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Spanish; Castilian Pages 288 [290] Year 2020
Dirección de Ignacio Arellano (Universidad de Navarra, Pamplona) con la colaboración de Christoph Strosetzki (Westfälische Wilhelms-Universität, Münster) y Marc Vitse (Université de Toulouse Le Mirail/Toulouse II)
Consejo asesor: Patrizia Botta Università La Sapienza, Roma José María Díez Borque Universidad Complutense, Madrid Ruth Fine The Hebrew University of Jerusalem Edward Friedman Vanderbilt University, Nashville Aurelio González El Colegio de México Joan Oleza Universidad de Valencia Felipe Pedraza Universidad de Castilla-La Mancha, Ciudad Real Antonio Sánchez Jiménez Université de Neuchâtel Juan Luis Suárez The University of Western Ontario, London Edwin Williamson University of Oxford
Biblioteca Áurea Hispánica, 136
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LA LEY UNIVERSAL DE LA VIDA Desorden y modernidad en «La Celestina» de Fernando de Rojas
ANTONIO GARGANO
Iberoamericana • Vervuert • 2020
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Pubblicato con un contributo del Dipartimento di Studi Umanistici dell’Università degli Studi di Napoli Federico II.
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A la memoria de mi Maestro, Alberto Vàrvaro
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ÍNDICE
PREFACIO .........................................................................................
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PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS ..................................................
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INTRODUCCIÓN.............................................................................
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CAPÍTULO I. «LA CELESTINA» Y EL OTOÑO DE LA EDAD MEDIA ................................................................................................
33
CAPÍTULO II. FORTUNA Y MUNDO SIN ORDEN .....................
75
CAPÍTULO III. «UNA SOCIEDAD SECULARIZADA»: MAGIA, TIEMPO, DINERO ............................................................... 111 CAPÍTULO IV. «QUANDO I’ FUI PRESO». PRIMEROS ENCUENTROS AMOROSOS, DE DANTE A FERNANDO DE ROJAS ........................................................................................... 169 CAPÍTULO V. EL «CIMIENTO DEL SECRETO», ENTRE NORMAS E INFRACCIONES ......................................................... 191 OBRAS CITADAS .............................................................................. 257 ÍNDICE ONOMÁSTICO .................................................................. 283
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PREFACIO
La Celestina ciertamente no fue «el ave fénix, el individuo único de una especie única, sino el individuo egregio de una olvidada especie» (1970, p. 77), como María Rosa Lida de Malkiel nos enseñó a considerar la obra maestra de Fernando de Rojas, reivindicando con conocimiento de causa su naturaleza dramática en oposición a la atractiva tesis de Stephen Gilman (1974) del «diálogo puro»; ni se puede reputar como uno de esos «frutos tardíos», que «viene [a España] cuando en los otros países de Occidente pasó la estación propicia para ellos» (Menéndez Pidal 1969, II, p. 657), según la seductora hipótesis del sumo filólogo de que «la perduración tradicionalista de formas arcaicas trae igual excelencia de resultados renovadores» (p. 658); ni tampoco, finalmente, como ha sostenido más recientemente Keith Whinnom (1988, p. 124), «la maravillosa novedad de la Celestina se debe, paradójicamente, a cierto atraso cultural», en el sentido de que «fue precisamente la “barbarie” de la que se quejó Nebrija, la falta de dominio del latín clásico, lo que obligó a nuestro genial autor a escribir su comedia en español». En realidad, La Celestina participaba plenamente en el proceso de desarrollo de la producción dramática que, entre finales del siglo XV y principios del XVI, en Europa y, en particular, en Italia, presentaba un panorama muy complejo y variado, en el que «el género dramático admitía infinidad de divergencias en relación con la comedia antigua y no digamos, con las propias comedias humanísticas que pudiera conocer», como afirma Íñigo Ruiz Arzálluz1.
1
Ver el estudio «Fernando de Rojas y “La Celestina”», en Rojas, La Celestina, 2011, p. 417. Salvo indicaciones contrarias, todas las citas de la obra están sacadas de esta edición, señalando entre paréntesis en el texto las páginas correspondientes.
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En un contexto caracterizado por una notable pluralidad de soluciones, no cabe duda de que —como se ha escrito hace poco en extrema síntesis— «Celestina was composed as dramatic piece and can only be fully understood by framing it with the Roman theatre revival —of which the humanistic comedy was an early but a decisive stage» (Paolini, 2017, p. 81)2. En este sentido, si las deudas con respecto a la comedia humanística son múltiples y, en ciertos aspectos, del todo evidentes —con algunas de ellas, al menos, como la Poliscena, la Philogenia y, en menor medida, la Philodoxeos fabula y el Polidorus—, los indicios de la actualidad de la obra no escasean, comenzando obviamente por el uso del vulgar, que la pone en sintonía con algunos textos de la producción dramática italiana, como, por ejemplo, los dramas de Nardi, de Niccolò da Correggio, del aretino Accolti, o con los mismos volgarizzamenti de Plauto y Terencio; e, incluso, con antelación respecto a ciertas soluciones del teatro italiano, como las muy conocidas comedias eruditas de principios del siglo XVI, La Calandra de Bibbiena o la anónima Veniexiana. A la modernidad de La Celestina, que, sin embargo, no se limita solamente al componente del género teatral, están dedicados los capítulos de este libro, en los que he tratado de abordar algunos temas centrales de la obra, desde la perspectiva de una fructífera y original dialéctica de conservación e innovación, o sea, desde la óptica de una lectura del texto que, ciñéndose a las cuestiones tratadas, tiene en cuenta el conflicto entre los distintos sistemas de valores que surgen de los diálogos y las acciones, en los que participan los protagonistas de la Tragicomedia. Expresión de un proceso cultural de secularización, con firmes raíces en una cultura urbana y una economía mercantil, como señaló el importante libro de Antonio Maravall (1973), en La Celestina, sin embargo, la relación entre el texto y el mundo en el que nace no puede entenderse en términos de mero reflejo, sino que presupone la mediación de un recurso literario, que depende de una particular configuración de ese modelo teórico de «formación de compromiso» concebido y elaborado por Francesco Orlando en el marco de los estudios literarios, según el cual el momento cómico suele actuar, en determinadas circunstancias, de cobertura para la expresión de contenidos o valores no aceptados por la cultura de la época, o bien aceptados o incluso autorizados, pero 2
En las notas de la reciente aportación de Devid Paolini, el lector encontrará una bibliografía lo suficientemente rica y actualizada sobre la producción dramática en Italia entre los siglos XV y XVI, así como sobre el género literario de La Celestina.
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no por todos los códigos sociales y culturales vigentes en ese momento. Una lectura de la obra que se vale de este modelo teórico, nos permite también remarcar un vínculo más complejo que el texto establece con la cultura humanística, cuyos temas fundantes emergen y se defienden en la obra no por vía directa, sino a través de la cobertura o negación de la fachada cómica3. El libro que el lector tiene en sus manos es el fruto del ensamblaje en cinco capítulos de una serie de estudios publicados, con la única excepción del trabajo sobre la magia, en un lapso de tiempo que abarca casi un cuarto de siglo. El primer capítulo, «La Celestina» y el otoño de la Edad Media, ofrece una lectura a grandes rasgos de la obra de Rojas, a la que sirve como premisa la exposición y ejemplificación del específico modelo teórico de «formación de compromiso», adoptado como clave exegética general de la obra; y en la que se propone una interpretación 3
Sobre el «senso del rapporto tra la Celestina e la letteratura ad essa contemporanea, in particolare quella che si è cominciato a chiamare l’ “umanesimo vernacolare”», Guido Cappelli se ha expresado en términos negativos y, acerca de algunos temas de connotación ‘humanística’ presentes en la Tragicomedia, sostiene que «l’intenzionalità di Rojas è apertamente parodica o anche ferocemente critica» (2010, p. 167) y, aún más explícitamente, que hay numerosos pasajes de la obra que «mirano a mettere in rilievo l’inutilità dell’umanesimo, l’ipocrisia di questa morale pretesamente nuova, ma che risale sempre e comunque a quei ‘gentili’ d’Occidente, da Cicerone a Seneca, che i nuovi ‘umanisti italianizzanti’ andavano proponendo, sulla scia di Petrarca, come l’etica umana per eccellenza [...] e che, per contro, a un giovane converso del siglo XV è ben possibile che non garbassero» (p. 167). El equívoco, en mi opinión, consiste en el hecho de que para el estudioso italiano la perspectiva cómico-paródica implica necesariamente una actitud de rechazo y de crítica hacia el contenido parodiado y ridiculizado, mientras que la posición teórica adoptada aquí —como ya he hecho notar— sugiere identificar en la perspectiva cómico-paródica la modalidad figural o retórica con la que, bajo la forma de negación y de inversión en su contrario, pueden afirmarse los nuevos valores de la cultura moderna de matriz humanística. Por lo que se refiere a la relación con la cultura humanística, es tan solo parcialmente análoga a la posición asumida por Cappelli la que sostiene Di Camillo, quien propone considerar La Celestina una manifestación temprana de la corriente de pensamiento europeo que coincide con el libertinismo, o libertinaje, intelectual o erudito, y que se identifica con una «actitud escéptica, naturalista y laica» (1999, p. 71). En particular, «la dimensión libertina de la obra» (p. 82), según el citado estudioso, «queda circunscrit[a] dentro de los ataques, a mi entender radicales y burlescos, a las doctrinas éticas humanísticas tal como las profesan o, mejor dicho, las parodian los personajes de La Celestina» (p. 69). Para una reciente puntualización sobre la relación entre La Celestina y el humanismo, el lector puede consultar Gastañaga Ponce de León, 2017.
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de la Tragicomedia en su conjunto como texto emblemático de transición histórica, entendida como «edad axial», a la que alude la definición del título, tomada del famoso libro del historiador holandés. Este primer capítulo, por lo tanto, es de carácter general, por lo que en él se examinan temas y problemas de la obra de Rojas, de los que algunos serán tratados en profundidad en los capítulos siguientes.Vienen después cuatro capítulos que abordan algunas temáticas cruciales de la Tragicomedia. Como eje central del segundo capítulo, de hecho, titulado Fortuna y mundo sin orden, se encuentra la reflexión sobre el binomio conceptual básico de fortuna y orden, que en el universo poético de la Tragicomedia se presenta en términos de antítesis absoluta, dado que una Fortuna que irrumpe incontrastada en todos los ámbitos de la existencia humana, incluso en los que no pertenecen a su jurisdicción, por ser ajenos a «li splendor mondani», acaba por determinar un mundo sin orden, sede de un conflicto total y perenne. En este contexto, una reexaminación de la relación del prólogo de La Celestina con el petrarquesco del segundo libro del De remediis resulta útil para comprender la posición ideológica del autor español, cuya actitud crítica hacia el mundo y la realidad es mucho más moderna y radical que la asumida por el escritor italiano en la obra mencionada, ya que, como el texto del prólogo declara y los hechos de toda la Tragicomedia testifican, el conflicto que domina el mundo de las cosas y los hombres no conoce solución alguna ni la razón del intelectual es capaz de ofrecer ningún remedio a una guerra tan generalizada que afecta a todos los elementos de la naturaleza y de la cultura, incluida la obra literaria misma. Sin embargo, un mundo sin orden, tal como le parece a un padre que es víctima postrada del sufrimiento más atroz, en verdad, es un mundo gobernado por nuevas leyes y reglas diferentes con respecto al pasado: un mundo nuevo, cuya originalidad y modernidad surgen por negación, es decir, como un sistema inusual de valores que puede afirmarse solo si aparece al mismo tiempo desmentido por el carácter cómico con el que se manifiesta o por la abyección de los personajes que se hacen sus portadores. Desde esta perspectiva, en el capítulo central, Una sociedad secularizada: magia, tiempo, dinero, se propone una lectura de la obra como expresión de «un proceso de secularización y mundanización que se da en todos los campos de la cultura» (Maravall, 1973, p. 157), cuyas nuevas concepciones relativas a la libertad de la voluntad y la acción humanas, al paradigma temporal moderno, a la función totalizadora del dinero como principio ordenador de las relaciones entre los hombres, se
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presentan en la Tragicomedia, in figura de sobrenatural mágico tradicional, o bien en forma de prerrogativas de personajes bajos y abyectos como la alcahueta y los criados. Los dos últimos capítulos versan sobre la temática que constituye el motor que impulsa toda la acción de la obra: el deseo, que en la Tragicomedia tiene un campo de acción que comprende el dominio casi total del actuar y el sentir humanos, como ha explicado Michael Gerli en su reciente libro, partiendo de la tesis, según la cual Celestina [...] clearly extended the notions of desire beyond their traditional medieval formulations directly into the social, economic, physiological, and psychological fields of human activity: to the transformations of libido amandi (lust for love), into libido dominandi (lust for power) and finally into libido capiendi (lust for knowledge) (2011, p. 3).
En los dos capítulos en cuestión, sin embargo, el discurso se ciñe al deseo sexual. La agresión cómica que la obra de Rojas lleva a cabo, con respecto a la antigua, elitista y prestigiosa concepción erótica, así como por lo que se refiere a los irrefutables modelos éticos y de comportamiento, abre el camino al reconocimiento del deseo sexual y a la reivindicación del carácter natural de la pulsión erótica, en obsequio a una ética de la sexualidad basada en el principio natural, progresivamente entendido como principio ordenador del mundo y regulador del comportamiento humano. En el primero, «Quando i’ fui preso». Primeros encuentros amorosos, de Dante a Fernando de Rojas, el análisis de la escena inicial de la obra, llevado a cabo a la luz de la tradición temática del primer encuentro amoroso, nos permite distinguir las diferentes maneras con las que el legado trovadoresco de la fin’amor es acogido desde la Vita Nuova al Filocolo y a la Fiammetta, hasta La Celestina, donde el carácter cómico-paródico con el que se replantea la escena del primer encuentro, actúa de cobertura para liquidar como superada toda una tradición literaria y cultural. El último capítulo del libro, El «cimiento del secreto» entre normas e infracciones, está dedicado al análisis del tema del secreto de amor y sus diferentes formas de infracción: en Calisto, como violación de una de las normas fundamentales de la concepción de amor cortés; en Melibea, como transgresión de todos los valores que determinan el código moral y de conducta de una doncella de su rango; en Sosia, en el Tratado de Centurio, donde la antigua y noble norma del secreto se degrada a un mero elemento del enredo amoroso. Los cinco capítulos que componen el volumen están precedidos por una Introducción que,
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de forma muy discursiva, alude concisamente a algunas de las principales cuestiones que han sido objeto del debate crítico sobre La Celestina (historia del texto y sus diversas redacciones, autoría, etc.). La función de este escrito introductorio no es la de tratar exhaustivamente las cuestiones tocadas y, aún menos, ofrecer soluciones originales a los problemas que han recibido la atención de las diferentes generaciones de estudiosos que se han ocupado de estos aspectos de la obra, sino que consiste exclusivamente en responder a la exigencia de referir la actitud adoptada por mí acerca de las cuestiones y los problemas indicados, porque estos, aunque no son el objeto de la reflexión desarrollada en este volumen, requieren igualmente una necesaria toma de posición, preliminar a cualquier otra manifestación de interés con respecto a la obra estudiada. La naturaleza del presente libro, resultado de una elaborada operación de montaje de una serie de diferentes trabajos redactados durante un periodo que abarca más de dos décadas, y su misma estructura con un primer capítulo de carácter general y cuatro capítulos siguientes de profundización de temas cruciales de la obra, son la causa de algunas repeticiones inevitables, para las cuales, aunque han sido reducidas al mínimo, confío en la indulgencia del lector benevolente. Del mismo modo, para las partes del libro, cuya composición se remonta más atrás en el tiempo, el lector podrá constatar que los estudios citados, con alguna mínima excepción, no van más allá de los años de la redacción de las partes implicadas. Dada la exuberante riqueza de trabajos de los que es objeto constantemente la obra maestra de Rojas, una actualización bibliográfica, aunque no es difícil de realizar, resultaría ser una mera acumulación de títulos, a menos que se quisiera provechosamente dialogar con cada uno de ellos, lo que comportaría una inevitable operación de reescritura, sin que ello implicara una significativa reelaboración de las soluciones interpretativas propuestas por mí, y de las que sigo estando —injustamente, se dirá— convencido. Para concluir esta nota preliminar, haré una breve referencia a tres argumentos, que no son en absoluto secundarios, y que, por lo tanto, requieren una aclaración adecuada. A pesar de que, como es sabido, el conocimiento de la historia redaccional de La Celestina es esencial para la comprensión de la obra, mi trabajo interpretativo está interesado en el texto de la Tragicomedia en veintiún actos, con la inclusión de la serie completa de paratextos, cuyo primer testimonio, en lengua original, que conservamos está representado por la edición zaragozana de Jorge
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Coci, de 15074.Ya en estas páginas prologales, al mencionar la obra de Rojas, me he referido a ella con el título de La Celestina, por lo que continuaré haciéndolo en las páginas de los capítulos del libro, aunque soy consciente de que «the unofficial substitute title of the Tragicomedia was not originally La Celestina but Celestina», como advierte y documenta Whinnom (1994, pp. 156-158). Así pues, aunque Celestina, sin artículo, puede parecer más correcto y ser, por lo tanto, preferible, porque con este título los traductores italianos y el común de los lectores españoles conocieron la obra, sin embargo, se empleará el título con artículo, La Celestina, ya que este fue «el título por el que optaron a partir de 1822 los impresores del texto español de la Tragicomedia y por el que se conoce hoy la famosa obra de Fernando de Rojas» (Berndt Kelley, 1985, p. 44)5. Por último, en referencia al título que he elegido para este volumen, en «la ley universal de la vida» solo cabe reconocer el conflicto perenne que anima cada partícula de lo creado, de modo que cualquier cosa en el mundo es el resultado de una guerra. Es por eso por lo que del cuestionamiento de todo principio del orden preexistente, de la violenta ruptura de equilibrios y estructuras del pasado, se genera y se instaura lo nuevo, en relación con lo cual la obra de Rojas termina por dar la voz más poderosa a las contradicciones y contrastes que pertenecen a la trama más profunda de la modernidad.
4 El ejemplar completo de dicha edición se conserva en la Biblioteca del Cigarral del Carmen (Toledo), para el cual pueden consultarse Martín Abad, 1999; Botta e Infantes, 1999. 5 Sobre el título de la obra de Rojas, además de los citados trabajos de Whinnom y de Berndt Kelley, el lector podrá recurrir a los escritos de Kirby, 1989, de Lawrance, 1993, y de Snow, 2018.
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PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS
Los capítulos que forman el libro proceden de un ensamblaje de los siguientes escritos, traducidos al español y, cuando necesario, adaptados al nuevo contexto: «“Son joi celar”: segretezza d’amore e desiderio d’esibizione nella Celestina», Rivista di Filologia e Letterature Ispaniche, 1, 1998, pp. 9-46. (El artículo estaba dedicado a la memoria de Carmelo Samonà, y continúa estándolo). «“¡Maldido seas que hecho me has reir!”. Intención cómica y contenido serio en la Celestina», en La Celestina. V Centenario 1499-1999 («Actas del Congreso Internacional, Salamanca/Talavera de la Reina/Toledo/La Puebla de Montalbán, 27 de septiembre-1 de octubre de 1999», eds. Felipe B. Pedraza Jiménez, Rafael González Cañal, Gema Gómez Rubio, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2001, pp. 295-304 (trad. it. en Altre Sponde. Omaggio a Giovanni Battista De Cesare, eds. Giuseppe Bellini y Antonio Scocozza, Cagliari, Oèdipus, 2002, pp. 67-82). «“Tempora temporibus concertant”: Cultura urbana y civilización cortés en La Celestina», Ínsula, 691-692, 2004, pp. 37-39. «“Sacó mi secreto amor de mi pecho”: la confessione amorosa di Melibea (Celestina, a. X)», Medioevo Romanzo, 32, 2008, pp. 116-134. (Publicado también en La Celestina. Ecdotica e interpretazione, ed. Francisco J. Lobera Serrano, Roma, Bagatto Libri, 2010, pp. 97-110). «“Omnia secundum litem fiunt”. Il mondo come conflitto nella Celestina di F. de Rojas», en Le arti della pace.Tradizione e rinnovamento letterario nella Spagna dei Re Cattolici, Napoli, Liguori, 2008, pp. 173-206 (trad. esp. en La literatura en tiempos de los Reyes Católicos, Madrid, Gredos, 2012, pp. 195-229).
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«“Sacarle he lo suyo y lo ajeno del buche”. Segretezza d’amore e desiderio di vendetta nella Celestina», en «Pueden alzarse las gentiles palabras» per Emma Scoles, Roma, Bagatto Libri, 2013, pp. 213-225. «La Celestina y el otoño de la Edad Media», en Hispanismos del mundo. Diálogos y debates en (y desde) el Sur, ed. Leonardo Funes, Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2016, pp. 31-52. («Conferencia Plenaria pronunciada en el XVIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Buenos Aires, 1520 de julio de 2013»). «A vueltas con Petrarca y La Celestina: el mundo como campo de batalla entre “conscripta remedia” y “laberinto de errores”», Quaderns d’Italià, 20, 2015, pp. 135-153. «“Conjurate triste Plutón”: Celestina e il male come piacere», en Il piacere del male. Le rappresentazioni letterarie di un’antinomia morale (1500-2000), vol. I, Dal Cinquecento al Settecento, dir. Paolo Amalfitano, Pisa, Pacini Editore, 2017, pp. 193-210. «“Quando i’ fui preso”. Primeros encuentros amorosos, de Dante a Fernando de Rojas», Rivista di Filologia e Letterature Iberiche, 21, 2018, pp. 167-190. «Fortuna y mundo sin orden en La Celestina de Fernando de Rojas», en Avatares y perspectivas del medievalismo ibérico, coord. Isabella Tomassetti, San Millán de la Cogolla, Cilengua, 2019, vol. II, pp. 1363-1382. («Conferencia Plenaria pronunciada en el XVII Congreso Internacional de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval, Roma, 26-30 de septiembre de 2017»). «“Tan comunicable como el dinero”: mondo chiuso e commercio universale ne La Celestina», en Poderoso Caballero: il denaro nella letteratura spagnola dal Medioevo ai Secoli d’Oro, eds. Federica Cappelli y Felice Gambin, intr. de Giulia Poggi, Pisa, ETS (en prensa).
La primera parte del cap. III del libro, «“Y un poquito hechicera”: Celestina entre artes mágicas y mañas profesionales», es inédita.
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INTRODUCCIÓN
Un día de 1497 o, a lo más tardar, del año siguiente, en la ciudad de Salamanca un joven estudiante de Leyes se encuentra por azar con el primer acto de una comedia anónima. En ella leía la historia de amor de un joven señor, Calisto, por la noble y honesta Melibea, pero justamente en lo mejor, es decir, cuando se preparaba a asistir a la intervención de Celestina, una astuta alcahueta llamada en causa por un criado del melancólico amante, manuscrito e historia se interrumpen bruscamente. El anónimo autor, que seguramente no era extraño al ambiente universitario, había puesto en marcha una trama común a las novelas sentimentales, pero haciendo uso del género dramático, cuyos precedentes más ilustres podían encontrarse en la comedia latina y, en tiempos más recientes, en la comedia elegíaca medieval y en la humanística italiana. A la relativa familiaridad con esta última y, más concretamente, con la Philodoxeos fabula o bien con la Philogenia de Ugolino Pisani, o —también— con la Poliscena, primero atribuida a Leonardo Bruni y ahora a Leonardo Della Serrata, nuestro «antiguo auctor» unía verosímilmente el conocimiento directo del Corbacho de Alfonso Martínez de Toledo y, sin duda alguna, el frecuente manejo de un florilegio escolástico como Auctoritates Aristotelis, al que se atenía para las varias citas de Boecio, Séneca y Aristóteles. Ni hay que excluir que pudiera haber sido lector de obras como el célebre tratado en latín de Andrés el Capellán, De amore, así como de la obra maestra medieval castellana, el Libro de buen amor, y del breve e importante Tratado de cómo al hombre es necessario amar, atribuido al Tostado. La elegancia del estilo y la profundidad de la doctrina debieron de impresionar tan favorablemente al joven estudiante de Leyes que lo indujeron a llevar a término lo que el primer autor había dejado incompleto.
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En el momento del hallazgo fortuito, Fernando de Rojas —este era el nombre del futuro abogado— debía de tener algo más de veinte años. Algún año antes, había dejado su familia de conversos, y de Puebla de Montalbán —una aldea a pocos kilómetros al oeste de Toledo— se había trasladado a Salamanca para asistir a la prestigiosa Facultad de Derecho, donde al poco tiempo obtendría el título de bachiller. La Salamanca de Rojas, desde hacía poco conquistada al programa humanístico de Nebrija, que allí había entablado y ganado la batalla contra la barbarie, era ya considerada la capital intelectual del reino, un centro de renovación cultural abierto no solo a los mejores ingenios nacionales, sino también a célebres humanistas extranjeros, como los sicilianos Lucio Marineo y Lucio Flaminio, o el portugués Arias Barbosa. Este es el testimonio del propio Marineo: «En el estudio de esta ciudad convergen no solo de muchas ciudades y lugares de España sino también extranjeros de distintas nacionalidades». No habían pasado pocos años, en cambio, desde que Alfonso Martínez de Madrigal, el Tostado, había tenido sus cursos de poesía en las aulas salmantinas, poniendo en marcha así, con los tratados y la actividad docente, aquel filón de la teoría amorosa, conocido con el nombre de naturalismo, que en las formas más diversas mostraba todavía señales de gran vitalidad en el ambiente universitario de la época de Rojas. Puede que también a causa de un contexto tan estimulante, la cultura del joven Fernando no se limitara a la estrictamente profesional. Sus conocimientos literarios, quizás no amplísimos, eran, de todos modos, bastante amplios. Como todo estudiante universitario, antes de emprender los estudios jurídicos, había asistido a la Facultad de Artes durante tres años, a lo largo de los cuales debió de familiarizarse probablemente con las comedias de Terencio y de Plauto, utilizadas como libro de texto para el aprendizaje del latín. Una cierta familiaridad tuvo con Petrarca, al menos con el autor del De remediis, porque para lo demás manejaba con destreza el índice temático que acompañaba la Obra del aretino publicada en Basilea en 1496. También los conocimientos de Séneca los debía de haber adquirido a través de una recopilación antológica, aquellos Proverbia Senecae que recogían algunos centenares de breves sentencias senequistas, y que, por orden del rey, fueron traducidos hacia mediados del siglo por Pero Díaz de Toledo, que le añadió extensas glosas. No poco debió de recrearse, en cambio, con la lectura directa de la Fiammetta boccaciana y de la Historia de duobus amantibus de Enea Silvio, dos obras que entre 1496 y 1497 habían salido también en traducción española. Numerosos debieron de ser los textos de literatura
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castellana que el joven Fernando tuvo entre las manos. Por ejemplo, no debió de serle totalmente desconocido el Libro de buen amor, aunque tenía una experiencia mayor de la poesía de Juan de Mena, el poeta más admirado y leído de aquel tiempo, y de la de su paisano Rodrigo Cota. Pero las lecturas más provechosas quizás eran otras: la poesía de amor de los cancioneros y, naturalmente, la Cárcel de amor de Diego de San Pedro, junto con la continuación de Nicolás Núñez. Aprovechando un periodo de vacaciones, Fernando llevó a cabo la obra. Después de haber enmendado, con toda probabilidad, el texto hallado donde lo consideró necesario, desarrolló la historia que allí estaba apenas esbozada con otros quince actos que fueron a añadirse al preexistente. El resultado fue en verdad asombroso por muchos motivos, entre ellos, y no precisamente el último, la extremada coherencia con la que el nuevo autor supo dotar a la obra soldando las dos partes que la constituían. El lector que no estuviera al corriente de la historia del texto, muy difícilmente podría sospechar que la obra que tenía delante era el fruto de dos autores distintos1. Protagonista de la historia es el joven y aristócrata Calisto, quien, perdidamente enamorado de la bella y rica Melibea, y bruscamente rechazado por ella, decide seguir el consejo de su criado, Sempronio, quien, movido por la codicia, le sugiere que confíe en Celestina, una vieja alcahueta, cuya astucia y artes son archiconocidas en la ciudad. Calisto acepta con entusiasmo la propuesta del cínico Sempronio, prometiendo regalos y dinero como recompensa por la mediación. La pasión amorosa pronto se ha transformado en un sórdido asunto económico. Desde la primera aparición en escena, Celestina se revela a la altura de su fama, urdiendo un complejo plan, del que es la única que maneja todos los hilos: se preocupa por conservar la alianza con Sempronio, que tiene como amante a una pupila suya, Elicia; emplea toda su destreza para ganarse la complicidad del hostil Pármeno, y para ello lo ablanda con la oferta de la bella Areúsa, otra pupila suya que le gusta al joven; mantiene viva la esperanza de Calisto, a quien, mientras tanto, consigue sacarle con destreza todo lo que puede; pero, sobre todo, emplea toda 1 Sobre el tema de la autoría de la Comedia y de la Tragicomedia, así como sobre la cuestión de la autoría múltiple de la obra, el lector podrá consultar las sintéticas exposiciones de Guillermo Serés en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 368-382 y de Canet 2017, pp. 27-40, en las que encontrará también amplia bibliografía sobre el argumento.
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su habilidad en el ataque desencadenado contra la inocencia de Melibea. Primero, logra introducirse en su casa (acto IV), y con el engaño de un imaginario dolor de muelas del que Calisto estaría sufriendo, la mueve a compasión, consiguiendo una plegaria y un cordón para sanar los dolores del enfermo. Luego, en un segundo y largo coloquio (acto X), obtiene que Melibea declare su amor por Calisto y combina un encuentro nocturno entre los dos jóvenes. Ahora, Celestina ya puede correr triunfante a casa del joven caballero, informarle de la cita concertada, y recibir la tan suspirada recompensa. El encuentro nocturno se realiza en el acto XII: los dos jóvenes enamorados se intercambian nobles y apasionados discursos, y se ponen de acuerdo para una segunda cita, protegidos por la vigilancia de los dos criados, Sempronio y Pármeno, doblemente envidiosos de la dicha del amo y del provecho de la cómplice. Decididos a recuperar su parte de recompensa, por la noche se precipitan en casa de Celestina, quien pagará con la vida el precio de su codicia; mientras los dos asesinos, sintiéndose atrapados por la llegada de los alguaciles, intentan huir por la ventana, destrozándose míseramente contra el suelo. El trágico final de la alcahueta y de los criados no impide que Calisto vaya, a la noche siguiente, a la cita con Melibea (acto XIV). Pero, esta vez, se introduce en la casa, saltando la tapia, y yace con la amada hasta el despuntar del alba. En el momento de la despedida, al saltar de nuevo la tapia, Calisto apoya mal el pie y se cae de la escalera, sufriendo la misma triste suerte que sus criados. Presa de la más negra desesperación por la muerte del amante, Melibea decide quitarse la vida, lanzándose desde la torre del palacio, inmediatamente después de haberle confesado todo a su padre, Pleberio, que había acudido a los gritos de su hija. En el acto XVI, la obra se concluye con un largo y desconsolado monólogo del anciano padre, en el que encontramos expresada una visión íntegramente pesimista del mundo y de la vida. La obra apareció en Burgos en 1499 —o, por lo menos, así se ha creído generalmente hasta las atinadas observaciones de Jaime Moll— y estaba destinada a revelarse con el tiempo, además de una indiscutible obra maestra de la literatura occidental, un auténtico éxito de público, con sus 109 ediciones hasta 1634. Al único ejemplar que conservamos de la supuesta princeps le faltaría el primer folio, por lo que comienza directamente con el argumento del primer acto precedido de una ilustración que representa el encuentro de Calisto y Melibea en el jardín de la
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casa de Pleberio2. El folio perdido, además del frontispicio con el título de la obra: Comedia de Calisto y Melibea, no debía de contener nada más que el Argumento general, es decir, un sucinto resumen de la historia que allí se narraba. Al poco tiempo de la que se ha considerado la princeps de la obra, siguieron dos nuevas ediciones (Toledo, 1500; Sevilla, 1501) que, aun cuando dejaron inalterado el cuerpo central de la obra, introdujeron algunas significativas novedades, con la adición de una serie de textos de apertura y cierre de los dieciséis actos que componían la Comedia3. Como apertura se encontraban ahora dos textos: una carta del autor a un amigo, con evidente función de prólogo, y una composición en octavas, en la que el mismo autor, al hacer enmienda de los errores contenidos en la obra, explicaba los motivos que lo habían inducido a llevarla a cabo. El incipit y el argumento general completaban la serie de los textos preliminares. En el otro cabo de la comedia, se encontraba otra composición en octavas, debida esta vez al corrector de la obra, Alonso de Proaza, quien de ahí a poco se distinguiría por su actividad de maestro de retórica y de editor de las obras de Ramón Llull además de como poeta del Cancionero general (McPheeters, 1961). Mientras que la primera edición de 1499 había aparecido en el más estricto anonimato, las ediciones del siglo XVI prefirieron desvelar el secreto de la identidad del autor en el acróstico contenido en las octavas introductorias, de las que, una vez descifradas, el lector podía recabar la siguiente noticia: «El bachiller Fernando de Rojas acabó la Comedia 2 Recientemente, fuertes y motivadas dudas han sido expresadas sobre el hecho de que la edición de Burgos pueda ser considerada la princeps e, incluso, que sea la edición de la Comedia más antigua conservada; en efecto, ha sido conjeturado que existía en un principio un cuaderno inicial con una enumeración propia, que se perdió posteriormente, donde se contenían los ‘paratextos’ presentes en las otras dos ediciones conocidas de la Comedia (Toledo y Sevilla); ver Moll, 2011, pp. 265-268 y Guillermo Serés, «Primeros textos y fortuna editorial (siglos XVI y XVII)», en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 382-401. Sobre la edición de Burgos, ver también el extenso estudio de Di Camillo, 2009, pp. 161-274. El lector interesado dispone ahora de la edición crítica, al cuidado de José Luis Canet, en Rojas, Comedia de Calisto y Melibea, 2011. 3 En 1990, Charles B. Faulhaber señaló la presencia, en el ms. II-1520 de la Real Biblioteca de Madrid, de un amplio fragmento del primer acto de la Celestina. El testimonio, pronto conocido como el «manuscrito de Palacio», ha dado origen a numerosos contenidos críticos; ver Faulhaber, 1990. Una lista de los estudios más importantes sobre dicho argumento se encuentra en Canet 2017, pp. 21-22, notas 1-2.
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de Calisto y Melibea y fue nascido en la Puebla de Montalván». Por medio de la carta, el amigo, y con él el lector de la obra, habían tenido la posibilidad de enterarse de otras noticias concernientes a Rojas y a la composición de la comedia, pero sobre todo habían llegado a saber tanto del hallazgo fortuito del que el joven Fernando había sido protagonista, como de la existencia de un primer autor, «el cual, según algunos dicen, fue Juan de Mena, y según otros, Rodrigo Cota» (p. 6), tal y como se lee en dicha carta preliminar al amigo. Ninguna de las dos propuestas resulta convincente; y naturalmente, la primera lo es mucho menos que la segunda. La comedia con sus dieciséis actos, poco homogéneos entre sí, al menos por extensión: considérese que el primer acto constituye él solo más de la décima parte del texto, mientras que otros actos como el segundo o el decimotercero —por ejemplo— no cuentan más que con poquísimas páginas; la comedia, decía, debió de suscitar quizás alguna perplejidad en sus lectores contemporáneos, pero auténtico desconcierto solo lo ha procurado en lectores mucho más cercanos a nosotros en el tiempo. Incluso excluyendo que la obra hubiera sido concebida para ser representada, su pertenencia al género dramático nunca fue puesta en duda, al menos hasta finales del siglo XVIII, cuando se comenzó a recurrir a expresiones un tanto híbridas para definirla. Entre ellas, las más afortunadas fueron «novela dialogada» y «novela dramática». El mismo Menéndez Pelayo, aun declarándose abiertamente contrario a esta línea de tendencia, no tuvo dudas cuando se trató de incluir la comedia en sus Orígenes de la novela. Todavía hoy, acreditados estudiosos, sobre todo de ámbito anglosajón, prefieren considerar la historia de los dos jóvenes amantes como la primera auténtica novela realista que la literatura europea ha producido4. Y que, de todas formas, la cuestión no pueda ser liquidada fácilmente como totalmente infundada, lo demuestra el hecho de que Stephen Gilman (1974), que ha dedicado gran parte de su vida de estudioso a la obra de Rojas, ha sostenido hasta el final la oportunidad de no alistarla en ningún género literario, o bien de crear uno solo para ella, el del «diálogo puro». Pero cabe aclarar algo. Las dudas suscitadas por tan acreditados estudiosos pueden ser consideradas legítimas solo después de que la poética ha impuesto de nuevo sus reglas clásicas a la clasificación de los géneros. Menos legítimas le parecerían al lector de la época, el cual no debía de oponer gran resistencia a la definición 4
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Ver, sobre todo, Severin, 1989.
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de la obra, que el mismo Rojas suministraba en la novena octava de la composición introductiva, denominándola obra «en lengua romana», o «terenciana», según la doble variante, con la segunda que parece apuntar más claramente a la denominación de un género literario. Una definición que el lector encontraba en la composición final, allí donde Alonso de Proaza, al tejer sus alabanzas, situaba la obra de Rojas por encima de cualquier otra comedia, griega o latina que fuera. Desde esta perspectiva se puede justificar mejor cuánto resulta oportuno que tantas páginas de las muchas que componen la monografía de María Rosa Lida sean dedicadas a la defensa de la pertenencia de la obra al género dramático, incluyéndola en una larga tradición literaria que, partiendo de la comedia latina y pasando por la elegíaca medieval, llega a la casi contemporánea comedia humanística italiana5. No se puede descuidar ni debe considerarse casual que este último género, que fue particularmente cultivado en los círculos humanísticos italianos y al que se dedicó la flor y nata de literatos como Alberti, Piccolomini, Bruni y Vergerio, circulase ampliamente desde hacía tiempo en el mismo ambiente universitario y humanístico del que salió la Comedia de Calisto y Melibea, y que precisamente en Salamanca fuera publicado, en 1501, el Philodoxus de Leon Battista Alberti. Pero los textos añadidos en las dos ediciones de principios del siglo XVI inducen, más que a otra cosa, a suministrar una clave de lectura de la comedia. Atendiendo a lo que Fernando escribe al amigo, esta será sobre todo un arma de defensa contra la ciega pasión amorosa, de la que es víctima «la muchedumbre de galanes y enamorados mancebos» (p. 5) de la patria de ambos, y en cuya locura por desgracia la «mesma persona» del amigo parece estar involucrado. Antepuesto esto, Rojas vuelve más de una vez —en la carta y en las octavas introductivas— a una doble oposición, en base a la cual distingue entre la historia en su conjunto, por un lado, y determinados pasajes, por otro; con la distinción también, dentro de estos últimos, entre las amenidades y las enseñanzas útiles. Si la «principal historia o fición toda junta» es definida «dulce», a propósito de las particularidades se dice que de ellas manan, por un lado, «agradables donaires» y, por el otro, «delectables fontecicas de filosofía», así como «avisos y consejos contra lisonjeros y malos sirvientes y falsas mujeres hechiceras» (p. 6). Pero, por respeto a un antiguo precepto poético que prescribía el placer en función de lo útil, Rojas no tarda 5
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Lida de Malkiel, 1970, pp. 29-78 y 81-280.
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en establecer entre los elementos que se acaban de mencionar precisos vínculos jerárquicos. Y así, el «dulce cuento» servirá para mostrar a los amantes cómo «salir de cativo».Y puesto que la amarga medicina se tolera solo si se mezcla con el alimento que más gusta, así pues los «dichos lascivos, rientes» diseminados por la obra servirán para atraer la atención de los pobres y sufrientes amantes, para que puedan enmendarse y liberarse de la pena. Por idénticas razones, las mil sentencias que la comedia recoge son presentadas bajo la forma de argucias: «en forro de gracias, labor de placer» (pp. 10-12). Cuando se trata de interpretación, al parecer no debemos fiarnos del autor más que de cualquier otro lector. No obstante, esta buena regla no le ha impedido a un crítico de la autoridad de Marcel Bataillon (1961) dar fe a las declaraciones de Rojas, y de apostar, por tanto, por la absoluta ortodoxia moral y religiosa de su obra. En consecuencia, la comedia debe ser leída como una moralité: su propósito didáctico se halla claramente expresado en el «Síguese» antepuesto al Argumento, cuando afirma que la obra ha sido compuesta «en reprehensión de los locos enamorados que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su dios [...] en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes» (p. 23); y tal propósito estaría en perfecta consonancia con la moral católica, que exhorta a reprimir las fantasías y los vicios del amor humano, y a recrearse en el amor de Dios, tomando como ejemplo la Pasión de Cristo. A tal interpretación didáctico-cristiana se suele oponer la de Stephen Gilman, para quien la Comedia sería el fruto de una visión totalmente pesimista de la vida, a la que no sería del todo ajeno el origen judío de su autor. En este sentido, más que las explícitas declaraciones de Rojas, contarían las desesperadas palabras de Pleberio ante al cadáver de su hija suicida: ¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh mundo, mundo! [...] Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden; agora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un labirinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos descubres el anzuelo; no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las
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voluntades. Prometes mucho, nada no cumples. Échasnos de ti, porque no te podamos pedir que mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los prados de tus viciosos vicios muy descuidados, a rienda suelta; descúbresnos la celada cuando ya no hay lugar de volver. Muchos te dejaron con temor de tu arrebatado dejar; bienaventurados se llamarán cuando vean el galardón que a este triste viejo has dado en pago de tan largo servicio. Quiébrasnos el ojo y úntasnos con consuelos el caxco. Haces mal a todos por que ningún triste se halle solo en ninguna adversidad, diciendo que es alivio a los míseros como yo tener compañeros en la pena. Pues desconsolado viejo, ¡qué solo estoy! (pp. 339-341)6.
La historia redaccional, sin embargo, estaba lejos de concluirse con las dos ediciones del siglo XVI. De hecho, ya en 1502 probablemente, el bachiller Rojas decidió retocar de nuevo la obra. Las modificaciones que aportó en ella no fueron insignificantes: intercaló cinco nuevos actos; intervino con adiciones, supresiones y otras variaciones sobre los dieciséis originales; añadió un nuevo prólogo en prosa a los textos preliminares, y una breve composición de solo tres octavas al final; incluso el título sufrió un cambio, pasando de Comedia a Tragicomedia de Calisto y Melibea, que pareció un compromiso más equitativo entre la solución del primer autor que «quiso darle denominación del principio, que fue placer, y llamóla comedia», y la solución preferida por algunos lectores, los cuales sostenían que debería llamarse tragedia «pues acababa en tristeza» (p. 21). Esta fue la forma definitiva con que la obra se entregó a los lectores del nuevo siglo, los cuales bien pronto aprendieron a conocerla solo con el nombre de la «mala y astuta mujer» que, en el título al menos, eclipsó al de la pareja de amantes. Por desgracia no conservamos la princeps de la redacción definitiva, que se nos ha conservado en una traducción italiana, imprimida en Roma en 1506, y, para el texto español, en la edición de Zaragoza de 1507. Entre las intervenciones que Rojas realizó en 1502, bien pocas fueron en verdad las supresiones y las modificaciones; en la mayor parte de los casos, se trató de amplificaciones.Y aunque en los dieciséis actos originarios las adiciones no fueran insignificantes, la intervención más macroscópica resultó la interpolación, a mitad del siglo XVI, de los cinco nuevos actos, que fueron intercalados a continuación de la gran escena de amor e inmediatamente antes de que se verificase el episodio de la 6
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Ver Gilman, 1974 y también Gilman, 1978, pp. 347-382.
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caída y muerte de Calisto. Pero, ¿por qué motivo Rojas quiso retocar la obra? y, sobre todo, ¿qué motivos lo empujaron a dilatar todavía más una comedia que llegaba así a los veintiún actos? El mismo autor nos informa que, al hacerlo así, quiso obedecer a instancias de los lectores, quienes —así escribe en su nuevo prólogo— «querían que se alargase en el proceso de su deleite destos amantes, sobre lo cual fui muy importunado, de manera que acordé, aunque contra mi voluntad, meter segunda vez la pluma en tan estraña labor y tan ajena de mi facultad...» (p. 21). En efecto, el «deleite de los amantes» se alargó en el pasaje de la primitiva redacción, donde no duraba más que una sola noche de placer y muerte, a la nueva versión, en la que los encuentros nocturnos en el jardín se prolongaron por lo menos un mes, y con ellos el texto se vio enriquecido con tres importantes episodios: el largo monólogo de Calisto (acto XIV), el diálogo entre Pleberio y Alisa al que asiste involuntariamente Melibea (acto XVI), el último encuentro de amor (acto XIX). Con estos tres episodios la pasión amorosa, es verdad, se presenta a los lectores más madura, pero adquiere también una nota de cansancio, de deseo realizado que no preludia a otra cosa sino a su final. Los dos primeros episodios introducen en la conciencia de los protagonistas un explícito conflicto entre dicho «deleite» y las conveniencias sociales y morales que contravienen por su causa: Calisto, en el monólogo, se interroga largamente sobre el honor perdido, antes de dar cabida de nuevo al ansia del placer; Melibea, involuntaria oyente del diálogo entre sus padres, a los ingenuos planes sobre su matrimonio opone, sí, la irresistible pasión por Calisto, pero, a pesar de ello, frente a las vanas esperanzas de sus mayores, no puede evitar que le dé un vuelco el corazón. Y en el tercer episodio, donde se narra el último encuentro de amor, ¿no se detiene demasiado Calisto, esta vez, antes de bajar al jardín, interesado como está en coger «alguna buena señal de mi amor en ausencia»? Y luego, una vez consumado el acto sexual, a los primeros ruidos que vienen de la calle, ¿no tiene quizás demasiada prisa en ir a socorrer a sus criados, sorprendido casi en el intento de desvincularse de los brazos de Melibea que lo retienen? («Déjame, por Dios, señora, que puesta está el escala», pp. 317 y 323). La nueva redacción, al alargar la historia de amor, introduce también un nuevo motivo narrativo que brota de los personajes Elicia y Areúsa, quienes, convencidas de que la responsabilidad de la muerte de sus respectivos amantes y de su protectora recaiga por completo en los dos jóvenes y nobles enamorados, deciden vengarse haciendo asesinar a
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Calisto, y con tal objetivo se dirigen a Centurio. Se trata de una especie de «segunda intriga» que tiene el efecto no solo de retrasar la muerte de Calisto, sino también el de eliminar el carácter de absoluta casualidad con que aquélla se llevaba a cabo en la redacción anterior. Es verdad que en la nueva versión Calisto sigue perdiendo la vida por una banal caída de la escalera, pero también es cierto que eso sucede como consecuencia de un altercado —puramente verbal, se entiende— con los hombres mandados por Centurio: el accidente no deja de ser muy banal, pero resulta menos gratuito que antes. En los actos dedicados a la venganza (XV, XVII y XVIII), actúan como protagonistas las dos jóvenes mujeres ligadas con Celestina; pero junto a ellas tiene ocasión de aparecer el nuevo personaje de Centurio. Este, si por algunos aspectos puede hacerse remontar a la antigua y cómica figura del miles gloriosus, por otras características llega a configurar en la obra una suerte de anti-Celestina. Mediadores ambos, uno lo es de muerte como la otra lo había sido de amor; y sin embargo, lo que más les separa es el diverso grado de adhesión a las obligaciones que la propia profesión comporta. Centurio está dispuesto enseguida a hacerle a la bella Areúsa los servicios de su oficio: Mándame tú, señora, cosa que yo sepa hacer, cosa que sea de mi oficio. Un desafío con tres juntos, y si más vinieren, que no huya por tu amor; matar un hombre, cortar una pierna o brazo, harpar el gesto de alguna que se haya igualado contigo: estas tales cosas, antes serán hechas que encomendadas (p. 308).
Pero también es verdad que las únicas empresas de que consigue jactarse son las que ha realizado a la sombra del sueño más que en la clara vigilia: Yo te juro por el santo martilogio de pe a pa, el brazo me tiembla de lo que por ella entiendo hacer, que contino pienso cómo la tenga contenta y jamás acierto. La noche pasada soñaba que hacía armas en un desafío por su servicio con cuatro hombres que ella bien conoce, y maté al uno; y de los otros que huyeron el que más sano se libró me dejó a los pies un brazo izquierdo. Pues muy mejor le haré despierto de día, cuando alguno tocare en su chapín (p. 309).
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En efecto, cuando se trata de entrar en acción contra Calisto y los suyos, el fanfarrón no vacila nada en desmentirse antes de replegarse en una mezquina solución de compromiso: Agora quiero pensar cómo me excusaré de lo prometido, de manera que piensen que puse diligencia con ánimo de ejecutar lo dicho, y no negligencia por no me poner en peligro. Quiérome hacer doliente: pero ¿qué aprovecha, que no se apartarán de la demanda cuando sane? Pues si digo que fui allá y que les hice huir, pedirme han señas de quién eran y cuántos iban y en qué lugar los tomé y qué vestidos llevaban. Yo no las sabré dar; helo todo perdido. Pues ¿qué consejo tomaré que cumpla con mi seguridad y su demanda? Quiero enviar a llamar a Traso el Cojo y a sus dos compañeros, y decirles que porque yo estoy ocupado esta noche en otro negocio, vayan a dar un repiquete de broquel a manera de levada para ojear unos garzones, que me fue encomendado, que todo esto es pasos seguros y donde no conseguirán ningún daño más de hacerlos huir, y volverse a dormir (p. 313).
Claro que el monólogo de Centurio puede ser leído como la enésima manifestación de un miles gloriosus, pero adquiere todo su sentido solo si se lee en contraste con el monólogo de Celestina, la cual, en la apertura del IV acto, ya de camino hacia el palacio de Melibea, después de haber titubeado largamente entre su propia seguridad personal y la fidelidad al compromiso pactado con Calisto, opta, a diferencia de Centurio, por la segunda, porque «mayor es la vergüenza de quedar por codarde que la pena cumpliendo como osada lo que prometí» (p. 113). Las novedades introducidas en 1502 no fueron ni pocas ni insignificantes, y sin embargo —como se ha visto en las breves muestras— Rojas ganó por segunda vez la apuesta sobre la coherencia de la obra, que en su forma definitiva— puede considerarse como el resultado de una doble operación de soldadura: entre el acto preexistente del anónimo autor y los quince actos añadidos por Rojas en el texto de la edición de Burgos, y también entre este último y las nuevas interpolaciones que Rojas introdujo en él tres años después. Si se tiene en cuenta tal historia redaccional, la coherencia final de la obra no puede dejar de parecernos un resultado de veras sorprendente. Desde esta perspectiva, no podemos considerar una casualidad que, cerrándose la Comedia con el trágico lamento del viejo Pleberio, la Tragicomedia se abra con un nuevo prólogo cuyo contenido se le equipara en pesimismo. Construido a partir de un antiguo aforismo de Heráclito: «Omnia secundum litem fiunt», ofrece
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al lector una imagen del universo entero como una grandiosa batalla, en la que todo elemento, sea cual sea el nivel al que pertenezca, se halla en guerra con todos los demás. No sorprende que entre los intérpretes de La Celestina haya sido precisamente Gilman el que más ha insistido acerca del nuevo texto introductivo, en el que, en su opinión, se abre camino la conciencia de «una vida solitaria en un mundo deshumanizado» o, con otras palabras, «una conciencia de la perdición total y definitiva» (1974, pp. 240-241). Tras haber completado la Tragicomedia, el bachiller Rojas abandonó la ciudad de sus estudios para regresar a su pueblo de origen, en donde no debió de residir mucho tiempo, pues en 1508 se trasladó a Talavera de la Reina, una villa a unas siete leguas de distancia de la casa paterna. Allí se casó con la jovencísima Leonor Álvarez, que pertenecía como él a una familia de conversos, tuvo hijos, y condujo una vida apartada y tranquila, en el constante ejercicio de su profesión de abogado, que solo se interrumpió con su muerte. Cuando esto sucedió, en 1541, entre los bienes que dejó en herencia a su mujer estaba también su biblioteca. Como es natural, en ella aparecían muchos libros de derecho, pero junto con ellos se hallaban unas sesenta obras que no tenían que ver con su profesión: las lecturas que debieron de acompañar su existencia de abogado de provincia. En efecto, del inventario que fue hecho y que conservamos, se delinea una biblioteca poco abierta a las grandes novedades intelectuales: pocos los clásicos, y todos ellos en versión castellana, mientras que faltan completamente las principales obras de Erasmo; muchos títulos pertenecían a la literatura doctrinal, pero por número destacaban las novelas de caballerías, no menos de ocho. Del inventario resulta también que el abogado, genial «auctor unius libri», conservaba una sola copia de La Celestina7.
7 Sobre el Inventario, ver Infantes, 2010, caps. II y III, pp. 105-168 y 169-181, respectivamente.
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CAPÍTULO I «LA CELESTINA» Y EL OTOÑO DE LA EDAD MEDIA
1. «UNA DESCOMUNAL CONTIENDA ENTRE LOS VALORES Y LOS CONTRAVALORES»1 El concepto de transición, a pesar de ser uno de los más abusados de nuestro léxico político y cultural, es de nuevo tema de atención del reciente debate historiográfico, que lo ha convertido en objeto de una renovada y profunda reflexión al crear una distinción preliminar entre la transición como mero cambio y pasaje y la transición histórica en una acepción más fuerte, la de «edad axial», asimilable a un eje en torno al cual gira la historia de la humanidad2. En efecto, partiendo de la noción de «edad axial» (Achsenzeit) que originalmente fue desarrollada por Karl Jaspers y por sus seguidores con relación a las grandes civilizaciones clásicas de la antigüedad, para indicar un tiempo eje, alrededor del cual ha girado un mundo que después ya no sería el de antes, algunos sectores de los actuales estudios históricos están tratando de poner al lado de la civilización clásica la edad axial de la modernidad, articulada en tres periodos, situando el primero de ellos entre finales del siglo XV y el siguiente.Y no es casual que, tanto para este primer periodo como para 1
El título de párrafo es una cita sacada de Castro, 1965, p. 107. Como se sabe, el término Achsenzeit fue acuñado por Karl Jaspers (Vom Ursprung und Zeit der Geschichte, 1949) para describir el periodo de profundas transformaciones sociales, religiosas y filosóficas que caracterizaron el primer milenio a. C., en la zona geográfica comprendida entre Grecia, Próximo Oriente, India y China, y cuyos efectos plasmaron el mundo moderno. Sobre este periodo histórico y sobre el concepto mismo de «edad axial», ver la reciente recopilación de estudios de Bellah y Joas, 2012. 2
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el concepto mismo de transición histórica, una fuente de inspiración fundamental la constituya el volumen de Johan Huizinga, Herfsttij der Middeleeuwen (1919), que representó un cambio sustancial en los estudios, debido a que el historiador holandés, al contrastar la idea de «fechas parteaguas», explicaba cómo los pasajes históricos eran un lento declinar unido a la gestación de lo nuevo, o sea, un entrelazarse de perduraciones y de interrupciones innovadoras. En la historia de España, no hay duda alguna de que el periodo correspondiente al reinado de los Reyes Católicos encarna de la manera más reveladora una época de transición histórica, en la acepción fuerte de dicho concepto que acabo de señalar3, y que, si nos limitamos al ámbito literario, ninguna obra mejor que La Celestina de Fernando de Rojas se nutre de la relación entre conservación e innovación, a la que remiten los sistemas de valores que la obra maestra de Rojas pone en juego4. En efecto, en la obra de Rojas coexisten dos sistemas de valores distintos, de los que uno se presenta como tradición y, en cuanto tal, es conservativo, al tratarse de valores autorizados por los diferentes códigos de conducta vigentes en la sociedad y en la cultura de la época, mientras que el otro lleva consigo los caracteres de una novedad mayor que hace que propenda al cambio y que, por tanto, tiene como objeto valores que son o no aceptados en absoluto, o bien son aceptados e incluso autorizados, pero no por todos los códigos de conducta sociales y culturales. Si es innegable, pues, que en la obra de Rojas coexisten sistemas de valores distintos y opuestos, hay que añadir inmediatamente que estos sistemas no están situados en el mismo plano, en el sentido de que, no solo no gozan del mismo prestigio, sino que tampoco poseen el mismo nivel de evidencia o transparencia textual. Esta diferencia de grado, sea por lo que se refiere al crédito como por lo que atañe a la explicitud textual, implica que la representación de los valores menos convencionales y, por consiguiente, más aportadores de renovaciones radicales en los diferentes campos de la conducta y de
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Permítaseme remitir a mi estudio de conjunto: Gargano, 2012. Ya que en este como en los siguientes capítulos del presente volumen examinaré algunas cuestiones centrales relativas a los protagonistas y a los temas de la Tragicomedia, y puesto que la bibliografía sobre la obra es inagotable, aquí me limito a remitir a los exhaustivos repertorios bibliográficos (Snow, 1985; el «Documento bibliográfico» de la revista Celestinesca, a partir del núm. 9, 1985), y a la rica bibliografía contenida en Rojas, La Celestina, 2011. 4
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los sentimientos humanos, se realice por medio del carácter cómico de los personajes que profesan tales valores, teniendo en cuenta que la comicidad engendra en el lector la toma de distancia necesaria para que él pueda establecer una relación de identificación con los valores de los que ese personaje cómico es portador; o bien, a través de la naturaleza baja y a menudo abyecta de los personajes, cuya vergonzosa degradación permite la expresión de contenidos no menos deshonrosos que innovadores, que el lector puede compartir, digamos, por negación. Un ejemplo nos ayudará a esclarecer mejor lo que acabo de afirmar y, al mismo tiempo, servirá para introducir el modelo teórico del que me quiero valer. 2. «¡MALDITO
SEAS!
QUE
Y CONTENIDO SERIO EN
FECHO ME HAS REIR».
INTENCIÓN
CÓMICA
LA CELESTINA
A pesar de las persistentes defensas, más y menos justificadas, creo que, gracias a una serie de estudios todos ellos concentrados en las últimas décadas, la lectura cómico-paródica de La Celestina ha ido ganando cada vez más terreno, al tiempo que se iba afianzando la antigua —y por ello tanto más valiosa— sugerencia del comentario quinientista, en donde al protagonista de nuestra obra maestra se le pinta de «bobo» (Russell, 1978, p. 306; Celestina comentada, 2002, p. 364, fol. 155r)5. Yo mismo, last and least eslabón de la cadena, he procurado no apartarme de ese camino, al estudiar el tema concreto del «secreto de amor»6.Y, sin embargo, en la contribución que acabo de mencionar no me limitaba a considerar la comicidad como un recurso encaminado tan solo a la 5 La línea interpretativa cómico-paródica, cuyas primeras huellas pueden encontrarse en la Celestina comentada de la segunda mitad del siglo XVI, en la que a Calisto se le considera sin rodeos un «bobo» (Celestina comentada, 2002, p. 364; Russell, 1978, p. 306), recibió una creciente atención en la última mitad del siglo pasado. Después de una tímida aparición en Russell, 1957, pp. 166-167, y su primera parcial formulación en el breve trabajo de Deyermond, 1961, pp. 218-221, ha conseguido su pleno desarrollo y un amplio trato en el imprescindible capítulo del libro de Martin, 1972, pp. 71-134. En esta línea se colocan los fundamentales estudios de Severin, 1978-1979; 1984; «Introducción» a Rojas, La Celestina, 1987, pp. 25-39; 1989, pp. 23-48; 1993; de Lacarra, 1989, 1990, y de Fothergill-Payne, 1988; 1992, para limitarme solo a algunas contribuciones fundamentales en la línea indicada. Para ulteriores referencias ver más abajo, cap.V, n. 16. 6 A la presencia del tema en la obra de Rojas está dedicado el cap.V de este libro.
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provocación de la risa, conforme a una tradición de pensamiento que se remonta —en última instancia— a la Poética de Aristóteles, y que asienta la superioridad de quien ríe sobre el objeto ridículo; o bien —lo que viene a ser lo mismo— establece que entre quien ríe y el que o lo que provoca la risa existe una relación de no-identificación7. En efecto, el análisis del texto me inducía a superar la barrera de dicha tradición, llevándome a reconocer en la comicidad de La Celestina una ambigüedad estructural, un carácter compromisorio, al cual bien se adaptaba en cambio la innovadora propuesta teórica freudiana, presentada en el célebre libro sobre Der Witz und seine Beziehung zum Unbewussten (Freud, 1905). Realmente, de acuerdo con esta propuesta, de entre todas las realizaciones de la provocación de la risa, hay una en la que los dos efectos opuestos —eso es: la no-identificación y la identificación—, en lugar de excluirse mutuamente, como sería lógico, se combinan entre sí de tal manera que se produce una formación de compromiso particular, donde la comicidad —es decir: el momento de la distancia y la no-identificación— funciona como simple «fachada», detrás de la cual queda encubierto un contenido serio «reprimido» —o sea: prohibido, entredicho— con el que se cumple el momento de la complicidad y de la identificación. Se trata, pues, de un modelo teórico, que no es otra cosa que un caso particular de formación de compromiso, y que, según mi propuesta es asimismo susceptible de orientar la lectura de toda la Tragicomedia, o —por lo menos— de una buena parte de ella8. A este propósito, acude en mi ayuda el hecho de que La Celestina no es solo una obra que provoca la risa del lector, sino también un universo ficticio en donde a los personajes que lo pueblan se les antoja 7 Para una rápida información sobre las teorías de la comicidad, pueden leerse útilmente las reseñas de Ceccarelli, 1988, pp. 267-338 y Ordine, 1996, pp. 1-24, que toman en consideración el largo periodo desde el Filebo platónico hasta las propuestas teóricas contemporáneas; y de Ferroni, 1974, quien se limita solo al siglo XX, desde el célebre libro de Bergson sobre Le rire hasta el volumen no menos conocido de Bajtin sobre Rabelais. Muy provechoso, para la categoría de la comicidad en el ámbito literario, resulta el libro de D’Angeli y Paduano, 1999. 8 Para un ejemplo magistral de lectura de una obra maestra literaria bajo el patrón de aquella realización particular de formación de compromiso que combina comicidad y witz, ver Orlando, 1979, cuya propuesta teórica ha sido desarrollada en un ciclo de estudios literarios freudianos, donde al ensayo propiamente teórico (1973) se acompañan las aplicaciones sobre la Phèdre de Racine (1971), sobre el Misanthrope de Molière (1979) y, finalmente, sobre el código literario de la Ilustración, en su totalidad (1982).
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reír en más de una ocasión9. En cerca de una docena de episodios donde esto ocurre, hay uno en el cual resulta enredado el mismo Calisto, que no puede evitar una reacción de hilaridad precisamente cuando la melancolía de amor parece desbordarlo con mayor intensidad. Estamos, naturalmente, al comienzo de la Tragicomedia, en el largo coloquio que el doliente y enfadado Calisto sostiene con Sempronio, quien en el intento por contrastar la rebosante pasión de su amo no duda en reprenderle, recurriendo al argumento central de la tradición misógina: Cal. —¿Qué me repruebas? Sem. —Que sometes la dignidad del hombre a la imperfeción de la flaca mujer. Cal. —¿Mujer? ¡O grosero! ¡Dios, Dios! Sem. —¿Y así lo crees, o burlas? Cal. —¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso, y no creo que hay otro soberano en el cielo, aunque entre nosotros mora. Sem. —¡Ja, Ja, Ja! (¿Oístes qué blasfemia? ¿Vistes qué ceguedad?) Cal. —¿De qué te ríes? Sem. —Ríome que no pensaba que había peor invención de pecado que en Sodoma. Cal. —¿Cómo? Sem. —Porque aquéllos procuraron abominable uso con los ángeles no conocidos, y tú con el que confiesas ser Dios. Cal. —Maldito seas, que fecho me has reír, lo que no pensé hogaño (p. 37)10.
En el fragmento que acabamos de leer, dos son las carcajadas que resuenan a corta distancia una de la otra; siendo —además— la justificación de la primera por parte del siervo la que provoca la segunda por parte del amo, y la nuestra de lectores junto con él. Partiendo, pues, del supuesto de que es a raíz de la respuesta de su criado cuando Calisto se ríe, preguntémonos ahora por qué y de qué se ríe exactamente. Ahora
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Sobre este aspecto de la Tragicomedia ha llamado la atención Gerli, 1995, ciñéndose a los casos de Pármeno y Alisa. 10 He consultado también las ediciones de Celestina. Tragicomedia de Calisto y Melibea, ed. Miguel Marciales, 1985, II, p. 24; La Celestina, ed. Dorothy Sh. Severin, 1987, p. 95; Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, ed. Peter E. Russell, 1991, p. 222; La Celestina, ed. María Eugenia Lacarra, 1995, p. 12; La Celestina, ed. Julio Rodríguez-Puértolas, 1996, p. 116.
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bien, para que haya una reacción de hilaridad, es necesario que quien se ría tenga plena conciencia de la doble referencia a la que la respuesta de Sempronio alude con su fulminante concisión. Es preciso, pues, que —por un lado— él tenga bien presente el episodio del Génesis (19, 1-11), donde se cuenta cómo aquellos grandes pecadores que fueron los habitantes de Sodoma pretendieron de Lot que les entregase a sus huéspedes, o sea, a los ángeles enviados por el Señor bajo semblantes humanos: «Ubi sunt viri qui introierunt ad te nocte? educ illos huc, ut cognoscamus eos» (19, 5); ni cabe precisar a qué tipo de conocimiento ellos se refieren en su desenfrenada maldad. Por otro lado, para generar la reacción divertida, no es de menor trascendencia la adhesión a la antigua y noble concepción del amor, que en la España del siglo XV había dejado sus huellas más profundas sobre todo en los géneros literarios de la poesía cancioneril y de la novela sentimental, y que —entre sus elementos constitutivos— contaba con la idea substancial de la superioridad del objeto amado. Una idea, por lo demás, que del concepto originario de domina o midons: ‘señora del corazón’, de ascendencia cortés, había derivado —por sucesivas transformaciones— hacia el resultado ontológico elaborado en el ámbito «stilnovista», donde la mujer amada adquirió la «natura di essere venuto di cielo in terra per rappresentare in concreto la potenza divina», según la rigurosa interpretación continiana de los célebres versos dantescos (Contini, 1970, p. 166): e par che sia una cosa venuta da cielo in terra a miracol mostrare11.
Se trata, por supuesto, de la misma concepción que al principio de nuestro fragmento se vislumbra en la indignada respuesta de Calisto al reproche misógino de su criado, cuando prorrumpe en la elíptica exclamación: «¿Mujer? ¡O grosero! ¡Dios, Dios!», o mejor aún, cuando, en la enfática declaración que sigue, sostiene con fervor la naturaleza divina de la amada, aunque acertadamente puntualice que ella «entre nosotros mora». El lector que tenga presentes los dos factores a los que me he referido muy en breve —el mitológico cristiano y el erótico laico— difícilmente podrá resistirse a la hilarante comicidad de la afirmación 11
Cito de la edición de Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 180; ver también la más reciente edición de Alighieri, Vita nova, 1996, p. 159, ambas con ricos comentarios a los versos citados.
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final de Sempronio en la que no por casualidad se deja involucrar incluso Calisto, en contra de lo que él mismo —debido a su estado melancólico— no se hubiera esperado nunca: «lo que no pensé ogaño». Ahora bien, lo que convierte en cómica la afirmación de Sempronio es su manifiesta absurdidad, que la fachada lógica vagamente silogística logra ocultar malamente. Así pues, la conclusión a la que llega el criado, con su grave —si bien bufo— reproche hacia Calisto, se nos aclara del todo si reconstruimos el razonamiento deductivo —mejor dicho: falsamente deductivo— que la rige. El tipo de argumentación lógica que he definido como vagamente silogística, puede resumirse en el siguiente esquema, o en cualquier otro parecido: los sodomitas, según el relato bíblico, cometieron el grave pecado de querer juntarse sexualmente con unos ángeles con semblantes humanos; Calisto reconoce abiertamente, según su código erótico que Melibea es Dios (quien —añadimos— es en la escala del ser un ente superior a los ángeles); se deduce, pues, que Calisto resulta ser aún más blasfemo y más abominable pecador que los mismos sodomitas. No se precisa un gran esfuerzo para comprender que la conclusión de Sempronio está dictada por un falso silogismo, que le confiere aquel carácter de risible absurdidad que comentábamos. Al disparate final el siervo llega, de hecho, por dos errores al menos, de los que su razonamiento conserva indudables huellas. El primero consiste en la intromisión arbitraria con la que el criado hace decir a Calisto algo que este no dice, pero que sin embargo se revela fundamental en su falso razonamiento: Calisto, en realidad, no ha manifestado nunca, o —por lo menos no lo ha hecho todavía— el deseo de juntarse sexualmente con Melibea. El segundo error es mucho más sutil, y requiere —por lo tanto— mayor atención. El proceso de idealización del objeto amado, tan peculiar de la concepción erótica que Calisto proclama compartir con tanto ahínco, aun progresando hasta el punto de promover la doctrina que reclamaba la naturaleza ‘milagrosa’, prodigiosa, de la mujer, es decir: de criatura perfectamente virtuosa venida a estar entre las miserias del mundo sublunar para mostrar la grandeza divina; aun así, pues, ese proceso del que hablamos no había pretendido nunca —y de ninguna manera— la identificación de Dios con la mujer como, en cambio, ridículamente presupone el erróneo razonamiento de Sempronio12. Del doble 12
En la famosa canción de Guido Guinizelli «Al cor gentil rempaira sempre amore», leemos —en un plan seriamente doctrinal, como es obvio— un reproche paralelo al absurdamente cómico de Sempronio, pronunciado nada menos que por
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error de Sempronio —la arbitrariedad del añadido y la extravagancia doctrinal— se origina la absurdidad manifiesta de su acusación, que envuelve en una sola e irresistible carcajada al protagonista masculino de la obra, y al lector de la misma. Los cuales se ríen, en el fondo, a cuenta del siervo, quien da pruebas de emplear demasiada poca energía mental en la labor subyacente de su razonamiento, que acaba por revelarse errado en la sustancia, por más que se presente lógico en la superficie. Hasta aquí nada de mi lectura del breve episodio considerado parece contradecir la tesis tradicional sobre la comicidad, según la cual en el origen del placer cómico debe suponerse una comparación entre quien ríe y el objeto de la risa, resuelta en términos de no-identificación, o bien en el sentido de superioridad que el primero siente hacia el segundo. Ahora bien, el modelo teórico al que me he referido al comienzo de estas notas nos convida, en determinados casos, a interpretar la comicidad como una «fachada», detrás de la cual no solo es posible que haya «algo que esconder», sino además que esto sea así porque se trata de «algo “prohibido”» (Freud 1905, p. 1087). ¿Cuál sería, entonces, el pensamiento serio, el contenido prohibido que la cómica afirmación de Sempronio procura encubrir? A propósito de aquellos donaires que se presentan con «resaltado carácter lógico», Freud individua el reverso serio en el hecho de que «quieren realmente decir aquello que afirman, basándose en fundamentos intencionalmente defectuosos» (p. 1088). He aquí, pues, como podríamos expresar el pensamiento contenido en la acusación de Sempronio, restado de su veste cómica: ‘Calisto, bien estaría que reconocieras como a tu sentimiento por Melibea no le es para nada ajeno el deseo de poseerla sexualmente, y, por lo tanto, nada resulta más el mismo Dios. En la última estancia de la canción, en efecto, el poeta imagina que su alma se encuentra en presencia de Dios, de quien recibe el severo reproche siguiente: «... “Che presomisti?”,/sïando l’alma mia a lui davanti./“Lo ciel passasti e ’nfin a Me venisti/e desti in vano amor Me per semblanti:/ch’a Me conven la laude/e a la reina del regname degno,/per cui cessa onne fraude”», que recuerda —como anota el editor— las amonestaciones de Isaías en contra de los idólatras (40, 18 y 25; 46, 5). La canción, como se sabe, termina con la justificación aducida por el alma del poeta: «Dir li porò: “Tenne d’angel sembianza/che fosse del Tuo regno;/ non fu fallo, s’in lei posi amanza”». He utilizado la edición de Contini, Poeti del Duecento, 1960, II, pp. 463-464.Ver también las observaciones de Di Camillo sobre el mismo pasaje de Sempronio, con el que —según afirma el estudioso— «por un lado el autor se complace en burlarse de los silogismos falaces de la dialéctica de los escolásticos, por el otro no deja de aprovechar la oportunidad de ridiculizar la aparente eficacia persuasiva de la inventio y dispositio retóricas» (1999, p. 81).
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absurdo que tu pretensión de idealizarla hasta el punto de convertirla en un ser de naturaleza divina’. Leída así, la ridícula e inocua afirmación de Sempronio se da a conocer con su verdadera cara de integral y feroz agresión en contra del conjunto de normas, preceptos y actitudes con los que la élite cultural —desde los trovadores en adelante— había elevado el natural deseo sexual al rango de comportamiento evolucionado y civil; dicho de otro modo, se revela por lo que es: una crítica muy recia de aquel ‘código cortés’ del amor que en la España de Rojas no había perdido todavía el inmenso prestigio social y cultural, del que había gozado en las épocas anteriores, aunque se hubiera visto sometido a continuas reconsideraciones y ulteriores elaboraciones.Tampoco es irrelevante que el ataque al código se lleve a cabo poniéndole tacha a su principio más constante y fundamental: ese proceso con el que las cualidades y el valor del objeto amado son llevados al máximo grado de perfección; un principio y un proceso cuyo rechazo obtiene el resultado de hacer añicos toda la tradición de pensamiento que —incluso en la diversidad de los caminos emprendidos: del trovadoresco al neoplatónico, pasando por el «stilnovismo» y la experiencia petrarquista— había perseguido, de todos modos, unitariamente, la meta de elevar a dignidad de cultura y de razón aquel deseo sexual, al que en caso contrario no le hubiera sido posible superar el umbral natural del instinto. Con su burda salida Sempronio consigue trastornar los términos de la cuestión: imprimiendo el sello de la incoherencia y de la absurdidad en la tradición cultural que había apuntado a la idealización y progresiva divinización de la dama cortés, acaba —al mismo tiempo— por reivindicar en el amor el ‘deseo natural de gozo’, según una concepción naturalista en la que —con palabras de Pedro Cátedra— «se explica el amor y su misma existencia en términos palpables y dentro la configuración del mundo en el que impera la ley natural» (1989, p. 11)13. Una ‘ley natural’ que —¡cómo no reconocerlo!— recibía una nueva y diferente legitimación por parte de la cultura humanística, que de la naturaleza hacía un principio ordenador del mundo y regulador del comportamiento humano. Y, por lo que hace a nuestro propósito, pienso —sin ir más lejos— en la doctrina desarrollada por Lorenzo Valla en su diálogo De voluptate, donde —en nombre de la «ley natural»— se llega incluso a contestar el principio aristotélico, formulado en la Ética a Nicómaco (X, 4 e 5), según el cual existen en el hombre dos tipos de placer, el de los sentidos y el de la mente: «Verum Aristoteles 13
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Ver también el libro de Scaglione, 1963.
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voluptates duas facit, unam in sensibus, et quandam aliam in mente». He aquí la réplica del humanista italiano que, en el segundo libro del diálogo mencionado, habla por boca de Maffeo Vegio: At ipse non intelligo, cum unum atque idem nomen sit, quo pacto rem possimus facere diversam. Atque eo quidem magis, quod omnis voluptas non tam corpore sentit quam animo, qui corpus moderatur, quod, ut opinor, sensit Epicurus. Aut tandem quis dubitat, et voluptates corporis adiuvante animo, et voluptates animi subserviente corpore generari. [«Pero si hay una sola palabra [o sea: placer], yo no entiendo cómo se puede considerar diferente la cosa. Además de que todos los placeres se sienten no tanto con el cuerpo sino con el alma que rige el cuerpo, como —a mi entender— pensó Epicuro. ¿Quién duda que los placeres del cuerpo se engendran con el auxilio del alma, y los placeres del alma con la colaboración del cuerpo?»]14.
Vuelvo, ahora, al episodio de La Celestina, para añadir solamente que, como ocurre a menudo, cuando los que vienen a ser objeto de ataque son instituciones o exponentes de ellas, cánones morales y religiosos, códigos culturales prestigiosos, la protesta contra ellos asume a menudo la máscara de la comicidad; es por eso por lo que el ridículo con el que se cubre Sempronio con sus errores de razonamiento, resulta el justo precio a pagar por la agresión de la antigua, elitista y prestigiosa concepción del amor. Con su fragorosa carcajada, Calisto es el primero que —inconscientemente— lo reconoce y goza de ello. Se trata, pues, de un modelo en el que —como hemos tenido ocasión de comprobar— elemento cómico y contenido serio entredicho, yerro y razón, identificación con el —y distanciamiento del— personaje, no se excluyen, sino que se muestran compromisoriamente enlazados en el mismo episodio, o en el mismo fragmento, e incluso en el mismo giro de frase. Por su naturaleza, el modelo teórico al que nos hemos referido aparece especialmente idóneo para la lectura de una obra caracterizada por aquella «descomunal contienda entre valores y contravalores», a la que Américo Castro remitió para definir la Tragicomedia. 14 Valla, De voluptate, 1962, I, p. 952. Sobre el diálogo de Valla, ver Scaglione, 1963, pp. 128-131 y Trinkaus, 1970, I, pp. 103-170. Por otro lado, Di Camillo ha sostenido que «si hay una doctrina ética en la obra, ésta estará, por cierto muy cercana al epicureísmo», y, a este propósito, cita, además de Menéndez Pelayo, los más recientes trabajos de Alcalá, 1976 y McPheeters, 1985, pp. 20-33.
