivar es en sí misma subjetividad irreductible a objeto alguno. En cualquier caso, si el conocimiento es un movimiento de objetivación, si es posición de un objeto, la reflexión busca el conocimiento de sí, aunque no llegue nunca a alcanzarse como objeto. Por eso dice Sartre que se trata más bien de cuasi conocimiento. Por lo tanto, lo que clásicamente se llama «autoconciencia» no es la conscience (de) soi o conciencia refleja —pero no reflexiva—, que es el mero percatarse de sí o experimentarse en la experiencia de cualquier objeto y como parte inseparable de ella, y en la que juega la distinción reflejante-reflejado; sino la conscience de soi o conciencia reflexiva, que convierte el movimiento autorreflexivo en algo consciente, pues en ella el sujeto se busca como objeto, y en la cual juega la distinción reflexionante-reflexionado3. Dejamos ahora de lado la conciencia del otro o conscience de l’autrui, que entraña otros problemas en relación con el modo de captarse uno a sí mismo. Sobre ello volveremos más tarde. Pues bien, la conciencia (de) sí no es posicional, es decir, no contiene la tesis de un yo, pero acompaña siempre a la conciencia del objeto exterior: es la «presencia a sí» que caracteriza de manera absoluta a la conciencia. Por eso dice Sartre que se trata de la forma más fundamental de conciencia, puesto que esa presencia a sí, o percatarse de sí, se halla siempre en cualquier acto que ella realice. Pero en realidad, la conciencia dirigida al objeto exterior es la misma que se refleja a sí misma en él, es decir: en contra de lo que antes se ha dado a entender en aras de la clarificación, no hay aquí dos, sino una sola conciencia, que a la vez que se refiere al objeto se 3 Véase La trascendencia del ego, trad. de Miguel García Baró, Madrid, Ed. Síntesis, 2003, págs. 29-42; también L’être et le néant. Essai d’ontologie phénomenologique, París, Gallimard, 1943. En los textos citados nos atendremos a la traducción de Juan Valmar, El ser y la nada, Madrid, Alianza Editorial, 1984. En este caso, págs. 21-26.

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percata de sí misma en un único acto que fenomenológicamente tiene esa complejidad dual. Es decir: al mismo tiempo que experimento el objeto sobre el que recae mi atención, me percato de mí mismo como diverso de aquel. Porque la conciencia, lejos de ser un poder unificador, se caracteriza esencialmente, por el contrario, como un principio que se revela al tiempo que introduce la dualidad o la escisión en todos sus actos. En efecto, cuando percibo un objeto, la conciencia de ese objeto es a la vez conciencia de mi conciencia de él; por otro lado, el placer o el dolor no es nada distinto de la conciencia del placer o del dolor; y la creencia es siempre conciencia de creencia: hay siempre ahí una inmanencia absoluta. Es decir: para la conciencia ser y saberse (distinta de todo objeto) son lo mismo, de acuerdo con esta original reinterpretación fenomenológica del principio de Berkeley esse est percipi, que es un principio absoluto para la conciencia. Su ser consiste en estar ante sí misma, o en ser para sí. Y esta certeza de sí, que necesariamente acompaña a toda vivencia, que es previa a la reflexión y que en rigor constituye el ser de la conciencia en su forma más originaria, es lo que en El ser y la nada denomina Sartre el «cogito prerreflexivo»4, principio fundamental que se puede enunciar así: la conciencia de ser es el ser de la conciencia5. Pues bien, esa certeza del cogito, que es absoluta y previa a todo conocimiento, constituye la base de la filosofía sartreana. Y entraña una modificación esencial respecto de toda la filosofía de la conciencia que le precede, ya que para Sartre «ser conciencia de sí» —en contra de toda la tradición, que privilegia el punto de vista del conocimiento— no implica de entrada que se ponga ante sí misma como objeto de conocimiento, pero sí entraña siempre la vivencia de estar presente a sí en una especie de desdoblamiento o escisión, que ella descubre como su propia sustancia: en cualquier objeto experimentado ella sabe de sí como diversa de él. Pero eso significa que la conciencia entraña siempre una escisión que es incompatible con la noción del ego, la cual implica la unificación lograda en un principio positivo. El análisis fenomenológico nos muestra que no hay tal unificación, pues la conciencia es escisión o —como dirá Sartre en El ser y la nada— el vacío de sí misma, y, por lo tanto, no es ninguna unidad positiva. La conciencia (de) sí, aun siendo absoluta en el sentido señalado antes, no es nada independiente de la conciencia del objeto a la que acompaña. Por su parte, la conciencia de sí nunca llega a alcanzarse como objeto, puesto que la conciencia es justamente lo que se distingue de todo objeto a la vez que se dirige intencionalmente a él. Así pues, nunca se alcanza como unidad. Esta es la forma en que Sartre interpreta la concepción 4 5

El ser y la nada, págs. 21 y sigs. Ob. cit., pág. 67.

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de Husserl, según la cual la conciencia es pura intencionalidad orientada a los objetos, y, por lo tanto, radicalmente distinta de cualquier objeto al que su actividad intencional se dirige6. De ahí que ella se defina, justamente, como lo que no puede ponerse nunca como objeto y, yendo más allá que Husserl —como luego veremos—, como un poder nihilizador, o sea, como el principio que rompe la identidad introduciendo la dualidad o la escisión, es decir, la nada, que intercala en todas sus experiencias. En La trascendencia del ego lo explica mediante una distinción previa que discrimina en la conciencia entre estados, acciones y cualidades. Los estados, tales como el odio o el amor, aun cuando aparecen a la conciencia refleja, son en realidad «objetos» trascendentes a ella, porque desbordan la instantaneidad de la conciencia. El odio, por ejemplo, se me puede hacer presente en una vivencia singular, que es lo inmanente a la conciencia y lo que me permite darme cuenta de él, pero en su sentido genérico o permanente es algo trascendente a toda vivencia inmediatamente dada en la conciencia. Por su parte, las acciones, tanto las referidas a objetos exteriores (conducir, escribir) como las puramente psíquicas (dudar, razonar) deben concebirse también como trascendencias, puesto que comportan vivencias puntuales o momentos cuya unidad objetiva sería la acción misma. Algo similar nos dice acerca de las cualidades o disposiciones psíquicas, tales como ser rencoroso, ser capaz de odiar, etc., que son en rigor potencialidades que entrañan ya una cierta unificación trascendente de estados y acciones. Pues bien, el ego es el objeto trascendente que realiza la síntesis permanente de lo psíquico, como la totalidad infinita de los estados y las acciones. La cualidad sería una primera unificación psíquica, y el yo sería la unificación última de lo psíquico. De modo que el yo nunca se deja reducir a un estado o a una acción, y por eso se dice que yo no soy solo mi odio o mi amor, ni consisto solo en estas o aquellas acciones: mi yo no se agota en los sentimientos que me embargan, ni se expresa totalmente en mis acciones, sino que está siempre más allá de ellos. El ego es el polo de una intuición referida a la totalidad concreta de estados, acciones y cualidades, en cuanto unidad ideal de todos ellos y nóema de aquella intuición. Pero la conciencia refleja no capta nunca el ego, ya que este —como ya lo eran los estados, acciones y cualidades— es un objeto trascendente a la conciencia. El ego es objeto, en cuanto unidad ideal —y objetiva— trascendente. Y como tal objeto, el ego es pasivo7. Con esta tesis Sartre se opone a toda la filosofía moderna del sujeto, que tradicionalmente identificaba la conciencia con el yo activo. Frente a 6 Véase Amparo Ariño Verdú, El problema de la alteridad en «L’être et le néant» y los «Cahiers pour une morale», incluido en Juan Manuel Aragüés (coord.), Volver a Sartre. 50 años después de «El ser y la nada», Zaragoza, Mira Ed., 1994, págs. 33-34. 7 La trascendencia del ego, págs. 54-9.

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esa posición clásica, Sartre dice que lo único real es la conciencia, la cual proyecta su espontaneidad refleja en el polo u objeto trascendente «ego», para luego entenderse a sí misma de manera engañosa como producida por él: el ego constituiría los estados y acciones, y estos a su vez constituirían la conciencia. Pero ocurre, sin embargo, que cuando la conciencia reflexiva —no ya la refleja— trata de contemplarse en su interioridad, se objetiva como un yo y de ese modo no solo se distorsiona —puesto que ella es subjetividad—, sino que se desvanece: la conciencia nunca se atrapa a sí misma. Dicho de otro modo, la intuición del ego es un espejismo perpetuamente engañoso. Cuando la conciencia vuelve reflexivamente sobre sus vivencias, la fijación sobre estas la lleva a los estados como objetos trascendentes, de los que supuestamente emanarían las vivencias. Entonces, tras el estado —y tras la acción y la cualidad—, en el horizonte, aparece el ego, visto por decirlo así «con el rabillo del ojo». Pero cuando quiero alcanzarlo él se desvanece junto con el acto reflexivo8. En definitiva, el análisis fenomenológico de Sartre libera el campo trascendental de toda estructura egológica. La conciencia, sin yo, en un sentido no es nada, ya que todos los objetos, valores y verdades caen fuera del campo trascendental. Pero esta nada es todo, ya que es conciencia de todos esos objetos. El ego no es propietario de la conciencia: es objeto suyo9. En términos psicológicos sí hablamos de nuestros estados y acciones como producciones del ego («yo siento», «yo actúo»), pero en términos fenomenológicos «nunca tenemos intuición directa de la espontaneidad de una conciencia instantánea como producida por el ego. Sería imposible»10. Y en cuanto objeto trascendente, la actitud reflexiva que busca al yo sin consumar nunca su tarea se expresa —según señala Sartre— en la famosa fórmula de la Carta del vidente de Rimbaud: yo es otro. Volviendo sobre lo anterior, escribe Sartre: Podemos, pues, formular así nuestra tesis: la conciencia trascendental es una espontaneidad impersonal. Se determina a la existencia a cada instante, sin que quepa concebir nada antes de ella. Así, cada instante de nuestra vida consciente nos revela una creación ex nihilo (...) Para todos nosotros hay algo angustioso en captar así, en acto, esta incansable creación de existencia cuyos creadores no somos nosotros. En este nivel, el hombre tiene la impresión de escapar sin tregua de sí mismo, de sobrepasarse...11

8 9 10 11

Ob. cit., págs. 61 y sigs. Ob. cit., págs. 99-101. Ob. cit., pág. 102. Ob. cit., pág. 104.

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El ego, por lo tanto, tiene sobre todo una función práctica, en tanto refleja una unidad ideal. Y su papel esencial acaso sea el de ocultar a la conciencia su propia espontaneidad para evitar así la angustia.12 La conciencia constituye al ego como una falsa representación de sí misma para huir de la angustia derivada del carácter fatal de nuestra espontaneidad, pero al mismo tiempo ella es la creación continua que escapa sin tregua del yo que ha creado. Todo este análisis de Sartre se mantiene ciertamente en el terreno de la filosofía moderna, en cuanto entroniza a la conciencia como su principio fundamental: «El único punto de partida seguro es la interioridad del cogito»13. Pero al mismo tiempo es una revisión de la concepción clásica del sujeto. Por una parte, resuelve a su manera la contradicción que late en el cogito cartesiano, que considera a la conciencia al mismo tiempo como actividad y como cosa: según Sartre, la conciencia es actividad, pero no es sustancia o cosa, sino justamente el saber de sí cuando sabe de cualquier cosa y como diversa de esta. Y, sin embargo, en segundo lugar, la conciencia sí es un principio absoluto aun cuando no sea sustancia: no se sostiene a sí misma (no es una realidad positiva), pero es absoluta en cuanto que —afirma siguiendo a Husserl— el ser de todo fenómeno tiende a ser finalmente idéntico —de acuerdo con la intencionalidad— al fenómeno de ser en o para la conciencia, la cual al mismo tiempo es para sí misma. Por último, como ya hemos visto, la conciencia no es un yo: ni es un principio unitario ni su realidad tiene un carácter positivo. Por eso, no se revela al conocimiento, el cual ni siquiera puede dar cuenta de la conciencia misma, ya que en el cogito prerreflexivo no hay conocimiento de sí. El conocimiento solo puede captar objetos, y, por eso, en cuanto tentativa, solo aparece como objeto a conocer con la reflexión —que es una especie de cuasi conocimiento—, la cual fracasa en esa tentativa, ya que la conciencia nunca se alcanza a sí misma en objeto alguno que le diera una identidad, pues nunca coincide consigo misma. Por eso, nunca se reduce a un yo. En consecuencia, según Sartre —que sigue aquí a Kierkegaard frente a Hegel— la conciencia está ahí antes de ser conocida. 11.2. El Para-sí y el problema de la nada Según hemos visto, lo que caracteriza esencialmente a la conciencia es esa no-identidad que la constituye, en virtud de la cual está, por decirlo así, separada de sí misma. Es pura interioridad y exclusión radical 12 13

Ob. cit., pág. 107. El ser y la nada, pág. 272.

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de toda objetividad14, pues su ser consiste en estar ante sí misma, frente a sí, o —según la definición de Sartre— ser-para-sí: tal es su denominación del cogito. Y esta fórmula que la comprende como el Para-sí tiene la ventaja de recoger al mismo tiempo tanto la noción de la escisión interior (la conciencia no llega a sí, no cierra la distancia que siempre está recorriendo hacia sí o huyendo de sí: más bien está junto a sí, pues ella es esa distancia) como la del saber de sí. Y prepara además el concepto de existencia, que comporta esa distancia con respecto a sí (exsistencia), y la idea de la libertad (ser para-sí es estar dado a sí mismo para la propia determinación). Pero también entraña la noción de que se trata de un defecto o carencia de ser, ya que no es nada en sí: justamente lo que le falta al Para-sí es el En-sí. El Para-sí se determina perpetuamente a sí mismo a no ser el En-sí; es decir, se funda a partir del En-sí y contra él15, y al mismo tiempo consiste en su propio trascender hacia aquello de que carece en busca de una coincidencia consigo mismo que no se da jamás. En cualquier caso, nunca podemos atrapar su ser en ninguna definición positiva y solo podemos expresarlo de manera negativa. Por eso repite Sartre reiteradamente en El ser y la nada que el hombre, en tanto que ser consciente, es lo que no es y no es lo que es, aunque en rigor el concepto del hombre implica otras cosas fuera de la conciencia. Esa misma fórmula le permite a Sartre comprender todas las cosas y, en general, todo lo que puede ser fenómeno para la conciencia como algo en-sí, es decir, como realidades positivas que tienen una identidad: son lo que son. Sin embargo, no les pertenece a ellas no ser lo que no son: el no-ser y, en general, toda negación solo proviene de la conciencia. Esto último nos permite comprender hasta qué punto Sartre tiene presente a Hegel, incluso cuando lo rechaza. Por eso compartimos la opinión de Pierre Verstraeten, que señala la ambivalencia de la obra de Sartre con relación a Hegel, interlocutor privilegiado en El ser y la nada, junto con Husserl y Heidegger16. Hegel está omnipresente en la obra fundamental de Sartre, lo cual se pone de manifiesto ya en la terminología del «En-sí» y el «Para-sí», así como en la concepción sobre el ser y la negación, en el modo de entender la escisión de la conciencia, o en la discusión acerca de la relación con el otro. Y aunque Sartre se opone casi siempre a la 14 «El objeto es lo que yo me hago no ser, mientras que yo soy aquel que me hago ser». Véase ob. cit., pág. 270. 15 Ob. cit., pág. 119. 16 Pierre Verstraeten: Sartre et Hegel, en Les Temps Modernes, núm. 539, París, junio de 1991, págs. 131 y sigs. En este artículo su autor se interesa por la presencia de Hegel en el conjunto de la obra de Sartre, y no solo por la que se encuentra en El ser y la nada.

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posición de Hegel (sobre todo para rechazar el momento dialéctico de la reconciliación), le reconoce como la cima de la filosofía17. La diferencia fundamental con el filósofo alemán en lo que respecta a la ontología, que decide el rumbo de la filosofía sartreana, se halla en su posición respecto de la negatividad. Al igual que Hegel, también Sartre concede un lugar central a la nada, solo que rechaza de raíz el sentido positivo que Hegel le asigna desde las primeras páginas de la Ciencia de la lógica, cuando afirma que la nada es —o el ser es nada— en cuanto devenir. Por el contrario, la noción del ser-en-sí de Sartre está desde el principio concebida en términos antihegelianos: es pura positividad sin negación, lo cual significa que no se puede determinar de ninguna forma —pues eso entrañaría que no tendría la determinación contraria—, ni decir nada sobre ello fuera de la afirmación tautológica «el ser es». Del mismo modo, su idea de la nada es contraria a toda afirmación de ser: no puede afirmarse que la nada sea. Es imposible, por lo tanto, la síntesis del Para-sí y del En-sí, pues aquel no podría alcanzar el En-sí sin perderse como Para-sí, de modo que este último es necesaria e insuperablemente conciencia infeliz, en el sentido hegeliano18. En rigor, la concepción que tiene Sartre del ser es parmenídea. Y, sin embargo, reconoce un papel central a la nada en su ontología. En efecto, aunque la diferencia entre ser y nada es radical y no admite transición (o síntesis dialéctica, diría Hegel) alguna entre ellos, la nada se sostiene en la conciencia, puesto que esta es el poder de nihilizar el ser. Pero entiéndase bien: no es que el ser como tal (el ser-en-sí) pueda contener negación alguna o sea susceptible en sí mismo de esa negación, sino que ante la conciencia o para ella (y no hay otro punto de arranque para la filosofía, de acuerdo con la concepción fenomenológica) el ser se degrada en diversos escalonamientos como el ser-para-sí o el ser-para-otro. Es decir: la conciencia solo puede verse desde el ser y referida a él —pues es siempre conciencia de algún ser fenoménico—, y, sin embargo, ella es siempre el punto de partida, en cuanto lo que de antemano ya es negación del ser. De acuerdo con la fenomenología, Sartre se plantea no tanto lo que sea el ser, sino el modo en que la conciencia lo experimenta en las cosas, o sea, aquello en lo que ya ha penetrado la nada. El ser del fenómeno implica ya una negación del En-sí operada por la conciencia, que lo hace aparecer como mundo. Por eso, ella no puede entender directamente lo que es el ser-en-sí, sino solo como la negación de sí misma. Y de ahí precisamente que Sartre hable de su opacidad o 17 En los Cahiers pour une morale dice que a partir de él se produce una regresión y que, a su lado, Husserl y Heidegger son pequeños filósofos y que la filosofía francesa es nula. Véase Cahiers pour une morale, París, Gallimard, 1983. 18 Esa síntesis imposible de conciencia y plenitud de ser sería Dios; pero no es posible porque la conciencia o Para-sí es por definición carencia o defecto de ser; es ser-en-sí fallido.

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densidad infinita. «El Para-sí no es sino la pura nihilización del En-sí (...) Esa nihilización es suficiente para que un trastorno total le sobrevenga al En-sí. Ese trastorno es el mundo»19. Estas últimas palabras nos aclaran además el carácter mundano del Para-sí, que no es independiente ni anterior al ser-en-sí, sino que solo existe como su nihilización. Y, sin embargo, en cierto modo Sartre sigue reservando a la subjetividad un cierto papel trascendental en la línea de Husserl, puesto que el mundo implica ya una penetración de la nada en el ser que necesariamente ha sido operada por el Para-sí: solo por este se hace presente el ser de las cosas que constituyen el mundo, el cual, sin embargo, marca un límite a la conciencia, puesto que esta solo se sostiene y se sabe en tanto referida intencionalmente a las cosas mundanas. Pero la conciencia no sabe lo que es el ser-en-sí como tal, pues el ser del fenómeno implica ya una negación del En-sí operada por la conciencia, que lo hace aparecer como mundo. A pesar de la centralidad de la conciencia, esta es concebida, sin embargo, como ser degradado, es decir, como lo que no es aún ser, sino que está siempre a distancia de él, sin alcanzarse a sí misma en él, separada del ser y, por lo tanto, de sí misma: el Para-sí es esa escisión del ser. Y si Sartre recurre a todo tipo de metáforas cuando afirma que la nada horada, ahueca o socava el ser, hay que entenderlo en el sentido de que es la conciencia la que nihiliza el ser en sí misma y ante sí misma, o sea: la negación solo existe en la conciencia, que puede definirse como relación negativa con el ser. De hecho, ya la afirmación «ser-en-sí» comporta una proyección de la conciencia sobre el ser, que lo ve —por decirlo así— vuelto sobre sí mismo y ajeno a la negación que ella es (o sea, opaco e impenetrable como tal). Desde el punto de vista antropológico, esta sombría tesis de El ser y la nada, por una parte, señala que el ser de la conciencia, contra lo que cree la tradición, no es la más alta dignidad de ser, sino al contrario una forma degradada del mismo. Y, por otro lado, promueve la idea de lo que podríamos caracterizar como absoluta soledad de la conciencia, que no solo está separada —como veremos— de las otras conciencias, sino de todo ser en general e incluso de sí misma, porque ella es esa separación o «ahuecamiento del ser». No hay ningún ser donde la conciencia se reconcilie consigo misma, puesto que ella es el inconciliable poder negativo que se sustrae a toda identidad. Y el sentido existencial de esta concepción fenomenológica, que aleja a Sartre de Husserl, no lo conduce, sin embargo, hacia la posición de Heidegger. Este ciertamente rechaza también la comprensión dialéctica de la nada, puesto que para él el no-ser no se conserva como algo 19

El ser y la nada, págs. 638-9.

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que es, sino que la nada solo se sostiene como trascendencia. Pero aunque Heidegger reconoce que el Dasein —dicho en términos sartreanos— no es en-sí, su comportamiento negativo con respecto al ser —que se pone de manifiesto en la pregunta que se interroga por él— debe explicarse —según Sartre— por el poder nihilizador de la conciencia (y en esto sí sigue al Hegel de la Fenomenología del espíritu, aunque sin aceptar el momento de la reconciliación), algo que Heidegger no está dispuesto a conceder debido a su empeño en contra de la metafísica de la subjetividad20. Así pues, en contra de Hegel, Sartre sostiene que la negación no está en el ser, sino que procede siempre de la conciencia, tan solo a través de la cual —como él dice— la nada adviene al mundo y llega a las cosas21. Por lo tanto, cuando la conciencia dice lo que es y lo que no es —y dado que el ser como tal es ajeno a ello— no hace sino situarse en el centro de la realidad con su poder negativo: pero no se trata solo de que sea la conciencia obviamente la que lo diga, erigiéndose, por decirlo así, en portavoz del universo e introduciendo en él el predicado negativo (eso ya lo considera a su manera Aristóteles: el hombre es el ser que dice lo que las cosas son, el animal que hace ontología; y también podría aceptarlo Kant, para quien la negación es una forma a priori del sujeto trascendental); sino que, en un sentido más profundo, solo hay no-ser porque hay nada, porque existe la conciencia, la cual proyecta su no-ser (su nada) sobre el ser-esto o aquello de todas las cosas, inyectando —por decirlo así— su nada en ellas22. O, como dice Sartre, la conciencia es «una descompresión de ser»23. En un sentido radicalmente fenomenológico —que implica esa prioridad de la conciencia—, Sartre puede afirmar que el ser se recorta necesariamente sobre el fondo del no-ser. Pero si la conciencia misma no es, solo se sostiene entonces como relación negativa con todo cuanto es. Es pura relación negativa o —como dice Sartre— la nada de sí misma, expresión que apunta 20

Véase ob. cit., págs. 53 y sigs. Ob. cit., págs. 58-60. 22 Sin embargo, en relación con esto último, mantenemos una duda sobre la coherencia de la posición sartreana, que afecta a lo que antes hemos calificado como su concepción parmenídea del ser. En efecto, cuando Sartre trata de definir el ser-en-sí elige ejemplos como la Luna o la mesa, de las que afirma que solo puede decirse sin más que esas cosas son, algo que Parménides nunca hubiera aceptado porque la pluralidad entraña una forma de negación. Pero, entonces, si lo En-sí de Sartre es plural, ¿cómo puede ser plena positividad? ¿No hay acaso ya una negación que precede al poder nihilizador de la conciencia y que entrega a esta la pluralidad de las cosas como algo ya dado? La respuesta tiene que buscarse quizá en el compromiso de Sartre con la fenomenología, para la cual —siguiendo a Husserl— aun cuando la pluralidad de los fenómenos es algo dado a la conciencia, todo lo dado, y con ello también la pluralidad misma, solo tiene el sentido que la conciencia erige para ello. Pero con ello tocamos el punto clave y más problemático de la fenomenología. 23 Ob. cit., pág. 108. 21

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a la idea de un fundamento infundado. Precisamente utiliza el término «néant» para indicar que la nada no procede del ser —y que es propiamente la actividad negadora—, en vez de usar el término «rien», que tiene la misma raíz que «res» y cuyo significado parece depender de algo previo de carácter positivo que ha sido negado en su totalidad. La nada (néant) solo se da junto al ser o referida al ser, pero no procede de él. Ahora bien, en cualquier caso, según Sartre, la negación apunta a una nada original y es en la subjetividad pura del cogito instantáneo donde descubrimos el acto originario por el que el hombre es para sí mismo su propia nada. Porque aunque la negación se formule en un juicio, su origen es prejudicativo y, por eso, la encontramos ya, antes de cualquier juicio, en conductas y situaciones humanas tales como la interrogación, la destrucción, la represión, la sorpresa, la ausencia, el pesar, la repulsión, el distanciamiento, etc., que Sartre denomina «negatidades»24 y que apuntan al no-ser como condición de la existencia humana, a la nada original que la conciencia es. La nada no es sino la propia realidad humana —definida por la conciencia— captándose a sí misma como excluida del ser y perpetuamente allende el ser: «entre el En-sí nihilizado y el En-sí proyectado, el Para-sí es nada»25. Al igual que Heidegger, también Sartre afirma que el hombre es aquel que puede interrogarse por el ser, pero esta fórmula tiene otro sentido para él: no es que sea el ente que se encuentra en la apertura del ser, sino que es aquel por cuya conciencia puede distanciarse de la positividad del ser e introducir así la negación en él. El hombre no está en lo abierto del ser, sino en la negación del ser, hecha posible por la conciencia o la nada que él es. También Heidegger admite una trascendencia o distancia del Dasein con respecto a lo que es y a lo que él mismo es, y precisamente la noción del ser-en (como parte del ser-en-el-mundo) indica que es plenamente aquello frente a lo cual, sin embargo, al mismo tiempo, está: ese es el significado de la existencia o del proyecto arrojado. Pero Heidegger lo explica mediante la noción de la aperturidad, precisamente porque quiere prescindir de la conciencia como base de su filosofía (por eso sustituye el cogito por el Dasein), lo cual tiene como consecuencia inmediata la pérdida de la noción de la actividad del sujeto. Por su parte, Sartre no renuncia a la idea moderna de la actividad del sujeto, que él reinterpreta como la negatividad de la conciencia. No es que el ser se abra para él o que él se encuentre en el claro del ser, sino que —en la tradición moderna de un pensamiento que llegó a su máxima altura sobre todo con Hegel— el poder nihilizador y activo de 24 25

Ob. cit., pág. 57. Ob. cit., pág. 588.

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la conciencia introduce la escisión en medio de lo real y permite la pregunta por el ser26. 11.3. Las formas de nihilización del ser por la conciencia La comprensión del hombre como Para-sí significa, por lo tanto, que el hombre es su propia nada y que su realidad se produce como la nihilización del ser. Pero esta nihilización tiene lugar en diversas dimensiones, que se corresponden con distintas formas de considerar el Para-sí. En efecto, este es: a) Escisión o distancia a sí. b) Temporalización. c) Trascendencia27. a) En primer lugar, la escisión o distancia a sí en que consiste la conciencia se presenta del modo más primario en la presencia a sí, que es una estructura inmediata del Para-sí: es el mero percatarse de sí que le define de modo inmediato. Con esa noción, Sartre se distancia de Descartes y Husserl para resaltar que el ser de la conciencia no coincide consigo mismo en una adecuación plena28: no es una sustancia ni un yo; no hay una unidad positiva de la conciencia, porque esta consiste más bien en una fisura del ser. En efecto, «el ser de la conciencia (...) consiste en existir a distancia de sí como presencia a sí, y esa distancia (...) es la nada»29. Esa presencia a sí, que entraña la dualidad o escisión como algo constitutivo de la conciencia, es lo que recoge la noción del cogito prerreflexivo, que no pone objeto alguno, sino que es intraconciencial y anterior a toda reflexividad. En rigor, ya la expresión «sí» ella sola parece remitir al sujeto, en cuanto indica el carácter reflejo que envuelve la dualidad en relación consigo mismo, o sea, la distancia en la inmanencia. Por eso, en vez de «ser-en-sí» habría que decir «el ser idéntico»30. Y respecto del Para-sí, escribe Sartre que su fundamento ontológico consiste en ser sí-mismo en 26 La realidad incluye el ser y la nada; es el conjunto de las cosas y de la conciencia que las distingue y se adelanta a ellas estableciendo sentidos y valores en relación con las mismas. Sartre se atiene así al idealismo fenomenológico de Husserl. 27 Ob. cit., pág. 479. 28 Ob. cit., pág. 108. 29 Ob. cit., pág. 112. 30 O mejor, habría que limitarse a decir «ser», sin más calificaciones, pues —como veremos— Sartre se atiene a aquella vieja idea de que toda deteminación encierra una negación.

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la forma de la presencia ante sí31. Pero lo que separa al sujeto de sí mismo es la nada, que es... «...ese agujero de ser, esa caída del En-sí por la cual se constituye el Para-sí»32. Esa distancia consigo mismo se ensancha en las estructuras del Para-sí examinadas sucesivamente en El ser y la nada: en efecto, la presencia ante sí (primera escisión del ser) se determina con un mayor grado de nihilización en la relación del Para-sí con su propia posibilidad, que Sartre denomina «ipseidad»33; esa nihilización se hace aún más profunda con la reflexión, en la que la conciencia se separa de sí misma hasta el punto de tratar de captarse como objeto; pero la nada penetra de modo aún más hondo en el Para-sí cuando este se capta como «para-otro», es decir, como objeto de otra conciencia distinta de la mía. De tal manera que —resumiendo los cuatro momentos mencionados— aun siendo el Para-sí siempre una misma conciencia escindida, el alcance de esta escisión progresa en su interior ensanchándose la distancia consigo mismo: me tengo presente con ocasión de cualquier experiencia con objetos; me busco más allá de mí mismo no encontrándome nunca sino en la posibilidad que proyecto; trato de conocerme como un yo, pero al tratar de atraparme me descubro como irreductible a objeto alguno; me aparezco a mí mismo como el objeto del otro, que me desplaza del centro en el que me hallaba... b) En segundo lugar, el Para-sí se temporaliza por estar siempre a distancia de sí mismo. La teoría de la temporalidad, elaborada extensamente en El ser y la nada, concibe los diferentes momentos del tiempo estructurados en una síntesis original, al margen de la cual pierden su sentido y se incurre en una paradoja insuperable: en efecto, considerado por separado, el pasado no es ya, el futuro no es aún, y en cuanto al presente instantáneo parece desaparecer en el límite de una división infinita, como el punto sin dimensión. La temporalidad, por lo tanto, solo se puede pensar como una unidad sintética con un carácter dinámico en la que la totalidad domina sobre sus estructuras secundarias. Pero esa totalidad está constituida por la propia realidad humana, tan solo por cuya nihilización aparecen los ekstasis temporales o elementos del tiempo. En efecto, la temporalidad es «una división que reúne», porque es a la vez separación y unidad; una unidad que se multiplica, o —como dice Sartre— «una fuerza disolvente en el seno de un acto unificador»34. Por eso, en cuanto estructura interna del 31 Ob. cit., pág. 111. A ese acto de degradación del ser que origina la presencia a sí lo denomina Sartre el «acto ontológico»: véase ob. cit., pág. 113. 32 Ob. cit., pág. 112. 33 Ob. cit., págs. 135 y sigs. 34 Ob. cit., pág. 167.

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Para-sí, la temporalidad designa el modo de ser de un ser que es sí-mismo fuera de sí. En ese sentido, se aparta de la concepción kantiana del tiempo, como forma a priori de la sensibilidad, y sigue más bien la idea de Husserl, que introduce el tiempo en la conciencia, como la pura corriente de sus vivencias. Pero, sin embargo, en cuanto apela a la escisión como el modo de ser de la existencia, Sartre se aleja de Husserl. En efecto, en términos más próximos a los de Heidegger, explica Sartre que el Para-sí, existiendo, se temporaliza, porque no puede ser sino en forma temporal, ya que tiene que ser su ser. No se trata aquí, por lo tanto, de un tiempo universal que todo lo contenga, incluido el hombre, ni tampoco de una ley de desarrollo de las cosas, porque en el sentido existencial sartreano el En-sí es completamente ajeno al tiempo. Se trata, por el contrario, de la intra-estructura del Para-sí, cuyo ser tiene que serlo «ek-státicamente». Lo que Sartre llama «ek-stasis» del Para-sí recoge, por lo tanto, aunque modificada, una idea de Husserl, prolongada a su manera por Heidegger, según la cual la conciencia se adelanta en cierto modo a sí misma anticipándose a lo que ya es. Solo que Sartre lo explica a partir de la escisión que separa a la conciencia de las cosas en tanto está separada de sí misma, de modo que esa distancia a sí constituye los ek-stasis, los cuales señalan la nihilización mínima. Veámoslo en sus diferentes momentos. Por un lado, el Para-sí surge como nihilización del En-sí —lo cual, por cierto, constituye el «acontecimiento absoluto»—, pero eso quiere decir que el Para-sí tiene un pasado del que perpetuamente se desgaja y al que vuelve; un pasado que no es otra cosa que ese espesor del mundo constantemente dado conmigo y frente a mí, y a partir del cual me oriento y me ubico35. En rigor, no tengo pasado —aunque este sea mío—, sino que soy mi pasado no siéndolo, pues siempre trasciendo a lo que fui. En realidad si fuera mi pasado, entonces sí podría afirmarse que soy lo que soy, porque el pasado es aquello que es sin posibilidad de ninguna clase, o sea, lo que ha consumido sus posibilidades. El Para-sí se hace pasado convirtiéndose en En-sí y llega a serlo enteramente con la muerte, con la que se hace finalmente idéntico a su pasado. Por eso, Sartre cita en este punto a Malraux: «la muerte trueca la vida en destino»36; pues solo con la muerte soy mi pasado y nada más. Por lo tanto, el pasado es siempre el En-sí que somos (lo ya dado en nosotros —o antes de nosotros— que crece sin cesar), pero también somos —al menos, mientras vivimos— aquello que tenemos que ser. Pues el Para-sí está siempre allende lo que es (por eso se dice: «era»), y eso explica que no pueda volver al pasado, ya que este es en-sí y él es para-sí. 35 36

Ob. cit., págs. 170-2. Ob. cit., pág. 147.

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El presente, por su parte, no puede ser sino presencia (adsum) del Parasí al ser-en-sí. Es la estructura ontológica del Para-sí por la que este del modo más inmediato surge en una conexión originaria con el ser, ya que él es en sí mismo testigo de sí como no siendo ese ser al que es presente. Se hace presencia al ser haciéndose ser-para-sí. El Para-sí es presente al ser en forma de huida37. En cuanto al futuro38, no es sino esa estructura del Para-sí por la cual este es un venir-a-sí de su ser, porque el Para-sí es por-venir a sí mismo. Si tiene un futuro es porque se trata de un ser que tiene que ser su ser, en vez de ser pura y simplemente: él es el ser que viene a sí mismo, el que se hace existir como teniendo su ser fuera de sí, en el porvenir. Por eso —comenta Sartre—, no hay momento de la conciencia que no esté definido por una relación interna con el futuro, pues este es lo que tengo que ser en tanto puedo no serlo. Por ser su propia posibilidad, el Para-sí es un proyecto hacia el En-sí, del que está irremediablemente separado, el cual sin embargo nunca se deja alcanzar. De ahí la «decepción ontológica» que aguarda al Para-sí cada vez que desemboca en el futuro en el que esperaba reconciliarse con el En-sí. Por eso, el futuro persiste siempre en el sentido del Para-sí presente como su continua posibilización. Ahora bien, esos tres momentos han de comprenderse en la síntesis unitaria y dinámica que constituye la temporalidad en cuanto estructura interna del Para-sí: el presente retoma perpetuamente el pasado al mismo tiempo que huye hacia el porvenir. c) En tercer lugar, la nihilización del ser que tiene lugar en el Para-sí significa que este es trascendencia, precisamente porque no es lo que es. Es decir, la conciencia es trascendente al fenómeno que se da en ella, y este es trascendente a la conciencia. Y, sin embargo, aun cuando ambos tengan un sentido por separado, lo concreto —según Sartre— es la totalidad sintética de la cual tanto la conciencia como el fenómeno constituyen solo articulaciones39, porque la conciencia lo es del fenómeno y este a su vez aparece a la conciencia. Se plantea, por lo tanto, el problema de su relación, que Sartre examinará en el terreno del conocimiento y de la acción. El conocimiento se nos revela —siguiendo a Husserl— como la presencia de la «cosa» como tal a la conciencia en la intuición. Pero esa «presencia a» no puede corresponder a lo En-sí, sino que necesariamente es un modo de ser «ek-stático» del Para-sí, de modo que, invirtiendo los términos 37 38 39

Ob. cit., págs. 152 y sigs. Ob. cit., págs. 155 y sigs. Ob. cit., págs. 201-2.

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de la definición anterior, diremos más propiamente que la intuición es la presencia de la conciencia a la cosa40. Pero esa presencia encierra una negación como fundamento de toda experiencia, negación que ha de venir del Para-sí: es este el que se constituye como no siendo la cosa que se experimenta. Por lo tanto, el conocimiento es un modo de ser: «...es el ser mismo del Para-sí en tanto que presencia a (...), es decir, en tanto que ha de ser su ser haciéndose no ser cierto ser al cual es presente. Esto significa que el Para-sí no puede ser sino en el modo de un reflejo que se hace reflejar como no siendo determinado ser»41. El propio Sartre alude a la expresión fichteana «no-yo», que recoge esa idea de que el conocimiento implica presentarme a aquello que no soy: antes de ser esto o aquello, el objeto —y cualquier objeto— se define como lo que yo no soy. De esa manera, la negación opera en dos niveles en esa forma de trascendencia que es el conocimiento: en relación con el objeto y en relación conmigo mismo. Porque el Para-sí es conciencia no tética (de) sí mientras es conciencia tética de un objeto que no soy yo. Ahora bien, Sartre distingue entre dos formas de negación: la negación externa y la negación interna. La primera es un puro nexo de exterioridad establecido entre dos seres por un testigo (por ejemplo: «la mesa no es el tintero»); la negación interna, en cambio, es una relación tal entre dos seres que aquel que es negado del otro cualifica a este, por su ausencia misma, en el meollo de su esencia (por ejemplo: «no soy apuesto»). Pues bien, la negación interna no es aplicable al ser-en-sí (la negación externa sí se la podemos aplicar, aunque no le pertenezca, según ya hemos visto); en cambio, «el Para-sí se aparece como no siendo lo que él no es, allá, en y sobre el ser que él no es»42. El conocimiento devela que «hay» ser (al cual, se hace presente el Para-sí convirtiéndolo en fenómeno), que el ser-en-sí se da sobre el fondo de esa nada que es el Para-sí. Y conocer es realizar en los dos sentidos del término —al menos en francés: réaliser—: es tanto dar realidad (al fenómeno) como darse cuenta o tomar nota de lo real. Pues bien, «llamaremos trascendencia a esta negación interna y realizante que, determinando al Para-sí en su ser, devela al En-sí»43. Sartre no está diciendo que la conciencia cree o constituya el ser en el sentido del idealismo subjetivo, sino explicando el significado del conocimiento a partir del supuesto de que el ser-en-sí es plena positividad donde no hay negación ni realización, y de la exigencia fenomenológica que impone fidelidad a lo dado inmanentemente en la conciencia, solo que esta 40 41 42 43

Ob. cit., pág. 203. Ob. cit., pág. 204. Ob. cit., pág. 206. Ob. cit., pág. 210.

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se ha comprendido como negación interna44. A partir de ahí, el conocimiento es entendido como trascendencia en la inmanencia, pues el Para-sí en el conocimiento identifica el ser del fenómeno como lo que él mismo (el Para-sí) no es, reflejando su propia nada en el ser que se le aparece. El Para-sí es la nada sobre la que se recorta el ser en cuanto fenómeno, de tal manera que este se aparece al Para-sí, en el conocimiento, en la medida en que el Para-sí se hace presente al ser. De ese modo, el conocimiento es a la vez realizante y negación interna. Sartre ha interpretado así la vieja tesis spinozista —y luego hegeliana—, según la cual toda determinación es negación: toda determinación del ser es negación del mismo como fenómeno. Y ello trae además como consecuencia que el Para-sí devela el ser como totalidad45. Si el conocimiento es una forma de trascendencia del Para-sí, que se hace presente al ser revelándolo sobre el fondo del no-ser, la acción, por el contrario, es una proyección del Para-sí hacia algo que no es. Ningún hecho en-sí puede promover una acción, sino solo el Para-sí, que se trasciende hacia lo que no es. Por lo tanto, si en el conocimiento la conciencia muestra su poder nihilizador revelando el ser que ella no es (haciéndose presente a él), en la acción ocurre más bien que la conciencia proyecta su no-ser sobre lo que hay arrancándose de esa presencia (rompiendo con su pasado) hacia lo que no es. Y, en conexión con la acción, o como una forma radical de esta, hemos de comprender lo que es el valor, que solo aparece en cuanto existe la realidad humana, ya que el valor es el ser de lo que no tiene ser, o, como dice Sartre: «el sentido del valor es ser aquello hacia lo cual un ser trasciende su ser: todo acto valorizado es arrancamiento del propio ser hacia...»46. No hay valores como entidades en sí en el sentido de Platón o Scheler, ni tampoco proceden de ningún orden divino, sino que solo provienen del hombre, en tanto este trasciende su ser hacia lo que no es. El valor es como el sentido y el más allá de todo trascender. Pero el valor no es «puesto» y, en rigor, tampoco es conocido, sino que es dado con la conciencia y como algo consustancial a esta. Por eso, comenta Sartre que la conciencia reflexiva puede ser llamada conciencia moral, pues no puede surgir sin develar al mismo tiempo los valores47.

