Red de autores: Ensayos y ejercicios de literatura hispanoamericana 9783954872152

Desde la colonia, con El Lunarejo y Antonio de Navarrete, hasta la literatura de la segunda mitad del siglo XX, Balza tr

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Spanish; Castilian Pages 330 Year 2011

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Índice
I. Literatura del Siglo de Oro y de la Colonia
II. Venezuela: Imagen imaginante
III. Madeja hispanoamericana
IV. Bolero
Bibliografía
Índice onomástico
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Red de autores: Ensayos y ejercicios de literatura hispanoamericana
 9783954872152

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Las semanas del jardín –expresión de claro resonar cervantino– reunirá en su alacena libros y obras de autores predominantemente americanos, aspira a acotar con su censo editorial un espacio de conversación, un ámbito de debate, un territorio de curiosidad y observación, vigilia crítica y amena pausa. En su reloj y calendario, Las semanas del jardín irán deslindando una suerte de arsenal de la imaginación en movimiento y de la palabra que se desdobla en juego y aventura. Cada volumen buscará responder a una afinidad elegida y electiva, a un acento cordial e inteligente entre el autor, el lector y el editor anfitrión que busca lección en el azar organizado en la letra como quien descubre que la metáfora es una obra de arte en miniatura. Adolfo Castañón

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RED DE AUTORES Ensayos y ejercicios de literatura hispanoamericana México 2011

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Balza, José Red de autores : ensayos y ejercicios de literatura hispanoamericana / José Balza. – México : Bonilla Artigas Editores, 2010 330 p. ; 23 cm. – (Las semanas del jardín ; 2) ISBN 978-6077-588-344 1. Literatura hispanoamericana - autores LC PQ7085

Los derechos exclusivos de la presente edición quedan reservados por el autor. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito del legítimo titular de derechos. Primera edición: noviembre de 2010 D.R. © José Balza De la presente edición: D.R. © Bonilla Artigas editores, S.A. de C.V. Cerro Tres Marías número 354 Col. Campestre Churubusco, C.P. 04200 México D.F. www.libreriabonilla.com.mx ISBN: 978-607-7588-34-4 Edición: Priscila Saucedo Formación: Claudia Wondratschke Cubierta: María Artigas Fotografía: Silda Cordiolani. Ilustración de cubierta: Pedro Bonilla Impreso en México

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El que con frecuencia [las imágenes] tiendan a la abstracción no hace sino conferirles otro grado [¿mayor?] de emotividad: son una suerte de escritura del mundo, por no decir sólo de la materia. Escribir el mundo: hacer de él un signo mental que nos remite a la totalidad de su ritmo […] Son imágenes imaginantes: no buscan tanto describir o realzar la physis del objeto como modularla en un espacio a la vez real y virtual. Guillermo Sucre: “Ramos Sucre: La verdad: Las máscaras.”

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Índice I

Literatura del Siglo de Oro y de la Colonia Gracián: el mundo descifrado crítica natural en la colonia el lunarejo hernando domínguez camargo fray juan antonio navarrete una imagen (fragmentos) un mundo pensado la imagen imaginante

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II Venezuela: Imagen imaginante pensar a venezuela (fragmentos) ramos sucre: el abismo prosódico en las formas del fuego silda calígrafa torri y garmendia:los dioses pre-borgeanos guillermo sucre: la felicidad y el árbol de la tormenta cadenas: el presente como epifanía la falacia (o la verdad) infinida: borges desde nuño los itinerarios verbales de gustavo guerrero méndez guédez: la errancia y los ejes arráiz: escribir es comer de espejos se muere lentamente: josu landa

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III Madeja hispanoamericana totalidad y tendencias en la narrativa de américa latina la libertad del narrador octavio paz pasado en claro sergio pitol: las nupcias del humor y el horror

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carta indirecta a alejandro rossi la mesa de julio ortega o el libro mutuo los mundos de medardo fraile los detectives salvajes: obra literaria pura boullosa: el mundo desverbal juan villoro: materia dispuesta milán: los hechos materiales contraseñas, epigramas y aventuras

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IV Bolero el bolero: canto de cuna y cama

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Bibliografía

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I Literatura del Siglo de Oro y de la Colonia

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El signo comprende mi nombre… Lo he inventado para despertar en los venideros, porfiados en calar el sentido, un ansia inefable y un descontento sin remedio. J. A. Ramos Sucre

I Cien años de inteligencia lo desafiaban: toda la gran poesía española, una dramaturgia absoluta, los nombres de Góngora, Quevedo, Calderón, Lope de Vega; y, como si esto fuera insuficiente, la prosa desmontable de Don Quijote. Coincidiendo en mucho con ellos, Baltasar Gracián (1601-1658) resulta sin embargo único para su tiempo y para nosotros. La fulgurante y corrosiva precisión de ese pensador se nutre de una aguda conciencia sobre el dolor de vivir y de suspicacia sobre la bondad humana. Todo lo cual había sido recogido por él con su atención a la conducta cotidiana que, hoy, como ayer, cumplimos. Poco en la vida de Gracián justificaría dramáticamente su escepticismo: igual que otros autores del Siglo de Oro, está ligado a la religión, no se casa, no tiene hijos. Pero en cambio, tal vez debido a las exigencias de su Orden Jesuita, vive siempre en provincia (con dos breves interrupciones); y publica sus obras bajo seudónimo. En el fondo, lo más intenso de su existencia transcurre en una misma calle y en dos casas de Huesca: el convento y el palacio de su amigo, el señor de Lastanosa, ante cuyos visitantes Gracián leyó partes de sus obras.

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La España gubernamental que atraviesa los siglos xvi y xvii poco ofrece —con sus guerras, sus príncipes confusos— de soporte espiritual para sus más grandes escritores. Y ellos (Lope, Quevedo) no dudarán en asumir la intriga, la burla de la religión, todo tipo de violación, como contraparte y nutriente para sus obras de recargada perfección. Calderón parece discreto, pero permanece en la Corte. Gracián no desafía sus votos religiosos: se somete a una biografía sin énfasis y exteriormente descolorida: lleva secretos volcanes. Aquellos autores, además, pueden crear obras maestras, pero lo hacen dentro de los cánones que la cultura europea celebra: el teatro, la poesía. Gracián, desde luego, procede de otra manera. Cierto que dedica los últimos años de su vida a escribir un vasto relato, El criticón (1651-1657), pero aun dentro del género esta obra resulta disidente. Aparte de ella, tal vez media docena de libros constituya el trabajo completo del escritor. El primero de los cuales, El héroe, se edita cuando su autor cuenta treinta y seis años. El último (antes de su “novela”) lleva como título Agudeza y arte de ingenio (1648) y había sido publicado como Arte de ingenio seis años antes.* Que Gracián lo rehaga como a un nuevo libro (al parecer no retocó sus otras obras), extiende numerosas implicaciones. Dentro de ellas, una casi obvia: con el Arte de ingenio, Gracián parecía querer fijar su más nítido perfil intelectual. Bajo este título protege su mejor autobiografía: la erudición como cortesía y reflexión. Leídos a trescientos años de distancia, cualquiera de sus libros pudo ser escrito antes que los otros: a tal punto hay en ellos unidad de expresión y enlace temático. Asimismo, no obstante la inclinación de Gracián por apartar capítulos y secciones, todos esos volúmenes podrían haber comenzado en cualquiera de sus partes. Al largo oleaje de su discurso, se suma el posible arranque del mismo en cualquier sitio. Aquí tal vez resida ya cierta diferencia formal de Gracián respecto a sus contemporáneos. Diferencia que adviene de una vez en máxima cualidad y en suprema debilidad. Gracián aborda un solo tema: el desengaño, la decepción, el pesimismo: y lo explora con tal saña que ese tema termina siendo Gracián mismo. El ingenio se transfigura en el extremo más terrible de la desconfianza, de la sensibilidad y la ironía. Con Gracián el ingenio (o la inteligencia) relee viejos refranes; propone ideas; descubre potencias del alma: y a * Para la obra de Gracián, utilizamos como referencia la edición en tres volúmenes dirigida por Evaristo Correa Calderón, Espasa-Calpe, Madrid, 1971.

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través de ellos analiza la conducta cotidiana de los hombres o reescribe la sucesión de las culturas. En su múltiple y fragmentario discurso, Gracián aludió a la imaginación y a la lógica, a los climas del vicio y la ternura, a los artificios y lo recóndito, para mostrar que cuanto se haga (siempre) sólo conduce a una moneda firme: el escepticismo. Pero esto no derivó de su voluntad.

II Tal vez sólo existe un retrato de Baltasar Gracián. Se ha dicho que ni es gran obra de arte ni se sabe cuándo o por quién fue realizado. Sobre un cortinaje azul, el rostro (aún joven) del sacerdote, aparece en actitud reflexiva. El pelo oscuro bajo un bonete; las sienes amplias; algo destacada la nariz, una boca pequeña y precisa. El retrato, de tamaño natural, trae a Gracián mientras escribe, con la pluma en alto por un momento. Delgado, corto de vista, de piel clara, el escritor poseía un temperamento insistente, vigoroso, y discreto: lo cual no frena ciertos contrastes coléricos y una inclinación a la melancolía. Biliosus, sanguineus, de complexio colerica lo describen los Informes trienales de su Compañía. Si tomamos en cuenta que todos sus hermanos (una muchacha y tres hombres), además de un primo, ingresan a diversas órdenes religiosas; y que Gracián mismo vive desde el final de la niñez con su tío, capellán de la iglesia de Toledo; si recordamos que se dedica desde los dieciocho años a los servicios religiosos, quizá podamos intuir mejor el más hondo perfil del escritor: un carácter fuerte, vital, sometido por los principios morales y sociales del sacerdote. El destino de un cuerpo condenado a transfigurar sus cumbres sensoriales en oración y castigo. Borges, quien tanto se ha burlado de él, sólo alcanza a vivir del fragor militar un eco de batallas casi helado como abstracciones. Gracián —seguro cómplice de dos ideales para los hombres de su tiempo: ser poeta, ser soldado— había prefigurado en su plenitud (El héroe, El político) una ambición personal por el valor. A los cuarenta y cinco años es designado como capellán del ejército español que debía rescatar a Lérida del poder francés. Testigo, impulsor de las acciones, el sacerdote recorre el campo y las horas de la guerra.

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Cuatrocientos muertos, más de dos mil heridos y una lucha endiablada lo rodean: vencedor su bando, Gracián pasará a ser el “Padre de la Victoria” al finalizar el combate. Durante el largo período de Huesca, al ingreso en la madurez, Gracián conocerá al joven señor Vincencio Juan de Lastanosa y Baraiz de Vera, de veintinueve años. Posiblemente el sacerdote había escrito textos muy íntimos antes de este encuentro. La prosa de su primer libro no hubiese sido posible sin un prolongado y atento trabajo de escritura precedente; pero la amistad con Lastanosa (que duraría muchísimo), la gran biblioteca de éste, el carácter de su palacio (jardines especiales, salas llenas de objetos técnicos y raros) y la calidad de los visitantes que recibía, aparte de la aguda inclinación hacia la cultura en la mujer del caballero y sus hijos, decidieron sin duda el inmediato proceso literario de Gracián. Así surge El héroe, cuya primera edición es pagada por el mismo Lastanosa. No olvidemos que, desde su infancia, el hogar de Gracián será mental: la esperanza del cielo y la protección del Dios cristiano. Ni su tío ni sus hermanos le ofrecerán una proximidad diferente a las reservadas coincidencias religiosas. ¿Puede el mito de un Dios — cualquiera que éste sea: Alá o Jehová— satisfacer por completo la afectividad de un hombre? Posiblemente sí, si ese hombre carece de una inteligencia extraordinaria y de una inquietante cultura: o si nace durante una época cerrada y lenta. Gracián es todo lo contrario: y aun nace bajo el sol renacentista. Por todo ello, el vínculo humano más coherente (a pesar de su fidelidad al Virrey de Navarra y a Antonio Hurtado de Mendoza) que Gracián establecerá fuera del convento, ha de ser su amistad con Lastanosa: un afecto para compartir lo cotidiano, para profundizar en el abismo filosófico, para anudar los cánones que un arte particular —el de Gracián y sus amigos— debe exigir. La voluptuosidad intelectual, la fraternidad sostienen los años de tal cercanía, y sobre este sentimiento el escritor dirá, convencido: “La amistad es un alma con muchos cuerpos”, y también: “Tener amigos. Es el segundo ser”. Tal sintonía, sin embargo, ofrecerá a Gracián dos experiencias contradictorias: la transparencia del respeto y la solidaridad, duradera siempre entre él y Lastanosa; y un mundo de intrigas conducido por dos asistentes a la casa del Caballero: el superficial y culto fray Jerónimo de San José y el canónigo Salinas, cuyas traducciones de

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Marcial incluyera Gracián en su Agudeza y arte de ingenio. Estos dos curas operan en las áreas más sutiles de la amistad, para destrozar al grupo de Huesca. El primero induce a la hija de Lastanosa para que se convierta en monja. Cuando su padre (que se opone a tal idea: quiere hacer de su familia dignos representantes del Renacimiento, del conocimiento) advierte el fenómeno, ya la muchacha no tiene salvación: obsesionada por fray Jerónimo, ingresa al convento. Gracián reconoce el procedimiento sibilino del cura y se opone: toma partido por Lastanosa. El canónigo Salinas, por su parte, además de cumplir la intriga, no perdona a Gracián sus opiniones sobre algunos poemas suyos, que le ha enviado solicitando su parecer. Gracián, con sinceridad, apunta caídas y errores en los textos; pero Salinas desprecia orgullosamente tales indicaciones y a su autor. Ambos puntos de la situación (la hija de Lastanosa, los poemas de Salinas) desprenderán un conflicto terrible, que atravesará los límites del grupo para reflejarse en la actitud de su propia Compañía, contra Gracián. Así, junto a la fuerza de la amistad, el escritor recibe un oscuro trofeo: el malentendido, los chismes. Aparte de sus meses en la Corte, en Madrid, Gracián vive siempre en conventos de provincia. Sus lecturas, sin embargo, le traen las ideas y los estilos más actuales; la ejercitación de retórica en su Compañía, por lo demás, ha sedimentado en él un minucioso conocimiento de las literaturas clásicas. Así, aunque retirado, presencia, goza y hace suyos las innovaciones formales, los desafíos estilísticos y metafóricos, el abundante código que el Barroco desencadena en Europa. En la prosa de Gracián serán frecuentes, por lo tanto, los ritmos complejos y prolongados; y el sonido del vocablo buscará en la frase consonancias (“Pasaba un río —y río de lo que pasa—”) y disonancias sorprendentes (“redondo, siempre rodando; —¿Pues en una ciudad tan famosa?— ponderaba Critilo. —Trocóse en fumosa— dijo Momo; —Toda gran trompa— dijo Critilo —siempre fue para mí señal de grande trampa—”). A través de todo ello, el humor, la ironía, ciertos efectos dramáticos, adquieren relevancia. Esta prosa cuidada y elegante presenta, no obstante, súbitos descensos en su tensión: casi siempre derivados de una “españolada” o de alguna alusión personal a cosas inmediatas. Tal vez ese rasgo

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tenga su compensación en que así el altivo Gracián deja filtrarse el llamado de lo rutinario en su lengua. Puede haber en él algo que corresponda estrictamente con los excesos del Barroco: las citas excesivas, las reiteraciones, el juego con la adjetivación, cierta manera indirecta de conducir el sentido de la frase. Y paradójicamente, tal abundancia constituye su expresión menos firme. Nada mejor para cubrir el vacío que los excesos. O, dicho de otra manera, nada mejor para apartar aquello que no se quiere (o no se puede) decir que la abundancia verbal. Un artificioso discurso que sólo bordea su centro; una carga ornamental que posterga señalar con claridad. Por suerte, tras ese aparataje erudito y pictórico, cada cierto tiempo en la prosa de Gracián se oye un disparo: algo muy hondo salta a la tramada superficie de la página; una voz segura y limpia impone su decisión; una oración tajante corta la ampulosidad de las imágenes o de la narración y, con frecuencia, esta voz desobedece a los preceptos morales, aparta toda delicadeza religiosa, propone con hiriente lucidez un sarcasmo o su desconfianza por la conducta humana, en una mezcla de ternura, complicidad y escepticismo. Seguramente el brillo de esta frase, su certeza, sacude; pero en seguida la rueda multicolor del discurso nos arrastra: apaga aquel estremecimiento y consume otra vez la secreta voz que a nadie pertenece (¿Vale la pena pensar que cuando Gracián escribe la responsabilidad de su discurso es tomada por el gran orador que hay en él? Una práctica de predicador conducía vibrantemente los sermones: desde el púlpito su expresión se somete a la retórica sagrada; al escribir, tal acción mecánica asume la generalidad del texto: pero algo inestable desobedece). Gracián no publicó bajo su nombre; los seudónimos resultan en él tan transparentes que ni sus compañeros religiosos lo desconocían como autor. Así cuando los iracundos fray Jerónimo y el padre Salinas deciden tomar venganza, saben a quién deben atacar; igualmente, las ironías del escritor sobre Valencia le son devueltas con amarga precisión al final de su vida. La Compañía misma lo recluye y lo amonesta, prácticamente lo reduce cuando su pensamiento irrita o alarma a algunos superiores. Él, sin embargo, no firma sus libros; pero tampoco se oculta por completo. ¿Hay en ese gesto sólo un pudor de escritor o una tímida despersonalización del sacerdote? ¿Está tal actitud dirigida a los jesuitas o un impul-

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so implacable lo hace envolverse con otro nombre, ante sí mismo? Muchas respuestas serían acertadas. Pero queremos tomar sólo una: los seudónimos de Gracián se dirigen a una parte suya: no al escritor, admirado y reconocido por la gente culta de su tierra, sino al sacerdote. El cuerpo sanguíneo, la alta inteligencia, sus decisivos conocimientos sobre el hombre y la religión, existen dentro de un individuo ascético, honesto, trágicamente puro. Infancia y juventud sólo han crecido a través de la imaginación sagrada y a las intensidades físicas Gracián no responde (como sus contemporáneos escritores, clérigos también) con la sensualidad disfrazada, con hijos a escondidas, con borracheras y duelos, sino con una pureza tenaz: ni practica el chisme ni contraataca; ni se defiende ni desobedece a la Orden; acata los castigos. Gracián cree en Dios y a él limita su universo; pero los libros del escritor no pertenecen por completo al reverente iniciado. Verdad que en ellos la elevación moral, la búsqueda de perfección humana ocupan partes centrales; es verdad que una amplia zona de esta literatura viene escrita por un religioso; pero Gracián desconoce que otro territorio suyo elude todo designio sagrado, y por eso se oculta. Quien firma estos libros no es un sacerdote: es algo más, que lo incluye, lo supera y lo rechaza. Sin saberlo, Gracián establece un límite entre la escritura, a la cual nada resultaría ajeno, cuyo poder explora cuanto un hombre santo no puede decir(se); establece un límite entre ella y las revelaciones órficas o demoníacas que el confesor ha recibido (y no puede transmitir), pero que el escritor roba y muestra casi con desenfado. Lo inesperado consiste en que antes de escribir su obra, mientras la realiza y aun siglos después, quien habla en los textos de Gracián es el confesor: un sucesivo tejido de revelaciones atravesará esa escritura: primero, las del religioso mismo, sorprendido de su poder humano (o divino); después las del narrador, elegido por cuanto quiere ser contado, para que él lo transmita. Y no apartemos las precisiones del crítico y el teórico o las secretas voces que, durante toda una existencia, llegan al confesionario del sacerdote para ablandar su culpa, sus temores, su destino. Comparemos las dos imágenes siguientes y mucho de la extraña carga que estalla en la prosa de Gracián comenzará a mostrar sus orígenes: mientras permanece en Madrid, durante los últimos

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meses de 1641 o los primeros de 1642, el sacerdote predica en las iglesias de la Corte. Tiene gran éxito su estilo y, aunque diga su sermón dos veces al día, por lo menos cuatro mil personas están dentro y fuera del templo. ¿Qué resortes íntimos excita él para que esta masa acuda a escucharlo? ¿Cómo distribuye su propia energía oral el confesor? Tan intensos meetings poseen un desequilibrio: la perceptiva inteligencia del monje, su capacidad de absorción, por un lado; y la fuerte presión de los asistentes: ansiosos, expresivos, evasivos. Ellos proyectan una honda energía, que él recibe y de la cual algo traduce en el inmediato sermón. La otra imagen adquiere idénticas funciones: pero no ocurre durante unos meses en el brillo de la Corte, sino que se prolonga por décadas bajo la sosegada penumbra de los confesionarios, en varias iglesias de provincia. Sólo algo no cambia: el sacerdote que escucha y la incisiva cadena de pecadores que hablan tras la rejilla. Pero esta vez no hay sermón, el religioso nada traduce oralmente: la ambigua carga psicológica que recibe se queda en él, como quedaron grandes partes de lo vivido en la Corte. La transcripción será escrita: un alma colectiva reflejada por alegorías y símbolos, anécdotas y metáforas. Un mundo imaginístico en el cual las figuras y la escenografía están próximas a lo surreal, a lo imposible (verdadera delicia para un disecador de carátulas pop o para un agudo dibujante de cómics): universo en el cual “el mal es un autor de la belleza”,1 sobre todo cuando esa belleza, como en Gracián, se vuelve caricaturesca: cómica o trágica, es lo mismo. Nuestro autor, sin embargo, no condena estas revelaciones: él es la sustancia misma de su discurso, la encarnación del pecado, la oblicua rebelión contra los dogmas, la asunción de una infinita libertad.

III Una simple estadística puede mostrar, de inmediato, que Baltasar Gracián no posee la misma difusión atribuible hoy a sus contemporáneos. Parecería que es el más impopular autor del Siglo de Oro, si no tuviésemos dos indicios de la profundidad con que su escritura pervive. Uno de ellos, la abundante bibliografía acerca de su vida 1

José Antonio Ramos Sucre. (1980). “Granizada” en Obra Completa. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

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y su obra. Con regularidad, los siglos provocan traducciones, interpretaciones de su pensamiento. Tal fenómeno nos permite, ya desde estas líneas previas, proponer a nuestros lectores un acercamiento total con las obras completas del autor. Acá sin duda estamos intuyendo una dirección en Gracián; pero la cabal revisión de sus libros bien puede alterar ese sentido. También sugerimos, para después de que se haya convivido con la escritura gracianesca, acudir a algunos de los innumerables estudios sobre ella. A mayor número de estratos comprehensivos, un Gracián más rico será visible. El otro indicio parece obvio. Se trata de la manera como podemos identificarlo hoy. Para un autor que publicó bajo diversos seudónimos (Lorenzo Gracián Infanzón, García de Mariones), que además poseía un título religioso, no deja de ser exitoso que el tiempo, escuetamente, lo haya convertido en Gracián. Lo primero que notará quien abra estas páginas, es que hemos excluido algunos de sus libros. Leemos desde ahora y desde América a un sacerdote del siglo xvii; en verdad poco nos interesa su visión de Fernando el Católico (El político), hacia quien el propio Gracián experimentará no pocas divergencias posteriores; y menos la exclusividad religiosa de El comulgatorio. Los capítulos o fragmentos de capítulos que representan a sus libros restantes, en cambio, han sido traídos para cercar esa irritada confluencia entre el analítico intelectual y su ser irregularmente ansioso. En un momento de El criticón, el discurso conduce hacia peligrosas interrogantes: ¿cómo puede el mundo ser lo que es?, ¿qué absurdo poder lo concibió en desorden o al revés? Desde algunas páginas inmediatas alguien ha tratado de tranquilizarnos: la obra de Dios fue desvirtuada por los hombres. Como resulta sintomático en nuestro autor, el temblor del vacío lo hace avanzar y retroceder. Porque en ese momento culminante de El palacio sin puertas, los protagonistas descubren, atónitos, que quién acaba de descifrar el mundo para ellos es el Desengaño. Critilo (y por lo tanto, nosotros) ha perdido la oportunidad de un gesto supremo: el de descifrar al descifrador. Por ello, serán el tono escéptico y cierto asomo del desengaño los que conduzcan tanto las páginas de Gracián traídas a este volumen como las escasas opiniones que aquí quisiéramos haber propiciado. Ya que tampoco nosotros habríamos descifrado al propio Gracián.

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Como apuntáramos antes, rodeada por la poesía, la novela y el teatro españoles de un siglo privilegiado, la escritura de Gracián opta por una forma ajena a esos cánones. ¿Qué son sus libros? ¿Biografías intrincadas de figuras reales, convertidas en seres imaginarios? ¿Puzzles de segmentos observados cotidiana e históricamente que configuran una persona ideal? ¿Un catálogo de consejos para lograr la perfección? ¿Descreída consecuencia de haber recibido, padecido y guardado tantas involuntarias revelaciones de sus contemporáneos? ¿Es el autor un curioso repetidor de textos pasados, alguien capaz de convertir su prosa en un inmenso collage? ¿Un obsesionado conceptista? ¿Un despectivo testigo de lo culterano? Quizá todo esto se reúna en el autor y la obra. Pero no podemos ignorar al forjador de una estructura propia para sus textos: ese reino de lo que parece ensayo, reportaje, glosa, psicoanálisis. El azar organiza para nuestro clérigo un antecesor desde el punto de vista de la forma: Séneca, “el trágico, el Rector de la claridad”, a quien tantas veces cita; y, por lo menos, dos parentescos muy complejos en el futuro. El primero de ellos, Cyril Connolly, parece no haberlo leído, aunque su búsqueda de un libro total; su pasión por las citas y los comentarios a ellas; su decisión de escribir un libro escrito por otros, son de algún modo un tributo a Gracián. Por otro lado, la voraz absorción que cumple Connolly de lo conceptual (lo conceptualmente terrible, sobre todo) en la literatura precedente y en la literatura de su tiempo, casi hace obligatorio que Gracián, traducido al inglés desde 1652 y a numerosísimos idiomas después, cayera en su ámbito intelectual. De no haberlo tocado directamente, bastaría la inclinación de Connolly hacia Chamfort, La Bruyère y Schopenhauer, para saber que, a través de ellos, lo había intuido. El otro sucesor de Gracián lo imita y lo aborrece. De nuevo nada tiene de extraño que coincidan en numerosos aspectos. Por ejemplo, al escribir en una misma lengua. Tampoco en la utilización de citas (identificables o apócrifas); en su gusto conceptual. En el escepticismo. En la práctica de una forma expresiva que puede parecer el ensayo o la narración indirecta. Lo curioso es el impulso negador con que este discípulo se enfrenta a su lejano predecesor. Estamos hablando, desde luego, de Jorge Luis Borges. Borges, lector absoluto, que ha admirado a Schopenhauer y a Nietzsche, escribía en La supersticiosa ética del lector, un tex-

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to de 1932, cómo hay autores que desperdician una frase larga para demorarse en diez breves. Encuentra en Gracián el artífice de esa charlatanería de la brevedad. Lo insólito es que cuarenta años después, en un poema, cristalice el mismo aborrecimiento. Se trata de un retrato de Gracián hecho por Borges; nada mejor que extraer de nosotros, alejarlo —y sobre todo, diferenciarlo— aquello que nos perturbe. Así procede Borges; pero pocas veces es tan apasionado en el desprecio como en esta ocasión: para verlo tal como fue, tácitamente se siente distinto de Gracián. Por lo tanto, lo describe confuso ante esa “helada y laboriosa nadería” en que, al parecer, Gracián convierte la poesía. Lo ve dedicado a sus “temas minúsculos”, incapaz de contemplar los Arquetipos y los Esplendores. Le resulta “tan ignorante del amor divino/como del otro que en la boca arde”. ¿Se puede detener inocuamente alguien tanto en otro sólo por burla? Podría pensarse que la antipatía de la juventud adquiere para Borges caracteres de irritada obsesión. Tiene todo el derecho de agredirlo en sus notas —o de silenciarlo—. ¿Pero no resulta exagerado que llegue a escribirle un poema? El vicio más extenso de Borges —la lectura— es señal firme de que ha leído a todo Gracián; pero sin duda, también investiga sobre él. Sólo de esta manera puede intuir —con admirable y peligrosa certeza— que Gracián, aparentemente dedicado a cumplir la salvación religiosa del mundo, practicaba “el desdén de lo humano y lo sobrehumano”. No encuentro para este discípulo, otra respuesta que el deseo de negar una cierta identificación; sentimiento que de algún modo lo transforma en el otro y exacerba, por lo tanto, su capacidad de comprenderlo casi absolutamente. Lo sorprendente es que una lectura paralela, hoy, nos permitiría encontrar un sistema de vasos comunicantes entre los dos autores: el fulgor del idioma, la insistencia conceptual, la ambigüedad formal, los temas y hasta el desdén de lo humano y lo sobrehumano. ¿Pero el libro que un autor escribe porque ya está escrito, la cíclica aparición y muerte de los elementos imaginarios, el mundo como alfabeto a descifrar: todo esto es invención de Borges? ¿O es parte esencial de esta antología? El héroe (1636) podría referirse al individuo pleno, no a los políticos ni a los vencedores en campos de batalla. Propone el registro

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de una personalidad amable y enigmática; seductora y lo suficientemente calculadora para no entregarse por completo. Es alguien capaz de valorar la simpatía y la amistad, pero también quien reconoce que “no se halla arte de tomarle el pulso a la felicidad”. Ese héroe o antihéroe de Gracián, diseño de un carácter muy visible en nuestros tiempos, produce la ambigua impresión de buscar un desarrollo recto y de cumplir, con elegancia, el disimulo, la estrategia social: “Todos te conozcan, ninguno te abarque; que con esta treta, lo moderado parecerá mucho y lo mucho infinito, y lo infinito más”. El discreto (1646) quizá defina al “hombre de todas las horas”; al “señor de todos los gustos”. Una curiosa idea de la perfección social, para Gracián, es la multiplicidad en que nos convierte el enlace de nuestra psiquis con la de los otros. En el libro se reflexiona sobre cuanto pueda ocurrir a un hombre, especialmente si éste posee ya la edad de Gracián (¿cuarenta y cuatro años?). Se pretende ahora mirar “las cosas por dentro”. Y tal búsqueda tiene un objeto: el hombre genial o excepcionalmente dotado (para lo intelectual, para las relaciones públicas). El discreto exhibe mayor soltura en el manejo de lo conceptual; dicho de otro modo, exige superior madurez expresiva y analítica en su autor. Junto a lo conceptual encontramos acá algunas alegorías, las cuales surgirán después, sin interrupción, en El criticón. El texto aborda de manera implacable las virtudes del hombre profundo y la torpeza de los seres corrientes. Así como Gracián concibe que “en los hombres de pequeño corazón no caben ni el tiempo ni el secreto”, también reconoce que “toda ventaja en el entender lo es en el ser”. El héroe y El discreto podrían tener, desde luego, otros títulos. De cualquier manera siempre serían ese borde de una individualidad emblemática, posible. Porque la materia de ambos es, en sustituibles estratificaciones, un gusto del escritor por el idioma en el cual está expresándose; a la vez que una síntesis de maravillas y defectos captados por él en la gente que lo rodea. Y, tal vez, también una sustancia ideal (un hombre total) con el cual Gracián mismo hubiese querido identificarse. El Oráculo manual y arte de prudencia (1647) es bifronte. Por un lado recoge máximas, conclusiones a las cuales había llegado Gra-

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cián en su escritura precedente. Pero asimismo parece coincidir mucho con la tarea que el autor va imponiéndose, la creación de la Agudeza y arte de ingenio, y con lo que será su último libro, El criticón. Por supuesto que en el Oráculo… volveremos a encontrar epigramas y comentarios acerca de la inteligencia, del humor y la actividad espiritual y social; pero inexorablemente el autor toca ya los matices del discurso mismo y esto será plenamente el tema de la Agudeza…. Precisamente un manual literario: así definiríamos la Agudeza y arte de ingenio (ediciones de 1641 y 1648), sobre la cual Gracián volvió tantas veces. Apartado ahora de la moral humana, nuestro autor se centra en la ética y la estética de la escritura. Expone los diversos mecanismos mediante los cuales la agudeza y el ingenio realizan la obra de arte. Con una barroca manía clasificatoria (sólo comparable en nuestra época a la inútil de Umberto Eco), Gracián eleva un gigantesco aparato sobre la estructura del arte. Su poética lanza cada tantas páginas asociaciones delirantes, chispas magníficas y certeras sobre los misterios de la metáfora y las ambivalencias de lo textual. Pero tal vez la línea central de la exposición se bifurque en sucesivas posibilidades y terminemos por afrontar una pasión algo árida. A pesar de la lucidez y el brillo de las exposiciones, la Agudeza parece haber envejecido: ¿por exceso de ejemplos y de explicaciones? Esa parte social —¿una cortesía literaria hacia sus amigos?— con que el autor modeló este registro de sus gustos, sobra hoy. Vamos a dedicar un comentario prolongado a El criticón. Es, en verdad, un texto totalizador: para su autor (hombre y sacerdote); para su tiempo (lo inmediato y lo metafísico); para la ambigüedad del discurso (¿narración, ensayo?); para nosotros, dubitativos y buscadores del encantamiento. El criticón: título desagradable, si consideramos este libro como novela. Aquellos que así lo designan, desoyen en primer lugar al propio autor, para quien tal texto únicamente reúne “lo seco de la filosofía con lo entretenido de la invención”, puesto que aspira a dar al lector el curso de tu vida en un discurso. Insistir en su carácter de novela sería destruirlo: el viaje interminable de los dos protagonistas a través de reiteraciones alegóricas, las banalidades morales que uno de ellos quiere incrustar en el otro, no son anzuelos eficaces

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para responder por el carácter novelesco. Como ficción, tendríamos aquí el libro más aburrido (o previsible). Su detestable título, aunque pretenda reflejar al franco El Satiricón de Petronio, se convierte sin embargo en ambigua pista al percibirlo desde terrenos ajenos a la ficción: ¿qué es lo que se critica: la maldad, el error? ¿Cómo, entonces, lo criticado encarna centenares de páginas gozosas, mientras la final virtud es despachada en un capítulo? ¿Quién es el criticón: todo Gracián o una parte suya? ¿Lo es Andrenio —quien se lanza a vivir y a conocer cuanto pueda— o Critilo, quien lo sigue y no logra frenarlo? En todo caso, la secuencia de las escenas parece confirmar, con Ramos Sucre, que “el mal es un autor de la belleza”; tal vez el más agudo y persistente, ya que de otra manera, no ocuparía tal extensión en el desarrollo de lo contado. Quizá sea necesaria una primera lectura de principio a fin, para eliminar la superstición de la trama: conocido el itinerario de Critilo y Andrenio, nunca más volverá a interesarnos. En ellos nada cambia, su destino no logra tocar lo imprevisto (como culminación): de tal modo que la escasa corporeidad narrativa puede ser apartada por el lector sin remordimientos. Tampoco Gracián dedicó su fuerza a construir una anécdota persuasiva y ascendente. Desde el comienzo sabemos que la peregrinación nos llevará a la salvación cristiana. Por lo tanto, lo adecuado sería elegir aquellos fragmentos que nos resulten afines; o seguir la pauta de los títulos, en algunos capítulos. Liberados del fastidioso eje narrativo, cada momento del libro acude entonces como un cuadro extraordinario: las escenas asumen su autonomía, se definen y se imponen con carnal exactitud. Porque nunca se trató de una novela: el texto aflora y se expone en sí mismo: su único secreto es el invisible discurso: una batalla en la que vencen las palabras o su sentido, con intermitencias, y que puede ser iniciada desde cualquier punto. Ahora podemos sentir los movimientos del discurso, sus límites y, sobre todo, la ingente carga de energías que retiene. Descripciones, personajes y sórdidos mensajes se unifican con estallante claridad: ¿el alma transparente del clérigo, invadida por tormentosas presencias? Nada mejor para visualizar el resplandor de las escenas que pensar en Hieronymus Bosch: su mixtura también es admirada por Gracián dentro de El criticón, y así nos dice: “¡Oh qué bien pintaba el Bosco!; ahora entiendo su capricho. Cosas veréis increíbles”.

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Un íntimo gusto impedía a Gracián denominar capítulos las diversas partes de sus libros. Sustituyó aquella palabra por otras algo desorbitadas: primor, emblema, etcétera Igual ocurre con El criticón. Sin embargo, un certero ojo de psicólogo (más que de novelista) convierte aquí los capítulos en crisis. Efectivamente, cada nueva escena esconde una mutación conceptual, un punto decisivo para el discurso; no porque vaya a producirse un giro anecdótico sino porque el fragmento revela cuanto quiere contar y algo más. No es exagerado insistir en que Gracián jamás olvida indicar una cualidad moral, alcanzable, que se desprende de los horrores contemplados. Pero en Gracián el moralista, acecha un filósofo y “[...] los grandes filósofos: no tienen conciencia de que hablan de ellos mismos, pretenden que se trata de ‘la verdad’, cuando en el fondo no es más que de ellos mismos”.2 Tal vez el anuncio de la voz entrecortada que asoma en El criticón, el mensaje más hondo de Gracián, sea indecible: terriblemente doloroso y contradictorio para un sacerdote, impensable para un cristiano, destructor para quien se consagra con pureza a Dios. ¿No sería necesario el paso de casi dos siglos para que otro espíritu tradujese aquel mensaje con valentía? Nietzsche, que paga con la locura el aceptar y transmitir la revelación, quizá sea la voz más secretamente afín con Gracián. Antes de intentar un brevísimo contacto entre esos dos pensamientos, veamos cómo Gracián despliega el misterioso cuadro de sus invenciones. “El error es el principal agente de la civilización”,3 nos ha dicho Ramos Sucre; tal pudiera ser, de mil modos, cuanto el insistente Andrenio concluirá sobre las enseñanzas y el mundo que Critilo se empeña en mostrarle de manera optimista. Por lo menos un error deja a este hombre perdido, en su naufragio, para que Andrenio, el posible ángel, lo salve. El error mismo —o al menos cuanto se opone a la Norma perfecta buscada por Critilo— domina a las muchedumbres que ellos encuentran: y sostiene tanto la apariencia como la verdad del mundo. Por lo tanto, será la excepción (Critilo y unos cuantos) lo que permanece fuera de la ley natural del universo: el error mueve la realidad, constituye su ser. Así comprobamos que Critilo quiere educar, pero apenas ambos salen de la Isla, los recibe “el gran teatro del Universo”: y aquí ninguno de ellos puede prever los acontecimientos o su significado. Para el ingreso a la vida, se 2 Nietzsche. (1932): La voluntad de poder, tomado de Obras completas de Federico Nietzsche, Aguilar, Madrid, vol. 12. 3 José Antonio Ramos Sucre. (1980). “Granizada” en Obra Completa. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

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elige al amor (“yo me engendro por la vista, viendo crezco, del mirar me alimento y siempre querría estar viendo, haciéndome ojos como el águila al sol, hecho lince de la belleza. Este es mi sentimiento”), lo cual no impide reconocer de inmediato que la existencia misma será un “despeñadero”: Quien no te conoce, ¡oh vivir! te estime; pero un desengañado tomara antes haber sido trasladado de la cuna a la urna, del tálamo al túmulo, [anuncia Gracián para aceptar]: en el cuerpo, hambre, sed, frío, calor, cansancio, desnudez, dolores, enfermedades; y en el ánimo engaños, persecuciones, envidias, desprecios, deshonras, ahogos, tristezas, temores, iras, desesperaciones; y salir al cabo condenado a miserable muerte, con pérdidas de todas las cosas, casa, hacienda, bienes, dignidades, amigos, parientes, hermanos, padres y la misma vida cuando más amada.

Por supuesto, un desfile de paradojas, monstruos, pesadillas y seres tenebrosos nos rodea con premura: son todos aquellos elementos de la realidad que hemos conocido desde la infancia, pero sobresaltados y exagerados por la tónica del discurso. No se hace esperar la aparición de los políticos, que “hablaban a la boca y no al oído”; ni la de una carroza conducida por dos serpientes, cuya artificiosidad atropella cualquier dificultad en su camino: “Venía dentro un monstruo: digo, muchos en uno, porque ya era blanco, ya negro; ya mozo, ya viejo; ya pequeño, ya grande; ya hombre, ya mujer; ya persona y ya fiera”. Es el engaño. Al parecer, Gracián quiere alertarnos contra este monstruo: […] aquel desdichado extranjero es el hombre de todos, y todos somos él. Entra en este teatro de tragedias llorando, comiénzanle a cantar y encantar con falsedades, desnudo llega y desnudo sale, que nada saca […] Recíbelo aquel primer embustero que es el Mundo, ofrécele mucho y nada cumple, dale lo que a otros quita para volvérselo a tomar con tal presteza que lo que con una mano le presenta, con la otra se lo ausenta, y todo para en nada. Aquel otro que le convida a holgarse es el Gusto […] Llega la Salud, que cuanto más le asegura más le miente [...] Finalmente, aquel Viejo peor que todos, de malicia envejecida, es el Tiempo, que le da el traspié y le arroja en la sepultura […].

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Pero, curiosamente, se le escapa un reconocimiento fatal: cuanto surgía como apariencia es sentido, cuanto parecía transitorio es estable: y tal vez el Tiempo con su despojada desnudez demuestre al final, a cada hombre, que la Verdad era, realmente, aquel engaño: —Pues yo te ofrezco —dijo el Cortesano— mostrarte todo lo venidero, como si lo tuvieses aquí delante. —¡Brava arte mágica sería ésa! —Antes no, ni es menester, cuando no hay cosa más fácil que saber lo venidero. —¿Cómo puede ser eso, si está tan oculto y tan reservado a sola la perspicacia divina? —Vuelvo a decir que no hay cosa más fácil ni más segura; porque has de saber que lo mismo que fue, eso es y eso será sin discrepar ni un átomo.

¿Cuál Gracián escribe todo esto? ¿Un sacerdote que nos habla con tal desesperanza del cíclico retorno? ¿El Gracián, de quemante voz, cuyo sonido no tolera a la esperanza propuesta por la moral cristiana? Sin duda es alguien a quien el Tiempo “le dijo que no, que antes él procuraba desengañar a todos, sino que le creen tarde”. Y si el encuentro del hombre con un fenómeno constitutivo, como el tiempo, deja este inconsolable ánimo, ¿cómo puede afrontar el individuo sus propios límites o los de la realidad, en él? De nuevo la respuesta agobia: Componían al hombre todas las demás criaturas tributándole perfecciones, pero de prestado; iban a porfía amontonando bienes sobre él, mas todos al quitar: el cielo le dio la alma, la tierra el cuerpo, el fuego el calor, el agua los humores, el aire la respiración, las estrellas ojos, el sol cara, la fortuna haberes, la fama honores, el tiempo edades, el mundo casa, los amigos compañía, los padres naturaleza y los maestros la sabiduría. Mas viendo él que todos eran bienes muebles, no raíces, prestados todos y al quitar, dicen que preguntó: —Pues ¿qué será mío? Si todo es prestado ¿qué me quedará? [En algún lugar del libro, Gracián contesta: sí, guarda el hombre algo realmente suyo, pero que no le permitiría, exactamente, ser optimista]: Crece el cuerpo hasta los veinticinco, y el corazón hasta los cincuenta, mas el ánimo siempre […].

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Tal vez el misterioso mundo en el cual se mueven los dos viajeros no sea tan inextricable: tal vez no existe algo trascendente que obtener y explicar: todo puede estar aquí, terreno e inmediato, doloroso, ineludible. Volvamos a Borges y a sus deudas con Gracián: porque en éste, el descifrar al mundo se nos da a través del Tiempo; y al Tiempo, dice Gracián, casi con un concepto de Borges, “vos le hacéis, y él os deshace”. En El criticón los hombres y sus actos (reales o imaginarios) son signos concretos: estos un pero, los otros un sí o un no: tales un guión, aquellos un sí sí o un no no. De tal modo que cada quien puede aspirar al conocimiento de sí mismo y de los demás, aunque “la dificultad la hallo yo en leer y entender lo que está de las tejas abajo, porque como todo ande en cifra y los humanos corazones estén tan sellados e inescrutables, asegúroos que el mejor lector se pierde”. Sin embargo, en definitiva, todo esconde una letra, puesto que “el mejor libro del mundo era el mismo mundo”. ¿Se ha dolido Borges por esta frase, escrita casi como lo ha hecho él, pero trescientos años antes? Cerremos la interpretación gracianesca con el descubrimiento de su clave para la comprensión del todo: “—¿Qué cosa es alterutrum?— Una gran cifra que abrevia el mundo entero, y todo muy al contrario de lo que parece”. No hay duda: Gracián el asceta, el fervoroso creyente, convence a su siglo de su fe personal; nadie —ni siquiera la censura que supervisa sus obras— está capacitado en aquel momento para desconectar el discurso moral de la aguda excitación que lo recorre, tras su catequizador sentido. Y esa temblorosa pero firme señal sólo podrá ser traída a la civilización por un escritor que enloquece doscientos años después. Nietzsche. Ramos Sucre, solitario y ascético; de ceñida lengua profana; escéptico y burlón, supo convocar imágenes alucinantes tras las cuales ciertos conceptos nos desafían con rigor; escritos en el mismo idioma de Gracián (“Un idioma es el universo traducido a ese idioma”),4 sus poemas nos acompañan como un espléndido eco para la involuntaria luz que el sacerdote proyecta; no menos exacto que Nietzsche, en su exaltación a lo trágico, para revelar la necesidad de un alma nueva, dice en “La vida del maldito”: “Mi alma es desde entonces crítica y blasfema; vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos, alentada por la manía de la investi4 José Antonio Ramos Sucre. (1980). “Granizada” en Obra Completa. Caracas: Biblioteca Ayacucho. 5 José Antonio Ramos Sucre. (1980). “La resipiscencia de Fausto” en Obra Completa. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

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gación”; para desear sin embargo, en otro texto que como “crédulo en la mayor veracidad de los símbolos del arte, espera dar con una explicación musical y sintética del universo”.5 Porque el extraordinario abigarramiento de Gracián sólo esconde una desesperación. No importa que su prosa exalte al Cristo y que su obra pase por modelo de elevación religioso. Hay un canto más hondo, que intenta desprenderse para tocar a quien posiblemente no lo escuchó a tiempo, para tocarnos hoy con rumor compartido. Las décadas vividas como confesor, el escueto vacío al cual lo conduce la apariencia barroca, sostienen su implacable consejo: el que quiere darse a juro a sí mismo, aquel que dirige a los lectores crédulos. Neurótico y puro, Gracián no podía romper sus votos: pero su escritura recoge lo profano, el insalvable deseo, la alegría del desenfreno, el goce de lo terrible; y su obra es el reverso de lo dicho por él mismo: bajo un seudónimo que lo aleja de compartir la traumática intuición de su otra voz. En el gran teatro del mundo sólo rige el azar; nos conduce la incertidumbre; únicamente contamos con la inmortalidad del ánimo, como posesión nuestra; y el Tiempo que nos deshace y hacemos guarda nada más una verdad: volver a ser cuanto fuimos. La infinita sucesión de imágenes, las enloquecidas anécdotas, los agudos conceptos repartidos dentro de párrafos inocuos, quieren engañar a Gracián, y a nosotros. Y por siglos el secreto permanece en las páginas de El criticón. Pero tampoco volverá la cíclica vida para hacernos mejores, para expurgar y sintetizar el destino de los seres. Gracián sabe que el tiempo nos devuelve una y otra vez, sin esperanza. ¡Hombre! Toda tu vida es como un reloj de arena, que sin cesar es vuelto boca abajo y siempre vuelve a correr; un minuto de tiempo, durante el cual las condiciones que determina tu existencia vuelven a darse en la órbita del tiempo. Y entonces volverás a encontrar cada uno de tus dolores y tus placeres, cada uno de tus amigos y tus enemigos, y cada esperanza y cada error, y cada brizna de hierba y cada rayo de luz, y toda la multitud de objetos que te rodean.6

Así ruge Nietzsche, y ese pensamiento abierto y negador parece una clave más en la trágica odisea de Gracián. 6 Nietzsche: La Gaya Ciencia.

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La oscura melancolía que esparcen las imágenes de El criticón tiene un signo: la nostalgia de Dios. En la exterioridad social, bajo los crepusculares ritos del confesionario, el sacerdote reconoce aquello que nunca podrá revelar: la soledad universal de nuestro destino, la aceptación del error como creador, el ciclo irremediable de una especie condenada al mal y al placer, sin sentido. En su red verbal, el monje apresa un secreto: la nada, la ausencia de Dios. El sacerdote lucha por impedir(se) la revelación: pero su escritura la entrega cuando sólo se obedece a sí misma.

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Crítica natural en la colonia A Rita Eder

I La pintura y la escultura no formaron parte de las artes liberales de la antigüedad, ni del trivium (gramática, retórica, dialéctica) ni del cuadrivium (aritmética, geometría, música, astronomía), como se las designó desde la Edad Media. La pintura y la escultura tampoco constituían un “Ars”, ya que la etimología (artus) implicaba lo estrecho, la exigencia de normas muy rígidas, el carácter de un “arte poética”. Sin embargo, Aristóteles alude en su Poética a los medios imitativos, dentro de los cuales se incluirían el gesto y el movimiento y las líneas y los colores —territorio de la pintura—. Leon Battista Alberti en pleno quattrocento recomendó a los pintores florentinos familiarizarse con la obra de los poetas y retóricos. Curtius afirma que “Poliziano fue consejero erudito de Botticelli”. También de Miguel Ángel. Y en efecto, como vemos en los tratados de Wind, La primavera responde secretamente a no pocas claves míticas y espirituales paganas. La literatura en cambio, desde su severidad retórica, inicia un movimiento de correspondencia con la “artes mechanicae”. A pesar de la desconfianza de Platón por todo tipo de representación, no tarda Cicerón mismo en ejemplificar algunos de sus conceptos con la presencia del pintor. Citemos el Libro ii de su Invención retórica: Cuando los crotoniatas florecían en riquezas y felicidad, entre todos los pueblos de Italia se propusieron enriquecer con excelentes pin-

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José Balza turas el templo de Juno, que veneraban en gran manera. Para esto llamaron con un salario grande a Zeuxis Heracleota, que pasaba por el mejor de los pintores de entonces. Pintó éste para aquel templo muchas tablas, de las cuales algunas han llegado a nuestros días. Y para cifrar en una imagen muda la más acabada belleza de mujer, dijo que quería pintar el simulacro de Helena. Oyéronle con gusto los crotoniatas, por saber que en la pintura del cuerpo femenino excedía a todos los demás artífices y creer que, haciendo él una obra excelente en aquel género en que más se aventajaba, daría eterna gloria a aquel templo, y no salieron engañados en su opinión. Comenzó Zeuxis por preguntarles cuáles eran las doncellas más hermosas que tenían. Ellos lo llevaron a la palestra y le mostraron muchos niños de gran hermosura. Es de saber que en aquel tiempo los crotoniatas vencían en fuerza y hermosura corporal a los demás pueblos y obtenían gloriosísimas victorias en los certámenes gimnásicos. Después que admiró Zeuxis las formas y los cuerpos de aquellos niños, le dijeron los de Crotona: “Hermanas de estos niños son las doncellas; ya puedes inferir cuán grande será su hermosura. —Escogedme pues, contestó él, las más hermosas de estas doncellas, y pintaré lo que os he prometido, trasladando la verdad natural a una muda imagen”. Entonces los crotoniatas por acuerdo público presentaron al pintor las vírgenes para que entre ellas eligiera. Él escogió cinco, cuyos nombres están consignados en muchos poetas como elegidas por el juicio de aquel que mejor debió entender la belleza. No creyó poder encontrar en un solo cuerpo todas las condiciones necesarias para la hermosura, porque la naturaleza en ningún género presenta obras perfectas en todas sus partes. Como no tendría que dar a los demás si todo se lo concediese a uno, otorga a cada cual ciertas partes mezcladas con ciertos defectos.

Dión Crisóstomo, contemporáneo de Quintiliano, compara, según Alfonso Reyes, “la poesía y la escultura en términos que anuncian inesperadamente a Lessing”. Quintiliano mismo exhibe su gusto por la pintura, con la que ilustra sus proposiciones. De manera tímida y luego como un tópico más, la flexibilidad renacentista acepta que, desde la escritura literaria, se metaforice con la imagen de una pintura, de un cuadro, de una escultura. ¿Nuevos tiempos? También el origen de un comercio expresivo que hará más próximo con los siglos el vínculo entre literatura y artes.

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Con estas notas queremos destacar, ya que no es frecuente hallarlas, las relaciones expresivas que entre discurso literario y plástica exponen tres autores de la colonia en América Latina.

II Nicolás de Herrera y Ascanio vive entre 1673 y 1721, había nacido en Valencia (Venezuela), fue hijo de un capitán e ingresa muy joven al seminario. Vive en Santo Domingo, donde se doctora en Teología y permanecerá más tarde en Caracas. Su brillante condición de alto prelado le permite mantener correspondencia con distinguidas figuras de la cultura y la religión de su tiempo. Mucha resonancia tuvieron algunos de sus sermones, como el famoso Lágrimas amorosas, dedicado a su amigo el obispo Diego de Baños y Sotomayor, muerto en 1706. En 1708 se publica en México el Sermón Panegírico de acción de gracias por el deseado nacimiento de nuestro Príncipe Luis Felipe, predicado en la Santa Catedral de Santiago de León de Caracas por el Doctor D. Nicolás de Herrera y Ascanio el 9 de noviembre de 1707. Viene precedido del saludo del Dr. D. Ignacio de Castorena y Ursúa, rector de la Universidad de México, catedrático de escritura, obispo de Yucatán y editor del primer periódico mexicano (La Gazeta de México, 1722), además de amigo, defensor y editor del tercer tomo de los escritos de sor Juana. El investigador venezolano Luis Cubillán-Fonseca descubrió un ejemplar del Panegírico... en The British Library hace diez años. Ya hemos dedicado al contenido del discurso un estudio, dentro de nuestras búsquedas sobre el nacimiento de la conciencia analítica acerca de la literatura en América Latina. Así destacábamos en dicho Panegírico... el sometimiento a los dobles cánones de la retórica sagrada y clásica, el juego entre el fingimiento de una “razón ingenua de este pensamiento” y la “graciosa erudición que apoya este discurso”; también la lucidez con que Herrera despliega en un torrente de alusiones y nombres ilustres su seguridad de que en un nombre (el de José) “estaban epilogados todos los nombres de los demás”.