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3. «OMNIA SECUNDUM LITEM FIUNT»: EL MUNDO COMO CONFLICTO Como se ha dicho al principio, el carácter conflictivo de la obra deriva de la coexistencia o, mejor dicho, de la contraposición de los sistemas de valores a los que he aludido. Un conflicto que afecta ya sea al universo humano que se representa en la obra, como a la obra misma en cuanto conjunto de significados que el texto vehicula, tal y como el prólogo añadido en la Tragicomedia indica de forma admirable. Este prólogo reelabora, y en algunos casos retoma al pie de la letra —como es de sobra conocido—, el texto que hace de Praefatio al segundo libro del De remediis utriusque fortune, en el que todo parece a merced de una guerra de fuerzas en conflicto, según el principio de la lis heraclítea que domina el mundo: «omnia secundum litem fiunt». En efecto, en su escrito Petrarca presentaba «una sconvolgente rappresentazione del naturale odium che regola tutti i rapporti tra esseri animati e cose inanimate» (Ariani, 1999, p. 146)15, sometiendo, sin embargo, tal representación al programa didascálico que encerraba todo el tratado, y que hacía urgente la búsqueda de los remedia contra los múltiples casos de la Fortuna, entendida quizás por Petrarca como «incomprehensibilis [...] agens», según la concepción clásico-humanística, incluso más que como «ministra de Dios» o instrumentum divino, según su idea medieval y cristiana. El imponente despliegue de exempla suministrados en los dos libros del tratado llegaba a constituir un auténtico prontuario de remedia ofrecidos a quien estaba sujeto a los reveses y a las ilusiones de la Fortuna. Se trataba, en suma, de imponer un control racional en la caótica y prodigiosa monstruosidad de los casos humanos, que se contemplaban en los exempla. Del De remediis petrarquesco se ha dicho que «dietro la guerra perenne che anima ogni particella del creato non ci sono altri spazi [...]. E se un principio d’ordine e di pace esiste, esso sta solo nella coscienza del saggio, come sua personale e difficile ma in qualche modo altrettanto obbligata e inevitabile conquista interiore» (Fenzi, 2008, p. 42). Con respecto a este planteamiento, el prólogo añadido en la Tragicomedia presenta novedades sustanciales, debido a que está concebido con 15
El De remediis petrarquesco puede leerse, además de en la edición de Rawski, 1991 (con trad. inglesa y un vastísimo comentario), en las más recientes ediciones y traducciones francesa de Christophe Carraud, Les rémedes aux deux fortunes, 2002, e italiana de Ugo Dotti, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013.
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un diseño completamente distinto. En efecto, no conoce ni plantea ninguna solución del conflicto como conquista interior del sabio. Al contrario, rompe la relación que se daba en el De remediis, entre los exempla, depositarios del conflicto, y los remedia, consignatarios de las soluciones de orden y de paz de ese conflicto, sobre cuya relación está construido el entero tratado petrarquesco, y en su lugar, entrega la obra misma a esa ley universal de la vida que es la guerra perenne, sin escapatoria alguna. Veámoslo muy brevemente. En la Praefatio petrarquesca, como se recordará, el lector se encuentra ante un majestuoso edificio textual, con el que el autor expone, en sus mínimos detalles y con profusión de circunstancias, la visión cósmica fundada en la rerum contrarietas; una descripción que, en su prólogo, Rojas se preocupa por compendiar, concentrándola en pocos factores, que dan lugar así a un discurso mucho más compacto, y que discurre velozmente hacia el inédito arribo final que contiene la referencia a la obra, la Tragicomedia, como elemento que participa de la guerra perpetua. En efecto, al igual que Petrarca ha recogido y hecho suya la sentencia heraclítea, «ex omnibus que vel michi lecta placuerint vel udita», y se le ha quedado fija en la memoria, «crebrius ad memoriam rediit»16 del mismo modo Rojas, tras haber reconocido que la sentencia es «digna de perpetua y recordable memoria» (p. 15), confiesa a su vez que la ha leído o, mejor dicho, que ha sido «corroborada», «por aquel gran orador y poeta laureado Francisco Petrarca». Un poco más adelante, tras haber citado un par de pasajes de la prefación petrarquesca, directamente en latín, se limita a reproducir la amplia exposición del modelo, reduciéndola a la mención de los cuatro elementos, con particular referencia a las estaciones y a algunos fenómenos naturales que las caracterizan; de los animales, con unos pocos ejemplos relativos a las cuatro especies de los «peces, fieras, aves, serpientes» (p. 16); por último, de los hombres y de las cuatro edades de la vida humana, porque —afirma, adjuntando una frase de Petrarca— «si bien lo miramos, desde la primera edad hasta que blanquean las canas, es batalla» (p. 19). Es aquí, entonces, a propósito de los hombres y de su edad, donde Rojas añade que también «esta presente obra» ha sido «instrumento de lid o contienda a sus lectores para ponerlos en diferencia» (p. 19). Además de la concentración o reducción textual, es esta la verdadera novedad sustancial del prólogo de La Celestina, con respecto a la prefación del De remediis. No creo, sin embargo, que la 16
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Petrarca, Les rémedes aux deux fortunes, 2002, I, p. 530.
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operación de Rojas en relación con el modelo petrarquesco consista en un uso inadecuado del texto de partida, ni que se trate de una distorsión que lo banaliza, con el intento de parodiar su visión cósmica (Baranda, 2004, pp. 25-26).Ya se ha afirmado con suficiente autoridad que si Rojas plasmó ahí con tanta elocuencia la imagen del universo, la sociedad y la vida del hombre como campos de batalla, asientos de discordia y conflicto irrestañables, fue porque tal visión se le antojaba profundamente significativa en general, y notablemente apropiada, en concreto, como representación abstracta de cuanto los personajes de La Celestina experimentan en carne viva (Rico, 1990, p. 75).
Ni siquiera, en verdad, resulta plausible que el largo desarrollo del aforismo heraclíteo se justifique exclusivamente con las modestas controversias acerca del nombre de la obra o sobre el «proceso de su deleite destos amantes» (p. 21), u otras cuestiones análogas surgidas entre los lectores de la Comedia. Hay más. Si distorsión hay con respecto al texto original, esta consiste en el llevar la obra misma al campo de batalla: «¿quién negará que haya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?» (p. 20). Así pues, aun partiendo de premisas semejantes, o sea, de la visión cósmica basada en el conflicto en todos los niveles de la realidad, es la concepción de la obra literaria, sin embargo, la que resulta completamente diferente en los dos autores, porque, si para Petrarca la obra se construye monumentalmente en torno al intento de recomponer el conflicto que denuncia, dando por supuesto que un principio de orden y de paz existe como conquista interior del sabio; para Rojas, por el contrario, la obra refleja los conflictos del mundo, siendo ella misma el lugar en que se realiza el contraste entre tendencias opuestas, el espacio imaginario en que coexisten —como decía al principio— sistemas de valores distintos y contrapuestos, divididos entre conservación e innovación, entre conformidad con la tradición y ruptura con el pasado17. En consecuencia, el lector de la Tragicomedia participa, mientras dura la lectura de la obra, de este conflicto, identificándose con un conjunto de valores en decadencia, pero que continúan estando plenamente en vigor, y, al mismo tiempo, con el opuesto agregado 17
Sobre el tema de la Fortuna y la relación entre la Praefatio del De Remediis y el Prólogo de La Celestina, ver el siguiente cap. II, en el que los argumentos aquí resumidos están más ampliamente desarrollados y mayormente profundizados.
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de valores nuevos, todavía en gestación, presentados generalmente en clave cómica. Ocupemos el lugar de este lector, y recorramos rápidamente, por algunas zonas de las muy amplias que componen la obra de Rojas, ese camino que media entre perduraciones e interrupciones innovadoras, con el que coincide la identidad del otoño de la Edad Media, a partir de unas cuantas consideraciones preliminares sobre el personaje de Celestina como encarnación del Mal. 4. «CONJÚROTE, TRISTE PLUTÓN»: CELESTINA Y EL MAL COMO PLACER En uno de los primeros actos de la Tragicomedia, en efecto, es justamente un pacto con el diablo lo que la repugnante protagonista no duda en llevar a cabo, gracias a un conjuro, que es uno de los pasajes del libro que ha suscitado mayores y más numerosas discusiones críticas.Tras haber recibido el encargo por parte de Calisto, junto con una primera y muy prometedora recompensa de cien monedas de oro, la diligente Celestina, no tarda en ponerse manos a la obra: abandona el palacio del joven y rico amante, y se dirige a su casa, donde, con la ayuda de su protegida, Elicia, recupera del desván una serie de objetos, todos con una evidente connotación diabólica: un bote que contiene aceite de serpiente, un papel escrito con sangre de murciélago —la llamada nómina con palabras o signos de carácter mágico— y, finalmente, la sangre y el mechón de la barba de un macho cabrío. Luego, después de recoger los ingredientes necesarios para el conjuro, al quedarse sola, en la última escena del tercer acto, Celestina se dedica a invocar a Satanás, con quien la alcahueta establece un verdadero pacto diabólico: Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hervientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del regno de Éstige y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales, y litigioso caos, mantenedor de las volantes harpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras (p. 108).
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Celestina comienza el ritual invocando a Plutón, pero los epítetos calificativos que siguen al nombre del dios pagano del inframundo dan a entender claramente que se trata del demonio, señor del infierno cristiano, fácilmente reconocible detrás de la máscara de tradición clásica18. Que el lector de la Tragicomedia sea inducido a tomar en serio la existencia de Satanás y, en consecuencia, a dar fe al pacto diabólico y a sus efectos; o, que, por el contrario, comparta la opinión de Pármeno, quien, al final de su largo y detallado retrato de la alcahueta, acerca de las artes mágicas de Celestina, sostiene: «Y todo era burla y mentira» (p. 62), es una cuestión que ha empeñado no poco a los numerosos estudiosos que se han ocupado de dicho argumento. Sin embargo, no diría que este es el problema que nos interesa por el momento19; o, al menos, no lo es en los términos con que acabo de aludir al dilema. Lo que más nos importa ahora es que Celestina, la vieja y deleznable alcahueta, se nos presenta como un personaje vinculado al demonio y, en cuanto tal, representa una figura del Mal absoluto, así como, a partir de la afirmación del cristianismo, se ha hipostatizado en la figura de Satanás. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿en qué sentido Celestina es concretamente una figura del Mal; es decir, de qué determinados males —con la m minúscula, esta vez— la vieja se convierte en protagonista, justificando con las consecuencias de su acción esa trágica visión del universo entero dominado por la lis heraclítea, que el autor de la Tragicomedia recoge del célebre prólogo del De remediis petrarquesco, y que el padre de Melibea, en el último acto de la obra, ante el cadáver de su hija suicida, traduce en una virulenta acusación contra el mundo y las cosas temporales, con expresiones que el anciano Pleberio vuelve a tomar de un texto petrarquesco, en este caso la Senile a Lombardo da Serico?20
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Russell ha subrayado que «imposible es diferenciar la influencia de la tradición literaria y de las prácticas mágicas contemporáneas, al examinar los elementos materiales utilizados para preparar el conjuro»; mientras que, por lo que atañe a la fórmula del conjuro pronunciado por Celestina, ha afirmado que «Rojas no se atreve a poner en boca de la vieja un conjuro de Satanás que reprodujera los recomendados en los manuales. No obstante, los epítetos calificativos [la invocación de Plutón] hacen evidente que a quien conjura Celestina es a Satanás, ligeramente disfrazado bajo una capa clásica» (1978, pp. 259 y 261). 19 La cuestión será el tema central del ensayo que abre el último capítulo del volumen. 20 Sobre el célebre prólogo en prosa añadido a la Tragicomedia, «Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla...», existe una abundante bibliografía,
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Si por mal entendemos el producto de la transgresión de los códigos morales vigentes en una sociedad, en un determinado momento histórico, Celestina actúa voluntariamente y en diferentes direcciones con comportamientos transgresivos que implican la violación de la mayor parte de las leyes y las normas de su tiempo. Pero llegados a este punto, al menos desde la óptica de la exposición, el camino se bifurca, porque, por un lado, el texto pone en escena una serie de personajes que con sus conductas inmorales contravienen las normas de comportamiento que cada uno de ellos tendría que respetar; pero, por otro lado, en el texto campea el personaje de Celestina, quien, como figura del Mal absoluto, resulta responsable de la totalidad de los males individuales, de los que los personajes son culpables. Todo esto, obviamente, no puede dejar de tener consecuencias inmediatas para la cuestión a la que en el título del párrafo he aludido con la expresión: el placer del mal, ya que esta, en la obra de Rojas, termina manifestando un doble nivel de realización; a saber, en función de si el lector de la Tragicomedia se complace del mal del que se envilece cada uno de los personajes, o, en un plano más general y radical, concuerde hasta la identificación con ese único personaje que se muestra realmente grande en la maldad con la que, para su propio provecho, empuja a los otros al error y al comportamiento inmoral. Trataré de explicarme mejor con la brevedad necesaria, limitándome, antes de volver definitivamente al personaje de Celestina, a unas pocas y breves referencias sobre la pareja de los jóvenes amantes, Calisto y Melibea, y la de los dos criados, Sempronio y Pármeno. 5. «TRAÉRGELA HE HASTA LA CAMA» En esta operación de recorrido de la Tragicomedia por amplias zonas que me dispongo a proponer, sería inconcebible emprender el discurso partiendo de un ámbito temático que no fuera el amoroso y sexual, para luego seguir tratando el campo de las relaciones económicas y sociales, y terminar con la breve consideración de la actitud crítica que nuestra obra adopta hacia la tradición cultural que hereda del pasado. que el lector encontrará citada en el siguiente cap. II. Sobre el planctus de Pleberio del último acto de la Tragicomedia, uno de los pasajes sobre los que más ha insistido la crítica, ver la rica bibliografía citada en el estudio introductorio, en Rojas, La Celestina, 2011, p. 486, n. 255.
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Desde los primeros compases de la obra, en el coloquio de exordio con Melibea, Calisto ofrece un concentrado de argumentos que remiten todos a aquel código de amor cortés que, por un lado, era patrimonio cultural de la clase aristocrática de la época y, por otro, hallaba manifestación literaria en géneros coetáneos como la lírica de los cancioneros, la narrativa sentimental y, en parte, la novela de caballerías. A este antiguo como noble repertorio de ideas recurría Calisto cuando, en la réplica inicial, declarándose a Melibea, afirmaba que veía manifiesta la «grandeza de Dios»: En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que, por este lugar alcanzar, yo tengo a Dios ofrecido. ¿Quién vido en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como agora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡o triste!, que en esto diferimos, que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza, y yo, misto me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar (p. 27)21.
Con una continua oscilación entre las esferas de lo sacro y de lo profano, en el espacio de pocas líneas hallamos reunidos casi todos los valores en los que se fundaba la concepción erótica aristocrático-cortés: la fuerte idealización de la mujer, hasta hacer de ella una entidad de naturaleza divina; la consiguiente distancia incolmable que llegaba a crearse entre el sujeto amante y el objeto amado; la pasión entendida como puro deseo, es decir, destinada a permanecer sin otra satisfacción que no fuera la contemplación de la mujer; el absoluto secreto en el que debía ser vivida la propia pasión; y, por último, el sufrimiento mortal a que daba lugar el sentimiento amoroso concebido como constante estado de privación. A todos estos valores, en la réplica inicial como en otros lugares del texto, Calisto no deja nunca de referirse y de declararse fiel, para luego, con su comportamiento, desmentirlos todos puntualmente. Para infringir de un solo golpe todas las normas del código bastaría, de hecho, el entusiasmo con el que Calisto se suma a la propuesta
21 A la escena inicial de la obra, en la tradición literaria del tema del primer encuentro amoroso, está dedicado el cap. IV.
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de Sempronio, la de encomendarse a «una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay», de cuyas capacidades se conocen los prodigiosos resultados y la seguridad de sus extraordinarias potencialidades, ya que «pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras penas promoverá y provocará a lujuria, si quiere» (p. 47). La naturaleza cómica del personaje de Calisto consiste, pues, en eso: en la sistemática infracción que cumple por lo que respecta a un código al que, por otro lado, continúa profesando su propia fidelidad. Naturalmente, para la comicidad del personaje vale la regla, según la cual el efecto del tratamiento cómico o paródico de un determinado valor casi nunca se agota en la simple agresión de este, sino que la agresión que de ello deriva comporta a su vez la defensa —aunque implícita— del desvalor que se correlaciona con él22.Veamos, rápidamente, cómo se verifica esto en cada una de las normas del código que hemos enumerado antes. En lugar de la idealización de la amada, prevista por el código, el comportamiento de Calisto parece estar dictado, más bien, por la idea que hace de Melibea una mujer para «llevar a la cama» (p. 47), tal y como vulgarmente, pero con sustancial ceñimiento a la realidad, lo expresa Sempronio en un aparte del primer acto, y como la continuación de la historia se encarga ampliamente de demostrar. Que el plebeyo comentario del criado dé en el blanco lo demuestran, en todo caso, las palabras y los hechos de los que abundan los encuentros amorosos de los actos XIV y XIX: para Calisto, Melibea es ahora «gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes» (p. 273) para tocar e, incluso, para maltratar; y su bello cuerpo, que habrá que desnudar para gozar de él, en una doble
22 Por lo que se refiere a los estudios, en los que prevalece la línea interpretativa cómico-paródica (ver más arriba n. 5), el elemento cómico-paródico y la «simpatía» o «identificación» del lector tienden a excluirse mutuamente, como, por ejemplo, se lee en este pasaje: «the reader is never permitted to take Calisto seriously as a lover nor to feel sympathy for him [...] And Rojas [...] never permits to reader to identify with the protagonist» (Martin, 1972, p. 127). Mis reflexiones se inspiran en la propuesta teórica de Freud, 1905, que ha sido retomada genialmente, en sede de teoría literaria, con una lectura del Misanthrope de Molière, por Orlando, 1979, donde, a propósito del protagonista de la obra maestra del teatro francés, se considera que «il misantropo sia un personaggio tale da far coincidere la distanza comica di fronte a lui con un momento repressivo, e la complicità o identificazione in lui con un ritorno del represso» (p. 51). A esta propuesta teórica para la lectura de La Celestina está dedicado el apartado segundo del presente capítulo.
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comparación termina por ser asimilado, primero, a un pájaro que hay que desplumar («Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas», p. 321) y, después, a un alimento para degustar («No hay otra colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder», p. 323). Paralelamente, la distancia incolmable que, en obediencia al código, hace repetidas veces sentenciar a Calisto que es «inmérito» e «indigno» de la amada, se reduce cada vez más, hasta convertirse en lo contrario, como puntualmente sucede en la escena en la que Celestina anuncia a Calisto la capitulación de Melibea. De la que la vieja alcahueta puede triunfalmente afirmar: es más tuya que de sí mesma, más está a tu mandato y querer que de su padre Pleberio. [...] Melibea pena por ti más que tú por ella; Melibea te ama y desea ver; Melibea piensa más horas en tu persona que en la suya; Melibea se llama tuya, y esto tiene por título de libertad, y con esto amansa el huego, que más que a ti la quema (pp. 232 y 234).
Y una Melibea incluso de rodillas a los pies de su amante es la que, en la misma escena, Celestina le promete a un Calisto todavía incrédulo, pero ya satisfecho: «Calisto. —[...] ¿Que verná de su grado? Celestina. —Y aun de rodillas» (p. 235). Naturalmente, de todo esto hay en abundancia para que la concepción de la pasión como puro deseo sufra una clamorosa derrota. Un solo ejemplo será suficiente. En la escena de amor del acto XIV, Melibea intenta inútilmente contrastar los movimientos de Calisto, invitándole a tener quietas las manos y —dice— «a gozar de lo esterior, desto que es propio de los amadores» (p. 273). Calisto reacciona con una serie de preguntas que, al evidenciar lo absurdo de una conducta que se prohíba la satisfacción, constituye una contestación del principio del puro deseo: «¿Para qué, señora? ¿Para que no esté queda mi pasión? ¿Para penar de nuevo? ¿Para tornar el juego de comienzo?» (p. 273). Una de las cuatro preguntas contiene también un implícito rechazo de la pena de amor, así pues lo que acaba siendo acusado es otro elemento del código, el que establecía el destino de sufrimiento, al que el amante cortés se sometía a causa del perenne estado de privación. Y es de nuevo a una pregunta a lo que Calisto confía, en el acto XIX, la crítica del principio del continuo y mortal tormento, oponiéndole la aspiración a un placer que no conoce límites de tiempo: «¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce?» (p. 322).
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No podía faltar la infracción a la última norma, la que prescribía el absoluto secreto, y que Calisto viola en diversas ocasiones, de las que la más vistosa se verifica, en el acto XIV, a propósito del último acceso de pudor por parte de Melibea, quien, antes de entregarse completamente al amante, ordena a su criada, Lucrecia, que se aleje. La protesta de Calisto se ajusta bien con un placer exhibicionista: «¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria» (p. 273)23. 6. «SEÑOR, YO SOY LA QUE GOZO» Si para un joven aristócrata, como Calisto, la pertenencia a la clase prescribía que el deseo fuera gobernado por las reglas de la cortesía, a una noble doncella, como Melibea, la obligación de la salvaguardia del honor, propio y familiar, imponía la renuncia a cualquier forma de concesión al deseo; e, incluso antes que la satisfacción, era la idea misma del deseo la que debía ser negada. Ahora bien, lo que caracteriza al personaje de Melibea es la transición, a lo largo de la Tragicomedia, de la mujer desdeñosa y celosa de su propia virtud, que en la escena de exordio aleja a Calisto con las siguientes palabras dictadas por la ira: «...no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo el ilícito amor comunicar su deleite» (p. 28), a la mujer libre y totalmente desinhibida que, en el encuentro del acto XIX, hace a su amante una confesión, en la que nada se le concede a la ley de la virtud y del honor: «señor, yo soy la que gozo, yo la que gano, tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced» (p. 322). Hemos pasado de una Melibea, que acepta del todo los valores que regulan y determinan la conducta de una doncella de su rango y posición social, a una Melibea, que afirma sin ningún recato la legitimidad del placer, contraviniendo así a los principios fundamentales del código de comportamiento de su clase, y de su género dentro de la clase. El pasaje no tiene nada de repentino, ya que se pueden individuar las etapas en las dos visitas de Celestina, en los actos IV y X, y en los tres encuentros amorosos, representados en los actos XII, XIV y XIX. Resolutivo, en este sentido, parece ser el acto central, el X, en cuyo monólogo inicial Melibea termina por denunciar, bajo forma de pregunta, 23 Sobre la norma del código cortés relativa al celar y sus cómicas infracciones por parte de Calisto, remito al primer ensayo del cap.V.
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la iniquidad de una convención social: «¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descobrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones?» (p. 220). Todo el resto del acto, que coincide con el espléndido coloquio entre las dos mujeres, Melibea y Celestina, servirá a hacer efectivo lo que, en la pregunta, la más joven de ellas se atrevía apenas a esperar en la soledad de una confesión hecha a sí misma. A Celestina, por eso, le corresponde el mérito —o el demérito— de haber hecho posible la transgresión de la que debía ser sentida como una norma irrenunciable del comportamiento femenino; y es lo que Melibea revelará a su padre, a quien —poco antes de lanzarse de la torre— dirá cómo la vieja alcahueta «sacó mi secreto amor de mi pecho» (p. 333) con la misma expresión utilizada diez actos antes, cuando, al final del acto X, había confesado a Celestina «has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descubrir» (p. 228). En efecto, todo el acto décimo se construye predominantemente alrededor de dos parejas de oposición. Por un lado, nos las habemos con la pareja: cobrir/descobrir, relativa al ‘secreto’ representado por el deseo de Melibea; por el otro, tenemos la pareja: enfermedad/curación, referida esta también al ‘deseo’, con una clara y prolongada alusión a la tradición médica y literaria del ‘mal de amor’ y de su curación. Desde el principio Melibea recibe a Celestina como a un médico, en cuya ciencia repone la confianza de su propia salud. La cura, que consiste en el triunfo del deseo y del placer, viene asimilada a una metafórica operación quirúrgica a la que Melibea debe someter su cuerpo, y cuyo éxito coincide con la superación del código moral, o sea con la renuncia a la honra, y a todos los valores vinculados a ella: honestidad, vergüenza, castidad, fama. Así pues, una vez que se ha recuperado de su desmayo, Melibea puede declarar que los valores de su código moral han sido superados y, por fin, reconocerse como sujeto de deseo: Quebrose, mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza. Y como muy naturales, como muy domésticos, no pudieron tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua, y gran parte de mi sentido (p. 228)24.
24 Para una lectura más extensa del auto X en la prospectiva aquí esbozada, remito al lector al segundo ensayo del cap.V.
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7. «MÁS AMAN A SÍ QUE A LOS SUYOS» Si prescindimos de los dos amantes y naturalmente de la alcahueta, entre los restantes personajes de la Tragicomedia, el relieve mayor les corresponde a los dos criados, Pármeno y Sempronio, a los que la búsqueda del amor, como placer sexual, los liga a Calisto, y la búsqueda del dinero, también como medio de autonomía social, los une a Celestina: «presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleite» (p. 24), como recita el argumento de la obra. En el primer acto, pocas páginas después de la hilarante ocurrencia de Sempronio que hemos comentado en el segundo parágrafo, encontramos a Celestina empeñada en el primero de los dos coloquios con los que vence la resistencia del leal Pármeno. En un momento dado, tras haber reconocido en su joven interlocutor al hijo de la venerada Claudina, que tiempo atrás le había sido confiado y que luego había escapado, Celestina no vacila en recurrir al siguiente argumento: Deja los vanos prometimientos de los señores, los cuales desechan la sustancia de sus sirvientes con huecos y vanos prometimientos. Como la sanguijuela saca la sangre, desagradecen, injurian, olvidan servicios, niegan galardón. ¡Guay de quien en palacio envejece!, como se escribe de la probática piscina, que de ciento que entraban, sanaba uno. Estos señores desde tiempo más aman a sí que a los suyos, y no yerran. Los suyos igualmente lo deben hacer. Perdidas son las mercedes, las manificencias, los actos nobles. Cada uno destos cativan y mezquinamente procuran su interese con los suyos. Pues aquéllos no deben menos hacer, como sean en facultades menores, sino vivir a su ley (p. 73).
Celestina acusa a los señores de deslealtad e ingratitud, porque no mantienen lo que han prometido a quien les ha servido fielmente, y les acusa también de un excesivo amor a sí mismos, ya que han desterrado de su comportamiento el uso de la liberalidad, para seguir exclusivamente su propio provecho. Se puede ver en ello, pues, una contestación al principio mismo de autoridad del señor, que es el fundamento de la sociedad aristocrática, en nombre no de un abstracto igualitarismo, sino por la vía que justifica y legitima la persecución del provecho económico por parte de todas las clases sociales. «Vivir a su ley» equivale, por tanto, a anteponer la búsqueda del provecho a costa de cualquier otro valor o norma social, pero, no más indirectamente, equivale también a
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introducir elementos de crisis en la relación de dependencia económica que lega al criado con su señor y, en sustancia, a legitimar la aspiración a la autonomía social. Naturalmente, existe un problema de credibilidad de todo lo que Celestina afirma, que no puede ser separado ni del valor que la obra asigna al personaje que habla, ni del sentido global del discurso en que el pasaje considerado se encuentra. No hay duda de que el texto —en eso, fiel a una larga tradición literaria— vierte sobre la vieja alcahueta tal descrédito, que no puede no reflejarse en todo lo que el personaje afirma. Por si esto no bastase, hay que considerar además que el pasaje en cuestión forma parte de un discurso más amplio con el que Celestina aspira a vencer la hostilidad de Pármeno, y con tal fin no vacila en recurrir a argumentos declaradamente engañosos y mentirosos, como por ejemplo el de la herencia que Alberto habría dejado a su hijo Pármeno, confiándole el secreto en lecho de muerte a la propia Celestina; en definitiva, el carácter pretextual de todo el discurso no puede sino reflejarse una vez más en cada uno de los argumentos a los que recurre. En síntesis, podemos afirmar que una idéntica polémica antiaristocrática es común a los dos grandes ámbitos temáticos de la obra; el primero de ellos, al dirigir la mira a la ideología cortés, pone al descubierto una concepción del amor fundada en el placer sexual, mientras que el segundo, a través de la contestación del principio de autoridad señorial, llega a propugnar como legítima la aspiración al provecho y a la autonomía social por parte de los criados.Veámoslo brevemente. Una vez olido el negocio, gracias a un jubón de brocado que el amo le anticipa con interesada liberalidad, el espabilado Sempronio no podría satisfacer con mayor y más cínica esencialidad la petición de concisión («abrevia y ven al hecho»), que le dirige Celestina: Calisto arde en amores de Melibea; de ti y de mí tiene necesidad. Pues juntos nos ha menester, juntos nos aprovechemos... (p. 51).
Una codicia de dinero que, por lo demás, retrocede solo ante la cobardía del personaje: Al primer desconcierto que vea en este negocio no como más su [de Calisto] pan; más vale perder lo servido, que la vida por cobrallo (p. 96)
y que, perdido en parte el temor por los riesgos ínsitos en el asunto, se reafirma con agudo desprecio de los valores morales y sociales:
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Deseo provecho; querría que este negocio hobiese buen fin, no porque saliese mi amo de pena, mas por salir yo de laceria (p. 105).
Por el contrario, poco sensible a los estímulos de la codicia es, al menos al principio, el otro criado, Pármeno, que da pruebas de su fidelidad al amo en más de una ocasión, como cuando protesta contra el propio Calisto, que quisiera comprar el consentimiento y la colaboración del criado con promesas de regalos e, incluso, de amistad: Quéjome, señor, de la duda de mi fidelidad y servicio, por los prometimientos y amonestaciones tuyas. ¿Cuándo me viste, señor, envidiar, o por ningún interese ni resabio tu provecho estorcer? (p. 63)
o cuando poco después, en el primer coloquio con Celestina, acalla a la vieja que vanamente trata de ganárselo para su causa y la de Sempronio: Calla, madre [...]. Amo a Calisto porque le debo fidelidad por crianza, por beneficios, por ser dél honrado y bien tratado, que es la mayor cadena que el amor del servidor al servicio del señor prende, cuanto lo contrario aparta (p. 69).
La fidelidad de Pármeno, de hecho, vacilará solo cuando las severas palabras de reproche que Calisto le reserva al final del coloquio, en el acto segundo, constituirán una desilusión demasiado amarga para su celo de criado leal: ¡O desdichado de mí! Por ser leal padezco mal. Otros se ganan por malos, yo me pierdo por bueno. El mundo es tal; quiero irme al hilo de la gente, pues a los traidores llaman discretos; a los fieles, necios (p. 92)
y faltará completamente con ocasión del segundo y largo coloquio con Celestina, al comienzo del séptimo acto, especialmente cuando, dejándose «convidar a consejo con amonestación de deleite» (p. 78), Pármeno recuerda una promesa que le hizo la vieja durante el anterior coloquio: Bien se te acordará no ha mucho que me prometiste que me harías haber a Areúsa, cuando en mi casa te dije que moría por sus amores (p. 172).
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Al cabo de poco tiempo, durante la misma noche, Pármeno poseerá a Areúsa; y al día siguiente, encontrando a Sempronio en la puerta de casa, se dirigirá a él ya no como al rival hasta entonces hostigado en virtud de una obstinada devoción al amo, sino finalmente como al «amigo y más que hermano» (p. 189): Que no me has dado lugar a poderte decir cuánto soy tuyo, cuánto te he de favorecer en todo, cuánto soy arrepiso de lo pasado, cuántos consejos y castigos buenos he recebido de Celestina en tu favor y provecho y de todos; cómo, pues este juego de nuestro amo y Melibea está entre las manos, podemos agora medrar o nunca (p. 192).
Unidos por el deleite que ambos obtienen de sus respectivas relaciones con las dos prostitutas protegidas de Celestina, Elicia y Areúsa, y concordes en perseguir las metas que una idéntica codicia les dicta, los dos criados pueden ahora sentirse hermanados por la común aspiración al provecho, que se realiza en perjuicio del amo: «seamos como hermanos [...]. Comamos y holguemos, que nuestro amo ayunará por todos» (p. 194) dirá Sempronio a Pármeno, casi al término del diálogo con que se abre el acto octavo. 8. «NO DIGAN QUE SE GANA HOLGANDO EL SALARIO» Melibea constituye el objeto de deseo de Calisto no más de lo que el dinero lo es para Celestina. Esto es lo que vemos aflorar explícitamente en el texto, al menos una vez, en el impertinente aparte con el que, durante el acto XI, Pármeno comenta la prisa que Celestina se da en abandonar la casa de Calisto, nada más haber recibido la recompensa de la cadena de oro: «[Celestina] no se halla digna de tal don, tan poco como Calisto de Melibea» (p. 237). Advertimos de inmediato, sin embargo, que en Celestina el ansia de dinero no se presenta nunca separada completamente de la conciencia de que la ganancia es el fruto de una prestación: «es necesario que el buen procurador ponga de su casa algún trabajo [...] no digan que se gana holgando el salario» (p. 98); que, en suma, en el origen del provecho hay siempre algún tipo de actividad, o digamos trabajo, y que este último —para ser realizado— requiere a su vez habilidades e, incluso, competencias profesionales. Profesionalidad, trabajo, provecho: en torno
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al personaje de Celestina se va delineando así una compacta constelación de valores, de los que el personaje mismo es portador. Claro que, dado el innegable estatuto negativo que marca al personaje que se hace sostenedor de esos valores, sería más apropiado hablar de ‘desvalores’; y afirmar que si, con la figura de la alcahueta, emerge en el texto una nueva mentalidad en el campo de las relaciones económicas y sociales, ello sucede en virtud de la irremediable condena que grava sobre el personaje y todo lo que este expresa. En otras palabras, el aflorar en el texto de una concepción que, contra el sistema de valores señorial y feudal, proponga los valores alternativos de la capacidad y del trabajo como fuentes legítimas ya sea de provecho que de autonomía social, se hace posible solo por el hecho de que dicha concepción se presenta en la forma doblemente desfavorable de la degradación cómica, que es prerrogativa de todo lo que concierne a un personaje como Celestina25. Esto es evidente desde uno de los primerísimos encuentros del lector
25 Para la vastísima bibliografía sobre el personaje de Celestina, pueden consultarse las páginas del estudio Fernando de Rojas y «La Celestina» dedicadas al personaje de la alcahueta, en Rojas, 2011, pp. 499-505, en especial la lista de estudios que se encuentra en la p. 505, n. 292. Sin embargo, quisiera precisar que la superficial analogía de algunas de mis conclusiones con la interpretación ‘sociológica’ que une las lecturas —si bien diferentes entre ellas— de Maravall, 1973, Rodríguez-Puértolas, 1976 y Rodríguez, 1994, para limitarme a los casos más auténticos, no debe inducirnos a descuidar el factor de divergencia primaria, que está representado por la valoración de la comicidad del texto. Es esto, de hecho, lo que aleja, en substancia, mi interpretación de las que acabo de mencionar, las cuales —estando tan preocupadas en concebir la obra literaria como reflejo directo de la realidad histórica— no es un caso que tiendan a valorizar poco o, incluso, a desatender del todo la dimensión cómica del texto, esencial para su comprensión y su goce. No es fortuito, por eso, que Maravall y Rodríguez-Puértolas, después de haber puesto la Tragicomedia bajo el signo de la «crisis de la sociedad señorial del siglo XV», o bien del «nuevo orden de las cosas en la Castilla de Fernando de Rojas» (en términos más explícitos: economía mercantil, sociedad burguesa, civilización urbana), terminen defendiendo la solución interpretativa que privilegia exclusivamente una lectura ‘conservadora’ o ‘negativa’ de la obra: mientras el primero, de hecho, reconoce que el autor «se siente solidario de los intereses tradicionales [...] se siente más bien solidario del sistema moral tradicional» (pp. 175 y 180), el segundo concluye que «Rojas niega el nuevo sistema y los nuevos “valores”», aunque —añade— «no para sustituirlos por otra cosa. Pues en La Celestina no parece existir el futuro» (p. 168, subrayado en el original). La valorización de la comicidad, como «formazione di compromesso» (Orlando, 1979, pp. 43-63; 1987), les hubiera permitido reconocer la defensa de un determinado contenido, o sea de un ‘valor’, en el mismo momento en que se ríe de él.
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con la alcahueta, el que se realiza a través del célebre retrato que de ella y sus actividades hace Pármeno a su señor, justamente mientras Celestina, en compañía del otro criado, espera a la puerta del palacio a que se la reciba. El retrato, interrumpido por una breve intervención de Calisto, resulta dividido en dos mitades, la primera de ellas enteramente construida sobre la obsesiva reiteración de aquel nombre: «puta vieja», con el que el planeta entero —cosas, animales y personas— parece paradójicamente aclamar, a modo de himno, la presencia de la anciana mujer: Si entre cien mujeres va y alguno dice «¡Puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen «¡Puta vieja!»; las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cántala los zapateros y peinadores, tejedores, labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas con ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Toda cosa que son hace, a doquiera que ella está, el tal nombre representa. ¡Oh qué comendador de huevos asados era su marido! Qué quieres más sino que si una piedra topa con otra, luego suena «¡Puta vieja!» (pp. 53-54).
Al poco halagador epíteto, con el que Celestina es universalmente conocida, y en el que se resume toda la abyección del personaje, le corresponde —en la segunda parte del retrato— la detallada descripción de sus actividades sórdidas, a partir de una primera y sintética enumeración de sus múltiples oficios: «Ella tenía seis oficios, conviene a saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera» (p. 54). El pasaje prosigue a lo largo de hasta bien tres o cuatro páginas, donde el joven Pármeno, recurriendo directamente a sus recuerdos infantiles, primero pasa revista de los innumerables clientes, todos pendientes de los variados servicios que ella sabe hacer, para adentrarse luego en la lista verdaderamente exorbitante de los objetos, todos funcionales a sus transgresivas actividades; y ello, en una constante contaminación de un oficio con otro, que deja estupefacto y —por qué no— admirado al lector por la equívoca y no menos diligente laboriosidad. Se quiere decir, en suma, que del retrato de Pármeno sale a relucir una imagen
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de Celestina tan disgustosamente abyecta como extraordinariamente industriosa; dos atributos entre los que quizá sería conveniente establecer un nexo de causalidad, sosteniendo que Celestina resulta abyecta precisamente porque es industriosa. En el otro cabo del texto, antes de que las cuchilladas que le asestan Pármeno y Sempronio pongan fin a su presencia en la obra, durante el altercado sobre la cadena de oro que la opone a sus asesinos, veremos a Celestina prodigarse todavía en una enérgica, si bien inútil, defensa de algunos principios que, si se tomaran en serio, darían para instituir una nueva ética social, en alternativa a la envejecida y persistente ideología aristocrática. Una defensa que, por ser motivada —en las palabras de la alcahueta— por una torva codicia, y por aplicarse a despreciables tráficos, no está exenta, sin embargo, además de gallardía y eficacia, incluso de una problemática legitimidad. Contra la pretensión de los criados de repartir la recompensa, Celestina no titubea ciertamente en recurrir a todo tipo de estratagemas, como las nuevas y poco persuasivas promesas, o bien las demasiado evidentes mentiras, pero tampoco renuncia a servirse de argumentos que directamente reivindican la legitimidad de la ganancia respecto al trabajo cumplido, y que —todavía más indicativamente— se apelan a las capacidades, a los medios, al saber que todo tipo de trabajo requiere para ser ejercido. El siguiente pasaje es, en este sentido, ejemplar: Si algo vuestro amo a mí dio, debés mirar que es mío [...] Sirvamos todos, que a todos dará según viere que lo merescen; que si me ha dado algo, dos veces he puesto por él mi vida al tablero. Más herramienta se me ha embotado en su servicio que a vosotros; más materiales he gastado. Pues habés de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero; y aun mi saber, que no lo he alcanzado holgando [...] Esto trabajé yo; a vosotros se os debe esotro. Esto tengo yo por oficio y trabajo, vosotros por recreación y deleite. Pues así, no habés vosotros de haber igual galardón de holgar que yo de penar (p. 257).
Por lo demás, con otra defensa de la laboriosidad, no menos equívoca y paradójica, nos habíamos tropezado algunos actos antes, cuando, al dirigir un áspero reproche contra la pasividad de Elicia, Celestina no había dejado de identificar el principio de civilización con la doble peculiaridad humana del ejercicio de un oficio y de la obtención de una renta: «ahí te estarás toda tu vida, hecha bestia sin oficio ni renta» (p. 184), había pronosticado infaustamente a la ociosa discípula, cuya inmediata y despreocupada respuesta daba lugar, por otra parte, a una
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nueva y degradante versión del motivo del carpe diem, no menos desagradable que la severa amonestación de la maestra. Por el contrario, este es el retrato que la vieja ofrece de sí misma, hablando a un Sempronio impaciente por asegurarse el «provecho mientra pendiere la contienda»: Pocas vírgenes, a Dios gracias, has tú visto en esta ciudad que hayan abierto tienda a vender, de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado. En naciendo la mochacha, la hago escribir en mi registro, y esto para que yo sepa cuántas se me salen de la red. ¿Qué pensabas, Sempronio? ¿Habíame de mantener del viento? ¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa o viña? ¿Conócesme otra hacienda más deste oficio de que como y bebo, de que visto y calzo? (pp. 98-99).
Si el oficio o el trabajo del que Celestina orgullosamente vive consiste en el facilitar la realización del deseo ajeno —de Calisto, de Melibea, como del mismo Pármeno—, no hay duda de que la herramienta o el saber con que los cumple se concreta en el prodigio de una sapientísima arte discursiva, gracias a la cual obtiene que el otro a quien se dirige reconozca y acepte el propio objeto de deseo; a no ser que se quiera creer en la eficacia de las prácticas mágicas, de las que parece desconfiar Pármeno («y todo era burla y mentira», p. 62), pero que cuentan con la plena confianza y aprobación de la misma Celestina, como se percibe con absoluta evidencia por el rito de la invocación al diablo, con el que se cierra el acto tercero. Una oscilación, entre explicación natural e intervención sobrenatural, que en verdad permanece irresuelta a lo largo de todo el texto de la Tragicomedia, y que halla una explícita manifestación en el monólogo de exordio del acto quinto, cuando la alcahueta, nada más salir de la casa de Melibea, e incrédula de felicidad tanto por el peligro evitado como por el resultado obtenido, vacila entre la inicial expresión de gratitud respecto al maligno, por un lado, y la complacencia final por el valor demostrado y la confirmación de la propia habilidad, por otro: ¡Oh diablo a quien yo conjuré, cómo compliste tu palabra en todo lo que te pedí! En cargo te soy. Así amansaste la cruel hembra con tu poder y diste tan oportuno lugar a mi habla cuanto quise, con la ausencia de su madre [...] ¡Oh buena fortuna, cómo ayudas a los osados y a los tímidos eres contraria! ¡Nunca huyendo huye la muerte el cobarde! ¡Oh cuántas erraran en lo que yo he acertado! ¿Qué hicieran en tan fuerte estrecho estas nuevas maestras de mi oficio sino responder algo a Melibea por donde se perdiera cuanto yo con buen callar he ganado? Por eso dicen «Quien las sabe las
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tane», y que «Es más cierto médico el esperimentado que el letrado», y «La esperiencia y escarmiento hace los hombres arteros», y la vieja, como yo, que alce sus haldas al pasar del vado, como maestra (pp. 137-138).
Dan ganas de pensar que las dos alternativas están muy lejos de excluirse mutuamente, en el sentido de que la fallida solución de la oscilación a favor de una o de otra parece sugerir la posibilidad interpretativa de proyectar el carácter infernal de la presunta intervención sobrenatural sobre las habilidades plenamente humanas —por más que transgresivas— de la vieja, cuyas artes y acción resultarían así orientadas a una increíble maldad, esto es, dignas de las peores facultades que se suelen asignar al diablo26. Por otra parte, la subversión de los valores, relacionada con el personaje de Celestina, no se limita solamente a la esfera de las relaciones económicas y sociales, sino que desde ella parece extenderse a cada aspecto de la existencia humana. Particularmente significativa, dada la centralidad del tema en la obra, es la concepción erótica que se va gradualmente delineando, a partir de los numerosos pronunciamientos del personaje sobre el argumento, como cuando —por ejemplo— refiriéndose falazmente a la antigua tradición naturalista, advierte a Melibea al final de su primer coloquio: «Cada día hay hombres penados por mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura, y la natura ordenola Dios, y Dios no hizo cosa mala» (p. 136); o cuando, incluso con una alusión literal a la misma tradición, trata de instruir de manera interesada a Pármeno sobre el hechizo que la «dulzura del soberano deleite» ejerce no solo en los enamorados como Calisto, sino en todo el universo humano, así como en el animal y hasta en el vegetal: el que verdaderamente ama es necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite, que por el Hacedor de las cosas fue puesto, porque el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo cual perecería.Y no sólo en la humana especie, mas en los peces, en las bestias, en las aves, en las reptilias; y en lo vegetativo, algunas plantas han este respecto, si sin interposición de otra cosa en poca distancia de tierra están puestas: en que hay determinación de herbolarios y agricultores ser machos y hembras (p. 68).
26 Sobre el tema de la magia y la ambigüedad de su tratamiento en la obra, ver, más abajo, el primer ensayo del cap. III.
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O también cuando, en directo contacto con las más secretas gracias físicas de Areúsa, reprende a la bien dotada pupila exhortándola a que no peque de avaricia: Por Dios, pecado ganas en no dar parte destas gracias a todos los que bien te quieren. Que no te las dio Dios para que pasasen en balde por la frescor de tu juventud debajo de seis dobles de paño y lienzo. Cata que no seas avarienta de lo que poco te costó; no atesores tu gentileza, pues es de su natura tan comunicable como el dinero (p. 175).
Nunca como en estas últimas palabras de Celestina a Areúsa, los dos ámbitos del eros y de la economía, del placer y del provecho, resultan tan cercanos, o lo que es lo mismo, mezquinamente asociados por la común naturaleza de gentileza y dinero, los cuales —como bienes que son ‘comunicables’— componen un universo fundado en la circulación, o sea, abierto a la relación y al intercambio continuos, contra el cierre de un mundo material y mental que se enroca, impidiendo toda suerte de movimiento y de pasaje. En este sentido, se explica perfectamente cómo el personaje de Celestina se hace paladín de una concepción del tiempo que, como era de prever, se contrapone a la de la pareja aristocrática de los amantes, en la que se expresa el rechazo de la dimensión exterior y —por decirlo de alguna manera— objetiva del tiempo, primando una percepción subjetiva que mide el tiempo exclusivamente con relación a sus propios deseos27. En efecto, al inicio del tercer acto, confabulando con Sempronio, a propósito de la agitación y de la ansiedad que aflige a Calisto, Celestina observa con disgusto: No es cosa más propria del que ama que la impaciencia; toda tardanza les es tormento; ninguna dilación les agrada. En un momento querrían poner en efecto sus cogitaciones; antes las querrían ver concluidas que empezadas (pp. 95-96). 27
Sobre la concepción del tiempo en La Celestina como conflicto entre cultura urbana y civilización cortés, el lector encontrará consideraciones más amplias en el segundo ensayo recogido en el cap. V. En la última década, en la amplísima bibliografía sobre la obra maestra de Rojas, no han sido pocos los trabajos sobre el tiempo, entre ellos, me limito a mencionar Baranda, 2004, pp. 155-201; Mencé-Caster, 2008; Hirel-Wouts, 2008, pp. 61-80; Sevilla Arroyo, 2009, pp. 195-207; Fernández-Rivera, 2010; Galarreta-Aima, 2011.
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Poco después, en el mismo coloquio, una crítica todavía más irrisoria recae también sobre la situación complementaria, la que pretendería anular el tiempo para prolongar eternamente el placer. Ni las cosas cambian, por lo que respecta al discurso sobre el tiempo, por el hecho de que la vieja se refiera ahora a las doncellas, no menos insaciables que sus compañeros varones. Al contrario, el efecto cómico resulta duplicado, como se percibe inmediatamente: Si de noche caminan, nunca querrían que amaneciese; maldicen los gallos porque anuncian el día y el reloj porque da tan apriesa. Requieren las cabrillas y el Norte, haciéndose estrelleras, ya cuando ven salir el lucero del alba, quiéreseles salir el alma. Su claridad les escurece el corazón (p. 103).
No extraña que un personaje como Celestina no comparta, aunque muestre comprenderla perfectamente, una concepción subjetiva del tiempo, cuya velocidad varía con respecto a la condición de espera o de posesión del objeto deseado, según lo que ha sido definido «l’algoritmo cronologico del desiderio» (Pinto, 2010). Creo que es legítimo, a estas alturas, preguntarse desde qué perspectiva arranca este tipo de crítica, porque está claro que la reprobación o, cuando menos, el distanciamiento de una actitud hacia el tiempo como la de Calisto, y de la misma Melibea, comporta la adhesión a una manera distinta de concebir, y también de percibir, el tiempo. No es casual, en efecto, que entre las primerísimas palabras que el autor hace pronunciar a Celestina en la Tragicomedia, estén las siguientes: «Ven y hablemos, no dejemos pasar el tiempo en balde» (p. 49). De esta manera se dirige a Sempronio, en la sexta escena del acto primero, antes de salir de casa en compañía del criado de Calisto que, a su vez, apremia a la vieja con estas palabras: «Toma el manto y vamos, que por el camino sabrás lo que si aquí me tardase en decirte impediría tu provecho y el mío» (p. 50). Es evidente que, para la pareja de personajes Celestina-Sempronio parece valer otra concepción del tiempo, según la cual hace falta administrarlo sabiamente, en el sentido de que es necesario no dejarlo pasar en vano. En suma, es la nueva concepción que el ilustre medievalista francés Le Goff llamó «temps du marchand» (1977), la que se deja entrever en las recíprocas llamadas a la prontitud de los dos personajes en compadreo, y en la cual es también posible distinguir una ecuación absolutamente moderna, gracias a la cual un mismo lazo une, a partir de
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ahora de forma cada vez más indisoluble, el tiempo al dinero, unidades ambas cuantificables y, también por ello, traducibles la una a la otra. El tiempo —ha escrito el historiador polaco Krzysztos Pomian— «en cuanto que magnitud y que tiene un precio, interviene constantemente en las actividades de los comerciantes, los banqueros y los cambistas. También se le debe tratar como un bien precioso, a semejanza de la moneda, con la que se le compara desde el siglo XV» (1990, p. 291). Como, por lo demás, muestran los testimonios de los marchands écrivains florentinos aducidas por Christian Bec (1967), y como, en los Libri della Famiglia de Leon Battista Alberti, afirmará Giannozzo, para quien el tiempo es una de las tres cosas que el «uomo può chiamare sue proprie»: «Chi sa non perdere tempo sa fare quasi ogni cosa, e chi sa adoperare il tempo, costui sarà signore di qualunque cosa e‘ voglia»28. Palabras que Celestina podría haber hecho suyas. 9. «LEE LOS HISTORIALES, ESTUDIA LOS FILÓSOFOS, MIRA LOS POETAS» Hasta ahora, me he esforzado en mostrar a grandes líneas cómo en la obra maestra de Rojas actúa una polémica constante antiaristocrática y antifeudal que, bajo la cobertura cómica, apunta a los códigos culturales y morales vigentes, así como a los valores y a las normas que en la época regulaban las relaciones económicas y sociales entre las clases o los estados del consorcio civil. Sin embargo, hay todavía más, ya que esta propensión a una actitud fuertemente crítica hacia todo lo que presenta un carácter institucional, acaba implicando la totalidad del saber que la cultura del tiempo había heredado del pasado o, al menos, de un determinado pasado. Es notorio que un rasgo específico de la prosa de la Tragicomedia consiste en la capacidad extraordinaria de abrir las puertas a «i luoghi comuni della retorica libresca e quelli della saggezza popolare» (Samonà, 1972, p. 227), eso es incorporando tanto sentencias y proverbios como alusiones históricas y mitológicas, tanto citas y referencias filosóficas y doctrinales como anécdotas de la antigüedad y chascarrillos populares. Pues bien, es una peculiaridad, por la que no es raro que en el fraseo sentencioso de sus diálogos sean acogidas formas de discurso codificadas e institucionales, cuya naturaleza de lugares comunes de la retórica 28
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Alberti, I libri della famiglia, 1994, pp. 206 y 263.
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libresca ha recibido una nueva y reciente confirmación por la señalación del florilegio escolar de los Parvi flores o Auctoritates Aristotelis como fuente de numerosas citas cultas (Ruiz Arzálluz, 1996). Un ejemplo servirá para explicarme más fácilmente. Entre los argumentos a los que Celestina recurre para inducir a Pármeno a pasar de su parte y a la de Sempronio, no falta el que hace referencia a la amistad como remedio contra los males de la adversa fortuna: en los infortunios el remedio es en los amigos —sentencia la vieja, que prosigue— Y ¿adónde puedes ganar mejor este deudo, que donde las tres maneras de amistad concurre, conviene a saber, por bien y provecho y deleite? Por bien: mira la voluntad de Sempronio conforme a la tuya, y la gran similitud que tú y él en la virtud tenéis. Por provecho: en la mano está, si sois concordes. Por deleite: semejable es, como seáis en edad dispuestos para todo linaje de placer, en que más los mozos que los viejos se juntan, así como para jugar, para vestir, para burlar, para comer y beber, para negociar amores juntos de compañía (p. 75).
El pasaje, que al inicio evoca explícitamente —con la mediación del mencionado florilegio (Ruiz Arzálluz, 1996, p. 273)— la célebre concepción de la amistad expuesta en la aristotélica Ética a Nicómaco, continúa luego aplicando esa ilustre concepción al poco respetable caso de los dos mezquinos criados, cuyo compañerismo en la pretensión de Celestina reuniría nada menos que las tres especies de amistades que se derivan, según la idea aristotélica, de los respectivos bona (utile, delectabile, honestum), de los que cada una de ellas tiene origen, y de los que la adaptación de Celestina ofrece una versión tan innoble como cómica. Es evidente como, aquí, la cuestión no se limita únicamente a los usos lingüísticos, como ocurre en otros numerosos casos, sino que se extiende al más vasto ámbito de un saber en su integridad, vuelto ridículo por su actual inadecuación; o mejor, cínicamente refuncionalizado en términos de una concreción y de un realismo absolutos, aunque ello suceda al precio de su cómica caricatura29. Los ejemplos podrían fácilmente 29 A propósito de la «gran copia de sentencias entrejeridas que so color de donaire tiene» (pp. 6-7), la obra, Fothergill-Payne recurrió a la expresión de «cita subversiva» para indicar que «los autores de Celestina desafiaban la tradición y cuestionaban la autoridad de una época de convenciones anticuadas y convicciones menguantes» (1992, p. 194). Sobre las fuentes de las numerosas citas que constituyen la «gran copia de sentencias», o también las «deleitables fuentecicas de filosofía»,
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multiplicarse y extenderse a una pluralidad de casos y de aspectos, hasta incluir la misma prosa artificiosamente latinizante30, que no debe tomarse demasiado en serio, ya que es, a menudo, objeto de agresión cómica como lo son los contenidos que en esa forma lingüística encuentran su expresión. Y, sin embargo, el único ejemplo aducido no es menos útil para confirmar cómo en La Celestina la comicidad es un elemento estructural, que si se ignora, haría que se perdiera mucho del placer conectado a la lectura de la obra, y con él se perdiera no poca parte de su mismo significado. Pero la comicidad, por más que sea inocua en el plano de los hechos, no es menos demoledora en el de las ideas; y si agrede, lo hace a menudo en nombre de alguna otra cosa que proponer. Así, en La Celestina, un entero universo cultural e ideológico se convierte en objeto de los alegres ataques de una comicidad que, revelándose con frecuencia irresistible, mostraba cuánto aquel universo había envejecido y ya había sido superado por un nuevo sistema de valores. Si la polémica antiaristocrática atacaba —como ya se ha visto— el código cortés del amor y el principio de autoridad señorial, para defender —aunque en términos de feroz comicidad— una concepción de las relaciones afectivas y sociales fundada en la libre y natural tendencia al placer sexual y a la autonomía individual, de una comicidad no menos irresistible el texto se vale para burlarse de una lengua y de un saber reputados artificiales e inadecuados, en favor de un castellano común y elevado al mismo tiempo, y de un conjunto de conocimientos y de valores conformes a las exigencias y a la realidad de los nuevos tiempos. 10. REPUGNANCIA CÓMICA E IDENTIFICACIÓN EMOTIVA Creo que estos pocos elementos son suficientes para comprender cómo la estrategia textual llevada a cabo por el autor es de tal índole, que induce al lector de la Tragicomedia a complacerse con las diversas acson de consultación obligatoria, al menos, los libros, de Deyermond, 1961 y de Fothergill-Payne, 1988, además del trabajo de Márquez Villanueva, 1992. Más en general, sobre las fuentes de La Celestina, pueden leerse las páginas de síntesis de Ruiz Arzálluz en el estudio colectivo Fernando de Rojas y «La Celestina», en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 417-434. 30 El más útil y completo análisis estilístico de la prosa de La Celestina sigue siendo Samonà, 1953.
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ciones malvadas de las que los personajes son protagonistas a lo largo de la obra. Lo que quiere decir, en definitiva, que el lector de la Tragicomedia es llevado por el texto a identificarse, a medida que avanza en la lectura, con las transgresiones de Calisto con respecto a la ideología cortés, con la de Melibea contra el código de conducta femenina, e incluso con las de Pármeno y Sempronio por lo que atañe a la ley de la fidelidad que como criados le deben a su amo, llegando así a compartir el placer que en el texto todos los personajes mencionados experimentan en el cumplimiento del mal, al reconocerse, cada una de las veces, en la realización del deseo carnal, del lucro económico y de la autonomía social. Y, sin embargo, el mayor placer del lector de la tragicomedia consiste en su identificación con el personaje de Celestina, figura del Mal absoluto, en cuanto responsable de todos los males de los que los personajes individuales se envilecen. Por lo demás, son los mismos personajes, quienes, agradecidos y gozosos, al admitir más de una vez que le deben a Celestina la realización de sus deseos, terminan reconociendo en la vieja alcahueta y hechicera el artífice de todos los males, por lo que, al final, en el universo ficticio de la obra parece regir la férrea ley del castigo, según la cual la satisfacción de los deseos y las aspiraciones, como violación de los códigos morales, es preludio inevitable de la expiación y el violento destino de muerte de todos los que han transgredido disfrutando, o bien, han disfrutado transgrediendo. Lo confiesa una desesperada Melibea, cuando, nada más haber perdido a su amante, pronuncia estas breves palabras, llenas de desilusión: «tan poco poseído el placer, tan presto venido el dolor» (p. 325); o, lo manifiesta, de forma más extensa, el planctus de su padre Pleberio, que coincide con todo el acto final de la Tragicomedia, en el que el dolor por la muerte de su hija le ofrece al anciano padre la dolorosa ocasión para explayarse sobre una visión totalmente pesimista de la vida, cuyo núcleo consiste en una acusación sin remisión contra el orden mundano, por lo que concierne a las cosas temporales vinculadas a la promesa del placer: «¡oh mundo, mundo! [...] Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos descubres el anzuelo, no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las voluntades. Prometes mucho, nada no cumples» (pp. 339-340)31.
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En la nota se precisa oportunamente que el término mundo es usado «en el sentido de ‘las cosas temporales’, que para el cristianismo constituyen uno de los enemigos del alma» (p. 339, n. 24).
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Por otra parte, son frecuentes las admisiones de gratitud hacia Celestina por parte de los diversos personajes exultantes y exaltados por el placer que sienten gracias a la intervención y la mediación interesada de la vieja. Sin embargo, quisiera especificar, para diferenciarlos, los dos tipos de identificación que el lector de la Tragicomedia experimenta, con respecto al objeto de nuestro estudio: el placer del mal, con los personajes hasta ahora mencionados, por un lado, y con el propio personaje de Celestina, por otro. Acerca de los personajes que gracias a Celestina disfrutan el placer de los males que realizan, en cuanto transgresiones de los diferentes códigos morales y sociales, hemos visto cómo la estrategia textual que Rojas pone en práctica induce al lector de la tragicomedia a identificarse, cada vez, con cada uno de los placeres que esos personajes obtienen. Por lo que atañe al personaje de Celestina, las cosas son más complejas, como es fácil de suponer. En realidad, también con respecto a Celestina se genera en el lector un tipo similar de participación, en el sentido de que se identifica con el placer que la vieja siente al ver realizado su deseo, gracias a una pluralidad de infracciones que se inscriben todas en los seis oficios transgresores, de cuya práctica nos informa Pármeno en el detallado retrato que le ofrece con admirable lealtad a su amo al comienzo de la Tragicomedia. Pues bien, Melibea constituye el objeto de deseo de Calisto, y este se convertirá pronto en el de Melibea, ni más ni menos como el dinero es el verdadero y único objeto de deseo de Celestina. Observamos que en Celestina el ansia de dinero nunca se presenta separada por completo de la conciencia de que la ganancia es fruto de un servicio («es necesario que el buen procurador ponga de su casa algún trabajo [...] no digan que se gana holgando el salario», p. 98); que, en definitiva, en el origen del provecho hay siempre alguna forma de actividad, digamos incluso de trabajo, y que este último —para ser realizado— requiere a su vez habilidades y hasta competencias profesionales. Pero este asunto nos llevaría lejos y nos desviaríamos demasiado del propósito principal del discurso que ahora nos ocupa y al que volvemos, para subrayar el placer que Celestina consigue al satisfacer su ansia de dinero, por medio del ejercicio sin escrúpulos de sus oficios fraudulentos. Para darnos cuenta de ello, sería suficiente recordar, primero, la satisfacción con la que, al comienzo de la obra, recibe de manos de Calisto la recompensa de las cien monedas de oro; luego, el giro de palabras al que recurre y con el que apenas logra ocultar el profundo disfrute, cuando, en el acto de cobrar el pago final por su servicio, aferra
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el precioso regalo de la cadena de oro; y, finalmente, la tenacidad con la que defiende, hasta la muerte, su remuneración contra los reclamos de los dos criados que le demandan su parte (pp. 80-81, 234 y 254-261). Sin embargo, con el personaje de Celestina, el placer del mal encuentra en la tragicomedia una forma de realización diferente y mucho más radical con respecto a aquella en que he insistido hasta ahora, pues la identificación con la vieja alcahueta, no se limita a la compartición del placer del cual el personaje es portador, en relación con la avidez de ganancia o codicia que logra satisfacer, sino que la identificación en cuestión conlleva un placer adicional, que es una prerrogativa exclusiva del destinatario de la obra, y que consiste en el compenetrarse con un agente del Mal es decir, en un personaje que transgrede e induce a otros a transgredir los diversos códigos morales vigentes en la sociedad. Pues bien, conviene precisar que la connivencia del lector de la tragicomedia con los personajes que realizan el mal adoptando comportamientos inmorales, constituye el caso que más se acerca al de «retorno de lo reprimido inconsciente»32. En las páginas del capítulo citado, Francesco Orlando se preguntaba: «Esistono davvero [...] testi letterari nei quali un ritorno del represso possa rimanere inconscio alla funzione-destinatario?». Eludida al principio («Non me ne preoccupo per ora»), la pregunta recibe una respuesta parcial, cuando, algunas páginas más adelante, el autor debe presentar un ejemplo de la situación A, o sea, del «ritorno del represo inconscio», y para ello cita, en primer lugar, el Misanthrope de Molière, y a continuación el Avare: La mania di Arpagone, a differenza di quella di Alceste, è troppo regressiva e degradante per essere ammessa anche solo per un momento all’identificazione dell’io senza che la sanzione comica la respinga inesorabilmente dalla coscienza nell’inconscio,
con la consecuencia de que este ejemplo «scelto come inferiore fa esitare a parlare ancora di identificazione emotiva talmente il personaggio 32
La referencia al destinatario es a la «funzione-destinatario inclusa nel testo, e assumibile da qualunque destinatario empírico più o meno perfettamente; è a essa che si rivolge il discorso»; mientras que la referencia al caso de retorno a lo reprimido inconsciente es al «rapporto specifico tra represso e repressione nella «sostanza del contenuto» di un’opera letteraria [che] si configura diversamente rispetto alla funzione-destinatario». Para la doble cita, ver el capítulo final, «Il ritorno del represso nella serie dei contenuti», en Orlando, 1973, pp. 74-79, en especial pp. 79 y 81.
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che ingombra il testo è ripugnante». La deducción teórica no se hace esperar: «In ogni caso, il problema di una identificazione emotiva inconscia sembra connesso a quello della comicità, le cui risorse sono istituzionalizzate in uno o più generi letterari» (Orlando, 1973, pp. 83-85), tal como, algunos años después, será ampliamente demostrado en la magistral Lettura freudiana del «Misanthrope» (Orlando, 1979, pp. 41-220). Una última y fundamental sugerencia se puede extraer del capítulo dedicado al «ritorno del represso nella serie dei contenuti», y tiene que ver con «il grado di coscienza dell’identificazione», entendido «come problema linguistico riferito alla funzione-destinatario». Pues bien, sin abandonar las obras maestras del comediógrafo francés, Orlando observa: Quando le ragioni di quel grande maniaco comico che è più d’un protagonista molieresco nascondono un ritorno del represso, identificazione emotiva nel personaggio e comicità di esso sembrano diventare inversamente proporzionali, entrando in rapporto come elementi rispettivamente negato e negatore. Si può pensare però che ciò che decresce quanto più —e cresce quanto meno— il personaggio riesce comico, non sia l’identificazione emotiva stessa bensì il grado di coscienza dell’identificazione (1973, p. 84).
Pues bien, en La Celestina, Calisto, Melibea, los criados, Pármeno y Sempronio, y la misma vieja alcahueta, son a menudo personajes cómicos en la medida en que infringen códigos morales y de conducta vigentes en la sociedad de la época —como he tratado de demostrar con la brevedad necesaria en la páginas anteriores—, por lo que también con respecto a ellos, en cuanto portadores de «un ritorno del represso», se produce una relación inversamente proporcional entre identificación emotiva en el personaje y comicidad, que varía en función del personaje específico y de la particular situación en la que él actúa. Con la aclaración adicional de que el «grado di coscienza dell’ identificazione» resulta mínimo cuando se trata de un personaje como Celestina, a quien la Tragicomedia propone como el subversor de todos los valores ratificados por los códigos morales y sociales que gozan del prestigio de la sociedad. Es necesario, sin embargo, que un personaje de tal calibre, además de entrar en la categoría del sujeto cómico, cual es, en realidad, tradicionalmente la figura literaria de la alcahueta, se revista por añadidura de una abyección tal que haga imposible cualquier identificación con él, incluso a un nivel de conciencia mínima. Si todo esto, paradójicamente,
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no fuera suficiente para crear en el lector la necesaria toma de distancia de un protagonista de este tipo, de esta figura del Mal absoluto, que genera —por así decirlo— una reacción de repugnancia cómica, el texto viene en su ayuda con un posterior argumento, por el cual todo el mal del que Celestina es artífice produce un universo destinado al desastre, que termina involucrando a todos los personajes principales, víctimas de la muerte, el odio o la desesperación. En este sentido, los siguientes cuatro versos tomados de la Antígona de Sófocles bien podrían servir de epígrafe a todo el capítulo: τὸ κακὸν δοκεῖν ποτ᾽ ἐσθλὸν τῷδ᾽ ἔμμεν ὅτῳ φρένας θεὸς ἄγει πρὸς ἄταν πράσσει δ᾽ ὀλίγιστον χρόνον ἐκτὸς ἄτας33.
Recordando la frase ya citada de Melibea («tan poco tiempo poseído el placer, tan presto venido el dolor»), parece que los versos del coro de la Antígona ya anticipan el destino de Celestina y de todos aquellos que, con sus artes sublimes —humanas, más incluso que mágicas—, la vieja ha precipitado en el mal. 11. UN «AMALGAMA DE AÑEJAS RESONANCIAS Y BELLA APARIENCIA NUEVA» Una última referencia a la monografía que más y mejor ha contribuido a poner a los lectores y a los estudiosos de la obra en el camino que conduce a una perfecta inteligencia de la obra maestra de Rojas. Aludo, naturalmente, al magistral y monumental estudio de María Rosa Lida, cuyo mérito mayor —a mi modesto parecer— ha sido el de haber reconducido oportunamente La Celestina al cauce de la tradición y del género literarios que le son propios: al «drama en la tradición de Terencio» (Lida de Malkiel, 1970, p. 50) y, en particular, al género de la «comedia humanística [que] reunía el mayor número de modalidades afines a su intención» (p. 47). La perfecta inteligencia de la obra que reconocemos al libro del que se cumplió más de medio siglo de su publicación, 33
Sófocles, Antígona, vv. 622-625 (si alguien cree bueno el mal / es porque un dios su mente/ a la ruina lleva; / y es mínimo el tiempo que el desastre tarda, trad. Manuel Fernández Galiano).
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ha sido posible, sin ninguna duda, gracias a la amplia erudición y a la exquisita sensibilidad de su autora; y, sin embargo, esta operación habría sido bastante menos ejemplar si las dos prerrogativas mencionadas no hubieran encontrado un terreno fértil de aplicación en la correcta inserción de la obra en la tradición literaria correspondiente, lo que permitió a la gran estudiosa argentina analizar completa y ampliamente los principales aspectos que contribuyen a caracterizar la Tragedia di Calisto y Melibea. Uno de ellos por encima de todos me interesa subrayar ahora, porque me permite —a conclusión de este capítulo— enlazar con las consideraciones expuestas al principio, sin abandonar el planteamiento que ha presidido mi lectura de la obra, llevada a cabo a grandes rasgos. En efecto, la originalidad artística que el libro de María Rosa Lida tuvo el mérito de documentar con el estudio atento y minucioso de los múltiples aspectos de la Tragicomedia, se debe reconocer en la «visión integral de la realidad» que la obra ofrece a sus lectores; pero, tal «realismo verosímil» —por usar de nuevo una expresión de la citada estudiosa— le fue posible al autor, o a los autores, de La Celestina, en razón del recurso al género de la comedia humanística, en la que se realizaba la «síntesis de la tradición “terenciana”, de la tradición del relato amoroso medieval y de su propia acogida a la observación del vivir cotidiano» (p. 729). Originalidad artística, comedia humanística, visión integral de la realidad, son estos los factores principales que contribuyen a hacer de La Celestina la obra que, junto con los mejores productos literarios de la época, como el Romancero y el Amadís de Gaula, interpreta de la manera más satisfactoria la edad axial o la época de transición histórica conocida como «otoño de la Edad Media», puesto que ella presenta, con palabras de María Rosa Lida, una prodigiosa «amalgama de añejas resonancias y bella apariencia nueva» (p. 50).
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CAPÍTULO II FORTUNA Y MUNDO SIN ORDEN
Si in diversum aspicias, multa itidem que felicem vitam ac iucundam faciant videbis. F. PETRARCA, De remediis utriusque fortunae (II, 92, 2).
1. FORTUNA Y «LI SPLENDOR MONDANI» Casi todos los personajes principales de la Tragicomedia, desde Calisto, Melibea y Celestina, hasta Sempronio, Areúsa y Pleberio —quien más, quien menos— en determinadas circunstancias acuden a la antigua costumbre de quejarse de la Fortuna, confirmando así aquella «actitud querellosa», que, como ya indicó Erna Ruth Berndt Kelley, «es, quizás, común denominador de la mayor parte de las obras que tratan de la fortuna durante el siglo xv en España» (1963, p. 149)1. Se trata, por lo demás, de un comportamiento que viene de lejos, puesto que ya el Virgilio dantesco, en el Inferno, censuraba a los hombres que, golpeados por la desgracia, arremeten contra Fortuna: Quest’è colei ch’è tanto posta in croce pur da color che le dovrien dar lode, dandole biasmo a torto e mala voce2.
1
Para una reseña de «les représentations de la Fortune et de la Providence» en la obra, ver Dumanoir, 2008. 2 Alighieri, Commedia. Inferno, 2003, p. 227, c.VII, vv. 91-93.
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Si in diversum aspicias, multa itidem que felicem vitam ac iucundam faciant videbis. F. PETRARCA, De remediis utriusque fortunae (II, 92, 2).
1. FORTUNA Y «LI SPLENDOR MONDANI» Casi todos los personajes principales de la Tragicomedia, desde Calisto, Melibea y Celestina, hasta Sempronio, Areúsa y Pleberio —quien más, quien menos— en determinadas circunstancias acuden a la antigua costumbre de quejarse de la Fortuna, confirmando así aquella «actitud querellosa», que, como ya indicó Erna Ruth Berndt Kelley, «es, quizás, común denominador de la mayor parte de las obras que tratan de la fortuna durante el siglo xv en España» (1963, p. 149)1. Se trata, por lo demás, de un comportamiento que viene de lejos, puesto que ya el Virgilio dantesco, en el Inferno, censuraba a los hombres que, golpeados por la desgracia, arremeten contra Fortuna: Quest’è colei ch’è tanto posta in croce pur da color che le dovrien dar lode, dandole biasmo a torto e mala voce2.
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Para una reseña de «les représentations de la Fortune et de la Providence» en la obra, ver Dumanoir, 2008. 2 Alighieri, Commedia. Inferno, 2003, p. 227, c.VII, vv. 91-93.
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Versos en los que la Fortuna se nos presenta como injustamente insultada y crucificada por los que han perdido las riquezas y los honores, o sea, los splendor mondani (c.VII, v. 77), sobre los que Dios ordenó que fuera Fortuna la que ejerciera el sumo poder como «general ministra e duce» (c.VII, v. 78). Sobre la Fortuna como «generalis yconoma rerum», según la definición de Arrigo da Settimello, una de las fuentes dantescas3, tendremos que volver más adelante a propósito de nuestra obra, en la que Calisto es el personaje que más se amolda a la mencionada «actitud querellosa», visto que, en las tres ocasiones en las que evoca a la Fortuna, lo hace siempre para denunciar «la adversa fortuna», que contra él —así lo protesta— «pone su estudio con odio cruel»4. Se trata, por supuesto, de un motivo tópico, tal y como sucede, por otra parte, con todas las demás referencias al tema de la fortuna que se leen en la obra de Rojas, en la que las puntuales expresiones relativas al mismo sujeto, consideradas en sí mismas, o sea, aisladas del contexto, no parecen sino lugares comunes abusadísimos, a los que solo su consideración en el contexto de la obra puede darles un nuevo sentido y una original motivación, como es mi intención mostrar brevemente en las páginas que siguen. Por de pronto, señalemos que a la regla de encomendarse al lugar común, al hablar de la fortuna, no escapa ni siquiera el personaje de Celestina, a quien se debe la mitad de todas las alusiones que sobre dicho motivo se encuentran en la Tragicomedia, comenzando por la famosísima sentencia con la que se dirige a un indeciso Pármeno: «la fortuna ayuda a los osados» (p. 75), un principio que se adapta perfectamente al frecuente comportamiento audaz de la alcahueta, quien, no por casualidad, repite la máxima en otras dos ocasiones: «jamás al esfuerzo desayuda la fortuna» (p. 113), se dice a sí misma para darse ánimos en el trayecto que la llevará por primera vez a casa de Melibea: «¡Oh buena fortuna, cómo ayudas a los osados y a los tímidos eres contraria» (p. 138), se complace consigo misma en el monólogo que pronuncia a la salida de dicha casa, al evocar el reciente peligro del que acaba de librarse. Sin embargo, como cabría esperar, el tópico al que los personajes de la Tragicomedia aluden con mayor frecuencia es el de la mudanza de 3
Para la expresión, ver Arrigo da Settimello, Elegia, 2011, II, p. 181. Rojas, La Celestina, 2011, p. 28, y ver la n. 28.32 en la p. 733. Las otras dos evocaciones: «La fortuna adversa me sigue junta» (p. 161) y «¡Oh fortuna, cuánto y por cuántas partes me has combatido» (p. 268). 4
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la Fortuna, y con este fin se valen a mansalva de tres o cuatro textos de referencia: el florilegio conocido como Auctoritates Aristotelis, señalado por Ruiz Arzálluz (1999); el Laberinto de Mena; y, naturalmente, Petrarca, ya sea por medio del prolijo Index de la edición de las obras del aretino que manejó Rojas, tal y como demostró Castro Guisasola (1924); ya sea directamente con citas del De remediis utriusque fortunae (Deyermond, 1961). Me limitaré a un par de ejemplos, que considero entre los más significativos. Dejando aparte al personaje de Areúsa, que también alude al rápido movimiento de la rueda de la Fortuna5, mencionaré el pasaje en el que Celestina, en el acto IX, se dirige a Lucrecia, recordando los felices tiempos pasados con el recurso a la «trillada imagen del “mundo variable” representado por la rueda de la Fortuna [que] se aviva aquí —señala Russell— al convertirse la rueda en noria»6: «Mundo es, pase, ande su rueda, rodee sus alcaduces, unos llenos, otros vacíos», para añadir de inmediato: «Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece: su orden es mudanzas» (p. 214)7. En las palabras de la vieja alcahueta, inspiradas por la memoria del buen tiempo pasado, aparece la pareja de términos antitéticos: fortuna y orden, a los que se refiere el título de este capítulo. Digo «antitéticos», porque el vertiginoso movimiento que la fortuna imprime al estado de las cosas no puede sino generar el más absoluto trastorno, que es la causa de un mundo sin orden, tal y como confirma Melibea que, momentos antes de suicidarse, cuenta a su padre la triste historia de su «yerro de amor» y, al llegar al punto de la muerte de Calisto, atribuye a la fortuna la «triste caída» de su amante nocturno: «como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y ordenado según su desordenada costumbre» (p. 333). Es muy probable que, al poner en boca de Melibea las palabras sobre el viejo tema de la Fortuna, Rojas tuviera en cuenta la «contraposición paradójica» contenida en una de las estrofas iniciales del Laberinto de Mena, tal y como señaló con acierto María Rosa Lida (1984, pp. 482): Mas, bien acatada tu varia mudança por ley te goviernas, maguer discrepante, ca tu firmeza es no ser constante,
5
En el coloquio con Elicia, Areúsa se pregunta: «¿Cómo ha rodeado tan presto la fortuna su rueda?», en Rojas, La Celestina, 2011, p. 288. 6 Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, pp. 417-418, n. 77. 7 Sobre el pasaje citado, ver las observaciones de Beltrán, 2009, pp. 162-164.
