Territorios comparados : los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica [1 ed.] 8400103025, 9788400103026

El objetivo de esta obra, que presenta las ponencias de una reunión científica con el mismo título celebrada en Mérida (

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Territorios comparados. Los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica
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SUMARIO
PRESENTACIÓN
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Territorios comparados : los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica [1 ed.]
 8400103025, 9788400103026

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Sebastián Celestino Pérez Esther Rodríguez González (eds.)

ANEJOS DE

AESPA LXXX

TERRITORIOS COMPARADOS: LOS VALLES DEL GUADALQUIVIR, EL GUADIANA Y EL TAJO EN ÉPOCA TARTÉSICA

ARCHIVO ESPAÑOL DE

ARQVEOLOGÍA

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ANEJOS DE ARCHIVO ESPAÑOL DE ARQUEOLOGÍA LXXX

TERRITORIOS COMPARADOS: LOS VALLES DEL GUADALQUIVIR, EL GUADIANA Y EL TAJO EN ÉPOCA TARTÉSICA

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ANEJOS DE AESPA Director: Ángel Morillo Cerdán, Universidad Complutense de Madrid, España. Secretario: Carlos Jesús Morán Sánchez, Instituto de Arqueología, CSIC-Junta de Extremadura, Mérida, España. Comité Editorial: Pedro Mateos Cruz, Instituto de Arqueología, CSIC-Junta de Extremadura, Mérida, España; Adolfo Domínguez Monedero, Universidad Autónoma de Madrid, España; Inés Sastre Prats, Instituto de Historia, CCHS, CSIC, Madrid, España; Miguel Cisneros Cunchillos, Universidad de Cantabria, España; José Miguel Noguera Celdrán, Universidad de Murcia, España; Victorino Mayoral Herrera, Instituto de Arqueología, CSIC-Junta de Extremadura, Mérida, España; Susana González Reyero, Instituto de Historia, CCHS-CSIC, Madrid, España; M.ª Ángeles Utrero Agudo, Instituto de Historia, CCHS-CSIC, Madrid, España; Carlos Jesús Morán Sánchez, Instituto de Arqueología, CSIC-Junta de Extremadura, Mérida, España. Consejo Asesor: Francisco Pina Polo, Universidad de Zaragoza, España; Luis Caballero Zoreda, Instituto de Historia, CCHS, CSIC, Madrid, España; María Paz García-Bellido, Instituto de Historia, CCHS, CSIC, Madrid, España; Juan Manuel Abascal Palazón, Universidad de Alicante, España; Filippo Coarelli, Universitá degli Studi di Perugia, Italia; Trinidad Tortosa Rocamora, Instituto de Arqueología, CSIC-Junta de Extremadura, Mérida, España; María Ruiz del Árbol Moro, Instituto de Historia, CCHS, CSIC, Madrid, España; Pilar León-Castro Alonso, Universidad de Sevilla, España; Almudena Orejas Saco del Valle, Instituto de Historia, CCHS, CSIC, Madrid, España; Carmen García Merino, Universidad de Valladolid, España; Javier Arce, Université Lille, Francia; Bárbara Böck, Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo, CCHS, CSIC, Madrid, España; Domingo Plácido, Universidad Complutense de Madrid, España; Pietro Brogiolo, Università di Padova, Italia; Teresa Chapa Brunet, Universidad Complutense de Madrid, España; Monique Clavel-Lévêque, Université Franche-Comté, Besançon, Francia.

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SEBASTIÁN CELESTINO PÉREZ ESTHER RODRÍGUEZ GONZÁLEZ (eds.)

TERRITORIOS COMPARADOS: LOS VALLES DEL GUADALQUIVIR, EL GUADIANA Y EL TAJO EN ÉPOCA TARTÉSICA Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS INSTITUTO DE ARQUEOLOGÍA

MÉRIDA, 2017

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Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, solo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Imagen de cubierta: fragmento cerámico con la decoración de un barco procedente del yacimiento «Casas del Turuñuelo» (Guareña, Badajoz). Imagen de contracubierta: plato de cerámica gris con decoración incisa procedente del yacimiento de Cerro Borreguero (Zalamea de la Serena, Badajoz).

Catálogo general de publicaciones oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es EDITORIAL CSIC: http://editorial.csic.es (correo: [email protected])

© CSIC © Sebastián Celestino Pérez y Esther Rodríguez González (eds.), y de cada texto, su autor ISBN: 978-84-00-10302-6 e-ISBN: 978-84-00-10303-3 NIPO: 059-17-199-0 e-NIPO: 059-17-200-3 Depósito Legal: M-33.987-2017 Impreso en España. Printed in Spain

En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.

Imprenta: Artes Gráficas Rejas, Mérida

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SUMARIO

PRESENTACIÓN Sebastián Celestino Pérez y Esther Rodríguez González.......................................................................................................................................... 9 LA COLONIZACIÓN FENICIA EN LA TARTÉSIDE: ESTRATEGIAS Y FASES Eduardo Ferrer Albelda....................................................................................................................................................................................................................... 11 EL ASENTAMIENTO PROTOHISTÓRICO DEL JARDÍN DE ALÁ (SALTERAS, SEVILLA) Mark A. Hunt Ortiz y Daniel García Rivero ..................................................................................................................................................................... 47 NUEVOS DATOS SOBRE EL BRONCE FINAL EN OSUNA Eduardo Ferrer Albelda, José Ildefonso Ruiz Cecilia y Francisco José García Fernández.................................................. 79 HUELVA Y EL MEDITERRÁNEO. SIGLOS IX – V A.C. Adolfo Domínguez Monedero ...................................................................................................................................................................................................... 129 LA HERENCIA DE ARGANTONIO: CAMBIOS Y ESTRATEGIAS EN EL TARTESO POSTCOLONIAL Francisco José García Fernández .......................................................................................................................................................................................... 147 SOBRE O CONCEITO DE FRONTEIRA: O GUADIANA NUMA PERSPECTIVA ARQUEOLÓGICA Pedro Albuquerque y Francisco José García Fernández ................................................................................................................................... 175 DE LO INVISIBLE A LO VISIBLE. LA TRANSICIÓN ENTRE EL BRONCE FINAL Y LA PRIMERA EDAD DEL HIERRO EN EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA Sebastián Celestino Pérez y Esther Rodríguez González ................................................................................................................................... 183 EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA DURANTE LA I EDAD DEL HIERRO: UNA NUEVA LECTURA SOBRE SU ORGANIZACIÓN TERRITORIAL

Esther Rodríguez González y Sebastián Celestino Pérez ................................................................................................................................... 213 O TEJO PORTUGUÊS DURANTE O BRONZE FINAL Raquel Vilaça y João Luis Cardoso ....................................................................................................................................................................................... 237 A IDADE DO FERRO ORIENTALIZANTE NO VALE DO TEJO: AS DUAS MARGENS DE UM MESMO RIO Ana Margarida Arruda ..................................................................................................................................................................................................................... 283 PERCORRENDO O BAIXO TEJO: REGIONALIZAÇÃO E IDENTIDADES CULTURAIS NA 2ª METADE DO 1º MILÉNIO A.C. Elisa de Sousa ........................................................................................................................................................................................................................................... 295 O CABEÇO GUIÃO (CARTAXO - PORTUGAL): UM SÍTIO DA IDADE DO FERRO DO VALE DO TEJO Ana Margarida Arruda, Elisa de Sousa, Elisabete Barradas, Carlos Batata, Cleia Detry y Rui Soares................ 319 «IT’S THE END OF THE WORLD AS WE KNOW IT …»: O FINAL DA IDADE DO BRONZE E O INÍCIO DA IDADE DO FERRO NO INTERIOR ALENTEJANO Rui Mataloto ............................................................................................................................................................................................................................................... 363 TALAVERA LA VIEJA (CÁCERES), UN ASENTAMIENTO ORIENTALIZANTE EN LA CUENCA DEL RÍO TAJO José Ángel Salgado Carmona ..................................................................................................................................................................................................... 393

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

PRESENTACIÓN Sebastián CELESTINO PÉREZ y Esther RODRÍGUEZ GONZÁLEZ Instituto de Arqueología – Mérida (CSIC – Junta de Extremadura)

En los últimos años han proliferado los encuentros y ediciones sobre Tarteso; algunos de carácter monográfico y otros en los que se ha tenido como prioridad recoger novedades arqueológicas o hipótesis inéditas. En todos estos estudios el foco principal de las aportaciones ha girado en torno al origen del concepto y su núcleo geográfico, circunscrito al valle del Guadalquivir; si bien, cada vez es más notoria la presencia de investigaciones centradas en áreas geográficas que han sido tradicionalmente consideradas como periferias culturales del propio núcleo tartésico. Así, en la última década, han sido muy significativos los avances experimentados por la arqueología portuguesa; las importantes novedades documentadas en el valle alto del Guadalquivir; el giro que ha sufrido la investigación sobre la colonización oriental tras los recientes hallazgos de Huelva y Cádiz; o la revisión que actualmente se ha hecho de la presencia tartésica en el valle del Guadiana. Por ello, con la reunión científica Territorios Comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica celebrada en Mérida, en la sede del Instituto de Arqueología del CSIC, entre los días 3 y 4 de diciembre de 2015, hemos querido contribuir a este debate. Así, aunque podríamos haber ceñido nuestro trabajo de exposición a la presentación de los resultados logrados para el Guadiana Medio, pensamos que con solo mostrar los frutos de los últimos años, no avanzaríamos en el problema de su composición, formación y desarrollo cultural. Por ello, decidimos incorporar a esta reunión científica las novedades que, sobre esta época, se han producido en los territorios colindantes con el objetivo de tener una visión más amplia del problema, así como de afinar en las relaciones culturales de sendos territorios. Por esta razón, creímos fundamental integrar las últimas

investigaciones llevadas a cabo en los valles del Guadalquivir y del Tajo, dos focos sin los cuales es complicado entender la estructura territorial y cultural del Guadiana. Pero además, la incorporación al debate de estos dos territorios nos permitía confrontar dos ambientes muy diferentes; por un lado, los profundos cambios que la arqueología del valle del Guadalquivir ha experimentado en los estudios sobre Tarteso desde las recientes excavaciones llevadas a cabo en El Carambolo, donde se ha podido comprobar que el yacimiento paradigma de la arqueología tartésica es de origen fenicio; y, por otro lado, debemos tener en cuenta, como ya aludíamos, el auge que ha experimentado la arqueología protohistórica en Portugal, no solo en lo que a los yacimientos fenicios costeros se refiere, sino también a los territorios del interior. El avance de las investigaciones en Portugal comienza a mostrar la existencia de un nuevo foco cultural cuya esencia parece detectarse en las tierras bañadas por el Guadiana Medio, sin duda una nueva forma de entender el desarrollo cultural del suroeste peninsular durante la I Edad del Hierro. El equilibrio conseguido por estos tres territorios, cuya referencia principal son los ríos que los bañan, es la idea que hemos querido transmitir con la organización de la reunión científica y la publicación del presente volumen. Se trata, así, de dar un nuevo soplo de aire fresco a la arqueología de Tarteso que a su vez nos sirva para valorar cada espacio desde su propia singularidad. Por ello, y sin obviar el papel fundamental que desarrolló el valle del Guadalquivir en la configuración de Tarteso, el objetivo fundamental era dilucidar los particularismos de cada zona estudiada, intentando concretar los aspectos generales que comparten y la personalidad que presentan derivada de sus respectivos sustratos culturales.

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SEBASTIÁN CELESTINO PÉREZ Y ESTHER RODRÍGUEZ GONZÁLEZ

Con la idea de completar lo mejor posible el estudio de esta fase histórica, creímos necesario incluir en el debate las etapas inmediatamente anteriores y posteriores, pues sin duda influyen en la formación y desarrollo de la cultura tartésica en cada una de las áreas afectadas. Por ello, el volumen cuenta con las aportaciones de las últimas novedades sobre el Bronce Final y el período de transición entre la I y la II Edad del Hierro. En definitiva, con este trabajo pretendemos aportar una mirada renovada de Tarteso donde las denominadas periferias geográficas cobren su protagonismo, pues solo analizando los diferentes territorios afectados por la cultura tartésica lograremos obtener una imagen más sólida de este complejo proceso histórico. La idea de la celebración de la reunión científica partió de la experiencia adquirida en sucesivos proyectos de investigación sobre la arqueología protohistórica en el valle medio del Guadiana, a partir de los cuales hemos logrado dibujar un nuevo panorama territorial para este espacio durante la I Edad del Hierro que rompe con los paradigmas que hasta ahora guiaban la arqueología de la zona. Para llevar a cabo estos objetivos hemos contado con un coordinador por área geográfica: Eduardo Ferrer para el Guadalquivir y Ana M. Arruda para el Tajo. Ellos han sido los encargados de buscar a los mejores especialistas, no solo con la idea de que pudieran aportar los trabajos más novedosos, sino con la finalidad de que contribuyeran a enriquecer el debate científico cuyas conclusiones han sido incorporadas a este libro. Por ello, el volumen no solo recoge los textos elaborados por los distintos especialistas que participaron en la reunión

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científica, sino que además cuenta con la colaboración de otros colegas que han sabido actualizar la información correspondiente a los distintos territorios a partir de la presentación de diversos casos de estudio y la revisión de algunos trabajos. La reunión científica fue el colofón del proyecto de investigación I+D+i del Plan Estatal de la Secretaría General de Investigación «Estudio arqueológico comparativo entre los territorios periféricos de Tarteso: los valles del Guadiana y del Tajo» (HAR201233985), donde se presentaron las conclusiones obtenidas tras tres años de investigación en las zonas afectadas. Así mismo, el encuentro se pudo llevar a cabo gracias también a la Ayuda a Grupos de Investigación de la Secretaría General de Innovación e Investigación de la Junta de Extremadura. Finalmente, nos gustaría mostrar nuestro agradecimiento a los ponentes por el esfuerzo que supuso un encargo de esta naturaleza y por haber cumplido los plazos establecidos para hacer posible esta publicación. No menos agradecidos estamos a los autores que se han incorporado a la edición y que han enriquecido sin duda el debate. Por último, queremos expresar nuestro reconocimiento a Juan Blánquez Pérez, quien moderó la reunión científica y supo aportar interesantes reflexiones para avivar el debate; su participación se inserta en el marco de la Unidad Asociada ANTA que el Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid tiene con el Instituto de Arqueología del CSIC y que él coordina. Finalmente, queremos agradecer el apoyo y la ayuda en la organización del evento a nuestro Instituto de Arqueología.

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

LA COLONIZACIÓN FENICIA EN LA TARTÉSIDE: ESTRATEGIAS Y FASES The Phoenician colonization in Tartessos: strategies and phases Eduardo FERRER ALBELDA, Universidad de Sevilla

Resumen: En este artículo analizamos el proceso de la colonización fenicia en Tarteso desde sus antecedentes poblacionales durante el Bronce Final hasta el final del proceso a principios del siglo VI a.C. Exponemos los problemas metodológicos sobre el estudio de las comunidades autóctonas, poco visibles en el registro arqueológico, así como sus principales rasgos sociopolíticos, económicos y culturales, destacando la diversidad étnica y la movilidad de estas poblaciones, mediante la recepción de gentes e ideas procedentes de la costa atlántica, de la Meseta y del Mediterráneo oriental. La colonización fenicia en Tarteso es temprana (siglo Ix a.C.) y constituye un proyecto sistemático de explotación económica enfocado, sobre todo, al abastecimiento de metales (especialmente plata), pero también a la implantación en el territorio y a la reproducción de las nuevas poblaciones, por lo que la agricultura y la ganadería tendrían también un papel importante. Analizamos las principales estrategias seguidas por los cananeos y señalamos tres fases a lo largo del proceso. Summary: This article analyses the Phoenician colonization of Tartessos, beginning with the population background in the Late Bronze Age and finishing with the ending of the colonization process in the 6th century BC. We shall examine methodological issues concerning the study of local communities which are scarcely visible in the archaeological record, as well as their main sociopolitical, economic and cultural features. We shall pay special attention to the social diversity and mobility featured by these communities, which incorporated peoples and ideas from the Atlantic and the Mediterranean coasts as well as the Spanish central plateau. The Phoenician colonization of Tartessos is a rather early phenomenon (9th century BC) and involved a systematic strategy of economic exploitation which was largely focused on the extraction of metals (chiefly silver) but also on territorial control and the multiplication of colonial settlements; therefore, agriculture and stock breeding also played a significant role. We shall be examining the main strategies followed thereof and shall divide the process into three key stages. Palabras clave: Tarteso, Bronce Final, Edad del Hierro, identidad étnica. Key words: Tarteso, Late Bronze Age, Iron Age, ethnic identity.

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EDUARDO FERRER ALBELDA

1. INTRODUCCIÓN Las primeras líneas de esta contribución las dedicaremos a justificar un título que puede parecer paradójico –cuando no provocador o rayano en la heterodoxia– en determinados ámbitos académicos y de la investigación arqueológica, aunque afortunadamente cada vez menos. Así, el sentido que proponemos para Tartéside,1 o si se prefiere el nombre más conocido, Tarteso (Cruz Andreotti 2007: 478-481), sería el de un topónimo transmitido en diversas versiones (Tarseio, Tartesia), 2 es decir, el nombre dado a una región litoral situada en el sur de la Península Ibérica, más allá de las Columnas de Heracles (Ferrer y Prados 2013). Hacemos hincapié en su limitación geográfica al ámbito costero por varias razones: a) El conocimiento que tenían los griegos de las tierras del extremo Occidente antes de la conquista romana era, además de muy sumario, exclusivamente litoral, deudor de los conocimientos transmitidos por comerciantes, exploradores y marinos, cuyas informaciones –en muchas ocasiones especulativas y erróneas– habían nutrido desde época arcaica a los géneros periegético, periplográfico y geográfico hasta la integración definitiva de Iberia-Hispania en la ecúmene tras la derrota cartaginesa y la ocupación romana a partir del siglo II a.C. (de Hoz 1987; Plácido 1989, 1993a, 1993b; Ferrer 2008a). b) Al final de la época arcaica, en las postrimerías del siglo VI a.C., los griegos ya tenían una imagen más o menos conformada de las costas orientales y meridionales de la Península Ibérica y se había generado una esquemática sectorización del litoral, diviso en amplias regiones, utilizando como criterio los accidentes geográficos más destacados y otros puntos conspicuos que permitían reconocer desde las embarcaciones los trayectos y etapas de las travesías marítimas. Así, la primera regionalización de la Península Ibérica de la que tenemos constancia sería

1

Es el topónimo empleado por el geógrafo Eratóstenes (276-194 a.C.) para designar a la región que linda con Calpe (Str. 3.2.11). 2 Tarseio se menciona en el segundo tratado suscrito entre Cartago y Roma (c. 348 a.C.) como límite geográfico, junto con Mastia, a las actividades colonizadoras, comerciales y piráticas de los romanos y sus aliados (Pol. 3.24). Sobre la localización de Mastia y Tarseio, véase Ferrer Albelda (2008b y 2011-2012). Tartesia es la región en la que se encontraría la ciudad de Ibila (THA IIA 23i;THA IIB 142au).

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la plasmada en la Periégesis de Hecateo de Mileto (c. 500 a.C.), en la que podrían distinguirse tres –o quizás cuatro– regiones litorales: Iberia, Mastia y Tarteso en sentido noreste-suroeste (Ferrer y Prados 2013), y probablemente un territorio más allá de Tarteso habitado por los cinetes o cinesios3 (fig. 1). El límite oriental de la Tartéside era geográfico y, a la vez, simbólico, Calpe, la columna europea de Heracles, mientras que el occidental se ubicó probablemente en la desembocadura del río Guadiana, como lo constituiría también, pasados los siglos, el de Turdetania (Str, 3.1.6). c) Tarteso era, por tanto, el territorio comprendido entre el estrecho de Gibraltar y el río Anas, el actual golfo de Cádiz –probablemente el sinus Tartesii de Avieno (Ora 265)– aunque el paisaje actual dista mucho de parecerse al visualizado por los jonios que frecuentaban el emporio de Tarteso, representados por las figuras legendarias y arquetípicas del samio Coleo y de aquellos foceos que habían entablado amistad con Argantonio (Ferrer Albelda 2012). Los estudios geoarqueológicos y paleogeográficos llevados a cabo desde los años cincuenta hasta los más recientes (Gavala 1959; Menanteau 1978 y 1982; Arteaga y Roos 1995 y 2007; Arteaga et al. 1995; Borja 2014, fig. 3) ponen de manifiesto la existencia de una ensenada marina que penetraba profundamente en la Baja Andalucía hasta Coria del Río y Dos Hermanas, donde se producía un progresivo encajonamiento del cauce del Guadalquivir, aunque no era hasta río arriba, en Alcalá del Río, cuando adquiría un régimen fluvial propiamente dicho. En consecuencia, las tierras ribereñas de la ensenada bética se integraban en la Tartéside, como también lo estuvieron Carteia y Gadir, dos ciudades fenicias localizadas, respectivamente, en las estratégicas entrada y salida del estrecho de Gibraltar, por lo que la identificación en época romana de ambas ciudades con Tarteso,4 adquieren así pleno sentido. Otros argumentos en favor de esta idea serían las alu-

3

Los cinesios son citados por Heródoto (2.33) como «los habitantes más extremos hacia el occidente de los que viven en Europa» (THA IIA 38b), mientras que los cinetes aparecen al oeste de los tartesios en la enumeración de «tribus» iberas que habitaban en las costas del Estrecho proporcionada por Herodoro de Heraclea (THA IIA 46). 4 En el caso de Gades: Arriano, Anábasis2.6, 4-6; Plinio, Nat. 4-120; Avieno, Ora 254, 269-270, 424. Para Carteia: Estrabón, 2.2.14; Mela 2.96; Silio, Púnica 3.396 ss.; Pausanias, 6.19.3 (Alvar 1989: passim; Cruz Andreotti 2007: 480).

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LA COLONIZACIÓN FENICIA EN LA TARTÉSIDE: ESTRATEGIAS Y FASES

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Figura 1. Hipótesis de la división geográfica del litoral meridional y oriental de Iberia a partir de Hecateo de Mileto (h. 500 a.C.). Dibujo de Manuel Casado Ariza.

1. Castro Marim 2. Gadir 3. Mesas de Asta 4. Las Cumbres (poblado) 5. Castillo de Dona Blanca 6. El Berrueco 7. El Estanquillo 8. Pocico Chico 9. Carteia 10. Huelva 11. Peñalosa (Escacena del Campo) 12. San Bartolomé (Almonte)

13. Chinflón 14. Cerro Salomón 15. El Carambolo 16. Spal 17. Cerro Macareno 18. Cerro de la Cabeza (Santiponce) 19. Cerro de la Cabeza (Olivares) 20. Jardín de Alá (Salteras) 21. Setefilla 22. Peñaflor 31. Vega de Santa Lucía 35. El Ochavillo

23. Carmona 24. Montemolín 25. Osuna 26. Atalaya de la Moranilla 27. Coria del Río 28. Lebrija 29. Las Cabezas de San Juan 30. Torres Alocaz 32. Colina de los Quemados 34. Monturque 33. Llanete de los Moros 36. Acinipo

Figura 2. Yacimientos arqueológicos del suroeste de la Península Ibérica citados en el texto.

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EDUARDO FERRER ALBELDA

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siones de época romana a Argantonio «gaditano» o la calificación del gaditano Balbo como «tartesio» (Álvarez Martí-Aguilar 2007: passim). d) En estas descripciones de época arcaica, dado el origen de las informaciones, predominaban los datos de índole práctica relacionados con la navegación, la localización de lugares donde hacer aguadas, la señalización de puertos y de aquellos sitios propicios para realizar rituales religiosos, así como la descripción de los principales recursos económicos. Por este motivo, desde las primeras noticias existió una relación inalienable entre Tarteso y la riqueza metalífera, concretamente la plata, como el mismo nombre de Argantonio5 o algunos topónimos parecen denunciar,6 pues este metal era uno de los recursos más apreciados por los comerciantes mediterráneos. Así, una parte importante de la toponimia griega arcaica es parlante, es decir, describe algunas características paisajísticas, orográficas o económicamente significativas de los lugares prospectados, atribuyendo nombres griegos a ciudades iberas o fenicias, o manteniendo los topónimos locales helenizados (Ganguntia 1999: 6; Ferrer y Jiménez 2015: 148). Ejemplos de uno y otro caso, en relación con los recursos metalíferos, se documentan en el sur de la Península Ibérica, así la polis mastiena Molibdina, «la de plomo» (THA IIB 142bl), o la tartesia Ibila, con minas de oro y plata (THA IIB 142au). e) Que Tarteso sea el nombre de una región tiene implicaciones étnicas: tartesio era un etnónimo que designaba a los habitantes de esta región, es decir, tenía un valor meramente geográfico y no étnico en el sentido antropológico actual del concepto etnia, no coincidente con el ethnos griego.7 Siguiendo este razonamiento, si Gadir y Carteia eran ciudades tartesias dada su ubicación geográfica, tartesio sería un

etnónimo que englobaría tanto a las poblaciones de origen local como a las fenicias (Álvarez MartíAguilar 2009; 2010; Álvarez y Ferrer 2009), independientemente de su identidad cultural, que era mucho más heterogénea de lo que el binomio fenicios/indígena en principio pudiera representar, ya que tanto las poblaciones locales como las emigradas eran diversas desde el punto de vista étnico. f) Tarteso es un producto histórico del arcaísmo griego, remontable en el tiempo al siglo VII a.C., cuando se registran las primeras menciones que, sintomáticamente, figuran integradas en el mito. Probablemente Tarteso fuera un topónimo de origen local (Villar 1995; García Fernández 2003), pues no es ni fenicio ni griego, pero desconocemos su antigüedad y no tenemos ninguna certeza de que se utilizara con anterioridad a la colonización fenicia, por lo que no consideramos oportuno su uso para definir el territorio –y menos aún a su población– durante el período precolonial, No se trata de un problema terminológico nimio sino de orden conceptual, pues Tarteso, como fenómeno histórico, está indisolublemente vinculado a la empresa colonial fenicia en el contexto de las colonizaciones mediterráneas, a su consideración como El Dorado de época arcaica (Aubet 2009: 285) y a su integración en la mitología griega (Heracles) y verosímilmente en la fenicia (Melqart).8 Si hubo un Tarteso anterior en el tiempo, no era un emporio, ni era opulento, ni tenía síntoma alguno de urbanización.

5 Una síntesis de la etimología de Argantonio en J. Gómez Espelosín (2007: 315-316). 6 Como el mons Argentarius (Avieno, Ora 291), cuya etimología se refiere claramente a la plata. Sin embargo, según Avieno, sus laderas brillaban a causa del estaño. El monte, a orillas de las marismas, ha sido identificado con las fuentes del Guadalquivir, con la sierra de Gibalbín y con Rio Tinto, vid. F.J. González Ponce (1995: 160, n. 61). 7 En el sentido antropológico actual del término etnia, «ni los caracteres raciales, ni la herencia biológica, ni la lengua, ni los aspectos formales de la cultura constituyen por sí solos, ni necesariamente, elementos caracterizadores de los grupos étnicos, sino que estos se definen en función de la autoadscripción que los individuos hacen de ellos

mismos a un grupo y de la adscripción realizada por los demás» (Zamora 1988: 399). Por el contrario, con el término heleno ethnos se designaba «cualquier grupo que compartiera las suficientes similitudes como para ser tratado en genérico, fuese humano o animal». Así, «puede designar también a la población de una región más amplia formada por poleis (…) así como a cada uno de los subgrupos de una región que haya sido, a su vez, calificada de «ethnos» (es el caso de los libios y sus subdivisiones) o a un pueblo con una cierta organización y cohesión social (los lidios)» (Cardete 2004: 18). 8 Sobre los mitos fundacionales fenicios y su huella en la literatura grecorromana, vid. M. Álvarez Martí-Aguilar (2014: passim).

2. ANTES DE TARTESO: EL BRONCE FINAL EN EL BAJO GUADALQUIVIR Para el período de tiempo anterior a la colonización fenicia no disponemos de fuentes textuales

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LA COLONIZACIÓN FENICIA EN LA TARTÉSIDE: ESTRATEGIAS Y FASES

directas ni indirectas, si exceptuamos la problemática identificación de Tarteso y la Tarshish bíblica, que se remontaría al siglo X a.C. (Koch 1984 [2004]; Wagner 1986; López-Ruiz 2009). Aun así, de ser cierta esa correlación, tampoco sería significativa para nuestro objeto de estudio –el poblamiento en el Bajo Guadalquivir durante el Bronce Final– porque todos los datos se refieren exclusivamente a productos exóticos importados de ese remoto país, y no a descripciones del territorio ni de sus habitantes. Por tanto, debemos recurrir únicamente al análisis arqueológico de los restos materiales procedentes de excavaciones, prospecciones y hallazgos casuales. Todos aquellos investigadores que se han ocupado del tema con anterioridad coinciden en destacar la escasez de yacimientos del Bronce Final en relación a otros períodos anteriores, como el Calcolítico, y posteriores, como el Hierro I. Otro asunto son las explicaciones con las que se pretende justificar este fenómeno que, sintetizando mucho, se pueden clasificar en tres grupos: aquellas que lo explican por la casualidad de los hallazgos, las que lo atribuyen a cuestiones metodológicas y, en tercer lugar, las que lo imputan a la escasez real, cuando no ausencia, de poblamiento. Las tres explicaciones tienen, como veremos, su parte de razón, aunque la tercera es la que empíricamente y, hasta que no haya nuevos datos, tiene una demostración ajustada a la realidad del registro arqueológico y no a futuribles ni a argumentos ex silentio.

PROBLEMAS METODOLÓGICOS EN LA INTERPRETACIÓN DEL REGISTRO ARQUEOLÓGICO

Ya hemos hecho referencia al contraste de los hallazgos respecto de otros períodos como el III milenio a.C. y el Hierro I (siglos VIII-VI a.C.), lo que evidencia que no es un problema de visibilidad del registro –y por tanto no exclusivamente metodológico– sino que hay épocas en las que hubo más asentamientos que en otras debido a causas sociopolíticas, económicas o medioambientales. Pero también es cierto que en el caso concreto del Bajo Guadalquivir no ha habido proyectos de investigación que asuman el estudio específico de esta problemática sino que la documentación disponible es el resultado de tres tipos de actuaciones cuyos objetivos han sido otros bien distintos: a) Secuencias estratigráficas realizadas en un largo etcétera de yacimientos desde finales de los años

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cincuenta hasta la década de los ochenta9 (Ferrer y Bandera 2007: 55). El denominador común ha sido la elección apriorística de la muestra, pues la mayoría de ellos son asentamientos de primer orden, responsables de la articulación de sus respectivos territorios y con una especial trascendencia en períodos posteriores, sobre todo en el Hierro I, entonces en pleno proceso de definición cronocultural (Pellicer 1983). El objetivo principal de este tipo de actuaciones fue la obtención de secuencias estratigráficas para la configuración de una secuencia cultural regional mediante la estratigrafía comparada (Pellicer 1979-1980; 1989; 1992), propósito que se vio cumplido en líneas generales a través de la definición de una periodización trifásica clásica (inicio, esplendor y decadencia) representada en la sucesión Bronce Final (siglos XII-IX a.C.), período tartésico u orientalizante (siglos VIII - VII a.C.) y período turdetano (siglos V- II a.C.). Esta secuencia, con todo tipo de matizaciones y de ajustes cronológicos y conceptuales, se mantiene grosso modo en la actualidad, aunque es deudora del historicismo cultural y, a la larga, ha condenado al inmovilismo desde el punto de vista epistemológico y metodológico el discurso histórico derivado de ella, como seguidamente veremos. b) Prospecciones arqueológicas superficiales de territorios naturales y de términos municipales. En un primer momento fueron diseñadas como tesis de licenciatura con el objetivo de, una vez establecidas las secuencias culturales regionales, poder analizar la evolución del poblamiento desde la Prehistoria hasta época tardoantigua,10 mientras que las prospecciones de términos municipales a partir de la década de los noventa atendían a una exigencia de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía cuyo fin era eminentemente administrativo y de gestión: disponer de información para los planes generales de ordenación urbana de los municipios andaluces mediante la revisión de yacimientos ya catalogados y de cartas

9 La nómina es amplia: Huelva, Carmona, Tejada la Vieja, Montoro, Setefilla, Ategua, Niebla, Alhonoz, Cerro Macareno, Cerro de la Cabeza de Santiponce, Monte Berrueco, Sevilla, Lebrija, Montemolín, Vico, etc. (Escacena y Belén 1991; Belén et al. 1992; Escacena 1995 y 2000). 10 Por ejemplo, las cartas arqueológicas del valle del Genil, el Aljarafe, los Alcores, el río Corbones, la campiña sur de Sevilla, la desembocadura del Guadalquivir, y términos municipales como los de Lebrija, Fuentes de Andalucía y Montellano. Un listado completo y la bibliografía en F.J. García Fernández (2002: 224, n. 11).

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arqueológicas anteriores, así como la realización de nuevas prospecciones (Santana 2007). El resultado de todas estas actuaciones en ambas modalidades ha sido muy desigual, tanto porque la exhaustividad y la validez de las investigaciones dependían de la metodología del equipo o del investigador que las realizó, cuanto porque la muestra extraída variaba según fuera una prospección de cobertura total o solo la revisión de los yacimientos registrados. Así mismo, la mayoría de estas intervenciones no ha sido publicada y los datos se integran en documentos administrativos de difícil consulta y escaso valor para la investigación (Sánchez Gómez 2015). c) Excavaciones y prospecciones arqueológicas de urgencia. Desde el traspaso de las competencias en materia patrimonial a la Junta de Andalucía en 1984, las actividades de urgencia se han convertido en la mayor fuente de datos para el estudio del poblamiento en general y de yacimientos concretos, con el interés añadido de que se trata de una selección aleatoria de yacimientos arqueológicos, o mejor dicho, los criterios de elección no se deben al apriorismo de los investigadores sino a los factores que han originado la actividad arqueológica, normalmente relacionados con la construcción de infraestructuras y el desarrollo urbanístico. En este caso la muestra se ha diversificado y ha sido posible documentar no solo contextos arqueológicos en asentamientos de primer orden11 sino también necrópolis,12 pequeñas aglomeraciones de cabañas13 y cabañas aisladas.14

11 Como en Alcalá del Río, la antigua Ilipa (Fernández y Rodríguez 2007a), El Carambolo (Fernández y Rodríguez 2007b), Carmona (Jiménez 1994) o Cerro Mariana, en las Cabezas de San Juan, la Conobaria romana, donde se ha documentado un sector del poblado datado a fines del siglo VIII o comienzos del VII a.C. (Beltrán et al. 2007: 73-92). 12 Por ejemplo, la necrópolis de La Angorrilla, en Alcalá del Río (Fernández y Rodríguez 2007a; Fernández Flores et al. 2014) o la de Rabadanes, en la Cabezas de San Juan (Escacena y Pellicer 2007; Pellicer y Escacena 2007). 13 Ejemplos característicos son los de Vega de Santa Lucía, en Palma del Río (Murillo 1992), la Cuesta de los Cipreses, en Osuna (Ferrer et al. 2002) o el Jardín de Alá, en Salteras (Hunt 2010). 14 En este caso hay un registro relativamente abundante, aun cuando la mayoría de estas cabañas se datan en el Hierro I. Sin ánimo de ser exhaustivos, destacamos los numerosos ejemplos en la bahía y campiña de Cádiz (López Amador et al. 1996; Ruiz Mata y González 1994; López Rosendo 2007 y 2013), Cerro de la Albina en Puebla del Río (Escacena y Henares 1996) o La Coriana, en Olivares (Rodríguez Cuevas 2015).

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Esta revisión es ilustrativa de que entre los criterios barajados en la selección de los yacimientos arqueológicos no figura la investigación exhaustiva de los contextos del Bronce Final dentro de proyectos específicos, sino que las escasas contribuciones han sido fruto de la casualidad, de actuaciones con intereses administrativos o dentro de proyectos más amplios con el objetivo puesto en la secuencia estratigráfica de un yacimiento. No obstante, este no es el único problema metodológico, ni el más grave, en la definición cronológica y material del Bronce Final en el Bajo Guadalquivir. Para analizar esta cuestión habría que remontarse a los orígenes de la investigación sobre la cultura material «tartésica», a finales de los años 50 y principios de los 60, y a raíz de las excavaciones en El Carambolo (Carriazo 1969, 1970, 1973; Maluquer 1969) y, en la década siguiente, en el Cabezo de San Pedro de Huelva (Blázquez et al. 1975; Blázquez et al. 1981). En ambos yacimientos se creyó ver dos fases diferenciadas, una anterior a la aparición de cerámica fenicia hecha a torno y otra posterior, poniéndose de manifiesto el carácter autóctono de ambos yacimientos y la continuidad de la cultura material «tartésica», progresivamente modificada por la influencia ejercida por mediación de la colonización fenicia en las costas de Cádiz y Málaga. El resto de los yacimientos excavados en las décadas siguientes en el Bajo Guadalquivir, e incluso de otras áreas geográficas de la Península Ibérica, utilizaron estas estratigrafías como modelos de secuenciación cronocultural, canonizándose esta periodización y los patrones de referencia arqueográficos. El marco epistemológico en el que se fraguó esta noción es el historicismo cultural, que se fundamenta –escribo en tiempo presente porque pervive y aún goza de buena salud– en la identificación entre cultura material y pueblo o etnia, y en la difusión cultural como mecanismo generativo de «culturas arqueológicas», es decir, de un conjunto de rasgos materiales que representan normas culturales compartidas por una comunidad étnica (Blech 1999; Hides 1996: 26). El difusionismo implícito en el historicismo cultural se basa en tres entidades fundamentales: cultura, rasgo e idea. Así, toda cultura está compuesta de rasgos (artefacto, parentesco, creencias religiosas) que son las ideas específicas que todos los miembros de esa cultura comparten y que funcionan como normas –de ahí que se le conozca también como «normativismo»–, y surgen y se expanden mediante tres mecanismos básicos: invención, difusión y migración. La tarea de la investigación arqueológica sería, desde la

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perspectiva historicista, la definición de los rasgos de cada cultura y la determinación del origen de estos rasgos, es decir, cuál de estos mecanismos es responsable de su aparición, así como el establecimiento de su distribución espacio-temporal (Fernández Martínez 1989: 226 ss.). Es lógica, por tanto, la tendencia tipológica, atenta a clasificarlo todo con criterios formales y biologicistas, hasta el punto de que el desarrollo del mundo de las formas ha acabado siendo visto como el resultado de un desarrollo evolutivo inherente a los objetos (Schnapp 1991: 23), privilegiando el estudio de los rasgos formales de los artefactos y de las imágenes y desatendiendo las relaciones contextuales de los mismos (Ferrer y Bandera 2014: 393-394). A través de este discurso epistemológico, Tarteso se fue configurando en estas décadas como una «cultura arqueológica», definiéndose los fósiles-guía de cada período; los del Bronce Final fueron dos especies cerámicas, la pintada «tipo Carambolo» y la cerámica con decoración bruñida, además de otros artefactos «ideotécnicos» como las estelas de guerrero, también conocidas como tartésicas, y las espadas de bronce tipo «Ría de Huelva». Estos ítems corresponderían a la etapa formativa de la «cultura tartésica» previa a la colonización fenicia, y a través de ellos se podía definir territorial, cultural y cronológicamente a la etnia tartesia, esto es, a aquellas poblaciones autóctonas que habitaban el territorio donde se distribuían dichos artefactos, básicamente el Bajo Guadalquivir y Huelva, aunque con prolongaciones en Extremadura, sur de Portugal y Guadalquivir Medio. La fase de apogeo de la cultura tartésica, según este paradigma, tuvo lugar a partir del siglo VIII a.C., tras la colonización fenicia y los incentivos económicos producidos por la demanda de metales, especialmente de plata, que ocasionaron el desarrollo de un proceso de aculturación visible en todos los aspectos materiales, ideológicos y sociales, acentuándose la jerarquización de la sociedad tartesia con el surgimiento de monarquías de impronta oriental y de una poderosa aristocracia (Almagro Gorbea 1996).15 Se 15 La interpretación de M.E. Aubet (2009: 295) contempla no tanto la aculturación sino la emulación de una sociedad indígena jerarquizada y detentora del control de sus propios recursos ante el estímulo colonial mediterráneo. Más que de aculturación, habría de valorar la integración ideológica y social de los sectores dominantes de las sociedades locales en las estructuras sociales mediterráneo-orientales y la incorporación de sus sistemas económicos a los circuitos de mercado de la cuenca mediterránea.

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acuñó, al igual que en Grecia y en Etruria, el término orientalizante, concepto ideado para el ámbito artístico, para designar un estilo decorativo, pero acabó por definir a una sociedad marcada por la adopción de ideas y costumbres de origen oriental (Álvarez Martí-Aguilar 2005: passim). Y la fase de decadencia estaría igualmente determinada por acontecimientos externos (caída de Tiro ante los babilonios, cese de la demanda de plata, etc.) y por causas económicas (crisis del sector minero-metalúrgico), que fraguarían en el surgimiento de la llamada cultura turdetana desarrollada durante un lapso de tiempo homónimo (siglos V-II a.C.). Se trata de otro convencionalismo que utiliza un étnico de época romana para definir un período entre la fase orientalizante y la romanización, y también de un nuevo ejemplo de «cultura arqueológica» que no se corresponde con una sola etnia (García Fernández 2002). De hecho Tarteso y los tartesios siguieron existiendo como territorio y como etnia en el imaginario griego hasta la conquista romana (García Fernández 2003; Ferrer Albelda 2008a). Como ya hemos avanzado, este rígido esquema ha condicionado ulteriores investigaciones tanto en los aspectos epistemológicos como en los metodológicos. Así, la canonización de esta secuencia cronocultural estándar y la consideración como precoloniales de determinados fósiles-guía ha propiciado, por un lado, la atribución cronológica errónea de yacimientos o de fases de estos al Bronce Final (El Carambolo, Huelva, Mesas de Asta, etc.), pero, sobre todo, el diseño de mapas ficticios donde los sitios del Bronce Final se multiplican en el territorio ofreciendo un cuadro poblacional y demográfico ilusorio (Gómez Toscano 1997: passim; González et al. 1995: 227; Gómez Toscano y Fundoni 2010-2011: 27, fig. 1; Gómez Toscano et al. 2014). Un estudio reciente que evidencia la cadena de errores metodológicos basados en parte en los argumentos de autoridad y en la asunción de planteamientos apriorísticos es el de B. Marín-Aguilera (2015: 192, table 1), quien analiza las necrópolis del Bajo Guadalquivir anteriores a la colonización fenicia (siglos X - IX a.C.): La Nicoba, Peña de Arias Montano, Los Praditos, Mesas de Asta, Vega de Santa Lucía y Las Cumbres. Este elenco se basa en el cuadro cronológico propuesto por M. Torres (1999; 2004), cuyos datos –en los tres primeros ejemplos– son tomados de autores (Pérez Macías 1983; Gómez Toscano 1997; Gómez Toscano et al. 1992) que utilizan las tipologías cerámicas convencionales para datar los yacimientos. En ningún caso se trata de

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necrópolis excavadas sino de sitios registrados en prospecciones superficiales o hallazgos sin control arqueológico,16 al igual que Mesas de Asta, donde los hipotéticos enterramientos más antiguos se datan según la cronología relativa de los vasos de perfiles bicónicos y las cerámicas con decoración bruñida y pintada «tipo Carambolo» (González et al. 1995: 219, 229-230; contra Amores 1995: 171, n. 17; Belén 2001: 46). En los ejemplos de Vega de Santa Lucía y Las Cumbres, ambos documentados en excavación, la datación precolonial atribuida es arbitraria, pues en el primero se registró en el enterramiento de inhumación una placa con decoración incisa en la que se reproducen los motivos zoomorfos característicos de la cerámica «tipo Carambolo» (Murillo 1994: 129, lám. 4.3; Belén 2001: 43; Casado 2015: 232), mientras que en el túmulo 1 de Las Cumbres (Ruiz Mata y Pérez 1989: 291) se utiliza nuevamente la cronología relativa de las cerámicas (urnas bicónicas y cazuelas de carena alta) para atribuir algunos enterramientos en urna al Bronce Final (Torres 2004: 428). No cabe duda alguna de que estos esquemas tipológicos y cronológicos precisan de una revisión profunda a raíz de las excavaciones y hallazgos recientes en los dos yacimientos más emblemáticos del «Tarteso precolonial»: El Carambolo y Huelva; si el primero ha dejado de ser un poblado de cabañas indígena para revelarse como un santuario de Astarté (Fernández y Rodríguez 2007), el segundo se describe como un emporio fenicio muy antiguo localizado presumiblemente en el entorno o junto a una población autóctona (González de Canales et al. 2004, 2006a y b). Consecuentemente, la cerámica «tipo Carambolo» ya no puede ser considerada uno de los fósiles-guía de los contextos precoloniales, sino analizada como un producto más de las transformaciones introducidas por la colonización fenicia (Casado 2015: 247-249).

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Esta revisión metodológica no debe circunscribirse a un reajuste –imprescindible– de las tipologías y cronologías, sino también centrarse en la demolición del edificio construido sobre los cimientos del historicismo cultural, es decir, en la extinción de estas «culturas arqueológicas», que se distinguen unas de otras sin más criterios que la cercanía o relativa lejanía del mar en la actualidad y los porcentajes de cerámica hechas a torno y a mano, sin valorar los contextos arqueológicos, generando así fronteras imaginarias entre dos grupos étnicos, los autóctonos y los fenicios. El Carambolo nuevamente nos puede servir de ejemplo de lo que denunciamos, pues los materiales de la excavación de Carriazo fueron contextualizados en un primer momento en un fondo de cabaña con varias fases, la más antigua de las cuales fue considerada de época precolonial. La nueva excavación del «fondo de cabaña» ha documentado lo que, en realidad, era una fosa de grandes dimensiones, un basurero ritual, donde eran vertidos los desechos de las ceremonias religiosas, la mayoría recipientes cerámicos de cocina (Fernández y Rodríguez 2007: 145-147; Casado 2015). Así mismo, en un yacimiento inequívocamente fenicio como Cádiz, en el solar del Teatro Cómico, fase fenicia A (Período II, fines del siglo IX o principios del VIII hasta mediados del siglo VIII a.C.), se ha registrado lo que ya se había advertido en otros yacimientos fenicios de la Península Ibérica y de otras áreas: el alto porcentaje de cerámica hecha a mano «de tradición local» (entre 30-40 %), con especies como vasos con decoración de retícula bruñida, con decoración grabada, recipientes de cuello acampanado y ollas de cocina en contextos domésticos. El argumento ad hoc más socorrido es que se trata de cerámicas portadas por mujeres indígenas (Delgado 2008; Torres et al. 2014: 61).

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En el caso de los Praditos (Aroche, Huelva), los datos provienen de una excavación clandestina en la que se registró un posible enterramiento de cremación bajo túmulo con un puñal de bronce, arete de bronce, cuentas de «pasta vítrea» (aunque por la descripción la materia prima podría ser ámbar), fusayolas y cerámicas realizadas a mano, entre ellos un fragmento con decoración geométrica grabada (Pérez Macías 1983). Ninguno de los materiales es exclusivo del Bronce Final y la composición del ajuar recuerda a los de La Angorrilla, datados en los siglos VII-VI a.C. (Fernández et al. 2014).

Los problemas de definición arqueográfica no se circunscriben solo a la escasez de contextos del Bronce Final claramente anteriores a la colonización fenicia sino también al propio registro arqueológico, especialmente la cerámica, que no experimenta cambios sustanciales entre los siglos X y VIII a.C., por lo que es difícil datarlos aisladamente, sin contextos arqueológicos cerrados, sin cronologías absolutas o sin la comparecencia de importaciones fenicias. Este problema afecta no solo a la cerámica, el material

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más abundante, sino también a otros artefactos como las espadas y otras armas, fíbulas, estelas de guerrero, y también a la tipología de los asentamientos y a las estructuras de habitación. Por este motivo, el primer paso que proponemos es la revisión de los contextos primigenios del Bronce Final siguiendo los tres criterios citados: posición estratigráfica (con recurso a la estratigrafía comparada), cronologías absolutas y aparición de las importaciones fenicias. A priori proponemos una triple clasificación de contextos arqueológicos que responden a tres estadios cronológicos y evolutivos diferentes: a) un Bronce Final anterior a la colonización fenicia, sin atisbo de materiales ni influencias orientales de ningún tipo; b) un Bronce Final coetáneo a la recepción de materiales de origen fenicio, aunque parece preservar su identidad cultural, sin cambios aparentes en los modos de vida, fase que se ha denominado en ocasiones «Bronce Final con cerámicas a torno» (Aguayo et al. 1991: 561; Bandera et al. 1993: 22 ss.); y c), un último estadio, el de aquellas comunidades herederas de las anteriores pero que viven en un contexto plenamente colonial (Hierro I). Empero, es previsible la falta de sincronía de las primeras muestras de materiales fenicios en los diferentes yacimientos habida cuenta de que una mayor cercanía geográfica a las colonias hace probable una mayor antigüedad de las importaciones que, por ejemplo, en un yacimiento del Guadalquivir Medio. En esta área geográfica, a través la estratigrafía comparada o por la ausencia de cerámicas torneadas se pueden clasificar en esta primera fase los niveles 17 y 16 de Colina de los Quemados (Luzón y Ruiz Mata 1973: 11-13), los estratos IIIA y IIIB del Llanete de los Moros, en Montoro, Córdoba (Martín de la Cruz 1987: 205), el nivel XIII de Monturque, también en Córdoba (López Palomo 1990: 180; 1999: 161-167), un fondo de cabaña excavado en El Ochavillo (Hornachuelos, Córdoba), la fase C del fondo 8 de Vega de Santa Lucía, en Palma del Río (Murillo 1994: 126) y el estrato XIII, fase IIa, de Setefilla, en Lora del Río (Aubet et al. 1983: 71). Del Bronce Final serían también los estratos IV, V y VI de Monte Berrueco (Escacena y de Frutos 1985: 76), cerca de Medina Sidonia (Cádiz) y, en la campiña sevillana, en Carmona, el nivel 11 del CA-80/B (Pellicer y Amores 1985: 116), el estrato 5 de la excavación de 1959 (Carriazo y Raddatz 1960: 364) y las unidades estratigráficas del Bronce Final de Costanilla-Torre del Oro (Jiménez 1994: 152). También se pueden datar en este grupo las subfases Ia y Ib de Montemolín (Bandera et al. 1993: 16-21), y

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diversos contextos de Osuna (un estudio más detallado en este mismo volumen). En el Bajo Guadalquivir contextos de este período se documentan en el Cerro de San Juan de Coria del Río (Escacena e Izquierdo 2001: 126) y en El Carambolo (Fernández y Rodríguez 2007: 260, n. 6). Por su parte, los ejemplos más claros del «Bronce Final con cerámicas a torno» serían la segunda fase de las cabañas 1 y 2 de la Cuesta de los Cipreses, en Osuna (Ferrer et al. 2002: 114), un caso similar a la inhumación de Vega de Santa Lucía (Murillo 1994: 129, lám. 4.3; Casado 2015: 232). A ellos habría que sumar la segunda fase de Montemolín (Bandera et al. 1993: 22-25) y el estrato IV de Alhonoz (López Palomo 1981: 165), así como los seis "fondos de cabaña" de Peñalosa (García y Fernández Jurado 2000) y las fosas de San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986). El caso de Osuna es significativo porque se han registrado estratos del Bronce Final o inicios del Hierro I en diversos sectores del Cerro de los Paredones. En la Cuesta de los Cipreses se excavaron dos cabañas, de las que la 1 documentó dos estratos de relleno, el más antiguo con cerámicas hechas a mano y un repertorio consistente en cuencos semiesféricos, vasos de tendencia esférica y borde entrante y recipientes de cuello troncocónico y boca exvasada; en el más reciente se registraron cuencos, copas, cazuelas, ollas, soportes «de carrete», vasos de boca acampanada y recipientes de paredes rectas, todos hechos a mano. La cabaña 2 se cubrió con dos estratos, el más antiguo contenía cerámicas exclusivamente fabricadas a mano (vasos cerrados de perfil esférico) y un molino barquiforme, mientras que el estrato que lo cubría estaba alterado por la construcción de un muro medieval y registraba cerámicas similares a las de los anteriores contextos pero también un fragmento de cerámica pintada «tipo Carambolo», un pithos con asa trigeminada y pintura bícroma, un cuenco de cerámica gris y un asa amorcillada de ánfora. También se excavó una estructura muraria rectilínea que ha sido interpretada como posible muralla (Ferrer et al. 2002: 107-108) asociada a materiales similares a los de las cabañas, aunque también se documentó un cuenco de cerámica gris. Por último, en una intervención de la calle Caldenegros se volvieron a detectar estratos del Bronce Final y la datación de C 14 en muestras de carbón proporcionó fechas calibradas de 1100-900 a.C. (Ruiz Cecilia 2015: 417-434). En el tercer estadio se clasificarían la mayoría de los asentamientos del Hierro I que revisaremos en otro apartado, aunque lo más característico de ellos

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es la recepción de tecnologías y costumbres de origen oriental, significativas en los cambios introducidos en la forma de las estructuras de habitación: Acinipo, Huerto Pimentel (Lebrija), Cerro Macareno, Cerro de la Cabeza de Santiponce, etc. Las cronologías relativas deducidas por la estratigrafía comparada pueden cotejarse con las escasas dataciones absolutas de este período en el entorno geográfico, aunque resulta metodológicamente incorrecto mezclar unas y otras, pues las dataciones radiocarbónicas calibradas suelen elevar la cronología cien años o más por encima de las dataciones «históricas». El caso más evidente es el de Acinipo, donde las cronologías obtenidas en niveles con cerámicas fabricadas a torno y cabañas rectangulares y circulares oscilan entre 820±90 a.C. (cal. 910 a.C.), 700±90 (cal. 810 a.C.) y 690±180 (cal. 810 a.C.). Las tablas con las cronologías calibradas aportadas por A. Mederos (1996: 59-68) nos ahorran describir los contextos y sus pormenores y expresan el escaso interés mostrado hacia la periodización y datación del Bronce Final en el Suroeste. Montoro es el yacimiento con más muestras, aunque presentan problemas de inversión cronológica; no obstante este autor valora positivamente contextos tipo Cogotas I fechados en 1310 a.C., 1260 a.C., 11101060 a.C. y 1045 a.C. Más reciente es la fase C del fondo 8 de Vega de Santa Lucía (Palma del Río, Córdoba), que proporcionó una datación calibrada de 818 d.C. (Murillo 1994: 126). Por su parte, las dataciones calibradas obtenidas sobre muestras de astiles de madera de los regatones provenientes del depósito de la Ría de Huelva ofrecen valores medios entre 987-922 a.C. –ca. 880-850 a.C.– (Mederos 1996: 67). En los últimos años solo se han aportado dos nuevas dataciones radiocarbónicas, una procedente de la excavación de El Carambolo, donde ha sido registrada una fase del Bronce Final anterior a la construcción del santuario. El análisis de C14 en una muestra de carbón de la unidad estratigráfica 1217 ha aportado una cronología absoluta de 3026 BP ± 29, con una calibración del 90 % de posibilidades entre 1400 y 1131 a.C. (Fernández y Rodríguez 2007: 260, n.6). La otra datación proviene de la calle Caldenegros de Osuna, 1100-900 a.C. Ambas cronologías absolutas fechan contextos arqueológicos sin intrusiones de cerámicas hechas a torno o cualquier otro material que permitan documentar algún tipo de contacto con el Mediterráneo oriental. Es, como vemos, una muestra exigua en un territorio muy amplio que estimamos indicativa de la

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realidad demográfica, aunque ésta puede estar distorsionada a la baja por las cuestiones metodológicas antes mencionadas. En las prospecciones arqueológicas superficiales que hemos llevado a cabo en la década pasada, se percibe una evidente y acusada disminución del porcentaje de yacimientos de la Edad del Bronce respecto de los calcolíticos y del Hierro I, pero la muestra es más amplia de lo presumible, pues concretamente en el valle del Corbones se datan en este período siete yacimientos, algunos monofásicos (Ferrer y Bandera 2007: 49). En la cuenca media del Guadalquivir, a la altura de Peñaflor (Sevilla), el número de asentamientos del Bronce Final asciende a cinco, algunos sin continuidad en el Hierro I (Cerro Pino I y II, Mesa Cordobesa I y II, La Torrecilla y Dehesilla del Caballo III). Los sitios de Mesa Cordobesa I y II, como sus nombres indican, ocupan un cerro amesetado de gran valor defensivo y estratégico, rodeado en parte por los barrancos del río Retortillo y con el flanco menos protegido defendido con un lienzo de muralla. En la vertiente sur, a pesar de que la pendiente es muy acusada, parece que también se construyeron muros defensivos discontinuos en sucesivas terrazas. El poblado, por los hallazgos superficiales, debió tener una gran extensión, aunque es probable que en su interior el hábitat fuera disperso. Cerro Pino I y II conforman un poblado a orillas del Guadalquivir en la ladera de la elevación más importante de la comarca. En dos sectores poco distantes de la vertiente sur se han registrado cerámicas e industria lítica pertenecientes a este horizonte, sin que haya continuidad en la ocupación del espacio. El último yacimiento datado en este período según el registro cerámico es La Torrecilla, un cerro elevado en plena campiña con un valor claramente económico, de apropiación de tierras de cultivo (Ferrer et al. 2005: 591). Los cierto es que, si no vacío poblacional, la evidencia arqueológica proporciona escasas muestras de ocupación del territorio, por lo menos en los términos convencionales que la metodología arqueológica nos permite hoy día. Esta problemática ha sido tratada ampliamente por J.L. Escacena (1995, 2000, 2013; Belén y Escacena 1995), quien describe una baja densidad en la ocupación del territorio entre los siglos XII y X a.C., una tímida repoblación en el siglo IX y una eclosión demográfica en el siglo VIII a.C. (Escacena 2000: fig. 2.3). El problema principal es que las bases poblacionales de este auge demográfico en los siglos IX y VIII a.C. no son bien conocidas (Escacena 1995 y 2000).

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La existencia de vacíos poblacionales está documentada en muchos períodos históricos y en diversas áreas geográficas del mundo antiguo, sobre todo en aquellas zonas donde los ecosistemas son frágiles y sensibles a los cambios climáticos. Estos, las catástrofes naturales, las epidemias, las guerras, etc. pudieron –y aún pueden– ocasionar la desaparición o emigración de comunidades enteras, provocando el abandono de amplios territorios durante siglos. Ejemplos no faltan: el enfriamiento del clima durante la Edad del Hierro hizo que los glaciares avanzaran en Escandinavia y desaparecieran gran parte de los bosques, o que en Jutlandia, además del empeoramiento climático, el agotamiento de los suelos por sobreexplotación y erosión impulsara los grandes movimientos migratorios (Ferrer 2014: 268-269). En Próximo Oriente, durante el Bronce Reciente la población total se redujo globalmente, pero en determinadas áreas, como la Alta Mesopotamia, el centro de Anatolia y las mesetas semiáridas de la franja siria-palestina el despoblamiento fue más acusado, interviniendo factores como un clima más seco y las guerras continuadas. Hubo un desplazamiento de la población hacia zonas más favorecidas, mejor irrigadas y con suelos con mayor capacidad agrológica, y las mesetas interiores al este del Orontes y del Jordán se deshabitaron; se abandonaron regiones que habían sido pobladas durante siglos y aumentó el elemento nómada o seminómada (Liverani 1995: 368). En la segunda mitad del II milenio a.C. se ha constatado un proceso de aridificación del clima que afectó en líneas generales al Mediterráneo. A este proceso le siguió un evento frío en el cambio de milenio cuyas consecuencias se han analizado en el Mediterráneo oriental en términos de su probable contribución a la desestructuración social y al desplazamiento de poblaciones (Kaniewski et al. 2010; Sánchez Gómez 2015: 332). En el Bajo Guadalquivir no hay datos que permitan conocer la incidencia de estos cambios climáticos en los patrones de poblamiento, pero algunos autores han barajado la posibilidad de desplazamientos de comunidades de economía ganadera desde las áreas septentrionales de la Meseta al Bajo Guadalquivir en busca de nuevas áreas de explotación de recursos (Celestino 2001: 304). Las estelas decoradas constituirían el principal argumento para demostrar estas traslaciones poblacionales, que pondrían de manifiesto la relación entre dos grupos humanos distintos (Barceló 1995: 580) y constituirían la principal evidencia de «una repoblación de los territorios por comuni-

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dades de origen geográfico y cultural atlántico y meseteño mediante la fundación de unos enclaves que, a modo de avanzadillas, inician a final de la Edad del Bronce la ocupación de un territorio casi despoblado» (Belén et al. 1992: 71). La baja densidad demográfica, sobre todo en las zonas costeras, también se ha intentado explicar mediante la afectación de sucesos mareales extraordinarios (maremotos o tsunamis) en las cronologías que barajamos. Se han registrado dos eventos de estas características en 3500 BP y 3150 BP (Borja 2013; Rodríguez et al. 2015), es decir, el último de ellos en el siglo inmediato al cambio de milenio. F. Sánchez Gómez (2015: 290-291) baraja la posibilidad de que el último tsunami afectara a las poblaciones asentadas en la costa y potenciara el cambio de perfil litoral que unía la ensenada bética con el mar. Así el impacto sobre las comunidades asentadas cerca de la costa pudo tener un componente físico, de aniquilación total o parcial de los asentamientos, y otro mental, intangible, en la medida en que las poblaciones supervivientes quedarían desestructuradas y remisas a habitar el litoral, quedando grabado el suceso en el imaginario colectivo por generaciones. Así mismo, cuando se reconoce la baja densidad poblacional como una evidencia,17 se ha pretendido explicar también por factores sociopolíticos y económicos. Una hipótesis heterodoxa pero no demostrable con la metodología arqueológica actual responsabiliza de la atonía demográfica a las razias fenicias realizadas contra las comunidades indígenas para nutrir de esclavos al próspero mercado mediterráneo, actividad que provocaría la huida de los pobladores hacia las montañas y regiones menos accesibles, así como la génesis de una mentalidad guerrera, la que se plasmaría en las estelas de guerrero. Teniendo como modelo el comercio de esclavos africanos en la Edad Moderna, los jefes locales ejercerían el papel de intermediarios en este lucrativo comercio mediante la captura y el suministro regular de esclavos procedentes de regiones más alejadas –como la Meseta– hacia las colonias fenicias. Lógicamente esta hipótesis se fundamentaría en una cronología alta de la colonización fenicia, la sugerida por autores grecolatinos sobre la fundación de Cádiz, c. 1100 a.C. (Moreno Arrastio 1999; 2000: 170). 17 Hay autores que no reconocen la disminución de asentamientos desde el Bronce Pleno y valoran la continuidad poblacional (Pellicer 1989: 154; Ruiz Mata 2001: 48; Ruiz Mata y Gómez 2008: 333-334).

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Por otro lado, hay autores que, sin contemplar expresamente el vacío poblacional, atribuyen el auge demográfico de los siglos IX y VIII a.C. a la transformación de los patrones de asentamiento y a cambios socioeconómicos. J.A. Barceló (1995: 564-565) ha expuesto la correlación entre el aumento del número de poblados y el incremento de la proporción de ovicápridos en detrimento de los bóvidos, fenómeno interpretado como «la manifestación empírica de la trashumancia». «La adopción de una economía ganadera impuso una modificación de la forma de ocupación del territorio, lo que obligaría a fundar un gran número de asentamientos ocupados temporalmente». Sin embargo, esta hipótesis ha sido cuestionada al negarse la capacidad de las sociedades prerromanas de la Península Ibérica para llevar a cabo la trashumancia dada la inexistencia de redes de parentesco renovadas generación tras generación y de una organización sociopolítica supraterritorial que garantizara los desplazamientos a larga distancia (Bertrán y López 2005: 581). Una explicación similar aporta A. Delgado (2000: 63) cuando relaciona la baja densidad demográfica de las comunidades precoloniales y el sucesivo incremento del número de asentamientos en los siglos IX y VIII a.C. con la reorientación de una economía basada en la ganadería extensiva en pos de una agricultura cerealística extensiva, una estrategia económica que conllevaría la aparición de poblados y aldeas en suelos de alta capacidad agrológica y en la cercanía de vías de comunicación. La consecuencia de este proceso sería la colonización de nuevos espacios, el aumento de las ocupaciones y de la extensión de algunas, y, en definitiva, un cambio en el paisaje «tartesio». Ninguna de estas hipótesis es excluyente y permite atisbar la complejidad de análisis de estos fenómenos que, a la vista está, requieren proyectos de investigación que asuman estos objetivos. No obstante, a pesar de esta exigua nómina de yacimientos con contextos datados en el Bronce Final, se pueden proponer las líneas generales de las estrategias de ocupación del territorio en los momentos epigonales de la Edad del Bronce. Según los criterios de ubicación y las características de los asentamientos, se distinguirían dos tipos: los hábitats en lugares altos, con control visual y defensas naturales, cercanos a vías de comunicación –Carmona, Montemolín, El Carambolo, Setefilla–, y, por otro, los poblados de cabañas en llano en función de una actividad económica concreta, normalmente agropecuaria (El Ochavillo, Peñalosa, Vega de Santa Lucía).

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Se puede definir este como un proceso de territorialización que constituyó el germen de la articulación futura de los territorios del Guadalquivir bajo y medio en el Ier milenio a.C. (Ruiz-Gálvez 2013: 311). Es más, algunos asentamientos debieron adquirir durante el Bronce Final o a comienzos del Hierro I un papel central en la incipiente jerarquización de los asentamientos, si valoramos como criterio el hallazgo de estelas decoradas «de guerrero» en algunos de ellos (Montemolín, Carmona, Setefilla, Torres Alocaz, Atalaya de la Moranilla) o la continuidad de estos hábitats en períodos posteriores. Nos queda la duda, por ahora irresoluble, de si las estelas son testigos de este proceso en época precolonial o inmediatamente después, porque todo parece indicar que la cronología de estos monumentos, especialmente los hallados en el Bajo Guadalquivir, abarca ambos períodos. La reutilización de las estelas de Setefilla y Pocito Chico, ambas en el siglo VIII a.C., o la más tardía de Cancho Roano, puede interpretarse en estos casos como la amortización de dichos monolitos y establecen esa datación como término ante quem (Celestino 2001: 320). Empero, independientemente de su cronología, lo cierto es que las estelas deben ser interpretadas como «monumentos destinados a reflejar la importancia social del individuo» (Barceló 1995: 580), en una sociedad con una marcada significación guerrera y de economía ganadera, quizás relacionada con determinados desplazamientos de población, en el contexto de una sociedad con escasa complejidad social (Celestino 2001: 304 y 316). Los objetos representados en las estelas (espejo, peine, etc.), especialmente en las del valle del Guadalquivir, han sido interpretados como bienes de prestigio que circulaban a través de diversos mecanismos de intercambio y se pretendían acumular (Barceló 1995: 580). Estas comunidades los considerarían símbolos de legitimación del poder y de ostentación, cuya propiedad se destinaba a la emulación, a la imitación de modelos de comportamiento externos, aunque se reinterpretarían en función de valores, estrategias y conflictos de las sociedades locales (Delgado 2000: 71 ss.). Se conciben y reinterpretan dentro de un modelo social patriarcal basado en «grupos familiares independientes y autosuficientes, con una importante diferenciación social entre los miembros de un mismo grupo (importancia social y política del patriarca) y fuertes relaciones competitivas con otros grupos» (Barceló 1995: 580-581). Montemolín es uno de los pocos asentamientos excavados testigo del proceso evolutivo que describi-

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mos. En la estela hallada en las inmediaciones del cerro se representa un individuo masculino con arco y flecha, espejo y peine (Chaves y Bandera 1982; Celestino 2001: 429). Por su parte, en la parte más elevada del yacimiento se registraron los primeros estratos de ocupación (subfases Ia y Ib), sin evidencias de construcciones pero con signos de habitación dado el volumen de material cerámico acumulado en estas unidades deposicionales. En la fase posterior, denominada «Bronce Final con cerámicas a torno», se construyó una gran estructura de planta oval edificada sobre un zócalo de piedras con alzado de tapial, donde se hallaron las primeras muestras de cerámicas torneadas (1-2 %: ánforas, cerámica de engobe rojo), datadas convencionalmente en el siglo VIII a.C. Con posterioridad, a fines del siglo VIII y durante el siglo VII a.C. se construyeron un edificio de adobes de planta rectangular de factura fenicia (Dies Cusí 2001: 101) y, sobre la cabaña anterior, una gran cabaña oval con empedrado en la puerta, interpretados respectivamente como una obra de encargo a artífices fenicios o un templo, y como un lugar de reunión de las élites locales (Bandera et al. 1993: 22-23; Ferrer y Bandera 2007: 73-80). La ausencia de complejidad social y, a la vez, los síntomas de transicionalidad hacia una incipiente sociedad jerarquizada pueden detectarse en los tipos de estructuras domésticas. Los estudios de los llamados «fondos de cabaña» del Bronce Final en el área «tartésica» (Izquierdo 1998; Ferrer et al. 2002; Delgado 2005) coinciden en señalar la homogeneidad de las características constructivas, hasta tal punto han sido consideradas como un indicador étnico de la cultura local (Izquierdo 1998: 286). Otro factores como las diferencias de tamaño, la ubicación de algunas cabañas, los elementos muebles o la existencia de otras estructuras anexas, han sido propuestos como indicadores sociales y económicos que evidencian rituales asociados a la distribución y consumo de comida y bebida, fuentes de legitimación y reconocimiento de estatus social y de poder político (Delgado 2005: 590). Además del aspecto social y político de estas construcciones, como espacios destinados a la representación, a banquetes y a la toma de decisiones del grupo gentilicio, se podría valorar la posibilidad de que algunas también fueran lugares de culto de la comunidad. Así, durante el Bronce Final, Montemolín pudo ser uno de estos sitios donde residía un patriarca, un guerrero, un jefe de un grupo parental, que dominaba un territorio más o menos amplio, y probablemente poseía un número considerable de cabezas de ganado (Ferrer y Bandera 2007: 54).

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Para algunos autores, «la tendencia hacia una organización jerárquica estructurada en torno a centros de poder (Huelva, Carambolo, Carmona), en los que gravita el control del territorio», así como «la producción y circulación de cerámicas de lujo con decoración pintada o bruñida de tipo Huelva o Carambolo habla en favor de la presencia de artesanos especializados y de profesionales, característicos de una sociedad de rango, y de la existencia de un comercio a larga distancia que, …, denota unas estructuras sociales centralizadas y capaces de mantener unos contactos comerciales regulares…». Además, la minería de la plata y la producción y comercio de metales (Ría de Huelva) avalarían «no solo un tráfico marítimo temprano por parte del puerto tartésico de Huelva, sino un fenómeno de acumulación de excedente metálico propio de sociedades jerarquizadas». En síntesis, lo que se propone es «la existencia de una sociedad jerarquizada durante el Bronce Final tartésico y suficientemente organizada como para afrontar el reto del comercio mediterráneo del siglo VIII» (Aubet 1991: 36-37).18 No obstante, no hay que confundir los síntomas de una incipiente jerarquización social con la noción de comunidades socialmente complejas. Se trata de poblaciones aldeanas con un modo de producción doméstico (G. Wagner 1993; Carrilero 1993). La competencia entre estas elites guerreras pudo haber generado desigualdades entre unas comunidades y otras, ya que el modo de producción de estas no era pasivo ni conllevaba estancamiento sino que podía crear desigualdades dentro del grupo doméstico y entre diversos grupos mediante las alianzas políticas y la acumulación de interacciones en las que se resolvían los matrimonios y se intercambiaban dones (Barceló 1995: 561-562). Esta estructura social de tipo tribal característica del Bronce Final en la que

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Los argumentos de M.E. Aubet (1991) redundan en lo que hemos discutido supra y desmienten la pretendida complejidad social de las comunidades precoloniales: 1) parte del registro arqueológico considerado del Bronce Final es, en realidad, de la época de la colonización fenicia, más antigua de lo generalmente supuesto, pues se remontaría al siglo IX a.C.; 2) los fósiles-guía del Bronce Final, como la cerámica con decoración bruñida y, sobre todo, la cerámica pintada «tipo Carambolo», son de época colonial, por lo que la especialización artesanal es una consecuencia de ésta y no la causa; y 3) los yacimientos destacados como centros de poder son de fundación colonial (El Carambolo) o emporios fenicios muy antiguos en sitios ya habitados (Huelva).

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las relaciones sociales de producción estaban dominadas por el parentesco y la posesión de la tierra se ejercía de manera colectiva muestra, sin embargo, síntomas de transicionalidad hacia una «sociedad de roles de privilegio» (Barceló 1992: 260). Empero, su ulterior evolución estuvo mediatizada por la colonización fenicia, como seguidamente veremos, e impidió un desarrollo propio ajeno a las influencias mediterráneas. Así definida, esta configuración de la sociedad autóctona permite explicar su ulterior evolución por el contacto con la colonización fenicia hacia modelos aristocráticos en los siglos VII-VI a.C. pero no justifica la existencia de una sociedad compleja ni de una aristocracia «tartésica» previa a la colonización con la que negociarían los cananeos. La documentación arqueológica niega cualquier posibilidad al respecto: ni los poblados de cabañas, ni la arquitectura doméstica, ni los escasos enterramientos (Vega de Santa Lucía, Jardín de Alá, Rabadanes), ni otros aspectos como la ausencia de especialización artesanal o de concentración de poder con capacidad para generar sinergias (urbanismo, amurallamiento), permiten aseverar su existencia. Un último aspecto que analizaremos de estas comunidades es el de su diversidad cultural y, por ende, étnica. No es un tema sobre el que se haya llamado la atención antes de manera monográfica (Ferrer Albelda, e.p.), pero lo consideramos lo suficientemente significativo como para sacarlo a colación en estas líneas. La idea de una sociedad homogénea desde el punto de vista cultural en el Suroeste de la Península Ibérica durante el Bronce Final es una quimera si analizamos el registro funerario. Hay que advertir, no obstante, que se trata de una muestra exigua y datada en los primeros momentos de contacto entre las poblaciones locales y los colonos fenicios, exceptuando quizás el caso de las estelas y siempre que las consideremos como monumentos funerarios y de cronología exclusivamente precolonial, aspecto del que no estamos plenamente convencidos (vid. supra). Así, habría en el siglo VIII a.C. hasta cuatro –o cinco– tradiciones «funerarias» diferentes que se corresponderían con poblaciones de diversos orígenes y tradiciones culturales; no en vano, en este período, aunque ya desde el siglo anterior, se había acelerado el proceso de integración del suroeste peninsular en las principales redes de intercambio con la costa atlántica, el interior de la península y la cuenca mediterránea (Pereira 2005: 168; Ruiz-Gálvez 2013). Así, por un lado, está constatada la depo-

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sición de armas, sobre todo espadas, en cursos de agua como la ría de Huelva, 19 el Guadalquivir, el Guadalete y el Genil (Ruiz-Gálvez 1995: 30; Casado 2007: passim), que más que la evidencia de la implantación de una «cultura arqueológica» habría que interpretarla como «una comunidad unida por el nexo común del Océano Atlántico como vía de comunicación». Al respecto, «es evidente que la transmisión de tecnología y conocimiento implica movimiento de personas, porque las ideas y los objetos no viajan solos, pero –opina Ruiz-Gálvez frente a Belén y Escacena– ello no supone necesariamente movimientos masivos capaces de dejar huella» (Ruiz-Gálvez et al. 1995: 164). Independiente del aporte demográfico de este fenómeno ideológico y económico, no cabe duda de que la Baja Andalucía estuvo integrada en las redes de comunicación del Bronce Atlántico (Belén et al.1992; Ruiz-Gálvez 1995; Casado 2007). En segundo lugar, las estelas decoradas constituyen un grupo homogéneo y bien representado de hallazgos dispersos por Sierra Morena y el valle del Guadalquivir que, sintomáticamente, no incumben al área de Huelva. Es desde luego un fenómeno más continental que litoral, pues salvo el caso de Pocito Chico y de Torres Alocaz, la lejanía del mar es la nota común (Celestino 2001: 95, fig. 15). Las estelas del valle del Guadalquivir tienen una mayor complejidad compositiva, se les supone una cronología más reciente que las más septentrionales y lo habitual es su hallazgo en asentamientos de primer orden. Asimismo, el registro frecuente de cerámica de Cogotas I (boquique) en yacimientos de este marco geográfico (Carmona, Montemolín) podría sugerir la migración más o menos intermitente de poblaciones meseteñas hacia la región (Celestino 2001: 304-311). En tercer lugar, disponemos de una tímida representación de inhumaciones en asentamientos, como en Vega de Santa Lucía, de fines del siglo IX a.C. (Murillo 1994: 129, lám. 4.3), en Jardín de Alá (Salteras, Sevilla), datado en el siglo VIII a.C. (Hunt 2010), y quizás una inhumación infantil cubierta con la mitad de un recipiente fabricado a mano en El Picacho (Carmona, Sevilla), datado en el Bronce Final (Pellicer y Amores 1985: 103 y 182). Aunque hay dudas sobre la cronología de este último (Belén

19 En el caso de que el hallazgo fuera una consecuencia de la deposición continuada de armas (Ruiz-Gálvez 1995) y no el cargamento de un barco cargado de bronces amortizados o chatarra (Terrero 1944; Ferrer et al. 1997).

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y Escacena 1995: 106), estos enterramientos podrían representar las tradiciones funerarias locales que se remontarían al menos al Bronce Pleno, como los enterramientos de inhumación en El Berrueco de Medina Sidonia, del siglo XIV a.C. (Escacena y Frutos 1985: 143), Setefilla, datado en 1570 a.C. (Aubet y Serna 1981: 225 ss.) y El Estanquillo, en San Fernando, Cádiz (Ramos 1993: 40-46). Una cuarta tradición estaría representada por la cremación, de la que no se tiene constancia en momentos anteriores a la colonización fenicia porque, como comentamos supra, los enterramientos que presentan este ritual funerario, o bien son de época colonial, como la necrópolis de Rabadanes (Escacena y Pellicer 2007; Pellicer y Escacena 2007) o el túmulo 1 de Las Cumbres, de la primera mitad del siglo VIII a.C. (Ruiz Mata y Pérez 1989: 291; Torres 1999: 68; 2004: 428); o bien no han sido excavados y se han datado por los hallazgos de superficie (cerámica «tipo Carambolo»), que igualmente remiten a una cronología colonial, como el cementerio de Mesas de Asta (González et al. 1995; Torres 1999: 65-66). A esta tradición podría atribuirse también el túmulo A de la necrópolis de Setefilla, datado en el segundo y tercer cuarto del siglo VIII a.C. (Torres 1996: 158; 1999: 95). La hipótesis de que estas cremaciones provienen de una expansión de los Campos de Urnas del Noreste peninsular (Torres 1999: 183) no tiene más sustento que la coincidencia del ritual de la cremación secundaria en urnas hechas a mano, pues la alta cronología de la colonización fenicia en la Tartéside la hace innecesaria e improbable, y remite más a la imitación o inspiración de modelos coloniales –como siempre se ha sostenido (Belén 2001: 44-50)–, sobre todo si tenemos en cuenta la cercanía geográfica de las tres necrópolis a fundaciones fenicias (Doña Blanca, El Carambolo) y la ausencia de testimonios arqueológicos similares en otras áreas geográficas intermedias.

3. LA COLONIZACIÓN FENICIA EN LA TARTÉSIDE: EL TRIÁNGULO ARGÉNTEO En la Grecia de época arcaica Tarteso era sinónimo de plata y este topos literario se mantuvo en la cultura helena durante siglos. Sin ánimo de ser exhaustivos, la primera referencia conservada a tal efecto es la de Estesícoro (Str. 3.2.11: THA IIA 16c), datada c. 600 a.C., con dos datos de interés para el tema que nos convoca: por un lado, la existencia de un río homónimo «de raíces argénteas» y, en segun-

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do lugar, la mitificación e integración de Tarteso en el ciclo heracleo, ya que la cita se enmarca en el poema la Gerioneida.20 En segundo lugar, la redacción de las historias de Heródoto se data en el siglo V. C., aun cuando los hechos transmitidos –los conocidos relatos sobre el viaje de Coleo de Samos (Hdt. 4.151) y sobre la amistad de Argantonio con los foceos (Hdt. 1.163)– se refieren a sucesos previos, de fines del siglo VII y no anteriores de 559 a.C. respectivamente. La información que aporta es muy elocuente por lo que dice y por lo que no dice: que Tarteso era un emporio «floreciente», más que «intacto» (THA II A 40: 245), como siempre se ha entendido; que el comercio con el extremo Occidente proporcionó a los griegos sustanciosos beneficios (no hay referencia alguna a la plata); y que Argantonio, identificado como basileo, detentaba el poder en Tarteso. Lo que se calla Heródoto es que el emporio había florecido por obra y gracia de los fenicios, que lo explotaban desde al menos dos siglos antes. Este olvido es sorprendente y no sabemos muy bien el porqué; pudo ser intencionado, si valoramos que las tradiciones griegas posteriores son insistentes en la vinculación de la abundancia de plata y su tráfico por parte de los fenicios. Otras posibilidades podrían ser que Heródoto transmitiera estas noticias oída de los samios y foceos sin hacer una valoración crítica porque eran anécdotas en un relato cuyo interés principal se centraba en otros temas de historia helena; o bien que el autor de Halicarnaso no estimó dignos de crédito muchos testimonios, ya que en otra ocasión (Hdt. 3.115) expone su desconocimiento sobre los asuntos ibéricos y la escasa fiabilidad de las noticias que se contaban sobre el extremo Occidente.21 Lo cierto es que la literatura paradoxográfica de época helenística (siglo III a.C.) se hizo eco de esta tradición, aunque en esta Tarteso, la plata y los fenicios están indefectiblemente relacionados: «Se dice que los primeros fenicios que navegaron hasta Tarteso se llevaron como carga de retorno, por la importación de aceite de oliva y de otras mercancías de poco valor, tal cantidad de plata, que no podían guardarla ni llevarla, de modo que, a su regreso de aquellos lugares, se vieron forzados a hacer de plata

20 Redundando en la cita de Estesícoro, el poeta Anacreonte (570-init. V a.C.) señala que Tarteso es «completamente opulenta» (Sch. D.P. 332, THA IIA 20, II) e incide en el mito, repetido después por Heródoto, de la longevidad del rey de Tarteso (Str. 3.2.14; THA IIA 20, I). 21 También Isócrates (Panath. 12.250; THA IIA 54b).

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todos los útiles, e incluso todas sus anclas» (Mirabilia, 135: THA IIB 66g). Décadas después, en el siglo I a.C. Diodoro Sículo transmitió otras mirabilia con algunas concomitancias con el relato anterior, cuando cuenta que «en los tiempos antiguos», unos pastores prendieron fuego a una zona montañosa –de ahí el nombre de los montes Pirineos– y de estos, a causa del fuego, se originaron numerosas corrientes de plata. «Siendo desconocido este uso entre los nativos, los fenicios lo usaban para sus negocios comerciales, y cuando se dieron cuenta de lo sucedido, compraron plata a cambio de pequeñas mercancías. Por ello, los fenicios que lo llevaron a Grecia y Asia, y a todos los otros pueblos, adquirieron grandes riquezas. Hasta tal punto se esforzaron los mercaderes en su afán de lucro que cuando sobraba mucha plata porque los barcos estaban llenos de carga, echaban fuera el plomo de las anclas, y cambiaban el uso del plomo por plata» (D.S. 5.35.3-4: THA IIB 88l). En época tardohelenística Estrabón pretendió dar a Tarteso una estructura histórica coherente estableciendo una continuidad entre el reino de Tarteso, la actuación fenicia y la realidad romana de su momento, de manera que «a un territorio bañado por un río le acompaña un rey legendario y una ciudad perdida, la presencia fenicia, una organización política compleja, un recuerdo histórico y una cultura literaria» (Cruz Andreotti 2007: 480; 2010). De las noticias de Estrabón (3.2.11) nos interesa particularmente la identificación que establece, tomando como fuente a «los antiguos» (sin identificar), entre el río Tarteso y el Betis. Las raíces argénteas a las que aludía Estesícoro fueron relacionadas por Estrabón con la montaña situada no muy lejos de Cástulo, conocida como «Plateada, a causa de las minas de plata que hay en ella». Sin embargo, el desconocimiento de las tierras del interior de Iberia por parte de los geógrafos y periégetas griegos antes de la conquista romana,22 así como la misma referencia de Estesícoro,23 quien situaba el nacimiento del río no lejos de Eritía (Cádiz), ha ocasionado una corriente especulativa con otras identificaciones verosímiles. Entre ellas la que más éxito ha tenido ha sido la del río Tarteso con el

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Tinto (Luzón 1962: 102-104; contra Alvar 1989: 299-330),24 aunque por el mismo motivo tampoco habría que desestimar la posibilidad de que fuera el río Guadiamar,25 que nace en el corazón del distrito minero de Aznalcóllar y no era por entonces tributario del Guadalquivir, sino que desaguaba directamente en la ensenada bética. Las analíticas de las escorias y del litargirio hallados en Tejada la Vieja y en el Castillo de Doña Blanca indican que el metal procedía de este distrito minero, lo cual no contradice, sino todo lo contrario, esta posibilidad. Sintetizando lo expuesto, parece claro que para los testigos griegos Tarteso y la abundancia de plata fueron sinónimos desde época arcaica y que a partir de época helenística el círculo se completó con la intervención fenicia, en un contexto primigenio en el que las poblaciones locales no apreciaban el metal de la misma manera que los cananeos y que, consecuentemente, su transacción a cambio de otras mercancías (aceite, productos de escaso valor) proporcionó a los ávidos comerciantes grandes ganancias al introducir la plata en los mercados del Mediterráneo oriental (Grecia, Asia y «todos los otros pueblos»). Esta es la versión griega de la historia, en la que se destaca también el afán de lucro y la avaricia de los fenicios, un tópico racial con el que ya cargaban sobre sus hombros desde al menos los tiempos de Homero (Ribichini 1983; Capomacchia 1991; Musti 1991; Liverani 1998). Desconocemos la visión que tenían los cananeos de su propia historia, quizás diametralmente opuesta, aunque la evidencia arqueológica puede suplir en parte la ausencia de los relatos vernáculos. No obstante, esta «evidencia arqueológica», como la literaria, está sometida a necesarias revisiones según los diversos modelos epistemológicos, aunque a diferencia de la segunda existe la posibilidad de incorporar nuevos datos capaces de modificar parcial o totalmente planteamientos firmemente asentados en la historiografía antigua y contemporánea. Precisamente la arqueología fenicia en la Península Ibérica es un laboratorio en el que se pueden analizar desapasionadamente los cambios en la interpretación que afectan sobre todo a las causas, a la

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Para Aristóteles (Meteor. 350 b 1-5) Tarteso era un río que nacía en los montes Pirineos. 23 Str. 3.2.11: «… casi enfrente de la ilustre Eritía junto a las fuentes inagotables del río Tarteso de raíces de plata en la cavidad de una roca», trad. Gómez Espelosín 2007: 191.

24 El nombre romano del río Tinto es, sin embargo, Luxia (Plin. Nat. 3.7). 25 O Maenuba (Plin. Nat. 3.11).

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cronología y a la geografía de la colonización. No este el lugar para acometer esta tarea, en parte ya realizada (López Castro 1992: passim; Aubet 2009; Ruiz-Gálvez 2013: 257 ss.), pero sí queremos destacar que en muchas ocasiones se ha avanzado a golpe de «descubrimientos». Es decir, se parte de una visión apriorística restrictiva de la colonización fenicia –desde el punto de vista geográfico–, inexplicable por cuanto la contradicen los escasos pero claros testimonios literarios y la ingente cantidad de datos arqueológicos. Quizás el problema ha residido en que la colonización fenicia ha sido interpretada según las evidencias de la fase postcolonial –o púnica–, cuando las profundas transformaciones ocurridas a lo largo del siglo VI a.C. ocasionaron, entre otras consecuencias, una restricción considerable del espacio habitado por los fenicios y la formación de ciudades-estado ubicadas en el litoral andaluz, desde Gadir a Baria (Arteaga 1994; 2000; Ferrer Albelda 1998). Se prefirió esta noción geográfica disminuida frente a otra más «expansiva», la que transmite el mismo Estrabón (3.2.13) al asegurar que Iberia llegó a estar tan sometida a los fenicios, «que la mayor parte de las ciudades de Turdetania y de las regiones vecinas se hallan en la actualidad habitadas por aquellos» (Gómez Espelosín 2007: 195). Así, podemos comprobar cómo en los últimos cincuenta años de estudios sobre este fenómeno histórico en la Península Ibérica década a década se ha ido ensanchando el horizonte de colonización. Si en mis tiempos de estudiante, en los años ochenta, la expansión colonial se restringía al litoral entre Cádiz y Almería, más dos décadas después se puede hablar de factorías fenicias al norte y al sur del Tajo (Arruda 1999-2000; 2009), en la desembocadura del río Segura (González Prats 2011), e incluso en el antiguo estuario del río Guadalquivir (Ruiz-Gálvez 2013: 266). No deja de ser curioso, empero, que en las síntesis más recientes de investigadores reputados no haya acuerdo sobre la identidad cultural y étnica de determinados asentamientos que podemos considerar claves para la comprensión de las estrategias y las fases de la colonización fenicia en la Tartéside: Castro Marim (Portugal), Onoba (Huelva) y El Carambolo. Así M. Ruiz-Gálvez (2013: 270 y 267) se refiere al primero y al último respectivamente como factoría y karum fenicios, mientras que, en el caso de Onuba, reconoce la antigüedad del registro arqueológico fenicio pero no se pronuncia claramente (ibid., 267-268), manifestando también su adhesión a la interpretación

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de M.E. Aubet sobre la colonización fenicia (ibid., 258). Esta autora, en contraste, considera El Carambolo como un «gran centro tartésico» (Aubet 2009: 291), Castro Marim como un «puerto comercial indígena» –de hecho en las costas portuguesas solo habría una única factoría fenicia, Abul (ibid., 298)– y Huelva como un «asentamiento indígena o tartésico» (ibid., 286). Otras interpretaciones son eclécticas o situadas claramente en la línea favorable al reconocimiento de una presencia fenicia muy antigua en Tarteso (Neville 2007). Es el caso de A.J. Domínguez Monedero (2007: 134-152), para quien «nada impide pensar que los fenicios de Gadir, desde un momento muy temprano, iniciaron el conocimiento y explotación económica de los recursos naturales que las tierras que asomaban a ese inmenso golfo les proporcionaban…», y por ello considera El Carambolo como un edificio cultual fenicio. Onoba es, sin embargo, un centro comercial y metalúrgico étnicamente mixto, indígena y fenicio, en coincidencia con otros autores (Pellicer 1996; Belén 2010), y en la interpretación de Castro Marim prefiere seguir la opinión de los excavadores, «que más que un centro o factoría fenicio nos hallaríamos ante un centro indígena, vinculado al mundo tartésico, en el que se realizarían transacciones comerciales con los fenicios» (Domínguez Monedero 2007: 151152; también Arruda 2009: 115). No obstante, la reciente excavación de una necrópolis fenicia en Ayamonte (García y Marzoli 2013) debería despejar todas las dudas al respecto y analizar el poblamiento del estuario del Guadiana como un hito más de la colonización fenicia, en el que el santuario se ubicaría en la orilla portuguesa y la necrópolis y el asentamiento en la ribera española. En una línea similar, M. Botto (2015: 255-274) interpreta el yacimiento de Huelva como un centro étnicamente mixto, aunque el componente local debió tener un papel predominante en las actividades portuarias y no le convence la idea de que el emporio llegara a ser una colonia fenicia. Por otro lado, El Carambolo es reconocido como un santuario fenicio cuya fundación es interpretada como una estrategia de Gadir para establecer lazos con la población indígena. Por último, M. Belén (2009: 195) concibe Huelva como un emporio multiétnico abierto a fenicios y griegos, surgido en la primera mitad del siglo IX a.C., y a El Carambolo como un santuario fenicio relacionado con el tráfico comercial en el antiguo estuario del Baetis (ibid., 204).

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PRIMERA FASE: TRES ESTRATEGIAS Volviendo al título del epígrafe y considerando Tarteso como una región ubicada en el litoral atlántico de Andalucía, estre triángulo argénteo tendría sus vértices en la desembocadura de los ríos Tinto y Odiel, en el estuario del Guadalquivir y en el archipiélago gaditano, frente a la embocadura del río Guadalete. El común denominador de este territorio sería el interés por el drenaje de los recursos metalíferos, especialmente la plata, desde los vértices septentrional y occidental, muy cercanos a los distritos mineros de Riotinto y Aznalcóllar, en dirección al vértice meridional, Gadir, centro director de las estrategias, receptor y redistribuidor de las materias primas y los bienes extraídas y elaborados respectivamente en este vasto territorio. Hay que entender la colonización fenicia en la Tartéside como un sistema perfectamente articulado, con una gran proyección en el espacio y en el tiempo, pues en dataciones convencionales se mantuvo operativo más de doscientos años, desde sus inicios en el siglo IX hasta la crisis y disolución del sistema a principios del siglo VI a.C. Analizaremos seguidamente las estrategias y las fases desarrolladas durante la colonización y los procesos de interacción con las comunidades locales desencadenados por la llegada de los nuevos pobladores. La organización de este sistema integrado se configuró en el siglo IX y se consolidó a lo largo del VIII a.C. No se trataba de acciones aisladas fruto de la casualidad y de la improvisación, como a veces las fuentes literarias griegas pretenden hacernos ver, sino que todas y cada una de las actuaciones detectadas en el registro arqueológico estaban coordinadas y tuvieron como base un proyecto bien definido cuyo objetivo principal era el aprovisionamiento de plata y otros metales estratégicos (estaño, cobre, plomo, hierro), lo cual no es incompatible con otras aspiraciones y actividades que tenían por objeto cubrir diversas necesidades vinculadas a la expansión fenicia: la fundación de colonias, el asentamiento de poblaciones y el desarrollo del sector agropecuario, vital para el autoabastecimiento de ciudades y factorías y reproducir sus formas de vida y costumbres culinarias (vino, aceite, salazones, etc.), y para promocionar una agricultura «comercial» destinada a generar demanda de estos mismos productos entre las poblaciones indígenas, cuyo consumo hasta entonces era desconocido en su mayor parte. No cabe duda de que Tiro fue la metrópoli y de que Gadir, con el santuario de Melqart, se constituyó

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en la prolongación del estado tirio en Iberia, aunque en un área geográfica tan extensa y con numerosos contrastes medioambientales y poblacionales el sistema colonial instaurado en la Tartéside hubo de coordinarse en, al menos, tres subsistemas: el de Onoba, el de la misma Gadir y su entorno inmediato, y el de El Carambolo-Spal en la desembocadura del Baetis, probablemente menos autónomo y dependiente del anterior. El conocido relato de Estrabón (3.5.5) sobre la fundación de Gades y los intentos fallidos de implantar sendas colonias en Sexi y Onoba se ha entendido habitualmente como una crónica de los inicios de la colonización fenicia en la Península Ibérica, aunque en el estado actual de los conocimientos es precisamente el estuario de los ríos Tinto y Odiel el que presenta unos registros más antiguos (González de Canales et al. 2004; 2006a y b). La explicación de esta aparente contradicción puede ser, como argumenta A. Domínguez Monedero (2007: 121), que la ría de Huelva «no era el lugar idóneo para lo que, en ese momento necesitaban [los fenicios]. Y lo que necesitaban era fundar una ciudad, una colonia, con todo lo que ello implicaba y, para ello, requerían tierras y, sobre todo, una cierta distancia de los indígenas o que estos no se constituyesen en una amenaza real». Sin embargo, otra posible exégesis eludiría la literalidad de texto, enmarcándolo en el contexto de la literatura tardohelenística, de la preocupación por las cronologías fundacionales y de la especulación de los orígenes de ciudades por entonces en alza. La transmitida por Estrabón sería la versión de un geógrafo griego que se había documentado a través de otros, como Posidonio, conocedores de primera mano de la «historia oficial» de la pujante Gades tardorrepublicana; de manera que lo que se plasmó en este relato pudo ser en realidad la disputa entre tres de las más antiguas ciudades fenicias de Iberia por la prioridad en la colonización, en una época en la que Sexi, pero sobre todo Onoba, eran una sombra de lo que habían sido en época arcaica. Otro relato de Plinio (Nat. 19.63) transmite otra disputa por la antigüedad de las fundaciones, en este caso de los templos de Hércules, pues se decía que el de Lixus era más antiguo que el gaditano. Independiente de la mayor o menor antigüedad de la fundación respecto de Gadir, Onoba debió jugar un papel fundamental en la estrategia cananea en la Tartéside por su ubicación geográfica y por su protagonismo e implicación en el desarrollo de un subsistema articulado en la jerarquización de asentamientos según funciones: por un lado el emporio

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(Onoba), centro receptor, transformador y redistribuidor de minerales en bruto o ya procesados; por otro, un centro urbano intermedio a orillas del río Tinto, Ilipla –la actual Niebla (Huelva)– destinado a centralizar los recursos minero-metalúrgicos de la cuenca minera (Campos et al. 2006: 336-343); y poblados mineros dedicados a la actividad extractiva, como Cerro Salomón (Blanco et al. 1970) o Chinflón (Pellicer y Hurtado 1980). La discusión de si Onoba fue un emporio o una colonia fenicia está viciada y pretende sustraer el protagonismo y la dimensión de la presencia fenicia en la ría de Huelva, equilibrándola con la indígena y con la griega, como un fenómeno episódico más (Gómez Toscano y Fundoni 2010-2011: passim). El trasfondo del asunto es la idea preconcebida ya centenaria de que el Tarteso de Heródoto se ubicaba en Huelva (Ferrer y Prados 2013) y que antes de la arribada de los cananeos era un puerto importante y uno de los objetivos prioritarios de la colonización (Gómez Toscano y Fundoni 2010-2011: 49; Botto 2014: 277). Este problema semántico y conceptual se solucionaría concibiendo la existencia de un emporio fenicio que podría haber dado paso a una ulterior colonia de poblamiento, como era habitual en otras partes del Mediterráneo. La existencia de una isla consagrada a Heracles junto a Onoba (Str. 3.5.5), de un santuario en la propia ciudad (Osuna et al. 2000) y de estatuillas tipo smiting gods encontradas en las rías de Huelva y Punta Umbría, similares y coetáneas a las halladas en Sancti Petri (Ferrer Albelda 2012b: passim), permite analizar este fenómeno no como un aspecto aislado, casual o excepcional, sino como una evidencia más de una estrategia diseñada a tal efecto. No es casualidad que en los tres vértices del triángulo argénteo se hayan documentado estatuillas de bronce con similares cronologías, características técnicas y función votiva, aunque en diferentes contextos: Cádiz, Huelva y El Carambolo, lo que redunda en la importancia del factor religioso y del papel de los santuarios en la colonización fenicia (Domínguez Monedero 2007: 115-117; Belén 2000: passim; 2009; Escacena e Izquierdo 2008). Esta problemática histórica se debe dilucidar demostrando que en esa alta cronología Onoba ya era un puerto «importante» ocupado en el tráfico de metales, aspecto que no está verificado. Primeramente porque como evidencian los análisis de isótopos de plomo, el metal empleado en la fabricación de los objetos de bronce del depósito de la ría de Huelva era de diversa procedencia, de Sierra Morena central y, quizás, de Cerdeña, pero no de la franja pirítica de

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Huelva (Hunt Ortiz 2001; Montero et al. 2007), lo cual quiere decir que no era zona de extracción ni de producción metalúrgica sino un lugar de paso del tráfico atlántico-mediterráneo. En segundo lugar, como M. Hunt (2002; 2003; 2004; 2005) ha puesto de manifiesto en varias ocasiones, antes de la colonización fenicia no se conocía la copelación de la plata, y la escasa metalurgia argéntea del II milenio a.C. de la zona se limitaba al aprovechamiento de la plata nativa o de mineralizaciones con alto contenido en plata, por lo que es inconcebible una explotación a gran escala de la plata «tartésica» durante el Bronce Final. La triple estrategia a la que aludimos en el epígrafe estaría definida por varios factores: la ubicación de recursos y la accesibilidad de estos, las facilidades para la comunicación, el almacenamiento y el transporte de mercancías –posibilidades portuarias–, así como la existencia de poblaciones autóctonas y su actitud ante los nuevos pobladores. Los tres sitios tenían en común los dos primeros factores, es decir, condiciones portuarias óptimas y la posibilidad de penetración hacia el interior, en dirección a las fuentes de recursos que demandaban a través del cauce de los ríos frente a los que se situaban, pero se distanciaban en el tercer factor, de ahí la disparidad de soluciones. Si la comunidad fenicia de Onoba se asentó en un lugar ya habitado, lo cual exigiría pactos y acuerdos con los jefes locales, Gadir se fundó en una isla al parecer deshabitada (Gener et al. 2014), pero pronto, casi inmediatamente, llevó a cabo una política de ocupación de la tierra frontera construyendo una ciudad a principios del siglo VIII a.C. en fechas convencionales. A lo largo de este siglo la ciudad se fortificó fuertemente, con muralla y foso (Ruiz Mata y Pérez 1995: 99; Barrionuevo et al. 1999; Domínguez Monedero 2007: 124), lo cual parece indicar que el esfuerzo invertido en la edificación de las defensas no se debió a una motivación exclusivamente ideológica y de prestigio, sino a la existencia de una amenaza real o probable. Y repitiendo el papel de Onoba como patrocinadora de una red de asentamientos implicados en la explotación y el tráfico de minerales, Gadir articuló su propia estructura en la que Tejada la Vieja, un hábitat amurallado, ejercería de puesto intermedio entre las explotaciones mineras, los poblados dedicados a la metalurgia (San Bartolomé de Almonte, Jardín de Alá) y el centro receptor donde se almacenaría el producto semiprocesado (litargirio) o ya beneficiado (Castillo de Doña Blanca, vid. Ruiz Mata 1992). En el caso de la desembocadura del Baetis el poblamiento era escaso, pues solo Caura presentaba

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evidencias de poblamiento en este período; no obstante la implantación fenicia tuvo lugar a una distancia prudencial, a unos 15 km río arriba, y consistió en la edificación de un pequeño santuario en un cerro prominente y deshabitado del Aljarafe, El Carambolo, y de un pequeño emporio,*Spal, sobre una pequeña península rodeada por cauces del río Baetis y arroyos menores (Escacena y García Fernández 2012; Escacena 2014: 31; Borja 2014: 285, fig. 6: 1). Sostiene J. Sanmartín (1994: 239) que «el conservadurismo congénito de los topónimos los hace sumamente resistentes al cambio» y que «parece que los topónimos nuevos se implantan solo en los casos de comienzo absoluto de la vida política de un asentamiento: tal parecen ser los casos de Cádiz, Cartagena y Mahó». Aunque la evidencia arqueológica es escasa y poco definitoria, *Spal o *Ispal podría estar en esta categoría pues todos los filólogos coinciden en la raíz semítica de la palabra, aunque no en el significado (Díez Tejera 1982: 20; Lipinski 1984: 100; Sanmartín 1994: 230; Correa 2000: 181-190). Argumenta J. Sanmartín (1994: 230, n. 9) que un término marítimo como y (península, isla, costa) no debería aparecer en un topónimo continental, «lo que invalidaría la supuesta etimología punicoide de la sevillana Hispalis»; sin embargo, los estudios geoarqueológicos ponen de manifiesto el régimen marítimo del entorno y hacen plausible esta atribución. Por su parte, J. A. Correa (2000: 190) considera la posibilidad de que el topónimo fuera un híbrido fenicio-local en el que el sufijo –pal etimológicamente proviniera de un teónimo referido a Baal. La ubicación del santuario y del emporio ofrecía todas las garantías para un desarrollo exitoso de la empresa colonial: un área escasamente poblada en su inmediatez pero con comunidades más o menos estables relativamente cercanas (Los Alcores, valle del Corbones), proximidad a un distrito minero pródigo en plata y otros metales (Aznalcóllar) y cauces de agua (Guadiamar, Guadalquivir) que permitían una comunicación rápida y económica entre las explotaciones metalíferas y la colonia nodriza, Gadir. Si este fue el principal reclamo, la feracidad agrícola de la vega, del Aljarafe y de la campiña, y la riqueza en madera del piedemonte de Sierra Morena sin duda pudieron intervenir como factores coadyuvantes. La fundación de *Spal-El Carambolo tendría, por consiguiente, una doble lectura, a la vez político-religiosa y económica, por cuanto el santuario de Astarté y Baal en El Carambolo simbolizaría la apropiación de un territorio en tierra de nadie bajo el amparo de la pareja divina, mientras que el emporio sería el espa-

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cio idóneo para la producción y el intercambio con las poblaciones cercanas, protegido y sancionado mediante el patrocinio de los dioses y los pactos con las poblaciones locales. Sin embargo, algunos autores, sin más argumentos que la intuición o los paralelos con culturas coetáneas pero alejadas geográfica y culturalmente, como la etrusca, despojan de sacralidad a este y a otros edificios similares de su vinculación con la población fenicia, atribuyéndoles funciones civiles, sedes de tipo regia. Esta noción presupone la existencia de aristocracias autóctonas capacitadas para actuar como interlocutoras con los inmigrantes recién instalados, un factor sin demostración empírica en estas cronologías tan altas, como ya hemos visto. El santuario primitivo de El Carambolo no pudo ser construido por una aristocracia de cuya existencia, a fines del siglo IX a.C., no hay evidencias. Tampoco es necesario recurrir a esta deducción pues tan solo el análisis arquitectónico del edificio, su evolución y paralelos (Fernández y Rodríguez 2007), instalaciones (Escacena y Vázquez 2009; Escacena y Coto 2010), exvotos (Escacena et al. 2007) y objetos rituales (Bandera et al. 2010; Escacena y Amores 2011), así como su comparación con las estructuras habitacionales vernáculas, harían innecesaria cualquier otra argumentación. Las respuestas de las comunidades locales a estas iniciativas no han dejado las suficientes huellas para que se puedan interpretar como actitudes hostiles, salvo el caso ya mencionado de la fortificación de Doña Blanca. En unas sociedades como las del Bronce Final, escasamente organizadas y muy móviles, con guerreros pero sin ejércitos, la respuesta ante los nuevos pobladores no debió ser unánime ni unificada, y cada grupo gestionaría su relación con la colonia como convinieran ambas partes, pudiendo cambiar según las circunstancias. Además, la diversidad étnica a la que aludíamos en el capítulo anterior pudo intervenir como posible factor inhibidor de hipotéticas solidaridades entre las sociedades autóctonas.

SEGUNDA FASE: PROCESOS DE INTERACCIÓN E INTEGRACIÓN

Siguiendo el orden cronológico de los registros arqueológicos, en los últimos decenios del siglo VIII a.C. el éxito de la empresa colonial y la prosperidad generada se pueden dar por supuestos a través de dos indicios: el santuario de El Carambolo aumentó considerablemente de tamaño, pues el modesto edificio

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bicameral con patio se reformó y amplió, dando paso a un complejo arquitectónico con cuatro grandes ámbitos (Fernández y Rodríguez 2007: 112-125, fig. 20); y, en segundo lugar, la proliferación de asentamientos de nueva fundación en un radio no superior a los 30 km. En la cornisa del Aljarafe fueron fundados a fines del siglo VIII a.C. dos poblados, el Cerro de la Cabeza de Santiponce (Domínguez et al. 1988) e Ilipa (Izquierdo 2010; Fernández y Rodríguez 2007a), mientras que en la orilla opuesta del río, en la llanura aluvial, comenzó su vida en estos momentos un hábitat en el Cerro Macareno (Pellicer et al. 1983). El desarrollo de este último asentamiento parece ligado a las actividades artesanales (alfarería) y comerciales, es decir, a las de un emporio, pero habría que justificar la existencia de dos emporia, *Spal y Cerro Macareno, a una escasa distancia uno de otro, apenas 9 km. La hipótesis formulada de que Cerro Macareno fuera el puerto de Carmo (Arteaga y Roos 2007: 69; Chic 2007: 149-150) podría justificar esta bicefalia y que, cuando en la primera mitad del siglo VI a.C. desapareciera el santuario de El Carambolo y *Spal sufriera los rigores de la crisis, disminuyendo notablemente su actividad (Ferrer et al. 2010: 81), Cerro Macareno siguiera desempeñando su papel empórico bajo la tutela de Carmona. Otra posibilidad resta protagonismo a Carmona, teniendo como base las distancias entre los centros, el tiempo teórico empleado en el desplazamiento y los costes derivados, teniendo en cuenta que la distancia entre Cerro Macareno y *Spal (12,37 km) se podía recorrer en barco, y la de Cerro Macareno y Carmona (35,06 km) solo por medio terrestre. La cercanía entre uno y otro asentamiento se justificaría por la imposibilidad de *Spal de disponer de una zona agrícola al estar constreñida por el cauce del río Guadalquivir y del arroyo Tagarete, mientras que Cerro Macareno sí dispuso de un territorio extenso que podía atender a las necesidades de una población en aumento, e incluso de la agricultura «comercial» destinada al abastecimiento de las colonias y de los asentamientos autóctonos (Sánchez Gómez 2015: 344-345). Estos episodios fundacionales más o menos coetáneos se atribuyen a un incremento demográfico ocasionado por el crecimiento vegetativo de ambas comunidades (Escacena 2005: 197, fig. 2) y por el mestizaje biológico de la previsible unión de cananeos y mujeres autóctonas. A diferencia de la bahía de Cádiz, las relaciones con las comunidades del entorno debieron ser pacíficas en estos primeros momentos, ya que no se documentan síntomas visi-

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bles de violencia ni de hostilidad. No obstante, la coacción y el sometimiento de unas poblaciones sobre otras son difíciles de percibir en el registro arqueológico, salvo casos individualizados, y no podemos descartar a priori el empleo de mano de obra esclava o en régimen de servidumbre (Arteaga y Roos 2007: 96), tan habitual en las sociedades coetáneas mediterráneas en general y en la fenicia en particular. Aun así, estas iniciativas quizás estén demostrando que, lejos de producir la desbandada de los autóctonos, a largo plazo el asentamiento de cananeos produjo un efecto centrípeto, de atracción de poblaciones de los alrededores antes dispersas, originando fenómenos de sinecismo. El dinamismo económico introducido por la implantación de una economía colonial demandaría, entre otros muchos requerimientos, fuerza de trabajo para el procesado y transporte de materias primas, para la construcción de edificios, para las explotaciones agropecuarias, etc. Los casos más notorios de interacción entre ambas comunidades son los de convivencia en un mismo asentamiento, ya sea colonial o autóctono. En el segundo caso, los primeros indicios de coexistencia de grupos más o menos numerosos de fenicios en hábitats indígenas son de fines del siglo VIII a.C., unos cien años después de las primeras fundaciones. En los casos conocidos se aprecia la aplicación de una estrategia similar: la construcción de santuarios fenicios en el corazón de los hábitats autóctonos (Domínguez Monedero 2007; Botto 2014; Belén 2009; Escacena e Izquierdo 2008). Disponemos de tres ejemplos situados en la periferia inmediata de la fundación fenicia: Cerro de San Juan (Coria del Río), Saltillo (Carmona) y Montemolín (Marchena). En el primero de ellos, en la parte más elevada del cerro, se construyó un santuario sobre un área donde había existido previamente un alfar, con varias fases constructivas en las que se respetaban la planta y las instalaciones del edificio (Escacena e Izquierdo 2001; 2008). De Saltillo se excavó una estancia ritual, con pithoi decorados con motivos pintados figurativos y otros enseres rituales (Belén et al. 1997), así como otras dependencias dedicadas a la preparación de alimentos (Román y Belén 2007: 490). Este «edificio singular» se ubicó en un sector del asentamiento que se ha interpretado como barrio fenicio de la localidad (Belén y Escacena 1995: ; Belén et al. 1997; Belén y Escacena 1997; Belén 2001). Por último, en Montemolín, al sur de Carmona y sobre la cima de una acrópolis natural, se construyeron desde finales del siglo VIII hasta comienzos del VI a.C. cuatro edificios

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sucesivos, el primero de ellos con planta y técnica de albañilería típicamente fenicias que podría ser considerado una obra de encargo a artífices cananeos (Díez Cusí 2001: 101). Esta estrategia de integración de semitas en los poblados se negociaría a través de pactos, respondiendo al interés mutuo, aunque posiblemente la convivencia pudo tener límites visibles (cercas, murallas) o invisibles (segregación espacial). Sintomáticamente los recién instalados ocuparon lugares conspicuos en los asentamientos, en la parte más elevada o junto a edificios «singulares» o de representación de la población vernácula, como en el caso de Montemolín (Ferrer y Bandera 2007), lo cual puede tener una doble lectura: la connivencia entre las élites locales y los fenicios, por un lado, o la apropiación de espacios de importancia simbólica por los cananeos, lo que sugiere una posición de fuerza sobre determinados sectores de la comunidad. Aquí la casuística puede ser, según nuestra lectura del registro arqueológico, polifacética y con un sinfín de matices: si en Coria del Río se construyó un santuario fenicio posiblemente dedicado a Baal (Belén 1993; Escacena e Izquierdo 2001), en Carmona se construyó un complejo arquitectónico del que solo conocemos una capilla (Belén et al. 1997) y un sector de preparación de alimentos (Román y Belén 2007), mientras que en Montemolín el primer edificio de planta fenicia (B) convivió con una cabaña elíptica, sustituida por otra después (edificio A), cuyos espacios serían ocupados posteriormente por otros edificios (C y D, respectivamente) dedicados al sacrificio de animales domésticos.

TERCERA FASE: EL ESPLENDOR DE TARTESO (SIGLO VII A.C.)

Esta convivencia física y los intensos lazos económicos y sociales establecidos entre ambas poblaciones, tan característica del ámbito tartésico pero también de otras geografías, 26 han dejado huellas identificables en el registro arqueológico, especialmente visibles en los aspectos tecnológicos, pues las poblaciones vernáculas, o al menos una parte significativa de ellas, adoptaron tecnologías como el torno

26 Como en la desembocadura del río Segura, entre la colonia fenicia de La Fonteta y Peña Negra de Crevillente, donde se instalaron grupos de artesanos (González Prats 1983).

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alfarero, la copelación de la plata o la siderurgia, hasta entonces desconocidas. También modificaron la manera de edificar y de ordenar los espacios de habitación, e incluso del concepto mismo de hábitat, al introducir las murallas de terraplén (Escacena 2002; 2005: 198-205), los edificios de muros rectos, las plantas articuladas en torno a espacios abiertos y la arquitectura de adobe. Pero la asimilación de estas novedades fue gradual y durante el siglo VII y principios del VI a.C. convivieron tradición e innovación. La pervivencia de la cerámica fabricada a mano de tradición local es solo un síntoma de que los cambios en estas comunidades se operaron con parsimonia y probablemente no estuvieron exentos de resistencias. En el caso de Montemolín, cuando en la acrópolis los edificios sacrificiales se estaban construyendo según los patrones próximo-orientales, en el poblado bajo (Vico) todavía se habitaba en cabañas de planta circular en pleno siglo VII a.C. (Bandera y Ferrer 2002: 126, fig. 3). La adquisición de nuevas tecnologías, usos y costumbres foráneas por las poblaciones vernáculas varió según el ámbito de convivencia, ya fuera «urbano» o rural. Mientras se operaban estos procesos de integración y absorción de modelos exógenos en los grandes asentamientos de manera más o menos sincrónica y posiblemente selectiva, afectando a las élites y a sus clientes, en los siglos VII-VI a.C. continuó vigente el tipo de asentamiento «rural» de pequeña extensión, ubicado en llano y dedicado a la explotación agropecuaria o a la producción metalúrgica, sin más cambios –en lo que respecta al tipo de utillaje– que los introducidos por las vajillas hechas a torno y el hierro. No hay diferencias perceptibles, por ejemplo, entre las cabañas consideradas más antiguas de San Bartolomé de Almonte y las del Hierro I (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986), y en la bahía de Cádiz, cerca del Castillo de Doña Blanca, encontramos ejemplos de cabañas de época colonial hasta el siglo VI a.C. (López Amador et al. 1996; Ruiz Mata y González 1994; López Rosendo 2007 y 2013). También en el entorno de la antigua desembocadura del Baetis hay ejemplos similares: el poblado de El Jardín de Alá (Salteras, Sevilla), cerca de la vega del Guadalquivir ilustra sobre cómo sería este tipo de pequeños asentamientos en llano en el siglo VIII a.C., con trece cabañas y otras estructuras negativas, donde se registraron cerámicas fabricadas a mano y torneadas, fragmentos de hierro, escoria de «sílice libre» y mineral de plomo (galena) (Hunt 2010: 4778). Estos hábitats estarían en la órbita de los grandes asenta-

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mientos, como el Cerro de la Albina, cercano a Caura, donde se excavó una cabaña del siglo VII a.C. en la que se realizaron tareas de copelación de plata (Escacena y Henares 1996: passim; Escacena et al. 2010); o La Coriana, en el Aljarafe, cerca del Cerro de la Cabeza (la Laelia romana), donde se documentaron en el siglo VII a.C. dos cabañas con abundante registro cerámico fabricado a mano y a torno, entre este un fondo de cerámica gris con un grafito fenicio (Rodríguez Cuevas 2015: 73-74). Esta fase de expansión del fenómeno colonial y de la integración de las comunidades autóctonas en la economía colonial debió repercutir en varios aspectos: a) la incorporación de áreas más alejadas, como el Guadalquivir alto y medio y el sur de Extremadura, al circuito colonial; b) el crecimiento demográfico apreciable en el número de asentamientos y en el aumento del tamaño de los poblados, algunos de los cuales podrían ser considerados ya ciudades dadas su extensión, población, división funcional de los espacios, ordenación de la trama «urbana», etc.; c) la conformación de grandes unidades territoriales «protoestatales», con una jerarquización y división funcional de los asentamientos; el caso de Carmona es quizás el mejor conocido (Ferrer y Bandera 2007; Ferrer et al. 2011; d) colonización agraria de territorios extensos por iniciativa de las comunidades autóctonas, probablemente incentivadas por la demanda colonial (Ferrer y Bandera 2005, 2007; Ferrer et al. 2007: passim); e) formación de aristocracias locales –ahora y no antes– en simbiosis y connivencia con las aristocracias fenicias (López Castro 2005: passim), entre las que se establecerían no solo vínculos económicos sino también políticos y sociales, entre ellos el matrimonio y la clientela. Si aceptamos que hubo una convivencia estrecha en determinados núcleos de población y fenómenos de mestizaje entre ambas comunidades, también debemos concebir que esa población mestiza asumiría una u otra cultura en la que poder expresar su identidad social y personal (Aranegui y VivesFerrándiz 2006). Las necrópolis son precisamente uno de los contextos más idóneos para analizar la identidad de la población enterrada ya que las costumbres funerarias con muy refractarias al cambio y expresan las creencias escatológicas y las tradiciones consuetudinarias de la comunidad sepultada. La hipótesis tradicional y mayoritaria contempla la idea de que estos cementerios fueron los espacios de enterramiento de la población autóctona, y particularmente de las aristocracias «tartésicas», que adoptaron formas, ritos y ajuares funerarios de tipo oriental

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por emulación y prestigio, o bien tras un profundo proceso de aculturación (Aubet 1977-1978 y 1991; Martín Ruiz 1996; Ruiz Mata 2001; Torres 1999 y 2004). Otros autores, sin embargo, ven en ellos el lugar de enterramiento de la población de origen oriental asentada en asentamientos autóctonos (Escacena 2013: 179 ss.) o, en algunos de ellos, como la Cruz del Negro, a los protagonistas de una colonización agrícola (Alvar y G. Wagner 1988; G. Wagner y Alvar 1989). Nuestra propuesta se distancia de posicionamientos dogmáticos y plantea que las posibilidades de expresión de la identidad, individual o colectiva, pudieron ser variadas, aunque por el reducido número de cementerios y de tumbas en ellos, el enterramiento según el modelo fenicio no debió ser la opción mayoritaria. Es imprescindible, por tanto, atender a las coordenadas espacio-temporales del fenómeno funerario en Tarteso y evidenciar: a) que la mayoría de las necrópolis «orientalizantes» surgen en aquellos lugares próximos al fenómeno colonial (Los Alcores, La Angorrilla, Mesas de Asta, etc.) y que, cuanto más se alejan, más se distancian de los modelos coloniales (Setefilla); y b) que estas manifestaciones funerarias son generalmente tardías, del siglo VII y primera mitad del VI a.C., es decir, que la configuración de estas sociedades híbridas que asumen el pensamiento escatológico fenicio podría ser la consecuencia de un proceso lento y socialmente complejo de mestizaje (La Angorrilla), o, en otros casos, podrían ser la evidencia de población de origen oriental asentada en un núcleo de población autóctona (Cruz del Negro), mientras que en otras ocasiones se trataría de fenómenos de emulación de un aristócrata y su clientela o grupo parental (Setefilla). Por tanto, ante la convivencia entre dos o más comunidades culturalmente diferenciadas se podrían explorar varias posibilidades de interpretación del registro arqueológico en Tarteso: a) que la comunidad local siguiera con sus costumbres ancestrales, es decir, sin dar sepultura a los cadáveres o que, hipotéticamente, se siguiera practicando la inhumación en hábitats; la primera situación explicaría el escaso número de necrópolis y de enterramientos en ellas y que después de la crisis del siglo VI a.C. no quedara rastro de enterramiento alguno (Escacena 1989; 1992; 2013), mientras que la segunda, aunque plausible, no tiene por el momento contrastación arqueológica; b) que los cananeos asentados en los asentamientos autóctonos, como Carmona, se enterraran siguiendo sus tradiciones, como en la Cruz del

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Negro, según los mismos usos documentados en otras áreas coloniales como Ibiza, Rachgoun, Frigiliana, Villaricos y Cádiz, en un momento avanzado de la colonización (siglos VII-VI a.C.); c) que en asentamientos de nueva planta, como Ilipa (Alcalá del Río), surgiera una nueva sociedad, culturalmente híbrida, aunque con un componente semita preponderante desde el punto vista cultual y ritual, es decir, que los enterrados habrían asumido las creencias escatológicas fenicias. Esto no significa que fuera la totalidad de la población sino exclusivamente un sector no mayoritario de la comunidad, como el escaso número de sepulturas parece evidenciar; y d) que en aquellas comunidades autóctonas más alejadas del foco colonizador, como Setefilla, una parte de la población representada por un jefe parental y su familia o clientela adoptara costumbres y formas siguiendo el modelo prestigioso de los fenicios (por ejemplo la tumba de cámara con dromos del túmulo A), aunque no hubiera un préstamo religioso. Este abanico de posibles actitudes ante el contacto cultural colisiona, sin embargo, con la visión esclerotizada de Tarteso como una entidad precolonial homogénea desde el punto de vista étnico y cultural, e incluso como el proceso de «encuentro» intercultural o un diálogo entre dos interlocutores en pie de igualdad. De hecho, la evolución histórica de Tarteso ha sido entendida «como el proceso de eclosión de unas sociedades autóctonas que, favorecidas por el comercio con las colonias fenicias de la costa, desarrollaron unas estructuras económicas y sociales que constituyeron, para su tiempo, una de las más avanzadas de todo el Occidente mediterráneo». Dicho proceso se enmarcaría en «una dinámica económica y comercial semejante a la denominada de «centro-periferia», que viene analizándose en los últimos años con excelentes resultados en otros territorios europeos de la primera Edad del Hierro igualmente afectados por el comercio mediterráneo» (Aubet 1991: 31-32; 1984). Pero a la vez, «toda empresa colonial y comercial como la fenicia raramente aborda un territorio donde habitan sociedades autóctonas con una organización social igualitaria o regidas por instituciones políticas descentralizadas. Por el contrario, se establecen redes de intercambio allí donde existe una sociedad jerarquizada que desarrolle una actividad económica mínimamente coordinada desde centros de poder político… la misma naturaleza del comercio colonial precisa de unas estructuras sociales que garanticen la producción de excedente, que regulen la estabilidad y continuidad de los intercambios y que estén en condiciones de

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facilitar mano de obra nativa en las misas, campos de cultivo y puertos mercantes» (ibid., 33). En la propuesta de M.E. Aubet se pretende conciliar dos modelos teóricos incompatibles entre sí, el citado «modelo centro-periferia», también conocido como «economía-mundo» (Frankenstein 1997: 181 ss.; Ruiz Zapatero 1989: 331-340), y el «Modelo Complejo de Interacción». Las diferencias básicas entre ambos modelos residen en la caracterización de las comunidades autóctonas antes del proceso colonizador y en el papel otorgado al comercio y a la presencia de interlocutores mediterráneos, en este caso de fenicios, en los procesos de cambio social: si el primero privilegia el comercio con los pueblos mediterráneos como motor de cambio en las sociedades autóctonas, el segundo prevé un grado de desarrollo y complejidad social mínimos entre las comunidades indígenas para poder generar los excedentes necesarios que permitan unas relaciones comerciales permanentes y rentables con los pueblos mediterráneos, así como la diversificación de los roles económicos que los intercambios implican (Gracia 1995: 179 ss.). En el sistema «Centro-Periferia», los centros constituirían grupos de comunidades, y en particular sus élites dirigentes, convertidos en consumidores de recursos de otras comunidades a través de diversas formas de explotación, mientras que las «periferias» serían comunidades, y en concreto sus élites, constreñidas a encontrar demandas de sus excedentes. Aunque en origen se formuló para explicar el nacimiento del capitalismo en la Europa moderna, se ha aplicado a la Europa mediterránea y áreas aledañas de la Edad del Hierro, donde este sistema-mundo tendría tres círculos: en el centro se encontrarían los grandes centros urbanos de Grecia, Etruria y Fenicia, con economías «de mercado» y estructuras políticas estatales. El segundo círculo, considerado la primera periferia o zona de intercambio, serían territorios de obtención de recursos y materias primas, identificados con la Céltica centroeuropea y políticamente organizados en jefaturas con interacciones significativas con los centros mediterráneos (Massalia, Etruria). Existirían además «comunidades de paso» que aprovechan situaciones privilegiadas en el contacto entre las economías de mercado y la Europa bárbara. La ultraperiferia o tercer círculo proveía de materias primas a los otros círculos (por ejemplo, de ámbar) a través de intermediarios, y es allí donde los cambios sociopolíticos se operarían más lentamente. La aplicación de este modelo a la Europa mediterránea y céltica pone especial énfasis en el papel jugado por los intercambios en la transformación de

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las comunidades del Bronce Final y del Hierro hacia estructuras jerarquizadas de carácter preestatal. Así, se desarrolló a partir de los años ochenta del siglo XX una corriente interpretativa centrada en la demostración de que la evolución de las sociedades complejas durante este período era consecuencia del estímulo provocado por el comercio con el exterior. La expresión arqueológica de este proceso quedaría plasmada en los niveles de riqueza-estatus identificables en el registro por la dualidad asentamientos principescos/ tumbas principescas, la concentración de la población en núcleos jerarquizados de control territorial (sistema oppidum/lugar central), y determinados elementos que potenciarían la jerarquía, el prestigio, la estratificación social o la explotación intensiva, fundamentalmente bienes de prestigio o suntuarios (Ruiz Zapatero 1989: passim). Este cuadro, pensado para los principados de Hallstatt C y D y su interacción con las ciudadesestado griegas y etruscas, ha sido adaptado al Mediterráneo occidental y a la Península Ibérica, de manera que el lugar ocupado por griegos y etruscos, es decir, el centro, ha sido destinado a las ciudadesestado fenicias, mientras que Tarteso sería ser la primera periferia y las tierras el interior de Iberia, la ultraperiferia. El registro arqueológico no desmentiría en principio este supuesto por cuanto se contabilizan todos los ingredientes: abundancia de materias primas, singularmente metales, asentamientos tipo oppidum, tumbas «principescas» (Martín Ruiz 1996: passim), túmulos y objetos de prestigio de oro, plata, bronce, hierro, marfil, ámbar, fayenza, etc., importados de tierras lejanas o fabricados por artesanos indígenas aculturados o fenicios para la aristocracia «tartésica» (Jiménez Ávila 2002). Por su parte, el «Modelo Complejo de Interacción», por contraposición a la base teórica del sistemamundo en el que el comercio es el motor del cambio estructural, propone que el comercio con las comunidades mediterráneas solo puede entenderse y desarrollarse después de que la organización socioeconómica de las comunidades indígenas estuviera lo suficientemente desarrollada como para permitir la producción excedentaria y la diversificación de papeles económicos que los intercambios implicaban. Está pensado para la segunda Edad del Hierro en Borgoña y el Franco Condado, y también se concede un papel fundamental al comercio y a la distribución de productos mediterráneos entre las comunidades o grupos étnicos «indígenas», en las que algunos asentamientos desarrollarían un papel de port of trade, de puerto de comercio articulador de los intercambios entre dos áreas culturales.