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Tras todo lo cual el Panegírico... se atreve a asomar la certeza de que, a medida que discurre, se reconoce como un artificio o un acto de conciencia escrita: “hipérbole del amor parece: no es sino verdad fundada en buena filosofía y comprobada en la Escritura”. Una señal más, decíamos en aquel texto, del proceso conceptual con que la literatura en América se piensa a sí misma, desde hace siglos. Por todo esto, y aunque se trata de un sermón cristiano que celebra el nacimiento del nuevo Príncipe, no deja de ser interesante la manera como, en pleno desarrollo del discurso, Herrera y Ascanio acude a una imagen de las Bellas Artes, de las artes profanas, para explicitar su ejecución. El recurso, en efecto es... Zeuxis, el pintor. Graciosa erudición apoya este discurso. Zeuxis, aquel celebrado pintor, aparejó un lienzo para formar un retrato y era tal la pauta con que daba cada pincelada, y para meter los colores tanto pensaba, que hicieron misterio de dilación tan prolija. Y preguntándole que cómo siendo alguien tan diestro en el arte se dilataba para dar a luz el retrato, respondió discreto y sentencioso: Lo primoroso y eterno del retrato me detiene el movimiento de la mano, y no deja correr las líneas del pincel: quiero copiar una imagen eterna en su duración, y para tan grande y maravillosa obra toda esta dilación se necesita.

No nos parece tan sagrado el tópico, puesto que el sacerdote se compara tácitamente con un dios incesante que crea en la duración; pero sí es revelador cómo se deja llevar por la corriente de sus metáforas, de sus asociaciones, por su voraz deseo de escritura, hasta el punto de permitirnos pensar que, como en el cuadro de Zeuxis, su sermón también es asunto de eternidad y de existencia artística que se funde en el hacer. El mismo nos había dicho: “La imaginación causa efecto, y tiene tal eficacia que sus impresiones se miran en los efectos producidos”. Zeuxis y su pintura; Herrera en el sermón: la imaginación los ha conducido a forjar algo que necesita ser concebido, pensado, visible y causante, a la vez, de efectos. ¿No esconde esta imagen una manera de aludir al artista? El sermón y el cuadro son el efecto

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de la imaginación; pero para alcanzar tal cosa es imprescindible haberse dedicado a crearla y, de ser posible, a fundir la existencia del hacedor con la obra. La referencia al artista corresponde con exactitud en este caso al pintor. No debe haber ignorado Herrera y Ascanio los libros de Cicerón —o los de Séneca y Quintiliano— que hablan también de pintura. Pudo ilustrar, por otra parte, su sermón con algún detalle más ortodoxo y literario; sin embargo, su admiración va hacia el pintor y a él dedica un párrafo completo. ¿No hay en ese deseo por tal ilustración —“tan propia de nuestro asunto que parece fingida del deseo”— una clara actitud de receptividad, de fraternidad, sin duda, de reconocimiento a lo que debe ser el arte de un pintor? Sobre todo si desprendemos del propio Herrera la noción de que el pintor, al pintar, hurga lo más profundo de lo inmediato, de lo transitorio; detiene el instante, pero a cambio de una acción —la obra— que es el vértigo, la réplica de la infinita duración.

III La pintura, arte mudo, mueve en ocasiones el ánimo todavía más que la palabra. A.Reyes Hay dos elementos en la vida de sor Juana Inés de la Cruz (1651?1695) casi unánimemente conocidos: su retrato y el “Soneto 145”. El primero ha permitido que algunos estudiosos consideraran a la monja también como pintora. Quien era maestra de música y danza, cocinera exquisita y gran lectora, nada tiene de extraño que también se aplicara a la pintura un poco. Si no gran creadora en este caso, por lo menos fue muy apta para vislumbrar la intensidad de lo pictórico desde adentro. Se conservan otras copias de retratos de sor Juana, pero el que pertenece a la Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México, sugiere Octavio Paz en Las trampas de la fe, pudiera ser el original pintado por Juan de Miranda.

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José Balza Hay otro indicio que me hace pensar que ese cuadro es un verdadero retrato: representa a una mujer atractiva —cara llena, piel tersa, ojos vivos, cejas negras— de unos treinta años, la edad que tenía sor Juana Inés durante el período de su amistad con la condesa de Paredes. Sabemos que en 1713 Miranda ya era mayor, pues el año siguiente hizo testamento; sabemos también que en 1694 era un pintor reconocido y que estaba en tratos con artistas de renombre como Cristóbal de Villalpando. El régimen del convento de san Jerónimo era más bien laxo y no es imposible que Miranda, sobre todo valido de la protección de la condesa de Paredes, haya podido entrar en el claustro entre 1680 y 1688, para pintar a sor Juana.

Probablemente a ese cuadro está dirigida la reflexión de sor Juana en el soneto 145. Este, que ves, engaño colorido, que del arte ostentando los primores, con falsos silogismos de colores es cauteloso engaño del sentido; éste, en quien la lisonja ha pretendido excusar de los años los horrores, y venciendo del tiempo los rigores triunfar de la vejez y del olvido, es un vano artificio del cuidado, es una flor al viento delicada, es un resguardo inútil para el hado: es una necia diligencia errada, es un afán caduco y, bien mirado, es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

Otras veces también sor Juana ha utilizado el verso para ceñir la imagen pictórica. Quintiliano quería que lo visual, como poético, exhibiera su presencia, su efecto. Y para Aristóteles no escapaba que, entre los efectos de lo óptico, estaba su primera condición de hecho espacial. De allí, tal vez, el interés filosófico de sor Juana

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al respecto, porque cada copia (o retrato) es una noción espacial, sólo que ésta ha recogido algún secreto del tiempo y aun persistirá como debilidad y resistencia ante el tiempo. Así, nos dice sor Juana en el “Romance 19”, cómo la mano enloquecida “copia la luciente forma,/cuenta los átomos bellos”; ya que al usar el pincel sabe que la mirada lucha contra los rayos del sol que, negándose a la vista, deben ser trasladados al lienzo. El resultado: “siendo borrón/quiere pasar por bosquejo”. También en las décima 126 y 127, a la vez que reconoce al “pincel tan poco sabio”, acepta como parte de la acción de pintar que ésta “es sobrescribir la mano/lo que tiene dentro el pecho”. Aficionada a la pintura, amiga de pintores y conocedora de cuadros, sor Juana encuentra en la plástica un intenso recurso para relacionar su arte literario con el otro, como vemos. En el “Soneto 145”, sin embargo, la fusión entre ambos es casi absoluta. Aparte de la perfección formal del poema; de su ardiente fluidez y de un tema que bien puede corresponder a la típica lírica, los versos acogen un profundo impulso de mudez y diálogo, de transfiguración visual y auditiva. La mujer está mostrando una imagen, que es la suya; el verso la crea y a la vez se aparta para recrearla. En la figura representada se ostentan los primores: la belleza, lo inmediato, un ámbito, una actitud; desde allí fulgen los colores, la juventud, una realidad que desafía al tiempo a la vez que lo emblematiza; todo es un artificio, delicado y desafiante. El poema asciende en su tremar hacia el desconsuelo, el desengaño: el colorido miente y los sentidos también se dejan sobornar; los años, la vejez, el olvido persistirán fuera de los “falsos silogismos de colores” y el hado demostrará que la mujer allá representada, como una flor, tal vez igual que el retrato mismo, “es cadáver, es polvo, es sombra, es nada”. Más allá de los aspectos retóricos, el soneto encierra una explosión vital y reflexiva: la del sujeto que, saliendo desde la obra hacia la realidad, puede examinarse y meditar. sor Juana se desdobla: sabe del pincel que ha hecho posible esa superficie, del lapso consumido allí y de la representación que ha sido atrapada; sabe por lo tanto, que lo transitorio triunfará: por los siglos permanecerá visible y sin embargo, el sujeto que ya no está dentro de la obra, decae, se vuelve polvo (peligro que acecha siempre a la representación

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por otro lado). Pero sor Juana nos habla desde la pintura: ella es el objeto y el sujeto, ella está simultáneamente dentro y fuera. Su sensibilidad no podía ignorar la experiencia profunda que se esconde tras el toque de los límites. El soneto se cierra con un aroma de escepticismo. De algún modo esto corresponde a ciertos versos de la “Redondilla 89”, en los que el arte hace de “las flechas pinceles”, ya que “es cada línea una herida/y cada rasgo una muerte”. Y ya estamos de nuevo ante una conciencia que reconoce: “el que llegare a mirarte/se atreverá a contemplarte/ viendo que estás tú sin ti”. Estar sin ser: condena del artista después de crear su obra. Obra que, en el caso de sor Juana, es prácticamente su vida misma. ¿No nos permite sentir mejor estos versos la dolorosa convicción de la monja? Estas redondillas, sin embargo, concluyen con una sabia dialéctica. Aunque ahora se dirigen a la marquesa de Laguna, sin duda alguna vez sor Juana las musitó en su celda, con doble sentido: Vive, sin que el tiempo ingrato te desluzca; y goza, igual, perfección de original y duración de retrato.

IV Si en el sermón del padre Herrera hay un explícito homenaje al rol del pintor, que al ejecutar fija lo duradero; si en el hermosísimo soneto de sor Juana logramos la fantástica posibilidad de que la materia pictórica misma nos hable desde sí, los siguientes párrafos pueden detectar una lúcida (y algo humorística) proposición acerca de lo que puede ser la crítica. Eugenio de Santa Cruz y Espejo (1747-1795) nació y murió en Ecuador. Indígena a pesar de su apellido, médico, lector obsesivo de prodigiosa memoria, fue sacrificado por la política. Amigo del colombiano Antonio Nariño, fundó la Sociedad Patriótica de su país y editó el primer periódico del mismo: Las Primicias de la Cultura de Quito. Sus obras más importantes están escritas a manera de diálogos y conversaciones. Bajo la irónica ad-

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vocación de Luciano de Samosata (125-192? d.C.), autor helénico de la época romana, publica en 1779 El Nuevo Luciano de Quito. Un año después su propia impugnación a este volumen Marco Pocio Catón y El Nuevo Luciano de Quito o Despertador de los Ingenios Quiteños (Ciencia Blancardina). En el primer Luciano utiliza el diálogo del. erudito Dr. Mera con el ignorante Murillo; en el segundo, intervienen los mismos (Murillo ya más educado) y un imbécil llamado Blancardo. Claro que el objetivo de Santa Cruz y Espejo es la educación total del individuo: salud, moral, cultura, pero todo ello debe derivar de la función central de lo religioso. Resultan admirables, sin embargo, sus valoraciones y adaptaciones de la retórica clásica (Isócrates, Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, Longinus) a la cual traduce en ocasiones, y de autores más próximos a su momento, como Bouhours y Voltaire. Surgen entonces de sus reflexiones agudas apreciaciones sobre el estilo, el buen gusto, la composición, en síntesis los grandes problemas de la teoría y la crítica literarias. Uno de ellos, por ejemplo, la idea de que la crítica no debe ser sólo una disciplina basada en la autoridad, sino que es, en esencia, una “ciencia conjetural”, acerca vertiginosamente a Espejo a nuestras inquietudes actuales. Pero no queremos ahondar aquí tales aspectos, sino la manera cómo, en el segundo Luciano, para describir durante su primer diálogo la ambivalencia (errores y aciertos) de la crítica, se apoya en un tema sobre pintura: Va de cuento. Caminaban hacia cierto monasterio a hacer una visita a un monje, Eudosio y Flexíbulo. Este, varón de cerca de cincuenta y cuatro años, que a título de haber hecho cierta descripción de lo que es la perspectiva, y porque tenía sus resabidillos de algo tinturados en el francés e italiano, era satisfecho, arrogante, locuaz, y presumía entender de todo, especialmente de pintura. Aquél, joven erudito y de fina literatura, con gusto muy exquisito hablaba de las cosas con conocimiento, urbanidad y modesto desembarazo. Llegaron, pues, al monasterio, y examinando sus retablos, vieron un hermoso cuadro en donde estaba representado el Apóstol San Pablo, a caballo, en acción de que caminaba aceleradamente, y explicaba mejor este ademán el letrero de abajo que decía: “A Damasco”. El es-

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No nos engañemos con esta ilustración. El crítico, aquí, no es el torpe Flexíbulo sino Espejo mismo. La anécdota de los dos visitantes le ha servido, una vez más, para poner en acción un procedimiento frecuente en su pedagogía: el ejemplo incorrecto, la ironía, para atacar al ignorante. Los párrafos siguientes del Luciano servirán para establecer las generalizaciones pertinentes: “querría que todos escribiesen y ha-

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blasen con conocimiento de los asuntos de que escriben o hablan; y aun querría que, hablando, le diesen a cada palabra el preciso significado”. La claridad, la lógica, la solidez conceptual, la cultura deben ser los medios de acercamiento y de apoyo para que la opinión sea adecuada. Para poner ésta en acción, no obstante, es imprescindible poseer una “crítica natural”, a la cual se define así: No se sabe conocer (hablo de la crítica natural) algo que está dentro de nosotros mismos. Por inclinación genial somos llevados a averiguar el mérito de las obras de espíritu. Nosotros mismos, después de un no bien conocido examen que hemos hecho de ellas, o las aprobamos y decretamos el honor de la alabanza, o las censuramos y juzgamos dignas de la reprensión. Ved aquí una crítica natural, que aprueba o condena en virtud de cierta percepción de los sentidos, o de un cierto tino mental.

Tales aptitudes son imprescindibles, entonces, para captar lo excelente de un retablo, el primor del pincel diestro, los claros y sombras, las líneas y los colores. Sin embargo, sólo “el que comprende las reglas, penetra los misterios del arte, tiene entrada a sus más retirados y ocultos gabinetes”. De esta manera, también, el crítico podrá advertir en sí mismo y en las obras novedosas cuándo ocurren prodigios no juzgables por las leyes tradicionales: “Este lienzo está superior a aquellas comunes, y, hasta ahora, conocidas leyes de la pintura”. Caracas, julio, 1993.

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El Lunarejo La prosa tiene alas de hierro, y tarda en venir. José Martí

Reconocido, admirado y editado durante los años de su plenitud, El Lunarejo parece haber causado en aquellos contemporáneos suyos del siglo xvii la misma impresión de asombro que causa hoy. Una absoluta pasión literaria condujo sus días. Todo cuanto había existido como sensibilidad verbal y capacidad de abstracción en los olvidados poetas y fabuladores de sangre inca; la mesurada distribución retórica del Inca Garcilaso de la Vega; el mismo tono filosófico de algunos poetas nahuas, la ardiente y reservada inclinación indígena por la actitud contemplativa, estallarán de manera fulgurante en este escritor. Consagrado a la vida religiosa, no parece vivir sino para la especulación intelectual, para la insistente penetración literaria, para los idiomas y las construcciones hechas con palabras. De no haber podido depositar su entera existencia en la energía de la escritura, se habría disuelto como un espíritu que no hallara otro molde posible. Si figuras originales como Nezahualcóyotl y el Inca Garcilaso de la Vega lo anuncian y lo complementan, él a su vez anuncia y se convierte en el paralelo más exacto para la otra personalidad de esos años: sor Juana Inés. Juan de Espinosa Medrano, El Lunarejo, nació en Calcauso, provincia de Aymaraes (Perú) entre los años 1619 y 1630. Muere el 3 de noviembre de 1688, en el Cuzco. Según su discípulo Agustín Cortés de la Cruz, capellán real, se le llamó El Lunarejo “por haberle señalado Dios con un lunar en la cara como a Domingo con una estrella en la frente”. Al parecer el apellido de su padre fue Chancahuaña; y tanto éste como su madre, indígenas: el Espinosa Medrano puede derivar de un español que lo protegería más tarde.

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Ingresa al Seminario de San Antonio Abad, en el Cuzco. Aquí hizo brillante carrera gracias a su privilegiado talento, mostrando desde la infancia, una original aptitud para los idiomas, para las artes y para el aprendizaje de la teología. Se le vio componiendo poemas, comedias y autos sacramentales en la pubertad, después de traducir a Virgilio al quechua. A más del latín, conocía bien griego y hebreo. Al mismo tiempo era hábil ejecutante de diversos instrumentos musicales [confirma Augusto Tamayo Vargas].1

En 1650 es catedrático de artes del seminario, también lo será de teología. Para 1658 ejerce funciones de cura párroco de la catedral del Cuzco; en 1677 lo es en la parroquia de San Cristóbal. Llegará a ser canónigo del coro de la catedral del Cuzco (1682), tesorero (1684), chantre y arcediano de la misma. Una sobria carrera como sacerdote. Siendo colegial escribió la obra de teatro Amar su propia muerte, índice de su precocidad para los versos y para la visión en conjunto de escenas y parlamentos. Está basada en un pasaje del Antiguo Testamento. De su actividad intelectual como sacerdote resultan algunas obras como la Oración Panegírica en loor de la Gloriosa Virgen, y Seráfica Madre Santa Catalina de Sena (1663), Panegírica declaración por la protección de las ciencias y estudios (1664), Sermón de las Exequias de Don Felipe cuarto, Rey de las Españas (1666), Reelección Evangélica o Sermón Extemporal (1681), Philosophia Tomística (1688). También escribió el drama El hijo pródigo, en quechua, que tradujo un especialista al alemán; y finalmente fue vertido al castellano por Federico Schwab. Aunque inspirado en una parábola del Nuevo Testamento, sus secuencias, apoyos (anecdóticos, musicales, ornamentales) bien pueden pertenecer a las tradiciones del teatro incaico. El argumento2 es éste: Comienza este auto con el viaje de Hurín Saya; a pesar de las instancias de su padre Kuya Saya y de su hermano mayor Hanan Saya, Hurín Saya quiere ver el mundo, saborear lo que puede haber allí, vagar por esa “esfera terrestre” y conocer y comprender lo bueno y lo malo. Facilita el padre la partida, pero exhorta a Diospa Simin (la palabra de Dios) a que lo siga y aconseje. El viajero es acompañado también 1 Juan de Espinosa Medrano. (1982). Apologético. Caracas: Biblioteca Ayacucho. p. XXX. 2 Según Alberti Tafur, citado por Augusto Tamayo Vargas, op. cit., pp. L-LI.

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el lunarejo por Uku, el bufón (que es el cuerpo). Primero encuentran los tres a Huayna Kari, un joven símbolo de la propia juventud de Hurín, con quien se cita para una orgía y luego encuentra a Mundo, cuya cabeza está adornada con la “mascapaicha” y cuya arma es el “champi”. Acompañan a Mundo sus sirvientes Posoko, o sea espuma, Pillonkoi o torbellino. (Hay cánticos y algazara.) Mundo hace que Hurín conozca a su hermana Aicha, la dama carne o la voluptuosidad, a quien rodean las sirvientas del placer; Katu, mujer venal y Kiuchu, mujer arco iris. “Las caras de los hombres son mis sandalias”, exclama jactanciosa Aicha, y Hurín responde: “Sólo tiene algún valor ser tu sirviente”. Vuelven la música, el canto y los bailes. A pesar de las instancias de Palabra de Dios y en medio de los temores del padre y del hermano, Hurín Saya pierde el dinero y la salud en el vicio. Aparece luego desfigurado y harapiento, tratando en vano de retener a Huayna Kari, que no es sino su juventud pasajera. El Mundo lo rechaza porque es pobre y lo mismo hace Posoko, la espuma, y Pillonkoi, el torbellino, y después la amada Aicha. Sin oír a Palabra de Dios, Hurín va a la casa del diablo, Nina Kiru, para hacerse su sirviente. El pastor de los cerdos del pecado, Ahuatiri, se ha cansado de su triste condición y Hurín está a punto de reemplazarlo; pero Palabra de Dios después de discutir con Uku, consigue el regreso de Hurín a su casa, donde el padre lo recibe con cariño y fausto, sin tener en cuenta las protestas de Hanan Saya, el que no abandonó el hogar.

El lenguaje de El hijo pródigo, en eficaces versos de tono coloquial, permite que la acción sea a la vez continuada y cambiante (Hurín Saya abandona su familia, conoce los placeres, fracasa en su intento de retener su juventud y su riqueza; regresa vencido), y que los personajes principales adquieran consistencia en sus respectivas oposiciones. Un dinámico conjunto de elementos secundarios da fuerza y vivacidad a los hechos. El héroe (a pesar de su múltiple composición: es, en sí mismo, su cuerpo, su alma, su juventud y su vejez) guarda coherencia dentro de sus desdoblamientos. Hay en la obra numerosos versos de gran belleza conceptual: ¿[...] dotado de una voluntad y de un corazón para desear?

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José Balza Como es pues ése mi deseo, viajaré. ….. Para los jóvenes la muerte no es alcanzable [... y erótica]: ¿A dónde huyes, corazón seducido, tocado por la flecha del amor? ….. No quiero la carne de la espalda prefiero la carne del vientre sazonada con pimienta

Hay igualmente una apasionada predilección por los frutos de la tierra, que si bien pueden transmitir el gusto de Uku (el cuerpo), no esconden la fruición con que El Lunarejo debe haberlos gozado, tanto en vocablos como en sabor, desde su infancia: Diez veces beso, mil veces os beso, blancas mazorcas de Potosí, papas de Laikakota y Pacus y hongos de Condorama. Sois la alegría de mi corazón, con vosotros se vive alegremente; con vosotros mi vientre no morirá de hambre. Sólo de teneros en las manos, la boca se me hace agua. En una mano oro rojo, en la otra plata acuñada.

¿No se adelanta aquí, con mayor candor y espontaneidad, la elegante convocatoria que Andrés Bello, dentro de dos siglos hará a los frutos de la América tórrida? Asimismo, ¿no responden los próximos versos al registro de una realidad —realidad alimenticia— que nuestros escritores costumbristas completarán después?: Yo digo, que vengan sopa y jugos, charqui, conchas y gelatina, maíz sancochado y ensalada,

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el lunarejo estofado, maíz dulce y habas, carne no nacida y legumbres, mazorcas, fréjoles cocidos, chicha dulce, hongos, humitas y porotos, paltas, ensalada de chichi, papas y frutas secas, chicha de maní, amarilla y blanca.

En 1662 y en Lima publica Espinosa Medrano su libro Apologético en favor de Don Luis de Góngora. Lo escribe contra el portugués Manuel de Faría y Sousa y hacía más de treinta años que Góngora había muerto. El Lunarejo debe estar para entonces nel mezzo del cammin; y el volumen recoge el esplendor de un genio literario en estado puro. ¿Llegó a conocer Faría y Sousa ese texto? Había escrito él un irónico y a veces despectivo trabajo sobre Góngora, en el cual desliza no pocos elogios a Camoens. Góngora por otra parte no necesitaba para entonces —y menos en América— quien lo defendiera con tal calor. Su poesía y su influencia ya habían inficionado a numerosos creadores en España y en las colonias. Cuando El Lunarejo se sumerge en el vértigo de su defensa al poeta, está en realidad trazando su más delicada y profunda autobiografía literaria. Muchas habían sido las crónicas, narraciones y versificaciones escritas por criollos y españoles en el continente. Las cartas de relación, los diarios y otros documentos oficiales, fijan también el pensamiento y el idioma de hombres que escriben sobre América, como latinoamericanos. Pero el Apologético... viene a ser el texto literario más unitivo —temática y estilísticamente—; más original, en los primeros siglos de la historia postindígena. Con él no sólo nace nuestra prosa ensayística, sino que nace para fundir en una misma expresión su tema y su forma: la literatura. Tan consciente ha estado, por otra parte, El Lunarejo de su condición de escritor (y escritor de esta América), que no deja de reconocer cómo “[...] los europeos sospechan seriamente que los estudios de los hombres del nuevo mundo son bárbaros”.3 Y nadie mejor que él para reconocer la calidad de otros autores nacidos acá (como Pedro de Oña, a quien cita en el Apologético...). Actitud esta que no le impide preocuparse —y así decirlo en el Prefacio a La Lógica— acerca de las erratas: sobre todo cuando la impresión de un 3 Prefacio a la Lógica, de su Filosofía tomista, op. cit., p. xli.

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texto ocurre en un lugar lejano al escritor. No quiere que sus libros tengan “periodos mutilados, oraciones desconectadas, silogismos suspensos, palabras omitidas”: tanto por la perfección de lo dicho como por no parecer “bárbaro” al escribir. Esta misma vigilancia hacia la materia de sus obras lo impulsa a incluir citas de autores famosos y amados por él. Excluye las referencias a los autores de su momento, porque, como arguye socarronamente, “las opiniones de los recientes no me desagradan porque sean nuevas, sino porque se ponen en venta como nuevas cuando en realidad no lo son”.4 Tales detalles, junto a los que comentaremos en seguida, pueden servirnos de introducción a la lectura del Apologético.... Viene éste, como se acostumbraba en la época, precedido de aprobaciones, censuras, licencias y algunos poemas; redactados por las autoridades regulares y por amigos de El Lunarejo. Los doctores y frailes que presentan y saludan la obra, ven en ella algo “hermosamente vago y docto”; dicen que “un mundo hay en este breve tratado de curiosidades del ingenio”, mientras dibujan la figura del autor como “jovial y serio”, ya que es alguien a quien “le reconoce esta escondida América, siendo un ingenio, no el ensayo del oro y la plata que pródigas dan sus brutas peñas; de los grandes talentos sí, que produce el mineraje racional de sus hijos”. Con gusto se reconoce: “Felicidad es suma ver en esta corta patria un sujeto, epílogo glorioso de muchos grandes.” Porque “ayudado de perpetuas vigilias su caudaloso ingenio”, El Lunarejo logra, “Donde Dios crió más quilatados y copiosos los tesoros de la tierra”, realzar “también los ingeniosos del cielo”. No se omite, desde luego, un agudo juego con el apellido Espinoza (espino: Eritis arbores ab hominum injuriis tutiores, si mecum commeretis).5 El Apologético..., como su título lo indica, es una prolongada defensa a la obra de Góngora, contra las exigencias, ironías y burlas de Faría y Sousa. Está organizado a partir de breves párrafos (o secciones) de este autor, a los cuales responde de inmediato El Lunarejo, con encendida pasión, rigor lógico y un abundante acervo de citas clásicas; así discute y generalmente debilita los argumentos de Faría. Bajo un ropaje elegante de bellos efectos retóricos, no están ausentes la energía personal del oponente, y su humorismo (“La sobriedad es la nobleza de la inteligencia. Lo cual no excluye 4 Prefacio al lector del Apologético, de su Filosofía tomista, op. cit. Dice también, al comienzo del Apologético: “¿Qué puede haber que contente a los europeos, que desta suerte dudan? Sátiros nos juzgan, tritones nos presumen, que brutos de alma, en vano se alienta a desmentirnos máscaras de humanidad”, p. 17. 5 “Seréis los árboles más seguros contra las ofensas de los hombres si contáis conmigo”.

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la abundancia, dentro de la cual se puede ser sobrio: pero ¡es tan difícil que todos los frutos de un árbol estén a un tiempo lozanos y maduros! Ese es el genio: lo trascendental en lo opulento”, ha anotado José Martí). Se utilizan, también directamente, poemas de Góngora, con la finalidad de ubicar y exaltar algún verso tratado aisladamente por Faría. El núcleo de la obra se centra sobre dos temas principales: el hipérbaton y la metáfora. No vamos a repetir aquí, desde luego, las críticas a Góngora, ni las agudas exposiciones, referencias y asociaciones con que El Lunarejo responde. Nuestra búsqueda no es narrar aquel pleito intelectual ni definir la originalidad de Góngora y, ni siquiera, destacar la brillante cultura de El Lunarejo. Trataremos de ver por primera vez en estas notas y, posiblemente, en aquellos años, no a un poeta que interviene dentro de la materia de sus versos para hacer un alto reflexivo y analizar lo que hace, sino al lúcido ensayista que ha convertido un concepto de la poesía en experiencia personal, al cuidadoso analista que, dentro de su visión sobre un autor, desliza una manera íntima de concebir y explicar lo poético (autor de versos, Espinosa Medrano es, sin embargo, fundamentalmente un prosista). Concibe así El Lunarejo que la escritura humana, y por lo tanto la poesía, no existe para revelar misterios divinos o religiosos. Este papel corresponde a los textos teológicos, los cuales pueden permitirse la máxima desnudez expresiva; ya que su finalidad no es estética. La poesía, al contrario, puede reunir “adorno de dicciones, toda pompa de palabras, todo aliño de elocuencia”: y ser “vana, hueca, vacía y sin corazón de misterio alguno” (“¿Cuándo han hablado misterios los poetas, sino los profetas?”). Ese vacío de misterios que parece caracterizar a lo poético, no se confunde, sin embargo, con la estulticia o la gratuidad de la escritura. Los misterios divinos son un todo, ante la nada que representan los hombres y el mundo. El alma poética guarda su ser en la historia, las costumbres, la fábula; hasta “en un equívoco, en una sal, en un concepto de donaire o gracia, en un viso a la física o política, en una conformidad de dicciones con el asunto”. Dicho de otro modo, nada menos que en el complejo contacto del poeta con su realidad. ¿Vale la pena pensar uno por uno los temas profundos que sí pertenecen a la poesía, como parte de la nada, ante los misterios de la divinidad?

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Tendríamos entonces que todo tiempo pasado (histórico o imaginario); que la cotidianidad de los hechos (vestimenta, alimentos, hábitos); los mitos, leyendas: fábulas; un suceso o una acción engañadores, tergiversados; cierto hecho pimentoso o cómico; la perfección de un concepto, dicho con hondura y gracia; el hombre y la naturaleza, en su magnitud física, en su comprensión científica; los matices del poder, el juego político; y aun los delicados equilibrios entre el verso y su sentido, son las fronteras donde puede hurgar y moverse el “alma poética”: una dimensión “sin corazón de misterio alguno”. Esta alma poética no posee otro asiento que la palabra; pero curiosamente, El Lunarejo prefiere convertirlo en la escritura. De allí que temas, experiencias o impresiones, ocurran dentro de un cuerpo exclusivo: la “corteza de la letra”. Significado y expresión adquieren entonces una condición material desde la cual el habla y la escritura se unifican. No pocas expectativas pueden suscitar hoy estas dos concepciones de nuestro autor. Sobre todo si recordamos que el alma poética es una dimensión universal del significado: tan apto para corporeizarse en el presente y en América como en la antigüedad y en cualquier lugar del mundo. Y si no omitimos que tal amplitud temática permite a quienes la utilicen —el escritor, el poeta, el narrador— otro amplísimo recurso, como lo es la “corteza de la letra”, se estaría ante una combinatoria casi infinita. Un incesante destino parecía diseñar así El Lunarejo para aquello que iba a ser, precisamente, la literatura del continente: nosotros. Define, defiende y ofrece en ricas muestras, enseguida, el hipérbaton. También clasifica sus especies y con “los primeros versos” de piezas de grandes autores clásicos, concluye que el hipérbaton llega a ser óptimo recurso en el lenguaje de un poeta. Es más, tal “traspasamiento” sería parte de su libertad creadora. Libertad que se hunde en una aristocrática tradición (“Hay hipérbaton cuando se cambia el orden de la palabra o de la oración”). Pero tanto el uso de ese artificio, como la “mera disposición de voces elegantes”, la “colocación, estructura genuina del lenguaje latino” y en general el “lenguaje común y corriente” pueden intervenir en la escritura poética.

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el lunarejo Lo que importa advertir mucho es que esta colocación (llámese o no latamente hipérbaton) es tan genuina y natural a la numerosa fábrica del verso, que aun el nombre de verso (como dice Gregorio Sabino) se derivó de este revolver los términos, invertir el estilo y entreverar las voces. Stylus saepe vertendus est, ut inde etiam nominatus esse versus, perhiberi posse videatur, quod dum fiunt varie huc, atque illuc vertantur. [El estilo es a menudo invertido, por lo cual es también llamado verso, y, parece poder afirmarse, son hechos con diversos matices y hasta retorcidos] Tan lejos está la inversión de las voces [...].

De donde deriva Espinosa Medrano que, así como el castellano habilitó su entrada en los modos del latín (o lenguaje culto) para emplearlos gustosamente, también así puede correr el peligro de “desviar el lenguaje de la plática común, vulgar y rusticana”. De este modo suele lograrse un “temple suave, una moderación apacible, que dejándole lo suyo a la latinidad, le robó con feliz osadía todo el aseo de que [es] capaz la musa castellana”. “Nuestro lenguaje” poético tuvo, entonces, derecho desde siempre a pertenecer a aquel poeta que “le reformó la sentencia, le encrespó la elocución, le abultó la frase, le aseó las voces, le sazonó las sales, con que la dejó capaz de todo aquel ornamento y llegaron a caber en ella sin azares no sólo esas colocaciones latinas pero muchas .osadías de frases, construcciones, casos y esquemas latinos” (¿Vislumbra tres siglos antes El Lunarejo con esta frase a escritores de la estirpe de Lezama Lima?). En síntesis, “si al poeta le cercenan sus números, no quedará sino prosista”. Esta primera larga secuencia de El Apologético..., no excluye, junto a las alusiones eruditas, al seguimiento de un recurso retórico a través de los siglos y junto a brillantes versos de poetas, los arranques de indignación, de furia y de risa, con que El Lunarejo trata a Faría. Notable es, por ejemplo, su andanada contra el lusitano, cuando ante la estrofa de Góngora:

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José Balza Llegó pues el mancebo, y saludado (sin ambición, sin pompa de palabras) de los conducidores fue de cabras. [Se le contesta]: No habrá niño de la escuela que no entienda aquí que el mancebo fue saludado de los conducidores de cabras: y no tiene vergüenza un barbado de decir que no entiende, sino que saludaron las cabras al mancebo: y que ni Platón lo entenderá de otra suerte.

Risible es, asimismo, la confesión de Faría en que anuncia estar “con las narices tapadas”, ya que: se ve obligado a copiar algunos versos de Góngora. No se queda atrás El Lunarejo: [...] discúlpase Faría de no haber trasladado más ejemplos de la poesía de Góngora, porque no estaba con las narices tapadas mientras los copiaba. Respondo que tenía mucho que tapar, porque hombre tan juicioso y crítico tan severo, sería todo narices, pues el censurar de este modo llamó la erudición Naso agere, [Mover por la nariz]. Y es vulgar lo de Plinio Nasum novi mores subdolae irrisione dicavere, [Falaces costumbres destinaron un nuevo desprecio a la nariz.] Y lo de Horacio Naso adunco suspendere. [Suspender de la aguileña nariz.] Porque el juez que mofa, contrae, frunce la nariz naturalmente.

La segunda secuencia del discurso trata especialmente sobre la metáfora o lo “figural”. En poesía, reconoce Espinosa Medrano, “la oración que constare sólo de términos propios, será clara pero humilde y descaecida”. Talento del creador será, entonces, juntar los términos “remotos” y “peregrinos”, para que las frases resulten “alusivas” o “traslaticias o figurales o conmutadas”. No por la absurda búsqueda de lo extraño, sino para lograr el ajuste de cuanto se dice; cuya claridad, en fin, dependerá del todo del poema. ¿Cómo puede alguien sorprenderse, parece preguntarse El Lunarejo de tales engarces y hallazgos en el lenguaje poético, si ya la misma expresión diaria o el hablar de los marginales utiliza libremente el recurso metafórico? Más dicha tienen los pícaros que se les tolera y aun aplaude en su idioma jacarando, que llamen trena a la cárcel, jaque al valiente, chi-

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el lunarejo llón al pregonero, gurapas a las galeras, mosca al dinero, trongas a las rameras, y finibus terrae [En el fin, de la tierra] a la horca, y otra inmensidad de términos disparatados que merecieron tener quien los quisiera entender y quien por diversa clase los segregase por estilo de ladrones, azotados, pícaros y tacaños; y asómbranse de que los poetas tengan otra categoría de frases, otro aparato de locuciones.

Destaca luego la limitación: “Imitar lo grande fue tan difícil como deseado; mal se remeda lo soberano”. La imitación es un punto de partida que no siempre arroja un resultado adecuado. El genio propio que menos que en el sujeto nativo, no tendrá consistencia en otro. Empresa fue siempre ardua el lograr las semejanzas afectando las imitaciones, lo que se compite, mejor suele ser tal vez repasarlo que seguirlo: porque quien lleva bríos de exceder, puede lograr la ventura de igualar. Nam qui agit ut prior sit (dice Quintiliano tratando del punto) forsitan sinon transierit; aequabit [Entonces, quien adelante que sea el primero; si, por ventura, no va más allá, que iguale]. Pero sólo a aquél no podrán alcanzar, a quien siempre le atienden los pasos y le compasan las huellas por ser preciso que siempre se quede atrás, quien siempre trata de seguir. Eum yero nemo potest ae quare, cujus vesti glis sibi utique insistendum putat, necesse est enim semper sit posterior, qui sequitur [En verdad, nadie puede igualar a aquel de quien se piensa seguir sus pasos; es necesario, pues, que siempre esté detrás, que lo siga.] Acabaos de persuadir que muchas veces fue más fácil hacer más que hacer otro tanto: tan ardua es de recabarse una semejanza que apenas acierta a dibujarla aun la naturaleza misma.

Rinde culto El Lunarejo a lo original, ya que “lo sumo, lo grande, lo superior de los oradores o poetas nunca se puede imitar, como el ingenio, la invención, el vigor, la facilidad y todo lo que no enseña el arte”. De tal manera que en las obras o en su estilo, sólo distingue dos porciones: “una, hija de la naturaleza, que no se alcanza; y la otra, parte del arte, que se consigue”. Concluye El Apologético... con algunos comentarios sobre Camoens (a partir de las comparaciones de Faría, con Góngora) y con el reconocimiento de El Lunarejo a Faría sobre su excelente condición de historiador (no de buen critico o poeta). No excluyen todas

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estas páginas el asomo —en el autor— del cura que las redacta (por su tono ocasional de sermonear) y del humorista al cual hemos aludido antes (“La risibilidad, perfección fue de naturaleza racional, en el medio consiste la humanidad: en quien falta es bruto: en quien sobra es bobo: quien después de muerto se ríe, ¿qué será?”). El libro, como hemos visto hasta aquí, no solamente defiende a Góngora, sino que también revela el gusto de El Lunarejo por la poesía; al hacerlo, frota ese ideal gusto suyo con un ejemplo concreto de aquellos tiempos: la de Góngora. Al hablar, el ensayista define y comenta un caso real, lo cual lo impele a apoyarse en un modelo secreto: aquel que reúna las condiciones por él gozadas, intuidas, deseadas o presentidas acerca de lo que debe ser la poesía. Así como lateralmente se asoma dentro de los comentarios eruditos el autor “jovial y serio”, con su incesante inclinación a la ironía y a las respuestas apasionadas, así también —según hemos ido aislando aquí— aparecen a lo largo del texto sus preferencias intelectuales: aquello que constituye su biografía literaria. La poesía, vista por un hombre culto de América: sus resortes formales y algunas de sus características psicológicas —desde el punto de vista del poeta—: he allí cuanto ha sido la más brillante operación conceptual para el ingenio de El Lunarejo. El uso de la metáfora, no pocas veces ejemplificado con imágenes de antiguos vates; la tensión de lo actual —como tema y experiencia transcrita—; las libertades para trasladar un vocablo al exacto sitio que le corresponde; y el texto lleno de voces vibrantes, coloridas: todo ello parece complacer a El Lunarejo. Todo eso puede hallarse en los siguientes versos, que mucho pudieron haberlo complacido: Ven, mi caballo, con tu casco limpio a yerba nueva y flor de llano oliente, cinchas estruja, lanza sobre un tronco seco y piadoso, donde el sol la avive, del repintado dómine la chupa, de hojas de antaño y de romanas rosas orlada, y deslucidas joyas griegas, y al sol del alba en que la tierra rompe echa arrogante por el orbe nuevo.

Pero no fueron escritos sino doscientos años más tarde, por José Martí.

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Hernando Domínguez Camargo En un poema escrito por Rubén Darío cuando tenía treinta años, el alma se asoma a la ventana de su torre y, deslumbrada por el día, contempla al lado derecho, un adorable grupo virginal que se aproxima: [...] Siete blancas doncellas, semejantes a siete blancas rosas de gracia y de harmonía que el alba constelara de perlas y diamantes. .…. Sus vestes son tejidos del lino de la luna. Van descalzas. Se mira que posan el pie breve sobre el rosado suelo, como una flor de nieve. .…. [...] Y esas bellas princesas son las siete Virtudes. Al lado izquierdo del camino y paralelamente, siete mancebos —oro, seda, escarlata, armas ricas de Oriente— hermosos, parecidos a los satanes verlenianos de Ecbatana, vienen también. Sus labios sensuales y encendidos, de efebos criminales, son cual rosas sangrientas; .…. [...] arden las púrpuras violentas en los jubones; ciñen las cabezas triunfantes oro y rosas; sus ojos, ya lánguidos, ya ardientes, son dos carbunclos mágicos de fulgor sibilino, y en sus manos de ambiguos príncipes decadentes relucen como gemas las uñas de oro fino. …..

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José Balza [...] Y son los siete vicios, los siete poderosos pecados capitales. .….

Tentando con sus miradas a las virtudes, los mancebos pasan y las doncellas también. El alma, sobrecogida ante la visión, nada responde a la voz del poeta y se refugia en el sueño. Pero desde éste, se la escucha decir: —¡Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos! —¡Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos!

No sólo en el lujoso y escenográfico tramado de las imágenes, también en algo más, hay un profético (¿o retrospectivo?) vínculo entre los versos de Darío y los de Hernando Domínguez Camargo. Nace Domínguez Camargo en Santa Fe de Bogotá a fines de 1606. Hijo mayor de una familia acomodada, tuvo cuatro hermanos varones y una mujer; él, como ellos, ingresó a la vida religiosa. Hizo sus votos a los diecisiete. Vivió en los conventos de Tunja y de Cartagena (también en Quito). Exactamente al cumplir treinta años parece ser obligado a dimitir ante la Compañía de Jesús; ya recibir el castigo que merecían sus graves faltas. Dice Giovanni Meo Zilio:1 Si se pudiera hallar la propuesta de expulsión, que seguramente los superiores directos de Camargo enviaron al P. General, y la carta de dimisión formal del interesado, tal vez encontraríamos algún elemento más iluminante para escudriñar los motivos (formales y reales) que determinaron el alejamiento del poeta. Por ahora, toda hipótesis es teóricamente posible, dentro de los motivos corrientes de tales asuntos: violación continuada (y con escándalo) del voto de castidad, compromiso grave en escándalos de negocios, rebeldía ideológica contra métodos externos o contra la disciplina interna de la Compañía [...].

Lo cual no impidió que el sacerdote continuara en su oficio, ya como seglar, durante toda su vida; y que fuera favorecido para ejercer cargos en remotas provincias. Detalle este último que quizá revele una sutil forma de castigo, si pensamos que Domínguez Camargo era amante del lujo, de la vida cómoda, las comidas sofisti1 Hernando Domínguez Camargo. (1986). Obras. Prólogo de Giovanni Meo Zilio. Caracas: Biblioteca Ayacucho. p. xii

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cadas y de los negocios; también, de las amistades cultas, de los libros. Vivirá, según él mismo, en “la soledad de estos desiertos”. Aun en la población más reducida, no omitió rodearse de ornamentos y cosas gratas; emprendió negocios diversos, adquirió alguna propiedad. Aunque su condición económica no fuese lo suficientemente espléndida, necesitaba mostrarse elegante o, por lo menos, percibir lujo en aquello que lo rodeara. Casi trescientos años antes de que floreciera la poesía de Rubén Darío, hay en la sensibilidad del padre Domínguez Camargo, un tono sinestésico. Quizá nunca dispondremos de pruebas para describir el hogar donde nace; pero seguramente a las tensiones espirituales allí establecidas, correspondía también un sentido del confort, propio de familia adinerada. Integrado aún adolescente a la vida religiosa, la afinación de su espíritu parece acoger simultáneamente lo divino y lo terreno. Una secreta sensualidad debe presidir sus oraciones. Vírgenes y ángeles muy cerca pueden estar de su piel. Nada de extraño tiene entonces que, en la plenitud de los treinta años, el cuerpo se imponga, aunque su fe religiosa y su inclinación mística no decaigan jamás. Perfectamente pudo abandonar cualquier vínculo con la Compañía; pero estaba obligado a vislumbrar el placer desde los tenebrosos encandilamientos cristianos (se ha comprobado, asimismo, que el padre Domínguez Camargo perteneció, como Comisario, al Santo Oficio). No hay fechas precisas para la escritura de sus textos. Muerto el autor en 1659, su Poema Heroico se imprime en Madrid siete años más tarde. Y sólo en 1676 sus otros versos junto a la Invectiva Apologética. Al parecer únicamente escribió versos hasta 1652 (entre ellos el romance A la muerte de Adonis, el vasto San Ignacio de Loyola Fundador de la Compañía de Jesús. Poema Heroico —de casi nueve mil versos— y otros), año en que redacta, en prosa, la Invectiva Apologética. El terrible desierto cultural en que viviera el poeta le sirvió, no obstante, para que la soledad lo condenara, lo estimulara a escribir su extraordinario canto a san Ignacio. Su condición sacerdotal, la vida tan monótona de la provincia se transfiguraron adecuadamente dentro de su inflamable imaginación, para permitirle crear tan vasto lienzo de erotismo, riqueza verbal y audaces imágenes. (Leyéndolo, cuesta creer que el autor no conociera, de manera directa, cada

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sabor y cada color, cada sensación y sentimiento mostrados por el texto). Veamos el inventario que establece Meo Zilio: Al leer su testamento nos hallamos ante un panorama insospechado en relación con las costumbres de la época y del ambiente: frente a la relativa sobriedad de cómo estaba puesta la casa, la vestimenta externa de nuestro cura era de un lujo, una riqueza y una copiosidad tales, como si no hubiera sido un párroco de pueblo sino un alto prelado en la corte virreinal; sea por la cantidad de las prendas (10 sotanas, 6 manteos y 4 capas, 5 sombreros...) sea, sobre todo, por su calidad y adornos (terciopelos, damascos, paño de Londres, raso, seda, holanda, ganchos de oro para las ligas...). Agréguese a esto, 16 sortijas con piedras preciosas. El hecho se nos hace más curioso si comparamos estos atuendos externos con la ropa interior: 3 pares de medias, 2 pañuelos, 1 camisa [...].2

Minuciosos años debe haber dedicado el autor a la composición de San Ignacio de Loyola, Fundador de la Compañía de Jesús. Poema Heroico; sus miles de versos están repartidos en cinco libros, y cada uno de éstos en varios cantos. La hagiografía se levanta en octavas; y los versos parecen haber sido cuidadosamente meditados. Producen un extraño sentimiento de hacerse justo entre el límite de la pasión expresiva y las claves retóricas de aquel tiempo. La línea central es, por supuesto, la vida del santo: su nacimiento, juventud, aventuras militares, su conversión, las peregrinaciones, los estudios y la fundación de la Compañía de Jesús. Todo esto nos haría pensar en que el opulento verso tocaría asépticos ambientes, sobrias elaboraciones de la voluntad: un verdadero proceso de accésit y purificación. Y en efecto, hay una decidida intención de glorificar el padecimiento y la santidad. Pero el poeta no pierde ocasión para describir trajes, escenarios, para introducir banquetes, mostrar exquisitos platos; y hasta para gozarse en la musculosa presencia del “suavemente membrudo” combatiente y en los labios y los ojos de alguna doncella. Domínguez Camargo se sabe en “mi América”; y no desoye la fuerza visual del paisaje: arroyos, montes gozan de su predilección, mientras ignora la presencia del indio y de los negros. ¿No hubieran sonado familiares a Darío, 2 Op. cit., p. xix.

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versos como éstos, en los que se presenta la vestimenta que san Ignacio, despojándose de ella, ofrecerá a un mendigo? Cardada la esmeralda en el vestido, Piélago verde el chamelote undoso Formava, de riberas mil ceñido, En este y en aquel galón precioso: islas de Ofir los golpes se han fingido; y los botones que caló ingenioso filigranista en cada ojal decoro torcidos eran caracoles de oro.3

Tampoco la carga escenográfica se debilita, aunque lo pintado sean humildes elementos vegetales, detalles del bodegón para la gran fiesta: Sus hojas desenvaina la lechuga; y el pepino, con ella muy picado, cuando crudo su frente más arruga en la mesa cayó despedazado; en el lienzo sus lágrimas enjuga cuando la sal su herida le ha curado; y porque verlo herido le da pena, triste se retiró la berenjena. Un escudo ha embrazado y otro escudo, y de dobles paveses se ha ceñido la cebolla, que el golpe temió crudo de la que mallas muchas se ha vestido alcachofa, a quien ya el erizo rudo de la castaña audaz se le ha atrevido; y sin saberse cuál a cuál ofenda, agriala lima hizo la contienda

Tal boato, no excluye, sin embargo, un estado de ánimo que muchas veces debió asaltar al poeta. El “arduo erizo del alma” que atribuye al santo en momento de aflicciones y escrúpulos, es también un clima psíquico que, perteneciéndole, contrastaba con su 3 Todas las citas han sido tomadas de la edición de la Biblioteca Ayacucho.

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obsesiva búsqueda de comodidades y su corrosiva tendencia a fantasear, a magnificar imaginariamente el mundo: De espinas su conciencia combatida, un crudo abrojo en cada pulpa alienta, arduo erizo del alma, a donde herida la voz, que dubia la salida intenta, se advierte, y de sus puntas embestidas la razón más piadosa se ensangrienta, y envuelta en laberintos mil de abrojos los hilos busca en agua de sus ojos.

Junto a innumerables estrofas de congelada descripción refulge, sin embargo la insinuante sabiduría, la suspicacia, de quien habiendo sabido sentir mucho, puede ya convertir las experiencias en deslumbrantes anotaciones psicológicas: ¡Oh pecho, del infierno abreviatura […] ..... quien desprecia el morir tan sólo es fuerte ..... has cogido entre puertas la memoria!

Sin que el poeta sea ajeno al desarrollo mismo de su escritura. Ya en la segunda estrofa del primer libro, se declara adicto al “ritmo culto”, que le permitirá forjar un retrato (una biografía, un vulto) “en el que en cada letra gastaré un diamante”. Así, “desde la lengua segunda de la lengua muda”, irá mostrando los pasos del santo, como en un teatro literario; único espacio posible para que la escritura o la tinta cumplan el fenómeno: ..... el agua agota el nombre, letra a letra, gota a gota. Su conciencia (o su sensibilidad) literaria es el método: aquello que sujetará al potro que, torcedor de la escritura, a distantes sentidos la desata [...].