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tu temperamento es distemperança, tu más cierta orden es desordenança8.
Una «contraposición paradójica», la del orden como desordenança, cuando quien obra es la «mudable Fortuna» (7a), que Mena ya había sugerido en las estrofas que anteceden a la citada: primero, con la exhortación dirigida a la propia Fortuna a que siguiera un modelo superior de estabilidad: «La orden del cielo exemplo te sea» (8a); luego, con la reprehensión del poder arbitrario con el que actúa: «¿Pues, cómo, Fortuna, regir todas cosas / con ley absoluta, sin orden te plaze?» (9ab). Porque el principio en el que se funda el orden de las cosas, según Mena, es el de la concordia, no el de la continua inconstancia, que es causa de la contienda general: «ca todas las cosas regidas por orden / son amigables de forma más una» (7gh). Es evidente, pues, que la acción de la Fortuna, con su extrema variedad y mudanza, y el subsistir de un orden, que es principio de equilibrio y estabilidad, se manifiestan como elementos irreconciliables entre ellos. Acerca de la definición del concepto de orden, la breve glosa de Hernán Núñez a los últimos versos citados de Mena remite a las autoridades de san Agustín, de Boecio y de Tomás de Aquino, «o quier sea otro intérprete», añade el erudito glosador9. Creo que la cuestión es fundamental también para la comprensión de la obra de Rojas o, al menos, para la perspectiva en la que se inspiran estas notas, que pretenden ilustrar el origen y el significado de ese mundo sin orden completamente sujeto a la Fortuna, que es el punto central de la representación de la Tragicomedia. No obstante, antes de afrontar más directamente el problema, será oportuno completar nuestra breve reseña sobre el tema de la Fortuna en La Celestina, recuperando otro factor importante. En el largo coloquio del primer acto entre Calisto y Sempronio, este, al reprochar a su amo el dejarse «caer de su merecimiento», le recuerda que: Lo primero eres hombre y de claro ingenio, y más, a quien la natura dotó de los mejores bienes que tuvo, conviene a saber: hermosura, gracia, grandeza de miembros, fuerza, ligereza; y allende desto, fortuna medianamente
8
Mena, Laberinto de Fortuna, 1995, p. 99, estr. 10a-c. Núñez de Toledo, Glosas sobre las «Trezientas» del famoso poeta Juan de Mena, 2015, p. 219, n. a estr. 7g). 9
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partió contigo lo suyo en tal cuantitad, que los bienes que tienes dentro con los de fuera resplandecen. Porque sin los bienes de fuera, de los cuales la Fortuna es señora, a ninguno acaece en esta vida ser bienaventurado, y más, a constelación de todos eres amado (pp. 42-43).
El mismo Sempronio vuelve a retomar el concepto en forma más breve al comienzo del acto siguiente, cuando elogia a Calisto, que acaba de prodigarle las cien monedas de oro a la alcahueta, diciéndole que ha ganado «muy gran honra», sobre la que añade: «Y ¿para qué es la fortuna favorable y próspera sino para servir a la honra, que es el mayor de los mundanos bienes?» (p. 83). En los pasajes citados, Sempronio se apropia de una manida clasificación escolástica de las distintas clases de bienes, que Hernán Núñez sintetiza de esta forma en la glosa a la estrofa 224 del Laberinto: Tres differencias o especies de bienes ponen los filósofos: bienes del ánima que son los más preciosos, como las virtudes [...]; otros, son bienes de fortuna, que son riquezas, dignidades y honores [...]; otros son medios entre esos dos, que se dizen bienes de natura, como la hermosura, buena esposición, salud, ligereza del cuerpo10.
En efecto, al referirse a los bienes poseídos por su amo, Sempronio se limita a mencionar los bienes ajenos, es decir, los debidos a Natura y Fortuna, mientras que no habla para nada de los llamados bienes propios, o sea, los que la glosa de Hernán Núñez definía los «bienes del ánima, que son los más preciosos, como las virtudes, justicia, prudencia, fortaleza y temperancia, y la sabidurya, y otros semejantes que adornavan el ánima». Pues bien, en el comentario que Nicholas G. Round ha dedicado al primero de los dos pasajes citados por Sempronio, el estudioso británico ha interpretado la tensión entre bienes ajenos y bienes propios, como expresión del «inescapable theme» de La Celestina, o sea, el «conflict between conduct and values», y, más concretamente ha observado que «Rojas, for his part, makes the perceived confusion of the two orders of bienes pivotal to his moral vision», en el sentido de que «The theorical demarcation between the two kinds of bienes is upheld, but it is not evident in practice that bienes propios have any actual sphere of operation» (Round, 10 Núñez de Toledo, Glosas sobre las «Trezientas» del famoso poeta Juan de Mena, 2015, p. 819, n. a estr. 224.
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1981, pp. 38, 43, 46). Una de las consecuencias de la confusión de la que habla Round, a propósito de la concepción moral que es punto central de la Tragicomedia, consiste en el hecho de que la Fortuna, «que es señora» de los «bienes de fuera», en especial de los mundanos, conquista ilegítimamente espacios que no le pertenecen, favoreciendo con ello esa usurpación de papeles y funciones que, a su vez, termina por generar ese mundo sin orden del que se lamenta Pleberio. Es, de hecho, en las palabras finales de un padre desesperado por la muerte de su hija, donde encontramos la denuncia más lúcida, aunque vana por tardía, de la irrupción de la Fortuna en ámbitos impropios con efectos desastrosos en la existencia de los hombres y en la disposición de las cosas humanas. En la parte inicial de su lamento, a renglón seguido de haber exhortado a levantarse a su esposa abatida, quizás exánime, reclinada sobre el cadáver de su hija, y tras haber invocado también su propia muerte, Pleberio dirige una doble apelación: a la Fortuna, primero; y al mundo, después. La acusación que el viejo y desconsolado padre dirige a la Fortuna no consiste tanto o, por lo menos, no consiste solo en deplorar su proverbial mudanza —una denuncia, esta, que también se trasluce en el atributo de ‘fluctuosa’ y en la referencia a las «mudables ondas», en conformidad con el significado de ‘tempestad’ que el término también tenía—, más bien, el reproche más áspero y enérgico que él lanza tiene como blanco la radical perturbación a la que la acción de la Fortuna somete el orden de las cosas humanas: ¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de los temporales bienes!, —así comienza la primera apelación, para proseguir después— ¿Por qué no ejecutaste tu cruel ira, tus mudables ondas, en aquello que a ti es sujeto? ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dejárasme aquella florida planta, en quien tú poder no tenías. Diérasme, fortuna fluctuosa, triste la mocedad con vejez alegre; no pervirtieras la orden (p. 339)11.
11
Sobre la figura de Pleberio y su monólogo en el último acto de la Tragicomedia existe una bibliografía abundante, para la cual remito a «Fernando de Rojas y “La Celestina”», en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 485-486, notas 254 y 255. En las páginas siguientes me limitaré a mencionar los estudios de mayor pertinencia con respecto a los argumentos que constituyen el núcleo de mis consideraciones. Sobre el adjetivo «fluctuosa» y sobre el motivo de las «ondas», ambos referidos a la Fortuna, ver los versos del Laberinto de Mena: «así, fluctuosa Fortuna aborrida, / tus casos
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Pleberio reconoce que, en calidad de «ministra y mayordoma de los temporales bienes», Fortuna puede ejercer su dominio sobre los dantescos «splendor mondani» y, en consecuencia, admite que el patrimonio, la morada e, incluso, sus grandes heredamientos están a merced de Fortuna, que podría actuar sobre ellos con su inmenso poder destructivo; pero, con el máximo desconsuelo, se rebela contra el arbitrio con el que Fortuna, obrando en ámbitos que no le competen, le ha quitado «aquello que a ti [no] es sujeto», privándolo de su hija, sobre la que —protesta— «tú poder no tenías». Esta indebida irrupción en lo que no le concierne genera una radical corrupción del orden de las cosas que, a su vez, es causa de ese mundo sin orden sobre el que hace hincapié con fuerte aspereza el pasaje que le sigue a continuación12. No es casual, en efecto, que inmediatamente después de la apelación a la Fortuna, el lamento del anciano padre prosiga sin pausa con la que, mucho más extensa, Pleberio dirige al mundo: «¡Oh mundo, mundo!». Tras la tópica comparación con una feria, «como quien no tiene qué perder», Pleberio denuncia la total ausencia de orden del mundo en el que le ha tocado vivir: «Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden», mientras que la edad y, con ella, el dolor de la pérdida lo han convencido de que este mundo es «un laberinto de errores» (pp. 339-340)13, para continuar el pasaje con la larga serie de dicterios contra el mundo que Rojas recaba de la epístola senil de Petrarca a Lombardo Serico, pero que nuestro autor debió de leer en la edición de las Familiares de 1496, que con casi absoluta seguridad utilizó14.
inçiertos semejan atales / que corren por ondas de bienes e males» (Mena, Laberinto, 1995, p. 100, estr. 12a-c), ya señalados por Castro Guisasola, 1924, p. 165. 12 Ver Moreno Castillo, 2010, en donde al «largo discurso de Pleberio» y a su «función [...] en la construcción del significado de La Celestina» están dedicadas las pp. 232-255. Sorprende, sin embargo, que el autor se pregunte: «No se sabe por qué la Fortuna no había de tener poder sobre la vida de Melibea, al igual que sobre la de todo el mundo» (p. 234). 13 Sobre el significado del término «mundo» en el pasaje citado, ver Green, 1965; y sobre la comparación del mundo como «feria», ver las recientes consideraciones de Álvarez Moreno, 2015, pp. 297-301. Sobre los «motivos de contemptu mundi y vanitas vanitatum» presentes en el discurso de Pleberio, ver Saguar García, 2015, pp. 62-65 y, con anterioridad, Dunn, 1976, pp. 416b-417a. 14 La epístola pertenece a las Seniles, XI, xi, pero en la edición de la Opera de Petrarca de 1496 se encontraba entre las Familiares, en el libro octavo y con el número
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Por más que se pueda fácilmente intuir que un universo en el que domina la Fortuna es causa de un mundo sin orden, creo que es oportuno interrogarse acerca del vínculo profundo que, al unir los dos pasajes, y junto con ellos, conecta los dos mencionados fenómenos que rigen no solo el lamento de Pleberio, sino la entera visión de la realidad que la Tragicomedia presenta. Sin embargo, antes de afrontar directamente este argumento, conviene tratar, si bien con la necesaria brevedad, un tema que a menudo ha reclamado la atención de los estudiosos de La Celestina, y que nos ayudará a comprender mejor lo que está en juego en la concomitancia de predominio de la Fortuna y mundo sin orden que el lamento de Pleberio sugiere abiertamente, y que toda la obra deja entrever en la visión de la realidad y de la vida humana que en ella se perfila. Me refiero al tema de la relación de La Celestina de Rojas con Petrarca y, sobre todo, con el De remediis utriusque fortunae. 2. A VUELTAS CON PETRARCA Y LA CELESTINA «The name of Petrarch is almost the first thing to catch the eye when one opens La Celestina», escribía el añorado Alan D. Deyermond en el volumen que tras más de medio siglo de su primera publicación continúa siendo el estudio más exhaustivo sobre la presencia de la obra del gran aretino en la obra maestra de Fernando de Rojas15. Ahora bien, sea o no el nombre de Petrarca lo primero que atrae la mirada del lector de la Tragicomedia, lo que sí es seguro, en cambio, es que la lectura que más frecuentemente asoma en el texto de La Celestina —y, sin duda, la más característica y sorprendente— es la obra latina de Petrarca: el propio Rojas menciona, al principio del prólogo «Todas las cosas ...» [...], a «aquel gran orador y poeta laureado, Francisco Petrarca», cosa que no hace con ninguna otra autoridad si exceptuamos a Virgilio, que aparece como protagonista de un cuento, no como poeta, y a Heráclito, que para Rojas no era más que un nombre que leía, precisamente en Petrarca16. ciento veintidós.Ver Castro Guisasola, 1924, p. 130; Deyermond, 1961, p. 7; Hook, 1978, pp. 25-30. 15 Deyermond, 1961, p. 36. Anteriormente el estudioso había anticipado algunos resultados de su investigación en Deyermond, 1954. 16 El pasaje citado está tomado del párrafo «Género y fuentes», redactado a cargo de Íñigo Ruiz Arzálluz, en Rojas, La Celestina, 2011, p. 428.
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Si bien, como es sabido, ya en la segunda mitad del siglo XVI, el anónimo autor de la Celestina comentada menciona en diversas ocasiones el nombre del italiano y, en particular, cita el De remediis entre las miles de auctoritates aducidas en las glosas que componen el comentario manuscrito17, hubo que esperar el estudio sistemático de Castro Guisasola para disponer de una amplia lista de las «reminiscencias más salientes de Petrarca»18, sacadas de las tres obras latinas que una docena de años atrás había señalado Marcelino Menéndez Pelayo (los Rerum memorandarum libri y las Epistolae familiares, además del De remediis)19, obras a las que el estudioso asturiano asoció un número bastante reducido de «reminiscencias seguras» obtenidas de las otras obras latinas de Petrarca. Y sin embargo, el mérito mayor de la investigación llevada a cabo por Castro Guisasola consistía con toda probabilidad en haber individuado el texto petrarquesco utilizado por Rojas, el incunable de la Obra latina de Petrarca, publicado en Basilea (Amerbach, 1496), que contenía el famoso índice de sententiae y de exempla («Principalium sententiarum ac materiarum memoria dignarum ex libris Francisci Petrarchae collectarum iuxta ordine alphabeticum summaria brevisque annotatio»), el cual, considerado como la «fuente indiscutible de Rojas»20, «debe figurar —opinaba con autoridad Castro Guisasola— al lado del De remediis, del Rerum memorandarum y de las Epistolae familiares como una de las partes del texto petrarquista más saqueadas por Rojas en su busca de sentencias y dichos filosofales» (pp. 138-139). Con tales preciosas adquisiciones, y partiendo de semejantes premisas, no sorprende que, a la hora de plantearse el interrogativo sobre el «verdadero carácter de la influencia de Petrarca», la respuesta del óptimo Castro Guisasola no fuera más allá de la constatación de una «infiltración casi perfecta de sentencias ajenas, pero de autoridad ya sancionada, en la trama originalísima de la obra»; en suma, nada más que un cúmulo de elementos espurios deslizados, con conseguida 17 El comentario del anónimo del siglo XVI (ver Russell, 1978, pp. 293-321), puede leerse ahora en la moderna edición de Celestina comentada, 2002. Como se sabe, al manuscrito anónimo MS 17631 de la Biblioteca Nacional de Madrid le faltan algunos folios, entre ellos los trece iniciales «que probablemente contenían el nombre del comentarista y el propósito de su labor, así como el texto y las glosas a la “carta del autor a un su amigo”, las octavas acrósticas y el prólogo de la Tragicomedia, y la primera escena del encuentro entre Calisto y Melibea» (Introducción, p. XVI). 18 Castro Guisasola, 1924, pp. 114-142; cito de la p. 117. 19 Menéndez Pelayo, 1943, III, pp. 339-344. 20 Castro Guisasola, 1924, p. 142.
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amalgama, en un organismo textual de forma y de constitución completamente inéditos: «datos de erudición en abundancia, un sin número de sentencias y moralidades, y semejanzas del estilo, he aquí lo que es seguro que Petrarca ha dejado en La Celestina» (pp. 130 y 135). Pues bien, a más de tres cuartos de siglo de distancia, nos encontramos con el mismo dilema resuelto con análogas argumentaciones en las densas páginas que Íñigo Ruiz Arzálluz dedica a la cuestión en el ya citado estudio que acompaña la reciente edición de la Tragicomedia: Por lo menos desde Farinelli y Menéndez Pelayo hasta hoy se ha discutido si las citas petrarquescas que aduce Rojas denotan siquiera una cierta compenetración con las ideas esenciales de Petrarca —sobre todo del De remediis— o si para Rojas la obra de Petrarca no es más que una fuente de sentencias que intercalar en las intervenciones de sus personajes. Lo cierto es que el modo en el que Rojas utiliza su Petrarca invita, en principio, a inclinarse a esto último21.
Y la proveniencia de la inmensa mayoría de los préstamos petrarquescos extrapolados del mencionado índice, como había demostrado en su momento Castro Guisasola más de tres décadas después de los primeros intentos de Farinelli y Menéndez Pelayo, y minuciosamente registrado y descrito Deyermond, hace la conclusión plenamente plausible, si no irrefutable. Es claro, sin embargo, que en el esquema interpretativo adoptado, que tiende a descontextualizar cada uno de los fragmentos citados con respecto al texto originario, difícilmente puede haber cabida para el «caso extremo —y por tanto no del todo representativo— [...] de la larga cita petrarquesca con que se inicia el prólogo: “Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla dice aquel gran sabio Heráclito en este modo: Omnia secundum lite fiunt”»22. Pero, precisamente en cuanto caso extremo, el segundo prólogo adquiere un valor muy significativo por lo que atañe a la relación entre los dos textos —el diálogo latino y la tragicomedia española— y entre sus respectivos autores. No creo 21 «Fernando de Rojas y “La Celestina”» en Rojas, La Celestina, 2011, p. 429. Sobre la fortuna de Petrarca y, en particular, del De remediis, en la España de los siglos XV y XVI, ver al menos Deyermond, 1961, pp. 7-35; Rico, 1976, pp. 49-58; Gómez, 1990, pp. 139-149; y el más reciente Ruiz Arzálluz, 2010, pp. 291-310. 22 «Fernando de Rojas y “La Celestina”», en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 429430.
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que haya palabras más claras y eficaces para expresar tal concepto que aquellas con las que Francisco Rico aludió al problema: si Rojas plasmó ahí con tanta elocuencia la imagen del universo, la sociedad y la vida del hombre como campos de batalla, asientos de discordia y conflicto irrestañables, fue porque tal visión se le antojaba profundamente significativa en general, y notablemente apropiada, en concreto, como representación abstracta de cuanto los personajes de La Celestina experimentan en carne viva (1990, p. 75).
No se olvide, sin embargo, que en este segundo prólogo de la Tragicomedia, es la voz autoral la que se expresa en la visión conflictiva del universo, de la sociedad y de la vida humana, y que tal voz va pareja con la que el lector había oído pronunciarse a favor de las «defensivas armas para resistir sus fuegos [del amor]» (p. 5), en la carta al amigo que servía de prólogo a la Comedia. Lo que se quiere decir, en sustancia, es que solo con la máxima cautela es como las declaraciones proemiales del autor pueden extenderse, sin las necesarias y oportunas mediaciones, al conjunto textual constituido por la totalidad de los actos. En todo caso, ya sea que se pretenda extenderlo a la lectura de toda la obra, o que, viceversa, se lo quiera circunscribir a la única perspectiva desde la que el autor contempla y discierne su obra, el hecho es que al mencionado segundo prólogo en ningún caso se le puede atribuir la ingenua explicación que de él ofreció Menéndez Pelayo: «unas cuantas páginas, que lo mismo podían servir de introducción a cualquier otro libro que a la Celestina» (1943, III, p. 340), y merece, en cambio, ser interpretado como el magnífico texto que es, seriamente nutrido por la estrecha relación con el escrito no menos extraordinario del que se abastece. Si bien no han faltado autorizados intentos de este tipo, el de Stephen Gilman por encima de todos, sobre el que, por otra parte, no tardaron en llegar las pertinentes consideraciones críticas de Deyermond, quizás es apropiado volver al tema con alguna observación que, sin pretender querer expresar una palabra definitiva sobre la relación completa entre las dos obras —el De remediis y La Celestina—, ni mucho menos sobre el vínculo que une en su conjunto a sus autores, se limite más simplemente a elaborar un cotejo entre los dos discursos proemiales, con la intención de remarcar algunas diferencias de significado que se generan en la distinta confección de los mismos, y, sobre todo, con el propósito final de señalar, aunque con la máxima cautela posible, las consecuencias
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que dichos prólogos con sus diferencias y afinidades llegan a originar en los respectivos contextos textuales. 3. FORTUNA Y «REMEDIA», DEL DE REMEDIIS A LA CELESTINA Ex omnibus que vel michi lecta placuerint vel audita, nichil pene vel insedit altius, vel tenacius inhesit, vel crebrius ad memoriam rediit, quam illud Heracliti: «Omnia secundum litem fieri». [«Entre cuantas cosas yo he leído o oído que me hayan agradado, ninguna más altamente se me asentó, ni con más apretado nudo se ató conmigo, ni más veces me tornó a la memoria que aquel dicho de Heráclito que dice en todas las cosas haber discordia»]23.
Petrarca había tomado la frase heraclítea de la Ethica Nicomachea (VIII 2, 1155 b 5), dando inicio con ella a la Prefatio del segundo libro del De remediis, con un «forte e memorabile esordio, il cui rintocco accompagnerà tutta l’introduzione», como observa Enrico Fenzi24, hasta reflejarse, a un siglo y medio de distancia, en el otro célebre preludio de aquel «libro [...] divi-, / si encubriera más lo huma-»25: «Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla dice aquel gran sabio Heráclito en este modo: Omnia secundum lite fiunt» (p. 15). En su escrito Petrarca presentaba «una sconvolgente rappresentazione del naturale odium che regola tutti i rapporti tra esseri animati e cose inanimate» (Ariani, 1999, p. 146); y tanto es así que, a continuación del exordio citado, el texto continúa con la siguiente declaración que da inicio a la
23 Las citas del De remediis son sacadas de la reciente edición de Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, pp. 914-916, al cuidado de Ugo Dotti, quien retoma el texto latino de la edición de Christophe Carraud (Petrarca, Les rémedes aux deux fortunes, 2002). Para las traducciones españolas de los pasajes citados utilizo, salvo indicaciones contrarias, la versión de Francisco de Madrid, De los rimedios contra próspera y adversa fortuna (Valladolid, 1510), en la transcripción de Pedro Manuel Cátedra, en Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, pp. 410470, para el pasaje citado, ver p. 444. Sobre la versión del De remediis de Francisco de Madrid, es obligatorio remitir a Russell, 1979. 24 Petrarca, Rimedi all’una e all’altra fortuna, 2009, p. 144, n. 1. 25 Es la célebre definición de La Celestina que se lee en la décima «de cabo roto», contenida en los versos preliminares del Quijote, en Cervantes, Don Quijote de la Mancha, 2015, p. 30.
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sconvolgente rappresentazione: «Rapido stelle obviant firmamento»26 («Las estrellas fijas se oponen al firmamento que gira», traducción mía), y que ha merecido el conciso comentario de Enrico Fenzi: «la verità di Eraclito manifesta subito il suo respiro cosmico, e si calerà poi nel mondo, nelle sue più piccole creature, e infine nell’intimo dell’animo umano, in guerra perenne con se stesso»27. Afectados por la lis heraclítea que domina el universo entero, en las muchas páginas que componen la larga prefación que precede a los males de la Fortuna, se va desarrollando «la minuta menzione o descrizione delle infinite battaglie che si svolgono nell’universo, dagli elementi naturali a quelli viventi, dagli animali d’ogni specie all’uomo»28.Y es en esta última batalla donde los párrafos conclusivos del escrito proemial se detienen, para que «Ad summam ergo, omnia, sed in primis omnis hominum vita, lis quaedam est» («La conclusión, pues, sea que todas las cosas y especialmente la vida de los hombres no es otra cosa sino una contienda»). Pero, dejando a un lado la lucha exterior, «Verum hac externa lite interim omissa», Petrarca se pregunta: «lis interior quanta est?», y la respuesta llega al instante: «Neque enim solum contra aliam, sed contra suam [...] speciem, neque contra aliud individuum, sed contra semetipsum» («no solo tiene guerra, como dije, contra otro linaje, mas contra el suyo, y no contra otro hombre, mas contra si mesmo»): «et in intimis anime penetrabilibus: quisque secum assidue bellum habet» («en las secretas entrañas del alma tiene cada uno contina guerra consigo»)29. Por supuesto, al lector del De remediis no dejaría de causarle en parte una cierta sensación de sorpresa, cuando, llegado a la mitad de un tratado de tan imponentes dimensiones sobre la Fortuna, se topaba con las palabras finales de la Prefazione del segundo libro, con las que el autor limitaba fuertemente el significado de la Fortuna; es más, le disminuía el valor a tal punto, que reducía la noción a una entidad vacía:
26
Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, p. 916. Petrarca, I rimedi all’una e all’altra fortuna, 2009, p. 144, n. 2. 28 Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, nota introductoria en la p. 915. 29 Todos los fragmentos citados en Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, pp. 944-946; y para la traducción castellana, Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, p. 454. 27
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Neque vero te moveat —così Petrarca ammoniva il lettore— fortune nomen, non tantum in ipsis inscriptionibus sed opere repetitum: sepe quidem ex me quid de fortuna sentiam audisti, sed cum his maxime qui doctrina minus fulti essent hec necessaria previderem, noto illis et communi vocabulo usus sum, non inscius, quid de hac re late alii, brevissimeque Hieronymus ubi ait: «Nec fatum nec fortuna»30. («Y no te turbe el nombre de fortuna muchas veces repetido no solamente en los títulos mas en la mesma obra, pues ya de mí has oído qué es lo que della siento. Mas, viendo yo que era necesario especialmente con aquellos que carescen de dotrina, quise usar deste común vocablo, porque dellos es más conocido, no ignorando lo que otros largamente en este caso escriben y San Jerónimo muy breve donde dice “No hado ni fortuna”»)31.
No es esta la ocasión para afrontar extensamente la cuestión de la concepción petrarquesca de la Fortuna que, como es obvio, nos apartaría demasiado del tema que nos atañe32. Resulta, en cambio, más oportuno reproducir el interrogativo que se lee en un viejo artículo de Marcel Françon, formulado en términos muy explícitos y categóricos: «What then is the link in the De Remediis between the idea of Fortuna and that of universal struggle?», y que el autor resuelve en términos de una no menor enérgica categoricidad: «Fortune which is inseparable from change should have suggested to Petrarch the Heraclitean notion of harmony though conflict», con la posterior puntualización que «Petrarch under the influence of Heraclitus, transformed the trite conception of Fortune into a profound view of the world» (1936, pp. 270-271), fundada en el concepto de que «sine lite atque offensione nihil genuit natura parens» («nuestra madre la natura ninguna cosa engendró sin contienda y cuestión»)33. Esta sugerencia recientemente ha sido 30
Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, p. 948. Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, p. 455. 32 Sobre el tema de la fortuna en Petrarca, ver Baldassari, 2003 y 2004; y también Pacca, 2003, donde el estudioso observa que para Petrarca «un nudo nome è dunque la fortuna» (p. 22), citando pasajes de las Familiares, XXII, 13, 6-7; de las Seniles, VIII, 3; y del mismo De remediis, II, «Prefazione»; y, sin embargo, alguna página después, sostiene que «per il Petrarca maturo [...], come per il sodale Boccaccio, “la fortuna ha mille occhi, come che gli sciocchi lei cieca figurino” [Decameron, VI, 2, 4]: non è una divinità capricciosa che rimescola a casaccio le sorti umane ma una fedele assistente del Creatore nelle sue operazioni» (p. 23). 33 Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, p. 920; y para la traducción castellana, Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, p. 446. 31
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retomada y desarrollada por Enrico Fenzi en su comentario del párrafo final de la Prefazione al segundo libro del De remediis y, más abundantemente, es el objeto de atención de algunas densas y sugestivas páginas que introducen su amplia selección antológica del diálogo petrarquesco. Así, en efecto, el estudioso glosa el pasaje final de la Prefatio: è una delle conclusioni della prefazione, che tocca un punto decisivo. Alla fine di tutto il discorso, dovrebbe essere chiaro, per Petrarca, che quella ‘fortuna’ è una nozione vuota e superficiale, estranea a ogni seria dimensione speculativa. Mentre tutt’altra cosa, ben reale e costitutiva della realtà, è la ‘lite’, cioè la lotta e il movimento che travagliano il mondo e ne mutano incessantemente gli equilibri34.
Y en dos bellas páginas de la Introduzione, Fenzi, tras haber especificado que en general, para Petrarca, la Fortuna no es más que la «somma delle cose che accadono fuori dalla volontà o dalle intenzioni dell’individuo: è il caso, insomma, che non ha alcun riguardo delle qualità della persona che premia o colpisce», continúa precisando que, particularmente en el De remediis, una vez que la «nozione vuota» o «etichetta di comodo» de la Fortuna ha sido juntada con la noción de Heráclito «che Petrarca fa sua e alla quale dà grandioso e tragico rilievo», se consigue que La ruota della Fortuna diventa, al confronto, una ben pallida immagine della realtà: una rappresentazione addirittura edulcorata che finisce per occultare la ragione ultima del suo movimento, e cioè la guerra, il cozzo mortale che a ogni vittoria accompagna una sconfitta, a ogni nascita accompagna una morte35.
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Petrarca, I rimedi all’una e all’altra fortuna, 2009, p. 194, n. 65. Petrarca, I rimedi all’una e all’altra fortuna, 2009, pp. 32-33. Por lo demás, ya Cristophe Carraud, en la larga nota dedicada a la cita «Nec fatum nec fortuna» (san Jerónimo, In Esaiam 5 23 9), había concluido «La nature de la fortune n’intéresse nullement Pétrarque; n’a pas d’essence ce qui n’a pas d’existence [...] Quant à l’idée de dissiper la fortune par un travail sur les causes objectives, elles est étrangére à Pétrarque [...]. La seule chose qui lui importe, c’est le dispositif, rhétorique au besoin en son sens le plus extérieur, qui nos permettra de remonter a nous-mêmes» (Petrarca, Les rémedes aux deux fortunes, 2002, II, pp. 416-417). 35
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No es casual que el largo discurso que Petrarca asigna a la Prefatio del segundo libro se cierre, en efecto, con una serie interminable de antítesis, en la que al lector se le hace patente el vaivén sin tregua de la vida de los hombres: Nam ut sileam reliquos motus, velle, nolle, amare, odisse, blandiri , minari, irridere, fallere, fingere, iocari, flere, misereri, parcere, irasci, placari, labi, deici, attolli, titubare, subsistere, progredi, retroverti, inchoari, desinere, dubitare, errare, falli, nescire, discere, oblivisci, meminisse, invidere, contemnere, mirari, fastidire, despicere simulque suspicere et que sunt eiusmodi, quibus utique nichil incertius fingi potest, quibusve sine ulla requie ab ingressu usque ad exitum fluctuat vita mortales36. [«Y aunque deje de decir todos los otros movimientos, no callaré el querer y no querer, amar y aborrecer, halagar y amenazar, escarnecer, engañar, fingir, burlar, llorar, haber compasión, perdonar, ensañarse, amansarse, caer, levantar, titubar, estar, andar adelante, tornar atrás, comenzar, acabar, dudar, errar, ser engañado, no saber, aprender, olvidar, acordarse, haber invidia, menospreciar, maravillarse, enfastiarse, mirar abajo y juntamente arriba y otras cosas desta manera, que ninguna cosa más incierta se puede pensar, en las cuales desde el principio hasta el fin peligrosamente navega la vida de mortales»]37.
La grandiosa representación petrarquesca de un universo que, desde la dimensión cósmica hasta las más pequeñas criaturas, está gobernado en su totalidad por la ley de la lis heraclítea, es sometida, por otra parte, al programa didascálico que encerraba todo el tratado, y que hacía urgente la búsqueda de los remedia contra los múltiples casos de la Fortuna. El imponente despliegue de exempla suministrados en los dos libros del tratado llegaba a constituir un auténtico prontuario de remedia ofrecidos a quien estaba sujeto a los reveses y a las ilusiones de la Fortuna. Por lo demás, ya a finales de 1354, en una epístola (Seniles, XVI, 9) dirigida a Jean Birel, prior de la Gran Cartuja de Grenoble, Petrarca, aludiendo a la contemporánea composición del De remediis, confesaba el propósito ético y didascálico implícito en la obra en fase de composición: «Est mihi liber in manibus, de Remediis ad utramque fortunam in quo pro viribus nitor, et meas, et legentium passiones animi mollire, vel si datum fuerit extirpare» («Estoy ocupado en un libro sobre los remedios de una 36 37
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Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, p. 946. Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, p. 454.
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y otra fortuna, en el que, por lo que puedo, me esfuerzo en aplacar o, si lo consigo, en extirpar mis pasiones y las de los lectores», traducción mía.)38. Atendiendo al pasaje citado, Marco Ariani se ha referido así al De remediis: Petrarca ha tentato l’opus magnum di sintesi in cui la riflessione etica, estesa anche alle condizioni materiali dell’ars bene vivendi et moriendi, offrisse, nel contempo, una soluzione definitiva alle contraddizioni proprie e di tutti. Una sorta di contemperamento catartico, previo un grandioso, esaustivo regesto di quelle antitesi in tutta la loro devastante potenza distruttiva (1999, p. 145).
En conclusión, el principio de la guerra perenne al que, en el De remediis, va unida la universal reducción de la realidad a exempla, se justifica exclusivamente en función del auténtico prontuario de remedia que Petrarca, a través de la Razón, ofrece a los hombres que resultan víctimas de las cuatro pasiones (Goce o Placer, Esperanza, Dolor,Temor), en ideal prosecución con lo que san Agustín sugería en una página del Secretum a Francesco, infatigable a la vez que despreocupado lector de las obras de Séneca y de Cicerón: Quotiens legenti salutares se se offerunt sententie, quibus vel excitari sentis animum vel frenari, noli viribus ingenii fidere, sed illas in memorie penetralibus absconde multoque studio tibi familiares effice; ut, quod experti solent medici, quocunque loco vel tempore dilationis impatiens morbus invaserit, habeas velut in animo conscripta remedia39. [«Cuantas veces en el curso de tus lecturas tropieces con sentencias beneficiosas y sientas cómo te estimulan el ánimo o lo refrenan, no confíes en las fuerzas de la inteligencia: consérvalas al abrigo en la memoria y pon el máximo interés en familiarizarte con ellas; y así, tal los médicos expertos, en cualquier lugar o tiempo que se declare una enfermedad que no sufra largas, tendrás los remedios como escritos en el alma. Se dan, tanto en el cuerpo como en el alma humana, en efecto, ciertas dolencias mortales a la
38
Petrarca, Rerum Senilium Libri. Le Senili, 2010, vol. III, l. XVI, ep. 9. Petrarca, Secretum, 1992, p. 192 y ver también p. 352, n. 246, donde a propósito del pasaje comentado se lee «è questo il punto di partenza del De remediis». Sobre la relación entre el pasaje del Secretum y «el proyecto del gigantesco De remediis utriusque fortune», ver la larga nota en Rico, 1979, p. 235, n. 359. 39
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más mínima dilación: si se retrasa la medicina, se amputa la esperanza de salvación»]40.
En un reciente y rápido perfil de Francesco Petrarca, en el que abundan interesantes apuntes críticos, su autor, Enrico Fenzi, siempre a propósito del De remediis, ha escrito que «Dietro la guerra perenne che anima ogni particella del creato non ci sono altri spazi: per la verità, non c’è neppure un dietro», queriendo aludir con ello al hecho de que en el tratado petrarquesco no hay rastro alguno de un ius naturale; y ni siquiera de un «mito originario, una perduta età dell’oro, un deposito metatemporale di valori». En ausencia de todo eso, añade Fenzi: «se un principio d’ordine e di pace esiste, esso sta solo nella coscienza del saggio, come sua personale e difficile ma in qualche modo altrettanto obbligata e inevitabile conquista interiore» (2008, p. 42). Tal afirmación encuentra corroboración en la aserción que se lee en el mencionado estudio introductorio a la antología del De remediis, donde el estudioso reafirma: In questa universale battaglia la provvidenza diventa una faccenda ben drammatica, ed è precisamente qui, al centro del turbine che rovescia ogni cosa, che l’individuo è chiamato a trovare nel profondo di sé l’unico punto fermo al quale si può aggrappare per dare un senso e una norma alla propria vita41.
Tocamos un punto decisivo de la entera cuestión que es mi intención discutir, también en relación con el prólogo de la Tragicomedia, porque, si se trata de imponer un control racional a la caótica y prodigiosa monstruosidad de los avatares humanos, no es idea tan peregrina preguntarse: ¿Quién contribuye a la formación de la conciencia del sabio? ¿Y quién asegura su conquista interior? Es decir, ¿quién concurre a la constitución de ese punto firme interior, gracias al cual le es concedido al individuo poder dotarse de un sentido a sí mismo y de una norma a la propia vida? En el prefacio al primer libro del De remediis, dirigiéndose a Azzo da Correggio, dedicatario de la obra, Petrarca escribe:
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Petrarca, Secreto mío, 1978, p. 94. Petrarca, Rimedi all’una e all’altra fortuna, 2009, p. 33.
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Studui hercle non ut unumquodque michi speciosius, sed ut tibi atque aliis — si tamen alius quisquam hec attigerit — utilius visum est conquirere; denique finis meus is, qui semper in hoc genere studiorum fuit, non tam scilicet scribentis laus quam legentis utilitas, si qua ex me percipi aut sperari potest: ad id maxime respexi, ne armarium evolvere ad omnem hostis suspitionem ac strepitum sit necesse, quin mali omnis et nocentis boni atque utriusque fortune remedium breve sed amica confectum manu, quasi duplicis morbi velut non inefficax antidotum, in exigua pixide omnibus locis atque temporibus ad manum, ut aiunt, et in promptu habeas42. [«Mi estudio fue no en buscar lo más hermoso, mas lo que a ti y a otros, si por ventura alguno otro desto ha de gozar, fuese más provechoso. Finalmente, mi fin fue el que siempre en este linaje de estudios ha seído: no querer tanto el loor para el que escribe como la utilidad para el que lee, si alguna de mí tomar o esperar se puede. Y a lo que principalmente miré es que no fuese necesario a cada sospecha o ruido del enemigo revolver todo el armario, mas que tengas para cualquiera mal o dañoso bien y para entrambas las partes de la fortuna un breve remedio con amigable mano compuesto, y para su doblada enfermedad a mano, como dicen, en todo tiempo y lugar una singular medicina en pequeña bujeta»]43.
No me corresponde a mí juzgar si el De remediis es o no «l’opera più medievale del Petrarca» (Ariani, 1999, p. 157), pero por más que se quiera desconfiar de la declaración de discreción con la que el aretino revela no querer tanto el «laus scribentis quam legentis utilitas», no hay duda de que en el extenso tratado, comenzado en Milán en 1354 y terminado de componer en 1366, el literato o el intelectual se reconoce como tal, dado que cumple la función de «allestire una sorta di enciclopedia comportamentale da avere sottomano»; o lo que es lo mismo, de elaborar un concreto y minucioso programa en el que reflejar una actitud moral con la que valerse ante los avatares afortunados y los adversos; en suma, de suministrar a los individuos que, como Azzo, hayan «ricevuto in tutte le altre cose dalla fortuna un trattamento così vario»44, un conjunto orgánico de instrucciones, útil para soportar las inevitables miserias de la condición humana. La extraordinaria fuerza de novedad con la que el padre del humanismo transforma una vieja máxima en una visión extraordinariamente 42
Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, I, p. 16. Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, pp. 414-415. 44 Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, I, p. 18. 43
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moderna de la sociedad humana, donde «l’universale legge della vita è la guerra e non esiste nulla che non sia frutto di un atto di violenza, niente è davvero stabile, e tanto meno ciò per cui soprattutto si combatte, il potere» (Fenzi, 2008, p. 42), halla su desmesurado y permanente contrapunto en el diseño con el que el auctor, que se identifica con la Ratio, al ejercer «una proditoria e sistematica valorizzazione della rinuncia e dell’ascesi», llega a operar una «scelta antimondana», en singular y fascinante «contrasto con l’immenso apparato filologico-erudito che Petrarca si diverte a dispiegare e nel contempo a corrodere in una palinodia impietosa, ma non priva di sottili ambiguità, secondo l’amato procedimento per paradossi e ossimori» (Ariani, 1999, p. 158). 4. EL MUNDO COMO CAMPO DE BATALLA, ENTRE «CONSCRIPTA REMEDIA» Y «LABERINTO DE ERRORES» En el primero de los tres capítulos que forman el sugestivo volumen de Consolación Baranda, dedicado a aclarar la relación entre el epicureísmo y la visión conflictiva del mundo presente en la Tragicomedia, la autora, al referirse al llamado segundo prólogo de la obra, tras haber recordado las válidas aportaciones de Menéndez Pelayo, Castro Guisasola y, sobre todo, de Deyermond, observa que «A pesar de lo minucioso del estudio de las fuentes, sigue en pie el problema de si este prólogo debe ser tomado en serio o no» (2004, p. 26). Naturalmente, la respuesta a esta cuestión —y Baranda es la primera en reconocerlo— no puede ser formulada recurriendo a un simple monosílabo. En todo caso, al recordar la opinión expresada por Francisco Rico, reproducida por mí al comienzo de estas notas, empezaría excluyendo que la relación entre los dos prólogos pueda definirse en los términos de una «intención a todas luces irónica satírica y paródica» (Alcalá, 1977, p. 42)45, admitiendo que los tres géneros mencionados puedan de alguna manera equivalerse. El discurso de Baranda, que si bien, in limine, la autora presenta en ideal continuación con los trabajos del citado Ángel Alcalá, se revela pronto muy complejo y articulado. Por lo que atañe al caso del prólogo, de todas formas, la estudiosa reconoce que «sí parece haber acuerdo en 45
Ver del mismo autor: «el Prólogo [...] no puede encerrar otra finalidad que la sardónica de decir con gracia que a todo autor le consume el “temor de detractores y nocibles lenguas”» (Alcalá, 1976, p. 234).
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que la cosmovisión del prólogo es reflejo del desorden vital que anima el texto de La Celestina», y parece concordar, incluso, con el juicio de Rico, cuando admite que «resulta difícil admitir que se trate de una simple boutade, de una trivialidad ajena al conjunto de la obra» (2004, p. 26), y, sin embargo, concluye observando que Rojas «no sólo utiliza el texto de Petrarca para un fin inadecuado, trivializando de esta forma su sentido, sino que además condena al silencio las inferencias estoicas del razonamiento petrarquista» (2004, p. 30). Sobre todo esto tendremos que volver luego. Por el momento, urge dirigir brevemente la atención a las páginas del clásico libro de Stephen Gilman, en las que —como se sabe— se puede advertir una posición completamente diversa, ya que el insigne estudioso se esfuerza por ilustrar cómo el tema de La Celestina —o sea, en la sintética y correcta definición que de él ofrece Deyermond: «the sense of live implicit in an author’s work» (1961, p. 113)— se encuentra en estrecha conexión y en íntima sintonía con el De remediis petrarquesco, siendo la relación más específica con el prólogo de la Tragicomedia, al que Gilman atribuye un valor especial, porque está «escrito con un máximo de perspectiva crítica» (1974, p. 235), al ser la última aportación de Rojas a la finalización de la obra, y sobre todo porque «en el Prólogo presenta Rojas el De remediis de Petrarca como la obra que más ha contribuido a plasmar su propio tema y, a través de Petrarca, a Heráclito» (1974, p. 245).Y así, comenzando con una parcial —es decir, de parte— comprensión de la «conciencia del estoicismo» presente en el De remediis, que, según Gilman, «descansa en una rigurosa división entre el mundo interior y el exterior, entre el sujeto y el objeto, y que presupone una pugna forzosa entre ambas partes», y a la vez con una interpretación suya de la noción de «fortuna», prejuicialmente falsa, en cuanto «incapacidad de adaptarse al universo, incapacidad inherente en el hecho mismo de la conciencia y que solo puede corregirse desde dentro, por medio de la razón» (1974, p. 255), el ilustre estudioso, en las mencionadas páginas, llega a recorrer los diferentes estadios de composición de La Celestina, a la luz del tratado petrarquesco y de su prólogo, con el intento de reconstruir «las tres fases de la contribución temática de Petrarca a la Celestina», un procedimiento que en la exposición de Gilman halla su cumplimiento en la «adaptación temática del Prólogo», en el sentido de que, al incorporar en la redacción definitiva de la obra el ensayo petrarquesco sobre la pugna universal, «Rojas encontró la expresión más o menos clara del tema de la lucha que había estado tanteando» (1974, p. 282). Deyermond, en su volumen sobre las fuentes de
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La Celestina, tuvo ya ocasión de manifestar su desacuerdo con respecto a la «existentialist view», que está en el origen de dicha definición del tema de la obra, el cual, en la lectura propuesta por Gilman, y con palabras de Deyermond, consiste en el «conflict of man against the limitations of his condition, the two major antagonist being the universe, which limits and finally destroys life, and the sentiment of love, which give live its full significance» (1961, p. 113)46. Todavía más interesante para nuestro propósito es que la disconformidad de Deyermond afecta, en primera instancia, a la interpretación ofrecida por Gilman de la relación entre los prólogos de las dos obras, ya que la «picture of strife», de la que el español quedó emotivamente muy impresionado —admite Deyermond— en Rojas «become a symptom, not a cause, of his pessimism»; pesimismo que, en la obra del español, «goes far beyond conflict in any sense» (1961, pp. 113-114)47. Como se ve y como, por lo demás, ya era sobradamente conocido, las posiciones expresadas por los estudiosos sobre la relación que, en general, La Celestina mantiene con la obra de Petrarca y, en concreto, sobre la recuperación por parte de Rojas —sobre el «plagio», diría anacrónicamente Menéndez Pelayo—48 de la Prefatio al segundo libro del De remediis en el prólogo de la Tragicomedia, no solo aparecen muy discordantes entre ellas, hasta alcanzar una verdadera inconciabilidad, sino que, por medio de una cuestión que se revela asaz específica y que, en todo caso, queda restringida a una porción de texto bastante exigua, llegan a rozar problemáticas que atañen a la interpretación global, si no del tratado italiano, al menos de la obra dramática española. En estas páginas, me limitaré, pues, a exponer alguna breve observación que se circunscriba a los discursos proemiales de las dos obras, de Petrarca y de Rojas, con la intención de mostrar cómo el prólogo 46
Ver Gilman: «los principales enemigos son el universo ajeno, que limita y destruye la vida, y el sentimiento del amor que trata de crear desde la vida un significado autónomo» (1974, p. 237). 47 Deyermond reconoce que «a powerful attraction for Rojas is the theme of life as universal conflict, based on part of Heraclitus’s teaching and developed in the Preface to De Remediis ii», y, sin embargo, a continuación añade: «It is hazardous, however, to associate this aspect of the Prólogo with the correct observation that the texture of La Celestina is largely one of strife, and to conclude as Gilman does that strife of a special kind becomes the theme of the work» (1961, p. 112). 48 Ver Menéndez Pelayo: «todo el segundo prólogo es un puro plagio» (1943, III, p. 339).
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añadido en la Tragicomedia presenta novedades sustanciales respecto a su modelo, ya que está concebido según un diseño y una finalidad completamente distintos. En la Prefatio petrarquesca, como se recordará, el lector se encuentra ante un majestuoso edificio textual, con el que el autor expone, en sus mínimos detalles y con profusión de circunstancias, la visión cósmica fundada en la rerum contrarietas; una descripción que, en su prólogo, Rojas se preocupa por compendiar en pocos factores, que dan lugar así a un discurso mucho más compacto, y que discurre velozmente hasta el inédito arribo final que contiene la referencia a la obra, la Tragicomedia, como elemento que participa de la guerra perpetua49. En efecto, al igual que Petrarca ha recogido y hecho suya la sentencia heraclítea, «ex omnibus que vel michi lecta placuerint vel audita», y se le ha quedado fija en la memoria, «crebrius ad memoriam rediit»50, del mismo modo Rojas, tras haber reconocido que la sentencia es «digna de perpetua y recordable memoria» (p. 15), confiesa a su vez que la ha leído o, mejor dicho, que ha sido «corroborada», «por aquel gran orador y poeta laureado Francisco Petrarca»51. Un poco más adelante, tras haber citado un 49
En el útil Appendix puesto al final del trabajo de Seidenspinner-Núñez, 2007, la autora ha reproducido el prólogo de Rojas en la edición de Russell, en Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, pp. 195-203, evidenciando en negrita las partes que reproducen la Prefatio petrarquesca. Pues bien, en un texto que, en el Appendix citado, ocupa 122 líneas, casi la mitad son tomadas directamente, en lengua o en traducción, de la prefación del De remediis (para el Appendix, pp. 262265). En el ensayo que precede al Appendix, la estudiosa sostiene que Rojas, en su Prólogo, «elaborates his theory of language and reflects of his literary strategy», y se propone de «focus on several of the linguistic and literary implications of Rojas’ rhetoric of conflict» (p. 242). 50 Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, p. 914. 51 Justamente, Deyermond observa que «Rojas, giving this [la sentencia heraclítea] in both Latin and Spanish, makes it into a comment on a sententia of Petrarch’s own (‘Sine lite atque offensione nihil genuit natura parens’) which comes much later in the Preface». Sin embargo, continúa en su reflexión Deyermond, a pesar de una transposición tal de las partes, «this cavalier treatment of borrowed material does not disguise the fact that all the first half of the Prólogo is Petrarchan, to a greater extent, and with lass originality, that any other part of La Celestina» (1961, p. 52). Tampoco es casual que, para contribuir a una mayor eficacia del discurso, Rojas haya saldado, de hecho, juntándolas, la sentencia heraclítea y la «sententia of Petrarch’s own», ya que —como ha sido señalado— esta última es una «frase assai intensa che ferma per un momento l’andamento espositivo degli exempla e lo mette in tensione, inchiodandolo alla drammatica contraddizione, davvero leopardiana, di
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par de pasajes del prefacio petrarquesco, directamente en latín, se limita a reproducir la amplia exposición del modelo, reduciéndola a la mención de los cuatro elementos, con particular referencia a las estaciones y a algunos fenómenos naturales que las caracterizan; de los animales, con unos pocos ejemplos relativos a las cuatro especies de los «peces, fieras, aves, serpientes (p. 16)52; por último, de los hombres y de las cuatro edades de la vida humana, porque —adjuntando una frase traducida de Petrarca— «si bien lo miramos, desde la primera edad hasta que blanquean las canas, es batalla» (p. 19), que retoma, variando, «ad summam ergo, omnia, sed in primis omnis hominum vita, lis quedam est» («la conclusión, pues, sea que todas las cosas y principalmente la vida de los hombres no es otra cosa sino contienda»53. Es aquí, entonces, a propósito de los hombres y de su edad, donde Rojas añade que también «esta presente obra» ha sido «instrumento de lid o contienda a sus lectores para ponerlos en diferencia» (p. 19). Además de la concentración o reducción textual, a la que hemos aludido, es esta la verdadera novedad sustancial del prólogo de La Celestina, con respecto a la prefación del De remediis. Sin embargo, antes de afrontar este argumento decisivo, volvamos por última vez al texto de Petrarca. En efecto, el tema central de la última parte de la Prefatio petrarquesca, la que concierne a la lucha del hombre, había empezado ya algunos párrafos antes de la frase citada, cuando, después de la larga compilación una natura parens che genera le sue creature alla guerra e alla sofferenza» (Petrarca, Rimedi all’una e all’altra fortuna, 2009, p. 152, n. 15). 52 De la gran cantidad de animales que en la prefación petrarquesca ocupa numerosas páginas, Rojas se limita a nombrar exclusivamente pocos ejemplos en representación de las cuatro especies nombradas, comenzando con solo el elefante para las fieras, para continuar con el basilisco y la víbora entre las serpientes, el echeneis o rémora entre los peces; por último, halcones, águilas, gavilanes, pero, sobre todo los milanos y el rocho o ruj, para las aves. Todos los animales mencionados y las notas que les acompañan son sacados del prefacio del De remediis, con la clara tendencia a abreviar cada una de las descripciones y a seleccionar las remisiones a las fuentes clásicas y medievales, mucho más ricas en el texto petrarquesco. No obstante, en alguna rara ocasión, Rojas recurre a otras fuentes, como la glosa de Núñez de Toledo a los versos del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena, para el echeneis (ver la nota complementaria en Rojas, La Celestina, 2011, p. 718, n. 18.28), o bien «a un proceso de amplificatio», como en el caso del rocho (ver Salvador Miguel, 1993, pp. 399-400). 53 Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, p. 944; Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, p. 454.
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dedicada al reino animal y la rápida alusión «de invisibilibus», Petrarca introduce el argumento final: «Homo ipse [...] Quam continua lite agitur, non modo cum aliis, sed secum!»54. Son unas páginas, por las que el autor manifiesta una especial sensibilidad, y que resultan repartidas, tal como anticipan las últimas palabras de la frase que acabo de citar, en las dos formas de lucha extrema que afligen a todo ser humano: «Verum hac externa lite interium omissa, de qua paulo ante diximus (et que minor utinam, et ob id minus omnibus nota esset), lis interior quanta est?» («Pero, dejada aparte esta exterior discordia, de que poco ha dejimos, que pluguiese a Dios que fuese menor, y por eso de todos menos conocida ¿qué tan grande es aquella interior?»)55. Hay pasajes en esta última sección sobre la lucha limitada al ser humano, que podrían haber ofrecido a Rojas la inspiración para la parte más innovadora de su prólogo, aquella que tiene como punto central «esta presente obra», considerada a su vez como «instrumento de lid o contienda a sus lectores para ponerlos en diferencia». En realidad, ya Deyermond había sugerido tal hipótesis, señalando un breve pasaje de la prefación petrarquesca que, a su parecer, podía haber influido en Rojas, sin que este lo citase abiertamente: «Quae scriptorum prelia cum membranis, cum atramento, cum calamis, cum papyro?» («¿Qué contienda es la de los escritores con los pergaminos, con la tinta, con las péñolas y con el papel?»56). A tal propósito, Deyermond observaba: «The association of the theme of universal strife with the labour of literary composition may possibly have suggested Rojas the development of the last part of the Prólogo» (1961, p. 57). Pero mejor, si realmente se quisiera encontrar una fuente de inspiración para la parte final del prólogo de La Celestina, se podría apelar a los párrafos que preceden el pasaje indicado por Deyermond, y que se concentran en la «sententiarum dissonantia», por la que son afectadas casi todas las artes y disciplinas: los «philosophorum bella» sobre la verdad , la lis de los gramáticos, los conflicti de los rétores, las altercationes de los dialécticos, hasta los desacuerdos entre los médicos y los abogados e, incluso, «quanto est preterea de sacri est de religione difformitas animorum, no tam litteratorum verbis hominum, 54
Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, pp. 938-940. Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, p. 944; Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, p. 454, he modificado el final de la versión. 56 Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, p. 942; Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, p. 453. 55
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quam populorum armis» («¡Cúantas diferencias hay en las cosas sagradas y de religión, sobre quien más veces contienden los pueblos con armas que los letrados con palabras!»57). Sin embargo, si bien no es imposible ni incoherente querer distinguir en la prefación petraquesca lugares de los que Rojas pueda haber tomado inspiración para la segunda mitad de su prólogo, hay que reconocer honestamente que no es este el problema, y que el lector de la Tragicomedia se halla ante algo completamente inédito con respecto al modelo latino, que hasta entonces el autor español había seguido con bastante fidelidad, pero sin compartir su larga exposición escrupulosamente minuciosa. Pues bien, en una nota de su centenaria edición de la obra, Julio Cejador y Frauca, tras haber exaltado con elogios el tratado latino: «El prólogo del poeta italiano es magnífico y expresa cómo todas las cosas del mundo son lucha, lo cual hacía muy a propósito de pintar la fortuna», no ahorra ásperas críticas en relación con el texto español: pero aquí [nel prologo della Tragicomedia] viene todo ello a cuento de que la presente obra ha sido causa de contienda entre sus lectores. El ingenio consiste en la proporción entre los medios y el fin y la locura entre su desproporción. Dígase si hay proporción entre la tesis de la lucha universal y el discutir sobre una comedia58.
En términos aparentemente análogos a la «desproporción» censurada por el anticuado comentarista, también Consolación Baranda, en el libro mencionado, observa que Rojas aplica la concepción caótica del mundo a su caso particular —el título de la obra—, lo que resulta claramente inadecuado; así da un giro humorístico a sus alegatos de defensa y, a la vez, desencadena un proceso de trivialización que afecta de lleno a la fuente petrarquista (2004, p. 25).
Sin embargo, una descontextualización tal, para nuestra autora, no es más que un punto de partida, gracias al cual Rojas obtiene un doble resultado:
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Petrarca, I rimedi per l’una e l’altra sorte, 2013, III, pp. 940-942; Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, 1978, p. 452. 58 Rojas, La Celestina, 1913, p. 15, n. 40.
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Se sirve de Petrarca para negar, por medio de la parodia y la manipulación de su texto, el sentido del estoicismo. Pero, además, Rojas se aleja también radicalmente del espíritu de la obra petrarquista en otro aspecto: la dimensión ética, en términos, por supuesto, de religión cristiana (p. 31).
Las conclusiones de Baranda pueden compartirse solo en parte, en el sentido de que «la actitud irónica ante el caudal de sabiduría que ofrecen los aforismos senequistas y petrarquistas» (p. 36) es una disposición sobre la que no cabe nutrir duda alguna, pero solo en cuanto pertinente al mundo representado por Rojas y, por tanto, es exclusiva prerrogativa de los personajes de los que ese mundo está poblado: en suma, son los varios Sempronio, Pármeno, los mismos Calisto y Melibea, y obviamente, sobre todos ellos, Celestina, los que parodian y, en consecuencia, critican, en sus corrosivos discursos «las convenciones del amor cortés o la sabiduría de acarreo ofrecida por florilegios y libros de máximas» (p. 36). Pero en el Prólogo a la Tragicomedia es la voz autoral la que se expresa sobre el mundo que se apresta a representar y, con relación a cuanto afirma y a la posición que asume, no diría que pueda hablarse de ‘desproporción’ o de ‘inadecuación’ ni, mucho menos, de una distorsión respecto de la prefación petrarquesca, con la intención de parodiar la visión cósmica que en ella se expone. Si distorsión hay con respecto al texto original, esta consiste en el llevar la obra misma al campo de batalla: «¿quién negará que haya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?» (p. 20). Así pues, aun partiendo de premisas semejantes, o sea, de la visión cósmica basada en el conflicto en todos los niveles de la realidad, es la concepción de la obra literaria, sin embargo, la que resulta completamente diferente en los dos autores, porque, si para Petrarca la obra se construye monumentalmente en torno al intento de recomponer el conflicto que denuncia, dando por supuesto que existe un principio de orden y de paz como conquista interior del sabio; para Rojas, por el contrario, la obra refleja los conflictos del mundo, siendo ella misma el lugar en que se realiza el contraste entre tendencias opuestas, el espacio imaginario en que coexisten sistemas de valores distintos y contrapuestos, en lucha entre ellos («una descomunal contienda entre los valores y los contravalores», como declara Américo Castro 1965, p. 107) y que, además, se presentan divididas entre conservación e innovación, entre conformidad con la tradición, como valores autorizados por los diferentes códigos de conducta vigentes en la sociedad y la cultura de la época, y, por otro lado, ruptura con el pasado, como conjunto de
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valores que propenden al cambio y que, por ello, son o no aceptados en absoluto, o bien son aceptados e incluso autorizados, pero no por todos los códigos de conducta sociales y culturales. Entre las dos obras y las respectivas épocas en las que fueron compuestas, entre los dos sistemas culturales que ellas presuponen y —¿por qué no?— entre las dos sensibilidades artísticas que animan a sus autores, a más de muchas otras cosas, es el papel y la función del literato los que están en juego, con la insustituible mediación de los géneros literarios a los que ambas obras se remiten. Arquetipo del intelectual moderno, es opinión muy común que «nessuno come Petrarca ha costruito la propria immagine di scrittore come vivente coincidenza di opposti, come instancabile ricerca di una soluzione che lasci però impregiudicati i termini del dissidio e della scissione» (Ariani, 1999, p. 18). Cuando, en Milán, en 1354, comenzó a componer el De remediis utriusque fortuna, Petrarca se había dejado atrás la reescritura del Secretum que, si bien se había cerrado bajo el signo de una aparente ambigüedad («Adero michi ipse quantum potero...»), no dejaba, sin embargo, ninguna duda sobre la expresión de una profunda exigencia de redefinición de los parámetros morales e intelectuales. Pues bien, en el De remediis, una visión increíblemente moderna que encarna una naturaleza, madre y madrastra, que genera sus criaturas para destinarlas a la guerra y al sufrimiento encuentra su contrapunto en una «sorta di monumentale enciclopedia di comportamento», finalizada «et meas, et legentium passiones animi mollire, vel si datum fuerit, extirpare», en coherencia con un propósito moral que corresponde bien por índole e intentos con la gran perspectiva petrarquesca y en plena consonancia con la tradición clásica: A sopportare i mali della vita —ha escrito Fenzi a propósito del De remediis— giova anche una serie di conscripta remedia, di rimedi scritti ispirati ai principi di ragione e appoggiati a esempi illustri che mostrino come quei principi siano storicamente riusciti a tradursi in comportamenti umani concreti e riproducibili (2008, p. 33).
Ningún literato está más lejos de la figura del intelectual europeo que fue Petrarca, maestro de vida y de cultura tanto en su patria como fuera de sus confines, como el bachiller Fernando de Rojas, quien recoge la posición especulativa del mundo como campo de batalla, «corroborada por aquel gran orador y poeta laureado Francisco Petrarca»,
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haciendo de ella el marco teórico en el que se realiza en su totalidad la turbia navegación de la existencia de todos los personajes que pueblan el cerrado universo de su Tragicomedia. Pero para nuestro bachiller se trata verdaderamente de una ley universal de la vida, a la que nada se le escapa —mucho menos su obra—, y con respecto a la cual no es consentido recuperar ningún principio de orden y de paz, entre otras cosas porque es impensable que haya una figura de sabio, en cuya conciencia ese principio se halle como obligada e inevitable conquista interior. En sustancia, entre el prólogo del autor y la representación de la historia dramática, el lector de La Celestina no asiste a ningún contrapunto, ni entre las funciones del literato se encuentra, para Fernando Rojas, la médica y reparadora de encontrar remedios a los males del mundo, según el precepto ya registrado en el Secretum («habeas velut in animo conscripta remedia»), ya que el papel del moderno escritor e intelectual —como Rojas lo entiende— es el de representar la tempestad de la vida del hombre siempre a la merced, en el bien y en el mal, de las pasiones que lo devoran. 5. «L’ORDRE N’EST PLUS ROI» Ahora podemos volver al problema que habíamos decidido posponer, para dar lugar a alguna consideración final sobre el significado que adquiere en La Celestina la concomitancia de predominio de la Fortuna y pérdida del orden y, en sustancia, para interrogarnos sobre la naturaleza de este mundo sin orden que es punto central de la representación de la Tragicomedia. En las dos apelaciones a la Fortuna y al mundo, hemos visto cómo para Pleberio, víctima del más absoluto desconsuelo, la corrupción del orden de las cosas se debe imputar a la indebida irrupción de la Fortuna en lo que no le corresponde y, más en concreto, al hecho de que ella ejerce su propia soberanía, no sobre «los bienes de fuera, de los cuales la fortuna es señora» (pp. 42-43)59, tal y como se expresa Sempronio al comienzo de la obra, sino sobre la vida de la hija, golpeando de esta forma al anciano padre en la esfera afectiva, esto es, hiriéndolo en su amor paternal; con la consiguiente subversión total del orden natural, por lo que —tal y como se lamenta una vez más Pleberio— se genera 59 Para la fuente del pasaje que debe identificarse en las Auctoritates Aristotelis, ver Ruiz Arzálluz, 1996, p. 271.
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una relación invertida entre la muerte del padre y la de la hija: «Turbose la orden del morir con la tristeza que te aquejaba» (p. 338), y también, por su respectiva naturaleza, entre la cualidad propia de la juventud y la de la vejez, porque —si Melibea le hubiera sobrevivido— «Diérasme, fortuna fluctuosa, triste la mocedad con vejez alegre, no pervertieras la orden» (p. 339). Que se trata de una auténtica subversión del orden natural, determinada por la herida infligida al amor paternal por la pérdida de la hija60, lo confirman, entre otras cosas, las breves consideraciones que María Rosa Lida dedicó a la parte del lamento de Pleberio a la que me estoy refiriendo. Tras haber mencionado el pasaje del De remediis en su momento señalado por Cejador y Frauca como posible fuente de nuestro fragmento, la eminente estudiosa argentina comentaba: Las palabras [...] en que Pleberio no reconoce a la Fortuna, «ministra e mayordoma de los temporales bienes», jurisdicción sobre la vida, se desvían por completo de Petrarca [...], a fin de subrayar el amor paternal de Pleberio, que de buena gana hubiese rescatado con los «grandes heredamientos» su «florida planta» (1970, p. 474).
María Rosa tenía razón al subrayar cómo, en las páginas finales de la Tragicomedia, Rojas se había esmerado en la realización del «planteo básicamente humano de Pleberio como padre», insistiendo sobre «lo moderno [...] de semejante concepción del bondadoso padre» (p. 475, n. 4). Desde mi perspectiva, observo que todo ello contribuye a hacer todavía más radical la protesta de Pleberio contra Fortuna, la cual —en sustancia— es acusada de subvertir el orden natural, puesto que con su cruel acción incide indebidamente en el amor natural, el del padre por la hija, por lo que, al actuar así, se le imputa el traspasar los límites que le han sido impuestos, ya que desde los «bienes de fuera» acaba obrando e influyendo nada menos que sobre el ámbito de la vida moral, que tiene en el amor su fundamento61. 60
Al referirse a san Agustín, Wardropper ha observado que «This reign of destruction —the opposite of the Kingdom of Heaven— is the disorder of which she was lived» (1964, p. 151). 61 Para Fraker, «Love as a source of disorder is certainly the burden of a large segment of Pleberio’s soliloquy» y, más adelante, «Love does it damage by leaving its victims exposed to Fortune, to all the chances and changes of the world [...] love sows chaos in the world» (1966, p. 520 y p. 526). Más correctamente, Wardropper había atribuido el desorden del mundo celestinesco al dominio de la cupiditas, «the
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Así pues, si el predominio de la Fortuna tiene como efecto el de generar un mundo sin orden, no estaría de más preguntarse qué es lo que determina, en el desordenado mundo representado en La Celestina, este predominio de la Fortuna, con respecto al cual —conviene recordarlo— ningún personaje del universo celestinesco se asemeja, siquiera lejanamente, al sabio del De remediis, en cuya conciencia existe, como su conquista interior, «un principio de orden y de paz», fruto de su búsqueda personal de los remedia contra los múltiples casos de la Fortuna. En lugar del «principio de orden y de paz», en La Celestina se asiste al triunfo del desorden, eso es el mundo como «laberinto de errores» evocado por Pleberio, y al campar de la «contienda», según la sentencia heraclítea citada por el autor. Un mundo en conflicto perenne, cual es el que se impone en la Tragicomedia, y en el que «sine lite atque offensione nil genuit natura parens», en conformidad con el dictado petrarquesco, es un mundo que no conoce la paz, puesto que, como establece la célebre definición de san Agustín, el orden es el elemento esencial de la paz: «Pax omnium rerum, tranquillitas ordinis» (De civitate Dei, XIX, 13, 1), una idea compartida por santo Tomás de Aquino, que en el De malo escribe: «Unde bonum universi est bonum ordinis» (quest. 16, art. 9). En la concepción de san Agustín, por lo demás, el orden, en cuanto recta dispositio, disposición apropiada de las cosas, es un concepto estructural y relacional: «Ordo est parium dispariumque rerum sua cuique loca tribuens dispositio». A fin de cuentas, si en La Celestina la Fortuna señorea, ensañándose en ámbitos que no le pertenecen, si flagela a los hombres golpeándolos en la esfera afectiva, en vez de limitarse a ejercer su soberanía exclusivamente sobre los «bienes de fuera», eso se debe a que en el universo celestinesco los «bienes de fuera» prevalecen sobre todos los demás; eso se debe, en definitiva, a que el universo celestinesco está marcado por el error moral, constituido por el excesivo apetito que todos los personajes dan muestras de sentir por el sexo y el dinero, por lo que la expresión que se lee en la décima «de cabo roto», contenida en los versos preliminares del Quijote, continúa siendo la más sintética
excessive appetite for women and money» (1964, p. 149). En su trabajo ya mencionado, Di Camillo se refiere a «esa postura trasgresora que se le atribuía al epicureísmo “vulgar”, la cual negaba la idea de un mundo bien organizado y gobernado por la divinidad, afirmando en cambio que todo se dice por “contienda”, desde el destino del hombre al universo creado» (1999, p. 77).
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y exacta definición de la obra maestra de Rojas: «libro [...] diví-, si encubriera más lo humá-»62. «El largo discurso de Pleberio —ha observado con razón Moreno Castillo en su reciente libro sobre la Tragicomedia— es el momento en que todo el dolor y el desorden que ha producido la acción se hace experiencia consciente de un personaje» (2010, p. 233). En este sentido, resulta todavía muy útil la pregunta que se hacía Wardropper en uno de los primeros trabajos de la crítica moderna sobre el planctus de Pleberio: «In what way is this elegiac lament on the disappearance of order a summation of La Celestina?» (1964, p. 149). Trato de responder con otra pregunta: ¿Pero qué orden, o sea, qué recta dispositio, podría haber, de hecho, en un mundo que resulta íntegramente gobernado por la ley conjunta del placer y del provecho, los únicos valores a los que obedecen la totalidad de los personajes que componen el universo celestinesco? La búsqueda del amor, como placer sexual, esto es, «la dulzura del soberano deleite» (p. 68), según la expresión usada por Celestina en su intento por granjearse a Pármeno, y, junto con ella, la búsqueda del dinero, incluso como medio de autonomía social: «vivo de mi oficio» (p. 259), protesta Celestina aferrada a sus ganancias hasta la muerte, son, como se sabe, los dos filones temáticos que atraviesan de principio a fin la obra de Rojas, y le delimitan la esfera de los valores en los que se funda el mundo puesto en escena en La Celestina. Por otra parte, entre los dos filones temáticos mencionados se establece una solidaridad tal que, en la Tragicomedia, se produce la que Carmelo Samonà definió «una corsa dei due grandi appetiti umani —la lussuria e il denaro— che si intrecciano e si alleano» (1972, p. 235), hasta superponerse —podríamos añadir— e, incluso, confundirse en la total dependencia de uno hacia el otro, tal y como se advierte en las palabras iniciales que Sempronio dirige a Celestina, en su primer encuentro: «Calisto arde en amores de Melibea, de ti y de mí tiene necesidad. Pues juntos nos ha menester, juntos nos aprovechemos» (p. 51). Son numerosos los pasajes de la obra en los que resulta evidente la relación de correspondencia entre las dos esferas, erótica y económica, así, por ejemplo, en la ecuación que aflora en el impertinente a parte con el que, en el acto XI, Pármeno comenta la prisa que se da Celestina en abandonar la casa de Calisto, justo después de haber recibido la recompensa de la cadena de oro: «[Celestina] no se halla digna de tal don, tan 62
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Cervantes, Don Quijote de la Mancha, 2015, p. 30.
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poco como Calisto de Melibea» (p. 237), con los dos objetos de deseo —Melibea y la cadena de oro— paradójicamente asimilados uno al otro, en virtud de la correlación entre los dos ámbitos que, juntos, completan el universo celestinesco. Todavía más elocuente y lleno de consecuencias en el plano del significado es el pasaje en el que la vieja alcahueta, en directo contacto con las más secretas gracias físicas de Areúsa, exhorta a la bien dotada pupila a que no peque de avaricia reprimiendo los humanos deseos masculinos: Por Dios, pecado ganas en no dar parte de estas gracias a todos los que bien te quieren. Que no te las dio Dios para que posasen en balde por el frescor de tu juventud debajo de seis dobleces de paño y lienzo. Cata que no seas avarienta de lo que poco te costó; no atesores tu gentileza, pues es de su natura tan comunicable como el dinero (p. 175)63.
Nunca como en estas palabras de Celestina a Areúsa, los dos ámbitos del eros y de la economía, del placer y del provecho, resultan tan cercanos, o sea, mezquinamente asociados por la naturaleza común de gentileza y dinero, los cuales —en cuanto bienes, ambos, ‘comunicables’— componen un universo basado en la circulación, es decir, abierto a la relación y al intercambio continuos, en contra de la cerrazón de un mundo material y mental que se enroca en su orden, impidiendo todo tipo de movimiento y de tránsito. Podría continuar aduciendo muchos otros ejemplos, útiles para corroborar que, en el fondo, aunque en diferentes medidas y con diversas modalidades, para todos los personajes de La Celestina es válido lo que el Argumento de la obra atribuye solo a los criados, y que todos ellos, sin exclusión alguna, en sus desventuradas vidas, se dejan apresar complacidos «con anzuelo de codicia y deleite» (p. 24). No cabe sorprenderse, pues, de que en un universo que conoce exclusivamente los «mundanos bienes» que pueden resumirse en los dos elementos determinantes del dinero y del placer, la Fortuna ejerza de dueña absoluta, la cual, siendo mudable por definición, es enemiga de cualquier orden, entendido agustinianamente como «pax omnium rerum», y por ello, en cuanto adversaria de la «tranquillitas ordinis», es generadora de la «sconvolgente rappresentazione [ya petrarquesca] del 63 El pasaje será el núcleo central de las consideraciones desarrolladas en el último apartado sobre el «dinero» del siguiente capítulo.