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Ni uno ni otro son modelos teóricos idóneos para explicar el proceso histórico de Tarteso. En los dos casos se obvia el fenómeno de la colonización y el contacto físico entre las dos comunidades, quedando las relaciones entre ambas exclusivamente en manos de comerciantes y en contactos periódicos. Sin embargo, la evolución sociopolítica de Hallstatt C y D y de La Tène A en Centroeuropa no es equiparable al Suroeste de Iberia porque las jefaturas célticas no acogieron en su territorio colonias de etruscos ni de griegos, sino que recurrieron al comercio de larga distancia para proveerse de los bienes de prestigio unos, y de materias primas y esclavos los otros, mientras que Tarteso, como hemos visto, fue escenario de precoces e intensos fenómenos coloniales. Asimismo, en el siglo IX y durante gran parte del siglo VIII a.C. no existió una aristocracia indígena propiamente dicha, ni una economía excedentaria, ni comunidades con la suficiente diversificación de los roles económicos (artesanado especializado) como para negociar en igualdad de condiciones con una sociedad socioeconómica y tecnológicamente más avanzada. Precisamente a fines de esta centuria, pero sobre todo en los siglos VII-VI a.C., es cuando empezaron a florecer las aristocracias y cuando eclosionó la economía excedentaria, visible sobre todo en los numerosos fenómenos de colonización agraria.

4. SÍNTESIS Y CONCLUSIONES La imagen de Tarteso transmitida por los griegos en época arcaica y por las tradiciones posteriores es la de un territorio, el comprendido entre la desembocadura del río Guadiana y el estrecho de Gibraltar, cuya riqueza metalífera, especialmente de plata, era proverbial. La existencia de un río homónimo y de topónimos (mons Argentarius) y antropónimos (Argantonio) relacionados con la plata da idea de que Tarteso se había convertido en una especie de Eldorado del extremo Occidente durante la Antigüedad. A su vez, dada su localización geográfica más allá de las Columnas de Heracles, en las tierras oceánicas, también fue el lugar idóneo para la ubicación de mitos helenos que, en principio, serían ajenos a las tradiciones culturales locales. En esta imagen, los fenicios jugarían un papel fundamental al ser los descubridores y primeros explotadores de esta riqueza argéntea, escasamente explotada y poco apreciada por las poblaciones autóctonas, que sería la que le proporcionaría la base de su esplendor.

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Desconocemos casi por completo la memoria fenicia de este largo y complejo proceso –si acaso el conciso relato de la Gades tardorrepublicana–, pero el registro arqueológico puede ser considerado un testigo cuyos testimonios poco a poco van desvelando la trama, sin que podamos dar una versión definitiva de lo acontecido aunque sí aproximada. Nuestra lectura de esta secuencia histórica empieza por evidenciar que el territorio al que arribaron los fenicios en el siglo IX a.C. estaba escasamente poblado, con comunidades reducidas y dispersas, organizadas en aldeas, sin apenas indicios de jerarquización social, todo lo más estarían inmersas en un proceso de transición hacia sociedades de roles de privilegio en las que las diferenciaciones sociales dentro de la comunidad se generarían en función de la edad y el sexo, o, fuera de la comunidad, mediante las interacciones entre unos grupos y otros, dando lugar progresivamente al empoderamiento de ciertos individuos. Así mismo, la escasa documentación funeraria muestra indicios de que en el siglo VIII a.C. no existía una homogeneidad cultural entre los autóctonos, sino que había diversas tradiciones de origen atlántico, meseteño y local, a la que se sumaría la procedente del Mediterráneo oriental, congregadas en un territorio relativamente reducido. La riqueza metalífera de Sierra Morena fue el principal aliciente para el establecimiento de comunidades fenicias en el territorio tartésico, aunque diversos factores, el más importante de los cuales fue sin duda la existencia de comunidades locales y su actitud hacia los nuevos pobladores, favorecieron la diversificación de las estrategias así como el diseño y la planificación de un sistema de explotación integral con dos polos de concentración y distribución de los minerales y metales ya procesados. En el área onubense se estableció prematuramente un emporio que desarrollaría un subsistema destinado a gestionar la explotación de los recursos del distrito minero de Riotinto, mientras que, a fines del siglo IX a.C. en fechas convencionales, se construyó un pequeño santuario en El Carambolo en tierra de nadie y un emporio en la ribera de enfrente, *Spal, con el objetivo de organizar el tránsito de mercancías procedentes del distrito de Aznalcóllar y de las áreas circundantes. La estrategia que permitió esta organización fue el establecimiento de una colonia insular en Gadir, que en poco tiempo ocuparía un pequeño territorio cerca de la desembocadura del río Guadalete mediante la fundación de una nueva ciudad fuertemente amurallada. El dominio de la bahía se completaría más adelante, en el siglo VII a.C., con la construcción de una for-

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tificación en el Cerro del Castillo de Chiclana de la Frontera, en Cádiz (Bueno 2014: 225-251). El dinamismo económico y social generado por la introducción de la economía colonial originó en poco más de cien años un profundo cambio en el paisaje tartésico, si valoramos la creación de nuevos asentamientos (Cerro de la Cabeza, Ilipa) y de un emporio (Cerro Macareno), y la proliferación de pequeñas aldeas y granjas ocupadas en labores metalúrgicas y agropecuarias. Una nueva estrategia desarrollada desde fines del siglo VIII a.C. fue la convivencia de grupos de fenicios en los principales asentamientos del entorno (Caura, Carmo, Montemolín), que parecen evidenciar la convivencia y la connivencia con las élites locales, fortalecidas y encumbradas precisamente por las relaciones con los cananeos. El siglo VII a.C. es la época de mayor desarrollo de este sistema y de la expansión de la economía colonial hacia otras áreas «periféricas», y también el momento en el que emergieron las aristocracias locales. Sin embargo, este sistema que había funcionado durante más de doscientos años era frágil en su estructura y en las primeras décadas del siglo VI a.C. se desmoronó repentinamente. En pocas décadas los santuarios fueron destruidos o abandonados, desaparecieron las manifestaciones funerarias, tanto coloniales como autóctonas, así como la artesanía destinada a satisfacer las necesidades de ostentación de unos y otros y, en el caso del Bajo Guadalquivir, no hay atisbos de la presencia fenicia hasta la segunda mitad del siglo V a.C., pero esa es ya otra historia (Ferrer y García Fernández, e.p.).

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

EL ASENTAMIENTO PROTOHISTÓRICO DEL JARDÍN DE ALÁ (SALTERAS, SEVILLA) The Protohistoric settlement of Jardín de Alá (Salteras, Seville, South-Western Iberian Peninsula) Mark A. HUNT ORTIZ y Daniel GARCÍA RIVERO, Universidad de Sevilla

Resumen: Se presentan los resultados preliminares de la excavación arqueológica de la fase protohistórica del yacimiento Jardín de Alá (Salteras, Sevilla), que se situaba en la misma margen derecha de la paleodesembocadura del río Guadalquivir. Las fechas radiocarbónicas sitúan esta ocupación entre principios del siglo XI y primera mitad del siglo IX cal BC. El trabajo se centra en la exposición de las estructuras arqueológicas más representativas de este asentamiento, las cuales están excavadas en el subsuelo y cuentan con formas y tamaños variables. Asimismo, el trabajo pone atención detallada en el conjunto cerámico general del asentamiento, y realiza un análisis descriptivo de las proporciones relativas de tres grandes géneros cerámicos (almacenamiento, servicio y cocina) tanto a nivel de estructuras como también considerando solo sus niveles de suelo. Se realiza también una descripción básica sobre los tipos cerámicos tradicionales representados en el asentamiento así como su contextualización a un nivel regional. Igualmente, el trabajo muestra algunos de los objetos y restos metálicos encontrados en el asentamiento, así como los resultados del análisis arqueometalúrgico, XRF, que se les ha efectuado. El yacimiento arroja interesantes datos en relación con el debate histórico conceptual de la precolonización e implantación fenicia, si bien muestra evidencias tecnológicas, tanto siderúrgica como de producción de plata, que permiten proponer su plena integración en un contexto de influencia directa colonizadora oriental. Summary: The paper presents the preliminary results of the archaeological excavation of the Protohistoric phase of Jardín de Alá settlement (Salteras, Seville, Spain), geographically located in the palaeoestuary of the Guadalquivir River. Radiocarbon dates this phase between early 11th century and the first half of the 9th century cal BC. The main archaeological structures were dug into the ground with different shapes and sizes. The paper offers an analysis of the overall pottery set in terms of the proportions of three main functional groups (storage, serving, and cooking vessels). A description of the traditional pottery types found in the site is made, as well as their contextualizations within a regional scale. Finally, the metalurgical remains and objects are studied by means of XRF compositional analyses. This settlement sheds light into the conceptual and historical debate on Precolonization and Phoenician colonization, and it provides several technological evidences, both of iron and silver production, which allow proposing a full integration in a context of direct oriental influence.

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MARK A. HUNT ORTIZ Y DANIEL GARCÍA RIVERO

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Palabras clave: Yacimiento Jardín de Alá, paleodesembocadura del Guadalquivir, Protohistoria, estructuras arqueológicas, cerámica, metalurgia, datación radiocarbónica. Key words: Jardín de Alá settlement, Guadalquivir River, Palaeoestuary, Protohistory, archaeological structures, pottery, metallurgy, radiocarbon date.

1. INTRODUCCIÓN El yacimiento denominado Jardín de Alá se encuentra situado en el extremo noroeste del término municipal de Salteras (provincia de Sevilla), a unos 7 km de esa población. Se localiza dentro de los terrenos correspondientes al Plan Parcial Industrial n.º 3, «Jardín de Alá», inmediatamente al oeste de la carretera N-630 (Sevilla-Mérida) y atravesado en su parte meridional y en sentido oeste-este por el cauce del Arroyo de Pié de Palo (Fig. 1). Inmediatamente al sur de este se encuentra el asentamiento del Cerro de la Cabeza, con una fase protohistórica coetánea a Jardín de Alá, y, algo más al sur, el asentamiento romano de Itálica, ambos en el término municipal de Santiponce (Fig. 1). En general, el área se localiza en las tierras del Campo de Tejada, próximo al escarpe del Aljarafe y al actual cauce de la Rivera de Huelva (al este). Los terrenos están geológicamente conformados por margas azules (IGME 1973), cubiertas por un suelo

vegetal poco desarrollado de unos 30 cm, dando lugar a una superficie de morfología suave, con colinas de escasa pendiente, atravesadas por los afluentes que desde la sierra vierten sus aguas al río Guadalquivir. El área del Plan Parcial (Fig. 2), con una forma de tendencia triangular y una superficie total de 53 hectáreas, comprendía un espacio de aproximadamente 1.100 m de largo en sentido norte-sur y 790 m en la zona de más anchura (la meridional), en sentido este-oeste. Aunque en las últimas décadas el terreno ha sido modificado en diversas partes por la aportación de tierras y, en otras, por el rebaje del terreno, la topografía original mostraba una suave pendiente en declive hacia el sur, hacia el cauce del arroyo Pié de Palo, con cotas absolutas (n.m.m.A.) comprendidas entre los 27 m al norte y los 12 m al sur (Fig. 2). Precisamente el proyecto de reorganización urbanística de esa área industrial, promovido por la empresa Onubense de Desarrollo Inmobiliario, S.A., hizo necesaria la realización de un estudio

Figura 1. Localización del yacimiento Jardín de Alá.

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Figura 2. Distribución de los sectores e intervenciones en el yacimiento durante la prospección y la fase de diagnóstico con sondeos.

arqueológico previo inicial mediante prospección arqueológica. Los resultados de esa prospección, en lo que ahora más interesa pero también con evidencias de otras fases ocupacionales, indicaban la existencia en la parte norte de los sectores denominados B y J, al este de la parcela del salón de celebraciones «Al Alba» (Sector G), de restos que se adscribieron preliminarmente al periodo Bronce Final/Hierro I (Vázquez Paz y Hunt Ortiz 2010: 3162) (Fig. 2). La futura afección a esos restos que supondría la ejecución de la infraestructura urbanística correspondiente al desarrollo del Plan Parcial, conllevó la resolución por parte de la administración competente, la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, de establecer cautelas arqueológicas consistentes en la excavación preventiva en las áreas de posible afección a yacimientos arqueológicos, localizadas en los Sectores A, B y J (Hunt Ortiz 2010). La intervención prescrita se realizó en dos fases sucesivas: la Fase 1, de diagnóstico, mediante 19 sondeos con uso de medios mecánicos (Fig. 2), y la Fase 2, de excavación, en la que se intervino mediante un corte arqueológico (Corte A) en el Sector F, y la

excavación en extensión de las áreas con posible afección arqueológica en los Sectores J y B. Mientras en el Corte A se documentaron exclusivamente niveles de carácter deposicional islámicos y romanos, en los Sectores J y B las fases de ocupación excavadas, en parte superpuestas, correspondían a las edades Moderna (cimentación del siglo XVII ), Islámica (cementerio con 82 inhumaciones), Romana (estructuras I, II, y III), Bronce Final/Edad de Hierro I (Fondos) y Bronce Antiguo (estructura IV; inhumación T-55) (Hunt Ortiz 2010; Hunt Ortiz et al. 2007). En lo que se refiere a las estructuras protohistóricas, denominadas A a H y J a N, en la parte intervenida correspondiente al Sector B, el más oriental, dedicado a usos agrícolas y sin afecciones antrópicas más allá del arado continuo, solo una cimentación de una estructura cuadrangular del siglo XVII d.C. afectó a una de las estructuras protohistóricas (Fondo M). En el Sector J (Figs. 2 y 3) el terreno había sido nivelado; en la mitad norte se había producido el rebaje del terreno, haciendo desaparecer las posibles estructuras que allí hubiera y dejando expuestos en el perfil este los restos seccionados de los fondos deno-

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Figura 3. Vista aérea del yacimiento de Jardín de Alá –sectores J y B– durante la excavación arqueológica.

minados B y C. En la parte sur de este Sector J, con aporte de relleno de tierras con potencia progresiva hacia el sur, los fondos habían sido afectados, algunos muy intensamente (Fondo E), fundamentalmente por las intrusiones correspondientes a las fosas de inhumación del cementerio islámico (Hunt Ortiz 2010). La excavación arqueológica se llevó a cabo con metodología estratigráfica, situándose el punto «0» relativo arqueológico coincidiendo con la cota absoluta de +26,64 m. La cota relativa es la que ha sido utilizada para la explicación de las secuencias estratigráficas de los distintos fondos documentados.

2. OBJETIVOS Y MÉTODOS El objetivo de este trabajo es dar a conocer los resultados arqueológicos fundamentales correspondientes a la fase protohistórica del yacimiento de Jardín de Alá (Salteras, Sevilla). Los restos arqueológicos de la fase protohistórica conforman un asentamiento de estructuras excavadas en el suelo destinadas a diversos usos más o menos específicos –habitación, tareas productivas específicas, enterramiento–. La cultura material mueble rescatada dentro de las mismas es abundante y diversa. Se ha documentado gran cantidad de fragmentos cerámicos, con un elevado número de cerámicas pintadas usualmente denominada cerámica tipo Carambolo

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–en adelante, CTC– en la literatura especializada. En general se ha procedido a realizar un estudio estadístico descriptivo detallado sobre la variabilidad y frecuencias relativas de los distintos géneros y tipos cerámicos según la tecnología alfarera empleada, sus usos y funciones y sus distintas tradiciones morfométricas y decorativas. También se incluyen los primeros datos arqueométricos referidos a los restos de carácter metálico y metalúrgico documentados. El estudio cuantitativo descriptivo de la cerámica se ha realizado con dos métodos. El primero se basa en el número total de fragmentos hallados en todas y cada una de las unidades estratigráficas de las estructuras excavadas. Se exponen diversas tendencias estadísticas descriptivas según la tecnología alfarera y con base en la diferenciación funcional de tres grandes géneros cerámicos: a) cocina –compuesto por ollas tanto para la cerámica a mano como a torno–; b) servicio –compuesto por cazuelas, copas, cuencos semiesféricos y platos de borde recto para las cerámicas a mano, y platos, jarros, cuencos y cuencos semiesféricos para la cerámica a torno–; y c) almacenamiento –compuestos por recipientes de borde exvasado, de perfil en «s» y grandes vasos carenados para la cerámica a mano, y ánforas para la cerámica a torno. El segundo método se basa en una estimación del mínimo número de recipientes existentes (y no en el volumen total de fragmentos) y, además, solo en las unidades estratigráficas relacionadas con suelos y estructuras de uso directo (y no de unidades consideradas de relleno y colmatación). En este sentido, la estimación de los recipientes representados (ERR) (Orton et al. 1997: 194 y ss.) se realiza con base en el número de bordes de cada grupo cerámico. Los fragmentos que pertenecen a un mismo recipiente se contabilizan bajo una misma sigla. Por otra parte, los estudios arqueométricos mediante fluorescencia de rayos X, realizados sobre los restos relacionados con la producción metálica recuperados, han permitido llevar a cabo una primera aproximación a la tecnología metalúrgica en uso. Por último, la datación absoluta obtenida de dos muestras contextualizadas permite dar precisión a la cronología y episodios de ocupación correspondientes a esta fase del yacimiento Jardín de Alá. La información que se presenta supone un nuevo y amplio conjunto de datos en relación con las dinámicas poblacionales y culturales del Bajo Guadalquivir en los primeros momentos de la colonización oriental del Bronce Final-Hierro I.

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3. RESULTADOS

3.1.2. Distribución de las estructuras arqueológicas

3.1. EL ASENTAMIENTO

Se tiene la seguridad de que las estructuras documentadas no serían todas las que conformaban el asentamiento. Como se ha mencionado, el terreno de la zona noroeste del área intervenida había sido nivelada mediante el rebaje del terreno hasta mostrar exclusivamente el sustrato geológico; la documentación de los Fondos B y C seccionados por ese rebaje no dejan lugar a dudas de que los restos se extenderían originariamente por esa parte. Además, la zona norte del área de intervención quedaba delimitada por la carretera nacional Sevilla-Mérida, N-630; la localización relativamente próxima de los Fondos A y M a esa carretera podrían hacer pensar en la extensión original del poblado hacia el norte, aunque los datos arqueológicos que se tienen de esa área no señalan restos de esa cronología (Casado Ariza y Rodríguez Azogue 2010). Igualmente es posible que el área de ocupación se extendiera hacia el sur, pero la potencia de los rellenos recientes dejaba esos posibles restos por debajo de la cota de afección prevista en el proyecto de urbanización del área. Da la impresión que la planta de distribución de estructuras negativas seguiría el mismo patrón indefinido, a veces con áreas vacías entre grupos de estructuras, que se da en yacimientos del mismo periodo, como Vega de Santa Lucía (Palma del

3.1.1. Identificación y denominación de las estructuras arqueológicas Las labores agrícolas históricas, especialmente las de época reciente, han afectado los niveles superiores de la secuencia estratigráfica del registro arqueológico. No obstante, bajo el nivel de tierra vegetal fértil afectado por la maquinaria de laboreo agrícola, se conservan parcialmente las estructuras prehistóricas de carácter negativo, excavadas en el sustrato geológico de margas azules terciarias. La coloración oscura que presentan los niveles de relleno de esas estructuras contrastan claramente con la coloración clara y homogénea de las margas. Se han identificado un total de 13 estructuras, que presentan morfologías distintas en cuanto a dimensiones y formas, que corresponderían a restos que tradicionalmente se han clasificado como fondos de cabañas (Fig. 4). Estas estructuras se denominaron alfabéticamente, siendo las documentadas las siguientes: Fondo A, Fondo B, Fondo C, Fondo D, Fondo E, Fondo F, Fondo G, Fondo H, Fondo J, Fondo K, Fondo L, Fondo M y Fondo N.

Figura 4. Planta de ubicación de los fondos.

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Río, Córdoba) (Murillo Redondo 1994: 64) o el más próximo de San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: 17 y ss.). Independientemente de las consideraciones sobre la extensión original del poblado, en función exclusivamente de los restos documentados, se ha calculado un área mínima de ocupación en torno a 3.500 m2 (0,35 ha). La distribución de las estructuras sobre el área conservada del poblado es irregular, a veces aisladas guardando una distancia entre ellas en torno a los 15-20 m, otras formando agrupaciones de dos estructuras muy próximas, como ocurre en los casos de los Fondos B y C, F y G y H y M y otras conformando una mayor concentración de estructuras, como en el área donde se agrupan los Fondos E, J, K, L y N (Fig. 4).

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Figura 5. Plantas de las estructuras arqueológicas denominadas Fondos.

3.1.3. Formas, tamaños y funciones de las estructuras arqueológicas Existe una variedad de tamaños y formas de las estructuras conservadas (Fig. 5), que en algún caso podría estar relacionado con su altura de conservación; se han clasificado en tres grupos, a los que no se presupone funcionalidades diferenciadas. Por un lado aparecen estructuras de planta circular que no alcanzan 2,5 m de diámetro máximo, como las denominadas A y D (Fig. 6). Por otro lado, se documentan estructuras de planta tendencia oval, en algunos casos con irregularidades en su trazado, que alcanzan entre los 4 y 6 m de eje mayor, como los Fondos F, G, H, K, J y, probablemente, B y N (Fig. 7). Por último, hay estructuras, como los Fondos E y M (Figs. 5 y 8), que presentan mayores dimensiones y plantas alargadas, con ejes mayores en torno a los 9 m y, en el caso de la E, con eje menor reducido, presentando un aspecto general de galería. Todas las estructuras fueron originariamente excavadas en el sustrato geológico, presentando secciones cóncavas, aunque con diferentes pendientes, sin alcanzar la verticalidad de las paredes. En la base a veces se muestran niveles diferenciados, que pudieran haber delimitado ámbitos funcionales interiores; el más claro ejemplo es el Fondo G (Fig. 9), que está subdivido en dos partes de área similar, con diferencia de altura entre ellas. La secuencia estratigráfica evidencia diferencia en el uso de ambos espacios. Espacios diferenciados, aunque no tan nítidamente, también se documentaron en los Fondos F, J y K.

Figura 6. ‘Fondo D’. Delimitación de la planta de la estructura.

Figura 7. ‘Fondo H’. Delimitación de la planta de la estructura.

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del segundo grupo y es su forma la que lo individualiza. Igual ocurre respecto al Fondo D, uno de los de menor tamaño. Resulta reducido el espacio útil de las estructuras A y D para considerarlas de carácter habitacional; en el caso del Fondo A (Fig. 10), la aparición de un muro de adobe en su fondo que lo divide en dos partes, relacionado con lugar de fuego, parece conferirle otra funcionalidad.

Figura 8. ‘Fondo E’. Definición da la planta tras la excavación de las inhumaciones islámicas superpuestas.

Figura 10. ‘Fondo A’. Muro de adobe y área de actividad pirotécnica.

La superficie del resto de los Fondos podría considerarse más en consonancia con su uso como vivienda, aunque la forma estrecha y alargada del Fondo E no parece la más adecuada para esa función.

3.1.4. Secuencia estratigráfica

Figura 9. ‘Fondo G’. Mitad occidental excavada, con las dos áreas a diferente cota.

Entre las distintas formas de estructuras hay datos formales y estratigráficos que permiten inferir similitud o diferencia funcional. El Fondo M, el de mayor superficie, en cuanto a su secuencia estratigráfica, no presenta diferencias con las estructuras

La secuencia estratigráfica general de esta fase de ocupación del yacimiento arqueológico Jardín de Alá no es compleja: un estrato de tierra vegetal (UE 1) conforma la superficie del terreno. Bajo ella se encuentra el sustrato geológico de margas terciarias (UE 2). Las huellas de arados afectando a la parte superior de esas margas, visibles en diversas zonas, evidencian el carácter de nivel revuelto íntegro de la UE 1. Las estructuras arqueológicas, por tanto, han sido arrasadas hasta el nivel de aparición del sustrato geológico y solo se han conservado las estructuras excavadas a mayor profundidad de la superficie de marga conservada.

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De esa forma, el resto de unidades estratigráficas se incluyen en las distintas estructuras negativas individuales (Fondos) excavadas, denominándose como UE 3 para todas ellas la negativa producida por la realización de las perforaciones. Las secuencias estratigráficas más significativas de los Fondos excavados se exponen a continuación.

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Una vez retirada la tierra vegetal y delimitado en superficie, el Fondo A fue excavado en dos fases, primero la mitad oeste y posteriormente la este, dejando un estrecho testigo longitudinal y otro adosado al lateral para la posterior extracción de muestras para la columna polínica. Como se ha indicado, para la explicación de las secuencias estratigráficas se utilizará como cota de referencia el punto «0» relativo (coincidente con la cota absoluta +26,64 m).

La cota superior conservada del Fondo A se situaba a -1,38 m, con una potencia estratigráfica en torno a los 0,3 m. En la secuencia estratigráfica del fondo se han distinguido tres distintos momentos de uso (Fig. 13): 1) Niveles de suelo inicial del fondo (UUEE 10 y 10b); 2) Construcción de un murete de adobe (UE 6) y su uso como estructura relacionada con fuego (UUEE 11 y 12). Respecto a la tecnología metálica, en la UE 11 se recuperó un fragmento amorfo de hierro (nº inv. 29); y 3) Hogar (UE 7) sobre el estrato de uso y colmatación (UE 11) de la estructura de adobe. El murete de adobe es rectilíneo, mostrando una curva moderada en su extremo sur. Se recogió abundante cerámica, alguna de ella in situ. Es posible interpretar la funcionalidad de esta estructura como destinadas a la preparación de alimentos.

Figura 11. ‘Fondo A’. Planta arqueológica correspondiente a la segunda fase de uso.

Figura 13. ‘Fondo A’. Matriz estratigráfica.

Fondo A (Figs. 10, 11, 12 y 13):

Figura 12. ‘Fondo A’. Perfil estratigráfico: eje central N-S.

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Fondo D (Figs. 6, 14 y 15): Conservado a una cota superior de -1,74 m, mostró una potencia estratigráfica de 0,3 m. La secuencia estratigráfica (Fig. 15) muestra un nivel inicial (UE 7) bastante horizontal y con gran cantidad de cantos rodados de cuarcita en su interfaz superior, que se podrían interpretar como restos de una superficie de suelo de uso. Sobre esta unidad se depositan diversos niveles de colmatación de tierra (UUEE 4, 5 y 6) que cubren el fondo hasta la altura conservada. El reducido espacio útil de esta estructura parece indicar una funcionalidad distinta a la de vivienda. Figura 15. ‘Fondo D’. Matriz estratigráfica.

Figura 14. ‘Fondo D’. Perfil estratigráfico: eje central N-S.

Fondo F (Figs. 16,17 y 18): La cota superior conservada del Fondo F era de -1,45 m, conservando una potencia estratigráfica de 0,6 m. Con forma de tendencia circular, las pendientes de sus paredes eran muy variables. La pared norte mostró una sección bastante horizontal en la parte alta, mientras en la parte inferior adquiría mayor verticalidad. El nivel inferior del fondo presentaba así una superficie más reducida, donde se registraron algunas piedras que en grupos de tres o cuatro conforman al menos un par de frágiles estructuras (UE 10), con algunos fragmentos cerámicos asociados, posiblemente para la colocación y fijación de recipientes de fondos curvos. La secuencia estratigráfica documentada (Fig. 18) refleja dos momentos en la colmatación de la estructura: 1) Niveles de lenta deposición relacionados con un uso doméstico del sitio (UUEE 7 y 9); y

Figura 16. ‘Fondo F’. Mitad occidental en proceso de excavación; concentración de piedras en la zona NO (UE 10).

2) Realización de un agujero que afecta a los estratos anteriores y que se colmata con tierra oscura alterada por fuego. Dentro de este relleno se puede

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Figura 17. ‘Fondo F’. Perfil estratigráfico: eje central N-S.

rior (UE-4-5) de este fondo, se recogió un fragmento de escoria del tipo denominado de «sílice libre» (inv. 273). Fondo G (Figs. 9, 19 y 20):

Figura 18. Fondo F’. Matriz estratigráfica.

diferenciar entre un primer paquete de color negruzco (UE 8) y otro superior algo más claro (UE 6). En la parte final se registra un estrato de colmatación de tierra arcillosa de color marrón, arrasado por las labores agrícolas. En el nivel de colmatación supe-

El Fondo G, con forma de tendencia oval, se encontraba conservado a una cota superior de -1,68 m, con una potencia estratigráfica de 1,02 m. La pronunciada curva del fondo en su límite oeste se corresponde con una diferenciación en dos espacios (Figs. 9 y 19). El área norte, con cota más elevada, presentó una colmatación diferenciada respecto al espacio meridional; mientras que en este último espacio se han conformado diversos niveles de suelos de carácter doméstico, en la parte más elevada no muestra suelos de uso, colmatándose en un momento posterior al uso de la estructura. Es posible proponer una funcionalidad diferenciada de ambas partes, dentro de un contexto doméstico. La secuencia estratigráfica refleja dos fases (Fig. 20): 1) Niveles de suelo relacionados con el uso doméstico de la estructura (UUEE 11, 13, 14 y 15).

Figura 19. ‘Fondo G’. Perfil estratigráfico: eje central N-S.

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En la UE 13, del sedimento de flotación se recuperó un pequeño fragmento de alambre apuntado (inv. 571), similar a otro recuperado en la UE 12 (inv. 557); y 2) Varios niveles de relleno colmatando el fondo a modo de vertido (UUEE 5/9, 8 y 12). En los estratos correspondientes a esta fase más reciente se documentaron pequeños fragmentos mineralizados de objetos de hierro (inv. 482,483,502) y bronce (inv. 481, 557), cerámicas escorificadas (inv. 523), una gota de plomo metálico (inv. 519) y algunos fragmentos de escoria del tipo «sílice libre» (inv. 479-480). Fondo J (Figs. 21,22 y 23): La cota superior conservada del Fondo J era de -1,73 m, con una potencia estratigráfica de 1 m, correspondiendo su máxima profundidad con la base de una fosa de inhumación excavada desde la base del Fondo, que profundiza con respecto a la profundidad general del Fondo, de una potencia de 0,75 m.

Figura 20. ‘Fondo G’. Matriz estratigráfica.

Figura 21. ‘Fondo J’. Perfiles estratigráficos: eje central E-W y sección N-S.

En la secuencia estratigráfica se han establecido tres momentos (Fig. 22): 1) Niveles de deposición (UUEE 6 y 7), que se relacionan con el primer uso del fondo, muy posiblemente como estructura de vivienda; 2) Fosa de inhumación (UE 8) que corta a los estratos anteriores llegando a afectar notablemente el nivel de margas terciarias (Fig. 23). Los restos humanos (UE 9) corresponden a un adulto masculino, en posición flexionada en decúbito lateral izquierdo, con el cráneo dispues-

to hacia el norte. El relleno de la fosa (UE 10) es marrón con grumos amarillentos, procedentes de la propia marga excavada para su realización; y 3) Potente nivel de amortización del fondo (UE 5). En su cota superior conservada se encuentran dos reducidas concentraciones de fragmentos cerámicos, probablemente in situ. En esta UE 5 se recuperaron un vástago de hierro (inv. 701) y un par de fragmentos de escoria de «sílice libre» (inv. 702, 740).

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3.2. CONJUNTO CERÁMICO Las cuantificaciones y estadísticas descriptivas se realizan para las estructuras que han sido excavadas al menos en un 50% de su extensión total: Fondos A, B, D, E, F, G, H, J y M. El conjunto cerámico seleccionado sobrepasa los 6.000 registros.

3.2.1. Estadística descriptiva según el número total de fragmentos de las estructuras

Figura 22. ‘Fondo J’. Matriz estratigráfica.

La cerámica elaborada a mano ocupa un 97% del total, suponiendo la realizada a torno un 3%. Los fragmentos a torno corresponden a contenedores de almacenamiento o vajilla de servicio. Aunque el grupo a torno es reducido, restando por tanto significación a los valores estadísticos, en la mayoría de fondos los ejemplares asociados con tareas de almacenamiento son bastante más abundantes que los de servicio. Así ocurre en las estructuras E, G y J. Solo el caso del fondo F supone una excepción. El tratamiento de las cerámicas según los tres grandes grupos funcionales (cocina, almacenamiento y servicio) descritos anteriormente sí resulta más significativo en el caso de las cerámicas a mano. Del

Figura 23. ‘Fondo J’. Serie fotográfica del proceso de excavación: a) Concentración cerámica en la interfacie superior de UE 5; b-d) Excavación de la mitad N, identificación de la inhumación y excavación del relleno de la fosa (UE 10); e) Inhumación (UE 9); f) Interfacie UE 8 de la fosa de enterramiento tras el levantamiento de la inhumación.

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conjunto de cerámicas a mano seleccionado, 6.064 registros, se pueden adscribir a cualquiera de estos tres géneros cerámicos un total de 4.709 casos, que suponen un 77,65% de dicho conjunto. Dentro del conjunto clasificable en términos funcionales, 2.797 registros –el 60%– son recipientes de almacenamiento, 1.564 –el 33%– recipientes de servicio y, en último lugar, 348 –el 7%– recipientes destinados a usos de cocina. Esta progresión descendente «almacén > servicio > cocina» ocurre tanto en el total del conjunto como en el estudio particular de cada estructura, si bien los casos D, F, H y M tienen valores del grupo servicio próximos a los del grupo almacén (Fig. 24). Con base en esta tipología funcional, se desprende que las cerámicas de almacenamiento y de servicio fueron las más usadas, y solo la mínima parte del utillaje se empleaba en labores domésticas de cocina. No obstante, todas estas cifras y valores anteriores se basan en el total del material rescatado en las estructuras, y no diferencia entre niveles de uso y estratos de relleno o colmatación. Las reducidas dimensiones de los fondos A y D indican unas funciones concretas, presumiblemente no relacionadas directamente con el uso doméstico, al menos entendido como estructura de hábitat. Más bien, parecen relacionarse con tareas concretas, por

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ejemplo, de manufactura, producción o transformación de cualquier materia prima. A este respecto, es interesante el murete de adobe (UE 6) que se construye, si bien no desde el inicio, en el fondo A. Esto parece indicar unos fines concretos, según el carácter de los niveles asociados claramente relacionado con el uso del fuego. Pero ¿qué indican los materiales cerámicos documentados? La proporción relativa de los grupos funcionales en este fondo es la habitual (almacenamiento > servicio > cocina). Sin embargo, el uso de este fondo puede subdividirse en tres momentos concretos, tal y cómo se expone en la parte correspondiente al estudio estratigráfico. El primer estrato (UE 10b) sigue la proporción normal, en este caso sin ningún ejemplar de cocina. El segundo estrato, de tierra quemada (UE 10), aporta sin embargo una considerable cantidad de cerámicas de cocina y, a su vez, un valor mayor para el grupo de servicio respecto al de almacenamiento. Este estrato se materializa justo antes de la construcción del murete de adobe (UE 6), pero ambos episodios pueden estar relacionados debido a la escasa potencia de los paquetes previos. El uso permanente de actividades de fuego sobre la estructura de adobe, materializado en el estrato de lenta deposición UE 11, arroja de nuevo los valores que vienen siendo normales para el conjunto (Fig. 25).

Figura 24. Gráfico de columnas apiladas con la aportación relativa de cada grupo funcional para las estructuras excavadas al menos en un 50% de su extensión total.

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Figura 25. Frecuencia relativa de cada grupo cerámico funcional para cada nivel de uso de la estructura ‘Fondo A’. El factor tiempo transcurre de izquierda a derecha.

3.2.2. Frecuencia relativa y evolución de los grupos cerámicos según la estimación del mínimo número de recipientes en los niveles de suelo Las tendencias anteriores deben contrastarse con un segundo criterio, ya que, por ejemplo, es razonable que el grupo de almacenamiento aparezca generalmente con valores más altos que los grupos restantes debido al tamaño superior de estos ejemplares. Para ello, como se ha adelantado, se realiza una estimación de los recipientes representados (ERR) (Orton et al. 1997: 195) con base en el número de bordes de cada grupo cerámico. El total de fragmentos de bordes supera la cifra de 850. El 98% se realizan a mano y el resto a torno. De este conjunto total de los fondos tratados, el grupo de cocina es el menos representado, con 54 ejemplares y un 9% del total; le sigue el grupo de almacenamiento con 156 registros y un 25%; y el predominante es el de servicio, con 413 casos y un 66%. Estos resultados contrastan drásticamente con los porcentajes arrojados según el criterio anterior del número total de fragmentos. Ambos criterios coinciden en la minoría de las cerámicas de cocina (7% y 9%, respectivamente), pero el panorama cambia completamente en los dos grupos restantes. Según la estimación de recipientes con base en el número de bordes, el grupo de servicio es el más representado con un 66%, frente al 33% del criterio anterior. El panorama básico anterior «almacenamiento > servicio > cocina» contrasta con el propuesto por este segundo método, «servicio > almacenamiento > cocina». Se han realizado algunas estadísticas descriptivas con base en este segundo criterio, considerando ade-

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más los materiales procedentes solo de niveles o estratos de uso, es decir, aquellos de los que se puede extraer información relevante respecto a la funcionalidad primaria de la estructura, y no los de colmatación o relleno posterior. De esta forma, el conjunto seleccionado se subdivide en un 6% de cocina, con 13 recipientes; un 25% de almacén, con 50 casos; y un 69% de servicio, con 141 ejemplares. Definitivamente, el número de recipientes de servicio es el predominante. Le sigue, con menos de la mitad, el de almacenamiento, y los contenedores de cocina son los más escasos. Los subconjuntos cerámicos de cada estructura son relativamente similares entre sí, al menos en líneas generales, como por ejemplo en lo que se refiere a la proporción relativa de cada género funcional. Las diferencias mayores residen en aspectos como la cantidad de recipientes, o en las proporciones relativas de unos y otros grupos a lo largo de las secuencias estratigráficas. Esta situación se repite en todas las estructuras, a excepción del Fondo B, donde las cerámicas de almacenamiento son algo más abundantes que las de servicio (Fig. 26). El Fondo D, por otra parte, muestra un completo predominio de las cerámicas de servicio.

Figura 26. Porcentajes relativos de los grupos cerámicos funcionales realizados a mano, según el nº de bordes, en el conjunto de estratos de suelo de cada fondo.

Respecto a la cantidad relativa que cada estructura aporta al total del conjunto cerámico, según el criterio primero del número total de fragmentos, los fondos M y F, seguidos de G y J, son los más destacados. Con base en el segundo criterio del número de bordes o la estimación del número de recipientes, el fondo F es el que aporta valores más altos, teniendo por ejemplo más de 60 recipientes de mesa o servicio (Fig. 27).

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Figura 27. Gráfico de barras con la frecuencia del número de bordes de los tres grupos cerámicos a mano en el conjunto de estratos de suelo de cada estructura.

Con este segundo parámetro metodológico, la situación del singular Fondo A es distinta a la representada según el volumen total del fragmentos. La Fig. 28 refleja la proporciones según el número de recipientes. El grupo de servicio es ahora más numeroso tanto en la UE 10b como en la UE 11, y sin embargo es algo inferior respecto al grupo de almacén en la UE 9-10. Eso sí, se corrobora que el grupo de cocina solo se encuentra representado en este último estrato. No aparecen correlaciones significativas entre el tipo o el tamaño de los fondos y la cantidad de material cerámico o la proporción entre los grupos funcionales. Solo en el caso de las estructuras de mayor tamaño existe una proporción similar de materiales. Nos referimos a los fondos E y M. La proporción relativa de los grupos funcionales es igual en ambas estructuras, que sí se diferencian en que la primera de ellas tiene el doble del material que la segunda.

Por otro lado, existe alguna relación común entre los materiales documentados en los fondos donde se registran claras actividades de fuego. En este sentido hay que hacer referencia fundamentalmente a las estructuras A, E y F. Tienen al menos un estrato o una fase que se materializa de esta forma, mediante un paquete de color negro y abundantes restos de cenizas. Los Fondos E y F cuentan con una gran abundancia de material, y además es donde se recogen más recipientes de cocina. Llama la atención que en gran parte de los fondos restantes no aparecen bordes de recipientes de cocina. Así ocurre en las estructuras B, D y J. Por otro lado, los fondos A, E y F comparten unos valores relativamente altos para el grupo de almacenamiento. Por supuesto, estas cuantificaciones relacionadas con el plano funcional de los niveles de uso y de las estructuras domésticas deben tomarse con precaución, en el sentido de que no reflejan sino el último momento o el producto final previo a la amortización de un nivel de suelo.

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Figura 28. Gráfico de barras con el número de bordes de los tres grupos funcionales a mano en cada estrato de suelo y, en la columna de la derecha, para el conjunto total de estratos de suelo de la estructura ‘Fondo A’.

3.2.3. Tipología cerámica Mediante su representación gráfica (Figs. 29, 30, 31, 32 y 33) se incluye una muestra representativa de la diversidad tipológica documentada en las estructuras arqueológicas previamente referidas y, por extensión, de todo el asentamiento. En este estudio tipológico cerámico se contó con la participación de Manuel J. Casado Ariza. En general, el yacimiento muestra una dinámica bastante uniforme en lo que al repertorio material se refiere. Aunque con matices, en los diferentes fondos se ha documentado el elenco de formas y tipos cerámicos que caracterizan el período del Bronce Final/Hierro I en el Suroeste peninsular. La forma más característica del repertorio a mano de este período cronológico es la denominada «cazuela carenada». Esta forma coincide con las denominadas A.I y A.II por D. Ruiz Mata (1995: 267) y B1 por Murillo (1994: 270). Dentro de la enorme cantidad de variantes de esta forma, existe un predominio de perfiles con bordes cortos y engrosados, de tendencia

vertical (Fig. 29: JA-4, JA-13, JA-14 y JA-44), con cuerpos de tendencia hemisférica, separados del borde por una carena muy marcada. Esta variante, llamada A.I.e por Ruiz Mata (1995: 269, fig. 8), tiene sus principales características diferenciales en su mayor profundidad así como en la verticalidad más acusada de su borde. Este mismo autor atribuye a este tipo una dispersión centralizada en el Bajo Guadalquivir, estando ausente en la zona onubense (Ruiz Mata 1995: 269), aunque en Peñalosa y Escacena del Campo, provincia de Huelva, hay recogidos gran cantidad de ejemplos de cazuelas de este tipo (García Sanz y Fernández Jurado 2000: lám. 11: 6 y 7, 13: 14 y 17: 1 y 2). No obstante, es cierto que este tipo está muy poco representado en otros yacimientos emblemáticos de esa provincia como el Cabezo de San Pedro, donde solo aparecen algunas formas similares (Blázquez et al. 1979: fig. 11: 1-3), o en San Bartolomé de Almonte, de donde podemos señalar escasos ejemplos similares (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: lám. V: 67-70; XVII: 304). Ya en el ámbito del Bajo Guadalquivir, o mejor en el de la

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paleodesembocadura del Guadalquivir, esta forma está bien documentada en yacimientos representativos como El Carambolo (Camas, Sevilla) (Ruiz Mata 1995: 269, fig. 8: 2; Fernández Flores 2005:

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fig. 38: CAR-15-94) o Valencina de la Concepción (Sevilla) (Ruiz Mata 1995: 269, fig. 8: 1). También se han documentado grandes recipientes con formas similares a la anterior (Fig. 29: JA-

Figura 29. ‘Fondo A’. Selección de material cerámico.

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44) usualmente con diferencia en el tratamiento de la superficie exterior, siendo esta rugosa desde la carena a la base (Fig. 29: JA-56). En la tipología de Ruiz Mata esta forma se corresponde con su tipo G.I.b.2 (1995: 271; fig. 15: 2-9). Presenta paralelos en El Carambolo (Ruiz Mata 1995: 271; lám. 15: 2-9) y en San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: lám. XXII: 331). Habría que destacar, por su elevada representación en el yacimiento, la denominada A.I.f por Ruiz Mata. Dentro de la clasificación de Murillo (1994: 306; fig. 5.44) este tipo se correspondería con el B5. Se trata de vasos cerrados de tendencia bicónica que presentan una carena en su parte media que separa la parte superior, troncocónica, de la inferior hemisférica (Fig. 29: JA-19 y JA-58). Esta forma presenta una amplia variedad de subtipos, sobre todo en función del tamaño. Según Ruiz Mata, esta variante también sería típica del Bajo Guadalquivir, al igual que la A.I.e anteriormente comentada, y estaría ausente en complejos onubenses, pero de igual modo encontramos paralelos en Peñalosa (García Sanz y Fernández Jurado 2000: lám. 6) y en San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: lám. IX: 134136). Fuera de la zona de Huelva es cierto que el tipo está más profusamente documentado en yacimientos como El Carambolo, desde los niveles fundacionales previos a la construcción del santuario (Fernández Flores 2005: 89; fig. 21: CAR-2619-6), Mesas de Asta, (Cádiz) (González Rodríguez et al. 1995: lám. 1: 5-6), Mesa de Setefilla (Lora del Río, Sevilla) (Aubet et al. 1983: fig. 22: 43 y 23: 47) y fondo 8 de Vega de Santa Lucía (Murillo 1994: fig. 4.23: 200202, 254), aunque en este último yacimiento la tendencia local muestra unos bordes más cortos y la estrangulación del borde es menos acentuada. Se ha documentado también la presencia de vasos de gran capacidad (Fig. 29: JA-41 (este con un diámetro en torno a 30 cm) destinados probablemente al almacenamiento de productos. De este tipo de recipientes, abundantemente representados en los yacimientos de este período, se conocen gran cantidad de tipos y variantes, aunque todos tienen en común unas características básicas. Ruiz Mata (1995: 270) incluye esta forma en sus tipos E.I y E.II, dentro de los cuales distingue una serie de variantes, y Murillo (1994: 297) en la B3, señalando tres variantes. La presencia de este tipo de recipientes es muy profusa en los yacimientos del Hierro I en el Suroeste peninsular. Hay también algunos fragmentos de soportes de carrete (Fig. 30: JA-129 y JA-135). En la clasificación de Ruiz Mata (1995: 269; fig. 10), esta forma se

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correspondería con el tipo D. Murillo, por su parte, trata los soportes de carrete en su tipo C. Esta forma también está muy extendida entre los yacimientos del período «tartésico». Ejemplos de paralelos serían los de Peñalosa (García Sanz y Fernández Jurado 2000: lám. 7: 2), El Carambolo (Carriazo 1973: fig. 340), Cabezo de San Pedro (Blázquez et al. 1979: fig. 14: 27), Mesa de Setefilla (Aubet et al. 1983: fig. 37: 195) y San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: lám. IX: 154-156). Aparecen también cuencos de tendencia hemisférica (Fig. 32: JA-462). Esta forma simple esta recogida por Murillo (1994: 261 y ss.) en su tipología como tipo A2. Aunque se trata de una forma que suele aparecer representada en la gran mayoría de los yacimientos de este período, su presencia es minoritaria en relación al resto de tipos que podrían incluirse dentro del repertorio de mesa. Como ejemplos de paralelos podemos citar el Cabezo de San Pedro (Blázquez et al. 1979: fig. 29: 230), Peñalosa (García Sanz y Fernández Jurado 2000: lám. 5:6) y Mesa de Setefilla (Aubet et al. 1983: fig. 22: 44). Se documentan también algunos fragmentos de los denominados coladores (Fig. 32: JA-546). Estos han sido vinculados a funciones tan dispares como la fabricación de queso o la copelación de plata. El hecho de que presente una gran variedad formal complica aún más su interpretación funcional. Según Ruiz Mata (1995: 271 y 279; fig. 27: 1-8), que los incluye en los tipos H.I. y H.II, no hay distinciones claras entre los más antiguos y los del siglo VII a.C., que presentan las mismas tendencias. Murillo (1994: 310; fig. 5.53) la incluye dentro de su grupo C, destinado a formas especiales, configurando el tipo C2. Para este autor parece estar clara una vinculación de estos elementos con algún proceso dentro de actividades de tipo metalúrgico por su aparición en yacimientos donde se atestigua este tipo de actividades metalúrgicas, como es el caso de San Bartolomé de Almonte o Setefilla, donde aparece uno de estos coladores asociado a una tobera (Murillo 1994: 310). Efectivamente en el poblado de San Bartolomé de Almonte encontramos estas formas en varios fondos, pero destaca por su número y buen grado de conservación el fondo XIV-B (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: lám. XLVII: 631-637); también se ha documentado este tipo de recipientes en otros yacimientos como Mesa de Setefilla (Aubet et al. 1983: fig. 38: 198), en el cerro Macareno (Pellicer et al. 1983: fig. 75: 347), Peñalosa (García Sanz y Fernández Jurado 2000: lám. 20: 9) y El Carambolo (Fernández Flores 2005: fig. 38: CAR-15-31).

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Entre la cerámica a torno, se documentaron diversos fragmentos de ánfora. Se trata de bordes y asas del contenedor de transporte típico del Hierro I en el ámbito del suroeste peninsular, la conocida comúnmente como ánfora de saco. Este recipiente ha sido ampliamente estudiado por diversos autores que las incluyen en sus tipologías con diversos nombres, por ejemplo, el tipo R-1 de Vouillemont, tipo A de Pellicer, A1 de Muñoz y los tipos I y II del cerro

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de la Cabeza (Santiponce, Sevilla) (Mancebo 1997: 200) y los tipos T.10.1.1.1 y T.10.1.2.1 de la clasificación realizada por Juan Ramón Torres (1995). También podrían englobarse dentro del tipo I establecido para Toscanos (Schubart y Maass-Lindemann 1984: figs. 14 y 15). Se documenta más cerámica realizada a torno, como cuencos de tendencia hemisférica de cerámica gris (Fig. 31: JA-263 y JA-311/413). Esta vajilla

Figura 30. ‘Fondo D’. Selección de material cerámico.

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Figura 31. ‘Fondo F’. Selección de material cerámico.

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Figura 32. ‘Fondo G’. Selección de material cerámico.

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Figura 33. ‘Fondo J’. Selección de material cerámico.

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se produce en el sur peninsular entre mediados del siglo VIII a.C. y el siglo VI a.C. y suelen aparecer acompañadas en sus contextos tanto de cerámicas a mano como de otros tipos a torno de tradición fenicia (Vallejo 2005: 1153). Como ejemplo citaremos los casos del cerro Macareno (Pellicer et al. 1983: fig. 61: 914) y de San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: lám. CVIII: 1377, 1382 y 1386); y como paralelo cercano podríamos citar un ejemplar de San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: lám. CVIII: 1374). Existe algún fragmento mínimamente conservado de lucerna a torno de tipología fenicia (Fig. 32: JA-442). Algunos autores argumentan que hay diferencias ostensibles entre las tradicionalmente datadas en el s. VIII y en el s. VII a.C., ya que las primeras tendrían base plana y marcada, una suave carena bajo el borde, un solo pico y carecerían de barniz rojo, mientras que las segundas de dos mechas no tendrían base diferenciada, serían más llanas y estarían cubiertas de barniz rojo (Ruiz Mata y Pérez 1995: 56, 66; Maass-Lindemann 1999: 134). También se encuentra un fondo con umbo realizado a torno y con restos de barniz rojo en el interior, así como numerosos recipientes con bandas de barniz rojo en la cara interna (Fig. 32: JA-569). Encontramos paralelos, con la presencia del umbo, en el castillo de Doña Blanca desde niveles tradicionalmente fechados en el s. VIII a.C. (Ruiz Mata y Pérez 1995: 54; fig. 17: 3-7).

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El análisis por medio de XRF de las incrustaciones metálicas en dos bordes de cazuelas carenadas (Fig. 35), originariamente hemiesferas huecas –de 3 mm de diámetro- solo conservadas en la parte inserta en la cerámica y completamente mineralizadas, proporcionó unos resultados que permiten clasificar el metal utilizado como bronce, seguramente binario (Fig. 36). Este tipo de decoración metálica se ha detectado recientemente en tipos cerámicos y posición variada, con composición metálica también coincidente (bronce binario, aunque, como también ocurre en los ejemplares de Jardín de Alá, distorsionadas las proporciones originales de cobre y estaño –y plomo– por la corrosión diferencial), en el yacimiento del cerro de San Cristóbal (Logrosán, Cáceres) (Hunt Ortiz 2014). También se conocía este tipo de decoración metálica en tipos cerámicos a mano, igualmente de bronce, en Medellín (Badajoz) (Jiménez Ávila y Guerra Millán 2012: 89-91). Allí, recientemente se recuperaron 25 fragmentos, de los que 24 parecían corresponder a un único recipiente cerámico, aunque dispersos en las UEs 25,13, 18, 8, y 11, situando el inicio de esta variedad decorativa en los siglos XIIIXII cal B.C. (Jiménez Ávila y Guerra Millán 2012: 88). La documentación de este tipo de decoración en estos yacimientos se añade a los que se conocían anteriormente, ampliándose su ámbito de dispersión territorial y teniéndose que reconsiderar sus zonas de concentración y su cronología, que se había situado en el Bronce Final (siglos X-IX a.C.) con perduraciones hasta el inicio de la Edad del Hierro (siglo VIII a.C.) (Torres Ortiz 2002a: 278).

3.2.4. Decoración cerámica En cuanto a las técnicas y motivos decorativos, se han documentados fragmentos cerámicos con impresiones digitales, con retícula bruñida (Fig. 33: JA-814, Fondo J y Fig. 34: JA-618, JA-620, Fondo H), con incrustaciones metálicas en borde (2 fragmentos en el Fondo H, inv. 618, 620), con decoraciones grabadas y escobilladas, así como algunos recipientes con restos de almagra, si bien destacan en número –que excede los 120 fragmentos– y variabilidad las decoraciones cerámicas pintadas tipo Carambolo –CTC– (Fig. 34). La mayoría de los ejemplares están realizados sobre cazuelas del tipo A.I.F de Ruiz Mata. Asimismo, el grueso de los motivos identificados responden a composiciones a base de elementos geométricos y, en un menor porcentaje, a representaciones zoomorfas esquemáticas.

3.3. REGISTRO ARQUEOMETALÚRGICO Se presenta ahora una primera aproximación general obtenida a través del estudio de los restos y del resultado de los análisis de XRF de los elementos más significativos seleccionados. En cuanto a los metales, la presencia de fragmentos de objetos de hierro se acompaña por los de objetos de bronce, casi siempre binario (Fig. 37). La excepción a esa composición viene dada por dos objetos, ambos recuperados de la misma unidad UE 4-5 del Fondo K, que no son bronces. De ellos, un punzón de sección cuadrada, de cobre arsenical (inv. 777) correspondería tipológica y composicionalmente a la fase anterior detectada en el yacimiento (Hunt Ortiz et al. 2007). El otro (inv. 775) corresponde a un cobre bastante puro.

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Además, un solo fragmento de plomo metálico, amorfo de 3,1 g de peso, ha sido documentado en el Fondo G (JA G8/12-519) (Fig. 37). Este fragmento de plomo se puede relacionar con otros elementos recu-

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perados en el yacimiento asociados a la producción de plata: escoriasdel tipo denominado de «sílice libre», cerámicas escorificadas y, probablemente, un fragmento de tobera (Fig. 32: JA-545).

Figura 34. ‘Fondo F’. Selección de cerámica decorada «tipo Carambolo».

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Figura 35. ‘Fondo H’. Fragmentos de bordes de cazuelas carenadas con decoración de incrustaciones metálicas.

Figura 36. Composición de las incrustaciones metálicas en la cerámica. Análisis XRF (peso, %).

Figura 37. Composición de metales. Análisis XRF (peso, %).

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Hay que puntualizar que en la clasificación preliminar de los restos de carácter arqueometalúrgico de este yacimiento, realizada «de visu», se indicó la presencia de mineral de plomo, galena en concreto (Hunt, 2010: 4778), que ahora tiene que ser rectificada. La revisión del registro y el análisis del mineral (Fig. 38), de13 g de peso y con zonas grisáceas brillantes en matriz de cuarzo (Fondo H, UE4, inv. 594), ha confirmado que se trata de mineral de hierro, hematita especular, del que también se encontró un buen ejemplar (151 g) en el Fondo E (UE 7, inv. 248) (Fig. 38). Las escorias documentadas, sin suponer un volumen considerable, son todas del tipo denominado de «sílice libre», ya recuperadas en diversos yacimientos de este periodo, en una especie de tecnología endémica solo registrada en la provincia de Huelva y en la parte occidental de la de Sevilla, entre los que cabe mencionar por su proximidad los yacimientos del coto minero de Aznalcóllar (Hunt Ortiz 2003: 362) y el «yacimiento metalúrgico» de San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986), aunque también ha sido encontrada más recientemente en El Carambolo, junto a mineral argentífero (Hunt Ortiz et al. 2010: 275-276) y en

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toda una serie de pequeños yacimientos del área prospectada en el valle del Guadiamar, en la campiña al sur de Aznalcóllar (Amores et al. 2014). Las escorias recuperadas en Jardín de Alá tienen la composición habitual en este tipo de escorias (Fig. 39), que varía en las proporciones dependiendo del área de análisis, con contenidos relativamente altos de plomo, la plata en niveles detectables en todos los casos de Jardín de Alá, y la presencia de bario en cantidades variables. Las cerámicas que presentan escorificaciones en su superficie interior, escasas en número, se caracterizan compositivamente (Fig. 40) por el alto contenido en plomo y cantidades de plata que llegan al 0,26%. Se pueden relacionar con la actividad metalúrgica basada en la utilización de plomo para la producción de plata.

3.4. DATACIONES ABSOLUTAS Se han realizado dos dataciones absolutas en el laboratorio Beta Analytic Inc. para esta fase del yacimiento de Jardín de Alá. La primera de ellas (B225408) obtenida de un fragmento de carbón pro-

Figura 38. Composición de minerales. Análisis XRF (peso, %).

Figura 39. Composición de escorias. Análisis XRF (peso, %).

Figura 40. Composición de las escorificaciones en la cerámica. Análisis XRF (peso, %).

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cedente de uno de los dos niveles iniciales (UE 10) del Fondo A. La segunda datación (B225409) se obtuvo de un diente de la inhumación (UE 9) excavada en el Fondo J, que estratigráficamente se sitúa en una segunda fase de uso de ese Fondo. Los resultados radiocarbónicos (Fig. 41) indican un intervalo cronológico máximo de 1129-802 cal BC (2 sigmas), cuyos puntos centrales son 1021 y 865 cal BC, respectivamente. La fecha procedente

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del Fondo A es más antigua que la del Fondo J, tal vez debido al hecho de que la primera data el primer uso de una estructura y la segunda una fase avanzada de otra. Por otra parte, también hay que tener en cuenta el posible efecto «madera vieja» (Torres Ortiz 2008: 59), para la muestra procedente del Fondo A. En cualquier caso, a juzgar por estas dos fechas, el poblado tendría una ocupación mínima de un siglo y medio.

Figura 41. Resultados de los análisis radiocarbónicos (calibración efectuada en Calib 7.1 con la base IntCal13 y la probabilidad de distribución según Reimer et al. 2013).

4. DISCUSIÓN Y CONCLUSIONES A falta de concluir el estudio geomorfológico concreto del punto de localización del yacimiento Jardín de Alá y teniendo en cuenta las importantes modificaciones que se han producido en el terreno del polígono industrial en las últimas décadas por aportaciones de tierras, es importante señalar que el arroyo de Píe de Palo, que es el nombre que en la desembocadura recibe el arroyo del Judío, recoge las aguas de una considerable red hídrica que drena la vertiente noreste del Aljarafe. Por la evolución general de la paleodesembocadura del Guadalquivir (Arteaga et al. 1995), en donde a escasa distancia se situaría este yacimiento, cabe proponer que el arroyo de Pie de Palo, que separa físicamente el yacimiento de Jardín de Alá del de cerro de la Cabeza (Domínguez de la Concha et al. 1988), que parece contemporáneo en sus fases iniciales –mal conocidas–, constituiría en el momento del que se trata un cauce de agua. El registro arqueológico general del yacimiento Jardín de Alá, también pendientes aún de los resultados de los estudios palinológicos, carpológicos y antracológicos –en fase de revisión o de finalización–, desde el punto de vista de la cronología aplicada tradicionalmente a las producciones cerámicas, se situaría cronológicamente en torno al siglo VIII a.C., mejor definido por la cerámica a torno (cerámica gris) que por la realizada a mano, aunque hay elementos, como la cerámica con decoración de incrustaciones metálicas, como en el Fondo 8 de Vega de Santa Lucía, que recibe una cronología convencional de los siglos X y IX a.C. (Murillo Redondo 1994: 326).

La mayor parte del registro cerámico documentado se realiza a mano (~97,5%). En términos de grandes géneros funcionales, si se atiende al volumen de fragmentos cerámicos, hay una generalizada progresión «almacén > servicio > cocina», que se modifica ligeramente a la progresión «servicio > almacenamiento > cocina» si se atiende a una estimación del volumen de recipientes en función del número de fragmentos de bordes. Esta última inferencia se corrobora si consideramos solo los estratos que constituyen niveles de suelo. No aparecen correlaciones significativas entre el tipo o el tamaño de los fondos y la cantidad de material cerámico o la proporción entre los grupos funcionales, si bien en las estructuras de mayor tamaño (Fondos E y M) la proporción relativa de los grupos funcionales es igual. Por otro lado, es probable que exista alguna relación entre los materiales documentados en las estructuras donde se documentan claras actividades de fuego (Fondos A, E y F). A este respecto, los Fondos E y F cuentan con una gran abundancia de material, y es además en aquellos donde se recogen más recipientes de cocina. En la mayoría de los fondos restantes no aparecen bordes de recipientes de cocina. El repertorio tipológico cerámico documentado es el que usualmente caracteriza el período del Bronce Final/Hierro I en el suroeste de la Península Ibérica (Murillo Redondo 1994; Ramón Torres 1995; Ruiz Mata 1995; Mancebo 1997; Torres Ortiz 2002b; Vallejo 2005). La forma más representada es la cazuela carenada; hay recipientes de esta misma forma pero con grandes tamaños. Destacan asimismo los vasos cerrados de tendencia bicónica con carena

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a media altura, así como los cuencos de tendencia esférica. Se han documentado algunos ejemplares de soportes de carrete y también de los denominados coladores. Respecto a la cerámica a torno, representada mínimamente (3%), se han documentado fragmentos de ánforas, cuencos de tendencia hemiesférica de cerámica gris, un fragmento de lucerna de tipología fenicia y numerosos recipientes con bandas de barniz rojo (entre ellos, se encuentra un fondo con umbo y restos de barniz rojo en su interior). En cuanto a la decoración cerámica, además de los casos con barniz rojo y otros con restos de almagra, existen recipientes con impresiones digitales, otros con motivos de retícula bruñida, así como dos ejemplares con incrustaciones metálicas. Sin embargo, la decoración más representada en el conjunto cerámico es la cerámica tipo Carambolo, realizada mediante pintura roja después de la cocción de los recipientes, cuyos motivos responden a composiciones a base de elementos geométricos y, en menor cantidad, a representaciones zoomorfas esquemáticas. El registro arqueometalúrgico de Jardín de Alá, se caracteriza, en cuanto a los objetos metálicos, por la presencia de objetos de hierro y de bronce. Como metal también se documenta plomo, aunque en este caso se relaciona con actividad metalúrgica extractiva de plata, con la que también se relacionan las escorias del tipo «sílice libre» (del mismo tipo, sin cuarzo visible, a las documentadas en San Bartolomé de Almonte) (Hunt Ortiz 2003: 195) y las cerámicas escorificadas. La cronología absoluta de Jardín de Alá apunta a unos puntos centrales que se situarían a fines del

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siglo XI cal B.C. (Fondo A) y primera mitad del siglo IX cal B.C. (inhumación Fondo J). De nuevo se plantea aquí la mayor antigüedad de las dataciones absolutas calibradas respecto a las cronologías otorgadas tradicionalmente al registro arqueológico y al cerámico en concreto. El «horizonte fundacional» de El Carambolo, con cerámica a torno, se fecha mediante datación radiocarbónica calibrada de una muestra de carbón entre el 1027-812 cal B.C. (95,4% p) o 974-841 cal B.C. (68% p) (Fig. 42). Esta cronología absoluta se ve desfasada respecto a la cronología convencional basada en la producción cerámica recuperada, que se situaría a fines del siglo IX/comienzos del VIII a.C. (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2007: 103-104). Igual sucedería respecto a la tumba 20 de inhumación de La Angorilla, UE 425 (a la que se superpone la cremación nº 11), que ofreció una cronología absoluta de 1116-893 cal B.C. (95,4% p). Se trata de una fosa que contenía un individuo adulto masculino, en decúbito lateral izquierdo, con el cráneo orientado al este, y con las piernas flexionadas. Como ajuar se habían depositado 9 cuentas de plata y una de ámbar, un arete metálico y un peine de marfil decorado, que se encuadrarían en una base cronológica convencional en el s. VII a.C. (Fernández Flores et al. 2014: 131-133, 310-311). La datación de la Fase A del Fondo 8 de la Vega de Santa Lucía, con cerámica bruñida, cerámica pintada tipo Carambolo y cerámica con decoración de botones metálicos, tiene una cifra absoluta muy aproximada a la obtenida para la inhumación del

Figura 42. Calibración actualizada de sitios arqueológicos protohistóricos relevantes en Andalucía occidental (calibración realizada en Calib 7.1 con la base IntCal13).

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Fondo J de Jardín de Alá (Fig. 42), que sitúa al yacimiento en contextos del siglo IX a.C. (Torres Ortiz 2008: 70). La comparación general de las fechas calibradas de Jardín de Alá (Fig. 43) con respecto a otros yacimientos relevantes del entorno geográfico muestra

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que la fecha más antigua (Fondo A) es equiparable a la obtenida para el depósito de la Ría de Huelva (siglos XI-X cal B.C.). Es asimismo algo más antigua que las obtenidas –con la precaución de las circunstancias de su recuperación– para los materiales del espectacular registro documentado en la calle Mén-

Figura 43. Curvas de distribución de las calibraciones actualizadas (68% y 95,4%) de los sitios arqueológicos relevantes seleccionados.

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dez Núñez-Plaza de las Monjas de Huelva (González de Canales et al. 2004) en los niveles iniciales, que se sitúan en el siglo X (Torres Ortiz 2008: 64-65); y también que las de El Carambolo y Vega de Santa Lucía. Las dataciones absolutas de Vega de Santa Lucía, sin cerámica a torno, serían equiparables a la fecha calibrada más reciente de Jardín de Alá (inhumación del Fondo J). El repertorio material recuperado y la cronología propuesta sitúan a Jardín de Alá en el centro del debate existente en cuanto a la interpretación cultural de este periodo. Para algunos autores, en general, el yacimiento de Jardín de Alá se situaría crono-culturalmente en la etapa propuesta como «última fase de la precolonización», aunque posteriormente definida por el impacto de la influencia fenicia que incorpora avances tecnológicos de carácter metalúrgico, como la copelación y la siderurgia. Se fecharía entre finales del siglo X y hasta fines del siglo IX a.C. (925/900-825 a.C.) (Torres Ortiz 2008: 83). La interpretación que hacen otros autores es la de una implantación poblacional oriental (Escacena Carrasco 2008), quizás más de acuerdo con los cambios tecnológicos en el repertorio metalúrgico (hierro, plata), que aparece bruscamente y rompe con la tradición tecnológica de la Edad del Bronce (Hunt Ortiz 2003). El asentamiento de Jardín de Alá se establece pues como uno más de los asentamientos que durante esa época jalonan en ambas orillas la paleodesembocadura del Guadalquivir: cerro de la Cabeza (Domínguez de la Concha et al. 1988), El Carambolo (Fernández Flores 2005), cerro de San Juan en Coria del Río (Escacena e Izquierdo 2001), Ilipa (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2007) y cerro Macareno (Pellicer et al. 1983), entre otros. La paleodesembocadura del río supondría pues un «verdadero eje y aglutinador de la población» (Domínguez de la Concha et al. 1988: 123), con una situación que se vería beneficiada, además de por las posibilidades agropecuarias, por la inmediatez de la vía fluvial y de las vías de comunicación hacia el interior, donde se encuentran importantes materias primas. En este sentido, esta área se constituye como uno de los centros de referencia en cuanto a los recursos mineros argentíferos, de tipo jarosítico: el coto minero de Aznalcóllar (Hunt Ortiz 1995), que parece reflejar una «fiebre de la plata» (Hunt Ortiz 2002), respaldada por el volumen de yacimientos documentados con escorias del tipo de «sílice libre» en las últimas prospecciones llevadas a cabo (Amores et al. 2014).

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NUEVOS DATOS SOBRE EL BRONCE FINAL EN OSUNA New information about the Final Bronze Age in Osuna Eduardo FERRER ALBELDA, Universidad de Sevilla, José Ildefonso RUIZ CECILIA, Conjunto Arqueológico de Carmona y Francisco José GARCÍA FERNÁNDEZ, Universidad de Sevilla

Resumen: Los objetivos de estas páginas son la presentación de los datos arqueológicos sobre el Bronce Final en Osuna (Sevilla), una propuesta de la evolución del poblamiento en el yacimiento y la exposición de la problemática cronológica de este período en el marco geográfico del suroeste de la Península Ibérica. La lectura del registro arqueológico parece indicar que el Cerro de los Paredones se habitó durante el Bronce Final, pero el asentamiento se trasladó a comienzos del Hierro I a otro sector del yacimiento. La ocupación se caracterizaría por la distribución desordenada de cabañas en una superficie amplia del cerro y de la pendiente, quizás protegida por una muralla o cerca discontinua. Presentamos asimismo las dataciones radiocarbónicas aportadas en dos contextos arqueológicos: la Cuesta de los Cipreses y la calle Caldenegros. Summary: The aim of this paper is to present the archaeological evidence available for the Late Bronze Age in Osuna (Seville), to make a proposal for the evolution of population in the town, and to elaborate on the chronological problems that this period poses in the south-west of the Iberian Peninsula. The archaeological record suggests that the Cerro de los Paredones was inhabited during the Late Bronze Age, but that the settlement moved elsewhere at the beginning of Early Iron period. The huts that make up the settlement in this period are randomly and widely distributed on the summit and the slopes, and they may have been surrounded by a wall. The paper also presents the radiocarbon dates obtained in two different archaeological contexts: Cuesta de los Cipreses and c/ Caldenegros. Palabras clave: Suroeste, Península Ibérica, Protohistoria, Urso. Key words: Southwest, Iberian Peninsula, Protohistory, Urso.

1. INTRODUCCIÓN: LOS ORÍGENES DEL POBLAMIENTO EN OSUNA Hasta no hace demasiado tiempo, la mayoría de los investigadores que en alguna ocasión abordaron el tema de los orígenes de Osuna estaba de acuerdo en afirmar que este debía remontarse al Bronce Final (Corzo 1979b: 118; Campos 1989: 99; Jiménez y Salas 1997: 9-34), aunque algunos hallazgos descontextualizados habían permitido valorar la noción de que el poblamiento estable en el solar ursaonense

podría retrotraerse a la Edad del Cobre. Se trataba de un pequeño lote de materiales de una colección particular de Osuna con algunos artefactos que se podían datar en el Calcolítico, con el inconveniente de que se desconocía la procedencia exacta de los mismos aunque podían provenir del entorno de Osuna (López Palomo 1980; 1993: 269). La misma problemática se advertía en un conjunto de hachas pulimentadas y fragmentos cerámicos hechos a mano depositados en una vitrina del Museo Arqueológico de Osuna y originarios de otras colecciones particu-

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lares de la localidad (Corzo 1979b: 117). Algunas de ellas podrían venir de la ladera norte del cerro de La Quinta, así como de los alrededores del cerro de Las Canteras (Pachón y Pastor 1992: 421 y 433; Pachón 2002: 60-61), pero gracias al estudio del fondo documental de F. Collantes de Terán se ha podido conocer la procedencia de algunas de ellas. De un total de ocho ejemplares F. Collantes de Terán indica que dos procedían de los Higuerones, otra de la Casilla del Abad, tres de los alrededores de la estación de tren y las dos últimas de los alrededores de los depósitos del agua de Osuna. Interesan especialmente las referencias a estas últimas ubicaciones porque la estación de tren está situada en la proximidad del yacimiento de Urso, y porque los depósitos del agua se enclavan en un lugar intermedio entre las tres principales elevaciones en las que se asienta Osuna: el cerro de Las Canteras, el cerro de La Quinta y el cerro de Los Paredones (Ruiz Cecilia 2015: 408-409). No obstante, no ha sido hasta la década de los noventa del siglo XX cuando se ha planteado que el primer poblamiento de Osuna se pudo producir durante la Edad del Cobre e incluso en el Neolítico final (Pachón 2002: 56-65). Esta hipótesis se basa en dos argumentos básicos: el hallazgo de cerámica campaniforme y la existencia de una cueva artificial en el cerro de las Canteras, que se adscribiría a este horizonte cultural. El primero de ellos fue hallado junto al camino de San José, en la ladera del cerro de Las Canteras, y presenta una decoración similar a una de las piezas cerámicas de la colección particular de Francisco Fajardo (Pachón y Pastor 1992: 421-423). Respecto a la cueva artificial, esta se ubica en uno de los puntos más elevados del cerro de Las Canteras y funcionalmente ha sido interpretada como funeraria. Se trata de una cueva artificial excavada en el sustrato rocoso de biocalcarenita, de dimensiones bastante reducidas y planta de tendencia cuadrada, techumbre plana y alzado trapezoidal. Sus paredes se estrechan verticalmente para constituir una cubierta algo más pequeña que el suelo y la entrada está orientada al septentrión (Pachón y Pastor 1992: 424; Pachón y Ruiz Cecilia 2006: 273-277 y 350-363). A este pequeño elenco habría que sumar un hacha de cobre procedente de la excavación que Juan de Dios de la Rada y después Francisco Mateos Gago dirigieran en 1876 en el lugar en el que aparecieron los Bronces de Osuna (Pachón 2002: 62). Peor aún está documentada una hipotética continuidad habitacional durante la Edad del Bronce. No

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hay evidencias materiales de este dilatado período con la salvedad de una punta de lanza recogida en la excavación de Juan de Dios de la Rada (Rada e Hinojosa 1877: 173; Rodríguez Marín 1890: 8). Otros testimonios más recientes tampoco nos sacan de dudas debido a lo incierto de su procedencia: tres puntas Palmela halladas en los alrededores de Osuna y datadas por tipología entre el III y el II milenio a.C. (Beyneix y Humbert 1996: 251-252) y dos hachas de bronce publicadas con el nombre «depósito de Osuna» (Almagro Gorbea 1996: 269-279; Torres Ortiz 2002: 67). Concretamente se trata de un hacha de talón con anilla y una azuela de apéndices laterales localizadas en un mercado de antigüedades y cuyas referencias remitían a la comarca de Osuna. Están datadas en la transición al Bronce Final, lo que que podría indicar la pervivencia del asentamiento ursaonense durante la Edad del Bronce (Pachón 2002: 64-65). El mismo argumento se puede utilizar con la otra parte del lote de la colección particular publicada por L.A. López Palomo (1980: 91-106); en este caso, se trata varios recipientes cerámicos y dos objetos de bronce, un hacha plana y una punta de flecha pedunculada, todos ellos sin procedencia exacta. También en la Edad del Bronce se dataría un depósito formado por cuatro hachas planas al parecer procedentes de Osuna que se conservan en el Museo Arqueológico Nacional (Carriazo 1989: 783). La escasa y controvertida información disponible para el III y II milenio a.C. contrasta con un panorama más diáfano para el Bronce Final y el Hierro I. Como ya se ha indicado, la mayor parte de los investigadores opina que los orígenes de Osuna se remontarían al Bronce Final por el hallazgo de cerámicas hechas a mano bruñidas y con impresiones digitales en las excavaciones que R. Corzo (1977a: 5 ss.; 1977b: 140) dirigiera en 1973 junto al camino de San José. Este autor planteó que el origen del poblamiento estable tendría lugar en el paso entre el II y I milenio a.C., si bien la entidad de la población debió crecer rápidamente a partir del siglo VII a.C. a juzgar por la cantidad de material cerámico disperso por el cerro de Las Canteras. Por tanto, el asentamiento urbano anterior a Julio César estaría en la zona más elevada de este cerro (Corzo 1979a: 118-120). Una prospección arqueológica superficial realizada en este sector del yacimiento en 2008 atestiguaría también que los elementos materiales más antiguos correspondían al Bronce Final (Jofre et alii, e.p.). Sin embargo, los materiales de las excavaciones se hallaban en estratos junto con cerámicas de crono-

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Figura 1. Vista aérea general del Cerro de los Paredones (fotografía: F. J. García Fernández).

logía más reciente y, si atendemos a los elementos constructivos y contextos arqueológicos, los únicos datos objetivos que poseemos hoy día son dos fondos de cabañas, restos de muros y pavimentos registrados en excavaciones recientes en diversos sectores del cerro de Los Paredones y sus laderas meridionales (Ferrer et al. 2002; Ruiz Cecilia 2015: 417-446) y dos tumbas del siglo VII a.C. que durante mucho tiempo fueron los vestigios más antiguos conocidos (Engel y Paris 1906: 479; Aubet 1971: passim). Aunque este bagaje se nos puede antojar más bien escaso, disponemos de otros datos complementarios recientes que nos informan sobre la realidad arqueológica de la Osuna del Bronce Final y de los primeros siglos de la Edad del Hierro. Atendiendo a una ordenación cronológica de las actividades arqueológicas, comenzaremos analizando los hallazgos en el cerro de Los Paredones (Fig. 1). Antes de las excavaciones algunos autores habían barajado la posibilidad de que en el sitio se ubicara un poblado del Bronce Final por los hallazgos superficiales de cerámicas cada vez que se ampliaba el camino que conduce desde la Farfana hasta la Universidad, en la conocida como Cuesta de los Cipreses (Pachón y Pastor 1992: 426; 1995: LXXIX;

Pachón 2002: 65-71). Pero hasta 1998 no se realizó la primera intervención arqueológica en el lugar y, desde entonces, se han llevado a cabo diez actuaciones que no se incluyen en ningún proyecto arqueológico general, sino que se han desarrollado bajo la modalidad de actividades arqueológicas preventiva, de las que, en los tres casos más recientes, no se dispone por el momento de publicaciones o memorias de resultados accesibles. De las cinco intervenciones con datos contrastados, en todas, aunque en distinto grado debido a los tipos de actuaciones realizadas, se han hallado contextos y materiales de este período (Fig. 2).

2. CUESTA DE LOS CIPRESES (1998-1999) El área objeto de la intervención arqueológica se encuentra en el límite este del actual casco urbano, en la ladera de una elevación amesetada sobre la que se asienta la ciudad, con una altitud máxima de 339 m.s.n.m, mientras que la cuesta oscila entre los 328 y 316 m.s.n.m. La intervención en la Cuesta de los Cipreses fue programada dentro del Proyecto Básico y de Ejecución «Adecuación del Entorno

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Figura 2. Cerro de los Paredones. Ubicación de las distintas intervenciones y algunos hallazgos aislados de época protohistórica (elaboración propia).

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de la Colegiata y Universidad», cuyo objetivo era la reurbanización y adecuación del entorno de la zona monumental de la Colegiata y la Universidad. La margen derecha de la cuesta constituía un estrecho talud de tierra y piedras formado por la construcción de la vía de acceso, en cuya parte superior podían apreciarse los restos emergentes de muros pertenecientes a la muralla almohade y al palacio ducal (Ledesma 1998). La metodología empleada estuvo condicionada por el carácter de la intervención, clasificada en el argot de la gestión arqueológica como «vigilancia arqueológica», durante la cual no estaba prevista la realización de una excavación propiamente dicha, sino la retirada de estructuras y sedimentos por medios mecánicos y manuales en presencia de un arqueólogo. En el caso que nos ocupa, cuando se exhumaron las primeras estructuras, la vigilancia dio paso a una documentación más exhaustiva del registro arqueológico. No obstante, la acusada pendiente, la longitud del corte –más de 200 m entre los once sectores– y la estrechez de la zanja abierta, además de otras circunstancias contextuales que comentaremos, dificultaron y condicionaron considerablemente la documentación e interpretación de muchas unidades estratigráficas. Para hacer más operativa la recogida de datos y dada la acusada pendiente de la Cuesta de los Cipreses, se dividió la margen derecha en sectores de unos 20 m, ordenados correlativamente con números romanos desde la parte más alta de la calle hasta la más baja (sectores I al XI). La anchura de la franja a excavar fue de 3,5 m, aunque en algunos tramos la existencia de un rebaje previo redujo a los 2 m el área de actuación arqueológica. En profundidad, la excavación afectó hasta la cota de construcción del acerado, por lo que en algunos sectores no se registró la secuencia estratigráfica completa. Tan solo se practicó un rebaje de mayor profundidad en el Sector I para la cimentación del muro de contención y de la escalera, y en sitios puntuales con relleno arqueológico, como silos y pozos. En la relación de los contextos arqueológicos, obviaremos por razones de espacio la enumeración de estructuras y estratos modernos y medievales, que solo mencionaremos cuando estén relacionados con los hallazgos protohistóricos. Nos centraremos, por tanto, en las estructuras, el material cerámico y lítico del Bronce Final-Hierro I, realizando una propuesta de reconstrucción de la estratigrafía del yacimiento (Ferrer y Ruiz Cecilia 2000: 130-131; Ruiz Cecilia 2001: 1066; Ferrer et al. 2002: passim).

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SECTOR I En el Sector I todos los datos protohistóricos, exclusivamente cerámicos (fig. 3), se registraron en contextos alterados de época medieval y moderna. De hecho, una muestra apreciable fue hallada entre dos pavimentos, el más antiguo de cronología islámica y el más moderno, de similares características, datado en los siglos XVI-XVII. En este estrato todos los fragmentos cerámicos pertenecían a recipientes hechos a mano muy característicos del Bronce Final y del Hierro I como cuencos (fig. 3: 2), cazuelas carenadas (fig. 3: 1 y 3), cazuelas (fig. 3: 5 y 6) y vasos de perfil bitroncónico de diversos tamaños (fig. 3: 7-11), excepto un asa amorcillada de ánfora. Otro estrato que contenía fragmentos cerámicos del período en cuestión se relacionaba con un muro posiblemente almohade con dos fases constructivas, ambas anteriores al pavimento islámico ya citado. Los materiales cerámicos registrados son fragmentos de recipientes hechos a torno y a mano, entre los primeros un borde de ánfora con el borde pintado y un plato de cerámica gris, y, entre la vajilla fabricada a mano, dos bordes de cazuela (fig. 3: 4). La última unidad estratigráfica sedimentaria que aporta material también está relacionada con el muro almohade, concretamente un estrato de tierra negra en el que se halló un vaso de cuello acampanado realizado a mano (fig. 3: 12).

SECTOR III En el sector II no se registraron contextos ni materiales del Bronce Final-Hierro I, mientras que en el sector III, ocupado por estructuras pertenecientes al palacio ducal, solo documentó bajo un pavimento del siglo XVII unos cuantos fragmentos de cerámicas pintadas y comunes pertenecientes al Hierro II, entre ellos un cuenco de reducidas dimensiones con una franja pintada en la parte externa, un galbo con decoración pintada bícroma, y un fondo plano decorado con círculos concéntricos pintados en rojo, así como un kalathos.

SECTOR IV Es el sector el que ha aportado más datos, entre ellos dos estructuras interpretadas como fondos de cabaña, algunos estratos relacionados con estas y otros restos asociados a contextos medievales y modernos. En este último grupo podemos anotar un estrato revuelto relacionado con un muro almohade

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que contenía fragmentos de recipientes fabricados a mano, como cuencos (fig. 6: 1 y 4), copa (fig. 6: 2), soporte (fig. 6: 5), pie de copa y recipientes exvasados (fig. 6: 3, 6 y 7), así como un borde de recipiente a torno cuyo perfil recuerda a un pithos o a una orza, todos característicos del Bronce Final-Hierro I. Otro estrato revuelto en el que se registraron cerámicas protohistóricas sedimentó sobre un pavimento almohade (UE 404) y contenía un asa geminada y recipientes de perfil bitroncocónico (fig. 6: 8 y 9). Por último, entre ese pavimento y la roca madre se hallaron un fragmento galbo de vaso con decoración pintada bícroma con motivo de semicírculos, de clara adscripción turdetana, y un borde de urna. En cuanto a los fondos de cabaña, de uno de ellos solo se conserva aproximadamente la mitad porque fue destruido por las grandes alteraciones sufridas desde la época islámica. La edificación, como suele ocurrir en estructuras similares, es muy simple (figs.

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4 y 5). Se realizó un rebaje de forma elíptica en la roca y se levantó un zócalo de piedras dispuestas no directamente sobre ésta sino encima de una capa de tierra con un grosor que oscilaba entre los 17 y 32 cm, de manera que el zócalo solo presentaba su cara interior, estando la exterior por debajo del suelo. Este sistema de no construir directamente sobre la roca también se ha observado en algunas cabañas (2 y 4) del Peñón de la Reina, en Albodoluy, Almería (Martínez y Botella 1986: 296). El zócalo conservado tenía una altura de unos 43 cm, si bien debió ser mayor ya que se hallaron algunos mampuestos en el interior de la estructura. Los mampuestos consistían en lajas de piedra biocalcarenita de pequeño y mediano tamaño careadas. El piso de la cabaña se había uniformizado con una capa de tierra de 13 cm de potencia máxima, y sobre esta se dispuso un pequeño murete de mampuesto que dividía el interior de la cabaña aproximadamente por la mitad. La interpretación de este zócalo, más que muro,

Figura 3. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector I: fragmentos cerámicos hallados en niveles revueltos de época medieval y moderna (elaboración propia).

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es difícil de precisar por la destrucción del resto de la estructura, aunque se puede especular sobre su posible función de separador de ambientes o como banco para apoyar y colocar recipientes y utensilios. El estrato más antiguo, depositado sobre la roca excavada y sellado por la hilera de piedras, contenía fragmentos cerámicos fabricados exclusivamente a mano pertenecientes a cuencos semiesféricos de borde apuntado o redondeado (fig. 7: 2, 14 y 17), vasos globulares de borde entrante (fig. 7: 9 y 11) y recipientes de cuello troncocónico y boca exvasada (fig. 7: 10 y 12) y acampanada (fig. 7: 18). Por encima de este estrato se encontraba un relleno que debía corresponder a la amortización de la cabaña y que contenía una gran cantidad de material cerámico muy homogéneo en lo que se refiere a sus características técnicas y a su clasificación tipológica y cronológica; todos los fragmentos registrados en este nivel pertenecen a recipientes Figura 4. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV, hechos a mano: cuencos (fig. 7: 1 y 8), cazuelas con cabaña 1 (elaboración propia). diversos perfiles (fig. 7: 3-7, 13, 15 y 16; fig. 8: 7 a 18), vasos cerrados de borde almendrado (fig. 8: 1), ollas o vasos cerrados con cuerpo de tendencia globular y boca exvasada (fig. 8: 2-6; fig. 9: 9-13), recipientes de perfil bitroncocónico (fig. 9: 7 y 8), soportes de carrete (fig. 9: 4-6; fig. 10: 3 y 4), vasos de boca acampanada (fig. 9: 2 y 3) y recipientes de paredes rectas (figs. 10: 1 y 2). Todos los fondos de vasos registrados son planos (fig. 10: 5-8), los escasos elementos de suspensión están constituidos por mamelones con (fig. 7: 7) o sin perforación (fig. 9: 1) y por perforaciones (fig. 8: 9), y el único tipo de decoración documentada es un solo caso de decoración bruñida reticulada (fig. 7: 15).

Figura 5. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV, cabaña 1 (fotografía: J. I. Ruiz Cecilia).

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Figura 6. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV, cabaña 1: fragmentos cerámicos del estrato de relleno (elaboración propia).

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Figura 7. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV, cabaña 1: fragmentos cerámicos hallados sobre el nivel de ocupación (elaboración propia).

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Figura 8. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV, cabaña 1: fragmentos cerámicos hallados sobre el nivel de ocupación (elaboración propia).

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Figura 9. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV, cabaña 1: fragmentos cerámicos hallados sobre el nivel de ocupación (elaboración propia).

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Figura 10. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV, cabaña 1: fragmentos cerámicos hallados sobre el nivel de ocupación (elaboración propia).

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Figura 11. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV-V, cabaña 2 (fotografía: J. I. Ruiz Cecilia).

SECTOR V La línea imaginaria que separa los sectores IV y V dividió en dos el segundo fondo de cabaña (fig. 11). Es una estructura también excavada en parte en la roca, sin zócalo de piedras –o al menos no se conservaba–, y muy afectada por las construcciones medievales y modernas; de hecho se construyó un muro sobre ella, partiendo en dos y alterando la parte superior del relleno original de la cabaña, aunque no llegó a remover un estrato acumulado en el fondo excavado en la roca, compuesto por abundantes cenizas y fragmentos cerámicos, del que se extrajeron muestras para análisis polínicos y carpológicos. También se halló un molino barquiforme que, junto con los resultados de los análisis, pueden dar una idea de la actividad desarrollada en esta estructura. La cerámica de este estrato es imprescindible, como en el caso de la cabaña anterior, para poder establecer una cronología relativa de estas estructuras mediante la estratigrafía comparada. El registro cerámico está compuesto por entero por cerámica realizada a mano, entre las que se pueden distinguir cuencos semiesféricos de borde redondeado (fig. 12: 8-10), soporte de carrete (fig. 12: 7), vasos con tendencia al exvasamiento (fig. 12: 3 y 4) y vaso cerrado de cuerpo globular y borde entrante (fig. 12: 1). El relleno alterado por la construcción del muro moderno presenta, en consecuencia, una composición heterogénea pues aparecen cerámicas fabricadas a

torno, concretamente un pithos con decoración bícroma en el hombro, roja y negra, y motivo de metopa, separada del cuello por un baquetón. El labio también está decorado con una banda roja y tiene el asa trigeminada. Otro fragmento con decoración pintada corresponde a una base de fondo rehundido con motivo interior de círculo concéntrico rojo enmarcado por dos parejas de filetes negros. El resto de la cerámica fabricada a torno de este estrato está constituido por un asa amorcillada de ánfora y un borde de cuenco de cerámica gris. La cerámica hecha a mano es mayoritaria y, desde el punto de vista tipo-cronológico, presenta una gran homogeneidad. Las formas representadas son los cuencos semiesféricos (fig. 12: 12 y 13), soporte de carrete decorado con bandas pintadas con almagra (fig. 12: 6), cazuelas carenadas (fig. 12: 5; fig. 13: 1, 4 y 5), formas abiertas muy profundas (fig. 13: 3 y 6), ollas con el borde exvasado (fig. 13: 2 y 7), recipientes de perfil bitroncocónico (fig. 13: 8 y 11), grandes vasos de cuello acampanado (fig. 13: 9, 10 y 12) y vasos globulares de borde entrante (fig. 13: 13-16). Las decoraciones registradas se limitan a la cerámica pintada a la almagra, en bandas (fig. 12: 6) o cubriendo la superficie exterior del vaso (fig. 13: 2), así como la pintada «tipo Carambolo» o Guadalquivir I, representada en un fragmento atípico con varias bandas delimitan un espacio en reserva ocupado por rombos rellenos de rayas (fig. 12: 11). Por último, un fragmento también atípico presenta una decoración incisa «peinada» (fig. 12: 14).

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Figura 12. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV-V, cabaña 2: fragmentos cerámicos del estrato de relleno (elaboración propia).

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Figura 13. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IV-V, cabaña 2: fragmentos cerámicos del estrato de relleno (elaboración propia).

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SECTOR VI El sector VI es quizás el más arrasado debido a la construcción de muros y pavimentos y, sobre todo, por la excavación de varios silos rellenados en época medieval. No quedan, por tanto, estratos protohistóricos en su posición original y la escasa muestra de material cerámico se registró en un estrato con materiales de varias épocas, entre ellos cerámica hecha a mano como cuencos, uno de ellos con decoración pintada en rojo y motivos de dientes de sierra, y cerámica de época turdetana, en su mayoría pintada monócroma o bícroma, como un cuenco y urnas, y cerámica común.

SECTOR VIII La gran alteración sufrida en el sector VII como consecuencia de la actividad constructiva de época medieval y moderna no ha dejado evidencias del Bronce Final-Hierro I, pero en el Sector VIII volvieron a documentarse numerosas muestras de fragmentos cerámicos protohistóricos, algunos registrados en superficie o en estratos revueltos, y otros en su contexto deposicional original. Al primer grupo pertenece un conjunto de cerámicas registrado en el estrato superficial; son fragmentos pertenecientes a vasos hechos a mano, como cuenco (fig. 16: 7), cazuela (fig. 16: 8), vaso de paredes verticales con tendencia al exvasamiento (fig. 16: 2 y 6) y ollas con el borde exvasado (fig. 16: 1 y 3). En otro estrato revuelto con materiales de época islámica, debajo de un empedrado moderno, se registraron nuevamente cerámicas fabricadas a mano como cazuelas con perfil en S (fig. 16: 9 y 10), vasos de cuerpo globular y borde exvasado (fig. 16: 4, 11 y 12), de cuello acampanado (fig. 16: 5) y fragmentos atípicos con decoración bruñida reticulada (fig. 16: 14 y 15). Un tercer lote de materiales protohistóricos se documentó por debajo del empedrado y en relación con el muro protohistórico de grandes dimensiones registrado en el Sector IX (figs. 14 y 15). La relación de este estrato con la citada estructura es de superposición, por lo que, lógicamente, el muro fue cubierto por el nivel y era anterior. Los fragmentos cerámicos incluidos en este estrato forman un conjunto muy similar a otros lotes ya analizados: cazuelas (fig. 17: 5-9 y 16), soportes de carrete (fig. 17: 10, 12 y 13), vasos globulares de boca exvasada (fig. 17: 4) y vasos cerrados de gran capacidad (fig. 17: 1). El único tipo de decoración, presente solamente en las cazuelas, es la

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bruñida con motivo de retícula simple o combinada con zonas de bruñido completo (fig. 17: 5 y 6); y las formas de suspensión registradas son perforaciones (fig. 17: 16) y mamelones (fig. 17: 11). El único contexto que parece ajeno a la remoción y a la intrusión de materiales posteriores, salvo quizás el hallazgo de un fragmento de fondo de cerámica gris, fue sellado por construcciones modernas. La muestra de material cerámico es muy amplia y está representada por el repertorio característico del Bronce Final-Hierro I: cuencos semiesféricos de borde redondeado (fig. 18: 9 y 16), copas y cazuelas de varios tamaños y perfiles, desde las copitas con un diámetro no superior a los 15 cm hasta grandes cazuelas o fuentes con diámetro superior a los 60 cm (fig. 18: 1-8 y 10-15), soportes de carrete (fig. 19: 2, 5 y 6), ollas de boca exvasada (fig. 19: 4, 7-10, 11, 1317), vasos de cuello acampanado (fig. 19: 8 y 12), ollas de cuello recto y exvasado (fig. 20: 1-3), recipientes de cuello cilíndrico (fig. 20: 4) y vaso de perfil bitroncocónico (fig. 20: 8). Entre las decoraciones destacan algunas muestras de retícula bruñida (fig. 20: 20-23), pequeñas impresiones semicirculares realizadas con una matriz (fig. 20: 27) y la combinación mediante un trazado geométrico de forma dentada de tratamiento superficial alisado y espatulado con superficie rugosa (fig. 20: 26). Las bases son siempre planas o rehundidas en la base (fig. 20: 12 y 17-19), y las formas de suspensión se limitan, como en casos anteriores, a las perforaciones en las cazuelas (fig. 18: 1 y 7) y los mamelones (fig. 20: 25 y 28).

SECTOR IX Todo este sector estaba muy alterado por la construcción de la muralla islámica y, más concretamente, de un bastión. En la línea divisoria entre los sectores VIII y IX se documentó la tercera estructura protohistórica. Se trata de un gran muro rectilíneo que recorre gran parte del sector hasta una longitud de más de 2,50 m perdiéndose en ambos perfiles. Solo conserva la cara interna, a la que se adosa una estructura circular para sostener algún tipo de gran recipiente cerámico, y parte del relleno interno, ya que el resto fue arrasado por la construcción de la Cuesta de los Cipreses. En cuanto a los materiales cerámicos, estos vuelven a aparecer con profusión pero no todos con la garantía de su deposición original. Por ejemplo, entre las piedras del relleno de la citada estructura, en un contexto muy alterado, se registraron algunos fragmentos

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Figura 14. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector VIIIIX, muro protohistórico (elaboración propia).

Figura 15. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector VIIIIX, muro protohistórico (fotografía: J. I. Ruiz Cecilia).

cerámicos, entre ellos un cuenco (fig. 21: 10), un recipiente de perfil bitroncocónico (fig. 21: 3), un recipiente globular de borde entrante (fig. 21: 1) y un vaso de cuello acampanado (fig. 21: 9). Otro conjunto de materiales que pertenece a una deposición secundaria se documentó en un pequeño sondeo delante del bastión medieval, sobre la roca madre y junto a la acera contemporánea, pero mezclado con cerámica mudéjar. El único conjunto con garantías de deposición primaria está en relación con el último estrato que cubría el muro. El repertorio cerámico de este contexto es igualmente uniforme en su composición, pues todas las cerámicas están fabricadas a mano: cazuela y cuencos (fig. 21: 2, 6, 11 y 12), soportes de carrete (fig. 21: 5 y 13), vaso de perfil bitroncocónico (fig. 21: 8), orzas (fig. 21: 4), ollas y grandes recipientes de cuerpo

globular y boca exvasada. Solo se halló un fragmento de cerámica hecha a mano en lo que podría constituir la cimentación del muro, un borde de recipiente de boca con tendencia al exvasamiento y cuerpo probablemente de perfil globular (fig. 21: 7). Por último, en los sectores X y XI no se registraron datos del período que nos interesa. En el Sector X solo se halló un gran bloque de mortero de cal, arena, tierra y cerámica cuya cronología parece ser anterior al siglo XVI, y en el sector XI no se registraron estructuras ni estratos antiguos hasta la cota prevista por la dirección técnica. No obstante, en una campaña de mejora de las infraestructuras de la cuesta de los Cipreses realizada en 2013 se volvieron a registrar materiales del Bronce Final y del Hierro I, algunos de ellos con decoración pintada figurativa.

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Figura 16. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector VIII: fragmentos cerámicos de los niveles superficiales (elaboración propia).

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Figura 17. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector VIII: material asociado al muro protohistórico (elaboración propia).

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Figura 18. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector VIII: material asociado al muro protohistórico (elaboración propia).

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3. CALLE CALDENEGROS (2000-2001) Poco después de finalizada la intervención en la Cuesta de los Cipreses, uno de los firmantes tuvo la oportunidad de dirigir los trabajos arqueológicos previstos en la calle Caldenegros, situada pendiente abajo de la Cuesta de los Cipreses, a no mucha distancia de la anterior intervención. Las circunstancias que motivaron la actividad arqueológica eran similares: el rebaje de una parte de la pendiente para la construcción de aparcamientos y de un muro de contención (Ruiz Cecilia 2004). El espacio afectado por la limpieza era una franja del talud paralela a la acera, de 6,5 m de anchura y de una longitud pareja a la de la calle. La intervención se debía articular en tres fases: primeramente, la limpieza superficial del terreno e inicio del seguimiento por medios mecánicos, seguida la apertura de un sondeo manual y, en tercer lugar, el seguimiento del vaciado de la zanja de cimentación del muro de contención. Como consecuencia de la primera actuación, se documentaron numerosas estructuras murarias y, entre otros restos, una cantidad notable de cerámicas hechas a mano presumiblemente estratificadas y similares a las registradas en la Cuesta de los Cipreses. En consecuencia, se proyectó abrir cuatro sondeos de 5 x 5 m con medios manuales distribuidos a lo largo de la calle, con el objetivo de obtener una primera valoración del potencial arqueológico del sector y establecer las futuras estrategias de actuación en el resto del terreno afectado, a la vez que se pretendía verificar la naturaleza de los vestigios. El primero de los sondeos proyectados, después de la primera jornada y tras la visita efectuada por la dirección técnica de la obra, vio reducidas su forma y dimensiones, a la vez que se modificaba el proyecto original del aparcamiento al reducirse la anchura de la franja afectada por los movimientos de tierra. De esta forma, se replanteó el corte con un rectángulo de 6 x 3 m. Lógicamente estaba prevista la excavación en profundidad hasta alcanzar el sustrato rocoso previamente detectado en los rebajes hechos con medios mecánicos y a una cota similar a la de la acera. Tampoco esta previsión fue cumplida porque tras unos días de excavación la dirección técnica de la obra decidió suspender provisionalmente los trabajos arqueológicos ya que la documentación de restos estratificados hacia inviable el proyecto original. Finalmente se decidió paralizar definitivamente la excavación, no efectuar más movimientos de tierras y transformar el proyecto, adaptando los aparcamientos a los rebajes ya realizados.

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La tercera fase de la actuación correspondió al vaciado de la zanja de cimentación del muro de contención que delimitaba la pendiente desde las cotas más altas de la calle hacia las más bajas, esto es, en sentido este-oeste. Se dividió el recorrido en tramos de 17 m, en un total de 9, excepto el último, que midió 26,2 m. La anchura de la zanja era de unos 60 cm y la profundidad oscilaba entre los 40-50 cm. Se excavó con medios manuales y se pretendió obtener datos sobre el potencial arqueológico del sector, siendo conscientes de las limitaciones que las reducidas dimensiones de la zanja imponían y de las alteraciones estratigráficas que la construcción de la calle, como ocurría en la Cuesta de los Cipreses, debía haber ocasionado. La apertura de la zanja evidenció, como ya lo había hecho la limpieza del talud, el gran potencial arqueológico del sector al sacar a la luz numerosas estructuras y contextos de distintas épocas. No vamos a describir cada una de las construcciones documentadas pues no interesan al cometido propuesto, pero sí podemos dejar por sentado que, por la edilicia de las estructuras y el material relacionado con ellas, la evolución urbanística del sector no debió diferir de la de pendiente arriba. Consecuentemente se han registrado muros de época islámica de los siglos XII y XIII y modernos. No obstante, una de las estructuras murarias detectadas en el talud estaba realizada con una hilada de piedras de pequeño tamaño trabadas con arcilla, con una orientación norestesuroeste, y a ella se asociaban materiales cerámicos realizados exclusivamente a mano de característicos del Bronce Final-Hierro I. La superficie afectada por el sondeo fue de 16,5 m2 (la mediadas exactas del corte fueron de 5,90 por 2,80 m), y la profundidad solo llegó aproximadamente a la mitad de lo previsto. Se trata de otra oportunidad desperdiciada para la documentación de la que sería la primera secuencia estratigráfica completa de este sector del yacimiento. No obstante, la estratigrafía, aunque incompleta, aporta datos interesantes sobre la extensión del poblado, sus áreas funcionales y los artefactos registrados en sus contextos, muy similares en sus fases a la de la Cuesta de los Cipreses; la más antigua se puede datar en el Bronce Final o inicios del Hierro I: restos de pavimento de tierra y los estratos preparatorios de este, así como un pequeño muro hecho con piedras de mediano y pequeño tamaño del que se habían conservado dos hiladas y una longitud aproximada de 80 cm, medida insuficiente para asegurar si el muro era rectilíneo o de tendencia circular. También se datan en este momento una «estructura» constituida por piedras ennegrecidas por la acción del

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fuego, así como dos estratos de diversa composición y hasta siete unidades deposicionales en las que el material cerámico se clasifica tipológicamente entre las producciones características del Bronce Final del Suroeste, al que acompañan diversos útiles líticos y restos óseos de animales. En 2008 el Ayuntamiento de Osuna retomó el interés por este solar, planteándose la realización de tres sondeos con el fin de determinar el volumen de escombros que existía en la parcela, utilizada durante años como escombrera, y de definir la presencia, entidad, calidad y posibilidades de recuperación de restos histórico-arqueológicos, con el fin de recuperar la parcela como zona verde. Concretamente el Sondeo 3 se planteó en el extremo superior de la zona de actuación, es decir, al norte de la parcela, buscando la parte más cercana a la cuesta de los Cipreses y del bastión medieval que había sido localizado en la campaña de 1998-1999. La acumulación de vertidos en esta zona era escasa, sin llegar a los 60 cm de potencia. Seguidamente se documentaron depósitos de tierra arcillosa, unos de color marrón oscuro y otros grisáceos con abundantes restos de carbón que contenían, aunque no en gran cantidad, fragmentos cerámicos del Bronce Final-Hierro I. Ante la ausencia de evidencias de la fortificación medieval, a la profundidad de un metro y medio, se abandonó el sondeo (Queipo de Llano 2009: 20-21). Entre diciembre de 2009 y mayo de 2010 se realizó una nueva campaña. Aunque en principio se proyectaron cinco sondeos de dimensiones variables en cada uno de los sectores en los que se había dividido el solar, al final, debido a las adversas condiciones climatológicas, tan solo se sondearon los denominados Sectores 5 y 3 y, parcialmente, el 1. El sondeo del Sector 5 se programó específicamente para documentar posibles indicios de ocupación durante el Bronce Final, pero la secuencia estratigráfica se agotó y los restos más antiguos eran de época almohade. En cambio, en el Sector 3, en el llamado Corte 3B, sí se documentaron bajo el muro de una vivienda islámica, cerámicas del Bronce Final en un relleno arenoso, de textura suelta y color rojo intenso con restos de cenizas y carbones. Eliminados los rellenos de cenizas y tierra quemada, se registró una estructura realizada en adobe que engloba dos hornos de uso doméstico, de forma ovalada y unas dimensiones de 60 x 40 cm y, asociados al conjunto, se registraron los restos de un murete de piedras que parece conformar un elemento de cierre y protección de los hornos. Junto a las estructuras fornáceas se encontraron también dos fosas siliformes, la mayor de ellas de 1,80 m de diá-

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metro y 1,30 m de profundidad con suelo e interior protegidos por una capa de barro blanco. El edificio islámico los respetó y fueron rellenados en parte a modo de zapata para la construcción de uno de sus muros, rellenándose con tierra y abandonándose posteriormente (Queipo de Llano 2011: 62-65).

4. FARFANA ALTA (2002-2003) La intervención en Farfana Alta fue programada como actuación previa a la construcción de cuarenta viviendas VPO promocionadas por el Ayuntamiento de Osuna (Ruiz Cecilia 2005b). Teniendo presentes las anteriores intervenciones en la Cuesta de los Cipreses y en Caldenegros, se planteó como objetivo principal documentar la secuencia estratigráfica para comprobar la consecución de las tres grandes fases constructivas y de habitación (protohistórica, medieval y moderna). A pesar de estos antecedentes y de los objetivos propuestos, las directrices marcadas por los técnicos de la Delegación Provincial de Cultura aconsejaron aplicar una «metodología mixta» consistente en abrir varios sondeos con medios mecánicos bajo la supervisión de un técnico arqueólogo; posteriormente se procedería al perfilado manual de los sondeos, a la identificación de las unidades estratigráficas y a la recogida de material para la datación relativa de estos. Es la tercera oportunidad perdida para registrar con todas las garantías científicas la secuencia estratigráfica y los contextos arqueológicos en este sector. Se programaron seis sondeos mecánicos que describiremos seguidamente. Cata 1. En la zona más alta de la pendiente, la cata 1 tenía una superficie de 3,89 m2, y presentaba una secuencia estratigráfica muy corta porque sobre el sustrato rocoso de biocalcarenitas del Terciario se superponía un estrato de vertidos de basuras y escombros recientes. Cata 2. Se proyectó en el sector donde la pendiente era más acusada, en el noroeste de la parcela. Su superficie era de 6,18 m2, y la secuencia que registraba tenía, a diferencia de la cata anterior, una fase del Bronce Final captada en un estrato de tierra de color marrón grisáceo depositado directamente sobre el sustrato rocoso (fig. 22: 203/1 a 203/7). Lo cubría otro estrato de tierra de textura arenoso-arcillosa y coloración similar que contenía algunos materiales constructivos (tejas, ladrillos) y fragmentos de cerámica vidriada de época moderna. El último nivel era el superficial, de color marrón oscuro, casi negro, con basuras, de formación reciente.

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Cata 3. Este sondeo, situado al noreste de la parcela, es el que ha ofrecido una mayor potencia estratigráfica, superior a los 2 m de profundidad. La superficie de la cata fue de 4,49 m2 y la secuencia registrada presenta cinco fases bien definidas: a) la inferior, o sustrato rocoso del Terciario común al resto de las catas, que presenta un importante desnivel a modo de escalón en dirección este-oeste; b) la segunda fase la forman estratos antropizados datados en Bronce Final, concretamente dos, uno formado por sedimento de color rojizo o anaranjado de textura arenosa y suelta, quizás formado por la degradación del sustrato rocoso, con algunos fragmentos de cerámica hecha a mano. El estrato que los cubre está formado por sedimento de color marrón grisáceo con piedras biocalcarenitas de pequeño tamaño y fragmentos de cerámicas fabricadas exclusivamente a mano (fig. 22: 307/1-307/4); c) se puede distinguir una tercera fase representada en un estrato de coloración marrón y textura arenosa con algunos fragmentos de material constructivo (tejas) y piedras biocalcarenitas de pequeño tamaño. La escasez y poca representatividad de la cerámica recuperada impiden precisar la cronología de este paquete sedimentario, pero es seguro que constituye la anulación de fase anterior y su recrecido por los niveles de uso en época moderna, de ahí que junto a fragmentos cerámicos de época protohistórica se hallen tejas y otros restos de época moderna; d) la cuarta fase se corresponde con los vestigios de una vivienda de la barriada de Ntra. Sra. Del Refugio; y e) sobre este estrato contemporáneo se dispone otro superficial, muy heterogéneo y suelto, de color marrón, con un contenido de piedras y basuras. Cata 4. Se proyectó en el centro de la parcela cerca de la cata 1, en un lugar de escasa pendiente. La secuencia estratigráfica presenta las mismas fases que la cata anterior: la roca sobre la que se asentaron los primeros pobladores de este sector encima de la cual se dispone el nivel de uso. En esta segunda fase se han podido distinguir varias unidades estratigráficas, entre ellas dos unidades interfaciales que cortan el sustrato rocoso y un pavimento sobre la roca, de unos 8 cm de potencia, compuesto por dos finas capas, la inferior de color marrón y la superior de greda blanquecina. El contenido de la fosa es un estrato de relleno en el que se entremezclan mampuestos de biocalcarenita con manchas de greda blanca en un sedimento de color marrón grisáceo y textura arenosa. El material registrado en todas estas unidades, aunque escaso, se encuadra en el Bronce Final (fig. 23). Dos paquetes sedimentarios constituyen la tercera fase de anulación del expediente anterior y recrecido de los niveles de

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uso; por su contenido, debió formarse durante un tiempo prolongado, pues junto a cerámica protohistórica se han registrado fragmentos cerámicos de época islámica (siglos XII y XIII) que son los que datan el estrato. La fase siguiente es de época contemporánea y se corresponde con los cimientos de las viviendas de la barriada de Ntra. Sra. del Refugio, ya detectadas en la cata 3. El estrato superficial es de formación reciente. Cata 5. Ubicada en el límite suroeste de la parcela, en uno de los lugares donde la pendiente es más acusada y cercana a la Cuesta de los Cipreses. La superficie de la cata fue de 5,17 m2 y registró una potencia estratigráfica notable, de 1,88 m. Sobre el suelo rocoso descansa el estrato antropizado con sedimento de coloración marrón grisáceo y textura arenosa, entre el que se recogió material cerámico del Bronce Final (fig. 23: 512/1). La tercera fase se corresponde con la anulación de la fase anterior y la componen varias unidades estratigráficas de diversa composición con materiales encuadrables cronológicamente en los siglos XV a XVII. La fase contemporánea está constituida por unidades de recrecido con dinámica de ladera compuestas por sedimentos, piedras, tejas y basuras, y por la zanja de una tubería metálica. Cata 6. Se proyectó en el sector sureste de la parcela, en la cercanía de la Cuesta de los Cipreses y de las viviendas de la Farfana, en un lugar de escasa pendiente. La superficie ocupada por el sondeo fue de 4,55 m2 y la potencia media de 1,40 m. La secuencia estratigráfica no registró la fase protohistórica, ya que el sustrato rocoso en pendiente estaba cubierto por unidades estratigráficas, entre ellas dos muros, de cronología medieval islámica. Sobre éstas se depositó a un estrato de derrumbe, también islámico, cubierto a su vez por el estrato superficial contemporáneo. Es posible que la construcción del edificio medieval destruyera los estratos del Bronce Final, ya que en los contextos medievales se han registrado fragmentos de cerámica hecha a mano, un molino barquiforme, un resto de útil lítico y un fragmento de cerámica fabricada a torno de época turdetana. La segunda fase de la intervención arqueológica, desarrollada entre junio y octubre de 2003, consistió en el control arqueológico de las obras de cimentación de las viviendas. Se documentaron unidades negativas en el sustrato rocoso a modo de estructuras siliformes de pequeñas dimensiones, salvo dos de ellas, que eran contiguas. En éstas abundaban las producciones cerámicas fechables en el Bronce Final-Hierro I, aunque la presencia de algunos frag-

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mentos cerámicos de los siglos XII-XIII obliga a datar el relleno en época almohade (Ruiz Cecilia et al. 2006: 421). También fueron documentados algunos

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acondicionamientos topográficos sobre el propio sustrato rocoso cuyas técnicas de pavimentación, así como la presencia exclusiva de materiales fechados

Figura 19. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector VIII: material asociado al muro protohistórico (elaboración propia).

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en el Bronce Final-Hierro I (fig. 23: C6/1-2), podrían hacer pensar en una ocupación del lugar en este momento. Sin embargo, esto no puede asegurar-

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se del todo, pues en otros puntos aparecen también junto a materiales más recientes de cronología tardoislámica (siglos XII-XIII).

Figura 20. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector VIII: material asociado al muro protohistórico (elaboración propia).

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Figura 21. Cuesta de los Cipreses (1998-1999). Sector IX: material asociado al muro protohistórico y a sus niveles de relleno (elaboración propia).

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Figura 22. Farfana Alta (2002). Cata 2 y 3: material correspondiente a los primeros niveles de ocupación (elaboración propia).