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Razón tuvo Domínguez Camargo de pedir a su amigo, el alférez Alfonso de Palma Nieto (a quien dedicara como “protector” de sus versos, la Invectiva Apologética) que no se enfadara de que “gasto tanta prosa”. Al parecer, su amigo le había remitido un Romance a la muerte de Cristo, de autor anónimo. También Domínguez Camargo había escrito un romance a la muerte de Cristo y, posiblemente, el texto enviado por el alférez hacía burla o “censuraba” (imitando) al suyo. En todo caso, la actitud de Domínguez Camargo, en su respuesta al romance anónimo, es violenta, iracunda, insultante. Esa respuesta está escrita en prosa y se titula Invectiva Apologética. Mucho debió sorprenderse el “protector” alférez, al descubrir cómo el alto poeta del canto a Loyola, abandonaba el verso sinuoso e incandescente, la actitud de exaltación espiritual, para tocar tierra de manera abrupta. Por única vez (que se sepa) escribe en prosa; y esa prosa revela una tercera (¿o el vínculo entre una y otra?) alma: ya no hay aquí la delicada visión de un héroe místico ni la expresión elegante del vigilante versificador. El tono es áspero, soez; más parece que hablara un hombre de la calle, que el sofisticado sacerdote. Pero nunca, de otra manera, la profunda sensibilidad literaria del autor hubiese brotado con tal espontaneidad. No sólo se enfada porque su texto haya sido mal comprendido; no sólo olvida que en medio de su fúrica respuesta el tema es Cristo (con la cual éste, como cualquier otro terna literario, es asunto de la escritura), sino que en vertiginoso salto, él se sabe, a través de su poema y de la burlona respuesta en romance, centro mismo del texto. “La primera errata es toda la obra, que erró el tiro, pues tiró a pintar un Cristo y pintó una mona. La tercera es la de algunos versos buenos, pero acertados por yerro”. Bajo este ánimo comienza a “devolverle en pelotazo la pelota”; por lo cual no será extraño hallar de inmediato el “orín” y los meados de perro, “la carne de doncella monja”: todo lo cual conduce a la sospecha de que el anónimo romance es obra de “velo y capilla”; de “monja con barbas y fraile con afeites”, de un “hermafrodito de hipérboles”. “Yo me hallé mascando con los párpados un dragón; sonábanme en las pestañas chasquidos como de huesos que se quiebran y eran carbones que rechinaban”: este efecto infernal produce la lectura del romance al poeta: la —para él— horrible escritura del otro, lo in-

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vade, con la misma fuerza que Alfonso Reyes deseara para el lector médium: aquel que convierte su cuerpo en parte de lo que lee. El texto, de una “vanidad articulada”, permite a ese lector (¿o crítico?) que ingrese en él así: “me entré destrozando noches en la montaña lóbrega del romance”; para hacerlo concluir: “Metíme a leñatero de esta selva confusa y en ella me hago rajas por hacerla astillas”. El proceso que se inicia con los ojos devorando un dragón (una mala lectura), lo deja en la confusa y lóbrega exposición, cuya torpeza es tal que al tratar de cortar sus partes, es él mismo quien se vuelve rajas. “No es lo mismo borrar que hacer borrones; los versos bien borrados salen sin borrón; y los versos sin borrador son todos borrones”: no basta querer desarrollar un tema (Cristo o cualquier otro), el estilo y la organización del material deben ser como “agua de la chorrera”, limpios. Y la hondura y la coherencia del texto mucho tienen que ver con que “Yo me entiendo cuando me apruebo; yo me apruebo porque me entiendo”. ¿No hay en todas estas frases de introducción a la Invectiva..., o al comentario detallado del poema anónimo, una apasionada lucidez? El padre Domínguez Camargo ha construido un vasto poema religioso; ese poema lo resume y lo disfraza; también lo limita. Allí no podía explicar sus azarosas reflexiones sobre la condición de autor, la manera como un texto exige ser organizado desde su interior y desde la intimidad absoluta del poeta. En un potente sentimiento de protesta, airado, abandona el verso y pasa a la prosa común para defenderse (es decir, analizarse). Dice lo que odia en el autor anónimo, así se retrata indirectamente; dice lo que es erróneo, por lo tanto sugiere su visión de lo deseado. No queremos cerrar estas notas sobre Domínguez Camargo, sin citar, en extenso, un párrafo que dedica —ahora como autor— a sus posibles lectores. Lector anónimo, que es lector sin nombre (no te escandalice el vocablo) ni te parezca el epíteto pulla, que más te quiero solo que mal acompañado de epítetos ruines. Y aun queriéndote a solas, y solo, no sé si te ha de dejar leerme el Fénix, que piensa no solamente que es el solo del mundo, sino que él es solo en el mundo; y le parece que le quito a él lo que te digo a ti; y como si quitara de las piedras

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hernando domínguez camargo por poner en él, te enterrará vivo en las Soledades de Góngora, que es cómo en la Sima de Cabra. Si te llamo lector amigo, me arañarán las busconas, que piensan que para ellas solas se han hecho todos los amigos del mundo. Si te digo lector mío, te parecerá que te echo el gato a las barbas. Si te invoco pío, me responderán los pollos. Si lector cándido, se me enojará la nieve. Si benigno, me desterrará del mundo la benignidad de los príncipes. Si halagüeño, me comerán los perros. Si lector con ojos, porque sin ellos no serás lector legítimo, me sacará los ojos el pavón. Si lector con manos, porque me tengas en las tuyas y no me pongas en atril, como libro de canto, me comerán los valientes, que son todos manos. Si lector sabio, se enojarán las barbas de los letrados, que tienen pelos doctos y escubillas graduadas. Si lector discreto, es meterte en baraja con los frailes de la Orden, que tiene discretos por elección y no por naturaleza. Si lector cristiano, es mentira, porque te hará desbautizar este Anticristo, y será lector anticristiano. Si lector bautizado, es tratarte como a vino de taberna. Si lector urbano, es darte qué hacer con las Pontificales, que te hundirán a gritos. Si lector con lengua, porque me puedas pronunciar, es meterte a pleitar con los que andan con la lengua de un palmo, como perros con sed, por decir mal de esta obra. Si lector a secas, es tratarte como a pan mascado en día de ayuno. Si lector no más, es dejarte como a Pedro por demás: conténtate con tu anónimo (no se me suelte lector culto) y no te hagas aire de epítetos, que no te mosqueas de tábanos, que aunque el anónimo, o si quieres llamarle Aimonio, mutatis mutandis y la a en d, dice al Maldito, es mejor compañía de Demonio crepúsculo y en duda, que de culto legítimo de la noche. Y para mi traer, mejor es traer diablo ambiguo que crítico hermafrodita de latín y romance. Ya no dirás que no te he dado maldito aquel epíteto pues te doy el epíteto de Maldito: a Dios y ventura, llámote lector entendido, ni por activa ni por pasiva, ni en tiempo ni por tiempo ninguno; sino que son como el infierno, eternidad de tinieblas (que es nudo ciego de los tiempos); ni pienses que no es todo uno anónimo y entendido, que son lo mismo sin duda, porque si anónimo es sin nombre, ahora no tienen nombre los entendidos. Sabrás, pues, lector anónimo, que mi amigo el de la Dedicatoria, me envió un romance, cerrado y sellado, con más misterios en su carta y más sellos, en su pliego que el libro de Apocalipsis; y yo me lo dije, cuando lo vi cerrado y sellado, que no podía ser sino Apocalipsis poético, que es, en buen romance, romance culto.4 4 Op. cit., pp. 413-414.

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¿No contiene este texto una juguetona, impertinente, perversa y seductora definición del lector? ¿Habla allí la voz de un respetuoso sacerdote, de un hombre culto o es la escritura misma —despojada de epítetos— la que reconoce cuántas diversas percepciones esperarán su aparición? El lector, preferiblemente anónimo y solitario para ser buen lector, puede también ser discreto o maldito, con tal de que posea la ventura de ser entendido. ¿Nos habla el poeta Domínguez Camargo sólo como autor o es él en tanto escritor otro lector de sí mismo? Lo importante es que, para su defensa, Domínguez Camargo no elige el punto de vista del orador, como exigía la retórica. No trata de justificar la condición (o el arte) de quien habla, sino la del testigo para lo que desea mostrar. Este testigo, ciertamente, podría estar en el exacto dominio retórico; pero Domínguez Camargo lo convierte a su vez en un cómplice, en alguien que puede asistir a su propia escritura mientras ésta se hace, a sus búsquedas y efectos. Lo convierte en Lector. Doscientos años antes de Baudelaire, ha llamado “hermano” a un hombre de su estirpe: el lector. Sigo por un momento más con el padre Domínguez Camargo. Esta vez el aspecto tiene que ver con la estrechez de nuestra crítica o de la teoría literaria aplicada a América Latina. Nunca me pareció adecuado denominar como “barroco” a cierta literatura del siglo xx, cuyas características son muy conocidas: proliferación, recargamiento, ornamento. No importa que hasta autores tan admirables como Severo Sarduy, Lezama Lima y Carpentier mismos así se hayan designado. Históricamente el Barroco tuvo su momento y nada habría en nuestra sociedad que lo repita, excepto, tal vez, como quería Eugenio D’Ors, la presencia de un espíritu circundante, proliferante, con horror vacui; la presencia de aquello que los griegos llamaron “asianismo” y curtius “manierismo”. Algo que sería ínsito al ser humano, que se manifestaría con la misma espontaneidad con que lo hace el espíritu clásico o el gótico. Aunque nadie llame hoy a Giacometti, por ejemplo, gótico. No olvidemos asimismo que una de las primeras autoridades sobre Barroco, Heinrich Wolfflin, coloca fechas para el nacimiento y la propagación del movimiento: desde el final del Renacimiento hasta el comienzo del Neoclasico. Y que debemos dudar de la exagerada frase de

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Alejo Carpentier: “el legítimo estilo del novelista latinoamericano actual es el barroco”. Los procedimientos o estilos de complejidad formal, en literatura, podrían tener otra manera para ser designados. Lo cual no solamente implicaría el fenómeno clásico de la imitatio, o el del influjo de una escritura sobre otra, sino también el de la escritura que se mima a sí misma, que se oculta y se refleja en su propia realidad. Aquello que Domínguez Camargo denominó la sobreescritura. Como un homenaje al Paravicino, orador legendario, elogiado por Gracián, por Góngora, y pintado por El Greco, Domínguez Camargo dice que al escribir sus propios versos lo hacía volviendo a trazar los del Paravicino. Con tan vivaz y útil antecedente, ¿por qué seguir utilizando el término “barroco” para algo que bien puede ser concebido, en el territorio de la letra y el significado, como “sobreescritura”? Diez años antes de que se publique el Apologético en favor de Don Luis de Góngora (1662), escrito por Juan de Espinosa Medrano —El Lunarejo—, nuestro poeta Hernando Domínguez Camargo se ha propuesto una vertiginosa catalogación del lector. Escoge los epítetos y las funciones, porque el “hermano lector” no solamente corresponde a quien posea la condición de un otro que confronta al texto, sino a la zona de la fraternidad que unifica al leyente con el autor. También El Lunarejo entra con “una hacha” (“Yo que me ví con la hacha en las manos, y que era arma de dos luces y antorcha de dos cortes y que en la ocasión era cuando yo podía desear” dice impulsivo Domínguez Camargo) para volver astillas el libro que comentaría. Lo desmembra y se burla; pero no pierde ocasión de detenerse, para desplegar sus vastos conocimientos, mientras analiza. Y termina casi siempre anotando puntos de vista propios, reflexiones sueltas que configurarán un interesante aparato teórico sobre la escritura. Domínguez Camargo, aunque introduce y comenta ciertas normas de la retórica, es tan apasionado (o posee una cultura más vivencial que intelectiva) que jamás deja descansar el hacha. En su actitud adivinamos lo que será una constante de cierta crítica latinoamericana; y, posiblemente, el eruptivo comienzo de nuestra crítica. Todo ocurre en la Invectiva Apologética, donde como acabamos de indicar hay un proemio (o “primer razonamiento al lector”) que también es una calidoscópica definción del lector.

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Como hemos adelantado, había escrito Domínguez Camargo un poema a La pasión de Cristo que se centra en la muerte de Jesús sobre la cruz. Según él, imitaba así a su admirado sacerdote el Paravicino, autor también de un Romance a la pasión de Cristo. Pero alguien (el chisme no nos llega a través del poema anónimo), posiblemente un sacerdote español a quien Domínguez Camargo pudiera haber odiado, redacta otro romance de 33 coplas, imitando (o burlando) al de Domínguez Camargo (muchos datos concretos sobre tal autor anónimo debió recoger nuestro poeta: a pesar de los siglos, el desprecio de éste no ha perdido su efecto corrosivo). Para alguien que ha escrito el San Ignacio de Loyola, Fundador de la Compañía de Jesús. Poema Heroico de tenía que resultar insignificante el romance anónimo. Las 33 coplas siguen sucesivamente los miembros del cuerpo de Jesús, en rápidas imágenes, y la agonía. Las imágenes son comunes, la sintaxis defectuosa. Su poca calidad resulta obvia. Pero Domínguez Camargo se prepara desde la dedicatoria del volumen con una ironía salvaje; atraviesa cada copla como incendiándola y no omite destacar la menor debilidad (gramatical, estilística) o cualquier desajuste lógico entre las imágenes y sus referentes. Es que no se critica sólo al texto, sino especialmente al posible autor. Este flamígero ejercicio de crítica obedece, entonces, a la necesidad de ejecutar una respuesta personal. Luego, al deseo de fulminar al oponente, mientras se manipula al espectador: incesantemente Domínguez Camargo argumenta —para un público cristiano— que el otro ha erigido un poema al Anticristo. Claro que todo se argumenta brillantemente y con incesante humor en nombre de la literatura. Pero ésta, en verdad, se convierte en el gran fondo para un delirante discurso crítico. El desenfado de Domínguez Camargo no tiene límites. Su audacia opila al romance anónimo. Puede hacerlo, se dice a sí mismo, porque no está respondiendo en versos: éstos exigirían un respaldo académico. La prosa, al contrario, es el instrumento para su plan exacerbado (“Si escribiera en verso, yo me diera a prueba ‘hermano lector’, que deseas verme aprobado de bonetes sabios, capillas doctas y barbas graduadas: yo he caído en la cuenta y me he querido rapar a navaja de estos enfados y de andar pidiendo a otros lo que yo puedo darme”). Su prosa se ahorra de “pruebas” ajenas (o respaldos

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de su inmediato círculo intelectual: allí debe estar el agresor), “porque las pruebas son una sabandija de las escuelas con quien yo no estoy bien [...] muletas en que andan los silogismos columpiándose”. Su prosa utiliza como argumentos cuidadosas referencias a las sagradas escrituras y el conocimiento de cuanto deba ser una metáfora, lo que le permite atacar el mal uso de la misma y el lugar común: [...] tus metáforas son aves de rapiña, tan descaradas, que son rapiñas de par en par de las voces, piraterías públicas de las locuciones, asaltos bandoleros de las frases, despejo violento de los tropos, barrabasadas insignes del lenguaje que meten a saco la consonancia florida de la retórica; porque en una metáfora comedida no se quitan sino se truecan las capas las voces [...].

Para nada oculta Domínguez Camargo sus biliosos hachazos al romance, cuya destrucción quiere llevar “hasta la cacha”: “[...] este romance me reventó la hiel en el cuerpo, y me ha dejado amargo de hechos, cuando yo me era amargo en el nombre. Por aquí me conocerás cuando no me recibas a prueba”. Y sin embargo, su invectiva es todo un modelo de crítica. No sólo nos permite conocer la pasión intelectual y la entrega obsesiva a un texto (¿puede haber crítica sin ambas?), con lo cual tenemos el mejor retrato del escritor, sino que también su manera de separar cada cuarteta para comentarla por separado (verso a verso) y su gusto por integrar detalles resaltantes de ellas en la totalidad, nos dan un complejo análisis de los temas, las imágenes y relaciones indirectas, defectos (también hubieran podido ser cualidades) del romance. El método —ardiente y frío, incisivo, relativizador, sorprendente— equilibra la locura personal del impulso. Domínguez Camargo está consciente, desde luego, de cuanto hace. Para introducirse en el análisis recibe un hacha (¿de quién: de sus cofrades, de su cultura?). Y ésta, que es de “dos luces y de dos cortes” es blandida contra el romance anónimo. Se ha limpiado el crítico sus “antojos de cristal” para ver mejor. “Encendí una linterna para andar por los malos pasos de las coplas”. El romance le habla. El analista percibe en seguida su incoherencia: “Mírelo de pies a cabeza, y aunque él estaba sin pies ni cabeza [...]”. Entonces comienza su trabajo “sobrescribiendo sus divinos caracteres” y va descu-

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briendo aquella “poesía no en versos sino en versa”. Ya sabemos que su estudio arroja un balance de desaciertos. “La retórica en sus locuciones y tropos ha de afectar una simpatía consanguínea en las traslaciones”: al contrario de cuanto ocurre en el romance. Los juicios no se hacen esperar: “[...] no es malo decir mal de lo malo”. Y como si esto fuera poco: “Bien ha menester decir que es español el que acaba este romance, al cabo de las 33 coplas: porque el buen romance está tan desfigurado de habla, que no lo conocerá la lengua que lo parió”.

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fray juan antonio navarrete una imagen (fragmentos) Escribir el mundo: hacer de él un signo mental que nos remite a la totalidad de su ritmo. [...] Son imágenes imaginantes: no buscan tanto describir o realzar la physis del objeto como modularlo en un espacio a la vez real y virtual. Guillermo Sucre: Ramos Sucre: La verdad: Las máscaras.

I Este hombre merece ser arrancado a los dos siglos que lo separan de nosotros, para instalarlo en la más intensa actualidad. Allí —por valor propio— quedará, porque tenemos que saldar la deuda de un largo olvido y porque su fascinación perdurará. Juan Antonio Navarrete nació en una hacienda de Guama (Yaracuy, 1749). A los once años, ya en Caracas, se le concede permiso para vestir hábitos clericales; a los quince estudia Filosofía. En 1770 es franciscano. Ejercerá en Puerto Rico y en Santo Domingo. Después, ya en su convento de Caracas será bibliotecario por muchos años y su propia celda, que debió ampliar, era una nutrida biblioteca. Nada me cuesta imaginarlo de temperamento rápido y a veces ácido, como el de Gracián. Estuvo fielmente atento a las exigencias religiosas, pero su inteligencia le mostraba incentivos, curiosidades y casos que no pocas veces deben haberle hecho vacilar (por ejemplo ante la rigidez de la inquisición). No sólo la literatura sagrada sino también la gran poesía española y clásica, la obra y la fama de los pintores, las antiguas tradiciones retóricas de Quintiliano, imantaban su gusto. Aunque con ingenuidad, sabía de problemas médicos, de aerostática, de geografía. Inventó dos juegos elogiados por García Bacca hace unas décadas. Vio la historia de su tiempo

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como una partida de barajas. Se debía al rey, pero no omitió su admiración por la figura enigmática de Miranda, cuyos días fueron los suyos. Asume una franca y práctica actitud contra la inquisición. Tal vez extraviado en Píritu, durante los momentos tormentosos de la emigración a Oriente, murió en 1814 en el Colegio de Guayana. No debió llevar ni uno de sus amados libros. Y en un gesto prekafkiano había escrito antes, en el Arca de Letras y Teatro Universal, una de sus obras maestras, al parecer la única que ha llegado completa hasta nosotros: “yo no escribo sino para mi utilidad. Quémese todo después de mi muerte, que es así mi voluntad en este asunto: no el hacerme autor y escritor para otros”. El destino pareció obedecerle porque desde entonces el silencio cubrió la obra y la erudición excepcionales de fray Juan Antonio. Felizmente después de una admirable investigación y transcripción, Blas Bruni Celli nos entregó en las publicaciones de la Academia de la Historia (1993) una edición monumental. El Arca de Letras y Teatro Universal de Juan Antonio Navarrete es, sencillamente, alucinante. Clasificaciones borgianas, diccionarios que remiten a lo imposible, exactitud y fantasía, conocimientos, curiosidad sexual: todo vibra con nerviosa prisa: el fraile apunta la vida, es decir, sus ideas, y carece de tiempo para desarrollarlas, porque la realidad y su propia psique ya le imponen otras novedades. Y sin embargo todo está hondamente meditado, ordenado. La fragilidad de lo profundo. Dentro del Arca..., el “Libro único” quiere ser un diario, una historia, un recuento; fija sucesos y noticias, observa la vida de los vecinos; pero también posee esos momentos en que un detalle de la realidad, transfigurado por la escritura (o la fantasía) se convierte en cuento. El padre Navarrete podría ser un puro precursor del cuento venezolano.

II De manera casi natural entre nosotros, sin embargo, una obra como la del padre Navarrete se ha extraviado en casi su totalidad. Y aquella de la cual hoy disponemos, el Arca de Letras y Teatro Universal, permanece de manera inexplicable oculta al país y al

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continente. Es natural que no sepamos vernos, también es inexplicable. Pero las imágenes convocadas, estructuradas y escritas por el padre Navarrete están de algún modo entre nosotros: su obra secreta es pública, irradió desde los acontecimientos mismos, demarcó una realidad. Capturada por el fraile, completa su misión ficticia. Bastará con que nos asomemos a ella (historia, erotismo, chistes, superstición) para reconocernos. Por lo tanto, desde su acción secreta nos está determinando. Pero ¿no habrá llegado el momento en que la lucidez admita su reflejo? Otra vez tenemos a la imaginación actuante y realenga en nuestra cotidianidad y nuestra cultura. Los intentos por definir la presencia de Navarrete han ocurrido en la década de los cuarentas, cuando García Bacca lo explora; en la década de los sesentas, cuando el profesor Calcaño lo reconoce en un memorable prólogo; en la década de los noventas, cuando la Academia Nacional de la Historia dirigida por Guillermo Morón publica la edición de Bruni Celli. Muchos otros hombres y mujeres, a comienzos de 1800, pueden reunir en sus biografías lo que ha sido Venezuela desde 1498. Y lo que será hasta hoy. Pero las cartas, los diarios, las confesiones, los apuntes históricos, las canciones, no se difunden. Los documentos que reflejaran a esas personas se han perdido o permanecen ocultos. Quienes los rodearon (incluidos nosotros, hoy) no han dispuesto de acceso al simple hecho de observar y observarse en tales textos. Nos van a quedar, desde luego, la historia de aquellas épocas, casi siempre escrita por extranjeros; la arquitectura civil y religiosa de esos siglos, la pintura y la música (¿No es significativo que precisamente estas últimas artes —siempre en contacto con el público— hayan adquirido rango determinante en nuestra manera de ser?). El padre Navarrete vigila su inmediatez cotidiana (política, dentadura, infidelidades), hurga en el pasado de América (Vespucci, etcétera); acude a la cultura universal (idiomas, filosofía, etcétera) y va organizando un mundo de información, de imágenes. Digerido éste por él, quiere que su convento lo disfrute o que visitantes seglares puedan orientarse dentro de ese cosmos. ¿Lo logró? ¿Cuántos leyeron tales páginas?

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Todo indica que la obra del Padre Navarrete —un vasto despliegue de imaginación, de erudición— hecha día a día, con el pulso —de los ojos y de las manos— pasa a concentrarse en una caverna secreta y fantástica, en una esfera prodigiosa e intocada. ¿Qué hubiera ocurrido entre nosotros si la obra de Navarrete hubiese sido editada en México o en España? ¿No se habría integrado a la materia milenaria que somos para convertirse en conciencia? En principio, sin duda, habríamos tenido gente más informada, más educada, no sólo avasallada por lo político. Tal vez hubiese habido una confluencia entre la poderosa imaginación que aún nos conduce y el razonamiento, la reflexión objetiva.

un mundo pensado Coloquemos ahora al padre Navarrete en ese lugar magnético de la realidad y lo imaginario que lo precede, lo realiza y lo consagra para nosotros. Los siglos xvii y xviii en Venezuela parecen constituir un tapiz de orden y serenidad y, de algún modo, eso es cierto. El violento proceso de la conquista, que interrumpe una larga historia, intensa y densa, así como la llegada del siglo xix se destacan: son períodos explosivos ante el prolongado lapso que va de 1600 a 1800. Sin embargo, este estrato de nuestro pasado combina la vibración y el reposo, la pasión y la concentración abstracta con tal naturalidad, que casi no podemos advertir el paso de una cosa a la otra. El poder español, de acuerdo con su remota pero impositiva dinámica, estructura y asienta en aquellos siglos procedimientos políticos, sociales y religiosos cada vez más refinados y firmes. El blanco, que ejerce absoluto dominio, irá matizando su presencia con las aspiraciones de los criollos y de los pardos, quienes ya en 1795 pueden pagar aranceles para realizar oficios de alta distinción. El mestizaje rompe barreras y tanto a través de las diversiones populares (bailes, comedias, corridas de toro, peleas de gallos, baños públicos, banquetes, máscaras, groserías orales, ron) como por

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el laxo vínculo entre dirigentes y clase baja, logra imponerse hasta dirigir y exigir condiciones sociales mejores. Los peones (canarios, indígenas, negros) y/o esclavos viven una excitación que en diversas ocasiones los enfrenta con los gobernantes. Las fronteras marítimas, que aislaban una sección gigantesca de lo que era el Imperio Español, son cada vez más asediadas por piratas ingleses, holandeses y franceses. El Mare Clausum se convierte en el Mare Liberum: verdadera correspondencia geográfica para las luchas de poderes de la metrópoli. Los Austria en decadencia, los Borbones en ascenso, la expansión de Bonaparte. Un curioso sino de aquello que va siendo Venezuela surge ya en su economía: declina la producción de tabaco, carne salada, cueros y algodón, en favor de un poderoso cultivo monolítico: el cacao. Los mantuanos y la Real Compañía Guipuzcoana serán los polos para este fenómeno económico. Como ocurrirá en el siglo xx con el petróleo, no tardará por aquellos días el café en desplazar a los otros productos para convertirse a su vez en centro absoluto. Claro que desde 1697 la sociedad venezolana está regida por las Constituciones sinodales del obispo Diego de Baños y Sotomayor y que en 1756 el obispo Diego Antonio Díez Madroñero no sólo aplicará estos principios sino que atacará toda desviación para defender la moral, aunque no con el éxito que él deseaba. Desde el primer contacto con estas tierras, España había introducido el factor religioso como elemento de sometimiento y de salvación espiritual para las poblaciones autóctonas. Así tuvimos misiones de padres capuchinos, agustinos, dominicos y jesuítas. No pocos alzamientos indígenas fueron las respuesta a esa avanzada religiosa y militar de España. Caracas tiene teatro adecuado hacia 1784 (El Coliseo de Caracas) y para estas décadas no se desconoce la presencia de “imprentas de camino”, que comenzaban a jugar un importante papel humorístico y político, antes de la instalación de la imprenta oficial en 1808. Conviene asimismo recordar que si bien Venezuela estaba, como toda América, bajo la prohibición y la vigilancia de libros hacia los indígenas (cosa que se remonta, por voluntad del rey Fernando, a 1506), nunca dejaron de ser violadas aquéllas discretamente. Hasta aquí algunas figuras ágiles del lento tapiz que hemos mencionado.

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Como es obvio, los conventos van a ser el receptáculo apropiado para tejer las otras facetas del tapiz: la finalidad religiosa debe ser cumplida universalmente por todos los pobladores; y un apoyo para la misma será, junto al despliegue retórico oral, la necesidad de imágenes que ilustren y exalten la fe. Aparte de algunas obras pictóricas que como patrimonio familiar y decorativo debieron traer los invasores, además de las que acarrearon los misioneros, no tardaron las iglesias en requerir de artesanos que las reprodujeran o las imitaran. Así, de acuerdo con las características locales de lo aprendido y visto en sus regiones natales, las primeras imágenes religiosas pintadas por artesanos españoles poseerán notable diversidad expresiva. Los mestizos observarán y aprenderán; no tardarán en ser ellos mismos, posiblemente a la muerte de sus maestros, quienes continuarán esa labor. Numerosos templos venezolanos guardan todavía hoy en sus naves la huella de aquel trabajo: vírgenes, ángeles y crucifixiones. ¿Quiénes son esos autores anónimos dispersos a lo ancho del país? Pensemos en el retrato del Provincial Francisco Mijares de Solórzano (1638?) que está en la Casa Natal de Bolívar, pensemos en el San Miguel Arcángel del Museo Arquidiocesano de Mérida y en una anónima “Virgen del Rosario” cuyo niño muestra rasgos mulatos. Factura y temas van cercando paulatinamente un hacer pictórico local, que no tardará en ofrecer maestros como el enigmático “Pintor del Tocuyo”, como Juan de Villegas y esos dos artistas que enlazan los siglos xvii y xviii: Fabiana González y Francisco José de Lerma. Todo esto desembocaría en la obra de los maestros escultores, en la armoniosa pintura de Juan Pedro López y en la de los prodigiosos miembros de la Escuela de los Landaeta, sus contemporáneos y sucesores a lo largo del siglo xviii en la vida artística de Caracas. La formación estética, la paciencia, la maestría técnica en el uso de los materiales, la obediencia al impulso de la imitatio y el reclamo solar de la realidad; el servicio divino y las exigencias domésticas inmediatas, todo esto cubre a los artesanos y aprendices que durante esos siglos se convierten en artistas. El taller y la iglesia, la imposición religiosa y el impulso expresivo, secreto, arrollador: caldo desde el cual emergen las obras, cuya hechura es exactamente la medida de la soledad, del cálculo sensible, de la creación.

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¿Cuántas horas de aislamiento, de meditación, de trabajo sensible se requieren para forjar una de aquellas imágenes? Tal vez las mismas, aunque con un criterio más ligero, que gastan los ceramistas y los fundidores de campanas y otros objetos. Paralelamente y también desde el templo se expandirá el otro ejercicio espiritual que combina la más absoluta concentración, la soledad superior y el contacto espléndido con la sociedad: la música. No son afortunadas Coro ni Caracas para el inicio musical, aunque en la elemental catedral de aquella ciudad ya se entonara la Salve en canto medido no gregoriano hacia 1535. El órgano de la catedral de Caracas, catedral edificada en piedra y alejada de los piratas, sucumbe sin embargo en 1595 cuando el pirata Amyas Preston saquea y quema la ciudad. Durante años el ejercicio, el aprendizaje y la difusión musicales serán irregulares, y para colmo en 1641 un terremoto destroza el nuevo órgano de la ciudad, traído desde Santo Domingo. El famoso obispo Diego de Baños y Sotomoyor no sólo crea la cátedra de Canto llano en 1696 sino que defiende, como había hecho en su Lima natal, el talento de los indios para la música y la necesidad de educarlos en la misma. El largo proceso de incomprensión, de dificultades económicas e incultura musical, incesantemente salpicado de valiosos intentos por ejecutar y cantar, obtener instrumentos, traer partituras y maestros, adquiere el crescendo de un largo esplendor con la aparición del muy conocido padre Pedro Palacios y Sojo (1739-1799). No la catedral de Caracas pero sí las haciendas de Chacao, de Mohedano y de Blandín serán el escenario propicio para que Sojo y sus amigos ejecuten a Stamitz, Sammartini, Mozart y Haydn, entre otros. Dos generaciones de intérpretes y compositores surgirán de esta sociedad intelectual. Pensemos sólo en la Salve regina de Juan Manuel Olivares o en su Stabat mater y en la Gran misa en re de José Angel Lamas, para intuir el grado de desarrollo que nuestra música alcanzó en aquel período (¿No es alentador —por el aura de coherencia que eso revela— el hecho de que Juan Bautista Plazam detecte, desde un punto de vista estrictamente material, la influencia de Olivares sobre Lamas?). Como era natural, de la hacienda al convento, la música cumplió su periplo, para volver al público, según lo permitía

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el teatro El Coliseo de Caracas. ¿Y qué decir del comentado salón de los Ustáriz? Una familia de músicos, políticos, amantes de la poesía y la historia. ¿Queda algún documento o un testimonio de aquella delicada vida intelectual? En 1823, tal vez cinco lustros después de su génesis, Andrés Bello evocaría ese mundo elevado, a través de la figura trágica de Francisco Javier Ustáriz: La música, la dulce poesía ¿son tu delicia ahora, como un día? ¿O a más altos objetos das la mente, y con los héroes, con las almas bellas de la pasada edad y la presente, conversas, y el gran libro desarrollas de los destinos del linaje humano, y los futuros casos de la grande lucha de libertad, que empieza, lees y su triunfo universal lejano?

Esta es la faceta del tapiz aludido que nos interesa para comprender cómo puede madurar en el siglo xviii la figura fascinante que es fray Juan Antonio Navarrete. Pero no nos adelantemos. La piedra y el agua siguen frotándose ante nosotros: la política, perversa siempre y cambiante, ciñe con su tramado estos siglos que, como hemos dicho, limitan con la violencia de los años de conquista y asentamiento, por un lado; y con el estallido volcánico, romántico de la independencia y las guerras fratricidas en el siglo xix, por el otro. Política y religión, entonces, pero también pintura, artesanía y música. Sólo nos falta dar un vistazo a lo quizá puedan ser —también en sentido filosófico y estético— las raíces determinantes en la personalidad de nuestro fraile. Él no tenía porqué estar informado o porqué dominar conscientemente el proceso que lo rodeaba. Pero mucho de éste debió percibir (¿no era agudo, atento, no habitaba la ciudad misma de los sucesos? ¿no conoció la acusación de escándalo que rodeó a la Escuela del padre Sojo?, ¿no tocó puertas cuyas aldabas y llamadores labran los artesanos locales? ¿no usó o vio las mesas, las sillas, los escritorios delicados fabricados en cedro? ¿no se inclinó ante las vírgenes y las crucifixiones acabadas de hacer

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por los Landaeta o por Juan Pedro López?) en su tránsito dentro y fuera de las iglesias, en casa de los notables. El padre Navarrete es nuestra figura fuera del tapiz, pero el tapiz no estaría completo sin él. Hagamos ahora un alto, para vislumbrar algo que va más allá de la pintura, la música y la religión: algo que sólo se realiza y se contiene en la serenidad máxima, en la meditación obsesiva, en la razón pura, en el vertiginoso equilibrio del pensamiento, esa llama arrasadora e inmóvil. Por lo menos cinco nombres concentran el pensamiento filosófico de aquellos siglos: Alfonso Briceño, Agustín de Quevedo Villegas, Tomás Valero, Antonio José Suárez de Urbina, Francisco José de Urbina. Y uno más, el de Nicolás de Herrera y Ascanio, que se acerca desde el sermón a las fronteras retóricas y estéticas de la escritura. Nicolás de Herrera y Ascanio (1673-1721) realiza estudios de teología en Santo Domingo, donde obtiene su doctorado en 1673. En 1708 se publica en México su Sermón Panegírico de acción de gracias por el deseado nacimiento de nuestro Príncipe Luis Felipe, predicado en la Santa Catedral de Santiago de León de Caracas por el Doctor D. Nicolás de Herrera y Ascanio el 9 de noviembre de 1707. Ignacio de Castorena y Ursúa, amigo de sor Juana Inés de la Cruz, saluda desde aquella ciudad con entusiasmo dicho Sermón. Aunque el texto en un despliegue retórico en alabanza al nacimiento del príncipe y su divina procedencia, como en muchos otros documentos religiosos de la colonia, un submensaje sorprendente revela que la condición del artista, del autor, no es inferior a la del creador. “De vuestros indianos —de vuestras Indias— el teólogo primero que de ellos surgió” parece definirse en el prólogo que dirige a Felipe IV, fray Ildephonso Briceño. La obra de Disputaciones Metafísicas (“Prima pars celebriorum contraversiorum”) se edita en Madrid en 1638 y consta de dos gruesos volúmenes. Estas notas siguen la edición traducida y presentada por Juan David García Bacca en 1954, quien reconoce en Briceño y en los otros filósofos de la época no sólo una experiencia militante como teólogos sino también la apasionada inclinación a matizar, sostener y hasta a inquietar sus exposiciones con problemas de índole metafísica, derivados de Santo Tomás, de Duns Escoto y de Francisco Suárez. Así, temas como el alma, el conocimiento, el bien, la

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individuación serán tratados con óptica ortodoxa, a la vez que, por momentos, según García Bacca, reverberan con un sentido filosófico moderno, concretamente en dirección al existencialismo. Nada extraño por otra parte, según el maestro, por cuanto la filosofía antes y siempre “combate por los mismos problemas y sobre los mismos problemas”. Estaremos entre pensadores que sienten el escotismo como respaldo. El obipo Briceño llega a Caracas procedente de Nicaragua en 1659 (había nacido en Chile, en 1590). Fue profesor de teología en Lima en 1636. También trabajaría en Trujillo, para volver a Caracas, donde muere en 1668. Uno de sus ductores lo llamó desde la niñez “scotulum”, el pequeño Escoto. Escuchemos al padre Briceño: “Una esencia fuera ya de sus causas no puede distinguirse realmente de su existencia”. Utiliza en su comentario el ejemplo de la existencia de una piedra, lo cual equivale a “la simple afirmación de la realidad de la piedra”. Y añade: “considerando que el no poner la piedra en la realidad es negar realidad a la piedra, de donde se sigue que decir que la piedra existe no es otra cosa que afirmar que es real”. El ejemplo y el comentario equivalen a su vez, a lo que García Bacca considera una proximidad mental entre escotismo y existencialismo. No menos fascinante resulta el proceso intelectivo que desarrolla Briceño para resolver las relaciones entre individualidad y unidad, singularidad. Fray Antonio de Quevedo y Villegas pudo haber nacido en 1698 en Coro. Su apellido ilustre, su familia, le acondicionaron desde temprano, según él mismo, para buscar el bien natural más deseado: la sabiduría. Redacta en su vejez ya en Santo Domingo su Obra de teología en dos volúmenes, que se imprime en Madrid entre 1752 y 1756. Influidos por Feijoo y la moda francesa, los franciscanos españoles no dejan de sorprenderse ante el método y el calibre que uno de los suyos expone desde América (“el alma del doctor sutil había emigrado de buena gana al alma del reverendo padre Quevedo”). Comenta García Bacca cómo el “alto nivel intelectual de América” resplandecía sorprendiendo a los lectores españoles. Anotemos solamente los títulos de algunos de los tratados de flosofía natural

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expuestos por el padre Quevedo: Bienaventuranza de la creatura racional, Moralidad de los actos humanos, Especies de moralidad, Tipos de conciencia moral normativa. Nacido en El Tocuyo, para 1755 el padre Tomás Valero era ya lector jubilado de la Provincia de Santa Cruz de Santo Domingo y Caracas, doctor teólogo del Santo Oficio de la Inquisición, examinador sinodal de la Diócesis de Puerto Rico y Caracas. Su obra Teología expositiva se imprime en Sevilla en 1756. Como el de los otros filósofos franciscanos, su texto es un tratado religioso en el cual se resumen o proponen no pocos temas complejos. Citemos dos frases del padre Valero: La ley natural no es la misma naturaleza racional, ni la lumbre misma de la razón, o entendimiento; ni consiste tampoco en ningún acto positivo de la divina voluntad precipiente o prohibiente, sino que consiste precisa y justamente en la conveniencia o disconveniencia que tienen algunas acciones con la naturaleza racional, independientemente de ley positiva de Dios, o de la creatura. [Y también]: La ley antigua está ya muerta en cuanto a todos sus preceptos.

En los archivos de la Universidad Central de Venezuela se guardan los documentos de las oposiciones que para 1749 había presentado el clérigo de menores órdenes Antonio José Suárez de Urbina (Caracas, 1730-1808?) para optar a la Cátedra de Filosofía. En 1752 presenta una oposición cuya tema es: “La composición del tiempo; ¿existe el tiempo por razón de sus partes o por razón de los instantes indivisibles?”. Su hermano, Francisco José de Urbina, quien por las noches “durante tres años había explicado toda la filosofía a muchos estudiantes” también presenta una oposición en 1770 con un fascinante título de filosofía natural: “¿Pueden compenetrarse y estar en el mismo lugar dos cuerpos, cuando menos por virtud divina?”. Si hasta aquí hemos tratado de dar un vistazo —somero, superficial— a los componentes estéticos e intelectuales que preceden y rodean la vida y la obra del padre Juan Antonio Navarrete, y todo ello pudiera parecer un atractivo mural de lo imaginario, ahora es necesario confesar, que, dentro del gran tapiz propuesto, un punto salta precisamente desde lo imaginario y lo posible para confirmar

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con su poder material el vínculo entre nuestro fraile y todo lo anotado hasta aquí. Como en un prodigio, el enlace es azarístico y perfecto: hoy podemos leer y conocer las lecciones de filosofía de Francisco José de Urbina, exactamente porque el manuscrito se debe a quien lo fijó desde el siglo xviii para nosotros: el propio padre Juan Antonio Navarrete.

la imagen imagiante I Encontremos ahora al padre Juan Antonio Navarrete en su Arca de Letras y Teatro Universal. Según hemos sugerido, Venezuela no fue escrita durante los dos primeros siglos de su formación como país. Esto no significa que careciéramos de documentos oficiales (por ejemplo, la relación del viaje de Colón) y de testimonios personales sobre ella. No. Así como nos definían los caminos, las iglesias y mansiones, el cultivo del cacao y la extracción de minerales, también debieron jugar un rol importante en esa caracterización las cartas personales, las oraciones y sermones, los juicios y querellas, las herencias, las anotaciones diarias, en síntesis, un rico reflejo de cuanto íbamos siendo. Pero, al carecer de trascendencia inmediata o al ser guardado todo esto precisamente como documentos sociales o familiares, un mundo desaparecía. Nos convertíamos en algo no escrito, en algo nunca leído ni difundido. Nuestra realidad persistía en su lento o avasallador transcurso o en su conversión en imágenes colectivas, pero nunca en testimonio que permitiera la reflexión, el análisis, la vertebración de lo dicho, de lo ocurrido. Estando secretamente escritos, no podíamos ser leídos.

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Como hemos sugerido, sólo la explicación política de la independencia adquirirá relevancia cotidiana: lo heroico nos devorará, en desmedro de los estratos que estructuran y hacen posible lo histórico Aquí, entonces, es donde emerge y se arraiga la figura deslumbrante de fray Juan Antonio Navarrete. Su obsesión es nítida: nada de cuanto sea debe o puede dejar de ser escrito. Desde su convento atrapa al mundo (filosofía, historia, artes, religión, política) y en ese proceso la cotidianidad de su propia vida es un punto central. No el goce narcisista (poco sabemos de su intimidad) sino la vertiginosa configuración de fronteras para su propia mente: la erudición, el pensamiento ágil, la cultura.

II No hay duda de que las prohibiciones sobre libros carecieron de gran efectividad en este ámbito caracensi (¿Cuándo tendremos un listado de los volúmenes con tema erótico que aquí debieron circular?). La biblioteca del convento (o del bibliotecario: Navarrete) resulta impresionante; ella es en sí un trazo enciclopedista. Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro tiene más de sesenta referencias en el Arca de Letras.... El padre Navarrete cultiva esa línea de absorción del mundo: todo a través de la escritura, de la imaginación; y en aquella el mundo adquiere una rara igualdad: tan importante es el avatar de un crimen cerca de su parroquia como el espectáculo intelectual del propio Feijoo. En su práctica enciclopedista, el universo de los libros no se aleja de la inmediatez cotidiana. Ésta se erige como el campo de acción para aquella concepción. Así, los datos eruditos se mezclan o se aplican a los detalles de la vida cotidiana. La disciplina religiosa del fraile lo mantiene atento a la comprensión y explicación evangélica del universo y de su entorno. Pero esa misma disciplina lo predispone a enriquecer detalles geográficos, sobre la salud, etcétera con su ordenación intelectiva. El autor introduce sus opiniones personales acerca de innumerables tópicos. Esto arroja un curioso balance: junto al sostenido tono de lector acucioso, de persona muy bien informada, surgen comentarios crédulos, francamente ingenuos.

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Como la biblioteca del convento (¿realmente quiénes, aparte de Navarrete, consultaban obsesivamente esos volúmenes? ¿el jovencísimo Simón Rodríguez husmeando por azar; un erudito: José Ignacio Moreno?) en un arco secreto y maravilloso es a la vez el punto de partida y el de llegada para la mente de su cuidador, no estaría de más recordar que esa biblioteca resulta ser, de algún modo, su propia biografía. Él debió heredar en el comienzo unos pobres volúmenes. Su tarea fue agigantarla, comentarla, resumirla, interpretarla. Quizá toda su obra sea una interpretación (es decir: un enriquecimiento) de esa biblioteca. ¿Y cuál otra pudiera ser la función de un pensador? Sólo que, nos parece, al formarla, ampliarla, resumirla y enriquecerla con sus propios comentarios e interpretaciones, la biblioteca se convertía en un mundo que únicamente desembocaba en el fraile. La distancia entre esa biblioteca y su obra es mínima, pero la obra no se aparta ni un milímetro de la vibrante cotidianidad que envuelve al autor. Una sensibilidad abierta lo conecta poderosamente con los libros y con lo inmediato. De allí que un hecho del azar (una monja que escapa, el engaño de la virginidad, practicado por algunas mujeres) altere lo que su ordenado diccionario intelectual ya ha fijado. Entonces vuelve el fraile —páginas adelante en su obra— a una información que le parece incompleta. De allí que la rígida estructura concebida por su método para exponer los temas (un orden alfabético en grandes bloques) no sea respetada. Y tiene que anotar varias entradas a medida que el asunto se enriquece para él. Es natural: la obra constituye una guía memorística para los lectores y usuarios de la biblioteca (donde indirectamente el fraile impone su propia manera de leer). Resúmenes de varias obras, improvisaciones y comentarios inesperados: porque, tal vez, el fraile anota para sí mismo. Poco sabemos íntimamente del escritor, pero la insistencia en algunos aspectos quizá nos indique su importancia para el interés personal de Navarrete. Su curiosidad universal parece desembocar en apasionados gustos propios, como es natural. Con frecuencia, después de haber anotado algo, duda y vuelve en otra parte a lo mismo: añade información, amplía, actualiza. He allí la nerviosa factura del pensador que nada desea omitir, cosa que añade vivacidad a lo que pudiera ser un método rígido de exposición. Pero que

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también revela cómo el fraile intuye que ningún tratado es definitivo: siempre falta algo y hay que cubrir al mundo con la escritura. Es notable su desenvoltura para exponer asuntos de índole religiosa, científica y sexual. Y sus intereses musicales, pictóricos y literarios revelan no sólo una sensibilidad especial sino también un apasionado deseo por el goce, cuyo más alto equivalente pudiera ser la sorna o la ironía con que alude al ámbito religioso e intelectual que lo rodea.

III La soledad erudita de Juan Antonio Navarrete vuelve a diseñar lo que sin lugar a dudas se perfila como una constante en las personalidades literarias de América Latina: la absorción de la cultura, del pensamiento universal hasta convertirlos en cerco de una existencia individual. Fue suficientemente lúcido (“[...] no faltará aquí algo del propio Marte del autor”) como para haber advertido que si un libro lo llevaba a otro, y éste a otros y los últimos a una biblioteca (la suya), también tal colección tenía su réplica y su ampliación en otra biblioteca. Su escritura, entonces, sólo podía caber bajo la designación de “alfabeto”, por sus siempre posibles añadidos. No se angustia por la originalidad de su propio pensamiento, aunque esté presente ese cierto “Marte del autor”: busca orientarse y fijar el laberinto de la cultura (de lo escrito y lo vivido) en otra escritura que, tal vez para él, al pasar por su propia percepción personal adquiere nuevos matices, aquellos que la hacen más próxima (“noticia”). No dejan de ser inquietantes el párrafo que expone el título del libro y la alocución “Al lector”. Allí se nos insiste en que sólo se trata de “apuntes”. Notas tan diversas sobre cosas tan diversas que “no teniendo conexión unas con otras, pierden todo orden y armonía”. La razón de este (des)orden es que las informaciones han sido obtenidas mediante lo que en “cada encuentro y ocasión ofrece la lección de los libros”. O dicho de otra manera: a medida que la vida del claustro y la de la ciudad permiten al obsesivo lector nuevos hallazgos. El número de obras perdidas (unas treinta de acuerdo con las referencias suyas) nos indica que fray Juan Antonio hubiese queri-

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do reunir todo. No hay detalle que carezca de interés para él, pero si vuelve a redactar lo que contiene su biblioteca habrá realizado un estéril solipsismo. Y en ese acto de exclusión ya tenemos la primera muestra de su maldición y de su originalidad. ¿Qué vale más? ¿Cuánto retener de cada tema? Tal vez debido a este balanceo intelectivo el método de “apuntes” ofrezca contrastes: o una línea, un párrafo o casi un tratado completo, como ocurre con los términos de la retórica clásica. No es difícil imaginar su ansiedad ante el organizado cosmos de Quintiliano y las posteriores adaptaciones de Luzán, por ejemplo. Sin embargo, la decisión es “apuntar” al máximo, aunque eso también reduzca su participación personal: como no todo puede llegar a manos de todos, es útil que muchos escriban lo mismo que otras han escrito de otro modo, para que llegue a manos de muchos lo que escrito por otros no ha podido llegar a su noticia.

Esta finalidad va paralela con otra. Los “apuntes” sirven también —al autor, a los demás— para “satisfacer los encuentros y disertaciones”. Una conversación y un sermón bien pueden nutrirse de informaciones sobre un acontecimiento reciente o con una memorable cita antigua. Al fraile le interesa, claro está, el “lector curioso”. De allí la obra a la cual se dedica día tras día. Pero hay un goce mayor, y es interno, solitario, de un calibre tal que permite al estudioso fundirse con la materia estudiada. Así logra que los temas “perdidos de vista los libros donde los iba encontrando, no se perdieran de mi memoria”. Tal vez si consideramos esta confesión, nos suene menos extraño, en un mismo párrafo, el contraste entre la salutación al lector y la enfática línea: “Yo no escribo para otros, sino apuntes para mí”.

IV Pino Iturrieta estudia la ambivalencia de Navarrete en relación a las corrientes intelectuales de su momento: su lealtad religiosa

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lo constriñe ante numerosas facetas del pensamiento filosófico y teológico. Pero su inclinación intelectual ante la escritura es, casi siempre, muy libre, avanzada. Esto le permite, a partir de una confesión natural y sencilla, acercarse a nociones que, mucho después, se convertirían en imprecisiones, en soportes de la ambigüedad, de la modernidad. Así toca la noción de autor (aquel a quien se debe la creación de algo propio) y la de comentador o compilador: “el que escribiendo alguna cosa de otro, en el mismo escribir añade o aplica otras cosas como para mayor claridad o exposición; pero esto que añade no es suyo ni de su propio Marte, sino de otros”. Con gracia, en su afán por reunir todo conocimiento, declara (Puntero astronómico): “pregono desde luego que aquí soy solamente plagiario y colector de trabajo ajeno”. Quien así habla tiene clara conciencia de que es un lector; conoce y se apropia del texto conocido. Lo comenta o lo amplía, con sus propias ideas o con apoyo de autoridades. Pero ¿en qué momento pasa ese lector a ser autor? He allí el ritmo enriquecedor del asunto: saber es ampliar el conocimiento. Lo previsto adquiere una dimensión más, sea ésta conceptual o emotiva. Ha aparecido la personalidad del lector (que es ajena a la del autor): el copista se impone sobre lo original y lo cambia. Ha nacido otra originalidad. Hay una transformación de lo leído. Y este nuevo elemento o hace retroceder el primer texto a otros que nadie presentía o lo impulsa a la novedad de la metamorfosis. El “plagiario” se ha convertido en autor. Tal resorte configura casi toda la obra de Navarrete. Quizá el Arca... (y su obra entera) sea un juego esencial que ocupa la vida del fraile. El pensamiento, entonces, se convierte en la aguja implacable que va cosiendo el pensamiento de los otros y sólo quiere dejar la huella de éste, sin contaminarla con apreciaciones personales. Pero como tal cosa no puede ser (al fin y al cabo es uno, es el mismo hombre quien anota y piensa) el imitador consume las ideas, la cultura: las fija, las interviene y prosigue en su vertiginoso viaje. Su meta había sido enseñar “puntos, cuestiones, motivos, experimentos, secretos, descubrimientos, sucesos y varias cosas” o como insiste él en decir: “artes, materias, el vastísimo océano de

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erudición literario”. Quiere extraer de allí “doctrinas sanas, noticias útiles, cosas saludables”. No dudo de que, en cierta medida lo haya logrado. Vuelvo a preguntarme ¿cuántos, quienes consultaban los apuntes del padre? Lo que no podía controlar el autor es que al abrir el arca virginal, como de la caja de Pandora, escaparan los temas inquietantes, sórdidos, de su inconsciente y de su momento.

V Más que respetuoso, sometido a la rigidez religiosa, aunque no vacila en estallar contra la Inquisición (metropolitana y local) cuando esto le es posible. Pero hablando del lenguaje de ciertos médicos, lo acepta como “términos que usan hoy los médicos modernos”. Ese “hoy” y ese “modernos” son detalles autobiográficos. El autor anota febrilmente lo cotidiano, revisa los cánones antiguos, pero su entusiasmo por la actualidad y por evitar el pudor ante ciertos “secretos” humanos, lo impulsa a comentar, por ejemplo, las hermosas páginas de Gumilla acerca del Orinoco (“avenida de agua”), El Dorado, las noticias de Caulín. Con cuánta admiración expone sobre la navegación en los globos aerostáticos, la novísima imprenta, cómo trata de hacer gráfico el problema de los átomos, cómo se interesa en la electricidad, en las mónadas. Igual que Sigüenza y Góngora, no omite su curiosidad por los cometas. Este es el mismo desenfado con que dedica algunas páginas al asunto de la virginidad en las mujeres, a la cesárea, y a la menstruación, a la cura de los flatos, al prepucio (“capullo de la circuncisión”), al daño de la dentadura y a las enfermedades causadas por las lombrices. Hemos perdido su texto sobre el chocolate.

VI Su rigor está siempre al borde del temblor imaginativo. De nuevo aquí se imbrican su firmeza por conocer, su lado inconsciente y una sensibilidad particular hacia lo imaginario. Muestras de estos tres

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aspectos podrían ser, primero, su nota sobre los “aguinaldos” o regalos, para explicar el término: parte del latín (Aquilam do), indica sus resonancias. Pero no teme a citar la “corrupción” del término, tal como debía usarla la gente a su alrededor. En este mismo aspecto, reconoce lo limitado de los diccionarios: “es una cosa muy dificultosa, esto es, encontrar un diccionario general que te dé los términos o nombres de todas las facultades o artes”. Como siempre, el comentario reverbera hacia su insaciable disposición poligráfica. En segundo lugar, da noticias sobre un basilisco. Se apoya en alguna autoridad, pero —tal como hace con sucesos de su parroquia— convierte la pequeña historia en argumento que se desprende hacia la ficción. Junto al basilisco encontraremos brevísimas narraciones sobre un hombre pez, hombres con rabos. Y alguien con dos cabezas: “En Francia hubo uno, que siendo ya de edad adulto, como tenía dos cabezas, se conocía que tenía dos almas por las diversas operaciones de la voluntad [...]”. Por otra parte, son diversas sus breves anotaciones acerca de museos y pintores. Probablemente en uno de sus libros con grabados, haya habido una imagen de Santa Ana besando a San Joaquín. Navarrete se centra en la posibilidad pecaminosa de tal acto, para excluirla. Lo que nos interesa es la atención con que él observa las figuras y los detalles del cuadro. Los santos viejos, la puerta dorada, la actitud. Una mirada magnética recorre la escena, para luego lanzarse a escribir implicaciones sagradas. Alguien de Caracas viendo esta reproducción, informado sobre la existencia de pintores y museos de Europa: ¿cómo pudo contemplar las obras de los pintores coloniales que estaban en los templos caracensis? Y ya que estamos entre sus imaginaciones pictóricas, notemos con cuánto interés destaca lo de “los borrones” de Tiziano. ¿Qué orden de inquietud visual despertaban en él esas descripciones? ¿no hay allí un presentimiento de la luz y la forma —celebrables para él— cuando el arte debía ser limitado sólo a lo académico y lo místico?

