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Spanish; Castilian Pages 280 Year 2018
Gabriel Gatti Kirsten Mahlke (eds.)
Sangre y filiación en los relatos del dolor
Ediciones de Iberoamericana 99 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Katharina Niemeyer Universität zu Köln Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main
Sangre y filiación en los relatos del dolor Gabriel Gatti Kirsten Mahlke (eds.)
Iberoamericana - Vervuert - 2018
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Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación
ÍNDICE
Gabriel Gatti/Kirsten Mahlke Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 I. La sangre como invariante Enric Porqueres i Gené La tozudez de la sangre: excursión por el país, no consensual, de los antropólogos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 Andrés G. Seguel Regímenes de afectación biosocial. La sangre y su clasificación tecnocientífica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Kirsten Mahlke “Los abren vivos por los pechos”. Una lectura metafórica del “sacrificio humano” de los aztecas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57 II. Los parentescos sin sangre Jaume Peris Blanes Comunidad, crisis social y paradigma inmunitario en las ficciones zombis contemporáneas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 María Martínez “La familia lo es todo” en la violencia de género: transmisiones generacionales, familias desgarradas y parentescos extraños. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 Elixabete Imaz Sustancia de parentesco y creación de filiación en las maternidades lesbianas . . . . 105
III. La sangre cuando puede gobernarse Gudrun Rath La memoria desangrada. Filiación histórica y cultural del zombi . . . . . . . . . . . . 123 Cecilia Sosa Estirpes postsanguíneas. Abuelas de Plaza de Mayo, 23 Pares y una performance ampliada de la “familia herida”. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 Luz C. Souto Fantasmas, zombis y la metáfora de la carnicería en la literatura española y argentina sobre la violencia de Estado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155 Agueda Goyochea/Sebastian P. Grynberg/Mariana Eva Perez El cuco, los güérfanos, la glotonería de los normales y la elaboración de morcillas. . . 175 IV. La poderosa sangre de las víctimas Gabriel Gatti El humor cambiante de las víctimas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199 Jordana Blejmar Reses, sombras, siluetas: sobre El matadero de Paula Luttringer. . . . . . . . . . . . . . 209 Josebe Martínez Sangre de mi sangre. Performances de terror y resiliencia. Ciudad Juárez. . . . . . 221 Ulrike Capdepón Memorias familiares, identidades reprimidas y la vida política de los cadáveres: el significado actual de las narrativas de parentesco en las exhumaciones de la Guerra Civil española . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235 Claudia Fonseca La reparación por los derechos violados: dolor y ADN en las narrativas de los segregados compulsivamente por lepra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255 Sobre los autores. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275
INTRODUCCIÓN Gabriel Gatti y Kirsten Mahlke Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea y Universität Konstanz
Sangre y filiación, desde siempre, han dado cuerpo a los relatos sobre nuestra identidad. Están muy presentes en todos los supuestos sobre nuestro ser, corporal o psíquico, personal o colectivo. Se nota su presencia en los discursos sobre nuestra biografía personal y en los referidos a nuestros vínculos con los largos tiempos de ancestros y sucesores. En lo colectivo, liga nuestros contenedores comunitarios con pasados ignotos, los del fósil que avisaba de lo que seríamos, y ayuda a pensar que somos lo que fueron y que serán lo que somos. Las ciencias sociales y humanas llevan tiempo trabajando en eso. Era, decíamos hasta hace poco, un tema saldado. Un asunto de los clásicos. Pero últimamente la sangre ha reaparecido, tiñe de rojo campos de investigación nuevos, y en muchas ciencias, ya no las evidentes de la biomedicina, que han hecho de ese humor parte de su sustancia, sino las sociales y las humanas. El rojo mancha, en efecto, el trabajo de muchos textos, de muchas novelas, de muchas películas: los que se dedican a pensar nuevas formas de parentesco; los que abordan las redes filiatorias cuando sufren impactos que les hacen daño; aquellos que se preocupan de la caja negra de las disciplinas que piensan los que hoy pensamos que son nuestros sustratos últimos, el ADN o la sangre misma; los que se interesan en agrupaciones colectivas que en argumentos carnosos, como los de la ancestralidad, la etnia o la soberanía genética, ponen en juego reclamos de identidades olvidadas; o aquellos que en articulaciones complejas de biología y constructivismo saltan al espacio público reivindicando reconocimiento, espacio, existencia, porque tienen identidades que lo merecen; o, en fin, en esos que proporcionan argumentos
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para pensar las consecuencias políticas o éticas de las muchas formas de “ciudadanía biológica” (Rose 2012) de la escena pública contemporánea. No es fácil encontrar un denominador común a todas estas expresiones del revoltijo en el que se ha convertido la vida social en estos tiempos. Caben hipótesis varias: una podría ser algo así como una reacción esencialista a una cierta deriva constructivista que recorrió las ciencias sociales y humanas en las últimas décadas; otra, la expresión de algo parecido a eso pero ya no entre los que miran el mundo, sino en el mundo mismo, propenso hoy a sostener sus certezas en los viejos humores y en las nuevas expresiones de lo que podríamos llamar el “dato último” del ser. En cualquier caso, no parece que se pueda negar un retorno, y poderoso, de la atención de la mirada científicosocial a lo corporal, lo biológico, lo animal, lo genético, o incluso al viejo concepto, por largo tiempo olvidado, de biopolítica, cuya utilización profusa es solo una entre las muchas pruebas de este giro. En donde todo este material rojizo y viscoso parece manifestarse de un modo cada vez más intenso es en el, llamémosle así, “campo del sufrimiento”. Así es, ítems como “sangre”, “parentesco”, “ADN”, “cuerpo”, se han convertido en materia de interés para los que estudian memorias, víctimas, torturas. La sangre es, ciertamente, el líquido en el que nadan sus objetos. En efecto, en distintas disciplinas, en trabajos atentos a distintas manifestaciones del padecimiento, sea entre quienes miran el presente de quienes sufren o el pasado y la memoria de los que han sufrido, la sangre y la filiación comparecen de más en más. La sólida densidad de estos significantes en mundos de vida tan singulares como los marcados por el sufrimiento quizás lo explique. No es fácil, sin embargo, proponer hipótesis generales. Con la intención de reflexionar sobre esto, convocamos en mayo de 2014 el seminario “Sangre y filiación en los relatos del dolor”. Se celebró en Bilbao, en la Universidad del País Vasco, bajo los auspicios de dos equipos de investigación: el programa de investigación “Mundo(s) de víctimas”, de aquella misma casa, y el proyecto “Narratives of Terror and Disappearance”, con sede en la Universidad de Konstanz. Fue un encuentro rico. Cruzamos disciplinas, continentes, objetos, problemas: desaparecidos, violencia de género, zombis, novelas vascas, biomedicina, reproducción asistida y subrogada, novelas argentinas, sacrificios humanos, decapitaciones del narco, colonización, víctimas, novelas chilenas, madres, hijos, cónyuges… Multidisciplinar
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e internacional el encuentro contó con la presencia de 15 académicos, 13 de los cuales desarrollaron su trabajo hasta poder formar parte de este libro1. En él analizamos desde distintos ángulos esa presencia sostenida que en sus dos manifestaciones mayores —como mero humor corporal, como evocación del parentesco biológico— tiene la sangre en los relatos sociales, literarios, sociológicos producidos en contextos de fuerte afectación de los derechos humanos. Propondremos en lo que sigue un mapa de lectura de esta obra. Es un hilo fino que hilvana los trabajos que vienen. Para engordarlo, daremos cuerpo teórico a ese recorrido. Repasaremos el estatuto que la sangre, lo sanguíneo y lo familiar ha tenido y tiene en la vida social. Será, obviamente, algo muy sintético: si alguno de nuestros humores tiene un tratamiento cercano a lo invariante es este, y en todo plano, el de las identidades individuales, en el de las colectivas, las metáforas que sostienen nuestra lectura del tiempo (las ideas de autenticidad y de continuidad) o del espacio (los recortes del “nosotros”, cualquiera que sea). En esta síntesis, puntearemos lo que a nuestro juicio es necesario considerar para pensar estos asuntos cuando se aborda la que constituye la materia común a los textos de este volumen, las situaciones sociales singulares, en particular, las marcadas por la imposibilidad o el sufrimiento. En ellas se muestra que la sangre, en general, se puede gobernar. La sangre, la verdad, lo natural, lo colectivo Desde la teoría de los cuatro humores de los presocráticos, entre todos ellos la sangre ocupa un lugar destacado dentro de la patología humoral. “Es un fluido muy especial” (Mefistófeles en Fausto de Goethe), por un lado, sustancia corporal, foco infeccioso y cuna de la energía vital y, por otro, medio de los otros tres humores. En la sangre se superponen aspectos psicológicos con los propios del imaginario cultural. Es, en fin, uno de los símbolos más Aunque participaron del seminario, David Casado, Pamela Colombo y Jean Paul Zuñiga no pudieron desarrollar su trabajo para este volumen. Toca agradecerles, así como a las instituciones que facilitaron este proyecto en todas sus fases, incluida esta publicación: el Consejo Europeo de Investigación, el Ministerio de Ciencia e Innovación español y el Vicerrectorado de Investigación de la Universidad del País Vasco. 1
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prominentes y ambivalentes de la historia cultural de las sociedades occidentales: la sangre derramada remite a la muerte, al dolor y al sacrificio, y en su calidad de fluido que circula por el cuerpo, a su función nutritiva, vital y reproductiva. La sangre aparece como una sustancia de la vida y la muerte y, por consiguiente, su utilización como metáfora es muy vasta. Según Michel Foucault en La voluntad de saber, es una realidad con función simbólica: Durante mucho tiempo la sangre continuó siendo un elemento importante en los mecanismos del poder, en sus manifestaciones y sus rituales. Para una sociedad en que eran preponderantes los sistemas de alianza, la forma política del soberano, la diferenciación en órdenes y castas, el valor de los linajes, para una sociedad donde el hambre, las epidemias y las violencias hacían inminente la muerte, la sangre constituía uno de los valores esenciales: su precio provenía a la vez de su papel instrumental (poder derramar la sangre), de su funcionamiento en el orden de los signos (poseer determinada sangre, ser de la misma sangre, aceptar arriesgar la sangre), y también de su precariedad (fácil de difundir, sujeta a agotarse, demasiado pronta para mezclarse, rápidamente susceptible de corromperse) (Foucault 1987: 180).
En su investigación sobre la historia del discurso de la sexualidad, Foucault señaló que también dentro de los símbolos la sangre ocupa una posición peculiarmente ambigua: es al mismo tiempo significante y significado (Foucault 1987) y como operación del lenguaje se encuentra en cercanía inmediata a las prácticas políticas sociales o científicas. Sangre es, pues, tanto metáfora como metonimia2: Blood may be particularly apt for this kind of metaphorical extension because it scores so highly in all three respects: it is visually striking, it can be seen inside and outside the body —both routinely and in exceptionally dramatic circumstances— and it can be obviously associated with life or life’s cessation (Carsten 2011: 24).
Christoph Wulf: “La sangre es símbolo y signo, metáfora y metonimia de la vida y la muerte” (2007: 12). Carsten confirma esa calificación: “Some metaphors are more metaphorical than others. Blood seems to occupy a protean role in its capacity to be both metaphor and metonym” (2011: 24). 2
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Al nombrar la sangre podemos estar hablando de (y en nombre de) la identidad, la ascendencia, la violencia, la comunidad y estar a la vez posibilitando determinadas acciones correlacionadas a ella. La sangre es, entonces, también performativa. Esa capacidad es, además, de detección difícil pues, en efecto, la sangre oculta las técnicas de simulación, es decir, los sistemas de signos que la rodean, otorgándoles una apariencia de materialidad de la cual estas técnicas de simulación o sistemas de signos carecen (Wulf 2007). Se presenta densa pero transparente: es materialidad pura, directa. No parece tener que ser interpretada. Es. Acceso directo a nuestra ontología. Tanto que se dice que “la sangre habla” por sí misma o que por sí sola nos congrega con los nuestros (“el llamado de la sangre”), con lo nuestro (“has vuelto a la sangre”) describiendo así una forma preverbal de la comunicación y la pertenencia. La sangre, como memoria corporal (Fuchs 2000), “recuerda” y “anhela” el origen, la procedencia —mucho antes ya de hacerse de algún modo visible para los parientes sanguíneos, llevándolos entonces a una búsqueda consciente de la “sangre verdadera” y de la “identidad verdadera”—. La sangre como memoria es, por cierto, una de las manifestaciones más recurrentes en las narrativas de quienes leen su identidad colectiva en clave de pérdida: en la sangre se esconde lo que se olvidó y se reprimió: Nowhere has this debate been more clearly articulated in American literary and cultural studies than in the controversy generated by the signature trope of N. Scott Momaday (Kiowa), memory in the blood or blood memory (Chadwick 1999: 93).
La sangre, pues, nunca miente. Bien al contrario, determina las relaciones interpersonales, establece vínculos con nuestros trazos más originales, cose vínculos familiares indestructibles. No importa que fueran desbordados por alguna irrupción catastrófica, política u otra: su memoria no cesa y regresa para recordar el alcance de sus dominios. Tanto es su poder que cuando vuelve, la sangre reclama, exige y restituye la justicia allí en donde reinaba la injusticia: por su verdad inequívoca es en sí misma corpus delicti, testigo y querellante en sentido jurídico. Esa cualidad de unir la memoria corporal preverbal con un anhelo social y comunicativo orientado hacia el exterior se hace evidente en muchos discursos de los familiares de víctimas. Véase
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el caso, en Argentina, de las Abuelas de Plaza de Mayo: como agentes en comisión de la sangre, interpretan que su tarea es restituirles “la identidad a los nietos apropiados”3 por la dictadura militar, hacer visibles los lazos sanguíneos, ligarlos, inequívocamente, con lo familiar y con la identidad, y eliminar o por lo menos reescribir la identidad falsa impuesta por el robo de niños. Así, por ejemplo, en el relato que de sí mismo hace Horacio Pietragalla, el “nieto recuperado” número 75, cuando afirma que si le gustan los mariscos o Pink Floyd es porque a sus padres biológicos, de los que fue separado al poco de nacer, les gustaban esas delicias. O en el de Ignacio Guido Montoya Carlotto, el número 114, que dice de sí: “soy el músico que era mi papá y la oradora que era mi mamá” (22 de agosto de 2014). El líquido viscoso nos gobierna. Pueden haber tapado sus mandatos pero su marca es indefectible: reaparece siempre, pues materializa nuestra verdadera identidad. Poderosa metáfora. La que más. En Occidente, en su forma narrativizada, la sangre es insuperable a la hora de legitimar comunidades de todo cuño, políticas o religiosas, nacionales o hasta vecinales, tanto en sus fundaciones como en sus restituciones. Tampoco tiene rival a la hora de hacer justicia (Burkert 2007: 245) y dar testimonio (mudo) del dolor y la pérdida. La “voz de la sangre” acalla sin más las voces de otros discursos políticos o de identidad, no importando que estas narrativas se refieran a pertenencias científicas, sociales o de género. Entonces, la sangre puede de por sí contar (“Most obviously, references to bodily substance bring to the fore ideas about process, change, vitality, and decay in accounts of kinship” [Carsten 2011: 21]). Es un medio narrativo que soporta genealogías (verdaderas y falsas), discursos científicos y jurídicos, La CONADI (Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad) existe en Argentina gracias al activismo de las Abuelas de Plaza de Mayo. Esa comisión equipara sangre con familia e identidad. En la página web de las Abuelas se presenta la siguiente explicación sobre la relación entre identidad, verdad e historia familiar: “Las Abuelas buscamos denodadamente a estos niños desde la desaparición de sus padres. Afortunadamente, muchos ya han sido localizados, y pudieron recuperar su verdadera identidad; sin embargo, aún quedan cientos de hombres y mujeres que viven con una identidad falsa. Las Abuelas de Plaza de Mayo trabajamos por nuestros nietos, por nuestros bisnietos —que también ven violado su derecho a la identidad—, y por todos los niños de las futuras generaciones, para preservar sus raíces y su historia, pilares fundamentales de toda identidad”. 3
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herencias y parentescos (legítimos e ilegítimos), imaginarios de salvación, de redención, de liberación. Una huella de sangre, como el hilo rojo de Ariadna, recorre los relatos de violencia, dolor, deseo y éxtasis. Y aun cuando faltase el significado sustancial —como en el caso de los desaparecidos— adopta como significante una función ordenadora espacio-temporal gracias a la cual el pasado, el presente y el futuro pueden ser puestos en relación. Ahora, este carácter temporal que tiene la sangre en las sociedades occidentales no es de ninguna manera universal4. La sangre se ubica, pues, en el tiempo y el espacio de las comunidades, cualesquiera sean: familia, comunidad religiosa, nación. La metáfora de la sangre como sustancia cohesionadora de la comunidad fue introducida por primera vez por la antropología y la teoría de razas de Gobineau con la definición de nación como comunidad de un pueblo de la “misma sangre”. La nación, compuesta por sujetos nacionales que no tienen vínculo de parentesco, presenta su conexión sanguínea como consecuencia de una operación de desplazamiento semántica que se mueve del contexto religioso hacia el político: la sangre pura del redentor, que aúna a la comunidad religiosa, fue semantizada políticamente y trasladada al discurso de identidad y dinástico de la nobleza (sangre azul = sangre pura). El colectivo de la élite política se define a sí mismo a través de la sangre, atribuyéndole a la “pureza” una marca de distinción: la sangre impura o mixta queda excluida del gobierno. En el discurso sacro-político de la Inquisición la “limpieza de sangre” ibérica adoptó las semánticas de pureza de sangre (Cristi) y de la formación de un colectivo basado en la justificación del poder. Precisamente, en el momento en el cual la península ibérica se expandió hacia América, la religión, la ascendencia y la nación convergen en la figura de la sangre creando una metáfora extremadamente violenta. Los discursos de sangre y nación se fundieron en el discurso colonial. La identidad de un nosotros, formada narrativamente con la “sangre pura”, es católica e ibérico-romana. Judíos, musulmanes e “indios” quedaban excluidos de ella. En el siglo xix la metáfora de la sangre recibió otra conno-
Sobre esto, véase Bamford (2007), que establece la relación entre la idea occidental sobre la sangre, la sustancia biogenética y el pedigrí con ciertos imaginarios sobre la direccionalidad y la temporalidad (Edwards 2009, Franklin 2007). En algunas zonas de Nueva Guinea, por ejemplo, no existe esta dimensión temporal (Carsten 2011: 23). 4
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tación, como cuerpo colectivo nacional-sagrado: los movimientos independentistas americanos, al carecer de un relato fundacional étnico (como en los modelos de los “pueblos” o “naciones” europeos, homogéneos por autodefinición), recurrieron al discurso de la pureza de la sangre para legitimar la dominación de los blancos de origen europeo sobre todo el continente. La sangre incluye y, es claro, también excluye. De un lado, los consanguíneos; del otro, los que no, como marcaba la vieja institución jurídica romano-cristiana de la consanguinitas (Burkert 2007: 252). Antes de eso, a partir de las teorías médicas de Aristóteles, el semen del padre fue comprendido como una forma de sangre cocida, con la cualidad de dar forma, mientras que la sangre menstrual de la mujer provee materia coagulada a la descendencia. La jerarquía que establece esa “teoría hematológica de la procreación” (Spörri 2013: 28) está también grabada en las relaciones de género y en el orden de familia y el derecho sucesorio: la “línea de sangre” determina descendencias, propiedades y comunidades, asegura la continuidad del orden económico, garantiza el tiempo de las generaciones. Nada existe fuera de eso. Los agnados, como parientes sanguíneos, son aquellos con los que se comparten los mismos altares, las mismas reliquias, las mismas tumbas. Más adelante, el concepto de consanguinitas adquirió la connotación de “sin parentesco”, cuando en el cristianismo la sangre se transformó en símbolo de pureza, salvación y verdad, “la sangre buena” dicotómicamente opuesta a “la sangre mala” (Von Braun 2007: 354). Solo en el siglo xii, cuando la teoría de la transubstanciación adquiere el valor de dogma, en la Iglesia y para todos los fieles, el vino se convierte en la sangre de Cristo por obra de la eucaristía, y los pecadores pasan, a su vez, a ser parte legítima de la comunidad. Beber la “sangre del cáliz de la vida” renovaba a la comunidad cristiana y ratificaba la pertenencia al colectivo a través de un fluido al que antiguamente le estaban reservados la energía vital y la reproducción materiales. En la historia de la transformación de la simbología de la sangre en las sociedades europeo-cristianas, Christina von Braun ha descubierto una confrontación entre dos principios genealógicos: de la sangre a la tinta, de la poderosa materialidad corporal de la sangre a la abstracta sustancia del texto: Cuando en Europa se consolida la transición de la sociedad cristiana hacia una comunidad textual, quedan en discrepancia dos estrategias diferentes
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de legitimación. En esa confrontación el primer principio —la genealogía de la sangre— paulatinamente deviene en sangre laica, pero también “falsa”, “pecadora”, mientras que de la genealogía según el principio de la tinta surge la sangre espiritual, pura o “buena” (2007: 356).
En este proceso, finalmente dominado por la tinta, se le transfieren a esta, al texto, las cualidades de la sangre. La narrativa y la iconografía mismas se vuelven sangrientas y tienen un efecto altamente emotivo (Wulf 2007, Von Braun 2007: 14, 358). La transición hacia una comunidad basada en el texto se produjo al mismo tiempo en el que triunfó la fracción de la Iglesia que declaró a Jesús como hijo de Dios. El logos se convirtió en carne. La sangre se hizo texto y en este se concentró el poder de aquella: garantizar el orden de las relaciones. La comunidad sanguínea nos invita desde entonces a pensar en dos direcciones: el parentesco jurídico-biológico y la comunidad ritual-religiosa. En ambas, la sangre funciona como límite entre el afuera y el adentro, entre la veracidad y la falsedad, la legitimidad y la ilegitimidad, el poder y la sumisión, el dominio y la servidumbre. Salvo entre los que no comparten la sangre, entre los que no son parientes sanguíneos (extranjeros, esclavos), que quedarán excluidos del orden legítimo, las comunidades lo son siempre de “hermanos de sangre”. Poderosa cualidad del significante sangre, la de crear un orden social, que se ha mantenido incluso hasta ahora, cuando es el ADN el que la reemplaza como soporte material de la identidad y la filiación. En realidad, no la reemplaza, hereda y multiplica su poder. Un poder más obvio aún, más sustancial, más inaccesible e intocable. Los soportes biológicos de la vida social y política Un carnet de identidad que incluye datos sobre la etnia medida a partir del porcentaje de sangre “nativa”. Un ciudadano al que el aparato asistencial de un Estado clasifica como asistible o no a partir de los resultados de un abanico amplio de test, muchos con base en técnicas que se acercan a lo molecular, todos previa intervención sobre el cuerpo (análisis de sangre, test genéticos, test para el estrés postraumático…). Otro ciudadano que identifica despojos sin nombre —los de un pariente— encontrados en una fosa común, un río o un fuego, gracias al trabajo sostenido por técnicas de iden-
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tificación a través del ADN. Colectivos cuya ciudadanía no es reconocida o lo es parcialmente que instalan en el espacio público sus reclamos de reparación, sus deseos de justicia o sus reivindicaciones de reconocimiento a través de argumentos que se “objetivan” por una secuencia de su ADN que prueba que disponen en sangre de un patrimonio genético propio de viejas ancestralidades. Un pinchacito al nacer, del que sale una muestra que se incorpora a un archivo que representa a una población de la que se tiene, en fin, un mapa genético completo con el que —sueño ilustrado— se podrá controlar, prevenir, diseccionar, visibilizar, enfermedades, epidemias, en fin, frenar el mal. La lista de ejemplos, realmente, es infinita. En todos conectan técnicas frías de gestión o de reivindicación de la identidad con viscosas manifestaciones de lo biológico, que la sangre metonimiza como ningún otro humor. La sangre es social, pues, materia de políticas entonces5. No es fácil de pensar este asunto. Si uno adopta una posición crítica, mirará la omnipresencia de estos dispositivos con alarma: el Estado llegó lejos, al nivel molecular del cuerpo, y ha hecho de eso un instrumento principal de las nuevas formas de control. Lo tenemos delante, en cada esquina. En, por ejemplo, cosas ya casi banales, como las tecnologías biométricas para la administración de las “cosas” de la ciudadanía (documentos de identidad, controles de población extranjera, administración de las poblaciones vulnerables, prevención de epidemias) hay un despliegue imperial, que invita a acudir a ese viejo y siempre útil concepto de biopolítica (Foucault 1987). Así es, cabe pensar críticamente la expansión omnímoda de la razón técnica. Y sospechar, pues llega a lo que hemos creído que es lo esencial de la vida, a lo nuclear del cuerpo, de la identidad, de cada uno. Nos hemos creído eso, que en lo biológico está la verdad última. Al mismo tiempo, los lugares de roce entre lo biológico y lo político pueden mirarse desde otro lado. De una parte, desde uno que ayuda a entender “Sangre política” constituyó el reclamo de un segundo seminario, que se organizó en Montevideo en diciembre de 2016, convocado por el programa “Mundo(s) de víctimas”, el IRIS y el CNRS franceses, y las facultades de Humanidades y de Psicología de Udelar, en Uruguay. Aunque las intervenciones en ese seminario no están recogidas en este libro, sí que cabe reconocerle cierto peso para el desarrollo de estos argumentos a los motivos que se discutieron en ese espacio académico. En el texto “Sangres políticas” (Anstett y Gatti 2016) se recoge lo esencial de esos debates. 5
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qué somos y cómo somos y qué es la vida o lo humano de un tiempo a esta parte. Cuando, en los años noventa del siglo xx, buceamos en las bibliografías de cierto feminismo y leímos a Donna J. Haraway (1990) hablando de cíborgs, o cuando en los 2000 leímos a Bruno Latour, aprendimos a ver que lo vivo se había mezclado con las cosas que le acompañaban y las técnicas que lo hacían, que éramos híbridos. Hay tanto de eso en lo que somos que incluso se está cuestionando nuestra vieja e ilustrada idea de persona o de humano: nuestros cuerpos individuales no pueden pensarse ya sin sus prótesis; nuestros cuerpos sociales no pueden ni siquiera imaginarse sin las tecnologías que los miden, los presentan, los calibran, los conforman, los cuidan, les dan letra. Y hay otra forma de invertir el argumento crítico respecto a los efectos de las nuevas formas de racionalidad técnica sobre nosotros, pues los progresos de la biometría, la biología molecular, la lectura del ADN son una pieza esencial de las reivindicaciones ante el Estado de muchos ciudadanos, antes invisibilizados y hoy, gracias en parte a las posibilidades que abren estos dispositivos, algo menos. Sin estas tecnologías serían imposibles las políticas de derechos humanos sostenidas por la identificación vía ADN de los desaparecidos, sin ellas se hubieran desarrollado de otro modo los reclamos de reconocimiento de colectivos tan diversos como las poblaciones indígenas, los afrodescendientes, los grupos LGTB que acceden a la procreación por medio del amplio abanico de técnicas hoy disponibles y que contribuyen a redefinir nuestra idea de parentesco, filiación y herencia. En esos casos, en los relatos de filiación de las sociedades occidentales de fines del siglo xx y comienzos del siglo xxi, la paternidad/maternidad biológicas se separan del origen biológico, antes indisociables. Biopolítica de nuevo, pero invertida; sangre política pues, pero pensada ahora como la superficie de luchas que se sostienen en el “argumento biológico”. Aquí, esos cachos de ciencia dura empoderan, y quienes son o fueron pensados, curados, reprimidos o civilizados por ellos se los apropian. Sangre y filiación en los relatos del dolor. Mapa de lectura El libro que sigue se estructura en cuatro secciones. La primera contiene tres textos (Enric Porqueres i Gené, Andrés G. Seguel y Kirsten Mahlke) y
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aborda, en bruto, la sangre en su condición invariante, un invariante que, además, gobierna nuestra forma de entender y narrar el orden. El resto de las secciones se pregunta por los límites de esa afirmación y los estira. A veces casi los rompe, pero la conclusión a la que todos los textos llegan es que sí, de algún modo, la sangre y sus derivas arman de sentido a nuestros referentes normativos y narrativos. La segunda sección, sus tres trabajos (Jaume Peris Blanes, María Martínez, Elixabete Imaz) bucea en parentescos extraños, sin sangre de por medio. Las dos secciones siguientes acompañan a la sangre a los territorios del dolor y el sufrimiento: mundos de víctimas, desaparición forzada de personas, narcoterror, lepra. Y en muchos contextos, además: Argentina, España, Brasil, México, Haití. En la tercera sección, sus cuatro trabajos (Cecilia Sosa, Gudrun Rath, Luz C. Souto y un autor colectivo con tres rostros, Agueda Goyochea, Sebastian P. Grynberg y Mariana Eva Perez) se preguntan por las posibilidades de gobernar la sangre. En los cinco textos de la cuarta y última sección (Gabriel Gatti, Jordana Blejmar, Josebe Martínez, Ulrike Capdepón, Claudia Fonseca), el protagonista de casi todas las anteriores —la víctima— enseña el poder de su poderosa sangre, la sangre de la víctima. 1.1. La sangre, ese invariante de las narrativas del orden Sobre la sangre como invariante de las narrativas del orden escriben Porqueres, Seguel y Mahlke. Enric Porqueres i Gené (“La tozudez de la sangre: excursión por el país, no consensual, de los antropólogos”) pone en juego cartas marcadas, pero no oculta el truco: la vida colectiva se sostiene en evidencias; la sangre es la evidencia que más vida colectiva sostiene. Desde los orígenes —fratrías y clanes— a nuestras civilizadas construcciones actuales, nos sostenemos sobre invariantes. Alguno ha hablado de ellos como de “universales antropológicos”. Esa es la regla del juego del parentesco que, es sabido, es el lenguaje de la vida en común. “No creo —dice Porqueres— que haya ningún antropólogo que pueda pretender lo contrario”. Sobre ese marco que regula nuestra idea del ser en común hay variantes, y potentes, pero no hay, no, tantas variaciones; una es clara: un símbolo pesa más que otros, un humor aparece más y más: la sangre, testaruda, que articula la noción de
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persona en cualquier cultura humana, en sus formas hegemónicas o en las resistencias, sea en las chiquitas del yo, que quiere gobernar sus destinos, sea en las grandiosas de otras narrativas, cuando afirman reinventar algún nosotros. En estos también hay genealogía, parentesco, sangre y duración. Esta identidad es “maleable, pero es imposible no partir de ella para elaborar discursos audibles. Posicionarse contra el yo genealógico-sanguíneo es saludable. Pero es evidente que dicha postura da por supuesta la centralidad de la referencia que se critica”. Tiene razón. Aunque parezca decir otra cosa, también la tiene Andrés G. Seguel (“Regímenes de afectación biosocial. La sangre y su clasificación tecnocientífica”): la sangre ya no es lo que era, pero es, sin embargo, igual de potente de lo que fue. Ya no se manifiesta viscosa y espesa, rojiza, espectacular. Ahora domina en ella más el blanco de las batas de los científicos, el brillo espléndido de sus laboratorios, su asepsia; lo que ahora pesa de la sangre es casi invisible, y resulta inescrutable si no hay mediaciones tecnocientíficas inaccesibles que nos lo traduzcan. Pero aun así, aun sin siquiera llamarse “sangre” sino cosas más pequeñas, que remiten a siglas complejas (ADN por ejemplo) parece seguir dominando la escena de la identidad y las narrativas del parentesco. En todos, pero en especial en los marcados por alguna falta (Abuelas de Plaza de Mayo, enfermos de VIH…), que en lo que el fluido rojo esconde construyen su lectura de la identidad. Kirsten Mahlke (“‘Los abren vivos por los pechos’. Una lectura metafórica del ‘sacrificio humano’ de los aztecas”) aborda el lugar de la sangre en las representaciones del poder. Como en la religión cristiana, la sangre tiene un rol simbólico clave para representar el poder entre los habitantes del actual México. Pero si en unos, los españoles, ese poder es el del sacrificio y el castigo, el de la sangre derramada y el de la eucaristía, no necesariamente era así entre los hablantes de lengua náhuatl. Así es, la mirada de la filóloga le permite situar en un error de interpretación y traducción la fundación de un error histórico con consecuencias bien concretas: cuando los aztecas decían, en lengua náhuatl, que algo “chorreaba sangre” no hablaban de sacrificios de prisioneros de guerra, jóvenes, vírgenes o niños. Hablaban, sí, de poder, pero no de sufrimiento, muerte, sacrificio y corazones abiertos, sino de fuerza vital, muerte y renacimiento simbólico, núcleo y esencia. El sacrifico entre los aztecas es hoy un lugar común con más base real en las presunciones del
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conquistador sobre el poder que en los hechos de los colonizados. Aunque tanto en unos y en otros, la sangre soportaba materialmente una cierta idea de poder. 1.2. Los parentescos sin sangre Una invariante, decían los primeros textos. En forma de sangre, de semen, de humores heredados aun sea por vía de neurobiología. La misma cosa arma universalmente nuestros relatos sobre quiénes somos o sobre quiénes queremos y debemos ser. Aun cuando no esté. De estos parentescos sin sangre hablan Peris, Martínez e Imaz. En mundos postapocalípticos, cuando todo se desvanece, incluso lo humano, devorado por plagas o invasiones o excesos zombis, ¿con arreglo a qué referentes damos sentido a las cosas? Las utopías zombis llevan un tiempo trabajando en esos contextos y nos proponen dos narrativas. En una, la pregunta es por lo que queda cuando no queda nada: ¿cómo es la vida de los zombis? ¿Cómo viven, hablan, existen… los que no tienen nada, ni vida, ni habla, ni existencia? A falta de todo, ¿en qué lugar queda lo que antes nos estructuraba? La otra utopía zombi no se fija en los vivos no vivos, ni en sus desestructuradas existencias, sino en los afanes de reconstruir vida colectiva y existencia con sentido para los que son vivos como los de antes. En estos afanes, la sangre, el parentesco, las referencias a las filiaciones y a las viejas tramas filiatorias, estructuran simbólicamente el nuevo orden. Como siempre fue. Es en eso en lo que se fija el trabajo de Jaume Peris Blanes (“Comunidad, crisis social y paradigma inmunitario en las ficciones zombis contemporáneas”): cuando todos los vínculos sociales parecen haberse derrumbado, la familia retorna, incólume y poderosa. Esa sangre preserva del contagio, inmuniza. Aunque construidas desde una “lógica postidentitaria”, en las comunidades postapocalípticas los lazos familiares son los únicos que importan. Pero son raros: mundos de huérfanos, fratrías sin sangre compartida. María Martínez (“‘La familia lo es todo’ en la violencia de género: transmisiones generacionales, familias desgarradas y parentescos extraños”) se fija en su trabajo en las formas de contar la violencia familiar de mujeres afecta-
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das por ella en España. La filiación es, evidentemente, un bien en juego en estos asuntos, algo que hace de las mujeres víctimas, y también de sus hijos. Lo que sigue a ello se rige por dos posibles guiones: “desgarrada la familia por la revelación de la violencia”, se construye otra, algo que no se suele producir. Otra es la queerización, la construcción de comunidades de dolor, grupos de víctimas, parentescos extraños que en algún punto se hacen “contra la sangre”. Curiosa —una más— consecuencia no intencionada de la acción, una cadena de ellas: las leyes de protección frente a la violencia de género crean víctimas, que generan familias que se escapan de los marcos normativos que sostienen el espíritu de esas leyes. No menos llamativo es lo que ocurre en otros contextos familiares, los de las “nuevas formas de familia”. En efecto, si se miran fenómenos como la homoparentalidad o la gestación subrogada llega rápido a la conclusión de que estamos ante “nuevos modelos de familia”. Esa conclusión se acompaña de inmediato de otra: en todos estos casos, y en muchos otros, se le da la vuelta al determinismo biológico. En su texto “Sustancia de parentesco y creación de filiación en las maternidades lesbianas”, Elixabete Imaz encara estas evidencias y ayuda a que la conclusión se tenga que alcanzar más despacio. Muestra que, al revés de lo pensado, en las familias homoparentales la propuesta de modelos alternativos respecto a la concepción del parentesco va acompañada de una cierta afirmación en los valores familiares tradicionales, que reingresan a la vida familiar a través de, precisamente, creativos equilibrios prácticos y narrativos que tienen en la sangre y lo biológico sus protagonistas. Así es, la sangre y la filiación y sus relaciones mutuas, lo biológico, en fin, no reduce su importancia en estos casos; se redefine o también se intensifica. Aunque nuestro a priori es que “todas estas transformaciones ponen en entredicho la conexión entre filiación y sangre” (Imaz), el resultado termina siendo que la sangre se sigue imaginando como el buen humor para hacer circular el parentesco, incluso en aquellos casos en que ni la sangre ni otro humor conectan a los genitores y a sus retoños. La sangre se muestra poderosa. Y generosa: da soporte material a quienes (sobrevivientes de zombis, mujeres maltratadas, parejas no normativas) despliegan en principio dinámicas que la subvierten y hacen de ellas usos imprevistos.
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1.3. La sangre cuando puede gobernarse (o lo parece) De los textos de las dos anteriores secciones deducimos que la sangre es un invariante pero un invariante gobernable. ¿Es así? ¿Hay modos de subvertir sus mandatos? Un grupo amplio de textos de este libro aborda casos que, aunque repartidos por el mundo y por la historia, muestra que sí, los de Sosa, Rath, Souto y Goyochea, Grynberg y Perez. Aunque de manera compleja. La razón del humanitarismo (Fassin 2010) constituye el armazón moral de la sociedad contemporánea, la que articula nuestros criterios de inclusión y exclusión, legitima los oficios que atienden la vulnerabilidad, arma de argumentos los reclamos justos y tacha de ilegitimidad a los injustos. Su categoría maestra, la de “humano”, compleja como pocas, se nutre de varias fuentes, tantas que trampea a los valientes que se atreven a hacer su genealogía y se creen que es fácil. Entre esas fuentes, las ideas de raza (Wynter 2003), género (Butler 2003) o, es nuestro caso, parentesco. Esas categorías llevan tiempo jugando con boletos ganadores y en todos los torneos participa lo biológico (Agamben 1998, Berghahn Esposito 2006, Rose 2012), que aún hoy, en época de constructivismos, sigue compareciendo como un soporte material necesario para toda construcción colectiva. Establece las reglas; más que eso: es el marco de referencia, lo que delimita la regla. Ese poder de lo biológico, de la sangre o de sus herederos —ADN, la genética—, alcanza a penetrar en los bastiones de otras categorías, que no son inmunes a sus muchos poderes. Es el caso de las formas más novedosas de hacer resistencia a cualquiera que sea ejercicio de violencia sobre lo humano, esto es, formas alternativas de aguantar los embates de la desaparición forzada de personas, de los modelos reproductivos dominantes, de las formas establecidas de identidad. Esas formas, aunque se quieran y se sepan novedosas, caen, a sabiendas o no —destino trágico— en las redes de nuestro humor protagonista. Así, el humanitarismo, que constituye ya discurso oficial, que está henchido de sangre en sus formas hegemónicas y también en sus manifestaciones más subalternas. Aunque estas tienen otros tonos; lo queer, la parodia y la paradoja son algunas de ellas. En el trabajo de Cecilia Sosa (“Estirpes postsanguíneas. Abuelas de Plaza de Mayo, 23 Pares y una performance ampliada de la ‘familia herida’”) se da cuenta del primero. Sosa cuenta cómo el ADN se convierte en la superficie
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de una poderosa performance en manos de los hijos de los desaparecidos argentinos. El parentesco biológico, la performance sanguínea sostiene reclamos vorazmente esencialistas: el que es, es. El que no, no es. La sangre manda. Sin embargo, esa afirmación en el gen y la autenticidad tiene sorprendentes consecuencias no intencionadas, comunidades de sentido que, sostiene la autora, disocian la identidad de sus presuntas bases biológicas y amplían las filiaciones a la nación toda. Argentina deviene una comunidad en duelo; el parentesco ya no solo va por las venas, discurre por el dolor compartido. Curiosa deriva del argumento biologicista, que termina haciendo lo contrario de lo que afirma: cuestionar las narrativas tradicionales del parentesco. Pariente es el que sufre conmigo. El zombi parece un excurso en este libro. No lo es. En Haití, la figura del zombi no se caracteriza por la superabundancia de sangre, de sesos en descomposición y de cuerpos ya no humanos. Son, más que otra cosa, subalternos. No humanos, pertenecen “a otro orden”, dice Gudrun Rath en su texto “La memoria desangrada. Filiación histórica y cultural del zombi”). Faltos de sangre, han sido expulsados del común. Son los excluidos de las cadenas filiatorias, sujetos sin identidad. “Faltos de sangre”, en efecto: nada los liga con el pasado, con la ancestralidad. Son bastardos sin origen. Pero en esa tradición, esa “falta de sangre” es también, como en el uso popular de la expresión, escasez de agencia, incapacidad de acción. Poco parece poder esperarse de estos subalternos, que a la pregunta de si pueden hablar o actuar responderían —si pudieran— inequívocamente que no. Nadie tiene tampoco interés en ser su ventrílocuo y hablar por ellos. En otras tradiciones, sin embargo, los zombis toman la palabra. Aunque es rara. El trabajo de Luz C. Souto (“Fantasmas, zombis y la metáfora de la carnicería en la literatura española y argentina sobre la violencia de Estado”) nos propone una lectura de muchos ejemplos literarios que apunta a este giro. Es literatura de postragedias y con personajes construidos sobre moldes de figuras inapropiadas, informales o quizás deformadas: la forma de esas biologías es inadecuada, el cuerpo se manifiesta en estado de inacabamiento, los cuerpos colectivos e individuales desobedecen. Dependen de lo que fueron, pero ya no son lo que fueron: el mundo del desaparecido Z es una cosa seria. Y viva y paródica en, por ejemplo, la literatura de los hijos de desaparecidos, neodesaparecidos, postdesaparecidos, o postpostdesapa-
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recidos. O en los “apropiados de identidad restituida” ¿Dónde está la identidad de estos monstruos? ¿Cómo pensar estos fantasmas? ¿Zombis nomás? ¿Traumados? No solo. Al contrario: el zombi puede actuar por sí mismo, aun sea para parodiar el modelo que le contiene. El trabajo de Goyochea, Grynberg y Perez (“El cuco, los güérfanos, la glotonería de los normales y la elaboración de morcillas”) se desarrolla en clave autoparódica: son hijos de desaparecidos pensando su sangre. Y como suele, la parodia es una estrategia de reflexión de efectos muy prácticos: hace evidentes nuestras obviedades y naturalizaciones al tiempo que muestra lo difícil que es escapar de ellas. Los hijos de la sangre (desaparecida) tienen dos opciones: afirmarse en las “narrativas morcilla”, de sangre coagulada, casi seca, convertida en mármol homenajeable; nadar en la sangre y sostener la legitimidad y la posibilidad de una narrativa guacha, huérfana, bastarda: cuelgan de sus padres desaparecidos, pero pueden —no les queda otra— vivir sin sus padres. “Desconfiamos de las narrativas que ante la catástrofe intentan restituir sentido al mundo por medio de referencias esencializantes a lo biológico, la sangre, el ADN, el parentesco o la genealogía”, dicen; manchan el territorio de estas narrativas morcilla y de sus tenedores, los sujetos morcilla, dominantes, de sangre activa y en movimiento, sangre que se piensa. Pero la parodia es tragedia: no puede escapar de su destino; está atrapada por aquello que estira. Lo saben: “En el ‘campo del detenido-desaparecido’, nuestro lugar estaba determinado por el vínculo filial con su figura central, ausente, omnipresente”; era imposible, sí, pensarse “por fuera de la Sagrada Familia de los 30.000 Detenidos-Desaparecidos”. Son de esa sangre, aunque la bastardizan, esto es, la desguarnecen de su sacralidad. De paso, logran poner en cuestión otros tótems: sitios de tortura y exterminio convertidos en centros culturales o la industria académica de la memoria. Puestos a parodiar hay realmente donde elegir. 1.4. La poderosa sangre de las víctimas En donde hay víctimas, hay sangre. La hay en sus expresiones artísticas (Diéguez 2013), en sus agrupaciones colectivas, marcadas a fuego por los signos del familismo: familiares, madres, abuelas, hijos… hablan en nombre de
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sus deudos. De todo esto nos hablan en sus textos Gatti, Blejmar, Martínez, Capdepón y Fonseca. Gabriel Gatti (“El humor cambiante de las víctimas”) se pregunta sobre el mismo asunto que abordan los textos situados en la primera sección del libro, la universalidad de algunas figuras de presencia aparentemente constante a lo largo de la historia. Lo hace interrogando a una que, afirma, ocupa el centro de nuestras arquitecturas morales, las contemporáneas, la figura de la víctima. En este texto, en una suerte de divertimento intelectual, recorre los estadios más recientes de la genealogía de esta figura intentando asociarla a los humores que en cada fase le han correspondido, a dos de ellos, la sangre y la lágrima. Ambos, afirma, fueron siempre sus humores, pero si en una primera fase, cercana pero ya pasada, la sangre era la del sufrimiento y la lágrima la contenida de los que lloran sin hacerlo a héroes y mártires, en otra, cercana, la de la era de las víctimas, el humor viscoso se ha hecho parentesco y el más líquido, la lágrima, una lágrima nada contenida además, que ha devenido atributo de virtud pública. Los ciudadanos de hoy, parece decirnos, lo son porque lloran y sufren. Jordana Blejmar (“Reses, sombras, siluetas: sobre El matadero de Paula Luttringer”) hace un repaso de las apariciones de ese tinte en varias expresiones artísticas de la historia argentina, una sucesión interminable de carnicerías, desde la fundación al presente. En aquella se trataba del exterminio civilizado de lo bárbaro, salvaje, animal. Degüellos, carnicerías. Un país (des) animalizado. En este, desde lo que una curiosa convención llama desde hace unos años “la última dictadura”, lo sangriento y lo corpóreo, tan intensos en esa animalidad originaria, persiste, pero se ancla a otro lugar, casi que el contrario, un lugar más incorpóreo, si se quiere, más incómodo también, “el de las siluetas, los muertos-vivos, los aparecidos, las ánimas en pena, las sombras, los dobles y los fantasmas”. Cosas que ni son ni no, desaparecidos. La sangre aquí trasunta en fantasma. Pero en unas y en otras narrativas, en las de la fundación y en las del presente, el líquido viscoso ayuda a escribir, pintar y/o fotografiar formas de imaginar la identidad y la nación, en unos de manera descarnada, llena de cuerpo, en otros soterrada y fantasmal, vacía. En las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, los dos casos proverbiales para pensar el familismo que atraviesa los reclamos en materia de derechos humanos, parecería que por doquier la sangre ocupa mucho tiempo de los
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argumentos que se usan para definir “parentesco” y “familia”. Es cierto que son precisamente esas relaciones familiares las que durante la dictadura argentina de los años setenta y ochenta del siglo xx (la “última dictadura”, sí) fueron materia de intervención: “Dios, Patria y Familia”, uno de los lemas de la dictadura militar, legitimaba en las salas de tortura de los años setenta el derramamiento de la sangre del enemigo ideológico. Quizás eso explique que tras esta “desaparición de la sangre del enemigo”, tras el corte de los lazos transgeneracionales entre abuelas y nietos, entre madres e hijos, la sangre se invoque tanto. Edmundo Gómez Mango, psicoanalista, habla por eso de que el “profundo trastrocamiento de las generaciones” fue la herencia más dolorosa que dejó la dictadura —la uruguaya en su caso, también la última, aunque allí la convención la llama “cívico-militar”—: robaron los comienzos (niños), robaron los finales (cuerpos): El niño robado en cautiverio, el cadáver del desaparecido robado a los familiares, constituyen graves ataques a los sistemas que regulan el funcionamiento social y cultural de las sociedades humanas. Ambos delitos desgarran no sólo la carne de las víctimas sino también las tramas simbólicas del parentesco y la filiación (2004: 23).
Alteraron la gramática básica de las identidades. Y la reacción, por eso quizás, fue familista y sanguínea. La figura del desaparecido ha producido, en ese sentido, una narrativa de sangre enormemente significativa y, debe decirse, exitosa. La sangre asume en ella la función de la metáfora (señalando lo que está ausente) y de la metonimia, al restablecer ininterrumpidamente la circulación de sangre (los lazos de sangre entre familiares). Por la sangre se describe la dolorosa pérdida, la tortura, la desaparición, y se estructura un relato fuerte frente a crímenes cuya esencia se interpreta también en esa clave: destruyeron el lazo básico, se dice, el que liga a individuos a familias y a sociedad en una inmensa fratría, metafórica y metonímicamente muy sanguínea. Del otro lado, el parentesco articula real y metafóricamente los reclamos, en agrupaciones como Madres de Plaza de Mayo, HIJOS, Abuelas de Plaza de Mayo, Madres y Familiares de Detenidos-desaparecidos, Hermanos. La invocación a esas relaciones familiares —definidas por la sangre, que las une circulando en el espacio de los coetáneos y en el tiempo de las genera-
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ciones— es incluso un elemento estructural del discurso en la retórica de las organizaciones de derechos humanos. Ha creado, de hecho, un lenguaje que estructura comunidades de santos, que ayuda a que comparezca de nuevo la unión jurídico-sacra de la familia consanguínea en el campo político. El parentesco y su reclamo y recuperación sostienen, sí, esas viejas —y no tanto— luchas. No solo en Argentina. Ocurrió por entonces lo mismo en Uruguay o Chile y ocurre hoy lo mismo hoy en México, en España, en Colombia, en Serbia o en Turquía. En su trabajo (“Sangre de mi sangre. Performances de terror y resiliencia. Ciudad Juárez”), que reflexiona sobre el papel de la sangre tanto en las performances de la violencia como en sus resistencias, Josebe Martínez nos acerca a México. Exceso y performatividad parecen ser las dos palabras clave en lo que hace a la expresión de la narcoviolencia, tanto cuando mata como cuando se convierte en arte. No hay diferencia en el tono y en el espesor del líquido que las protagoniza. Otra sangre es la respuesta: sangre de las madres: “la sangre filial es el polo en el que reside el eje de la ecuación resolutoria”. El duelo privado, filial, sanguíneo, se hace público: el dolor de casa sale a la calle, cuenta, y muestra la sangre dolorida. Hace política de la sangre, pero en dirección contraria, una que interpela. El poder de la familia no es, pues, solo cosa de las narrativas conservadoras o tradicionalistas. En forma seria o cómica, consistente o paródica, a veces aparece también armando resistencias. Algunas han constituido las narrativas más hegemónicas de los movimientos pro derechos humanos y humanitaristas de los últimos años, y en ellas, el familismo es protagonista. Es lo que trabaja Ulrike Capdepón (“Memorias familiares, identidades reprimidas y la vida política de los cadáveres: el significado actual de las narrativas de parentesco en las exhumaciones de la Guerra Civil española”) acercándose a España, donde el cuerpo de algunas víctimas es un cuerpo seco, depositado en fosas. El paisaje pasa por sus exhumaciones y el protagonismo, por las familias, en grados de relación de parentesco variables: hijos, nietos, bisnietos. La vida de aquellos muertos ha ayudado a existir a estos vivos como “familiares de víctimas”. No era así antes, cuando las resistencias a la violencia de la Guerra Civil y el franquismo se articulaban públicamente bajo banderas no de sangre sino de partido, no desde la invocación al hijo sino al camarada. Ya no: ahora lo filiativo se impone a lo afiliativo. Lo biológico invade las narrativas de resistencia y reconocimiento;
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la familia se convierte en la protagonista, a veces —como en el video de la Fundación Baltasar Garzón que analiza el texto— de formas extrañamente conservadoras. En el texto que cierra el volumen (“La reparación por los derechos violados: dolor y ADN en las narrativas de los segregados compulsivamente por lepra”), Claudia Fonseca regresa al principio, a la antropología, y a través de un trabajo de campo con familiares de enfermos de lepra en Brasil muestra cómo los vínculos de sangre de los primeros con los segundos arman argumentos para reclamos políticos de primer orden. La sangre, el cuerpo, lo biológico, tiene aquí un componente eminentemente táctico, el que permite sostener reclamos de reconocimiento, el que apoya los reclamos de identidad de víctimas que atraviesan generaciones, instituciones, épocas. Cuerpo, compasión, degradación, deterioro, políticas de salud, políticas civilizatorias, humanitarismo, biopolítica son variables que se entrecruzan en el texto; variables que se apoyan en lo que, al final, en varias formas y manifestaciones —sangre, ADN— parece ser, sí, el humor invariante de nuestros relatos, los del dolor, también de los otros. Bibliografía Agamben, Giorgio. Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life. Stanford: Stanford University Press, 1998. Anstett, Elisabeth y Gabriel Gatti. “Sangres Políticas”. Brecha (Uruguay), 16 de diciembre de 2016, (24.07.2017). Bamford, Sandra. Biology Unmoored: Melanesian Reflections on Life and Biotechnology. Berkeley: University of California Press, 2007. Braun, Christina von. “Blut und Tinte”. En: Christina Von Braun y Christoph Wulf (comps.), Mythen des Blutes. Frankfurt/New York: Campus Verlag, 2007, pp. 344-362. Burkert, Walter. “Blutsverwandtschaft. Mythos, Natur und Jurisprudenz”. En: Christina Von Braun y Christoph Wulf (comps.), Mythen des Blutes. Frankfurt/ New York: Campus Verlag, 2007, pp. 244-256. Butler, Judith. Cuerpos que importan. Barcelona: Paidós, 2003. Carsten, Janet. “Substance and Relationality: Blood in Contexts”. Annual Review of Anthropology 40 (2011): 19-35.
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I. LA SANGRE COMO INVARIANTE
LA TOZUDEZ DE LA SANGRE: EXCURSIÓN POR EL PAÍS, NO CONSENSUAL, DE LOS ANTROPÓLOGOS Enric Porqueres i Gené LAIOS-École des Hautes Études en Sciences Sociales, París
Los sistemas de clasificación social han retenido la atención de numerosos antropólogos, de John McLennan (1869-1870) a Philippe Descola (2005), pasando por Claude Lévi-Strauss (1962), Mary Douglas (1966), Victor Turner (1967), Rodney Needham (1975), Françoise Héritier (1981) o Signe Howell (1984). Buscando las bases de esos sistemas, Durkheim y Mauss (1903) partieron de lo que parecía, a principios del siglo xx, ser el contexto más arcaico entre las culturas humanas. Los sistemas totémicos, y muy particularmente los de los aborígenes australianos, eran entonces, efectivamente, considerados los de los grupos sociales más primitivos y por ende más cercanos al mundo social del hombre de los orígenes. El diagnóstico de tío y sobrino incidía sobre la primacía de la sociedad sobre todo ejercicio de clasificación. La lógica misma encontraba así sus orígenes en la evidencia social: las fratrías habrían sido los primeros géneros y los clanes, las primeras especies. Fundamento de la sociología del conocimiento, el esfuerzo realizado en el interior de la escuela durkheimiana puede hacer hoy sonreír. Sin embargo, no deja de subrayar, ciertamente de manera no querida, la fuerza de evidencia de que gozan los grupos sociales basados en aquello que une a los humanos de forma transgeneracional, incluso en el seno de la teoría social. Ciertamente estamos todos convencidos del peso de la sociedad y de sus instituciones sobre las representaciones que pueden realizarse sobre el mundo; sin embargo, la base misma de esas instituciones que condicionan la percepción es hoy objeto de estudio. Dejando de lado investigaciones en el campo de la cognición que abren vías interesantes, me gustaría centrarme en
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las líneas que se siguen en ciertos avances dentro de la tradición que se ocupa de esas primeras unidades lógicas identificadas por Durkheim y Mauss: los clanes y las fratrías, unidades de descendencia supuestamente exportadas al conjunto del cosmos para dar sentido a la diversidad fenomenal del mundo. Dichos grupos fundados en la noción de descendencia han sido también reificados por Claude Lévi-Strauss en los planteamientos muy conocidos de la teoría del intercambio matrimonial (1983). Efectivamente, en su moderna teoría del contrato social inspirada fuertemente en el Freud de Tótem y tabú, el padre del estructuralismo abate sobre la naturaleza las unidades que entrarían verdaderamente en la cultura únicamente cuando los hombres que las componen comprenden el interés que tienen en ceder las propias mujeres para uso sexual de otros hombres. Efectivamente, Lévi-Strauss considera que las hordas consanguíneas son preculturales y que únicamente el sacrificio del acceso al objeto sexual cercano —la propia hermana, la hija o la madre—, permite dar el salto definitivo hacia el mundo político, propiamente cultural, abierto por la alianza matrimonial que permite establecer pactos entre las hordas consanguíneas. Hoy en día, los grupos o las unidades de filiación, o de descendencia si se prefiere, actúan, en el seno de la teoría del parentesco, menos como evidencias que permiten comprender dinámicas sociales que como lugares privilegiados para entender la fábrica de lo social. En efecto, la antropología se ha orientado hacia la problematización de conceptos y entidades otrora evidentes. De este modo, en lugar de partir de nociones como consanguinidad o afinidad, la antropología del parentesco, de manera explícita por lo menos desde la década de los sesenta, intenta restituir el conjunto de representaciones nativas que dan un sentido, situado y no establecido a priori, a unidades y entidades sociales que vehiculan contenidos diversos a aquello que analíticamente identificamos como vínculos de parentesco. Descentrando el análisis del tradicional esquema genealógico, se operaba así un movimiento de apertura hacia la diversidad de las culturas de lo que se puede llamar parentesco. En un importante y reciente libro, Marshall Sahlins ahonda en esta vía. What Kinship Is… And Is Not (2013) muestra la enorme variedad de esos particulares ligámenes que definen a ego y alter como parientes entre sí, unidos por una solidaridad de su ser en el mundo: viviendo la vida y la muerte
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del otro. El parentesco, para Sahlins, como anteriormente para Needham (1960) o tantos otros, no es biología. No creo que haya ningún antropólogo que pueda pretender lo contrario. Sin embargo, si bien es necesario convenir que no hay un elemento simbólico de base que pueda unificar completamente el campo más allá de esa “solidarity of being” de la que habla Sahlins, que viene a sustituir a la “amity” de la que hablaba Meyer Fortes, no todo parece ligado a la variedad y a una especie de arbitrariedad próxima de la que caracterizaría a la lengua. Hay símbolos que pesan más que otros y, a mi entender, son ellos los que pueden permitirnos comprender la tozudez de la referencia a la sangre, o a toda otra substancia transmisible entre generaciones, en la configuración de grupos de pertenencia. Lejos de desaparecer con la modernidad, dichos grupos, legitimados por los desarrollos de la genética, parecen enraizarse aún más en nuestras representaciones. A raíz de los trabajos realizados sobre el particular, sobre todo durante estas últimas décadas, parece claro que la esfera de la norma matrimonial y sexual ofrece una vía interesante para comprender cómo están estructurados los sistemas de parentesco. Efectivamente, incluso poniendo en duda la universalidad de la prohibición del incesto, ese ámbito permite acceder a discursos sobre la identidad particularmente radicales. Los argumentos que justifican ciertas prohibiciones sexuales, o por el contrario discursos como los que Sahlins había presentado para la realeza hawaiana que debía practicar la unión adélfica para no alterar las cualidades superiores de la sangre de los reyes, ilustran la fuerza del cuerpo relacional. Las substancias que transitan entre las generaciones, o aquellas que modelan los cuerpos de los amantes en el acto sexual, imponen su ley. De ahí, a mi entender, deriva justamente la fuerza de los lenguajes de la sangre. La noción de persona, en cualquier cultura humana, sin reducirse nunca a ello, se inscribe sistemáticamente en el registro de las substancias que dan un sentido concreto a la genealogía. La continuidad entre las generaciones, la idea misma de causalidad para algunos (Nisbet 1970), derivaría de una evidencia que, aunque pueda ser puesta en duda, no por ello deja de definir todo discurso posible sobre la identidad personal. Incluso allí donde, como entre los trobiandeses o los aborígenes australianos, se enfatiza el rol determinante de instancias externas al cuerpo de los genitores para producir un embarazo, no dejan de darse discursos que inscriben
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ciertas partes de los cuerpos del padre y de la madre en el cuerpo del nascituro. Los famosos espíritus niños (entidades pre uterinas presentes en el paisaje y que buscan penetrar el cuerpo de una mujer para venir a la vida), enfatizando la dimensión transcendente de toda encarnación humana, no eliminan la sangre de la madre ni los parecidos con el padre. Dichos elementos inscriben en efecto socialmente al niño futuro en las unidades sociales que serán las suyas. Un lenguaje de base inevitablemente fundado en evidencias corporales ligadas al cuerpo sexuado y sexual parece pues imponerse al conjunto de los humanos. Quizás, como propone Françoise Héritier, cabe concluir que, gracias a la percepción obligatoria de ciertas evidencias corporales (sin sexo heterosexual con eyaculación en la vagina femenina no hay procreación, al menos antes de disponer de las nuevas biotecnologías), toda manera de representar el propio lugar en el mundo pasa necesariamente por un camino en gran parte preestablecido. De ese modo, la genealogía se erige como horizonte que no se puede transcender, inscribiendo verdades particularmente tenaces en evidencias corporales. Que estas sean lógicamente primeras, como pretende Héritier, o que operen como maquinas ventrílocuas capaces de sostener cualquier verdad que se quiera fundamentar, como sostiene Maurice Godelier (1998), no cambia en nada el fondo de la cuestión. Sin duda, aunque la posición del ego del parentesco se inscriba en las evidencias ligadas al sexo y la procreación, ese mismo ego no puede tener vida social si no es gracias a la apropiación que de esa posición realiza un elemento irreductible al mismo. Lógicamente, la individualidad del ser capaz de agencia y de ocupar la posición del yo del lenguaje es así ampliamente tematizada por las distintas culturas. Aunque los antropólogos hayan trabajado poco sobre este particular, las embriologías de África del Oeste, de las islas Trobriand, las de los aborígenes australianos, de los inuit o la medicina ayurvédica dramatizan justamente la presencia de esa instancia estrictamente individual, base de toda responsabilidad futura. Es sin duda por ello que podemos con razón criticar el peso de la sangre y de las genealogías en la definición de nuestras identidades. El yo se halla por definición separado del ego relacional de parentesco. Sin embargo, sin él su existencia no tendría ningún sentido, le está substancialmente encadenado. Este particular aparece con nitidez en las concepciones contemporáneas de base genética. La persona en el mundo biotecnológico se inscribe en un
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comienzo que, basado en la mezcla de los aportes hereditarios del genitor y de la genitriz —y cada vez más, a través del peso de la epigenética, de otras personas como la eventual madre portadora—, inscribe inmediatamente la individualidad en el ser. Las cadenas de ADN ligadas a las mitades de información hereditaria que hombre y mujer aportan a la composición del futuro individuo hacen de este un ser único. La composición de dichos aportes significa que los aportes de genitor y genitriz no son nunca los mismos. En distintos procesos de concepción se encuentra sistemáticamente una combinación distinta para ambas contribuciones, determinadas en última instancia por el azar que marca tanto la ontogénesis del ser cuanto la filogénesis humana, como nos lo enseña la teoría de la evolución. En la instancia del azar radica el inicio y la condición de posibilidad del proceso de individuación de la persona en nuestro sistema embriológico. Sin embargo, como en las embriologías descritas para otros lugares y culturas, cuando se explora dicha tematización del individuo, se topa inmediatamente con lo relacional. Las cadenas de ADN recombinadas nos hacen ciertamente únicos desde el punto de vista genético, pero también nos inscriben en una genealogía. La genealogía que interesa al médico cuando nos pregunta qué enfermedades tenemos en la familia, y también la que intentan esclarecer vínculos de filiación a través de los test de paternidad, o la que se halla en la base de los relatos familiares verdaderos que tanto interesan a los psicólogos. De manera más general, y ello para disfrute de los antropólogos amantes de cosmologías constituyentes, dicha genealogía nos liga con los discursos de los orígenes, como lo hacen las historias de los embriones un poco por todas partes. Así, sabemos que el ADN que nos hace tan similares a otras especies —lo que da sentido a las pruebas biológicas con fines terapéuticos en animales—, nos liga a una enorme cadena del ser (Bellah 2011). Esta encontraría sus orígenes en las primeras bacterias, aparecidas hace muchos millones de años. Estas, por mutación debida al azar, han dado origen a todos los seres vivos que han poblado la tierra. A través de ese ADN que nos hace únicos y nos permite acceder al registro de lo vivo recibimos también de regalo una genealogía constituyente. No estoy proponiendo que todas estas representaciones determinen absolutamente nuestra manera de vivir la identidad. La experiencia compartida de la irreductibilidad del yo hablante y actuante, ligado al uso de los pro-
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nombres personales o a sus equivalentes de que hablaba ya Marcel Mauss (1938), abre espacios de libertad y autonomía. Y, sin ese yo, ningún ego relacional fruto de una genealogía, por sanguíneo que sea, puede encarnarse. Sin embargo, imaginar la omnipotencia de la voluntad constituye, para las ciencias sociales al menos, una especie de sinsentido. La persona vive en un espacio cultural y los espacios culturales, como enseña la etnología, definen sistemáticamente de qué está hecha la persona. De hecho, la sangre y el parentesco, inscritos en ese registro infranqueable del cuerpo relacional, se erigen, en sus distintas variantes, en elementos de base de la identidad personal. Por supuesto dicha identidad es maleable, pero es imposible no partir de ella para elaborar discursos audibles. Posicionarse contra el yo genealógicosanguíneo es saludable. Pero es evidente que dicha postura da por supuesta la centralidad de la referencia que se critica. Bibliografía Bellah, Robert N. Religion in Human Evolution. From the Paleolithic to the Axial Age. Cambridge: Harvard University Press, 2011. Descola, Philippe. Par-délà nature et culture. Paris: Gallimard, 2005. Douglas, Mary. Purity and Danger. An Analysis of Concepts of Pollution and Taboo. London: Routledge /Kegan Paul, 1966. Durkheim, Émile y Mauss, Marcel. “De quelques formes primitives de classification. Contribution à l’étude des représentations collectives”. Œuvres. II. Représentations collectives et diversité des civilisations. Paris: Minuit, 1966 [1903], pp. 13-105. Fortes, Meyer. “Kinship and the Axiom of Amity”. En: Fritz Kramer y Christian Sigrist (comps.), Genealogie und Solidarität. Frankfurt: Syndikat Autoren-und Verlagsgesellschaft, 1978. Godelier, Maurice y Panoff, Michel (eds.). La production du corps. Approches anthropologiques et historiques. Amsterdam: Editions des archives contemporaines, 1998. Héritier, Françoise. L’exercice de la parenté. Paris: Gallimard, 1981. Howell, Signe. Society and Cosmos. Chewong of Peninsular Malaysia. Oxford: Oxford University Press, 1984. Lévi-Strauss, Claude. Le totémisme aujourd’hui. Paris: PUF, 1962. — “La famille”. Le regard éloigné. Paris: Plon, 1983, pp. 65-92.