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naturale odium che regola tutti i rapporti tra esseri animati e cose inanimate (Ariani, 1999, p. 146), y que en la Tragicomedia —como hemos visto— no exime ni siquiera a la obra literaria, incapaz de ofrecer un programa didascálico fundado en aquellos remedia que, en el diálogo latino, contrastaban, en la conciencia del sabio al menos, «la lotta e il movimento che travagliano il mondo e ne mutano incessantemente gli equilibri», como observa Fenzi64. La lid perenne, la guerra cósmica, el dominio absoluto de Fortuna, el universo temporal como «labyrinthus errorum», el mundo sin orden: estos son los términos en los que he centrado mis observaciones, con la intención de sugerir la idea de La Celestina como la obra por excelencia de una época de crisis. Final de un mundo, de una civilización, de los valores existentes, por un lado, así como puesta en discusión, perturbación y desequilibrio de un orden establecido hacia la superación del status actual, por otro lado; la crisis, como periodo problemático entre dos periodos normales, representa un cambio de época capaz de conducir a un nuevo equilibrio. Obra maestra literaria absoluta de una época de crisis, o sea, de una época de radical transición histórica, para La Celestina es válida la fórmula acuñada por Edgar Morin: «l’Ordre n’est plus roi», con la que el gran sociólogo francés, desde la altura de su autoridad y de su respetable edad, ha vuelto sobre el concepto de crisis, del que había ofrecido una teoría en un escrito de cuarenta años antes, titulado Pour une crisologie (1976)65. En este sentido, como fruto sin par de una época de transición histórica, ninguna obra mejor que La Celestina se nutre de la relación entre conservación e innovación a la que remiten los sistemas de valores en conflicto que la obra de Rojas pone en juego. En efecto, en ella coexisten dos sistemas de valores distintos, de los que uno se presenta como tradición y, en cuanto tal, es conservativo, al tratarse de valores autorizados por los diferentes códigos de conducta vigentes en la sociedad y en la cultura de la época, mientras que el otro lleva consigo los caracteres de mayor novedad que hace que propenda al cambio y que, por tanto, tenga como objeto valores que son o no aceptados en absoluto, o bien son aceptados e incluso autorizados, pero no por todos los códigos de conducta sociales y culturales. Para su autor, pues, la obra 64
Petrarca, Rimedi all’una e all’altra fortuna, 2009, p. 184, n. 65. El ensayo puede leerse ahora junto con el texto de la conversación que tuvo el autor con François L’Yvonnet, en Morin, 2016. Para la expresión «L’Ordre n’est plus roi», ver Morin, 1981, p. 76; y también 1984. 65
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refleja los conflictos del mundo, siendo ella misma el lugar en que se realiza el contraste entre tendencias opuestas, el espacio imaginario en que coexisten —como decía— sistemas de valores distintos y contrapuestos, divididos entre conservación e innovación, entre conformidad con la tradición y ruptura con el pasado. En consecuencia, el lector de la Tragicomedia participa, hasta que dura la lectura de la obra, de este conflicto, identificándose con un conjunto de valores en decadencia, pero que continúan estando plenamente en vigor, y, al mismo tiempo, con el opuesto agregado de valores nuevos, todavía en gestación. En virtud de esta doble, contradictoria identificación, el lector de La Celestina, como Pleberio al final de la Tragicomedia, vive una situación en la que el mundo se le manifiesta sin orden, un mundo en el que «el orden ya no es rey».
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CAPÍTULO III «UNA SOCIEDAD SECULARIZADA»: MAGIA, TIEMPO, DINERO
El último capítulo del libro de Antonio Maravall sobre la obra maestra de Rojas se abre bajo el signo de la celebración de los «placeres de la vida» (1973, p. 152) que, como «expresión del nuevo espíritu del Renacimiento», compartirían obras tan diferentes como La Celestina y los Libri della famiglia, sobre la base de la coincidencia de las palabras que la alcahueta le dirige a Melibea durante el primer encuentro de las dos mujeres: «el vivir es dulce» (p. 119), y las que Lorenzo les dirige a sus familiares: «questa dolcezza del vivere»1. No importa, en este lugar, que exista una diversidad radical de los contextos en los que se realiza la alusión a la idea de placeres de la existencia humana. La astuta vieja que, en su coloquio con la joven, comienza lamentándose de las aflicciones de la vejez y, al mismo tiempo, exaltando los «placeres y mayores deleites» de la «noble juventud y florida mocedad» (p. 118), cuando Melibea le pregunta por qué se empeña tanto en hablar mal de la vejez que a todos les gustaría alcanzar, le responde que la aspiración de vivir largo tiempo solo puede explicarse por el deseo de vivir con tal que se viva, ya que «desean llegar allá, porque llegando viven, y el vivir es dulce, y viviendo envejecen» (p. 119). En cambio, Lorenzo, aquejado de una grave enfermedad y preocupado por el futuro de sus hijos, confiesa a sus familiares, ya próximo al final: «Benché il morire non mi turbi troppo, pure questa dolcezza del vivere, questo piacere d’avermi e ragionarmi con voi e con gli amici, questo diletto di vedermi le cose mie, pur mi duole di lasciarlo» (p. 17). Tampoco importa, en este lugar, que la idea según la cual «el
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CAPÍTULO III «UNA SOCIEDAD SECULARIZADA»: MAGIA, TIEMPO, DINERO
El último capítulo del libro de Antonio Maravall sobre la obra maestra de Rojas se abre bajo el signo de la celebración de los «placeres de la vida» (1973, p. 152) que, como «expresión del nuevo espíritu del Renacimiento», compartirían obras tan diferentes como La Celestina y los Libri della famiglia, sobre la base de la coincidencia de las palabras que la alcahueta le dirige a Melibea durante el primer encuentro de las dos mujeres: «el vivir es dulce» (p. 119), y las que Lorenzo les dirige a sus familiares: «questa dolcezza del vivere»1. No importa, en este lugar, que exista una diversidad radical de los contextos en los que se realiza la alusión a la idea de placeres de la existencia humana. La astuta vieja que, en su coloquio con la joven, comienza lamentándose de las aflicciones de la vejez y, al mismo tiempo, exaltando los «placeres y mayores deleites» de la «noble juventud y florida mocedad» (p. 118), cuando Melibea le pregunta por qué se empeña tanto en hablar mal de la vejez que a todos les gustaría alcanzar, le responde que la aspiración de vivir largo tiempo solo puede explicarse por el deseo de vivir con tal que se viva, ya que «desean llegar allá, porque llegando viven, y el vivir es dulce, y viviendo envejecen» (p. 119). En cambio, Lorenzo, aquejado de una grave enfermedad y preocupado por el futuro de sus hijos, confiesa a sus familiares, ya próximo al final: «Benché il morire non mi turbi troppo, pure questa dolcezza del vivere, questo piacere d’avermi e ragionarmi con voi e con gli amici, questo diletto di vedermi le cose mie, pur mi duole di lasciarlo» (p. 17). Tampoco importa, en este lugar, que la idea según la cual «el
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vivir es dulce» sea una opinión ordinaria, como advertía el autor de la Celestina comentada: Que sea cosa sabrosa el bivir demas de lo que cada uno puede considerarlo por su propia persona dizelo el Philosopho lib. 9 Eticorum cap. 9: «Ipsum vivere bonum est, et secundum quod vel ex eo videtur quia omnes appetunt ipsum»; dize: «El vivir es bueno y sabroso y parece que es por lo que todos lo desseamos», como aquí dize el author2.
Lo que importa, en cambio, es que, de la coincidencia de expresiones y conceptos de los dos pasajes glosados, el ilustre historiador deducía lo siguiente, por lo que se refiere a la obra de Rojas: «el puro y simple vivir, como un goce y un valor por sí mismo apetecible, está reconocido en sus internas relaciones, por los personajes de La Celestina, como base de sus ideas sobre el mundo social» (p. 152). Se trataría, en definitiva, de una concepción de la vida ligada a un sistema de valores que, como el libro de Maravall propone persuasivamente, tiene su razón de ser en «un proceso de secularización y mundanización que se da en todos los campos de la cultura» (p. 157); un proceso que, a su vez, por un lado, se conecta con la «situación social de una clase apoyada principalmente en la riqueza» (p. 167), generada por la activación de una economía mercantil y dineraria, y que, por otro lado, se entrelaza con el producto de una cultura urbana, «en correspondencia con el auge que esta toma en el Renacimiento, sobre la base del desarrollo demográfico, económico y cultural que adquieren las ciudades» (p. 71). No cabe ninguna duda sobre los grandes méritos que para los estudios celestinescos ha tenido el libro de Maravall, cuya notable aportación, dicho con palabras de un reciente comentador suyo, «venía a abrir ese campo de investigación y a plantear de forma casi sistemática la compleja relación entre el texto y el mundo en que nace» (Bautista, 2008, p. 37). Sin embargo, como el mismo estudioso ha observado:
2 Celestina comentada, 2002, p. 101, fol. 82v. La remisión a una de las Familiares (XV, 1) de Petrarca: «... vivere, quo nichil est dulcius», por parte de Dorothy Sh. Severin (Rojas, La Celestina, 1987, p. 155, n. 17) le parece poco convincente a los comentaristas de Rojas, La Celestina, 2011, porque «fuera de la débil semejanza entre ambas [frases], [la de La Celestina] pertenece a una parte de la obra [de Petrarca] que no está contenida en la edición de 1496» (p. 823, n. 119.72).
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más que examinar el impacto del mundo en el texto, si eso es posible, a Maravall le preocupó sobre todo mostrar cómo la obra de Rojas constituye una ventana abierta a la vida de fines de la Edad Media, acercándose de esa forma al texto fundamentalmente como un documento vital, que permitía observar la intrahistoria de los años en que se compone (p. 37).
En otras palabras, si he entendido bien este juicio, el estudio de Maravall tiende a proponer una lectura de La Celestina a modo de un reflejo de la realidad histórica y social, como documento histórico más que literario, mientras que una valoración más perspicua de la naturaleza específicamente literaria de la obra y una mayor atención al texto en sí mismo, con una particular consideración de su dimensión cómica, nos llevaría a conclusiones diferentes acerca de la interpretación de la obra respecto a la propuesta por Maravall, la cual termina por privilegiar una lectura ‘conservadora’ y ‘moralizante’ de ella3. En consideración de todo ello, en el presente capítulo me propongo efectuar tres sondeos críticos sobre otros tantos temas cruciales para la lectura de La Celestina que, sin recusar la valiosa enseñanza de Maravall sobre la «compleja relación entre el texto y el mundo en que nace», pretende, sin embargo, apelarse al carácter literario de la obra con el resultado de plantear una interpretación en la que la susodicha relación, en lugar de configurarse como un mero reflejo, presente una imagen deformante de la realidad histórica y social de la que se origina la obra. Se deriva con ello también un vínculo más complejo con la cultura humanística, cuyo sistema de valores, más que ser afirmado y propugnado de forma directa, resulta sostenido por vías transversales: es decir, defendido gracias a la mediación de la comicidad de las situaciones representadas, o bien apoyado por personajes innobles o, en cualquier caso, indecorosos y de baja condición. Así, en la primera de las tres partes que componen el capítulo, he tratado de mostrar cómo el tema de la magia, que es «tema integral, no marginal» de la obra (Russell 1978, p. 267), y que resulta estrechamente asociado a las formas de vida de la sociedad urbana, se realiza en el texto a través de una específica tipología con la que lo sobrenatural se manifiesta en la literatura, y eso permite que nuestro tema se vincule con algunas de las grandes problemáticas que son centrales en la cultura 3 El lector encontrará más detalles sobre el argumento en las notas 28 y 41 del siguiente cap.V.
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secularizada de matriz humanístico-renacentista entre los siglos XV y XVI, tales como las cuestiones relativas a la libertad de la voluntad y la acción humanas, por un lado, y al dominio sobre el mundo y la realidad, por otro. La parte central es un sondeo que versa sobre la concepción del tiempo que, en La Celestina, asume las connotaciones de un conflicto entre, por un lado, la civilización cortés, en la que se impone el paradigma temporal del deseo, como prerrogativa de la clase aristocrática, y, por otro lado, la cultura urbana y la economía mercantil, según las cuales se establece la moderna ecuación que, al poner en relación directa tiempo y dinero, está en el origen de la concepción designada como «tiempo de los mercaderes» (Le Goff). El capítulo no podía concluirse sino con un último sondeo sobre el dinero, que en La Celestina no es un mero tema, cuya presencia —como es sabido— impregna toda la obra; pero, más allá de su valor temático, en efecto, en tanto en cuanto expresión de una sociedad urbana y de una economía mercantil, también el concepto de dinero sufre un proceso de secularización, por el que termina asumiendo la función totalizadora de principio ordenador que gobierna el conjunto de los ámbitos en los que se realizan los diferentes tipos de relaciones humanas. 1. «Y UN POQUITO HECHICERA»: CELESTINA ENTRE ARTES MÁGICAS Y MAÑAS PROFESIONALES
En una de las páginas iniciales de su reciente libro, dedicado al Principe di questo mondo. Il diavolo in Occidente, el historiador de la filosofía y medievalista,Tullio Gregory, observa que «poiché la spiritualità cristiana è ossessionata dalla presenza del male fra gli uomini, Satana con il suo esercito di demoni occupa uno spazio amplissimo in tutti gli scrittori fin dai primi secoli» (2013, p. 5). Pues bien, una figura demoníaca completamente singular es, como veremos, Celestina, cuya primera aparición en el texto tiene lugar por obra de Sempronio, quien la presenta de esta forma a su melancólico amo, como remedio de su mal, es decir, capaz de dar una pronta solución a la pasión amorosa de la que adolece el joven y aristócrata Calisto por la bella y rica Melibea: «una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay» (p. 47), donde la presencia de la barba ya es un signo de perversión física y moral, ya que se consideraba un síntoma de lujuria y de vinculación
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con la magia demoníaca (von der Walde Moheno, 2007). Pero, en la otra descripción mucho más larga de la vieja alcahueta, que Calisto recibe de su segundo criado, Pármeno, este, tras haber evocado el epíteto poco halagador de «puta vieja», con el que Celestina es conocida por todo el mundo y en el que se resume toda la sublime abyección del personaje, prosigue su retrato con la exposición detallada de las sórdidas actividades practicadas por la anciana mujer, a partir de una primera y sintética enumeración de sus múltiples oficios: «Ella tenía seis oficios, conviene a saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera» (p. 54), donde el incongruente adverbio de cantidad que, en forma diminutiva, acompaña al último oficio de la rica lista, dice mucho acerca de la credibilidad que el joven Pármeno está dispuesto a reconocer sobre la eficacia real de las artes mágicas de la vieja. En cualquier caso, de los seis oficios enumerados, todos funcionales a sus actividades transgresivas, salvo el primero que sirve de cobertura para los demás, el último alude nuevamente a la práctica de la hechicería, o sea, al ejercicio de las artes mágicas. Ahora bien, por más que hechicería y brujería no deban confundirse y, mucho menos, hacerlas coincidir de manera simplista, y aunque un capítulo para nada desdeñable de los estudios sobre la obra de Fernando de Rojas se dedique escrupulosamente a distinguir entre las dos actividades, prestando atención en identificar a la vieja Celestina con una hechicera, pero negando —en la mayoría de los casos— que se trate de una bruja4; no obstante, como advierte Jeffrey B. Russell, en su libro clásico sobre Lucifer. El diablo en la Edad Media «el pilar del edificio de las creencias de brujería fue la idea del pacto» con el diablo (1995, p. 340), lo que significaba que el contrayente se pusiera a las órdenes de Lucifer.Y el ya mencionado Gregory, tras haber indicado que «un’altra inquietante presenza dei demoni è legata alla pratica delle arti magiche», ha precisado a continuación que «queste arti stabiliscono un ambiguo rapporto del demonio con l’uomo che con esse sembra comandare alle potenze demoniache, ma diviene in realtà loro schiavo» (p.
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Sobre la exacta definición de los ámbitos determinados por magia, brujería y hechicería, y sobre las relaciones que se establecen entre estas tres esferas de actividad, pueden consultarse ahora los amplios y actualizados trabajos de Lara Alberola, 2010 y de Lara y Montaner, 2014, ambos con amplia bibliografía. Sobre la diferencia entre hechicería y brujería, por lo que atañe al personaje de Celestina, ha insistido Peter E. Russell en su Introducción a Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, pp. 67-76. La cuestión es el núcleo del trabajo de Cárdenas-Rotunno, 2001.
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43)5. Si bien, pues, «ay mugeres que son hechizeras y no bruxas»6, como sostiene Antonio de Torquemada a través del personaje de Bernardo, en el pacto con el diablo es una prerrogativa tanto de las primeras como de las segundas, si nos atenemos, por ejemplo, a la definición que Sebastián de Covarrubias daba de hechicería: Cierto género de encantación con que ligan a la persona hechizada de modo que le pervierten el juicio y le hacen querer lo que estando libre aborrecía (esto se hace con pacto del demonio expreso o tácito); y otras veces, o juntamente, aborrecer lo que quería bien con justa razón y causa, como ligar a un hombre de manera que aborrezca a su mujer, y se vaya tras lo que no es7.
Y sobre el trato diabólico Covarrubias vuelve también a la hora de referirse a los hechizos, definidos como «los daños que causan las hechiceras, porque el demonio los hace a medidas de sus infernales peticiones». Ahora bien, los lectores de la obra de Rojas recordarán que, en uno de los actos iniciales de la Tragicomedia, es precisamente un pacto con el diablo lo que la repugnante protagonista no duda en llevar a cabo, gracias a un conjuro, que es uno de los pasajes del libro que más numerosas e importantes discusiones críticas ha suscitado.Tras haber recibido el encargo por parte de Calisto, junto con una primera y muy prometedora recompensa de cien monedas de oro, la diligente Celestina, no tarda en ponerse manos a la obra: abandona el palacio del joven y rico amante, y se dirige a su casa, donde, con la ayuda de su protegida, Elicia, recupera del desván (sobrado) una serie de objetos, todos con una evidente connotación diabólica: un bote que contiene aceite de serpiente, un papel escrito con sangre de murciélago —la llamada nómina con palabras o signos de carácter mágico— y, finalmente, la sangre y el mechón de la barba de un macho cabrío. Luego, después de recoger los ingredientes 5
Lo corrobora con absoluta evidencia Pedro Ciruelo en su tratado sobre la Reprovación de las supersticiones y hechicerías,1551, cuando precisa que «No es verdad que el [Diablo] se dexe mandar por el nigromántico, aunque finge que se manda por él en hacer lo que el nigromántico le dice; antes es al revés, que el Demonio trae engañado al nigromántico y se sirve dél en todo lo que quiere como de una acmila o bestia suya» (fol. lviij. Parte III, cap. XII). 6 Torquemada, Jardín de flores curiosas, 1994, I, p. 726, 7 Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana, 1977, s.v. hechizar.
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necesarios para el conjuro, sola, en la última escena del tercer acto, Celestina se dedica a invocar a Satanás, con quien la alcahueta establece un verdadero pacto diabólico: Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hervientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del regno de Éstige y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales, y litigioso caos, mantenedor de las volantes harpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras (p. 108).
Celestina comienza el ritual invocando a Plutón, pero los epítetos calificativos que siguen al nombre del dios pagano del inframundo dan a entender claramente que se trata del demonio, señor del infierno cristiano, fácilmente reconocible detrás de la máscara de tradición clásica8. Por lo demás, como se ha reiterado más de una vez, «la progenie de Celestina enlaza claramente con la grey de Simeta, Ericto o Canidia [...] por acomodarse al tipo de la saga-lena o alcahueta con puntas de hechicera» (Lara y Montaner, 2014, pp. 67-68). En realidad, por lo que respecta al conjuro, las remisiones a los pronunciados por la Ericto de Lucano (Farsalia, VI, 642 ss.) y por la maga de Valladolid (Laberinto de Fortuna, estr. 238 ss.) están más que justificadas. Sin embargo, atendiendo a una mayor preocupación por vincular su figura con la realidad de la época, Celestina ha sido descrita como «una hechicera heredera del clasicismo (exclusivamente en cuanto a su conjuro)» y, al mismo tiempo, «un retrato de las mágicas vulgares reales» (Lara, 2014, p. 376).
8
Russell ha subrayado que «imposible es diferenciar la influencia de la tradición literaria y de las prácticas mágicas contemporáneas, al examinar los elementos materiales utilizados para preparar el conjuro» (1968, p. 259); mientras que, por lo que concierne a la fórmula del conjuro pronunciado por Celestina, ha sostenido que «Rojas no se atreve a poner en boca de la vieja un conjuro de Satanás que reprodujera los recomendados en los manuales [...]. No obstante, los epítetos calificativos de él que siguen [la invocación de Plutón] hacen evidente que a quien conjura Celestina es a Satanás, ligeramente disfrazado bajo una capa clásica» (p. 261).
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Declarándose su servidora («Yo, Celestina, tú más conocida cliéntula», p. 109)9, conjura al demonio para que obedezca su voluntad sin tardanza, prestándose a ungir, estando presente el maligno en el aceite de serpiente, la madeja de hilos, destinada, en las intenciones de la alcahueta, a herir a Melibea de «crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, despedida toda honestidad, se descubra a mí y me galardone mis pasos y mensaje» (p. 110)10. El conjuro termina con las amenazas que Celestina pronuncia contra el demonio («Si no lo haces con presto movimiento, ternásme por capital enemiga...», p. 110); amenazas con las que parece que la alcahueta domina al demonio, y no al revés, como reafirma la frase final: «y así confiando en mi mucho poder, me parto para allá [hacia la casa de Melibea] con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto» (p. 110)11. En realidad, «il grande potere» del que se jacta Celestina, deriva de la presencia satánica, por lo que vale la pena repetir las palabras de Gregory: las artes mágicas «stabiliscono un ambiguo rapporto del demonio con l’uomo che con esse sembra comandare alle potenze demoniache, ma diviene in realtà loro schiavo»12. Sobre la base de los diferentes tratados teóricos que comentan la invocación diabólica, de los que sirva de ejemplo únicamente la tajante aserción de Francisco Torreblanca Villalpando: «Invocatio daemonis signum est pacti expliciti, & cultus latraiae expressus, quo se daemon promisit responsurum, vel facturum, quod invocator petit»13; sobre tal fundamento teórico —repito— se ha observado razonablemente: Esto permite resolver de plano las dudas que el conjuro de Celestina ha suscitado entre la crítica moderna: desde los planteamientos vigentes a la sazón, no cabe la menor duda de que su invocación demoníaca constituye un pacto expreso, con lo que ello implica, a la vista de que ningún autor
9
Los editores comentan que clientula «es aquella “cuius causam advocatus seu procurator gerit”» (Rojas, La Celestina, 2011, p. 109, n. 139). 10 Sobre la philocaptio y su contexto cultural, ver el capítulo del libro de Cátedra, 1989, pp. 85-112, al que hay que añadir Lozano-Renieblas, 2005. 11 Sobre los efectos del conjuro en Melibea, pueden consultarse los estudios de Deyermond, 1977 y 1978; y de Da Costa Fontes, 1984 y 1985. 12 En efecto, Russell advierte que las amenazas de Celestina contra el demonio eran «características de los conjuros medievales de demonios, y de su función se discute a menudo en las obras de escritores medievales que tratan de la magia» (1978, p. 261). 13 Torreblanca Villalpando, Epitomes delictorum, 1618, Libro II, cap.VIII, fol. 87vb.
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coetáneo, ni el más escéptico, niega la eficacia de la magia una vez que media el diablo (Lara y Montaner, 2014, p. 139)14.
No cabe duda, pues, de que la escena final del tercer acto implica que Celestina establece un pacto expreso con el diablo, aunque este no aparece para ratificarlo. Que el lector de la Tragicomedia sea inducido a tomar en serio la existencia de Satanás y, en consecuencia, a creer en el pacto diabólico y sus efectos; o que, por el contrario, le lleve a pensar como el criado Pármeno que, al final de su largo y detallado retrato de la alcahueta, sobre las artes mágicas de Celestina, sostiene: «Y todo era burla y mentira» (p. 62), es una cuestión que ha involucrado no poco a los numerosos estudiosos que se han ocupado de dicho argumento. Un fructífero debate crítico que ha tocado diversas cuestiones y que recientemente ha sido resumido por Patrizia Botta en los siguientes términos: One of the most debated issues among Celestina scholars has been the role of magic. Scholars have written profusely on magic’s presence in the text, its role in the dramatic action, Rojas’s belief in the existence of magic, and whether Melibea is a victim of Celestina’s spells or is merely seduced by her powers of persuasion. Critics have also questioned whether Celestina is a witch or sorceress, and whether the devil she several times invokes is only a dramatic resource to adorn the action or if the Devil really intervenes in the events. In their differents answers to these and other questions, critics have defended different, often opposite, positions, some critics having even changed sides over the years (2017, p. 205)15.
Como se puede ver, el problema presenta múltiples y diferentes aspectos, de los que a continuación intentaré aclarar preliminarmente un par de ellos. En primer lugar, no creo que sea correcto plantear el problema en términos de la «Rojas’s belief in the existence of magic», como algunos críticos han pretendido hacer, sin que entre ellos se pueda excluir a un estudioso como Peter E. Russell, quien, aun proporcionando una aportación imprescindible sobre el argumento, no ha evitado 14 Sobre el pacto con el diablo pueden consultarse útilmente las aportaciones de Montaner y Lara, 2014, pp. 121-146, de Fernández, 2014, de Ortiz, 2014. Sobre el pacto en La Celestina y sus continuaciones, ver Vian, 1997. 15 La bibliografía sobre el tema de la magia en La Celestina es muy amplia: útiles mises au point sobre el argumento son los trabajos de Vian, 1990, de Botta, 1994 y 2017, de Severin, 2007, de Lara, 2014, pp. 374-386.
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el malentendido, cuando, con respecto a la afirmación de Pármeno, ha escrito: «la interpretación de esta frase es, desde luego, de importancia capital para averiguar cómo el autor del Acto I enjuició el tema de la magia que él mismo había introducido con cierto énfasis en la obra» (1978, p. 256)16. La frase es ciertamente «de importancia capital», como afirma el ilustre estudioso, pero no porque se trate de «una declaración inequívoca de parte del autor» (p. 256), ya sea «antiguo autor» o Rojas17, sino por ser la afirmación de un personaje, por lo que al lector de la obra se le ofrecen dos perspectivas dentro del texto, ninguna de las cuales asumida por parte del autor, ni que se le puede atribuir indebidamente, ya que sería completamente arbitrario hacer coincidir el pensamiento del autor bien con el comportamiento de la alcahueta, bien con la opinión del joven criado. Por lo que respecta, luego, a la afirmación con la que el joven parece negar la autenticidad de las artes mágicas de la vieja: «Y todo es burla y mentira», hay que decir que el escepticismo de Pármeno no tiene como blanco la magia en sí misma, ni el hecho de que el diablo, participando efectivamente en los engaños de una alcahueta, sea capaz de ejercer realmente la magia, sino que lo que el fiel criado sugiere a su amo es que los hechizos de Celestina son estafas. En resumen, con su declaración, Pármeno no cuestiona la realidad o la esencia de la magia en su conjunto, sino que denuncia la deshonestidad de Celestina, a quien su amo está a punto de confiar su reputación futura, acusándola de ser una farsante o una embaucadora. Por lo demás, la idea del embuste en esta clase de actividades gozaba de amplia difusión desde tiempos remotos, aunque la práctica identificación de magia e impostura se fue extendiendo progresivamente a medida que avanzaba el siglo 16 Poco convincente resulta la explicación que Russell aporta de la afirmación de Pármeno. Según esta explicación, que se basa en el hecho de que «a la época de Rojas, la asociación entre “burla” y “hechicería” era más compleja de lo que un lector moderno puede suponer», se trataría del hecho de que la frase de Pármeno puede leerse «con el sentido de que, por engañadora y mentirosa que sea Celestina en general, en el caso de su profesión de hechicera es ella quien es víctima de las burlas o engaños del padre de la mentira» (1978, p. 258). 17 A la confusión de autor y personaje, en relación con el tema de la magia, no ha escapado ni siquiera un estudioso como Marcel Bataillon: «Pour l’honnête et naïf Pármeno —et à plus forte raison pour l’auteur qui l’a dressé contre Celestine— toute cette prétendue sorcellerie n’est que comédie» (1961, p. 66). Un juicio que vuelve a aparecer, más recientemente, en el capítulo sobre La Celestina del libro de Garrosa Resina, 1987: «el autor se burla aquí maliciosamente de su personaje y [...] Rojas toma a broma todo lo relacionado con la magia» (p. 570).
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sobre todo en lo que concernía al pacto tácito con el diablo y las diversas formas de adivinación del futuro. Lo que no se puede decir, sin embargo, del pacto explícito, como el que Celestina pronuncia en la escena final del tercer acto, ya que la invocación expresa se consideraba una auténtica práctica demoníaca, en el sentido de que se suponía que era lo que daba lugar a la intervención real del diablo: tal era, de hecho, la creencia de la época, ampliamente atestiguada en los tratados, como en el de fray Martín Castañega, quien, en referencia al pacto explícito, afirma: «no es mucho que [...] responda el demonio a su invocación e llamamiento tan expreso»18. En cualquier caso, es innegable que la frase de Pármeno introduce en el texto un punto de vista que, de no ser así, en términos tan explícitos, estaría completamente ausente, y con la que el criado —todavía fiel, aunque su lealtad no vaya para largo— pretende levantar en la mente del extraviado Calisto —y, a la vez, en la del lector o destinatario de la obra— la sospecha de que los hechizos de Celestina no son más que estafas. Trataré, por lo tanto, de ceñir el problema de la presencia de la magia en la Tragicomedia, que ciertamente es un «tema integral, no marginal» de la obra, como sostenía Russell (1978, p. 267), planteando la cuestión como la manifestación de una alternativa, dentro del texto, entre dos hipótesis o interpretaciones que, en lo que se refiere solo al proceder de la alcahueta, no a la magia entendida institucionalmente, oscilan entre la explicación natural y la intervención sobrenatural, sin que tal oscilación incluya el pensamiento del autor, del que poco o nada sabemos al respecto. Así como, por lo que atañe a tal incertidumbre, quisiera también anticipar que cabe pensar que las dos alternativas están bien lejos de excluirse mutuamente, en el sentido de que la dificultad de resolver la oscilación a favor de una o de otra parece sugerir la posibilidad interpretativa de proyectar el carácter infernal de la supuesta intervención sobrenatural sobre las habilidades, humanísimas —aun siendo transgresivas o precisamente porque lo son—, de la vieja, cuyas artes y acción estarían de esta forma marcadas por una increíble maldad, es decir, resultarían dignas de las peores facultades que habitualmente, por tradición cultural, se le asignan al diablo. La afirmación merece ser aclarada, motivándola. *** 18
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Castañega, Tratado de las supersticiones, 1997, p. 174.
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Hablábamos de la doble perspectiva introducida por la frase de Pármeno: «Y todo era burla y mentira», con la que, paradójicamente, es un criado joven e inexperto quien encarna la posición cultural, que en esa época debía de resultar o, al menos, parecer la más sutil y sofisticada, y que, de hecho, aparecía como prerrogativa exclusiva de la élite del conocimiento, coincidiendo con el restringido grupo de personas en posesión de formación universitaria, como se deduce de la afirmación con la que Martín de Castañega anuncia la utilidad de su tratado: «el cual, a mi ver, no solo aprovechará a los simples para apartarlos de sus errores y engaños diabólicos, mas aun es necessario para quitar muchas ignorancias que muchos, presumiendo de letrados, niegan las maneras de las superticiones y hechicerías»19. Al ejercicio de las artes mágicas y de la práctica demoníaca llevado a cabo de manera convincente por la alcahueta se opone, por lo tanto, la visión que de tales artes y prácticas podía tener un letrado escéptico, cuya incredulidad es interpretada en la obra sorprendentemente por un criado desprovisto de cualquier preparación cultural. Si no fuera porque, en diversas ocasiones, el texto de la Tragicomedia se presta a revestir de ambigüedad e incertidumbre ambas situaciones: sea la intransigencia con la que Celestina muestra su creencia en el poder ejercido por sus artes vedadas, y su convencimiento, por lo tanto, de la intervención real del maligno en el desarrollo de los acontecimientos; sea la desconfianza con que Pármeno reacciona a la fama de la alcahueta como hechicera. Este sentido de ambigüedad o de incertidumbre, que es lo que origina la desorientación del lector atento con respecto a la materia mágica, resulta decisivo para determinar el contenido de significado con el que el tema de la magia se presenta en la obra. Con este propósito, será útil repasar rápidamente las partes del texto en las que emerge el tema, despertando en la mente del lector una reacción de duda acerca de la eficacia real de la práctica mágica llevada a cabo por la alcahueta; o más exactamente, inspirando un efecto de vacilación sustancial, debido a la cual el lector termina dudando si dar crédito a la intervención efectiva del diablo o, en cambio, explicarse los hechos como generados únicamente por la acción humana realizada por la diabólica vieja. 19
Castañega, Tratado de las supersticiones, 1997, p. 3. Sobre algunos tratados de autores españoles, desde Castañega hasta Martín de Río, puede consultarse la breve aportación de Zamora Calvo, 2014. Para exposiciones más extensas, véanse los trabajos de Ortiz, 2007 y 2009.
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En la Tragicomedia los pasajes más extensos sobre el tema de la magia20 son los que se leen, respectivamente, en la última parte de la descripción del laboratorio de la alcahueta, en la escena del conjuro al final del tercer acto, en el episodio de la conversación que Celestina y Pármeno mantienen mientras se dirigen de noche a casa de Areúsa. Fluctuando entre la representación de la intensa actividad del presente, aunque en nada comparable con la de la pasada gloria y «prosperidad, hoy ha veinte años» (2014), y la nostálgica evocación de un infame, como celebrado, pasado, los tres fragmentos dan testimonio de la presencia, rigurosamente documentada, del tema mágico en la obra, y, al mismo tiempo, parecen desmentir perentoriamente la acusación de Pármeno de que «todo era burla y mentira»; en el sentido de que, al menos por parte de la alcahueta, el ejercicio de la práctica hechiceril se lleva a cabo sin fingimientos, con el orgullo profesional del que a menudo suele jactarse de sus actividades, y con el firme convencimiento de actuar en complicidad con los espíritus malignos. En el primero de los tres pasajes, por lo demás, es el mismo Pármeno quien proporciona a su amo el fiel recuento de los diferentes objetos mágicos destinados a infundir o romper amores, que están hacinados en el «otro apartado» del laboratorio de la alcahueta y cuya lista, después de mencionar más de una docena de elementos concretos, termina con la elíptica fórmula de síntesis «y otras mil cosas», que amplifica hiperbólicamente su número y variedad. Nada que objetar, pues, sobre la veracidad de la descripción, al hablar Pármeno como testigo ocular, aunque no sea de una realidad actual, y, en consecuencia, tampoco cabe sospecha alguna sobre la convicción subjetiva de la vieja de que obra en sus intrigas secundada por la intervención demoníaca. Sin embargo, como ya sucedía en la lista preliminar y más corta de los oficios de Celestina, en la que Pármeno enumeraba el mágico como un oficio entre los demás, aunque minimizado; de igual forma, coherentemente con tal premisa, los medios mágicos «para remediar amores y para se querer bien» (p. 61), obtenidos en su mayor parte del mundo mineral, vegetal y animal (con las dos únicas excepciones de una manufactura, la «soga de ahorcado», y
20
Un examen casi completo de los pasajes sobre el tema de la magia con comentario de la estudiosa, puede leerse en Severin, 1997, pp. 12-44, así como en Russell, 1978, pp. 241-276.
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de los residuos de la bolsa amniótica, «el mantillo de niños»)21, conviven, colocados solo «en otro apartado» de la misma «cámara», con el montón de objetos que son funcionales para realizar las operaciones prácticas inherentes al ejercicio de los otros oficios enumerados, todos de naturaleza ordinaria, aunque transgresivos en orden creciente, salvo el primero, que hace de cobertura de los otros cinco. Como se infiere de la descripción que Pármeno le hace a Calisto, la presencia de los ingredientes mágicos aparece parcialmente circunscrita, ya que estos, dentro del laboratorio, están colocados en «otro apartado», respecto del número exorbitante de objetos relacionados con los restantes oficios y actividades; y, por otra parte, el laboratorio, en su conjunto, si lo miramos bien, tiene una ubicación específica que lo aísla del resto del tejido urbano, al estar situado en una casa que se encuentra en las afueras de la ciudad, como Pármeno se preocupa por hacer que lo sepa su amo: «Tinié esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco compuesta y menos abastada» (p. 54). Ubicada en las afueras de la ciudad, en una zona fétida y malsana, debido a los desechos producidos por las tenerías, la casa se representa en deterioro, en el exterior, y con los ambientes desolados, en el interior22. No en el corazón de la ciudad, por lo tanto, pero tampoco colocados en espacios completamente apartados; no mezclados con todos los objetos de los otros oficios, pero tampoco totalmente segregados de ellos, en el recuento de Pármeno los ingredientes mágicos se describen tanto en proximidad a los instrumentos, como en continuidad con las operaciones que conciernen al resto de actividades, que son transgresivas, pero no extraordinarias. De hecho, con respecto a esta contigüidad, dentro del laboratorio, de los instrumentos relacionados con los diversos oficios ejercidos por Celestina, se ha observado claramente que «le arti cosmetiche della vecchia trapassano in quelle ruffianesche, così queste si 21 Sobre los medios mágicos del laboratorio de Celestina, además del Glosario en Laza Palacios, 1958, pueden consultarse las abundantes notas en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 776-780, nn. 61.379-61.391. Sobre el significado de «mantillo de niño», ver Devoto, 1974, pp. 150-169, pero también D’Agostino, 1984. 22 A propósito de la casa de Celestina, los numerosos estudiosos que se han ocupado del tema han concentrado su atención en los posibles referentes reales para la localización de la acción de la obra, aun cuando —como señaló Lida de Malkiel— «los autores de La Celestina han sacrificado todos los elementos particulares que hubiesen ligado su representación a tal o cual localidad» (p. 166). No obstante, véanse los trabajos más recientes de Russell, 1989 y de Michael, 1993.
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contaminano con gli esercizi di fattucchiera, i più condannati» (Orlando, 2015, p. 169), por lo que no es arriesgado deducir que una mezcolanza tan pacífica de actividades e instrumentos vinculados con ellas contribuye a conferir a la presencia de lo mágico sobrenatural en nuestra obra una impronta de realidad cotidiana o, incluso, de familiaridad, en lugar de identificarlo con aquella marca de espantosa extraordinariedad, con la que la categoría temática generalmente nos había sido transmitida por la tradición literaria desde la antigüedad (la Canidia horaciana o la tesalia Ericto de Lucano) hasta la época moderna (las «andrajosas brujas» del Macbeth shakesperiano)23. Después de todo, a una escena de vida doméstica cotidiana parece que se asiste en el episodio que precede a la declamación del conjuro, cuando Celestina le pide ayuda a su protegida, Elicia, para recuperar los ingredientes mágicos necesarios con una evidente connotación demoníaca: al no encontrar los objetos donde Celestina le indica que los coja, Elicia no tarda en acusarla de desmemoriada, como suele ocurrir con las generaciones más jóvenes y despectivas, prontas a reprochar las deficiencias de sus familiares ancianos, quienes, ofendidos, suelen reaccionar puntillosos, como hace la alcahueta: «No me castigues, por Dios, a mi vejez; no me maltrates, Elicia» (p. 107), presumiendo de la sabiduría propia de la edad, que —según lo que dice— Sempronio prefiere a otras cualidades: «No enfinjas porque está aquí Sempronio, ni te soberbezcas, que más me quiere a mi por consejera que a ti por amiga, aunque tú le ames mucho», y haciendo alarde de una lucidez mental y una agudeza de memoria que los años no parecen haber empañado, como lo demuestran las instrucciones precisas con las que pone en su lugar a la impertinente golfilla: «Entra en la cámara de los ungüentos y en la pelleja del gato negro donde te mandé meter los ojos de la loba le 23
Russell había observado que «la figura de la vieja hechicera y la relación directa o indirecta de sus actividades —igual que las de Doña Claudina— se presentan en la obra de Rojas, por regla general, sin sugerir que infundan ningún respeto ni temor en los que están enterados de estar en contacto con hechiceras, pactos diabólicos y hechizos», y había subrayado la «manera ... festiva», la «despreocupada manera», el «tono cómico», con el que el tema de la magia se presenta en la obra, en contraste con la actitud de los «tratados contra la magia de la época y a la de los tribunales, tanto civiles como eclesiásticos, al juzgar casos de hechicería» (1978, pp. 268-269). Aun dejando constancia de una cierta afinidad con lo que señalaba Russell, por mi parte prefiero hablar de ‘cotidianidad’ y de ‘familiaridad’, en contraste con la tradición literaria, más que con la tratadística sobre magia y demonología.
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hallarás, y baja la sangre del cabrón, y unas poquitas de las barbas que tú le cortaste». Los objetos más repugnantes de la magia negra, tristemente vinculados a la presencia del demonio, están implicados en una escena que nos parece de la más absoluta familiaridad, en la que una vieja alcahueta y su joven protegida disputan acerca de dónde hay que buscar sus distintos artilugios en la confusión de los objetos abandonados en el desván; para asegurar a la escena su divertida familiaridad, poco importa que los objetos en cuestión tengan que ver nada menos que con la presencia del maligno24. Si, de hecho, comparamos la escena del conjuro con episodios y figuras similares de la tradición literaria; con aquellos, por ejemplo, que tienen como protagonistas a la horripilante maga Ericto de Lucano o la anónima maga de Valladolid de Mena, con quienes, por otra parte, nuestra Celestina ha sido emparentada a menudo, aparece con total evidencia cómo el desorden introducido en la naturaleza por las detestables prácticas mágicas de las dos nigromantes se presenta como algo extremadamente siniestro, capaz de dar lugar a escenas de un efecto aterrador. Nada más alejado de lo que sucede en el episodio final del tercer acto de la Tragicomedia, donde, como hemos tenido ocasión de observar, la escena que tiene lugar a plena luz del día en el desván de una destartalada casa de ciudad, está construida en base a una original contextura de hórrido y ordinario, haciendo compatible con ello lo macabro con lo cotidiano. Es el mismo efecto, por otra parte, que el autor obtiene algunos actos más adelante, cuando la conversación de Celestina con Pármeno termina aludiendo a acontecimientos de muchos años atrás, respecto a los cuales la alcahueta evoca con auténtica añoranza su relación de tierna y devota amistad con la madre del joven, Claudina, quien, como recuerda Celestina, fue acusada de brujería, una culpa mucho más grave que la relativa a la hechicería, y, como responsable de este delito —nos informa Celestina— fue expuesta a la vergüenza pública, cuando «la tovieron medio día en una escalera en la plaza puesta, uno como recadero pintado en la cabeza» (pp. 170-171). En los recuerdos que refiere a Pármeno, en efecto, Celestina evoca a su antigua «hermana y comadre» ocupada en actividades típicas de la brujería, que sería mejor ni nombrar, como las visitas 24
A propósito de este episodio, Dorothy Sh. Severin ha hablado de «domestic squabbling» (1970, p. 32), y Gilman de «domestic harmony [...], a weird and violent harmony which is maintained cynically by both of them [Melibea y Elicia]» (1962, p. 294).
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nocturnas a los cementerios: «se andaba a medianoche de cimiterio en cimiterio buscando aparejos para nuestro oficio como de día. Ni dejaba cristianos ni moros ni judíos cuyos enterramientos no visitaba. De día los acechaba, de noche los desenterraba»; o como la recuperación de partes y objetos de los ajusticiados para realizar los conjuros: «siete dientes quitó a un ahorcado con unas tenacicas de pelar cejas, mientras yo le descalcé los zapatos»; o, también, como las invocaciones de los espíritus malignos pronunciadas dentro del círculo mágico, con las que obtenía resultados sensacionales, después nunca más logrados por su fiel discípula y diligente compañera de oficio: «¿Qué más quieres, sino que los mismos diablos le habían miedo? Atemorizados y espantados los tenía con las crudas voces que les daba. Así era de ella conocida como tú en tu casa. Tumbando venían unos sobre otros a su llamado; no le osaban decir mentira, según la fuerza con que los apremiaba. Después que la perdí, jamás les oí verdad» (p. 169). El relato de estas actividades, que en otros contextos literarios habría inspirado una reacción de horror y espanto, en las palabras con las que Celestina se lo cuenta a Pármeno, se realiza con un tono de tan cordial afabilidad y profunda admiración, que termina por conferir a la bruja Claudina y sus prácticas mágicas de comercio con el maligno una impronta de serena familiaridad, gracias a la cual Claudina es recordada confidencialmente como la madre «partera de todo el mundo conocida y querida», cuyos «secretos» no llegó a conocer el pequeño Pármeno «por la tierna edad que habí[a]», cuando la perdió; y, al mismo tiempo, como la incomparable compañera de la mala vida, que Celestina le recuerda al hijo, añorando su ausencia y exaltando con encendido entusiasmo sus extraordinarias dotes profesionales25. A partir del rápido análisis de los tres pasajes de la obra que le dan más espacio al tema, podemos comenzar a deducir que en la Tragicomedia lo sobrenatural mágico, sin que sea cuestionado en cuanto a estatuto ontológico, ni siquiera —como ya se ha dicho— en la aislada frase final del incrédulo y mudable Pármeno —dispuesto, por lo demás, a cambiar de opinión prontamente y sin ningún estorbo—; lo
25 Ya en el acto III, hablando con Sempronio, Celestina había evocado con tono nostálgico la relación de afecto sororal que la unía a Claudina: «Juntas comiemos, juntas durmiemos, juntas hubiemos nuestros solaces, nuestros placeres, nuestros consejos y conciertos. En casa y fuera, como dos hermanas» (p. 100). Sobre la figura de Claudina y su práctica de la brujería, pueden consultarse los trabajos más recientes de Snow, 1986, Severin, 1997, Cárdenas-Rotunno, 2001.
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sobrenatural mágico —decía— sufre un proceso, en base al cual en La Celestina se presenta como algo que forma parte de la realidad cotidiana, un fenómeno fundamentalmente familiar, y por ello, aunque se sale del orden natural de las cosas, paradójicamente deja de tener el carácter de absoluta extraordinariedad, para ser parte de las normales actividades ejercidas por una vieja alcahueta excepcionalmente experta en sus artes, y que en sus múltiples y sórdidos tráfagos podía recurrir tanto al uso de sofisticados cosméticos, como al empleo de fármacos portentosos, así como también al manejo de elementos con pretendidas propiedades mágicas, útiles para invocar al demonio y reclamar su intervención en beneficio propio, con el resultado textual de conseguir una especie de equiparación casi total de los diferentes medios y ocupaciones, en los que la vieja efectúa sus actividades. En definitiva, una vez asimilado a lo cotidiano y lo familiar, lo que, por su esencia, transciende las fuerzas y las leyes de la naturaleza, termina provocando en el lector una reacción que se asemeja a un estado de incertidumbre y vacilación acerca de los resultados de las actividades de Celestina; esto es, si tales resultados obtenidos con el ejercicio de sus oficios se deben a su excepcional habilidad de saga, o bien a sus especiales artes de lena; o, incluso, por qué no, a la cooperación de ambas cualidades. Se trata de una actitud de indecisión que el texto induce en el lector, y que emerge, más o menos subrepticiamente, en otros lugares, además de los mencionados hasta ahora, confirmando el hecho de que el tema de la magia en la Tragicomedia se caracteriza por una notable densidad y urgencia de problemas, que determinan su versatilidad de realización y complejidad de significado. Los dos espléndidos monólogos de Celestina, ubicados antes y después del coloquio inicial con Melibea, al comienzo de los actos IV y V, son una prueba extremadamente sutil de lo dicho, debido también a que las perplejidades del lector nacen de las intrincadas reflexiones en las que la misma alcahueta está envuelta, mientras recorre el camino que la lleva de la casa de Calisto a la de Melibea, y viceversa; que hace en solitario («Agora que voy sola», p. 111), como probablemente sucede también en el acto de pronunciar el famoso conjuro26. 26 De diferente opinión es E. Michael Gerli: «The result in Celestina’s less than private conjuration of de Devil» (2011, p. 161), por lo que la alcahueta pronunciaría el conjuro «viva voce», con el objetivo de que Sempronio y Elicia lo oyeran, y así poner fin a sus dudas, así como a las «her own inner doubts». En cualquier caso, en su estudio, Gerli analiza el soliloquio que Celestina pronuncia al comienzo del acto
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El monólogo que introduce el acto IV muestra una Celestina que, preocupada por los peligros a los que se expone, asume una actitud de gran prudencia, y, casi arrepentida de la iniciativa emprendida, está ocupada en meditar sobre las advertencias con las que Sempronio la había puesto en guardia sobre los riesgos de la empresa («Madre, mira bien lo que haces», p. 105), antes de llegar a la casa de la alcahueta, y poco antes de que esta decidiera apelar a la intervención del diablo. Pues bien, tras haberse confesado a sí misma los temores legítimos que anteriormente había disimulado con Sempronio, y tras haberse arrepentido también de la audacia con la que había decidido exponerse al peligro de implacables castigos, termina por mostrarse fuertemente dudosa de si arriesgarse a ofender a Pleberio, perseverando en la acción, o enojar a Calisto, desdiciendo y retirándose de la misión. Si, al final, se decide por proseguir el camino y cruzar el umbral de la residencia del «noble y esforzado» (p. 105) padre de Melibea, es porque se deja convencer por la antigua máxima, que ella misma evoca al momento de llegar a la puerta de la casa: «Pues jamás al esfuerzo desayuda la fortuna». Pero, fortuna y coraje no son los únicos factores que la animan a perseverar, ya que, como la parte final del monólogo atestigua, a modo de aliciente ulterior actúa una serie de señales premonitorias, que parecen el máximo de la elocuencia para quien —como Celestina cree de sí misma— es un experto del arte adivinatoria: «Todos los agüeros se aderezan favorables, o yo no sé nada desta arte» (p. 113). Se trata de factores que se remontan a supersticiones populares: «Cuatro hombres que he topado, a los tres llaman Juanes y los dos son cornudos. La primera palabra que oí por la calle fue de achaque de amores», pero, junto con ellos, hay otros que los estudiosos han interpretado, no sin razón, como indicios de una efectiva ayuda demoníaca: nunca he tropezado como otras veces; las piedras parece que se apartan y me hacen lugar que pase; ni me estorban las haldas, ni siento cansancio en
IV («Her monolog shows her oscillating between the rational and the irrational», p. 165), con significativas conclusiones generales sobre el tema de la magia en la obra, en el pasaje de la invocación demoníaca del acto III a las dudas del monólogo del acto IV: «Rojas [...] constructs a confrontation between the rational and the irrational, between the possibility of the existence of supernatural evil and a world that can discover evil only in the human heart» (p. 169).
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andar; todos me saludan; ni perro me ha ladrado, ni ave negra he visto, tordo ni cuervo ni otras noturnas (p. 113)27.
Sin embargo, el monólogo se cierra con la referencia a un último elemento propiciatorio que, considerado el más prometedor de todos los mencionados, no tiene nada de sobrenatural, pues se trata de la presencia de Lucrecia, a la que Celestina ve despuntar a la puerta de casa de Melibea, y de quien, por ser prima de su protegida Elicia, se espera un comportamiento comprensivo y, por lo tanto, favorable a sus malvados propósitos: «Y lo mejor de todo es que veo a Lucrecia a la puerta de Melibea. Prima es de Elicia; no me será contraria». Una vez más, fenómenos supersticiosos y demoníacos y circunstancias totalmente ordinarias se superponen con el resultado de determinar un único efecto, sin que se pueda saber con certeza a cuál de las dos fuentes, si a las causas naturales o a la intervención sobrenatural, hay que atribuir la razón del éxito. Ni quizás sea casualidad que al acopio de manifestaciones demoníacas se acompañe la única circunstancia de orden natural, que, sin embargo, definida «lo mejor de todo», termina siendo considerada por la vieja alcahueta el factor de mayor beneficio para el logro de la empresa. En el otro monólogo que Celestina recita a la salida de la casa de Pleberio28, antes de encontrarse con Sempronio, el peligro evitado, se atribuye, primero, a su consumada experiencia y disposición innata, aptas para volver a su favor las situaciones más hostiles: «Y qué tan cercana estuve de la muerte, si mi mucha astucia no rigera con el tiempo las velas de la petición» (p. 137); y, a continuación, al cabo de un par de líneas, como si las dos motivaciones fueran similares y perfectamente intercambiables, la incolumidad conquistada se adscribe a la intervención del maligno: «¡Oh diablo a quien yo conjuré, cómo cumpliste tu palabra en todo lo que te pedí! En cargo te soy. Así amansaste la cruel hembra con tu poder y diste tan oportuno lugar a mi habla cuanto quise, con la ausencia de su madre». No cabe duda de que Celestina se refiere a la acción demoníaca ejercida a través del «blanco hilado» y el «serpentino aceite» del que este está empapado. Por otra parte, en las palabras del monólogo se repite la actitud amenazadora de Celestina contra el 27
Para cuatro de ellos Gilman remite al tratado de Pedro Ciruelo (1978, p. 347, n. 175). 28 Sobre el soliloquio de Celestina después del éxito alcanzado con Melibea, ver las observaciones de Gilman, 1974, pp. 92-93.
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diablo, que en el conjuro del tercer acto habíamos visto expresada con el recurso a los tiempos presente y futuro: «Si no lo haces ... heriré ... acusaré ... apremiaré» (p. 110), y que ahora, en el monólogo del quinto acto, a cosas hechas, se reitera en los pretéritos imperfectos del periodo hipotético implícito: «¡O yo rompiera todos mis atamientos hechos y por hacer, ni creyera en yerbas ni en piedras ni en palabras!» (p. 137). Pero, antes de que el monólogo se concluya definitivamente, Celestina vuelve a enorgullecerse de sus cualidades, no solo insistiendo de nuevo en la asociación de audacia y fortuna: «¡Oh buena fortuna, cómo ayudas a los osados y a los tímidos eres contraria!» (p. 138), sino otorgando el buen resultado del encuentro y, sobre todo, la salida indemne de la peligrosa situación, a su notable experiencia en el oficio y a sus relevantes capacidades profesionales, que la distinguen de la impericia de las novatas que ejercen la actividad: ¡Oh cuántas erraran en lo que yo he acertado! ¿Qué hicieron en tan fuerte estrecho estas nuevas maestras de mi oficio sino responder algo a Melibea por donde se perdiera cuanto yo con buen callar he ganado?
Frases de complacida satisfacción, que prosiguen con una secuela de refranes, que Celestina adapta a la situación, y con los que contribuye a exaltar su destreza profesional, fruto de la experiencia obtenida con el prolongado ejercicio del oficio: Por esto dicen «Quien las sabe las tañe», y que «Es más cierto médico el experimentado que el letrado», y «La experiencia y escarmiento hace los hombres arteros», y la vieja, como yo, que alce sus haldas al pasar del vado, como maestra.
No obstante, el monólogo se cierra definitivamente con una invocación al cordón: «¡Ay cordón, cordón, yo te haré traer por fuerza, si vivo, a la que no quiso darme su buena habla de grado» (p. 138), con una posible referencia a la presencia diabólica en el objeto que ha estado en íntimo contacto con el cuerpo de Melibea, si se acepta la sugerencia de Deyermond: «Skein has been exchanged for girdle (“contenta a la vecina en todo lo que razón fuere por el hilado”), and it is possible that the Devil has passed from one to the other» (1977, p. 8). Aun así, como señaló Lida de Malkiel, «la entrega del cinturón es un símbolo medieval que, de parte de una dama, significa la entrega de su amor» (219 n. 18)
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y, por otro lado, Gómez Moreno y Jiménez Calvente han recordado algunas composiciones de la lírica de tradición popular de contenido erótico, por «la función que en ella tienen cordones y cintas» (s. f. d., pp. 223-225). En resumen, fortuna, coraje, elevada experiencia profesional, infalible habilidad en el oficio, intervención del maligno, son otros tantos factores que se van alternando en las palabras que pronuncia para sí una complacida Celestina, satisfecha por haberse librado de un grave peligro y contenta por haber cumplido con el cometido que se había impuesto, no sin muchos titubeos. Cada una de las veces, parece que la alcahueta asigne el mérito del éxito de la empresa bien a una o bien a otra de las causas a las que apela su pensamiento; lo que hace que al lector le resulte difícil darle el crédito absoluto a una de ellas, inducido por las reflexiones de la misma protagonista a dudar, de si preferir una u otra, o, con igual valor de credibilidad, atender a la concurrencia de todo el conjunto de razones. Además de las partes de texto en las que me he centrado hasta ahora, el lector de la Tragicomedia encuentra el tema de la magia diseminado por diferentes lugares de la obra, donde la materia reaparece de forma particularmente fragmentaria, aunque con un análogo efecto de sentido de los pasajes más extensos, confirmando así la dimensión ambigua con la que lo sobrenatural mágico conquista espacio textual en la obra. Es lo que se verifica desde el principio, ya que, en la carta de «El autor a un su amigo», se lee cómo el diligente estudiante de derecho había sido atraído, entre las otras cosas admirables de «estos papeles» fortuitamente recuperados —prescindiendo de la veracidad del recurso del manuscrito encontrado—, por algunas «particularidades», de las que se podían recabar «avisos y consejos contra lisonjeros y malos sirvientes y falsas mujeres hechiceras» (p. 6), donde —acerca de estas últimas, con evidente referencia generalizada al personaje de Celestina— el adjetivo que califica a la persona que simula, haciendo y diciendo lo contrario de lo que piensa, puede generar una cierta indeterminación de significado, es decir, si se refiere exclusivamente a la deslealtad de las mujeres, de las que se garantiza que son hechiceras; o bien, si el atributo de falsedad involucra el mismo ejercicio de las prácticas mágicas que estas pérfidas mujeres hipócritamente se atribuyen. En definitiva, en la fórmula equívoca de la que es responsable la voz del autor, es posible reconocer la doble perspectiva que la obra sugiere al lector, mediante
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la afirmación del criado, por un lado, o bien del comportamiento de la alcahueta, por otro29. Una conclusión similar podría extraerse también de un elemento menor, pero significativo, que caracteriza al personaje de Celestina en su aspecto físico. Al portentoso retrato que hace de ella Pármeno en presencia de Calisto le debemos la información de que el rostro de la vieja está desfigurado por un «rascuño que tiene por las narices» (p. 60), al cual estaba destinado un «poquito de bálsamo [que] tiene ella en una redomilla que guardaba». La presencia de la cicatriz que desfigura el rostro de la alcahueta, por otra parte, se reitera dos veces, en el acto IV: primero, por Lucrecia, cuando informa a Alisa de la visita de Celestina («Señora, con aquella vieja de la cuchillada que solía vivir aquí en las tenerías a la cuesta del río», p. 114); y, posteriormente, por la misma Melibea, quien, sorprendida de los cambios que los años han imprimido en el rostro de la mujer, a duras penas la reconoce por la marca que, por el contrario, ha permanecido indemne al paso del tiempo («Así goce de mí, no te conociera sino por esa señaleja de la cara», p. 121), afirmación a la que Lucrecia replica con un socarrón aparte («hermosa era, con aquel su “Dios os salve” que traviesa la media cara»). En suma, el corte que tiene en la cara es una auténtica seña de identidad de Celestina, que la hace reconocible por el carácter inconfundible con el que marca su aspecto físico. Pues bien, por lo que concierne a nuestro problema, «la seña en la nariz es un signo polivalente de carácter negativo» (von der Walde Moheno, 2007, p. 136)30, pudiendo ser interpretada como marca del diablo, pero también, más prosaicamente, como secuela de haber sufrido el morbo gálico31, o, también como una forma de vengarse de las mujeres, especialmente las prostitutas, desfigurándolas. Un recurso, este último, para alterar la belleza femenina y, en el caso de las prostitutas, para disminuir su valor en el ejercicio de la profesión, como da a entender la efímera promesa que Centurio pronuncia en presencia de Areúsa, 29 Según Pueyo Zoco, que la comenta bastante enigmáticamente, la expresión «no apunta tanto a la falsedad de las mujeres como hechiceras cuanto, vertiginosamente, a la falsedad de las hechiceras como mujeres» (2019, p. 42). 30 Russell advierte que «cualquier lector de los siglos XV a XVIII reconocería en seguida que debe tratarse de la temida ‘marca del diablo’ o rasguño permanente que hacía el Diablo con sus garras en la cara o frente de los adeptos» (Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, p. 244, n. 164). 31 Sobre la presencia de la sífilis en La Celestina como «hidden and unmentionable disease», ver Michael, 2001, pp. 118-119.
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con la que se compromete chulescamente a «harpar el gesto de alguna que se haya igualado contigo» (p. 308). Las referencias al tema mágico, aunque de forma esporádica, no faltan tampoco en los dos grandes episodios de los encuentros de Celestina con Melibea, en los actos cuarto y décimo, en los que, sin embargo, nos hubiéramos esperado que el argumento ocupara un espacio mayor, dado que, durante los dos parlamentos, la intervención demoníaca, a través de la acción del aceite serpentino, debería llevar a cabo su máxima función. De hecho, al comienzo del primero de los dos actos, con Celestina a la puerta de su casa, y con el fin de revelarle a Alisa la identidad de la visitante, Lucrecia, como primera ocurrencia, no encuentra otra manera que aludir al rasgo físico que más la identifica, la «cuchillada» (p. 114), para luego —visto que la madre de Melibea tarda en comprender— hacer mención explícita de las dos actividades, la de hechicera y alcahueta, por las que la vieja es conocida por todos en la ciudad: «No sé como no tienes memoria de la que empicotaron por hechicera que vendía las mozas a los abades y descasaba mil casados» (p. 115). Ni siquiera cuando la criada le recuerda algunos de los treinta oficios sospechosos que atribuye a la vieja, con una lista multiplicada por diez frente a la ofrecida por Pármeno a su amo («Señora, perfuma tocas, hace solimán, y otros treinta oficios; conoce mucho en yerbas, cura niños, y aun algunos la llaman la vieja lapidaria»), Alisa da muestras de identificar a la persona que está a punto de entrar en su casa. Solo después de que Lucrecia se haya atrevido a pronunciar el nombre de la vieja, su ama, presa de un incontenible ataque de risa dice que ya comienza a recordar: «Ya me voy recordando della. Una buena pieza; no me digas más» (p. 116). Sin embargo, ni el odioso retrato con el que Lucrecia le ha descrito a la visitante, ni la mala reputación que la acompaña en su memoria, consiguen enmendar la falta absoluta de perspicacia de la madre de Melibea, que, de hecho, llega a ser tal que hasta la lleva poco después a abandonar la casa, dejando a la joven en las garras de la perversa vieja, con tal de acudir al cabezal de la hermana, que no ve desde el día anterior y cuyo mal parece haber empeorado desde entonces: «Hija, Melibea, quédese esta mujer honrada contigo» (p. 117), ordena a la hija, otorgando paradójicamente a la depravación en persona una cualidad que suena a alabanza de quien toda madre dotada de un poco de juicio tendría bien lejos de una jovencita todavía virgen. Torpeza y ligereza de una madre incauta están, pues, en el origen de lo que le brinda a Celestina la apetitosa ocasión para llevar a cabo sus sórdidos propósitos, cuando la vieja alcahueta
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ve que quien le confía la joven es nada menos que la misma persona que más debería protegerla, hecha objeto de las insidias de quien sabrá atraerla a una situación peligrosa, deformada por la presencia de tentaciones irresistibles. Pues bien, en el momento mismo en que se le ofrece la ocasión propicia más allá de todas las expectativas, Celestina no puede evitar atribuirle el mérito a la intervención demoníaca: «(Por aquí anda el diablo aparejando oportunidad, arreciando el mal a la otra. Ea, buen amigo, tener recio, agora es mi tiempo o nunca; no la dejes; llévamela de aquí a quien digo)» (p. 117). ¿Negligencia de una madre insensata o maléfica injerencia del enemigo del bien? Es difícil, si no imposible, decidirse por una u otra causa, inclinándose por una explicación puramente natural o, por el contrario, por una justificación de carácter exclusivamente prodigioso32. Al otro cabo de la historia, con ocasión del segundo y decisivo encuentro de Celestina con Melibea, se revela una vez más que Lucrecia es una firme defensora de los poderes mágicos de la alcahueta, aunque lo hace en un aparte, mientras las dos mujeres conversan por el camino que las lleva a casa de Melibea, quien, presa de un estado de excitación, con la excusa de que se le devolviera el cordón, había encargado a su criada que fuera en busca de la alcahueta para que viniera a socorrerla: «¡Oh si ya vinieses con aquella medianera de mi salud» (p. 219), se confiesa a sí misma la agitada joven en el monólogo con el que se abre el décimo acto. Cuando Celestina finge que no comprende la causa de los «dolorcillos» que oprimen a la joven, la sagaz Lucrecia, antes de requerir de nuevo la devolución del «ceñidero», expresa en el mencionado aparte su desconfianza respecto a la hipocresía de la astuta vieja: «(¡Así te arrastren traidora! ¿Tú no sabes qué es? Hace la vieja falsa sus hechizos y vase; después hácese de nuevas)» (p. 218). En medio del coloquio entre Celestina y Melibea, justo antes de ser expulsada de la habitación, para que la vieja y la joven puedan quedarse a solas a instancias de la propia Melibea, tras escuchar las primeras palabras de rendición de su ama, inquieta por el temor de lo que está a punto de suceder, Lucrecia susurra: «(El seso tiene perdido mi señora. Gran mal es este; cativado la ha esta
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Sobre el episodio y el personaje de Alisa, «la figura más problemática —desde el punto de vista hermenéutico— de los personajes que pasan por los escenarios de Celestina», ver Snow, 2001.
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hechicera)» (p. 224)33, a la que hace eco el aparte de Celestina: «(Nunca me ha de faltar el diablo acá y acullá. Escapome Dios de Pármeno; tópome con Lucrecia.)», donde, paradójicamente, con la probable alusión a un dicho popular adaptado al contexto, se achaca a la propia Lucrecia la acusación de identificación con el diablo, a quien, por tanto, se le priva de su naturaleza ontológica de espíritu del mal, para adquirir, en el caso específico, un significado más ordinario y banal de «todo lo que es dañoso y pernicioso»34, como en este caso Lucrecia, que actúa como obstáculo para la realización de los planes concebidos por Celestina. En los verdaderos coloquios que son el núcleo central del cuarto y décimo actos, el tema de la magia aflora, en verdad, de forma muy esporádica, pero esta falta de referencias no es menos significativa. Siempre es Melibea quien alude a la materia, en un par de ocasiones, en la primera de las cuales coincide, en realidad, con la explosión de ira a la que se abandona la joven, tan pronto como escucha por boca de la vieja el nombre de Calisto. Se trata de una reprimenda, no muy corta, en la que Melibea no le ahorra a la alcahueta una serie de improperios, que acompañan y siguen a un preciso anatema: «Quemada seas, alcahueta falsa, hechicera, enemiga de honestidad, causadora de secretos yerros» (p. 126). En vista de lo mal que se ponen las cosas, la reacción silenciosa de Celestina no se hace esperar. De hecho, poniendo en duda la eficacia del conjuro y temiendo haber sido abandonada por el maligno, se abandona a una apelación que suena entre amenazadora y confidencial: «(En hora mala acá vine si me falta mi conjuro. ¡Ea, pues, bien sé a quien digo! ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!)» (p. 127). Del mismo modo, al principio del segundo encuentro entre las dos mujeres, es de nuevo Melibea la que le explica a la alcahueta que le pregunta por «las señas de su tormento» (p. 220), los síntomas de su mal, con una ambigua alusión a una extraña presencia en su interior: «madre mía, que me comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo» (p. 221), frase que puede entenderse tanto en referencia al efecto de la acción del demonio encerrado en el ovillo con aceite serpentino, como una mención de la conocida y difundida comparación del amor con la serpiente. Ni tampoco, quizás, 33 Russell señala que «cativar, a oídos de los lectores cuatrocentistas, tendría aquí un significado técnico, la philocaptio o ‘captar de amores’ practicada por las hechiceras contra un hombre o una mujer» (Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, p. 432, n. 40). 34 Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana, 1977, s.v. diablo.
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sea casualidad que a la complaciente admisión de Melibea le siga un nuevo aparte de la alcahueta, con el que la vieja acoge con satisfacción el prometedor anuncio de rendición por parte de la joven, y que se puede leer en paralelo con el de reacción a la ira de la joven y de desconfianza en la ayuda del maligno: «(Bien está, así lo quería yo. Tú, me pagarás, doña loca, la sobra de tu ira)». El hecho es que el evidente carácter esporádico de las referencias al tema mágico en los dos extensos coloquios, donde —como hemos registrado— aparecen con manifestaciones aisladas y discontinuas, especialmente si las comparamos con el predominio absoluto de las partes del texto que muestran, hasta la más ostentosa saciedad, las dotes extraordinarias de las que Celestina da pruebas en el dominio portentoso de la retórica, en el excepcional conocimiento de la psicología, en el ejercicio particular del sentido táctico; dicha cualidad ocasional —decía— es el claro testimonio de lo que hemos venido argumentando hasta ahora, en un intento por demostrar y justificar plenamente la persistencia, a lo largo de toda la obra, de la situación de constante vacilación a la que se somete al lector de la Tragicomedia, en la duda de si creer o no en la intervención real del diablo en la caída de Melibea; es decir, si expuesta la cuestión en términos de excepcionalidad de los fenómenos, creer en el carácter prodigioso de la injerencia de fuerzas sobrenaturales en el logro de la impía empresa, o bien limitarse a considerar como no menos extraordinaria la presencia de las excepcionales habilidades, todas ellas naturales, puestas en práctica por la alcahueta, y a las que hay que remitir, en última instancia, los resultados de la malvada iniciativa. Después del décimo acto, aunque Russell tiene una opinión diferente (1978, pp. 265-266), el tema de la magia se eclipsa casi completamente de la obra, despuntando aisladamente en un par de fragmentos del duodécimo acto: el primero, cuando Pármeno, al criticar con Sempronio los desvaríos de su amo, alude a los «pestíferos hechizos» de la «vieja traidora» (pp. 247-248); el segundo, un poco más adelante, en el mismo acto, cuando, en el altercado que opone a los dos criados a Celestina por el reparto de las ganancias, es Sempronio quien, imprecando contra la codiciosa alcahueta, se dirige a ella con el apelativo de «doña hechicera» (p. 260), en el mismo instante en que le asesta el golpe mortal. Muy poca cosa, en definitiva; señal evidente de que, a las alturas del décimo acto, el tema de la magia ha agotado su función estructural, así como su potencialidad de significado.
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*** Así pues, es el significado con el que el tema de la magia se concibe en la Tragicomedia sobre lo que ahora hay que reflexionar, a raíz del breve análisis que hasta ahora se ha llevado a cabo de esos pasajes de la obra que vinculan a la anciana protagonista con las prácticas mágicas. Hemos observado que, cada vez que el tema emerge en la obra, lo hace con el resultado de determinar una oscilación textual entre explicación natural y motivación prodigiosa que, a su vez, produce en el lector un efecto de vacilación acerca de la razón capaz de proporcionar la justificación de los hechos: es decir, el lector duda si hacer remitir la causa a las artes mágicas practicadas por la hechicera, que estarían en el origen de la intervención demoníaca, o bien atribuir sus motivos únicamente a las destrezas profesionales de la alcahueta, responsables últimas de la alteración del orden de las cosas. Ni tampoco está claro, como de hecho la lectura de los pasajes ha sugerido que se haga, que la oscilación o vacilación deba concluirse necesariamente con la solución del dilema, y que el lector se vea obligado inevitablemente a inclinarse a favor de una o de otra posibilidad de explicación de lo sucedido. Hace casi medio siglo, polemizando contra la defensa del «papel puramente ornamental de la brujería en el marco de la Tragicomedia», y proclamándose a favor de la magia como «un aspecto esencial de La Celestina», Francisco Rico introducía algunas páginas que «nunca fueron escritas» sobre la manera «en que [la brujería] se convierte en forma literaria» (p. 104) con la siguiente concisa aseveración: Rojas proporcionaba (con cuentagotas, si se quiere) los elementos para una interpretación «naturalista» de la intriga; y, al mismo tiempo, subrayaba los elementos mágicos que podían dar pie a una comprensión «sobrenaturalista» del drama. No daba al lector, por tanto, una solución ya hecha de una vez para todas; más bien le pedía una respuesta creadora, una implicación y una participación personal. Pues bien, esa ambigüedad consciente es un valor propiamente literario [...] esa ambigüedad es polisemia, riqueza de significado, apertura estética.Y, por ahí, la magia entra a formar parte de los datos artísticos del drama (1975, p. 100).
Se trata de una postura que, en años posteriores, ha sido compartida por no pocos estudiosos, hasta las más recientes aportaciones, por ejemplo, por parte de Escudero, quien se ha referido a la presencia del tema
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mágico en la obra como a «una de las ambigüedades mejor logradas en una obra literaria», con el fin de que «ninguno de los dos elementos [“intervención ordenadora del Diablo” o “gradual evolución psicológica del personaje de Melibea”] prevaleciera sobre el otro» (2003, p. 112), dando lugar a una «ambigüedad de lo mágico», que es una «muestra clara de la habilidad artística» (p. 112) o «sutileza artística» (p. 119) de Rojas; o por parte de Folger, para quien «she [Melibea] is definitively tempted by Celestina’s persuasion. Magic or witchcraft night have helped her to achieve this goal» (2005, pp. 22-23) y, citando las palabras de Rico, añade: «Hence the eidetic persuasion s truly the centerpiece in the process of enamoramiento, and the reader may o may not assume that magic or withcraft have an auxiliary role» (p. 23)35. Pues bien, si es posible convenir sobre el carácter ambiguo con el que el tema de la magia se presenta en la obra, como, por lo demás, sugieren también las conclusiones de mi análisis, y si, por otra parte, dicha «ambigüedad» constituye un «dato artístico del drama», o atestigua la «sutileza» y «la habilidad artística de Rojas», contribuyendo adecuadamente a amplificar la «riqueza de significado» de la Tragicomedia, considero que no es del todo inútil interrogarse sobre el significado de tal ambigüedad; o, para expresarme en los términos de mi propio análisis, reputo apropiado tratar de comprender qué significado debe acordarse a ese efecto, por el que el lector es puesto en la situación textual de dudar si dar crédito únicamente al móvil natural de las dotes humanas de la alcahueta, o bien creer en el origen sobrenatural de la intervención demoníaca, llevada a cabo por las artes mágicas de la hechicera. Al comienzo de estas páginas, había anticipado sumariamente la propuesta interpretativa, para la cual la falta de solución que el texto
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Ya Sánchez se había pronunciado a favor de una estrategia discursiva que es fruto de una particular capacidad de imponer puntos de vista opuestos, de «what to be a dialectic between the natural and supranatural explanations of Melibea’s corruption» (1978, p. 482); y, posteriormente, Vian había sostenido que «Rojas usa la magia con su maestría habitual, como una fuente más de ambigüedades» (1990, p. 65); hasta llegar a los trabajos más recientes de Lara Alberola, quien afirma que «su vinculación [de Celestina] con las artes mágicas es indiscutible» (2008, p. 79; pero, para una reconsideración de su postura Lara Alberola, 2014, p. 382) y de Sevilla Arroyo, para quien «ninguno de los dos ingredientes sea capaz de dar cuenta cabal, por separado, de la peculiarísima historia amorosa que gestionan —la magia no, por el tratamiento intencionalmente ambiguo que recibe y el tiempo tampoco, por el manojo contradictorio que se le dispensa» (2009, p. 177).