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Figura 23. Farfana Alta (2002). Cata 4, 5 y 6: material correspondiente a los primeros niveles de ocupación y a estratos posteriores (elaboración propia)

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5. OTROS HALLAZGOS En la parte más elevada del Cerro de los Paredones, en los últimos meses de 1998 se abrió una zanja sin ningún tipo de control arqueológico que atravesaba toda la explanada de la Colegiata en paralelo a la vía que separa este edificio de la plataforma sobre la que se eleva la Universidad. La zanja y la terrera ocasionada estuvieron varios días abiertas y uno de nosotros (J.I.R.C.) halló algunos fragmentos cerámicos hechos a mano destacando, entre otros, un borde de una cazuela carenada encuadrable en el tipo A.II.b de Ruiz Mata (1995: 273, figs. 3 y 17) con decoración de retícula y bandas bruñidas. En este mismo espacio, concretamente en la plataforma del edificio de la Escuela Universitaria de Osuna, un cambio de pavimentación puso al descubierto nuevos contextos del Bronce Final-Hierro I, en particular tres estratos, el primero de los cuales, de alta compactación y textura arcillosa, contenía mampuestos de formato medio-grande y nódulos de carbón, así como un molino barquiforme fragmentado. Otro depósito se localizaba hacia el sureste del anterior, era de color marrón muy oscuro, de compactación más suelta y contenía también mampuestos de formato mediano-grande del mismo tipo que en el caso antes descrito. Estos contextos no pudieron ser excavados puesto que cuando se comenzó la actuación arqueológica ya se había producido el rebaje de las máquinas retroexcavadoras en este sector, y por tanto solo se pudo limpiar el terreno y documentar el material en superficie. No obstante futuras actuaciones arqueológicas presumiblemente podrán registrar bien este horizonte porque la pavimentación ha sellado una superficie de al menos 6 x 5 m, con independencia de que existan en su entorno más inmediato otras zonas sin alterar (Ruiz Cecilia 2005a). De hecho, también se han hallado cerámicas correspondientes a esta cronología en otros puntos de la plataforma de la Universidad en la que se efectuaron movimientos de tierras, concretamente en la fachada sur y en el rebaje para una poceta de desagüe que no se terminó de construir, pero donde se hallaron fragmentos cerámicos de época turdetana. Hallazgos cerámicos que pueden adscribirse a este momento también se encontraron durante los trabajos arqueológicos de prospección y sondeos realizados en 1990 en el cerro de La Quinta, algunos sin estar relacionados con estructura alguna o bien amortizando unas fosas excavadas en la roca junto a materiales de épocas posteriores –nunca anteriores al cambio de era– (Vargas y Romo 1992). Sin embargo,

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una de las construcciones situadas al sur del promontorio podría datarse en época protohistórica porque el relleno de la misma parece semejante al del Cerro de los Paredones (Pachón 2002: 69). Con el paso de los años, las acciones humana y erosiva han «desnudado» más esta estructura mostrando una factura que en su base tendría un zócalo de piedras con revoco o enlucido de barro y adobes, que cuadraría más con una sencilla construcción doméstica que como un elemento defensivo (Pachón 2009: 24). Además, de raigambre fenicia son dos fragmentos cerámicos encontrados en la ladera meridional de esta elevación encontrados superficialmente y depositados en el Museo Arqueológico de Osuna. Corresponden a parte del cuerpo y un pie de un cuenco de trípode y al borde de un ánfora de hombro marcado (Pachón et al. 1999: LXIX, fig. 6). Otros datos a tener en cuenta son los registrados en las excavaciones de 1985 en el camino de la Farfana (Alonso y Ventura 1987). En estos trabajos se recuperaron sobre la roca, en el estrato basal, cerámicas del Bronce Final-Hierro I, pero no se dio ninguna importancia porque lo único publicado atendió al análisis de las estructuras constructivas, considerándose que se trataba de un relleno de época ibérica sobre el que se superponía el horizonte romano (Pachón 2002: 66). Por otro lado, un silo localizado en esta misma excavación poseía en su interior cerámicas del Bronce Final-Hierro I, lo que permite albergar la esperanza de que el mismo se excavase en esa época o que incluso fuese más antiguo, habiéndose amortizado en el Bronce Final o inicios del Hierro I (Pachón 2007: 27). También en las excavaciones practicadas en 1992 en la Farfana Alta aparecieron fragmentos de cerámicas hechas a mano con tratamiento bruñido en casi todos los niveles, aunque estaban mezcladas con materiales más recientes (Vargas Jiménez 1995: 758). Más cercana en el tiempo es la actuación arqueológica en el solar de la calle Tesoreros 6 y Santa Clara 3, realizada en dos fases, una primera en 2000, en la que se realizó una valoración arqueológica del solar mediante el perfilado de varias catas realizadas por medios mecánicos, y una posterior intervención en 2002, en la que se realizó el control de los movimientos de tierra para la construcción de un aparcamiento subterráneo. Dentro de la primera actuación, concretamente en la denominada Cata 1, se registró una fase de ocupación protohistórica –no se pudo precisar más la cronología de los materiales– determinada por un paquete natural de gredas verdosas con vetas blancas cortado rectangularmente por acción antrópica, pudiendo tratarse de un fondo de

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cabaña (Fernández Flores 2000: 13-14 y 26). En la segunda fase de la actuación arqueológica no se llegó a intervenir en este mismo lugar y por tanto no pudo contrastarse este punto, pero en un pozo de cimentación de la obra se llegó a documentar los restos de una posible construcción que, debido a las reducidas dimensiones del propio pozo, imposibilitaba su interpretación. En otros paquetes estratigráficos también se registró la presencia algún fragmento de cerámica hecha a mano bruñida y escobillada y restos de sílex tallado (Pérez Sánchez 2002: 18 y 115; Pérez Sánchez et al. 2005: 544), al igual que en la tercera y última fase de excavaciones en el solar, aunque siempre se registró con cerámica islámica (López et al. 2010: 3031-3032). Cerámica hecha a mano alisada o bruñida y productos de industria lítica fueron hallados también en plaza de Santa Rita 6 y 7, en la intervención realizada en 2002, en unidades relacionadas con la dinámica de ladera. La presencia exclusiva de fosas y rellenos fue interpretado como el desarrollo de actividades marginales sin que hubiera un asentamiento con estructuras habitacionales (Florindo 2002: 119 y 183; 2004: 939; 2007: 142), lo que no debe resultar extraño es una ladera cuyo punto más alto es la calle Caldenegros. Por otra parte, en la calle Capitán 1 se documentaron unas estructuras siliformes que fueron adscritas por sus excavadores a un momento protohistórico sobre la base del material cerámico recuperado de su interior y de la amortización de los mismos. En la memoria preliminar, se dice que el material cerámico estaba compuesto por bordes y amorfos de vasos globulares con borde apuntado junto a un fragmento con decoración incisa (Kalas Porras 2008: 47 y 50). Por último, en los almacenes del Museo de Osuna se custodia el depósito de materiales arqueológicos del Ayuntamiento de Osuna, reordenados por uno de nosotros (J.I.R.C.) en 2001. De entre el material inventariado, para el tema que nos interesa, hay dos grupos de cajas con las referencias OS-89 ALCAIDÍAS (cajas número 54, 58 y 95) y OS-90 DEPÓSITOS DEL AGUA (cajas número 7, 43 y 53), si bien no hay ningún tipo de documentación oficial relacionada con ellas, ni informe o memoria de resultados, aunque los materiales estaban conservados, limpios, siglados y ordenados por cortes y niveles estratigráficos. Se da la circunstancia de que los puntos indicados por esas referencias corresponden a lugares libres de construcciones actuales, que no han sido excavados en las últimas décadas, de manera que, realizadas las oportunas consultas,

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se pudo saber que dichas excavaciones se realizaron en el marco de un programa para jóvenes desempleados promovido por el Ayuntamiento. El lugar en el que se programó la campaña de 1990 no ofrece dudas porque se realizó en la finca municipal de los depósitos del agua. Se trata de una parcela que al oeste linda con el sector del camino de la Farfana, donde en los años 1985 y 1987 se habían practicado sendas campañas. En cuanto a la de 1989, el paraje de las Alcaidías se corresponde con los terrenos fuera de la antigua alcazaba, es decir, al este de Los Paredones. Estas tierras históricamente habían pertenecido a la Casa Ducal de Osuna, cuyas rentas aprovechaban los alcaides de la fortaleza (Ledesma 2003: 92), y en la actualidad se conocen como Huerta de Luis u Olivar de Vaquito. Sin otra información que el material custodiado en las bolsas, creemos de interés hacer unas referencias sucintas a los sondeos realizados y a los materiales registrados (se pueden consultar las láminas en Ruiz Cecilia 2015: 985-950) con la idea de realizar una aproximación a la secuencia estratigráfica del sector. Así, en Alcaidías 1989, la estratigrafía presentaba un nivel inferior con materiales cerámicos escasos, datables en el Bronce Final-Hierro I, cubierto por otro con cerámicas de época turdetana, aunque éstas se registran también en la mayoría de niveles junto a materiales romanos, básicamente del siglo I d.C. En cuanto al registro de época romana, la mayor parte se circunscribe al período entre el siglo I a.C. y el I d.C., si bien porcentualmente una proporción mayor se data en época julio-claudia. Por otro lado, también se contabilizan cerámicas del Bronce Final-Hierro I mezclados con otros materiales que proceden de la limpieza de perfiles; es el caso del Corte 6 (A), con cerámicas del siglo I d.C., pero también bruñidas del Bronce Final-Hierro I, entre ellas un fragmento de base con restos de almagra al interior y un borde que podría pertenecer a una forma A.I.f de Ruiz Mata (1995). En la excavación de Depósitos del Agua 1990 los materiales cerámicos más antiguos registrados pertenecen también al Bronce Final-Hierro I, aunque no se encuentran en los niveles teóricamente inferiores. De este horizonte, se documentan producciones cerámicas a mano y a torno, algunas con decoración figurativa, sin embargo el repertorio más amplio es con diferencia el de época turdetana, con cerámicas púnicas, como ánforas del tipo T-8 de Ramon (1995: 221) o un mortero GDR 3.1.1 (Sáez 2005: 152). El material romano difiere del de Alcaidías, proporcionalmente más escaso y circunscrito un período que abarca desde el siglo II a.C. hasta el II d.C.

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En las bolsas sigladas con Corte 2 - Nivel VI todos los fragmentos corresponden a materiales del Bronce Final-Hierro I y de época turdetana. Entre las primeras, hay galbos con tratamiento superficial bruñido y dos fragmentos de grandes recipientes de almacenamiento de borde exvasado. El primero de ellos se corresponde, probablemente, con un tipo de grandes cazuelas carenadas, con la zona inferior a la carena con la superficie rugosa para facilitar su manejo, que se clasificaría en el tipo G.I.b.2 de Ruiz Mata (1995), aunque con el borde más desarrollado. El segundo de los fragmentos solo conserva parte del borde y puede corresponder a las formas más grandes y cerradas de almacenamiento tipo G.I.c. (Ruiz Mata 1995). El Nivel VII del mismo corte tiene una composición heterogénea, desde cerámicas del Bronce FinalHierro I, producciones romanas, modernas y, sobre todo, turdetanas. Entre los primeros, merece la pena destacar dos fragmentos, un galbo que pertenece a una forma cerrada de superficies alisadas al exterior y con una decoración ondulada incisa que se podría encuadrar en el tipo A.I.f de Ruiz Mata (1995) y tipo B5 de Murillo (1994). Como peculiaridad hay que señalar que su decoración incisa es muy poco común en estas formas y más propia de otros recipientes de almacenamiento. El otro fragmento es un pequeño galbo hecho a torno con decoración pintada alternando franjas de color rojo y negro, separadas por una línea de color blanco, que podría clasificarse como perteneciente a una urna tipo «Cruz del Negro» o recipientes de almacenamiento similares. En el nivel VII (mitad este) también se han documentado cerámicas del Bronce Final-Hierro I, entre ellos un borde de plato o cazuela carenada a mano con la superficie bruñida del tipo A.I.a por Ruiz Mata (1995) o B1 por Murillo (1994) y un galbo de pithos decorado en el exterior con motivos figurativos, dos capullos de flores de loto entre bandas de color castaño, un motivo decorativo muy característico del Hierro I (siglo VII a.C.) en el valle del Guadalquivir, la sucesión de flores de loto abiertas y cerradas. Como ocurre en todos los cortes y niveles de Depósitos del Agua 1990, la composición del resto de las bolsas es muy heterogénea; así en el Corte 3, nivel II, se registró un borde de cerámica hecha a mano del Bronce Final-Hierro I de la forma A.I.I de Ruiz Mata (1995), mientras que el resto del material es turdetano, romano y moderno; en el Nivel III de mismo corte se documenta material cerámico de gran disparidad cronológica: desde los datados en el Bronce Final-Hierro I hasta las producciones roma-

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nas. Entre las primeras, se conserva un borde de cerámica hecha a mano de la forma A.II de Ruiz Mata (1995). No obstante, el nivel V solo aportó cerámica turdetana y fragmentos cerámicos a mano bruñidos y a torno del período anterior, entre ellos un borde de la forma A.I.I (Ruiz Mata 1995), un tipo de fuente baja de gran tamaño encuadrable en el tipo I de la misma tipología, y un plato de cerámica gris a torno. También en el Nivel VIII, con cerámicas romanas y turdetanas, se hallaron ollas de cocina hechas a mano, fragmentos de cerámica de engobe rojo y varios amorfos y bordes de recipientes a mano del Bronce Final-Hierro I, al igual que en el Nivel XIV, en el que la mayoría del material cerámica se data en época turdetana aunque también se registra un fragmento de cuenco bruñido del período anterior. En el Corte 4 se vuelve a repetir el mismo fenómeno, que se puede explicar por un registro deficiente en la excavación o por tratarse de estratos revueltos de antiguo. Así en el Nivel II se contabiliza material cerámico de un amplio espectro cronológico, desde el Hierro I hasta época moderna. Del período más antiguo cabe destacar un galbo de cerámica a torno, probablemente de un pithos, con decoración figurativa, quizás el remate de un elemento vegetal, flor de loto o palmeta, o bien, el ala de algún animal fantástico (esfinge o grifo), ambos temas muy recurrentes en la iconografía orientalizante. En el Nivel IV, junto al material turdetano y romano, también se registró algún fragmento cerámico hecho a mano con tratamiento bruñido, situación que se repite en el Nivel VII: amorfos y bordes de cerámica a mano reductora bruñida del Bronce Final-Hierro I, entre ellos uno de la forma G.I.b.3 de Ruiz Mata (1995) y un pequeño pie perteneciente a las formas conocidas como «coladores» por las perforaciones que presentan. Por último, en el Corte 5, Niveles I y II, las cerámicas son mayoritariamente medievales y modernas, pero también se contabilizan formas bruñidas del Bronce Final-Hierro I. En síntesis, a pesar de que no parece que haya una estratigrafía con deposiciones primarias sino una mezcla de diversas épocas, se puede concluir que tanto en Alcaidías como en Depósito del Agua las primeras evidencias de habitación se produciría durante el Bronce Final-Hierro I, aunque las cerámicas correspondientes a esta época siempre son residuales, halladas en contextos de cronologías posteriores. Más interesante es la constatación de que en este sector del yacimiento hubo una continuidad a lo largo del Hierro I, pues se registran cerámicas torneadas, como las figurativas, características del siglo

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y de la primera mitad del VI a.C., y también durante época turdetana sin solución de continuidad hasta el período romano.

VII

6. LA SECUENCIA ESTRATIGRÁFICA DEL CERRO DE LOS PAREDONES La dinámica de ocupación del cerro dificulta enormemente una lectura estratigráfica e invita a proponer una reconstrucción casi teórica deducida por elementos más o menos relacionados entre ellos que pueden dar una idea de las fases de habitación y abandono del sector. En la descripción de cada sector y de cada actuación hemos podido comprobar cómo la ocupación humana del área ha repercutido negativamente en la conservación de los contextos arqueológicos en su posición original, de manera que la mayoría de ellos son deposiciones secundarias o incluso con una génesis estratigráfica más compleja. Por estos motivos proponemos una secuencia ordenada por grandes fases constructivas, especificando cuáles son aquellas estructuras y estratos sin alteraciones. Esto no quiere decir que rechacemos el resto de los contextos simplemente porque su formación no haya sido primaria, ya que pueden ofrecer directa o indirectamente datos de gran interés. Fase primera. En este sector del cerro las primeras estructuras construidas que han dejado restos son las dos cabañas de planta elíptica y el muro rectilíneo, cuya funcionalidad quizás pueda estar relacionada con la fortificación del poblado. Dada la separación espacial entre las cabañas y el muro, no podemos precisar si son coetáneos, anteriores o posteriores entre ellos, pero la similitud del repertorio cerámico relacionado con ellos y los paralelos con otros yacimientos arqueológicos del Bajo Guadalquivir, indican la pertenencia de todas estas estructuras a un mismo horizonte cultural, el Bronce Final y los inicios del Hierro. Las unidades estratigráficas que podemos considerar fiables para establecer una datación relativa de las cabañas y del muro tartésico son, por tanto, el estrato que rellena el fondo de cabaña 1 (fig. 4) y el que lo cubre (figs. 5 a 10), el estrato que rellena el fondo de cabaña 2 (fig. 15), y, con reservas, los estratos depositados al interior del muro (figs. 18 a 24 y 31 a 33). Se deduce que en estos momentos el cerro estaría habitado, posiblemente fortificado y edificado con cabañas de planta elíptica según un patrón de asentamiento inorgánico y disperso bien documentado en otras áreas del sur peninsular como el Suroeste (Peñalosa, San Bartolomé de Almonte, Jardín de Alá), el Guadalquivir Medio (Vega

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de Santa Lucía) y el Sureste (Peñón de la Reina). No obstante, la habitación en este sector no continuó durante mucho tiempo ya que a principios del Hierro I, coincidiendo con la aparición de los primeros ejemplos de cerámicas torneadas, parece que se abandonó. No hubo una nueva fase constructiva, al menos en el sector sondeado, hasta época islámica. Los fragmentos cerámicos de recipientes fabricados a torno característicos del Hierro I son muy escasos, al igual que la cerámica del Hierro II, que siempre se registra en deposiciones secundarias. Únicamente cabe señalar la presencia, de momento testimonial, de fragmentos cerámicos de época turdetana en las actuaciones realizadas en las zonas más elevadas del cerro, en la plataforma de la universidad (Ruiz Cecilia 2005a: 551; Moreno de Soto y Ruiz Cecilia 2007: 52) y en la explanada de la Colegiata (Queipo de Llano 2008: 6). Así mismo, los restos romanos en esta área están ausentes por completo. Este fenómeno puede ser explicado por la evolución del poblado que, según nuestra hipótesis, alterna el abandono y la reocupación de determinadas áreas dentro del conjunto de cerros que forman la misma unidad orográfica, de tal manera que se puede decir sin inducir a error que, hasta su ubicación actual, Urso-Osuna ha experimentado numerosas mutaciones en la localización de su hábitat, probablemente desde el III milenio a.C. (Pachón y Pastor 1992: 413-439; Pachón 2002: 53-98; Ruiz Cecilia 2015), aunque con toda seguridad a partir del Bronce Final Urso existió como núcleo poblacional permanente. Fase segunda. Las construcciones islámicas de época taifa y almohade se asientan directamente sobre las estructuras protohistóricas. En el período taifa el sector fue utilizado como espacio de almacenamiento, como parece indicarlo la excavación en la roca de varios silos de gran tamaño, algunos con restos de revoco impermeabilizante, que indican la posibilidad de la provisión de líquidos, agua o aceite, o de grano. En el período almohade, está zona se vio afectada por la construcción de la muralla y la alcazaba en la zona de Los Paredones. Fase tercera. La antigua alcazaba almohade debió experimentar una remodelación en la transición entre los siglos XV y XVI para adecuarla a dependencias palaciegas, aunque su aspecto no debió diferir mucho de lo que era el recinto medieval. Ello debió afectar también a su entorno inmediato. La última actuación, que podría ser interpretada como fase destructiva, sería la construcción del camino asfaltado en la Cuesta de los Cipreses, que supuso la construcción de una «terraza» artificial para cimentar el camino y, con ella, la destrucción de los contextos arqueológicos.

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7. LAS ESTRUCTURAS CONSTRUCTIVAS: FUNCIONALIDAD Y PARALELOS Se ha definido como fondo de cabaña «toda estructura destinada al hábitat humano con una infraestructura excavada en el terreno y una superestructura en superficie construida con materiales por lo general perecederos» (Murillo 1994: 421), de ahí que las exhumadas en Osuna las hayamos considerado como tales, aunque este sea un término convencional que puede abarcar también otras funciones diferentes a las de habitación. En algunos casos no se puede hablar de fondos de cabaña propiamente dichos sino de basureros, silos, cocinas al aire libre, fosas rituales, etc. (Jiménez y Márquez 2006: passim; Escacena y García Fernández 2012: 766-768). En otros tantos las diferencias entre unas fosas y otras no se debe a la funcionalidad sino a las condiciones del terreno y a la posibilidad de contar con el material de construcción adecuado, como la piedra. En Osuna, dada la escasa resistencia de la roca biocalcarenita, se excavó la fosa en la roca y, en el caso de la cabaña 1, se añadió el zócalo de lajas. La documentación de «fondos de cabañas» del mismo contexto cultural y cronológico es relativamente abundante. Este tipo de estructuras es conocido en el sur de la Península Ibérica desde el III milenio a.C., desde las primeras fases del Calcolítico, y suelen compartir las mismas o parecidas características constructivas, como lo elemental de su concepción «arquitectónica»: planta elíptica o circular, obra de infraestructura mediante excavación en la roca o suelo natural y utilización de material perecedero para la superestructura. Las dimensiones varían pero no suelen exceder los 10 m de diámetro en el eje mayor. Por ejemplo, la dimensión media para las cabañas del Guadalquivir Medio se sitúa en torno a los 2-2’70 metros en el eje mayor (Murillo 1994: 422). En el Bronce Final y en el Hierro I del Suroeste los ejemplos más antiguos han sido datados a partir del siglo IX a.C., y los más recientes en el siglo VI a.C., sin que haya grandes modificaciones en sus concepciones estructural y espacial. Dos de los ejemplos mejor documentados, asimilables cronológicamente a las de Osuna, son los fondos de cabaña 8 y 12 de Vega de Santa Lucía (Palma del Río, Córdoba). El fondo 8 es de tamaño medio (6,5 x 3,6 m), tenía cuatro fases sucesivas de ocupación, con una potencia estratigráfica cercana a los 2 m, y presentaba las características comunes a este tipo de edificaciones: planta de forma elíptica y en una de sus fases se compartimentó me-

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diante un murete de unos 60 cm de altura. El fondo 12 era de menor tamaño (3,6 x 2,5 m), tenía el alzado de tapial y una ocupación más breve (40 cm de relleno). También en el Guadalquivir Medio se excavó un fondo de cabaña en El Ochavillo (Hornachuelos, Córdoba) datado en el Bronce Final. Como en casi todos los casos se detectó por una mancha de tierra oscura, con abundantes restos de materia orgánica, adobes y fragmentos de cerámicas fabricadas a mano. En este caso el fondo de cabaña solo formó un estrato de relleno de poca potencia (47 cm), que cubría la fosa de forma elíptica (Murillo 1990: 59-86; Murillo 1994: 63 ss.). Pequeños asentamientos con una o varias cabañas de este tipo se han detectado en prospecciones superficiales en toda la cuenca media del Guadalquivir, con una datación que oscila entre el Bronce Final y el Hierro I: Algallarín, Arroyo de Pedroche, El Higuerón, Torres Cabrera, Cerros de los Pesebres, etc. (Murillo 1994: 422). En esta misma área geográfica también se han registrado fondos de cabaña en dos yacimientos de primer orden, como Colina de los Quemados (Córdoba) y Llanete de los Moros (Montoro, Córdoba). En el primero, los estratos 15 y 15x estaban constituidos por sendos pavimentos de arcilla pintados con cal que se correspondían con una estructura de habitación definida por un muro de trazado curvo de unos 4 m de diámetro, construido con cantos rodados de gran tamaño, alzado con tapial y cubierto con entramado vegetal. La vivienda fue destruida por un incendio que dio lugar al estrato 14, formado por carbones vegetales y barro cocido con las improntas del cañizo de la cubierta. La cronología propuesta por los excavadores coincide con el momento previo a influencia de la colonización fenicia en la zona, a fines del siglo VIII a.C. (Luzón y Ruiz Mata 1973: 10 ss.). Por su parte, en el Llanete de los Moros, en el estrato IIIA del corte R-1, se documentó una estructura de planta circular, de un metro aproximadamente de diámetro, con parte de los alzados y de los revestimientos parietales, con una datación de C14 de 980±110 a.C. (Martín de la Cruz 1987: 205-206). En el otro extremo geográfico del valle del Guadalquivir, en la zona onubense, se han excavado en extensión varias agrupaciones de cabañas en Peñalosa (Escacena del Campo, Huelva) y San Bartolomé de Almonte (Huelva). El segundo es uno de los mejores ejemplos de poblado de cabañas por haber sido excavado en extensión. El patrón de habitación era disperso, constituido por agrupaciones de cabañas y otras estructuras negativas distribuidas en varios altozanos, ocupando un área de unas 40 ha desde fines del siglo

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IX al VII a.C. (Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: 14

y 236). Peñalosa es un caso similar, con dos estructuras excavadas datadas convencionalmente a fines del siglo IX y primera mitad del VIII a.C., aunque la existencia de cerámica «tipo Carambolo», grabada geométrica y un fragmento de vaso a torno (García y Fernández Jurado 2000: 32 y 43) permite clasificarlas cronológicamente en un momento posterior a los orígenes de la colonización fenicia en el Suroeste. En realidad toda la geografía surpeninsular está salpicada de ejemplos de pequeños núcleos de cabañas característicos de los momentos epigonales de la Edad del Bronce y de los inicios del Hierro I, período este último en el que sobrevivieron sobre todo en las «áreas rurales», mientras que en los grandes asentamientos, a partir de la segunda mitad del siglo VIII y sobre todo en el siglo VII a.C., se empezaron a asimilar y a plasmar los modelos arquitectónicos y urbanísticos orientales introducidos en la Península Ibérica por la colonización fenicia. Estos procesos de transformación son perceptibles en numerosos asentamientos del sur y sureste de la Península Ibérica con continuidad durante el Hierro I, en los que se percibe con especial intensidad los estímulos orientales. Como ejemplo podemos citar los casos de Peña Negra de Crevillente (González Prats 1979: 39 y 164), Los Saladares (Arteaga y Serna 1979-80: 65-137), Cerro de los Infantes (Mendoza et al. 1981: 171-210) y el Cerro de la Encina (Molina 1978: 159-232), todos en el sureste de la Península Ibérica. En Andalucía Occidental son claros ejemplos de este comportamiento los asentamientos de Acinipo y Montemolín. En ambos casos es donde más claramente se ha apreciado este proceso que lógicamente estuvo impulsado por una transformación social iniciada ya durante el Bronce Final y que la colonización fenicia potenció. En Acinipo se ha registrado el momento –a mediados del siglo VIII a.C.– en el que convivían las cabañas de planta circular, de unos 5 m de diámetro, con otras rectangulares con las esquinas redondeadas, con las que compartían similares características constructivas (zócalo de piedras, hogar central, empedrado delante de la puerta) y de orientación (Aguayo et al. 1986: 33-58, Aguato et al. 1987: 294303; Aguayo et al. 1991: 559-571). El yacimiento de Montemolín ha proporcionado otra cabaña del Bronce Final construida en un momento en que el hábitat comenzaba a recibir los primeros productos fenicios (ánforas y cerámica de engobe rojo). Posteriormente, a fines del siglo VIII o principios del VII a.C., se levantó un edificio (B) de planta rectangular compleja construido con adobes según un patrón netamente pró-

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ximo-oriental (Díes Cusí 2001: 101), y sobre la antigua cabaña se levantó una nueva de grandes dimensiones que recuperaba la planta elíptica tradicional pero incorporaba las características constructivas novedosas (Chaves y Bandera 1991: 691-714; Bandera et al. 1993: 15-48). Mientras se operan estos procesos en los grandes poblados de manera más o menos sincrónica, los pequeños asentamientos rurales dedicados a la explotación agropecuaria y minero-metalúrgica continuaron durante el Hierro I sin mayores cambios –en lo que respecta a la vivienda y al utillaje– que los introducidos esporádicamente por las vajillas fabricadas a torno y el hierro. No hay diferencias perceptibles, por ejemplo, entre las cabañas consideradas más antiguas de San Bartolomé de Almonte (fondos XXXII-XXXIII, V y XXXI) y las del siglo VII a.C. En el ámbito geográfico de la bahía de Cádiz, por tanto muy cerca de la fundación fenicia de Gadir y del Castillo de Doña Blanca, encontramos otro ejemplo de fondo de cabaña con una cronología algo posterior al inicio de la colonización, presumiblemente de mediados del siglo VIII a.C. (López Amador et al. 1996: 82), así como numerosos casos datados en los siglos VII y VI a.C. (Ruiz Mata y González 1994; López Rosendo 2007 y 2013).). Otros ejemplos en el entorno geográfico del Bajo Guadalquivir son la aldea del Jardín de Alá, del siglo VIII a.C. (Hunt Ortiz 2010), dos fondos de cabañas de La Coriana del siglo VII a.C. documentados en Olivares (Rodríguez Cuevas 2015), y un fondo de cabaña excavado en el Cerro de la Albina, en las cercanías de la antigua Caura (Coria del Río, Sevilla), datado en el siglo VII a.C., donde se realizaron tareas relacionadas con la copelación de la plata (Escacena y Henares 1996: 504-510; Escacena et al. 2010). Este tipo de estructuras de habitación perduró en el tiempo al menos hasta avanzado el Hierro I. Un ejemplo tardío lo constituyen los dos fondos de cabaña registrados en el Cerro del Centinela (Iznalloz, Granada), fuera por tanto del ámbito geográfico del Suroeste. Según sus excavadores, se trata de un pequeño poblado de agricultores de corta existencia; una de las cabañas fue destruida por un incendio y la otra fue abandonada, presentando ambas un material cerámico muy homogéneo y una datación aproximada de fines del siglo VII o principios del VI a.C. (Jabaloy et al. 1983: 343-349). En lo que se refiere a la estructura muraria registrada en los sectores VIII y IX, no ha podido ser lo suficientemente documentada como para proponer con total seguridad su funcionalidad: desconocemos el tipo de edificación que delimita, sus medidas

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reales (longitud y anchura) y, consecuentemente, su cometido. Evidentemente se trata de un tipo de construcción muy diferente a las anteriores en técnica constructiva, diseño y tamaño: un paramento rectilíneo de grandes dimensiones a juzgar por los restos conservados (2,50 m de longitud por 1,90 m de anchura documentada), edificado con una técnica muy familiar en las construcciones defensivas tartésicas e ibéricas, que consiste en disponer dos muros paralelos separados por un espacio de anchura variable que se rellena con cascajo y tierra. Estos muros maestros se construían con cierto esmero, utilizando grandes piedras careadas trabadas con barro y calzadas con ripio. En la Cuesta de los Cipreses solamente se ha podido exhumar la cara interior del paramento y parte del relleno, por lo que desconocemos su longitud y anchura total. Hemos atribuido preliminarmente a esta estructura una función defensiva teniendo en cuenta las características de la construcción, su ubicación y los paralelos con otras estructuras similares del mismo contexto cronológico y cultural. Según la clasificación realizada por P. Moret para las fortificaciones «ibéricas» se podría incluir dentro del grupo de los muros simples, el más habitual en la Península Ibérica en un largo período que abarca desde el final de la Edad del Bronce hasta la conquista romana. Se caracterizan los muros simples por estar construidos con dos paramentos visibles, uno al exterior y otro al interior, con un relleno interno compuesto de tierra, cascajo, o de una mezcla de ambos elementos; su grosor es muy variable, desde los 70 cm hasta una anchura superior a los 5 m (Moret 1996: 80). La localización del lienzo murario en la parte baja de la Cuesta de los Cipreses, en la pendiente del cerro, puede revalorizar la hipótesis de su función defensiva (Pachón 2002: 68). Ejemplos de poblados amurallados del Bronce Final de similares características no faltan en el sur peninsular. Los mejor documentados proceden de Andalucía oriental, como el Cerro de Cabezuelos –Úbeda, Jaén– (Contreras 1982: 307-321) y el Peñón de la Reina, en Albodoluy, Almería (Martínez y Botella 1980: 286-287). En ambos casos las cercas defensivas rodeaban a las cabañas, dispuestas desordenadamente dentro del recinto; no se trataba de un amurallamiento completo sino que solamente protegían aquellos flancos más vulnerables. En estos casos, la técnica constructiva empleada en las dos murallas consistía en lo que P. Moret denomina «paramentos múltiples» (Moret 1996: 80 ss.), o sea la superposición de dos o más lienzos murarios hasta alcanzar un grosor variable, en torno al 1,50 m en el Peñón de la Reina

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(Martínez y Botella 1980: 286) y los 3 m en el caso de Cabezuelos (Contreras 1982: 315). Otros lienzos de muralla atribuidos al Bronce Final, en este caso documentados en el área nuclear tartésica, son los de Carmona y Setefilla. La muralla de Carmona defendía el único punto accesible del asentamiento que durante siglos ha sido objeto de diversas obras de fortificación hasta conformar la actual puerta de Sevilla. La obra de fortificación, registrada en varios sondeos arqueológicos (Jiménez 1989; Gil et al. 1987: 362; Cardenete et al. 1991: 573), estaría constituida por una gran acumulación de piedras formando un talud de hasta 3,5 m de altura, y ha sido datada en el siglo VIII a.C. (Moret 1996: 539 ss.). La de Setefilla es similar en la técnica constructiva a los ejemplos del Peñón de la Reina y Cerro de los Cabezuelos: se trata de un «paramento múltiple» de más de 5 m de grosor también atribuido por las relaciones estratigráficas al Bronce Final (Aubet et al. 1983; Aubet 1989: 288-305).

8. LA CRONOLOGÍA Disponemos de dos tipos de documentación para la datación de los contextos que hemos clasificado cronológicamente como del Bronce Final-inicios del Hierro I: las dataciones relativas de las cerámicas, deducidas mediante estratigrafía comparada con otros yacimientos arqueológicos del entorno geográfico y cultural, y las cronologías absolutas de C14 obtenidas en varias muestras en dos sectores del Cerro de los Paredones, concretamente de la Cuesta de los Cipreses y de la calle Caldenegros. Ambos sistemas de datación son demostradamente incompatibles entre sí y producen un desajuste de uno a tres siglos entre las fechas «históricas» y las dataciones radiocarbónicas calibradas. Las dataciones por tipología cerámica se han revelado inexactas y erróneas, primeramente por la perduración en el tiempo de las formas y la gran variabilidad de las morfologías de los recipientes al tratarse de una alfarería de carácter doméstico, propia de comunidades con una escasa especialización, pero, sobre todo, porque las seriaciones de la cerámica del Bronce Final del Suroeste se han basado en los registros cerámicos de yacimientos con una atribución cronológica y cultural errónea, como El Carambolo y el Cabezo de San Pedro (Huelva), teniendo por fósilesguía la cerámica «tipo Carambolo» y los vasos con decoración bruñida (Ruiz Mata 1995: 266-267). Desafortunadamente, esta datación incorrecta se ha per-

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petuado con el transcurso de los años porque, mediante la estratigrafía comparada, todas las secuencias estratigráficas realizadas en los años setenta y ochenta del siglo XX utilizaron como paradigma las controvertidas estratigrafías de ambos yacimientos, reproduciendo el error en la atribución cronológica (Escacena y Belén 1991; Belén et al. 1992; Escacena 1995). Las recientes excavaciones de El Carambolo no dejan lugar a dudas de que el «fondo de cabaña» no era tal, sino una gran fosa que acumulaba los vertidos producidos en la actividad cultual de un santuario fenicio, ni por supuesto era anterior a la presencia fenicia en el Bajo Guadalquivir, pues la fosa cortaba los muros de adobe de una fase anterior del edificio (Fernández y Rodríguez 2007: 145). Consecuentemente la cerámica «tipo Carambolo» no puede ser considerada como fósil-guía del Bronce Final del suroeste sino como un producto del proceso colonial y de los fenómenos sobrevenidos (Escacena 2000: 107; Casado 2015: passim). Otra fórmula para deducir la datación de los yacimientos ha sido tradicionalmente el hallazgo de cerámica fabricada a torno de tipología fenicia en contextos con un porcentaje mayoritario de cerámicas hechas a mano, de modo que se establecía un término ante quem, es decir, que aquellos estratos anteriores sin cerámicas fenicias se datarían sin duda en el Bronce Final. Este método puede ser válido en líneas generales, pero no totalmente por cuanto, por un lado, depende de la casualidad del hallazgo de esta especie cerámica en el proceso de excavación, cuya comparecencia en los primeros momentos de la colonización suele ser esporádica; y, en segundo lugar, porque la cronología atribuida a la colonización fenicia en el área tartésica, a raíz de los hallazgos de Huelva y de El Carambolo, se ha elevado casi un siglo en fechas «históricas» o convencionales, hasta el siglo IX a.C. Además, habría que introducir como elemento distorsionador de la cronología el factor geográfico, porque la cercanía o lejanía del foco colonial puede modificarla, en el sentido de que los primeros vestigios de cerámicas fabricadas a torno serían más antiguos cuanto más cercanos a las colonias fenicias, y más tardíos cuanto más alejados estén de éstas, como en el caso de Osuna, en una zona de campiña equidistante de las costas atlántica y mediterránea. Los contextos de la Cuesta de los Cipreses, de Caldenegros y Farfana Alta podrían indicar la existencia de una primera fase del Bronce Final a la que corresponderían el primer estrato de relleno de los fondos de cabaña 1 y 2 y algunos contextos de Caldenegros, aunque las cerámicas de los niveles de uso posteriores

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(cerámica «tipo Carambolo», pithoi) y de amortización de las estructuras parecen indicar que la cabañas siguieron habitadas durante el Hierro I antiguo, aunque no pervivieron más allá del siglo VIII a.C. La posible muralla se amortizaría también en esta cronología, ya que el único fragmento de cerámica gris a torno hallado en el estrato que cubre la estructura así parece indicarlo. Mediante la estratigrafía comparada se puede atribuir este horizonte cronológico a otros yacimientos del Suroeste, como Vega de Santa Lucía (fondo 8, Murillo 1994: 129), Jardín de Alá (Hunt Ortiz 2010: 4778), Peñalosa (fondo 1, García y Fernández Jurado 2000: 19-29), las fosas más antiguas de San Bartolomé de Almonte (XXII-XXIII y V, Ruiz Mata y Fernández Jurado 1986: 7-38), así como la segunda fase de Montemolín (Bandera et al. 1993: 22-25). En todos estos hábitats de cabañas podríamos definir un horizonte que se ha definido como «Bronce Final con cerámicas a torno» (Aguayo et al. 1991: 561), en el que los modos de vida (cabañas, alfarería, etc.) seguirían las pautas tradicionales pero ya habían establecido contactos directos o indirectos con los comerciantes y colonizadores fenicios, pues en estos contextos se registran las primeras importaciones torneadas. Por otro lado, las cronologías radiocarbónicas calibradas presentan la tendencia ya apuntada a unas dataciones más altas que las fechas «históricas» convencionales. De las tres muestras extraídas del fondo de cabaña 1 y de la «muralla» (ver anexo), dos son excesivamente elevadas para el contexto analizado pues remiten al final del III milenio a.C.: 3780± 35 BP (edad de radiocarbono convencional) y cal BC 2334-2044 (calibración 2 σ, 95% probabilidad), y 3675 ± 35 BP y cal BC 2193-1952 (calibración a 2σ, 95% probabilidad), pero una tercera concuerda bien con el resto de las muestras obtenidas en Caldenegros: 2830 ± 35 BP y cal BC 1113904 (calibración a 2 σ, 95% probabilidad). Las tres dataciones de Caldenegros son coherentes: la muestra de la UE 16 aportó una fecha de 2860±35 BP y cal BC 1186-917 (calibración a 2σ, 95% probabilidad), la de la UE 19, 2910 ± 35 y cal BC 12551007 (calibración a 2σ, 95% probabilidad), y la de la UE 20, 3015 ± 35 y cal BC 1387-1130 (calibración a 2σ, 95% probabilidad). Esta última datación está en la línea de la obtenida en la fase del Bronce Final en El Carambolo: la UE 1217 aportó una cronología de 3026 BP ± 29, con una calibración del 90% de posibilidades entre 1400 y 1131 a.C. (Fernández y Rodríguez 2007: 260, n.6), y con la fecha radiocarbónica del nivel 22 del Cerro del

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Castillo de Monturque (Córdoba): 3040 ± 90 (1090 a.C.), cal máxima y mínima BC 1506-1004 (cal BC 1290-1270) (López Palomo 1993; Mederos 1996: 79). Otras cronologías de referencia son las de Acinipo, procedentes de contextos con cerámicas fabricadas a torno y cabañas rectangulares y circulares y, por lo tanto, más tardías: 820 ± 90 a.C. (cal. 910 AC), 700 ± 90 (cal. 810 d.C.) y 690 ± 180 (cal. 810 d.C.). También es más reciente la fase C del fondo 8 de Vega de Santa Lucía, con una datación calibrada de 818 BC (Murillo 1994: 126). Por su parte, las dataciones calibradas obtenidas sobre muestras de astiles de madera de los regatones del depósito de la Ría de Huelva ofrecen valores medios entre 987-922 B.C., ca. 880-850 a.C. en dataciones radiocarbónicas convencionales (Mederos 1996: 58-68).

9. SÍNTESIS Y CONCLUSIONES De los datos presentados en estas páginas podemos concluir que todos los indicios parecen confirmar la idea de que los inicios del poblamiento en Osuna

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se pueden remontar al III milenio a.C. aunque no se puede hablar de un asentamiento permanente ya que en el transcurso de los milenios posteriores se produjeron diversos cambios en la ubicación del hábitat. Parece claro que el Cerro de los Paredones se ocupó durante el Bronce Final, en unas fechas radiocarbónicas calibradas de los siglos XIII-XI a.C., aunque el asentamiento no fue permanente dado que, coincidiendo en el tiempo con las primeras importaciones fenicias, se trasladó a otro sector del yacimiento y no se volvió a habitar hasta época islámica. Las características de la ocupación en la última fase de su existencia guardan concomitancias en el registro arqueológico con otros asentamientos coetáneos del Bajo Guadalquivir como Vega de Santa Lucía, Jardín de Alá, Peñalosa y San Bartolomé de Almonte. No obstante, hay una diferencia cualitativa entre estos poblados y el de Osuna que remite a su situación orográfica y, probablemente, a una superioridad jerárquica en relación con las aldeas ubicadas en llano. Los fondos de cabañas analizados se podrían agrupar en dos grandes conjuntos si atendemos a factores como su ubicación, ya que en otros

Fig. 24. Vista área del yacimiento arqueológico y los principales hitos mencionados en el texto (foto J.I. Ruiz Cecilia).

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aspectos como su concepción «arquitectónica» apenas existen diferencias entre unos y otros. Por un lado, agrupamos aquellos poblados localizados en espacios físicos con unas características muy determinadas, en alturas destacadas, cerros o mesas con control visual, fácilmente defendibles, con una situación estratégica junto a una vía de comunica ción importante, por lo que presumiblemente ejercieron el control de un territorio con potencial económico, ubicándose en lugares que en líneas generales ya habían sido ocupados durante el Calcolítico y en el Bronce Medio. Visto a posteriori, se podría hablar de la vocación «urbana» de estos asentamientos. De hecho, durante el Hierro I muchos de ellos se constituyeron en núcleos protourba nos o propiamente urbanos, con una organización racional del espacio interno y del territorio circundante, y la complejidad social que lleva aparejada la vida «urbana». En este grupo estarían incluidos muchos de los grandes asentamientos con una larga historia: Córdoba, Setefilla, Carmona, Montemolín, Monturque, Montoro, Lebrija o Mesas de Asta. En este grupo también habría que incluir a Osuna. En el otro grupo estarían aquellas aldeas ya mencionadas ubicadas en llano con una función relacionada con la explotación agropecuaria y metalúrgica. La nota común de todos los yacimientos clasificables en este grupo (Vega de Santa Lucía, Jardín de Alá, Peñalosa, San Bartolomé de Almonte, entre otros) es que tienen una vida efímera y surgen casi al unísono, en un momento en el que ya se había producido la fundación de factorías y colonias fenicias en sitios como Huelva, Cádiz y Sevilla (El Carambolo-*Spal), pues en todos se documentan registros comunes –las primeras cerámicas torneadas, las cerámicas grabadas geométricas y las «tipo Carambolo»–, claramente relacionados con los fenómenos derivados de la colonización cananea. Poner una datación a este proceso histórico es, sin embargo, más complejo de lo que se podría pensar porque disponemos de dos métodos, ambos válidos si se aplican con una metodología correcta, que aportan cronologías excesivamente distanciadas. No obstante, con los datos que disponemos en la actualidad y con los dos tipos de dataciones, es posible distinguir dos horizontes: uno más antiguo, el del Bronce Final propiamente dicho (El Carambolo, Osuna, Monturque, Setefilla, Montemolín, Montoro, etc.) y otro más reciente, el que se ha calificado como «Bronce Final con cerámicas a torno», que compagina la continuidad de la mayoría de los asentamientos arriba citados con la proliferación de aldeas en llano.

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NUEVOS DATOS SOBRE EL BRONCE FINAL EN OSUNA

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ANEXO INDICADORES PALEOAMBIENTALES DE LA EXCAVACIÓN DE LA CUESTA DE LOS CIPRESES EN OSUNA (SEVILLA) Ana I. PORRAS CREVILLENT

La reconstrucción de las condiciones ambientales en los distintos momentos de la Historia, en un sitio concreto, exige la obtención de datos sedimentológicos y paleobiológicos contemporáneos del momento a reconstruir. Este conjunto de datos de distinta naturaleza, constituyen lo que denominamos registro. Los distintos registros ordenados de más antiguos a más recientes, componen una secuencia local. Es la comparación de secuencias locales lo que permite contrastar condiciones locales de distintos sitios y describir y analizar sus semejanzas, lo que permite establecer condiciones regionales, y sus diferencias, que identifican fenómenos locales, consecuencias de condiciones particulares del medio o de las características de la actividad humana, tanto desde la perspectiva bioclimática, como de la antrópica (sus necesidades y su relación con el medio). En este sentido, el trabajo de reconstrucción ambiental a partir de registros obtenidos en excavaciones exige examinar minuciosamente qué parte del registro refleja mejor las condiciones del medio y cual está condicionada por el tipo de actividades que se realizaban en el entorno del yacimiento.

MUESTREOS Y TRATAMIENTO De la excavación Cuesta de los Cipreses (19981999) se han analizado dos muestras, una para moluscos continentales y otra para polen. Ambas provienen de una muestra de tierra perteneciente a un nivel de relleno de un fondo de cabaña. La muestra fue dividida en dos partes iguales: una de ellas se trató para obtener moluscos continentales siguiendo el protocolo de Evans (1972) que se describe a conti-

nuación: la muestra se cubrió con agua, añadiendo H202 para ayudar a la defloculación de la arcilla. Con posterioridad, la muestra se lavó sobre un tamiz de 0.5 mm de luz. El resto sobre el tamiz se dejó secar al aire libre. Se analizaron 600 g de la muestra seca para permitir posteriores comparaciones de resultados con otros muestreos. El triado se realizó bajo lupa de 6.3 y 16 aumentos, suficientes para identificar las especies presentes. Este procedimiento ha permitido recoger los restos presentes de gasterópodos terrestres. Estos han sido identificados siguiendo a Sabelli (1993). Así mismo, se han obtenido restos óseos de micromamíferos y restos de semillas semicarbonizados, aún bajo identificación. De la mitad restante de la muestra original, se extrajeron 100 g para su tratamiento en laboratorio, para la extracción de palinomorfos. De esta muestra se limpiaron 50 g en el Laboratorio de Palinología de la Facultad de Biología de la Universidad de Sevilla. El protocolo seguido se describe a continuación: baño con hidróxido de sodio (NaOH) para la disolución de la materia orgánica; lavado con ácido clorhídrico (CIH) al 20%, para la eliminación de carbonatos; baño durante 24 horas de ácido fluorhídrico (FH), para la eliminación de arcillas; lavado con CIH al 10%, en caliente, para la eliminación de posibles compuestos del fluorhídrico. Una vez terminado el proceso de limpieza, el resto fue flotado con líquido denso (cloruro de cinc, con densidad 2) para separar los palinomorfos del resto mineral. La muestra se conserva en una solución de agua destilada y glicerina al 50%. Se han leído tres láminas, con cubres de 2 x 2 cm. Los granos han sido identificados con microscopio Jenapol a 400 y 600 aumentos, siguiendo el Atlas polínico de Andalucía Occidental.

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RESULTADOS De la muestra para gasterópodos continentales, se han identificado 22 individuos de 6 especies diferentes: higrómidos, Cochlicopa sp., Punctum pygmaeum, Oxychillus hidatinus, Xerotrichia apicina, Cochlicella barbara. El registro polínico ha resultado muy escaso, tanto en número de granos como en la representación de especies:

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go, en contextos arqueológicos, suele estar ligada al uso que se hace del espacio en torno al yacimiento y del uso que se hace de las plantas concretas. Actividades agrícolas y ganaderas se reflejarán fácilmente en la vegetación más próxima (y, por lo tanto, en el registro polínico), mientras que tardará más tiempo en cambiar la composición malacológica del medio.

CONCLUSIONES Compositae Umbelliferae Olea europea tipo Lactuca serriola

Umbelliferae Urtica sp. Aristolochia sp. Gramínea

Del análisis de los resultados se identifican dos situaciones distintas: mientras que el polen indica un paisaje abierto, dominado por ruderales y escasa presencia de árboles (solo Olea), el resto de las especies identifican un paisaje de herbazal. De cualquier modo, la baja concentración de polen impide realizar ningún tipo de análisis cuantitativo y proporciona, sin duda, una imagen incompleta de las formaciones vegetales presentes. De otro lado, los restos malacológicos indican unas condiciones ambientales de mayor humedad para la zona de Osuna que para el valle del Guadalquivir, que presenta un conjunto malacológico muy homogéneo desde hace varios miles de años (Porras, en preparación). Del conjunto obtenido en Osuna es particularmente significativa la presencia de Punctum pygmaeum. Esta especie es indicadora de situaciones de humedad y de ambientes semiforestales. Su asociación con Oxychillus, Cochlicopa y Cochlicella barbara parece abundar en este carácter. Esta aparente contradicción debe tener su origen tanto en las características de cada registro como en el nivel de actuación de las comunidades humanas: los gasterópodos terrestres son magníficos indicadores de las condiciones ambientales locales y son muy sensibles a las condiciones ecológicas generales, más que a impactos puntuales de la antropización. La vegetación, sin embar-

El interés de la recuperación de los registros paleobiológicos reside en la posibilidad de interpretar su presencia en función de las condiciones climáticas y ambientales que regulan la distribución actual y el hábitat de las especies. En el caso de Cuesta de los Cipreses, frente a unas condiciones de mayor humedad, en relación con el valle del Guadalquivir, indicadas por la malacofauna, la vegetación indica un medio abierto y seco. Esta contradicción aparente en las indicaciones de los registros debe explicarse en términos de actividad humana: el acondicionamiento del espacio para la habitación, el cultivo y el desarrollo de la vida cotidiana son actividades que favorecen especies de medio abierto, aún en condiciones climáticas que permitirían un mayor desarrollo de vegetación. El tratamiento sistemático de estas muestras permitirá, en un próximo futuro, la inclusión de los resultados en una secuencia regional de cambios ambientales, tanto de origen climático como de origen antrópico, para Andalucía Occidental.

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

HUELVA Y EL MEDITERRÁNEO. SIGLOS IX – V A.C. Huelva and the Mediterranean: 9th century – 5th century B.C. Adolfo J. DOMÍNGUEZ MONEDERO. Universidad Autónoma de Madrid

Resumen: El objetivo de este trabajo es presentar un panorama de las relaciones que mantiene la ciudad de Huelva con el mundo mediterráneo entre los siglos IX y V a.C. Se analizan los principales restos arqueológicos que atestiguan esas interacciones y cómo los mismos permiten observar las transformaciones que suceden en el entorno local. Los intereses externos (fenicios y, durante un breve periodo, griegos) así como la existencia de una sociedad local con una marcada personalidad, aunque haga uso de elementos tipológicamente exógenos, proporciona un buen estudio de caso para abordar el problema de la (posible) creación de una sociedad híbrida. Abstract: The aim of this paper is to present an overview of the relationships between the city of Huelva and the Mediterranean world between the ninth and fifth centuries B.C. The main archaeological remains that attest to these interactions are analysed as well as how they allow us to observe the changes that occur in the local environment. External interests (Phoenician and, for a short period, Greek) and the existence of a local society with a strong personality, although it makes use of typologically exogenous elements, provides a good case study to address the problem of the (possible) creation of a hybrid society. Palabras clave: Colonización mediterránea, interacción, comercio fenicio, Ría de Huelva. Key words: Mediterranean colonization, interaction, Phoenician trade, Ría de Huelva.

1. INTRODUCCIÓN: LOS PRIMEROS CONTACTOS Intentar resumir en unas cuantas páginas la relación que, en el periodo comprendido entre los s. IX y V a.C., mantienen las poblaciones establecidas en el entorno de la actual ciudad de Huelva con el Mediterráneo es una tarea prácticamente imposible. Esa imposibilidad viene dada, por una parte, por la gran cantidad de informaciones y de interpretaciones que la documentación arqueológica ha propiciado pero, por otra, porque al tema en cuestión se le añaden otros que, si bien son de un interés evidente, parten de una serie de visiones prefijadas que hacen complicado navegar con buen rumbo a través de la gran cantidad de bibliografía que el tema ha generado.

En el presente trabajo, nuestro propósito es intentar presentar una serie de datos, en apariencia objetivos y, eso sí, aportar nuestra propia interpretación tratando que la misma no se aleje de lo que esos datos nos permiten sugerir. En nuestro análisis prescindiremos de todos aquellos datos relativos a (¿eventuales?) presencias de gentes mediterráneas antes del s. IX a.C. (Gómez 2009: 33-65; Gómez y Fundoni 2010-2011: 17-56; Gómez 2013: 79-98) y no entraremos tampoco en el espinoso tema del hallazgo de la Ría de Huelva, cuya naturaleza exacta y su adscripción han generado no pocos problemas (Ruiz-Gálvez 1995; Ferrer et al. 1997: 67-85). La problemática que estos temas presentan no deja de tener un gran interés en todo caso porque dependiendo de la postura adoptada se hará énfasis en la precocidad

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de las poblaciones locales en el desarrollo de procesos productivos o transformadores antes incluso de la presencia de navegantes mediterráneos identificables (Gómez y Campos 2008: 121-138) o, por el contrario, se vincularán determinados avances a la presencia en tierras peninsulares de poblaciones orientales portadoras de esas nuevas tecnologías (Escacena 2002: 69105). Aunque la adopción de una u otra perspectiva depende en muchas ocasiones de posturas predeterminadas, es cierto que lo que hay detrás en otras es la aceptación de una determinada secuencia cronológica y eso, como veremos más adelante, es otro de los problemas no menores con los que nos enfrentamos para ubicar los primeros momentos de los contactos entre navegantes mediterráneos y los territorios onubenses. Cuando hablamos de presencia mediterránea estamos apuntando a los principales navegantes que surcan las aguas del mar interior y que acaban saliendo de él para tocar costas atlánticas que no son otros que los fenicios, ya solos, ya en compañía de otros elementos que pueden haberles acompañado en sus empresas, sobre todo griegos. En el momento actual, el lote de materiales de procedencia fenicia más antiguo conocido en Huelva procede del vaciamiento del solar situado entre las calles de Méndez Núñez 7-13 y la Plaza de las Monjas 12, el cual ha sido objeto de meritorio rescate y detallada publicación (González de Canales et al. 2004). Un problema importante de estos hallazgos es que los mismos no fueron realizados como consecuencia de una excavación reglada lo que, si bien no les quita valor a los mismos, sí introduce problemas en cuanto a la posible existencia de fases diversas en su deposición lo que plantea en ocasiones problemas, en especial a la hora de asignarles una cronología satisfactoria. El de la cronología es uno de los temas candentes en los últimos tiempos, porque la existencia de pocas y problemáticas dataciones por radiocarbono tienden a dar unas fechas en exceso elevadas con respecto a lo que podríamos llamar la cronología tradicional que, sin embargo, en otras partes del Mediterráneo, como el oriental, con muchas más muestras, tienden a ir coincidiendo (Fantalkin et al. 2011: 179-198; Toffolo et al. 2013: 1-11), aun cuando sigue habiendo partidarios de los extremos. Los materiales de la mencionada excavación de Huelva han sido asignados por sus excavadores y por otros autores «to c. 900 BC, without excluding the last decades of the tenth century» (González de Canales et al. 2008: 642; Mederos 2006: 167-188) y han querido ver en él una confirmación de la noticia

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presente en el primer libro de los Reyes de la Biblia (10, 22) sobre las navegaciones fenicias a Occidente, tema que está siendo objeto de múltiples revisiones en los últimos tiempos y en el que, por lo tanto, no entraré. La presencia de cerámicas de tipo eubeo en el mismo paquete, sin embargo, no avala esas cronologías tan elevadas aunque la problemática recuperación de materiales impide saber, como apuntábamos antes, si todos ellos proceden de un solo contexto (y de qué tipo sería este) o, por el contrario, de una sucesión de niveles superpuestos. Un solar próximo al anterior, en esta ocasión excavado con plenas garantias, en Concepción 3, y en proceso de publicación, muestra un panorama muy semejante; en este caso los materiales más antiguos aparecen en deposición secundaria; los tres fragmentos griegos que aparecieron avalan una cronología de la primera mitad del s. VIII a.C., pudiendo haber materiales anteriores, pero la presencia de ánforas de elaboración peninsular (área de Málaga), quizá del segundo cuarto del s. VIII a.C. en el paquete alerta frente a las cronologías demasiado elevadas (González de Canales et al. 2017: 1-61). En cualquier caso, y de cara a las dataciones, no pueden perderse de vista las cronologías que materiales semejantes aportan en el Levante mediterráneo y que suelen ser bastante inferiores a las que se propugnan para el extremo Occidente (Gilboa et al. 2008: 113-204; Gilboa 2013: 311-342). En la excavación de Méndez Núñez-Plaza de las Monjas apareció una elevada cantidad de materiales fenicios, anteriores en todo caso al inicio de las producciones peninsulares con un amplio y variado repertorio tipológico en general con buenos paralelos en la estratigrafía de Tiro publicada por Bikai (1978), aun cuando quizá las cronologías absolutas propiciadas por dicho estudio merezcan ser revisadas habiendo, incluso, problemas en la identificación de niveles dada la enorme complejidad de la excavación en cuestión. Sea como fuere, sí que parece clara la adscripción de buena parte del material fenicio hallado en esa excavación a un horizonte oriental, entendiendo como tal uno derivado de gentes que han llegado de Fenicia trayendo su propio repertorio cerámico y, acaso, elaborando en el área onubense esas cerámicas durante el tiempo representado por los materiales hallados (¿una o dos generaciones?). Además de esos materiales, y de los griegos ya mencionados, se hallaron también materiales de origen sardo y villanoviano (González de Canales et al. 2004: 98-107), que no hacen sino demostrar cómo los fenicios van integrando en su empresa comercial y, en su momento, colonial a diversos grupos con los que van entran-

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do en contacto en sus exploraciones por las costas mediterráneas. Naturalmente, un gran porcentaje de las cerámicas halladas correspondían a producciones locales, marcando el carácter local de la población junto a la que se instalan esas gentes llegadas del Oriente. Junto a las cerámicas, sin duda el marcador arqueológico más representativo, aparecieron otros artículos, desde restos de vasos en piedra, algunas cuentas en piedras semi-preciosas, una gran cantidad de restos de elaboración de madera y restos de madera trabajada, procedentes del taller (o talleres) de un ebanista, así como restos de elaboración de marfil y productos terminados, lo que sugiere también la existencia de talleres de eborarios. Se halló también parte de la materia prima, una defensa de elefante. Sería prolijo enumerar aquí el conjunto de materiales hallados, que ha sido objeto de cuidado análisis e identificación por sus rescatadores (González de Canales et al. 2004; González de Canales et al. 2006: 13-29). Además de todo ello, se encontraron también restos de actividades metalúrgicas en forma de paredes de horno, de toberas para insuflar aire a los mismos y de restos de crisoles para cobre con escorias aún adheridas a sus paredes, así como moldes. Las actividades comerciales estaban representadas por el hallazgo de cuatro pesos de plomo que encajan bien con el sistema del shekel fenicio correspondiendo los encontrados, respectivamente, a medio shekel, al shekel (dos ejemplares) y a tres shekels: también se hallaron restos de lo que puede ser un díptico de madera para escribir. Es de lamentar que las condiciones del hallazgo impidan conocer el contexto primario al que pertenecía tal cantidad de objetos; sin embargo, el hecho de que en los niveles superiores de ese mismo solar, que sí fueron objeto de excavación científica, se hallaran restos de un santuario, asimismo con un repertorio de una gran riqueza aunque, del mismo solo se ha publicado, por desgracia, una breve noticia (Osuna et al. 2001: 177-188), sugiere que quizá en los niveles inferiores ya pudiese haber existido un área de culto. Eso justificaría, además de la gran acumulación de cerámica, la presencia de los talleres metalúrgicos y la práctica de actividades comerciales y la elaboración de objetos de precio en madera y marfil. La proximidad a la antigua línea de costa es una constante de ese y otros lugares que, en los últimos años, han sido excavados en la ciudad de Huelva, muchos de los cuales han aportado datos de gran interés para el conocimiento de la Protohistoria de la ciudad (Campos y Gómez 2001; Gómez y Campos 2001).

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No quisiera entrar en calificativos que, a veces, introducen más confusión que claridad; ni el concepto de emporio ni el de precolonial aportan demasiados datos añadidos. Sí podemos decir (o, al menos, sugerir) que lo que esta excavación representa es la llegada en algún momento de la segunda mitad del s. IX a.C. de grupos de orientales, procedentes de la propia Fenicia que, sabedores de la riqueza metalúrgica del territorio onubense (Pérez 1998), se instalan en el área costera de ese centro indígena en torno a uno o varios lugares de culto e inician la explotación de esos recursos minero-metalúrgicos. Para ello, y puesto que no se trata de una ciudad fenicia, sino de un centro ya ocupado (y, en apariencia densamente) por las poblaciones locales, necesitan del permiso y de la autorización de los círculos dirigentes de esos indígenas a los que me resisto a llamar tartésicos convencido como estoy de que el fenómeno tartésico es la respuesta local a la presencia y a las actividades de esos mismos fenicios, en línea con otros autores que han diseccionado este proceso con gran agudeza (Wagner 2001: 119-128; Escacena 2013: 137-195). En cualquier caso, estas poblaciones locales, bien atestiguadas a partir de sus cerámicas en la excavación de Méndez Núñez-Plaza de las Monjas, son un requisito imprescindible para el éxito de la actividad fenicia, que requiere de la presencia de gentes que se encarguen de la explotación de los recursos mineros, tarea en la que los fenicios aportan tecnologías importadas y las poblaciones locales, al menos en un primer momento, la mano de obra como muestran las excavaciones ya antiguas en centros como Cerro Salomón, que corresponde ya a un periodo posterior al que estamos ahora abordando (Blanco et al. 1970; Blanco y Luzón 1974: 235-247; Ruiz 1989: 209-243). Ni que decir tiene que esta fuerza humana tiene que ser gestionada desde el interior de esas sociedades indígenas cuya cúspide será la beneficiaria de un contacto privilegiado con los fenicios.

2. LA PUESTA EN MARCHA DE LOS MECANISMOS DE LA INTERACCIÓN En estos tiempos post-coloniales a veces se confunden los términos; no hay duda de que la presencia prolongada de gentes alóctonas provoca nuevas situaciones que van desde los middle-grounds a fenómenos de hibridación que crean nuevas situaciones culturales de gran complejidad. Sin duda ninguna la sociedad fenicia que se desarrollará en las cos-

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tas de la Península Ibérica a partir de este impacto inicial en Huelva presenta unas peculiaridades bien distinguibles de las otras sociedades fenicias desarrolladas en Sicilia, Cerdeña, el Norte de África o el propio Levante mediterráneo e, incluso, en otros puntos de la Península Ibérica (Pellicer 2000: 123124). A ello contribuyen, sin duda, estos fenómenos de interacción que generarán, a la postre, sociedades complejas donde nos resulta difícil, desde la perspectiva actual, asignar identidades étnicas a sus componentes, siquiera sea, al menos en el caso fenicio, porque el propio concepto de fenicio es una creación exoétnica propiciada por los griegos y que no obedece, al menos hasta un determinado momento, a una definición o a una percepción desde dentro de ese mundo de ciudades-estado palaciales que jalonaban la costa entre el Orontes y el Monte Carmelo. Pero estos fenómenos, que conocerán cambios y modulaciones con el tiempo, no deben hacernos olvidar que el objetivo básico de los fenicios que, encargados por las estructuras políticas de sus ciudades respectivas y, en especial, al parecer, de Tiro se desplazan hasta las costas atlánticas es la explotación de los recursos mineros y de cualesquiera otros que puedan interesar a quienes les envían. Los medios, mecanismos y estrategias para alcanzar ese objetivo pueden ser variados y, sin duda, conocen cambios con el tiempo; pero, sin embargo, el objetivo de los fenicios es cargar sus naves con metales y, a no mucho tardar, con otros productos de alto valor añadido elaborados en los territorios en los que se instalan. Estamos lejos de aceptar la idea de un mundo de comerciantes particulares y benévolos que van intercambiando baratijas y haciendo alguna que otra trapacería, como los caracterizan los poemas homéricos; por el contrario, creemos que los datos a nuestra disposición nos hablan de una empresa dirigida por el palacio, en la que se utilizan recursos (naves) y personas que están a las órdenes y al servicio del estado, como era frecuente algunas generaciones antes del inicio de la empresa ultramarina fenicia en el mismo ámbito y contexto cultural, tal y como muestran los textos ugaríticos. No es este el lugar para hacer un análisis en profundidad de los mecanismos comerciales ugaríticos y de su pervivencia en el mundo fenicio; lo que me interesa subrayar ahora es, ante todo, cómo la presencia fenicia estable en Huelva, por ser, por el momento el punto de la Península donde la misma se puede atestiguar con una mayor antigüedad, obedece a los intereses económicos de quien les envía que no es otro que el propio palacio.

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Y una prueba de esta estrecha relación que hay entre la presencia fenicia inicial en Huelva y las estructuras estatales tirias puede venir dada en un texto muy tardío y bien conocido que transmite Estrabón y que se refiere, en último término, a la fundación de Gadir que, a diferencia de Huelva, sí se configurará desde el inicio como un centro urbano fenicio. En ese relato, en el que se visualiza más que la fundación de Gadir el establecimiento de un santuario a Heracles, la interpretatio Graeca del Melqart tirio, se alude a dos intentos previos, uno que tiene como escenario la que Estrabón llama «la ciudad de los exitanos», identificada con Almuñécar y otro que se ubica en una isla consagrada a Heracles situada junto (o frente) a Onoba de Iberia (Str. III, 5, 5). Independientemente de que la justificación de la fundación de Gadir se encuentre, en el mencionado texto estraboniano, en un oráculo, algo que a nosotros nos parece una clara influencia de las historias de fundación de ciudades griegas (Domínguez 2012: 158), aun cuando hay autores que reivindican este carácter oracular del dios tirio (Álvarez 2014: 1333), lo que se observa con absoluta claridad es la continua referencia a sacrificios realizados in situ, que son los que confirman o no la idoneidad del sitio del futuro santuario y fundación anexa. Ni que decir tiene que un sacrificio no puede realizarlo cualquiera y, mucho menos, establecer un santuario, sobre todo en un mundo en el que la esfera religiosa está tan vinculada al poder político como es el fenicio. Si suponemos, a partir de lo que hemos visto, que la más antigua presencia fenicia en Huelva se articula en torno a una o varias áreas cultuales, que es posible que se mantengan en el mismo entorno durante los siglos sucesivos, parece fuera de duda que parte al menos de esa actividad tiene que estar controlada por funcionarios u oficiales que, en esos primeros momentos, no pueden haber sido nombrados más que por quien ha tomado la iniciativa de la expedición y la exploración que, habría que suponer, ha sido el rey de Tiro si es que es esta la ciudad responsable de tal actividad. Podemos tener una corroboración a partir de un documento de gran interés, aunque de naturaleza distinta. Se trata de uno de los testimonios epigráficos más antiguos que conocemos de los fenicios en Occidente, la estela de Nora para la que se ha propuesto, a partir de criterios epigráficos, una cronología en el s. IX aunque hay autores que no descartan fechas posteriores. Sigue habiendo múltiples dudas acerca del significado concreto de la misma puesto que no todos los autores están de acuerdo con el contexto al

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que corresponde la misma habiendo quienes consideran que muestra una conquista militar mientras que otros piensan que alude a un contexto sagrado (Del Castillo 2003: 3-32; Pilkington 2012: 45-51; Garbati 2014: 213). Por otro lado, y aunque la mención a Cerdeña parece bastante segura (bšrdn) el que en la estela se mencione o no a Tarsis (btršš) está sujeto también a disputa. De lo que, sin embargo, no parece haber duda, al menos en las interpretaciones más recientes, es de que en la línea 7 del texto se menciona la palabra nāgir (ngr). Según el contexto que se le quiera atribuir a la estela, este término se ha traducido como ‘heraldo’ o ‘comandante’; como ha mostrado Lipinski, nāgiru designa en Ugarit a un funcionario que se encarga de los barcos que vienen del extranjero y parece que tiene funciones también de recaudador de impuestos; en textos púnicos también aparece ngr y sugiere Lipinski que se encargaba de supervisar las transacciones comerciales en la Cerdeña cartaginesa y apunta que equivale al término heraldo (keryx) que tiene que supervisar las transacciones en el Primer Tratado romano-cartaginés (Pol., III, 22, 8-9) (Lipinski 2004: 240-241). El término parece determinar una posición de mando, lo que hace que quienes prefieren una interpretación del texto de tipo militar lo traduzcan como ‘comandante’ pero, en todo caso, el título indicaría a un alto funcionario real (Bunnens 1979: 36-37). El dato de la estela de Nora confirmaría, pues, la intervención de altos cargos de la administración de la ciudad fenicia de Tiro en las empresas ultramarinas, la estrecha relación de las mismas con los aspectos religiosos y los vínculos con las actividades de intercambio, supervisadas por individuos que tienen un mandato para ello procedente del poder político ante el que tienen que responder. Creemos que esto es lo interesante de este asunto; las empresas fenicias ultramarinas, al menos en estos momentos tempranos, están dirigidas por funcionarios relevantes de la administración palacial tiria, que tienen un cometido y unas cuentas que rendir. Para llevar a cabo sus funciones hacen uso de diversas estrategias, que van desde la consagración de espacios de culto hasta las negociaciones con las autoridades locales para garantizarse, además del derecho a residir y a realizar actividades económicas, mano de obra para poder llevar a cabo las mismas. Las contrapartidas son claras y las podemos ver en el caso de Huelva: entrega de regalos valiosos, transferencia de tecnología en diversos campos, desde el minero-metalúrgico hasta el agrícola y entrega o cesión de artesanos, o de sus productos, a las élites

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locales. Es en estos ambientes en los que pueden fraguarse middle-grounds, un concepto que goza de bastante predicamento en la actualidad y que da cuenta de contactos que se establecen desde una perspectiva abierta y no unidireccional. Los fenómenos de mala comprensión y distorsión entre los que llegan y los que ya están establecidos dan lugar a nuevos significados y nuevas prácticas, que producen a su vez comprensión y medios de acomodación (Antonaccio 2013: 238-239). La práctica de la comensalidad, que se puede ver reflejada en la gran proporción de vasos para beber y en la presencia de ánforas portadoras de vino, ayudan en la mediación y sirven para tejer alianzas entre las élites locales y los navegantes fenicios entre los que, sin duda, hay también elementos de la élite, como muestran algunos hallazgos (López 2005: 405-421; López 2006: 7488; López 2013: 511-528) y como sugiere la ya mencionada insistencia en el papel de los santuarios y lugares de culto, cuyo establecimiento y control están en manos de unos círculos muy restringidos dentro de la sociedad fenicia (Jiménez y Marín 2004: 77-86; Zamora 2006: 57-82). Todo esto lo que nos indica es que la presencia fenicia en el área onubense no es una simple cuestión de mercaderes descastados que, persiguiendo intereses privados (si es que se puede usar este concepto al referirnos a las sociedades antiguas del Próximo Oriente), se lanzan a la aventura para ver qué encuentran. Por el contrario, asistimos a una empresa dirigida por el Estado con unos intereses claros y unos mecanismos que, con el tiempo, se irán perfeccionando y ajustándose a unos modelos cada vez más normalizados (Domínguez 1994: 61-80). Lo que aparece en la parte baja de Huelva, en estos primeros momentos y en los sucesivos, a los que nos referiremos más adelante, son los restos de las ofrendas y de los artículos que emplean en sus actividades artesanales y transformadoras los fenicios que allí se han establecido con la autorización de los gobernantes locales, sin duda en torno a santuarios que solo conocemos para fases posteriores. Para estos primeros momentos apenas percibimos de forma directa el impacto en el ámbito indígena, aunque alguna prueba sí hay. Sin duda una de las más significativas, y que ha dado lugar a una gran cantidad de literatura, es el llamado muro fenicio del Cabezo de San Pedro, del que se pudo excavar tan solo un pequeño tramo en la zona más alta de la ladera occidental de dicho o cabezo o colina. Se trata de un pilar de sillares, que han sido colocados utilizando el sistema tradicional para estas construcciones, es decir, a

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soga y tizón, que sirve de apoyo sólido para los mampuestos que se adosan al mismo. Es muy probable que, frente a la función defensiva apoyada por algunos, haya que aceptar la hipótesis formulada por Fernández Jurado en el sentido de que se trataría de un muro de contención de tierras, algo que tiene bastante lógica, además, teniendo en cuenta la propia dinámica de Huelva que ha conocido, a lo largo de su historia, bastantes ocasiones en las que las laderas de estos cabezos han descendido bruscamente sobre la parte baja de la ciudad (Fernández 1989: 339-373). Tras diversas oscilaciones en la cronología que se le ha asignado a este muro, parece bastante razonable aceptar la que lo sitúa a inicios del s. VIII o, incluso, algo antes (Ruiz 1986: 537-556), si bien hay quien prefiere una fecha a finales del mismo siglo porque parte de una idea, que no tiene por qué ser cierta, según la cual dicho muro inauguraría la sustitución de cabañas por estructuras pétreas (García 19881989: 159). Es también interesante que los materiales con los que está realizado proceden de zonas al interior, tanto del área en torno a Gibraleón como de la que se encuentra en torno a Niebla, aguas arriba, respectivamente, de los dos ríos onubenses, el Odiel y el Tinto (Fernández 2008: 46). Poco se conoce del hábitat local que dicho muro debía proteger, pero parece que, antes de la presencia fenicia y durante algún tiempo después de ella, consistía en cabañas, aun cuando no es descartable algún otro tipo de vivienda aún no localizado, que sepamos. El muro, que ha sido comparado con ejemplos de la propia Tiro (Bikai 1978: 10-11), puede ser considerado como una prueba de la transferencia de tecnología y de conocimientos fenicios en beneficio de la población local para atajar un problema endémico en la ciudad y para el que seguramente las poblaciones locales no habían encontrado una solución satisfactoria. La cesión de artesanos especializados por parte de los fenicios a otras poblaciones con niveles de desarrollo inferior queda bien atestiguada en múltiples ejemplos pero, sin duda, uno de los mejor conocidos es el relativo a la construcción del templo de Salomón en Jerusalén en el que, más allá de la controversia cronológica subyacente, en la que no entramos (Finkelstein y Silberman 2003: 143-163), se menciona la cesión al rey israelita, por parte del rey de Tiro, Hiram, de toda una serie de materias primas y trabajadores especializados enumerados en el Libro de los Reyes, que trabajan codo con codo con los que recluta Salomón; a cambio de esas actividades, Hiram recibe una gran compensación anual en forma de trigo y de oliva molida (1 Reyes 5, 16-32).

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El artífice de toda la decoración en bronce es otro Hiram, hijo de un hombre de Tiro y de una mujer de la tribu de Neftalí y que había aprendido en la ciudad fenicia todas las técnicas de la broncística (1 Reyes 7, 13-45); del mismo modo, Hiram colabora con Salomón en las técnicas de navegación a larga distancia hasta el pais de Ofir (1 Reyes 9, 26-28). A un nivel diferente, pues, podemos observar cómo la llegada de los fenicios a Huelva se traduce en el inicio de un intercambio tecnológico y cultural que tendrá hondas repercusiones en las sociedades locales y que permitirá a los fenicios desarrollar aquellas actividades que les habían llevado hasta aguas atlánticas; todo ello, sin duda, se vería incrementado tras la fundación de Gadir en el entorno de la bahía gaditana, una ciudad que, a semejanza de las ciudades fenicias del Levante mediterráneo, contaba con diversos núcleos más o menos especializados (Ruiz 1999: 279-317; Domínguez 2012: 153-197; Botto 2014). Un indicio de importancia, que puede sin duda relacionarse con la presencia fenicia en Huelva, tiene que ver con el inicio de la explotación del territorio aledaño a la ciudad con fines agrícolas, pero un tipo de agricultura que aporta un notable valor añadido, como es la viticultura. En efecto, en el yacimiento conocido como La Orden-Seminario, situado al norte de lo que debía de ser el área habitada de Huelva, se han detectado las huellas dejadas en el terreno, en forma de largas y estrechas zanjas colmatadas, por las actividades relacionadas con el cultivo de la vid. La sucesión a lo largo del tiempo en la misma zona de esas actividades, con cambios observables según las épocas, muestra la persistencia de esa actividad agrícola en la zona durante un largo periodo que, en la actualidad, se sitúa a partir del Bronce Final. En el yacimiento, de gran complejidad, se detecta un poblamiento de cabañas a lo largo de varias fases de cronologías imprecisas, entre el final del segundo milenio e inicios del primero (Gómez et al. 2014: 139-158), y lo que se ha identificado como un primer sistema de liños dedicados al cultivo de la vid que se data a partir de los materiales que sellan los mismos y que consisten en cazuelas tipo A.1.a y copas B.1 según la tipología de Gómez Toscano (2008a: 85100); se destaca la ausencia de cerámicas a torno así como el hecho de que este sistema aparece cortado por los ulteriores que se desarrollan en el área, lo que garantizaría su mayor antigüedad. El siguiente sistema, al que se le asigna el nombre de Sistema 1 ocupa diversas zonas del área excavada y su cronología se sitúa entre finales del s. IX e inicios del s. VI a.C.; el

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Sistema 2, por su parte, sería contemporáneo del 1. En la zona se detectan otros sistemas más que podrían llegar a los s. IV-III a.C. (Vera y Echevarría 2012: 95-106; Echevarría y Vera 2015: 57-68). Si el primero de los sistemas (Sistema 0) en apariencia de poca extensión y complejidad es anterior o no a la presencia fenicia es algo que por el momento no puede determinarse; de ser anterior, presupondría el desarrollo de la viticultura en el área onubense antes de la llegada de los primeros influjos orientales bien identificados, lo cual puede haber ocurrido, aunque presenta problemas. Y, por el momento, no tenemos testimonios de navegaciones organizadas y sistemáticas de otros navegantes mediterráneos (incluyendo en ellos a los micénicos) antes de los fenicios, aunque algunos autores las han postulado (Gómez 2009: 46). Por supuesto, nuevos hallazgos pueden cambiar el panorama pero, por el momento, esos posibles navegantes pre-fenicios no han dejado huellas tan evidentes como las que sí han dejado estos. Sin embargo, los sistemas 1 y 2, cuyo inicio se sitúa en el s. IX, sin que se haya aportado una precisión mayor ni hayan sido presentados los datos arqueológicos que avalan esa datación, sugiere, en palabras de los propios excavadores, «la existencia de una estructura organizativa compleja, controlada por un poder político y en el seno de una sociedad plenamente urbana» (Vera y Echevarría 2012: 104). Parece bastante probable que nos encontremos aquí ante la materialización más evidente de la acción fenicia sobre las poblaciones locales del área onubense; sin duda la tecnología de plantación de vides, en zanjas alargadas y sistematizadas, dejando el espacio suficiente entre las cepas para que prosperen y produzcan de manera adecuada presuponen una visión global del proceso productivo y un conocimiento de los requisitos de la planta, algo que los fenicios conocían a la perfección, ubicados como estaban en un área donde el cultivo de la vid y la elaboración del vino contaban con una antiquísima tradición, bien atestiguada por nuestras fuentes (Zamora 2005: 157-187). A ello habría que añadir la eventual introducción de nuevas especies de vid, extremo no comprobable debido a la ausencia de análisis carpológicos o palinológicos o la domesticación de especies autóctonas. Y no es necesario suponer, como hacen los excavadores de este yacimiento, que la plantación de vides en grandes extensiones de terreno coincide con «la sistemática destrucción de las vides llevada a cabo por los ejércitos asirios en la orilla opuesta del Mediterráneo» (Vera y Echevarría 2012: 104).

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Se tiene a veces la tentación de considerar los procesos así llamados colonizadores antiguos desde una perspectiva modernizante en el que la colonia se convierte en una proveedora de materias primas hacia la metrópolis. Aun cuando es probable que parte de los productos generados en el área onubense pudiera acabar en otros centros fenicios del Mediterráneo y en las propias ciudades fenicias del Levante, en especial los metales, el fenómeno expansionista fenicio hay que enfocarlo también desde la perspectiva de las poblaciones que se trasladan y que tienen que atender, en primer lugar, a su propia supervivencia y, en segundo lugar, a insertarse en las redes regionales y suprarregionales para aportar aquellos productos que no existen o no son conocidos por las poblaciones locales. El desarrollo de Gadir y toda su área de influencia hay que analizarlo desde una perspectiva interna y no considerar a esa ciudad, ni a ninguna otra de las colonias fenicias que surgen al tiempo y después, como meros «satélites» de Tiro ni pensar que su existencia está enfocada solo en función de lo que ocurre en su lejana metrópolis. Las poblaciones asentadas en el área gadirita y, por extensión, las que residen en el área onubense, se benefician de la explotación de los metales y, como vemos, también, de recursos de alto valor añadido. Parte de ellos pueden haber llegado hasta las ciudades de la costa levantina pero otra parte se distribuye entre las poblaciones locales de una amplia área en torno a la misma y en otros centros mediterráneos, ya sean fenicios, griegos, sardos o etruscos. Hay que dejar de considerar el fenómeno expansivo fenicio como una serie de líneas que unen a Tiro con todos y cada uno de los puntos en los que se instalan los fenicios y pasar a considerarlo más como una red con múltiples puntos capaces de interconectarse entre sí por más que pueda haber algunos nodos privilegiados. Uno de esos nodos privilegiados puede venir constituido por las propias ciudades de la costa levantina, ya sea Tiro ya sean los restantes centros fenicios (Sidón, Biblos, Sarepta, Arados, etc.) entre otras cosas porque hasta ellos llegan otros productos manufacturados y materias primas que son de interés tanto para las emergentes ciudades fenicias de la diáspora como para las distintas poblaciones locales con las que las mismas entran en contacto. Es todavía un problema no resuelto determinar si la acción comercial y colonial fenicia, que las fuentes literarias centran casi en exclusiva en Tiro, ha sido solo responsabilidad de esta ciudad o han intervenido otras; no obstante, los argumentos avanzados hasta ahora en favor de esta última posibilidad no resultan en

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absoluto convincentes (Fletcher 2004: 51-77; Mederos y Ruiz 2011: 86-117), sin que ello quiera decir que haya que descartar esta eventualidad. Lo que estos hallazgos en La Orden-Monasterio muestran, pues, como los que se conocen desde hace más tiempo en el distrito minero de Riotinto, es que los fenicios instalados en Huelva intervienen de un modo activo en la movilización de la sociedad local mediante la introducción de nuevas técnicas productivas y nuevos sistemas de trabajo, sin duda gestionados y nutridos por poblaciones locales, que generan una serie de artículos de alto valor (desde metales hasta vino, por no mencionar más que aquellos que de momento han dejado huellas materiales) que serán los fenicios los encargados de distribuir, en sus naves, por los diversos puntos de sus redes comerciales y de intercambio. En la excavación de Méndez Núñez-Plaza de las Monjas también se han hallado restos de semillas de vid, higos y cebada (González de Canales et al. 2006: 24), que no sería extraño que se hubieran producido in situ. A pesar de la insistencia de algunos autores en el carácter urbano de Huelva en estos momentos y de su consideración como puerto cosmopolita incluso desde el año 1000 (Gómez 2009: 33-65), el carácter del asentamiento local se nos escapa, sin duda porque el tipo de vivienda se asemejaba más a la cabaña tradicional que a las nuevas estructuras urbanas bien atestiguadas en la vecina Gadir (en sus diferentes sectores) ya para el s. VIII a.C. (Ruiz y Pérez 1995: 54-62; Gener et al. 2014: 14-50). Creemos que la ausencia de construcciones más desarrolladas en la Huelva del s. VIII indica una diferencia de nivel aún notable entre las poblaciones de origen fenicio que residen en la misma y las poblaciones locales. Sin duda ya en esos momentos se están produciendo fenómenos de interacción y de readaptación a la nueva situación que puede que hayan dejado huellas en el tipo de vivienda, en especial la de las élites y, sin duda, en las tumbas. Sin embargo, el desconocimiento tanto de unas como de otras impide poder hacer una valoración adecuada.

3. LAS TRANSFORMACIONES DE LA SOCIEDAD ONUBENSE: LOCALES Y FORÁNEOS Hay que esperar a una fase posterior para poder empezar a ver los resultados de esta interacción entre fenicios y élites locales, en especial en el registro

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funerario. En este sentido, el ejemplo más destacado, en parte porque es el único disponible, viene constituido por la necrópolis de La Joya. Esta necrópolis, en la que se han detectado, tal vez, varios sectores fue objeto de diversas campañas de excavación y de prospección. El sector más productivo fue el que se calificó como sector A en el que se detectaron 19 tumbas de diversas tipologías y con rituales funerarios diversos. En un momento posterior se planteó la posibilidad de que este primer grupo de tumbas hubiese podido estar cubierto por uno o varios túmulos que, tal vez, marcasen distintos grupos gentilicios o familiares, algo que no se pudo apreciar durante la excavación por lo destruido que se encontraba el entorno. La riqueza del sector A de esta necrópolis es espectacular; junto con gran número de cerámicas de diversas tradiciones (locales, a retícula bruñida, a torno grises y de barniz rojo) y formas (copas, cuencos, ánforas) apareció un gran número de objetos de bronce, marfil, joyas, etc. Algunas de las tumbas resultaron de una gran espectacularidad, como las números 17 y 18. En la primera de ellas destacaba la existencia de múltiples piezas de bronce de lo que era un carro de clara tipología oriental; además de otros elementos de bronce, entre ellos bocados de caballo, apareció un servicio ritual compuesto por jarro, «brasero» y timiaterio, todos ellos de bronce; asimismo, soportes, un broche de cinturón y un espejo con mango de marfil. Además, algunos objetos de hierro, entre ellos cuchillos y una arqueta de marfil con bisagras de plata sujetada en sus cuatro esquinas por sendas figuras humanas del mismo material y que servía de contenedor de las cenizas. Entre las cerámicas, junto con ánforas fenicias y platos a torno grises y de barniz rojo, aparecieron cerámicas a mano. Por lo que se refiere a la tumba 18, tal vez no excavada en su totalidad, presentaba el conjunto de jarro y brasero de bronce, ánforas fenicias y otras cerámicas a mano y a torno así como diversos artículos, quizá correspondientes a la misma tumba, pero hallado en otros pozos adyacentes. La cronología de la necrópolis parece situarse en el s. VII a.C., quizá en torno a mediados y segunda mitad del siglo aunque sin descartar momentos anteriores. En otros de los sectores, donde sí se han podido identificar túmulos, es posible que haya tumbas de una cronología posterior (Orta y Garrido 1961: 7-36; Garrido 1970; Garrido y Orta 1978; Garrido y Orta 1989; Garrido et al. 2000: 1805-1810; Garrido y Orta 2004: 409-424). A pesar del mal estado de algunas de

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las tumbas, en especial de las que han sido objeto de publicación más detallada, esto es, las del sector A, parece que nos encontramos ante una necrópolis de gran riqueza a juzgar por la acumulación de objetos de prestigio y valor, tales como el carro o toda la serie de artículos de bronce o marfil que se hallaron en las diferentes tumbas. El tipo de tumba, alguna de ellas con grandes acumulaciones de objetos, no encaja en el ritual habitual en las tumbas fenicias, que suelen ser bastante más austeras, lo que sugiere que nos encontraríamos ante el área de enterramiento de las élites locales de Huelva que se han convertido en destinatarias de toda una serie de productos artesanales, algunos de ellos de alto nivel, elaborados en talleres especializados. Sin prejuzgar el origen de esos objetos de lujo, que pueden haber sido elaborados en diversos talleres, sin que pueda descartarse la propia Huelva, la tipología de los mismos los vincula a las tradiciones habituales en el mundo fenicio lo que habría que interpretar en el sentido de que los fenicios, cuyo interés por el área onubense no hace sino aumentar con el transcurso del tiempo, están proporcionando a esas élites indígenas toda una serie de productos de alto valor material y simbólico, como parte de las contrapartidas por la posibilidad de utilizar el área onubense como punto para transformar y embarcar metales y otras materias primas que llegan al puerto procedente del área de influencia de la ciudad. Por supuesto, resulta difícil saber cómo son recibidos esos objetos por sus destinatarios locales y hasta qué punto van aceptando sistemas de valores implícitos tanto en las iconografías presentes como en los usos que algunos objetos sugieren, y que tienen un alto componente ritual en la cultura de la que proceden (por ejemplo, el conjunto jarro, brasero y timiaterio). En cualquier caso, la presencia de ánforas fenicias del tipo T.10.1.2.1 en varias de las tumbas sugiere la importancia del vino en el ritual funerario y la relevancia de prácticas de comensalidad, tal vez significativas en vida y, acaso, proyectadas también al ámbito ultraterreno. Al tiempo, la notable presencia de producciones cerámicas de tipo local, elaboradas a mano, presentes también en los ajuares, pueden aludir a prácticas rituales más refractarias a las influencias orientales. El conjunto de materiales depositados en la necrópolis de La Joya muestra un gran eclecticismo, además de una gran riqueza y variedad, que responde a la apertura a influencias externas, iniciada ya hacía tiempo como veíamos en páginas previas. Objetos realmente únicos en estos momentos, como el espectacular carro presente en la tumba 17, muestra, quizá

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junto con la introducción de rituales de traslado de los restos del difunto a la tumba rodeados de un cierto ambiente heroico, el propio valor intrínseco y simbólico del vehículo cuyo dueño (y sus descendientes) pueden permitirse amortizar en esta espectacular tumba. Por último, el hallazgo en el llamado sector B de una serie de individuos, al menos ocho, inhumados en posturas inusuales y, en apariencia, muertos de manera violenta, se ha relacionado con ofrendas humanas en honor de alguno de los difuntos enterrados de manera formal en la necrópolis, ya sea el individuo depositado en la tumba 17 o en cualquier otra (Garrido y Orta 1989: 32-35), lo que de ser cierto plantea interesantes cuestiones acerca de la capacidad coercitiva de las élites indígenas de la ciudad de Huelva que, además de ajuares de gran riqueza y variedad, se hacían acompañar a ultratumba de su propio séquito de (eventuales) servidores o que necesitaban propiciar a las divinidades del más allá mediante sacrificios humanos. Las selecciones de objetos y rituales presentes en la necrópolis parecen delatar una sociedad que se rige por normas diferentes de las usuales en los ámbitos mediterráneos contemporáneos (fenicios o griegos) y vendrían dictadas por una lógica propia en la que la mezcla de diversos elementos y tradiciones actúan como elemento identitario, al menos de una élite dirigente. No sabemos qué importancia pudieron tener eventuales matrimonios mixtos, postulados por algunos autores (Belén 2011b: 102) pero que, en todo caso, aun no siendo improbables, no son necesarios para explicar el desarrollo de una dinámica funeraria acumulativa, en bienes y en individuos, que resalta la nueva posición alcanzada por quienes ejercen el papel de receptores y de autorizadores de la presencia de poblaciones residentes alóctonas. Es en las partes bajas de la ciudad, en las que posiblemente realizan sus actividades estos grupos de extranjeros, en las que resultan más perceptibles las huellas de su presencia y de su actividad. En la ciudad de Huelva se realizaron, en especial durante las décadas de los ochenta y de los noventa del siglo XX , aunque también antes y después, en torno a las 100 excavaciones, en su mayor parte de urgencia, en diversos solares y puntos de la ciudad, cuyos resultados, en la mayor parte de los casos, permanecen inéditos con, como mucho, alguna referencia en el Anuario Arqueológico de Andalucía (Gómez y Campos 2001: 191-273), en general de escasa utilidad, al menos desde el punto de vista del conocimiento y evaluación del eventual trazado urbano de la Huelva protohistórica.

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Algunas excavaciones, sin embargo, sí han sido objeto de publicación más o menos detallada, lo que permite poder hacer, siquiera, alguna aproximación a la situación de la ciudad baja de Huelva, a diferencia de lo que ocurre con el poblamiento en las áreas más altas o de los cabezos, donde los restos constructivos son, por así decirlo, mucho menos consistentes. No procederemos por orden cronológico de las intervenciones sino que incidiremos en algunas de ellas por el mayor significado de los hallazgos. En este sentido, empezaremos por la excavación en el solar de la calle Méndez Núñez 7-13/Plaza de las Monjas 12, el mismo en cuyos niveles inferiores habían aparecido los testimonios más antiguos de la presencia fenicia en Huelva y que fueron objeto de excavación sistemática hasta un cierto punto, a partir del cual se decidió que la excavación de dicho solar podía darse por finalizada (lo cual, obviamente, no era cierto). De esta interesante excavación solo existe publicado, además de una noticia sobre una primera excavación preliminar (Fernández y García 1997: 336-339), un breve informe que, no obstante, aporta datos de gran interés. En la excavación se identificó un espacio de culto y su correspondiente entorno (calificado como temenos por los excavadores). Los inicios de área sacra se sitúan entre los s. VIII-VII a.C., siendo esta primera fase destruida como consecuencia de un seísmo o un maremoto en el primer cuarto del s. VI. Durante la segunda fase el espacio parece seguir conservando su carácter ritual, aunque quizá se hallase en parte anegado por las aguas. Durante la tercera fase, en torno a la segunda mitad del s. VI, se reconstruiría el santuario. El primer edificio inicial, de planta entre rectangular y trapezoidal, se compartimenta en dos estancias durante esta tercera fase y se añaden otras estructuras y muros. Una parte importante de las ofrendas aparecidas apuntarían al mundo griego, cuya presencia parece hacerse más visible desde finales del s. VII a.C., aunque también se han detectado lo que pudieran ser betilos y otro tipo de ofrendas u objetos (restos de un sistro), que apuntan al mundo oriental. La fase segunda está mal representada y a la tercera, además de la compartimentación interna del edificio, corresponden diversas ánforas fenicias así como, en otras zonas del área, acumulaciones de escorias de plata y otros indicios de la práctica de la metalurgia y la orfebrería en relación con el área de culto; en las fases más antiguas, de finales del s. VIII e inicios del s. VII, apenas analizadas, también había restos de hornos de copelación. Los muros en la fase I se realizan sin cimentación mediante zócalos de pizarra y alzado de adobes o

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tapial, con pavimentos de arcilla compactada en tonos del rojo intenso al amarillo y paredes internas enlucidas (Osuna et al. 2001: 177-188). A la luz de esta excavación pudieron interpretarse también como espacios cultuales otros excavados con anterioridad, si bien ya se había intuido en parte este carácter. Destaca, sobre todo, la estructura que se localizó en el solar de Puerto 10, tiempo después completada tras la excavación del solar aledaño en Puerto 12. En Puerto 10, además de este edificio, se hallaron restos de otros, construidos con técnicas parecidas, con muros de pizarra dispuestos en hiladas; se detectaron también diversos hogares cuadrangulares que en aquel momento no se identificaron como altares pero que acaso lo sean; en la memoria de la excavación de Puerto 10 no se descarta el carácter religioso de alguno o de varios de los edificios hallados. La prolongación del edificio excavado en Puerto 10 en el solar adyacente permitió, gracias a una mejor metodología de excavación, o a una mejor conservación de los paramentos, detectar varias hiladas de adobes que se apoyaban sobre los zócalos de piedra (García 1988-1989: 150-152; Fernández y García 2001: 166-169). En esa excavación aparecieron ya importantes cantidades de cerámicas griegas, junto con cerámicas locales y un mayor porcentaje de cerámicas fenicias; los edificios, quizá exageradamente, se atribuyeron a la influencia griega y se llegó a hablar de un trazado «hipodámico»; se detectaron también huellas de fundición de metales, posibles calles, etc.; se sugirió también, una extensión para el hábitat de en torno a las 20 ha., con una población de unos 5000 habitantes (Garrido y Orta 1994: 343), cifras que otros autores han elevado, incluso, a las 35 ha (Gómez y Campos 2001: 117). En nuestra opinión, las técnicas constructivas de esos edificios, como el hallado entre Puerto 10 y 12, que parecen datarse a partir de inicios del s. VI a.C., son de tipo mediterráneo, con una regularidad bastante evidente en las plantas de las estructuras, que denota la actividad de maestros de obra (quizá sea excesivo calificarlos de arquitectos, al menos para estos edificios) buenos conocedores de avanzadas técnicas constructivas para edificios de cierto empaque, con muros con paramentos internos y externos bien diferenciados y con relleno de piedras entre ambos, con arcilla cogiendo las piedras y con alzados de adobe, que darían solidez y aspecto de calidad a los edificios una vez enlucidos. Estas técnicas pueden haber influido también en la arquitectura griega pero no son específicamente griegas y pueden atribuirse sin problemas a la actividad fenicia

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en Huelva, que sigue siendo muy visible en la ciudad a partir de los porcentajes cerámicos de esta procedencia recogidos en las distintas excavaciones. Ello no excluye una importante presencia griega, cada vez más evidente y visible (Domínguez 2013b: 1142), en especial en esa zona baja de Huelva, agrupada en torno a santuarios, áreas de almacenamiento y de elaboración y transformación de materias primas y del propio puerto onubense. Todo ello configura, sin duda, un ambiente empórico, en el que los griegos se insertan a partir de finales del s. VII, participando (y no sabemos si compitiendo o no) de la bonanza económica que los fenicios habían explotado casi en exclusiva a lo largo del s. VII a.C.; la presencia fenicia en Huelva a lo largo de todo este periodo está bien atestiguada gracias a los hallazgos continuos de producciones fenicias características como los platos de barniz rojo, que han sido identificados en diversos niveles entre los siglos VIII y VI a.C. (Rufete 1988-1989: 9-40; Rufete 1989: 118-134). Del mismo modo, se identificaron hornos para pan tipo tannur (García 1988-1989: 151), bien conocidos en ámbitos fenicios como Doña Blanca o el yacimiento del Teatro Cómico en Cádiz (Ruiz y Pérez 1995: 104-105; Gener et al. 2014: 28-30) y restos de pisos de conchas (García Sanz 1988-1989: 153-154), que parecen vincularse cada vez más con el mundo fenicio, con connotaciones sacrales (Escacena y Vázquez 2009: 53-84). La propia existencia de una red viaria, de difícil valoración global, dada la enorme fragmentación de las excavaciones llevadas a cabo en la actual ciudad de Huelva y el escaso tamaño de muchos de los sondeos, así como la ausencia de publicación de la mayor parte de ellas, parece en todo caso acreditada en la parte baja de la ciudad. En algunas de las zonas excavadas (o publicadas) con más detenimiento se han podido observar claras diferencias entre el interior de los edificios y el exterior lo que sugiere la existencia de viales, lo que viene además favorecido por el carácter rectilíneo de las construcciones del s. VI a.C. que parecen, además, estar organizadas de acuerdo con varios ejes viarios, que se ajustarían a los rasgos topográficos del terreno. En todo caso, es evidente que no estamos ante una organización de tipo hipodámico pero tal vez tampoco ante el «urbanismo espontáneo» que propugnan otros autores (García 1988-1989: 171). El establecimiento de ejes viarios vendría dado, en el caso de Huelva, entre otras cosas, por las propias características del terreno, pendientes, etc., de modo que se favoreciese la escorrentía de las aguas en unas

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zonas bajas a las que afluirían aquellas que procediesen de las pendientes de los cabezos. La propia labor de regularización del Cabezo de San Pedro mediante el llamado muro fenicio, sugiere que en las partes bajas de la ciudad debe de haber habido un análisis de las condiciones naturales que dictase los viales y, en consecuencia, la implantación de los edificios. Sobre el empleo de los mismos, más allá de datos acerca de su eventual uso sacral, artesanal o doméstico, no hay demasiados datos y se ha tendido en muchas ocasiones a considerar a muchos de ellos como almacenes aun cuando en algunas ocasiones, para otros excavados con posterioridad, se ha ido reivindicando una función más de tipo doméstico (De Haro et al. 2005: 1601-1613); es algo, sin embargo, que por el momento no puede dilucidarse. El área baja de Huelva, pues, se configuraría como un conjunto diverso, con un área vinculada a santuarios de divinidades locales, quizá sincretizadas con las aportadas por los fenicios y, tras la llegada de los griegos, con las de estos. Por la tradición literaria, como vimos, conocemos la existencia de un culto a Heracles, esto es, a Melqart, en la isla de Saltés. Un grafito griego con dedicatoria a Heracles hallado en la calle Palacios 7, de finales del s. VII-inicios del s. VI, aporta un testimonio adicional a la veneración de esta deidad en el área onubense (Domínguez 2011: 80-81; Domínguez 2013b: 29); del mismo modo, el hallazgo en la zona de la barra de Huelva de dos estatuillas de bronce egiptizantes puede tal vez vincularse al culto de Melqart o, eventualmente, de alguna otra divinidad fenicia (Gamer-Wallert 1982: 46-61; Belén 2011a: 434-435; Delgado 2011: 220221). También de procedencia subacuática, parece ser un brazo correspondiente a una estatua monumental de bronce, correspondiente con mucha probabilidad a una divinidad; dicha escultura sería semejante a las figurillas recién mencionadas pero a una escala mucho mayor. Por desgracia, no se conoce el lugar exacto de su hallazgo dentro del área onubense ni, por lo tanto, el sentido de su presencia bajo las aguas (Ferrer 2012: 37-66). Sobre la posible existencia de divinidades locales, en este caso no sincretizadas con otras de procedencia mediterránea, disponemos del testimonio epigráfico del grafito con la dedicatoria en griego a Nietho (Fernández y Olmos 1985: 107-113; Almagro 2002: 37-70; Almagro 2004: 200-208); por fin, otros grafitos griegos, dedicados, respectivamente, a Hestia y a Nike, que no parecen ser antropónimos como algún autor ha sugerido (De Hoz 2014: 347-351, sino teónimos, parecen ocultar sincretismos griegos con

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sendas divinidades de origen local o fenicio pero veneradas en la ciudad bajo aspectos iconográficos orientalizantes, como hemos sugerido en otro lugar (Domínguez 2013b: 29-32) y que contribuyen, sin duda, a modelar la religiosidad de las poblaciones locales onubenses en cuyo territorio se implantan esos y otros cultos, con resultados que no siempre somos capaces de percibir (Domínguez 2013a: 581604). En cualquier caso, tanto los no demasiados restos cultuales identificados en Huelva, como los tampoco demasiado numerosos elementos materiales vinculados a la religión, que se concentran, como hemos visto, en el ámbito funerario y los epigráficos, escasos pero más relevantes que lo que muchos parecen querer admitir, quizás por el hecho de que se trata de documentos griegos, sugieren una situación de gran riqueza cultural, que encaja bien con conceptos hoy día en boga, tales como hibridación y semejantes. En cualquier caso, todos ellos apuntan a la presencia de grupos portadores de diferentes tradiciones en el entorno onubense durante todo el periodo que abordamos en este trabajo aun cuando su incidencia en cada uno de los momentos es, sin duda, diferente.

4. LA FASE FINAL: LA (POSIBLE) CREACIÓN DE UNA SOCIEDAD HÍBRIDA En varias de las periodizaciones que se han desarrollado para el área onubense se ha venido denominando al periodo que se extiende entre el tránsito desde el segundo al primer milenio a.C. hasta el tercer cuarto del s. VI (en concreto entre 540-530 a.C.) Tartésico, subdividido, como marcan los cánones al uso en las periodizaciones arqueológicas en tres fases, antigua, media y final, respectivamente, en ocasiones con subperíodos dentro de cada una de ellas (Fernández 1988-1989: 203-264). Es curioso cómo en estas reconstrucciones se aplican términos y conceptos de tipo modernizante, tales como monopolio o mercado abierto a las relaciones entre indígenas, fenicios o griegos, en especial en la fase final de esta periodización en clave tartésica. Después de esa fase tartésica se entraría, también según las periodizaciones al uso, en la fase turdetana, que ha sido objeto de menor atención (en general) por parte de la investigación, aun cuando hay algún estudio de referencia sobre la misma como el que llevó a cabo Rufete (2002). En dicho trabajo se presenta como algo incuestionable la existencia de una crisis en Tarteso y se justifica el término de turdetano con sus correspondientes (en este caso) cua-

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tro fases que se desarrollan desde que termina el Tartésico Final III hasta ca. 250/225 a.C. (Turdetano IV). Por lo que se refiere a las cerámicas de tipo fenicio se subraya la continuidad de las producciones de barniz rojo con respecto a las de la fase previa aunque se vayan observando modificaciones en su tipología; lo mismo ocurre con las ánforas e, incluso, con las construcciones del periodo anterior que parecen seguir en uso; sí parece haberse detectado una disminución e, incluso, desaparición, de la actividad metalúrgica relacionada con la plata (Rufete 2002: 163169) que parece prolongarse a lo largo de todo este periodo turdetano, acompañada de una posible reducción de la zona ocupada, algo que quizá no se manifieste tanto al inicio del periodo, pero que se irá acentuado a lo largo del s. V a.C. (Turdetano II b y c) (Rufete 2002: 189-190). Por supuesto, no todos los autores aceptan esta imagen de la crisis y aportan visiones alternativas, en ocasiones más razonables (Gómez 2007: 441-457). En esta fase, el mundo fenicio en Huelva ha quedado bastante desdibujado en la investigación, que se ha centrado más en la descripción de los objetos de origen griego que aparecen en el registro arqueológico y los contactos comerciales que los mismos presuponen, mientras que las cerámicas de tradición fenicia, con sus diversas variantes, son objeto solo de descripción taxonómica sin que, curiosamente, se insista demasiado en qué pueden representar desde el punto de vista de la presencia o permanencia de poblaciones de origen fenicio en la ciudad onubense ni, en su caso, cuál puede ser la filiación de estas poblaciones, ya sean grupos que mantienen tradiciones artesanales propias, ya sea una generalización de esas formas cerámicas para uso de los diversos grupos de población con independencia de las identidades a la que cada uno de ellos se adscriba. Esto no es una crítica sino un reconocimiento de la dificultad, en el estado actual, de poder llevar a cabo, con los datos de que disponemos, análisis de este tipo, máxime cuando la ausencia de registro funerario hace aún más difícil este tipo de análisis. Del mismo modo, tampoco se ha definido por la investigación, en nuestra opinión, el papel que puede haber seguido desempeñando Gadir durante el s. V en el área onubense. Puede que la actividad metalúrgica en Huelva haya disminuido o desaparecido durante el s. V pero otro tipo actividades, como las vinculadas al sector agropecuario, pueden haber proseguido y haber seguido haciendo atractivo el puerto de Huelva a comerciantes, sobre cuya procedencia ahora es más difícil pronunciarse, que serian responsables de

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la llegada a Huelva de productos bien tipificados, como son los de origen ático pero que presuponen el mantenimiento, aunque tal vez a una menor escala que en momentos previos, de contactos de tipo comercial con el Mediterráneo. Resulta difícil no pensar que Gadir ha debido de seguir siendo uno de los principales partners del centro onubense como, por otro lado, parece haber ocurrido desde, al menos, el s. VIII a.C. Naturalmente, esta impresión viene corroborada por las semejanzas tipológicas entre las cerámicas de tipo fenicio-púnico halladas en Huelva y las conocidas en el área gaditana, aunque ello no excluye que pueda haber también divergencias, fruto de la variedad de contactos establecidos por la Huelva del s. V a.C. (Rufete 2002: 170171, 176, 179). Junto a la ciudad fenicia se ha subrayado también la importancia de otros centros, tales como la griega Emporion o la también fenicia Ebusus (Gómez 2008b: 425). Sin embargo, las actividades comerciales pueden tender a enmascarar la presencia de poblaciones fenicias residentes en Huelva en esos momentos y que serían continuadoras de las que parecen haber estado allí presentes desde siglos anteriores. En cualquier caso, los escasos datos sobre la estructura del poblamiento de Huelva en este último periodo y, sobre todo, sobre la ausencia de registro funerario o datos sobre el panorama religioso, hace muy complicado poder determinar, siquiera de forma aproximativa, si nos hallamos ante diversos grupos con tradiciones diversas, como parecía claro para fases anteriores, aunque coexistiendo y cohabitando en un mismo espacio o si, por el contrario, se ha producido un proceso de integración entre gentes de diversas tradiciones iniciales pero que han acabado conformando una población híbrida. Del mismo modo, y como apuntábamos párrafos atrás, falta por saber el papel que centros como Gadir han podido desempeñar en el proceso y que puede materializarse en una simple y genérica influencia, entiéndase esta como cada uno desee, o si, por el contrario, la ciudad fenicia ha seguido ejerciendo una presencia más directa mediante el mantenimiento en Huelva de grupos de gadiritas allí desplazados, de forma temporal o permanente, para seguir gestionando in situ sus intereses económicos. Aunque es posible que la actitud de la ciudad de Gadir no haya variado demasiado en el tránsito (artificial en nuestra opinión) entre esa fase tartésica y la turdetana definida para Huelva, nos faltan ahora datos tan significativos como los que supuso para el s. VII la necrópolis de La Joya. Los escasos contextos publicados para el s. V, recogi-

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dos en el ya mencionado trabajo de Rufete, no aportan datos suficientes como para pronunciarse en uno u otro sentido aunque la continuidad que en líneas generales se observa entre ambas fases (con las lógicas transformaciones en el marco de la tipología cerámica) sugeriría también una continuidad en las prácticas político-económicas de Gadir que durante el s. V conocen un extraordinario auge no limitado a su entorno inmediato, sino proyectado a otros puntos del Mediterráneo. Es, por ejemplo, la época en la que se atestigua una gran actividad en la producción de ánforas en los hornos anfóricos gadiritas ubicados en San Fernando y en otros puntos de la bahía (Sáez 2010: 885-932) y el momento en el que los productos del comercio gadirita alcanzan, de forma masiva, puertos muy alejados del Mediterráneo como el de Corinto (Koehler 1981: 449-458; Maniatis et al. 1984: 205-222; Morris y Papadopoulos 1998: 251263; Zimmerman Munn 2003: 195-217). De tal modo, y aunque puede que la extracción de plata haya entrado en crisis como algunos autores sugieren, el área onubense seguía ofreciendo atractivos suficientes como para que los fenicios de Gadir siguiesen interesados en la captación de recursos, ya fuesen agropecuarios, ya derivados de la pesca, que la ciudad se encargaría de redistribuir a otros puntos de su extensa área de intereses. El problema, como apuntábamos líneas atrás, es definir cómo se sustancian esos intereses en una época, como el s. V, en el que los datos arqueológicos no aportan demasiada información.

5. OBSERVACIONES FINALES Como conclusión de lo que hemos visto aquí, podríamos decir que el interés que suscita el área onubense para los fenicios, desde al menos la segunda mitad del s. IX a.C., se mantiene al menos hasta el final del periodo que aquí hemos considerado. Sin duda varían las formas y los modos porque variables son también las condiciones de la población local desde los primeros momentos del contacto hasta la consolidación en el solar onubense de sociedades protourbanas o ya decididamente urbanas en las que la presencia constante de elementos fenicios puede haber creado vínculos de tipo social o económico que han dado lugar a nuevos escenarios híbridos que no son el resultado mecánico de la suma de sus componentes iniciales sino, por el contrario, realidades mucho más complejas que generan un complicado panorama cultural que solo podemos vislumbrar con

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algo más de detalle durante un corto periodo de tiempo situado entre mediados del s. VII y mediados del s. VI a.C. (o desde algo antes, dependiendo de la cronología que se quiera aceptar para la necrópolis de La Joya). Estos cambios suponen la transformación de una sociedad quizá ya con elementos de desigualdad interna en un mundo aristocrático en el que solo un pequeño número de individuos establece su dominio sobre el resto de su comunidad y lo expresa mediante suntuosos enterramientos en los que conviven objetos materiales herederos de diversas tradiciones, tanto autóctonas como alóctonas, y con ellos, tal vez, de ideas y visiones de esos mismos orígenes. Tras el final de esa necrópolis o, al menos, el desconocimiento de tumbas posteriores, salvo algún dato procedente del llamado sector C, cuya relación con los otros dos sectores dista de estar clara, desde un punto de vista topográfico, es la zona baja del hábitat la que puede traerse a colación. En ella y en torno a un núcleo cuya amplitud también ha sido objeto de diversas apreciaciones, se identifican espacios de culto, áreas productivas y de transformación y una serie de edificios de construcción esmerada y organizados en torno a una serie de ejes viarios de trazado general aún por determinar cuyos prototipos no se encuentran, sin lugar a dudas, en los ámbitos locales sino que son deudores de tradiciones constructivas mediterráneas, muy relacionadas con el mundo fenicio. La cultura material asociada muestra también un marcado aspecto fenicio aunque haya producciones de tradiciones diversas y aun cuando, entre finales del s. VII y mediados del s. VI el componente helénico esté muy bien atestiguado. Lo indígena en este periodo queda bastante desdibujado ya sea porque en la zona conocida residían sobre todo estas gentes mediterráneas y, fuera de ella, seguían perviviendo estructuras habitacionales de tipo capanícola o ya sea, y quizá sea más probable, porque puede que estemos asistiendo a una nivelación en las formas de vida de la población residente en Huelva, más allá de sus orígenes o de las identidades que asuman, lo que implica también la extensión de un mismo tipo de vivienda y de utillaje cerámico para todos ellos, independientemente de esos factores recién mencionados. Creo que en el momento presente no estamos en condiciones de decidirnos por una opción o por la otra aunque la segunda es la más probable. Todo ello, sin dejar de reconocer que los intereses económicos de los fenicios occidentales y, en especial de Gadir, continúan aportando al área onubense las novedades de todo tipo que el mundo fenicio, al que pertenece Gadir, van desarrollando, añadiéndose, durante el

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breve periodo de su acción en Huelva, las que los griegos del este puedan haber ido introduciendo. Desaparecido esa fuerte componente grecooriental, pero no el interés griego por esos territorios atlánticos, que puede haber estado representado por la ciudad de Ampurias, tampoco podemos dudar de que Gadir sigue manteniendo, o incrementando, su interés en Huelva en un momento en el que la proyección extrapeninsular de la misma empieza a ser mucho más relevante. Además de los datos materiales, conservamos en las tradiciones griegas algunas referencias que muestran cómo, ya durante el s. V, Gadir y todo lo que suponen los territorios atlánticos peninsulares siguen siendo bien conocidos en Grecia aun cuando no debemos perder de vista que ese interés disminuye cuanto más alejados y periféricos se encuentran los mismos con respecto a los que van configurándose como centros de esa cultura (Domínguez 1988: 711-724). Aunque quizá con altibajos, que en ocasiones quizá no sean más que avatares concretos en alguno de los solares excavados y publicados con niveles del s. V a.C., da la impresión de que Gadir sigue interesada en el área onubense por más que no podamos averiguar con exactitud cómo se materializa ese interés ni tampoco seamos capaces de percibir hasta qué punto la sociedad local se encuentra orientalizada aun cuando ello tampoco tiene por qué implicar una mejor aceptación de una eventual actitud colonialista por parte de Gadir. Son, pues, muchas las incógnitas que subsisten pero como corolario de lo que aquí expuesto no podemos sino reafirmar nuestra impresión de que es la acción de las poblaciones de origen mediterráneo la que determina, de forma muy notable, el desarrollo de la Huelva protohistórica y, muy posiblemente, la creación de identidades propias que, quizá en parte, estén en la base de las percepciones que estos mismos mediterráneos, no siempre de manera coherente y sistemática, se encargan de transmitir.

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

LA HERENCIA DE ARGANTONIO: CAMBIOS Y ESTRATEGIAS EN EL TARTESO POSTCOLONIAL The Argantonio’s legacy: changes and strategies in postcolonial tartessos Francisco José GARCÍA FERNÁNDEZ, Universidad de Sevilla

Resumen: La crisis del siglo VI a.C. y la transición al siglo V se ha visto en el valle del Guadalquivir como una etapa de retroceso y el paso a una nueva facies cultural que se vincula a menudo con el horizonte ibérico. Esta crisis, marcada por la desaparición de los santuarios orientalizantes, el abandono de las costumbres funerarias y algunos episodios de destrucción o contracción del hábitat en los principales poblados, supuso no solo un cambio en las relaciones entre las élites locales y los colonos fenicios, sino probablemente también el final del modelo aristocrático y del sistema de convivencia que había caracterizado a la sociedad tartésica. Sin negar la existencia de una coyuntura de cambio, más o menos severa dependiendo del área, se observa no obstante una continuidad en los hábitats principales, en la estructura del territorio y en las estrategias de explotación económica, que implica en muchos lugares el mantenimiento del tejido rural heredado de época orientalizante. La recuperación se deja ver pronto en la aparición de nuevas fases constructivas, en el incremento de los asentamientos y en la revitalización económica que tiene lugar en el siglo V a.C. Trataremos de explicar algunas de estas evidencias, los factores que pudieron contribuir a la relativa estabilidad del poblamiento, así como un esbozo del nuevo escenario político, social y cultural que se inaugura en el tránsito a la II Edad del Hierro Summary: The crisis that struck the Guadalquivir Valley in the late 6th and the early 5th century BC is generally seen as a backward phase and the beginning of a new horizon related to the Iberian cultural milieu. The crisis, which is made manifest by the disappearance of the orientalising sanctuaries and funerary habits and the destruction or contraction of some of the main settlements, not only brought about a change in the relationship between the local elites and the Phoenician colonists, but probably also the ending of the aristocratic social model that had prevailed theretofore. However, despite the evidence pointing to more or less radical changes in some areas, I argue that the overall picture is one of continuity as far as the main settlements, the settlement pattern and the economic strategies are concerned, which involves also the continuity of the rural system that characterised the orientalising period. Recovery is soon apparent: renewed construction in existing settlements, increase in population and a revitalised economy. In this article, I shall try to explain the evidence and analyse the factors that contributed to the relative stability of settlement patterns, as well as proposing some ideas with regard to the new political, social and cultural horizon that ushered the II Iron Age. Palabras clave: Bajo Guadalquivir, Edad del Hierro, Turdetania, poblamiento, crisis del siglo VI a.C. Key words: Lower Guadalquivir, Iron Age, Turdetania, settlement patterns, 6th B.C. crisis.

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No cabe duda de que la denominada crisis del siglo VI a.C., y especialmente su repercusión en las poblaciones del valle del Guadalquivir, ha despertado gran interés entre los investigadores. Unos y otros han intentado buscar sus causas primeras en distintos factores, internos y externos, a menudo concatenados, poniendo mayor o menor énfasis en los fundamentos sociales, políticos, económicos o ecológicos de la misma. Sin embargo, casi todos coinciden en dibujar el final de Tarteso como el último acto de un drama que representa el auge y caída de la primera civilización de Occidente, mientras que la cultura turdetana quedaba relegada a una pálida secuela, una suerte de tránsito hacia la definitiva incorporación de la región en la koiné mediterránea con la ocupación cartaginesa y la posterior conquista romana. A partir de este momento el foco de atención se traslada a Extremadura y Alentejo, donde aún perdurarán durante más de un siglo las formaciones sociales orientalizantes, y a la Alta Andalucía, que comienza a despuntar como un espacio especialmente dinámico y abierto a las influencias externas. Ciertamente sabemos poco del periodo que se abre a partir de finales del siglo VI a.C. en las tierras bajas del Guadalquivir. A pesar del incremento exponencial de la actividad arqueológica en las últimas décadas, apenas se han documentado en extensión niveles de la II Edad del Hierro, siendo menos aún los contextos que han podido ser suficientemente estudiados y publicados. A excepción de algunas localidades como Sevilla (la antigua Spal), Alcalá del Río (Ilipa), Coria del Río (Caura), Carmona (Carmo), o Écija (Astigi Vetus), donde se ha avanzado en el conocimiento de la estructura del asentamiento y su secuencia de ocupación, la información de que disponemos para el resto se limita a intervenciones antiguas, en su mayoría sondeos estratigráficos. Solo Tejada la Vieja fue objeto de una excavación sistemática en los años ochenta, ofreciendo la posibilidad de conocer la trama urbana de época orientalizante y postorientalizante, hasta el definitivo abandono de la ciudad durante el siglo IV a.C. (Fernández Jurado 1987a). Aun así, los niveles de hábitat suelen mostrarse en general bastante esquivos, sobre todo durante esta primera etapa de transición, cosa que no ha hecho más que alimentar la idea de una crisis poblacional (Escacena 1993: 210), a lo que hay que unir la desaparición de las manifestaciones más conspicuas del periodo anterior como son los santuarios y las necrópolis «tartésicas». No será hasta mediados del siglo IV a.C. cuando la arqueología comience a detectar de

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forma sistemática contextos domésticos en los principales asentamientos, que suelen asociarse a la paulatina reactivación económica y comercial de estas comunidades. Sin embargo, como se verá a continuación, resulta difícil pensar en un ambiente de declive generalizado y prolongado en el tiempo. Ello no supone negar los síntomas claros de un desequilibrio en los planos económico y sociopolítico que debió desencadenar conflictos no exentos de episodios de violencia y destrucción. Muy al contrario, se trata de explorar las distintas situaciones que se sucedieron en la región, su impacto sobre las poblaciones locales, así como la variedad de respuestas y soluciones que sus habitantes pudieron adoptar con el fin de alcanzar un nuevo punto de equilibrio. Para ello hay que huir del escenario postapocalíptico que a menudo se ha dibujado sobre esta fase de cambio, reproduciendo inconscientemente los añejos paradigmas civilizatorios de la historiografía tradicional, para contemplar la crisis de Tarteso no como el final de una etapa sino como el inicio de otra en la que se aceleran los procesos de especialización económica, segmentación social, jerarquización política e hibridación cultural, haciendo hincapié en las continuidades y no en las rupturas con el fin de comprender esta nueva coyuntura en su dimensión histórica.

1. LA TRANSICIÓN A LA II EDAD DEL HIERRO En anteriores ocasiones tuvimos oportunidad de analizar los distintos factores que pudieron haber detonado o contribuido esta coyuntura de crisis, así como sus principales consecuencias en la región, por lo que no volveremos sobre ello (García Fernández 2007a; Ferrer 2007; Ferrer y García, e.p.). Como ya se ha señalado, los síntomas de cambio pueden resumirse en: el fin de los santuarios, el cese de los enterramientos y, en definitiva, el ocaso de la ideología orientalizante, que tiene su principal reflejo en una evolución de la cultura material que afecta sobre todo a los bienes de prestigio. A ello habría que añadir el clima de inseguridad que debió vivirse en la región, como se intuye en los niveles de abandono o destrucción identificados en algunos asentamientos (Escacena 1993), y que pudo suponer la evacuación de gran parte de las comunidades orientales hacia los establecimientos costeros y su repliegue a territorios más seguros como Extremadura o Alentejo. Como telón de fondo se encuentra la desintegración del sistema colonial fenicio, que afecta tanto a la dependen-

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cia de las antiguas colonias con respecto a su metrópolis como a la relación de estas últimas con las élites locales, cuyo poder se sustentaba mayormente en la posición de privilegio que acabaron ocupando en la red de relaciones comerciales. A pesar de ello, la herencia recibida del periodo orientalizante acabó determinando en gran medida el paisaje que se configura en el Bajo Guadalquivir durante los siglos siguientes, especialmente la implantación de una red de asentamientos estable en el espacio y en el tiempo que dio como resultado un modelo territorial estructurado, jerarquizado y, sobre todo, adaptado a las condiciones ecológicas de cada comarca. A ello hay que unir la expansión del fenómeno urbano, que se acelera a partir del siglo V a.C. y, en consecuencia, de las formas de organización complejas, dando lugar con el paso de los años a estructuras protoestatales o estatales que se proyectan en el territorio (García Fernández 2003b). Por otro lado, se potencia un modelo basado en actividades económicas complementarias, principalmente la agricultura y la ganadería, acompañadas de otras fuentes de alimentos como es la pesca y las salazones en la costa, la pesca fluvial en la vega del Guadalquivir o en las márgenes del antiguo golfo tartesio, y la caza y la recolección, sobre todo en ámbitos marginales, sin olvidar la explotación de los recursos minero-metalúrgicos (Escacena 1987). La producción excendentaria se ve favorecida por la consolidación de una red de comunicaciones que conectan las cuencas mineras y las campiñas interiores con los núcleos portuarios del Guadalquivir y el lacus Ligustinus, lo que permite el tráfico de personas y mercancías entre el interior de la región tartésica y los principales centros mediterráneos. No obstante, el legado substancial del periodo orientalizante fue la matriz cultural resultante, capaz de mantener elementos de la tradición local amalgamados con las novedades procedentes del ámbito colonial, que habían ido asimilándose e incorporándose progresivamente a sus formas de vida. Así pues, de haber habido una reacción «antifenicia» o «antiaristocrática» en Tarteso (Ferrer 2007: 204), visible sobre todo en la esfera ideológica y en el ámbito de las creencias, ello no debió suponer una renuncia a las principales aportaciones introducidas por los orientales en los planos económico y tecnológico, como fueron el cultivo de la vid y el olivo, la importación de nuevas especies vegetales y animales, la alfarería a torno, la copelación de la plata, las técnicas constructivas o la organización urbana, por poner solo algunos ejemplos (Escacena 1989 y 1992). A

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ese sustrato poblacional tartesio, cuya identidad cultural queda definida precisamente en este momento, cuando se despojan de las manifestaciones distintivas de las antiguas elites orientalizantes (García Fernández 2007b), así como a los grupos de fenicios que aún pudieron permanecer en la región, se van sumando desde el siglo V a.C. nuevos adstratos procedentes del ámbito púnico, de la Meseta y de otros lugares del Mediterráneo, dando lugar a nuevos fenómenos de integración y diferenciación que acabarán modelando el mapa paleoetnológico de Turdetania. Un mapa en el que las fronteras étnicas se desdibujan y se transfieren al interior de las comunidades, donde volverán a convivir grupos de distinto origen (García Fernández 2012). Este proceso de recuperación y adaptación a las nuevas circunstancias va a ser variable entre unas comarcas y otras, tanto en su duración como en su alcance, dependiendo de las posibilidades que le brinde el entorno pero también de la capacidad de las élites dirigentes para alcanzar un nuevo equilibrio en la estructura sociopolítica. Por ejemplo, suele señalarse la caída de la producción –o la demanda– de metales como la principal causa del aparente marasmo al que se ven arrastradas las comarcas mineras de Sevilla y Huelva, las mismas que habían sostenido en gran medida auge económico del periodo anterior, desde finales del siglo VI a.C. (Fernández Jurado 1986), aunque ello no impidió que siguieran en explotación los grandes cotos, como Tharsis, Riotinto o Aznalcóllar, así como otras minas menores situadas tanto al pie como al interior de Sierra Morena occidental (Belén y Escacena 1997: 140; por ejemplo, Pérez Macías 1999; Pérez Macías et al. 1999; Hunt 2000). De este modo, a pesar de las evidencias de contracción o reestructuración del hábitat que se aprecian en algunos asentamientos, como la propia Huelva o Tejada la Vieja, amén de los establecimientos localizados en las zonas de extracción, la nota dominante va a ser la continuidad en el modelo de poblamiento y la consolidación de los grandes centros como los ejes articuladores del territorio (Fernández Jurado 1987b), al menos hasta fines del siglo V o inicios del IV a.C., cuando se constata el abandono de algunos de estos hábitats, como Cerro Salomón o Quebrantahuesos (Blanco et al. 1970: 10-11; Pellicer 1983: 85). Ello es aún más evidente en el bajo Guadalquivir y sus campiñas interiores, donde tras un breve intervalo, que coincide grosso modo con las últimas décadas del siglo VI a.C. y los primeros compases del V, se asiste a una auténtica eclosión del poblamiento (Ferrer et al. 2008: passim).