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REGÍMENES DE AFECTACIÓN BIOSOCIAL. LA SANGRE Y SU CLASIFICACIÓN TECNOCIENTÍFICA Andrés G. Seguel Universidad de Chile
1. Introducción En la modernidad, la sangre humana ha alcanzado su carácter social a través de su vínculo directo con la identidad. Ese legado no desaparece con la intervención de la biomedicina y sus transformaciones sociotécnicas, que más bien convoca otros procesos de formación de identidades, por lo general considerados apartados de lo social. Este nuevo lugar de lo hematológico dibujado por las mediaciones tecnocientíficas contiene diversas formas de clasificación: la taxonomía de los distintos tipos y componentes de la sangre, la especialización respecto de donantes de órganos, las nuevas escalas genéticas, por nombrar algunas. Si bien los procedimientos biomédicos que posibilitan estas clasificaciones constituyen un avance para muchos campos del conocimiento y en especial para las problemáticas e innovaciones relacionadas con la salud, también significan una oportunidad para indagar sobre las dimensiones social y sociológica que entrañan estas clasificaciones. La pregunta que guía este texto apunta a qué tipo de conexiones se están produciendo entre esas clasificaciones tecnocientíficas de la sangre y las formas sociales de la identidad. Las repercusiones de estas conexiones han generado intensos debates en torno al campo de producción de conocimiento asociado a lo biológico. Intentando comprender este vínculo me valgo de la siguiente idea: la tecnificación de la sangre en tanto bios estaría instituyendo lo que podríamos denominar nuevos “regímenes de lo vivo” y de la
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identidad. Propongo entonces la pregunta sobre las consecuencias de lo que he asumido como un vínculo polémico entre biología, identidad e instituciones, en cuya articulación está interviniendo la tecnociencia y sus prácticas sociales. Como consecuencia, se nos presenta una narrativa de la sangre que advierte fórmulas muy distintas a la propuesta moderna de la identidad basada en la sangre y la filiación. Hace algún tiempo que en los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS) se ha planteado la existencia de reconfiguraciones en el campo de la biomedicina en razón del vínculo entre tecnologías y vida (Michael y Rosengarten 2007; Vailly, Kehr y Niewöhner 2011; Rose 2012; Van Loon 2002; Keating y Cambrosio 2003). La información genética no contiene la esencia de lo humano pero sí posibilidades de vínculos y compatibilidades entre tejidos, órganos y otros elementos de dimensiones que se substraen a la organización del cuerpo moderno (Deleuze y Guattari 2002). El recorrido de este texto propone, bajo la sospecha de una nueva centralidad de la sangre en la identidad, ocuparse de algunos alcances que tienen la intervención de procesos biotecnológicos provenientes de la investigación biomédica y genética. Para ello, en un primer apartado, intento dimensionar las tecnologías como constituidas y constituyentes de nuevas clasificaciones sociales. En el siguiente presento algunos ejemplos de esto, como la búsqueda de ADN mitocondrial de la línea materna de la familia por parte de las Abuelas de Plaza de Mayo, o apuntando a las solidaridades derivadas de los trasplantes de médula y órganos, que requieren altos grados de tecnificación en relación a la compatibilidad de la sangre, y analizando a continuación la genetización de la identidad a través de los análisis de sangre que apuntan a la ancestralidad, con su efecto epidemiológico y sobre la salud pública. En todos estos ejemplos la intervención tecnocientífica de la sangre redibuja las solidaridades. En el tercer y último apartado, indico que en estos procesos tecnocientíficos se pueden identificar al menos dos regímenes de lo viviente, uno relacionado con los colectivos biosociales imaginados y provocados por estas tecnologías, y otro que parece más esquivo al imaginario de lo colectivo y que apunta a procesos pragmático-normativos propiciados por la tecnificación de la sangre. Concluyo con algunas consideraciones sobre las características potenciadas por la intervención bio-
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tecnológica sobre la sangre, centrándome en un aspecto, las afectaciones biosociales. 2. La intervención de la biomedicina y las prácticas tecnocientíficas Para explicar cómo en la biomedicina se produce la intervención de la tecnociencia se puede recurrir a un amplio y variado conjunto de avances científicos y tecnológicos desde que la investigación biológica se acopló a la medicina más tradicional. Este conjunto de prácticas y avances si bien visibles para el campo de la salud no ha sido suficientemente observados desde las ciencias sociales. Como bien lo expresa Rose (2012), tras la década dorada de la medicina clínica en los años sesenta, se sucedieron un conjunto de transformaciones en los dispositivos médicos. Cambios acumulativos en múltiples dimensiones que llegaron a poner en duda la unidad del cuerpo en las prácticas médicas. Al respecto, Donna Haraway (1995) propone desde una perspectiva postmoderna y no naturalista la posibilidad de un mundo sin géneros ni génesis. El concepto de cíborg, utilizado retóricamente fuera del lenguaje figurativo, presenta a los humanos como seres híbridos, teorizados y fabricados por medio de la unión entre organismos y máquinas. Unión y no binomios de oposición como los propuestos por la antropología; Haraway sitúa a los seres humanos y sus cuerpos en las fronteras de las diferencias binominales, generando ambigüedad entre lo natural y lo artificial. Esta propuesta genera “identidades fracturadas”, idea desde la que la autora critica, principalmente y como ejemplo, la idea de que ser mujer sea un hecho natural y esencial. La identidad fracturada nos ofrece un cuerpo humano intervenido por la tecnología y la tecnociencia, que desafía los límites de la intervención de la medicina tradicional. En esta dinámica de fractura entre cuerpos, medicina y biociencia comienzan a hacerse visibles problemas en torno a la administración de las enfermedades crónicas o el campo de la reproducción. Progresivamente se hace también notable el paradigma del riesgo1 y surgen cada En una doble acepción, por una parte referida a un cálculo de consecuencias probables vinculadas a la incertidumbre del futuro, por otro lado a las consideraciones subjetivas en torno a este cálculo y sus consecuencias. Más específicamente aquí se apunta a los aspectos 1
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vez más litigios e indemnizaciones en torno a procedimientos que antes eran absorbidos por la autoridad del médico. En una primera etapa de la escena del riesgo se detecta la expansión de fórmulas y prácticas médicas que activaron críticas y denuncias en torno a una excesiva medicalización de los problemas sociales. Por otra parte, un conjunto de agentes sociales comienza a poner en duda la autoridad médica ante enfermedades que implican inmiscuirse algo más en el plano ético y político de los grupos afectados, como por ejemplo la epidemia del VIH (Michael y Rosengarten 2007). En paralelo a la controversia sobre la centralidad de la autoridad médica, y de alguna manera como contrapartida, se ha instalado cierta dependencia de los equipos y procedimientos tecnológicos que se conocen como “campo de la tecnomedicina”. El efecto más sustancial de esto es que el juicio clínico del médico se ve reemplazado por el conocimiento técnico y, así, por prácticas de distintos especialistas que progresivamente van instalando el paradigma de una medicina basada en la evidencia. Datos, procedimientos y diagnósticos estandarizados por las nuevas exigencias de las corporaciones y las farmacéuticas derivan no solo en información específica y en avances en torno a las enfermedades, sino también en la instauración de un tipo de investigación biológica que tiene como horizonte la consecución de patentes de propiedad intelectual. Eso también ha provocado un aumento considerable de tecnólogos y tecnologías de diagnóstico. Y un último campo en intervenir en estas transformaciones de la práctica médica es la biología molecular, de la mano de los avances en investigación genética (Lynch 2002). Esta nueva forma de observar y analizar la vida, basada en codificaciones del bios, comporta una manera totalmente diferente de preguntarse por lo viviente, a una escala donde propiedades funcionales y mecanismos de regulación y variación requieren de tecnologías altamente complejas. En este contexto, como señalan Quirke y Gaudillière (2008), la biomedicina es comprendida como el realineamiento progresivo entre la práctica médica y la investigación biológica, lo que se traduce, como he planteado, en nuevos modos de praxis clínica que integran estos ámbitos conocimiento y tecnología (Cambrosio et al. 2009). subjetivos de los cálculos de riesgo emanados de instituciones y procedimientos biomédicos (Giddens 1999: 34; Gabe, Bury y Elston 2010: 87).
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Asumimos entonces que estos cambios tienen una repercusión social, y que van más allá del impacto en términos de salud. También implican que estas prácticas tienen, en su génesis y configuración, un profundo sentido social, derivado de la arquitectura tecnológica que las sustenta, lo que invita a acudir al giro interpretativo que proponen los estudios sociales sobre ciencia, tecnología y sociedad (CTS) en relación a los procesos de producción del conocimiento (Knorr-Cetina 1995) como también a las clasificaciones tecnocientíficas utilizadas y propuestas por la biomedicina. Los CTS han planteado que en cada intervención y mediación tecnológica en un campo científico se enfatiza el problema o distancia que existe entre la función y la forma que la innovación o solución tecnológica puede proporcionar (Simondon 2008). De esta manera, las prácticas tecnocientíficas configurarían, según su especialidad, un contexto histórico, con sus respectivos problemas y objetivos a abordar, y una particular manera de observar los aspectos de la relación función-forma (Latour 2010). Es este, precisamente, el desafío que nos presenta la tecnificación e interpretación en clave tecnocientífica de la sangre: comprender los procesos de identidad social a partir de una forma de articulación entre la genetización, la configuración citogenética de la sangre y la compatibilidad clasificatoria de los donantes de sangre (y de órganos, dado que la compatibilidad es auscultada a través de la sangre) nueva. En efecto, la tecnificación de la sangre comporta la necesidad de preguntarnos por las relaciones que se generan entre su función y la forma, por el aspecto que adquiere en cada proceso biotecnológico, por los tipos clasificatorios que eso expresa y por cómo afecta a las formas en que los individuos se relacionan entre sí. Antes de presentar ejemplos que ilustran los resultados de estas relaciones, creo necesario indicar otros dos aspectos sobre la tecnificación de la sangre. Primero, que la función de la sangre se ha diversificado en un conjunto de elementos que sirven como objetos de intercambio para procesos que pierden la referencia al cuerpo; segundo, que muchos de esos elementos operan como conectores de referencias sobre la identidad heterogéneas. Aclarados estos aspectos, procedo a revisar algunos ejemplos en los que, de distintas maneras, se plantea esta tecnificación de la sangre y nuevas formas de relacionarla con las identidades sociales.
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3. Algunos ejemplos sobre las nuevas formas de ligar la identidad a través de la tecnificación de la sangre La actual tecnificación de la sangre y de sus elementos nos enfrenta a lo que fue la figuración del cuerpo para la medicina moderna (Foucault 1999). La mediación técnica que ha ejercido la genética o biomolecularización reorganiza la relación función-forma de la sangre, separando las cualidades que fueron concebidas como propias de la filiación, familia, racialización, población e identidad, y volviendo a unirlas en proposiciones que reclaman una nueva normatividad. Una vez instalada la intervención de las tecnologías biomédicas, la antigua forma de relacionar la identidad y los tejidos o partes del cuerpo a través de la genealogía de la sangre, se diversifica en figuras subsidiarias de la información genética que contiene (Novas y Rose 2000). Al respecto uno de los casos icónicos de estos procesos es el de las Abuelas de la Plaza de Mayo, tanto por su relevancia social, como a nivel psicológico y emocional, como por su trasfondo en el tema específico de la afectación biosocial en relación a la sangre2. El problema del reconocimiento de los bebés robados durante la dictadura Argentina, de 1976 a 1983, nietos y nietas, bebés que no llegaron a conocer a sus abuelos y abuelas, nacidos mientras sus hijos e hijas se encontraban prisioneros por oponerse al régimen militar de la dictadura, torturados y ejecutados, para luego desaparecer sus cuerpos. Elementos como las fotos o los parecidos que desde estas intuían relación biológica con sus familiares o los relatos que los posicionaban en contextos compartidos a los prisioneros y a los bebés robados, no resultaban definitivos como pruebas ante la justicia. La base de sustento última para buscar esa prueba era la biología. Si había una prueba irrefutable era la de la sangre. Debido a la ausencia de los cuerpos de las madres y los padres, la información sanguínea y genética rompía su contiUn caso especial lo constituye el vínculo activado por el campo genético (o genetización) de las nuevas formas de comunidades de obligación y autoidentificación vinculadas a la raza. La búsqueda de orígenes y ancestros a partir de análisis cromosómicos (paternos) y luego de ADN mitocondrial (maternos) ha dado también paso a proyectos colectivos de restitución de memoria como el que realiza la Oxford Ancestors con descendientes de poblaciones africanas. 2
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nuidad y no permitía una prueba contundente. Las pruebas definitivas de identidad de un niño o niña se veían truncadas por la lógica moderna de la consanguineidad de los progenitores y de la figura genética asociada a esta clasificación. Los avances de la genética de la época (previos a 1984), permitían teóricamente avizorar otras fórmulas clasificatorias que recomponían la información faltante sobre la identidad biológica a nivel de parentesco. Se trataba de buscar la información sobre la base de los procedimientos tecnológicos para determinar la histocompatibilidad entre organismos y desplazar la referencia de la paternidad a la abuelitud. Este desplazamiento en el punto de referencia de las descendencias, posibilitó investigar el vínculo a la identidad en otra dirección. En ese contexto, se propone trabajar sobre el ADN mitocondrial, el que se hereda únicamente de las madres y contiene en la descendencia de hijo o hija la misma secuencia. El cambio de paradigma fue fundamental: ya no era imprescindible la sangre paterna, la de la línea materna era igualmente válida3. Otro ejemplo donde la sangre y sus clasificaciones abren y proponen nuevas fórmulas de identidad es el que surge y se instaura de los trasplantes a partir de la histocompatibilidad, ya referida. Esto comprende la semejanza o identidad inmunológica entre los tejidos de un donante y el receptor del injerto o trasplante. Stefan Beck (2003) nos ofrece un interesante resultado de investigación a partir del análisis de casos de trasplante de medula de donantes no emparentados, es decir, aquellos que no han conseguido demostrar la compatibilidad con seres consanguíneos por distancia genética o por falta de hermanos emparentados. Se trata de un procedimiento de alta complejidad en el cual interviene una plataforma internacional de donantes de medula ósea (existe más de un banco de donantes a nivel mundial), agrupados y luego cotejados genéticamente en su posibilidad de ejercer como donantes en este caso específico, de acuerdo a las particularidades biológicas del paciente que necesite tal trasplante. El procedimiento de histocompatibilidad, en estos casos, requiere ir más allá de la identidad que se deduce de la genealogía clásica de la sangre y por ello plantea, a través Véase el documental del Centro de Producción e Investigación Audiovisual del Ministerio del Cultura de la Nación, 2013. 3
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de tecnologías moleculares, la configuración de lo que se ha denominado “identidades citogenéticas”. Estas desactivan el principio de familia consanguínea configurando identidad (citogenética) con un donante de cualquier otro país o continente, al cual jamás se haya visto o conocido, y con quien, tras el trasplante, se pueden llegar a generar lazos de consanguineidad mayores que los que existían con la familia original, pues el trasplante implica literalmente borrar la médula ósea (productora de todos los componentes de la sangre) y generar sangre a partir de la medula donada. Esta reescritura de la sangre y la posibilidad que, sustentada en la histocompatibilidad, brinda la biomedicina para operar en base a otra médula y otra sangre tiene repercusiones sociales visibles, por ejemplo, saber o no saber quién es el donante, mantener o no mantener vínculos con aquel que ya es parte de una identidad citogénicamente probada. Algo similar ocurre con las inscripciones de la sangre de enfermos de sida-VIH, como plantea Feijoo (2014) acerca de la percepción de estos pacientes sobre su propia sangre. En su “Mi sangre es la que está enferma, no yo” se muestra la importancia que adquieren las tecnologías que permiten descomponer la sangre y analiza el comportamiento de los pacientes a partir de esta descomposición. El paciente lee y evalúa las cifras, grafos y curvas en torno a la calidad de la sangre, desarrollando una interpretación subjetiva de ella. En la misma línea, los trabajos de Katrin Amelang (2003) nos presentan las experiencias de enfermos que tras ciertos trasplantes adquieren una cercanía creciente y un lazo mayor con su propia sangre a partir de las cifras que emanan de los análisis sanguíneos. El cuerpo es traducido en cifras que refieren al flujo sanguíneo, que avisa, que se traduce, configurando unas condiciones nuevas respecto al propio estado de salud. Los afectados valoran las cifras fragmentadas de la sangre como buenas o malas y aplican consideraciones subjetivas que tienen por referencia la media estadística de una población que es la base de los baremos que la tecnología utiliza y aplica sobre la sangre (Bauer 2011). Traducidas desde el campo médico las lecturas (“excelentes”, “regulares” o “preocupantes”) producen espacios de normalidad cercados por las imágenes iniciales de la sangre. De ello surgen problemas en relación a “la normalidad” tras un trasplante, que para el conjunto de inscripciones tecnológicas que tienden a un óptimo estadístico, es un estado inmunológico ideal difícil de conseguir y controlar dado que depende
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tanto de la vigilancia médica como de la adhesión del paciente. Por ello, la normalidad luego de un trasplante se transforma en un campo de disputa, en el que la referencia a la sangre y sus componentes a través de las cifras cobra gran importancia en la construcción de lo que Amelang (2003) llama la “normalidad trasplantada”. El último ejemplo, más cercano a la propuesta sobre la identidad tratada desde un punto de vista antropológico, tiene relación con los estudios sobre la ancestralidad (Klimentidis y Shriver 2009). Sustentado en las prácticas tecnocientíficas a través de los marcadores genético, poblacional y cultural, este concepto ha provocado nuevas fórmulas científicas y dispositivos en el ámbito de la genética poblacional, biomédica y forense. Si bien en la modernidad la relación entre poblaciones, sangre e identidad, derivó en las más variadas y especulativas formulaciones de la raza, en tanto elemento biológico para caracterizar a los seres humanos según sus rasgos físicos (Jones y Whitmarsh 2010), el actual uso de los “marcadores de ancestralidad” que están dirigidos al análisis de la evolución de las divergencias y mestizajes del linaje humano (Hunt y Megyesi 2008; Shim et al., 2014) ha dado un vuelco y propiciado nuevas formas de relacionar población, raza e identidad a través de las tecnologías de análisis genético. Esto ha redundado en controversias antropológicas acerca de la correcta forma de obtener e interpretar información genealógica de las poblaciones (Shiao et al., 2012), dada su repercusión en las indagaciones forenses, en la biomedicina y farmacogenética poblacional y en el campo no menos sospechoso de la modulación cultural de conductas. Por otra parte, este cálculo de la relación entre genética de poblaciones e identidad también se ha desplazado a la lectura de características medioambientales (Bourret, Keating y Cambrosio, 2011) o de estilos de vida, definiendo grupos poblacionales determinados por afectaciones colectivas, en una clara dirección a un enfoque epigenético, como lo ha señalado Atlan (1999). No obstante, la operatoria tecnocientífica de una genética simplista basada en la “ancestralidad”, sumado a la noción de marcadores culturales, puede llegar a generar biosocialidades (Rabinow y Rose 2006) centradas en la genética de poblaciones humanas demandantes de beneficios asociados a su diversidad certificada genéticamente. Son situaciones que implican un problemático vínculo entre los procesos de control y normativización de las identidades.
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4. La tecnificación de la sangre y su afectación social Como hemos señalado a través de los ejemplos, la sangre, al ser interrogada, analizada y definida desde las tecnologías biomédicas, ha potenciado nuevas relaciones entre su función y la forma en que se ofrece como objeto científico y social. De cualquier manera, la generalidad de esas formas vuelve a señalar las tecnificadas condiciones de posibilidad de comprensión y generación de la identidad. Asimismo, resulta relativamente evidente que estas figuraciones están ya lejos del vínculo moderno entre sangre y filiación, dando paso a métodos, razonamientos, valoraciones, prácticas y gobiernos de lo viviente (Collier y Lakoff 2005) donde la mediación de la tecnociencia propone otros procedimientos para volver a unir sangre e identidad. Demarcado este contexto me refiero ahora a los regímenes que sitúan el gesto tecnológico en el espacio específico de problematización de la relación entre sangre e identidad. Varios aspectos de este problema están presentes en los ejemplos planteados, pero no quedan aún del todo claras las nuevas formas de lo social instauradas por la clasificación genética de la sangre. Un régimen condiciona mecanismos de inteligibilidad comunes a dispositivos tecnológicos, discursos, prácticas y agentes. Como plantean Collier y Lakoff (2005) cada régimen posee su propia lógica, su propia coherencia y consistencia. Propongo que dos regímenes estarían indicando cierto principio de estructuración en las formas sociales desplegadas entre tecnologías biomédicas e identidad y que son comunes en los ejemplos señalados. Uno se refiere a la condición necesaria para que la situación individual condicione lo colectivo; se presenta como régimen de afectación biociudadana. Otro se vincula a los procesos de control y regulación que hacen del nuevo espacio social un campo a normativizar; le llamaré régimen pragmático normativo. 4.1. Regímenes de afectación biociudadana La narrativa tecnificada de la sangre muestra a individuos y colectivos sociales activos en su propio cuidado, en su propia descendencia, en su reproducción, en su memoria. Este movimiento, que pudiese parecer en extremo individualista, genera, en el contexto de los procesos de tecnificación de la
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sangre, una empatía particular. Dado que el vínculo entre sangre y filiación se rompe a través del ejercicio biotecnológico molecular y que con ello se inauguran caminos de recomposición de los mismos, se producen solidaridades más amplias que las asociadas a la familia. Estas afectaciones provocadas por la tecnificación de la sangre implican otros padeceres, a través de la familia y más allá de esta. Me refiero al concepto de afectación planteado por Souriau, (1939) y reutilizado por Latour (2010) que apunta al movimiento personal de resentirse respecto a los otros. Este significativo aspecto es el que mueve en gran parte a las investigaciones sobre ADN mitocondrial, a los lazos que se generan en los trasplantes de medulas no emparentados, o a la reconstitución de la identidad por vías genéticas. Ahí donde se interroga lo viviente, surge la afectación y la inquietud por cómo vivir con esos otros y cómo se reconfiguran y recomponen los lazos sociales. De otra parte, la afectación al nivel genómico implica que todos estamos “en riesgo” (Novas y Rose 2000). No obstante, el mismo cálculo de nuestras asignaciones génicas, esos tres mil millones de pares basales que componen los 23 cromosomas, hacen de nuestro futuro personal un riesgo que implica a todos (Waldbya et al., 2004). La responsabilidad individual se transforma en colectiva y propicia la activación de una ética de derechos y deberes respecto a la sociedad. Para algunos autores (Rose y Novas 2005) estaríamos ante un campo biociudadano que resulta del cruce entre un cuidado autoactivo y las afectaciones colectivas. Esta figura de lo social se debe a lo polémico y problemático que resulta actualmente a las instituciones modernas producir este vínculo entre biología, identidad e institución. Otros indican que es producto del efecto social y cultural derivado de las políticas neoliberales en diferentes países y de las afectaciones por catástrofes medioambientales de la postguerra (Petryna 2004), que han configurado ciudadanías compuestas en torno a lo viviente. La afectación activada por la tecnificación de la sangre ha ido constituyendo, como plantea Ong (2006) nuevos significados de lo étnico, lo racial y la identidad. De este modo, tanto la afectación individual como el riesgo se han convertido en componentes de las intervenciones biomédicas, más si se vinculan a la sangre tecnificada, dado que ya no se sitúan exclusivamente en el entorno de una persona (como la causa de enfermedades por factores
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ambientales), sino que de manera creciente comienzan a depositarse en la fuente misma que organiza la vida. 4.2. Regímenes pragmáticos normativos Como he planteado, la tecnificación de la sangre posibilita afectaciones que tienen su resonancia en el campo de las biociudadanías. Pero también tienen repercusiones en las transformaciones del horizonte normativo de las disciplinas encargadas de la salud (Michael y Rosengarten 2007). Como hemos visto en los ejemplos, la formulación de regulaciones no obedece totalmente a los consensos entre expertos o a los procedimientos técnicos definidos en protocolos. Así es, a través de la posibilidad de lectura e interpretación que ofrecen las tecnologías de la sangre (resultados de laboratorio, indicadores, medidas, exámenes, y diagnósticos) el espacio normativo resulta un campo en disputa donde los individuos afectados desarrollan sus propias normatividades. De igual modo, a partir del momento en que la escala molecular comienza a ser hegemónica, la sangre es concebida como una propiedad de disposiciones moleculares, una potencialidad material inscrita en la configuración de la información genética. Se abre por ello el ajuste a la norma y a la intervención en las posibilidades de la vida, a través de la redisposición molecular o genética del propio cuerpo. La sangre mediada, aparte de adquirir un correlato legal diferente en nuestra época (Baud 2011) cambia la codificación sano/enfermo en referencia al cuerpo y sitúa un nuevo escenario respecto a la responsabilidad misma de la ciudadanía sobre su propio cuidado y optimización. El conjunto de tecnologías biomédicas al alcance de gran parte de la población y su disposición a ser leída, deposita la responsabilidad del cuidado en el paciente, mediante la promoción de la autoeducación y la autogestión de sus procesos biológicos. Es así como la ciudadanía biológicamente activa articula una conciencia pragmática con fórmulas referidas a la norma. Hoy ya no solo esperamos el diagnóstico del médico, sino el conjunto de pruebas médicas y genéticas, considerándonos responsables de nuestra condición de vida, en una fusión aún indeterminada entre expectativas y respon-
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sabilidades individuales optimizadas y dispuesta a establecer la normatividad de las condiciones físicas y de bienestar deseadas (Rose 2012). 5. Conclusiones: efectos y despliegues de la tecnificación de la sangre La concepción tradicional de la sangre nombraba a un “tejido líquido o conjuntivo”, que entrañaba la idea de lo estático del tejido que estructura y, a la vez, la movilidad del fluido, de lo que depende su función4. Nos señalaba, de esta forma, una potencia y una resistencia, algo no intercambiable entre organismos. Sobre eso, la intervención biotecnológica sobre la sangre y el contexto de transformación de la biomedicina, nos presentan nuevas figuraciones de la identidad y ciertas gramáticas sociales e históricas basadas en la articulación entre su función y su forma. La sangre en nuestra época se asocia a ciertos ejercicios tecnocientíficos vinculados a la genómica que, para Rose (2012), suponen la reescritura molecular de la noción de persona. En las fórmulas de análisis que he mostrado, dos formas de desarrollo entrelazadas a partir de la sangre se ven implicadas: la tecnocientífica (biomédica) y la ética. Un ejemplo son los análisis del genoma, que deben considerar previamente rasgos fenotípicos para hacer relevante sus hallazgos, por ejemplo, en las donaciones, en las que los donantes tienen una estrecha identificación con su sangre (Høyer 2002), lo que se contrapone al hecho de que no logran dimensionar el tipo de información asociada a la misma; ni el consentimiento informado para los análisis genéticos logra salvar el resquebrajamiento de la identidad, ya que no asume los efectos de la información sobre otros componentes de la sociedad. Esta situación da cuenta de uno de sus aspectos centrales en la actualidad, el control del vínculo entre la información y la vida social, o lo que Fassin llama los regímenes de lo viviente (2004). La aparición de un “régimen de afectación” en base a la sangre dibuja ciertos vínculos sociales sobre una ética de la responsabilidad hacia otros, pero tam-
Conocidas son las controversias científicas y médicas acerca de considerarla como un torrente fluido que circula por el cuerpo. 4
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bién sobre el esquema de una sangre alejada de la tradicional formula respecto a la identidad. Por eso, acercarse a la sangre en la contemporaneidad implica observar sus nuevas clasificatorias y las conexiones que permiten individuos biosocializados. Lo que se puede indicar con certeza es que se hace imposible pensar en conceptos o terminologías médicas sobre la sangre sin hacer ya referencia a las tecnologías que las habilitan; se trata de una nueva disposición del conocimiento, uno indisociable de las entidades no humanas que lo interrogan. En la modernidad, lo bio era un campo de inmanencia, de “potencia”, de lo dado a la modificación. Se invitaba a su normalización, a su conquista, a analizarlo o comprenderlo y por descontado a su puesta en valor. En la actualidad y a través de la tecnificación y molecularización de la sangre, es lo viviente el campo que se presenta a la normalización, conquista y comprensión. La identidad vuelve a componerse de sangre y ética pero a través de regímenes de afectación colectiva biociudadana y provocando diversos procesos de normatividad. Si bien los ejemplos propuestos nos indican que se ha producido un movimiento tecnocientífico que separa sangre y filiación, también, y por lo mismo, nos señala que la sangre vuelve a tener centralidad en la articulación de la identidad. Su rescritura genética está generando afectaciones y conexiones variables con los procesos de identidad y nos plantea la pregunta del cómo debemos relacionarnos con lo otro viviente. Bibliografía Amelang, Katrin. “La vie apres un graffe de moelle. Production de la normalite”. En: Joëlle Vailly, Janina Kehr y Jörg Niewöhner (eds.), De la vie biologique à la vie sociale. Paris: La Découverte, 2003, pp. 161-89. Atlan, Henri. La fin du tout genetique. Paris: INRA Editions, 1999. Baud, Jean-Pierre. “La nature juridique du sang”. Terrain. Revue d´ethnologie de l´Europa 56 (2011): 2-17. Bauer, Susanne. “Apprehender le social dans la recherche épidemiologique. Vers une politique des associations statistiques”. En: Joëlle Vailly, Janina Kehr y Jörg Niewöhner (eds.), De la vie biologique à la vie sociale. Paris: La Découverte, 2011, pp. 298-327. Beck, Stefan. “Politisation et moralisation d’une pratique medicale: le don de moelle osseuse comme referendum”. En: Joëlle Vailly, Janina Kehr y Jörg Niewöhner (eds.), De la vie biologique à la vie sociale. Paris: La Découverte, 2003, pp. 51-77.
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“LOS ABREN VIVOS POR LOS PECHOS”. UNA LECTURA METAFÓRICA DEL “SACRIFICIO HUMANO” DE LOS AZTECAS Kirsten Mahlke Universität Konstanz
No es ninguna novedad el hecho de que la conquista española de México liderada por Cortés entre los años 1519 y 1521 fue un episodio sangriento. Las expediciones militares, las masacres selectivas, la sumisión de muchos grupos indígenas y la consecuente explotación de las minas de oro y plata significaron el sufrimiento y la muerte de muchos de los nuevos súbditos del rey Carlos V. El aspecto significativo de este derramamiento masivo de sangre es que en los informes españoles sobre la conquista de México se lo solía justificar desde el punto de vista jurídico-moral en aras de impedir otro tipo de derramamiento de sangre: el sacrificio humano practicado por los aztecas. Todo niño, todo visitante de museo, todo espectador de documentales televisivos sabe que los aztecas eran un pueblo altamente sofisticado a nivel político, militar y cultural, y que ejercían influencia sobre un territorio gigantesco en Mesoamérica. Sin embargo, detrás de la brillante imagen de su civilización, se esconden las leyendas de un culto cruento: prisioneros de guerra, hombres jóvenes, vírgenes, e incluso niños inocentes —miles y miles de personas— fueron llevados por los empinados escalones hasta la cima de una pirámide y colocados por un sacerdote sobre el altar sacrificial. Con un cuchillo de obsidiana se les abría el pecho y se les extraía el corazón que, todavía latiendo, era ofrendado a los dioses. El escándalo y el esmerado aderezo en las descripciones que los testigos europeos hacían de los rituales aztecas prueba su obsesión cultural por la sangre.
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Esta imagen de los aztecas como una civilización en pleno apogeo, por una parte, y el ritual del sacrificio humano, por otra, es la que ha perdurado hasta el día de hoy de manera apenas cuestionada: ella es a la vez motivo de fascinación y signo de una alteridad radical. En mi opinión, la representación de la sangre en la imagen del culto del sacrificio humano tiene en primer lugar una razón jurídica: quien sacrifica seres humanos corresponde a una civilización inferior y debe ser avasallado, reeducado o eliminado. En segundo lugar, la sangre constituye un efecto de realidad en las crónicas sobre la conquista del Nuevo Mundo: ella es la que sella la veracidad del relato y la que atestigua la realidad como ninguna otra materia. La sangre es el símbolo de lo vivo. No existen pruebas inequívocas sobre la existencia de sacrificios humanos en el México del siglo xvi, pero cada pista, por pequeña que sea, se sigue leyendo dentro del marco de interpretación conocido. En otros casos históricos se les otorga cierta atención a las pruebas y a los estudios científicos; en este caso no. La sangre, aunque discursivamente, parece funcionar como prueba irrefutable en la mentalidad occidental. Ya que la verificación histórica no forma parte del área de responsabilidad de una filóloga, me centraré a continuación en la pregunta: ¿qué se cuenta en los relatos, códices y crónicas sobre los antiguos mexicanos y qué cuentan ellos mismos en relación a la sangre, los corazones y los sacrificios humanos? Anticipo que ni siquiera será necesario desenmascarar la sed de sangre de los españoles católicos como justificación de su imagen de los aztecas o deconstruir los textos en relación a sus propias aporías. Mediante los simples procedimientos filológicos de la crítica de fuentes, el análisis de textos, la comparación de palabras y de sus contextos, pero sobre todo con la ayuda del análisis retórico, ya nos ponemos sobre la pista de las víctimas, de los sacrificios y las ofrendas de sangre de los aztecas. Lo que quiero demostrar es que la lengua náhuatl realmente “chorreaba sangre”, pero que no se deben sacar conclusiones forzosas del realismo naíf de esta lengua. Sin la sangre de los aztecas la historia de la conquista no hubiera podido ser entendida como auténtica. Sin la sangre no se hubiera podido integrar en los relatos de los misioneros. La obsesión española por la sangre en la época de la Reconquista desempeña un papel de garante para las filiaciones de origen legítimas: la limpieza de sangre. El discurso político-religioso estaba
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empapado de sangre. La posible causa de dicha obsesión es la proyección del carácter sanguinario de la Inquisición sobre sus enemigos durante la fase más fanática de la Contrarreforma. No se debe olvidar el significado central del sacrificio humano y de la sangre en la religión cristiana. Lo esencial del culto cristiano, centrado en la eucaristía, son el sacrificio humano y la sangre derramada. La descripción de los aztecas como devotos de un culto sanguinario del sacrificio humano se caracteriza por las dimensiones semánticas heterogéneas que se atribuyeron a la sangre de los españoles. El enfoque de mi discurso no se va a fijar tanto en cuáles de estas proyecciones desempeñaban el papel más importante para los españoles del siglo xvi y cómo estas funcionaban. Por el contrario, pretendo analizar algunos fragmentos de las crónicas de la conquista de México que indican que efectivamente la sangre desempeñó un rol muy importante para las culturas de lengua náhuatl. A saber, un rol simbólico. Aunque, como será demostrado, no exactamente en el caso de los denominados sacrificios humanos. Entre los clásicos de los relatos de la conquista destacan la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo y el Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún. Adicionalmente, me apoyo en las ediciones bilingües de los códices de los nahuas. Entre los expertos de la cultura del México antiguo destacan Miguel León-Portilla y James Lockhart. Pero probablemente la inspiración más importante para este estudio la he obtenido de Peter Hassler, un etnólogo de Zúrich que tuvo el valor de enfrentar a un gran equipo de antropólogos, americanistas, estudiosos de la religión y arqueólogos, con una simple pregunta: “¿Realmente llevaron a cabo los aztecas sacrificios humanos en masa?” (Hassler 1992a: párr. 1). Apuntes sobre la historiografía precolombina El sacrificio humano entre los aztecas —así como también en otras culturas precolombinas—, caracterizado por la extracción del corazón todavía vivo, constituye una especie de axioma historiográfico. En la historia científica de las culturas precolombinas de Mesoamérica se acepta de forma casi unánime el sacrificio humano como base de la investigación. En base a este axioma
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cabe preguntarse: ¿cuál era su función religiosa, nutritiva, económica? ¿Cuáles sus espacios, contextos culturales, secuelas sociales e improntas arqueológicas? La ciencia ha respondido a esto con diversas teorías. Una de ellas es que los aztecas necesitaban la sangre en el marco de su religión: para garantizar el constante movimiento de los astros, los dioses exigían regularmente grandes cantidades de sangre (León-Portilla 2005: 175). En base a esto se investigó dónde podrían encontrarse fosas con restos de cráneos —el hallazgo de muchas calaveras en el mismo lugar atestigua la ejecución de sacrificios humanos—, qué necesidades no religiosas satisfacía el sacrificio humano —en este punto, la tesis de Michael Harner sobre la carencia de proteínas en América Central parece la más absurda (Harner 1977)—, en qué cosmología y en qué rituales estaba integrada la ofrenda de sangre del corazón, si conformaba una medida de regulación de la población, si el sacrificio humano era de por sí aceptable o censurable, etc. Tzvetan Todorov dijo que “el descubrimiento de América” había sido “el encuentro más asombroso de nuestra historia” (Todorov 1987: 12) En cierto modo, sin embargo, la historia de la investigación de la conquista de México es mucho más asombrosa que el encuentro mismo. Considerando la poca cantidad de fuentes mexicanas que se conservan de la época de antes y después de 1521, sorprende que la crítica de fuentes filológica basada en los conocimientos del náhuatl clásico no se haya desarrollado hasta 450 años después. A otro nivel, no es extraño que un misionero español del siglo xvi se interesase por la idea de un dios azteca que, con su sed de sangre y su reivindicación de sacrificios humanos, no distaba mucho del dios cristiano de los inicios —recordemos las figuras de Isaac y de Jesús—. Que, sin embargo, las ciencias modernas permanezcan fieles a esta interpretación “religiosa” y no la cuestionen, no deja de ser sorprendente. Es como si la tristemente célebre sangre de corazón hubiera paralizado el pensamiento crítico durante siglos, tal como escribió Stephen Greenblatt en su Marvelous Possessions, boquiabiertos y con infinito asombro a la vista de lo maravilloso (Greenblatt 1991). Acerca de las fuentes La primera fuente en lengua española sobre los sacrificios humanos en México corresponde a la primera carta de Cortés a Carlos V, de 1519:
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Y tienen otra cosa horrible y abominable y dina de ser punida lo que hasta hoy [no se ha] visto en ninguna parte, y es que todas las veces que alguna cosa quieren pedir a sus ídolos, para que más aceptasen su petición toman muchas niñas y niños y aun hombres y mujeres de mayor edad, y en presencia de aquellos ídolos los abren vivos por los pechos y les sacan el corazón y las entrañas y queman las dichas entrañas y corazones delante de los ídolos ofresciéndoles en sacrificio aquel humo (Cortés 2005: 19).
Incluso Cortés, que debe defender su autoridad como primer testigo de la Nueva España, no necesita aparentemente generar autenticidad narrativa. El acto del sacrificio queda establecido y se introduce como un hecho verídico que, a través de la descripción de sus elementos, queda vinculado a una secuencia narrativa que en lo sucesivo formará parte de la imagen de los aztecas, igual que el canibalismo en el caso de los brasileños. Los adjetivos “horrible” y “abominable”, de gran connotación emocional, están directamente vinculados a la exigencia de castigo: “dina de punición”. Ya incluso antes de que el acto se certifique narrativamente o sea siquiera nombrado —“cosa horrible y abominable”—, sugiere Cortés su penalización a nivel moral. Lo que, según Cortés, “no se ha visto en ninguna parte” y que puede ser leído como figura retórica de la escandalización, llevaba siendo reprochado a los judíos como asesinato ritual desde hacía más de un siglo durante la Reconquista. El soldado de a pie de Cortés es más exacto en cuanto a perspectiva y credibilidad, pero hay que tener en cuenta que el informe sobre la conquista se escribió 30 años después, entre 1552 y 1557, y fue publicado póstumamente en Madrid en 1632. Aquí se describe la escena que sigue a la captura de algunos españoles por parte de los soldados de Moctezuma. Nótese el amor por el detalle y el realismo digno de una retransmisión en directo: …y mirábamos al alto cu donde los tañían [los tambores], vimos que llevaban por fuerza las gradas arriba a nuestros compañeros que habían tomado en la derrota que dieron a Cortés, que los llevaban a sacrificar … y después que habían bailado, luego les ponían de espaldas encima de unas piedras, algo delgadas, que tenían hechas para sacrificar, y con unos navajones de pedernal les aserraban por los pechos y les sacaban los corazones bullendo y se los ofrecían a los ídolos que allí presentes tenían, y los cuerpos dábanles con los pies por las gradas abajo; y estaban aguardando abajo otros indios carniceros, que les cortaban brazos y
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pies, y las caras desollaban, y [las pieles] las adobaron después como cuero de guantes, y con sus barbas las guardaban para hacer fiestas con ellas cuando hacían borracheras, y se comían las carnes [de los sacrificados] con chilmole… (Díaz del Castillo 2003: 249-250).
Partiendo del testimonio subjetivo “mirábamos al alto cu”, Peter Hassler ha investigado dónde debían haberse situado los soldados españoles y hacia dónde estarían mirando exactamente. Hassler demostró que la escena descrita solo hubiera podido ser observada desde el área interna del templo de Tenochtitlán: el lugar en el que se encontraban los presuntos testigos presenciales estaba situado a una distancia aérea de 6 a 8 km. A esa distancia no podían haber escuchado ni visto nada. Lo que se podía ver sobre el terreno será analizado más adelante y a través de otros textos. Para ver siquiera los acontecimientos descritos al pie de la pirámide, (él) debería haberse encontrado dentro del área sagrada del templo amurallado; pero las circunstancias no lo permitían, ya que los aztecas habían logrado contraatacar las distintas ofensivas paralelas de los españoles y de sus aliados indígenas y tomar un Bergantín como botín (Hassler 1992 b: 95).
Retórica Durante el mandato de Montezuma II el náhuatl era un idioma rico en metáforas y con una retórica sumamente compleja. En culturas de transmisión oral como lo era la azteca, la función de la memoria es sustituida por un estilo denso y formalizado: tradiciones, conocimientos, historia y moral son aprendidas de memoria en forma de modismos retóricos (Ong 2016). Poder pronunciar un discurso era más importante que hacer la guerra. La retórica era una asignatura obligatoria para los niños mayores de seis años. Aquellos que sabían declamar (memorizar discursos), podían ascender socialmente. Cuando Malinche, la traductora de Cortés, traducía palabra por palabra, los soldados españoles, no formados en retórica y desconocedores del lenguaje metafórico, no comprendían los discursos debido a su alto nivel formal. El hecho de que interpretasen las metáforas de manera literal se manifiesta en la traducción textual —no semántica— que Bernal Díaz del Castillo hizo del clásico saludo.
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El saludo de bienvenida de los anfitriones a los recién llegados españoles. (Se dirigen a Malinche como lengua de Cortés, percibiendo Cortés y Malinche como una persona.): aquí venimos yo y estos señores a servirte y hacerte dar todo lo que hubieres menester para ti y tus compañeros, y meteros en vuestras casas, que es nuestra ciudad, por que así nos es mandado por nuestro señor el gran Montezuma, y dice que le perdones porque él mismo no viene a lo que nosotros venimos, y porque está mal dispuesto lo deja, y no por falta de muy buena voluntad que os tiene (Díaz del Castillo 2003: 57).
“Su casa”, “mi casa”: el intercambio de los pronombres posesivos mi y su como fórmula de hospitalidad plantea aún hoy en día confusiones y malentendidos para los visitantes de México. La figura retórica del saludo de bienvenida, interpretada literalmente, se convierte así en una invitación a la apropiación de tierras, a la esclavización de los enviados, e incluso como signo de ser considerado un dios; este es un ejemplo de los muchos excesos interpretativos que se pueden encontrar en los relatos de la conquista. De especial importancia es la manera de hablar de los mexicanos en relación con los sacrificios humanos rituales. Ya se ha demostrado que los acompañantes de Cortés solamente afirmaron haber sido testigos presenciales de los sacrificios en los grandes templos en Tenochtitlán. Aparte de estos testimonios oculares, son los números exorbitantes los que se subrayan repetidamente en relación con los sacrificios humanos. Entre las crónicas escritas por misioneros una generación después de la conquista de Tenochtitlán se encuentra abundante material. Fray Toribio de Benavente, Motolinía, escribía: “En esta fiesta [Panquetzaliztli] sacrificaban de los tomados en guerra o esclavos, porque casi siempre eran estos los que sacrificaban, según el pueblo, en unos veinte, en otros treinta, o en otros cuarenta y hasta cincuenta y sesenta; en México se sacrificaban ciento y de ahí arriba” (Benavente 1997: 83) Incluso se recurrió a la reacción fisiológica del corazón —una especie de fuerza vital autónoma— ante la cardiectomía ritual como prueba de fe. Diego Muñoz Camargo, mestizo, escribe en su Historia de Tlaxcala: Contábame uno que había sido sacerdote del demonio, y que después se había convertido a Dios y a su santa fe católica y bautizado, que cuando arrancaba el corazón de las entrañas y costado del miserable sacrificado era tan grande la
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fuerza con que pulsaba y palpitaba que le alzaba del suelo tres o cuatro veces hasta que se había el corazón enfriado (Muñoz Camargo 2007: 88).
Todos estos informes aparecen en el contexto del mandato misionero y prueban más el afán de los testigos que las costumbres y tradiciones de sus pupilos. Estamos en un punto del siglo xvi, en el que la sangre del corazón del sacrificio humano pasa de ser el significante del bárbaro como justificación de la conquista, a ser el significante de los infieles que justifica la misión e incluso disimula sus oscuros antecedentes. Ahora somos cristianos iluminados, en aquel tiempo éramos demonólatras sanguinarios. Más allá de las fuentes escritas se suelen incluir las ilustraciones de los códices como prueba de la existencia de los sacrificios humanos. Las representaciones dibujadas en los códices han sido interpretadas desde el siglo xvi desde el punto de vista de un realismo naíf. Los estudiantes de la calmecac (escuela azteca), formados durante años en retórica y arte, habrían representado simplemente su realidad tal y como la veían. Exámenes de la retórica náhuatl han probado todo lo contrario. Es notable que hasta 1980 no se reconociera que ni los mayas ni los aztecas tenían sistemas de escritura en forma de imágenes (ideogramas), sino de caracteres fonéticos. Bernardino de Sahagún hizo traducir su obra de 12 tomos sobre la cultura del mundo mesoamericano por un gran número de informantes indígenas como proyecto polígloto, de manera que sus textos se encuentran divididos en tres columnas: una en náhuatl (con caracteres latinos), una en castellano y una en latín. A ello se suman imágenes vinculadas a signos fonéticos. Es muy probable que tales combinaciones de texto e imagen circulasen también durante la época de las conquistas, antes de los grandes autos de fe del primer obispo de México, el inquisidor vasco Juan de Zumárraga. Es fácil imaginarse cómo la adopción de un realismo naíf en relación con la creencia en los sacrificios humanos debió impactar a los observadores españoles. Los mixtecas, por ejemplo, representaban la elaboración del pulque —el jugo fermentado del agave— con la “decapitación” de un agave personificado, al que se le arranca el “corazón” —es decir, el centro vegetativo de la planta—, para a continuación fermentar su “sangre” como bebida alcohólica. Esta descripción alegórica de la elaboración de pulque se presenta en el códice precolombino Vindobonensis Mexicanus.
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La cosecha de maíz también aparece antropomorfizada en el clásico Popol Vuh de los mayas, en este caso en forma de decapitación, despellejo e ingestión. El aspecto esencial pero también ritualmente codificado de esta poderosa metáfora es el renacimiento tras la destrucción. En este sentido encontramos una gran cantidad de ejemplos en la cultura mesoamericana que ponen especial énfasis en el calendario cíclico, pero sobre todo en calendarios astronómicos y agrícolas. Algunos también se dedicaban a regular la construcción de ciudades y templos. Incluso la aparición de Venus en el cielo nocturno se narra mitológicamente como la resurrección del corazón del dios Quetzalcóatl tras su muerte por fuego. Finalmente, vale la pena leer y comparar varios de los libros de la colección de fray Bernardino de Sahagún. El primero, que trata sobre los ritos religiosos, se entiende mejor si se compara a nivel lingüístico con el léxico del sexto tomo. En cuanto a los tópicos del corazón y de la sangre, es revelador lo que el Codex Florentino, con su rico lenguaje metafórico, dice al respecto: Yollotli, eztli. Esta letra quiere dezir: ‘Coraçón, sangre’. Por metáfora se dezía del cacao, que solamente le usavan vever los señores y senadores, valientes hombres, y nobles y generosos, porque valía muy caro y havía muy poco. Si alguno de los populares lo bevía, costávale la vida si sin licencia lo bevían, por esto se llamava: yollotli, yeztli: ‘Precio de sangre y de coraçón’ (Sahagún 1577: 436).
Yollotli, eztli significa “corazón” o sangre” y se utiliza como metáfora del cacao, bebida que solamente los poderosos podían beber y que se consideraba muy valiosa. El valor del cacao estaba asociado a nivel económico y social con la muerte: en forma de castigo, no de sacrificio. Pero ¿existían entonces las ofrendas de sangre? El léxico náhuatl contiene tres palabras que designan ofrendas de sangre, según las partes del cuerpo de donde se saquen: la oreja, la lengua y el pene. Es cierto que no se encuentra ningún terminus tecnicus en el idioma azteca para “sacrificio de corazón” o incluso para “sacrificio humano”, lo cual es extraño, debido al gran valor que el corazón tenía en esa cultura. Lo que con mucha probabilidad se celebraba en las fiestas sagradas era la representación simbólica de la muerte y del renacimiento, igual que se hacía en los ritos de iniciación. En la cultura azteca existía una figura representativa
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que permitía una identificación prácticamente absoluta con lo que uno no era: una persona podía asumir el rol de otra —incluso el rol de un dios—, como si fuera ella misma. Este fenómeno —que se asemeja al de las máscaras, pero con todas sus consecuencias—, se conoce bajo el nombre de ixiptla. En los actos rituales de las grandes pirámides un niño representaba la nueva cosecha y abría su pecho como si arase la tierra. El espectáculo debe haber sido tan real que hasta los padres lloraban, aunque sabían que después de la fiesta, iban a volver juntos a casa y a alegrarse de los festejos. Según Peter Hassler, tlacamictiliztli, la palabra que se tradujo al español como “sacrificio”, simplemente significaba “matar seres humanos” (Hassler 1992b: 184) Los traductores interpretan esta expresión como “matar” cuando los españoles matan a indígenas, pero cuando en los textos aztecas de la época colonial se trata la matanza de los españoles por los indígenas, se traduce esta expresión constantemente por “sacrificio”. Podemos imaginarnos las consecuencias que ello conlleva, cuando la interpretación dramática se considera real, las metáforas son interpretadas literalmente y las ilustraciones leídas de manera realista en vez de simbólica. Todo ello, combinado con el deseo incondicional de atribuir (falsamente) a los aztecas costumbres recriminables con tal de subordinarlos, e incluso eliminarlos, y el miedo legítimo a ser asesinado en un enfrentamiento con los indígenas, convirtió a los españoles en los narradores de la historia de los sacrificios humanos. No cabe duda de que la conquista de una civilización tan importante como lo era la azteca solo podía ser justificada si existían suficientes motivos para una “guerra justa”. Sobre estos motivos y sobre la definición de “guerra justa” con respecto a la conquista de América se debatió profundamente en Salamanca y en la conocida Disputa de Valladolid (1551). La explotación de las minas de oro, incluso en el siglo xvi, no era una razón suficientemente legítima para la guerra. El sacrificio de seres humanos, sin embargo, presentaba un argumento de peso como para intervenir en otro país en aras de “civilizar a los bárbaros”. En las regiones de tradición judía y cristiana, basadas en narraciones bíblicas tales como el casi-sacrificio de Isaac por Abraham, se llegó a extender la creencia de que los aztecas habían quedado atrapados en un punto primigenio de la historia. Permitir actos como aquellos era intolerable, y en ese sentido, ni el brillo de la civilización y ni el progreso político-social de los mexicanos valían como excusa. Allá donde
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seres humanos eran sacrificados, debían tomar medidas extremas los españoles —medidas de sobra conocidas y denunciables—. Todos los escritos, salvo unos pocos en la escritura de los mayas y de los nahuas, fueron quemados; todos los lugares de culto se destruyeron y fueron convertidos en altares con crucifijos y estatuas de la Virgen; los habitantes fueron esclavizados o asesinados. Nada de lo que hasta hacía poco se consideraba una maravilla perduró, como constató Díaz del Castillo de manera lapidaria en 1521, dos años después de la llegada de la primera expedición de Cortés: “Ahora todo está por el suelo, perdido, que no hay cosa” (Díaz del Castillo 2003: 309). Lo asombroso del sangriento axioma cultural del sacrificio humano es que vincula la conquista con la historiografía de la conquista, es más, con la historia colonial e incluso postcolonial. Se podría decir que la sangre de corazón es el logro hermenéutico de un grupo de hombres sanguinarios y pobres en metáforas, al cual pertenecen tanto los conquistadores como los científicos, e incluso los historiadores, arqueólogos y guías turísticos. La conclusión que me permito sacar de todo esto no es que los habitantes de Mesoamérica hayan sido un pueblo pacífico y empático. Muy al contrario. Las guerras, los asesinatos, las estrategias engañosas, la sed de poder y las campañas militares de conquista eran, como ha sido comprobado, algo omnipresente, sobre todo a partir de finales del siglo xv. Se trata simplemente de la pregunta: ¿por qué había que entender el sacrificio de sangre como un sacrilegio religioso para condenar las matanzas y, a la inversa, justificarlas? Bibliografía Benavente, fray Toribio de, “Motolinía”. Sacrificios e Idolatría. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1997. Cortés, Hernán. Cartas de relación. Ciudad de México: Porrúa, 2005 Díaz del Castillo, Bernal. Historia verdadera de la conquista de Nueva España. Biblioteca Virtual Universal, 2003, . Greenblatt, Stephen. Marvelous Possessions. The Wonder of the New World. Chicago: University of Chicago Press, 1991. Hassler, Peter. “Die Lüge des Hernán Cortés”. Zeit Online 11 sept., 1992a, .
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— Menschenopfer bei den Azteken? Eine quellen- und ideologiekritische Studie. Bern: Verlag Peter Lang, 1992b. Harner, Michael. “The Enigma of Aztec Sacrifice”. Natural History, vol. 86, nº 4 (1977): 46-51. León-Portilla, Miguel. Aztecas-mexicas. Desarrollo de una civilización originaria. Madrid/Buenos Aires/México: Algaba, 2005. Muñoz Camargo, Diego. Historia de Tlaxcala. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2007. Ong, Walter J. Oralität und Literalität. Die Technologisierung des Wortes. Wiesbaden: Springer VS, 2016. Sahagún, Bernardino. Historia general de las cosas de la Nueva España, 1577, . Todorov, Tzvetan. La conquista de América. El problema del otro. Ciudad de México: Siglo XXI Editores, 1987.
II. LOS PARENTESCOS SIN SANGRE
COMUNIDAD, CRISIS SOCIAL Y PARADIGMA INMUNITARIO EN LAS FICCCIONES ZOMBIS CONTEMPORÁNEAS Jaume Peris Blanes Universitat de València
No por casualidad se ha dicho y repetido que el zombi es, ya, el monstruo del siglo xxi. Efectivamente, las culturas contemporáneas parecen haber encontrado en el zombi una figura de alcance metafórico global que permite desplazar a tramas y códigos perfectamente reconocibles —y en muchos casos estandarizados— miedos y angustias bien reales, difusos y difíciles de captar en lo social. Las ficciones zombis, de ese modo, canalizan y dan marcos narrativos estables para miedos y angustias sociales que carecen de ellos: por una parte, pues, pudieran contribuir a desactivar esos miedos y angustias, ofreciendo experiencias narrativas para conjurarlos y ofrecer salidas al conflicto; pero por otra parte, pudieran contribuir a extenderlos y a consolidarlos, desplazándolos hacia esquemas narrativos que los amplifiquen y les den mayor poder de irradiación. En este trabajo se analizarán ficciones literarias y audiovisuales contemporáneas de temática zombi para tratar de responder a dos cuestiones. En primer lugar, ¿de qué forma estos relatos ponen en escena las complejas relaciones entre la comunidad y aquello que la amenazan? En segundo lugar, ¿de qué modo, a partir de la figura narrativa del apocalipsis zombi, algunos de estos relatos exploran la tensión entre las ideas de sangre —omnipresente, en diversos registros metafóricos en estas ficciones— y filiación en contextos narrativos de excepción? Sangre, comunidad y amenaza En una escena crucial de 28 días después (Boyle 2002), Frank, uno de los protagonistas, resulta infectado: la gota de sangre de un muerto cae desde
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arriba de un árbol y le entra en el ojo. En una imagen espectacular, la cámara parece situarse en el interior de la gota de sangre y descender a toda velocidad hasta el ojo. Hasta entonces, Frank había sido el núcleo moral de una pequeña comunidad de supervivientes del virus de la rabia y había mostrado en todo momento una actitud de cariño y protección incondicional hacia su hija Hannah. Había destacado, pues, como figura paterna dentro del grupo, y se había convertido en el escudo protector de su hija ante cada nueva amenaza de agresión. Sin embargo, en el momento en que Frank es infectado por la gota de sangre se convierte en la amenaza de la que ha tratado de librar a Hannah hasta ese momento: consciente de ello, le da un mensaje de amor y le exige que se aleje de él, ante la incomprensión de su hija. Con su transformación de padre protector en infectado amenazante, hace acto de presencia una fuerza hasta entonces no mostrada: miembros del ejército, armados profesionalmente, fusilan a Frank e impiden que agreda a los suyos. Esa escena dramatiza algo que, de un modo u otro, aparece recurrentemente en los relatos culturales contemporáneos: la potencial amenaza que late en el interior de la comunidad cuando alguno de sus miembros se relaciona con su exterior y la exigencia de la violencia institucional (militar, en este caso) para acabar con ella. Más sutil todavía, la escena narrada y la trama narrativa en que se inserta juegan con el significado ambivalente de las ideas de sangre y filiación. Por una parte, Frank funda la cohesión de la comunidad, antes de la infección, en la relación filial que une a Hannah con él, y que tiene un carácter nuclear: en un momento de crisis radical en que las instituciones se han caído, los lazos de sangre sirven de sostén fundamental para la reedificación de una nueva comunidad. Pero a la vez, esa relación de filiación se ve violentada por la infección sanguínea, que convierte a Frank inmediatamente en un monstruo sediento de la sangre de los demás: deja a Hannah huérfana y la obliga a construir, junto a personas a quien no le une ningún parentesco, una nueva comunidad posible. Quien sostenía la comunidad social y familiar se convierte, pues, por el contacto físico con la sangre del otro, en su mayor amenaza. Si la escena es significativa es porque la sangre aparece en ella como metáfora de los riesgos que amenazan con destrozar a la comunidad y, por tanto, con la necesidad de establecer lógicas y políticas de inmunidad que, en un sentido amplio, conjuren ese riesgo y pongan límite a los contagios e infec-
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ciones, reales y metafóricos, que la asedian. De ese modo, la película desplaza a una situación narrativa explícita una problemática fundamental de las sociedades contemporáneas: la contradictoria relación entre comunidad e inmunidad y entre las fuerzas necesarias para preservar a la comunidad de sus riesgos y la amenaza que esa misma violencia inmunitaria supone para ella. Y ese gesto es relevante porque 28 días después —pese a no ser, en puridad, una película de zombis, sino de infectados por la rabia— supuso un espaldarazo definitivo a la revitalización, a principios de la década del 2000, de la figura del zombi como clave cultural para abordar algunas de las contradicciones fundamentales de las sociedades contemporáneas, produciendo una expansión sin precedentes de la iconografía del zombi que, en décadas anteriores, se había fijado en las películas precursoras de George A. Romero La noche de los muertos vivientes (1968), El amanecer de los muertos (1978) o El día de los muertos (1985). Las películas fundacionales de Romero eran ya, en cierta manera, legibles como metáfora de la descomposición y envilecimiento de la sociedad de consumo norteamericana, que solo podía desembocar en el colapso social y en el estallido de formas de violencia de difícil inteligibilidad (Pérez Ochando 2013b), una clave de lectura que buena parte de las ficciones zombi contemporáneas se han encargado de desarrollar. Ficciones del colapso y estado de excepción narrativo La novela zombi de Stephen King Cell se abre con una descripción explícita del colapso de la civilización: La civilización se sumió en su segunda era de tinieblas por un camino previsible de sangre, aunque a una velocidad que ni el futurista más pesimista podría haber augurado. Fue como si hubiera estado esperando su final. El 1 de octubre, Dios estaba en Su cielo, la Bolsa se situaba a 10.140 puntos, y casi todos los vuelos funcionaban con puntualidad (salvo los que llegaban y salían de Chicago, lo cual era de esperar). Al cabo de dos semanas, el cielo pertenecía de nuevo a los pájaros y la Bolsa no era más que un recuerdo. En Halloween, todas las ciudades importantes, desde Nueva York hasta Moscú, hedían bajo los cielos desiertos, y el mundo tal como lo conocemos había pasado a la historia (2006: 11).