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impone a favor de una o de otra alternativa, sugiere la posibilidad de dar sentido a tal incertidumbre entre explicación natural o sobrenatural, proyectando el carácter sobrenatural de la intervención demoníaca sobre las habilidades, todas ellas naturales y humanísimas —aun siendo transgresivas, o precisamente porque lo son— de la vieja alcahueta. La oscilación textual y la consiguiente vacilación irresoluta del lector entre las dos explicaciones, por un lado, y el carácter de absoluta familiaridad y cotidianidad con la que se presenta en la obra lo sobrenatural mágico, por otro, contribuyen en igual medida a conferir una impronta mágica e infernal tanto a la experiencia y las competencias profesionales, de las que Celestina deja constancia, como a la acción y los resultados que realiza y obtiene. En definitiva, en virtud de la obra de proyección de un componente sobre otro, que es una prerrogativa textual, como he tratado de mostrar, las actividades profesionales de Celestina adquieren el carácter de la acción demoníaca, es decir, se impregnan de la misma fuerza prodigiosa y capacidad con la que la acción del maligno interviene en el ámbito del mundo sensible, y actúa sobre la realidad para cambiarla según los propios planes y finalidades, ambos dirigidos a la realización del mal. Del diablo, por tanto, Celestina conserva la extraordinaria facultad de modificar lo real, gracias a sus excepcionales habilidades; es decir, de penetrar en las mentes humanas para subyugar su voluntad, gracias a su insólita capacidad de persuasión, como hacen los demonios, que por su naturaleza sutil y espiritual pueden penetrar en todos los cuerpos y permanecer en ellos sin ningún obstáculo; de despertar, en fin, con sus especiales artes retóricas y el poderoso conocimiento del ánimo humano, las violentas tentaciones a las que las almas subyugadas sucumben ante las pasiones indomables y los locos deseos, que todo individuo humano contiene y reprime dentro de sí mismo. La vieja y perversa Celestina bien puede ser una embaucadora, como Pármeno se esfuerza por hacer creer a su enamorado amo, y la convencida invocación del maligno por parte de la alcahueta bien puede ser un ejercicio, entre otros, de sus múltiples y mundanas competencias, adquiridas con la larga práctica del oficio, sin que ello implique necesariamente una injerencia satánica: lo que está claro es el hecho de que el personaje de Celestina con sus asombrosas mañas profesionales encarna a la perfección el espíritu demoníaco, sea por la extraordinaria capacidad de actuar sobre la realidad para transformarla como si fuera un acto mágico, sea por la sorprendente pericia con la que demuestra tentar y atormentar a hombres y mujeres en sus más íntimos e inconfesables
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deseos, para que estos no queden inexpresados y vencidos en las galerías del alma, sino que, liberados y emergidos a la conciencia, puedan realizarse, impulsando a los individuos al placer y, al mismo tiempo, a la perdición. No obstante, al llevar a cabo la operación plenamente literaria que consiste en concebir a una vieja alcahueta como la encarnación del espíritu demoníaco, Rojas no partía de la nada o de la pura imaginación, sino que podía contar con un elemento que tenía su fundamento en la realidad y, en particular, en la realidad urbana, en la que la actividad de alcahueta se asociaba principalmente con la de hechicera. Corrigiendo la «teoría que podríamos llamar racial», que es el núcleo central de algunas páginas de Jacob Burckhardt sobre la magia durante el Renacimiento, con el objetivo de dar cuenta de la distinción entre bruja y hechicera, Julio Caro Baroja sustituyó un criterio sociológico al que él mismo definió «etnográfico o raciológico», estableciendo que «la bruja típica es un personaje que se da sobre todo en medios rurales, la hechicera de corte clásico se da mejor en medios urbanos o en tierras en las que la cultura urbana tiene gran fuerza» (1968, p. 135).Y a continuación, acerca del personaje de Celestina, añadía: aunque Fernando de Rojas dibujó su espléndido personaje tomando elementos de la literatura latina, de Ovidio, de Horacio, etc., resultó que su dibujo correspondía tan perfectamente con tipos reales que podían encontrarse en las ciudades españolas (Toledo, Salamanca, Sevilla...) en los siglos XV y XVI (p. 135),
para concluir que «la Celestina es una hija plebeya de la urbe, de la ciudad» (p. 137). Así pues, respecto a las distintas materializaciones que conoció la magia en su realidad histórica, podemos resumir que Celestina es una figura que, en ciertos aspectos, representa emblemáticamente aquella «magia popular femenina» (Lara, 2014, p. 372), que «se inclinab[a] sobre todo por la magia amatoria» (p. 373), y que, situándose a los márgenes de la sociedad urbana, actuaba con reglas y comportamientos que los códigos legislativos castellanos adscribían a prácticas antisociales. Al ejercicio de la magia por parte de la alcahueta Celestina le hace de trasfondo, por tanto, un contexto urbano, que tiene sus fundamentos, por un lado, en una práctica económica de tipo mercantil, y, por otro, en una civilización que, junto con el componente económico, está marcada por un proceso de modernización, que ve a la colectividad construyendo su
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propio conjunto de aspectos culturales, sociales y espirituales sobre la base de una doble exigencia, que combina las instancias de secularización y de mundanización. No es casualidad, pues, que en la Tragicomedia la práctica mágica aparezca como algo de naturaleza absolutamente familiar, como algo que pertenece a la cotidianidad de la vida y del actuar humano, una de las tantas manifestaciones de la laboriosidad del hombre y, en cuanto tal, así se presenta como uno de los oficios en los que se ejerce la actividad de la alcahueta; una actividad que, por lo demás, en la variedad de sus expresiones concretas, apunta exclusivamente al provecho. En las vibrantes respuestas que Celestina le da a Sempronio, en referencia a las «amenazas de dinero» o a los «temores de participación» (p. 258) que el criado reclama con desafío, la alcahueta, partiendo de la sutil, pero no arbitraria, distinción entre galardón o merced, por un lado, y salario o soldada, por otro, reafirma la prioridad y, a la vez, la condición de necesidad vinculadas al ejercicio del oficio, respecto a la situación más plácida de quien vive en el estado de sumisión y dependencia propia del criado: «vivo de mi oficio como cada cual oficial del suyo muy limpiamente» (p. 259), protesta con enérgica convicción; y, por lo tanto, reivindica para sí toda la ganancia obtenida de la empresa infame, llevada a cabo con éxito: Más herramienta se me ha embotado en su servicio que a vosotros; más materiales he gastado. Pues habéis de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero; y aun mi saber, que no lo he alcanzado holgando, de lo cual fuera buen testigo su madre de Pármeno, ¡Dios haya su alma! Esto trabajé yo; a vosotros se os debe esotro. Esto tengo yo por oficio y trabajo, vosotros, por recreación y deleite (p. 257).
Al reivindicar su derecho al lucro, Celestina apela a la noción de inversión de recursos materiales y mentales: a diferencia de sus dos compañeros de aventura, ella ha utilizado «herramienta», quizás no del todo metafórica, si pensamos, por ejemplo, en las sustancias empleadas en el conjuro y, en cualquier caso, en el magnífico y costoso laboratorio que tiene en su casa; pero, sobre todo, ha aplicado su «saber», o sea, sus habilidades y competencias profesionales, que ha adquirido con tesón y esfuerzo, y entre las que cabe incluir también, sin ninguna duda, las artes mágicas aprendidas con el seguro magisterio de Claudina, la madre de Pármeno, que sagazmente menciona en el vano intento, quizás, de congraciarse con al menos uno, si no ambos, de sus contendientes.
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En el mismo altercado fatal, en el que los dos criados se disputan lo recabado de la empresa, a Sempronio, que la intima perentoriamente a que ceda las dos terceras partes de la ganancia, Celestina reacciona con desdén, reivindicando los propios méritos: «¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería [...] Vivo de mi oficio...» (p. 259). El que sus actividades sean ‘limpias’, es decir, exentas de motivos de culpa o delito, es parte de ese carácter paradójico del que está dotado el personaje, pero que afecta sustancialmente a la totalidad de los aspectos y las figuras de la obra. En contraste, por tanto, con las normas más elementales del sentido común y de la forma de pensar ordinaria, que decretan sin remisión el estado de vergonzosa degradación moral y social en la que se halla la diligente protagonista, Celestina proclama que ella ha modificado a su favor una condición o una situación preexistente, gracias al ejercicio de un oficio, que ha requerido el empleo de recursos materiales, así como la práctica de conocimientos profesionales específicos. El haber conseguido ‘quitarse de la putería’, superando con ello una posición que se consideraba inconveniente o, simplemente, menos ventajosa de la conquistada después, ha significado, por tanto, haber demostrado saber contrarrestar las adversidades de la fortuna, doblegándola a su favor y de acuerdo con sus propios intereses. En resumen, aunque se mantiene en el nivel más bajo de la condición de máxima abyección en la que la anciana alcahueta se mueve y actúa, Celestina muestra una extrema capacidad para transformar la realidad, influyendo sobre ella con su propio poder. Y son, exactamente, esta capacidad y este dominio las prerrogativas que hacen de ella una maga, si por magia debemos entender, sobre todo, el arte con que el sujeto humano ejerce un dominio absoluto sobre el mundo de las cosas y los hombres: «[la magia] —ha escrito Cassirer— enseña que sobre la base de la identidad de sujeto y objeto, el sujeto no solo comprende al objeto, sino que además puede dominarlo; de modo que el hombre no se limita a subordinar la naturaleza a su razón, ya que puede subordinarla también a su voluntad» (1951, p. 213). En las páginas que dedica al argumento, Maravall ha sostenido apropiadamente que «la presencia del elemento mágico en La Celestina responde a algo más que a razones literarias y ornamentales. La magia es la gran ciencia en el primer Renacimiento y va ligada [...] a los supuestos últimos del mismo» (1973, p. 149).Y, de hecho, el ilustre historiador explica «toda la importancia que el tema de la magia presenta en el mundo social de La Celestina» (p. 147), incluyendo al personaje de la alcahueta en el contexto de la cultura humanístico-renacentista, e interpretando
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el arte mágica que ella practica, por un lado, como reacción a la idea renovada de «una fortuna desdivinizada», «una idea mondanizada, relativamente mecanizada, autónoma, proyectada sobre el puro mundo natural de los hombres y las cosas, para explicar, mediante ella el curso de los hechos» (p. 144), y, por otro lado, como expresión del deseo humano de dominar la naturaleza y de imponer la propia voluntad en la cadena de los eventos mundanos. En realidad, las consideraciones de Maravall, más que a la «magia demoníaca» que, como sucede en la práctica de Celestina, proviene de las fuerzas sobrenaturales, parece referirse con mayor pertinencia a la idea de «magia natural», que fue objeto de reflexión de las mejores mentes de la cultura humanístico-renacentista europea, y que, en cualquier caso, pretende «mantenerse dentro del marco de la naturaleza y de su uniformidad empírica» (Cassirer, 1951, p. 192), como, por lo demás, subraya con evidencia Cassirer, en quien se inspiran las mismas páginas de Maravall sobre la magia: «Lo que señala y establece la dirección y meta de la actividad mágica no es, por cierto, la intervención violenta de potencias demoníacas, sino la observación del curso del acontecer mismo y de la regla que implica ese acontecer» (p. 190). La lectura de la hechicería de Celestina en clave de magia natural, o sea, como magia que, refiriéndose a la investigación de las fuerzas ocultas de la naturaleza, «exige que no se empleen otros métodos distintos de los que suponen la observación y la comparación inductivas de los fenómenos» (p. 192), como advierte Cassirer, o, por decirlo con el propio Maravall, como «arte al que pudiéramos llamar físicoquímico» (p. 151); una lectura de este tipo no resiste la prueba del dictado textual, donde no se puede dejar de constatar que Celestina apela a fuerzas sobrenaturales, implicando un mundo radicalmente distinto respecto al natural. Que, luego, el desarrollo de los hechos y los resultados obtenidos se sometan, en el plano textual, a un proceso de constante oscilación acerca de la causa a la que remitir su origen, si únicamente a las mañas profesionales de la alcahueta o también a la intervención demoníaca, es otro aspecto completamente diferente del problema, sobre el que creo haber insistido ya lo suficiente. El texto, por lo tanto, se abre a lo sobrenatural demoníaco, cuya creencia el lector de la obra debe, de acuerdo con el dictado textual, necesaria y momentáneamente aceptar, por más que se le induzca a hacerlo recurriendo a la modalidad de la duda o la vacilación. Aunque la relación de la obra con el contexto cultural de origen es, en sustancia, un factor ineludible, al que todo intérprete está obligado a referirse, esta correlación no puede establecerse en términos
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de un mero reflejo de la realidad, ya sea factual o cultural, como tienden a hacer no pocos estudiosos que han abordado la materia, incluido el propio Maravall, con el riesgo de forzar la letra del texto, sino que debe determinarse teniendo en cuenta el carácter figural que define la obra literaria, con respecto a cualquier otro documento. Sabremos entender con su exacta propiedad el sentido de esta peculiaridad exclusivamente literaria si, en relación con el tema mágico presente en La Celestina, somos capaces de adaptar a nuestro caso algunas conclusiones que se leen en el libro póstumo de Francesco Orlando, acerca de esa forma particular de sobrenatural en la literatura que el estudioso ha denominado de tradición, en cuanto esso non solo è accreditato al massimo grado, ma è anche convalidato da durevoli reificazioni dell’immaginario collettivo, come per esempio la religione, a cui l’autore aderisce. In esso non solo il credito è plenario, ma coincide con un’assunzione istituzionale del soprannaturale [...], tale soprannaturale si basa su materie tramandate più o meno fedelmente lungo secoli (2017, p. 90).
No cabe ninguna duda sobre el hecho de que lo sobrenatural demoníaco, como «tema integral» de La Celestina, se incluye en esa forma particular de sobrenatural que, en la acepción que se acaba de citar, se ha definido de tradición, al tratarse de un sobrenatural institucionalizado, nada menos que por la religión y la teología cristiana, donde la presencia del diablo juega un papel fundamental. Pues bien, el propio Orlando ha argumentado que esta forma de sobrenatural fuerte codificado por la tradición, que es también la más longeva —«poiché è ininterrottamente riscontrabile nella nostra tradizione dalla più lontana antichità omerica e biblica fino agli ultimi grandi poemi epici d’ispirazione religiosa: il Paradise Lost (1667) di Milton oltre la metà del Seicento in Inghilterra e, nella Germania di quasi un secolo più tardi, Der Messias (1751), il poema de Klopstock sulla morte di Gesù» (p. 101)— suele entrañar en algunas manifestaciones pertenecientes a las fases tardías de su desarrollo «una figurazione di problemi», en el sentido de que en las obras literarias que dependen de esta tipología de «soprannaturale di tradizione con figurazione di problemi», «la differenza verte [...] sul significato da dare al soprannaturale, sul rapporto quindi tra esso e l’allegoria» (p. 105), por lo que lo sobrenatural
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termina refiriéndose a problemas específicos de diferente naturaleza, «una maniera di figurare altro» (p. 105). El problema ante el que se encuentra el lector de La Celestina es doble: por un lado, la duda afecta al personaje de Melibea, si la joven se rinde por voluntad propia al deseo por Calisto y a las tentaciones del placer, o lo hace por efecto de la philocaptio, o sea, porque el espíritu del maligno penetra en ella, apoderándose de su voluntad; por otro lado, la cuestión involucra al personaje de Celestina, si la vieja obtiene lo que se propone gracias a sus habilidades subjetivas y capacidades profesionales, o bien por intercesión de la intervención demoníaca. Si hacemos nuestra la mencionada propuesta de Orlando, y consideramos lo sobrenatural demoníaco de La Celestina como un caso particular de «sobrenatural de tradición con figuración de problemas», podemos inferir, con respecto al doble problema que la obra plantea, que, en la primera circunstancia, en relación con el personaje de Melibea, lo sobrenatural figura un problema principalmente moral, e incluso, teológico, ya que afecta, en última instancia, al asunto de la libertad de elección como prerrogativa del individuo humano, y, en particular, de la elección que privilegia el placer como bien supremo al que tender con total adhesión de la voluntad36; mientras que, en la segunda circunstancia, que se refiere al personaje de
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El libre albedrío es el núcleo central de las interesantes páginas de Canet Vallés, 2015, donde el estudioso, partiendo de planteamientos agustinos, De libero arbitrio, analiza los comportamientos de los tres personajes (Calisto, Melibea, Celestina), con el objetivo de determinar si su conducta pecaminosa es voluntaria o no, y señala cómo La Celestina se une a la polémica de filosofía moral sobre el bien supremo y la felicidad, que tuvo lugar en ámbito humanístico, tanto en Italia (Valla, Fazio) como en España (Lucena, Ortiz). Con estas premisas, Canet Vallés sostiene que «Celestina es una comedia que ha modificado sustancialmente los planteamientos morales de la comedia humanística latina e italiana, incluyendo en sus principios constructores toda una polémica que preocupó a los ambientes cultos y universitarios de la segunda mitad del XV» (2015, p. 7). Sin embargo, en lo que respecta al tema mágico, a diferencia de lo que nos habríamos esperado, no establece ningún vínculo entre este tema y la cuestión moral: «la magia sirve para caracterizar al personaje de Celestina, mostrándola como una vieja que ha aprendido de su amiga Claudina todas las artes vedadas y que intenta ser una buena profesional en su oficio» (pp. 7-8). A favor del libre albedrío («el hechizo de Celestina nada tiene que ver con el enamoramiento de Melibea», «todos los personajes de La Celestina son responsables de sus actos», 58) se pronuncia Iglesias, 2010, cuya conclusión es poco convincente: «El uso de la magia, por lo tanto, es un elemento plenamente verosímil en la obra de Rojas pero ornamental» (p. 69).
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Celestina, el problema, que lo sobrenatural figura, parece ser de orden esencialmente político, si no, incluso, antropológico, ya que se refiere a la facultad del ingenio humano, gracias al cual el sujeto ejerce el poder de intervenir en las cosas del mundo y dominarlas de acuerdo con sus objetivos, que, en este caso, coinciden con el beneficio económico y la autonomía social37. No obstante, en el desarrollo de las historias de la joven pareja de amantes y de la alcahueta, el parentesco de los dos motivos y su determinación recíproca nos permite descubrir lo inmanentes que son entre sí, con solo reflexionar sobre el hecho de que la libertad de la voluntad y de la acción humanas, por un lado, y la vocación a la praxis, como dominio sobre el mundo y la realidad, por otro, no son más que las dos caras de la misma moneda, o, mejor dicho, de la misma figura, la de un sujeto capaz de actuar según la libertad de su propia voluntad y de ordenar para su propio servicio el mundo de las cosas y de los hombres: una concreta exaltación de aquellos conceptos de dignitas y excellentia hominis, elaborados por obras de considerable relevancia en la cultura humanística, desde Giannozzo Manetti a Giovanni Pico della Mirandola, aunque, como se ha observado, «non ne costituiscono l’unico motivo, non il dominante» (Ciliberto, 2017, p. 54), debido a una idea de «Umanesimo tragico» (Cacciari, 2019), o sea, de una imagen de la cultura humanístico-renacentista menos simplificada y más rica de contrastes internos, como es la que actualmente se está afirmando con fuerza, y que «distanziando storia e storiografia, mette al centro dell’indagine l’individuazione di tratti drammatici, a volte tragici, di un’epoca che solo con grandi difficoltà si può decifrare con la chiave dell’“ideologia umanistica” (dignitas et excellentia hominis, primato della virtù sulla fortuna, antropocentrismo, uomo faber fortunae suae...)» (Ciliberto, 2017, p. 49). La imagen de condition humaine que Rojas nos ha transmitido con la Tragicomedia no es, de hecho, menos problemática o, si se prefiere, menos trágica, si, para concluir, podemos afirmar que bajo la cobertura
37 El lector encontrará algunas consideraciones sobre el «afán de dominio» o la «voluntad de poder», que caracteriza al personaje de Celestina: «si hay algo profundamente arraigado en la forma de ser de Celestina es la necesidad, más o menos disimulada, de dominar a los otros» (p. 46), en Alcalá Galán, 1996, donde, sin embargo, el tratamiento del tema se resiente de la adopción, poco pertinente, de la tesis niectzcheana de la voluntad de poder.
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o, quizás, mejor, en figura de sobrenatural mágico tradicional y, en particular, demoníaco, emerge en la obra una de las instancias más hondas y fecundas de resultados futuros de la cultura humanística, aunque no sea motivo ‘único’ ni ‘dominante’: ese ideal de libre elección y de dominio sobre la realidad que, representado por los dos personajes femeninos de Melibea y Celestina, una joven descarriada por el placer y una codiciosa alcahueta sin escrúpulos, pronostica los efectos de desgracia, a los que pueden inducir y, en concreto, en la obra conducen, el estado de autonomía garantizado por la propia voluntad y el sentido de dominio o potestad incontrastable sobre el mundo de las cosas y los hombres. 2. «TEMPORA TEMPORIBUS CONCERTANT»: CULTURA URBANA Y CIVILIZACIÓN CORTÉS
En el tercero de los Libri della Famiglia, el Economicus, escrito en Roma entre 1532 y 1534, Alberti pone en boca del más sabio de los cuatro interlocutores que animan el diálogo una afirmación que, no por haberse hecho célebre, deja de sorprendernos por el elevado grado de novedad y modernidad que contenía en su época. Es Giannozzo, en efecto, quien en las páginas iniciales del libro, al razonar sobre el uso de la «masserizia», sostiene que las tres cosas que el «hombre puede llamar suyas propias» son, nada menos que las pasiones «quello mutamento d’animo col quale noi appetiamo e ci cruciamo tra noi»), el cuerpo (al cual la Naturaleza ordenó que «mai patisse ubidire ad altri che all’anima propia») y, por último, lo que es más propio del hombre, todavía más que su mismo cuerpo o que las pasiones a las que el cuerpo obedece, es decir, el tiempo: «cosa preziosissima», si es verdad que, como explica el mismo Giannozzo algunas páginas después, «Chi sa non perdere tempo sa fare quasi ogni cosa, e chi sa adoperare il tempo, costui sarà signore di qualunque cosa e’ voglia» (1994, pp. 206-207 y 263). De lo que Alberti se apropia —escriben a este propósito Ruggiero Romano y Alberto Tenenti, los dos modernos editores del texto albertiano— «è il tempo quale ormai da circa un secolo gli orologi delle torri comunali di differenti città d’Italia e d’Europa venivano scandendo»38. Esta nueva concepción del tiempo, esta costumbre a «istimare il tempo»
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Ver «Introduzione», en Alberti, I libri della famiglia, 1994, p. 13.
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según la expresión de Vespasiano da Bisticci39— fue elaborada como se sabe— ya en la baja Edad Media cuando, como ha precisado Le Goff, «la nécessité de s’adapter à l’evolution économique, plus précisément aux conditions du travail urbain» empujó a «la société urbaine, à changer la mesure du temps, c’est-a-dire le temps lui-même» (1977, p. 67). Ambiente ciudadano o sociedad urbana y tiempo nuevo o moderno resultan, en suma, estrechamente relacionados, como —por lo demás— lo había ya establecido Gustav Bilfinger a finales del siglo XIX, en un libro definido «pionnier» (Le Goff, 1977, p. 67). Ahora bien, partiendo de estas premisas, no sorprenderá que me interrogue sobre la concepción del tiempo en esa obra maestra de la literatura occidental que es La Celestina, considerada, no sin razón, «un producto de la civilización urbana» (Maravall 1973, p. 71), y que —quizá mejor— podría definirse como el extraordinario resultado compromisorio del conflicto entre cultura urbana y civilización cortés40. Hablando de conflicto y ocupándonos del tiempo, es difícil no recordar la cita petrarquista contenida en el prólogo añadido a la Tragicomedia: «tempora temporibus concertant, secum singula nobiscum omnia», que, en la traducción del mismo Rojas, suena así: «los tiempos con tiempos contienden y litigan entre sí uno a uno y todos contra nosotros» (p. 16). Y aunque no cabe duda que tanto la praefatio latina como el prólogo castellano aluden a la «vicissitudo» o «revolución temporal», es decir, a la trabajosa alternancia de las estaciones del año, no puedo resistirme a la tentación de percibir una más general —si bien arbitraria— referencia a la lucha de los tiempos, cuyo más elocuente testimonio se lee al final del largo monólogo de Calisto en el acto XIV, en esa extraordinaria invocación al tiempo, que con su demasiado lento correr retarda la llegada de la futura noche y de la nueva cita amorosa con ella: ¡Oh noche de mi descanso, si fueses ya tornada! ¡Oh luciente Febo, date priesa a tu acostumbrado camino! ¡Oh deleitosas estrellas, apareceos ante de la continua orden! ¡Oh espacioso reloj, aún te vea yo arder en vivo huego de amor! Que si tú esperases lo que yo cuando des doce, jamás
39 «Aveva una memoria eterna, —escribe en la vida de Giannozzo Manetti— che aveva ogni cosa a mente. Istimava il tempo assai, et non perdeva mai una ora di tempo» (Bisticci, Le vite, 1970-1976, I, p. 490).Ver Batkin, 1990, p. 74. 40 La bibliografía sobre el tema es extremadamente rica. No renuncio, sin embargo, a mencionar las pocas y bellas páginas de Samonà, 1994, pp. 234-243.
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estarías arrendado a la voluntad del maestre que te compuso. Pues vosotros, invernales meses, que agora estáis escondidos, ¡viniésedes con vuestras muy complidas noches a trocarlas por estos prolijos días! Ya me parece haber un año que no he visto aquel suave descanso, aquel deleitoso refrigerio de mis trabajos (pp. 281-282).
Un momento después, Calisto parece volver en sí y darse cuenta de lo absurdo de sus peticiones.Y es entonces, a continuación del monólogo, cuando los insensatos —en cuanto irrealizables— ruegos dejan sitio a las desconsoladas notas de realismo que se conforman a la idea de un orden universal que rige todo el mundo creado: Pero ¿qué es lo que demando? ¿Qué pido loco sin sofrimiento? Lo que jamás fue ni puede ser. No aprenden los cursos naturales a rodearse sin orden, que a todos es un igual curso, a todos un mesmo espacio, para muerte y vida un limitado término a los secretos movimientos del alto firmamento celestial de los planetas y Norte, de los crecimientos y mengua de la menstrua luna.Todo se rige con un freno igual, todo se mueve con igual espuela; cielo, tierra, mar, fuego, vientos, calor, frío. ¿Qué me aprovecha a mí que dé doce horas el reloj de hierro si no las ha dado el del cielo? Pues por mucho que madrugue, no amanece más aína41 (pp. 281-282).
Ha sido necesaria la poliédrica competencia de un italianista y romanista como Paolo Cherchi, cuya familiaridad con los textos de la literatura española nos es conocida, para reconocer en el fragmento del monólogo de Calisto el descendiente de un antiguo género medieval: la serena, cuyo «único ejemplar sobreviviente (y quizá el único en absoluto)» está constituido por la composición de Guiraut Riquier, Ad un fin aman fondatz (1996, p. 193) 42. Sin embargo, el tema de la espera del enamorado, aún encontrando su más cumplida expresión en el género de la serena, está abundantemente atestiguado en algunas composiciones de otros trovadores, contribuyendo así a definir uno de los dos términos que forman lo que podríamos llamar el paradigma temporal del deseo, y que podemos leer en la sintética formulación de un tratado considerado por mucho tiempo —aunque equivocadamente— el «código del amor 41
Sobre este pasaje ver, al menos, el comentario de Lida de Malkiel, 1970, pp. 362-363. 42 Para el texto del poema de Giraut Riquier, ver Riquer, 1975, III, pp. 16131614.
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cortés». Me refiero, naturalmente, al De amore de Andrés el Capellán, donde del enamorado se dice que Incipit enim cogitare qualiter eius gratiam valeat invenire incipit etiam quaerere locum et tempus cum opportunitate loquendi, ac brevem horam longissimum reputat annum quia cupienti animo nil satis posset festinanter impleri. [«Empieza a pensar de qué manera podrá hallar su favor, a buscar el lugar y el momento adecuados para hablarle y un breve instante le parece el más largo de los años ya que nada se lleva a cabo lo suficientemente rápido para su espíritu ansioso»]43.
«Brevem horam longissimum reputat annum»: he aquí, pues, el tema del que Calisto ofrece una admirable amplificación, en clave de contienda de los tiempos. Si, por ello, en la ansiosa espera de la «gloria» nocturna, el enamorado no duda en reclamar una innatural aceleración del curso solar, por el contrario, con las primeras luces diurnas que amenazan el fin del deleite, el insatisfecho amante pretende del sol un refrenamiento no menos imposible de su curso. Al género del alba, en efecto, en alternativa con el de la serena, pueden reconducirse las protestas de Calisto, en los dos actos XIV y XIX, al término de otras tantas noches de placer: Ya quiere amanecer. ¿Qué es esto? No parece que haga una hora que estamos aquí y da el reloj las tres (p. 275). Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros (p. 322).
De nuevo un reloj mecánico, un «reloj de hierro», es decir, uno de aquellos grandes y costosos relojes urbanos que, instalados en los campanarios de las iglesias o en las torres de los edificios públicos, daban las horas de tal modo que podían oírse por todos en cualquier parte de la ciudad; es de nuevo este instrumento mecánico —decía— el que, asomándose en el lamento de Calisto calcado sobre el género del alba, acaba por introducir una no despreciable dosis de comicidad totalmente 43 Andrea Capellani (Andrés el Capellán), De amore. Tratado sobre el amor, 1985, pp. 56-57.
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extraña al género, tal y como ha sido oportunamente señalado por Lida de Malkiel, cuando —a propósito del primero de los dos fragmentos citados— observaba que con él «La Celestina ofrece [...] una réplica —cruel en el realismo de su caracterización— a aquel tópico literario [del alba]», entre cuyos numerosos ejemplos la estudiosa argentina no encontraba ninguno «en que el enamorado se reduzca a señalar lo avanzado del tiempo en prosaicas horas de reloj» (1970, p. 429 n. 9). Las «prosaicas horas» del «reloj de hierro» que, por lo tanto, están en el origen de la falta de decoro que Lida de Malkiel reprocha a Calisto, así como del efecto cómico que las palabras de este producen en el lector, se toman su revancha en una situación parecida y opuesta, la que se realiza al despertar de otra pareja de amantes al final de una noche no menos gozosa. Pero, antes de examinar este episodio, quisiera mostrar, con la ayuda de un par de ejemplos, cómo la concepción del tiempo que acabamos de ver resulta explícitamente criticada y puesta en ridículo por un personaje como Celestina que, al inicio del tercer acto, confabulando con Sempronio, a propósito de la agitación y de la ansiedad que aflige a Calisto, observa con disgusto: No es cosa más propria del que ama que la impaciencia; toda tardanza les es tormento; ninguna dilación les agrada. En un momento querrían poner en efecto sus cogitaciones; antes las querrían ver concluidas que empezadas (pp. 95-96).
Poco después, en el mismo coloquio, una crítica todavía más irrisoria recae también sobre la situación complementaria, la que pretendería anular el tiempo para prolongar eternamente el placer. Ni las cosas cambian, por lo que respecta al discurso sobre el tiempo, por el hecho de que la vieja se refiera ahora a las doncellas, no menos insaciables que sus compañeros varones. Al contrario, el efecto cómico resulta duplicado, como se percibe inmediatamente: Si de noche caminan, nunca querrían que amaneciese; maldicen los gallos porque anuncian el día y el reloj porque da tan apriesa. Requieren las cabrillas y el Norte, haciéndose estrelleras, ya cuando ven salir el lucero del alba, quiéreseles salir el alma. Su claridad les escurece el corazón (p. 113).
No extraña que un personaje como Celestina no comparta, aunque muestre comprenderla perfectamente, una concepción subjetiva del
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tiempo, cuya velocidad varía con respecto a la condición de espera o de posesión del objeto deseado. Creo que es legítimo, a estas alturas, preguntarse desde qué perspectiva arranca este tipo de crítica, porque está claro que la reprobación o, cuando menos, el distanciamiento de una actitud hacia el tiempo como la de Calisto, y de la misma Melibea, comporta la adhesión a una manera distinta de concebir, y también de percibir, el tiempo. No es casual, en efecto, que entre las primerísimas palabras que el autor hace pronunciar a Celestina en la Tragicomedia, estén las siguientes: «Ven y hablemos, no dejemos pasar el tiempo en balde» (p. 49). De esta manera se dirige a Sempronio, en la sexta escena del acto primero, antes de salir de casa en compañía del criado de Calisto que, a su vez, apremia a la vieja con estas palabras: «Toma el manto y vamos, que por el camino sabrás lo que si aquí me tardase en decirte impediría tu provecho y el mío» (p. 50). Es evidente que, para la pareja de personajes Celestina-Sempronio parece valer otra concepción del tiempo, según la cual hace falta administrarlo sabiamente, en el sentido de que es necesario no dejarlo pasar en vano. En suma, es la nueva concepción que el ilustre medievalista francés Le Goff llamó «tiempo de los mercaderes», la que se deja entrever en las recíprocas llamadas a la prontitud de los dos personajes en compadreo, y en la cual es también posible distinguir una ecuación absolutamente moderna, gracias a la cual un mismo lazo une, a partir de ahora de forma cada vez más indisoluble, el tiempo al dinero, unidades ambas cuantificables y, también por ello, traducibles la una a la otra. El tiempo —ha escrito el historiador polaco Krzysztof Pomian— «en cuanto que magnitud y que tiene un precio, interviene constantemente en las actividades de los comerciantes, los banqueros y los cambistas. También se le debe tratar como un bien precioso, a semejanza de la moneda, con la que se le compara desde el siglo XV» (1990, p. 291). Como, por lo demás, muestran los testimonios de los marchands écrivains florentinos aducidas por Christian Bec (1967). Un paso o un pasaje más y he aquí que, en las palabras de Sempronio, una nueva ecuación permite esta vez establecer una relación a tres, donde el deseo de Calisto se enlaza con el provecho de Celestina y del mismo criado, gracias al tiempo, que se propone como medida de ambos: «¿No sabes —dice Sempronio a Celestina con tono de recriminación— que aquello es en algo tenido que es por tiempo deseado, y que cada día que él [Calisto] penase era doblarnos el provecho?» (p. 141).
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Y, sin embargo, esta visión de las cosas y de la realidad no se limita tan solo a establecer una relación directa entre tiempo y dinero, sino que afecta también al ámbito del deseo y del placer. Ahora sí que podemos referirnos al episodio que anteriormente habíamos dejado pendiente a propósito de la revancha que se toman las «prosaicas horas» del «reloj de hierro» sobre la percepción del tiempo en términos meramente subjetivos. Todo el coloquio que se produce entre Pármeno y Areúsa en la primera escena del acto octavo, rezuma una comicidad irresistible, siempre y cuando el lector esté dispuesto a reconocer la situación típica del alba, en la interpretación que de ella suministran una puta y un criado. Una ocurrencia, sin embargo, más que las otras, resulta de especial pertinencia respecto al discurso sobre el tiempo. A la amante femenina que, con la excusa del remedio al «mal de la madre» que todavía le aflige, quisiera prolongar el placer nocturno en las horas de la mañana ya avanzada; un Pármeno tan preocupado por la reacción de su amo como respetuoso con la disposición que el tiempo impone a las cosas humanas, responde: Si voy más tarde no seré bien recibido de mi amo. Yo verné mañana y cuantas veces después mandares. Que por eso hizo Dios un día tras otro, porque lo que el uno no bastase, se cumpliese en otro (pp. 187-188).
Es difícil imaginar una negación más radical del paradigma temporal del deseo que, siendo prerrogativa de la clase aristocrática y de la tradición culta, inscribe de modo poco realista la posibilidad de un placer ilimitado en el desvarío de un tiempo inmóvil, en cuanto sin duración.Y pues, si bien riéndose de él, cómo no dar la razón a Pármeno, y cómo no condividir su concepción que, justamente al reconocer la dimensión objetiva del tiempo, encuentra la posibilidad de un deseo constantemente apagado, o sea, de un placer que se renueva con la sucesión de los días en los que el tiempo está repartido: «por eso hizo Dios un día tras otro». Tampoco podía escapar a la contestación cómica el otro término de lo que hemos convenido en llamar el paradigma temporal del deseo, es decir, el tiempo de la espera, por el que al «cupienti animo» del enamorado una sola hora le parece tener la duración de un año entero. Pues bien, es de nuevo en los labios de Pármeno donde el lector encuentra nada menos que tres veces, en el corto plazo de unas pocas intervenciones, la cómica refutación de esta distorsión del tiempo que —en la experiencia del criado— se representa si acaso con efecto
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incluso invertido. Una primera vez, cuando Pármeno acaba de dejar a Areúsa, en el exaltado monólogo que recita en el camino a casa: «¡Oh placer singular, oh singular alegría! [...] Que un tan excelente don sea por mí poseído, y cuan presto pedido tan presto alcanzado!» (p. 188).Y es a raíz del equívoco generado por las distintas acepciones del verbo alcanzar que, poco después, en el coloquio con Sempronio, Pármeno, al confirmar al amigo que ha alcanzado a Areúsa, en el sentido de que la ha poseído, insiste en acentuar la rapidez con la que el deseo parece haberse cumplido, o sea en la total abolición del tiempo de la espera: «ayer lo pensé, ya la tengo por mía» (p. 192), «Tarde fui, pero temprano recaudé» (p. 193). Incluso con los pocos ejemplos hasta ahora aducidos, a los que no sería difícil añadir otros muchos, parece imponerse una conclusión según la cual en el paradigma temporal del deseo, del que hemos partido y al que se ajusta un personaje como Calisto, se expresa un rechazo de la dimensión externa y —por así decirlo— objetiva del tiempo, primando una percepción subjetiva que, al medir el tiempo exclusivamente en relación a sus propios deseos, acaba entrando en conflicto con él. No diría, sin embargo, que en La Celestina se plantee, en términos absolutos, una cuestión de «rivalidad entre el tiempo y el amor», como deja entender Gilman en algunas páginas donde sobre el tema del tiempo se nos brindan reflexiones sugerentes pero no del todo condivisibles (1974, pp. 208-220). La rivalidad, en La Celestina, corre sobre todo entre quien se opone al tiempo y, por tanto, lo siente como algo ajeno, y quien, por el contrario, lo hace propio, aceptándole no solo en la dimensión objetiva, sino incluso reconociendo que solo en el tiempo es dado realizar los deseos de uno mismo. En suma, de acuerdo con esta última perspectiva, el tiempo de obstáculo se convierte en cómplice, por lo que, en lugar de luchar contra el tiempo con el propósito de vencerlo, como querría Calisto obedeciendo a una antigua tradición de raigambre cortés, vale mucho más revalorizarlo, en cuanto dimensión perfectamente conforme con la naturaleza humana y, por tanto, totalmente adecuada a las obras del hombre, como sugieren —si bien con la máscara de la comicidad— las declaraciones de Pármeno. En este sentido, es posible coincidir plenamente con la afirmación de Gilman que se lee en las páginas citadas: «La independencia del tiempo es una ilusión más que una posibilidad»; lástima que, poco después, el ilustre estudioso de La Celestina, empujado a ello por una lectura anacrónica de la obra maestra de Rojas, señale como un gran descubrimiento de la obra el tiempo
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«psicológico», cuando se trata exactamente de lo contrario (1974, pp. 218-219): el descubrimiento y la apropiación del tiempo como «cosa propia» del hombre, para recurrir a la expresión usada por Alberti en la célebre declaración que cité al principio de estas páginas. Que las cosas estén verdaderamente así lo demuestra ulteriormente un pasaje, que mencionaré por último como colofón a estas breves notas. En el acto octavo, un Calisto cada vez más impaciente decide acercarse a la iglesia de la Magdalena, donde «rogaré a Dios —dice dirigiéndose a Sempronio— aderece Celestina y ponga en corazón a Melibea mi remedio o dé fin a mis tristes días» (p. 196). Y he aquí la respuesta que recibe del criado, mordaz en su impertinencia: No te fatigues tanto, no lo quieras todo en una hora que no es de discretos desear con grande eficacia lo que puede tristemente acabar. Si tú pides que se concluya en un día lo que en un año sería harto, no es mucha tu vida.
Con su respuesta, cómicamente paradójica, Sempronio pone al descubierto el carácter auténticamente absurdo de la posición de Calisto porque —y es esta la nueva certeza que coincide con la modernidad— la vida humana es inseparable del tiempo, ella es el tiempo que le ha sido destinado. Como es sabido, el tiempo, durante toda la Edad Media había sido un don de Dios. Igualmente conocido es que el proceso de conquista humana del tiempo, o sea, de su emancipación de la influencia divina y del control de la Iglesia, fue un proceso que coincidió en gran medida con el fenómeno urbano: «La ciudad —ha escrito Guriévich— se convirtió en portadora de una nueva actitud hacia el mundo, y, por lo tanto, de una nueva actitud hacia el tiempo» (1990, p. 175). Quizá, esta nueva actitud no podría ser mejor y más emblemáticamente sintetizada sino con una breve afirmación del Giannozzo albertiniano: «Di colui sarà il tempo che saprà adoperarlo»44. En esta concisa afirmación se ponen las premisas de dos fundamentales adquisiciones del mundo moderno, cada una de ellas cargada de consecuencias de una enorme importancia, aunque no siempre ni del todo positivas: por un lado, el reconocimiento de la naturaleza humana del tiempo, por lo que no se da ninguna concreta manifestación del hombre fuera del tiempo; por otro, el establecimiento de la relación entre tiempo y riqueza, por lo que el tiempo es útil para 44
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Alberti, I libri della famiglia, 1994, p. 208.
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conquistar «masserizia». Como creo haber mostrado, si bien en rápida síntesis, ambas adquisiciones se encuentran bien documentadas en la Tragicomedia. Por lo demás, no creo que maraville mucho al atento lector de la obra maestra de Rojas el hecho de que los viejos principios y las actitudes superadas sean prerrogativa de la pareja de aristocráticos amantes, en representación de la civilización cortés, mientras que las nuevas conquistas y los modernos valores ligados a la cultura urbana están presentados como dote de los personajes cómicos o abyectos, cuando no cómicamente abyectos, como Celestina, Sempronio y Pármeno. 3. «TAN COMUNICABLE COMO EL DINERO»: MUNDO CERRADO Y COMERCIO UNIVERSAL
En el breve fragmento contenido en el título, se pueden reconocer fácilmente las palabras con las que, en el séptimo acto, Celestina exhorta a Areúsa para que se conceda a los deseos de Pármeno, cuya lealtad con respecto a su amo, Calisto, tiene sustancialmente un solo punto débil, que el joven se deja escapar durante el coloquio del primer acto con la alcahueta. Cuando a la sola mención del nombre de Areúsa por parte de Celestina, la reacción del joven es instintiva: «Maravillosa cosa es» (p. 76); de la que, por supuesto, la astuta vieja trata inmediatamente de aprovecharse para ganarse al criado reacio para sus planes: «aquí está quien te la dará», le garantiza. La oportunidad de cumplir la promesa se presenta siete actos más adelante, cuando Calisto le ordena al criado que acompañe a la vieja a su casa, y Pármeno, durante el trayecto, le recuerda a Celestina el compromiso asumido: «Bien se te acordará no ha mucho que me prometiste que me harías haber a Areúsa, cuando en mi casa te dije como moría por sus amores» (p. 172). Poco después, ya en casa de Areúsa, antes de que Pármeno sea introducido en la habitación de la hermosa prostituta, con quien pasará la noche, le corresponderá a Celestina hacer valer su extraordinaria habilidad de palabra para convencer a su protegida de que acoja favorablemente en su habitación, y en la cama, al joven tan excitado como inexperto. A los interesados pero sinceros cumplidos que la alcahueta le dirige a su prestancia física y sus cosas, a la invitación a que se deje contemplar en su atractiva desnudez, al intento de cosquillearle en alguna parte oculta del cuerpo, Areúsa, ya desvestida y estirada entre las sábanas, le replica que desde hace unas horas siente un persistente dolor en la matriz o el útero, que Celestina se ofrece al
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instante a calmar, acercándosele a la cama y papándole el regazo. Al hacerlo, ante los encantos del cuerpo de la joven, a la que ve por primera vez desnuda, la vieja se prodiga en otros y más exagerados elogios de la belleza de la joven, de la exuberancia y frescura de su cuerpo, del hermoso pecho, hasta adoptar el punto de vista masculino, cuando exclama: «¡Oh quién fuera hombre y tanta parte alcanzara de ti para gozar tal vista!» (p. 175). Por lo demás, de la evocación del deleite visual a la del placer de todos los demás sentidos, de la alabanza del cuerpo seductor a la exhortación para que permita gozarlo a cualquiera que lo desee, hay un rápido paso. Leamos todo el pasaje: Por Dios, pecado ganas en no dar parte destas gracias a todos los que bien te quieren. Que no te las dio Dios para que pasasen en balde por el frescor de tu juventud, debajo de seis dobles de paño e lienzo. Cata que no seas avarienta de lo que poco te costó; no atesores tu gentileza, pues es de su natura tan comunicable como el dinero. No seas el perro del hortelano.Y pues tú no puedes de ti propia gozar, goce quien puede, que no creas que en balde fuiste criada. Que cuando nace ella, nace él y cuando él, ella. Ninguna cosa hay criada al mundo superflua ni que con acordada razón no proveyese della natura (pp. 175-176)45.
Es bien sabido que una de las peculiaridades de la prosa de La Celestina consiste en su extraordinaria capacidad para acoger en sí formas
45 En la nota a pie de página de la edición de la que cito, se lee: «Los consejos de Celestina a Areúsa recrean, aunque no de un modo literal, algunas variantes eróticas —casi exclusivamente ovidianas— del tópico del carpe diem». En efecto, desde Menéndez Pelayo hasta Lida de Malkiel, pasando por Cejador y Castro Guisasola, han sido numerosos los estudiosos que han señalado diversos pasajes de obras ovidianas (Ars amatoria, Amores), como posibles fuentes en las que se habría inspirado el pasaje de Rojas (La Celestina, 2011, p. 858, n. 175.107). Sin embargo, en ausencia de puntuales coincidencias textuales, ya la estudiosa argentina advertía que «lo más probable es que el punto de partida de la reelaboración de Rojas no sea este o aquel pasaje ovidiano —ya que no coincide totalmente con ninguno—, sino el recuerdo genérico de todos» (Lida de Malkiel, 1970, pp. 541-542, n. 16). En todo caso, el supuesto sustrato ovidiano del pasaje es empleado por el autor de La Celestina con un significado muy diferente respecto al hedonismo del que es portador el topos del carpe diem, como se tratará de mostrar en las páginas del presente escrito. Sobre el «concept of sharing», entendido solo como «intrinsic to the machinations of Celestina and Sempronio and therefore to the progress of the play» (Mendeloff, 1977, pp. 176-177).
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de discurso codificadas e institucionales: «i luoghi comuni della retorica libresca e quelli della saggezza popolare» para resumirlo con las palabras de Carmelo Samonà (1972, p. 227). De modo que el lector de la obra encuentra a menudo que los personajes, en sus diálogos de estilo latinizante y sentencioso, incorporan profusamente ya sea sentencias y refranes como alusiones históricas y mitológicas, tanto citas y referencias filosóficas y doctrinales como anécdotas de la antigüedad y chascarrillos populares; y todo ello saltándose tranquilamente la regla del servante decorum. Además, en la carta proemial «a un su amigo», entre los méritos de los «papeles» anónimos hallados por él, el mismo autor registra «la gran copia de sentencias entrejeridas que so color de donaires tiene[n]» (pp. 6-7). Pues bien, el pasaje que he seleccionado no es una excepción. Lo atestigua, por lo que concierne a la sabiduría popular, la referencia al famosísimo refrán «El perro del hortelano, ni come las berzas ni las deja comer», y también al dicho «Cuando nace él, nace ella», recogido por Correas. Del mismo modo, por lo que atañe a la cultura libresca, el principio de que en la naturaleza no se da nada superfluo es un concepto de constatación muy amplia en las filosofías antigua y escolástica. En cuanto a la frase sobre el dinero, que es lo que más nos interesa ahora, el primer comentario redactado de la obra maestra de Rojas, la Celestina comentada, que se remonta probablemente a la segunda mitad del siglo XVI, menciona, con respecto a la propiedad del dinero, diversas fuentes antiguas de ámbito filosófico y jurídico: desde la Ética a Nicómaco hasta el Senatus consultum Tribellianum, pasando por un texto atribuido a unos «Diversos doctores» no especificados; autoridades que concuerdan todas en sentenciar que «el propio aprovechamiento del dinero es el gastarlo y comunicarlo con otros»46. Por mucho que seamos lectores habituales de la Tragicomedia, «la estrategia de la citación» de Rojas no deja de sorprendernos, y terminamos siempre poseídos por una sensación de admirativa sorpresa cada vez que debemos comparar mentalmente el fragmento textual de origen libresco —o también popular, cuando se da el caso— con el nuevo contexto en que dicho fragmento aparece interpolado, y donde adquiere un significado inédito que tiene el efecto de alterar e invertir cómicamente el orden tradicional. A este respecto, Louise Fothergill-Payne, la estudiosa que ha investigado más a fondo la presencia de Séneca en la obra de Rojas, habló de «cita subversiva 46
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Celestina comentada, 2002, pp. 287-288, fol. 122v.
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en Celestina», insistiendo en el carácter cómico-paródico de las citas; carácter, mediante el cual — escribía la citada hispanista— «los autores de Celestina desafiaban la tradición y cuestionaban la autoridad en una época de convenciones anticuadas y convicciones menguantes» (1992, I, p. 194). Si ahora volvemos a las palabras que Celestina le dirige, junto a ella en la cama, a la desnuda Areúsa, es para destacar que lo que más sorprende en su discurso no es solo —o no es tanto— el uso general cómico-paródico de la antigua tradición cultural, ya sea de la libresca o de la popular, sino que lo que llama la atención por su excentricidad es una frase en particular, con la que Celestina exhorta a Areúsa a que sea generosa con la belleza de su cuerpo: «no atesores tu gentileza —le dice—, pues es de su natura tan comunicable como el dinero»; recomendación, en la que la vieja alcahueta equipara cuerpo y dinero, actividad sexual y actividad económica, sobre la base de lo que une las dos entidades y sus respectivas esferas de acción, o sea, la naturaleza común de bien, cuyo valor consiste —como anotaba el autor de la Celestina comentada, a propósito únicamente del dinero— en «gastarlo y comunicarlo con otros». Se dirá que, tratándose —después de todo— de una vieja alcahueta que se dirige a una lozana y sensual prostituta, el contexto prostibulario hace particularmente pertinente que entre los dos ámbitos se establezca una equiparación, gracias a la cual el comercio sexual se asimila al tráfico monetario. Esto es indudablemente cierto, pero por la sencilla razón de que solo en ese contexto y entre personajes semejantes podía encontrar espacio la enunciación de una concepción de la vida, en aquella época tan subversiva como repugnante, en la que el dinero se celebraba como medida de todas las cosas. Que, en la Tragicomedia, el personaje de Celestina tiene con el dinero un vínculo tan totalizador hasta el punto de arriesgarse a morir antes que ceder a repartir con sus compañeros de aventura el oro de las monedas y de la cadena que obtuvo de Calisto, es algo bien sabido. Lo que, en cambio, o —mejor dicho— por añadidura, la mención de la obscena equiparación sugiere es la de reconocer que para el personaje de Celestina todo, en el mundo, obedece al criterio de funcionamiento connatural a la naturaleza del dinero. Para Celestina, en efecto, el dinero, al ser por su naturaleza el bien que se intercambia con cualquier otro género, en cuanto es el bien «comunicable» por excelencia, actúa como principio ordenador que gobierna la totalidad de los ámbitos en los que se realizan los diferentes tipos de relaciones humanas. Y es así, porque es una idea similar de sociedad la que se plantea por
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medio del despreciable personaje de Celestina, al cual, precisamente por la marca de abyección que lo caracteriza, le corresponde hacerse portador, en toda la obra, de una ideología, que resulta odiosa porque es radicalmente subversora del antiguo sistema de valores. Pero, por otro lado, cómo no darse cuenta del hecho de que, por ese mismo motivo, o sea, porque pone el dinero en el centro de su conjunto de ideas, como origen de toda manifestación de la acción humana, Celestina se abre, de hecho, a la posibilidad de concebir un universo fundado sobre todo en el principio del intercambio constante y la circulación continua, es decir, un universo abierto a las relaciones incesantes y las influencias recíprocas entre sujetos, en oposición a la constricción de un mundo material y mental que, enrocándose, se percibe como un obstáculo e impedimento para todo tipo de movimiento, de contacto y de pasaje. Sería interesante poder leer toda la Tragicomedia desde la perspectiva que acabo de señalar, es decir, haciendo del dinero la clave de lectura de la obra como contraste o «contienda» entre la idea de un mundo cerrado, presidido por el antiguo y prestigioso sistema de valores, y la propuesta de un mundo fundado en la original, por más que innoble, noción de comercio universal, que hace del dinero y su esencia relacional el modelo a partir del cual se plasma cualquier otra manifestación humana. Por supuesto, se trata de un propósito que, por exceso de ambición, nos llevaría muy lejos, y cuya idea básica —la de un universo centrado en la ley general de la circulación a cualquier nivel— se extiende hasta incluir otros ámbitos temáticos esenciales de la Tragicomedia.Y sin embargo, cabe ahora la posibilidad de efectuar algún sondeo en la dirección indicada, dejándonos guiar exclusivamente por la presencia textual del adjetivo «comunicable» y del verbo «comunicar», ya que —como hemos aprendido de las palabras de Celestina a Areúsa— en este término y en su significado radica la esencia misma de la función del dinero, como bien «comunicable» por excelencia. Dejaré de lado tres o cuatro ocurrencias del término en contextos de significado más marginales respecto a nuestra temática, y centraré la atención en aquellos casos que reafirman el principio, y que a la vez contribuyen a ampliar su ámbito de aplicación. En el primer acto, en una escena que se presta bien a la maquinación del engaño por parte de Celestina, esta habla con Sempronio, fingiendo que Calisto no la escucha, si bien sabe que lo hace, y simula un sincero y desinteresado respeto por la pena de amor del joven y desdichado señor. Pármeno, que también ha oído inadvertidamente las
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falaces afirmaciones de la alcahueta, apelando a su responsabilidad de criado fiel, pone en guardia a Calisto sobre la falsedad de lo que ambos acaban de escuchar. Sempronio ya está dispuesto a tirar la toalla, dando por fallida la empresa, y con ella perdida toda esperanza de lucro, pero Celestina lo tranquiliza, garantizándole que ya se encargará ella de ganar a Pármeno para su plan con la siguiente táctica: «déjame tú a Pármeno, que yo te le haré uno de nos, y de los que hobiéramos démosle parte, que los bienes, si no son comunicados, no son bienes».Y concluye con tres entusiásticas expresiones de beneficio común: «Ganemos todos, partamos todos, holguemos todos» (p. 65). Naturalmente, como sucedía con el pasaje en el que se han inspirado estas notas, también en el presente caso la sententia, según la cual «los bienes, si no son comunicados, no son bienes», tiene su ilustre precedente, esta vez en un fragmento de una de las primeras epístolas senecanas: «nullius boni sine socio iucunda possessio est» (Reynolds, 1965, ep. I.6), que en forma de sentencia o proverbio debió de disfrutar de una amplia difusión en la época de la Tragicomedia, como lo atestigua su presencia en un florilegio medieval, el de Auctoritates Aristotelis, que Rojas o «el antiguo autor» manejó con frecuencia, o también su presencia en la colección de los Proverbios de Séneca de las postrimerías del siglo XV, por obra de Pero Díaz de Toledo, que tampoco debía de ser desconocida para nuestro autor47. Por otro lado, la degradación cómico-paródica que se verifica en el pasaje de un contexto a otro, puesta de relieve por Fothergill-Payne para el conjunto de las citas sentenciosas de La Celestina, es más que evidente también en el caso ahora 47
Ver Ruiz Arzálluz, 1996, p. 274, Fothergill-Payne, 1988, p. 60, Zinato, 1999, donde el autor profundiza «la relación entre las Auctoritates Aristotelis, la traducción de las Epistulae morales encargada por F. Pérez de Guzmán, las glosas a la misma y la primera parte de L[a] C[elestina], la que presenta un mayor número de sentencias senecanas extraídas de las Epistulae morales» (p. 642). La sententia se repite en el acto VIII por boca de Pármeno: «Bien me decía la vieja que de ninguna prosperidad es buena la posesión sin compañía» (p. 185), a propósito de la cual la glosa de la Celestina comentada remite a la citada epístola senecana, así como a un pasaje de la Practica iudicialis de Gian Pietro Ferrara, que atribuye la sentencia en la forma de «Dulcissima rerum possessio communis est» a Cicerón, en cuya obra, sin embargo, no hay rastros de ella (p. 307). Para las ediciones modernas de las Auctoritates y de los Proverbia Senecae, ver Hamesse, 1974, Díaz De Toledo, 1994. Sobre la difusión de las Auctoritates, puede verse la reciente recopilación de estudios Hamesse y Meirinhos, 2015, cuya primera aportación de María José Muñoz es sobre la circulación manuscrita en España.
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mencionado, si se considera que, para el escritor latino y sus glosadores, el principio se afirma dentro de un discurso de orden moral, mientras que con bienes Celestina se refiere a los bienes exclusivamente materiales, en concreto, monetarios, y en un contexto de particular sordidez, puesto que la vieja alude al reparto del dinero que espera sacarle con sus buenos oficios al pretendiente Calisto, quien, de hecho, no tardará en entregarle el generoso anticipo de las cien monedas de oro. Más bien, cabría destacar que lo que Celestina proclama con ferviente resolución al comienzo de la empresa: «Ganemos todos, partamos todos, holguemos todos», está dispuesta a desdecirlo con similar obstinación al final de la misma, durante la escena extraordinaria que precede a su muerte, cuando a las «amenazas de dinero» y los «temores de partición» que le vienen de Pármeno y Sempronio, ella replica con una codicia solo comparable a su audaz determinación: «si algo vuestro amo a mí me dio, debés mirar que es mío» (p. 257), reivindicando en las razones con las que rebate las agresivas pretensiones de los dos criados, la legitimidad de la ganancia respecto al trabajo realizado y las competencias profesionales necesarias para llevarlo a cabo. Por otra parte, no es la única vez que Celestina parece actuar en contradicción consigo misma: se trata, de hecho, de una prerrogativa del personaje, que consiste en adaptar sus convicciones y su comportamiento a las circunstancias concretas y cambiantes en que se encuentra al obrar. Pero este sería un elemento del discurso que nos alejaría bastante del argumento que estamos tratando, y al que conviene volver haciendo referencia a las palabras de Sempronio que, en el segundo acto, parecen evocar las de Celestina que hemos comentado. El acto segundo se abre, en efecto, con la pregunta que Calisto le dirige a sus criados acerca del dinero entregado a la vieja alcahueta: «Hermanos míos —les pregunta— cien monedas di a la madre ¿hice bien?» (p. 83). Es Sempronio, en cuya mente debían de resonar todavía las contagiosas palabras de Celestina («Gozemos todos, partamos todos, holguemos todos»), en las que —por lo demás— se confirmaba la propuesta que él mismo había sugerido a la alcahueta: «Pues juntos [Calisto] nos ha menester, juntos nos aprovechemos» (p. 51); es Sempronio, pues, quien responde al requisito del amo con una larga e interesada respuesta, en la que el criado pronuncia un discurso que se asemeja a un centón de sentencias recabadas en su mayoría del mencionado florilegio de las Auctoritates Aristotelis, a las que se añade alguna máxima inspirada directamente en la Ética a Nicómaco. El pasaje puesto en boca
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de Sempronio, de hecho, podría parecer una vana y confusa divagación compuesta por varios lugares comunes sobre la clásica tríada de valores, que comprende los conceptos de virtud, fortuna y honra, si al lector no le quedara claro a dónde quiere ir a parar el criado. Si al comienzo de la réplica Sempronio le ofrece a Calisto una opinión demasiado concisa: «¡Ay si hiciste bien!», en la motivación de ese juicio se adentra por los meandros teóricos, a los que se refieren las abusadas definiciones de la terna de valores mencionada: Allende de remediar tu vida —comienza a sofisticar el criado— ganaste muy gran honra. Y ¿para qué es la fortuna favorable y próspera, sino para servir a la honra, que es el mayor de los mundanos bienes? Que esta es premio y galardón de la virtud.Y por eso la damos a Dios... (p. 83).
Para promover el gesto de su señor, Sempronio se remite a los principios éticos más nobles entonces en circulación, entrelazando las diferentes sentencias con aparente fidelidad a la tradición. Sostiene, en definitiva, que Calisto se había comportado virtuosamente, el mejor don que se le puede ofrecer al Señor, y, al hacerlo, había conquistado la honra; todo gracias al buen uso de la fortuna, a la que se confía el gobierno de los bienes mundanos, entre los que sobresalen las riquezas, el oro y el dinero. Por lo tanto, si la mayor manifestación del comportamiento virtuoso consiste en el ejercicio de la liberalidad, Calisto ha obrado bien actuando generosamente: «A ésta [o sea, a la honra] —continúa Sempronio— los duros tesoros comunicables la oscurecen y pierden y la magnificencia y liberalidad la ganan y subliman» (pp. 83-83). «Los duros tesoros comunicables», es decir, la riqueza que se escatima por la codicia de ahorrar suele desacreditar a la persona, empañando su honra, advierte Sempronio, por lo que Calisto ha hecho bien en prodigarse, desembolsando las cien monedas de oro a la vieja Celestina. En aras de la brevedad, pasemos por alto el análisis del efecto cómico determinado por los numerosos latinismos, por la concentración de sentencias cultas, por las continuas referencias a los nobles conceptos morales presentes en la respuesta del criado48: el hecho es que, con su respuesta ridículamente enfática, Sempronio hace derivar el núcleo de la tradición ética (honra, virtud, fortuna) de la puesta en circulación del dinero, incluso cuando 48 Para las fuentes doctrinales del pasaje citado, ver las notas 83.5-83.8, en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 798-799.
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se realiza a favor de una abyecta alcahueta para un fin absolutamente deplorable. Los dos últimos pasajes en los que pretendo detenerme son de gran interés, porque nuestro término aparece en contextos que, sin presentar una relación directa con el dinero, presuponen igualmente el concepto de «puesta en circulación» en ámbitos que conciernen, nada menos, a la esfera de los afectos y la interioridad. En el largo coloquio del primer acto que tiene lugar entre Celestina y Pármeno, cuando el discurso recae sobre Areúsa y la promesa de la alcahueta de ayudarlo para que la posea («aquí está quien te la dará»), el joven reacio solo estaría dispuesto a ceder al deseo lujurioso, con la condición de que el asunto permaneciera oculto, envuelto en el más absoluto silencio, porque —explica el criado— «si hombre vencido del deleite va contra virtud, no se atreva a la honestad» (p. 77); lo que significa que un individuo puede también disfrutar del placer, siempre y cuando no se atreva a hacer público el asunto. La réplica de Celestina es inmediata y consiste en una extraordinaria apología de las formas múltiples y refinadas con las que el hombre y el amante, en particular, tienen la oportunidad de revelar a los demás sus sentimientos, e incluso las experiencias ligadas a las relaciones más íntimas, a través de la palabra y todas las demás manifestaciones de la vida social. El resultado contra la concepción de las cosas sugerida por la reserva hipócrita de Pármeno, es una subversión radical de las reglas morales y las normas de comportamiento, inspirada en el principio de la comunicación y la participación entre los hombres; en otras palabras, de la puesta en circulación de todo lo que los códigos culturales de la época consideraban sujeto a la obligación de la discreción y el secreto: «de ninguna cosa es alegre posesión sin compañía» —replica Celestina a las recomendaciones de Pármeno— y añade: «El deleite es con los amigos en las cosas sensuales, y especial en recontar las cosas de amores y comunicarlos» (p. 77)49. Al mundo cerrado que concibe el fiel criado de Calisto, fundado en la represión del deseo como pecado o, en el mejor de los casos, en el abandono al principio del placer, siempre que el gozo disfrutado se mantenga oculto, sustraído a la palabra y a toda otra forma de expresión, Celestina responde con la exaltación de un mundo como consorcio humano que hace del placer su propia ley («la natura huye lo triste e apetece lo delectable»,
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De todo ello trato más ampliamente en el capítulo V.
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sostiene con el recurso a la enésima sentencia archisabida)50; un mundo, donde, sin embargo, el deleite no se agota en el disfrute carnal realizado en el recinto de la habitación y del corazón, sino que es alegría de expresión y participación: un bien, se diría, inherente a la circulación entre los hombres. Lo recordará Pármeno al final de la larga noche que, gracias a los buenos oficios de Celestina, pasará en agradable compañía de Areúsa. Cuando, ya a plena luz del día, deja la cama de la prostituta y se encamina hacia el palacio de su amo, no puede evitar reflexionar sobre las horas que acaban de pasar, durante las cuales se abandonó a la voluptuosidad perfecta: «¡Oh placer singular, oh singular alegría!», con tales exclamaciones de júbilo comienza el monólogo que pronuncia durante el camino de casa. Muy pronto, sin embargo, del recuerdo de la reciente experiencia vivida que lo ha hecho un hombre, su pensamiento se vuelve hacia el sentimiento de gratitud por Celestina, cuyas artes le han permitido cumplir su deseo; pero, al instante, ocurre que su mente se dirige a la necesidad de compartir con otros el placer que ha descubierto poco antes por primera vez, según el adiestramiento que la misma alcahueta le había transmitido en el coloquio anterior: «¡Oh alto Dios! ¿a quién contaría yo este gozo? ¿A quién descubriría tan gran secreto? ¿a quién daré yo parte de mi gloria? Bien me decía la vieja que de ninguna prosperidad es buena la posesión sin compañía. El placer no comunicado no es placer» (p. 188)51. En la puerta de casa se encuentra Sempronio que lo está esperando, preparado para escuchar el picante relato de la noche transcurrida con Areúsa. Una vez más, de acuerdo con este nuevo y excéntrico código de conducta, el placer, para cumplirse plenamente, tiene que ponerse en circulación a través de la palabra. Quisiera concluir refiriéndome con la máxima brevedad a alguna cuestión general implicada en las consideraciones expuestas hasta ahora. A través de la lectura de unos pocos pasajes de la Tragicomedia, he sostenido, o al menos hipotetizado, que en el universo celestinesco la forma monetaria del intercambio impregna la totalidad de las manifestaciones
50 «Natura maxime fugit triste et appetit delectabilis» (Auctoritates Aristotelis, XII, 149; ver Ruiz Arzálluz, 1996, p. 275). 51 Sobre el pasaje citado, ver Read, 1976, donde el autor lee las afirmaciones del criado en relación con la «Renaissance culture, with its emphasis on the “uomo universal”, encouraged more than modern culture an awareness of the social dimension of language» (p. 170).
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de las relaciones humanas. Más concretamente, la tesis propuesta consiste en hacer del dinero el modelo que preside la determinación del conjunto de los códigos morales y de comportamiento, cuyo complejo de valores y reglas de conducta termina por ajustarse a la fórmula definitoria del objeto dinero, cuya naturaleza consiste en «gastarlo y comunicarlo con otros», para usar la expresión que leemos en la glosa de la Celestina comentada, que, por otra parte, remite a la misma tradición cultural de la que se sirve sediciosamente la obra maestra de Rojas, y donde también leemos, siempre a propósito del dinero, «ningún provecho se saca del dinero ni él vale cosa ninguna si se está guardado, sino que se ha de comunicar y espender, y esta es su propia naturaleza» (p. 288). Gastar, espender, comunicar: a este mismo principio de la puesta en circulación deberá adecuarse todo lo que concierne al hombre, comenzando obviamente por los bienes en la esfera económica, para extenderse al uso del cuerpo y la belleza en la de las actividades eróticas; involucrar también los valores de virtud y honra en el canon ético, si es cierto que el comportamiento virtuoso y honrado deriva del ejercicio de la liberalidad; y comprometer, incluso, aquellas experiencias destinadas a permanecer en la vida íntima. No debe pasarse por alto, sin embargo, que los portadores de tal ideología son los personajes bajos de la obra: la abyecta y codiciosa Celestina, el desleal y ávido de dinero Sempronio, el fiel y luego traidor Pármeno. Después de todo, una ideología que pone en el centro de las relaciones sociales el dinero como modelo y denominador común de toda manifestación humana, en aquella época solo podía ser defendida y propugnada por personajes viles, sobre quienes pesa la miseria moral a la que el texto los condena. En resumen, tal concepción de la vida puede surgir, adquiriendo forma y consistencia, solo si, al mismo tiempo, es negada por la vileza de los personajes que la encarnan. Sin embargo, son precisamente estos personajes negativos con su visión distorsionada del mundo los que se convierten en los mejores intérpretes de las innovaciones introducidas por la sociedad urbana y mercantil, cuyos caracteres proporcionan las presuposiciones histórico-culturales a partir de las cuales se construye el universo humano y social que es el núcleo central de la Tragicomedia. En un sugerente libro de los pasados años ochenta, cuyo título, Money, Language, and Tought, muestra una clara conexión con el tema de estas páginas, su autor, el comparatista canadiense, Marc Shell, indagó sobre la participación de la forma económica en la literatura y la filosofía, desde Chrétien de Troyes hasta Heidegger, poniendo en el centro de la
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investigación «A formal money of the mind [that] informs all discourse» (Shell, 1993, p. 4), y revelando cómo el discurso literario y filosófico ha respondido a esa disociación del símbolo de la cosa, que es la característica fundamental del dinero. A pesar de que no ha sido esta la línea concreta que ha inspirado mis reflexiones, hay que decir que los trabajos de Shell revisten una particular importancia para todos aquellos que —como yo— no están interesados en estudiar la presencia del dinero en la literatura como un mero tema52, pero reconocen en él —en el dinero, digo— un modelo lógico y de pensamiento, en el que se plasman todas las demás esferas que, juntas, determinan una visión específica del mundo y de la vida. Solo que, como creo haber sugerido con suficiente claridad, el modelo que el dinero proporciona en La Celestina es —para decirlo sintéticamente— el de la idea de una ‘puesta en circulación’ general, que opera en todos los niveles de la realidad: un modelo que si, por un lado, remite a la cultura humanístico-renacentista, sobre la que por este aspecto remito a la primera parte del último capítulo del libro; por otro lado, presupone aquella situación histórica particular que fue la época de los Reyes Católicos, cuando España experimentó una significativa consolidación de la sociedad urbana y mercantil. Desde esta perspectiva específica, más que las aportaciones de Shell marcadas por un enfoque de longue durée, si no metahistórico, me parecen más pertinentes las indicaciones de Maravall, con una cita del cual sobre la obra maestra de Rojas me gustaría terminar las páginas de este capítulo: Tenemos en La Celestina, [...] el modo de comportarse y, por detrás de ello, el modo de ser, histórica y socialmente condicionado [...] de la sociedad urbana en sus aspectos más característicos, correspondientes a la fase de evolución que el autor de tan ilustre Tragicomedia pudo conocer en las ciudades castellanas a fines del siglo XV. [...] La Celestina nos dibuja, en la cultura española, la imagen de una sociedad secularizada, pragmatista, cuyos individuos, moralmente distanciados unos de otros, actúan egoístamente. Este distanciamiento, originado de las posibilidades técnicas de la economía dineraria, en las circunstancias de la nueva época significaría libertad. Pero desde bases tradicionales pudo apreciarse quizá nada más que como un desorden radical de la existencia humana (1973, p. 185). 52
Es superfluo, en efecto, subrayar que el dinero es un tema que impregna todo el texto de la Tragicomedia, según corrobora, entre otros, el historiador Joseph Pérez: «La obra entera está sembrada de afirmaciones [...] dirigidas a ilustrar la omnipotencia del dinero» (1992, p. 214).
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CAPÍTULO IV «QUANDO I’ FUI PRESO» PRIMEROS ENCUENTROS AMOROSOS, DE DANTE A FERNANDO DE ROJAS
1. «UN ENCUENTRO CASUAL» Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzole de hablar... (p. 25).
Como todo lector recordará, la que acaba de leer es la frase con la que el Argumento del primer auto anuncia y sintetiza la escena inicial de La Celestina, con el celebérrimo episodio del encuentro y de la primera conversación entre Calisto y Melibea. En el episodio, sin embargo, no hay rastro alguno de la anunciada huerta, ni de la pérdida del halcón. Claro que, sobre la credibilidad de este como de todos los demás argumentos que adelantan cada uno de los actos, ya el propio Fernando de Rojas advirtió al lector, cuando, en el prólogo añadido a la Tragicomedia, se quejaba de las intervenciones abusivas de los ‘impresores’ de la obra, los cuales —a su parecer— «han dado sus punturas, poniendo rúbricas o sumarios al principio de cada acto, narrando en breve lo que dentro contenía» (p. 20)1. ¿Se debe, pues, desconfiar de lo que cuenta el principio del argumento citado, tal y como lo han hecho algunos autorizados lectores de la obra? Por otro lado, ¿cómo refutar la autenticidad de la afirmación si, en el segundo acto, es el mismo Pármeno quien la confirma, cuando,
1
Sobre la cuestión, Gilman, 1954-1955, pp. 71-72; Gilman, 1974. pp. 327-335 y McPheeters, 1985, p. 97. Para una opinión diferente, McGrady, 1994, pp. 31-42, quien concluye así: «The objective evidence, then, suggests that Fernando de Rojas wrote the summary to Act I of Celestina» (p. 42).
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hablando con su amo, evoca la cadena de yerros, como demostración de la sentencia según la cual los males nunca vienen solos?: Señor, porque perderse el otro día el neblí fue causa de tu entrada en la huerta de Melibea a le buscar; la entrada causa de la ver y hablar; la habla engendró amor; el amor parió tu pena; la pena causará perder tu cuerpo y alma y hacienda (p. 89).
Nunca efecto tan dramáticamente calamitoso fue atribuido, a través de seis breves pasajes o frases, a una causa tan banal, o aparentemente tal, como es la fuga de un ave de cetrería. Ni, que yo sepa, hasta entonces el grave y notorio principio de causalidad de la metafísica aristotélica y escolástica: «omne agens agit sibi simile» (‘todo agente produce algo similar a sí mismo’), había sido tan ridiculizado como en las palabras de Pármeno, en las que se halla ratificada en burla la relación de similitud que vincula el efecto a la causa2. Pero no es esta la cuestión sobre la que conviene detenernos aquí, porque el asunto que debe atraer nuestra atención es otro. Se trata, en realidad, del hecho de que tanto el breve enunciado del indebido argumento, como la peregrina secuela de imprevisibles efectos pronunciada por el agudo Pármeno, sirven para dar el necesario antecedente, con el que queda justificada, a posteriori, la primera escena de la Comedia, después Tragicomedia, con el encuentro amoroso de los dos jóvenes protagonistas. Un exordio de obra que, en verdad, resulta totalmente insólito, no solo en el género de la comedia humanística, sino también, más en general, entre los innumerables textos teatrales y narrativos, ninguno de los cuales se abre directamente, sin ningún hecho o información preliminar, con la escena o el relato del encuentro de los dos futuros amantes. La originalidad de la solución es tal, que a lo largo de las últimas décadas, más de un estudioso —convencido de la duplicidad de la autoría o, incluso, de la autoría múltiple de La Celestina— ha conjeturado que el manuscrito original del primer acto, que Rojas reelaboró y continuó, estaba mutilado, carente de los primeros folios, y que, por lo tanto, la escena del encuentro amoroso no era la que leemos en la redacción
2 Sobre el celebérrimo principio aristotélico y escolástico, Rosemann, 1996 y, en especial, por lo que se refiere a Tomás de Aquino, ver Pierson, 2017.
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actual3. Ni tampoco los problemas que el episodio plantea se limitan a cuestiones estrictamente ecdóticas y de historia del texto. Con el autor del prólogo añadido a la Tragicomedia, podríamos decir que, como toda «esta presente obra», también la escena inicial, «ha seído instrumento de lid o contienda», no solo para «sus lectores», contemporáneos de Rojas, sino también para los numerosos críticos modernos, quienes han dado «cada uno sentencia sobre ella a sabor de su voluntad» (p. 19). De hecho, las numerosas y controvertidas lecturas del episodio afectan no solo a la interpretación, sino incluso a su significado literal, comenzando por el lugar donde sucede el encuentro de los dos jóvenes: ¿en una iglesia, tal y como conjeturan Krause y —con más detalles y justificaciones— Martín de Riquer4, o en el jardín de Melibea, tal y como informa Pármeno y retoma el importuno impresor, autor del argumento? Con el lugar, además, están relacionados otros numerosos factores, que hacen inclinarse en favor de una u otra de las posibles explicaciones e interpretaciones del episodio: ¿el representado en la escena inicial de la obra —se han preguntado algunos estudiosos— es el primer encuentro de Calisto y Melibea? ¿Y, lo sea o no, los dos jóvenes ya se conocían de antes, tal y como cabe deducir de algunos indicios textuales? ¿O se trata, más bien, de un amor a primera vista, nacido del encuentro casual, provocado por la fuga del halcón, como se puede inferir de las palabras de Pármeno? Y más aún ¿la fuga del halcón es un ingrediente meramente narrativo o, añadido a ello, tiene un valor simbólico, algo sobre lo que han insistido algunos estudiosos en sus trabajos sobre esta primera escena?5 3
Acerca de la compleja historia del texto, los problemas relativos al autor y a las diversas fases de redacción, remito por brevedad a las consideraciones de Guillermo Serés, «Primeros textos y fortuna editorial (siglos XVI y XVII)» y de Francisco J. Lobera y Francisco Rico, «La transmisión textual», en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 382401 y pp. 518-549, en donde el lector interesado encontrará también la bibliografía más significativa sobre el argumento. Una sintética puesta al día se puede leer en el reciente capítulo de Canet, 2017. Sobre el «lost fragment of the Comedia de Calisto y Melibea» ver, por ej., McGrady, 1994, pp. 42-46. 4 Krause, 1953; Riquer, 1957. 5 Una reseña de las cuestiones presentes en el episodio del encuentro inicial entre Calisto y Melibea se lee en McGrady, 1994. La presencia del motivo de la pérdida del halcón y de sus posibles fuentes, del Cligés al Pecorone de Ser Giovanni, pasando por Veneris Tribunal de Boncompagno da Signa, han llamado la atención de numerosos estudiosos de La Celestina: Riquer, 1957, pp. 390-391; Lida de Malkiel, 1970, p. 201; Faulhaber, 1977; Gerli, 1983 y 2011, pp. 68-77; McGrady, 1986 y 1993;
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Todos estos interrogantes sugieren, además, una cuestión más general, que puede ser resumida con el problema de la identificación de la tradición literaria a la que remite la escena inicial de La Celestina. Lo indicó con la máxima concisión y claridad María Rosa Lida en su monumental monografía sobre la obra maestra de Rojas cuando, a propósito del motivo del halcón perdido, o sea, «el señoril azar de que pende toda la Tragicomedia», la eminente estudiosa argentina afirma que este motivo «sabe poco a circunstancias de la vida urbana [...]. A lo que sí sabe el halcón perdido es a motivo de roman courtois con claro sobretono erótico», y deduce que el «encuentro casual» de la primera escena, construido apoyándose en dicho motivo, determina «la diferencia entre el tono aburguesado y realista de la obra [eso que María Rosa define su «realismo verosímil»] y el tono caballeresco y simbólico de su comienzo» (1970, pp. 200-202). Los estudios sucesivos, como ya señalaba antes, han insistido sobremanera en el motivo del halcón perdido, en su presencia en la tradición literaria y en su valor simbólico. En todo caso, no obstante el sumo interés de estos trabajos, quisiera hacer notar que, desde el punto de vista puramente textual, el motivo, en La Celestina, aparece exclusiva y fugazmente en las citadas palabras de Pármeno, de las que, a su vez, el autor del argumento debió de inferirlo. En cambio, la escena del encuentro amoroso de Calisto y Melibea —como todos los lectores de la Tragicomedia saben muy bien— posee una consistencia muy diferente, y seríamos injustos con su tangible eficacia si nuestra lectura subestimara su entidad, reduciéndola solo al antecedente que, dando crédito a las palabras del criado, la justifica, pero que en absoluto agota su valor y significado. Lo que me propongo, pues, es examinar la primera escena de La Celestina a la luz de la tradición temática del encuentro amoroso, dentro de la cual el episodio de exordio de la Tragicomedia adquiere pleno sentido; Cortijo Ocaña en Boncompagno da Signa, El Tratado de amor carnal o Rueda de Venus, 2002, pp. 29-32. Sobre el episodio del primer encuentro de Calisto y Melibea, puede verse ahora Castells, 2017, teniendo en cuenta que Garci-Gómez, 1994 y Castells, 1995, pp. 11-34, interpretan esta escena como un sueño de Calisto. Por último, el lector puede consultar el amplio trabajo de Carnero, 2017, donde tras un concienzudo análisis de los estudios de Riquer, 1957 y de Botta, 2001, se lee: «En conclusión, parece verosímil suponer que Calisto, aunque pudo hacerlo, no tuvo necesariamente que andar cazando por el campo para encontrarse con Melibea en la propiedad rústica de la familia; pudo ir por la ciudad donde dicha familia tuviera su residencia urbana, llevando el alcón encaperuzado por ostentación» (pp. 58-59).