44

Ob. cit., pág. 215. Ob. cit., págs. 211 y sigs. La diferencia esencial con Hegel, a quien Sartre sigue teniendo aquí presente, estriba en que para aquel, finalmente, toda determinación es negación interna, mientras que para Sartre solo la conciencia lo es. 46 Ob. cit., pág. 126. 47 Ob. cit., pág. 128. 45

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En definitiva, la trascendencia significa que el Para-sí es no-identidad, es decir, falta de coincidencia consigo mismo. En cuanto tal, es «pro-yecto» y posibilidad. 11.4. La facticidad del Para-sí y la cuestión del cuerpo Así pues, la centralidad de la conciencia, de acuerdo con el planteamiento fenomenológico, la convierte en cierto modo en fundamento, aunque de un tipo extraño, pues aunque el Para-sí funda el sentido de los fenómenos, crea el ser del valor, se temporaliza originando el tiempo (se hace pasado convirtiéndose en En-sí; se hace presente como huida de sí; y futuro como el por-venir de sí mismo), etc., la conciencia misma está infundada en el sentido de que no se asienta en ser alguno, sino que más bien es el Para-sí el que se funda a sí mismo como no fundado: es una continua fundación de sí que nunca consolida una base o fundamento. Por eso dice Sartre que el Para-sí se capta a la vez como totalmente responsable de su ser y como totalmente injustificable. Esto se explica porque la conciencia, aun siendo el centro de toda experiencia, no es nada en sí misma fuera de su remisión intencional a aquello que ella no es: «Si la conciencia es una pendiente resbaladiza en la que no es posible instalarse sin verse enseguida lanzado afuera, sobre el ser-en-sí, ello se debe a que la conciencia no tiene de por sí ninguna suficiencia de ser como subjetividad absoluta, y remite ante todo a la cosa»48. Por eso, el Para-sí es por sí mismo relación con el mundo: al negar de sí mismo el ser (o sea, al nihilizar el ser-en-sí no siéndolo) hace que haya un mundo. De ahí la expresión de los Carnets de la drôle de guerre: el mundo es el En-sí para el Para-sí. O, como dice en El ser y la nada: «si hay un mundo, es por la realidad humana»49. Es decir, Sartre se mantiene aquí en la posición de la fenomenología, para la cual el mundo es ante todo el fenómeno del mundo, el cual entraña una nihilización del ser-en-sí que está en la base de la experiencia de mi conciencia. El mundo no es la suma del En-sí y del Para-sí, sino que es la permanente nihilización del En-sí por el Para-sí. Lo que el ser como tal sea en sí mismo queda fuera del alcance de la conciencia, pues esta se constituye como negación de aquel y condición trascendental de todo cuanto puede experimentar, de modo que el ser solo puede aparecérsele como mundo. Por eso dice Sartre que el mundo es la totalidad del ser en tanto que atravesada por lo que él llama «el circuito de la ipseidad», el cual no es sino la relación del Para-sí 48 49

Ob. cit., pág. 639. Ob. cit., pág. 334.

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con el posible que él es y con el que nunca coincide. Por lo tanto, en esa relación negativa consigo mismo se intercala el mundo, el cual se me aparece en la relación con mi propia posibilidad: «El mundo, como correlato de las posibilidades que soy, aparece, desde mi surgimiento, como el esbozo enorme de todas mis acciones posibles (...) [En este sentido,] el mundo se devela como un ’hueco siempre futuro’ [cita de P. Valéry], porque somos siempre futuros para nosotros mismos»50. Esa relación entre el Para-sí y el mundo, que inicialmente es solo su mundo, define a la persona51. La conciencia es conciencia del mundo, y este es fenómeno de la conciencia, de modo que ambos son correlativos, aunque la relación primera va de la realidad humana al mundo: «Surgir, para mí, es desplegar mis distancias a las cosas y por ello mismo hacer que haya cosas...»52. Pero precisamente porque no es una creación del Para-sí, sino la aprehensión nihilizadora operada por la conciencia a partir del ser-en-sí, que es independiente de ella, el mundo tiene una consistencia fuera de mí, es decir: el mundo me devuelve esa relación por la que hago que él se revele53. Dicho en otros términos: el escaparse del ser por parte del Parasí adopta la forma de un comprometerse con el mundo. Y ahí arranca toda la reflexión sartreana acerca de la facticidad del Para-sí, que significa su compromiso con una situación. Esa facticidad la comprende Sartre como la necesidad de una contingencia: es una necesidad ontológica que yo sea ahí, comprometido en una situación y con un punto de vista; pero es contingente cuáles sean estos, e incluso el que yo mismo sea. Y el que el Para-sí esté necesariamente sostenido por esa contingencia que no puede suprimir hace que sea al mismo tiempo totalmente responsable de su ser y totalmente injustificable. Pues bien, esa facticidad justamente es lo que expresa el cuerpo. O, dicho en otros términos, aquella necesidad de la contingencia soy yo en tanto que cuerpo. En efecto, el cuerpo es el hecho de que el Para-sí no es su propio fundamento, sino aquel que necesariamente existe como ser contingente comprometido en una situación. Es necesidad, porque el cuerpo es recuperación continua del Parasí por el En-sí (no se sostiene, por lo tanto, a sí mismo); pero es contingencia en cuanto a su situación particular y al punto de vista concreto que encarna. No obstante, la pertenencia al mundo no encierra solo el sentido de un confinamiento al mismo, sino también el que implica rebasar la si50 51 52 53

Ob. cit., pág. 349. Los corchetes son míos. Ob. cit., pág. 135. Ob. cit., pág. 335. Ibíd.

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tuación. Porque si el mundo es —según leíamos antes— «el esbozo enorme de mis acciones posibles», entonces mi pertenencia a él incluye, junto al significado de la facticidad, también el de la trascendencia. Y eso es lo que quiere decir Sartre cuando señala que ese índice de mi facticidad, que es el cuerpo, es al mismo tiempo lo trascendido, «lo preter-ido», el pasado: en cada proyecto, en cada percepción, el cuerpo está ahí como el pasado inmediato, como un punto de vista (en la percepción) y un punto de partida (en la acción) que soy y que trasciendo a la vez hacia lo que he de ser54. Es decir, el cuerpo es aquello contingente que soy como dado de antemano y que la conciencia necesariamente ya es: el punto de partida que nunca capto, porque todo lo capto desde él (es aquello desde lo que y con lo que veo y actúo); el instrumento que soy y respecto del cual no puedo guardar distancia (no puedo tener hacia él una actitud instrumental, porque yo soy ese instrumento, tan solo a partir del cual puedo usar instrumentos); aquello por lo que soy siempre ya afectado. En definitiva, es la conciencia misma en tanto está corporeizada. La posición de Sartre, por lo tanto, se distancia del planteamiento de la metafísica clásica sobre la relación mentecuerpo que considera a este un mecanismo al servicio de aquella. Contra esta tesis cartesiana señala, en efecto, que si cabe decir que el cuerpo es instrumento hay que añadir inmediatamente a continuación que ese instrumento soy yo, puesto que el Para-sí no se distingue del cuerpo, ya que, en definitiva, yo soy mi cuerpo. Solo que esta afirmación solo recoge el significado de facticidad del Para-sí, el cual es al mismo tiempo trascendencia. Pero en este punto es importante considerar la distinción que establece Sartre entre el cuerpo-para-sí y el cuerpo-para-otro55. Lo que hemos dicho hasta aquí se refiere al cuerpo-para-sí, que es inseparable de la propia conciencia en cuanto lo que esta ya es de antemano; es decir, el cuerpo-para-sí es la conciencia en tanto que ya siempre está afectada por el punto de vista y de partida que ella misma es. Se puede decir que es la conciencia del cuerpo, pero no significando con ello que se haga de él objeto de consideración, sino —en el sentido prerreflexivo— en cuanto conciencia no-tética (de) mi afectividad original: es mi ojo viendo y mi mano tocando, y no mi ojo contemplado en el espejo ni mi mano examinada por mi otra mano. Por lo tanto, no tiene sentido plantearse cómo la conciencia está unida a un cuerpo, puesto que ella ya es necesariamente su cuerpo, en cuanto el punto de vista y el punto de partida que es siempre de antemano. El cuer54 55

Ob. cit., pág. 353. Ob. cit., págs. 333 y sigs.

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po-para-otro, por el contrario, es el cuerpo en tanto que descubierto por otro y convertido por él en objeto. Es también para el Para-sí una revelación de su ser, pero el ser que así se le revela es su ser-para-otro56. Pues bien, estos dos sentidos del cuerpo constituyen en realidad dos planos diferentes, incomunicables e irreductibles entre sí, pues el cuerpo-para-mí no lo puedo captar como objeto: no puedo ver mi mirada, sino solo mi ojo; no puedo captar mi cuerpo-para-mí porque no pertenece a los objetos del mundo; en ese sentido, no puedo formarme un punto de vista sobre mi cuerpo, pues él es precisamente mi punto de vista. Solo a través de la experiencia del prójimo se me revelará la dimensión de mi cuerpo como objeto, como ser-para-otro. Pero a esto último yo no puedo acceder directamente por mí mismo. Y este sentido al que nos estábamos refiriendo hasta ahora (el cuerpo como para-sí) implica que el cuerpo es interioridad absoluta y que no expresa otra cosa que la facticidad del Para-sí. Por eso dice Sartre que el cuerpo-para-mí es aquello que la conciencia es en cuanto lo descuidado, lo silenciado57. Se puede designar también como la conciencia corporeizada o el cuerpo psíquico, ya que es la proyección en el plano del En-sí de la intra-contextura de la conciencia, la materia de todo fenómeno psíquico. En este sentido, el cuerpo determina un espacio psíquico: no es que la psique esté unida a un cuerpo, sino que este es su sustancia y su perpetua condición. Me revela mi facticidad como afectividad58. 11.5. La acción o el problema de la libertad Ahora bien, el Para-sí no es solo facticidad, sino también acción, la cual entraña... ...la posibilidad permanente de efectuar una ruptura con su propio pasado, de arrancarse de él para poder considerarlo a la luz de un no-ser y para poder conferirle la significación que tiene a partir del proyecto de un sentido que no tiene. En ningún caso y de ninguna manera el pasado puede por sí mismo producir un acto59.

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De ello nos ocuparemos más adelante. Sartre lo compara con la conciencia del signo, porque «el signo es lo trascendido hacia la significación, lo que es desatendido en aras del sentido, aquello más allá de lo cual se dirige perpetuamente la mirada.» Véase ob. cit., pág. 357. Solo que en el caso del cuerpo habría que hablar de una conciencia lateral y retrospectiva (no-tética) de algo imposible de captar como objeto y que se confunde con la afectividad. 58 Sartre añade: esa captación es la náusea. Ob. cit., págs. 364-5. 59 Ob. cit., pág. 462. 57

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Ese poder negativo proviene solo de la conciencia y su condición es la libertad de quien actúa. Si la facticidad representa la recuperación continua del Para-sí por el En-sí para reducirlo a lo ya dado o pasado del mundo (y el cuerpo, en concreto, es mi facticidad como afectividad), la posibilidad permanente de introducir la negación en lo que soy y de modificar la figura del mundo radica en la acción. Pero esta no surge de lo que ya es, pues ningún estado de hecho puede generar por sí mismo acción alguna, ningún pasado puede por sí solo producir un acto: ese no-ser viene con la acción, porque esta significa negación, es decir, ver el ser desde el no-ser. Los hechos objetivos pueden producir efectos, pero no acciones. Y si la conducta fuera sin más el resultado de las condiciones objetivas que la determinan, no debería en rigor recibir el nombre de acción, pues ahí no habría negación alguna, sino tan solo la manifestación de los efectos de una realidad fáctica. Por el contrario, la acción no es ni una consecuencia ni un efecto a partir de lo ya dado, sino una proyección del Para-sí hacia algo que no es. Así pues, las nociones de «acción», «posibilidad», «proyecto» o «libertad» mantienen una estrecha conexión, pues todas ellas apuntan al concepto sartreano del Para-sí, pero visto ahora desde la negatividad o la nada que la conciencia es. Es decir, el Para-sí es por sí mismo relación con el mundo, pero lo es en un doble sentido, referido a su facticidad y a su posibilidad: es siempre ya parte de lo que el mundo es en cuanto está absorbido por su pasado, en el cual está siempre hundido de antemano; pero es también la proyección de sí mismo que le arranca de lo que ya es hacia lo que puede ser. En este punto es obligada la comparación con Heidegger, que también insistió en esas dos dimensiones del ser-en-el-mundo. Pero Heidegger las concibe enraizadas en dos determinaciones ontológico-existenciales del Dasein que denomina «la disposición afectiva» (Befindlichkeit) y «el comprender» (Verstehen), tratando así de eludir la interpretación del modo de ser del hombre como sujeto mediante el recurso teórico de concebir esos caracteres existenciales como modos originarios en que se produce la apertura del «ahí» en que se halla el Dasein. Es decir, antes de que pueda ser determinado como sujeto y, por tanto, capaz de establecer una distancia consciente con las cosas, el Dasein está absorbido en el mundo de manera tan radical que el modo originario de su relación con él no es el que registra la conciencia, sino tan solo un resquicio en el ser que Heidegger denomina «aperturidad». Pero esta no es una iniciativa de la conciencia y, por eso, no cabe hablar ahí de sujeto en el sentido moderno del término. Dejando de lado lo problemático de esta posición, lo cierto es que Sastre no renuncia a esa noción de la subjetividad moderna, y por eso su idea de la acción y el proyecto arraiga en una filosofía de la libertad.

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La cuestión entonces es: ¿qué es la libertad para Sartre? Este problema es fundamental porque sin darle respuesta no se entiende el sentido de su filosofía del sujeto. Pues bien, sabemos que la acción implica la libertad, pero lo que esta signifique no puede explicarse apelando a los motivos o a los móviles60 que impulsan aquella acción, pues eso no responde a la cuestión de fondo, sino que la retrotrae a otro plano que requiere a su vez de explicación. Pues —cabría argüir interpretando a Sartre— si esos motivos o móviles promueven en efecto una acción en mí es porque yo les he concedido ya ese valor como tales motivos o móviles. Para no escamotear la cuestión, ha de plantearse esta en su origen radical: Sartre identifica la libertad del Para-sí con el propio surgimiento de este, entendido como elección de sí mismo. Es decir, su libertad no se distingue de su ser. En la nihilización del En-sí por la que se constituye el Para-sí se ha originado un proyecto fundamental y, con él, todos sus móviles y motivos. El viejo problema de la discontinuidad o ruptura de lo real que debe atribuirse al hombre para hacer concebible su libertad lo encara Sartre señalando que esta libertad no se puede pensar más que como el acto mismo por el que el hombre se constituye originariamente como sujeto: la negación del Ensí por la cual el Para-sí se hace ser como no siendo aquel es al mismo tiempo su irrupción como un proyecto fundamental que ya ha decidido de antemano sobre sus fines. De tal manera que mi libertad no es una cualidad sobreañadida ni una propiedad de mi naturaleza, sino «la textura de mi ser»61. El primado del sujeto y, con él, el sentido idealista de la filosofía sartreana se deciden en la tesis de que ese surgimiento no le es dado objetivamente al Para-sí, ni es el resultado de un ser que se abra para él, sino que presupone siempre ya una elección originaria: él es necesariamente, sin que eso pueda evitarlo, elección de sí mismo. De ahí la paradoja de que estoy condenado a ser libre. Precisamente, por esa nihilización del En-sí que él se hace ser, el Para-sí escapa de su ser y es no-idéntico a sí mismo, haciendo que la ruptura en el continuum de lo real se presente también dentro de él como escisión interna. Pues bien, «la posibilidad permanente de esa ruptura se identifica con la libertad»62. 60 Sartre distingue entre los motivos y los móviles de la acción: define el motivo como la razón de un acto, o sea, como el conjunto de consideraciones racionales que lo justifican, constituyendo por lo tanto una apreciación objetiva de la situación; el móvil, por el contrario, es algo subjetivo, pues consiste en el conjunto de deseos, emociones y pasiones que me impulsan. Pero tanto los motivos como los móviles requieren —según Sartre— que exista ya una elección original que establece un fin: es mi proyecto original el que crea en su raíz todos los motivos y móviles que puedan conducirnos a acciones parciales. Véase ob. cit., págs. 85-6. 61 Ob. cit., pág. 465. 62 Ibíd.

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En nuestra opinión, Sartre conduce a su expresión más radical la interpretación dualista y antidialéctica de la libertad que recorre toda la modernidad y que —al contrario que el concepto de Spinoza, Hegel o Marx— la opone frontalmente a la necesidad. La formulación más consecuente de esta posición la ofrece Sartre al afirmar que la libertad del sujeto se identifica finalmente con su propia realidad como tal sujeto: la conciencia es para él esa ruptura operada en el orden del ser por un sujeto cuya acción es libertad, de modo que ser sujeto y ser libre vienen a significar finalmente lo mismo. El problema clásico de la libertad se plantea, por lo tanto, como la cuestión acerca de cómo es posible ser sujeto. Y el enfoque idealista se encuentra aquí no solo en la afirmación del carácter insuperable de dicha oposición, sino también en la tesis injustificable de que aquella ruptura en el orden del ser no resulta de un proceso interno a este (pues, en cuanto plena positividad, del ser-en-sí no se deriva negación alguna, y, por lo tanto, el ser no produce la conciencia), sino que es la propia conciencia la que por sí misma se hace ser en cuanto negación del En-sí, o sea, no siendo aquello que experimenta. El sentido existencialista de esta doctrina se encuentra en el significado de esa escisión que me constituye y que determina además el carácter único del proyecto fundamental que soy. Me constituyo como una existencia única en cuanto llevo a cabo una posición de fines que es una elección original de mí mismo anterior a toda esencia determinante. Esa elección original de sí es la conciencia. Por lo tanto, no tenemos un ser que luego actúa, sino que para nosotros ser es actuar63: he aquí el primado que la modernidad otorga a la acción. Por eso, si a eso que soy, como elección originaria que hago de mí mismo, lo denominamos «voluntad», hay que decir que esta —en contra de lo que dice Kant— no ha de concebirse como un tipo de causalidad, pues la causa es externa al efecto, mientras que la voluntad —según Sartre— es parte del acto. Por lo tanto, para él, la realidad humana es acción, de modo que lo que yo sea es en todo caso el resultado de la acción. Esto significa que, a través de la acción, en cierto modo el hombre se anticipa a su propia realidad. Pero en la medida en que esa elección original de sí mismo se hace sin punto de apoyo que la justifique, la elección es absurda, es decir, injustificable. Es absurda porque no tiene fundamento ni razón, ya que esa elección es justamente aquello por lo cual todas las razones y fundamentos llegan al ser. Y esto explica el sentido de la angustia, que también pertenece al significado existencialista de esta doctrina: la angustia se presenta cuando se nos hace manifiesta la falta de base de nuestra libertad y captamos nuestra elección original como absurda o injustificable64. 63 64

Ob. cit., pág. 502. Ob. cit., pág. 504.

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Ahora bien, si nuestro ser se identifica con nuestra elección originaria, la conciencia prerreflexiva (de) nosotros mismos no es otra cosa sino la conciencia (de) aquella elección, que no es por lo tanto inconsciente. Pero Sartre no está pensando tampoco en una elección puntual en el tiempo, sino en la continua elección de sí mismo que la conciencia es, en cuanto en cierto modo se anticipa siempre como sujeto. No hay una cosa-conciencia previa a la elección que, luego, elige, sino que la conciencia misma no se diferencia de esa elección: elegir y tener conciencia (de) elegir son lo mismo65. Pero se trata de una conciencia no posicional, no tética. Ahora bien, también puedo volver reflexivamente sobre mí mismo tratando de esclarecer de manera explícita el proyecto fundamental que soy. Pero eso requiere —según Sartre— de un método fenomenológico especial que él denomina «psicoanálisis existencial», el cual se diferencia del psicoanálisis freudiano sobre todo en su consideración de la temporalidad. Ya antes, en los primeros capítulos de El ser y la nada, y a propósito de la discusión sobre la mala fe, encontramos una crítica del psicoanálisis de Freud, porque —según Sartre— esta doctrina es incompatible con su noción de la mala fe, ya que la idea del inconsciente permite sustituir la dualidad engañador-engañado por la dualidad ello-yo, reemplazando así la noción de mala fe por la idea de una mentira sin mentiroso66. Si la mala fe es una mentira dirigida a uno mismo por la cual la conciencia se oculta a sí una verdad que ella sabe (es una y la misma conciencia la que miente y la que es engañada), entonces solo es posible sobre la base de esta fórmula: el hombre es lo que no es y no es lo que es; de modo que la negación que le constituye no está dirigida solo hacia fuera, sino también hacia sí mismo. Y la mala fe es entonces esa forma esencial de autoengaño hacia el que se desliza toda tentación de hallar en sí mismo una especie de autenticidad, ya que es consustancial al modo de ser humano precisamente el rehuir lo que se es. Nos parece, sin embargo, que en este punto Sartre no aprecia en toda su profundidad la aportación del psicoanálisis, que ha elaborado una amplia reflexión sobre las más sutiles formas del autoengaño. Pero la crítica que ahora nos interesa, a propósito del psicoanálisis existencial y de su comprensión de la acción, es la que se fija en el sentido de la temporalidad. Pues, según Sartre, Freud sostiene un determinismo vertical que remite necesariamente al pasado del sujeto, de modo que la dimensión del futuro no existe para el psicoanálisis. Y eso significa una reintroducción del mecanismo causal, incompatible con la teoría sartreana de la acción: «Toda acción es comprensible como proyecto de sí mismo hacia un posible»67. Frente a la concepción freudiana y coincidiendo en 65 66 67

Ob. cit., pág. 487. Ob. cit., págs. 84 y sigs. Ob. cit., pág. 485.

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este punto con Heidegger y Ortega, Sartre concibe el acto comprensivo como una vuelta del futuro hacia el presente68. Pero esta comprensión se basa en su ontología, según la cual la elección original despliega el tiempo (dicho en contra de la concepción instantaneísta de la conciencia, de la que —según Sartre— no pudo salir Husserl) y se identifica con la unidad de los tres ék-stasis temporales: «Elegirnos es nihilizarnos, es decir, hacer que un futuro venga a enunciarnos lo que somos confiriendo un sentido a nuestro pasado»69. De ese modo, la conciencia, en cuanto nihilización del En-sí, está siempre a la zaga de sí misma; es decir, se temporaliza como proyecto que recupera el pasado en el presente. Como decíamos, aquella elección define un proyecto fundamental, tan solo a partir del cual se determina el peso de los móviles y los motivos. El móvil, la acción y el fin se constituyen en un solo surgimiento: «la acción decide acerca de sus fines y sus móviles, y es la expresión de la libertad»70. Por lo tanto, el móvil no es causa del acto, sino parte de él. De igual modo, no cabe hablar de la voluntad como un tipo especial de causalidad, porque la voluntad no es anterior ni externa al acto mismo, sino que se descubre a sí misma en él. Es decir: la acción expresa la elección de sí mismo como una voluntad concreta. Por eso, de acuerdo con la posición de Sartre, no hay primero una voluntad que establezca fines y de la que luego pueda decirse que es libre, sino que la libertad es el ser del hombre en cuanto sujeto, una de cuyas manifestaciones —pero no la única— es la voluntad, la cual entraña ya una cierta decisión reflexiva en relación con los fines que me definen. Pero estos los determina la libertad. En otros términos: soy libre, y eso significa que me elijo como un proyecto fundamental, que se explicita en los fines que dirigen mi acción. La voluntad decreta que la prosecución de esos fines será reflexiva y deliberada, pero la pasión puede proponerse los mismos fines71. Pero tanto la voluntad como la pasión suponen el fundamento de una libertad originaria. De ahí que, según Sartre, el hombre sea también responsable de su pasión, tesis que le lleva a atribuir al Para-sí una responsabilidad abrumadora. El sentido antiintelectualista de esta posición estriba en que la libertad precede a toda razón y a toda justificación, las cuales suponen ya un compromiso de la libertad con este o aquel punto de vista. Sin embargo, esa elección de sí mismo en el mundo siempre se da «en situación». La situación es la facticidad de la libertad, la cual se me 68 69 70 71

Ob. cit., pág. 484. Ob. cit., pág. 491. Ob. cit., pág. 464. Ob. cit., pág. 469.

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hace presente de múltiples formas: como mi sitio, mi pasado, mis entornos, mi prójimo, mi muerte72. De tal manera que no hay libertad sino en situación. Y en este punto Sartre recuerda las objeciones habituales invocadas en contra de la afirmación de la libertad: parece que no soy libre de escapar a la suerte de mi clase, de mi nación, de mi familia; ni de vencer mis impulsos o mis hábitos, etc. A ello se refiere cuando habla del «coeficiente de adversidad de las cosas», que nos recuerda nuestra impotencia73. Sin embargo, la situación no arruina nuestra libertad, sino que ha de concebirse por el contrario como condición necesaria de esta, puesto que mis fines se me revelan solo en el mundo y a través de sus «coeficientes de adversidad». La libertad remite necesariamente a la contingencia de una situación: a lo que me es dado de antemano y a aquello a lo que mi elección me compromete. Pues solo a través de la acción sabemos de nuestra libertad iluminando la situación y arrancándonos de lo que ya somos: «Soy, en efecto, un existente que se entera de su libertad por sus actos»74. Pero aunque la situación sea una condición de la libertad, es esta sin embargo —según Sartre— la que en realidad se adelanta al mundo, iluminándolo con su elección originaria, pues al elegirnos determinamos su significado para nosotros y, con él, el peso de los móviles y motivos. Como diría Fichte, redescubrimos el no-yo como puesto de algún modo por el yo: El coeficiente de adversidad de las cosas no puede constituir un argumento contra nuestra libertad, pues por nosotros, es decir, por la previa posición de un fin, surge ese coeficiente de adversidad (...) Nuestra libertad misma constituye los límites con que se encontrará después. Ciertamente (...) queda un residuum innombrable e impensable que pertenece al En-sí considerado y hace que, en un mundo iluminado por nuestra libertad, tal peñasco sea más propicio para la escalada que tal otro. Pero lejos de ser originariamente ese residuo un límite de la libertad, esta surge como libertad gracias a él, es decir, gracias al En-sí bruto en tanto que tal75.

Esta posición, con toda su grandeza especulativa indiscutible, es enteramente fiel al planteamiento idealista de Husserl, según el cual la conciencia se adelanta en cierto modo a la cosa que se le presenta en el fenó72 73 74 75

Ob. cit., págs. 514 y sigs. Ob. cit., págs. 506 y sigs. Ob. cit., pág. 465. Ob. cit., págs. 507-8.

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meno prestándole un sentido, que sin embargo no llega a acoger todo lo que la cosa es, pues siempre perdura en ella un resto de alteridad; este resto lo experimenta la misma conciencia provocando en ella nuevamente la acción con la cual reconstruye aquel sentido, constituido ahora de acuerdo con la nueva experiencia, el cual se revelará una vez más como no idéntico a aquello que quiere captar; y así sucesivamente. De modo que la tarea que describe la fenomenología no es sino la constante actividad intencional de la conciencia que trata de reducir la alteridad del mundo a su propia inmanencia. Esa tarea comporta el primado del sujeto, porque aunque es cierto que este reacciona ante los fenómenos, no es menos cierto que el sentido de estos se origina finalmente en el ego trascendental. Pues bien, Sartre adopta esta posición, reinterpretándola —como hemos visto— en los términos de su subjetivismo existencialista, de tal modo que la exaltación idealista del sujeto le lleva a comprender la conciencia como la elección original de sí mismo que hace el Parasí. A pesar de su insistencia en la contingencia del sujeto y el «espesor» del mundo que le hace frente, con su idea de la libertad Sartre lleva a cabo una mistificación del significado de la realidad objetiva, hurtándose a sí mismo de esa manera la posibilidad de comprender el carácter preeminente de las condiciones naturales y sociales que se imponen al individuo, cuya subjetividad no puede en ningún modo adelantarse al peso abrumador que aquellas condiciones ejercen sobre él. Por eso, según Sartre, solo la muerte pone fin al primado del sujeto: «La muerte confiere finalmente un sentido desde afuera a todo cuanto yo viví como subjetividad»76.

11.6. La irrupción del prójimo y la cuestión de la intersubjetividad Según hemos visto, el poder de nihilizar que —según Sartre— define a la conciencia se encuentra en el Para-sí en distintos niveles de profundidad en los cuales la nada ha penetrado generando nuevas estructuras en él. Pues bien, un momento importante en esa nihilización que se produce en diversas fases se presenta cuando el Para-sí se aparece a sí mismo como el objeto de la mirada del otro o ser para-otro. El Para-sí es para-otro en tanto se sabe observado o considerado por alguien que le mira. Esa mirada le desplaza del centro en el que se hallaba, de modo que su experiencia de sí 76

Ob. cit., pág. 567.

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se ve penetrada de una manera nueva por la nada: el Para-sí se encuentra ahora separado de sí mismo por el otro que irrumpe en su experiencia y le desplaza del centro de su mundo. Pero nótese que el ser-para-otro es una estructura del Para-sí y no una manera de calificar al prójimo o la relación con él. En efecto, lo que dice Sartre es que la mera existencia del prójimo me revela como ser-para-otro, pero eso significa que ese nuevo modo de ser que descubro en mí no reside en el otro, sino que aparece en mí constituido por el otro. El prójimo es el Para-sí que no soy yo. Y se me presenta como aquel que me objetiva, es decir, aquel que me permite tomar distancia conmigo hasta poder considerarme como objeto. Mi objetividad no puede provenir de la objetividad del mundo, puesto que —según Sartre— yo soy el ser por el que hay un mundo. Más bien ocurre que en el mundo, que inicialmente es solo mío, descubro al otro en la experiencia de sentirme mirado por él, tan solo a través de la cual yo puedo aparecer como objeto. Lo que no consigue la reflexión, a saber, captarme reduciéndome a objeto, lo consigue mi vivencia del prójimo, que me hace sentir objeto-queestá-ahí-expuesto-hacia-afuera-para-él. En ese sentido, el prójimo es el mediador indispensable entre yo y yo mismo, ya que por su mera aparición estoy en condiciones de formular un juicio sobre mí como lo haría sobre un objeto77. Esto significa que, si no existiera el prójimo, el Para-sí solo sabría de sí mismo como sujeto esquivo y siempre presente en el cogito prerreflexivo; en cuanto a la reflexión, se trata de un intento fracasado de captarse como objeto, ya que cuando cree alcanzarse a sí mismo se descubre siempre diverso de toda identidad, como no siendo lo que era. Pero, ante los ojos del prójimo, me descubro como objeto para él, pues él me hace ser objeto, me cosifica y asigna una identidad: solo ante su mirada coincido con mi ser, no «para mí», sino «para el otro»78. Ahora bien, es mi experiencia del prójimo lo que ha ensanchado la escisión constitutiva de mi conciencia hasta el punto de permitirme ganar esa distancia conmigo en la que puedo aparecerme como objeto. Pero —como dice Sartre siguiendo a Husserl— el prójimo es alguien que ha aparecido en mi propia experiencia, solo que mi experiencia de él me remite a algo que queda fuera de toda experiencia posible para mí: me remite a lo que vislumbro como un mundo suyo de vivencias fuera de mi control, mundo cuyo centro no soy yo, puesto que en él soy más bien una realidad objetivada junto a otras: «El prójimo no es, en mi experiencia, un fenómeno que remite a mi experiencia, sino que se refiere por 77 78

Ob. cit., pág. 251. Véase Amparo Ariño Verdú, ob. cit., pág. 41.

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principio a fenómenos situados fuera de toda experiencia posible para mí»79. Encontramos aquí la idea de Husserl sobre la trascendencia en la inmanencia: dentro de mi propia experiencia y reducido a ella encuentro algo que me remite a lo que me trasciende, a saber, la experiencia del otro, la cual, aun cuando incluye lo que me es ajeno, ha de poder ser reducida a su vez a mi propia experiencia como fuente de todo sentido. Pero Sartre reinterpreta la intencionalidad constituyente de la conciencia de que habla Husserl como el poder nihilizador que introduce la escisión en lo que pretendidamente era la unidad de la experiencia. Y así, mi conciencia se revela como otra que ella misma ante la presencia del otro: es decir, soy radicalmente ser-para-otro, pero eso que el otro me hace ser reside en mí, y no en él. Por otro lado, la consideración de lo que soy como objeto, junto a mi condición como sujeto, no entraña la concepción del Para-sí como sujetoobjeto. Pues, a diferencia de lo que hemos visto en Hegel, no hay aquí ninguna comprensión dialéctica: no soy sujeto en tanto que objeto y objeto en tanto que sujeto, como diría Hegel, sino que es una degradación de mi ser lo que me convierte en objeto. La mera existencia del otro me degrada, ante mí mismo, a la condición de objeto-para-él, y, solo a partir de ahí, o sea, a través de él, puedo yo mismo verme como objeto. Pero, como veremos, nunca soy al mismo tiempo sujeto y objeto —aunque sea ambas cosas—, ya que jamás se reconcilian en mí esos dos momentos de mi ser. El ser-para-sí y el ser-para-otro no pueden coincidir. No hay superación de la escisión que me constituye. Además, según veíamos antes, mi conciencia de ser una parte de la experiencia del otro incluye la posibilidad permanente de ser visto y de ser juzgado por una conciencia que me objetiva: «Pues, en efecto, el prójimo no es solamente aquel que veo, sino aquel que me ve»80. Que yo sea mirado por otro significa que soy de pronto alcanzado en mi ser por una determinación que me constituye en ser-para-otro, apareciendo así en mi modo de ser modificaciones esenciales que puedo captar y fijar por el cogito reflexivo: la mirada del prójimo provoca en mí una «hemorragia» interna en virtud de la cual mi mundo se «derrama» hacia él en un «deslizamiento coagulado» que me descentra81. Mediante estas y otras metáforas similares trata Sartre de expresar la idea de que la relación ontológica entre las conciencias no ha de formularse en términos de conocimiento. Y este es un punto clave de su crítica 79 80 81

El ser y la nada, pág. 257. Ibíd. Ob. cit., pág. 284.

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de Hegel. En este reconoce la idea genial de que el camino de la interioridad pasa por el otro, rechazando así la tesis tradicional que ve al yo y al prójimo como dos sustancias separadas, y proponiendo en su lugar la concepción de acuerdo con la cual la negación que constituye al otro en relación conmigo es una negación de interioridad: en efecto, esa negación constituyente de la conciencia se presenta ahora como el carácter ajeno de una subjetividad que niega la mía y me degrada a la condición de objeto. Sin embargo, para eludir el enfoque hegeliano, que —en la línea del idealismo alemán— plantea la cuestión en términos de conocimiento, Sartre recurre a todo tipo de metáforas, mediante las cuales explica que el significado ontológico de la aparición del prójimo se revela en ciertas experiencias que anteceden a todo conocer. De hecho, el conocimiento ni siquiera puede dar cuenta de la conciencia misma, ya que en el cogito prerreflexivo no hay conocimiento de sí. El conocimiento, en cuanto tentativa, solo aparece con la reflexión. Pero el ser de la conciencia, según Sartre —que sigue aquí a Kierkegaard frente a Hegel— representa a un individuo y está ahí antes de ser conocida82. Del mismo modo, mi vinculación con el prójimo no es realizada por el conocimiento, ya que el prójimo me aparece inicialmente en ciertas experiencias con un valor afectivo, como, por ejemplo, el sentimiento de vergüenza: «La vergüenza o el orgullo me revelan la mirada del prójimo, y a mí mismo en el extremo de esa mirada; me hacen vivir, no conocer, la situación de mirado»83. Así pues, ciertas experiencias que nada tienen que ver con el conocimiento tienen el privilegio de provocar en mí una vivencia que se me impone de modo ineluctable: la vivencia de que hay otro sujeto que me hace ser objeto. Esa vivencia representa —como dice Sartre— mi «caída original» en la naturaleza. La vergüenza, en particular, es el sentimiento original de tener mi ser afuera, de ser un objeto o cuerpo en tanto que ser-para-otro84. Por eso, en la concepción sartreana es esencial la idea del otro como amenaza, pues el prójimo se presenta, en cierto sentido, como la negación radical de mi experiencia, en cuanto no solo me roba el centro que soy de mi propio mundo de experiencias, sino que me aliena el mundo mismo, haciendo que este se deslice hacia él conmigo 82 Por eso critica Sartre lo que él denomina «el optimismo epistemológico de Hegel». Véase ob. cit., pág. 268. 83 Ob. cit., pág. 289. 84 Recuérdese que el cuerpo como ser-para-otro es el propio cuerpo enajenado, o sea, descubierto por mí como objeto del otro. Y es distinto del cuerpo como ser-para-sí, que está fundido con la conciencia en el sentido de lo que esta ya es siempre de antemano como punto de vista y de partida. Son dos planos diferentes, incomunicables e irreductibles entre sí. Véase ob. cit., págs. 333 y sigs.

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dentro, convirtiéndome así en asunto de su propia experiencia: «Así, en la brusca sacudida que me agita cuando capto la mirada ajena, ocurre que, de pronto, vivo una sutil alienación de todas mis posibilidades, que se ordenan lejos de mí, en medio del mundo, con los objetos del mundo»85. Eso quiere decir que, en tanto soy objeto para él, me descubro como imprevisible e indeterminado, ya que dependo en mi ser de una libertad que me es ajena86. Por eso, el hecho del prójimo me hace estar perpetuamente en peligro87. Es decir, la relación con el prójimo, en primer lugar, rompe mi interior en cuanto me convierte en objeto para otro; y, en segundo lugar, rompe también la unidad aparente de mi universo, porque a partir de ahí percibo los objetos como no solo percibidos por mí, sino también por él. Pero es que además, en tercer lugar, a través de esa mirada que me aliena el mundo, descubro en él que hay un afuera para mí. Y este afuera que trasciende al cogito se alcanza mediante la experiencia del prójimo. Es decir, según este enfoque de El ser y la nada, es la relación con el otro lo que me revela que hay una realidad objetiva o intermundo que me trasciende. Por eso, escribe Sartre: Si hay un Otro, quienquiera que fuere, dondequiera que esté, cualesquiera que fueren sus relaciones conmigo, sin que actúe siquiera sobre mí, sino por el puro surgimiento de su ser, tengo un afuera, tengo una naturaleza; mi caída original es la existencia del Otro; y la vergüenza es, como el orgullo, la aprehensión de mí mismo como naturaraleza88.

El intermundo es lo que hay entre las conciencias y fuera de ellas: el mundo común compartido que es de todos y de ninguno. Seguramente pensaba en esto mismo Antonio Machado cuando escribió: «lo que sabemos entre todos, eso, no lo sabe nadie». Y a ello mismo se refería Husserl con la tesis típicamente fenomenológica de que el fenómeno que apunta a un mundo común y compartido en el que nos encontramos ya siempre con los otros tiene que poder ser reducido a una conciencia intermonádica o intersubjetiva como su condición trascendental. En efecto, Husserl reco85

Ob. cit., pág. 292. En este punto, y a título de ejemplo, Sartre se refiere a la maestría de Kafka para dar expresión literaria a la incertidumbre de mi experiencia en tanto que alienada por el extraño, en personajes como Joseph K. en El proceso, o como el agrimensor en El castillo. Véase ob. cit., pág. 293. 87 Ob. cit., pág. 302. 88 Ob. cit., págs. 290-1. 86

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noce al otro como un centro de experiencia distinto del mío que contribuye al igual que yo mismo a conformar el mundo objetivo. Y lo reconoce además como una conciencia a cuya propia inmanencia reduce todo lo que experimenta como trascendente, y entre ello a mí mismo como objeto que soy de su propia experiencia. Y si hay un mundo de significados comunes, ello apunta a una conciencia intersubjetiva como condición del mismo. Pero, según Husserl, tanto la experiencia que realiza el otro como la propia conciencia intersubjetiva han de poder ser reducidas al ego monádico y trascendental, como condición de todo sentido. Se trataría de una doble reducción, a través de la cual mi-ser-experimentado-por-el-otro se reduce a su vez a mi-experiencia-de-ser-experimentado-por-el-otro-al-que-experimento. Pues bien, también Sartre apunta en cierto modo al ego cogito como el último fundamento: la realidad de lo social, de significados comunes que se me aparecen como objetivos y trascendentes, se sustenta en que hay otros con sus experiencias junto a la mía, lo cual a su vez se me revela como parte de mi propia experiencia, en la que ha irrumpido el prójimo. Por lo tanto, según este subjetivismo idealista, el orden de fundación del sentido va de mí a los otros y, a través de estos, a la realidad objetiva: se inicia en mí y en lo que me aparece como mundo, el cual inicialmente es solo mío y se hace presente en el «circuito de la ipseidad»89; luego alcanza a los otros que aparecen en mi experiencia, y finalmente llega hasta la realidad de los objetos que se me presentan como trascendentes. Sin embargo, a diferencia de Husserl, en Sartre no se cumple esa doble reducción que retrotrae todo sentido a mi conciencia como su fuente originaria, porque —según él— la irrupción del prójimo me arranca de mí mismo irreparablemente, de modo que a partir de ahí no es superable la alteridad. De este modo, el lado existencial de la filosofía sartreana altera el enfoque fenomenológico. La pretensión de reducir a la unidad inmanente del ego cogito todo cuanto se le hace presente como trascendencia es un movimiento que en verdad se inicia en la conciencia, pero que se quiebra con la aparición del prójimo: La mirada ajena me alcanza a través del mundo y no es solamente transformación de mí mismo, sino también metamorfosis total del mundo (...) Por la mirada ajena realizo la prueba concreta de que hay un 89

Ya hemos visto antes que Sartre llama «circuito de la ipseidad» a la relación entre el Para-sí y el posible que él es, y con el que nunca coincide. Y que denomina «mundo» a la totalidad del ser en tanto que atravesada por el circuito de la ipseidad. Por lo tanto, el mundo me aparece en la relación con mi propia posibilidad. Y, por eso, escribe: «si hay un mundo es por la realidad humana». Véase ob. cit., págs. 135 y 334. Además, ya hemos leído antes que el mundo es un trastorno que sobreviene al En-sí por la nihilización operada por la conciencia.

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más allá del mundo. El prójimo [en cambio] me es presente sin ningún intermediario, como una trascendencia que no es la mía90.