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No se trata de una imagen aislada, sino de un elemento central en los relatos zombis: la puesta en relato del colapso social. Efectivamente, buena parte de la energía de las ficciones zombis se dedica a imaginar los efectos devastadores que tendría, en las ciudades hipermodernas del presente, la caída del sistema energético, económico y tecnológico. Es por ello que, en cierto sentido, los relatos zombis contemporáneos hallan una genealogía más directa en las narrativas postapocalípticas de la Guerra Fría que en la tradición y mitología clásica de los zombis caribeños. Efectivamente, buena parte de su éxito global se debe al hecho de que estas ficciones dan una sintaxis narrativa eficaz a las angustias y miedos en torno a la amenaza de derrumbe radical del sistema, en un contexto de crisis social y económica. Este es, sin duda, uno de los grandes atractivos de estas novelas y películas: esas ciudades hipermodernas tomadas y arrasadas por hordas de zombis, exigen un ejercicio de imaginación política que permita reimaginar las formas posibles de vida en una situación de colapso radical, en la que la tecnología y las infraestructuras básicas han de ser operativas. Es por ello que algunas de estas ficciones —las más notables— operan como verdaderos laboratorios imaginarios en torno a las formas de vida posibles en una situación de colapso. El apocalipsis zombi constituye, pues, una situación narrativa que obliga a repensar radicalmente el funcionamiento de la comunidad, sus leyes internas y sus lógicas de cohesión y supervivencia, en una situación en la que ya no son válidas la mayoría de las lógicas preapocalípticas. Se trata, pues, de un verdadero estado de excepción narrativo, que suspende en el ámbito de la ficción las leyes del derecho, la moral y la costumbre y obliga a los personajes —y a los lectores o espectadores— a replantearse categorías básicas de las relaciones de convivencia y a redefinir en un contexto de amenaza extrema y violencia generalizada las legitimidades sociales y las opciones morales. Muchas de estas ficciones ponen en relato, de hecho, la necesidad de reconstruir y reinventar las formas de la comunidad en un contexto de peligro exterior máximo y en el que las lógicas e instituciones que sostenían las formas anteriores de lo colectivo se han hecho trizas. Tratan de reimaginar, pues, la comunidad y sus formas posibles de autogobierno. The Walking Dead, la novela gráfica de Robert Kirkman convertida en serie televisiva por Frank Darabont, es un ejemplo perfecto de cómo, en estas ficciones, el colapso del
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sistema deviene un estado de excepción narrativo propicio para la invención de nuevas formas del vínculo social, a través de comunidades precarias y siempre amenazadas, obligadas a estar siempre en movimiento y sin descanso posible. Ello acerca algunas de estas ficciones —algunos tramos de The Walking Dead, de forma muy explícita— a ciertos usos del existencialismo literario y dramático. Igual que en las ficciones de Sartre los personajes se veían obligados a tomar decisiones en situaciones de conflicto moral irresoluble y la peste de Camus obligaba a sus personajes a suspender algunas de las categorías con las que, en un estado de normalidad, hubieran dictado su comportamiento, los personajes de The Walking Dead, inmersos en el apocalipsis zombi, se ven confrontados a dilemas que les obligan a replantearse nociones como piedad, solidaridad o asesinato, en un contexto en el que los propios límites de lo humano se redefinen constantemente. A modo de ejemplo, en un contexto en el que los personajes han interiorizado que ante una infección zombi la persona deja de ser considerada humana y se convierte inmediatamente en un enemigo a combatir, la comunidad se ve confrontada a una epidemia de gripe en la que, en ausencia de medicamentos, cada infectado se convierte en una amenaza mortal para los demás. En ese contexto narrativo, ¿resulta moralmente legítimo ajusticiar a los enfermos como se hace con los zombis?, ¿hasta dónde llega la legitimidad de la violencia para evitar el contagio? El estado de excepción narrativa, pues, se utiliza en algunos de estos relatos para generar situaciones dilemáticas que obligan a desnaturalizar el sentido común y las ideas y nociones recibidas en torno a las relaciones humanas. El cuerpo y la naturaleza abyecta del zombi En este contexto, sorprende la naturaleza fuertemente polisémica del zombi. Se ha señalado recurrentemente su carácter de metáfora global. Pero, ¿metáfora de qué? Sin duda, de un cuerpo amenazante, pero que a veces, en su propio desvalimiento y deshumanización puede llegar a aludir a figuras de radical precariedad vital. En una novela reciente sobre la crisis económica española el narrador traza una relación no solo visual entre la masa de desempleados y la figura del zombi: desorientados, confundidos, en estado de shock
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y vaciados de cualquier capacidad de agencia, los excluidos del neoliberalismo son conceptualizados como meros espectros sin voluntad. Le eché una mirada al resto del periódico, que naturalmente estaba saturado de noticias alarmantes. La crisis seguía destruyéndolo todo y decenas de miles de personas se sumaban cada mes a la legión fantasmal de los desempleados como en esas películas de ciencia ficción en las que los humanos son infectados con algún virus por los extraterrestres y se van convirtiendo en zombis. “Sí, y tú eres uno de ellos”, me dije, por el simple gusto de mortificarme (Prado 2012: 31).
La metáfora no es original; todo lo contrario, obedece a una asociación semántica que ya ha pasado al lenguaje coloquial1 y que ha convertido la relación entre zombis y excluidos del capitalismo en un tópico común. Sin embargo, más que alentar a la solidaridad o la empatía, la representación visual del zombi se ha concentrado en su carácter abyecto y desasosegante, como respuesta visual a la angustia social ante una población desestructurada y amenazante. El último cine de zombis surge en un momento en el que la ideología neoliberal había erradicado a las masas de los medios de información, pero también en un momento en el que la exclusión y la desigualdad presionaban a esas mismas masas invisibles. Como resultado, la masa reaparecía como la representación de una amenaza escatológica, como la llegada de un fin del mundo tan deseado como temido. Del mismo modo, el poder y los medios afines tildan a los manifestantes de enemigos y les describen como criminales, terroristas, antisistemas, paganos saturnales allende las fronteras de lo juicioso y lo razonable (Pérez Ochando 2013a: 28). La representación visual estandarizada del zombi es sin duda coherente con esta lógica. Efectivamente, el cuerpo zombi, degradado, abierto y en descomposición parece funcionar como metáfora visual del desmembramiento y la degradación social. En la novela gráfica The Walking Dead, incluso, los límites del cuerpo zombi aparecen a menudo desdibujados, difícilmente diferenciables de su exterior. Se trata, a todas luces, de un cuerpo abyecto, que presenta rasgos humanos pero sometidos a un proceso de degradación radical, y convertido en E incluso a la publicidad más desafortunada: “No te conviertas en zombi”, alertaba una conocida universidad privada para convencer al público joven de la necesidad de formación conectada al mundo laboral frente a la formación generalista de la universidad pública. 1
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mera materia biológica despojada de voluntad y sentido. Más que ubicarse en un lugar intersticial entre la vida y la muerte, los zombis contemporáneos parecen habitar más bien esa zona de suspensión del sentido que es la nuda vida, tal como la define Giorgio Agamben (1998): una vida reducida a la mera existencia biológica a la que cualquiera puede dar muerte sin cometer un homicidio. Se puede argumentar, quizás, que la fascinación del público contemporáneo ante la imagen del zombi está relacionada con la fantasía social de un otro extremadamente degradado y en el límite entre lo humano y lo inhumano. Por ello se ha planteado que, en cierta medida, las narrativas zombi canalizan la ansiedad xenófoba ante la inmigración y la representación del otro oscuro en una era “posracial” (Watts 2014). Efectivamente, las narraciones zombi ponen en relato la relación problemática con los cuerpos ajenos y marcados por la degradación extrema. Frente a la seducción y atracción del vampiro, el cuerpo del zombi despierta una repulsión sin matices. La comparación no es baladí, pues el zombi contemporáneo ha heredado uno de los rasgos definitorios de las figuras vampíricas: el mordisco y el contagio por la sangre. Pero si en el vampiro la amenaza del contagio estaba vinculada a la pulsión sexual y a la dependencia emocional —por ello el vampiro podía funcionar como metáfora de la adicción sexual, de las drogodependencias o de la propagación del VIH— el cuerpo del zombi parece más vinculada al cuerpo del excluido radical —el mendigo, el migrante, el sin techo…—, gangrenado y a punto de la descomposición. Así pues, el contacto con el cuerpo zombi se halla ligado a las claves de la infección, del contagio y del virus, y su amenaza consiste en el desencadenamiento de una descomposición global. Frente a esa amenaza, las tramas culturales narrativizan la necesidad de poner freno a ese peligro ante la presencia cada vez más proliferante de cuerpos extraños. Dicho de otra forma, estos relatos construyen un marco narrativo eficaz para argumentar la necesidad de inmunizar a la comunidad ante el riesgo de la contaminación externa. Ficciones inmunitarias: muros, violencias y contagios En ese sentido, las narrativas zombis pueden pensarse como una extensión cultural de lo que Roberto Espósito, en diferentes ensayos, ha denominado
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el “paradigma inmunitario”, propio de las sociedades contemporáneas, que permitiría analizar de forma vinculada procesos y lógicas que habitualmente se han leído desde paradigmas diferentes. Procesos jurídicos, políticas sanitarias, construcción de identidades o conflictos políticos, podrían leerse desde el mismo paradigma biopolítico, basado en la necesidad de salvaguardar la integridad de la comunidad y de frenar la intrusión de elementos ajenos que pueden llegar a ser destructivos para ella. Ya sea el asediado el cuerpo de un individuo, por una enfermedad propagada; el cuerpo político, por una intromisión violenta; o el cuerpo electrónico, por parte de un mensaje aberrante, lo que permanece invariado es el lugar en el cual se sitúa la amenaza, que es siempre el de la frontera entre el interior y el exterior, lo propio y lo extraño, lo individual y lo común. Alguien o algo penetra en un cuerpo —individual o colectivo— y lo altera, lo transforma, lo corrompe. El término que mejor se presta a representar esta mecánica disolutiva —justamente por su polivalencia semántica, que lo ubica en el cruce entre los lenguajes de la biología, el derecho, la política y la comunicación— es “contagio”. Lo que antes era sano, seguro, idéntico a sí mismo, ahora está expuesto a una contaminación que lo pone en riesgo de ser devastado (Esposito 2005: 10).
No hay duda de que las narrativas zombis forman parte, pues, de lo que podríamos denominar “ficciones inmunitarias”. Aludimos con esa categoría a relatos estructurantes que a un tiempo refuerzan los imaginarios de la amenaza exterior e intervienen sobre ellos modificándolos y dándoles una dirección emocional determinada pero que, en definitiva, suponen una puesta en relato de las relaciones conflictivas entre la comunidad y las formas de gestionar o hacer frente a aquello que la amenaza desde el exterior. En torno a esa problemática surge una contradicción fundamental. La violencia externa, que amenaza a la comunidad, tiene su contrapartida en la violencia inmunitaria, que trata de proteger a la comunidad de esa violencia exterior pero que a veces se vuelve contra ella misma. Tal como señala Esposito, de hecho, tan importante como el riesgo que genera la amenaza exterior a la comunidad es la violencia que esta despliega para acabar con él, y que no pocas veces termina convirtiéndose, ella misma, en una amenaza más profunda si cabe para la vida comunitaria:
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La inmunidad, aunque necesaria para la conservación de nuestra vida, una vez llevada más allá de un cierto umbral, la constriñe en una suerte de jaula en la que acaba por perderse no sólo nuestra libertad, sino el sentido mismo de nuestra existencia —o bien aquel abrirse de la existencia hacia fuera de sí misma a la cual se ha dado el nombre de communitas. He aquí la contradicción que he intentado poner de relieve en mis trabajos: aquello que salvaguarda el cuerpo —individual, social, político— es también lo que al mismo tiempo impide su desarrollo. Y aquello que también, sobrepasando cierto umbral, amenaza con destruirlo (Esposito 2012: 104).
Las ficciones que nos ocupan dan soluciones muy diferentes a este problema. Algunas de ellas argumentan, sin duda, la necesidad de reforzar los dispositivos inmunitarios, legitimándolos emocionalmente y argumentando su inevitabilidad. Otras, por el contrario, focalizan su atención en el carácter destructor de la violencia inmunitaria, y en sus efectos desestructuradores en la comunidad. Las más se limitan a enunciar las contradicciones entre la necesidad de la inmunización y sus riesgos potenciales. En cualquier caso, la relación entre inmunización y violencia aparece en ellas como una tensión que parece traducir un malestar social generalizado en torno a ella. En The Walking Dead, por ejemplo, pronto queda claro que, a pesar de la amenaza constante que supone la masa zombi, el peligro real radica en los humanos no infectados, y en sus diferentes respuestas ante la situación de excepción creada por el apocalipsis zombi. La comunidad artificial creada por el Gobernador y basada en una estricta disciplina interna y una cierta militarización social escenifica de forma crítica la tendencia a la fascistización generada por la conversión en regla del estado de excepción. Un gesto similar aunque más irónico aparece en las excepcionales novelas de Max Brooks, que diseccionan los procesos de disciplinamiento y militarización social que siguen, en su universo narrativo, a los estallidos zombis: Fue brillante. Jodidamente brillante. Las ejecuciones convencionales quizá hubieran reinstaurado la disciplina, tal vez hubiera restaurado el orden de arriba abajo, pero al convertirnos a todos en cómplices, nos tenían en sus manos no solo gracias al miedo, sino a la culpa también. Podríamos haber dicho que no, podríamos habernos negado y que nos fusilaran, pero no lo hicimos. Todos tomamos esa decisión conscientemente y, como habíamos tenido que pagar un
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precio tan alto por ella, no creo que ninguno de nosotros quisiera volver a tomar otra decisión jamás. Renunciamos a nuestra libertad aquel día y nos sentimos muy felices al desprendernos de ella. Desde ese momento vivimos con plena libertad de verdad, con la libertad de poder señalar a cualquiera y decir. “¡Me ordenaron que lo hiciera! Fue culpa suya y no mía”. La libertad, Dios nos ayude, de decir: “Yo solo seguía órdenes” (Brooks 2008: 117).
Sin embargo, buena parte de las narrativas zombis carecen de ese posicionamiento crítico y utilizan el estado de excepción narrativo para legitimar narrativamente prácticas de represión o segregación social que difícilmente podrían justificarse en una situación de normalidad. En todas ellas aparecen, de hecho, secuencias de ajusticiamiento de zombis y el asesinato del infectado se halla normalizado como una violencia necesaria para conjurar el peligro de la infección global. Los zombis encarnan en estos relatos la vida que puede y debe ser matada, en condiciones de legitimidad moral y humana. Foucault mostró cómo en la modernidad la función del racismo consistió precisamente en regular la distribución de la muerte y en legitimar el derecho de matar del Estado; se constituía, pues como “la condición de aceptabilidad de la matanza” (1992: 90). Pareciera que las narrativas zombis participaran de un proceso de redistribución de lo matable y de la vida humana desechable, normalizando imaginariamente unas nuevas “condiciones de aceptabilidad de la matanza”. Si aceptamos la idea, anteriormente planteada, de que el cuerpo del zombi metaforiza, de un modo implícito, al cuerpo del excluido y, en su abyección, concentra las angustias inmunitarias de la sociedad normalizada frente a la presencia de cuerpos no higienizados ni reglados, la violencia legítima frente al zombi supondría, en cierto sentido, una forma de legitimación narrativa de la violencia —del tipo que sea— contra el excluido. No se trata, desde luego, de que estas películas, novelas y series argumenten la necesidad de matar, segregar o reprimir a mendigos, excluidos económicos o migrantes, pero sí de que generan los mimbres emocionales para responder a una situación de excepción con una violencia extrema hacia los cuerpos conceptualizados como portadores potenciales de amenaza. En su estudio sobre el concepto de “necropolítica”, Achille Mbembe lo explica así:
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Examino las trayectorias a través de las cuales el estado de excepción y la relación de enemistad se han convertido en la base normativa del derecho de matar. En estas situaciones, el poder (que no es necesariamente estatal) hace referencia continua e invoca la excepción, la urgencia y una noción “ficcionalizada” del enemigo. Trabaja para producir esta misma excepción, urgencia y enemigos ficcionalizados (2011: 21).
Una de las secuencias más famosas de la versión cinematográfica de Guerra mundial Z (Foster 2013) —absolutamente opuesta en su sentido ideológico a la novela de Max Brooks que, solo en teoría, le sirve de origen— lleva al extremo esta idea del zombi como ficcionalización del enemigo político. Dado el alcance global del apocalipsis zombi, toda la humanidad ha sucumbido al colapso, con la notable excepción de Israel: acostumbrado al asedio y la amenaza exterior, el pueblo israelí habría depurado tanto sus mecanismos inmunitarios que sería la única comunidad que habría repelido efectivamente la amenaza. Un enorme muro rodeando la ciudad de Jerusalén haría de pared infranqueable frente a las hordas de zombis que se agolpan en su exterior. La película ensaya una conceptualización integradora de la ciudad de Jerusalén, a la que todos los humanos no infectados, independientemente de su religión y cultura, estarían invitados. Pero pronto la ciudad es desbordada por la nueva población y el ruido generado por los refugiados humanos convoca a los zombis del exterior del muro, que en una lógica animal y deshumanizada se suben unos a otros para sortearlo por encima. La humanidad —multiétnica y multirreligiosa—refugiada en el interior de la ciudad, pues, se ve invadida por las hordas de subhumanos para los que el muro no ha sido impedimento suficiente. La película alude así, de forma indirecta pero suficientemente explícita, a las políticas de seguridad y segregación en Oriente Medio y especialmente a las políticas represivas puestas en marcha en el contexto del conflicto palestino-israelí. De hecho, las imágenes de los zombis escalando el muro de Jerusalén recuerdan perfectamente a las de la Barrera Israelí de Cisjordania: la película no solo genera una experiencia narrativa en que esa forma de separación y segregación aparece legitimada emocionalmente, sino que parece argumentar que los muros no son suficientes y harían falta políticas inmunitarias más eficaces para frenar la posible invasión / contagio / amenaza que supondría el pueblo palestino.
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Más allá de las circunstancias concretas, lo relevante es que a través de esa secuencia la película trata de situar al espectador en un compromiso emocional con la lógica inmunitaria en su expresión más despiadada, legitimando narrativamente una política de segregación y separación espacial que sería probablemente rechazada por el mismo espectador en un contexto de normalidad. El estado de excepción narrativo, pues, como agente de un shock en el lector/espectador que hace posible su alineamiento emocional —y no necesariamente consciente— con las nuevas modalidades de la represión inmunitaria y con las nuevas condiciones de aceptabilidad de la violencia. Comunidad y filiación En esas ficciones de colapso global las ideas de comunidad y filiación aparecen como elementos nucleares en las tramas. Anteriormente se ha hecho referencia a esa escena de 28 días después en la que, debido a su infección por el contacto con la sangre de un muerto, Frank pasaba de ser el principal sostén de una precaria comunidad de supervivientes a convertirse en su principal amenaza. Esa transformación dramatiza el potencial destructivo que late en el propio interior de la comunidad, y que amenaza con volverse contra sí misma; pero pone en escena también la importancia de las relaciones de filiación —o más ampliamente, de los lazos familiares— a la hora de reimaginar la comunidad en un momento en que todos los vínculos sociales parecen haberse derrumbado. Hannah, la hija de Frank, que hasta el momento había sostenido su supervivencia emocional en la relación con su padre, se verá obligada a construir vínculos nuevos en el seno de una nueva comunidad que ya no podrá fundarse en los lazos biológicos pero que, de algún modo, funcione como una suerte de “familia sustitutoria”. Se trata de una función narrativa que se repite, aunque con variaciones, en muchos de estos relatos: el apocalipsis zombi no solo colapsa las infraestructuras, los sistemas de energía y las redes de comunicaciones, sino también las estructuras familiares, los vínculos comunitarios y, claro está, los lazos de filiación. Las comunidades que surgen como respuesta al apocalipsis lo hacen desde una lógica postidentitaria: en la mayoría de los casos son multiétnicas, transclasistas e incluso multirreligiosas. Ninguno de los criterios que regían
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las identidades tradicionales pareciera mantenerse en pie, y ni siquiera se les echa de menos. Sin embargo, los lazos familiares son los únicos cuyo quiebre y dislocación es experimentado con angustia por los personajes: son películas y novelas pobladas por niños huérfanos cuyos padres y madres han muerto tratando de salvarlos de la infección y por padres y madres desesperados por reencontrarse con sus hijos, devastados por su pérdida o en búsqueda de padres, madres e hijos sustitutorios. El quiebre y las reformulaciones de la filiación aparece, pues, como metáfora radical del profundo estallido de las categorías culturales que acompañan al colapso global que estas ficciones imaginan. Muchas de ellas parecen preguntarse, ¿cómo construir comunidades más allá de los lazos biológicos?, ¿qué tipo de comunidad podría sustituir, tras un colapso global, a la comunidad basada en la familia nuclear? La trama de Cell, de Stephen King, presenta una negociación continua entre la fidelidad de su protagonista al vínculo emocional con su hijo y la posibilidad de construir otro tipo de lazos y otras formas de comunidad. Viajando a través de unos Estados Unidos devastados por el caos, el protagonista busca desesperadamente a su hijo con el terror de que haya sido convertido en un “telefónico”2: en su trayecto va encontrándose con otros grupos y personas con los que colabora, desarrolla estrategias de supervivencia y lucha y construye vínculos de fraternidad. Así, toda la trama de la novela se sostiene en la tensión entre dos formas diferentes del vínculo social: una basada en la biología —pero no solo en ella, pues la relación filial es de mucha más complejidad— y otra basada en la cooperación y el interés mutuo en un contexto de amenaza global. El final de la novela, en la que el protagonista decide excluirse de cualquier grupo para quedarse a solas con su hijo infectado —con el propósito y la esperanza de curarlo y devolverle su humanidad borrada—, hace pensar en un triunfo narrativo de las formas de filiación tradicionales frente a las comunidades postfamiliares que poblaban la novela. Pero el solo hecho de plantear el conflicto en esos términos ya resulta significativo. The Walking Dead, de nuevo, es especialmente prolija en reflexiones sobre la identidad, la familia, las nuevas formas de comunidad y la naturaleza potencial del vínculo social en condiciones de extrema vulnerabilidad. Su La novela utiliza ese término para referirse a los zombis, dado que el primer contagio masivo se produce en ella por el uso de teléfonos móviles. 2
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protagonista Rick Grimes se consume en una doble tarea: proteger a sus hijos Carl y Judith al mismo tiempo que construye una comunidad postfamiliar —y en cierta medida sustitutoria de la familiar— junto a sus compañeros de supervivencia. En realidad, la ambivalencia de Rick sintomatiza la condición de desarraigo de buena parte de los personajes que pueblan la trama: expulsados por el estallido zombi de su comunidad de origen y de sus núcleos familiares, tratan de reconstruir otros tipos de vínculo, ya no biológicos pero sí afectivos, capaces de fundar un nuevo tipo de comunidad. A través de esas dislocaciones de la filiación, las ficciones zombis escenifican y dramatizan una preocupación latente en las sociedades occidentales contemporáneas: ¿de qué forma se ven afectados los lazos familiares por las diferentes formas de violencia social y económica que atraviesan nuestra sociedad en crisis?, ¿en qué medida somos capaces de imaginar formas nuevas de comunidad en un contexto en el que aquello que sostenía las antiguas ha sido arrasado o se ha tornado obsoleto?, ¿de qué modo reconstruir los vínculos en el interior de una lógica de vida que trabaja para deshacerlos? No es tarea de estos relatos, desde luego, resolver estas cuestiones, pero es altamente significativo que las planteen en el interior de tramas del colapso civilizatorio, en las que se trata de redefinir, como hemos visto, el umbral mismo en el que la vida humana se convierte en desechable y el momento, por tanto, en que lo humano puede dejar de formar parte de la comunidad. Las ficciones zombis apuntan, pues, en sus tramas repletas de sangre y violencia, a algunas de las zonas más sensibles y contradictorias de la experiencia social contemporánea: para explorarlas imaginan un mundo extremo y colmado de amenazas de todo tipo en el que poner a prueba, como en un laboratorio experimental, las diferentes inflexiones posibles de la vida en comunidad. Bibliografía Agamben, Giorgio. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: PreTextos, 1998. Boluk, Stephanie y Lenz, Wylie. “Infection, media, and capitalism: from early modern plagues to postmodern zombies”. The Journal for Early Modern Cultural Studies 10 (2010): 126-147.
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“LA FAMILIA LO ES TODO” EN LA VIOLENCIA DE GÉNERO: TRANSMISIONES GENERACIONALES, FAMILIAS DESGARRADAS Y PARENTESCOS EXTRAÑOS María Martínez1 Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y University of California, Santa Barbara
1. Introducción: retóricas en torno a la violencia de género y sus víctimas En España, en los últimos años, la violencia de género ha ganado terreno, e incluso ocupado centralidad, en las agendas mediáticas, políticas y reivindicativas. Con ello, la víctima de violencia de género se ha convertido en un “personaje” reconocible, una víctima icónica; tiene una presencia institucional intensa y creciente, y ha ganado presencia mediática y social. En este proceso, dos retóricas sobre la violencia de género y sobre sus víctimas se han impuesto hasta formar parte de nuestra cotidianidad. La primera de esas retóricas se focaliza en la violencia de género y desde posiciones discursivas muy diversas —político-institucionales, experto-técnicas, académicas—, esta violencia es caracterizada como enfermedad a través de diversas nominaciones: epidemia (WHO 20132), lacra (Bosch, Ferrer y Alzamora 2006; Beneficiaria de un programa de perfeccionamiento de personal doctor del Gobierno Vasco (2016-2019) y miembro del Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva y del Grupo de Investigación Consolidado del Sistema Universitario Vasco [IT706-13] de la Universidad del País Vasco. 2 En 2013, la Organización Mundial de la Salud (OMS, WHO en sus siglas en inglés) concluye en base a un informe publicado ese mismo año: “A la luz de estos datos, según los que más de una de cada tres mujeres (35,6%) globalmente ha reportado haber vivido violen1
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Casado 2012), incluso materialización del “tumor social” que es la desigualdad entre los géneros3. Siendo la violencia de género una enfermedad, o el síntoma de una enfermedad, de esta habrán de curarse tanto las mujeres que han sido maltratadas como la sociedad en su conjunto4. Junto a esta encontramos una segunda retórica que toma a las víctimas de la violencia de género como su objeto. La víctima de violencia de género es pensada y representada como pasiva, sumisa, silente, vulnerable y carente de agencia (Larrauri 2007; Laurenzo 2008); es una protovíctima (Casado-Neira 2017). Esta retórica casa particularmente bien con una estética en la que la marca en el cuerpo (Peris 2014; Robles 2014) y, especialmente, la sangre son sus elementos centrales. Las campañas de prevención de la violencia de género del Instituto de la Mujer español son ejemplo. En ellas, el cuerpo marcado y la sangre son elementos recurrentes (Casado-Neira 2014); es común mostrar el moratón aumentando de tamaño a medida que la relación se alarga o la nariz sangrante a causa de uno o varios puñetazos5. Incluso en campañas destinadas a cia física o sexual por parte de una pareja, o violencia sexual por alguien con quién no tenía una relación, la evidencia es indisputable-la violencia contra las mujeres es un problema de salud de proporciones epidémicas” (WHO 2013: 35, énfasis añadido). 3 Palabras del que fuera ministro de Trabajo, Jesús Caldera, en el momento de la aprobación de la ley de igualdad en España en 2007: (última consulta 25 de agosto de 2015). 4 Ejemplo de lo primero es la siguiente cita de una entrevista con una mujer víctima de violencia de género: “si yo no me doy cuenta que estoy enferma igual no voy al médico, igual no me tomo el medicamento que me manda, igual me llevas obligada, pero igual no me lo tomo, igual no… ¿me entiendes?, es lo mismo. Tienes que darte cuenta y ver y aceptar, primero darte cuenta y luego aceptarlo, o sea, asimilar que eres víctima para poder curarte” (24-V. Entrevista a mujer víctima, País Vasco, junio de 2013); y de lo segundo, la campaña de un instituto de secundaria de Galicia que creó, con la colaboración de una farmacia local, el medicamento “Aspivida” como “antídoto contra la violencia de género” (, última consulta 25 de agosto de 2015). 5 No es esta una estética propia y única de España en la denuncia de la violencia de género, así, por ejemplo, la campaña desde EE UU de The National Domestic Violence Hotline titulada “Nunca termina” (, última consulta 25 de agosto de 2015). Sin embargo, sí que es propia la representación estética de corte barroco de la víctima en la España contemporánea y, especialmente, de la víctima de violencia de género como sostiene Jaume Peris (2014).
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visibilizar la violencia psicológica —i.e.: campaña “No te saltes las señales. Elige vivir” del mismo Instituto de la Mujer español, 2011—, el cuerpo de la mujer se va marcando con cada insulto en forma de moratón (Peris 2014); es casi un cuerpo inerte y, en cualquier caso, un cuerpo/ser que recibe ese maltrato de manera pasiva. La sangre es, así, central en esta estética de la víctima y acompaña la retórica de la víctima de violencia de género como pasiva, sumisa, vulnerable. Este texto se propone atender a otra retórica de la violencia de género y de sus víctimas en la que la sangre también es central, pero declinada como filiación. Es una retórica quizás menos evidente, más fragmentaria, pero potente y de gran interés para ser analizada por las consecuencias que tiene en la manera de entender la violencia de género y sus víctimas. Argumentaré cómo la familia se erige en el ámbito de producción y reproducción de la violencia de género, así como de transmisión (familiar) del trauma —y, con ello, de la condición de víctima—. No es, sin embargo, la violencia ejercida y transmitida en el seno de la familia la que provoca rupturas y desgarros familiares, sino que es la salida de la situación de violencia a la que se atribuyen esas rupturas. Los relatos de las mujeres víctimas de violencia de género serán fundamentales para, además de comprender esas rupturas y desgarros, atender a los posibles procesos de (re)construcción vital y familiar. Reconstrucciones que no suelen ser con la familia de origen —la constituida en base a una sangre o filiación compartidas—, sino de creación de posibles nuevos “parentescos”, de nuevas familias, en las que el sufrimiento, aunque siendo extremadamente individual, permite generar vínculo con otras que han pasado por lo mismo. Los materiales sobre los que soportan estos argumentos son variados, diversos, variopintos: recortes de noticias periodísticas y extractos de entrevistas en televisión, diálogos de películas comerciales, campañas de instituciones públicas y ONG, informes sobre la violencia de género y guías de prevención, el análisis de la Ley orgánica, de 28 de diciembre, de medidas integrales contra la violencia de género [LOIVG a partir de ahora], entrevistas en profundidad… Estas dos últimos constituyen los materiales propiamente sociológicos, producidos en el marco del proyecto de investigación del que emana este texto: “Mundo(s) de víctimas”6. Las “Mundo(s) de víctimas. Dispositivos y procesos de construcción de la ‘víctima’ en la España contemporánea. Estudio de cuatro casos paradigmáticos” (CSO 2011-22451) es 6
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entrevistas en profundidad, 27 en total, se realizaron tanto con expertas en violencia de género (16 entrevistas), especialmente aquellas que se dedican a la atención directa a mujeres que han sufrido malos tratos (juristas y psicólogas, principalmente), como con mujeres que han sufrido violencia de género por parte de su pareja o ex pareja (11 entrevistas con 19 mujeres)7. 2. “Es la familia”: la transmisión de la violencia de género, del trauma y de la condición de víctima Si no proteges [a tus hijos] del modelo violento que representa el padre, es probable que aprendan a maltratar o a ser víctimas de la violencia en el futuro (Álvarez 2002: 111).
La familia y lo doméstico han constituido el foco de atención de las políticas de violencia de género en España desde los años ochenta; hasta la aprobación de la LOIVG, la violencia contra las mujeres era tratada como violencia familiar y/o violencia doméstica. Las organizaciones feministas incidieron desde la década de 1990 en la necesidad de una legislación específica (Roggeband 2012), pues la violencia familiar y doméstica diluye, argumentaban, la especificidad de la violencia de género. La aprobación de la LOIVG buscó, así, separar las que se consideran violencias diferentes: la violencia de género —la que es resultado de la desigualdad entre un proyecto financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación español dentro del Plan Nacional de I+D+i. Se ha desarrollado entre 2012 y 2015 por parte de un amplio equipo multidisciplinar e internacional (). En el conjunto del proyecto, se realizó un extenso trabajo de campo —104 entrevistas y tres grupos de discusión— con expertos y víctimas de los cuatro casos estudiados: violencias políticas, accidentes de tráfico, violencia de género y bebés robados. Las entrevistas en profundidad sobre violencia de género y su análisis han sido realizados junto con David Casado-Neira y, por tanto, muchas de las ideas desarrolladas en este texto son resultado de ese trabajo, así como de las discusiones con el conjunto del equipo del proyecto. 7 La citas de las entrevistas se han numerado añadiendo una -E cuando la entrevistada es una experta en tratamiento de víctimas o de prevención de la violencia, y una -V para las entrevistas con víctimas.
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los sexos—, de la violencia familiar —la ejercida por un miembro de la familia contra otro (padre/madre contra hijo/a, hijo/a contra padre/madre o abuelo/a, o entre hermanos/as)— y de las violencias domésticas —las que se producen en ese espacio—8. Así, la LOIVG se propone definir una violencia propia —la violencia de género que “se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad” (exposición de motivos)— pero termina limitando esta a la ejercida sobre las mujeres “por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia” (art. 1). A pesar de estos esfuerzos de distinción, esta ley mantiene la violencia de género anclada, aun sin pretenderlo, al ámbito familiar y doméstico (Bodelón 2008; Laurenzo 2005). Múltiples son los ejemplos de ello que nos ofrece la LOIVG: algunos son nominativos pues la ley sigue hablando de “violencia en el ámbito familiar” (art. 7); otros de objeto, dado que las víctimas sobre las que legisla no son sólo las mujeres, sino cualquier “persona especialmente vulnerable que conviva con el autor” (arts. 36-39); igualmente porque “gran parte de la articulación administrativa de la ley se ha hecho depender del ámbito de servicios sociales y se ha vinculado con áreas que atienden necesidades familiares” (Bodelón 2008: 285); pero especialmente porque esta ley afirma que es “en el ámbito familiar o de convivencia donde principalmente se producen las agresiones” (exposición de motivos). Con ello, y aunque la violencia sobre la que trabaje la ley sea principalmente la de género, esta no termina de desligarse de lo familiar y doméstico. Esta tradición del abordaje de la violencia de género se explica por las dificultades del derecho de desarrollar políticas para las mujeres sin vincularlas a lo familiar. Y es que, recordemos, las mujeres no eran consideradas hasta bien recientemente sujetos sino a través de su rol familiar, como esposas y
Así se pronuncia la directora de una organización feminista que desarrolla programas de prevención de la violencia de género: “En el marco de la violencia intrafamiliar, [la violencia de género] es un delito que se produce por motivos diferentes y que tiene consecuencias diferentes de otro tipo de violencias intrafamiliares, entonces por lo tanto requiere una atención penal específica” (directora de una organización de prevención de la violencia de género). 8
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madres (Martínez 2015; Osborne 2012)9. Pero igualmente porque, siendo el objetivo de la LOIVG la lucha contra la desigualdad entre hombres y mujeres como causa de la violencia, se entiende que la familia es el terreno privilegiado de producción y reproducción de esa desigualdad y de las relaciones de género. No es que la desigualdad se produzca y reproduzca solo en el ámbito doméstico/familiar, pero es en este en el que su transmisión se realiza de manera más clara. Tal y como afirma una asociación de víctimas de violencia de género, Ve-la luz, en su página de Facebook: “la familia es el primer agente de socialización. Si en ella se dan formas de violencia, sus miembros que la forman aprenderán e interiorizarán estos comportamientos y los reproducirán”. La violencia de género se produce, así, en el ámbito familiar; no es una violencia entre dos como la ley indica —un hombre contra su pareja o ex pareja—, sino que implica al conjunto de los miembros de la familia, especialmente los hijos. Estamos ante una víctima que no es una10, tampoco es el mismo nivel de impacto el que tiene una violencia que ocurre contra las mujeres en el ámbito familiar, que lo ven los hijos, (…) que una agresión sexual que ocurre entre ti… entre una persona y otra, ¿no?, que no hay ese nivel de impacto nada más que a esa víctima en concreto, pero no al círculo con el que se está relacionando. O sea, la violencia en las relaciones de pareja, no afecta sólo a la mujer sino que también afecta en la inmensa mayoría de los
Explica críticamente Encarna Bodelón que la familia sigue siendo el lugar de constitución de ciudadanía femenina y desde ella se prioriza la intervención contra la violencia de género: “el hecho de que esta ley [LOIVG] el Estado priorice la intervención de las acciones jurídicas en torno a la violencia familiar, más que [la] libertad [de las mujeres] y su derecho a una vida libre de violencia. De esta forma, la familia, ahora ya sin violencia sexista, continúa siendo para el derecho un lugar desde el cual construir la ciudadanía femenina. En mi opinión, estamos ante una opción político legislativa que tiene sus efectos sociales y jurídicos que los/las legisladoras han valorado insuficientemente” (2008: 286). 10 Afirma Gabriel Gatti que en el nuevo espacio de las víctimas: “la víctima ya no es una singularidad, es una red que conecta a los propios sujetos marcados en primera persona por algún sufrimiento con todos los que en círculos que se trazan en distintas dimensiones (víctimas directas e indirectas; de sangre o la sociedad en conjunto; afectados y expertos; afectados por traumas históricos…) tienen alguna relación con ellos en el tejido social” (2017: 39). 9
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casos a los hijos, claramente, y a las hijas (miembro de una organización de lucha contra los malos tratos).
Ubicar la violencia de género en el ámbito familiar abre la puerta a pensar no solo la transmisión intergeneracional del trauma (Sosa 2012), sino de la condición misma de víctima. Que la condición de víctima se transmita de madres a hijos es claro para, por ejemplo, la ONG Save the Children, que en 2011 publica el informe significativamente titulado: En la violencia de género no hay una sola víctima. Atención a los hijos e hijas de mujeres víctimas de violencia de género (Ayllon, Orjuela y Román 2011)11; y también lo es para organizaciones feministas españolas que desde hace años reclaman, y finalmente consiguieron en 2013, que la LOIVG reconozca a los hijos de mujeres que han sufrido violencia de género como víctimas12. Entre las víctimas de violencia de género y sus hijos, las posiciones son más dubitativas, y debaten si la condición de víctima no debiera ser reservada a quién ha sufrido malos tratos directos, las mujeres: – [los hijos] víctimas pueden ser, porque lo mismo que te ha pegado a ti le ha podido pegar a tus hijos. – Pero si no les ha pegado a ellos, no son víctimas, ¿o sí? – Sí son víctimas, sí. – Son víctimas porque ven. Las mías veían muchas cosas. (…) Yo me ponía en medio para que no las pegase, o sea, que ellas también son víctimas (entrevista grupal con cinco mujeres víctimas, País Vasco, junio de 2013). – Como hijos, ¿os veis también de alguna manera como víctimas? – No, porque en ningún momento a nosotros se nos maltrató ni se nos pegó ni se nos insultó ni nada. Yo pienso que nosotros fuimos un poco como las piezas del juego, pero en ningún momento me considero una víctima. Yo sé que aquí la víctima fue mi madre, y bueno, si a mí en algún momento me hubiera levantado la mano pues sí, también sería víctima (entrevista con hija de víctima, Galicia, noviembre de 2013). Junto al informe desarrollaron una campaña vídeo con el mismo título consultable en: (última consulta 25 de agosto de 2015). 12 La noticia de la aprobación de esa incorporación puede ser consultada en el diario El País: (última consulta 26 de agosto de 2015). 11
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Pero se trata en este caso, y sobre todo, de la transmisión de la violencia de género como efecto de la reproducción de la causa: la desigualdad entre mujeres y hombres. La familia es el lugar de socialización de esa desigualdad, de los roles de género. Con ello, lo que se produce es una transmisión, de generación en generación, de modelos desiguales de relación entre los sexos y de reproducción de los roles de género, lo que abre la posibilidad del ejercicio de la violencia y, con ello, de reproducción de la condición de víctima, por supuesto, pero también de la de victimario: Y ya no solamente ella es una víctima, sino que si ella no toma medidas sus hijos van a ser unas víctimas ahora y unos agresores en el futuro (entrevista con presidenta de asociación de apoyo jurídico a víctimas).
Esa doble transmisión —de la desigualdad/violencia y de la condición de víctima/victimario— se produce de manera escalar entre generaciones: de padres/madres a hijos/hijas. Es este un discurso sostenido por círculos académicos y expertos —“donde encontramos mayor coincidencia entre los estudios expertos es en afirmar que la conducta violenta contra las mujeres procede de patrones conductuales que se transmiten de una generación a otra” (Posada 2008: 65)—, y del que también hacen uso las víctimas de violencia de género. Así, durante una entrevista en televisión, Ana Bella, presidenta de una fundación para mujeres maltratadas que porta su nombre, afirma: “Nosotras [las mujeres que hemos sufrido violencia de género] podemos ser parte de la solución cortando esa ‘cadena generacional’ de la violencia dentro de nuestros hogares”13. Es esta una transmisión, una cadena, que, como sugería la cita que abría este epígrafe, tiene y (re)produce género14: de padres que maltratan a hijos futuros maltratadores, de madres maltratadas a hijas víctimas en Véase: , minuto 55 (última consulta 26 de agosto de 2015). 14 No habría, en este esquema, ninguna posibilidad de subversión en su propia repetición (Butler 2007). Significativo es, igualmente, que la (re)producción del género se sostiene aquí sobre un mandato claro de “heterosexualidad obligatoria” (Rich 1980) también presente en la violencia de género sobre la que legisla la LOIVG: todos los hijos varones son potenciales maltratadores de sus mujeres heterosexuales y todas las hijas, potenciales víctimas de sus parejas-varones también heterosexuales. 13
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potencia. La salida de la situación de violencia (a través de la denuncia y/o la separación) no termina por “romper la cadena generacional”, por acabar con la imparable transmisión; la causa ya ha impregnado la siguiente generación. 3. Rupturas y desgarros familiares en la violencia de género “–Human destroy each other. –Apes fight too. –But we are a family” (Dawn of the Planet of the Apes, 2014, min. 11:50).
Afirma Judith Butler: “para Hegel, el parentesco es precisamente una relación de ‘sangre’ más que de normas; o sea, el parentesco todavía no ha penetrado en lo social, ya que lo social se inicia a través de un violento reemplazamiento [sic] del parentesco” (2001: 18). La familia como institución del parentesco no es, según esta lectura, una institución como otra cualquiera; tiene características singulares. Una de ellas es la que afirma que la familia es un “ente unitario” (Durán 2005), un remanso de paz, un espacio de felicidad, libre de conflicto y violencia. De ahí que sea un tropo común la idea de la comunidad, incluso la nación, como familia. Desde una lectura funcionalista de la sociedad, el derecho había de proteger la familia —su unidad y su paz— para asegurar con ello la unidad de la comunidad política amplia. El derecho ha sido resistente a penetrar en la institución familiar por sus particularidades y cuando lo ha hecho, no puede más que reproducir la tarea de mantener la paz familiar. Incluso cuando se propone abordar una violencia específica, la ejercida contra las mujeres, el derecho sigue “anclado en la ‘paz familiar’ como objeto de tutela, ignorando en buena medida las connotaciones de género que explican la violencia padecida por las mujeres a manos de sus parejas” (Laurenzo 2005: 6)15. La “paz familiar” es axiomática; y, sin embargo, la familia, el hogar, la pareja no están libres de conflicto y de violencia. Para las mujeres maltratadas Agradezco a Ramón Sáez, magistrado y miembro del proyecto “Mundo(s) de víctimas”, el intercambio sobre esta cuestión, fundamental para el desarrollo de este argumento. La redacción es mía y, por tanto, cualquier error solo puede ser atribuido a mi persona. 15
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que fueron entrevistadas y siguiendo a Cecilia Sosa: “el parentesco biológico puede ser concebido aquí como un tipo de ‘arresto domiciliario’ que la[s] deja indefensas y expuesta[s] a la violencia” (2012: 227): lo que más se te queda en el fondo no es “la paliza que me ha metido”, (…), sino que es la presión del día a día, de que no te sientes persona, de que ahora te dicen: no, aquí no puedes estar, tienes que estar allí, aquí no puedes estar, es como una persecución, es como si estuvieras encerrada, no sé, en Auschwitz, y te sientes prisionera (entrevista con mujer víctima, País Vasco, julio de 2013).
La violencia es tal que la familia, al menos la llamada nuclear, deviene un espacio en el que se deja de existir o que se existe únicamente a través de la inexistencia (Butler 2007). El siguiente extracto de una entrevista grupal refleja con nitidez esta idea: – ¿Cómo es la vida de una mujer cuando está siendo maltratada?, bueno, no tiene ni vida, no es vida, no hay vida, es vivir en muerte, o sea, en vida, no hay vida, es que no hay. (…). No hay vida. No te da tiempo ni a sentir si te gusta esto, si te gusta lo otro, es que no hay vida, no hay vida, esto es muy sencillo. – Yo tenía dos, una en mi trabajo, (…) y luego llegaba con el coche a casa y ya cambiaba el chip completamente, era bipolar totalmente… (…) Es que no te dejan ser. Pero te quiero decir que yo [en el trabajo] me liberaba, yo ahí era yo.– (…) Tú sabes que entras a un sitio y desarrollas una actividad y eres una persona, luego llegas a casa… – Llegas a casa y dices: estará de buen humor, estará de mal humor, voy a hacer esto a ver si le sentará bien, si le sentará mal, o sea, siempre pensando en el otro, tú ya te anulas directamente, entras por la puerta de casa y te anulas, o te metes en las rutinas de cuidar hijos, de fregar, de… para no estar dándole vueltas continuamente (entrevista grupal con cinco mujeres víctimas, País Vasco, junio de 2013; énfasis añadido).
La familia es el espacio del que escapar; escapar para empezar a existir. La familia extensa tampoco se convierte en un lugar de recogimiento, de búsqueda de apoyo, pues la violencia de género es una violencia sufrida normalmente en solitario (las redes familiares y de amistad no suelen y/o tardan en saber de los maltratos). Pero no lo es tampoco porque muchas
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mujeres maltratadas van siendo alejadas y aisladas de sus relaciones familiares y de amistad que sería, tal y como alertan expertas y guías de detección de la condición de víctima, una de las estrategias del maltratador (García Selgas y Casado 2010). Ilustrativo es la afirmación de una guía pionera para mujeres maltratadas en España: “ERES UNA MUJER MALTRATADA. Si te impide ver a tu familia o tener contacto con tus amigos, vecinos...” (Álvarez 2002: 13). Indicar el alejamiento y aislamiento de la familia es, de hecho, común en los relatos de las mujeres entrevistadas: Yo no podía ir a ver a mis padres ni a mi familia, a lo mejor íbamos al principio, dormíamos allí, después ya era una vez cada mes o cada dos meses fugaces, salíamos de casa una y media, comíamos a las tres y a las cuatro y media estábamos de vuelta (entrevista grupal con seis mujeres víctimas, Galicia, julio de 2013).
Este alejamiento hace difícil acudir a esas redes familiares y de relaciones para buscar ayuda o apoyo durante la situación de violencia o cuando se busca salir de ella, pudiendo incluso producir fracturas casi permanentes o de larga duración con la familia extensa: No, yo no tuve apoyo de mi familia, de hecho mi familia… llevo un año sin ver a mis hijos porque mi madre no me los deja ver (…). Después recibí amenazas por parte de la familia de él, y estaba cagada de miedo, y después que no me ayudaron en nada, en nada el entorno (entrevista con mujer víctima, Galicia, julio de 2013). Yo he estado catorce años sin hablarme con mi padre y mis hermanos (entrevista grupal con cinco mujeres víctimas, País Vasco, junio de 2013).
Si el aislamiento y alejamiento de la familia extensa y amistades explican las rupturas de esos vínculos, ¿a qué atribuir las rupturas y desgarros de la familia nuclear? No es, como se pueda suponer, a la violencia sufrida, o no principalmente, sino que la ruptura familiar se atribuye a la revelación de la violencia. Como en la lectura de Antígona de Butler (2001), lo que produce los desgarros y rupturas familiares no es el acto primigenio —en aquel caso enterrar a su hermano, Polinices, contra la prohibición de Creonte, su tío y rey; en este la violencia de género sufrida—, sino que es la ruptura se produce por la revelación de ese acto, de esa violencia —en Antígona, la no nega-
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ción de haber enterrado a su hermano a pesar de la prohibición; entre estas mujeres, la denuncia, la separación de la pareja o el abandono del hogar—. Y es que la revelación de la violencia, además de acabar con el mandato de conservación de la “paz familiar” que aún prima, supone claramente “una transgresión de las normas del parentesco y de las normas del género” (Burgos 2009: 68) a la vez que muestra su contingencia (Butler 2001). 4. “Comunidades de dolor”: nuevas familias, parentescos extraños Their bond was constituted despite blood, or better, coming up against blood. Their case points towards new attachments built from conflict, disorientation and loss (Sosa 2012: 230; énfasis añadido).
Rotos los vínculos familiares, desgarrada la familia por la revelación de la violencia, ¿cómo y con quién reconstruir sentido, identidad y existencia propia? Construir una nueva familia, establecer otra relación de pareja, es siempre una posibilidad y ocurre, aunque no es sencillo: yo no quería meterme en parejas, yo conocía a algún chico de ir a tomar algo, darnos unos besos, pero yo no quería nada más, necesitas el cariño de un hombre pero un ratito, vamos a bailar y ya está, nada más, nos tomamos un café, charlamos, yo me quedaba contenta (entrevista con mujer víctima, País Vasco, julio de 2013).
Retomar los vínculos pasados, aun deseándolo, es complejo, pues la familia extensa y las redes de amistad se han visto afectadas: ha cambiado mucho mi círculo de antes (…) yo perdí las amistades que tenía cuando mi pareja (entrevista con mujer víctima, País Vasco, julio de 2013).
Las dificultades son evidentes para reconectar con aquellos de los que fueron alejadas, aisladas, que no llegan a comprender ni por qué no salió antes de esa situación ni, sobre todo, los matices del sufrimiento: amigas mías de toda la vida, que yo no sé cómo me siento para ir a tomar café con ellas, yo creo que lo hago porque ya me da lo mismo, ya no me importa lo
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que digan, pero yo he llegado a oír por parte de otra persona decir: “no creo que lo que él le haya hecho haya sido tan fuerte”. Eso a mí me dolió. Entonces yo un día me acerqué a ella y le dije: “no sabes lo que él me ha hecho para estar en la cárcel, y como no lo sabes por qué no te callas” (…) Yo no te voy a decir que él tiene la culpa, o sea, no te voy a decir: mira, él es así, no. Yo creo en mi historia y creo en mi vida, lo que yo he vivido, y como la única persona que tiene que creer realmente lo que le ha pasado soy yo, lo que tú pienses no me importa (entrevista con mujer víctima, País Vasco, junio de 2013).
Más fácil es relacionarse con quienes han pasado por lo mismo. Algunos espacios y dispositivos institucionales para la atención a víctimas devienen lugares donde encontrarse con otras mujeres que han sufrido malos tratos, compartir experiencias que hasta ahora se creían únicas y trenzar relaciones y amistades con quiénes han vivido la misma situación: La casa de acogida, la verdad fue una experiencia muy bonita, comunicarse así con gente que está pasando o pasó por lo mismo, a mí me gustó, la verdad, (…) de hecho hay veces que las seguimos visitando, y la verdad muy bien (entrevista con hija de víctima, Galicia, noviembre de 2013). Al principio iba a una [terapia] individual (…). Luego ya me pasaron a hacer terapia de grupo, ahí fui conociendo chicas, ya fue como un círculo como de amistades, entre comillas, o de personas que se ven en la misma situación, no te ves sola, que está igual mal decirlo, ¿no?, pero ves que hay otra gente que también lo sufre (entrevista con mujer víctima, País Vasco, julio de 2013).
Haber vivido la misma situación, compartir un dolor parejo, participar de un sufrimiento que, aunque individual, tiene sus denominadores comunes termina por conformar nuevas comunidades, “comunidades de dolor” (Das 2008). La formalidad o informalidad de esas “comunidades de dolor” varía, y solo muy recientemente, mujeres que han sido maltratadas por sus parejas constituyen en España asociaciones. Su función es, en algunos casos, reivindicativa (i.e. Ve-la luz), recuperando repertorios de acción comunes a movimientos sociales y feministas con los que demandar la modificación radical de las políticas contra la violencia de género, reclamar más servicios de atención a las víctimas. Pero en la mayoría no se busca solo conformar y actuar como “un sujeto colectivo cualquiera” (Lefranc y Mathieu 2009),
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sino que lo que prima es la constitución de redes de sororidad/solidaridad/ socialidad: [las compañeras de la asociación son] alguien que te quiere de verdad sin ningún tipo de perjuicio, que nunca me va a juzgar por lo que yo hago o deje de hacer, y pongo la mano en el fuego de que siempre van a estar ahí, porque ellas han vivido unas circunstancias diferentes, pero en lo mismo, sabemos lo que es que te humillen, el que te desprecien, eso no lo queremos para nosotras. Entonces, yo nunca voy a menospreciar a una de ellas, y si yo la veo triste, voy a mover el cielo entero para hacerla reír, porque no quieres que esa persona vuelva otra vez a estar triste. Entonces es algo muy bonito. Muy bonito y muy satisfactorio… (entrevista con mujer víctima, País Vasco, junio de 2013).
Tan fuerte es ese vínculo creado con las compañeras de la asociación que estas no son simple amigas, son hermanas dirán16: tengo gente que me apoya, que es la gente de la asociación, para mí ahora mismo es mi familia la gente de la asociación, que no tengo otro tipo de apego con nadie. Mis amigos me apoyan, yo estoy apoyada por… no por mi familia sino por gente de fuera, estoy muy apoyada (entrevista con mujer víctima, Galicia, julio de 2013; énfasis añadido). Para mí, [la asociación] es mi segunda familia, o sea, somos todas mujeres maltratadas, hemos pasado todas por esa situación, unas más, otras menos, y para mí somos hermanas. O sea, no es que sean mis amigas, es que son mis hermanas (entrevista con Esperanza Macarena García, Fundación Ana Bella, Programa TV17; énfasis añadido).
Se recurre al parentesco para mostrar la fortaleza de ese vínculo que no se sostiene en la sangre, sino incluso ha emergido “contra la sangre” (Sosa 2012: El 16 de agosto de 2015, una noticia del periódico El Mundo decía en su título: “La hermandad de las madres de los niños asesinados”, relatando la historia de dos mujeres cuyos hijos fueron asesinados por sus ex parejas —uno de los casos fue altamente mediatizado—. El compartir el sufrimiento hace, dirá una de ellas que “me sienta hermanada con ella de por vida” (, última consulta 29 de agosto de 2015). 17 , min. 24:08, (última consulta 29 de agosto de 2015). 16
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230). Coincido así con Cecilia Sosa cuando afirma que “la experiencia de pérdida [de sufrimiento y dolor, añado] ha logrado crear un nuevo sentido del parentesco que va más allá del marcado por la línea de sangre” (2012: 222). En este nuevo parentesco, la sangre ya no es el criterio de inclusión/ exclusión, sino que lo es la experiencia del dolor y el sufrimiento. Y es un tipo de parentesco ciertamente raro, extraño, un “vínculo queer” (Sosa 2012: 228), incluso subversivo (Butler 2007), pues ni se apoya en la sangre ni responde al mandato de sexo-género-sexualidad sobre el que se ha asentado hasta ahora el parentesco, la filiación y la familia (Butler 2006; Rich 1980). Bibliografía Álvarez, Ángeles. Guía para mujeres maltratadas. Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, , 2002. Ayllon, Elena, Liliana Orjuela y Yolanda Román. “En la violencia de género no hay una sola víctima. Atención a los hijos e hijas de mujeres víctimas de violencia de género”. Save the Children, , 2011. Bodelón, Encarna. “La violencia contra las mujeres y el derecho no-androcéntrico: perdidas en la traducción jurídica del feminismo”. En: Patricia Laurenzo, Mª Luisa Maqueda y Ana Rubio (eds.), Género, violencia y derecho. Valencia: Tirant lo Blanch, 2008, pp. 275-299. Bosch, Esperanza, Victoria A. Ferrer y Aina Alzamora. El laberinto patriarcal: reflexiones teórico-prácticas sobre la violencia contra las mujeres. Barcelona: Anthropos, 2006. Burgos, Elvira. “Parentesco aberrante”. Cuadernos del Ateneo, nº 26 (2009): 67-74. Butler, Judith. El grito de Antígona. Barcelona: El Roure Editorial, 2001. — “¿El parentesco es siempre heterosexual de antemano?”. Deshacer el género. Barcelona: Paidós, 2006, pp. 149-187. — El género en disputa. Barcelona, Paidós, 2007. Casado Aparicio, Elena. “Tramas de la violencia de género: sustantivación, metonimias, sinécdoques y preposiciones”. Papeles del CEIC, vol. 2012/2, nº 85 (2012): 1-28.