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En efecto, a excepción de los lugares ocupados por santuarios, como es el caso del Cerro de San Juan (Coria del Río), Montemolín (Marchena) o El Carambolo (Camas), cuya interrupción fue definitiva, el resto de los asentamientos presentan huellas de recuperación a lo largo del siglo V a.C. (Fig. 1). En Carmona, sin ir más lejos, el abandono precipitado del área sacra de Saltillo, situada en el antiguo barrio fenicio, a mediados del siglo VI a.C. no impidió que las estructuras fueran amortizadas poco tiempo después por nuevas construcciones que, si bien siguieron las mismas orientaciones, no parecen haber mantenido la misma función religiosa (Belén et al. 1997; Román y Belén 2007). En Caura, no obstante, habrá que esperar al siglo IV a.C. para encontrar una ocupación estable sobre el solar del antiguo santuario a Baal, «aunque la presencia humana está sobradamente constatada allí mismo por hogares y restos de comida asociada a cerámica de cocina y a vajilla pintada de tipo turdetano» (Escacena e Izquierdo 2001: 139; Escacena 2002: 43). Por su parte, el hábitat de Montemolín, situado en el vecino cerro de Vico, no

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se vio afectado por la desaparición del complejo arquitectónico que se había asentado en su acrópolis a finales del siglo VIII a.C. (Bandera et al. 1993), continuando de forma ininterrumpida durante la II Edad del Hierro y los primeros siglos de la era cristiana (Bandera y Ferrer 2002). La única excepción parece corresponder al poblado situado en la Mesa de Setefilla, cuyos últimos niveles de ocupación han sido fechados precisamente en el siglo V a.C. (Escacena 1993: 188-189), aunque la aparición de algunos fragmentos de cerámica ática de barniz negro de fines del siglo V o inicios del IV a.C. en las fosas medievales del castillo podría retrasar este abandono hasta el año 400 a.C. (Aubet 1982: 215), coincidiendo con otros cambios poblacionales que se suceden en la margen derecha del Guadalquivir, como es el traslado del hábitat de la futura Itálica desde el Cerro de la Cabeza hasta la Colina de San Antonio (Escacena 1983: 59-60) o, ya al interior de la comarca de El Campo, el final de Tejada la Vieja a mediados del siglo IV a.C. y la inmediata fundación de Tejada la Nueva (la antigua Ituci) en sus proximidades.

Figura 1. Mapa general del antiguo estuario del Guadalquivir y sus áreas aledañas, donde se distinguen los asentamientos que se abandonan (punto fino) de los que perduran (punto grueso) después del siglo VI a.C. (elaboración propia).

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Muy al contrario, como decíamos antes, la tónica general será la de la continuidad. Tras un breve periodo de retroceso, los enclaves protourbanos del Bajo Guadalquivir experimentan a partir del siglo IV a.C. una nueva etapa de crecimiento que se manifiesta en una reactivación de la actividad constructiva y una intensificación de los contactos comerciales, con la llegada masiva de nuevos productos procedentes de la costa (Ferrer et al. 2008: 241). Los casos de Sevilla (la antigua Spal), Cerro Macareno y Alcalá del Río (Ilipa) resultan paradigmáticos en este sentido (fig. 1). Los dos primeros constituyen sendos emporios situados en la orilla izquierda del Guadalquivir, el primero justo en el punto en que termina la navegación con barcos de gran calado y el segundo aguas arriba, muy cerca de Ilipa, mientras que esta última, ubicada ya en la orilla derecha, se convierte en el puerto de cabecera del antiguo estuario, donde se inicia la navegación plenamente fluvial (Str. 3.2.3). En Sevilla, la nómina de excavaciones que han alcanzado las fases protohistóricas de la ciudad es bastante reducida, dada la profundidad de los depósitos, la complejidad estratigráfica y la cota a la que aparece el nivel freático (Escacena y García 2012: 763). A pesar de que se han registrado algunos contextos de época orientalizante, a día de hoy siguen sin documentarse niveles de ocupación que puedan fecharse entre finales del siglo VI e inicios del IV a.C. Sin embargo, sí contamos con varios depósitos secundarios que ponen de relieve la reactivación del tráfico portuario en estas fechas, como puede desprenderse de la presencia de variantes antiguas del ánfora MP-A4, con pastas procedentes tanto de las costas de Málaga como de la bahía de Cádiz, que suelen aparecer junto a abundante cerámica común de fabricación local y otros residuos domésticos (García y González 2007: passim; Escacena y García 2012: 787-788). En Cerro Macareno esta continuidad es mucho más evidente, tanto en las secuencias estratigráficas obtenidas en los cortes F y V-20 (Martín de la Cruz 1976; Pellicer et al. 1983), como en las estructuras productivas exhumadas en los cortes F, G (Fernández Gómez et al. 1979), H.I y H.II (Ruiz Mata y Córdoba 1999). En los primeros no se observa ningún hiato en la ocupación entre finales de época orientalizante y los inicios del periodo turdetano; es más, el tránsito entre estas dos fases viene representado, en el caso del corte V-20, por los últimos niveles de la cuarta vivienda y los niveles fundacionales de la quinta, cuya construcción fechan sus excavadores en el segundo cuarto del siglo V a.C. sin cambios aparentes en la orientación de los muros

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aunque sí en su ubicación (Pellicer et al. 1983: 57, fig. 12). Por lo que respecta al sector industrial, este comprende una serie de hornos asociados a otras instalaciones del alfar, basureros y fosas destinadas probablemente a las tareas de limpieza y carga de los mismos donde pudieron documentarse desechos de producción, principalmente ánforas, junto con cerámicas comunes, restos de adobe y cenizas. La cronología de dichos materiales permitieron fechar el uso y amortización de estas estructuras durante el siglo V e inicios del IV a.C. (Ruiz Mata y Córdoba 1999: 97), lo que lo convierte en el establecimiento alfarero más antiguo de los conocidos para este periodo en el Bajo Guadalquivir (García Fernández y García Vargas 2012: 19-21) y pone de relieve la vitalidad que mantenía este poblado en los momentos iniciales de la II Edad del Hierro. Por último, el centro histórico de Alcalá del Río ha sido objeto de varias intervenciones en la pasada década que corroboran el importante papel que las fuentes literarias grecolatinas atribuyeron a esta localidad en época romana, y que se remonta claramente a la Protohistoria (Ferrer et al. 2007). Aunque sus resultados solo se han publicado parcialmente, la cantidad y la calidad de los nuevos datos con los que contamos merecen que nos detengamos un poco en ellos. Como ya se ha indicado en la contribución anterior, parece que el primer asentamiento estable se inauguró en los siglos VIII-VII a.C. bajo el casco urbano actual, concentrado en los rebordes de la terraza aluvial y paralelo al curso del río Guadalquivir, sobre dos montículos delimitados por el arroyo Caganchas, que separaba el hábitat de la necrópolis tartésica de La Angorrilla (Fernández y Rodríguez 2007: 70-71). Aparentemente, el asentamiento de época turdetana coincidía, grosso modo, con el área habitada durante el periodo orientalizante, no obstante, si bien se aprecia una continuidad entre la I y la II Edad del Hierro, tanto en lo que se refiere a las técnicas constructivas como en la orientación de las estructuras y funcionalidad de los ambientes, el registro se muestra especialmente fragmentario, interrumpiéndose en algunos sectores hasta los siglos III-II a.C. (Ferrer y García 2007: 124). Todo apunta a que a finales del siglo VI a.C. se produce una reorganización del espacio urbano que supone el paulatino abandono del sector sur y la concentración de la población en la mitad septentrional, la más elevada, del antiguo oppidum. Aun así, no hay evidencias de discontinuidad en el hábitat, como se desprende de las intervenciones realizadas en c/ La Cilla 2-4 (Ferrer y García 2007) y c/ Antonio Reverte 26-28 (Ortiz 2010). En el primer

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caso la fase más antigua, que arranca en el periodo orientalizante (siglo VII a.C.), se prolonga sin solución de continuidad hasta comienzos el siglo V a.C. A ella corresponden tres estancias de planta rectangular delimitadas por muros de adobe y pavimentadas con tierra batida teñida de rojo, en una de las cuales se pudo documentar un hogar –o un altar– en forma de piel de toro, adosado a un banco y recubierto por una capa de arcilla color rojo similar a la del pavimento (Fig. 2) (Ferrer y García 2007: 106-111). A juzgar por los restos exhumados, la interrupción en la ocupación, en caso de haberse producido en este sector del poblado, únicamente abarcaría el segundo tercio del siglo V a.C., ya que sobre la anulación de las últimas estructuras de época orientalizante se superponen inmediatamente niveles de colmatación con materiales de finales del V y de la primera mitad del siglo IV a.C. (entre ellos un fragmento de cerámica ática de barniz negro). Asimismo, la continuidad de espacios, muros y técnicas edilicias permite pensar

Figura 2. Excavación en c/ La Cilla 2-4. Vista de los niveles correspondientes a la primera fase de ocupación (fotografía: Á. Fernández Flores).

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que los últimos edificios del período orientalizante, ya arruinados, debieron quedar visibles, al menos a nivel de cimentación, pues fueron aprovechados para calzar las construcciones de los siglos IV y III a.C., las cuales vienen a seguir la misma orientación y distribución (Ferrer y García 2007: 124). Lo mismo puede decirse de la excavación de la c/ Antonio Reverte 2628, donde la secuencia edilicia correspondiente a la Fase III (mediados del siglo VI-siglo IV a.C.), compuesta por tres edificios superpuestos de planta rectangular que mantienen la misma orientación y técnicas constructivas, no presenta aparentemente solución de continuidad (Ortiz 2006: 4373-4375). La crisis del siglo VI a.C. tampoco parece haber afectado profundamente al interior de la Campiña de Sevilla y menos aún a los grandes centros de población (Fig. 3). Volviendo a Carmona, la aparición de un estrato de incendio en el sondeo realizado por Carriazo y Raddatz a finales de los años cincuenta de la pasada centuria en el Raso de Santa Ana (Carriazo y Raddatz 1960) y en las excavaciones llevadas a cabo veinte años después por M. Pellicer y F. Amores en el mismo lugar (Pellicer y Amores 1985) se puso en relación con un episodio de destrucción fechado por estos últimos en torno al siglo V, pero que Escacena ha elevado siguiendo criterios tipológicos y estratigráficos a la segunda mitad del VI a.C. (Escacena 1993: 191), coincidiendo con el brusco abandono del santuario de Saltillo. Efectivamente, las intervenciones de urgencia desarrolladas posteriormente en la Plaza del Higueral (Gil et al. 1990) confirmaron la extensión de ese nivel hacia el interior del antiguo barrio fenicio, contemporáneamente a la construcción de nuevas estructuras defensivas asociadas a esta fase de inestabilidad política y social (Anglada y Rodríguez 2007: passim). Sin embargo, en ningún caso supuso una interrupción del hábitat, sino más bien una remodelación urbanística que llevó aparejada la concentración de la población local en el barrio de San Blas, poco tiempo después del desalojo de sus antiguos ocupantes, y su posterior expansión hacia el sur y el oeste, con el abandono paralelo del área situada al este, al otro lado de las vaguadas de los arroyos Arbollón y San Bartolomé, interpretada como el asentamiento indígena de época orientalizante, que permanecerá como un espacio marginal hasta la conquista romana (Escacena 2001: 29-30; Lineros 2007: 448-450). Al otro extremo de la comarca de Los Alcores, la reciente revisión de dos excavaciones antiguas, efectuadas respectivamente en El Gandul (Pellicer y Hurtado 1987) y en el Cerro del Castillo de Alcalá

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Figura 3. Mapa general del Bajo Guadalquivir y la campiña de Sevilla que indica los asentamientos de primer orden (elaboración propia).

de Guadaira (Pozo y Tabales 1991), apunta en la misma dirección. En el primer caso, el único sondeo realizado hasta la fecha no ofrece discontinuidades ni en la secuencia estratigráfica ni en la cronología de los contextos materiales (Garrido 2007). Por su parte, los cortes realizados en 1989 en el castillo de Alcalá de Guadaira y en las murallas de la Villa con motivo de su restauración han permitido identificar niveles de los siglos V y IV a.C. fácilmente fechables a partir de un nutrido elenco de ánforas de tradición local (formas B y C de Pellicer) y otros materiales, entre los que también comparecen algunos restos residuales de los siglos VII y VI a.C. (García y Guillén 2016: 39-42). Esas ánforas (Fig. 4), como se verá más adelante, guardan estrechos paralelos con las halladas en las prospecciones realizadas en el término alcalareño, especialmente en los yacimientos situados en las proximidades del río Guadaira y de su afluente, el Guadairilla, lo que permite relacionar este centro, probablemente subsidiario de El Gandul, con la puesta en explotación del sector meridional de la vega de Carmona.

Más al interior de la campiña nos encontramos con Écija (Fig. 3), un centro secundario ubicado en la vega del Genil y dependiente quizá de la vecina Munda. En este caso, el desmantelamiento de promontorio donde se concentraba la población turdetana (Astigi Vetus) para la implantación de la colonia romana ha limitado sin duda nuestras posibilidades para conocer la secuencia ocupacional de época protohistórica (García-Dils 2010: passim). Aun así, gracias a la reciente revisión, sistematización y estudio de las intervenciones llevadas a cabo en el cerro del Alcázar (o del Castillo) y sus áreas aledañas, solar del primitivo asentamiento, por parte de E. Rodríguez González (2014), hoy sabemos que el hábitat tuvo su inicio en el siglo IX a.C. y se mantuvo sin solución de continuidad hasta su radical transformación urbana en los últimos compases del I a.C. Será, pues, «en la etapa tartésica cuando el perímetro de la población quede definido, manteniéndose incluso durante el periodo turdetano» (Rodríguez González 2014: 204). Aunque son escasos los contextos que puedan fecharse en el tránsito de los siglos VI al V

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Figura 4. Castillo de Alcalá de Guadaira. Materiales documentados en el corte 39 (nivel VIII y X) de las excavaciones de 1989 (elaboración propia).

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a.C. (se limitan básicamente a las intervenciones realizadas en la Plaza de Armas), resulta difícil pensar en un hiatus en la ocupación e incluso en una contracción del hábitat, si tenemos en cuenta la ausencia de niveles de destrucción y, sobre todo, la continuidad de las estructuras entre ambas épocas y la aparición de materiales de esta cronología en depósitos secundarios (Rodríguez González 2014: 202-205). Ello contrasta con el oppidum Alhonoz, donde J. L. Escacena ha puesto de manifiesto la ausencia de niveles claros de mediados del siglo V a mediados del IV a.C. en los sectores excavados por L. A. López Palomo (1981), así como de restos cuya cronología pueda remontarse a esta etapa. En consecuencia, a falta de nuevos datos que permitan confirmarlo, «es probable que hasta la segunda mitad del siglo IV a.C. no se reinicie la ocupación de Alhonoz, para conocer ahora un auge importante que durará hasta los comienzos de la Romanización» (Escacena 1993: 190). El panorama en los rebordes del antiguo lacus Ligustinus es muy similar, si bien la nómina de yacimientos estudiados se reduce bastante, sobre todo si excluimos aquellos cuyas excavaciones son antiguas o están deficientemente publicadas, como es el caso de Asta Regia (una síntesis en Esteve 1969) o del Cortijo de Ébora (Carriazo 1970), aunque suele aceptarse generalmente, a partir de los materiales exhumados o recogidos en superficie, la continuidad poblacional entre la I y la II Edad del Hierro (Fig. 3). Lebrija se muestra, no obstante, coherente con las secuencias del interior del Guadalquivir y la campiña de Sevilla. El sondeo efectuado a mediados de los años ochenta en la c/ Alcazaba, en el sector meridional del Cerro del Castillo, no revela aparentemente cesura alguna en su estratigrafía, al menos para estos momentos de transición, aunque sí niveles de destrucción que sus excavadores relacionaron con el «ocaso de Tartessos» (Caro et al. 1987: 173). En cambio, la secuencia obtenida algunos años antes en la zona conocida como Huerto Pimentel, en la ladera noroccidental del promontorio, se interrumpe precisamente a finales del periodo orientalizante (Tejera 1985). Ello ha llevado a plantear una reducción del área ocupada y la concentración de la población en la zona más alta y fácil de defender, coincidiendo con el paso al periodo turdetano (Escacena 1993: 197). Esta debió ser la situación del asentamiento al menos hasta finales de la II Edad del Hierro, cuando se documenta un pequeño recinto fortificado en la par-

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te norte del cerro (Quirós y Rodrigo 2001: 10261029), contemporáneo quizá a la muralla de adobe registrada en los niveles superiores de la calle Alcazaba (Caro et al. 1987: 169). Pese a ello no creemos que sean razones suficientes para negar el carácter urbano al oppidum turdetano, como en ocasiones se ha propuesto (Quirós y Rodrigo 2001: 10261029), sobre todo si tenemos en cuenta su importancia estratégica en el control de la paleoensenada y los esteros navegables que penetraban hacia el interior de la región (Tomassetti 1997: 249-259). Más recientemente, las excavaciones efectuadas en el yacimiento de Torrevieja (Villamartín, Cádiz), un oppidum de 6 ha situado en el curso medio del Guadalete (Fig. 3), han permitido documentar el derrumbe de una muralla y de varias estructuras domésticas de época turdetana asentadas sobre los restos de un poblado de cabañas anterior que debió abandonarse a mediados del siglo VII a.C. (Gutiérrez López 1999; 2002). Los materiales asociados a estas construcciones (sobre todo las ánforas, la vajilla griega de barniz negro o figuras rojas y otras importaciones de prestigio) arrojan una cronología que se extiende desde la primera mitad del siglo V a finales del III a.C. (Gutiérrez López 2002: 130-131), momento en que el asentamiento es de nuevo abandonado, probablemente en el contexto de la Segunda Guerra Púnica (Gutiérrez y Reinoso 2003). El interés de este yacimiento para la investigación radica, por un lado, en su ubicación, a caballo entre la campiña de Cádiz y la campiña Sureste de Sevilla, próximo a la vía terrestre que comunicaba el litoral gaditano con el valle del Guadalquivir y la depresión de Ronda a través de las comarcas de Montellano y Morón de la Frontera; y, por el otro, en el hecho de que su reactivación y fortificación coincida en el tiempo con el proceso de contracción del poblamiento que afecta a toda la provincia de Cádiz y que supone el cese de los establecimientos agrícolas implantados durante el periodo orientalizante en favor de los asentamientos de primer orden o de los centros secundarios, como es el caso de Torrevieja (Gutiérrez López et al. 2000). Una solución muy distinta a la que se adopta en el interior Bajo Guadalquivir, aunque en ella se quiera ver también la consolidación de las antiguas aristocracias locales, que reafirman su poder sobre los grupos de base parental a través de nuevas formas de servidumbre gentilicia nuclear y territorial que marcarán a partir de ahora las relaciones sociopolíticas (Gutiérrez López 2000: 135).

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2. CAMPO Y CIUDAD EN EL TARTESO POSTCOLONIAL En efecto, en el tránsito entre los siglos VI y V a.C. se asiste a un reajuste en los modelos de ocupación y explotación del territorio que afecta de forma desigual a las distintas comarcas de la antigua tartéside (García Fernández 2003b; 2005). La consecuencia más generalizada va a ser, sin duda, la interrupción de los programas de colonización agrícola iniciados en los siglos VII y VI a.C. y el encastillamiento de la población en los oppida, desde los cuales se lleva a cabo la puesta en cultivo de las tierras circundantes. Es lo que se observa, por ejemplo, en el valle medio del Guadalquivir, especialmente en su margen izquierda, donde en los años previos se había asistido a una auténtica eclosión del poblamiento rural (Morena 1990; Murillo y Morena 1992; Carrilero et al. 1993); también en la serranía de Ronda (Carrilero y Aguayo 1996) o en el valle del Guadalete, como acabamos de ver. En otros lugares, en cambio, el hábitat se había mantenido concentrado desde época orientalizante en un número reducido de asentamientos de primer orden, sin que se aprecie una implantación rural estable hasta la extensión del fenómeno de la villa tras conquista romana. Ese es el caso de la campiña oriental de Sevilla (especialmente las comarcas de Osuna y Estepa) o de la vega del Guadalquivir, donde los escasos establecimientos agrícolas registrados hasta el momento corresponden a momentos muy avanzados (fines del siglo III o siglo II a.C.), o bien son tan contados que no se puede hablar de una auténtica colonización agrícola, sino más bien núcleos de mediano o pequeño tamaño que a modo de avanzadillas estarían destinados a poner en explotación determinados recursos alejados de los grandes centros (García Fernández 2003b: passim). Sin embargo, el fenómeno más interesante de este periodo será la perduración y desarrollo en ciertas áreas del modelo de ocupación y explotación del territorio inaugurado a inicios de la Edad del Hierro. Así pues, mientras que en algunas comarcas la mayor parte de los asentamientos agrícolas se abandonan, en el Bajo Guadalquivir el poblamiento rural no solo se mantiene estable sino que se densifica, siguiendo dos procesos consecutivos. Por un lado, el incremento del número de hábitats en las áreas anteriormente ocupadas, como ocurre en la campiña de Sevilla, donde se consolida un tejido productivo compacto y bien estructurado que reproduce las líneas básicas de la colonización agrícola de época orientalizante; y por el otro, la extensión ya

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entre los siglos IV y III a.C. del fenómeno colonizador a otras zonas donde aún no se había iniciado o lo había hecho muy débilmente, sobre todo en la margen oriental del lacus Ligustinus, la campiña de Jerez o el valle del Guadalete (Ferrer et al. 2007: 208-212). En el primer caso, las prospecciones llevadas a cabo en las comarcas de Marchena (García Fernández 2003b; 2005; 2007a) y Fuentes de Andalucía (Fernández Caro 1992) han permitido constatar que después de un breve intervalo, en el que se produce el abandono de algunos asentamientos de mediano y pequeño tamaño, el número de aldeas y granjas comienza a aumentar paulatinamente desde mediados del siglo V a.C. hasta finales de la siguiente centuria, llegando a alcanzar el centenar solo en el término municipal de Marchena (Fig. 5) (García Fernández 2007a: 93). La estructura y jerarquía del poblamiento es análoga a la que se implanta en época orientalizante y que se ha visto en el capítulo precedente, mientras que las áreas de concentración se mantienen sin cambios, pues se trata simplemente de una intensificación en la explotación de los mismos recursos agropecuarios (García Fernández 2007a: 95 ss.). Así pues, al igual que en el periodo anterior, el territorio va a estar encabezado por una serie de centros de primer orden u oppida, apoyados en una red de asentamientos de segundo orden, que hemos venido denominando «tipo torre» o «atalaya» por su probable función defensiva y de dominio visual del entorno, pero también de almacenamiento y protección del excedente productivo, como se desprende de la abundancia de restos anfóricos que suelen presentar en superficie (Fig. 5). Tantos unos como otros se sitúan, cada cual a su escala, en los lugares más aptos desde el punto de vista estratégico, sobre cerros amesetados de mediana altura, fácilmente protegibles, con una amplia visibilidad y próximos a las principales vías de comunicación. La práctica totalidad de estos núcleos tuvieron su origen en la I Edad del Hierro, manteniéndose activos sin aparente solución de continuidad al menos hasta la conquista romana, aunque solo los primeros llegaron a desarrollar rasgos urbanos (Chaves et al. e.p.). Bajo su control se sitúan las explotaciones agrícolas, que en esta zona se han clasificado en aldeas y granjas a partir de una serie de criterios como su tamaño, su ubicación y su perduración cronológica (Fig. 5). En ambos casos su función seguía siendo el aprovechamiento de las feraces tierras de la campiña o de las zonas de pasto que se extienden al sur y este de esta comarca, menos productivas agrícolamente pero

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Figura 5. Mapa de la comarca de Marchena en época turdetana con la implantación rural y la propuesta de jerarquía de asentamientos (elaboración propia).

muy aptas para la cría de ganado, especialmente bóvidos, dada la proliferación de lagunas y arroyos salados. La mayoría de los asentamientos se sigue concentrando en las proximidades de los ríos y los arroyos con caudal permanente, como el Corbones (Fig. 6), el Salado o el Madrefuentes, mientras que otros tantos se distribuyen por los cerros y lomas de mediana altura que salpican la región, como es el caso de los cerros de Porcún, Las Motillas y las lomas de La Torre y la Santa Iglesia, en sector noroccidental del término; las lomas de La Verdeja, La Lombriz y La Platosa, en el cuadrante nororiental, colindante con los vecinos municipios de Écija y Fuentes de Andalucía; o el entorno de los Cerros de San Pedro, situado ya en este último (Fig. 5) (García Fernández 2003b: 1026-1032; 2007a: 109-114; Fernández Caro 1992: 183). Aunque de forma más dispersa, este poblamiento se extiende hacia el oeste por la vega de Carmona hasta alcanzar las faldas de la formación de Los Alcores, manteniendo el mismo patrón de asentamiento, preferentemente en las terrazas de los principales cursos fluviales o en las laderas de cerros y lomas, siempre cerca de fuentes de agua

potable y de las tierras con mayor potencial agrícola (Conlin et al. 2007: 318 ss.). Desde El Gandul parece liderarse un proceso análogo al que hemos descrito para el valle del Corbones y la ribera del Madrefuentes. Las prospecciones llevadas a cabo a finales de los ochenta en el término de Alcalá de Guadaira (Buero y Florido 1999) han puesto de relieve la existencia de una densa red de pequeñas unidades agrarias situadas a lo largo de las márgenes de los principales cursos fluviales (Fig. 7), sobre todo los ríos Guadaira y Guadairilla (Fig. 8), encabezados por un número reducido de centros secundarios, caso del Cerro del Cincho (García y Pliego 2004), o bien de yacimientos tipo «atalaya», como el Cerro del Castillo de Alcalá de Guadaira (García y Guillén 2016), que se extendería también hacia los vecinos municipios de Arahal, Los Molares y Utrera (Ruiz Delgado 1985; Romo y Vargas 2002). Gracias a los materiales publicados sabemos que una buena parte de ellos tienen su inicio entre los siglos VII y VI a.C. y, al igual que ocurre en las comarcas de Marchena y Fuentes de Andalucía, muchos perdurarán durante la siguiente centuria, momento en que comienzan a incorporase nuevos asentamientos

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Figura 6. Imagen del valle medio del Corbones en las inmediaciones del yacimiento de Montemolín-Vico (fotografía: F. J. García Fernández).

Figura 7. Mapa de la comarca de Alcalá de Guadaira en época turdetana con la implantación rural y la propuesta de jerarquía de asentamientos (elaboración propia).

(Buero y Florido 1999). Las ánforas, de hecho, son muy similares a las halladas en el Castillo de Alcalá de Guadaira, lo que no solo sugiere una ocupación sincrónica, sino que revela el rol que pudo jugar este centro en el control y la redistribución de los excedentes agrícolas producidos en la comarca. La ubicación estratégica del Cerro del Castillo sobre una importante vía de comunicación le permite actuar como bisagra entre la vega de Carmona y el valle del Guadalquivir (Fig. 7), custodiando el punto en que el Guadaira atraviesa los Alcores y se dirige hacia los centros portuarios que jalonaban su antigua desembocadura (García y Guillén 2016: 48-49). Algo más al sur, en la campiña sureste también se asiste a una proliferación de establecimientos rurales, aunque en este caso nuestro conocimiento decrece en la medida en que no contamos con excavaciones ni estudios territoriales publicados, más allá de las prospecciones realizadas en los años ochenta (Ruiz Delgado 1985), que solo han sido parcialmente revisadas (González Acuña 2001). Aun así, se ha podido documentar un conjunto relativamente nutrido de hábitats de pequeño tamaño que responde al mismo patrón de ocupación: en llano o sobre peque-

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Figura 8. Imagen del valle medio del Guadaira en las inmediaciones de la mesa de El Gandul (fotografía: F. J. García Fernández).

ñas elevaciones, próximos a las fuentes de agua y en relación con las principales vías terrestres (Ruiz Delgado 1985: 243-245). Este sector sirve además de transición con la margen oriental de la antigua ensenada tartésica y con el interior de la campiña de Cádiz, a través del valle del Guadalete. Ya hemos visto cómo en este último caso el poblamiento heredado del periodo orientalizante se contrae a partir de finales del siglo VI a.C. y pasa a un modelo polinuclear basado en una serie de oppida principales y centros secundarios. Sin embargo, a orillas del lacus Ligustinus y al interior de los esteros se aprecia desde finales del siglo V a.C. una recuperación del tejido rural que se acelerará en las siguientes centurias (García Fernández 2003b: 1065). Lo hemos podido comprobar en el territorio de Lebrija, donde surgen nuevos asentamientos agrícolas de mediano o pequeño tamaño destinados prioritariamente a la explotación agropecuaria, pero también al aprovechamiento de los recursos que brinda el ambiente litoral. Ello explica su distribución en torno a los principales polos de atracción económica (Fig. 9): la antigua línea de costa y los rebordes de los esteros navegables; la campiña interior, con un elevado potencial ecológico que viene favorecido ade-

más por los arroyos que surcan el término en sentido norte-sur y la abundancia de manantiales de agua potable; y las faldas de la sierra de Gibalbín, controlando los pasos que comunican la costa con el interior de la campiña de Cádiz, o bien sirviendo de estación a los pastores que realizaban el tránsito entre las dehesas altas de la sierra y las dehesas bajas que jalonaban los esteros (Fig. 10). En cualquier caso no hay que desdeñar la importancia de la ganadería, que tendría en las lagunas salobres y en las bocas de los propios esteros una fuente inagotable de pastos ricos en sales (García Fernández 2003b: 1067-1070; 2005: 898). Este modelo parece extenderse también a la zona de Trebujena y Jerez de la Frontera, especialmente al entorno de Mesas de Asta, donde en el siglo IV a.C. y tras una fase de contracción de algo más de una centuria comienzan a surgir nuevos establecimientos rurales en las mismas áreas que se habían puesto en explotación durante el periodo orientalizante (González Rodríguez et al. 1995: 72; Barrionuevo et al. 1999: 33), quizá ya en relación con los intereses de Gadir y la implantación de nuevos modelos de explotación agrícola importados del Mediterráneo central, inspirados o auspiciados por Cartago (Carretero 2007).

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Figura 9. Mapa de la comarca de Lebrija en época turdetana con la implantación rural y la propuesta de jerarquía de asentamientos (elaboración propia).

Figura 10. Imagen de las marismas del Guadalquivir inundadas entre Isla Mayor y Lebrija (fotografía: F. J. García Fernández).

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Por el contrario, la ribera del Guadalquivir presenta un poblamiento concentrado en grandes núcleos de primer orden vinculados al tráfico fluvial de productos propios e importados y a la explotación de sus márgenes inmediatas (Fig. 1). La carencia de grandes extensiones de tierra cultivable y el factor de atracción que supone el propio Guadalquivir determinó el escaso desarrollo de la colonización agrícola e hizo innecesario el establecimiento de asentamientos menores, al menos en las zonas más próximas al río (García Fernández 2003b: passim; 2005: 896897). Es lo que se ha podido comprobar en las prospecciones llevadas a cabo recientemente en tres puntos clave su curso bajo, como son los municipios de Peñaflor (Ferrer et al. 2005), Alcalá del Río (Fernández Flores et al. 2009) y Dos Hermanas (García Fernández et al. 2005). Aunque se han detectado algunos asentamientos menores en los alrededores de la antigua Orippo (Dos Hermanas), no podemos hablar de una colonización agrícola propiamente dicha, al menos no hasta momentos muy avanzados de la II Edad del Hierro o inicios del periodo romano (Fig. 11). Sin embargo al interior del Campo de Gerena, en

Figura 11. Mapa de la comarca de Dos Hermanas a finales de la II Edad del Hierro con la implantación rural y la propuesta de jerarquía de asentamientos (elaboración propia).

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la zona de campiña que se extiende por la margen derecha del Guadalquivir entre el Aljarafe y los piedemontes de Sierra Morena, hay de nuevo evidencias de un tejido rural denso y bien estructurado a finales de época turdetana (Garrido 2011; Garrido et al. 2012), comparable con el que se ha descrito para la vega de Carmona y las comarcas de Marchena y Fuentes de Andalucía (Fig. 12). Todo apunta a que una parte de esta red de asentamientos estaría relacionada desde antiguo con la explotación de la cuenca minera de Aznalcóllar, la producción metalúrgica y su distribución hacia los puertos del Guadalquivir, muy probablemente la antigua Ilipa; pero también se ha identificado un grupo de establecimientos de pequeño y mediano tamaño en los alrededores de Guillena y próximos al curso del Ribera del Huelva que podrían interpretarse como factorías agrícolas. La calidad de los datos y la escasa representatividad de los materiales superficiales, cuya cronología podría alcanzar en algunos casos el periodo romano, invita a ser cautos a la hora de hablar de una «colonización agrícola» (Garrido 2011: 568), aunque estos indicios nos ponen sobre aviso del interés de un espacio al que se ha prestado tradicionalmente escasa atención por parte de la investigación a pesar de su innegable potencial ecológico y su situación estratégica, en el punto donde confluye la vía que conecta el Guadiana y el valle del Guadalquivir a través de los cotos mineros de Huelva con los caminos que descienden desde la Meseta a través de los pasos de la Sierra Norte. Sin ir más lejos, los recientes estudios llevados a cabo en la zona con motivo de la puesta en explotación de la mina Cobre Las Cruces, que abarca los actuales términos de Guillena, Gerena y Salteras, han aportado una valiosa información gracias a la excavación en extensión de un establecimiento rural cuyas cronologías pueden remontarse a los siglos V y IV a.C. (Vera 2012). El yacimiento SE-M se sitúa en la parte superior de una loma sobre la orilla derecha del arroyo Molinos, tributario del Ribera del Huelva por su margen izquierda, y próximo a al camino del Esparragal, una antigua vía que ascendía hacia la sierra conectando con los puertos que se dirigen al sur de Extremadura. La intervención llevada a cabo en junio de 2011 permitió documentar la planta, a nivel de cimentación, de un complejo de edificios que giran en torno a un gran espacio abierto, delimitado por muros de cerramiento y pavimentado con cantos rodados (Fig. 13). La técnica constructiva empleada en todos los casos es la misma: mampostería de cantos rodados y bloques de caliza o granito con arga-

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Figura 12. Distribución y jerarquía del poblamiento en la zona del Campo de Gerena: (a) II Edad del Hierro y (b) época romano-republicana (Garrido et al. 2012: figs. 1 y 2).

masa de tierra, estos últimos más frecuentes en los muros de mayor entidad, destinada a sostener un alzado de adobe. El edificio mejor conservado consiste en una estructura cuadrangular de aproximadamente 200 m 2 formada por una nave longitudinal, paralela al costado noroccidental del patio, a la que se abren una serie de naves transversales de 2 m de ancho por 8,70 de largo. Hasta el momento se han podido delimitar dos, aunque teniendo en cuenta sus dimensiones debió albergar un total de seis. Adosado a esta, ya en el patio, los restos de un pavimento de cantos rodados y piedras calizas se han interpretado como el espacio de uso de un soportal, realizado probablemente en madera. Por su parte, a lo largo del costado noreste se distribuyen otras estancias de menores dimensiones, conservadas solo parcialmente, mientras que al Suroeste encontramos otros dos edificios, el más próximo de los cuales presenta una orientación distinta al del resto de las estructuras (fig. 13). Los materiales asociados a estos últimos y el relleno de una fosa de vertido situada en sus inmediaciones, donde aparecen variantes tardías del repertorio cerámico turdetano junto con algunas importaciones itálicas, permiten suponer que se trata de una fase posterior, de finales de la Edad del Hierro o más probablemente de los primeros siglos de la ocupación romana. Su excavadora interpreta estos edificios como «un conjunto dedicado a la explotación, producción y almacenamiento de productos agrícolas, definidos por la tipología de su construcción, la cercanía de un curso de agua –el arroyo Molinos–, proximidad de una vía de comunicación que articula el territorio

desde antiguo –camino del Esparragal– y por la existencia de restos materiales cerámicos, entre los que predominan los fragmentos de recipientes de almacenamiento, como son ánforas, vasijas y vasos» (Vera 2012: 70), lo que resulta congruente con el tipo de hábitat rural que se extiende por las áreas de campiña desde época orientalizante, pero no con el modelo poblacional que hemos propuesto para la ribera del Guadalquivir durante la II Edad del Hierro. A la espera de la publicación definitiva de los resultados de esta intervención, hemos tenido oportunidad de revisar la planimetría y los dibujos de los materiales más significativos.1 La primera impresión que se desprende de los mismos es que nos encontramos ante un asentamiento más antiguo, cuyo inicio podría situarse en la segunda mitad del siglo VI a.C. Al menos eso es lo que parecen apuntar las primeras variantes del ánfora Pellicer BC, documentadas en Cerro Macareno desde finales del siglo VI a.C. (Pellicer 1978: 374377, fig. 3), y las fíbulas anulares halladas in situ sobre los pavimentos de la estructura principal (Vera 2012: 72). Sin embargo, la etapa mejor representada corresponde a los siglos V y IV a.C. A este momento pertenecen el resto de las ánforas de producción local registradas y los ejemplares gadiritas de la serie 11 de Ramón, así como la mayoría de la cerámica común, compuesta por platos, cuencos, urnas, pithoi y ollas de cocina de tradición local, algunos con cla1 Agradecemos a la arqueóloga E. Vera Cruz su disponibilidad y amabilidad al permitirnos consultar los resultados de esta intervención y toda la documentación gráfica inédita.

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Figura 13. Planta arqueológica del yacimiento SE-M con detalle de su localización (a partir de Vera 2012: 71).

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ros rasgos de arcaísmo como corresponde a las variantes transicionales entre el repertorio orientalizante y el turdetano. No creemos, por tanto, que este asentamiento pueda relacionarse con las factorías agrícolas de la campiña gaditana del tipo Cerro Naranja, posterior en cronología y con una disposición sensiblemente distinta de las estructuras (González Rodríguez 1987), sino más bien con los complejos rurales postorientalizantes de Extremadura y Bajo Alentejo, como la Mata de Campanario (Rodríguez Díaz 2004: passim) o Fernão Vaz (Correia 2001: fig. 2), donde hallamos el mismo modelo de edificio formado por estancias estrechas y alargadas dispuestas a lo largo de un corredor transversal que remiten, en última instancia, a paralelos próximoorientales. Se trata, por tanto, de un fenómeno más antiguo que hunde sus raíces en el periodo orientalizante y que de alguna manera pudo subsistir en puntos del valle del Guadalquivir hasta momentos avanzados de la II Edad del Hierro, aunque ignoramos si más allá de los aspectos formales la presencia de estas estructuras implicó también la perduración de formas de organización, de propiedad y de explotación del territorio de carácter aristocrático.

3. CAMBIOS Y CONTINUIDADES EN LA ESTRUCTURA POLÍTICA El panorama que acabamos de esbozar trasluce la gran complejidad de los procesos que se activan en la antigua tartéside a partir de mediados del siglo VI a.C. y que ponen fin al modelo de convivencia instaurado desde inicios de la Edad del Hierro. Un sistema de relaciones horizontales y verticales entre las aristocracias locales y las élites coloniales, y entre aquellas y el resto de la población, sustentado en la apropiación del excedente productivo y su uso para acrecentar el fondo de poder de los jefes a través de la adquisición de bienes de prestigio, la adopción de hábitos importados y la asimilación de una ideología de corte aristocrático que sancione su posición social (González Wagner 1993: 110-111). La crisis de este modelo conllevó claramente un cambio en las bases sociopolíticas, pero al mismo tiempo no parece haber afectado a la estructura territorial, marcada como acabamos de comprobar por la continuidad no solo en los ejes rectores del poblamiento, sino también en las redes secundarias y en estrategias de explotación de los recursos. Hace algunos años intentamos explicar esta aparente contradicción y la rápida recuperación del tono demográfico, productivo y comercial

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que viven las tierras del Bajo Guadalquivir en el siglo V a.C. a partir de una serie de factores concatenados (García Fernández 2007a: 94-95). Por un lado, se encuentra el potencial económico de la región, con recursos abundantes, diversificados y complementarios (mineros, agropecuarios, pesqueros), próximos entre sí y bien distribuidos en relación con las vías de comunicación (Fig. 14). Otro factor debió ser la relativa estabilidad de las estructuras políticas y sociales, al margen de las mutaciones experimentadas por los grupos de poder y los sistemas de relaciones, ya que los conflictos que pusieron fin al periodo orientalizante no alteraron esencialmente ni la función de los grandes centros ni las bases territoriales sobre las que sustentaban su dominio. Por último tenemos la creciente presencia del elemento púnico en las tierras interiores de Turdetania, que vuelve a recuperar posiciones tras el repliegue sufrido en las últimas décadas del siglo VI a.C. Esta influencia parece limitarse inicialmente al terreno comercial, pero no tardarán en aparecer comunidades semitas en los principales núcleos de población, sobre todo en los cotos mineros y los emporios fluviales, entre los siglos IV y III a.C. (Ferrer 1998). Como telón de fondo se encontraría la influencia de Cartago, cuyos intereses económicos en la región son cada vez más evidentes, como se desprende de los tesorillos y los hallazgos de moneda cartaginesa procedentes de distintos puntos de la campiña de Sevilla y fechados entre finales del siglo IV y mediados del III a.C. (Pliego 2003; 2005; Ferrer 2007; Ferrer y Pliego 2010; Ferrer et al. 2017). Todo parece indicar que las antiguas elites orientalizantes se vieron obligadas a modificar sus formas de dominio, una vez que perdieron no solo su prestigio y el poder acumulado mediante el control de los recursos y el acceso desigual a los bienes de intercambio, sino también su lugar en el marco de las relaciones sociopolíticas y económicas (González Wagner 1993: passim), reconduciendo las bases de su supremacía hacia modos de organización de organización que superaban el marco de las relaciones de parentesco para basarse en vínculos de dependencia personales (Carrillero 1993: 181). Es probable incluso que en algunos casos estas viejas jefaturas se vieran sustituidas por nuevos grupos de poder que aprovecharon la coyuntura de crisis para modificar en su provecho los sistemas de convivencia, adaptándose a las nuevas circunstancias políticas y sociales surgidas de la decadencia del modelo aristocrático (García Fernández 2003b: 1059). Así pues, a partir de finales del siglo VI a.C. los grandes centros como Setefilla,

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Figura 14. Mapa general del Bajo Guadalquivir con indicación de los principales recursos potenciales (elaboración propia).

Carmona o Gandul pudieron haber visto desaparecer su preeminencia territorial, al tiempo que los núcleos ribereños del Guadalquivir comenzarían a funcionar como unidades autónomas, adquiriendo a lo largo de los siglos V y IV a.C. la categoría urbana. Sin embargo, es difícil creer que esta situación se sostuviera a lo largo de toda la II Edad del Hierro. Estos emporia habrían mantenido una cierta independencia política, aunque no probablemente económica, ya que la reactivación del tráfico comercial regional primero y la posterior integración en el nuevo sistema económico liderado por Gadir incrementaron su interdependencia, al tiempo que perdían el control de los canales de distribución, monopolizados ahora por la metrópolis púnica (Ferrer et al. 2010: 84). Poco a poco se configura una red donde cada centro adoptaría roles específicos y complementarios, en función de su relación con los principales recursos económicos y vías de comunicación fluviales o terrestres, aunque pronto comienzan a vislumbrarse nuevos sistemas de hegemonías basados en el control de los medios de producción y comercialización. Así pues, mientras que las comunidades mejor situadas en relación con las

rutas comerciales y con una economía más diversificada, es decir, aquellas que alcanzaron una mayor competitividad, pudieron haber conservado cierto grado de independencia, el resto de las poblaciones pasarían a integrarse paulatinamente en la órbita de las grandes «capitales» comarcales, una vez estas recobraron su influencia durante los siglos V y IV a.C. (García Fernández 2003b: 1060). En este contexto Carmo parece jugar un papel esencial afirmando su liderazgo sobre las comunidades asentadas en sus proximidades. Ignoramos si esta supremacía se ejerció por la fuerza, de forma pactada encabezando una confederación o, más probablemente, mediante fórmulas de servidumbre (García Fernández 2007a: 124-126), parecidas a las descritas para el ámbito ibérico de la Alta Andalucía y Levante (Ruiz y Molinos 1993: 264 ss.), y también con importantes concomitancias con el modelo desarrollado por las comunidades de raigambre púnica del mediodía peninsular (García Moreno 1992: passim). Sea como fuere, hace algunos años un proyecto dirigido por S.J. Keay demostró la centralidad de Carmona en la estructura de poblamiento del Bajo Gua-

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dalquivir a partir de un análisis de intervisibilidad entre los principales oppida de la región (Keay et al. 2001). El dominio visual que ejerce esta localidad se extiende desde Celti (Peñaflor), aguas arriba del Baetis, hasta Nabrissa (Lebrija), en el litoral del golfo Tartésico, y desde el Aljarafe hasta el extremo oriental de la campiña de Sevilla, donde alcanza la sierra de Estepa y las comarcas de Osuna y Morón de la Frontera. Este espacio se completaría con la cuenca visual de El Gandul, al sur de los Alcores, que abarca la antigua desembocadura del Guadalquivir, la orilla oriental del lacus Ligustinus y la campiña sureste. Esta posición estratégica de Carmo podría estar revelando también un predominio político que se extendería durante la mayor parte de la Edad del Hierro y los primeros siglos de la ocupación romana, aunque no creemos que la intervisibilidad sea un elemento suficiente para dibujar de forma nítida el territorio controlado por este centro y mucho menos a lo largo de un periodo tan amplio, donde las fronteras y las áreas de influencia gozaban de gran dinamismo. Ignoramos de hecho si El Gandul llegó a ser durante esta época un núcleo independiente o si, por el contrario, ya se encontraba inserto dentro de la órbita política de Carmo. A pesar de ello, hemos tratado de reconstruir el espacio que pudo estar bajo su dominio directo a través de la suma de las cuencas visuales de los oppida supuestamente dependientes del mismo (Porcún, La Lombriz, Montemolín, cerros de San Pedro, Basilippo, El Gandul y, probablemente, Marchena) y de otros enclaves menores interpretados como torres o atalayas (Chaparra de Montepalacio), situados de forma más o menos equidistante, combinada con otras fuentes de información, principalmente los estudios territoriales de periodos posteriores (Ferrer et al. 2011: 88-90). El resultado permite distinguir «un amplio territorio que comprende desde Los Alcores hasta las estribaciones de la sierra subbética y los valles de los ríos Guadaíra y Corbones, con una superficie aproximada de 1100 km 2 , sin valorar las terrazas del Guadalquivir, que se extienden desde el alcor hasta el cauce del río» (Fig. 15). Esta extensa superficie alberga, como se ha visto, un tupido tejido agrícola formado por aldeas y factorías subordinadas a los núcleos de primer orden, destinadas a poner en explotación las fértiles tierras de la Campiña, en especial las vegas del río Corbones y del arroyo Salado, así como los bosques y pastos que se extenderían hacia las vecinas comarcas de Morón y Osuna (García Fernández 2007a). En síntesis, lejos de la sensación de decadencia y atonía cultural que ha transmitido con frecuencia la

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Figura 15. Área de dominio directo de Carmo (Ferrer et al. 2011, figs. 25-26). Suma de las visibilidades de los principales asentamientos de su entorno (arriba) y reconstrucción hipotética del territorio de Carmo en época prerromana (abajo).

literatura arqueológica, la realidad que nos encontramos a partir del siglo V a.C. es la de una red urbana densa y bien estructurada que se concentra sobre todo a lo largo del curso bajo del Guadalquivir y sus principales tributarios, extendiéndose hacia la orilla oriental del lacus Ligustinus, las campiñas interiores y los cotos mineros de Sierra Morena, y encabezando un sistema de asentamientos menores que se adecúa a las condiciones ecológicas y las circunstancias político-sociales de cada comarca. Los enclaves situados en el antiguo estuario del Baetis parecen conformar durante la II Edad del Hierro un sistema de unidades políticas interdependientes que jugaron distintos roles en relación con la explotación de los recursos económicos y la distribución de mercancías

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propias y ajenas. Una división geográfica del trabajo que podemos adivinar tanto de su ubicación topográfica como de las infraestructuras y equipamientos con las que fueron dotadas. Pese a todo, los papeles asumidos por estos centros debieron ser cambiantes en función de distintos factores y coyunturas, mientras que algunas ciudades fueron adquiriendo una posición de dominio, contribuyendo a la paulatina jerarquización del poblamiento. Sin embargo, más allá de su situación estratégica o del poder acumulado por las elites, la superioridad política de estos centros dependerá del lugar que ocupen dentro de un sistema mayor, en el que Gadir detentará en los años sucesivos la hegemonía económica y comercial. Por su parte, Cartago se va a ir prefigurando poco a poco como una potencia militar con capacidad de intervenir e imponer sus intereses y los de sus aliados sobre las poblaciones del interior del valle del Guadalquivir. Esta situación de subordinación acabará cristalizando en época bárcida y pone punto y final a la progresiva incorporación de estas tierras al tablero de juego internacional donde se decidirá el futuro del Mediterráneo.

4. ENTRE PÚNICOS Y CÉLTICOS: ALGUNOS APUNTES SOBRE EL MAPA PALEOETNOLÓGICO También hemos tratado en otras ocasiones el problema de la adscripción étnica de estas comunidades (García Fernández 2007b; 2012), pero no queremos pasar de puntillas sobre una cuestión que resulta clave para comprender la complejidad de los procesos políticos, sociales, económicos y culturales arriba descritos, así como del paisaje humano que sostendrá la región en los siglos subsiguientes. Aunque definimos genéricamente con el nombre de turdetanos a los sucesores de los tartesios que habitaron la Baja Andalucía desde finales del siglo VI a.C. hasta la conquista romana, es preciso tener en cuenta algunas salvedades. Para empezar, el corónimo Tarteso mantuvo aún su utilidad en la literatura grecolatina, que es el contexto cultural donde nace y se extiende, para designar a las tierras situadas al otro lado de las Columnas de Hércules, lo cual explica que el étnico tartesio se siga usando entre los siglos V y III a.C. a la hora de hacer referencia a sus habitantes, como podemos comprobar en los textos de Herodoro (Const. Porph. Adm.imp. 23, p.98 = St.Byz., s.u. Ίβερίαι), Éforo (FGH 70 F 128 (=38 Müller) [apud Str., 1.2.26]), Teopompo

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(Philippica, FGH 115 F 200 [apud St. Byz., s.u.Μασσία]; Philippica, FGH 115 F 201 [apud St. Byz., s.u. Τλήτες]), Eratóstenes (Str., 3.2.11), o incluso del Pseudo Scimno de Quíos (Orbis Descriptio, 162-166, 196-200), ya a finales del siglo II a.C. (García Fernández 2003a: passim). Por el contrario, el término Turdetania y su correspondiente étnico, turdetanos, solo lo encontramos a partir de esta última centuria en sus variantes más primitivas, aunque será con Estrabón, ya en el cambio de era, cuando adquiera su forma definitiva, se definan sus límites y se ponga en relación con el pasado «tartésico» (Cruz Andreotti 1993). Es decir, se trata de dos vocablos que surgen durante la romanización y es, por tanto, en este contexto donde adquieren su carácter histórico. En consecuencia, más allá de su comodidad, el uso del término «turdetano» para referirse a momentos anteriores a la presencia romana resulta anacrónico, máxime si tenemos en cuenta su función geopolítica, al servicio de la comprensión, organización y administración de los territorios que poco después se convertirán en la provincia Baetica. No en vano, es probable que «contemporáneamente a la conquista, se procediera a la creación de un concepto étnico genérico, simplificador y homogeneizador, que permitiera una más sencilla articulación geo-etnográfica de la región, en detrimento de una diversidad a todas luces más rica» (García Fernández 2002: 194). ¿Significa esto que nunca existió una etnia turdetana? Quizás no, al menos tal y como hoy entendemos este concepto, y de haber existido fue sin duda un resultado de la coyuntura de dominación y resistencia que desencadenó la ocupación bárcida primero y, sobre todo, la conquista romana, pero en ningún caso es una situación extrapolable al siglo v a.C. (García Fernández 2007b: 124-125; 2002: passim). Asimismo, es preciso no otorgar a la cultura turdetana un sentido étnico, sino más bien geográfico, como el conjunto de rasgos materiales que caracterizaba a las gentes que vivían en Turdetania y que, por tanto, pudo ser compartido por grupos de diverso origen y afinidad cultural, herederos en gran medida de los mismos procesos de interacción desencadenados por la presencia fenicia y los desarrollos locales del sistema colonial (Ferrer y García 2002: 149; Chaves et al. 2006). Recordemos que dentro de las «fronteras» de Turdetania habitaban otras comunidades como los púnicos o los célticos, mencionados con frecuencia por las fuentes literarias, así como los bastetanos, oretanos y otros pueblos limítrofes (Str. 3.2.1). Mientras que de los pri-

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meros tenemos constancia desde muy temprano, como cabría esperar de una población que ya se encontraba asentada en la región siglos atrás, las gentes de raigambre céltica solo son realmente visibles en los primeros momentos de la dominación romana, aunque su presencia en el valle del Guadiana puede remontase a finales del siglo V o inicios del IV a.C. (Rodríguez Díaz 1994), infiltrándose paulatinamente hacia el interior de Turdetania. Ello permitiría explicar algunos episodios tardíos de abandono o cambio poblacional en la margen derecha del Guadalquivir y en la zona de Huelva, como los que se han descrito más arriba (por ejemplo, el caso de Setefilla o los poblados mineros de la comarca de Riotinto), e invita a reflexionar sobre las posibles repercusiones que pudo tener en la Baja Andalucía la denominada crisis del cuatrocientos. En este sentido, la aparición de un establecimiento rural como SE-M al pie de Sierra Morena, y otros más al interior excavados recientemente con motivo de la construcción del pantano de Melonares, podría estar relacionado con el traslado y reasentamiento de poblaciones procedentes del sur de Extremadura en una zona (aparentemente) periférica del Guadalquivir, o bien con la perduración en los siglos V y IV a.C. de un sistema de explotación y de un modelo arquitectónico muy parecidos a los que encontramos en el Guadiana o en el Bajo Alentejo y que ya habían desaparecido en el resto del valle bético. En ambos casos se trata de un fenómeno apenas vislumbrado por la investigación y probablemente muy local que debería contribuir en el futuro a valorar la posibilidad de una fase de transición postorientalizante para el Bajo Guadalquivir.

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LA HERENCIA DE ARGANTONIO: CAMBIOS Y ESTRATEGIAS…

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

SOBRE O CONCEITO DE FRONTEIRA: O GUADIANA NUMA PERSPECTIVA ARQUEOLÓGICA About the concept of border: The Guadiana River in an archaeological perspective Pedro ALBUQUERQUE, FCT, Uniarq, Universidad de Sevilla; Francisco José GARCÍA FERNÁNDEz, Universidad de Sevilla

Resumo: Apresentam-se neste texto alguns comentários sobre um projecto de investigação que incidirá sobre o registo arqueológico do território compreendido entre a foz do Guadiana e as imediações de Badajoz (sécs. VIII a.C. - I d.C.). Discutem-se conceitos básicos como fronteiras físicas/ territoriais e fronteiras simbólicas e a sua relevância para a interpretação dos vestígios materiais, em particular das cerâmicas e da sua relação com a alimentação enquanto senha de identidade. Summary: This article presents some commentaries about an investigation project that deals with the archaeological record of the Low and Medium Guadiana Valley between the 8th Century BC and the 1st Century AD. It discusses some key concepts like physical/ territorial boundaries and symbolic boundaries and its relevance for the interpretation of the archaeological record, particularly the ceramics and its relationship with the food as an identity marker. Palavras - chave: Guadiana; Fronteiras territoriais; Fronteiras simbólicas; Alimentação. Key words: Guadiana; Territorial boundaries; Symbolic boundaries; Food.

I Historically, rivers are not natural frontiers; they join rather than separate, and serve more readily as highways than as barriers. They are convenient lines of demarcation.

Esta passagem de C. Wells (apud Rankov 2005: 176) constitui um ponto de partida para uma breve reflexão sobre o conceito de fronteira e o modo como este se aplica, ou não, ao estudo das realidades arqueológicas ao longo das duas margens do Guadiana, sobretudo nos troços onde o rio separa Portugal e Espanha.

A palavra fronteira remete para um universo de significados composto por ideias como separação, diferenciação, limites ou barreiras. Pressupõe a existência de uma construção abstracta que designa um in between de dois elementos concebidos como diferentes e que se excluem mutuamente. É uma representação da realidade, observada ou imaginada, que se projecta no espaço ou nas relações sociais e que é regida pela percepção do que em Inglês se designa como sameness e otherness. Estas características configuram, para H. Donnan (2001), um tema com três dimensões complementares (territorial, cultural e social) que permite pensar na fronteira como um espaço de transição, de encontros e cumplicidades (Barth 2000).

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Esta versatilidade de um conceito (que parece significar uma coisa e o seu contrário) originou debates em vários âmbitos das ciências sociais sobre realidades históricas e geográficas muito diversificadas. O tema encontrou lugar no discurso da História, da Antropologia, da Geografia e, mais recentemente, da Arqueologia, configurando um conjunto heterogéneo de questionários e, consequentemente, de propostas de análise (Castro y González 1989; Rieber 2001; Ruiz y Molinos 2008; Grau Mira 2012; García Fernández 2012, entre outros) que respondem às inquietações de cada contexto social e científico. O questionário deste breve texto incide sobre o que poderíamos chamar de fronteiras em contextos de fronteira ou, dito de outro modo, relações sociais em contextos territoriais concebidos como de separação e/ou transição, numa perspectiva tendencialmente arqueológica. Um primeiro problema, que se aplica à região em apreço (entre a foz do Guadiana e Badajoz), é o peso dos limites das unidades territoriais actuais na representação/ interpretação da realidade arqueológica, ignorando a importância das dinâmicas históricas para a construção dos territórios (Castro y González 1989: 9; Lightfoot y Martínez 1995: 479). Parece evidente, p.ex., que a margem direita do Guadiana marca o limite dos estudos do Sul de Portugal, e a margem esquerda, da Andaluzia Ocidental e da Extremadura, sobretudo se considerarmos que a actual delegação de competências em matéria de cultura para as Comunidades Autónomas (no caso do Estado Espanhol) provoca claras divergências na investigação e gestão dos vestígios arqueológicos entre estas duas últimas regiões. Este comentário deixa de fazer sentido quando o rio atravessa um mesmo território nacional, levando a ponderar alternativas que superem o efeito destas linhas de fronteira na análise dos processos históricos que envolveram as comunidades que habitaram as duas margens do Anas. Nas últimas décadas, a investigação tem vindo a debater a importância dos rios na delimitação do Império Romano, como elementos naturais de defesa ou como linhas de fronteira desenhadas no próprio terreno (Rankov 2005). Neste contexto, o Guadiana marcou a separação admnistrativa das províncias da Bética e da Lusitânia, do mesmo modo que o Rhin, o Danúbio e o Eufrates assinalavam os limites do Império. Estamos, neste caso, perante a manifestação de uma construção cognitiva elaborada e manipulada num contexto cultural, histórico e económico específico, que resulta na definição de fronteiras (Barth

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2000; Castro y González 1989). Esta análise, como demonstra a síntese de B. Rankov (2005), não é consensual e revela os efeitos do anacronismo, uma vez que para afirmações como a de C. Wells concorreram perspectivas da análise das estratégias da guerra moderna, que podem ser desafiadas por epígrafes e por uma tradição textual que assinala as potencialidades defensivas dos rios de acordo com os seus leitos e profundidades. Este exemplo introduz um segundo problema: o modo como a construção de uma fronteira obedece a lógicas civilizacionais que, na maioria dos casos, está inacessível à investigação e que se transforma ao longo dos anos (v. Whittaker 2000: 296ss.). Note-se, no caso particular que foi agora exposto, ao qual poderíamos juntar a concepção grega de limite (aflorada mais adiante), dispomos de textos que permitem, sem que por isso se exclua a necessária postura crítica, uma aproximação directa ou indirecta aos mecanismos que justificam a concepção, manutenção e defesa dos limites de um território socializado (cf. ibid.: 317ss.). Podemos também perguntar qual é a função de uma fronteira: é uma zona de transição, em que os agentes controlam entradas e saídas? Ou tem como função impedir esses movimentos? Determinar uma função depende, essencialmente, do contexto histórico que faz com que uma fronteira seja determinada por cenários de interacção, ao mesmo tempo que pode determinar as características destes cenários. Aliás, como F. Turner defendeu em finais do séc. XIX (1893, apud Whittaker 2000: 294), a fronteira, mais do que um elemento estático, é um processo sujeito aos avatares das relações sociais em permanente (re)construção. É por este motivo que é importante apresentar sucintamente alguns aspectos relacionados com a construção de fronteiras na Antiguidade Clássica. A palavra limes, utilizada a partir do séc. III d.C., não significa limite, mas sim um «caminho que passa pelo meio de duas propriedades», marcando também uma separação entre território dominado e não dominado na representação cognitiva do orbis terrarum (ibid.: 295). Na ausência de mapas detalhados (v., p.ex., o mapa de Agripa em http://www.henrydavis.com/MAPS/AncientWebPages/118: cons. 4/4/2015), os limites eram mais facilmente perceptíveis através de pontos de referência na própria paisagem, como linhas de água ou montanhas (cf. Thulin 1913: figs. 89-94; Whittaker 2000: 296ss.; BG, I,1-3; sobre o Anas, Str. III, 2.1). Isto não implica que estes rios sejam fronteiras naturais (cf. Rankov 2005): são

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elementos integrados na cosmovisão de um determinado contexto histórico, delimitando-a em termos administrativos e cognitivos sem que isso pressuponha a existência de um sistema fechado ou de um elemento claro de separação (Whittaker 2000: 316317). Poderíamos acrescentar aqui o exemplo do relato dos irmãos Filenos, transmitido por Salústio (Jug., LXXIV, 3), que refere uma contenda entre Cartagineses e Cireneus devido a um território desocupado que não tinha qualquer ponto de referência natural: «neque flumen neque mons erat, qui finis eorum discernet» («não existia rio ou montanha que assinalasse os limites»). As fontes gregas, por seu turno, produziram outro tipo de imagem, relacionada com as fronteiras da alteridade e, como tal, mais cultural que territorial, perfeitamente resumida na concepção da oposição entre Helenos e Bárbaros (Dubuisson 2001). No território em si, esta percepção da separação parece ganhar sentido com os muros da cidade (Whittaker 2000: 294; Grau Mira 2012: 34), mas encontramos outros textos, igualmente importantes, sobre as fronteiras simbólicas do mundo habitado, que separam o conhecido do desconhecido e que serviram de referência para as tradições associadas a heróis como Héracles (cf. Str. III, 5.5; Ruiz y Molinos 2008: 54; Albuquerque 2014: 99ss; sobre a conquista simbólica dos confins, v. Wagner 2008). Esta separação entre ordem e caos mais não é do que a transposição, para outra escala, da dicotomia entre sagrado e profano que sustenta a concepção espacial das sociedades tradicionais (Eliade 1992), e que há que ter especialmente em conta para compreender a sua projecção física, territorial, nas culturas da Antiguidade. A fronteira surge nestes exemplos como um instrumento destinado a racionalizar e apreender o mundo que rodeia uma personalidade individual ou colectiva e, consequentemente, a produzir uma imagem que se projecta no território, na representação simbólica do mundo, como acabámos de ver, mas também na diferenciação entre grupos sociais (Barth 2000: 17-25). Esta questão, designada na bibliografia anglófona como social boundaries, surgiu no âmbito da Antropologia (Cohen 1969) e tem vindo a despertar o interesse da Arqueologia, como veremos (cf. Stark 1998). Neste contexto integram-se também as chamadas fronteiras internas, analisadas recentemente numa perspectiva construtivista que integra os estudos sobre o habitus, de Bourdieu, e sobre a inter-subjectividade, de Schütz (Rizo y Romeo 2009; García Fernández 2012: 719ss.).

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O estudo destes fenómenos da interacção social integra-se no mencionado questionário sobre fronteiras em contextos de fronteira e na interpretação de fenómenos de hibridação que podem ser uma consequência visível da situação fronteiriça de determinados grupos humanos. As áreas limítrofes de um território podem ser, neste sentido, pontos de encontro da diversidade e da diferença (modos de vida, origens...), criando condições particulares para definir a etnicidade como um processo em permanente reinvenção (Cabezas 2003; García Fernández 2012: 712).

II A análise arqueológica destes cenários obriga, no contexto deste questionário, a ponderar as duas vertentes da construção de fronteiras: física/ territorial e interna/ simbólica. O estudo e discussão das segundas depende, necessariamente, da identificação das primeiras, de modo a permitir um enquadramento eficaz e metodologicamente válido dos processos que devem ser analisados. É sobre estes aspectos que nos debruçaremos de seguida, começando pelas fronteiras «físicas». O território é, por definição, «o invólucro (o continente) e o suporte físico, espiritual e identitário das sociedades e das suas relações com as naturezas e os outros» (Henriques 2004: 20), e a paisagem «una entidad objetivamente organizada y culturalmente inventada» (Grau Mira 2012: 24). Estes dois elementos configuram a construção social das percepções territoriais, e estabelecem um necessário ponto de partida para a análise do reconhecimento arqueológico das fronteiras, uma vez que estas pressupõem uma acção sobre o meio envolvente de acordo com as circunstâncias históricas das colectividades, bem como a construção de marcadores territoriais que estruturam identidades de grupo (cf. Henriques 2004: 22-29; Ruiz y Molinos 2008: 53; Albuquerque 2014: 83). Tratando-se, como se disse, de um processo essencialmente cognitivo, nem sempre é possível saber com rigor a importância de um marcador natural num determinado momento. As fontes podem transmitir alguma informação, p.ex., sobre uma montanha sagrada como o Saphon (Ex. 14,2; Sl. 2,3), ou sobre um acidente geográfico como o Hieron Akrotêrion (Albuquerque 2014: 159- 160 e 206-208), mas isto não quer dizer que a importância destes elementos da paisagem seja a mesma ao longo dos anos. Ou

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seja, as fronteiras ecológicas (assim denominadas por Ruiz y Molinos 2008: 54; Grau Mira 2012: 24) podem ter várias interpretações ou não desempenhar sequer essa função. O Guadiana pode ser enquadrado na designação de marcador natural ou fronteira ecológica consoante o período histórico que analisamos (cf. Ruiz y Molinos 2008: 54; Grau Mira 2012: 33-34). Não é prudente, na ausência de outros dados arqueológicos, conferir ao rio uma função de fronteira strictu sensu, sobretudo quando observamos o seu papel entre a sua utilização como linha que separava a Lusitânia da Bética no período romano e, p.ex., a assinatura do Tratado de Alcañices, que estabeleceu os limites dos reinos ibéricos em 1297, destacando-se o Guadiana (v. Amaral y Garcia, 1998, com bibliografia). Nestes casos, o rio desempenhou funções diferentes, configurando artificialmente os respectivos mapas políticos, mas não deixou por isso de ser um espaço de interacção por excelência. Aliás, devemos notar que neste caso a condição de fronteira reflecte a visão do centro de poder. Se, por um lado, os marcadores naturais não são detectáveis arqueologicamente, por outro os vestígios antrópicos que pretendiam assinalar os limites de um território podem ser identificados. Num trabalho recente sobre a construção de fronteiras entre os Iberos, A. Ruiz e M. Molinos (2008; amplamente mencionado em Grau Mira 2012) colocaram a tónica nas manifestações arquitectónicas e na distribuição dos sítios para, a partir daí, identificarem a localização destas fronteiras físicas, numa perspectiva de oposição de tipos de espaço (produtivo/ improdutivo; urbano/ rural; domesticado/ selvagem; político/ mítico), bem como de análise de modelos de ocupação da própria paisagem (Ruiz y Molinos, 2008: 52-53). Estes modelos dividem-se em (a) delimitação em «barreira» (i.e, fortificações); (b) em «cadeia», com intervisibilidade dos sítios ao longo de uma linha bem demarcada; (c) ecológica, referida anteriormente e, finalmente, (d) com elementos arquitectónicos singulares (p.ex., santuários rurais da Grécia Antiga). Estes modelos configuram, na opinião dos citados autores, os territórios políticos, criando condições para a identificação destes sistemas no registo arqueológico e, consequentemente, dos espaços identitários das colectividades (ibid.: 54; Grau Mira 2012: 36ss.). É também necessário, por outro lado, determinar a função de uma fronteira, como foi referido, de modo a aceder, através destas construções, às relações entre os grupos estabelecidos ao longo das mar-

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gens do Guadiana e perceber se uma estrutura marca um espaço de transição ou uma linha defensiva, p.ex., numa área onde o rio pode ser facilmente atravessado (cf. Rankov, 2005: 177-179). Não é possível responder a estas questões sem recorrer a um estudo arqueológico rigoroso que permita caracterizar as ocupações humanas das margens do Guadiana numa perspectiva diacrónica. Um estudo desta natureza deve, por isso, recorrer a três escalas distintas de relação: regional (macro), entre sítios (média) e dentro de um mesmo sítio (micro). As duas primeiras integram-se na perspectiva territorial e requerem metodologias que permitam identificar os limites entre entidades políticas (Ruiz y Molinos, 2008; Grau Mira 2012) e, consequentemente, os lugares de transição ou de encontro. A terceira, por seu turno, é marcada pela construção das já mencionadas fronteiras internas que estruturam as relações sociais de uma colectividade. As zonas fronteiriças são espaços privilegiados para a interacção cultural e, consequentemente, para uma relação mais estreita entre várias esferas da identidade (étnica, social e política) e para cenários de hibridação (Grau Mira 2012: 25-28; García Fernández 2012: 721-722). A definição arqueológica destas relações no caso particular do Anas pode incidir sobre o papel que alguns materiais, ou conjuntos de materiais, desempenham na afirmação ou negociação de identidades como reflexo de práticas culturais concretas com grande valor em termos de significado (Lightfoot y Martínez, 1995: 479-480; cf. Henriques, 2004: 87; Vives-Ferrándiz 2005: 219227). Estas fronteiras podem exprimir-se através da língua, do vestuário, do penteado, das práticas religiosas ou mesmo da alimentação (García Fernández 2012: 722). Podem, em certas situações, ser regidas por normas que procuram garantir a coesão de um determinado grupo e a sua afirmação perante outros (p.ex., as normas expostas no Antigo Testamento, particularmente no Deuteronómio).

III A alimentação é, no entanto, um aspecto que pode ser valorizado no âmbito dos estudos arqueológicos sobre a construção de fronteiras internas nos sítios do Guadiana. É óbvio que esta análise depende da qualidade ou preservação da informação disponível para os sítios arqueológicos, e neste sentido o panorama é sempre muito desigual. Não obstante, o desenvolvimento de investigações nesse sentido

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SOBRE O CONCEITO DE FRONTEIRA: O GUADIANA NUMA PERSPECTIVA…

pode permitir a caracterização das práticas culturais e a sua alteração/ continuidade ao longo dos anos (sobre a realização destes estudos no âmbito das populações rurais e urbanas no Sul da Península Ibérica na Proto - história, cf. García Fernández 2015). Com efeito, mais além da sua função biológica, a alimentação é uma parte essencial da conduta humana e, portanto, desempenha um papel social, especialmente significativo nas sociedades complexas (Gumerman 1997). Como sustento do Ser Humano, a alimentação encontra-se no epicentro das relações económicas, políticas e sociais, condicionadas por sua vez pelos recursos disponíveis e pela capacidade técnica para a sua exploração, armazenamento, transporte e transformação. Porém, como prática cultural comporta também uma dimensão simbólica onde convergem crenças, tradições e percepções que reproduzem estas relações, participando na construção de tradições gastronómicas e na sua evolução. Assim, a alimentação fornece informações sobre muitos aspectos da cultura (cf. Goody, 1982), como as formas de vida, a tecnologia, os sistemas económicos, as diferenças sociais, as crenças e práticas rituais e, claro, sobre a identidade em todas as suas dimensões (Mintz y Du Bois 2002; Twiss 2007; 2012). Os tabus alimentares ocupam um lugar excepcional na definição das fronteiras étnicas ou culturais, sobretudo em contextos de forte interacção (fronteiras internas), onde se convertem num elemento activo de integração/ exclusão. Esse é o caso, p.ex., da comida kósher ou das prescrições corânicas em relação à carne de porco ou de animais não devidamente sacrificados, costume que partilham também as comunidades fenícias do Mediterrâneo oriental (Campanella y Zamora 2010). Neste sentido, o que é bom ou não é bom para comer transcende as causas ou razões que deram origem ao tabu para adquirir um valor simbólico. Isto é, à margem dos seus fundamentos ecológicos, económicos ou sociais (Harris, 2011), o êxito destas práticas responde à sua capacidade para garantir a coesão do grupo face a outro, convertendo-o numa espécie de barreira simbólica (Fischler 1995: 67 - 69). O problema surge quando procuramos detectar estas e outras normas e práticas alimentares nas sociedades que não transmitiram documentos escritos. Sem dúvida, identificar tradições culinárias a partir unicamente do registo arqueológico não é tarefa fácil, ainda que existam casos em que os restos materiais oferecem pistas para identificar formas de preparação e consumo específicas, mais ou

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menos homogéneas e interactivas, que poderiam associar-se a grupos concretos (Lucy 2005: 105). Para isso é fundamental uma análise exaustiva dos diferentes contextos relacionados com os aspectos e etapas que esta actividade implica, especialmente as associações de objectos (Gumerman 1997: 110, com bibliografia). É preciso, portanto, prestar atenção não só aos alimentos consumidos, a sua proveniência, quantidade, variedade e periodicidade - o que define basicamente a dieta -, mas também as pautas de preparação e consumo de alimentos e as formas de comensalidade. O Sul da Península Ibérica é um território excepcional para analisar a confluência de tradições culinárias diferentes durante a Proto-história, assim como o seu papel na definição das mencionadas fronteiras culturais entre os seus habitantes, especialmente em comunidades mistas como, certamente, foram os centros situados nos estuários dos principais rios ou nas comarcas mineiras do interior. É um ponto de encontro entre a matriz local, que mergulha as suas raízes no substrato orientalizante, as novidades introduzidas a partir do âmbito púnico - gaditano, onde se adoptam e sintetizam modas provenientes do Mediterrâneo Central, e os costumes trazidos pelos grupos célticos estabelecidos na Betúria e no Baixo Alentejo, que acabam por se infiltrar na margem direita do Guadalquivir e no Baixo Guadiana nos finais da Idade do Ferro e inícios da conquista romana. Acrescenta-se a isto o conjunto de dados contingentes itálicos que se instalam nestas regiões entre os séculos II e I a.C., contribuindo para acelerar o processo de integração cultural através da generalização de práticas gastronómicas ecléticas e intensamente helenizadas. Esta taxonomia, que simplifica uma realidade muito mais diversificada e complexa, tem o seu principal reflexo nas formas de preparação e serviço/ consumo dos alimentos, como foi recentemente defendido (García Vargas y García Fernández 2010; García Fernández 2012; 2015; García Fernández et al. e.p.). Assim, a omnipresença de panelas de cozinha nas comunidades do interior contrasta claramente com a incorporação e posterior fabrico local de taças e grandes pratos por parte dos púnicos de Gadir e zonas adjacentes, que revelam a adopção de novas formas de cozinhar os alimentos, fritos e no forno. Isto estende-se ao repertório de cozinha itálico, introduzido na região no séc. II a.C., mas que não se generalizará entre as comunidades locais antes de meados da centúria seguinte. A insistente preferência pelos alimentos cozidos e a resistência a qualqur tipo de

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mudança nesse sentido converte-se numa das senhas de identidade das populações do Baixo Guadalquivir e Guadiana, onde o repertório de cozinha de tradição centro - mediterrânea está praticamente ausente, como será também para as comunidades de origem céltica, entre as quais se documentaram, para além disso, formas ritualizadas de preparação de carne que inclui provavelmente também o assado (cf. Berrocal, 1994). O serviço de mesa revela-se, no entanto, mais aberto e dinâmico, com fenómenos complexos de adopção, adaptação ou imitação de formas cerâmicas (cf. García Fernández y García Vargas 2014). Seria possível descrever pautas concretas de uso das baixelas a partir de uma análise quantitativa e qualitativa dos conjuntos tendo em conta tanto as produções locais (i.e., a cerâmica comum), com as importações, especialmente as cerâmicas gregas de verniz negro e as suas versões posteriores em cerâmica de tipo Kuass e Campaniense. A presença/ ausência de algumas formas, como é o caso do serviço de bebidas (jarros e taças de bordo introvertido, p.ex.), permite distinguir as populações «turdetanas» dos seus vizinhos púnicos, assim como dos Célticos da Betúria e do Alentejo, onde os recipientes para o consumo de alimentos sólidos e líquidos apresentam traços tecnológicos e morfológicos bem diferenciados (p.ex., Beirão et al. 1985; Berrocal 2004). Do mesmo modo, a composição de cerâmicas de «semi - luxo» é especialmente reveladora de como um mesmo repertório pode ser comum a formas de consumo diferentes. Tal é o caso da cerâmica de tipo Kuass, quando comparamos as formas presentes nos contextos do âmbito gaditano com as que se identificaram nos centros litorais do Algarve (Sousa 2009) e do Baixo Guadalquivir (Moreno 2016), respectivamente. Nesta última zona, a imitação local de determinados tipos indica claramente a existência de uma procura selectiva que diverge das pautas de consumo original e se adapta às necessidades de uma população que, por outro lado, não renuncia a incorporação de formas e acabamentos «da moda» na região. O mesmo fenómeno pode ser identificado na cerâmica campaniense, cuja recepção é massiva a partir de finais do séc. II a.C., mas não homogénea, atendendo ao seu comportamento nos contextos de uso e amortização e na sua relação com o resto dos conjuntos de uso doméstico. A recente identificação de versões imitadas no Baixo Guadalquivir dá, novamente, ênfase à riqueza e complexidade deste fenómeno (García y Ramos 2014), com importantes implicações económicas, sociais e culturais.

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Isto levará, no futuro, a reduzir a escala de análise e a estudar com maior profundidade a variabilidade dos repertórios nos contextos de consumo, como uma via para determinar em que medida puderam responder a pautas significativas e em qua medida estas puderam servir para desenhar fronteiras internas, sobretudo em comunidades mistas e em situações de forte e evidente interacção, como as que sucederam nas regiões até aqui mencionadas nos alvores da sua integração na ecumene mediterrânea. O Baixo Guadiana converte-se, assim, num cenário propício para esta tarefa pela sua situação de fronteira e, ao mesmo tempo, de transição entre áreas culturais.

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

DE LO INVISIBLE A LO VISIBLE. LA TRANSICIÓN ENTRE EL BRONCE FINAL Y LA PRIMERA EDAD DEL HIERRO EN EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA* Of the invisible to the visible. The transicion between the Final Bronze Age and the Early Iron Age in the middle Guadiana River Sebastián CELESTINO PÉREZ y Esther RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Instituto de Arqueología – Mérida (CSIC – Junta de Extremadura)

Resumen: Presentamos una revisión y actualización de los datos arqueológicos correspondientes al Bronce Final en el valle medio del Guadiana, así como una introducción al período de transición que separa esta etapa histórica de la I Edad Hierro. Para ello, se presentan las principales novedades, correspondientes a las intervenciones arqueológicas llevadas a cabo en el yacimiento de Cerro Borreguero (Zalamea de la Serena), que han servido para documentar las primeras evidencias constructivas pertenecientes a la última fase del Bronce Final, así como la evolución arquitectónica que las construcciones experimentan en la I Edad del Hierro. Summary: In this paper our intention is to carry out a revision and actualization of the archaeological data regarding the Final Bronze Age in the central Guadiana valley, as well as an introduction to the transitional period that separates it from the I Iron Age. To this end, we will present the main novelties from the archaeological excavations carried out at the site of Cerro Borreguero (Zalamea de la Serena), which have allowed us to document the first constructive evidence belonging to the last phase of the Final Bronze Age, as well as the subsequent architectonical evolution of the constructions throughout the I Iron Age. Palabras clave: Bronce Final, Guadiana Medio, territorio, cabaña circular. Key words: Final Bronze Age, the Central Guadiana valley, territory, circular hut.

1. UN BRONCE SIN FINAL La mayor parte de los investigadores que han abordado esta fase de la Prehistoria reciente en el valle del Guadiana, al igual que en otras zonas del Suroeste peninsular, suelen comenzar lamentando la falta de información disponible y, por lo tanto, la dificultad que supone adentrarse con unas mínimas garantías en su análisis. Y es cierto, pues seguimos sin conocer po-

blados y necrópolis que puedan adscribirse sin titubeos al Bronce Final, como tampoco tenemos garantías de que algunos objetos adjudicados a ese período histórico sean en realidad más tardíos. * Este trabajo se desarrolla dentro del Proyecto de Investigación HAR2015-63788-P del Plan Estatal de Investigación I+D+i. Así mismo, está dentro de la Ayuda a Grupo de Investigación de la Junta de Extremadura (HUM007).

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Los avances en los últimos años han sido prácticamente nulos, tan solo se han producido aportaciones puntuales que no han servido para despejar este desolador panorama. Así, seguimos dependiendo de las clasificaciones cerámicas y de algunos bronces que automáticamente se ponen en relación, bien con el suroeste peninsular, o bien con el área atlántica, sin que se llegue nunca a concretar los particularismos de la zona. Estos materiales arqueológicos complementan la existencia de otros elementos mejor conocidos y de alta significación social como son los tesoros áureos o las estelas de guerrero, aun lejos de ser interpretados y fechados con garantías, o al menos con cierto consenso. Por todo ello, no debemos engañarnos ni forzar la situación, pues ni conocemos el sustrato indígena que debería protagonizar este periodo, ni tan siquiera su duración, pues a pesar de los ensayos sobre las diferentes fases en las que podría dividirse, todas ellas dependen de pequeños matices técnicos o artísticos que carecen de consistencia cultural. Valga como ejemplo la introducción del término precolonización para justificar el paso de la Edad del Bronce a la del Hierro en el suroeste peninsular, interpretado por los diferentes autores que lo han abordado de las formas más heterogéneas (Celestino, Rafel, Armada [eds] 2008). El último intento de síntesis sobre el Bronce Final de la zona tampoco ha aportado novedades significativas sobre su presencia en el valle Medio del Guadiana más allá de dos intervenciones puntuales, una en el cerro del castillo de Medellín (Jiménez y Guerra 2012), sobre la que volveremos más adelante, y otra en los Concejiles, en la localidad de Lobón (Vilaça, Jiménez, Galán 2012), cuyos materiales proceden exclusivamente de la exploración del lugar por unos aficionados, nunca de una prospección sistemática o de una secuencia estratigráfica. El resto de contribuciones se centran en la mucho más nutrida información procedente del sur de Portugal, pero sobre todo en aspectos ya bien conocidos y profusamente tratados en otros foros, caso de la precolonización o de las estelas de guerrero. Se ha puesto muchas veces como escusa la falta de interés en los trabajos arqueológicos por localizar yacimientos del Bronce Final en la zona, centrados por lo general en la rica arqueología romana, prerromana y tartésica; sin embargo, no debemos olvidar que en las tres últimas décadas se han llevado a cabo intensas campañas de prospección en la zona; primero en lugares que hoy están ocupados por los embalses de La Serena, entre las cuencas del Zújar y el Guadiana (Calero y Márquez 1991); pero destacan

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especialmente las más modernas intervenciones fruto de los diferentes proyectos de investigación centrados en el entorno de Medellín, ya sea al norte (fig. 1) (Rodríguez, Duque, Pavón 2009), o al sur del municipio (fig. 2) (Sevillano et al. 2013), y, en general, en la mayor parte de la comarca natural de la Serena (Mayoral, Cerrillo, Celestino 2009; Mayoral, Celestino, Wallid 2011), donde se han podido clasificar un ingente número de yacimientos de las diferentes épocas históricas y donde, no por casualidad, hay una ausencia casi total de restos que se puedan adscribir al Bronce Final, más allá del hallazgo de algunos fragmentos cerámicos típicos de la época. Por ello, no han dejado de tener validez las apreciaciones que Enríquez Navascués hizo hace ya un cuarto de siglo sobre el Bronce Final de la región, cuando estimaba que apenas contábamos con información para su estudio (Enríquez 1990: 65). Por lo tanto, desde la primera síntesis sobre el Bronce Final y el Periodo Orientalizante en Extremadura (Almagro-Gorbea 1977), apenas se ha generado una documentación que sirva para avanzar en la construcción de este periodo en la zona, y más en concreto en la cuenca Media del Guadiana; además, la propia concepción geográfica de esta obra, circunscrita a los límites políticos de la Extremadura actual, ya distorsionaba una visión homogénea del fenómeno. Pero era lógico en aquellos momentos, pues la falta de datos para constituir un Bronce Final extremeño, obligaba a considerar todos los hallazgos, ya fueran procedentes del valle del Tajo o del Guadiana, como pertenecientes a la misma secuencia cultural, lo que sin duda, y visto desde nuestra actual perspectiva, es un error en la percepción del problema dadas las enormes diferencias culturales que existen entre ambos valles; el del Tajo deudor de las influencias de La Meseta y de las Beiras portuguesas; mientras que el del Guadiana parece desarrollarse en un ambiente más acorde con el suroeste peninsular. Lo que parece fuera de toda duda es que ambas regiones denotan un fuerte influjo atlántico, debido sin duda a la importancia que estos ríos debieron tener en la conexión con el litoral atlántico, una influencia que fue determinante también hasta al menos el final de la época tartésica. El trabajo de Almagro Gorbea sobre el Bronce Final se centra en hallazgos sueltos, como tesorillos, bronces o estelas, fuera de cualquier contexto arqueológico y, por lo tanto, difícil de aglutinar dentro de un cronología acotada. Esta falta de datos la solucionó proponiendo dos fases cronológicas diferenciadas por la intrusión de materiales de procedencia mediterránea; de

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Figura 1. Plano de prospección del entorno de Cerro Manzanillo (según Rodríguez Díaz, Pavón y Duque 2009: 194, fig. 6).

Figura 2. Distribución de materiales en las diferentes unidades de prospección. Los puntos indican la localización de zonas de actividad con presencia de cerámicas protohistóricas (según Sevillano et al. 2013: 1052, fig. 4).

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esta forma, existiría un Bronce Final de influencia atlántica y otro, denominado proto-orientalizante donde los materiales no variarían sustancialmente, si bien algunos estarían acompañados de elementos de origen oriental, caso del cuenco de Berzocana (fig. 3), o algunos de los elementos claramente mediterráneos que se incorporan en las estelas de guerrero. Otros elementos que sí parecían determinar una fase del Bronce Final, como el hallazgo de las cerámicas pintadas tipo Medellín, similares y cronológicamente contemporáneas a las tipo Carambolo según su autor, se han demostrado pertenecer a la Primera Edad del Hierro, no ya solo por la nueva interpretación que han sufrido las cerámicas tipo Carambolo, sincrónicas con la colonización fenicia, sino porque una revisión del nivel XVI del cerro del Castillo de Medellín, donde fueron halladas las cerámicas pintadas junto a otras realizadas a mano y con decoración bruñida, apareció también un lote de cerámicas a torno que pone en duda la pertenencia de este primer nivel de ocupación del sitio en el Bronce Final (Almagro-Gorbea 1977: 104; Enríquez 1990: 53). En cuanto a las novedades de los últimos años, debemos aludir a la última publicación sobre un sondeo en el Cerro del Castillo de Medellín, donde desde el abstract del artículo ya se nos anuncia que gracias a los datos extraídos de la estratigrafía de las excavaciones realizadas en el Sector Muralla Romana Occidental (SMRO) (fig. 4), «hay que reconsiderar sustancialmente las periodizaciones y los modelos culturales y territoriales planteados hasta la fecha del Bronce Final del Guadiana Medio» (Jiménez y Guerra, 2012: 65), lo que invita a fijar la atención en el texto completo del artículo ante tan elevada perspectiva, máxime cuando se trata de un pequeño corte de apenas 4 x 2 metros en una zona ubicada en la ladera media del castillo, donde los continuos arrastres en el transcurso de su larga historia han sido muy importantes y determinantes en la configuración actual del cerro. El sondeo en cuestión se realizó como consecuencia de la aparición de algunos fragmentos de cerámica pintada de la denominada tipo Medellín en esa zona; es decir, procedente de la recogida en superficie; en concreto, como resultado de la limpieza de la muralla medieval que allí se alza. Se individualizaron hasta 40 unidades estratigráficas, las treinta y siete últimas adscritas, según los autores, al Bronce Final, desde su fase I hasta la III, con una secuencia que se extendería así desde el siglo XIV/XIII al X a.n.e. Pero a partir de la lectura que podemos hacer de la interpretación de esas unidades, vemos

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Figura 3. Cuenco de Berzocana (según Almagro-Gorbea 1977: 493).

Figura 4. Perfil estratigráfico este del corte SMRO (según Jiménez y Guerra 2012: 70, fig. 4).

que la mayor parte de esas cerámicas se asocian a niveles con un alto contenido en materia orgánica, carbones y huesos que se relacionan, por lógica, con restos de vertidos o basureros como los propios autores indican (Jiménez y Guerra 2012: 98). Además, el alto grado de buzamiento de esos niveles, así como la ausencia de pavimentos y de estructuras constructivas claras, parecen descartar la asociación de esas unidades con verdaderos niveles de ocupación. Tan solo la localización de tres posibles hogares sobre la roca y restos de pavimentos de arcilla a partir de la Unidad 25, parecen avalar una actividad doméstica en el sitio, si bien los materiales asociados a estos hogares son muy antiguos, con cerámicas puntilladas e incisas rellenas de pasta blanca. Hay que insistir en que en los diferentes niveles aparecen cerámicas tanto del Bronce Final como de la I Edad del Hierro, cuando no de época Calcolítica. Así, las cerámicas pintadas, que solo hacen acto de presencia en los niveles superiores, serían las más modernas de toda la serie documentada, si bien hay que tener en cuenta que aparecen mezcladas con cerámicas de época medieval, romana, prerromana y del Bronce; así y todo, los autores se atreven a fecharlas en el siglo X por los resultados de los análisis extraídos de los carbones asociados a los niveles donde se recogieron. En este sentido, tampoco podemos olvidar que tanto este tipo de cerámicas pintadas como las decoradas

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con retícula bruñida, aparecieron también en el nivel XVI de la cata este del teatro de Medellín (AlmagroGorbea 1977: 477), asociadas en este caso a materiales que se datan sin muchas dudas en el siglo VII a.n.e., junto a cerámicas ya elaboradas a torno. En relación con estas cerámicas pintadas tipo Medellín, no podemos eludir las interesantes cazuelas realizadas a mano aparecidas en el solar de Portaceli (fig. 5) (Jiménez y Haba 1995), halladas en el entorno inmediato del castillo de Medellín, pero ya en su zona baja, donde no podemos descartar que se hallara un pequeño asentamiento del Bronce Final a tenor de los materiales recuperados en el solar excavado con carácter de urgencia, pero siempre nos quedará la duda de si esos materiales realmente proceden del entorno inmediato o del propio cerro, donde, no obstante, no podemos olvidar que no se han detectado estructuras arquitectónicas de ningún tipo pertenecientes a esta época. Las cazuelas en cuestión carecen de un contexto claro al haber sido recogidas en una zona de revuelto donde se mezclaban materiales de diferentes épocas históricas. La primera cazuela es de pared muy fina, con una carena alta bien marcada y carece de decoración más allá del bruñido final practicado por ambas superficies. Pero aquí nos interesa especialmente la segunda cazuela porque presenta unas características muy similares a otros fragmentos del castillo y de la necrópolis de Medellín y que ha sido datada, por las analogías formales con el tipo San Pedro de Huelva, en la segunda mitad del siglo VIII a.n.e. (Jiménez y Haba 1995: 241), aunque muy bien se le podría otorgar una fecha algo más moderna teniendo en cuenta que apenas contamos con restos del siglo VIII en todo el yacimiento de Medellín y cuando además parece que todos los fragmentos recogidos hasta ahora pertenecen a zonas desvinculadas de los estratos tartésicos del siglo VII a.n.e., momento en el que parece que comenzaría la ocupación protohistórica de Medellín; no obstante, debemos insistir en que la cazuela apareció en una zona muy revuelta, por lo que su valoración cronológica es muy relativa. La cazuela, también de paredes finas y técnicamente muy similar a la anterior, está decorada con pintura roja aplicada sobre el bruñido integral de ambas superficies; los motivos que la adornan son originales y se distinguen de los estudiados en el suroeste peninsular (Casado 2003; 2015), por lo que parece que obedecen a otro impulso cultural que podría estar más vinculado con la Meseta. Desgraciadamente, las cazuelas no pudieron ser localizadas en el Museo Arqueológico Provincial de Badajoz, lo que

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Figura 5. Cazuela con decoración pintada (según Jiménez y Haba 1995: 238, fig. 4).

nos ha impedido realizar una analítica de la cazuela pintada que nos habría permitido un estudio comparativo con otros fragmentos similares recogidos en otras zonas de la Península Ibérica. Lo cierto es que hay evidencias de una ocupación del cerro y del inmediato entorno de Medellín durante el Bronce Final, si bien no está muy claro que sea un poblamiento denso toda vez que apenas conocemos restos de esta época en las numerosas intervenciones que se han realizado en el cerro (AlmagroGorbea y Martín 1994). Y lo que tampoco parece muy prudente es plantear todo un nuevo sistema de poblamiento del Guadiana Medio durante un dilatado Bronce Final –entre los siglos XIII-X– en función de las cerámicas de un pequeño corte, el mencionado SMRO del cerro, donde la mayor parte de los niveles están afectados por las obras de cimentación de las murallas romana y medieval y cuyos niveles inferiores se conformaron por la deposición continua de sedimentos que se desplazaron ladera abajo del cerro y por un basurero que ha reconfigurado la posible secuencia ocupacional del sitio. Tampoco se nos

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aclara qué pasaría entre los siglos X y principios del siglo VII a.n.e., cuando se detectan muy tímidamente los primeros indicios de un asentamiento tartésico en el cerro de Medellín. Y, por último, tampoco parece muy congruente criticar que la sistematización del Bronce Final extremeño se haya realizado hasta ahora a partir de los intensos y prolongados trabajos en el Castillo de Alange (Pavón 1998) esgrimiendo la ausencia de dataciones radiocarbónicas o la falta de rigor en la interpretación arqueológica del yacimiento, cuando por otra parte se pretende hacer lo mismo con el pequeño corte aludido; pero además, en el caso del SMRO, solo a partir de un lote cerámico en su mayor parte revuelto y aislado en el cerro de Medellín. Pero el modelo que se nos quiere presentar sobre el sistema de poblamiento durante el Bronce Final del Guadiana Medio tiene otro pie igual de endeble que el anteriormente expuesto. Se trata del yacimiento de los Concejiles, en el municipio badajocense de Lobón (Vilaça, Jiménez y Galán 2012), que se nos presenta como un poblado de entre 3 o 4 hectáreas localizado en un espigón junto al Guadiana que serviría para consolidar la hipótesis sobre la estructuración del sistema de asentamientos de ese amplio territorio bañado por dicho río. En realidad, el yacimiento apenas rebasa la hectárea, y siempre teniendo en cuenta que hablamos de dispersión de material en superficie, lo que puede reducir aún más su extensión. Por otra parte, los materiales que se estudian proceden de antiguas búsquedas indiscriminadas realizadas por aficionados de la zona que fueron invitados «amablemente» a entregar los materiales recuperados, lo que sin duda resta credibilidad a la información facilitada. Por último, entre los fragmentos de cerámicas bruñidas tipo «Lapa do Fumo» que caracterizan el sitio, se hallaron también otras cerámicas con formas que se podrían adscribir sin problemas a la Primera Edad del Hierro, a las que podríamos añadir el fragmento de una fíbula de codo decorada (fig. 6) (Vilaça, Jiménez y Galán, 2012: 150) o parte de un sistema ponderal bitroncocónico de similares características a los hallados en otras zonas de Portugal (fig. 7) (Vilaça, 2011) clasificados dentro del Bronce Final, si bien en este caso se combina con otro cúbico de clara adscripción mediterránea. Otros elementos recuperados, como un peine de hueso en mal estado, no puede utilizarse como elemento para datar el momento de ocupación del sitio si tenemos en cuenta que este tipo de peine simple se utiliza en nuestra península desde épocas más remotas. Por ello, otorgar a este yacimiento un papel fun-

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Figura 6. Fíbulas de codo de los Concejiles (según Vilaça, Jiménez y Galán 2012: 149, fig. 18).

Figura 7. Ponderales de bronce de los Concejiles (según Vilaça, Jiménez y Galán 2012: 151, fig. 20).

damental en la organización del poblamiento del valle Medio del Guadiana durante el Bronce Final es cuando menos osado. Por último, se hace mención a otro yacimiento, en este caso en llano, el Rayo, en Santa Marta de los Barros (Badajoz), que presenta materiales hallados en superficie de similares características a los de Los Concejiles, situado a más de 20 kilómetros de distancia (Vilaça, Jiménez, Galán 2012: 160), lo que sirve a los autores para proponer todo un sistema jerarquizado en el poblamiento del Bronce Final. Para finalizar este rápido repaso, merece que nos detengamos en las excavaciones realizadas en el cerro de Alange, el yacimiento que mayores datos nos puede aportar a día de hoy (Pavón y Duque 2014, con bibliografía anterior). Los autores han planteado una secuencia continua desde el Epicalcolítico, ya sin cerámicas campaniformes, hasta el Bronce Final e incluso el Periodo Orientalizante. Sin embargo, hay que hacer una llamada de atención, pues si es cierto que se percibe bien una continuidad entre el Epicalcolítico y el Bronce Pleno en la zona denominada Solana del cerro de Alange, la localización de un Bronce Final algo desdibujado solo se detecta en otra zona del cerro, concretamente en el sector Umbría, donde se han recogido algunos fragmentos de cerámicas a mano y se ha documentado una construcción de tendencia oval que se interpretó como un fondo de cabaña que también se inscribiría dentro del Bronce Pleno o, en todo caso, en el Bronce Tardío. No podemos olvidar que entre ambos sec-

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tores existe más de un kilómetro de distancia, lo que inevitablemente nos invita a pensar en una ruptura o cambio de estrategia política que se ha obviado; así mismo, y de los materiales publicados, tampoco tenemos evidencias claras de que la zona se pueda adscribir al Bronce Final, sino más bien a un Bronce Tardío que, como es lógico, presenta sus propias particularidades. Por último, tras las recientes intervenciones en el cerro de Alange, sus excavadores publican un gran edificio de planta rectangular asentado sobre una terraza de la elevación que interpretan como un granero construido en el Bronce Pleno (fig. 8), y no en las fases posteriores del Bronce Tardío o Final. Desconocemos los detalles de los materiales asociados a este edificio que habrían servido para certificar esta cronología, lo que sí nos llama poderosamente la atención es el cambio brusco de los autores a la hora de interpretar la formación y evolución del proceso cultural que sufrió este territorio, pues si en un principio estaba directamente relacionado con el denominado Bronce del Suroeste, ahora apuestan por una influencia radicalmente distinta, originaria del Sureste peninsular, con raíces argáricas, donde yacimientos como Peñalosa, Fuente Álamo o el Cerro de la Encina serían sus mejores antecedentes (Pavón y Duque 2014: 51). Por lo tanto, carecemos de evidencias en el cerro de Alange que nos puedan ilustrar sobre la existencia de un Bronce Final claro, y menos aún sobre un sistema de poblamiento relacionado con el llano, donde a pesar de las numerosas prospecciones realizadas no se han hallado asentamientos asociados a esa época. No cabe duda de que estas aportaciones van ampliando el escaso panorama que tenemos del Bronce Final en la zona. En realidad, el modelo propuesto de poblados ubicados en lugares altos junto al Guadiana y la relación de estos con otros pequeños asentamientos en llano no es novedoso (Enríquez 1990; Celestino, Enríquez, Rodríguez Díaz 1992; Rodríguez Díaz y Enríquez 2001), más bien inciden en esa idea; no obstante, seguimos sin poder configurar un Bronce Final coherente para el valle Medio del Guadiana, donde cada vez parece más evidente que ese poblamiento se comenzó a organizar en sus últimos momentos, probablemente cuando ya existe un interés de los fenicios por el comercio peninsular. La presencia de algunos elementos mediterráneos bien documentados y estudiados en la Beira portuguesa, no hace sino incidir en la existencia de un poblamiento que se desarrolla fundamentalmente entre los últimos años del Bronce Final y los primeros de la Edad del Hierro (Vilaça 1995; 2006; 2008). Pero la

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Figura 8. Granero del Bronce Pleno de Alange (Badajoz) (según Pavón y Duque 2014: 69, fig. 6).

temprana llegada de algunos de los elementos mediterráneos a estas tierras del interior no deben entenderse como una consecuencia directa del comercio fenicio, sino que más bien parece que existió un paso previo a través del interior peninsular desde la costa levantina y el golfo de León que ayudaría a interpretar la existencia de este tipo de objetos por buena parte de la Meseta, el valle del Tajo y del Guadiana Medio (Guilaine y Rancoule 1996; LoSchiavo 2003; Guilaine y Verger 2008; Vilaça 2008; Celestino 2008; Botto 2011). Quizá así también puedan entenderse las estelas del sureste francés, la aragonesa de Luna, así como los numerosos elementos de origen mediterráneo disperso por la Meseta norte durante el Bronce Final. Esta ruta podría convivir con otra abierta desde Cerdeña a través del sureste peninsular que ayudaría a entender la presencia de objetos de origen mediterráneo en el Alto Guadalquivir y zonas aledañas (López Castro 2008: 284). Otro de los pilares con los que contábamos para sostener la existencia de un Bronce Final bien definido en el Guadiana eran los tesoros áureos, y más en concreto el de Sagrajas (fig. 9), presuntamente hallado en un cabaña con otros materiales cerámicos adscritos a este periodo; sin embargo, una reciente revisión de esos materiales han puesto en duda de manera más que solvente esta relación (Sanabria 2012). Por ello, debemos prestar más atención al fenómeno de la orfebrería derivada del Horizonte Baioes/Venat, donde sí se atestigua el trabajo en minas y la elaboración de estos adornos (Vilaça 1997; 2004); una zona que por otra parte cada día toma mayor relevancia gracias a la presencia de la

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Figura 9. Tesoro de Sagrajas (Museo Arqueológico Nacional).

explotación del estaño (Merideth 1998), sin duda la principal riqueza de la región en esa época y que justifica con creces su riqueza arqueológica, así como la presencia de elementos de origen tanto balcánico como mediterráneo (Mederos 2009). Por último, llamar la atención sobre la ausencia de estos materiales de oro y plata en lo que más tarde se convertirá el núcleo tartésico, aunque con alguna excepción procedente del Alto Guadalquivir, lo que nos obliga a considerar esta manifestación artística como un fenómeno genuinamente atlántico cuya presencia en el Guadiana y el Tajo de la zona española es una consecuencia directa de la influencia portuguesa. Esta circunstancia podríamos trasladarla también a las armas de bronce halladas a este lado de ambos ríos, procedentes claramente del ámbito atlántico portugués. Tampoco se ha avanzado mucho con respecto a la interpretación de las estelas de guerrero y las diademadas a pesar de que en lo que llevamos de siglo su número se ha incrementado en un 20 %. Quizá lo más interesante de estos últimos años es el hallazgo de nuevos ejemplares en zonas septentrionales de la fachada atlántica peninsular, tanto en el norte de Portugal como en el sur de Galicia, lo que nos ha llevado a cambiar su denominación de estelas del suroeste por estelas del oeste (fig. 10) (Celestino y Salgado 2013), pues no parece que haya muchas dudas sobre que sea el lugar de origen de este fenómeno que, no obstante, tiene su mayor representación en la cuenca media del Guadiana, donde se concentran más del 50 % de los ejemplares, si bien ya pertenecientes a un estadio más avanzado como nos muestra su iconografía; esta circunstancia ahonda aún más en esa relación que el Guadiana medio tuvo con Portugal durante el Bronce Final y que debió de mantenerse durante toda la I Edad del Hierro. Como ocurre con la orfebrería, también es muy significativa la ausencia de las estelas básicas, la que constituirían el origen de este fenómeno atlántico (Celestino 2001), en el núcleo de Tarteso, así como en lugares densamente

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poblados a partir de la colonización, como es el entorno de la desembocadura del Tajo y sus principales afluentes. Parece, por lo tanto, como si toda la actividad desarrollada en el Bronce Final estuviera restringida a las tierras del interior del cuadrante suroeste peninsular, mientras que solo tras la colonización es cuando se percibe la rápida ocupación de la costa y del valle Medio del Guadiana. Sin embargo, y a diferencia del panorama casi desolador que acabamos de esbozar para el Bronce Final del valle medio del Guadiana, cuando nos referimos al tramo del río que discurre por Portugal observamos una realidad completamente distinta, pues tras un período prácticamente invisible, el denominado Bronce Medio, se inaugura una de las etapas más prósperas y visibles del poblamiento de la región, lo que nos hace pensar si el Guadiana no actuó como una verdadera frontera, pues los restos más importantes se concentran, ya en suelo español, precisamente entre los valles del Tajo y el Guadiana, una dinámica que solo se rompe tras la colonización mediterránea de las costas meridionales. En resumen, se ha venido utilizando como paradigma un modelo de jerarquización del territorio durante el Bronce Final en la cuenca Media del Guadiana a partir de Medellín basado en cuatro áreas nucleares: Alcazaba de Badajoz/cerro San Cristóbal; Alange; el propio Medellín; y, por último, Cogolludo, en el entorno de la confluencia del Guadiana con el río Zújar, una zona de la que tan solo conocemos algunos materiales adscritos a este periodo, pero con total ausencia de estructuras que puedan certificar la existencia de un poblado de una mínima categoría. Este esquema, al que se uniría los Concejiles durante el Bronce Final y la hipotética existencia de una ocupación en la Edad del Hierro identificada con la Dipo de las fuentes, reproduce prácticamente el diseñado para la I Edad del Hierro. La idea es, como se puede deducir fácilmente, certificar la continuidad entre ambos periodos en estos lugares, algo que, con los datos que manejamos, es hasta el momento difícil de demostrar. Lo que parece claro es que hay un aumento de la ocupación del territorio durante la última etapa del Bronce Final junto al Guadiana que coincide, por ejemplo, con la expansión de las estelas de guerrero y de las diademadas por esta zona, y también caracterizada por la presencia de materiales de fuerte influencia atlántica, primero, y del Guadalquivir, después, momento en el que se iniciaría la influencia tartésica en el Guadiana, cuya máxima expresión, no obstante, no se alcanzó en estas tierras del interior hasta el siglo VII a.n.e.

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Figura 10. Tabla de clasificación de estelas.

2. LA CONFIGURACIÓN DE LA PRIMERA EDAD DEL HIERRO EN EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA Quizá la primera afirmación que debemos hacer, y que no está exenta de polémica, es que a día de hoy no tenemos ningún yacimiento arqueológico en el valle Medio del Guadiana que contenga restos del siglo VIII a.n.e.; pero siempre y cuando consideremos que un yacimiento del siglo VIII ya tiene que contener objetos de importación. Aunque el hecho, como es lógico, es que sí tenemos modestos asentamientos que pueden fecharse en ese siglo, pero cuyos materiales se adscriben sin la menor duda a lo que identificamos como Bronce Final: cerámicas bruñidas como las tipo Lapa do Fumo y cazuelas carenadas, que parece que perduran hasta estas fechas y aun después. Al igual que ocurre para el Bronce Final, Medellín es considerado como el punto de partida de la presencia tartésica en el interior, mostrándose como

un gran centro político que articularía todo el poblamiento del Guadiana Medio y de las zonas adyacentes; sin embargo, las excavaciones del castillo llevadas a cabo por Almagro Gorbea no han podido corroborar esta hipótesis, pues ninguno de los materiales rescatados van más allá del siglo VII a.n.e. La antigüedad de Medellín se vinculó entonces a las tumbas más antiguas de la necrópolis hallada en este término municipal, algunas de las cuales, tres en concreto, se han fechado en la transición del VIII al VII a.n.e. por la tipología de las urnas Cruz del Negro (Torres 2008a: 636), aunque, sin embargo, no van acompañadas de otros materiales de esa época, por lo que parece más lógico fechar el arranque de la necrópolis en el siglo VII, donde ya existe un nutrido número de tumbas que se incrementan en el siglo VI y que decaen drásticamente en el siglo V a.n.e., coincidiendo con la inauguración de un nuevo modelo de ocupación del territorio del que hablaremos en el siguiente trabajo.

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La actividad arqueológica en el cerro del Castillo ha sido intensa; así, en los años 90 del pasado siglo se llevaron a cabo nuevas excavaciones con la intención de localizar la muralla que limitara un oppidum que diera carta de naturaleza al poblado de Medellín, misión que no dio el resultado deseado (AlmagroGorbea y Martín 1994). Por último, entre 2007 y el día de hoy se han realizado diferentes intervenciones arqueológicas en el cerro del Castillo como consecuencia de la excavación integral del teatro romano, lo que ha permitido realizar un buen número de sondeos que siguen sin ratificar ni la presencia de genuinos materiales tartésicos o de importación, más allá de algunos fragmentos de cerámicas áticas, ni, por supuesto, el más mínimo resto de una muralla que no sea la medieval o la romana. En alguno de los sondeos realizados, como el ya mencionado en el SMRO, se recogieron materiales que podrían adscribirse al Bronce Final, pero no al Hierro I; mientras que en otras intervenciones de urgencia cuyas Memorias hemos podido consultar en la Dirección General de Patrimonio de la Junta de Extremadura, tampoco se han podido documentar materiales significativos de esta época. Por lo tanto, los únicos restos tartésicos, o si se prefiere, de la I Edad del Hierro en el cerro del Castillo de Medellín se siguen restringiendo a las cerámicas Tipo Medellín (fig. 11) y al peine de marfil tipo Serreta que, por cierto, apareció junto a un fragmento de cerámica pintada a bandas típica de la II Edad del Hierro (Almagro-Gorbea 1977: 416), encontrados en las primeras catas que se hicieron en el patio del castillo en el año 1969. Por ello, y sin negar por tanto que puedan existir algunos indicios sobre la ocupación del cerro de Medellín en época tartésica, parece que los restos se ciñen a alguna construcción probablemente de cierta relevancia que se habría levantado en el área que ocupa actualmente el castillo medieval; mientras que no existe ninguna huella constructiva firme de otro tipo de asentamiento en el resto de la elevación. Por todo ello, considerar Medellín como un oppidum (Almagro-Gorbea 2008a con bibliografía anterior) está aún muy lejos de poder ser contrastado arqueológicamente; como también lo está, por consiguiente, identificarlo con la Conisturgis de las fuentes (AlmagroGorbea 2008b), que ya fue situado con argumentos de peso por otros investigadores en el Algarve portugués (Salinas 2006). Pero no menos intensos han sido los trabajos de prospección que se han llevado a cabo en el entorno de Medellín desarrollados por el Instituto de Arqueología del CSIC a través de dos proyectos de investi-

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gación del Plan Nacional I+D, además de otras intervenciones puntuales de empresas privadas de arqueología como consecuencia de diferentes obras de infraestructura en la zona. Pues bien, a pesar de todo este despliegue, no se ha podido documentar ningún poblado en llano, por pequeño que sea, de época tartésica en el entorno inmediato de Medellín. La base de la existencia de un asentamiento tartésico en Medellín desde el siglo VIII se fundamenta así en la presencia de las cerámicas pintadas tipo Medellín, asociadas generalmente a las Tipo Carambolo del Guadalquivir (Casado 2015, con bibliografía anterior), y más en concreto a las tipo San Pedro II (Cabrera 1981), aunque tanto tipológica como técnicamente presentan algunas particularidades que las diferencian, más allá de algunas concomitancias con los motivos geométricos que las caracterizan. Estas cerámicas –de paredes muy finas pintadas en diferentes tonos, donde predomina el amarillo y el gris verdoso sobre fondo rojo– pertenecen siempre a cuencos destinados a tapar las urnas tipo Cruz del Negro de los niveles más antiguos de la necrópolis, fechándose así su presencia hacia los comienzos del siglo VII, mientras que desparecen de la necrópolis a partir del siglo VI, cuando son sustituidas por las cerámicas grises (Torres 2008b: 724-733). Parece por ello que este tipo de cuenco estaría ya presente en la zona con anterioridad a la fundación de la necrópolis, si bien los motivos de su decoración serían posteriores, al socaire de la colonización mediterránea. También en el corte que se practicó en el castillo se pudieron documentar algunos fragmentos de estos vasos pintados en los estratos más antiguos, lo que certifica su existencia con anterioridad a las fases tartésicas (Almagro-Gorbea 1977: 454-456). Pues bien, a partir de la interpretación de las estratigrafías documentadas en el cerro del Castillo de Medellín, y, como ya apuntábamos, superponiendo el modelo esbozado para los asentamientos del Bronce Final, se ha propuesto un patrón de asentamiento que estaría protagonizado por los cerros principales que se asoman al Guadiana, donde Medellín actuaría como el gran lugar central de todo el Guadiana Medio (Almagro Gorbea et al. 2008). Esos cerros serían, como se expone con mayor detalle en nuestro siguiente trabajo, de oeste a este, la Alcazaba de Badajoz, Guadajira, Alange, el propio Medellín y Cogolludo. Pero el panorama es muy desolador. En la Alcazaba de Badajoz, donde se han realizado intensas campañas de excavación desde finales de los años setenta del pasado siglo (AA.VV. 2013) solo

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Figura 11. Cerámicas pintadas tipo Medellín procedentes del cerro del castillo de Medellín.

se han hallado algunos fragmentos de cerámica ática, los más significativos en un estrato revuelto del Sector Puerta de Carros (Berrocal 1994: 160) junto a materiales modernos y un pequeño muro (Enríquez et al. 1998: 169). En Guadajira, y a pesar de que ha entrado a formar parte de la bibliografía tartésica del Guadiana, aun no se han hallado restos adscritos a época tartésica más allá de algunos escasos fragmentos de cerámicas áticas procedentes del ‘El Cuco’ (Jiménez y Ortega 2002:15), ya en el llano, que sirven para relacionarlos con el presunto yacimiento de los Concejiles ya aludido. También se augura un poblado de la I Edad del Hierro en el cercano municipio de Lobón, aunque no existen pruebas de su existencia, más allá de un potente asentamiento de la II Edad del Hierro y algunas cerámicas griegas descontextualizadas y al parecer procedentes también del llano (Jiménez y Ortega 2002: 49). Más significativa es la información, o la ausencia de ella, procedente del cerro de Alange, un lugar profusamente prospectado, sondeado y excavado que nos ha ofrecido materiales de las diferentes fases de la Edad del Bronce, pero ni un solo testigo evidente de la presencia de asentamientos de la I Edad del Hierro a pesar de algunas informaciones muy confusas (Pavón y

Duque 2014). Y, por último, el cerro de Cogolludo, identificado con Lacimurga romana de las fuentes, donde tampoco existen materiales que puedan adscribirse al Bronce Final ni tampoco a la I Edad del Hierro, más allá de un fragmento de cerámica griega de pinturas rojas de comienzos del siglo IV a.n.e. hallada en unas excavaciones junto al cerro y dentro de una cronología más moderna (Aguilar y Guichard 1995). Por todo ello, parece que deberíamos romper con un prototipo que se ha asentado como premisa para identificar el modelo de asentamiento tanto del Bronce Final como de la I Edad del Hierro en el Guadiana Medio; una propuesta que se desarrolla con mayor detalle en otro trabajo contenido dentro de este mismo volumen. Pero el que debamos descartar estos lugares en alto como ejemplos de la ocupación del territorio en época tartésica, no significa que estos u otros no existieran, se trata simplemente de esperar a que el futuro confirme lo que hoy son inexistentes o débiles indicios arqueológicos; de hecho, al día de hoy contamos con el claro ejemplo de un yacimiento en alto donde sí se han recogido muestras evidentes de haber sido ocupado en las primeras fases de la I Edad del Hierro. Nos referimos al cerro de Tamborrío, en la

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localidad de Villanueva de la Serena, situado en un lugar estratégico ubicado en la confluencia del Guadiana y su afluente principal, el Zújar; una zona de gran importancia porque une las tierras de La Serena y la Siberia desde donde se controla no solo el paso de ambos ríos, sino otros cerros como el de Medellín, a tan solo 14 km en línea recta. En este cerro se llevaron a cabo sondeos y excavaciones para la adecuación de los depósitos de agua existentes, lo que supuso una excavación estratigráfica que, por tratarse de una intervención de urgencia, impidió llegar a los estratos inferiores, aunque en superficie se recogieron numerosos materiales adscritos al Bronce Final, época en la que habría sido ocupado por primera vez el cerro (Walid y Pulido 2013). En las excavaciones realizadas se detectaron estructuras de la I Edad del Hierro, si bien lo que aquí nos interesa destacar es la presencia de un lienzo de muralla del siglo VII a.n.e. datado mediante termoluminiscencia. El resto de construcciones, de innegable relevancia, se datan claramente a partir del siglo VI como veremos en el siguiente trabajo, lo que confiere al cerro una enorme importancia a la hora de recomponer la estrategia de ocupación del Guadiana Medio. Dentro del amplio espacio que controla el Tamborrío se encuentra el yacimiento del Cerro de la Barca, también en el término municipal de Villanueva de la Serena, un lugar que aunque fue clasificado como uno más de los túmulos tartésicos del Guadiana (Rodríguez Díaz, Pavón y Duque 2004: 603) hoy se nos muestra sin embargo como un poblado cuyos materiales nos remiten al siglo V a.n.e., si bien desconocemos si guarda restos de épocas inmediatamente anteriores (Rodríguez González 2013). Pero salvo este ejemplo del Cerro de la Barca, que formaría parte del sistema de poblamiento de la zona en las fases más modernas, estamos aun lejos de asociar poblados en llano de las primeras ocupaciones de la I Edad del Hierro con el Tamborrío, un problema que, como hemos visto, ya existía con la propuesta de Medellín. Hasta el momento tan solo contamos con dos claros ejemplos de asentamientos en llano que se puedan fechar entre los siglos VII y VI a.n.e. El primero de ellos es el Palomar, en Oliva de Mérida (Jiménez y Ortega 2001), un asentamiento del que desgraciadamente conocemos muy poco a pesar de las intensas campañas que se practicaron en los 2000 m2 de superficie que se excavaron (fig. 12). El Palomar, con una extensión aproximada de 5 ha, se encuentra a más de 30 km de Medellín, y por lo tanto del Guadiana, y a más de 40 km del Tamborrío, lo que dificulta evaluar su dependencia de cualquiera

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Figura 12. Planimetría de El Palomar (según Jiménez y Ortega 2008: 255, fig. 2).

de estos dos puntos, sin que por ello debamos desecharla a expensas de futuros hallazgos de otros asentamientos que pudieran ejercer un rol de interconexión territorial entre estos centros. El interés de El Palomar se centra en su trazado urbano, organizado en torno a calles trazadas a cordel donde se documentaron espacios domésticos asociados a almacenes de cereales de planta circular; también se halló un gran edificio subdividido en módulos alargados a modo de los almacenes orientales que también se han documentado en el ámbito fenicio de la Península Ibérica, caso del conocido edificio C de Toscanos, interpretado como almacén (Niemeyer 1986) o como auténticos mercados (Aubet 2000: 32, Prados 2000: 174); en el espacio tartésico del Guadalquivir, caso del denominado SE/M (Vera 2002: 70); y en la propia cuenca del Guadiana en los momentos postreros del periodo tartésico, caso de La Mata de Campanario (Rodríguez Díaz coord. 2004). Por último, se exhumó un edificio de planta cuadrangular que ha sido interpretado como un lugar de culto. No menos interesante es la funcionalidad que se ha podido adjudicar a algunas de sus otras construcciones, donde destaca el hallazgo de un taller de producción de objetos de bronce del que nos ha llegado el fondo del

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horno y la cubeta de deyección junto a toberas y soportes cerámicos (Rovira et al. 2005: 1231). Así pues, y a pesar de que desconocemos la tipología cerámica del sitio, el yacimiento parece que se conformó a partir del siglo VII, si bien lo que conocemos mejor es su última fase de ocupación, en pleno siglo VI a.n.e. gracias a los bronces analizados y estudiados, donde destaca el hallazgo de un molde de arenisca para fundir hachas de apéndices laterales. El otro yacimiento en llano es el Manzanillo, en Villar de Rena (Rodríguez Díaz et al. 2009), en este caso a más de 20 km de Medellín, pero a tan solo 12 km del Tamborrío, desde donde se domina. Considerado como un caserío con una superficie de unas 0,05 ha, está estructurado en cuatro viviendas y otras dependencias dispuestas en torno a un amplio patio enlosado con zona de almacenaje y un taller metalúrgico (fig. 13). El asentamiento surgió como una explotación agraria regentada por una unidad familiar en un momento impreciso del siglo VII, mientras que su clausura, tras un constante crecimiento del asentamiento, se produjo hacia mediados del VI a.n.e., un momento que coincide con el abandono del poblado de El Palomar y con la eclosión de los edificios tartésicos ocultos bajo túmulo que caracterizan

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el poblamiento del Guadiana Medio. Según los autores, el Manzanillo sería una consecuencia de la colonización agraria que encabezaría Medellín a partir del siglo VII y que ellos califican como un proceso de ruralización del campo, lo que no deja der ser una obviedad. Por último, presentan los resultados de las prospecciones que se llevaron a cabo en el amplio pasillo que une el Manzanillo con Medellín, aunque siempre de carácter selectivo, de cuyos resultados cabe destacar el hallazgo de algún pequeño asentamiento como La Veguilla o el Cortijo de la Fuente, así como otros de menor entidad como Cortijo de La Aliseda, La Majona o Las Tapias, mientras que la mayor parte de los sitios localizados difícilmente pueden clasificarse dentro de la I Edad del Hierro, pues muchos de ellos solo ofrecen un molino barquiforme que, como sabemos, son objetos de alta movilidad que además perduran hasta la II Edad del Hierro, por lo que debemos descartarlos como yacimientos dentro del entramado poblacional de la zona. Sin embargo, sí es importante destacar que estos dos yacimientos en llano levantados hacia mediados del siglo VII, fueron abandonados hacia finales del siglo VI a.n.e., en paralelo por lo tanto al nacimiento del fenómeno de los edificios tartésicos bajo túmulo

Figura 13. Planimetría de Cerro Manzanillo (según Rodríguez Díaz et al. 2009: 40, fig. 5).

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que van a caracterizar esta nueva fase. Por ello, y a la vista de los actuales conocimientos, parece que el poblamiento de la I Edad del Hierro en el Guadiana tiene su mejor reflejo en las tierras del llano y no en los grandes cerros, si bien, como es lógico, estos guardan restos de modestas ocupaciones que tendrían una función más bien de control de paso del río, pero no parece que se alzaran como los centros políticos que dominaron este extenso territorio. El Tamborrío es la excepción que confirmaría esta hipótesis, de ahí que hallamos propuesto en alguna ocasión que a tenor de los restos encontrados en el entorno del cerro de Medellín, ya en el llano y donde se levanta el actual pueblo, sea en esta zona donde se pudo haber organizado un poblado de la I Edad del Hierro (Celestino 2005: 771) que habría sido dependiente del Tamborrío.