Así pues, si Descartes partiendo del cogito recurre a Dios para fundar la realidad objetiva del mundo exterior, en el caso de Sartre la garantía que representa Dios es reemplazada por la pluralidad de las conciencias, que me revela el afuera. Pero esta pluralidad, si bien es cierto que me muestra la existencia de un mundo común y compartido, nunca alcanza a fundarlo como un mundo que tenga una unidad objetiva: no hay valores ni interpretaciones que valgan objetivamente para todos más allá del conflicto entre las conciencias. Pero lo importante es que la dificultad de fundamentar la objetividad no se debe —en el plano teórico— a las limitaciones del conocimiento, ni tampoco —en el plano práctico— a consideraciones de tipo social, sino que arranca de la propia ontología, ya que para Sartre la pluralidad de las conciencias es insuperable. Y ello se explica por el modo mismo en que aparece el prójimo, a partir del cual la relación con él está necesariamente determinada por un conflicto esencial. En efecto: el prójimo se me aparece como sujeto cuando se me revela mi propio ser como objeto alcanzado por su mirada; pero si yo me revuelvo y trato de mirar su mirada, esta se desvanece, puesto que en rigor no puedo mirar la mirada del otro, sino que solo miro sus ojos, con lo cual yo le objetivo a mi vez recuperándome como sujeto que se impone sobre él. Y entonces, de manera inmediata, el otro nos es dado como «el cuerpo ajeno»91. Es decir, yo y el prójimo no podemos ser ambos al mismo tiempo sujetos el uno para el otro: si yo me afirmo como sujeto, le convierto a él en objeto; pero si descubro su subjetividad es solo a través de mi vivencia de ser objeto para él. Por eso, no puedo conocer al otro como sujeto, ni él puede conocerme a mí como tal, ya que —como ya vimos antes— conocer es objetivar. De igual modo, lo que el Para-sí sea para los demás a él mismo se le escapa y se le oculta. De ahí que Sartre se refiera a esa relación con el prójimo, que no es una relación de conocimiento, denominándola «separación ontológica entre las conciencias»92: «Entre el prójimo y yo mismo hay una nada de separación. Esta nada (...) es originariamente el fundamento de toda relación entre el otro y yo, como ausencia primera de relación»93. 90

Ob. cit., págs. 297-8. La expresión entre corchetes es mía. Ob. cit., pág. 373. Por cierto, yo también puedo adoptar esa actitud ante mí mismo cuando, por ejemplo, al colocarme ante el espejo, veo mis ojos, pero no mi mirada. En tal caso, mi propio cuerpo se me aparece como cuerpo ajeno o cuerpo-para-otro. 92 Ob. cit., pág. 271. 93 Ob. cit., pág. 259. Aparte de la discusión sobre la intersubjetividad, nótese en este pasaje el sentido exaltado del subjetivismo idealista de Sartre, quien no reconoce ninguna forma de objetividad que preceda y condicione la relación entre las conciencias. 91

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Pero eso quiere decir que, en el sentido propio de la expresión, no hay intersubjetividad posible para el Sartre de El ser y la nada, puesto que no hay reconciliación posible entre las conciencias que permita una relación entre ellas como sujetos. O, dicho en otros términos, no hay unidad posible en mí entre lo que soy como ser-para-sí y lo que soy en cuanto ser-para-otro. Ese es el sentido de la famosa sentencia de Huis clos: «el infierno son los otros». En el capítulo titulado «Las relaciones concretas con el prójimo», a propósito —por ejemplo— del amor, del odio o del deseo, encontramos una amplia ilustración de esta posición: no hay intersubjetividad posible, si entendemos por esta no la mera relación con el otro, sino la relación de reconocimiento entre los sujetos. Por eso, Sartre polemiza en este punto con la noción hegeliana del espíritu, que incluye el conflicto pero también el momento de reconciliación posible entre las conciencias, porque con esa idea Hegel no se coloca en la perspectiva de una de las conciencias, sino en la de la totalidad que las envuelve y supera sus diferencias. Para Sartre, no hay totalidad sintética posible (como el espíritu de Hegel) que pueda integrar a la pluralidad de las conciencias, porque no es producida ni por el otro, ni por mí, ni por intermediario alguno. Se trataría más bien de una multiplicidad dada en una colección, o —como él dice— de una «totalidad quebrada» o «destotalizada», pues aunque entre las conciencias hay una implicación y algo así como un proyecto de síntesis, esta se quiebra en tanto no hay nada que funde su relación sino solo una doble negación sin resultado positivo: yo niego en mí al otro y él me niega a mí en sí. Sin embargo, la posición de Hegel debe entenderse sobre todo como un rechazo del subjetivismo que caracteriza a la filosofía del cogito, la cual prima la relación unívoca que va de mí —como ego cogito— al otro, sin superar nunca del todo la insularidad de las conciencias. En su lugar, Hegel se sitúa desde el principio en la relación recíproca: solo puedo saber de mí como autoconciencia —capaz, por lo tanto, de objetivarme desde el principio— si soy otro en relación conmigo mismo, es decir, si me veo como otro, o a través del otro que, en realidad, siempre ha formado parte de mí, aunque esta verdad se muestre como resultado. La relación con el otro está ya contenida en la unidad de la autoconciencia, de modo que esa reciprocidad originaria se funda en la comprensión del hombre en términos dialécticos como sujeto-objeto. Es decir, lo que hace Hegel es rechazar el carácter absoluto de la alteridad, pero no por la vía de reducirla a la unidad original e indiferenciada de un yo monádico, sino afirmando el significado dialéctico de esa reciprocidad. Pero la prometedora interpretación de Hegel es abandonada por la filosofía del cogito, tanto por la de Husserl como —según nos parece— también por la de Sartre.

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Husserl ya había reconocido que el mundo tal y como se revela a la conciencia es intermonádico, pues sus estratos de significación, su riqueza y unidad no pueden entenderse sino sobre la base de que ha sido constituido por el prójimo y es así un mundo común y compartido. Y, en ese sentido, admitía que mi ego psico-físico no goza de ninguna prioridad sobre el ego psico-físico del prójimo, el cual además es necesario para constituirme como yo mundano. Pero su idea de un ego trascendental rompe con aquella reciprocidad y termina por fijar en él el origen último de todo sentido: ese ego se anticipa al mundo en cuanto condición trascendental del mismo y de todo yo mundano. Por eso, su teoría de la intersubjetividad, atada aún al enfoque trascendental, es inferior a la de Hegel. Por su parte, Sartre critica el planteamiento de Husserl y pretende volver a la idea hegeliana de la reciprocidad entre las conciencias. Pues, para él, en efecto, el prójimo me define internamente en mi ser afectando a mi relación con el mundo y al sentido que presto a las cosas. Sin embargo, nos parece que Sartre, en primer lugar, no sostiene hasta el final el significado de la reciprocidad originaria en la relación con el otro, porque sigue, al igual que Husserl, atenazado por la filosofía del cogito, a partir de la cual el Para-sí es primariamente ante-sí, antes de ser para-otro94; y, en segundo lugar —y de manera paradójica, una vez establecido lo anterior—, no supera el significado absoluto de la alteridad, puesto que el prójimo, aunque aparezca con posterioridad a la definición inmediata del Para-sí, una vez ha surgido se me impone como ajeno, irreductible e inconciliable conmigo. Por eso, a partir del planteamiento sartreano, la intersubjetividad no puede pensarse como una conciencia intersubjetiva, sino solo —si acaso— como la vinculación a un mismo mundo por parte de las conciencias, mundo cuyo espesor contribuyen a conformar entre todas ellas dándose la espalda las unas a las otras. En cualquier caso, nos parece que el problemático concepto de la intersubjetividad no debe entenderse ni como anterior ni como independiente de la socialidad, sino como un momento de esta, la cual tiene además un componente objetivo irreductible. Porque la intersubjetividad en la que se hace descansar la autoconciencia no es todavía por sí sola la realidad social, sino la relación entre los sujetos sin más. Para llegar a constituir la vida social es preciso que esa relación adquiera la forma endurecida que corresponde a la realidad objetiva de lo social, en los modos que la caracterizan, como son, por ejemplo, los ritos, las ins94

Entre las denominadas por Sartre «estructuras inmediatas del Para-sí» no se encuentra el ser-para-otro, que es lo que el prójimo me hace ser.

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tituciones, las normas, las costumbres, etc., en las que aquellas relaciones intersubjetivas ya siempre han fraguado. La comprensión dialéctica de la unidad sujeto-objeto quiere decir en este caso que las relaciones intersubjetivas en sí mismas, por su propia inercia, siempre envuelven también una realidad objetiva con aliento propio, y, a la inversa, que en la objetividad social hay siempre un componente de subjetividad sin el cual aquella es incomprensible en cuanto constructo humano. Por lo tanto, no hay una relación directa o no mediada entre los sujetos, de manera que la intersubjetividad, considerada al margen de la totalidad de la vida social objetiva de la que forma parte y a la que está subordinada, es una abstracción. No existe en abstracto una relación pura entre los sujetos, fuera de la totalidad social en que se hallan. Y, por esa razón, el reconocimiento intersubjetivo entre los individuos —como cualquier otra forma de relación entre ellos— depende de la forma objetiva de la sociedad. Pero la filosofía del cogito abstrae esos dos momentos de la totalidad que conforman y por eso puede plantearse la pretensión de fundar la objetividad de la verdad, los valores, el lenguaje y los significados comunes en general (la objetividad del mundo común y compartido) a partir de la intersubjetividad como su condición trascendental. Eso conduce a Husserl a dificultades insolubles. Pero, en el caso de Sartre, y según el planteamiento de El ser y la nada, la cuestión es compleja. Una cosa es la realidad del objeto, que se hace presente como fenómeno a la conciencia, la cual se distingue de todo objeto. Otra cosa es la objetividad del Para-sí, que solo aparece con la irrupción del prójimo. Y otra cosa es, finalmente, la objetividad del mundo cultural, compuesto de realidades (materiales o no) con un valor simbólico que se me impone: lo que en la Crítica de la razón dialéctica llamará lo «práctico-inerte». Pues bien, una vez ha quedado excluida la posibilidad misma de una conciencia intersubjetiva, al menos en el sentido que se refiere al reconocimiento de una conciencia por otra, esa objetividad solo puede entenderse como el resultado del conflicto permanente e insuperable entre las conciencias, cada una de las cuales trata de hacer hegemónico su propio proyecto. El resultado de esa interacción crea ese «afuera» común que escapa al control del Para-sí y que este se encuentra ya siempre constituido con su espesor y opacidad característicos. A partir de ahí, el Parasí —en la línea de lo que escribió Husserl sobre el yo monádico en la quinta parte de sus Meditaciones cartesianas— tratará de apropiarse de ese mundo común para revestirlo de un sentido que pueda incorporar a su propio proyecto individual. En términos teóricos, no cabe ir más allá desde los supuestos de El ser y la nada. Serán la experiencia de la guerra y las vicisitudes sociales y polí-

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ticas vividas por Sartre en los años que siguen a la publicación de su gran tratado de fenomenología, y no el desarrollo de sus hilos teóricos, lo que promoverá en él un cambio de posición en la dirección de superar el exaltado subjetivismo individualista de aquel enfoque hacia una comprensión nueva de las relaciones intersubjetivas. Pero ello le obligará a abandonar el punto de vista de la fenomenología.

Capítulo 12

Entre la fenomenología y la dialéctica: la subjetividad del cuerpo según Merleau-Ponty1 12.1. La fenomenología como descripción del mundo que está ahí El interés por la cuestión del sujeto es un momento central del pensamiento de Maurice Merleau-Ponty, que se desarrolla sobre todo a través de la discusión con los filósofos de la tradición fenomenológica y —en menor medida— dialéctica, pero también mediante su atenta mirada a las contribuciones científicas de la psicología. Así se pone de manifiesto ya desde La estructura del comportamiento (1942), donde se plantea como objetivo «comprender las relaciones de la conciencia con la naturaleza»2. Pero es especialmente en la Fenomenología de la percepción3 (1945) donde renueva la concepción de su maestro Husserl en una dirección que, aunque parece en cierto sentido aproximarle a Heidegger y a su noción del ser-en-el-mundo 1 Este capítulo es una reelaboración del artículo La ambigüedad de la existencia en Merleau-Ponty, publicado en la revista Estudios de Filosofía, editada por el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia, núm. 43, junio de 2011. 2 Structure du comportement, París, P.U.F., 1967, pág. 1. 3 Phénoménologie de la perception, París, Gallimard, 1945. Las citas toman como base la traducción de Jem Cabanes, Barcelona, Península, 1975, con algunas modificaciones; por eso, citaré el original en francés y, a continuación, la página correspondiente de la edición española.

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(être-au-monde), no le lleva a abandonar la filosofía del sujeto, sino más bien a una forma nueva y original de entender la subjetividad, que se remonta a la noción del cogito, interpretada ahora —al igual que en el caso de Sartre— como existencia. Merleau-Ponty es, sin embargo, una figura extraña dentro de esa tradición, debido a su original esfuerzo por encontrar un camino que aun cuando se inscribe en la filosofía del cogito trata de evitar el idealismo que aqueja a esa tradición mediante el reconocimiento de la realidad siempre previa del mundo sensible y de los significados que su trama nos revela. En este sentido, ya en las primeras páginas de la Fenomenología de la percepción se plantea la necesidad de volver sobre el auténtico significado de la fenomenología, atendiendo sobre todo a los últimos trabajos de Husserl. Aún es preciso preguntarse —escribe Merleau-Ponty en 1945— qué es la fenomenología, pues hay que evitar los malentendidos que acompañan a esta tradición de pensamiento. Porque si bien es cierto que la fenomenología es el estudio de las esencias, se trata también de una filosofía que resitúa las esencias dentro de la existencia y que cree que solo a partir de su facticidad puede comprenderse al hombre y al mundo. Es una filosofía para la cual el mundo siempre «está ahí» ya antes de toda reflexión, y cuyo esfuerzo total estriba en volver a encontrar este contacto originario con él para finalmente otorgarle un estatuto filosófico4. En ese sentido, su tarea es la descripción del mundo, el cual nos es siempre ya dado, con antelación desde luego a que el pensamiento y sus operaciones reflexivas puedan volver luego sobre él, para lo cual habrán de apoyarse necesariamente en aquel saber previo cuya naturaleza hay que dilucidar. Por lo tanto, el cogito no debe entenderse como la autoposesión inmediata del sujeto pensante, ya que esa certeza de sí no se produce en la esfera de un pensamiento autónomo que se basta a sí mismo, al modo cartesiano, sino que es inseparable del mundo percibido y de ningún modo anterior a la vivencia de formar parte de él: El mundo que distinguía de mí como una suma de cosas o procesos vinculados por unas relaciones de causalidad, lo redescubro «en mí» como el horizonte permanente de todas mis cogitationes y como una dimensión respecto a la cual no ceso de situarme. El verdadero cogito no define la existencia del sujeto por el pensamiento que este tiene de existir, no convierte la certeza del mundo en certeza del pensamiento del mundo, ni sustituye al mundo con la significación «mundo». Al contrario, reconoce mi pensamiento como un hecho inalienable y elimina toda especie de idealismo descubriéndome como «ser-en-el-mundo» [être-aumonde] 5.

4 5

Ob. cit., Avant-Propos, pág. I; trad. de Cabanes, pág. 7. Ob. cit., Avant-Propos, págs. VII-VIII; trad. de Cabanes, pág. 13. Los corchetes son míos.

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El pensamiento, pues, forma parte de los hechos mundanos, de modo que el sujeto no es anterior al mundo ni se conoce más que como parte de él. Y, a partir de esta lógica antiidealista, Merleau-Ponty trata de aproximar a Husserl a su propia concepción cuando destaca que el verdadero sentido de la reducción fenomenológica solo puede entenderse a partir del concepto de existencia, ya que esta entraña esa distancia que nos permite romper la familiaridad con el mundo en la que estamos habitualmente instalados («la actitud natural», según la denominación de Husserl) para hacernos capaces de verlo «con asombro» —según el término empleado por Fink para caracterizar la reducción—, mostrándonos así «el surgir inmotivado del mundo»6. Pues el asombro implica reconocerlo como extraño y como algo hacia lo que trascenderse saliendo fuera de sí. Y esta interpretación no idealista de la reducción se basa en que la mayor enseñanza de esta es la imposibilidad de que sea completa: solo para un espíritu absoluto habría una reducción acabada. Por eso, escribe Merleau-Ponty: La reflexión radical es conciencia de su propia dependencia respecto de una vida irrefleja [o sea, respecto de lo ajeno a la conciencia], que es su situación inicial, constante y final. Lejos de ser, como se ha creído, la fórmula de una filosofía idealista, la reducción fenomenológica es la de una filosofía existencial: el «In-der-Welt-sein» de Heidegger no aparece sino sobre el trasfondo de la reducción fenomenológica7.

El significado de la intencionalidad entonces solo se haría comprensible mediante la reducción, pues esta muestra en su carácter inagotable el modo en que la existencia se trasciende —intencionalmente— hacia el mundo, o la tarea interminable de hacer presente —intencionalmente— el mundo a la conciencia8. Y, por otra parte, no hay que separar las esencias de la existencia. Hay aquí —nos dice Merleau-Ponty— un malentendido acerca de la noción de las «esencias» en Husserl y del sentido de la reducción eidética, pues en realidad toda reducción es, a la vez que trascendental, necesariamente eidética, ya que «no podemos someter a la mirada filosófica nuestra percepción del mundo (...) sin pasar del hecho de nuestra existencia a la naturaleza de la misma, del Dasein al Wesen»9. Pero, según esto, la esencia no es el objetivo, sino el medio, puesto que lo que hay que comprender es nuestro 6

Ibíd. Ob. cit., Avant-Propos, pág. IX; trad. de Cabanes, pág. 14. Los corchetes son míos. 8 En realidad —comenta Merleau-Ponty en nota a pie de página—, el sentido más profundo de la intencionalidad de Husserl coincide con lo que otros han llamado «existencia». Ob. cit., pág. 141; trad. de Cabanes, pág. 138. 9 Ob. cit., Avant-Propos, pág. IX; trad. de Cabanes, pág. 14. 7

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empeño efectivo en el mundo, para lo cual hay que hacerlo vehicular en el concepto. Nuestra existencia tiene necesidad del campo de la idealidad para conocer y conquistar su facticidad. De modo que la reducción eidética no sería otra cosa sino «la ambición de igualar la reflexión a la vida irrefleja de la conciencia»10. Sin embargo, nos parece que Merleau-Ponty da un paso decisivo más allá de Husserl, reinterpretando el significado del cogito y de la reducción fenomenológica, ya que ahora el pensamiento se revela él mismo también como un hecho del mundo, siendo este último comprendido a su vez como el medio natural y el campo de todos mis pensamientos y de todas mis percepciones, antes de ser entendido como objeto, pues esto sí implicaría ya un movimiento de constitución por parte del sujeto. Se trata de reconocer el mundo como esa realidad pre-objetiva cuya imperiosa unidad prescribe su meta al conocimiento. Y la facticidad del cogito es precisamente lo que me da la certeza de mi existencia, de modo que no cabría hablar ahí de un ego puro11. La realidad, por lo tanto, está por describir, no por construir o constituir por una conciencia trascendental ante la cual supuestamente las cosas se desplegarían como fenómenos en los que aprehender cierta hylé de acuerdo con una Sinn-gebung u operación activa de donación de sentido. Y todos los actos presuponen un trasfondo, que es la percepción del mundo12. El mundo es aquello a lo que nuestra vida entera nos remite. Volver a las cosas mismas es volver a este mundo antes del conocimiento (en el sentido del conocimiento conceptual) y antes de las abstracciones de la ciencia. Pero este movimiento de vuelta no es un retorno idealista a la conciencia, pues —en contra de Descartes y de Kant— no se puede desgajar al sujeto de su existencia material. Ahora bien, a pesar de todo esto, Merleau-Ponty se aferra al enfoque fenomenológico cuando indica que el mundo, en efecto, está siempre ahí previamente a cualquier análisis que yo pueda hacer del mismo, pero solo en cuanto es algo para mí, es decir, en cuanto vivido como fenómeno, en cuanto percibido. Por eso, escribe: No hay que preguntarse, pues, si percibimos verdaderamente un mundo; al contrario, hay que decir: el mundo es lo que percibimos (...). El mundo no es lo que yo pienso, sino lo que yo vivo; estoy abierto al 10

Ob. cit., Avant-Propos, pág. XI; trad. de Cabanes, pág. 15. Sin embargo, a decir verdad, Merleau-Ponty considera que la reducción fenomenológica no cesó nunca de ser para Husserl una posibilidad enigmática, y que a partir de Ideas II la reflexión husserliana elude ya la idea de un encuentro del sujeto puro con las cosas puras. Véase M. Merleau-Ponty, Signos, trad. de Caridad Martínez y Gabriel Oliver, Barcelona, Seix Barral, 1964, págs. 197-9. 12 Phénoménologie de la perception, Avant-Propos, pág. VI; trad. de Cabanes, pág. 11. 11

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mundo, comunico indudablemente con él, pero no lo poseo; es inagotable. «Hay un mundo», o más bien «hay el mundo»: jamás puedo dar enteramente razón de esta tesis constante de mi vida13.

He aquí la noción husserliana del mundo vivido o mundo de vida (Lebenswelt), el cual se entiende ahora como lo originalmente experimentado en la percepción de un yo «encarnado»: el mundo de vida como mundo de la percepción. En este sentido, la fenomenología de la percepción atiende a las cosas mismas tal como estas pueden tener en su origen algún significado para mí, o sea, en su originario hacérseme presentes, según lo cual la «comprensión» fenomenológica consistiría en captar de nuevo la intención total de una percepción (y, más allá, podría hablarse luego en ese sentido de la comprensión de una doctrina, o de un acontecimiento histórico, por ejemplo). Pero este es precisamente el principal punto de dificultad de este pensamiento, que lucha por desprenderse del idealismo, pero lo hace con el lastre de un método que proviene precisamente de esa tradición que trata de superar. Por eso, la pertenencia del pensamiento al mundo no se traduce en el reconocimiento del carácter secundario del yo, sino que este emerge paradójicamente como un cierto absoluto, interpretado como existencia. Así, en términos que recuerdan vivamente el estilo sartreano de El ser y la nada, que había aparecido dos años antes, escribe Merleau-Ponty: Yo no soy un «ser viviente», ni siquiera un «hombre» o «una conciencia», con todos los caracteres que la zoología, la anatomía social o la psicología inductiva reconocen a estos productos de la naturaleza o de la historia: yo soy la fuente absoluta, mi existencia no procede de mis antecedentes, de mi entorno físico y social, es ella la que va hacia estos y los sostiene, pues soy yo quien hace ser para mí (y por lo tanto ser en el único sentido que la palabra pueda tener para mí) esta tradición que decido reanudar o este horizonte cuya distancia respecto de mí se hundiría (...) si yo no estuviera ahí para recorrerla con la mirada14.

Pero, ¿cómo se puede superar el idealismo filosófico si mi existencia es entendida como la de un yo que se anticipa de algún modo a su condición vital, humana y consciente, a su medio físico y social y a todos los productos de la naturaleza y de la historia, constituyéndose así por sí mismo en un principio de significación? He aquí el problema fundamental que afecta a toda la filosofía de Merleau-Ponty, que es el problema mismo de la fenomenología llevado ahora a su máxima tensión por este empeño antiidealista del que antes hablábamos: yo, que pienso y siento, soy, como todo lo 13 14

Ob. cit., Avant-Propos, págs. XI-XII; trad. de Cabanes, pág. 16. Ob. cit., Avant-Propos, pág. III; trad. de Cabanes, págs. 8-9.

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demás, parte inseparable del mundo y producto de los procesos naturales y sociales que se me imponen y me constituyen como cuerpo y como conciencia; y, sin embargo, una vez surgida esta, solo puedo entenderme ya como centro de ese mismo mundo que causalmente me ha constituido, pero que redescubro como horizonte de todo cuanto pueda ser y tener sentido, pues solo para mí puede ya tener algún significado el hablar del ser o del sentido. Esta es la cuestión en la que, bajo la influencia del último Husserl y en particular de la noción del mundo de vida, se debate perpetuamente Merleau-Ponty. Pues el conocimiento que llego a tener de mí mismo como un producto del medio físico y social lo alcanzo a través de la reflexión y, sobre todo, de la reflexión de la ciencia, que me revela de modo abrumador mi pertenencia a la naturaleza y mi condición social e histórica, al tiempo que me descubre mi contingencia y mi insuperable finitud. Pero, para la filosofía entendida en clave fenomenológica, la reflexión —tanto la que yo pueda hacer habitualmente o de manera «natural» a partir de mis experiencias cotidianas, como también la reflexión científica— es una operación secundaria de la conciencia, la cual ante todo se tiene a sí misma como existencia en cuyo horizonte se presentan los fenómenos. Ahora bien, si la conciencia es existencia, eso quiere decir que pertenece a ese mismo mundo frente al cual mantiene al mismo tiempo la distancia que le permite experimentarlo. Aun cuando soy-en-el-mundo, este lo redescubro en mí como el horizonte permanente de todas mis cogitationes y como una dimensión respecto de la cual no ceso de situarme. Mi existencia no se reduce a mi conciencia de existir, sino que envuelve también mi encarnación en una naturaleza y mi necesaria pertenencia a una situación histórica. Por eso no soy algo interior separado del mundo externo, sino que ese exterior que está ahí para mí me contiene también a mí mismo. El significado de la reducción, en cuanto asombro, indica entonces que la verdadera filosofía, entendida como fenomenología, consistiría en aprender de nuevo a ver el mundo en una meditación infinita que no sabe de antemano adónde se dirige15. 12.2. Entre la fe perceptiva y la reflexión: el discurso de la filosofía Pero aprender de nuevo a ver el mundo exige superar los prejuicios clásicos acerca de la percepción que se hallan en la actitud natural y que se prolongan en la ciencia y en la filosofía tradicional, sobre todo en el ato15

Ob. cit., Avant-Propos, pág. XVI; trad. de Cabanes, pág. 20.

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mismo empirista y en el intelectualismo de corte cartesiano. Y, en particular, el arraigado prejuicio que opone de manera irreductible el mundo objetivo externo al mundo subjetivo de los «hechos psíquicos». En contra del empirismo atomista, Merleau-Ponty se sirve de la psicología de la Gestalt para mostrar que las sensaciones e imágenes en las que supuestamente debería empezar y terminar todo el conocimiento jamás aparecen sino en un horizonte de sentido. De modo que la significación de lo percibido, lejos de ser el resultado de una asociación, es presupuesta por el contrario en todas las asociaciones, ya que una impresión nunca puede de por sí asociarse a otra. La unidad de la cosa en la percepción no se construye por asociación, porque percibir no es experimentar una multitud de impresiones, ni siquiera completándolas con los recuerdos que aquellas incitan, sino ver cómo surge a partir de una constelación de datos un sentido inmanente16. Por otro lado, en contra del intelectualismo, señala que hay un nivel de significación en la percepción que precede al juicio. Aquel cree que todo existe como cosa o como conciencia, sin que haya ningún medio contextual que las envuelva a ambas. Y, según eso, las cosas tienen un lugar, mientras que la percepción no estaría en ninguna parte, de tal manera que la percepción se reduciría al pensamiento de percibir17. Pero la crítica de Merleau-Ponty a esas posiciones clásicas significa que el sentir (la captación de cualidades y objetos sensibles) se convierte de nuevo en problema. Pues, en cuanto comunicación viva con el mundo, el sentir reviste a la cualidad captada de un valor vital, de modo que no es solo representación, sino que en su origen es captada con una significación que implica siempre una referencia al cuerpo. En la concepción tradicional, sin embargo, el sentir —en el sentido indicado— se entendía desligado de la afectividad y la motricidad, de tal manera que el cuerpo viviente dejaba de ser mi cuerpo, dejaba de ser la expresión visible de un ego concreto, para convertirse en un objeto entre los demás: «De esta forma, mientras que el cuerpo viviente se convertía en un exterior sin interior, la subjetividad se convertía en un interior sin exterior, en un espectador imparcial»18. Frente a eso, el primer acto filosófico ha de consistir en volver al mundo vivido, retrocediendo más acá del mundo objetivo y de la separación de sujeto y objeto, pues solo desde aquel podremos devolver a la cosa su auténtica fisonomía propia, encontrando los fenómenos en el estrato de experiencia viviente en el que originalmente se presentan. Y eso equivale a despertar de nuevo la percepción. Con el término «percepción» Merleau16 17 18

Ob. cit., págs. 20 y sigs.; trad. de Cabanes, págs. 35 y sigs. Ob. cit., págs. 34 y sigs.; trad. de Cabanes, págs. 48 y sigs. Ob. cit., pág. 68; trad. de Cabanes, pág. 77.

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Ponty se refiere, por lo tanto, a una captación que se atiene a la experiencia viviente, la cual es anterior a toda representación de la conciencia, pues en esta aquella percepción ya ha sido interpretada según la lógica de sujeto y objeto. Retroceder al mundo vivido, cuya guía no ha de abandonar la percepción, significa por lo tanto remontarse al momento mismo que antecede a la división de sujeto y objeto. Y la fenomenología se propone describir la experiencia del mundo vivido, no la del mundo «exterior» o físico (el mundo objetivo), ni tampoco la del mundo «interior» (el mundo subjetivo o psíquico). Por eso, el centro de esta filosofía no será una subjetividad trascendental autónoma, concebida al margen de toda situación, sino la existencia, que no es transparente para sí misma ni opera a través de la pura intelección. En Lo visible y lo invisible19 Merleau-Ponty utiliza reiteradamente la expresión «fe perceptiva» para referirse a ese saber indiferenciado que precede a cualquier otro y que se sostiene en lo más originalmente vivido en la experiencia. Esa fe perceptiva nos impone el convencimiento de vivir en un mundo que es único y sensible, y que se nos revela como una totalidad confusa en la que se hallan todas las cosas y todos los cuerpos. Ese saber del mundo y de mí como parte de él es anterior a la ciencia y a la razón en general, con la cual podemos sin embargo llevar a cabo posteriormente una reflexión que elabora construcciones objetivadoras a partir de aquella experiencia viva. Y en este nuevo nivel podemos reflexionar sobre la verdad y ensanchar «el mundo de lo invisible»20, donde crece también el ámbito de nuestra subjetividad pensante. Por eso, surge a menudo en este plano de lo invisible la impresión de que cada hombre vive encerrado en un islote incomunicado, impresión ilusoria que vence el propio esfuerzo del pensamiento reflexivo mediante la búsqueda de la objetividad en la ciencia y a través de la comunicación en el lenguaje. Pero lo que Merleau-Ponty señala es que antes de construir el mundo de la reflexión en el que cada uno está tentado de encerrarse con sus pensamientos, ya en el propio terreno de la fe perceptiva, se nos impone la conciencia de formar parte de un único mundo común de carácter sensible, que es un mundo vivido y no pensado. Y que es en ese mundo común vivido que antecede a toda re19 Le visible et l’invisible, París, Éditions Gallimard, 1964. Se trata de una obra póstuma, basada en los últimos escritos en los que trabajaba Merleau-Ponty, que quedaron interrumpidos e incompletos cuando la muerte le sorprendió en 1961. Claude Lefort los ordenó, fijó el texto principal y colocó a continuación una amplia serie de «Notas de trabajo» que Merleau-Ponty había dejado dispersas, y así apareció publicada la obra tres años después. Las citas de este libro se refieren a la edición mencionada. 20 Este término de «lo invisible», que se opone a «lo visible», aunque también —como veremos— se mezcla extrañamente con él, es el que emplea Merleau-Ponty en Le visible et l’invisible.

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flexión donde todos los mundos particulares se comunican, de modo que cada uno de ellos se da a su titular como una variante del mundo único21. Con este giro materialista, y apelando a dicha fe perceptiva, Merleau-Ponty recupera y renueva el concepto del «mundo de vida», que Husserl emplea en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental para denunciar las pretensiones de la ciencia moderna de fundar la ontología. Por eso, repitiendo a su manera aquella crítica, insiste en que la ciencia no solo presupone la fe perceptiva, sino que además no puede resolver las dificultades ontológicas que esta plantea. No es el lenguaje de la ciencia, sino un lenguaje que solo la filosofía puede promover el único que puede arrojar cierta luz sobre la oscuridad de la fe perceptiva. Pues esta, en efecto, entraña en nosotros el convencimiento de ser parte de un único mundo común y sensible que envuelve a todas las cosas y a todos los cuerpos, pero se trata de un saber silencioso y no enunciado. Y lo extraño del mismo es que, si tratamos de articular esa fe en tesis o en enunciados, penetramos en un laberinto de dificultades y contradicciones. Por eso, si el mundo es lo que vemos, o sea, lo visible, ocurre sin embargo que hemos de aprender a verlo desde el fondo de su silencio, el cual es traicionado por los discursos que sustituyen dicho silencio por palabras o proposiciones que lo objetivan y nos lo ocultan. Esto último precisamente es lo que hace la ciencia. La filosofía, por su parte, ha de asumir la tarea de comprender lo que nos entrega la fe perceptiva aclarando el significado de ese primer contacto con el ser, pero sin traicionar el silencio que anida en él. Lo que quiere la filosofía, en definitiva, no es encontrar un sustituto verbal del mundo que vemos, no es transformarlo en cosa dicha, sino «conducir a la expresión a las cosas mismas desde el fondo de su silencio»22. He aquí el imperativo de la fenomenología de ir a las cosas mismas, reinterpretado a partir de la consideración de que las cosas se me hacen presentes como parte de la totalidad confusa del mundo sensible vivido, cuya realidad es el contenido de la fe perceptiva. La tarea de hacer explícito este saber exige establecer distinciones y determinaciones que lo articulen y aclaren aquella totalidad confusa, pero no a base de sustituirla por conceptos que ocupen su lugar, sino arrojando luz sobre la misma, de modo que la desoculte. En ese sentido, la filosofía es precisamente el perpetuo esfuerzo por interrogar y traducir en palabras cierto silencio que se encuentra en el ser. Para llevarlo a cabo, cuenta con que la experiencia de la cosa es un contacto con esta que, sin embargo, comporta cierta distancia. Y, en 21 Le visible et l’invisible, pág. 27. Sobre la cuestión de la intersubjetividad volveremos más adelante. 22 Ob. cit., pág. 18.

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ese esfuerzo, el filósofo trata de expresar el contacto originario con el ser traduciendo en palabras cierto silencio que hay en él y que él escucha23. Es evidente que esta discusión ontológica, que se desarrolla a todo lo largo de Lo visible y lo invisible, con su apelación al silencio y a la desocultación, así como la desconfianza que encontramos en dicho texto ante ciertas categorías del pensamiento que nos cerrarían esa investigación en vez de abrirla, contiene una clara resonancia heideggeriana. También aquí asoma la tentación de renunciar a la tradición filosófica moderna para sumergirnos en una disquisición que se abra camino mediante un lenguaje que abjure de la razón discursiva. Sin embargo, aunque esta discusión se desenvuelve en un terreno límite y a pesar de la atención que sin duda presta al pensamiento de Heidegger, nos parece que Merleau-Ponty no cae en dicha tentación y nunca abandona el noble afán de dar razón de todo cuanto la percepción nos entrega envuelto en la oscuridad. Él no cae en la mística ni piensa que la filosofía deba concluir en el silencio, pues la filosofía es para él justamente un discurso, solo que su lenguaje debe ajustarse a la realidad vivida y ser fiel a ella, y no construir un mundo de conceptos alternativo, como hacen tanto el subjetivismo —que afirma la realidad separada del sujeto y de los «hechos de conciencia»— como el objetivismo —que sostiene la verdad previa de los «hechos exteriores», aceptados como primera verdad, tal como hace, por ejemplo, el «pensamiento objetivo» de la física, cuando pretende pensar el ser a partir de las partículas elementales, consideradas en analogía con los objetos externos—: para MerleauPonty, el ser-sujeto y el ser-objeto no constituyen una alternativa, ya que son el uno para el otro. Pero lo que no aparece inmediatamente, lo invisible, está también presente ya de algún modo en la percepción, aunque el lenguaje no sepa expresarlo sin objetivarlo. Se trata, por lo tanto —diríamos nosotros, siguiendo a Adorno—, de desarrollar un lenguaje que diga —contra Wittgenstein— aquello de lo que no se puede hablar, en vez de callarse y en vez de esperar —contra Heidegger— que un nuevo dios venga a salvarnos: la filosofía —dice Adorno— es precisamente el esfuerzo por expresar lo no idéntico y por señalar la mediación en toda identidad, pero eso nos conduce interminablemente a negar lo que acabamos de decir, porque toda proposición supone una identificación. A esto mismo, por cierto, se había referido ya Hegel en la Fenomenología del espíritu con su teoría de la proposición especulativa, entendida como aquel juicio infinito que trata de expresar al mismo tiempo la identidad y la diferencia que arraigan en el ser, lo cual exige una razón especulativa que supere el plano del entendimiento. Pero Merleau-Ponty aborda la cuestión en otros térmi23

Ob. cit., págs. 166.

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nos, que son tributarios de su formación fenomenológica. Por eso —nos dice—, tenemos que aprender a ver de nuevo y comprender cómo se hallan intrincados entre sí lo visible y lo invisible. Y esa es la tarea de la filosofía, cuya reflexión y cuyo discurso tienen que aclarar lo que ya se encuentra in nuce y en silencio en la fe perceptiva. La ciencia, por el contrario, tiende por su propio método a ofrecer explicaciones en el sentido del «pensamiento objetivo», cuya pretensión es que hay un orden objetivo del cual puede dar cuenta un espectador absoluto, capaz de decir lo que es el ser en sí24: «La filosofía no es ciencia, porque la ciencia cree poder sobrevolar su objeto y da por sabida la correlación entre el saber y el ser, mientras que la filosofía es el conjunto de preguntas en las cuales está involucrado aquel que pregunta»25. La presencia perceptiva del mundo, antes de la afirmación y la negación, antes de todo juicio objetivador de esto o aquello, antes de cualquier conocimiento analizable en términos lógicos y antes también de cualquier opinión, es nuestra experiencia originaria de estar ocupando el mundo con nuestro cuerpo. Esta es nuestra apertura inicial al mundo, que la filosofía ha de explicar. Pero la fe perceptiva contiene ya, aunque inexpresada, una antinomia que la ciencia no puede aclarar, o, mejor dicho, ella misma es esta antinomia, a saber: tengo la convicción de que la cosa existe por sí misma y al mismo tiempo la de que ella es para mí. La solución que ofrece la reflexión fenomenológica consiste en identificar el ser de la cosa con su aparición a la conciencia. Pero Merleau-Ponty critica la interpretación idealista de esta solución, que es la que apela a un yo constituyente, pues el esfuerzo de la reflexión por encontrar en mí las operaciones constitutivas del mundo que experimento (en definitiva, por proponer el pensamiento del mundo como anterior al mundo) es siempre tributario de algo previo: de la presencia ya dada del mundo, de la cual saca aquel esfuerzo toda su energía. No se trata, por lo tanto, de sustituir la percepción de la cosa por la reflexión pensante que pretende fundarla, sino de elaborar una especie de sobre-reflexión que sepa lo que ella misma introduce para no perder de vista ni a la cosa ni a la percepción, y que sepa expresar cómo se produce nuestro contacto mudo con las cosas, cuando estas no se han convertido aún en cosas dichas26. La filosofía, para Merleau-Ponty, no es ni investigación de esencias —que, por otra parte, están siempre intrincadas con los hechos—, ni fusión con las cosas. Pues la investigación de esencias correspondería a un 24

Ob. cit., pág. 34-8. Ob. cit., pág. 47. 26 Ob. cit., pág. 61. En las Notes de travail, al final de Le visible et l’invisible, no habla de sobre-reflexión, sino de reflexión radical que lleva a cabo la reducción a la inmanencia trascendental. Véase ob. cit., Notes de travail, pág. 222. 25

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espectador puro que las viera sin formar parte del mundo, mientras que la fusión con las cosas hace desaparecer el yo en ellas. La filosofía no se queda ni en la pura idealidad, que presupone un sujeto puro ajeno al mundo, ni en la mera existencia fáctica, donde se desvanece la subjetividad. Sobre ello volveremos de nuevo, a propósito de la ontología que se desarrolla en Lo visible y lo invisible. 12.3. El lugar trascendental del cuerpo La subjetividad en la filosofía de Merleau-Ponty es un existente, un ser mundano constituido a partir de lo irreflejo u opaco de nuestra corporeidad. Y lo que él denomina con intención crítica «el pensamiento objetivo» es la posición que presupone, por el contrario, la separación original de sujeto y objeto, según la cual el ser se presenta siempre como objeto a un sujeto desencarnado. Frente a ello, destaca que el objeto es en realidad secundario respecto de lo que encontramos en el corazón mismo de nuestra experiencia primordial y solamente se constituye a partir de esta, en la cual solo virtualmente se apunta a la distinción de sujeto y objeto, pues en esa experiencia el ser se presenta como el aparecer de los fenómenos, en los cuales hay tanto un en-sí como también un para nosotros, pero como dos momentos de una única realidad27. Por ese motivo, con antelación a la consideración abstracta de una subjetividad separada como conciencia pensante, hay ya un contexto en el que el cuerpo es sujeto y el sujeto es cuerpo. Aunque, propiamente, lo que Merleau-Ponty sostiene es que esas caracterizaciones de sujeto y objeto no son las más apropiadas para comprender la experiencia viva, porque en esta lo que predomina es la unidad de ambos y no su separación, que corresponde más bien a un pensamiento abstractivo. Y para reafirmar su posición se detiene en el examen de la fisiología mecanicista, que ve el cuerpo como objeto, para mostrar su inconsistencia con nuestra experiencia viva28. Ello le conduce a su definición del yo existente como ser-en-el-mundo (être-au-monde, que traduce la fórmula heideggeriana «in-der-Welt-sein») o ser-del-mundo29 en tanto 27 Esto, en nuestra opinión, lo explica mejor la dialéctica cuando señala que la unidad diferenciada de sujeto y objeto constituye una totalidad cuya realidad se impone a la consideración separada de sus «momentos». Pero Merleau-Ponty está atrapado por su compromiso con la fenomenología, lo que en ocasiones traiciona su intención de rechazar el idealismo. 28 Ob. cit., págs. 87 y sigs.; trad. de Cabanes, págs. 92 y sigs. 29 «Ser-del-mundo» es la fórmula que elige Jem Cabanes en su traducción al español de la fórmula être-au-monde que encontramos en la Phénoménologie de la perception. Y no es una mala traducción, aunque es preferible traducir «ser-en-el-mundo», pues con la expresión «être-au-monde» Merleau-Ponty está vertiendo al francés la fórmula heideggeriana «in-derWelt-sein». Ob. cit., pág. 93; trad. de Cabanes, pág. 97.

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cuerpo, pues su existencia significa que posee o tiene un mundo al cual pertenece, de modo que dicho yo no es tanto el que tiene una conciencia que se representa objetos, cuanto ante todo el que tiene un sentido práctico de la situación en la que se encuentra como cuerpo. Si, pese a todo, a diferencia de Heidegger, Merleau-Ponty no renuncia en la Fenomenología de la percepción al uso de términos como «sujeto», «yo», «conciencia» o «cogito», tan centrales en el discurso filosófico de la modernidad, ello se debe a que su pensamiento no representa tanto una ruptura con esta cuanto más bien una reformulación de aquellos conceptos en una dirección que le aproxima al materialismo y también a la dialéctica. De esta le separa, sin embargo, su devoción por Husserl, cuya noción del ego puro es abandonada y sustituida por la de un yo encarnado o un cuerpo-yo. En Lo visible y lo invisible, en cambio, sí se aprecia una evolución en la terminología, que le aproxima en cierto modo a Heidegger, aunque —como hemos dicho— no llega a romper su vínculo con la modernidad, sino que le lleva más bien a repensar algunas de sus categorías tradicionales. En cualquier caso, el cuerpo no es la exterioridad sin interior, constituida por partes extra partes, como pretende la tradición cartesiana, sino el anclaje del viviente en un medio: «El cuerpo es el vehículo del ser-enel-mundo, y tener un cuerpo es para un viviente unirse a un medio definido, confundirse con ciertos proyectos y comprometerse continuamente con ellos»30. Esto último está también dirigido contra Sartre, cuyo dualismo, aunque distinto del cartesiano, comprende el cuerpo como el pasado del Para-sí, como aquello en lo que este ya ha quedado confinado y representa materialmente su facticidad, que es condición de todos sus proyectos y punto de partida de los mismos (aquello a partir de lo cual veo y actúo), a través de los cuales sin embargo el yo puede romper con ese pasado. Es verdad que Sartre —según vimos— distingue esta última noción, que denomina «el cuerpo-para-sí», del «cuerpo-para-otro», que es el mismo cuerpo comprendido ahora como la objetivación que padezco ante mí mismo cuando el prójimo me clava su mirada. Y esta distinción implica que el primero de estos sentidos es el que se refiere al cuerpo que no es objeto y que en cierto modo es aún sujeto, es decir, al Para-sí comprendido desde la perspectiva de esa facticidad material —el cuerpo— en la que se condensaron todas las posibilidades pasadas que han quedado definitivamente cerradas para él. Se trata de esa parte del Para-sí que es absorbida por el En-sí, al cual retorna cuando se identifica con su pasado, que ya no puede cambiar. Por eso, dice Sartre que con la muerte el Para-sí ingresa enteramente en el En-sí, cerrándose de ese modo para él 30

Ob. cit., pág. 97; trad. de Cabanes, pág. 100.