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SUSTANCIA DE PARENTESCO Y CREACIÓN DE FILIACIÓN EN LAS MATERNIDADES LESBIANAS Elixabete Imaz Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Fue en la última década del siglo xx cuando las maternidades lesbianas y las familias homoparentales junto a otras formas de formación familiar fuera del marco nuclear heterosexual comenzaron a reivindicarse como legítimas y adecuadas para la crianza infantil. Comienzan también en ese periodo vigorosas iniciativas, tanto en Europa como en algunos países americanos, que exigen reformas legislativas que posibiliten regularizar sus relaciones familiares y ratifiquen estos vínculos de filiación y de conyugalidad como legalmente reconocidos. Paralelamente, el importante desarrollo de las técnicas reproductivas abre un abanico de posibilidades antes impensables en cuanto a la formación familiar: fertilización artificial y fecundación in vitro, donaciones de óvulos y de semen, embarazos subrogados, manipulación y criogenización de gametos… A su vez, cada uno de estos avances habilita nuevas aplicaciones y posibilidades antes insospechadas que requieren de regularización. Con cada una de ellas se debilita también ese estrecho nexo establecido entre coito heterosexual, matrimonio y filiación. De forma directa o indirecta, todas estas transformaciones ponen en entredicho la conexión entre filiación y sangre, a la vez que evidencian la polisemia imprecisa de lo sanguíneo. En las aproximaciones a las homoparentalidades hay dos preguntas recurrentes que en este texto nos sirven de punto de partida. En primer lugar, ¿las familias homoparentales constituyen realmente un modelo alternativo respecto a la concepción del parentesco o por el contrario son formas familiares que responden a valores tradicionales que, apoyándose en las tecnologías reproductivas y en las transformaciones jurídicas, intentarían acercarse a esos
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modelos normativos de familia? Y una segunda cuestión es, con la emergencia de estas nuevas familias, ¿qué lugar ocuparía lo biológico en esta redefinición del parentesco? Es decir, ¿en qué lugar quedarían las bases ideológicas del parentesco de Occidente?, ¿su importancia se reduce, se intensifica o se redefine? A través de estas preguntas, en este texto tomo las maternidades lesbianas como un caso paradigmático de las denominadas nuevas parentalidades. Retomando la investigación sobre maternidades lesbianas en el País Vasco que vengo desarrollando desde 20031, en la reflexión interdisciplinar sobre sangre y filiación que propone esta publicación quiero poner en evidencia la inespecificidad del término sangre y la compleja forma en que este concepto se intrinca con la idea de filiación. Para ello, voy a realizar el siguiente recorrido: por una parte expondré algunas de las características propias de las maternidades lesbianas como caso etnográfico y las situaré en el caso específico de España, en la medida en que la legislación y acceso a tecnologías reproductivas están dibujando perfiles propios y localizados de estas maternidades para, a continuación, retomar los elementos específicos de los vínculos de filiación que se establecen en estas formaciones familiares y contemplarlos desde la perspectiva comparativa otorgada por la antropología. La pregunta final es, en definitiva, a qué nos referimos cuando hablamos de sangre respecto a la filiación y cómo estamos caracterizando (qué características estamos atribuyendo a) esta sustancia cuando la usamos en el contexto del parentesco. La igualación de las madres en las familias lesboparentales Cuando aludo a maternidades lesbianas estoy hablando de maternidades que se realizan en el contexto de un proyecto de pareja afectivo-sexual de dos mujeres, es decir, aquellos casos en que una pareja de mujeres deciden ser En esta investigación, desarrollada en diferentes fases, se ha hecho un extenso trabajo de campo en el que se han realizado entrevistas a mujeres y parejas de mujeres que proyectan ser madres o lo han logrado, seguimiento de blogs, asociaciones y otras redes sociales así como la presencia del tema en la hemeroteca. Un recorrido detallado de esa trayectoria se hace en Imaz (2015). También se publicaron resultados de esta investigación en Imaz 2003, 2016 y 2017. En el presente trabajo retomo esta investigación, aportando los resultados de la misma como apoyo de la argumentación. 1
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madres de una niña o niño de forma conjunta y en que comparten esa decisión desde el inicio del proyecto de maternidad. Siendo así, quedarían fuera de esta definición aquellos casos en los que una de las mujeres incorpora un hijo o hija a una nueva formación familiar, en los que, en consecuencia, el origen de la maternidad no sería una decisión de pareja. Así definida, el acceso a la maternidad podría darse tanto por adopción como por gestación, y en este texto, vamos a limitarnos a este segundo caso, es decir, las parejas de mujeres que se convierten en madres por medio de gestación e inseminación de donante anónimo, que en el caso de España supone la opción de más de tres de cada cuatro maternidades de parejas de mujeres. La pertinencia de tratar el caso de las maternidades lesbianas deriva precisamente de que una de las características atribuidas a estas formaciones familiares es su insistencia en que el vínculo biogenético no es importante. Así las protagonistas, de forma muy generalizada, afirman y reivindican que las dos mujeres son y se sienten igualmente madres, independientemente de que el hijo o hija tenga vínculos biológicos con solo una de ellas o de que, en función de la regularización legal del país, el reconocimiento jurídico como madre sea individual y no de la pareja. La decisión de quién llevará adelante el embarazo suele ser un elemento consensuado y responde la mayoría de las veces a factores como la edad y el estado de salud o también al mayor anhelo de vivir la experiencia del embarazo. En algunos casos se puede contemplar un embarazo futuro que lleve adelante la otra mujer, es decir, que los embarazos se alternarían. Pero independientemente del papel que respecto a la gestación asuma cada una, las dos mujeres compartirían, en la misma medida y en igual modo, el rol maternal, el cuidado cotidiano y los vínculos afectivos con los hijos y las hijas (Donoso 2012). Esta exaltación y, a la vez, reclamo de igualdad frente a la maternidad se ha destacado como una “seña de identidad” de las maternidades lesbianas, lo que convertiría a estas familias en el caso por antonomasia de las denominadas “familias de elección”, en las que el vínculo biogenético como elemento fundante de la relación de parentesco se vería desplazado por el deseo y la elección de ser familia: de esta forma, lo biogenético no sería más la sustancia que ratifica el parentesco, sino que este argumento se vería sustituido por nociones como la voluntad de serlo como el criterio para ser consideradas familia y el amor como la sustancia que vehicularía ese vínculo (Weston 2003). Las protagonistas de las familias lesboparentales han sabido
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reivindicar que los obstáculos con los que este tipo de familia se encuentra no están relacionados con la identidad (pues ambas mujeres se sienten igualmente madres respecto a los hijos y estos las perciben a ambas como progenitoras, aun en el caso en que solo una de ellas aportase el óvulo y llevara adelante la gestación) sino que son de tipo pragmático (no poder desarrollar en la vida cotidiana las actividades ni potestades otorgadas a una progenitora en la medida en que no existe un apoyo jurídico ni existen vías de acceso a la patria potestad de las criaturas). En definitiva, el problema no era (ni es) la falta de vínculo biológico, sino los obstáculos que encuentran, así como la falta de vías para el reconocimiento de esas madres que, aunque no biológicas, sí lo son sociales. Sin embargo, el hecho de que solo una de las mujeres mantenga vínculo biogenético con el niño o niña no parece despertar conflicto dentro de la pareja. Como bien señala Ricard (2001), se trata de redefinir a la madre exclusivamente social no como no-biológica, sino como madre no-jurídica, remarcando que lo que debilita la posición de estas mujeres como madres se sitúa en el plano legal y no en el biológico, y en esta dirección han ido la mayoría de las reclamaciones de colectivos homoparentales en relación a las maternidades lesbianas. La procreación aquí, además de formación de un nuevo ser humano, torna también en el proceso de conversión de ambas mujeres en “madres” tanto desde el punto de vista simbólico e identitario como desde el punto de vista legal allí donde esto es posible. Los elementos como sangre, semen, óvulos, gen o útero pierden protagonismo, dando paso a una concepción de la parentalidad que se articula en torno a la idea del amor compartido. Igualmente, el proceso procreativo mismo se hace imposible de desligar de la conyugalidad, en dos direcciones: por una parte, porque el proyecto es gestado desde la pareja y como proyecto conjunto se percibe; por otra parte, porque al menos, en el caso del Estado español, la madre social solo puede llegar a ser madre reconocida en cuanto que cónyuge de la madre que da a luz. Contexto legislativo, técnicas reproductivas y acceso a la maternidad Como se decía más arriba, las maternidades lesbianas, si bien con rasgos generalizables y repetidos en diferentes lugares, solo se pueden entender en el contexto político, social y sobre todo jurídico en el que se producen, lo
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que conlleva que necesariamente nuestras referencias estén siempre localizadas y circunscritas a estados nacionales y al marco normativo en el que se desenvuelven. En el caso del Estado español las maternidades lesbianas se encuentran amparadas por un contexto jurídico que reconoce, en determinadas circunstancias, a ambas mujeres como progenitoras y establece vías de acceso a la maternidad que se caracterizan por dos elementos fundamentales: por una parte, se dispone de la posibilidad legal de contraer matrimonio y este da acceso a la adopción o la coadopción de los hijos de la cónyuge, estableciendo a ambas como progenitoras. En segundo lugar, es legal la utilización de la inseminación artificial con donante anónimo independientemente del estado civil de la usuaria, y se permite el acceso a otras técnicas de procreación novedosas como la denominada ROPA (Recepción de Óvulos de la Pareja), que sin ser explícitamente legal no es, al menos, ilegal. Es de destacar que en algunos casos la sanidad pública asiste gratuitamente a las parejas en algunos de estos tratamientos. En todo caso, todo ello abre un abanico amplio y variado de posibilidades de acceso a la maternidad para las parejas de mujeres, aunque no todas las opciones son igualmente asequibles ni resultan igualmente adecuadas y/o aceptables para las protagonistas. La primera ley española sobre tecnologías reproductivas se redactó en 1988 y ya en aquel momento establecía como posibles beneficiarias de la fertilización asistida a las mujeres en general, sin la condición, tal y como ocurre en otros países, de que se trate de una mujer casada o en pareja heterosexual y sin imponer el requisito de infertilidad para poder tener acceso. De ese modo, toda mujer mayor de edad, debidamente informada y que goce de las condiciones de salud adecuadas, puede desde finales de la década de los ochenta recurrir legalmente a este tipo de técnicas. Esta misma ley establece la posibilidad de donación de gametos, tanto de espermatozoides como de óvulos, a condición de que sea anónima, gestionada a través de una clínica reproductiva y no comercial. La única excepción al anonimato de la donación es la del cónyuge de la mujer que se somete a la fertilización y, en este caso, —al contrario que en la donación anónima— conlleva que el donante sea considerado desde el punto de vista jurídico progenitor de las criaturas que nazcan como consecuencia de ese tratamiento. Dadas las condiciones legales y el desarrollo de las clínicas de reproducción asistida en España, en el caso de una pareja de mujeres que desee ser madre la opción más utilizada es la inseminación artificial por donante anó-
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nimo. Hay que tener en cuenta que al tratarse, en principio, de mujeres fértiles, las posibilidades de éxito de las técnicas de inseminación son altas y además, en el caso de matrimonios de mujeres, el tratamiento puede en ocasiones realizarse en clínicas del sistema de salud público, siendo totalmente gratuito para las usuarias. Acudir a la inseminación artificial no obliga a someterse a todo el tedioso y complicado proceso de valoración de la idoneidad de la candidata (o candidatas), que es requisito ineludible en la adopción. La inseminación se convierte así en la opción más factible, más económica, más rápida y con más posibilidades de éxito. Elude además la negociación y la incertidumbre que una inseminación con donante conocido plantea para un futuro en el que este podría reclamar sus derechos como progenitor. Por otra parte, la popularmente denominada ley de matrimonio homosexual, de 2005, se basó en el principio de que el matrimonio homosexual debía ser “igual” al matrimonio heterosexual en todos los aspectos y dimensiones, incluidos los derechos de filiación. Posteriormente, varias modificaciones legislativas fueron necesarias para adaptar la normativa a la nueva definición de la institución matrimonial. Es importante insistir en que el argumento de estas modificaciones fue el de la equivalencia entre matrimonios heterosexual y homosexual. Es por ello que, en lo que concierne a las maternidades lesbianas, si el matrimonio homosexual es “igual” que el matrimonio heterosexual procede que debamos aplicar la “presunción matrimonial”2 y por ello se habilitaron procedimientos para que los nacidos fueran hijos propios de la cónyuge desde el momento del nacimiento sin tener que iniciar un proceso de coadopción3. Igualmente, si la ley establece que la única
Es decir, principio que da por hecho que las hijas y los hijos habidos en un matrimonio son de hecho hijos de ambos cónyuges. 3 Desde 2007, a través de una enmienda en la “Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas”, es posible que, en los casos de uso de tecnologías reproductivas, la cónyuge puede declarar que acepta la filiación del bebé que vaya a nacer de su esposa. El texto dice así: “Cuando la mujer estuviere casada, y no separada legalmente o de hecho, con otra mujer, esta última podrá manifestar ante el Encargado del Registro Civil del domicilio conyugal, que consiente en que cuando nazca el hijo de su cónyuge, se determine a su favor la filiación respecto del nacido” (BOE nº 65 del viernes 16 de marzo de 2007). Es así que, en adelante, esta declaración de consentimiento realizada durante el embarazo establece la filiación desde el momento en que se produzca el nacimiento. 2
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excepción en la donación de gametos es la del cónyuge, debe ser eso mismo aplicado en relación a la donación de óvulos a la esposa. Todas estas circunstancias legales han convertido a España en uno de los países más progresistas en relación a la formación de familias homoparentales (especialmente femeninas). En pocos años, no solo la maternidad lesbiana ha conseguido reconocimiento y seguridad jurídica, sino que, además, las vías de acceso a la maternidad de las parejas de mujeres se han ampliado y diversificado. De esta forma, aunque el embate jurídico sigue abierto, y la legitimidad social tiene algunas etapas que cubrir, es cierto que las posibilidades de estas mujeres se han abierto de forma hasta hace poco impensable. La sangre y las representaciones del parentesco El debate sobre en qué consiste el parentesco es un debate largo en antropología y sigue abierto. En lo que atañe a este texto es importante destacar que no siempre el parentesco se establece con los mismos criterios ni se representa a través de los mismos símbolos. Pero podemos decir que es constante que una sustancia compartida (o de la que se participa) represente la relación de parentesco. En la concepción del parentesco occidental la sangre es esa sustancia. Sangre y filiación están así íntimamente vinculadas, la sangre es lo que fluye en la línea genealógica; los hijos son respecto a sus padres “sangre de su sangre”, los padres se la transmiten a sus hijos, a la vez que ellos la recibieron de los suyos. Aunque es una obviedad conviene recordar que esta alusión a la sangre es una metáfora y que nadie, propiamente hablando, comparte la sangre de nadie, ni recibe sangre de nadie. Incluso en el vínculo íntimo del feto y la gestante las sangres no se transmiten ni se mezclan, es el feto quien genera la propia a través de la placenta. En sentido estricto, únicamente en la transfusión sanguínea podemos afirmar que la sangre se trasmite, acto que, curiosamente, no produce vínculo de parentesco. En esto, la sociedad europea occidental no es especialmente ocurrente, dado que las metáforas corporales, en especial aquellas que apelan a las sustancias líquidas del cuerpo, se han caracterizado como las más propicias para representar el vínculo de filiación y son ampliamente utilizadas en la defi-
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nición del parentesco de las diferentes concepciones culturales. No son sin embargo la única posibilidad: la tierra a la que se pertenece, que se habita y que se transmite a través de las generaciones tiene ese mismo valor. Ocurre lo mismo con la reencarnación cíclica o la participación en un espíritu clánico. Así pues, cuando hablamos de parentesco no necesariamente hablamos de un elemento corporal, pues la sustancia del parentesco es variada en la naturaleza de su materialidad (Bestard 1998). Pero tampoco es necesariamente una sustancia material, tal y como ocurre en las sociedades contemporáneas, en las que el amor es reivindicado como base de toda relación parental y se perfila cada vez más vigorosamente como generador de parentesco (Weston 2003: 150 y ss.). En todo caso, la sangre junto con el semen, con su carácter fluido y su apariencia, parecen adecuarse especialmente a constituirse en representación de la filiación. De igual forma que el semen, de origen viril y con su similitud con el color de la osamenta —materia prima que da solidez y forma al cuerpo— parece ser una metáfora repetida en numerosas sociedades especialmente de filiación patrilineal, la sangre que forma la carne, que el cuerpo retiene, que está presente en el nacimiento y cuya pérdida implica la muerte, también se acomoda bien a la representación del vínculo filial. Sin embargo, creo interesante recalcar que siempre que se usa el término sangre no estamos hablando de lo mismo. En la concepción europea tradicional la sangre es algo que se posee y se transmite, en su origen remite a una sociedad estratificada y sin posibilidades de movilidad social organizada en torno a nociones como la pureza o limpieza de sangre. Si bien esta organización social en torno a la sangre es algo perteneciente al pasado histórico, en las narrativas del parentesco de las sociedades occidentales el parentesco sigue siendo algo vinculado a la sangre concebida como algo que se hereda y se trasmite pero que no se genera ni se cambia. Otras nociones sin embargo que hacen de la sangre la sustancia del parentesco la conciben como algo que se genera y se comparte. Así, por ejemplo, en la sociedad malaya mencionada por Carsten (2007), familia y parentesco aluden también a la sangre, pero esa sangre procede del arroz doméstico, el alimento básico que diariamente se cocina en el fuego del hogar para todo el grupo familiar, que compartido y consumido se transmuta en sangre y en leche materna. De forma que la sangre aquí no es idéntica a sí misma y está
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generándose constantemente y vincula a la persona con aquellos que conforman la casa. Los parientes tienen la misma sangre pero en este caso no es un grupo definido por nacimiento sino que vincula a los que comen juntos, los que comparten el techo y el fuego. El parentesco, en esa medida, es un proceso, una red de relaciones que va cambiando con el tiempo, es algo que se hace a lo largo de la vida. Esta primera aproximación permite percibir la compleja polisemia de lo sanguíneo en relación solo al parentesco. Si bien es cierto que la sangre de la que hablamos en el siglo xxi poco parece tener que ver con la sangre del siglo xviii, es importante también recordar la manera en la que esta sustancia sigue empapando el lenguaje utilizado en el parentesco. Mediante un desplazamiento de significado que a menudo no es percibido en el uso común, la sangre aparece asimilada a lo genético a veces, a lo corporal en otras, a lo natural en todo caso. En la medida en que lo sanguíneo resulta cada vez más impreciso o remite a elementos cada vez más dispares, la relación entre lo sanguíneo y la filiación se antoja más y más inconcreta o inaprensible. Es aquí donde las maternidades lesbianas se convierten en especialmente sugerentes pues la alusión a lo sanguíneo, incluso en un sentido metonímico de lo biológico, resulta más y más confusa. Lo biológico y lo corporal en la formación de la filiación en las familias lesbianas La consanguinidad según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se refiere al parentesco “natural”. En relación a la filiación, el Código Civil distingue dos tipos de filiación: la que es por adopción y la que es natural. Ahora bien, ¿a qué alude exactamente lo natural en el caso de las maternidades lesbianas por inseminación artificial? Las técnicas reproductivas han desbaratado el nexo entre sexualidad y reproducción de forma que ambas se encuentran cada vez más escindidas. Cuando la concepción se realiza en una clínica y apoyándose en instrumental altamente tecnologizado que manipula y aísla fragmentos corporales anonimizados ¿dónde queda lo natural? Al comienzo de este texto se ha destacado que una de las características repetidas de las maternidades lesbianas es la reivindicación de que
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lo biológico no es importante en relación a la definición de la relación filial y de la definición como madres. Sin embargo, negar a lo biológico la primacía en la definición del vínculo de filiación no implica que no se haga uso de él. Muy al contrario, las parejas que quieren ser madres utilizan los materiales biológicos que solemos asimilar a ese uso genérico de sangre. Recurriendo cada vez más a las tecnologías de reproducción, manipulan las sustancias biológicas, apropiándoselas. Las fragmentan, las manipulan y usan en formas hasta ahora insólitas, reinterpretándolas y rejerarquizándolas. Es así que en última instancia esa sangre a la que atribuimos el poder de generar filiación deviene una metáfora extraña y poco pertinente. En los siguientes párrafos abordo algunos de los aspectos de esta inadecuación. La manipulación de lo biológico En el caso de las mujeres lesbianas la cada vez más popular ROPA es un caso paradigmático de lo invalidada que queda la noción de natural. La recepción de óvulo de la pareja, o ROPA, es una inseminación in vitro en la que el óvulo una vez fecundado con semen proveniente de un donante anónimo se implanta en el útero no de la mujer de la que proviene sino en el de su cónyuge. La novedad de la ROPA no está en la técnica en sí, sino en el uso que se le está dando a la fecundación in vitro4. El principio de igualar los matrimonios heterosexuales y homosexuales que estipula la ley de matrimonio española posibilita que sea aplicable aquí la única excepción al anonimato de la donación de gametos destinada a la reproducción asistida, es decir, aquella que hace una persona hacia su cónyuge. De esta forma es aceptable que al igual que un hombre puede donar su semen a su esposa para lograr un embarazo, también una mujer puede donar un óvulo que una vez fecundado sea insertado en el útero de esposa5. Si en la IVI el óvulo es extraído del cuerpo de la mujer y reinsertado en su útero una vez fecundado, en la ROPA el útero donde se inserta el óvulo fecundado es el de la esposa de la donante de óvulo. El semen sigue proviniendo de un donante anónimo. 5 Esta técnica, aunque no expresamente legal, está siendo ofertada por clínicas privadas y ha sido avalada por la Comisión Nacional de Reproducción Humana. 4
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Este procedimiento es más complejo, caro y exigente que una simple inseminación artificial, pero a cambio ambas mujeres pueden tener un papel más activo y compartir como protagonistas el proceso previo al nacimiento. Así, mientras una mujer aportaría la genética la otra asumiría el embarazo. En ese proceso ambas mujeres necesitan someterse a procedimientos de hormonación simultáneos: para la estimulación ovárica la primera; para la recepción del ovulo fecundado la segunda. Sin embargo, se ha de destacar que, a pesar de la aportación genética, la maternidad de la donante no deriva de su vinculación biológica con el niño o niña sino de su vínculo de matrimonio con la mujer que le dio a luz6: pues la esposa de la mujer que da a luz, independientemente de la donación de óvulo, debe someterse al mismo procedimiento y en los mismos términos para lograr su reconocimiento jurídico en cuanto que madre. El ser esposa de la gestante es lo que la convierte en madre no el aportar la carga genética a la criatura. La resignificación de lo biológico En las formas en las que las parejas de mujeres acceden a la maternidad, tanto por la inseminación por donante como en la nueva alternativa que supone la ROPA, en simultaneidad al uso de las técnicas, se produce una redefinición y reinterpretación de lo biológico. Un dato fundamental a la hora de comprender el uso del procedimiento ROPA es que la simultaneidad de ambos procesos —la estimulación ovárica y extracción de óvulos por una parte y la preparación del útero receptor e inserción del óvulo fecundado por otra— adquiere un importante valor simbólico para las miembros de la pareja, que gracias a dividir y repartir el proceso de gestación ahondan el sentimiento de colaboración mutua y de proyecto común compartido (Imaz 2017). Tras el nacimiento, la leche se convierte en otra vía de implicación corporal para la mujer no gestante, lo que posibilita de nuevo una vía de participación simultánea entre las dos mujeres que remarque su igualdad en la calidad de madres. Se recurre para ello a estimulación mecánica (mediante
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Véase nota 2.
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sacaleches) y/o a estimulación química. La leche, en este caso, en cuanto que sustancia natural, es manipulada y artificialmente producida en pos de reforzar el carácter compartido del proyecto de maternidad. Es decir, los usos dados a lo biológico comienzan a generar nuevos significados. Por ambas vías (donación de óvulo, lactancia) la participación en el proceso procreativo de la mujer no gestante se hace corporal y, de esta forma, aquello que se comparte entre las dos mujeres se intensifica y actúa reforzando la participación en el proyecto común de maternidad. Pero esta participación se entiende más como un acto de compartir en el seno de la pareja —compartir trabajo, pero también experiencias maternales, vivir el proceso ambas de la forma más intensa posible— que como una vía de legitimación de la filiación o como una forma de estrechar el vínculo de crianza con la criatura, siendo este último un argumento que las mujeres que se decantan por el método ROPA o por la lactancia inducida no suelen mencionar (Imaz 2015, 2017). Es decir, que el uso de lo biológico (sea en forma de gameto sea en forma de leche) se resignifica, dándole un valor más de ratificador de la relación conyugal que de la relación filial. En lo relativo al recurso a la inseminación con donante anónimo ya se ha destacado que es la forma de acceso a la maternidad en parejas lesbianas más utilizada en el Estado español. En este auge no puede dejar de considerarse el abaratamiento y la mayor accesibilidad de las tecnologías reproductivas, lo que obviamente ha tenido importancia en el incremento de esta opción tanto entre parejas de mujeres como en mujeres solas. Pero además de razones de accesibilidad y economía, la ventaja principal que se arguye en relación a esta elección es la garantía que este método ofrece de que terceras personas no puedan inmiscuirse en el proyecto parental. La ley de reproducción establece la necesidad de que la donación de gametos (tanto ovocitos como semen) sea anónima y gratuita, impidiendo su comercialización así como las donaciones directas entre personas no mediadas por una clínica. La clínica funciona en consecuencia no solo como administrador de técnicas reproductivas sino también como garante del anonimato del gameto y este anonimato implica la ruptura explícita de toda vía de creación del vínculo filial presente y futuro. De esta forma, la clínica no solo aplica técnicas reproductivas sino que se convierte en el mecanismo que separa de forma permanente y definitiva al donante de su donación, imposibilitando la relación entre donante
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y receptora, así como entre donante y producto de la concepción. Y es este, precisamente, el primero de los argumentos esgrimidos por las parejas de mujeres que desean ser madres en relación al uso de este medio de acceso a la maternidad. En ese sentido, el gameto masculino se convierte en tan necesario a la concepción como la clínica misma pero igualmente ajeno al proyecto familiar. Por parte de las futuras madres es visto como un requisito técnico, un procedimiento necesario, un trámite que se busca que sea inocuo, insignificante en el proyecto maternal y que se borra del relato familiar. Es así que es llamativa la ausencia casi total de referencias al donante. Las escasas alusiones a esta cuestión no van más allá de mostrar confianza en los procedimientos de elección de los donantes en términos estrictamente de higiene, salud y calidad de los gametos recibidos. El donante de semen se ve como alguien ajeno al proyecto familiar al igual que lo es la clínica que provee de la materia reproductiva y que posibilita el embarazo. A pesar de todo ello, es sorprendente que las mujeres que deciden tener un segundo o posterior hijo, deseen y procuren que estos se conciban a partir de gametos del mismo donante. Por parte de las parejas se argumenta que esto puede ser una vía para reforzar los lazos de hermandad de los hijos e hijas que tenga la pareja. Parecería que compartir la misma carga genética proveniente de un mismo aunque inaccesible y desconocido donante anónimo daría a la relación de hermandad una solidez y sentimiento añadido al vínculo que ofrece la convivencia y el crecer juntos7. Así, vemos que aquello que transmite la identidad, aquello que crea la filiación natural en el caso de los varones8 es, aquí, anulado. El semen se precisa para fecundar el óvulo que da inicio a la gestación, pero ese acto no transmite ni identidad ni vínculo. El paso por la clínica reproductiva lo vacía de sentido. Las mujeres que optan por este medio depositan en la clínica El contraste entre la falta de problematización del anonimato del donante y la distancia que se busca establecer entre el donante y las usuarias o receptoras, y por otra parte el interés por conseguir gametos del mismo donante para los siguientes niños, podría apuntar a una diferente construcción de la relación de la maternidad frente a la hermandad en la que si bien sería de interés profundizar queda fuera de los objetivos de este texto. 8 Pues no es este el caso de las mujeres, pues tal y como hemos visto en el apartado anterior, en la legislación española la filiación natural en el caso de las mujeres viene establecida por el parto. 7
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no solo la confianza en la calidad e higiene del proceso y de los materiales utilizados en él, sino también la inocuidad desde el punto de vista del significado del material que se utiliza. El semen, en definitiva, es reducido a mera materia prima reproductiva. Conclusiones Este texto ha buscado aportar algunas ideas al debate sobre filiación y sangre con la intención de problematizar la sangre y su naturalizada relación con la filiación. Como ya se ha mencionado, la idoneidad de las maternidades lesbianas como caso deriva de que desde la percepción de estas parejas el hecho de que solo una de las dos mujeres mantenga vinculo biogenético con el niño o niña no parece despertar conflicto dentro de la pareja, ni crea problemas respecto a la autodefinición como madres, ni respecto al vínculo filial. La procreación aquí, además de formación de un nuevo ser humano, torna también en el proceso de conversión de ambas mujeres en “madres”, tanto desde el punto de vista simbólico y de identidad como desde el punto de vista legal. Se observa que en este proceso elementos como sangre, semen, óvulos, gen o útero pierden protagonismo en una concepción de la procreación que se articula en torno a la idea del amor como sustancia compartida y en el que el proyecto parental se hace imposible de desligar de la conyugalidad. En este proceso se produce un extraño viraje en el que las sustancias vinculadas a la procreación son vistas como algo ajeno al propio proyecto reproductivo, como ingredientes necesarios a ese proyecto pero, a la vez, secundarios. El semen, el óvulo o el útero pierden capacidad de definición en la relación de parentalidad mientras que el deseo, el amor, la voluntad se convierten en aquello que inicia y produce la relación maternofilial. Lo paradójico es que las sustancias naturales a las que tradicionalmente se atribuía capacidad para crear parentesco adquieren aquí un cariz de artificialidad, de sustancias sustraídas de la naturaleza y manipuladas al servicio de lo verdaderamente primario y natural que es el deseo de ser madres.
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III. LA SANGRE CUANDO PUEDE GOBERNARSE
LA MEMORIA DESANGRADA. FILIACIÓN HISTÓRICA Y CULTURAL DEL ZOMBI Gudrun Rath Kunstuniversität Linz, Austria
Desde su incorporación en el sistema de Hollywood en los años treinta con películas como White Zombie (1932), el zombi representa una figura siniestra e indomable. A partir de las primeras películas de George A. Romero en los años sesenta —empezando con Night of the Living Dead en 1968—, además se transforma en una figura antropófaga que, al igual que otras formas monstruosas, amenaza al orden establecido con su insaciable apetencia de carne humana. Romero inició las representaciones antropofágicas del zombi que ahora predominan en varios medios, incluyendo, aparte de películas, sobre todo, novelas gráficas y videojuegos. En estas representaciones se cuenta con una superabundancia de sangre, sesos en varias formas de descomposición y partes del cuerpo ya no humano que devienen contagiosas o abyectas. Sin embargo, en uno de sus múltiples lugares de estancia histórica, en la isla caribeña de Haití, la figura del zombi —al contrario de la predominante hoy— se caracteriza más bien por lo opuesto. En narrativas etnológicas (Métraux 1977: 249; Ackermann y Gauthier 1991: 469) y literarias (Depestre 1988) se modela al zombi —a través de su relación con la religión afrocaribeña del vudú— como un muerto viviente al que un bokor (mago) ha robado una parte de su alma (denominado el gros/petit bon ange; “gran o pequeño buen ángel”). A consecuencia de este robo, el zombi ya no dispone de fuerza de voluntad propia y se ve condenado a trabajar eternamente como esclavo para su maestro, el bokor. El zombi, en el imaginario haitiano, por lo tanto, ni abunda en sangre, ni es monstruo o asesino, sino una
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figura desangrada y deplorable: una víctima. Tampoco es una figura que causa ansiedades: lo que se teme según estos relatos, en efecto, no es un ataque zombi, sino ser convertido en zombi uno mismo (Paravisini-Gebert 1997: 239). En lo que sigue se explorarán dos hilos de las narrativas culturales del zombi en el Caribe: por un lado, el zombi como una figura de memoria y filiación imaginaria; por otro lado, el zombi como una figura excluida del orden social que tiene como efecto la suspensión de cualquier filiación.1 El primer hilo deriva de las representaciones del zombi como esclavo bajo la voluntad de un maestro ajeno. Estas representaciones se han leído frecuentemente en relación con la historia colonial y neocolonial de Haití como narrativas que desde lo imaginario, pueden contribuir a la memoria de la esclavitud. Según antropólogos o sociólogos como Laënnec Hurbon (2008: 107), es justamente esta representación del zombi como esclavo la que hace la figura tan aplicable tanto para la memoria como para contextos actuales. Es una figura que, según Hurbon, no corresponde a un pasado remoto, sino a una memoria viva de la esclavitud.2 El segundo hilo, por el contrario, representa al zombi en el imaginario haitiano como una figura excluida del orden social establecido. Varias narrativas del Caribe, ya desde el siglo xvii, moldean la zombificación como una forma de venganza familiar o individual, para la que se pacta con el bokor, muchas veces a cuenta de los lazos familiares o de otros seres queridos. Una vez devenida zombi, la persona afectada ya no se vuelve a incluir al orden social, a pesar de que vuelva o sus familiares
Por “narrativas culturales” se entiende aquí no solamente textos literarios, sino también relatos orales modelados por antropólogos u otras narrativas científicas. 2 “Mais l’émergence de la figure du zombi ne cesse […] de renvoyer à une économie politique: celle-là même de l’esclavage qu’on a souvent tort de considérer comme un phénomène dépassé. Or, la figure du zombi n’aurait pas pu être aussi récurrente dans la vie quotidienne si elle ne correspondait pas à une mémoire vive de l’esclavage, si elle ne présupposait pas une certaine contemporanéité avec l’esclavage ou encore un retour du refoulé. Représentant l’idéal du maître, plus exactement l’esclave parfaitement esclave qui comble l’atteinte du maître au point de devoir vivre dans l’absentement total de soi, de vivre donc comme mort (à soi-même), la figure de zombi fait signe vers l’impensé des réseaux de l’esclavage qui survivent à l’esclavage dans la civilisation industrielle moderne, en Occident comme dans les pays du Tiers-monde” (Hurbon 2008: 106). 1
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la reconozcan. En estos casos, la figura del zombi no sirve como tropo de la memoria, sino, al contrario, como discutiré más adelante, propone otra lectura de lo social. El zombi en el Caribe: imaginarios de la esclavitud Pensar el zombi en el Caribe, y en especial en relación a la isla caribeña sobre la que se ha generado la mayor cantidad de relatos sobre zombis, en Haití, significa pensar la esclavitud. Como ya he mencionado, el zombi en el Caribe difiere sustancialmente del monstruo en el que lo han convertido los medios visuales, sobre todo en el sistema Hollywood. En las narrativas del Caribe no es una figura amenazante, sino una figura dolorosa. En las narrativas sobre zombis que se encuentran en Guadalupe, Haití, Martinica y también Cuba, se puede distinguir entre dos formas principales: el zombi corps cadavre (o el zombi “cuerpo cadáver” como lo conocemos desde las representaciones fílmicas más corrientes) y el zombi astral que denomina la variante invisible del mismo fenómeno. Mientras el zombi cuerpo cadáver es un cuerpo muerto viviente caracterizado principalmente por la falta de una parte de su alma, en la otra variante principal, el zombi astral, lo que predomina es, como ya indica su nombre, la falta del cuerpo.3 Lo que une a estas diferentes variantes del zombi en todas las narrativas es su subordinación como esclavo bajo un maestro, el bokor (mago), que le roba a la persona en cuestión un pedazo de su alma para guardarlo en un bote. Como consecuencia, en estos relatos la persona afectada ya no dispone de voluntad propia y, en algunas variantes, también pierde su memoria y su capacidad de hablar.4 Sobre la forma exacta del robo del alma existen diferentes variantes: unos, por ejemplo, cuentan cómo el bokor le roba la parte del alma a su víctima mediante un veneno. La persona en cuestión es declarada muerta, El ejemplo más importante de esta variante se encuentra en el primer texto probablemente impreso en Guadalupe que contiene el término zombi, Le zombi du Grand Pérou de 1697, atribuido al autor francés Pierre-Corneille Blessebois. Véase más adelante y Garraway (2005). 4 Sobre el concepto múltiple y transportable del alma en el vudú, véase Strongman (2008). 3
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enterrada, y si los familiares no la vigilan suficientemente, el bokor entra en el cementerio y lleva a cabo el robo del cuerpo (Ackermann y Gauthier 1991: 474). El concepto de un alma consistente en varias partes complementarias, que es central para la religión afrocaribeña del vudú, también existe en algunas zonas de África, incluyendo regiones de Benín, Nigeria, Togo y Egipto (Ackermann y Gauthier 1991: 467). Igualmente en estas zonas existen relatos parecidos del robo del alma. Incluso la etimología de la palabra “zombi” ha sido atribuida a palabras de varias lenguas africanas como jumbie (que denomina un espíritu en África del oeste) o Nzambi (que se refiere al dios creador de algunas culturas bantú). Por lo tanto, hay varias razones para suponer que, por lo menos, algunos hilos del concepto narrativo del zombi caribeño están relacionados con las tradiciones orales que se trasladaron de África al Caribe durante el tráfico de esclavos, y que establecen una filiación imaginaria con un pasado remoto.5 Por otra parte, una lectura crítica pone en duda esta derivación lineal de un pasado “africano” de la brujería: tanto el primer texto en el que aparece el término, Le zombi du Grand Pérou de Pierre-Corneille Blessebois, como el concepto sincrético “Nzambi” resaltan posibles aportes europeos que hasta ahora no han sido tomado suficientemente en cuenta.6 Lo que queda claro es que el zombi, como otros conceptos culturales, no es una figura africana que permaneció “intacta” durante su viaje al Caribe, sino una figura compuesta de varias partes y sujeta a procesos de transformación a partir de su llegada al ámbito caribeño que perduran hasta el día de hoy.7 Pero la figura del zombi no solamente remite a un pasado mítico africano, sino también a la colonización y a la experiencia concreta de la esclavitud en el Caribe. Varios etnólogos, como Alfred Métraux (1977: 251), en su clásico análisis sobre el vudú, subrayaron la conexión del imaginario del zombi con En este sentido, la discusión sobre el “pasado africano” del concepto se relaciona con otras similares del ámbito afrocaribeño como el propagado principalmente por el antropólogo Melville Herskovits y su metáfora de la “sobrevivencia”. Véase, por ejemplo, Kummels et al. (2015: 36). 6 Para esta cuestión véase Rath (2014). 7 En este asunto, el zombi se caracteriza, como otros conceptos culturales del Caribe, por ser un “proceso permanente”. Véase Hainard et al. (2008: 18). 5
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el pasado colonial del Caribe.8 Según los relatos a los que se refiere Métraux, la única razón por la que un zombi puede existir es el trabajo forzado: tiene que trabajar sin cesar, cumplir todas las órdenes de su amo. Ser convertido en zombi, significa ser privado de todos los derechos. El zombi, en estas narrativas, es una prolongación de la esclavitud después de la muerte: es la esclavitud eterna, y existen muy pocas posibilidades de escapar de este horror. Más recientemente, el etnólogo francés Franck Degoul (2006) ha probado detalladamente, cómo en el imaginario colectivo del zombi se encuentran reminiscencias de la memoria colectiva de la esclavitud, pero ya no solamente se refiere a un plano “mítico” como Métraux. En sus análisis, Degoul muestra cómo las características que en muchos relatos se dan al zombi encuentran su correlato en las leyes incluidas en el Code Noir, el reglamento implementado en 1685 por las fuerzas coloniales francesas en sus colonias caribeñas que sistematizaba de manera exacta el tratamiento que se debía dar a los esclavos secuestrados de África. Degoul muestra que en los imaginarios sobre el zombi ha sobrevivido esta memoria del tratamiento —o más bien, del maltrato— al que se veían expuesto los esclavos. Entre los paralelismos entre el imaginario del zombi y las leyes del Code Noir que más destacan se encuentran la privación total de posesiones, la vida en cautiverio y en extrema pobreza, la animalización e infantilización, el maltrato físico y el control total que incluye la prohibición de reproducción sexual, por lo cual, según estos relatos, hombres y mujeres zombis tienen que ser guardados en dos habitaciones o salas distintas. En estos paralelos, lo que entra en primer plano es la zombificación y sus consecuencias, como la deshumanización y la privación total de derechos. En este contexto tampoco sorprende que los imaginarios sobre el zombi sigan una lógica (proto)capitalista, hecho que también subraya su relación con un pasado colonial. Los zombis no solamente sirven para acumular ri“Le zombi”, escribe Métraux (1977: 251), “est une bête de somme que son maître exploite sans merci, le forçant à travailler dans ses champs, l’accablant de besogne, ne lui ménageant pas les coups de fouet et ne le nourrissant que d’aliments insipides. L’existence des zombis vaut, sur le plan mythique, celle des anciens esclaves de Saint-Domingue. Le houngan ne se contant pas du labeur quotidien de ses morts, les emploie à des tâches malhonnêtes, comme de voler les récoltes des voisins. Il existerait une classe spéciale de zombi, dits zombigraine, dressés à dérober les fleurs de caféier et à les greffer sur les arbres de leurs maîtres”. 8
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quezas mediante el trabajo forzado de esclavos (lo que, por lo tanto, pone a una persona rica bajo sospecha general de poseer zombis), sino también pueden ser vendidos y comprados. La zombificación, según esta lógica de relatos, permanece a lo que los antropólogos Jean y John Comaroff (2002: 786) denominaron la “economía de lo oculto”, es decir, una economía cuyas formas de acumulación permanecen invisibles y que por lo tanto se relaciona con formas mágicas de devenir rico.9 Un relato incluso incluye la posibilidad de deshacerse de un zombi viejo que ya no es capaz de trabajar como debería, convirtiéndolo en una vaca para luego matarla y vender la carne en el mercado (Degoul 2006: 267). De esta manera, se aprovecha al máximo esta figura lastimosa. Ser convertido en zombi, por lo tanto, es un castigo total. Las narrativas sobre zombis, de este modo, hacen hincapié sobre todo en la victimización de las personas afectadas. A nivel cultural, varios críticos han leído estas representaciones como mimesis de la experiencia de la esclavitud que reproducen distinciones entre víctimas y perpetradores en el ámbito de lo imaginario. Existen narrativas similares en todo el ámbito caribeño que relacionan la magia con el trabajo forzado de muertos vivientes (con o sin cuerpo) y la acumulación de riquezas (véase Matory 2008). El antropólogo Kenneth Routon lee estas narrativas caribeñas como un modo de trasladar conocimientos sobre la esclavitud a pesar de que no haya textos escritos (2008: 636). Al contrario, J. Lorand Matory (2008: 365) ha defendido una hipótesis opuesta. Según Matory, figuras de la esclavitud como el zombi no reproducen la deshumanización de la experiencia colonizadora, sino una humanización, ya que son figuras que remiten a un marco jerárquico de la vida social. Estas jerarquías, según Matory, no son invariables, al contrario, pueden ser sujeto de cambios, por ejemplo, cuando un espíritu esclavizado se rebela contra su amo. Las narrativas sobre zombis, si seguimos a Matory, de este modo no se limitan a la victimización. Pero su función tampoco se reduce a la relación entre esclavo y amo: si miramos las narrativas que discutiré enseguida, la figura del zombi siempre remite a redes sociales más amplias. En su análisis sobre este tipo de narrativas en Sudáfrica, Jean y John Comaroff (2002) demuestran cómo las economías de lo oculto muchas veces se combinan con relatos xenófobos. 9
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Funciona como una teoría de lo social en miniatura que incluye una teoría de los afectos, como otras del duelo, la venganza y la solidaridad. Más allá de la zombificación: solidaridad, venganza y duelo El zombi es un ser intersticial, que no pertenece ni a la muerte ni a la vida, y es probablemente por eso que es una figura que muchas veces se modela como fuera del orden social: pertenece a otro orden. Sin embargo, si miramos de cerca los ejemplos caribeños, sobre todo del siglo xx, al contrario de muchos escenarios visuales recientes que nos presentan a los zombis como la verdadera causa del apocalipsis que viene y que, por lo tanto, tienen que ser eliminados para restablecer el orden social e impedir el mal, en los relatos del y sobre el Caribe, el zombi encarna precisamente funciones contrarias. Allí, el zombi es una figura mediante la cual es posible restablecer el orden social. No es la causa del caos, sino la medida mediante la cual el caos puede ser prevenido. Es una figura ausente, pero mediante esta ausencia pone el enfoque en las redes sociales que la rodean. Como fue señalado por el etnólogo Wade Davis en su controvertido libro Passages of Darkness, la zombificación en muchos relatos del Caribe funciona como una medida social. En estas narrativas se repiten estructuras que señalan la zombificación como una medida de castigo social, a menudo también en cuanto a la filiación, que hacen hincapié en la posición social de las personas en conexión con los zombis. En un relato relativamente reciente, por ejemplo, se modela la zombificación como un modo de resolver la rivalidad entre hermanos. Se cuenta que Clairvius Narcisse, el hombre que protagoniza el relato en cuestión, muere en 1962 y es enterrado: Eighteen years later, in 1980, a man walked into the L’Estere marketplace and approached Angelina Narcisse. He introduced himself by a boyhood nickname of the deceased brother, a name that only intimate family members knew and that had not been used since the siblings were children. The man claimed to be Clairvius and stated that he had been made a zombie by his brother because of a land dispute. In Haiti, the official Napoleonic Code states that land must be divided among male offspring. According to Narcisse, he had refused to sell off his part of the inheritance, and his brother had in a fit of anger contracted
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out his zombification. Immediately following Clairvius’s resurrection from the grave he was beaten and bound, then led away by a team of men to the north of the country, where for two years he worked as a slave with other zombies. Eventually the zombie master was killed and the zombies, freed from whatever force kept them bound to him, dispersed. Narcisse spent the next sixteen years wandering about the country, fearful of the vengeful brother. It was only upon hearing of his brother’s death that he dared return to his village (Davis 1988: 80).
En este caso, la zombificación ya no se refiere a la memoria de un pasado colonial con sus estructuras y jerarquías de poder, sino a una lectura de relaciones familiares. El hermano le priva deliberadamente de sus derechos y posesiones, de su herencia, e incluso le convierte en un Odiseo zombificado condenado a un erróneo viaje hasta finalmente poder volver a casa.10 En otras narrativas, los seres queridos son convertidas en víctimas de la zombificación sin querer: es el caso del “Ba Moun” (give man), una variante haitiana del cuento europeo del hombre que vende su alma al diablo. En este caso, un hombre pacta con un mago, normalmente para convertirse en rico, y a cambio tiene que cumplir varios pagos. En Europa, al final tiene que darse a sí mismo. En Haití, en cambio, el hombre tiene que dar a sus seres queridos, a su familia, a sus hijos, a su mujer, y, si no quedan otras víctimas, a sí mismo (Hurston 1938: 184). Los verdaderos protagonistas de estos relatos no son los zombis sino sus familiares. En todos estos relatos, la transgresión de normas sociales puede ser reparada y el orden social puede ser restablecido mediante la zombificación, muchas veces en relación al género (Paravisini-Gebert 1997). Dentro de este marco, hay varios cuentos y elementos clave que se siguen repitiendo, sobre todo los cuentos sobre mujeres jóvenes que rechazan a un hombre poderoso, y poco después se enferman y mueren. Alfred Métraux (1977: 252) se refiere a uno de estos relatos: como la familia no tiene otra cosa que un ataúd demasiado pequeño, le doblan el cuello a la muerta. En el funeral un fumador, además, deja caer un cigarrillo encendido, lo que le Davis se refiere a este relato como prueba de la existencia de la zombificación y de haber revelado el veneno responsable. Su hipótesis se ha puesto fuertemente en duda entre otros investigadores. Véase, por ejemplo, Ackermann y Gauthier (1991: 475). 10
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produce una marca en el pie. Años después, según el relato, se ve a una mujer con, justamente, estas características en la ciudad y se la identifica como la persona en cuestión, que supuestamente había muerto años antes, pero en la realidad contada siguió viviendo como muerta viviente bajo el poder del bokor al que había rechazado al principio. El relato concluye con la vuelta de la mujer a su vivienda familiar, pero con la advertencia de que nunca recuperó del todo su salud mental. Pero también hay una variante emancipadora en la que la mujer logra escapar y sigue viviendo en el exilio (Depestre 1988). Por último, en estas narrativas las consecuencias sociales de la zombificación abarcan relaciones de poder tan fuertes que nadie, ningún familiar, se atreve a enfrentarse a los poderosos. El poder es abstracto, lo que dificulta cualquier forma de resistencia. En la figura del mago todopoderoso se condensan figuras de un totalitarismo político. En este contexto, no sorprende que los relatos sobre zombis hayan sido usados como medidas de terror de Estado bajo el régimen de Papa Doc (Danticat 2002). No todos los relatos sobre zombis concluyen como el de Depestre. Muchas veces el proceso social de la zombificación deja a la persona en cuestión permanentemente fuera del orden social. Y esto incluso cuando esta vuelve a su familia y le hace reclamos, como en el relato sobre una mujer que se dio por muerta en 1907: The years passed. The husband married again and advanced himself in life. […] People had forgotten all about the wife and mother who had died so long ago. Then one day in October in 1936 someone saw a naked woman on the road and reported it to the Garde d’Haiti. Then this same woman turned up on a farm and said: “This is the farm of my father. I used to live here.” The tenants tried to drive her away. Finally the boss was sent for and he came and recognized her as his sister who had died and been buried twenty-nine years before. She was in such wretched condition that the authorities were called in and she was sent to the hospital. Her husband was sent for to confirm the identification, but he refused. He was embarrassed by the matter as he was now a minor official and wanted nothing to do with the affair at all. But President Vincent and Dr. Leon were in the neighborhood at the time and he was forced to come. He did so and reluctantly he made the identification of this woman as his former wife (Hurston 1938: 196-197).
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En estas variantes, los zombis son desaparecidos que vuelven a la sociedad, le hacen reclamos, pero nadie los quiere acoger. Hablan, pero nadie los quiere escuchar. Dan vergüenza a los familiares, ya no tienen derecho a nada. Un zombi, en fin, no es algo que se quiere tener en la familia, por lo cual a veces incluso se prefiere llevar a los zombis que han vuelto al extranjero para no tener que enfrentarse con ellos (Hurston 1938: 194 s). La etnóloga que cuenta este relato se refiere a una “restitución” social que se tiene que dar después del descubrimiento de un zombi. Pero la restitución, obviamente, no comprende ser restituido a la familia. Haber sido un zombi es una marca que se lleva toda la vida. Un zombi no puede recuperar una vida “normal”. O si puede, tal cosa solo es posible en el extranjero, en el exilio. Al contrario de muchas películas sobre zombis, donde la figura produce una sociabilidad “otra” —que a veces es más humana que la de los sobrevivientes humanos de la catástrofe— el zombi textual es una figura solitaria, incluso cuando aparece en grupos o masas. Las relaciones entre zombis, por lo menos, son algo que tiene que permanecer fuera de los relatos, fuera de lo contable. Pero lo que se capta a través de la figura es la referencia a otras relaciones sociales, muchas veces dentro la familia, que realmente constituyen el núcleo del relato. Este caso se encuentra en un relato sobre una joven mujer que queda embarazada en 1898 en el cual, mediante la figura del zombi, se articulan solidaridad familiar y duelo. Como el padre no quiere asumir la responsabilidad, la familia de la mujer simplemente la zombifica. A continuación, el relato se enfoca en la familia del hombre: Several Sundays later the mother [of the boy] went to church and after she went wandering around the town —just walking aimlessly in her grief, she found herself walking along Bord Mer. She saw some laborers loading ox carts with bags of coffee and was astonished to see her son among these silent workers who were being driven to work with ever increasing speed by the foreman. She saw her son see her without any sign of recognition. She rushed up to him screaming out his name. He regarded her without recognition and without sound. By this time the foreman tore her loose from the boy and drove her away. She went to get help, but it was a long time and when she returned she could not find him. The foreman denied that there had been anyone of that description around. She
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never saw him again, though she haunted the water front and coffee warehouses until she died (Hurston 1938: 192-193).
El mismo motivo —de la familia que reconoce a sus seres queridos, pero ellos, los zombis, no reconocen a sus familias— también se encuentra en muchos otros relatos, es un topos en los textos sobre zombis. A través de una figura que ha perdido todo, inclusive su propia memoria, aquí se articula el duelo familiar. El zombi intensifica los relatos del dolor de los familiares a través de su estado intermedio. No solamente la persona zombificada, sino también los familiares se ven expuestos a una condena eterna. Sangre y filiación en el muerto viviente, hoy Si durante mucho tiempo el zombi fue usado para demonizar Haití como el paradigma de lo bárbaro, lo no cristiano, lo otro, lo abyecto, hoy día esta figura ha invadido también a otras áreas del mundo (Dash 1997: 25 s.). Hay muchas pistas que puedan explicar la actualidad del zombi devenido figura global e incontrolable. Como Jennifer Rutherford ha expuesto recientemente, el tiempo del zombi reactualiza un pasado violento y lo convierte en un futuro amenazante, perpetuo. El zombi, por lo tanto, significa un pasado por venir, un pasado al que uno puede ser devuelto si, por transgresión, pierde el derecho a ser un sujeto individual en una sociedad libre (Rutherford 2013: 34). El zombi es el significante de un pasado del que uno no se puede soltar y que, por lo tanto, se convierte en futuro amenazante. En este sentido, Rutherford (2013: 23) ha clasificado el zombi como un meta-tropo, dentro del cual se condensan muchos significados distintos, incluso contradictorios. Probablemente es justamente por esto que a pesar de las contradicciones y ambigüedades entre los dos hilos narrativos explorados aquí sea precisamente una figura desangrada y excluida del orden social como el muerto viviente la que ha llegado a representar la memoria y, a través de su ausencia, una teoría de relaciones familiares y de sus afectos en miniatura. La falta de sangre, por así decirlo, lo hace precisamente apto para toda una gama de usos narrativos, tanto del pasado como del futuro. Habrá que acordarse de los zombis, eternamente.