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y esto puede realizarse no solo —y, quizás, ni con eso— yendo a la búsqueda de los precedentes literarios del motivo del halcón perdido y de sus recónditos significados simbólicos, sino integrando y analizando nuestro episodio en el contexto literario que resulta más útil y pertinente para dicho propósito, a partir de uno de los textos fundadores de esta tradición. 2. «MI SALUTOE MOLTO VIRTUOSAMENTE»: DANTE REENCUENTRA A BEATRICE Justo dos siglos antes de que Melibea rechazase desdeñosa las audaces propuestas de Calisto, en una calle florentina, otra heroína literaria, Bice Portinari, alias Beatriz, reaccionaba al comportamiento no ‘cortés’ del joven Dante, negándole «lo suo dolcissimo salutare».Y así como Calisto, tras haber recibido el rotundo rechazo de la bella y furiosa Melibea, se refugia «sangustiado» en casa, donde a oscuras halla en la música y en el canto el único consuelo posible a sus penas amorosas, así también el joven Dante, después de que Beatriz le negase el saludo, se retiró en soledad a llorar «amarissime lacrime»6 y luego, encerrándose en un aposento, se desahogó entre llantos y lamentos hasta que se durmió. Tal y como los lectores de la Vita nuova sin duda recuerdan, el de la pérdida del saludo no es el único encuentro que Dante nos relata: otros tres lo preceden, y otro lo sigue. Después del encuentro, en 1274, en el que Dante se enamora de Beatriz a primera vista cuando tenía nueve años, aunque la había buscado más de una vez, tendrán que pasar otros nueve años, para que en un nuevo encuentro casual por una calle de Florencia, Beatriz le hable por primera vez, dirigiéndole un saludo que ocasionará en Dante efectos muy singulares. En una iglesia, más tarde, en un día no precisado, mientras la gentilissima escucha los himnos en loor de la Virgen, la presencia de la primera mujer-pantalla permite a Dante ocultar a los demás la identidad de la amada durante «alquanti anni e mesi»7, hasta que el exceso de celo, «oltre li termini de la cortesia»8 (al mostrarse enamorado de la segunda mujer-escudo, le procura la censura de Beatriz, quien, en el encuentro que he señalado antes, le niega el 6
Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 71. Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 71. 8 Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 67. 7
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saludo. En una mansión de la ciudad, en otra ocasión, donde se celebra una boda, a la que había sido llevado por un amigo, Dante, «veggendosi in tanta propinquitade a la gentilissima donna»9, está a punto de desmayarse, por lo que «molte di queste donne, accorgendosi de la mia trasfigurazione, si cominciaro a maravigliare, e ragionando si gabbavano di me con questa gentilissima»10; una mofa que obliga de nuevo a Dante a refugiarse en la soledad de «la camera de le lagrime», donde se abandona al llanto y a la vergüenza11. Se perfila así, antes de que intervenga la muerte de la gentilissima, un ciclo narrativo de encuentros urbanos entre Dante y Beatriz, que he resumido aquí muy rápidamente. Sé que es muy superfluo subrayarlo, pero cabe decir que del tema del encuentro amoroso en la Vita nuova no comprenderemos nada en absoluto, si no tenemos constantemente presente que —como toda la obra, en definitiva— se nutre de las formas y de los conceptos derivados de la lírica, con la intención inédita de ordenar en narración («il libro della mia memoria»)12, los fragmentos de la producción lírica dispersa. En este marco, el entero ciclo narrativo del encuentro amoroso tiene su núcleo en el motivo poético stilnovista del saludo, a partir del cual el texto dantesco, por un lado, construye «un edificio ricco di sovrasensi simbolici e di implicazioni che sfiorano, metaforicamente, l’ambito religioso» (Santagata, 2017, p. 14), y, por otro, crea un organismo narrativo, en el que el motivo del saludo, aun conservando los trazos de derivación poética, se enriquece, no obstante, con un valor de carácter narrativo, que lo hace funcional al desarrollo de la historia de las relaciones entre los sujetos, entre los que, a lo largo de los años, el saludo, si no como gesto que denota la correspondencia amorosa, destaca como signo de un sentimiento compartido. Consideremos el relato del encuentro con el episodio del saludo concedido: Poi che furono passati tanti die, che appunto erano compiuti li nove anni appresso l’apparimento soprascritto di questa gentilissima, ne l’ultimo di questi die avvenne che questa mirabile donna apparve a me vestita di colore
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Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 91. Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 92. 11 Los episodios de los cinco encuentros en Alighieri, Vita nuova, 1980, II, 1-7; III, 1-2;V, 1-3; X, 1-3; XIV, 1-8. 12 Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 27. 10
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bianchissimo, in mezzo a due gentili donne, le quali erano di più lunga etade; e passando per una via, volse li occhi verso quella parte ov’io era molto pauroso, e per la sua ineffabile cortesia, la quale è oggi meritata nel grande secolo, mi salutoe molto virtuosamente, tanto che me parve allora vedere tutti li termini de la beatitudine. L’ora che lo suo dolcissimo salutare mi giunse, era fermamente nona di quello giorno; e però che quella fu la prima volta che le sue parole si mossero per venire a li miei orecchi, presi tanta dolcezza, che come inebriato mi partio da le genti, e ricorsi a lo solingo luogo d’una mia camera, e puosimi a pensare di questa cortesissima13.
Se trata de un episodio de vida urbana que, aun presentando algo transgresivo, como veremos, no tenía nada de realmente excepcional o transcendente. A las tres de la tarde de un imprecisado día de 1283, en el noveno aniversario de su primer encuentro, Beatriz, de casi dieciocho años de edad, toda vestida de blanco, mientras pasea por una calle de la ciudad, acompañada por decoro de dos mujeres de noble aspecto, mayores que ella, se topa con su coetáneo Dante, a quien por primera vez le dirige la palabra, como señal de saludo. Un gesto de cortesía «ineffabile», indefinible con palabras, porque lo realiza por propia iniciativa aquella que, en la época en que Dante lo cuenta, ha pasado a vida eterna. Invadido por un sentimiento de inenarrable dulzura, arrebatado en éxtasis, el joven se refugia en la soledad de su aposento, donde, pensando en lo que le acababa de pasar, se duerme y sueña con ella. Solo un lector inexperto, carente por completo de los más mínimos conocimientos de literatura medieval, podría contentarse con semejante explicación del texto, que privilegia de manera exagerada los elementos factuales sobre los que se construye el relato, o sea, el acontecimiento en su entidad puramente fenoménica. Basta con hojear las mejores ediciones de la obra dantesca, para darse cuenta, por el contrario, de lo extraordinariamente compleja que resulta la trama simbólica a que dan lugar los pocos hechos implicados en el relato. Y sin embargo, no conviene tampoco subestimar demasiado la extraordinaria novedad del experimento narrativo, originado por un acto de memoria que organiza en relato los ingredientes líricos, los cuales, a su vez, imponen al realismo de la narración el original valor simbólico que los caracteriza14. 13
Alighieri, Vita nuova, 1980, pp. 35-37. Acerca del «sfondo ambientale della storia a due» y del «effetto di verità» que produce «l’insieme degli episodi, dei quadri, delle scene nei quali si articola il racconto», Santagata, 2011, pp. 172-174. 14
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La determinación espacio-temporal, esencial en toda exposición narrativa digna de este nombre, desarrolla un papel de absoluto relieve en todo el ciclo del saludo, en el que, desde el relato del primer encuentro, el número nueve, en la cronología, se carga de significados simbólicos que el propio Dante aclarará más adelante, en el capítulo XXIX, y que atañen tanto a la esfera astrológica como a la teológica, como demostración de la naturaleza milagrosa de Beatriz15. Desde el punto de vista espacial, los lugares de los encuentros varían, aunque implican siempre sitios urbanos: calles de la ciudad; una iglesia, mientras se realiza una liturgia mariana; la noble mansión de un novio, donde tiene lugar el casamiento. Todos ellos, lugares que, si bien indeterminados, resultan de verosímil realismo; sin embargo, tal y como agudamente ha observado Raffaele Pinto, el escenario urbano es señal de «la ruptura con la ideología feudal del amor cortés» y de la «nueva concepción de la nobleza», que ha «interiorizado radicalmente la fin’amor de los trovadores, creando un nuevo sistema de valores que neutraliza la diferencia sociológica alto / bajo, y exalta, en su lugar, la diferencia moral interno / externo»16. En la misma línea, al espacio abierto y poblado de los encuentros se opone el cerrado y solitario del aposento, espacio privilegiado del refugio del yo y de la intimidad del enamorado, en el que al sujeto le es dado concebir los fantasmas generados por su deseo. El relato de los encuentros no omite tampoco un detalle tan realista como es el de la indumentaria de Beatriz, pero solo lo indica para resaltar su significado simbólico. De color «bianchissimo» es su vestido, en el momento del saludo, donde el cromatismo tiene una evidente acepción emblemática, al ser el blanco símbolo de pureza. Todavía más particularizada es la descripción del encuentro de nueve años antes, que el más reciente comentarista parafrasea así: «vestita di rosso, il colore rosso per eccellenza, un rosso tuttavia non vistoso, ma leggermente scuro [«sanguigno», dice el texto], di sobria e dignitosa eleganza; aveva una cintura in vita [según el atuendo de las no casadas] ed era ornata in modo conveniente a una fanciulla della sua giovanissima età»17.También la presencia de las dos mujeres de mayor edad obedece a una exigencia 15 Sobre el significado del nueve y la «similitudine» Beatriz-nueve, la bibliografía es abundante: me limito, por lo tanto, a remitir a Gorni, 1990, pp. 73-85; Vecce, 1994, pp. 101-135; Santagata, 2011, pp. 206-209; Santagata, 2017, pp. 55-66. 16 Alighieri, Vida nueva, 2003, p. 100, n. 5. 17 Alighieri, Vita nuova, 2015, p. 79.
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de decoro realista, dado que una mujer joven de una determinada clase social no podía pasearse sola por las calles de la ciudad, pero el atributo de «gentili» reservado a las acompañantes sirve también para establecer una jerarquía de valor moral con la «gentilissima», el superlativo utilizado solo para Beatriz. Incluso la prolepsis narrativa («la quale è oggi meritata nel grande secolo»), con la que se le anticipa al lector el destino paradisíaco de Beatriz es un buen ejemplo de una técnica que en el relato moderno será amplia y minuciosamente empleada; pero, en la Vita nuova, dicha prolepsis desarrolla una función que supera la meramente narrativa, aunque, ya desde el exordio de la obra, al lector le sea claro que la relectura rememorativa del episodio asigna a la protagonista un papel que eclipsa aquel de la simple joven en carne y hueso y, en consecuencia, confiere a la experiencia del sujeto un significado metafísico que trasciende el de la insignificante historia de amor. Por supuesto, el significado simbólico de derivación lírica se impone sobre el meramente realístico-narrativo, cuando se trata de poner atención en el motivo central de todo el ciclo, a saber: el saludo y sus efectos en el enamorado. A propósito de estos últimos, a los que Dante dedicará el capítulo III, en la descripción del personaje: «mi parve allora vedere tutti li termini della beatitudine» y, poco después, «presi tanta dolcezza, che inebriato mi partio da le genti»18; en esta reacción, decía, el exceso emotivo de tipo extático, que se resuelve con el alcance máximo de la beatitud, se explica con el «ardente amore cristiano che pervade il personaggio quando riceve il saluto di quella donna», lo que se debe al hecho de que el saludo tiene un valor que trasciende el significado literal, ya que —tal y como escribe sintéticamente el mismo Pirovano— «il saluto di Beatrice è un segno di grazia che ha le caratteristiche dell’amore cristiano (la caritas o agápe): è gratuito, non richiesto, incondizionato dai meriti di chi lo riceve»19. Sin embargo, ni siquiera para el motivo central del ciclo de los encuentros es oportuno ceñirse exclusivamente al aparato simbólico, despreciando totalmente el sustrato realista, o sea, «il rapporto con la realtà fattuale» (Santagata, 2017, p. 15) que mantiene el motivo del saludo, sobre el que recientemente ha insistido Marco Santagata, en un volumen en el que el autor ha querido «suggerire un approccio di testi medievali più piano, più lineare o, se si preferisce, meno contorto di quelli correnti» (p. 5). Pues bien, acogiendo de buena 18 19
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Alighieri, Vita nuova, 1980, pp. 36-37. Alighieri, Vita nuova, 2015, p. 87.
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gana la sugerencia del estudioso, me parece que es digna de compartir su interpretación del saludo de Beatriz como una «particolare infrazione ai codici comportamentali» femeninos, que es capaz de «conferire al saluto una connotazione di eccezionalità» (p. 29). «Il saluto di Beatrice —escribe Santagata— esprime un amore disinteressato e superiore; tuttavia noi non saremmo in grado di misurarne la reale portata, e quindi percepire il suo essere segno di caritas, se non cogliessimo quanto esso sia trasgressivo sul piano sociale» (p. 32). Pues bien, aun siendo consciente del riesgo llevado a cabo al haber encerrado en pocas líneas una materia de las más exigentes, me disculpa —espero— el hecho de que, queriendo ir a los orígenes de la escena de exordio de La Celestina, de ninguna manera habría podido evitar detenerme en las páginas fundantes de la Vita nuova, en las que el tema del encuentro amoroso halla su primer gran planteamiento, que —y es esto lo que me urge subrayar— nace del inédito y prodigioso intento por fundir —permítaseme el uso de fórmulas resumidoras— precoces elementos de naturaleza realístico-narrativa con los predominantes factores de procedencia lírico-simbólica. 3. «LE MIE’ FOLL’OCCHI, CHE PRIMA GUARDARO»: FIAMMETTA ENCUENTRA A PANFILO No es casual que fuera un apasionado lector de Dante, además de literato de fuerte vena inauguradora o instaurativa, el escritor que declinó en acepción indudablemente narrativa el tema del encuentro amoroso, que en la iniciadora Vita nuova, como hemos visto, se nutría de significados simbólicos bien arraigados en aquella corriente lírico-amorosa, según la cual la mujer era fuente de perfeccionamiento espiritual e, incluso, instrumento de salvación. Me refiero, naturalmente, a Giovanni Boccaccio y, en concreto, a la Elegia di Madonna Fiammetta, en la que — tal y como ha escrito Delcorno— «l’incontro al tempio [...] è di quelle pagine che il Boccaccio deriva dall’una all’altra delle sue opere “per pigrizia, o per amore ostinato”, in questo caso per una tenace memoria del citato episodio della Vita nuova»20. Con la cita del agudo juicio de Billanovich, Delcorno se refería al hecho de que, antes de darle un amplio desarrollo en la Fiammetta, Boccaccio ya se había cimentado en 20
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Delcorno, 1979, p. 260. La cita de Delcorno está en Billanovich, 1949, p. 50.
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la reelaboración de nuestro tema en una página inicial del Filocolo, en la que había ofrecido al lector el relato de un célebre episodio de su fábula autobiográfica: el encuentro en la iglesia partenopea de san Lorenzo con Fiammetta, encargante del libro, presentada aquí como hija ilegítima del rey Roberto de Anjou: Avvenne che un giorno, la cui prima ora Saturno avea signoreggiata, essendo già Febo co’ suoi cavalli al sedicesimo grado del celestiale Montone pervenuto, e nel quale il glorioso partimento del figliuolo di Giove dagli spogliati regni di Plutone si celebrava, io, della presente opera componitore, mi trovai in un grazioso e bel tempio in Partenope, nominato da colui che per deificare sostenne che fosse fatto di lui sacrificio sopra la grata; e quivi con canto pieno di dolce melodia ascoltava l’uficio che in tale giorno si canta, celebrato da’ sacerdoti successori di colui che prima la corda cinse umilmente essaltando la povertade e quella seguendo. Ove io dimorando, e già essendo, secondo che ‘l mio intelletto estimava, la quarta ora del giorno sopra l’orientale orizzonte passata, apparve agli occhi miei la mirabile bellezza della prescritta giovane, venuta in quel luogo a udire quello ch’io attentamente udiva: la quale sì tosto com’io ebbi veduta, il cuore cominciò sì forte a tremare, che quasi quel tremore mi rispondea per li menomi polsi del corpo smisuratamente [...] e intentivamente cominciai a rimirare ne’ begli occhi dell’adorna giovane; ne’ quali io vidi, dopo lungo guardare, Amore in abito tanto pietoso, che me, cui lungamente a mia stanza avea risparmiato, fece tornare desideroso d’essergli per così bella donna suggetto. E non potendomi saziare di rimirare quella, così cominciai a dire: -Valoroso signore, alle cui forze non poterono resistere gl’iddii, io ti ringrazio, però che tu hai dinanzi agli occhi miei posta la mia beatitudine [...] Io non avea dette queste parole, che i lucenti occhi della bella donna sintillando guardarono ne’ miei con aguta luce, per la quale una focosa saetta, d’oro al mio parere, vidi venire, e quella, per li miei occhi passando, percosse sì forte il cuore del piacere della bella donna, che ritornando egli nel primo tremore ancora trema; e in esso entrata, v’accese una fiamma, secondo il mio avviso, inestinguibile, e di tanto valore, che ogni intendimento dell’anima ha rivolto a pensare delle maravigliose bellezze della vaga donna21.
El breve relato autobiográfico del episodio se lleva a cabo con módulos de clara ascendencia dantesca, que Boccaccio extrae directamente del segundo y tercer capítulos de la Vita nuova, como lo demuestra el
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Boccaccio, Filocolo, 1967, pp. 63-65.
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conjunto de fragmentos que integran el pasaje del Filocolo: la amplia perífrasis astrológica para indicar que el encuentro tuvo lugar a las diez de la mañana del Sábado Santo, mientras los padres franciscanos celebraban la misa; o bien, la descripción de la turbación y del estremecimiento del enamorado en el momento de la aparición de Fiammetta, que retoma literalmente algunas expresiones de la análoga experiencia vivida por Dante durante el primer encuentro con Beatriz; pero también la visión de Amor, que a Dante se le mostraba en el «soave sonno» que se apoderó de él «nel solingo luogo d’una sua camera», mientras que a Boccaccio se le aparece «in abito tanto pietoso [...] ne’ begli occhi della adorna giovane», que él mira intensamente; por último, las palabras que el enamorado bocaciano le dirige a Amor, a quien, al declararle la propia sumisión, le da las gracias «perciò che tu hai posta dinanzi agli occhi miei la mia beatitudine», fórmula que en latín, «Apparuit iam beatitudo vestra», el espíritu animal pronunciaba «a li spiriti del viso», en el momento de la primera aparición de Beatriz y de la turbación que ello produjo en Dante. Y sin embargo, así como es tan evidente la reutilización de los numerosos ingredientes que formaban la narración de la Vita nuova, igualmente resulta irrefutable la pérdida, en el relato boccacciano, de los significados simbólicos que el tejido narrativo dantesco conservaba e, incluso, enfatizaba de los textos líricos, de los que la misma prosa se originaba (Delcorno, 1979, pp. 260-263)22. El fenómeno resulta todavía más claro cuando se considera el relato del encuentro con el que se abre la Elegia di Madonna Fiammetta, donde el tema recibe un planteamiento narrativo desconocido en la anterior obra compuesta en Nápoles. Por ello, los estudiosos han insistido a menudo acerca del carácter original de la Fiammetta, como, por ejemplo, en la reciente definición de Lucia Battaglia Ricci: «il primo esempio di romanzo psicologico della nostra letteratura, modellato sul genere classico dell’elegia» (2000, p. 112); definición que, en verdad, en la análoga formulación que le había dado Salvatore Battaglia muchos años antes, tenía una implicación considerablemente más abarcadora, puesto que la obra boccacciana era descrita como «il primo romanzo psicologico della letteratura moderna» (1965, p. 650). Si releemos el episodio del encuentro en el templo de Panfilo y Fiammetta, en la evocación rememorativa que ella hace del episodio en 22
Sobre el motivo del encuentro en la iglesia en la obra de Boccaccio, König,
1960.
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la Elegia, volvemos a encontrar el núcleo narrativo sobre el que se construía el suceso paralelo presente en el Filocolo, aunque la reescritura da lugar a una significativa amplificación del relato, que se enriquece con numerosos motivos y circunstancias de carácter realista, con el resultado de una reducción radical de la significación simbólica que, en verdad, disminuye hasta el punto de desaparecer por completo: E oltre a tutti, solo e appoggiato ad una colonna marmorea, a me dirittissimamente un giovane opposto vidi; [...] egli era di forma bellísimo, negli atti piacevolissimo e onestísimo nell’abito suo, e della sua giovanezza dava manifesto segnale crespa lanuggine, che pur mo’ occupava le guance sue; e me non meno pietoso che cauto rimirava tra uomo e uomo. Certo io ebbi forza di ritrarre gli occhi da riguardarlo alquanto, ma il pensiero dell’altre cose già dette e stimate niuno altro accidente, né io medesima sforzandomi, mi poté tòrre. [...] intra l’altre volte che io, non guardandomi dagli amorosi lacciuoli, il mirai, tenendo alquanto più fermi che l’usato ne’ suoi gli occhi miei, mi parve in essi parole conoscere dicenti: «O donna, tu sola se’ la beatitudine nostra». [...] Adunque, da questa ora inanzi, concedendo maggiore albitrio agli occhi miei folli, di quello che essi erano già vaghi divenuti gli contentava; e certo, se l’iddii, li quali tirano a conosciuto fine tutte le cose, non m’avessono il conoscimento levato, io poteva ancora essere mia. Ma ogni considerazione a l’ultimo posposta, seguitai l’appetito23.
Sirva el siguiente ejemplo para aclarar de inmediato la entidad del fenómeno. Acabo de citar las palabras latinas de sabor bíblico que, en la Vita nuova, en el momento del primer encuentro, el espíritu animal pronuncia dirigiéndose a los espíritus que presiden la vista: «Apparuit iam beatitudo vestra», con las que se preanuncia la función salvadora de la mujer, que Dante refiere al propio fantasma interior a través del nombre de «Beatrice», que es el nombre de la amada, pero también el epíteto que la define, en cuanto portadora de beatitud. La idea vuelve inmediatamente después, al comienzo del capítulo siguiente, a propósito del saludo, cuando Dante cuenta que «mi salutoe molto virtuosamente, tanto che me parve allora vedere tutti li termini de la beatitudine», donde el efecto del saludo sí que alcanza el culmen de la felicidad, pero solo porque el saludo de Beatriz es un gesto salvífico; como ya he recordado, citando un reciente comentario: «è un segno di grazia che
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Boccaccio, Elegia di Madonna Fiammetta, 1994, cap. I, 6, pp. 30-31.
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ha le caratteristiche dell’amore cristiano»24, hasta el punto de que, en el capítulo XI, Dante precisa que con la esperanza de recibir el milagroso saludo, se siente invadido por una «fiamma di caritade»25. En el Filocolo, como hemos visto, la expresión aparece en vulgar en las palabras que el enamorado dirige a Amor reconocido en los bellos ojos de la joven, pero la fórmula ya está desposeída de todo valor simbólico y teológico. Por más que se invoque la figura alegórica del dios de Amor, y este sea representado «in abito tanto pietoso», con referencia a uno de los conceptos clave de una determinada concepción amorosa; sin embargo, la beatitud de la que habla el narrador no va más allá del ardor que percibe «il freddo cuore [que], sentendo la dolcezza del tuo raggio, si comincia a riscaldare». Es en la Elegia, sin embargo, donde el episodio del encuentro se despliega en un relato de amplias volutas, pero el tema se vacía completamente de los significados simbólicos de los que se preciaba en el texto fundacional de Dante. En las páginas iniciales de la obra, la narradora evoca cómo, una vez que, en el templo, posó con mayor intensidad «ne’ suoi [del giovane] gli occhi miei, a me parve in essi conoscere parole dicenti: “O donna, tu sola se’ la beatitudine nostra”»26. Pasando por alto cualquier otra consideración, aquí la función salvadora del amado, no solo se muestra inexistente, sino que, incluso, las palabras que la mujer lee en los ojos del joven «di forma bellissimo», sufren una inversión con respecto al contexto original. En realidad, es a la luz de una categoría como la de la inversión que se aclara por entero la operación literaria y cultural que Boccaccio realiza con la Elegia di Madonna Fiammetta, con evidentes efectos de sentido que se verifican, especialmente, en la representación del tema del encuentro amoroso, que, precisamente en esta obra del toscano, adquiere plena autonomía narrativa. La declinación del episodio del encuentro en acepción claramente narrativa y la consiguiente reducción o eliminación de los significados simbólicos, factores sobre los que he insistido 24
Alighieri, Vita nuova, 2015, p. 87. Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 69. 26 Acuérdense del soneto cavalcantiano Veggio negli occhi de la donna mia: «e dica: “La salute tua è apparita”» (v. 12), del que es traducción «Apparuit iam beatitudo vestra» (Vita nuova, II, 5). Una descripción de las «fasi dell’innamoramento di Fiammetta» como «versione in prosa dei temi topici della lirica del periodo» se lee en Tufano, 2000, pp. 404-407, en donde la estudiosa propone un análisis del episodio del enamoramiento según «una concezione dell’amore “a referente cavalcantiano”» (p. 407). 25
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hasta ahora, se explican fácilmente si nos atenemos a la mencionada noción de inversión, por la que, en la Elegia, por un lado, asistimos a la adopción de un nuevo punto de vista narrativo femenino, al ser el yo narrador un personaje femenino que lleva a un cambio drástico de los roles tradicionales; y, por otro, reconocemos cómo la concepción del amor que predomina en la obra es la que la propia Fiammetta, en el séptima cuestión del Filocolo, define «amore per diletto», lo que implica una sustancial alteración de la experiencia de amor vivida por la protagonista de la obra27. En oposición a Galeone, que lo defiende, Fiammetta, en el Filocolo, condena el amor «per diletto», contraponiéndolo aristotélicamente a los otros dos tipos de amor, el honesto y el de «per utilità»28. La desaprobación se justifica porque aquellos que son sus víctimas —precisa Fiammetta— «il lume degli occhi della mente hanno perduto e da loro la ragione come nemica hanno cacciata» y, más exactamente, define este tipo de amor como nada más que «una inrazionabile volontà, nata da una passione venuta nel core per libidinoso piacere che agli occhi è apparito, nutricato per ozio da memoria e da pensieri nelle folli menti» (Filocolo, 1967, IV, 46, p. 65). Pues bien, si recorriéramos con rapidez las páginas que componen el relato del encuentro entre Panfilo y Fiammetta, nos daríamos cuenta de que el enamoramiento de la protagonista que se verifica durante este primer contacto, sucede cual puntual y concreta actuación de la citada definición del amor «per diletto» que se lee en el Filocolo. El minucioso relato, que inicia con la descripción del rico vestido que lleva puesto Fiammetta y con el episodio premonitorio de la caída de la flor de su corona, prosigue, con lento movimiento, con la vista de Panfilo, presente «intra la multitudine d’i circustanti giovini» (Elegia di Madonna Fiammetta, I, 6, p. 30) quienes, en la mañana de un día festivo, asistían en la iglesia a la celebración de una ceremonia litúrgicamente relevante. Fiammetta, al principio, aparta la mirada, pero no el pensamiento, con el que continúa contemplando la imagen del apuesto joven. Luego, vuelve
27 Para dichos aspectos —la asunción del personaje femenino como yo narrador y la concepción del amor «per diletto»— he tenido en cuenta a Surdich, 1987, pp. 155-223; Bruni, 1990, pp. 217-226; Tufano, 2000. 28 Sobre las «Questioni d’amore» y, en especial, sobre el «amore per diletto» en el Filocolo, además de la contribución clásica de Rajna, 1902, me he valido de los estudios de Surdich, 1987, pp. 13-75 y de Bruni, 1990, pp. 174-188.
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a posar la mirada en él y por él es correspondida intensamente, hasta que un rayo sutil surgido de los ojos de Panfilo lleva a cabo este largo proceso de enamoramiento, y refiere: «ogni considerazione a l’ultimo posposta, seguitai l’appetito» (pp. 30-31). Tras esta admisión sigue la exposición de la fenomenología de amor en sus términos médico-filosóficos, que culmina en la descripción de la actitud de Panfilo falsamente piadosa. Con toda su mente ocupada por la pasión amorosa, y por eso despreocupada tanto de las otras mujeres, como de los mismos «sacri oficii» (p. 32), ante hombres-pantalla cuya presencia le resulta fastidiosa, Fiammetta concluye el relato del primer encuentro con Panfilo, confesando: «nella mia camera sola e oziosa mi ritrovai» (p. 33). La narración, que ya de por sí se presenta circunstanciada, se ve intercalada y ralentizada por fragmentos de diferente registro, como la prosopopeya dantesca de los ojos de Panfilo, la pausa narrativa dirigida a las lectoras con una especie de psicomaquia entre intelecto y apetito, la proclamación de la novedad de su amor por parte de la protagonista y narradora. En todo caso, lo que es útil remarcar es que el detallado relato del encuentro amoroso se construye de manera casi exclusiva —como resulta evidente incluso por la rápida síntesis que he propuesto— sobre elementos derivados de la tradición lírica, los cuales —repito—, a diferencia de lo que sucedía en la Vita nuova, una vez privados de los significados simbólicos, terminan por ejercer una función predominantemente narrativa. Que estén así las cosas se debe a la concepción amorosa que se impone en la obra, ya que lo que domina incontrastado en el corazón de Fiammetta es el amor ‘per diletto’. No es casual, por tanto, que dicha concepción del amor conquiste el entero espacio de la obra, y que su protagonista se proponga como la espléndida heroína del «libidinoso piacere», con ocasión de la activación de la inversión, por la que una mujer llega a ocupar el centro de la historia narrada y, al mismo tiempo, es destinada a desempeñar el papel de narradora de la historia. El relato del encuentro amoroso de Panfilo y Fiammetta con el que se abre la Elegia, aun siendo clara deuda de los planteados al principio de la Vita nuova, introduce una historia de amor cuyos presupuestos se hallan bien lejos de la del «referente dantesco», en la que —tal y como ha sido resumido por Tufano— «l’amore ha sull’anima dell’amante effetti pienamente salvifici ed è tramite di una vera e propria ascesi spirituale, l’amore si configura come fonte di virtù e mezzo celeste di purificazione»29. 29
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Tufano, 2000, p. 407.
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4. «EN ESTO VEO, MELIBEA, LA GRANDEZA DE DIOS»: CALISTO ENCUENTRA A MELIBEA Que yo sepa, no han sido señaladas huellas dantescas de la Vita nuova en La Celestina, mientras que sí ha sido sugerido que «en los actos de Rojas se encuentran algunos ecos de la Fiammetta de Boccaccio, cuya traducción castellana se publicó en Salamanca en 1497»30. Dichos ecos, sin embargo, no se refieren a la escena de exordio de la Tragicomedia, cuya composición, por otra parte, suele atribuirse al anónimo «antiguo autor». Para la escena del encuentro, en verdad, no se conocen fuentes ciertas de las que el «antiguo autor» o el propio Fernando de Rojas se hayan servido directamente, aunque, en un artículo que se remonta a hace más de medio siglo, Alan Deyermond formuló al respecto una hipótesis entre las más plausibles, al proponer que el parlamento de Calisto y Melibea se basaba en el tratado de Andrés el Capellán, De amore libri tres, y, en particular, que adaptaba tres breves fragmentos tomados de otros tantos diálogos, con los que el autor del prestigioso tratado ejemplificaba las situaciones en las que, respectivamente «loquitur plebeius ad plebeiam», «nobilior plebeiae» e «nobilior nobili». El mismo Deyermond, sin embargo, reconocía que «This is, obviously, not a direct translation of Andrea’s Latin, but the family resemblance is unmistakable», y, por lo tanto, estaba dispuesto a admitir que se pudiera tratar de «the possibility of an unconscious reminiscence», y también a aceptar «the possibility of an intermediate source» (1961, pp. 219 y 220)31. Pero incluso si se quiere otorgar el crédito máximo a la hipótesis del estudioso británico, y compartir con él que el De amore ha de considerarse la fuente directa del exordio de La Celestina, el hecho significativo es que el diálogo de Calisto y Melibea se origina valiéndose de una mezcla de diálogos, determinada por la confusión de situaciones que, según el tratado latino, no era lícito mezclar. Y la mezcla de lo que los discordantes códigos de conducta de las clases sociales mantienen separado, dice mucho sobre la operación que el autor del texto español pretendía
30 Ruiz Arzálluz, «Géneros y fuentes», en Rojas, La Celestina, 2011, p. 433, en donde se lee además «Se ha dicho que Rojas fue un lector de bestsellers: desde luego lo fueron la Fiammetta de Boccaccio, La Historia de duobus amantibus de Eneas Silvio Piccolomini». Para la Fiammetta castellana, ver Bocacio, Libro de Fiameta, 1983. 31 Sobre las relaciones de la escena de La Celestina con el De amore, ver también Martin, 1972, pp. 73-77; Beltrán, 2001 y 2003, pp. 33-42.
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realizar, con el objetivo de burlarse de toda una entera tradición literaria y cultural, tal como precisaré a continuación. En cualquier caso, en mis reflexiones —ni que decir tiene— no me he referido al concepto tradicional de ‘fuente’, en cuanto elemento perceptible como motivo de directa derivación textual, sino que me ha guiado el propósito de establecer un orden genealógico, en el sentido de reconstruir la serie pertinente de ascendientes temáticos a los que se refiere la escena con la que se abre la Tragicomedia. Desde esta perspectiva, no cabe ninguna duda de que la escena del encuentro de Calisto y Melibea proviene de la serie temática que tiene su origen en la Vita nuova, y su prosecución más significativa e innovadora en la Fiammetta, mientras que, desde nuestro punto de vista, resulta poco relevante el relato del primer encuentro de Euríalo y Lucrecia, con ocasión del ingreso en la ciudad de Siena del emperador Segismundo, que se lee en la obra de Eneas Silvio32. Por lo demás, en el hermoso libro que Jean Rousset dedicó a la scène-clé de la tradición narrativa, por lo que atañe a la literatura románica medieval, si se exceptúa el fugaz comentario sobre el encuentro de Érec y Énide en la novela de Chrétien de Troyes, dos son las obras que llaman la atención y la generosa interpretación del estudioso: Vita nuova y Fiammetta, los dos textos que marcan el nacimiento de la tradición temática33, que —a finales del siglo XV— llega a La Celestina. Leamos y comentemos rápidamente la escena con el parlamento de Calisto y Melibea: Cal. —En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios. Mel. —¿En qué, Calisto? Cal. —En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda,
32 En la Historia de duobus amantibus, el narrador ofrece detalladas descripciones de Lucrecia y Eurialo, pero por lo que atañe a su encuentro y enamoramiento, se limita a las siguientes frases: «Nec potens Eurialus sui, ut Lucretiam vidit, ardere puellam cepit herensque vultui nihil satis vidisse putabat [...] Mira res, multi egregia forma iuvenes, sed unum hunc Lucretia, plures honesti corporis mulieres, sed hanc unam Eurialus sibi delegit» (Piccolomini, 1975, p. 866). El paso se lee en la versión castellana de 1496 en Piccolomini, Estoria muy verdadera de dos amantes, 2003, pp. 306-307. 33 Rousset, 1984, pp. 137-141 y 181-182, respectivamente.
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incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar yo tengo a Dios ofrecido. ¿Quién vido en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como agora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar. Mel.—¿Por gran premio tienes éste, Calisto? Cal. —Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad. Mel. —Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras. Cal. —¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído! Mel. —Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha seído. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú habíe de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite. Cal. —Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel (pp. 27-38).
En el espacio de pocas líneas, las palabras de Calisto, con una continua oscilación entre las esferas de lo sagrado y lo profano, aluden a casi todos los valores en los que se fundaba la concepción amorosa aristocrático-cortés: la fuerte idealización de la mujer, hasta hacer de ella una entidad de naturaleza divina; la consiguiente distancia incolmable que venía a crearse entre el sujeto amador y el objeto amado; la pasión entendida como puro deseo, es decir, destinada a permanecer sin otra satisfacción que no fuera la contemplación de la mujer generadora de beatitud, que se identifica con la experimentada por los santos en la visión de Dios; el absoluto secreto en que debía vivirse la pasión misma; y, por último, el sufrimiento mortal a que daba lugar el sentimiento amoroso concebido como constante estado de privación. A todos estos valores, en el diálogo inicial, como en otras partes del texto, Calisto no deja nunca de referirse y de declararse fiel, salvo para luego, con su comportamiento, desmentirlos todos puntualmente. Al mismo tiempo, una noble doncella, como es Melibea, que en la escena de exordio es propensa a la salvaguardia del honor, propio y familiar, a lo largo de la Tragicomedia, pasa de ser la
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mujer desdeñosa y celosa de su virtud a ser la mujer libre y totalmente desinhibida que, en el encuentro del acto XIX, hace una confesión a su amante, en la que nada se le concede a la ley de la virtud y del honor: «señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced» (p. 322). Sin embargo, aun sin evocar la continuación de la historia, y limitándonos a considerar solo la escena de exordio, resulta totalmente clara la adaptación cómico-paródica con la que se representa en La Celestina el tema del encuentro de los dos jóvenes amantes34, especialmente si lo cotejamos con los episodios análogos de la Vita nuova o de la Fiammetta. Sin duda alguna, el género literario de la comedia está en el origen de esta versión; pero, si esto sirve para explicar que la operación se hace respetando las reglas impuestas por los géneros literarios, en cambio, poco o nada nos dice acerca del significado de la escena, cuya comicidad consiste en el sentido de inadecuación o de manifiesta desproporción entre la condición social de los personajes y el comportamiento que adoptan en un encuentro que, por si fuera poco, se realiza probablemente en un lugar público; pero también entre los discordantes registros lingüísticos que se señalan durante el coloquio, y, más exactamente, en el intercambio de rápidas y salaces réplicas que sigue a la pletórica y grandilocuente intervención de Calisto; e, incluso, y sobre todo, entre el sistema de nobles valores que, en su conjunto, los parlamentos de ambos evocan en apariencia y los triviales propósitos a los que efectivamente apuntan. Así, por ejemplo, ¿cómo no ha de divertirse el lector, hasta carcajearse, con los comportamientos adoptados por un joven «de noble linaje», como Calisto, y por una joven «de alta y serenísima sangre», como Melibea (p. 23), quienes, encontrándose en una calle o en una iglesia de su ciudad, o, si se quiere, en el jardín de una mansión, se afanan en una exaltada conversación, en la que a las descarriadas, si bien ampulosas, propuestas de él sigue la impertinente reacción ambigua, sarcástica y furiosa de ella? ¿Cómo no reír, luego, del gradual envilecimiento estilístico y deterioro semántico que afecta a un concepto fundamental como el de «prenda de amor que premia la devoción del amante»35, pues pasa 34 Sobre la dimensión cómico-paródica de la primera escena de la obra, además de los mencionados Deyermond, 1961, pp. 218-221 y Martin, 1972, han insistido, entre otros, Severin, 1984; Lacarra, 1989 y 1990, pp. 54-56. 35 Según la acertada definición que se lee en la nota correspondiente, en Rojas, La Celestina, 1987, p. 87. Sobre el significado ambiguo del término en el contexto,
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de la pertinente designación técnica de «galardón», a la más neutra y genérica de «premio», hasta caer en el más ínfimo nivel de «paga», y además con el sentido irónico de ‘castigo’, incluso físico? Y por último, ¿cómo no sonreír con absoluto placer del desenmascaramiento al que la desdeñosa Melibea, con el pretexto de querer defender la virtud «de tal mujer como yo», somete las convenciones corteses de Calisto, y el entero conjunto ideológico de las que estas dependen, cuando lo aleja con la acusación de ser ‘deshonesto, impúdico e infame’: «¡Vete, vete de ahí, torpe!», y censura el amor que Calisto le profesa como un amor puramente lujurioso: «no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en el ilícito amor comunicar su deleite»? En conclusión, el tema del encuentro amoroso nos ha permitido focalizar tres maneras originales con las que la herencia trovadoresca de la fin’amor, y junto con ella la centralidad de sus fundamentos en la alienación del deseo y en el culto a la mujer, fue asumida y reinterpretada, a lo largo de dos siglos exactos, en tres indiscutibles obras maestras de nuestras literaturas. En el ciclo de los encuentros que ocupa la primera parte de la fundadora Vita nuova dantesca, el papel primordial que ejerce el motivo del saludo confiere al fantasma femenino, aunque este señoree en la interioridad del sujeto, una «nobilissima virtù», por lo que, desde el principio de la reconstrucción rememorativa, a la pasión amorosa no le es ajeno «lo fedele consiglio della ragione»36. Al contrario, «niun’altra cosa [...] che una inrazionabile volontà»37 es el amor que experimenta Fiammetta, la soberbia heroína «volenterosa più che altra a dolersi» como se lee en el Prologo de la renovadora Elegia de Boccaccio: desde el relato del primer encuentro, el amor «per diletto», finalizado al «libidinoso piacere», descrito en términos de absoluta fidelidad a la tradición lírica, domina incontrastado en la narración de la protagonista; un amor que no conoce otra negación o arrepentimiento que no sea el dolor mismo por la pérdida del «libidinoso piacere». Se trata del mismo dolor que induce al suicidio al otro gran personaje femenino, realzado a protagonista de una historia de amor, la Melibea de La Celestina: obra por excelencia de una edad de crisis, fruto sin par léase el comentario de Russell en Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, p. 212, n. 18. 36 Alighieri, Vita nuova, 1980, p. 34. 37 Es la definición del amor que se lee en la «Questione VII», en Boccaccio, Filocolo, 1967, IV, 46, p. 65.
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de una época de transición histórica, que se nutre de la tensión entre conservación e innovación, a la que remiten los sistemas de valores en conflicto que la obra maestra de Fernando de Rojas pone en juego38. En la escena inicial del encuentro de Calisto y Melibea, a la cobertura cómico-paródica se le confía la función de liquidar como superada una entera tradición literaria y cultural, identificable en el conjunto de convenciones corteses con sus desarrollos, del que la cultura medieval se había nutrido durante mucho tiempo, en favor de una ética del deseo fundada en la pura inmanencia como liberadora satisfacción de apetitos, cuyos funestos resultados no tardarán en darse a conocer en la Tragicomedia, presagiando con admirable anticipación la dimensión trágica que está inscrita en la modernidad.
38 Sobre la lectura de La Celestina como obra de una edad de crisis, se insiste, sobre todo, en el anterior cap. I.
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CAPÍTULO V EL «CIMIENTO DEL SECRETO», ENTRE NORMAS E INFRACCIONES
Drutz qui vol dreitament amar deu regnar ab cortesia e.s deu de lausengier gardar ab sen et ab maïstria, que son joi saubutz non sia, e.s deu enan lo jorn levar, cum al venir ni a l’anar no.l vezon can ve ni vai. Que de fin amador s’eschai que.s leu enan l’alba.
1. «SON JOI CELAR»: SECRETO DE AMOR Y DESEO DE EXHIBICIÓN 1.1. Calisto y el secreto de amor En el libro sobre La Celestina, Carmelo Samonà cerraba el capítulo dedicado a «Lo stile dell’amore. Metafore, iperboli ed altri ricorsi» con una hermosa nota, que considero un deber citarla casi por completo: Un elemento oratorio è, in fondo, anche quel bisogno di pubblicità del momento amoroso, che più volte affiora per bocca di Calisto. Esso rappresenta (dopo la tendenza a render pubblico il dolore) un aspetto culminante dell’estroversione caratteristica dell’eloquio dell’amante, in antitesi alla «reserva» propria dei Cancioneros. Dopo la prima visita a Melibea, Calisto chiede ai servi: «¿Pues avés oydo lo que con aquella mi señora he passado?» [...], non già per assicurarsi che non abbiano udito ma sperando di averli avuti partecipi al suo convegno. E al mattino, svegliandosi dopo
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aver sognato di Melibea, cerca Sempronio e Parmeno per sfogarsi con loro della sua gioia: «Quiero mandarlos llamar para más firmar mi gozo» [...]. Infine, durante il secondo convegno, si oppone al pudore di Melibea, meravigliandosi che essa voglia allontanare Lucrezia: «¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria» (Samonà, 1953, pp. 127-128, y ver también pp. 95-97).
La nota no le pasó desapercibida a María Rosa Lida, quien, en su magistral trabajo sobre la Tragicomedia, volvió sobre el tema reconociéndole a Samonà el mérito de haber sido el único en haber «reparado en esta peculiaridad de Calisto», a la que ella denominó con el término «curioso exhibicionismo». Esto, sin embargo, no fue óbice para que la erudita argentina manifestara su desacuerdo con respecto a la explicación estilística del italiano, afirmando que dicha explicación terminaba convirtiéndose en una tautología, cuyo origen se basaba en el equívoco de considerar el término «oratorio» en su acepción psicológica de «elemento de extroversión» (Lida de Malkiel, 1970, p. 349 n. 2). Así pues, en su rechazo de las «razones estilísticas o costumbristas», Lida opuso razones puramente psicológicas que, en un último análisis, se hacían derivar de algunos rasgos del carácter de Calisto. Por eso, para Lida: Su justificación [del «curioso exhibicionismo»] está en la actitud de Calisto ante la realidad externa; el exhibicionismo implica en rigor un nuevo llamado al testimonio ajeno para certificar la intimidad de su vida amorosa.
Semejante actitud le sería dictada a Calisto por su egoísmo, que Lida considera la nota predominante del carácter del personaje: La nota básica del carácter de Calisto es su egoísmo. [...] Calisto es el héroe egoísta o ensimismado en el sentido etimológico de esos términos: el soñador introspectivo absorbido en su yo. [...] perdiendo el sentido de la realidad, al punto de necesitar del testimonio de sus criados para cerciorarse de sus propios recuerdos (Lida de Malkiel, 1970, p. 349 y p. 347, respectivamente).
Ahora bien, si la explicación de Samonà, en su intento por ceñir directamente las razones psicológicas a los hechos de estilo, pecaba de revelarse tautológica, la de Lida, con su referencia constante a motivaciones psicológicas, corre el riesgo no menos peligroso de
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cristalizarse en una psicología del «personaggio come persona reale», basada a su vez en el equívoco de una «concezione sostanzialistica dei personaggi, visti più o meno abusivamente come persone indipendenti» (Orlando, 1971, p. 50)1. Por mi parte, comenzaría señalando que antes incluso que hecho estilístico o fenómeno psicológico, el «bisogno di pubblicità del momento amoroso» o el «curioso esibizionismo» de Calisto constituye un claro ejemplo de infracción de una de las reglas fundamentales de la ideología cortés del amor; en concreto, la que prescribe el deber de celar; es decir, de encubrir la relación de amor cortés entre caballero y dama. En uno de los raros trabajos —que yo sepa— dedicados exclusivamente al motivo del celar en la poesía trovadoresca, el autor, que también indica la práctica del secreto, «come aspetto inscindibile della galanteria, come silenzio sull’incontro degli amanti», en la poesía de Ovidio y en los epigramas de la Antología palatina, y también en géneros de la tradición ovidiana medieval, como la comedia elegíaca, y en obras de la tradición árabe, como El collar de la paloma; el autor —decía— señala que «il celar è d’obbligo nel comportamento dell’amante cortese, da Guillermo IX a Bernart de Ventadorn, a Gaucelm Faidit», constatando su peculiaridad en oposición, por un lado, «al “nascondersi privato” del versante clamorosamente adultero della tradizione cortese: Tristano e Isotta» y, por otro lado al «casto corteggiamento che prepara la via al matrimonio, come si legge nella moralistica, epigonica interpretazione delle Leys d’Amors» (Mancini, 1993, pp. 194, 187 y 189, respectivamente)2. En la 1
Sobre la cuestión, ver también Orlando, 1979, pp. 58 y 71-74. Por supuesto, la misma erudita argentina fue la primera en advertir la dimensión teórica del problema, ya que antepuso a los capítulos sobre el estudio del personaje algunos párrafos destinados a responder a la pregunta preliminar: «¿Es legítimo el estudio de los caracteres?» (Lida de Malkiel, 1970, pp. 283 y ss.). Y, sin embargo, esto no impidió que Maravall, 1973 lamentara que «la reducción del tema [el estudio de los personajes] a una pura visión psicológica desfigura la cuestión» (p. 84), con un juicio que lo hace mucho más significativo debido a que el ilustre historiador, en la larga y exigente recensión que le reservó al libro, no había dudado en reconocer sus méritos más que notables, celebrándolo adecuadamente como «un monumento de la ciencia literaria» (Lapesa, 1977, p. 59). Sobre las primeras reacciones con las que el libro fue acogido, vale la pena leer el testimonio de Malkiel, 1993, donde —por otra parte— se nos informa de la gran consideración en que la estudiosa argentina tenía al volumen italiano, del que estas páginas han recabado inspiración: «a monograph of which María Rosa had a high opinión» (p. 82). 2 Sobre el motivo del celar, ver también Köhler, 1976, pp. 101-138; Brault, 1977.
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bella formulación de uno de los mayores trovadores, Bernart de Ventadorn, la norma se expresa de la siguiente manera: ...no.m par bos essenhamens, ans es foli’ et efansa, qui d’amor a benanansa ni.n vol so cor ad autre descobrir, si no l’en pot o valer o servir. [no me parece sensatez, si no locura y niñería, si alguien disfruta de la felicidad de amor y quiere descubrir su corazón a otro si éste no lo puede ayudar o servir]3.
No menos clara, con respecto a la norma del secreto, es la anónima estrofa reproducida en el epígrafe4, que «rielabora didascalicamente la situazione dell’alba» (Rieger, 1971, p. 158): il drutz qui vol dreitament amar debe obedecer en todos los aspectos los mandamientos de la cortesía, entre los que destaca el de mantener oculto su gozo: que son joi saubutz non sia. El alba trovadoresca, sin embargo, agrega un importante elemento de novedad, ya que la tensión no resuelta entre deseo y satisfacción, propia de la canción, se resuelve en la realización completa del amor, pero sin que el amor se encuentre en oposición con la concepción cortés, ni el alba resulte extraña al sistema general de los géneros trovadorescos. Como Dietmar Rieger ha demostrado brillantemente, eso fue posible debido al hecho de que el género del alba trovadoresca asentó su propio fundamento en el motivo del celar: l’alba trobadorica —escribe el filólogo alemán— non è altro che l’illustrazione e la forma drammatizzata e condotta agli estremi del motivo del celar, che attraversa per intero la produzione letteraria della canzone come un postulato e una regola fondamentale dell’amore cortese (p. 160).
Y, unas páginas más adelante, explica con extrema claridad cómo se confía a nuestro motivo, en el alba, la función de restablecer la tensión original, propia de la cansó:
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Bernart de Ventadorn, Ab joi mou lo vers e.l comens, vv. 20-24, ed. en Appel, 1915; trad. esp. en Riquer, 1975, I, p. 393. 4 Pillet y Carstens, 1933, p. 461, 99a.
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Il conseguimento della soddisfazione amorosa nell’alba cortese non ha comunque luogo in uno spazio ideale e privo di conflitti, sebbene nel presente sociale e temporale. Questa realizzazione dell’ideale non può sbarazzarsi della problematica originaria connessa alla realtà sociale e al suo codice: ha ancora bisogno del celar, il pericolo dei lauzengiers è più grande che mai, giacché qui il possesso individuale, e non solo il voler possedere, entra in conflitto col desiderio del possesso di un gruppo intero (p. 165)5.
Haber recordado todo esto, por lo que atañe a la poesía de los trovadores, sería de poca o ninguna ayuda para La Celestina, si no se hubiera verificado que —como ha escrito Le Gentil— «la tradition ancienne survit encore» (Le Gentil, 1949-1953, I, p. 103), aludiendo con ello al hecho de que el imperativo de la discreción amorosa había confluido en la temática de un género contemporáneo de la Tragicomedia: la lírica cancioneril y —añado— en el, igualmente contemporáneo, de la novela sentimental: los dos géneros que más profundamente habían recogido la herencia lírico-amorosa de los trovadores en la España de las postrimerías del siglo XV6. No deseando por ahora entrar en la cuestión del significado histórico y cultural de un fenómeno que, recurriendo al título de un libro de relativo éxito, ha sido definido «the troubadour revival» (Boase, 1978), me limitaré a ofrecer un solo ejemplo, tomado de una pequeña obra que, aunque no pertenece ni a la lírica ni a la novela sentimental, constituye el sustrato teórico de ambos géneros, en el sentido de que contribuye a fijar ese conjunto de reglas de conducta que el amante está obligado a respetar. Me refiero al Sermón de Diego de San Pedro, una especie de ars amandi que su autor compuso probablemente a mediados de los años ochenta, y en el que se recomienda el secreto de amor como el primer precepto fundamental: todo edificio para que dure, conviene ser fundado sobre cimiento firme... Pues luego conviene que lo que edificare el desseo en el coraçón cativo, sea
5
Para un estudio general sobre el género, ver Saville, 1972. Sobre las relaciones de La Celestina con los dos géneros contemporáneos mencionados ya hay una rica bibliografía. Por lo tanto, me limitaré a recordar, entre las aportaciones más significativas, las que han optado por un enfoque general, dejando de lado aquellos trabajos que han ceñido su discurso a la indicación de determinados y puntuales elementos de convergencia. Además de Samonà, 1953, pp. 81-84, y Lida de Malkiel, 1970, pp. 393-394, 445, ss. y passim, ver Kassier, 1976; Taravacci, 1983; Lacarra, 1989. 6
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sobre cimiento del secreto... Donde por essa conparación paresce que todo amador deve antes perder la vida que escurescer la fama de la que sirviere, haviendo por mejor recebir la muerte callando su pena, que merecerla trayendo su cuidado a publicación. Pues para remedio deste peligro en que los amadores tantas vezes tropieçan, deve traer en las palabras mesura, y en el meneo honestidad, y en los actos cordura, y en los ojos aviso, y en las muestras suffrimiento, y en los desseos tenplança, y en las pláticas dissimulación, y en los movimientos mansedumbre. E lo que más deve proveer es que no lieve la persona tras el desseo, porque no yerre con priessa lo que puede acertar con espacio; que le hará passar muchas vezes por donde no cumple, y buscar mensajeros que no le convienen, y embiar cartas que le dañen, y bordar invenciones que lo publiquen7.
La larga cita, en la que a la enunciación del precepto general le sigue una serie de consejos prácticos, me exime de proporcionar otros ejemplos que podrían ser fácilmente recabados tanto de la poesía cancioneril como de la novela sentimental8. Volviendo a la obra de Rojas, podemos afirmar que Calisto contraviene la norma del secreto en al menos cuatro ocasiones, que se disponen a lo largo del texto en una especie de crescendo, tal y como a continuación iremos comprobando. La primera de la serie se incluye en el famoso episodio del cordón de Melibea, que da lugar a una de las escenas más francamente cómicas de la obra. La comicidad del episodio tiene como blanco principal la actitud fetichista del amante con todos los objetos que pertenecen a la
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San Pedro, Tratado de amores de Arnalte y Lucenda. Sermón, 1973, p. 174. Sobre la naturaleza y los problemas de esta obra, un ars amatoria en forma de sermón medieval, además de la «Introducción» de Whinnom a la obra, pp. 64-69, ver también Langbehn-Rohland, 1970, pp. 10 y ss., 24 y ss., 28 y ss. y passim; Whinnom, 1974, pp. 88-95. El pasaje del Sermón ha recibido la atención de Heugas, 1973, en la breve mención que dedica a la infracción de la «règle du recato» por parte de Calisto (pp. 412-413). 8 Para una amplia reseña de nuestro motivo en la poesía del siglo XV, ver ahora Battesti-Pelegrin, 1992; y para la importancia que adquiere en la novela sentimental, ver al menos San Pedro, Cárcel de amor, 1971, p. 36. Ver, además, Green, 1949, pp. 261-265; Le Gentil, 1949-1953, I, pp. 102-104; Gallagher, 1968, p. 200; Salvador Miguel, 1977, pp. 286-287; Manrique, Poesía, 1993, p. 59, n. 38 y p. 193, n. 4.38. Sobre la persistencia del topos en épocas posteriores, pueden verse: Lapesa, 1985, pp. 29-31; Rosso Gallo, 1990, p. 231, n. 4; Vega, Obra poética y textos en prosa, 1995, p. 408; Egido, 1994, pp. 25-26, pp. 258-259, pp. 311-313.
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mujer amada, actitud que le lleva a Calisto a sobrevalorar en tal medida el valor simbólico del objeto, que termina por considerar «iguales la persona y el vestido» (p. 157), tal como ingeniosamente hace notar Celestina; o incluso por preferir a la persona el objeto que la simboliza, tal como sugiere un poco groseramente pero no con menor ingenio el criado Sempronio, cuando le pregunta a su amo: «Señor, por holgar con el cordón no querrás gozar de Melibea» (p. 157). Es, por tanto, un Calisto presa de la euforia por tener entre las manos el cinturón que «tales miembros fue digno de ceñir» (p. 154), quien, en un momento dado, prorrumpe en la siguiente petición, dirigida a Celestina: «déjame salir por las calles con esta joya, por que los que me vieren sepan que no hay más bienandante hombre que yo» (p. 158)9. Aquí la infracción a la prohibición cortés se realiza en tanto deseo, claramente expresado por parte de Calisto, de comunicar a un destinatario genérico (los que me vieren) su estado de júbilo (bienandante), aunque la actitud heterodoxa de Calisto tal vez encuentra atenuantes genéricos en el mismo refinado código de conducta que la aristocracia tardomedieval había elaborado. De hecho, la réplica que sigue a continuación de la antes citada, y con la que Calisto responde a la nueva exhortación de Celestina a que no se entusiasmara demasiado por un simple cinturón: «no tengo sofrimiento para me abstener de adorar tan alta empresa», indicaría que Calisto pretendía salir a la calle para mostrar el cinturón de Melibea a modo de «prenda que solía dar una dama al caballero para que éste la luciese como señal de su devoción a ella», tal como precisa Russell en la nota
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Sobre el carácter paródico del episodio se han detenido Severin, 1978-79, pp. 282-283, recogido en la «Introducción» a Rojas, La Celestina, 1987, pp. 30-32 y 1989, pp. 27 y 32; Ayllón, 1984, pp. 111 y ss. La relación que el episodio mantiene con la falta de recato del protagonista, ha sido observada por Heugas, 1973: «Il y a donc là une autre atteinte portée à la perfection de l’amant courtois, elle accompagne [...] l’indiscrétion de l’amant calistien» (p. 423). Sobre el significado simbólico del cordón han insistido, con diferentes propuestas: Lida de Malkiel, 1970, p. 219; Rodríguez-Puértolas, 1969, pp. 225-226;Weinberg, 1971, pp. 144-147; Deyermond, 1977 y 1978; Gómez Moreno, 1995, pp. 223-228; Lacarra, en La Celestina, 1995, p. 156, n. 232. Para la presencia del motivo del cordón en la poesía cancioneril, ver Castro Guisasola, 1924, p. 182 (Costana) y Lida de Malkiel, 1970, p. 369, n. 17 (Álvarez Gato,Tapia, A. de Montoro); y en la lírica tradicional,West, 1979, p. 7, Lacarra, en La Celestina, 1995, p. 156, n. 232 y p. 159, n. 281. Por último, para una posible fuente senecana de todo el episodio en el que «the love-stricken master passionately embrace Melibea’s sash», ver Fothergill-Payne, 1988, p. 107.
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correspondiente al término empresa10. Y, sin embargo, la formulación anterior no deja dudas acerca de la voluntad que anima a Calisto: la ostentación del cordón como deseo de dar a conocer su júbilo a todos los demás, más que como señal de fidelidad y devoción a la amada. El segundo y el tercer caso tienen más de un elemento en común. Ambos se encuentran a poca distancia en el texto, ubicados como están al final del duodécimo acto, uno, y al principio del acto siguiente, el otro; aunque lo que los separa es el relato de importantes acontecimientos, como son el asesinato de Celestina y la ejecución de los dos criados homicidas. Pero resultan aún más cercanos en el tiempo de la historia, ya que ambos ocurren inmediatamente después del encuentro nocturno con Melibea, por lo que están separados solo por las pocas horas de sueño que Calisto se concede: constituyen, de hecho, el último acto del protagonista, antes de acostarse, y el primero que realiza al despertarse al día siguiente. Sin embargo, más significativo que la doble contigüidad es el hecho de que en los dos casos la infracción a la prohibición se lleva a cabo según modalidades comunes, pero opuestas a las que se daban en el episodio anterior del cordón. De hecho, en los episodios que nos disponemos a examinar, el deseo de exhibición encuentra un destinatario concreto, nada menos que en los dos criados que de ahí a poco serán decapitados, mientras que el deseo mismo se manifiesta a través de una forma que impide que emerja completamente en la conciencia del personaje. Pero veamos el primero de los dos casos. Al final del duodécimo acto, Calisto acaba de llegar a su casa, después del encuentro nocturno con Melibea, cuando pregunta a los criados que lo acompañan: «Pues, ¿habés oido lo que con aquella mi señora he pasado?» (p. 252), donde la pregunta, como ya había advertido Samonà, traduce, más que el temor, el deseo de haber tenido testigos en su coloquio con la amada. Al comienzo del acto siguiente, el despertar de Calisto coincide con un monólogo en el que el personaje expresa la gran satisfacción por el sueño tranquilo de la noche que acaba de pasar, finalmente diferente de las agitadas e insomnes de los días anteriores; luego vuelve sus pensamientos a la amada, a quien ha dejado unas horas antes: «¡O señora y amor mío, Melibea! ¿Qué piensas agora? ¿Si duermes o estás despierta?». En este punto, sin embargo, le asalta una duda acerca de la realidad misma del encuentro con la amada:
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Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, p. 353, n. 83.
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¿Soñélo o no? ¿Fue fantaseado o pasó en verdad? Pues no estuve solo; mis criados me acompañaron. Dos eran; si ellos dicen que pasó en verdad, creerlo he según derecho. Quiero mandarlos llamar para más confirmar mi gozo (pp. 263-264).
Y el monólogo se cierra con la llamada a los criados: «¡Mozos! ¡Tristanico, levanta de ahí!» (p. 264). Ha sido señalado que la duda de Calisto tiene ilustres precedentes literarios en la Fiammetta de Boccaccio y en la Historia de duobus amantibus de Piccolomini11. Mucho menos se ha insistido, en cambio, sobre la recuperación en clave cómica a la que Rojas ha sometido el tema. Los protagonistas de las obras mencionadas, para dudar de la naturaleza real o fantástica de lo que les había acaecido, ciertamente no tenían necesidad de haberse levantado de la cama, como le ocurre a Calisto y, sobre todo, para resolver la duda no tenían que recurrir necesariamente a la prueba contundente de un doble testimonio, como el mismo Calisto pretende con la expresión: creerlo he según derecho, cuyo valor como fórmula jurídica ha sido adecuadamente señalado por
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Ver Castro Guisasola, 1924, pp. 146-147; Lida de Malkiel, 1970, pp. 391-392; Berndt, 1963, p. 39. Por lo que respecta a los textos, para la Fiammetta, compárese: «Altra volta mi pareva essere con lui sopra i marini liti e tal fu che io affermai meco medesima, dicendo: “Ora pur non sogno io d’averlo nelle mie braccia” [...] Oimé! che cose sono queste, che i miseri pensieri mi porgono davanti?» (Boccaccio, Elegia di madonna Fiammetta, 1967, III, 12, p. 745 y IV, 2, p. 748) que, en la versión castellana transmitida por la edición salmantina de 1497, corresponde a: «Otra vez me parecía ser con él sobre las marinas riberas en alegre fiesta, y tal fue que yo afirmé comigo mesma diziendo: “Agora pues no sueño yo de averlo en los mis braços” [...] ¡O mezquina! ¿Qué cosas son éstas que los atribulados imaginamientos me ponen delante?» (Bocacio, Libro de Fiameta, 1983, pp. 150 y 156). Para la Historia de duobus amantibus, el cotejo es con las incrédulas expresiones de júbilo que Eurialo formula, mientras goza de las gracias de Lucrezia, en los dos encuentros de amor narrados: «O mea felicitas, o mea beatitudo, visum video, an ita est? teneo te an somniis illudor vanis? tu certe hic es, ego te habeo» (1975, p. 912), que en la versión castellana (1496) se traduce como: «¡O, mi felicidad y bienaventurança!, ¿es visión o verdad que te tengo o soy engañado por sueño vano? Tu cierto aquí estás, yo te tengo» (Piccolomini, 1512; y ver también Piccolomini, Estoria muy verdadera de dos amantes, 2003, p. 339); y además: «Anime mi, teneo te an somnio? verane ista voluptas est an extra mentem positus sic reor? Non somnio, certe vera res agitur» (1975, p. 948), correspondiente a: «¡O, mi anima!, ¿téngote o sueño? ¿Es verdadero este deleite o estó fuera de sentido? No sueño, en verdad, cierto es lo que se trata» (Piccolomini 1512; y Piccolomini, Estoria muy verdadera de dos amantes, 2003, p. 362).
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Russell12. A todo esto, en la reaparición de nuestro tema, constatamos que este se presenta con una inversión de los términos: el deseo de Calisto de comunicar su júbilo a los criados (mi gozo) ha permutado, en efecto, en la necesidad de que los criados se lo comuniquen a él. El cuarto y último caso de la serie también es el más llamativo, porque la infracción de la norma cortés parece adquirir los tonos de un auténtico exhibicionismo, realizándose como un deseo, claramente expresado por parte de Calisto, de tener un testigo ocular del propio acto sexual. En el acto XIV, con motivo del segundo encuentro nocturno, Calisto y Melibea consumen su amor. El episodio es un lento pero progresivo avanzar de la elegancia de las palabras y de los discursos hacia la concreción y la materialidad de los gestos cada vez más directos, hasta que la protesta, y última resistencia de Melibea: «aunque hable tu lengua cuanto quisiere, no obren las manos cuanto pueden», se deja vencer por las «desvergonzadas manos» de Calisto, las cuales —como dice él mismo— «gozan de llegar a tu gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes». Es en este punto cuando la mujer, con una última concesión al pudor, ordena a su criada Lucrecia que se aleje, para que la pasión no tenga más testigos que los propios amantes: «Apártate allá, Lucrecia». Pero Calisto, que quisiera unir al gozo del sexo el de la exhibición del mismo, no secunda su propuesta: «¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria» (p. 273), donde, además, la elección léxica (huelgo y gloria) que efectúa Calisto no hace sino reflejar su pretensión de un doble placer13. No sabemos si finalmente Lucrecia se aleja 12
Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, p. 488, n. 5.Ver también «un testigo solo no es entera fe», donde el mismo principio jurídico se representa en forma de proverbio, en la no breve reprimenda de Celestina a Areúsa del acto VII (Rojas, La Celestina, 2011, p. 377). Sobre la cultura jurídica de Rojas y su reflejo en la obra, ver Russell, 1978, pp. 293-321 y pp. 323-340; Lapesa, 1977; Bermejo Cabrero, 1977; Corfis, 1989, 1995; Miguel Martínez, 1996, pp. 85-87. 13 Ver Whinnom, quien, acerca de gloria, señaló que en la poesía de los cancioneros el sustantivo «es un eufemismo por acto sexual», con referencia -en nota- a nuestro pasaje (1968-1969, p. 375 y n. 26). Sobre la pretensión de Calisto, ver el justificado comentario en Deyermond, 1985: «Es difícil imaginar nada más contrario al código del amor cortés» (p. 203), donde —por otra parte— el ilustre medievalista, al excluir que se trate de una mera «perversión personal» de Calisto, explica su comportamiento como dictado por el «concepto di Melibea como artículo de consumo», por la «cosificación de Melibea», mostrando con ello compartir la interpretación ‘sociológica’ de Maravall y Rodríguez-Puértolas, sobre la cual ver la siguiente n. 28.
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o no, aunque la brusca respuesta de Melibea: «Yo no los quiero [testigos] de mi yerro» (p. 274) nos induce a pensar que Calisto tendrá que conformarse solamente con el placer sexual. Lo que es cierto, en cambio, es que, inmediatamente después de la respuesta de Melibea, la escena se traslada significativamente a los criados de Calisto, sorprendiéndolos en el siguiente coloquio: Sosia— Tristán, bien oyes lo que pasa. ¿En qué términos anda el negocio? Tristán— Oigo tanto, que juzgo a mi amo por el más bienaventurado hombre que nació.Y por mi vida, que aunque soy mochacho, que diese tan buena cuenta como mi amo. Sosia— Para con tal joya quienquiera se ternía manos (p. 274).
Los dos criados ciertamente no son testigos oculares, como lo habría sido Lucrecia, pero lo que oyen es suficiente, de todas formas, para suscitar en ellos la envidia de su amo y el deseo de participar activamente en el «negocio»14. Será, en cambio, precisamente Lucrecia la que ejercerá la función de testigo del último encuentro amoroso, el que le costará la vida a Calisto: Lucrecia— (¡Mala landre me mate si más los escucho! ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! Ya, ya, apaciguado es el ruido: no hovieron menester despartidores. Pero también me lo haría yo, si estos necios de sus criados me hablasen entre día; ¿pero esperan que los tengo de ir a buscar?) [...] (Ya me duele a mí la cabeza de escuchar, y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de besar. ¡Andar, ya callan! A tres me parece que va la vencida.) (pp. 321-322).
14 Sobre el irreverente comentario de los criados, Lacertua ha observado con razón que «L’exibitionnisme du maître trouve son écho dans le voyeurisme des valets [...] Le scandale réside donc dans le comportement de Calixte, cause et illustration de l’effondrement des normes» (1978, pp. 126-127), adjuntando en nota un episodio de indiscreción por parte de Eurialo, el protagonista de la Historia duobus amantibus, para la cual, ver la ed. de María Luisa Doglio, 1975, pp. 914-918; y, para la versión castellana, ver la ed. de Raymond Foulché- Delbosc, Historia de dos amantes, 1907, pp. 34-36 y la más reciente y definitiva ed. de Ines Ravasini, Estoria muy verdades de dos amantes, 2003, pp. 341-343.
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En cualquier caso, el lector de la Tragicomedia se entera de lo que está sucediendo entre los dos amantes a través del relato, en absoluto indiferente, de la sierva, quien, al igual que Sosia y Tristán anteriormente, participaría con gusto en el juego, conformándose incluso con tener como compañeros, en lugar de Calisto, a sus criados15. En ambas ocasiones —la de Sosia y Tristán, y la de Lucrecia— hemos llegado a rozar el tema, fundamental en La Celestina, de la relación entre criados y amos, que nos apartaría demasiado de la cuestión que ahora nos ocupa, pero al que tengo la intención de volver. En definitiva, pues, tratando de resumir lo que se ha observado hasta ahora con respecto a los cuatro casos que involucran a Calisto, podríamos decir que la infracción de la obligación del secreto, por parte de Calisto, se lleva a cabo como deseo, a sabiendas (1, 4) o no (2, 3) del personaje, de que alguien, entendido genéricamente (1) o determinado individualmente (2, 3, 4), sea testigo de su júbilo, en calidad de destinatario de la ostentación de una prenda de amor (1), o de oyente de la conversación con la amada (2, 3) o, finalmente, de espectador del acto sexual (4). Propongo, por último, la utilización de la expresión única de ‘deseo de exhibición’, un poco más abstracta con relación a los contenidos concretos presentes en los cuatro episodios, para indicar lo que es rasgo común entre ellos, además de y junto con —por supuesto— la misma infracción de la norma cortés, que ha sido el punto de arranque de nuestro discurso. 1.2. Una premisa teórica y un paréntesis histórico-literario Quizás se haya observado que hasta ahora, siempre que se ha dado el caso de tener que referirme a la relación entre la infracción de la obligación del secreto y las realizaciones concretas de lo que se ha convenido 15 En contra del parecer anteriormente expresado por Lida de Malkiel, 1970, pp. 600-601, 645 n. 28 y Dunn, 1975, p. 69, Deyermond, 1984 ha subrayado «los nexos sexuales entre miembros de clases distintas [...] un interés específicamente sexual para con individuo del otro sexo y de otra clase social» (p. 5), aludiendo con ello al tipo de ‘interés’ manifestado por los criados (Sempronio, Lucrecia) en relación con los amos (Melibea, Calisto). A los personajes de Tristán y Lucrecia, protagonistas —respectivamente— del diálogo y del monólogo citados, están dedicados enteramente los estudios de Eaton, 1973; Beltrán, 1989, pp. 32-41; Okamura, 1991; Hook, 1993.