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VII Traductor de poesía y poeta él mismo, Juan Antonio traspasa los preceptos de la retórica y de la lírica y con un tono muy personal nos habla de la poesía. Años de aprendizaje, de descubrimientos y de acercamiento a ciertos enigmas, le permiten concluir que “la materia de la poesía es todo asunto que se le presente, sin excepción de cosa, ni facultad, ni ciencia alguna. Todo lo abraza porque sobre todo puede hablar con más licencia que los mismos facultativos, porque los poetas son más licenciosos”. Reconoce, como un clásico, que el fin de la poesía es deleitar y permitir la comprensión de algo mediante el verso. Sin embargo, con secreto estremecimiento (y en verdad sólo probablemente para sí mismo) acepta que “la poesía es en su materia una facultad trascendental, que todo lo trasciende y abraza, hasta los Arcanos más altos, secretos, profundos y sobrenaturales del mismo Dios”. Para un espíritu como Navarrete, el conocimiento y la experiencia poética, que rozan los arcanos y todo abrazan y trascienden, no pueden estar lejanos de lo que él considera como mística. En esta esfera existen “términos particulares” que ni siquiera él puede explicar(se). Cuando trata de aludirlos y enumerarlos —buscando sólo despertar el interés de otros sobre ellos— destaca una serie de rasgos que nos permiten presentir el universo de la poesía y el de la mística en una fluida simbiosis. Antes ha advertido sobre los letrados que no saben de los principios de la “mística embriaguez”. Pero entresaquemos algunos de esos rasgos: Angustias. Melancolías. Vía Iluminativa. Vía Unitiva. Coloquios amorosos. Meditación. Especulativa. Contemplación. Irradiaciones. Oscura. Ignea. Toques sustanciales. Pérdidas del Alma. Vuelos del Espíritu. Extasis. Raptos. Suspensiones. Arrobamientos. Deliquios. Desmayos. Apice de la mente. Visiones Intelectuales. Visiones Imaginarias. Hablas interiores. Inspiraciones. Lumen infuso. Vida mixta. Contactos. Noche oscura. Fruitiva. Muerte mística. Sueño espiritual. Sentidos Interiores. Noticias Infusas. Lujuria Espiritual. Obsesos. Posesos. Ilusiones. Ceguera. Negación de sí mismo. Fantasma. Espíritus Dudosos. Languor.

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Aunque él no establece ninguna conexión entre todo esto y el sueño, algunas de sus características podrían —en su intuición— corresponderse entre sí: hablas interiores, lumen difuso, vida mixta, ceguera, sentidos interiores, espíritus dudosos, oscuridad, claridad, langor. Pero el sueño, de acuerdo con lo que le dicta el padre Don Juan de la Torre, es: una cesación de las operaciones externas y quietud de los sentidos externos con que cesan las operaciones sensibles. Sus causas son dos: próxima y remota. La próxima son los espíritus vitales recogidos al cerebro. La remota son los vapores elevados del estómago al cerebro. Son los sueños, esto es el soñar, una inquietud o movimiento de los espíritus vitales en el cerebro, con quietud total y privación de los sentidos externos.

VIII El humor, la ironía y la agudeza de Navarrete lo aproximan a Lichtenberg. También su escritura fragmentaria. Precisamente —mientras no aparezcan sus otras obras— de esos fragmentos con tema religioso, lógico o filosófico saldrán las pistas para comprender su visión teórica del mundo: ya corresponderá a los especialistas seguir las posiciones filosóficas de Navarrete.

IX El Grupo Parva Logicatia (escuela de Filosofía, Universidad del Zulia) ha iniciado desde 1991 un admirable trabajo de rescate para el pensamiento colonial venezolano. Dentro de sus publicaciones valoramos el número especial de la Revista de Filosofía (1995) dedicado a América Latina, el volumen de Lógica del Cursus Philosophicus (1758) del padre Antonio José Suárez de Urbina y la edición crítica de los Axiomata Caracensia. Debemos a Ángel Muñoz García la edición de esta Brevis Synopsis axiomatum philosophorum que acompañó a los Cursus... de Antonio José Suárez de Urbina (1758) y de Francisco José Suárez

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de Urbina (1764). Se trata de una colección de cien aforismos filosóficos. Dominicos y franciscanos —que residían en Caracas desde fines del siglo xvi— parecen mantenerse fieles a los cánones que rigen en España, esto es, conservando una rígida inclinación aristotélicatomista. Hacia 1758 ya han transcurrido siglos desde que Duns Escoto revisara a Aristóteles y abriera las compuertas para que la filosofía, flexibilizando a Santo Tomás, iniciara la ruta hacia Ockham y el pensamiento moderno y, sin embargo, un tiempo congelado parece detenido sobre la filosofía de la metrópoli y sus colonias. No obstante, como indica Muñoz García en el prólogo a los Axiomata Caracensia, este manuscrito —leído, manoseado y anotado en sus márgenes— también contiene sentencias que sugieren oposiciones entre tomistas y escotistas. Ya hemos aludido a la manera como García Bacca encuentra en nuestros filósofos coloniales rasgos y problemas que sólo serían tocados en el futuro. Pero en aquel tiempo inmóvil, la sombra del enérgico Doctor Angelicus prevalece sobre otras experiencias mentales que, si bien no fueron estudiadas en la pequeña Caracas de entonces, rondaban con sus nombres el ambiente. Ya veremos de quiénes eran estos nombres. Lo importante es que en la formación intelectual del momento, el “ser” aristotélico había sido adaptado y limpiado de matices musulmanes por Santo Tomás, para convertirse no en unidad pura y sustancial sino en divinidad que es causa del ser finito. “Al hombre, cuyo fin último es Dios, que excede a la comprensión de la razón, no le basta la investigación filosófica basada en la razón” (Abbagnano, I, 400). “Todo conocimiento empieza por los sentidos” dicta Aristóteles: pero Santo Tomás, al estudiar al ascenso hacia la abstracción, considera a ésta y a la percepción como debilidades racionales ante Dios. Tal vez treinta y cinco años separen la Summa Theologica de Santo Tomás y el Opus Oxoniense de Duns Escoto. Cumbre y decadencia de la escolástica. Como ocurrirá tantas veces en la Historia, ambas obras son un nuevo regreso a Aristóteles: pero el Doctor Subtilis busca restaurar el espíritu crítico, analítico, demostrativo del sistema aristotélico. Quiere que la fe pase a ser

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parte del dominio práctico, como una ciencia singular, pero no superior a las otras. “Quisiera conocer” clama Escoto en su célebre Oración del De primo principio. ¿No concebirá Juan Antonio Navarrete a la teología como un centro irradiante hacia el conocimiento todo? Esto permitiría que vibren entre Navarrete y Santo Tomás y Escoto los nombres desvaídos y abocetados del humanismo, del renacimiento, de la plenitud filosófica moderna: Giordano Bruno, Erasmo, Miguel Servet, Descartes. El fraile capta algo que vibra, vacilando. ¿Vislumbres de un peligro pagano que debe ser soslayado? Volvamos a la edición de los Axiomata Caracensia. Y nada mejor que seguir la introducción de Muñoz García. Según él, la colección de los cien aforismos muestra que ha sido redactada por partidarios de la corriente aristotélica-tomista, aunque algunas sentencias permitan percibir la actitud de otras tendencias, especialmente la escotista. Cosa que a la vez indicaría pugnacidad de Escuelas en la Universidad del momento. Escuchemos a Muñoz García: Como sea, no cabe duda de que nuestra colección ciertamente refleja las opiniones reinantes en la Universidad. Aunque se puede decir que el campo completo de la filosofía, y por más que hayamos dicho también que son independientes de los Cursus, los Axiomata responden fundamentalmente a los temas de aquéllos: Lógica, Física, Metafísica. Hemos señalado en otro lugar que estas disciplinas eran el núcleo del pensum filosófico universitario por entonces. [...] Y añadamos de nuevo que no sólo en el mundo hispánico.

Estos axiomas corresponden a la llamada Segunda Escolástica, de gran fuerza en España, en importantes áreas de Europa y, desde luego, como vemos, en las colonias americanas. La Guía, de carácter medieval, debe estar muy cerca a los Quodlibeta, al uso de auctoritates. ¿No hay en la obra entera de Navarrete una resonancia —versátil, liberal— de aquellos procedimientos reflejados en nuestra guía de axiomata? Esta colección de axiomas, seguramente también manejada —la misma o una copia— por nuestro fraile, ofrece la pauta de una formación, de una circunvolución filosófica. Porque Navarrete, con su espíritu de todas las épocas, no omitió en el hecho de seguir-

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la, apasionarse —ira, placer— por todo lo que la colección dejaba afuera.

X Durante siglos no fuimos escritos dije al comienzo. Ahora puedo confesar que si bien alguien escribía nuestra realidad o no tuvimos durante mucho tiempo acceso a esa lectura o aún no la cumplimos. Lo cual es otra manera de no haber sido escritos. El padre Navarrete realiza las dos cosas: lee todo lo anterior, escribe sobre lo anterior y su presente. Reescribe el pasado, registra el presente, prepara al futuro (nosotros) en sus textos. La imaginación salvaje acude magnéticamente hacia un polo que la convoca y la domina: la pluma, la imaginación del fraile. Así todo el pasado se centra en una imagen: la que construye Navarrete. Pero esa imagen —a partir de su escritura— lo engloba a él. Hoy para nosotros Juan Antonio Navarrete es una imagen imaginante: el centro de un pasado, la prospección de lo que estamos siendo. Él lo sabía. Y no podía o no necesitaba ser enfático para definir su acción y su irradiación como imagen imaginante. En su modo de ver las cosas, sólo se trataba de crear un alfabeto o unas notas: los detalles que hicieran posible una totalidad. Discretamente así lo reconoce, lo anticipa: estas mis Notas, aquí se dirigen a poner con más extensión y claridad, como también con las pruebas no tanto suficientes, cuanto evidentes, los asuntos sobre los que he puesto yo mismo algunas Notas, aunque muy cortas, cuanto lo permitía la margen de los libros; para la inteligencia de los incautos lectores en los autores que tengo prae manibus en mi estudio; y como dignas aquellas materias de ilustrarse más extensamente, me he propuesto trabajar aquí estas Notas, por si se encontrare el lector con aquellas, y tuviere noticias de éstas; o encontrándose aquí con éstas, quisiere ir a ver aquellas y cerciorarse de la verdad.

Delta del Orinoco-Caracas, Diciembre l999-Marzo, 2000.

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II Venezuela: Imagen imaginante

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pensar a venezuela (fragmentos) I ¿Llegaremos, alcanzaremos a ser una Venezuela íntegra? Fuimos siempre tan jóvenes, tan a punto de adquirir carácter, rasgos decisivos, nitidez, que nos acecha el riesgo de continuar siendo una incesante acumulación de fragmentos, de parcialidades, sin integración. Y no nos estamos refiriendo a la cristalización de una “identidad”, de algo esencial, rígido y definitivo, a patrones fijos de conducta (aunque los haya), sino a un perfil humano —flexible, práctico— que estructure nuestro sentido del trabajo, de la responsabilidad y la legalidad; nos referimos a la organización de todo un pueblo para la realización de su bienestar. Nos ha impulsado el deseo de una permanente sustitución y tal vez esa incesante frescura haya sido el tono de nuestra personalidad como país. Planes educativos, instituciones públicas, ideas para el desarrollo de numerosos productos, la utilización del petróleo, etcétera. conducen siempre a un punto donde tales proyectos se frustran porque son sustituidos por novedosas planificaciones que, a la vez, desembocarán en otras. La rigidez colonial reemplazó al disperso mundo indígena. La energía del proceso de independencia fluctúa entre cabezas sin sentido completo y real acerca del país. Y la actualidad no parece más coherente que todo aquello. Así, mientras esa virtual juventud nos consume, mientras lo no orgánico es el cuerpo general de gobiernos, poderes, sistemas de producción, otra jerarquía humana, aunque deriva o se incardina con lo anterior, parece independizarse, nutrirse, hacerse poderosamente coherente, misteriosamente lógica y decisiva y convertirse en una invisible materia totalizadora en la que todo converge y madura.

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Se trata de una forma de unidad social que sostiene desde el habla hasta la familia, desde la sexualidad y la percepción del paisaje, los engranajes económicos y religiosos hasta el amor y la alimentación. Un magma paralelo a las leyes y los ministerios, a las noticias y las ideologías. Algo que emerge desde las sombras de la más remota tradición indígena, negra o blanca y va reflejándose en todas las instancias de la sociedad para nutrirse de sus voces, costumbres, intimidades e imaginaciones. Cuando a partir de 1810 la nación toma las riendas de su propio destino, lo hace, dice Augusto Mijares, bajo una acción deliberativa. Mentes brillantes y deseos limpios van a forjar una imagen total, en la cual la tierra y el alma pueden fundirse armoniosamente. Pocas décadas dura esta decisión y desde entonces la conducción egoísta, prepotente, casi asfixia los breves períodos deliberativos posteriores. Ese cruel proceso de autocracias y estrechas libertades va a establecer un rostro equívoco para el país: sólo vale la fuerza, la imposición, la visión unilateral para orientarnos, y vale, de manera paradójica, porque debilita los asomos democráticos, cuando se debe (se debió) practicar lo contrario. Hemos otorgado demasiada capacidad ejecutiva y responsabilidades al gobernante, en desmedro de las agrupaciones cívicas. En cierto modo, el país no ha sido sino el eco de sus abusos, injusticias y escasos aciertos. Tal vez en la escritura de los historiadores se encuentre mucha de la culpa para esto; al haber convertido ellos su obra, hasta hace poco, en reflejo exclusivo del mandatario, han debilitado la contraparte nacional. ¿No está allí, en ese poderoso núcleo de la improvisación, la desigualdad, la ilegalidad, la irresponsabilidad, uno de los secretos de nuestra eterna juventud? ¿El fondo de este rostro confuso, inestable, siempre a punto de comenzar, que nos define hasta ahora como país? Por eso resulta necesario hurgar en lo que tal careta impositiva no permite ver. Por ejemplo, en la corriente dianoética que atraviesa a la región desde sus orígenes: en su capacidad para practicar la ciencia, el arte, la sabiduría, la inteligencia. En suma: en su creación intelectiva. Otra Venezuela surge entonces, porque en esta visión no se desecha ni lo histórico ni el mal polí-

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tico, pero los acepta como un elemento más de nuestra realidad, toda la cual puede ser comprendida desde el pensamiento, desde la creatividad personal o colectiva. Sin omitir la percepción crítica. Hay, y bastaría un mínimo deseo de acercamiento a ella para reconocerla, una formidable corriente creadora, coherente y diversa, con distintos grados de madurez y profundidad, pero siempre apta para reflejar lo recóndito, lo determinante de nuestras fuerzas más duraderas, una corriente que surge desde energías remotas, adquiere cuerpo con la integración de sangres a partir de 1492 y va, simultáneamente, imitando sus orígenes, cambiándolos, adaptándolos a modos de conducta con los siglos. Como resultado de esas convergencias, tenemos hoy una naturaleza humana hacia la cual asomarnos para observar componentes fijos, variaciones espirituales y sensoriales, conductas, que marcan maneras más auténticas, persistentes y positivas que las señaladas de manera superficial por los manuales de historia. Vislumbrar tales realidades nos impulsa a percibir desde sus propios puntos de vista: aquellos que se iluminan como formas de ser, como enlaces de comportamientos, como límites entre la felicidad y el sufrimiento, como estratos en los que el pasado y el presente se funden, en los que la vigilia y el sueño se interpenetran, en los que la sensibilidad se objetiva en ritmos, palabras, colores, conceptos; estratos en los que las condiciones materiales de la existencia reciben la aceptación o el rechazo de su equivalente anímico. Dicho de otro modo: podemos percibirnos a nosotros mismos desde la agudeza mental o desde las penumbras de lo presentido, no descartando factores y facetas de nuestro ser, sino asumiéndolos como revelaciones y enigmas. Tal vez los rasgos de nuestra sociabilidad no se definan nunca de forma absoluta o no se detengan en una tipología precisa. Pero, por ello, en sus intermitencias —vacilaciones y realizaciones— podemos vislumbrarnos como concreciones de una ética, de un pensamiento que busca el bien común o la comprensión y la compensación de los errores; como una deseada práctica que ponga de manifiesto los nudos y enlaces que han sostenido nuestro transcurrir. Las leyes —tan frágiles y cambiantes aquí—, la educación, son sin duda segmentos de esa aspiración al bienestar. Pero su exce-

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siva dependencia del inexorable problema político les resta autonomía y efectividad. Quizá hayamos adquirido grandes destrezas técnicas y sin embargo permanecemos en fases elementales de la formación ética. Pero, misteriosamente, es desde esa perspectiva del pensamiento y la sensibilidad morales que surgió en paralelo con ella, la actitud deliberada hacia la creación entre nosotros. No necesitamos revisar aquí el proceso seguido por el artesano colonial que desembocaría en las libertades de la pintura; ni la confluencia de los milenarios tonos indígenas dentro de la amalgama europea, que iba a dar carácter y sabor a nuestra música. No es indispensable hallar la metáfora audaz y autónoma que salta desde el sermón al texto patriótico o al poema romántico: con todo ello se crea el suelo propicio (y muchos de sus más altos exponentes) para que la creatividad de los artistas —anónimos, solitarios, gradualmente integrados a la parafernalia social y política— siga acompañando, reflejando, estructurando, orientando el sentido último de toda una comunidad. Dentro de esa espiral nos hemos colocado para relacionar sus movimientos y giros, para aislar algunos detalles, para iniciar la posibilidad de una observación amplia. Sólo nos hacemos preguntas ante esa inmensa corriente de fuerzas temporales y espaciales. Las respuestas quizá sean sugeridas por el reconocimiento de la espiral misma o por las asociaciones que ella nos permita establecer con sus segmentos. Ya mencionamos el carácter enigmático del flujo; añadamos que no es indescifrable. El país posee suficiente realidad como para que aceptemos la certeza de su transcurrir ético. El mismo se oculta o se muestra en expresiones estéticas radiantes junto a alusiones y sugerencias que tal vez nunca terminemos de captar o de interpretar.

II No importa en qué estado social se encontraban nuestros habitantes primigenios. Lo indudable es que poseían hábitos alimentarios, tabúes para sus relaciones, tradiciones artesanales, un agudo sen-

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tido del ambiente, inventiva arquitectónica, creencias religiosas, ritos. Y una gran variedad lingüística entre el Orinoco y los Andes. Frente a ellos surge, de súbito, el poder de la estremecida España. Navegantes, armas y nuevos animales. Rígidas actitudes, una estructura religiosa implacable, otra lengua. En medio de la violencia se inicia la inmediata aparición de niños con nuevos rasgos. El universo autóctono ha sido interrumpido en su transcurso. Huida, sometimiento, rebelión, palabras, costumbres comienzan a levantar otro modo de subsistencia. Quien no adopte la novedad o la burle, perece, es castigado. ¿Y los que llegan? Desconfían de todo. Les costará años descubrir que esta realidad carecía de noticias en su mundo. Nada habían tenido que les hablara de lo encontrado aquí. En el primer momento, Colón habló de la “tierra de gracia” y esta bendición —aguas, perlas, poder— les sembrará ilusiones, obsesiones. Pero no tardarán en comprender que ni siquiera su idioma les sirve y que para precisar las cosas deben adquirir un vocabulario distinto. Aunque comiencen los grandes viajes de ida y vuelta, el mundo propio de quienes llegaron también se ha interrumpido. Habrá un suspenso de cien años, por lo menos, para que la maquinaria del poder ejerza con fluidez. Y para entonces aquellos, los que llegaron, ya no son los mismos. El español, en tanto que hombre colonial, según Manuel Granell, afronta “la pérdida de su mundo”. Otra irrupción, otra interrupción acaece en medio del proceso de aceptación y choque que realizan los anteriores grupos humanos: la aparición del africano, que también ha sido obligado a fragmentar su milenario modo de existir. En el fondo, todos han accedido a una “lengua madrastral” (Briceño Guerrero), en la que resuenan las antiguas lenguas maternas. Una novedosa sociedad emerge desde esos siglos: nosotros. A las constantes humanas que se pierden en la inmensidad del tiempo, debemos añadir, como componentes determinantes esas interrupciones que aún circulan, sin resolverse, en nuestra conducta. Algo que permanece en expectativa, que tal vez constituya una primera fractura y que probablemente impulse el inmaduro deseo del venezolano por la novedad. (A mediados del siglo xx, Ángel Rosenblat observa que en la sociedad venezolana, como en la de Brasil, se “está creando un

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tipo de población uniforme sobre la base de la mezcla de todos sus habitantes”, lo cual no deja de ser un matiz consolador para la prolongada herida de las fracturas aquí aludidas). Si el desarrollo de nuestro pasado no concluyó orgánicamente, debemos acelerar de manera enfermiza todo nuevo tiempo (todo nuevo pasado) hacia su conclusión. Lo tradicional no debe sostenernos, porque traiciona. La continuidad puede engañarnos. Hay que cambiar a tiempo. Y si ese cambio está determinado por factores externos, mejor.

III En Cuento de Venezuela de Guillermo Meneses, alguien se pregunta si tienen alma los indios, los negros, los hijos de éstos que provienen de la mezcla con el español. Y si esa alma es equivalente a la del blanco. Como todo indica una diferencia física y tal vez psíquica en ellos, no resulta ilógico pensar que también el alma de la nueva creatura está incompleta: posee algo incierto, su estado es dudoso. ¿No se prolongará subrepticiamente, por siglos, la gran duda acerca de la cualidad del alma originada así? ¿Acerca de su extensión o duración? ¿Acerca de su inferioridad, de su capacidad para reflejar al dios cristiano, al absoluto, y, por lo tanto, a la complejidad de lo real? Quizá desde el predominante e impositivo flujo religioso —había un alma del blanco; hay otra del criollo: de nosotros— la diferencia pudo pasar, de manera no siempre consciente, a la vida social, a toda la red social. Algo era seguro: los ritos, tradiciones, cosmogonías y creencias indígenas retrocedían hacia el olvido, lo desechable, lo débil —tal como había ocurrido con la cultura negra—. No solo era condenable mantener vigente aquella línea emocional, sino que debía ser castigada, disminuida, eliminada. Dudar, preguntarse por su validez era admitirse incompleto, prescindible. ¿No pudo originar tal duda, entre nosotros, marcadas convicciones de autocrítica, de negativismo e inseguridad? Por lo menos tres siglos pasarían antes de que, tímidamente, comenza-

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ran a valorarse nuestras lenguas indígenas. Tal vez como un eco de las comparaciones que el estudio del sánscrito ponía de moda en el mundo; y aun así, como un simple dato ingenuo y lateral. No es impensable notar que las consecuencias de aquella duda —aunque un terreno mental ya ganado nos aleje hoy de tales preocupaciones— sigan proliferando en el área de la personalidad del venezolano donde esa discusión pueda centrarse con mayor vigor para herir: en los predios de la inteligencia, de la capacidad creadora. Durante siglos, ¿cómo se comparaba el zambo con el criollo y este con el español? El estilo de vida autóctono, la novedad del negro, el poder del blanco remitían a gradaciones del alma. Dios estaba en ellas de manera diferente, aunque oficialmente se pregonara —y hasta se reconociera— la igualdad espiritual. Pero, por ejemplo, ¿podía ser tan perfecta la imagen de Dios traída en un cuadro desde España como la que aquí imitaba un pobre artesano? Si el centro esencial parecía repartirse de distinta manera en los diversos colores humanos, ¿no guardaba una cercanía superior la imagen creada allá por artistas blancos con el dios? ¿Qué restaba de Dios en la obra del artesano indígena? ¿Cuáles territorios irreductibles fueron quedando —sospechosa o involuntariamente secretos— acerca de la calidad de la obra y de su identidad con el original? (Y no queremos tocar aquí el vínculo entre este hecho y la irradiación de la imagen que llegaba, ungida de un poder imperial evidente). Así, las consecuencias de esta duda tal vez nos aquejen todavía. Por un lado, reconozcamos que en todos los tiempos y lugares la fascinación por lo azarístico y la superstición ha sido una tentación. Aquí, eso se tiñó con las creencias míticas del indígena y del negro y con la compleja fe del español. De tal modo que el cultivo o la búsqueda insistente de los efectos del azar, de las ambigüedades de la superstición, bien pudieran ser una huella de aquella indecisa condición de nuestra alma. Como una refracción de esto último, también podemos añadir cierta inclinación a perpetuarnos en lo inconcluso (estudios, planes, proyectos colectivos), en la improvisación (al conversar, al ofrecer, al gobernar) y en la supersticiosa aura con que, entre nosotros, se rodea al poder, a los gobernantes.

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Sin embargo, por otro lado, la resultante más terrible de aquella duda metafísica podría encontrarse en nuestra necesidad de ser aprobados por autoridades —séanlo o no de verdad— extranjeras. El territorio de la creación, de lo estético, abunda en muestras al respecto. Aun el artista más original y trascendente no logra ser evaluado positivamente por la colectividad culta a partir de su sola creación. Es necesaria siempre la noticia de afuera, el premio o la crítica sostenida por ojos ajenos para que comencemos a admirar lo propio. Claro que hay excepciones al respecto, pero sirven para confirmar nuestra inseguridad. (Estrictamente en el campo artístico, de aquí puede desprenderse el panorama relativo a los impulsos, recomienzos y vacilaciones de una crítica especializada en el país. También, para anotarlo de una vez, el reconocimiento de que no todo lo que ha derivado de aquella duda ha sido estéril entre nosotros).

IV En algún momento que se extendió entre los 1000 años antes de nuestra era y 1500 a partir de ella, artesanos de muy alerta sensibilidad y de gran dominio técnico manejaron la arcilla para representar seres humanos. Miguel Arroyo encuentra, en quienes trabajaron hacia la zona de Trujillo, una cultura de alto nivel, ya que no es imaginable, ni desde el punto de vista de la invención o del diseño ni del de la complejidad de su realización, que obras de tanta calidad puedan ni siquiera ser pensadas sin una experiencia creadora y artesanal de muy prolongada y seria trayectoria.

Menos elaborada resulta la serie de las Venus, creadas en la región de Valencia. En 1946, Gilberto Antolínez publica su obra Hacia el indio y su mundo, donde les dedica un fragmento estremecedor. Para Antolínez, en esas figuras yace “un magno femenino símbolo”, surgido en la proximidad de la laguna —”ovario y placenta

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de la cultura indígena”— que une la vitalidad de la magia y lo funerario con la Madre Biológica: en un símbolo de la Natura naturans: de la Madre-futura, de la Madre como voluntad de potencia y de la Madre como voluntad de futuro. [Invita el autor a contemplar en esas figurillas] la pomposidad de sus caderas, el estiramiento doloroso de su vientre, el enarcamiento angustiado de sus cejas en función de creación [...] la menuda fragilidad de sus erguidos senos, apenas insinuados, porque la mano alfarera quiso decir que aquella Madre prosigue siendo virgen y proseguirá eternamente siendo Madre [...].

Y aunque Antolínez —o quizá por ello— sugiera que esas figurillas no poseen el refinamiento de la esteatita china o japonesa o de la griega tanagra (y tal vez, tampoco, la condición de exquisita abstracción que Arroyo revela en la fuente de las serpientes trujillanas), contienen sin embargo la majestuosa seguridad de la Mujer que se sabe Centro del Mundo, pivote de la historia, necesario vínculo, necesaria experiencia, necesaria vivencia. Por eso, con orgullo posa ampliamente sus manos sobre la rotundidad del anca, que sabe poderosa a resistir la laceración del parto tanto como la acometida sádica del macho; y por eso abre en arco las piernas fuertes y jugosas, porque sabe que entre ellas la más segura vanidad del hombre ha de salir deshecha y derrotada [...].

Llega Antolínez a vislumbrar en esa Madre Centro del Mundo no solo un punto de convergencia del remoto pasado indígena, sino de toda la historia vivida en el continente. Lo arcaico, lo ancestral se funde con el futuro en ese poder maternal en el cual resuena la tierra, lo vegetal y lo instintivo, como en la “noche del cosmos ininteligible”. Poder que atesora la irradiación social, lo más secreto de una cultura. ¿Nada de esto sabía el incógnito artesano? ¿O en él se proyectaba la certeza colectiva de una intuición profunda acerca de los orígenes y su continuidad? Dos rasgos podemos derivar de esas Venus arcaicas y poderosas, tal vez talladas en la arcilla como si sólo hurgando en la

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materia pura pudiera ser desprendida, liberada su forma insistente. El primero, tal como lo revelaría el escultor Francisco Narváez al domar la piedra siglos después, es que sus gestos, actitudes físicas y su aura amorosa no corresponden únicamente a la imagen robada a la noche inmensa por el ceramista milenario, sino que esa mujer de rasgos indígenas (o negroides y criollos, con el tiempo) sigue ocupando los espacios del país: está en las grandes ciudades, a la orilla del mar, en las últimas selvas, en la casa lujosa o en el humilde rancho. Lo segundo es reconocer cómo en la prosa y los conceptos de un investigador singular, Alejandro Moreno, la Madre Biológica, la Madre Futura de Antolínez, ha girado para cubrir a la sociedad venezolana toda, con inflexiones tan vitales, que quizá no haya elemento de nuestra realidad psíquica que no le corresponda plenamente. Parte Moreno de un estudio realizado en 1974 por el psiquiatra José Luis Vethencourt, en el que encontraba el valor Madre como centro de las relaciones humanas, culturales, históricas y sociales del venezolano. “Una familia, por tanto, con una estructura matricentrada, producto de la transculturación producida por la conquista y colonización españolas, en un principio, y la neocolonización económica después”, concluye Moreno. Para éste, esa familia es un modelo propio, no una derivación atípica de la familia tradicional occidental. El español destruye los tipos de familia indígena —debieron ser diversos, según las zonas y las etnias— y durante los primeros años de su acción en el país, los varones españoles y los nacidos aquí, ocupados en guerrear, se dispersan. Quedan los núcleos de mujeres con un “padre itinerante”. “La madre popular llega, pues, a nosotros, como mujer-sin-hombre, mujer-sin-pareja, madre-sin-padre”. Lo que ha ocurrido no se corresponde, según Moreno, con la común idea de mestizaje. “Más bien, parece una creación novedosa en el conjunto de circunstancias históricas desencadenadas por la conquista”. Pero para Moreno la familia matricentrada no significa familia matriarcal: el poder materno es lábil y se irradia dentro del círculo de los hijos, no sobre el padre o los otros hombres. Es más, en cuanto padre, el hombre es una ausencia permanente. “En lugar de matriarcal, la califico como matrial y en lugar de matriarcado

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prefiero hablar de matriado”. Estructura familiar que no solo corresponde a la de la clase popular sino también —aunque parezca menos evidente— a la de la clase media y la alta. El rol de la mujer consiste aquí en encarnar la madredad. En nuestro pueblo no existe la mujer sino la madre. Esta no vive para la feminidad: “no hay espacio para la mujer-género ni para la mujerindividuo”. Lo cual determinaría en el hijo varón —como defensa contra el incesto y la homosexualidad— la presencia del machismo patrigenético y el machismo matrigenético. Observa el autor que con la expansión de la industria petrolera, la migración hacia las ciudades, el trabajo de la mujer fuera de la casa y cierta paternidad incipiente en el hombre joven, pudiera haber asomos de un cambio en la familia matrial, pero no como pauta de su desintegración. Arroyo, Antolínez, Narváez, Vethencourt, Moreno: por motivaciones diferentes y, tal vez, sin que ninguno de ellos hubiese sido consciente de la imantada y milenaria atracción de unas Madres de arcilla, repartidas en las tierras altas de las montañas andinas o en las mesetas centrales, pero probablemente siempre próximas a alguna laguna, han obedecido, todos ellos, al impulso de comprender, imitar, celebrar la enérgica línea estable de nuestro transcurrir mediante esas imágenes. Como apunta Antolínez, aún hoy podemos contemplarlas en su aislada aparición, dispersas en el vasto territorio del país. ¿Fueron creadas para su aislamiento? ¿Pertenecían a agrupaciones que las relacionaba con un simbolismo particular? ¿Fueron siempre la Madre separada? ¿Está tras ellas nuestra ingenua búsqueda de “autoridad” paternal? ¿Nuestra fascinación y debilidad ante el poder de los líderes políticos?

V Tanto los núcleos adinerados y prestigiosos como la emotividad popular se centran entre 1492 y el siglo xviii en un factor de unidad: la fe religiosa. Sea que dentro del clero haya figuras puras que encuentran su réplica en la sociedad, sea que la iglesia represente la mayor estabilidad para la inversión económica (por sus alcances,

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su dependencia directa del rey, de Dios), el cristianismo concierta y solidifica la vibrante diversidad de nuestra población. Hasta la propia declaración de independencia estará encabezada por una invocación al Altísimo. Cuando el héroe, visionario, audaz, puro, espléndido, atrabiliario, cruel, dictatorial, frustrado, concluya su gesta, habrá ocupado el lugar esencial que se reservaba al poder divino. Si bien en vida se le combate, se le traiciona y se crea un pensamiento contra él —pensamiento básicamente económico y religioso— el vacío que sigue a su muerte solo podrá ser llenado con su glorificación. La imposición religiosa ocurrida durante tres siglos alcanza su exacerbación y su cenit con la guerra de independencia. Después de ella ni Dios ni la religión volverán a ser lo mismo entre nosotros. La divinidad circulaba dentro de los estratos de la población como una parte de nuestro ser. Pero aunque los patriotas no dejan de ser cristianos, contra ellos el poder económico levantará una acusación insalvable en aquellos años: han traicionado la fe, por lo tanto son satánicos. La gran masa popular, desde luego, es la que siente, padece y admite con mayor intensidad esa visión. Claro que hay conductores intelectuales (José Domingo Díaz, por ejemplo) y religiosos (Narciso Coll y Prat) y militares que determinan las reacciones de aquella, pero lo que la revolución ha herido es la creencia profunda de un pueblo y este se inclinará a la defensa de Dios. La revolución representa un nuevo —y quizá débil— camino hacia la fe, nimbado de ecos filosóficos contemporáneos. Pero criollos importantes, jefes militares españoles y vernáculos y la vasta población venezolana no lo acogen. Tras la religión se esconde la tradición social, el poder imperial, el bien. Al destruir el país que existía, la guerra se lleva también el eje más coherente de la sociedad. Dios ha sido asesinado. Gradualmente, quien lo ha exterminado comenzará a ocupar su lugar; de forma especial, en los extremos de la nueva sociedad: los fundadores, conductores, y la eterna población ignorante. Próximo y humanizado, perfecto y vidente, el héroe encarna el grado tolerable de la divinidad. Y desde entonces, así ha permanecido para el país.

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Sólo que a medida que transcurren los siglos un efecto paradójico parece envolverlo: si bien con su fantasma el héroe puede representar nuestro más sólido rasgo de continuidad, de coherencia, está condenado a ser nuestro pasado, a petrificarse en una fe que lo impone como algo inalterable. A esto se opone, y tal vez no podamos advertirlo con facilidad, la acción misma que en su momento el héroe cumplió: su gesta constituye nuestra segunda interrupción: así como siglos antes fue cambiado un mundo originario, así él ha destruido otro. Lo que parecía más firme —¿Dios?— también fue desplazado. Interrumpir condujo a un nuevo comienzo. El héroe aparece como inamovible en su pasado, pero su huella en la vitalidad cotidiana nos impone la ley de lo que no debe continuar. Necesitamos recomenzar siempre, desarticulados bajo la sombra de esta paradoja.

VI En su Breve introducción a la pintura venezolana de 1966, considera Miguel Arroyo que “el venezolano es un pueblo eminentemente visual”. Y continúa: “Quizás esto explique por qué a todo lo largo de nuestra historia la pintura ha sido el arte que ha logrado mayor capacidad de conmoción, una continuidad y un proceso ascendente que no han tenido las otras artes”. En cierto modo tiene razón, por la coherencia y las cambiantes perspectivas con que nos hemos explorado, idealizado o criticado desde la pintura, el dibujo, la caricatura. Pero, contemplado desde hoy, notamos que nuestro proceso creativo no solo posee un importante desarrollo plástico. Poetas, narradores, ensayistas, músicos, arquitectos, científicos, dramaturgos, cineastas aportan al país parcelas que definen su carácter con no menor profundidad. Hay, sin embargo, en la pintura algo que la ha convertido en singular centro de atracción para toda la sociedad venezolana. En parte porque las iglesias y las casas familiares, durante el siglo xix, contribuyeron a que las imágenes (religiosas, retratos, escenas épicas) dignificaran la cotidianidad; en parte porque la educación artística, a partir de entonces, y la aparición de pintores recono-

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cidos, agrupaciones de creadores, publicaciones bien ilustradas, etcétera, atrajeron la atención de un público cada vez mayor. Con el siglo xx, de nuevo la formación plástica, las exposiciones, la actividad pública de los artistas, se hacen parte de nuestra vida social, hasta que a mediados de la centuria, salones, premios, polémicas, publicaciones especializadas, crítica y un mercado significativo, convierten a las artes visuales en núcleo de gran popularidad. Al lado de artistas de difusión mundial, cada región posee sus creadores populares, cuya obra no es menos seria, auténtica y llena de tantos hallazgos temáticos y formales que justifican también su eclosión y su difusión. En síntesis, como lo concebía Arroyo, somos un pueblo inclinado altamente a la percepción, al goce, a la exploración y la expresión imaginaria de lo visual, traducido todo esto en el uso del color, la línea, el espacio, las formas, las materias. Imaginería sagrada y popular, paisajismo, memoria de antepasados, de amantes y seres admirados, efigies de políticos, escenas de la vida hogareña, secuencias de la calle, búsquedas abstractas, instalaciones, ejercicios con sustancias de la cotidianidad, inmersión en los prodigios de la luz y el movimiento, todo, al parecer, ha seducido el ojo de nuestros artistas y, por lo tanto, si hay algo dentro de lo cual surja la emoción, la sensibilidad y el pensamiento del venezolano sobre sí mismo, es en su pintura, cualquiera que sea el lenguaje, la técnica, el instrumento o el influjo internacional —en expresión y medios— que la afecte. Bastaría, entonces, con recorrer una obra aislada o las colecciones que guardan nuestros museos, para que de allí surja un lenguaje, un trozo de nuestro espíritu, una callada, pero elocuente definición de lo que hemos venido siendo. Y hasta ahora también la agudeza mental ha acompañado a esas obras, con el ejercicio del testimonio, de la explicación biográfica, de la comprensión, del análisis crítico acerca de ellas. Nuestra bibliografía al respecto es también valiosa. No necesitamos aquí recontar el transcurso del dibujo, la pintura, la escultura y el grabado en Venezuela; tampoco sus ejes expresivos, sus logros estilísticos, sus cimas de originalidad, las influencias del arte extranjero; ni discutir la empresa de darle organicidad a todo ello, cumplida por nuestros críticos y estudiosos.

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En cambio, queremos buscar aquellas obras y algunos momentos en que, paradójicamente, es la materia misma del arte —indiferente en principio a su vínculo social o histórico con lo inmediato— lo que propone un raro estallido de correspondencias no siempre advertidas. Para esto, comencemos con un cuadro de Juan Lovera (17781841). El artista, formado en la práctica misma de la pintura, fue adquiriendo renombre y responsabilidades sociales a medida que se establecía la república. Al contemplar la copia de un autorretrato suyo, Enrique Planchart dice: “Su fisonomía aguda y un tanto sensual, no concuerda mal con el carácter entusiasta y generoso que puede atribuírsele por los datos de él que se conservan”. Quizá Planchart se refiere a una versión sobre el original del pequeño autorretrato, creyón sobre papel, que hoy conserva la Galería de Arte Nacional. Lovera es famoso por las imágenes que nos ha dejado de las más importantes fechas patrias, de cuyos acontecimientos parece haber sido testigo directo. También por la serie de retratos que hizo desde 1813, muchos de cuyos modelos fueron sus amigos. Al parecer obras suyas recorrieron las Antillas. Y hacia 1850, Frederick Melbye, quien viajaba a Caracas con Camille Pissarro, adquiere algunos de sus cuadros. Quizá aquel pequeño autorretrato de Lovera haya sido realizado en la segunda década del siglo xix y sigue siendo considerado como el primero en la historia de la plástica venezolana, aunque de manera indirecta bien podemos considerar que algunas incisiones en nuestros petroglifos de hace milenios querían representar simbólicamente a su hacedor así como entre los ángeles y siervos de los retablos coloniales algún artesano pudo colocar su propia faz. Ese hombre, ágil, “entusiasta y generoso” es quien pinta hacia 1830 el retrato de Lino Gallardo (1773-1837). Nacido en Ocumare del Tuy; músico y activista político, recibe éste la sospecha y el honor de haber realizado la música para la Canción americana. Comerciante, dueño de esclavos (todavía el año de su muerte vende a uno de ellos), fue también docente, conductor de una academia de canto. En el retrato pintado por Lovera, la composición se apoya sobre un ángulo, una hoja de papel, en la que está caligrafiado cierto fragmento de la música que le dio fama, la Canción americana.

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A partir de su autorretrato tenemos la constancia de que el artista se inclinó hacia la reproducción o la interpretación de los rostros de quienes lo rodeaban. Los críticos han destacado la personalidad, la vitalidad del carácter y los rasgos fijados y la particularidad escenográfica con que se nos habla de cada modelo. Porque, en efecto, la serie de retratos va afinándose psicológicamente a medida que se desarrolla; en ella se otorga energía singular a los gestos, la pose, la actitud. Sobre los fondos de matices oscuros, la paleta de Lovera es sobria; sus personajes visten con elegancia y nunca ventanas, muebles o cortinajes los opacan. Un elemento es constante desde la época de su autorretrato: los cuellos refinados de las camisas, los nudos de las corbatas y el chaleco. Bien pudiéramos decir que, alrededor de los rostros y las personalidades cambiantes, a pesar de su diverso diseño, estos elementos permanecen fijos; decir que, situado el rostro y el conjunto, hallada la propiedad psíquica del modelo, Lovera fantasea, actúa con libertad o con decisión propia en ese triángulo inferior que sostiene al rostro, o expresado de otro modo, al alma del personaje. Si durante la creación del cuadro ha sido responsable por el parecido y los emblemas sociales del modelo, al llegar a ese triángulo de decisión personal, el artista libera su improvisación, su energía contenida, su habilidad para el trazo propio, su modulada gesticulación. Así veremos, a lo largo de años, cómo Lovera sostiene los rostros, y los destaca, sobre dicho triángulo, en una gama que va del blanco al crema, de la claridad al toque oscuro, de los tejidos transparentes, de la seda y el algodón, a los bordados y a los matices neutros. Todo esto dentro de un pendular que, seguramente, recogía el cálculo conciso de cuanto quería dibujar y la ocurrencia fantasiosa aplicable al temperamento del cuadro. ¿Buscaba significar algo especial el artista con el trabajo de esta sección o la decoración del triángulo claro es, en cierto modo, producto del azar? Lo palpable es que, en la obra del artista, los matices lumínicos de dicho triángulo llegan a su clímax en el retrato de Lino Gallardo. Blancos apenas sombreados, un vibrante amarillo de bordes anaranjados, forman una mancha autónoma en la que, a primera vista, los matices se funden y revelan una ola de color enérgico que oculta los detalles del lazo, el cuello, los botones.

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La más elemental explicación nos diría que el modelo lucía un traje similar o que el alegre humor de Lovera quiso celebrar con tales tonos al amigo músico. Pero, como acabamos de decir, entre los numerosos retratos hechos por el artista sólo en este cuaja tal explosión cromática. Como si en su derecho a la libertad expresiva o en su inmersión en lo fantasioso, el pincel mismo hubiese guiado la mano del creador hacia tal acorde colorístico. Hay allí una necesidad de contrastar lo umbrío del cuadro, podríamos también aducir. Y así es. Pero de nuevo vale preguntarnos por qué, dentro de tantos rostros pintados, solo aquí ocurre esta conjunción. Y para responder debemos sumergirnos en el pozo de oro que atrae la atención, sin olvidar que ese efecto es sólo posible por el rostro moreno, el traje sombrío y los fondos oscuros que lo rodean. Entonces tal vez la mancha dorada comience a significar por sí misma, como si la pintura se centrara en ella (cosa que no es así), para otorgarle una rara jerarquía. Y entonces podríamos sentir que el pozo tiene dos faces: la que el pincel dirige hacia el alma del pintor y la que se hunde en la imagen del modelo. En el primer caso, el oro es un tributo del creador: con su esplendor celebra al otro, llena de luz la imagen, porque es la escritura de una admiración. Lovera viste de claridad el pecho del amigo, lo exalta ante sí mismo para que también quienes observen el retrato sientan y reconozcan esa admiración. No hay duda de que este homenaje debió ser puro, sincero; que es la síntesis del afecto, de la valoración espiritual más íntima. Y que también de este modo, el trazo encendido consagra un valor social que gira dentro del alma del pintor (y del modelo): la convergencia hacia un credo político que ambos han practicado durante décadas con fervor. Hasta aquí podríamos seguir la dirección consciente que conduce a la materia pictórica, tal como lo cree Lovera, y que le permite establecer este lenguaje afectivo. Pero a la vez el súbito estallido de los tonos, precisamente dentro de este retrato, ¿no insinúa que tanta energía lumínica es un esfuerzo marcado por destacar dentro de la superficie total del cuadro su fascinante carácter? Modelo y pintor están viviendo en una nueva sociedad, plena de libertades y abierta como nunca al sentido de la igualdad, de la justicia, en la que el esclavo ya no debe existir y los derechos de

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hombres y mujeres poseen valor absoluto. El énfasis de blancos y amarillos debe fluir con naturalidad social en cualquier retrato, como el de otros colores, cuando un artista está habituado a emplearlo. Lo curioso es que ese rasgo no es característico de Lovera. Entonces, algo nos inquieta: ¿no ha habido una vacilación, una reconsideración en el alma del pintor? ¿El triángulo dorado surgió con espontaneidad al ser trazado o es resultado de una cuidadosa elaboración? Como quiera que haya sido, quizá la exaltación del modelo mediante este recurso también indique su contenido opuesto: para el artista, Gallardo posee algo que le resta superioridad (¿su color, sus oficios?) y Lovera necesita fortalecer su imagen: un toque de oro que compense otras cosas, una luminosidad que disimule la piel, el cabello. Pero, como apuntábamos, la otra faz del pozo dorado quizá se conecte con lo que del alma del modelo atrapa la pintura. ¿Qué originalidad posee el talento de Gallardo? ¿No ha mantenido las estrofas de aquella música francesa en que apoyara su Canción americana? Para su amigo y vecino, ¿realmente es él un gran músico? ¿Es posible que un verdadero artista se comporte como otro ser cualquiera? ¿No ha mantenido esclavos, siendo él negro, como tantos otros poco afectos a la nueva república? Quizá el chaleco y la camisa resplandecientes, en su contraste con el resto del cuadro, asuman un valor de síntesis: allí converge no solo la sabiduría pictórica del creador sino también un cauce social que ha atravesado los siglos del país: en esa materia visual se mueven contradicciones éticas, contrastes sociales, oposiciones humanas aún no resueltas. Vislumbra Manuel Quintana Castillo en su texto “Pintura venezolana del siglo xix” sobre los personajes de Lovera: “más que visiones objetivas y concretas, parecen seres imaginarios surgidos de la intuición”. Pensemos, en fin, que ese triángulo puede no aludir a ninguna de estas interrogantes. A menos que recordemos el texto de Miguel Arroyo citado al comienzo, en el cual también se dice acerca del artista: “Su pintura es como un vidrio en el que estuviese reflejada una imagen”. Giremos ahora nuestra percepción hacia otros momentos y obras de la plástica venezolana.

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Por lo menos hasta hoy el paisaje es parte constitutiva de nuestro ser. Desde siempre, la naturaleza nos ha envuelto con su prodigiosa variedad como otro claustro materno. Y con ella, hasta la miseria, el desorden o la belleza de los poblados mantuvo permanentemente un diálogo vital. No hay duda de que el habitante autóctono vivió en profunda simbiosis con su ambiente. Aunque reconocida de forma temprana por guerreros, viajeros y cronistas, su presencia solo comienza a asomar en nuestra pintura a mediados del siglo xix, a diferencia de algunos poemas en que se la cantaba desde siglos atrás. Y en las primeras décadas del siglo xx se impone como expresión estética casi obligatoria. Lamentaba Jesús Semprum que nuestros grandes artistas del siglo xix no se hubiesen inclinado hacia la pintura de paisaje, pero quizá lo que iba a ocurrir con esta expresión requería de una amplitud perceptiva infrecuente. Aunque aquéllos hubiesen tenido gran talento y adecuada formación académica, el impulso hacia la inervación de la naturaleza era aún débil. No vamos a explorar aquí los remotos vínculos para tal empuje; pero la actitud positivista de numerosos intelectuales criollos del xix debe estar en sus raíces; así como la aparición de una literatura “criollista”, que quiso pintar, con cierta premura, escenas y tipos del campo, de tierra adentro. Un estremecimiento académico, estudiantil, también confluye al mismo cauce: el tardío eco de la pintura al aire libre cultivada en Europa lleva a los jóvenes a rechazar la educación programada y a elegir nuevas visiones plásticas. No pasa desapercibida la superficialidad de esta actitud y Semprum mismo la ve como una afición estrecha. Pero dentro del Círculo de Bellas Artes (fundado por un grupo de artistas y escritores en 1912, cuya labor “comenzó hacia adentro, replegada en sí misma, circunscrita al trabajo diario” según Fernando Paz Castillo), anota Semprum, hay quienes pintan ahora por “causas profundas e ineludibles”, tratando con “urgente premura de trasladar a las telas la opulencia de las luces del trópico”, de tal manera que “las luces solares, agrias, crudas, violentas, desconcertantes” pasen a la superficie encantada del lienzo. Semprum destaca a Manuel Cabré (1890-1984), quien pinta entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde, esa luz “ruda

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y agresiva en sus efectos”, con su “integridad áspera y salvaje”, porque “sabe poner el alma donde sus predecesores ponían solo pinceladas: aquellos cerros tiemblan en la reverberación del mediodía; aquellos árboles se esponjan en la atmósfera luminosa, ebrios de oxígeno”. Y al hacerlo su prosa parece un presagio de lo que, casi inmediatamente, Armando Reverón (1889-1954) llevaría al paroxismo: no solo la aventura de vivir y ver el aire libre, de desafiar las formas para que la luz sea la forma única, libre también, impredecible, sino para que la construcción visual sea el reflejo del alma cambiante del artista, de sus facetas irreductibles, porque en ellas cabe la unidad infinita de los otros seres. El paisaje que con Cabré va convirtiéndose en la otra faz de nuestro arte, se transfigura con Reverón en misterio lumínico donde se escribe una historia psíquica, improbable y sin embargo física, cuyos nutrientes son la mirada, el gesto, la ruta que va y viene del paisaje, elementos de un impulso más amplio y terreno: el de la creación libre, del pensamiento indetenible, de la otra sustancia social. Tal vez porque en aquellas décadas de sombra y perversión política la única protección presentida por el artista para sí mismo y para su entorno humano está en la coherencia, la profundidad y la revelación del lenguaje visual. La inmersión cumplida por Reverón en su búsqueda de expresión para significantes sociales que quizá él solo no hubiera podido definir, se sostiene como un imán que atrae a todo el país. Y la fuerza de sus alusiones es de tal calibre que irradia hacia otras esferas de la tensión visual: hacia la comprensión del paisaje desnudo de su diaria opulencia, hacia la ejercitación de un erotismo complejo, no imaginado antes por nuestros creadores, hacia una intuición de lo que la máscara política oculta, hacia una exigencia intelectual ya no postergable por los artistas futuros. La sobriedad instrumental de la pintura, en Reverón, reúne una historia ambigua (e indecible) que es, a la vez, la de su propia creación y la de un largo momento de opresión humana que logra, ante ésta, estallar como libertad. (Un raro paisajista trabaja no solo dentro del grupo de amigos de Reverón sino que guarda la huella estilística de éste en algunas de sus obras: es Federico Brandt [1878-1932]; pero el paisaje de Brandt

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parece contener un vínculo en el cual no podemos detenernos aquí, el que conduce, desde los cielos abiertos y las nubladas montañas, a las fachadas de la ciudad y de éstas a los patios, a las puertas, al interior protegido de las casas, en el cual los objetos aguardan inquieta y armoniosamente. Brandt establece un acorde con la libertad de la luz reveroniana: el refugio íntimo la complementa, habla también de autonomía y soledad. En tal sentido la obra que Teresa de la Parra escribe al mismo tiempo pudiera definir un signo de esa intimidad abierta dentro del cerco). Para concluir estas anotaciones acerca de la materia carnal de lo pictórico y de su desapercibida capacidad para recibir (u originar) huellas que pudieran conectarse con el entorno, movamos la mirada hacia algunas décadas más tarde. El anillo puede ser percibido en 1950, pero su irradiación abarca algunos años anteriores y posteriores. El artista practicaba hasta entonces un trabajo académico de factura rebelde, que lo ha llevado a explorar, con maníaca precisión estructural, objetos de uso cotidiano: cafeteras, botellas, candelabros. Es Alejandro Otero (1921-1990), y su lógico proceso analítico desemboca en superficies de rítmicas pinceladas sobre las cuales la presencia de los objetos comienza a diluirse. No tardará ese fondo en transformarse: pálidas zonas blancas, azulosas, rosáceas. Del objeto sólo van a quedar sugerencias, unas líneas inclinadas, cuyo color tampoco es muy diverso. De aquellos objetos arquitectónicamente desplegados, de su colorida corporeidad apenas restan residuos: el pincel ha tachado las formas, lo reconocible y en el espacio flotan enigmáticas alusiones al color, líneas fracturadas, asomos de un ritmo escueto, cuyo origen, cuyas relaciones con la imagen precedente no lograríamos concebir. El artista, al entregarse en esta síntesis, también se ha replegado. Hay algo impersonal, un ocultamiento tras la sucinta plenitud del cuadro. Y sin embargo, nada respira misterio aquí: lo escueto es la totalidad. Tal vez estas obras de Otero pudieran quedar suspendidas como búsquedas de un lenguaje abstracto. Y si aparecieran decorando una urna indígena milenaria serían apenas trazos decorativos. Pero el carácter óptico de estos elementos ocurre dentro de un país que ya tiene una historia particular. Y en ese país, por lo menos dos

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experiencias estéticas surgen al mismo tiempo que los cuadros de Otero. Ellas son la novela El falso cuaderno de Narciso Espejo de Guillermo Meneses y el Concierto para orquesta de Antonio Estévez. En todas, de diverso modo, por supuesto, la sustancia artística sufre la misma transfiguración: en la novela de Meneses, el autor o los autores del cuaderno se sustituyen, y al hacerlo, escritura y anécdota cambian, son tachadas (Meneses es quien aplica la palabra exacta) como ocurre con lo que hace el pincel sobre las estructuras de Otero. Si en éste la imagen pierde seguridad y se transforma en vibración, en Meneses, la narración se derrumba, nos conduce hacia una elusiva afirmación. Por su parte, Estévez ha elegido el ondular y el cambio de las variaciones para sostener su música (no deja de ser inquietante que el compositor eludiera la re-exposición de algunas de sus frases, con lo cual hubiera dado solidez auditiva —para el oyente— al concierto y quizá un cuerpo más visible a los componentes sonoros, como hubiera hecho Otero al inicio de sus cafeteras). La serie de Otero parece, entonces, sintetizar un estado psíquico del presente venezolano: ¿guarda su trazo estremecido una resonancia social? ¿Hay allí el eco de los años convulsos en los que el asentamiento de un proceso democrático es doblemente violentado y en los que de nuevo se impondrá una dictadura militar? Pero quizá no esté ocurriendo solo el reflejo de un momento. La sensibilidad de tres artistas notables pudiera estar recogiendo los secretos de su instante, pero también aglutinando remotos rasgos de un carácter indeciso: por lo menos cuatro siglos les traen el nudo de las interrupciones y los entrecruzamientos biológicos, religiosos, míticos, eróticos, sociales en general, cuya dispersión parece unirse en la materia estética.