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toda nueva posibilidad, de modo que ya solo es su pasado y ha quedado finalmente identificado con él. Pues bien, Merleau-Ponty entiende muy bien a Sartre, a pesar de la protesta de Simone de Beauvoir31, pero no puede aceptar la idealización sartreana del cuerpo, que hace de este la condición que determina un punto de vista a mi percepción y un punto de partida a mis acciones, condición de la que supuestamente el Para-sí siempre puede distanciarse. El cuerpo para Merleau-Ponty no es solo un punto de partida condicionante para un sujeto capaz de afirmarse frente a él, sino que mi cuerpo orienta en todo momento lo que mi percepción puede llegar a alcanzar y está comprometido en el sentido de mis acciones y proyectos. Tener conciencia del cuerpo no significa —frente a Husserl y Sartre— que haya un sujeto anterior que pueda distanciarse de él en virtud de esa supuesta anterioridad. Por el contrario, ello se explica porque el cogito acompaña siempre a mi existencia, en cuanto esta es caracterizada como el modo de ser de un cuerpo que es siempre conciencia, o sea, de un yo corporeizado o encarnado. Por eso, en cierto modo, desempeña la función que el idealismo asignaba al sujeto trascendental, solo que ahora este solo a través del mundo llega a saber de sí mismo: Si es cierto que tengo conciencia de mi cuerpo a través del mundo y que mi cuerpo es, en el centro del mundo, el término inadvertido hacia el cual todos los objetos vuelven su rostro, es verdad por la misma razón que mi cuerpo es el quicio del mundo: (...) en ese sentido, tengo conciencia del mundo por medio de mi cuerpo32.

Esto es sin duda una paradoja, pero resulta inevitable cuando, como hace Merleau-Ponty, se adopta una posición antiidealista al tiempo que se mantiene el punto de vista fenomenológico de la filosofía trascendental: al dirigirme al entorno, estrello mis intenciones perceptivas y mis intenciones prácticas en unos objetos que se me revelan como exteriores y anteriores a ellas, y que, no obstante, no existen para mí más que en cuanto suscitan en mí unos pensamientos o unas voluntades. Pero este yo que piensa y quiere no es distinto del propio cuerpo que, de este modo, a través de su enredamiento con las cosas, llega a saber de sí mismo y a descubrirse como aquel 31

Esta, en efecto, reprocha a Merleau-Ponty haber errado el tiro en relación con Sartre, pues habría construido su crítica de este sin haberlo entendido bien, de modo que todas sus objeciones se dirigirían en realidad al «seudo-Sartre», según la expresión que ella emplea. Véase Simone de Beauvoir: Merleau-Ponty ou l’anti-sartrisme, París, Gallimard. Nos parece, sin embargo, que Merleau-Ponty entendió muy bien a Sartre, cosa que no ocurrió a la inversa, como el propio Sartre vino a reconocer tras la muerte de aquel. 32 Phénoménologie de la perception, pág. 97; trad. de Cabanes, pág. 101.

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que despliega y da cohesión a sus experiencias. Por eso, no puedo observar mi cuerpo como si se tratara de un objeto más: Yo observo los objetos exteriores con mi cuerpo, los manipulo, los examino, doy la vuelta a su alrededor; pero a mi cuerpo mismo no lo observo: para poder hacerlo sería necesario disponer de un segundo cuerpo (...) En tanto ve o toca el mundo, mi cuerpo no puede, pues, ser visto ni tocado. Lo que le impide ser jamás un objeto o estar «completamente constituido» es que él es aquello gracias a lo cual hay objetos. No es ni tangible ni visible, en la medida en que él es lo que ve y lo que toca33.

Merleau-Ponty repite así la argumentación desarrollada por Sartre en El ser y la nada, solo que ahora el cuerpo ocupa en cierto modo el lugar del Para-sí sartreano: no puedo ver la mirada de mi ojo ni sentir mi mano tocando, porque mi cuerpo no es objeto alguno, sino el medio de nuestra comunicación con todos los objetos. El mundo mismo tampoco se presenta como una suma de objetos, sino como el horizonte de nuestra experiencia. Y la permanencia del cuerpo no es como la de los objetos, sino que es esa permanencia absoluta que sirve de fondo a la permanencia relativa de los objetos eclipsables, cuya presencia o ausencia son variaciones en el interior de un «campo de presencia primordial»34. Pero si el cuerpo no es un objeto, sino el campo de presencia primordial o la condición —trascendental— de toda experiencia posible, ¿cómo entender entonces lo que antes decíamos acerca de la conciencia del cuerpo que se gana a través del trato con las cosas? ¿No implica esa conciencia una objetivación del cuerpo? La respuesta de Merleau-Ponty a esta cuestión se guía también por la argumentación de Sartre —al que sigue, por cierto, en muchos aspectos, aunque con la intención última de reelaborar sus planteamientos en un sentido antiidealista—, que distingue, como ya hemos visto, entre la conciencia tética o posicional, referida siempre a objetos, y aquella otra forma de conciencia no-tética denominada «cogito prerreflexivo», que acompaña siempre a la primera, está siempre presente en todo acto consciente y consiste en percatarse de sí misma mientras recae sobre los objetos35. Es decir, según Merleau-Ponty, tengo conciencia de mi cuerpo, pero no como obje33

Ob. cit., págs. 107-8; trad. de Cabanes, págs. 109-110. Ya veremos cómo en Lo visible y lo invisible Merleau-Ponty matiza esta posición, para lo cual se sirve de la noción de «quiasmo» (le chiasme), que no aparece en los textos anteriores a esta última obra póstuma. 34 Phénoménologie de la perception, ibíd. 35 Según la posición de Sartre en El ser y la nada, esta conciencia no posicional o cogito prerreflexivo, precisamente porque está siempre presente, es la forma absoluta de la conciencia y, en definitiva, el absoluto de la filosofía.

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to, puesto que es precisamente con mi cuerpo con el que me dirijo a los objetos para verlos y tocarlos; en ese sentido la experiencia del cuerpo es pre-objetiva. Esto quiere decir que la conciencia-que-tengo-del-cuerpo equivale al cuerpo-que-se-hace-consciente de modo prerreflexivo, noción que se pone en el lugar de lo que la psicología clásica denomina «sujeto». Así pues, el cuerpo no es el objeto para un «yo pienso», sino que yo soy mi cuerpo. O, quizás, lo más correcto sea decir que el cuerpo propio es aquello que precede en mí a la distinción de sujeto y objeto, los cuales están ya, sin embargo, prefigurados en él. Precisamente porque el propio cuerpo no es objeto para mí, nunca se me hace presente como un aglomerado de órganos en el espacio: «Mi cuerpo no es una suma de órganos yuxtapuestos, sino un sistema sinérgico cuyas funciones todas se recogen y vinculan en el movimiento general del ser-en-el-mundo, en cuanto figura estable de la existencia»36. Esta vivencia del propio cuerpo como una unidad explica que en el individuo normal las diversas experiencias (la táctil, la visual, la motriz, etc.) se presenten como componentes de un único comportamiento que da forma a sus diversos contenidos (los contenidos de la sensibilidad, de la motricidad, etc.), en cuanto que la conciencia que los acompaña no es algo descomponible en cada una de aquellas manifestaciones, sino más bien «un tejido de intenciones»37. El análisis de Merleau-Ponty se apoya —como hemos visto— en la psicología de la Gestalt para pronunciarse en contra de la fisiología mecanicista del empirismo —que busca explicaciones causales en el cuerpo como objeto— y de la psicología intelectualista —que apela a una especie de alma o conciencia descorporeizada, o bien a un pensamiento anterior a la vivencia original del mundo, o a una razón anterior a los hechos—. Pues considera que el medio contextual en el que es posible describir la dialéctica forma-contenido de la experiencia es la existencia, que perpetuamente reconsidera los hechos y el azar mediante una razón que no es anterior a ese medio. Y, por eso mismo, considera que la distinción entre sujeto empírico y sujeto trascendental no resuelve la dificultad de explicar mi experiencia, sino que más bien la camufla, pues es ahora, en el presente vivo, donde hay que efectuar la síntesis de la experiencia. Por lo tanto,... ...cuando pienso, no puede decirse que me sitúo en el sujeto eterno que nunca he dejado de ser, pues el verdadero sujeto del pensamiento es aquel que efectúa la conversión y la reanudación actual, y es él quien comunica su vida al fantasma intemporal. Debemos comprender, pues, 36 37

Phénoménologie de la perception, pág. 270; trad. de Cabanes, pág. 249. Ob. cit., pág. 141; trad. de Cabanes, pág. 138.

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cómo el pensamiento temporal se anuda sobre sí mismo y realiza su propia síntesis38.

Pues, en realidad, el sujeto que piensa es el mismo que siente y que experimenta el mundo a través de lo que él es en tanto cuerpo. De modo que la conciencia no puede definirse como la facultad de las representaciones, como si formar estas fuera la única operación posible para ella, pues en tal caso el cuerpo se limitaría entonces a ejecutar el movimiento copiándolo a partir de la representación que se da la conciencia a sí misma y según una fórmula de movimiento que de ella recibe39. La motricidad, la sensibilidad o el pensamiento son momentos interconectados de una totalidad que no se puede analizar en términos de un pensamiento causal. Y ese sujeto único viviente es el que puede ponerse a la altura de lo actual y establecer una conexión interna entre los diversos ámbitos de su experiencia. Para investigar el asunto, Merleau-Ponty examina casos patológicos, en los que se presenta la vivencia de un aspecto de la experiencia desvirtuado o separado de los demás; y, mediante lo que él denomina el «análisis existencial» —con el que pretende ofrecer el fundamento fenomenológico de la psicología de la Gestalt—, muestra a través de aquel examen de las perturbaciones provocadas por la enfermedad que la vida de la conciencia es una totalidad que proyecta intencionalmente la situación en que nos hallamos alrededor de nosotros como un «arco intencional» que une entre sí la sensibilidad, la inteligencia y la motricidad40. El estudio de ciertas patologías nos sirve, en efecto, para aclarar la manera en que la sensorialidad viva descubre el mundo. Pues bien, la síntesis del mundo visual y la del mundo táctil, así como la constitución de un mundo intersensorial —nos dice—, tiene que hacerse en el propio terreno sensorial, atendiendo al significado común de diversas experiencias (por ejemplo, una visual y otra táctil), pero también a la diversidad entre unos y otros sentidos, y a la distinción de todos ellos respecto de la intelección como tal, pues cada uno de ellos aporta una estructura de ser que nunca es exactamente transponible. Por eso, el sujeto de la percepción es el cuerpo como un sistema sinérgico de funciones vinculadas entre sí en la unidad total del ser-en-el-mundo, que además, en cuanto sabe de sí, decimos que es existencia. Y en la percepción no pensamos el objeto, ni nos limitamos a representárnoslo, sino que lo captamos vivamente al tiempo que nos confundimos con este cuerpo que sabe del mundo más que noso38 39 40

Ob. cit., pág. 150; trad. de Cabanes, pág. 146. Ob. cit., pág. 163, nota; trad. de Cabanes, pág. 156. Ob. cit., pág. 158; trad. de Cabanes, pág. 153.

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tros. Es decir: vivo la unidad de mi ser como sujeto y la unidad intersensorial de la cosa; no los pienso, como hacen el análisis reflexivo y la ciencia41. Por lo tanto, mi cuerpo determina la textura común de todos los objetos y es lo que da un sentido a todos ellos, incluidos los objetos culturales. Por otro lado, la cosa se me aparece, en cuanto correlato de mi existencia y constituida por ella, como «la presa que mi cuerpo hace ahí». Y, en este sentido derivado de la fenomenología de Husserl, la cosa nunca puede ser en-sí de modo efectivo. A pesar de lo cual, sin embargo, subsiste en ella un momento de alteridad inextinguible. Por eso, señala Merleau-Ponty que la percepción que tenemos de ella es la consumación por nuestra parte de una intención extraña —que proviene de la cosa—, un acoplamiento o comunicación de nuestro cuerpo con ella42. De este modo, pretende refutar tanto el idealismo racionalista como el realismo, pues lo dado no sería la cosa, ni la idea que la suplanta, sino la experiencia de la cosa, cuya percepción es antes que nada una vivencia. Ahora bien, la pluralidad y el contraste de mis experiencias, los muchos escorzos en que se me presentan las cosas, no son lo más originario ni rompen mi vivencia primordial de que hay un mundo del cual sé al mismo tiempo que sé de mí en él, con antelación a toda experiencia concreta. En ese mundo percibido, la cuestión del espacio la plantea MerleauPonty al modo fenomenológico como la experiencia del espacio, la cual —nos dice en contra de Kant— remite a una vivencia originaria anterior a la distinción entre forma y contenido. Pues dicha experiencia del espacio se organiza (se sintetiza) a partir de la unidad del cuerpo como sistema de orientación y sistema de acciones posibles. Por lo tanto, el espacio es cierta posesión del mundo por mi cuerpo, cierta «presa de mi cuerpo sobre el mundo», en tanto me aparece como un sistema unificado de orientación referido a mi cuerpo, el cual, por su parte, se me presenta como el centro del campo perceptivo y el lugar de conjunción de mis intenciones motrices43. Es decir, no hay un espacio objetivo que se descomponga en anchura, altura y fondo, sino que el espacio vivido y sus partes se dan envueltos —y coexisten— en la «presa» única de nuestro cuerpo en el mundo. De este modo, la constitución del mundo en su plenitud a partir del cuerpo alcanza un primer nivel en el espacio, el cual se nos aparece como siempre ya constituido. El sistema de mi experiencia no se despliega, por lo tanto, del modo que describe el intelectualismo racionalista, no es un espacio geométrico que remita a un sujeto no situado, sino que ese sistema de experiencia es 41 42 43

Ob. cit., pág. 276; trad. de Cabanes, pág. 253. Ob. cit., pág. 370; trad. de Cabanes, pág. 334. Ob. cit., pág. 289; trad. de Cabanes, pág. 265.

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vivido por mí desde cierto punto de vista; yo soy parte de él y no su espectador. Y esta inherencia a un punto de vista explica mi finitud, pero también mi apertura, puesto que mi situación —en tanto soy cuerpo— es lo que me limita, pero también lo que me comunica con todas las cosas. En ese sentido, mi cuerpo es mi poder general de habitar todos los medios del mundo, la clave de todas las trasposiciones y de todas las equivalencias que lo mantienen constante44, o sea, el auténtico sujeto de la experiencia que tengo del mundo, el cual, por su parte, es para mí una unidad abierta e indefinida en la que estoy situado y que se revela una y otra vez inagotable a todas las intenciones que proyecto sobre él. El mundo no es un objeto, ni tampoco la suma de todos los objetos, sino más bien el campo de nuestra experiencia. Pero en la medida en que dicho campo es inagotable, el mundo nunca está por completo constituido, lo cual excluye un sujeto constituyente como algo ya dado. A esa unidad abierta del mundo debe corresponder más bien una unidad abierta e indefinida de la subjetividad, que se revela a sí misma solo en cuanto va alumbrando la experiencia de ese mundo del cual también ella forma parte: «Se trata de comprender cómo la subjetividad puede ser a la vez dependiente e indeclinable»45. Esta es siempre la cuestión en MerleauPonty, porque la subjetividad es parte del mundo y sin embargo se muestra como la tarea indefinida de constituir aquello que la constituye a ella46. Se trata en realidad de un proceso dialéctico, en el que la experiencia del mundo es la totalidad que se diferencia en la oposición yo-mundo, cuyos momentos mantienen entre sí una relación recíproca y móvil de actividadpasividad. Así pues, el sujeto para Merleau-Ponty sería un fondo sedimentado de vivencias (el «sustrato de habitualidades» del que habla Husserl en las Meditaciones cartesianas), con experiencias y pensamientos adquiridos que configuran ese fondo disponible, el cual expresa en cada momento la energía de nuestra conciencia presente y se nutre a cada momento de la vivencia actual. De modo que las nuevas experiencias me ofrecen un sentido que yo les devuelvo. El sujeto se comprende, en definitiva, como ser-en-el-mundo cuyo vehículo es el cuerpo. Pero «vehículo» no debe entenderse aquí como el instrumento del que me sirvo y que es distinto 44

Ob. cit., pág. 359; trad. de Cabanes, pág. 325. Ob. cit., 459; trad. de Cabanes, pág. 409. 46 Nótese que solo el primer sentido, expresado en cursivas, se refiere al uso que hace Husserl del término Konstitution, asunto al que dedicó gran atención en varias obras y, sobre todo, en Ideas II, cuya lectura por parte de Merleau-Ponty, cuando este visitó el HusserlArchiv en Lovaina y pudo acceder a sus obras póstumas, ejerció enorme influencia en el planteamiento que estamos examinando. 45

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de mí, sino como el ámbito y cauce de mi comunicación con ese mundo al que pertenezco y me constituye al tiempo que enfrento en mi experiencia: «Mi cuerpo es lo que me abre al mundo y me pone en situación dentro de él»47. A partir de esa centralidad del cuerpo, la crítica del intelectualismo es un motivo constante en la obra de Merleau-Ponty con el que se opone al idealismo de tipo kantiano, que atribuye al pensamiento la facultad de hacer la síntesis de la experiencia. Yo actúo en el mundo a través del cuerpo, de modo que el espacio y el tiempo no son para mí ni una suma de puntos yuxtapuestos ni una sucesión infinita de instantes sucesivos; no son la condición de una infinidad de relaciones cuya síntesis a priori operaría mi conciencia, porque yo mismo soy espacio y tiempo; es decir: son el cuerpo y su motricidad lo que nos da el sentido del espacio y del tiempo, porque «el cuerpo es nuestro medio general de tener un mundo»48. De modo que el cuerpo es el que lleva a cabo la síntesis y el que se despliega en su acción como espacio, tiempo, motricidad, hábitos, etc., con antelación a lo que puede hacer luego cuando él mismo se constituye como sujeto pensante y forja representaciones. Mi cuerpo es la cosa para la que hay cosas, el campo de todas ellas, el trascendental de las cosas. A partir de ahí, se trata entonces de repensar nuestra experiencia, porque la cosa y el mundo me son dados con mi cuerpo en una conexión viva. 12.4. La ambigüedad de la existencia La comprensión de todas las funciones biológicas (percepción, motricidad, sexualidad) como expresivas —al igual que el cuerpo mismo— de la existencia personal en su totalidad entraña la idea de una comunicación del cuerpo y el espíritu. Pocos años después de que Arnold Gehlen —arrancando de premisas muy distintas y desarrollando su reflexión más a partir de la biología que de la psicología— hubiera alcanzado conclusiones similares49, y siguiendo derroteros muy diferentes, Merleau-Ponty sostiene esta concepción unitaria de la vida humana, según la cual el cuerpo es lo que realiza y actualiza la existencia. La vida humana es una totalidad de funciones solidarias entre sí, desde la sexualidad a la motricidad y la inteligencia. Pero esta consideración, que parece insistir en la condición natural del hombre, es incompleta si no se atiende a su realidad histórica, que está 47 48 49

Phénoménologie de la perception, pág. 192; trad. de Cabanes, pág. 181. Ob. cit., pág. 171; trad. de Cabanes, pág. 164. Su libro «Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt» apareció en 1940.

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asociada al modo de ser del sujeto: «Todo lo que somos, lo somos sobre la base de una situación de hecho que hacemos nuestra y transformamos sin cesar por una especie de escape que nunca es una libertad incondicionada»50. Es el cuerpo lo que determina nuestra situación y constituye la estructura envarada de la existencia, a la cual pertenece también el poder de rebasar aquel confinamiento. La existencia es, por lo tanto, el movimiento permanente por el que el hombre asume una situación de hecho y la prosigue por su cuenta prestándole un sentido con el que la trasciende y se trasciende; es la operación mediante la cual los hechos son asumidos, de modo que aquello que no tenía sentido toma un sentido. He aquí el modo original en que Merleau-Ponty renueva la fenomenología, sin renunciar —alejándose de Heidegger— a la noción de la subjetividad que se desprende de la filosofía del cogito, pero integrando esa noción en el concepto más comprehensivo de la existencia, entendida en una dirección que le aproxima al psicoanálisis y al materialismo histórico. Pero estos últimos, a su vez, los reinterpreta en la línea de una filosofía existencial, para reivindicar el carácter primario de esa totalidad que él llama «existencia»: esta es, en efecto, el fenómeno central, respecto del cual tanto el cuerpo —que sería su expresión o signo— como el espíritu —que sería lo expresado o la significación, que vuelve en la reflexión con su impulso trascendente— no son sino momentos, que se convierten en abstracciones si son separados. De modo que todas las funciones humanas, en tanto existenciales, son al mismo tiempo tanto biológicas como espirituales: la sexualidad, la motricidad o el pensamiento revisten siempre esa equivocidad que define a todo lo humano. A este respecto, Merleau-Ponty hace unas interesantes consideraciones sobre Marx, encomiando su comprensión integral de la vida humana, en la que no se pueden entender por separado aspectos tan aparentemente alejados entre sí como la regulación económica que atiende a las necesidades materiales o las creaciones de la inteligencia, las cuales tienen además siempre una significación social e histórica. Por eso, escribe: «El pensamiento es la vida interhumana tal como esta se comprende e interpreta a sí misma»51. Y poco después: «Solamente hay historia para un sujeto que la viva y solo se da un sujeto históricamente situado»52. Sin embargo, su reivindicación de la obra de Marx se lleva a cabo en la perspectiva fenomenológica que asigna un lugar central a la conciencia. Y eso explica las dificultades de Merleau-Ponty para desenredarse del idealismo en el que se formó. Por eso, señala frente a Marx que su «concepción existencial de la 50 51 52

Phénoménologie de la perception, pág. 199; trad. de Cabanes, pág. 187. Ob. cit., pág. 202; trad. de Cabanes, pág. 189. Ibíd.

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historia» se distingue tanto del materialismo como del espiritualismo, pues no hay un factor único dominante en la historia, sino que dicho factor puede variar en función de las circunstancias, de modo que en una época o en una circunstancia social puede serlo la base económica, pero a veces puede serlo también la política o incluso la cultura, y ello es posible en definitiva por la pluralidad de órdenes de significación de cualquier gesto humano. Y, según Merleau-Ponty, es la política la que ha de explicar por qué un cierto factor se convierte en dominante, mientras que la filosofía solo puede mostrar que ello es posible a partir de la condición humana. Pero nos parece que de este modo la ambigüedad con la que se ha caracterizado positivamente la filosofía de Merleau-Ponty («una filosofía de la ambigüedad»), en cuanto la equivocidad sería un rasgo central de la vida humana, cuyos gestos todos se prestan a una lectura múltiple, en este caso, sin embargo, se vuelve en contra de su intención original y acaba afectando a su explicación: ya no es solo la vida humana la que es ambigua, sino su explicación sobre la misma. En cualquier caso, el concepto de «existencia» es utilizado para trazar un camino que huye tanto de la psicología empirista como del intelectualismo subjetivista, cuya crítica reemprende Merleau-Ponty a propósito del origen de la significación en relación con el lenguaje y el pensamiento. Para el intelectualismo subjetivista, la palabra y el lenguaje en general son solo el lado externo y superficial de lo que ocurre en el interior, o sea, en el pensamiento, que sería el lugar donde acontece el significado. Por el contrario, la psicología empirista desprecia la noción del sujeto porque no es observable e identifica el lenguaje con la mera expresión, de modo que el significado sería una imagen asociada a movimientos nerviosos y a la mecánica del cuerpo. Pues bien, según Merleau-Ponty, ni uno ni otra pueden dar cuenta del fenómeno del lenguaje y el pensamiento, ni explican el origen del sentido. Es necesario que se dé una experiencia interna de carácter verbal, porque la palabra (la parole: la acción expresiva o discurso en que se expresa una intención significativa) o los vocablos (le mot: el término o vocablo como tal) portan un estrato primero de significación adherido a los mismos, una significación conceptual que encierra un carácter existencial que descubrimos en ella. Pero esa intención significativa, que es el impulso del pensamiento con su estilo y su valor afectivo, no se conoce a sí misma más que recubriéndose de significaciones ya disponibles en el lenguaje objetivamente dado. En general, el pensamiento no es algo «interior» que exista fuera de la expresión, fuera del vocablo, fuera del mundo, sino que más bien el pensamiento y la expresión se constituyen simultáneamente. De modo que la intención significativa es un momento del acto de comunicación, otro de cuyos momentos es la expresión gestual o la palabra. Pues esta es una acción en la que se encarna y expresa una intención signi-

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ficativa, la cual por su parte solo llega a ser real a través de aquella. El lenguaje tiene, sí, un interior, pero este interior no es un pensamiento cerrado en sí mismo y consciente de sí. Y es que en su raíz última el pensamiento es un fenómeno de expresión, no independiente de la palabra en la que se encarna el sentido: Lo que aquí nos engaña, lo que nos hace creer en un pensamiento que existiría para sí con anterioridad a la expresión, son los pensamientos ya constituidos y ya expresados que podemos invocar silenciosamente, y por los cuales nos damos la ilusión de una vida interior. Pero, en realidad, este supuesto silencio es un murmullo de palabras, esta vida interior es un lenguaje interior. El pensamiento «puro» se reduce a un cierto vacío de la conciencia (...). La intención significativa nueva no se conoce a sí misma más que recubriéndose de significaciones ya disponibles, resultado de actos de expresión anteriores53.

La palabra actual y nueva está referida a un mundo común establecido entre los sujetos hablantes, cuyos actos de expresión anteriores constituyen las significaciones disponibles. De este modo, el mundo lingüístico e intersubjetivo ya no lo distinguimos del mundo en general. Por lo tanto, MerleauPonty va más allá de Husserl, para quien la objetividad ha de poder ser reducida a la intersubjetividad monadológica. Ahora se propone más bien el camino inverso: es en la objetividad del lenguaje y de la cultura donde se halla la base de las relaciones intersubjetivas, y a su vez es en estas y en aquel mundo objetivo donde se encuentra la base explicativa de lo que llamamos el espacio interior de las «intenciones significativas» (los pensamientos, las representaciones, las vivencias de sentido en general). Pero esa dirección que va de la base objetiva a la acción del sujeto fundada en ella se cruza con otra de signo inverso, que responde al impulso trascendente de la subjetividad. En efecto, el lenguaje es también la toma de posición del sujeto en el mundo de sus significados, de modo que a través de su cuerpo —en el gesto— y de la palabra —que es gesto y lenguaje—, el hombre se trasciende hacia un nuevo comportamiento, lo cual muestra la potencia abierta e indefinida del significar. Pero esta concepción del acto de significar se enmarca en la teoría existencial que comprende el pensamiento y el lenguaje como manifestaciones de la actividad fundamental por la que el hombre se proyecta hacia el mundo del cual forma parte. Porque para Merleau-Ponty el hombre no ha de ser concebido como conciencia, sino como existencia, que es la manera como designa a la totalidad sujeto-objeto, aunque él rehúsa esta terminología. Por eso señala que la palabra, o el lenguaje en general, represen53

Ob. cit., pág. 213; trad. de Cabanes, pág. 200.

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ta el exceso de nuestra existencia en relación con el ser natural. Ese exceso crea un mundo lingüístico y un mundo cultural cuando su expresión hace volver al ser el impulso que tendía hacia más allá de él. Dicho de otro modo: a partir de la realidad objetiva, nuestra subjetividad significa un exceso que trasciende esa realidad con un impulso que, una vez expresado, se convierte de nuevo en realidad objetiva, la cual será rebasada de nuevo para generar una nueva objetividad..., y así sucesivamente. En contra de la dualidad de sujeto y objeto, ya sea en la formulación cartesiana del alma y el cuerpo, o bien en la kantiana del sujeto como condición trascendental del objeto, pero también en contra de la formulación de Husserl, que distingue un ego puro, o de Sartre, que opone el Para-sí al En-sí, Merleau-Ponty muestra cómo la experiencia del yo-cuerpo supone en realidad un modo de existencia más ambiguo. Sartre se da cuenta de esa ambigüedad en relación con el propio cuerpo, pero la resuelve sin abandonar el dualismo al distinguir entre el cuerpo-para-sí y el cuerpo-para-otro, siendo el primero la conciencia que «toma cuerpo» y el segundo el cuerpo como objeto. Sin embargo, Merleau-Ponty también dirige su crítica en contra de la dialéctica hegeliana, en la que —según él entiende— el pensamiento queda «embalsamado». La unidad de la existencia es confusa, pues ni el cuerpo es una suma de partes sin interior, ni tampoco la conciencia es presencia transparente a sí misma. Y en cuanto dicha unidad confusa es la ambigüedad del cuerpo-yo, resulta que este... ...es siempre distinto de lo que él es, es siempre sexualidad a la par que libertad, está enraizado en la naturaleza en el mismo instante en que se transforma por la cultura, nunca cerrado en sí y nunca rebasado (...). No tengo otro medio de conocer el cuerpo humano más que el de vivirlo, esto es, recogiendo por mi cuenta el drama que lo atraviesa y confundiéndome con él. Así pues, soy mi cuerpo (...) y, recíprocamente, mi cuerpo es como un sujeto natural, como un bosquejo provisional de mi ser total54.

Lo que quiere decir Merleau-Ponty es, por una parte, que el sujeto sería trascendental en el sentido de que se encuentra consigo en toda experiencia, sin ser construido por esta ni ser tampoco anterior a ella; y esto significa para él que toda experiencia humana comporta un polo de subjetividad. Pero también que, siendo como soy sujeto en situación, solo puedo realizar mi ipseidad siendo efectivamente cuerpo y, por lo tanto —y a través de él— siendo mundo. La paradoja de la subjetividad significa que el yo que experimenta el mundo y está, por lo tanto, frente a él, forma parte al mismo tiempo de ese mundo frente al cual se sitúa: estoy frente a aquello que al mismo tiempo 54

Ob. cit., pág. 231; trad. de Cabanes, pág. 215.

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soy. Pero ante esa paradoja Merleau-Ponty sigue el camino de Husserl en vez de asumir un enfoque consecuentemente dialéctico que prescinda del yo trascendental, si bien este es reinterpretado por él como el cuerpo-sujeto, condición de todo cuanto aparece en mi experiencia y puede tener un sentido para mí. Por eso, Merleau-Ponty renuncia a hablar de sujeto y de objeto como «ideas» embalsamadas y manejables, como —según él— hace la dialéctica, y pretende reencontrar la subjetividad más acá de la noción diferenciada de sujeto, así como reencontrar el objeto en estado naciente más acá de la idea de objeto, pues de lo que se trata es de comprender su génesis en mi experiencia viva, la cual está marcada por el carácter ambiguo de todo lo humano. Y el término que emplea para expresar aquella dualidad en su estado naciente que remite a la unidad de la vida es el de «existencia». Sin embargo, hay que decir que la dialéctica no dice otra cosa, si bien rehúsa el recurso a esa ambigüedad con la que Merleau-Ponty se limita a describir la dualidad presente en la unidad confusa de la experiencia. Y no renuncia además a explicarla mediante conceptos, a saber: he de atender a mi experiencia como totalidad concreta, tan solo a partir de la cual, y como momentos derivados respecto de la unidad que conforman, puedo distinguir reflexivamente dichos momentos. Lo que ocurre es que el pensamiento que vuelve sobre ello en un plano más elevado de explicación no tiene por qué renunciar a determinar ese proceso, para lo cual no puede dejar de usar las ideas de sujeto y objeto, cuya realidad sin embargo es comprendida mediante otra idea referida a la totalidad que comprende a aquellos y dejando claro que aunque el plano de la idealidad se entremezcla con el de la realidad que trata de comprender es en rigor posterior a esta y dependiente de ella. Lo primero, o sea, lo dado, no es el objeto, sino mi experiencia que constituye objetos; no es la subjetividad, sino el saberme en relación con las cosas: lo dado es la experiencia del mundo para mí, al tiempo que me reconozco como ser-en-el-mundo. De este modo, con ese saber antepredicativo, recuperamos la noción husserliana del mundo de vida, solo que esta revela ahora una bilateralidad, o —como antes decíamos— una ambigüedad, que parece acompañar a todas nuestras vivencias y ser característica de todo lo humano, a saber: la distinción entre un en-sí y un para-nosotros como momentos apuntados en el todo unitario de la vivencia, que posteriormente la reflexión analizará y determinará como objeto y sujeto. 12.5. La cuestión del COGITO y la temporalidad Según Merleau-Ponty —que en este punto se atiene a la noción sartreana del cogito prerreflexivo—, es en mi relación con las cosas donde me conozco, y solo después, mediante la reflexión, puedo volver sobre mí y

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alcanzar la percepción interior. Ello es así porque la intencionalidad original —en el sentido de la fenomenología— no proviene de un ego autónomo, que se poseyera a sí mismo como pensamiento independiente antes de su relación con las cosas —que es precisamente lo que significa el cogito cartesiano—, sino que se confunde con el modo en que nuestro cuerpo se proyecta originalmente sobre las cosas: El movimiento del cuerpo solo puede desempeñar un papel en la percepción del mundo si él mismo es una intencionalidad original, una manera de referirse al objeto distinta del conocimiento. Es necesario que el mundo esté a nuestro alrededor, no como un sistema de objetos de los cuales hacemos la síntesis, sino como un conjunto abierto de cosas hacia las cuales nos proyectamos55.

Pero esa intencionalidad original, que —a diferencia del enfoque idealista de Sartre— se confunde con la proyección del propio cuerpo, va definiendo un Para-sí conforme su actividad se diferencia de aquello sobre lo que se proyecta. Merleau-Ponty dedica bastantes páginas a la crítica de lo que él llama «la interpretación eternitaria del cogito» para oponerla a su propia concepción, que pese a todo no renuncia a esta noción, tan cargada de resabios idealistas. Pero este cogito que nos propone, en cuanto sujeto situado en su mundo, no puede escapar a la finitud ni al tiempo. Ni se posee a sí mismo antes de proyectarse sobre las cosas —contra Descartes—, ni se limita a acompañar a las representaciones que él mismo constituye según una lógica intemporal —contra Kant—, ni es la pura negatividad que genera el mundo a partir del ser en sí —contra Sartre—. Pero tampoco es un yo puro que pueda distinguirse del propio cuerpo —contra Husserl—. Pues la percepción de la cosa y la conciencia de captarla significan lo mismo: «La conciencia que tengo de ver (...) es la efectuación misma de la visión»56. Y, sin embargo, no son exactamente lo mismo, a pesar de esta última afirmación, con la que Merleau-Ponty trata de sacudirse toda posible idealización de la subjetividad. Porque el cogito es para él el movimiento de trascendencia en que consiste mi ser, trascendencia que me lleva a un tipo especial de contacto con el mundo, a saber: el que me permite estar en contacto conmigo mismo al tiempo que trato con las cosas. Ese movimiento de trascendencia en que consiste mi subjetividad se confunde con la temporalidad. En relación con esta, hay que decir que el análisis de Merleau-Ponty sigue muy de cerca los planteamientos de Hus55 56

Ob. cit., pág. 444; trad. de Cabanes, pág. 396. Ob. cit., págs. 431-2; trad. de Cabanes, pág. 386.

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serl y de Sartre. En efecto, con palabras de este último, señala que el tiempo es la expresión de aquella trascendencia; no es un proceso real que yo me limitaría a registrar, sino que nace de mi relación con las cosas, ya que todas las experiencias, en cuanto nuestras, se disponen según un antes y un después. Ya nuestra remisión al espacio es temporal, pues las cosas coexisten en el espacio porque están presentes al mismo sujeto perceptor y envueltas en una misma onda temporal. Sin embargo, la célebre metáfora que habla de un tiempo que pasa o transcurre del pasado hacia el presente y el futuro es en realidad muy confusa: Si considero este mundo en sí mismo, no hay más que un solo ser indivisible y que no cambia. El cambio supone cierto lugar en que me sitúo y desde donde veo desfilar cosas; no hay acontecimientos sin alguien a quien advienen y cuya perspectiva finita funda la singularidad de los mismos. El tiempo supone un punto de vista. No es, pues, como una corriente, no es una sustancia que fluye57.

Así pues, encontramos una relación tan íntima entre el tiempo y la subjetividad que hemos de afirmar que el sujeto es temporal no por un azar de la constitución humana, sino en virtud de una necesidad interior. Y precisamente porque —según se dice— el tiempo nace de esa relación conmigo, o sea, con un punto de vista unitario, su unidad debe comprenderse como anterior a sus partes: el tiempo como impulso indiviso y como transición es anterior a la multiplicidad sucesiva de sus partes y es también lo que hace a esta posible. Por eso se dice que esas «partes» se implican entre sí: el presente vivido encierra en su espesura un pasado y un futuro; el futuro es un pasado por venir; el pasado es un futuro ya acaecido; etc. Pues, anterior a esas «partes» del tiempo como multiplicidad sucesiva, tiene que haber un tiempo verdadero, un tiempo en estado naciente, que no es una síntesis de lo múltiple —contra Kant— ni un objeto de nuestro saber, sino la propia subjetividad en cuanto vida que se despliega58. Por el contrario, el tiempo objetivado en pasado, presente y futuro se convierte paradójicamente en algo estático. Por lo tanto, antes de toda objetivación hay que buscar el tiempo verdadero en su estado naciente como una dimensión de nuestro ser. Y, como fenomenólogo, dice Merleau-Ponty que todo me remite al campo de presencia como a la experiencia originaria en la que aparecen el tiempo y sus dimensiones. Mi presente se sobrepasa hacia un futuro 57 Ob. cit., pág. 470; trad. de Cabanes, pág. 419. Así habla el fenomenólogo, cuyo lastre idealista le lleva a decir que «no hay acontecimientos sin alguien a quien advienen». 58 Ob. cit., pág. 474; trad. de Cabanes, pág. 422.

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y hacia un pasado próximos y «los toca» allí donde están59. Así pues, no hay más que un solo tiempo que se confirma a sí mismo, pero de modo que el paso del presente a otro presente no lo pienso, no soy su espectador, sino que lo efectúo, estoy ya en el presente que va a venir, soy yo mismo el tiempo que permanece y no fluye ni cambia. Porque —como indica siguiendo a Sartre— el pasado no es pasado, ni el futuro es futuro más que cuando una subjetividad viene a romper la plenitud del ser-en-sí trascendiéndose e introduciendo el no-ser en ella60. Pero esto constituye también una gran paradoja. Porque si la subjetividad es temporalidad —en tanto que presente que se trasciende— y hace surgir el tiempo en su relación con las cosas que aparecen sucesivamente en su campo de presencia, no cabe decir que esté en realidad dentro del tiempo. Y, sin embargo, decimos que ese sujeto, en cuanto situado, ha de pertenecer él mismo a un presente, tener un pasado, etc. Esta tensión en la relación entre yo y tiempo le llevó a Husserl —como vimos— a destacar en el ego puro un protopresente o presente intemporal, en cuanto campo de toda presencia, desde el cual el yo se distiende en el tiempo. MerleauPonty no acepta esa noción de un yo puro, aunque sí mantiene en cierto modo la paradoja, por cuanto cree que no cabe afirmar que la subjetividad sea temporal en sentido propio, pues aunque está siempre situada —y pertenece a un lugar y a una época— no pertenece a ningún momento del tiempo originario, ya que este es promovido por la propia subjetividad. Pues bien, sobre esta cuestión hemos de decir que la paradoja es, en realidad, inevitable una vez se adopta el enfoque fenomenológico: la temporalidad es entonces la forma de ser del sujeto, pero él mismo no es temporal en el sentido de estar en el tiempo. O, dicho de otro modo: el tiempo vivido no puede contener a mi vida. Pero esa temporalidad que es el modo de ser de la conciencia es el tiempo originario del que habla el fenomenólogo, un tiempo cuya continuidad es la de la propia conciencia, la cual no cambia ni fluye, sino que consiste en el continuo hacerse presente a un mundo que nunca se nos muestra íntegramente de una sola vez, sino paso a paso, como el inagotable aparecer de acontecimientos sucesivos. Por eso escribe Merleau-Ponty que la temporalidad originaria no es una yuxtaposición de momentos, sino el poder de la subjetividad que los mantiene conjuntamente alejándolos uno de otro y confundiéndose así con la cohesión de una vida61. De tal manera que, en ese sentido, la subjetividad no está en el tiempo, sino que vive el tiempo, pues este es el modo de ser a la vez múltiple e indiviso de las vivencias. 59 60 61

Ob. cit., pág. 478; trad. de Cabanes, pág. 426. Ob. cit., pág. 481; trad. de Cabanes, pág. 428. Ob. cit., pág. 483; trad. de Cabanes, pág. 430.

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Así pues, la temporalidad ilumina a la subjetividad. Porque esta para Merleau-Ponty, como para Husserl, es un poder indiviso que se constituye perpetuamente a sí mismo en la síntesis de sus propias vivencias. La unidad continua del tiempo —que es la de la propia conciencia— es el aspecto que ya resaltó Bergson, para quien el tiempo auténtico no es el tiempo espacializado que se divide en lugares, sino la duración en cuanto presente conservado que perdura. Por su parte, Merleau-Ponty replica, en primer lugar, que la crítica de Bergson tiene sentido si la espacialización que denuncia se refiere al espacio geométrico, pero se pierde el sentido de esa crítica si atendemos a la espacialidad originaria, que es anterior al espacio objetivado, ya que aquel espacio primordial es en realidad la forma abstracta de nuestra presencia en el mundo. Y, por otro lado, Bergson habría desatendido a la dimensión de negación o de no-ser del tiempo al resaltar lo que perdura en la duración; y, frente a ello, Merleau-Ponty señala que la unidad continua del tiempo no significa que desaparezca la ruptura que genera los diversos momentos. Pues, en efecto, el tiempo es lo que perdura de modo continuo en la duración, pero también el ék-stasis o negación, que expresa el sentido de ruptura o trascendencia de la subjetividad. Porque la conciencia es la unidad de su continuo hacerse presente a la diversidad del acontecer que comparece ante ella. Pero esa unidad de lo diverso es la estructura viva —y dialéctica, añadiríamos nosotros— del tiempo. Por lo tanto, decir que el sujeto es temporalidad significa para Merleau-Ponty que deja de ser contradictorio el ponerse a sí mismo en las diversas experiencias, pues eso precisamente expresa la esencia del tiempo vivo, el cual es también a la vez la «afección de sí por sí»62. De ese modo, la temporalidad expresa tanto el afectar como el ser afectado de la conciencia, tanto su actividad como su pasividad. Por eso, en este punto, Merleau-Ponty hace uso de la noción de síntesis pasiva, tan importante en Husserl, noción que quedaría ahora esclarecida a la vez que sirve para aclarar esta cuestión: Al hablar de síntesis pasiva, queríamos decir que lo múltiple está penetrado por nosotros y que, a pesar de ello, no somos nosotros quienes efectuamos su síntesis. Pues bien, la temporalización cumple, por su misma naturaleza, con estas dos condiciones: (...) yo no soy el autor del tiempo (...) y, no obstante, este surgimiento del tiempo no es un simple hecho que yo soporto (...). Él me arranca a lo que iba a ser, pero me da a la vez el medio para captarme a distancia y realizarme como yo. Lo que se llama la pasividad no es la recepción por nuestra parte de una realidad

62 Merleau-Ponty toma esta expresión de Kant, aunque este la aplica a la mente o psiquismo (Gemüt), y ahora es referida al tiempo. Véase ob. cit., pág. 487, nota; trad. de Cabanes, pág. 433.

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ajena o la acción causal del exterior sobre nosotros: es un investir, un ser en situación (...) que perpetuamente recomenzamos y que es constitutivo de nosotros mismos63.