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en llamar «deseo de exhibición», he utilizado expresiones como «se realiza como», «traduce», «adquiere los tonos de», cuya indeterminación me permitía aludir, pero sin verme obligado a pronunciarme sobre la naturaleza exacta de la relación que unía esa infracción a ese deseo. Creo que ha llegado el momento de ser menos reticente y de hacer explícitas las premisas teóricas que me han guiado en las observaciones llevadas a cabo hasta ahora, y asimismo con el objetivo de poder mejor aclarar algunas conclusiones que, de lo contrario, correrían el riesgo de permanecer vagas y, peor aún, inciertas. En lo expuesto hasta ahora, no han faltado continuas alusiones a la comicidad de las situaciones consideradas, por lo que ya creo poder afirmar, aunque sea someramente, que los cuatro episodios en los que se presenta nuestro tema estaban destinados a provocar la hilaridad del lector. El efecto cómico, de hecho, estaba asegurado tanto en el ámbito de las situaciones contextuales, dentro de las cuales tiene lugar cada uno de los episodios —tal como he tratado de sugerir en la medida que me lo permitía la fidelidad al tema elegido—, como en el ámbito de los cuatro episodios considerados aisladamente. Con respecto a estos últimos, se puede sostener definitivamente la siguiente tesis: Calisto resulta cómico al equivocarse, y se equivoca porque no respeta una regla fundamental de aquel código cortés al que, en otros aspectos, sin embargo, pretende adecuarse. Hasta aquí mis consideraciones, aunque circunscritas al tema del secreto de amor, en nada difieren de esa tradición crítica que ha visto en el personaje de Calisto una parodia del amante cortés. Se trata de una tradición que, en las últimas décadas, se ha ido afirmando con un vigor cada vez mayor, gracias sobre todo al ensayo de June Hall Martin, hasta llegar al libro de Dorothy Sh. Severin. Ambas estudiosas se han esforzado justamente por recuperar la dimensión cómico-paródica de la obra de Rojas, a menudo en conflicto con esas otras lecturas que apuntaban a hacer prevalecer, hasta la exageración más desbocada, la dimensión seria y didáctica16. Para Severin, de hecho, Rojas en su continuación, incluso modificando las intenciones del autor del primer acto:
16 La línea interpretativa cómico-paródica, cuyos primeros rastros se pueden encontrar en la Celestina comentada de la segunda mitad del siglo XVI, donde Calisto es considerado declaradamente un «bobo» (ver Russell, 1978, p. 306), ha recibido una atención creciente en la última mitad de nuestro siglo. Tras una tímida aparición en Russell, 1957, pp. 166-167, y su primera formulación parcial en el breve trabajo de Deyermond, 1961, pp. 218-221 ha alcanzado un pleno desarrollo y un
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He could not, however, change Calisto, whose parodic character was too well established to be metamorphosed. This parodic nature was also useful to Rojas, who continued the work under the comic guise. Calisto was too good a joke to be altered or discarted17 (Severin, 1989, p. 26). amplio tratamiento en el imprescindible capítulo del libro de Martin, 1972, pp. 71134. En esta línea se sitúan los fundamentales estudios de Severin, 1978-79; 1984; «Introducción» a Rojas, La Celestina, 1987, pp. 25-39; 1989, pp. 23-48; 1993, y de Lacarra, 1989, 1990, a los que hay que agregar los trabajos de Fothergill-Payne, 1988, 1993, el primero de los cuales adquiere una particular importancia a la luz de la ampliación del ámbito paródico que en él se propone: desde el código del amor cortés al vasto tejido de las citas presentes en la obra de Rojas, con una referencia más específica a las «two cult-figures, Seneca and Petrarch». El artículo de Gerli, 1995, a pesar de estar dedicado a la dimensión cómica, privilegia exclusivamente la risa que algunas situaciones o réplicas provocan en los mismos personajes de la obra, en particular, Pármeno y Alisa. Señalo, por último, las aportaciones de Devlin, 1971; Abbate, 1974; Gariano, 1977; Cantavella, 1997. Por otra parte, aunque no pueden incluirse completamente en la línea interpretativa cómico-paródica, deben, de todas formas, indicarse algunos estudios, como —por ejemplo— los de Gulstad, 1978-79; Round, 1981 y 1993, los cuales, aunque se mueven desde diferentes puntos de vista, contienen, sin embargo, observaciones útiles y significativas, que muestran con esa línea analogías a tener en cuenta. Finalmente, recuerdo que el haber propuesto una lectura bachtiniana del primer auto, considerado como «independent, interpolated text within Celestina» (Castells, 1992, luego reelaborado en gran parte en Castells, 1995, pp. 35-54), no ha impedido al mencionado autor rechazar la lectura cómico-paródica de la obra (Castells, 1991, confluido con algunas modificaciones en Castells, 1995, pp. 78-97), basándose en una interpretación no muy persuasiva de la escena inicial como «dream» de Calisto (Castells, 1990, recogido también en Castells,1995, pp. 15-34), idea originalmente avanzada por Garci-Gómez, 1985, luego retomada y desarrollada en Garci-Gómez, 1994. 17 Ver también Severin, 1978-1979, p. 282 e «Introducción» a Rojas, La Celestina, 1987, p. 29, aunque para la estudiosa la naturaleza cómica del personaje de Calisto no se mantiene constante en el resto de la obra, ya que, después del acto XII, «Calisto does seem to evolve from mere parody to a more interesting and serious figure, one in whom imagination is of paramount importance» (1989, pp. 27-28). Sobre la «recaracterización» de Calisto ya había expresado un parecer similar Lapesa, 1977, quien había identificado el «giro decisivo» en el acto XIV, como más tarde lo hará Cátedra, 1989, pp. 67-68. Reflexionando sobre «esas subjetivas apreciaciones sobre una evolución del carácter de Calisto» desde la perspectiva prioritaria asumida en su libro, a saber, la del autor único, Miguel Martínez, 1996 ha confirmado la constante naturaleza paródica del protagonista masculino: «Calisto arrastra a lo largo de toda la obra una impronta paródica de trascendentales repercusiones, por cierto, para entender el sentido último de la Tragicomedia» (pp. 66-67); una conclusión a la que, por otra parte, ya había llegado Lacarra, 1989, p. 18, donde leemos que «el carácter paródico de Calisto se mantiene hasta en su muerte, la cual resulta de su
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Sobre Calisto como personaje cómico, en cuanto parodia del amante cortés, ya June Hall Martin había escrito páginas ricas de observaciones interesantes, y de quien considero apropiado citar ahora la siguiente conclusión: The reader is never permitted to take Calisto seriously as a lover nor to feel sympathy for him. Only if the reader maintains an objective viewpoint well outside the character can he judge him as Calisto is apparently intended to be judged. And Rojas, with his repeated interruptions of the love scene, the continual mockery of Calisto’s poetry and love seeckness on the part of his servants, never permits the reader to identify with the protagonist18 (Martin, 1972, p. 127).
Enfrentado a un Calisto que resultaba cómico, porque infringía una tras otra casi todas las reglas en las que se fundaba el código cortés, el lector de La Celestina no podía sino juzgar al protagonista desde un «punto di vista externo», o sea, y en definitiva, rechazando «identificarse» con él. Elemento cómico-paródico y «simpatía» o «identificación» del lector tienden a excluirse mutuamente; lo que está en perfecta sintonía con una larga tradición de pensamiento que, con respecto a la comicidad, ha afirmado constantemente la relación de no-identificación entre quien se ríe y quien provoca la risa. Sin embargo, desde el libro sobre el Chiste, donde en el campo de la «provocación de la risa» el autor distingue entre comicidad, Witz y humorismo, sabemos que algunas ocurrencias, combinando comicidad y Witz, dan lugar a una particular formación de compromiso, en la que la comicidad, es decir, el momento de la distancia y la no-identificación, actúa como simple «fachada», detrás de la cual es posible advertir un contenido «reprimido», a partir del
atolondramiento, rasgo que le ha caracterizado a lo largo de toda la obra». Sin querer entrar en el mérito de la cuestión del autor único o plúrimo, coincido con la posición expresada por los dos últimos estudiosos mencionados. 18 Sobre la importante cuestión de la «simpatía» o «identificación» con el personaje de Calisto, también Severin, 1989, pp. 25-26 se expresa en términos de extrema claridad: «But there is no basic empathy or sympathy in the presentation of the ‘hero’ to the reader. He is the butt of may jokes in the work, and as much he is unworthy of sympathy or indeed of much character developpment, beyond his one-dimensional parodic nature» (y ver también Severin, 1978-1979, p. 282, e «Introducción» a Rojas, La Celestina, 1987, p. 28).
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cual se establece el momento de la complicidad y la identificación19. En tiempos más recientes, además, el modelo freudiano de la formación de compromiso ha sido aplicado genialmente al ámbito de la teoría de la literatura por Francesco Orlando, quien, en su lectura del Misantrope de Molière, ha proporcionado también un ejemplo de cómo toda una obra maestra literaria, reconocida universalmente como tal, adquiere nueva luz si se lee sobre la base de esa particular realización de la formación de compromiso que resulta de la combinación de comicidad y Witz20. Dado que no tendría ningún sentido intentar resumir aquí lo que se discute abundantemente en el libro del fundador del psicoanálisis, así como en los del estudioso de la literatura francesa y teórico de la literatura21, me dispongo a volver al protagonista de La Celestina para aseverar que si Calisto comete el error de no respetar la regla del secreto, terminando por cubrirse de ridículo, lo que la propuesta teórica mencionada sugiere que hagamos es invertir ese error en alguna forma de razón, y ver en la comicidad una toma de distancia necesaria para que se pueda establecer una relación de identificación con el personaje22. La discusión 19
Freud, 1905. Para una rápida información sobre las teorías de lo cómico, pueden leerse útilmente las reseñas de Ceccarelli, 1988, pp. 267-338 y Ordine, 1996, pp. 1-24, que consideran el largo periodo desde el Filebo platónico hasta las propuestas teóricas contemporáneas; y de Ferroni, 1974, que se limita solo al siglo XX, desde el famoso libro de Bergson sobre La risa hasta el no menos conocido volumen de Bachtin sobre Rabelais. 20 Orlando, 1979, al que se puede agregar la lectura del breve Saggio introduttivo al libro sobre el Chiste de Freud, ver Orlando, 1975. 21 La propuesta teórica de Francesco Orlando se articula en un ciclo de estudios literarios freudianos, que al ensayo propiamente teórico (Orlando, 1973) une las comprobaciones en la Phèdre de Racine (Orlando, 1971), en el Misantrope de Molière (Orlando, 1979) y en todo el código literario ilustrado (Orlando, 1982). El ciclo ha sido idealmente reunido bajo el título sistemático de Letteratura, ragione e represso. 22 No puedo, por lo tanto, compartir la afirmación de Martin, según la cual: «What Rojas is attacking is not so much the true courtly lover, but the false —he who pretends to be what he is not» (p. 113). Al contrario, tal como se intentará demostrar en las páginas restantes, si Rojas pone en escena a un ‘falso’ amante cortés, —o sea: alguien que, transgrediendo el código, al que sin embargo se adhiere, genera comicidad— es precisamente con el objetivo de someter al ‘verdadero’ amante cortés y, con él, el código mismo, a la crítica inofensiva, pero no por eso menos despiadada, del ridículo. En este sentido, más afín con lo que sostendré aparece la posición de Fothergill-Payne, 1993, donde se declara que «laughter in Celestina is both destructive and liberating: it destroys the notion of courtly love as a model for
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inicial de los cuatro episodios no deja dudas acerca del contenido sobre el que se ejerce la fuerza represiva de la comicidad, lo que permite identificar la razón de Calisto en eso que hemos convenido en llamar un ‘deseo de exhibición’. No es tan obvio, sin embargo, establecer lo que se debe entender por ‘deseo de exhibición’, ya que me cuidaré muy mucho de caer en la tentación de asimilar los primeros tres casos al cuarto, con la consecuencia de evocar para todos una cómoda, a la vez fácil, explicación de tipo sexual que, además, correría el riesgo de reiterar el mismo error que al comienzo le reprochamos a Lida. Sin dejar de lado por completo esta dimensión del problema, que en cualquier caso se manifiesta en el último episodio, son diferentes, sin embargo, el camino que habrá que recorrer y la solución que tengo la intención de proponer. Entre las pocas frases que René Nelli dedica al motivo del celar, en el voluminoso estudio sobre el eros de los trovadores, encontramos también las siguientes observaciones: Le parfait amant ne doit jamais faire confidence à autrui des ses bonnes fortunes[...]. On ne respecte pas la dame quand on se vante de l’avoir pour amie, mais, comme l’avaient enseigné les Arabes, on ne respecte pas non plus l’Amour, si on ne le tient pas secret: l’indiscrétion détruit, magiquement, les liens du coeur (Nelli, 1974, I, pp. 404-405, subrayado en el original).
Según el estudioso francés, por lo tanto, infringiendo la norma del secreto, el amante cometía la peor culpa de la que pudiera mancharse quien aspiraba a un comportamiento cortés: la de asumir una actitud irrespetuosa, y por tanto desvalorizadora, con respecto a la mujer, e incluso al mismo Amor. Sobre todo a la luz de las evoluciones posteriores de la ideología erótica, considero legítimo que nos preguntemos: falta de respeto, desvalorización, de acuerdo, ¿pero a beneficio de qué?
courting and liberates the readers and listeners from believing in a stifling code of behaviour perpetuated by the poets as true and valuable» (pp. 47-48).Y, sin embargo, a pesar de que la carga agresiva y destructiva de la comicidad con respecto a un código que se percibe ya como ‘sofocante’ es expresada de manera perentoria, lo que se echa en falta es la determinación de los contenidos, en cuyo nombre el efecto cómico agrede y destruye. En definitiva, la pregunta, reducida a sus últimos términos, podría ser la siguiente: ¿se ataca algo para defender otra cosa? A esta pregunta tratará de responder lo que sigue en el presente trabajo.
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En el pasaje citado, Nelli también alude al hecho de que entre los árabes, cuya concepción erótica habría ejercido profundas influencias en la de los trovadores provenzales, la indiscreción se consideraba una causa de la destrucción del vínculo de amor (1974, I, pp. 40-47 y II, pp. 26466). En verdad, sin ir tan lejos23, la ideología del amor cortés asignaba el mismo papel a la figura, extremadamente negativa, del lauzengier, a cuya palabra el amante atribuye la pérdida del joi. Sobre esto no conozco una formulación crítica más sintética, y eficaz, que la que nos ha proporcionado Paul Zumthor, a la hora de escribir acerca de los lauzengiers que «par eux la “joie” de la fine amour s’abolit dans le moment que’elle se dit» (1972, p. 208). Es de suponer que se convendrá conmigo cuando, aun sin el amparo de las citas debidas, afirmo que los dos enfoques críticos principales, que durante mucho tiempo se han repartido el campo de los estudios sobre la poesía de los trovadores; quiero decir: el sociológico y el lingüístico-descriptivo24, convergen al poner como fundamento de la ideología
23 Para una reformulación de la compleja cuestión de las presuntas relaciones entre lírica trovadoresca y poesía árabe, ver la aportación de Galmés de Fuentes, 1996, en donde —por otro lado— al motivo del celar están dedicadas las pp. 35-38 y pp. 95-96. 24 Para una parcial integración de la escueta referencia en el texto, relego en nota el testimonio, un poco menos pobre, de una larga y autorizada tradición de estudios, recurriendo a un par de pasajes que considero ejemplares del doble enfoque mencionado. La interpretación de Alfred Jeanroy, que asimilaba el lauzengier al «rival», ha recibido una definición más concreta, y quizás incluso más precisa, en la ‘tesis sociológica’ de Köhler: «L’odiato lauzengier simboleggia tutti gli ostacoli che il cavaliere povero incontra sulla strada delle sue ambizioni e contemporáneamente la concorrenza che gli fanno i suoi compagni [...] questi tre personaggi [amante, domna, lauzengier], nella tensione dei loro rapporti, rispecchiano esattamente la struttura della società cortese così come appare il cavaliere povero, che si identifica con la figura dell’amante» (Köhler, 1976, pp. 24-25). En el enfoque lingüístico-descriptivo de Zumthor, la fine amour, en base al código, «se dessine, dans la trame du discours, comme un système d’oppositions», el cual resulta, a su vez, «polarisé, dans son fonctionnement textuel, par une double opposition fondamentale, embrassant les autres». Esta «double opposition fondamental» recibe la siguiente y sugestiva descripción, que lamento tener que cortar en más de un punto, a pesar de la abundante cita: «la toute-présence d’un je sans variante (et souvent intégré á la forme du verbe), qui domine et colore entièrement l’expression, constitue le point de départ et l’unité du discours, et que nous ne pouvons définir que sur le plan de celui-ci. [...] Mon regard, en même temps que la parole que j’énonce, donne ainsi l’existence et sa seule réalité à vous... alors que jamais je ne se dilate en nous. [...] Vous, surgi
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del amor cortés una figura triangular, dentro de la cual la relación entre dos vértices se constituye sobre la base de la exclusión del tercero, lo que confirma la naturaleza absolutamente íntima e interior de la experiencia del amor cortés, cuya apertura a la realidad terminaría coincidiendo con su propio fin. De hecho, en la medida en que el sujeto se abra al mundo exterior, permitiendo con la indiscreción que los demás asuman su secreto como objeto de discurso, la relación entre yo y vos —amante y amada— estará destinada a romperse y, en consecuencia, el yo tendrá que resignarse a la pérdida del joi. Espero que el paréntesis, lejos de resultar desviador, nos permita ahora responder a la cuestión que lo ha motivado. Me había preguntado, en efecto, qué deberíamos entender con el ‘deseo de exhibición’ que había postulado detrás de la fachada cómica de la infracción de la norma cortés del secreto. Ahora me parece que resulta claro cómo el ‘deseo de exhibición’ introduce un trastorno radical en las relaciones entre los tres elementos que constituyen el triángulo cortés, ya que se va delineando una nueva figura, también ella triangular, en la que el yo no solo no excluye, sino que, por el contrario, busca la relación con los demás, quienes se convierten así en los destinatarios del discurso del yo que tiene como objeto precisamente su relación con el vos. No cabe insistir más, porque lo que me urge es más bien someter al lector al menos un par de comprobaciones textuales, que me darán la oportunidad de volver a La Celestina y, con ello, precisar mejor lo que estoy intentando decir.
d’une tentative de dialogue sans réponse, parfois alterne avec elle, voir avec le nom commun de ma dame, dissolvant pour un instant ce lien fragile, suggérant un passage de la présence fugitive à l’absence, de l’espoir du dialogue au monologue refermé, à une rechute dans la solitude: jamais vous n’alterne avec un nom propre; jamais avec une figure désignative. [...] Dame n’apparait qu’en apostrophe, c’est-à-dire sans autre détermination que lui-même, sans autre fonction qu’allocutive, ni sujet ni objet; ou bien, précédé du possessif ma, qui, en le rapportant à moi, l’intègre à la source même d’énergie d’où rayonne le poème. Cependant, autour de ce jeu intime, surgissent des ils, que l’emploi exclusif de la «troisième personne» réifie: les Autres, seuls actants mobiles du poème, et par contraste avec lesquels je et vous ont une histoire, c’està-dire sortent d’un éternel présent sans distance» (1972, pp. 207-208). Una útil y rica reconstrucción de la historia de las «interpretaciones» de la poesía trovadoresca, con amplias referencias a los dos enfoques recordados, también se puede leer en Mancini, 1991, pp. 3-105.
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1.3. Pármeno, Celestina y la norma anti-cortés En La Celestina, el tema del secreto de amor —al igual que en los cuatro episodios ya mencionados— está presente en muchos otros puntos del texto, con referencia al propio Calisto, pero también a otros personajes además de él. Lo encontramos, por ejemplo, en al menos un par de ocasiones entre el final del acto VII y el comienzo del VIII, con respecto al encuentro amoroso entre Pármeno y Areúsa. Lo cual no debería sorprendernos con solo considerar que la historia amorosa entre el joven criado y la bella prostituta presenta más de un punto de contacto con la de sus amos, Calisto y Melibea25. Me limitaré a tomar en consideración solo el episodio del despertar, después de la noche de amor, al comienzo del octavo acto. El episodio, que ciertamente es una parodia del género del alba, puede y debe leerse en relación con al menos otros tres episodios de la obra: los dos despertares de Calisto, el que se halla al final del mismo octavo acto y el del comienzo del decimotercero, al que ya me he referido; así como el del alba que sorprende a Calisto y Melibea juntos, en el encuentro de amor contado en el acto XIV26. Es, sin embargo, la segunda escena la que contiene una explícita a la vez que importante referencia a nuestro tema. Esta segunda escena coincide totalmente con el monólogo que Pármeno pronuncia, después de haber dejado la casa de Areúsa, y mientras camina por la calle que lo lleva de regreso a la casa de su amo. Al igual que Calisto en el monólogo del despertar al comienzo del acto 25
Sobre la «geminación» o duplicación «de personajes, dichos, situaciones, estructuras y exposición misma» (p. 273), como procedimiento compositivo de La Celestina, ver Lida de Malkiel, 1970, pp. 265-280, de la que se toma la cita, y Ciplijauskaité, 1983; Miguel Martínez, 1996, p. 55.Ver también el capítulo «El arte de la estructura» de Gilman, 1974, pp. 143-186, donde el autor, aunque no se ocupa directamente del procedimiento en cuestión, incluye de todos modos interesantes observaciones al respecto, como lo demuestra —por otra parte— la siguiente conclusión: «Esta estructura, que nada tiene de geométrica, va serpenteando por situaciones análogas con esa extraña confluencia de innovación y repetición que caracteriza a la vida misma. Nos sentimos tentados a comparar esta estructura con la de una espiral, puesto que Rojas rara vez se contenta con presentar una situación única y repite siempre las situaciones pasadas, a fin de crear contrastes y comparaciones vivas» (p. 185). 26 Sobre el argumento, ver Deyermond, 1975, pp. 46-47 y Severin, 1989, pp. 38-43.
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XIII, Pármeno lo arranca con expresiones de satisfacción por el gozo de amor recientemente experimentado: «Pármeno. ¡Oh placer singular, Oh singular alegría! ¿Cuál hombre es ni ha sido más bienaventurado que yo? ¿Cúal más dichoso y bienandante?» (p. 188). Ni tampoco puede evitar dirigir su pensamiento a la vieja Celestina, a quien reconoce que le debe su gozo: «Por cierto, si las traiciones desta vieja con mi corazón yo pudiese sofrir, de rodillas había de andar a la complacer. ¿Con qué pagaré yo esto?» (p. 188). Ni siquiera a este respecto falta un paralelismo con Calisto, esta vez con el episodio del final del acto XII, cuando el joven amo, de regreso del primer encuentro nocturno con Melibea, se había dirigido precisamente a Pármeno para prodigarse en un elogio de la alcahueta: «Calisto. Qué te parece, Pármeno, de la vieja que tú me desalababas, qué obra ha salido de sus manos ¿Qué fuera hecho sin ella?» (p. 252). Una vez expresada su satisfacción y la gratitud para con Celestina, se da el caso que el monólogo de Pármeno prosigue con un pasaje final dedicado por entero a nuestro tema: ¿a quién contaría yo este gozo? ¿A quién descobriría tan gran secreto? ¿A quién daré parte de mi gloria? Bien me decía la vieja que de ninguna prosperidad es buena la posesión sin compañía. El placer no comunicado no es placer. ¿Quién sentiría esta mi dicha como yo la siento? A Sempronio veo a la puerta de casa27 (pp. 188-189).
Al igual que Calisto, Pármeno es motivado, pues, por un idéntico deseo de comunicar a los demás su feliz experiencia de amor, con la diferencia, sin embargo, de que en el monólogo del criado el deseo se expresa a un nivel de conciencia como no es dado encontrar en ninguno
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Ver Gilman, 1974, p. 120; Snow, 1989, p. 88; Gaylord, 1991, p. 5, con observaciones sobre el pasaje citado, en el contexto más general constituido por el estudio del personaje de Pármeno. Sobre el pasaje de Pármeno, y el de Celestina (pp. 77-78) al que pronto me referiré, Rodríguez, 1994 ha observado que «las almas necesitan intercambiarse según la lógica de la matriz en general; el intercambio de almas es la clave concreta de la “vida” (según la temática “económica”)» (p. 91), coherentemente con la «ideología animística», que preside su interpretación de la Tragicomedia, y a la que dedico un comentario más extenso en la siguiente nota 41. Trata apenas el argumento Mendeloff, 1977, pp. 175, siguiendo el rastro muy prometedor —en el título, al menos— del sharing. Para el refrán «El placer no comunicado no da cumplida alegría, ni es bien logrado», referido en Correas, ver Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, p. 387, n. 4. Sobre la cita senecana, ver infra nota 30.
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de los cuatro episodios relativos a su amo. Dan ganas de decir que, en el pasaje final del monólogo, Pármeno llega a teorizar una norma anti-cortés, allí donde Calisto se limita a infringir, con formas distintas y un diferente grado de conciencia, una norma a la que debe obediencia. Por supuesto, esto depende de la diferente condición social que caracteriza a los dos personajes: Calisto, como miembro de la aristocracia, está sujeto a los códigos de conducta de su clase, incluido el que regula las relaciones amorosas, y en particular la norma que en ellas prescribe el secreto; en cuanto a Pármeno, no tendría ningún sentido hablar de infracción, ya que él se sitúa, en la escala social, en el extremo opuesto de esa élite por la que, y para la cual, ha sido estatuido el código cortés.Y, sin embargo, se puede estar seguros de que el pasaje final del monólogo de Pármeno iba dirigido a despertar en el lector de la época una comicidad igual, si no mayor, a la que provocaban las cuatro infracciones de Calisto. Además, tampoco es difícil de entender de qué dependía la comicidad, al tener que excluirse el mecanismo de la infracción de una norma considerada válida por el personaje. Si Pármeno daba lugar a la risa del lector, ello se debía a la doble culpa que recaía sobre el personaje: por un lado, está su inferioridad social; por otro, está su comportamiento, que el código aristocrático y cortés condenaba como villano. En definitiva, en el caso específico de Pármeno resulta válido el principio general según el cual un comportamiento contrario a nuestras normas, si lo lleva a cabo alguien a quien juzgamos socialmente inferior, a su vez se juzga inferior, y como tal, puede convertirse en objeto de condena y comicidad, o, mejor aún, de ese tipo particular de condena que es la comicidad. Pero detrás de la fachada cómica, ahora hemos aprendido a reconocer el contenido serio, que consiste en contraponer a una ideología amorosa como experiencia aristocrática e individual de aislamiento, una concepción de la experiencia individual abierta a la comunicación con los demás seres humanos, y capaz, por lo tanto, de ser asumida como fundamento de la construcción de las relaciones entre los individuos. El pasaje del monólogo, tras haber recurrido a la interrogativa trimembre medida por la progresión de los verbos (contar, descobrir, dar parte) y los sustantivos (gozo, secreto, gloria), que definen los factores de la relación entre el yo del emisor y el todavía indeterminado destinatario; el pasaje —decía— termina estableciendo una doble ecuación central: entre «posesión» y «compañía», y entre «placer» y «comunicación», para volver luego a la forma interrogativa, donde yo y quien, unidos ahora por el mismo verbo (sentir), finalmente pueden compartir la misma dicha.
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Así es como, en el gracioso y desconsiderado discurso de Pármeno, vemos abrirse camino la idea por la que un bien —ya sea de naturaleza material o no— adquiere valor solo si forma parte de una red de relaciones humanas, o sea, si —convertido en objeto de intercambio— permite a los individuos de una comunidad entablar relaciones entre ellos28. Ahora bien, es difícil no advertir cómo tal idea, al asignar la primacía a la palabra como valor fundamental de las relaciones sociales, así como del placer y la felicidad humanos, llega a revelarse extraordinariamente cercana a un punto esencial —serio como nunca, en verdad—, alrededor del cual se dispone todo el conjunto de la cultura humanístico-renacentista, que recaba de él no poco de ese carácter unitario que estamos dispuestos a reconocerle; y más si a la esencia humana, exaltada y llevada a cabo principalmente por la comunicación verbal, se le contrapone la condición ferina, que es tal precisamente por un defecto de la palabra de la que se muestra desprovista sin remedio. Esto es lo que se verifica, de hecho, en otro pasaje de la Tragicomedia, al que invariablemente nos ha conducido el propio monólogo de Pármeno, quien no puede evitar recordar cómo las palabras que ahora se dirige a sí mismo no son más que 28
La superficial analogía de algunas conclusiones mías con la interpretación ‘sociológica’, que une las lecturas —aunque tan diferentes entre sí— de Maravall, 1973; Rodríguez-Puértolas, 1976 y Rodríguez, 1994, para limitarme a los casos más auténticos, no debe inducir a subvalorar el factor de divergencia primaria, que está representado por la valorización de la comicidad del texto. Es esto, de hecho, lo que aleja sustancialmente mi interpretación de las mencionadas, las cuales —comprometidas como están a concebir la obra literaria en términos de reflejo positivo de la realidad histórica— no es casual que tiendan a valorar poco o, incluso, a descuidar por completo la dimensión cómica del texto, esencial para su comprensión y disfrute. No es fortuito, por lo tanto, que Maravall y Rodríguez-Puértolas, tras haber situado ambos la Tragicomedia bajo el signo de la «crisis de la sociedad señorial del siglo XV», o bien del «nuevo orden de las cosas en la Castilla de Fernando de Rojas» (en términos más explícitos: economía mercantil, sociedad burguesa, cultura urbana), terminen defendiendo la solución interpretativa que privilegia exclusivamente una lectura ‘conservadora’ o ‘negativa’ de la obra: mientras que el primero, en efecto, reconoce que el autor «se siente solidario de los intereses tradicionales [...] se siente más bien solidario del sistema moral tradicional» (pp. 175 y 180), el segundo concluye que «Rojas niega el nuevo sistema y los nuevos “valores”, aunque —añade— no para sustituirlos por otra cosa. Pues en La Celestina no parece existir el futuro» (p. 168), el subrayado está en el original. La valorización de la comicidad, como formación de compromiso, les habría permitido reconocer la defensa de un contenido dado, o sea, de un ‘valor’, en el acto mismo de reírse de él. Para consideraciones similares sobre el tercer estudio mencionado aquí, ver la siguiente nota 41.
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el eco de frases pronunciadas por Celestina en el primer auto, cuando el ofrecimiento de Areúsa era todavía y solamente la fácil promesa («aquí está quien te la darà», p. 76), con la que la vieja insidiaba con consumada astucia la poco condescendiente virtud del criado. Quien, en realidad, no tardó en vacilar, admitiendo la posibilidad de su consentimiento a condición de que la consumación del deleite se diera a ser posible en la más absoluta reserva: «Y puesto que yo a lo que dices me incline, solo yo querría saberlo...», (p. 76). La elocuente protesta con la que Celestina reaccionaba a la petición de silencio es, para nosotros, aún más significativa, ya que parece haber sido dictada no tanto por las exigencias tácticas que habían motivado hasta entonces las argumentaciones de una interlocutora demasiado interesada, como más bien por una convencida, incluso sincera, opinión acerca de lo que debiera entenderse por placer «en las cosas de amores». He aquí, pues, el pasaje completo que, además de permitirnos recuperar el precedente al que hemos visto que se remitía Pármeno en su monólogo, constituye igualmente la contestación más drástica y lúcidamente argumentada de la norma del secreto que al lector le sea dado encontrar en toda la Tragicomedia: Sin prudencia hablas, que de ninguna cosa es alegre posesión sin compañía; no te retrayas ni amargues, que la natura huye lo triste y apetece lo delectable. El deleite es con los amigos en las cosas sensuales, y especial en recontar las cosas de amores y comunicarlas: «Esto hice», esto otro me dijo; tal donaire pasamos, de tal manera la tomé, así la besé, así me mordió, así la abracé, así se allegó. ¡Oh qué habla, oh qué gracia, oh qué juegos, oh qué besos! Vamos allá, volvamos acá, ande la música, pintemos los motes, cantemos canciones, hagamos invenciones justemos. ¿Qué cimera sacaremos, o qué letra? Ya va a la missa, mañana saldrá, rondemos su calle, mira su casa, vamos de noche, tenme el escala, aguarda a la puerta. ¿Cómo te fue? Cata el cornudo, sola la deja. Dale otra vuelta, tornemos allá.Y para esto, Pármeno, ¿hay deleite sin compañia? ¡Alahé, alahé, la que las sabe las tañe! Éste es el deleite, que lo ál mejor lo hacen los asnos en el prado (pp. 77-78).
Aquí Celestina no se limita a rechazar la norma cortés, si bien con la adición de una concreción estupendamente elocuente, que falta en el menos prolijo monólogo de Pármeno, y que —lejos de hacer que el lector inmediatamente comparta lo que la experta alcahueta no duda en afirmar y defender— más bien contribuye a aumentar el efecto cómico, el cual —a lo sumo— se fusiona y se potencia con ese sentido
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de sublime abyección que es la marca constante del personaje, desde su aparición en escena hasta el momento de su trágico fin29. En las palabras de Celestina, en realidad, la protesta contra la norma va mucho más allá de lo que sucede en el eufórico despertar de Pármeno, puesto que se llega hasta el punto de invertir esa misma norma en detrimento de quien la ha producido o, en cualquier caso, de todos aquellos que, compartiéndola, se adaptan a ella. De hecho, al comienzo de la réplica la condena se apoya en la aportación de una multitud de veloces fragmentos tomados de imaginarias como cotidianas conversaciones masculinas, algunos de los cuales mencionan las principales formas de una «literatura cortesana [que] se abría gustosa a semejante frivolidad»30, otros aluden a algunas prácticas de cortejo y a las precauciones ineludibles que, en la preparación de los encuentros furtivos, requieren la hábil complicidad de los criados y de compañeros condescendientes; y otros, finalmente, que entran en la descripción de los detalles más íntimos de las reuniones amorosas, confesados con la más complaciente desfachatez. Si, pues, al comienzo de la réplica encontramos confirmado el principio anticortés, por el cual «el deleite es con los amigos en las cosas sensuales, y especial en recontar las cosas de amores, y comunicarlas», en la conclusión de la misma, al final de un torbellino de frases ilustrativas, nos topamos con la sorprendente declaración de que «éste es el deleite, que lo ál, mejor hacen los asnos en el prado», con el efecto paradójico de ver degradado a una condición bestial al noble amante que —por respeto al antiguo precepto— se esmeraría para que «son joi saubutz non sia». Difícilmente, me parece, habríamos podido imaginar una contestación de efecto más seguro y de comicidad más radical. Pero, al mismo tiempo, espero 29 Una profundización de la ‘sublime abyección’ del personaje de Celestina, según el modelo teórico que en estas páginas se ha utilizado a los márgenes del tema más circunscrito del secreto de amor, reclamaría tal espacio que completaría un estudio de por sí; me limito, por lo tanto, a mencionar la duradera tradición literaria y la compleja realidad social, de la que se nutrió la figura de la alcahueta antes de llegar a la manos del genial autor de la Tragicomedia, y para lo cual remito —por lo demás— a las observaciones de Lida de Malkiel 1970, pp. 534-572, así como al libro de Márquez Villanueva, 1993. 30 Ver Rico, 1990, p. 192, donde se encuentra citado un fragmento del pasaje de Celestina, con referencia al género literario menor de las invenciones. Todo el ensayo, gracias a la envidiable erudición literaria de su autor, nos hace revivir el clima que caracterizó aquel «largo, inacabable, tal vez inacabado otoño de la Edad Media» (p. 190), y al que nos habían introducido —desde diferentes ángulos— las conocidas y no menos convincentes páginas de Huizinga.
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que se haya reconocido también, a pesar de la deformación festivamente cómica de la réplica de Celestina, y de ser utilizada en el contexto del discurso amoroso, poco o nada pertinente para ella, esa oposición humanitas-feritas que, jugada sobre la prerrogativa de la palabra, antes había recordado que era uno de los puntos esenciales de la cultura humanístico-renacentista, y que ahora requiere ser afrontada sin demora, con el objetivo de arrojar una plena y definitiva luz sobre el contenido serio que subyace bajo la fachada cómica, de acuerdo con el modelo teórico invocado. Siempre en relación con la respuesta de Celestina a Pármeno, se ha indicado adecuadamente una doble fuente senecana31 que, aunque irrefutable en sí misma, ya debería resultar insuficiente para dar cuenta por 31 Me refiero al sintagma de ninguna cosa es alegre possessión sin compañia, con respecto al cual ha sido aducido Séneca, Epistulae Morales, 6, 4: «nullius bono sine socio iucunda possessio est»; así como para: Este es el deleite, que lo ál, mejor hazen los asnos en el prado, se ha alegado De vita beata, 9, 4: «Hominis bonum quaero, non ventris, qui pecudibus ac beluis laxior est», que la estudiosa cita en la versión de Alonso de Cartagena, De la vida bienaventurada, que incluye el De otio, y cuya princeps es de 1491: «Para qué me nombras deleite como gran bien ... E aun lo sienten mejor los animales brutos y las bestias fieras» (ver Fothergill-Payne, 1988, pp. 65-66 y 165). En la discusión que acompaña la indicación de las fuentes, la estudiosa está atenta, en cualquier caso, a advertir algunos constantes y maliciosos mistake[s], a los que tanto Pármeno como Celestina someten las sentencias senecanas que abundantemente ostentan una aparente buena fe. Por otro lado, algunas páginas antes en el libro, en relación con lo que Celestina insinúa a Sempronio, refiriéndose a Pármeno: «que yo te haré uno de nos, y de lo que hoviéremos démosle parte, que los bienes, si no son comunicados, no son bienes» (p. 65), Fothergill-Payne no se había dejado escapar que tenía que ver con la misma sentencia senecana (Ep., 6, 4), ahora en combinación con Aristóteles, Ethica Nicomachea, 8, a su vez citado en la versión de Pedro Díaz de Toledo, Proverbios de Séneca, 1994 (glosa al prov. 86). No sorprende, por tanto, que la misma estudiosa se apreste a concluir: «This sentence [...] was no doubt popular in the fifteenth century [...] Thus hashed and re-hashed, these sententiae will be used by Celestina in much the same way as other compilers has amassed maxims ‘según que a cada uno en leyendo le bien pareció’» (p. 60). Una última aclaración menor. Cuando Fothergill-Payne afirma que «her [de Celestina] humorous analysis of how ‘El deleyte es con los amigos’ is in answer to Pármeno’s general statement ‘si hombre vencido del deleite va contra la virtud, no se atreva a honestidad’» (p. 65), aun congratulándome por coincidir con la escrupulosa estudiosa en considerar humorous el fragmento de Celestina —indispensable para mi interpretación del tema tratado—, me urge en todo caso precisar que con ese fragmento Celestina responde no al citado statement, sino a la poco menos que explícita petición de silencio por parte de un Pármeno dispuesto a ceder a las esperanzas del placer: «Y puesto que yo
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sí sola de toda la cuestión que realmente está en juego, y que concierne —me permito insistir— a la valorización de la comunicación verbal, como auténtico elemento diferenciador del hombre con respecto al animal bruto, incluso en aquellas ‘cosas de amores’ (¡esta es la ridícula novedad propugnada por Celestina!), para las cuales un antiguo código de conducta todavía no caído en desuso —como bien sabemos— prescribía, en cambio, una discreción absoluta, a saber: la renuncia voluntaria a la prerrogativa humana más digna. De todo ello sería inútil querer encontrar algún rastro tanto en la epístola como en el diálogo senecanos, que han sido invocados como argumento. No como alternativa a esas determinadas y puntuales remisiones textuales, por lo tanto, sino en la perspectiva complementaria y más general de un análisis de tipo temático, cual es la de estas páginas, es por lo que nos convendría buscar en otra parte, aunque el discurso no puede evitar partir —y más que nunca en este caso— de la misma antigüedad clásica, a la que, por lo demás, ya remitían algunos segmentos aislados del texto. Es conocida por todos, en efecto, la existencia de una antiquísima tradición de pensamiento, que se remonta a Isócrates, Aristóteles y Cicerón32, y que, al hacer coincidir la esencia del hombre con su naturaleza de ser sociable, atribuía al uso de la palabra la propiedad de diferenciar su condición específica de la ferina, con la consecuencia lógica de hacer de la palabra misma el fundamento de toda sociedad humana y, por tanto, de la civilización tout court. No es menos conocido, por otro lado, que este núcleo original de pensamiento, que se transmitió sin interrupción a través de la época medieval con una insistencia particular en el binomio ratio-verbum33, a lo que dices me incline, sólo yo querría saberlo» (p. 76). La diferencia está lejos de ser irrelevante para toda la interpretación que propongo. 32 Sobre Isócrates, ver Snell, 2007, pp. 423-446. De Aristóteles, ver, al menos, Politica, I, 2, 1253a, pp. 2-18; y de Cicerón, De oratore, 30.35 y De inventione, 1,4,5. Sobre la cuestión ver además, Paparelli, 1973, pp. 31-35 y 115 ss. con amplia reseña de textos humanistas y renacentistas. 33 Ver, al menos, Alighieri, De vulgari eloquentia, I, ii-iii, y Convivio, III, vii, 8. Para las fuentes patrísticas, escolásticas y medievales, en general, ver las notas de comentario a los lugares indicados de Pier Vincenzo Mengaldo en Alighieri, De vulgari eloquentia 1996, pp. 33-41 y de Cesare Vasoli, en Alighieri, Convivio, 1995, pp. 380381. Sobre la derivación del verbum de la ratio, ver —por ejemplo— la inequívoca afirmación de Dante que, en el pasaje del Convivio que sigue a continuación del ya mencionado, con respecto a algunos animales aparentemente parlantes, resuelve la cuestión de esta forma: «non è vero che parlino né che abbiano reggimenti, però che non hanno ragione, da la quale queste cose convegnono procedere».
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fue valorizado al máximo por la cultura humanística, que hizo de él —como se ha dicho— uno de sus pilares: esta, de hecho, al asignar la primacía a la ‘vida civil’, es decir, a la dimensión social y comunicativa del hombre, llegaba a exaltar inevitablemente la palabra como el factor primordial en la construcción de ese tejido conectivo, que es la base de todo consorcio civil34. Por supuesto, no es este el lugar para trazar la historia de una noción capital en el desarrollo del pensamiento occidental; y, sin embargo, no dudaré en recurrir a dos o tres pasajes, que extrapolaré de otros tantos textos considerados ejemplares por esa cultura humanístico-renacentista, que es la que aquí nos interesa, y en la que nuestro concepto alcanzó tal difusión que bien pudiera considerarse como un verdadero lugar común. A un cabo del arco temporal al que me estoy refiriendo, encontramos, si no a Petrarca35, la famosa carta de 1416, en la que el entonces 34
Huelga precisar que, para los humanistas, la plenitud de la palabra y, con ella, la completa actuación de la dignidad humana solo se alcanza con la elocuencia, sobre la base del uso perfecto de la retórica; pero es igualmente cierto que semejante centralidad de elocuencia y retórica solo se explica con la condición de que no se descuide la preocupación comunicativa y civil que subyace en ambas, tal como desde hace tiempo nos ha enseñado uno de los más grandes estudiosos del Humanismo, en multitud de ocasiones, de las cuales —con fines puramente ilustrativos— extraigo las dos breves citas siguientes: «la retorica si presenta come la forma più elevata del contatto fra gli uomini, come l’espressione più felice della scienza dell’umanità» (Garin, 1975, p. 86), y con una poca menor concisión: «Tutto è, veramente, nel Quattrocento “retorica”, sol che si ricordi che, d’altra parte, “retorica” è umanità, ossia spiritualità, consapevolezza, ragione, discorso di uomini; perché, veramente, il secolo dell’Umanesimo è il Quattrocento, in cui tutto fu inteso sub specie humanitatis, e humanitas fu umano colloquio ossia tutto il regno delle Muse figlie di Mnemosine —che è il più vero e il più bello dei miti» (Garin, 1976, p. 109). Sobre la relación entre dignitas hominis y laus litterarum en la España de la primera mitad del siglo XVI, a la luz de algunas prolusiones —desde la Oratio paraenetica (1520) de Juan de Brocar hasta De scientiarum et academiae Valentinae laudibus (1547) de Francisco Decio—, ver el imprescindible estudio de Rico, 1978, donde la focalización sobre el género de la prolusio, con el objetivo de «alcanzar alguna luz segura sobre la vexata quaestio de la noción del hombre propia de los studia humanitatis», está motivada por el intachable partido tomado por el autor, para quien «preguntarnos por la imagen del hombre, en general, o en concreto de la dignitas hominis en la tradición del humanismo únicamente va más allá de la mera especulación y cobra sentido histórico si la respuesta se busca en un elemento constitutivo de ese ideal» (p. 168). 35 De Petrarca convendría recordar, al menos, el exordio de Familiares, I, ix, donde el autor, en el prepararse para defender la causa de la elocuencia —«eruditio linguae oratoris [...] propia»— a la que de hecho está dedicada toda la epístola
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escritor apostólico de Bonifacio IX, Poggio Bracciolini, al dar la noticia al humanista Guarino Veronese del hallazgo de algunos textos clásicos muy importantes, entre los que sobresalían las Istitutiones de Quintiliano, no perdió la oportunidad de retomar el tema que nos interesa, invirtiendo —por otra parte— en beneficio absoluto del segundo término, y en perfecta consonancia con los nuevos tiempos, la relación entre ratio y verbum, sobre la que tanto habían insistido las fuentes medievales: Nam cum generi humano rerum parens natura dederit intellectum atque rationem, tamquam egregios duces ad bene beateque vivendum, quibus nihil queat praestantius excogitari, tum haud scio an sit omnium praestantissimum quod ea nobis elargita est usum atque rationem dicendi, sine quibus neque ratio ipsa neque intellectus quicquam ferme valerent. Solus est enim sermo, quo nos utentes ad exprimendam animi virtutem ab reliquis animantibus segregamur36.
Al otro cabo temporal, y a un siglo y medio de distancia de la famosa epístola, inmersos de golpe en plena época contrarreformista, nos topamos con un libro que gozó de gran fortuna desde su aparición, en 1574, y que sería delito no mencionar en relación con nuestro tema, ya que dirigida a Tommaso da Messina, se detiene preliminarmente en el sermo como el medio a través del cual la oculta interioridad del hombre, es decir, el animus, se hace pública, manifestándose: «Nec enim parvus aut index animi sermo est aut sermonis moderator est animus. Alter pendet ex altero; ceterum ille latet in pectore, hic exit in publicum; ille comit egressurum et qualem esse vult fingit, hic in illum egrediens qualis ille sit nuntiat; illius paretur arbitrio, huius testimonio creditur» (Petrarca, Le Familiari, 1933-1942, I. 45). Sobre el significado de la epístola de Petrarca ha insistido recientemente Dotti, 1997, pp. 116-124, páginas a las que no les es ajena una idea previa de Garin, 1975, pp. 26-27. Creo que vale la pena señalar cómo, en el extremo opuesto de la duración examinada, el nexo animus-sermo es significativamente repropuesto por La civil conversazione —sobre la que volveremos en el texto de esta páginas— en relación con ese tertium comparationis que es el ‘dinero’: «Chi desidera adunque usar felicemente della civil conversazione, ha da considerare che la lingua è lo specchio e ’l ritratto dell’animo suo, e che sì come dal suono del danaio conosciamo la bontà e falsità sua, così dal suono delle parole comprendiamo a dentro la qualità dell’uomo e i suoi costumi» (ver Guazzo, La civil conversazione, 1993, I, p. 86 (2 A20b), y II, pp. 190-191 n. 82 y n. 88 para los precedentes de las respectivas metáforas del ‘dinero’ y del ‘espejo’). Sobre el pasaje citado, ver el comentario pertinente de Ossola, 1987, p. 138. 36 Garin, ed., Prosatori latini del Quattrocento, 1952, pp. 240-242.Ver también Harth, 1984, pp. 153-156, ep. IV 5.
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las 168 páginas que formaban la primera edición mencionada estaban dedicadas por completo al único argumento de la ‘conversación’. Me refiero, por supuesto, al tratado de Stefano Guazzo, La civil conversazione, donde, justo a la mitad del primero de los cuatro libros que lo componen, se le ofrece al lector una docta remisión etimológica que introduce directamente al lugar común que estamos repasando: ... e che qualunque persona avrà riguardo a queste ragioni, e particolarmente all’etimologia della voce uomo, che nella lingua greca, secondo il parere d’alcuni dotti scrittori, significa «insieme», s’accorgerà che non si può essere vero uomo senza la conversazione, perché chi non conversa non ha sperienza, chi non ha sperienza non ha giudicio, chi non ha giudicio è poco men che bestia37.
Donde también se dice —si bien de manera incidental— que la facultad que distingue al hombre de la bestia es sin duda la actividad racional, pero, a través de la «sperienza», el autor hace derivar el «giudicio» de la «conversazione», invirtiendo, incluso más de lo que lo había hecho Poggio, la concepción ampliamente difundida en época medieval, que hacía depender el verbum de la ratio. Como complemento de esta reseña tan parcial, alegaré un tercer y último texto que, mucho más cercano cronológicamente a la epístola de Bracciolini con respecto al tratado de Guazzo, encaja plenamente en esa corriente de humanismo civil, cuyas temáticas contribuyó a profundizar vigorosamente, después de las aportaciones originales de Salutati y Bruni, organizándolas bajo el denominador común de la constitución y el mantenimiento de la familia. Aludo, evidentemente, al diálogo de Leon Battista Alberti, los Libri della famiglia, donde una de las primeras cuestiones que se abordan es la educación de los hijos, sobre la que un deber no desdeñable que surge en el cuidado por parte de los padres consiste en la comprensión preliminar de cuáles son las actitudes reales de sus hijos, con el objetivo de favorecerlas con la instrucción que mejor se les adapte. Es en este punto cuando uno de los dialogantes, Lionardo, al disponerse a dar su propia solución a la pregunta, introduce una no breve digresión sobre una materia de carácter más general: la facultad específicamente humana de descubrir las «cose [...] nascoste». Me limitaré a citar el pasaje más estrictamente pertinente: 37
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Guazzo, La civil conversazione, 1993, I, p. 34 (1 A18x).
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La natura, ottima constitutrice delle cose, volle nell’uomo non solo che viva palese e in mezzo degli altri uomini, ma certo ancora pare gli abbia imposto necessità che con ragionamento e con altri modi comunichi e discopra a’ medesimi uomini ogni sua passione e affezione, e raro patisce in alcuno rimanere o pensiero o fatto ascoso, e non da qualcuno lato saputo dagli altri. E pare che la natura stessa dal primo dì che qualunque cosa esce in luce abbia loro iniunte e interserte certe note e segni patentissimi e manifesti, co’ quali porgano sé tale che gli uomini possano conoscerle quanto bisogna a saperle usare in quelle utilità sieno state create38.
El hecho de que, en el texto de Alberti, esté ausente la contraposición entre hombre y bestia en relación al uso de la palabra, que es de donde hemos partido, resulta compensado en gran medida por el efecto de máxima amplificación, con la que se representa la natural vocación humana a la comunicación, y de la que esa ausencia no es —quizás— la última consecuencia. El hombre, en efecto, de acuerdo con la autorizada representación que Lionardo hace de él, sería movido por un verdadero impulso («necessità») de abrirse a los demás, en una especie de comunicación total que —con cualquier medio, verbal o no («con ragionamento e con altri modi»)— parece no querer excluir nada («ogni sua passione e affezione») ni a nadie («raro patisce in alcuno rimanere o pensiero o fatto ascoso»). Pero en la segunda mitad del pasaje, debido al impulso adicional que recibe el efecto de amplificación, resulta que lo que se activa en un análogo —si no idéntico— proceso comunicativo es «qualunque cosa» del mundo creado, que la naturaleza —en efecto— se ha encargado de dotar de «note e segni patentissimi e manifesti», para que aquélla se ofrezca («porgano sé») al hombre, estimulando sus capacidades cognitivas y prácticas, en beneficio absoluto de ese valor profundamente laico de la utilitas, que impregna de ella todo el diálogo. En vano, creo, buscaríamos entre las obras literarias seriamente comprometidas un texto que, conservando la fuerza de concentración y la intensidad de Alberti, al mismo tiempo dé un paso más hacia la ampliación del conjunto de situaciones y circunstancias, en las que la expresión de los propios pensamientos y sentimientos mediante la comunicación verbal con los demás todavía es admitida y fomentada39. A menos, por 38
Alberti, I libri della famiglia, 1994, p. 45. De diferente naturaleza es el caso de acentuación representado, por ejemplo, por Marsilio Ficino, quien, en el uso de la palabra —y de la escritura— reconoce el signo de la «divin[a]...men[s]» inherente en el hombre, tal como lo atestigua el 39
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supuesto, que no se quiera recurrir al fragmento con el que Celestina replica a la petición de reserva por parte de Pármeno, donde aquel paso es verdad que se da hasta incluir las «cosas de amores», entre las que deberían poder decirse a los demás sin restricción alguna; pero ello no sucede sin que la defensa de semejante ampliación, por estar en conflicto con las reglas de un antiguo código de conducta que todavía se considera válido, se pague al precio del ridículo que provoca, y de la abyección de la que se carga, el personaje que la sostiene. Comicidad y contenido serio interdicho, error y razón, identificación con el —y toma de distancia del— personaje, se muestran indisolublemente unidos hasta coincidir dentro de un mismo fragmento, incluso en el mismo giro de frase. Si, de hecho, como ha ido afirmando una antigua y muy noble tradición de pensamiento, retomada y fuertemente valorizada por la cultura humanístico-renacentista, la palabra comunicativa es lo que hace al hombre digno de llamarse así, ¿por qué, entonces, un principio tan ilustre debería quedarse únicamente a las puertas de esa experiencia tan intensa y universal que es el amor? ¿Cómo no darle la razón, pues, a Celestina, cuando sostiene que quien practica las ‘cosas de amores’ sin hacer de ellas objeto de comunicación verbal con sus semejantes, no solo se priva de un gran placer, sino que termina situándose en el nivel de los animales inferiores, para los que el lenguaje no es necesario «cum solo naturae instictu ducantur»40? Y, aún más, ¿por qué no poder compartir la euforia de Pármeno cuando, en su primera experiencia de amor, siente la necesidad de poner en práctica lo que la vieja, en contraste con su pretensión, le había sugerido firmemente? E, incluso, ¿cómo no justificar al noble Calisto que, en contra del código de su clase, se abandona a menudo a tímidos —a veces, más groseros— intentos de hacer público su gozo de amor, hasta llegar a exhibirlo? Se recordará que, de acuerdo con ese modelo particular de formación de compromiso que combina comicidad y Witz, había extraído siguiente pasaje de la Theologia Platonica: «Postremo loquendi usus atque scribendi homini proprius divinam quamdam indicat nobis inesse mentem, qua careant bestiae. Absque sermone ita nos possemus vivere, sicut et bestiae et homines muti. Ideo ad excellentius aliquod opus est nobis sermo tributus, videlicet tamquam mentis interpres, infinitorum inventorum praeco et nuntius infinitus» (Ficino, Théologie Platonicienne de l’inmortalité des ames, 1964, II, pp. 227-228).Ver Trinkaus, 1970, II, p. 485, que —acerca del pasaje citado— comenta cómo «that admired talent of the of humanism, the use of words, came in for special praise by Ficino». 40 Alighieri, De vulgari eloquentia, 1996, I, ii, 5, p. 37.
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una primera conclusión, identificando detrás de la fachada cómica de las infracciones de Calisto un contenido serio, que había indicado con la expresión de ‘deseo de exhibición’, y del que me había preocupado de proporcionar una definición —por así decirlo— en negativo, o sea, en contraposición a la ideología de derivación cortés y, en particular, al triángulo amoroso que constituía su fundamento. Solo el monólogo de Pármeno, al permitirme insinuar una explicación positiva, aunque todavía demasiado genérica, dejaba intuir más claramente cómo la comicidad estaba al servicio de una exigencia de socialidad comunicativa, sobre la cual —para la esfera amorosa, al menos— en la época de la Tragicomedia pesaba, y continuaría pesando en el futuro, una drástica prohibición. Ahora, gracias al pasaje de Celestina y —espero— a la revisión, aunque muy parcial, del lugar común señalado, esa explicación positiva pierde todo rasgo de validez genérica, para asumir las connotaciones más concretas de una noción, en la que encontraron una meditada expresión el pensamiento y las aspiraciones de toda una época, compleja —pero no incoherente— en sus diversas articulaciones41.Y ello porque, 41
En el ensayo de Gaylord, 1991, dedicado por entero al tema —central también para la cuestión tratada aquí— de la «spoken Word» dentro del más general «human commerce of La Celestina», la autora, que por lo demás declara abiertamente su deuda teórica con la especulación de Derrida, no escatima en puntuales observaciones textuales en defensa de la tesis de que en la Tragicomedia «human desire —physical, sexual, metaphysical— is in large part a hunger for words, a hunger which seeks not only to express itself, but also to satisfy itself verbally» (p. 7; las cursivas están en el original). Y, sin embargo, nunca siente la necesidad de cuestionarse sobre el significado histórico y cultural de esa ‘hambre de palabras’; a lo sumo, invoca aquella «crisis of human language», que —según la estudiosa— «is evident in virtually every moment of the work» (p. 11), pero que es también una de las conclusiones válidas para cualquier texto, en el más puro estilo deconstruccionista. Por el contrario, la preocupación por el referente histórico y, sobre todo, ideológico, se revela predominante en Rodríguez, 1994, donde el autor aborda tanto la temática del «secreto» como la complementaria de la «palabra», remitiendo ambas —por medio de los conceptos, respectivamente, de «relación privado/público» y «materialización [...] transcripción sensible de las relaciones entre almas»— a aquella «ideología animística» que, entendida como «parte integrante —y configuradora— de las nuevas relaciones sociales», se configura a su vez «a imitación de la idea del “mercado”, del “intercambio de mercancías”» (pp. 91 y ss.). Al igual que otras lecturas ‘sociológicas’, fuerte e inmediatamente comprometidas a proporcionar una interpretación ideológica (ver supra nota 28), también la de Rodríguez termina no teniendo en su debida cuenta la realidad textual; prueba de ello es que descuida por completo la dimensión cómica, que es —en cambio— la condición indispensable para la
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en la cómica pretensión de hacer públicas las ‘cosas de amores’, que une a todos los personajes cuestionados, hemos podido reconocer el triunfo de una idea, que la cultura humanístico-renacentista había elevado con eufórica determinación a fundamento de la civilización, y que respecto al valor de la reserva aristocrática, donde esa misma cultura vio anidarse —quizás, equivocadamente— el riesgo de un mundo cerrado y de un individuo aislado, imponía el ideal poco aristocrático, pero no menos noble en el diseño, que prometía —en la ilusión de la época, al menos— una condición humana totalmente resuelta en el vínculo general y en la continua comunicación con los demás42. Si finalmente volvemos a Pármeno, que habíamos dejado de vuelta a casa, después de la noche feliz pasada en compañía de Areúsa, es para señalar solamente que el camino —y con él todo el monólogo, del que nos hemos ocupado— termina cuando el joven ha llegado por fin a la casa de su amo, y en la entrada advierte la presencia de su colega y rival Sempronio: «A Sempronio veo a la puerta de casa...». Con este, aquel a «quien» habíamos visto invocar por Pármeno, pierde el carácter indeterminado y adquiere los rasgos de una persona concreta, e incluso familiar. La escena que sigue refiere el no tan breve diálogo entre los dos criados donde, entre otras cosas, leemos la reticente afirmación de Pármeno: «¡Oh, hermano, qué te contaría de sus gracias de aquella mujer, de su habla y hermosura de cuerpo!» (p. 193), que no solo está al servicio de un efecto hiperbólico sobre las cualidades físicas y caracteriales de Areúsa, sino que es también promesa de futuros y más detallados relatos, si debemos creer al propio Pármeno, cuando —inmediatamente después de la afirmación citada— agrega: «Pero quede para más oportunidad» (p.
correcta comprensión, y en consecuencia para el pleno disfrute de la obra. Para otras consideraciones sobre el «theme of language in La Celestina» —menos pertinentes, desde la perspectiva adoptada aquí—, ver Read, 1978 y Azar, 1984. 42 Sobre las contradicciones que contribuyeron al agotamiento del «sueño del humanismo», léanse las páginas finales, cargadas de aguda y apasionada doctrina, en Rico, 1993, donde —en un capítulo central, y acerca de la eloquentia— el autor, inmediatamente después de haber especificado el carácter renovador de la cultura de los mayores humanistas, los cuales —se nos dice— «partiendo del clasicismo, habían irrumpido en otros campos, de la filosofía a la política, de la geografía a la religión, con el designio de transformarlos profunda y aun sustancialmente» (p. 75), no tardaba en advertir que «es justamente ese impulso a salir del núcleo filológico, ese empeño por conquistar el mundo, lo que se pierde según el Cuatrocientos se acerca al fin de siècle» (p. 76).
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193). El hecho es que, a partir de este coloquio, la rivalidad entre los dos criados se supera definitivamente y, en su lugar, se inaugura una relación de fraternidad, a la que preludian las declaraciones de Sempronio, que ponen fin al coloquio y, junto con ello, a esta exposición: «todo el enojo que de tus pasadas hablas tenía se me ha tornado en amor. [...] seamos como hermanos, ¡vaya el diablo para ruin...!». 2. «SACÓ MI SECRETO AMOR DE MI PECHO»: LA CONFESIÓN AMOROSA DE MELIBEA
2.1. Un «torturado soliloquio» El décimo acto de la Celestina —como se recordará— comienza con el «torturado soliloquio» (Lida de Malkiel, 1970, p. 434 n. 15) de Melibea, que la joven pronuncia mientras espera con impaciencia la llegada de Lucrecia y Celestina. El monólogo termina con la siguiente pregunta: «¡Oh género femíneo, encogido y frágile! ¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descobrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones?» (p. 220)43. No es realmente necesario glosar que con ella Melibea se entregaba a una protesta íntima en contra de un código de conducta que prescribía a las mujeres de rango social elevado la inoportunidad de expresar su amor y deseo, al tiempo que permitía a los hombres la facultad de declarar, en determinadas condiciones, sus sentimientos a la mujer amada. Por otra parte, no es que el comportamiento masculino estuviera exento de cualquier norma con respecto a la publicación de su amor; de hecho, aunque se les permitía abrir su corazón a la amada, los hombres debían evitar igualmente hacer público dicho sentimiento, especialmente si era correspondido: es foli’ et efansa, / qui d’amor a benanansa / ni.n vol so cor ad autre descobrir (es locura y niñería, si alguien disfruta de la felicidad de amor y quiere descubrir su corazón a otro), es la formulación de la obligación del celar que se lee en la ya citada canción de uno de los más grandes trovadores, Bernart de Ventadorn44. De modo que se perfilan dos infracciones diferentes de la 43
Para las fuentes del monólogo remito a la exhaustiva ‘nota complementaria’ de Rojas, La Celestina, 2011, pp. 677-678, n. 220.12. 44 Bernart de Ventadorn, «Ab joi nou lo vers e.l comens», vv. 21-23, en Appel, 1915.
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norma de la reserva: mientras que los hombres podrían sentirse tentados, en contra de la obligación del celar, por el deseo de exhibir públicamente su «felicidad en amor» —para retomar la expresión de Bernart de Ventadorn—, a las mujeres no les son ajenas las ganas —en contra de los vínculos de la honra— de reconocerse a sí mismas como sujeto de deseo y, en consecuencia, de desahogar libremente su sentimiento amoroso. En la obra de Rojas, como acabamos de ver, Calisto se cubre de ridículo más de una vez, infringiendo la norma del celar, porque está deseoso de mostrar a los demás su bienandanza en amor, que es el término usado en el texto español correspondiente a benanansa d’amor de la canción provenzal que he mencionado brevemente45. Todo esto, en relación con el personaje de Calisto —pero no solo con él— ha sido el tema tratado en la primera parte del presente capítulo46. Continuando el discurso allí emprendido, se trata ahora de presentar el problema desde el punto de vista femenino, o sea, desde el de Melibea, que en el monólogo inicial del décimo acto hemos visto lamentarse de la diversidad entre hombres y mujeres, en lo que se refiere a la prerrogativa de descobrir el amor. 2.2. Melibea sujeto de deseo Como sabemos, nos encontramos con Melibea en la primera escena de la obra, en el acto de responder a Calisto, que se ha atrevido a declararle su amor. La reacción de Melibea es ‘furiosa’ hasta el punto 45
«Déjame salir por las calles con esta joya [la cintura di Melibea], por que los que me vieren sepan que no hay más bienandante hombre que yo», (p. 158), afirma el exaltado Calisto, al que Celestina acaba de entregarle el «santo cordón».Y el atributo retorna en el monólogo que un incrédulo Calisto pronuncia al comienzo del acto XIII, al despertarse después de la noche del primer encuentro con Melibea: «¡Oh dichoso y bienandante Calisto, si verdad es que no ha sido sueño lo pasado» (p. 263). La única ocurrencia del sustantivo se encuentra en el lamento del desesperado Pleberio, que en la desencantada apóstrofe al «mundo», de esta forma lo acusa: «agora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un labirinto de errores» (p. 340). Sobre el adjetivo y el sustantivo, ver Alonso, 1986, s.v. 46 A la bibliografía citada en las páginas anteriores, añádase England, 2000, donde el estudioso se centra en el breve episodio considerado por mí como el cuarto caso de infracción a la obligación del secreto por parte de Calisto (la invitación a Lucrecia a que no se aleje —como por el contrario quisiera Melibea— para que sea «testigo de su gloria», p. 273), y lo pone en relación tanto con el pensamiento teológico cristiano como con el código cortés.
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de no estar exenta de comicidad, como es evidente en las palabras con las que se despide del impertinente enamorado, a quien —en lugar del esperado galardón— le promete otra mucho más plebeya y menos pacífica paga: la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha seído. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú habié de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en el ilícito amor comunicar su deleite (p. 28).
Aunque con una reacción que parece desproporcionada, y que —por lo tanto— no es adecuada para una doncella de su rango, Melibea confirma su papel de mujer virtuosa, a quien tan solo le puede resultar extraña la idea de un ilícito amor y del deleite que de él se deriva47. Dieciocho actos más adelante, en el último encuentro de amor, las penúltimas palabras que Melibea le dirige a aquel que es su amante desde hace un mes, unos momentos antes de que Calisto se caiga de la escalera y se estrelle contra el suelo, son las siguientes: «Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced» (p. 322). Hemos pasado de la Melibea que acepta plenamente los valores que regulan y determinan el comportamiento de una joven de su rango y posición social, a la Melibea que afirma sin ningún pudor la legitimidad del placer, contraviniendo así los principios 47
Concuerdo con Lacarra, 1990, que subraya cómo «la impaciencia, el sarcasmo y la furia tampoco hacen de Melibea un modelo de cortesía [...]. No actúa con la discreción que toda dama debe tener, con la mesura que de tal se espera, ni con la modestia a que su condición de doncella le obliga» (pp. 55-56). Sin embargo, evitaría confundir una reacción anticonvencional por la exagerada manifestación de la misma, y —por lo tanto— cómica en los efectos que produce en el lector, con la menos verosímil naturaleza «coqueta e irónica» de un comportamiento, del que se deduce que «Melibea flirtea desde el primer instante hasta el momento del rechazo» (p. 55). Haciendo esto, por otra parte, se contribuye a no dar cuenta del proceso de transformación vivido por la joven protagonista a lo largo de la obra («el trazado de su carácter [de Melibea] es tan seguro que las diferentes actuaciones se nos imponen como fases necesarias de un crecimiento natural», Lida de Malkiel, 1970, p. 418), y —en consecuencia— a disminuir el significado que en ella asumen los dos espléndidos encuentros entre Melibea y Celestina, en los actos IV y X. Sobre la ira de Melibea, ver Lacarra, 1997, al que remito al lector también para la bibliografía sobre este argumento especifico.
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fundamentales del código de conducta de su clase, y de su género dentro de esa clase48. Sería bastante largo hacer la revisión de cada uno de los ocho actos en los que está presente Melibea, y que representan otros tantos momentos a través de los cuales se realiza la trayectoria que lleva de la celebración de la virtud al triunfo del ilícito amor y del deleite, pero también de la muerte, porque —como es bien sabido— una vida sin placer, para Melibea, ya no es concebible49. Prefiero centrarme en uno de estos episodios, que es —en mi opinión— el más decisivo, y que da lugar a un espléndido coloquio entre la aún virtuosa Melibea y la sórdida Celestina. Se trata del episodio en que Melibea confiesa por primera vez su amor por Calisto, es decir, aquel en el que se reconoce y se proclama sujeto de deseo. A esta circunstancia se refiere la propia Melibea con las palabras expuestas en el título de esta segunda parte del capítulo. Antes de suicidarse, dejándose caer desde la torre de la casa paterna, Melibea hace una larga confesión a su padre, que por sí sola ocupa gran parte del vigésimo acto, y en la que le cuenta al ignaro padre su deshonrosa relación con Calisto, desde el principio hasta la muerte del joven. En un momento dado de su relato, Melibea afirma: «[Celestina] de su parte [o sea: “de parte de Calisto”] venida a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho; descobrí a ella lo que a mi querida madre encobría» (p. 333). Con estas palabras, Melibea alude al episodio representado en el décimo acto: el largo coloquio con Celestina, al final del cual Melibea llega a
48 Naturalmente, en ámbito estrictamente literario, el comportamiento de Melibea contrasta con el de algunas heroínas de la llamada novela sentimental, especialmente con el de Laureola en la Cárcel de amor, a la que se refieren con frecuencia las aportaciones críticas sobre La Celestina. Sobre la comparación entre Melibea y Laureola, véanse Frank, 1947, p. 55; Walsh, 1988; Severin, 1989, pp. 29-30 y pp. 95103; Lacarra, 1989. 49 El lector interesado en el desarrollo o la parábola del personaje de Melibea a lo largo de toda la obra, podrá recurrir al capítulo XIII de Lida de Malkiel, 1970, pp. 406-456, así como a la amplia aportación de Miguel Martínez, 2000. Entre los extremos cronológicos de los trabajos que se acaban de mencionar, se sitúan numerosas aportaciones, de las que me limito a recordar, por su carácter más general, las de Severin, 1989, pp. 95-103; Lacarra, 1990, pp. 66-81; Castells, 1995, pp. 99-118; Snow, 1996, a las que hay que añadir ahora las más recientes de Lacarra, 2005, pp. 97-109; Amasuno, 2005, pp. 213-245 y ahora Martí Caloca, 2019. Una rica selección bibliográfica sobre el personaje de Melibea, se encontrará indicada en las páginas de la introducción de Carlos Mota, en Rojas, La Celestina, 2011, pp. 481-483.
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confesar su amor por Calisto, y que —de hecho— termina con la misma expresión que Melibea usará diez actos más adelante, en el último discurso dirigido a su padre: «has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descobrir» (p. 228). Aquí, como en la cita anterior, encontramos la misma pareja de verbos en oposición: encubrir/ descubrir, que remite al concepto de ‘secreto’ primero guardado y luego desvelado; pero también encontramos la misma expresión: sacar de mi pecho, con la que la idea de secreto parece unirse a algo íntimamente corpóreo, de tal forma que el proceso de desvelamiento parece producirse en relación con una operación en el cuerpo.Veremos cómo esta primera impresión, inferida un poco audazmente de las dos breves y puntuales frases pronunciadas por Melibea, encontrará su confirmación en todo el décimo acto, del que a partir de ahora nos ocuparemos definitivamente. 2.3. Cubrir y publicar El décimo acto resulta en gran medida preparado por el cuarto, en el que se realiza el primer encuentro de Celestina en casa de Melibea. Durante este primer encuentro —como se recordará— la reacción rabiosa de Melibea al escuchar el nombre de Calisto, había inducido a la astuta Celestina a recurrir a la mentira del dolor de muelas, para el que —sostiene la alcahueta— le serviría de alivio una «oración [...] de Santa Polonia» que Melibea conoce, además de su «cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalem» (p. 129). En el momento de despedirse de la alcahueta, Melibea le entrega el cordón, pero pospone —maliciosamente— la entrega de la oración a un próximo encuentro: «quiero complir tu demanda y darte luego mi cordón.Y porque para escrebir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente» (p. 134). En un radio más corto, el décimo acto es introducido por el breve episodio contenido en el acto anterior, donde Lucrecia se apresura a buscar a Celestina para pedirle que vaya a casa de su joven ama, la cual —dice: «se siente muy fatigada de desmayos y de dolor del corazón» (p. 218). En el acto siguiente —el décimo— tiene lugar, pues, el segundo y último encuentro de Melibea y Celestina, que ha acudido a petición de
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la criada. El acto, en la edición que utilizo, está dividido en cinco partes, que pueden hacerse corresponder con otras tantas escenas50: – el breve monólogo de Melibea, que está a la espera de que su criada vuelva con Celestina. Solo el monólogo constituye la primera escena; – sigue el largo coloquio entre Melibea y Celestina, que ocupa casi todo el acto, y que está dividido en dos partes, las cuales constituyen la segunda y la tercera escena. En la primera participa, aunque en silencio, también la criada Lucrecia; en la segunda, las dos mujeres (Melibea y Celestina) se quedan a solas, porque a la criada le había sido ordenado que se fuera; – el acto se concluye con dos breves escenas: la cuarta, que ve en coloquio a Melibea y a la criada Lucrecia, cuando ya Celestina ha abandonado la estancia; la quinta, que está protagonizada por la madre de Melibea, Alisa, quien —de vuelta a casa— intercambia unas pocas y fugaces réplicas primero con la alcahueta, que está saliendo de la casa, y luego con su hija. Como se puede ver, el núcleo del acto y con mucho la parte más extensa del mismo, está formado por el coloquio entre Melibea y Celestina. Además, podemos anticipar que todo el acto gira principalmente en torno a dos parejas de oposición. Por un lado, tenemos, de hecho, la pareja: cubrir/descubrir, referida a un ‘secreto’ y, más precisamente a ese secreto constituido por el ‘deseo’ de Melibea. Por otro lado, tenemos la pareja: enfermedad/curación, referida también ella al ‘deseo’, con clara y prolongada alusión —como veremos— a la tradición médica y literaria del ‘mal de amor’ y su cura. Antes de entrar más directamente en el texto, quisiera todavía hacer dos anticipaciones. En una lectura más atenta del acto, es fácil darse cuenta de que la distribución de las dos parejas mencionadas no es del todo homogénea. La primera de ellas, en efecto: cubrir/descubrir está presente sobre todo al principio —es decir, en el monólogo de Melibea—, para luego espaciar su presencia, y aparecer de nuevo —con una cierta insistencia— al final del acto, o sea: en la parte conclusiva del coloquio
50 «Esas a modo de escenas se han marcado gráficamente mediante una serie de líneas en blanco» (p. 555), advierten los editores en el escrito con el que presentan el texto crítico. Sobre la cuestión de la división de la obra en actos y escenas, véanse las páginas de introducción de Carlos Mota, en Rojas, La Celestina, 20122, pp. 438441. Así mismo, es obligatorio remitir al cap. «El arte de la estructura» de Gilman, 1974, pp. 143-186.
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entre Celestina y Melibea, y en el breve diálogo que sigue entre Melibea y Lucrecia. En la parte central, con diferencia la más extensa del acto —como ya he señalado—, se impone con un dominio absoluto la otra pareja: enfermedad/curación, a la que Lida de Malkiel se refirió definiéndola «la alegoría de la llaga y de la cura quirúrgica» (p. 423). De igual importancia, si no mayor, es la otra y última anticipación, que concierne a lo que podríamos llamar la «carga afectiva»51, de la que están dotadas ambas parejas de oposición. Quiero decir que estas no se presentan como «afectivamente neutras», sino que los términos que se oponen, en cada una de las parejas, reciben —del texto, por supuesto— una «carga afectiva», por lo que, al término marcado con el signo positivo, asumido como un valor, se contrapondrá el término marcado por un signo negativo, que lo convierte en un desvalor. Ahora bien, en una de las dos parejas, la que hemos denominado enfermedad/curación, es muy fácil imaginar cuál de sus términos se ha asumido como valor y cuál como desvalor. Respecto de la otra pareja, cubrir/descubrir, no resulta menos fácil asignar las dos marcas, positiva y negativa, a los términos que la componen, si nos identificamos con la cultura de la época, haciendo nuestros los códigos de conducta que la obra presupone. No obstante, si tuviéramos la más mínima duda, el texto proveería a disiparla inmediatamente, ya que —en apertura del acto— Melibea invoca nada menos que a Dios mismo, para que la ayude a mantener secreto el deseo que la devora por dentro: ¡O soberano Dios! A ti, que todos los atribulados llaman, los apasionados piden remedio, los llagados medicina; a ti, que los cielos, mar y tierra, con los infernales centros obedecen; a ti, el cual todas las cosas a los hombres sojuzgaste, húmilmente suplico des a mi herido corazón sofrimiento y paciencia con que mi terrible pasión pueda disimular (pp. 219-220).
Por más que no falten explícitas referencias a la otra pareja, como es evidente en «los llagados medicina» y «herido corazón», la triple invocación divina introducida por A ti no tiene como fin solicitar la curación de la herida, sino que culmina en la súplica de poder disimular el mal («la 51
Tomo prestadas expresiones y conceptos contenidos en una comunicación presentada por Francesco Orlando con ocasión del Convenio Internacional ««Il discorso della critica letteraria», y luego publicada «con la máxima fidelidad posible a la formulación oral» en Orlando, 1990.
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terrible pasión»), por medio de la concesión del sofrimiento y la paciencia, necesarios para tal disimulación52. «Honestidad» y «vergüenza», como valores que determinan el comportamiento femenino, inducen a la «castidad», y el respeto de esta última requiere que el deseo —cuando está presente y se reconoce— sea reprimido en el silencio y la disimulación. Lo que resulta harto evidente en dos pasajes del monólogo de Melibea que preceden y siguen, respectivamente, a la invocación divina que acabamos de leer. Antes de dirigirse a Dios, en efecto, Melibea, pensando en la reacción de su criada exclama para sí misma: ¡Oh mi fiel criada Lucrecia! ¿Qué dirás de mí? ¿Qué pensarás de mi seso cuando me veas publicar lo que a ti jamás he querido descobrir? ¡Cómo te espantarás del rompimiento de mi honestidad y vergüenza, que siempre como encerrada doncella acostumbré tener! (p. 219).
Donde el recurso a la temática del descubrir y publicar, ambos sentidos como una inmoral rendición a la ley del deseo, hace plausible suponer que la expresión común encerrada doncella se carga aquí de un efecto de sentido adicional, ya que se trata de un doble encerramiento: el de la vigilancia a la que ciertamente estaba sometida una joven como Melibea por parte de su poderosa familia, y la del sigilo al que ella misma debe someter su deseo dentro de sí. Aún más significativo, sin embargo, es quizás el otro pasaje, el que sigue a continuación de la invocación divina. En él, Melibea expresa la esperanza de una victoria, que sabe improbable, de la castidad sobre el amoroso deseo, lo que equivale a decir del ‘silencio’ sobre la ‘expresión’ del deseo. Este es el pasaje: «No se desdore aquella hoja de castidad que tengo asentada sobre este amoroso deseo, publicando ser otro mi dolor que no el que me atormenta» (p. 220). La metáfora vegetal, a la que Melibea recurre, indica claramente cómo la castidad es percibida como algo que se sobrepone, en el doble sentido del término; en otras palabras:
52 Para un análisis más extenso de la oración de Melibea y, más en general, de todo el monólogo que introduce el décimo acto, ver Miguel Martínez, 2000, pp. 47-52, donde, con respecto a la invocación de la ayuda divina por parte de Melibea, leemos que la joven «se limita [...] a pedir fuerzas para “disimular” una pasión que oportunamente tilda de “terrible”, como previniéndose y previniéndonos de la imposibilidad de luchar victoriosamente contra la tentación» (p. 51).