VII Las expresiones musicales del mundo indígena fueron interrumpidas y parecieron exterminadas bajo la imposición de los ritos católicos y de los ritmos y aires traídos por el español. Se necesitarían siglos para que aquéllas fuesen evocadas, reconstruidas

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o descubiertas en estado casi virgen, tal como ocurre con las practicadas hoy por algunas etnias en lugares remotos del país. ¿Podríamos reconocer su halo en lo que se escucharía desde mediados del siglo xviii? Si algún lingüista menospreciaba el habla indígena a mediados del siglo xix, ¿ocurría igual con la sonoridad del canto popular? El siglo xx hará el registro de música wayú, warao; y aún hoy se recogen, por ejemplo, los ritmos, los Pemon damük eremuk. Sin duda todos aquellos ecos pervivieron, casi desapercibidos, desde 1492, en las celebraciones del español, a la vez que el tempo africano iba filtrándose en ellas. Pero la interrupción visible no solo cubrió la expresión indígena. En 1529 son enviadas a Cubagua desde Sevilla quince vihuelas (y no contemos otros instrumentos traídos antes por sus propietarios). Juan de Castellanos, músico también, ha elogiado las fiestas de la isla (“–corre mano veloz el instrumento/con un ingenioso contrapunto/enterneciéndose los corazones/con nuevos villancicos y canciones”). Pocas décadas después Cubagua y su inmensa riqueza perlífera se diluyen. ¿Cuántos siglos pasan para que la tersa sonoridad de la vihuela sea transfigurada en la de nuestro popular cuatro? Felizmente, a mediados del siglo xviii la música ejecutada aquí debía ser ya una amalgama sonora, que formaba parte de la vida cotidiana. Un ejemplo de esto pudiera ser lo que el obispo Mariano Martí asienta en su “Visita pastoral” de 1771 y que Mariantonia Palacios resume así: Como nota curiosa Martí nos habla de Faustino Días Cienfuegos, negro libre asilado en la iglesia de San Sebastián de los Reyes, quien es versado en el arte de tañer el órgano, además de hábil en el canto llano y en el figurado. Martí reconoce lo poco decoroso que resulta para la iglesia mantener a un negro acusado de asesinato, pero debido a la carencia de músicos, es mejor hacerse la vista gorda y pagarle una renta por ayudar con la música. También se menciona el arpa (curiosamente es también una mulata, Francisca Antonia, a la que se llama tocadora de harpa […]).

Lo que ocurre a partir de entonces con nuestra música es tan vigoroso y tan conocido; está tan ricamente documentado en tex-

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tos de historia y en partituras, que no necesita más comentarios. El arco que se levanta con los compositores de varias generaciones, a partir de la llamada Escuela de Chacao, sólo tendrá, como todo en el país, la interrupción de la guerra de independencia. Y aun en ella se hizo música. De las tradiciones populares al templo y de aquí al teatro y a las residencias familiares, los instrumentos y las voces encontrarán intérpretes, creadores y modos de vitalidad extraordinaria. Si de fines del xviii nos quedan salves, tonos, misereres, motetes y misas, un siglo después tenemos tríos, ópera, canciones e innumerables piezas para piano, compuestas especialmente por mujeres. Todo el siglo xx es atravesado por una incesante inclinación a la música. El repertorio académico y popular surgido entonces no deja de ser asombroso. Espectáculos, obras de arte, escenarios tendrán su, quizá exagerado, paralelismo con la intervención de los medios masivos de comunicación. Si las artes plásticas han sido consideradas como definitorias de nuestra sensibilidad, no hay duda de que el carácter musical del venezolano parece estar genéticamente predispuesto. Durante siglos, en plena naturaleza, en el hogar humilde o en la casa lujosa; en el templo, en la academia, en el teatro; en el campo, en la ciudad; con el más elemental o sofisticado instrumento; bajo el influjo de la radio, la televisión y toda la cambiante tecnología, el hombre y la mujer venezolanos, tocan, cantan, bailan o componen. La gama de situaciones y emociones que refleja ese despliegue es tan amplia como el ser humano mismo. Su calidad tan notable que hasta en el concierto académico ocupa lugar el tono popular. He mencionado la música por su condición casi ancestral entre nosotros, por su agilidad de adaptación y su paradójica resistencia al cambio. Al ser un elemento orgánico del venezolano, puede modificar partes de sus componentes (timbres, aceleración, etcétera) para conservar sus matrices intocadas. Nada suyo nos es ajeno. Y cuanto signifique —exaltación ritual, fe, alegría, despedida, muerte— comprende circuitos sociales y anímicos de primera importancia; pero, de manera esencial, la presencia de la música, como la de cualquiera de las artes, se arraiga en, por lo menos, tres líneas profundas que la originan y la determinan.

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La primera de ellas, es obvio, consiste en que surge como una prueba de capacidad creadora. Sólo la existencia de un pasado propio, en el cual se hunden sus orígenes, puede permitir su acaecimiento. En segundo lugar, la música no existe sino para representar el vínculo del individuo consigo mismo, con los otros, con diferentes grupos sociales; y para reaccionar ante un momento singular: la soledad, el amor, la guerra, etcétera. Por lo que, finalmente, esa creación es en definitiva la encarnación de la belleza y el bien, o del horror y el mal. Significados que, en el transcurso de los años y los siglos pueden dejar de ser opuestos, intercambiarse o anularse. Pero, con independencia de todo eso, lo que nos interesa aquí es el carácter de creatividad que poseyeron y poseen quienes, durante los últimos quinientos años, han hecho música en Venezuela. Y tal vez ninguna otra actividad creadora haya sido tan saludablemente continua y coherente entre nosotros, como lo prueba su vitalidad actual. Buscaba Augusto Mijares hacia 1938 (La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana) en la historia y la psicología americanas aquellas manifestaciones que, aparte de las costumbres políticas, formaran “el equilibrio orgánico de nuestras sociedades”. Se trataba, para él, de algo “complejo y profundo”: el principio de cohesión íntima que se renueva a través de todas las vicisitudes y que ya completamente definido para la época de la emancipación, las hace aparecer desde entonces como nacionalidades adultas, cuyas fuerzas colectivas y constantes prevalecen sobre todos los fenómenos transitorios de su historia, caudillismo, emigración, etcétera.

Mijares buscará ese principio complejo y profundo en los grandes momentos de nuestra historia épica, en sus hombres, en el lado doméstico de su conducta, en sus muestras de probidad y lucidez. También en otro de sus libros, Lo afirmativo venezolano (1963) hará un perfil de los rasgos que iluminan el gentilicio. Aunque aquí abre su compás hacia algunos pensadores (Lecuna, Baralt, Del Monte), se centra siempre, más que en la psicología, en la historia del país. Muestra Mijares el origen para “la imagen caricaturesca” (negativa) que se ha hecho acerca del carácter nacional, así:

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José Balza Otras causas han concurrido también, desde luego, a crear ese funesto hábito de blasfemar contra la patria o cubrirnos de cenizas y de lamentaciones. La más evidente de esas causas es el contraste que debió afrontar la conciencia nacional cuando nuestros infortunios políticos —guerras, desorientación, personalismo— y la miseria del país produjeron a mediados del siglo pasado la caída vertiginosa de la República en relación con las aspiraciones colectivas de regularidad legal, probidad administrativa, libertad y cultura, que hasta entonces se habían mantenido intactas. [Y prosigue]: ¿Cuál es el profundo trauma psicológico al que deberíamos atribuir tanto pesimismo?, ¿pensaron siempre así los venezolanos?. [Y concluye]: quizás encontremos en esa aparente desesperanza de los venezolanos un signo positivo que aún no se ha escrito.

Comentando este libro de Mijares, ha dicho Pedro Grases que también “se ha tildado alguna vez de pesimista” el pensamiento del autor. Y para oponerse a ello, hace la relación siguiente del vocabulario utilizado en Lo afirmativo venezolano, en su prólogo de 1980: •



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Afecto; cariño y respeto; calor humano; corrección; cuidadoso; continencia en la actitud; dócil; dominio sobre sí mismo; entusiasta; sencillos modales; accesible; jovial; altruismo; bondad; hombre de bien; lealtad; franqueza; sinceridad; generosidad; desprendimiento; desinterés; espontaneidad; corazón magnánimo; mano valiente; mano leal; mano generosa; fe; energía; firmeza; fortaleza; heroísmo. Actividad reflexiva; reposo reflexivo; aplicación; curiosidad intelectual; capacidad; estudio; meditación; ajeno al vaivén pasional; medida; perseverancia; previsión; prudencia; razón; temperancia; talento. Tenacidad; constancia; paciencia; laboriosidad; trabajo; sincero anhelo de trabajar por la patria. Buen gusto; lo hermoso; depuración estética; refinamiento; susceptibilidad; elevación espiritual; espiritualidad; señorío sobre sí mismo; recato; veracidad; rectitud; serenidad; imperturbabilidad; seriedad. Decoro; decoro ciudadano; defensa del decoro; cuidado civil del buen nombre de la familia; disciplina en el hogar; cuida-

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do civil de los bienes de la familia; honestidad; honor; honradez; probidad administrativa; moral; respeto a la moral; moral ciudadana; moral política; ejemplaridad moral; valor; valor moral. Civismo; fiel ciudadano; idea de patria; activo patriotismo; amor a la patria; patriota; patriotismo; deliberación; el dificultoso deliberar; esperanzado estudio de los problemas; universalidad; consagración al servicio público; abnegación; público estudio de los asuntos de interés común; ideales de paz; perspicacia política; espíritu público. Duda sobre el valor de nuestra propia opinión; firmeza deconvicciones; curiosidad por conocer las opiniones ajenas; comprensión; tolerancia a la opinión ajena; respeto a la opinión pública; deferencia; amor a su tierra; amplitud de la tolerancia; emulación constructiva; ambición bien entendida; preocupaciones de delicadeza y de justicia; justicia; respetuoso; admiración; solidaridad política; solidaridad social; sabios principios; respeto a los principios. Austero; severo modelo clásico; austeridad republicana; equilibrio; moderación. Respeto a la ley; libertad para todos; equilibrada libertad; ambiente de libertad; pura y sabia libertad, libertad y cultura; libre examen; aspiraciones colectivas de seguridad legal; libertad de criterio; igualdad de derechos. Humano; humanismo (libertad, universalidad, comprensión y refinamiento); lo grande; grandeza; verdadera grandeza humana.

Más de cien acepciones positivas encuentra Grases en Lo afirmativo venezolano. Y si bien Mijares las ha aplicado a figuras modélicas de la política y la vida intelectual venezolanas, éstas han brotado tanto de los estratos humildes como de los círculos poderosos de la región, lo que le permite proponer ese contorno del venezolano en todas las esferas sociales. Nada nos cuesta elegir entre ellas las que, quizá sin dudarlo, parecen adecuadas a nuestro carácter. Tales serían, por ejemplo, las referentes al afecto, el calor humano, lo dócil, el entusiasmo, los modales sencillos, lo accesible y jovial, la bondad, el desprendi-

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miento, la espontaneidad, la fe, la curiosidad intelectual, el talento, la paciencia, lo susceptible, los ideales de paz, el amor a su tierra, la solidaridad social y el respeto, la igualdad de derechos. Menos evidentes nos parecen, al ser aplicadas a la población en general, otras como: actividad reflexiva, reposo reflexivo, aplicación, estudio, meditación, perseverancia, razón, temperancia, tenacidad, laboriosidad, depuración estética, recato, rectitud, seriedad, disciplina en el hogar, idea de patria, deliberación, universalidad, espíritu público, austeridad, equilibrio. Tal vez los rasgos apuntados por Mijares atraviesen nuestra sociedad sin conformar grados de conducta masiva (pero sí de grupos), aunque se detienen y brillan en individuos de cualquier nivel social. Obviamente, los esfuerzos y métodos educativos concebidos desde 1790, estimulados durante la guerra de independencia y popularizados a partir de 1936, han tenido un efecto irradiante y cada vez más efectivo en el afianzamiento colectivo de las cualidades vislumbradas por Mijares. Como también es obvio, “las aspiraciones colectivas de regularidad legal, probidad administrativa, libertad y cultura” que se derrumbaron con la crisis de la república a mediados del siglo xix, no han logrado sino breves períodos de estabilidad desde entonces. De manera dolorosa pareciera que estamos detenidos en un mismo punto de nuestra historia incumplida. Sólo que “el signo positivo” que Mijares no entrevió dentro de nuestra desesperanza, ha estado presente de diversa manera y con diversas continuidades. A fines del siglo xix, Luis López Méndez vislumbraba “las vibraciones de una inteligencia pensadora”, en las que, sostenidos por la historia y las artes, “duermen los sueños de todas las generaciones, los ideales de todas las épocas, los secretos de todas las pasiones y, en primer término, la naturaleza con sus galas eternas […]”. ¿No caben allí los atributos que Mijares concibe en el venezolano? ¿No se realizan ellos —de manera simultánea o alternándose— en “la humanidad momentánea que representamos”, de acuerdo con la expresión de Pedro Emilio Coll? De tal modo que si en individuos y grupos (universidades, colegios) cristaliza en ocasiones —y hasta por largos períodos— el vocabulario afirmativo de Mijares, es porque en tales personas y

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agrupaciones se activa y resplandece “el principio de cohesión íntima que se renueva a través de todas las vicisitudes” y “cuyas fuerzas colectivas y constantes prevalecen sobre todos los fenómenos transitorios” de nuestra historia, como caudillismo, personalismo, narcisismo, ideologías. “Todas las verdades se tocan”, ha escrito Andrés Bello, “desde las que revelan los fenómenos íntimos del alma en el teatro misterioso de la conciencia, hasta las que expresan las acciones y reacciones de las fuerzas políticas”. En ese mismo discurso de instalación de la Universidad de Chile, se interesa por “las leyes eternas de la inteligencia”, con las cuales se desenvuelven “los pliegues profundos del corazón”. Así estamos en el territorio del “principio de cohesión íntima”, que se renueva siempre y que traspasa los avatares, debilidades y confusiones políticas, para asomar como un elemento estructural de la sociedad. Y aquí, los pliegues del corazón se funden con las leyes de la inteligencia, para permitirnos, en cada ocasión, ser la misma o la cambiante humanidad momentánea que representamos, de acuerdo con los autores ya citados. Creo que una encarnación del “signo positivo” que Mijares añoraba ha estado entre nosotros desde muchos siglos antes de la llegada de Colón. Y, como lo sugeríamos al comienzo, la música ha sido su demostración más duradera. No menor importancia tiene como alimento de ese principio, la plástica, cuyas huellas milenarias en piedras, amalgamas, grafismo y, hurtadas por los conquistadores, en oro y otras materias preciosas, retuvieron imágenes religiosas, de poder, de placer. Entre los petroglifos ingenuos (aunque enigmáticos en ocasiones), las sofisticadas vasijas, urnas y representaciones humanas que Antolínez y Arroyo han elogiado; entre ellos y la interesante pintura del siglo xviii, hay sin duda una “interrupción” del discurso estético, en su sentido de creación y búsquedas expresivas personales. Unos doscientos años de adaptaciones se llevaría el interludio que concluye con la aparición de Juan Lovera. Desde entonces hasta hoy nuestra plástica expone un mismo esplendor: tanto en estilos e investigaciones puramente visuales como en su capacidad de resonancia social. En ella caben, con holgura, las delicadas artesanías regionales y el cultivo del humor, cuyas muestras gráfi-

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cas surgen a mediados del siglo xix y logran sintética genialidad en el trazo de Zapata. A la vez que “interrumpido”, el proceso de nuestras letras fue un caso de aislamiento y fragmentación. En el territorio de lo que estaba siendo Venezuela, el alma indígena, el paisaje y su materia física no solo se integraban en la expresión de los cantos y danzas, de los petroglifos y las cerámicas de las diosas, sino también en las oraciones, invocaciones a la paz o la guerra, al amor, las despedidas y la muerte, en los conjuros milenarios que muestran los tarén, la poesía, los relatos de nuestras tribus. Pero todo esto, ajeno al alfabeto, persistió únicamente en lo que, como diría Adriano González León, fue una literatura oral. Sin embargo, ¿cuánto faltaba en aquellos años para que el indígena comenzara a trazar —a escribir— sus cantos? ¿A fijar su pasado? ¿Nos pertenecen las narraciones hechas por quienes desde el primer minuto tocaron nuestras costas con el idioma español y con otros? Tal vez no, al comienzo, por el idioma mismo y por la mirada extraña que nos percibe. Pero el retrato de los seres humanos y del ambiente y su riqueza aquí encontrados, ya son nuestros. Hasta las fantasías y exageraciones de los viajeros y cronistas, más que una debilidad suya, parece un contagio del país y sus habitantes hacia aquéllos. Los textos de quienes vislumbran nuestra realidad son numerosos. Y entre sus autores, desde 1498 hasta 1690, podemos nombrar a Cristóbal y Hernando Colón, Amerigo Vespucci, Martín Fernández de Navarrete, Nicolás Federmann, Pedro Mártir de Anglería, Pedro Aguado, Juan de Castellanos, Girolamo Benzoni, Bartolomé de las Casas, Francisco López de Gómara, Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdéz, Galeotto Cey, fray Pedro Simón, Antonio de Herrera, fray Matías Ruiz Blanco, Lucas Fernández de Piedrahita, Alonso de Zamora. Algunos de ellos, como también ocurrirá después, nunca visitaron el país. En el siglo xviii tendremos libros completos y vivenciales, como los de José de Oviedo y Baños y José Gumilla. Es probable que no se haya realizado una investigación completa de los textos escritos por venezolanos en el siglo xviii y que permanezcan en archivos de Venezuela, Europa o América. Pero consultemos el libro de Mario Páez Pumar Orígenes de la poesía

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colonial venezolana, editado en 1979, cinco años después de la muerte del autor, por la Presidencia del Concejo Municipal del Distrito Federal de Caracas. Hasta donde sabemos, es el único conjunto que recoge tan valioso material. En el acta del cabildo de Caracas correspondiente al 26 de noviembre de 1593, se asienta que el gobernador ha propuesto la cooperación de los vecinos para pagar a “un soldado llamado Ulloa el cual es poeta y se a ofrescido que conporná la crónica e historia de la conquista destas provincias de Caracas y travajos que en ella an subcedido”. A partir de lo cual la sombra de este poeta y de un “romance antiquísimo” se convierten en el límite para la literatura en español realizada por alguien que pudo haber nacido aquí o sentido la realidad inmediata no como historia sino como experiencia. Esa sombra sin escritura para nosotros deja atrás (o absorbe) el canto indígena; deja atrás el inventario geográfico de Juan de Castellanos, cuyo efecto será tan intenso, que renace cada cierto tiempo: por ejemplo en Andrés Bello, en Lazo Martí y, transfigurado, en Ramón Palomares (la escritura poética se había adelantado en tres siglos a nuestra pintura, al acoger la vivacidad del paisaje; o en un milenio, si pensamos en la oralidad indígena). Si el romance antiquísimo de Ulloa fue escrito, si este poeta conoció los versos de Juan de Castellanos, bien pudo decirse o intuir aquellas líneas de las Elegías y elogios de varones ilustres de Indias (1589): Todos sabemos ser aquel soldado.

Y, a la vez que elogiaba a los conquistadores y contaba sus experiencias propias, decir de las indígenas, como hace Castellanos: Y en lo alto mujeres prevenidas, Que de flechas también iban cargadas.

La obra de Ulloa parece encarnar la herida invisible que separa dos mundos, y es, quizá, la prueba más enigmática de aquella primera gran interrupción o ruptura literaria iniciada en 1498. […] y así este año que digo navegando llegó a la rrica ysla de Cubagua

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José Balza y puesto en la ciudad con buen consierto y con arreo y casa, fausto y puerto […].

Mientras Jorge de Herrera lamentaba en latín la destrucción en 1541 de la Nueva Cádiz en Cubagua, según los versos suyos que Juan de Castellanos traduce en las Elegías de Varones Ilustres de Indias. La figura del militar poeta se prolongará entre nosotros durante siglos, hasta agotarse hacia 1830. En las décadas siguientes se diversifica su labor intelectual hacia las ciencias, la educación y otras áreas de la cultura. Algo similar ocurre con el trabajo literario de los religiosos, quienes de la vida aventurera y misionera que los consume entre los siglos xvi y xviii, pasarán a la gestión eclesiástica y a la conducción de colegios y universidades. Un hombre ejemplar en el ámbito de la escritura es fray Jacinto de Carvajal, quien escribe en 1647 su Relación del descubrimiento del río Apure hasta su ingreso en el Orinoco. Por jornadas náuticas. Nacido en Extremadura en 1567, ingresa a la orden de Santo Domingo, vive después en la actual República Dominicana, en Cartagena de Indias, en Río Hacha y Bogotá. Llega a Barinas y se pone en contacto con los llanos en 1644. Forma parte de la expedición en que Miguel de Ochogavía exploraría el río Apure, como capellán. Después de cuarenta y ocho días de viaje llegan a Cabruta, donde fray Jacinto decide permanecer. Vida tan agitada y de tan intensa cualidad mental, tenía que desembocar no solo en la Relación… que ha conservado el nombre del fraile sino también en la escritura de sus versos y, curiosamente, en una especie de círculo intelectual portátil en el que, aparte de las lecturas religiosas, fray Jacinto debió citar y comentar a algún autor clásico o de su tiempo. Su efecto parece haber sido conducir a algunos expedicionarios a escribir poemas, contrastarlos y añadirlos al diario del sacerdote. Por lo menos siete de ellos, vecinos de Barinas, Guayana y Margarita, firman sus textos y acerca de algunas composiciones anónimas presentadas en la obra, nos dice el frater Jacinthus: […] fingieron tres poetas que allí se hallaron el aplaudirles con los sonetos y décimas que se siguen, haciendo cada uno el suio, no para

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pensar a venezuela (fragmentos) que se uiese en ellos más que el agradecimiento suio al buen agasajo y hospedaje de que ellos auemos recibido, pidiendome a mi que escusando sus nombres los entregase a mi pluma […].

No puedo detenerme aquí en los versos del grupo, pero la redondilla que acompaña al mapa de la Relación…, bien merece unas palabras. El tópico es común a los expedicionarios: el Apure habla al Orinoco; y la brevedad —en épocas de largas construcciones métricas— parece adelantar una expresión verbal que recorrerá en el futuro todos los llanos venezolanos: la copla. ¿Son versos de fray Jacinto?: Soy apure y aunquestoy eneste papel tan breve busco a quien mis aguas beve que es mi Orinoco y a el voy.

De vez en cuando los versificadores, como ocurría con Juan de Castellanos, y como había derivado de la retórica clásica, reconocen la humildad de su estro o solicitan la ayuda de Dios para dar calidad a sus letras. En tales casos, a pesar de la seriedad del tema, parece escapar por las hendijas de las estrofas, un leve tono ambivalente (o tal vez así lo percibimos en la distancia de los siglos). Sin embargo, ese tinte se convierte en franco humor cuando alguien llamado Juan Lorenzo Cuevas de Guatire hace circular un pasquín en 1738 (“hijo mira que vives enredao […]”), que semeja un vistazo a la colectividad, sin reclamos precisos, pero apuntando a certeras caricaturas. Qué lejos estamos con estos versos del tono épico y el religioso, y cómo irrumpe el habla entrecortada que aún nos mueve. Por influjo del obispo Diego Antonio Diez Madroñero (17151769) sería pintado el cuadro de Caracas Ciudad mariana, en que el mapa de la ciudad se extiende a los pies de la Virgen. El prelado tuvo gran influencia en la vida política y social de entonces y en las actividades del seminario y la universidad. Iracundo y severo, difundió entre la colectividad pecadora, sus Saetas, de calculado título. No era imprescindible ser un gran observador para advertir en la ciudad y en el país un intenso gusto por la música, el baile, la comida, la promiscuidad y los placeres en general. Negros, indios,

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mulatos, criollos y blancos parecían inclinarse con igual peligro al pecado. Y el obispo, tal vez excediéndose en sus atribuciones, quiso frenar aquellas almas con un exceso de disciplina. ¿Cuánto logró? ¿Alcanzó el poder sagrado a modelar seres virtuosos? Sin duda, pero algunos rasgos del humor, la alegría, la ingenua o calculada responsabilidad escaparon de su control. Los títulos de las Saetas mucho nos dicen del carácter de quienes las recibían: Saetas para la meditación del último fin llamado comunmente del principio y fundamento, Saetas para la meditación de los castigos, del pecado y su malicia, Saetas para la meditación del vicio, Saetas para la meditación del hijo pródigo, Saetas para el exercicio de la perseverancia (Archivo Eclesiástico de Caracas, 1761). Y no estaría de más volver a alguna de ellas: Has de morir ciertamente no sabes cuando será ni cómo sucederá si deespacio o de repente. Morirás como vivieres [...].

Y otra: Si te condenas, qué dieras Por tener aquesta hora De que no haces caso aora. El tiempo que acá perdiste Allá te tendrá más triste.

Otra obra y otro autor dejan un extraño sentimiento: Joaquín Sabás Moreno de Mendoza (1700?-1790), gobernador y comandante de Margarita, encargado de la fundación de Angostura, combatiente en Italia y África, pasó por lo menos cincuenta años en nuestras provincias y en Caracas. Integró sin duda las tertulias literarias y políticas del mantuanaje caraqueño durante las últimas décadas del siglo xviii. Su composición revela por sí sola una rara mezcla de rayoromántico, de confesión y secreta vanidad, en la que han desaparecido

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la desnudez épica y el paisaje, para centrarse en un yo, evidente, que se lamenta. Se titula Clamorosas, melancólicas voces con que el Coronel Don Joaquín Moreno hace su testamental despedida de la Provincia de Guayana, trágico teatro de su infeliz gobierno. El tono alegórico (“Que una hacienda que poseo/—llamada codicia acá”) le permite acusarse de haber ejercido el poder personal utilizando la figura del rey como máscara. En ese escrito (“porque quiero que llegue/al estado más perfecto/este papel”), que es “teatro de mis vanidades,” aspira a que “las antorchas y las luces,/que han de alumbrar mi entierro,/han de ser los desengaños/ del propio conocimiento”. Aunque desea que quede “sepultada en el centro/ de tu memoria mi fama/para noticia del tiempo”. Aparte del cumplimiento con las ondas retóricas, el texto de Joaquín Moreno guarda un auténtico sentimiento de autoacusación, de mirada destructiva sobre el pasado de un “yo”. Unos ciento cincuenta años más tarde, Rafael Cadenas escribe “Derrota”, poema en el que si bien las circunstancias externas y los motivos personales del autor difieren de los razones de Moreno, circula, sin embargo, una tonalidad de disminución similar. En Leipzig, su esposo dio a Anna Magdalena Bach el Clavierbüchlein con dos de sus partitas en 1725. A partir de allí y durante más de veinte años, el propio Bach y sus hijos, visitantes, compositores y artistas de paso por la ciudad, anotaron algunas de sus obras en el cuaderno. Quizá sin saber nada de esto, en 1777, el joven doctor y sacerdote caraqueño José Ignacio Moreno (1748-1806) lleva a su cuaderno o “Libro copiador” dos proclamas del Congreso de Filadelfia (1774 y 1776), documentos en los que se inicia el conflicto de los colonos contra la metrópoli y que desembocaría en la declaración de independencia de los Estados Unidos. Mucho se ha comentado la famosa tertulia de la familia Ustáriz, activa en aquel fin de siglo. El padre Moreno, poseedor de una amplia biblioteca y de una pequeña imprenta portátil, llegaría a ser rector de la Universidad Central de Venezuela entre 1787 y 1789, donde instituyó la primera cátedra de lengua francesa. Mucho influyó en la vida pública de la ciudad y tanto él como sus amigos trataron de desplazar el poder de los españoles en el cabildo municipal. No se adhirió a los movimientos políticos que se opusieron por entonces a

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España, como sí lo haría su hermano Andrés —fundador del “Club de Los Sin Camisa”—, quien tomaría partido por la revolución. Sin duda la personalidad de José Ignacio Moreno ejerció un especial magnetismo en la sensibilidad artística de algunos de sus conciudadanos y no es de extrañar que desde sus años de estudiante atrajera el interés de poetas y escritores. Su tertulia, dentro y fuera de la universidad, puede haber sido tan importante como la que realizaría la familia Ustáriz, de la cual, tal vez, fue su origen. Pero si de esta no resta huella material, el cuaderno o libro copiador del doctor Moreno no solo es magnífico registro, sino también prueba de amplitud y generosidad intelectual. En el citado libro de Mauro Páez Pumar sobre poesía colonial, confiesa su autor que posee un ejemplar de aquel, “propiedad de M.P.P.”. En ese copiador se guardan, probablemente escritos por sus propios autores, los textos del coronel Joaquín Moreno de Mendoza, los de Pedro Blanco Infante, los del padre Juan de Eguiarreta y, claro está, las diversas muestras poéticas del propio doctor Moreno. El diario o cuaderno también demuestra el vivo intercambio intelectual del grupo a través de los temas y las dedicatorias recogidos en sus páginas. Si el azar atrajo a soldados con sensibilidad literaria hacia fray Jacinto de Carvajal en las orillas del Apure y los condujo a la redacción de textos, más de un siglo después el círculo intelectual de doctor José Ignacio Moreno se establece con el buen humor y las aspiraciones poéticas lúcidamente elegidas por algunos caballeros y damas del momento. Por un raro proceso cíclico, ambas manifestaciones grupales tendrán su efectiva y coherente continuidad cien años después en El Cojo Ilustrado. Al recorrer el espectro de los temas tratados por el doctor José Ignacio Moreno podemos observar la amplitud de su gusto formal, de sus reflexiones humanas y estéticas, de su plasticidad para tocar las atmósferas del erotismo, la tragedia, el humor, el pensamiento literario. Dentro del cuaderno, decíamos, figuran dos poetas dedicados casi exclusivamente al chiste, a la risa, al humorismo. Son ellos Pedro Blanco Infante y el padre Juan de Eguiarreta. En ambos salta la chispa burlona o compasiva; el lenguaje, apoyado en el habla común, vibra con sonoridad. Nunca sabremos cuánto deben a ellos los

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costumbristas que fortalecerían su estilo diciente en el inmediato siglo xix. De un modo no deliberadamente literario, también otras formas de la escritura han ido tramando, poco antes, las redes con que el lenguaje nos retrata. Así, por ejemplo, alguien, había iniciado desde 1771 sus sistemáticos apuntes de vida, que desembocan en un diario fascinante: Francisco de Miranda. Y no omitamos las actas acerca de cárceles, matrimonios, trifulcas, esclavos, problemas pecuniarios, posesiones, etcétera rescatadas por Carlos Duarte. En ellas, aparte de exhibir el marco legal, el escribano hizo un intento por fijar las expresiones orales de los implicados en el asunto, como podemos ver a continuación. El miércoles 2 de octubre de 1775, el indio Antonio Basilio Carrasquer roba en plena plaza real unos calzones. La declaración del portero del convento reza: [...] corriendo a tiempo que entraron por la misma portería, también corriendo tras de él, tres soldados, dos de ellos con una bayoneta en mano y un hombre más que dijo ser canastillero a quien no conoce el declarante por su nombre sí solo de vista, y que luego entró dicho indio le preguntó que qué novedad trahía y respondió que desde la Yglesia de San Mauricio de esta ciudad le venían siguiendo los dichos soldados y el Canastillero y como huviesen entrado estos al mismo tiempo le preguntó también que porqué seguían a dicho Indio y respondieron que venían buscando un ladrón que había hecho un robo en una canastilla y habiéndose escondido el Indio entre un jasmín copado [...] que existe en el patio del primer claustro [...] fueron rexistrando los soldados [...] y encontraron con el dicho ladrón.

Acusada por sus prácticas de curandera, doña María Gregoria Ramos Casanueva, en 1780, respaldada por sus vecinos y pacientes, se defiende así: ¿Por qué constándole al protomédico que en mi concurren las mismas circunstancias procede con tanta violencia contra mi persona y no contra el señor Marqués del Toro, contra el Sr. Chantre Dignidad de la Santa Iglesia Cathedal, contra el Sr. Vicerrector del Real Seminario y Colegio, contra las Monjas Carmelitas y contra las demás personas de

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José Balza primera estimación que son las que me llaman y me mandan a buscar a mi casa?

¿No hay algo familiar —de asuntos y forma— en la línea expresiva que se extiende desde las “declaraciones” recogidas por la Inquisición a partir de 1611, las actas de acusaciones y defensas del siglo xviii, desde el tono coloquial de los costumbristas y criollistas del xix y comienzos del xx hasta los hallazgos “urbanos” de nuestros narradores hacia 1970? Quizá en aquellas actas, declaraciones y escenas costumbristas hubiera a veces una narrativa, con autor o sin él, que preparaba a sus escritores. Sin embargo, dos figuras venezolanas del 1700, son ya, cómo dudarlo, escritores en el estricto sentido de la palabra. En la primera década de ese siglo se lee en Caracas y se publica en México un sermón del sacerdote Nicolás de Herrera y Ascanio, brillante apología a un recién nacido príncipe español, soterrado elogio a las letras y bosquejo de la realidad inmediata. A fines del mismo siglo crea fray Juan Antonio Navarrete diecisiete obras de recepción, análisis y difusión intelectual. Hasta ahora solo conocemos su Arca de Letras y Teatro Universal, que nos sirve para imaginar el carácter de las otras: un verdadero universo de aforismos, oraciones, ensayos, resúmenes, noticias, opiniones, narraciones, política, salud, etcétera. Obra que si bien no fue editada hasta fines del siglo xx, debió ser conocida por gente interesada que acudía a la biblioteca del convento. Aunque la obra de Navarrete se abre en mil direcciones, ella coincide con los importantes textos sobre educación que hacia 1790 comienzan a elaborar Baltasar Marrero, Miguel José Sanz, Simón Rodríguez, Francisco de Andújar, etcétera. Como pudimos ver, a fines del siglo xviii nuestra música académica ha adquirido mayoría de edad; la pintura está a las puertas de lograr una expresión propia y todo parece preparado para que el trabajo literario adquiera alto rango. Antes de 1810, los poemas juveniles de Andrés Bello, los de Gil Parpacén, Vicente Salias y las serenas traducciones de José Luis Ramos (“¿Será posible, oh Nave, que te arrastren/a la mar nuevas olas? ¡Ah! ¿Qué intentas?/ Más bien con ancla firme permanece/ guarecida en el puerto”. Horacio) ya habían cumplido con superar a la “primeriza y páli-

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da estética” que Jesús Semprum creerá ver nacer solo con la independencia; tal como lo habían hecho también mucho antes Nicolás de Herrera y Ascanio y Juan Antonio Navarrete. Pero la guerra impone la segunda gran interrupción al cuerpo verbal del país. Lo que sucede en seguida es conocido por todos. Apenas el aliento de Juan Germán Roscio con El triunfo de la libertad sobre el despotismo (1817), exégesis política de ciertos pasajes de La Biblia, cuya prosa, de ascética resonancia poética encontrará su paralelo en la de José Antonio Ramos Sucre; y el de la ambiciosa pieza de teatro Virginia (1824) de Domingo Navas Spínola, de limpio verso y acción avasallante, cuya ubicación en la Roma antigua es una excusa para hablar con énfasis ético a los venezolanos de entonces (y de ahora), apenas estas obras impulsan el pensamiento creador. Para entonces, todo ha cambiado, el país comienza a hacerse de nuevo y su cuerpo tal vez todavía (ayer como hoy) no adquiere coherencia. Pero no queremos abandonar este vistazo a la literatura recóndita de esos tiempos sin asomarnos a sor María de los Ángeles (1770-1818), llamada María Josefa del Castillo antes de su ingreso al Convento de las Carmelitas en Caracas cuando tenía veinticinco años. Es posible que a través de Fernando Paz Castillo se hayan conservado sus dos poemas conocidos. “Anhelos”, de mística resonancia: y en cada instante que vivo un siglo forma el deseo.

Y “El terremoto”, en que de manera curiosa, al confesar su experiencia del desastre de 1812 (casas y templos destruidos, gente atrapada en las ruinas, muerte y huida hacia los descampados), la monja parece sintetizar los diversos cauces anímicos de muchos de los poetas comentados hasta ahora. Porque si el cuadro trágico de las señoras sepultadas por los escombros la impresiona así: Como se iban descubriendo los perros se las comían

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No deja de registrar en detalle el escape de la hermandad hacia unos solares, con zancudos y otros animales, sobre cuyo suelo resbaladizo las monjas se caen y terminan por adaptarse a un techo bajo y a una situación incómoda. Con delicado humor sor Josefa describe este nuevo “convento”, mientras parece sonreír, compasiva. En 1842 Fermín Toro publica su novela Los mártires, hiriente imagen de los suburbios de Londres y, tal vez en no menor escala, advertencia al pueblo y a los políticos venezolanos de su momento. Una década después el romanticismo quema el espíritu de algunos seres y aparecen nuestros poetas conocidos. Poesía y narrativa inician un ascenso que ya no se detendrá. En ellas el influjo positivista o el de las fuertes corrientes intelectuales del siglo xx será notable. Pero también el cada vez más acentuado estilo de los autores, su percepción, su personalidad. Poesía, narrativa, ensayo, crítica se han encontrado. Y en esa prolongada corriente continuamos hoy. Menos visible, en un país de alto analfabetismo espiritual, nuestra literatura, desde el pasado indígena hasta ahora, posee también la coherencia del signo invocado por Augusto Mijares. Quizá la independencia del escritor (un fraile en la biblioteca de su convento, un poeta o un narrador dentro de su apartamento, hoy, rodeado por el tráfago de las grandes ciudades y por sus siempre desacertados políticos) le haya permitido anotar exactamente lo que su deseo (“en cada instante que vivo/un siglo forma el deseo”), su gusto, su imaginación, en síntesis, su libertad creadora, concibiera. Casi siempre en el país la literatura ha sido publicada por esfuerzo privado. Sin depender del juicio y el apoyo de gobiernos, aunque en muchas ocasiones así ocurriera, y positivamente. No es lo mismo hacer una novela que presentar obras de teatro, óperas, sinfonías, exposiciones de cuadros. El “signo positivo” de Mijares, por lo tanto, mucho nos ha acompañado, con duras interrupciones, pero permitiendo la continuidad de aquello que, orgánicamente, se renueva y se independiza, en sus procedimientos creativos, de la vida y la política inmediatas, aunque refleje a éstas inexorablemente, es decir: permitiendo la búsqueda,

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el riesgo, la fijación de un nervio estético, y por lo tanto, moral, que recoge la felicidad, el dolor o el equilibrio más hondo de nuestro país. La espiral donde todo concluye y se transfigura. Signo de madurez donde el pasado ingresa como parte de una tradición activa. Cambio que sólo es posible para mantener lo que ha sido y abrirse a lo distinto, con naturalidad. Coherencia de la personalidad venezolana lograda al margen de sus políticos. Y con frecuencia, a pesar de ellos. Cerremos estas notas mencionando apenas los logros de nuestra arquitectura, de la danza y el cine, del teatro, la prensa, la fotografía, de la educación y la ciencia. Cosa que ha tenido a partir del siglo xx un motor imprescindible, el petróleo, como asimismo lo tuvieron antes las artes, aquí, en los productos pecuarios, el cacao, el café. Logros que, vale la pena reiterar, han sido sostenidos económicamente por gobernantes, pero nada más. Su concepción, su ejecución, su carácter intelectual, estético, útil, ha sido en general cumplido por ilustres hombres públicos. Casi habiendo tenido en contra la opinión de los políticos. Como dijéramos al inicio de estas notas, su finalidad ha sido la de interrogar: a los hechos, obras y memorias aludidos aquí, pero también a la posible forma de su proceso, forma de secuencias móviles, alternas, repetidas o únicas en un tiempo no cuantificable, que a la vez se atrasa o se adelanta. Cada una de estas páginas ha cercado un instante (verbal, psíquico, plástico, sonoro) para preguntarse qué revela, qué encierra; intentando inquirir desde él mismo cómo ha partido de una realidad inmediata para transfigurarse en otra. Ya que esos instantes adquieren un compás independiente, que los hace coincidir con otros de manera visible o no. Lo mostrado posee y no posee enlaces fijos, definitivos. Se trata de un alma en su desplazamiento, que converge hacia un suceder mayor —el de lo posible, el del arte y la ética—, mientras nosotros mismos cambiamos y nos desplazamos, en conjunciones separadas, paralelas o fundidas. Fluido enigmático, dijimos también al comienzo; sí, pero no indescifrable, como hemos intentado mostrar. Espiral expresiva de una totalidad social en construcción, aunque así no sea advertido por quienes la vivimos.

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Vasta espiral en la cual nuestra conducta adquiere coherencia viva y particular y que, en el fondo, no guarda secretos. Sólo que en el país casi nadie la interroga. Dentro de ese tejido cambiante fluimos. Allí está nuestra coherencia emotiva o intelectual. No sólo el signo positivo que buscaba Mijares sino también nuestra verdadera sombra. La revelación de tantas debilidades diarias y de las fortalezas. El diálogo terrible entre la sordidez y la claridad, que el arte termina convirtiendo en sustancia suya, como testimonio, comentario, transfiguración, triunfo. El arco, no siempre legible, de nuestra socialización, según lo hemos tramado con las huellas y el cuerpo de lo que como humanidad momentánea hayamos considerado bello y bueno en cada tiempo. 2002-2007.

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ramos sucre: el abismo prosódico en las formas del fuego El sutil ensayista venezolano Francisco Rivera atisbó en José Antonio Ramos Sucre un motivo dramático para la supresión “del pronombre relativo de más alta frecuencia en nuestra lengua”: el que. Apoyándose en Georg Perec y en su texto sobre la escritura lipogramática, concibe que el poeta practica la liponomía (o supresión de una palabra). Concluye Rivera que tal práctica constituye una autocensura y una automutilación, procedimientos que conducirían hacia la expresión neutra o la impersonalidad deseadas por Ramos Sucre para su escritura. Todo esto pudiera ser cierto y el propio Rivera no se extiende en relacionar la lenta, gradual inclinación al suicidio de Ramos Sucre con esta tensa, dolorosa quizá, operación gramatical. Lo evidente es que el poeta logrará excluir de su estilo no sólo el que sino todas aquellas partículas que agilizan bifurcando los apoyos relativos de la frase: cuales, quienes, etcétera. Y sin duda en el efecto de tal ausencia está una de las claves invisibles que producen extrañeza en el lector al aproximarse a él por primera vez (curiosamente, releerlo esconde uno de sus goces en esa cristalina tensión). Veamos sin embargo algunos rasgos de la poesía así elaborada. En primer lugar, debido a que cada oración del poema es como una flecha que avanza inexorablemente sobre sí misma, la rigidez expresiva impide que tal movimiento (tanto desde el comienzo de la expresión hasta su final, como en el encadenamiento de una frase con la otra dentro del poema) pueda ser bifurcado: gramaticalmente cada línea del texto es sintética. Su molde expresivo no admite derivaciones. El efecto de tal disparo es el de una límpida dicción: aura o iluminación que, de manera paradójica, cesa cuando comenzamos a hurgar en su sentido, que abarca resonancias plurales.

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De aquí se desprende que no haya proposiciones gramaticales secundarias. La forma es explícita: el pensamiento conducido de tal manera no tolera ramificaciones. El vuelo de la flecha es un absoluto en sí mismo que parece eliminar las connotaciones. Otra curiosa consecuencia de estos procedimientos constituye también una paradoja plástica: ya conocemos con qué frecuencia Ramos Sucre aleja las imágenes centrales de su poesía: sociedades, reinos, personajes de épocas remotas en escenarios oníricos. Tiempos y espacios inalcanzables, cuya reverberación se torna inesperadamente actual. La escritura, concisa como el trazo de un grabado en metal, vibra al diseñar una lejanía que es atraída violentamente al primer plano. Lo remoto resplandece con una cercanía de rayo laser. Quiero acercarme, por último, a dos intuiciones menos técnicas sobre la supresión del pronombre relativo en nuestro poeta. Para tocar la primera de ellas creo necesario recordar cómo el niño José Antonio fue trasladado desde su espléndida Cumaná natal (ciudad en la que había nacido y vivido con sus familiares) a Carúpano, que le es desconocida y donde la exagerada disciplina de su tío sacerdote, el Padre Ramos, lo someterá al enclaustramiento y al estudio. Cierto que de esa tenebra emergerá su radiante sensibilidad hacia el latín y hacia los numerosos idiomas que manejará desde su adolescencia. Todos podemos leer en sus cartas de veinte años más tarde, la execración con que Ramos Sucre condena la muerte de su infancia, bajo el control religioso y pedagógico del tío. ([...] la virtud austera o con facha de burro y alma de caníbal merece a cada paso mi abominación[;] Carúpano fue un encierro, el padre Ramos ignoraba por completo el miramiento que se debe a un niño. Incurría en una severidad estúpida por causas baladíes. De allí que ningún afecto sienta yo por él. Yo pasaba días y días sin salir a la calle y me asaltaban entonces accesos de desesperación y permanecía horas llorando y riendo al mismo tiempo. Yo odio a las personas encargadas de criarme. [...] Ya ves como se vino elaborando mi desgracia. Suponte que yo era regañado por el padre Ramos y regañado por el plasta de mierda de Martínez Mata porque retozaba con los niños de mi edad, a los once años, [...]).

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Será allí mismo, y entonces, cuando la vertiginosa erudición de Ramos Sucre comience a definir su pensamiento. Tanto por obligación como por curiosidad, mucho debió de leer, comentar y reflexionar, asombradamente, sobre el mundo bíblico (¿No estará pendiente un estudio acerca del paisaje de La Biblia en su obra?). Para la mentalidad ardiente del niño, el Moisés del Deuterenomio en algo se identificaba con su propio tío: Dios le ha hablado y le entrega las Leyes a través del fuego. Ese Dios es invisible o, por lo menos, carece de rostro, de representación. ¿Cuántas veces ante la agudeza del niño debió explicar el sacerdote la posibilidad de aquella presencia sin forma? Si algo impresiona en Ramos Sucre (aun en sus cartas) es la falta de una memoria íntima, personal. Su vida parece carecer de detalles familiares, amorosos, políticos. Es el gran contraste con su obra, en la cual, como acabamos de decir, la plenitud arquetipal del mundo es vivificada, extraída del pasado y convertida en un caleidoscopio incesante de la historia, de existencias ajenas. Cultura que engloba idiomas, arte, filosofía, religión, heretismo. No debió ignorar el poeta, por lo tanto, aquella tradición herética de omitir, de eliminar una palabra importante, probablemente divina, en el discurso. Una forma de rebelión. Es a esto a lo que Georg Perec denomina liponomía. Así podemos intuir que tras la eliminación de las partículas gramaticales en Ramos Sucre no sólo alienta un impulso estético, la añoranza rítmica de idiomas perdidos, el delineamiento de un estilo exigente y audaz, sino también un acto de recrear el mundo (el único mundo posible para él: el verbal, el mundo escrito) configurando su instrumento y su soporte. El lenguaje, a su manera. Cumple entonces una herejía, una rebelión: contra aquella norma espiritual que sometió a su infancia, que la redujo y que, sin dudas, determinó numerosos rasgos de su carácter. Este complejo proceso podría iluminar también, la desafiante perfección con que titula a lo que, creo, haya sido su última obra, su obra maestra: Las formas del fuego. Vuelve entonces Ramos Sucre a asumir una actitud de demiurgo o a inclinarse ante un demiurgo que le concede esta otra libertad. A pesar de su tensa exposición, a pesar de la económica flecha que conduce a cada poema, no hay duda de que sus textos producen

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una coloración de vitrales: la serpiente verbal rodea a hombres y mujeres, vírgenes y guerreros, prisioneros, animales, montañas para que su luz irrumpa fantástica, poderosamente, en nuestro presente, en nuestra imaginación de lectores. En el libro, cada poema es una figura. Sus imágenes son las formas del fuego. Quien las concibe, las descifra y las describe es Ramos Sucre. El fuego bíblico ha sido derrotado. De su incandescencia el poeta extrae la materia estética. Dios, si era el Dios de las Leyes, es sometido: él y su intermediario, el fuego, adquieren forma, formas, y pueden ser vistos, leídos. Adquiere forma porque un lenguaje, recreado por el poeta, lo trae a la existencia. El hereje es un creador. Delta del Orinoco, abril, 2000.

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silda calígrafa Tan bella como reacia a publicar, Silda Cordoliani sólo se permite escribir relatos perdurables. Y este libro es una prueba de eso.* Durante años la he visto desechar narraciones interesantes, cuyas debilidades únicamente ella conocía. Así mismo ha procedido con algunos de sus ensayos. Quizá la inmediatez del cine no le permitió ocultar o postergar sus penetrantes críticas al respecto. Todo esto pudiera explicar la brevedad de su obra y llevarnos a creer que, afinados durante décadas sus instrumentos expresivos y segura ya del todo narrativo donde se mueve y de sus predilecciones intelectuales, nos dará en pocos años nuevas obras. Que así sea. Como hemos dicho en otras ocasiones, el súbito y transitorio estrellato comercial de algunas “escribidoras” apaga la verdadera obra de autoras imprescindibles; en Venezuela, aunque hasta ahora no se ha presentado tal plaga, la mercancía externa ocupa los espacios de librerías y prensa. Tal vez el fenómeno tenga sus ventajas: permitir a los lectores ser agudos para distinguir. Y en tal caso, este es un libro que ha venido para quedarse. Cuentista absoluta hasta hoy, en 1993 Silda publicó Babilonia, un breve libro del cual el cuento que le da título aparece en diversas antologías posteriores; y en 1999 La mujer por la ventana, relato que también ha corrido con igual destino. De 1990 es Sesión continua en que recogió textos sobre cine. Del 2007 su fascinante libro de arte para niños Entre el cielo y la tierra. Y antes y después, como acabo de decir, el silencio se ha llevado numerosas narraciones y ensayos, por ejemplo aquel premonitorio que hiciera sobre Elisa Lerner a comienzo de los setenta. Venida de Ciudad Bolívar, con hondos vínculos en la Gran Sabana, en ella estos ámbitos y el paso del río mayor marcan muchos de sus relatos anteriores. Barcelona, Madrid, la Grecia fulgurante, los viajes a las grandes ciudades de hoy se sintetizan en su vivencia pro* En lugar del corazon, bif&co Editor, Caracas 2008.

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funda de Caracas. Los colegios y la universidad, La Candelaria y San Bernardino, Los Caobos y La Castellana y todos los sitios bohemios anteriores al 2000 la han recibido como a una cómplice singular. Igual que en su contacto con los estudios literarios y los libros, combina un salvaje y profundo saber de la ciudad, de la escritura. No en vano durante siglos nuestros autores se han preparado para vivir dentro de la literatura, es decir, dentro de una forma muy particular de conducta, que convierte tanto los gestos cotidianos como las imágenes recónditas o visibles y los incisivos pensamientos en lenguaje. Esa espiral tiene estaciones en los poetas indígenas, en los soldados y sacerdotes coloniales, en la prosa y los versos de quienes han estado comprendiéndonos desde 1498, en nuestros románticos y positivistas, en los definidos creadores del siglo xx, hasta hoy. Y al decir esto incluyo a las mujeres que tal vez elaboraron frases de milenarias tradiciones indígenas u oraciones en los conventos del xviii, declaraciones oficiales en las actas del cabildo y libros parroquiales, versos (como hiciera sor María de los Ángeles o María Josefa Paz del Castillo), preceptos para la enseñanza, novela, ensayo y cuento. Tras de Silda, igual que ocurre con todos los escritores venezolanos, circula —ignorada, presentida o lúcidamente asimilada— esa prolongada tradición. Y en todos, el gusto por suscitar textos puede ser una no siempre comprensible decisión, aunque de manera inexorable se concrete en sus personalidades. Pero a tales rasgos habría que añadir, en el caso de Silda, uno infrecuente: su condición de editora. Está desde su juventud corrigiendo libros de otros, publicándolos, investigando en ocasiones acerca de sus autores y su tiempo: es decir, convirtiendo el acto de leer en una potencia del desdoblamiento. Por lo que su penetración en los intersticios del lenguaje y en la lógica firme o sutil de éste, bien puede ser una de las fronteras para las narraciones que crea. Como tampoco desconoce los tópicos y las manías y modas que se esconden en grupos, revistas y obras, también sabe protegerse de ellos o asimilarlos con prudencia. Dicho de otro modo: es posible que en algún momento, por esas y otras razones, Silda haya sido parte esencial de cada uno de los autores que han pasado ante sus ojos. Y que eso responda por la flexibilidad de su estilo, tan diverso y sin embargo tan unitivo.