3. CERRO BORREGUERO. UN POBLADO DE TRANSICIÓN En 2006, y como consecuencia de las prospecciones que se llevaron a cabo en el entorno inmediato de Cancho Roano, se intervino en este yacimiento del Cerro Borreguero (fig. 14) que fue catalogado en un primer momento como un recinto-torre de época republicana romana por las estructuras murarias que preservaba en la cresta del cerro artificial. Sin embargo, tras un reconocimiento más exhaustivo, se recogieron cerámicas típicas de la I Edad del Hierro, lo que nos llevó a solicitar un permiso para practicar un sondeo que nos permitiera calibrar su potencial arqueológico. El sondeo se llevó a cabo en el año 2008, tras individualizarse las construcciones romanas que coronaban la práctica totalidad del cerro, lo que permitió comprobar que estas no pertenecían a los restos de un recinto torre como los que caracterizan la comarca de La Serena (Mayoral et al. 2011 con bibliografía), sino que más bien parecen pertenecer a alguna construcción destinada a la explotación agrícola del entorno, aunque sin duda relacionada con los recintos-torre. Para practicar el sondeo se eligió la habitación más espaciosa de la construcción romana, donde se abrió un corte de 4 x 4 m con la intención de llegar hasta el sustrato geológico de la elevación artificial. Tras retirar el estrato de uso de época romana y a pocos centímetros de profundidad, se halló un suelo de tierra apisonada roja que ocupaba toda la superficie del corte. La detección de este nivel de uso marcado por la aparición del suelo de arcilla roja, nos hizo proyectar

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Figura 14. Fotografía aérea de cerro Borreguero, 2015.

una campaña arqueológica sistemática cuyo objetivo era excavar de forma integral la estancia en cuestión. Durante estos trabajos, que se prolongaron entre 2009 y 2010, se descubrió toda la superficie de la habitación denominada 100, en el centro de la cual y sobre el suelo de arcilla roja se halló una estructura muy elaborada a modo de hogar. Por último, sobre el pavimento rojo se halló una banda blanca de tendencia ovalada que cruzaba todo el espacio abierto y que llamó poderosamente nuestra atención. Así mismo, la excavación en extensión del yacimiento nos ha permitido en estos años reconstruir una serie de estancias pertenecientes a la I Edad del Hierro que conforman en su conjunto un edificio en forma de L; si bien, es probable que los intensos trabajos agrícola llevados a cabo en la zona Sur del cerro acabaran por arrasar las construcciones de esa zona, o así al menos parecen evidenciar algunos restos de muros detectados, lo que le conferiría la forma cuadrangular que sospechamos pudo haber tenido antes de la intervención romana, también muy agresiva en esta zona. Gracias a las excavaciones en superficie de los últimos años, que aquí no vamos a detallar por ser más propias de la memoria de excavación que estamos preparando, se han podido individualizar dos edificios superpuestos pertenecientes a I Edad del Hierro. Lo más destacable sin duda es que la construcción más antigua es ya de forma cuadrangular, si bien sus ángulos aún son redondeados; además, la abundante cerámica recuperada en los sondeos previos y en la excavación en extensión de la zona oriental de este primer edificio está elaborada fundamentalmente a mano y se detecta tan solo algún plato importado de cerámica gris cuyas analogías más cercanas se encuentra en la necrópolis de Medellín y

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que se datan en torno al final del siglo VII a.n.e. (Lorrio, 2008). Por su parte, el segundo edificio, construido siguiendo la orientación del anterior, aunque variando las dimensiones de sus habitáculos, ya presenta un mayor volumen de cerámicas a torno, así como algunos materiales de tradición tartésica. Lamentablemente, este segundo edificio, abandonado de forma natural, nos ha legado un escaso número de materiales que nos impide afinar en su cronología, aunque no parece que sobrepase los primeros momentos del siglo VI a.n.e., fechándose la más antigua de las construcciones, grosso modo, entre finales del siglo VIII y los últimos años del VII a.n.e.; un siglo de vida que se plasma en las diferentes reformas y ampliaciones del edificio. Sin embargo, para la elaboración de este trabajo nos interesa detenernos en el análisis de la estancia 100. Esta habitación está delimitada por cuatro muros de época romana que formaban un espacio cuadrangular de 5 x 6 m. Como apuntábamos al describir la ejecución del sondeo A, tras bajar el nivel superficial y el estrato de ocupación romana, localizamos un suelo de arcilla compacta de color rojo oscuro delimitado en la zona norte y sureste por una ancha banda de cal de tendencia oval que recorría toda la superficie de la habitación, perdiéndose bajo los alzados de las terrazas romanas. Al exterior de esta franja de cal se extendía otra superficie arcillosa marrón producto del derrumbe de una pared de adobes. En el centro de la habitación, y sobre el suelo arcilloso rojo, se documentó la estructura realizada en adobe y arcilla con una cama de fragmentos cerámicos que podría haber correspondido a un hogar de forma semicircular (fig. 15), con el lado norte recto delimitado por adobes en posición vertical para la contención de las brasas. Así mismo, la estructura estaba rodeada de una capa de cal blanca sobre la que aparecieron restos de carbones que ennegrecieron la superficie. Este gran espacio está en fase cronológica con otras habitaciones excavadas en los últimos años y que conservaban algunos materiales que, como ya hemos apuntado, pueden fecharse entre los años finales del siglo VII y los primeros del VI a.n.e. Una vez delimitada la superficie de la habitación, procedimos a su excavación parcial para documentar el edificio inferior, para lo cual levantamos en primer lugar el suelo de arcilla roja apisonada de unos 4 cm de grosor. Al tiempo que retirábamos el suelo de arcilla roja, levantamos la banda de cal de tendencia oval que cruzaba todo el espacio de la habitación y que desde el primer momento de su hallazgo llamó poderosamente nuestra atención. La franja, de 12 cm

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de anchura media, estaba realizada a base de adobes rectangulares de no más de 6 cm de grosor y cubiertos por la cal blanca. En realidad, la franja señalaba una estructura de piedra que se corresponde con el alzado del cimiento de una cabaña de la que se han conservado tres hiladas, alcanzando los 60 cm de altura, mientras que el ancho del muro oscila entre los 60 y los 70 cm. Hasta el momento tan solo hemos podido registrar aproximadamente la mitad de su trazado, pues como se mencionaba anteriormente, el resto se pierde bajo los muros de la habitación cuadrangular posterior y la terraza romana. El alzado de piedra de la cabaña, perfectamente conservado, está construido a base de cuarcitas y granitos de mediano y pequeño tamaño trabados con tierra marrón, muy arcillosa y compacta, y arcilla anaranjada de similar textura. Por último, y coincidiendo con el trazado de la banda de cal, pero apoyadas sobre los cimientos de la cabaña, se recuperó un conjunto de cerámicas pintadas de similares características a la documentadas en otros yacimientos de la Meseta, análogas también a las denominadas tipo Medellín y que trataremos más adelante. El hallazgo de la cimentación de la cabaña nos obligó a centrarnos únicamente en la excavación de su interior, dejando así sus límites externos en reserva para futuras campañas de excavación. El suelo de la cabaña, muy desdibujado, está compuesto por un paquete de arcilla marrón muy compacto que se apoya directamente sobre un potente estrato de piedras de granito de tamaño mediano y grande sin trabar, aunque entremezcladas con tierra marrón muy plástica e intrusiones naranjas de textura arcillosa y compacta. La retirada del nivel de amortización de piedras nos permitió documentar un nuevo paquete de relleno de arcilla marrón e intrusiones anaranjadas de 4 cm de espesor muy compacta y sin materiales que tenía como función nivelar el terreno donde se iba a edificar la cabaña. Este nivel descansa sobre las floraciones rocosas que marcan el final de la estratigrafía en este punto del cerro. De forma totalmente independiente procedimos a la excavación parcial de la estructura circular que se localiza al sur de la estancia 100 para analizar su composición. Pudimos comprobar que tras una capa irregular de cenizas, resultado de la combustión que cubría solo parte de la superficie, se localizaba una nueva capa de arcilla naranja refractada mejor conservada en el extremo oeste de la estructura. Bajo estos estratos se registró un paquete de relleno de arcilla roja identificado con el tercer nivel del hogar donde se recuperó un elevado volumen de cerámicas

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Figura 15. Hogar circular hallado en la estancia 100. Secuencia de excavación.

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a mano actualmente en proceso de estudio. La estructura descansa finalmente sobre el mismo relleno de piedras de granito de mediano y gran tamaño donde se asentaba la cabaña, lo que demostraba que la estructura ya existía cuando la cabaña estaba en funcionamiento, conservándose su ubicación y función en la habitación cuadrangular de la fase posterior; es decir, había sido recrecida para respetar su lugar original. Sin duda, y hasta el momento, el hallazgo más significativo en el yacimiento de Cerro Borreguero es la cabaña circular asociada a las primeras construcciones ortogonales del yacimiento (fig. 16). Esta relación no es inédita en la península, si bien conocemos pocos casos documentados. El más conocido es el de Acinipo, en la malagueña localidad de Ronda, donde se descubrieron en la misma fase cinco cabañas del Bronce Final donde se combinaban las plantas circulares con las rectangulares (Aguayo et al. 1986: 39). Lo interesante es que las que ofrecen planta rectangular tienen sus esquinas redondeadas al igual que las primeras construcciones cuadrangulares del Cerro Borreguero, lo que no deja de ser un síntoma inequívoco de los iniciales ensayos constructivos tal vez influenciados por los primeros influjos medi-

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terráneos. La técnica constructiva empleada en estas cabañas es siempre la misma, independientemente de su planta: zócalos de piedra sobre los que se levantan alzados de tapial, con un hogar central y empedrados frente a las entradas, todas ellas orientadas al sur. Sobre estas construcciones, ya fechadas a mediados del siglo VIII a.C., se construyeron posteriormente los primeros edificios de muros rectos bien trabados. Otro ejemplo significativo es el que nos ofrece Montemolín (Marchena, Sevilla), cuya ocupación original se establece en el Bronce Final representada por una cabaña oval construida en adobe sobre un cimiento de piedra; sobre ella se edificó una nueva cabaña oval, denominada «Edificio A» con la misma orientación que la anterior pero con una superficie que roza los 160 m2 (De la Bandera et al. 1993: 2327). Esta cabaña convive con una construcción de planta rectangular o «Edificio B» que se dispone perpendicularmente a ella y cuya técnica constructiva varía, pues ahora se introduce el alzado de adobe en sustitución del tapial de la cabaña circular; no obstante, parece evidente que el objetivo de esta nueva construcción es la de mantener la tradición anterior. Por último, ambas construcciones fueron amortizadas hacia el siglo VI a.n.e., para dar paso a los edifi-

Figura 16. Planta de la cabaña circular.

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cios C y D, ya de clara influencia oriental (Ferrer y De la Bandera 2007:77). Otro caso interesante es el de Colina de los Quemados, en Córdoba, donde en su estrato 15 se documentó un muro de 4 metros de diámetro con los cimientos realizados con cantos de río de gran tamaño sobre los que se levantó el muro de tapial de la cabaña (Luzón y Ruiz Mata 1973); posteriormente, volvieron a realizarse excavaciones en el sitio y fue cuando se registró la coexistencia entre esas construcciones circulares y otras de planta rectangular, en concreto en las fases III y IV del Corte 1 (Murillo 1994: 207-ss). Aunque la lógica dicta que las primeras influencias orientales en el sistema constructivo deberían de haber llegado con bastante antelación al valle del Guadalquivir por su inmediata conexión con las primeras tierras colonizadas por los fenicios, lo cierto es que los casos que conocemos en el valle del Guadiana desmienten este supuesto; además, gracias a las excavaciones en extensión que se han practicado en esta zona del interior, tenemos un conocimiento más detallado de este fenómeno que, en principio, parece coetáneo al que aconteció en el sur peninsular. El primer ejemplo lo tenemos en el complejo constructivo de Neves II, en la localidad portuguesa de Castro Verde y que ha sido reinterpretado recientemente por su propia excavadora (Maia 2008: 358), aunque aun son muchas las dudas que subyacen sobre el registro de este yacimiento. La fase más antigua está representada por una cabaña circular sobre la que se superpuso una más moderna de forma semielíptica, pues uno de sus frentes está rematado por un muro rectilíneo; lo más interesante es que sobre la amortización de esta cabaña se construyó un edificio cuadrangular cuyo espacio más significativo está protagonizado por un hogar con base de piedra que parece destinado a legitimar las tradiciones ancestrales, lo que recuerda al caso señalado de Montemolín. Otro yacimiento de interés es el de Rocha do Vigio 2, excavado dentro del plan de recuperación arqueológica antes de la construcción de la presa de Alqueva (Calado, Mataloto y Rocha 2007), donde se documentaron tres cabañas superpuestas con un hogar central con las que convivía un edificio cuadrangular levantado en adobe sobre cimientos de esquistos y guijarros. Las cabañas se dataron por radiocarbono entre los siglos IX y VIII, una fecha que también sería válida para datar el edificio cuadrangular, por lo que se trataría de un yacimiento idóneo para estudiar el tránsito entre el Bronce Final y la I Edad del Hierro en el Guadiana (Mataloto 2013: 244), siempre y cuando se confirme definitivamente

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la pertenencia de este último edificio a época protohistórica. Pero no cabe duda que el mejor ejemplo para analizar esa transición lo tenemos en el castro de Ratinhos (Berrocal y Silva 2007; 2010), en la localidad también portuguesa de Moura e igualmente excavado a la sombra de los trabajos que se han venido realizando como consecuencia de la construcción de la gran presa de Alqueva, que marca la nueva frontera entre España y Portugal. De este magnífico sitio fortificado nos interesa destacar la información extraída del área definida como la acrópolis, donde se ha documentado la convivencia de edificios circulares y ortogonales. Tras una sucesión de cabañas circulares que arrancan desde el siglo XIII a.n.e., nuestro interés se centra especialmente en la cabaña construida dentro de la fase 1b, datada en el siglo IX a.n.e. y que, con una superficie de 83 m2, comparte cronología con un edificio, el denominado MN23, con una planta en forma de L invertida que ha sido interpretado como un santuario dedicado a una deidad femenina asimilada con Astarté (Prados 2010: 273). Llama la atención la similitud entre las técnicas constructivas de ambos edificios que incluso comparten módulos de medida de longitud del sistema fenicio (Berrocal y Silva 2010: 249), lo que es un claro indicador de que sendos edificios fueron construidos a la vez, si bien uno de ellos, el circular, respetando la tradición arquitectónica del pasado. La datación que se maneja para ambos edificios, que se basa en los materiales arqueológicos adscritos al mundo fenicio, está en torno al final del siglo IX y el comienzo del VIII (Soares y Martins 2010: 413), una fecha realmente muy temprana para estas tierras del interior, como temprano es su abandono, hacia finales de este siglo. Por lo tanto, y en síntesis, las excavaciones del Cerro Borreguero nos ha permitido delimitar tres grandes fases cronológicas que se corresponden con tres construcciones bien diferenciadas, mientras que nuestro próximo cometido será individualizar las diferentes subfases que se corresponden con sendos edificios. La Fase I coincide con la construcción de época romana, levantada en el siglo I a.n.e. y abandonada en el siglo I dne, cuando se desmantela definitivamente el yacimiento. Se trata de una edificación en forma de L invertida orientada de este a oeste y construida sobre la elevación artificial generada por la amortización y sellado de los edificios protohistóricos anteriores. Antes de levantar la construcción romana, se echó una gruesa capa de arcilla marrón muy plástica y de gran dureza que sirvió para explanar completamente la elevación. La estructura de la

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construcción romana es muy sólida, delimitada por una gran terraza de hasta 2 metros de ancho realizada con bloques de granito por ambas caras, mientras que el interior se rellenó de piedras de pequeño tamaño ligadas con cal. El acceso al edificio se hacía a través de una gran escalera de bloques de cuarcita ubicado en el sureste. Por último, y para solventar la dificultad que supondría sostener un edificio de esta naturaleza sobre una elevación artificial, se practicaron profundas zanjas de cimentación que han deteriorado sensiblemente parte de las construcciones protohistóricas, a la vez que obligó a construir muros en escarpa para dar solidez a la construcción y evitar su vencimiento. Toda la construcción romana está realizada en granito; sin embargo, algunos tramos de los muros están rellenos con cuarcitas de mediano tamaño bien cortadas originarias de los muros anteriores rotos por las zanjas de cimentación aludidas. La Fase II está relacionada con la última ocupación de la I Edad del Hierro de Cerro Borreguero y se puede dividir en dos subfases. La Fase IIa se corresponde con el último edificio protohistórico y, por lo tanto, también con su amortización mediante el relleno de sus habitaciones con piedras de granito y el posterior sellado con una gruesa capa arcilla roja, lo que a la postre generó buena parte del túmulo artificial. Los restos recuperados de este último edificio nos ofrecen una planta similar a la de la construcción romana, es decir, en forma de L invertida; sin embargo, y a tenor del suelo rojo que hemos detectado por buena parte de su lado meridional, es probable que esta zona haya sido arrasada por las labores agrícolas, que sin embargo no pudieron desmantelar las sólidas construcciones romanas. De haber sido así, el edificio en origen tendría una planta cuadrangular similar a las que conocemos de los edificios tartésicos del Guadalquivir o de los más cercanos de Cancho Roano o La Mata. Y como también es habitual en estos grandes edificios de la I Edad del Hierro, su entrada principal está orientada al este. Hasta el momento, y a partir de los cimientos conservados, hemos podido individualizar hasta ocho estancias, de las cuales dos parecen responder a pasillos de distribución. La estancia principal es la ya descrita estancia 100, donde se halló el hogar y la franja de cal que marcaba la antigua cabaña circular. Todas las estancias aparecen prácticamente vacías, rellenas con los derrumbes de las paredes de adobe y colmatadas con cantos de río de mediano y gran tamaño en seco que posteriormente se cubrieron con una capa de arcilla roja que marca la amortización total de esta última fase constructiva cuyos comienzos datamos en el

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siglo VII, mientras que su amortización debió tener lugar en los primeros años del VI a.n.e. Por su parte, la Fase IIb se corresponde con la construcción del primer edificio de la I Edad del Hierro que datamos hacia los inicios del siglo VIII a.n.e. Desgraciadamente, y a pesar de su enorme interés arquitectónico, tenemos serios problemas para conocer su planta definitiva por la superposición de las construcciones de las fases posteriores. Pero su particularidad estriba, principalmente, en la relación que existe entre este primer edificio de muros rectos y la construcción de la cabaña circular que caracteriza a la fase anterior. También es muy significativo el hecho de que estas primeras construcciones cuadrangulares, si bien aún con las esquinas redondeadas, se organicen en el sector septentrional del yacimiento, bajo el túmulo artificial que generó el siguiente edificio; es decir, las construcciones de la Fase IIb se levantaban en el llano, lo que sin duda es un dato de enorme interés para entender la evolución de estas edificaciones desde las fases más antiguas. De esta fase se ha recuperado un elevado volumen de cerámica que pertenece en su totalidad a producciones elaboradas a mano. Por último, la Fase III, está representada por la cabaña circular, cuya amortización se produjo a finales del siglo IX a.n.e., fecha que se desprende tanto de las formas cerámicas documentadas en su interior como de la datación radiocabónica efectuada. De esta fase de amortización destaca especialmente el hallazgo de la cazuela realizada a mano y pintada con pigmentos rojos y amarillos (fig. 17). En efecto, sobre el cimiento de la cabaña y, por lo tanto, bajo el suelo del edificio cuadrangular de la Fase IIa, se recuperó un vaso pintado de paredes muy finas realizado a mano que podemos fechar entre finales del IX y principios del siglo VIII a.n.e. gracias al análisis de los carbones que aparecieron asociados en ese mismo estrato; del mismo modo, la escasa cerámica recuperada entre la amortización de la cabaña pertenece por su tipología al Bronce Final. El vaso pintado fue recogido en numerosos fragmentos hallados, exclusivamente, sobre el fundamento de la cabaña amortizada, un hecho que demuestra, en primer lugar, que fue utilizado una vez que la cabaña se había amortizado y, en segundo lugar, que se debió llevar a cabo un ritual de clausura de la cabaña previo a la construcción del nuevo edificio de planta cuadrangular. Este es un dato de gran importancia porque sitúa estas características cerámicas pintadas en un momento sincrónico con la colonización mediterránea de las costas peninsulares.

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Figura 17. Cazuela de cerámica pintada poscocción hallada en Cerro Borreguero.

El vaso en cuestión pertenece a una cazuela carenada fabricada a mano con el borde abierto y una sección de apenas 2 mm de grosor cuya pasta presenta un alto contenido en cuarzos. Sobre la superficie gris de la pieza, consecuencia de su cocción reductora, recibió una capa homogénea de pintura roja sobre la que se diseñó la decoración de motivos geométricos pintados con pigmento amarillo; destacan los enrejados, muy similares a los trenzados de cestería, y las metopas que encierran motivos geométricos menores; por último, a la altura de la carena aparece una serie de motivos en forma de S que se asemeja a una procesión de ánades. La cazuela conserva la mitad del perfil y del borde, pero no hemos encontrado ni un solo fragmento de su base, si bien podría estar sobre los cimientos de la cabaña que se pierden bajo las construcciones posteriores. Los análisis realizados a la pieza en el Servicio de Conservación, Restauración y Estudios Científicos del Patrimonio Arqueológico SECYR de la Universidad Autónoma de Madrid, han atestiguado que los pigmentos utilizados para decorar la pieza, tanto el rojo que cubre toda la pieza como los motivos a base de pigmento amarillo, proceden del entorno inmediato del yacimiento, producidos a partir de las floraciones de hierro que se localizan al este del edificio, a escasos 100 m del mismo; en concreto, se han extraído ocres naturales de óxidos e hidróxidos del hierro, hematita en el caso de los rojos que cubren la superficie de la pieza y goethita en el caso de los amarillos que la decoran.

La conservación de los motivos decorativos de la cazuela es muy delicada al haberse aplicado los pigmentos tras la cocción de la pieza, lo que ha impedido una buena fijación; esto supone que el recipiente estaba destinado a un uso puntual, quizá relacionado con el ritual de amortización al que aludíamos anteriormente. Con el solo contacto de los dedos, la decoración se pierde, lo que ha dificultado su restauración; este hecho nos induce a ponerlo en relación con otros vasos pintados que sufren la misma situación, caso de las cerámicas pintadas de la necrópolis de Medellín, sobre cuyo uso en el ritual funerario se hace una valoración similar (Torres 2008a: 727). En el entorno del Guadiana, este tipo de cerámica se documenta solo en Medellín, tanto en el corte estratigráfico que se practicó en el castillo, en los realizados recientemente en el SMRO, como en el solar de Portaceli, pero, fundamentalmente, en la necrópolis (Torres 2008a: 724-733). Aunque son numerosos los fragmentos de estas cerámicas pintadas hallados en la necrópolis de Medellín, la mayor parte fueron registrados fuera de contexto, aislados de los enterramientos; si bien, se han podido adjudicar hasta once piezas que formaban parte del ajuar funerario, lo que es un dato de gran importancia para asignarles una cronología fiable. Los cuencos pintados recuperados habrían estado destinados a tapar las urnas tipo «Cruz del Negro», aunque también se apunta a un uso ritual previo de las mismas. Estas piezas se han considerado una evolución formal de

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las tipo San Pedro II, por lo que se han datado hacia la mitad del siglo VII a.n.e. (Torres 2008a: 732), aunque no se descarta que su uso podría haberse prolongado hasta los inicios del siglo VI a.n.e. Desgraciadamente, no podemos cotejar estas cronologías con los fragmentos documentados en el cerro del castillo de Medellín ni con las cazuelas de Portaceli por haberse hallado todas ellas, como ya hemos reiterado, en niveles de revuelto. Estas cerámicas realizadas a mano y pintadas con pigmentos amarillos o blancos sobre una fina capa de pintura roja no son extrañas en otras zonas de la Meseta donde, concretamente las procedentes del Cerro Borreguero, tienen sus mejores analogías. Destacan, así, las cerámicas fechadas en el Bronce Final halladas en el Cerro de San Pelayo (Salamanca) (Benet 1990), en Sanchorreja (Ávila) (Maluquer 1958) o en la Aldehuela (Zamora) (Santos 1988; 1989; 1990); también son de gran interés los ejemplares hallados en claros contextos de la I Edad del Hierro, ya sea en ambientes funerarios, como las registradas en la tumba del Carpio, en Belvís de la Jara (Toledo) (Pereira, 1989), o en poblados, como las documentadas en la Bienvenida (Ciudad Real) (Zarzalejos et al. 2011: 21) o en Alarcos. 1 Existen también otros ejemplares que se asemejan a las cerámicas aquí tratadas, si bien se alejan sensiblemente de la técnica decorativa general, caso de las halladas en la necrópolis de Las Madrigueras (Cuenca) (Almagro-Gorbea 1969). Por lo tanto, el estudio de todos estos ejemplares se antoja de enorme importancia para entender las posibles relaciones entre los diferentes grupos culturales de la transición entre el Bronce Final y la I Edad del Hierro en la Meseta, así como para conocer el posible origen de este fenómeno que parece a todas luces desvinculado de las tipo Carambolo a las que en muchas ocasiones se han vinculado y con las que a pesar de compartir cronología y una decoración geométrica, si bien con motivos muy diferentes (Tiemblo 2003: 124), las técnicas de elaboración y formas son muy heterogéneas. En definitiva, los trabajos arqueológicos llevados a cabo en el Cerro Borreguero en la última campaña de 2015 nos han permitido exhumar una cabaña de planta oval de unos 30 metros cuadrados fechada por radiocarbono en el siglo IX a.n.e. La cabaña es contemporánea, en su último momento de uso, con una 1 Agradecemos a la Dr. Rosario García Huertas la información acerca de la próxima publicación de un lote de cerámicas pintadas con estas características halladas en el yacimiento de Alarcos.

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estructura cuadrangular que se corresponde con el primer edificio protohistórico levantado en un momento impreciso del siglo VIII y que debió permanecer activo hasta finales del siglo VII a.C., si bien con varias modificaciones y ampliaciones que aun estamos analizando. La cabaña fue clausurada y amortizada con los adobes que conformaban su alzado hasta generar una sólida plataforma sobre la que se levantó el edificio cuadrangular que se le superpone; no obstante, sus cimientos fueron respetados y el hogar recrecido para ser reaprovechado en la fase protohistórica. Por último, y una vez echado el suelo apisonado con arcilla roja del nuevo edificio, se dibujó con cal el trazado de la planta de la cabaña original con la idea de señalarla para perpetuar su simbolismo, lo que sin duda avala la importancia de su funcionalidad. A comienzos del siglo VI a.n.e. se decidió abandonar el edificio, donde no se detectan signos de violencia, pues además de no haberse encontrado ningún nivel de incendio, apenas se han hallado objetos en el interior de las habitaciones; además, su abandono fue precedido de una amortización planificada que consistió en el derrumbe de sus paredes de adobe y el echado de una capa de guijarros de gran tamaño para, definitivamente, sellar toda la construcción con una gruesa capa de arcilla roja. La excavación del Cerro Borreguero está en plena actividad, por lo que aún estamos lejos de ofrecer una interpretación congruente sobre su funcionalidad, pero ya disponemos de datos significativos. En primer lugar, si en la cabaña todos los hallazgos cerámicos están realizados a mano, como por otra parte es lógico, en los estratos asociados al edificio cuadrangular más antiguo, contemporáneo a la cabaña pero ya con sus esquinas redondeadas y que fechamos en el siglo VIII a.n.e., tampoco se han hallado hasta el momento cerámicas a torno, lo que indicaría que aún no se habrían introducido en esta zona la tecnología adecuada para su elaboración, aunque sí habrían llegado los primeros reflejos de la colonización mediterránea a través de las innovaciones arquitectónicas. A partir de finales del siglo VII se construyó el nuevo edificio cuadrangular que hoy conocemos con buena parte de sus compartimentaciones, ahora ya con cimientos de piedra bien unidos y las esquinas perfectamente trabadas. En este segundo edificio protohistórico se ha registrado un elevado número de cerámicas también a mano, aunque las realizadas a torno ya ganan cierto peso. Como ya apuntábamos, el abandono voluntario del último edificio protohistórico es el causante de la escasez de materiales en el interior de las diferentes

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habitaciones; si bien destaca el hallazgo de un cuenco gris elaborado a torno encontrado en el interior de una gran olla realizada a mano y con decoración escobillada por el exterior que apareció de pie, apoyada en una de las paredes de la habitación. El plato gris en cuestión tiene el fondo plano con el pie ligeramente indicado y presenta una carena bien marcada muy cerca del borde. La superficie exterior está decorada mediante la alternancia de flores de loto y estrellas de cinco puntas. Estos platos son muy abundantes en el sur peninsular y en diferentes contextos (Lorrio 2008 con bibliografía) y tampoco son ajenos al valle del Guadiana, donde están muy bien representados en la necrópolis de Medellín, a cuyo tipo A2A1 pertenece el plato documentado en Cerro Borreguero (Lorrio 2008: 686), así como en el Manzanillo, donde son análogos a la forma E-7 (Rodríguez Díaz et al. 2009: 111), pero también son muy comunes en otros yacimientos prospectados en la zona (Rodríguez, Pavón y Duque 2009), con unas cronologías en torno a la segunda mitad del siglo VII a.n.e., lo que concuerda con la fecha que hemos otorgado a este último edificio protohistórico del Cerro Borreguero (fig. 18). El plato estaba acompañado por una concha marina que no deja de tener su interés a tenor de la escasez de materiales de importación recuperados. Toda la parte superior de la olla había desaparecido por la amortización del edificio, por lo que desconocemos si el plato, como en principio parece lógico por la posición en la que apareció dentro de la olla, había funcionado como tapadera de la misma. Por último, y entre los materiales que nos sirven para datar el nivel de amortización del último edificio de la I Edad del Hierro, tenemos que aludir al único vaso de importación localizado en el yacimiento; el vaso en cuestión está elaborado a torno y sabemos de su procedencia exógena gracias a los piróxidos de la composición de su pasta, que sugiere que fue realizado en un área volcánica del Mediterráneo. Se conserva un fragmento del cuerpo decorado con motivos geométricos de bandas marrones y negras análogo a las urnas Cruz del Negro, lo que sin duda es un dato de enorme interés por cuanto supone uno de los pocos ejemplos de cerámicas a torno en este segundo edificio cuya destrucción y abandono datamos en torno a los primeros años del siglo VI a.n.e. Junto al vaso a torno se documentó un alto porcentaje de cerámica a mano entre el que destacan los grandes contenedores de almacenamiento de factura tosca y cocciones mayoritariamente reductoras. Los perfiles son abiertos, conservando algunos un ángulo en S que conviven con algunas formas carenadas

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características de una etapa anterior. Por último, cabe destacar la presencia de cerámicas grises, de las que conocemos algunas formas realizadas a mano. Como ya hemos reiterado, este último edificio fue abandonado a comienzos del siglo VI de forma voluntaria, lo que nos ha privado de disponer de un amplio elenco de materiales que nos habrían servido para ajustar más su cronología. Pero lo más interesante es que este abandono coincide con la construcción del primer edificio de Cancho Roano o C.R. «C», situado a tan solo 3 km del Cerro Borreguero; parece, pues, que el edificio del Cerro Borreguero fue clausurado y sellado una vez que se construyó el primer edificio de Cancho Roano; un cambio de estrategia que pudo deberse, probablemente, a las especiales condiciones que

Figura 18. Plato de cerámica gris documentado en Cerro Borreguero

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ofrecía el nuevo lugar, también junto al río Ortigas, pero ahora lindante a un pequeño arroyo con aguas permanentes y, sobre todo, sobre una rica vena de agua que permitió construir pozos y un foso para abastecer al nuevo enclave.

4. CANCHO ROANO. LA CONSOLIDACIÓN DEL PERIODO TARTÉSICO EN EL VALLE DEL GUADIANA Al día de hoy, es en el Cerro Borreguero donde se documentan los primeros indicios de la influencia tartésica en el valle del Guadiana; sin embargo, las nuevas aportaciones tecnológicas, así como el nuevo sistema de ocupación del territorio que se comienza a ensayar, tienen su mejor expresión en el primer edificio de Cancho Roano, fechado en los comienzos del siglo VI a.n.e., contemporáneo por lo tanto a la amortización del último edificio del Cerro Borreguero. No obstante, y como hemos visto, las primeras corrientes tartésicas llegaron directamente a los territorios bañados por el Guadiana, donde, en el siglo VII , se levantó el poblado fortificado de Tamborrío y se enterraron los primeros individuos en la necrópolis de Medellín (fig. 19). Tanto las técnicas detectadas en Tamborrío como los materiales y, especialmente, los ritos funerarios desarrollados en la necrópolis de Medellín, no parecen dejar dudas de la presencia de gentes procedentes del Guadalquivir que debieron ocupar estas tierras tras la crisis de Tarteso (Celestino 2005). Esta colonización de la tierra debió contar con la anuencia de las poblaciones indígenas de la zona, muy escasas a tenor de los exiguos restos localizados hasta el momento. Sin embargo, la particularidad del ritual llevado a cabo en Medellín, donde destacan las estructuras de encanchados que cubren las tumbas, así como la pervivencia de cerámicas indígenas, no hacen sino ratificar la connivencia que debió existir entre ambas comunidades. Cancho Roano «C» era hasta ahora el edificio más antiguo de los que caracterizan la I Edad del Hierro del Guadiana medio, pues la construcción de este primer santuario se fecha en torno a los comienzos del siglo VI a.n.e., cuando se inaugura un sistema de construcción que se va a generalizar por todo el Valle Medio del Guadiana, si bien desconocemos si alguno de los túmulos localizados en los últimos años alberga en su interior edificios de la misma época o incluso más antiguos; pero en principio parece que todos responden a una sola fase constructiva que se sitúa, fundamentalmente, en el siglo V a.n.e., o al

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menos eso es lo que nos ha legado la excavación de La Mata (Rodríguez Díaz (coord) 2004) y los primeros resultados de ‘Casas del Turuñuelo’, en pleno proceso de excavación. Hasta ahora, y salvo algunos avances publicados hace años (Celestino 2001), toda la información que tenemos de Cancho Roano se ciñe al último edificio construido o Cancho Roano «A», sobre el que se han ensayado todo tipo de interpretaciones. Pero si tuviéramos en cuenta los dos edificios sobre los que se levanta, esas disquisiciones gozarían de mayor solvencia interpretativa, pero, sin embargo, en muchas ocasiones han sido obviadas para no distorsionar el argumento preestablecido. El caso es que tras el fin de los trabajos arqueológicos, la inauguración del centro de interpretación y la apertura del yacimiento al público en 2001 (Celestino 2000), no se ha vuelto a intervenir en el santuario, salvo para llevar a cabo las labores de mantenimiento y restauración preceptivos. Sin embargo, la necesidad apremiante de finalizar los trabajos arqueológicos para abrir el yacimiento a la visita pública, nos impidió excavar el último nivel perteneciente al edificio más antiguo o Cancho Roano «C» que se encontraba en la estancia denominada H-4. Por fin, en 2013, pudimos volver al yacimiento con el exclusivo objetivo de excavar ese nivel y tapar la habitación H-4, abierta desde entonces. Teníamos un especial interés por finalizar la intervención en este punto, donde apenas restaban 30 cm de potencia para llegar al nivel del suelo de CR «C». El aliciente de la excavación se debía a que en los niveles superiores, correspondientes a C.R. ‘B’, se habían registrado una sucesión de tres estructuras rectangulares que fueron interpretadas como hogares (fig. 20) (Celestino 2001: 43-44); mientras que los estratos que faltaban por excavar pertenecían ya al edificio ‘C’, cuyos niveles solo pudieron documentarse parcialmente en las habitaciones H3, H5, H6 y H7, debido a que el edificio ‘B’ aprovechó en la mayor parte de los casos los cimientos de la construcción anterior, lo que nos ha impedido recuperar su planta completa. De ese modo, limitados por los gruesos cimientos de CR «A» que, a su vez, reposaban sobre los de CR «B», procedimos a la intervención en un espacio que ocupaba una pequeña superficie de 2 x 1,86 m. La primera capa, de unos 18 cm, se correspondía con un nivel muy compactado compuesto de adobes procedentes del derrumbe y amortización de «C», un nivel que ya habíamos documentado en todo el espacio ocupado por este primer edificio. Bajo el nivel de amortización se individualizó una capa de tierra más oscura que ocul-

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taba y protegía una nueva estructura de planta rectangular que se apoyaba sobre el suelo de arcilla roja; un suelo que en realidad es la prolongación del espacio principal de CR «C»; es decir, este nuevo elemento fue construido en el mismo ámbito donde se levantó al altar circular con apéndice triangular localizado en la estancia H7. La estructura la hemos

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interpretado como otro posible altar, tanto por su ubicación como por la forma que presenta. Mide 1,38 x 1,12 m y está construida con ladrillos de adobe de 22 x 10 cm que posteriormente fueron enlucidos de cal. Aunque la estructura tiene forma rectangular, los dos extremos que se conservan, pues los otros dos están ocultos bajo los cimientos de CR A, han sido remata-

Figura 19. Planimetría de la necrópolis de Medellín.

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Figura 20. Secuencia de hogares documentados en la estancia H-4 de Cancho Roano.

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dos con sendos apéndices que le dan la característica forma de piel de toro extendida. El centro estaba ocupado por un focus bajo el que se localizó un lecho de guijarros y fragmentos de cerámicas fabricadas a mano. Por último, bajo la preparación del hogar se localizó un pequeño muro de guijarros de 24 cm de anchura y 1,02 m de largo que atraviesa la estructura de este a oeste perdiéndose bajo el contorno de la misma y cuya funcionalidad ignoramos, aunque debe estar en relación con la estructura de tendencia oval clasificada como CR «D» y de la que contamos con muy poca documentación. La disposición de estos altares nos recuerda al contexto que nos ofrece el santuario de El Carambolo, único ejemplo dentro del suroeste peninsular que reúne unas condiciones similares; sin embargo, son algunas las diferencias que los separan (fig. 21). En primer lugar, el altar circular excavado en el Carambolo no convive con la misma fase constructiva que la del primer altar con forma de piel de toro documentado en el santuario; así, mientras el circular se localiza en la fase denominada como Carambolo V (Fernández y Rodríguez 2007: 100), concretamente en la estancia A-46, el de forma de piel extendida no se levantó hasta la fase de Carambolo IV, momento en el que coexisten ambas estructuras, pero en diferentes ámbitos (Fernández y Rodríguez 2007: 107). Esta fase IV del Carambolo coincide con la ampliación que se lleva a cabo en el santuario hacia mediados del siglo VIII a.n.e., mientras que la construcción anterior se amortiza y se destina a organizar un patio abierto que separa sendas alas donde se ubicaban las estancias destinadas al culto. La primera de estas estancias, A-40, es de planta rectangular y tiene una superficie de gran tamaño (8 x 15 m) en cuyo centro se construyó el altar de piel de toro extendida realizado a partir de un rebajo del suelo posteriormente pintado, una técnica muy diferente de la que se ha documentado en Cancho Roano. Al otro lado del patio, pero en simetría con el espacio descrito, se localizó la estancia A-1, donde apareció un segundo altar, parece que de forma rectangular, levantado sobre el mismo eje del anterior, si bien es difícil de interpretar por haber sido afectado por las obras del Tiro de Pichón que se llevaron a cabo en esta parte del yacimiento. A pesar de estas variaciones formales y cronológicas, parece que el esquema ensayado en Cancho Roano debió inspirarse en los santuarios tartésicos del Guadalquivir, como por otra parte es lógico. Lamentablemente, la escasez de materiales arqueológicos, tanto en la estancia H7 como en la recién excavada H4 del edificio ‘C’, no nos permite afinar la cronología de esta fase constructiva que seguimos fechando hacia los

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Figura 21. Evolución de las plantas del Carambolo III, IV y V (según Fernández Flores y Rodríguez Azogue, 2010: 223).

inicios del siglo VI a.n.e., contemporánea, pues, a la fase III del Carambolo. En conclusión, este breve recorrido por el Bronce Final y el período de transición que lo separa de la I Edad del Hierro, nos deja entrever que no se detecta un nivel claro para el Bronce Final del valle medio del Guadiana, pues los restos adscritos a este período corresponden a su última fase y, en muchas ocasio-

nes, se han confundido con yacimientos cuya cronología pertenece realmente a la I Edad del Hierro. Por lo tanto, parece, cuanto menos precipitado, proponer un patrón de asentamiento para esta época, máxime cuando restos constructivos de los lugares centrales definidos son hasta la fecha inexistentes, restringiéndose a algunos hallazgos aislados generalmente documentados fuera de contexto; es más, algunos

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elementos que se han adscrito sin dudas al Bronce Final parecen que nos remiten ya a época tartésica, como los tesoros áureos y, sobre todo, las estelas del oeste que se documentan en el Guadiana Medio. La ausencia de restos constructivos para el Bronce Final se ha visto paliada gracias al hallazgo de la cabaña circular documentada en Cerro Borreguero (Zalamea de la Serena). Así mismo, este yacimiento sirve de modelo, junto a otros ejemplos hallados en el Guadiana portugués –caso de Castro dos Ratinhos–, para analizar la evolución constructiva que supone la transición del Bronce Final a la I Edad del Hierro. Todo ello nos permite dibujar un novedoso panorama que invalida el modelo territorial propuesto hasta ahora, basado en hallazgos aislados y, por lo tanto, en una lectura errónea del problema.

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SEBASTIÁN CELESTINO PÉREZ Y ESTHER RODRÍGUEZ GONZÁLEZ

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA DURANTE LA I EDAD DEL HIERRO: UNA NUEVA LECTURA SOBRE SU ORGANIZACIÓN TERRITORIAL* Middle Guadiana River during the Iron Early Iron Age: a new vision about its organization territorial Esther RODRÍGUEZ GONZÁLEZ y Sebastián CELESTINO PÉREZ, Instituto de Arqueología – Mérida (CSIC – Junta de Extremadura)

Resumen: Se ha considerado tradicionalmente que el modelo de poblamiento de la I Edad del Hierro del valle medio del Guadiana es un reflejo de lo acontecido con anterioridad en el núcleo de Tarteso. Enclaves como Medellín han encabezado la organización de este sistema considerado como el resultado de un proceso de colonización por parte de poblaciones tartésicas llegadas del valle del Guadalquivir. Sin embargo, recientes trabajos de excavación y la revisión de estudios pasados muestran la existencia de un panorama que dista mucho del modelo territorial con el que hemos venido trabajando hasta el momento. Por todo ello recogemos en el presente trabajo una nueva interpretación de su modelo de ocupación territorial que parte de la propia personalidad cultural que desprende el río Guadiana como único mecanismo para comprender la particularidad de su patrón. Summary: It has traditionally been considered that the territorial occupation model of the I Iron Age in the central Guadiana Valley is a reflection of what had previously occurred in the nucleus of Tarteso. Enclaves such as Medellín would have spearheaded the territorial organization of this area, considered to be the result of a colonization process on behalf of Tartesic populations that had arrived from the Lower Guadalquivir Valley. Nonetheless, recent excavations and the revision of previous studies show the existence of a new model that substantially differs from the traditional territorial pattern of occupation that was thought to have existed until now. Therefore, in this paper we present a new interpretation of the occupational model of the central Guadiana Valley based on the unique cultural personality of the Guadiana River as the only mechanism to understand the particularity of this its pattern. Palabras clave: Tarteso, Guadiana Medio, territorio, patrón de asentamiento, túmulo. Key words: Tartessos, the central Guadiana valley, territory, settlement pattern, tumulus.

*

Este trabajo se desarrolla dentro del Proyecto de Investigación HAR2015-63788-P del Plan Estatal de Investigación

I+D+i. Así mismo, está dentro de la Ayuda a Grupo de Investigación de la Junta de Extremadura (HUM007).

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La transición entre los siglos VII-VI a.C. trajo aparejada una serie de cambios sociales, económicos, políticos y territoriales dentro de las regiones que actualmente comprenden las costas andaluzas, el valle del Guadalquivir y la costa atlántica de Portugal, cuyas consecuencias se atribuyen a un profundo proceso de transformación económica y social definida comúnmente como la ‘Crisis de Tarteso’. Las causas apuntadas para justificar la existencia de este proceso de cambio son múltiples, pero por lo general relacionadas con las transformaciones producidas en los circuitos comerciales mediterráneos sobre los que hasta aquel momento se había sostenido el modelo económico y territorial de Tarteso. Como consecuencia de ello se observa una disminución del tamaño, e incluso la desaparición, de un gran número de asentamientos que habían estado en pleno auge durante la etapa precedente, circunstancias que ponen de manifiesto el frágil entramado político sobre el que se sustentaba el modelo tartésico, muy vinculado a la demanda generada por el comercio mediterráneo. Al contrario de lo que siempre se había considerado, a este suceso que nosotros tildaremos de transformación para limar el dramatismo de la palabra crisis, le acompaña un proceso paralelo en las tierras del interior, concretamente en el valle medio del Guadiana; sin embargo, dicho proceso poco o nada tiene que ver con el período de decadencia que inaugura el siglo VI a.C. en el valle del Guadalquivir, pues el nuevo modelo de ocupación del territorio que a continuación analizaremos romperá con el tradicional despoblamiento que caracteriza a esta región durante el Bronce Final como queda recogido en nuestro anterior trabajo integrado dentro de este mismo volumen. De ese modo, mientras Tarteso se desvanece, su cultura despunta especialmente en las tierras bañadas por el Guadiana Medio, donde se da paso a una etapa de prosperidad económica y cultural que hasta la fecha siempre ha sido interpretada como una emulación del modelo territorial que entre los siglos VIII y VI a.C. había caracterizado a la cuenca del Guadalquivir. Ello ha provocado una pérdida de la percepción real que se esconde tras los restos excavados en las últimas décadas en el valle medio del Guadiana, definidos bajo el concepto genérico de Orientalizantes ante el temor de considerarlos tartésicos, un término que todavía hoy está considerado como un producto único y exclusivo de las tierras que actualmente comprenden las provincias de Sevilla, Cádiz y Huelva. La errónea o incompleta visión que hasta la fecha poseemos de la I Edad del Hierro en el valle medio

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del Guadiana se debe a las contradicciones que han girado en torno a su construcción, lo que ha desdibujado un hecho evidente, que realmente nos encontramos ante un modelo territorial único dentro de la arqueología protohistórica del suroeste peninsular, circunstancia que nos empuja a emprender el estudio independiente de esta región, sin que ello suponga una visión rupturista de las relaciones entre el valle medio del Guadiana y el valle del Guadalquivir, vínculos que, sin duda, existieron, al menos en los momentos previos al auge de esta zona del interior. En definitiva, tomaremos como punto de partida los cambios que el Guadiana Medio experimentó entre finales del siglo VII a.C. e inicios del siglo VI a.C., hasta su total decadencia, por no decir su brusca desaparición, a comienzos del siglo IV a.C. en la conocida como ‘Crisis del 400’ (Rodríguez Díaz 1994a; Rodríguez y Enríquez 2001: 191-ss ), momento en el que se inaugura la denominada cultura de los oppida de Extremadura.

1. EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA COMO ESCENARIO El valle medio del Guadiana ha sido considerado tradicionalmente como la ‘periferia’ de Tarteso (Rodríguez Díaz 1994b; 2002; Rodríguez Díaz y Enríquez 2001). La aplicación de dicho concepto ha generado la construcción de unos lazos de dependencia cultural de este espacio con respecto al valle del Guadalquivir, núcleo de Tarteso, que han impedido, hasta la fecha, tener un buen conocimiento del modelo territorial que realmente caracteriza al Guadiana Medio. Al mismo tiempo, la aceptación de ese estrecho vínculo entre ambos valles ha neutralizado las influencias que pudieron haber llegado desde otras regiones geográficas al valle medio del Guadiana, caso de las costas atlánticas y el interior de Portugal, lo que ha socavado el protagonismo de un potente y rico territorio que, sin duda, debió jugar un papel fundamental en la configuración histórico-cultural del valle medio del Guadiana. Estas circunstancias no nos han permitido valorar la importancia de un territorio que, sin embargo, nos ha legado suntuosos conjuntos áureos, como el tesoro de Aliseda, o la mitad de las estelas tartésicas, pues no debemos olvidar que aunque este fenómeno se extiende ya desde Galicia hasta el valle del Guadalquivir, el porcentaje más elevado de estelas se concentra en el valle del Guadiana; incluso, recordar la interesante colección de bronces hallados en la zona, entre los que desta-

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EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA DURANTE LA I EDAD DEL HIERRO

can especialmente los jarros, objetos de cuyo estudio emana el concepto de Orientalizante (Blanco Freijeiro 1956; 1960) que desde entonces ha servido para designar a la cultura de la I Edad del Hierro en el valle medio del Guadiana. Ese lazo de dependencia cultural se ha justificado a partir de la construcción de un proceso de ‘Colonización Tartésica’ (Almagro-Gorbea y Torres 2009; Torres 2005; 2014) que, iniciado desde los principales núcleos tartésicos del Guadalquivir, tenía como objetivo la colonización y el control del valle medio del Guadiana para, posteriormente, extenderse al interior y la costa atlántica de Portugal. Sin embargo, la construcción de este modelo parte de un problema identitario mucho más complejo: ¿qué entendemos por Tarteso? y, quizás lo más importante, ¿se sentían tartésicas aquellas poblaciones de la I Edad del Hierro a las que ahora nosotros denominamos como tal? (Arruda 2013). Un proceso de colonización de esa envergadura requiere de un organizado sistema estatal que encabece dicho proceso y sobre el que repercutan los beneficios de tan magna empresa; sin embargo, Tarteso no puede, a la luz de las evidencias arqueológicas que hoy manejamos, considerarse como una entidad estatal, sino que por el contrario, constituye una de las culturas cuyo origen y formación cultural nos resulta más desconocido, hasta el punto de que para cada investigador dedicado a su estudio, Tarteso puede llegar a definir realidades muy diversas. Baste recordar que hasta las más recientes excavaciones llevadas a cabo en el cerro del Carambolo durante la década pasada (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005), Tarteso seguía considerándose como una cultura autóctona cuyas raíces se hundían en el Bronce Final del suroeste peninsular. Frente a ello y bajo nuestro punto de vista, Tarteso hace referencia a una construcción cultural o identitaria moderna que poco tiene que ver con la existencia de una conciencia colectiva de pueblo. De ese modo, el concepto de Tarteso debería aplicarse únicamente para hacer referencia a las poblaciones que habitaron el suroeste peninsular tras la llegada de los fenicios y que son el resultado de una relación más o menos intensa entre el sustrato local y el elemento oriental. Pero en ningún caso se trataría de un hecho homogéneo y coetáneo que habría acontecido en un área geográfica concreta, pues, precisamente, por ser la consecuencia de una fusión entre distintas realidades culturales, el resultado nunca sería análogo en las diferentes regiones que conforman el vasto territorio del suroeste peninsular, como tampoco tienen porqué

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ser sincrónicas sus manifestaciones culturales. Quizás el mejor ejemplo para mostrar lo que aquí proponemos sea el modelo de poblamiento del Guadiana medio que a continuación presentaremos.

2. LA COLONIZACIÓN COMO MECANISMO El proceso de colonización tartésica emula los planteamientos que definían la existencia de una colonización agrícola por parte de poblaciones orientales en las tierras del valle del Guadalquivir (Alvar y Wagner 1988; Wagner y Alvar 1989; 2003), pero en esta ocasión surge con la finalidad de justificar la presencia de determinados objetos materiales de origen mediterráneo en las tierras que actualmente comprenden el valle medio del Guadiana y el interior de Portugal. Dicho proceso se habría iniciado a finales del siglo VII a.C., aunque en alguna ocasión su origen se ha retrasado hasta los inicios del Bronce Final (Almagro-Gorbea [dir.] 2008: 1007; 1047; AlmagroGorbea 2014: 343-344), justificándolo a partir de la presencia de algunos objetos aislados fuera de contexto, como los representados en las estelas tartésicas, o por la fecha que, hipotéticamente, se le atribuye a la fundación del poblado de Medellín, cabeza de este proceso dentro del valle medio del Guadiana. Así mismo, la detección de un auge demográfico en las tierras del interior, la aparición de novedades tecnológicas, la introducción de nuevos cultivos y un nuevo sistema de organización y distribución de la producción, sirvieron para cimentar los planteamientos de este proceso colonizador; transformaciones que además han permitido poner en relación este fenómeno con los descritos para Etruria, el Lacio e incluso Mesopotamia (Torres 2015). Así, y siempre según estos autores, el proceso de colonización tartésica estaría encabezado por las poblaciones de Carmo y Asta Regia, que por su extensión gozarían de mayor rango político y económico, lo que les permitiría dirigir una empresa de tal magnitud. De ese modo, Asta Regia sería la encargada de controlar el proceso de colonización marítima de las costas atlánticas de Portugal aprovechando su posición geográfica; mientras Carmo, situada en el interior del valle del Guadalquivir, gestionaría la supervisión del proceso de colonización terrestre, aprovechando su excelente posición con respecto a las principales vías de comunicación. Ambas ciudades, junto con Córdoba, Cástulo, Huelva, Acinipo, Astigi, Ilipa y Conisturgis, conformarían la heptarquía de ciudades tartésicas a las que hace referencia

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Justino (44, 4, 13). Por último, estas ciudades estarían asociadas a un santuario federal que los defensores de esta teoría localizan en la Algaida o El Carambolo (Almagro-Gorbea y Torres 2009: 119). Como herramienta para justificar este proceso de expansión sus defensores han recurrido, por un lado, a la toponimia, haciendo uso de la presencia de topónimos en -ipo, considerados como un elemento residual de la lengua turdetana, descendiente de la tartésica, cuyo origen se localiza en el valle del Genil desde donde se extendería hacia el interior, llegando incluso a las costas atlánticas de Portugal donde tiene en Olisippo, la actual Lisboa, su mejor justificación. Por otro lado, se ha recurrido a la arqueología para sustentar dicho proceso, incluyendo en este apartado la presencia de cerámicas de retícula bruñida o las producciones de cerámica gris, así como el trazado de las vías de comunicación a partir de las cuales se materializaría la excelente conexión que existiría entre estos territorios. Así mismo, las similitudes detectadas en la necrópolis de Medellín, tanto con los ajuares como con las estructuras funerarias de necrópolis como la Cruz del Negro (Carmona) o Senhor dos Martires (Alcacer do Sal), han servido para otorgarles a todas ellas una filiación tartésica que surgiría en la necrópolis de Carmona y se extendería hacia el interior (Torres 2005: 196-s; 2013: 451-s.); o la aparición de una serie de grafitos en los que se representa un diábolo y estrellas de cinco puntas en la cerámica gris de Santa Olaia (Torres 2005: 201-s; 2013: 453-s.), que al no poder atribuirle un origen oriental, son interpretadas como el resultado de un proceso de influencia tartésica. La combinación de estos diferentes postulados ha permitido a sus investigadores confirmar la hipótesis ya propuesta por uno de ellos (Torres 2005) y según la cual los asentamientos del interior y de las costas atlánticas de Portugal serían el resultado de una colonización de origen tartésico iniciada en el siglo VIII-VII a.C., entendida más como una colonización demográfica que como un mecanismo de control político y territorial al modo en el que entendemos los procesos de colonización fenicia o griega. Pero lo cierto es que las evidencias sobre las que se sustenta este proceso de colonización tartésica no resultan del todo suficientes para demostrar la existencia de unos contactos sur-norte en época tan temprana, menos aún si a dicho proceso le otorgamos una intencionalidad premeditada y organizada a partir de los principales núcleos de población tartésica del valle del Guadalquivir. Quizás el primer obstáculo para sostener este proceso se encuentre en la aplicación del término

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colonización, que no consideramos que sea el más adecuado para justificar la existencia de un traspaso de población desde el Guadalquivir hacia las tierras del interior como resultado de la denominada Crisis del siglo VI a.C., pues el modelo territorial que se inaugura en el valle medio del Guadiana no parece responder a un plan organizado desde ciudades como Carmona con el fin de controlar el excedente agropecuario y las principales vías de comunicación, básicamente porque apenas existen concomitancias entre el modelo detectado en el valle del Guadalquivir y el que a continuación analizaremos para el valle del Guadiana. Así mismo, el origen y aparición de los topónimos en -ipo no está, hasta el momento, del todo definido; su transmisión ha llegado hasta nosotros a través de los texto clásicos y las leyendas monetales, lo que dificulta su conexión con enclaves anteriores, más aún cuando no existe una relación entre la toponimia y la arqueología, pues existen ejemplos de enclaves terminados en -ipo carentes de restos arqueológicos de época tartésica, lo que demuestra que los argumentos lingüísticos siguen siendo muy débiles para sostener esta propuesta. Algo similar ocurre con las llamadas urnas Cruz del Negro, cuya aparición en la necrópolis de Carmona, de la que reciben el nombre, y, posteriormente, en las necrópolis del interior, se han atribuido a un proceso de difusión cultural; pero lo cierto es que estos recipientes no son de tipología indígena, sino oriental, pues están presentes en necrópolis de Ibiza o del norte de África, sin que por ello se pongan en relación con la existencia de un proceso de colonización tartésica hacia estos lejanos territorios. En último lugar, quedan las vías de comunicación a las que se alude para llevar a cabo este proceso. Dentro de la basta red de vías de comunicación destacan especialmente dos; la primera es la conocida vía de la Plata que atravesaría el territorio de norte a sur conectando en época tartésica asentamientos como Carmona, Córdoba y Medellín; y, la segunda, la denominada vía del Guadiana, que cruzaría el valle medio del Guadiana conectando enclaves menores como Sisapo, Lacimurgi, Entrerríos, Medellín, Alange, Dipo, Badajoz y Mértola (fig. 1). De ese modo, la vía de la Plata habría sido la línea elegida para llevar a cabo el proceso de colonización tartésica del valle del Guadiana, mientras que a través del propio río se procedería en una segunda fase a la colonización de la costa atlántica de Portugal. Sin embargo, no podemos olvidar que la red de vías de comunicación sobre las que se sustenta esta hipótesis se conformó en época romana, por lo que no puede

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EL VALLE MEDIO DEL GUADIANA DURANTE LA I EDAD DEL HIERRO

Figura 1. Colonización tartésica en el suroeste de la Península Ibérica. 1, metrópolis tartesias; 2, colonias tartésias; 3, colonias y factorías tartésicas supuestas. (según Almagro-Gorbea et al. 2008: 1056).

demostrarse fehacientemente su existencia en una etapa anterior. A este respecto, la arqueología no habla en favor del uso de estas vías para fechas tan tempranas, pues de haber sido una ruta transitada en época tartésica, probablemente se habrían detectado en sus inmediaciones restos de estelas, poblados, necrópolis e incluso túmulos de esa cronología; que, sin embargo, se encuentran localizados siguiendo la línea del Guadiana y no en aquella que atraviesa Sierra Morena de sur a norte (Pellicer 2000: 100). Para hacerse eco de ello basta con observar el mapa publicado sobre las vías de comunicación del suroeste de Hispania durante el Período Orientalizante (fig. 2) (Almagro-Gorbea [dir.] 2008: 1034). Entre la localidad de Corduba y Conisturgis apenas se han detectado dos enclaves: Mellaria (Fuenteovejuna) y Iulipa (Zalamea de la Serena), en más de 115 km de recorrido; un poblamiento que a nuestro parecer parece muy pobre para un territorio que se considera tan transitado en época tartésica. Por último, existe una razón más de peso para desestimar la existencia de un proceso de colonización dirigido desde el foco de Tarteso, la cronológica. Podemos entender como hasta principios de los años noventa, cuando todavía se desconocía la existencia de una fase fenicia en las costas atlánticas de Portugal, se considerara que la única vía de contacto para la llegada de elementos tartésicos al interior tuviera una orientación sur-norte, desde el valle del Guadalquivir a través de Sierra Morena; e incluso

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Figura 2. Vías de comunicación de la cuenca del Guadiana en el mapa viario del suroeste de Hispania durante el Período Orientalizante (según Almagro-Gorbea et al. 2008: 1034).

que los elementos orientales documentados en el interior y las costas atlánticas de Portugal derivasen de estos contactos. Sin embargo, la constatación de una presencia fenicia en las costas de Portugal a partir del siglo VIII a.C. (Arruda 1999-2000) ya no permite sostener esta teoría. Ya no existen dudas al considerar el origen fenicio de enclaves como Lisboa (Sousa 2014), donde la reciente aparición de un grafito sobre un fragmento de ánfora, escrito en caracteres fenicios donde se cita un emplazamiento local, certifica la temprana presencia de población oriental en estas costas (Zamora 2014: 306). Del mismo modo ocurre con enclaves como Santarem, donde las cronologías de C14 aportan fechas más antiguas que las correspondientes a enclaves extremeños; o las fechas aportadas por Abul, Santa Olaia o la propia necrópolis de Senhor dos Mártires (Alcácer do Sal), donde las cronologías siguen siendo más antiguas que las aportadas por los yacimientos excavados en el valle medio del Guadiana.

3. MEDELLÍN COMO PROTAGONISTA La localización y excavación de la necrópolis de Medellín a principios de los años setenta del pasado siglo trajo aparejada la necesidad de localizar un núcleo de población próximo del que dependiese dicho enclave. La lógica llevó a suponer que la localización del poblado debía estar en el cercano cerro

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del castillo de Medellín (fig. 3), dotado de una excelente capacidad visual desde la que poder controlar uno de los vados de paso del río Guadiana. Gracias a su localización dentro del valle y a la importancia otorgada tanto a su necrópolis como a su supuesto poblado, Medellín ha sido considerado como la principal colonia tartésica fundada en las tierras del interior, identificada con el topónimo de Conisturgis recogido por Estrabón en el libro tercero de su Geografía (III, 2, 2). Así, Medellín ha sido reconocido por sus investigadores como una auténtica ciudadestado, encargada del control económico y político de todo el valle medio del Guadiana, hasta el punto de ser considerado como la capital desde la que se organizaría y auspiciaría el proceso de colonización de la costa atlántica de Portugal, un hecho bastante complejo de sustentar pues, como acabamos de señalar, los yacimientos portugueses siguen presentando cronologías más antiguas, así como un claro origen oriental (Arruda, 2013; Sousa 2014). Como ya hemos apuntado en el trabajo anterior, a pesar del elevado número de intervenciones arqueológicas llevadas a cabo en el cerro del Castillo de Medellín desde 1969 hasta la actualidad, todavía no existen evidencias arqueológicas constructivas que permitan certificar la existencia de un asentamiento estable que pueda ser elevado a la categoría de ciudad-estado, con la capacidad además de articular un extenso territorio geográfico. Las evidencias que sustentan esta hipótesis se basan en la aparición de algunos objetos aislados como el peine de marfil tipo Serreta o el fragmento de cerámica pintada a bandas aparecidos en las primeras excavaciones llevadas a cabo en la parte más elevada del cerro (AlmagroGorbea 1977: 415), actualmente ocupada por el castillo medieval que, sin embargo, han resultado suficientes para definir la existencia de una regia en este punto. Del mismo modo, los sondeos realizados en

Figura 3. Cerro del Castillo de Medellín.

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distintos puntos de las laderas de esta elevación, la conocida cata Este del teatro o los cortes 1 y 2 llevados a cabo en 1991 (Almagro-Gorbea y Martín Bravo 1994), tampoco han dejado constancia de la existencia de restos constructivos que permitan afirmar la presencia de una ocupación estable en este enclave, pues únicamente contamos con material cerámico adscrito a cronologías de los siglos VII-VI a.C. en un regular estado de conservación y muy mezclados con materiales de fechas posteriores correspondientes a la etapa romana y medieval (fig. 4). Las últimas intervenciones llevadas a cabo en el cerro del Castillo de Medellín se han efectuado en el marco del proyecto que actualmente se encarga de las labores de excavación y adecuación del teatro romano que se localiza en su ladera sur. Estas labores han permitido constatar la existencia de restos anteriores a la fundación romana, siendo quizás los resultados más destacados aquellos obtenidos en las excavaciones de la ladera oeste, donde hasta el momento no se había llevado a cabo ninguna intervención (Jiménez Ávila y Guerra 2012). Así, bajo el lienzo de la muralla de época romana quedaron constatados unos posibles restos adscritos al Bronce Final cuya revisión se recoge en el trabajo que presentamos dentro de este mismo volumen, quedando fuera de la secuencia los niveles correspondientes a la I Edad del Hierro. Frente a estos resultados y en palabras de los propios excavadores «han sido sorprendentemente escasas, dentro de este heterogéneo paquete (ues 1-3) las cerámicas adscribibles a la Edad del Hierro, particularmente las de la fase orientalizante, restringidas a cerámicas manuales decoradas y a algún fragmento de barros grises, que podrían indicar la poca frecuentación de la zona en este período tan importante de Medellín» (Jiménez Ávila y Guerra 2012: 68), a pesar de ser la cara de la ladera menos pronunciada y, por ello, más propicia para el establecimiento de un asentamiento que, por la magnitud que se le otorga a la ocupación, más de 15 ha, debería ocupar la totalidad de la elevación y, de ese modo, quedar evidencias de la misma en su ladera oeste. Dentro de las intervenciones realizadas en el contexto del propio teatro romano tenemos constancia de la existencia de algunos restos materiales de cronologías protohistóricas, tanto en el extremo noreste del edificio como en su esquina suroeste. La primera intervención hace referencia a un sondeo practicado en la parte posterior del cierre de la escena donde apenas se documentaron algunos restos cerámicos de cronologías protohistóricas, dentro de una unidad

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Figura 4. Localización de las diferentes intervenciones arqueológicas con presencia de material de la I Edad del Hierro llevadas a cabo en el casco urbano de Medellín.

cortada por la zanja de cimentación del muro del teatro. Por su parte, en el sondeo realizado en la esquina noroeste de la iglesia de Santiago, en la ladera sur, parece haberse detectado la que hasta la fecha es la única evidencia constructiva que podría asociarse a la existencia de una ocupación en el cerro del Castillo. Se trata de un pequeño hogar de sección aparentemente circular, pues no se pudo excavar en su totalidad por estar una parte dentro del perfil del sondeo, que apoya sobre el geológico; y un pequeño muro ligeramente curvado e incompleto, pues aparece seccionado en su cara norte, que está construido con piedras del lugar y cantos de río. Este paramento ha sido fechado entre los siglos VII-VI a.C. y considerado como un espacio doméstico a partir de la cerámica que aparece asociada al mismo. Como vemos, y a pesar de la falta de evidencias constructivas y de la presencia de contados fragmentos cerámicos en su mayoría rodados o incluso descontextualizados, se ha defendido con ahínco la existencia de una auténtica ciudad-estado localizada en el citado cerro del castillo de Medellín. Además, sus fronteras territoriales estarían marcadas por sus propios límites visuales, por lo que estarían bajo su control todos aquellos asentamientos menores destina-

dos a la producción y explotación de la tierra, lo que le permitiría a su territorio alcanzar una extensión de 3000 km2 (Almagro-Gorbea 2008: 86), muy superior a la que incluso pudo poseer en etapas posteriores. Para tener un efectivo control del territorio, Medellín contaría con el apoyo de otros enclaves también definidos como de primer orden o yacimientos en vado, que dibujan una red de asentamientos distanciados entre sí unos 20-30 km. Nos referimos a los ya conocidos yacimientos de la Alcazaba de Badajoz (Berrocal 1994; 2008), Dipo (Almagro-Gorbea et al. 2009) y Lacimurgi (Almagro-Gorbea [dir.] 2008: 1045, considerados por su localización geográfica como enclaves en altura u oppidum bajo la órbita de Medellín (fig. 5). Lamentablemente, las intervenciones arqueológicas llevadas a cabo en el cerro de la Alcazaba de Badajoz, más de 1200 m2 de excavación, tampoco han mostrado la existencia de restos constructivos que permitan afirmar la presencia de un enclave de primer orden u oppidum en esta elevación (Celestino, 2005: 772). Las evidencias adscritas a la I Edad del Hierro se limitan a los restos documentados en el denominado Sector Puerta de Carros, SPC y SPC-1, cuya cronología puede llevarse hasta inicios del siglo IV a.C. por la aparición de cerámicas áticas

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Figura 5. Ciudades-estado orientalizantes situadas a lo largo del valle del Guadiana (según Almagro-Gorbea et al. 2008: 1036).

tipo Cástulo o la documentación, en la capa 6 del SPC-2, de un tramo de muro recto de unos 40 cm de ancho, sin cerámica protohistórica asociada, que resultó suficiente para que sus excavadores considerasen la existencia de «un notable desarrollo urbanístico» en este enclave, a pesar de que no existe ningún otro vestigio constructivo en toda la elevación. Mucho más escasas resultan las evidencias procedentes de Dipo y Lacimurgi, pues en ninguno de estos enclaves se han llevado a cabo excavaciones arqueológicas que permitan certificar la existencia de un enclave de la I Edad del Hierro, menos aún de la magnitud de una ciudad-estado. Así, mientras en Lacimurgi las evidencias arqueológicas se remiten al hallazgo de una arracada de oro, un casco de bronce tipo montefortino y un fragmento de cerámica ática (Jiménez Ávila y Ortega 220: 52) fuera de contexto, la localización de Dipo se determina, fundamentalmente, a partir del hallazgo de una moneda en la que aparece indicado el topónimo, hecho que ha llevado a algunos investigadores a considerar que en la zona denominada «El Cuco», dentro del término municipal de Guadajira, se debió ubicar el enclave de Dipo (Almagro-Gorbea et al. 2009), aunque la única evidencia arqueológica a este respecto se limite a la aparición de algunos fragmentos cerámicos recogidos en superficie.

La ausencia de evidencias constructivas en los cuatro casos anteriormente citados, no permiten mantener este modelo de ocupación del territorio a partir de la existencia de ciudades-estado, ni mucho menos considerar a Medellín como la cabeza de todo este proceso, lo cual nos lleva a considerar como poco operativo el patrón de asentamiento con el que hasta la fecha se caracterizaba al poblamiento del valle medio del Guadiana durante la I Edad del Hierro, encabezado por los denominados yacimientos en vado o en altura. No obstante, recientes intervenciones arqueológicas han dado un giro inesperado a este discurso al haberse documentado restos de un poblado en altura en el conocido como Cerro del Tamborrio, en la localidad de Villanueva de la Serena (Walid y Pulido 2013).

4. UN NUEVO MODELO TERRITORIAL A) UN POBLADO EN ALTO, EL TAMBORRÍO El cerro del Tamborrio se localiza en un punto estratégico y dominante del territorio, a tan solo 16 km al este de Medellín, justo donde confluyen los ríos Guadiana y Zújar (fig. 6), lo que confiere al

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Figura 6. Cerro del Tamborrio (Villanueva de la Serena).

enclave una posición privilegiada y efectiva para el control del paisaje que lo rodea, de las vías de comunicación y de las áreas de explotación de los recursos circundantes. Los trabajos arqueológicos llevados a cabo en este cerro han permitido confirmar la existencia de una ocupación que se extiende desde un momento considerado fundacional, datado en el siglo VII a.C. mediante termoluminiscencia; hasta su abandono violento, certificado por la documentación de un nivel de incendio generalizado a comienzos del siglo IV a.C.; una fecha de enorme interés porque coincide con el momento de ocultación de los edificios tartésicos bajo túmulo que más adelante analizaremos. Posteriormente, hacia finales del siglo IV a.C., se constata la nueva ocupación del sitio hasta su total y paulatino abandono en el siglo III a.C. por causas que todavía nos resultan desconocidas (Walid y Pulido 2013: 1183). Entre los restos constructivos hallados cabe destacar la existencia, en la parte más elevada del cerro, de un edificio singular de anchos muros, al que se accede por una escalinata que da paso a una estructura identificada por su excavadores como una posible piscina para la realización de ritos lustrales (Walid y Pulido 2013: 1189) (fig. 7). El patrón cons-

tructivo que presenta y su localización en el punto más elevado del cerro han llevado a interpretar la construcción como parte de la posible acrópolis de la ciudad, a la que se asigna una cronología de entre los siglos VI-V a.C. Por otro lado, la ejecución de un sondeo alargado que recorre parte de la ladera norte de la elevación ha permitido documentar el sistema de terrazas a partir del cual se organizaba el asentamiento (Walid y Pulido 2013: 1192-s.). Se trata de varios muros de aterrazamiento que separan espacios aprovechados para las labores de almacenamiento, como así lo certifica la aparición de restos de ánforas R-1, entre los que destacan varios ejemplares completos (fig. 8). Estos espacios, repartidos a lo largo de las diversas terrazas localizadas en la ladera, han podido ser fechados con seguridad entre los siglos VI y V a.C. Pero quizás el elemento que más llama nuestra atención es la aparición de un lienzo de muralla que parece rodear toda la ocupación. La excavación del mismo ha permitido determinar la existencia de dos momentos constructivos bien diferenciados: el primero fechado en el siglo VII a.C. y caracterizado por presentar un alzado construido en adobe; mientras que, el segundo, se corresponde con una ampliación de la superficie

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Figura 7. Sector C de la acrópolis del Tamborrio (según Walid y Pulido 2013: 1189).

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Figura 9. Sistema defensivo documentado en las intervenciones de El Tamborrio. A) Lienzo del siglo VII a.C. / B) Lienzo del siglo VI-V a.C. (según Walid y Pulido 2013: 1195 y 1201).

nocemos la extensión total de la ocupación, estimada en unas 7 hectáreas (Walid y Pulido 2013: 1211), así como su trazado urbano y su secuencia estratigráfica completa. Sin embargo, por reducidas que puedan resultar para algunos las evidencias aquí presentadas de manera sintética, la aparición por vez primera de restos constructivos de entidad y, principalmente, la presencia de un sistema defensivo, llevan al Tamborrio a encabezar el modelo de poblamiento del valle medio del Guadiana, desbancando al modelo anteriormente propuesto.

B) LOS EDIFICIOS TARTÉSICOS OCULTOS BAJO TÚMULO

Figura 8. Estancia documentada en la excavación del Sector Ladera Norte (según Walid y Pulido 2013: 1199.

amurallada respetando el trazado del perímetro anterior, pero ahora con el lienzo y sus torreones construidos enteramente en piedra, y fechado en torno al siglo VI a.C. (fig. 9). Lamentablemente, los trabajos arqueológicos de los que procede la información aquí recogida se limitan a la excavación de las zonas afectadas por el saneamiento de dos depósitos de agua y sus correspondientes canalizaciones, razón por la cual desco-

Tradicionalmente siempre se le ha asignado al modelo de poblamiento en altura el control de los denominados asentamientos en llano. Se trata de pequeños enclaves cuya superficie rara vez supera la hectárea de extensión, dispersos a lo largo de las vegas del Guadiana, y encargados de la explotación de los recursos de la zona. A diferencia de los ejemplos que conocemos para el valle del Guadalquivir, donde sus vegas parecen más densamente pobladas, las evidencias arqueológicas que caracterizarían a este tipo de asentamientos resultan escasas para el valle medio del Guadiana, al menos si solo tenemos en cuenta los asentamientos clasificados como granjas de funcionalidad exclusivamente agrícola. Por lo tanto, si solo consideramos esas granjas para organizar un modelo de asentamiento en llano en el Guadiana medio, nuestro conocimiento se reduce a dos enclaves excavados en extensión y fechados entre los siglos VII y VI a.C., El Palomar (Oliva de Mérida) (Jiménez Ávila y Ortega 2001) y Cerro Manzanillo (Villar de Rena) (Ro-

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dríguez Díaz et al. 2009); y cuatro enclaves más, de los cuales solo dos han sido excavados parcialmente, el Chaparral (Aljucén) (Jiménez Ávila y Ortega 2008) y Las Carboneras (La Guarda) (Sánchez Hidalgo et al. 2013), mientras que los otros dos, La Veguilla (Don Benito) (Rodríguez Díaz et al. [eds.] 2009: 275s.) y el Cerro de la Barca – Torruco (Villanueva de la Serena) (Jiménez Ávila 2001; Rodríguez González 2013), han sido únicamente prospectados y presentan una cronología que se extiende entre los siglos VI y V a.C., es decir, en sintonía con el momento de auge demográfico de este territorio y la aparición de los edificios bajo túmulo. Sin embargo, no debemos olvidar que dentro del apartado de asentamientos en llano debemos incorporar a los denominados edificios tartésicos ocultos bajo túmulo. A pesar de que habitualmente forman parte de un grupo independiente, pues los tratamos como tal por la naturaleza de su estructura –arquitectura–, su funcionalidad y su intencionada ocultación, realmente nos encontramos frente a asentamientos localizados en llano, curiosamente dentro de las tierras de mayor productividad agrícola. Hasta hace poco tiempo solo conocíamos dos ejemplos que respondiesen a este patrón de edificio construido con alzados de adobe y cimientos de piedra, de planta cuadrangular de estilo mediterráneo que, tras su amortización, quedaba oculto bajo un túmulo de tierra que ahora le permite camuflarse en el paisaje. Nos referimos a los casos de Cancho Roano (Zalamea de la Serena) y La Mata (Campanario), ambos excavados en extensión, hecho que permite contar en la actualidad con un completo estudio tanto de su arquitectura como de su funcionalidad. Sin embargo, el interés que ambos yacimientos han despertado por su temprana aparición, la naturaleza de los materiales que contenían y el aire mediterráneo que desprenden, les ha dotado de un amplio aparato bibliográfico que, en ocasiones, ha desvirtuado la realidad arqueológica que representan. En la actualidad contamos casi con una veintena de estas elevaciones tumulares, aunque solo once responden con seguridad a este modelo de ocupación (fig. 10). Las labores agrícolas y las sucesivas reocupaciones de los sitios que ocupan estos enclaves, sobre todo en época romana, han desvirtuado su estructura original, desdibujando en ocasiones su pertenencia al horizonte de la I Edad del Hierro, lo que nos impide hablar con seguridad de edificios bajo túmulo, razón por la cual hemos optado por englobarlos dentro de tres categorías: puntos negativos, posibles edificios bajo túmulo y edificios tarté-

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sicos ocultos bajo túmulo, en función de la información que nos aportan sus restos. Este fenómeno de los túmulos tartésicos tienen su punto más oriental en la zona donde el río Guadiana cambia la dirección de su curso hacía al sur, a la altura de la actual localidad de Badajoz; mientras que por el oeste se extiende aproximadamente hasta la altura en la que se localiza el asentamiento antes descrito del Tamborrio. Esta ubicación hace que todos ellos ocupen zonas de alto potencial agrícola, principalmente por su proximidad a las tierras de vega, a excepción del caso de Cancho Roano, inserto en un paisaje de dehesa y alejado de la ribera del Guadiana. A grandes rasgos, podemos definir a estas construcciones como grandes edificios de planta cuadrangular, aislados en el medio rural, construidos a partir de cimientos de piedra sobre los que se alzan paramentos de adobe que en muchos casos se encalan o decoran, dotados de pavimentos de arcilla roja apisonada o cubiertos de pizarra, con techumbres aparentemente planas construidas a partir de ramajes y barro y dotados de elementos arquitectónicos secundarios como hogares, bancos corridos, etc.; por último, tras su abandono y amortización se cubren u ocultan de manera intencionada bajo un enorme túmulo de tierra artificial cuyo tamaño suele oscilar entre los 2 y los 5 m de altura y los 40 y 90 m de diámetro. Aunque en la actualidad todos ellos presentan forma circular, la revisión de la secuencia de fotografías aéreas procedentes de las series A y B del Vuelo Americano (1945 y 1956, respectivamente), nos ha permitido observar que esta no era su forma original; ello se debe, en la mayoría de los casos, a las labores agrícolas que se han desarrollado en los entornos de las elevaciones, a partir de las cuales se ha querido ir ganando terreno a la ocupación, dándole intencionadamente esa forma circular. Así mismo, la cobertura que genera el túmulo ha permitido que los edificios queden protegidos de las inclemencias del tiempo y los saqueos, hasta el punto de que el propio sellado generado por la tierra que los ocultó ha provocado que muchos de ellos apenas cuenten con material arqueológico en superficie, lo que a veces imposibilita determinar con seguridad su ocupación durante la I Edad del Hierro. En este sentido no podemos olvidar que Cancho Roano solo pudo valorarse cuando se practicó una alberca en el alto del túmulo; que La Mata y el Cerro Borreguero eran considerados asentamientos romanos antes de su excavación; o que el Turuñuelo de Guareña fue descartado como yacimiento tartésico por la total ausencia de materiales que se le pudieran adscribir.

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Figura 10. Mapa de localización de los edificios tartésicos ocultos bajo túmulo.

En lo que respecta a su arquitectura, las plantas conocidas de Cancho Roano y La Mata han permitido comprobar la clara influencia oriental que sin duda poseen, una influencia que siempre se ha puesto en relación con otras construcciones conocidas en el Levante Mediterráneo; sin embargo, hoy en día parece claro que sus analogías más inmediatas proceden de los edificios documentados en el suroeste peninsular, caso de los santuarios de El Carambolo, Coría del Río o Abul (Arruda y Celestino 2008; Gomes, 2014); pero a diferencia de estos, y a pesar de que los repertorios materiales recogidos en las diferentes prospecciones llevadas a cabo en las distintas elevaciones muestran unas fuertes analogías tipológicas y cronológicas, su funcionalidad parece ser diversa, aunque todos ellos poseen un fuerte vínculo con las actividades derivadas de la explotación de la tierra.

5. UN NOMBRE PARA DESIGNARLOS A TODOS Existe una amplia terminología para hacer referencia a estos edificios ocultos bajo túmulo. De ese

modo, en ocasiones aparecen recogidos como «Complejos Monumentales» (Jiménez Ávila 1997), término con el que no estamos del todo de acuerdo, pues aunque estas construcciones puedan hacer gala de una gran monumentalidad, el término complejo implica la existencia de más de una construcción destinada además a diversificar funciones, algo que no se cumple en los ejemplos hasta la fecha estudiados, en los que únicamente se ha detectado una sola construcción con una funcionalidad concreta. Del mismo modo, han sido también definidos bajo el título de «Edificio Singular» (López Pardo 1990), un término que si bien fue útil mientras el único ejemplo conocido era Cancho Roano, pues hacía referencia a la originalidad formal del edificio, ahora resulta inapropiado al conocerse nuevos ejemplos de este tipo de construcciones. Por otra parte, también se han clasificado estos edificios bajo el término palacio-fortín, lo que implica dotarlos con un calado más funcional, y concretamente dentro del modelo territorial que tenía a Medellín-Conisturgis como cabeza del poblamiento (Almagro-Gorbea [dir.], 2008; 2008b). En este caso, el término se aplica únicamente a algunas de las

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estructuras y no al conjunto de las conocidas, caso del túmulo del Turuñuelo dentro del término municipal de Mérida. Ello se debe a la posición que este enclave ocupa a medio camino entre los asentamientos de Medellín y Dipo, hecho que ha servido de justificación para considerar su papel como enclave de frontera (Almagro-Gorbea [dir.] 2008: 1128). Sin embargo, si incluimos dentro de este mapa a todos los túmulos conocidos, el modelo deja de cumplirse, por lo que esta denominación no resulta en absoluto adecuada, pues no parece que ninguno de ellos posea ni una funcionalidad palacial ni un papel como enclave de frontera. Por último, recientes trabajos han propuesto definir estos enclaves como «Arquitectura de Prestigio» o «Construcciones de Prestigio» (Rodríguez Díaz 2009). Dicho término surge tras la excavación de La Mata, enclave que no posee la funcionalidad cultual que sí presenta Cancho Roano, por lo que debía buscarse un término que resultara complementario al de santuario o palacio-santuario. Sin embargo, consideramos que el término es muy ambiguo, pues ni hace referencia a la monumentalidad de los edificios, ni a su morfología; sin contar que bajo el epíteto de prestigio pueden englobarse un gran número de construcciones, desde los santuarios hasta los palacios. Así mismo, relacionar este tipo de arquitectura «de prestigio» con la existencia de una «aristocracia rural» es algo que todavía estamos lejos de poder definir, pues desconocemos la naturaleza o status de aquellos que regentaban este tipo de construcciones. Por todo ello, y con la única intención de hacer lo más sencilla posible la noción de estas construcciones, proponemos su definición como «edificios tartésicos ocultos bajo túmulo», si bien somos conscientes de que su identificación más utilizada, también por nosotros mismos y con la intención de concretar, es la de «túmulos del Guadiana», por ser un fenómeno que hasta el momento se restringe a este marco natural. La primera definición, más técnica si se quiere, no posee carga funcional alguna y, al mismo tiempo, refleja de manera sintética el patrón que aquí pretendemos recoger: un edificio de cronología tartésica (s. VI-V a.C.) que ha sido ocultado intencionalmente bajo una estructura de tierra artificial que ahora le hace despuntar y a al mismo tiempo camuflarse en el paisaje. De ese modo, sea cual fuera la funcionalidad de estas construcciones y su localización, esta nomenclatura nos permite aunarlas bajo un mismo título a partir de los rasgos que les son comunes, principalmente el modelo arquitectónico adoptado, lo que nos permite estudiarlas dentro de un conjunto uniforme.

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Como es lógico, el estado de conservación de estos edificios tartésicos ocultos bajo túmulo es muy desigual; así, los casos en los que se han preservado buena parte de la cobertura tumular que ocultan los asentamientos son excepcionales, mientras que los ejemplos de enclaves parcialmente destruidos o incluso arrasados comienzan a ser cada vez más numerosos. Una de las razones que se aduce para explicar ya no solo la destrucción de este tipo de asentamientos, sino también la baja densidad de ocupación de las tierras llanas del valle medio del Guadiana, es al fuerte impacto que la agricultura de regadío ha supuesto y supone para este espacio. Ciertamente, las labores derivadas de la puesta en marcha del Plan Badajoz a finales de los años cincuenta del pasado siglo y el mantenimiento de dichas actividades al día de hoy, han supuesto la reparcelación de todas las vegas del Guadiana, el movimiento de muchas de sus tierras y la nivelación de otras, así como la construcción de varios pantanos con la finalidad de destinar este espacio al cultivo de regadío; actividades que sin duda han supuesto la destrucción de un gran número de asentamientos arqueológicos. Lo cierto es que, a pesar del gran número de proyectos de prospección que se han llevado a cabo a lo largo de la cuenca del Guadiana (Mayoral et al. 2009; Rodríguez Díaz [coord.] 2004; Rodríguez Díaz et al. 2009a), el número de enclaves en llano sigue siendo todavía hoy muy reducido. Quizás el caso más extremo de los ejemplos conocidos lo constituya el túmulo de Las Lomas. Localizado en el término municipal de Medellín, el túmulo de Las Lomas se encuentra actualmente destruido, hasta el punto de que la parcela se ha rebajado hasta dos metros por debajo de su nivel de uso anterior (fig. 11). Esto ha supuesto la destrucción total de los restos que ocupaban la parcela, ahora amontonados en los límites de la misma, donde todavía se aprecian tanto restos materiales, entre los que destacan las cerámicas a mano y varios molinos barquiformes, como los constructivos. La única evidencia que nos queda de la existencia de una elevación tumular en este punto podemos rastrearla a través de la fotografía aérea, donde con anterioridad a los años ochenta puede apreciarse la existencia de una estructura de aparente forma circular (fig. 12), hoy totalmente arrasada. Pero el grueso de estos enclaves se agrupa dentro del apartado de yacimientos parcialmente destruidos, pues ninguno ha permanecido ajeno a las actividades agrícolas o a su reocupación posterior. Por citar alguno de los casos conocidos podemos destacar el ejemplo

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Figura 11. Parcela en la que se localizaba el túmulo de Las Lomas (Medellín).

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Figura 13. Túmulo de Casas del Cerro de la Barca (Badajoz).

Figura 14. Túmulo de Huerta de Don Mateo (Talavera la Real).

Figura 12. Fotografía aérea correspondiente a la serie del Vuelo Interministerial (1980) del túmulo de Las Lomas (Medellín).

del túmulo de Casas del Cerro de la Barca (Badajoz), que actualmente cuenta con una estación meteorológica construida sobre el mismo (fig. 13); el de Huerta de Don Mateo (Talavera la Real), sobre cuyo túmulo se construyó una casa de labor actualmente abandonada (fig. 14); o el enclave de Cañada la Virgen (Puebla de la Calzada), completamente seccionado por las labores agrícolas y alterado por la construcción de una acequia de riego sobre la única parte del túmulo que todavía se conserva en pie (fig. 15).

Figura 15. Túmulo de Cañada la Virgen (Puebla de la Calzada).

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Sin embargo, a pesar de las alteraciones que estas estructuras presentan, todavía contamos con algunos ejemplos excepcionales para el estudio de este modelo. Entre los casos mejor conservados se encuentran el túmulo de Lácara (La Garrovilla) (fig. 16), algo alterado por la presencia de una ocupación romana posterior; o el Turuñuelo (Mérida), que, aunque seccionado en su cara norte por el paso de un canal de riego, conserva gran parte de su estructura (fig. 17),

De todos los túmulos tartésicos conocidos es el de mayor tamaño (fig. 18), pues alcanza casi una hectárea de extensión, lo que triplica, por ejemplo, las dimensiones del túmulo que ocultaba el edificio de Cancho Roano. Sin embargo, el análisis de la fotografía aérea (serie B de Vuelo Americano 1956) nos ha permitido comprobar que su dimensión original eran aún mayor, pues el túmulo ha visto reducido sensiblemente su tamaño como consecuencia de las

Figura 16. Túmulo de Lácara (La Garrovilla).

Figura 17. Túmulo del Turuñuelo (Mérida).

así como un importante repertorio material en el que destaca la aparición de un ánfora completa, varios molinos barquiformes de gran tamaño e incluso un marfil de producción oriental (Jiménez Ávila y Domínguez de la Concha 1995). Pero sin duda, el ejemplo que mejor estado de conservación presenta es el túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña), actualmente en proceso de excavación por un equipo del Instituto de Arqueología del CSIC.

labores agrícolas que se siguen desempeñando en su entorno, adoptando la forma circular que actualmente presenta (fig. 19). Inserto en un paisaje de vega hoy destinado al cultivo del arroz y el maíz, el yacimiento del Turuñuelo ha sido objeto de dos campañas arqueológicas. La primera de ellas tuvo lugar en el año 2014, momento en el que procedimos a la limpieza de sus perfiles y a la realización de un pequeño sondeo en la zona oeste, la más elevada, con vistas a conocer la naturaleza de la ocupación. Ese primer acercamiento ha servido de guía para la planificación y ejecución de una segunda campaña, en el año 2015, cuyos excelentes resultados preliminares presentamos en este trabajo. Huelga decir que en los primeros estudios acerca de las elevaciones tumulares localizadas en la cuenca media del Guadiana, el enclave de ‘Casas del Turuñuelo’ engrosaba la lista de elevaciones sin material. Este quedó incluido dentro del catálogo de túmulos atendiendo para ello a su localización geográfica y su morfología, pues no había constancia de restos materiales que permitiesen asegurar la existencia de una ocupación bajo la elevación. A pesar de ello, la ampliación del sondeo efectuado en el año 2014 ha permitido sacar a la luz una estancia de 60 m2, unas dimensiones que superan con

6. EL TÚMULO DE ‘CASAS DEL TURUÑUELO’ (GUAREÑA) El yacimiento de ‘Casas del Turuñuelo’ se localiza en el término municipal de Guareña, a escasos metros del actual cauce del río Guadiana. A pesar de su proximidad al enclave de Medellín y a su necrópolis, localizados en la otra orilla del Guadiana, no mantiene contacto visual con los mismos, ocultos tras la sierra de Yelbes, una barrera natural que rompe la uniformidad de un paisaje dominado por las extensas llanuras de regadío; sin embargo, sí lo hace con otras elevaciones vecinas, caso del túmulo de Las Lomas, actualmente desaparecido.

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Figura 18. Fotografía aérea (2014) del túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).

Figura 19. Fotografía aérea correspondiente a la serie B del Vuelo Americano (1956) del túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ (Guareña).

creces la de otros ejemplos conocidos en el suroeste de la Península Ibérica (fig. 20). Dicha estancia ha podido ser fechada a partir de los materiales arqueológicos documentados en su interior, principalmente por la presencia de cerámicas griegas tipo Cástulo, de finales del siglo V a.C., cronología a la que pertenecería el último de los edificios. El rasgo más destacado de esta construcción es, sin duda, su estructura arquitectónica y su excelente estado de conservación. La habitación exhumada, de planta rectangular, está cerrada por cuatro muros que presentan una anchura de 1,70 m, construidos a partir de hiladas irregulares de ladrillos de adobe en crudo, aparentemente sin cimentar. La construcción carece tanto de cimientos de piedra como de zanjas de cimentación sobre los que soportar los alzados de adobe, lo que justificaría la excesiva anchura de sus muros, una excelente solución arquitectónica para darle estabilidad a la construcción. La excavación de parte del muro que cierra la estancia por el lado sur, nos permitió conocer su particular sistema constructivo. Este consiste en la erección de módulos que se van adosando entre sí. De ese modo, primero se construyen las cuatro caras del módulo y, posteriormente, el espacio que queda

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Figura 20. Vista aérea de la estancia.

entre estos se rellena con tongadas de ladrillos de adobe en crudo que presentan colores y disposiciones diversas. La excavación de uno de estos módulos, el que cierra la estancia en la esquina suroeste, nos ha permitido documentar un total de 12 niveles, más de 5 m de potencia estratigráfica, sin que hayamos podido agotar la secuencia por medidas de seguridad. Los muros, en su cara externa, se encalan o cubren de finas lajas de pizarras que en algunos casos se decoran con pinturas o con motivos en relieve. Este mismo sistema se documenta en uno de los pavimentos de la estancia. A diferencia del extremo oeste, enlosado con ladrillos de adobe cocido, el resto de la estancia presenta un pavimento de arcilla apisonada que en alguno de sus puntos se cubre también con finas lajas de pizarra actualmente casi desaparecidas fruto tanto del incendio que sufrió la habitación como del buzamiento que presenta el suelo al no haber sido construido sobre una plataforma homogénea de sustentación. La entrada a la estancia se localiza en el centro del muro oriental, hacia donde estaría orientado todo el edificio como suele ser habitual en las construcciones de esta época. La puerta posee una luz de 2,8 m, con un vano flanqueado por dos pilares en disposición simétrica que presentan la misma decoración que el

resto de la estancia (fig. 21). Aunque ambas estructuras son similares, el pilar localizado al norte presenta un curioso sistema de improntas y railes que conectan con otros localizados en el zócalo y cuya funcionalidad nos es totalmente desconocida, pues carecemos de analogías formales al ser la puerta del Turuñuelo la única conservada en alzado de las conocidas para este tipo de edificios en el suroeste peninsular; no obstante, todo parece apuntar a que estaría relacionado con el sistema de cierre de la puerta. La planta del edificio se completa con una serie de elementos arquitectónicos secundarios. En el extremo oeste de la habitación se halló una pileta semicircular construida a partir del revestimiento de cal de una oquedad practicada en el suelo. Aún desconocemos la funcionalidad de esta pileta que apareció colmatada de arena de playa y nódulos de cal. Frente a la pileta, adosado el muro norte que cierra la estancia, se ha documentado un extenso banco corrido construido con el mismo sistema empleado en los muros. Presenta un excelente estado de conservación, pues aún se aprecian las losas de pizarra que lo cubrían y los remates en relieve que decoraban su extremo occidental, mientras que el extremo opuesto ha aparecido seccionado. Frente al banco corrido, pero al otro extremo de la estancia y adosado al muro sur, se halló un pedes-

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Figura 21. Detalle de la puerta de acceso a la estancia.

tal escalonado construido de adobes en crudo cuyas paredes se cubrieron con finas lajas de pizarra hoy muy mal conservadas. Sobre el pedestal reposa un recipiente construido a partir de un bloque de cal cuya composición es idéntica a la solución aplicada tanto en la cubrición de las paredes de la estancia como en la fabricación de la pileta. La forma y las dimensiones del recipiente, casi 1,60 m de largo en su cara interna, parecen aludir a un posible contenedor de líquidos o incluso a un posible sarcófago, a tenor de la forma que presenta (fig. 22). Pero el hecho de no contar con ningún paralelo no nos permite asignarle una funcionalidad concreta, pues el símil más cercano, salvando las distancias, es la pileta hallada por Carriazo en las excavaciones de El Carambolo (Carriazo 1980: 276-277; Belén y Escacena 1997: 111). Por último, en el centro de la habitación, se documentó una gran estructura en forma de piel de toro extendida (fig. 23), un motivo cada vez más recurrente en los yacimientos tartésicos del suroeste peninsular (Escacena y Coto 2010; Gómez Peña 2010, con bibliografía anterior). El contorno de la estructura está dibujado con pequeñas lajas de pizarras en posición vertical para después rellenar su

interior con ladrillos de adobe de diversos tamaños. Aún es prematuro saber cuál es la funcionalidad de esta gran estructura, pues al carecer de restos de combustión limita su interpretación como altar. De gran interés son otras dos estructuras menores, también con forma de piel de toro extendida, halladas sobre la estructura principal; ambas se encuentran actualmente en proceso de análisis para determinar su composición, pero a primera vista parecen responder a pequeñas pieles de animales. Pero el mayor interrogante que ha planteado la excavación de esta estancia es su sistema de cubrición. La ausencia de vigas, listones y restos de ramaje sobre el pavimento de la habitación anulan la posibilidad de que estuviese cubierta por un techo plano capaz incluso de sustentar una segunda altura. Así mismo, las dimensiones de la habitación y la ausencia de pilares o pies derechos también complican el uso de este sistema, habitual, sin embargo, en los edificios tartésicos de estas cronologías. Frente a estos inconvenientes, debemos resaltar que sobre el pavimento de la estancia, bajo un paquete heterogéneo de relleno, se documentó un gran número de adobes muy cocidos y de gran tamaño de similares características a los documentados en los muros o en

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Figura 22. Detalle del pedestal escalonado y el recipiente hallado sobre el mismo localizados junto al muro del cierre sur.

Figura 23. Detalle de la estructura en forma de piel de toro extendida localizada en el centro de la estancia.

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el suelo pavimentado de losas. Sin embargo, lo más relevante de este modelo constructivo se evidencia en sus alzados. En efecto, durante el análisis de los paramentos que cierran la estancia pudimos advertir cómo estos, tras arrancar rectos del suelo, comienzan a curvarse en intervalos regulares a medida que ganan altura, lo que nos ha llevado a considerar la posibilidad de que la estancia no estuviera cubierta con un techo plano, como sería lógico para este tipo de construcciones, sino que por el contrario contaría con un sistema de falsa bóveda por aproximación de hiladas (fig. 24), un sistema que justificaría así la presencia de los adobes que colmataban la superficie de la estancia. No obstante, se están haciendo los estudios arquitectónicos pertinentes para poder verificar este extremo, que sin duda introduciría un elemento hasta ahora desconocido para estas fechas tan tempranas en nuestra península. Este interesante y curioso modelo arquitectónico se complementa con un excelente repertorio material que, al igual que la construcción, presenta un estado de conservación extraordinario. Destaca por encima de todo el gran volumen de cerámicas a torno (fig. 25), principalmente platos y cuencos de producción local que se completan con la presencia de algunas importaciones, entre las que cabe destacar la cerámica griega tipo Cástulo, las pintadas a bandas, otras deco-

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radas con dientes de lobo o un fragmento realizado a mano que conserva en relieve parte de la estructura de un barco (fig. 26), un tema que, como veremos, parece ser recurrente dentro de este enclave. La eboraria también está muy presente en el túmulo. Junto a la aparición de pequeñas plaquitas de marfil y hueso apenas decoradas con simples motivos geométricos, destaca especialmente la aparición de una caja de marfil completa en cuyo interior se hallaron un conjunto de pequeñas cuentas de pasta vítrea de color verde pertenecientes a un collar (fig. 27). La decoración de la caja muestra un esquema muy peculiar. Mientras sus placas cortas, este y oeste, presentan una decoración que recuerda a los motivos orientales, con la representación de dos leones; las placas más largas, norte y sur, tienen como motivo de decoración una procesión de peces y otra de barcos, dos temas antes desconocidos en la decoración de este tipo de producciones. La composición de la tierra y el mantenimiento de los niveles de humedad han favorecido la conservación de tejidos, semillas y carbones, destacando entre estos últimos la preservación de una viga de encina de casi dos metros de longitud. Peor estado presentan los metales, tanto el hierro como el bronce, muy fragmentados y oxidados. Sin embargo, y a pesar de su alto grado de corrosión, han podido individualizarse tres

Figura 24. Sección del muro sur.

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Figura 26. Cerámica con decoración en relieve de parte de una embarcación.

Figura 25. Conjunto de cerámicas a torno documentado sobre el pavimento de losas de adobe cocido localizado en el extremo oeste de la estancia.

braserillos, varias fíbulas, una de ellas de doble resorte, fragmentos de un recipiente desconocido, anillos y varios asadores, algunos de ellos con el mango decorado con motivos geométricos, aspas y líneas. La presencia de algunos de estos objetos, como los braseros y los jarros, a los que se suma la estructura central en forma de piel de toro extendida, así como la exclusiva presencia de platos en este amplio espacio, apuntan hacía una posible funcionalidad cultual de este espacio; sin embargo, las evidencias aún son reducidas para poder asegurar con cierta solidez el uso al que estaría destinada esta imponente habitación.

7. CONCLUSIONES La identificación del Tamborrio como un asentamiento en altura cuya cronología puede llevarse sin discusión al siglo VII a.C. y la revisión de las secuencias hasta ahora empleadas para definir el modelo de ocupación del valle medio del Guadiana, dibujan un

Figura 27. A) Caja de marfil / B) Detalles de la decoración de las distintas placas.

panorama muy distinto al que hasta la fecha manejábamos. No existen por el momento argumentos arqueológicos para seguir defendiendo la existencia de un poblado ni el cerro del Castillo de Medellín ni en la alcazaba de Badajoz, por no mencionar los casos de Dipo o Lacimurgi; circunstancias que impiden seguir sosteniendo la existencia de un modelo regentado por ciudades-estados encargadas del control del Guadiana Medio durante la I Edad del Hierro. Por el momento, solo el Tamborrio puede ser considerado como un enclave localizado en altura, dotado de muralla y trazado urbano, capaz de controlar, al menos, el espacio que le circunda, donde se insertan dos importantes vías de comunicación: los ríos Guadiana y Zújar. Sin embargo, consideramos aun prematuro asignarle un rol preponderante en el valle medio del Guadiana o clasificarlo como un asentamiento con una categoría específica dentro de la organización territorial, pues todavía desconocemos el papel real que pudo desempeñar en relación con el resto de enclaves localizados en llano, algunos

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de los cuales, como el propio Turuñuelo de Guareña, no están dentro de su control visual. Habitualmente hemos considerado que solo los pequeños enclaves tipo granja destinados a las labores agropecuarias podían ser incluidos dentro del grupo de asentamientos en llano; pero lo cierto es que los que hemos denominado como edificios tartésicos ocultos bajo túmulo también están localizados en el llano, además de tener una clara vinculación con la explotación de los recursos del paisaje que les rodea, eminentemente agrícolas, al margen de otras actividades específicas que pudieron haber desempeñado. Muy distinto es que por su arquitectura y funcionalidad los diferenciemos de los asentamientos tipo granja debido, fundamentalmente, a la monumentalidad que estas construcciones presentan y a la calidad de los restos materiales que albergan. Así, aunque analizados de forma aislada, no podemos olvidar que no constituyen un patrón independiente, sino una categoría más dentro del definido como poblamiento en llano. De ese modo, a diferencia del valle del Guadalquivir, en el valle medio del Guadiana se pone en práctica un nuevo sistema de ocupación cuya diferencia con respecto al resto del suroeste peninsular estriba en la aparición de los edificios tartésicos ocultos bajo túmulo, un fenómeno único en la I Edad del Hierro del suroeste peninsular. Esta situación nos obliga a emprender el análisis de este espacio de forma independiente, atendiendo a sus particularismos y desligándola así de la dependencia cultural del núcleo de Tarteso, pues estamos analizando dos regiones geográficas con personalidades muy distintas y con cronologías dispares. Sin embargo, no cabe duda de que por los materiales exhumados en estos edificios, de cariz orientalizante, nos hallamos ante una sociedad heredera de la cultura tartésica. Así mismo, creemos contar también con argumentos suficientes para desestimar la denominada como colonización tartésica como mecanismo para justificar el aumento demográfico y la aparición de nuevos enclaves a partir del siglo VI a.C. en el valle medio del Guadiana. Los argumentos esbozados para su articulación no son sostenibles frente a los datos aportados por las cronologías de los distintos asentamientos. Así mismo, consideramos que esta idea anula por completo el papel desempeñado por las poblaciones que habitaban en ese momento tanto en las costas atlánticas como el interior de Portugal, con las que el valle medio del Guadiana guarda no pocas concomitancias. El papel que ríos como el Guadiana y el Tajo desempeñaron como vías de comunicación

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en estos momentos debe ser tenido en cuenta para poder valorar el modelo de ocupación que se documenta en el Guadiana medio. Por último, las evidencias documentadas tras la ejecución de los primeros trabajos arqueológicos en el túmulo de ‘Casas del Turuñuelo’ abren una nueva vía de trabajo para el conocimiento de estas estructuras, lo que nos va a permitir ir acotando poco a poco las distintas incógnitas que estas construcciones despiertan sobre su distribución territorial y su propio significado. Además, cabe resaltar que para afinar en la definición de estos asentamientos tan característicos del valle medio del Guadiana contamos con los resultados del enclave que mejor estado de conservación presenta, hecho que sin duda favorecerá la futura lectura del modelo de ocupación de este espacio que ahora debemos mirar desde un prisma muy distinto.

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

O TEJO PORTUGUÊS DURANTE O BRONZE FINAL The Portuguese Tagus during the Late Bronze Age Raquel VILAÇA, Instituto de Arqueologia. Universidade de Coimbra. João Luís CARDOSO, Universidade Aberta.

Resumo: O texto trata da unidade e da diversidade cultural do Bronze Final do Tejo português, valorizando, em particular, as vertentes económica e social. Os autores adoptam o traçado do rio como eixo condutor da estrutura do trabalho, analisando, selectivamente, os povoados e sua organização, as práticas cultuais e funerárias, a marcação e apropriação das paisagens, a produção e troca de alguns dos materiais utilitários e de prestígio. Dessa análise decorre a identificação de determinados elementos culturais que traduzem homogeneidade identitária, enquanto outros serão o resultado da existência de barreiras entre as comunidades. Algumas delas estenderam o olhar bem para além do rio, estabelecendo contactos e contribuindo para uma aproximação entre o interior e o litoral da Península Ibérica, e, de forma geográfica mais alargada o norte, atlântico e o sul, mediterrâneo. Summary: This paper deals with the cultural uniformity and the cultural diversity in the Portuguese area of the Tagus basin during the Late Bronze Age. It focuses, in particular, on the economic and social spheres. The course of the river serves as the central axis of the author’s narrative. They selectively analyse the settlements and their organisation, the religious and funerary practices, the demarcation and appropiation of landscapes and the production and exchange of utilitarian and prestige objects. This approach makes it possible to recognise cultural elements linked to an homogeneus identity, while detecting others that result from barriers between the communities. Some of these communities were involved in long-distance cultural contacts and contributed to the connections among the inner areas and the shores of the Iberian Peninsula, as well as other areas located further north, to the Atlantic, and south, to the Mediterranean. Palavras-chave: Povoados; Rituais funerários; Cerâmica; Metalurgia; Bens de prestígio; Atlântico / Mediterrâneo. Key words: Settlements; Funerary rituals; Pottery; Metalwork; Prestige goods; Atlantic / Mediterranean.

1. O TEJO PORTUGUÊS E A SUA CARACTERIZAÇÃO GEOGRÁFICA Desde a fronteira, quando entra em território português e recebe as águas do Erges, até à zona do estuário, o Tejo tem aproximadamente 230 Km. Neste percurso encontramos, na realidade, dois rios. A montante, no seu troço internacional, é um rio que

corre apertado e encaixado nos planaltos do Maciço Antigo, enquanto que a jusante, depois da foz do Zêzere, transforma-se num rio de planície, entrando em plena Bacia Cenozóica e finalizando num largo estuário interior junto a Lisboa (Fig. 1). Para a época em que se centra este texto –tomamos aqui como balizas cronológicas de referência do Bronze Final o período compreendido entre os sécu-

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RAQUEL VILAÇA Y JOÃO LUÍS CARDOSO

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Figura 1. O Tejo português com a indicação das três grandes áreas: Alto, Médio e Baixo Tejo.

los XIII e IX a. C.– a fisionomia do rio era necessariamente diferente e é sabido que, em particular, o antigo estuário do Tejo era mais largo e profundo, em resultado de um menor assoreamento, que se iniciou ainda em tempos mesolíticos e não mais parou até a actualidade. Naturalmente que estas características genéricas condicionaram de modo distinto a forma como as comunidades, desde época bem remota, se fixaram ou simplesmente frequentaram o rio, explorando-o, económica, territorial e simbolicamente. De importância maior terá sido o seu papel como via de comunicação ao longo dos tempos. Este último aspecto é estrutural não só por o rio oferecer reais condições de navegabilidade, evidentemente distintas em função do tipo de embarcações utilizadas e das próprias características do seu regime, variável ao longo do percurso e da época do ano, mas também porque a sua extensão máxima de

cerca de 1000 Km, confere-lhe lugar destacado nas relações entre o interior da Península Ibérica e a fachada atlântica ocidental, ou seja, o Tejo, mais do que um eixo fluvial, é um eixo fluvio-marítimo (Vilaça 1995: 410). Deste modo, e tomando de empréstimo as palavras de Galopim de Carvalho, «numa linguagem figurada, poderemos dizer que o maior rio da Península resultou do ‘casamento’ de um curso de água bem castelhano, prisioneiro da interioridade, com um outro, bem lusitano e aberto ao mar» (Carvalho 2015: 201). Da importância estratégica da sua navegabilidade ao longo da História dão-nos conta os diversos portos fluviais existentes, desde o de Vila Velha de Ródão aos de ambas as margens do estuário, e as obras desenvolvidas (ou tão-só planeadas) para a melhorar, primeiro pelos Templários como defensores da linha do Tejo, depois por D. Manuel I, a que se seguiram outros (Gaspar 1970).

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Merece destaque o projecto oitocentista de carácter internacional elaborado por X. Cabanes (1829), visando avaliar as potencialidades de navegação a vapor de Aranjuez a Lisboa.1 Por seu lado, o viajante espanhol José de Cornide também se refere à navegabilidade do Tejo, nomeadamente a montante de Abrantes, considerando este porto como o último, pois que a partir daí as embarcações continuavam a subi-lo, mas com dificuldade (Cornide 1893-1894, Tomo XXVII: 195-196; Tomo I: 96-97, Apud Santos 2008: 36-37). Para o efeito, recorriam à tracção humana ou animal a partir das margens, técnica comprovada pelos caminhos de

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sirga do Tejo que até hoje se conservaram na região de Vila Velha de Ródão. É certo que estas breves notas se reportam a tempos históricos, recordando como a navegabilidade do Tejo foi, então, e ao longo de muitos séculos, estratégica na interacção entre populações e no seu devir económico (Fig. 2). Mas elas também nos permitem pensar, para o período que ora nos interessa, que o rio constituía já eixo de comunicação de primeira grandeza. E, de importância não menor, pela sua forte presença visual, o rio terá sido não só via mas igualmente marco de referência e de orientação para as comunidades que o frequentavam.

Figura 2. Barca em Belver (Médio Tejo), gravura colorida inglesa do séc. XIX (arquivo de J. L. C.).

1

Neste interessante estudo sublinha-se que em todo o curso do Tejo não existe nenhum salto ou catarata natural (Cabanes 1829: 13), registando-se a navegabilidade desde Herrera a Lisboa. Assim, por exemplo, de Vila Velha de Ródão a Abrantes (c. 15 léguas) navegava-se com barcos chatos por

meio de remo e sirga e mais raramente a vela, em oito dias, enquanto que de Abrantes a Santarém (c. 12 léguas) a navegação era contínua em barcos chatos, por meio de vela, remos e maré, e só daqui a Lisboa (c. 14 léguas) a navegação era feita com barcos de vela e quilha (fragatas e cacilheiros).

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A este propósito, importa dizer ainda que a circulação fluvial contempla também a que é feita entre margens, de barco ou a vau, proporcionando o contacto privilegiado com os locais onde a passagem pudesse ser feita a pé. O caudal irregular do rio deixa em aberto várias hipóteses. No seu percurso internacional, o Tejo oferece dificuldade no seu cruzamento, registando-se duas passagens principais: uma ainda em território espanhol, no vau de Alconétar, hoje submerso pela barragem de Alcântara; outra nas «Portas de Ródão», onde o rio se contrai numa garganta de c. 50 m de largura, espraiando-se depois a jusante, formando pequenos rápidos entre os afloramentos rochosos facilmente transponíveis no estio. Nesta região do Alto Tejo português a penetração nos territórios que se desenvolvem para ambos os lados do rio seriam facilitados pela orientação dos afluentes, sobretudo da margem direita, que configuram corredores de circulação de orientação norte/sul, penetrando profundamente nos vastos territórios do sul da Beira Interior (Vilaça 1995: 411). Entre Tancos e Arripiado o rio abandona o Maciço Antigo, constituído por rochas cristalinas e metamórficas, mantendo até Vila Nova da Barquinha, onde desagua o rio Zêzere, uma orientação geral de Este-Oeste, inflectindo depois para uma orientação Nordeste-Sudoeste, que conserva até Lisboa. Este último tramo corresponde ao Baixo Tejo; as paisagens diversificam-se, espraiando-se o leito do rio por uma extensa planície aluvial, bordejada por terraços quaternários, especialmente desenvolvidos ao longo da margem esquerda, onde atingem, na região de Alpiarça, fronteira a Santarém, a largura de 15 a 20 km. Tais terraços escalonam-se a diversas altitudes, oferecendo uma fácil circulação para quem se abeirava do rio vindo das charnecas ribatejanas e alentejanas. A jusante de Vila Franca de Xira, o rio divide-se em diferentes braços, formando mouchões e dando origem a um vasto delta interior, o mar da Palha, em processo de franco assoreamento, por sedimentação progressiva dos seus esteiros da margem sul. Este corpo sedimentar termina abruptamente a jusante por uma estreita garganta de saída para o Oceano, que se desenvolve entre Lisboa e Cacilhas, a montante, e São Julião da Barra, a jusante, onde, em consequência das fortes correntes de maré, nenhum sedimento se deposita de forma duradoura. Importa desde já sublinhar que, para a conjuntura histórica da época que nos interessa, o Tejo abria as portas que levavam aos estratégicos recursos estaníferos e auríferos do interior, sobretudo de aluvião, e é

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bem sabido que ele próprio foi evocado, a este propósito e pela sua importância, pelos escritores clássicos (Fernández Nieto 1970-1971; Vilaça 1995: 71; Cardoso et al. 2011).

2. O TEJO PORTUGUÊS E A INVESTIGAÇÃO DO BRONZE FINAL Este contributo constitui oportunidade para, a partir da reavaliação dos dados conhecidos e da apresentação de novos dados, obter um olhar global sobre o Bronze Final do Tejo, perspectiva esta que tem sido preterida pela investigação a favor de análises sectoriais ou regionais, as quais se revestem, outrossim, de assinalável interesse para a presente síntese. Efectivamente, a arqueologia do Tejo português conta apenas com dois textos desta natureza. Quase trinta anos decorreram desde a publicação do primeiro, que resultou da exposição realizada em 1987 por ocasião do I Congresso do Tejo (Silva coord. 1987). De carácter diacrónico, desde o Paleolítico à presença Romana, a Idade do Bronze (e do Ferro) foi aí representada pelas estações da zona de Alpiarça, de que se ocuparam Kalb & Höck (1987), e da zona do estuário, a que atendeu um de nós (Cardoso 1987). À equipa dos colegas alemães interessava, então, a caracterização das ocupações proto-históricas de Alpiarça, temática a que trouxeram importantes contributos, como veremos adiante. No segundo texto, centrado no estuário e explorando a sua diacronia de ocupação, valoriza-se, para o Bronze Final, um modelo de povoamento particularmente importante na região, os chamados «casais agrícolas», como bem ilustra o sítio da Tapada da Ajuda (Lisboa), ocupado no início daquele período e de cujas escavações resultaram igualmente dados relevantes (Cardoso et al. 1986; Cardoso 1995 a, com bibliografia complementar). Mais recentemente, o Tejo voltou a ser abordado de forma integrada no tocante às ocupações do Bronze Final e da I Idade do Ferro (Vilaça & Arruda 2004). Essa análise, que utilizou considerável volume de dados, permitiu defender a existência de uma profunda relação entre as duas principais áreas então estudadas — a do estuário e a do Alto Tejo — e sublinhou igualmente a ideia de que o Tejo, na fase inicial da Idade do Ferro, foi de capital importância no processo de «orientalização» das terras mais interiores. É essa perspectiva abrangente que adoptamos neste ensaio, mas agora dirigido apenas à última etapa da Idade do Bronze. Além disso, a situação de

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hoje, em que não só se conta com um maior número de dados como também com novos problemas que se juntaram a outros não resolvidos, beneficia ainda de duas recentes sínteses regionais, concretamente para o Baixo Tejo (Cardoso 2015) e para o Alto Tejo português (Centro e Sul da Beira Interior) (Vilaça 2013 a), que importa agora também valorizar conjuntamente. Por outro lado, o Médio Tejo português, onde os registos conhecidos eram mais esparsos, mais antigos e imprecisos, ou a necessitar de estudo, foi, entretanto, alvo de maior atenção, trazendo dados inéditos, os quais também foram em parte sistematizados (Delfino et al. 2014). A descontinuidade geográfica existente entre aquelas duas regiões não foi acompanhada pela diferenciação das características da ocupação humana observada em ambas, a qual, no Bronze Final, não é confirmada pelos dados arqueológicos reunidos, ganhando assim consistência e expressividade a existência de um «corredor estremenho-beirão», conforme defendido (Vilaça & Arruda 2004: 38). Este «corredor», consubstanciado na rota que o próprio rio define, reporta-se a um período em que nunca, como até então, as comunidades, plenamente hierarquizadas e através das suas elites, estabeleceram contactos, viajaram, produziram e trocaram bens de diversa natureza, com significados vários, que circularam entre regiões por vezes muito distantes. É neste particular que faz pleno sentido olhar o rio como elemento potenciador de contactos. Em síntese, o traçado do Tejo, que adoptámos como eixo condutor na estrutura deste trabalho, estreitou laços de vizinhança e aproximou mundos culturais distintos, entre o interior e o litoral, o Atlântico e o Mediterrâneo, o sul e o extremo ocidental da Península. Essa contiguidade não anulou, todavia, a expressiva marca cultural da região portuguesa banhada pelo Tejo, ela própria incorporando distintos apontamentos culturais de escala mais circunscrita, micro-regional, denunciadores da particularidade, por vezes exclusiva, de determinados contextos e registos (Cardoso 1995 b; 1999-2000). Procuraremos caracterizar, compreender e valorizar em termos económicos e sociais o Bronze Final do Tejo português através da análise, necessariamente selectiva, dos povoados e sua organização, das práticas cultuais e funerárias, da marcação e apropriação das paisagens, da produção e troca de alguns dos materiais utilitários e de prestígio, bem como de outros registos que memorizam a matéria remanescente destas comunidades de há 3000 anos.

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3. LUGARES, TERRITÓRIOS E REDES DE POVOAMENTO 3.1. POVOADOS E SUA ORGANIZAÇÃO 3.1.1. Os sítios na paisagem Os povoados, ou espaços habitados, sem atender a dimensões, número de habitantes, organização interna, funcionalidades particulares e implantação topográfica, entre outras, constituem as evidências mais substanciais da arqueologia do Bronze Final do Tejo português. De localização ribeirinha ou na proximidade do rio, ou ainda disseminados por áreas mais afastadas, são já em número significativo os povoados conhecidos, o que nos permite identificar e caracterizar algumas linhas de força ao nível do seu enquadramento no espaço e sua articulação com outros indicadores da presença humana. Como primeiro elemento caracterizador dos lugares habitados no Bronze Final salientamos, em termos de implantação, e apesar de inúmeras especificidades, duas realidades fundamentais: sítios de altura, dominadores e por vezes de grande impacto visual na paisagem, e sítios localizados em terras baixas ou em encostas com declive suave, discretos no espaço. Esta dicotomia algo simplista comporta riscos, como veremos, e será, decerto, imprecisa, mas essa dualidade traduz a evidência que melhor ficou registada na forma de ocupar os territórios. Todavia, não podemos generalizá-la em termos geográficos a todo o Tejo português, o que significa que também os modelos de povoamento não terão sido homogéneos nas distintas regiões banhadas pelo rio. Sem prejuízo de alterações futuras que a investigação possa vir a proporcionar, é inequívoco que, enquanto os povoados de altura são conhecidos ao longo do eixo estruturante do rio, os de baixa altitude não o são, seja por falta de prospecções em determinadas áreas, seja por diferente conservação em função de distintas condições geológicas e pedológicas, seja por reais idiossincrasias culturais. Estes últimos, consagrados na bibliografia portuguesa como «casais agrícolas», (Marques & Andrade 1974) reportam-se, sobretudo, à zona do estuário e, de modo muito evidente, às férteis terras basálticas adjacentes da margem norte do estuário do Tejo, onde são numerosos. Os estudos ulteriormente realizados vieram documentar que em geral são sítios de pequenas dimensões, correspondentes provavelmente a unidades familiares, dedicadas de forma intensi-

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va e extensiva à produção cerealífera, possivelmente de trigo, conforme é atestado pelos elementos de foice sobre lascas de sílex recolhidos em múltiplos sítios, como em Leião e no Abrunheiro (Cardoso & Cardoso, 1996; Cardoso 2010-2011 a). Implantados em áreas de encosta de relevo muito suave, ocupadas por solos basálticos de alta produtividade agrícola, apenas um número muito escasso deste locais se revelaram como pequenos povoados, como é o caso do sítio da Tapada da Ajuda, dentro da área urbana de Lisboa (Fig. 3) (Cardoso 1995 a; 1999-2000; 2004; 2015), onde se identificaram diversas unidades habitacionais dispersas ao longo de suave encosta, sobranceira ao Tejo. Estes sítios abertos relacionarse-iam com os sítios de altura que pontuam a região (Fig. 4), alguns deles intervisíveis (Cardoso 19992000; 2004; 2015), embora não seja possível delimitar os seus possíveis territórios. Rio acima, o contraste é evidente, em particular na região do Alto Tejo português, onde aqueles são desconhecidos e, se é certo que a margem esquerda, nos territórios dos

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actuais concelhos alentejanos de Nisa e Gavião é pior conhecida, o mesmo não acontece com toda a área sul dos concelhos de Idanha-a-Nova e de Castelo Branco intensamente prospectada desde há décadas. Nesta região, os locais habitados reportam-se, invariavelmente, a proeminentes sítios de altura, como o Monte de São Martinho e Monforte da Beira (Castelo Branco), a Moreirinha e os Alegrios (Idanha-a-Nova) (Fig. 5). Porém, é absolutamente necessário sublinhar que a sua variabilidade, de que poderia decorrer distinto papel na respectiva rede de povoamento, passa, e muito, por comportarem dimensões bastante díspares, alguns bem pequenos em área, como o Monte do Frade (Penamacor) ou o Monte do Trigo (Idanha-a-Nova) (Vilaça 1995: 250251; 1997 a; 2013 a: 202; Vilaça & Cristóvão 1995). Corresponderá esse vazio de sítios de baixa altitude a uma realidade e, se sim, qual será a explicação? Estará a resposta na distinta potencialidade agrícola das duas regiões, esta última de cariz mais pastoril?

Figura 3. Implantação da Tapada da Ajuda (foto de J. L. C. 1987).

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Figura 4. O Penedo do Lexim visto de longe (foto de J. L. C. 1994).