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ESTIRPES POSTSANGUÍNEAS. ABUELAS DE PLAZA DE MAYO, 23 PARES Y UNA PERFORMANCE AMPLIADA DE LA “FAMILIA HERIDA” Cecilia Sosa CONICET-Universidad Nacional Tres de Febrero, Buenos Aires
1. Travestismo sanguíneo En su reconocido trabajo sobre memoria cultural, la académica feminista Diana Taylor introdujo la noción de “performance del ADN” para analizar las formas de activismo desarrolladas por el colectivo H.I.J.O.S. durante los años noventa en Argentina. Distinguiendo entre “archivo” y “repertorio”, sostuvo que el modo de presentación pública de los familiares de las víctimas en Argentina respondía a un paradigma de autoafirmación y reproducción científico basado en el parentesco biológico (Taylor 2003: 175). En diálogo crítico con esta tradición, intentaré mostrar cómo, en el período signado por los gobiernos kirchneristas (2003-2015), se asistió a una performance sanguínea que excedió: largamente las configuraciones familiares clásicas.1 Más aún, a partir de ciertas biografías marcadas por el trauma y de algunas producciones culturales recientes sugeriré que el tipo de performance del ADN en juego en ese período particular de la postdictadura argentina se divorció de su base biológica.2 En La búsqueda de Abuelas de los niños secuestrados se ha basado en pruebas de ADN, excepcionalmente útiles para identificar lazos de filiación con una generación ausente. El test, conocido como “prueba de abuelidad”, se realiza de manera gratuita y sus resultados se entregan en 20 días (https://www.abuelas.org.ar/pregunta-frecuente). 2 La centralidad de la normativa sanguínea que rodea el ciclo kirchnerista fue puesta en evidencia durante el caso Noble, que demostró cómo los devenires de la información genética podían transformarse en objeto de una apasionada telenovela popular. Véase Sosa (2011). 1
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particular, argumentaré que esta suerte de performance ampliada de las filiaciones biológicas logró iluminar territorios afectivos más allá de la sangre, que aquí me aventuro a pensar como queer y que pueden resultar significativos para repensar las luchas de la memoria a una escala global. Más allá de sus connotaciones sexuales, utilizo el término queer en el sentido que Judith Butler sugirió alguna vez: como un argumento en contra de cierta normatividad (Butler 2001). Así también Joshua Weiner y Young Damon entienden los lazos queer como formas de vínculo que surgen bajo diversas formas de negación y constreñimiento, donde precisamente “la propia negatividad es la que organiza nuevas escenas de estar juntos” (Weiner y Young 2011: 236). Apelando a una línea argumentativa similar, me gustaría hacer foco en los modos en los que las intervenciones brutales en la esfera de lo “íntimo-público” (Berlant 2008: vii) han dado lugar a formas de filiación que cuestionaron las narrativas tradicionales de parentesco.3 Si Madres, Abuelas, H.I.J.O.S., Herman@s y familiares de desaparecidos evocaron sus lazos biológicos con los desaparecidos como criterio de legitimación pública, también desplegaron en su interior formas de unión y afecto que las alejaron de una idea familiar clásica y que lograron reelaborar la idea misma de parentesco (Sosa 2014). Precisamente, esta nueva constelación de intimidades emergió bajo condiciones de desaparición, tortura, apropiación y muerte impuestas por la violencia de Estado. La misma idea de “madre”, “abuela” o “hijo” se modificó irremediablemente a partir de la experiencia de pérdida que implicó la dictadura. Al concebir estas nuevas filiaciones como queer intento explorar su potencial para crear formas alternativas de ser con otros y movilizar nuevos modos de cuidado y dependencia. De este modo, el poder de lo queer aparece aquí como herramienta metodológica-crítica para contrarrestar el discurso sanguíneo que marcó escenarios postdictatoriales diversos. Mi perspectiva no solo sugiere una expansión del parentesco más allá de los lazos biológicos. También se basa en una concepción ampliada de performance. Este punto de partida metodológico tiene en primer lugar un objetivo teórico-político: “traer a casa” las políticas de la memoria, o si se quiere, de Tomo la categoría de “íntimo-público” del trabajo de Laurent Berlant (2008), ya que al cuestionar distinciones entre lo privado y lo público permite inscribir el parentesco como práctica política. 3
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la postmemoria, tal como alguna vez sugirió Susanah Radstone (2012) subrayando las tensiones involucradas en la adopción de plataformas teóricas uniformes y globales para lidiar con conflictos y preocupaciones locales. De hecho, si bien el trabajo de Taylor ha sido rico y provocador, también tendió a confirmar una lectura normativa del poder de lo sanguíneo que se hizo extensiva al mundo anglosajón; en gran medida vía el influjo del Hemispheric Institute of Performance and Politics de Nueva York, del que Taylor es fundadora y directora. De allí que este objetivo teórico-político tenga también un correlato ético: la necesidad de pensar una política del duelo que pueda leer las nuevas constelaciones afectivas por fuera de marcos normativos para así involucrar audiencias ampliadas. 2. La sangre oficial La propia retórica kirchnerista ha sido en gran parte responsable del desplazamiento del discurso sanguíneo. Al adoptar la posición de las víctimas como parte de su propia plataforma política, por primera vez un gobierno democrático asumió el duelo como compromiso de Estado (Sosa 2014). Mientras los detractores entendieron este gesto como una dudosa maniobra en busca de apoyo popular, el discurso oficial cuestionó de forma implícita la normativa sanguínea tradicional. Ya en su discurso inaugural, el recién electo presidente se presentó como parte del linaje de la pérdida. “Somos los hijos e hijas de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo”, dijo Néstor Kirchner frente a la Asamblea Legislativa.4 Auto-investido bajo la figura del hijo, el ex presidente sugirió cómo el linaje de la pérdida podía ser habitado por quienes adoptaran el duelo como compromiso personal. Esta performance sanguínea ampliada tuvo radiaciones varias en el campo social. “ADN Nacional y Popular”, clamó, por ejemplo, desde su así bautizado blog personal Alejandro Pedro Sandoval, nieto 94 recuperado por Abuelas.5 A principios de 2012, la campaña “La sangre por Cristina”, acaso apócrifa, llevada a cabo por militanEl discurso inaugural de Néstor Kirchner tuvo lugar el 25 de septiembre de 2003 frente a la Asamblea General de Naciones Unidas. 5 Véase . 4
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tes de la juventud peronista invitando a la donación de sangre en las vísperas de la operación quirúrgica sobrellevada por la entonces presidenta, también logró insinuar una forma de conversión política por vía sanguínea. Durante el período kirchnerista, la sangre de los desaparecidos devino oficial. Al mismo tiempo, nuevas generaciones —descendientes de desaparecidos, pero no solo ellos— también comenzaron a proponer formas audaces de recrear sus legados traumáticos inaugurando nuevos procesos de reconocimiento público y empoderamiento, que también entraron en conflicto con la institucionalización del duelo. Más aún, la última década produjo postales elocuentes de estos modos de filiación ampliada. Allá por 2003, las pelucas rubias del final de Los rubios (2003) de Albertina Carri daban vida a una familia no sanguínea que podría pensarse como precursora de este linaje queer en el duelo. Por su parte, Los Topos (2008), la salvaje ficción autobiográfica de Félix Bruzzone, satirizó las fantasías de pureza de las asociaciones de los familiares de las víctimas mostrándolas como un “club de autoayuda”. Por si fuera poco, en la novela de Bruzzone una figura transexual emergió por primera vez como parte de los legados de la violencia de Estado. El entrañable personaje de Maira, “neo-desaparecida” y acaso hermana biológica del protagonista, funciona como invitación a travestir la estirpe sanguínea de la “familia herida” (Sosa 2011).6 Más recientemente, en su Diario de una princesa montonera. 110 % verdad (2012), Mariana Eva Perez, hija de padres desaparecidos criada en Abuelas, y hermana rebelde de un joven apropiadorecuperado, se atrevió a desnudar los placeres no confesos que anidan en el mundo de los “hijis” (como se refiere burlonamente a los hijos de desaparecidos). Los distintos capítulos de su diario muestran cómo el linaje de los huérfanos logró delinear una casta de elegidos que reinscriben cualquier idea tradicional de “sangre azul”. De este modo, Perez, princesa de estirpe desaparecida, logró sugerir una novedosa respuesta no victimizante a la pérdida. En estos casos, y en muchos otros, estas distintas formas de performance sanguínea lograron desplazarse más allá de las figuras del parentesco tradicional. Sin embargo, las narrativas biologicistas siguieron resonando durante el período kirchnerista, ansiando purificar las luchas por la memoria en térmiUn análisis exhaustivo de las filiaciones queer que se alumbran en Los Topos (2008), la novela de Bruzzone puede verse en Sosa 2013. 6
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nos sanguíneos. Para explorar este dilema encriptado en el corazón nacional propondré una lectura de la campaña lanzada por las Abuelas de Playa de Mayo en 2013. 3. Abuelas y la “verdad” sanguínea En 2013 se cumplieron 30 años de recuperación democrática en Argentina. Fue también el 36 aniversario de Abuelas de Plaza de Mayo, la organización que logró erigirse como referencia global de los derechos humanos en el mundo. Al día de hoy, Abuelas logró recuperar 127 de los 500 bebés nacidos en los centros clandestinos de detención durante la dictadura. Para el aniversario de 2013, la organización puso al aire un nuevo aviso publicitario. El objetivo era captar la atención de adultos jóvenes que aún viven bajo nombres falsos y que, en algunos casos, cuentan con su propia descendencia. El video institucional, de apenas un minuto, mostraba a una joven que lleva a un bebé de pocos meses de visita al pediatra.7 La acompañaba otra mujer algo mayor, presumiblemente su madre, quien luego se vislumbraba como su apropiadora. Durante la consulta, la médica indagaba sobre el historial clínico de la familia y del bebé. “¿Tiene importancia todo eso?”, protestaba la joven, intercambiando miradas incómodas con la mayor. El spot finalizaba con una advertencia: “No le dejes a tus hijos la herencia de la duda. Resolvé tu identidad ahora”. El aviso resultó consistente con la imagen pública de Abuelas. Durante más de tres décadas, la organización había desarrollado un discurso público abogando por el “derecho a la identidad”. Esta ha sido la estrategia pública de Abuelas, acaso justa, y tal vez necesaria. De manera casi instintiva, la organización logró trasformar el poder de la sangre —vía test de ADN— en el centro de su lucha. De manera silenciosa, el discurso sanguíneo devino en una suerte de “narrativa feliz” que tendió a equipararse a la “verdad”. En su trabajo diario Abuelas siempre reconoció las dificultades involucradas en la reunión tardía de familias separadas por la violencia —un equipo de
El spot institucional de Abuelas de Plaza de Mayo puede verse aquí: . 7
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psicólogos y expertos trabaja admirablemente dentro de la institución para asistir y dar apoyo en cada caso. Sin embargo, cada vez que se logra “recuperar” un nieto, la narrativa sanguínea parecería confirmarse. Dentro del guion nunca explicitado de la institución, lo sanguíneo tendió a aparecer como garantía de filiación, con un poder casi mágico de saldar toda diferencia. En esa inquietante “narrativa feliz” que recorre subrepticiamente la institución, la reunión de los miembros dispersos de las familias biológicas supone tanto una forma de justicia “natural” como una suerte de milagro divino. Sin embargo, aquel video institucional de Abuelas en 2013 planteó problemas que atravesaron tanto las esferas de filiación tradicional como el sustento político que las hacía posible. Por un lado, la apropiación ilegal de personas —y eventualmente la reparación de un crimen de Estado— parecieron quedar reducidas a meros temas de conveniencia individual. De allí que lo que constituye causa de juicios de lesa humanidad quedara relegado a una amenaza de orden casi metafísico: “No le dejes a tus hijos la herencia de la duda. Resolvé tu identidad ahora”. Si por un lado, el desconocimiento de los orígenes biológicos pareció poner en riesgo un linaje de descendientes, por otro lado, y de manera flagrante, en el spot de Abuelas los lazos sanguíneos emergieron como la única forma posible de identidad. O, en el mejor de los casos, la única forma de identidad que necesitaba ser resuelta. De este modo, la campaña de Abuelas terminó promoviendo una idea reduccionista de la identidad basada en una política de la sangre que encubría formas conservadoras de la herencia y la familia, tal como asegura Gabriel Gatti en su trabajo Identidades desaparecidas (2011). De modo encubierto, el spot de Abuelas alegó por una forma de “racialización de la esfera de lo íntimo”, por usar un concepto ideado por el especialista en estudios queer David Eng (2010) en un contexto muy distinto, una racialización de la herencia por vía sanguínea como portadora de verdades irrefutables. Si bien esta tendencia “premoderna” dentro de las organizaciones de las víctimas del terrorismo de Estado fue señalada por Gatti (2011), en el aviso institucional de Abuelas de 2013 este gesto apareció de manera especialmente desembozada. De algún modo, el tono de la campaña contrastó ostensiblemente con la atmósfera afectiva que caracterizó al período kirchnerista y que alumbró una fertilización cruzada entre luchas por la
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memoria y políticas no heteronormativas de género. Estos modos de hacer y sentir iniciados en 2003 —y que fueron obturados, al menos de manera oficial con el cambio de gobierno en diciembre de 2015—, habían logrado cristalizar, por un lado, en una expansión inédita de derechos, incluyendo la ley de matrimonio igualitario (2010), la ley de género (2010) y la ley de fertilización asistida (2011). La imbricación de esferas también dio lugar a fenómenos sociales como la creciente presencia de grupos LGTB en las manifestaciones del Día de la Memoria cada 24 de marzo, el despegue de “subgrupos” como “La Cámpora Diversa” o “Putos Peronistas”, que bregaron por la diferencia sexual dentro del partido oficialista, así como la emergencia de fenómenos culturales como el festival de cine Asterisco, dedicado a celebrar a las comunidades homosexuales y trans, desde la propia secretaria de Derechos Humanos de la Nación.8 Sin embargo, este movimiento —que marcó uno de los legados más fructíferos del período— pareció completamente ausente del spot de Abuelas de 2013. Más aún, el aviso de la institución que había logrado incorporar el “derecho a la identidad” dentro del listado de los derechos globales del niño parecía desmerecer o, al menos pasa por alto, las experiencias de fertilización, ovo-donación, adopción, así como toda forma no biológica —y por ende no normativa de creación, unión y cuidado— que pudieran gestarse más allá de la familia biológica. A pesar de que Abuelas formó parte nodal del tejido social sobre el que el gobierno montó su plataforma de legitimidad, la definición de identidad provista por la institución —al menos en el spot— pareció inmune a los sentimientos ampliados de parentesco surgidos precisamente a partir de la experiencia de la pérdida. Esa desinteligencia entre atmosfera política y cierta ceguera institucional por parte de uno de los grupos de derechos humanos más vitales que gravitaron dentro de la alianza oficial dio lugar a una de las incongruencias más inquietantes que también forman parte del legado cultural del kirchnerismo. Esta superposición de lógicas oximorónicas, que terminaría por desplegarse durante la restauración conservadora, tuvo su manifestación más vehemente con la “aparición” del nieto número 114: Ignacio Guido Montoya Carlotto. El festival Asterisco celebró en 2017 su cuarto año consecutivo bajo la dirección de Albertina Carri, directora de Los rubios y autora del primer reality de la memoria. 8
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4. El milagro atendido El martes 5 de agosto de 2014, los argentinos se encontraron con una noticia inesperada: el nieto desaparecido número 114 había sido encontrado. Y no se trataba de un nieto cualquiera, sino nada menos que del nieto de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela Carlotto. Tres décadas después de la desaparición de su hija Laura Carlotto, militante montonera que había sido secuestrada durante el embarazo, la presidenta de Abuelas nunca había dejado de buscar a su nieto. Se sabía que Laura Carlotto, cautiva en el centro clandestino de “La Cacha”, había sido asesinada luego de dar a luz, al igual que su compañero de militancia Walmir Oscar “Puño” Montoya. A lo largo de todos estos años, la presidenta de Abuelas no había dudado en presentar el hallazgo de cada nieto como propio. En este contexto, la aparición de Ignacio Guido Hurban Montoya Carlotto resultó explosiva. O bien, tal como señalaron los medios, un “milagro atendido”. Durante esos días de alborozo social, los titulares que se diseminaron en medios locales y extranjeros fueron rimbombantes: Guido Montoya Carlotto, nacido el 26 de junio de 1978 en el Hospital Militar, había “reaparecido” 36 años más tarde bajo el nombre de Ignacio Hurban en Olavarría, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, donde dirigía la escuela municipal de música, tocaba tango y jazz en distintos ensambles y todos lo conocían como “Pacho”. Casi para completar la rueda pública de escalofríos, se supo que antes de realizar las pruebas de ADN Guido/Ignacio había tocado en el predio de la ex ESMA dentro del ciclo Música por la Identidad organizado por las propias Abuelas de Plaza de Mayo. Había sido por entonces cuando el joven habría sentido por primera vez el “refucilo de la duda”, como gustaban señalar los comentaristas más enfáticos. Tal como señaló oportunamente Gabriel Gatti, aquel “júbilo unánime” hablaba de cierta “banalización del bien” asociado a la biologización de los vínculos que traía la milagrosa aparición de Guido (Gatti 2014). Ciertamente, la acumulación de presagios no hizo más que convertir en encuentro en una fábula casi perfecta de celebración y afirmación sanguínea que se tradujo en reacciones tan eufóricas como conmovidas que resonaron y se hicieron virales en casas, calles y redes sociales. La foto del encuentro-36 años-después de la Abuela y el Nieto Más Famosos recibió miles de likes en Facebook y fue trend en Twitter. Así, la recuperación de Guido/Ignacio parecía consagrar
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de manera brillante aquella furtiva ecuación donde verdad es igual a sangre. Pero si a primera vista la narrativa biológica del reencuentro de la “familia herida” pareció encontrar su ejemplo más prístino —reforzando también el proceso de biologización, o racialización de la intimidad postdictadura—, me gustaría mostrar cómo, de manera paradójica, la ola de afectos que devino viral por aquellos día terminó cuestionando las tendencias endogámicas y exclusivistas de los familiares de las víctimas. 5. Guido, el nieto de todos Por aquellos días, la corriente afectiva pareció hermanar a todos. Nadie quiso perderse ese abrazo extendido que se demandaba casi como derecho adquirido. El fenómeno Guido hacía vacilar toda categoría aprendida. Ni la hipótesis del “famoseo” de abuela y nieto, ni aquella sobre la “memoria genética” (“Él ya tenía algo adentro”, tal como se vanaglorió por entonces la flamante abuela), aunque encantadora para algunos, alcanzaron para explicar una intensidad afectiva que se había vuelto viral, y que sorprendió a los propios protagonistas.9 La emoción de la presidenta de Abuelas fue palpable en las imágenes que la mostraron saludando desde el balcón de su casa en La Plata, cual heroína de cierta estirpe postsanguínea. “Todos ustedes me estaban buscando”,10 declaró el propio nieto 114 en conferencia de prensa, haciendo suyo el desconcierto alelado que inundaba la sede de Abuelas atiborrada de cámaras, y transformándolo en felicidad sin dueño. “Guido, Guido”, corearon insistentemente los periodistas abandonando por una vez la mentada objetividad profesional. También los reporteros de los afectos públicos se sintieron parte de un abrazo, que no estaba ya circunscripto a la mesa de familiares biológicos reunidos por la organicidad de la sangre, sino el abrazo de cierta comunidad ampliada, de aquellos que compartían la indignación frente a la injuria de la desaparición y también Véase “Ignacio Guido Montoya Carlotto: la sorprendente historia del nieto ideal”, . 10 Véase “Hace dos días que se quién soy, o quien no era”, . 9
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la alegría frente al reencuentro más esperado. Sin embargo, ese mismo día, el nieto recién recuperado no tan incómodo ante las cámaras como ante la materialidad sonora de un nombre, el suyo, el nieto-de-todos, pedía, casi imploraba frente a la sucesión de “Guidos”, “métele un Ignacio”. Mientras el nombre de sangre, el nombre biológico, parecía certificar el final de la búsqueda y garantizar la felicidad orgánica de la familia herida, el nieto pedía ser llamado por su nombre de crianza. Así, también mostró, por aquellos días, hasta qué punto la pregunta por el nombre propio, en el sentido último aludido por Jacques Derrida, es siempre una aporía nunca resuelta, un nombre “por-venir”, acaso nunca más acuciante que frente al dilema sangre-verdad que amenazaba la seguridad, siempre precaria, de la narrativa biológica. Así, aquel encuentro nieto-abuela también mostraba una paradoja difícil de digerir para la narrativa feliz de los familiares de las víctimas. El mismo nieto recuperado que aseguraba públicamente sentirse “cómodo”, “tranquilo” con la verdad recién adquirida, no dudaba, sin embargo, en afirmar públicamente, y ante todos los flashes, haber tenido una infancia feliz junto a su familia de crianza. Esa misma familia que, por acción u omisión aparecía como cómplice de la maquinaría de la desaparición, y sobre la que ahora pesaban las sospechas más indecibles, era resguardaba por el nuevo héroe nacional en nombre de una supuesta “infancia feliz”. Mientras los medios progresistas, adscriptos a la narrativa sanguínea de los familiares de las víctimas, preferían silenciar esas tribulaciones, tal vez demasiado desconcertantes, el nieto-de-todos no dudaba en enunciarlas públicamente con sonrisa encantadora. Si el video institucional de Abuelas de 2013 parecía haber ofrecido una salida única a la pregunta por la identidad, el “caso Guido” mostraba cómo las respuestas son siempre múltiples, complejas y hasta contradictorias. De ese modo, el encuentro más esperado lograba inaugurar un territorio filial, tan frágil como indecible; una nueva estirpe postsanguínea. ¿Cómo conciliar los distintos modos de “verdad” que parecerían escurrirse más allá o más acá de los dictados de la sangre?, ¿cómo imaginar un nuevo lenguaje —o acaso una nueva ficción— que pudiera tolerar, o incluso abrazar, extravagancias sanguíneas más allá de toda moral humanitaria oficial? De algún modo, la recuperación de Guido llegaba para ofrecer un lenguaje más fluido para re-
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pensar la idea de familia bajo la luz de la pérdida y sugerir un terreno de filiaciones ampliadas que cuestionaban tanto una inscripción normativa como reduccionista del parentesco. Así, el “caso Guido” pareció recordar cómo, al decir de Judith Butler, el parentesco reúne “toda práctica de dependencia que negocia la reproducción de la vida y las demandas de la muerte” (Butler 2004: 102). Como nunca, la recuperación de Guido logró poner en escena una vía alternativa para explorar las reelaboraciones del parentesco que se pusieron en juego durante los años kirchneristas. Así, esa experiencia local, ponía en marcha una suerte de transferencia en los sentimientos de propiedad de la pérdida, que por una vez eran reclamados por una red de entusiastas anónimos, desprovistos de todo pedigrí, que hacía trastabillar todo derecho adquirido y cierta voluntad de sangre azul contenida entre los familiares de las víctimas. De este modo, la recuperación de Guido Montoya Carlotto mostró un desplazamiento de la narrativa sanguínea inequívoca, que sigue gravitando de manera decisiva para imaginar políticas de la memoria en escenarios transnacionales. Casi a pesar suyo, el nieto 114 ofreció una suerte de coming out colectivo para tramitar y procesar las reverberaciones de la pérdida provenientes del trauma dictatorial. El caso Guido permitió vislumbrar cómo las experiencias traumáticas también pueden propiciar nuevas formas de encuentro, que se abren más allá del jubileo sanguíneo propuesto por la comunidad de las víctimas. Durante esos días de intensidades cruzadas, Guido fue el nieto de todos. Precisamente, ese carácter colectivo del encuentro sugirió otra forma de intimidad, permitiendo avizorar un escenario más allá de la sangre. Para explorar los dilemas y los modos de filiación que se tejieron en este escenario postsanguíneo me gustaría incorporar a la escena de análisis a 23 Pares, un proyecto televisivo ideado por el matrimonio (amoroso y profesional) de la periodista Marta Dillon y la cineasta Albertina Carri, ambas hijas de desaparecidos, y madres a dúo de Furio Carri Dillon Ros, cuya filiación triple fue recientemente reconocida.11 En julio de 2015, Marta Dillon, Albertina Carri y Alejandro Ross pudieron reinscribir el certificado de nacimiento de su hijo y registrar su filiación triple. El caso funcionará como antecedente de otras familias en situación parecida. Véase Rodríguez (2015). 11
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6. La telenovela de la sangre: 23 Pares Estrenada en 2012, la serie televisiva 23 Pares recorrió en 13 capítulos los más intrincados casos de identidad, género y herencia que llegaron a ser examinados a un instituto especializado en pruebas de ADN. El comienzo ficcional resulta casi iniciático: el Instituto Genhuman, fundado por una prestigiosa pareja de científicos —el matrimonio Iturrioz— fallecidos prematuramente, pasa a manos de sus descendientes: Helena, abogada y madre de dos hijos; y Carmen, bióloga especialista en genética, enamorada de una mujer policía, y descripta como el primer personaje “pan-sexual” de la televisión argentina (Trerotola 2013). El último heredero es Gustavo, el tercer hermano Iturrioz, con síndrome de Asperger y estudioso obsesivo de las dinastías reales europeas. La telenovela parecería haber sido escrita en una suerte de clave sanguínea de filiaciones desplazadas o torcidas. Sin ir más lejos, la pasión de Gustavo por las dinastías reales recuerda la obsesión sanguínea de los familiares de las víctimas proyectado a escenarios pre modernos globales. Después de todo, distintas experiencia de pérdida y duelo, han dado lugar a formas subrepticia de “sangre azul”, parientes transnacionales de la “familia herida” argentina. Más aún, los distintos episodios de la miniserie 23 Pares parecerían ofrecer una vía alternativa para explorar las reelaboraciones del parentesco que reverberaron durante aquel estadio particular del duelo argentino entre 2003 y 2015, haciendo extensivos los modos en los que la figura de la víctima y del doliente se propagaron en escenario ampliados. Así, cada episodio propuso desafíos disímiles para repensar la idea misma de identidad: un hombre que descubre en su madurez que ha sido adoptado (y que tiene una familia biológica que lo busca); dos niñas que fueron intercambiadas en el momento del nacimiento y parecen desplegar destinos paralelos; una niña transexual que lucha contra la medicalización y termina abrazando la intersexualidad como “algo que nos sucede a todos”; el caso de una adolescente violada por su padre y enfrentada a decidir qué hacer con ese embarazo; una hija de desaparecidos que descubre que su primo y único pariente vivo es un líder neonazi. Uno a uno, los protagonistas eventuales de 23 pares sostienen por momentos que la sangre no miente, o deciden rechazar el ADN como única forma de verdad. A pesar de sus circunstancias dramáticas, cada episodio
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explora los reversos de distintos linajes maltrechos con una carcajada o una mueca irónica, acaso mostrando cómo el humor es siempre un emergente misterioso —y hasta salvador— de lo traumático. De este modo, si en 2013 el spot institucional de Abuelas pareció proporcionar una respuesta única a la lucha por la identidad, 23 Pares señala cómo las respuestas siempre son múltiples, tienen carácter precario y hasta contradictorias. En la serie el ADN no aparecía como prueba concluyente, sino apenas como punto de partida. En una entrevista, Albertina Carri, una de las creadoras de la serie aseguró: “El ADN es una suerte de metáfora del legado con el que una llega al mundo, un punto de partida, la materia prima que sirve para modelar el lugar propio. La distancia entre ese punto cero y ese otro punto que nunca es de llegada, es la búsqueda de 23 Pares” (Yuszczuk 2012). Si en los distintos episodios de la serie de ficción los árboles genealógicos quedaban inevitablemente interrumpidos, las formas de la pérdida aparecieron inevitablemente enlazadas. Así, también el discurso científico —el discurso sanguíneo, celosamente defendido por Abuelas— también fue socavado en la ficción televisiva como único criterio de validación de la identidad. Por el contrario, 23 Pares ofreció un laboratorio experimental donde las filiaciones surgidas de distintas experiencias de pérdida pudieron ser testeadas, refutadas o abrazadas. Así, la serie ideada por Carri y Dillon logró poner en escena una opereta distorsionada de la sangre que iluminó un linaje de filiaciones extendido no victimizante con proyecciones globales. Veamos un ejemplo. Las variantes de linajes alternativos terminaron por coincidir en el drama que agita a la familia protagonista. A la medida de todo gran culebrón, un secreto atesorado por años queda finalmente expuesto: la pareja Iturrioz, formada por padres difuntos, adorados profesionales, científicos brillantes y generosos proveedores de sus hijos, resultó estar formada por hermanos biológicos. “Creía que era la hija de dos padres maravillosos y ahora resulta que me criaron dos degenerados”, se lamenta Helena al descubrirse heredera de un linaje abyecto. En este marco, las dinastías reales que Gustavo diseccionaba en la serie con pasión lunática reaparecieron bajo un nuevo signo, revelando el carácter ficcional y autogenerado de toda narrativa sanguínea. Una vez más, los orígenes endogámicos de la familia protagonista evocan la lógica exclusivista de los familiares de sanguíneos de las víctimas argentinas, después de todo, variante más o menos oficiales de un linaje tan encaprichado como incestuoso.
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De ese modo, frente a la inscripción reduccionista de lo sanguíneo como estrategia exclusiva frente al pasado traumático que subyace al spot publicitario de Abuelas de Plaza de Mayo, una producción cultural considerablemente marginal, 23 Pares, lograba sugerir formas alternativas de afecto y cuidado, que podrían extenderse más aquí y más allá de los vínculos biológicos. Quisiera detenerme en uno de los episodios finales de la serie. Tengo la impresión de que en su respuesta disidente a los pronunciamientos sanguíneos de la “familia herida” se alcanza a delinear una promesa de interés para una crítica al victimismo a nivel global. 7. Parientes por-venir El episodio se titula “Reparaciones”12 y comienza con la identificación de los restos de una mujer desaparecida, un caso en el que el matrimonio Iturrioz había trabajado sin éxito antes de que su muerte dejara el instituto en manos de sus hijos. El episodio evoca desde la ficción la recuperación de los restos de Marta Taboada, madre de Marta Dillon, periodista, escritora y editora del suplemento feminista en el diario Página/12.13 Secuestrada en octubre de 1976, Taboada era maestra, abogada y activista del Frente Revolucionario 17 de Octubre. En agosto de 2011, sus restos fueron hallados por el Equipo Argentino de Antropología Forense en una fosa común junto a otros militantes asesinados en un falso enfrentamiento en una esquina del barrio de Ciudadela en Buenos Aires. Luego de 35 años de búsqueda, Marta Dillon pudo enterrar a su madre. Tal como lo publicó en distintos artículos periodísticos y en su libro Aparecida (2015), aquel entierro funcionó como una segunda muerte y también como una extraña forma de victoria. En la ficción, y haciéndose eco de aquel episodio, dos mujeres, una adolescente y otra de mediana edad, revisaban la ropa y luego los huesos de una madreabuela recuperada. “Tenés sus mismos colmillos”, bromeaba la nieta. El funeral se atisba brevemente como una suerte de celebración extática donde se enlazan las zapatillas de baile de la difunta y los cánticos vindicativos de 23 Pares, capítulo 12. Disponible en . El episodio televisivo podría pensarse como antecedente del libro Aparecida, publicado recién en 2015, donde Marta Dillon ahonda en la recuperación de los restos de su madre. 12
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H.I.J.O.S, y cierta forma de reparación afectiva se produce una vez más, esta vez en la ficción. En el mismo episodio, un poco más tarde, los hermanos Iturrioz llegan juntos a otro cementerio. Esta vez se trata de cumplir con el deseo póstumo de los padres: la cremación. Helena y Carmen intentarán sustraer una muestra de ADN para comprobar si sus progenitores eran efectivamente hermanos. Sin embargo, Gustavo logrará torcer el destino de lo irrefutable y los cuerpos del matrimonio Iturrioz terminan siendo incinerados sin test genético de por medio. “Nuestro secreto está protegido”, susurra sobre las urnas el descendiente estudioso de los linajes reales. Helena no tiene consuelo. Es Carmen, la hermana genetista, quien le ofrece aliento: “El ADN no es la única manera de saber la verdad. Tenemos mucho que investigar, muchos familiares por conocer”, asegura. A mi entender, la declaración de Carmen como personaje de ficción podría ser leída a contrapelo de las políticas sanguíneas tradicionalmente defendidas por los familiares de las víctimas. Mientras que organizaciones como Abuelas —en particular en su spot de 2013— suelen sostener versiones normativas de la familia donde lazo biológico y verdad aparecerían inevitablemente enlazados, la producción de Carri y Dillon impulsa otras encuentros afectivos, donde la ecuación verdad y filiación entra necesariamente en conflicto. Así, 23 Pares desnuda la paradoja que acecha los escenarios atravesados por el duelo: una obsesión por la sangre que siempre puede mostrar su veta más conservadora. Frente al discurso de la identidad sanguínea como arma “premoderna” (Gatti 2011), el personaje de Carmen muestra hasta qué punto otro relato es posible, acaso una nueva ficción lanzada al futuro: la ficción de los “parientes por-venir”, una familia extendida anacrónicamente en el tiempo no constreñida por lazos sanguíneos. Este linaje experimental habla de una modalidad de ser con otros que no sigue un tiempo cronológico. Por el contrario, logra delinear otras formas de intimidad que ayudan a imaginar cómo los linajes de las “familias heridas” pueden extenderse más allá de sus víctimas directas. Estas formas de encuentro hablan de condiciones de supervivencia ampliadas que tienen el poder de convocar nuevos públicos y comunidades de afectos. Así también, esta estirpe postsanguínea vislumbra comunidades extendidas que se abren más allá de los lazos biológicos; un ensamble de afectos que enlaza pasado y presente, placer y pérdida.
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8. Afectos postsanguíneos En los últimos años, los estudios queer se han interesado en identificar narrativas de parentesco que “no estén organizadas por el deseo de la reproducción, o el deseo de ser como otras familias”, tal como describe Sara Ahmed (2010: 114).14 Así, también las nuevas formas de familias que aparecen en la ficción de 23 Pares se han conformado a partir de escenarios de desorientación y pérdida. Son esas circunstancias adversas las que subrayan su potencial queer para generar un nuevo modo de estar juntos más allá de las restricciones sanguíneas. En registros no comparables, la “aparición” de Guido Carlotto y la serie ideada por Albertina Carri y Marta Dillon plantean interrogantes que cuestionan la idea misma de filiación a escala global. Si en el discurso de Abuelas la idea de felicidad aparecía como orden moral atado a lo sanguíneo (un futuro prometido donde los nietos son recuperados como designio de una verdad “genética” o “biológica”), las biografías exploradas en 23 Pares movilizaron formas no normativas de felicidad que se extienden más allá de los dictados de la sangre. Mientras que en el spot de Abuelas el pasado aparecía cargado de poderes extorsivos, 23 Pares propone formas de correspondencias afectivas que sugieren otras formas de habitar el mundo. Más allá de los dictados del Edipo y el incesto, el ciclo permitió imaginar una esfera del parentesco habitada por deseos colectivos que muestran cómo algunas formas de reparación todavía son posibles. Así también, el caso Guido-Ignacio obligó a imaginar lenguajes más amplios para albergar una idea de familia postsanguínea. Tal como propuso David Eng en un contexto diferente pero aún extrapolable, “el sentimiento de parentesco pertenece a todos” (Eng 2010: 198). De alguna manera, también el “caso Guido-Ignacio” logró hacer este sentimiento público. Mostró cómo la condición del nieto recuperado constituye una instancia de filiación capaz de suscitar procesos afectivos de identificación, empatía y transferencia tan extensos como intrincados. En marco, hablar de reparación obligan a pensar cómo la violencia ha forzado ciertas reelaboraciones del parentesco, formas expandidas de filiación no limitadas por la sangre. Más aún, los episodios de 23 pares movilizan imágenes que cuestiona las nociones convencionales de familia y funcionan como reverso de los enfoques 14
La traducción es mía.
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victimizantes, endogámicos e incestuosos del trauma asociados a las “familias heridas” en escenarios globales. Precisamente, al habitar la deformación de la idea de lo familiar forzada por el terrorismo de Estado, estas historias desafían tanto al Estado como a la santidad del parentesco. La aparición de Guido ayudó a imaginar formas de intimidad que extienden más allá de sus víctimas directas, el linaje azul de las “familias heridas”. De modo silencioso, el “nietoprimo-sobrino de todos” recordó hasta qué punto las formas de reparación afectivas permean a las sociedades en su conjunto. Así, también mostró cómo el ADN puede ser apenas el punto de partida de un aluvión de emociones colectivas donde se asoma, frágil, vacilante, una forma de parentesco extendida. El caso Guido vislumbró nuevas formas de encuentro que dan cuenta de condiciones de supervivencia ampliadas: una comunidad de parientes por-venir que, como recordaba el personaje de Carmen en la ficción, no está unida por la sangre, sino por un deseo de ser con otros. Así, la fábula del “nieto-primosobrino de todos” mostró cómo ciertas formas del placer pueden surgir como revés intrigante de un duelo compartido. Tanto el fenómeno Guido como las historias que forman parte de 23 Pares exploran dimensiones dispares de la herencia dictatorial argentina que sugieren diálogos transnacionales con otros escenarios postraumáticos. Estas narrativas no proponen reconciliación. Por el contrario, hablan de modos diferentes de habitar la pérdida y el dolor que invitan a imaginar nuevos escenarios post-sanguíneos. Bibliografía Ahmed, Sara. The Promise of Happiness. Durham: Duke University Press, 2010. Berlant, Lauren. The Female Complaint. Durham/London: Duke University Press, 2008. Butler, Judith. Antigone’s Claim: Kinship Between Life and Death. New York: Columbia University Press, 2000. — “The Desire for Philosophy”, una entrevista de Regina Michalik, Lola Press, mayo, 2001, (última consulta 3/5/2017). — Undoing Gender. New York-London: Routledge, 2004. Eng, David L. The Feeling of Kinship: Queer Liberalism and the Racialization of Intimacy. Durham/London: Duke University Press, 2010.
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FANTASMAS, ZOMBIS Y LA METÁFORA DE LA CARNICERÍA EN LA LITERATURA ESPAÑOLA Y ARGENTINA SOBRE LA VIOLENCIA DE ESTADO Luz C. Souto Universitat de València
Propongo para comenzar un bodegón del romanticismo: Trozos de carnero (1806-1812), de Goya. Lo expongo porque este cuadro trae implícitas las dos primeras acepciones de ‘carnicería’, la que se refiere a la exhibición de animales para la venta y consumo y la que señala la matanza de gente. En él, la imagen de la sangre, el lomo y la cabeza de un borrego desmembrado, funcionan como metáfora de los cuerpos despedazados en la Guerra de la Independencia española (18081814)1.
Figura 1.2
Conflicto bélico desarrollado en el contexto de las Guerras Napoleónicas por la imposición de José Bonaparte, hermano de Napoleón Bonaparte, como rey de España. El territorio español que no había sido anexado por los franceses nombra a Fernando VII como legítimo heredero y, con el apoyo de Reino Unido y Portugal, logra la victoria sobre el ejército napoleónico. 2 Disponible en: (última consulta: 10/09/2015). 1
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Si aquí la violencia gráfica desencaja el concepto de arte y renueva el género del bodegón, en cuadros posteriores de Goya3, los fusilamientos ya serían retratados explícitamente, y la carnicería pasaría de lo animal a lo humano. Igual de distintivas son sus pinturas negras, con Saturno devorando a un hijo como nefasto augurio del largo filicidio en el que se sumaría el territorio español. El cuadro es un manifiesto de la España del xix, también un presagio de la del xx. Pero, además, estas pinturas trazan tópicos que serán retomados por el arte de guerra, de entreguerras y de postguerra. La visión de Goya, retorcida y arqueada, lúcida y alucinada, marcó un estilo para el arte de la masacre, ya que en ella se conjugan la escenografía de las matanzas (sangre, carne desmembrada, ruptura de los lazos filiales) con lo extraordinario y lo sobrenatural: canibalismo, desfiguración de lo humano, animalidad, brujas, espíritus4. Para el contexto argentino, la raíz romántica no es menos tanática. Ricardo Piglia afirma que la narrativa argentina empieza dos veces, con Facundo (1845) y con El matadero (1838-1840)5, dos estallidos textuales sobre la matanza, la carnicería, la persecución y el crimen sobre el que se fundó el En El 2 de mayo de 1808 en Madrid y Los fusilamientos del 3 de mayo. También en los grabados Los desastres de la guerra las imágenes del caos cubren la escena y dominan la visión: cúmulos de piernas, de brazos, de cabezas. Montañas de desechos humanos. 4 En otras latitudes del movimiento romántico también amanecía una ristra de personajes literarios que acarrearían una larga estética ligada a la muerte. La saga de muertos vivientes, inmortales, regresados: Frankenstein (Shelley 1818), “Ligeia” (Poe 1838), “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” (Poe 1845). Más tardíos son los revividos Drácula (Stoker 1897) y Dorian Grey (Wilde 1890). 5 No es casual que el texto continúe siendo retomado por ilustradores y nuevos novelistas. Tal es el caso de los dibujos de Carlos Alonso, donde la mayoría de las imágenes están en blanco y negro y cuando son interrumpidas por el color, lo hacen desde la violencia del rojo. Enrique Breccia, por su parte, llevó El matadero al mundo del cómic, y esta es la visión que rescata Piglia en La Argentina en pedazos. Dentro de la narrativa cabe destacar Las islas de Carlos Gamerro, quien desde una novela ligada directamente a las consecuencias de la dictadura en la sociedad argentina de finales de los noventa, dedica varias páginas a describir una matanza en la Facultad de Veterinaria: “El animal que parecía muerto abrió los ojos y lanzó un mugido espantoso (…) Una cascada roja y humeante saltó hacia el piso de cemento, salpicando a más de uno y en pocos minutos no había centímetro que no estuviera cubierto, como si hubieran baldeado con sangre” (278). La descripción recuerda la obra de Echeverría, ahora resignificada por la matanza de la dictadura (1976-1983). 3
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Estado. A pesar de la tangencial diferencia —el texto de Echeverría es una ficción y el de Sarmiento, una autobiografía— en ambos la pugna es entre civilización y barbarie; en los dos se evidencia la escisión, una cruenta mutilación fundacional desde la que emergen dos genocidios6 (el indígena, y el de los militantes de los setenta). Así, la desmembración de la patria, “la Argentina en pedazos” como titula Piglia, la escenificación de ese territorio troceado, amputado y abonado de sangre que habita en el imaginario del país desde su fundación, prospera y encuentra su punto álgido (en cuanto a variedad de estilo, de personajes y número de publicaciones) en las representaciones actuales sobre la última dictadura argentina (1976-1983). Este avance, desde el Romanticismo a la actualidad, se cimenta por medio de dos figuras: las espectrales (ligadas al vacío, al aire, a la evanescencia, a la desaparición) y la de los cuerpos que regresan, la resurrección de la carne que más que volver como símbolo de vida eterna lo hace como emblema de la(s) masacre(s) estatal(es). Los dos retornos, en tanto maneras de volver al Estado y a la familia, en cuanto repatriaciones de ultratumba, funcionan como una narración esperpéntica del paisaje de violencia, muerte y crisis social que se ha atravesado con las dictaduras, y también, consecuentemente, como “la afirmación del testimonio y la memoria”, “como ritual de veridicción, con el que se intercambia lo real por lo simbólico, y [se] abre el juego a lo lleno y vacío, que porta la ficción en relación con la verdad y el saber” (Musitano 2011: 75). De este modo, tanto la carne que vuelve, el cuerpo de los insepultos y de los asesinados, como los aparecidos más espectrales, revelan con sus regresos la intención política de ocultarlos y la ineficacia del olvido; para hacerlo ponen en escena una retórica concreta que Musitano engloba bajo el enunciado “poéticas El sociólogo Daniel Feierstein se refiere a la última dictadura argentina como un “genocidio reorganizador” que destruyó y rearticuló las relaciones sociales. La novedad de este genocidio, frente a los genocidios que tienen como fin la creación de un nuevo Estado nación (genocidio constituyente) o los genocidios coloniales, que operan por fuera de la sociedad que los ejecuta (genocidio colonialista y poscolonial) es que en el caso argentino la operación se dirigió hacia adentro de una sociedad ya constituida, por lo que, la intención fue “transformar las relaciones sociales al interior de un Estado nación preexistente, pero de un modo tan profundo que logra alterar los modos de funcionamiento social del mismo” (2014: 358). 6
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de lo cadavérico”7. Si he comenzado este estudio con el cuadro de Goya como metáfora de la masacre de la guerra es porque el elemento fundamental sobre el que se articula esta poética es la carnicería, Musitano afirma que en ella confluyen las figuras del sacrificio8 o la fiesta cruenta. Con ello se evoca la exhibición brutal de la muerte, la elaboración simbólica de la oblación colectiva de la carne y su relación con una violencia sacrificial, religiosa, económica y política: La carnicería, como motivo o tema de creación, corresponde a la visibilidad de la muerte en una escena sanguinaria, desagradable y abyecta, que exhibe los resultados del desmembramiento, troceado y corte de la carne animal y/o humana. (…) Su conceptualización deja percibir la violencia sobre los cuerpos, la brutalidad (…) mediante la cual se imagina, anuncia, testimonia o denuncia excesos, abyecciones y crueldades. Si se muestran los restos —carne, sangre, huesos vísceras— o los cuerpos afectados por la violencia, entre otras cuestiones, se alude al predominio de unos sobre otros. Estos actos, similares a los que resultan de la cacería, configuran dos partes enfrentadas, el cazador y la presa; por lo que la analogía se amplía con respecto a animales predadores y carroñeros y por eso, también la matanza se corresponde con el asesinato sangriento y el canibalismo (Musitano 2011: 62).
Esta acepción de carnicería permitirá, por lo tanto, analizar la insistencia de la narrativa del siglo xxi que, tanto en España como en Argentina, utilizará la figura de los “regresados” (zombis, revividos) para hablar, a veces explícitamente y otras de soslayo, de la violencia estatal. Por otro lado, recupero, como otra manifestación heredera del Romanticismo y ligada a la “poética de lo cadavérico”, la presencia de fantasmas y espectros. Elsa Drucaroff identifica a Los Pichiciegos (Fogwill) como la primera ficción que aúna lo fantasmal con la figura de los desaparecidos. Sin embargo, las aparecidas de Fogwill9 no revelan por sí mismas el aconteciAunque Musitano se centra en el arte, plástica y videoarte de fines del siglo xx, en un escenario rioplatense, también recupera las raíces de la tradición occidental, desde la tragedia griega a las tradiciones medievales, el Barroco, el Romanticismo y las vanguardias. 8 Para un estudio sobre el carácter social del sacrificio, véase Mauss y Hubert (1899). 9 El narrador de Fogwill habla de los espectros de dos monjas con acento francés que aterrorizan a la tropa de soldados, en ellas se puede leer la desaparición de las religiosas francesas Léonie Duquet y Alice Domon. 7
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miento histórico, sino que la representación del trauma será “como duda, como enigma, como espectro” (Drucaroff 2011: 300). Este modo de incorporar a los desparecidos en la ficción fantástica “perdura dolorosamente intacto hoy, décadas después. La violencia represiva de clase que ejerció la dictadura militar no fue ni sobrenatural, ni demoníaca, ni incomprensible, estaba cargada de significados góticos que perviven en el imaginario social” (2011: 300-301). En este contexto, la muerte no dicha, los cuerpos escamoteados, la duda, la “incógnita”10 regresan y se encastran en la cultura, así, estas corporalidades que vuelven podrían definirse como “cuerpos desobedientes”11 (Longoni 2015), entidades que reinstalan el terror a la muerte y confrontan a la sociedad con los excesos no asumidos del pasado. Fernández, que analiza la figura del zombi como metáfora de las sociedades de control, nos dice que su imagen “es el miedo a la semejanza, miedo a que todos seamos infectados, mordidos, por ese tamiz de igualdad que nos equipara a todos. El zombi nunca es solo el otro temible del que hay que huir, es el yo, es mi yo reflejado, el doble oscuro, un carcomido Doppelgänger o un infecto Narciso que refleja mis propios temores” (2011: 28). Llevado al plano del pasado reciente, es también el
La idea del desaparecido como enigma es instaurada en el discurso que Jorge Rafael Videla da el 14 de diciembre de 1979: “¿Qué es un desaparecido? En cuanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido”. Disponible en (última consulta 10/09/2016). 11 Este concepto surge ligado a un nuevo proyecto inspirado en el lema “poner el cuerpo” que en 1983 llevó a las calles argentinas “El siluetazo”, acción entendida para Longoni como “prestarle el cuerpo, el aliento vital a otro cuerpo que no está para que de alguna manera esté presente. Una forma de presentificar la ausencia”. Que la idea de “poner el cuerpo” se transforme en 2012/2013 en “perder la forma humana” y finalmente acabe en “cuerpos desobedientes” y que sea explicado por Longoni como “volverse otro. Salir de la normalidad, salir de lo que se considera ‘humano’, y metamorfosearse, reinventarse, devenir otra cosa”, muestra la necesidad ya no solo de representar y traer la ausencia del otro, sino también de que esa ausencia invada y transforme lo vivo. Si en un comienzo hablamos de una especie de posesión (“prestarle el cuerpo” al otro, al desaparecido, al fantasma), ahora se trata de encarnarlo, desdibujar lo humano, “perder la forma” en el otro. Traigo a colación esta idea porque ese “devenir otra cosa” también está presente en la literatura que propongo, son los mismos cuerpos atravesados por el Estado y la política los que se convierten en regresados. 10
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miedo latente a ser devorado, serializado o absorbido por la dinámica de la “maquinaria desaparecedora” (Calveiro 2001, Gatti 2011). Teniendo en cuenta estas líneas, trataré de esbozar un breve muestrario de la literatura de regresados de los últimos años, a través de dos territorios de la “catástrofe” (Lewkowicz 2006, Gatti 2011): el argentino y el español. Soy consciente de que la figura de los regresados actualmente está siendo retomada desde diferentes geografías como metáfora global de la violencia, pero ante la imposibilidad de abarcar todos los escenarios me centraré en dos países que conectan desde traumas similares y desde figuras comunes que circulan en el análisis de los acontecimientos (los desaparecidos, los niños apropiados). Por otro lado, las instituciones de Argentina y España han colaborado tanto en los tribunales que juzgan los crímenes del franquismo como en los equipos destinados a las exhumaciones. Por estas razones también es usual ver en las producciones de ambos países el cruce entre una y otra represión. La literatura de uno y otro lado propone dos visiones abiertas a la historia y a los cuerpos inclasificables del pasado reciente, un proceso de maceración y putrefacción en el que las identidades vuelven a aflorar por medio del arte, y en el cual la narrativa, en cuanto ritual tanático, sigue reflejando un paisaje desolador en las dos orillas del Atlántico. Al purpurado cuello Selecciono como título del epígrafe de la producción argentina un verso de la Canción de la bandera, porque esta letra ha sido rememorada con insistencia por la narrativa que aborda, directa o indirectamente, la memoria de la última dictadura argentina.12 En algunos casos, la evocación de “el purEsta oda, también titulada Alta en el cielo, tiene su origen en la ópera Aurora, estrenada en el Teatro Colón en 1908. La ópera es una tragedia en tres actos que narra la historia de Mariano (patriota) y Aurora (hija de un jefe español). La canción, repetida (aunque difícilmente comprendida) diariamente por todos los escolares argentinos, ha sido recuperada en varias obras: el film Garage Olimpo (Bechis 1999) se cierra con la imagen de un avión sobrevolando el Río de la Plata y con el tema patrio de fondo. En la novela Vuelo triunfal (Vitagliano 2003), la alusión es desde el título. La trama de la misma se desarrolla a partir de una misteriosa carga transportada en aviones desde Buenos Aires hasta Bariloche. El contexto 12
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purado cuello” (cuello de “el águila guerrera”) está ligada directamente con el ideario de la carnicería, ya que representa el despedazamiento del cuerpo. Esta canción permite tanto la analogía entre purpurado (púrpura, rojo, sangre) y cuello, como la vinculación de la patria en el móvil del asesinato13. Un ejemplo que aúna la imagen de la carnicería y los fantasmas como metáfora de la masacre estatal es Fuera de la jaula (García Lao). En esta obra, el personaje de Aurora es asesinada mientras entona la canción que lleva su mismo nombre: Ese día había nacido para la tragedia. En mitad de una frase, al purpurado cuello, un imponderable provocó mi silencio. Y después, el declive. De algún modo, un LP se clavó en mi yugular como un bumerán demente. (…) Tal vez, la poética sangrienta de la frase se había encarnado en mi cuello. Ensangrentada, dije algo que nadie entendió, mientras un coágulo manchaba mi vestido. Me brillaron las pupilas encandiladas de muerte y después me agité. (…) El patriotismo duele. Una crueldad consciente y desquiciada le tira en contra (2014: 14-15).
Como se observa en la cita, la novela se inaugura con una voz fantasma. Aurora es una regresada desposeída de soporte físico: “Mi yo volvió a casa en un estado nuevo. Ni sólido, ni líquido. Algo cercano al vapor, tal vez. Entré por una ventana mal cerrada de la cocina” (2014: 22). Este personaje vuelve de la muerte para contar su historia y la de su familia, con ello la novela se construye como el relato de lo que no se pudo decir por la “poética sangrienes previo a la dictadura, transcurre durante el gobierno de Perón. También los alumnos de Ciencias morales “Cantan claro y dicen: Alta en el cielo/ un águila guerrera / audaz se eleva / en vuelo triunfal” (Kohan 2014: 76). Asimismo, Martín Kohan consciente del peso simbólico de las canciones patrias abre su ensayo El país de la guerra con “dos miradas al cielo”, una es la de “Febo asoma” (Marcha de San Lorenzo); la otra “el águila que audaz se eleva” en la Aurora, “son los comienzos de dos asiduas canciones patrias. Pero también son un comienzo posible (…) de una historia patria que se conciba (…) como historia de guerra” (2014: 13). 13 Un ejemplo que no abordaré en el presente trabajo es la novela El purpurado cuello de Jorge Castelli: Alejandra Carranza, una ex desaparecida, resignifica la letra de Aurora cuando treinta años después de su secuestro clava una tijera en la yugular de su torturador: “Sangre en mi remera, sangre en mis pantalones, sangre en mis manos. El purpurado cuello” (2012: 307). El momento en que el personaje entiende finalmente qué significan los versos que repitió desde pequeña es aquel en el que hace justicia por mano propia.
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ta de la patria”, por la “crueldad desquiciada” y porque, cuando Aurora intenta hablar ya es tarde, ya se desangra, “nadie me entendió”, dice, y agoniza mientras “un coágulo” mancha su ropa. He incluido esta narración para abrir el análisis novelístico por su excepcionalidad en el tratamiento del horror. Este texto recupera la estética romántica por múltiples vías (la carnicería —Aurora degollada—, los espíritus, los dobles, los autómatas) y la instala en un escenario porteño que abarca tres décadas de historia argentina, desde 1956 a 1989, desde los años de la Revolución Libertadora a la presidencia de Carlos Saúl Menem14. Por otro lado, el universo caótico que se construye en el espacio diegético refleja la convulsión y el desorden del país. Fuera de la jaula funciona como un circo de los horrores privado, un caos narrativo donde el afuera, el contexto social y político, se encuentra sesgado por una trama desopilante. Además del fantasma-Aurora hay una autómata que intenta ocupar su lugar, una femme fatale artificial que orquesta la destrucción, Lana. La autómata, para diseminar más la ramificaciones del texto, ha sido creada por un Coronel y es quien asesina a Aurora (entiéndase la aurora, el nuevo nacimiento) mientras suena la canción patria de fondo. El Coronel es el gran hacedor y organizador de ese horror dentro de la jaula, que bien podría simbolizar a Argentina como lugar de encierro, una cárcel de la que solo es posible salir por medio de la muerte, como Aurora. No obstante, la historia del país es lo oculto de la narración y solo se presiente por el exceso, en la exhibición, en los flujos que brotan y que traen muerte. Otra singular metáfora del texto de García Lao es ManFredo, un siamés con dos cabezas15. Este personaje encarna, con sus
La selección de García Lao no es azarosa. Abarcar solamente los años de la última dictadura no le hubiera permitido hacer una metáfora acabada de la situación del país. Se remonta a la dictadura cívico militar de 1955-1958, autodenominada “Revolución Libertadora” y conocida también como “Revolución fusiladora” por las ejecuciones autorizadas por el dictador Pedro Eugenio Aramburu. En 1970 Aramburu fue secuestrado y asesinado por la organización guerrillera Montoneros. El cierre propuesto por García Lao es en 1989, con el comienzo del gobierno de Carlos Menem y con él, los indultos a los militares y a los sobrevivientes de las organizaciones armadas. 15 Estos personajes, además de rendir homenaje a la tradición del Romanticismo alemán se imbrican con la tradición cinematográfica de principios de siglo xx con películas como Metrópolis (1927) y Freaks (1932). 14
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pensamientos y escrituras bicéfalas la metáfora de los dos demonios, las dos mitades de un mismo cuerpo (la nación) que se repelen: “Fredo lo maltrata. A veces, parece que lo odia. Todas las mañanas se despierta con cara de asco, hastiado de su mitad” (76). ManFredo es, asimismo, la evidencia de una deformidad genética, la corrupción del ADN y, a su vez, el cuerpo monstruo de un adolescente que rompe desde lo corporal con la representación del orden. De esta manera, los personajes de García Lao escapan de lo humano (o bien porque no lo son, o bien por sus anomalías) y acarrean escenas de una fuerte magnitud semiótica, ya que su caracterización permite múltiples lecturas y significados. Se trata, recurriendo a Fernández, de la “espectacularidad del horror”. Puestas en escena donde “el horror rebasa la gramática de nuestros códigos visuales” (2011: 30). Más explícitos que los personajes son los títulos de los capítulos, que funcionan como anclaje con lo que no está a partir de la reproducción de versos de marchas patrias: “Punta de flecha” (13), “Avanza el enemigo: estrofilla bélica” (30), “su rojo pabellón” (88), “la vida rinde” (102), “el ala es paño” (127), “del sol nacida” (129). La patria, de este modo, encarna el relato apocalíptico, es feroz, se vuelve plaga que no cesa: “la patria se le clavó en el cuello como una víbora hambrienta. Le arrancó la yugular” (148). Otros títulos de capítulos tienen un significado pleno solo por la reposición que el lector pueda articular: “Los deseos del coronel” (36), “Operación masacre” (52). Sobre el cierre de la novela aparece el río, la muerte y la posesión de otro que toma la voz16, vampiriza y se impone: “Al doblar hacia el río, cierta espiritualidad preciosa se me presenta en el alma. Algo se atempera: el disgusto de estar vivo y no saber para qué. Pero esa duda acompaña a cada ser con quien me cruzo. La muerte iguala y confunde. De quién es el cuerpo, la voz” (290-291). Aunque si hay en la narrativa argentina reciente un texto singular de regresados es el de Mariana Enriquez, Chicos que vuelven. Con una prosa perturbadora describe la reaparición en cuatro de los principales parques de Buenos Aires (Chacabuco, Avellaneda, Sarmiento y Rivadavia) de chicos que habían desaparecido en diferentes circunstancias y años. No son zombis a lo Romero, con cuerpos descompuestos y hambre voraz, son más bien ascetas: 16
Véase nota n.º 10.
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no comen, mantienen sus carnes lozanas e intactas, no han envejecido y apenas hablan: “Nadie quería hablar de eso, porque era indecible que los chicos no se alimentaran” (pos. 425)17. Estos muertos no retornan como horda descontrolada ni pretenden arrasar con la civilización, sino que regresan como hijos, como amigos, como padres18. Instauran, eso sí, un peligro más silencioso, la reapertura del duelo. Y con ello, un giro más: qué sucede si aparecen los desaparecidos, si la paradoja de la “aparición con vida” fuera posible. Pero a Enriquez no le basta el desajuste y refuerza la quimera con otra contradicción: mientras los vivos deben enfrentarse a la visión de un pasado traumático en carne y hueso (los ausentes, ahora presentes), ellos, los regresados, presentan síntomas de olvido y cicatrización. “Ninguno decía mucho, ni parecía querer contar dónde había estado. Tampoco parecían reconocer a las
Dado que para Chicos que vuelven se ha utilizado la edición para e-book, en este caso, se citará por “posición” y no por “página”. 18 Ya he mencionado que actualmente la figura de los regresados ha resurgido como metáfora de la violencia en diferentes contextos. Un ejemplo es la serie francesa Les revenants (2012), donde los muertos de un pequeño pueblo aparecen cerca de los lugares donde fueron enterrados. No son fantasmas ni zombis, gozan de buen aspecto físico y psíquico. La única alteración es, una vez más, la falta de recuerdos sobre la tragedia y que el tiempo no ha transcurrido para ellos. La diferencia con la novela de Enriquez es que la argentina incorpora la “desaparición”. Los padres de los menores, en muchos de los casos, no tienen la certeza de la defunción. Esta serie está basada en la película del mismo nombre, Les revenants (Campillo), que profundiza en la imagen de los regresados como seres que buscan recuperar el espacio familiar, social y emocional que tenían antes de morir. Los que vuelven sería quizás una traducción más adecuada del francés, y que recuperará Enriquez para el título de su libro. Como secuela de la producción francesa, en 2014 se estrena el film The Returned con el lema “No son zombis, tampoco humanos”, se trata de la propagación de un virus que ha convertido a gran parte de la población en zombis, pero que ha sido controlado por medio de una proteína, de manera que vivos y no-muertos-no-vivos conviven. El éxito de la producción francesa en el contexto europeo también alentó la versión norteamericana, con el título de The Returned US, estrenada en marzo de 2015. No obstante, una de las producciones más logradas respecto a la integración o discriminación de los regresados es la serie In the Flesh (2013), que se inicia en un escenario donde la invasión zombi ya ha sido controlada y un gobierno altamente militarizado está legislando esa nueva situación. En la misma se describen desde los centros de internamiento para zombis hasta nuevas drogas de diseño que contrarrestan el control del virus. La novedad es que los regresados vienen con sus recuerdos de la vida anterior y con las imágenes del tiempo en que estuvieron transformados y comieron a sus vecinos o seres queridos. 17
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familias aunque se iban con los que los venían a buscar con una mansedumbre que resultaba todavía más espeluznante” (pos. 351). Los chicos vuelven sin memoria y físicamente intactos, solo muestran una alteración en la boca: “Los dientes de la Vanadis aparecida no sólo eran amarillentos. Estaban rotos, torcidos. Para Mechi, esa era la prueba de que Vanadis estaba muerta” (pos. 590). Sus cuerpos (antes desaparecidos) y el recuerdo de los otros (alentado por fotos y redes sociales) son la única evidencia de que existieron. En ellos el acto de regresión está desprovisto de identidad. Son los archivos y los vivos quienes les otorgan una pertenencia. No es de extrañar que la estructura de regreso se desmorone a las dos semanas de las primeras apariciones, ya que “se fue instalando un miedo sordo que nadie se animaba a vocalizar por temor a que los ecos no terminaran nunca” (pos. 362). Así, tras el suicidio de algunos padres se da paso a la expulsión de los regresados de sus hogares, la des-filiación y la vuelta a la intemperie: “Lorena volvió a Soldati, pero en quince días sus padres la ‘devolvieron’ (…). ‘Yo no sé quién es esta, pero no es mi hija. Me equivoqué. Se parece mucho, pero no es mi hija’”, y “el Guachín”, un ladrón precoz que había sido atropellado por un camión en el Puente la Noria, “apareció vivo y sin las costillas clavadas en los pulmones —ella había visto las fotos de la sangre en el pavimento, mezclada con algunas tripas—” (pos. 395). Todos retornan a la matriz (los parques porteños) y deambulan por el perímetro con una desidia que recuerda a los personajes de Bruzzone19: “ellos seguían sin hacer nada, solamente estaban allí” (Enriquez pos. 420). Para Silvana Mandolessi, el texto de Enriquez “dibuja un retrato lúgubre de la sociedad”, porque “el espacio clásico de la ‘casa embrujada’, en lugar de ser el espacio cerrado y claustrofóbico de lo doméstico se traslada al espacio público”. Mandolessi lee en Chicos que vuelven una sociedad paralizada: “La casa embrujada es ahora la sociedad entera, un espacio abierto que se clausura. El efecto del terror en la sociedad es indolencia, parálisis: una sociedad que no puede actuar, que no puede actuar políticamente. Incapaz de confrontar los fantasmas” (Mandolessi 2012: 6). Tanto en Los topos como en Las chanchas. También podría rastrearse en Barrefondo, en esta novela, además, hallamos una voz fantasma, la de Yuyo, el amigo muerto del protagonista. 19
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Dos sentidos sobrevuelan toda la novela, pero como en el caso de García Lao, no se dicen. Primero, la reminiscencia de los desaparecidos, los de la dictadura y “la nueva generación de desaparecidos”, también evocada por Bruzzone en Los topos: los “neodesaparecidos”, los “postdesaparecidos”, “los postpostdesaparecidos, es decir los desaparecidos que venían después de los que habían desaparecido durante la dictadura y después de los desaparecidos sociales que vinieron más adelante” (2008: 80). Segundo, la apropiación de los hijos de los militantes y las posteriores restituciones. Los jóvenes que vuelven sin identidad, que aparecen y se integran en una familia biológica hasta el momento desconocida. La insinuación histórica del pasado reciente se contiene, pero finalmente estalla, porque no hay regreso posible a la filiación ni a la vida, ahí el significado revienta y los muertos se agolpan en una Casa Rosada vacía, la toman, se instalan y se revelan como un organismo indivisible, una manada de ex desaparecidos: “sintió entonces que no eran chicos, que formaban un organismo, un ser completo que se movía en manada” (pos. 612). La idea de un organismo conformado a partir de las partes de los cuerpos de los desaparecidos también está presente en otra narrativa del aire, de la evanescencia, Los niños transparentes (Huertas)20. Aquí, el regreso es de Purita, una entidad acuática que vive en el río de La Plata y que se manifiesta al ser alimentada diariamente por muertos, “el alga respiraba (…) su letargo inmemorial hasta que encallaron los muertos, o los casi vivos que murieron en el agua” (2005: 91). Otra de las voces de la nueva narrativa que retoma esta línea es Incardona, quien recupera el mito de Frankenstein para dar forma a un gigantesco Esperpento en El campito. Esta criatura, hechura de los médicos forenses del Hospital Militar, es un arma biológica realizada con trozos de cadáveres; entre las piezas de carne zurcida destacan las manos de Perón. Se hizo finalmente de carne y hueso, un titán, horrible y poderoso, tan alto y musculoso que su cuerpo equivalía al de veinte hombres comunes. Estaba cosido en todas partes y lleno de cicatrices. Tenía el torso descubierto y usaba una gigantesca bandera argentina atada a la cintura, que le cubría las partes más íntimas (2013: 56).
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Para un análisis detallado de este texto, véase Reati (2011).
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Tanto en El campito como en Chicos que vuelven y Los niños trasparentes hay una evolución desde los cuerpos troceados, sangrantes y despedazados por la muerte violenta (carnicería) a la elaboración de un organismo que actúa con conciencia propia. La manada de regresados es capaz de construir un ser autónomo que perturba, altera y evidencia con su presencia un pasado vivo que sigue incidiendo en la sociedad. Estos textos beben de la literatura romántica (tanto la europea como la que se produce en el contexto rioplatense) y, recurriendo a la experiencia de la última dictadura militar, exploran los diferentes modos de volver de la muerte: como fantasmas (Fuera de la jaula), zombis (Chicos que vuelven), monstruo acuático (Los niños transparentes), o por acción de la ciencia (El campito). Son muertos que están latentes, que despiertan, aparecen, se instalan e incomodan. Así, la tendencia en esta selección de la narrativa argentina actual, disímil a la de los textos ibéricos que abordaré a continuación, puede definirse como una invasión de regresados y fantasmas que aluden al imaginario de la carnicería en el racconto de sus asesinatos, pero no en el acto del regreso. Es el estatuto del no ser-no estar, la evaporación, el aire, el vacío, la nada, la transparencia, la desaparición, la que intenta ser representada. Memoria Z La nueva narrativa española, por el contrario, presenta un escenario desbordado de batallas, cuerpos, sangre, vísceras y violencia explícita. La “muerte extendida” de la Guerra Civil española primero, y luego la visión pública y diaria de los fusilamientos de los republicanos durante las primeras décadas de dictadura, sumado a imágenes de un gran impacto colectivo como, por ejemplo, la destrucción de Belchite o la tragedia del puerto de Alicante, han dejado su marca en la reelaboración artística que se hace de la guerra y la dictadura. No solo es más usual encontrar personajes tullidos, mutilados, deformes o monstruosos en la literatura española reciente, en cuanto a las novelas de regresados también es más frecuente la presencia de cuerpos que vuelven lacerados, con las marcas de la violencia que se les infringió cuando estaban vivos. En este caso es la tortura la que habla en sus retornos.
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Comienzo el repertorio con Una, grande y zombi, una sátira política que transcurre durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (presidencia 2004-2011) y que se hace eco del lema franquista “Una, grande y libre”, para desagarrarlo y ubicar en el lugar de la libertad la figura del zombi. Los protagonistas son dos huérfanos, Evaristo y Luz. La joven se contagia en el primer brote, desatado en el Camp Nou durante un partido de fútbol histórico que revela otra desmembración: España contra Cataluña. Desde los primeros párrafos, el texto recupera los problemas no resueltos de la política española: los nacionalismos, los crímenes sin juzgar de la dictadura y la pervivencia de núcleos franquistas en los gobiernos democráticos. El lenguaje y las descripciones de Migoya retoman la tradición de zombis inaugurada por Romero, pero los dota de conciencia y los llama “rabiosos”. La raíz del mal tiene su explicación en un plan de perpetuación en el poder trazado por Franco. De este modo, el exceso no solamente tiene que ver con la desmembración, las mordeduras y los despedazamientos; la rabia se presenta como virus histórico, enquistado en la geografía española, el contagio solamente libera y normaliza la tiranía de los diferentes estratos sociales. Como prueba de ello funcionan las historias de los protagonistas: los padres adoptivos de Luz, vinculados a la burguesía catalana, antes del holocausto zombi, la sodomizaban y la torturaban. Evaristo, por su parte, relata los ultrajes recibidos en un orfanato, connotando también la larga tradición de vejaciones que signa a los hospicios que funcionaron durante la dictadura española. Entonces, el brote de rabiosos ensancha una plétora que desde ya hacía tiempo colmaba sus límites. El raudal de muertos y vivos había aceptado la fiesta cruenta antes de ser contagiados. Como corolario, la narración se cierne sobre una imagen atiborrada de significados: el rey Juan Carlos y Franco, en un reencuentro glorioso, comparten a la amante del estropeado monarca: El viejo y su discípulo intercambiaron una sonrisa ladina, mediante la cual cada uno acordaba de modo tácito repartirse equitativamente la vieja rubia, y ambos escalaron a la cama para dar comienzo al banquete. (…) Los dos vejestorios se alimentaron como leones famélicos de la chati hecha lonchas (Migoya 2011: 234).
En este relato, España finalmente logra unificarse, y lo hace de la única manera posible, como zombis. La brutalidad del franquismo se vuelve eterna
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y el sacrificio colectivo de la carne muerta, violentada, llega al punto sublime abanderado por Franco y por los políticos del PP y el PSOE. El pueblo es comido literalmente por ellos, masticado, desmembrado. Otra de las obras que retoma la memoria histórica en clave zombi es 1936Z. La guerra civil zombi, a diferencia del texto de Migoya, en la novela de Cosnava hay un esfuerzo por hacer una genealogía de la decadencia española, desde 1903 hasta la Guerra Civil, introduciendo datos históricos reales: batallas, fechas, organismos, nombres y apellidos. Sin embargo, además del exordio, el autor repone la carnicería como una lucha por el poder de brujos haitianos, que capturan las almas tanto de nacionales como de republicanos. “Hay zombis y dos brujos que los comandan. Los muertos vivientes son todos iguales, sin alma y con una inteligencia subyugada por el odio que los brujos les insuflan (…) Los zombis son solo zombis. Lo que hay es dos bandos y mucha gente en medio de unos y otros, sufriendo la locura de esta guerra” (Cosnava 2012: 65-66). El espiral de cadáveres acrecienta el poder del barón Lacroix, el loa (espíritu sobrenatural), que acompaña las almas hasta el arbre reposoir, árbol que en la novela funciona como cárcel del alma de los zombis, allí también continúan atrapadas “las almas de centenares de niños de toda España, niños que desaparecían sin dejar rastro” (2012: 82). La metáfora del árbol como una prisión ramificada en la que desaparece el pueblo es de una rica simbología pero no se explota suficientemente en el texto. No obstante, sí es singular que en ambas novelas los zombis adquieran características de milicias, como en los casos argentinos, aparece también la idea de organismo. De esta manera, la manada es dirigida y responde a una estratagema de conservación del poder de un otro, ya sea un brujo (1936Z), ya sea Franco (Una, grande y zombi). La suma de los dos textos abarca la historia española de los últimos 100 años, en este contexto los regresados son síntoma de las heridas abiertas, supurantes, del territorio ibérico. Hay una intención política en presentar la guerra, la dictadura y la democracia como una carnicería, ambas novelas han trazado una línea de corrosión de la política española, desde nacionales y republicanos (1936Z) hasta PP y PSOE (Una, grande y zombi). La estampa putrefacta de los muertos vivientes, ejemplifica la mirada de los narradores sobre los acontecimientos actuales, y refleja la visión de un pasado reciente aún troceado e inaprensible. Contrariamente a lo esperable, esas entidades
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nauseabundas, separándose de los zombis de Romero, poseen capacidad de liderazgo, de raciocinio y de control sobre otros revividos. Así, el desmembramiento, sangrado y vaciamiento de los cuerpos que siguen obedeciendo, alienados a favor de un líder igualmente pútrido y muerto, metaforiza el peligro aún latente de la herencia franquista y una alerta sobre el potencial contagio a las nuevas generaciones. El teatro español, por su parte, no ha sido ajeno a la tendencia de los revividos. Alison Guzmán destaca que en la última década las obras que tratan episodios de la Guerra Civil y la dictadura aumentaron un 50%, y que muchos de los dramaturgos han llevado a las tablas a personajes aparecidos. Aunque, en este caso no se trata de zombis que traen al escenario la metáfora de una sociedad retaceada, corrompida, sino que recuperan a los muertos como testigos, y como evidencia. En los parlamentos de estos personajes es el discurso histórico, con datos concretos, lo que organizada la acción de la escena. Es un teatro que, a la vez que procura informar al espectador sobre lo sucedido (fin didáctico), lleva a escena una denuncia sobre los crímenes de lesa humanidad que no han sido juzgados. Por otro lado, el “arte de lo cadavérico”, en tanto modo simbólico de tratar la muerte se propone como ritual de duelo. Entre la llamativa cantidad de títulos21, quisiera destacar la obra de Laila Ripoll, por la calidad de su dramaturgia y por la insistencia que ha mostrado los últimos años en la temática: desde Atra Bilis, pasando por La frontera, Que nos quiten los bailao, Los niños perdidos, El Convoy de los 927 o Santa perpetua22. Además de resucitados, muertos que se levantan, y figuras fantasmagóricas, en muchos de los libretos de Ripoll aparecen personajes que muestran una alteración genética pero que son “paradójicamente lúcidos, capaces de ver y de revelar lo que otros no tienen el valor o la sagacidad de advertir” Algunos de las obras son ¡Ay Carmela! (1987) de José Sanchis Sinisterra; El jardín quemado (1996) de Juan Mayorga; El volcán de la pena escupe llanto (1997) de Alberto Miralles; Las raíces cortadas (2005) de Jerónimo López Mozo; Père Lachaise (2003) de Itziar Pascual; Bilbao: Lauaxeta, tiros y besos (2008) de Maite Aguirre; Soliloquio de grillos (2003) de Juan Capote; Si un día me olvidaras (2000) y Todos los que quedan (2008) de Raúl Hernández Garrido, NN12 (2008) de Gracia Morales, etc. 22 Tanto los Niños perdidos como El convoy de los 927 surgen inspirados por sendos documentales de Montse Armengou y Ricard Belis, emitidos por TV3. 21
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(Pérez-Rasilla 2013: 14). En su teatro se tiende, como veíamos también en García Lao, a un exceso narrativo que intenta dar cuenta de lo inconmensurable, de la angustia recóndita que motiva las representaciones de la muerte y de la anormalidad. Sin embargo, mientras que en la obra de la argentina la propensión es hacia lo etéreo (Aurora es un fantasma en la línea más tradicional) y la historia del país no es manifiesta, en el teatro de Ripoll los cadáveres regresan como expresión directa del pasado, son redivivos que portan un discurso y una carne doliente, y que, en el acto performativo, restituyen simbólicamente la identidad y la palabra, alejándose, de este modo, de la figura de los desaparecidos más espectrales. Compendio En el caso de la narrativa española propuesta, tanto en Una, grande y zombi como en 1936Z, la escritura es fagocitada por la carnicería: cuerpos desmembrados, parcelados, incompletos, entidades que sangran y que muestran una corporalidad obscena. Sin embargo, a diferencia de la tradición cinematográfica moderna del género zombi, estos personajes se exhiben como organismos que presentan una obediencia ligada a un determinismo ideológico. La novedad es que son zombis con una conciencia (manipulable), capaces de agruparse por intereses políticos y no solo por la búsqueda de alimento. En el caso del teatro de Ripoll, a modo de complemento con las novelas, los regresados son la evidencia de la masacre estatal y representan a los cuerpos aún sin exhumar sobre los que se ha cimentado la democracia española. Son muertos que inquietan con sus presencias pero también con sus testimonios, ya que la relación directa con el público que permite el teatro enfrenta al espectador a una memoria colectiva que los interpela e incluye como parte de ese pasado en común. En la narrativa argentina analizada, en cambio, la tendencia de los regresados se acerca más a la línea de Invasión of the Body Snatchers (1956) y a una estética fantasmagórica enraizada en la tradición romántica. Los regresados de Chicos que vuelven son entes que han suplantado a los vivos y físicamente apenas se percibe desintegración. Igualmente, en Fuera de la jaula, Lana es una replicante convertida en una máquina desaparecedora, y Aurora, un fan-
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tasma no corpóreo que deviene desaparición: “Recorro la casa con la levedad inconsistente de mi estado actual, y me siento finalmente en el tocador, a mirar cómo no me reflejo” (García Lao 2014: 24). Una impresión similar trasmiten los niños transparentes de Jorge Huertas, “la sensación de ir perdiendo el cuerpo en livianas lonjas de tela fría” (2005: 114). La diferencia entre la tendencia de una narrativa y la otra puede encontrarse en dos razones, la primera, la más evidente, está ligada al modo en que se llevó a cabo la masacre estatal, esto es, los mecanismos represivos, la clandestinidad y el tratamiento de los cadáveres en una y otra dictadura. Mientras en Argentina la mayoría de los secuestrados fueron destinados a centros clandestinos de detención y no tuvieron más contacto con sus familias una vez secuestrados, en España los prisioneros fueron destinados a campos de concentración o a cárceles que no se mantenían en la clandestinidad, posteriormente se efectuaba un juicio sumario y pasaban por un tribunal militar que dictaba la sentencia, si esta era de muerte eran fusilados. Los muertos en España poblaban las tapias de los cementerios, las calles; en Argentina los cuerpos del delito estatal fueron desaparecidos. En ninguno de los dos países puede operar la ritualidad tanática porque ni de uno ni de otro lado los cadáveres fueron restituidos a sus familias; no obstante, la desaparición en Argentina, dada su condición de incertidumbre, el no estar ni muerto ni vivo, abre un espacio de inestabilidad que requiere otro tratamiento23. Por el contrario, muchos de los familiares de quienes fueron asesinados durante la Guerra Civil y el franquismo sabían que sus seres queridos habían sido fusilados y, en algunos casos, también la fosa común en la que fueron hacinados. Por otro lado, si se entiende la exhibición del cadáver en la literatura como un instrumento de resistencia contra la impunidad, la falta de justicia y el olvido, la segunda razón para la diferencia entre las producciones de ambos países tiene que ver con la ausencia de juicios contra los crímenes del franquismo. Algo que en el contexto argentino pudo ser reparado a partir de 2003 con la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Finalmente, lo compartido en estos textos de regresados, teniendo en cuenta tanto los personajes que evidencian en su propia corporalidad la carnicería hasta aquellos que son caracterizados desde la evanescencia, la invisi23
Para un análisis de la figura del desaparecido, véase Gatti (2011).