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Tales convergencias, sin embargo, apoyan pero no explican lo que ocurre con este, su nuevo libro. Hay aquí la madurez de una sensibilidad que viene de lejos: probablemente desde lo que intuía a los quince años Concepción Acevedo de Tailhardat en la Ciudad Bolívar de 1873 o Julia Añez Gabaldón poco después. Y, quizá para sorpresa de la propia Silda, no obstante la riqueza erótica y el tacto sensual que despliega en la segunda parte de este libro, sus paisajes desnudos, desérticos, hechos de contrastes entre lo claustral y el vacío celeste, conviertan (por su lejanía, por tantas doncellas sanguíneas pero fantasmales) a los relatos de esta sección en una continuidad y una réplica para muchas narraciones de Ramos Sucre. Asimismo, dos nombres enigmáticos parecen haberse adelantado a las percepciones y las dudas que Silda entrevé hoy en sus personajes: el de Rosina Pérez, experta en los vínculos ambiguos (folletinescos quizá) que recorren su novela Historia de una familia (1865) y el de Dinorah Ramos, cuyo dueto “Don Carlos tiene una querida” apareció en el libro Seis mujeres en el balcón (1943). Lo demás, este libro en su completa sustancia, es fuego y aventura propia; prosa modulada siempre en la claridad, aunque se incline sobre el habla diaria, la telenovela, lo introspectivo, las señales de la perplejidad. En él, hombres y mujeres atraviesan los riesgos, mínimos o poderosos de la cotidianidad, untados de algo que parece ser inconsciente o deliberado, pero que los atrae hacia acciones inesperadas —tanto para ellos como para quien lea—. Cierto que en algún momento alguien se pregunta: “¿en qué me corresponden esas tres mujeres y sus vidas imaginadas, de dónde surgen, en qué extraño lugar habitan dentro, muy dentro de mí y, sobre todo, qué diablos intentan decirme?”; tanto aquella que se interroga como las múltiples otras que acuden en cada historia, vienen acompañadas por un hombre, triunfador o derrotado, iniciado en saberes mágicos o políticos, traicionado, asesinado o dueño de vidas, en actitud de acercamiento o huyente; y vienen las adolescentes inocentes, francas, sacrificiales o, con secreta frecuencia, la imagen de un niño de magnética presencia. También, es verdad, esas mujeres decididas y sólidas, aunque con frecuencia temerosas. No puedo usurpar el poder envolvente de estos cuentos. Quien los lea vivirá en ellos, y por mucho tiempo. Pero como dije al co-

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mienzo que Silda sólo se permite escribir relatos persistentes, sugiero a quien me haya seguido hasta aquí, comparar su maestría narrativa leyendo, por ejemplo, el sintético “Océano”, en que, como un oleaje la brevedad del hai-ku invade vidas y prosa, y cualquiera de los otros, cuya línea de acción va despertando historias y sensaciones muy bien tramadas en su intensa resonancia.

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torri y garmendia: los dioses pre-borgeanos No es voluntario tener una vida paralela; a Borges, por ejemplo, descubrirlo le horrorizó durante más de cincuenta años, y se aplicó profundamente a destruir cualquiera de los rasgos que pudieran ser identificados como suyos en la otra existencia. De allí su obsesiva oposición a Baltasar Gracián. Tantos siglos que los separan permiten hoy aproximarlos con serenidad.1 Otras vidas paralelas han producido menos traumas en América y hasta pudieran ser, por lo mismo, motivo de celebraciones. En principio, se diferenciarían de aquella abominación metafísica cumplida a través de los siglos, como le ocurrió a Borges, porque sus representantes viven al mismo tiempo. Pensemos, por ejemplo, en los escritores Julio Garmendia y Julio Torri; también en los compositores Juan Vicente Lecuna y Ernesto Lecuona. Ambos pianistas de éxito y por lo tanto pródigos compositores para su instrumento. El venezolano Lecuna (18911954), errante, amigo de Manuel de Falla, a quien dedicara una de sus obras maestras, Las sonatas de Alta Gracia, se sumergió en las vanguardias y en el novedoso sonido del siglo xx, para afianzar atmósferas, ritmos de sugerentes raíces autóctonas. Aparte de la pieza citada, no menos fascinantes son sus obras para voces, su “Sonata para arpa, su Baile de la criolla vestida”. Tan próximo a Hollywood como a Madrid, el cubano Ernesto Lecuona (1896-1963) exacerbó su virtuosismo en piezas de gran colorido y no menor rigor armónico. Muchas de sus populares composiciones, La comparsa, por ejemplo, creada a los diecisiete años, habla de su permanente pasión por el trópico y los hilos afroantillanos; pero Ante el Escorial o su Suite Andalucía muestran un agudo debate con los modernos estilos. ¿Se conocieron, se escucharon ambos? Probablemente no, aunque tuvieran días y públicos similares. Pero una misma sen1 Así lo hemos hecho en el prólogo a nuestra antología de Gracián: El palacio sin puertas. Caracas: Monte Ávila Editores, 1994.

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sibilidad sonora los acoge bajo la fulgurante dualidad del trópico. Diferentes creadores; compositores que complementan la secreta partitura del sonido. También de manera armoniosa se incardinan las vidas paralelas de Julio Garmendia (Venezuela, 1898-1977) y Julio Torri (México, 1889-1970). Torri, tan escueto en su producción como Garmendia, había comenzado a publicar en 1905. Una de sus primeras parábolas, “El mal actor de sus emociones”, aparece el 1o de noviembre de 1913 en la famosa revista caraqueña El Cojo Ilustrado; su proximidad subterránea con Garmendia, que para entonces tenía catorce años y vivía en una población remota de su país, ha comenzado. En cierto modo esa revista será el punto de convergencia más espléndido para la inteligencia latinoamericana y europea de la época; cuando Julio Garmendia comience a difundir sus primeros textos, en 1917, ya habrá dejado de circular. Por lo demás, desde 1910 México es estremecido por la lucha armada de la revolución; y poco antes Juan Vicente Gómez instaura su feroz dictadura, que durará por tres décadas. Cuánta oscura separación para los dos países. De haber ocurrido lo contrario, que un breve texto de Garmendia se publicara en México, podríamos pensar que casi con seguridad Torri lo habría leído. Analítico, inagotable lector (doscientas cincuenta páginas por día) Torri tal vez hubiera vivido la experiencia de reconocerse en aquel otro. No en vano el tono de su pensamiento y ciertas preferencias por algunas lenguas y su literatura, en Torri, van a estar cerca de lo que será Borges. Julio Garmendia, si leyó años más tarde esa página de Torri, debe haber quedado iluminado y sonriente con aquella prosa tan, a la vez, suya. Pero Garmendia ejercitaría otro tipo de absorción para la realidad y la escritura: el humor con que las cosas (y el mundo) parecen devolver algo nuestro: un camino intuitivo semejante al que desplegaría Felisberto Hernández (cómo hubiese degustado Nabokov —y sin duda Felisberto— ese “sillón grande y negro” que acompaña al narrador de Garmendia en “Una visita al infierno” de 1917). El tiempo propicia los lectores exactos que un autor debe hallar. A partir de 1980 el crítico y ensayista ruso-francés-canadiense Serge I. Zaïtzeff ha dedicado tal admiración y esfuerzo a la obra de Torri (olvidado casi totalmente en su país, como Julio Garmendia en Venezuela) que hoy no solamente circulan en ediciones ac-

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cesibles los dos únicos volúmenes literarios del autor, sino también dos libros con textos desconocidos. En Venezuela, a partir de 1960, al comenzar la reacción contra los narradores criollistas, se inicia la recuperación de Garmendia — hoy ampliamente leído— y del mismo modo, a sus dos breves libros publicados, el investigador y estudioso Óscar Sambrano Urdaneta añade nuevos conjuntos de prosas y versos. Según su biógrafo Domingo Miliani, hacia los once años y en su remota provincia, Julio Garmendia ya comienza a escribir. A los quince estará en Caracas y gradualmente se acerca al grupo de intelectuales del diario El Universal. Entre ellos estuvo su primer prologuista, el excepcional y trágico crítico Jesús Semprum. Al parecer hacia 1922 concluye el fascinante volumen de cuentos, La tienda de muñecos, que Garmendia no publicará hasta 1927 en París, bajo el estímulo de Ventura García Calderón. Desde 1923 y hasta 1940 Julio Garmendia cumple su periplo europeo; Roma, París, Génova, Viena, Copenhague, Bergen. Se dedica a los idiomas y a una escritura secreta que, ante el silencio de décadas que circundó a La tienda de muñecos, sólo mostrará en un segundo volumen de cuentos: La tuna de oro, (Caracas, 1951). Utilizador de las bicicletas, como Torri, Garmendia practica en sus relatos el humor, la sugerencia, un tenue esfumado entre lo real y lo inverosímil, una compasiva y cómplice proximidad con el lector, aunque no por eso deje de exigirle penetración y sutileza. La picardía de unas enaguas llevadas por el viento, cierta maquinita para adaptarnos a la realidad y ser más felices, un diablo juguetón, la alarma de los muertos ante el peligro de contraer... salud, y tantas otras invenciones, permitieron a Ángel Rama ubicarlo en su ciudad escrituraria. Aquel primer volumen, La tienda de muñecos, deberá esperar veinticinco años para su segunda edición. El ágil (también divertido, persuasivo y misterioso) libro trae en sus páginas un texto inexplicable: el relato “El cuento ficticio”. Su ejecución y su trama nos muestran, en cristalina prosa, la presencia de un entusiasta protagonista: el cuento, el legítimo descendiente y heredero de la especie ficticia, luce sus características actuales y la tradición a la cual pertenece. Explica los motivos de su empresa y sus planes para lograrlo: quiere luchar contra todo lo que parezca permitir la intromisión de

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la realidad en el mundo de lo ilusorio. El protagonista convoca a sus semejantes o compinches y los invita a devolver su pureza al mundo irreal. Todo el relato es a la vez una arenga y una confesión: la búsqueda de la dignidad y el absoluto para el reino de lo improbable, de lo utópico, de lo fabuloso. Tanto el vigor del protagonista como lo inminente de su acción nos dejan, al terminar el texto, con la impresión de que “El cuento ficticio” ganará su batalla contra la realidad. Con sus obras Julio Torri, Felisberto Hernández, Borges, Cortázar, Monterroso, Alejandro Rossi, Rodrigo Rey Rosa, Enrique Vila-Matas, Bernardo Atxaga lo confirmarían. La obra de ficción publicada en vida por Julio Torri no excede las cien páginas de Ensayos y poemas (1917) y De fusilamientos (1940). Llegado de su Coahuila natal a la ciudad de México en 1908, conoce a Alfonso Reyes (quien lo llamaría “nuestro hermano el diablo”) y a otros inminentes formadores de su círculo intelectual. Época de idiomas, traducciones, literatura española: una refrescante erudición. Es famosa la leyenda de su soltería, que acoge a la vez numerosísimas amantes y una inefable colección de libros pornográficos. Su correspondencia con Reyes no sólo da cuenta de su enamorante juventud, sino también de chismes, chistes y de implacables sátiras sobre la política y la literatura mexicana de su tiempo. Su juventud y su madurez tienen como fondo el vasto país de las revoluciones: Pancho Villa y Zapata. De gran inestabilidad como empleado público, fue profesor durante innumerables años. Es unánime la opinión de los discípulos sobre su aburrida pedagogía. El contraste está en su escritura, a la cual Serge I. Zaïtzeff ha añadido en años recientes dos libros paradójicos: El ladrón de ataúdes y Diálogo de los libros. Contemos también con el breviario La literatura española. Profundo, original, refrescante: sólo un mago de la investigación sutil puede escribir un ensayo tan aéreo como éste. Permitirnos volver a los cantos medievales, a La Celestina, a Gracián como si conversáramos con un hermano extraño en un café: qué prodigio. La obra de Torri está constituida, como a él mismo hubiera gustado decir, de poemas y ensayos: sólo de prosa. Análisis re-

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lampagueantes, puntos de vista subjetivos y certeros, narraciones, aforismos. Un estilo ecuánime y a la vez burlón. Frases concisas como hilos de lluvia. Capaz de afirmar: “Los que contradicen no son de este mundo”, “Las mujeres prefieren al amante que puede perderse”, “Amamos, ambicionamos y odiamos como si fuéramos inmortales”, desarrolla también ígneas visiones sobre la pasión por el epígrafe, por el ensayo corto, por aquellas novelas que jamás llegaremos a escribir. Leer a Torri es voltear la realidad. Zaïtzeff, en un reciente artículo (La Gaceta del fce, México, 1992; “Imagen”, Caracas, 1993) destaca no pocas junciones vitales y literarias en tales vidas paralelas. Proximidad que escuece a Borges, por Gracián; que se vuelve música en Lecuna y Lecuona, que nos interna en la melancolía de lo irónico, cuando Julio Garmendia o Julio Torri, alguno de los dos, escribe: “Como somos en el fondo tan irreales, casi nos basta con el recuerdo”.

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guillermo sucre: la felicidad y el árbol de la tormenta Con estas notas voy a detenerme, por razones temáticas y expresivas, pero especialmente porque son textos que me conmueven (que me acompañan siempre) de manera muy honda, en tres libros de Guillermo Sucre: Mientras suceden los día, En el verano cada palabra respira en el verano y La segunda versión.

I Todo empieza en un río y una ciudad reverberando sobre una roca ..... Tiene ahora catorce años y todo lo ha perdido: dos frases distribuidas en un poema de Guillermo Sucre, que pueden referirse exclusivamente al sujeto del texto, pero que hemos traído aquí para aludir a ciertos datos en la biografía del escritor. Allí está el muchacho. Al atardecer, en el malecón, con “las piernas colgando sobre las aguas”. El lugar, que se suspende sobre una roca, es Ciudad Bolívar; y la terrible corriente de las aguas en invierno tiene un nombre: el Orinoco. Sabe que algún día ya no estará allí. Tiene ahora catorce años y todo lo ha perdido. Quiere fijar la luz, transparentar el río. No se conoce ese aire o esa luz para sobrevivirlos. Esa piel de las piedras, cálida, ya no volverá a tocarla. Levanta la mirada. Un rostro ya tostado por el sol, ya también absorto. Un dios. Lo siente: hay un dios con él. O hay un dios que es él, que está en él. Solitario y hostil. Un adolescente que conoce la muerte.

Allí está el muchacho, en el malecón. Antes de ese instante, su padre, Juan Manuel Sucre, y su madre Inés Figarella, han tenido

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cinco hijos en el matrimonio. Guillermo Sucre es el último y nació el 14 de mayo, en 1933. La madre venía de El Callao; el padre trabaja como comerciante de la casa Blohm; pero la familia vive en un lugar de grandes cielos y de súbitos boscajes: Tumeremo. Aquí nace Guillermo. La fiebre amarilla derriba al padre en 1934, casi a punto de cumplir cuarenta años (“Voy y veo la muerte que alumbra/Con mano ciega cierro sus ojos/Su nombre fue Juan /soleada sílaba de sílex/Sometió ríos espesas fronteras/ La tierra le fue más ancha que sus sueños”). Entonces la familia emigrará a Ciudad Bolívar. Aquí ocurrirán los estudios de primaria, la noción de la ciudad y su río y, en el comienzo de la adolescencia, la cercanía con su abuelo: Juan Manuel Sucre Ruiz. Éste posee una biblioteca a la cual acude, con irregularidad, el muchacho. Lee allí una biografía de Antonio José de Sucre, textos de historia, libros de cronistas. También algunas novelas de Dumas y las Rimas de Bécquer. El abuelo ha escrito, por su parte, un Diario sobre la Revolución Libertadora, es Miembro de la Academia de la Historia, colabora con el periódico local El Luchador, donde publica bajo el significativo seudónimo de Juan de la Cruz. Pero ese abuelo, que había cambiado la pajilla “por su gorra vasca”, que se reconoció en “la vida vertiginosa del hijo que llevaba su nombre”, guardaba, para Guillermo el niño, un tesoro singular: la granja Las Acacias en el Manacal, a donde la familia iba con frecuencia (“[…] esa otra claridad que es el frescor en el sigilo de la tarde, lejos el Manacal manando agua […] ¿Vivir será también así, abuelo?”). En el malecón, sobre las fuertes aguas, está el muchacho de catorce: sin saber que dentro de dos años volverá, por fin, en vacaciones a Tumeremo, de donde salió muy pequeño; que tendrá de nuevo las calles y las arboledas amadas por sus padres: pero que ninguno de ellos estará. En agosto de 1945, Guillermo se traslada a Caracas, iniciando el Bachillerato en el Liceo de Aplicación. Uno de los hermanos lo ha precedido. La extensión, la sorpresa y el fresco clima de la nueva ciudad, lo acogen, lo enamoran. Viven en una casa de El Pinar, cerca del puente 9 de diciembre. Todo podría ser espléndido, pero una crisis de salud impone que la madre sea operada, y muere. Nada de esto sabe el muchacho del malecón, aunque “hay un dios con él. O hay un dios que es él, que está en él. Solitario y hostil. Un adolescente que conoce la muerte”.

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Después, en Caracas, los hermanos viven en un apartamento por El Silencio. Guillermo cursa quinto año de bachillerato en el Liceo Andrés Bello, que es dirigido por Dionisio López Orihuela. Es el año escolar 1949-1950, y la oscura cadena de acontecimientos que lleva a Marcos Pérez Jiménez al poder suscita una seria actividad política en el Liceo. Tal vez una de las secuencias políticas que el abuelo no imaginó para su Diario comienza a ser vivida por Guillermo. Se ha creado el Grupo Cantaclaro, de evidente eco galleguiano; y entre política y literatura, los jóvenes –como Guillermo– afrontan algunos acontecimientos de la ciudad. Aún gobierna Carlos Delgado Chalbaud cuando, con ocasión de un acto en el Centro Venezolano-Americano (un acto ligado a España), junto a varios compañeros, Guillermo es llevado a la cárcel Modelo. Permanece preso durante tres semanas. Ha venido escribiendo relatos desde el Liceo de Aplicación. Ahora, en el Liceo Andrés Bello colabora con la dirección del periódico Espiral. Y de estos meses surge un texto titulado “Soledad invertebrada”. Ingresa a la Universidad Central de Venezuela para estudiar Filosofía. La huelga de 1951 entorpece este proyecto. La Universidad pierde su autonomía y el gobierno traslada al cuerpo académico desde los viejos salones, arcos y torrecillas de San Francisco a la modernísima Ciudad Universitaria que Villanueva ha levantado en el este de Caracas. Meses después doce estudiantes —como un reto a la dictadura militar, como una defensa al propio cuerpo universitario— toman las instalaciones de San Francisco. Entre ellos están Manuel Caballero, Eleazar Díaz Rangel, Rafael Cadenas. Guillermo Sucre es detenido allí; pasa dos semanas en la cárcel del Obispo, tres meses en la cárcel Modelo y, finalmente, en mayo de 1952, a los diecinueve años, debe salir de Venezuela. En Chile permanecerá hasta 1955 (“La capital austral acogió mis pasos, los vestigios/aún recientes de mi país sobre la piel;/día a día hasta mí llegaba su iracundo rumor […]”). Cursa aquí Literatura, en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Resulta fácil imaginar cómo el ágil muchacho del malecón y el río; cómo aquel fragmentario lector en la biblioteca de su abuelo; cómo el sólido soñador de la hacienda y el Manacal, se ha convertido ya en este hombre de veintitrés años: algo grave en

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su humor penetrante, callado hasta que el entusiasmo le permite seguir un pensamiento con calor, y en cuya mirada oscura parece haber una madurez precoz. Del niño que aún aguarda al borde del río, surge este observador que se asoma a otras aguas: las del lenguaje, de la escritura: a esa forma de la duda que es la literatura. Ahora, en Chile, se convierte en un lector incesante: lo dice esa parte de su primer libro (Mientras suceden los días), que debe haber sido imaginada o escrita aquí, en 1955. Ese mismo año, a través de la Alianza Francesa, viajará a París, donde toma cursos propedéuticos en la Sorbonne. En 1956 el gobierno de Pérez Jiménez comienza a dar visas para algunos exiliados. Sucre regresa a Venezuela y permanece tres días en la Seguridad Nacional de Caracas. Como en un obligado circuito la policía lo lleva a la cárcel de Ciudad Bolívar. Allí estarán también Lairet, Bayardo, Pedro Espinoza. Y en otro pabellón de la cárcel encuentra al poeta José Rafael Muñoz, a José Vicente Abreu. A su lado, siempre, estuvo prisionero también José Francisco Sucre, su hermano. Aquí permanecerán hasta la caída del régimen en enero de 1958. Desde dos años antes, en un café cerca del Teatro Municipal, un grupo de narradores y poetas se reúne asiduamente, para conversar sobre literatura. La Seguridad Nacional sabe que no son inocentes tales encuentros; y muchos de los asistentes terminarán torturados en prisión. Pero al ser derrocado Pérez Jiménez, el grupo edita la revista Sardio, en cuyas páginas colaborará Guillermo Sucre. Diversos sectores políticos integran su cuerpo de redacción. Así, al regresar a Caracas desde la cárcel de Ciudad Bolívar, Sucre prosigue sus estudios, ahora en la Escuela de Letras, donde se graduará; comienza a trabajar en la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela, junto a Pedro Duno y Rodolfo Izaguirre; y concluye la escritura de su libro Mientras suceden los días, que no será publicado hasta 1961. Mientras suceden los días consta de tres partes, escritas en 1955, 1956 y 1957. Con frecuencia, en ellas el verso tiende a no ser breve, a asumir un denso ritmo que lo aproxima a la prosa, al versículo. Con tal extensión, el poeta señala de algún modo que su frase no se acoge a límites prefijados; su lenguaje, sin embargo, es preciso y elegante: dedicado a mostrar imágenes sobre cuya sensualidad la reflexión avanza como “algo menos melancólico y aun

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lúcido”. Es verdad que son evocados los días del país austral, exaltadas algunas concreciones del amor y reconocidos ciertos asomos del éxtasis íntimo, dentro del día, del verano, de la soledad. Pero un tema subterráneo invade con sus estallantes anillos, estos versos de civilizada cadencia: la celebración del instinto. Al vértigo de esta fuerza, a sus “graves ceremonias”, al júbilo de su ascenso, a su “castigada jerarquía”, el poeta dedica la irradiación de sus palabras, prodigándolos como centro de vida. ¿De quién están cerca estos poemas? ¿De un Neruda muy bien interiorizado, precozmente de Paz? ¿De Saint-John Perse? Su limpidez, sus imágenes azogadas, instauran sin embargo una voz singular: Atado como siempre a tu simetría de oscuro río que fluye entre mis manos (I, I.). ….. […] hacer sitio para el cuerpo del amor y otro sitio más secreto para las raíces de la tierra […] (I, II). [Una “lámpara pensativa” recorre las experiencias expuestas]: Del hombre exalto el júbilo de su instinto […] (III, V).

Recorre, como hemos dicho antes y en primer lugar el sitio, el cuerpo del amor. Pero Mientras suceden los días, recoge de manera enigmática, oblicua, una constante en la literatura venezolana hasta mediados de los años sesenta: la cárcel. La 3a parte del libro, escrita en 1957, confiesa la comunión del poeta con la Historia: ese otro grado del exilio en la propia patria, de la soledad y el orgullo. La cárcel se cierre como una corrosión y un lento dolor, pero también como un lúcido estado de plenitud viril, de superioridad. Veamos discurrir el poema: Nadie que fulgure vive aquí su destello, sino su abismo […] (III, I). ….. Entre rejas, entre nostalgias, cuando ya todo se sumerge o se aplaca en el corazón [...] .

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La conciencia del poeta (aquella experiencia, ahora el texto) constituye lo luminoso dentro de la sombra. Una paradoja, sin embargo, revierte la situación del preso y permite que su misma condición lo enaltezca: Déjalos que así me acechen, esos seres en el vacío, sin sonido, rabia y espuma de la muerte. Déjalos que aquí me clausuren. También les da cárcel mi fulgor. (III, VI).

En efecto, la voz del poeta otorgaba libertad a su encierro. Y su “fulgor” (su conciencia, el poema) encierra a los carceleros, “seres en el vacío” dentro de los versos, donde aún permanecen desde 1957. ¿Tenemos en Venezuela otro poema de la cárcel donde la inteligencia sea el arma para defender el ser? No quiero apartarme de este libro sin comunicarles mi sorpresa, acerca de cómo un movimiento subterráneo —aparentemente sólo conectado al sufrimiento del exilio político— se asoma aquí cada tantas páginas. Se trata de la exaltación del odio: Entonces […] […] presentí la antigua intemperie del odio o del amor […] [que] adquirieron una forma humana en mi espíritu.(III, II). La cólera, el odio, se materializan como formas de dignidad. La cárcel y el exilio encuentran en ellos un escudo. Mi fuerza laureada por el odio […] (II,V). […] doy al fuego lo más feroz lo más puro del odio que rezumo y ardo luego en sus llamas como en mi sangre. (III,V).

Perfectamente ajustado a la parte épica del libro, este tema posee, no obstante, una versificación directa, metaforizado de manera tal que parece saltar del verso, convirtiéndose en aullido. Su fuerza es tanta que anula por momentos el canto al amor y al instinto. Es una raíz. Milagroso misterio de un basso continuo,

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que esperará treinta años para aflorar vertiginosamente, como veremos. En 1959 vuelve a París, donde permanecerá hasta enero del 1962. Esta vez lo hace becado por la Universidad Central de Venezuela y por el gobierno francés. Estudiará literatura francesa y emprenderá una tesis (nunca concluida) sobre César Vallejo. Cuando vuelve a Venezuela, pasa a ser profesor en la Escuela de Letras con las asignaturas Teoría Literaria, Corrientes Literarias Contemporáneas y, desde luego, Literatura Francesa. Trabaja en la revista Zona Franca, dirigida por Juan Liscano, en el Suplemento Literario de La República; y en 1965 concluye, como trabajo de ascenso en la Universidad, su libro Borges el poeta. Dos años después dirige la revista Imagen y se edita su texto sobre Borges en la colección de la Universidad Autónoma de México. El mismo será traducido por Pierre de Place para la serie “Poétes d’aujourd’hui” (Seghers, París, 1971) y retomado por Monte Ávila Editores de Caracas, posteriormente. Borges, ese sacerdote del idioma y de la infinita copia de sí mismo (ambos laterales rasgos de su singularidad), logra en la cercanía de los años sesenta una difusión mundial. Lo cual no sólo inviste a la literatura latinoamericano de un nuevo carácter (el de Borges: al lado de los censos de ganado y otros localismos), sino que atrae a la crítica internacional hacia el insólito circuito de sus narraciones. Menos famosa, pero no menos importante, era la obra poética que Borges había escrito desde su juventud. Basta revisar los innumerables estudios sobre Borges (o las entrevistas que le hacen a diario) para corroborar que, casi siempre, las ficciones del maestro, así como sus ceñidos textos críticos, son superiores a quien trate de interpretarlos. Imán previo, Borges mismo devora a éstos al ser frotado su lenguaje con el de los críticos. En este sentido, el libro Borges el poeta de Guillermo Sucre, se volvía excepcional por varias razones. Una de ellas, evidente, es que constituía ya la mejor introducción (o complemento posterior) para la lectura de la poesía borgeana. Otra, su tono: conducente y discreto, ajeno a cualquier impulso por convencer. Otra, su estupendo capítulo acerca de la narrativa de Borges y las conexiones entre ésta y lo poético. Otra (para detenernos), que al diseñar el texto sobre Borges, Guillermo Sucre el poeta está perfilando un territorio

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crítico en el cual se moverá más tarde. Destaquemos, entonces, sólo dos frases que Sucre escribe en el prólogo a la edición de 1974: “De un escritor vivo, creo que decía Eliot, sólo es pertinente hablar en términos de autenticidad o no; la prueba de su grandeza es decisión del tiempo”. Sucre se inclina por destacar la singular autenticidad de Borges antes que su grandeza. Y lo hace tomando una cita de Eliot, acerca de la cual (creo que decía) parece vacilar. Todo un programa de análisis, que toma la duda como apoyo teórico: la duda lúcida que originará juegos y riquezas de gran exactitud en su labor crítica. La otra línea del prólogo dice: “[…] los poetas son […] más lúcidos que los críticos”. ¿Podrá Guillermo Sucre, después de haber escrito su libro sobre Borges, seguir siendo el mismo poeta o el mismo crítico de antes? Entre 1968 y 1970, Sucre vive y trabaja como profesor universitario en Pittsburg, dictando cursos en literatura latinoamericana. Para el setenta, recibe una beca Guggenheim y se traslada a Washington. Luego, entre 1972 y el 1975, regresa a Pittsburg. Desde 1962 hasta 1969 escribe los poemas de su libro La mirada, que circulará en 1970. En su primera parte, cierta prolongación de las frases pareciera guardar un eco, en este libro, del anterior. Pero el efecto es sólo formal: ya no existe la evocación encantatoria aquí, como tampoco en el resto del volumen. Y aun tal vínculo expresivo desaparece en los contenidos de los versos siguientes. “Las memorias han pasado” y un corporal presente adviene como objeto de percepción, de canto, de reflexión. El instrumento psíquico con que el poeta asume esta nutritiva realidad es, desde luego, la mirada. Pero en su forma sensorial y abstracta, en sus movilidades espirituales y físicas. La mirada (no el ojo) sigue a un cuerpo amado, a situaciones compartidas, a mutaciones de seres, lugares y momentos; pero vigila, asimismo, “el seco licor del lenguaje o la posibilidad de estar desnudos en el poema”; es decir, tanto las evidencias (o alusiones) temáticas de cada verso como a su nacimiento y organización verbal. En 1975 Sucre vuelve a Venezuela, donde trabajará por dos años como director literario de la editorial Monte Ávila. Luego pasa a la Universidad Simón Bolívar. Entre 1969 y 1974 —estando en Pittsburg, Washington y Silver Spring— Guillermo Sucre escribió los poemas de su libro En el verano cada palabra respira en el verano, publicado en 1976.

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Una palabra, que asoma a veces en Mientras suceden los días y con cierta frecuencia en La mirada, se instala definitivamente en el título de este nuevo libro, y atraviesa con su esplendor numerosos textos del mismo: la palabra verano. La refractaria cualidad de ese título (En el verano cada palabra respira en el verano) refiere de una vez la personalidad de los textos: fragmentos en prosa, prolongadas frases y versos muy cortos, dotados de un mismo signo: su ofrecimiento de lectura fluctuante y, sin embargo, precisa. Como el título, los versos se abren hacia diversas disponibilidades del acento conceptual: y entonces podemos atender a una misma secuencia con variada libertad. Guillermo Sucre es, desde luego, un poeta profundamente visual: por ello la sostenida anunciación de cuanto es felicidad, su insistente tributo al cuerpo o a las cosas (“naranja/olor de la vista”), vuelven a ensamblar una antigua constante de su poesía, dentro de imágenes y términos menos untuosos: vuelven a recorrer las ocultas instancias del instinto. Sólo que, ahora, el poema mismo es también un comentario a otra forma solar de lo instintivo: la inteligencia. Desde un punto de vista lúdico (ejercitaciones vivaces del vocablo en la frase y su ambigüedad espacial), memorioso (la hija, la madre, el abuelo tramados dentro de un flash irritado, dulce) y psíquico, éste resulta ser un volumen singular. La poesía de Sucre alcanza aquí (para utilizar esta palabra tan suya) un irrepetible esplendor. Los textos se agrupan desde el pasado hacia el presente (de acuerdo con la fecha de publicación). Lo cual nos permite encontrar en su fondo un río (el Monongahela), cuyo transcurrir es aprehendido desde los ojos: “Viendo pasar el Monongahela” (1969-1971). Aquí se nos confiesa que: […] la poesía no se hace en silencio sino con silencio [Mientras, paralelamente sentimos]: el río sí que siempre sucede en el presente [Apenas en una evocación momentánea hacia quien fuera proscrito en 1930, se vislumbra] la vasta tierra y la tolvanera del galope una patria desalmada y violenta.

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Los “Entretextos” de 1971 tal vez constituyan una “larga conversación con la intemperie”, en la que la luz del verano nos resulta equivalente a la sabiduría. Como hemos dicho antes, hay juego y humor, esos grados superiores de la discreción, de la inteligencia. Asistimos a memorables ceremonias de la intimidad: la mano del verano se planta en tu cuerpo con enamorada lenta avidez ..… alimentos terrestres: el placer y la muerte ..… elogio de la vida: reconciliarse con la muerte [Y tras ellas, el acompañamiento que va tejiendo un contrapunto]: no guardar silencio sino hacer manar el silencio es lo que nos hace más jóvenes ..… la única forma de humildad: la sabiduría (no lo contrario) [Hasta arribar al tema que se desarrollará en los próximos años]: podemos creer en milagros: la felicidad la desnudaba ….. La felicidad conduce a la locura [Otra vez, apenas unos versos inquietantes, que subyacen]: no lo que queda por decir sino por desdecir y contradecir ….. licor de la blasfemia: embriaguez de solitarios

Lo demás en el libro, es decir, lo que vendría hasta 1974, es un arrebato de versificación en seda, palabras medidas como las líneas de la lluvia: perfectas y envolventes. Pensemos en un Whitman apasionado, en un Rafael Cadenas contenido. El lenguaje fulgura, la dicha estremece los rincones de la prosa, el discurso explora la felicidad y la expone, absorbiéndola, desconociéndola. Claro que, según el poeta, se trata de

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guillermo sucre: la felicidad y el árbol de la tormenta esas palabras que escribimos sin meditar o después de haber meditado mucho (que es lo mismo) [Ya que] no estamos exilados en el mundo, estamos exilados en las palabras en el poema No puedo leer aquí las dos primeras partes del libro, por lo que recurro ahora a alguna de sus páginas: Ya uno sólo tiene derecho a muy pocas cosas Sé o algo me hace saber que no puedo hablar de la felicidad. Abandoné mi casa y no he vuelto a ella la cubrirán ahora las hiedras y en aquel traspatio ni fuego ni mano que lo encienda algún día la borrarán las lluvias y no estaré allí para levantarla de nuevo (qué nos hace partir y cómo podemos partir). Cómo entonces siquiera mencionar esa palabra que necesita del amparo de una fidelidad para ser real. Pero sé o creo saber que la felicidad existe justamente allí donde no existe que mantener al calor de su ausencia prepara (si) no su destello su limpidez Así pues no puedo hablar de la felicidad, pero puedo callarme en ella recorrer su silencio la vasta memoria de no haberla tenido La felicidad ahora me doy cuenta no es el tema de un discurso, sino el discurso mismo un discurso que siempre se aparta de su tema o que después de haber sido escrito descubre discurre que debe ser escrito de nuevo. Pero en ellas el dolor, la muerte, la fraternidad, el amor, son inexorablemente los signos que nos conducen a ese estado inapreciable: la felicidad.

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Sucre ha traducido al castellano poemas y textos de Saint-John Perse, de W. Carlos Williams, de Wallace Stevens, de René Girard; a la vez, hay poemas suyos en versión francesa, italiana e inglesa. También está en inglés su estudio sobre Octavio Paz: Poetics of vivacity (Universidad de Oklahoma, 1973). Antes y después de su libro sobre Borges, escribió numerosos ensayos críticos, en revistas latinoamericanas. Sin omitir visiones sobre ensayistas y problemas teóricos de literatura; sin omitir acercamientos a algún narrador, dichos artículos tienen con frecuencia un centro común: la poesía. De allí que resultara bastante lógico el nacimiento, el desarrollo y la organización de un extenso ensayo suyo (escrito entre 1971 y 1974; publicado en Venezuela en 1975) sobre poesía hispanoamericana: La máscara, la transparencia. Como pocas veces en su historia, nuestro famoso Premio Nacional de Literatura quedó admirablemente justificado un año después, cuando fue otorgado a ese gran libro. La máscara, la transparencia recorre, a través de cuatrocientas cincuenta páginas, la poesía de América Latina desde fines del siglo pasado hasta hoy, desde los profusos maestros Darío y Martí, hasta poetas de naciente obra, deteniéndose también en algunas figuras españolas de ese mismo período. Al leerlo, no podemos olvidar que el ensayo y la crítica, en Venezuela y en el continente, han sido desafortunados. Alfonso Reyes, Picón-Salas, iban a necesitar la aparición de un Borges y, posteriormente, de un Octavio Paz, para que el juicio y la elegancia escrita no se perdieran en estériles discursos. En nuestro país, Juan Liscano, Orlando Araujo, Elisa Lerner, Óscar Rodríguez Ortiz, María Fernanda Palacios, Julio Miranda (y ahora un interesante grupo de escritores recientes) responden por un ejercicio de la crítica, culto y atractivo. Pero en ninguno de ellos será la poesía el tema central de sus exploraciones. La máscara, la transparencia, que exige un deleitable detenimiento, una extensa manera de lectura, para ubicar sus conceptos centrales y, desde ellos, ramificar conexiones entre poetas y obras, entre sucesiones estilísticas y temáticas, constituye, en primer lugar, una forma múltiple para que Guillermo Sucre reflexiones sobre la transfiguración del lenguaje poético en América Latina. Luego, el libro nos conduce a una seductora comprensión del universo verbal, en tanto que riqueza mental como reflejo y organización de la

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sensualidad. Una lectura erótica del idioma poético, un zigzag que descubre la realidad escrita como transparencia y como máscara de cierta unidad espiritual: todos esos polos y encuentros se resumen aquí, en este ensayo que bien merece ser concebido como el estudio más extraordinario sobre poesía, en nuestra historia y en nuestra lengua. Fundador y colaborador de las revistas Plural y Vuelta de México, Sucre publicó en esta última (abril de 1993) unas urticantes notas: “Los cuadernos de la cordura”. No voy a recordar aquí el escándalo que ellas causaron. Una fauna de escritorzuelos se lanzó contra él, pero —como siempre ocurre entre nosotros— no para objetar su posición política y literaria, sino quizá para atacar su orgullo, su aislamiento, su actitud crítica. También yo respondí a esas notas, angustiado por su tono corrosivo, autoagresivo, por su falta de precisión histórica. Aunque Guillermo Sucre había trabajado como profesor en la Univeridad Central de Venezuela (ucv) durante la década de 1960, ingresó a la Escuela de Letras de la misma, de manera estable, en 1989. Ocupa allí la jefatura del Departamento de Literaturas Clásicas y Occidentales. Dicta el taller de ensayo y Seminarios sobre poesía contemporánea, así como sobre El Quijote, Borges, Camus, etcétera. Ha recibido este año el Premio “Orden Francisco De Venanzi” 1996, otorgado por la ucv a investigadores de gran trayectoria. Acaba de ser electo para dictar la Cátedra Simón Bolívar en Cambridge. En 1988 la editorial Vuleta publicó su poemario La vastedad. Y creo que en 1994 se edita La segunda versión en Sevilla (sólo poseo una fotocopia, sin fecha), donde se recogen poemas escritos entre 1987 y 1992. Es su obra más reciente. Las Memorias de un venezolano de la decadencia de Pocaterra están en el subsuelo de este libro, como lo están en aquel famoso poema “Derrota” de Rafael Cadenas. El abismo político y moral padecido por el narrador valenciano; la fragilidad última con que un yo perplejo se oculta en la negación, en el desencanto, en el lenguaje escueto —según el poema de Cadenas—: ambas vertientes vitales desembocan en este inquietante, terrible libro del último Guillermo Sucre. Yo lo he convertido en compañero y consuelo ante la ilegitimidad literaria que nos rodea y ante nuestro desastre social.

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El poemario recoge, como En el verano cada palabra respira en el verano, nítidas evocaciones a la madre, a un amigo muerto, a la memoria herida (una corza blanca), a la penumbra. Y como en Mientras suceden los días, se celebra a una mujer amada, al amor mismo. Pero un aura de melancolía y de pérdida nos impide restituir la sensorialidad del primer poemario o el canto suelto a la dicha y al verano. Por otra parte, los versos son de una economía, quiero decir, de una transparencia calculadísima. Lo cual impone paradójicamente, en vez de seguridad para su sentido, una cierta perplejidad ante sus posibles significaciones. Y ahora, el centro del libro es una llamarada; aquí estalla aquel sordo rumor del primer poemario: “las blasfemias, la noche sórdida, el odio o la rabia, la amenaza y la navaja, la culpa, la crueldad, el dolor, el oprobio, la inclemencia, la usura, los epitafios, la maldición, la insidia y el ultraje, el oropel, la retrechería, los agravios”: todos estos vocablos vienen a la circulación del texto, en un tramado a veces indirecto. Porque el libro se centra en una “tierra secreta”: Qué poco pudimos darte, tierra! Antes sentí que los mejores dones, como en los partos, nacían del dolor. Ahora sé que el dolor puede secarnos y ya sólo somos sensibles a la rabia diaria de la vida que no logramos vivir ni rehacer, y así pervertimos. Siempre creí, tierra, que sólo en ti misma habías conocido la gracia y el perdón. Más carácter tuviste que tus hombres. “Tierra secreta” ¿Dónde quedó la alegría de vivir? “La vida aún” ¿Habrá como un extravío En la vida que sólo vida Da a los que no la padecieron? “El extravío”

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guillermo sucre: la felicidad y el árbol de la tormenta Los seres no sabemos ya reconocer la belleza. ..… Amantes, se han amado sólo por esa visión semejante a una condena “El último dominio”

No hay duda: si “Derrota” resumió una intensa dualidad (los otros, la intimidad; el desconcierto y la responsabilidad), este poemario simboliza a la Venezuela doliente de fin de siglo. Tenemos otras extraordinarias voces poéticas que nos permiten el consuelo o la serenidad, el chispazo de la inocencia, del humor o el sesgo elegante de la belleza (y estoy pensando en Silva Estrada, en Chacón, en Montejo, en Sánchez Peláez, en Palomares, en los más jóvenes autores). Pero Guillermo Sucre ha reconocido el rostro terrible del agotamiento, la ausencia de los dioses o los sueños (¿no son lo mismo?), la fatua obscenidad de nuestra vida cotidiana. El poeta ha encontrado —para sus sentimientos— aquella imagen que, fresca, vital, amorosa, fue acompañando oscuramente su dolor, su odio, su aislamiento. Hemos llegado con él al “árbol de la tormenta” (que era parte del río y del fulgor salvador en la cárcel, en el exilio, en el amor, y hoy lo es de un país descentrado): Siempre —escribí— el árbol de la tormenta se desatará sobre el río […] […] Preserva, tierra, estas imágenes, con ellas escribe lo que te he amado. También son epitafios.

Permítanme echar un vistazo a “La vida aún”, verdadero imán del libro y de nuestra psique actual, para que ustedes sientan sus llamas: ¿Dónde quedó la alegría de vivir? La desaprensiva lentitud en el trato y la clara mirada de orgullo, la vislumbre del carácter y el destino, la mano que sabía prohibir y consagrar,

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José Balza los cuerpos que dan gracias al alma y ágiles como la parra se enlazan en las noches del placer y también del dolor; todo lo que fue ceremonia frugal o generosa celebración ¿ahora dónde está, bajo cuánto oropel y odio y oprobio yace? ¿Hay seres que aún vivan en la amistad del clima, respiren el hálito de la tierra cuando amanece, se bañen en el mar como una purificación? ¿Es hermosa aún la hermosura, se ilumina su rostro en los días aciagos y lo amamos con paciencia? ¿O sólo hemos sido sangre rencorosa, paciente sólo para la insidia y el ultraje? ¿Conocimos alguna vez la pasión, el padecimiento de su larga herida? ¿O apenas nos alcanzó el alma para la astucia, el requintado honor; la ávida vanidad? ¿Alguna vez fuimos justos sin mediar el escarnio? ¿Y entre tanto ahí estaba el escarnio desesperado en la miseria, y piedad no tuvimos, ni reverencia? ¿Y entre tanto, por todo lo que cuesta ser hombre, apenas éramos venezolanamente retrecheros? O sólo fue falaz la vida, y venal. Sólo ella no supo ser austera, no se jubiló a tiempo, ni siquiera tuvo tiempo de sacar un seguro de vida. A todos se prostituyó: era demasiado hermosa

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guillermo sucre: la felicidad y el árbol de la tormenta y sólo quería dar placer, o su ilusión. En el fondo, nunca pensó que iría a morir. Ahora busca refugio en la memoria, deambula por jardines desolados creyendo cifrar en la rosa o el jazmín que amó el íntimo y desnudo destello que la prendía al mundo. Se va llenando de ruinas en la casa que cubre la hiedra. Se da cuenta de que ya no cuenta, y limpia sus máscaras. Ahora aprende a vivir su único rostro: su secreta agonía.

II Nada de eso conoce el muchacho de catorce años que se inclina sobre las aguas en el malecón de Ciudad Bolívar. Después, cuando sea hombre, serán otros los ríos y mares del mundo (también del lenguaje) a los cuales se asomará ansioso y seguro de haberlo perdido todo. Tampoco es necesario que sepa sobre su verdadera existencia, aún futura mientras permanece en el malecón. Porque realmente nada suyo, de aquellos catorce años, persiste hoy, sino esa página de En el verano cada palabra respira en el verano, donde un poeta que es él mismo lo inventa para devolverse al pasado. 1981-1997.

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cadenas: el presente como epifanía A veces tengo la fantasía de que las quinientas o mil personas que dirigen al mundo —¿cuántas son?, nadie las ha contado— sufran una transformación, se vuelvan religiosas en el sentido más hondo de la palabra —aquí incluyo las que forman las diversas jerarquías de las religiones institucionales— y las veamos destruyendo las armas, defendiendo de veras la naturaleza, protegiendo en todas partes la vida, como expresión de lo que ellos llaman Dios […] La posibilidad de que ocurra el milagro se desvanece y yo maldigo a los gobernantes, científicos y técnicos que llevan a cabo la siniestra tarea.

Quizá resulte extraño encontrar frases como estas en un libro que se aproxima a la mística y a san Juan de la Cruz. Pero tal vez la vibrante atención de Rafael Cadenas al presente, a la vida total, permita que ambos temas confluyan con ardor en su manera de sentir y pensar. No es nada nuevo en un poeta como él. Si vemos los versos escritos cuando tenía quince años (Cantos iniciales, 1946), sentimos irrumpir en ellos de inmediato una húmeda sensación de presente. Cuanto entonces probablemente surgió como impulso íntimo y personal, fue encontrando en la experiencia, en otras situaciones y autores, una raíz común. De manera natural y enigmática, el vivir, la conciencia de vivir o la investigación sobre el vivir, se convirtieron en un eje magnético de su obra, de su transcurrir cotidiano. Decir esto parece simple, pero sólo recorriendo la escritura del autor podemos vislumbrar en tal actitud una compleja forma de descubrimiento, de solidaridad, de asombro. Una prolongada lucha por revelarse a sí mismo, mediante raro esfuerzo, la brújula vacilante que permitiera el proceso. Cadenas nace el 8 de abril de 1930 en una región de grandes extensiones áridas, el estado Lara de Venezuela, aunque Barqui-

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simeto, su ciudad natal, estuviera para ese entonces rodeada de árboles y cercana a un pequeño río. Algo de ese pasado desértico cruza por casi toda su poesía: concisión, calidez, soplo. Tal vez la excepción expresiva sea Los cuadernos del destierro, de prosa lujosa y fraseo complejo. Algo del “trópico absoluto” percibido por otro gran poeta, Eugenio Montejo, transpira en este volumen escrito durante el exilio (1952-1956) de Cadenas en la isla de Trinidad. Ha confesado que no sabe de dónde le viene su gusto por la literatura. Pero nada cuesta vislumbrar en aquella familia provinciana, donde el padre comerciante le trae libros, el germen de su entusiasmo por la lectura. A partir de los doce años escribe las cartas que su abuelo le dicta. Éste (un general pobre y olvidado), buen lector y contador de anécdotas sobre su propia vida, los padres afectuosos, numerosas tías, hermanos y una especie de aya indígena forman la red de vínculos que envuelven delicadamente al niño y al adolescente. Como hemos dicho, escribe tempranamente. Y lo curioso es que en tales intentos ya parece estar definida no sólo una personalidad estilística sino también la búsqueda de ciertas constantes reflexivas. Acoge el riesgo político. Es la época de su militancia comunista. Pasa a Caracas y a la universidad y no tardará en enfrentar a la dictadura militar. Es entonces cuando sale exiliado hacia Trinidad. Después anotará: “sólo en un sitio puede ser derrotada una sociedad: en el pecho de cada hombre”. Importa mucho añadir que desde hace casi cuarenta años se considera independiente y ha sostenido en numerosas entrevistas y charlas que no se debe pertenecer a partidos porque perdemos la libertad, que es indispensable para la realización del individuo, designio central en la vida de Cadenas. De ahí su oposición a los “ismos”. Regresa a Caracas en 1956 y durante tres décadas permanece inquietantemente inmóvil en la ciudad. Trabaja como profesor de literatura inglesa, norteamericana y española. Traduce a Lawrence, Nijinski, Whitman, Cavafys, Segalen, Pessoa, etcétera. Hondas razones psíquicas lo van apartando de la turbulencia política y por ellas ejercita un exigente proceso de introspección: de la espontánea relación comunitaria al problema del yo. De esta figura psíquica y sus abismales poderes, a la orientación del alma

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como energía hacia lo inmediato, lo otro. Bien logra decirse: “no se puede escribir cosa valedera sin haber estado en el infierno”. La angustia será una vía para advertir la infidelidad del sí mismo y para tratar de revelar el esplendor del presente; solemos hablar del misterio del universo sin incluirnos, como de cosa ajena, como si no formáramos parte de él, como si no le perteneciéramos. A estas alturas podríamos darnos cuenta de que ese misterio nos constituye: de que somos misterio de pies a cabeza: de que el misterio está en cada poro, cada célula, cada átomo que nos forma. El espacio más familiar, el espacio donde nos movemos, el espacio cotidiano, es el mismo de las estrellas.

Así va comprendiendo Cadenas la relación entre la cotidianidad y lo sagrado, el misterio; entre nosotros y la naturaleza. Dirá, respectivamente: “La separación entre naturaleza y cultura nos mete en dificultades de las cuales es difícil salir. Pero hay que ver la obra humana como continuación de la naturaleza, como naturaleza en otra forma”. Y también: Para mí todo es sagrado porque todo pertenece al misterio. ¿Un criminal sería sagrado? Podría preguntar alguien, en son de polémica, y la respuesta tendría que ser no. No, pero la vida en él sí, precisamente lo que él mismo ignora: si lo supiera no sería un criminal. Tal vez hasta tendría conciencia de la peligrosidad que mora en el ser humano.

En esas décadas y en la siguiente, aparecen sus libros de poesía, aforismos y ensayos: Los cuadernos del destierro (1960), Falsas maniobras (1966), Memorial (1977), Intemperie (1977), Realidad y literatura (1979), Anotaciones (1983), Amante (1983), En torno al lenguaje (1985), Dichos (1992), Gestiones (1992), Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística (1995). Pero los años de inmovilidad caraqueña desembocan en dos contrastes: su obra silenciosa comienza a ser premiada. Recibe el 1984 el Premio Nacional de Ensayo, en 1985 el Premio Nacional de Literatura, en 1991 el Premio San Juan de la Cruz, en 1992 el Premio

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Internacional de Poesía Juan Antonio Pérez Bonalde, en 1993 el Premio de la Fundación Mozarteum de Venezuela. Y paralelamente desde 1987 se inician los grandes viajes, de entre los cuales mencionaremos, por ejemplo, el que ocupa todo un año, a Boston. Allí visita dos veces Concord, el pueblo de Emerson y Thoreau, así como el bosque donde este último vivió. También va a la casa de Robert Frost, asiste a dos seminarios breves en Harvard. Visita Nueva York. Lee sus textos allí y en Boston. Poco después va a Francia, becado por la Fundación Mozarteum. Reside por dos meses en la Cité des Arts de París. Después pasa un mes en Londres y el siguiente en España. Sige hacia Roma, Florencia, Varsovia. Está dos días con los traductores de la Abadía de Royaumont. Desde entonces ha vuelto a algunos de esos mismos países o recorrido otros. En el Festival de Medellín de 1998 lee sus poemas ante cinco mil personas. En verdad, su poesía ha sido reconocida desde siempre y numerosas antologías en español y en otros idiomas así lo demuestran. En un grato libro de conversaciones, la entrevistadora María Ramírez Ribes le pregunta: —¿Qué es poesía, entonces? —Se sabe lo que es poesía cuando ocurre el encuentro. —Pero antes del encuentro es algo que no se puede definir. —Si, yo creo que no tiene sentido eso, definir.

Ese “encuentro” quizá tenga que ver con lo que apunta en Anotaciones: “Frente al poema. Estamos en contacto con palabras que se reaniman en nosotros, que dependen de nuestra respuesta para cumplirse. El modo de recibirlas es lo que hace el poema”. Movimientos ambos que confluyen así: “Los lectores de poesía buscan, en el fondo, revelaciones”. En el poema, que es una totalidad integrada a la macro totalidad del libro, pervive un rasgo fragmentario. Rasgo que se repite en el pensamiento ensayístico o aforístico de Cadenas. Mucho de nuestro mundo actual nos impele hacia lo fragmentario. Pero no nos engañemos: “La historia misma nos lleva o nos trae a la escritura fragmentaria. […] La fragmentación del mundo tal vez conduce al fragmento, o a todo lo contrario, a la obra ordenadora”.