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que cubre —dominándolo— el amoroso deseo, y al mismo tiempo señala cómo la castidad, al ser asimilada a una hoja de oro, se siente como un bien precioso, al que sería censurable renunciar. Por otra parte, no parece descabellado subrayar cómo la idea de ‘estabilidad’ y de ‘firmeza’, expresada por el verbo asentar, resulta como frustrada o —en todo caso— contradicha por la idea de ‘precariedad’ y de ‘movilidad’ inherente en el concepto de hoja53. De hecho, esto es lo que se verifica en el largo coloquio entre Celestina y Melibea, durante el cual las posiciones de castidad y amoroso deseo se subvierten, de manera que el segundo, emergiendo poderosamente a la superficie, arrastra esa hoja que, cubriéndolo, lo reprimía. En este coloquio debemos ahora centrar toda nuestra atención. Antes de hacerlo, sin embargo, es oportuno regresar brevemente a las dos parejas de oposición, para una breve aclaración adicional. Había dicho que, en lo que respecta a la «carga afectiva», no podía haber ninguna duda sobre cuál de los dos términos, en enfermedad/curación, estaba connotado positivamente, y cuál negativamente. Después del análisis sumario del monólogo de Melibea, es igualmente cierto que la voluntad de cubrir es asumida por el personaje y el texto como un valor, y —en consecuencia— el deseo de descubrir es vivido como un abandono censurado por el canon moral y el código de conducta. Mientras la relación entre los dos términos de esta última pareja se mantenga así, no puede haber posibilidad alguna de curación, esto es: la cura de la llaga presupone un cambio de signos —por así decirlo— entre cubrir y descubrir54. Que es exactamente lo que sucederá en el espléndido coloquio entre las dos mujeres que nos disponemos a examinar. 53
No es de excluir, por lo demás, como señala Herrero, 1984, p. 349, una alusión al episodio bíblico del pecado y la vergüenza de Eva, del que, por otra parte, constituiría una significativa inversión lo que le ocurre a Melibea en el décimo acto. 54 Comparto el juicio final de Miguel Martínez, 2000, para quien el monólogo «contiene una desvelación del interior de Melibea al lector» (p. 52), con la precisión de que, en el momento de su realización, Melibea no ha resuelto todavía su conflicto interior, algo que solo sucederá a lo largo del inminente segundo coloquio con Celestina, que es lo que también parece sostener el estudioso que se acaba de mencionar, cuando observa que: «El monólogo es un grito de dolor emitido por quien hasta esta fase de la acción ha debido hacer coexistir forzadamente deseos y represiones» (p. 52). Sobre la función resolutoria del coloquio, claro y explícito es el juicio de Dunn, 1975: «The dialogue [...] discloses these feelings, fearful and compelling, not only to Celestina and to the reader, but to herself [Melibea]» (p. 70). Desde una perspectiva diversa, para la cual ver la siguiente n. 52, se centra en el soliloquio de Melibea, Amasuno, 2001, pp. 182-185.
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2.4. Llaga y melecina Todo el coloquio, que se extiende a lo largo de las dos escenas siguientes al monólogo de Melibea, está construido sobre la metáfora médica y quirúrgica55. Quizás, sería mejor decir: es una parodia tanto de la tradición médica como de la literatura amorosa; una parodia, cuyo efecto cómico está garantizado —en primera instancia— por la presencia de la vieja alcahueta y hechicera que actúa de acuerdo con el
55
Ver las breves y densas páginas de Lida de Malkiel 1970, pp. 422-424. Más en general, sobre las relaciones entre la Tragicomedia y la tradición médico-filosófica, ver Cátedra, 1989, pp. 57-84 e Illades Aguiar, 1999, a los que hay que añadir a Shipley, 1975; Seniff, 1986. Sobre el argumento es fundamental Amasuno, 2005, donde el autor ha recogido y ampliado algunos escritos anteriormente publicados. Para la reconstrucción del tema del «diagnóstico de amor desde la antigüedad a la época moderna», ver el hermoso ensayo de Morros, 1999. Al décimo acto está dedicado por entero el imprescindible y amplio ensayo de Amasuno, 2001, donde el autor muestra cómo «la conducta de Melibea provoca el despliegue de una serie de postulados médico-científicos, referidos a la mujer, en circulación cuando se concibe, escribe y reescribe la Tragicomedia», en base al presupuesto de que Fernando de Rojas ha ido «remoldeando estéticamente un material semántico procedente de la cantera físico-médica, fuente de información de la scientia medica que circulaba en la Castilla de los últimos años del siglo XV y primeros del XVI» (p. 176). Señalamos, además, el trabajo de Handy, 1983, del cual, sin embargo, exceptuando las anotaciones de carácter retórico, es difícil poder compartir la tesis de fondo: «to the physical taking of Melibea by Calisto is her psychic deflowering which Celestina accomplishes in Act X» (p. 17); una tesis que, al retomar —como es sabido— una desafortunada e inexacta formulación de Madariaga, 1941, pp. 59-60 (sobre la cual, ver Gilman, 1974, pp. 159, n. 7), da lugar en el más reciente intérprete a una serie de corolarios simbólicos tan arbitrarios al ser sugeridos por parte de su autor, como fáciles de imaginar por parte del lector de estas líneas. Más fácil de compartir resulta el más breve comentario de Shipley, 1975, pp. 329-332, donde, como conclusión de la ilustración de la «technique of communication —though— conceit» (p. 330) sobre la que se basa el coloquio entre las dos mujeres, se lee que «It is they [Melibea e Celestina] who in extraordinarily controlled and directed dialogue, draw on courtly conventions and inject into images already old in lyric tradition a dramatic and emotional intensity either lost over the centuries, or, more likely, never before achieved to such a degree. A most uncommon utilization of commonplaces» (p. 332). De nuestro acto se ocupa, sustancialmente, también Friedman, 1993, aunque empieza por el «theme of language», para el cual ver infra n. 65. Por último, señalo las observaciones de Godoy-Barde, 1997, pp. 152-154.
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paradigma científico del médico curandero, como veremos en seguida56. Antes, sin embargo, quisiera subrayar cómo un efecto cómico adicional se suma a la situación ya cómica en sí misma por el hecho de que ambas mujeres —el médico y el paciente, por así decirlo— conocen de antemano el mal que se presume que hay que descubrir: que el mal es un mal de amor, y que este tiene como objeto a Calisto, tanto Melibea como Celestina lo saben claramente desde el principio. El problema, pues, no es de ‘conocimiento’, sino de ‘expresión’: no se trata, en definitiva, de saber, sino de decir lo que se sabe, de reconocer su existencia. Con una diferencia entre las dos dialogantes: Melibea quisiera, pero no puede, porque se lo impide la obediencia que le es debida al código moral de su clase y de su género; Celestina, podría, pero no quiere, porque se lo impide la observancia que le es debida al código profesional de su actividad: no el metafórico de médico —por supuesto—, sino el real de alcahueta57. En dos pasajes, Melibea pone al descubierto esta situación. En el primero, alentada por la alegre presencia y las palabras de la visitante, Melibea introduce un docto parangón con un episodio ocurrido a Alejandro Magno: Paréceme que veo mi corazón entre tus manos hecho pedazos; el cual, si tú quisieses, con muy poco trabajo juntarías con la virtud de tu lengua, no de otra manera que cuando vio en sueños aquel grande Alexandre, rey de Macedonia, en la boca del dragón la saludable raíz con que sanó a su criado Tolomeo del bocado de la víbora (p. 221).
El equívoco de Melibea —pues de eso se trata— se justifica por la contigüidad entre boca y lengua; y sin embargo —gracias al equívoco—
56
Illades Aguiar, 1999, tratando de las relaciones con Villalobos, señala cómo ya en la obra médica en versos del zamorano, el Sumario de la medicina, «la figura de la alcahueta resulta compleja, pues atrae hacia sí, insinuando acaso el parentesco, la función del médico y, a un tiempo, de la hechicera» (p. 44). Sobre la cuestión, en relación con el acto X, es fundamental la mencionada aportación de Amasuno, 2001. 57 Coherentemente con la perspectiva crítica adoptada, Amasuno, 2001 subordina la «connotación de actitud alcahueteril» a la médica, respecto a la cual hace referencia al «recurso terapéutico de uso corriente en sus días, la logoterapia», lo que da lugar, por parte de Celestina, a «una peculiar sesión logoterapéutica» (pp. 190191), pero reconociendo que, al final del coloquio entre las dos mujeres, se verifica «un súbito viraje en el que su faceta [de la conducta de Celestina] propiamente curandera da paso libre al de alcahueta» (p. 203).
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nos damos cuenta de que Melibea se espera del ‘discurso’ de Celestina los mismos efectos curativos que Alejandro obtuvo de la ‘boca’ del dragón, cuando curó a su siervo con la raíz del «eléboro negro»58. El segundo pasaje es de nuevo una réplica de Melibea. Celestina está a punto de revelarle la causa de su mal, pero —antes de hacerlo— le pide el permiso a Melibea, o sea, a la propia paciente: «Y pues que ansí es, si tú licencia me das, yo, señora, te la diré». La reacción de Melibea no se hace esperar, con una serie de preguntas que manifiestan lo absurdo de la petición: «¿Cómo, Celestina, qué es ese nuevo salario que pides? ¿De licencia tienes tú necesidad para me dar salud? ¿Cuál médico jamás pidió tal seguro para curar al paciente?» (p. 223). Respetando la partición en dos escenas, podemos dividir el coloquio en dos partes: la primera de ellas la constituye ‘el diagnóstico’ del mal, con Celestina en el papel de médico, mientras que la segunda da lugar a la ‘cura’ del mal, con la misma Celestina en el papel —esta vez— de cirujano. Desde el principio, Melibea recibe a Celestina como un médico, en cuya ciencia pone la confianza de su curación; no faltan —por lo tanto— referencias frecuentes al saber de la alcahueta-médico: cómo ha quesido mi dicha y la fortuna ha rodeado que yo tuviese de tu saber necesidad (p. 220); grandes nuevas me han dado de tu saber (p. 221); mujer bien sabia y maestra grande (p. 223); o no es ninguno tu saber (p. 224),
donde, por una vez, ese mismo saber parece que se pone en entredicho. Por otra parte, el comportamiento de Celestina se lleva a cabo —como ya hemos dicho— en perfecto cumplimiento del paradigma científico y médico. Tras una primera referencia a los síntomas de la enfermedad: «las coloradas colores de tu gesto» (p. 220), no se compromete sobre la «causa» del mal, sin haber interrogado antes a la enferma sobre la «calidad» del mismo. En efecto, a Melibea que, impaciente, pregunta por la «causa donde mi mal proceda», reacciona molesta: «No me has, señora, declarado la calidad del mal. ¿Quieres que adevine la causa?» (p. 221).Y, de esta forma, 58
Para la fuente petrarquesca de la anécdota, ver Castro Guisasola, 1924, p. 128 y, sobre todo, Deyermond, 1961, p. 143, al que la «nota complementaria» de la edición que utilizo (221.21) añade ulteriores textos clásicos.
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Melibea se verá sometida, como requiere la ortodoxia diagnóstica, a las tres preguntas acerca de la parte del cuerpo donde está localizado el dolor, al tiempo en que comenzó a sentirlo, a la circunstancia que lo ha generado59. En este punto, tiene lugar una de las raras referencias —en esta parte del diálogo— a la pareja de oposición: cubrir/descubrir. La triple pregunta de Celestina se concluye, de hecho, con una asimilación del ‘médico’ al ‘confesor’, figuras ambas a las que se debe decir la verdad sin ocultamientos: «Por ende, cumple que al médico, como al confesor se hable toda verdad abiertamente»60.Y Melibea le hace eco al instante, al comienzo de su triple respuesta: «mucho me has abierto el camino por donde mi mal te pueda especificar» (p. 223). Aunque Celestina está ya dispuesta a pronunciar el diagnóstico, la cautela la invita a detenerse en espera del momento oportuno, no obstante las insistencias de una Melibea cada vez más ansiosa de escuchar de la otra lo que ya sabe perfectamente61: Di, di, que siempre la [la licencia] tienes de mí (p. 223); Cuánto más dilatas la cura, tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y pasión (p. 223); !Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que supieres... (p. 224).
Pero es que la prudente indecisión de Celestina está más que justificada, ya que el ansia de Melibea de escuchar el mal del que sufre no le hace renunciar a anteponer un bien por encima de todo lo demás. Melibea, en efecto, aun en su agitación —como hemos visto—, pone hasta por dos veces como condición el respeto de su honra: «tal que mi honra no dañes con tus palabras» (p. 223), «quedando libre mi honra» (p. 224).
59 Para algunos precedentes literarios, clásicos y medievales, de esta práctica médica tan difundida, ver Morros en Rojas, La Celestina, 1996, p. 198, n. 9; 1999, pp. 123-125, y Amasuno, 2001, pp. 186-188 y n. 18 con remisión a Cerro González, 1963. 60 Como siempre ocurre en el texto de la Tragicomedia, las citas y referencias frecuentes, ya sean cultas o populares, sufren un proceso general de ‘remotivación’, tal y como se verifica también en este caso para el proverbio ampliamente registrado en las colecciones paremiológicas. Para el concepto de remotivación, remito una vez más a Orlando, 1990, pp. 129-131. 61 Sobre la «tripartite structure» del coloquio del acto X, así como sobre las posibles relaciones con el Roman de la Rose, ver Martin, 1972, pp. 93-95.
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Como subraya Celestina, Melibea —por un lado— ‘se lamenta del dolor’ y —por otro— ‘teme la medicina’: quisiera —en definitiva— dar rienda suelta a su deseo, manteniendo a salvo los valores de su código moral. En cambio, entre llaga y melecina —según un precepto médico de la época, que se adapta perfectamente a la situación metaforizada— no puede haber tregua, sino que es necesario que se combatan, si se quiere sanar, como comenta Russell62. Y la cura de Celestina consiste exactamente en eso: en la renuncia de la honra a beneficio del deleite. Pero renunciar a los propios valores, liberarse del propio código moral, se anuncia no menos doloroso de lo que era la represión del deseo y la renuncia al placer; tan doloroso que se asimila a una operación quirúrgica sufrida en el propio cuerpo.Y, de hecho, en este punto del diálogo, la metáfora que preside todo el coloquio, de médica se convierte propiamente en quirúrgica: el mal, que anteriormente solo en el monólogo —y por una sola vez— había sido indicado como llaga, de ahora en adelante será indicado exclusivamente con este término: una llaga, que Celestina se dice dispuesta a suturar con los puntos de su sotil aguja. Este es —quizás— el momento de mayor tensión de todo el coloquio, basado en una triple equivalencia: cura (o sea: el triunfo del deseo y del placer) = superación del código moral (o sea: renuncia a la honra, y a todos los valores vinculados a ella, honestidad, vergüenza, castidad, fama) = operación quirúrgica en el propio cuerpo.
Es por eso por lo que Celestina le advierte a Melibea que, si quiere sanar, debe, por un lado, estar dispuesta a soportar un dolor más fuerte que el provocado por la propia llaga: «no tengas por nuevo ser más fuerte de sofrir al herido la ardiente trementina y los ásperos puntos que lastiman lo llagado, doblan la pasión, que no la primera lisión que dio sobre sano» (p. 224). Por otro lado, le advierte que se prepare exactamente como quien está a punto de recibir una operación, es decir: «haz para tus manos y pies una ligadura de sosiego, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un freno de silencio, para tus oídos unos algodones de sofrimiento y paciencia» (p. 224). Lo que quiere decir que Melibea debe soportar inmóvil, pasivamente, la violencia ejercida sobre su cuerpo; o lo que es lo mismo —fuera 62
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Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, p. 431, n. 30.
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ya de la metáfora quirúrgica: debe asistir a la supresión de los valores hasta ahora profesados, sin ninguna reacción que intente su defensa63. Solo ahora se realiza la primera y verdadera capitulación de Melibea, que finalmente prorrumpe en la siguiente exclamación: «¡Agora toque en mi honra, agora dañe mi fama, agora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te doy mi fe ser segura, y si siento alivio, bien galardonada» (p. 224), donde encontramos concentrada toda la temática del coloquio, con equivalencia —por un lado— entre cuerpo y carnes violentadas y honra y fama corrompidas, y —por otro lado— el corazón extraído de las carnes desgarradas y el deseo finalmente liberado. Ahora que la resistencia de Melibea parece haber cedido por completo, es su criada Lucrecia, que hasta ahora ha asistido al coloquio completamente en silencio, la que toma la última defensa de aquellos valores que su ama está a punto de sacrificar en el altar del placer: «(El seso tiene perdido mi señora. Gran mal es éste; cativado la ha esta hechicera)» (p. 224). Para que Celestina pueda operar con éxito, es necesario que Lucrecia sea alejada y que las otras dos mujeres se queden completamente a solas; termina así, con una última concesión a las razones de la moral por parte de una criada64, la primera parte del coloquio. 2.5. «El seso tiene perdido mi señora» En la segunda mitad del coloquio, que corresponde a la tercera escena del acto, Celestina efectúa la metafórica operación quirúrgica con una —como ella misma dice— «invisible aguja que, sin llegar a ti, sientes
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Algunos editores como Russell, en Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, 1991, p. 433, n. 37 y Morros, en Rojas, La Celestina, 1996, p. 200, n. 14 subrayan justamente el uso metafórico al que Celestina somete los cuatro métodos, que en la práctica médica solían utilizarse con el objetivo de inmovilizar al paciente en los casos de intervención. Menos compartible parece la remisión a contenidos religiosos, como advierte Rodríguez-Puértolas: «Las conocidas armas paulinas del cristiano (Efesios, 6, 11-17) [...], se han transformado aquí en metáforas medicinal y amorosa» (Rojas, La Celestina, 1996, p. 218, n. 14). 64 Sobre esta interpolación de la Tragicomedia, es interesante cotejar las contrastantes observaciones de Gilman, 1974, p. 85 y Bataillon, 1961, p. 183. Sobre el personaje de Lucrecia, ver los trabajos de Eaton, 1973; Beltrán, 1989, pp. 112-120, recogido en trad. esp. en Beltrán, 1997, pp. 32-37; Okamura, 1991.
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en sólo mentarla en mi boca» (p. 226). Es una aguja, ergo, puesta «en la boca», como la raíz de la planta medicinal vista en un sueño por Alejandro: una aguja que consiste en la palabra65, y que —por lo tanto— substrae el deseo al silencio represivo para mostrarlo a la luz de la plena conciencia y del consentimiento sin restricción y condiciones. A medida que avanza el coloquio —y llega a su fin—, la metáfora médica y quirúrgica tiende a agotar su función de cobertura parcial, permitiendo que la otra pareja: cubrir/descubrir emerja de nuevo. De hecho, Celestina, después de haber definido invisible la aguja con la que opera, se compromete ulteriormente en una afirmación que contribuye a poner fin a la metáfora que ella misma había sido la primera en introducir. Dice, en efecto: «Sin te romper las vistiduras se lanzó en tu pecho el amor; no rasgaré yo tus carnes para le curar» (p. 226)66. De nuevo el verbo romper, junto con el casi sinónimo rasgar: ambos, sin embargo, precedidos de negación, lo que reduce la metáfora a un discurso directo, no figurado. Y, en efecto, en la misma afirmación aparece —por primera vez— el nombre del mal que aflige a Melibea: el amor. La reacción de Melibea no se hace esperar y pregunta con falsa ingenuidad: «¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?». «Amor dulce», vuelve a decir Celestina, haciendo seguir al nombre del mal su definición tradicionalmente oximórica: «Es un huego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte» (p. 226). A Melibea que objeta que, según la definición, «dudosa será mi salud», Celestina replica que «sé yo al mundo nacida una flor que de todo esto te delibre»: Mel. —¿Cómo se llama? Cel. —No te lo oso decir. 65 Naturalmente, «the theme of language» ha recibido siempre una atención particular en los estudios sobre La Celestina, y, sin embargo, el interés por dicho tema parece haber aumentado aún más a lo largo de estas últimas décadas, como atestiguan las aportaciones —inspiradas, en verdad, en perspectivas críticas no siempre aceptables— de Read, 1978, recogido y ampliado en Read, 1983, y de Gifford, 1981; Azar, 1984; Gaylord, 1991; Burke, 2000, pp. 79-102. 66 De nuevo, la probable alusión a un conocido refrán (ver la correspondiente nota de la edición que utilizo (p. 226, n. 57), que en nuestro texto sufre, junto con la natural contextualización, un proceso de eficaz remotivación.
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Mel. —Di, no temas. Cel. —Calisto... (p. 227).
El mal y el remedio, no solo han salido del silencio67, sino que además se han liberado de todo lenguaje metafórico de cobertura: ya sea médico, quirúrgico o vegetal. Finalmente, uno y otro pueden ser pronunciados directamente con su nombre: amor y Calisto. Es exactamente en este punto, es decir, cuando el deseo y su objeto emergen en la plena aceptación de la palabra directa, cuando Melibea se desmaya. Celestina, que hasta entonces había mostrado su control habitual de la situación y la plena confianza en sus capacidades, se deja llevar por el pánico, imaginando lo peor.Y ahora es ella quien teme que todo pueda descubrirse: «ya no podrá sofrirse de no publicar su mal y mi cura» (p. 227), y quien desconfía de su propia obra, volviendo al lenguaje metafóricamente quirúrgico: «Creo que se van quebrando mis puntos»68. Pero Melibea, que pronto vuelve en sí —o mejor: recupera los sentidos, siendo ya otra de la que era—; Melibea le hace eco a la alcahueta, invirtiendo su letra y su sentido: Quebrose mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza.Y como muy naturales, como muy domésticos, no pudieron tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua, y gran parte de mi sentido (p. 228).
Doble inversión —decía— porque es Melibea la que asume ahora la responsabilidad de una palabra directa, para declarar a través de ella que los valores de su código moral —honestidad, empacho, vergüenza— han sido superados. Su superación ha comportado la muerte momentánea de aquella que los profesaba, y eso ha sido posible gracias a la ‘operación quirúrgica’ de Celestina. «Cerrado han tus puntos mi llaga» (p. 228), reconoce Melibea, con una última concesión al lenguaje metafórico, también él ya dado por superado. No es casualidad que, en esta parte 67
Sobre el ‘poder mágico’ del nombre de Calisto han insistido, en diferentes ocasiones, los estudiosos de la obra, con particular referencia al momento que acabamos de mencionar del acto décimo, para lo cual véanse Gifford, 1981, pp. 36-37; Corfis, 1998, pp. 49-50; Burke, 2000, p. 93. 68 Para una interpretación diferente del episodio del desvanecimiento de Melibea, ver Amasuno, 2001, pp. 205-207, 2005, pp. 238-244. Concuerdo con Lacarra, en Rojas, La Celestina, 1995, p. 166, n. 45.
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final del coloquio entre las dos mujeres, vuelva a hacerse frecuente la presencia de la otra pareja de oposición: cubrir/descubrir, sometida también ella a la inversión general, ya que lo que resulta eufórico ahora es el término sobre el que antes recaía la condena moral: descubrir: «mi fiel secretaria —dice Melibea a Celestina— lo que tú tan abiertamente conoces en vano trabajo por te lo encobrir» (p. 228), para acabar con la frase que ya había mencionado al comienzo de estas notas: «has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descubrir» (p. 228). Y es significativo que, por un momento, el acto de descubrirse se haga recíproco, esto es, involucrando a la propia Celestina, cuando esta revela a la joven sus temores y pensamientos más íntimos, antes de haber decidido intervenir: «Verdad es que ante que me determinase, así por el camino como en tu casa, estuve en grandes dudas si te descobriría mi petición» (p. 228), para luego invitar a su interlocutora a una confesión completa que —de hecho— no tarda en llegar, cerrando el coloquio con un abandono total al deseo abiertamente proclamado: ¡Oh mi Calisto y mi señor, mi dulce y suave alegría! Si tu corazón siente lo que agora el mío, maravillada estoy como la ausencia te consiente vivir. ¡Oh mi madre y mi señora, haz de manera como luego le pueda ver, si mi vida quieres (p. 229).
Antes de terminar, echemos un breve vistazo a las dos escenas cortas pero interesantes con las que se cierra el acto. En la primera, tras la salida de Celestina del alojamiento de Melibea, entra en ella Lucrecia. Entre ama y criada tiene lugar un breve diálogo, en el que la pareja: cubrir/descubrir, en sus diversas realizaciones, continúa predominando con una densidad de presencia, quizás incluso mayor que la del monólogo inicial y la parte final del coloquio. En el espacio de poco más de veinte líneas, en efecto, se van sucediendo uno tras otro los siguientes términos: secretaria, se cubra, secreto sello, encobrir, celar, se manifestaban, señales, callaba, encobría. Pero también, en el breve diálogo, se introduce algún elemento nuevo junto con la confirmación de la antigua temática. Nuevo es, por ejemplo, el uso que Melibea hace del concepto de ‘secreto’. Después de dirigirse a su criada con el apelativo de «mi fiel secretaria», ya reservado antes a Celestina, la joven añade: «Cativome el amor de aquel caballero. Ruégote por Dios se cubra con secreto sello por que yo goce de tan suave amor» (p. 229). Melibea invoca y recomienda de nuevo el secreto, pero —esta vez— este tiene como fin la realización
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del deseo y ya no la represión del mismo, que era lo que, en cambio, sucedía en el monólogo inicial69. Por otra parte, en su respuesta, la criada resume toda la situación de disimulación, anterior a la intervención de Celestina, con Melibea que intentaba a duras penas encobrir: Cuanto tú más me querías encobrir y celar el fuego que te quemaba, tanto más sus llamas se manifestaban en la color de tu cara, en el poco sosiego del corazón, en el meneo de tus miembros, en comer sin gana, en el no dormir (pp. 229-230),
y la criada que correspondía con análogo comportamiento encubridor: «callaba con temor, encobría con fieldad» (p. 230), dice de sí misma, para concluir con pesar que «fuera mejor el áspero consejo que la blanda lisonja». De manera que, incluso desde la perspectiva de la defensa del código moral, o sea: desde la perspectiva asumida por la criada, la elección de encubrir resulta dañina, y termina siendo —por lo tanto— condenada dos veces y desde dos puntos de vista opuestos: el represivo, o de la moral; y el reprimido, o del deseo y el placer. El acto se cierra definitivamente con las pocas y brevísimas réplicas que la madre, Alisa, intercambia con su hija, después de que —de regreso a casa— se haya topado con Celestina. En las recomendaciones de la madre a su hija, vuelven —concentrados— casi todos los valores que habíamos visto desfilar a lo largo del acto: propósitos castos, fama, honestidad, verdadera virtud. Reaparecen ya —a estas alturas del texto— con la apariencia de los fantasmas: no de esos fantasmas siniestros que infunden terror, sino de aquellos que —desenmascarados— ya solo provocan una sonrisa, sino incluso una risa liberatoria. Ante la recomendación de la madre de que evite, en el futuro, recibir a la vieja y deshonesta alcahueta, Melibea responde con la última réplica del acto: «Bien huelgo, señora, de ser avisada, por saber de quién me tengo de guardar» (p. 230). Con esta respuesta, irónicamente falsa, Melibea se burla de su madre y de todos los valores que ella representa70. 69
Como justamente ha observado a este respecto Miguel Martínez, 2000: «Si [Melibea] mantiene el miedo a la opinión pública, [...], no es ya como freno a la realización de sus amores, sino como obstáculo lúcidamente recordado, pero que está decidida a sortear para que nada interfiera su felicidad» (p. 53). 70 Poco verosímil parece, en verdad, la propuesta de Burrus, 1994-1995, según la cual al final del coloquio del décimo acto, «Melibea seems to think of the affair in terms of a chaste one in the literary model of courtly love, with Calisto adoring her
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3. «SACARLE HE LO SUYO Y LO AJENO DEL BUCHE»: SECRETO DE AMOR Y DESEO DE VENGANZA
3.1. El secreto de amor y sus infracciones En La Celestina la temática del secreto atraviesa de principio a fin el texto de la Tragicomedia, haciendo referencia, por otra parte, a hechos y motivos muy diferentes uno del otro: la obra se abre con la irreverente declaración de Calisto a Melibea, una concentración de lugares comunes que se atienen al código de amor cortés, entre los que aparece —con el elocuente recurso a la antítesis— la pertinente al celar («que mi secreto dolor manifestarte pudiese», p. 27); y se cierra con el epígrafe de una de las octavas de la composición de Alonso de Proaza, que alude análogamente a la revelación de un secreto, aunque en realidad de naturaleza diferente («Declara un secreto que el autor encubrió / en los metros que puso al principio del libro», p. 353) o, si se prefiere permanecer dentro del texto teatral en sentido estricto, es decir, excluyendo las partes paratextuales, con el extremo relato de una Melibea extenuada por el dolor que, al anunciar al atónito padre su muerte inminente, le revela despiadadamente la historia de pasión que la ha conducido a la trágica decisión, sin ocultarle el papel que en ella ha ejercido Celestina, «la cual, de su parte [de Calisto] venida a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho» (p. 333). De hecho, si ceñimos el discurso a los dos protagonistas de la historia de amor, la temática del secreto termina afectando exclusivamente a los códigos culturales y de conducta que gozaban de un gran prestigio en la comunidad de la época, ya que remite —en una perspectiva masculina, por lo que atañe a Calisto— a una norma fundamental del código de amor cortés, mientras que —desde el punto de vista femenino, por lo que concierne a Melibea— repercute en una norma moral y de comportamiento de las jóvenes de alto rango. Ni que decir tiene que el carácter prestigioso de las normas y los respectivos códigos, a los que esas normas pertenecen, depende del hecho de que, en ambos casos, siempre son exponentes de la clase aristocrática los que se ven afectados por tales normas. Sin embargo, también es cierto que en La Celestina las
and she very much in love but, alas, unable to permit the physical consummation of their love» (p. 71).
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normas mencionadas se dan únicamente para ser infringidas, con efectos distintos y, al mismo tiempo, convergentes, según se trate del amante masculino o femenino, como he tratado de mostrar anteriormente, cuyas conclusiones sentarán las bases para examinar la temática del secreto en una nueva dirección que la obra de Rojas explora con resultados no menos interesantes para la lectura de la Tragicomedia. En más de un episodio, la «necesidad de publicidad del momento amoroso» o el «curioso exhibicionismo» del que da pruebas Calisto —para recurrir a las expresiones usadas por dos grandes lectores e intérpretes de La Celestina71— constituye un claro ejemplo de infracción a una de las reglas fundamentales de la ideología cortés del amor, precisamente a la que prescribe el deber del celar, con la aclaración de que el imperativo de la discreción amorosa había confluido en la temática de dos géneros literarios contemporáneos de la Tragicomedia: la lírica cancioneril y la novela sentimental, los dos géneros que más profundamente habían recogido el legado lírico-amoroso de los trovadores en la España de las postrimerías del siglo XV. Pues bien, los cuatro episodios principales que ya hemos analizado, en los que Calisto contraviene la norma del código cortés, se disponen a lo largo del texto con una especie de crescendo, en donde la infracción a la obligación del secreto origina un efecto cómico del que es víctima el mismo protagonista masculino. Al mismo tiempo, sin embargo, en virtud del modelo teórico de formación de compromiso, detrás de la fachada cómica producida por la transgresión hay que reconocer un deseo de exhibición, en el que —en contraposición a una ideología amorosa como expresión de una experiencia aristocrática— se manifiesta una concepción de la experiencia individual abierta a la comunicación con los demás seres humanos y capaz, por lo tanto, de ser aceptada como fundamento de la construcción de las relaciones entre los individuos. En definitiva, una concepción que, si desde un perspectiva socio-económica encuentra un apoyo plausible en la «crisis de la sociedad señorial del siglo XV», según una interpretación bien conocida de la obra maestra de Rojas72, desde el punto de vista estrictamente cultural se justifica en el asignar la primacía a la palabra como valor fundamental de las relaciones sociales, incluso en las cosas de amores, hasta invertir el antiguo precepto cortés en una, por así decirlo, 71
Las citas están tomadas, respectivamente, de Samonà, 1953, p. 127; Lida de Malkiel, 1970, p. 349, n. 2. 72 Me refiero, por supuesto, a Maravall, 1973.
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norma anticortés, según la cual —como defiende la vieja alcahueta— «El deleite es con los amigos en las cosas sensuales, y especial en recontar las cosas de amores y comunicarlas» (p. 77). Por lo que respecta a la protagonista femenina, la mencionada revelación de Melibea a su anciano padre: «Sacó mi secreto amor de mi pecho», alude al episodio del décimo acto, con su eficaz parodia tanto de la tradición médica como de la literatura amorosa, cuyo efecto cómico está garantizado por la presencia de la alcahueta que actúa conforme al paradigma científico del médico curandero. El largo coloquio entre Melibea y Celestina marca, como hemos visto, una inversión total de los valores constitutivos del noble comportamiento femenino de la época, que la obra presupone. Al final del acto, y como resultado del coloquio con Celestina, la curación de Melibea consiste en la emancipación del propio código moral, a través de la renuncia a la honra y a todos los valores relacionados con ella (honestidad, vergüenza, castidad, fama) a beneficio solo del deleite, y en la cura de la palabra, que substrae el deseo al silencio represivo para mostrarlo a la luz de la plena conciencia y consentimiento. En conclusión, en las páginas anteriores que he recapitulado aquí con la máxima rapidez, la atención se centraba esencialmente en examinar las dos diferentes infracciones a la norma del secreto, a las que en La Celestina se les concede amplio espacio, en el sentido de que mientras que los hombres podrían ser tentados, en contra de la obligación del celar, por el deseo de exhibir públicamente su «felicidad en amor» —para retomar la expresión de Bernart de Ventadorn, «es foli’ et efansa, / qui d’amor a benanansa / ni.n vol so cor ad autre descobrir»—, a las mujeres no les son ajenas las ganas —en contra de los vínculos de la honra— de reconocerse a sí mismas como sujeto de deseo y, en consecuencia, de desahogar libremente su sentimiento amoroso. Pero, tal como observaba al comienzo de estas páginas, en los casos considerados hasta ahora, secreto y reserva, por más que resulten representados de acuerdo con su transgresión, remiten siempre y en cualquier caso a normas de elevados códigos morales y de comportamiento, como componentes integrales del patrimonio cultural de las clases sociales altas. Sin embargo, hay otras circunstancias textuales en las que la misma temática sufre un proceso de degradación adicional: mantener en secreto la pasión no tiene ya que ver con nobles normas de conducta, ya sea que conciernan a la relación con los demás o con uno mismo, sino que atañen miserablemente a la relación ilícita, en su calidad de auténtica intriga amorosa.
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Aclararé de inmediato a lo que pretendo referirme con el recurso a dos ejemplos con los que esta variante degradada del tema del secreto se muestra en los primeros diez actos de la Tragicomedia, apareciendo en ambos casos con motivo de los decisivos coloquios que Celestina entabla con Melibea en el cuarto y décimo actos. En el primero de los dos actos mencionados, ya al término del coloquio, Melibea, creyendo o —más probablemente— fingiendo creer el pretexto del «dolor de muelas» adoptado por la alcahueta, después de haberse justificado, sintiéndose afligida por la reacción enojada en la que había incurrido cuando Celestina le pronunció imprudentemente el nombre de Calisto, («¡Oh cuánto me pesa con la falta de mi paciencia!»), acepta satisfacer en ese momento una de las dos peticiones de la vieja («quiero complir tu demanda y darte luego mi cordón»), mientras que, en lo que respecta a la oración de santa Polonia, pospone su entrega para el día siguiente: «Y porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente» (p. 134). La recomendación hecha por Melibea a Celestina de que su visita del día siguiente debe llevarse a cabo en secreto, o sea, a escondidas, y, por lo tanto, sin que los padres de la joven lo sepan, presenta el tema bajo una luz completamente nueva, ya no formando parte de los prestigiosos códigos morales y de comportamiento de los que se ha hablado, sino tiznada por el contacto con algo nefando: en la maliciosa exhortación de la hija desobediente se pueden vislumbrar, aunque solo sea en la sugerencia del adverbio, la rendición al deseo y la complicidad con la alcahueta, y, con ello, la identificación del secreto con la aventura o intriga amorosa. Algo de lo que se da cuenta inmediatamente la criada Lucrecia, que ha asistido al coloquio, y que, al escuchar a su joven ama pronunciar el precavido consejo, comenta para sí misma: («¡Ya, ya: perdida es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay. ¡Más querrá dar que lo dicho!», p. 134). Una preocupada reflexión, en la que el sintomático adverbio está conectado directamente con el sustantivo fraude, como prueba del hecho de que el secreto, en cuanto norma moral y de comportamiento, ha pasado del ámbito de los valores a formar parte de la esfera de los desvalores, es decir, a coincidir con la actitud de quien mantiene oculto a los demás algo reprobable, que la comunidad condena. Pero eso sobre lo que recae la reprensión de la sociedad corresponde a la realización del deseo, de modo que la otra ocurrencia de la variante degradada del motivo del secreto se encuentra, no por casualidad, en
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el décimo acto, al final del segundo coloquio con Celestina, cuando Melibea, tras haber concertado con la alcahueta la cita nocturna que le permitiría encontrarse con Calisto, se dirige esta vez a Lucrecia para exigirle con el tono de quien habla, más que al doméstico sumiso, al compañero confidente y depositario de sus secretos, del que se busca la connivencia o, incluso, se procura comprar su lealtad y silencio: Amiga Lucrecia, mi leal criada y fiel secretaria, ya has visto como no ha sido más en mi mano: cativome el amor de aquel caballero. Ruégote por Dios se cubra con secreto sello por que yo goce de tan suave amor.Tú serás de mí tenida en aquel grado que merece tu fiel servicio (p. 229).
Las palabras de Melibea establecen un nuevo nexo, debido al cual el secreto, en esta circunstancia, garantiza la satisfacción del deseo. Propuesto en función del cumplimiento del engaño en el pasaje del cuarto acto, y como tutela de la realización del placer en el décimo acto, el secreto termina dando lugar a un trío de factores, entre los que hay establecida una doble equivalencia que pone a la par el secreto con el fraude, por un lado, y con el gozo, por otro. Con esta doble ecuación estamos muy lejos de ese universo de valores y significados, en el que el secreto, como norma constitutiva de códigos morales y de comportamiento que gozaban de un prestigio social absoluto, además de un amplio reconocimiento literario, representaba una virtud o un noble ideal, por más que los dos jóvenes protagonistas de la Tragicomedia, al no conseguir respetarlos, con su conducta acabaran invirtiendo su contenido en el paródico deseo de exhibición de Calisto y en el incontenible afán de placer de Melibea, con un efecto en ambos casos de indiscutible comicidad, provocada por su inadecuación en relación con los respectivos arquetipos tanto sociales como literarios. No es casualidad, por otra parte, que con la nueva acepción, portadora de la variante baja y degradada de nuestro tema, el secreto, vaciado de todo contenido ennoblecedor, y convertido en la medida apropiada y necesaria para la perpetuación de los encuentros amorosos, a los que se les contrapone el intento perpetrado por otros para arrancar el secreto, o lo que es lo mismo, para descubrir tiempos y lugares de la aventura; no es casualidad —decía— que esta nueva acepción del tema conquiste el máximo espacio de presencia en los actos añadidos a la comedia que se suelen designar como Tratado de Centurio.
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3.2. El Tratado de Centurio y el secreto de amor Que esto ocurra no por casualidad en el Tratado de Centurio merece algunas palabras de justificación, antes de centrarnos de nuevo en nuestro tema para reconstruir su presencia en los actos añadidos en la redacción final de la obra. Definida, como se recordará, «una intriga episódica e inútil, que no conduce a ninguna parte ni modifica en nada el desenlace»73, con el tiempo la interpolación ha sido valorada por la crítica más favorablemente, incluso por lo que atañe a la coherencia y al carácter unitario de la obra en su forma definitiva, tal y como reconoció Lida, para quien «el autor —o autores— de los cinco actos interpolados ha recogido con habilidad suma los hilos de la versión primitiva» (p. 234), aunque eso no significa en absoluto que dicha interpolación no presente algunas peculiaridades propias. Por supuesto, no es este el lugar, para discutir en sus detalles toda la cuestión, por lo que nos limitaremos, de manera más general, a subrayar cómo las propiedades particulares y características de la interpolación están vinculadas a un incremento de comicidad con el que la variante baja y degradada del tema del secreto se halla en perfecta sintonía. A pesar de que no se puede estar plenamente de acuerdo con la opinión de Stephen Gilman, según la cual «la verdadera diferencia que existe entre el arte de los quince actos originales de Rojas y los cinco que añadió en 1502 es de orden genérico», en el sentido de que «Rojas se ha alejado fatalmente de su posición creadora original [la del ‘dialogo puro’] y de ese modo nos ha permitido presenciar el nacimiento [...] de los dos géneros principales del siglo que entraba [“comedia” y “novela”]»; no obstante, en la supuesta alteración de la «relación genérica autor-obra» conjeturada por el ilustre erudito (1974, pp. 314, 318 y 320), encontramos la confirmación del carácter peculiar de los actos añadidos en el hecho de que la trama principal del Tratado, constituida por el motivo de la venganza, va acompañada de un incremento de comicidad. Sobre este último factor, los estudiosos que en los años posteriores al libro de Gilman se han ocupado, de forma más o menos específica, del Tratado, aun en la diversidad —incluso en el contraste— de las posiciones asumidas con respecto a las distintas cuestiones que la adición plantea (identidad de su autor, coherencia y unidad de argumento y 73 Menéndez Pelayo, 1943, III, p. 269. Sobre Menéndez Pelayo y la obra maestra de Rojas, ver G. Serés, 2003, pp. 381-405.
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de estilo con relación a los quince actos anteriores, etc.), han insistido unánimemente en remarcar el carácter cómico prevalente de los actos interpolados, en particular los dedicados a la exposición de la intriga tramada por Areúsa. Sin embargo, tal convergencia de opiniones al subrayar el aspecto particularmente cómico de los actos añadidos en la Tragicomedia corre el riesgo de dejar solapado un dato fundamental del problema; quiero decir que, al ser la comicidad un elemento igualmente constitutivo de los actos que formaban la Comedia, para que el unánime consenso señalado tenga una justificación es necesario que la comicidad de la interpolación presente una característica propia, una particularidad que no se limite solo a la dimensión cuantitativa del incremento, sino que —sin descuidar en absoluto este último componente— implique una parcial discrepancia en la naturaleza de los objetos y en el empleo de los medios con los que se obtiene la provocación de la risa. De hecho, no han escaseado intentos en esta dirección, como, por ejemplo, la aportación de Françoise Maurizi, quien, dedicada por completo a mostrar cómo «cette addition est placée sous le signe du rire», después de revisar los actos que la componen analizándolos bajo este aspecto, concluye afirmando que, con respecto a la redacción representada por la Comedia, «la recherche des effects comiques apparaît dans la grande interpolation sans grande subtilité. Les ficelles sont bien plus grosses, bien plus systématiques» (Maurizi s.f. [1995], pp. 90 y 108). En realidad, este resultado, que a la estudiosa citada le parece como ausencia o reducción de sutileza o finura en la realización del efecto cómico, tiene su razón de ser en la lógica con la que el autor obró en la amplificación y, por lo tanto, en el diseño mismo que preside la ejecución de la Tragicomedia. Pues bien, lo que se verifica en los actos intercalados es que el incremento de comicidad va aparejado con el incremento de protagonismo de los personajes de baja condición, tal y como Amanda J. Tozer ha tenido el mérito de señalar en un escrito reciente, no por la novedad del asunto, sino por la forma sintética, no menos que perentoria, con la que se expone el argumento: Following the deaths of Celestina, Pármeno and Sempronio in Act XII, the world of servants, prostitutes and pimps begins to take centre stage: Areúsa and Elicia become avengers, Tristán and Sosia become fictional pseudo-narrators, and Centurio developed in Acts XV, XVII and XVIII, thereby completing the burlesque picture with a sizeable helping of verbal incongruity and ridiculous exaggeration (2004, p. 152).
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Criados, prostitutas y alcahuetas conquistan, pues, el centro de la escena, como no ocurría en los actos de la Comedia, con el consiguiente e inevitable aumento de comicidad, aunque el fundamento del dato cuantitativo lo constituye —repito— la baja naturaleza de una comicidad que, en lugar de sustentarse en la infracción por parte de ridículos y sin embargo nobles personajes con respecto a aristocráticos códigos culturales y de comportamiento, dignos tal vez de una mayor consideración y de intérpretes más adecuados, como sucedía en la Comedia, se nutre ahora de la presencia de sórdidos protagonistas, por su bajeza de intenciones o —en el mejor de los casos— por su excesiva simpleza de ánimo y escasez de ingenio, así como de la puesta en práctica de los motivos más miserables que estimulan el actuar humano, como el rencor y el engaño, la envidia y el deseo de venganza. Desde esta perspectiva podemos compartir la observación de Heusch, según la cual «dans le passage de la Comedia à la Tragicomedia il [Rojas] soit moins intéressé para l’“histoire”, c’est-à-dire par la volonté de “creuser” ce qui existe déjà» (2008, p. 128), a condición de que se entienda con eso que la intriga tramada por Ereúsa y las maquinaciones llevadas a cabo por las dos huérfanas de la vieja alcahueta permiten ‘excavar’ más a fondo en un universo humano y social, que se manifiesta en toda su degradación, sin que tal abyección sea como velada por las mistificaciones ideológicas que el lector encontraba en la Comedia —y, por supuesto, todavía encuentra en la Tragicomedia— en los discursos con los que los dos jóvenes y nobles amantes, Calisto y Melibea, constantemente se remiten a normas y preceptos de los códigos culturales y de comportamiento que dicen que quieren observar, pero que quebrantan resueltamente; e incluso en las justificaciones con que Celestina, por un lado, y los dos criados, Sempronio y Pármeno, por otro, ocultan su sed de dinero y la pretensión de autonomía social. Con la conquista del centro de la escena por parte de personajes bajos, en definitiva, el juego queda completamente al descubierto, en el sentido de que la realidad humana se muestra al desnudo, en su estado de vergonzosa degradación, sin ninguna mediación ideológica capaz de alterar su naturaleza, mistificándola. De esta forma, en esa «creación nueva, basada en la observación de la realidad social coetánea» (Lida de Malkiel,1970, p. 693), que es el personaje de Centurio, la noble ética guerrera resulta indecentemente mortificada en los vaniloquios de un esbirro de profesión al servicio de una prostituta. Igualmente, en la pareja, aunque leal, de los nuevos criados,Tristán y Sosia, entre la ingenuidad
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de uno y la cautela del otro, las fórmulas codificadas del discurso cortés sirven a corroborar visiblemente el ímpetu sensual que empuja a aquel «simple rascacavallos» de Sosia a ser víctima del engaño de Areúsa, así como los sabios consejos que dispensa a su menos joven compañero no reprimen en el fino Tristán el regocijarse con fantasías escandalosamente licenciosas, si no indujeran a la risa más franca del lector («aunque soy mochacho, que diese tan buena cuenta como mi amo», p. 274). Y, para finalizar, en las figuras de Elicia y Areúsa, el motivo trágico de la venganza se ve degradado a la ridícula mala voluntad de dos prostitutas, resentidas de no poder disfrutar del mismo placer reservado a la pareja de nobles amantes, más que ofendidas y apenadas por la pérdida de su guía y maestra común. Es en semejante contexto, pues, donde también la dote de reserva y discreción, en la que consiste el dictamen que prescribe el secreto, entendido bien como norma cortés, bien como precepto moral, sufre a su vez la pérdida de cualquier contenido ennoblecedor, del que ya hemos hablado, y que ahora podemos reconstruir más de cerca, siguiendo su rastro en los actos intercalados. 3.3. Areúsa, Sosia y el secreto de amor El objeto del coloquio del acto XV, que se realiza entre las dos mujeres que se han quedado huérfanas de su protectora común y viudas de sus respectivos amantes, es, como se recordará, el tema de la venganza, que la diligente Areúsa no vacila en sugerir a su compañera en lágrimas, persuadida de que «quien lo comió, aquél lo escote» (p. 290)74 y, por lo tanto, decidida a hacer pagar el precio de las desgracias sufridas a los dos jóvenes amantes, «causadores de tantas muertes». Pero para poder castigar a Calisto y Melibea, añade la joven vengadora, primero será necesario comprobar «cuándo se veen y cómo, por dónde y a qué hora» (p. 291), de modo que el tema de la venganza termina fusionándose con el del secreto, como, por otra parte, resulta explícito de las palabras de Elicia, en cuya réplica a la propuesta de la compañera y cómplice no
74
Sobre el refrán ver Rojas, La Celestina, 2011, p. 712, n. 290.59 y también Cantalapiedra Erostarbe, en Rojas, Tragicomedia de Calisto y Melibea, 2000, pp. 10871088.
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tarda en hacer su aparición el término-clave, que está en el origen de las presentes reflexiones: Yo conozco, amiga, otro compañero de Pármeno, mozo de caballos, que se llama Sosia, que le acompaña cada noche; quiero trabajar de se lo sacar todo el secreto, y éste será buen camino para lo que dices (p. 291),
donde resulta que la revelación del secreto actúa como viático para el cumplimiento de la venganza. Sin embargo, es Areúsa la que se ofrece a sacarle el secreto al desventurado Sosia, quien —como sabemos por el coloquio con el que termina el acto anterior— no debía de ser insensible a las gracias físicas de la «enamorada, medio ramera», por él descrita a Tristán como «una hermosa mujer muy graciosa y fresca», cuya compañía sería la dicha de quien la posee, especialmente si es a bajo coste («no se tiene por poco dichoso quien la alcanza a tener por amiga sin gran escote», p. 283). De inmediato, en las palabras de Areúsa, el propósito de sonsacar el secreto al joven criado de Calisto se presenta de una forma muy repugnante, porque el acto de la revelación es asimilado al del vómito. En cuanto tenga la oportunidad, declara con bravuconería la mujer, «yo le [a Sosia] halagaré y diré mil lisonjas y ofrecimientos, hasta que no le deje en el cuerpo cosa de lo hecho y por hacer. Después a él y a su amo haré revesar el placer comido» (p. 291). Así pues, la revelación del secreto por parte del criado y el castigo contra su amo se hacen coincidir en un único acto de repulsiva emisión vómica. Será en el acto XVII donde tendrá lugar la escena en la que, como anticipa el Argumento, «a casa de Areúsa, adonde viene Sosia, al cual Areúsa con palabras fictas saca todo el secreto que está entre Calisto y Melibea» (p. 299)75. Interrumpido por la llegada de Sosia el breve coloquio entre las dos amigas, ya decididas ambas a abandonar para siempre «el hábito de tristeza», es a Elicia, que mientras tanto se ha ocultado detrás de una cortina o de una pared de la casa, a quien Areúsa, sin hacerse oír por el recién llegado, revela su intención de querer aprovechar la ocasión para 75 Sobre los «argumentos» que introducen cada uno de los actos, recuérdese lo que denuncia el mismo Rojas en el prólogo añadido en la Tragicomedia: «Que aun los impresores han dado sus punturas, poniendo rúbricas o sumarios al principio de cada acto, narrando en breve lo que dentro contenía; una cosa bien escusada según lo que los antiguos escritores usaron» (p. 20).
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arrancarle al criado de Calisto el secreto sobre los encuentros amorosos de su amo. Y lo hace recurriendo a un parangón no menos degradante de lo que era el uso metafórico del verbo revesar, del que se había servido anteriormente: «Y sacarle he lo suyo y lo ajeno —susurra a su amiga escondida— del buche con halagos, como él saca el polvo con la almohaza a los caballos» (p. 301). Si bien el contexto nos lleva a considerar «buche» en la acepción metafórica de «el pecho, o el secreto del corazón» y, en consecuencia, a interpretar toda la expresión con el significado atestiguado por Autoridades en base a la frase de Areúsa: «se dice cuando con maña y artificio se le obliga a propalar, y descubrir algún secreto»; sin embargo, el parangón bestial que sigue a continuación y que se refiere a los servicios que Sosia presta como «mozo de caballos», hace que se piense más bien en el significado literal del sustantivo, esto es, con referencia al buche en el que las aves retienen la comida. Por lo demás, en términos de degradación al nivel animal, poco más adelante en el texto, Elicia, desde su escondite, sorprendida por la forma en que Sosia se expresa al dirigirse a Areúsa, con un estilo que calca ridículamente una retórica cortés totalmente inapropiada en boca de un mozo de cuadra que corteja a una prostituta por su nombre, no puede evitar formular para sí misma una reflexión, en la que equipara al criado con las bestias de las que él mismo se ocupa en casa de su amo: (¡Oh hideputa el pelón, y cómo se desasna! ¡Quién le ve ir al agua con sus caballos en cerro, y sus piernas de fuera, en sayo, y agora, en verse medrado con calzas y capa, sálenle alas y lengua!) (p. 302).
El refinamiento de Sosia, tal vez ascendido de mozo de cuadra a sirviente de cámara, como hacen creer las ropas que lleva, se produce en todo caso en el signo de una bestialidad asnal, porque, a pesar del valor metafórico de desasnar, «desbastar y hacer perder la rudeza y torpeza de alguno», en la reflexión de Elicia, Sosia no parece haber ido más allá de la condición de un equino bien aseado, como los animales que él mismo se ocupa de almohazar y como confirmará el comentario final que la misma Elicia hace para sellar la escena del coloquio entre Areúsa y Sosia. Así pues, para volver a la frase de la que habíamos partido, a la expresión «sacarle del buche» no es ajena la connotación degradante que ya habíamos advertido en el uso del verbo «revesar», ya que, tanto en un caso como en el otro, la que las pronuncia termina asimilando el secreto que pretende sonsacar y la operación con la que se dispone a hacerlo,
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respectivamente, al repugnante contenido expulsado, por un lado, y al sacar un producto no diferente encerrado en el buche de un joven e ingenuo criado, que se deja juzgar de la misma manera que las bestias que cuida, por otro. Por otra parte, nuestra expresión recuerda aquella con la que Melibea se refiere al resultado del coloquio que mantuvo con Celestina en el acto X, al final del cual —confesará la desdichada joven a su padre— la alcahueta «sacó de mi pecho mi secreto amor», con el efecto de que los episodios contenidos en los actos X y XVII se desarrollan ambos marcados por la voluntad aparentemente común de sonsacar un secreto, pero con la diferencia de que mientras la intención de Celestina había sido la de sacar a la superficie, para que fuera aceptado y satisfecho, el deseo ilegítimo que Melibea ocultaba dentro de sí misma, ahora, por parte de Areúsa, se trata de arrancar con engañosos halagos lo que Sosia sabe, y descuidadamente guarda, sobre los encuentros clandestinos de su amo con Melibea. Después de halagarlo lo suficiente, y tras darse cuenta de que Sosia está a su merced («no quiera Dios que yo te haga cautela», replica a las tentadoras promesas de ella), Areúsa completa el ataque de una manera sorprendente, aconsejando a la desventurada víctima de su astucia que no haga lo que, en cambio, quiere que haga, esto es, le recomienda que guarde celosamente ese secreto que ella anhela arrebatarle. Lo hace recurriendo a una triple advertencia que se nutre de sentencias famosas y de lugares comunes que se remontan a la tradición misógina: Cata, amigo, que no guardar secreto es propio de las mujeres; no de todas, sino de las bajas y de los niños. Cata que te puede venir gran daño, que para esto te dio Dios dos oídos y dos ojos y no más de una lengua, por que sea doblado lo que vieres y oyeres, que no el hablar. Cata no confíes que tu amigo te ha de tener secreto de lo que le dijeres, pues tú no le sabes a ti mismo tener (p. 304).
Pero es entonces, cuando la propia Areúsa se sirve de la estratagema del «falso testimonio», al que pone en boca noticias falsas sobre las salidas nocturnas que Calisto realiza en compañía de sus criados, cuando Sosia cae definitivamente en la trampa y, en el ardor de restablecer la verdad de los hechos, sin darse cuenta termina desvelando lo que debería haber mantenido en la más absoluta reserva. Así, poco a poco, la verdad de los hechos se pone de manifiesto, y Areúsa, en el espacio de unas pocas
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réplicas, llega a saber, primero, que los encuentros amorosos tienen lugar a altas horas de la noche, cuando «descansen todos en el dulzor del primer sueño», y que no han sido más de ocho durante el mes; para luego enterarse del día, la hora y el lugar en que los amantes se han dado la próxima cita («Para esta noche en dando el reloj las doce está hecho el concierto de su visitación por el huerto»); y, finalmente, tener información precisa, por uno de los directos interesados, incluso del recorrido que la cuadrilla efectuará de noche («Por la calle del Vicario gordo, a las espaldas de tu casa», pp. 304-305). La campana ha dado tantos y tales retoques que pierde hasta el badajo («¡Qué desgoznarse hace el badajo!», p. 305), es el silencioso y crudo comentario de Elicia, que desde el recoveco donde está escondida ha escuchado todo el coloquio entre su compañera y el pobre Sosia. No es casualidad, por eso, que como apostilla a las abruptas palabras de adiós con las que Areúsa se despide del inocente joven cuya presencia en la casa ya se ha hecho excesiva («Vete con Dios, que estoy ocupada en otro negocio y heme detenido mucho contigo», p. 305), sea de nuevo un juicio breve y mordaz de la invisible Elicia, quien, admirada por la destreza de su cómplice, no renuncia a ultrajar al mozo de cuadra, reiterando contra él la insolente referencia asnal: «(¡Oh sabia mujer! ¡Oh despediente propio, cual le merece el asno que ha vaciado su secreto tan de ligero!)», (p. 305). El mozo de cuadra que, en el anterior comentario de Elicia, parecía haberse liberado del carácter asnal («y cómo se desasna!»), con el nuevo y definitivo veredicto es devuelto a su naturaleza animal: un asno sorprendido en el acto de ‘liberarse’.Y una vez más el autor se empeña en el uso de un vocablo ambiguo, porque el verbo vaciar, tal y como atestigua Autoridades, tiene tanto el significado de «decir lo que se debía callar, sin reparo, ù no observando el secreto», como el más grosero de «vaciar el vientre». Con las últimas palabras de Elicia, aún más intensas porque son calladas, el tema del secreto ha alcanzado, verdaderamente, el más alto nivel de la degradación cómica: el acto de la revelación de un secreto, que ya había sido comparado por Areúsa al vómito y a su repulsivo producto expulsado, termina con la asimilación a la defecación y a la no menos repugnante materia excrementicia.
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Abbate, Gay 204, 257 Accolti, Bernardo 10 Agustín de Hipona, 78, 91, 104, 105 Alberti, Giannozzo 65, 148, 156 Alberti, Leon Battista 25, 65, 111, 148, 156, 220-221, 287 Alberti, Lionardo 220-221 Alberti, Lorenzo 111 Alcalá, Ángel 42, 94, 257 Alcalá Galán, Mercedes 147, 257 Alejandro Magno 235 Alighieri, Dante 7, 13, 18, 38, 75, 169, 173-178, 180-182, 189, 217, 257, 259, 262, 264, 268, 279, 281 Alonso, Martín 226, 257 Álvarez, Leonor 31 Álvarez Gato, Juan 197, Álvarez Moreno Raúl, 257 Amalfitano, Paolo 18 Amasuno, Marcelino V. 228, 233-235, 237, 241, 258 Andrés el Capellán 19, 151, 185, 258 Anjou, Roberto de, rey 179 Appel, Carl 194, 226, 258, Ariani, Marco 43, 86, 91, 93-94, 102, 108, 258 Aristóteles 19, 36, 41, 216, 217 Arrigo da Settimello 78, 258 Ayllón, Cándido 197, 258 Azar, Inés 224, 240, 258 Bajtin, Mijaíl Mijaílovich 36 Baldassari, Guido 38, 258
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Baranda, Consolación 45, 63, 94, 100101, 258 Barbosa, Arias 20 Bataillon, Marcel 26, 120, 239, 258 Batkin, Leonid M. 149, 258 Battaglia, Salvatore 180, 258 Battaglia Ricci, Lucia 180 Battesti-Pelegrin, Jeanne 196, 258 Bautista, Francisco 112, 259 Beatriz, ver Portinari, Bice Bec, Christian 65, 153, 259 Bellah, Robert N. 33, 283 Bellini, Giuseppe 17 Beltrán, Rafael 77, 185, 202, 239, 259, 269, 281 Bergson, Henri-Louis 36, 202 Bermejo Cabrero, José Luis 200, 259 Bernart de Ventadorn 193, 194, 225, 226, 246, 258 Berndt Kelley, Erna Ruth 15, 75, 199, 259 Bibbiena, ver Dovizi Bernardo Bilfinger, Gustav 149 Billanovich, Giuseppe 178, 259 Birel, Jean 90 Bisticci,Vespasiano da 149, 259 Boase, Roger 195, 260 Boccaccio, Giovanni 88, 178-182, 185, 189, 199, 260 Boecio, Amicio Manlio Torcuato Severino 19, 78, 271 Boncompagno da Signa 171-172, 260
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Bonifacio IX (Pietro Tomacelli) 219 Botta, Patrizia 15, 119, 172, 260 Bracciolini, Poggio, 219-220, 260 Brault, Jacques 193, 260 Brocar, Juan de 218 Bruni, Francesco 183, 260 Bruni, Leonardo 19, 25, 220 Burckhardt, Jacob 141 Burke, James F. 240, 242, 260 Burrus,Victoria A. 243, 260 Cacciari, Massimo 147, 260 Canet Vallés, José Luis 21, 23, 146, 171, 259, 261, 269, 277, 281 Cantavella, Rosanna 204, 261 Cappelli, Federica 18 Cappelli, Guido 11, 261 Cárdenas-Rotunno, Anthony J. 115, 127, 261 Carnero, Guillermo 172, 161 Caro Baroja, Julio 141, 261 Carraud, Christophe 43, 86, 89, 275 Carstens, Henry 194, 275 Cartagena, Alonso de 216 Cassirer, Ernst 143-144, 261 Castañega, fray Martín 121-122, 261 Castells, Ricardo 172, 204, 228, 261 Castro Guisasola, Florentino 77, 8184, 94, 158, 197, 199, 236, 262 Castro, Américo 33, 42, 101, 262 Cátedra, Pedro M. 41, 86, 118, 204, 234, 262, 275 Ceccarelli, Fabio 36, 206, 262 Cejador y Frauca, Julio 100, 104, 158, 277 Cerro González, Rafael 237, 262 Cervantes, Miguel de 86, 106, 262 Cherchi, Paolo 150, 262 Chrétien de Troyes 167, 186 Cicerón, Marco Tulio 11, 91, 162, 217 Ciliberto, Michele 147, 282 Ciplijauskaité, Biruté 210, 262 Ciruelo, Pedro 116, 130, 262
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Coci, Jorge 15 Contini, Gianfranco 38, 40, 262 Corfis, Ivy A. 200, 241, 262-263, 266, 271, 278-280 Correas, Gonzalo 159, 211 Correggio, Azzo da 92 Correggio, Niccolò da 10 Cortijo Ocaña, Antonio 172, 273 Costa, Marithelma 264 Costana 197 Cota, Rodrigo 21, 24 Covarrubias, Sebastián de 116, 136, 263 D’Agostino, Alfonso 124, 263 D’Angeli, Concetta 36, 263 Da Costa Fontes, Manuel 118, 263 Dante, ver Alighieri Decio, Francesco 218 Delcorno, Carlo 178, 180, 260, 263 Derrida, Jacques 223 Devlin, John, 204 264 Devoto, Daniel 124, 263 Deyermond, Alan D. 35, 67, 77, 82, 84-85, 94-97, 99, 118, 131, 185, 188, 197, 200, 202-203, 210, 236, 262-264, 270-273, 278, 280-282 Díaz de Toledo, Pero 162, 216, 264, 275 Dotti, Ugo 43, 86, 219, 264 Dovizi, Bernardo, da Bibbiena 10 Dumanoir,Virginie 75, 264 Dunn, Peter N. 81, 202, 233, 264 Eaton, Katherin Bliss 202, 239, 265 Egido, Aurora 196, 265 England, John 226, 265 Erasmo de Rotterdam 31 Escudero, Juan M. 138, 265 Farinelli, Arturo 84 Faulhaber, Charles B. 23, 171, 265 Fazio, Bartolomeo 146 Fenzi, Enrico 43, 86-87, 89, 92, 94, 102, 108, 265, 275
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Fernández Galiano, Manuel 72 Fernández, Natalia 119, 265 Fernández-Rivera, Enrique 63, 260262, 267 Ferrara, Gian Pietro 162 Ferroni, Giulio 36, 206, 265 Ficino, Marsilio 221-222, 265 Fiorentino, Giovanni ser 171 Flaminio, Lucio 20 Folger, Robert 139, 265 Fothergill-Payne, Louise 35, 66-67, 159, 162, 197, 204, 206, 216, 262, 265 Fraker, Charles F. 104, 262, 266, 281 Françon, Marcel 88, 266 Frank, Rachel 228, 266 Freud, Sigmund 40, 50, 266 Friedman, Edward H. 234, 266 Funes, Leonardo 18, 259, 266 Galarreta-Aima, Diana 63, 266 Gallagher, Patrick 196, 266 Galmés de Fuentes, Álvaro 208, 266 Gambin, Felice 18 Garci-Gómez, Miguel 172, 204, 266 Gargano, Antonio, 34, 266 Gariano, Carmelo, 204, 266 Garin, Eugenio 218-219, 266, 281 Garrosa Resina, Antonio 120, 267 Gastañaga Ponce de León, José Luis 11, 267 Gaucelm, Faidit 193 Gaylord, Mary 211, 223, 240, 267 Gerli, E. Michael 13, 37, 128, 171, 204, 267, 271 Gifford, Donald J. 240-241, 267 Gilman, Stephen 9, 24, 26-27, 31, 85, 95-96, 126, 130, 155, 169, 210211, 230, 234, 239, 249, 267 Godoy-Barde, Pierrette 234, 267 Gómez, Jesús 84, 268 Gómez Moreno, Ángel 132, 197, 267 Gómez Rubio, Gema 17 González Cañal, Rafael 17
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Gorni, Guglielmo 176, 257, 268 Green, Otis H. 81, 196, 268 Gregory, Tullio 114-115, 118, 268 Guazzo, Stefano 219-220, 268 Guijarro Ceballos, Javier 264, 268 Guillermo IX 193 Guinizelli, Guido, 39 Guiraut Riquier 150 Gulstad, Daniel E. 204, 268 Guriévich, Arón 156, 268 Hamesse, Jacqueline 162, 268, 273 Handy, Otis 234, 268 Harth, Helene 219, 260 Heidegger, Martin 167 Heráclito de Éfeso 30, 82, 84, 86-87, 89, 95 Herrero, Javier 233, 268 Heugas, Pierre 196-197, 268 Heusch, Carlos 268 Hirel-Wouts, Sophie 63, 268 Hook, David 82, 202, 269 Horacio Flaco, Quinto 141 Huizinga, Johan 34, 215 Iglesias,Yolanda 146, 269 Illades Aguiar, Gustavo 234-235, 269 Infantes,Víctor 15, 31, 260, 269 Isaías 40 Isócrates 217 Jaspers, Karl 33 Jerónimo, san 88-89 Jiménez Calvente, Teresa 132, 267 Joas, Hans 33, 259 Kassier, Theodore L. 195, 269 Kirby, Steven D. 15, 269 Klopstock, Friedrich Gottlieb 145 Köhler, Erich 193, 208, 269 König, Bernhard 180, 269 Krause, Anne 171, 269 L’Yvonnet, François 108 Lacarra, María Eugenia 35, 37, 188, 195, 197, 204, 227-228, 241, 269, 277
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LA LEY UNIVERSAL DE LA VIDA
Lacertua, Jean Paul 201, 270 Langbehn-Rohland, Regula 196, 270 Lapesa, Rafael 193, 196, 200, 204, 270, 281 Lara Alberola, Eva 115, 117, 119, 139, 141, 265, 270, 273, 282 Lawrance, Jeremy N. H. 15, 264, 270, 272 Laza Palacios, Modesto 124, 270 Le Gentil, Pierre 195-196, 270 Le Goff, Jacques 64, 114, 149, 153, 270 Lerner, Isaías 258, 264, 279 Lida de Malkiel, María Rosa 9, 25, 72, 131, 150, 152, 158, 171, 192-193, 195, 197, 199, 202, 210, 215, 225, 227-228, 231, 234, 245, 251, 270 Llull, Ramon 23 Lobera Serrano, Francisco J. 17, 261, 270 Lot 38 Lozano-Renieblas, Isabel 118, 271 Lucano, Marco Anneo 117, 125-126 Lucena, Juan de 146 Madariaga, Salvador de 234, 271 Madrid, Francisco de 86 Malkiel,Yacov 193, 271 Mancini, Mario 193, 209, 269, 271 Manetti, Giannozzo, 147, 149 Manrique, Jorge 196, 271 Maravall, José Antonio 10, 12, 58, 111-113, 143-145, 149, 168, 193, 200, 213, 245, 271 Marciales, Miguel 37, 277 Marineo, Lucio 20 Márquez Villanueva, Francisco 67, 215, 271 Martin, June Hall 35, 50, 185, 188, 203-206, 237, 271 Martín Abad, Julián 15, 271 Martínez de Madrigal, Alfonso, el Tostado 19-20
Gargano.indb 286
Martínez de Toledo, Alfonso 19 Maurizi, Françoise 250, 268, 272 McGrady, Donald 169, 171, 272 McPheeters, Dean W. 23, 42, 169, 272, 286 Meirinhos, José 268, 273 Mena, Juan de 21, 24, 77-78, 80-81, 98, 126, 272 Mencé-Caster, Corinne 63, 272 Mendeloff, Henry 158, 211, 272 Menéndez Pelayo, Marcelino 24, 42, 83-85, 94, 96, 158, 249, 272 Menéndez Pidal, Ramón 9, 272 Mengaldo, Pier Vincenzo 217, 257 Michael, Ian 124, 133, 272 Miguel Martínez, Emilio de 200, 204, 210, 228, 232-233, 243, 273 Milton, John 145 Molière (Jean-Baptiste Poquelin) 36, 50, 70-71, 206 Moll, Jaime 22-23, 273 Montaner, Alberto 115, 117, 119, 265, 270, 273, 282 Montoro, Antón de 197 Moreno Castillo, Enrique 81, 106, 273 Morin, Edgar 108, 273 Morros, Bienvenido 234, 237, 239, 273, 277, 281, Mota, Carlos 228, 230, 277 Muñoz, María José 162, 273 Nardi, Jacopo 10 Nardi, Bruno 257 Nebrija, Antonio de 9 Nelli, René 207-208, 273 Núñez, Nicolás 21 Núñez de Toledo, Hernán 78-79, 98 Okamura, Hajime 202, 239, 273 Ordine, Nuccio 36, 206, 274 Orlando, Francesco 10, 36, 50, 58, 7071, 125, 145-146, 193, 206, 231, 237, 274 Ortiz, Alberto 119, 122, 274
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Ortiz Galindo, Reinaldo 263 Ortiz Alonso 146 Ossola, Carlo 219, 274 Ovidio Nasone, Publio 141, 193 Pacca,Vinicio 88, 274 Paduano, Guido 36, 263 Paolini, Devid 10, 274 Paparelli, Gioacchino 217 Pedraza Jiménez, Felipe B. 2 Pérez de Guzmán, Fernán 162 Pérez, Joseph 168, 274 Petrarca, Francesco 11, 20, 43-45, 75, 77, 81-84, 86-89, 90-102, 104, 108, 112, 218-219, 274-275 Piccolomini, Enea Silvio 25, 185-186, 199, 275 Pico della Mirandola, Giovanni 147 Pierson, Daniel J. 170, 275 Pillet, Alfred, 194, 275 Pinto, Raffaele 64, 176, 257, 275 Pirovano, Donato 177, 257 Pisani, Ugolino 19 Plauto, Tito Maccio 10, 20 Poggi, Giulia 18 Polonia, santa 229, 247 Pomian, Krzysztos 65, 153, 275 Portinari, Bice, 173 Proaza, Alonso de, 23, 25, 244 Pueyo Zoco,Víctor 133, 275 Quintiliano, Marco Fabio 219 Rabelais, François 36, 206 Racine, Jean 36, 206 Rajna, Pio 183, 276 Ravasini, Ines 201, 275 Rawski, Conrad H. 43, 274 Read, Malcom K. 166, 224, 240, 276 Reichenberger, Kurt 260 Reynolds, Leighton D. 162, 276 Rico, Francisco 45, 84-85, 91, 94-95, 138-139, 171, 218, 224, 262, 275, 276-277 Rieger, Dietmar 194, 286
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Río, Martín de 122 Riquer, Martín de 150, 171-172, 194, 276 Rodríguez, Juan Carlos 58, 211, 213, 223, 276 Rodríguez-Puértolas, Julio 37, 58, 197, 200, 213, 239, 277 Rodríguez Cacho, Lina 281 Rodríguez Gutiérrez, Borja 268, 279 Rodríguez Santidrián, Pedro 267 Rojas, Fernando de 3, 7, 9, 11-15, 1718, 20-21, 23-28, 30-31, 34-35, 41, 44-48, 50, 58, 63, 65, 67, 69, 72, 76-85, 95-104, 106, 108, 111113, 115-120, 124-125, 129, 133, 136, 138-139, 141, 146-147, 149, 155, 157-159, 162, 164, 167-172, 185, 188-190, 196-200, 203-206, 210-211, 213, 225-226, 228, 230, 234, 237-239, 241, 245, 249, 251253, 277 Romano, Ruggiero 148, 257 Roncero López, Victoriano 262, 272, 280 Rosemann, Philipp W. 170, 277 Rosso Gallo, Maria 196, 277 Round, Nicholas G. 79-80, 204, 264, 277 Rousset, Jean 186, 278 Ruiz Arzálluz, Íñigo 9, 66-67, 77, 82, 84, 103, 162, 166, 185, 277-278 Russell, Jeffrey B. 115, 278 Russell, Peter E. 35, 37, 47, 77, 83, 86, 97, 113, 117-121, 123-125, 133, 136-137, 189, 197, 200, 203, 238239, 277 Saguar García, Amaranta 81, 278 Salutati, Coluccio 220 Salvador Miguel, Nicasio 98, 196, 278 Samonà, Carmelo 17, 65, 67, 106, 149, 159, 191-192, 195, 198, 245, 279 San Pedro, Diego de 21, 195, 279
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LA LEY UNIVERSAL DE LA VIDA
Sánchez, Elizabeth 139, 279 Santagata, Marco 174-178, 279 Saville, Jonathan 195, 279 Scaglione, Aldo D. 41-42, 279 Scocozza, Antonio 17 Segismundo, emperador 186 Seidenspinner-Núñez, Dayle 97, 279 Séneca, Lucio Anneo 11, 20, 91, 159, 204, 216, Seniff, Denis P. 234, 279 Serés, Guillermo 21, 23, 171, 249, 277, 279 Serico, Lombardo da 47, 81 Serrata, Leonardo Della 19 Severin, Dorothy Sh. 24, 35, 37, 112, 119, 123, 126-127, 188, 197, 203205, 210, 228, 264, 267, 277, 279 Sevilla Arroyo, Florencio 63, 139, 280 Shell, Marc 167-168, 280 Shipley, Georges A. 234, 280 Snell, Bruno 217, 280 Snow, Joseph T. 15, 34, 127, 135, 211, 228, 259-260, 263, 266, 271, 277282 Sófocles 72 Surdich, Luigi 183, 281 Tapia, Juan de 197 Taravacci, Pietro 195, 281 Tenenti, Alberto 148, 257 Terencio Afro, Publio 10, 20 Tomás de Aquino, santo 78, 105, 170
Gargano.indb 288
Tomassetti, Isabella 18 Torquemada, Antonio de 116, 281 Torreblanca Villalpando, Francisco 118, 281 Tostado, el ver Martínez de Madrigal, Alfonso Tozer, Amanda J. 250, 281 Trinkaus, Charles 42, 222, 281 Tufano, Ilaria 182-184, 281 Valla, Lorenzo 41-42, 146, 281 Vàrvaro, Alberto 5, 281 Vasoli, Cesare 217, 257 Vecce, Carlo 176, 281 Vega, Garcilaso de la 196, 281 Vegio, Maffeo 42 Vergerio, Pietro Paolo 25 Veronese, Guarino 219 Vian Herrero, Ana 119, 139, 281 Walde Moheno, Lillian von der 115, 133, 281 Walsh, Catherine H. 228, 282 Wardropper, Bruce W. 104, 106, 282 Weinberg, Florence M. 197, 282 West, Geoffrey 197, 282 Whinnom, Keith 9, 15, 196, 200, 279, 282 Zamora Calvo, María Jesús 122, 282 Zinato, Andrea 162, 282 Zumthor, Paul 208, 282
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