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bilidad, la evaporación, la transparencia, es decir, la desaparición, es que destilan hilos de un muestrario negro, irrumpen como un museo de monstruos y cadáveres, como exhibición de la línea gótica que ha atravesado no solo la estética y la cultura, sino también, y sobre todo, la historia de la represión hispánica. Bibliografía Breccia, Enrique. El matadero y otras historias. Buenos Aires: Historietas Argentinas, 2011. Bruzzone, Félix. Los topos. Buenos Aires: Mondadori, 2008. Calveiro, Pilar. Poder y desaparición. Buenos Aires: Colihue, 2001. Castelli, Jorge. El purpurado cuello. Buenos Aires: Mondadori, 2012. Cosnava, Javier. 1936Z. La guerra civil zombi. Madrid: Suma de Letras, 2012. Drucaroff, Elsa. Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura. Buenos Aires: Emecé, 2011 Echeverría, Esteban. El matadero. Dibujos de Carlos Alonso. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1966. Enriquez, Mariana. Chicos que vuelen. Buenos Aires: Eduvin, 2011. Fernández Gonzalo, Jorge. Filosofía zombi. Barcelona: Anagrama, 2011. Feierstein, Daniel. El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2014. Gamerro, Carlos. Las islas. Buenos Aires: Edhasa, 2012. García Lao, Fernanda. Fuera de la jaula. Buenos Aires: Emecé, 2014. Gatti, Gabriel. Identidades desaparecidas. Peleas por el sentido en los mundos de la desaparición forzada. Buenos Aires: Prometeo, 2011. Guzmán, Alison. “Los muertos vivientes de la Guerra Civil en cinco obras de Laila Ripoll: La frontera, Que nos quiten lo bailao, Convoy de los 927, Los niños perdidos y Santa Perpetua”. Don Galán. Revista de Investigación sobre Artes Escénicas, Vol. 2 (2012): 1-5. Huertas, Jorge. Los niños transparentes. Buenos Aires: Editorial Biblos, 2005. Incardona, Juan D. El campito. Buenos Aires: Interzona, 2013. Kohan, Martín. El país de la guerra. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2014. — Ciencias morales. Buenos Aires: Anagrama, 2007. Lewkowicz, Ignacio. Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez. Buenos Aires: Paidós, 2006.
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EL CUCO, LOS GÜÉRFANOS, LA GLOTONERÍA DE LOS NORMALES Y LA ELABORACIÓN DE MORCILLAS Agueda Goyochea Sebastian P. Grynberg Mariana Eva Perez
En el bicentenario de nuestra independencia nacional
De la sangre de muchos sacarán un artículo o dos, alguna cátedra o sueldito (Juan Gelman)
Dedicatoria. Al niño Hurbinek, a los güérfanos sabandijas, a los niños huachos, a los cojos y rengos que perdieron la patita en las fauces del cuco, a los que se resisten a coagularse en morcilla para delicia de la glotonería de los normales, a los niños insomnes que preparan la ofensiva para erradicar al cuco, a los que organizan la victoria. Advertencia. Participamos de este diálogo sobre narrativas de la sangre en clave auto-paródica. Este es, quizás, el último manifiesto de los muchos que quisimos producir desde y sobre el Colectivo de hijos (Cdh). Los conceptos aquí expuestos son fruto de una reflexión y una práctica colectivas. Las imágenes fueron producidas en el marco de las actividades del Campo de Creación, espacio de experimentación artística del grupo. En cuanto a la inclusión, en este trabajo, de testimonios o expresiones de personas que hacen identidad a partir de las categorías que aquí se ponen en cuestión, optamos por preservar sus nombres, en la esperanza de que estas citas no sean asumidas como alusiones a sujetos concretos, sino como una aproximación al acervo disponible de discursos sociales sobre la experiencia del genocidio, en un momento histórico determinado: las postrimerías del período kirchnerista1. Nos referimos a los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2011 y 2011-2015). 1
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1. El cuco y los niños insomnes 1. El cuco tiene predilección por comerse a los niños insomnes. Tal vez por eso algunas madres cantan a sus hijos: “duérmete niño, duérmete ya/ que viene el coco y te comerá”. En otras versiones, el cuco adopta la forma de diablo blanco, expresando desigualdades de clase, raza y género: “Duerme, duerme, negrito,/ que tu mama está en el campo, negrito./ (…) Y si el negro no se duerme/ viene el diablo blanco/ y ¡zas! le come la patita,/ chacapumba, chacapún/ apumba, chacapumba/ chacapumba, chacapún”2. 2. ¿Éramos niños y niñas insomnes o dormíamos plácidamente bajo la melodía de amorosas canciones de cuna? ¿Cómo saberlo? Sabemos que una noche (una tarde, una mañana) vino el cuco y ¡zas! Poco le importó nuestra somnolienta condición: sus fauces trituraron a nuestros padres, a sus compañeros, a sus organizaciones, se tragaron los puntos de referencia, la solidez de los vínculos y de las relaciones sociales que, combatiendo al capital, propugnaban una sociedad de iguales. 3. El cuco, como la experiencia, no espera que lo inviten a pasar, ni pregunta si el niño se durmió o si todavía está despierto. Penetra sin llamar a la puerta, anunciando desocupación, miseria, genocidio. Ante su irrupción, los viejos sistemas conceptuales se derrumban y nuevas problemáticas imponen su presencia. 4. El cuco es la expresión más despiadada de los intereses que quieren que la vida siga como está; productor y reproductor de una doble humanidad afirmada en los dos extremos de la relación amo-esclavos; la encarnadura Esta canción fue grabada por primera vez en 1951 por el músico argentino Atahualpa Yupanqui bajo el título “Duerme negrito”. Sobre su origen, Yupanqui contaba: “Estos acordes pertenecen a una vieja canción tradicional que allá, hace muchos años, encontré en la zona Caribe, en la frontera de Venezuela y Colombia. La cantaba una mujer de color. La aprendí, me encantó y la caminé por el mundo. (…) Es mía en cuanto a lo que tenga de sensibilidad mi corazón, de cosa receptiva. Es un tema, anónimo, plural, folclórico, es de ellos”. 2
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misma de ese “despliegue de maldá insolente” característico del siglo xx (Discépolo), del Estado que “no tiene alma” (Sarmiento 2013).3 5. Cuco feroz y glotón, en sus entrañas se disuelven la estabilidad de las nociones de vida y muerte, dando paso a “nuevos estados del ser” como la desaparición (Gatti 2008: 53). Tras el estropicio de sus caníbales e insolentes despliegues, de las catástrofes provocadas por sus desalmadas acciones, emergen los mundos de víctimas y el mundo de los normales, brotan —entre otras— las narrativas de la sangre y los genes. 6. ¿Qué éramos? Una forma singular de huachos4, un modo del padecer histórico. No fuimos los primeros ni seremos los últimos: larga es la lista de los “güérfanos sabandijas que no encuentran compasión” (Hernández XII: 660). 7. El cuco es muy malo, sus bestias cocean en las sombras… chacapumba, chacapún. 2. Los niños normales 1. En su Introducción general a la crítica de la economía política de 1857, el fundador del materialismo histórico afirma: “Hay niños mal educados y niños precoces. Muchos pueblos antiguos pertenecen a esta categoría. Los griegos eran niños normales” (1989: 62). Así se expresaba en 1859 el entonces senador Domingo Faustino Sarmiento, presidente de la República Argentina entre 1868 y 1874: “Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. (…) ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos? Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer”. 4 De acuerdo con Silvia Montecino, el término “huacho” proviene del quechua y en esta lengua “sirve para referirse al animal que ha salido de su rebaño, pero también a quienes no poseen bienes (…). En varios países de América Latina encontramos el uso de la palabra huacho para nominar diversas realidades con un trasfondo común: en todos lados es sinónimo de huérfano y de pobre” (1999: 268-269). 3
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2. En Wikipedia se dice que “según el filósofo griego Platón, la morcilla fue inventada por el griego Aftónitas”. Un renombrado filósofo alemán, cuyas relaciones con Hitler fueron breves pero para siempre, atribuye a Platón y Aristóteles el origen de las investigaciones sobre el ser. Los griegos fueron niños normales, encantadores e ingeniosos: sus cocineros inventaron la morcilla y sus filósofos, el ser. 3. Agamben destaca que “los griegos no disponían de un término único para expresar lo que nosotros entendemos con la palabra vida. Se servían de dos términos, semántica y morfológicamente distintos (…) zõê, que expresaba el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (…) bíos, que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o un grupo” (2013: 9). Entre zõê y bíos la diferencia es de especie; entre el simple hecho de vivir y la vida políticamente cualificada no media una diferencia cuantitativa. 3. Sangre coagulada Hijo de desaparecido/ sangre dura coagulada (Actitud María Marta).
1. “La morcilla (…) es un embutido a base de sangre coagulada (…) que puede encontrarse en muchos países y del que existen muchas variedades. Su elaboración ha estado desde siempre íntimamente unida a la matanza del cerdo (…). En Argentina constituye uno de los ingredientes del asado tradicional, en especial de la parrillada, junto con otros embutidos y achuras como chinchulines, riñones o mollejas. A la morcilla argentina se la encuentra en dos tamaños: la criolla de entre unos 10 y 15 cm de largo, y la bombón mucho más pequeña y que se usa como aperitivo antes de la parrillada” (Wikipedia). 2. “Tengo un hermano o hermana que no sé dónde está. No sé si nació o no. No sé cuáles son sus problemas, sus virtudes, sus defectos. Pero sí sé, y eso lo tengo muy en claro, que lleva mi sangre y que la sangre no miente” (N., en el corto documental que lleva por título este último axioma, Moscovich).
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3. “La productora a cargo del evento había dispuesto, desde temprano, cuatro carpas bajo las ramas de los añejos álamos que sombrean las calles de esa zona del predio. (…) En cada gazebo se cocinaron toneladas de chorizos y hamburguesas. También se sirvieron cientos de bebidas frías. Café y pan dulce para el postre. Todo de la mano de un masivo plantel de camareros que se ocupó de atender a la visita. (…) Muchos de esos trabajadores nunca antes habían pisado la ex ESMA” Así describió M., “hijo de desaparecidos” y periodista, la controvertida celebración de fin de año del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (“El invierno largo se fue”). Los principales cuestionamientos a este acto de gobierno provinieron de sobrevivientes de ese campo de concentración y exterminio, que recordaron que “asado” era el término que los marinos utilizaban para referirse a la cremación de restos humanos sobre parrillas, práctica que tuvo lugar en ese mismo predio. Los responsables del “Espacio Memoria y Derechos Humanos” (denominación actual de la ESMA, énfasis nuestro) no advirtieron la ironía de asar derivados de la carne como forma de autocelebración oficial bajo las añejas ramas de esos árboles. Uno de los argumentos esgrimidos por los organizadores para justificar el festejo fue que, en rigor, no se trataba de un asado, sino solo de hamburguesas y chorizos. El problema, al parecer, no era ético ni político, sino gastronómico. 4. “[H]ay allá junto al fuego unas tripas de cabra, embutidas de manteca de sangre; quedó en previsión de la cena; el que triunfe del otro y se muestre más fuerte, que vaya recoja la tripa que quiera y de aquí en adelante con nosotros se siente a comer y ningún otro pobre que nos venga a pedir después de ello se admita en palacio” (Homero XVIII 44-49). 5. “La vida es una sucesión de asados” (Polvorón). 4. Las Sagradas Familias 1. Existe abundante bibliografía sobre la preeminencia del vínculo familiar en la configuración del “campo del detenido-desaparecido” (Gatti 2008)
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y en la construcción de una palabra pública autorizada.5 De ese mal espantoso llamado “familismo” (Jelin 2007: 37), nos interesamos por una vertiente específica, el hijismo. 2. Es una verdad de Perogrullo que los hijos son designados como tales en su infancia y por otros. ¿Quién y cuándo nos nombró “hijos de desaparecidos”? ¿Por qué “hijos de desaparecidos”? ¿Por qué “hijos”? ¿Por qué se nombraban, se visibilizaban y se constituían en objeto de demanda los “niños desaparecidos” pero no los niños asesinados, secuestrados, torturados, nacidos en prisión, clandestinos, exiliados…? Nos recordamos nombrados “hijos de desaparecidos” por los organismos de derechos humanos y cierta prensa sensible al tema, quienes iban tejiendo una narrativa en la que los niños y adolescentes de entonces fungíamos de actores de reparto de una tragedia protagonizada por otros: los adultos, nuestros padres y sus compañeros. En el “campo del detenido-desaparecido”, nuestro lugar estaba determinado por el vínculo filial con su figura central, ausente, omnipresente. 3. Suerte semejante corrieron los que desaparecieron durante la primera infancia, aquellos a los que el cuco no se limitó a morder la patita, sino que se los guardó en la bolsa y se los llevó consigo, fraguando filiaciones y biografías. Son los desaparecidos que pueden reaparecer con vida cuarenta años después y aun así no es este el rasgo que los define socialmente. De atenerse a las narrativas dominantes que sobre ellos circulan, la condición esencial de este grupo es la de ser “nietos”. Encadenados no a los muertos, sino a los vivos. Como menciona Cecilia Sosa, “[a]cadémicos locales y extranjeros han llamado la atención sobre la inscripción familiar del proceso de pérdida en la Argentina. Desde diferentes ámbitos y perspectivas Diana Taylor, Elizabeth Jelin, Judith Filc, Gabriela Nouzeilles, Ana Longoni, Brenda Werth y muchos otros han analizado la tendencia a elaborar la experiencia del trauma en términos de un árbol desmembrado de víctimas sanguíneas. Esta superposición de lazos de parentesco y grupos de víctimas que caracteriza al campo de los derechos humanos en la Argentina explica por qué los discursos normativos de la memoria han sido principalmente procesados como una cuestión de familia” (2012: 46). 5
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4. En 1995 se crea H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio)6. El nombre da cuenta de nuestra imposibilidad de pensarnos por fuera de la Sagrada Familia de los 30.000 DetenidosDesaparecidos. H.I.J.O.S. se presenta como la primera organización7 que nuclea a los que muy pronto, en la jerga interna, se llamarían “hijos”, a secas. Mucho se debatía entonces si la organización debía admitir solo a hijos de desaparecidos y asesinados o también a hijos de presos políticos y exiliados (los llamados “cuatro orígenes”); lo que estaba fuera de discusión era la cualidad esencial de la condición filial. Discurso metafísico
Figura 1 Acerca de los comienzos de H.I.J.O.S., véase Bonaldi (2006) y Cueto Rúa (2009). Se omitían así antecedentes como los grupos de niños y adolescentes que acudían a talleres ofrecidos por la agrupación Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas (como el Taller de la Amistad y el Taller Julio Cortázar), la organización “Hijos y Nietos de Desaparecidos”, activa entre 1988 y 1992, y los adolescentes que de manera regular colaboraban con Abuelas de Plaza de Mayo (y a los que todavía no se designaba como “nietos”). 6 7
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que heredamos y se volvió hegemónico dentro de la agrupación. Éramos los hijos de los ausentes y los herederos de las luchas que nos precedían. En tanto hijos, se nos filmaba, se nos escuchaba, se nos aplaudía. Lo que había de verdadero y diverso en nuestras experiencias se petrificó en estereotipos. Figuritas coloridas, artificios repetidos en las cada vez más abundantes producciones culturales memoriosas. Víctimas glamorosas para delicia de los normales. 5. Tango y ADN ¿De dónde saldrá el martillo/ verdugo de esta cadena? (Miguel Hernández).
1. El ADN es un largo polímero compuesto por las bases nitrogenadas adenina (A), timina (T), citosina (C) y guanina (G). Para recordarlas, en Argentina, se utiliza la muy tanguera regla mnemotécnica: “Aníbal Troilo, Carlos Gardel”.8 2. Desde un punto de vista abstracto, el ADN es una cadena (i.e., una sucesión más o menos arbitraria formada por las letras A, T, C, G). Cadena de memoria larga, con sus reglas de transición, cadena sujeta a norma y fórmula, casi tan predecible como la parábola de la trayectoria de un proyectil: ATGCCGTA… Autómata repetitivo que nos mantiene engarzados a la simple vida natural, a la zõê griega. 3. Desde un punto de vista pragmático, el ADN es un recurso que permite la construcción de un índice de abuelidad, método específico para determinar la filiación de un niño en ausencia de sus padres y de una enorme eficacia práctica ya que su nivel de significación estadístico se ubicaría alrededor del 99,99%. 4. “Toda persona nace con una carga biológica, cultural y social, transmitida a través de las generaciones que la precedieron, que configuran Aníbal Troilo (1914-1975) fue un célebre bandoneonista, director de orquesta y compositor de tangos. Carlos Gardel, fallecido en 1935 y sobre cuyo lugar de nacimiento no hay certezas, fue una de las mayores figuras que diera el tango argentino. 8
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sus características esenciales como persona. Esto hace que un ser humano sea distinto de otro, tenga raigambre que lo enlaza con su grupo social de origen y presente determinadas peculiaridades que, unidas a lo posteriormente adquirido con su madurez, hacen de él un ser completo y tendiente al equilibrio. Todo lo anteriormente expuesto configura la identidad, que permite tener una referencia como ser pleno frente a los otros que forman la sociedad” (Carlotto 1998: 55; énfasis nuestro). 5. “Evidentemente hay una memoria genética y una energía que trasvasa todo, y hace que hoy yo esté acá en el lugar del que nunca se tendría que haber ido. En algún lugar debe estar la relación, porque si no, yo que fui joven en los 90, habría ido para otro lado, hubiera terminado haciendo otra cosa. Ser artista es una actividad política también”. Así explicaba I. (descendiente de militantes, músicos y melómanos) su vocación artística en apariencia contradictoria, al menos para sí, con su crianza en un medio rural, en la conferencia de prensa que lo dio a conocer como el “nieto 114” (Ludueña 2016).
Figura 2
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6. Sangre, ADN y “memoria genética”. Encuentro perfecto entre ancestros y descendientes. Prótesis sanguinolenta para el triturado por las fauces del cuco glotón. Reducción unidimensional para una identidad imposible. Resbalón estratégico hacia la zõê: las moscas van con las moscas y el gallo con las gallinas. Resbalón epistémico sobre un suelo demasiado ensangrentado y resbaladizo. ¿Quién puede decir que disponía del calzado adecuado? El problema no está en el resbalón, está en el suelo demasiado ensangrentado. 7. El fundador del materialismo histórico atribuía a Hegel el haber descubierto que “todos los hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces”. Pero, según aquél, “se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa” (1980: 408). A la tragedia de los sujetos triturados por las fauces del cuco mordelón, sigue la farsa de los normales glotones y los sujetos morcilla (con la aparición en escena de falsas morcillas), los carroñeros de la memoria y las narrativas de la sangre y los genes. 8. En su forma pura, el sujeto morcilla se manifiesta como un compuesto de sangre (su aspecto objetivo) y un chip de memorias recibidas sin beneficio de inventario, que funciona como coagulante (su aspecto subjetivo). Se realiza en el mercado simbólico bajo la forma mercantil de la sucesión hereditaria otorgada por el carácter sagrado del derecho de sangre. 9. La regla mnemotécnica “Aníbal Troilo, Carlos Gardel” relaciona de manera insospechada el ADN y el tango. El tango es argentino. También las poderosas narrativas genéticas lo son. Pero hay más. El tango es anterior al ADN. Aníbal Troilo y Carlos Gardel son las referencias obligadas para recordar adenina-timina y citosina-guanina. El tango remite sus dolores y sufrimientos al barrio. En el barrio, con sus desencantos amorosos, con su malevaje, con los valores de la amistad, las traiciones y las lealtades, con “la vieja”, etcétera, el tango narra la constitución de identidades. Una especie de estar siendo de un pueblo trasplantado (Ribeiro 1992: 331-404). 10. La secuencia “primero como tragedia y segundo como farsa” podría adoptar la siguiente forma: (1) tragedia y tango; (2) farsa y ADN.
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11. El cuco es muy pero muy malo, su desafinada orquesta rechina sus instrumentos… chan chan. 6. Las narrativas morcilla ADELA [a MARTIRIO]: Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca (Federico García Lorca).
1. Desconfiamos de las narrativas que ante la catástrofe intentan restituir sentido al mundo por medio de referencias esencializantes a lo biológico, la sangre, el ADN, el parentesco o la genealogía. Aquí las denominamos “narrativas morcilla”, y a quienes (re)construyen su identidad apelando principalmente a estos conceptos los denominaremos “sujetos (objetos) morcilla”. 2. “Nosotras ya nos casamos y tuvimos hijos. Compartimos esos momentos entre las dos, pero nos gustaría compartirlos entre los tres”, fantasean las hermanas F. y L. para la revista Cosmopolitan. El tercero del que hablan es aquél a quien no dudan en llamar “hermano” y que suponen que nació en un campo de concentración. “En algún momento, lo encontraremos. (…) Entonces vamos a sentarnos con nuestros hijos para explicarles que se suma su tío a la familia” (Fusaro 2009: 182-186). 3. Se busca un hermano, pero ¿se encuentra un hermano? ¿Qué es un hermano? ¿Qué es lo que hermana? ¿Una fatalidad estadística que anuda unas con otras largas cadenas de polímeros? ¿Un dato filiatorio corregido por una autoridad judicial y asentado en un registro? ¿Cómo se pueden hermanar un huérfano de militantes desaparecidos/asesinados y un huérfano robado y criado por una de las bestias del cuco? ¿Por qué ha de ser fácil y hasta automático que se reconozcan y se hermanen? 4. Un hombre, G., muestra a cámara una tablet con dos fotos: una en blanco y negro, la otra a color. “¡Es igual!”, sentencia una voz femenina, y el público que sigue la escena desde la platea rompe en aplausos. Sucedió en el especial de la TV Pública Sólo faltás vos, producido por Teatroxlaidentidad, movi-
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miento artístico que apoya la búsqueda de las Abuelas de Plaza de Mayo. G. es lo que ha dado en llamarse “nieto recuperado”. El de la foto a color es él en la adolescencia; el otro, su padre desaparecido, a una edad similar. Hay semejanza entre ambas. Aplaudir la semejanza ya sería suficientemente llamativo; pero no es la semejanza lo que se aplaude, sino lo idéntico. 5. Si se observa la secuencia completa: 1) los sujetos destrozados por las fauces del cuco glotón; 2) las narrativas morcilla y los carroñeros de la memoria; 3) la glotonería de los normales y la elaboración de sujetos morcilla, se puede conjeturar que hay correspondencia e íntima solidaridad entre el cuco glotón, las narrativas morcilla y la glotonería de los normales. 7. El racismo de la genealogía 1. Es curioso. El cuco que metió al niño en la bolsa y se lo llevó consigo a esos parajes recónditos donde los cucos despliegan su vida diurna, no creía en la infalibilidad de la sangre. Esos niños no fueron aprehendidos porque corriera ninguna sangre subversiva por sus venas. El problema era ambiental, no genético. El cuco argentino se desmarcaba así del tosco racismo pseudocientífico de su antecesor franquista. No se interesaba por los parecidos ni las diferencias físicas. Nada sabía el cuco de largas cadenas de polímeros. Confiaba en otras cadenas para atar a los niños a sus nuevas familias. 2. Por otra parte, es evidente que de la primacía de lo biológico en la definición identitaria al racismo media apenas un tranco de pollo. Sin embargo (¿sin embargo?), en el caso argentino, la reivindicación del fundamento biológico de la identidad es central en las narrativas morcilla que abrevan de la ideología de los derechos humanos. 3. Lo biológico como fundamento primordial de la identidad, con la consecuente exaltación de la sangre y de la raza, supone un modo de existir específico. La situación a la que un sujeto se encuentra engarzado constituye el fondo de su ser, su verdad última, su esencia, y circunscribe paradójicamente su estar siendo. Esa adherencia al cuerpo conlleva efectos múltiples,
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entre ellos: celebración del encadenamiento, aceptación acrítica del pasado, abdicación ante los poderes confusos y oscuros de un pasado reducido violentamente a la unilateralidad y univocidad de la herencia. Un cómodo cepillar la Historia a pelo, un agradable cepillar el lado lustroso de la Historia. 4. En el límite, sostenemos que las narrativas morcilla cuestionan la humanidad misma, porque encadenan al hombre a ser mera continuidad biológica. Vamos más allá y afirmamos, parafraseando a Levinas, que las narrativas morcilla brotan sobre el terreno general de “la filosofía del hitlerismo”. Las referencias a la naturaleza biológica del ser y las narrativas que de allí se desprenden son solidarias con la producción masiva de víctimas y desamparados. 8. La falsa morcilla y la glotonería de los normales Uno se siente hermoso ante semejantes fealdades, uno es generoso frente a las injusticias, hemos sido valientes al encarar a los monstruos. Nosotros, los normales, tenemos necesidad del horror que padecen las víctimas para revelar nuestra grandeza íntima (Boris Cyrulnik).
1. Los normales se interesan mucho, ahora, por nuestra niñez huérfana. Preguntan si podíamos hablar de lo que había sucedido con nuestros padres, si teníamos que mentir, si callábamos. Preguntan cuándo supimos la verdad, como si todos los “hijos” fuéramos “nietos”, como si la “verdad” de nuestra orfandad nos hubiera sido develada un día en particular y no vivenciada en cada momento de nuestra existencia. Esas preguntas ponen de manifiesto una pretensión de ajenidad del conjunto de la sociedad con respecto a estas infancias huachas, expresada en las categorías “hijos” y “nietos”, que remiten al ámbito familiar una tragedia que se desplegó sobre la totalidad de la sociedad. Los normales preguntan, ahora, lo que entonces no quisieron saber. 2. En los albores de H.I.J.O.S. se debatía, entre otras cosas, si correspondía circunscribir la pertenencia a la organización a los “cuatro orígenes” o por el contrario incorporar a los ab-orígenes normales (lo que entonces se llamaba la “población abierta”). En la actualidad, la organización “está integrada por hijos de detenidos-desaparecidos, asesinados, ex presos po-
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líticos, exiliados, ex detenidos-desaparecidos y además por otros compañeros que sin haber sufrido en su propia familia la represión directa de la última dictadura cívico-militar comprendemos que somos todos hijos de una misma historia” (H.I.J.O.S. Regional Capital; énfasis nuestro). Paradójicamente, en algunas regionales, la población de huérfanos es proporcionalmente minoritaria frente a los “otros compañeros”. 3. Las narrativas de la sangre enunciadas por la Sagrada Familia de los Derechos Humanos, encontraron en el discurso oficial del período kirchnerista el más poderoso agente coagulante. “Somos hijos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo”: así se presentaba Néstor Kirchner ante la comunidad política internacional en 2003, incluyéndose en la cadena filiatoria y abriendo el plural para la inclusión de otros, impugnando y reforzando al mismo tiempo el parentesco biológico como fundamento de identidad. Los normales pueden volverse cojos y rengos por adscripción política, pero solo para reafirmar la primacía de la herida como clave interpretativa del pasado. La oficialización de la narrativa morcilla trajo aparejada la proliferación de sujetos (objetos) hablados por esos discursos, prestos a ser consumidos por los glotones normales. 4. Misteriosas son las voces de la sangre, misteriosos los llamados del pasado a los que el cuerpo sirve de enigmático vehículo: “Queridos viejos: son tiempos de cambio en nuestro país, seguro estarán festejando como nosotros que por primera vez un futuro de inclusión, dignidad y justicia social es posible. Queremos decirles que descansen tranquilos (…)” (H.I.J.O.S.). ¿En qué reposa la capacidad mediúmnica de los hijos? ¿Y cómo atribuirse una relación privilegiada con el Más Allá basada en el parentesco cuando el vínculo sanguíneo ya no es condición de pertenencia a una organización que sin embargo sigue llamándose “H.I.J.O.S.”? Misterioso es también el mensaje, como suele suceder cuando se manifiesta el espectro: ¿festejan los “queridos viejos” (¿de quién?) el presente político o se revuelven intranquilos y por eso hay que llamarlos a sosiego? 5. “ESPECTRO: (…) Si alguna vez amaste a tu querido padre…/ (…) Venga su infame y monstruoso asesinato/ (…) Asesinato horrendo, como
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todo asesinato,/ Pero este más vil, perverso e inhumano” (Shakespeare 2000: 46). Una vez como tragedia y la otra como farsa. 6. “Yo no tengo padre/ yo no tengo madre/ yo no tengo a nadie que me quiera a mí” (Machín). 9. Renunciar al glamour Ustedes no los conocen/ yo tengo confianza en ellos/ No porque lleven mi sangre/ —eso juera lo de menos—,/ sino porque dende chicos/ han vivido padeciendo./ Los dos son aficionados;/ les gusta jugar con fuego (José Hernández).
1. ¿Qué éramos? ¿Desguarnecidos, faltos, desvalidos, desamparados, desprovistos…? ¿Hijos de desaparecidos, sangre dura coagulada…? ¿Glamorosas morcillas de exportación? 2. “Nos juntamos, nos reencontramos, nos organizamos. Nos nombramos, somos un Colectivo de Hijos. Somos hijas e hijos de asesinados y desaparecidos durante el último genocidio”, escribimos al fundar nuestra modesta organización. Algunos habíamos participado de los inicios de H.I.J.O.S., otros veníamos de la militancia política y/o sindical, otros compartíamos espacios de creación artística, otros trabajábamos en diferentes áreas del Estado dedicadas a la investigación de los crímenes de lesa humanidad. Nos (re)encontrábamos en una coyuntura particular: la etapa de consolidación de las políticas públicas de memoria impulsadas bajo las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. La muerte de Néstor, el 27 de octubre de 2010, operó como un catalizador, potenciando la necesidad de darnos un nombre para hacer públicas nuestras inquietudes. Utilizamos para ello la denominación canónica que nos asignó la Sagrada Familia: “hijos de”. 3. El ahondar en la propia experiencia por medio de la acción artístico-política y la reflexión teórica, nos condujo a rechazar las narrativas morcilla. Nuestra experiencia “huacha” no se deja narrar en términos del ser ni de la simple vida natural. La orfandad y el desamparo, productos del accionar
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genocida del Estado, son datos insoslayables a la hora de pensar nuestra identidad. Marcan de manera indeleble, reconocible y sin embargo diversa, aquello que un compañero ha llamado, indistintamente, “condiciónexperiencia” y “experiencia-condición” (Surraco 2012); denominación inestable que impide que uno de sus términos se imponga sobre el otro. 4. El dilema de Hamlet, su oposición binaria entre ser o no ser formulada frente a la calaca, nos parece defectuoso. ¡Ningún orden ontológico! Frente a una esencia carente de verdadera realidad preferimos un estar siendo. Recibimos una herencia sin beneficio de inventario y asumimos la tarea de efectuar ese inventario. 5. Nuestras definiciones son provisorias e incómodas. Las adoptamos para tomar distancia de nosotros mismos y de todas las almas bellas que, balancita en mano, van pesando el más y el menos del sufrimiento y el dolor. Almas bellas y complacientes que frente al sujeto triturado por las
Figura 3 “Huérfanos científicamente producidos x el genocidio” (afiche).
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fauces del cuco glotón exclaman: “¡pobrecito, pobrecita, jamás podrás recuperarte de semejante desgracia!”. 6. Acuñamos la expresión “huérfanos científicamente producidos por el genocidio”9 para disminuir la excentricidad de nuestro propio andar, dejar de movernos en círculos alrededor del centro de gravedad determinado por el campo del detenido-desaparecido y comenzar a girar alrededor de dos focos: 1) la experiencia de los niños huachos y 2) las consecuencias del genocidio sobre el conjunto de las relaciones sociales que nos dan nuestra peculiar forma de ser humanos. 7. Se disgustaron con nosotros. “¿Cómo se les ocurre presentarse como ‘huachos’? No, no, no. Ustedes tienen familia, a ustedes no los abandonaron en la calle”. Algunos “hijos” nos dijeron: “¡Ustedes están locos! ¿Cómo se les ocurre firmar una solicitada bajo esa denominación? No, no, no. Nuestra identidad es otra, se construye a partir de la lucha de nuestros padres… Somos hijos de…” 10. Chan chan Que salga del corazón/ de los hombres jornaleros,/ que antes de ser hombres son/ y han sido niños yunteros (Miguel Hernández).
1. La organización de la Sagrada Familia estableció una forma de narrar la experiencia del genocidio. Palabras, figuras quiméricas, imágenes, representaciones. Lo acontecido se puede nombrar y cuando se enuncia produce admiración, se aplaude, se viva y a veces se celebra: los 30.000 compañeros desaparecidos están “presentes ahora y siempre”; sitios de tortura y exterminio se recuperan “para que donde hubo muerte haya vida” (Madres de Plaza de Mayo); “nuestra única venganza es ser felices” (H.I.J.O.S. Regional Capital, 2012); los “nietos recuperados” (nominaAcerca de “Huachos (científicamente producidos por el genocidio)”, acción política con formato de muestra de arte presentada por el Colectivo de hijos (Cdh) en 2012, véase Bertoia (2012), Calisto (2012) y Esses (2012). 9
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dos en sucesión numérica) se vuelcan a la política, tan iguales a sus padres, tan idénticos a sí mismos. ¿Y los huérfanos, los parias, los desvalidos? Algunos se dicen H.I.J.O.S. y gestionan campos de concentración devenidos sitios memoriosos. Otros se dejan llamar nietos y hacen del testimonio una forma de vida. Otros, pocos, filman, fotografían, escriben los productos “memorialísticos” que alimentan la industria académica. Otros, menos, ensayan dentro de ese (de este) campo del saber, una rebelión del objeto de estudio. Otros enferman, fallecen, se quitan la vida. Son solo algunas formas de lidiar con el padecimiento de esta historia, algunas más aptas que otras para el consumo masivo, pero todas más o menos conocidas. Ignoramos casi todo acerca de la mayoría silenciada de huérfanos producidos por el genocidio. Sabemos que son alrededor de 8.000 hombres y mujeres10 cuya “condición-experiencia” no se deja
Figura 4 “Massklo-mastiklo” (afiche) Esta cantidad surge de una investigación del Colectivo de hijos (Cdh) realizada junto al Centro de Asistencia a la Víctima “Dr. Fernando Ulloa”, de la Secretaría de Derechos Humanos, a partir del entrecruzamiento de bases de datos de las leyes reparatorias. 10
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encorsetar en las narrativas morcilla. Ignoramos con qué palabras la nombran, si lo hacen; pero sospechamos que tampoco son estas. 2. ¿Éramos niños y niñas insomnes o dormíamos plácidamente bajo la melodía de amorosas canciones de cuna? Pregunta sin importancia frente a la simple pero pavorosa constatación de que la originalidad del cuco radica en que el cuco es. ¿De dónde saldrán los sonámbulos que lo erradiquen? 3. Las bestias del cuco cocean en las sombras… chacapumba, chacapún/ apumba, chacapumba/ chacapumba, chacapún… Agradecimientos Agradecemos a Gabriel Gatti y Kristen Mahlke por sus agudas críticas que nos permitieron mejorar este artículo. A todos los compañeros y compañeras del Colectivo de hijos (Cdh) porque sin ellos nada de esto hubiese sido posible. Mariana Eva Perez agradece la financiación para su participación en este trabajo otorgada por el Consejo Europeo de Investigación (Séptimo Programa Marco de Investigación y Desarrollo PM 2007-2013, Proyecto NoT 240984, Universität Konstanz). Bibliografía Agamben, Giorgio. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pretextos, 2013. Barnes de Carlotto, Estela. “Impunidad jurídica en los casos de menores víctimas de desaparición forzada durante la última dictadura militar argentina (19761983)”. En: Plataforma Argentina contra la Impunidad. Contra la impunidad. Simposio contra la impunidad y en defensa de los derechos humanos. Barcelona: Icaria Editorial, 1998, pp. 54-60. Bertoia, Luciana. “Un nombre para una ausencia”. Revista NAN, 23 de marzo de 2012, (acceso 18 de agosto de 2016).
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Machín, Antonio. “El huerfanito”. Single. Odeón, 1958. Polvorón, Willy. “Cumbia de la morcilla”. Tercer cordón, Pattaya, 2014.
Películas y videos La sangre no miente, dir. Jonathan Moscovich. Vimeo, 2011, (acceso 12 de febrero de 2016). Yupanqui, Atahualpa. “Duerme negrito”. Youtube, 2011, , (acceso 12 de febrero de 2016). Sólo faltás vos, dir. Pablo González. Youtube, 2013, (acceso 12 de febrero de 2016).
IV. LA PODEROSA SANGRE DE LAS VÍCTIMAS
EL HUMOR CAMBIANTE DE LAS VÍCTIMAS Gabriel Gatti Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
Mi propósito en este texto no difiere del de cualquier científico social que se haya criado creyendo que es cierto el mandato del constructivismo: que todo es relativo, incluso lo humano. El mandato es sencillo en realidad, hasta vulgar, pero es de aplicación difícil cuando aquello con lo que uno decide pelearse para deconstruirlo, criticarlo o simplemente entenderlo o analizarlo toca las cosas que hacen las morales comunes, sea porque es uno de sus valores-pilares (por ejemplo, la integración, la igualdad, la diversidad), sea porque es uno de sus personajes-sostén (por ejemplo, la ciudadanía y el ciudadano, los vulnerables, los subalternos). Es mi caso: llevo unos años ya haciendo de la víctima mi objeto de atención, casi mi némesis.1 Es un personaje vidrioso para el trabajo de cualquiera, más del sociólogo con querencia por el constructivismo, sí, pues hoy ocupa un lugar central en nuestras jerarquías morales, un lugar triunfante, casi intocable. Tanto que las narrativas que han aupado a la figura de la víctima hasta esa cúspide tan alta en nuestras escalas de medida del sufrimiento, la proponen como un universal antropológico hasta ahora oculto y que ha logrado al fin salir del armario, un viejo subalterno al fin reconocido por la Lo he hecho en equipo, sobre todo entre 2012 y 2015 y dentro del proyecto “Mundo(s) de víctimas. Dispositivos y procesos de construcción de la ‘víctima’ en la España contemporánea. Estudio de cuatro casos paradigmáticos” (CSO 2011-22451), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación español dentro del Plan Nacional de I+D+i. Para más detalles del proyecto y del programa que lo contiene, véase . 1
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estructura sensible de sus congéneres. Nada más duro de deconstruir que algo pensado de ese modo, creo poder asegurarlo: expresión universal del humano doliente, y además oprimido, olvidado o vulnerable. No existe herramienta deconstructiva ni voluntad analítica que se enfrente fácilmente a contendientes dotados de estos atributos. Pero no siempre ha sido así. Esa figura, calibre, decía, de nuestros valores, eje sobre el que pivota, dicen muchos otros, la moral dominante en nuestro tiempo, la humanitaria (Fassin 2010; Fassin y Rechtman 2007), lleva poco tiempo alzada a tan alto lugar. Es poco, sí, el tiempo transcurrido desde que nos importa, la miramos, la cuidamos y desarrollamos leyes, programas, proyectos para ella. Antes no era así, ni lejanamente. Eran sacrificados por la historia. Ni siquiera las llamábamos víctimas, eran mártires, o héroes. O nada. “Cambiante” es, entonces, un adjetivo que tiene mucho sentido en el título de un texto sobre víctimas, pues ni las víctimas han sido siempre lo mismo que son ahora, ni puede decirse que el dolor, el sufrimiento o el padecimiento humanos se hayan encarnado siempre en esa figura. No, ciertamente, la de las víctimas y su éxito social es una historia todavía corta. Sobre esa sencilla consideración se basará este breve texto. Breve, en efecto, y además modesto, pues solo quiere alcanzar una conclusión que me avergüenza por lo obvia que resulta: que la víctima es un personaje social, que sus narrativas son historizables, contingentes, situadas. Y criticables, en sentido fuerte. Quizás no sea tan obvio; las economías morales cuando dominan embargan todo el sentido común y al nuestro, el de los modernos de la era de la moral humanitaria, le cuesta ser crítico con los personajes que son su coartada, su propósito y su destino. Un ejército los guarda e impide llevar a término mi trabajo de deconstrucción y análisis, a veces incluso empezarlo. Aunque corto, modesto y obvio, el texto busca hacer, eso sí, algo nuevo, nuevo al menos para quien escribe: hablar del “humor de las víctimas”. Si soy franco, me gustaría que el “humor” de este texto fuese de los de “gracia”, “agudeza” o “ingenio”, de los con “gracejo”, “chiste”, “salida” y “salero”. Que al menos rezumase “alegría”. Pero no. No hay mucho de eso entre los que rodean a las víctimas, que propenden a la circunspección o en el mejor de los casos al gesto compasivo. Sí lo hay entre las víctimas, sin duda, las de antes y de ahora, en formas varias, desde el chiste (Sousa 2017) a la parodia (Perez 2012; o Goyochea, Grynberg y Perez en este libro). Pero no, decía, no
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es de ese humor del que hablaré aquí. El único chiste de este texto pasa por la construcción de su argumento como un “juego serio”, esto es, un experimento de apariencia banal que busca alcanzar un objetivo profundo. Este juego tendrá humor, pero del otro, el que quiere decir “líquido”, “secreción”, o “flujo”, en este caso de los dos humores que más conciernen a las víctimas, la sangre y la lágrima. Las bañaré en ellos para alimentar con más renglones una idea que ya ha sido desarrollada en trabajos anteriores, colectivos muchos de ellos (sobre todo en Gatti 2017), la que diferencia dos tipos históricos de víctimas, el de la que vive en el “viejo espacio de las víctimas” y el de la que vive en otro más contemporáneo, el “nuevo espacio de las víctimas”. Tras presentar lo esencial de uno y otro espacio, buscaré la carga humoral de sus protagonistas, esto es, el uso que hacen de lágrimas y sangres. Diré que la vieja víctima es de lágrima silenciosa y de sangre ruidosa, una sangre que mancha y ensucia, y que la nueva, al contrario, lleva la sangre por dentro y tiene una lágrima muy visible. 1. Nuevo y viejo espacio de las víctimas2 Víctima es un término de significados diversos, polisémico y sujeto a una enorme variabilidad. Aunque las hay, y tienta seguirlas, no parece ni posible ni deseable proponer para él una definición sustantiva: como expresión de lo humano devastado, como el producto de ciertas violencias, como un grado de relación con el dolor y, en el extremo, con la muerte, como el sujeto del cuidado. Por eso, apuesto aquí por una definición que sea sensible a su historicidad. Aplicando sobre esta figura un recorte sencillo en el eje del tiempo, surgen dos momentos, que constituyen también dos espacios histórica y socialmente diferenciables: el viejo y el nuevo espacio de las víctimas. Sobre cada uno de ellos se articulan relaciones, tipos subjetivos, moralidades, representaciones, atenciones, experticias y hasta topologías distintas. El viejo espacio de las víctimas asigna a estas un lugar ajeno al común, que es el espacio de la ciudadanía. Víctima es aquí un sujeto del orden de
Tomado de “Nuevo y viejo espacio de las víctimas”, entrada de mi autoría dentro del “Glosario para la nueva víctima” incluido en Gatti (2017). 2
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lo extraordinario, de la epopeya: es el sacrificado por todos (mártir), es el muerto para todos (héroe), es el expulsado para preservarnos a todos (chivo expiatorio). Es, en fin, un sujeto expulsado, o sacrificado, o perdido para permitir que el conjunto del que por un acto de violencia extremo fue excluido y que le designa como tal víctima, la sociedad, alcance cotas mayores de progreso, paz, felicidad, integración o catadura moral. Si hay ley para ellos, decreta el homenaje heroico, consagra su identidad extraordinaria, sanciona su posición especial. En ese sentido se puede decir que forma parte de los mecanismos constitutivos de un cierto y de resonancias muy durkheimianas “sagrado social” (Dupuy 1999): la víctima, situándose por fuera de la sociedad, trascendiéndola, la posibilita. El tiempo de este espacio, aunque le diga “viejo”, no lo es tanto, aunque sí, si entendemos que a la modernidad y a sus lugares sagrados (naciones, comunidades, ideologías…) les toca ya ser adjetivados de ese modo. La topología de este espacio es sencilla: la víctima es una singularidad exterior al conjunto y que hace posible al conjunto. Héroe o chivo expiatorio, villano o fundador, la víctima es aquí un marcador de diferencias: el común, la ciudadanía, era lo que la víctima no era; la víctima era lo que el ciudadano común no. Era un sujeto extraordinario. En el nuevo espacio de las víctimas la modificación de la posición de esta figura es sustantiva. La víctima ya no está fuera, ya no reside en el borde exterior del vínculo social para posibilitarlo; habita en el centro mismo. Ha pasado de ser un residuo o una consecuencia no intencionada de los movimientos de progreso colectivos —tengan forma de “progreso y modernidad”, la tengan de “revolución y justicia social” (Dodier y Barbot 2009)— a ser un tipo subjetivo central y muy común, tanto que se confunde con el ciudadano mismo. Su lugar, en efecto, no es el del Personaje, con mayúsculas, del héroe o del mártir, sino el más profano, prosaico y democrático del “ciudadano afectado”, que aunque sufra una forma cualquiera de violencia sigue siendo parte de la ciudadanía. “Nuevo” es el adjetivo para el tiempo de esta víctima, muy nuevo, pues coincide con la era del humanitarismo, que es, según algunos (Wieviorka 2012) también la de las víctimas. La topología de este nuevo espacio de las víctimas es compleja: la víctima ya no es una singularidad, una excepción, es una red que conecta a los propios sujetos marcados en primera persona por algún sufrimiento con todos los que en círculos que se trazan en distintas dimensiones (víctimas directas e indirectas; de sangre o la sociedad
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en conjunto; afectados y expertos; afectados por traumas históricos…) tienen alguna relación con ellos en el tejido social. Ahora, en el nuevo espacio de las víctimas, la víctima es un cualquiera, un ciudadano ordinario. Viejo y nuevo espacio de las víctimas son tanto tipos históricos como tipos ideales. Leídos así, aunque el segundo tiende a ocupar el lugar del primero, ambos conviven tanto en la sociedad que los contiene como en muchos sujetos que los encarnan. 2. La vieja víctima y sus humores: baños de sangre sin lágrimas En materia de humores, la vieja víctima lleva la sangre por fuera y la lágrima por dentro: es mártir y sacrificio, muerte y padecimiento. Su sangre tiñe de tono trágico lo que la rodea, y sirve bien a los relatos comunitarios que la significan, pues los habilita, los permite, aunque el precio que paga es el de morir y, además, quedar fuera de lo que esos relatos fundan. Lo que somos —comunidad de iguales— es por lo que ellas son ahora —víctimas—, por su sacrificio —voluntario o las más de las veces lo contrario— en pos de ese logro, y el líquido viscoso que las empapa en nuestra memoria, su sufrimiento, su padecer, nos es recordado en glosas y cuadros épicos, en relatos trágicos, que son narraciones de fundación, de cualquier fundación. Su estética es la del exceso barroco, espesa, densa, pedagógica y ejemplarizante por evidente (Martínez y Casado 2017). Esta víctima instituye lo que somos, pero sin embargo no pertenece a ello más que como su resto necesario. Hace posible así las Grandes Cosas, naciones, épocas, clases: mártires de la patria, héroes obreros, fundadores sacrificados de comunidades de iguales. Tan grandes son, tan marmóreas, que casi ni parecen víctimas. Si uno se fija, las hay a espuertas, una o más de una por cada gran relato que nos venga a cualquiera a la cabeza: Juana de Arco, Bobby Sands, Sacco y Vanzetti, Lasa y Zabala, Malcolm X, el maestro Julio Castro… Aunque sufren, lo hacen con lágrimas que caen adentro. Así es, el otro humor de la vieja víctima está casi seco, es contenido, no se ve. Si llora en público, hace mal su trabajo, que adusto y funcional ha de dejar el dolor para lo íntimo y la cordura egregia para lo público. Si llora en privado, no importa,
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nadie la ve. En público, sostiene la moral del sacrificio, de la ejemplaridad encarnada en un cuerpo llagado y ojeroso, pero digno. Es puro negro, pesado y marcado para siempre. El peso del personaje sobre los que lo incorporan es enorme: han de lidiar con el sufrimiento, es claro, pero también con una vida siempre expuesta a las obligaciones de la ejemplaridad para con el relato que ayudan a fundar. Su agotador estatus —víctima modelo, víctima prototípica, víctima horizonte, víctima ejemplar, víctima razonable (Lefranc 2017)— es lo que define su identidad. Un lugar de sacrificio. Y ahí no se llora. En España, las víctimas de ETA ocuparon durante largo tiempo ese rol y esa función en régimen de monopolio. Según la interpretación de Jesús Izquierdo (2014), esta víctima fue funcional a las necesidades de elaboración de una narrativa de consenso en la transición del franquismo a la democracia, ya en los años ochenta del siglo xx. Fueron, en efecto, los sacrificados para el bien de otros —la ciudadanía— y quedaron por eso excluidos de la condición de ciudadanos: su ascenso al sagrado lugar de los héroes y los mártires permitió que la ciudadanía española posfranquista, recién nacida, existiese, pero al precio de perder la posibilidad para estos sujetos de acceder a ella. Eran demasiado excepcionales. Permitían que existiese el común, pero quedaban fuera del común. En ellas el humor viscoso —la sangre— era cosa de los mártires, muertos para hacer posible la nación que nacía, víctimas sacrificiales, sí, de la España nueva, la del posfranquismo. Del otro humor —la lágrima— no había gran manifestación pública tolerada. 3. La nueva víctima y sus humores: lágrimas visibles, sangre por dentro y por siempre Los humores de las nuevas víctimas se ordenan al revés que los de sus antecesoras: en ellas, a riesgo de sospecha de engaño o falsedad, la lágrima es una obligación. Es la prueba de vida de la víctima. Es su identidad pública y su precondición de ciudadanía. Y si no llora, hace llorar, emociona y mueve con eso una enorme maquinaria de asistencia, que la cuida, la mece, la encierra en un lugar en el que para ser buena, buena víctima, ha de o seguir llorando o seguir provocando llanto (Peris 2017). Si se resiste a eso, se la sanciona,
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e incluso se la amenaza con retirarle sus títulos de nobleza, los de víctima. Así por ejemplo, en los juzgados de violencia contra la mujer en España (Gatti, Martínez y Revet 2017), donde la lágrima ha de marcar el ritmo del testimonio, a riesgo de que si no, la víctima sea llamada al orden moral dominante. La sangre en esta víctima va por dentro y le dota de su identidad más sustancial. No quiero decir, no, que no haya en estas víctimas de nueva generación sangre por fuera, sangre que se asocia a muerte o a sufrimiento real. Hay sufrimiento, y a espuertas, lo hay probablemente cada vez más, o al menos es cada vez más reconocible porque están cada vez más disponibles las instancias de aparición pública de esos sufrimientos, antes realmente desaparecidos del espacio común (Butler 2017) y hoy, sin embargo, casi condición necesaria para comparecer a él con opciones de escucha y de agencia. Pero, en realidad, en las nuevas víctimas, la sangre que destaca es otra, la que va por dentro y vehicula identidad patrimonial, la que se hereda, la que prolonga el trauma y sus reconocimientos y olvidos de generación en generación, véase, la sangre del parentesco. Así es, la víctima de hoy lo es porque representa por sangre a aquel que ya no está y le hace constituirse, por gracia de ese líquido viscoso que recorre sus venas, en víctima ella misma. Así las del Holocausto por el mundo, o las de ETA en España, o las de desaparición forzada de personas en Argentina. Así casi todas las víctimas más visibles hoy, que no por la sangre derramada sino por gracia de la heredada se constituyen como actores de peso en nuestros espacios comunes. La sangre que heredan les da, sin duda, agencia y palabra, paradójicas pero agencia y palabra (Gatti y Martínez 2016), e, incluso, nombres: Madres y familiares de detenidosdesaparecidos, en Uruguay; Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo, H.I.J.O.S., en Argentina… “Familismo” (Vecchioli 2017) es el nombre que en ciencias sociales le hemos dado a ese enorme poder de la sangre cuando, con forma de parentesco, bañe de ADN los mundos sociales de las víctimas y de sus muchos entornos. El humor más líquido —la lágrima— cubre la superficie moral del planeta, nos empapa y alimenta nuestra condición de ciudadanos, de ciudadanosvíctima (Gatti y Martínez 2017). Nos empuja en nuestras reivindicaciones ciudadanas, que se asientan en la legitimidad del sufrimiento, de cualquiera, no tiene por qué ser excelso, trascendente o estar escrito con mayúscula, cualquiera puede servir. El otro humor, más viscoso, la sangre, le da pureza
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y dureza a esos agentes, los legitima primero y los sostiene en el tiempo después. Les da su carta de naturaleza y vehicula su reproducción, dando fuerza a la promesa de larga duración de una condición, la de víctima, que ha venido para quedarse. *** Brevemente, como prometí, he intentado recorrer la genealogía reciente de la figura de la víctima correlacionándola con los humores que le han ido asociados en cada fase de su reciente. Si en una primera fase, cercana pero ya pasada, la sangre era la del sufrimiento y la lágrima, la contenida de los que lloran sin hacerlo a héroes y mártires, en otra, cercana, la de la moral humanitaria, la de la “era de las víctimas” (Wieviorka 2012), la de nuestro “mundo de víctimas” (Gatti 2017), el humor viscoso se ha hecho parentesco y el más líquido, la lágrima, un atributo de virtud pública. Los ciudadanos de hoy lo son porque lloran y sufren. Y eso, además, se hereda. Los humores han cambiado de lugar, mostrando que, aunque nos cueste, pueden ser historizados, puestos en cuestión, mirados críticamente, como puede y debe serlo el personaje que los porta. Cuesta hacerlo: es tal la centralidad de esta figura en nuestra economía moral que con él la deconstrucción y la crítica se han convertido en enemigos del sentido del común, ese del que la víctima de hoy es un pilar central. 4. Bibliografía Butler, Judith. Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Barcelona: Paidós, 2017. Dodier, Nicolas y Janine Barbot, “Itinéraires de réparation et formation d’un espace de victimes autour d’un drame médical”. En: Thomas Périlleux y John Cultiaux (dirs.), Destins politiques de la souffrance. Toulouse: ERES, 2009, pp. 99-117. Dupuy, Jean Pierre. Introduction aux sciences sociales. Paris: Elllipses, 2009. Fassin, Didier y Richard Rechtman. L’empire du traumatisme. Paris: Flammarion, 2007. Fassin, Didier. La raison humanitaire. Une histoire morale du temps présent. Paris: Gallimard-Seuil, 2010. Gatti, Gabriel (ed.). Un mundo de víctimas. Barcelona: Anthropos, 2017.
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RESES, SOMBRAS, SILUETAS: SOBRE EL MATADERO DE PAULA LUTTRINGER Jordana Blejmar Universidad de Liverpool
En la interpretación en clave de historieta que hizo del barrio porteño de Núñez en 1993, el dibujante argentino Miguel Rep eligió llamar “matadero” a la antigua Escuela de Mecánica de la Armada, que funcionó, durante la última dictadura cívico-militar en Argentina (1976-1983), como el más emblemático centro clandestino de detención y tortura. Rep evocaba así la siniestra condición de la ESMA de ser un lugar de reclusión y exterminio, donde los asesinos se bestializan y los hombres y mujeres mueren como animales. La utilización de la imagen del matadero para referirse al asesinato masivo de personas por parte de un Estado represivo no es, se sabe, nueva en la cultura nacional. Su origen data de 1839, el año en que Esteban Echeverría escribe El matadero e Hilario Ascasubi, “La refalosa”, un poema sobre el degollamiento de un opositor al régimen rosista escrito desde el punto de vista del mazorquero. Ese año, además, el caudillo rosista Pascual Echagüe se alza victorioso en la batalla de Palo Largo después de haber torturado y degollado a Genaro Barón de Astrada, antiguo gobernador de la provincia de Corrientes. La artista Cristina Pfiffer se ocupa de aquel episodio sangriento de la historia argentina en Entripados, una serie de atípicas instalaciones exhibidas en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires en 2002, compuestas por grasa animal, sangre deshidratada o en polvo, y pedazos de carne vacuna bañados en acrílico y presentados en esa ocasión como si fueran lápidas funerarias. Señala Fabián Lebenglik, en una nota sobra la obra de Pfiffer, que el asesinato de Barón de Astrada recuerda la condición criminal del por entonces flamante Estado nacional, pero además apunta al momento exacto en
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que el exterminio de animales en el matadero y la violencia sobre el cuerpo de los opositores políticos empieza a confundirse en relatos e imágenes que interpretan el destino de los argentinos como una sucesión interminable de degüellos y sacrificios (Lebenglik 2001). Rodolfo Walsh lo advierte en 1967, cuando en su semblanza sobre el matadero escribe que “el hombre del centro, desde Esteban Echeverría para acá, proyectó en el hombre del cuchillo del suburbio prevenciones de violencia y de sangre” (1998: 248). La última dictadura, con sus 30.000 desaparecidos a cuestas, parecería ser el último eslabón de esa sucesión interminable de carnicerías. Así lo sugieren no solo la elección del símil del matadero por parte de Rep, sino además algunas imágenes de la emblemática “serie de la carne” del artista mendocino Carlos Alonso o la novela Bajo este sol tremendo (2009) de Carlos Busqued, que incluye una escena clave de sacrificio vacuno alusiva, solapada aunque inequívocamente, a la historia argentina reciente. No obstante, vale la pena preguntarse hasta qué punto el uso de la imagen del matadero para referirse a los crímenes de la dictadura habilita —y no obtura— la posibilidad de pensar la especificidad de su accionar en relación con otras masacres históricas cometidas en Argentina. En otras palabras, si la representación animalizada de la violencia argentina resulta apropiada para referirse a determinados momentos históricos (como el rosismo), el régimen represivo instaurado en 1976 introduce un nuevo modus operandi —la desaparición— que requiere también de nuevas formas de narrar no ya solo el exterminio, sino lo que Alejandro Incháurregui, uno de los fundadores del Equipo de Antropología Forense, llamó el proceso de “nadificación” de las víctimas: “figura represiva sofisticadísima, la desaparición es un proceso N.N. Además de su muerte, pretende someter a la víctima a un proceso de nadificación: el desaparecido deja de haber existido jamás” (2007: 20). Se tratará entonces de ensayar modos noveles de representar sí la masacre (que por definición necesita de la visibilidad de los cuerpos), pero también la ausencia (de cuerpos, de memorias, de huellas). Lo sangriento y lo corpóreo, en la cultura de la postdictadura argentina, se transportan entonces a otro lugar. Ese “otro lugar” es, claro, el de las siluetas, los muertos-vivos, los aparecidos, las ánimas en pena, las sombras, los dobles y los fantasmas. Estas figuras reemplazan o muchas veces incluso conviven con las del matadero, las cacerías, y los matarifes en los intentos artísticos por retratar las atrocidades
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cometidas por el régimen militar. De hecho, en su lectura sobre la novela de Busqued (donde también abundan los huérfanos) Gabriel Giorgi señala que allí “el cuerpo animal se hace visible en la zona de pasaje entre lo vivo y lo muerto” (2014: 153), y habita “una suerte de sobrevida”, que lo inscribe bajo el signo de lo espectral y de la muerte sin duelo. En este mismo sentido, los historiadores de arte José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski advierten que, desde las masacres del siglo xx y los varios intentos por llevar a cabo el crimen perfecto (crimen sin cuerpo y crimen sin huellas), una nueva fórmula representacional (el doppelgänger), forjada en torno a la evocación de la ausencia y la muerte sin duelo, se suma a otras históricamente utilizadas por los artistas para retratar la relación entre víctimas y victimarios: “Los genocidios del siglo xx y las carnicerías que supusieron las guerras mundiales de nuevo pusieron a prueba los mecanismos existentes de representación: caza, martirio e infierno fueron utilizados, pero ya no eran capaces de transmitir la auténtica dimensión de las masacres” (2014: 108). Surge, entonces una nueva fórmula estética, la de las víctimas como doppelgänger, literalmente “el doble” en alemán, término con fuerte carga freudiana que la literatura y el arte usaron para referirse a sombras, espíritus, fantasmas, máscaras, réplicas y, principalmente, siluetas. Esta fórmula, concluyen los investigadores, es particularmente adecuada para representar la desaparición forzada de personas, la muerte suspendida y la “memoria blanca” a la que aspiraron los asesinos. Quisiera entonces proponer aquí que las imágenes de El matadero (1998), de Paula Luttringer, una fotógrafa y geóloga argentina exiliada en Francia desde 1977, tras permanecer cautiva cinco meses en el centro clandestino de detención y tortura conocido como el “Sheraton”, articulan la fórmula cinegética/escenas de caza (de cazadores y cazados) con expresiones del doppelgänger y dan por eso cuenta de ese desplazamiento o, mejor dicho, de esa convivencia entre dos regímenes representacionales que atraviesan una acotada pero significativa cantidad de obras de la postdictadura argentina.1 Luttringer nació en 1955 en La Plata. Cuando la secuestraron era militante de Montoneros, estudiante de Botánica y estaba embarazada de su primera hija, que nació en cautiverio. En 1977 se exilia en Uruguay y en los años ochenta se muda a Brasil. A fines de esa década se traslada a Francia, donde aún reside. Alentada por sus maestros, Adriana Lestido y Juan Travnik, empezó a usar la fotografía como un modo de “hablar” sobre su experiencia traumática después de más de veinte años de silencio. Entre sus trabajos se encuentran El 1
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El matadero (Fig. 1) está compuesto por una serie de fotografías en blanco y negro tomadas en un frigorífico, aunque casi podemos ver (incluso oler) la sangre que cubre las reses. La serialidad de las fotos construye una cronología y una narrativa en torno al sacrificio vacuno similar al story board de una historieta (Luttringer compartió cautiverio con H. G. Oesterheld) o a los negativos de un rollo de película muda. El juego de sombras y luces crea imágenes borrosas, fuera de foco y sobreexpuestas, y produce confusión en el espectador: ¿es de día o de noche? ¿Los animales están en un espacio abierto
Fig. 1 lamento de los muros (2000), una serie de fotos de los campos de concentración y testimonios de sobrevivientes mujeres, y Cosas desenterradas (2012), sobre los objetos encontrados por el Equipo de Antropología Forense en el Centro Clandestino de Detención Club Atlético. En los tres trabajos, Luttringer vuelve al campo para mostrar no tanto la eficacia de la máquina desaparecedora sino su fracaso, pues frente a la memoria blanca a la que aspiraron los asesinos, sus imágenes recuperan las huellas que dan cuenta de los crímenes: una pelota de trapo, una inscripción en la pared del campo, las palabras de las sobrevivientes, las pesadillas que las acosan y que vuelven también ellas para dar testimonio.