Figura 5. Monte de São Martinho (à direita), observando-se ao fundo a colina de Castelo Branco (foto de R. V. 2015).

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Na verdade, e de momento, para além do estuário, será só no Baixo e no Médio Tejo que volta a ser possível identificar alguns registos denunciadores de potenciais lugares de baixa altitude, quer na região de Santarém, quer na de Abrantes e, em ambas, articulados com povoados de altura, tal como na região do estuário. Com efeito, na margem norte do Baixo Tejo, era até há pouco tempo desconhecida uma inequívoca ocupação do Bronze Final, que hoje sabemos existir na Alcáçova de Santarém (Fig. 6), onde diversos materiais cerâmicos a colocam na transição do II para o I milénio a. C. (Arruda & Sousa 2015). Mas parece ser só na margem sul, onde o quadro do povoamento entre Alpiarça e Almeirim é particularmente interessante, que se regista ocupação de baixa altitude, se bem que de natureza e características distintas dos sítios da região do estuário. O sítio do Alto do Castelo (Alpiarça), com 32 m de altitude máxima, domina, à escala local, a fértil planície adjacente. A sua ocupação na Idade do Ferro, também só recentemente valorizada (Arruda et al. 2014), terá dado continuidade à do Bronze Final, conforme testemunham talude e materiais, cerâmicos e metálicos (Kalb & Höck 1988: 195). Nesta mesma região encontra-se o Alto dos Cacos (Almeirim), localizado em extenso terraço a 14 m de altitude, que dependeria, conforme defendido, da esfera de influência do grande povoado do Alto do Castelo (Pimenta et al. 2012: 29-30). As prospecções permitiram estimar uma área ocupada no Bronze Final em cerca de 2 hectares. Ora, este dado, talvez algo inflacionado pela natureza da infor-

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mação, não deixa de recolocar um problema de ordem mais geral e que, não sendo novo, necessita futuramente de maior atenção. Assim, tal qual o observado na área do estuário do Tejo, a realidade conhecida a montante leva à conclusão de que alguns locais são dificilmente compatíveis com a sua redução à categoria «casal agrícola» que, recorrentemente, se utiliza, pois a este conceito subjaz a ideia de um núcleo de carácter familiar de pequena dimensão. De certo modo, o problema já se tinha colocado a propósito do sítio da Quinta da Pedreira, situado na região de Abrantes (Rio de Moinhos), onde as escavações desenvolvidas por Paulo Félix e a recolha de materiais ao longo de desaterros de obras da construção da auto-estrada deixaram como hipótese, se bem que não confirmada, a existência de várias unidades familiares num contexto mais próximo ao de uma «aldeia» do que de um «casal» (Félix 2006: 76 e nota 6). Nesta região são ainda conhecidos outros sítios de baixa altitude, quase todos na margem direita, como Amoreira, Quinta do Vale do Zebro, Tramagal, Carrascal (Batata et al. 1999: 28; Delfino et al. 2014: 177). A sua tipologia concreta não está perfeitamente determinada, mas admite-se que seriam dependentes do povoado de altura existente na Fortaleza de Abrantes (Félix 2006: 86), actualmente com escavações dirigidas por Davide Delfino, que lhe determina uma dimensão de c. de 1,7 hectares (Delfino et al. 2014: 161). Em termos de organização da rede de povoamento e de implantação, o sítio domina o curso do rio num modelo que não deixa de replicar, com suas especificidades, o que se conhece em Santarém: o Tejo, o povoado de altura, e os sítios de baixa altitude.

Figura 6. O Tejo, para montante, visto do alto da Alcáçova de Santarém (in Cardoso, 2004, Fig. 185).

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À ocupação do Bronze Final de Abrantes (Fig. 7), que já se sabia existir com base em achados avulsos antigos,2 parece confirmar-se agora ter tido continuidade na I Idade do Ferro, nomeadamente com o registo de «uma dezena de fragmentos de cerâmica a torno de produção fenícia (entre os quais um fragmento de pythos) e alguns fragmentos de cerâmica cinzenta, de fabrico segundo a tradição local mas de influência orientalizante» (Cruz et al. 2015: 20). O alcance do significado destes dados, cujo estudo ainda não está disponibilizado, terá de ser futuramente avaliado, designadamente quanto à cerâmica de produção fenícia neste ponto do Tejo. Em síntese, existem quatro áreas principais do percurso do rio para as quais parece ser possível defender, para já, dois modelos genéricos de povoamento. No Baixo Tejo, na península de Lisboa, a que é possível comparar por aproximação algumas das situações conhecidas no Médio Tejo, em Santarém e em Abrantes, ambas com suas particularidades, a coexistência dos dois tipos principais de povoados configura uma hierarquização da ocupação do espaço geográfico, na qual os sítios de altura desempenhariam funções de coordenação dos territórios, asso-

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ciados à afirmação de centros de poder económicopolítico (Cardoso, 2015). Sublinhe-se, todavia, que a questão da dimensão de uns e de outros necessita de ser melhor conhecida e compreendida, uma vez que é bastante variável em ambas as categorias. Pelo contrário, o modelo que sobressai para a zona mais interior do Alto Tejo português, onde se desconhece povoamento ribeirinho, é absolutamente dominada por sítios de altura de notável alcance visual, se bem que igualmente de dimensão variável, aproximando-se de uma organização policêntrica, de forte pendor multipolar, forma encontrada pelas comunidades no seu relacionamento entre si e com a paisagem (Vilaça 2013a: 201). Nesta região, o vazio de povoamento nas áreas mais próximas do rio não deverá estar dissociado da sacralização milenar desse espaço consubstanciado no Santuário rupestre do Vale do Tejo (Vilaça 2000: 176).

3.1.2. Os sítios e seus espaços Bastante mais limitado é o conhecimento que temos da organização interna do espaço habitado. Esta situação é particularmente gravosa na medida

Figura 7. Castelo de Abrantes observando-se o porto em primeiro plano (foto de finais do século XIX, cedida por J. Candeias da Silva).

2 Apresentados por Maria Amélia Horta Pereira no Simpósio O Bronze Final na Beira Interior, realizado em Mação, 1988, cujas actas nunca foram publicadas. Veja-se

respectivo Livro de Resumos (Cerâmica do Bronze Final na Fortaleza de Abrantes, p. 23).

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em que, não só são escassos os sítios intervencionados, como, tendo-o sido, são geralmente muito circunscritas as áreas efectivamente escavadas, e parca e parcial a informação publicada. A este condicionalismo, acresce o facto de as estruturas da época encontrarem-se, em regra, muitíssimo mal conservadas, seja por motivações pós-deposicionais e pelas vicissitudes por que passaram os sítios, seja pelas características inerentes à própria arquitectura e respectivos materiais de construção. Esta realidade constitui um dos outros elementos caracterizadores da época e região, atingindo todos os tipos de estruturas, desde as mais básicas e de índole familiar, centradas na «casa», até às de escala comunitária, como as «muralhas».

3.1.2.1. Cabanas As estruturas habitacionais do Bronze Final do território português estão representadas essencialmente por cabanas. Quer isto dizer que, construção, materiais utilizados, dimensão, plantas, compartimentação do espaço, traduzem em geral uma arquitectura pouco complexa, frágil e rústica. A sua implantação nos sítios revela igualmente uma distribuição desordenada, que não casuística, mais em função da topografia do terreno, da exposição solar, ou do abrigo dos ventos, do que decorrente de qualquer outra motivação de ordenação do espaço, como bem traduzem alguns casos concretos no eixo do Tejo que comentamos seguidamente. A construção é híbrida com recurso ao uso do barro (argila de revestimento com negativos de ramos e entrançados), madeira e pedra. As cabanas são circulares, subcirculares, ou elípticas, configurações que limitaram a criação de divisórias internas do espaço, inexistentes ou que não deixaram vestígios. Plantas ortogonais e compartimentadas são, indiscutivelmente e não obstante alguns casos isolados de cronologia pré-histórica conhecidos no território português, um modo de construir devedor das dinâmicas «orientalizantes» e que, na linha do Tejo se circunscrevem, para já, ao Baixo Tejo. Com efeito, as estruturas habitacionais da Idade do Ferro no Médio e Alto Tejo, como a cabana do Castelo da Cabeça das Mós (Sardoal), elíptica, (Félix 2006: 80), ou mesmo a da Cachouça (Idanha-a-Nova) (Vilaça 2007 a: 69), mantêm a tendência circular do espaço. Tal como estas, a dimensão das cabanas do Bronze Final é modesta, com valores conhecidos em tor-

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no dos 6 m, no caso do eixo maior da cabana oval da Tapada da Ajuda (Lisboa) (Fig. 8) (Cardoso 2004, Fig. 129), ou os 4-5 m em outras situações conhecidas, como em Alegrios e na Moreirinha, indicando que as comunidades não se estruturariam em grandes famílias partilhando uma única habitação. Uma das cabanas dos Alegrios, subcircular, com um diâmetro de 3,60 m, é definida por tosco alinhamento de pedra semi-enterrado e três buracos de poste existindo, ao centro, uma lareira e, no exterior, outras duas (Vilaça 1995: 260 e Est. CLXXI) (Fig. 9). Na Moreirinha, onde os diâmetros atingem os 4-5 m, as cabanas definem-se por sapata de pedra mais estruturada, com duplo alinhamento e localizam-se junto a grandes afloramentos graníticos, permitindo pensar que estes foram incorporados como «parede» no próprio espaço habitacional ou poderiam constituir apoios para alpendres. As coberturas encontravam apoio em postes de madeira existentes no centro das cabanas (Vilaça 2013a: 203). A existência de um duplo alinhamento de blocos para a construção do embasamento dos recintos observa-se também na cabana da Tapada da Ajuda, e na estrutura de maiores dimensões das duas, de plantas subcirculares, que foram identificadas no Monte de S. Domingos (Malpica do Tejo), embora os blocos tenham sido substituídos por pequenas lajes colocadas de cutelo, com enchimento intermédio (Fig. 10). Na estrutura de menores dimensões, com diâmetro interno pouco superior a 2,0 m, os ditos elementos, foram dispostos, em alguns casos, deitados no terreno, delimitando em qualquer caso um muro susceptível de suportar uma superstrutura em materiais perecíveis (Fig. 11); com efeito, o recinto de maiores dimensões, cujo diâmetro interno é de 3,40 m, apresenta na parte central um buraco de poste estruturado, sinal evidente da existência da referida cobertura de carácter perecível (Cardoso et al. 1998). A habitação no Bronze Final passou por outras soluções construtivas. Numa das cabanas da Quinta da Pedreira (Abrantes), de planta provavelmente elíptica, detectaram-se estruturas de contenção «em rampa» tendo sido igualmente identificada uma unidade de habitação numa depressão previamente escavada (Félix 1997: 34; 2006: 77 e Est. III). Em outros contextos, como na Quinta Nova de Santo António (Cascais), já na confluência com o Atlântico, e a que não serão estranhas as condições geológicas locais, encontrou-se solução não muito distinta desta última, escavando-se a cabana, de planta subcircular, no substrato margoso (Neto et al. 2013).

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Figura 8. Vista parcial de cabana da Tapada da Ajuda (foto J. L. C. 1987).

Figura 9. Lareiras e cabana definida por alinhamento pétreo dos Alegrios (in Vilaça 1995, Est. CLXXI, adaptado).

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Figura 10. Cabana 1 do Monte de São Domingos (foto J. L. C. 1996).

Figura 11. Cabana 2 do Monte de São Domingos (foto J. L. C. 1996).

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Na extremidade oposta do estuário, em Santa Sofia (Vila Franca de Xira), escavaram-se duas cabanas de tradição do Bronze Final, configurando uma estrutura em favo (Pimenta et al. 2013). A maior, de planta elipsoidal, possuía cerca de 4,0 m de eixo maior por 2,2 m de eixo menor, seguindo-se outra, com as dimensões de 2,6 m por 2,0 m e ainda uma última estrutura, com c. de 1 m de diâmetro, dimensão muito acanhada para cabana. É importante sublinhar que, nestes contextos habitacionais, se recolheram materiais do Bronze Final, associados a produções orientalizantes a torno, evidenciando um raro exemplo de interacção nesse curto momento de transição, que ascenderia, conforme as datações de radiocarbono realizadas, à segunda metade do século VIII a.C. ou ao século seguinte, portanto já de época posterior à que tratamos aqui, cultural e cronologicamente pertencente à I Idade do Ferro orientalizante. Tal resultado comprova que a difusão das novas tecnologias de produção não terá sido instantânea à escala do tempo arqueológico, já que os primeiros contactos com populações fenícias ocidentais ascendem a finais do século IX a. C., de acordo com as datas obtidas no povoado de Almaraz para o início da Idade do Ferro na região do estuário do Tejo (Barros & Soares 2004) e, mais a montante, na Alcáçova do Castelo de Santarém (Arruda 2005). Os pisos, quando se conservaram, revelam ser de terra batida ou de argila, embora se conheçam outras soluções, como o uso de pequenos seixos naturais para regularizar o solo em zonas de interstício onde falham as lajes naturais de granito, tal como vemos na Moreirinha (Vilaça 1995: 267-268). Excepcionalmente, e decerto como forma de distinção social, ritual, funcional (?), recorreu-se à decoração de determinados

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pavimentos, como revelou a Cachouça (Idanha-aNova), sítio também com ocupação de inícios da Idade do Ferro (Fig. 12) (Vilaça 2007a; 2013: 203). As estruturas de combustão, com múltiplas características, são elementos recorrentes nos sítios escavados, encontrando-se no interior e no exterior das cabanas. A sua geometria repete a das próprias cabanas e materializa-se por placas de argila endurecidas que assentam sobre fragmentos cerâmicos (Fig. 13). Por vezes são delimitadas por coroas de pedra onde podemos encontrar elementos de mó incorporados, seja por reaproveitamento como material de construção, seja por motivação simbólica. A lareira, foco de luz e calor, seria o cerne da «casa», constituindo o centro da vida diária e de sociabilidade das comunidades, pois é na sua periferia que se detectaram quase sempre sinais de diversas actividades: trituração de cereais, preparação e consumo de alimentos, tecelagem, trabalho do metal e, decerto também, áreas de descanso. Boa parte das vivências diárias se passaria à volta da lareira, a «alma física e simbólica» do espaço habitado, não sendo fácil identificar áreas funcionalmente autónomas. De importância estratégica deverá ter sido também o fogo como produtor de fumo que poderia funcionar como elemento de comunicação à distância entre povoados ou em relação a transeuntes (Vilaça 1995: 264; 2013a: 200). A identificação de estruturas de armazenagem, aéreas ou de tipo fossa, não é comum. Mas elas não poderão ter deixado de existir, tal como sugerem as estruturas do tipo fossa do Cabeço do Mouro (Cascais) e da Quinta Nova de Santo António (Cascais) (Fig. 14), que vieram a ser utilizadas como locais de despejo (Cardoso 2006: 32; Neto et al. 2013: fig. 7-

Figura 12. Pavimento de argila decorado com motivos subcirculares da Cachouça (in Vilaça 2013, Fig. 8).

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Figura 13. Estrutura de combustão da Moreirinha definida por círculo de pedras e lastro de argila assente em fragmentos cerâmicos de vaso bicónico, à direita (in Vilaça 2013, Fig. 9).

Figura 14. Estrutura de tipo fossa do Cabeço do Mouro (foto J. L. C. 2002).

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10). Todavia, talvez se tenha privilegiado como solução para armazenar bens alimentares (sólidos e líquidos) o uso de grandes potes, alguns de elevada capacidade, entre 30 a 50 litros, podendo, excepcional-

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mente, atingir cerca de 170 litros (Vilaça 1995: 289299), como se observou no sítio ritual de Moita da Ladra 2 (Vila Franca de Xira) (Fig. 15) (Cardoso, 2013).

Figura 15. Grandes contentores reutilizados como embasamento de prolongadas combustões nos rituais identificados em um dos núcleos de Moita da Ladra 2 (in Cardoso 2013, Fig. 19).

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Por conseguinte, é difícil encontrar espaços estruturados discretos, seja nas cabanas, que não têm áreas funcionais compartimentadas, seja em seu redor, onde parecem ter convivido, com base na distribuição espacial de materiais, distintas actividades produtivas, incluindo a tecelagem e a metalurgia, assunto a que voltaremos. Infelizmente, nunca se efectuaram em qualquer uma das situações, análises de sedimentos, o que poderia ajudar na identificação de outras áreas funcionais discretas que não se revelam explicita e materialmente. Para além dos aspectos comentados, importa ainda ter presente, como assinalou P. Bourdieu (1977: 89-90), que a «casa», e muito em particular a «casa» nas sociedades da oralidade, sem escrita, ocupa um lugar central que ultrapassa a simples função de abrigar os elementos da comunidade.

3.1.2.2. Muralhas, que muralhas? Entre os finais do 2.º e inícios do 1.º milénio a.C. observa-se inequívoco processo de atracção pela ocupação de sítios de altura – sem dúvida um dos outros elementos caracterizadores da época –, particularmente evidente se comparado com a fase anterior; porém, tal procedimento não implicou qualquer exigência de fortificação dos referidos sítios. Muitos deles, por natureza «fortificados» por encostas abruptas, mesmo inexpugnáveis, dispensariam tais construções. Por outro lado, como já foi sublinhado, pode induzir-se em erro quando se recorre, por vezes, a expressões como «muralha» e «fortificação» para identificar construções que, pelo seu tipo construtivo muito elementar, ou pela localização topográfica, poderão ter tido mera função delimitativa ou divisória do espaço, ou, tão-só, de sustentação de terras (Vilaça 1995: 257). Sem atender por ora à problemática dos potenciais significados e funcionalidades de uma muralha, como elemento defensivo, de ostentação, de cariz identitário, de natureza político-administrativa, ou tudo isso simultaneamente (?), se se entender por povoado fortificado ou muralhado um local habitado provido de construções artificiais minimamente consistentes e divisórias do espaço, entre um interior e um exterior, tendo em vista providenciar a respectiva defesa daquele, não é fácil apontar de modo inequívoco exemplos concretos de tais ocorrências, na área que nos interessa. Por outras palavras e em termos interrogativos, que povoados fortificados do Bronze Final encontramos na linha do Tejo português?

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Destacaríamos, não só porque parece ter sido confirmado, mas também pelo modo de construção peculiar que oferece, o caso do Alto do Castelo (Alpiarça), na transição do Médio para o Baixo Tejo. Na parte mais setentrional da estação, tinha sido já detectada por Gustavo Marques (Marques 1972: 7-8) uma muralha interior, em terra, a que foi possível associar um fosso no decurso de escavações, remetendo ambos para cronologia do Bronze Final (Fig. 16) (Kalb & Höck 1987: 51-52; 1988: 195). Alguns materiais poderiam correlacionar-se com essa ocupação. A cronologia desta muralha é relevante. Na realidade, são vários os povoados que as possuem, mas ignora-se muitas vezes a sua cronologia construtiva, já que a ocupação de determinados sítios, ao terse prolongado pela Idade do Ferro, deixa em aberto a hipótese dos amuralhamentos serem mais modernos. No Alto Tejo, essa situação poderia reportar-se ao Monte de São Martinho, onde Francisco Tavares Proença terá identificado muralha e fosso (Proença 1910; 40-41; Vilaça 2004). Mas onde está e de que época é? E as muralhas do Monte do Castelo em Monforte da Beira (Castelo Branco) (Canas 1999) deverão correlacionar-se com a ocupação do Bronze Final ou com a da Idade do Ferro? Mais para o interior, verificou-se que nos sítios do Bronze Final analisados por um de nós na Plataforma de Castelo Branco, o amuralhamento de povoados alcantilados não parece ter sido a regra, antes um epifenómeno (Vilaça 1995: 258; 2013 a: 197). Mesmo o muro de perfil sinuoso que corta parcialmente a plataforma de topo da Moreirinha, com pedras a seco assentes directamente no afloramento de base, atingindo cerca de 8,5 m de comprimento e que terminava abruptamente, foi considerado como estrutura de delimitação da área de carácter doméstico, intensamente ocupada, com lareiras, pisos, solos e distribuição de material, total ou parcialmente coberta (Vilaça 1995: 214, 230). A excepção encontra-se na muralha de pedra solta que delimita a sul o topo do morro do Monte do Trigo (Idanha-a-Nova), sítio entretanto escavado mas com dados ainda por publicar (Vilaça & Cristóvão 1995). Muito diferente é o caso da Cachouça, embora já de inícios da Idade do Ferro, que não tem muralha num sentido defensivo mas recinto, definido por talude sub-elíptico (39 por 26 m) que delimitou espaço de c. de 900 m 2 (Vilaça 2007a). No Médio Tejo, a informação sobre muralhas é mais abundante mas com outras fragilidades, nomeadamente quanto às respectivas cronologias, sendo de relevar, contudo, síntese recente onde se sistemati-

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Figura 16. Alto do Castelo, Alpiarça com sinalização do talude do Bronze Final (in Marques 1972, adaptado).

zam «povoados amuralhados de altura» e «recintos de altura amuralhados», todavia sem se fundamentar tal distinção (Delfino et al. 2014: 193). Neste mesmo trabalho algumas informações prestam-se a confusão, sendo listado como povoado de altura muralhado da Idade do Bronze o Castelo da Cabeça das Mós (Sardoal) (Delfino et al. 2014: 157 e fig. 6) que, de facto, possui uma linha de muralha, mas que o responsável das escavações em momento algum refere ser dessa época, afirmando, pelo contrário, que «Castelo represents an Early Iron Age foundation» (Félix et al. 2005: 120; Félix 2006: 81). No Castelo Velho do Caratão (Mação) as escavações dos anos 80 do século XX, realizadas por Thomas Bubner e M. A. Horta Pereira Bubner, cujos resultados, não foram publicados, mas se encontram

em curso de revisão, terão posto à vista dois lanços de muralhas paralelas de pedra seca, a mais interna com suposto contraforte semi-circular (Delfino et al. 2013: 184; Delfino et al. 2014: 167). No Castelo de Abrantes, as escavações em curso, da responsabilidade de Davide Delfino, levaram à identificação de provável muralha de pedra seca (Delfino et al. 2014: 159 e fig. 7), mas, a confirmarse a existência da mesma (a área aberta é ainda muito limitada), importa também perguntar com que ocupação se articula. Com a do Bronze Final ou com a dos «fragmentos de cerâmica a torno de produção fenícia» (Cruz et al. 2015: 20)? No Castelo Velho da Zimbreira (Envendos, Mação), com ocupação do Bronze Final e da Idade do Ferro, também em curso de escavação por aquele

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colega, os dados consubstanciam-se em duas linhas de muralhas que delimitam parcialmente o cabeço, tendo sido obtida datação de C14 (BETA 379735: 2590±30 BP) de um nível estéril com carvões subjacente à segunda linha muralhada (Delfino et al. 2014: 171-173). Estes resultados remetem igualmente para os inícios da Idade do Ferro, em sintonia com os obtidos para a I Idade do Ferro de Santarém (Arruda 1999-2000: 217). Para o Baixo Tejo repetem-se as interrogações sobre a eventual existência de muralhas no Bronze Final. Estarão presentes no Castelo da Amoreira (Loures) e na Penha Verde (Sintra)? No que se refere ao primeiro daqueles sítios, apesar da sua assinalável extensão, não foi até agora reconhecida a presença de qualquer dispositivo defensivo, o que se poderá ficar a dever ao estado de avançada degradação daquele povoado de altura, infelizmente pouco e esporadicamente investigado (Boaventura et al. 2013). Já no respeitante ao sítio de altura da Penha Verde, a sua ocupação no Bronze Final configura mais um sítio especializado (Cardoso 2010-2011 a), do que um povoado de altura, podendo a muralha ali identificada reportar-se com muito maior segurança à importante ocupação calcolítica ali existente (Cardoso 2010-2011 b). Com todos estes dados, uns mais seguros do que outros, parece ser possível defender a ideia de que, ao longo do Tejo, o investimento mobilizado para a construção de muralhas ou de fortificações em povoados do Bronze Final foi diminuto em termos de mão-deobra e de materiais de construção, dispensando sempre qualquer planificação arquitectónica, susceptível de ser observada noutras áreas do território português. Baseamo-nos em quatro ordens de razões para defender esta perspectiva. Uma advém do facto de os alinhamentos utilizarem elementos em bruto ou escassamente desbastados, de dimensão variável, sempre constituídos por aparelho de pedra seca. Outra assenta na adopção de técnica mista construtiva, que incorpora os próprios afloramentos rochosos existentes, poupando-se igualmente tempo e material de construção, o que se explica em parte pela natureza da implantação, em altos onde os afloramentos dominam. A terceira, que decorre da anterior, traduzse na definição de percursos muralhados algo sinuosos na medida em que são condicionados por obstáculos naturais. Finalmente, a arquitectura defensiva encontra ainda as suas limitações em termos espaciais, uma vez que a própria dimensão dos sítios parece ter sido modesta, na ordem de um, dois, raramente mais hectares.

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Não é fácil estimar a dimensão das áreas dos povoados, quando não dispomos de elementos construídos definidores do seu traçado. Os cálculos que podemos fazer resultam sobretudo da configuração do terreno, quer dizer, das condições naturais dos sítios escolhidos, respeitantes a povoados implantados em lugares de destaque visual, alguns dos quais com forte impacto na paisagem, não raras vezes reforçado pela presença de grandes afloramentos rochosos. A dimensão desses sítios não se limita, assim, à de um espaço simplesmente ocupado, consubstanciando-se, também, no lugar em si e suas características. Essa seria também a dimensão identitária e de referência das comunidades que os habitavam, ou que se distribuíam em seu redor.

3.2. PRÁTICAS FUNERÁRIAS E CULTUAIS O Bronze Final da região do Tejo português tem revelado informação de muito interesse, configurando outrossim situações muito diversas, e por isso mesmo plenas de significado para o conhecimento das práticas funerárias e cultuais ainda que, comparativamente aos espaços dos vivos, sejam numericamente bem mais limitadas. Ao separar os espaços domésticos dos rituais ou funerários, temos presente o paradigma religioso de raiz cristã ocidental, com limitações óbvias a nível heurístico quando nos aproximamos de comunidades pré e proto-históricas. É bem sabido que muitas delas nem sempre compartimentaram conceptual e materialmente o espaço desse modo e que a manipulação dos corpos foi igualmente prática conhecida, por exemplo, com a incorporação de restos humanos em estruturas e espaços de vivos. Mencione-se, a propósito desta partilha de espaços, a sepultura identificada no povoado do Alto do Castelo, se bem que já da I Idade do Ferro (Kalb & Höck 1988: 195), recentemente valorizada (Arruda et al. 2014). Este caso é tanto mais significativo porquanto parece traduzir importante ruptura com as práticas locais das comunidades do Bronze Final no seu relacionamento com o espaço e que sugere, nalguns casos, exactamente o contrário: um modelo dual de povoado-necrópoles, a que voltaremos. Relação ainda mais próxima entre vivos e mortos evidenciou-se na cabana de maiores dimensões do Bronze Final do Monte de São Domingos (Malpica do Tejo), a que anteriormente já se fez referência (Cardoso et al. 1998). No chão da mesma, perto de buraco de poste estruturado, foi identificado um

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empedrado de pequenos blocos de quartzo, o qual tapava a boca de um recipiente com o bordo já muito esboroado, indício de ter sido reaproveitado como contentor de ossos, os quais se apresentavam muito calcinados, reduzidos a pequenas esquírolas, correspondentes a uma sepultura de incineração. Dos produtos resultantes da combustão, encontravam-se ausentes quaisquer dentes, indício que apenas os restos de maiores dimensões foram recolhidos de entre as cinzas, transformados em porções mais pequenas aquando da introdução na urna. Trata-se de um notável e raro exemplo desta modalidade funerária, cujas características – incineração e contenção em urna – induzem a admitir conotações continentais europeias, de que os campos de urnas da mesma época da Catalunha constituem referencial a reter, embora aqui os espaços funerários se encontrem bem dissociados dos habitados. Também na Cachouça considerou-se admissível a existência de contexto de eventual cariz funerário, com cronologia entre o Bronze e o Ferro (Vilaça 2007 a: 69). Depositado intencionalmente na base do talude que define o recinto encontrava-se um vaso com a particularidade de possuir orifício na base efectuado pós-cozedura, pormenor comum em urnas funerárias (Vilaça & Cruz 1999: 87, nota 33). Este dado é particularmente sugestivo se o cruzarmos ainda com a informação obtida relativa aos sedimentos encontrados no seu interior, que acusaram teores anormais de fósforo e de manganês, indicativos de matéria orgânica, mas cuja origem pode ser diversa (Vilaça 2007 a: 69). A ter em consideração é ainda a informação de que teria aparecido um depósito funerário com cinzas nas escavações de 1983 de Castelo Velho do Caratão, configurando outra ocorrência deste tipo em contexto habitacional (Delfino et al. 2014: 167). Assim, pode concluir-se que, exceptuando a informação recolhida no Monte de São Domingos, os restantes registos são, neste momento, de interesse relativo, ou porque nem sempre se afiguram absolutamente consistentes, ou porque são já algo tardios relativamente ao período fulcral em que se centra este contributo. Mas são sintomáticos da proximidade existente entre vivos e mortos. Esta discriminação positiva não deverá, porém, anular outras hipóteses de rituais funerários, com ou sem a manipulação do fogo, que não deixaram vestígios materiais concretos. Referimo-nos a corpos cremados em espaços a céu aberto, cujas cinzas eram deixadas in situ, ou espalhadas na terra e, eventualmente, na água; e às práticas de expor os corpos em

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espaços ao ar livre, também designados por «túmulos-plataforma» ou «air-burials», as quais favoreciam o seu retorno à natureza (Fahlander e Oestigaard 2008: 6; Vilaça 1999; 2014: 133; Vilaça & Cruz 1999: 76). Por isso só foi possível reunir as informações com base nas evidências materiais, mais ou menos explícitas. Como referimos, é a incineração que dá maior visibilidade à componente funerária na linha do Tejo (Fig. 17), pois apenas em duas situações, circunscritas ao Baixo Tejo ou áreas periféricas, a prática adoptada foi a da inumação, sendo que tal prática foi apenas plenamente confirmada numa delas. Trata-se de uma sepultura, revelada durante trabalhos efectuados numa pedreira, dada a conhecer por Gabriel Pereira (Pereira 1896: 77), da qual proviria o colar de ouro do Casal de Santo Amaro (Sintra). Conforme foi já referido (Vilaça & Cruz, 1999: 81; Cardoso 1999-2000: 387; Vilaça no prelo), também Leite de Vasconcelos se refere à peça e aos ossos humanos encontrados junto, que estavam dentro de «um espaço formado por duas bancadas de calcário e coberto por lajes toscas» (Vasconcelos 1896: 20-21). Estas informações não só parecem ser explícitas quanto à associação dos restos humanos ao colar, como parecem indicar um espaço funerário discreto de enterramento. Faz também algum sentido pensar na possibilidade de ali existir uma necrópole, uma vez que «a uns 100 metros de distância apareceram mais ossadas» (Vasconcelos 1896: 21). O segundo caso corresponde ao duplo sepultamento da Roça do Casal do Meio (Sesimbra) (Fig. 18) o qual encontra o seu melhor paralelo no tholos do Malhanito (Alcoutim) (Cardoso 2005), correspondente a um reaproveitamento no Bronze Final de uma sepultura calcolítica. Os dados disponíveis parecem indicar que, no Bronze Final, e separados por curto intervalo de tempo, conforme as datações de radiocarbono obtidas (Vilaça & Cunha 2005), dois indivíduos adultos e do sexo masculino (Fig. 19), pertencentes ao segmento mais destacado da comunidade a que se encontravam associados, foram tumulados na câmara de uma estrutura que, arquitectonicamente, corresponde a tholos calcolítica de falsa cúpula (Cardoso 2000; Cardoso 2005), embora os responsáveis da escavação tenham considerado a construção do Bronze Recente, face ao espólio nela encontrado (Spindler et al. 1973-1974: 149). Por conseguinte, o bi-ritualismo funerário (convivência entre as práticas de incineração e de inumação) é um outro elemento caracterizador do Bronze Final

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Figura 17. Contextos funerários com particular registo de incinerações na linha do Tejo português (in Vilaça 2014, Fig. 11-6, adaptado).

do Tejo, situação a que não serão estranhos nem o tempo — de contactos, em que circularam pessoas, artefactos e ideias —, nem o espaço — um eixo fluvial que aproximou regiões culturalmente distintas. Mas, como sublinhámos, sem dúvida que são as incinerações uma das marcas da morte no Tejo e, importa também recordá-lo, pautadas por situações bem distintas de caso para caso (Vilaça 2014: 131). Continuando o percurso pelo Tejo acima, chegase à região de Alpiarça onde encontramos importantes testemunhos funerários de incineração, em regra referidos na bibliografia como «Campos de urnas de Alpiarça», desde os primeiros achados ocorridos em 1916 (principal bibliografia recolhida em Vilaça et al. 1999). Trata-se, como é sabido, das necrópoles polinucleadas do Tanchoal (Fig. 20 e 21), Meijão e Cabeço da Bruxa (Corrêa, 1936; Kalb & Höck 1981-1982),

situadas na área mais imediata do povoado principal, o Alto do Castelo. Como já antes referimos, esta organização espacial define um modelo dual de povoado-necrópoles, sem paralelo na época e região. Não obstante a baixa altitude do povoado, ele é dominador face à planície e suaves encostas ocupadas pelas necrópoles. A forma como se estruturava internamente o espaço das distintas necrópoles, bem como cada tumulação em si, com urnas contendo restos humanos calcinados, é quase desconhecida, muito em particular nas duas primeiras necrópoles. Em associação havia braceletes metálicos, mas ignora-se como era feita a deposição das urnas (pousadas, depositadas em fossas, estruturadas com pedras, com materiais só no interior ou também depositados à volta, etc.?). São múltiplas as questões em aberto, mas é óbvio que estamos perante situação não só completamente

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Figura 18. Tholos da Roça do Casal do Meio (foto arquivo O. da Veiga Ferreira/J. L. C. 1972).

Figura 19. Vista parcial da câmara da Roça do Casal do Meio com inumação em deposição de decúbito lateral (foto arquivo O. da Veiga Ferreira/J. L. C. 1972).

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Figura 20. Vista actual da necrópole do Tanchoal, Alpiarça em suave encosta de terrenos arenosos (foto Vilaça 2015).

Figura 21. Urna e braceletes de bronze do Tanchoal (foto de A. Roldão, in Vilaça et al. 1999).

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distinta das já referidas, sobretudo em termos construtivos e de organização espacial dos depósitos mortuários. Para além de todos estes sítios de índole funerária, com dados objectivos, minimamente seguros, ou bem conhecidos, outros indicadores, infelizmente difusos, poderão, como hipótese de trabalho, ser associados à problemática da morte em finais da Idade do Bronze na linha do Tejo (Vilaça 2014: 132). Referimo-nos a presumíveis deposições funerárias relacionadas com práticas de incineração na Quinta da Alorna (Almeirim), onde se recolheu vaso carenado com asa em circunstâncias de achado desconhecidas (Schubart 1971: 166); em Salvaterra de Magos, onde se registou necrópole (Savory 1951: 375) e se recolheu pequeno vaso (Fig. 22); em Almoster, também provável necrópole, de que se conhece vaso completo de colo cilíndrico e perfil bicónico (Savory 1951: 375; Spindler et al. 1973-74: 129), com a particularidade de o mesmo possuir vestígios de perfuração pós-cozedura a meio da pança (Vilaça & Cruz 1999: nota 33); em Santarém (sem precisão do local), referido como necrópole, de onde se conhecem recipientes com carena e colos elevados, com asa (Savory 1951: 375; Spindler et al. 1973-74: 144) (Fig. 23). A relacionar-se com necrópole, seria tentador associar o referido vaso de Almoster, de maiores dimensões que os restantes, com a existência de dois colares martelados lisos, do Bronze Final, recolhidos em Boa-Vista, perto daquela localidade, e conservados desde pelo menos 1906 no Museu Nacional de Arqueologia (Armbruster & Parreira 1993: 70-71), já que a primeira notícia daqueles é devida ao mesmo personagem, designado por «F., inicial do apelido de um distincto oficial de artilharia» (Vasconcelos

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Figura 22. Recipiente de Salvaterra de Magos (desenho de H. Figueiredo).

1896: 21), por certo o «Major Figueiredo», associado à oferta ao Museu, na mesma época, dos três vasos de Santarém acima referidos, bem como do vaso de Almoster. É certo que estas informações, na sua esmagadora maioria, são pouco precisas, mas a concentração geográfica dos achados e sua proximidade a Alpiarça deverá ter algum significado que importaria aprofundar. Avançando para montante, chega-se à região de Abrantes. Trabalhos realizados nos últimos anos revelaram dados também muito interessantes, concretamente os do monumento de Souto 1 (Bioucas, Souto, Abrantes), pequeno tumulus de 6 m de diâmetro e com c. 0,50 m de altura constituído por seixos

Figura 23. Recipientes atribuídos a Santarém (desenho de H. Figueiredo).

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(Cruz et al. 2011). Na área central foi depositada em covacho uma urna com restos ósseos resultantes de incineração, bem como múltiplos fragmentos metálicos (de obejcto(s) não identificado(s)) talvez queimados com o corpo, no interior da qual se encontrava um segundo recipiente com cinzas e restos humanos, para além de outros elementos orgânicos como sementes. Este monumento faz parte de necrópole com 8 pequenos tumuli, 5 dos quais foram intervencionados, correspondendo a uma concepção organizacional e de apropriação do espaço com longa e remota tradição na Idade do Bronze do Centro de Portugal (Vilaça 2014). Souto 1 é, a esse título, particularmente revelador dos tempos, na medida em que incorpora a novidade, expressa na incineração em urna, sem renegar a tradição, que permanece na discreta construção da pequena mamoa, marca da ancestralidade de paisagens tumulares. Independentemente das particularidades dos casos comentados, desde a forma como se implantaram e materializaram no espaço, com ou sem marcadores de referência, ao tipo de estruturas e deposição dos restos cremados, associados ou não a materiais, encontra-se um denominador comum nestas práticas funerárias do Bronze Final: a recolha em recipiente cerâmico dos restos cremados (só ossos ou ossos e materiais metálicos), que se afirma na viragem do milénio, não só na linha do Tejo mas também com outros registos no Centro do território português (Vilaça 2014).

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Todavia, o vale do Tejo parece ter sido região privilegiada neste domínio e, como já se disse a propósito da tumulação do Monte de São Domingos, corresponderá a uma das potenciais vias (Pellicer Catalán 2008), neste caso continental, de transmissão desse novo ritual que, não sendo completamente inédito no Ocidente peninsular em épocas anteriores, adquire indiscutível visibilidade e significado na viragem do 2.º para o 1.º milénio a. C. Apesar do denominador comum da incineração como prática funerária, os contextos são bem distintos, retratando também o papel criador das diversas comunidades. Outras pautaram os seus rituais recorrendo à inumação (caso da Roça do Casal do Meio), deixando em aberto os significados desse bi-ritualismo que também é marca do tempo e da região. Todas elas dispensaram as armas como materiais necessários e significantes no acompanhamento dos mortos. Dados cronológicos, incluindo datações absolutas (Fig. 24), confirmam, de modo inequívoco, a contemporaneidade e a adopção de tais práticas entre meados do séc. XI a. C. e inícios do séc. IX a. C., ou seja, imediatamente antes da presença fenícia no Baixo Tejo (Vilaça et al. 1999; Vilaça & Cunha 2005; Cruz 2011: 146). Situação totalmente distinta, por ora sem paralelo, que a arqueologia do Bronze Final do Tejo revelou recentemente, é o depósito votivo de Moita da Ladra 2 (Vila Franca de Xira). Tal depósito é constituído por dois núcleos de características distintas, afastados

Figura 24. Datações para as inumações e incinerações do Bronze Final do Tejo português (in Vilaça 2015, Fig. 12, adaptado).

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entre si escassas dezenas de metros. O núcleo de maiores dimensões é constituído por um depósito votivo com uma área aproximada de 4,0 por 3,0 m e profundidade máxima de 0,70 m (Fig. 25), integrando cerca de 50 vasos, associados a intensas combustões e a deposições de partes de animais conservando em parte as conexões anatómicas, a par de outras oferendas, como alfinetes, fíbulas e argolas de bronze (Monteiro & Pereira 2013). A tipologia dos vasos aponta claramente para o Bronze Final, reforçada pela fíbula, do tipo Ponte 1 A (Ponte 2006), situável no século XIIX a. C. Esta cronologia foi ulteriormente posta em causa pela datação pelo radiocarbono, que indicou ter o depósito sido formado no decurso do século VIII a. C. (Valério et al. 2015); neste caso, seria coevo dos primórdios da presença fenícia em zonas adjacentes do estuário, embora entre o espólio não se reconheça nenhum indício concreto desta presença. Na verdade, todas as produções são características exclusivamente do Bronze Final, o que leva a encarar aquele resultado com as necessárias reservas. Tudo indica tratar-se de espaço onde seriam depositados os despojos das cerimónias comunitárias realizadas no povoado, situado a curta distância, na encosta a montante, envolvendo, eventualmente, o consumo de animais, ou simplesmente a oferenda de partes dos mesmos. Com efeito, a escassas dezenas de metros deste depósito, identificaram-se diversos covachos, pouco profundos, abertos nos calcários muito alterados pelo metamorfismo de contacto resultante da instalação de chaminé vulcânica onde se implantou povoado fortificado calcolítico, Moita da Ladra 1 (Cardoso 2013). A base dessas depressões encontrava-se revestida por fragmentos de grandes recipientes (Fig. 26), sobre os quais se produziu fogo

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Figura 26. Detalhe de um dos depósitos rituais de grandes recipientes de Moita da Ladra 2 (in Cardoso 2013, Fig. 9).

intenso, como comprova a presença de ossos de animais incarbonizados (Cardoso 2013). Esta realidade sugere incineração in situ, sendo tais conjuntos cobertos nalguns casos por recipientes inteiros. Deste modo, este poderia ser o espaço onde se praticavam as cerimónias dedicadas à divindade, enquanto que, no local anteriormente referido, se efectuava o depósito dos despojos resultantes daquelas sucessivas práticas rituais, dando origem a uma acumulação do tipo bothros, por certo formada em curto período de tempo.

4. ECONOMIA E SOCIEDADE 4.1. ACTIVIDADES DE SUBSISTÊNCIA

Figura 25. Área do depósito votivo de Moita da Ladra 2 (in Monteiro & Pereira 2013, Fig. 11).

Os povoados e as necrópoles comentados articulam-se com comunidades que adoptaram diferentes estratégias de ocupação do espaço e de exploração dos recursos. Como vimos, ao nível da implantação dos sítios habitados a variabilidade é assinalável, entre os que privilegiaram lugares de altura com condições ambientais mais favoráveis a práticas pastoris, e os que, sendo de baixa altitude ou ocupando

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pequenas colinas em vales férteis, expressariam maior predisposição para a exploração agrícola (sem esquecer a componente pastoril) do território. Independentemente das especificidades locais, a economia de subsistência baseava-se em actividades agro-pastoris de espectro diversificado conforme revelam os dados conhecidos, quer para a foz do Tejo, quer para a zona do Alto Tejo (Antunes 1992; Cardoso et al. 1986; Cardoso 2006; Vilaça 1995). Para o Médio Tejo não existem informações sobre a alimentação durante o Bronze Final.3 Praticamente omissos são os elementos que nos permitem configurar a relação do espaço habitado com o que era explorado e, neste, como era efectuada a sua organização, a forma dos campos, das parcelas cultivadas, dos pastos, dos bosques. Destaca-se a produção cerealífera, particularmente importante em núcleos de povoamento implantados em áreas de elevada fertilidade como os que caracterizam a região do Baixo Tejo, como atrás se referiu, de que dão conta as muitas centenas de elementos denticulados de foices, de que o povoado da Tapada da Ajuda (Fig. 27) é o melhor exemplo (Cardoso et al. 1986; Cardoso 1995 a). Nos «casais agrícolas» e sítios idênticos utilizava-se ainda outro tipo de foices, em bronze, que também poderiam ser produzidas localmente, como em Rocanes (Sintra), onde se encontrou molde (Fig. 28) (Cardoso 2002, Fig. 287), ou na Quinta de Vale do Zebro (Rio de Moinhos), estação implantada em fértil vale, onde se recolheu igualmente foice de bronze (Silva et al. 1999). Em todos os tipos de povoados é recorrente a presença de número assinalável de elementos de moagem, inclusive nos que ocupam áreas inóspitas e de reduzida potencialidade agrícola, como o Monte do Frade, Alegrios, Moreirinha, ou Monte do Trigo onde o consumo de cereais e leguminosas (Triticum sp., Hordeum vulgare L., Vicia sp. / Pisum sp.) está comprovado, nomeadamente através de impressões de macro-restos vegetais em cerâmicas (Vilaça et al. 2004). O consumo de animais privilegiou declaradamente as espécies domesticadas como os suínos, os ovinos, caprinos e bovinos, ocupando a caça, em

3

Todavia, no Simpósio mencionado na nota 2 foi referido na comunicação «Um povoado no Bronze Final: Castelo Velho do Caratão», apresentada por Thomas Bubner e Maria Amélia Horta Pereira, o achado de ossos (não identificados) nas escavações daquele povoado.

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que domina o veado, um lugar marginal (Antunes 1992; Cardoso 1996). Por sua vez, a presença de canídeos manifesta-se, ou em restos recuperados, como na Tapada da Ajuda (dados não publicados), ou indirectamente, através de marcas de mordidelas deixadas em restos consumidos de outras faunas (Antunes 1992) ou ainda, iconograficamente, em cenas cinegéticas, como se pode observar no conhecido «menir» do Monte de São Martinho (Castelo Branco). No estuário do Tejo, onde a recolecção não oferecia problemas, está presente fauna malacológica, por vezes em grande quantidade, com nítido predomínio da ostra, na Tapada da Ajuda (Cardoso et al., 1986) ou do mexilhão, colectado no litoral rochoso atlântico adjacente, que se consumiu no Cabeço do Mouro (Cardoso 2006: 44). Por conseguinte, temos economias basicamente camponesas onde a actividade agro-pastoril e de recolecção se cruzaria, ao ritmo do tempo cíclico, com outras tarefas, como a cerâmica, a tecelagem, a metalurgia, todas elas pautadas por produções de escala modesta.

4.2. AS CERÂMICAS Não é objectivo deste estudo desenvolver síntese que atenda aos inúmeros aspectos caracterizadores das cerâmicas do Bronze Final do vale do Tejo, envolvendo a sua produção, uso, circulação, deposição, reciclagem e simbolismo. Nessa medida, serão abordadas apenas duas vertentes, uma relativa às produções consideradas características da região, a outra respeitante às que, não o sendo, permitem delinear elos de contacto com outras regiões. No tocante às produções que não são características do vale do Tejo, e sem entrar na discussão do complexo problema de saber se essas cerâmicas são reais importações ou imitações regionais, importa sublinhar que elas apontam, pelo menos, para a existência de contactos proporcionados e potenciados pelo vale do Tejo. De entre as cerâmicas manifestamente exógenas em termos estilísticos encontramos três «mundos» distintos que, todavia, oferecem uma distribuição muito heterogénea ao longo do Tejo, sendo necessário, mais uma vez, um desvio do seu curso na região interior para as encontrar: registam-se cerâmicas de «tipo Baiões», de «tipo Cogotas» e de «tipo Carambolo». Como é bem sabido, a cada um destes conjuntos tipológicos correspondem territórios estilísticos

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Figura 27. Elementos denticulados de foices da Tapada da Ajuda (in Cardoso 2008-2009, Fig. 23).

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Figura 28. Molde em pedra de foices de tipo Rocanes recolhido no local epónimo do concelho de Sintra (in Cardoso 2002, Fig. 287).

de expressiva visibilidade, respectivamente a Beira Alta, a Meseta Norte e a Baixa Andaluzia. Face ao conhecido, a primeira daquelas produções está presente na região do Alto Tejo, em dois sítios da Beira Baixa: Alegrios e Cachouça (Fig. 29). A raridade e o contexto específico de achado no caso da primeira estação, um pequeno abrigo natural a que foi atribuído carácter ritual (Vilaça 1995: 166; 2008a: 386; 2013a: 205), confere-lhes significado certamente distinto daquele que lhes seria atribuído na sua região de origem, onde são numerosas. Chegam ainda ao Médio Tejo, encontrando-se no Castelo Velho do Caratão (Mação), aparentemente também de forma residual (Delfino et al. 2014: 169). As cerâmicas de «tipo Cogotas», que cada vez mais ganham território na zona raiana de entre Douro e Tejo colocando, aí, interessante problema sobre o conceito de «fronteira» em Arqueologia, estão, a sul, representadas no Monte do Frade e na Moreirinha, exibindo a técnica «boquique» (Fig. 30) (Vilaça 1995: est. LXXXIX-5; CV-2; CCXXIII-3; 2008b: 69). Só esporadicamente atingem o Baixo Tejo: Alcáçova de Santarém (Arruda et al. 2015), Aramenha (Cartaxo) (Tereso & Ferreira 2007) e Gruta do Correio-Mor (Loures) (Cardoso 2003). Note-se, todavia, que se trata essencialmente de decorações ponteadas, impressas ou puncionadas, já que as decorações em ambas as superfícies e com os característicos motivos «em espiga» apenas estão registadas num único fragmento da Gruta do CorreioMor, primeiro sítio onde foram como tal identificadas fora da região do Alto Tejo (Cardoso 2003: fig. 48-1).

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Relativamente às cerâmicas de «tipo Carambolo», cuja cronologia entra nos inícios da I Idade do Ferro, apenas foram registadas na região mais interior, na Moreirinha, Cachouça e Castro do Cabeço da Argemela (Fundão), neste caso em recolha de superfície (Vilaça 2008b: est. X), encontrando-se em curso o seu estudo com outros exemplares inéditos do Centro do território português4. Desta breve análise sobressai marcada dicotomia entre a região do Alto Tejo e o restante percurso do rio. Ali, todos os tipos estão presentes, em diversos povoados, se bem que sempre de forma residual nos respectivos contextos de achado. Ao Médio Tejo chegaram pontualmente as típicas cerâmicas com incisões pós-cozedura. No Baixo Tejo, e, como referido, de forma igualmente muito residual, apenas temos cerâmicas conotadas com o mundo mesetenho (Cardoso 2003: 255; Arruda et al. 2015: 184). Se a primeira situação está em sintonia com a permeabilidade cultural que tem sido advogada para essa região da Beira Interior, onde parecem ter convergido e inter-agido ecos de mundos culturais distintos (Vilaça 2007b; 2011-2012; 2013a), o mesmo não poderá ser dito, com base nessas cerâmicas, para o Baixo Tejo. Pelo contrário, o rio revela notável uniformidade quando nos focamos nas cerâmicas de produção regional de melhor fabrico, consubstanciadas em taças e púcaros carenados, com e sem asa, em potes de colos curtos e altos, com formas bicónicas ou de perfil em S, de superfícies muito polidas, brunidas e frequentemente decoradas com ornatos brunidos na superfície externa, no estilo conhecido como tipo Lapa do Fumo (Fig. 31) (Cardoso 1996). As cerâmicas de ornatos brunidos, pelo investimento de tempo que exigiam em termos de fabrico e de decoração, pela simbologia dos motivos e mesmo pelo efeito estético, são consideradas produções de prestígio, de distinção social, de cariz ritual (Vilaça 1995: 294; 2000a: 37; Cardoso et al. 1997-1998; Soares 2005: 137-138). Não estranha, deste modo, verificar a sua especial presença, no que respeita à zona do estuário do Tejo, nos povoados de altura, onde se sediariam as elites (Cardoso 1999-2000; 2004; 2015). 4

O assunto foi preliminarmente apresentado no poster da autoria de R. Vilaça, I. Soares e M. Osório, «Cerâmica de tipo Carambolo na Beira Interior (Centro de Portugal), II Congresso Internacional de Arqueologia na região de Castelo Branco: 100 anos da Sociedade dos Amigos do Museu, realizado em Castelo Branco, em Abril de 2015.

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Figura 29. Cerâmicas de tipo Baiões da Cachouça e dos Alegrios (in Vilaça 2008, Fig. 26).

Figura 30. Cerâmicas de tipo Cogotas do Monte do Frade e da Moreirinha (in Vilaça 2008, Fig. 27).

Recorde-se que as primeiras datações absolutas associadas à problemática cronológica destas cerâmicas foram obtidas em sítios que temos vindo a referir, como o Monte do Frade, Alegrios, Moreirinha (Vilaça 1995: 300), tendo sido mais tarde estendidas por outras estações da baixa Estremadura (Cardoso no prelo) e pela região alentejana (Soares 2005). A ideia inicial de que tais cerâmicas seriam características de sítios de altura, já não pode ser

tomada de forma absoluta, uma vez que ocorrem igualmente em estações de tipo «casal agrícola», como a Quinta do Percevejo (Almada) (Barros & Espírito-Santo 1991: fig. 6; Cardoso 2015) ou a Quinta da Pedreira (Félix 1997: 36). Por outro lado, se as cronologias absolutas da Quinta do Percevejo, revelando ocupação coeva à da Tapada da Ajuda (Cardoso 2004; Cardoso 2015), sugerem que as cerâmicas com decoração brunida começaram a ser produzidas na região do Tejo ainda

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em inícios do Bronze Final, a verdade é que será só a partir do séc. XI, até ao séc. IX a.C., que tais cerâmicas alcançarão aí, e ao longo do rio, expressiva presença transversal a todos os tipos de contextos, habitacionais, funerários e cultuais. Esta realidade confir-

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ma a validade do critério de serem tais cerâmicas características da fase mais moderna do Bronze Final, ou Bronze Final II, da região que nos ocupa conforme a proposta de faseamento anteriormente apresentada (Cardoso 1995b).

Figura 31. Cerâmicas de tipo Lapa do Fumo (in Cardoso 1996).

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Por outro lado, não nos parece aceitável a ideia de essas cerâmicas serem de proveniência exógena ao Médio Tejo (Cruz et al. 2015: 19); pelo contrário, consideramo-las como sendo produções específicas do vale do Tejo, como já em 1996 Thomas Bubner tinha evidenciado ao apresentar a sua distribuição geográfica (Bubner 1996). A base empírica encontramo-la reforçada, precisamente, no trabalho da mesma equipa, onde é reunida, com novos e significativos contributos, informação sobre o tema (Delfino et al. 2014). Estes dados relativos ao troço do rio entre a foz do Ocreza e a foz do Zêzere juntam-se assim aos do importante núcleo da zona do estuário, bem como aos da Beira Interior, onde tinha sido já admitida a existência de um outro foco produtor (Vilaça 1995: 299). Conjuntamente, permitem identificar o Tejo, no seu todo, como área de produção destas cerâmicas, que se caracterizam por possuírem decorações via de regra na face externa, ao contrário das alentejanas e andaluzas. Tal não significa que não existam determinadas formas e padrões preferencialmente associados a certas áreas mais circunscritas, conforme foi defendido (Osório 2013: 133 e segs.), problemática que importará aprofundar futuramente. Assim sendo, tais cerâmicas, representadas pelas mesmas formas e motivos decorativos, configurando assinalável padronização estilística (Vilaça 1995: 288), traduzem expressiva identidade cultural, que confere unidade, neste prisma, às várias regiões percorridas pelo Tejo. Neste sentido, também não deverão ter sido particularmente valorizadas como elementos de poder a nível inter-comunitário, mas sobretudo intra-comunitário, manipuladas em actividades específicas. Se se pretender encontrar traços diferenciadores entre as comunidades das várias regiões do rio, será necessário procurá-los em outros marcadores culturais.

4.3. O METAL Sem o metal, concretamente o bronze e o ouro, não é possível entender a estrutura das economias e das sociedades do Bronze Final, e, muito em particular, na região de que nos ocupamos neste momento. Tal como para as cerâmicas, também aqui está fora de causa qualquer síntese global sobre a metalurgia, pelo que serão abordados apenas alguns aspectos mais significativos.

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Em primeiro lugar, importa sublinhar que a região reúne dados relativos a todas as fases da «cadeia operatória» do trabalho do metal, desde a exploração de recursos, à produção, consumo, circulação e deposição de artefactos. Enquanto região fornecedora de matéria-prima, é inquestionável o seu interesse pela riqueza aluvionar do Alto e do Médio Tejo e seus afluentes da margem norte, em ouro e estanho. Por outro lado, o rio configura-se como principal «corredor de circulação» entre o litoral atlântico e as terras mais interiores ricas em minério, como as Beiras e a Extremadura espanhola. Aquele chegava ainda nessa condição aos povoados, onde se encontraram martelos de mineração, como os da Moreirinha e os de Castelo Velho do Caratão5 (Vilaça 2013: fig. 2 e nota 6), supondose também que com eles seria triturada cassiterite fundida directamente em cadinhos ou «vasilhas-forno» (Merideth 1998: 155-160, 162-163; Vilaça 1998: 353-355; 2013 a: 195; Figueiredo et al. 2010). Nos povoados, independentemente do tipo, encontra-se por norma vestígios da produção e/ou utilização de peças de bronze. A nível da produção, não está ainda perfeitamente definido se haveria por povoado um único espaço de trabalho controlado por um artífice, ou se a «arte do metal» era partilhada por vários membros ou famílias em cada sítio. Definida está a sua escala, modesta, envolvendo pequena quantidade de matéria-prima, conforme sugerem cadinhos, moldes e mesmo os próprios artefactos comummente encontrados nesses locais destinados sobretudo a consumo local (Vilaça 1995: 414; 1998; Cardoso 2015). O metal manifesta-se ainda numa outra categoria de registos, com peças singulares ou formando conjuntos, os depósitos. Só muito excepcionalmente ocorre em contextos sepulcrais e, como antes referido, nunca aí se depositaram armas, apenas objectos de adorno e de tratamento do corpo, como os múltiplos e geminados braceletes das necrópoles de Alpiarça, ou as pinças, fíbula e elemento de cinturão da Roça do Casal do Meio. Insuficientemente valorizado até hoje e apenas conhecido em fotografia (Alarcão e Santos 1996: 201, fig. 7), é o conjunto de um aro ou bracelete de extremidades aguçadas com duas argolas abertas e duas espirais pendentes, em bronze, encontrado em

5 Neste caso trata-se de um martelo de mineração apresentado no Simpósio mencionado na nota 2.

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inícios do séc. XX nos arredores de Abrantes, mas não em Abrantes, como é referido naquela obra. Nada se sabe sobre a natureza do seu contexto de origem, ao qual se associava ainda um segundo aro fragmentado, agora divulgado (Fig. 32). Embora o conjunto tenha sido atribuído ao Bronze Final, o que é admissível, não descartamos a hipótese de ser de uma fase anterior. É nos depósitos que se reúnem em regra os artefactos mais volumosos, mais pesados, como machados, foices, espadas, lanças, mesmo que fragmentados, vinculados a produções indígenas e de matriz atlântica. As principais produções de instrumentos de bronze revelam, pela respectiva tipologia, marcado cunho regional, que abarca todo o vale do Tejo estendendo-se pela frente atlântica da Estremadura à Galiza, comprovada pelos machados de alvado providos de um anel, os machados univalves de talão e igualmente providos de um anel, e as foices de talão de tipo Rocanes, já antes referidas. Não cabe aqui comentar em pormenor os múltiplos aspectos em que se expressa a variabilidade de

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tais depósitos, desde a própria natureza dos objectos, até às características da sua localização no espaço, passando pela oro-hidrografia, tipologia, quantidade e estado de conservação dos artefactos (funcional ou não), pelo contexto, pelos significados. Os depósitos da Quinta do Ervedal (Fundão) (Coffyn 1976), com c. de 17 Kg de metal onde dominam os lingotes plano-convexos entre machados e punhais, inteiros e fragmentados, por um lado, e o de Cacilhas (Almada) (Gomes 1992: 120 e Fig. 39-C), consubstanciado numa única espada, completa, presumivelmente depositada no rio (Fig. 33), são bem exemplo da variabilidade de que falamos. A tal propósito, importa desde já referir que os abundantes dados disponíveis relativos a contextos habitacionais da região em apreço, ou de depósitos, não obstante a existência de ligas distintas como se verificou no estudo do depósito de Porto do Concelho (Mação) (Fig. 34) (Bottaini 2012: 180-219; Bottaini et al. 2017), indicam tratar-se de artefactos sistematicamente produzidos com ligas binárias nas quais a percentagem de chumbo, quando ocorre, é sempre baixa, de acordo com a metalurgia do Bronze

Figura 32. Conjunto de aros em bronze dos arredores de Abrantes, encontrando-se originalmente o mais completo com anéis e espirais encaixados (desenho de H. Figueiredo).

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Figura 33. Espada de Cacilhas (in Silva & Gomes, 1992, Fig. 39).

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Final típica do Centro do território português (Vilaça 1997 b; Bottaini 2012). Um outro conjunto também recentemente estudado, provém de Moita da Ladra (Loures) já antes mencionado, onde, de um ponto de vista arqueometalúrgico, as peças (argolas, fíbulas de tipo Ponte 1a, pequenos fragmentos) não revelam qualquer alteração relativamente à metalurgia indígena do Bronze Final, mantendo-se as produções binárias. Em termos comparativos com o período anterior, o Bronze Final do Tejo português conhece drástica alteração de escala ao nível da manipulação do bronze, seja em termos de diversidade, seja de quantidade de artefactos. Uma visão geral foi já apresentada e dela resultou a ideia, que não se justifica alterar, de que a cultura material ao longo do Tejo, incluindo as produções metálicas, revela profundas afinidades entre as diversas regiões percorridas pelo rio (Vilaça & Arruda 2004: 37). Comparada com a da fase seguinte, a similitude mantem-se em termos da composição das ligas (Valério et al. 2015), mas perde-se na quantidade de objectos produzidos, muito mais reduzida, bem como a nível da diversidade de tipos, muitos dos quais desaparecem. Neste aspecto específico e último a descontinuidade é manifesta. Além da produção do bronze, nos povoados trabalhava-se igualmente o ouro, de que restaram vestígios em um dos cadinhos da Moreirinha, lugar onde também se encontrou punção oco decorativo (Vilaça 1995: 338 e Est. CCXLV-3; 2013a: fig. 7). A exploração do ouro ao longo do Tejo desenvolvia-se a par de outras actividades, o que não exclui a existência de sítios especializados no garimpo das areias auríferas, tal como foi sugerido para o sítio da Quinta do Marcelo (Almada) onde se recolheu taça com resíduos de ouro e mercúrio (Barros 1999). A recolha e trabalho do ouro poderá ainda ter deixado rasto se considerarmos que bem tão precioso deveria ter sido alvo de apertado controlo qualitativo e quantitativo, neste caso implicando instrumentos de pesagem, concretamente ponderais, que ocorrem em vários contextos habitacionais. Neste campo, as regiões vinculadas ao Tejo são privilegiadas, destacando-se dois núcleos, um no Tejo internacional, outro no Baixo Tejo e Estremadura (Fig. 35) (Vilaça 2011; 2013a: 214; Cardoso 2015). O uso de ponderais em povoados indígenas, poderia igualmente ser entendido como meio de avaliação de bens de valor reconhecido no contexto de trocas de carácter supra-regional, uma vez que foi possível identificar um padrão de valor internacional, concretamente o siclo sírio de 9,3/9,4g, com

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Figura 34. Depósito de Porto do Concelho, observando-se diversos tipos de materiais, completos e fragmentados (Bottaini et al. 2017).

múltiplos e divisores, possivelmente em uso no Ocidente peninsular (Fig. 36) (Vilaça 2011).6 A mineração e ulterior transformação do ouro em objectos consubstanciou-se no fabrico de diversas jóias, algumas de elevado peso, que testemunham a enorme capacidade de acumulação do ouro e a 6 Recentemente tivemos ocasião de identificar no Museu Nacional de Arqueologia mais um ponderal, cremos que inédito, atribuído ao castro do Zambujal (Torres Vedras).

existência de elites detentoras de assinalável poder e prestígio. Além da bráctea de Sobreiral (Castelo Branco), peça única com exuberante decoração repuxada e pontilhada, que deveria ter ornamentado vestes de prestígio ou mesmo sagradas, as produções são dominadas por braceletes e colares, como os de Soalheira (Fundão), Monforte da Beira, Almoster (Santarém) (Armbruster & Parreira 1993: 70-71; 108-109; 114-115; 172-173) e Casal de Santo Amaro (Penha

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Figura 35. Distribuição de ponderais de contextos do Bronze Final do Ocidente Peninsular, com particular concentração ao longo do Tejo (in Vilaça 2011, adaptado).

Verde, Sintra) (Armbruster 1995; Vasconcelos 1896) (Fig. 37). Com excepção deste caso, que poderia ter estado associado a contexto sepulcral, conforme acima referido, desconhecem-se as condições de achado dos restantes. O colar do Casal de Santo Amaro constitui peça sem paralelo, reunindo, na realidade, três colares de tipo Sagrajas-Berzocana a um fragmento de bracelete de tipo Villena-Estremoz adaptado como fecho (Armbruster 1995), o que poderá ser entendido, ao contrário dos braceletes de Soalheira e de Monforte e dos colares de Almoster, perfeitamente padronizados, como uma encomenda específica destinada a alguém do mais alto estatuto, realidade reforçada pelo notável peso deste exemplar, 1262 g (Cardoso 1999-2000). Neste sentido, parece-nos defensável como hipótese a ideia de que entre as próprias elites detentoras do poder existiriam diferenças entre si, realidade a que normalmente não se atende. Recorde-se, todavia, que o peso de colares e braceletes foi

já tomado como elemento diferenciador entre chefes suseranos e vassalos (Alarcão 1992: 50-51). O Bronze Final do Tejo pauta-se ainda, a par de outras regiões do Ocidente Peninsular, e muito em especial a região das Beiras, por precoce incorporação de artefactos de ferro (Fig. 38) em contextos genuinamente indígenas anteriores ao séc. IX a.C., portanto anteriores à presença fenícia, num quadro local de pujante metalurgia do bronze (Vilaça 1995: 349-352; 2006; 2008a; 2013a: 214; 2013b). São artefactos de fraca variabilidade tipológica, correspondendo maioritariamente a lâminas de faca e de serra, como os que se encontram na Beira Interior e que também ocorrem na região do estuário, conforme mostram os exemplares da Quinta do Percevejo, Almada (Barros 1998, 1999; Cardoso 2004, Fig. 162). Ao contrário da metalurgia do bronze, na sua esmagadora maioria pautada por produções locais e regionais, estas raras peças de ferro, de que não há

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Figura 36. Ponderais de Penha Verde (1) e do Monte do Trigo (2) (in Cardoso 2010-2011b e Vilaça 2011, adaptado).

quaisquer vestígios de fabrico nos contextos de achado, devem enquadrar-se, a par de outros bens que ainda analisaremos, nos contactos supra-regionais vinculados ao mundo mediterrâneo então desenvolvidos.

5. O TEJO, PALCO DE CONTACTOS TRANSREGIONAIS

Figura 37. Colar do Casal de Santo Amaro, Penha Verde (in Pereira 1896).

Caracterizado o Bronze Final do Tejo português em termos de organização demográfica e social e das suas principais produções, importa ainda atender a um dos seus aspectos mais peculiares e representativos: a dimensão internacional dos contactos estabelecidos a partir desta região, muito em particular com o mundo mediterrâneo. Conjugando tipologias, estratigrafias, contextos e datações absolutas, verificamos que tais contactos se

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Figura 38. Artefactos de ferro de Monte do Trigo (1), Quinta do Percevejo (2) e Moreirinha (3), com predomínio quase absoluto de pequenas lâminas de facas (in Cardoso 2004, Fig. 162 e Vilaça 2006).

desenvolvem ainda em finais do II milénio a. C., mas sobretudo na viragem e inícios do seguinte, antecedendo imediatamente parte da presença fenícia ou «orientalizante» no vale do Tejo, cujos primeiros indícios poderão entrever-se precisamente nesta realidade. São diversos os testemunhos que evocam a existência de tais contactos com o Mediterrâneo, aonde chegavam produções bronzíferas indígenas, como de há muito é conhecido (Coffyn 1985; Lo Schiavo 1991). O Centro do território português, evidenciouse como área produtora e difusora de metais, assumindo nesse processo o rio Tejo papel determinante. Concretamente, peças volumosas e pesadas, como machados de alvado e uma argola, machados unival-

ves de talão e também com uma única argola, espadas, punhais de lingueta, foices de talão, espetos articulados, encontraram na Sardenha a plataforma do mercado mediterrâneo (Coffyn 1985; Lo Schiavo 1991; 2018), onde se encontram exemplarmente representados pelo conhecido depósito do Monte Sa Idda (Taramelli 1921). Este processo foi por certo recíproco, no respeitante à troca de bens – directa ou indirecta – então estabelecida a diferentes escalas e com objectivos distintos. Nele, o Centro do território português, pelo seu posicionamento geográfico, só aparentemente periférico, desempenhou papel exclusivo, no quadro da «globalização» que envolveu regiões (Vilaça 2007b; 2011-2012).

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Aliás, a importância do molde de foices de talão de Rocanes, já atrás referido, resulta, não do achado isolado em si mesmo, mas do sítio em que foi realizado, na região imediatamente a norte do estuário do Tejo, evidenciando a manufactura local de tais instrumentos, a partir do estanho e do cobre oriundos do interior do território, veiculados essencialmente pelo vale do Tejo e pelos seus afluentes de ambas as margens, desde a Beira Baixa até ao Baixo Tejo. Trata-se de expressivo exemplo da via corporizada pelo rio Tejo no transporte de matérias-primas, desempenhando papel semelhante, ao que o Mondego, e o Vouga, entre outros, asseguravam mais a norte, proporcionando, também eles, boas vias de acesso e de circulação de e para o interior das Beiras, oferecendo as respectivas confluências com o litoral atlântico, boas condições para a navegação litoral, tanto em direcção ao Mediterrâneo como ao Atlântico. Esta abrangência deve ser também entendida tendo em conta que, para além da troca de artefactos – de que se poderia admitir, em sentido contrário, a presença de delicadas peças da indumentária, como as fíbulas de cotovelo, de inspiração mediterrânea – circulou conhecimento, envolvendo a adopção de novas tecnologias, estilos, hábitos, gostos, ideias, e pessoas (Vilaça 2008 a; 2011-2012). Neste caso, é inclusive defendido o estabelecimento de estrangeiros entre as comunidades indígenas (Ruiz-Gálvez Priego 1995: 145). Mas, recorde-se, à margem estiveram sempre e de forma sistemática a arquitectura de plantas ortogonais, as cerâmicas fabricadas a torno, ou a iconografia mediterrânea, o que significa ter existido também a selecção de determinados items e a rejeição ou a indiferença por outros. Ora, estes contactos transregionais teriam de ter, da parte das comunidades do vale do Tejo, interlocutores não só receptivos mas também activos, que conduzissem, coordenassem e incentivassem as relações entre mundos diferentes. Tais personagens, que poderíamos visualizar através das pesadas jóias, são indivíduos detentores de poder que se manifesta de distintas formas e, justamente também, no acesso e controlo de determinados bens de origem, matriz ou inspiração mediterrânea. Este processo de aquisição de bens sociais de prestígio, ainda que selectivo e envolvendo inicialmente apenas as elites, funcionando como intermediárias, explica o sucesso da empresa fenícia verificada na sequência imediata e em estreita continuidade com estes primeiros contactos comerciais do Bronze Final (Cardoso 1995 c; 1996); daí poder-se admitir que tais contactos, especialmente os verifica-

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dos na fase final do Bronze Final (séculos X-IX a. C.), fossem já corporizados por verdadeiros comerciantes fenícios, especialmente os verificados no Baixo Tejo (Cardoso 2015). Mas tal processo, ao contrário do que seria de prever, parece ter sido relativamente lento; tal conclusão é sugerida pelos resultados do povoado indígena de Santa Sofia, já antes referido, onde ainda se não observa a adopção de arquitectura ortogonal, embora seja evidente a presença de produções orientalizantes, associadas a outras, típicas do Bronze Final, numa época já relativamente avançada que pode ter abarcado a segunda metade do século VIII e todo o século VII a. C. (Pimenta et al. 2013). De novo, o Tejo comportará regionalismos a este nível, ainda que a dispersão desses bens concorra, não obstante a sua raridade em cada contexto específico, no sentido de marcada disseminação de contactos não só ao longo do rio, não só na região das Beiras e Centro do território português (Vilaça 2008 a; 2011-2012), mas atingindo igualmente o Norte e o Sul do território português. Tais regionalismos acentuar-se-ão, todavia, de modo muito expressivo naqueles últimos séculos, constituindo o Baixo Tejo área de dinamismos culturais específicos nessa época, sem paralelo no restante percurso do rio, como ficou bem evidente na comunicação de Arruda (neste volume). As modalidades da relação estabelecida entre indígenas e comerciantes de origem mediterrânea, no final do Bronze Final, fossem eles fenícios ou não, contemplam materiais importados, como o âmbar, sob a forma de contas de colar. De jusante para montante, são de referir, entre outros, a gruta do CorreioMor (Loures) (Cardoso 2003: fig. 20, n.º 8); o sepulcro megalítico da Bela Vista (Colares) (Mello et al. 1961), associado a uma fíbula de dupla mola; o Castelo Velho do Caratão (Mação) (Cruz et al. 2015) e Moreirinha (Vilaça 1995: 323). A análise por espectroscopia de infra-vermelhos das contas de colar deste último provou que se trata de sucinite, de origem báltica (Vilaça et al. 2002). É provável que as demais tenham idêntica origem, mas sem análises não podemos sair do campo das probabilidades. Também as contas de pasta vítrea ocorrem ao longo de todo o curso do rio Tejo, em contextos bem definidos do Alto Tejo, nos povoados dos Alegrios e do Monte do Trigo7 (Vilaça 2008 a: 387 e fig. 17) e 7 Uma das seis contas, oculada, é recolha de superfície que, todavia, não se justifica ser desvalorizada atendendo ao facto de o povoado não ter conhecido ocupação na Idade do Ferro.

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do Médio Tejo, como no Castelo Velho do Caratão (Cruz et al. 2015). No Baixo Tejo, foi recentemente identificado um exemplar, em Moita da Ladra 1, tipologicamente próximo de um dos exemplares de Monte do Trigo, recolhido em local onde antes se implantou o povoado calcolítico, ainda não publicado (escavações de um dos signatários). Ao nível da metalurgia, configurando tais contactos culturais, é digno de registo a adopção do peculiar estilo decorativo entrançado (Fig. 39) de timbre sírio-cipriota, que se encontra presente em artefactos em forma de pega mas de uso pouco claro encontrados no Monte de São Martinho e em Pragança (Bombarral) (Vilaça 2004; 2008 a). Entre os artefactos pela primeira vez presentes, destacam-se os que se relacionam com a transformação do corpo, na sua aparência e nos seus adereços, expressando também a relevância da importância individual na sociedade. Na Roça do Casal do Meio encontrou-se uma fíbula de enrolamento no arco, duas pinças e um pente de marfim (Fig. 40), mate-

Figura 39. Peça do Monte de São Martinho com decoração entrançada de estilo sardo-cipriota (in Vilaça 2008a Fig. 48).

Figura 40. Pente de marfim da Roça do Casal do Meio (in Cardoso 2002, Fig. 307).

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riais que deverão ter contribuído para a criação de uma identidade diferente e de um novo «código simbólico de estética» (Ruiz-Gálvez Priego 1998: 282). De referir, ainda, por constituírem contributos recentes, a fíbula de cotovelo de Abrunheiro (Oeiras) (Cardoso 2010-2011 a), de enrolamento no arco de Moita da Ladra (Valério et al. 2015), de duplo enrolamento da Quinta do Marcelo (Barros, 1998; Cardoso 2004) e a da sepultura da Bela Vista, já acima referida e até agora inédita; e, já na Beira Interior, a do Castro do Cabeço da Argemela (Vilaça et al. 2011: fig. 5-7). As fíbulas não só são manipuláveis mas também representáveis, concretamente nas estelas de guerreiro ou do Sudoeste, também designada tartéssicas e, ultimamente, até lusitanas. O assunto foi já tratado em diversas ocasiões (v.g. Vilaça 2008a; 2011-2012), que agora recordamos. Tendo presente a natureza e quantidade dos bens que circularam, é manifesto o desequilíbrio entre o que se fazia chegar ao Mediterrâneo — pesados artefactos de bronze, configurando estratégia de exportação absolutamente dominada pelo metal — e o que dali nos chegava: insignificantes objectos de bronze e de ferro pela dimensão, valor e peso: âmbar, vidro, ferro, estilo decorativo, tecnologia. Assim, em termos estritamente económicos, não parece ser possível atribuir papel de relevo aos metais do Mediterrâneo nos contextos indígenas (Vilaça 2011-2012). O que se releva são bens exóticos que gravitam preferencialmente no campo de natureza simbólica, estética, de prestígio. Acresce que tais novidades, pela sua natureza, numericamente escassas e sempre diminutas nos respectivos contextos, nunca chegaram a alcançar papel de relevo no processo de transformação profunda da estrutura das comunidades indígenas. Pelo contrário, a sua manipulação foi reservada às elites, como símbolos de distinção, de prestígio e de poder que eram. Nesta medida, é defensável que, sendo minoritários, os bens de matriz mediterrânea não possam ser entendidos como «símbolos de identidade cultural» antes «elementos de identificação» de elites (Vilaça 2011-2012: 36), quer dizer, as comunidades do Bronze Final do Tejo português, ao contrário das que lhes sucederam, não passaram por qualquer processo de «mediterranização». Além das fíbulas, alguns desses elementos, como os espelhos, encontram-se também gravados nas estelas, cuja presença na região em análise é obviamente fracturante da unidade que, em outros aspectos, temos vindo a reconhecer para o curso

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do rio. A estela de Telhado (Fundão) é disso bom exemplo, nela se observando espelho, fíbula e pente (Fig. 41) (Vilaça 2013a: 212-213; Rosa & Bizarro 2015: 95). Sem se pretender entrar na temática das estelas, com novidades dos últimos anos em termos de dispersão geográfica, que obrigaram a alterar discursos estabelecidos, importa vincar que, encontrando-se circunscritas no Tejo à sua área internacional, conferem a essa região — alargada às Beiras e à Alta Extremadura — indiscutível autonomia na história do rio. Nesta perspectiva, o Bronze Final do Tejo contempla não um, mas pelo menos dois rios. Os recursos mineiros têm sido justamente apontados ao longo do tempo por diversos investigadores como elementos que ajudam a entendê-las, mas a sua vin-

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culação geográfica a rotas ancestrais, perpetuadas até épocas históricas, de movimentação de gados entre o Norte e o Sul, não deve ser também ignorada, mesmo tendo sido defendida, para os territórios da Beira Interior, a sua condição de lugares de memória e inclusivos, em articulação com espaços habitados (Vilaça 2013 a: 208 e segs.). * A terminar, podemos dizer que entre a unidade e a diversidade cultural expressas neste trabalho, o Bronze Final do Tejo português, conheceu várias correntes. Umas, de ida e de volta, aproximaram as comunidades ao longo do rio, fomentando homogeneidade identitária. Outras, pelo contrário, parecem ter erguido barreiras entre as comunidades, que, todavia, estenderam o olhar para outras, muito para além dele. A centralidade e posição charneira a vários títulos que o Tejo protagoniza na Península Ibérica ajuda a entender essa lonjura que vai do litoral à Meseta Ibérica e do Atlântico ao Mediterrâneo, o qual, tão próximo e ao mesmo tempo tão distante, geográfica e culturalmente, não deixou de marcar presença, ainda que de forma pouco profunda, entre as comunidades indígenas do Bronze Final do vale do Tejo.

Agradecimentos: Os autores agradecem a José Luís Madeira pelo tratamento das figuras 17, 29, 30, 35 e 38; a Bernardo Ferreira pelo apoio na recuperação de diversas figuras anteriormente publicadas por um de nós; a Joaquim Candeias da Silva pela cedência da imagem da figura 7.

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

A IDADE DO FERRO ORIENTALIZANTE NO VALE DO TEJO: AS DUAS MARGENS DE UM MESMO RIO* The orientalizing Early Iron Age in the Tagus River Valley: the two edge of the same river Ana Margarida ARRUDA**

Resumo: Os trabalhos arqueológicos de emergência levados a efeito, nos últimos anos, na cidade de Lisboa e um projecto de investigação direccionado para este mesmo período focado no baixo Tejo permitiram uma considerável acumulação de dados sobre a ocupação orientalizante do território do antigo Estuário do Tejo. O seu estudo possibilita uma leitura integrada, tornando possível avançar hipóteses sobre as modalidades de contacto entre grupos humanos distintos (indígenas e exógenos), por um lado, e as que se referem às estratégias de povoamento entre os séculos VIII e VI a.n.e., por outro. A ocupação orientalizante concentra-se nas margens do Estuário do Tejo, situação que contrasta com o momento imediatamente anterior, o Bronze Final, quando o hinterland foi consideravelmente explorado. Esta concentração de sítios nas margens do rio deixa antever um sistema em rede, relativamente fechado. As relações deste espaço, profundamente orientalizado, com outros do Médio e do Alto Tejo, alguns com elementos também de matriz oriental, devem agora ser lidas em função destes novos dados. Summary: Extensive archaeological works carried out in Lisbon and a research project directed to the same period focused on low Tagus allowed a considerable accumulation of data on the orientalized occupation of the territory of the Tagus Estuary. Their study provides an integrated reading, making possible to advance hypotheses about the contacts stablished between different communities (indigenous and exogenous) and those related to settlement strategies, between VIII and VI centuries B.C.E.. The orientalized occupation is now focused on the banks, a situation that contrasts with the previous times, the Late Bronze Age, when the hinterland has been considerably explored. This concentration of sites along the river suggests a networked system, relatively closed. The relationship of this space, deep Orientalized, with others in the Middle and High Tajo must now be read in light of these new data. Palabras clave: Estuàrio do Tajo, Orientalizante, Bronze Final, 1ª Edade do Ferro. Key words: the Tagus Estuary, Orientalized, Final Bronze Age; Early Iron Age.

* Trabalho realizado no quadro do Projecto «Fenícios no Estuário do Tejo» PTDC/EPH-ARQ/4901/2012.

** UNIARQ (Centro de Arqueologia da Universidade de Lisboa). Faculdade de Letras. Universidade de Lisboa. Alameda da Universidade. 1600-214. Lisboa. Portugal.

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1. INTRODUÇÃO O rio Tejo, como, aliás, qualquer outro rio, constituiu-se, desde cedo, como importante via de comunicação, mas também como um eixo de desenvolvimento, determinando a localização e a implantação dos polos de organização do espaço. Durante o que habitualmente designamos por 1ª Idade do Ferro este último papel foi desempenhado na perfeição pelo grande rio ibérico que desagua na fachada ocidental peninsular. O rio Tejo, com 1100 km de extensão, é o mais longo de toda a Península Ibérica, correspondendo a sua bacia hidrográfica a um largo corredor que aparece como uma privilegiada via de penetração para o interior peninsular, se não mesmo para o próprio continente Europeu. A importância do Tejo nesta última perspectiva justificou, também certamente, a precocidade dos contactos com as populações mediterrâneas verificada nas margens do seu estuário. Hoje, tal como há 12 anos atrás, parece evidente que foi na foz do Tejo que os colonos fenícios lançaram, num primeiro momento, as bases de uma instalação estável e prolongada, que originou profundas alterações no quadro social, político e económico da região. O crescimento da investigação na área do antigo estuário e mesmo na do Alto Ribatejo permitiu ampliar, de forma substancial, a base de dados disponível para analisar o certamente complexo processo de orientalização deste território, com destaque evidente, para a primeira (Estuário). Lembre-se a propósito que o Estuário do Tejo é o maior da Europa ocidental, com 320 km 2 , constituindo um verdadeiro mar interior. Neste trabalho, sobre o que podemos designar por 1ª Idade do Ferro, incide-se, muito especialmente, na área do antigo estuário, uma vez que a existência de abundantes dados recentes permite novas interpretações. Para o médio Tejo português, os trabalhos que nos últimos anos David Delfino tem conduzido no Alto Ribatejo apenas entregaram escassos materiais incluídos na cronologia que nos ocupa, sendo por isso mesmo prematuro avançar neste momento com leituras excessivamente abrangentes, apesar de à região se fazer as necessárias referências. O Tejo espanhol é abordado neste mesmo volume por José Angel Salgado, sobretudo no que se refere aos achados de Talvera la Vieja, sendo naturalmente o sítio e as características orientalizantes dos seus materiais devidamente enquadrados no quadro

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regional específico. Este, recorde-se, inclui, no que ao orientalizante diz respeito, as sepulturas da Casa del Cárpio e de Las Fráguas, os dados extraídos do povoado de Arroyo de Las Manzanas e os tesouros áureos de Aliseda, Serradilla e Pajares, bem como o edifício de Torrejón de Abajo. O Cerro de la Mesa, em Toledo, pode ainda ser englobado neste mesmo universo cultural do médio Tejo espanhol. Esta realidade foi, em anos relativamente recentes, abordada pormenorizadamente, tendo-se então discutido as suas eventuais origens e zonas de influência (Celestino Pérez, 2008; Pereira Sieso, 2008). Não é impossível admitir que a própria Cachouça (Vilaça e Basílio, 2000; Vilaça, 2007) possa ser também interpretada num quadro regional que engloba parte importante das províncias de Cáceres e Toledo, podendo-se defender que a componente orientalizante se tenha introduzido através de acessos terrestres, concretamente extremenhos.

2. A 1ª IDADE DO FERRO NO ESTUÁRIO DO TEJO No troço terminal do estuário do Tejo, concretamente em Lisboa, cresceram exponencialmente nas últimas décadas as intervenções arqueológicas que revelaram ocupações da 1ª Idade do Ferro, sendo já possível, e graças a elas, traçar um quadro relativamente preciso das modalidades dessa ocupação (Amaro, 1993; Arruda, 1999-2000; Arruda, Freitas e Vallejo, 2000; Pimenta, Calado e Leitão, 2005; Calado et al., 2013; Fernandes et al., 2013; Sousa, 2013; Sousa, 2014; Pimenta, Calado e Leitão, 2014; Pimenta, Silva e Calado, 2014; Filipe, Calado e Leitão, 2014; Pimenta, Sousa e Amaro, 2015). Não pode, no entanto, deixar de se referir, desde já, que a totalidade dessas intervenções decorrem no âmbito da chamada «Arqueologia Urbana», o que limita as áreas intervencionadas e as leituras horizontais e dificulta as que poderiam, eventualmente, ser feitas no quadro da arquitectura e do próprio urbanismo. Em primeiro lugar, deve destacar-se que é na colina do Castelo que a ocupação incidiu, muito especialmente no topo e nas vertentes sul e sudoeste. Por outro lado, deve assinalar-se a antiguidade de que esta se revestiu, havendo materiais e outras evidências, nomeadamente epigráficas, que permitem admitir uma instalação de fenícios ocidentais na actual capital portuguesa, num momento relativamente precoce da colonização fenícia ocidental. Neste âmbito, deve referir-se a inscrição em caracteres e

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1: Alto do Castelo; 2: Cabeço da Bruxa; 3: Alto dos Cacos; 4: Porto do Sabugueiro; 5: Santarém; 6: Quinta da Marquesa; 7: Castro do Amaral; 8: Santa Sofia; 9: Quinta da Carapinha; 10: Lisboa; 11: Almaraz; 12: Chões de Alpompé; 13: Eira da Alorna.

língua fenícia recuperada no Castelo (Arruda, 2013), que, paleograficamente, pode ser datada do final do século VIII a.n.e. (Zamora, 2014). Trata-se de um grafito sobre ânfora, aparentemente de produção local e/ou regional, que, segundo José Angel Zamora, indica um topónimo ou hidrónimo terminado em

IPO, que parece corresponder a Calipo (ibidem). Recorde-se que este é justamente o nome pelo qual na antiguidade era conhecido o rio Sado, que banha Alcácer do Sal. Ainda à fase precoce podem associar-se alguns materiais arqueológicos cerâmicos, como é o caso

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dos pratos de engobe vermelho e de algumas ânforas. As características morfológicas das peças de ambas as categorias, recolhidas quer na Rua de São Mamede ao Caldas (Pimenta, Silva e Calado, 2014), ainda na encosta, quer na Casa dos Bicos (Pimenta, Sousa e Amaro, 2015), na frente ribeirinha, e ainda outras da Rua do Recolhimento, no topo da colina, indiciam momentos ainda do século VIII ou dos inícios do século seguinte. Nestes níveis antigos, a cerâmica manual está ainda presente, atingindo no primeiro dos locais citados 61% do conjunto (Pimenta, Silva e Calado, 2014). Esta antiguidade da ocupação sidérica de Lisboa pode ainda ser defendida através da datação radiométrica obtida para a cavidade cársica da Rua da Judiaria (Calado, Almeida, Leitão e Leitão, 2013), apesar de a calibração a dois sigma permitir questionar uma cronologia antiga, do século VIII a.n.e.. Com efeito, ainda que a data obtida no laboratório do ITN (Sac. 2527) para a madeira carbonizada com a referência RDJ 37/38 recolhida na EU [37], que corresponde à ocupação mais antiga, tenha sido 2570+90 BP, as calibrações a 1 e a 2 sigma forneceram os seguintes resultados: para 1 sigma: 820-726 cal BC (0,411088); 693541 cal BC (0,588912); para 2 sigma: 895-871 cal BC (0,022386); 850411 cal BC (0,977614) (ibidem, p. 126). No entanto, alguns dos materiais cerâmicos (ibidem, nº 57 e 92, fig. 8) são também compatíveis com a antiguidade relativa do enchimento desta estrutura, cuja função merece também ser discutida com mais profundidade De facto, as «ocupações» em gruta durante a Idade do Ferro, e concretamente da que se relaciona com o fenómeno orientalizante, não são desconhecidas no território actualmente português, como ficou demonstrado na Lapa do Fumo (Arruda e Cardoso, 2013). Aqui, as categorias cerâmicas representadas, o seu estado de conservação e a própria localização e implantação do sítio permitiram relacionar o espaço com a prática de actividades de carácter ritual (ibidem, p. 748), situação que também se defendeu já para os casos da Lapa da Cova e da Lapa das Janelas (ibidem), na Serra da Arrábida (Soares, 2013). A gruta artificial neolítica de São Paulo, em Almada, foi também ocupada durante a Idade do Ferro, não parecendo desadequado propor-lhe idêntica função. Todas estas cavidades apresentam, todavia, características que a da Rua da Judiaria não possui. Estão na totalidade isoladas e não inseridas, e na maioria dos casos nem sequer próximas, de áreas

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habitadas, e os seus materiais ou são de excepção, como no caso da Lapa da Cova (Soares, 2013) e da Lapa das Janelas (Soares, 2013), ou encontram-se em excelente estado de conservação, apresentando as cerâmicas (grandes contentores, na Lapa do Fumo; cerâmicas de engobe vermelho, na Gruta de São Paulo) perfis completos ou quase completos. A «Gruta» da Rua da Judiaria, em Lisboa, está implantada em área onde a densidade de ocupação da Idade do Ferro de tipo habitacional é muito elevada, ao longo de uma ampla diacronia, sendo os espólios variados quer na morfologia quer, naturalmente, na funcionalidade. Por outro lado, estes não estão particularmente bem conservados. Contudo, uma função religiosa não é também de excluir para este caso concreto, podendo aqui admitir-se que se trata de um lugar de culto, em ambiente urbano. Lembre-se a este propósito que a utilização de grutas com este fim é habitual no quadro das religiões mediterrâneas, e não só, sendo abundantes os testemunhos de práticas religiosas em sítios deste tipo, sobretudo em casos particularmente conectados com a colonização fenícia na Península Ibérica, como é o de Ibiza, especialmente em Es Cuieram (Aubet, 1982) ou da Gorham Cave, em Gibraltar (Culican, 1972; Belén & Pérez, 2000; Gutiérrez et al., 2001; Gutiérrez et al., 2012; Gutiérrez et al., 2013; Zamora et al., 2013). Ainda assim, o fenómeno é vasto quer do ponto de vista geográfico quer no que se refere à cronologia, tudo indicando que as grutas pintadas do Paleolítico Médio na Europa foram lugares de culto por excelência (Gourhan, 1965). É ampla a documentação textual sobre o tema para o mundo clássico, podendo nomear-se, a título de exemplo, a Odisseia (Calipso, Ciclopes, Escila) ou o texto de Pausanias (III.25.4). Os dados arqueológicos são abundantes em Creta, desde a época minoica, na Sicília (Agrigento), na Grécia continental (Ática - gruta de Vari), mas também na Magna Grécia e na Etrúria (Gómez Bellard, 2000). No território fenício, destaca-se a gruta artificial de Amrit, mas também as de Sídon, Biblos, Adloun, Wasta, Magdousché, entre outras (ibidem). No âmbito fenício colonial, podem referir-se Chipre, Malta, Sicília (Erice, Palermo e Favignama) e Sardenha, que conta com numerosos exemplos, bem como o norte de África (Gruta de Sid-Tanit, em Cartago, Tiddis, na Argélia, Tangêr) (ibidem). Para além, dos exemplos de Ibiza e de Gibraltar, já antes mencionados, outros há na primeira, e, no território peninsular, contam-se ainda os de época púnica ou de tradição púnica de Villaricos e de Múr-

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cia (Cueva Negra), a que se podia acrescentar a referência de Avieno (305-317) sobre a existência de um santuário em gruta dedicado a Astarté (Vénus marítima) em Cádiz (ibidem). A estrutura de Lisboa está virada para o rio, implantando-se nas proximidades do sopé da colina do castelo, o que não deixa de ser importante no momento de analisar a sua hipotética funcionalidade. A relação com o mar e, por conseguinte, com a navegação é evidente na maior parte dos casos anteriormente citados, e, em Lisboa, ela pode, na minha perspectiva, ser também defendida. A utilização desta cavidade em funções religiosas deve considerarse, mesmo que se localize em ambiente urbano. A verdade é que determinados cultos devem ter sido praticados em espaços distintos dos santuários «clássicos». Para a gruta da rua da Judiaria, como aliás, para as outras do restante território actualmente português, desconhecem-se os processos litúrgicos, não se sabendo também quase nada sobre os rituais praticados. Por outro lado, a divindade cultuada nestes locais permanece por esclarecer, ainda que a hipótese Tanit/Astarté seja sempre defendida (Arruda e Cardoso, 2013), dados os paralelos mediterrâneos aduzidos. A forte matriz orientalizante da ocupação da Idade do Ferro de Lisboa permaneceu constante ao longo de toda a 1ª metade do 1º milénio a.n.e., como se pode observar pelos espólios recuperados em muitos outros locais da colina do Castelo de São Jorge (Amaro, 1993; Arruda, 1999-2000; Arruda, Freitas e Vallejo, 2000; Pimenta, Calado e Leitão, 2005; Calado et al., 2013; Fernandes et al., 2013; Sousa, 2013; Sousa, 2014; Pimenta, Calado e Leitão, 2014; Pimenta, Silva e Calado, 2014; Filipe, Calado e Leitão, 2014; Pimenta, Sousa e Amaro, 2015). As cerâmicas de engobe vermelho estão ainda presentes no século V a.n.e., por exemplo na Rua dos Correeiros (Sousa, 2014), e as cinzentas permanecem no conteúdo dos inventários até momentos bastante avançados, como se pode verificar, por exemplo, em São João da Praça (Pimenta, Calado e Leitão, 2005), como também é o caso das ânforas, já de produção local e regional, mas inspiradas nos modelos mediterrâneos. Uma descoberta recente, na frente ribeirinha, deve ainda destacar-se pelo seu significado. Trata-se de uma inscrição fenícia, sobre pedra, que corresponde a uma estela funerária. Escrita em língua e caracteres fenícios diz respeito a um indivíduo pertencente à comunidade indígena. A peça, que está ainda inédita, foi já apresentada no Colóquio I Encontro de

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Arqueologia de Lisboa, e a sua cronologia poderá situar-se deve situar-se no século VII a.n.e.. Estes dados de Lisboa mostram por um lado uma forte componente exógena na conformação da ocupação sidérica, e, por outro, uma considerável antiguidade. A primeira está, desde logo, representada pelo uso da escrita, sobretudo se tivermos em consideração a sua utilização, em momento precoce, por elementos que pertenciam à comunidade indígena. Ambas as inscrições olisiponenses revelam, do meu ponto de vista, não um efectivo entrosamento das duas comunidades, mas, pelo contrário, uma rápida absorção, por parte de uma delas, de um dos elementos identitários por excelência, a língua. No mesmo sentido, falam também as cerâmicas, cujos fabricos e técnicas decorativas são, maioritariamente, exteriores ao território peninsular em geral e em particular ao da península de Lisboa. As próprias morfologias dos vasos cerâmicos rompem com os modelos anteriores, facto que pode ser explicado pela adopção pró-activa de hábitos alimentares e sociais diversos dos habituais até então. O tipo de ocupação registado no Bronze Final em Lisboa pode talvez justificar esta situação. De facto, a colina onde se instalou a população orientalizada parece ter estado desocupada nos momentos imediatamente anteriores, indicando os dados disponíveis no momento em que escrevo que a comunidade que aqui então habitava estava circunscrita a áreas mais baixas, localizadas na actual Praça da Figueira (Silva, 2013) e na vertente da colina de Santana, na margem esquerda da Ribeira de Arroios (Leitão e Cardoso, 2014). Ainda assim, alguns escassos materiais dos níveis antigos da Idade do Ferro encontrados na colina do Castelo associam-se às evidências epigráficas na constatação do efectivo contributo da sociedade indígena na construção de um novo e admirável mundo. Neste caso cabem as cerâmicas decoradas com sulcos brunidos no interior e ornatos brunidos na parede externa recolhidas na Casa dos Bicos e (Pimenta Sousa e Amaro, 2015). Muito mais difícil de abordar e de interpretar é Almaraz, o sítio da margem esquerda, em frente a Lisboa, localizado no início do canal profundo e estreito do troço terminal do estuário. Ainda que as escavações tenham sido consideravelmente extensas e que não existam aqui os constrangimentos que se observam em Lisboa, nomeadamente os que a arqueologia urbana impõe aos trabalhos de campo, a verdade é que a informação disponível é ainda escassa e sobretudo limitada no que se refere a contextos

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e, assim, a associações de materiais que permitiriam uma abordagem cronológica e cultural. Merece a pena destacar as estruturas defensivas identificadas, negativas, em fosso em V, mas também muralhas de pedra. Uma ocupação do Bronze Final parece ser possível de admitir, ainda que os dados sejam escassos e alguns dos artefactos para os quais foi sugerida esta cronologia possam, de facto, pertencer à Idade do Ferro (Barros, Cardoso e Sabrosa, 1993). É o caso das cerâmicas manuais, e mesmo de alguns objectos metálicos, como a pinça e o bracelete (Cardoso, 2004). A antiguidade da ocupação sidérica está apenas documentada através de análises de carbono 14 (Barros e Soares, 2004), não havendo ainda materiais arqueológicos que suportem uma datação do século VIII a.n.e.. Já houve a oportunidade de discutir, com detalhe, a questão da cronologia de Almaraz, permanecendo intactos os argumentos que utilizei em 2005 (Arruda, 2005b). Mas a matriz orientalizante é fortíssima no sítio, sendo particularmente expressiva nos séculos VII e VI a.n.e. Os espólios são numerosos, e incorporam o pacote fenício ocidental habitual na Península Ibérica, como ânforas, cerâmicas de engobe vermelho, cerâmica cinzenta. Outros, mais raros, são, todavia, muito significativos. Trata-se dos vasos de alabastro, do escaravelho, da cerâmica coríntia e dos pesos cúbicos (Cardoso, 2004) que materializam uma ocupação profundamente orientalizada, que se torna mais nítida se a estes acrescentarmos ainda as próprias técnicas metalúrgicas, que evidenciam uma tecnologia mediterrânea, e, portanto, bem distinta da local, aliás também presente em Almaraz, que, segundo Ana Melo e colaboradores, são testemunho um importante «...conjunto de artefactos em liga de cobre perfeitamente enquadráveis na metalurgia do mundo indígena da Estremadura e Centro de Portugal» (Melo et al., 2014). Deve-se também deixar registado que as actividades produtivas estão muito bem documentadas em Almaraz. Por um lado, os estudos que têm incidido sobre os metais evidenciam a importância do sítio como centro produtor metalúrgico, nomeadamente da prata e do ouro, mas também do ferro e de ligas de bronze, devendo destacar-se, e cito a «...imensa quantidade de pingos de fundição, escórias, algaravizes e fragmentos cerâmicos relacionados com operações metalúrgicas, recolhidos sobretudo numa área específica do fosso» (ibidem: p. 710). Por outro, a quantidade de prismas cerâmicos recuperados evidencia uma actividade oleira muito relevante.

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A relação entre os dois sítios da foz do Estuário do Tejo é muito grande. A absoluta inter-visibilidade e uma mesma cultura material, que é o resultado da idêntica matriz cultural e, assim, de uma igual origem das comunidades que os habitam, não podem ser esquecidas. Por outro lado, as cerâmicas têm as mesmas morfologias e características de fabrico, muitas das primeiras exclusivas desta região, situação particularmente evidente no que se refere à de engobe vermelho. As similitudes são tais, que poderia inclusivamente pensar-se num centro oleiro único que abastecesse os dois povoados. Contudo, as evidências directas da produção em Lisboa, pelo menos na Praça Nova do Castelo de São Jorge, e as indirectas em Almaraz, de que são testemunho os prismas cerâmicos já referidos, obrigam a rever tal possibilidade. Todavia, os oleiros que laboraram em ambos eram certamente herdeiros de um mesmo legado tecnológico. De qualquer modo, e apesar de o rio poder parecer um factor de separação e de afastamento, a verdade é que, neste caso, as duas margens estão intimamente relacionadas entre si, fazendo sentido recordar que, na época romana, tal como aliás ainda na actualidade, o Tejo era transposto exactamente no sopé de Almaraz, em Cacilhas. Nos sítios da foz o rio Tejo marcou a sua lógica formal e funcional e, certamente também a sua estrutura urbana. No curso superior do antigo estuário, a situação é distinta, como, aliás, seria de prever. Nesta região, destaca-se Santarém, cujos materiais são já bem conhecidos (Arruda, 1993; Arruda, 1999-2000; Arruda, 2005a). A ocupação orientalizante é antiga, iniciando-se no final do século VIII a.n.e., como ficou demonstrado quer por materiais quer por duas datações de carbono 14. Está também comprovado o facto de esta instalação ter ocorrido sobre uma outra, do Bronze Final, com alguns materiais a evidenciar uma clara ligação à Meseta, como é o caso das cerâmicas com decoração de tipo Cogotas, ligação na qual o Tejo tem certamente todas as responsabilidades (Arruda e Sousa, 2015). Outros, porém, apresentam características que os inserem na matriz local e regional, quer no que respeita às técnicas decorativas (brunida nas superfícies externas), quer no que concerne às próprias morfologias. A extensão das áreas ocupadas durante os dois períodos parece ser distinta, com clara vantagem para a da Idade do Ferro. De facto, os níveis do Bronze Final estão presentes apenas num espaço concreto, no topo central da antiga Alcáçova,

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enquanto durante a Idade do Ferro todo o planalto estaria ocupado, o que evidencia um aumento demográfico considerável, que pode ser assacado à chegada de importantes contingentes populacionais, muito provavelmente populações orientalizadas, com origem na foz do Estuário. Recorde-se a propósito que o aumento da área cultivável e da respectiva diminuição da floresta é cronologicamente coincidente na região com os primeiros níveis da Idade do Ferro da Alcáçova de Santarém, como ficou comprovado pelos perfis polínicos efectuados (Arruda, 2003). Parece também importante recordar que a cerâmica manual é muito numerosa nos níveis da 1ª metade do 1º milénio a.n.e., atingindo nos que podemos datar dos séculos VIII/VII mais de 80% do conjunto, percentagem que diminui para os 60% nos do século VI (Arruda 1999-2000). A matriz indígena é assim particularmente importante em Santarém, apesar de a componente mediterrânea se ter feito sentir com intensidade, esta última resultando da instalação de populações exógenas no sítio. Essa mesma componente, que está plasmada em materiais arqueológicos, sobretudo cerâmicos, ao longo de toda a chamada 1ª Idade do Ferro, pode rastrear-se também em outras evidências, nomeadamente na existência de estruturas de planta rectangular, que definem compartimentos pavimentados com calcário moído e argila ruborescida (Ibidem). As escavações realizadas em vários sítios do Estuário do Tejo no âmbito do projecto que levámos a efeito nos últimos três anos (Fenícios no Vale do Tejo PTDC/EPH-ARQ/4901/2012), bem como o estudo de materiais de outros, permitiram ampliar consideravelmente o conhecimento sobre o período que aqui nos coube analisar. Ainda na margem direita, e também no troço norte do estuário, os trabalhos nos Chões de Alpompé evidenciaram a existência de uma inesperada ocupação da 1ª Idade do Ferro, de características orientalizantes. De facto, sendo o sítio conhecido sobretudo pela sua associação ao acampamento romano onde o Galaico instalou as suas tropas, em 138 a.n.e., havia já elementos que permitiam admitir que esta instalação tinha sido concretizada sobre um povoado indígena – Móron (Zbyszewski, Ferreira e Santos, 1968; Diogo, 1993). As escavações realizadas no Verão de 2015 confirmaram não apenas a existência do núcleo pré-romano, mas também deixaram compreender que as suas origens remontavam aos século VII a.n.e. Infelizmente, as áreas escavadas foram reduzidas em extensão, mas em uma delas duas fossas escavadas na substrato geológico de

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base entregaram materiais cerâmicos de cronologia antiga dentro da Idade do Ferro, incluindo o conjunto vasos de engobe vermelho, concretamente pratos e tigelas, pithoi pintados em bandas com asas bífidas, e abundante cerâmica cinzenta com morfologias diversas, tigelas, pratos e pequenos potes. Todos apresentam muitíssimas semelhanças, morfológicas e de fabrico, com os recolhidos em Santarém, ao ponto de parecerem oriundos de um mesmo centro produtor. Contudo, e ao contrário do que se observa em Santarém, a cerâmica manual é muito escassa, não atingindo os 10%. Estas realidades permitem admitir, ainda que com as necessárias reservas, que a ocupação da Idade do Ferro dos Chões de Alpompé possa ter sido programada pela comunidade que então habitava no planalto da Alcáçova de Santarém, muito especialmente pelo grupo que teria raízes exógenas. Note-se que os sítios estão relativamente próximos um do outro, sendo inter-visíveis, partilhando também os recursos disponíveis e o mesmo tipo de implantação, sobre o rio. Na margem esquerda deste mesmo troço superior, um conjunto de sítios ribeirinhos pode ser estudado. Um deles, o Alto do Castelo, em Alpiarça, ocupa uma posição destacada na paisagem, sendo o mais conhecido, sobretudo pela sua evidente associação às necrópoles do Bronze Final do Teixoal e do Meijão. A evidência da sua ocupação ainda nos finais do 2º milénio é inquestionável, mas a permanência no local de comunidades da Idade do Ferro tornou-se visível nos últimos anos (Arruda et al., 2014). A avaliar pelas características dos espólios, uma cronologia do século VII parece admissível. Com base nos dados que possuímos, uma mesma cronologia sidérica e idêntico tipo de implantação parecem possíveis de admitir para o Alto dos Cacos, em Almeirim, sítio que foi totalmente destruído em anos recentes. As observações aqui feitas resultam, assim, de recolhas de superfície, e não de qualquer escavação, o que certamente dificulta uma análise mais detalhada (Pimenta, Henriques e Mendes, 2012). Em outra tipologia parecem caber o Cabeço da Bruxa, o Porto de Sabugueiro e a Quinta da Alorna, localizados em área ribeirinha, ocupando espaços de baixa altitude, com poucas descontinuidades altimétricas, entre os 5,5 e os 8 metros. Em alguns deles, os materiais estão dispersos por uma superfície consideravelmente extensa. A fertilidade da planície aluvial do Tejo justificou a intensa e extensa exploração agrícola dos terrenos onde estes sítios se implantaram, situação que teve grandes impactos sobre o subsolo, que é consti-

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tuído por sedimentos de matriz arenosa, o que dificultou também a conservação dos níveis de ocupação. Esta realidade, que pudemos observar durante os trabalhos de campo que efectuámos em 2013 no Cabeço da Bruxa e no Porto do Sabugueiro, pode explicar a dispersão dos espólios, sendo ainda responsável pelo elevado grau de destruição que os sítios apresentam. Foram, portanto, os materiais, ainda que quase sempre recolhidos em contextos secundários, que permitiram avançar com a cronologia do século VII / VI a.n.e, para a fundação destes sítios, que foi, quase seguramente ex nihilo, à excepção da Quinta da Eira da Alorna. Para Porto do Sabugueiro, os pithoi, a urna Cruz del Negro, as ânforas, os pratos e taças de engobe vermelho e os vasos trípodes fornecem contornos mais específicos aos escaravelho e escarabóide recolhidos no sítio na década de 30 do século XX (Pimenta e Mendes, 2008; Pereira, 1975; Pimenta et al., 2014)). Menos abundantes e menos diversificados tipologicamente são os materiais do Cabeço da Bruxa, mas o conjunto inclui também ânforas (10.1.2.1.) e pithoi. O mesmo universo artefactual é visível no Alto dos Cacos e na Quinta da Eira da Alorna. No troço médio do estuário do Tejo, mas na margem direita, outra concentração de sítios idênticos na natureza e características gerais foi encontrado nos últimos anos, graças ao trabalho dos arqueólogos do município de Vila Franca de Xira, João Pimenta e Henrique Mendes. O Castro do Amaral salienta-se nesta área, por um lado pela sua posição muito destacada na paisagem, e, por outro, por uma evidente ocupação do Bronze Final. Implanta-se num esporão rochoso, de considerável altura e os materiais da Idade do Ferro, quer cerâmicos, quer metálicos, não parecem poder recuar para trás da segunda metade do século VII a.n.e., podendo datar-se sobretudo do VI. A Quinta da Marqueza, sítio à beira rio de baixa altitude, parece ter uma fraca extensão em área (Pimenta e Mendes, 2010/2011). A avaliar pelos materiais recuperados à superfície, concretamente os prismas cerâmicos, deve ter correspondido a uma área de produção cerâmica (Ibidem). A cronologia da sua ocupação não se diferenciará muito da observada no Castro do Amaral, em torno aos finais do século VII, mas sobretudo século VI a.n.e. A cronologia de Santa Sofia, um povoado de encosta com raras estruturas habitacionais, não deve diferenciar-se do ponto de vista cronológico dos

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anteriormente referidos, cronologia confirmada, aliás, pelas próprias datações de radiocarbono obtidas para o local (Pimenta, Soares e Mendes, 2013).

3. DISCUSSÃO Os dados elencados nas páginas anteriores permitem concluir que a ocupação da 1ª Idade do Ferro no antigo estuário do Tejo se desenvolveu, exclusivamente, ao longo da orla do rio, desprezando-se os territórios do interior. Cria-se um espaço próprio, um verdadeiro mar fenício, dando a geografia física lugar a uma geografia política, económica e étnica, plena de identidade. Esta ocupação das margens, que, em certos troços, corresponde a uma verdadeira rede de povoamento, que funcionou de forma sistémica, tem de ser interpretada em função do próprio rio, que une as duas orlas, constituindo com elas um único espaço social. Esta realidade, que os dados arqueológicos permitem assumir, entra em flagrante contraste com a imediatamente anterior, do Bronze Final. Note-se que a grande maioria dos sítios ocupados no final da Idade do Bronze é abandonada no início da Idade do Ferro, resistindo apenas os que se localizam em área imediatamente anexa ao rio, como são os casos de Lisboa e eventualmente de Almaraz, na foz, de Santarém e Alto do Castelo e Quinta da Eira da Alorna, no troço superior, e do Castro do Amaral, no curso médio. A chegada de grupos fenícios à foz do Tejo implicou, pois, parece-me, uma alteração significativa no modelo de ocupação do território na área do estuário, que certamente decorreu de uma mudança na estrutura económica, social e política. No Estuário do Tejo, como em muitos outros espaços coloniais, o processo, apesar de certamente negociado, provocou rupturas e descontinuidades na estratégia de povoamento e naturalmente em termos tecnológicos, mas estas são também visíveis na adopção de novos padrões alimentares e na própria paisagem. Recordemos, a este propósito que, no mesmo momento, a vinha domesticada é introduzida, a floresta dá lugar a espaços mais abertos, aumentando a área cultivada. Na 1ª metade do 1º milénio a.n.e. os encontros culturais que tiveram lugar nesta área concreta criaram um novo sistema, onde o elemento indígena parece perder protagonismo, mesmo que tenha participado, de forma mais ou menos pró-activa, no processo. O poder passa a emanar dos sítios que se orientalizaram, onde a população de origem medite-

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rrânea se instalou, tendo a maioria dos povoados indígenas sido abandonados. Tudo indica, portanto, que o estuário do Tejo foi um lugar de encontros, mas não obrigatoriamente de abraços. Para lá do Estuário, no curso inferior e médio do rio propriamente dito, a realidade parece ser outra, apesar de existirem semelhanças a vários níveis. Em primeiro lugar, deve recordar-se a extrema pujança do Bronze Final do Alto Ribatejo (Delfino, 2103, Delfino et al., 2014) e da Beira Baixa (Vilaça, 1998; 2010; 2013), conhecido, sobretudo, na margem direita. Na região de Abrantes e de Mação, os povoados de altura são abandonados, não existindo, por enquanto, dados suficientemente sólidos que permitam admitir a presença de elementos mediterrâneos sidéricos. Ainda assim, não pode deixar de se referir aqui que em trabalhos recentes levados a efeito no Castelo de Abrantes, David Delfino (a quem agradeço a informação) pode reconhecer um bordo de pithoi com a respectiva asa bífida, bem como alguns escassos fragmentos de cerâmica cinzenta fina polida, alguns dos quais parecem pertencer a tigelas. As morfologias e os fabricos destes materiais podem facilmente conectar-se com os de idêntica tipologia recuperados nos sítios do estuário, parecendo óbvio que o Tejo funcionou aqui como via de penetração e de contacto. Contudo a escassa representatividade destes materiais e sobretudo a sua não continuidade em momentos mais tardios evidencia, na minha perspectiva, a pouca consistência das relações estabelecidas e a quase absoluta nulidade em termos de consequências para as comunidades do Bronze Final, cujos povoados parecem efectivamente ter sido condenados à extinção. Já na Introdução referi que, na Beira Baixa, o sítio da Cachouça, em Idanha-a-Nova, sofreu uma orientalização precoce, atestada quer pelos materiais arqueológicos, quer pelas cronologias absolutas de carbono 14 obtidas (Vilaça e Basílio, 2000; Vilaça, 2007). Esta ocupação, que pôde datar-se entre os séculos VIII e o VI a.n.e. (ibidem), sobrepôs-se a uma outra, do Bronze Final. Se esta realidade se relacionou com aquela que é sentida nas províncias de Cáceres e Toledo, ou, se pelo contrário, envolveu a via fluvial, através do Tejo, pode ser discutido, ainda que pareça que as duas possibilidades não sejam mutuamente exclusivas. Ainda assim, o vazio existente no médio Tejo português no que ao orientalizante diz respeito e a relativa densidade de sítios na Meseta Sul podem fazer a balança pender para a segunda hipótese. Apesar disto, e se admitirmos que

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o sítio beirão pode corresponder a um gateway, funcionalidade que já lhe foi atribuída (Vilaça e Arruda, 2004), a primeira das possibilidades também não se pode descartar. Por outro lado, a verdade é que os espólios da Cachouça são, em termos morfológicos e de fabrico, mais próximos dos do Estuário do Tejo, do que propriamente dos mesetanhos, estes últimos correspondendo, de alguma forma, em termos formais e decorativos a uma re-elaboração, relativamente tardia, da cerâmica orientalizante. Tal como também já se disse em 1., no médio Tejo espanhol a orientalização volta a sentir-se, ainda que de forma pouco compaginada com uma orientalização profunda. Ainda assim, registe-se o caso do Cerro de la Mesa em Toledo, destacando-se as estruturas em terra, nomeadamente a em forma de lingote cipriota e as cerâmicas, com formas e tratamentos das superfícies inspiradas nos modelos do litoral (Jiménez Ávila, González, 1999; Ortega e Del Valle, 2004;). Neste caso concreto, as relações com a região a Sul, concretamente a do médio Guadiana, parecem evidentes, tendo em atenção por exemplo o caso do «altar» em forma de pele de boi, com paralelos próximos em Cancho Roano. Os casos de Casa del Cárpio, de Las Fráguas e de Talavera la Vieja, cabem ainda, penso eu, neste quadro de relações, não se vislumbrando razões concretas para admitir que o processo de orientalização se deva a conexões, e ainda menos estreitas, com a área do estuário, como aliás já referiram Juan Pereira e Sebastian Celestino, em 2008. Sei bem que contradigo aqui o que em tempos tive oportunidade de escrever a propósito do mesmo tema (Arruda, 2005a), quando eram para mim bastante mais claras as ligações da Extremadura e da Meseta ao litoral atlântico, através do Tejo. Não quero com isto dizer que essas relações não tenham existido de todo, até porque há dados concretos que as permitem admitir, sobretudo para as que se terão estabelecido, eventualmente também por via terrestre, entre os estuários de Tejo e do Sado e a região do Guadiana Médio, como é, por exemplo, o caso da cerâmica de tipo Medellín (ibidem). Por outro lado, sabemos que no Bronze Final, essa «rota» funcionou, em ambos os sentidos, notese, como alguns artefactos metálicos e o próprio mapa de distribuição das cerâmicas com decoração de tipo Cogotas deixa intuir. E, assim, não parece fazer um grande sentido a eliminação pura e simples de contactos entre ambas as regiões. Mas o estudo mais aprofundado da realidade do Baixo Tejo permitiu verificar que as motivações da instalação de comunidades orientalizadas podem não ter necessariamente a ver com uma expansão territo-

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rial vasta, mas com uma ocupação vocacionada para a exploração e controle de uma região concreta, em modalidades que «fogem» a processos de colonização interna. Por outro lado, as características específicas da ocupação do Tejo espanhol durante a 1ª Idade do Ferro distanciam-se substancialmente quer das do Guadiana Médio, quer das do baixo Tejo, ainda que seja com a primeira que mais pontos em comum parecem existir. Tudo indica, portanto, que o povoamento sidérico de tipo orientalizante no estuário do Tejo funcionou em rede, em que os sítios estão profundamente relacionados entre si, num processo de controle de um território específico. Este torna-se um espaço praticamente fechado, virado sobre si próprio, e quase auto-suficiente. Curiosamente, este modelo mantém-se inalterado até à romanização, acentuando-se na 2ª Idade do Ferro. Os processos de regionalização que, em termos da cultura material, emergem na 2ª metade do 1º milénio têm, pois, antecedentes claros em momento imediatamente anterior. Este sistema não é inédito no território peninsular, concretamente nas áreas de colonização fenícia e em espaços orientalizados. A costa de Málaga e a própria Extremadura constituem-se também como espaços em que os vários sítios funcionam em rede, em que as relações terão sido mais de coordenação do que de subordinação, construindo identidades próprias e irrepetíveis, realidade que podemos admitir igualmente para os Estuários do Sado, do Mondego, do Guadiana e para a Baía de Cádis. Naturalmente que entre todos eles existem semelhanças e até, em alguns casos, relações estreitas, que se podem justificar pela matriz comum que partilham, o que certamente justificou produções oleiras, arquitecturas e técnicas construtivas idênticas. E, certamente, que as dissemelhanças são muitas, até porque em certas áreas atrás citadas (costa de Málaga, Baía de Cádis) a «abertura» é grande, como evidenciam as importações gregas, etruscas, cartaginesas. Mas o funcionamento em rede que detectámos no estuário do Tejo, parece ser evidente em todas elas, e movimentos de colonização interna não parecem poder ler-se nos dados arqueológicos que manejamos.

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

PERCORRENDO O BAIXO TEJO: REGIONALIZAÇÃO E IDENTIDADES CULTURAIS NA 2ª METADE DO 1º MILÉNIO A.C. Roaming through the Lower Tagus: regionalization and cultural identities during the 2nd half of the 1st millennium B.C. Elisa DE SOUSA, Universidade de Lisboa, Faculdade de Letras, Uniarq - Centro de Arqueologia da Universidade de Lisboa

Resumo: Os meados do 1º milénio a.C. marcam uma fase de fortes modificações na fachada ocidental atlântica do território português, e que se verificam particularmente no quadro das estratégias de ocupação e exploração do território, e na cultura material. A análise deste espaço geográfico permite identificar uma primeira realidade, muito característica, que se estende desde a zona mais ocidental da Península de Lisboa até ao interior do estuário do Tejo (Cartaxo) e que se pode facilmente associar a uma certa capitalidade do núcleo de Lisboa sobre esta região. Esta marcada influência diminui apenas nas áreas mais setentrionais do curso do Tejo, onde se torna visível, a partir dos momentos mais tardios da Idade do Ferro, um confluir de influências que incluem não só alguns elementos mais característicos do espaço mais litoral mas também de outras tendências relacionadas com zonas mais interiores do território peninsular, e que se podem associar a realidades de matriz «celtizante». Neste trabalho, procura-se apresentar uma leitura abrangente destas diversas situações, através da sistematização dos dados disponíveis sobre as diferentes estratégias territoriais e económicas desenvolvidas na região, de forma a caracterizar a diversidade cultural ao longo do Baixo Tejo durante a segunda metade do 1º milénio a.C. Summary: The mid 1st millennium BC marks a phase of considerable changes in the western Atlantic coast of the Portuguese territory, which occurs particularly in the context of the territory´s occupation and exploitation strategies, as well as in the framework of the material culture. The analysis of this geographic region enables the identification of a first scenery, quite characteristic, that extends from the Lisbon Peninsula´s western area to the interior of the Tagus estuary, up to the area of Cartaxo, and that can be easily associate with a certain domain of Lisbon´s settlement across this region. This influence decreases only in the northernmost areas of the Tagus course, particularly during the Iron Age latest stages, where we observe a confluence of influences that include not only some of the most characteristic elements of the aforementioned area, but also other trends relating to the innermost parts of the Iberian Peninsula, related with «Celtic» influences. This work aims to present a comprehensive reading of these situations, through the systematization of the available data on the territorial and economic strategies developed in the region, in order to characterize the cultural diversity along the Lower Tagus during the second half of the 1st millennium B.C.

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Palavras-chave: Baixo Tejo; estratégias de ocupação e exploração de recursos; cultura material; Lisboa. Key words: Lower Tagus; occupation and resource exploitation strategies; material culture; Lisbon.