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Encuentro y revelación que constituyen una cadena de refracciones extensa y simultánea: lector y autor, autor y texto, vida y texto, vida y vida. Términos que pueden ir hacia atrás, hacia delante o viceversa. Porque “la literatura refleja nuestro desencuentro, y vale como tal, en su enrancia”. Des/encuentro y revelación que existen en un reino del cual somos parte: la realidad inmediata. El poema puede ser una forma que surge de la realidad, pero la realidad se constituye también con su reflejo verbal. “El reino: lo más presente, lo más oculto”. Decir esto es reconocer que somos naturaleza, que ella está en nosotros íntegramente y que nuestro cuerpo es el lugar de fusión entre nosotros mismos, lo oculto y lo natural. Así, la pregunta última sobre el misterio puede conducirnos a una respuesta desconcertante: al reconocer la vida, la energía, el reino en que nos desenvolvemos y al cual deberíamos igualarnos con fervor, tal vez estaríamos practicando una identificación con Dios: “Si alguien se identifica con Dios es causa de alarma”. (Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística). Somos Dios porque éste no posee atributos ni potencias superiores: nos constituye, como al mundo. (Tal tópico, desde luego, debe ser visto con la óptica de Cadenas contra el “yo”. No se trata de una diferencia sino de aceptar humildemente una continuidad en la línea de la energía vital, cósmica). Ahora podemos comprender mejor la extraña unidad de esta poesía: desde la intuición puberal hasta la luz adulta, desde la ceguera hasta el instinto y la inteligencia flexible. Unidad que contrasta, transita y sin embargo se opone a la prosa del autor. No deja de ser interesante tocar este punto. En Gestiones ha dicho que “el poema está donde menos se esperaba/donde nadie lo buscó”; también afirma que “no quiero estilo, sino honradez”. Y en Memorial: “templa la noche el habla/que busca ajustarse/más allá de todo efecto”. La obra de Cadenas pasa con tal espontaneidad del verso económico a la prosa explícita que casi no lo advertimos. Pareciera que un singular sentido del habla hiciera equilibrada la transición (“En la escritura poética siempre habrá un claroscuro, no la claridad total, la claridad de Apolo”). Esto es así poéticamente. Pero cuando el autor acude al pensamiento, en esos inolvidables ensayos Realidad y Literatura, En torno al lenguaje o en sus libros de aforismos, entonces la prosa

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cambia de tono y el pensador trata de que su llamado sea nítido. “En la prosa hay como una resolución de los problemas, de los conflictos, pero en la poesía no, más bien en la poesía los conflictos son como la materia del texto”. No es fácil diseñar una imagen sobre la personalidad y la obra de Cadenas. Constituye a la vez una figura central y lateral en la diversidad de la poesía venezolana y latinoamericana. No sé de otros autores que hubiesen escogido la “ruta del instante, la ruta de la atención”, como destino. Pero hay coincidencias en el esplendor conceptual y expresivo de su trabajo con el de Huidobro y el de Octavio Paz, con el de José Antonio Ramos Sucre y Sánchez Peláez. Quiero cerrar estas líneas trayendo dos frases de Cadenas que quizá contemplen lo dicho hasta ahora o que permitan vislumbrar mejor su sentido cotidiano del vivir y su apuesta consoladora hacia la fusión entre poesía y vida. Dice una: “la risa es un gran don que alivia de la oscuridad”. Y la otra: “la esfinge siempre nos cita”. Caracas, junio, 1999.

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la falacia (o la verdad) infinida: borges desde nuño Juan Nuño pudo haber nacido para encamar ciertos encuentros singulares: con la filosofía de Platón y de Sartre; con el cine y los temas mordaces que desarrolla en la prensa; también con la obra de pensadores contemporáneos como Wittgenstein, Quine, Kuhn, entre otros. Testimonio de tales encuentros son los volúmenes La dialéctica platónica: su desarrollo en relación con la teoría de las forma; Sentido de la filosofía contemporánea; Sartre; La superación de la filosofía y otros ensayos; Compromisos y desviaciones: ensayos de filosofía y literatura; Los mitos filosóficos: Exposición atemporal de la filosofía y su corrosiva columna en el diario El Nacional de Caracas. Pero desde 1987 Nuño corre el peligro de que ese vasto pasado literario y filosófico se convierta en el de un nuevo autor: el que firma un texto flexible y deslumbrante, cuya escritura ya posee las inflexiones de sus futuras traducciones al alemán o al inglés: La filosofía de Borges —Fondo de Cultura Económica (fce), México—. Nunca me atreví a escribir sobre la admirada prosa de Borges, a menos que lo hiciera a través de un intermediario. Sus alusiones eruditas, la exactitud de sus frases, el elusivo límite de sus anécdotas me hicieron presentir que su obra insinuaba la metamorfosis de la inteligencia en sentimiento, y en sentimiento inexpresable. Otra vez tengo la fortuna de aproximarse a Borges, desde la red de apoyo tendida por Nuño. Comencemos por decir que si bien la muerte de Borges nos condenaba a pensar sólo en la relectura (y ésta, sin duda, puede enriquecer, pero también es una escasez), el libro de Nuño ofrece a los insaciables —cualquier lector borgiano lo es— seguidores un maravilloso consuelo: volver a hallar en el estilo del ensayista la sinuosa concisión del narrador, hacer un recorrido por sus claves filosóficas (claves naturales, estamos tentados de decir: para Borges los libros fueron la Naturaleza) y descubrir, con humor,

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cómo Borges, mediante su curiosa “capacidad de argumentación falaz” parece corporeizar la matizada riqueza de su obra desde un concepto platónico central. Por si todo esto fuera poco, Nuño ha desplegado aquí una admirable técnica de las citas a pie de página: posiblemente añadidas tiempo después de concebir las nueve conferencias o capítulos del volumen, esas citas, a veces muy breves, tienden a establecer relaciones contemporáneas para algún concepto de Borges, dan sesgos inesperados al discurso o encierran un humor inevitable, como cuando se comenta: Por cierto que en el fragmento conservado Zenón es más prosaico que lo que la literaria tradición se empeña en agregar; allí no habla de Aquiles ni de tortuga alguna, sino del “más rápido” y del “más lento”. Fue Aristóteles quien, por su cuenta, introdujo la homérica referencia. Borges también maneja el fragmento conservado [...] que cita en el segundo de sus ensayos (Avatares de la tortuga) dedicado al tema. Sólo que Borges se resiste a concederle el crédito de los apelativos a Aristóteles: “me gustaría conocer el nombre del poeta que lo dotó de un héroe y de una tortuga”.

No fue avaro Nuño en prepararse (¿cuándo intuyó que escribiría este libro?) para su tarea: lo hizo durante toda una vida. De allí la soltura, la naturalidad con que un dato difícil o exótico acuda desde su memoria para anillarse a la idea borgiana que quiere examinar. Lo cual no excluye que la exposición sea, por momentos, compleja: como cuando una línea lógica se hace convexa o como cuando un argumento se desarrolla por oposiciones y complementos. Las referencias analíticas con que atrapa ciertos momentos del pensamiento borgiano no siempre pueden ser fácilmente comprensibles (al menos para mí): porque si Borges parece haber leído todos los libros acerca de un tema, Nuño conoce algunos más. Autores de ficción, títulos de obras extrañas, ediciones en otras lenguas: todo acude conjurado por el ensayista para destramar los hilos que la escritura de Borges disimula u olvida en el tapiz. El lógico seduce al investigador y lo convierte en exquisito tapicero: su ensayo nos devora y revela los escondites borgianos casi fraternalmente. El propio escritor argentino distinguió entre pensar por imágenes y pensar por abstracciones. Tradicionalmente el poeta y el

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narrador estarían en el primer terreno, y los ensayistas y teóricos en el segundo. No siempre es posible ser eficaz con la práctica intermedia. En nuestros días el mejor ejemplo de un fracaso al hacerlo así se llama Umberto Eco. El nombre de la rosa consume centenares de páginas frías (redactadas por un docente o un historiador) sin que su carne textual se convierta en imágenes; ni siquiera su trama policial salva ese novelar postizo, en que ningún personaje logra transmitir vitalidad o sentimientos. (La innecesaria manía clasificatoria de Eco —desplegada en sus vacuos textos de semiótica: demostración de lo que no necesita ser aparatosamente demostrado— contamina de tal modo su delirio “novelesco” que termina matándole los pocos ingredientes de ficción. Eco —y algunos de sus lectores— creyó que la inteligencia era un vicio equivocado e informático). Borges, según Nuño, realiza esa categoría intermedia: la de imaginar abstracciones. Desde el hondo pozo del pasado al cual alude Mann, narrar consistió en diseñar con lenguaje el perfil (y el corazón) de un hecho: así, la anécdota o su aura sirven para transfundir escenas, sucesos (o el eco de ellos). Un vertiginoso mundo de encuentros y adioses, de guerra y paz, amor y muerte nutre a la ficción para que se convierta en imágenes. Borges, por supuesto, también ha expurgado esas órbitas de la pasión; por ejemplo en “La intrusa” y en “Emma Zunz”. Pero generalmente hay algo en sus tramas y en sus personajes que nos deparan otra fascinación, un deseo diferente del que despiertan las criaturas de Cortázar o Quiroga. Con éstos nos envuelve el asombro causado por costumbres y destinos que se nos parecen; en Borges todo conduce a la perplejidad: dos hombres se matan en un texto suyo, pero quienes deciden la muerte son los puñales. Tal vez en Borges no existen realmente personajes sino conceptos representados por ellos. Tampoco el intrincado uso del tiempo, característico de la ficción moderna, lo tienta. Sus relatos obedecen formalmente a un desarrollo lineal o circular, Su técnica, ante la Woolf o Joyce, es anacrónica. Borges se apoya en un estilo incisivo, paradójicamente unívoco y ambiguo; y en la centelleante organización de sus anécdotas: ramalazos de secreta lógica, que hacen oscilar las posibilidades de cierre, en los finales. Borges no despliega una novedosa técnica del tiempo narrativo: convierte al tiempo en lema, lo cual es una manera de

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burlar aquello. Optima resulta, también, su invención de espacios: ante el leve matiz temporal de su ficción, las descripciones se levantan como soberbios detalles de Arcimboldo, de Escher, de Ricardo Martínez: mundos insertados en mundos. Tiene que ser así: hay en él, como dice Nuño, una obsesión por imaginar abstracciones. Esa obsesión (o necesidad) se desarrolla plenamente y adquiere dimensiones deslumbrantes cuando el cuentista se ocupa de ciertos aspectos de los idiomas, de la lógica o la invención pura. Entonces pasa a ser, según Nuño, el autor que toca unos cuantos temas verdaderamente metafísicos: el carácter fantasmagórico, alucinatorio, del mundo; la identidad, a través de la persistencia de la memoria; la realidad de lo conceptual, que priva sobre la irrealidad de los individuos, y, sobre todo, el tiempo, el “abismal problema del tiempo”, con la amenaza de sus repeticiones, de sus regresos, con la nota enfermiza de su ineludible poder que arrastra y devora y quema.

Tras ellos, Nuño indica el asomo o el influjo del sistema platónico: la presencia de un modelo esencial que es abominablemente repetido por las copias humanas y sus acciones. Así, la ausencia de un personaje memorable (por sí mismo, no por la anécdota que lo envuelve) y los usos tradicionales del tiempo narrativo pueden, sin embargo, permitir una de las aventuras más extraordinarias que la ficción moderna haya emprendido. Ni la denuncia social ni la fragilidad del amor: el pensamiento moviéndose entre el esplendor y el horror de la lógica, lo reversible de verdad y falacia, la desolación de vislumbrar la eterna repetición y la nada, la erudición como alimento común: ficciones para otra pasión (pasión que ya vivió Baltasar Gracián, cuyo fantasma subyace en Borges, aunque utilizara el desprecio hacia él para imitarlo). Ya al final de estas líneas, podemos ceñir la acción asombrosa de Nuño: por haber sido estudioso de tantas filosofías, puede convertirse en un ágil detective metafísico y adentrarse en las sombrías (¿o transparentes?) islas del pensamiento borgiano, hasta relacionarlas entre sí y devolvernos un conjunto recíproco. Su voluntad analítica es tal que a veces da algún tirón de orejas al maestro (a causa de la lógica, claro).

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La filosofía de Borges se abre y se cierra con los telones respectivos: prólogo y epílogo, en los cuales Nuño hace cálida su admiración por Borges. El resto —nueve capítulos— es un lento vértigo ascendente a través de los espejos, los mundos paralelos, el yo desdoblante, la memoria y, desde luego, el tiempo. Todo culmina en la refutación del tiempo, cuyo imposible logro, lleva a Borges, en palabras de Nuño a “la más patética confesión de fracaso”. Pensando en Borges y en aquella frase que escribiera hacia 1935 para Historia universal de la infamia, Nuño como crítico — como lector— bien puede merecerla: “A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”. 20 de diciembre, 1987.

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los itinerarios verbales de gustavo guerrero Si la prensa venezolana fuese proporcionada (es decir, si tuviera conciencia de lo que realmente vale la pena informar) habría colocado ya a Gustavo Guerrero junto al big leaguer “Gato” Galarraga. A tal punto es meritorio su ascenso intelectual. Llega ahora a los cuarenta años. Su talento literario y su inteligencia recibieron excelente formación en Caracas, donde perteneció al grupo La Gaveta Ilustrada y publicó su primer libro, de rica, ambigua prosa, La sombra de otros sueños (1981). Permaneció luego algunos años en Inglaterra, donde estudió la lengua y la literatura de ese país, en Cambridge. Desde hace una década está en París. Allí, después de cursar teoría literaria, se doctoró en la Sorbonne con una tesis sobre los orígenes de la lírica en Europa, cuyo tutor fue Gérard Genette, ensayo que está siendo publicado por el fce de México. En 1987 publicó en España su obra sobre Severo Sarduy, La estrategia neobarroca. Miembro del equipo de las Ediciones Archivo de la unesco, se inclina dentro de ellas por la crítica genética, aplicada a la literatura latinoamericana. Pero si todo esto fuera poco, Gustavo Guerrero ocupa desde hace un año la jefatura de la sección para América Latina y España de la Editorial Gallimard. Trabajar en ese cargo de tan delicada y alta responsabilidad, pertenecer a esa legendaria casa editorial, que marcara el destino de Proust y de Camus, para no mencionar sino a dos grandes autores del siglo xx, no deja de ser un privilegio. ¿No han recorrido esas oficinas casi todos los hombres geniales de esta época? El jardincito interior ve pasar a los más extraordinarios creadores de hoy, también a los amados fantasmas de las letras universales. Monte Avila Editores publicó hace algunos meses Itinerarios, volumen en el cual, aparte de dos entrevistas a Bernardo Atxaga

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y Severo Sarduy, Guerrero recoge muchos de sus más recientes ensayos. En su brevísima presentación el autor nos pide mitigar la heterogeneidad del libro. Y es verdad que gozaremos en él de itinerarios múltiples. Pensamos, por ejemplo, en el trabajo sobre la crítica genética y su repercusión en el estudio de los cuadernos de Gallegos, Lezama Lima, Cortázar; pensamos en el texto sobre la situación de la poética hoy y en cómo este deslinde define indirectamente al Guerrero crítico y a los matices perceptivos que extiende en el libro. Un mismo ser recorre la diversidad y la transforma en correspondencias. En otro texto, sobre la importancia de “borradores”, copias mecanografiadas, notas de cuadernos, esquemas, pruebas de página e incluso los más insignificantes “papelitos”, celebra comprensivamente los misterios de la creación (ya que en ellos libra el escritor el más íntimo y misterioso combate, el de la duda infinita y el sesgo definitivo al elegir las palabras): porque los manuscritos pueden servir al estudioso, al analista, de pistas para encontrar en la obra aquello que es y no es ella. Cuando recorre el estudio del canario Andrés Sánchez Robayna sobre aquel ilustre Pedro Álvarez de Lugo Usodemar, quien hacia 1695 se dedicó a comentar el poema “Primero sueño” de sor Juana, Guerrero transmite, como siempre, su entusiasmo por Sánchez Robayna y por el antiguo autor. No hay duda: la más efectiva comprensión del arte y la literatura se cumple hoy en las universidades y en algunas grandes revistas y suplementos, sobre todo cuando la crítica se ejerce con los tres instrumentos privilegiados: sensibilidad, imaginación, inteligencia. Guerrero combate la idea de que se abuse del pasado: en el comentario debe haber “una mirada que quizás nos libere al fin de la vanidosa manía de estar valorando siempre al pasado sólo en la medida que constituye una prefiguración del presente”. En efecto, los autores del pasado (como lo será en el futuro cualquiera de hoy) deben ser aceptados por su “estricta diferencia”. También acerca nuestro ensayista interesantes páginas a Rufino Blanco Fombona, a Nuño y Borges, a Gallegos y Rulfo. Dirijo unas pocas líneas a su extraordinario ensayo sobre Guillermo Meneses, que origina el título del libro: “Itinerario de Guillermo

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Meneses”. En él se observa cómo la obra narrativa del venezolano constituye a la vez un proceso de diferenciaciones y de unidad, cuyo pretexto es lo ficticio y la reflexión acerca de la ficción: la producción meneseana no deja de forjar la unidad de un itinerario crítico que es justamente el que le permite ilustrar el tránsito entre el fin de una escritura y el ascenso a otra que aún define a nuestra narrativa moderna.

Entretejiendo biografía y creación, Guerrero va pulsando el eco de ambas zonas en la escritura, sin omitir el fondo sociológico del país. Esto le permite comprender cómo el Meneses que ya “incorpora la discontinuidad al diseño global del discurso narrativo” y que ha dado cuentos excelentes como “La balandra Isabel llegó esta tarde” y “Borrachera”, arriba con Campeones (1939) a un punto muerto: Cauto, demasiado cauto, el Meneses que escribe Campeones se encuentra en una encrucijada decisiva. Al igual que la Venezuela de los años treinta, busca una fórmula de transición hacia una modernidad y, como sus personajes adolescentes, atraviesa una crisis de crecimiento en la que pugnan las fuerzas opuestas de pasado y porvenir, entre una literatura que se agota y otra que no acaba de definirse.

Ubica el crítico el momento en que la ironía pasa a ser un definitivo componente de la obra meneseana y destaca la significación primordial de los espejos en su manera de estructurar realidades y reflejos. Persigue el ascenso de la formulación meneseana hacia su cuento “La mano junto al muro” —“relato imposible de una serie de instantes que no cristalizan en una historia”—, con lo cual el narrador “ingresa a nuestra era de inestabilidad e incertidumbre”. Guerrero asedia la aparición de elementos técnicos, de personajes y temas en cada nueva publicación de Meneses, pero las relaciona con sus equivalentes juveniles en la producción del autor, para otorgarles ambivalencia e iluminaciones. Así, en El falso cuaderno de Narciso Espejo tratará, entre otras cosas, de esbozar un “difuso ciclo caraqueño”. Con impresionante justedad, Guerrero, sabe hallar en esta novela un arte de morir:

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José Balza El artificio literario esconde, pues, un ars moriendi en la que cada página escrita sobre la vida de Narciso borra otra en la vida de Ruiz y lo acerca lúcidamente al fin. Bel morir, sin duda, el de este desesperado autobiógrafo, bel morir que se inicia a partir del momento en que toma la pluma y realiza el acto que la autobiografía prohíbe y sólo la ficción hace posible: decir “yo” con la voz de otro.

La sutileza, la audacia y el rigor relativista de nuestro extraordinario crítico permiten a Gustavo Guerrero cerrar su ensayo con una asociación sorprendente entre la última novela de Meneses —La misa de Arlequín— y la obra de Severo Sarduy: [...] ese theatrum mundi que es la novela de Meneses no está muy lejos de la gran fiesta literaria a la que el cubano nos convida en De donde son los cantantes. Lo que reúne a ambos, al último Meneses y al joven Sarduy, es una consciencia desencantada ante la fatuidad del mundo y el gozoso apocalipsis del lenguaje como su máscara, como su representación. Es cierto que, desde otros puntos de vista, mucho separa a La misa de Arlequín de De donde son los cantantes o de Cobra; pero, en vez de lamentar los desaciertos de esta última novela menesiana, más se ganaría si nos dispusiéramos a considerarla como una de las obras precursoras del gran experimento neobarroco que se inicia en los sesenta dentro de la narrativa latinoamericana.

Y así, traspasado Meneses al escudo y a los emblemas de Sarduy, se nos hace súbitamente visible que La misa de Arlequín no sólo posee un remoto vínculo con Los infortunios de Alonso Ramírez (Carlos de Sigüenza y Góngora, 1690), sino también con el Museo de la novela de la eterna, con Onetti y Julián Ríos, como hemos dicho en otra ocasión, sino que La misa de Arlequín tiende sus tentáculos hacia los misterios paródicos de Sergio Pitol, de Lúcio Cardoso, Cabrera Infante. Pensamiento este que quizás no hubiésemos concebido si los itinerarios verbales de Gustavo Guerrero no desataran a los invencibles demonios de la errancia literaria. Verbigracia, Caracas, 1997.

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méndez guédez: la errancia y los ejes Juan Carlos Méndez Guédez —dos apellidos que para él mucho significan— está de nuevo con nosotros y tras su aspecto de beisbolista actual hay mucho que celebrar. Por ejemplo esta antología de sus cuentos.* Aunque parezca curioso decirlo, pocos autores llegan a saber a lo largo de sus vidas qué es la literatura y por lo tanto cómo es su literatura. Publican libro tras libro y hasta tienen gran éxito de ventas, cosa muy fácil de lograr desde hace décadas con los soportes comerciales y publicitarios, aunque pasados los años, nadie (excepto el “escribidor”) recordará esas ediciones. Lo dicho confirma el caso contrario, el de quienes con una rara lucidez viven para explorar y recrear las fronteras de ese inestable reino que es lo literario. Y pueden pasar sus vidas sin que sean considerados, en verdad, escritores. Pensemos en Kafka y en Proust; en nuestros Julio Garmendia y Ramos Sucre. El misterio del arte los convierte en sus hacedores. Felizmente hay quien vislumbra desde sus inicios la lucha única, original, con su materia (la escritura como vida, la vida como escritura) y de ella se enamora, con ella combate, en ella se convierte. Así descubre sus herramientas, vislumbra el poder de quienes fueron o son grandes autores, recibe la herencia magnífica y maldita de crear con palabras a su manera. Y puede obtener resonancia adecuada en el circuito intelectual y en los medios. Tal es el caso de Méndez Guédez. Lo conocí al final de su adolescencia. Con sus amigos hablamos en la universidad y en los bares. Leía tanto como escribía. Y sus preguntas, tan juveniles, venían de un impulso obsesivo, aunque no pudiera formularlas con precisión: qué ataba a una anécdota con la expresión, cómo reconocer, dónde comienza y termina el interés de una historia, desde que ángulo afrontar los detalles; quería * La bicicleta de Bruno, Ediciones B, Bruguera, Caracas, 2009.

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saber cómo y por qué alguien necesita imaginar una novela; comentaba acerca de un autor, de un procedimiento; sabía escuchar y responder. Yo notaba que dentro de él la cacería acerca de todo aquello era urgente: cómo encontrar certeza para algo tan elusivo; pero él sabía sin necesidad de enseñarlo, a medida que se preguntaba hallaba respuestas en los libros amados y en su propio trabajo. Si le inquietaba con hondura la forma, la expresión, era porque, como en todo buen escritor, ya intuía, vislumbraba o reconocía la sustancia sobre la cual quería aplicarla o de donde debía extraerla: su experiencia fresca, su entorno físico, el barrio, la ciudad, familiares, amigos, novias, pequeños dolores, injusticia, muerte. Me hablaba, sí, pero escribía con pasión, con rigor, con una mente abierta a los presentidos problemas de la orquestación, del ritmo fáctico y del ritmo verbal; quería resolver el milagro de que la vida fuese igual en su inmediatez exterior y en su prosa. De algún modo, en plena juventud, estaba alcanzándolo. No hablo en el vacío: aquí están sus primeras narraciones publicadas, Historias del edificio. Ellas, al contrario de lo que ocurre con mucho libro primerizo, han madurado en sí mismas: tanto por las audacias expositivas que utilizaba el joven escritor como por su fidelidad a personajes y ambientes, y sobre todo, por la coherencia que iniciaban y que se enlazaría de manera fluida con su obra posterior. Si leyéramos al azar el relato del apartamento 5-a y vemos el mensaje de la anciana al policía que tortura prisioneros en la otra ventana y sentimos cómo las uñas de éstos son arrancadas y caen sobre la anciana; si leyéramos cómo un vecino del 7-c debe pasar dinero inútilmente al empleado de la morgue para que retire un cadáver que los atormenta con su hedor en el patio; o cómo muere, ahito de Seven Up un encapuchado en su cama del apartamento 8-a, podríamos asombrarnos de varios aspectos: ¿qué edad tiene ese escritor que los crea, con su estilo conciso, de sugerencias amplias e implacable mirada? ¿Vemos allí a la Caracas de fines de los ochentas o estamos ante páginas extraviadas de José Rafael Pocaterra antes de los años veintes? Cualquier respuesta nos conduce al Méndez Guédez casi adolescente que tratáramos de mostrar líneas atrás.

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Después vendría el viaje de Juan Carlos a España, donde permanece, con frecuentes visitas a Venezuela, desde entonces. No le interesaba convertirse en espectáculo (cosa normal, ahora) y ha logrado integrar allí un estrato de escritores ajenos a la frivolidad, a la falsificación de la literatura. Esta tarea ha sido tan ardua, tan larga y por lo tanto tan firme y profunda que sólo podemos advertirla si notamos la avalancha de libros imbéciles que cubre hoy a la península (y a nosotros). Desde el comienzo, y sus relatos esconden ese ángulo, nuestro autor, aunque se dice ajeno a especulaciones teóricas, tal como se puede comprobar en uno de sus textos breves e irónicos aquí incluidos, (Apto 8-b) acostumbra a matizar su vasto impulso anecdótico con recónditas reflexiones, fulminantes y certeras. Ésas de las que no puede escapar ningún escritor sensibilizado hacia su materia primordial y a las que sólo se arriba después de haber penetrado mucho en las obras de otros, de haberse comparado, humillado y elevado. Reflexiones que también aparecen en sus ensayos y en sus aforismos. España le otorgará dos nuevas riquezas, quizá dolorosas. El ingreso a la forma novelesca, que se inicia con una de sus obras ejemplares: Retrato de Abel con isla volcánica al fondo, en que uno de los temas fuertes de la sociedad venezolana y latinoamericana emerge con hiriente, novedoso tratamiento. El tema del padre ausente en la familia, que se expande en la obra de Juan Carlos con distintos acordes, como también puede ser observado en este libro. Sus novelas van a abarcar la picaresca criolla, que nos hace reír con amargura; los amores, en su diversidad caleidoscópica; la debacle política de antes y de ahora. Por ejemplo, Arbol de luna (2000) resulta ser una novela-espejo, recia urticante, cómica. El retrato de la Venezuela picaresca y política (¿blancaibañesca?) se ubica en 1997 y su personaje principal —Estela, Marycruz—, una dirigente política venida de la pobreza y la ignorancia, se ve obligada a huir del país (sin dinero, desamparada y engañada por sus compinches). El Partido que la sostenía (Sé que el país ha cambiado un montón. Me dijo una amiga que días antes de las votaciones, en Caracas, una marcha gigantesca del Par-

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José Balza tido se fue haciendo cada vez más pequeña, más pequeñita, más pequeñita, y que sin decir nada, las personas se fueron quedando atrás, hasta subir varias cuadras y unirse a la marcha de los milicos. En una hora medio país se bajó de un autobús y se montó en otro).

se derrumba, el inmenso poder de ella se deshace. Las inagotables tarjetas de crédito le han sido bloqueadas. El otro personaje y también narrador, Tulio, un becario postergado, se relaciona con ella a través de una extraña amistad y termina por protegerla. Pasan hambre, reciben desprecios, viven mil vicisitudes. Estamos frente a una múltiple radiografía: la del venezolano pobre en España (prohibido entrar a las joyerías, verse obligado a servir como un peligro fingido para mantener el rating de una tonta actriz de tv) que involucra a la Venezuela contemporánea y el descarnado paseo por numerosas ciudades (Barcelona, Madrid, Salamanca, etcétera) con sus miserias, su esplendor. Sin que sean omitidas las fraudulentas inauguraciones adecas y el intento de golpe. Como en casi toda la nueva narrativa venezolana, hay aquí un tejido anecdótico incesante, a ratos incoherente, pero siempre apto para despertar sentimientos fuertes: la compasión, la risa, el odio. La propia Marycruz (o Estela) está construida con mano de novelista puro: a su pequeña alma y a su perversión se añade el desamparo, la pérdida de lo que ella creyó exclusivamente a su servicio: el país. Es memorable la evocación de la autopista partiendo en dos la población de Yaritagua, en su infancia. Esa mano de novelista sabe colocar unas “manzanas asadas” que resplandecen y vínculos de materia verbal con la adjetivación (“olores musgosos”) y los modos verbales (“al recordar cómo los invitó, pasaran adelante, señor agente, pasaran adelante”) de reconocidos narradores venezolanos actuales. Secreta continuidad carnal de una tradición. ¿Y el “árbol de luna”? Una imagen —a lo Hopper, a lo Gladys Meneses— que ocupa un ángulo de la historia, un punto de luz narrativa, perturbadora. Y España lo conduce, como tiene que ser, hacia la comprensión de una realidad sólo intuida: la del emigrante. La del adulto, y la del niño nacido de emigrantes. Así podemos discernir la generosidad de quienes reciben allá; o su crueldad; la miseria del propio

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emigrante, con los suyos y con los otros. La viveza trasplantada, la readaptación trágica y cómica. Al ojo del escritor nada escapa y nos lo muestra. Con su permiso acabo de leer los originales de la novela Tal vez la lluvia, recién premiada. No hay duda de que Juan Carlos, como los grandes cantantes, está en la plenitud de su instrumento. Un vertiginoso retrato de la Caracas actual, con su desastre político, sus heridas visibles, da cabida a la hilarante historia de un señor casado y con hijos que quiere casarse con otro para huir del país. La anécdota, quizá más ambiciosa y compasiva de lo que parece, desencadena un apasionante suspenso de frustraciones, mujeres “buenazas”, con y sin minifaldas, de muslos siempre dorados; de violencia y amenaza, en medio de todo lo cual el país parece irremediable, aunque terminemos riendo, como ahora, aquí. Paralelamente ha ido creando sus libros de cuentos y esta antología rescata algunos de sus más importantes trabajos en el género. Aquí está ese policial cortazariano, de suspendido final que releeremos con gusto; la “Ciudad de Arena”, suerte de poética personal y de abismal asomo a las potencias creadoras del mal; la reaparición de un personaje de Cervantes, el hombre de vidrio, que incomoda a una pareja en la noche de Salamanca; la azarística y experimental secuencia de los emigrantes canarios que huyen de la dictadura fascista en débiles y peligrosos veleros, desde sus islas a la Venezuela posgomecista; la simbólica imposibilidad de concebir el rojo múltiple de una cayena por parte de un ministro del gobierno actual; la incontrolable búsqueda de cierta escalera frente a lo que fue un hospital derruido; y, desde luego, el despertar febril de un chico que padece la culpa de haber hecho daño a pobres y emprendedores emigrantes italianos que hicieron el viaje inverso al de tantos personajes de Juan Carlos, desde sus países mortificados a nuestra Caracas de hace años. No exagero si aceptamos que muchas de estas piezas ya constituyen un legado para la literatura, venezolana o no. Con frecuencia en ellas se evoca la infancia y los años de liceo. Pero esto no conduce a esa nueva superstición de creernos un país siempre joven (que debe escribir con superficialidad casi televisiva), que nos define como eternamente adolescentes, incapaces de pensar, de analizar con hondura, porque si lo hacemos el lector ton-

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to puede aburrirse; superstición con la cual fue sustituida la visión rural y enérgica de llanuras y civilizadores. Y Méndez Guédez ha sabido o ha querido sortear tales simplezas con tramas y personajes individualizados, de percepciones abiertas al humor, al erotismo versátil, a la tragedia, el abandono y la celebración. Un mundo en que la sociedad existe porque es reflejada en los seres, y no a la inversa solamente. Estos liceístas y estos niños nos recorren como un nervio en tensión; van más allá de su aparente inocencia para tocar fondo, incertidumbres. Al revés, sus adultos, aún los más lúcidos, no logran reconocer exactamente lo qué viven. El hombre de la “Ciudad de Arena”, ante el momento culminante de su obra confiesa “No sé”. Como un consuelo contra el nuevo (aunque viejo) culto a nuestra incesante niñez (literaria, pero también filosófica); a la irresponsable modernidad o actualidad, Méndez Guédez sabe que es imprescindible hablar con el pasado, con los muertos, con la experiencia de los otros (en el fondo: con el “país escrito y pensado”) según ocurre, de manera oblicua, en su impresionante texto Ven ca ver bailar meu coraçao. Antes mencionábamos a Pocaterra el cuentista, maestro de la ternura y el horror cotidianos: con la misma intensidad maneja Juan Carlos esas emociones y muchas otras, para envolvernos en su prosa. Pero también en esto va más allá: por ejemplo, con la dulzura insistente de los muslos de miel que tienen sus muchachas, una de las cuales se nos cruza en minifalda para desatar lo que, estoy seguro, constituye una terrible katharsis, de la que podemos formar parte todos, cuando recorremos su relato “Historia de amor en Santiago de León de Caracas, o la minifalda color miel”: el deseo, la acción de machacar la cabeza de quienes nos asaltan —con disparos, con discursos, con engaño— hasta volverla nada sobre el piso.

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arráiz: escribir es comer Sólo te visito, infierno, si estoy seguro de poder dejarte. R. A. L.

Rafael Arráiz Lucca (Caracas, 1959) nació en el momento exacto para convertirse en poeta y editor. La década de los ochenta incubó ambas historias y estas líneas, que me convierten en su testigo, hablarán sobre ellas. Los versos anotados arriba son el primer hilo que me ayuda para la demostración. Arráiz Lucca descendió al infierno del Derecho en la Universidad Católica y pudo dejarlo; participó en el taller literario Calicanto y salió de allí con su personalidad escritural intacta; en la actualidad dirige brillantemente el equipo editorial de Monte Ávila y, según lo demuestran zonas de este libro, puede escribir como el más solitario de los poetas. Creo, en cambio, que permaneció dentro del aura Guaire, grupo del cual fue fundador con muy jóvenes escritores al inicio de la década, y esa marca —hasta ahora— contribuye con vigor a sostener su voz poética. Complejísimos factores nacionales e internacionales (políticos y estéticos) se mueven tras el tono de esa voz. Rafael Arráiz Lucca también nació a tiempo para advertir y tocar un momento privilegiado de la literatura venezolana. Como éste y aquéllos se imbrican de manera natural, digamos que hacia 1980 el desaliento total arrasa con lo que habían sido las filas guerrilleras y marxistas en el país; la democracia, amada y defendida, es más un deseo que una verdad eficaz. Quizá esto permita que la figura del escritor se aparte, entre nosotros, con rango propio. Ya no es imprescindible ser exiliado o di-

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putado, banquero o periodista para fraguar una obra personal. El escritor es su moral y ésta no tiene otro sentido que la libertad creadora. Por eso la gente que entra en acción literaria a partir de 1980 no sólo busca sus correspondencias en la literatura universal y en el eco de las obras maestras latinoamericanas, sino que trata, ferozmente, de despertar una imprescindible tradición local. La literatura de los “patriotas” o servilmente sometida a la didáctica social es vista como sospechosa. Se quieren libros donde el texto sea un universo verbal, en su ardiente amplitud erótica, existencial —y hasta política—. De tal modo serán reconsiderados autores olvidados o marginados, y pasan al primer plano las obras insólitas de Julio Garmendia y de José Antonio Ramos Sucre, de Salustio González y Guillermo Meneses. En verdad, esta línea de exigencias ya venía desde 1960. Pero los grupos Guaire (nombre de un ex-río caraqueño) y Tráfico no sólo buscan el respeto a lo textual sino también una despiadada proximidad entre el acto poético y la vida cotidiana. Ni los barroquismos ni lo surreal, ni el éxtasis ni el misterio per se: el llamado es hacia una escritura despojada, concisa, cuyo punto de partida sea la conducta diaria y su metafísica la voz desconcertada del poeta (si todo esto apareció con los nuevos autores; si de algún modo también fue hallado por ellos en las prosas casi conversadas de Teresa de la Parra y Picón Salas, no tardarían los chicos de Guaire —tal como lo indica nuestro epígrafe ya comentado— en ser conscientes de que la situación más tersa de la cotidianidad esconde dragones y dichas casi nunca expresables). Cada uno de los autores de los grupos Guaire y Tráfico1, hoy en pleno ascenso hacia la madurez, tiene algo diferente que decir aunque sustancialmente sus tópicos puedan coincidir. No es difícil admitir que Rafael Arráiz Lucca, procediendo del magma común, se convierte con claridad en escritor de un territorio muy personal. Vuelvo a la cifra de 1980, para decir que entonces conocí a Rafael. En seguida prendió una amistad ágil y discreta, entonada por prolongadas ausencias y conversaciones plenas. El punto de ignición compartible era una entrega casi absoluta a la escritura que, con asombro y gratitud, reconocí en él inmediatamente. Los años no me engañaron; tampoco aquella filiación oscura. Lograr, para mí, una familia imaginaria o literaria (la única, al fin que nos quedará) me costó casi medio siglo: yo venía de selvas y de 1 Grupo Guaire (Yolanda Pantin, Rafael Castillo Zapata, Armando Rojas Guardia, Igor Barreto, Alberto y Miguel Márquez) y Grupo Tráfico (Rafael Arráiz Lucca, Luis Pérez Oramas, Armando Coll, Nelson Rivera, Leonardo Padrón).

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gente musical, casi analfabeta. En Arráiz Lucca, al contrario, todo transpiraba civismo, una abuela emblemática (“las viejas postales de tu historia/la vida del país, al fin y al cabo”) artistas y escritores. Desde su infancia tuvo “la respiración de una familia”, inclinada a “los usos de la caridad y de otras prácticas no menos redentoras”. A los veinte años poseía el mismo don de ahora: espontaneidad cordial, sosiego, apertura para gozar (o soportar) los caracteres más dispares. Está protegido por una capa de sobriedad social; no es fácil advertir en ella cómo pululan, se agitan y vuelven a una equilibrada violencia las fuerzas de lo decisivo, lo dionisíaco, lo terrible. No es fácil excepto por una vía: la de su insaciable energía de lector y de escritor. Cuando lo conocí (años de hondas lecturas y de bocetos para un primer libro) la escritura parecía decir en él —con palabras de Juan Sánchez Peláez—: “hago estado de ser”. Después vendrían Balizaje (1983), Terrenos (1985) y Almacén (1988); dirigir la revista Imagen y colaborar frecuentemente con publicaciones periódicas. En un rapto whitmaniano, Arráiz Lucca hace en El abandono y la vigilia lo que muchos otros poetas no se atreven a cumplir: rehacer su obra sin cambiar una letra. No sólo han desaparecido de aquí textos con los cuales parece no estar de acuerdo, sino que al añadir prácticamente piezas que integrarían un libro inédito, selecciona y matiza poemas de sus libros anteriores, creando losanges, perspectivas y vinculaciones que revelan de manera obvia dos deseos: el de unidad y el de las metamorfosis. “Me acusan de correcto” confiesa alguien en estos versos: quien así puede discernir es porque también sabe de (sus) irregularidades. Pero esto no impide que la expresión sea ceñida, exacta, tal vez inmediata: digna de quien pudiera asimismo considerarse “doméstico, incrédulo y opaco”. Alguien que al no situarse exclusivamente como “el poeta” se sabe hacedor de poemas: hacedor de un canto que es su propia existencia. Correcta, entonces, en toda su ambigüedad, es la inclinación a decir —por parte de ese alguien— lo obtuso o maravillante de su cotidianidad. ¿Podría pensarse en otro lenguaje —aún más económico o deliberadamente recargado— para fijar el lento vértigo de lo doméstico? Desde su primer libro y con una atenta capacidad de modulación Rafael Arráiz Lucca halló (soñó, intuyó, detuvo) las inflexiones de su estilo. El verso parco,

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como si la metáfora fuese un pecado o una consideración de orden oculto; un eje narrativo que asoma y muerde, como serpiente de hielo; frases de la cotidianidad, pero también de remotas resonancias míticas y culturales. Una espontaneidad que es disfraz del cálculo, la mesura, lo ambiguo. Tal es el tramado donde se desenvuelven la ironía, el coqueteo con lo trágico y lo banal, la caritativa complicidad con nuestros vecinos, el deslumbrante cielo del sexo (más exacerbado si se descubrió en la pubertad, por rendijas de habitaciones o bajo piscinas al mediodía), la alegría (“Yo pocas cosas puedo decirte/ salvo que la alegría ayuda como pocas”). Temas que giran alrededor de un foco: la poesía misma —cualquiera que ésta sea—. Poesía donde la boca y los platos callan durante un pequeño acto ritual: el de comer. Acto de nutrición que se refleja y se limpia en el poema. Ante el plato, absorber: “comer es cantar para sí mismo”. Pero la comida y el canto son recogidos por los versos: se escribe como el ritmo mágico de morder, de deglutir el mundo. Ocho secciones construyen este libro. En su diversidad, hay “un fresco/de todas las cosas que me afectan” se dice el autor. Construirlo, sin embargo, ninguna seguridad le ha dado: porque reconoce que la poesía es “como una voz que cubre/los espacios más amplios/sin que nadie la escuche”. Nadie: excepto los millones de seres domésticos, incrédulos, opacos y decididamente irreverentes que andan por las calles o por sitios inaccesibles. Aquellos que leen en silencio —igual que si comiesen— e ingresan a la intemporal plenitud del poema. “Espejo de la fraternidad cósmica, el poema es un modelo de lo que podría ser la sociedad humana” restituye Octavio Paz. En su diversidad, el libro recorre la infancia con su Casa del Paraíso, los inicios eróticos, la conversión en toro de un heroico perro (¡Balín!), los viajes, Caracas, el nacimiento de los hijos, recurrentes situaciones urbanas, el amor y ciertas aristas del oficio sagrado que sólo puede ejercerse en un “campo libre”: Pero tantas metamorfosis de la entonación, de los tópicos y de las descripciones casi paralelas (o íntimamente externas), se afianzan sobre severos rigores unitivos: la claridad idiomática, ya mencionada; los asomos anecdóticos; la erección de un espacio a partir del cual el poeta imagina o reflexiona: una casa, un patio, el apartamento, los aeropuertos, el avión, las ciudades. Ante la lógica obsesión de

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esta voz, que sigue y compara lugares del mundo (“Amo a Austria porque allí aprendí/ que vivir es mirar hacia adentro”; el lugar más bello, como Leningrado no impide exclamar: “¿Hará falta pintar,/ en un rincón de este lienzo,/a un hombre herido/por el insomnio y la ausencia?”), no deja de asombrar cómo en Rafael Arráiz brota un encendido matiz órfico, al interiorizar su percepción de la hiedra, los eucaliptos, el jabillo, el chaguaramo, las “maravillas de la naturaleza” que acompañan al dios de la poesía desde su muerte en el río sin voz del bosque griego, ¿o son estas, señales de un instrumento poético que nos llega del futuro Arráiz Lucca? La unidad flota también en los recónditos epigramas, en el excepticismo, en ciertas fábulas que retratan de un golpe a muchos conocidos (“Nada los detiene en su empeño/hasta que, de tanto abrir caminos por debajo,/todo lo de arriba se les viene encima”), pero sin dudas un texto como “Eugenia”, escrito “desde la confusión” no sólo define al poeta hablándole a su hija recién nacida (que es como hablar por primera vez al mundo), sino que acumula lo dicho y lo callado en la relación de ese poeta con aquello que le importa de manera cenital: la escritura (“no te niegues al tacto y al olor/que los cuerpos y las cosas despiden/para que nazcan los diálogos”). Hablé al comienzo de la capacidad que posee Rafael Arráiz Lucca para visitar los infiernos y poder dejarlos. Pero no confesé que en uno de ellos se quedó para siempre: en el diario y demoníaco reino que convoca este libro: el de la poesía. Delta del Orinoco, 24 de diciembre, 1990.

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de espejos se muere lentamente: josu landa I Por la presencia de Caracas en sus vidas y por haber atravesado en esta ciudad años claves de existencia, Josu Landa me hace pensar en el poeta italiano Luca Rosi (1939) y en el novelista argentino Mario Szichman (1945). La guerra trajo al padre de Rosi a Venezuela y Luca cumplió aquí su adolescencia, sus estudios medios y superiores. Hacia 1960 afrontó la disyuntiva de un doble destino, que lo incardinaba a América y a Italia. Ya había comenzado a escribir una poesía intensa y real como un flash, que hurgaba en lo político y lo cotidiano. Después se residenciaría para siempre en Firenze, donde dirige la revista Colletivo. Entre los libros de Luca Rosi, podemos recordar Amore senza Tempo; Terra calcinata; L’etá dell’ uomo. Venezuela es una imagen que vibra en las páginas de Rosi, y una prueba de ello es el título de su libro de 1982 Guaicaipuro. Corno Luca Rosi, Mario Szichman vivió por largos períodos en Caracas, a partir de 1967. Aunque su obra remite sustancialmente al mundo de Buenos Aires y, concretamente, a su núcleo judío, no hay duda de que la formación y los años de primeras experiencias literarias y periodísticas para Szichman ocurrieron en Venezuela. De esa observación, a la vez ajena e íntima, surgieron sus afilados ensayos sobre Otero Silva y Uslar Pietri, también la nostalgia por los tragicómicos episodios de su novela La verdadera crónica falsa, que terminó convirtiéndose en su obra más famosa hasta ahora, “A las 20.25, la señora entró en la inmortalidad”. A diferencia de aquéllos, Josu Landa nació en Caracas en 1953. Poco antes su padre, aún bajo los trastornos de la guerra, había llegado a Venezuela. El mismo me lo ha dicho:

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José Balza Mi padre emigró a Caracas en 1950, once años después de la guerra española, de muy tristes consecuencias para su persona y para su familia (estuvo en el frente, defendiendo el Estado vasco recién constituido, desde los quince años de edad; tras la victoria franquista su familia perdió su caserío y él tuvo que purgar tres años de condena y otros tres años de servicio militar para el ejército vencedor).

En 1957 Landa es trasladado por su familia a El Tigre. El padre veía una oportunidad en el mundo del petróleo, ya que era mecánico de maquinarias Diesel. En el hogar sólo se hablaba el euskera. No sin humor, evoca Josu Landa: Recuerdo vivamente cómo hablaba euskera, con toda naturalidad, en plena sabana de Guanipa, no sólo con mis padres, sino con muchos miembros de la entonces nutrida comunidad vasca del lugar (había un Centro Vasco en El Tigrito), desde aquellos tiempos hasta hace unos cuantos años.

En 1960 es enviado con su hermano a Lekeitio, “lugar de ensueño”, o más exactamente a Arropain, donde confluyen las aguas dulces del río y las mareas del mar. Pasa luego al bachillerato, que realizará en San Sebastián. Te habrás dado cuenta —confirma— que son exactamente los años de la década de los sesenta, época en que la dictadura franquista mantenía su fuerza como al principio, aunque faltara poco tiempo para que muriera el dictador. Esta realidad marcó mi existencia. Era imposible vivir en Euskadi, bajo la tiranía de Franco, y permanecer indiferente a las exigencias de la política. La verdad es que desde niño, sin dejar de ser un mocoso, estaba metido en política hasta la cintura.

Para entonces vuelve a Venezuela y está seguro de que debe obedecer a una doble tentación: poesía y filosofía. En 1980, sin embargo, se graduará en la Universidad de Oriente como sociólogo. Su tesis es “eminentemente teórica”. Ya se ha casado y para 1978 tiene concluida “una pequeña colección de poemas, que nunca más he vuelto a ver”. Recibido en

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el Taller Literario del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Galegos (celarg), circula, como joven lector y autor, dentro de la más novedosa poesía del momento (Yolanda Pantin, Rojas Guardia, Márquez, Ramón Ordaz). Unos años después, me inscribí formalmente en la maestría de filosofía de la Universidad Simón Bolívar. Allí adelanté unas cuantas materias, en especial relativas a la filosofía griega clásica, que siempre han actuado como una excelente base de mi visión acerca de la filosofía y su historia. Antes de tomar esta iniciativa, sin embargo, tuve la suerte de asistir a un congreso mundial de sociología en la ciudad de México. Este fue un acontecimiento para mí: me orilló a renunciar definitivamente a la sociología (aunque todavía me sirve, en parte para ganarme la vida) y me permitió conocer México lo suficiente como para cautivarme. En lo que tuve la primera oportunidad, me vine a estudiar aquí y terminé quedándome.

También a diferencia de Szichman y de Rosi, con quienes hablamos de Caracas en algún lugar del mundo, Josu Landa puede hablar de la ciudad cada vez que regresa a ella. Incesante lector de poesía, su adolescencia se abrió hacia el tono, tan diverso y unitivo, de Miguel Hernández, Vállejo, Neruda, García Lorca. Lo cual sería una preparación para sus preferencias poéticas como adulto, las cuales pueden ir desde Góngora a Ramos Sucre, desde Owen y Atxaga. Cuatro libros de poesía ha publicado Josu Landa hasta el presente: Bajos fondos (1988), Viaje a Cipango (1990), Arropaineko tankak /Los tankas de Arropain (1991) y Falasha/Falaxa (1992). Prepara en la actualidad una tesis sobre filosofía de la poesía.

II La prensa de México y de Venezuela nos trae con frecuencia inquietantes ensayos de Josu Landa. No deja de contrastar su actividad ensayística con su poesía. En aquélla hay un lúcido salto hacia las complejidades de lo transitorio y su horror (nuestra vida diaria: política y económica); en sus versos, un ascenso a la sensi-

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bilidad luminosa, al pensamiento que atrapa realidades como un don perdurable, al menos en la escritura. Publicado en México, Ensayo sobre la decadencia (1987) reúne densos y desafiantes exámenes de temas terribles y actuales: la crisis, la juventud, la decadencia. Opuesto a Spengler y a Pierre Chaunu, Landa propone con ironía, con rigor, otra concepción de la decadencia. Su prologuista, Juan Manuel Silva Camerena, resume así esa actitud: El texto de Landa exhibe preferentemente aspectos que aparentemente son sólo lo que parece: historia, religión, política, lenguaje, hechos económicos o acontecimientos sociales. Pero eso que se ve es lo que somos, y si ahí hay síntomas evidentes de decadencia, la hay entonces en nuestro ser. El tratamiento ontológico del hecho de la decadencia nos mostraría que lo que Josu Landa llama una formación cultural corresponde a una forma de ser, y por lo tanto, a una forma de vivir la vida y de morir la muerte. Somos hombres, y lo que somos es humanidad, y cuando dejamos de ser algo de lo que éramos, decimos que nos deshumanizamos. La decadencia de la que habla este libro es una forma de deshumanización, aunque el primero de los términos sea más difícil de utilizar en un sentido ontológico por su estirpe o su uso exclusivamente sociológico.

En cuanto al complejo latinoamericano de padecer “la fulana crisis”, Landa arremete, denunciando: “La crisis —ese colosal fantasma de nuestro tiempo— no existe”. Y dedica concisas y variables anotaciones a desnudar, tras el término, otras manipulaciones. Así, expurga: Al contrario, soy partidario de llamar a la molicie, la impericia, la corrupción, la degradación, la caquexia espiritual pandémica, el chalaneo inescrupuloso, el saqueo vulgar, el desorden, el vivalapepismo crapuloso [...], que tan robustas raíces han echado en nuestro país, por sus propios nombres. Un terminajo tan pomposo, como el de “crisis” no le calza a la Venezuela de nuestro tiempo; y hasta me atrevería a afirmar que le es totalmente inmerecido.

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Memorable resulta, también en este libro, su ensayo sobre el “Laberinto de la juventud” (1985) escrito desde una conciencia que se escinde entre la condición juvenil y el peso de la madurez. Su heráldica viene en estas palabras: “El fracaso está en la raíz de la juventud. [...] cuando se deja de fracasar es porque algo marcha mal”.

III Claro que los libros de Josu Landa han circulado en Venezuela; pero estoy seguro de que su tránsito no contó con la difusión que merecen. Por eso, en un reciente encuentro dentro de avatares literarios en México, le propuse pensar en una antología suya, que también podía interesar a Monte Ávila. Landa se sorprendió y también reaccionó con alegría. Después recibí el conjunto De animulas, viajes y otras falacias. Antología poética. La carta que lo acompañaba, confiesa: “En realidad fue muy incómodo para mí leerme y releerme; seleccioné lo que más se aviene con mi gusto actual (dejé fuera más de cien poemas) e introduje pequeñas modificaciones precisamente a tono con dicho gusto”. Sabemos, entonces, que esta antología es, por lo menos, el resultado de una feroz exclusión. Lo que Landa no ha incluido aquí bien podría integrar un volumen mayor que éste. Pero, como él mismo afirma, un gusto (o un sentido) actual de su trabajo determinó tan resumido balance. Ya hemos señalado el contraste entre la voz ensayística del autor y su poesía. Aquélla, sin embargo, lanza conexiones hacia acá no sólo por sus momentos de reverberante desconsuelo o perplejidad, sino también porque cierto humor o cierta ironía de los ensayos vuelve a circular tras los versos, aunque revelando esta vez un mayor espacio para la transparencia o la esperanza. Un lapso no menor de quince años abarca esta antología. Si recordamos que Landa comienza a publicar sus libros de poesía hacia los teinta y cinco años, tendríamos un factor evidente para comprender lo convergente de la misma. No porque formalmente haya un mismo matiz; tampoco porque los temas y aun la manera de entonar sean similares: de hecho hay una gran versatilidad en

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la red verbal de Landa. Pero algunas constantes materiales —como aceptaría Eduardo Milán— recorren las imágenes del poeta, y ellas riegan su vitalidad hacia diversos dispositivos perceptuales; cambiando, viviéndose, el autor vuelve a ciertas fijezas, que terminan siendo idénticas y opuestas. Comentemos en principio este proceso, notando cómo un tópico de la naturaleza se yergue y se matiza en el libro. Ya en 1988, uno de los textos se abre en reverencia hacia “el poder vegetal”. El silencio de los árboles (“último dominio de los dioses”), su soledad, su eternidad, superiores a la animalidad, equivalen a la presencia de lo poético y del poeta. En su Tanka de 1991, el ceñido verso quiere recoger el corazón que se desparrama desde el tronco de un árbol. Finalmente, en Falasha..., el ramaje termina convirtiéndose en una prueba de ensimismamiento, de recogimiento: “el árbol (precario) como tú”. Pero eso no es todo, quien lea con gusto hallará a lo largo del volumen los robles, el peral, el perejil, un cerezo, señas de vegetación que imantan y expanden significados recónditos: por ejemplo el de la desnudez, del desamparo espiritual, reverente pero inapto ya para la adoración, para la fe. Este motivo contrasta con el ruido que los versos no pueden filtrar: archivos, secretarias, movilidad de viajes, estrellas de cine. Por eso la antología va modulando temas, imágenes, de tal manera que el reflejo se convierte en la materia reflejada, según el método derivable de este poema: Casi sin querer, he mirado a un lado y mil pálidos retoños de un laurel han brotado en mis ojos.