Así pues, somos del todo activos y del todo pasivos, porque somos el surgir del tiempo. Y, por eso, la orientación de la subjetividad al mundo no quiere decir —como pretende el idealismo— que el significado equivalga al acto de significación del yo (la Sinn-gebung de Husserl), porque cuando comprendo una cosa no opero actualmente su síntesis, sino que me proyecto sobre ella con mis campos sensoriales y mi campo perceptivo. Solo en este sentido me anticipo al mundo, en cuanto soy-en-el-mundo a la vez que proyecto del mundo. Es decir: no hay solo una dirección centrífuga como autoposición de un yo con su donación de sentido, sino también una dirección centrípeta de recepción de la realidad de la que provengo y que persevera frente a mí. Y esto mismo es lo que —según Merleau-Ponty— confirma el análisis del tiempo vivido. Por eso, contra Sartre, afirma que la libertad no debe entenderse como idéntica al proyecto mismo de un yo que establece sus fines, porque esto supone el dualismo que concibe a la conciencia como una nada ajena al ser. Por el contrario, el mundo en que estamos siempre situados está presente incluso en el interior de la propia conciencia. En este sentido, y contra Sartre, Merleau-Ponty cree verdadera la síntesis hegeliana del En-sí y el Para-sí, siempre que se asuma —contra Hegel— nuestra finitud. Y por eso mismo sostiene que la libertad es siempre un encuentro del exterior y del interior. Con palabras que rechazan la concepción clásica del libre albedrío y recuerdan el significado que la tradición dialéctica asigna a la libertad, escribe: Soy una estructura psicológica e histórica (...). Todas mis acciones y mis pensamientos están en relación con esta estructura (...). Y, sin embargo [en tanto existencia], yo soy libre no pese a estas motivaciones [no a pesar de esa objetividad que me constituye] o más acá de las mismas [porque hubiera un yo previo a la objetividad en que estoy], sino por su medio. Pues esta vida significante, esta cierta significación de la naturaleza y de la historia que yo soy, no limita mi acceso al mundo, sino que es, por el contrario, mi medio de comunicar con él (...). Es viviendo mi tiempo como puedo comprender los demás tiempos, es ahincándome en el presente y en el mundo, asumiendo resueltamente lo que por azar soy (...), como puedo ir más allá64.

63 64

Ob. cit., pág. 488; trad. de Cabanes, págs. 434-5. Ob. cit., págs. 519-520; trad. de Cabanes, pág. 462. Los corchetes son míos.

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Pero esta es una concepción dialéctica, en cuanto entiende que mi subjetividad no puede entenderse al margen de la objetividad, ni puedo tampoco vivir esta más que interpretada subjetivamente. Por eso, si se asume la identidad diferenciada de sujeto y objeto, la concepción de la libertad como la espontaneidad de un sujeto cuya acción se determinara en un reducto donde no impera objetividad alguna sería una completa mistificación. Del mismo modo, no hay realidad humana que sea puramente objetiva, pues dicha realidad, si es humana, siempre contendrá un momento de actividad subjetiva o —como prefiere decir Merleau-Ponty— un significado existencial. 12.6. La subjetividad del otro y el mundo interhumano La naturaleza es eso que me encuentro y respecto de lo que tomo posición sin dominarlo nunca del todo. Pero la naturaleza no solo me rodea, sino que está también en el centro de la subjetividad y, por eso, nunca llego del todo a captarme o identificarme conmigo mismo: lo que soy es al mismo tiempo aquello a lo cual estoy enfrentado, sin poder cerrar nunca esa distancia conmigo65. Este modo de ser que consiste en estar situado también frente a sí mismo, sin alcanzarse nunca del todo, es justamente lo que expresa la temporalidad como estructura esencial del yo y lo que ahora repensamos a la hora de definir nuestra condición natural. Pues ese dislocamiento respecto de la naturaleza significa que soy algo ya dado para mí cuya comprensión se encuentra necesaria y fatalmente en ella, al menos en una gran medida; pero, aun siendo algo dado en la naturaleza, estoy dado también a mí mismo (aunque esto sigue siendo también naturaleza: la mía, 65 En eso consiste precisamente la apertura de la que tantos filósofos han hablado y que, en el caso de Merleau-Ponty, debe entenderse como la apertura de mi campo trascendental, a saber: con la irrupción de mi existencia algo se disloca o abre para mí, generando una distancia con el ser y en él. Pero ese dislocamiento es el que trae consigo la conciencia, en cuanto esta se sitúa frente a las cosas y frente a sí misma. La apertura queda así —al igual que ocurre en el caso de Scheler o Sartre— asociada a la irrupción de la subjetividad. Heidegger, por su parte, que en Ser y tiempo trata de eludir dicha asociación sin conseguir —según nos parece— evitar el enfoque de la filosofía trascendental, rompe enteramente con esta en sus obras posteriores, prescindiendo así enteramente de la noción moderna del sujeto, pero lo hace al precio de mistificar aquella apertura hasta convertirla en el acontecimiento misterioso de desocultación o revelación del ser. En realidad, dicha apertura es lo que en otros términos explica ya Hegel en la Fenomenología del espíritu al mostrar la génesis de la subjetividad en el elemento de la vida: dicha eclosión significa, en efecto, una revolución en la lógica de la vida que conduce a la aparición de un viviente peculiar o sujeto, que es aquel que no solo vive en el sentido intransitivo del término, sino que está además enfrentado a lo que constituye su propia vida.

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respecto de la cual puedo tomar distancia). Eso es lo que explica que nunca pueda comprenderme del todo, ya que nunca formo una sola cosa conmigo mismo66, y explica por lo tanto la falta de transparencia o la opacidad que reina en el corazón de mi subjetividad. Pero Merleau-Ponty analiza la cuestión del yo también desde la perspectiva de la relación intersubjetiva y del mundo cultural, que no es un mundo ajeno al mundo natural, sino que es este mismo mundo en el cual ha penetrado una subjetividad impersonal o anónima. Y esta perspectiva exige replantear la cuestión del sujeto en un nuevo plano de consideración que ha de tener en cuenta la realidad intersubjetiva: «En el objeto cultural experimento la presencia próxima del otro bajo un velo de anonimato»67. En realidad, siempre me encuentro de antemano en un mundo intersubjetivo, y es el intelectualismo racionalista el que, por el contrario, elabora la idea de que ese mundo se constituye a partir de la realidad subsistente de las subjetividades separadas y privadas. Hegel ya había superado este enfoque cartesiano, porque aunque presenta la intersubjetividad como el resultado de una lucha entre las autoconciencias, en rigor lo que nos dice es que estas están ya vinculadas en el elemento de la vida, pero que solo acceden a saberlo conscientemente cuando se captan como parte del espíritu. Merleau-Ponty, por su parte, seguirá otra vía para superar el enfoque del intelectualismo racionalista: mostrando —en el modo en que lo hace la fenomenología— el significado intersubjetivo de nuestra experiencia a través del modo en que un cuerpo experimenta su interconexión con los demás. Desde mi vivencia, en cuanto tengo un cuerpo y un mundo natural, puedo encontrar en este mundo otros comportamientos con los que el mío se entrelaza. Pues es verdad —según veíamos— que, en cuanto mi existencia se encuentra ya en acción, se sabe dada a sí misma, lo cual significa —como atestigua el cogito— que hay un fondo de sí mismo que acompaña a los propios actos y se renueva con ellos. Pero ocurre también que mis propios actos me rebasan hasta perder yo en ellos contacto conmigo mismo, en la medida en que me comprometen en un mundo —enajenándome en él— que me trasciende y del que no me reconozco autor. Es decir, «es indudable que yo no me siento constituyente ni del mundo natural ni del mundo cultural: en cada percepción, en cada juicio, hago intervenir ora funciones sensoriales, ora montajes culturales, que no son actualmente míos. Rebasado en todas partes por mis propios actos, soy no obstante aquel para quien estos actos son vividos...»68. El problema, por lo tanto, es cómo conciliar el testimonio del cogito (a saber: que el yo está dado a sí mismo) con la experiencia insuperable de 66 67 68

Phénoménologie de la perception, pág. 399; trad. de Cabanes, pág. 358. Ob. cit., pág. 400; trad. de Cabanes, pág. 360. Ob. cit., pág. 411; trad. de Cabanes, pág. 369.

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estar rebasado por los propios actos, en los que me reconozco, pero que comprendo a la vez como actos que en cierto modo no me pertenecen, sino que me enajenan en cuanto entran en el curso de un mundo natural y social, cuya dinámica se me impone con la lógica de una realidad objetiva. En toda situación estoy de algún modo dado a mí mismo, y esto, que nunca me es disimulado, es un componente de aquella. Pero este poder fundamental que tengo de ser el sujeto de todas mis experiencias, que es lo que constituye mi libertad, no es algo distinto de mi inserción en el mundo69. Es decir: mi subjetividad es esa tonalidad que acompaña siempre a mi trato con las cosas en las que estoy empeñado, que, al tiempo que me distancia de la situación que me domina, me permite entenderme como capaz de escapar de la opacidad que me envuelve para recomenzar algo en ella. Ahora bien, ese medio que me lleva, que me constituye y que yo contribuyo a renovar es también y de manera fundamental el de mi vida con los otros. La cuestión del alter ego se plantea siempre como una dificultad en la fenomenología, pues si el yo es el centro ante el que comparece todo lo demás con el rasgo de la alteridad, el yo de los otros se convierte necesariamente en un problema. Husserl trata de resolverlo mediante la comprensión del carácter intersubjetivo de la conciencia, pero —según vimos— su planteamiento no logra liberarse nunca de cierta paradoja, en cuanto supone que es posible llevar a cabo una reducción última que alcance la esfera de lo que es propio del yo monádico. Sartre, por su parte, reconoce en este punto la importancia de comprender la relación con el otro en términos de reciprocidad. Sin embargo, en El ser y la nada —según vimos—, dicha reciprocidad no se plantea nunca en términos simétricos, sino que el prójimo aparece allí en el contexto de la experiencia que yo tengo de mí mismo: como aquel que enfrenta al Para-sí a la experiencia de verse como ser-para-otro; es decir, como aquel que aparece —amenazadoramente— ante el sujeto arrebatándole el centro del mundo en el que inicialmente estaba colocado para hacerle experimentar su propia objetividad. En cierto modo, lo que hace Sartre es conducir el enfoque fenomenológico de la filosofía del cogito hasta sus últimas consecuencias ontológicas, especialmente si no hay un Dios ante quien las perspectivas del ego y del alter ego, mi visión del otro y la visión del otro sobre mí, queden igualadas. No queda entonces otra visión última que la del Para-sí, a la cual ha de subordinarse entonces la experiencia del otro. Pero Merleau-Ponty no puede aceptar esa posición y busca un nuevo fundamento de la intersubjetividad en la realidad de un exterior común a mí y a los otros que rompa con la perspectiva solipsista del ego cogito cartesiano o del Para-sí hegemónico sartreano: 69

Ob. cit., pág. 413; trad. de Cabanes, pág. 371.

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Si el otro es verdaderamente para sí, más allá de su ser para mí, y si somos el uno para el otro, y no el uno y el otro para Dios, es necesario que nos aparezcamos el uno al otro, que él tenga y yo tenga un exterior, y que exista, además de la perspectiva del Para-sí —mi visión sobre mí y la visión del otro sobre sí mismo— una perspectiva del Para-el-Otro — mi visión sobre el Otro y la visión del Otro sobre mí—. Claro está, estas dos perspectivas, en cada uno de nosotros, no pueden estar simplemente yuxtapuestas (...). Es preciso que yo sea mi exterior y que el cuerpo del otro sea él mismo [y constituya así su subjetividad]. Esta paradoja y esta dialéctica del Ego y del Alter únicamente son posibles si el Ego y el Alter Ego se definen por su situación (...), o sea, si la filosofía no se acaba con el retorno al yo70.

Lo que denomina Merleau-Ponty «la perspectiva del Para-el-Otro», que debe poseer tanto el yo como el prójimo, no es sino la perspectiva de existir ahí afuera, en un espacio común a ambos, en el que cada uno es ante todo un cuerpo que se presenta ante el otro. Pero, a diferencia del enfoque sartreano, el ser-para-sí y el ser-para-otro no son dos perspectivas yuxtapuestas e irreconciliables entre sí —hasta el punto de suponer esta segunda una amenaza para la primera—, pues ambas remiten a un intermundo que define la situación de cada uno. Por lo tanto, aunque la existencia siempre tiene de modo irreductible un tono de subjetividad que acompaña a todas las experiencias, es también ese modo de ser en la realidad exterior de un mundo común que nos envuelve y en el que se recortan unos frente a otros nuestros cuerpos. A diferencia de Sartre, Merleau-Ponty no entiende al otro ante todo como aquel cuya mirada me convierte ante mí mismo en ser-para-otro, haciéndome experimentar así, a través de él, mi condición de objeto. Como vimos, ese enfoque, que Sartre denomina «la separación ontológica de las conciencias», conduce a la lucha hobbesiana en la que yo solo puedo vivir como sujeto si reacciono ante la mirada ajena que me objetiva, erigiéndome a mi vez en sujeto frente a él, al que de ese modo convierto en objeto de mi propio proyecto hegemónico. No hay reconciliación posible entre las conciencias, pero no por alguna limitación de carácter moral o político, sino por el carácter ontológico de aquella separación insuperable entre las mismas, en cuanto que tanto para mí mismo como para los demás soy solo sujeto o solo objeto. Y esta es la consecuencia lógica e inevitable del planteamiento inicial de Sartre, para quien no hay mediación alguna entre el Para-sí y el En-sí. La subjetividad es para él la pura negatividad que nunca se alcanza en ninguna identidad positiva, mientras que el ser en sí es 70

míos.

Ob. cit., Avant-Propos, págs. VI-VII; trad. de Cabanes, pág. 12. Los corchetes son

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pura positividad. Por eso, en Lo visible y lo invisible, Merleau-Ponty —que sigue en esta discusión muy de cerca el planteamiento sartreano, aunque para rechazarlo de raíz— se refiere críticamente a la filosofía de Sartre como «filosofía de lo negativo»71, ya que la negatividad en él se presenta como pura negación. En la terminología de la dialéctica hegeliana, diríamos que la negatividad en Sartre nunca alcanza un resultado positivo. Si Sartre considera que la mirada del otro me convierte en objeto, ello se debe a que subsiste en él un vestigio del intelectualismo cartesiano, que entiende «la visión» como «el pensamiento de ver», siendo así que todo pensar convierte en objeto aquello en lo que recae. Mi mirada no convierte al otro en objeto para mí más que si me reduzco a mi pura naturaleza pensante, a sujeto puro, es decir, solo si mi mirada es inhumana. Pero Merleau-Ponty reivindica aquí al Husserl de Ideas II, para quien la mirada nos pone en contacto con un mundo visible. En efecto, la mirada es expresiva de una existencia y sostenida por un aparato cognoscente que es mi cuerpo. Ni mi comportamiento ni el del otro pueden entenderse entre sí a partir de la escisión abstracta de sujeto y objeto —contra Sartre—, aunque tampoco aquí resulta de ayuda el enfoque que basa el descubrimiento del alter ego en una analogía a partir del yo —en contra de la posición de Husserl en las Meditaciones cartesianas—. Porque —según Merleau-Ponty— yo soy para mí desde el primer momento también objeto, o, dicho en sus propios términos: siempre me encuentro ya situado como ser-en-elmundo y viviendo mi cuerpo, con una cierta opacidad para mí mismo y en conexión con otros cuerpos72. De igual manera que hay una interconexión entre los sentidos de un mismo individuo por la que cada perspectiva sensorial se desliza en las demás y forma con ellas un único sistema en la cosa percibida, así ocurre también, en otro nivel, que las conciencias se deslizan a través de los cuerpos formando todas ellas un único mundo de comunicación. Si mi cuerpo percibe el cuerpo del otro y encuentra en él una prolongación de sus propias intenciones, ello es así porque tanto uno como otro forman parte de un sistema o intermundo que nos envuelve a ambos y que se impone con un significado no solo natural, sino también cultural en cuanto está penetrado de una subjetividad anónima e impersonal. Por eso, por un lado, percibo al otro como un comportamiento con una presencia física, pero también, de modo indirecto, se me hace presente su subjetividad en los objetos culturales de los que participa al igual que yo. Y, en particular, es la lengua el objeto cultural que jugará un papel esencial en la percepción del prójimo73. 71 72 73

Le visible et l’invisible, págs. 78 y sigs. Phénoménologie de la perception, pág. 404; trad. de Cabanes, pág. 364. Ob. cit., pág. 407; trad. de Cabanes, pág. 366.

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12.7. La dialéctica de lo visible y lo invisible La reconsideración de la dialéctica está siempre supuesta en la obra de Merleau-Ponty, aunque de manera explícita se ocupa del tema en Sentido y sinsentido y en Lo visible y lo invisible74. Sus interlocutores principales en esta discusión son Hegel y Marx, pero también —y sobre todo— el Sartre de El ser y la nada75, cuya concepción de lo negativo se convirtió en el blanco central de su crítica. En cualquier caso, según Merleau-Ponty, la cuestión de la negatividad juega un papel ya incluso en la percepción, pues lo que se hace presente en ella emerge efímeramente de un fondo total a la manera de una seudo-positividad destinada a desaparecer para que sobre su negación otra cosa se haga positivamente presente en la percepción76. Ahora bien, en su concepción sobre este asunto, la negación que promueve ese cambio en la percepción se debe siempre a la conciencia: a la relación que esta establece con el mundo. Rechazando, pues, el planteamiento de la dialéctica hegeliana, no hay para Merleau-Ponty una negatividad que arraigue en el ser e impulse su devenir. No es el ser el que al mismo tiempo es y no es, sino que, al igual que sostiene Sartre y mucho antes Kant, es la conciencia la que introduce la negación. Sin embargo, Merleau-Ponty se desmarca del enfoque sartreano al afirmar que esa negación que la conciencia es no me separa del ser de la cosa por un abismo infranqueable, porque en realidad «soy en la cosa» cuando esta se me hace presente sensiblemente. Es decir, no soy una nada irremediablemente separada del ser-en-sí, sino que soy positivamente mi cuerpo y mi situación, en los que ciertamente hay un momento de negación —en cuanto no soy esto o lo otro—, pero también un ser positivo. Y eso que positivamente soy y en lo que me apoyo —en la 74 El interés crítico por la filosofía dialéctica no aparece de manera explícita en Fenomenología de la percepción, aunque nos parece que muchos de los conceptos y discusiones del libro tienen un trasfondo dialéctico o, al menos, son interpretables en términos de la dialéctica, a pesar de que Merleau-Ponty no entra nunca de lleno en ella debido a su formación en la tradición fenomenológica. En Sentido y sinsentido desarrolla una interpretación del pensamiento de Hegel que, al tiempo que demuestra su gran admiración por el filósofo alemán, pone también de manifiesto su deuda con cierta línea interpretativa asentada en la tradición francesa —y, en especial, con la obra de Jean Hyppolite—, que destaca el sentido existencial y trágico con que la Fenomenología del espíritu concibe la vida humana. Véase L’existencialisme de Hegel, conferencia incluida en Sens et non-sens, París, Les Éditions Nagel, 1948. Por otra parte, en Las aventuras de la dialéctica encontramos más bien una discusión de cuestiones políticas de carácter empírico en el contexto de la tradición marxista. 75 La Crítica de la razón dialéctica fue publicada tan solo unos meses antes de la muerte de Merleau-Ponty, de modo que este no tuvo tiempo de referirse por escrito a dicha obra de Sartre. 76 Le visible et l’invisible, pág. 79.

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percepción o en la acción— para llegar al mundo se me revela como opaco a mis propios ojos y como algo que vería con más claridad una mirada exterior. Así pues, en contra de la tesis sartreana de la conciencia que es puramente para sí, Merleau-Ponty sostiene que la totalidad de lo que soy supera lo que soy para mí mismo77. Por eso, rechaza el sentido absoluto de la negación sartreana y denomina «filosofía de lo negativo» o «negativismo» a esa posición, que se mantiene firme en la antítesis del ser y el no-ser, entre los cuales no reconoce intersección alguna. Para Sartre —viene a decir Merleau-Ponty—, esa pasividad que soy por tener un cuerpo y estar en situación, y que se me revela al acusar la mirada ajena, queda en cierto modo rebasada en cuanto es reinterpretada como puesta por mí, puesto que soy yo quien consiento en ello. Pero, para Merleau-Ponty, ni mi cuerpo ni tampoco la verdad del otro que llega ante mí, ni las cosas en general, pueden reducirse nunca a la estructura del Para-sí. La existencia del otro, en particular, no se funda en mi vergüenza, sino que más bien constituye la verdad de esta. Pero mi pasividad no solo viene dada por la existencia del prójimo, irreductible a la mía, sino que tiene un arraigo más general, en cuanto soy parte del mundo que me constituye, aunque yo también lo tome a mi cargo y reanude su curso a través de mí. Lo que hace una filosofía de la reflexión, como la de Sartre, es confundir las estructuras reflexivas (el poder volver sobre mí mismo desde las cosas para regresar reflexivamente a ellas y considerarlas de nuevo desde lo que soy) con el primer contacto originario con el mundo. Por eso, en esa filosofía que hace de lo negativo un absoluto, las cosas se me presentan ya en la perspectiva de lo que no soy yo, de lo que se encuentra el Para-sí previamente dado, porque la reflexión se ha puesto por delante de la experiencia original del mundo vivido. Pero, más allá del negativismo sartreano y de la tendencia de la filosofía de la reflexión a considerar al cogito separadamente —dice Merleau-Ponty—, cabe otra filosofía que capte aquel contacto originario con el ser entendiendo su ambigüedad, en la que se mezclan lo positivo y lo negativo78. En definitiva, Merleau-Ponty rechaza la abstracta oposición sartreana entre el ser y la nada: ni la conciencia es nada sin más, ni tampoco el ser de las cosas es pura positividad. A estas les pertenece la negación en tanto se me hacen presentes, del mismo modo que la conciencia no es solo la actividad nihilizadora, sino que arraiga en el ser en cuanto se confunde con el propio cuerpo. Ni la conciencia es pura visión, ni el ser es la superficie vista, pues aquella contiene opacidad y este contiene profundidad. La filosofía de Sartre, en cambio, se instala en la visión pura, o sea, en una rela77 78

Ob. cit., pág. 88. Ob. cit., págs. 105.

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ción entre un puro vidente y un ser visto. Se trata de un dualismo ontológico, contra el cual señala Merleau-Ponty que sí hay mediación entre el ser y la nada, y esa mediación es lo que hay como algo, como mundo79. Es decir, no trata a la nada como una especie de esencia, no fija la negación en su negatividad, sino que considera la dialéctica del ser y el no-ser como la mejor manera de dar cuenta de nuestra experiencia del mundo. Sin embargo, esta dialéctica que Merleau-Ponty reclama no ha de desconectarse nunca de su contexto antepredicativo, en el cual ya se delinea una distinción entre un en-sí y un para-nosotros, antes de que la reflexión los convierta en los términos lógicos de objeto y sujeto. Este salto es el que da la dialéctica hegeliana, que —según esta crítica— se dejaría llevar por el movimiento lógico de los conceptos, que terminaría así por suplantar al movimiento mismo de la experiencia, en el cual, por el contrario, nunca acaban de desmarcarse entre sí sujeto u objeto alguno, sino que siempre domina la ambigüedad de un todo confuso. Frente a aquella dialéctica «embalsamada» que impone la lógica al mundo, Merleau-Ponty denuncia también aquí la pretensión de hacer valer la reflexión como forma de contacto originario con las cosas, pretensión que conduce a interpretar la dialéctica de la experiencia mediante el movimiento lógico de los conceptos. Por eso, escribe que la filosofía no es conocimiento propiamente, ni tampoco toma de conciencia, sino que... ...pregunta a nuestra experiencia del mundo lo que este es antes de ser cosa de la que se habla (...), antes de ser reducido a un conjunto de significaciones manejables, disponibles; se lo pregunta a nuestra vida muda, dirigiéndose a esa mezcla de mundo y nosotros mismos que precede a la reflexión, porque el examen de las significaciones en sí mismas nos daría el mundo reducido a nuestras idealizaciones y a nuestra sintaxis. Pero, por otra parte, eso que encuentra volviendo así a nuestras fuentes, ella lo dice (...). Si esta paradoja no es una imposibilidad y si la filosofía puede hablar, es porque el lenguaje no es solamente el conservatorio de las significaciones fijadas y admitidas, pues su poder acumulativo procede de un poder de anticipación o preposesión...80

Es decir, la reflexión origina idealizaciones que luego el lenguaje fija como significaciones disponibles. Y esta es la base de toda filosofía de la 79 A decir verdad, según vimos, también Sartre entiende el mundo como cierta unión del ser y la nada, en cuanto piensa que el mundo es lo que aparece como nihilización del ser-en-sí —del cual no sabemos otra cosa sino que es, como ya decía Parménides— operada por la nada que la conciencia es. Pero en este enfoque no existe aquella unión más que como apariencia, pues el mundo es para él —dicho en términos que recuerdan a Schopenhauer— un reflejo del ser que destella en la conciencia, lo que significa que finalmente entre el ser y el no-ser no hay mediación alguna. 80 Le visible et l’invisible, págs. 138-9.

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reflexión. Merleau-Ponty combate esta actitud con la ayuda de la noción del mundo vivido de Husserl, en la que se fundaría esta nueva idea de la filosofía, entendida como el afán por encontrar el sentido originario de nuestra vida muda antes de toda idealización y de su fijación como significado disponible. Esa anticipación se traduce en la interrogación filosófica por aquel sentido original que la intuición cree poder alcanzar y que el lenguaje vivo de la filosofía trata de formular en un discurso que nunca puede estar sostenido por una lógica preestablecida. En cuanto «embalsamada», aquella dialéctica perdería de hecho su carácter dialéctico, y sus categorías (sujeto, objeto, etc.) falsificarían lo que ella es, a saber: el originario movimiento de una experiencia que se elabora desde el mundo vivido y una y otra vez vuelve a él81. Parece repetirse aquí en cierto modo la crítica nietzscheana que encuentra la vida por debajo de toda construcción conceptual. Pero MerleauPonty no renuncia a la filosofía ni tampoco a la dialéctica, aunque entendida de otra manera: la filosofía es para él interrogación que quiere anticiparse al mundo, del que se posesiona al tiempo que lo reconoce en su consistencia independiente; y es también el discurso que expresa esa dialéctica sin reconciliación, interminable y nunca cerrada, de la relación conciencia-mundo, a la cual denominamos «experiencia». Pero es también fenomenología, en cuanto su pretensión última es atenerse a lo dado en la experiencia, o —como leemos en las Notas de trabajo— hallar el logos del Lebenswelt82. Y lo que en ella se presenta del modo más inmediato es lo visible, la experiencia más actual. Pero esta me incluye también a mí como el que ve, pues yo no soy un vidente puro, sino que pertenezco a aquello que veo, en lo cual, por lo tanto, se contiene siempre un momento de subjetividad. Lo visible, por otra parte, no es la pura facticidad, sino que precede a la distinción abstracta entre hecho y esencia. En este sentido, no habría ni intuición de esencias83, entendida como el salto desde los hechos a una realidad ideal separada; ni tampoco inductividad pura, que implicaría un camino que desde los hechos condujera progresivamente y de modo continuo hasta las esencias. Pues entre hechos y esencias hay —según esta comprensión dialéctica que parece asumir Merleau-Ponty— al mismo tiempo distinción y mediación. De modo que la idealidad no se puede separar abstractamente de la facticidad. En el mundo, que contiene también a la conciencia que lo considera, la facticidad y la idealidad se dan de 81

Ob. cit., Notes de travail, pág. 229. Ob. cit., Notes de travail, pág. 221. 83 Respecto de la Wesenschau o intuición de esencias, comenta Merleau-Ponty que «el propio Husserl no obtuvo jamás una sola Wesenschau que no reelaborara y modificara después». Véase ob. cit., pág. 155. 82

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manera indivisa, constituyendo así el medio indeciso en el que nos hallamos en cuanto vivientes, el medio de nuestra vida, tan solo desde la cual nos proponemos conocer y podemos incluso —a través de las operaciones del conocimiento— separar lo ideal de lo fáctico: Toda ideación, por el hecho de serlo, se efectúa dentro de un espacio de existencia... Bajo la solidez de la esencia y de la idea, está el tejido de la experiencia, esa carne del tiempo...: mi indiscutible poder de tomar distancia, de desprender lo posible de lo real, no alcanza a dominar todas las implicaciones del espectáculo y a hacer de lo real una simple variante de lo posible [que es lo que el idealismo pretende]; por el contrario, son los mundos y los seres posibles los que son variantes, y algo así como los dobles, del mundo y del Ser actuales84.

Y es que el materialismo —aunque Merleau-Ponty no aceptaría este término para calificar a su pensamiento— no impide reconocer el plano de la idealidad, con el que logramos desprendemos de nuestro enredamiento en los hechos para alejarnos de su inmediatez —de la que, sin embargo, esa idealidad procede— y poder comprenderla así en un nuevo nivel. Pero eso no debe inducirnos a creer ilusoriamente que ese plano de lo ideal —en el que la reflexión se recrea y hasta puede llegar a perderse— es fundamento de lo real. Entre la pura idealidad y la mera existencia fáctica, la filosofía implica una distancia con el ser (la «apertura» de la subjetividad) que al mismo tiempo es contacto con el mismo. Porque la subjetividad es mundo, pero comporta siempre la posibilidad de la negación (aunque esa negatividad no llegue a ser nunca la nada de Sartre). Pues bien, esa proximidad y distancia es el lenguaje, en el cual se contiene nuestra vida y la de las cosas, o mejor: nuestra vida con las cosas, o la vida de las cosas para mí. Y el filósofo sabe que eso vivido se articula como lenguaje (el logos del mundo vivido), de modo que el lenguaje que la filosofía misma es presta forma a aquella articulación originaria que se halla en nuestra vida con las cosas para dar voz al sentido mudo que se encuentra en el silencio del mundo. Un espectador puro sería todo lenguaje, pues la palabra sería entonces el sustituto del mundo. Por otro lado, la pura fusión con las cosas no nos arrancaría del silencio. Entre uno y otro caso, la filosofía es para Merleau-Ponty —según nos dice— la conversión del silencio en un discurso que siempre vuelve a él, o —como también dice, citando a Husserl— el esfuerzo por «llevar la experiencia [...], muda en un principio, a la expresión pura de su propio sentido»85. 84

Ob. cit., pág. 150. Los corchetes son míos. Ob. cit., pág. 171. La cita de Husserl se refiere a las Meditaciones cartesianas. Los corchetes son de Merleau-Ponty. 85

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Como ya había escrito Ortega, la filosofía no termina en el silencio, sino que es el esfuerzo renovado por dar forma discursiva a lo presuntamente inefable. Ahora bien, en vez de decir —como Ortega— que lo que hay es la relación recíproca del yo y su circunstancia, Merleau-Ponty prefiere —sobre todo en sus últimos años— eludir los términos de la filosofía del sujeto y sustituirlos por otros con los cuales dar expresión a su ontología: «lo visible», «lo invisible», «la carne» (la chair), el entrelazo, la reversibilidad o el quiasmo (le chiasme). Lo que hay, pues, no son cosas idénticas a sí mismas que, posteriormente, se ofrecerían al vidente, y tampoco hay un vidente vacío al principio que, después, se abriría a ellas, sino algo a lo que solo sabemos acercarnos palpándolo con la mirada, cosas que no alcanzamos a ver «en su pura desnudez» porque la mirada misma las envuelve y viste con su carne86.

Es decir, en la medida en que el contacto originario con el mundo significa la co-pertenencia mutua de la subjetividad y del objeto —aunque estos no se distingan aún como tales, diferenciados—, Merleau-Ponty comprende esa relación primordial según la lógica del sentido del tacto, hasta el punto de entender la vista —que es el sentido privilegiado por la tradición idealista— como una especie de tacto que suprime la distancia del mirar, de tal modo que ver sería palpar con la mirada y, si es así, el que mira no es ajeno al mundo visible, sino que se siente «tocado» por él y lo modifica mientras es él mismo modificado. En efecto, en cuanto al tocar no solo capto las cosas, sino que a la vez me siento tocado por ellas, a partir de ese modelo, ocurre que lo visible no es solo el correlato de mi visión, sino que también contiene a esta. Lo visible es la conjunción del cuerpo-vidente y las cosas, pues estas se dan a aquel, quien a su vez se busca y encuentra entre ellas. Y, sin embargo, la visión es también lo que trasciende ese límite, en cuanto se hace capaz de captar lo visible como lo que se desoculta desde lo invisible (o sea: desde lo no inmediato, donde se constituyen las ideas, los sentidos, el lenguaje). Así pues, por una parte, no podemos eludir esa extraña dialéctica — que prefigura en el mundo vivido lo que luego la reflexión convierte en la dialéctica de sujeto y objeto— de que mi mirada, que envuelve a las cosas, no las oculta, sino que velándolas las revela. Pues esa totalidad confusa que me contiene entre las cosas y frente a ellas es el punto de partida inexcusable al que siempre regresamos, aunque la reflexión me tiente a creer en mi propia autonomía. Pero esa dialéctica entre mi cuerpo y las cosas se cruza 86

Ob. cit., pág. 173.

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con la dialéctica de lo visible y lo invisible. Pues bien, en cuanto a la primera dialéctica, se explica porque nuestro cuerpo es un ser de dos hojas: algo entre las cosas, pero también el que las ve y toca mientras se siente tocado por ellas. No es meramente una cosa entre las cosas, porque tiene «un adentro». Y esa doble pertenencia a lo que preferimos denominar «el orden del sujeto» y «el orden del objeto» nos revela relaciones totalmente insospechadas entre ambos órdenes. Pues —diríamos nosotros— el cuerpo es objeto siendo sujeto y sujeto siendo objeto. O podemos decir, empleando los términos de Merleau-Ponty, que en el cuerpo mi actividad es idénticamente pasividad, pues el cuerpo sentido y el cuerpo sintiente son como el reverso y el anverso, como dos momentos de un único movimiento87. Y, precisamente, a esa reversibilidad de sentirme tocado mientras toco, de ser visible mientras veo, a esa pasividad en la actividad, es a lo que se refiere el concepto de carne (chair), con el que Merleau-Ponty designa algo para lo que —según señala— no existe nombre en la filosofía tradicional: la carne no es materia, ni es espíritu, ni es sustancia, sino que designa el hecho de que mi cuerpo es pasivo-activo88. Según Merleau-Ponty, para comprender esta ontología hay que renunciar a la bifurcación que opone una conciencia-de a un objeto. Y la carne es justamente el concepto que se anticipa a dicha bifurcación y el que trata de expresar aquella reversibilidad haciéndola arraigar en el cuerpo, entendido como la unidad sinérgica, pre-reflexiva y pre-objetiva en la que está sostenida y subtendida mi conciencia. Esa reversibilidad, sin embargo, apunta más bien —según nos parece— al lado de la pasividad, pues viene a decir que soy visible mientras veo, o tangible mientras toco. Y tiene además un carácter inminente, pues nunca está realizada de hecho: nunca se alcanza la identidad acabada del ver y el ser-visto, lo cual acarrearía la pérdida del momento del sujeto; esa reversibilidad no es identidad actual de vidente y visible, sino una identidad siempre fallida. Por eso, MerleauPonty dice que persiste una distancia en la unidad de esos momentos que se cruzan y conforman un todo reversible. Y a ese cruce en el que se entrelazan el momento de actividad y el de pasividad lo designa «quiasmo» (chiasme): el quiasmo, en efecto, se refiere a ese entrelazamiento entre yo y el mundo, o entre yo y el otro, que hace que un mismo ser nos envuelva a ambos. Así pues, la carne es aquello que se revela de mí —como mi pasividad— mientras veo, y esa revelación se produce por una especie de cruce o quiasmo, que me presenta la reversibilidad de mi ser sensible: soy visible mientras veo o tangible mientras toco, porque mi cuerpo es pasivo-activo, 87

Ob. cit., pág. 182. Op. cit, Notes de travail, pág. 324. Por cierto que este concepto, aunque con una significación algo diferente, había sido ya utilizado por Sartre en El ser y la nada. 88

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es masa y a la vez gesto. La carne implica el quiasmo del cuerpo-que-siente y el cuerpo-que-es-sentido, en tanto el primero se revela como el segundo y a la inversa. La cuestión aquí es que Merleau-Ponty se empeña en superar el dualismo del ver y el ser-visto, que Sartre cree insalvable. Pero existe también aquella otra dialéctica que opone lo visible a lo invisible, en el sentido de que la experiencia visible del mundo en general —que, según hemos visto, me contiene también a mí en cuanto vidente— es al mismo tiempo exploración de una realidad invisible, de un mundo de ideas, las cuales no pueden desprenderse, sin embargo, de las apariencias sensibles. Lo invisible no es lo contrario de lo visible, sino que está en esto último como un hueco o como un pliegue, del mismo modo que está el sentido ya prefigurado en las cosas, o lo trascendente en lo inmanente, o el lenguaje en el mundo del silencio. Por eso, puede afirmar Merleau-Ponty que el sentido es invisible, pero está en lo visible del mismo modo que las esencias están en los hechos percibidos89. Y toda reducción fenomenológica nos ha de llevar a ver o intuir en el fenómeno lo invisible que hay en él, siendo por lo tanto, al mismo tiempo, reducción eidética. 12.8. A modo de crítica: la dialéctica frente a la fenomenología A nosotros nos parece, sin embargo, que estas consideraciones dialécticas, que Merleau-Ponty tiende a explicar en clave fenomenológica, en lo esencial se encuentran ya en el acervo de la filosofía dialéctica. Si no estamos dispuestos a situar lo ideal en un mundo aparte, al modo platónico, ni tampoco aceptamos el enfoque idealista trascendental, que promueve la separación de lo ideal y lo sensible mediante el recurso a un ego que, de alguna manera, se anticipa al mundo constituyendo el sentido de lo que vemos, entonces hemos de asumir que las ideas que nos formamos sobre los hechos, o los sentidos con que los comprendemos, forman una misma realidad en nosotros con el ser sensible que somos. Así lo intenta explicar Merleau-Ponty cuando señala que la intuición es propiamente visión de un cuerpo-sujeto cuya vida es al mismo tiempo actividad y pasividad, captación del mundo que vemos a distancia a la vez que afectación por ese mismo mundo que nos ha creado. El mundo nos es dado —y el yo como parte de él— como la dialéctica de lo visible y lo invisible. En ese medio indeciso en el cual y frente al cual estamos situados, nuestro cuerpo-yo nos abre a las cosas de un modo activo-pasivo. Nuestra pasividad no es —como 89

Ob. cit., Notes de travail, págs. 269 y 289.

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pretende Sartre— reasumida por una acción que la convierte en parte de su propio despliegue, sino que constituye un momento insuperable de nuestra condición carnal, la cual nos hace sentir irremediablemente la pasividad incardinada en los propios actos que nuestro cuerpo sinérgico es capaz de desplegar. Decir que la pasividad y la actividad de nuestro ser se entrelazan en un quiasmo responde a la intención de expresar la dialéctica yo-mundo tratando de evitar el uso de términos tales como sujeto y objeto, que más bien parecen promovidos por la reflexión, pero que —según Merleau-Ponty— no dan cuenta en su raíz de la ambigüedad de la fe perceptiva. Pues, según él, en la totalidad que esta nos entrega, no existe escisión alguna que pueda explicarse en términos lógicos como los que utiliza una dialéctica «embalsamada», que antepone la reflexión a la percepción hasta el punto de suplantarla. Y, sin embargo, hay ya en ese mundo vivido una «bilateralidad» que la filosofía tiene que expresar sin traicionar el silencio de nuestra experiencia primordial, sin hipostasiar los conceptos que la reflexión proyecta en ese fondo percibido, los cuales lo ocultarían en vez de revelárnoslo desde su oscuro silencio. De este modo, la filosofía de Merleau-Ponty reinterpreta el a priori de correlación intencional de Husserl (a saber: la correlación existente entre «la conciencia-de» y «el objeto-de», que es el absoluto de la fenomenología) en los términos antiidealistas de una filosofía que comprende la conciencia como la actividad del propio cuerpo, para lo cual se sirve de la noción husserliana del mundo vivido. Pero trata de esclarecer la ambigüedad de este mediante una concepción dialéctica original, que busca un camino intermedio entre la renuncia heideggeriana al discurso racional —supuestamente incapaz de hacer hablar al ser y de arrancarlo de su oscuro retraimiento— y la sacralización de los conceptos llevada a cabo por la dialéctica idealista. Ahí se encuentra —nos parece— la grandeza de su pensamiento, pero también su servidumbre, en cuanto nunca se libera del todo del lastre idealista de la fenomenología, y, en concreto, del enfoque trascendental, aunque él lo funde en la noción de una conciencia-cuerpo. Pues bien, frente a ello, hemos de decir, en primer lugar, que el empeño de Merleau-Ponty en convertir el plano de la percepción en el terreno donde se dilucida ya lo esencial del problema filosófico de la relación yomundo, muestra el esfuerzo por atenerse a la realidad sensible, cuya comprensión ciertamente no debe significar nunca su suplantación por los conceptos, que precisamente se erigieron desde ella para poder entenderla. Pero nos parece también, en segundo lugar, que la reflexión filosófica que desarrolla aquel esfuerzo mediante los conceptos no traiciona aquella fe perceptiva, sino que la retoma en un nuevo plano en el que nuestra-vidacon-las-cosas puede comprenderse mejor a sí misma. Esto es así con tal que se entienda que los conceptos —dicho sea contra Hegel, pero también

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contra Nietzsche— no cierran nunca el círculo de nuestra-vida-con-lascosas, sino que son instrumentos, siempre provisionales y sometidos a revisión, con los que aquella se llega a comprender mejor a sí misma y se hace más consciente y, por tanto, más plena. La filosofía tiene que dar cuenta de lo que somos mediante conceptos tales como sujeto, objeto, negación, etc., cuyo uso necesariamente genera un discurso con una lógica, que es la del propio lenguaje. Pero esa misma filosofía tiene que mantenerse siempre en la conciencia de nuestra finitud, según la cual el noble esfuerzo por comprender racionalmente nuestra condición en el mundo y frente a él es un medio de nuestra vida con el que esta —que es, como dijo Hegel, el medium de la autoconciencia— revela algo de su propia opacidad con conceptos siempre renovables y cuya lógica nunca puede suplantar a aquello que tratan de comprender. La filosofía no puede dejar de ser un discurso racional, pues en nuestra actividad, en nuestra-vida-con-las-cosas, es inevitable desarrollar conceptos —que también son una forma de actividad vital: la actividad teórica—, cuya lógica por cierto no es enteramente ajena a la vida de la que nace todo afán por comprender, respecto de la cual la conciencia solo significa la aparición dialéctica de un nuevo plano de la vida como tal. Por otro lado, hay que reconocer que, en rigor, el trato originario con el mundo no es el de un sujeto con su objeto. Ahora bien, el pensamiento que la filosofía construye para dar cuenta de ese contacto originario, aun reconociendo el carácter derivado de las categorías de sujeto y objeto (y el carácter siempre derivado del pensamiento respecto de la vida en general), no puede renunciar a estas macrocategorías para dar cuenta reflexivamente de aquel contacto primero, en el cual —como admite Merleau-Ponty— se encuentra ya en germen la bilateralidad que luego el pensamiento trae a la conciencia. En términos generales, la crítica del enfoque fenomenológico en relación con la cuestión del sujeto debe empezar por considerar que una cosa es el orden del ser, en el cual la experiencia y el conocimiento en general ocupan un lugar subordinado respecto de la realidad que tratan de captar; y otra cosa distinta es el orden de lo que se hace presente en las vivencias, donde lo primero es el mundo vivido, a partir del cual la percepción que prolonga esa vivencia primordial trata de acceder a la realidad, cuyo ser trascendente nunca se deja atrapar del todo por nuestra experiencia. La fenomenología tiende a reducir el primer orden a este segundo, el orden del ser al orden del conocimiento, no por la vía de comprender la realidad como idea —que es el camino del idealismo tradicional—, sino siguiendo otra vía, planteada inicialmente por Husserl y que es propiamente una variante de aquel idealismo, que consiste en reducir el ser al fenómeno, o sea, a lo que se hace presente en la conciencia, reducción que en rigor es una

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tarea interminable, puesto que siempre subsiste un momento de alteridad referido a lo que está más allá de la conciencia, que esta trae una y otra vez a la inmanencia sin poder culminar jamás esa empresa. Pensamos que la dialéctica ha explicado mejor este carácter de la existencia en cuanto ser-en-el-mundo y a la vez conciencia del mismo. Y lo ha hecho además evitando la tendencia idealista envuelta en la noción del cogito y en la filosofía trascendental en general. En los términos de una dialéctica de tipo materialista, lo expresaríamos mediante varias tesis, cada una de las cuales se basa en la anterior, la retiene y al mismo tiempo la determina de manera más concreta. Estas tesis son las siguientes: a) Existimos como parte del mundo, enteramente definidos por él y corriendo su misma suerte: soy mundo o pertenezco al mundo, en el sentido de que el mundo me hace ser lo que soy, aun cuando yo mismo soy parte activa de él y también contribuyo a configurarlo. b) Ahora bien, mi modo concreto de ser mundo consiste en estar frente a él, frente a eso a lo que pertenezco, porque en tanto el mundo me ha hecho consciente, no puedo dejar de situarme ante la situación en la que estoy. Por lo tanto: estoy frente al mundo al que pertenezco. c) Pero, además, en cuanto me coloco frente a la situación en la que estoy, no puedo dejar de verme situado también frente a mí mismo, tomando conciencia de mí y en la necesidad además de adoptar una posición hacia mi persona, de modo que aquella escisión con lo otro queda interiorizada en el yo, es decir, en esa parte del mundo que soy. Por lo tanto: estoy frente a aquello que soy y tan solo de esa manera estoy frente al mundo al que pertenezco por entero. d) Ahora bien, la anterior caracterización abstracta de lo que somos solo se comprende de manera concreta cuando atendemos a la forma material de esa pertenencia al mundo: le pertenecemos materialmente (de un modo natural e histórico-social) hasta el punto de que inicialmente es la propia dinámica del mundo la que constituye el modo concreto en que se produce esa doble escisión frente a las cosas (y los otros) y frente a mí, en virtud de la cual no somos dueños de nosotros mismos. Esa es nuestra situación original, que explica la heteronomía que la conciencia aspira a superar.