1. INTRODUÇÃO Na Península Ibérica, os meados do 1º milénio a.C. marcam um momento de profundas transformações nas áreas que tinham sido anteriormente afectadas pelos influxos coloniais fenícios. Independentemente de se rotular este fenómeno como uma época de crise ou de mera reestruturação das estratégias que tinham sido anteriormente privilegiadas no quadro das políticas coloniais do mundo fenício ocidental (Martín Ruiz 2007), a verdade é que se verificam alterações profundas no âmbito da lógica da exploração dos territórios e seus recursos, e também nos horizontes artefactuais que associamos às diferentes áreas regionais. É difícil determinar se essas alterações se devem à desestruturação dos precedentes ambientes coloniais, à qual se seguiria uma consequente quebra na intensidade de contactos comerciais e culturais, ou se surgem como readaptações a factores intrínsecos, de ordem ambiental, económica, comercial e políticosocial, que se verificam a uma escala regional. Independentemente das causas, é, sobretudo, a partir de meados do 1º milénio a.C., que se assiste ao desenvolvimento diferenciado da cultura material, centrado em diferentes polos regionais, dos quais se podem destacar, a título de exemplo, no Extremo Ocidente, a área sul andaluza, a Extremadura espanhola, e a fachada ocidental atlântica do território português. Todas estas áreas partilham, entre si, uma herança orientalizante comum que será desenvolvida, de forma diferenciada, nas várias regiões. Os elementos que conferem uma certa homogeneidade ao repertório artefactual da fase precedente, como é o caso das ânforas, dos pithoi, das urnas tipo Cruz del Negro e das morfologias de cerâmica de engobe vermelho e produções cinzentas, são reinterpretados e evoluem de maneira distinta nas diferentes áreas, transparecendo um claro regionalismo nos horizontes da cultura material. Na fachada atlântica ocidental do território português, e em particular no Baixo Tejo, os meados do 1º milénio a.C. constituem também um momento crucial na reestruturação e desenvolvimento de novas estratégias de ocupação e exploração do território. Comparando as tendências na lógica da ocupação humana com a fase anterior, balizada entre os finais do século VIII e os meados do século VI a.C., verifica-

se claramente uma alteração na estratégia de povoamento. Enquanto que durante o «período orientalizante» se denota um predomínio de instalações implantadas junto às margens do rio Tejo, que terão provavelmente acumulado funções agrícolas e comerciais, permitindo um férreo controlo das vias de comunicação para o interior, a fase sucessiva é marcada, sobretudo, pela ocupação dos territórios mais ocidentais da Península de Lisboa, refletindo uma estratégia centrada na exploração de recursos fundamentalmente agrícolas e pecuários (Sousa 2013, 2014).

2. A EMERGÊNCIA DO MUNDO RURAL NO SUDOESTE DA PENÍNSULA DE LISBOA Com efeito, a partir de finais do século VI a.C. e, sobretudo, durante a centúria seguinte, assistimos, no sudoeste da Península de Lisboa, à fundação de cerca de uma dezena de novos sítios, como é o caso do Moinho da Atalaia (Pinto e Parreira 1978, Sousa 2014), Casal de Vila Chã Sul, Moinhos do Filipinho, Fiat-Alfragide, Sepultura do Rei Mouro (Sousa 2014), Leião (Cardoso et al. 2010-2011), Outorela I e II (Cardoso et al. 2014), Gamelas 3 (Cardoso e Silva 2013) e Freiria (Cardoso e Encarnação 2013). Trata-se de povoados de dimensões aparentemente reduzidas, implantados em áreas com bom potencial agrícola, em cotas relativamente baixas, sem grande defensabilidade natural e nas proximidades de cursos de água secundários. Os dados disponíveis para o seu estudo e caracterização são, de certa forma, desiguais e, na grande parte dos casos, claramente deficitários. Nenhum destes locais foi escavado integralmente em toda a sua extensão, situação que dificulta a percepção das suas reais dimensões e das respectivas organizações internas. No entanto, parece ser constante a existência de espaços abertos centrais, por vezes lajeados, em torno dos quais se edificam áreas compartimentadas, de planta rectangular (Cardoso e Encarnação 2013, Cardoso et al. 2014), que seriam habitadas por um número reduzido de indivíduos, que possivelmente partilhavam, entre si, laços familiares. As suas ocupações parecem ser relativamente curtas no tempo, não se desenvolvendo por mais de algumas gerações, sendo raros os indícios de remo-

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Figura 1. Principais estações do período orientalizante (finais do século VIII – VI a.C.) no estuário do Tejo (base cartográfica de Rui Boaventura).

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Figura 2. Principais estações da segunda metade do 1º milénio a.C. do estuário do Tejo (base cartográfica de Rui Boaventura).

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Figura 3. Planta da área edificada de Outorela I (segundo Cardoso et alli. 2014).

delações ou reconstruções do mesmo espaço. Uma situação interessante, e ímpar, até ao momento, na Península de Lisboa, regista-se nos núcleos de Outorela I e II, onde parece que à ocupação deste último, que se iniciou em finais do século VI a.C. e perdura durante a centúria seguinte, se seguiu uma deslocação para uma nova área (Outorela I), localizada a pouco mais de 500 m, e que foi ocupada entre o século V até momentos tardios do séc. IV a.C. (Cardoso et al. 2014: 149), tratando-se, provavelmente, de gerações mais recentes do mesmo grupo familiar. A cultura material recolhida nestas estações é composta maioritariamente por vasos cerâmicos. Os artefactos metálicos são mais escassos, mas significativos, correspondendo, geralmente, a peças de bronze (argolas, braceletes, fíbulas anulares hispânicas) e ferro (Cardoso e Silva 2013, Cardoso e Encarnação 2013, Sousa 2014). Mais raramente, surgem também elementos de adorno, em concreto contas de colar de pasta vítrea, de cor azul ou oculadas, e também de osso (Cardoso e Encarnação 2013, Sousa 2014: 235). Os sítios que proporcionaram restos faunísticos revelam um peso considerável de bois domésticos, ovino-caprinos e suínos, ao nível da dieta alimentar (Cardoso e Silva 2013, Cardoso et al. 2014). Em alguns sítios, a elevada percentagem de indivíduos juvenis ou subadultos sugere ainda actividades de pecuária destinadas ao abate (Cardoso e Silva 2013: 382). A alimentação seria complementada por recursos marinhos, em particular moluscos, cujos restos são frequentes nestas estações. No quadro dos pequenos sítios rurais da Península de Lisboa, deve dar-se um destaque particular ao sítio de Freiria. Ainda que as características da sua

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implantação coincidam com a tipologia de povoamento dos restantes sítios, este núcleo distingue-se por ter proporcionado um pequeno conjunto de materiais de carácter excepcional (Cardoso e Encarnação 2013). Entre estes, contam-se várias contas de colar de pasta vítrea e osso, dois elementos de fechos de cinturão dos tipos Cerdeño D-III-3 e E-I, fíbulas anulares hispânicas e uma outra do tipo Meseta/33a de Ponte (2001: 338-340), um pendente de bronze tipo xorca, um fragmento de asa de jarro ou oenochoe e ainda um cabo de espeto decorado. Este último tem o seu paralelo mais imediato com uma peça recolhida também na Península de Lisboa, na zona de Alguber (Cadaval) (Vasconcellos 1920: 101-102, Almagro Gorbea 1974: 359), exibindo uma decoração de motivos geométricos, típica sobretudo da área centro-sul do actual território português (Almagro 1974: 378). A presença deste artefacto em Freiria permite prolongar a cronologia proposta para este tipo de artefacto até, pelo menos, ao século V a.C., considerando a inexistência, no sítio, de outros materiais arqueológicos que indiciem uma ocupação anterior a este momento. De acordo com as informações fornecidas pelos directores desta intervenção, todos estes elementos foram recolhidos em contextos de cariz aparentemente habitacional (Cardoso e Encarnação 2013). Alguns destes artefactos surgem também em outros sítios de idêntica tipologia. É o caso do Moinho da Atalaia Oeste, onde foi identificada uma estrutura negativa, dentro da qual se identificou uma pequena área delimitada por blocos pétreos afeiçoados que continha um conjunto de cerca de cinco fíbulas anu-

Figura 4. Fecho de cinturão do tipo Cerdeño D-III-3 de Freiria (segundo Cardoso e Encarnação 2013).

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Figura 5. Fragmento de espeto de Freiria (segundo Cardoso e Encarnação 2013).

Figura 6. Fíbula tipo Meseta/Ponte 33a de Freiria (segundo Cardoso e Encarnação 2013).

lares hispânicas e uma conta de pasta vítrea oculada, associada a vestígios de fauna malacológica e a abundantes vasos cerâmicos. Ainda que estas evidências se encontrem em contextos de aparente cariz habitacional, não se deve por completamente de parte a possibilidade, pelo menos no caso do Moinho da Atalaia Oeste, de se poder tratar de um pequeno depósito votivo, ainda que realizado em âmbito doméstico (Sousa 2014: 220-221). Fíbulas anulares hispânicas surgem também em outros sítios de provável vocação agropecuária, em concreto em Outorela I (Cardoso et al. 2014). Tudo indica que estes elementos pessoais e de adorno eram utilizados na vida quotidiana dos habitantes destes pequenos núcleos rurais da Península de

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Lisboa, que demonstram, desta forma, uma considerável capacidade de aquisição que ultrapassa as meras produções cerâmicas. Paralelamente, nessa mesma área, identificam-se também sítios que se inserem numa lógica de povoamento algo diferenciada, tendo sido designados por «povoados centrais» (Arruda 1999-2000), distinguindo-se por se implantarem em áreas mais elevadas, com boas condições de defensabilidade natural e com amplo domínio visual da área envolvente, como é o caso do povoado do Castelo dos Mouros e Santa Eufémia, na área de Sintra, e de Baútas, na Amadora (Sousa 2014). Esta tipologia de instalações poderá ter desempenhado um papel significativo em termos políticos, sociais e administrativos, particularmente na estruturação destas redes de povoamento rural (Arruda 1999-2000, Cardoso 2004, Sousa 2014), ainda que não se possa ignorar a possibilidade de corresponderem a um modelo de povoamento mais específico de áreas mais interiores da Península de Lisboa. No entanto, e mesmo assumindo uma possível hierarquia neste povoamento mais periférico, todos estes núcleos parecem estar, de alguma forma, subordinados a um dos grandes povoados da foz do Tejo, localizado na actual área urbana de Lisboa.

Figura 7. Representação esquemática do enchimento da vala documentada em Moinho da Atalaia Oeste (segundo Sousa 2014).

3. O PAPEL DE LISBOA NA RESTRUTURAÇÃO DO TERRITÓRIO A PARTIR DOS FINAIS DO SÉCULO VI A.C. De acordo com os dados disponíveis, o papel desempenhado por Lisboa no quadro da Idade do Ferro centro atlântica parece revestir-se de enorme importância. Este núcleo, cujo início da ocupação se centra em finais do século VIII / inícios do século VII a.C., implanta-se numa colina destacada na paisagem e numa área distinta daquela ocupada pelas

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Figura 8. Fíbulas e conta de colar recolhidas em Moinho da Atalaia Oeste (segundo Sousa 2014).

comunidades autóctones do Bronze Final, evidenciando elementos que sugerem uma presença efectiva de populações fenícias ocidentais que foram, provavelmente, responsáveis pela sua fundação (Sousa no prelo). Durante a primeira metade do 1º milénio, este sítio produz várias categorias cerâmicas que se enquadram sem dificuldade na koiné orientalizante, como é o caso das ânforas, cerâmica pintada em bandas, cerâmica de engobe vermelho e cerâmica cinzenta, semelhantes, morfologicamente, a outras produções peninsulares, e que se caracterizam por uma considerável qualidade técnica, apreciável não só em

termos formais, como também decorativos (Arruda 1999-2000, Sousa 2015, 2016). Os meados do 1º milénio, em Lisboa, parecem corresponder a um momento de particular dinamismo ao nível da extensão do perímetro urbano, que atinge agora a sua máxima dimensão, englobando uma área de cerca de 20 hectares. Não é possível, contudo, aceitar que a totalidade desta área estivesse urbanizada, considerando as características topográficas acidentadas da colina e a provável existência de espaços não edificados. Ainda assim, assume-se um grupo populacional significativo, estimado entre os 2500 e os 5000 indivíduos (Arruda 1999-2000: 129).

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Figura 9. Dispersão dos vestígios da ocupação de meados do 1º milénio a.C. da Colina do Castelo de São Jorge (Lisboa) (base cartográfica de Pimenta 2005).

O repertório artefactual desta fase apresenta, tal como em outras zonas do território peninsular, algumas tendências de continuidade face à época precedente, adquirindo, contudo, características que permitem a sua clara individualização face a outros horizontes culturais. No quadro das produções anfóricas, aos contentores do tipo 1 do Estuário do Tejo, que remontam à fase anterior e que se inspiram nas ânforas do tipo 10.1.1.1 e 10.1.2.1 de Ramon Torres, somam-se agora cinco novos tipos (tipos 2, 3, 4, 6 e 7 do Estuário do Tejo), refletindo uma variedade morfológica notável (Sousa e Pimenta 2014). Infelizmente, o desconhecimento em absoluto dos respectivos conteúdos não permite desenvolver qualquer leitura que possa, de momento, justificar esta diferenciação formal, ainda que tal aspecto se possa também relacionar,

naturalmente, com influências de morfologias produzidas em outras áreas peninsulares (Sousa 2014: 105109, Sousa e Pimenta 2014). A cerâmica de mesa é constituída sobretudo, e tal como na fase anterior, pelas produções cinzentas e pela cerâmica de engobe vermelho. As cerâmicas revestidas com engobe vermelho são mais raras, e englobam, sobretudo, tigelas, taças e pratos, exibindo algumas das suas variantes perfis muito carenados, que se tornam particularmente expressivos durante os meados do 1º milénio a.C. É de realçar, contudo, o aparecimento de novas morfologias, como é o caso das páteras de pé alto e depressão central acentuada, pequenos potes possivelmente destinados ao consumo de líquidos, e jarros, que refletem uma acentuada variedade formal no quadro desta categoria (Sousa 2014).

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Figura 10. Principais tipos anfóricos produzidos na área de Lisboa/Almaraz (segundo Sousa e Pimenta 2014).

As cerâmicas cinzentas, ainda que mais abundantes, são mais limitadas na sua variedade morfológica, englobando tigelas, pratos, pequenos potes e jarros, denotando-se, mais uma vez, a preferência por perfis com carenas bem marcadas, e a existência de formas específicas desta área regional, particularmente nos vasos associáveis ao consumo de líquidos (Sousa 2014). Na cerâmica comum, os meados do 1º milénio marcam um momento de expansão do repertório formal, que engloba vasos destinados à preparação e confecção de alimentos, armazenamento e serviço

de mesa (Sousa 2014). Entre os primeiros, verificam-se diversas tendências: recipientes que parecem evoluir, morfologicamente, dos pithoi da fase precedente; panelas de perfil em S decoradas por caneluras na parte superior do corpo, frequentes, aliás, em outras áreas do território peninsular, e vasos com uma asa interna, que surgem recorrentemente em outros contextos do interior e sul peninsular (Sousa 2014: 167-177). Neste grupo, cabem ainda recipientes abertos de grande dimensão, cuja funcionalidade parece estar intimamente ligada à preparação de alimentos e ao armazenamento. Os vasos de cerâmica

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Figura 11. Principais formas de cerâmica de engobe vermelho e de cerâmica cinzenta de Lisboa (segundo Sousa 2014).

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Figura 12. Principais formas de cerâmica comum de Lisboa (segundo Sousa 2014).

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Figura 13. Principais morfologias recolhidas no Moinho da Atalaia Oeste, produzidas na zona de Lisboa (segundo Sousa 2014).

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Figura 14. Principais morfologias recolhidas em Baútas, produzidas na zona de Lisboa (segundo Sousa 2014).

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comum mais propícios ao serviço de mesa (tigelas, taças, pratos, e pequenos potes) são semelhantes aos produzidos em cerâmica de engobe vermelho e em cerâmica cinzenta, destacando-se, contudo, pela aplicação pontual de asas laterais, podendo admitirse o seu uso no serviço de alimentos, como uma espécie de bandeja. Trata-se de uma característica conhecida em outras áreas peninsulares, como é o caso do Cerro del Villar (Aubet et al. 1999) e Toscanos (Niemeyer, Briese e Bahnemann 1988), ainda que, nestes casos, ocorra sobretudo em recipientes de tipo alguidar ou cesta. Cabe ainda destacar a presença de jarros, dos quais um número reduzido evidencia características de fabrico mais resistentes e marcas de exposição ao fogo, que poderão sugerir a fervura de água ou até o consumo de bebidas quentes (Sousa, 2014: 177-178). Um aspecto importante e característico da produção local de Lisboa, visível particularmente nas ânforas e na cerâmica comum, é a aplicação frequente de engobes brancos nas superfícies dos recipientes. Trata-se de uma tendência que surge ainda durante a fase orientalizante, mas que ganha particular expressão a partir do século V a.C. Por outro lado, assiste-se a uma considerável redução das pinturas bícromas, abundantes na fase anterior, mas que agora ganham um peso meramente residual (Sousa 2014: 180). Este cenário da cultura material reveste-se de particular importância quando analisamos a sua distribuição nas áreas exteriores ao núcleo de Lisboa. Com efeito, o repertório artefactual detectado nos sítios de cariz rural, fundados em meados do 1º milénio a.C., são esmagadoramente compostos não só pelas mesmas morfologias, mas também pelas mesmas características de fabrico, indicando que terá sido o núcleo de Lisboa o principal responsável pelo respectivo abastecimento de vasos cerâmicos (Sousa 2013, 2014). Com efeito, as escassas produções locais destes sítios periféricos são constituídas ou por cerâmicas manuais ou por produções a torno de fraca qualidade, englobando quase exclusivamente tigelas e potes destinados à confecção de alimentos, traduzindo meras necessidades pontuais (Sousa 2014, Cardoso et al. 2014, Arruda et al. no prelo).

4. O INTERIOR DO ESTUÁRIO DO TEJO A dispersão de materiais produzidos na antiga Olisipo não se limita exclusivamente à área ocidental da Península de Lisboa. Ao longo do estuário do

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Tejo, estas produções foram identificadas em diferentes sítios, quer em povoados de maior importância, como é o caso da Alcáçova de Santarém (Arruda 1999-2000, Bargão 2014), Chões de Alpompé (Diogo 1993), Castro do Amaral (Pimenta e Mendes 2010-2011), ou Alto do Castelo (Arruda et al. 2014), quer em sítios mais modestos, como é o caso da Castanheira do Ribatejo (Pimenta, Mendes e Madeira 2010), Casal da Mó (Pimenta e Mendes 2010-2011), Casal do Pego I (Pimenta e Mendes no prelo) e, mais a norte, no Porto do Sabugueiro (Pimenta e Mendes 2008, Pimenta et al. 2014). Infelizmente, o potencial arqueológico da grande maioria destes sítios encontra-se irremediavelmente destruído, frutos dos intensos trabalhos agrícolas realizados nessa região, o que torna difícil caracterizar globalmente os repertórios artefactuais, averiguar as efectivas funcionalidades destes núcleos e englobá-los num quadro interpretativo mais amplo. Um caso particular, que se destaca dos restantes por ter sido alvo de escavações arqueológicas em extensão, é o Cabeço Guião, no Cartaxo. As intervenções de emergência, efectuadas em 2006, permitiram identificar um núcleo de povoamento de pequenas dimensões, possivelmente de cariz familiar, vocacionado para actividades de índole agrícola e pecuária, e ocupado durante os séculos IV e III a.C. (Arruda et al. no prelo). Neste núcleo deve destacarse, tal como em Freiria, a recuperação de alguns materiais excepcionais, entre os quais contas de colar de vidro azul, e um fragmento de amphoriskos, também em vidro, uma fíbula anular hispânica, um pendente de bronze tipo xorca, e um cabo de espeto tipo Andaluz, para além de dois recipientes cerâmicos importados, em concreto um fragmento de uma kylix e uma ânfora de tipo B/C de Pellicer (Arruda et al. no prelo). Os restos faunísticos exumados confirmam o panorama previamente apresentado, com o domínio de bovídeos, ovi-caprinos, e suídeos, sendo ainda de destacar a existência de um equídeo (burro ou cavalo) e um canídeo. Destaca-se, contudo, dos restantes, pela maior expressividade da caça, refletida por elementos faunísticos de veado, e pela quase total ausência de moluscos (Arruda et al. no prelo). O estudo dos materiais cerâmicos aí recolhidos permitiu reconhecer, mais uma vez, um domínio das produções de Lisboa na totalidade do conjunto artefactual, visível nos contentores anfóricos, na cerâmica de engobe vermelho, na cerâmica cinzenta e também na cerâmica comum (Arruda et al. no prelo). As produções locais são menos abundantes mas mais representativas quando comparadas com os restantes

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sítios rurais do sudoeste da Península de Lisboa, situação que se poderá relacionar com questões de proximidade geográfica. A importância da descoberta do Cabeço Guião recai justamente na sua localização setentrional, o que permite constatar que a expansão na rede de povoamento que se verifica a partir de meados do 1º milénio, estruturada, muito provavelmente, pelo núcleo de Lisboa, atingiu áreas consideravelmente distantes no interior do estuário do Tejo, fenómeno que pode justificar-se, mais uma vez, pela excelente aptidão agrícola dessa área. Não sabemos, contudo, se esta evidência registada pelo Cabeço Guião constitui um caso pontual ou se pode atestar um domínio efectivo do núcleo de Lisboa nos territórios interiores do estuário do Tejo. Neste âmbito, cabe fazer referência a uma outra estação, localizada directamente em frente do Cabeço Guião, mas na outra margem do rio Tejo, o Porto do Sabugueiro. As escavações recentemente realizadas neste sítio revelaram que o seu potencial arqueológico se encontra quase irremediavelmente destruído pela prática da agricultura (Pimenta e Mendes 2008, Pimenta et al. 2014). A dispersão de materiais arqueológicos à superfície é vasta, prolongando-se por quase 25 hectares, não sendo seguro se este fenómeno possa indicar a extensão original do sítio ou se pode relacionar-se com o transporte e arrasto de materiais por máquinas agrícolas. Trata-se de uma implantação de baixa altitude, cujo início da ocupação poderá situar-se em torno ao século VII/VI a.C., que poderá ter tido, durante a Idade do Ferro, uma vocação iminentemente portuária (Pimenta et al 2014: 43). Apesar das importações da área de Lisboa serem abundantes, o Porto do Sabugueiro destaca-se por ter tido, durante a segunda metade do 1º milénio, aparentemente, uma produção própria, verificada sobretudo no quadro dos recipientes anfóricos, que se integram quase exclusivamente no tipo 5 do Estuário do Tejo (Sousa e Pimenta 2014: 308). A proximidade deste sítio e a sua contemporaneidade com um outro de clara vocação agrícola, o Cabeço Guião, poderia sugerir que estas ânforas se destinassem ao envasamento de eventuais produtos alimentares produzidos no sítio, que seriam posteriormente comercializados regionalmente. Tendo em conta esta possibilidade, torna-se provável que o Cabeço Guião não seja um caso isolado e que possam existir outros sítios semelhantes nas proximidades. Em relação ao Porto do Sabugueiro, deve ainda referir-se a provável existência de outras actividades artesanais, como é o caso da produção de objectos de vidro (Pimenta et al. 2014: 43), que poderia revelar

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uma importância acrescida desta estação no quadro artesanal, considerando a vasta dispersão destes artefactos na área (Arruda et al. 2016). Por último, deve ainda destacar-se, entre os materiais aí recolhidos, a presença de um pendente de bronze em forma de sanguessuga, semelhante ao registado no Cabeço Guião (Pimenta et al. 2014: 43). As fortes ligações do interior do estuário com a área de Lisboa parecem, contudo, terminar neste limite, sendo consideravelmente mais ténues na área mais setentrional do interior do estuário. Os dados disponíveis para esta zona podem, efectivamente, indicar a existência de um modelo algo distinto no quadro das estratégia de ocupação e exploração do território, registando-se também diferenças consideráveis ao nível da cultura material. Apesar de existirem materiais produzidos, durante a segunda metade do 1º milénio, em Lisboa, nos grandes povoados desta zona, em concreto na Alcáçova de Santarém, nos Chões de Alpompé e no Alto do Castelo, estes parecem adquirir um peso menos significativo, tendo pouca influência na consolidação dos respectivos repertórios artefactuais. A Alcáçova de Santarém ganha, neste âmbito, um papel de destaque, por ser o núcleo que mais elementos disponibiliza para a caracterização destes momentos mais tardios da Idade do Ferro. É interessante notar que a cerâmica manual continua a ter uma expressividade assinalável durante esta fase mais tardia, ainda que nunca ultrapasse os 15% do espólio (Arruda 1999-2000: 173). Engloba não só grandes recipientes, destinados ao armazenamento, mas também pequenos vasos de paredes finas e superfícies polidas utilizados, com grande probabilidade, no serviço de mesa (Arruda 1999-2000: 182), situação que contrasta com o que se verifica na área mais meridional do estuário, onde a cerâmica manual praticamente desaparece a partir do século VII a.C., mantendo apenas um carácter residual e incorporando sobretudo formas destinadas à confecção de alimentos, com tratamentos grosseiros das suas superfícies. Uma outra situação que difere na Alcáçova de Santarém é o aparente desaparecimento das produções de engobe vermelho a partir do V a.C. (Arruda 1999-2000: 185). Ainda que esta cerâmica seja rara, em Lisboa, em sítios contemporâneos, como é o caso da Rua dos Correeiros, ela continua a fazer parte do repertório formal do serviço de mesa, exibindo uma variedade morfológica notável. As suas formas mais características dos meados do 1º milénio a.C. encontram-se, contudo, completamente ausentes na antiga Scallabis. O mesmo fenómeno aplica-se em relação

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Figura 15. Ânfora do tipo 5 do estuário do Tejo do Porto do Sabugueiro (segundo Sousa e Pimenta 2014).

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Figura 16. Pendente de bronze tipo xorca do Porto do Sabugueiro (segundo Pimenta et al. 2014).

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às produções cinzentas, abundantes nos dois sítios até ao período romano (Arruda 1999-2000: 196, Sousa 2014: 130-131), mas cujas formas mais típicas da foz do estuário não constam do repertório artefactual da Alcáçova de Santarém. Com efeito, os únicos materiais que mostram, efectivamente, relações entre as duas áreas durante estes momentos mais tardios da Idade do Ferro correspondem aos recipientes anfóricos (tipos 1, 3, 4 e 6) (Arruda 1999-2000: 210-211, Bargão, 2014) e a recipientes de cerâmica comum, por vezes com decoração pintada e engobes brancos, que evoluem dos pithoi da fase orientalizante (tipos 10Ba e 10Bb da Rua dos Correeiros – Sousa 2014: 170-172) (Arruda 1999-2000: 193-194). Ainda assim, a Alcáçova de Santarém parece manter um papel importante no quadro regional durante os meados do 1º milénio, como se constata pelo aparecimento de cinco fragmentos de cerâmica grega (kylikes e uma cratera), datados da primeira metade do século IV a.C., infelizmente recolhidos em contextos secundários (Arruda 1999-2000: 212).

Figura 17. Contas de colar de pasta vítrea do Porto do Sabugueiro (segundo Pimenta et al. 2014).

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Em relação aos Chões de Alpompé, que correspondem a um dos outros grandes núcleos de povoamento desta área mais interior, os elementos disponíveis indicam que ocorre uma situação semelhante à registada na Alcáçova de Santarém. Escavações recentemente realizadas no âmbito do projecto FETE, dirigido pela Doutora Ana Margarida Arruda, evidenciaram a existência de níveis de ocupação dos meados do 1º milénio a.C., que são caracterizados pela presença reduzida de materiais importados da zona terminal do estuário do Tejo, sendo mais abundantes as produções manuais e a torno que, contudo, exibem pouco cuidado no tratamento das suas superfícies. Tal como na Alcáçova de Santarém, registamse escassos fragmentos de cerâmica grega (dois fragmentos de kylikes de figuras vermelhas) que demonstram, ainda assim, a sua importância no contexto regional (Arruda et alli., no prelo). Por último, deve assinalar-se ainda um outro núcleo de povoamento que possivelmente desempenhou um papel importante nesta área, actualmente conhecido como o Alto do Castelo. Este local, localizado em frente à Alcáçova de Santarém, na outra margem do rio Tejo, terá sido ocupado também durante a Idade do Ferro, ainda que tal ocupação não tenha sido registada nas escavações aí efectuadas pela equipa do Instituto Arqueológico Alemão, na década de oitenta do século passado (Kalb e Höck 1982). Contudo, a realização de algumas campanhas de prospecção no local permitiram recuperar espólio de cronologia sidérica, que se estende deste a fase orientalizante até, pelo menos, aos meados do 1º milénio a.C., momento durante o qual se registam algumas importações da área de Lisboa, em concreto ânforas dos tipos 3 e 4 do estuário do Tejo, assim como pratos e pequenos potes de cerâmica cinzenta de perfil carenado e vasos de cerâmica comum que evoluem dos pithoi da fase precedente (Arruda et al. 2014). Não restam dúvidas que na rede de povoamento nesta área mais interior, os grandes povoados da Alcáçova de Santarém e de Chões de Alpompé, e talvez também o Alto do Castelo, terão continuado a exercer um papel fundamental na lógica de ocupação e exploração do território. Contudo, desconhecemse, até ao momento, outros núcleos de ocupação nas imediações, de idêntica ou diferente tipologia, não sendo ainda claro se outros sítios ocupados entre os séculos VII e VI a.C., como é o caso da Eira da Alorna e do Alto dos Cacos (Pimenta, Henriques e Mendes 2012), permanecem ocupados durante a segunda metade do 1º milénio a.C. Assim, qualquer leitura

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que se possa apresentar para esta área esbarra, inevitavelmente, na escassez de dados sobre a ocupação deste espaço a partir de meados do 1º milénio a.C., situação que pode vir a ser alterada no futuro, com um maior incremento da investigação nessa área.

5. MAIS ALÉM DO ESTUÁRIO: O INTERIOR NORTE DA ESTREMADURA PORTUGUESA Um cenário algo diferente parece desenvolver-se na área mais a norte, onde trabalhos recentes revelaram a existência de uma pequena rede de povoamento, concentrada sobretudo junto à Serra de Aire, que parece poder atribuir-se também às fases tardias da Idade do Ferro. Escavações arqueológicas, conduzidas nos sítios do Abrigo da Pena d´Água e na Costa do Pereiro, têm revelado dados que foram atribuídos pelos investigadores a uma ocupação do período sidérico. O primeiro destes sítios, que corresponde a um abrigo localizado no sopé da Serra, permitiu a recolha, numa das camadas mais recentes, de vasos de armazenamento fabricados a torno, associados a cerâmica cinzenta e a produções manuais. É de destacar a presença, entre os primeiros, de um fragmento decorado com estampilhas, que reproduzem uma linha de motivos circulares, compostos por sete impressões subtrapezoidais (Carvalho 2008: 60). Numa outra estação, localizada a apenas a poucas centenas de metros deste abrigo, e designada por Costa do Pereiro, foi também documentado um registo arqueológico similar. Este núcleo corresponde a um pequeno sítio aberto, cujos níveis mais

Figura 18. Fragmento de cerâmica com decoração estampilhada do Abrigo da Pena d´Água (segundo Carvalho 2008).

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recentes permitiram identificar a existência de uma zona de combustão, atribuída à Idade do Ferro. Desta fase de ocupação foram recolhidas amostras datadas por rádio-carbono que sugerem uma ocupação balizada entre o século IV e II a.C. (Carvalho 2008). Entre os materiais recuperados, contam-se vestígios de cerâmica de construção (barro de cabana), cerâmicas cinzentas, recipientes a torno pintados em bandas, e ainda alguns fragmentos a torno com decoração estampilhada, um com motivos circulares e outro de difícil leitura. Entre os artefactos de cariz mais excepcional, destacam-se sete contas de pasta vítrea azul, alguns artefactos de ferro e escórias do mesmo metal (Guerschman e Nunes no prelo). Trata-se, aparentemente, de um pequeno núcleo de povoamento de vocação agro-pecuária sendo, neste aspecto, importante salientar os dados sobre o estudo da fauna associada a esta fase de ocupação, onde se verifica um predomínio de ovino-caprinos, seguido por suínos, bois domésticos e coelho. Cabe ainda destacar a presença elevada de restos de veados, o que evidencia, uma vez mais, a importância da caça na economia do sítio (Guerschman e Nunes no prelo). Apesar de se desconhecerem dados concretos sobre eventuais práticas agrícolas desta região, é relevante salientar que os estudos antracológicos realizados no Abrigo da Pena d´Água evidenciaram, na fase mais recente de ocupação, uma percentagem considerável de restos carbonizados de vinha (Vitis vinífera) (Figueiral 1998), situação que pode indicar alguma intensidade do cultivo desta espécie durante os momentos tardios da Idade do Ferro. Não se sabe ainda como se estruturava esta rede de povoamento em torno à Serra de Aire, uma vez que os presumíveis povoados mais imponentes da região, como é o caso do povoado de Castelejo, Santa Marta ou Alqueidão (Bernardes 2007, Carvalho 2008), aparentemente dotados de estruturas defensivas, nunca foram escavados de forma a averiguar a existência de ocupações datáveis da Idade do Ferro. Apenas no Castelo da Cabeça das Mós (Sardoal), ainda que localizado numa zona bem mais interior, as escavações realizadas revelaram a existência de um povoado fortificado, cuja cronologia se estende até momentos tardios da Idade do Ferro, tendo sido aí recuperados alguns fragmentos de cerâmica manual, produções cinzentas e outros exemplares também a torno, um dos quais com decoração estampilhada (rosetas), para além de algumas contas de colar de pasta vítrea azul (Félix 2006). Um particular destaque deve ser ainda conferido, nesta área, aos múltiplos indicadores de ocupações

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Figura 19. Fragmento de cerâmica com decoração estampilhada do Castelo do Cabeço das Mós (segundo Félix 2006).

da Idade do Ferro em cavidades naturais como é o caso, por exemplo, da Gruta do Caldeirão, onde se recolheu um bordo de um grande recipiente com duas linhas de decoração estampilhada, compostas por motivos circulares com impressões sub-trapezoidais, associados a uma conta gomada de pasta vítrea e a alguns cossoiros (Zilhão 1992: 114), ou da Gruta do Almonda, da qual provêm outros dois exemplares cerâmicos estampilhados, com motivos vegetalistas estilizados, de diferentes tamanhos (Paço, Vaultier e Zbyszewski 1947: est. XI – n.º 53 e 58). Apesar de não ser ainda claro se estes exemplares se devam associar a ocupações da Idade do Ferro ou do período romano-republicano, é importante recordar que da Gruta do Almonda provém uma ponta de lança de alvado em ferro, cujos restos de madeira associados foram datados dos séculos IV e III a.C. (Carvalho 2008: 64). Estes dados, ainda que escassos, permitem considerar que na zona mais interior do Baixo e também no Médio Tejo se tenha verificado, a partir de meados do 1º milénio a.C., contactos mais ou menos intensos com outras áreas interiores peninsulares, em particular com a Extremadura espanhola, que se manifestam, sobretudo, pela presença da aplicação de decorações estampilhadas nas superfícies externas de vasos cerâmicos. Apesar dos elementos disponíveis serem ainda poucos, é relevante o facto de estas decorações aparecerem sistematicamente nos sítios intervencionados. Ecos desta influência sentem-se também na zona mais meridional do estuário, tendo sido documentado a presença de decoração estampilhada também em seis fragmentos de cerâmica a torno recolhidos no Cabeço Guião (Arruda et alli. no prelo), em níveis da Idade do Ferro datados entre o século IV e III a.C. Outros exemplares com esta tipologia decorativa surgem ainda no Alto dos Cacos

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(Pimenta, Henriques e Mendes 2012: 59), não sendo, neste caso, possível estabelecer se corresponde ainda à Idade do Ferro ou ao período romano republicano, dada a ausência de contexto, e na Alcáçova de Santarém, onde surgem em contextos do século I a.C. (Arruda, 1999-2000: 220). Estes contactos com realidades mais interiores não surgem, contudo, apenas em meados do 1º milénio, sendo possivelmente um reflexo da existência de rotas de comunicação ou vias de passagem ancestrais que remontam, pelo menos, até ao Bronze Final. Com efeito, nos materiais recolhidos em níveis datados da fase final da Idade do Bronze na Alcáçova de Santarém, constam vários fragmentos decorados que recordam claramente o mundo mesetenho (Arruda e Sousa 2015), uma evidência que também se manifesta na Gruta do Correio-Mor (Cardoso 2003: fig. 48 1) e na Gruta do Almonda (Paço, Vaultier e Zbyszewski 1947: est. X - 49 e 50). Já durante a fase da Idade do Ferro, surgem outros elementos que atestam a continuidade destas ligações com o mundo mais interior, como se verifica na considerável abundância de cerâmicas de tipo Medellín na Alcáçova de Santarém (Arruda 2005: 299) e, em fase um pouco mais tardia, nos potes com asas internas recuperados na Rua dos Correeiros, em Lisboa (Sousa 2014: 170), ou na presença de incisões sobre a forma de estrelas de cinco pontas, em Lisboa e Almaraz. Um outro exemplo, mais extremo, destas relações poderá estar também representado pela identificação de uma fíbula do tipo Meseta/33 de Ponte em Freiria (Cardoso e Encarnação 2013), artefacto cuja área primária de produção se localiza no Vale do Ebro (Ponte 2001: 338-340). No entanto, parece claro que, durante a etapa final da Idade do Ferro, estas relações com áreas mais interiores são consideravelmente mais expressivas na zona setentrional do estuário do Tejo do que na sua foz.

6. CONCLUSÃO Os meados do 1º milénio a.C. na Península de Lisboa constituem, tal como em praticamente todo o restante território peninsular, o momento auge da regionalização. As origens deste fenómeno relacionam-se, provavelmente, com a desestruturação da política colonial fenícia a partir de momentos avançados do século VI a.C., que irá despoletar consideráveis adaptações e restruturações nas diversas áreas regionais, e que se verificam sobretudo nas estraté-

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gias de ocupação dos territórios, na exploração dos seus recursos e também no quadro da cultura material. Outras alterações ter-se-ão processado a outros níveis, em particular no quadro ideológico-simbólico e sócio-político, ainda que os dados disponíveis sejam escassos para avaliar o seu real impacto, sobretudo para o território português. Este problema verifica-se, de forma muito particular, na área do estuário do Tejo, na qual os dados sobre o mundo funerário ou ambientes culturais de época sidérica são quase completamente desconhecidos. Aqui, os únicos dados disponíveis para a caracterização do período que se segue aos finais do século VI a.C. recaem quase exclusivamente nas modificações observáveis na lógica das redes de povoamento e na cultura material, que indicam, contudo, que esta fase correspondeu a um momento de profundas alterações das comunidades que aí residiam. Essas alterações coincidiram, e provavelmente não de forma acidental, com uma aparente diminuição dos contactos com as áreas mais meridionais, em particular com a costa atlântica e mediterrânea do sul peninsular. Com efeito, a partir dos meados do 1º milénio a.C., as importações dessas regiões no estuário do Tejo decaem consideravelmente, em particular se tomarmos em conta a frequência dos produtos envasados em contentores produzidos na área mais meridional que se registam durante o período orientalizante. Na zona do estuário do Tejo, e com a excepção da cerâmica grega, que mesmo assim é relativamente rara nesta área (Sousa 2014: 112-114), conhecemos, com segurança, apenas cinco registos de importações, que correspondem, na sua totalidade, a contentores anfóricos. Trata-se de quatro ânforas recuperadas em Lisboa, concretamente uma ânfora do tipo B/C de Pellicer, uma Maña Pascual A4, uma morfologia muito evolucionada do tipo 10.1.2.1 do interior andaluz, e uma ânfora sarda do tipo 4.1.1.3 (Filipe, Calado e Leitão 2014, Sousa 2014), e de uma outra ânfora do tipo B/C de Pellicer, recentemente identificada no Cabeço Guião (Arruda et al. no prelo). Esta quebra nos contactos comerciais poderá ter tido fortes repercussões na política económica do estuário, tendo assim motivado um incremento da exploração dos recursos agro-pecuários, que se verifica a partir desta época com a fundação de mais de uma dezena de pequenos sítios nas áreas mais férteis, quer no interior do estuário quer na zona sudoeste da Península de Lisboa (Sousa 2014). Nas redes de contacto entre estes novos núcleos e o povoado de Lisboa, que terá constituído o grande impulsionador

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Figura 20. Ânforas importadas documentadas na área de Lisboa (segundo Sousa 2014 e Filipe, Calado e Leitão 2014).

deste fenómeno, o transporte fluvio-marítimo poderá ter sido essencial, podendo manifestar-se na recorrente representação de embarcações patente, por exemplo, na Rua dos Correeiros, quer em motivos incisos quer na reprodução de miniaturas de barcos em terracota (Sousa 2014: 181, 187-188). Por outro lado, a importância dos recursos agrícolas verifica-se também no plano iconográfico, na representação estilizada de uma espiga de trigo, documentada num suporte da Rua dos Correeiros, em Lisboa (Sousa 2014: 181). Indícios da exploração destes recursos encontram-se um pouco mais bem representados nos núcleos do sudoeste da Península, onde com frequência se recolhem elementos de mós, ainda que a sua cronologia não seja sempre clara. No entanto, é curioso notar que no Cabeço Guião, e apesar da extensão da área intervencionada, não foi identificado nenhum fragmento destes artefactos, o que pode sugerir que os sítios do interior do estuário pudessem dedicar-se à exploração de outros recursos alimentares. Neste aspecto, é relevante recordar os estudos antracológicos do Abrigo da Pena d´Água, onde se verificou uma presença significativa de restos de Vitis vinífera (Figueiral 1998). É possível, assim, supor que nestes núcleos da margem do Tejo, a produção de vinho fosse uma realidade, não sendo, naturalmente, de excluir outros produtos, como é o caso do azeite, e também de vegetais e leguminosas, para além da exploração de recursos pecuários (carne, lã,

lacticínios). Em relação a estes últimos, cabe colocar em evidência a recolha de um fragmento de tesoura no Cabeço Guião, que poderia ter sido utilizada para a tosquia, e dos fragmentos cerâmicos perfurados que poderiam, ainda que tal funcionalidade seja discutível, ter sido usados como queijeiras (Arruda et al. no prelo). A presença, nesse sítio, de um canídeo também poderia associar-se a actividades de pastorícia. Por outro lado, a própria prática da tecelagem pode ter constituído uma outra actividade desenvolvida nestes sítios, considerando a recolha de alguns cossoiros no Cabeço Guião (Arruda et al. no prelo) e em Freiria (Cardoso e Encarnação 2013). De momento, é ainda difícil compreender o verdadeiro significado desta expansão de núcleos de vocação agro-pecuária. Como já foi referido, a sua ligação com o núcleo de Lisboa é indiscutível, considerando que a esmagadora maioria dos artefactos desses locais exibe características que apontam para uma origem junto à actual capital do território português. Tais indícios apontam para o desenvolvimento de um sistema económico consideravelmente complexo que incluiria uma contínua produção e circulação de produtos agrícolas e bens manufacturados, controlado sobretudo pelo núcleo de Lisboa, mas que se teria desenvolvido a uma escala aparentemente regional (Sousa 2014: 308-309). Um outro factor, que se pode também associar a este fenómeno, engloba um possível aumento demográfico na antiga Olisipo que teria sido canalizado para estes povoados

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mais periféricos (Cardoso et al. 2014), sendo de recordar que os meados do 1º milénio a.C. correspondem ao momento de máxima expansão do perímetro desse núcleo (Sousa 2014: 38). Cabe ainda

Figura 21. Fragmentos decorados e representações em terracota da Rua dos Correeiros (segundo Sousa 2014).

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recordar que não se trata, ao que tudo indica, de comunidades com poucos recursos, ainda que sejam escassos os elementos que nos permitam aproximar da caracterização social destes grupos rurais. A existência de materiais de cariz mais excepcional, como elementos de adorno e vestuário (contas de colar, pendentes de bronze tipo xorca, fíbulas) e de recipientes de claro uso sumptuário (amphoriskos, recipientes metálicos e espetos, ligados a rituais de comensalidade) indica que não estamos perante agentes necessariamente pobres, uma vez que evidenciam ter à sua disposição recursos que lhes permitem adquirir artefactos de alguma importância e valor simbólico-social, que são utilizados na sua vida quotidiana. Não é, contudo, de momento seguro que todos os sítios partilhem estas características, podendo equacionar-se alguma heterogeneidade neste horizonte rural. O esclarecimento desta questão terá, contudo, de esperar necessariamente pela futura descoberta de espaços funerários que permitam uma melhor caracterização de aspectos de diferenciação social nestas áreas mais periféricas. Toda esta dinâmica que se verifica nas estratégias de ocupação na área do Baixo Tejo, até, pelo menos, à zona do Cartaxo, parece ter sido liderada por Lisboa, cuja capitalidade se mantém durante praticamente toda a Idade do Ferro, e que se comporta, de certa forma, como uma espécie de pequena «Cádis» centro atlântica, vocacionada, contudo, e neste caso, mais para a exploração agro-pastoril do que para os recursos marinhos. Contudo, é mais do que óbvio que o núcleo da antiga Olisipo nunca irá adquirir as dimensões e importância do sítio andaluz, sendo a sua esfera de influência limitada, ao que tudo indica, a uma escala meramente regional. É, contudo, a principal responsável pela criação ou desenvolvimento de uma nova identidade cultural que irá caracterizar a área do estuário do Tejo ao longo da segunda metade do 1º milénio a.C., uma identidade que conseguimos entrever no horizonte da cultura material, mas que seguramente teve expressões mais significativas nos quadros ideológicos, rituais e sociais, aspectos aos quais, contudo, com base nos dados que temos disponíveis, não nos conseguimos aproximar. Contudo, torna-se claro que esta realidade deve ser individualizada de outras, designadas geralmente como turdetanas, púnicogaditanas, pós-orientalizantes e celtizantes, com as quais terá tido contacto, mas nas quais não se insere (Sousa, 2014). É, efectivamente, difícil compreender a importância e intensidade dos contactos inter-regionais

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durante este período. Tais relações existiram, seguramente, desenvolvendo-se em várias direcções, quer com áreas mais interiores quer com outras mais meridionais, estando atestadas quer pela presença de materiais importados (cerâmicas gregas e ânforas), ainda que escassos, quer por influências exógenas que se refletiram nas produções locais, em particular nos recipientes anfóricos, na cerâmica comum e em determinados motivos e técnicas decorativas. Também nos artefactos metálicos se vislumbram tais relações, atestadas pela presença de peças que circulam praticamente em todo o Extremo Ocidente, como é o caso dos fechos de cinturão, fíbulas, pendentes e fragmentos de espetos recuperados na zona do estuário, para não referir a identificação, em Freiria, de uma fíbula do tipo Meseta/33a de Ponte, que aponta para outros contactos mais longínquos, eventualmente de natureza indirecta, com a zona do Vale do Ebro. Se não há dúvida que estas relações existiram, o problema reside em mensurar a sua importância e intensidade. As evidências directas destes contactos, ou seja, a presença de materiais importados, são insignificativas no quadro dos conjuntos artefactuais do estuário, totalizando pouco mais de uma vintena de exemplares em amostras que superam globalmente os vários milhares de peças. Tal indica que estes contactos ocorreram possivelmente de forma não sistemática, ainda que tal não implique que devam ser desvalorizados em termos globais. Com efeito, são várias as influências exógenas que se verificam no quadro das produções locais do estuário do Tejo. Estas, contudo, destacam-se sobretudo por englobarem uma série de caraterísticas singulares que são adaptadas às diversas categorias cerâmicas e que assinalam, em última análise, o carácter profundamente regional e original desta cultura material. Conseguimos rastrear o predomínio destes elementos em praticamente todo o Baixo Tejo, verificando-se que estes diminuem progressivamente nas áreas mais setentrionais do estuário, sobretudo nas zonas de Santarém e Chões de Alpompé. Por outro lado, já nas proximidades do Médio Tejo, tornam-se mais claras as influências de carácter «continental», apesar de parecerem circular, simultaneamente, também artefactos típicos da foz do estuário, sendo ainda pouco claro o peso percentual de cada realidade. Será, portanto, necessário esperar por novos elementos arqueológicos para tentar compreender de forma mais detalhada a natureza dessas ocupações e das respectivas esferas culturais durante a segunda metade do 1º milénio a.C.

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

O CABEÇO GUIÃO (CARTAXO - PORTUGAL): UM SÍTIO DA IDADE DO FERRO DO VALE DO TEJO* Cabeço Guião (Cartaxo-Portugal): an Iron Age site in the Tagus valley Ana Margarida ARRUDA,1 Elisa DE SOUSA,2 Elisabete BARRADAS,3 Carlos BATATA,4 Cleia DETRY,5 Rui SOARES6

Resumo: Escavações arqueológicas conduzidas no Cabeço Guião (Cartaxo) permitiram detectar um sítio da Idade do Ferro, cujos materiais e datações absolutas possibilitaram datar do século IV a.n.e. Um conjunto habitacional constituído por compartimentos de planta rectangular, com lareira central, foi identificado, tendo sido possível verificar duas fases construtivas. O espólio é numeroso, sendo constituído, maioritariamente, por cerâmicas, de mesa e de cozinha. O estudo destes materiais evidenciou a ligação profunda que o sítio manteve com Lisboa, mas também a existência de importações extra-regionais. Os metais integram elementos de adorno, artefactos de carpintaria e um espeto de carne. Os dois objectos de vidro correspondem a uma conta de colar e a um amphoriskos. A análise dos dados recuperados permite discutir não a evidente função agro-pastoril do sítio, mas as características deste tipo ocupação de âmbito rural. Summary: Archaeological excavations carried out in Cabeço Guião (Cartaxo) have revealed an Iron Age site, whose materials and radiocarbon analysis allow to date from the IV century b.c.e. Habitat structures are rectangular, with central hearths, and it was possible to identify two distinct construction phases. The recovered artifacts are constituted primarily by pottery (amphorae, table, storage and cooking ware), but also by metal and glass artifacts (beads and amphoriskos). The study of these materials showed the deep connection that the site had with Lisbon, but also the existence of extra-regional imports. The analysis of data can be discussed. Despite the fact that an agro-pastoral function of the site is admisible, the characteristics of such type occupation in rural areas deserves to be reviwed. Palavras chave: Rio Tejo, Idade do Ferro, ocupação rural, cerâmicas. Key words: Tagus river, Iron Age; rural occupation, ceramics

* Trabalho realizado no quadro do Projecto «Fenícios no Estuário do Tejo» PTDC/EPH-ARQ/4901/2012. 1 UNIARQ (Centro de Arqueologia). Faculdade de Letras. Universidade de Lisboa. 2 UNIARQ (Centro de Arqueologia). Faculdade de Letras. Universidade de Lisboa.

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Arqueólogo. Arqueólogo 5 UNIARQ (Centro de Arqueologia). Faculdade de Letras. Universidade de Lisboa. 6 UNIARQ (Centro de Arqueologia). Faculdade de Letras. Universidade de Lisboa. 4

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1. INTRODUÇÃO: LOCALIZAÇÃO GEOGRÁFICA E IMPLANTAÇÃO TOPOGRÁFICA O sítio arqueológico do Cabeço Guião (CNS 30564) localiza-se na freguesia de Setil, concelho do Cartaxo (CMP nº377) (Fig. 1 e 2). Implantou-se sobre uma pequena elevação, sobranceira ao vale do Tejo, com 24 m de altitude, e está limitado a NE e SO por dois pequenos vales, no fundo dos quais correm duas ribeiras. Geologicamente, implanta-se em terrenos do Miocénico compostos pelo Complexo com vertebrados de Aveiras de Baixo e calcários de Vale do Paraíso, sendo os vales circundantes compostos por terrenos de aluvião (CGP nº31-C).

Figura 2. Localização do Cabeço Guião no estuário do Tejo (base Google Earth).

O Cabeço Guião possui algumas condições naturais de defesa, oferecendo um amplo domínio da paisagem em todas as direcções, encontrando-se rodeado por terrenos férteis, factores possivelmente determinantes para a sua implantação. Junto à base do Cabeço construiu-se a linha férrea que serve a região.

2. A INTERVENÇÃO ARQUEOLÓGICA: O CONTEXTO E OS TRABALHOS CONCRETIZADOS

Figura 1. Localização do Cabeço Guião (Cartaxo) no território português (base cartográfica de V. S. Gonçalves).

A intervenção foi concretizada na sequência das obras de alargamento e modernização da linha férrea, que foram devidamente acompanhadas do ponto de vista arqueológico (Fig. 3). No referido acompanhamento, foram identificados vestígios arqueológicos, o que determinou a realização de uma escavação em área, que foi levada a efeito pela empresa OZECARUS, Serviços Arqueológicos, Lda., e que constituiu uma medida de minimização de impactos negativos sobre o património arqueológico. O objectivo era determinar o estado de conservação do sítio e definir a cronologia da sua ocupação e a sua integração cultural.

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Figura 3. Vista aérea da área intervencionada.

Os trabalhos arqueológicos incidiram sobre uma área total de 400 m 2 , e foram efectuados em dois momentos distintos. A importância dos vestígios acabou por determinar a conservação, quase integral, dos vestígios postos a descoberto, tendo-se apenas sacrificado uma parte, a Sudeste, que incluía, ainda assim, algumas estruturas. O desmantelamento destas estruturas arqueológicas foi efectuado manualmente pela equipa de arqueologia, para recolher eventuais materiais arqueológicos aí existentes.

3. OS RESULTADOS As escavações arqueológicas no Cabeço Guião permitiram recolher abundante informação sobre o sítio, materializada quer em estruturas, quer em materiais arqueológicos. A existência de dois momentos de ocupação, ambos da Idade do Ferro, que foram seguramente sequenciais, ficou comprovada através da deposição dos vários estratos e também da análise dos espólios

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neles recolhidos durante a intervenção arqueológica. Uma outra ocupação, neste caso pré-histórica, foi também documentada, mas apenas numa área muito restrita.

3.1. A SEQUÊNCIA ESTRATIGRÁFICA Foram vários os estratos reconhecidos durante a escavação no Cabeço Guião. Para além do que constituía a terra superficial [0], que, em alguns casos, resultava da deposição de sedimentos removidos de outras áreas pela acção de maquinaria pesada da obra do alargamento da linha férrea, foi escavada a Unidade [1] compacta, de tonalidade escura e com uma espessura entre os 12 e os 45 cm. Continha abundante material arqueológico e a ela pertence a grande maioria das estruturas construídas. Esta Unidade Estratigráfica corresponde à última fase de ocupação do sítio. A Unidade [5], sob a anterior, caracterizava-se pela tonalidade acastanhada do sedimento compacto que a constituía, correspondendo à primeira ocupação da Idade do Ferro. O espólio é também aqui abundante (cerâmica, fauna) e algumas paredes puderam ser-lhe associadas. A estas duas Unidades Estratigráficas, podemos ainda somar as [4], [6] e [9], de menor dimensão, quer em espessura, quer em extensão (correspondem a valas de fundação de muros ou a estratos de preparação de estruturas de combustão), que se enquadram também na Idade do Ferro e podem associar-se ao último momento de ocupação. Mais problemática é a avaliação da UE [2], de muito reduzida espessura (4/6 cm), que estava sob a [1]. A sua associação a qualquer uma das fases é difícil, até porque resulta, aparentemente, do derrube de construções de taipa, apesar de poder interpretar-se também como piso. Se, como parece, se tratar da primeira das hipóteses, a sua relação com a primeira fase de ocupação do sítio é defensável. A Unidade [3] corresponde à ocupação pré-histórica, tendo sido identificada directamente sobre o substrato geológico apenas em algumas das áreas intervencionadas.

3.2. A ARQUITECTURA As construções identificadas no Cabeço Guião são constituídas por muros rectilíneos, que definem compartimentos de planta rectangular, que corres-

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pondem, em alguns casos, a células de um único (Fig. 4). Destaca-se um conjunto arquitectónico constituído pelos compartimentos 1, 2 e 3, todos associados à Unidade Estratigráfica [1], ainda a sua construção possa não ter sido simultânea, mas sequencial. Os dois últimos, um apenas definido parcialmente (3), são amplos, e estão separados por outro (1) de escassa dimensão. Correspondem à última fase de ocupação do sítio, da Idade do Ferro. As entradas estão viradas a Oeste. Para além destes compartimentos, existem outras paredes que, infelizmente, não puderam ser associadas a nenhum outro conjunto arquitectónico, porque tendo sido parcialmente destruídas, muito possivelmente ainda em época antiga, aparecem isoladas, não sendo solidárias entre si e não definindo qualquer espaço concreto. Estão inseridas na mesma Unidade Estratigráfica, [1], pertencendo, por isso mesmo à mesma fase ocupacional que o edifício atrás mencionado. As pedras das faces de todos os muros desta fase de ocupação, e que se associam à [UE 1], são de calcário, de média dimensão e de formato geral arredondado. Os espaços entre as duas faces foram preenchidos com pedras da mesma matéria prima, mas de pequeno calibre. Outras estruturas puderam ser ainda associadas a este momento construtivo. É o caso das Lareiras 1, 2, 4, 5 e 6, e, possivelmente, da 3 e da 8. Trata-se de placas lenticulares de argila que assentam sobre uma base constituída por fragmentos cerâmicos. Sobre estas placas colocar-se-ia o combustível, madeira, e sobre as «brasas» que dele resultariam seriam postas as panelas destinadas a cozinhar os alimentos. Algumas destas estruturas de combustão (2, 6 e 8) foram identificadas no interior dos compartimentos, em posição mais ou menos central (Fig. 5). Atendendo à proximidade das restantes a muros não é impossível supor idêntica situação, que, porém, não foi possível confirmar, uma vez que estes muros não puderam ser integrados em qualquer edifício ou célula. Alguns aglomerados de pedras, como é o caso do que foi designado por Estruturas, 1, 2, 3 e 4, podem corresponder a derrubes dos muros (Fig. 4). A 2 e a 4 poderão, contudo, constituir poiais, directamente relacionados com o compartimento 2 do edifício localizado a SO da área escavada. Mais antigos, pertencendo, portanto, à primeira fase, são dois troços de muro construídos com pedras calcárias, imbricadas, de pequena dimensão e angulosas, que se encontram no extremo Nordeste da área escavada (Muro 1) e nas proximidades do Comparti-

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Figura 4. Planta das estruturas identificadas no Cabeço Guião.

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mento 1 (Muro 7) (Figs. 4 e 6). A posição estratigráfica parece indicar a antiguidade destas duas paredes relativamente às da última fase, mesmo que a leitura estratigráfica não seja suficientemente clara para assumir, sem reservas, esta hipótese. As estruturas de que estes muros fizeram parte não podem, infelizmente, ser sequer conjecturadas, uma vez que se trata de troços muito truncados. Tudo indica, portanto, que a ocupação e as respectivas construções da última fase implicaram a destruição das anteriores. Ainda assim a Lareira 7, no interior do compartimento 1, mas localizada em Unidade Estratigráfica anterior à construção deste último, fez parte integrante da arquitectura mais antiga do Cabeço Guião, tal como o Muro 7. À ocupação pré-histórica não foi possível associar qualquer estrutura construída. Mais difíceis de interpretar e mesmo de datar são as fossas escavadas na rocha de base identificadas a Sudoeste do espaço habitacional da última fase de ocupação (Fig. 4). Trata-se, como já se disse, de estruturas negativas de vários formatos (rectangulares, quadrangulares, circulares, ovais) e dimensão variada, escavadas no substrato geológico. Algumas poderiam ser consideradas «buracos» de poste (as rectangulares, as circulares e as ovais), que, assim sendo, suportariam um «alpendre» que poderia relacionar-se com o edifício do qual estão muito próximas. Lembre-se ainda que as entradas para os compartimentos deste conjunto arquitectónico abrem justamente para este espaço, sem estruturas construídas em altura, parecendo fazer sentido esta proposta de uma área exterior e «alpendrada», com ele conectada. Contudo, os dados estratigráficos não são completamente claros sobre a relação entre as duas realidades.

Figura 5. Fotografia da lareira 1.

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Figura 6. Fotografia geral da área intervencionada.

Esta interpretação não parece válida para a fossa circular denominada 1, dadas as suas dimensões (1 m de diâmetro de abertura X 0,40 m de profundidade) e a existência do orifício central (Fig. 4). A possibilidade de se tratar de uma estrutura destinada a suportar um torno de madeira móvel não é de descartar, mas a esta interpretação é feita aqui com todas as reservas. As dificuldades no que se refere à sua cronologia e à sua relação com qualquer uma das fases ocupacionais detectadas permanece também neste caso.

3.3. OS MATERIAIS Os materiais arqueológicos recolhidos no Cabeço Guião são muito numerosos, tendo-se contabilizado 1276 peças inventariáveis. Como é frequente, a cerâmica é a categoria mais abundante, sendo os metais raros. O espólio distribuía-se pelas diversas unidades estratigráficas e foi estudado tendo em consideração essa distribuição, devendo, contudo, deixar-se registado que foram as Unidades Estratigráficas [1] e [5] que ofereceram a grande maioria das peças, com 718 registos na primeira, aos quais corresponde um número mínimo de indivíduos (NMI, doravante referido apenas como «indíviduos», correspondendo maioritariamente nesta análise, salvo rara excepção, a bordos individualizáveis dos restantes pelas suas características) de 503 e 312 registos na segunda, aos quais correspondem 237 indivíduos. Nas restantes [2], [9] e [6] os números são muito inferiores, com cinco (três indivíduos) e um registo, correspondente a um indivíduo. A chamada Unidade Estratigráfica [0], superficial e revolvida, ofereceu 108 fragmentos cerâmicos classificáveis (83 indivíduos) e um outro metálico.

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3.3.1. As cerâmicas da Unidade [1]

3.3.1.2. A cerâmica de engobe vermelho

A cerâmica desta UE distribui-se por várias categorias, concretamente ânforas, cerâmica de engobe vermelho, cerâmica cinzenta, cerâmica comum e cerâmica manual. O número de fragmentos inventariáveis (bordo, fundo, parede decorada, asas) é de 1259, o que corresponde a um NMI de 827. Na Unidade [1], o número de registos é de 718 (503 indivíduos).

A cerâmica de engobe vermelho está presente nesta Unidade Estratigráfica através de um único fragmento de bordo (Fig. 8), facilmente incluído no Tipo 3Ba da tipologia criada para esta categoria cerâmica no Estuário do Tejo (Sousa, 2014; 122). Tratase de uma taça carenada, que pode, ou não, ser de pé alto, destacado e canelado. Infelizmente, o que se conservou não permite saber com se desenvolvia, em profundidade, este vaso, uma vez que as taças de carena baixa e as de pé alto partilham entre si a morfologia do bordo e as características gerais da sua parte superior. De qualquer modo, chama-se a atenção para o facto de na Rua dos Correeiros este Tipo ser o mais bem representado no conjunto da cerâmica de engobe vermelho.

3.3.1.1. A cerâmica grega No Cabeço Guião, concretamente na UE [1], foi encontrado um fragmento de bordo de cerâmica ática. Corresponde a um bolsal, de fabrico ático (Fig. 8). Atendendo aos detalhes morfológicos e à evolução formal observada na Ágora de Atenas (Sparkes e Talbot, 1970: 107), podemos admitir que a peça do Cabeço Guião data do último quartel do século V a.n.e.. Com efeito, a parte superior da parede descreve uma curva simples, típica dos bolsais do século V, e não apresenta a dupla curvatura característica das peças do século IV a.n.e. (ibidem). A cerâmica grega é muito escassa na área do estuário do Tejo, tendo sido reconhecida na área urbana de Lisboa, concretamente na Rua dos Correeiros (Arruda, 1997; Sousa, 2014: 110), com um fragmento do século V, e na rua de São Mamede ao Caldas (Pimenta, Calado e Leitão, 2015: 321), com outro pintado com figuras vermelhas, do século IV. Outros vasos de cerâmica grega, mas ainda inéditos, foram recuperados nas escavações da Rua Augusta, no edifício da Zara, e no Castelo. No último caso, e a avaliar pelo que está exposto no núcleo museológico do Castelo, trata-se de 15 vasos pertencentes a taças Cástulo do século V e a kylikes do século IV, estas de figuras vermelhas. No Castelo dos Mouros, em Sintra, na Quinta do Almaraz, em Almada e na Alcáçova de Santarém, escassos fragmentos de cerâmicas gregas foram encontrados em contextos diversos (Arruda, 1997; 2006), havendo ainda registo de um outro proveniente de Chões de Alpompé, em Santarém (Zbyzewsky, Ferreira e Santos, 1968: 51). Em trabalhos recentes efectuados no último dos sítios, dois bordos de kylikes decorados com figuras vermelhas foram também recuperados em nível da 2ª Idade do Ferro e puderam ser datadas do século IV .

3.3.1.3. As ânforas Nesta categoria, a UE [1] conta 71 fragmentos, dos quais 29 são indivíduos, a que se somam dois fundos e 40 asas (22 ovais com sulco central; duas ovais simples; 14 circulares; dois arranques) (Fig. 7). Os tipos anfóricos representados são os 1 (10 exemplares), 3 (um exemplar), 4 (oito exemplares) e 6 (oito exemplares), da tipologia que Elisa Sousa e João Pimenta criaram para as ânforas do vale do Tejo (2014), havendo ainda a registar dois fragmentos que não podemos classificar. As ânforas destes tipos foram todas produzidas no Estuário do Tejo ao longo da 2ª metade do 1º milénio a.n.e., à excepção de um único fragmento de bordo que integra o tipo B/C de Pellicer e que poderá ter sido importado da área do Guadalquivir. O tipo 1, o mais numeroso neste contexto mais tardio do Cabeço Guião, cuja produção poderá remontar ainda ao século VII a.n.e., está bem difundido na área do Estuário do Tejo, sobretudo na foz, com presença conhecida em Lisboa e Vila Franca (Sousa e Pimenta, 2014: 305-306), mas mais a norte também foi reconhecida, como é o caso do Alto dos Cacos (ibidem). Este contentor foi fabricado até, pelo menos, aos finais do século V/inícios do IV, como ficou demonstrado na Rua dos Correeiros em Lisboa, onde foi englobado no tipo 1B (Sousa, 2014: 97-98). Também o Tipo 4 (Sousa e Pimenta, 2014: 308), com oito exemplares, esteve em utilização no século V /inícios do IV , cronologia igualmente atestada na mesma rua da baixa lisboeta (Sousa, 2014: 101-103). A sua distribuição pelos sítios das áreas ribeirinhas

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Figura 7. Cabeço Guião (U.E. [1]): ânforas do tipo 1 (7459, 7506, 7454, 8003, 7468), 3 (4738), 4 (7472, 210, 4106), 6 (5677, 5716, 5661, 3668, 7512, 8788) e fundo (5750).

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do antigo Estuário do Tejo é vasta, estando presente em Lisboa, como já se fez referência, mas também em Almaraz, Moinho da Atalaia e Fiat de Alfragide, na Amadora, em Santa Eufémia, Sintra, na Eira da Alorna, em Almeirim, e no Alto do Castelo em Alpiarça (Sousa e Pimenta, 2014: 308). A mesma cronologia de produção, finais do século V, foi admitida para alguns dos exemplares da forma 6 (ibidem), mas a sua produção e utilização prolongaram-se até aos alvores da romanização, como ficou evidenciado, por exemplo em Lisboa, quer em São João da Praça (em níveis do século III) quer no Castelo de São Jorge (em níveis dos finais do II). A presença deste tipo anfórico em quase todos os sítios da Idade do Ferro do vale do Tejo, ribeirinhos e de interior, deve registar-se. O tipo 3 da tipologia que adoptámos possui idêntica distribuição e idêntica cronologia de fabrico, embora os autores do referido quadro tipológico admitam que este último possa remontar ao século VI (ibidem: 306 e 308).

3.3.1.4. A cerâmica cinzenta A cerâmica cinzenta está aqui representada por 88 fragmentos. Trata-se de 65 bordos, 19 fundos e quatro asas (Figs. 8 e 9). A classificação tipológica foi concretizada de acordo com a proposta de distinção formal de Elisa Sousa (2014). No grupo das tigelas, identificámos 33 peças (Fig. 8), que se integram no tipo 1Aa, 1Ab, 1Ac (25, 5 e 2 exemplares respectivamente). Uma outra poderá corresponder a uma variante do tipo 1B. Os pequenos potes, Série 3 de Sousa (2014: 291), são em menor número, 16 exemplares (Fig. 8), distribuindo-se pelos tipos 3Aa (um exemplar), 3Ac (um exemplar) e 3Ba (14 exemplares). Um outro pote de reduzidas dimensões aproxima-se do Tipo 4Ba (Fig. 8) da tipologia que utilizámos (ibidem; 292), sendo, porém, de dimensões mais reduzidas. Na categoria dos potes, mas da Série 4, cabe ainda um bordo com arranque de asa, que, com reservas, integrámos na sub-variante 4Aa.1 (Fig. 9). Um único jarro, do tipo 5Aa, foi identificado (Fig. 9). Esta UE ofereceu outros 14 fragmentos de bordo de cerâmica cinzenta, que não têm paralelo na tipologia de Elisa Sousa. Em 11 casos, não se tornou mesmo possível uma aproximação à forma geral do recipiente. Os restantes correspondem a uma taça (Fig. 9) a um pote (Fig. 9) e a um pote ou jarro (Fig. 9).

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Foram ainda recuperados 19 fundos (seis planos, dois anelares, com pé destacado, oito convexos e três convexos com pé indicado) e quatro asas, três circulares e uma oval. A cerâmica cinzenta aqui mencionada não destoa em termos formais e quantitativos do que é conhecido para o baixo vale do Tejo. Com efeito, a tigela, concretamente a de forma hemisférica de paredes arqueadas e bordo simples e contínuo, Série 1, é o recipiente mais numeroso, como sucede, aliás, em todos os sítios da região, bem como, aliás, em outras áreas que sofreram processos de orientalização. Abundantes são também os pequenos potes, situação que não destoa da já verificada nos mesmos territórios. A dupla Tigela/Pequeno Pote forma, no Cabeço Guião, o par mais comum em cerâmica cinzenta, como sucede em outros sítios com uma cronologia do século V/inícios do IV a.n.e. O jarro do Tipo 5A (Fig. 9) tem apenas um paralelo conhecido no Estuário do Tejo, concretamente em Moinho da Atalaia (Pinto e Parreira, 1978; Sousa, 2014: 228), sítio cuja ocupação sidérica tem vindo a ser datada dos finais do século V/inícios do IV a.n.e.. A forma é, portanto, raríssima, apesar de exemplares de maiores dimensões terem sido reconhecidos em Outorela I (Cardoso, 1994; Cardoso et al., 2015), sítio cuja cronologia se situa também em torno à mesma época (ibidem).

3.3.1.5. A cerâmica comum A cerâmica comum desta UE conta com 499 registos, correspondentes a 375 indivíduos (Fig. 9 a 14). Neste conjunto pudemos distinguir, através da análise das pastas e do tratamento das superfícies, dois fabricos distintos, um dos quais com origem em Lisboa (229 indivíduos, a que se somam 14 fundos e 13 asas) e outro local (146 indivíduos, mais 61 fundos, 31 asas e quatro paredes). Relativamente aos vasos que quase seguramente foram importados de Lisboa, a lista de formas é extensa. Deve referir-se desde já que esta produção lisboeta está documentada através de dois dos quatro fabricos definidos para Lisboa (Sousa, 2014: 145), concretamente o I e o III. Tal como na área produtora, o Fabrico I é maioritário no Cabeço Guião, estando o III presente apenas em algumas panelas do Tipo 10Aa (Fig. 10) e nos jarros da Série 11 (Fig. 11). A tigela (Fig. 9) está, também aqui, muito bem representada, com 23 indivíduos, que se distribuem por

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Figura 8. Cabeço Guião (U.E. [1]): bolsal (7166), cerâmica de engobe vermelho da forma 3Ba (4490), cerâmica cinzenta da forma 1Aa (7465, 774, 4088, 2973), 1Ab (4001), 1Ac (674), 1B (7083), 3Ac (661), 3Ba (6375) e 4Ba (686).

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Figura 9. Cabeço Guião (U.E. [1]): cerâmica cinzenta da forma 4Aa.1 (4015), 4 (4653, 5426), 5Aa (2660) e fundo (2672); cerâmica comum da forma 1Aa (4013, 5423, 4102, 536).

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três das variantes tipológicas reconhecidas na Rua dos Correeiros, em Lisboa (Sousa, 2014: 147), com uma clara predominância do tipo 1Aa (19 exemplares), de bordo simples e paredes arqueadas (Fig. 9). As do tipo 1Ab e 1Ac (Fig. 10) são meramente residuais, com um e três exemplares, respectivamente. Um único bordo de taça de produção lisboeta foi recolhido, tendo sido possível a sua classificação tipológica, concretamente 2Ba (Fig. 10). A tampa que coube no tipo 7 da mesma tipologia (ibidem: 148) é também exemplar único (Fig. 10). Tal como é frequente em outros contextos da mesma região, as panelas (ou potes) constituem o grupo mais numeroso do conjunto da cerâmica comum do Cabeço Guião e também, naturalmente, desta UE [1], e mais concretamente da que consideramos uma produção de Lisboa, tendo sido contabilizadas 153. Destes vasos fechados e corpo globular ou ovóide, o tipo 10Ba (Fig. 12) é o mais numeroso (89 indivíduos), tal como aliás sucede em Lisboa, na rua dos Correeiros, para onde foi construída a tipologia que estamos a utilizar (ibidem: 170-171). Uma boa representação em termos numéricos é também conseguida pelo tipo 10 Bb (34 exemplares), muito semelhante ao anterior (Fig. 12), e que apenas se distingue dele por apresentar um lábio pendente e engrossado. Em conjunto, este grupo corresponde a 80% das panelas (ou potes) do Cabeço Guião. Também significativas em termos numéricos são as panelas do tipo 10Aa (34 indivíduos) (Fig. 11). Contudo, neste caso concreto, há que deixar registado que 27 pertencem a um grupo de fabrico específico (Grupo de Fabrico III da Rua dos Correeiros – ibidem: 145), bem disseminado por todos os sítios da Idade do Ferro da foz do Estuário do Tejo, e sete apresentam pastas mais depuradas, integráveis no Grupo I da Rua dos Correeiros, que, lembramos, é exclusivo nas outras formas, à excepção, como já referimos, de alguns jarros. Muito mais raras são as peças que couberam nos tipos Ca (duas) e 10Gc (uma), situação que se compagina com a observada em Lisboa (ibidem: 167, Fig. 193). Os jarros (Fig. 11) são raros, dois, integrando-se nos tipos 11Aa (um) e 11Ba (um). Representado por um único exemplar é o vaso do tipo 13A (Fig. 11). Um pequeno vaso que não cabe na tipologia de referência pode corresponder a um unguentário (Fig. 11). Quarenta bordos não foram passíveis de classificação formal, sendo considerados indeterminados. Os fundos desta produção de Lisboa são apenas 14. Seis são simples (três planos e três convexos),

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seis outros são em ônfalo e um apresenta um pé apenas indicado. Por fim, um outro apresenta pé alto e desenvolvido. Dez asas são circulares e três são ovais, uma das quais evidencia um sulco externo. Um fragmento de parede exibe um traço inciso que faria certamente parte de uma decoração que não é possível caracterizar com detalhe (Fig. 11). Com pastas locais, foram identificados 146 indivíduos. A grande maioria «imitou» as formas fabricadas em Lisboa, que, como tivemos oportunidade de analisar anteriormente, foram exportadas para o Cabeço Guião. Assim, não se estranha que as panelas/potes sejam, uma vez mais, dominantes no conjunto, com 119 exemplares (Fig. 10 a 13). A variante mais representada é a 10 Aa, com 60 vasos, ainda que destes, 19 possam integrar o Tipo 10Cb (Fig. 13). Muito significativos são também os números alcançados para os tipos 10Bb (34 peças) e 10Ba (14 vasos) (Fig. 12). Sem surpresa, registamos que estes tipos são também os mais abundantes na produção de Lisboa importada para o sítio. As panelas ou potes dos tipos 10Aaa.1, 10Aa.2, 10Bc e 10 Cb (Fig. 13) são praticamente irrelevantes em termos numéricos, com 1, 2, 3 e 2, respectivamente. As bacias/alguidares estão representadas por um único exemplar que coube no Tipo 5Ca, tal como sucede com o pequeno pote do Tipo 9Aa (Fig. 11). Dois potes, morfologicamente distintos entre si, não cabem na tipologia desenhada para o Estuário do Tejo, sendo formas até agora exclusivas do Cabeço Guião (Fig. 14). 26 bordos são indeterminados quanto à forma. Os fundos são numerosos (61), mas maioritariamente planos. Apenas um é convexo e o restante em ônfalo.

3.3.1.5.1. A cerâmica comum decorada Na Unidade Estratigráfica [1], foram encontrados quatro fragmentos de parede de vasos decorados, aparentemente de fabrico local, um com incisões (sobre a carena) e três com estampilhas (Fig. 14). Relativamente a estes últimos, devemos começar por dizer que a decoração estampilhada incidiu sobre recipientes cuja forma não é possível determinar, mas pode admitir-se que se trata de grandes potes, uma vez que as paredes são todas consideravelmente espessas (cerca de 14 mm.). Estaremos assim perante vasos estampilhados do Grupo II definido para o Sul de Portugal por Carlos Fabião (1998: 2, pp. 81-82).

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Figura 10. Cabeço Guião (U.E. [1]): cerâmica comum da forma 1Ac (2134, 773), 2Ba (2627), 7 (2676), 10Aa (538), 10Ba (569, 568), 10Bb (4000, 7018, 6371, 5384), 10Ca (7469).

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Figura 11. Cabeço Guião (U.E. [1]): cerâmica comum da forma 10Gc (3977), 11Aa (534), 11Ba (8538), 13A (724), pequeno vaso (590), fundo (4630) e parede (5809); produções locais que imitam a forma 9Aa (8689) e 10Aa (2628, 4097, 6478).

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Figura 12. Cabeço Guião (U.E. [1]): produções locais que imitam a forma 10Aa (7428), 10Aa.1 (8169), 10Aa.2 (5772, 2681), 10Ba (2629), 10Bb (7577, 6113).

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Um dos motivos é circular, com 16 mm de diâmetro, raiado, desenhando uma roseta, um dos mais frequentes na cerâmica estampilhada da Idade do Ferro. Um outro é triangular, aparecendo os triângulos, preenchidos com um quadriculado, em duas fiadas

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horizontais. O motivo não é frequente na cerâmica peninsular com decoração estampilhada. O restante é constituído por pontos que desenham uma linha que pode ter sido simples e ondulante ou desenhar o contorno de um triângulo.

Figura 13. Cabeço Guião (U.E. [1]): produções locais que imitam a forma 10Bb (6114, 8789, 8136, 211, 5938), 10A/10C (2786, 3899, 2640, 5828).

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As pastas indicam que se trata de produções locais, mas não é seguro se pertenciam a vasos fabricados ao torno ou a produções manuais com acabamento ao torno. A cerâmica com decoração estampilhada é, praticamente, inexistente nos contextos sidéricos da Estremadura portuguesa, à excepção das cavidades cársicas da Serra dos Candeeiros, como é por exemplo o caso da Gruta da Nascente do Almonda (Arnaud e Gamito 1974/1977) e do Abrigo da Pena d’Água, ambos em Torres Novas (Carvalho, 1998). Poderia ainda referir-se, neste contexto, as cerâmicas estampilhadas de Lisboa, concretamente da Rua dos Correeiros (Sousa, 2014), e da Lapa do Fumo (Arruda e Cardoso, 2013). Todavia, nestes casos, trata-se de motivos zoomórficos, muito distintos, portanto, das típicas decorações com estampilhas geométricas presentes no sítio do Cartaxo. A decoração incisa sobre a carena de uma taça de cerâmica comum, formando uma linha ziguezagueante (Fig. 14), foi também registada, devendo chamar-se a atenção para o facto de este tipo decorativo ser frequente desde pelo menos o Bronze Final. Um pote de cerâmica comum de produção local (Tipo 10A ou 10C) apresenta-se também decorado com linhas incisas onduladas sobre o bordo e sobre a parede (Fig. 14).

3.3.1.6. A cerâmica manual A cerâmica manual da UE [1] do Cabeço Guião é muito escassa, representando apenas 3,86 % do conjunto (Fig. 14). Ainda assim é mais numerosa do que a registada nos sítios da Foz, onde atinge, por exemplo na Rua dos Correeiros em Lisboa, somente 0,20 % (Sousa, 2014: 185). São 32 indivíduos, a que devemos juntar 15 fundos. A forma mais bem representada, com 18 indivíduos, é o pote de perfil em S, que é também a mais numerosa nesta produção nos sítios da foz do Tejo, como é o caso de Outorela (Cardoso et al., 2015). Três outros bordos correspondem a produções em cerâmica manual de panelas/potes da Série 10 de cerâmica comum, concretamente da 10Aa, da 10Bb e da 10Bc. Ainda manuais são dois bordos que pertenceram a jarros. Foram ainda identificados 15 fundos, todos planos, fabricados manualmente.

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3.3.2. As cerâmicas da UE [5] Na Unidade [5], registaram-se 312 fragmentos cerâmicos passíveis de classificação formal, que correspondem a 237 indivíduos.

3.3.2.1. A cerâmica de engobe vermelho A UE [5] ofereceu um único vaso de cerâmica com as paredes cobertas por engobe vermelho (Fig. 16). Trata-se de um arro, incluível na forma 7Aa do Estuário do Tejo, presente, ainda que de forma escassa, na Rua dos Correeiros, em Lisboa, em contextos do século V/inícios do IV a.n.e. (ibidem: 126).

3.3.2.2. As ânforas São 13 os fragmentos de bordo que classificamos como ânforas, a que podemos juntar um fundo e 10 asas, das quais sete são ovais, tendo seis delas sulco central. Duas outras são circulares e a restante é apenas o arranque. Os bordos puderam relacionar-se com os tipos do Estuário do Tejo (Sousa e Pimenta, 2014), tendo-se verificado uma distribuição muito semelhante à observada na [1]. O Tipo 1 (Fig. 15) é também o mais bem representado (com seis exemplares), seguido igualmente do 4, nesta UE, com cinco indivíduos. Do Tipo 3 reconheceu-se apenas um fragmento (Fig. 16), tal como no nível mais recente. As diferenças entre as duas fases dizem respeito aos tipos 6 e 7, o primeiro com oito exemplares na UE [1] e sem representação na [5] e o segundo com um fragmento registado nesta última (Fig. 16) e sem presença na [1]. Resta-nos, pois, comentar o Tipo 7, cuja cronologia é difícil de definir, ainda que os contextos em que tem vindo a ser identificada o permitam admitir o seu fabrico até ao aos finais do século II a.n.e. (ibidem). Refira-se ainda a sua ausência em contextos do século V /inícios do IV , concretamente na Rua dos Correeiros (Sousa, 2014).

3.3.2.3. A cerâmica cinzenta A cerâmica cinzenta está presente nesta UE do Cabeço Guião com 96 registos, que correspondem a 67 indivíduos, a que se podem somar 27 fundos e duas paredes.

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Figura 14. Cabeço Guião (U.E. [1]): produções locais - potes/panelas (2850, 7051), asa (2685) e paredes decoradas (7753, 8817, 6868, 4131); cerâmica manual - potes/panelas (778, 2639, 8296) e pequenos potes ou jarros (8398, 2770, 723).

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Figura 15. Cabeço Guião (U.E. [5]): ânforas do tipo 4 (3209, 1862) e 1 (961, 5092, 472, 1116).

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Figura 16. Cabeço Guião (U.E. [5]): ânforas do tipo 3 (5091), 4 (1242), 7 (5139), fragmentos de asa (441, 7322) e de fundo (9273); cerâmica de engobe vermelho da forma 7Aa (76).

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Tal como sucede na UE [1], as tigelas são a forma mais abundante em cerâmica cinzenta, com 38 exemplares (Fig. 17 e 18), estando presentes os mesmos tipos, com praticamente a mesma representatividade (1Aa: 30; 1Ab: 5; 1Ac: 3). Os pequenos potes da Série 3 (Fig. 18) seguemse em número (15), como também acontecia na UE [1] (16), e, uma vez mais, o Tipo 3Ba é o mais bem representado (13 indivíduos), contabilizando um do Tipo 3Aa e outro do Tipo 3Ac. Duas taças do Tipo 2Ba (Fig. 17) foram recolhidas no Cabeço Guião e integram-se nesta UE, que corresponde à primeira ocupação da Idade do Ferro do sítio. Trata-se de vasos com uma moldura muito desenvolvida a meio da parede externa, e que terão pés consideravelmente altos. Esta forma, que não está presente na Rua dos Correeiros (Sousa, 2014), foi, contudo, documentada em Moinhos da Atalaia, Amadora (Pinto e Parreira, 1978; Sousa, 2014), em Freiria, Cascais (Cardoso e Encarnação, 2013) e em Outurela, Oeiras (Cardoso et al., 2014). Um bordo pode ter pertencido a um jarro idêntico aos que foram recuperados em Outorela (Cardoso, 1994; Cardoso et al., 2014) (Fig. 18) e onze peças não foram passíveis de classificação formal. Quanto aos fundos (Fig. 18), seis são de pé alto e desenvolvido, podendo corresponder a taças do Tipo 2Ba, 12 são convexos, três dos quais com pé destacado, nove são planos, tendo dois deles pé indicado. Dois fragmentos de parede foram individualizados. Um apresenta decoração incisa, de traço fino, que parece desenhar uma linha ziguezagueante, ou (Fig. 18), e outro um conjunto de perfurações de pequeno diâmetro, concentrado numa área específica (Fig. 18), sendo a funcionalidade de difícil interpretação, podendo avançar-se, com reservas, a de coador.

3.3.2.4. A cerâmica comum A cerâmica comum da UE [5] do Cabeço Guião é abundante, tendo-se contabilizado 170 fragmentos classificáveis, que correspondem a 141 indivíduos a que se somam 24 fundos, três paredes e duas asas. Tal como acontecia na UE [1], as importações de Lisboa, com dois fabricos distintos (I e III), dominam na cerâmica comum (107 indivíduos em 141), com 76%. Registe-se, desde já, contudo, que o Fabrico III foi documentado apenas nas panelas do Tipo 10Aa (Fig. 19) e no jarro da Série 11 (Fig. 20), situa-

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ção também verificada na Unidade Estratigráfica correspondente à última ocupação. Uma vez mais, as panelas (ou potes) da Série 10 são a forma mais abundante, totalizando 70 vasos, distribuídos pelos tipos: 10Aa (Fig. 19-21), 16 exemplares (10 do Grupo III; seis do Grupo I); 10Aa.1 (Fig. 19), três (todas do Grupo III); 10Aa.3, (Fig. 19) um exemplar (com asa interna, de tipo «cesta»); 10 Ba (Fig. 19), 26 exemplares; 10Bb (Fig. 19), 30 exemplares; 10Ca (Fig. 20), um exemplar. As tigelas da Série 1 são apenas 12, todas integrando o Tipo 1Aa, e o Tipo 2Ba (Fig. 19) (taças carenadas) está representado por uma única peça. Uma peça é difícil de integrar na tipologia que temos utilizado (Fig. 19), porque pode pertencer quer a uma pátera igual à que foi também recolhida nesta UE (Tipo 4Ba), que por estar completa não levanta qualquer dúvida de classificação e que comentamos abaixo, quer a um prato do Tipo 3Aa, que tem fundo plano, com pé apenas indicado. O Tipo 4Ba (Fig. 19), de que, como já se referiu, se recuperou uma peça inteira, aproxima-se formalmente de páteras de engobe vermelho, também chamadas «taças de pé alto», que foram reconhecidas em Almaraz (Barros et al. 1993). São constituídas por duas partes, uma com a forma de um prato, baixo, de perfil carenado e paredes côncavas, fundo interno profundo, a que se acrescentou um pé alto, muito desenvolvido, com múltiplas caneluras. Não é improvável que o fragmento de bordo e parede de engobe vermelho da UE [1] que foi recolhido no Tipo 3Aa possa corresponder a uma destas páteras. Mas, tal como na cerâmica comum, a inexistência de fundo impede uma classificação mais rigorosa. Na Rua dos Correeiros, em Lisboa, este tipo de vaso está presente quer na categoria de engobe vermelho (Sousa, 2014: 123) quer na da cerâmica comum (ibidem: 159-160), sendo cronologicamente datado dos finais do século V/inícios do IV. Ainda que a forma se assemelhe a vasos identificados na necrópole de Medellín (Almagro Gorbea, 2008: 601), a verdade é que o «barroquismo» dos exemplares na foz do Estuário do Tejo é inédito. Refira-se por fim que as peças do Cabeço Guião são «cópias» quase exactas dos «protótipos» da Rua dos Correeiros. Os jarros são também muito raros nesta UE mais antiga. Trata-se de um único exemplar que cabe no Tipo 11Ab (Fig. 20) da tipologia construída para a foz do Estuário do Tejo (Sousa, 2014: 293-301). Deve ainda referir-se que as características físicas da pasta permitiram a sua inclusão no Grupo de Fabrico III de Lisboa (ibidem:89).

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Figura 17. Cabeço Guião (U.E. [5]): cerâmica cinzenta da forma 1Aa (114, 89, 1087), 1Ab (7268, 118, 7275, 8451, 9271), 1Ac (1238, 6462, 124) e 2Ba (73, 7413).

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Figura 18. Cabeço Guião (U.E. [5]): cerâmica cinzenta da forma 3Ac (140), 3Ba (149, 3053, 3096/3102, 7278, 90, 5138, 7269), jarro (119), fundos (92, 3052, 138, 91, 8442, 3063, 113, 7241), parede perfurada (1011) e com decoração incisa (7998).

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Figura 19. Cabeço Guião (U.E. [5]): cerâmica comum da forma 2Ba (1017), 3Aa/4 (74), 4Ba (9269), 10Aa (8239), 10Aa.1(5319, 2251), 10Aa.3 (1280) e 10Ba (9275).

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Figura 20. Cabeço Guião (U.E. [5]): cerâmica comum da forma 10Bb (9274, 2376, 7307, 1266, 3145, 7305, 5086, 3207, 6588), 10Ca (2210) e 11Ab (158).

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Catorze bordos não permitiram uma classificação formal, pelo que foram considerados indeterminados. Para além destas peças, foram recolhidos 11 fundos. Quatro planos (Fig. 21), um dos quais com pé apenas indicado, um convexo também com pequeno pé indicado, três em ônfalo e outros três de pé alto e desenvolvido. Em cerâmica comum local, registaram-se, nesta Unidade Estratigráfica, 34 indivíduos, sendo as panelas a forma mais frequente, concretamente as do Tipo 10Aa (Fig. 21) (12 indivíduos). Esta realidade é em tudo idêntica à verificada nos vasos importados de cerâmica comum, bem como, aliás, nas produções locais de cerâmica comum da UE [1]. Os tipos 10Ba (Fig. 21) e 10Bb (Fig. 21) somam 11 indivíduos, com três e oito exemplares respectivamente, havendo ainda uma destas formas fechadas (Fig. 21) que pode corresponder a uma 10 Aa ou a uma 10Cb. As tigelas, do Tipo 1Aa, estão escassamente representadas, contando-se apenas dois indivíduos. Um bordo ligeiramente exvertido e parede vertical não cabe na tipologia da cerâmica comum do Estuário do Tejo, mas pode ter pertencido a um pote (Fig. 21). Seis fragmentos são inclassificáveis quanto à forma, integrando o grupo dos indeterminados. Duas asas foram reconhecidas nesta produção, sendo uma circular e outra oval. Os fundos são maioritariamente planos (12), um dos quais possui um pequeno pé apenas indicado. Um outro é em ônfalo.

3.3.2.4.1. A cerâmica comum decorada Dois fragmentos de parede de cerâmica comum fabricada localmente recolhidos nesta UE estavam decorados (Fig. 22). Num deles, a decoração é estampilhada, de tipo geométrico, e, da fiada de impressões obtidas com a mesma matriz, são visíveis apenas duas, que estão incompletas. O que existe, contudo, permite admitir que se tratava de matrizes sub-rectangulares, de cantos arredondados, preenchidas por um reticulado irregular. Um outro fragmento de cerâmica comum apresenta na superfície externa traços incisos, pós-coze-

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dura, que não aparentam formar qualquer tipo de composição decorativa (Fig. 22). 3.3.3. As cerâmicas da UE [2] A UE [2], que, como já referimos em 3.1, é difícil de interpretar do ponto de vista do faseamento, ofereceu 120 fragmentos cerâmicos que puderam ser classificados, dos quais 93 são indivíduos.

3.3.3.1. As ânforas Contabilizaram-se 11 fragmentos, que correspondem a seis indivíduos, a que se somam cinco asas (quatro ovais com sulco profundo e longitudinal e uma circular) (Fig. 23). Os bordos distribuem-se pelos Tipos 1 (três exemplares) e 4 (três exemplares) do Estuário do Tejo (Sousa e Pimenta, 2014), exactamente os mesmos dois que tinham sido identificados na UE [5] e que eram também os maioritários na UE [1].

3.3.3.2. A cerâmica cinzenta A cerâmica cinzenta desta Unidade Estratigráfica tinha 27 registos, dos quais 22 são indivíduos (Fig. 23). As tigelas são maioritárias, tal como já acontecia nas Unidades anteriormente descritas, cabendo sete no Tipo 1Aa e duas no Ab. Também tal como acontecia nas UE [1] e [5] os pequenos potes seguem-se em número, oito, podendo recolhidos no Tipo 3Ba. Um único pote do Tipo 4Aa foi recuperado nesta UE, Série ausente da [5] e representada por um único exemplar na [1], ainda que de outro Tipo, o 4Ba. Quatro indivíduos não puderam, dadas as suas reduzidas dimensões, ser classificadas quanto à forma. Um destes, contudo, corresponde a um colo alto e estreito, hiperbolóide, decorado com caneluras, do qual arranca um corpo que aparenta ser ovóide. Estas características morfológicas podiam indicar estarmos na presença de um jarro, no entanto muito distinto dos já conhecidos para a área do Estuário do Tejo, quer em Lisboa, quer em Outorela, por exemplo. Cinco fundos de cerâmica cinzenta foram reconhecidos, sendo dois convexos, dois de pé alto e um plano.

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Figura 21. Cabeço Guião (U.E. [5]): cerâmica comum - fundos (5062, 1296, 2362) e parede decorada (2191); produções locais imitam a forma 10Aa.1 (1827, 1113, 1829, 1828), 10Ba (6702, 2247, 2248) e 10Bb (8082, 8078).

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Figura 22. Cabeço Guião (U.E. [5]): produções locais imitam a forma 10Bb (2226), pote (1275) e paredes decoradas (6739, 8450); cerâmica manual - tigela (9272) e potes (1140, 1141, 1340).

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Figura 23. Cabeço Guião (U.E. [2]): ânforas do tipo 1 (3418, 3318, 3372), 4 (3367, 3360, 7108) e asa (3388); cerâmica cinzenta da forma 3Ba (1052, 1024), 4Aa (3313) e fragmento de colo (8281).

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3.3.3.3. A cerâmica comum

3.3.4. A cerâmica da UE [9]

A cerâmica comum é a categoria mais abundante, com 62 indivíduos (Fig. 24). Destes, 55 correspondem ao fabrico que consideramos de Lisboa, estando presentes os dois fabricos (I e III) caracterizados neste centro produtor. As tigelas, quatro do tipo 1Aa e uma do tipo 1Ac (tipos 1Aa; 1Ac), são cinco, número apenas ultrapassado pelas panelas, com dez do Tipo 10Aa (seis do Grupo III e quatro do Grupo I), 17 do Ba e outras 17 do Bb. Seis fragmentos não foram passíveis de classificação formal, aos quais se pode acrescentar uma asa oval. Em cerâmica comum recolheram-se ainda sete fundos: dois em ônfalo; um convexo com pé indicado; dois planos; um plano com pé indicado; um convexo. De produção local, recolheram-se sete indivíduos, dos quais cinco são panelas (quatro do Tipo 10Aa e uma dos 10Aa ou 10C) a que se somam dois bordos indeterminados quanto à forma, quatro asas (três ovais e uma circular) e dois fundos planos.

A área de combustão designada por Lareira 1 (Fig. 5), pertencente à última fase de ocupação do sítio, assentava sobre uma base constituída por fragmentos cerâmicos fracturados (Fig. 25). Destes puderam classificar-se morfologicamente cinco, que, contudo, correspondem apenas a quatro indivíduos, concretamente três potes/panelas (uma 10Ba, uma 10A ou 10C e uma outra que não cabe na tipologia de referência) e uma ânfora (asa circular). O fundo de cerâmica comum é plano e pode ser parte integrante de qualquer dos potes/panelas.

3.3.5. A cerâmica da EU [6] A vala de fundação do Muro 2, que se integrava na UE [1], ofereceu um único fragmento cerâmico, concretamente um bordo de uma tigela do Tipo 1Aa, de cerâmica comum fabricada localmente.

3.3.6. A superfície 3.3.3.3.1. A cerâmica comum decorada Dois fragmentos de cerâmica comum com pastas que indiciam um fabrico local estão decorados com rosetas impressas (Fig. 24). Também neste caso, a forma não é possível de determinar, mas a espessura da parede permite avançar com a possibilidade de se tratar de grandes recipientes fechados. Também aqui não é certo que se trate de vasos fabricados a torno, podendo ser de fabrico manual. As rosetas (18 mm de diâmetro), que são, como já referimos, um dos motivos mais frequentes na cerâmica estampilhada da Idade do Ferro peninsular, estariam dispostas em fiadas, situação bem visível num dos fragmentos, onde para além de duas completas se observa o arranque de outras duas. Lembremos ainda que a decoração com estampilhas sob a forma de roseta está presente na UE [1].

3.3.3.4. A cerâmica manual A cerâmica manual é muito escassa também nesta Unidade Estratigráfica, resumindo-se a três indivíduos (Fig. 24), concretamente um pote em S, um jarro e um outro vaso que não foi possível classificar formalmente.

A cerâmica dos estratos superficiais, que resultam de revolvimentos efectuados por máquinas pesadas no contexto da obra, é muito abundante. Contudo a sua análise deve ter em consideração o seu contexto de recolha, uma vez que este não fornece quaisquer dados para uma leitura diacrónica do sítio. Ainda assim, e atendendo à quantidade e diversidade do espólio, fazemos aqui a sua exposição mesmo sem os detalhes que lhe seriam devidos se o contexto fosse efectivamente outro. Por outro lado, a quase totalidade das peças integra-se nas formas e tipos já identificados nas Unidades Estratigráficas acima desenvolvidas, não fazendo sentido retomar os paralelos e as considerações cronológicas daí decorrentes. Dos 108 fragmentos, 83 correspondem a indivíduos, sendo a categoria mais bem representada a da cerâmica comum (Figs. 26). Nesta, ambas as produções estão documentadas (de Lisboa e local), com uma maioria esmagadora dos Potes/Panelas da Série 10 (56 bordos) a que pudemos juntar um bordo de um jarro da Série 11. A cerâmica cinzenta (17 registos, 11 indivíduos) é mais diversificada do ponto de vista formal (Fig. 26), ainda que as tigelas da série 1 dominem (sete indivíduos). Um prato do Tipo 2Ba, um pequeno pote do 3Ba, um Jarro do Tipo Outorela e um frag-

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Figura 24. Cabeço Guião (U.E. [2]): cerâmica comum da forma 1Ac (1054), 10Ba (3389), 10Bb (1053, 3408), paredes com decoração estampilhada (4749, 4788); cerâmica manual - pote (3293).

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Figura 25. Cabeço Guião (U.E. [9]): asa de ânfora (5144); produções locais que imitam a forma 10Ba (5145), 10A/10C (5146) e pote (5147).

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Figura 26. Cabeço Guião (Superfície): ânfora do tipo B/C de Pellicer (320), do tipo 1 (348), 6 (345) e 7 (329, 321); jarro de cerâmica cinzenta (6945); cerâmica comum da forma 10Ba (6893) e 11Ab (324); produções locais imitam a forma 10Aa (6855), 10Aa.2 (7128), 10Ba (6060) e 10Bb (8480).

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mento indeterminado completam o quadro morfológico da cerâmica cinzenta. Dos treze fragmentos de ânfora (Fig. 26), cinco indivíduos, um deles é uma importação, muito provavelmente do vale do Guadalquivir, e corresponde ao tipo B/C de Pellicer. Os restantes dividem-se pelos Grupo do Tejo (uma do tipo 1; uma do tipo 6; duas do tipo 7), a que se somam oito asas (duas cir-

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culares, eventualmente de produção do interior, duas circulares com pasta que parece ser originária de Lisboa, uma oval, e três ovais, com sulco). Dez vasos são de cerâmica manual, setes dos quais são potes de perfil em S (Fig. 27). Apenas uma tigela (Fig. 27) foi identificada nesta categoria e dois bordos não foram passíveis de integração tipológica.

Figura 27. Cabeço Guião (Superfície): produções locais imitam a forma 10Bb (6061) e 10Bc (6854); cerâmica manual – pote (332). Cossoiros e artefactos metálicos associáveis à ocupação pré-romana.

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3.3.7. Outros artefactos cerâmicos Alguns artefactos também de cerâmica foram ainda recolhidos no Cabeço Guião. Quatro são cossoiros (Fig. 27), sendo dois de perfil tronco-cónico e outros dois bi-tronco-cónicos de faces arredondadas. Os primeiros integravam-se na EU [1] e os segundos nas [5] e na [2]. Seria tentador relacionar esta disposição estratigráfica com a morfologia das peças, uma vez que à fase mais antiga estão associados os bi-tronco-cónicos e à mais recente os tronco-cónicos, mas a verdade é que os dois tipos coexistem em outros sítios em cronologias dos séculos V e IV a.n.e., como é por exemplo o caso de Cancho Roano (Berrocal Rangel, 2003) e de Capote (Berrocal Rangel, 1994), respectivamente. Também nas Mesas do Castelinho (Almodôvar), cossoiros de formas geral tronco-cónica e bi-tronco-cónica coexistem em contextos do século IV , ainda que para os finais do V pareçam dominar os segundos (Estrela, 2010: pp. 64-69). A UE [5] ofereceu ainda um artefacto cerâmico perfurado, de forma esferoidal, que, podendo incluirse na categoria dos cossoiros, pode também tratar-se de um artefacto de adorno (Fig. 27, nº 760). Um fragmento de cerâmica integralmente perfurado (Fig. 27) é de classificação e interpretação funcional difíceis. Foi encontrado na UE [1], podendo tratar-se de uma parede vertical de um recipiente, ou ainda de uma placa. Qualquer interpretação funcional não é fácil, ainda que vasos com perfurações integrais na totalidade da área das paredes tenham vindo a ser considerados «queijeiras», sobretudo em ambiente pré-históricos, como aliás sucede no próprio sítio do Cabeço Guião. Contudo, a reduzida espessura da parede parece impedir tal classificação. A mesma característica, associada à própria verticalidade da parede, impossibilitam as outras interpretações tradicionais, nomeadamente a de queimador/incensário e a que relaciona este tipo de vasos com actividades metalúrgicas, nomeadamente com a prática da copelação da prata. Lembre-se que na UE [5] foi recolhido um fragmento de fundo de cerâmica cinzenta, com um conjunto de perfurações muito localizado (Fig. 18), que poderá ter correspondido a um coador.

3.3.8. Os vidros No Cabeço Guião foram recuperados dois artefactos de vidro, opaco, de cor azul escuro (Fig. 29).

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Um deles corresponde a uma conta de colar, cilíndrica achatada, peças comuns, quer na matéria prima quer na morfologia, em ambientes da Idade do Ferro peninsular, desde o século VIII ao III a.n.e. Na região do vale do Tejo, são conhecidas contar de colar deste tipo na Alcáçova de Santarém (Arruda, 2000), sendo muito abundantes em Porto de Sabugueiro, Muge (Pimenta e Mendes, 2008), onde aliás se presume ter havido produção própria (Arruda et al., 2016). Muito mais raros são os recipientes de vidro, que, no entanto, apareceram em alguns povoados do território português, datados dos séculos V e IV a.n.e., sobretudo nos meridionais, como são os casos de Alcácer do Sal, Chibanes (Palmela), Cabeça de Vaiamonte (Monforte), Mesas do Castelinho (Almodôvar) e Cerro da Rocha Branca (Silves), por exemplo. No centro e norte de Portugal, são conhecidos os exemplares do Crasto de Tavarede e do Morro da Sé, no Porto. Na região em que o Cabeço Guião se insere destaca-se naturalmente o aryballos de Almeirim, muito bem conservado, cujo contexto exacto de recolha é desconhecido (Alarcão e Alarcão, 1963). A peça de Cabeço Guião é um fundo plano-convexo, com pé, que descreve, na superfície externa uma curvatura convexa-côncava através da qual se faria a ligação à parede. A superfície de apoio do pé é marcada por uma linha de vidro amarelo. A forma do fundo e o seu diâmetro indicam que se tratava de um amphoriskos.

3.3.9. Os metais Os metais, bronzes e ferros, são abundantes no Cabeço Guião. Infelizmente, porém, o seu estado de fragmentação é grande e a grande maioria não permite uma avaliação correcta da forma e, assim, da função. Entre os artefactos de bronze conservados distinguem-se dois, ambos correspondentes a adornos. Um deles é uma fíbula anular hispânica (Fig. 27) quase completa, que pertence ao grupo das miniaturas, com um diâmetro de 2,6 cm. Foi recolhida na UE [1]. Engloba-se no tipo Ponte 14a (Ponte 2001: p. 237) que corresponde grupo Cuadrado 9a, com aro de secção circular, e mola bilateral, assimétrica, de corda interior ao arco com três espiras. O arco tem secção semi-circular, enrolando-se em 13 espiras, na zona de descanso. Trata-se de um tipo de fíbula muito difundido entre os finais do século V e todo o século IV a.n.e.,

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havendo vários exemplares na região do vale do Tejo, concretamente em Moinho da Atalaia (Pinto e Parreira, 1978; Ponte, 2001) e em Outorela (Cardoso e Carreira, 1993). Outras variantes do grande grupo das anulares hispânicas foram também recolhidas em sítios de esta área geográfica, como são os casos da Rua dos Correeiros (Sousa, 2014: p. 188) e de Freiria (Cardoso e Encarnação, 2013). O exemplar do cabeço Guião foi recolhido na Unidade Estratigráfica [1], que corresponde à última fase de ocupação. Também da UE [1] é proveniente outro artefacto de adorno, de bronze (Fig. 27). Trata-se de um elemento de xorca, de tipo sanguessuga, maciço, de secção circular, que, juntamente com outros idênticos, estaria suspenso num aro, de forma a formar uma pulseira ou bracelete. Estes adornos são bem conhecidos na Idade do Ferro peninsular, havendo, contudo, uma distribuição concentrada na área da Meseta Norte e no território actualmente português. Na região do Estuário do Tejo, as xorcas são raras, registando-se, porém, um exemplar em Freiria (ibidem), neste caso também maciço, mas de dimensão superior. Do mesmo tipo, maciços e de pequena dimensão são os da necrópole do Senhor dos Mártires, em Alcácer do Sal (Schüle, 1969: Tafel 89, 1, 2, 3, 4; Tafel 108, 11-16). Os contextos de recolha da maior parte das peças desta categoria apontam para uma cronologia centrada nos séculos VI e V, podendo prolongar-se, contudo, até inícios do IV a.n.e. (Abásolo, Ruiz Vélez e Rodríguez, 2003-2004: 136). Os ferros estão maioritariamente mal conservados. Ainda assim, foi possível identificar fragmentos de uma pequena faca afalcatada (Fig. 28) recolhida na UE [5]. Lembre-se que este tipo de artefacto é muito comum em ambientes sidéricos peninsulares, ainda que forneçam poucas informações de cariz cronológico. Da UE [1] são provenientes todos os restantes elementos de ferro. Três deles são curtos, de secção quadrangular, pontiagudos, e podem ter sido utilizados na carpintaria, talvez como formões ou cinzéis (Fig. 28). Um outro é mais difícil de interpretar quanto à função concreta, mas foi ainda incluído neste mesmo grupo (Fig. 28). É ligeiramente encurvado e a sua extremidade distal é em bisel. Tais características possibilitam admitir que se trata de uma goiva. Mais difícil de interpretar é a haste, laminar (Fig. 28). Contudo, poderá ter feito parte de um artefacto destinado a prender traves de madeira de espessura considerável, integrando-se, portanto, também no grupo dos «utilitários de carpintaria».

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Um fragmento de forma geral triangular (Fig. 28) parece corresponder à extremidade distal de uma das lâminas de uma tesoura, talvez de tosquia. Estes artefactos são muito raros em contextos sidéricos portugueses, registando-se, contudo, um exemplar na Cabeça Vaiamonte (Fabião, 1998, vol. 3, Fig. 77), que, no entanto, tem dimensões muito superiores às da peça que aqui estudamos. Este facto permite por outro lado discutir a própria funcionalidade desta tesoura, que poderia, pelo tamanho, adaptar-se bem à cosmética masculina (corte de cabelo e da barba). A peça nº 8186 (Fig. 27) corresponde ao cabo de um espeto que, formalmente se aproxima dos de tipo Andaluz de Almagro Gorbea (1974). A cabeça é de forma geral ovalada, e a área intermédia é de secção rectangular. Este tipo de artefacto, que está relacionado com o consumo de carne, é frequente em contextos da Idade do Ferro do sudoeste peninsular, sendo abundante entre os séculos V e III a.n.e. Na área do estuário do Tejo, uma peça idêntica foi recolhida em Freiria.

3.3.10. A fauna Os restos de fauna recuperados no Cabeço Guião totalizam 152 restos de mamíferos e apenas um de invertebrado (Tabela 1), que corresponde a uma única concha de Cerastoderma edule (berbigão) encontrada na UE [1]. É aliás também desta Unidade Estratigráfica que é proveniente a maior parte dos mamíferos (105) (Tabela 2), uma vez que na [5] existiam apenas 47 (Tabela 3). Em geral, as espécies mais comuns são as domésticas, nomeadamente a vaca (Bos sp.), a ovelha e a cabra (Ovis/Capra) e os suídeos (Sus sp.). O veado (Cervus elaphus), apesar de selvagem, representa um importante aporte cárnico para estas populações. Representados por apenas um elemento, temos um equídeo e um canídeo. Sendo o auroque significativamente maior que o seu descendente, as medidas dos elementos osteológicos constituem um elemento fiável de distinção específica (Davis & Detry, 2013), pelo que se pode concluir que a maioria dos restos presentes no Cabeço do Guião deverão pertencer a Bos taurus. O gado bovino, assim, é o mais frequente neste conjunto, constituindo cerca de 45% do conjunto na fase inicial, sendo esta percentagem menos acentuada na fase final de ocupação.

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Figura 28. Artefactos metálicos associáveis à ocupação pré-romana; cerâmicas pré-históricas.

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Tabela 1 – Número de Restos Determinados (NRD) e Número Mínimo de Indivíduos (NMI) por Unidade estratigráfica de mamíferos recuperados no Cabeço do Guião.

Figura 29. Conta de colar e fragmento de amphoriskos de pasta vítrea.

A ovelha e a cabra constituem, em conjunto, o segundo grupo mais numeroso, ainda que com valores idênticos ao dos suídeos. Infelizmente, e como é habitual, apenas em quatro casos foi possível classificar os restos como ovelha. As reduzidas dimensões dos elementos identificados como suídeos indiciam que se trata, muito provavelmente, da espécie doméstica, apesar de, na Península Ibérica, ser difícil distingui-los do javali (Albarella et al. 2005). A presença importante de veado (Cervus elaphus), acima dos 10% na fase final da ocupação, deve valorizar-se, até porque evidencia a existência, na região, de florestas relativamente densas e bem desenvolvidas. Por outro lado, a caça de animais de grande porte era, certamente, uma actividade com alguma relevância na comunidade que habitava no Cabeço Guião.

Os equídeos estão apenas representados por uma primeira falange, que apresentava marcas de carnívoro (provavelmente cão, também presente no conjunto) e também marcas de corte. A presença de incisões em falanges, zonas do esqueleto com pouca carne, pode também estar relacionada com a extracção de pele, tendões ou desmembramento. Neste caso, não foi possível averiguar se se tratava de burro ou de cavalo. Um crânio de canídeo, com maxilar, foi identificado como cão, atestando a presença de mais uma espécie doméstica, normalmente comum em contexto de habitat, como animal de companhia e não destinado ao consumo. Os dados faunísticos do Cabeço Guião não se diferenciam, substancialmente, do que é conhecido em outros contexto da mesma região com idêntica cronologia, como é o caso de Santarém (Davis, 2006) e de Lisboa (Arruda, 1999-2000; Detry, Cardoso e Bugalhão, 2016). Em todas as situações, é comum a abundância de restos de bovídeos, sempre Bos taurus, com uma única excepção na Sé de Lisboa, onde o auroque (Bos primigenius) foi identificado (Arruda, 1999-2000: 127. Diferentes são, contudo, os valores do veado, muito mais abundantes na área interior do Estuário do Tejo, como é o caso do Cabeço Guião, Costa do Pereiro (Guerschman & Nunes, 2013)8, Alcáçova de Santarém (Davis, 2006), do que nos sítios da foz,

8 Este conjunto encontra-se em revisão por MJ Valente, AF Carvalho & J Guerschman.

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Tabela 2 - Número de restos determinados de mamíferos por parte do esqueleto, UE – [1]. Fusão: F- Fundido; MNF – Metáfise não fundida; ENF- Epífise não fundida; I- Indeterminado.

como Lisboa (Arruda, 1999-2000; Detry, Cardoso e Bugalhão, 2016) e Almaraz (Cardoso et al., 1993), realidade que pode interpretar-se no quadro da maior incidência da floresta na primeira das regiões.

Estranha-se ainda a total inexistência de restos de aves, domésticas ou selvagens, justamente porque, em Santarém, os galináceos eram já conhecidos desde momentos antigos da Idade do Ferro (Davis, 2006).

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Tabela 3 - Número de restos determinados de mamíferos por parte do esqueleto, UE – [2] e [5]. Fusão: F- Fundido; MNF – Metáfise não fundida.

4. A OCUPAÇÃO PRÉ-HISTÓRICA Como tivemos oportunidade de referir em 3.1, em algumas das áreas escavadas no Cabeço Guião foi possível documentar uma ocupação pré-histórica, que se consubstanciava em cerâmicas e em um artefacto de pedra polida (Fig. 28), que não estavam, contudo, associados a qualquer estrutura. Corresponde à UE [3]. As cerâmicas correspondem, maioritariamente a vasos semi-esféricos altos, de paredes rectas ou ligeiramente encurvadas e bordos rectos ou muito ligeiramente exvertidos. Um dos fragmentos de parede pos-

sui um mamilo. No conjunto, existe também uma parede com múltiplas perfurações completas que se pode identificar como queijeira. O artefacto de pedra polida é um pequeno machado de anfibolito de tipologia comum a vários sítios neolíticos.

5. O ESPÓLIO E A LEITURA ESTRATIGRÁFICA O espólio da Idade do Ferro que atrás apresentámos e discutimos foi recolhido nas diversas Unidades Estratigráficas que constituem as duas fases

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de ocupação da Idade do Ferro do Cabeço Guião. Os materiais merecem, portanto, ser analisados também globalmente, ainda que sempre de acordo com a sua distribuição contextual, até porque essa análise permite discutir tempos e sequências temporais, assim como questões concretas de classificação cronológica. Em primeiro lugar, importa destacar que não se notam diferenças muito acentuadas nos espólios que se associam a qualquer das duas fases construtivas definidas. Com efeito, e em termos gerais, as mesmas categorias cerâmicas estão presentes em ambas e com percentagens assimiláveis. A sua datação não difere excessivamente, o que pode traduzir uma ocupação sequencial, que terá sido, seguramente, curta no tempo. Os próprios materiais «datantes» conduzem às mesmas conclusões. Assim, por exemplo, a cerâmica estampilhada está presente em Unidades Estratigráficas distintas, a [1] e a [5], que correspondem à fase mais tardia e mais antiga, respectivamente. Não se podendo, seriamente, relacionar a UE [2] com nenhuma das duas fases principais, não há dúvida de que ela se subpunha à [1], sendo-lhe, portanto, anterior, o que torna clara a repetição dos mesmos motivos, especificamente o das «rosetas», em unidades estratigráficas mais tardias e mais recentes. Quanto a este tipo de decoração, deve recordar-se que ele é, maioritariamente, datado do século IV a.n.e., podendo, contudo, recuar até aos finais do século anterior, se tivermos em consideração os dados estratigráficos das Mesas do Castelinho, onde a decoração estampilhada ocorre em contextos em que se recolheu também cerâmica grega com esta cronologia, concretamente «Taças Cástulo» (Fabião, 1998). O fragmento de cerâmica grega do Cabeço Guião, recolhido na UE [1], é intrinsecamente datado do final do século V a.n.e., datação que poderá atribuir-se também à pátera de pé alto fabricada em cerâmica comum, recuperada na [5], dados os paralelos formais que apresenta com peças morfologicamente idênticas da Rua dos Correeiros em Lisboa, também de cerâmica comum, mas ainda de engobe vermelho (Sousa, 2014). Porém, da mesma Unidade é proveniente uma ânfora do Tipo 7, tipo que, atendendo a alguns contextos de Lisboa, como o de São João da Praça (Pimenta, Calado e Leitão, 2005), pode ser datado do século IV e mesmo III a.n.e., não sendo displicente recordar que está ausente da Rua dos Correeiros (Sousa, 2014), local onde a Idade do Ferro foi datada do final do século V /inícios do IV a.n.e. Por outro lado, os pratos carenados resgatados

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na UE [5] integram a forma 2Ba de Sousa (2014), variante ausente da Rua dos Correeiros, sítio datado dos finais do século V a.n.e., mas presente nos Moinhos da Atalaia e Freiria, parecendo ser uma evolução do tipo 2Ab, e, portanto, datável de momento posterior (século IV a.n.e.) (ibidem). Aliás, os pratos da variante presente em Cabeço Guião documentaramse em Outurela (Cardoso et al., 2014), tendo sido colocados em «momentos avançados do século IV a.n.e. (ibidem). No momento de discutir cronologias, parece também imprescindível falar da datação de radiocarbono para a Lareira 1, que se integrou na última fase de ocupação, tendo ficado comprovado que esta não poderia ter-se desenvolvido antes de 358 a.n.e. A amostra (carvão) forneceu o seguinte intervalo de tempo: 2150±45 BP A calibração proporcionou os seguintes resultados: A um sigma: [cal BC 351: cal BC 298] 0,337293; [cal BC 227: cal BC 222] 0,023664; [cal BC 211: cal BC 147] 0,464451; [cal BC 144: cal BC 111] 0,174592 A dois sigma: [cal BC 358: cal BC 275] 0,306834; [cal BC 260: cal BC 84] 0,645591; [cal BC 80: cal BC 55] 0,047575. Tendo em consideração estes dados, parece, pois, possível admitir que a ocupação humana do Cabeço Guião terá sido relativamente curta no tempo, podendo ter durado cerca de um século, tendo-se iniciado nos primeiros anos do século IV a.n.e. (1ª Fase).

6. DISCUSSÃO Os dados que apresentámos nas páginas anteriores são inequívocos quanto ao facto de o Cabeço Guião corresponder a um sítio habitacional de pequena dimensão, de âmbito rural, em que a exploração agrícola e a pecuária tiveram um importante papel. Porém, considerá-lo um «casal agrícola» parece excessivamente redutor considerado o conjunto do espólio encontrado. É evidente que não é este o lugar de discutir, com o detalhe que merece, o próprio conceito de «casal agrícola», discussão que, aliás, parece urgente, dado o uso (e o abuso) que dele se tem feito. Mas gostaríamos de deixar claro que os pequenos habitats são efectivamente rurais por oposição aos centros urbanos, sendo óbvio que as actividades seriam preferencialmente de tipo agro-pecuá-

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rio, nos primeiros, e comerciais, industriais e administrativas, nos segundos. Ou seja, a oposição cidade/campo ganha corpo na Península de Lisboa justamente na 2ª Idade do Ferro, o que não significa que em termos sociais os habitantes de uns e de outros locais fossem radicalmente distintos. Neste contexto, julgamos importante chamar a atenção para o caso concreto do Cabeço Guião, que ofereceu espólios de alguma relevância intrínseca, nomeadamente importações, como é o caso do vaso grego e da ânfora de tipo B/C, cuja pasta mostra uma produção extra-regional, mas também ainda dos artefactos de vidro, muito especialmente do amphoriskos, e dos de metal (fíbula, xorca, espeto). Por outro lado, a própria tipologia da cerâmica comum, sobretudo as taças de pé alto, mostram práticas sociais e alimentares típicas de ambientes mais «urbanos», cuja existência sai reforçada se a elas juntarmos o bolsal de cerâmica ática (forma destinada ao consumo do vinho à mesa) e as ânforas (vinárias e/ou oleícolas). Relacionado ainda com o consumo de alimentos deve considerar-se o espeto, quase sempre conectado com usos rituais ou pelo menos sumptuários. Se a estes dados juntarmos os adornos e o recipiente de vidro destinado a conter óleos aromatizados ou perfumes e se aceitarmos que a tesoura pode ter sido usada em actividades que se prendem com a estética masculina, parece possível questionar a aplicação do conceito de «casal agrícola», pelo menos na forma como foi definido e tem sido usado. A própria fauna, ainda que escassa, mostrou que o veado ocupou uma posição de relativo destaque, evidenciando uma actividade cinegética importante, de animais de grande porte, que costuma ser associada a classes sociais privilegiadas e aristocráticas. Estas mesmas observações aplicam-se a outros sítios da Península de Lisboa, como é, por exemplo o caso de Freiria, onde artefactos de pasta vítrea, espetos de carne e fechos de cinturão constam do conteúdo do inventário do sítio cascalense (Cardoso e Encarnação, 2013), parecendo, de facto, incompatíveis com uma população de meros agricultores e pastores, como aliás dois dos autores do presente estudo (AMA e ES) tiveram oportunidade de chamar a atenção recentemente em artigo realizado em colaboração com João Luís Cardoso (Cardoso et al., 2014). Esta mesma realidade tem sido discutida em outras regiões, e muito especialmente na Sardenha, onde o relativamente elevado estatuto social dos sítios rurais tem vindo a ser demonstrado (Gomez Bellard e van Dommelen, 2014).

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

«IT’S THE END OF THE WORLD AS WE KNOW IT…»:1 O FINAL DA IDADE DO BRONZE E O INÍCIO DA IDADE DO FERRO NO INTERIOR ALENTEJANO «It’s the end of the world as we know it…»: the Final Bronze Age and the Iron Early Age inside the Alentejo Rui MATALOTO, Municipio de Redondo Se o modelo não consegue transformar a realidade, a realidade deveria conseguir transformar o modelo. ITALO CALVINO, Palomar, 1983

Resumo: Pretende-se com este trabalho apresentar uma breve perspectiva sobre a dinâmica social e de povoamento da primeira metade do Iº milénio aC no interior alentejano, durante a qual se produz o colapso da sociedade do final da Idade do Bronze e emerge a sociedade rural da Idade do Ferro. Summary: The aim of this paper is to present a brief overview about the social dynamics in the first half of the 1st millennium BC in inner Alentejo, when occurs the collapse of the Bronze Age society and emergs the rural society of Iron Age. Palavras-chave: Alentejo Interior; Bronze Final; colapso; Idade do Ferro; Povoamento rural; Necrópoles rurais. Key words: Inner Alentejo; Final Bronze Age; Collapse; Iron Age; Rural Settlement; Rural Necropolis.

1. UM, DOIS, MUITOS ALENTEJOS: APRECIAÇÃO GEOGRÁFICA O Alentejo constitui um imenso território que se estende dos maciços graníticos a Norte da Serra de São Mamede, das cristas quartzíticas de Nisa e das Areias de Ponte Sor, até às abas ondulantes das serras algarvias, que o separam do mar a Sul.

1 «It’s the End of the World as We Know It (And I Feel Fine)», R.E.M., Document, 1987.

A imensa diversidade que engloba é, muitas vezes, unificada numa visão de um plaino sem fim, abrasador e pobre, onde a sombra é a que vem do céu. Todavia, esta é uma imagem excessivamente simplificada onde não se enquadram os múltiplos cambiantes da Paisagem Alentejana marcada, isso sim, por extensos corredores naturais onde a transitabilidade flui com facilidade, através de bacias hidrográficas de pouca monta, que se enchem em torrente nas invernias rigorosas (Fig 1). O território que designamos aqui genericamente como interior alentejano é, então, correspondente,

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Figura 1. O Alentejo Interior no Sul de Portugal.