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o en el interior de un edificio? Aun a falta de respuestas definitivas a estas preguntas la sensación que transmiten estas fotos es de encierro y de asfixia, también de oscuridad. El matadero de Luttringer no es tanto un infierno como un espacio-limbo, un lugar sin escapatoria, donde se espera la muerte segura o, mejor, donde las vacas ya parecen estar de algún modo muertas (en vida) incluso antes de haber sido degolladas. Hay imágenes del momento anterior a la matanza (la mirada de la fotógrafa posada en la corrida exasperada de las vacas, o en el carnicero, rifle en mano, a punto de matar a los animales) e imágenes del después (las reses ostentadas inertes en fríos ganchos de carnicería, manchas de sangre en los muros, impúdicos uniformes colgados en la pared). No hay imágenes del momento del degüello. Lo que no se ve pero se sugiere en ese intervalo visual —gran parte de la eficacia de la serie descansa en la potencia de la elipsis como recurso interpretativo— produce una sensación perturbadora en el espectador y evoca con efectividad tanto la atmósfera siniestra y de terror instaurada por la dictadura como la muerte arrebatada a los desaparecidos. En este aspecto las fotos de Luttringer recuerdan a las de Helen Zout (Huellas de las desapariciones, 2000-2006), quien, a falta de cuerpos y tumbas, elige mostrar los rastros espectrales de las desapariciones en los lugares por los que, se presume, estuvieron las víctimas: un río revuelto, el interior de un avión en movimiento, una porción iluminada de un parque cerca de una escuela de policía que habría funcionado como centro clandestino de detención y tortura. Como Luttringer, Zout elige el blanco y negro para sus fotos, pero también toda la gama de los grises, los destellos, las luces y sombras que ubican las imágenes en el orden de lo ominoso y a algunas escenas en una zona indistinta entre el día y la noche, lo abierto y lo clandestino, lo terrenal y lo fantasmal. Martín Kohan señala en un texto todavía inédito sobre el trabajo de Zout que la fotógrafa busca las huellas de una acción (el título de la obra incluye la palabra “desapariciones”, no “desaparecidos”), antes que a quienes sufrieron esa acción. De igual modo, El matadero de Luttringer pone el foco en la máquina desaparecedora, en sus agentes, sus espacios, y sus efectos en los pocos que la sobrevivieron. En ambos trabajos, además, no solo las víctimas (evocadas en estas imágenes bajo el prisma de lo animal o
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lo espectral) han perdido su cualidad humana, sino también los victimarios se han, de algún modo, bestializado.2 La politóloga Pilar Calveiro escribe que “hay algo que se agita internamente en un hombre que destroza a otro. Hay algo que reclama la afirmación de su propia humanidad, porque en el intento de despersonalización de las víctimas él mismo se despersonaliza” (2004: 72). Ese proceso de despersonalización de los verdugos explica acaso porqué en ninguna de las dos series estos sujetos tienen rostro. Zout incluye en su trabajo la fotografía en blanco y negro de un represor encapuchado de camisa y corbata apuntando a la cámara con una pistola en cada mano. “El arma y la corbata contemporizan”, escribe Kohan, “el asesino y el funcionario, o el asesino como funcionario; la burocracia criminalizada y el crimen burocratizado” (Kohan en prensa). Se trata de una imagen perteneciente al archivo de la Dirección de Inteligencia de la Provincia de Buenos Aires, una de las pocas que se conocen de un represor en actividad. En El matadero los carniceros y matarifes son apenas sombras, figuras y siluetas ambulantes en la faena. Como el traje del represor de Zout, los uniformes y las herramientas en las imágenes de Luttringer recuerdan la naturaleza oficinesca y administrativa de la matanza, como si esta fuera cosa de todos los días, como si no mereciera nuestra especial atención (Fig. 2.). Natalia Fortuny ha escrito al respecto que “lo que muestran las fotos [de Luttringer] es la planificación racional y premeditada del asesinato. La indefensión del animal atrapado. La victoria de la razón técnica (…) y de la economía para la muerte” (2009). Señala Gabriel Giorgi, en la misma dirección que Kohan y Fortuny, que la figura del matarife articula dos series biopolíticas: la violencia arcaica, bárbara y premoderna del soberano, con la violencia más sutil y moderna, pero igualmente cruel, del capital (2014: 132). De allí, de las referencias a la vioLas escalofriantes palabras de una sobreviviente de los campos que Luttringer usó para El lamento de los muros, se refieren, precisamente, al proceso de animalización de las víctimas: “No había algodón, no había trapos, no había nada. No te daban nada. Cuando teníamos el período menstrual goteábamos, perdíamos sangre, goteábamos sangre y yo nunca me olvido que nos sacaban al pasillo y nos golpeaban con palos en las piernas y en el cuerpo y decían: ‘miren cómo gotean y pierden como las perras, son igual que las perras, van dejando la sangre por el camino’”. El testimonio pertenece a Marta Candeloro, secuestrada en Neuquén en junio de 1977 y trasladada al CCD La Cueva. 2
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Fig. 2
lencia del capital, que sea importante conservar la fórmula cinegética junto a la del doppelgänger en estas imágenes. Se trata de representar, en efecto, la desaparición, pero una desaparición que se produce no como por “arte de magia”, sino como producto de una maquinaria de muerte que es también funcional a un determinado orden económico y a un tipo particular de relación —salvaje— entre Estado (terrorista) y mercado. Un claro antecedente de El matadero de Luttringer es, en esta tradición estética que articula violencia estatal y violencia económica, la “serie de la carne” de Carlos Alonso, cuya hija Paloma permanece aún hoy desaparecida. Obras como Hay que comer (1977) y Carne de primera (1977/1979) retratan, por ejemplo, escenas provocadoras de cuerpos de hombres y mujeres animalizados o de reses con rasgos humanoides colgando de ganchos y sogas, junto a cínicos estancieros que se esconden, indiferentes e inmutables, detrás sus anteojos oscuros. Pero quisiera mencionar en particular la instalación Manos anónimas, que iba a ser exhibida en la muestra Imagen del hombre actual en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, un mes antes del golpe, en 1976, y que combi-
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na, como la serie de Luttringer, imágenes sangrientas de reses con referencias a la desaparición y a la ausencia en forma de siluetas y sombras, y también a la naturaleza burocrática del crimen dictatorial. El mismo año, unos meses antes, su exhibición El ganado y lo perdido (1976) había recibido una amenaza de bomba. Manos anónimas nunca se exhibió, pues fue censurada y permaneció en el taller del artista quien, eventualmente, la destruyó, dejando únicamente algunos registros fotográficos de la instalación. La obra estaba animada por una estética hiperrealista, diseñada a escala humana y compuesta por figuras antropomórficas y pedazos de carne hechos de papel maché. Se trataba de un espacio interior, posiblemente la entrada a un edificio, una oficina o una habitación. Las anatomías y cuerpos muertos de los animales y de los hombres aparecían en la obra intercambiables, como si ambos hubieran sido víctimas de la misma matanza para recordarnos que “en el matadero no hay ‘humanos’ y ‘animales’, hay solamente cuerpos entre la vida y la muerte” (Giorgi 2014: 137). Además, el uso de carne en la instalación, el producto argentino de exportación por excelencia, apunta a la violencia inherente a la principal industria nacional, basada en la explotación de los campesinos rurales en beneficio de las clases dominantes.3 Allí la naturaleza muerta (nunca más adecuada la expresión) sugiere que “lo que ahora está en tela de juicio es la identidad misma de la Argentina. El fundamento de la riqueza del país. Un país construido sobre un fondo de ranchos y de desigualdad social que se oculta en la magia seductora de las reses” (Constantín 2013: 94). Pero lo que me interesa destacar aquí es el modo en que Alonso, como Luttringer, no solo revisita el topos del matadero que está, por otro lado, presente en gran parte de su obra, sino que lo reformula para incorporar en esta instalación la modalidad del terror estatal y la desaparición instaurados por la última dictadura. En este sentido vale la pena destacar la elección de un lugar íntimo y burgués para esta escena de cuerpos despedazados y crímenes impuPino Solanas y Octavio Gettino ya habían llamado la atención sobre el carácter explotador de la economía rural argentina en la famosa secuencia del matadero incluida en su monumental obra La hora de los hornos (1969). Solanas y Gettino denunciaban allí la lucha de clases a partir de un uso disruptivo del montaje: a escenas de oligarcas en la opera se le oponían imágenes del trabajo diario en el matadero acompañadas por la música popular de Alfredo Zitarrosa; como contraste de las secuencias que denotaban la frivolidad de los miembros de la Sociedad Rural y el Jockey Club, los directores mostraban escenas crudas de sangre y descuartizamientos en el matadero. 3
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nes: el almohadón tejido, el sillón y la postura relajada del hombre sentado dejan en evidencia que se trata este de un espacio de confort. Esta elección nos advierte que el terror ha penetrado la privacidad de los hogares y los ámbitos de la cotidianidad antes que de la excepcionalidad, a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, en El matadero de Echeverría, cuyo escenario de la violación al unitario estaba localizado en los márgenes de la ciudad. Además, los cuerpos escondidos o desdibujados de dos de las figuras humanas en el medio de la escena refieren sutilmente a la desaparición forzada de los cuerpos en un momento en que todavía poco se sabía de esta siniestra modalidad del crimen. Por último y como han señalado algunos críticos, la violencia del régimen militar en esta obra se expresa también a partir de la naturaleza provocativa del montaje ya que, de haberse realizado, el tamaño natural de la instalación hubiera forzado al espectador a experimentar el terror como si estuviera en la misma habitación que las víctimas y sujeto, por eso, a un mismo destino. Alonso prepara esta instalación apenas un mes después del golpe, por lo que cualquier evocación que ella sugiere a la desaparición es o profética o propuesta en retrospectiva por la mirada crítica del espectador. Igualmente, Luttringer dijo no haber testimoniando voluntariamente sobre su experiencia en el campo cuando tomó las fotos: “yo no tenía conciencia de que estaba hablando de mi vida, lo supe cuando los demás empezaron a decirlo, una parte mía no entendía lo que estaba haciendo otra parte mía” (Ciollaro 2012). Y sin embargo, en otra entrevista no dudará en afirmar que “El matadero son las primeras 48 horas que pasé en detención, mi búsqueda de ver lo que quedaba de aquellos recuerdos” (cit. Fortuny 2009). No hay, entonces, en El matadero búsqueda voluntaria de la imagen que dé cuenta del horror, sino un encuentro azaroso con ella (Fig. 3). Fortuny compara este modo de dar cuenta del terror estatal en las fotos de Luttringer con los libros de Pilar Calveiro, que en lugar del testimonio personal en primer plano, “evidencian un profundo y detallado conocimiento (vivencial)”, de los campos (2004: 68). Hay algo también en las imágenes de lo que Gabriele Schwab llamó los “haunting legacies” del trauma, las marcas inconscientes de esa experiencia dolorosa, como las que aparecen en los sueños o pesadillas. Luttringer cuenta que en su vida “hay períodos que son calmos y otros donde vuelven las pesadillas y un portazo, un grito, un olor te vuelven al campo” (Ciollaro 2012). Las imágenes de El matadero capturan
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precisamente esas sensaciones que solo el arte, en su ambigüedad, parecería poder evocar.4 A diferencia de los numerosos estudios que existen sobre los lazos entre fotografía y muerte, el corpus de estudios críticos que examinan los vínculos entre fotografía y desaparición es todavía relativamente acotado. En estos traEs curioso que en una escena de la película Los rubios (2003), de Albertina Carri, cuando la voz en off de la directora recuerda el encuentro con las imágenes de Luttringer (en la película solo identificada como Paula L.), el azar también cumpla un rol importante. Cuenta Carri que, “cuando fui a enmarcar esta foto [del interior de un edificio estilo Le Corbusier] me encontré en la casa de marcos con un trabajo increíble. Eran fotos en un matadero. Yo estaba con una amiga y nos quedamos anonadadas viendo esas fotos. Ella me dijo: ‘A esta persona la torturaron’. Yo pensé: ‘las fotos son buenas pero mi amiga está loca’. La autora de las fotos se llamaba Paula, tan solo Paula y el marquero no tenía más datos. Me sentí un poco ridícula al verme enmarcando una foto tan frívola pero […] así soy yo, pensé, ‘no me gustan las vacas muertas, prefiero las arquitecturas bonitas’. Y me fui”. Más adelante en la película, Carri cuenta que efectivamente la autora de las fotos había estado en un campo de concentración y que incluso había compartido el cautiverio con sus padres. 4
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bajos, se trata de entender la fotografía no como el índice material de lo “ya sido”, según el famoso dictum barthesiano, sino como vehículo de aquello que “ni es ni deja de ser, que no está ni deja de estar” (Kohan en prensa), de lo muerto-vivo, de lo desaparecido-aparecido. En los últimos años se han dado a conocer en Argentina algunos trabajos, varios de ellos de hijos e hijas de desaparecidos, que utilizan la fotografía artística —y recursos como la elipsis, la performance, el montaje, y la tecnología digital— no tanto para registrar una presencia pasada sino para dar cuenta de la presencia de una ausencia. Vale la pena mencionar, por ejemplo, 30.000 (Guagnini 1999), Arqueología de la ausencia (Quieto 1999-2001), Ausencias (Germano 2007), Cómo miran tus ojos (Nívoli 2007) y Pozo de Aire (Gaona 2009). Paralelamente, han aparecido en tiempos recientes algunos trabajos fotográficos —como Esma de Inés Ulanovsky— que han retratado los campos de concentración de la última dictadura con el objetivo de capturar algunas de las sensaciones que despiertan esos “lugares fantasmagóricos, escenográficos, por momentos surrealistas” (Ulanovsky 2010) cuando son revisitados en el presente. Las obras de Paula Luttringer —el trabajo que nos ocupa pero también El lamento de los muros y Cosas desenterradas— dialoga con ambos corpus y con las preguntas que los motivan: ¿cómo fotografiar la desaparición?, ¿qué huellas (objetos, sensaciones) encontramos hoy en los campos? El matadero, además, se inscribe en una larga tradición de autores y artistas en Argentina que utilizaron imágenes de degüellos, faenas y matarifes para evocar la violencia subrepticia en el ADN nacional. Pero hemos propuesto aquí que esta serie no solo retoma, sino que reformula, esa tradición para incorporar referencias (involuntarias) a la ausencia y al encierro clandestino, dos características específicas de los crímenes perpetuados por la dictadura. El matadero da cuenta así de la naturaleza aparentemente contradictoria del último régimen militar: esto es la de ser, por un lado, un eslabón más en la larga cadena de carnicerías que supo ser la Argentina desde su fundación hasta nuestros días, y la de convertirse en un episodio excepcional en la historia nacional, en virtud del establecimiento de un plan sistemático de secuestros, torturas y desapariciones sin precedentes. Por último, la convivencia en estas imágenes de estos dos regímenes representacionales —la del matadero y la del doppelgänger— acaso sugiera que lo que muestran no es, en rigor, la oposición entre lo humano y lo animal (o, lo que es lo mismo, la equivalencia entre el
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proceso de deshumanización de las víctimas y el de su animalización), sino, como sugiere Giorgi, la idea de que es precisamente a partir de la presencia del animal en la cultura que podemos definir (los límites de) lo humano. Bibliografía Burucúa, José Emilio y Nicolás Kwiatkowski. “El doble ausente. Representaciones de los desaparecidos”. New Left Review 87, segunda época, London, julio-agosto (2014): 101-117. — Cómo sucedieron estas cosas. Buenos Aires/Madrid: Katz, 2015. Calveiro, Pilar. Poder y desaparición: Los campos de concentración en Argentina. Buenos Aires: Colihue, 2004. Ciollaro, Noemi. “Como piedra en los ojos”. Página/12, 24 marzo de 2012, . Constantín, María Teresa. “Un espacio para el dolor”. En: Carlos Alonso (ed.), (Auto)biografía en imágenes. Buenos Aires: RO Ediciones, 2013, pp. 91-94. Fortuny, Natalia. “Máquinas del tiempo: artefactos y dispositivos de muerte en la fotografía argentina postdictatorial”, primavera 2009, . — “Entrevista a Paula Luttringer: La incertidumbre de no saber”. Boca de Sapo. Revista de Arte, Literatura y Pensamiento, XII, diciembre (2011): 56-63. Giorgi, Gabriel. Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2014. Incháurregui, Alejandro. “Las miradas de Lucila”. Dulce Equis Negra, Buenos Aires, 3 (2007): pp. 18-22. Kohan, Martín. “Huellas de desapariciones. Las fotos de Helen Zout”. En: Jordana Blejmar, Mariana Eva Perez y Silvana Mandolessi (eds.), El pasado inasequible: desaparecidos, hijos, y combatientes. Buenos Aires, Eudeba, en prensa. Lebenglik, Fabián. “El Alonso de los años setenta ‘Las penas son de nosotros’”. En: Carlos Alonso: Mal de amores y otros males. Buenos Aires: Asunto impreso, 2001, pp. 7-9. Rep, Miguel. Y Rep hizo los barrios. Buenos Aires: Página/12, 1993. Schwab, Gabriele. Haunting Legacies: Violent Histories and Transgenerational Trauma. New York: Columbia University Press, 2010. Ulanovsky, Inés. “La ciudad ausente”. Página/12, 28 de marzo de 2010, . Walsh, Rodolfo. “El matadero”, en El violento oficio de escritor. Obra periodística 1953-1977. Buenos Aires: Planeta 1998, pp. 241-249.
SANGRE DE MI SANGRE. PERFORMANCES DE TERROR Y RESILIENCIA. CIUDAD JUÁREZ Josebe Martínez Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
El presente trabajo presenta una reflexión sobre el papel de la sangre en dos instancias centrales de la cultura mexicana actual: violencia y filiación. En el primer contexto aborda el recurso a la estética de la sangre en la cultura del narcotráfico mexicano, que impregna también al poder oficial en la utilización de la sangre como espectáculo. Y en el código de lo filial, explora el papel de la sangre en la lucha contra esa violencia en el caso concreto del feminicidio de Ciudad Juárez: la búsqueda de justicia por parte de los familiares de las víctimas y el arte resiliente. En noviembre de 2015, la artista mexicana Elina Chauvet realizó en Bilbao su conocida performance Zapatos Rojos, una puesta en escena colectiva de docenas de zapatos de mujer, rojos, como la sangre, donados solidariamente, que recorren el circuito urbano simbolizando la desaparición de unos cuerpos que antes los calzaron, como una metonimia vagabunda y cosmopolita del feminicidio en Ciudad Juárez, donde nació este proyecto en 2009. Elina quiso entonces —según sus propias palabras— hacer público el duelo personal por el asesinato de su hermana1, contó con 33 pares de zapatos donados por mujeres de Juárez. Posteriormente su performance se retomó en Mazatlán, eran ya 330 pares en una marcha alegórica, que, desde el puerto de la ciudad, recorrería el mundo: Culiacán, Ciudad de México, El Paso, Turín, Bérgamo, Milán, Mendoza, Bilbao… contando en la actualidad con decenas de réplicas en Alemania, Noruega, Brasil, México, Argentina o Estados Unidos. 1
Conversación con Elina Chauvet, Bilbao 23 de noviembre de 2015.
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Simultáneamente a la performance en Bilbao, el blog de “Nuestras hijas de regreso a casa”, el colectivo de madres y familiares de desaparecidas en ciudad Juárez, tiene en primera página una entrevista a Malú García Andrade, cuya hermana también fue asesinada y cuya vida está sentenciada a muerte en represalia por investigar el feminicidio en Ciudad Juárez, donde su casa fue devorada por el fuego, a instancias del crimen organizado. La madre de Malú, la activista Norma Andrade, ha sobrevivido a dos atentados contra su persona que tenían el propósito de ser mortales. La performatividad de las madres, hermanas y familiares de desaparecidas y asesinadas en Ciudad Juárez genera diariamente su propia identidad, como mujeres, en las numerosas acciones, manifestaciones, denuncias, entrevistas, conferencias, documentales o instalaciones que han llevado y continúan llevando a cabo para que sus hijas, hermanas o madres tengan el reconocimiento de una identidad, al menos en la muerte. Sangre de mi sangre. Mujeres que construyen su propia agencia luchando por lograr que no se les ningunee y que aquellas mujeres que ya no están sean alguien. Es la performance por el derecho a la pena y a que los asesinos penen. La performance que tiene como objetivo hacer del duelo privado un trauma público, exponiendo sus vidas por el derecho a que una muerte valga la pena. Hace unos meses, cuando comencé el presente texto, un colectivo de madres de hijas desaparecidas en Ciudad Juárez había vuelto a ser expulsado de Los Pinos, la residencia presidencial de Peña Nieto en Ciudad de México, en cuyas inmediaciones habían acampado y permanecían en huelga de hambre. La situación de indefensión continúa igual que cuando, por primera vez, a finales de los noventa, fui a Ciudad Juárez para cerciorarme y escribir sobre lo que se empezaba a conocer como “las muertitas de Ciudad Juárez” o “las desaparecidas de Ciudad Juárez”. Muy poca gente quiso recibirme. En la Procuraduría, una señora recién puesta para supervisar los procedimientos de denuncias que habían realizado los familiares, me miraba parapetada detrás de su mesa, sin saber qué hacer. Era de tez oscura, vestía traje gris, y se agarraba a los brazos del sillón donde apoyaba los suyos: obviamente tenía mucho miedo y no iba a resolver nada. Todo fueron parabienes en voz baja. No había tenido más remedio que recibirme porque yo venía de la Universidad Estatal de California con la carta de presentación de la criminóloga Candice Scrapek. Viniendo de parte de una criminóloga norteamericana, se
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sentían obligados a atenderme. Con quienes no había que fingir era con las madres, esas mujeres pobres y desoladas cuyas hijas desaparecían de la noche a la mañana sin dejar ni rastro. La clase media de Ciudad Juárez detestaba hablar del tema, pocas y malas explicaciones me facilitaron las personas con quienes me cité en respetables restaurantes como el Samborns, y el Dennys: “Esas desapariciones dan mal nombre a la ciudad”. “Son unas cualquiera medio prostitutas”. “No son de Juárez”. “Vienen de cualquier parte de la República”. Y, finalmente, como había dicho el gobernador de Chihuahua, “les gustaba bailar”. Narco performance. La importancia plástica del crimen Al igual que si ese deseo de bailar fuera juzgado en un auto de fe, el cuerpo de estas mujeres terminará inmolado en catafalcos performativos, como el que recibió en el centro de Juárez al presidente de la República, Vicente Fox, en 2001: ocho cadáveres de mujeres amontonados en un céntrico lugar, la víspera de la llegada del presidente a la ciudad, en un perfecto altar barroco. Y esa faceta espectacular del crimen es lo que quiero resaltar en este apartado: la importancia e intención plástica del asesinato real frente al llamado arte del narco, o arte inspirado por el narco que practican artistas contemporáneos mexicanos. Indudablemente, en el catafalco juarense mencionado, vemos una performance que muestra el cuerpo cadáver mutilado como señal inequívoca en un contexto en el que el mensaje debe leerse en forma similar al panorama que presentan las cabezas cortadas o los miembros extirpados y sanguinolentos que distintas familias del narcotráfico esparcen como signos identitarios (de amenaza, poder, crueldad) en diferentes plazas. La sangre auténtica se derrama en el escenario improvisado de las calles de México, es el genuino narco-arte, un exceso performativo que supera en horror los sublimes niveles alcanzados por el llamado arte del narcotráfico desarrollado por los artistas contemporáneos mexicanos: por ejemplo Teresa Margolles y sus sangrantes sábanas, teñidas por el rojo vital de insensatas víctimas y victimarios, cuyas cabezas, impedidas de razón, penden por los pelos, bajo un puente en Juárez, en Zacatecas, en Guerrero, o en muchos otros sitios. Pero, curiosamente, las sangrantes sábanas de Margolles no impactan más que los
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rostros ya muertos de los colgados en los ojos de un acueducto, ni que las pendulantes cabezas que caen de los furgones con su reguero de sangre todavía no coagulada, o las ordenadas testas no coronadas que se alinean, tal vez alfabéticamente, al pie del muro de algún reclusorio, cuya visión está al alcance de cualquiera en Youtube o Instagram. Similar a lo que sucede en el arte de Margolles, cuando Gustavo Monroy celebra en sus lienzos las cenas de cabezas, o las cabezas solas, o su propia cabeza en medio de una fábrica abandonada, bajo el título de Suave patria (el vocablo sangre procede del latino sanguis, que significa “suave”,) como si se tratara del contrapunto a lo edificado por López Velarde en el poema del mismo título, recrea una realidad en sí tan sublime que la pintura no alcanza: la plástica figurativa y lineal de Monroy no contiene la exuberancia de significados y efectos que produce el directo de la tremenda visión de la realidad que la ha inspirado en su performance verdadera. Y lo mismo sucede en los paisajes del pintor Lenin Salazar, con su muerto en el plano medio de la imagen, a pesar de transmitir mucho en lo chocante de su paisaje con figura, que aquí se denomina “paisaje mexicano” (como si se tratara del contrapunto a los suaves paisajes de José María Velasco, en los que en el plano medio aparecía el tren del progreso). O en los dibujos de Carolyn Castaño, con sus cabezas casuales en frondosos o exuberantes campos. O en la obra Rosa María Robles, quien, en 2007, tuvo que usar su propia sangre para teñir unas cobijas en una exposición en Sinaloa. Esas cobijas iban a sustituir a las originales, que la policía había mandado retirar porque, supuestamente, habrían servido para cubrir los cadáveres de crímenes ligados al narcotráfico. Todos estos intentos artísticos pretenden la plasmación del presente nacional como espectáculo a través de una estética y retórica del terror que, alejándose de lo bello, logra conmocionar mediante la narración de lo sublime, de lo intolerable. Pero, lo paradójico, en la actualidad es, como venimos apuntando, que el crimen real está concebido también como espectáculo, y como tal supera a su reproducción, en un exceso de representación que forma parte del repertorio oficial en las familias del narco como imagen de poder. Y, más aún, cabe señalar, que tal imaginería no solo forma parte del repertorio oficial del narco como ostentación de su poder, sino que se ha institucionalizado como recurso representativo del poder oficial.
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Así podríamos interpretar el exceso de presentación fotográfica del cadáver de Arturo Beltrán Leyva, capo del cártel Beltrán Leyva, jefe de jefes, cuyo cuerpo, que había sido fuertemente custodiado por marines del ejército mexicano, con tanques y artillería (que convirtieron las instalaciones del Instituto Forense de Morelos en una fortaleza y su traslado a Sinaloa, su tierra natal, en un despliegue militar compuesto por cinco vehículos de la Armada y un séquito de diez vehículos y más de 150 soldados controlando el camino hasta el cementerio) fue expuesto en la prensa de forma brutalmente ostentosa, permitida por la policía. Un espectáculo que describe Regnar Kristensen en su artículo sobre la muerte del capo y cuyas imágenes saturan Internet: El día después de la muerte de Arturo Beltrán Leyva, clasificado por la DEA como el criminal más violento del planeta, jefe del cártel del mismo nombre, las imágenes de su cadáver fueron mostradas por los medios de comunicación mexicanos y mundiales. El cuerpo cubierto de sangre se mostró con los agujeros de balas y el brazo desfigurado. Estaba desnudo y cubierto con billetes de pesos y dólares mojados con su sangre. En su estómago alguien había puesto amuletos religiosos y una cartulina con el número tres, tal vez como un recuerdo de la costumbre del cártel de Los Zetas de nombrar a sus miembros con números. Este cártel estaba en ese momento colaborando con el de Beltrán Leyva. Las obscenas fotos del cuerpo desfigurado y ridículo no tuvieron mucho comentario mediático hasta el acto sanguinario ocurrido una semana después… [Una semana después el cártel vengaría el crimen de forma cruenta y espectacular] (2014: 164).
La pura visibilidad, el exceso de representación manejado por las familias del narcotráfico, también forma parte del repertorio como representación de poder oficial. Manifestaciones en las que deben inscribirse los espectáculos que proporcionan las figuras de mujeres despedazadas por perros o coyotes en Ciudad Juárez, como referíamos al comienzo, y cuyas descripciones proporcionan los noticieros y los periódicos de Chihuahua, como se cita en Ciudad final: La muchacha tenía puestos unos pantalones vaqueros, unas tenis tipo botín y una blusa “de la cual no era posible saber el tono —decía el locutor en el noticiero de un canal juarense, uno de tantos noticieros que lo cito aleatoriamente, por ser generalizado el mensaje— ya que fue arrancada a pedazos por perros o coyotes”.
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Se veía la imagen de una joven delgada, de cabello corto y tez morena. Toma frecuente en las noticias de cualquier canal local la que ahora me amenizaba la cena. Al compás de las cámaras informaron de su nombre, del de sus hijos, su edad y su estado civil, se dijo también que era trabajadora en una maquiladora, pero omitieron el nombre de la industria. Las multinacionales tenían prohibido a los medios cualquier asociación de sus famosas firmas con las asesinadas. Por supuesto —destacó el portavoz de la policía judicial— todo estaba aún por aclarar (Gutier 2008: 20).
Esta descripción podría pertenecer perfectamente a cualquiera de los ocho cadáveres que aparecieron en el escenario de Ciudad Juárez en 2001, el primer feminicidio encausado, en 2009, desde que comenzaron los asesinatos de mujeres, en 1993. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) juzgó finalmente al Estado de México por el feminicidio de estas ocho mujeres en Juárez. En la vista, que se celebró del 27 al 30 de abril en Santiago de Chile, se vio “la responsabilidad internacional” del Estado mexicano por violación del derecho a la vida, a la integridad personal y a las garantías judiciales; se exigió que México investigara los asesinatos de las víctimas, así como la destitución de funcionarios que, a lo largo de los años, habían realizado, o permitido que se llevaran a cabo las violaciones mencionadas. La sentencia es de carácter obligatorio.2 El 5 de noviembre de 2001, yo estaba en Ciudad Juárez cuando fueron encontrados las ocho mujeres asesinadas, la víspera de la visita oficial del presidente de la República, Vicente Fox. El montón de cadáveres suponía un regalo y una amenaza (señal y mensaje) que círculos de poder le hacían al sumo gobernante; y, precisamente por ello, las autoridades juarenses se dieron prisa inusitada en adjudicar nombres a los cuerpos y capturar e incriminar a sospechosos. Las súplicas de las familias de los supuestos asesinos imploraban justicia en los mismos terrenos que las madres de las desaparecidas, las cuales exculpaban manifiestamente a estos chóferes del feminicidio. Los culpados asesinos eran exculpados activamente por las madres de las asesinadas, las mujeres de los supuestos asesinos, y las madres y los hijos que revoloteaban alrededor se manifestaban gritando e implorando justicia, mientras las madres, las hermanas, las
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Europa Press Internacional 16-12-2009.
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hijas de las asesinadas pedían justicia exculpando a los encausados. Todo ello podía percibirse, en vivo, como un happening filial contra el sinsentido de la justicia, contra el abuso de relaciones de poder que explica las claves del feminicidio en Ciudad Juárez, y el papel familiar como clave de su esclarecimiento. Autores como Sergio González Rodríguez en Huesos en el desierto, Diana Washington en Cosecha de mujeres e Isabel Vericat en De este lado del puente, fueron los primeros en trabajar por extenso el material que numerosos artículos, desde finales de los años noventa, tuvieron por objeto denunciar el feminicidio como un crimen de lesa humanidad en el espacio fronterizo que sirve de asentamiento a grandes multinacionales en cuyas factorías trabajan cientos de mujeres, entre ellas muchas de las asesinadas. Performance de la maquiladora Abuso de poder y sangre filial como polos enfrentados de una situación de impunidad que se sostiene en el eje de una desigualdad económica que no se puede eludir: el contingente laboral, productivo y sexual sobre el que se ejecutan la mayor parte de los asesinatos. Como señalamos, un gran número de las mujeres asesinadas son trabajadoras de las maquilas o industrias multinacionales que en los años sesenta comenzaron a establecer en Juárez sus plantas de ensamblaje surtidas de mano de obra barata. Más de quinientas industrias multinacionales de alta precisión que reclaman en esta ciudad el trabajo de miles de mujeres jóvenes, preferiblemente adolescentes solteras, de manos chicas, efectivas en la manipulación de piezas diminutas, y cuerpos resistentes, capaces de operar durante largas jornadas. La firma del Tratado de Libre Comercio (TCL) entre Canadá, Estados Unidos y México, en 1994, prorroga y privilegia esta imposición laboral transnacional. Y supone para Juárez el definitivo asentamiento y la masiva proliferación de la industria maquiladora y con ello la plasmación geográfica del circuito de tráfico humano necesario en este “capitalismo maquila”, según lo denomina Ileana Rodríguez. Esta industria ha convertido en pocos años el área de la frontera en una zona de intensa producción atrayendo a cientos de miles de personas, y creando un microsistema en el que cohabitan los más opuestos modos de vida:
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diariamente llegan mil personas en busca de trabajo o con idea de cruzar la frontera, encarnando un movimiento capitalista de desterritorializacion y de reterritorializacion: diariamente el sistema se genera a sí mismo en una continua desterritorializacion de relaciones sociales, familiares, religiosas... Y en una reterritorialización de relaciones sociales en circuitos organizados y restrictivos. Cotidianamente el sistema asegura su operatividad reactivando códigos muertos e instituciones en un pastiche de prácticas pasadas (Biemann; Deleuze y Guattari 1991). El feminicidio estaría relacionado con los efectos subyacentes de la producción multinacional y de los estragos que la emancipación de las mujeres a través del trabajo causa en el orden masculino (Rodríguez 2009). ADN performance Si maquila y género son dos factores inevitables al tratar el feminicidio, la sangre filial es el polo en el que reside el eje de la ecuación resolutoria. Son los familiares, emblematizados en la figura de las madres los únicos que, no solo iniciaron las búsquedas de las desaparecidas e interpusieron todos los procedimientos judiciales, sino quienes impugnan el proceder policial y legislativo, e interpelan al gobierno mediante múltiples protestas, huelgas, encadenamientos o conferencias. Exigen justicia al Estado mexicano directamente o por medio de instituciones internacionales, cuestionando así no solo el proceder del gobierno nacional, sino también su naturaleza, pues el gobierno representa, como en toda sociedad civil, el organismo capaz de proporcionar derecho y justicia al ciudadano, que es lo que demandan las madres; pero además es el directo causante de la impunidad en la que se hallan los criminales, cuyas firmas, por todos conocidas, jalonan las listas electorales tanto de los candidatos del PRI como del PAN. Pedir que se haga justicia en esta situación de indefensión es lo que las madres, manifiestan exponiendo sus cuerpos y pidiendo pruebas del ADN de los cuerpos que se almacenan en el anfiteatro de la morgue sin identificar, viejos cuerpos a los que se les suman nuevos cadáveres semana tras semana, hasta el momento presente, como me indicaba Sergio González, autor de Huesos en el desierto, el primer libro de ensayos dedicado a esta temática, publicado en 2002, en una entrevista que le realicé el 24 de abril de 2016.
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En el momento inicial de la lucha, el de las horas siguientes a las desapariciones, hasta el instante presente, o hasta la hora en el que reconocen final y fatalmente el cuerpo de la hija, las madres, amenazadas, perseguidas, exiliadas, continúan la guerra en la que muy poca gente se atreve a batallar. Como se aprecia tanto por las noticias que se ven en las televisiones a nivel internacional, como por las páginas web de las asociaciones, o en la información de primera mano que se puede obtener en Juárez, la sociedad política es su escenario, su plataforma, pero la filiación sanguínea es el único resorte que funciona en Juárez ante el terror. De igual modo, cuando vives en México la experiencia de compartir el dolor de las madres ante la desaparición de sus hijas, o de ver cómo son tratadas, o de presenciar su impotencia al pedir justicia, te das cuenta de que la identidad de víctima no es un lugar que se quiera compartir, y mucho menos habitar. Nadie quiere verse en ese sitio: ocasionado trágicamente, perseguido policialmente, desprestigiado socialmente, empobrecido, y estigmatizado desde el poder. Las madres solas han de sacar de lo privado estos asesinatos, y digo privado porque no son muertes políticas, ni pertenecen a represiones policiales o confrontaciones con el sistema. Son asesinatos que nadie sabe quién los comete y que no tienen una razón aparentemente política para llevarse a cabo, y en ello incide el gobierno y las fuerzas fácticas, en mostrarlos como privados, y si se puede que sean encausados en el ámbito de la violencia doméstica. Pero las madres sacan de lo privado estos asesinatos en sus presentaciones públicas porque quieren generalizar y compartir su trauma o su duelo. Ellas encarnan el fracaso del sistema moderno y civilizatorio en ciertos márgenes no privilegiados donde los derechos civiles, así como los derechos laborales y legales del ciudadano colapsan en túneles y subterfugios donde lo legal y lo ilegal marchan parejos y se nutren mutuamente. En estos caóticos espacios aparecen las madres como el último y único resorte para demandar justicia.3 Según me informó el periodista Sergio González, personal y profesionalmente implicado en el esclarecimiento del feminicidio, la sociedad y el estado de Juárez no se rigen por los principios sociales políticos de un estado al uso, sino que en un régimen feudal, son los señores de Juárez quienes estipulan la ley, y no solamente la ley en Juárez, sino que sus tentáculos impregnan y ayudan a conformar la política e imagen nacional. El estado de ley es un narcoestado, cuyas normas y leyes están dictadas desde otra fuente y con otro propósito que el bienestar ciudadano (entrevista con Sergio González, Ciudad de México, 18 de agosto de 2005). 3
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Y su duelo se ha de tramitar por vía pública en las calles de Ciudad Juárez o Ciudad de México. La esfera pública, que las menoscaba, es el espacio en el que han de movilizar sus pérdidas privadas, lo más íntimo de su identidad individual, los lazos de parentesco que sostienen la construcción de su papel vital; es la sangre que energiza su puesta en escena. Una de las teóricas actuales que más han escrito sobre la violencia, el terrorismo y el duelo, así como de la performatividad de las relaciones sociales y familiares es la norteamericana Judith Butler. Precisamente uno de sus cuestionamientos de mayor proyección ha sido el planteamiento que establece respecto a la vulnerabilidad y a la condición de humanidad de las personas. La vulnerabilidad corporal, y el trabajo de duelo que llevarían a cabo, cabrían pensarse, como señala Butler, de varias maneras en la esfera política. Una de esas maneras sería sin duda la exposición del propio cuerpo de madre, pidiendo justicia política porque el cuerpo de la hija ha sido vulnerado, y siendo a su vez, como cuerpo de madre, ultrajado, perseguido o acosado. Como se ha mencionado, Norma Andrade, presidenta de la asociación “Nuestras Hijas de Regreso a Casa”, recibió varios tiros en Ciudad Juárez, en 2011, teniéndose que mudarse a Ciudad de México para su mayor seguridad, allí también fue víctima de un nuevo atentado. Otras madres y familiares han tenido que irse a vivir a El Paso o retirarse de la lucha, porque “ahora vamos a por ti”. Butler se pregunta en este contexto de vulnerabilidad y humanidad, qué vidas cuentan como vidas, en el sentido de qué vidas son valiosas y qué vidas merecen la pena vivirse. Cabría responder que en el feminicidio de Juárez solo la sangre es capaz de dar una respuesta: lo que hace que una vida valga la pena significa, en este contexto, luchar porque una muerte valga la pena. Es decir, porque una muerte sea penada, en el doble sentido de la palabra: por el duelo de una familia apenada, y porque sea legalmente castigada. Dignificar la sangre, dándoles el derecho de poder sentir su pena y que el pueblo lo vea, y que esta pena o duelo dignifique a los cadáveres mutilados frente a los ojos civiles y las categorice como personas asesinadas ante la justicia internacional, para llegar a lograr que sus muertes valgan algo en el ámbito nacional, en el que fueron vidas que no valieron nada. Judith Butler habla de cómo cada uno de nosotros se constituye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos —como
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lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición—. Según esta ecuación, y como ella misma sugiere, la pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición. Todas estas madres vulneradas cuyas hijas no valían nada, luchan porque los cuerpos de sus hijas valgan, cuerpos ya muertos, como los de las demás hijas que caerán bajo la impunidad de quienes poseen el derecho a la vida y a los cuerpos de los otros, dan su vida por la muerte de sus hijas. El derecho al duelo, en su acepción clásica y popular, procedente del latín tardío dolus, “dolor”, como demostración de dolor por la muerte de un ser querido. Diana Taylor, Performance Studies Professor en la Universidad de Nueva York, publicó en 2003 The Archive and the Repertoire, un libro sobre las políticas de la memoria en diferentes países latinoamericanos, de gran impacto internacional. Uno de los capítulos de la obra, “‘You Are Here’ H.I.J.O.S and the DNA performance”, conformó, en gran medida, tanto en América del Norte como en Europa, la percepción de la política de la memoria en Argentina, especialmente en lo referente al carácter de las manifestaciones que por esas fechas se mantenían contra la impunidad de la dictadura militar de los años 1973-1983. En este capítulo equipara la performance al trauma en su calidad repetitiva, recurrente, no resolutiva. Una actuación que tiene lugar, y que vuelve a suceder, al igual que la recurrente actualización del trauma en la víctima. Diana Taylor opone esta revisitación traumática al proceso de paulatina superación de la pérdida, y su aceptación que supondría el duelo, recogiendo en sus argumentos las nociones ya expuestas por una ingente suma de estudios, de Soshana Felman y Doroty Laub, Kathy Cartuth o Dominick LaCapra entre tantos otros, que no contradicen, sino que completan la acepción que hemos referido en el párrafo anterior. Las performances a las que Taylor se refiere, en Argentina, fueron llevadas a cabo principalmente por familiares de las víctimas, como en Ciudad Juárez, y como en Buenos Aires, en Juárez significan, sobre todo, la toma del espacio, la visibilidad, lo público. Aunque en la opinión general el duelo parece pertenecer a la esfera privada, la exposición pública de las madres es el único modo de conseguir un duelo privado. Para ello han de convertir el trauma privado en trauma público, lo privado individual, en colectivo, haciendo
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de lo individual un asunto político, una res publica. En este contexto, lo privado es a lo público como lo individual a lo político. Es decir no se trata de esfera privada, que es donde quieren reducir los crímenes, que, por lo tanto, no serían políticos; sino que se trata de hacer una asunto público, es decir, político, de un asunto que quieren que permanezca individualizado y privado. También a este respecto Butler señala que un duelo puede crear comunidad política. Las reflexiones de Diana Taylor y Judith Butler pueden ser coincidentes, pues el duelo manifiesto (trauma manifiesto para Taylor), la expresión pública del duelo, es un derecho que las madres tratan de llevar a cabo en Juárez, donde lo que impera es el trauma y el dolor por la pérdida no reconocida. Para que haya duelo debe haber reconocimiento de la pérdida de alguien, y esto es por lo que se lucha: alguien ha desaparecido, alguien ha sido asesinada, mi hija, mi hermana, mi madre. La expresión pública del trauma hace que ese nadie se convierta en alguien. Elina Chauvet recorre el mundo con sus Zapatos Rojos en una performance planetaria de toma del espacio y denuncia, porque —según nos comentaba en Bilbao— hacer público el trauma, porque es un trauma público, forma parte de su propio duelo. Bibliografía Biemann, Ursula. Performing the Border [VHS/DVD] Suiza, México, 1999. Butler, Judith. Vidas precarias. El poder del duelo y la violencia. Barcelona: Paidós, 2006. — Cuerpos que importan. Barcelona: Paidós, 2002, — Deshacer el género. Barcelona: Paidós, 2004. — Entrevista a J. Butler de Milagros Belgrano Rawson, “La invención de la palabra”, Pagina 12, sábado 9 mayo 2009, . Caruth, Cathy. Unclaimed Experience: Trauma, Narrative and History. Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1991. Deleuze, Gilles y Félix Guattari. Anti-Oedipus: Capitalism and Schizophrenia I. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1991. Felman, Shoshana y Dorothy Laub. Testimony: Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History. London: Routledge, 1992. González Rodríguez, Sergio. El hombre sin cabeza. Barcelona: Anagrama, 2009.
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MEMORIAS FAMILIARES, IDENTIDADES REPRIMIDAS Y LA VIDA POLÍTICA DE LOS CADÁVERES: EL SIGNIFICADO ACTUAL DE LAS NARRATIVAS DE PARENTESCO EN LAS EXHUMACIONES DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA Ulrike Capdepón Columbia University
1. Introducción La apertura de las fosas de la Guerra Civil española (1936-1939), su inmediata irrupción en la escena pública y la visibilización de los crímenes franquistas derivada, tuvieron un gran impacto en la sociedad española de comienzos del milenio. Aunque se estima que el número pueda ser considerablemente mayor, los 130.000 casos documentados de desaparecidos víctimas de la represión y enterrados en fosas clandestinas (p. ej. Alday y Pérez González 2013: 9) permiten calibrar las dimensiones potenciales del proceso. Desde el año 2000 hasta el 2016, se han recuperado alrededor de 8.500 cuerpos (Etxeberria 2016), aproximadamente un 6% del total documentado. Que tales exhumaciones, en su gran mayoría, hayan sido promovidas a solicitud de los familiares de las víctimas resulta fundamental. En las páginas siguientes, reflexionaré sobre las causas de este hecho, centrándome en la tensión entre la relación de parentesco y de afinidad política que resulta inherente a las dinámicas propias de las excavaciones actuales de las fosas comunes de la guerra. Desde la premisa de que los muertos contribuyen de manera poderosa a garantizar la identidad de los vivos (por medio de procesos de reconocimiento), este artículo se centra en el significado de los relatos de parentesco en
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los procesos de exhumación de las fosas comunes de la represión franquista. Para ello, me preguntaré primero cómo se establecen conexiones políticas y de filiación con los muertos en el contexto de su exhumación y, segundo, por la manera en la que se cruzan los relatos de parentesco con las narrativas y la memoria del activismo político de la víctima. Por último, partiendo de la noción teórica de la “vida política de los cadáveres” (Verdery 1999), se analizará un vídeo producido por la Plataforma por la Comisión de la Verdad de la Fundación Baltasar Garzón (FIBGAR) donde, en el espacio de una exhumación y a través de los protocolos afectivos y científicos asociados, se propone una identificación directa de los vivos con el sujeto exhumado. En base a esta propuesta identificadora, quiero discutir la inscripción de la represión franquista en el marco interpretativo de los derechos humanos, lo que me permitirá plantear algunas consideraciones finales sobre la vinculación familiar y política de la víctima en relación con el potencial (des-)politizador derivado de la inscripción de la violencia política en un lenguaje anclado en la justicia transicional. Las exhumaciones de la Guerra Civil han planteado en la sociedad española contemporánea preguntas inmensamente complejas, para cuyo análisis son necesarias perspectivas multidimensionales. En este sentido, Francisco Ferrándiz ha distinguido entre las varias posibles vidas de ultratumba de los muertos, haciendo referencia a los distintos niveles de presencia de las víctimas exhumadas. El catálogo abierto de esas post-vidas comprende, entre otros posibles, el ámbito judicial, social, cultural, asociativo, mediático, científico, forense (Ferrándiz 2014: 31 s.). Así, las posibles vidas políticas de los muertos, muchas veces ellos víctimas anónimas, solo conocidos por los familiares, vecinos o amigos más cercanos, son variadas y complejas. En términos metafóricos, Ferrándiz describe este trabajo antropológico como “autopsia social” (2014: 37), refiriéndose al impacto que produce la reaparición de los restos humanos, en todas sus diversas dimensiones simbólicas, desde las prácticas forenses de toma de ADN hasta los discursos conmemorativos posteriores a la recuperación de los restos. En lo que sigue, voy a adentrarme en algunos de estos niveles, en muchos casos ligados de forma inseparable, centrándome, sobre todo, en el significado social de la post-vida de estos muertos y, más específicamente, en su dimensión privada y familiar, para comprender cómo se relaciona con la reconstrucción
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política de la identidad del represaliado en el contexto concreto de las exhumaciones. 2. Lógica de filiación y afiliación Según estimaciones recientes, si bien cerca de 500.000 personas murieron en total como víctimas de la Guerra Civil en ambos bandos, el bando franquista es responsable de un número de muertos tres veces mayor que el republicano (Preston 2010). En los primeros meses de la guerra, llamados de “terror caliente”, abundaron los “paseos” y “sacas”, eufemismos para las prácticas represivas de detención ilegal, allanamiento de morada y asesinato extrajudicial de civiles, cuyos cuerpos fueron arrojados en fosas comunes. Durante la posguerra, la represión franquista fue especialmente feroz y constante, lo que obligó a los familiares a seguir buscando secretamente a sus muertos aún desaparecidos. Los familiares de las víctimas de la represión franquista no pudieron recuperar los restos de sus familiares legalmente ni después de la muerte del dictador ni con la Constitución democrática de 1978, cuyo acuerdo político —a menudo nombrado como “pacto de silencio” (Aguilar 2008, Encarnación 2014)— en la práctica impedía que fructificasen las búsquedas familiares de los muertos, por falta también de apoyo institucional. Desde el punto de vista de la transmisión de la memoria familiar, las historias de la represión vinculadas a la Guerra Civil habían sido silenciadas, interrumpidas o transmitidas de forma fragmentaria durante mucho tiempo (Ferrándiz 2008). El nudo de silencio, de miedo y de autocensura derivado ha sido particularmente asfixiante en contextos rurales (2008: 177), en los que se encuentran la mayor parte de las fosas comunes del franquismo. Allí, en el ámbito local, las fosas sin señalizar eran un “secreto público”, siguiendo las palabras de Ferrándiz (2014), quien toma el famoso término del antropólogo Michael Taussig (1999): sobre ellas seguían (y aún siguen) circulando rumores —por ejemplo, acerca de quiénes pueden estar ahí enterrados— aunque oficialmente hayan sido deliberadamente ignoradas. El secreto familiar que suponía saber de la existencia de una fosa común en muchos casos se rompe con la exhumación. Como ha mostrado Ferrándiz en sus trabajos, el
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mismo proceso de la exhumación dispara la producción de relatos alrededor de los enterramientos y de los cuerpos que contienen. La apertura de las fosas genera recuerdos, en particular por parte de los familiares de aquellos cuyos restos están siendo desenterrados. Aunque en estos relatos se suele resaltar la dimensión comunitaria de las exhumaciones, también se hace visible su carácter privado y de ámbito familiar. Allí, la circulación de los recuerdos viene motivada por la preexistencia de estructuras discursivas que responden a la lógica ya de la filiación o de la afiliación. La distinción entre lo filiativo-genealógico y lo afiliativo-comunitario la tomo de un artículo reciente del hispanista Sebastiaan Faber (2014: 142 ss.), quien, a propósito de la (post)memoria de la violencia de la Guerra Civil, ha distinguido entre la noción de afiliación por motivos de convicción política, de un lado, y la de filiación, por el otro, como una conexión impuesta mayormente por la sangre o el parentesco (ibídem). La filiación se inscribiría en el campo biológico, mientras que la afiliación tendría una naturaleza puramente social y voluntaria. Ambas lógicas se atraviesan y entran en conflicto. Lo que aquí quiero estudiar es la tensión entre lo afiliativo y lo filiativo inherente a las dinámicas memoriales propias de las exhumaciones actuales de las fosas comunes de la guerra. Busco tratar la compleja relación entre obligaciones y afectos familiares, entre compromisos normativos y éticos y convicciones y entre afinidades políticas e ideológicas, tal y como de manera privilegiada puede observarse en los procesos memoriales de reidentificación que se producen entre la comunidad que participa en la exhumación y los sujetos enterrados en la fosa. En mi experiencia de trabajo de campo he podido observar las dinámicas de memoria que las exhumaciones generan. Mi documentación fue obtenida en exhumaciones en el País Vasco y Burgos durante los años 2010 y 2011, dirigida a crear un archivo de testimonios de entrevistas realizadas a pie de fosa.1 Mientras el equipo forense recuperaba los cuerpos de las víctimas y se
Las exhumaciones fueron llevadas a cabo por la Asociación de Ciencias Aranzadi en el Fuerte de San Cristóbal, Urzante, Loma de Montija, Aranda de Duero y La Legua en colaboración con el proyecto “Bajo Tierra. Exhumaciones contemporáneas de la Guerra Civil” del CSIC. 1
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ocupaba de hacer pruebas de ADN de potenciales familiares allí presentes, nos encargamos de recabar información sobre los represaliados, entrevistando a los lugareños y familiares presentes, interpelados en su condición de “donantes de memoria” (una analogía metafórica respecto de los “donantes de sangre”). Toda esa información se dirigía a iluminar el contexto de aquellas muertes y a la reconstrucción de las biografías de las personas allí enterradas. De esta manera, el equipo también recogió testimonios sobre la violencia de la Guerra Civil y de la represión franquista de boca tanto de familiares de represaliados como de otros asistentes a la exhumación. Partiendo de este trabajo de campo, realizado a pie de fosa, analizo el significado de las narrativas de filiación a la hora de construir una identidad post mortem para las víctimas. Dentro de las dinámicas de memoria generadas por las exhumaciones, la compleja y difícil (re-)construcción de la identidad de los muertos es un proceso de central importancia. Uno de los temas recurrentes en las conversaciones públicas a pie de fosa es la identificación de los familiares, vecinos y asistentes a las exhumaciones con los exhumados, a partir de relaciones de parentesco y del establecimiento de genealogías y de narrativas de filiación. Y son especialmente las personas mayores aquellas que se muestran más activas en esta tarea, por ser las que disponen de un conocimiento preciso de cómo el muerto está emparentado con los lugareños. Al buscar los orígenes familiares a lo largo del tiempo, ofrecen constantemente vínculos de filiación con el muerto (Renshaw 2011: 123; 2010: 455). Este trabajo de producción de recuerdos sirve para reinsertar al sujeto exhumado en las redes sociales más amplias del lugar, restableciendo así las relaciones “naturales” entre las comunidades de los vivos y de los muertos que la muerte violenta había interrumpido. Los testimonios que se prestan a pie de fosa mientras que la excavación está llevándose adelante reconstruyen la evidencia de la violencia política, que muchas veces desemboca en conversaciones familiares. La condición privada de los procesos de reidentificación de los exhumados determina las características y protocolos puestos en práctica durante las exhumaciones, expresándose en el rol crucial de los familiares. Así, las fichas que los informantes entrevistados a pie de fosa deben rellenar tienen como objetivo recuperar información sobre los represaliados, fechas, edades, rasgos
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físicos, señas particulares, trayectoria política, social, familiar, etc., con el fin de facilitar la identificación y las circunstancias de la desaparición. Crean la base para entrevistas más extensas que se hacen con estos “donantes de memoria” a continuación. Es así como, en el contexto de la exhumación que tuvo lugar en abril de 2011, recuerda María Asunción la historia de vida de su padre, proveniente de Loma de Montija, militante del Partido Socialista, que sobrevivió a la represión franquista: Estaba condenado a muerte en Burgos. Mi padre era una persona de izquierdas, no cercana al régimen. Estaba siempre perseguido. Estuvo luchando en el Frente Popular, se había pasado al frente de la izquierda y estuvo luchando hasta el final de la guerra. Después tuvo que estar tres años escondido, porque si no lo mataban. Lo dejaron en libertad condicional, se tenía que presentar todos los días en el cuartel.
Como se hace evidente, al recordar la historia de vida de su padre, aunque en este caso concreto no se trata de un desaparecido, no solo resalta la relación familiar, sino que también se tematiza la represión que se relaciona con el significado y la trayectoria política del padre y cómo después le transmitió esta consciencia a su hija: Mi padre era republicano de siempre. El 14 de abril y el día obrero, uno de mayo, eran sagrados para él, siempre. El día de la República lo trataba con un respeto religioso, vamos. Y esas cosas nos las ha inculcado a nosotras.