Quinta parte SUJETO Y DIALÉCTICA EN LA CRISIS DE LA MODERNIDAD

Capítulo 13

El ocaso del sujeto trascendental, la recuperación del discurso marxista sobre el sujeto y las objeciones postmodernas 13.1. Reconsideración en clave dialéctica del proyecto moderno del sujeto: pretensiones y dificultades Una sucinta recapitulación de lo desarrollado hasta aquí nos obliga a dirigir de nuevo nuestra atención a ciertos momentos fundamentales. Según hemos visto, la metafísica moderna afirma desde Descartes el primado del yo en cuanto sujeto del conocimiento. Esta tesis es desarrollada más tarde en el idealismo alemán en la dirección que trata de superar los límites establecidos por la crítica kantiana hasta alcanzar con Hegel la formulación extrema según la cual la sustancia de lo absoluto consiste en el proceso de su propio autoconocimiento como sujeto. En ese trayecto desde Descartes a Hegel el idealismo moderno explora hasta sus últimas consecuencias el alcance del principio que anima todo su desarrollo y que se resume en la comprensión de la realidad como algo conmensurable con la relación de conocimiento. Pero este planteamiento hace ineludible la dualidad sujeto-objeto, de modo que hay que hablar entonces de la realidad objetiva como de aquello que se contrapone a todo sujeto —y que a partir de Kant se entenderá también como lo que es o vale por sí mismo, con independencia de lo que este incorpore—, el cual por su parte también es real en cuanto tiene la certeza de sí, ya sea como realidad primera (Descar-

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tes) o bien como condición trascendental de cuanto es conocido como real (Kant, Fichte). Por otra parte, esa orientación idealista hacia el sujeto epistemológico que caracteriza a esa metafísica, llevada al plano cultural más general, se convierte en el principio fundamental del humanismo, bajo cuya égida se encuentra la mayor parte de la cultura moderna. De tal modo que la disputa en torno al humanismo es en gran medida, como indica Heidegger, la discusión acerca de la condición del sujeto. Es un mérito de Hegel el haber mostrado el carácter dialéctico de la relación sujeto-objeto, que de ese modo queda liberada de su fijación al paradigma de la representación. El nuevo concepto de experiencia introducido por Hegel en la Fenomenología del espíritu desborda el plano del conocimiento representativo al mismo tiempo que interpreta a este, así como a la praxis moral, la estimación estética, la representación religiosa o la acción política, como formas diversas de una experiencia cuyo sujeto (la autoconciencia) está —más allá del plano epistemológico— enraizado en la dialéctica de la vida. En efecto, el conocimiento, la moral o la política son también expresiones de la vida, si bien se trata de la vida del espíritu, cuya dinámica se desarrolla no ya en la naturaleza sino en la historia, y de un modo además que —según Hegel— trasciende a la lógica imperante en el terreno de la vida orgánica para desplegarse con total autonomía respecto de lo material. Su planteamiento especulativo y su invocación de una lógica del espíritu arraigada en lo absoluto es el tributo que rinde al idealismo del que procede y en el que se desarrolla su filosofía. Pero si Hegel trata de superar la orientación subjetivista que caracteriza a la filosofía moderna por la vía de convertir al sujeto en un absoluto que no deja finalmente objeto alguno fuera de sí, ya antes de Hegel habían sido ensayadas otras vías críticas con respecto al sujeto, aunque estas se orientaban más bien hacia su impugnación. Una de ellas se funda en el sensualismo de los empiristas, desde Locke hasta D’Holbach y Feuerbach, para promover una visión materialista que diluye al sujeto en la trama del mundo objetivo. De esta última hay que distinguir a su vez otra vía del pensamiento moderno que, inspirada en el sustancialismo de Spinoza, anima una exaltación de la naturaleza en cuyo abismo insondable hunde sus raíces el espíritu. Schopenhauer, Schelling y los románticos impulsaron este enfoque, que supone una relativización del sujeto o, mejor dicho, su subordinación al principio de la vida, comprendido como inalcanzable para la razón. Por otro lado, en el clima intelectual del naturalismo científico y la biología evolucionista de la segunda mitad del siglo xix, las filosofías de la vida pondrán en cuestión la autonomía del espíritu hasta reducir al sujeto de toda experiencia en última instancia a la condición del viviente. Es siempre el interés de la vida el que alienta tras las más elevadas construcciones de la moral, del conocimiento y del espíritu en general. Nietzsche, en

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particular, convierte el interés vital de la autoconservación, reinterpretado al modo romántico por él en un sentido también afirmativo y creador —y no meramente reactivo— como voluntad de poder, en la clave de toda forma de vida, incluyendo a aquella que se denomina «espíritu» y constituye la urdimbre de toda cultura. También de la cultura occidental, cuyas «creaciones espirituales» se revelarían entonces como manifestaciones nihilistas de una vitalidad agotada que traduce en el plano ideal la extenuación de impulsos vitales de carácter reactivo. Pero el «método genealógico» renuncia a la dialéctica de sujeto y objeto y funda su aparente materialismo en una mistificación irracional de la vida de origen romántico: es únicamente en el plano alógico de los impulsos y de la fuerza instintiva donde se dilucida todo lo fundamental acerca del valor de las creaciones humanas, aunque la tendencia invencible del sujeto consciente le lleve a trasladar a su propio plano aquel «juicio» de interpretación vital y a creer ilusoriamente en su propia capacidad para juzgar con arreglo a la razón lo que solo corresponde a la creatividad inconsciente de la vida. Para Nietzsche, por lo tanto, el sujeto consciente es fatalmente el territorio del autoengaño y la fábula, cuyas construcciones pueden guiar el ánimo del poeta pero no el afán de juzgar y valorar las creaciones de la cultura con arreglo a una razón que quiera ejercer la crítica en sus propios términos con eficacia intersubjetiva. Esa desvalorización de la razón está esencialmente vinculada al rechazo del sujeto y determina una deriva reaccionaria del pensamiento que, desde Nietzsche hasta Heidegger, abjura de la Ilustración y reivindica en el plano moral y político —y no solo en el artístico— la herencia del Romanticismo. Por su parte, también Marx desconfía de los productos inmediatos de la conciencia, en cuanto descubre el modo en que está subordinada a las fuerzas objetivas que se le imponen y promueven además en ella una visión invertida de las cosas y de sí misma entre ellas. Pero ni aquella subordinación ni esta visión invertida revisten para él el carácter fatal de una invencible imposición de la naturaleza, pues el modo en que esta se hace presente en la vida humana está mediado por la manera en que los hombres establecen vínculos entre sí en su esfuerzo colectivo por producir sus medios de subsistencia, de forma que su activa disposición respecto de la naturaleza promueve la transformación de esta y de las propias actitudes humanas. Esa actividad es la que distingue al sujeto, cuya falsa conciencia no se debe —según Marx— a un supuesto designio fatal de la naturaleza humana, sino a la falta de desarrollo de su capacidad productiva y a la existencia de antagonismos sociales que el individuo interioriza como conciencia escindida. Del mismo modo que en Freud, la comprensión del carácter precario y derivado de la conciencia por parte de Marx no le lleva a la glorificación de la fuerza vital inconsciente; por el contrario, la aspiración de la vida

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humana ha de ser la de hacerse regir por la razón consciente para ser cada vez más autónoma. Pero la razón, como la conciencia que quiere emanciparse de las formas enajenadas de existencia, es una construcción histórica cuyo despliegue a través de aquella depende de la superación objetiva de los antagonismos sociales. Así pues, Marx sostiene el carácter irreductible del momento de la subjetividad humana, cuyo desarrollo, a pesar de ser siempre dependiente de las condiciones objetivas en que los individuos producen y reproducen socialmente su forma de vida, impulsa la aparición de una cierta autonomía de la vida cultural y de las creaciones del espíritu, aunque siempre relativa mientras subsistan antagonismos sociales o los hombres no controlen las fuerzas naturales que los constituyen. Obviamente, la conciencia humana procede de la naturaleza, y eso quiere decir que cuando la evolución hace del animal humano el viviente que crea activamente sus medios de subsistencia, la actividad que recae sobre las cosas llega a hacerse consciente y a saber de sí como sujeto. Pues bien, Marx rinde homenaje a Darwin y se sitúa en el momento en el que ya existe la conciencia como consecuencia de la evolución natural, de modo que a partir de ahí —como explica en las Tesis sobre Feuerbach— puede comprender el momento irreductible de subjetividad que acompaña a toda experiencia humana. Y aun cuando las creaciones del espíritu y de la cultura tengan que ser explicadas a partir de la base material sobre la que se asientan y que las hace posibles, ello no significa para él que exista un continuo de lo real en el que los estratos superiores se reduzcan sin más a los que se encuentran en su base y los sostienen. Dar razón de los fenómenos humanos significa, por lo tanto, considerar en términos dialécticos la totalidad de la praxis social en la que aparecen. Y si la historia se revela como un proceso de humanización de la naturaleza —y de las formas que esta reviste en las sociedades de clases, en cuanto segunda naturaleza—, eso quiere decir que ese es también el único terreno en el cual el sujeto puede aspirar a alcanzar la autonomía que el humanismo le asignaba ya de antemano como definición de lo que consideraba la naturaleza intemporal del hombre. En cualquier caso, a partir de Hegel, la cuestión del sujeto no se puede seguir planteando ya en la clave de una lógica del conocimiento o de una concepción de la moral fundada en una idea ahistórica de la razón. El propio Hegel va más allá de la noción del sujeto trascendental, la cual se apoya en una lógica que trata de concebir al sujeto con antelación al tiempo y a la historia en que se forma, como si la racionalidad fuera independiente de la experiencia y la condición de esta. La subjetividad de la conciencia tiene para Hegel siempre un significado social e histórico y, por eso, se revela como el nosotros del espíritu. La cuestión que subsiste es, sin embargo, que para él, aun cuando no se trata de un sujeto trascendental

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ni se conciba como una forma separada del contenido empírico, toda figura histórica de conciencia funda la inteligibilidad de sus experiencias en las formas de intelección del espíritu absoluto (los pensamientos puros que configuran el saber en la Lógica), lo que implica la exaltación idealista de una razón y un sujeto absolutos. Y es Marx quien revela la esencia concretamente social de lo que Hegel concibe aún en términos de una metafísica del espíritu. El sujeto es siempre el hombre empíricamente dado en tanto ser social, cuya realidad objetiva delineada por la historia marca siempre el margen de su posibilidad como tal sujeto. Esa realidad objetiva, interpretada socialmente, que constituye su base de partida y establece los límites en los que se desarrolla su subjetividad, le preexiste siempre y define el modo de ser del individuo y de su conciencia en el conjunto de la praxis social. Y es ese espacio objetivo el que la propia acción humana contribuye a transformar. Sin embargo, en la filosofía posterior resurge el empeño por fundar una concepción trascendental del sujeto. Incluso en la órbita de la filosofía del lenguaje, que desplaza el centro de atención hacia el análisis de este, en cuanto ámbito ineludible desde el que se afronta la discusión de las categorías del pensamiento, encontramos una expresión de este empeño en la filosofía del primer Wittgenstein. En efecto, prosiguiendo a su manera la línea de reflexión kantiana sobre el sujeto, aunque desde otros presupuestos, el Tractatus Logico-philosophicus sostiene una noción trascendental del sujeto sobre la base de una concepción del lenguaje en la que se prima la función descriptiva. Es decir: si el lenguaje es —como cree Wittgenstein— la única guía para aclararnos sobre el significado de los hechos, cuya totalidad constituiría el mundo, que en tal caso podría ser representado por el conjunto de todas las proposiciones con sentido, entonces hay que afirmar que los límites del lenguaje determinan los límites del mundo y de cuanto se puede decir con sentido acerca de él en dichas proposiciones, consideradas así como figuras de los estados de cosas1. Y, en tal caso, el sujeto que habla y percibe las cosas ha de ser entendido entonces como algo de lo que no se puede hablar en términos positivos (el yo no es un objeto que pueda formar parte de ningún estado de cosas y, por tanto, no forma parte del mundo), aunque haya de ser tomado como condición trascendental de todo lo que el lenguaje dice con significado. Las dificultades que resultan de semejante forma de solipsismo, así como la visión reduccionista del lenguaje que acompaña a esta teoría, obligaron al propio Wittgenstein, como se sabe, a abandonar esta concepción en favor de otra en la que el 1

Véase Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-philosophicus, 5.6, 5.63, 5.631, 5.632, 5.633, 5.641.

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sujeto pierde el extraño papel que le atribuía el Tractatus: el de no pertenecer a lo existente y ser, sin embargo, un límite de todo cuanto existe (o se puede decir que existe). Pero es la fenomenología de Husserl la que vuelve su mirada al origen filosófico de la subjetividad moderna para restaurar el planteamiento del sujeto trascendental sobre nuevas bases. En efecto, todo su esfuerzo filosófico se encamina de nuevo hacia la recuperación de ese ego que se anticipa al mundo social y cultural al que pertenece y del que al mismo tiempo se revela sin embargo y paradójicamente como su condición. Husserl no ignora el modo en que el mundo objetivo determina al individuo, tanto desde el punto de vista de la legalidad natural como desde la perspectiva socio-cultural: el sujeto pertenece a ese mundo objetivo que le preexiste y que conforma el horizonte de toda su experiencia, la cual se le presenta además distendida en el mismo tiempo en el que dicho sujeto se constituye. Así pues, esa conciencia en la que las cosas se hacen presentes en cuanto fenómenos, según el enfoque fenomenológico, es un sujeto empírico. Y, sin embargo, la gran paradoja de la fenomenología, pero que Husserl presenta como un horizonte insuperable para la filosofía, consiste en que ese mismo sujeto empírico, en el acto mismo de su experiencia, se constituye necesariamente también en sujeto trascendental, en cuanto se presenta como el ego que da unidad a toda su experiencia —pues se trata de su experiencia— y ofrece el testimonio de todos los sentidos que se le imponen pero que él debe reconocer —pues se trata de lo que tiene sentido para él—. Por una parte, la conciencia es para la fenomenología el punto de partida de la filosofía, pues —nos viene a decir— aun cuando ella sea el producto de la naturaleza y esté socialmente configurada, lo cierto es que en cuanto me encuentro ya considerando este o aquel problema no puedo dejar de verme como el yo consciente que hace —o puede hacer— cuestión de todo cuanto se presenta ante mí como fenómeno: esa actividad intencional, que también puede volver reflexivamente sobre sí misma, es lo que me constituye como conciencia y hace a esta diversa de cualquiera de sus objetos. Pero, por otra parte, y con independencia de si la experiencia apunta a un más allá exterior a la conciencia —como nos dice el sentido común que guía a la actitud natural—, circunscribiéndonos por tanto a lo que de modo inmanente constituye la esfera de la experiencia misma, toda ella —según Husserl— reclama a un sujeto trascendental como contrapolo unitario y condición de esa corriente de vivencias. Ese ego es el único que puede dar unidad al curso de múltiples vivencias en que se distiende la conciencia. De modo que, a diferencia del yo trascendental de Kant, ese sujeto pertenece al tiempo y al mundo; y, sin embargo, es redescubierto una y otra vez como condición de estos. Las dificultades internas que atenazan a esta posición condujeron al último Husserl a tomar en consideración un protopresente continuo como

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tiempo originario del ego trascendental, que debe distinguirse del presente temporal que discurre y en el que él mismo se distiende. Y a considerar también en las Meditaciones cartesianas un ego monádico en el que hay que buscar el movimiento último de institución del sentido, a pesar de su reconocimiento de la intersubjetividad de la conciencia y de la subordinación de esta a la realidad objetiva de la cultura. En ambos casos, propuestos aquí como ejemplos, se pone de manifiesto el callejón sin salida al que conduce la noción del ego trascendental. Esas mismas dificultades internas incitaron a Husserl a volver una y otra vez sobre las mismas cuestiones en busca de una formulación definitiva y nunca alcanzada que superase las paradojas del sujeto trascendental. Pero lo que a nuestro modo de ver constituye el mayor problema de la fenomenología es precisamente lo que la define como proyecto ontológico: dicho problema consiste en su pretensión de hacer de la vivencia subjetiva del conocimiento la medida última de todo cuanto se presenta como realidad objetiva, reduciendo esta al fenómeno y recuperando así sobre nuevas bases el viejo principio del idealismo cartesiano. Frente a eso hemos de decir que el conocimiento es un proceso intersubjetivo que depende de la praxis social en su conjunto y que nos ofrece una imagen de lo real en la cual la conciencia del individuo se revela como un producto derivado y secundario. Claro está que lo primero para las vivencias de cada sujeto es aquello que se presenta como su experiencia inmediata, pero la pretensión del fenomenólogo —que se encuentra todavía en el Sartre de El ser y la nada— de convertir eso inmediato en el punto de partida incontestable, tomado como base incondicionada de toda evidencia, significa el intento de restaurar el subjetivismo que aqueja a todo el idealismo moderno. La comprensión de que la subjetividad, aun cuando es un componente ineludible de toda experiencia humana, surge del mundo —al que luego ella contrapondrá a sí misma— y es algo secundario con respecto a él no es incompatible con el hecho de que una vez existe y tiñe con su tonalidad todas las cosas que trae a su conciencia se convierte en el centro que aspira a orientar nuestra vida. Pero eso quiere decir que lo que es primero en el orden de lo real (el mundo que preexiste a la conciencia y —por decirlo así— se hace interior en ella) se presenta en la fenomenología, en cambio, como algo de la conciencia y, en este sentido, como algo segundo con respecto a ella (como el fenómeno del mundo —según la expresión de Husserl—, cuya condición ha de ser supuestamente el sujeto trascendental). De este modo, se repite el gesto cartesiano con el que se inicia el idealismo moderno, que hace de la actividad intencional de la conciencia el modelo conforme al cual debe entenderse toda realidad. Y es el subjetivismo de la fenomenología lo que resulta inaceptable de su pretensión ontológica, a pesar de que pueda tener, sin embargo, una razón de ser permanente cuando su función se entiende limitada a la descripción del obje-

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to que aparece a las propias vivencias, en cuyo caso se trata solo del ser que aparece a la conciencia. Y, en este último sentido, la fenomenología puede entenderse como un enfoque de los varios posibles en el estudio antropológico de las culturas: aquel que se interesa por el modo en que los individuos perciben su mundo, aunque esta vivencia no pueda ser nunca la última palabra acerca de cómo sea en verdad ese mundo y cómo —considerando las circunstancias sociales— se sitúan en él los individuos que lo conforman, cuya conciencia ha de entenderse como un producto del mundo que no obstante también ella misma contribuye a modelar. La cuestión de fondo que aquí se elucida es la del sentido de la crítica, que todo el idealismo entendió a partir de Kant y hasta Husserl de un modo que extraía consecuencias ontológicas del giro copernicano hacia el sujeto, de tal forma que desde ese presupuesto solo podía aparecer como crítico el pensamiento que hace del ego cogito su punto de partida. Contra este prejuicio, que se prolonga hasta la obra del primer Sartre, hubo una reacción en el seno mismo de la fenomenología que, reinterpretada como hermenéutica existencial, se orientó hacia la recusación del paradigma moderno del sujeto. La noción heideggeriana del ser-en-el-mundo como definición de la existencia adopta ese camino, para cuyo trazado Heidegger opone a la actividad de la conciencia la noción de la apertura del ser, que abre un claro para el hombre allí donde este se encuentra en tanto que Dasein, devolviéndolo así a la posición de pasividad en la que lo colocó el pensamiento premoderno. Pero por esa senda, en la que Heidegger se adentra sin retorno, se sustituye el sentido que la modernidad asigna a la crítica por la Destruktion que se entrega finalmente al oscurantismo de un discurso que renuncia a la razón. Su última palabra es el silencio y la espera de la revelación del ser, con lo que culmina el regreso reaccionario al pensamiento anterior al principio del sujeto y de la crítica asociada a este. Mejor que Heidegger, también Merleau-Ponty reacciona en contra del primado de un yo descarnado, asumiendo así la noción del ser-en-el-mundo, pero su fidelidad al último Husserl le mantiene en la filosofía del cogito, si bien la función trascendental de este es reinterpretada por él como la necesidad insuperable de apelar al cuerpo como la condición de posibilidad de todo comportamiento orientado en el mundo: todo cuanto hago —incluido el pensar— lo realizo desde lo que soy-en-el-mundo, en el cual ante todo me encuentro ubicado espacio-temporalmente como cuerpo que reproduce la legalidad material de todas las cosas, aunque es cierto al mismo tiempo que todas ellas son algo para mí. Es el cuerpo el que se constituye así como verdadero sujeto en cuanto convierte su pasividad en actividad o, dicho en otros términos —y a la inversa—, descubre la pasividad de la carne en el corazón mismo de la actividad de la conciencia. La donación de sentido no corresponde, por lo tanto, a ningún movimiento

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intelectual puro que al modo cartesiano se anticipe al mundo, sino que hay que entenderla a partir de la dialéctica entre una realidad que se me impone y mi lugar en ella comprendido como condición trascendental del significado que pueda llegar a tener para mí. El sentido dialéctico que se halla en esta posición bien pudiera haberse desarrollado en la dirección que recoge la herencia de Marx y reconoce la densidad del cuerpo social en el cogito que despunta en mi propio cuerpo, pero el peso de su formación fenomenológica y del subjetivismo filosófico sobre su pensamiento impidieron a Merleau-Ponty dar ese paso. Por eso, desatiende al momento de formación social del sentido y vuelve su mirada con Husserl hacia la noción abstracta del mundo vivido para explicar un supuesto contacto primigenio con las cosas, que se presentarían ante mí sin un sentido previo a ese contacto original. De ahí que defina la filosofía en relación con ese silencio del mundo, aunque lo haga mucho mejor que Heidegger y sin renunciar al discurso racional ni tampoco a cierta idea del sujeto entroncada en la modernidad: la filosofía es —nos dice— el esfuerzo del discurso por arrancar a las cosas del fondo de silencio en que se encuentran. Si el sentido no está en las cosas ni tampoco proviene del impulso del sujeto, su origen hay que buscarlo en el encuentro de este con aquellas, en la dialéctica sujetoobjeto. Pero hay que decir que esa dialéctica, en contra de lo que sugiere Merleau-Ponty, está sobredeterminada por los significados arraigados en los objetos como consecuencia de la dinámica social que se desenvuelve con independencia de mi voluntad consciente y de la impronta constituida por mi propio cuerpo. El llamado «giro hermenéutico» sí reaccionó contra el subjetivismo inicial de la fenomenología y contra la filosofía del cogito. Su insistencia en la noción de «pertenencia al mundo» hace de la conciencia no tanto la condición como más bien el testigo de una experiencia cuyo significado y origen apuntan al horizonte impersonal de la tradición, que se impone a toda intencionalidad que pueda originarse en aquella. El sujeto es visto así como un lugar de tránsito, pues todo está ya interpretado de antemano para la conciencia, la cual se revela de ese modo supeditada a una trama simbólica que la trasciende y se reproduce a través de ella. El mejor exponente de esa trama es el lenguaje, respecto del cual se llega a considerar que lo que el yo dice —o piensa— tan solo indica el lugar individual donde se reproduce el lenguaje —y el pensamiento— cuando recurre a la primera persona gramatical. Ahora bien, sobre este enfoque hemos de señalar que semejante reducción de la experiencia a la pura objetividad simbólica que se reproduce a sí misma siguiendo el impulso de la tradición olvida el momento de subjetividad. A esto justamente se anticipó Husserl al indicar que para que una experiencia signifique algo para mí tengo que poder ser capaz de iniciar desde mí mismo un movimiento que me aproxime a ella y

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que convierta el sentido que me ofrece en un sentido también mío. Eso precisamente —según vimos— es lo que quiere explicar con el concepto de la «parificación» o «apareamiento» (Paarung), expresión que toma metafóricamente del lenguaje biológico la idea de que todo sentido nace finalmente alumbrado por la unión de un significado que se me da objetivamente y la apropiación del mismo que realiza el sujeto. Pero lo que el idealismo de Husserl trata de explicar de manera abstracta y decantándose hacia el predominio del sujeto lo aclara mejor una comprensión dialéctica que pone de manifiesto el modo en que el sujeto en ese primer movimiento suyo está subordinado a la dinámica objetiva de la vida social, en la cual la conciencia enajenada interpreta como propio lo que previamente ha interiorizado ya de manera inconsciente. Esta dialéctica antiidealista, en la medida en que no renuncia al momento del sujeto y atiende a las condiciones objetivas en que este despliega su actividad social, supera las dificultades de la apelación hermenéutica a la tradición, que no puede dar cuenta de los momentos de ruptura en el devenir de la cultura ni explicar las contradicciones de la vida social, que ella prefiere difuminar en la reaccionaria y abstracta noción de «la tradición». La dificultad de explicar el cambio histórico y cultural aqueja tanto a la posición que sacraliza la importancia de la dinámica objetiva de la tradición, en cuanto prescinde de la actividad y la iniciativa del sujeto, como también a la teoría del sujeto trascendental, que pretende anticiparse al tiempo en que se instituye todo sentido. En ese contexto, la necesidad de contar con la dialéctica sujeto-objeto en términos materialistas es lo que señalará Adorno, recuperando y desarrollando la posición que Marx ya había establecido en sus Tesis sobre Feuerbach. 13.2. La renovación del pensamiento marxista sobre el sujeto en la Escuela de Frankfurt: el individuo en el mundo totalmente cosificado La renovación de la reflexión sobre el sujeto desarrollada en clave marxista ha corrido a cargo sobre todo de los intelectuales ligados al Institut für Sozialforschung, componentes de la llamada «Escuela de Frankfurt», cuya «Teoría crítica» aportó a esa reflexión sobre el sujeto elementos provenientes de otras tradiciones de pensamiento filosófico ajenas a la obra de Marx. Estos pensadores, siguiendo a Lukács, recobraron para el marxismo el lado activo del conocimiento, la eficacia del elemento subjetivo, así como la importancia de la dialéctica, volviendo así sus ojos hacia Hegel y alejándose de la tentación mecanicista a la que sucumbieron otros marxistas de la generación anterior. E interpretaron además el materialismo —siguiendo a

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Marx— insistiendo sobre todo en la importancia de la mediación de la totalidad en la producción de los fenómenos sociales y humanos, desplazando así su foco de atención desde la consideración del carácter mecánicamente determinado de la superestructura, en cuanto reflejo de la infraestructura, que hizo suya el materialismo más dogmático, a aquella otra que reconoce la importancia de la mediación entre producción y cultura, y, con ella, la del desarrollo de una teoría de la cultura2. La conciencia no es un mero reflejo de la realidad definida en términos económicos, sino que debe verse como parte de una totalidad concreta en la que la subjetividad y los elementos culturales tienen también una iniciativa propia. Por eso, por la importancia asignada al elemento subjetivo, se interesaron por el psicoanálisis, al que llegaron a considerar como el complemento psicológico de la teoría materialista de la sociedad. Se trataba de comprender la función del psiquismo humano en el proceso general que reproduce el sistema social de dominio3. Todos estos son aspectos ampliamente conocidos, así como también lo es tanto su crítica del «socialismo real» desarrollado en la URSS como la que se ocupa de desenmascarar los nuevos mecanismos de dominación aparecidos en la sociedad capitalista desarrollada. Pero en lo que respecta a la cuestión del sujeto —que no es ajena a lo anterior—, conviene precisar algunos puntos referidos a la discusión filosófica. Por un lado, es fundamental la crítica de la razón ilustrada. Pues aunque Horkheimer, Adorno y compañía rechazan el oscurantista sueño de Naphta que exalta irracionalmente la vida, se oponen igualmente a la luminosa visión de Settembrini —su interlocutor y acérrimo contendiente intelectual en La montaña mágica de Thomas Mann— que expresa el ideal de ordenarlo todo bajo la guía de una razón que se delata como afán de dominio. Su crítica de la Lebensphilosophie y del oscurantismo neorromántico no anula lo que ellos consideran su momento de verdad, que en nombre de la libre espontaneidad de la vida se resiste a la pretensión tiránica de una razón técnica o formal (en el sentido de Max Weber) que quiere someterlo todo al modo de una estrategia que metódica y ortopédicamente se impusiera desde afuera sobre un contenido ajeno. Esa forma racional sobrepuesta artificialmente es lo que Weber veía en la técnica burocrática del Estado moderno, en el cálculo que guía a la empresa capitalista en su bús2 Sobre esta cuestión, véase el ensayo de Max Horkheimer Autoridad y familia (1936), que fue publicado como «parte general» del volumen colectivo Studien über Autorität und Familie, cuya edición corrió a cargo del propio Horkheimer. El texto de este está traducido por E. Albizu y C. Luis en Teoría crítica, Buenos Aires, Amorrortu, 1974, págs. 76 y sigs. 3 Véase Max Horkheimer, Historia y psicología, texto incluido en Teoría crítica, ya citado, págs. 22 y sigs.

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queda del beneficio, o en el método matemático y experimental que la ciencia moderna aplica a todos los fenómenos por igual. Convertida en principio metódico que guía la cultura y la sociedad moderna, esa estrategia se muestra como el proceso de racionalización que aplasta la vida espontánea del espíritu y conduce a la «jaula de hierro» en la que triunfa el desencantamiento del mundo y la planificación artificiosa generalizada. Hay que decir, sin embargo, que este proceso de tecnificación se revela como una profunda irracionalidad. Y esto último, dicho en los términos de una crítica que recoge la herencia de Marx, significa que aquella técnica ordenadora que avanza en el mundo moderno desvela su falso sentido en cuanto razón, pues no representa lo universal en el hombre, sino que se trata en el fondo de la acción de los grandes poderes y aparatos económicos que conducen su estrategia recurriendo a un cálculo puramente instrumental y subordinado a sus intereses particulares, e imponen así un destino ciego a la sociedad. Se trata de un artificio que se propone como (falsa) razón, en cuanto mecanismo de dominio que oculta y hace olvidar su origen subjetivo extendiendo su imperio entre las cosas. Se cumple así el destino de lo que ya Marx denunció como un rasgo esencial del capitalismo: su tendencia a convertir las relaciones humanas en relaciones entre cosas. Ese destino es el mundo totalmente cosificado, cuya ciega dinámica objetiva se extiende hoy a costa de la conciencia. A diferencia de esta caricatura de la razón, la racionalidad dialéctica no separa la forma del contenido, de modo que la crítica más consistente dirigida en contra de la reducción de la razón a la forma del mero cálculo o técnica instrumental no es la de Heidegger —que se orienta en realidad contra la razón moderna en su conjunto—, sino la de quienes denuncian —como Adorno y Horkheimer— la conversión del ideal emancipatorio, que la razón moderna contiene como promesa, en una caricatura que favorece en realidad un nuevo género de barbarie. Se trata, por lo tanto, de denunciar la racionalidad técnica como puro afán de dominio y de hacerlo en nombre de otro concepto más elevado de la razón4. Y, en este sentido, hay que señalar que su crítica de la Ilustración recoge en buena medida la que Hegel desarrolla en la Fenomenología del espíritu, donde rechaza tanto la romántica «infatuación del corazón» como el sueño ilustrado de una razón formal (y, por tanto, abstracta) que produce monstruos y conduce al Terror5. 4 Véase Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, trad. de Jacobo Muñoz, Madrid, Trotta, 2002, págs. 45 y sigs. 5 Aunque hay que decir que Goya lo dice en un sentido opuesto en su famoso grabado, titulado «El sueño de la razón produce monstruos», pues él no sugiere que haya una dialéctica de la razón que de manera inmanente conduzca por sí misma a la sinrazón, sino

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Pero Adorno y Horkheimer interpretan ambiguamente la evolución del mundo moderno como la dialéctica de la razón ilustrada, que al mismo tiempo que lo impulsa desde su inicio muestra en su desarrollo el mal que aqueja a aquella en su raíz hasta extraer todas las consecuencias que se derivan de dicho desarrollo: si la razón se reduce a un instrumento o técnica de intelección y ordenación con la que el sujeto se distingue en tanto domina a su objeto, el destino de esa razón instrumental y de ese sujeto dominador que impone su cálculo racional desentendiéndose de todo cuanto pudiera ser un valor o un fin en sí mismo es el mundo completamente administrado. Y la expresión más extrema de esa caricatura de la razón sería la aplicación de la mentalidad económica productivista (obtener la máxima eficacia con los recursos disponibles) a la «industria» del exterminio en los campos de concentración nazis. Pero la ambigüedad de esta crítica se encuentra en el modo de considerar en términos históricos el momento de emancipación que contiene la razón, en tanto parece comprender ese momento como mera promesa y no como concreta realidad histórica que una vez producida hubiera sido traicionada. Bajo la influencia de Nietzsche (la conciencia como autoengaño y la historia como desenvolvimiento decadente de un error de principio) y de Heidegger (la interpretación de la razón moderna como pensamiento técnico), la filosofía de la historia que hallamos en la Dialéctica de la Ilustración concibe la modernidad como la historia de una catástrofe anunciada, pues ya desde el principio mismo la razón que guía su desarrollo no consiste en otra cosa sino en el afán de dominio que adopta la forma de la pura intelección que pretende imponerse sobre un contenido desmitificado y convertido en objeto de manipulación intelectual. E incluso, si el mal social se identifica —como hace Adorno— con cualquier forma de dominio, incluida la que el hombre ejerce sobre la naturaleza, hace remontar el inicio de esa actitud —siguiendo también aquí a Heidegger— hasta los inicios de la filosofía en la antigua Grecia: en ella, en efecto, se habría producido ya no tanto el olvido del ser sino más bien la utilización de las fuerzas de la naturaleza por parte de un pensamiento que opera mediante la astucia y el cálculo. La figura de Odiseo representaría en este sentido una prefiguración del programa moderno de dominación técnica6. Pero nos parece que esta filosofía de la historia se aparta en algo esencial de la herencia de Marx y de Hegel, quizá por la experiencia traumática que aquellos intelectuales judíos de Frankfurt padecieron en relación con que más bien viene a indicar, en un sentido netamente ilustrado, que la fantasía, abandonada de la razón —cuando esta duerme—, produce monstruos imposibles. 6 Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, trad. de Juan José Sánchez, Madrid, Trotta, 1994, págs. 97 y sigs.

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el poder de la palabra como medio en el que se desarrolla el pensamiento, la cual parece mostrar toda su fuerza de persuasión no tanto cuando se utiliza como medio de argumentación como cuando más bien se usa como vehículo de exaltación de las pasiones al servicio de fines políticos. Piénsese en la fuerza seductora de los discursos con los que Hitler encendía el ánimo de las masas y orientaba sus emociones, ayudándose del poder de difusión de la radio para galvanizar y secuestrar la voluntad de los alemanes; o en el poder de la propaganda masiva a través ya de la televisión, que conocerán en su experiencia americana, en la que observan el modo en que el uso de la publicidad hace nacer deseos nuevos en los hombres, narcotiza su conciencia y convierte la sociedad en un gran supermercado, cuyo altavoz —que nunca deja de atronar— hace de la mera descripción de lo que se ofrece como inmediato la gran ideología global. Pero esa experiencia traumática del poder manipulador de la palabra, que ensordece a la conciencia para apartarla de la razón y orientarla así hacia los valores de la producción y el consumo —que, por cierto, sigue siendo también hoy nuestra propia experiencia, y más honda si cabe, en el capitalismo globalizado— no debe hacer olvidar que la palabra sigue siendo también el medio universal del pensamiento, en el cual este puede volverse contra la pretensión que trata de convertirlo en mera técnica al servicio de fines que él no decide, para persuadirnos acerca de lo que nos parece racional en sí mismo. Y, en este sentido, la razón es siempre y necesariamente también un poder del cual no hay que abjurar nunca, pues en realidad «razón» es el nombre que asignamos precisamente al poder que nos permite el dominio consciente de nuestra vida, el único con el que podemos ofrecer resistencia frente a los otros poderes que sojuzgan a la conciencia y el que puede conferir un sentido libre a nuestra acción en la sociedad. Así lo entendieron Hegel y Marx y, en cambio, parecen olvidar en ocasiones Adorno y Horkheimer, obsesionados con su identificación del mal social con cualquier forma de dominio. La razón, entendida no como razón formal o técnica, que se opone a los contenidos de la vida, sino «reconciliada» con esta, en tanto fuerza consciente que permite a la propia vida volver sobre sí —como interpreta la dialéctica—, es ella también en sí misma un medio de dominio. Y la libertad no es entonces desvinculación de todo dominio, como parece creer Adorno prestando en este punto oídos a la tradición del pensamiento liberal. Esta tradición, en efecto, piensa siempre la libertad en términos negativos, como falta de vínculo o atadura que somete al impulso supuestamente espontáneo de la voluntad individual. Pero esa pretendida espontaneidad, en realidad, solo da vía libre a otras fuerzas que siempre inciden en la configuración de nuestra existencia, aunque se trate de motivos inconscientes, muchos de los cuales han sido interiorizados de antemano como consecuencia de la presión social que moldea al individuo. Siempre hay fuerzas que se entrecruzan en la definición de

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nuestra conducta, de modo que la libertad de esta no puede consistir en la imposible desvinculación respecto de todos los impulsos, ni en la independencia respecto de las fuerzas objetivas que circunscriben nuestra existencia, sino más bien en su control para colocarlos bajo la dirección consciente de nuestro comportamiento. A eso se refiere el concepto dialéctico de la libertad como conciencia o comprensión de la necesidad, que supone una reorientación de esta en el sentido de su superación dialéctica, y a eso mismo, por cierto, es también, aunque desde otra perspectiva, a lo que se refiere Freud con su idea de la conciencia como fenómeno que surge en cuanto yo que se constituye sobre la masa ciega de lo inconsciente, pues ni este ni sus opacos impulsos desaparecen ni dejan de estar presentes en el encauzamiento de los actos del yo. La libertad no aniquila la necesidad, sino que se coloca en un plano superior en relación con ella. Volviendo al discurso de la Escuela de Frankfurt, hay que decir que, en términos generales, y siguiendo a Lukács, la Teoría crítica interpreta el proceso de racionalización de Weber como un proceso de cosificación. Pero esto, como hemos dicho, ya estaba presente en la crítica de Marx al capitalismo, aunque Adorno y Horkheimer ponen de manifiesto los nuevos mecanismos mediante los cuales la sociedad capitalista desarrollada cosifica las relaciones humanas hasta el punto de que trata de convertir todas las iniciativas de los hombres en el ámbito cultural (en el terreno del «espíritu») en instrumentos del sistema de producción y consumo: el espectáculo, la diversión, el arte mismo..., todo puede convertirse en mercancía. Así pues, la tesis general es que la razón comprendida como afán de dominio (o sea, cuando adopta la forma del mero instrumento al servicio de fines que ella no decide) se vuelve contra el hombre, de modo que lo que pretendía ser un medio de emancipación se revela como un poderoso medio de opresión. Pero en los términos de Marx se podría decir que nunca se trató en realidad de la razón, sino de una ideología que pretende suplantarla y que subordina a aquella a la lógica de un sistema que ha orientado en nuestro tiempo la opresión característica del capitalismo como una inmensa maquinaria de reificación de la vida social. Pero Marx no condena el dominio que el hombre puede ejercer sobre la naturaleza, ya que su aspiración al control consciente de esta —incluyendo las configuraciones que ella adopta, en cuanto segunda naturaleza, en las formaciones sociales que oprimen al individuo— es un medio necesario para hacer posible el control consciente de la propia existencia. E incluso hay que decir que Marx hace suyo el ideal productivista en cuanto heredero de la idea ilustrada de progreso: según su posición, en efecto, el desarrollo de las fuerzas productivas es una condición necesaria para ganar autonomía respecto de la naturaleza. Pero eso no entraña necesariamente para él —como sí parece ser el caso para Adorno— que el dominio sobre

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esta se trueque necesariamente en la escisión que se produce en el hombre cuando la tiranía del intelecto deslumbrado por su capacidad técnico-instrumental se ejerce sobre la propia sensibilidad sometida. En términos generales, la mentalidad progresista de la época de Marx veía el desarrollo industrial y el despliegue del maquinismo como un complemento del desarrollo del conocimiento que apuntaba, al igual que este último, hacia una libertad posible que chocaba sin embargo con la violencia de las relaciones sociales de dominio. No había en él desconfianza hacia la técnica como tal (solo hacia su apropiación por parte de la clase dominante) ni podía participar de la sensibilidad ecológica de nuestro tiempo. Desde la óptica de una razón dialéctica, que atiende al sentido de la totalidad, tanto el desarrollo técnico como su subordinación al proyecto de emancipación en el sentido de Marx deben interpretarse, en cuanto a su significado lo mismo que en lo que se refiere a su valor, en el contexto de la praxis social a la que pertenecen. Y eso, traído a nuestro tiempo, exige ineludiblemente salvaguardar el equilibrio con el medio ambiente en el que nos es posible vivir, puesto en peligro por el desarrollo irracional de la industria, la cual, orientada por la ideología que glorifica la razón técnico-instrumental, separa el valor de la producción y del consumo, lo abstrae de la totalidad de la que forma parte y lo convierte así en un principio medular del actual sistema de dominación. Pero la crítica de la técnica moderna desarrollada por Adorno y Horkheimer, ante el impacto que produce en ellos el poder técnico del exterminio masivo practicado por el nazismo y, más tarde, la eficacia de las técnicas de control de los individuos demostrada por los aparatos de propaganda, se orienta a poner de manifiesto el mal radical que ella entraña en cuanto instrumento de un sujeto comprendido como dominus, en el sentido de Bacon: un señor que solo entiende su relación con las cosas como el dominio que las reduce a la condición de material disponible para sus fines utilitarios. Y aunque eso es interpretable en términos marxistas mediante la denuncia de una falsa razón propuesta como ideología, la crítica de los frankfurtianos se asemeja en gran medida al repudio heideggeriano del pensamiento técnico, en cuanto se trata para ellos también de la razón moderna. La diferencia con Heidegger subsiste sin embargo en que ellos —y, en particular, Adorno y Horkheimer— sostienen su crítica en una idea de la razón a la que no renuncian, pero que —si nunca se ha producido como realidad mundana, ni en la modernidad ni en ninguna otra época— existe solo como tesoro del pensamiento que solamente algunos individuos —y especialmente intelectuales— están en condiciones de salvaguardar. Ese pesimismo elitista se refuerza además con la constatación de que el proletariado hace décadas que perdió en el capitalismo avanzado su impulso revolucionario y su capacidad para elaborar y mantener una visión

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crítica de conjunto del sistema de complejas mediaciones de la sociedad global. La alerta de Adorno sobre el peligro de desaparición del individuo como sujeto en las redes de un mundo totalmente cosificado debe ponerse en conexión con su aprecio del individuo en su particularidad, que acoge así un aspecto central de la tradición liberal. Pero esa valoración de lo individual en el pensamiento de Adorno no entraña la asunción del individualismo característico de la ideología moderna. Pues, en rigor, según su planteamiento, y en contra de la apariencia, esa «ideología individualista» no defiende al verdadero individuo, cuya subjetividad debiera afirmarse en oposición a la objetividad social, sino que lo reduce más bien a una caricatura en cuanto hace de él un mero vehículo que reproduce la forma de vida que lo somete: es uno-de-tantos que se con-forma con la universalidad a la que sirve. Todavía en la época del capitalismo liberal o competitivo —nos dice— era posible un espacio de libertad para él, y en este punto se refiere Adorno a cierta figura del individuo que la sociedad burguesa ha hecho posible y que se encuentra en ciertas minorías de intelectuales7, individuo cuya existencia se hace cada vez más difícil en la fase del capitalismo avanzado o monopolista, en el que los aparatos económicos y sus mecanismos ciegos determinan la dinámica social y cultural. Pues el capitalismo desarrollado pone en marcha nuevos medios de enajenación de la conciencia a través de la llamada «industria cultural». En efecto, la cultura del entretenimiento, junto con el uso universal de la propaganda, culmina el proceso de conversión de la cultura en mercancía, de modo que en la sociedad de consumo de masas esa cultura de la diversión arranca al individuo de sí mismo (es dis-tracción) al tiempo que narcotiza su conciencia con la perenne promesa del placer. Esa cultura hace olvidar el dolor y convierte la risa (la risa así como —añadiría Lipovetsky8— la generalización del código humorístico, el chascarrillo y la broma en cuanto elementos de la atmósfera que envuelve a la sociedad de consumo) en una estafa de la felicidad, anulando el sentido trágico que surge de la oposición entre el indi7 En este sentido, Horkheimer escribe que los grandes escépticos de la época moderna, como Montaigne, encarnan a ese individuo que —según nos parece— tanto él como Adorno tienden a idealizar. Ellos mismos reconocen que dicho individuo funda su libertad en la división social del trabajo que oprime a la mayoría. A este respecto, Marx añadiría que semejante libertad es —dicho en los términos de Hegel— como la que alcanza el señor cuando es reconocido por el siervo. Pues para él la libertad del individuo es inseparable de la igualdad, tan solo en la cual puede realizar su esencia social. Véase Max Horkheimer: Montaigne y la función del escepticismo (1938), texto incluido en Historia, metafísica y escepticismo, trad. de M.ª del Rosario Zurro, Madrid, Alianza Editorial, 1982. 8 Véase Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, trad. de J. Vinyoli y M. Pendanx, Barcelona, Anagrama, 1986, págs. 136 y sigs.