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essencialmente, à bacia do Guadiana e às cabeceiras dos principais afluentes do Tejo e Sado em território actualmente português. Deste modo, ainda que seja marcado por uma enorme diversidade de paisagens e geologias, que a condicionam, apresenta alguma unidade em si, desenvolvendo corredores de transitabilidade perpendiculares ao curso do Guadiana, criando pontos nodais na sua travessia, ou nos grandes festos, permitindo, então, realçar as grandes serranias como elementos estruturantes quer do povoamento quer da paisagem. As grandes linhas de cumeada, como a Serra d’Ossa, o Maciço calcário de Estremoz, a Serra de Portel ou, mais a Norte, São Mamede, que marcam largamente a paisagem, dispõem-se em sentido aproximadamente SE-NW alinhando a paisagem e favorecendo a criação de grandes eixos naturais de circulação. O território oriental centro alentejano e a zona meridiano-oriental do distrito de Portalegre, constituirá, no Alto Alentejo, o cerne deste trabalho, deixando à margem a região mais a Norte e a Ocidente, com marcada individualidade geográfica face a estas, quer pela imponência dos granditos de São Mamede, quer pelas areias terciárias da bacia do Tejo. Esta é uma região claramente marcada pelo festo entre as três grandes bacias hidrográficas do Sul do território português, reforçando as suas características de grande corredor natural entre o curso superior descendente do Guadiana e o tramo final do Tejo e do Sado. Deste modo, cremos importante realçar que se trata de uma grande área de transição e passagem, um extenso corredor natural de ligação entre a bacia do Médio Guadiana e o mar, que certamente entraria nos longos estuários até bem mais a montante que os dias de hoje. Os escassos dados paleoecológicos, baseados em limitadas análises polínicas, parecem determinar que, para o momento que aqui nos ocupa, o território em questão teria conhecido ainda uma importante cobertura vegetal, de montado denso, e importantes coberturas ripárias, que entra em rápida regressão durante a primeira metade do primeiro milénio aC (Hernández 2005; Hernández 2008). O Baixo Alentejo é tido, em grande medida, como a paisagem típica do todo alentejano, um grande plaino, pouco arborizado, levemente ondulado, dominado por paisagens abertas, de cultivos de sequeiro. Todavia, a realidade baixo alentejana é bem mais complexa e diversa em termos fisiográfi-

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cos, dominada, é certo, pelos férteis e profundos solos dos Barros de Beja, que se desenvolvem da serra do Mendro para Sul, ou da Serra de Grândola até à margem esquerda do Guadiana, onde esbarram nos contrafortes da Serra Morena e na Serra de Ficalho/Aracena. Este facto não obsta a que, por vezes, por entre férteis planuras, de relevo ondulante, pontualmente pronunciado, se ergam áreas mais enrugadas, de xistos, ou mesmo de granitos, como fica bem patente nas margens do Guadiana. Este é, então, um território de paisagens abertas, e de fácil trânsito, principalmente Este-Oeste, interligando as bacias do Sado e do Guadiana, funcionando os fundos de estuário, em Alcácer e em Mértola, respectivamente, como verdadeiros canais de intercâmbio extra-regional (Fig 1). A Sul, a barreira das serranias algarvias e do grande planalto que as antecede estabelece uma fronteira permeável que, contudo, define uma entidade geográfico paisagística muito particular. O ondular seco, de magros solos, que se adensa à medida que caminhamos para Sul, afunilando as passagens nas escassas portelas existentes entre profundos barrancos, por entre um «mar» agitado de cabeços que se sucedem de forma encrespada, marcou certamente a identidade das comunidades que se estabeleceram quer na própria serra, quer no planalto que a antecede, caso da área de Ourique/Palheiros.

2. ACROSS THE RIVER AND INTO THE TREES2: O FINAL DA IDADE DO BRONZE NO INTERIOR ALENTEJANO O interior alentejano parece ser marcado desde meados do segundo milénio aC, como temos vindo a defender (Mataloto 2012), por redes complexas de povoamento estruturadas em torno de grandes aglomerações populacionais que, organizadas em parcerias solidárias e interdependentes, coordenariam amplos territórios na envolvente das principais serranias. A implantação dos maiores povoados em destacadas cumeadas, onde se viam e se davam a ver, permitia-lhes assumir um papel fundamental na gestão das transitabilidades, ao localizarem-se sempre, ou quase sempre, em relevantes pontos nodais de caminhos naturais. Este facto possibilitou a ascensão de determinados grupos que assentariam o

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Ernest Hemingway 1950.

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seu poder no controlo e gestão da circulação de bens e pessoas, de origem regional e supra regional, como foi proposto para outras realidades do Ocidente peninsular (Vilaça 1998: 348), ou mesmo europeias (Kristiansen 2007; Kristiansen e Earle 2015). Esta dinâmica acabaria por desembocar no reforço das sinergias regionais e inter-regionais, estimulando o aparecimento de alianças intergrupais que controlariam os fluxos de circulação. Deste modo, acabariam por sair reforçados os laços de uma comunidade com um território e uma identidade, dando origem a processos de territorialização e consolidação dos elementos sociais nelas envolvidos (Vilaça 1998; Pavón 1998). Os sistemas de povoamento desenvolvidos em torno das principais serranias alentejanas, como a serra d’Ossa, Portel ou as elevações de Monsaraz, apenas seriam sustentáveis num quadro de estreita colaboração e solidariedade entre povoados vizinhos, ajudando a diluir uma eventual conflitualidade latente, dada a pressão sobre os recursos. Estas realidades sociais, centradas nas serranias, deveriam estar integradas em redes de solidariedade regionais unidas por laços identitários e familiares que lhes permitiriam integrar redes de trocas e circulação, fortalecendo a sua posição face aos sistemas de povoamento mais próximos. Esta leitura, que nos levou a considerar a emergência de verdadeiros Senhores das Serras (Mataloto 2012), acabou por se sustentar essencialmente numa visão estruturada do povoamento e da sociedade que lhe estaria subjacente. No entanto, estamos certos de que dificilmente poderíamos entender estes grupos sociais como fortemente estratificados, ou com uma mobilidade social reduzida, que se aproximasse de contornos proto-estatais. Assim, sem negarmos a existência de diferenciação social e de povoamento, concebemos uma sociedade do final da Idade do Bronze ainda largamente baseada nas estruturas familiares de parentesco e num nível de produção familiar, na qual, todavia, começariam a emergir em determinadas linhagens elementos socialmente destacados, acompanhando, aliás, perpectivas mais dinâmicas e complexas dos próprios meios de produção doméstica, afastando-nos das leituras mais lineares de Sahlins (Delgado 2001: 464). Para as realidades Centro e Norte europeias têm vindo a propor-se modelos socio-políticos que implicam uma estruturação política, social e e c o n ó m i c a que dificilmente vislumbramos na nossa região (Kristiansen e Earle 2015). Usualmente, estes modelos são baseados em estruturas

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de chefados, entendidos como «decentralised archaic state» onde, apesar das dificuldades de centralização dos sistemas produtivos, se documentaria uma clara hierarquização social e do território, com a presença de indivíduos destacados da estrutura produtiva, que controlariam, a partir de povoados centrais, o tributo da população camponesa, para manter grupos de guerreiros e artesãos especializados (Kristiansen 1998: 48; Kristiansen 2007: 61; Kristiansen 2010: 169). Se atendermos apenas aos diferentes modelos de ocupação reconhecidos para o interior alentejano, com dimensões e estratégias de implantação bem distintas, seria possível ler as malhas de povoamento documentadas numa perspectiva altamente estruturada e hierarquizada (Soares 2005; Mataloto 2012; Serra 2014). Contudo, mesmo conscientes das críticas tecidas a leituras mais imobilistas, onde a escassa diferenciação da estrutura habitacional era entendida como indicador directo e imediato de uma estrutura social menos complexa, igualitária, baseada num modo de produção doméstica (Barceló 1995 cf. Delgado 2001: 475), cremos que a total ausência de conhecimento da estrutura interna dos povoados e das estruturas habitacionais, a ausência de indícios de controlo da produção, nomeadamente metalúrgica ou agrícola e a inexistência, ao menos atestada, de sítios especializados impõe grande prudência e a procura de modelos alternativos, que se afastem dos rígidos paradigmas sociais apresentados por Service (Crumley 1995: 3; Harding 2000: 389). Assim, como foi proposto para uma das raras áreas estudadas de modo aprofundado no Centro-Sul de Portugal, a Beira Baixa, é bastante provável que estejamos perante sociedades com chefes, mas não chefados, onde a diferenciação existe, mas não uma estruturação social hierarquizada rígida (Vilaça 1995: 418). Nos últimos anos têm vindo a multiplicar-se os estudos que avançam leituras menos rígidas da estruturação das comunidades, buscando alternativas que procurem melhor enquadrar a realidade existente, fugindo a esquemas rígidos de hierarquização de tipo piramidal (Kienlin e Zimmerman 2012; Thurston 2010). É justamente neste contexto que têm vindo a surgir as propostas de fundo heterárquico (Crumley 1995), que permitem um mais profundo entrosamento entre as diversas realidades, sem os preconceitos inerentes aos modelos disponibilizados anteriormente (Harding 2000: 391). Efectivamente, mesmo nas regiões melhor estudadas onde, segundo alguns, parece documentar-se uma estrutura social de fundo estatal, fortemente hierarquizada (Lull et

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Figura 2. Jóias áureas e panóplias guerreiras do interior alentejano. Vista geral das elevações de Monsaraz, centro de um denso sistema de povoamento.

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al. 2009; Aranda Jiménez 2015), leituras mais recentes vêm contrariar largamente esta perspectiva, demonstrando que a diferenciação, apesar de ineludível, não teria a expressão que se supõe, não permitindo, se quer, o afastamento de elementos sociais destacados das actividades produtivas (Bartelheim 2012). Regressando, então, ao interior alentejano durante o Bronze Final, entendemos que as redes de povoamento seriam essencialmente compostas por povoados independentes do ponto de vista económico, baseados numa produção atomizada, que se desenvolvia em contexto essencialmente doméstico, o que não impossibilita, como bem assinala A. Delgado (2001: 469), que possa atingir um alto grau de qualidade e especialização produtiva, o que aliás fica bem patente na produção oleira de elevado grau de acabamentos, como as cerâmicas de ornatos brunidos, indiciadora, tal como a metalurgia, de uma elevada capacidade técnica. No entanto, é plausível que alguns destes povoados conseguissem atrair a si funções de controlo sobre o fluxo de materiais exóticos e de luxo, e mesmo da transitabilidade, ao controlarem pontos nodais de circulação, o que autorizaria a emergência de elementos socialmente destacados capazes de obter mais-valias desta posição, tal como se propôs para outras regiões do Ocidente peninsular (Vilaça 1995: 419) ou da Europa (Kristiansen 2007: 71; Kristiansen e Earle 2015: 239). No entanto, não temos evidências efectivas que esta função se encontrasse concentrada nos centros de maior dimensão, ainda que a sua posição adjacente a importantes portelas naturais, caso do Castelo Velho da Serra d’Ossa ou Evoramonte, o torne plausível. Assim, poderá ter sido o desenvolvimento desta capacidade e função o elemento potenciador do desequilíbrio inter-povoados, mais que a sua capacidade produtiva, nomeadamente metalúrgica, a qual de modo algum estaria confinada apenas às grandes instalações de cumeada, chegando mesmo aos pequenos povoados de altura, como ficou bem atestado nas Martes (Redondo) (Mataloto, 2013: 252) ou em pequenas ocupações temporárias, como Entre Águas 5 (Serpa) (Rocha, 2012; Rocha et al., 2012). O desequilíbrio e acumulação seriam gerados, então, a partir das ligações com o exterior da comunidade, mais do que através da exploração desigual intra-grupal, favorecendo a fluidez dos contactos que se estruturariam de modo progressivo em âmbitos cada vez mais alargados, favorecendo graus diferenciados de interacção com as comunidades envolventes. As comunidades que integravam um sistema

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de povoamento do tipo que identificámos em torno das serranias alentejanas (Mataloto 2012) estariam fortemente unidas entre si por estas ligações familiares, gerando conceitos de identidade grupal que estimulariam a interacção social com comunidades distantes, após a saturação das ligações internas, onde a troca de mulheres deveria desempenhar um papel relevante. De alguma forma, a presença de cerâmicas de tipo «Cogotas», em Evoramonte ou Passo Alto (Soares et al. 2012: 260) (Fig 3) poderá ser um indicador destas ligações. Por toda a Europa, o final da Idade do Bronze é marcado pela disseminação de importantes panóplias de fundo guerreiro, associadas, segundo alguns, a verdadeiros senhores da guerra (Kristiansen 1999: 181). O território alentejano parece acompanhar esta tendência, se tivermos em consideração o registo de diversas espadas e pontas de lança na região, as quais poderiam em boa medida ter sido produzidas localmente, se atenderemos à existência de moldes no Castro do Ratinhos (Berrocal e Silva 2010: 311) e na Coroa do Frade (Arnaud 1979: 69). Estas poderão apontar igualmente para a emergência da condição guerreira neste território, em particular se associarmos à fundação de amplos povoados de cumeada e altura dotados de estruturas perimetrais, por vezes com claro sentido ostentatório, mais propriamente que coercivo, como fica patente no Castro dos Ratinhos (Berrocal e Silva 2010) ou no Passo Alto (Soares et al. 2012). Cremos que a necessidade de reunir amplos grupos humanos em locais estratégicos e de elevada defensabilidade natural, caso das grandes unidades de povoamento em cumeada, deverá ter resultado da existência efectiva de tensão ou conflito, o qual terá desempenhado um papel relevante na estruturação e consolidação das redes de povoamento do final da Idade do Bronze da região. Este aspecto terá gerado um maior sentido grupal inter-comunitário, que derivará na progressiva territorialização das comunidades tanto das serras como das planícies, que ocupariam e explorariam o território em coordenação. Neste contexto, é provável que certas famílias tenham assumido funções de coordenação de acções de grupo, desenvolvendo ou integrando importantes linguagens identitárias transregionais, que fomentariam e reforçariam o sentido gregário. Estes seriam, então, os Senhores das Serras, determinantes para a coesão do grupo, assumindo a sua condição através de relevantes panóplias guerreiras e impressionantes conjuntos áureos, provavelmente ostentados pelas suas mulheres, que partilhariam uma lin-

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Figura 3. Cerâmicas de estilo «Cogotas» do Passo Alto (A) e Evoramonte (B).

guagem simbólico-identitária que os integraria em amplas redes de comunidades solidárias, como defendemos anteriormente (Mataloto 2012). O desenvolvimento destas linguagens identitárias e simbólicas seria fulcral para a estruturação dos grupos, ainda muito dependentes de organizações primárias, assentes em laços de união familiar. Deste modo, a associação frequente de impressionantes

conjuntos áureos (bracelete de Estremoz, Arraiolos ou Redondo, colares de Évora, Portel ou Monsaraz) aos distintos sistemas de povoamento registados nas serranias alentejanas deverá corresponder à formação de territórios estruturados em torno de redes de interacção familiares, das quais emanariam unidades socialmente destacadas, com as quais o grupo se identificava, e que provavelmente ajudaria a

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escolher. Esta seria uma forma de manter o grupo coeso sem recurso a coerção político-militar. A coesão do grupo deveria ser consolidada em assembleias, realizadas sazonalmente, que mediavam a transmissão e distribuição de poder entre as diversas unidades familiares, centralizadas nos designados patriarcas (Barceló 1995: 585). Estes, que corporizariam as redes de interacção familiares, escolheriam um «primus inter pares», que se poderia aproximar, apesar das críticas às leituras mais tradicionais, ao Basileus homérico (Crielaard 2011), sobre o qual recairia a função de coordenar as distintas comunidades representadas, fazendo-se acompanhar de importantes panóplias guerreiras e jóias de forte sentido identitário exibidas, eventualmente, pelas suas mulheres como sinal da selagem de pactos de reciprocidade inter-grupal, como foi proposto há muito (Ruiz-Gálvez 1988) (Fig 2). No entanto, a ordem social, em particular nestas formações de base familiar e fundo ainda relativamente isonómico, é fortemente dependente da confiança e solidariedade, necessitando de uma regulação e mediação contínua do poder, com vista à sua efectiva legitimação, tendo que desenvolver um propósito que oriente a entrega e gestão desse mesmo poder (Eisenstadt, 1988: 240). Contudo, assim que um destes pressupostos é quebrado, todo o sistema pode desmoronar, sendo justamente isto que cremos ter sucedido algures no final do primeiro quartel do Iº milénio a.C. Assim, este modelo social haveria de entrar em profunda desagregação provavelmente a partir dos finais do séc. VIII a.C., coincidindo com a chegada dos primeiros influxos gerados pela presença fenícia na costa atlântica. A relativa escassez destes últimos, por vezes apenas meramente indiciados, deixa escassa margem para uma relação directa de causa/efeito entre os dois fenómenos. O exemplo do Castro dos Ratinhos, com a presença de construções de planta rectangular em área destacada, de presumível função sagrada, associada aos botões de ouro com elementos em filigrana (Berrocal e Silva 2010: 420), parece demonstrar que os novos elementos de fundo colonial foram ainda integrados numa tentativa de reforçar as velhas identidades com as novas linguagens, que se começavam a difundir. Contudo, e tal como fica patente no abandono deste povoado num momento pouco posterior aos primeiros contactos coloniais, cremos que as novidades não terão sido suficientes para manter o sentido identitário que garantia a coesão do grupo, levando à sua desagregação e à desestruturação das redes solidárias de base familiar. As tensões internas geradas pelo modelo social e de

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povoamento do final da Idade do Bronze deverão estar, então, na base da sua desagregação, na viragem para a Idade do Ferro. Esta desestruturação acabaria por romper os laços de solidariedade intra e inter comunitários, gerando a total desagregação das comunidades que, em alguns casos, se tentou manter reunidas através da disseminação de novos elementos integradores, como a nova religião, visível no caso dos Ratinhos, ou na introdução de novos produtos, como o vinho nas celebrações colectivas, como o parece indiciar a amortização de ânforas importadas em São Gens (Mataloto 2004a). Cremos que no final da Idade do Bronze, eventualmente já contemporâneo das primeiras presenças coloniais no Sul peninsular, a estruturação social tal como a temos vindo a caracterizar, essencialmente igualitária, baseada nas alianças intra e inter familiares, caminharia a passos largos para um novo paradigma no qual elementos emergentes consolidariam a sua posição, estabelecendo eventualmente um verdadeiro grupo clientelar, rompendo com a base electiva e de reciprocidade familiar antes estabelecida. Contudo, os desequilíbrios e exigências provocados por este novo sistema esbarrariam nas limitações políticas, económicas e técnicas que novas formas de estruturação social exigiriam, nomeadamente para a passagem a um realidade de fundo estatal ou protoestatal, com capacidade agregadora suficiente para manter unidos territórios não já numa base electiva e redistribuidora, mas sim hierarquizada, piramidal e, no limite, coerciva. Assim, cremos que terá sido esta impossibilidade que, impedindo a «progressão» para novas formas de agregação e convivência, acabaria por conduzir à desagregação dos amplos sistemas de povoamento que se foram estabelecendo ao longo do final da Idade do Bronze. Neste aspecto, a designada «Teoria do Colapso» de J. Tainter (1988:121 e ss) é particularmente clara na dificuldade de manter determinado nível de complexidade, sem que esta seja acompanhada por novas formas produtivas, políticas e técnicas, capazes de suportar a transformação constante, acabando por conduzir ao esgotamento do sistema e ao seu colapso. No entanto, se por um lado achamos que o desmantelamento deste sistema social terá derivado essencialmente de causas internas, não deixa de ser interessante verificar que terá coincidido com o arranque da colonização fenícia no Sul peninsular, e depois na fachada atlântica. Aliás, a implantação de comunidades mediterrâneas em Huelva e Cádiz entre finais do séc. X e a primeira metade do séc. VIII a.C. (González de Canales et al. 2004;

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Mederos 2007; Botto 2014; Celestino 2014), já com notável complexidade (Gener Basallote et al. 2014), ou a instalação de uma colónia fenícia na foz do Guadiana durante o séc. VIII a.C. (García Teysandier et al. 2014) não terá certamente passado totalmente desapercibida às comunidades do final da Idade do Bronze alentejanas, como aliás parece ter ficado claro nos Ratinhos (Berrocal e Silva 2010), ou se pode intuir na Rocha do Vigio (Mataloto 2012). E, neste contexto, em especial para comunidades e determinados elementos que baseariam o seu poder na capacidade de controlo da passagem e fluxo de bens, assente nas ligações inter-familiares de largo alcance, a oferta gerada a partir do litoral poderia facilmente destruir a sua capacidade de controlo, já de si fragilizada pela incapacidade técnica e burocrática. Por outro lado, a emergência de toda uma nova rede de povoamento na foz do Tejo, e provavelmente do Sado, a partir de meados finais do séc. VIII a.C. (Arruda 2005), em detrimento da rede de ocupação do final da Idade do Bronze (Arruda e Sousa 2015: 185), que atinge particular pujança e dinamismo durante o séc. VII a.C., justamente quando a rede de povoamento do final da Idade do Bronze do interior alentejano se desmantela por completo, poderá ter originado uma enorme atractividade condicionando fluxos migratórios interior-litoral, passíveis de explicar, inclusivamente, a rapidez de introdução de algumas novidades mais profundas, como as novas técnicas edilícias e de organização do espaço, que veremos ocorrer com toda a clareza nos finais do séc. VII e século VI a.C. no interior alentejano. Assim, após o colapso da sociedade do final da Idade do Bronze ditou o regresso a um nível familiar restrito, com a quebra das solidariedades locais, gerando durante o séc. VII a.C. a emergência de uma sociedade rural estruturada em torno de pequenas unidades de exploração do tipo «monte», nas quais cremos ver rasgos de relativa isonomia (Mataloto 2007: 157; 2009: 281). O início da Idade do Ferro no interior alentejano terá sido, então, marcado pela descida da montanha para arrancar um verdadeiro Mundo Novo, centrado nos montes, enquanto unidades base de exploração, de raiz familiar. Exemplo taxativo deste Novo Mundo é o facto de, até hoje, nenhuma destas instalações rurais da Idade do Ferro apresentar claros indícios de continuidade face a uma ocupação decorrida durante a Idade do Bronze. Em geral, após o colapso de sociedades com estruturas de povoamento diferenciado, como as do final da Idade do Bronze, geram-se sistemas de soli-

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dariedade baseados nas estruturas familiares restritas, originando sistemas de povoamento de menores dimensões, mais isonómicos, mas fortemente ligados por laços de sangue (Démoule 1999: 130), tal como parece ter acontecido no espaço helénico, após o colapso do Mundo dos Palácios Minóicos e Micénicos (Morris 2006: 74). Parece-nos justamente este o processo que se pode reconhecer na região alentejana durante um momento antigo da Idade do Ferro. A complexidade social tem sido entendida usualmente de um ponto de vista evolucionista, em crescendo linear, por forma a desembocar na realidade social actual, altamente complexa e dinâmica. Contudo, a percepção de momentos obscuros, de estagnação ou mesmo regressão foi sempre mal entendida, pouco aceite, ou explicada por momentos de conturbação derivados de invasões conduzidas por entidades sociais e políticas exteriores, que buscavam justamente essa progressão. Contudo, a teoria do colapso das sociedades (Tainter, 1988; Yoffee e Cowgill, 1988; Schwartz e Nichols, 2006) e mais recentemente de «involução» ou «devolution» (Hansen, 2012; Aranda Jiménez, 2015) tem vindo a ganhar visibilidade, integrando momentos de «regressão» na complexidade social, retornando a formas mais básicas de interação, geralmente de índole familiar restrita. Cremos que terá sido justamente isto que terá ocorrido na transição das realidades sociais do final da Idade do Bronze para as comunidades do início da Idade do Ferro no interior alentejano. Terá sido, realmente, «the end of the world as they knew it…».

3. «THE MORE STITCHES, THE LESS RICHES»3 …: RURALIDADE E DINÂMICAS DO POVOAMENTO SIDÉRICO NO ALENTEJO INTERIOR O final da primeira metade do Iº milénio aC no interior alentejano parece ter sido, então, marcado por um intenso processo de ruralização do povoamento, devendo as pequenas instalações dispersas no agro constituir o cerne da estrutura populacional. Este fenómeno tem vindo a ser particularmente bem documentado no Alentejo Central (Mataloto 2004; Calado et al. 2007; Mataloto 2009; Marques et al. 2013), ainda que nos últimos anos novos dados referentes ao Baixo Alentejo a Norte de Beja (Borges et al. 2012; Cosme 2007) tenham permitido alargar esta

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Brave New World, Aldous Huxley, 1932.

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dinâmica a todo o interior alentejano, interligando a região de Ourique/Castro Verde, onde inicialmente se documentou este modelo de povoamento (Beirão 1986; Maia 1988), com o Alentejo Central. Este processo de ruralização parece desenrolar-se, de modo sistemático, a partir de meados/finais do séc. VII a.C. (Mataloto, 2004; Calado et al. 2007), coincidindo com o abandono generalizado dos grandes povoados fortificados do final da Idade do Bronze. O final do séc. VII a.C. foi, então, marcado pela total reorganização do povoamento alentejano, emergindo uma densa malha de pequenas instalações rurais. Se o advento desta realidade é já possível rastrear dentro deste século, será com o séc. VI a.C. que surgirá como um padrão consolidado, efectivando-se ao longo deste, creio, o optimum da ocupação rural. Julgo particularmente redutor ler toda uma enorme densidade de pequenas instalações rurais na superintendência de unidades de povoamento concentrado, pouco ou nada documentadas, sendo a realidade bem mais complexa, no entrecruzar dos vários modelos de instalação. Assim, grandes complexos rurais, como o Espinhaço de Cão (Mataloto 2009) poderiam gerar e controlar diversas outras unidades rurais, enquanto na margem dos territórios mais férteis estas se poderiam organizar em pequenas comunidades interligadas por laços familiares (Mataloto 2007). A partir de meados do séc. V a.C. parece desenvolver-se um novo processo de concentração populacional em povoados fortificados instalados em alcantilados rochosos, num verdadeiro acto de encastelamento, que estará em grande medida concluído nos meados do século seguinte. Este processo, provavelmente resultante de uma acção de cinecismo, acabará por representar o abandono da maior parte parte das instalações em meio rural no espaço alentejano, já na segunda metade do milénio. Com o processo de ruralização forma-se uma nova realidade social, onde a unidade familiar restrita sairá reforçada, como base da estruturação da sociedade. Esta profunda reorganização social será marcada por um momento inicial de relativa isonomia, que rapidamente se irá complexificar nos séculos seguintes. Este novo paradigma humano e social parece assentar na exploração rural do território por pequenos grupos de raiz familiar, sem que até ao momento possamos ter encontrado grandes unidades populacionais geradoras de novas centralidades. A exploração do território assentaria, então, na instalação de uma rede diferenciada e coordenada de ocupações rurais, do tipo «monte», composta por

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unidades produtivo-habitacionais, que poderiam oscilar entre as escassas dezenas e mais de um milhar de metros quadrados de área edificada (Calado et al. 2007; Calado e Mataloto 2008; Mataloto 2004; Mataloto 2007; Mataloto 2008). A nível social surgenos relativamente simples assumir, num momento avançado, tal como para outras áreas peninsulares, a presença de grandes senhores terratenentes, verdadeiros Senhores do Campo (Mataloto et al. 2008: 297; Rodríguez Díaz 2009), a par dos quais existiria um grupo de pequenos proprietários rurais e uma enorme massa de camponeses. Por outro lado, na margem das melhores terras, em territórios pouco atractivos e escassamente produtivos, poder-se-iam ter desenvolvido pequenas comunidades de cariz aldeão, vivendo em regimes de relativa autarcia, como parece poder ser o caso da comunidade documentada na Herdade da Sapatoa (Mataloto 2007). O campo teria sido, então, um espaço múltiplo de vivências que dificilmente se encaixaria em esquemas politico-sociais rígidos e inflexíveis, onde a diversidade nunca teria lugar. Esta perspectiva tem vindo a ser desenvolvida nos últimos anos para boa parte da Idade do Ferro do centro e norte da Europa, como se mencionou acima, onde os modelos hierárquicos e rígidos com que se tem vindo a ler as realidades mediterrâneas encontram pouco eco (Thurston 2010). Mesmo na realidade mediterrânica esta situação tem vindo a ser questionada, buscando novas formas de entendimento e caracterização do entrosamento social e político, fora dos esquemas mais usuais, utilizados para explicar a estruturação dos grandes império do Próximo Oriente, como defende, na esteira de outros, M. Ruiz-Gálvez (2013: 105) para os designados «estados periféricos do Bronze Final» do Oriente mediterrânico. Recentemente, novos modelos e leituras sociais foram tentados para explicar realidades sociais e de povoamento com algumas afinidades com as centro-alentejanas, nomeadamente para as Vegas Altas do Guadiana, introduzindo-se leituras de fundo heterárquico (Rodríguez Díaz 2009: 179). Cremos ser este o caminho a trilhar para ler as estruturas de povoamento atomizadas que temos vindo a reconhecer no território alentejano. Os modelos heterárquicos, ou mesmo o próprio «modelo celular» proposto para o território extremenho (Rodríguez Dìaz 2009: 177), podem assumir contornos bastante distintos, profundamente hierarquizados intra-sítio ou dentro de cada território (Crumley 1995). No mesmo sentido parecem apontar as «house societies» (González-Ruibal 2006), que poderão ajudar a com-

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Figura 4. «Montes» da Idade do Ferro do Alentejo Central: A – Espinhaço de Cão; B – Malhada das Taliscas; C – Monte do Roncão 11; D – Espinhaço 9; E – Herdade da Sapatoa 3; F – Casa da Moinhola 3; G – Herdade da Sapatoa.

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preender a estruturação do espaço rural em torno de amplos conjuntos edificados, como os registados em Espinhaço de Cão ou Malhada das Taliscas (Calado e Mataloto 2008). As ocupações rurais de maior dimensão e complexidade poderão coordenar, com base em esquemas clientelares de origem familiar ou não, pequenos territórios ou «herdades», fomentando a atomização do poder, por um lado, e a sua concentração em pequenas unidades, por outro. Deste modo, durante grande parte da Idade do Ferro antiga do interior alentejano presidiria uma sociedade onde as grandes clivagens não teriam existido, apesar das diferenças patentes nos conjuntos arquitectónicos e em muitas das necrópoles que têm sido dadas a conhecer neste território (Mataloto 2010-2011; Figueiredo e Mataloto np). Os conjuntos arquitectónicos rurais dos sécs VI e V a.C. que têm vindo a ser registados no interior alentejano acabam por materializar quer a diversidade das condições sociais e económicas das populações rurais, quer a própria transformação e complexificação destas comunidades até aos meados do Iº milénio a.C. Na margem esquerda do Guadiana identificou-se um grande complexo arquitectónico rural, afim dos reconhecidos na sua bacia média, nomeadamente o sítio de Cabeço Redondo, em Moura (Monge Soares 2012), que nos deverá alertar para a existência, também aqui, de um processo de acumulação e hierarquização que, contudo, também não terá seguimento na segunda metade do milénio. A introdução no espaço rural de uma nova linguagem espacial, e de novos métodos construtivos, através da interacção com o Mundo colonial fenício, produzirá uma rápida disseminação da nova arquitectura, que incorpora em si novas forma de uso, segmentação e interação espacio-social. A profunda transformação, ou mesmo verdadeira rejeição, do modelo social e político anterior criará um contexto bastante favorável a uma rápida integração das novas técnicas edilícias e de estruturação do espaço habitado. As novas técnicas de construção e organização do espaço não são, cremos, algo que possa ser apreendido apenas pela observação do resultado final, requer uma aprendizagem especializada e uma práctica efectiva. Estas, se atendermos aos dados proporcionados pelos trabalhos do Castro dos Ratinhos (Berrocal e Silva 2010), devem ter sido introduzidas através do contacto entre elementos socialmente destacados, e em contextos sociais, políticos e ideológicos particulares, através dos quais se procurava reforçar ou perpetuar o status quo existente. Neste aspecto, como nos assinala M. Ruiz Galvez

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(2013: 197), os arquitectos, ou mestres construtores, terão sido um dos artesãos especializados trocados entre as elites mediterrâneas, podendo eventualmente ter ocorrido algo semelhante a nível peninsular. Todavia, como se viu, tal não surtiu efeito, acompanhando o desmantelamento das redes de povoamento da Idade do Bronze a disseminação das novas realidades arquitectónicas, indiciadoras, agora, não já do satus quo, mas sim dos novos tempos e da nova sociedade. As ocupações rurais, como Miguens 10 ou Espinhaço de Cão (Calado et al. 2007) apresentam, desde o início, características que veremos posteriormente consolidadas. A planta ortogonal e a construção em terra dissemina-se desde logo, acompanhando a dispersão da cerâmica a torno, que parece conhecer maiores dificuldades na sua total integração. A realidade arquitectónica é, sem margem para dúvidas, material cultural significante, que resulta do processo histórico e social das sociedades que acolhe. Segundo algumas propostas, a complexidade das realidades construídas parecem estar directamente relacionadas com o grau da complexidade social (Kent 1990) evoluindo de modo relativamente simultâneo. Segundo esta autora, a segmentação do espaço habitado resultaria de uma crescente segmentação social, por idades, géneros, funções, etc. Se é possível registar uma progressiva segmentação do espaço desde um momento antigo da Idade do Ferro, patente principalmente em sítios de maiores dimensões e complexidade, caso do Espinhaço de Cão (Mataloto 2009) ou Monte do Roncão 11 (Marques et al. 2013: 45) (Fig. 4), por outro lado, em sítios menores e mais simples, como os detectados na Herdade da Sapatoa (Mataloto, 2004) (Fig. 4), ainda que se registe alguma divisão do espaço habitado, creio que os compartimentos seriam maioritariamente plurifuncionais, seguindo uma tradição milenar, o que não obsta a que se identifiquem espaços diferenciados, como as prováveis áreas de armazenagem. A presença de pátios interiores, bastante arreigados à tradição urbana de fundo mediterrâneo (Fig. 4), facilmente se integraria numa tradição local de utilizar como espaço de preparação e confecção dos alimentos a área exterior fronteira ao edifício principal, que se manteve em alguns locais até aos dias de hoje. O espaço edificado parece, então, efectivamente segmentar-se, em primeiro lugar, sob um ponto de vista económico, isto é, a produção e acumulação de excedentes, associada a uma maior pressão sobre os recursos, materializada na verdadeira explosão de

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pequenas unidades rurais, traduzir-se-á no aparecimento de estruturas autónomas para a acumulação familiar de alimentos, caso dos possíveis silos circulares detectados na Herdade da Sapatoa (Mataloto 2004: 52) e Monte do Roncão 11 (Marques et al. 2013: 45) ou do grande edifício Sul da Malhada das Taliscas 4 (Calado et al. 2007) (Fig 4); no mesmo sentido parece apontar o aparecimento de compartimentos interiores para armazenagem do quotidiano, caso do Ambiente II da Herdade da Sapatoa 3 (Mataloto 2009: 292) (Fig. 5). As estruturas relacionadas com o culto parecem seguir um processo relativamente precoce de segmentação e autonomização, começando a surgir espaços diferenciados no interior dos conjuntos edificados exclusivamente dedicados a estas actividades, como parece acontecer no Espinhaço de Cão (Mataloto 2009: 286) (Fig. 6) ou de Corvo I. Estes poderão conduzir a outros tipos de segmentação e segregação, nomeadamente de acesso, como se parece deduzir do fecho e privatização do terreiro fronteiro ao possível espaço cultual do Espinhaço de Cão (Mataloto 2009: 286), seguindo um processo melhor documentado em sítios como Cancho Roano ou La Mata (Jiménez Ávila 2005). A sua presença representa não apenas a segmentação do espaço, mas igualmente o aparecimento, pela primeira vez, e em claro contraste com realidades habitacionais anteriores, onde são totalmente desconhecidos, a construção de espaços cultuais dedicados a actos religiosos que parecem seguir preceitos rituais igualmente novos que agora, num espaço rural em crescente complexificação, parece carecer destas realidades arquitectónicas como evidente acto de legitimação (Jiménez Ávila 2009: 76) (Fig. 6). Todavia, e atentando principalmente nos dados dos sítios mais pequenos, como a Herdade da Sapatoa 1 e 3, o espaço habitacional familiar continua a ser relativamente plurifuncional e algo reduzido, sendo as segmentações de género ou de idades difíceis de percepcionar. A velha tradição mediterrânea de estruturar o espaço parece manter-se no campo alentejano até aos finais do séc. V a.C., acompanhando a grande expansão da ocupação rural. No entanto, pouco depois, na segunda metade do milénio parece ocorrer uma forte retracção das instalações em meio rural, da qual deverá resultar uma profunda alteração das estruturas habitacionais, que se tornarão menos complexas e duráveis, recorrendo com mais frequência a materiais perecíveis, como parecem apontar os dados recolhidos em sítios como a Malhada dos Gagos, o Forno da Cal ou a Fonte da Calça, junto ao Guadiana

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(Calado, et al. 2007) ou na Herdade do Pomar, nos plainos de Beja (Parreira e Berrocal 1990). O estudo de várias dezenas de pequenas instalações rurais de um momento antigo da Idade do Ferro no interior alentejano permitiu-nos, então, verificar uma enorme diversidade arquitectónica e dinamismo, onde algumas ocupações se esgotam, enquanto outras se consolidam e expandem, chegando a conhecer importantes conjuntos edificados com várias centenas de metros quadrados de área coberta, como acontece no Espinhaço de Cão, Malhada das Taliscas (Calado e Mataloto 2008) ou do Monte do Roncão (Marques et al. 2013: 45) (Fig. 4). Esta realidade será, então, o reflexo de uma sociedade igualmente mutável e dinâmica, que irá ganhando maior complexidade ao longo da Idade do Ferro. Assim, cremos que a sociedade rural do interior alentejano acabou por se estruturar, em grande medida, entre si, organizando-se principalmente em torno de complexos arquitectónico-produtivos rurais, como o Espinhaço de Cão ou Monte do Roncão 11, capazes de gerar e coordenar diversas outras entidades menores, eventualmente interconectadas por laços de sangue ou de clientela, sem que tal tenha impedido o estabelecimento de pequenas comunidades relativamente isonómicas, como poderia ser o caso da Herdade da Sapatoa. Não cremos ser particularmente problemática a aceitação de um certo grau de autarcia nestas comunidades rurais, que ocupam todo o agro alentejano. A transformação das estruturas sociais durante o segundo quartel do Iº milénio a.C. não será, então, unívoca, nem directa, emergindo num primeiro momento uma realidade menos hierarquizada, mais isonómica, mas eventualmente mais diversa que durante o final da Idade do Bronze; no entanto, as novas estruturas sociais de fundo rural rapidamente evoluirão para novas formas de entrosamento e poder, que parecem nascer e consolidar-se nesta realidade rural.

4. «ASHES TO ASHES, DUST TO DUST»:4 BREVE BALANÇO SOBRE O MUNDO FUNERÁRIO DA IDADE DO FERRO ANTIGA NO INTERIOR ALENTEJANO As muitas necrópoles sidéricas que se têm vindo a escavar no interior alentejano na última década (Santos et al. 2009; Salvador Mateos e Pereira 2012; Mataloto, 2010-2011; Figueiredo e Mataloto, np)

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Book of Common Prayer.

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Figura 5. Planta da Fase II com distribuição dos recipientes fracturados em conexão. Vista do ambiente II, espaço de armazenagem de líquidos e sólidos.

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Figura 6. Vista geral do Ambiente 2 do Espinhaço de Cão e pormenor da escavação no seu interior, onde fica patente a presença de um eventual «altar» e banco corrido lateral.

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parecem, de alguma forma, atestar e acompanhar esta realidade, dando maior consistência à leitura social que temos vindo a apresentar sobre este Mundo Rural da Idade do Ferro antiga. A transição para a Idade do Ferro terá sido marcada, como se pretendeu demonstrar, por um verdadeiro movimento de refundação e transformação social, bem evidenciado na criação de toda uma nova Paisagem, processo no qual as necrópoles parecem ter jogado um papel fulcral, como se pretende evidenciar. Esta transformação também nas realidades funerárias será mais um elemento a vincar a profunda transfiguração experienciada nesses momentos, especialmente se nos ativermos no facto dos espaços de enterramento claramente do final da Idade do Bronze serem quase desconhecidos em todo o sudoeste peninsular até há poucos anos (Belén e Escacena 1995). Esta situação tem vindo progressivamente a ser substituída por uma realidade algo mais complexa, na qual, a par de enterramentos em fossa, aparentemente indiferenciados à superfície, não será de descartar por completo a utilização de estruturas tumulares de planta circular, do tipo Atalaia, até aos inícios do Iº milénio a.C. no Baixo Alentejo meridional. Os diversos conjuntos de hipogeus que se têm vindo a registar nos últimos anos em todo o Baixo Alentejo (Alves et al. 2010; Filipe et al. 2013) parecem, pontualmente, continuar em uso até ao final da Idade do Bronze (Monge Soares, informação pessoal). Um número crescente de inumações em fossa, usualmente sem espólio, associadas a ocupações de fundo rural do final da Idade do Bronze (Antunes et al. 2012; Mataloto et al. 2013) têm vindo a assinalar, com clareza, a utilização do rito de inumação no interior alentejano, num momento em que, nas margens do Tejo, eram já conhecidas as primeiras incinerações, anteriores, portanto, à colonização fenícia (Vilaça et al. 1999; Vilaça 2015). Assim, o que temos actualmente para o final da Idade do Bronze no interior alentejano é um panorama dominado pelo rito da inumação, onde as necrópoles propriamente ditas são quase por completo desconhecidas. Será justamente perante este facto que a profunda transformação da sociedade e da estrutura do povoamento ao início da Idade do Ferro se traduzirá na necessidade de maior visibilidade das realidades funerárias, justamente como elementos agregadores e identitários, legitimadores de uma Nova Ordem, onde os antepassados, por vezes, constituirão um elemento fulcral na expressão identitária dos grupos.

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Além das particularidades de há muito reconhecidas para a sub-região de Castro Verde-Ourique, regista-se hoje um mosaico cultural no interior alentejano de meados do Iº milénio a.C., onde as grandes unidades paisagísticas parecem traduzir territórios com biografias específicas. Na realidade, parece-nos que a serra de Portel/ Mendro estabelece um território de transição entre duas realidades bem diferenciadas, principalmente a nível funerário, que poderão ser o reflexo de dinâmicas culturais bem diferenciadas, no sentido de uma cada vez maior regionalização e segmentação, derivada de uma maior territorialização dos grupos, como seria de esperar em comunidades fortemente rurais. Cremos mesmo que poderá ser tentador, ainda que arrojado, encaixar as usuais leituras étnico-geográficas da Orla Marítima de Avieno, com Cempsi e Kynetes, a acompanharem esta visão bipartida do território alentejano. A área mais a Norte do interior alentejano, ainda que bastante diversa, sempre se apresentou como um enorme corredor entre a bacia média do Guadiana e a foz do Tejo e do Sado. Perante este facto, cremos que terá desenvolvido um percurso cultural marcado pelas tendências que o cruzavam, sem deixar de estar enraizado nas dinâmicas locais. Até muito recentemente, o desconhecimento era total sobre as necrópoles das fases mais antigas da Idade do Ferro regional. O cenário, entretanto, não se alterou substancialmente baseando-se, essencialmente, nas necrópoles de Torre de Palma e Tera (Mataloto 2010-2011). A necrópole de Torre de Palma foi já apresentada e problematizada anteriormente (Langley et al. 2007; Mataloto, Langley e Boaventura, 2008) evidênciando-se estarmos perante uma necrópole de incineração, com deposição dos restos incinerados no interior das urnas, ou, eventualmente, cremações in situ, dada a presença de conjuntos funerários aos quais não foram associadas urnas, caso do conjunto XXX (Fig 7). Esta necrópole, atendendo principalmente à cronologia dos elementos metálicos, como as fíbulas de dupla mola e anulares, os braceletes «acorazonados» e os fechos de cinturão «tartéssicos» e de placa romboidal, deverá enquadrar-se entre os finais do séc. VII a.C. e os inícios do séc. V a.C. Os conjuntos funerários aqui documentados apresentam grande afinidade tanto com a necrópole de Medellín como a de Alcácer, reforçando a estreita ligação deste território com o processo histórico e cultural desenrolado na bacia média do Guadiana e na foz do Tejo e Sado sem contudo, perder a sua

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Figura 7. Espólio da sepultura XXX de Torre de Palma (s. Langley et al. 2007).

identidade, evidenciando um percurso autónomo, uma vez mais associado a comunidades rurais. A necrópole da Tera situada próximo de Pavia, cerca de 50 km a sudoeste de Torre de Palma evidencia bem, não apenas a diversidade dos processos culturais de mediterranização presentes na região, como também o forte enraizamento local das comunidades. A necrópole integrava um monumento mais vasto que englobava um alinhamento menírico, tendo sido delimitada por uma ampla estrutura tumular, composta por pedras pequenas e médias de granito, eventualmente delimitada por um conjunto de menires. O cairn identificado e escavado deverá corresponder a cerca de metade do espaço de enterramento,

que se prolongaria principalmente para Nascente. A estruturação da carapaça tumular parece decorrer da integração de diversas estruturas quadrangulares num túmulo único, processo que tanto poderá ter resultado de uma acção prolongada no tempo, como de um movimento único de cobertura e integração das diversas concentrações funerárias num monumento unitário (Fig. 8). Parece-nos ainda relevante assinalar que a orientação do alinhamento da Tera se faz a Sudeste, algo mais a Sul que a maioria dos monumentos megalíticos alentejanos (Hoskin e Calado, 1998: 79), orientados principalmente a Este e Sudeste. Todavia, não deixa de ser relevante que se mantenha, genericamente, o quadrante Sudeste, revelando-nos claras

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Figura 8. Vista e planta geral de enterramentos da necrópole da Tera. Menires da Tera (seg. Calado 2004).

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reminiscências de orientações ancestrais, associadas a uma arquitectura também ela milenar. O ritual documentado é a cremação, com a deposição cuidada dos restos cremados em urnas, não tendo a área de ustrinum sido claramente identificada, ainda que a margem Sul e sudeste da necrópole possa ter desempenhado essa função, atendendo à presença de terras muito negras, compactas, com restos milimétricos de ossos carbonizados. Os enterramentos são principalmente em urna, posteriormente depositada num pequeno covacho, sendo com frequência estruturada por blocos pétreos, que a envolviam, sobrepondo, por vezes, o espólio funerário. Em diversos casos era claro que parte das cinzas e dos restos cremados se depositavam no exterior da urna, dentro do seu covacho. Em contadas situações registou-se a presença de várias urnas agregadas (Fig. 8). Num caso (enterramentos 34, 35, 38 e 39), esta agregação de urnas parecia estar associada a um grupo familiar, ao registar a presença de um elemento masculino, um feminino, um não adulto e uma criança (Gonçalves et al. np). Os enterramentos apresentam uma clara concentração numa zona relativamente central do cairn, entre duas das estruturas tumulares identificadas sob aquele (Fig. 8). Não é possível ainda avançar com o total de deposições funerárias, havendo que esperar pela conclusão da escavação interna das urnas para obter um número exacto; contudo, deverá situar-se entre 30 e 40. As urnas são, em geral, recipientes de média dimensão, de bordo exvertido, com colo curto, produzidas a torno (Fig. 9). Alguns dos exemplares apresentam-se em cerâmica cinzenta, seguindo morfologias conhecidas em Torre de Palma. O espólio que acompanha as deposições raras vezes é extenso, por vezes apenas pratos, a modo de tampa, e pequenos recipientes, do tipo unguentário, bicónicos, depositados junto da mesma. Foram documentados dois unguentários de tipo alabastron em cerâmica, depositados dentro da urna [278], acompanhados por dois anéis em prata. Além destes elementos em prata foi registada a presença de um pendente em «bolota estilizada» com canevão em «T», bastante deteriorado, oco, com uma espessura de parede ínfima (Fig. 9). A prata, apesar de escassa na necrópole da Tera, está representada para além desta urna [278], com o pendente e os dois anéis, também na [291] onde se documentou um brinco, aparentemente também em prata, oco, em crescente lunular, menos espesso nas extremidades e com secção central circular, unidas

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por um fio, de material semelhante, cuidadosamente enrolado em cada extremidade, com um peso total de 1,25 g. A presença destes adornos argênteos contrasta com a relativa isonomia da necrópole, em particular se tivermos em conta que se situavam ambas, [278] e [291], na mesma estrutura tumular de planta quadrangular, depostas em contiguidade, quase a modo de jazigo familiar, estando acompanhadas das urnas [300], [290], [281]. Este aparente panteão familiar encontra-se composto por um enterramento adulto masculino [291],5 um adulto provavelmente feminino [278], um não adulto, [300], e uma criança de tenra idade, [290]. É igualmente interessante verificar a associação de unguentários anéis e pendente a um enterramento feminino, enquanto se regista a associação de apenas um pendente em prata ao indivíduo masculino (Fig. 9). A presença de adornos de prata de feição mediterrânea, mesmo que em pequeno número, numa necrópole como a Tera deve ser entendido à luz do que se conhece sobre as grandes tendências de produção e consumo de prata no Mediterrâneo antigo. Na realidade, a tão mencionada diminuição da procura da prata «tartéssica» após a conquista de Tiro por Nabucodonosor, em 573 a.C., com a consecutiva crise e transformação das malhas populacionais e produtivas documentada (Aubet, 1994: 294), favoreceu a disponibilidade de mais matéria-prima em circulação, tornando mais acessível a produção e distribuição destes adornos em prata no Sul peninsular, justificando, de certo modo, a presença alargada de pequenos adornos como contas, pendentes, anéis e brincos nas necrópoles do sudoeste peninsular durante o séc. VI a.C., por vezes em quantidades inusitadas, como foi possível documentar numa sepultura de Estácio 6 (Pereiro e Mataloto, np). Foram ainda recolhidas fíbulas do tipo Alcores e Acebuchal/Bencarrón, além de raras contas de colar e um pequeno bracelete «acorazonado» (Fig. 9). As armas, nomeadamente uma ponta de lança e o seu conto, apenas foram documentadas no exterior de uma sepultura periférica, conjuntamente com um fecho de cinturão de placa romboidal de 3 garfos. Para além deste registou-se a presença de outros fechos de cinturão de placa romboidal fragmentados, que não estavam associados a qualquer enterramento.

5 A escavação das urnas [291] e [290] decorreu sob a responsabilidade da Drª. Margarida Figueiredo em coordenação com o Dr. David Gonçalves, coordenador dos estudos antropológicos.

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Figura 9. Conjunto de espólio funerário cerâmico, bronze, prata e vidro da necrópole da Tera.

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De clara origem forânea sobressai a presença de um ânforisco em vidro polícromo, do Grupo Mediterrâneo I, forma 2 de Harden (1981) (Fig. 9). A necrópole da Tera deverá ter-se desenvolvido entre meados do séc. VI a.C. e meados do século seguinte, em particular se nos ativermos à cronologia destas últimas presenças. A veneração dos antepassados e a construção de memória é, obviamente, indissociável dos espaços sepulcrais, todavia, na necrópole da Tera este factor assume um cariz exponencial, dada a localização central face a um conjunto de pré-existências que justificam a sua implantação. A curta distância encontram-se vários monumentos megalíticos, de dimensão e tipologia variada, que não passaram, por certo, desapercebidos às populações sidéricas, como foi possível verificar na pequena Anta do Monte das Figueiras (Rocha 2012: 119). O gesto de emulação das ancestrais construções megalíticas de monólitos erguidos assinalaria o conhecimento dos cromeleques de Vale d’El Rei ou Figueiras (Calado 2004), erguidos a escassos quilómetros de distância. Por outro lado, a sua implantação adjacente a diversas antas e a uma mamoa situadas num raio aproximado de 100 m, permite subentender uma clara vontade de associação a um contexto de forte cariz identitário, facilmente lido como um acto legitimador da posse e exploração da terra e como elemento de coesão do grupo. Este caso, como outros conhecidos, de que realçamos o de Hortinha 1 (Mataloto, 2010-2011), ao reintroduzir marcas de ancestralidade na Paisagem significante das comunidades da Idade do Ferro, através de uma linguagem arquitectónica megalítica, ou do reuso de antigos monumentos, pretende reforçar a identificação de um grupo com o seu território, em particular depois de movimentos traumáticos de desenraizamento, como o ocorrido após o colapso da sociedade da Idade do Bronze. Neste sentido, perante uma resposta cultural fortemente integradora das influências de fundo mediterranizante, tanto a nível quotidiano, patente nas estruturas habitacionais e na indumentária, ou nas crenças, se aceitarmos a introdução do ritual de cremação através da influência colonial, ter-se-á verificado a necessidade de um maior enraizamento no território, como parte da legitimação dos novos grupos rurais, principalmente em áreas periféricas, como acontece com a necrópole da Tera. O panorama, a Norte da Serra de Portel parece ser, então, dominado a nível funerário pelo ritual da cremação, valorizando-se fortemente o retomar de

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velhas linguagens identitárias num claro sentido de enraizamento local, sem, contudo, se desprezar uma imagética transregional claramente devedora dos fluxos comerciais e culturais imanados do litoral, e que integravam a região numa dinâmica mais alargada, de raiz mediterrânea. Todavia, a Sul daquele sistema de elevações, a realidade funerária surge-nos algo distinta, mais diversa, mas partilhando o mesmo sistema cultural e imagético. A região meridional do Baixo Alentejo foi, no último quarto do século XX, base para o paradigma da Idade do Ferro do Sul do território actualmente português, em particular na sua vertente funerária (Beirão 1986; Correia 1993). No arranque deste século temos vindo a reconhecer, agora na região setentrional do Baixo Alentejo, um novo paradigma sepulcral que veio alterar profundamente o conhecimento que tínhamos sobre os hábitos funerários, mas igualmente sociais e culturais, das sociedades do interior alentejano, conferindo, de novo, um papel cimeiro ao interior do Alentejo, agora a Sul de Portel no conhecimento das dinâmicas sociais e culturais da Idade do Ferro antiga. A planície dos Barros de Beja tem assistido a uma verdadeira «revolução empírica» com a identificação de um número alargado de necrópoles da Idade do Ferro, emergindo um verdadeiro «Admirável Mundo Novo» (Figueiredo e Mataloto, np). Estas caracterizam-se pela presença dominante do rito de inumação, com deposição do corpo em decúbito lateral em sepulturas rectangulares, as quais circundam ou centralizam recintos de fossos de planta rectangular, por vezes adossados. Com alguma frequência os fossos, ou mesmo os seus preenchimentos, são utilizados como espaços sepulcrais. Têm vindo a surgir, igualmente, diversos enterramentos sidéricos não enquadrados em necrópoles de recintos, contudo, na maioria das situações, resultam de intervenções espacialmente diminutas, pelo que não deve ser valorizada a ausência daqueles (Fig. 10). Estas necrópoles distribuem-se por toda a região de Beja, principalmente para Poente, ainda que tal deva resultar essencialmente da geografia da investigação. Algumas delas, principalmente a de Palhais (Santos et al. 2009; Valério et al. 2013), Carlota (Mateos e Pereira 2012) e Vinha das Caliças 4 (Arruda et al.np)6 foram já apresentadas e publicadas com algum detalhe. Além destas conhecem-se ainda a Poente de Beja, as necrópoles de Monte Marquês 7,

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Agradecemos aos autores a disponibilização deste texto.

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Figura 10. Espólio associado ao ancião de Fareleira 3; Plantas dos fossos e sepulturas de diversas necrópoles da região de Beja.

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Poço da Gontinha, Cinco Réis e Monte Bolor, entre outras menos documentadas. Para nordeste de Beja, junto ao rio Guadiana, na zona de Pedrógão, foram intervencionados diversos núcleos sepulcrais, que partilham claramente características com as conhecidas nas proximidades de Beringel (Figueiredo e Mataloto, np), tendo sido dado a conhecer um outro espaço de necrópole sidérica em Xancra II, a Norte de Beja (Brazuna e Godinho, 2014). A presença de Estácio 6, e de outras intervencionadas nas imediações de Beja, a Sul, permitem já atestar aquilo que era, há pouco, apenas uma suspeita: este modelo arquitectónico funerário deve encontrar-se presente em todo o território dos Barros de Beja. Estes espaços sepulcrais parecem desenvolver-se entre finais do século VII a.C. e meados do séc. V a.C., sendo o espólio que acompanha e adorna os féretros bastante diverso, demonstrando evidentes ligações com as realidades litorais, quer nos adornos, que seguem tendências de género verificadas em todo o Sul peninsular (fíbulas, fechos de cinturão, braceletes, conjuntos de tocador, anéis, pendentes em prata e ouro, escaravelhos, contas de colar, etc), quer mesmo nalgumas cerâmicas, pouco frequentes, e noutros amuletos, que parecem traduzir a partilha de um fundo cultural de matiz mediterrâneo «orientalizante». As armas de ferro restringem-se a grandes pontas e contos de lança, a par de facas afalcatadas, cuja adscrição a «armamento» é mais que discutível, podendo enquadrar-se tanto em objectos de uso pessoal, principalmente masculinos, como objectos associados a usos rituais, nos casos mais elaborados. As necrópoles da região de Pedrógão, que estudámos com Margarida Figueiredo (Figueiredo e Mataloto, np) permitem-nos compreender, também mais a Sul, os localismos e esta ligação à terra que se reconheceu nos casos mais a Norte. Estas parecem desenvolver-se ao longo do séc. VI a.C., eventualmente em meados, sendo bastante provável que se tenham constituído num espaço de tempo não muito longo. A necrópole do Poço Novo 1, mais a Nascente, era dominada por sepulturas femininas, dispostas em torno de um pequeno fosso em «L». O único indivíduo masculino identificado surgia em posição diferenciada das restantes sepulturas, ao cortar a extremidade Este do próprio recinto. Nas sepulturas registou-se a presença essencialmente de elementos de indumentária, como fechos de cinturão do tipo Tipo 3 e 4a de Cerdeño (1981), uma fíbula de tipo Alcores e algumas contas de colar, a par de escassa cerâmica. A necrópole da Fareleira 2, situada entre o Poço Novo, a Nascente, e Fareleira 3, a Poente, era com-

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posta por três núcleos dispersos, aparentando corresponder a pequenos núcleos sepulcrais de cariz familiar, compostos por homem-mulher e homem-mulher-criança. As deposições funerárias eram acompanhadas por espólio simples, essencialmente contas de colar em vidro, e num caso o que parece ser uma ponta de lança e uma fíbula Acebuchal. O recinto rectangular de Fareleira 3, aberto do lado sudoeste, enquadrava uma única sepultura (Fig 10), implantando-se no limite SE, e mais elevado, do cerro aplanado onde se dispersavam as necrópoles anteriores, detendo amplo domínio sobre a paisagem envolvente, assumindo uma efectiva posição de destaque. O indivíduo ancião aqui sepultado encontrava-se acompanhado por um diversificado espólio cerâmico e metálico, de que se destaca um braseiro de tipo 2 de Jiménez Ávila (2013) (Fig. 10) depositado em separado do restante conjunto. À sua morte, o indivíduo parecia, então, deter um papel diferenciado junto das comunidades rurais da envolvente de Pedrógão, devendo o próprio conjunto ritual, e em particular a bacia de bronze, estar profundamente conotado com o papel desempenhado por este indivíduo em putativas celebrações, o que levou a que fossem amortizadas com ele, ou junto a ele, já num avançado estado de uso. Este indivíduo poderia ter sido o elemento fundador e agregador da comunidade, resultando a implantação da sua sepultura da vontade/necessidade de criar e marcar um Passado identitário bem visível na Paisagem, em torno do qual se estruturaria uma pequena comunidade rural, assentada principalmente nas áreas mais baixas, próximas das linhas de água, mas sempre com os seus antepassados posicionados na linha de cumeada do seu horizonte. Este sentido identitário seria igualmente revelador do desbravar de um novo território, mas igualmente de novas formas de estruturar a sociedade e os pequenos grupos familiares dispersos no agro. Por fim, julgamos pertinente deixar apenas um breve comentário à realidade mais debatida, mas não melhor conhecida, das necrópoles do grande planalto de Palheiros/Ourique. Estas, se por um lado ajudaram a sustentar o modelo dual da Idade do Ferro do Sul do território actualmente português, por outro, foram sempre entendidas como uma realidade muito particular, extensível, quanto muito, à geografia abrangida pela área nuclear da epigrafia do Sudoeste. A realidade funerária deste território, baseada na construção de impressionantes conjuntos tumulares, tem permitido a elaboração de leituras diacrónicas evolutivas, que autorizam que se avance, segundo

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alguns autores, com espectros cronológicos mais amplos (Beirão 1986; Correia 1993) ou mais curtos (Arruda 2001; Jiménez Ávila 2001), enquadrando grande parte do que deve ter sido a diacronia sidérica, pelo menos da primeira metade do I milénio aC. Coincidimos com estes últimos quando verificamos o pouco que se sabe de cada um dos monumentos, raras vezes escavados e apresentados de forma extensa. Aliás, o modelo evolutivo daqueles primeiros autores baseia-se, em larga medida, na necrópole de Fernão Vaz, nunca escavada e publicada em extensão. A proposta de evolução tumular avançada por V. Correia (1993) é, em geral, aceite, ainda que com contornos cronológicos e sociais algo distintos, condensando-se o fenómeno num espaço de tempo menor, propondo-se um enquadramento essencialmente dentro dos sécs. VI e V a.C. (Arruda 2001: 282; Jiménez Ávila 2001). À luz dos dados hoje conhecidos para as realidades mais a Norte vemos que ganha maior sustentação esta proposta. Nos diversos monumentos, os túmulos vão-se justapondo a partir de um central, usualmente de maiores dimensões. Em contadas situações os monumentos sepulcrais dispunham de um pequeno recinto ritual adossado, de planta rectangular, entendido como temenos, como acontece no núcleo A da necrópole da Chada e na Fonte Santa (Beirão 1986; Correia 1993). Os enterramentos localizavam-se usualmente na área central de cada túmulo, constando principalmente de inumações, ainda que se reconheça a presença de cremações, aparentemente em menor número. Julgamos prudente, de momento, manter a posição dos diversos autores que sustentam a convivência de ambos rituais de tratamento e deposição do corpo, a inumação e a cremação (Correia 1993: 356; Arruda 2001: 270). Todavia, é conveniente mencionar os dados recentes da necrópole da Abóbada, os quais vêm confirmar as menções antigas sobre a presença de cremações (Barros, et al., 2013), que sabemos agora não apenas em urna, mas igualmente com deposição dos restos incinerados em pequenos covachos. Este facto permite verificar que nos encontramos perante uma realidade verdadeiramente multifacetada, onde diversas influências e dinâmicas se cruzam. Os espólios, escassos devido a frequentes violações, representam uma interessante síntese entre elementos locais e outros de grande circulação, claramente forâneos. As armas de alvado, nomeadamente lanças longas de marcada nervura central, acompanhadas de contos igualmente longos, usualmente surgidas aos pares (Beirão 1986; Correia 1993) são cla-

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ramente os elementos metálicos dominantes, estando as facas afalcatadas também representadas. Os elementos de indumentária são, em geral, raros, tendose documentado apenas um fecho de cinturão, aparentemente do tipo dito «tartéssico», na necrópole do Pego (Dias et al. 1970: 187) e um bracelete acorazonado na necrópole de A-do-Mealha-Nova (Dias et al. 1970: 201). Para além destes são de referir ainda as fíbulas anulares hispânicas, de modelo antigo, da Chada e Fonte Santa (Beirão, 1986). Por outro lado, os elementos de adorno (contas de colar de pasta vítrea, âmbar, prata, anéis em prata e bronze, com ou sem «escaravelho», entre outros) de mais que provável origem alóctone constituem o espólio melhor documentado nestas necrópoles (Beirão 1986; Correia 1993; Arruda 2001). É claro que será de realçar ainda a presença de anéis de prata com engaste de «escaravelho» em suporte rotativo em necrópoles como A-do-Mealha-Nova (Dias et al. 1970: 200) e Fonte Santa (Beirão, 1986), a par de outros elementos neste metal, como um pequeno anel de volutas de Favela Nova (Dias e Coelho 1983: 202). A escrita, usualmente associada a estas necrópoles é, sem dúvida, o mais claro rasgo da sua sua integração em fluxos culturais mais amplos, que se traduzem, todavia, numa expressão profundamente localista enraizada numa tradição verdadeiramente milenar. Toda esta diversidade de arquitecturas, implantações e certamente ritos deve reflectir uma pluralidade de micro-dinâmicas nas quais se entrecruzam influências exteriores, particularmente visíveis nas oferendas funerárias, com o profundo localismo atávico dos grupos rurais, criando um intrincado entramado cultural e social que apenas o continuar dos trabalhos e a sistematização dos mesmos permitirá entender em toda a sua dinâmica e riqueza. Até ao momento, as necrópoles da Idade do Ferro conhecidas no interior alentejano podem ser, essencialmente, associadas a pequenas comunidades camponesas, certamente muito relacionadas por laços de sangue, as quais, apesar da sua modéstia, conseguem estar integradas em redes de distribuição de produtos de grande circulação, sem que para tal tenhamos indícios claros da existência de hierarquias vincadas. Assim, em diversas necrópoles vemos que, apesar das diferenças nos espólios funerários, onde claramente se poderá falar de diferenciação, e veja-se o ancião de Fareleira 3, mas mais dificilmente de hierarquias vincadas, ficando patente a partilha do espaço e a convivência entre indivíduos, e provavelmente famílias, de

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condição económica aparentemente distinta. Todavia, insisto, numa perspectiva global, e mesmo atendendo a factores de distorção, como os elementos cronológicos, que poderão ditar maior afluência de alguns materiais forâneos, não identificamos clivagens, nem a segregação de indivíduos, sendo clara a convivência no espaço e no tempo de sepulturas de espólio variado. Parece, isso sim, existir ainda uma diferenciação de género ou de idade, usual em comunidades cuja estruturação social é, ainda, de base familiar.

5. EPÍLOGO Estas sociedades rurais viveram um processo social de grande complexidade e ambiguidade, dada a própria ambivalência em que se encontravam. Por um lado, surgem-nos como comunidades fortemente rurais, com o atavismo que lhe é característico, procurando enraizar-se através da disposição dos seus mortos junto de marcos de ancestralidade, principalmente antigos monumentos dolménicos, onde existem, ou agregando-se a espaço sepulcrais milenares, como acontece, não por acaso, cremos, em Estácio 6. Por outro, participam de um processo de total transformação social e de ruptura com o mundo anterior, assimilando novas práticas, como o ritual de cremação, novas arquitecturas, como os recintos funerários de fossos, ou mesmo novas linguagens transregionais de representação e estética, através da ostentação de elementos de indumentária de grande circulação e distribuição, caso dos fechos de cinturão e fíbulas. Certamente procurar-se-ia emular, a nível local, modos de estar e viver claramente forâneos, emanados a partir do litoral. Este processo acabaria por gerar novas dinâmicas que se viriam a traduzir na emergência crescente de diferenciação inter e intra grupal, da qual acabariam por sobressair, em áreas específicas, verdadeiros Senhores da Terra. Este processo acaba por ficar patente principalmente nas arquitecturas domésticas, mais que nos contextos funerários, e só assim se compreende a emergência, no interior alentejano, de grandes complexos arquitectónicos como o Espinhaço de Cão, onde se nota uma progressiva segmentação do espaço, e a emergência de áreas social e simbolicamente diferenciadas, quer como espaços rituais, quer como espaços de representação (Jiménez Ávila, 2009).

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Territorios comparados: los valles del Guadalquivir, el Guadiana y el Tajo en época tartésica. Reunión científica, Mérida (Badajoz, España), 3-4 de diciembre de 2015

TALAVERA LA VIEJA (CÁCERES), UN ASENTAMIENTO ORIENTALIZANTE EN LA CUENCA DEL RÍO TAJO Talavera la Vieja (Cáceres), an orientalizing settlement in the Tagus river basin José Ángel SALGADO CARMONA, Centro Asociado UNED Mérida

Resumen: Las ruinas de la localidad de Talavera la Vieja, actualmente bajo el embalse de Valdecañas (Cáceres), han aportado en los últimos tiempos gran cantidad de materiales, algunos de ellos muy significativos, del Periodo Orientalizante. Este hecho llevó a plantear y ejecutar dos intervenciones arqueológicas que trataran de clarificar el contexto de los anteriores hallazgos y evaluar las características de este enclave. Se realizaron dos campañas de excavaciones y prospecciones en 2007 y 2009 que supusieron el hallazgo de los restos de un asentamiento de carácter orientalizante que presentaba diversas fases de construcción. Este trabajo presenta la evolución de las excavaciones y los primeros resultados sobre la arquitectura del asentamiento. Summary: The ruins of the ancient town of Talavera la Vieja, currently under the Valdecañas reservoir (Cáceres), have offered in recent times lots of archaeological materials, some of them of great significance, from the Orientalizing Period (Early Iron Age). This fact led to formulate and execute two archaeological works with the aim of clarify the context of these findings and evaluate the archaeological characteristics of this site. Therefore, two campaigns of excavations and surveys were held in 2007 and 2009. They provide the discovery of an orientalizing settlement that had various stages of construction. This paper presents the evolution of the excavations and the first results on the settlement architecture. Palabras clave: Protohistoria, Periodo Orientalizante, río Tajo, Extremadura, arquitectura. Key words: Protohistory, Orientalizing Period, Early Iron Age, Tagus river, Extremadura region, architecture.

1. INTRODUCCIÓN La antigua población de Talavera la Vieja, también llamada por sus vecinos Talaverilla, se encontraba en la provincia de Cáceres, junto al río Tajo, entre las comarcas del Campo Arañuelo, los Ibores y la Jara. La localidad se encuentra desde 1963 bajo las aguas del Pantano de Valdecañas, sin embargo sus ruinas, que emergen de tiempo en tiempo del olvido de las aguas,

encierran una dilata historia: el pueblo, fundado a finales del s. XV o principios del XVI (Jiménez Ávila y González Cordero 1999: 181), se asentaba sobres las ruinas de la ciudad romana de Augustobriga, y esta, a su vez, se edificó sobre una población prerromana. El asentamiento se ubicaba sobre un promontorio cuyo límite Norte era un cortado de 28 metros, llamado «la barranca», sobre el cauce antiguo del río Tajo. Por el sur se encontraba resguardado por una

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Figura 1. Plano de situación.

pequeña vaguada. El territorio circundante estaba definido por dos paisajes diferentes: por un lado los roquedales graníticos, dominados por la dehesa, y por otro, una vega amplia, colmatada por fértiles materiales terciarios, en la que el Tajo se remansaba formando un amplio meandro y donde se cultivaron las vegas de labranza. La monumentalidad de sus edificios romanos atrajo a numerosos investigadores desde mediados del siglo XVI hasta su desaparición, una vez construido el pantano (Morán 1995). El primer trabajo de documentación realizado en Talavera la Vieja se lo debemos a Ambrosio de Morales quien, en su estancia en la villa en 1578, ayudó al párroco de la localidad a responder al interrogatorio enviado por la corte de Felipe II para elaborar las Relaciones Topográficas. En los apartados correspondientes se consigna la existencia de la muralla y torres de época romana, la existencia de dos templos, el acueducto de «la cantamora», una estatua togada y diversas monedas entre otros restos (Morán 1995: 11). Las primeras excavaciones con un objetivo arqueológico fueron las realizadas por Ignacio de

Hermosilla. En 1762 leyó su trabajo ante la Real Academia de la Historia, y, aunque su obra no fue publicada hasta 1796, tuvo una buena difusión. En su visita a Talaverilla documentó pormenorizadamente todos los monumentos romanos visibles, tanto con descripciones como con útiles láminas, algunas esculturas prerromanas del entorno y también las diferentes inscripciones localizadas. Además, para determinar las dimensiones del foro de la antigua ciudad romana realizó una serie de excavaciones para confirmar tanto las esquinas de la plaza como los apoyos de las columnas. Durante el siglo XIX no hubo excavaciones en Talavera la Vieja, sin embargo, como ya ocurriera a fines del s. XVIII, la localidad fue visitada por diferentes viajeros románticos, algunos de los cuales representaron los templos romanos de «los mármoles» y «la cilla» en las ilustraciones que acompañaba el relato de su viaje, como es el caso de Alejandro Laborde. En el siglo XX los monumentos de Talavera la Vieja son recopilados y publicados de nuevo por José Ramón Mélida en 1916 en su Catálogo Monumental

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Figura 2. Vista de «la barranca» y del pueblo desde el río Tajo antes de la inundación (García y Bellido, 1962).

de España. Así mismo, en 1919 publica un monográfico sobre la población en el Boletín de la Real Academia de la Historia, en el que incluye un informe técnico elaborado por el arquitecto José Granada acerca del estado de conservación del templo de «los mármoles». Este monumento, junto con «la cilla», los dos edificios romanos más emblemáticos de Talavera la Vieja, fueron declarados el 3 de junio de 1931 Monumentos Histórico-Artísticos. Posteriormente, tras la decisión de inundar el valle y dada la entidad de los monumentos arqueológicos que se hallaban en Talaverilla, se decidió acometer una serie de excavaciones dirigidas por Antonio García y Bellido (1962). Los objetivos de esta intervención se centraron en documentar el antiguo foro: delimitar la plaza, obtener la planta de los templos o dilucidar si la hipótesis de la existencia de un tercer templo era cierta. Así mismo, se excavó en la plaza delantera de la iglesia en donde se observaban en superficie restos de un peristilo de una domus. También se excavaron y documentaron algunos tramos de muralla así como sendas torres. La condición de monumentos protegidos de los dos templos romanos obligó a la Compañía Hidroeléctrica Española, constructora del embalse, a poner

a salvo sus restos. Con este fin, García y Bellido solicitó la colaboración del arquitecto del Patrimonio Artístico Nacional, J. Menéndez Pidal, para el estudio y levantamiento de los planos de los templos y para las operaciones de desmonte, traslado y montaje, de los referidos elementos arquitectónicos. La columnata y el basamento de uno de los templos y las tres columnas conservadas del otro se trasladaron a un espacio de similares características, en un escarpe del río, a 6,5 km en línea recta, en el término municipal de Bohonal de Ibor, donde hoy se alzan, junto a la carretera que une Navalmoral de la Mata y Guadalupe (Aguilar-Tablada 1997). Una vez anegada la zona, las bajadas del nivel de las aguas han permitido trabajos de prospección o documentación más o menos rigurosos, como el llevado a cabo por Blanca María Aguilar MarcosTablada durante los años 1998 y 1999, vinculados a la Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura y al Dpto. de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid (Aguilar-Tablada y Sánchez 2006: 180). Igualmente, se han llevado a cabo otros trabajos de prospección en los años noventa que documentaron la existencia de ocupaciones anteriores a la ciudad romana.

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Los primeros hallazgos de cerámica protohistórica procedente de Talavera la Vieja fueron presentados por J. Jiménez Ávila y A. González Cordero en 1996 en el II Congreso de Arqueología Peninsular, aunque fueron publicados unos años más tarde (Jiménez Ávila y González Cordero 1999: 181-190). Una segunda muestra cerámica fue la recuperada en los trabajos de prospección dirigidos por A.M. Martín Bravo, realizados aprovechando la sequía del año 1995, que proporcionaron nuevas evidencias de la existencia de una ocupación fechada en el Hierro Inicial bajo las ruinas de Augustobriga (Martín Bravo 1998: 37-52 y 1999: 93-96). Ya en los primeros años del siglo XXI se han continuado realizado trabajos de documentación, principalmente fotográfica, por parte de Antonio González Cordero cada vez que el nivel de las aguas lo permitían, como es el caso de los años 2005, 2007, 2008 y 2012. Igualmente, se han realizado recientes trabajos de síntesis que ordenan y clarifican los datos disponibles sobre la ciudad romana y resumen mejor que en estas líneas las investigaciones sobre Talavera la Vieja y Augustobriga (Morán 2014).

2. LOS HALLAZGOS DE ÉPOCA PROTOHISTÓRICA La ubicación de la ciudad romana era conocida al estar todavía en pie parte de sus restos, sin embargo, la existencia de un poblamiento anterior no se ha identificado hasta las sequías de principios del los años noventa del siglo XX , cuando varios veranos, especialmente 1991, 1992 y 1995, el nivel del pantano descendió lo suficiente como para que emergieran las ruinas de la población. El arrastre de los sedimentos por las aguas había dejado al descubierto tanto edificaciones romanas como otras que se veían por debajo de ellas, por lo que su carácter prerromano era innegable. El trabajo de documentación y recuperación de piezas y estructuras, realizado entonces por A. González Cordero, permitió atestiguar la existencia, en la zona de «la barranca», de una serie de encanchados y muros que se identificaron como una necrópolis protohistórica (Jiménez Ávila y González Cordero 1999; Martín Bravo 1998). De igual modo, en una zona a las afueras de la población se hallaron tres fíbulas de codo (Jiménez Ávila y González Cordero 1999: 183), lo que evidencia la existencia de una comunidad asentada en este lugar durante el Bronce Final. Con estos datos se ha podido estable-

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cer que la población asentada en Talavera desde, al menos el s.VII a.C. perduraría hasta la Segunda Edad del Hierro (Martín Bravo 1999: 93-96; Jiménez Ávila y González Cordero 1999: 183). Bajo la zona ocupada por «los mármoles», que anteriormente había sido foro romano, se documentó la existencia de una serie de estructuras construidas con cantos rodados que formaban diferentes formaciones: muretes, rectángulos, etc. Se habían interpretado como monumentos funerarios por las analogías existentes con la necrópolis de Medellín (Jiménez Ávila y González Cordero 1999: 183). Los materiales que se asociaban a estas estructuras son principalmente cerámicos (Salgado 2006), mayores en número los torneados, destacando las cerámicas grises orientalizantes y las que, siguiendo las mismas formas de éstas, están realizadas con acabados oxidantes, principalmente platos de carena alta y borde exvasado o de casquete hemisférico con borde engrosado. También hay restos de un cuenco que se asimila a la cerámica Tipo Medellín (Martín Bravo, 1999: 93). Las urnas son de diferentes tipos, pero sobresalen aquellas que, aún estando fabricadas a mano, imitan tipos meridionales, como las urnas tipo Chardon (Jiménez Ávila y González Cordero 1999: 183, fig2, nº 1 y 2). No faltan tampoco las importaciones meridionales, como las urnas «cruz del negro» (Martín Bravo 1999: 95, fig. 34, n.º 1), o un ánfora de tipo feno-púnico (Martín Bravo 1999: 93). Otros materiales recogidos son un anillo de oro o una placa de hueso decorado (Jiménez Ávila y González Cordero 1999: 188). No obstante, el hallazgo más sobresaliente se halló de forma casual en septiembre de 1995. Se trata del denominado como Tesoro o Conjunto orientalizante de Talavera la Vieja, presentado primero de manera resumida (Celestino y Jiménez 2004: 201) y posteriormente objeto de una publicación monográfica (Jiménez Ávila 2006). Las circunstancias en que apareció no están claras, ya que, al haber intervenido la administración cuando el conjunto iba a entrar en las redes de comercio ilegal (Navascués y González 2005: 40), las declaraciones de los descubridores trataron de hacer pasar el expolio por un hallazgo casual. Según éstas, el conjunto apareció debajo de una losa, en un hueco en el suelo, introducidas todas las piezas en una urna cerámica a la que acompañaban otros platos. De las proximidades de este hoyo procedían, según el mismo testimonio, una fíbula de doble resorte y fragmentos diversos mal conservados de placas de cinturón de bronce y otros de naturaleza

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cerámica (Navascués y González 2005: 41). Las piezas se han identificado como el ajuar de un enterramiento múltiple en urna, de al menos seis individuos: cinco adultos y un infantil, diferenciándose el sexo en tres de ellos: dos mujeres y un hombre. El ajuar principal se realizó a base de joyas de oro y plata, elementos de bronce y hierro, junto a platos y otras vasijas cerámicas (Jiménez Ávila 2006). Un nuevo lote de materiales procedente de Talaverilla fue presentado por J. Jiménez Ávila y A. Gonzáles Cordero al V Encuentro de Arqueología del Suroeste (Jiménez Ávila y González Cordero 2012). Como pertenecientes al ajuar de una «tumba de carro» se identificaron cuatro pasarriendas de bronce, un par de bocados de hierro y una cadena de hierro muy deteriorada. Además, había otros objetos de adorno personal, como una fíbula de bronce de tipo Alcores y una posible cucharilla. Se acompañaban estos objetos con restos de herramientas de hierro como tres hachas y un cincel. Igualmente, en el artículo se recogen otros objetos que habían aparecido entre las ruinas del antiguo pueblo, como una fíbula de doble resorte. Así mismo, se recopila la descripción y algunos dibujos de materiales cerámicos, tanto asimilados a la supuesta tumba como otros hallazgos superficiales. Los materiales publicados, a excepción de las cerámicas y el Conjunto orientalizante que se hallan en el Museo de Cáceres, se encuentran depositados en el Museo de la Fundación Concha de Navalmoral de la Mata, donde, también procedentes de Talaverilla, se conservan otros objetos metálicos, de pasta vítrea y cerámicos que se encuentran en proceso de estudio.1 Por otro lado, cabe mencionar que la Segunda Edad del Hierro está representada en Talavera la vieja por algunos hallazgos aislados, caso de las esculturas zoomorfas en piedra que Hermosilla describió y dibujó en su «Noticia de las ruinas de Talavera la Vieja» de 1762. Se trata de los cuerpos en «piedra berroqueñas» de un verraco, un ternero y una ternera encontrados reutilizados como pasaderas de un arroyo cercano a la localidad, así como una cabeza de cerdo ubicada en un corral del pueblo y otras dos cabezas de terneras utilizadas por entonces como «mojones» para delimitar la dehesa

1 Agradecemos desde aquí la ayuda y facilidades prestadas por parte de Carlos Zamora y Antonio González Cordero para el estudio de estos materiales.

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3. LAS CAMPAÑAS DE EXCAVACIÓN DE 2007 Y 2009 En el verano de 2007, aprovechando la bajada del nivel del pantano tanto por la sequía como por las obras de una urbanización en las márgenes del embalse, se decidió solicitar desde el Instituto de Arqueología del CSIC en Mérida ayuda económica a la Dirección General de Patrimonio Cultural de la Junta de Extremadura para una intervención en Talavera la Vieja. Mediante la misma se trataba de documentar el contexto de aparición tanto del Conjunto orientalizante de 1995 como del resto de hallazgos que se habían producido y que parecían confirmar el sitio como una necrópolis. Esta intervención se enmarcaba además en el proceso de documentación de una tesis doctoral sobre el Fenómeno orientalizante en la cuenca del río Tajo. Las visitas previas a las ruinas de Talaverilla confirmaron el grave deterioro experimentado tanto por las estructuras como por los estratos, que se veían afectados por agentes destructivos naturales y antrópicos, detectándose evidencias de expolios y el mal estado general del yacimiento. Así pues, gracias a la, por aquel entonces, Consejería de Cultura y Turismo de la Junta de Extremadura, se pudieron establecer los mecanismo para efectuar una intervención que significaba retomar las excavaciones en Talaverilla desde las efectuadas por A. García y Bellido en los años sesenta. Un año más tarde, en 2008, el nivel del embalse volvió a permitir la vista de las ruinas del pueblo, pero solo se realizaron inspecciones para observar el estado de las estructuras y si la acción de los expoliadores estaba siendo acusada. Finalmente, en el verano de 2009, gracias a los sistemas de control impulsados por la Confederación Hidrográfica del Tajo (Sistema SAIH Tajo) se pudo prever con tiempo que durante el verano las ruinas iban a estar emergidas, por lo que, con medios propios, se proyecto y ejecutó una nueva campaña de excavación.

3.1. LA CAMPAÑA DE 2007 Los objetivos principales de la intervención de 2007 se centraron en una doble vertiente: por un lado, salvaguardar los restos materiales conservados tras el duro proceso de degradación al que se habían visto sometidos por la acción erosiva del agua y los expolios; y por el otro, documentar de forma científi-

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ca, por medio de una excavación rigurosa, tanto los restos aún conservados de los niveles del I Milenio a.C. como el contexto del hallazgo acaecido en 1995. La intervención se desarrolló durante las dos últimas semanas del mes de septiembre de 2007. Al iniciarse los trabajos las ruinas de Talavera la Vieja llevaban cerca de mes y medio a la vista, lo que había provocado la visita de numerosas personas: antiguos vecinos de Talaverilla, de los pueblos cercanos o curiosos, pero también se detectó la presencia de remociones de tierra que tal vez fueran excavaciones en busca de metales. Por otro lado, la constante batida de las aguas debido al viento había provocado una considerable erosión en la zona de la orilla. Ha sido precisamente esta erosión la que ha retirado los estratos contemporáneos, modernos y romanos dejando al descubierto las estructuras más antiguas que probablemente se hallen en «la barranca», no obstante, esta acción no se detiene, por lo que también se están empezando a perder los más antiguos vestigios de asentamientos en Talavera la Vieja. El proyecto de intervención planteaba un área de excavación cuadrangular, con su eje largo en paralelo a las aguas del pantano, en la zona donde las estructuras protohistóricas, identificadas y dibujadas parcialmente en trabajos anteriores eran más visibles. Igualmente, este lugar era donde se había situado hipotéticamente el hallazgo del tesoro de 1995, por lo que el emplazamiento de la excavación debía evaluar la existencia de la supuesta necrópolis orientalizante. Sin embargo, la subida de las aguas en el lapso de tiempo entre la presentación del proyecto y el comienzo de los trabajos anegó la zona en la que se había planteado el corte. Por suerte, la zona no estaba totalmente cubierta de agua, por lo que el primer día de excavación se procedió a limpiar de cantos de río sueltos, escombro y arenas el espacio aún seco. Ante el temor de que el agua siguiera subiendo los siguientes días se procedió a hacer una recogida de material de superficie. Con el paso de los días, la bajada del nivel de las aguas permitió realizar un trabajo de documentación de este espacio que se había identificado como una necrópolis. Los trabajos consistieron en una limpieza de la capa superficial que podía aunar materiales de acarreo con los propios del estrato para así poder identificar claramente una unidad estratigráfica con material seguro de época orientalizante. Estos trabajos de limpieza y documentación se centraron en una habitación que se hallaba entre los cimientos de «los mármoles», un sitio en el que no podían haber sido removidos en ninguna época posterior a la romana ni

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tampoco cubierto por construcciones modernas o contemporáneas (Figura 3). Se definió un espacio cuadrangular con dos muros paralelos dirección NO-SE a los que se adosaban en perpendicular otros dos de menor tamaño en su extremo NO. El límite SE de la habitación estaba sin definir ya que se encontraba alterado por la cimentación del templo romano. Las estructuras delimitaban una habitación de 5,4 m de ancho por 3,3 m de longitud con un encanchado circular central de 1,05 m de diámetro, formado por una cama de pequeños guijarros de río de color morado-violáceao sobre los que se disponía una capa de arcilla grisácea endurecida que lamentablemente estaba muy perdida, pero que se pudo fotografiar cuando estaba aún bajo el agua. Junto a este encanchado se disponía un pequeño murete de dirección NW-SE que delimitaba por el norte un pequeño hogar o zona con una superficie arcillosa endurecida sobre la que se depositaron cenizas y pequeños carbones (Figura 4). Los muros perimetrales principales presentaban una longitud de 5,12 y 4,2 m respectivamente y una anchura de 0,63 y 0,85 m Estaban realizados en mampostería a base de cantos de río trabados con arcilla. Las hiladas exteriores careadas mientras que el interior es algo más irregular y presentaba un módulo menor. Se localizó también la presencia de adobe o tapial sobre el muro de cierre occidental. Por su parte, los muros trasversales estaban constituidos por una doble hilada paralela con algunas piedras perpendiculares que dan solidez. Dada su menor envergadura se encontraban en bastante mal estado. Un único estrato se encontraba amortizando toda la estancia. Era una capa arcillosa de color anaranjado con restos de carbones y pequeños cantos rodados. La superficie era desigual, ya que ha estado afectada por las fluctuaciones del embalse. Presentaba un buzamiento S-N y un área más elevada y abrupta en la zona NO. Este estrato no fue plenamente excavado, pero se pudo identificar que cubría al resto de estructuras, aunque la mayoría ya estuvieran visibles al haber sido erosionado este estrato por las aguas. El final de los trabajos vino determinado por una nueva subida del nivel de cota del embalse, lo que volvió a anegar la zona. Lamentablemente no se pudieron poner en marcha ningún tipo de medidas correctoras para frenar la erosión de la zona y el área de excavación se vio alterada debido a la subida de las aguas y al oleaje producido por el viento. Durante los trabajos de 2007 en Talavera la Vieja no solo se trabajó en la zona reseñada, sino que, al descubrirse un buen número de estructuras protohis-

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Figura 3. Evolución de la intervención de 2007 en la habitación identificada bajo el antiguo emplazamiento de «los mármoles».

Figura 4. Detalle del encanchado y hogar identificado en el centro de la habitación.

tóricas en la zona de «la barranca», muchos de ellos inequívocamente bajo las estructuras romana, se procedió a su limpieza, recogida de materiales asociados y situación planimétrica por medio del GPS. Los muros de época protohistórica se asociaban en todos los casos a un estrato muy similar en todo el

frente del barranco: arcilloso, compacto, anaranjado oscuro y con gran cantidad de pequeños carbones, fauna y cerámica. Para situar el material recogido en su contexto se decidió nombrar a cada una de las zonas con el nombre de Espacio y un número correlativo que comenzaba en la estructura más occidental de todas. La mayoría de estos espacios, con excepción de la zona bajo «los mármoles», se trataban de muros de mampostería a base de cantos de río, la mayoría con solo dos hiladas paralelas, y dirección SE-NO o NE-SO. Cabe destacar la excepción del muro del denominado Espacio 5, de 5 m de largo y 1 m de ancho y realizado con mampostería de cantos de río perfectamente careados y un núcleo irregular y con sillarejos de granito en las esquinas (Figura 5). En la zona oriental de la supuesta necrópolis, a pocos metros al noreste de la zona de «los marmoles», se conservaba la esquina inferior derecha de una estancia con muros realizados con cantos de río trabados con arcilla, un muro en dirección NO-SE y el cierre con dirección E-O. Destaca la esquina interior, perfectamente escuadrada y apuntada al exte-

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rior. El grosor de los muros es de aproximadamente 30 cm, con tendencia a elegir las caras más planas para trabar con los niveles superiores, seguramente para formar las caras externas. Conservan 0,5 m el EO y hasta 1 m el NO-SE. Este era uno de los muros fotografiado en los trabajos previos (González Cordero y Morán 2006: 36). En el denominado como Espacio 10 se apreciaban hasta tres muros de entre 0,5 y 1 m de longitud, en dirección N-S, siendo el tercero de ellos ligeramente inclinado NE-SO. Estaban realizados con cantos de río de tamaño mediano y grande, alternando en ocasiones con pequeñas piedras de granito. Se apreciaba otro muro en dirección E-O formado por cantos de río y varios bloques, cuya cara superior se encontraba alisada. Estaban trabados con arcilla y se apoyan sobre una capa de estrato arcilloso anaranjado. En este espacio destaca la localización un molino barquiforme de gran tamaño (Figura 6).

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Figura 5. Muro de mampostería a base de cantos de río asociado a un estrato anaranjado con carbones y materiales de época protohistórica.

3.2. LA CAMPAÑA DE 2009 La campaña de 2009 tenía como objetivo científico documentar el espacio cuadrangular con hogar central identificado en 2007 («Zona Necrópolis»), identificando posibles fases constructivas u ocupaciones más antiguas en cronología relativa por medio de las relaciones estratigráficas, y la obtención de diferentes artefactos y ecofactos que ayuden a situar en cronología absoluta los niveles de ocupación y que informaran sobre los medios de vida en la I Edad del Hierro. Así mismo, la posible diferenciación funcional de los espacios hallados anteriormente, en especial los ubicados en la zona oriental del área principal, bajo «los mármoles», era una de las prioridades de la intervención. Al contrario que en 2006, la cota del embalse permaneció estable, lo que permitió una excavación prolongada en el tiempo sin alteraciones como las sufridas en la anterior campaña. La intervención se desarrolló entre finales de julio y mediados de agosto de 2009. Tras la misma, no se han vuelto a realizar excavaciones en Talavera la Vieja. Se iniciaron los trabajos limpiando y desescombrando las diferentes zonas que se habían excavado parcialmente en 2009 bajo el espacio antes ocupado por «los mármoles», donde se ubicó la supuesta necrópolis. Se pudo comprobar que la disposición de estancias era mayor de lo visible anteriormente, recogiéndose el material independientemente en cada una de ellas. Por desgracia, la erosión había

Figura 6. Estructuras del denominado Espacio 10, con la presencia en primer plano del molino barquiforme.

provocado la pérdida de la estratigrafía en las zonas más al norte, dejando los artefactos y ecofactos depositados sobre los niveles aún supervivientes junto a muchas piedras de gran tamaño, por lo que hubo que desescombrar y recoger los materiales sin contexto estratigráfico. Destaca que en la habitación septentrional, situada bajo el agua en 2007, apareció una superficie de uso realizada en cantos y dos molinos barquiformes. En la zona meridional, que era el lugar donde nos habíamos centrado en 2007, no fue necesario retirar demasiadas piedras, pero sí raspar para identificar los estratos, ver cómo había afectado la erosión y retirar la arena depositada. Lamentablemente los restos del hogar identificado previamente (Figura 4)

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habían desaparecido, así como gran parte del estrato identificado, que solo se conservaba en la esquina NE. También eran visibles restos de otro encachado situado entre los muros de cierre norte, a una cota inferior al de los restos del estrato superior. Por tanto, se procedió a excavar los restos del estrato superior que aún no habían sido erosionados, localizándose bajo ella una superficie de uso, identificada por estar parcialmente quemada y por su dureza y compactación. Esta superficie de uso se adosaba a los muros y a una estructura cuadrangular con orientación NW-SE realizada con cantos de río (Figura 7). Al continuar los trabajos se pudo comprobar que la superficie de uso se asentaba sobre una capa de tierra arcillosa heterogénea de color marrón pardo, textura suelta e intrusiones pequeñas a base de carbones y adobes disgregados. Por otra parte, en el centro de la habitación, donde se había situado el encanchado perdido entre las dos campaña, se localizó una estructura circular formada por cantos medianos de cuarcita, de forma alargada, situados con el eje largo de forma radial respecto al centro. Se interpretó como la base del encanchado/hogar de cantos violáceos que estaría en uso en el mismo momento que la superficie de uso documentada. El raspado inicial permitió también diferenciar una serie de fosas que se abrían en diferentes zonas de la excavación (Figura 8). La más pequeña se localizaba cerca de la esquina SE, poseía forma cuadrangular, con el eje largo en dirección E-W. Las paredes no eran uniformes ya que el lado oriental estaba ligeramente inclinado. Se encontraba rellena de ripios y de tierra suelta. Por su forma se interpretó como una fosa excavada por un expolio, seguramente por un detectorista de metales. Las otras fosas localizadas eran bastante más grandes, pero tenían características similares entre sí: forma alargada, orientación Norte-Sur y se localizaban de forma paralela a los cimientos de los mármoles. Los rellenos eran heterogéneos, siendo unitarios excepto en una de ellas, donde se hallaron dos niveles diferenciados. Estas fosas, de paredes rectas, extremos redondeados y perfil en «U» habían respetado los muros protohistóricos, llegando en el caso de la fosa oriental a profundizar cerca de medio metro, respetando una serie de piedras de tamaño grande y mediano que se localizaban en el fondo, sobre las que se apoyaba el muro protohistórico. Se han interpretado estas zanjas como parte de la excavación de A. García y Bellido, actualmente en proceso de estudio por Carlos Morán (2017).

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Figura 7. Superficie de uso de la última ocupación documentada y estructura de cantos asociada.

Para continuar la excavación se procedió a retirar la capa de nivelación que homogeneizaba todo el espacio entre los muros de cierre oriental y occidental, localizándose bajo ella un empedrado de cantos que conformaba una superfice de uso (Figura 9). Eran cantos medianos y pequeños, trabados con arcillas. Sobre esta superficie de uso también se elaboró un hogar a base de adobes y arcilla en la zona meridional del área intervenida. Este hogar no pudo ser totalmente documentado al encontrarse bajo una estructura romana. Asociado a este hogar destaca la aparición de un fragmento de plato de cerámica gris de perfil caliciforme. El levantamiento de la capa de nivelación superior también permitió identificar dos nuevas estructuras que, de forma paralela al muro de cierre oriental, individualizaban una nueva habitación, hallándose también el vano de acceso. También se procedió a limpiar los muros para poder determinar su técnica constructiva, lo que nos llevó a comprobar que no eran unitarios, sino que lo que habíamos identificado como paramentos de cierre oriental y occidental poseían, uno un refuerzo (el oriental), y el otro (occidental) se adosaba a un muro de diferente fábrica constructiva perpendicular al de cierre noroccidental y de similar técnica constructiva. Finalmente, en una zona donde el suelo de cantos casi había desaparecido se comprobó la existencia bajo él, amortizado, de un hogar cuadrangular, realizado en adobe y arcilla endurecida, enmarcado por cantos de río de tamaño pequeño (Figura 10). Este hogar se encontraba en línea con el muro de cierre norte y con el límite de los muros de cierre oriental y occidental.

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Figura 8. Zanja excavación G.ª Bellido, base del hogar de la última ocupación y empedrado de cantos.

Llegados a este punto de la excavación se terminó la campaña de 2009, por lo que, aunque se levantó un pequeño tramo del pavimento de cantos en la zona SE, no se pudo seguir identificando las fases más antiguas de este conjunto de habitaciones. Lo que sí quedaba claro era que no nos encontrábamos ante espacios funerarios y que, probablemente, el conjunto orientalizante de 1995 no se encontró en este sector de Talavera la Vieja. Al igual que en la campaña de 2007, la zona bajo «los mármoles» no fue la única donde se desarrollaron trabajos, ya que también pudimos excavar en la zona oriental, en el sitio que habíamos denominado Espacio 10 y caracterizado por la presencia de una estructura de cantos de río y un gran molino barquiforme. Nuestro interés era documentar de forma diacrónica la relación de estas estructuras visibles ya en 2007 con otras subyacentes que se identificaron al inicio de la campaña. Para ello, puesto que la zona estaba muy erosionada, procedimos a desescombrar y limpiar, levantándose un croquis planimétrico y tomándose las cotas del terreno. Posteriormente, y viendo que iba a ser imposible excavar en área procedimos a crear un perfil artificial sin excavar los estratos inferiores, solo avivando el talud ya erosionado. Se identificó la existencia de una serie de estratos, que se diferenciaron y se excavaron en el propio perfil de arriba a abajo, diferenciando los materiales. También se procedió a identificar y documentar los diferentes muros que formaban la estructura. La técnica constructiva era similar en todos, a base de cantos de cuarcita con granitos de mayor tamaño en las esquinas. En el perfil se individualizaron hasta cuatro estratos diferenciados por su color, textura y composición.

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Figura 9. Empedrado de cantos y hogar asociado (abajo izquierda).

Figura 10. Hogar rectangular bajo el pavimento de cantos.

Una vez aclarada la estratigrafía vertical se decidió levantar los restos no erosionados del talud, deparando el hallazgo de una superficie de uso realizada a base de cantos rodados trabados con arcilla que se adosaban tanto a un muro lateral, a otro muro paralelo y a otro trasversal, no siendo posible localizar el punto de unión de estas tres estructuras al hallarse bajo el perfil. Su técnica constructiva es similar, con cantos de tamaño mediano dispuestos de forma paralela y careados al exterior, con rellenos de ripio al interior. Cabe destacar la aparición de una estructura cuadrangular, apoyando en la superficie de cantos, con un hueco central en el que se localizó la base de un plato de cerámica gris. Por lo tanto, en el denominado como Espacio 10 se documentaron claramente dos niveles de ocupación que evidenciaban cambios significativos en la organización del espacio habitado.

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Finalmente, las prospecciones por el entorno de la antigua localidad de Talaverilla, en especial en su lado norte, que es el más expuesto a la erosión, depararon el hallazgo de más estructuras protohistóricas y romanas, así como interesantes materiales, favorecidos por el bajo nivel del embalse en toda la campaña. Estos trabajos se acompañaron del levantamiento planimétrico mediante GPS bifrecuencia, lo que permitió en un corto periodo de tiempo documentar grandes extensiones de terreno.

4. RESULTADOS DE LAS INTERVENCIONES La principal conclusión extraída de las intervenciones en Talavera la Vieja es que la las estructuras localizadas en «la barranca», zona en la que se han realizado excavaciones, donde supuestamente se halló el conjunto orientalizante en 1995, no se corresponden con un espacio funerario. Ni la habitación mejor documentada ni el resto de espacios de época protohistórica se asocian con enterramiento alguno. Más bien parece que estemos ante la presencia de un extenso poblado con casas ortogonales realizadas con zócalo de cantos de río, alzados en tapial o adobe y pavimentos de cantos o tierra apisonada. Hay que destacar que este asentamiento contaría no solo con viviendas sino con espacios funcionales como el detectado en los Espacios 9 y 10. El Espacio 9 está muy alterado, pero gracias a la fotografía de A. González Cordero (González Cordero y Morán 2006: 36) podemos ver la presencia de un molino de mano. Este hecho no dejaría de ser una anécdota si a muy pocos metros hacia el este no hubiéramos identificado el Espacio 10 y recuperado el gran molino barquiforme. La disposición de las estructuras de este espacio, con muros cortos, estrecho y una separación tan corta entre ellos, nos invita a pensar en algunas de las estructuras identificadas como «almacenes elevados», tipo «hórreo» para la mies. Así pues, contaríamos con un espacio destinado al almacenado y procesado del cereal. A falta de estudiar en profundidad el material cerámico, las relaciones estratigráficas nos permiten trazar la evolución del espacio bajo «los mármoles», y en menor medida, del Espacio 10, siendo mucho más claro el hiato existente entre las dos fases de esta zona. Las estructuras más antiguas de la primera zona son diferentes muros que forman una serie de habitaciones cuadrangulares que van a ser las vertebrado-

Figura 11. Estructuras de dos fases constructivas documentadas en el denominado Espacio 10.

res del espacio a lo largo de todas las fases constructivas. Es probable que, de todas estas estructuras, la más antigua corresponda al muro de cierre occidental, lo que se evidencia en un módulo menor de los cantos que lo componen, frente a la regularidad en el tamaño del resto de muros, y en una cota de coronación del zócalo inferior al resto de estructuras. También conocemos que, en algún momento se produjo la necesidad de reforzar el muro de cierre oriental, por lo que se añadió un refuerzo realizado con la misma técnica constructiva y que se asienta al mismo nivel que el anterior. Este conjunto de construcciones serían las primeras constatadas en el espacio bajo «los mármoles». Manteniendo estas estructuras, en un tiempo posterior se fueron recreciendo los suelos, tal y como se comprobaba en el perfil de la fosa de la probable excavación de García y Bellido, y, sobre estos rellenos, se construyó un hogar cuadrangular justo en línea con los muros existentes. También hay otra serie de muros, en la zona NO, que inferimos que son de este mismo momento (ya que comparten orientación y técnica constructiva), pero no poseemos relaciones físicas que nos indique su coetaneidad con el resto, solo su anterioridad con la fase posterior. Así, pues, y aunque podamos aseverar la existencia de fases anteriores, este momento de ocupación ha sido el primero claramente constatable, denominándose Fase D (Figura 12). La fase posterior, Fase C, consiste en el cerramiento del vano oriental por medio de un muro de diferente técnica constructiva, siendo los mampuestos de mayor módulo y el empleo de la arcilla para trabar menor, y en la creación de un nuevo acceso en la zona norte añadiendo otro muro de similar técnica.

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Figura 12. Fase D.

Este muro se caracteriza porque no es recto, ya que así permite seguir utilizando el hogar cuadrangular (Figura 13). Las siguientes fases documentadas implican remociones más profundas, así, en la Fase B el hogar cuadrangular se amortizó mediante la construcción de un pavimento de cantos y se construyó un nuevo hogar, en la zona central del espacio, pero alejado del vano de entrada (Figura 14). Finalmente, la reforma más profunda se documentó entre la campaña de 2009 y la de 2007. En la Fase A se amortizó el suelo de cantos y su respectivo hogar, así como los muros que separaban las habitaciones meridionales. Se realizó una nueva superficie de uso en tierra apisonada y se creó un nuevo hogar circular en el centro de la nueva estancia. Así mismo, en la zona septentrional se anuló otro muro trasversal y se niveló a la misma cota que la zona sur (Figura 15). Por otra parte, en el Espacio 10 podemos concluir que en la vida del poblado ocurrió un gran cambio en el urbanismo, que implicó el cambio de orientación de las estructuras y de funcionalidad de los espacios (Figura 16). Desgraciadamente, el escaso material cerámico disponible no nos ha aportado

fechas aproximadas de cuándo pudo suceder esta alteración. Finalmente, las prospecciones y el trabajo de documentación mediante GPS han permitido dibujar un plano con la forma y localización de las estructuras murarias de época protohistórica, en concreto del denominado Periodo Orientalizante (Figura 17). Se configura así un espacio ocupado de casi 120 m de lado en sentido este-oeste, entre dos antiguas pequeñas vaguadas, sin que haya sido posible documentar la extensión hacia el sur del poblamiento. Las estructuras son en su mayoría de carácter ortogonal, empleando las mismas soluciones constructivas documentadas en las zonas excavadas. Por lo tanto, nos encontramos ante la evidencia de un gran asentamiento orientalizante, tanto en sus técnicas constructivas de origen mediterráneo (empleo del adobe/ tapial, ortogonalidad, espacios productivos característicos para el almacenaje del cereal) como en la calidad y cantidad de restos muebles encontrados, destacando la cerámica gris a torno, de abrumadora mayoría, y los diversos elementos encontrados con anterioridad a las intervenciones: orfebrería, metales, marfiles, etc.

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Figura 13. Fase C.

Figura 14. Fase B.

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Figura 15. Fase A.

Figura 16. Fases constructivas documentadas en el denominado Espacio 10.

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Figura 17. Estructuras del Periodo Orientalizante documentadas en Talavera la Vieja.

5. CONCLUSIONES En primer lugar cabe destacar que, pese al supuesto desconocimiento por parte del equipo científico de la topografía de Talavera la Vieja y no haber tenido «el éxito esperado en lo que a rescate de tumbas de la necrópolis se refiere» (Jiménez Ávila y González Cordero 2012: 214) se ha podido documentar un notable asentamiento de tipo orientalizante, un poblado que, aunque no parezca planificado de acuerdo a la planimetría parcial propuesta, sí que se estructuró por medio de una arquitectura ortogonal de raigambre mediterránea. Así pues, no se ha localizado ninguna tumba porque, sencillamente, es altamente probable que, o bien gran parte de los materiales recuperados no proceden de un ámbito funerario, o bien la necrópolis se localiza fuera de la zona intervenida mediante excavación y prospección. Si la primera de las hipótesis fuera la más correcta, y al menos eso nos parece lo más probable para, al menos, los objetos de la supuesta «tumba de carro» (Jiménez Ávila y González Cordero 2012) y los recogidos en anteriores trabajos (Martín Bravo 1998, 1999; Jiménez Ávila y González Cordero 1999), podríamos inferir la existencia en el asenta-

miento de lugares con un carácter relevante, bien por su carácter aristocrático o sacro. Por el contrario, la aparición de los restos cremados junto al Conjunto orientalizante (Jiménez Ávila 2006), parece indicar que fueron encontrados en una o varias tumbas fuera del área ocupada por el asentamiento. No obstante, la falsedad del testimonio de los expoliadores queda atestiguada por las excavaciones realizadas. Las escasas muestras por ahora documentadas sobre el urbanismo de Talavera la Vieja en el Periodo Orientalizante son poco fiables para establecer conclusiones definitivas, aunque podemos destacar que el asentamiento no tuvo una vida efímera, como demuestran las diversas fases constructivas documentadas en el espacio bajo «los mármoles» y que, además, hubo una gran reordenación parcial o total del trazado urbanístico. En el territorio de la actual Extremadura no contamos con muchas evidencias de asentamientos de semejante tamaño y entidad. A pesar de que se haya propuesto a sitios como Medellín o Badajoz como centros de carácter urbano o protourbano, las evidencias constructivas presentadas por el momento no avalan la extensión ni la organización del espacio que se le supone a un gran asentamiento orientalizan-

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te. Algunas de estas características sí las encontramos en poblados en llano como El Palomar, en Oliva de Mérida (Ortega Blanco y Jiménez Ávila 2001) o en el recientemente publicado Cerro de Tamborrío, en Villanueva de la Serena (Walid y Pulido 2013). En la cuenca del Tajo, especialmente en su tramo toledano, se han documentado asentamientos similares a Talavera la Vieja tanto en el tipo de emplazamiento escogido, una terraza sobre el cauce del río, como en el tipo de arquitectura y materiales hallados. Son sitios como el Cerro de la Mesa (Ortega y del Valle 2004; Chapa et al. 2007) o Arroyo Manzanas (Moreno Arrastio, 1990) que configuran un panorama cada vez más homogéneo y que podríamos comenzar a relacionar tanto con los lugares mencionados del Guadiana extremeño como con otros yacimientos de la actual Ciudad Real que muestran unas características parecidas. Estos asentamientos, a caballo entre Cáceres y Toledo, serían además un punto de influencia cultural y económica para el valle del río Tiétar abulense y la Vera cacereña, continuación del mismo. A algunos hallazgos aislados, como el conocido jarro de Villanueva de la Vera, podríamos unirle pequeños asentamientos, posteriores en el tiempo, cuya arquitectura consideramos influenciada o sugerida desde asentamientos de mayor tamaño como Talavera la Vieja. Un ejemplo de este tipo de arquitectura podría ser la cabaña cuadrangular de la Finca de Pajares (Celestino, Salgado y Cazorla 2009). Por el contrario, el resto de la cuenca extremeña del Tajo no muestra, en el actual estado de la investigación, ningún tipo de poblado con características parecidas a las documentadas en Talavera la Vieja. A los sitios ya conocidos de El Risco o sierra del Aljibe, entroncados material y arquitectónicamente con el Bronce Final (aunque en la sierra del Aljibe sería más matizable en sus fases más recientes), se han sumado en los últimos años lugares como Las Cortinas en Aliseda y La Ayuela en Aldea del Cano (Rodríguez Díaz, Pavón y Duque 2015). No se trata de poblados, sino de un santuario el primero y un único edificio de carácter aristocrático y productivo el segundo. Este último, enclavado en mitad de la penillanura, podría indicar un modelo de ocupación del llano más disperso y de carácter autónomo frente al modelo de poblados más grandes de las inmediaciones del río, caso de Talavera la Vieja o el Cerro de la Mesa, que podrían ser más diversos en sus funciones y posiblemente englobados en redes de redistribución de manufacturas y productos agropecuarios. No obstante, tanto unos como otros tendrían las mis-

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mas bases económicas en las que la producción agrícola es fundamental, buscando y controlando las mejores tierras de cultivo del entorno. Otras áreas de la cuenca del Tajo poseen un tipo de asentamientos con los que es imposible realizar una comparación, pues son totalmente diferentes. Sería el caso de la Beira portuguesa, donde hallamos sitios como Cachouça, en Idanha a Nova (Vilaça 2007) y que se deben relacionar con los poblados de tradición del Bronce Final que encontramos en las serranías de la penillanura, tanto las exteriores como las que dominan algunas de las zonas de paso más estratégicas. Finalmente, cabría mencionar otras zonas del norte de Extremadura en las que podríamos encontrar, dado su paisaje y condiciones de aprovechamiento agropecuario similares a las del entorno original de Talavera la Vieja, asentamientos análogos, de características orientalizantes, ubicados en la terraza fluvial y con tierras de cultivo y dehesas en las inmediaciones. Una de estas áreas es el valle del Alagón, en donde contamos con la actual ciudad de Coria, la antigua Caura, un sugerente topónimo para relacionarlo con el Bajo Guadalquivir. Por otro lado, y para terminar, cabe destacar que el trabajo continuado en Talavera la Vieja nos ha permitido establecer contacto con sus antiguos habitantes, de los que, como es natural, cada vez van quedando menos. Su historia, su desarraigo, el expolio de lo que antaño fue su pueblo, la impunidad de quienes lo cometen, les han hecho firmes defensores de su Patrimonio aún cuando este está sumergido y perdido, pero no para siempre, ya que las bajadas del agua permiten, cada ciertos años, contemplar lo que fue Talaverilla. Por tanto, consideramos que se deben establecer los mecanismos para proteger y estudiar la ciudad cada vez que esto ocurra, para recuperar y honrar la memoria de los habitantes de Talavera la Vieja y poder recuperar una valiosa información tanto de época romana como protohistórica.

6. AGRADECIMIENTOS En primer lugar hay que agradecer el inicio de las excavaciones a la Dirección General de Patrimonio Cultural de la Junta de Extremadura, en especial al Dr. Hipólito Collado, quien coordinó y asesoró para que el proyecto saliera adelante tanto administrativa como económicamente. Igualmente, quisiera agradecer a los codirectores de la campaña de 2007, el Dr. Sebastián Celestino

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TALAVERA LA VIEJA (CÁCERES), UN ASENTAMIENTO ORIENTALIZANTE…

Pérez y Rebeca Cazorla Martín, quien además colaboró activamente en la organización y desarrollo de la campaña de 2009. La campaña de 2007 también fue posible gracias a la empresa Arqveocheck. M.ª Victoria Esteban colaboró en las tareas de documentación, y Milagros Alonso, David Jiménez, Vitaliano Martín e Isabel Martín actuaron como peones. Los trabajos de topografía de esta campaña corrieron a cargo de Alberto Díaz Hernández. La campaña de 2009 no hubiera sido posible sin la inestimable ayuda de Elena Vega Rivas, Juan Antonio Laguna Soltero y Elena Fernández Rodríguez. También hay que agradecer los comentarios que en sus visitas aportaron Enrique Daza Pardo, José Luis Blanco y Enrique Cerrillo Cuenca. Las labores de dibujo fueron posibles gracias al apoyo del Dr. Pedro Mateos, la coordinación de Yolanda Picado y la labor de Francisco Isidoro y José Antonio Jiménez. Finalmente, quisiera recordar la ayuda y el trabajo de nuestro compañero José Ángel Martínez del Pozo. Desde estas líneas mi recuerdo y agradecimiento.

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ARCHIVO ESPAÑOL DE ARQUEOLOGÍA NORMAS PARA LA PRESENTACIÓN DE MANUSCRITOS Dirección Redacción de la Revista: calle Albasanz 26-28, E-28037 Madrid; Teléfono: +34 91 6022300; Fax: +34 913045710; correo electrónico: [email protected] Contenido Archivo Español de Arqueología es una revista científica de periodicidad anual que publica trabajos de Arqueología, con atención a sus fuentes materiales, literarias, epigráficas o numismáticas. Tiene como campo de interés las culturas del ámbito mediterráneo y europeo desde la Protohistoria a la Alta Edad Media, flexiblemente abierto a realidades culturales próximas y tiempos fronterizos. Se divide en dos secciones: Artículos, dentro de los que tendrán cabida tanto reflexiones de carácter general sobre temas concretos como contribuciones más breves sobre novedades en la investigación arqueológica; y Recensiones. Además, edita la serie Anejos de Archivo Español de Arqueología, que publica de forma monográfica libros concernientes a las materias mencionadas. Los trabajos serán originales e inéditos y no estarán aprobados para su edición en otra publicación o revista. Normas editoriales 1. El texto estará precedido de una hoja con el título del trabajo y los datos del autor o autores (nombre y apellidos, institución, dirección postal, teléfono, correo electrónico, situación académica) y fecha de entrega. Cada original deberá venir acompañado por la traducción del Titulo al inglés, acompañado de un Resumen y Palabras Claves en español, con los respectivos Summary y Key Words en inglés. De no estar escrito el texto en español, los breves resúmenes y palabras clave vendrán traducidos al español e inglés. Las palabras clave no deben incluir los términos empleados en el título, pues ambos se publican siempre conjuntamente. 2. Se entregará una copia impresa y completa, incluyendo toda la parte gráfica. Se adjuntará asimismo una versión en soporte informático, preferentemente en MS Word para Windows o Mac y en PDF, con imágenes incluidas. 3. El texto no deberá exceder las 11 000 palabras. Solo en casos excepcionales se admitirán textos más extensos. Los márgenes del trabajo serán los habituales (superior e inferior de 2 cm; izquierdo y derecho de 2,5 cm). El tipo de letra empleado será Times New Roman de 12 puntos a un espacio, con la caja de texto justificada. Aparecerá la paginación correlativa en el ángulo inferior derecho. Se empleará a comienzo de párrafo el sangrado estándar (1,25). Salvo la separación lógica entre diferentes apartados, no se dejarán líneas en blanco entre párrafos. En ningún caso se utilizarán negritas. 4. Se cuidará la exacta ordenación jerárquica de los distintos epígrafes, numerándolos indistintamente mediante guarismos romanos y árabes, e incluso sin numeración. 5. Cuando se empleen citas textuales en el texto o en notas a pie de página se entrecomillarán, evitando la letra cursiva. Dicha letra se acepta para topónimos o nombres en latín. En estos casos, se preferirán las grafías con v en lugar de u, tanto para mayúsculas como para minúsculas (conventus mejor que conuentus). 6. Por lo que se refiere al sistema de cita, deberá emplearse el sistema «americano» de citas en el texto, con nombre de autor en minúscula y no se pondrá coma entre autor y año (apellido o apellidos del autor año: páginas). Si los autores son dos se incluirá la conjunción y entre ambos. Si los autores fueran más de dos se indicará el apellido del primero seguido por la locución et alii. Se incluirá una bibliografía completa al final del trabajo. En la bibliografía final, los títulos de monografías irán en cursiva, mientras que en los artículos el título se colocará entrecomillado. Los nombres de los autores, ordenados alfabéticamente por apellidos, en la bibliografía final irán en letra redonda, seguidos por el año de publicación entre paréntesis y dos puntos. Si los autores son dos, irán unidos por la conjunción «y». Si son varios los autores, sus nombres vendrán separados por comas, introduciendo la conjunción «y» entre los dos últimos. En el caso de que un mismo autor tenga varias obras, la ordenación se hará por la fecha de publicación, de la más antigua a la más reciente. Si en el mismo año coinciden dos o más obras de un mismo autor o autores, serán distinguidas con letras minúsculas (a, b, c...). En el caso de las monografías se indicará el lugar de edición tal y como aparece citado en la edición original (p. e. London, en lugar de Londres), separado del título de la obra por una coma. En el caso de artículos o contribuciones a obras conjuntas, se indicarán al final las páginas correspondientes, también separadas por comas. Los nombres de revistas se incluirán sin abreviar. Las referencia a las consultas realizadas en línea (Internet), deberán indicar la dirección Web y entre paréntesis la fecha en la que se ha realizado la consulta. Las notas a pie de página, siempre en letra Times New Roman de 10 puntos, se emplearán únicamente para aclaraciones o referencias generales. Ejemplos de citas en la bibliografía final: Monografías: Arce, J. 1982: El último siglo de la España romana: 284-409, Madrid.

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Artículos en revistas: García y Bellido, A. 1976: «El ejército romano en Hispania», Archivo Español de Arqueología 49, 59-101. Contribuciones a congresos y obras conjuntas: Noguera Celdrán, J. M. 2000: «Una aproximación a los programas decorativos de las villae béticas. El conjunto escultórico de El Ruedo (Almedinilla, Córdoba)», P. León y T. Nogales (coords.), Actas III Reunión sobre Escultura Romana en Hispania, Madrid, 111-147 Trabajos dentro de una serie monográfica: Alföldy, G. 1973: Flamines Provinciae Hispaniae Citerioris, Anejos Archivo Español de Arqueología VI, Madrid. 6. Toda la documentación gráfica se considerará como Figura (ya sea fotografía, mapa, plano, tabla o cuadro), ordenándola correlativamente. Se debe indicar en el texto el lugar ideal donde se desea que se incluya, con la referencia (Fig. 1), y así sucesivamente. Asimismo debe incluirse un listado de figuras con los pies correspondientes a cada una al final del artículo. El formato de caja de la Revista es de 15 x 21 cm; el de la columna, de 7,1 x 21 cm. La documentación gráfica debe ser de calidad, de modo que su reducción no impida identificar correctamente las leyendas o desdibuje los contornos de la figura. Los dibujos no vendrán enmarcados para poder ganar espacio al ampliarlos. Toda la documentación gráfica se publica en blanco y negro; sin embargo, si se enviara a color, puede salir así en la versión digital. Los dibujos, planos y cualquier tipo de registro (como las monedas o recipientes cerámicos) irán acompañados de escala gráfica, y las fotografías potestativamente. Todo ello debe de prepararse para su publicación ajustada a la caja y de modo que se reduzcan a una escala entera (1/2, 1/3… 1/2000, 1/20000, etc.). En cualquier caso, se puede sugerir el tamaño de publicación de cada figura (a caja, a columna, a 10 cm de anchura, etc.). Las Figuras se deben enviar en soporte digital, preferentemente en fichero de imagen TIFF o JPEG con al menos 300 DPI y con resolución para un tamaño de 16 x 10 cm. No se aceptan dibujos en formato DWG o similar y se debe procurar no enviarlos en CAD a no ser que presenten formatos adecuados para su publicación en imprenta. Aceptación Todos los textos son seleccionados por el Consejo de Redacción según su interés científico y su adaptación a las normas de edición, por riguroso orden de llegada a la Redacción de la Revista, y posteriormente informados por el sistema de doble ciego, según las normas de publicación del CSIC, por al menos dos evaluadores externos al CSIC y a la institución o entidad a la que pertenezca el autor y, tras ello, aceptados definitivamente por el Consejo de Redacción. Correcciones y texto definitivo 1. Una vez aceptado, el Consejo de Redacción podrá sugerir correcciones del original previo (incluso su reducción significativa) y de la parte gráfica, de acuerdo con las normas de edición y las correspondientes evaluaciones. El Consejo de Redacción se compromete a comunicar la aceptación o no del original en un plazo máximo de seis meses. 2. El texto definitivo se deberá entregar cuidadosamente corregido y homologado con las normas de edición de Archivo Español de Arqueología para evitar cambios en las primeras pruebas. El texto, incluyendo resúmenes, palabras clave, bibliografía y pies de figuras, se entregará en CD, así como la parte gráfica digitalizada, acompañado de una copia impresa que incluya las figuras sugiriendo el tamaño al que deben reproducirse las mismas. El texto definitivo se podrá enviar también por correo electrónico. 3. Los autores podrán corregir primeras pruebas, aunque no se admitirá ningún cambio sustancial en el texto. DOI El DOI (Digital Object Identifier) es una secuencia alfanumérica estandarizada que se utiliza para identificar un documento de forma unívoca con el objeto de identificar su localización en Internet. La revista Archivo Español de Arqueología asignará a todos sus artículos un DOI que posibilitará la correcta localización del mismo, así como la indización en las bases de datos de CrossRef. de todas las referencias bibliográficas comprendidas en el volumen de Archivo Español de Arqueología. Varia 1. Entrega de volúmenes: los evaluadores recibirán gratuitamente un ejemplar del volumen en el que hayan intervenido; los autores, el volumen correspondiente y el PDF de su artículo. 2. Devolución de originales: los originales no se devolverán salvo expresa petición del autor. 3. Derechos: la publicación de artículos en las revistas del CSIC no da derecho a remuneración alguna; los derechos de edición son del CSIC. El autor se hará responsable de los derechos de propiedad intelectual del texto y de las figuras. 4. Los originales de la revista Archivo Español de Arqueología, publicados en papel y en versión electrónica, son propiedad del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, siendo necesario citar la procedencia en cualquier reproducción parcial o total. Es necesario su permiso para efectuar cualquier reproducción.

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ISBN 978-84-00-10302-6