En este testimonio, las relaciones de parentesco y la afiliación política se mezclan de una manera inextricable. También muestra que la construcción de la trayectoria de los exhumados es un proceso selectivo, como es la memoria misma.2 La exhumación abre el espacio, para la reconstrucción En este sentido, formula Verdery, “dead people come with a curriculum vitae or résumé —several posible resumés, depending on which aspect of their life is being considered. They lent themselves to analogy with other peoples résumés. That is, they encourage identification with their life story, from several possible vantage points. Their complexity makes it fairly easy to discern different sets of emphasis, extract different stories and thus rewrite history” (1999: 28 s.). 2
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de la historia de vida del exhumado con una envergadura potencial de interpretaciones que se combinan y entrelazan desde la memoria de los vivos. 3. Prácticas simbólicas controvertidas Un motivo clave para que sean los familiares directos los iniciadores de las exhumaciones se encuentra en el marco legal: según la construcción jurídica que establece la llamada “Ley de Memoria Histórica”3, de diciembre de 2007, solamente los descendientes directos y consanguíneos tienen el derecho a solicitar una excavación (artículo 11.1, 13.2, véase también Parejo Alfonso 2008: 148). Entre los aspectos polémicos de la ley, este ha sido uno que ha provocado un rechazo casi unánime por parte del movimiento asociativo por la memoria histórica y de organismos de defensa de los Derechos Humanos como Amnistía Internacional y el Equipo Nizkor, que critican la “privatización de la memoria” inherente a esta disposición. Al vincularla exclusivamente al ámbito de las reivindicaciones privadas, se contradecía así una de las demandas más importantes del movimiento por la memoria desde sus comienzos: la de que el Estado se tiene que hacer cargo de las exhumaciones. Sin embargo, es necesario reconocer que, desde el inicio, los debates entre las propias asociaciones del movimiento por la memoria, a propósito de las motivaciones a la hora de realizar exhumaciones, no son ajenos a esta misma lógica, pues han estado marcados desde un principio tanto por el reproche de “abuelismo” —esto es, por la priorización de una “familiarización” biologista en las relaciones con los muertos exhumados—, así como por la acusación de instrumentalización política de las víctimas, que ignoraría las necesidades de sus familiares. Si la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica El título oficial y completo de esta controvertida ley es “Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura”. Los párrafos relacionados a las exhumaciones son los artículos 11 a 14. Hay que mencionar que con el argumento del auge de la crisis económica en España, el gobierno del Partido Popular ha congelado, desde 2012, los fondos para ejecutar las medidas inherentes a esta ley. 3
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(ARMH) es frecuentemente objeto de la primera crítica, a su vez, el Foro por la Memoria lo sería de la segunda (Renshaw 2011: 85 ss., 230). En este sentido, la afiliación ideológica —la “familia política”— para el Foro tiene prioridad sobre las relaciones biológicas de la familia.4 Tal diferencia fundamenta modos distintos de ritualizar la propia exhumación: para el Foro lo prioritario resulta enfatizar los lazos ideológicos que constituyen la “familia política”, sin tener en cuenta necesariamente los deseos y sensibilidades de los familiares presentes en la exhumación, lo que se traduce habitualmente en la exhibición de banderas tricolores y otros símbolos políticos relacionados con la Segunda República. Mientras tanto, la base del trabajo de la Asociación es el apoyo a los familiares de las víctimas exhumadas, respetando sus deseos “como agentes decisivos en la gestión del duelo y los rituales conmemorativos” (Ferrándiz 2014: 64). Es así como las disputas entre las dos asociaciones de memoria más grandes también se han cristalizado alrededor de las prácticas funerarias a la hora de enterrar dignamente a los muertos. Una vertiente clave de las exhumaciones resulta la de recuperar los restos humanos para llevar a cabo una sepultura digna, condición clave de lo “que convierte una fosa en una tumba” (Labrador Méndez 2011). La falta de rituales funerarios evidencia el hecho de que estos muertos han sido excluidos de su comunidad en términos litúrgicos, y no solo memoriales. Es necesario por lo tanto crear un espacio de duelo específicamente diseñado para poderlos reintegrar. Pero mientras que, por ejemplo, el Foro por la Memoria rechaza un funeral católico si en el caso del exhumado se trata de un militante comunista o anarquista —haciendo referencia a la filiación ideológica de la víctima y queriendo revitalizar sobre todo las ideas políticas de los muertos—, la ARMH privilegia el deseo de los familiares que han iniciado la exhumación, también respecto del modo por el que el rito de la reinhumación debe llevarse a cabo. En este sentido —sobre todo Así, llama la atención que las asociaciones memorialistas más importantes en el ámbito español no contengan una conexión de ascendencia familiar en el nombre de las asociaciones, en comparación con las principales agrupaciones del movimiento por la memoria argentino, que sí se definen por sus relaciones familiares, lo que se expresa de manera explícita en sus nombres —como por ejemplo Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, así como H.I.J.O.S.—, subrayando las dimensión de parentesco (Baer y Sznaider 2015: 334) y desactivando de esta manera la militancia política del familiar desaparecido, al menos potencialmente. 4
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por parte del Foro— se han ido estableciendo funerales laicos que construyen una continuidad simbólica con la Segunda República, utilizando rituales y emblemas como la bandera tricolor y o el Himno de Riego, que representan una obvia toma de partido político en los códigos simbólicos republicanos. En los casos expuestos, la pregunta es la misma: con qué objetivos y con qué efectos los vivos dan sentido a las evidencias forenses de la violencia política y hacen uso de los muertos, guiados por afectos, motivos e intereses en el presente (Schmid 2001: 68). Los cadáveres exhumados se prestan especialmente porque, como subraya Verdery “they don’t talk much on their own” (1999: 28). Los muertos logran tener un valor político, simbólico y emocional para los vivos porque se prestan como “good political symbol: it has legitimizing effects not because everyone agrees on its meaning, but because it compels interest despite (because of?) divergent views of what it means” (1999: 31). En este sentido, la construcción post mortem de la historia de vida es un proceso controvertido, siempre guiado por los motivos de los vivos. En este proceso, los lazos biológicos, el énfasis en las relaciones naturales, ofrecen un criterio supuestamente objetivo de filiación en el proceso de localización del desaparecido que privilegian el parentesco otorgándole un criterio de verdad y subrayando la identidad biológica, el sufrimiento y lo sentimental. La prueba de ADN, que en muchos casos se toma directamente durante la exhumación misma, aparece como criterio supuestamente objetivo para comprobar las relaciones de parentesco y la filiación, ya que se trata del único test científico válido para verificar la existencia de dicha relación sanguínea existente entre los familiares, muchas veces solicitantes de la exhumación y la víctima exhumada, privilegiando los lazos genéticos sobre cualquier otra articulación genealógica. El análisis de ADN y de los huesos solo permite comprobar la existencia de una conexión genética y de parentesco, pero no facilita datos sobre la identidad política. Para ello, los restos humanos deben ser devueltos a los familiares, quienes deciden sobre su paradero final, el lugar de sepultura. Resulta interesante que la prueba de ADN se suele hacer de saliva y no de sangre, perdiendo de esta manera parcialmente su metafórica relación sanguínea. Cuando en octubre de 2000, Emilio Silva —el posterior fundador de la ARMH— promovió la primera exhumación de una fosa común de víctimas
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de la represión franquista en Priaranza del Bierzo, se trataba de la búsqueda de un nieto ante su abuelo, que él no había conocido personalmente, asesinado y arrojado a una cuneta en 1936. Pero aunque esta primera exhumación estuviese motivada por nociones de deber basadas en genealogías biológicas con el muerto, los movimientos memorialistas, desde un principio, transcendieron el entorno genealógico de parentesco. Como describe Faber en su análisis, “el carácter colectivo y reivindicativo del movimiento invitó desde el principio a la solidaridad” (2014: 148). En este sentido, diremos, siguiendo a Faber, que la búsqueda de desaparecidos y la exhumación de las fosas comunes era —y sigue siendo— un trabajo colectivo en que participan voluntarios y expertos “de todo el mundo que no tienen relación genealógica con las víctimas” (2014: 148), sino que les motiva una solidaridad empática también basada en la identificación afectiva con los ideales políticos por los que lucharon los que están ahí enterrados, lo que Faber piensa desde la noción de postmemoria (Hirsch 2008). Desde esta perspectiva, es la tercera generación, la de los nietos, que no tiene ninguna experiencia directa de los eventos violentos de la Guerra Civil, la que está recuperando los lazos familiares y de identidad de las víctimas asesinadas hace más de setenta años. En estas condiciones, los lazos familiares pueden tener la misma entidad que los vínculos políticos, ya que las condiciones propias de un entorno postmemorial requieren de la mediación “by imaginative investment, projection, and creation” (Hirsch 2008: 108). 4. Circulación global de prácticas de exhumaciones, víctimización y el discurso de derechos humanos Nos hemos ido desplazando de este modo del ámbito local y privado de los familiares y los exhumados al público de las asociaciones memorialistas españolas, y ahora nos abrimos hacia los procesos transnacionales implicados en la circulación de los lenguajes y paradigmas de memoria y trauma en el nivel global en el que opera la justicia transicional y el paradigma de los derechos humanos, visto como “result of the same family of discourses and practices” (Ferrándiz y Robben 2015: 2). Las exhumaciones de fosas comunes en procesos de postconflicto se han ido estableciendo como mecanismo
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internacional para afrontar el trauma en distintas regiones del mundo, como América Latina y el Este de Europa (Fondebrider 2015). En este sentido, es importante subrayar que el discurso de la justicia transicional centrado en las víctimas establece obligaciones judiciales y morales, desde la oferta del marco legal del derecho internacional y humanitario (Bonacker y Safferling 2013). Aquí hay que entender cómo se entrelazan distintos niveles de acción, el social (y hasta personal y familiar), cultural, mediático, político y judicial, para referirme solo a algunas vidas políticas de los cadáveres entre las que distingue Ferrándiz (2014). Es importante tener en cuenta la cambiante percepción y construcción social y local de “la víctima”: su identidad está siendo continuamente reconstruida, también en función del creciente reconocimiento positivo del que goza esta categoría en el derecho internacional (Van Boven 2013: 20 ss.) y de sus traducciones en el ámbito local para reivindicar reconocimiento. Con la reapropiación creativa de conceptos como el de “víctima” por parte del movimiento por la memoria, los activistas locales luchan por una redignificación que parte de la exhumación, e inscribe la experiencia de la represión franquista estratégicamente en figuras jurídicas derivadas de los derechos humanos. En este contexto, resultan productivos los conceptos de la justicia transicional, como es el término de “desaparecido”, establecido en el marco del derecho internacional cuya circulación en el ámbito transnacional permite su adaptación al espacio español a partir de las exhumaciones de la Guerra Civil (Ferrándiz 2010, Gatti 2014: 157 ss., Capdepón 2015: 223 ss.). En esta compleja problemática y en su relación con los procesos de memoria mediados por el parentesco, cabe situar un vídeo de la Plataforma por la Comisión de la Verdad producido por la FIBGAR, que resulta iluminador a propósito de las discusiones que nos ocupan. El vídeo se publicó en el contexto de la visita del Grupo de Trabajo sobre Desaparición Forzada de la ONU a España en otoño de 2013, con la expresa finalidad de sensibilizar a la opinión pública.5 Lo que se pretende mostrar con este material es la manera de reconstruir la identidad de la víctima exhumada a través de una inscripEl País: “La fundación de Garzón lanza un vídeo de sensibilización sobre los desaparecidos” , 20.09.2013. 5
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ción de su corporalidad residual en el discurso de los derechos humanos lo que, al mismo tiempo, sirve para descontextualizarla y en último término despolitizarla. El vídeo lo he elegido porque refleja muy bien esa tensión entre la lógica familiar que contrasta con la lógica política y que, finalmente, se impone sobre ella. De nuevo, se trata de la tensión entre lo filiativo y lo afiliativo que planteaba Faber. El vídeo reproduce el proceso de apertura de una fosa común del franquismo, su exhumación primero y los tramos del proceso de identificación del ADN, como es el trabajo de laboratorio y del antropólogo forense, después, para terminar, finalmente, con la devolución de los restos a los familiares. El clip, desde mi punto de vista, es indudablemente original desde la primera secuencia: comienza con una escena en blanco y negro acompañada por el sonido de herramientas que trabajan y rascan la tierra. En el momento en el que la arena lentamente es removida del objetivo de la cámara, se vuelve evidente que es el espectador mismo el que está siendo exhumado: el vídeo pone a los espectadores en el lugar de la víctima enterrada en una fosa común obligándonos a tomar una perspectiva desde dentro de la fosa.
Fig. 1. Secuencia 1: La exhumación desde dentro de la fosa.
Las secuencias siguientes siguen con focalización interna en el espectador como víctima exhumada de una fosa, cuando los restos mortales des-
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pués de ser exhumados son llevados al laboratorio y un médico forense en bata blanca presenta un análisis de la causa de muerte violenta. Con el fin explícito de crear empatía hacia la víctima, el vídeo establece una identificación directa con ella: la víctima exhumada podría ser, en efecto, cualquiera de nosotros. Después de la entrega de restos, en la segunda secuencia, las demandas de justicia transicional, en primer lugar la de la creación de una Comisión de la Verdad en España, son puestos en escena por distintas personalidades, como el periodista Iñaki Gabilondo, la escritora Almudena Grandes y el mismo ex magistrado Baltasar Garzón, presidente de la Fundación en cuyo nombre se ha desarrollado esta campaña de sensibilización. Es aquí donde destaca la interpretación de la represión franquista desde una perspectiva de los derechos humanos: “Porque el derecho a la verdad es un derecho humano. (…) No queremos reabrir heridas, queremos cerrarlas, sin rencor”, reclama uno de los protagonistas.
Fig. 2. Secuencia 2: Reivindicaciones por el derecho a la verdad.
El vídeo podría terminar con estas escenas que reivindican una comisión para aclarar los crímenes del pasado, pero no es el caso. Construyendo un encuentro familiar feliz —una cena solemne en casa de la familia reconstituida
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después de la devolución de restos—, la secuencia final en la que volvemos a tomar la perspectiva del muerto, contrasta frontalmente con la primera en la que fue realizada la exhumación, lo que también se manifiesta simbólicamente en el fondo musical de terror y tensión al principio y unos arpegios de piano alegres finales, para celebrar el restablecimiento de la familia, supuestamente intacta después de la devolución de los restos. Al reinsertar al miembro excluido de la familia a la comunidad biológica, se hace énfasis en la importancia de restablecer las relaciones familiares, genéticas: la cena después de la entrega de restos restablece la integridad familiar, poniendo en primer plano la filiación y el parentesco donde los lazos de sangre parecen renovados por la comida compartida. Nos encontramos con una secuencia que desde mi punto de vista idealiza los lazos biológicos, ya que se trata de un encuentro familiar y generacional en armonía —en una escena que roza el kitsch— fuera de cualquier contexto político concreto que pudiera hacer referencia a la Guerra Civil. Reducido a un cuerpo afectado, la imagen de la víctima queda en manos del antropólogo forense, único testigo que ofrece datos “objetivos”, y del familiar, que prioriza el derecho al duelo y al reclamo. De este modo, se limitan sus significados potenciales en una biologización evidentemente despolitizadora.
Fig. 3. Secuencia 3: Celebración de la restitución familiar después de la entrega de restos.
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Como el vídeo no hace referencia al contexto político concreto de la represión franquista, tampoco incluye una reflexión sobre quiénes eran las víctimas y su identidad política. Las consecuencias de la descontextualización de los casos de la represión política vinculada al pasado español de la Guerra Civil y la dictadura de Franco están relacionadas, precisamente, con la interpretación de estas muertes y de estas reidentificaciones a través del discurso de los derechos humanos. Tiene que ver con la condición liberal del reconocimiento del sufrimiento individual de la víctima como “víctima total” (López Quiñones 2012) —tal y como lo establece la justicia transicional— y no como un sujeto social concreto, por ejemplo como activista político, sea comunista, socialista, anarquista o sindicalista, excluyendo de esta manera cualquier proyecto político alternativo, concreto en el presente. En el caso del vídeo, la narrativa individualizada concentrada en la víctima aparentemente inocente se solapa plenamente con el discurso biologista en un entorno privado y familiar. 5. A modo de conclusión: lo privado es político En este artículo he planteado la tensión entre las relaciones políticas y de parentesco que se manifiestan a la hora de las exhumaciones de fosas comunes de la Guerra Civil y de la represión franquista. La exhumación y los restos humanos como recurso simbólico crean un relato de la violencia que se hace visible con la exhumación. Los huesos exhumados se vuelven vehículo de intereses concretos, llenándose de sentido en el presente en la medida en que manifiestan la tensión entre obligaciones, afectos familiares y afinidades ideológicas. La disputa acerca de los cuerpos exhumados de la Guerra Civil está relacionada con la interpretación prioritaria de su recuperación como acto familiar o político, en función de lo cual se considera al desaparecido una víctima (inocente) o un activista político. Sin embargo, este esquema identitario binario y excluyente no da cuenta de las complejidades reales de cada caso, ya que ni todos los desaparecidos fueron luchadores políticos convencidos, ni tampoco todos ellos víctimas inocentes. A pesar de que ambas identidades en conflicto son consideradas simultáneamente, ambas
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asociaciones de memoria —el Foro y la ARMH—, en sus distintos actos simbólicos priorizan claramente una u otra, lo que no permite augurar el final de dicho conflicto. Como he discutido, las excavaciones de las fosas de la guerra crean un relato de la violencia exhumada a partir del cual el recuerdo familiar y la memoria y postmemoria de la afiliación política están unidas de una manera indisoluble, lo que también sirve para reclamar derechos ante el Estado. Se trata de un proceso dual, entre el esfuerzo de reforzar los lazos familiares y, al mismo tiempo, la voluntad de enfatizar la trayectoria política del muerto por represión política. Las ofertas identificatorias que los cuerpos exhumados evidencian, la privada y familiar, no pueden existir independientemente de la trayectoria política. Ambos regímenes memoriales no solo están estrechamente imbricados, sino que son interdependientes. En este sentido, la disputa entre las dos asociaciones rivales acerca de los rituales establecidos alrededor de la exhumación también podría estar guiada por otros intereses, como por ejemplo la atención pública de los medios o, desde que la ley de memoria establecía ayudas financieras, competencias económicas. En todo caso, cabe reconocer que ambas operan desde distintos entornos políticos. La disputa acerca de los lazos prioritarios de parentesco o políticos con el exhumado sirve así en el presente como vehículo de otras rivalidades y luchas. En este sentido, como he analizado a propósito del vídeo de sensibilización, es necesario discutir la ambivalencia productiva en la que el marco de derechos humanos sirve para inscribir en él las prácticas memoriales de las que nos hemos ocupado. La paradoja que aspiro a poner en discusión plantea que ciertas formas de (re)creación de los lazos afectivos con el desaparecidos pasan por enfatizar las relaciones de parentesco, combinándolas con las demandas de la justicia transicional, lo que supone un riesgo al privatizar la memoria y el perfil político de la víctima y, en último término, al deshistorizar y despolitizar su historia de vida. Mientras que el marco de los derechos humanos y los pilares de la justicia transicional de “verdad, justicia y reparación” como reivindicaciones han servido al movimiento memorialista como discurso estratégico para generar visibilidad y ganar atención global, también entrañan una tendencia despolitizadora, especialmente cuando se combina con un discurso biologista de tipo conservador.
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Resumiendo, a pie de fosa, motivaciones individuales y relatos de parentesco se suelen combinar con las narrativas relacionadas con la trayectoria política del muerto. Las narrativas de filiación desde mi punto de vista son inseparables de los relatos de afiliación política. De esta manera se hace evidente que los muertos contribuyen de una manera poderosa a la identidad de los vivos, con un alto grado de potencial de movilización: se trataría de esta manera de exhumar a los muertos para transformar a los vivos. Bibliografía Aguilar Fernández, Paloma. Políticas de la memoria y memorias de la política. El caso español en perspectiva comparada. Madrid: Alianza, 2008. Baer, Alexandro y Natan Sznaider. “Ghosts of the Holocaust in Franco’s Mass Graves: Cosmopolitan Memories and the Politics of ‘Never Again’”. Memory Studies, vol. 8, nº 3 (2015): 328-344. Bonacker, Thorsten y Christoph Safferling (eds.). Victims of International Crimes. An Interdisciplinary Discourse. Den Haag: Springer/Asser Press, 2013. Capdepón, Ulrike. Vom Fall Pinochet zu den Verschwundenen des Spanischen Bürgerkrieges. Die Auseinandersetzung mit Diktatur und Menschenrechtsverletzungen in Spanien und Chile. Bielefeld: Transcipt Global Studies, 2015. Encarnación, Omar G. Democracy Without Justice in Spain. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2014.
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LA REPARACIÓN POR LOS DERECHOS VIOLADOS: DOLOR Y ADN EN LAS NARRATIVAS DE LOS SEGREGADOS COMPULSIVAMENTE POR LEPRA Claudia Fonseca Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Porto Alegre/ Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires
Vivimos, según ciertos observadores, en una “era de víctimas” (Wieviorka 2003; Fassin 2012) en la que, aparentemente, diferentes formas de “intervención humanitaria” y políticas nacionales de reparación son animadas por relatos de sufrimiento y justificadas sobre la base de la compasión. Por medio de actores humanitarios interconectados, diversos modelos de acción recorren el globo. En este proceso, una categoría como “desaparecido”, surgida en las circunstancias singulares de la dictadura argentina, puede propagarse por el mundo y es usada en los más diversos contextos (Gatti 2011). Una tecnología de reconciliación posconflicto, como los tribunales de la verdad en Sudáfrica, a pesar de las innumerables críticas “internas” (Wilson 2000, Ross 2006), se transforma en producto de exportación consumido por países en situaciones muy distintas (Rosito y Damo 2014). En relación con este tipo de “desplazamiento horizontal” entre continentes, Gabriel Gatti (2011) alerta sobre los riesgos de una forma de colonización estética, histórica y social que anula las diferencias. Las víctimas —con experiencias vastamente diversas— serían sometidas a un mismo lenguaje estilizado: la “única partitura posible”. Ante el desafío de adoptar un abordaje analítico y no normativo del escenario humanitario, Fassin procura navegar entre dos extremos de las ciencias sociales contemporáneas. Por un lado, existiría la perspectiva “realista” de Bourdieu (presente, por ejemplo, en su obra La misère du Monde),
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en la que el sufrimiento es tomado como realidad vivida. En ella, el analista propone identificar las causas estructurales que lo engendran. Por otro lado, habría analistas como Boltansky que ven todo sentimiento moral en términos de su construcción histórica y que buscan entender las implicaciones (condiciones de posibilidad y efectos) de sus usos políticos. La primera destaca la experiencia individual, con el análisis crítico orientado a la injusticia social que provoca situaciones de sufrimiento. La segunda desconfía de los excesos del sentimiento en los discursos públicos y propone un análisis del propio “sentimentalismo” de las denuncias públicas. “Las dos perspectivas nunca convergen, pues la primera rechaza la genealogía de la compasión y la segunda le da la espalda a la verdad del sufrimiento” (Fassin 2012: 8). La propuesta de Fassin es forjar un punto de articulación entre esas dos perspectivas (una “política del sufrimiento”) donde, mediante el método etnográfico, el análisis de situaciones microsociales revelaría la complejidad y las ambigüedades inherentes a la lógica de los propios actores. Al refinar esa línea de análisis, Gatti (2011), en su estudio de los hijos de desaparecidos en Argentina, muestra la manera en que las propias víctimas revelan una relación nada determinista con la categoría colectiva a la cual fueron asociados. Evocando el lenguaje de la “parodia seria”, el autor sugiere que, a través de sus narrativas reflexivas, los hijos de desaparecidos demuestran un “acatamiento distanciado” de los eventos trágicos que marcaron sus vidas. Ante la experiencia normalizada de la catástrofe, plantean un cuestionamiento sutil, cierta (des)obediencia respetuosa en relación con las versiones endurecidas del pasado. Es en este espacio donde logramos ver más allá de las escenas estereotipadas para adentrarnos en la diversidad de memorias marcadas por factores de clase, generación y género. En este artículo, nos hacemos eco de esta preocupación con formas específicas de expresión y reivindicación de la condición de “víctimas”, trasponiendo nuestro foco de individuos a grupos. Nuestro punto de partida será el estudio, a lo largo del último siglo, de un movimiento social en Brasil, el Movimiento por la Reintegración de los Afectados de Hanseniasis (MORHAN), que tiene su origen en la internación compulsiva de los enfermos de lepra, a quienes las autoridades sanitarias privan de su derecho fundamental
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de circular libremente.1 A través de este caso, proponemos demostrar cómo, a pesar de valerse de un repertorio estilizado de símbolos, lenguajes y estrategias que circulan globalmente, la lucha de estas personas por la reparación de sus derechos violados demuestra una creatividad que se apoya, antes que nada, en las circunstancias específicas de su causa. Reparación y justicia, por ejemplo, pueden ser nociones asociadas a las demandas de las “víctimas” en muchas regiones del mundo contemporáneo, pero debemos reconocer que tanto la reparación anhelada como el significado de la justicia varían mucho de un contexto a otro. Aquí seguimos un repertorio que involucra, tal como en el caso de los nietos de las abuelas argentinas, a niños robados y familias destruidas; en suma, historias de sangre y sufrimiento que involucran la realización de pruebas de ADN para reunir a familiares separados. Paralelamente, a lo largo de nuestra exposición, buscamos demostrar cómo, a pesar de las semejanzas aparentes, el caso brasileño va adquiriendo contornos —políticos y de otro tipo— muy particulares, que escapan a cualquier estándar previsible o “repertorio globalizado” de “victimidad”. ¿Progreso humanitario u holocausto? Al igual que en otros episodios de violación estatal de los derechos humanos, la historia de los “leprosos” compulsivamente segregados representa un ejemplo por excelencia de la modernidad mal dirigida.2 En Brasil, a partir de la década de 1920, el Estado benefactor, imbuido de una filosofía pastoral que objetivaba el bienestar sanitario de las poblaciones, instaló en el interior del país más de cuarenta sanatorios-colonia, dio caza a los enfermos y los mantuvo lejos de los “sanos” por su propio bien, el de sus familias y el de la sociedad. La gran mayoría de esas instituciones surgió en los años cuarenta, en la “era Getúlio Vargas”, conocida por sus ambiciosos planes nacionales, que debían transformar a Brasil en un Estado moderno. En esa época, la Además de investigación en fuentes documentales, realizamos una breve investigación de campo en comunidades cerca de ex sanatorios-colonias en Pará, Rio Grande do Sul, Amazonas y Maranhão. 2 Aquí agregamos una inflexión a la noción de “modernidad exacerbada”, acuñada por Gatti (2011). 1
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construcción de las colonias fue muy destacada por la propaganda del gobierno a través de, por ejemplo, documentales cortos mostrados en el cine. En esa publicidad de las hazañas estatales, se veían monjas suministrando inyecciones en dispensarios modernos, pacientes sonrientes disfrutando de sesiones de cine, y damas de sociedad deambulando a lo largo de avenidas anchas y rectas bordeadas por lo que parecían ser pequeñas casas residenciales para los enfermos. Los hijos de los pacientes eran retirados de la convivencia familiar y alojados en preventorios (orfanatos especiales para “hijos de leprosos”). Subrayando las ventajas civilizatorias de esas instituciones, las revistas populares publicaban fotos de “proles” de bebés regordetes agrupados en grandes cestas de mimbre, con comentarios sobre, por ejemplo, su “futuro sano… garantizado por el patriotismo” de los benefactores. En aquella época, quien sabía algo sobre esa política higienista, lejos de indignarse, sentía admiración por el carácter progresista, eficiente y humanitario del gobierno nacional. En las últimas décadas, con el trabajo persistente de investigadores y del movimiento social, se ha reescrito la historia.3 Hoy se subraya el desarrollo, ya en los años cuarenta, de remedios eficaces para el tratamiento ambulatorio de la lepra, así como los debates internacionales de esa misma época que afirmaban la ineficacia de la segregación de los pacientes como medida profiláctica contra las epidemias. Lo que era visto como una política de avanzada, hoy se presenta como coerción totalitaria, una especie de terrorismo de Estado que detenía a los enfermos en campos de concentración y relegaba a sus hijos a una situación de abandono, negligencia y malos tratos. La política de salud pautada en la época como “carta de presentación” del gobierno es denunciada cincuenta años más tarde como un episodio vergonzoso de la “historia que Brasil quiere olvidar”, una suerte de “holocausto brasileño”. Activistas del movimiento en favor de la reparación, evocando las conquistas de otros grupos históricamente discriminados (indígenas, quilombolas, etc.), llaman la atención sobre la manera en que los afectados por la lepra viven aún hoy en los alrededores de las antiguas colonias en circunstancias de gran pobreza. Para subrayar las semejanzas de su experiencia con la esclavitud, apodaron a la ley federal que indemnizó 3
toria.
Véanse Alexander (2002) y Vecchioli (2013), entre otros, sobre la reescritura de la his-
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a la generación de los padres como “ley áurea del siglo xxi”.4 La cantidad desproporcionada de ex internos con piel más oscura agrega verosimilitud a esas comparaciones. En esas más de tres décadas de trabajo político, entre el cese oficial de los sanatorios-colonia y el reconocimiento nacional de la violación de los derechos de los ex internos, crecieron los hijos separados de los pacientes compulsivamente internados y se afirmaron como una nueva generación de víctimas. A partir de los años ochenta, en Brasil, como en el resto del mundo, se desarrolló un movimiento antimanicomios que resignificó la institucionalización de rutina de los niños en situaciones de vulnerabilidad. La que hasta entonces había sido vista como una medida de protección infantil fue redefinida como un abuso de autoridad e incluso como un acto de crueldad. De forma nada sorprendente, las víctimas aunaron esfuerzos con otros movimientos que luchan contra la violación estatal del derecho de los niños a la convivencia familiar. Las Abuelas de Plaza de Mayo en busca de sus nietos proporcionaron una matriz particularmente apropiada para la resignificación del pasado (Regueiro 2012). Al igual que en las narrativas del secuestro de los nietos argentinos, también en los relatos de los hijos encontramos bebés nacidos en cautiverio (en las maternidades de los sanatorios-colonia), “arrancados” de los brazos de sus madres y entregados a extraños. Los niños más grandes eran separados perentoriamente de sus familias y sometidos al régimen espartano de los orfanatos. Existen mensajes enviados por el orfanato a los padres, anunciando que tal o cual hijo falleció (sin más detalles), así como la sospecha de adopciones clandestinas realizadas sin la autorización de aquellos. Varios analistas han comentado cómo, en los más diversos contextos, la “inocencia” del niño moviliza sentimientos y alimenta políticas de la nación (Castañeda 2012). Encontramos ese mismo poder movilizador en la causa de los hijos secuestrados durante la dictadura argentina, de los hijos robados durante la Guerra Civil española y en otros contextos (Marré 2015). El énfasis en los descendientes de los blancos principales de violencia —la generación del “daño colateral”— tiene, justamente, ese sesgo sentimental que recorre las historias que tratan sobre víctimas juveniles. 4
Decreto de 1888 que marcó el fin de la esclavitud legal en Brasil.
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No obstante, a diferencia de los casos argentino o español, en Brasil el “rapto” de niños no se dio en el contexto de una guerra civil o insurgencia política. El secuestro de niños en aquellos contextos se asocia con actividades turbias, frecuentemente criminales, y la reunificación de las familias implica la identificación de los perpetradores de la violencia y sus cómplices. En Brasil, ni siquiera en el caso de las muertes y torturas perpetradas durante la dictadura (1964-1985) se realizó un gran esfuerzo para identificar y procesar a los individuos responsables. Las diferentes leyes y “caravanas de amnistía” proporcionaron reparación (inclusive financiera) a los “amnistiados políticos”, pero nunca responsabilizaron a nadie en particular por las agresiones infligidas (Mezarobba 2006).5 En el caso de las colonias, donde en ciertas situaciones hubo una convivencia amistosa entre el personal médico y los pacientes, sería menos probable aún que se buscara identificar a los “verdugos”. La justicia que persiguen los afectados de hanseniasis no se relaciona con responsabilizar, y mucho menos castigar, a los gestores de la política sanitaria o a los administradores de las colonias. Lo que reivindican es que haya un reconocimiento oficial de la violencia perpetrada por el Estado brasileño contra los enfermos de hanseniasis y sus descendientes. Pero, junto con ese reconocimiento, esperan medidas compensatorias capaces de revertir las condiciones de miseria legadas por la internación compulsiva. ¿Sentimentalización de las demandas? Fassin y Rechtman, al igual que muchos otros investigadores, sugieren que hubo una cierta linealidad en la evolución de los discursos políticos. A mediados del siglo pasado, habría habido un cambio desde la retórica sentimentalizada de la compasión (típica de la caridad) hacia la retórica de la piedad (característica del Estado de bienestar social). Durante cierto tiempo, el discurso de la piedad iba a la par del de la justicia: en sus protestas, las personas no necesitaban conmover a nadie. Sin embargo, desde los años ochenta, en consonancia con la filosofía neoliberal cada vez más consolidada, Las Comisiones de la Verdad, iniciadas apenas en 2011 y cercenadas por severas restricciones (de plazo, confidencialidad, etc.), no fueron dotadas de ninguna autoridad para imputar a los investigados penalmente. 5
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hubo un giro abrupto en la representación del mundo, tanto de los legisladores como de los científicos sociales. En el nuevo lenguaje de la compasión, “la desigualdad es sustituida por la exclusión, la dominación es transformada en infortunio, la injustica es articulada como sufrimiento, la violencia se expresa en términos de trauma” (Fassin y Rechtman 2009: 6). Al considerar este caso en estudio, encontré evidencias que apoyan esta hipótesis. Si miramos la legislación, los agentes de las ONG humanitarias, los gestores de políticas públicas o los activistas y participantes de los movimientos sociales, encontramos una evolución semejante en la retórica. Cuando MORHAN surgió en los años ochenta, el movimiento usaba un lenguaje combativo típico de la reapertura democrática (Mendonça 2009). Tenía cercanía con el Partido de los Trabajadores y el movimiento más amplio de la izquierda. El análisis del movimiento que hacían los periódicos de la época muestra una agenda política asumida como tal, tanto en las alianzas que MORHAN entablaba (con las Comunidades Eclesiásticas de Base, por ejemplo) como en las banderas que levantaba (la reforma agraria, la ética en la política, la mayor participación popular en el gobierno…). Y, con acento en el tono combativo de su política, las reivindicaciones del movimiento en favor de la reparación (vía indemnización o pensión) y de la participación en la reestructuración de las antiguas colonias parecían proyectar al gobierno más como adversario y violador de derechos que como compañero. Insistiendo en el carácter político y no asistencial del MORHAN, sus fundadores comenzaron campañas contra la estigmatización, que incluyeron presiones para poner fin a todo tipo de discriminación institucional que existía en la ley. A pesar de las consecuencias debilitantes de la enfermedad visibles en sus propios cuerpos (ceguera, extremidades carcomidas, rostros “leoninos”), se resistían al tono de pathos frecuentemente vinculado con la “lepra” y combatían los discursos bate gato —historias penosas utilizadas por instituciones caritativas para fomentar las donaciones (Mendonça 2009)—. Con base en investigaciones de campo realizadas en 2013 y 2014, me arriesgaría a decir que esas actitudes perduran hasta hoy entre los líderes de la primera generación de MORHAN. En nuestras innumerables conversaciones informales, no era infrecuente escuchar a mis interlocutores haciendo bromas irónicas sobre su experiencia en las colonias, marcando con humor sutil cierto distanciamiento del estilo más sentimental de la queja. Me expli-
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caron que el propio cambio de nombre de MORHAN (de “hansenianos” a “afectados de hanseniasis”) en el inicio de los años ochenta fue un intento de escapar a la lástima de las almas caritativas. Era necesario luchar contra la mirada pública que reducía a los pacientes a su enfermedad. No se admitía más ni “hanseniano” ni “ex hanseniano” en el discurso del movimiento. Mi interlocutor insistía: “¿Tú dices ‘ex engripado’? No. Entonces, ¿cómo vas a hablar de ‘ex hanseniano’?”. No por casualidad, el cambio de nombre también permitió la incorporación oficial al movimiento de los hijos de los ex internos, que resultaron tan “afectados” como sus padres. Por otro lado, la observación de una asamblea de hijos en 2013, celebrada ante un auditorio lleno de autoridades políticas y periodistas, sugiere que el énfasis general del movimiento es hoy claramente más emocional que veinte años atrás. El evento fue estructurado en torno del testimonio de los hijos. Uno tras otro, los oradores describieron cómo fueron arrancados de los brazos de sus padres y enviados a un establecimiento o reubicados con extraños: “Nunca pude llamar ‘madre’ a mi madre, sentarme en su regazo”. Se escucharon muchos relatos sobre el dolor psicológico de la separación familiar: “Quedé traumatizada. Allá en el establecimiento, me arrancaba los pelos así”. Pero también se destacó la negligencia sufrida en los orfanatos del Estado: “Había mil niños en aquella institución. El gobierno no aportaba suficiente dinero. Había mucha violencia”. La última persona en hablar —una mujer de unos 35 años— apenas podía caminar con ayuda de muletas. A pesar de su torso y piernas torcidas, su figura delgada y musculosa transmitía una elegancia asertiva. Contó a la platea cómo contrajo poliomielitis en el establecimiento: “existía vacuna en esa época, pero nadie se la daba”. Fue solo gracias a los padres adoptivos, que la sacaron del orfanato, que su enfermedad fue finalmente diagnosticada y tratada. La narrativa de esa mujer explicitaba el sufrimiento del cuerpo, que estaba presente indirectamente en prácticamente todos los relatos efectuados anteriormente. En el cabello arrancado, los remedios ingeridos, la parálisis de las piernas se hacían cuerpo los daños morales perpetrados contra los hijos separados. Un impacto semejante causaba la presencia del joven con autismo, ubicado estratégicamente en la primera fila del auditorio, que durante todo el evento balanceaba su cuerpo hacia adelante y atrás. Su problema, me decían, era consecuencia “de tanto remedio que le dieron en el orfanato”.
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Con la frecuente referencia a las personas apodadas “tapa de olla”, de cabeza achatada, se evoca un extraño parentesco creado por la experiencia de institucionalización. (Supuestamente, para facilitar la rutina de la institución, se dopaba a los bebés y se los dejaba durmiendo boca abajo durante tanto tiempo que sus cabezas adoptaban la forma plana de la cama.) No dejaba de haber cierta ironía en la manera en que esa generación ponía el sufrimiento corporal en la agenda, a diferencia de la generación de sus padres que, visiblemente marcada por la lepra, había rechazado el énfasis en las llagas corporales. Mi primera impresión fue, por lo tanto, que el movimiento de los afectados por hanseniasis había seguido una evolución coherente con la descrita por Fassin: lo psicológico y lo afectivo —más individualizante, menos combativo— quedaron al frente del escenario. Pero en seguida percibí inconsistencias en ese esquema. El sufrimiento psíquico no había estado ausente de las demandas de la primera generación, la de los pacientes con hanseniasis. Uno de los principales argumentos usados para poner de relieve la violencia de la política sanitaria era (y continúa siendo) el sufrimiento provocado por la separación familiar. Las narrativas de dolor no se restringen a los niños privados de sus padres. Hablan también de un hombre que se suicidó después de ver cómo la policía sanitaria se llevaba a su mujer; de una mujer que “se perdió en la vida” porque su marido —único sustento de la familia— fue sacado de su casa a la fuerza y enviado a la colonia. Sobre todo, hay historias de mujeres que dieron a luz dentro de una colonia y “casi enloquecieron” cuando les quitaron sus bebés con pocas horas de vida. En otras palabras, desde los primeros años del movimiento, se luchó para que los “afectados” fueran reconocidos como personas integrales, es decir, con necesidades y sufrimientos tanto afectivos como físicos. En contrapartida, sería difícil alegar que hoy el movimiento se haya despolitizado. En los años noventa, durante la administración de Fernando Henrique Cardoso, el movimiento, que tenía ciertas desavenencias con el entonces Ministerio de Salud, dio marcha atrás en su demanda por la reparación para concentrarse en campañas de salud, que consistieron en articulaciones educativas e institucionales para la prevención y tratamiento de la hanseniasis (Mendonça 2009).6 En Brasil, que de acuerdo con datos de la ONU está segundo en el mundo (solo detrás de India) en términos de casos de hanseniasis, se registran más de 30.000 nuevos casos por año. 6
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Pero, a partir de 2002, con el apoyo de su antiguo aliado, Luiz Inácio Lula da Silva, vuelven a tomar relevancia los temas de la indemnización y de la reestructuración de las antiguas colonias. El movimiento gana nuevo impulso con el apoyo de una serie de aliados parlamentarios. Y con reportajes en los medios, que respaldaban la legitimidad de la demanda de reparación de otros movimientos —quilombolas, indígenas, víctimas de la dictadura— se fomenta un clima propicio para la movilización de los aquejados de hanseniasis. En palabras de un líder del movimiento: “¿Los exiliados políticos no fueron indemnizados? ¿Por qué un exiliado sanitario (sic) no debería ser indemnizado?” (Mendonça 2009: 186). En los párrafos que siguen elaboramos nuestra hipótesis de que, en las últimas décadas, más que una despolitización de las demandas, hubo una reconfiguración del escenario que hizo que la política y el sentimiento, lejos de ser los polos opuestos de una dicotomía, se combinaran en una nueva entidad híbrida de considerable impacto y fuerza movilizadora. Reparación: la productividad política de la emoción Al situar a los hijos en el debate, nos volvimos conscientes de la complejidad del campo de las “víctimas”. La “razón humanitaria” de la era contemporánea se asocia muchas veces con un clima trasnacional donde la pena provocada por víctimas de catástrofes naturales o guerras distantes suscita la intervención de emergencia de personas movidas por la compasión. En estos casos, los interventores o donadores de ayuda no tienen, en principio, ni culpa ni responsabilidad particulares por el desastre que procuran remediar.7 La Cruz Roja, inspiración de innumerables organizaciones contemporáneas, es el ejemplo por excelencia de esa acción humanitaria puntual y no comprometida (Slaughter 2009). La situación que estudiamos es diferente. Se trata de un régimen de gobierno que asume la responsabilidad de reparar los estragos provocados por un régimen anterior. El carácter interno de la contienda asume contornos claros en el momento de la demanda por la reparación. No se trata de que las
Para desnaturalizar esa visión de generosidad no comprometida, Fassin subraya la extraña coincidencia entre la intervención militar y la ayuda humanitaria. 7
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víctimas exijan reparación de algún país extranjero —como sucedió después de la II Guerra Mundial—, sino de que un asunto sea regulado enteramente dentro de las fronteras de la nación. En ese caso, es el paso del tiempo —siendo que la reivindicación viene de una generación posterior— el que genera distancia entre las víctimas y quien perpetró la violencia. Hoy en día no es inusual encontrar gobiernos que buscan formas de saldar su deuda histórica con grupos históricamente discriminados. Así, en Brasil, como en otros países de las Américas, encontramos políticas oficiales de acción afirmativa instauradas para la reparación a los descendientes de las víctimas de la esclavitud. El apoyo a las víctimas de regímenes pasados sirve, entre otras cosas, para destacar el carácter progresista del régimen actual (Sarkin 2004; Torpey 2006). No obstante, existe un elemento en la historia de los hijos que va más allá de la de los afrodescendientes: el papel central de la política estatal en la desagregación de sus familias. Según el movimiento, ese hecho crea una obligación particular del Estado de compensar los estragos que él mismo causó. Además de cualquier violencia física sufrida a manos de cuidadores inadecuados en orfanatos o familias sustitutas, los hijos también sufrieron la privación del “derecho a la convivencia familiar”. Esa privación es presentada en términos de una violación moral que redunda en graves daños psicológicos, además de físicos y materiales. Aquí, la noción de trauma, consolidada en el campo de los derechos humanos apenas en la segunda mitad del siglo xx, coincide con una de sus fuentes originales de inspiración: la de la vulnerabilidad infantil (Fassin y Rechtman 2009). Para poner este argumento en perspectiva, es de suma importancia entender el momento político delicado en que se desarrolla nuestra investigación sobre los hijos. Desde el inicio de los años ochenta, MORHAN reivindica el carácter político y colectivo de su actuación. Aún hoy, los líderes rechazan el rótulo de asociación u ONG e insisten en el título de movimiento social. Para sustentar esa insistencia en la acción colectiva, desalientan lo que califican como “judicialización” de su causa. Critican la manera en que algunas víctimas, con el apoyo de abogados particulares, han recurrido a la justicia a través de demandas individuales (que han tenido resultados variables). En las asambleas a las cuales asistí, vi a los líderes de MORHAN alertar repetidamente contra ese tipo de acción, explicando que se corría el riesgo de desmantelar el movimiento y debilitar la causa colectiva sobre la que se expedirá el Congreso.
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En 2007, la generación de los padres afectados de hanseniasis recibió, primero por decreto presidencial y, poco tiempo después, por legislación aprobada en el Congreso, el reconocimiento oficial del gobierno federal de que hubo una violación estatal de sus derechos fundamentales. En esa época, los ex internos obtuvieron una disculpa oficial, junto con el derecho a una pensión vitalicia. A partir de entonces, los hijos pasaron a litigar por su propio derecho a la reparación, argumentando que la política nacional que los privó de la convivencia familiar tuvo un efecto duradero desastroso en sus vidas. Exigen la admisión del crimen cometido y un pedido de disculpas del gobierno, pero también aspiran a una indemnización en la línea de lo que recibieron sus padres. En 2013, los hijos reunidos en Brasilia bajo el liderazgo de MORHAN escucharon personalmente del asesor de la presidente de la República que su causa estaba siendo vista favorablemente y que pronto recibirían el reconocimiento oficial, conjuntamente con la satisfacción de los demás reclamos (Oliveira 2013). Mostrando una sólida inserción en las redes trasnacionales de defensa de los derechos humanos, los activistas anunciaron con orgullo que Brasil había sido el segundo país del mundo, detrás de Japón, en indemnizar a los ex internos, y que sería el primero en indemnizar a los hijos. Las narrativas de sufrimiento que presencié durante mi investigación de campo no pueden ser entendidas fuera de ese contexto. Si entre los hijos me fue difícil encontrar bromas u otras formas de distanciamiento irónico respecto a los hechos del pasado, esto se debe, por lo menos en parte, al hecho de que su demanda política sigue en suspenso. Para sensibilizar a los parlamentarios electos, deben sensibilizar a la opinión pública. Para generar compasión por su causa en los ciudadanos comunes, los hijos no cuentan con las potentes armas de la generación anterior, ya que no ostentan las marcas físicas de la lepra. A ellos les toca apelar a daños menos visibles, evocados por narrativas con intensa carga emotiva. Así, el sufrimiento psicológico que estuvo en un segundo plano durante la lucha de la primera generación pasa a un primer lugar, acoplado a la idea de trauma infantil. Existe, sin embargo, otra consecuencia igualmente fundamental para el éxito del movimiento. Al escuchar —en las asambleas de MORHAN, en las entrevistas televisadas y en otras reuniones públicas— historias dramáticas semejantes a la suya, cada uno de los participantes aprende a identificarse
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con la causa colectiva y a reforzar o incluso crear una sensación de comunidad (Fonseca y Maricato 2013). No hay que olvidar que la lepra era, hasta fines del siglo xx, una enfermedad tremendamente estigmatizada. Aun después de que el enfermo era retirado de la comunidad, seguía habiendo represalias contra sus familiares: se quemaba su casa, se destruía todo el fruto de su trabajo y sus hijos eran expulsados de la escuela. En otras palabras, los miembros de la familia tenían motivos para ocultar cualquier tipo de asociación con la enfermedad. Así, para muchos “hijos” que participan del movimiento, las asambleas y entrevistas televisadas representan una oportunidad inusitada para hablar de su historia en público.8 Participar en eventos del movimiento —relatando y escuchando historias de dolor— sirve como ejercicio pedagógico y enseña a encuadrar experiencias del pasado en términos colectivos. Se cuentan las experiencias del pasado, pero también los desafíos que se siguen presentando: la hermana “que quedó incapacitada por causa de un accidente en el orfanato”, el padre con las piernas amputadas que necesita de cuidados especiales, el hermano que sin haber recibido nunca una educación de calidad o un empleo digno se hundió en el alcoholismo, otro que nunca quiso retomar la relación con la madre por haber sido “abandonado” en el orfanato… Se trata de episodios vinculados con los sanatorios-colonia y con los orfanatos, pero también de pequeñas tragedias vividas por un sinnúmero de otros brasileños de la época, personas sin recursos al borde de la miseria. Los integrantes del movimiento aprenden que sus problemas no son solo de orden personal. Por eso, no es de sorprender que MORHAN termine por incluir entre sus objetivos un abanico amplio de mejoras para la comunidad local: infraestructura sanitaria, asistencia de salud y seguridad, rehabilitación para todo tipo de discapacidades, regularización de la tenencia de terrenos, etc. No solo los relatos del dolor son parte de la fuerza política del movimiento, sino también la posibilidad de una reparación financiera. Las personas
A fines del siglo xx, con la disponibilidad de remedios eficaces, la lepra se volvió una enfermedad rara en muchas partes del país. Mientras tanto, en las regiones más afectadas (en particular en los territorios del Amazonas), a pesar de la visibilidad generada por repetidas campañas de salud pública y del control más eficaz de las lesiones provocadas por la enfermedad, el estigma continúa siendo fuerte. 8
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afirman reiteradamente que el dolor “no tiene precio” y que cualquier dinero recibido será una “indemnización simbólica”, que jamás compensará el sufrimiento que pasaron. Pero no hay cómo negarlo: la esperanza de un pago en dinero ayuda a atraer a las reuniones a nuevas personas, que engrosan las filas del movimiento y suman peso político a la causa. De cierta forma, la colaboración de los genetistas que realizan exámenes para determinar los vínculos sanguíneos entre padres e hijos separados coronan las tácticas movilizadoras. Reparación y genética Anticipándose a una medida legislativa que indemnice a los hijos, el movimiento organiza los procedimientos jurídicos y administrativos necesarios para que las víctimas accedan a su derecho a la reparación. En el proceso, surge en la escena un nuevo actor: la genética. Se prevé que el estatus legal de “hijo separado” se certificará sobre la base de dos pilares: la validación de la condición de víctima de los padres del litigante y la comprobación de que “este es hijo de aquellos padres”. En muchos casos, el primer requisito ya ha sido satisfecho en el transcurso del proceso administrativo realizado para que los padres reciban la indemnización que les corresponde (Maricato 2015). El segundo requisito, sin embargo, requiere pruebas documentales que algunos hijos no poseen. En muchas regiones, especialmente en el norte y nordeste de Brasil, hasta los años ochenta, la mayoría de los niños nacía en sus casas y no eran registrados hasta entrar en la escuela o incluso después. La filiación (biológica o adoptiva) de un niño se conservaba durante años solo en la memoria de sus parientes y vecinos. Como no existía ningún rastro documental para comprobar o negar la filiación, era fácil para el cuidador del momento (padrastro o madre de crianza) figurar como progenitor en la partida de nacimiento. De esa manera, muchas personas entregadas o adoptadas en la infancia no poseen prueba documental de su filiación de nacimiento. Desde 2011, un equipo del Instituto Nacional de Genética de Poblaciones (INAGEMP) de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, en conjunto con MORHAN, ofrece una solución para estos individuos. Se supone que, ante la desconfianza perenne que los tribunales muestran ante las evi-
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dencias testimoniales, el resultado de la prueba de ADN ofrecerá la prueba contundente exigida (Fassin y D’Halluin 2005). Mientras tanto, la “justicia” y la “verdad” que, en el caso argentino, parecen garantizadas por el uso de la prueba genética, se revelan considerablemente más ambiguas en el caso brasileño. Al igual que en Argentina, el resultado de la prueba pretende revelar un vínculo familiar que las circunstancias históricas conspiraron para ocultar (Regueiro 2012; Penchaszadeh y Schuler-Faccin 2014). Mientras tanto, como ya señalamos, en Brasil no hay ninguna pretensión de usar este dato para criminalizar a los secuestradores; la reparación simbólica y financiera es el único objetivo. Y hasta ahora, en la gran mayoría de los casos, los hijos brasileños ya sabían quién era el probable familiar con quien debían hacerse la prueba. En el medio social en que crecieron, su verdadera identidad raramente fue ocultada, solo que no había cómo comprobarla legalmente. Un caso típico en que se indica la prueba es cuando hay un hermano con registro “correcto” —muchas veces, nacido en la maternidad de la propia colonia donde se expedía sistemáticamente un certificado de nacimiento— y otro hermano nacido en el interior con registro “falso”. De comprobarse el vínculo genético con su hermano, el segundo lograría afirmar su identidad familiar “correcta”. Pero aún existen casos en que la prueba de ADN resulta inútil. Podemos traer el ejemplo de dos hermanas que fueron separadas muy tempranamente. El padre ya había fallecido poco después de ser internado por hanseniasis cuando se le diagnosticó la enfermedad a la primera hermana. Con apenas seis años de edad, fue enviada a la colonia, donde pasó a ser cuidada por una pareja de enfermos. Cuando, años más tarde, quiso casarse con otro interno, las religiosas que organizaban la ceremonia se angustiaron al constatar que la niña había sido registrada como hija de madre soltera. Así, “para que no quedara mal”, el hombre que había criado a la novia le prestó su nombre y con él se rellenó su certificado. La otra hermana se mudó a otro estado junto con la madre y el nuevo marido de esta, y fue ese hombre quien la declaró como hija legítima. El problema es que ninguna de las hermanas había sido registrada con el nombre del padre biológico. Una de ellas ya recibió una indemnización por haber sido internada compulsivamente. Pero la otra no ha logrado, ni siquiera con la prueba de ADN, comprobar su estatus de hija separada de sus padres. Los genetistas comprobaron que las dos mujeres son nacidas del mismo padre y de la misma madre, pero, como no hay
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vestigios corporales del hombre, no se puede confirmar con exactitud quién era ese padre. El ADN también falla cuando se aplica a vínculos familiares basados en la práctica tradicional de circulación de niños. Citemos el ejemplo de Anita que, huérfana de madre a los dos años, fue acogida por su tía materna y criada al lado de sus primos hasta que su madre de crianza contrajo la enfermedad y fue confinada en el sanatorio colonia. En opinión de los asesores legales, sus primos no tendrán dificultad en recibir una indemnización, pero como Anita está registrada “correctamente” (con el nombre de su madre biológica), el sistema judicial no tiene cómo comprobar su estatus de hija separada de la madre. Todo parece indicar que los procesos administrativos de reparación, debido a la exigencia legal de pruebas contundentes, corren el riesgo de dejar fuera a muchas personas cuyas familias no corresponden al modelo nuclear concebido por ley. Aun así, para muchos hijos, la posibilidad de desenmarañar su historia genealógica es lo que estimula la participación en los eventos del movimiento. Al mismo tiempo, se trata de una oportunidad para establecer contacto y tal vez entablar relaciones con una persona, supuesto familiar con quien antes estaba relacionado apenas por rumores. Vemos que si, por un lado, el MORHAN recurre a un guion estilizado común a otros movimientos contemporáneos, hay cierta especificidad de los hijos brasileños, en particular, en la interacción entre los relatos de sufrimiento y la potencial prueba empírica de sangre. Tensionados entre, por un lado, la causa política que da impulso a la legislación y, por otro, los procesos administrativos de identificación que otorgan derechos a determinados individuos, esos elementos —el dolor y el ADN— se combinan en un equilibrio dinámico contingente, que depende de las circunstancias políticas, para dar origen no solo a nuevos recuerdos, sino también a nuevas identidades de comunidad y familia (Carsten 2007; Fonseca 2013). A lo largo de este artículo, hemos visto cómo emergen las especificidades de nuestro caso a medida que exploramos el proceso de reparación a las víctimas por la violación de sus derechos fundamentales. La justicia a la que se aspira aquí no se relaciona con identificar y castigar a criminales individuales y sí con responsabilizar al Estado por los estragos causados por una política de salud autoritaria y mal dirigida. Las víctimas luchan no solo por
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un pedido de disculpas y una reformulación de la memoria, sino también por una indemnización financiera que permita una forma de rehabilitación para ellas y sus descendientes. Dado que se trata de un asunto “interno” en el que el gobierno actual es llamado a “saldar una deuda histórica” que Brasil tiene con los ex internos, la medida reparadora debe pasar por la mediación del Congreso Nacional y sus parlamentarios electos. En este escenario, las narrativas del dolor y las pruebas de parentesco consanguíneo —elementos muchas veces asociados con el sector conservador del espectro político— se vuelven instrumentos particularmente eficaces, tanto para la sensibilización de la opinión pública como para la movilización colectiva de las víctimas en busca de la efectivización de un abanico de derechos económicos y sociales. Aquí, las imágenes que forman parte de un repertorio globalizado de los derechos humanos —niños robados y familias violentamente deshechas— son tan solo una herramienta más de lucha entre las variadas experiencias de los afectados por hanseniasis. En suma, al aproximarnos a la historia de determinadas víctimas en el escenario actual, terminamos por descubrir un cuadro cuya complejidad escapa a cualquier esquema lineal de análisis. Las prácticas y estrategias de los afectados de hanseniasis para lograr una reparación digna demuestran una lógica política que no encaja en las clásicas oposiciones dicotómicas de dominación versus infortunio, derechos versus sentimiento, injusticia versus sufrimiento, etc. Nuestras observaciones sugieren, por el contrario, una reconfiguración creativa de esos elementos, producto y productor de nuevos contornos de la acción colectiva y de la propia noción de política. Bibliografía Alexander, Jeffrey. “On the Social Construction of Moral Universals. The ‘Holocaust’ from War Crime to Trauma Drama”. European Journal of Social Theory, 5(1), (2002): 5-85. Carsten, Janet. Ghosts of Memory: Essays on Remembrance and Relatedness. Oxford: Blackwell, 2007. Castañeda, Claudia. Figurations: Child, Bodies, Worlds. Durham: Duke University Press, 2012.
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SOBRE LOS AUTORES
Jordana Blejmar es profesora de Estudios Culturales y Comunicación Visual en la Escuela de Artes de la Universidad de Liverpool, Inglaterra. Es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y doctora en Estudios Culturales Latinoamericanos por la Universidad de Cambridge. Investiga cuestiones vinculadas a la relación entre arte, política y memoria en América Latina. Es coeditora de Instantáneas de la memoria. Fotografía y dictadura en Argentina y América Latina (2013), El pasado inasequible. Desaparecidos, hijos y combatientes en el arte y la literatura del nuevo milenio (2018) y autora de Playful Memories: The Autofictional Turn in PostDictatorship Argentina (2017). Forma parte del comité editor del Bulletin of Hispanic Studies. Ulrike Capdepón, Dipl.-Pol., PhD después de haber sido investigadora posdoctoral en el Institute for the Study of Human Rights (ISHR) de Columbia University en Nueva York hasta septiembre de 2016, actualmente es investigadora del Proyecto Balzan asociado al Institute for Advanced Study de la Universidad de Konstanz y enseña en el Program in Latin American Studies (PLAS) de Princeton University. Claudia Fonseca es profesora en el Programa de Pós-Grado en Antropología Social de la Universidade Federal do Rio Grande do Sul en Brasil y en el Programa de Doctorado en Antropología de la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Ha realizado investigaciones y publicado libros y artículos sobre género, familia e infancia, con énfasis en la antropología jurídica y, más recientemente, en la antropología de la ciencia. Es autora de varios libros (Caminhos da Adoção; Família, Fofoca e Honra; Tecnologia, Parentesco e Lei na Era do DNA), además de numerosos artículos.
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Gabriel Gatti es profesor titular de Sociología en la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea. Coordina el proyecto “Mundo(s) de víctimas”, enseña Teoría Sociológica e investiga en el Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva acerca de las formas de construcción de identidad en situaciones marcadas por fuertes vulneraciones de los derechos humanos y/o quiebras en el sentido moderno de la idea de ciudadanía: precariedad vital, desaparición social y política, víctimas. Sobre eso ha enseñado en varias instituciones y publicado en varios soportes, entre otros el que le valió en 2010 el Premio Nacional de Ensayo y Ciencias Sociales en Uruguay por el libro El detenido-desaparecido (2008). Agueda Goyochea es estudiante de Derecho (UBA). Trabajó como investigadora en el Área de ex-CCDyT del Instituto Espacio para la Memoria y en el Fondo Documental CONADEP, actual Registro Único de Víctimas de la Secretaría de Derechos Humanos. Integrante del Colectivo de Hijos. Ha publicado “Definiciones del universo de víctimas desde el estado postgenocida: la invisibilidad de los hijos de desaparecidos y asesinados como sujetos de derecho”, en 2011, y con Leonardo Surraco “Centros clandestinos de la ciudad de Buenos Aires”. Sebastian P. Grynberg es doctor en Ciencias Matemáticas en el área de Probabilidad, profesor adjunto en el área de Probabilidades y Estadística en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires (FIUBA). Recibió el premio Francisco Aranda Ordaz a la mejor tesis doctoral en Probabilidad de Latinoamérica para el período 2006-2009 otorgado por la Sociedad Bernoulli y la Sociedad Latinoamericana de Probabilidad y Estadística Matemática (SLAPEM). Enseña temas relacionados con su especialidad a estudiantes de Ingeniería e investiga en temas relacionados con mecánica estadística, redes complejas, tráfico de datos en internet y aprendizaje estadístico. Andrés G. Seguel es profesor en el Departamento de Antropología de la Universidad de Chile. Ha sido investigador postdoctoral en la Universidad de California San Diego, investigador Juan de la Cierva en la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro del Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva de la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibert-
Sobre los autores
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sitatea. Dirige el núcleo de estudios “Especulatorio sobre la tecnociencia y los biomateriales”, en la Universidad de Chile. Entre sus publicaciones más recientes destacan Antropología de los conflictos (2017) y el número de la Revista de Estudios Atacameños sobre “Las formas sociales de la biociudadanía”. Elixabete Imaz es profesora agregada en el Departamento de Antropología Social de la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea. Imparte docencia sobre parentesco, antropología feminista y metodología cualitativa. Sus intereses de investigación se sitúan prioritariamente en la intersección entre parentesco y género, y sus publicaciones abordan las nuevas parentalidades, las homoparentalidades, así como las nuevas configuraciones de parentesco que promueven las tecnologías de la procreación. Kirsten Mahlke es catedrática de Literatura Románica y de Teorías de la Cultura en la Universität Konstanz. Es actualmente directora del proyecto (ERC) “Death Notification with Responsability-Blended Learning Course for Police Students”. Su investigación anterior ha explorado las narrativas del terror y la desaparición en la Argentina postdictatorial y sus dimensiones fantásticas y espectrales tras las experiencias masivas de violencia por el terror de Estado. Sus enfoques de investigación abarcan las relaciones entre literatura y derechos humanos, la incertidumbre como fenómeno literario y de la física cuántica, los relatos, dibujos y pesadillas de conquistadores y conquistados del siglo xvi y la producción económica y literaria de crédito entre 1450 y 1550. Josebe Martínez es profesora titular de Literatura Hispánica en la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea. Ha sido profesora titular en la Universidad Estatal de California. Dirige el grupo de investigación Género-exilio y la serie “Estudios postcoloniales transatlánticos” de la editorial Anthropos. Algunas monografías suyas son: Las intelectuales, de la Segunda República al exilio (premio nacional de investigación, Maria Isidra de Guzmán, 2001); Exiliadas. escritoras, Guerra Civil y memoria (2007); Postcolonialidades latinoamericanas y colonialismos ibéricos (2008); Las santas rojas. Exceso y pasión en C. Campoamor, M. Nelken y V. Kent (2008). Y Ciudad final (novela) sobre el feminicidio de Ciudad Juárez.
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María Martínez es doctora en Sociología por la Universidad del País Vasco. Actualmente es beneficiaria de un programa de perfeccionamiento del personal doctor del Gobierno Vasco (2016-2019). Gracias a ese programa realiza una investigación entre la Universidad del País Vasco y la Universidad de California, Santa Barbara titulada “Articulaciones improbables: movilizaciones de ‘mujeres vulnerables’ en la sociedad contemporánea”. Es miembro del Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva donde investiga sobre víctimas, vulnerabilidad, movilización e identidad colectiva, y feminismos, temas sobre los que ha publicado varios artículos y capítulos de libro. Mariana Eva Perez es licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito, estrenado y publicado diversas obras de teatro, como Instrucciones para un coleccionista de mariposas, Ábaco y Peaje (VI Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia). En 2012 publicó la novela autoficcional Diario de una princesa montonera. 110% verdad, a partir del blog del mismo nombre. Formó parte de la coordinación del proyecto de investigación “Reconstrucción de la identidad de los desaparecidos. Archivo Biográfico Familiar de Abuelas de Plaza de Mayo” (Instituto de Investigaciones Gino Germani, UBA, 1998-2006) y del proyecto “Narrativas del terror y la desaparición. Dimensiones fantásticas de la memoria colectiva en Argentina” (European Research Council-Universität Konstanz). Realiza su doctorado en Letras en esta última casa de estudios sobre las representaciones de la desaparición en la dramaturgia porteña contemporánea. Jaume Peris Blanes es profesor de Literatura y Cultura Latinoamericana en el departamento de Filología Española de la Universitat de València y lo fue en la Université d’Antananarivo (Madagascar). Es director de Kamchatka. Revista de análisis cultural. Su principal campo de investigación han sido las formas y representaciones de la violencia política en América Latina y España, así como la construcción de la memoria social y cultural en las sociedades postdictatoriales. Ha estudiado la relación entre literatura e imaginarios revolucionarios en América Latina en los sesenta y setenta y las relaciones entre cultura e imaginación política en América Latina y España. Ha publicado La imposible voz. Memoria y representación de los campos de concentración en
Sobre los autores
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Chile (2005) e Historia del testimonio chileno. De las estrategias de denuncia a las políticas de memoria (2008). Enric Porqueres i Gené es director de estudios del área de Antropología en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, París. Trabaja en la intersección de los estudios sobre el parentesco y los de la persona, con un interés creciente por la bioética. La historicidad de los sistemas de parentesco, sometidos a “verdades” externas cambiantes, así como la historia de los útiles conceptuales de la antropología del parentesco, marcan el conjunto de su obra. Entre otras publicaciones, es autor de Lourde Alliance. Mariage et identité entre les descendants des juifs convertis de Majorque (1995), Antropología y genealogía (2008), Individu, personne et parenté en Europe (2016). Gudrun Rath es licenciada en Filología Hispánica y Alemana y obtuvo su doctorado en la Universidad de Viena. Después de las universidades de Viena, Heidelberg y Konstanz, actualmente es profesora visitante e investigadora postdoctoral en el instituto de estudios culturales de la Universität für künstlerische und industrielle Gestaltung, Linz (Austria). Es miembro de la Young Academy de la academia austriaca de ciencias (ÖAW). Trabaja en las relaciones entre teorías culturales, literaturas, historia de las ciencias y artes visuales, sobre todo en relación a los procesos de intercambio entre Europa, América Latina y el Caribe. Su primer libro Zwischenzonen. Theorien und Fiktionen des Übersetzens (Intersticios. Teorías y ficciones de la traducción) apareció en 2013. Su proyecto más reciente trazó una historia cultural y transátlantica de la figura del zombi a partir del siglo xvii. Cecilia Sosa es doctora en Teatro (Queen Mary, University of London) e investigadora adjunta de CONICET, Universidad Nacional Tres de Febrero, Argentina. Graduada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, trabajó como periodista cultural en el suplemento Radar de Página 12. Su tesis doctoral fue premiada por la Association of Hispanist of Great Britain and Ireland y publicada por Tamesis Books bajo el título Queering Acts of Mourning in the Aftermath of Argentina’s Dictatorship (2014). Trabaja los cruces entre memoria, arte y performance y ha publicado capítulos de libros, artículos y dossiers en revistas como Memory Studies; Theory, Culture & Society;
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Journal of Latin American Cultural Studies, Subjectivity, E-misférica y Latin American Theatre Review. Luz C. Souto es licenciada y profesora en letras por la UBA. Doctora en Filología Hispánica por la Universitat de València, donde actualmente es profesora del Departamento de Filología Española. Es miembro de los siguientes grupos de investigación: Prometeo 2016/133 “Max Aub y las confrontaciones de la memoria histórica” (UV), Microcluster “Cultura y Sociedad en la era digital” (UV) y “Diálogos transatlánticos: España y Argentina Campo editorial, literatura, cultura, memoria” (UNLP). Ha publicado en revistas académicas y en libros de Argentina, Brasil, Canadá, Chile, España, EE.UU., Francia, Italia y México. Entre sus líneas de investigación están la literatura española y latinoamericana de los siglos xx y xxi, la memoria histórica en España y Argentina, y el Siglo de Oro español.