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viduo particular y el universal social. Lo trágico, que aún subsiste en el verdadero arte, en cuanto en él se mantiene aún aquella tensión, es neutralizado por la industria cultural, en la medida en que esta puede convertir la subjetividad individual —y su testimonio en el arte— en mera expresión de lo universal indiferente, o sea, en mero medio a través del cual se reproduce la ideología dominante. La satisfacción que continuamente promete es en realidad una falsa reconciliación, pues no retiene el momento de la diferencia entre los individuos, que como tal es insuperable. De este modo, la industria cultural —piensa Adorno, recordando una idea de Marx— ha realizado malignamente al hombre como ser genérico, pues cada uno es solo aquello en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro9. Ha desaparecido así el momento de contradicción entre el individuo particular y el universal social, que caracteriza al sentido trágico de la existencia, del cual da testimonio el verdadero arte y no su degeneración en mercancía. El sistema social en su conjunto se revela así como una falsa totalidad, en la que palidece el espíritu y el sujeto tiende a desaparecer. La filosofía sería entonces, según Adorno, el ámbito en el que se sostiene la esperanza de que siga persistiendo el sujeto. De este modo culmina su pesimismo de corte elitista, que Adorno formula en los términos de una idealización liberal del individuo, pues la autonomía del sujeto que Marx situaba en un estadio futuro de la sociedad es reducida así a la forma limitada alcanzada en la sociedad burguesa por una minoría de intelectuales. Así debe entenderse el sentido de la negación radical de lo existente como tarea que él atribuye a la filosofía, tan solo en la cual persistiría un ámbito de libertad, así como la nueva afirmación del individuo que valdría temporalmente como sede de la verdad. 13.3. La discusión acerca de la diferencia a partir de la dialéctica y de la tesis heideggeriana sobre la diferencia ontológica La dialéctica de sujeto y objeto adquiere un sesgo nuevo en el planteamiento de Adorno, si lo comparamos con el discurso hegeliano, pero no nos parece tan original en relación con el enfoque de Marx, especialmente en lo que concierne a lo que él denomina «dialéctica negativa». Pues en rigor Adorno desarrolla en este punto concreto las consecuencias que se derivan de la crítica de Marx a Hegel, la cual ya rechazaba la pretensión del pensamiento de constituirse en el principio unificador de todo lo real y superador de sus contradicciones, de lo que se desprendía el primado del componente mate9

Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, págs. 187-199.

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rial de la realidad, cuyas diferencias no quedan anuladas por el poder de subsunción del concepto. Lo que añade Adorno y le aleja de Marx es un discurso que desarrolla esa posición en los términos filosóficos que se derivan de su propia experiencia, desencantada y pesimista ante el poder de asimilación del capitalismo, que se afirma en todos los espacios de la vida como una totalidad que todo lo falsifica. Y esa visión se conjuga además con su desconfianza ante la ambición unificadora de la razón moderna, de modo que según Adorno no cabe propugnar una utopía positiva, sino que la dialéctica de la razón ha de limitarse a su función crítica o negativa. Pero, en cualquier caso, esa crítica tiene que ser racional, de modo que el pensamiento ha de proceder necesariamente mediante conceptos que se confrontan con las cosas en un proceso que no tiene fin: el pensamiento es el proceso dialéctico de sujeto y objeto. Y no hay modo de rebasar esa dialéctica interminable. Esto último le permite a Adorno rechazar «la mitología del ser» propuesta por Heidegger, quien trata de pensarlo al margen de la función determinante —y, por tanto, negativa— del concepto, como si aquel precediera a la diferencia ontológica y trascendiera al ente en el que aparece. Ya hemos visto cómo esa pretensión obliga a Heidegger a buscar fuera del concepto un nuevo tipo de pensamiento, que sería «rememorativo» en el sentido de que tendría como función la de retrotraerse al evento en el que el ser «mágicamente» aparece como ente, «rememorando» ese «salto» alógico como la «destinación» o el «envío» del ser, lo cual le permite además especular con su «historicidad», en el sentido muy discutible que Heidegger presta a este término («Geschichtlichkeit» —historicidad— deriva de «geschehen» —acontecer—, de modo que lo ente sería lo acontecido en cuanto enviado —geschickt— por el ser, cosa que solo se hace patente en esa apertura del propio ser en la que el Dasein se encuentra). Pero, a pesar de lo que dice Heidegger, en el ser considerado como diferente del ente se encuentra ya virtualmente pensada la esencia, aunque sea en el modo tan abstracto de lo máximamente indeterminado. Así lo pensó Hegel —a quien Adorno conocía tan bien— cuando en la Ciencia de la lógica presenta la esencia como la verdad del ser, de modo que este sería esencialmente lo más indeterminado, en lo cual toda determinación es pensada negativamente. Por eso, tomando en cuenta como supuesto esa consideración hegeliana, escribe Adorno: «Esto que supuestamente precede a la diferencia ontológica cae en Heidegger del lado de la esencia, pese a todas las protestas en contrario. En efecto, una vez que se niega la diferencia expresada en el concepto de ente, el concepto queda sublimado en virtud de lo aconceptual, que debería yacer por debajo de él»10. De este modo, el ser 10

T. W. Adorno, Dialéctica negativa, versión española de José María Ripalda revisada por Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1975, pág. 121.

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se correspondería en Heidegger con lo aconceptual que precede a toda determinación, la cual solo aparecería entonces con la diferenciación que distingue al ente. Pero en realidad no es posible pensar lo que está más allá de toda diferencia más que como negación de la misma, de igual forma que no se puede pensar el ser más que a partir del ente y de la determinación o negación que lo distingue, a saber: como la negación de toda determinación, o «la negación de la negación», dicho en términos hegelianos. Por eso, Adorno señala críticamente contra Hegel que en rigor lo que constituye el comienzo no es el ser indeterminado, sino más bien el ser determinado como «algo»11, que el idealismo hegeliano pretende sin embargo deducir a partir de aquel y de su identificación con la nada. Aunque a esto hay que añadir que lo esencial en la dialéctica es la consideración de que no hay nada inmediato sino el propio movimiento de mediación, que es lo que trata de captar el concepto. Por eso, no hay modo de escapar a la dialéctica de sujeto y objeto. Heidegger trata de hacerlo mediante la hipóstasis de un ser previo y más universal que aquellos, pero ese ser es en realidad una pura abstracción fuera de su función de cópula entre el sujeto y el predicado, es decir, fuera de su remisión a un ente12. Y no expresa otra cosa sino ese proceso de mediación universal, tal como lo entendió el sentido crítico de Hegel al que renuncia Heidegger. De ahí la importancia que Adorno concede a la filosofía de Hegel, de quien toma el valor que este asigna a la categoría de la negación y a la mediación. Y en este sentido destaca Adorno la no-identidad como definición de lo que hay: todo cuanto es —nos dice— es siempre más que ello mismo13, expresión que reformula la afirmación hegeliana de que todo es mediato-inmediato. Por eso, el sentido de la negatividad que impulsa la dialéctica de sujeto y objeto solo puede ser recogido por un lenguaje que tiene que orientar el discurso de la filosofía de acuerdo con una idea renovada de la verdad. Esta no puede ser comprendida como la cualidad de un juicio que demuestre ser adecuado a un hecho, porque la adecuación del pensamiento al ser no se alcanza nunca en una verdad estática, sino que es el proceso interminable del concepto en su esfuerzo por captar la cosa. Y, en este sentido —que Hegel desarrolló en su doctrina de la proposición especulativa—, el lenguaje predicativo resulta siempre insuficiente, pues establece conexiones inmediatas e identidades que el propio lenguaje se ve obligado a superar con los medios de que dispone: la cópula siempre identifica, pero el discurso de la filosofía debe expresar lo no-idéntico. Por eso, 11

Ob. cit., págs. 139 y sigs. Ob. cit., pág. 108. 13 Véase Tres ensayos sobre Hegel, trad. de Víctor Sánchez de Zavala, Madrid, Taurus, 1969, pág. 110. 12

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contra lo que pretende Wittgenstein, su tarea consiste en decir aquello de lo que no se puede hablar, en expresar lo no-idéntico y romper así el hechizo que el lenguaje —que siempre identifica— ejerce sobre el pensamiento. Aunque para ello tenga que recurrir a la constante negación de lo inmediato, pues no existe un lenguaje especulativo capaz de dar forma expresiva a la mediación universal. Este esfuerzo por expresar la mediación en las formas inmediatas del lenguaje es lo que coloca a la dialéctica por encima del irracionalismo, el cual renuncia de antemano a dar cuenta del sentido lógico de la negatividad. Pero tratándose de una dialéctica materialista no puede fundarse en la identidad presupuesta del concepto especulativo, pues la captación de lo diverso no está nunca lograda de antemano, sino que se muestra más bien como el resultado buscado y nunca definitivamente alcanzado de aquel esfuerzo de asimilación. El concepto tiende a unificar lo que se presenta como diferente, pero la unidad que acierta a formular no llega a absorber la diferencia, ya que el objeto nunca desaparece en los modos de apropiación del sujeto. Por eso, Adorno rechaza en este punto la posición de Hegel, quien acaba asumiendo al final la identidad que denuncia, de modo que —según la crítica de Adorno— su sujeto-objeto es en realidad, en último término, un sujeto. De ahí que la negación alcance una reconciliación en la figura final del espíritu. Dicho de otro modo: el concepto de Hegel se revela como la identidad sobrepuesta a toda diferencia. Por eso la «tiranía» del concepto especulativo se impone en él sobre las diferencias y se desarrolla como el proceso que culmina en una totalidad reconciliada. Frente a eso, Adorno proclama que «el todo es lo falso»14, en tanto pretende sustituir el proceso interminable que trata de captar lo no-idéntico por la unidad ya constituida de un todo en el que el pensamiento está reconciliado con las cosas y el sujeto se ha hecho idéntico al objeto. La dialéctica en sentido materialista no se refiere a un pensamiento puro en el sentido del logos intemporal considerado por Hegel en la Ciencia de la lógica, ni tampoco a las cosas tomadas en sí mismas al margen de la mediación que introduce el pensamiento (o la actividad específicamente humana), sino a la relación pensamiento-cosas (o, mejor, a la relación entre la praxis y las cosas): al pensamiento en tanto referido a las cosas (e identificador de las mismas) y a estas (lo que aparece como diferente respecto del concepto) en cuanto no representan significado alguno fuera del pensamiento que las considera y comprende su lado no-inmediato (o, en el sentido más general, fuera de la praxis humana que se ocupa de ellas en el trabajo, en la acción, 14

Esta afirmación de Adorno está obviamente formulada en contra de la célebre afirmación hegeliana de que «la verdad es el todo». Véase ob. cit., pág. 117.

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en la contemplación). Esa dialéctica es negativa porque nunca cierra el círculo, sino que se mantiene sin reconciliación final en la crítica de lo existente. Frente a toda voluntad de sistema y de dominio, el concepto se muestra como un instrumento del hombre que parece condenado a no superar la dualidad o la diferencia, pero también como un poder cuya fuerza negativa —en tanto expresa «la inquietud del sujeto»— nos permite sustraernos a toda cosificación. Solo pensamos mediante conceptos (en contra de la ontología de Heidegger) y enfrentados a las cosas sin que estas se reduzcan nunca a aquellos. Subsiste, por lo tanto, siempre la dualidad sobre la unidad, o la diferencia sobre la identidad, pues el concepto es el esfuerzo unificador del sujeto por captar al objeto que una y otra vez reaparece en su alteridad o diferencia. Esta no es nunca absorbida del todo por el concepto que el sujeto usa para apropiarse de las cosas e identificarlas, sino que incita a su vez la actividad negativa que elabora nuevos pensamientos en busca de una identidad definitiva con el objeto, que sin embargo resulta inalcanzable. En este sentido, debido a la importancia que asigna a la individualidad enfrentada al universal, el pensamiento de Adorno es celebrado como un ejemplo representativo de las llamadas «filosofías de la diferencia». Sin embargo, esto último no es correcto si con ello se quiere ver en Adorno a uno de los paladines de la postmodernidad, pues su puesta en cuestión de la modernidad y su denuncia del modelo de razón universalista y totalizadora que pretende imponer su dominio sobre la singularidad diferenciada no se traduce de ningún modo en la afirmación irracional de lo diferente como tal, considerado en su completa desvinculación, como es el caso, por ejemplo, en Derrida o Deleuze. Por eso, su posición debe distinguirse tanto de aquella que —recelando de la autonomía de la razón— rechaza la modernidad desde la nostalgia reaccionaria de la época premoderna, como también de la de aquellos que proclaman el fin de la modernidad y sus paradigmas o «grandes relatos» (como el de la razón, el progreso o la autonomía del sujeto) para aseverar que nos hallamos en una nueva era, postmoderna, que entre otras cosas es caracterizada por el abandono escéptico de todo instrumento teórico privilegiado y exterior a los hechos desde el cual se pueda formular un juicio sobre estos con pretensiones de verdad. De este modo, con la renuncia a juzgar acerca de la realidad verdadera de las cosas, más allá del enunciado que expresa una interpretación subjetiva o que se remite sin fin a otros enunciados en un juego interminable de interpretaciones, en la experiencia postmoderna llega a su cumplimiento la sentencia de Nietzsche: no hay hechos, sino solo interpretaciones. Y bien, en relación con esto, hay que decir que Adorno también comparte la desconfianza ante toda voluntad sistemática que subordine lo singular a la posición que ocupa en el todo, pero eso no acarrea para él de ningún modo

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la renuncia a pensar lo singular-diferente mediante la fuerza universalizadora e identificadora del concepto, sostenida en la esperanza real de distinguir la verdad de la mera interpretación, aun cuando señale de antemano la imposibilidad de que ese esfuerzo pueda llegar nunca a establecer una identidad definitiva. Distinta de la posición de Adorno es la de quienes se remiten al discurso radicalmente antirracionalista de Nietzsche y Heidegger. Este último elaboró su doctrina de la diferencia ontológica precisamente para establecer el carácter absolutamente insuperable de la diferencia que se halla en el origen mismo del ente, cuyo ser —en el sentido ontológico— cae fuera de toda determinación y es, por lo tanto, completamente ajeno al poder unificador del concepto: el ente es visto como presencia en el sentido de lo que se hace presente desde el ser. De ese modo, Heidegger hace imposible la tarea de la razón, la cual ha de proceder mediante conceptos que buscan la identidad en la diferencia, mientras que el ser —según él— ha de considerarse por el contrario como lo diferente en el ente, en el sentido de lo que presentándose queda sin embargo oculto en él y fuera de toda posible determinación. Por lo tanto, solo si se ignora esa diferencia originaria (o sea, solo por el «olvido del ser», el cual no quedaría determinado como ente, sino que debería comprenderse más bien a partir de su «carácter eventual»), solo si nos ocultamos esa suprema verdad para entregarnos al paradigma de la representación, es posible, según Heidegger, mantener la tesis de que la verdad del ente se hace patente a través de su determinación mediante el concepto, pero eso es a costa —añade— de atenerse al pensamiento técnico que renuncia a lo que él considera la más alta posibilidad del pensamiento. La tarea de la razón se hace imposible si, como pretende Heidegger en Identidad y diferencia, se trata de pensar la diferencia como tal al margen de la identidad15. Pues bien, sobre esta cuestión hay que decir que, en efecto, y pese a Heidegger, concebir es establecer determinaciones, las cuales son en sí mismas diferenciaciones que solo pueden ser captadas por el pensamiento si se reconducen —al menos tendencialmente— a la unidad que las agrupa. En ese sentido, pensar es emplear conceptos para separar y unir, distinguir y asimilar, diferenciar e identificar, pero de tal manera que ambos movimientos —como pone de manifiesto la dialéctica— son en rigor momentos de un único proceso, en el cual lo diferente solo tiene sentido como diverso en la unidad y esta por su parte debe entenderse como la unidad de lo diverso. No se trata de clasificar, sino de dar cuenta de ese proceso. Ahora bien, como ya hemos visto, Heidegger 15

La constitución onto-teo-lógica de la metafísica, conferencia publicada como parte del libro Identidad y diferencia, trad. de H. Cortés y A. Leyte, Barcelona, Anthropos, 1988, pág. 141.

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pretende que es posible un pensar que no opera de esa manera, lo cual le permite salvar el carácter absoluto de la diferencia repudiando así la función que la modernidad asignaba al sujeto como la actividad que a través del concepto capta la identidad en la diferencia. Su lugar es ocupado por el Dasein, en quien la fuerza apropiadora del concepto es sustituida por la pasiva escucha del ser, el cual se oculta al pensamiento humano como el Deus absconditus de una teología negativa. De este modo, a través de este pensamiento seudo-religioso, retorna la atención a lo sagrado y se abandona el ideal moderno de la crítica de la razón y la autonomía del sujeto. 13.4. El «pensamiento de la diferencia» según Derrida Por esta senda abierta por Heidegger han transitado sus epígonos postmodernos, y en particular la llamada «izquierda heideggeriana», oxímoron que se refiere a la pretensión de elaborar una «filosofía de la diferencia» sin que ello suponga nostalgia alguna de la época premoderna. En este punto Derrida, Deleuze y Foucault aparecen como los impulsores de un «pensamiento de la diferencia» que se enfrenta críticamente al pensamiento moderno con la pretensión declarada de desenmascarar sus construcciones metafísicas. Según su criterio, que prolonga la senda abierta por Heidegger, toda la metafísica de la modernidad debe ser puesta en cuestión (deconstruida, desenmascarada como episteme, etc.) en cuanto se revela sostenida en un tipo de racionalidad ejercida por un sujeto que funda la verdad de su discurso en la fuerza unificadora, homogénea, continua y sin fisuras del concepto. Pero, según su criterio, esta pretensión de la modernidad debe denunciarse, a partir de la experiencia de nuestro tiempo, como el proyecto que impone la tiranía de un discurso que desprecia la diferencia, que desatiende a lo diverso, que anula toda resistencia y borra los márgenes exteriores a su propio poder de asimilación. Lo que ahí está en cuestión, entre otras cosas, es el paradigma del sujeto, sostenido en ese modelo de la razón moderna que promueve la crítica y funda la autonomía de la conciencia al precio —según su denuncia— de ocultarse su origen como voluntad de poder que se impone sobre todas las cosas y —dicho en los términos de Foucault— declara como irracional todo cuanto resiste desde los márgenes a su afán imperial, el cual no sería más que una interpretación privilegiada en una configuración histórica de la vida (una episteme). En su conferencia parisina sobre La Différance, cuyo texto en aquel momento (1968) apareció como una especie de manifiesto del «pensamiento de la diferencia», Jacques Derrida desarrollaba esa meditación de cuño heideggeriano. A partir de la cuestión de la diferencia ontológica, el texto de Derrida trata de indicar un camino para el pensamiento que sea

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capaz de desvincular la diferencia del lazo en que se encuentra prendida en la tradición moderna, que piensa lo diferente en el seno de o respecto de la identidad de la que se distingue y solo respecto de la cual toma su sentido. De lo que se trata, por lo tanto, es de considerar la diferencia con independencia de la identidad, proyecto verdaderamente ambicioso en cuanto se opone a toda la historia de la metafísica. Y él lo hace además teniendo en cuenta el doble sentido de «diferir», ya apuntado por Heidegger: el que implica demora o «espaciamiento temporal» y el que indica diversidad. Pues ambos usos están intrincados en rigor en la cuestión que se plantea. La insistencia de Derrida en que esa diferencia escapa a toda posible asimilación que pretenda llevar a cabo el pensamiento metafísico, que —según señala siguiendo a Heidegger— privilegia siempre el punto de vista que interpreta el ser como presencia —el cual en el discurso reviste además la forma de la expresión fonética—, le induce a escribir «différance» con a, algo que solo registra la escritura y tiene el carácter de una marca, rastro o huella de una alteridad que nunca llega al presente16. El privilegio que el pensamiento metafísico de la modernidad —que Derrida identifica, siguiendo a Nietzsche y a Heidegger, como la filosofía de la conciencia— concede a la presencia deriva de la centralidad que atribuye a aquella. Y es la fenomenología de Husserl la que lleva a sus últimas consecuencias el supuesto de que el ser se da en lo inmediatamente presente a la conciencia en cuanto fenómeno, razón por la cual trata siempre de captarlo como esencia, Wesen («Wesen» procede de «gewesen», que es el participio del verbo «sein»: es el ser que se ha hecho ya siempre presente y ha sido ya como tal, de modo que todo cuanto se sostiene en el ser se debe tan solo a su vínculo con esa forma privilegiada del ser que es la esencia). Y si bien es verdad que Husserl trata de rebasar esa inmediatez con el recurso de las retenciones y las protenciones que también aparecen en el horizonte del fenómeno, Derrida objeta que en todos los casos se trata allí siempre tan solo de una ampliación o modificación de la presencia, pensada además según el modelo propuesto por esta. Frente a ello, él prefiere hablar de una marca o rastro, que sería completamente inconmensurable con toda presencia, pues escapa enteramente a esta y —frente a lo que ocurre con la negatividad en Hegel, que tiene un resultado positivo— lo hace sin retorno. Y reivindica la fórmula utilizada por Levinas para referirse al «enigma de la alteridad absoluta»: «un pasado que nunca ha sido presente»17. Es una diferencia inabsorbible, que «sobrepasa el orden del entendimiento»: se escribe o se lee, pero

16 Véase La Différance, cuyo texto está incluido en Márgenes, trad. de Carmen González Marín, Madrid, Cátedra, 1998, págs. 39 y sigs. 17 Ob. cit., pág. 56.

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no se puede oír18, pues propiamente «no es, no existe, no es un ser presente (on)»19. En rigor, no podría ni siquiera nombrarse, pues eso supone ya su asimilación por el lenguaje, el cual prestaría una identidad a dicho concepto. Por eso, escribe «diferancia», que indica una diferencia absolutamente original y previa a toda idealidad o sistema de identificación que trate de hacerla inteligible desde la dialéctica de identidad-y-diferencia. Ahora bien, contra eso habría que decir que el recurso al signo implica ya un compromiso con un sistema de determinaciones, del cual parece que solo se podría escapar con el silencio. E incluso esto último sería discutible, por cuanto el gesto, la actitud o la acción silenciosa apuntan a sentidos identificables. Sin embargo, Derrida no se calla nunca y no deja en sus textos de hablar de manera incontenible acerca de lo innombrable. Es un rasgo que le aproxima a la tentación seudo-religiosa que domina a Heidegger, quien orienta su meditación hacia lo oculto e inaccesible per se a la razón. En este punto eran más consecuentes los escépticos griegos que, ante la negación que parece cuestionar toda posibilidad de identificar un sentido en las cosas, ante la experiencia de lo irracional que —como escribe Derrida— «sobrepasa el orden del entendimiento», recomendaban permanecer en silencio y abstenerse en lo posible de toda acción. En su disquisición sobre la llamada «diferancia», Derrida busca el apoyo de Saussure, cuya reflexión sobre la lengua pone de manifiesto que en esta no hay ideas ni sonidos identificables en su sentido que preexistan al sistema de diferencias conceptuales o fónicas en que aparecen, de tal manera que es solo en el interior de este juego de diferencias como los sonidos y conceptos están encadenados entre sí y remiten los unos a los otros. Y de ahí extrae Derrida la conclusión de que el hablante (el sujeto que habla y piensa) y lo que dice está en función de la lengua, entendida como juego de formas sin sustancia determinada o sistema de diferencias cuyo carácter no derivado asimila él a la «diferancia» y que se podría considerar como una especie de escritura antes de toda escritura, una «archiescritura» sin origen, sin arché. Sin embargo, hay que decir que este uso de la teoría de Saussure es discutible, pues aun cuando la lengua pueda ser considerada un sistema de diferencias sin centro que precede tanto al significante como al significado y que se impone sobre el hablante (del mismo modo que la sociedad establece los límites y los cauces entre los que se desenvuelve la vida del «sujeto» individual), no deja de ser cierto que este tiene que actualizar ese sistema que le precede haciendo un uso del mismo que implica su reproducción, ciertamente, pero también su apropiación desde un punto 18 Derrida juega con el hecho de que «différence» y «différance» suenan igual en francés. Véase ob. cit., pág. 40. 19 Ob. cit., pág. 42.

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de vista y su ocasional modificación20. Y que además el sistema de diferencias que compone la lengua puede ser concebido en su conjunto como un instrumento para determinar la identidad de los sonidos y conceptos. Y eso quiere decir que si en cierto sentido la diferencia precede a la identidad no por ello se desvincula de esta, por lo cual una y otra deben considerarse más bien como momentos de una totalidad dialéctica. En realidad, el discurso roto y torturante de Derrida es un mal sucedáneo del silencio al que traiciona por su incoherencia. Pues la condición de posibilidad del discurso filosófico consiste en atribuir un valor tanto a la identidad como a la diferencia en cuanto momentos inseparables en el ejercicio del pensamiento. Ya Heidegger rompe con este requisito con su manera de entender la diferencia ontológica, que implica una noción del ser desplazado a un más allá inalcanzable y oculto. En efecto, si la metafísica occidental —según él sostiene— ha interpretado el ser como el «estar presente» (anwesen) del ente o «presencia» (Anwesenheit) en la que se busca la esencia (Wesen), Heidegger por su parte trata de «pensarlo» a partir del «dejar estar presente» (Anwesenlassen), que busca comprender la interna relación de tiempo y ser, a la vez que interpreta a este como «desocultar» o «traer a lo abierto»21. De este modo, sustituye la comprensión del ente que procede mediante la dialéctica de identidad y diferencia (que no implica necesariamente esencialismo alguno, si se considera —como Adorno— que no hay entre ellas reconciliación definitiva) por aquella otra que trata de verlo como el «desocultarse» que «trae a lo abierto» lo que de suyo se encuentra más allá de toda determinación racional, dando así el salto hacia otro modo de consideración del mundo, que abandona la filosofía y conduce a la mística. Pero Derrida pretende incluso ir más allá de Heidegger, en cuyo enfoque sobre la diferencia ontológica cree encontrar aún —usando los términos de Vattimo— una nostalgia prisionera del horizonte de la metafísica, como se pone de manifiesto en su texto sobre La sentencia de Anaximandro, de Holzwege, en el que asigna al pensamiento el deber de encontrar la palabra única para expresar la relación del ente con lo-que-es22. Y esa radicalización le lleva a afirmar —haciendo uso de la distinción wittgensteiniana entre «decir» y «mostrar»— que la diferencia como tal es indecible y tan solo se muestra en cuanto desaparece —y en el momento en que desapa20 Aunque la lengua sea, según Saussure, el objeto privilegiado en el estudio del lenguaje, pues sin ella el habla resulta ininteligible, ello no le impide reconocer que «históricamente el hecho de habla precede siempre» y que es el habla la que hace evolucionar la lengua. Véase Ferdinand de Saussure: Curso de lingüística general, trad. de Amado Alonso, Madrid, Alianza Editorial, 1987, pág. 35. 21 Véase Tiempo y ser, trad. de Manuel Garrido, Madrid, Tecnos, 2000, págs. 20 y 24. 22 La Différance, pág. 58. Véase también la explicación al respecto —que seguimos de cerca— de Gianni Vattimo: Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, trad. de Juan Carlos Gentile, Barcelona, Península, 1986, pág. 132 y 135-6.

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rece— en el juego infinitamente abierto de las diferencias, que se revelan así más bien como simulacros y huellas de lo que nunca está presente. Esta interpretación del discurso tradicional como un texto en el que hay que buscar lo que en él no aparece para erosionar así su centro —el cual solo se constituyó en la medida en que olvidó esa marginación— y «deconstruirlo» no es, por cierto, otra cosa sino una versión del método genealógico de Nietzsche, el cual —como vimos— pretende desposeer al discurso del centro moral o político que parece constituir su sentido para retrotraernos hacia aquello que se oculta en él y es diferente, inconmensurable e irreductible a ese nivel de consideración. Y, en cualquier caso, hemos de decir contra Derrida que la posición de la diferencia en cuanto diferencia supone ya en sí misma un movimiento de identificación, aun cuando esta nunca llegue a cumplirse del todo. Fuera de eso no hay sentido para la filosofía, aunque acaso pueda haberlo para otro tipo de discursos. Pues, ¿cómo pensar las diferencias al margen de toda identidad? ¿Cómo podemos acercarnos a lo otro si no es desde la mismidad que constituye nuestro modo de ser que trata de comprender y comprenderse en relación con lo demás? Lo diferente solo adquiere algún significado en el contexto de su relación con la identidad que se le opone, y el hecho de que podamos siquiera nombrarlo, indicarlo o señalar su huella implica ya su identificación por parte de un sujeto que no puede dejar de proyectar una u otra categoría, la identidad o la diferencia, en conexión con la otra. 13.5. El uso de Marx y Nietzsche en la genealogía del sujeto propuesta por Foucault El discurso filosófico de la postmodernidad ha tratado de apropiarse de la herencia de Marx en favor de su pensamiento sobre la diferencia. En este sentido, los análisis de Foucault parecen en ocasiones calcados del modo en que Marx denuncia las estructuras de poder que se ocultan tras las prácticas sociales. Y esa impresión de seguir a Marx se refuerza externamente si recordamos el activismo social que despliega Foucault en ciertos momentos de su vida, como cuando colabora con los grupos maoístas que se interesaban por la situación en las prisiones. Sin embargo, en contra de esas falsas apariencias, el sentido orientador del pensamiento de Foucault es netamente nietzscheano e incompatible con el núcleo de la obra de Marx, del cual llega a decir que es junto a Hegel uno de los grandes responsables del humanismo contemporáneo que él mismo combate23. Pero si 23 Véase Arts, 15 de junio de 1966. Y al final de su vida reconoce abiertamente la filiación netamente nietzscheana de su pensamiento: «Je suis simplement nietzschéen et j’essaie dans la mesure du possible, sur un certain nombre de points, de voir, avec l’aide de textes de

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Nietzsche es la guía de su pensamiento, este se desarrolla además en el marco de la interpretación que sobre aquel hizo Heidegger y sobre el trasfondo general de la crítica que este elabora de la modernidad como el discurso de la metafísica del sujeto. Esto le permite además —del mismo modo que hacen otros «compañeros de viaje» de su generación— reinterpretar el sentido de la obra de Marx o de Freud para utilizarlos en su propio repudio de la filosofía del sujeto, a pesar del valor que estos últimos conceden a la conciencia como posible guía de la existencia cuando se hace capaz de emanciparse de aquello de lo que procede y que tiende a mantenerla sojuzgada. Lo que Foucault y su generación filosófica rechazan es la idea de un sujeto soberano, fundacional y permanente. De ese modo reaccionan en contra de la fenomenología de la que procedían Sartre y Merleau-Ponty, y que a través de estos dominaba el panorama filosófico francés de su tiempo24. No hay una forma universal de sujeto que pueda hallarse en cualquier parte, sino que lo que se llama «sujeto» ha de entenderse como algo constituido en la experiencia histórica a través de «prácticas de sujeción» (aunque también de liberación, si hemos de hacer caso a lo que dice Foucault en sus últimos años a propósito de las «tecnologías del yo» en la antigüedad). En cualquier caso, el sujeto para él es siempre el resultado y no el fundamento: el resultado que se constituye a través de unas relaciones de poder que imponen a los individuos un modo de hacerse cargo de sí mismos con el que comparecen como «sujetos» en la dinámica social. Pero también un resultado del modo en que las «prácticas discursivas» abren un espacio constituyente del sentido de aquella figura categorial que se presenta como «sujeto» y designa a un ser con una aparente iniciativa propia. En este último sentido, las primeras obras de Foucault, como se sabe, distinguen entre diversas «formaciones discursivas» que caracterizan a otras tantas épocas culturales o períodos históricos, en cada uno de los cuales el discurso se desenvuelve siguiendo determinados patrones o cortes categoriales que definen un tipo de racionalidad, entendiendo esto último en el sentido de constituir una forma entre otras posibles de dar razón de la realidad mediante categorías que explican con pretensiones científicas la naturaleza o el mundo social. Pero cada vez que un nuevo tipo de racionalidad o «episteme» se impone, lo hace mediante una especie de corte por Nietzsche —mais aussi avec des thèses anti-nietzschéeennes (qui sont tout de même nietzschéennes!)—, ce qu’on peut faire dans tel ou tel domaine.» Entrevista del 29 de mayo de 1984 publicada en Les Nouvelles littéraires, junio-julio de 1984. 24 Dejamos de lado la discusión referente a si en la misma fenomenología se había dado ya el paso hacia una idea de sujeto que desborda esa caracterización, como parece ser el caso de Merleau-Ponty, desarrollando planteamientos que aparecen en el último Husserl.

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autodemarcación y exclusión que significa una ruptura con la época anterior y establece un marco nuevo que delimita y hace posible el sentido de los enunciados. En Las palabras y las cosas trata de poner orden metódico en estas consideraciones, que ya habían aparecido tácitamente en algún texto anterior, distinguiendo entre diversas epistemes, cada una de las cuales viene a ser un sistema del saber global de una época constituido como el a priori histórico tan solo sobre cuya base puede entenderse el sentido del discurso que ella hace posible. En este sentido, según Foucault, tras la época clásica —que habría roto en el siglo xvii con las formas discursivas propias de la época renacentista— y como consecuencia de una nueva ruptura que entraña la discontinuidad de un salto categorial, la episteme moderna se habría constituido a principios del siglo xix como ese gran sistema nuevo de interpretación en el que se recorta la categoría central del hombre (nuevo «nudo epistémico»), que sirve como base para el desarrollo de las ciencias humanas. Aparece así el discurso sobre el hombre como sujeto autónomo cuyo devenir histórico está marcado por la finitud de su experiencia25. Pero Foucault advierte a su vez de la eclosión de una nueva episteme, que —según dice— ya se anuncia en la falta de aliento del humanismo moderno, cuyas prácticas discursivas muestran en su tiempo no solo su agotamiento desde el punto de vista de las ciencias sociales, sino además su carácter ilusorio, en cuanto se inspiran en un tipo de racionalidad excluyente que deja fuera y nos oculta una parte del sentido de nuestra experiencia. Todo esto es muy conocido y forma parte de la «vulgata foucaultiana» con la que sus seguidores se oponen a una ortodoxia intelectual creando otra que repite machaconamente los tópicos referidos a la «arqueología de los saberes», la «muerte del sujeto», etc. Lo que es interesante en cualquier caso es el modo en que Foucault relaciona el tema del saber con la cuestión del poder, de acuerdo con una genealogía que no es de ninguna forma original. Partiendo del supuesto de que cada episteme es un modo diverso y discreto de reinterpretar la experiencia recortando su significado mediante categorías que se hallan en un orden de discontinuidad respecto de otras históricamente anteriores, señala además que esa experiencia cuyo significado circula en las prácticas discursivas entraña en sí misma también, en cuanto se reproduce en la vida social, la aplicación inconsciente de normas que no solo suponen un modo de experimentar las cosas y a sí mismo frente a los demás, sino que además imponen al individuo un modo de ser y de conducirse. Por lo tanto, la episteme cumple funciones de regulación y sujeción: como diría Nietzsche, 25

Véase Michel Foucault, Las palabras y las cosas, trad. de Elsa Cecilia Frost, México, Siglo XXI, 1968, págs. 295 y sigs.

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una interpretación de las cosas entraña ya en sí misma una determinada voluntad de poder. De acuerdo con esas pautas normativas, el individuo queda constituido como sujeto sometido a una red de «relaciones de poder», que son ejercidas sobre él y que él a su vez ejerce sobre otros. Esa «microfísica del poder» comprende a este como algo que circula sin centro alguno y que no tiene solo una función represiva —como tendía a creer la teoría clásica sobre el poder—, sino también productiva: el poder no es sino un conjunto de relaciones que, a través de la disciplina ejercida sobre el cuerpo, el modo de conducirse y las prácticas discursivas que lo justifican a la vez que lo expresan, produce un tipo de individuo en un proceso de normalización y de subjetivación26. De tal manera que las prácticas discursivas deben comprenderse como un tipo entre otros de las prácticas sociales —con la función de ser expresión y justificación o refuerzo de las mismas— que contribuyen en general a moldear al individuo y a «disciplinar» su conducta. Pues el tema de la verdad que se enuncia en el discurso forma parte de un «juego de verdad» (ya sea el que se puede hallar en la ciencia, en el discurso de las instituciones o en el que acompaña a las prácticas de control), en el cual se encuentra siempre ya inserto el ser humano27. Y este tema de la subjetividad constituida en cada caso en relación con la verdad invocada y el poder que opera en las relaciones entre unos y otros es precisamente lo que ante todo interesa a Foucault, desde sus primeros escritos hasta los últimos cursos impartidos en el Collège de France. Es decir: ¿qué idea acerca del sujeto presupone y transmite el discurso científico, el psiquiátrico, el jurídico..., que aparece como aquel discurso que presenta la verdad en un ámbito de la experiencia humana en el que al mismo tiempo los individuos aparecen inmersos en determinadas relaciones de poder? Y ¿cómo podríamos formular un enunciado general sobre las relaciones entre 26 En respuesta crítica a la teoría tradicional sobre el poder, que tiende a ver a este focalizado en determinados centros de poder —el Estado, sus instituciones, etc.—, Foucault sigue a Nietzsche en su consideración del poder como algo descentrado y fragmentado en múltiples relaciones que tienen una función tanto represiva como productiva o configuradora de realidades nuevas y que pueden ser cambiantes y reversibles en el sentido de modificar su dirección. Solo cuando esas relaciones de poder pierden su carácter reversible y quedan fijadas en una única dirección se convierten en lo que Foucault denomina «relaciones de dominio». Véase Microfísica del poder, trad. de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, Madrid, La Piqueta, 1979. Sobre el sentido de la prisión en la sociedad autodisciplinaria, véase Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. de Aurelio Garzón, México, Siglo XXI, 1976. Acerca del modo en que el discurso psiquiátrico establece una verdad sobre el sujeto con la función de definir y excluir al mismo tiempo, véase Historia de la locura en la época clásica, trad. de Juan José Utrilla, México, F.C.E., 1967, en dos volúmenes, que fue su primera publicación. 27 Véase Michel Foucault, El yo minimalista y otras conversaciones, trad. de Graciela Staps, Buenos Aires, La marca editora, 1996, pág. 144.

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la constitución de un saber y el ejercicio de un poder, así como acerca del tipo de sujeto constituido en esas prácticas discursivas y coercitivas? Ahora bien, Foucault no hace otra cosa sino reformular las viejas tesis de Nietzsche acerca de la vida del espíritu y de su función como fábula que al mismo tiempo manifiesta, encauza y enmascara relaciones de poder de un modo que primero es inconsciente y que luego —después de producirse— la conciencia se oculta a sí misma. En efecto, las «prácticas discursivas» que desarrollan las ciencias o que expresan una función de control por parte de las instituciones (prisiones, centros psiquiátricos, escuelas, etc.) ordenan la vida de los individuos (sus ideas y su conducta) según «juegos de verdad» en los que se mezclan los conocimientos de la ciencia con los valores de la esfera moral o política. Unos y otros forman parte de «un tipo de racionalidad» que no puede finalmente dar razón de sí misma más que apelando a aquello que encauza y oculta al mismo tiempo. Así reformula Foucault la idea de Nietzsche: el discurso moral y político que sostiene y legitima la vida práctica, así como el que desarrollan las categorías de las ciencias humanas, deben interpretarse en la clave que muestra la voluntad de poder encauzada y expresada en dichos discursos, sin la cual no se explicaría el modo en que estos recortan las categorías que los convierten en parte de una episteme. Pero esa voluntad de poder está fragmentada en múltiples relaciones de fuerza que producen un tipo de individuo y de conducta, cuya fijación a través de técnicas sociales de normalización y subjetivación —que disciplinan al individuo sin que su conciencia se percate de ello— indican un orden de dominio que se impone sobre él. En este sentido, cada cultura y el sistema de pensamiento que desarrolla, en cuanto genera funciones de regulación y sujeción, constituye un sistema disciplinario. Ahora bien, no se puede dar razón del proceso que hace irrumpir los diversos tipos de racionalidad: las epistemes no se pueden traducir a un lenguaje único de la razón (una especie de superepisteme) desde el cual se pudiera dar cuenta de ellas, del mismo modo que los «juegos de verdad» no se pueden analizar en los términos de un discurso que aspire a establecer su mayor o menor aproximación a la verdad. Es decir, la función de la explicación consistiría en mostrar primero el sentido de un discurso en el marco de una «arqueología de los saberes» que sacara a la superficie los presupuestos ocultos sobre los que aquel está constituido; y, en segundo lugar, en mostrar la «genealogía» conforme a la cual son siempre unas relaciones de dominio lo que se expresa y refuerza mediante esas prácticas discursivas y el resto de prácticas sociales. Pues bien, en relación con esto último, nos parece acertado el diagnóstico de Alain Renaut y Luc Ferry sobre el planteamiento ambiguo —que ellos consideran uno de los rasgos más singulares de la filosofía francesa a partir de los años 60—, consistente en la práctica de un doble juego que ha

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contribuido además a forjar la fuerza seductora de dicha filosofía, a la que se refieren como «la pensé 68»: por un lado, juegan en un tablero que promueve una crítica nietzscheano-heideggeriana de la razón impulsada desde lo irracional, mientras que, por otro lado, en otro tablero su juego consiste en la crítica de la racionalidad burguesa en nombre de otra racionalidad28. El propio Foucault tiende a identificar el significado clásico de lo racional con lo universal en el sentido kantiano, despreciando el modo en que la dialéctica interpreta la relación entre lo universal y lo particular. Por eso, en cuanto descarta toda mediación entre estos, se ve abocado al relativismo que caracteriza a su posición, la cual redefine la función de la crítica, cuya aspiración máxima consistiría ahora en desvelar el «tipo de racionalidad» que alienta en las prácticas sociales y mantiene al individuo sujeto bajo un orden de dominio (que en el caso del orden moderno hace de él además un «sujeto»), sin que esa «racionalidad» pueda a su vez ser determinada o no como racional. Eso explica que Foucault no hable de «ideología», pues esta supone la distinción entre el discurso científico y el ideológico, distinción que salvaguarda la posibilidad misma de la verdad, mientras que para él —como para Nietzsche— todo discurso sería finalmente ideológico. Y no habla de verdad, sino de «juego de verdad»: ¿qué se invoca o se hace valer como verdad cuando se habla de la función de las prisiones, de las bondades de la psiquiatría, o de la libertad del individuo? Ni la verdad es verdad, ni la racionalidad es razón, ni el sujeto es sujeto. El pensamiento moderno ofrece, sin embargo, otro modelo de genealogía, inspirado en el planteamiento desarrollado por Hegel en la Fenomenología del espíritu, en el cual cada figura de la conciencia (o sea: cada forma de la experiencia) deriva de la anterior y es su verdad, conforme a un proceso especulativo en el que la razón pretende dar cuenta del despliegue histórico de las diversas formas de la experiencia humana concebido como el progreso hacia el conocimiento de la verdad. Ese modelo es reinterpretado por Marx en términos materialistas que subordinan el sentido de la razón a la realidad empírica y tratan de entender el modo necesariamente limitado en que aquella puede dar cuenta del desarrollo histórico de la experiencia humana. Pero Foucault prefiere atenerse al modelo nietzscheano de genealogía, conforme al cual la interpretación de la experiencia descansa en última instancia sobre el supuesto de la infinitud de las interpretaciones posibles, sin que sea posible dirimir entre ellas más que apelando indefinidamente a nuevas interpretaciones (del mismo modo en que la interpretación de un texto remitiría al juego sin fin de la intertextualidad). 28

Luc Ferry y Alain Renaut, La pensée 68. Essai sur l’anti-humanisme contemporain, París, Gallimard, 1988, págs. 143-4.

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Por otra parte, la crítica genealógica de Foucault descubre el poder como una realidad al mismo tiempo omnipresente y sin embargo esquiva (al igual que el ser en la posición de Heidegger), que parece escapar a toda determinación conceptual, en cuanto se nos presenta diluida en el flujo de una circulación donde no hay centros privilegiados, sino fuerzas cuyo vehículo son indiferentemente tanto el cuerpo de los individuos como las instituciones o las normas. De ese modo, convierte en imposible la tarea de ofrecer una explicación racional en el sentido en que lo hace Marx, para quien también el poder se reproduce a través de la conducta de los individuos, solo que esta se entiende siempre subordinada a las estructuras objetivas que se le imponen de diversos modos, uno de los cuales adopta la forma del dominio ideológico, en el que parece desaparecer el origen externo de la coacción en cuanto es interiorizada inconscientemente. Es decir, para Marx, las «prácticas de sujeción» deben verse a la luz de las estructuras sociales objetivas que las promueven, lo que significa una teoría del poder que distingue entre unas instancias que focalizan el poder y otras que son efecto de las primeras, en el marco de una comprensión estructural que permite la explicación causal de los fenómenos. Pero Foucault parece difuminar la importancia de las estructuras sociales objetivas que sustentan formas de dominio y se limita a señalar que algunas relaciones de poder son fijadas —sin explicar cómo— como relaciones de dominio. Esa visión idealizada de un poder fragmentado en innumerables relaciones lábiles y reversibles se pone de manifiesto cuando señala que «las prácticas coercitivas se desarrollan como reglas, estilos, invenciones, que se pueden hallar en el entorno cultural»29, como si esos «estilos» o «invenciones» fueran creaciones de (una voluntad de...) poder que no hallasen explicación en las condiciones materiales objetivas de la vida social. Y en este mismo sentido mistificador señala igualmente que el deseo circula y «desubjetiva» generando transversalidades desde las cuales se sale del eje sujeto-objeto30. De ese modo, al discurso humanista del idealismo moderno que convierte al individuo en sujeto le opone la consideración —de origen schopenhaueriano o nietzscheano— de un deseo que se multiplica en los individuos y renace en cada uno de ellos revelando de paso el carácter ilusorio de su subjetividad separada: el deseo circula y permite oponer al paradigma del sujeto moderno la noción de una «desubjetivación», a través de la cual los productos de la conciencia (del «espíritu») son comprendidos mediante las relaciones de fuerza que se le ocultan y explican su genealogía. La práctica genealógica prolonga así la negación de la subjetividad hasta destruir la 29 30

Michel Foucault, El yo minimalista y otras conversaciones, pág. 136. Ob. cit., pág. 8.

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idea misma de la humanidad como intersubjetividad31. O al menos la destruye —habría que añadir— en el sentido del modelo hegeliano-marxista de genealogía, que entiende la intersubjetividad como el reconocimiento entre las conciencias a partir de una situación inicial de conflicto y desigualdad (la dialéctica del señor y el siervo que resulta de la lucha por el reconocimiento), reconocimiento que solo es concebido como posible inscribiendo esa relación intersubjetiva en el proceso de transformación de la realidad objetiva (ya se trate del espíritu objetivo de Hegel o de la totalidad social de Marx). De esa concepción del poder se desprende que Foucault considere poco fructífera la oposición teórica entre el Estado y la sociedad civil, que la teoría política tradicional trata de elaborar32. Pero entonces cabe preguntar cuál es la función que resta para la crítica política a partir de estos presupuestos, que convierten al poder en un principio universal indeterminado que transita por todas partes, que no tiene rostro ni tampoco una expresión particular privilegiada. Su atención no se dirige a los ámbitos donde parece densificarse el poder o encontrarse su origen en términos políticos, pues Foucault rechaza la existencia de todo centro privilegiado en el que hallar el foco o el núcleo del poder (el dominio de clase, el Estado, etc.). En realidad, su enfoque desatiende a la importancia de las estructuras sociales objetivas, en cuanto se orienta a comprender el modo en que la conducta de los individuos afecta y es afectada por la de los demás sobre la base de la difusa trama que entre todas ellas conforman. Las instituciones serían entonces instrumentos en los que coagulan y se fijan conductas en cuanto relaciones de poder. Y lo que queda es una red de individuos sujetos al poder que —al igual que ocurre con la nietzscheana voluntad de poder— se fragmenta en la multitud innumerable de relaciones que los produce. Por eso, al no atribuir importancia a la estructura de las instituciones consideradas en su objetividad, Foucault puede ignorar o al menos relativizar la importancia de la distinción entre sistemas democráticos y totalitarios, pues todos son en definitiva «sistemas disciplinarios» que crean mecanismos de control sobre la conducta individual y establecen sujeciones. Y puede además cuestionar la importancia de los ideales políticos, pues todo cuanto se enuncia en el plano de la conciencia moral o política debería —según su enfoque— interpretarse más bien a la luz de las relaciones de poder que ella encubre de modo inconsciente. Y así señala, por ejemplo, que la democracia liberal ha desarrollado técnicas extremadamente coercitivas para disciplinar a los individuos, las cuales se desenvuelven en el marco de la libertad econó31 32

Luc Ferry y Alain Renaut, La pensée 68, pág. 58. Ob. cit., pág. 41.

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mica y social. Y esto último es muy acertado, pero la cuestión es si hay un plano de objetividad en el que la teoría política puede hacerse cargo de este análisis. Y es que la diferencia entre unos y otros sistemas políticos debe examinarse en un nivel de consideración política que no interesa a Foucault, llevado más bien por la tendencia postmoderna a fragmentar el análisis de la vida social hasta convertirla en una trama difusa e informe. Pues bien, frente a este enfoque, hay que recordar que ya Marx puso de manifiesto que las democracias liberales esconden mecanismos de opresión de la conciencia individual, pero su crítica de la ideología permite situar la discusión en un terreno que puede distinguir entre factores objetivos y subjetivos. Y, en esa misma dirección, Horkheimer y Adorno han denunciado la tiranía que se oculta tras la aparente libertad del consumidor en la sociedad liberal del capitalismo avanzado, pero lo han hecho sin renunciar a un tipo de razón política que articula su crítica atendiendo a la estructura objetiva de la sociedad. Pero para Foucault, más allá de la conducta del individuo y de la disciplina que la configura en la trama de relaciones de poder, solo hay máscaras, ya se presenten estas con el aspecto del discurso que expresa y legitima, de la institución disciplinaria o incluso del tipo de racionalidad en que uno y otra se sostienen. 13.6. La experiencia y sus márgenes: emancipación y exclusión a propósito de la razón moderna De otra parte, este enfoque centrado en el modo en que los individuos viven, hablan o trabajan, nos permite entender que Foucault lleve su consideración del sujeto en la vida social al terreno en que la experiencia del individuo adopta un sentido sobre el trasfondo del límite que lo separa de lo marginal. En efecto, su interés por el significado de la locura, de la sexualidad prohibida o del delito obedece a la intención de mostrar cómo la experiencia de individuos que ocupan los márgenes de la sociedad los excluye del modo normalizado de constituirse en ella como sujetos. De ello extrae conclusiones acerca del tipo de racionalidad que impera en esa sociedad imponiendo límites al sentido de lo que en ella se presenta como experiencia humana normal y excluyendo lo que queda afuera. De tal manera que la racionalidad invocada siempre debe pagar un precio de exclusión. Así, Foucault puede interrogarse, por ejemplo, acerca del precio que debe pagarse para que los sujetos puedan decir la verdad sobre sí mismos como locos: un precio teórico que afecta al concepto de locura, que define al loco como otro, pero también un precio institucional y económico referido a la necesidad de contar con la institución psiquiátrica y el asilo. ¿Qué juego de verdad y qué idea de sujeto entraña el discurso que define al loco

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como el otro excluido de la sociedad? ¿Y qué tipo de racionalidad establece esa exclusión? Llevando a efecto este modelo de investigación, en Histoire de la folie trata de mostrar Foucault cómo la razón en la época clásica (siglos xvii y xviii) es incapaz de integrar la diferencia a partir del concepto de identidad humana que ella misma define. Por eso, segrega como locos a quienes no encajan en ese modelo (enfermos mentales, retrasados, degenerados, libertinos, homosexuales,...) e inventa el asilo para poder encerrarlos. El internado se convierte así en el instrumento empleado en la edad clásica (la época del racionalismo y la Ilustración) para apartar a los «asociales», es decir, a todos aquellos que en nuestro tiempo son más bien distribuidos entre las prisiones, las casas correccionales, los hospitales psiquiátricos o los gabinetes de los psicoanalistas33. Según la interpretación de Foucault, esto supone un cambio drástico respecto del tratamiento dado a la locura durante los siglos anteriores. Durante la Edad Media no es el loco, sino el leproso, el que es apartado de la comunidad. Por el contrario, el considerado como loco está presente en la vida cotidiana como un individuo singular que ejerce una fascinación en cuanto se le considera emparentado con lo infrahumano o incluso con las potencias de lo sobrehumano, situación que se mantiene durante el Renacimiento, aunque ya apunta entonces un principio de agrupamiento en una categoría específica. Pero es en la edad clásica cuando —según la interpretación de Foucault— se inicia el encierro masivo de los enajenados, primero en casas correccionales y luego también en hospitales, al tiempo que se desarrolla el discurso científico-médico sobre la locura34. Ese discurso tiende a desposeer al loco de su condición de individuo singular y a utilizar este término como una categoría genérica que agrupa a todo un conjunto de marginados, los cuales son menos objeto de percepción (sobre todo en comparación con épocas anteriores) que de clasificación por parte de una razón que apela cada vez más al discurso de la medicina. Pero lo interesante de la tesis de Foucault es que establece una conexión directa entre el desarrollo de la razón en la época clásica y la práctica de la exclusión social de los enajenados, a los que se interna en instituciones de asilo, apartándolos así de la comunidad y convirtiéndolos en los herederos de los leprosos del Medievo35. La edad moderna, a partir del siglo xix, prolonga esa tendencia segregadora, apoyada ahora no solo en la medicina del espíritu, sino además en la jurisprudencia referida a la alienación: el 33 Historia de la locura en la época clásica, trad. de Juan José Utrilla, México, F.C.E., vol. I, pág. 126. 34 Ob. cit., pág. 196. 35 Ob. cit., pág. 20.

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loco es reconocido jurídicamente incapaz y su internamiento es visto como un acto terapéutico36. Así pues, desde el punto de vista de Foucault, la razón clásica nace y se desarrolla según una lógica de exclusión, que es lo que va a marcar su devenir también en la época moderna. Se trata de una interpretación de cuño nietzscheano-heideggeriano, alentada por el supuesto de que lo que caracteriza en su raíz a la razón moderna —y al sujeto que pretende sostenerse en ella— es su incapacidad para pensar la diferencia/alteridad e incluso su propensión a rechazarla. Esto mismo es, según Foucault, lo que ya descubrimos en el texto cartesiano de las Meditaciones metafísicas cuando en la primera de ellas el cogito sirve para excluir la locura: puesto que yo pienso, no puedo tomar en serio la extravagancia de negar que estas manos o este cuerpo son míos... Es decir: yo, si pienso, no puedo estar loco. Según Foucault, ese pasaje, que precede a la consideración del genio maligno, anuncia el decreto político que silencia a los locos de la comunidad a través de su encierro masivo. Y el gesto cartesiano sería la expresión filosófica del advenimiento de la ratio represiva, que excluye al otro en cuanto entraña lo diferente o heterogéneo respecto de ese tipo de racionalidad. La práctica del encierro sería la actitud social que reduce al silencio a lo que desde afuera (la locura) amenaza el imperio sin fisuras de la razón clásica. De modo que Descartes certificaría ese modo de proceder en cuanto descarta de un plumazo la hipótesis extravagante de la locura, sobre cuya exclusión se constituye la verdad del «cogito, ergo sum», principio y modelo de esa racionalidad. Sin embargo, esto es discutible, empezando por la interpretación del texto de Descartes37, en el cual la locura no es descartada antes de la cons36

Ob. cit., pág. 206. Ya Derrida se refiere al texto de Foucault sobre Descartes en una conferencia de 1963, recogida luego en L’Écriture et la Différence, para proponer otra interpretación. Según él, no es que Descartes rechace la posibilidad de la locura en cuanto incompatible con la razón y como condición previa a la constitución del «cogito, ergo sum», sino que más bien deja en suspenso la cuestión para retomarla luego, en el pasaje sobre el genio maligno, que permite encarar la posibilidad de «la locura total». Es decir, no es que la locura se deje de lado, sino al contrario: es la posibilidad de llevarla al extremo la que, pese a todo, me permite decir —ya al principio de la Segunda Meditación— que, esté yo loco o no, «si pienso, existo». Por lo tanto, según eso, Derrida concluye que el cogito precede a la división entre cordura y locura, pues el acto del cogito vale también aun cuando esté loco. Y eso quiere decir para él que la razón cartesiana reconoce la presencia amenazante de la locura y que la fisura que esta representa es interna a la razón y no está excluida por ella, de lo cual él extrae la conclusión de que esa razón está en crisis, pues la diferencia se desliza en la figura de su propia identidad. Foucault responde a su vez a esa objeción en un apéndice a la segunda edición de Historia de la locura, titulado «Mi cuerpo, ese papel, ese fuego» (Véase vol. II, págs. 340 y sigs. de la edición citada), donde señala que la interpretación del texto cartesiano debe 37

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titución de la primera verdad racional, sino después, con la refutación de la hipótesis del genio maligno. Pues, en realidad, el loco prefiere al igual que el filósofo creer a su juicio antes que a su percepción. La diferencia está en el nivel del juicio, que puede ser fundado o insensato. Por lo tanto, la locura —cuya mención aparece en la Primera Meditación— no cumple la función que le atribuye Foucault en relación con la razón, como si esta se constituyera mediante el silenciamiento de aquella, pues en ese capítulo no se posee aún un criterio de lo verdadero, ya que este aparece en la Segunda Meditación38. Por otra parte, algunos críticos, como M. Gauchet y Gl. Swain39, han puesto en cuestión el sentido de fondo de la interpretación de Foucault, que este desarrolla apoyándose en algunos datos históricos erróneos. Los hechos cuya verdad estos autores tratan de restablecer ponen de manifiesto que el asilo es una institución que no aparece de verdad más que hacia 1800 y poco después de la Revolución francesa. Y que el gran encierro de que habla Foucault sí se produce, pero no en la edad clásica, durante la cual hubo pocos internamientos, sino ya en la época moderna. Y esto apunta a una explicación contradictoria con la que propone Foucault y que se orienta en una dirección muy diferente, pues viene a señalar que en lo esencial el dinamismo de la modernidad no es la exclusión de la alteridad sino más bien el descrito por Tocqueville: la lógica de las sociedades modernas es la de la integración sostenida en una igualdad fundamental entre los hombres. Por eso —comentan Ferry y Renaut, recogiendo la posición de Gauchet y Swain—, en contra del retroceso que Foucault cree advertir en el tratamiento del loco, que él atribuye al carácter crecientemente represivo de la racionalidad —hasta culminar en la ratio moderna—, hay que llamar la atención acerca de su malinterpretación. Pues si el loco era tolerado en las sociedades tradicionales, ello se debe no a que estas fueran más tolerantes, sino más bien a que eran fundamentalmente desigualitarias y jerárquicas, hasta el punto de que la diferencia radical no llega a constituir en ellas

hacerse a la luz de lo que le es externo, o sea, en el contexto de las prácticas discursivas dominantes en la época, algo a lo que Derrida se cierra de antemano. Pero este argumento de Foucault incurre en una circularidad: el texto de Descartes indica un tipo de razón que delata el modo de ser de la época, de modo que el texto serviría para comprenderla, pero ahora se nos dice que es desde este modo de ser desde donde habría que entender el texto de Descartes. De todos modos, Derrida tampoco tiene razón cuando señala que la diferencia se halla en el corazón de la identidad, en el sentido no dialéctico que él presta a esta afirmación, orientada más bien a «deconstruir» la razón cartesiana. Véase Jacques Derrida: L’Écriture et la Différence, París, Éditions du Seuil, 1967, págs. 51 y sigs. Véase también el comentario crítico de Luc Ferry y Alain Renaut en La pensée 68, págs. 147-150. 38 Véase Luc Ferry y Alain Renaut, La pensée 68, pág. 155. 39 M. Gauchet y Gl. Swain, La pratique de l’esprit humain. L’institution asilaire et la révolution démocratique, París, Gallimard, 1980.

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problema alguno: el loco era ciertamente tolerado (como lo es también, por ejemplo, una mascota que deambula cotidianamente entre las personas), pero sobre la base de la afirmación implícita de su diferencia con el resto de la humanidad. Infrahumano o sobrehumano (y casi divino), el loco era considerado como un ser situado fuera de la humanidad y de toda comunicación posible. Y en ese cuadro cultural, definido por los principios de desigualdad y jerarquía naturales, la diferencia absoluta no excluye la familiaridad, de modo que aquella es compatible con la presencia del loco en la ciudad40. Y, visto ahora desde el otro lado —añaden Ferry y Renaut—, si la locura comienza en cambio a ser un problema a finales del siglo xviii y principios del xix con la aparición de la modernidad democrática, que hace nacer el ideal igualitario, ello no se debe de ningún modo a que el loco aparezca como el otro, sino que ocurre más bien lo contrario: es un problema en la medida en que aparece como un alter ego al que debemos considerar como un semejante, como otro hombre. Es decir, en la sociedad premoderna el loco es un ser familiar que no tiene por qué ser necesariamente recluido, pero dado que se halla fuera de la humanidad y de la comunicación, es posible tratarle con escarnio (de ahí que todavía en las ciudades del siglo xvii se permita a los niños perseguirlos por las calles, arrojarles piedras y burlarse de ellos). Por el contrario, en la sociedad moderna esa actitud desaparece progresivamente, y si subsiste suscita reprobación. Al loco se le coloca más a distancia y lejos de la familiaridad, precisamente porque lo que molesta en él es que, siendo un hombre, su comportamiento no debe ser para nosotros objeto de diversión o de curiosidad. En resumen: en la Edad Media existe una proximidad de hecho en relación con el loco, pero una distancia absoluta de derecho (esta situación, en contra de lo que cree Foucault, se prolonga hasta el siglo xviii, aunque vaya debilitándose); por el contrario, en la época moderna existe con él una identidad de derecho, aunque una distancia de hecho41. La cuestión de fondo que aquí se discute afecta al modo de considerar al sujeto, cuya única posibilidad de autonomía es la razón, según un principio fundamental de la modernidad que Foucault rechaza siguiendo la interpretación nietzscheano-heideggeriana. La modernidad es para él —como para Lyotard— una «gran narrativa» de la que finalmente nos estaríamos librando por una especie de saludable despertar. Y la característica invocación de la razón por parte de aquella se desvelaría finalmente como un recurso para reforzar un orden de dominio que excluye todo cuanto no cae bajo su principio unificador. Pues, por otra parte, para Foucault, nin40 M. Gauchet y Gl. Swain, ob. cit., págs. 357 y sigs. Véase el comentario al respecto de Ferry y Renaut, ob. cit., págs. 158-9, cuya explicación seguimos aquí. 41 M. Gauchet y Gl. Swain, ob. cit., págs. 489 y sigs.; Luc Ferry y Alain Renaut, ob. cit., págs. 159-166.

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guna forma de racionalidad es realmente razón42: esta no es su sustancia, como descubre la genealogía que él propugna. Por eso, según su interpretación, es la fractura del presente, y no una razón universal, lo único que nos permite albergar la esperanza de una mayor libertad. Con ello da a entender que la libertad consistiría en algo así como el resquicio o fisura que dejaría manifestarse a una naturaleza no sometida. De este modo no solo adopta el modelo genealógico de Nietzsche y el sentido que este asigna a la crítica, sino que combina esa herencia con el enfoque heideggeriano sobre la metafísica del sujeto, según el cual este último impone su dominio sobre el objeto a través de su reducción a materia disponible que elimina toda diferencia. Y eso significaría, según el matiz añadido por Foucault, que el nacimiento del sujeto comporta el fin de la ética de la libertad, ligada al individuo, y el comienzo de la ética de la ley y la disciplina. Dar lugar a ese nacimiento sería precisamente la tarea de la razón moderna, que establece —según Foucault— una oposición insuperable entre la universalidad de la ley que se debe obedecer y la posible libertad del individuo. Pues bien, hay que decir que la razón moderna propugna, en efecto, una idea de universalidad que es consustancial al ideal igualitario, pero la defensa del valor universal de la ley no entraña la renuncia a la libertad, sino que se presenta, por el contrario, como la única manera de fundarla. Pero Foucault expresa su alergia a la formulación moderna del ideal democrático mediante su rechazo de todo principio universalista al cual el individuo tuviera que prestar su obediencia, aunque se trate de la norma que establece la igualdad en los términos de la razón moral y política. De modo que el supuesto sujeto solo puede ser para él un individuo normalizado, o sea, sometido al universalismo de la norma que constriñe la singularidad de su persona. Lo esencial para él no es si esa razón universal —en tanto común a todos los hombres y fundamento de su igualdad— se presenta como un principio apriorístico —como sostiene el idealismo— o si se trata de una razón construida históricamente. No: lo decisivo para él es precisamente su carácter universal, tras el cual se ocultaría siempre su propio origen como principio represivo que se entroniza sobre la previa eliminación de lo particular. Pues, en contra de toda idea dialéctica, descarta de antemano la posibilidad de reconciliar lo particular con lo universal: no hay mediación entre lo uno y lo otro, porque la afirmación de lo universal supondría siempre el silenciamiento, represión o eliminación de lo particular. Y ese es el motivo de que él entienda la libertad como la independencia del individuo considerado en su particularidad (en su «diferencia»), libertad incompatible con su sujeción a 42

M. Foucault, El yo minimalista..., pág. 120.

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una norma universal, en vez de entenderla como la autonomía del sujeto fundada en la razón43. 13.7. Ética y estética de la existencia: el cuidado de sí y la autonomía del sujeto Siguiendo a Nietzsche, Foucault considera que el principio universalista moderno tiene su antecedente en el cristianismo, el cual alteró la naturaleza de la ética tal como la entendieron ciertas escuelas griegas de la antigüedad, que hicieron del cuidado de sí el principio fundamental de aquella. Por eso, durante sus últimos años, Foucault se dedicó a investigar los rasgos de aquella ética antigua, en cuyo ideal del individuo libre creía encontrar un modelo de sujeto que se debe contraponer al de la subjetividad moderna44. En efecto, según su interpretación, la universalización de los valores hasta hacer que estos imperen para todos, desde el esclavo hasta el emperador, fue un movimiento propiciado por el estoicismo, pero culminado por el cristianismo. Y se trata para él de un movimiento de sujeción y de exclusión, pues dejaba fuera al individuo que se afirmaba en su diferencia y no quería sujetarse a ese universal. Pero antes de eso, en su inicio, el sentido ético de la libertad era para los griegos algo que se ponía en práctica en un ejercicio que buscaba la autarquía y al que Foucault de43

Recuérdese a este respecto la distinción que establece Alain Renaut entre la independencia y la autonomía como dos formas diversas de entender la libertad, que remiten a un mismo origen pero que han llegado a desarrollarse según lógicas divergentes con el avance de la sociedad individualista: la independencia es la única libertad que concibe el individualismo que ha llegado en la sociedad de consumo a penetrar todas las áreas de la vida humana, no solo la económica, religiosa o política, sino también la cultural en el sentido más amplio, incluyendo la esfera estética, que pasa a tener una importancia capital. Según ese modo de entender la libertad, el individuo independiente, que vive sobre todo replegado en su mundo privado, solo se cree libre cuando el cumplimiento de su deseo no está sometido a ninguna norma de carácter supraindividual. Por el contrario, la autonomía del sujeto, en el sentido del humanismo moderno, es la libertad compatible con la obediencia a normas universales, pues el sujeto no es solo un individuo guiado por el capricho sino también alguien capaz de orientar racionalmente su vida, incluyendo la que comparte con los otros. Véase Alain Renaut, La era del individuo, ya citado. 44 En este sentido, hay que señalar que esas investigaciones, cuyos resultados expuso en sus cursos del Collège de France, no suponen un cambio de orientación en su posición teórica de fondo, a pesar de las apariencias, pues —según nos dice— el sujeto del que se ocupa en ellas nada tiene que ver con el paradigma moderno de la subjetividad. Véase Tecnologías del yo y otros texto afines, trad. de Mercedes Allendesalazar, Barcelona, Paidós, 1990; Hermenéutica del sujeto, trad. de Fernando Álvarez-Uría, Madrid, La Piqueta, 1994; Historia de la sexualidad, en particular los volúmenes 2 (El uso de los placeres) y 3 (La inquietud de sí), trad. de Martí Soler y Tomás Segovia, respectivamente, México, Siglo XXI, 1986 y 1987.

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nomina «el cuidado de sí» (que sería la traducción de la epimeleia heautou), es decir: la relación práctica del yo consigo mismo, que comporta también el conocimiento de sí (gnothi seautou) y, por supuesto, un cierto juego de verdades referidas a uno mismo. El cuidado de sí utiliza la ascesis para hacer de la propia vida una obra de arte: ese era su ideal ético, que nada tenía que ver con la obediencia a principios universalistas. Pero se trataba de afirmar la libertad por la que el individuo podía dar forma a la propia vida, una forma en la que se podía reconocer uno mismo, ser reconocido por otros e incluso servir como modelo a la posteridad. Pues bien, eso cambia con el cristianismo, que impone un texto religioso y la idea de la voluntad de Dios, sustituyendo la ética del cuidado de sí por el ideal de la pureza e introduciendo el principio de la obediencia, con lo cual la moralidad irá adoptando gradualmente desde entonces y hasta la modernidad la forma de un código de normas. Pasamos así, desde la antigüedad pagana al cristianismo y su prolongación en la moral universalista y secularizada de la modernidad; de una moralidad que era esencialmente la búsqueda de una ética personal (hacer de la propia vida, del modo de conducirse y mostrarse a los otros —ethos— una obra de arte) a una moralidad como obediencia a un código de normas. Pero lo primero que llama la atención de esta interpretación es que parece chocar con la idea ampliamente extendida (Hegel, Benjamin Constant, Louis Dumont, etc.) de que el individuo como valor, así como la libertad que le corresponde y distingue al mismo tiempo, es una idea moderna y no antigua, aunque desarrollada a partir de ciertos elementos introducidos por el cristianismo, que reinterpreta a su vez aspectos de la ética estoica y epicúrea. Y, sin embargo, Foucault entiende aquella ética antigua como una ética de la libertad del individuo. ¿No hay ahí una paradoja? Pues bien, para abordar esta cuestión se debe atender a varias consideraciones. De entrada hay que decir que, en lo esencial, para los antiguos ser libre significaba no ser esclavo: ni de los propios apetitos, ni de los demás hombres, ni tampoco de otros pueblos. Y eso podía ser reconocido como un modelo de humanidad que debía servir también para el gobierno de la ciudad: solo el que puede conducirse a sí mismo se muestra capaz de gobernar también a los otros, pues el uso de su libertad —que busca el cuidado de sí o el de los otros— no está ofuscado por las pasiones. Mostrando su despego de los apetitos, el individuo se muestra también capaz de actuar de un modo que no privilegie el propio interés, de manera que el cuidado de sí no entra en contradicción con el de los demás, ya que el que cuida de sí está al mismo tiempo cuidando de los otros. En la época moderna, en cambio, y como consecuencia —habría que añadir— de la competencia interindividual impuesta por el capitalismo, el yo individual se entiende siempre animado por un interés que no solo no coincide con el interés de

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la comunidad, sino que además rivaliza con el interés de los otros. Aparece así una oposición que la filosofía expresa como la contradicción entre lo particular y lo universal. En Rousseau, por ejemplo, la realidad del individuo se manifiesta en su instinto natural de autoconservación, de carácter presocial y premoral (l’amour de soi), pero también subsiste en el sentimiento social que nos lleva a compararnos y juzgarnos superiores (l’amour prope); y además persiste siempre en la necesidad de consideración (la «necesidad de ser mirado», que constituye para Rousseau el rasgo característico de la socialidad humana), en la cual el hombre manifiesta su condición social al mismo tiempo que se muestra como individuo. En Kant, por su parte, aquella contradicción se presenta como la oposición entre el sujeto empírico y el sujeto trascendental. En general, en la época moderna el interés por lo propio se condena como egoísmo. Pero para que haya llegado a imponerse esta consideración ha tenido que aparecer antes la idea de una discontinuidad entre uno mismo y los otros: ha tenido que surgir la idea del individuo como realidad sustancial separada, y ello como consecuencia de la descomposición del mundo antiguo de la polis, tras la que aparece el cristianismo, que constituye el precedente lejano de una consideración separada del individuo (al menos, como dice Dumont45, en lo que se refiere a su relación con lo ultramundano); pero, sobre todo, ya en la modernidad, debido al desarrollo del capitalismo. Este promueve la competencia entre los individuos particulares y la contradicción entre el interés particular y el interés general. Esa contradicción se expresa en el terreno filosófico como la oposición aparentemente insuperable entre la universalidad de la norma establecida por la razón y el deseo particular del individuo. Y Foucault indica al respecto que esa contradicción es resuelta en la modernidad mediante la exclusión de lo particular por parte de un orden de dominio que se presenta con la máscara de «la razón universal». Y considera de paso que la concepción dialéctica es solo un modo más refinado al que recurre la razón moderna para afianzar la represión de la diferencia en nombre de la identidad. Por eso, al igual que Nietzsche, se remonta a los antiguos griegos para buscar en ellos un modelo ético diferente que haga posible la libertad del individuo particular. Y cree encontrarlo en ese ideal grecorromano que entiende la ética bajo el prisma de una estética de la existencia, para la cual el cuidado de sí se encamina, a través de la ascesis que practica el autodominio, a hacer de la propia vida una obra de arte que pueda despertar la admiración y servir de modelo. Desvinculando la ética de la política, el problema moral se plan45

Louis Dumont, Ensayos sobre el individualismo. Una perspectiva antropológica sobre la ideología moderna, trad. de Rafael Tusón, Madrid, Alianza Editorial, 1987, págs. 35 y sigs.

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tearía así como el de la libre elección de un estilo de existencia propio. Dicho en otros términos: se trata para el individuo de convertir la particularidad de su existencia libre en modelo que pueda despertar la admiración universal, en el cuadro de una comprensión guiada por un ideal estetizante y aristocrático (no solo en el sentido de la areté como virtud, sino también en el sentido clasista del término: el esclavo solo de un modo muy limitado puede aspirar a ejercer el dominio sobre su propia vida y a hacer de ella una obra de arte) y en el marco además de una consideración en la que lo particular se convierte él mismo en universal. Este modelo se opone al de la razón moderna, que invierte aquel planteamiento para proponer de entrada un modelo de universalidad, utilizado — aunque se trate de un falso universal— para reprimir lo diferente como aquello particular que no encaja en el modelo impuesto. Sin embargo, en relación con esto, ya Marx denunció la pretensión de que un falso universal se hiciera valer como representante de la razón, cuando en realidad se trata solo del interés particular de una clase social. Pero en su planteamiento se dejaba abierta la posibilidad de una ordenación racional y consciente de la sociedad, en la que el ideal igualitario y democrático impulsado por la modernidad fuera comprendido por una razón que no excluyera la diferencia, sino que la integrara en términos dialécticos. Y esa razón necesariamente establece normas cuya universalidad, entendida de ese modo, es una conquista del ideal igualitario y el único modo de justificar la libertad según el ideal regulativo de la democracia, que aspira a la autorregulación de los individuos sostenida en lo que todos ellos comparten: la razón mediante la cual pueden llegar a conducir su vida, tanto en el plano individual como en el intersubjetivo y social. Pero se trata en todo caso de una autonomía que no debe entenderse en el sentido en que la concibió el humanismo moderno, que formuló ese concepto en los términos de una filosofía idealista del sujeto, para la cual la autonomía descansa en la razón en cuanto facultad del espíritu que pertenece a la naturaleza humana considerada de manera ahistórica y capaz de anticiparse a la experiencia de forma apriorística. Por el contrario, desde el punto de vista de la praxis, la razón es —sobre la base de nuestra constitución biológica— la creación histórica de una esfera nueva de la experiencia en la cual puede desenvolverse la conciencia y abrir la posibilidad de la libertad como autonomía. De modo que esta ha de entenderse como una idea regulativa a la cual solo puede aproximarnos una razón que recoja el ideal universalista moderno, pero sea capaz además de dar cabida a aquello que presentándose en principio como diferente y ajeno a la razón, despierte en ella el impulso para comprenderlo. Y si la crítica genealógica ha puesto de manifiesto que esa construcción humana es siempre deudora de lo alógico e inconsciente de lo que procede, es tarea de la razón comprender su propia génesis para poder reorientar nuestra experiencia a partir de sus formas primitivas originarias.

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Pues bien, en ese sentido, toda ley establece inevitablemente un orden y determina unos límites, del mismo modo que toda sociedad es siempre —entre otras cosas— un sistema disciplinario; pero la cuestión es si es posible oponer a la disciplina de la necesidad que nos impone la naturaleza (incluyendo la que se presenta, como segunda naturaleza, con el aspecto de una formación social) y nos somete al impulso inconsciente otro tipo de disciplina que nos demos a nosotros mismos a través de la norma racional y consciente. Es decir: la razón —que sigue siendo naturaleza, aunque transformada históricamente— regula y establece un orden de sujeción mediante el cual tratamos de controlar la necesidad a la que nos entrega la impulsividad inconsciente; y, en el orden social, trata de sustituir el dominio del interés particular, guiado por la inclinación natural y presentado falsamente con la máscara del interés universal, por una ordenación consciente e igualitaria de las relaciones intersubjetivas. Porque la libertad no consiste, como cree Foucault, en una fisura en el orden establecido que permita la manifestación y el cumplimiento del deseo natural, sino más bien —cuando se trata de una libertad específicamente humana— en la interpretación de dicho deseo para que su cumplimiento no obedezca sin más a los impulsos que la naturaleza ha dispuesto en mí, sino a los fines que puedo promover mediante la razón consciente. La libertad no es la ausencia de necesidad, sino su control en el plano de la conciencia. Solo así puede hablarse de «sujeto» en el sentido propio del término, aunque se trate —al igual que la autonomía que lo distingue— de un ideal regulativo, pues la libertad es inseparable del grado de conciencia acerca de nosotros mismos. La noción del sujeto incluye, por lo tanto, algo que todos los hombres comparten, y su abandono en nombre del individuo considerado solo en su diferencia destruye la posibilidad de un reconocimiento intersubjetivo entre las conciencias y de un espacio ético común al eliminar el fondo de identidad entre las mismas: lo universal o común a todas ellas tan solo sobre cuya base es posible considerar al mismo tiempo sus diferencias. Desde una perspectiva amplia, que se interesa por los supuestos antropológicos que subyacen a esta discusión, conviene decir que el afán crítico, en efecto, no puede nunca desentenderse de los márgenes46, fisuras o diferencias que un discurso totalitario puede tener la tentación de borrar bajo el peso de una identidad postulada que impone su dominio. Y, en este sentido, el mundo de las ideas, la idealidad, tiene que comprenderse como 46 Por cierto que ese interés por lo marginal en la filosofía francesa de inspiración nietzscheano-heideggeriana no se refiere solo a lo que deja fuera el discurso de la razón, convertido así en realidad marginal, sino que se hace patente también en el modo peculiar en que dicha filosofía atiende a los textos, dominado por la manía de asignar artificiosamente un valor fundamental a los textos marginales a base de sobreinterpretarlos.

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una esfera construida para atender a lo otro, a aquello en principio ajeno que asoma en el límite de nuestra experiencia y despierta en el hombre el noble afán de entenderlo mediante su asimilación al resto de su experiencia. Y la cuestión de las experiencias-límite, que tanto ha interesado a la tradición postnietzscheana, desde Bataille a Foucault, se nos revela así como el problema de los límites del pensamiento y de su poder para dar cuenta de lo que nos pasa y traerlo a la conciencia. Pues quizá haya formas de la experiencia que se resistan a su interpretación en términos de la dialéctica sujeto-objeto; pero eso no significaría otra cosa sino que siempre hay un límite para el poder de la razón y para la filosofía, que trata de convertir en discurso la vivencia que linda con el misterioso silencio del mundo. Ese poder que trata de asimilar lo diverso en el plano intelectual es el concepto. El idealismo de la metafísica tradicional llega a considerarlo como un principio cuya unidad parece anticiparse al encuentro con lo diverso en función de lo cual precisamente el concepto surgió (eso es lo que Hegel expresó al afirmar que «solo la razón es libre»). De ahí que Adorno llegue a hablar de una tiranía del concepto cuando este no reconoce la heterogeneidad radical de lo material cuya apropiación promueve el esfuerzo del pensamiento. Ahora bien, el reconocimiento de esta diversidad dada previamente como aquello en función de lo cual el concepto —que es un poder, sin duda, y el más específicamente humano47— reelabora la esfera de lo ideal, no significa que el pensamiento deba renunciar de antemano al esfuerzo por captarlo, por mucho que el sujeto no pueda alcanzar nunca la identidad última con su objeto. Pues este esfuerzo constituye precisamente la tarea del pensamiento, que es en sí mismo —como vio Marx mejor que Nietzsche— una fuerza vital: aquella mediante la cual el viviente trata de apropiarse del objeto que le hace frente en el plano de la actividad consciente. Pues inicialmente el sujeto es el modo impropio de caracterizar un principio de actividad vital inconsciente (principio de actividad que nace con él y no se limita meramente a transitar a través de él), cuyo encuentro con las cosas le permite reelaborar la reflexio que le constituye hasta adoptar la forma de la conciencia. Hemos de suponer, por lo tanto, que esta surge a consecuencia de ese choque reflexivo con su entorno, que parece anunciarse ya en lo que llama Plessner el carácter de «posicionalidad» del viviente, el cual adopta en el hombre su «forma excéntrica». Por eso, debido a la deuda con aquello en función de lo cual surge, en el corazón de la conciencia se conserva siempre la memoria de su origen como algo dependiente de lo otro, lo cual se muestra cuando decimos que 47

Acerca de esto véase el ensayo de Julio Bayón El conocimiento como poder, Madrid, Publicaciones de la UAM.

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nos hacemos conscientes de lo que nos pasa y después de que nos pase. Y esa es la razón también de que la acción sea en principio anterior a la conciencia, hasta el punto de que no pueda esperar a esta para dispararse ante la incitación del mundo, y de que solo trabajosamente sea posible dejar dicha acción en suspenso mientras no aparezca el acto consciente. Por eso hay que decir, en contra del idealismo filosófico, que «ser consciente» es siempre el resultado de «hacerse consciente». Pues la naturaleza que somos siempre y en todo momento, incluso en nuestros actos conscientes y en las creaciones culturales, es redefinida en la esfera del espíritu, aunque este surja de la vida material. Y, en este sentido, la conquista de la autonomía no es otra cosa sino el proceso de colocar a la conciencia en el centro, algo que —como explicó Marx— es en todo caso el resultado del esfuerzo humano por liberarse de los otros poderes que la someten. Sin embargo, el humanismo que sostiene el idealismo moderno invierte esta consideración al colocar ya de antemano a la conciencia en el centro de nuestra vida, en situación de anticiparse a su acción —poniendo al yo por delante del no-yo y convirtiendo así la libertad en una cualidad de la naturaleza humana— y como si fuera capaz de adelantarse a la experiencia de lo diverso mediante categorías que lo reducen a su propia actividad.

COLECCIÓN RAZÓN Y SOCIEDAD

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