Así, el cuerpo se convierte en aquello que no se tiene pero que es; o que nos hace; el deseo (“el reino del Deseo sí es de este mundo”) re/producirá los caminos, el sueño, el vuelo y hasta el dolor y su sombra (“has enterrado en la palabra nunca/los dolores de la palabra dolor”). Un efecto curioso causado por la poesía de Josu Landa consiste en la sensación de brevedad que impone; cortos o largos, sus textos parecen vibrar y consumirse con el lector. La huella pervive, sin

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embargo, porque tal vez ese efecto provenga de que nos permite tocar “el don del instante”. Cuanto hemos dicho hasta aquí se materializa, creemos, porque la textura verbal de Landa es a la vez hondamente propia y no obstante impersonal. Claro que transmite vivencias, concepciones y zarpazos al mundo o a sí mismo, y para ello su tono únicamente puede brotar del misterioso cauce de su intimidad; pero con frecuencia Landa subraya, suscribe, parodia o disfraza versos ajenos, títulos de obras, referencias culturales y políticas que todos conocemos. Un lenguaje profundo interceptado por un idioma general y exterior: dentro de esa dinámica, el lector se balancea casi inconscientemente. Secreto este que, en otros aspectos, le permite explorar y expresarse con formas literarias, con cánones opuestos. No queremos cerrar estas líneas sin aludir especialmente a “Falasha”. No porque revele menor o mayor calidad que las otras partes del libro, sino porque constituye un poema de ambiciosa construcción: prolongado, fragmentado, nuclear. Si alguna resonancia ha tenido Neruda en algún joven poeta, sin duda ese eco está aquí. Ajeno al poeta chileno por su tono, el ascenso sinuoso de la voz no deja de tender su mapa lírico: el continente, con su Antes, su Puerto, su Carro Alado, su Pisada Fértil, su caserío, su Rama Dorada, su Roble Magnífico. Zigzagueando, Landa construye un canto a lo mayor y a lo menor, al dolor y a las intuiciones que nos permite corregir: un Continente después de Neruda. Efecto de brevedad, también de transparencia, persiste en esta lectura. Pero desconsuelo y ternura subyacen en el mismo nudo. Ya lo ha dicho el propio Landa en su libro de ensayos: “[...] no habrán de faltarle al artista, al poeta, al filósofo motivos terribles para ejercer a plenitud su oficio, manteniendo a todo evento su compromiso con la vida y revelándose con todas sus nobles armas contra la razón y la sinrazón de la actual decadencia”.

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III Madeja hispanoamericana

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totalidad y tendencias en la narrativa de américa latina los tres magos Comienzo por aludir a una tradición que es casi absolutamente secreta en América Latina, porque ha sido ignorada durante siglos. Puedo, entonces, solicitar su complicidad para revelar un misterio, uno de los misterios de nuestra literatura. En algún lugar he dicho que, cien años después de Colón, todo en América estaba preparado para dar nacimiento a una gran literatura: la misma que se extiende desde entonces hasta hoy. Cierto que los códices indígenas fueron atropellados, destrozados, alterados y luego un tanto rescatados; y que autores autóctonos, como el Inca Garcilaso de la Vega y Pedro de Oña, en esos años del 1500 fraguan en su prosa mundos ya perfectos para la imaginación (o la historia). Pero desde 1600 es ya materialmente evidente que extraordinarios escritores, nacidos en América, expresan en la lengua castellana de sus regiones un complejo cuerpo verbal al cual no se puede llamar sino literatura. Narraciones, poemas, ensayos adquieren presencia magnífica, profundidad y audacia y —por qué no reconocerlo— originalidad. Aquellos primeros creadores de nuestra época colonial no solamente reiteran formas y conocimientos literarios griegos, latinos, europeos y españoles, sino que añaden a todo ello una sensibilidad y una soltura conceptual propia de sus personalidades. No voy a nombrarlos aquí. Sin embargo, escojo a tres de ellos para iniciar el descubrimiento del secreto anunciado, de esa tradición sobre la cual todos debemos volver. No hay duda, por ejemplo, de que el descubrimiento europeo de la Poética de Aristóteles en 1498 desencadenó una nueva consideración sobre problemas teóricos y sobre autores clásicos mal leídos desde el punto de vista cristiano o simplemente olvidados,

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hasta entonces. Creo que en ese momento surge la teoría literaria tal como la conocemos hoy. Con sus implicaciones y exigencias retóricas. Sólo que quinientos años después, para nosotros, desde ella se han bifurcado especialidades como la crítica misma o las innumerables proposiciones de otras “poéticas”. Quien escribiera en el siglo xviii tenía sobre sí mismo —cualesquiera que fuesen sus fuentes clásicas o contemporáneas— el peso de Aristóteles, de Horacio, de Cicerón y de Quintiliano; dicho de otra manera, debía cargar con toda la retórica clásica y obedecer a la Poética aristotélica. No deja de ser curioso, entonces, que un texto escrito hacia 1652, la Invectiva Apologética del padre Hernando Domínguez Camargo (Santa Fe de Bogotá, 1606-Tunja, 1659/1666?), no solamente nos descubra su alto conocimiento de las autoridades y preceptos retóricos de la época, sino que realice una especie de desviación conceptual, que mucho nos interesa hoy. ¿Originalidad, pasión, improvisación? No tenemos respuesta para su acto, pero sí su acaecimiento, y pensar en ello nos maravilla. Ambicioso poeta (es una suerte de Rubén Darío colonial), Domínguez Camargo redacta su invectiva como respuesta a alguien que lo había molestado e insultado, burlándose de algunos versos suyos. El sacerdote debía saber quién era ese alguien, por los insultos y claves de su texto. Eso ya no nos interesa. Lo importante es que, para su defensa, Domínguez Camargo no elige el punto de vista del orador, como exigía la retórica. No trata de justificar la condición (o el arte) de quien habla, sino la del testigo para lo que desea mostrar. Este testigo, ciertamente, podría estar en el exacto dominio retórico; pero Domínguez Camargo lo convierte a su vez en un cómplice, en alguien que puede asistir a su propia escritura mientras ésta se hace, a sus efectos y búsquedas. Lo convierte en lector. Doscientos años antes de Baudelaire, nuestro poeta llama “hermano” a su lector. Y en seguida desencadena para él los más ricos, diversos, inesperados epítetos. Veamos algunos: “lector anónimo, lector amigo, lector mío, lector cándido, benigno, halagüeño, lector con ojos, con manos, lector sabio, discreto, lector urbano, lector con lengua, lector a secas, lector no más, lector culto, entendido, etcétera”.

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¿Es posible imaginar en aquella sociedad, en aquel mundo literario, un estallido de esta índole? El poeta, fiero, tonante, grita su protesta. Este mismo texto es un verdadero modelo de crítica literaria latinoamericana: es decir, apasionado y atrabiliario. Pero quien se haya detenido a buscar las denominaciones del “lector” no es sin duda sólo apasionado: sabe controlar y calcular, distribuir la carga perceptiva que adivina en su oyente, hasta crear esa gama girante de adjetivos que, de un modo u otro, involucran cuanto puede ser un lector, de entonces y de hoy. ¿No les resulta magnífica y actual esa katharsis? Sigo por un momento más con el padre Domínguez Camargo, porque creo que nos puede ayudar con un problema muy actual del mundo literario. Como ustedes acaban de ver, es actualísima su visión de la condición de lector: lector vital, activo. Pero este otro problema tiene mucho que ver con la estrechez de nuestra crítica o de la teoría literaria aplicada a América Latina hoy. El asunto es el siguiente: nunca estuve de acuerdo en denominar como “Barroco” o “Neo-barroco” a cierta literatura cuyas características todos ustedes conocen: proliferación, recargamiento, ornamento. No importa que hasta autores tan admirables como Severo Sarduy, Lezama Lima o Carpentier mismos así se hayan designado. Históricamente el Barroco tuvo su momento y nada habría en nuestra sociedad que lo refleje, excepto, tal vez, como quería Eugenio D’Ors, la presencia de un espíritu circundante, proliferante, con horror vacui; la presencia de aquello que los griegos llamaron “asianismo”, por amanerado, y Curtius “manierismo”. Algo quesería ínsito al ser humano, que se manifestaría con la misma espontaneidad con que lo hace el espíritu clásico, gótico. Aunque nadie llamaría hoy a Giacometti, por ejemplo, “Gótico”. No olvidemos, sin embargo, que una de las primeras autoridades sobre Barroco, Heinrich Wolfflin, coloca fechas para el nacimiento y la propagación del movimiento: desde el final del renacimiento hasta el comienzo del neoclasicismo. Y que no podemos aceptar la exagerada frase de Alejo Carpentier: “el legítimo estilo del novelista latinoamericano actual es el barroco”. Los procedimientos o estilos de complejidad formal, en literatura, pudieran tener otra manera para ser designados. Lo cual

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no solamente implicaría el fenómeno clásico de la imitario, o el del influjo de una escritura sobre otra, sino tambien el de la escritura que se mima a sí misma, que se oculta y se refleja en su propia realidad. Aquello que Domínguez Carilargo denominó la acción de estar “sobreescribiendo”. La expresión de la sobreescritura. Como un homenaje al Paravicino, orador legendario, elogiado por Gracián, por Góngora y pintado por El Greco, Domínguez Camargo dice que al escribir sus propios versos lo hacía volviendo a trazar los del Paravicino. Con tan vivaz y útil antecedente, ¿por qué seguir utilizando el término “Barroco” para algo que bien puede ser concebido, en el territorio de la letra y el significado, como sobreescritura? Les hablé de elegir a tres autores coloniales para esta introducción. No en vano acabo de mencionar la letra y el significado; porque en esos predios quiero mover ahora la brújula. Aceptamos con gusto la presencia de autores tan disímiles como María Luisa Bombal y Carlos Fuentes, en nuestra literatura. O la de Vallejo y de Bioy Casares. Creo que esta múltiple unidad que somos hoy (o dicho de otro modo: esta literatura figurable, transfigurable) tiene un antecedente teórico de primera línea en Juan de Espinosa Medrano, El Lunajero. De sangre indígena, pasó su vida, como sacerdote y músico, en su Cuzco natal. Allí debe haber escrito hacia 1660 su famoso Apologético en favor de Don Luis de Góngora. También en otro lugar me he ocupado de El Lunarejo, considerándolo como nuestro primer teórico sobre literatura y como gran ensayista. Ahora sólo quiero detenerme brevemente en dos de sus conceptos, dentro de cuyos cauces creo que ha circulado y circulará toda nuestra literatura. El primero corresponde a su idea de que la escritura poética necesariamente ocurre en “la corteza de la letra”. Todo cuanto pueda ser expresado materialmente posee una sustancia: la escritura, que hace converger en sí misma el habla y lo textual. Pero cuyo poder estético reside de manera fundamental en ser una “corteza”, una forma o expresión. El otro concepto, mediante el cual El Lunarejo opone la escritura sagrada al arte literario, consiste en su idea de que el “alma poética”, es decir, lo fundamental del texto, ocurre precisamente en el arte de la escritura. Si la palabra divina encierra los misterios,

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la literatura “consiste en poco más que nada, que será una alusión a historia, costumbre o fábula o en un viso a la física o la política, en una conformidad de dicciones con el asunto”. La fertilidad de esta proposición es tanta, que volveré sobre ella. Para concluir esta introducción me referiré al ecuatoriano Eugenio de Santa Cruz y Espejo (1747-1795). Médico, periodista, prócer, pero sobre todo un escritor obsesivo, hace conocer sus famosos diálogos El Nuevo Luciano de Quito en 1779 y El Nuevo Luciano de Quito o Despertador de los Ingenios Quiteños (Ciencia Blancardina) en 1780. Como pueden ustedes ver, este hombre culto no elige al padre del diálogo, el divino Platón, como referencia, sino al enfático, rabioso y obsceno Luciano de Samosata, y así revela su actitud rebelde y crítica. Santa Cruz quería reformar a la sociedad quiteña en todos sus dimensiones, y para ello necesitaba de la burla, la ironía, el chisme, el consejo, la moral, la estética. Pero no son éstos los temas suyos que me interesan hoy, sino su manera de concebir la crítica literaria. Es notable su concepción del método —para la creación—, de la compositio, según reglas clásicas, de la claridad estilística. En todo lo cual se le puede definir como a un hombre que obedece al pasado, a la cultura. El mismo lo indica: la crítica necesita de las autoridades. Pero cuando le corresponde afrontar esa incertidumbre que es el destino de las obras de arte y, por lo tanto, de la crítica, reconoce que ésta es “una ciencia conjetural”, que tan importantes son las autoridades como el gusto, el riesgo, la subjetividad, lo “conjetural”. ¿No hay acaso allí un sentimiento totalmente conteporáneo de lo que debe y puede ser la acción crítica?

II los prodigios En literatura nuestro siglo xx comienza hacia 1885, con la plenitud de José Martí y el ascenso de Darío. No voy a abundar aquí sobre la importancia del modernismo latinoamericano, de su energía y originalidad, de su condición fundacional para una expresión altamente intelectual en el continente. Simplemente quiero anotar que si bien la poesía y la narrativa de los modernistas ofrece faz propia

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a nuestra escritura, ellos continúan aquella práctica de los autores coloniales antes mencionados y la estabilizan como una constante en la acción de los creadores: el cultivo del ensayo. Es evidente, entonces, que el potro vigoroso que nace con Darío y Martí no va a dejar de crecer desde entonces. Otros poetas tambien practicarán la reflexión, el análisis, lo cual los convierte en impecables pensadores. Y a su lado, paralelamente, en este estrato de nuestra literatura, los ensayistas van a tener primordial importancia. Ya lo había adelantado Jesús Semprum antes de 1920: a la presencia de los creadores sucede un gran crítico. Digo algunos nombres iniciales: Rodó, Alfonso Reyes, Henríquez Ureña, el mismo Semprum. Y añado los que vendrían enseguida: Picón-Salas, Franz Tamayo, Borges. Hoy el siglo se cierra con innumerables y brillantes pensadores de la literatura: Paz, Rodríguez Monegal, Sanín Cano, Guillermo Sucre, Sarduy, Rafael Humberto Moreno Durán, Héctor Libertella, Adolfo Castañón, Ricardo Piglia, Christopher Domínguez, entre otros. El ensayo literario entre nosotros, pese a su diversidad y a la mimesis que en ocasiones atraviesa sus páginas, no es una tendencia: es un cuerpo vivo, fascinante, en el cual es absorbido y devuelto, desde perspectivas formales de gran perfección y desde posiciones conceptuales también originales. ¿Qué ocurrirá cuando la narrativa o la poesía latinoamericanas sean leídas esencialmente desde las visiones del ensayo latinoamericano? Entre nosotros, la narrativa ha tenido una popularidad que no siempre alcalzan los otros géneros. Tal vez allí resida una de las claves para explicar algo que tampoco ocurre con las otras áreas: su irregularidad. Excepto el ensayo sociologizante o moralista, las páginas literarias de nuestros autores siguen frescas. El vertical árbol de nuestra poesía no se ha derrumbado durante el siglo xx. En cambio —tal vez por atender demasiado a las exigencias políticas y éticas, a ciertas modas y aún a ciertos movimientos literarios— la narrativa parece envejecer, ocasionalmente, de manera muy rápida aquí. Pensemos en los mamotretos criollistas y en el gran fastidio que producen como lectura, como compañía estética (aparte de su valor político y documental), pensemos en esa flor de la cual tanto se abusa —el realismo mágico—, y notaremos en seguida cómo su conversión en moda, en facilismo, los debilita artísticamente.

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La primera mitad del siglo revela una gama de temas y búsquedas formales disímiles, sobre los cuales podemos asomarnos: la narrativa criollista, con sus valores y limitaciones, emblematizada por Gallegos; la exhibición, el canto y la elegía del mundo rural (De la Cuadra, Rivera); el descubrimiento de las ciudades y su compleja soledad (De la Parra, Mallea). Añadamos al área la erudición fantástica (Borges), la fantasía como sospecha de la cotidianidad (Bombal, Cortázar). También desde luego, las alucinaciones populares de García Márquez; la penumbra y el escepticismo (Meneses, Onetti); los excesos de la letra (Lezama, Sarduy), la multiplicidad. ¿Ha desaparecido acaso alguno de esos componentes? ¿No pervive Quiroga en Rulfo? ¿No se continúa José de la Cuadra en García Márquez y éste en Luis Sepúlveda? ¿No hay mucho de Cortázar —la penumbrosa aura política y lo fantasioso— en Felisberto y Rey Rosa? Para pensar en la actualidad, entonces, habría que tomar como punto de partida, precisamente esa continuidad: nada de lo que fue, y tuvo real carácter de arte, se ha borrado: al contrario: como vemos, es reflejado con fruición, se prolonga en autores posteriores. En la actualidad y en el futuro, podemos volver a tener García Márquez y algunos Borges, cuyo único defecto podría ser carecer de originalidad, aunque tampoco esto puede ser previsto. En seguida, advertir que si bien en algunos momentos se hablaba con claridad de límites precisos (“criollismo”, “literatura fantástica”) hoy no podemos ser tan esquemáticos. En parte porque, tal vez, antes el germen aquí nacido sólo tenía como referencia a la escritura europea (clásica o contemporánea). En parte porque el primer círculo dentro del cual se mueve hoy la literatura de nuestros países es la escritura nacida en ellos. Y desde allí va hacía autores y obras de cualquier tiempo y cualquier lugar. Todo es a la vez local y universal, según la señal, la dimensión de libertad que diera El Lunarejo. En el cauce de “la corteza de la letra” crece el universo estilístico, mientras el “alma poética” busca y acoje lo propio y lo remoto. Y ambas latitudes son una sola. la apropiación, la corteza y el cruce Dos profetas parecen heredar el legado de El Lunarejo: el mexicano Julio Torri y el venezolano Julio Garmendia. En la segunda década

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del siglo xx, saturados de la avalancha criollista, avizoran y trazan el horizonte de una literatura que se concibe a sí misma desde su condición de instrumento ficticio. Es el orden que asumirá la obra de Borges. Pero ¿dónde colocar a Borges? ¿Es un fenómeno de la escritura pura? ¿Es alguien que se apodera de la cultura —del pensamiento mítico y filosófico— para atraerlo hacia lugares y momentos latinoamericanos? En todo caso, ¿cómo designar lo que la extraordinaria proposición de Borges ha desencadenado? Pensemos este caso de manera especial y veamos la riqueza de lo que allí podríamos derivar. No hay duda: si El Lunarejo acepta la apropiación de lo universal (en sentido conceptual), Borges ha actuado bajo este principio. ¿Y no es esa misma actitud borgeana, —pero en sentido de la experiencia, de los hechos— lo que ocurre con la trama espesa, complejísima y magnífica de la Terra nostra de Carlos Fuentes? El estilo de Fuentes, seguro y conciso, termina convirtiéndose en una abundancia omnívora. Cuarenta años antes, el venezolano Enrique Bernardo Núñez, en su escueta novela Cubagua, había abarcado los tiempos míticos, los de la conquista y el presente bajo búsqueda de lo que él llamó de “las almas superpuestas”: los tiempos paralelos. Vemos entonces cómo la mano de El Lunarejo cobija bajo un mismo gesto el ambiguo reino de los contenidos universales en Borges, Núñez, Fuentes. Es el gesto de la apropiación del mundo: la errancia del “alma poética”. Pero con otro gesto (“la corteza de la letra”) el Lunarejo reúne otra vez la economía, la ironía y lo cifrado de Borges hacia otra vertiente: la nervadura de Alejandro Rossi, la brevedad y el silencio visual de Augusto Monterroso. Toquemos rápidamente otro ejemplo: ¿cómo denominar ciertas confluencias y dispersiones de la corteza de la letra, otra vez en fusión con la versátil “alma poética”? ¿No hay una misma línea o una misma masa donde respiran espontáneamente el humor, la política, la parodia, casi de manera exclusiva por la posición del lenguaje convertido en habla? ¿No estarían allí Cabrera Infante, Bryce Echenique y Britto García? En esta configuración de cruces y vitalidad expresiva también podríamos detenernos a observar (no lo haremos hoy, claro) la bi-

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furcación de potencias expresivas que unen a Fuentes con Carpentier. Pero es obvio que la línea dubitativa, burlona y de resta alimenada por Macedonio, por Onetti y Meneses encuentra hoy un extraordinario exponente en las narrativas de Salvador Garmendia y de César Aira: ironía, mundos de sugerencias, prosa de silencios, posibilidades de la acción y su ausencia, anécdotas que se agazapan tras de sí mismas. También en tal tono se desenvuelve la asombrosa narrativa de Sergio Pitol: otra vez Macedonio, otra vez Meneses y Onetti: pero en esta ocasión pasados por el tamiz de Cortázar, hasta que la escritura del gran mexicano hace desaparecer las atmósferas de aquellos autores (leídos o no por él), y lo sombrío se torna parodia, comicidad, teatro de lo escatológico. En otro territorio encontraríamos las exacerbaciones del mundo interior al chocar con lo inmediato (Gonzalo Contreras, Chile), la interioridad deslumbrada por la risa y la piedad (Ana Lydia Vega), un objetivismo lírico (Milagros Mata Gil, Lucía Guerra), los espejismos de la adolescencia y de la juventud, estructurados desde secretas cámaras verbales, como en los cuentos de Juan Villoro y las narraciones de Carlos Noguera. Y en un aparte, la obsesión por los enigmas que la corteza de la letra despierta e impone. Esa encarnación del texto que Severo Sarduy y Néstor Sánchez convirtieran en futuro desafío, que recorre la obra de Héctor Libertella y de Diamela Eltit. Misterioso y transparente ejercicio del texto como cosa traspasable, tal vez hacia el sin sentido de la cotidianidad. Todo lo cual convierte cualquier novela en “un libro al Cuadrado” (Libertella: Las sagradas escrituras).

III conjetura y transfiguración Hoy nosotros somos aquel ambiguo lector que previó Domíguez Camargo. Lector creado, lector que inventa. Por eso nos atrevemos a concebir que en nuestra literatura, y de manera notable en la narrativa, la diversidad de estilos, de mecanismos expresivos, de funciones verbales, de temas y profundizaciones sólo tienen una

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finalidad y unas fronteras: la exploración y la exposición de ese misterio que es el ser humano, el ser humano en la diversidad del continente americano. Cada nueva novela o cada poema nuevo restan un poco de sombra a lo existente: muestran —a veces de manera invisible o enigmática— límites reales pero imprevistos en nuestra manera de existir. La literatura amplía nuestras dimensiones, porque, en palabras de Carlos Fuentes, “trata de darnos la parte no escrita o no leída del mundo” (Geografía de la novela). Por lo tanto, creo que ella es una totalidad, un mundo infinitamente secreto en el pasado y asombrosamente novedoso en el presente. Una totalidad que vamos creando y descubriendo. Puede haber en ella, como acabo de decir, diversos acentos, expresiones, formas. Pero la forma total constituye una transfiguración: el rasgo esencial de la escritura entre nosotros es el de ser transfigurable: ser lo mismo y lo distinto, ser ambas cosas a la vez, lo que le permite cambiar para reconocerse, identificarse para cambiar. Lo que hasta ahora se han llamado movimientos o tendencias, son escamas de un vasto pez que fulguran durante un lapso, mientras asombran, sacuden y son comprendidas, para luego insertarse en una totalidad vital. Volvamos por un instante a la idea de Santa Cruz y Espejo: la escritura ensayística (crítica) necesita de las autoridades y lo conjetural. Como hemos visto, América Latina dispone no sólo de las grandes voces griegas y latinas. También son nuestras las autoridades primordiales de la contemporaneidad. Poesía, ensayo y narrativa están muy cercanos entre sí, para nosotros. La autoridad y lo conjetural los nutren y los bifurcan. Nuestra creación es lo conjetural de nuestro destino. Este fenómeno bien puede equivaler a aquella nada que El Lunarejo señala como territorio de la literatura: una nada que recibe y explora sólo la condición humana —tanto en lo superior, lo divinizante, y en lo inferior que ella pueda tener—. Nada que para aquel autor se convierte en el “alma total” de la realidad literaria y que se materializa mediante la corteza de la letra. Dicho de otro modo: la totalidad de lo que fue, es y será nuestra literatura sólo puede ocurrir dentro de dos cauces o fronteras: aquella expresada por la corteza de la letra y lo que contiene el “alma poética”. Y ambas son una misma cosa, porque “la realidad es más amplia que cualquiera de sus definiciones”, en palabras de Carlos Fuentes.

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la libertad del narrador Incredibile est, quanum morae lectioni festinatione adiciatur. M. Fabii Quintiliani

Para Carlos Sandoval Hasta hace cinco años, para tratar de comentar a algún narrador nuevo en América Latina, inexorablemente debíamos partir de alguno de nuestros grandes maestros de los años cincuenta y sesenta: Borges, Fuentes, Onetti, Cortázar. Ellos siguen presentes como formas tutelares. Pero el espectro que los convertía en referencia se amplió con las obras de autores que, por un lado, hoy atraviesan una edad de cincuenta años y por otro, aunque sean mayores, sólo en los tres últimos lustros han alcanzado una sólida difusión como narradores. Son los casos de Álvaro Mutis y Sergio Pitol. Este último por sí solo ha traído a las letras continentales una prosa y un universo narrativo absolutamente personales, en los que el humor y lo escatológico se dan la mano con el cosmopolitismo y la hondura psíquica. Para los autores que hoy imantan en sus países y en las zonas contundentes del idioma otras referencias resultan fácilmente reconocibles. Todos ellos poseen a la vez raigambre vital con los autores del Boom, con escritores latinoamericanos de comienzos de siglo y, desde luego, como es natural entre nosotros, con la vasta literatura de todos los tiempos y de todas las lenguas. Nombrarlos a todos exigiría una lista muy larga, por lo que elijo, al azar del afecto y de la admiración, experiencias verbales tan distintas como las de Abelardo Castillo, Héctor Libertella y Ricardo Piglia, como las de Jesús Urzagasti, las de Bryce Echenique, las de R. H. Moreno Durán, de Darío Ruiz Guzmán, Fernando Cruz Kron-

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fly, Andrés Hoyos, las de Carlos Noguera, Josu Landa y Milagros Mata Gil, las de Adolfo Castañón, Carmen Boullosa, Hernán Lara Zavala, Diamela Eltit, Fabio Morábito y Gonzalo Celorio: diversos círculos expresivos, concéntricos y excéntricos, que rodean a la más reciente narrativa latinoamericana, en la cual no es difícil discernir vínculos tácitos o atávicos que figuran coherentes constelaciones. ¿No hay una misma ondulación que recorre a Onetti, a Meneses, a Pitol, a Moreno Durán? ¿No hay un vértigo similar para quien se asome a Bioy, a Rossi, a Libertella, a Juan Villoro, a Humberto Mata? Algo más que coincidencias estilísticas, algo más que el humor y la vislumbre de muchos imaginarios: un toque filosófico, especulativo, material. Todo esto también ocurre, como ya entrevemos, en el ancestro y en la proyección de los autores nuevos. Casi todos ellos están entre los treinta y cinco y los cuarenta y siete años de edad. Si actualizamos el verso de Dante, justo en el medio de la vida, de la potencia creadora. Primero nombremos a algunos de los más coherentes y fascinantes entre esos nuevos cuentistas y novelistas. Veamos después ciertos rasgos que los acercan entre sí. Los autores son: Roberto Bolaño (Chile, 1953), Gonzalo Contreras (Chile, 1958), Ricardo Azuaje (Venezuela, 1959), Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967), Juan Carlos Méndez Guédez (Venezuela, 1967), Jorge Volpi (México, 1968). Cuentista y novelista, Bolaño ejecuta una prosa concisa, en la que curiosamente sentimos esas resonancias tan opuestas como podrían ser las de Pitol y de Rossi; o las de Orrego Salas y Borges. Resonancias que en nada afectan su tono personalísimo, ágil, y tan hábil para rodear a sus personajes o saltar desde dentro de ellos. Tersura y ternura cubren, con efectos a veces nefastos y terribles, la continuidad de unos seres sensitivos, nerviosos, descentrados, racionalmente delirantes. Las ciudades latinoamericanas pasan como ellos a través de ocurrencias y aventuras hondas y ridículas, que nos asombran por su ejemplar naturalidad. Un maestro de los destinos diversos, de las paradojas en cualquier vínculo humano (la amistad, el amor, la política), Bolaño implanta caracteres, personas hasta convertirlos en certeza carnal: pero entonces los abandona o los incluye en una andanza que los lleva a fraguar otro destino, también nítido y complejo, que, de nuevo será diseminado o incorporado en una red de acciones más vasta. El efecto, magnífico, es

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el de permitirnos ingresar a una guía telefónica animada, experimentada minuto a minuto por sus participantes. No en vano uno de sus libros se titula Llamadas telefónicas (1997) y no en vano su más célebre novela Los detectives salvajes (1998) nos permite vivir cada momento el tramado humano de las urbes, tal como sabemos que nos está ocurriendo mientras leemos (es decir: mientras un detective salvaje nos imagina). Gonzalo Contreras, sin duda gran lector de Thomas Mann o de Henry James o de Conrad, suscita una prosa cuidadosa, de frase límpida y a veces breve, y que, sin embargo, produce el efecto de girar con lenta movilidad: tal vez porque los suyos son seres detenidos en un espacio (apartamento, hotel) desde el cual los hechos y el tiempo convocan sensaciones, sentimientos, agudezas. El nadador (1995), de concepción detectivesca, quizá resulte ser una parábola de aquello, tan intenso y propio, que no logramos ver claramente, por su proximidad. El gran mal (1998), sin duda una de nuestras grandes novelas actuales, combina el ejercicio de las obsesiones psicológicas hacia adentro y hacia fuera. Si antes hablamos de personajes enteros y súbitos en Bolaño, ahora estamos ante morosas y memorables sesiones de reconstrucción: la vida del narrador y la de sus personajes, ambas imbricándose como polaridades. El libro trata de un pintor y de su biografía. En un hotel de las cumbres andinas, va siendo creada una historia que conjuga a Tánger y a México, a París y a Santiago en verano: la epilepsia, el arte, la escritura, la historia de la pintura. Tal vez esta decidida búsqueda de un artista permita al autor realizar un retrato profundo de su personaje, para lo cual cualquier paisaje, accidente o personalidad que lo rodee, debe terminar dando formas mayores al protagonista. Un verdadero trazo escultórico, lleno de riqueza y ambigüedad. ¿No lleva todo eso al mundo carnal de Moreno Durán y de Pitol? Como hablé antes de rasgos que acercan a los nuevos narradores, es el momento de señalar algunos de ellos. Sólo que quizá no sea acertado esto de rasgos que los acercan sino, más bien, hablar de inclinaciones y metamorfosis que atraen a estos autores, a estos libros, a estos personajes. Así podemos notar cómo —ya asunto notable en toda la tradición narrativa del continente— las nuevas novelas adoptan con lógica y con facilidad escenarios cosmopolitas. Asimismo,

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casi siempre se insiste en el acto escritural como justificación de lo que está ocurriendo, de los que leemos. Pero ese matiz no lo destacaremos en estas páginas. Ciudades del mundo, materia textual que se despliega: sí, pero también una apasionada vertebración de lo intelectivo, de lo analítico, expuesta a través de dos componentes ubicuos: el placer por el juego de ajedrez, la subterránea percepción del mundo como un desafío detectivesco. Ricardo Azuaje, escritor tímido y viajero, gasta su vida ante las cumbres nevadas en la ciudad de Mérida o en las selvas alucinantes de la Gran Sabana, junto a Brasil. Cuentista exacto, hijo de la ternura chejoviana y de la ironía meditada, parece haber encontrado por ahora su expresión cabal en la novela breve. Como Gonzalo Contreras sabe afincarse en una anécdota y en dos o tres personajes centrales, y con ellos revela desconcertantes situaciones, cómicas y dolorosas, en las que la realidad parece invertirse. Es un implacable dibujante de destinos y zonas no siempre visibles. Como Bolaño, trata un lenguaje escueto, convincente y extrañamente espontáneo. En Juana La Roja y Octavio el sabrio (1991), un hijo frívolo vigila las gestiones y los sucesos que envuelven a su madre, una fervorosa creyente en la revolución política. En Viste de verde nuestra sombra (1993), un amigo asiste a la transformación de un compañero de estudios en indio que atraviesa peligrosamente la ciudad. La Caracas de los ochenta y los noventa, con su poderes eróticos, su ceguera política y su violencia creciente, parece articular el alma de estos seres explosivos. La expulsión del paraíso (1998) es, a la vez, una reflexión sobre las incertidumbres actuales de lo que puede ser literatura (lo light, periodismo, ficción), y las modulaciones del talento. Un joven y exigente escritor, por broma envía cierto trabajo a un concurso fácil de novela femenina y gana. La ambigüedad y lo detectivesco rondan permanentemente esta narración, cuyo poder reflexivo es mayor de los que se haya podido pensar. Jorge Volpi amplía algunas constantes de los dicho hasta aquí de dos maneras: en primer lugar, concibe una novela larga y compleja y se apodera descaradamente de un filón poco trabajado en la literatura: la filosofía de la ciencia. Con el nombre de Schrödinger abre En busca de Klingsor (1999). En segundo lugar, no sólo el personaje de los mitos y de Wagner apoya la extraña trama, sino que la compo-

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sición del libro parece obedecer al método del músico o, más bien, al mandato de Ferencz Liszt, su suegro y consejero. Klingsor, en efecto, aparece ante el lector como un desafío de ópera wagneriana: “metamorfosis de temas”, según querría Liszt: de la pasión científica al trabajo policial, del presente avasallante a la evocación diabólica. Un personaje dominante que cede su espacio a las narraciones de otros. Pura música compleja, versátil, que desafía y a veces agota al lector, quien sin embargo vuelve al libro con no menor deseo. No es frecuente tocar las experiencias —intelectuales y políticas— de estudiosos como Gödel, Einstein, Planck, Heisenberg, Bohr, etcétera y esta novela nos introduce en su interioridad creadora, en el mundo de intrigas académicas que los rodean, en sus destinos inciertos. Uno de los mejores rasgos de Klingsor es que tanto la experiencia de esas figuras como la de los protagonistas totalmente ficticios —militares, esposas, amantes— atraen por igual. Aunque el tono narrativo a lo largo de cuatro centenares de páginas es poco variado, los diálogos, las rememoraciones y confesiones, así como el calibre de varias voces de la ciencia, producen un efecto estereofónico, cambiante. Tal vez, sin embargo, el carácter histórico de algunos hipotéticos hechos importantes dentro de la historia, obliguen a un cierto énfasis pedagógico. La trama es sibilina y de proporciones épicas, universales, lo cual facilita que muchos de los detalles históricos no sean exactamente verdaderos. Aquí México no juega ningún papel, como tampoco en otras novelas —breves— del autor: Días de ira e Islas, El juego del Apocalipsis, en las que apenas resulta ser una referencia. Patmos y el texto de san Juan o la Alemania de Hitler, son los acordes dominantes que conducen al delirio, a la muerte. Juan Carlos Méndez Guédez, ensayista y cuentista, ha publicado tres novelas. Hay un tono sarcástico y compasivo en sus ficciones, que nos acorralan ante el impulso de reír; y sin embargo, algo doliente discurre siempre tras las situaciones más humorísticas. Capitales y ciudades de provincia, venezolanas y españolas, polarizan sus escenarios. Si bien en sus cuentos hay un predominio de gente joven, las novelas, en las cuales también aparece esa gente, tienden a tensarse sobre relaciones menos discernibles. Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (1997) es una novela breve de encandilante perfección. Un recio tema que oscila en

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la narrativa del continente, la presencia-ausencia del padre, y que alcanza en Rulfo su espectral fuerza shakesperiana, agudiza a esta ficción convirtiéndola en un modelo de abismo psíquico. Los personajes, dos hermanos, una mujer, son islas, desencuentros, cuya sustancia volcánica los sigue en su enrancia: Caracas, las Islas Canarias. El retrato de Abel es el de Caín y también el de un cierto Hamlet. En 1999 aparece El libro de Esther. Los epígrafes de la primera parte (Manuel Puig y Víctor Valera Mora) son índices certeros de la dirección que toma esta narración. Aquí, el autor parece encontrarse con su lado firme del drama y la comedia (también explorado en su próxima novela) mientras persiste en atravesar la zona desarrollada del dolor social en la juventud. Estamos ante la persecución quijotesca de una mujer, de un amor. El protagonista rompe todas las líneas de la lógica para realizar su periplo. Un recorrido delirante lo lleva de Caracas al carnaval de Tenerife. Como notábamos antes, Méndez Guédez recorre y transfigura esa línea (el viaje, la mascarada) que también pasa por Pitol y Bryce Echenique. El protagonista es anti-ejemplar y pertenece a esa estirpe reflejada e inventada por Juan Villoro y por Paz Soldán: la de aquellos que fraguan las fronteras masculinas. El narrador, hipocondríaco, estéril (para engendrar libros e hijos), se ha casado con la chica equivocada y pasa trece años tratando de rescatar a la que convenía, la Esther amada. Asistimos en la novela a un largo diálogo con un rival muerto (como de modo distinto ocurre en el Amphytrion de Padilla). Árbol de Luna (2000), novela, vuelve a cercar aquellos rasgos que parecen ser constantes en Méndez Guédez: la sátira, la caricatura, las raras conexiones entre la fraternidad y la depresión. Una mujer políticamente poderosa, es obligada a exiliarse. Pasa de la abundancia y la corrupción a la escasez y a la picaresca. Venezuela y España se combinan para un despliegue de aventuras. Un joven estudiante se convierte en su único amigo, cómplice y protector. En el fondo, la política y la vida de emigrantes resuenan con sorna, pero el tramado de la acción se sostiene sobre un particular sentimiento de solidaridad, más rico y ambiguo que la pasión amorosa.

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Río fugitivo (1998) de Edmundo Paz Soldán, ágil cuentista, novelista, parece establecer con su título una metonimia de Cochabamba y Bolivia, también de otras obras futuras en el autor. Es, aparentemente, una novela de adolescentes y, como en el caso de casi todos los autores precedentes, un reflejo del proceso escritural que se desencadena para hacer ficción. Pero este río imaginario se convierte en un doble emblema: ciertamente atraviesa la ciudad, pasa por ella del mismo modo como irán ocurriendo y transformándose las acciones de un grupo de individuos. Una fugitiva línea de la existencia los crea, los une, los opone, los engrandece y los disminuye, los elimina. Por otra parte, los espacios en que se mueven (hogares de diverso nivel económico, calles, colegios, bares, habitaciones privadas, salas de fiesta, autos) tienen siempre la intensidad de lo transitorio: las amistades cambiantes, los amores posibles, la droga, la sexualidad. Su joven narrador es, desde luego, aficionado a las novelas policiales, las cuales copia o imita mientras espera que su talento le permita encontrar argumentos originales. En medio de esa pasión, la muerte de su hermano (drogas, ajedrez) convierte su propia vida en una enervante experiencia detectivesca, que lo arroja al límite de su seguridad moral. Paz Soldán organiza una hermosa novela, en la que el humor y la introspección juegan como apoyos incesantes. Hay aquí, también como en la obra de Méndez Guédez, percepciones sobre lo limitado de la masculinidad, sugerencias de fronteras en las que el machismo es acorralado por otras dimensiones de la virilidad en el adolescente o en el hombre joven. Sueños digitales, novela publicada en el 2000, propone una experiencia inquietante: la intromisión en lo íntimo de nuestras vidas (pareja, política, inteligencia) de los avances informáticos. Dentro de una terrible aureola orwelliana, alguien, el gobierno, los políticos, negociantes quizá, llevan al protagonista a borrar de la prensa y de las fotos graves detalles de la vida pública y oficial, de la historia, también, por resonancia, de las intimidades del personaje. Tal vez un final que rinde homenaje al cómic debilite la conclusión de esta interesante novela. Como balance de este recorrido por la nueva novela latinoamericana, podríamos indicar un alejamiento de procedimientos y

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tópicos otrora predilectos, como lo fueron el realismo mágico y el barroco, el telurismo, el inmediato compromiso político. Hay, en cambio, una espléndida concisión de estilo, el riesgo de exploraciones verbales nítidas, personales, agudas. Un vívido matiz del castellano probablemente frotado con otras lenguas (inglés, alemán, latín), que lo eleva a una rara perfección, alejada del periodismo pero, en ocasiones, quizá peligrosamente próxima al lenguaje académico. Esto facilita una de sus grandes constantes: el síndrome de interrogación, de cuestionamiento, de búsqueda o persecución. Cuyo objeto puede ser la imagen de un padre, de un hermano, de un científico, de un político, de una obra artística. No la ingeniosa y fascinante aplicación del método detectivesco (de donde viene), sino un aura de inquisición, ambigua, sensual, terrible y no menos atractiva. Por lo cual todo esto ofrece una marcada inclinación a las metamorfosis de lo imaginario, dentro de lo matemático o musical. Es adecuado notar que algunos personajes femeninos superan en aptitud para la compresión de sus propias vidas o tramas al protagonista mismo, quien es mostrado más bien como destello descentrado de lo viril, como faceta invisible hasta hora de la masculinidad. Metamorfosis de lo imaginario hemos dicho: pero más exactamente podríamos pensar en la libertad del narrador. Una riqueza que bien puede ser aprehendida rápidamente si enfrentamos un párrafo de Carlos Noguera (maestro del locus erótico) con otro de Gonzalo Contreras o de Ignacio Padilla. Firmeza estilística que, además de valor personal, como es siempre natural, se expande hacia aquellas sonoridades del idioma que indicáramos antes. De allí, posiblemente, el poder de diseminación erótica: ni travestismo ni homosexualidad (Lezama Lima, Guimaraes Rosa, Sarduy, Puig, Arenas): un enfrentamiento con la transexualidad del hombre joven, que llega a páginas desbordantes como en Paz Soldán, en la novela Las plegarias del cuerpo (1994) de Eloy Urroz (1967) y en el cuento Una mujer por siempre jamás (1994) de Ángel Gustavo Infante (1959). Para concluir, dos breves notas: las ataduras geográficas han estallado. Ni el escritor ni el narrador, con frecuencia, parecen ubicarles

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en una ciudad o en un país concretos de América Latina. La región se ha trasladado (aunque figure, con nombre y dirección) a las vastas regiones de lo imaginario. Obviamente, esto hace posible lo otro: la política o su faceta paralela, la redención social, parece diluida, ajena, aunque actuante y demoledora. Más allá de sus horrores o mandatos parece respirar, en tono amoral, la solidaridad. Delta del Orinoco-Caracas, enero-marzo, 2004.

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octavio paz Desde hace décadas ya no podemos concebir la existencia de algo como la América Latina, sin esa sustancia que es Octavio Paz. Pensó, imaginó o fue creando aquellas partes nuestras que se ocultan y se revelan en la estética, lo cotidiano, lo mítico, la política. Su obra puede estar tan a la vista o permanecer tan untada a oscuras fuerzas, que por eso la he considerado como materia que recoge y a la vez modula nuestro inconsciente. ¿Quién puede leer El laberinto de la soledad y no sentir de manera diferente? ¿Quién puede no gozar su texto sobre la artesanía y no descubrir, a partir del arte popular, en “la pobreza un alto grado de civilización”? De algún modo fue poeta y pensador, chamán y líder, provinciano de una olvidada esquina y príncipe, cosmopolita. “Todos mis bienes son soñados” dice el protagonista del Persiles. En seguida Cervantes añade que “esas fuerzas de la imaginación” terminan siendo “como si fuesen verdades”: Paz nos entregó impulsos de su alma que han terminado por ser nuestra verdad. Sólo un pensamiento tan fecundo como el suyo me alienta a comentar algunas de sus determinaciones. Voy a cercar brevemente su texto de l976 escrito en Cambrigde y su conferencia de l975 en Yale. Están en el libro In/mediaciones de l981. De manera sintética: allí se nos dice, con prosa vivaz, singular que la literatura latinoamericana surge en verdad con el modernismo. Sólo a partir de allí poseemos originalidad. Entre otras cosas, porque aunque pertenecemos a la lengua castellana, dentro de ella América Latina establece un cambio y ese cambio es nuestra literatura. La difícil unidad del continente no ocurre en la geografía y la política, sino en la red de las letras. Los clásicos españoles son nuestros. Sor Juana crea y se siente dentro del círculo de la creación española. Realmente lo que importa son los autores: Paz

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comprende que estilos y tendencias son siempre universales. “No el estilo barroco sino Góngora y Quevedo, no el modernismo sino Martí o Darío”, afirma. Por otra parte nos dice que antes del modernismo nuestra literatura comparte la mediocridad de la española durante el lapso siguiente al Siglo de Oro. Y descree de nuestra modernidad a partir de una carencia de crítica. Comparto, desde luego, la idea del maestro acerca de que la grandeza de una obra descansa en la potencia del autor, aunque él haya sido ajeno (Rulfo) a un movimiento estético o escudo (Huidobro) del mismo. Incluso puede haber rechazado lo contemporáneo, como en el caso de Ramos Sucre. En todos ellos, sus obras suscitan, materializan nuestra literatura y en ellas lo original es el vínculo personal del autor con su lenguaje, para transmutar una realidad personal. Creo, con él, que las grandes obras literarias de América, con la excepción de Darío y Martí, pertenecen al siglo xx. Dice Paz: “la contradicción, la ambigüedad, la excepción y la indeterminación son rasgos que aparecen en todas las literaturas”. En la nuestra también, pero debemos añadir a aquéllos la inclinación lúdica (misterios del ritmo, del habla), la libertad expresiva y constructiva (tal como nuestros países que se hacen y deshacen casi naturalmente), la irresponsabilidad imaginativa (temperamental), el exacerbado control desde la cultura y la inteligencia. Para no hablar de la imponente presencia del paisaje, que aún nos envuelve. Y del yo desplazado o sustituido que nuestras súbitas inmensas ciudades encuentran reflejadas en Onetti o en Meneses. Así también como de esa incesante erotización del ser y su entorno. Mucho de esto nos integra a la vez que se desvanece en otras fronteras. Es curioso, pero, al contrario, no puedo pensar en sor Juana sino como la “monja mexicana” o como la gran autora de la Colonia. El riquísimo español de sus contemporáneos la hace muy nuestra. Y más nuestra desde que el propio Paz cumpliera su investigación y su tributo monumental. Ruiz de Alarcón y sor Juana se consideran parte de la metrópoli. Pero casi todos los otros autores nuestros de su tiempo, denunciaban, exponen, muestran no sólo la indiferencia y el olvido de España (cosa que no ha cambiado mucho) hacia ellos. Hasta el punto de que tal carencia parece exaltarlos y llevarlos a

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reconocer su autonomía local. Hernando Domínguez Camargo, Siguenza y Góngora, Espinosa Medrano El Lunarejo, hablan en l600 dolorosa y directamente del problema. El asunto es de tal magnitud, que a veces no pueden enfatizarlo en el ámbito político y religioso (sobre todo en éste, que es determinante para su vida diaria y su obra). Entonces recurren a la indirección, a lo alegórico. Leídos desde hoy, cartas y sermones de aquella época nos estremecen. Son un despliegue de ingenio para reclamar a España y para declarar su condición autónoma, porque América es —aunque no lo puedan decir— un centro más del mundo. Tan importante ante Dios como Roma o Madrid. Geográfica y espiritualmente. Hay, entonces, el apego y la afortunada identificación con este lado del idioma; pero también la sensación, el reconocimiento del rechazo por parte de España, la concepción de que las obras aquí creadas son tan valiosas como las de allá y, tal vez, sibilinamente superiores. Hay una distancia psíquica que pasa por el lenguaje y nos aleja. “No hay pueblos sin literatura pero hay literatura sin pueblos” anota Paz. El Lunarejo ejerce brillante (y originalmente) la crítica sobre el Góngora de Manuel de Faria. Domínguez Camargo sobre la recepción de su propia obra, Siguenza y Góngora al construir sus narraciones. Santa Cruz y Espejo, un siglo después, sobre complejos problemas metodológicos, estéticos y morales. Tal vez no tienen otras realidades donde aplicarla, aparte de los textos españoles. ¿Y si acaso tuvimos una crítica sin literatura? Al germinar, al elaborarse, tanteando sobre los mundos que el castellano les trae, nuestros autores del l600 están fundando principios críticos que retomaremos después, tal vez en el siglo xx, tal vez a través de grandes autores como el propio Paz. Entonces no habíamos sido tan estériles. Tuvimos firmes atisbos de crítica. Claro que puedo decir todo esto porque comento esos incitantes textos de Octavio Paz, porque “la contradicción, la excepción” señaladas por él nos enriquecen, nos permiten dialogar como lo hago aquí. No en vano Paz evidenciaba en l974 que necesitamos hombrespuentes en la cultura, obras-puentes en la literatura y el arte. Algo contra las islas en que vivimos. Él mismo fue un puente extraordi-

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nario. Y en este momento lo estoy cruzando, desde sus palabras, hacia el pasado, hacia el presente.

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pasado en claro Los árboles son un atributo sonoro en la casa de mi tía. Aquí en Cantaura leí por primera vez Pasado en claro, el poema de Octavio Paz. Fue hacia 1978; han pasado doce años y durante esta nueva visita en octubre, aprovecho para volver al poema. Como siempre, el viento conmueve la meseta y las hojas ahondan el patio donde estoy. Abro el libro (fce, México, segunda edición): veo las notas que hiciera hace poco, en la primavera de California, mientras estudiábamos el texto en mi programa de la Universidad. Para entonces Octavio Paz no era Premio Nobel. Y ahora que ha ocurrido, estoy conforme con las brevísimas palabras que dije emocionado a Excelsior el 11 de octubre en Guanajuato, mientras discutíamos a Cervantes en el Coloquio anual de esa ciudad. Nunca me ha interesado el escándalo tan fortuito y transitorio de los premios literarios y, menos, el absurdo (porque casi siempre es inadecuado) del Nobel. En lo que respecta a América Latina, la academia nunca reconoció el pensamiento o nuestra sensibilidad analítica, sólo la facilidad verbal o imaginística —que también puede ser un don, bien administrada—. El Nobel para Paz es de algún modo el reconocimiento real a la inteligencia del continente: a ésa que sabe inventar y dudar; a la que ensambla un vértigo de imágenes originales y (paradójicamente) universales, con nociones que friccionan nuestra realidad y la realidad del mundo. A la que no desconoce el poder de la dicha, pese a la miserable situación de tanta gente. Octavio Paz, representa también, si pudiéramos decirlo, lo más inaccesible de esa claridad: nuestro inconsciente. Pocas veces, al consultar textos de los filósofos nuestros pude hallar aproximaciones tan certeras y complejas como las que arroja El laberinto de la soledad. No solamente encuentro allí criterios inquietantes sobre el mexicano, sino que muchos de sus párrafos saben

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identificarnos en cualquier punto de América: “Nuestro laberinto (es) el de todos los hombres”. ¿Cómo no aceptar que en Chile o en el Delta del Orinoco “ser uno mismo es, siempre, llegar a ser ese otro que somos y que llevamos escondido en nuestro interior”? Amo trabajar para dictar un curso en la Universidad; la experiencia de dar clases se convierte en un equilibrado ejercicio de despersonalización y de creación. Sin embargo, desde hace décadas, y mis alumnos lo saben, jamás atravesé los enigmáticos territorios de la poesía sin apoyarme (para disentir o celebrar) en esa fiesta de la docencia imaginante que es El arco y la lira. ¿Qué decir de Las trampa de la fe? Un vasto ensayo literario, un fulgurante paseo histórico; oratorio y pesquisa detectivesca. En su biografía de sor Juana, Paz completa igualmente una semblanza de nuestro gusto y nuestro tiempo. Poeta, crítico de arte y, a su manera, político, nuestro escritor posee la asombrosa capacidad de practicar los géneros literarios según el canon más exigente; periodista minucioso y singular, que desobedece al periodismo entrando en el nervio de la realidad, puede resultar también hacedor de ficciones, como lo propone Christopher Domínguez Michael en su extrema antología de la narrativa mexicana. Nada de esto coloca fronteras a su impulso expresivo. Escribe poemas de rigurosa construcción, pero dedica esa calidad compositiva al poema como juego. Nada de extraño tiene, entonces, que una de sus obras maestras El mono gramático (“el cambio es una incesante búsqueda de fijeza”) sea a la vez ensayo, narración y poema, por lo menos. Vuelvo ahora al viento de Cantaura y al patio de mi tía. Qué lejos se piensa a Caracas bajo este naranjo. Vuelvo a los versos líquidos, sanos, tan fáciles de leer y tan múltiples en sus fines de Pasado en claro. El título mismo —cosa frecuente en Paz— desorienta a la percepción. ¿Se nos está diciendo que el libro viene de un borrador? ¿O ese “pasado” es un tiempo, una historia personal? Con pasos mentales, y a través de un puente de letras, el poeta salta desde un balcón y entra al remoto mediodía de un patio familiar. La memoria como un charco, los asomos y el avasallamiento del deseo (“El deseo es señor de espectros”), el abuelo, la madre, el padre (“atado al potro del alcohol”), el mundo (“a través de nosotros habla consigo mismo el universo”): una palpitación de sensacio-

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nes, recuerdos y conceptos emerge desde la luz hacia la sombra de la escritura. Poema tan breve como para acompañarnos en una larga travesía (dentro de casa, en los aviones) u hoy, bajo las hojas del mediodía; poema largo según lo hubiese deseado Góngora: con estancias claras y un tramado que se oculta y se muestra paralelamente. He vuelto al poema pero no a mis notas de California: el cuerpo de los versos, tan sólido en el viento de Cantaura, impide escribir: sólo pensar fugazmente mientras nos convierte en algo suyo, ¿en su claridad?

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Y debes tener disponible un lugar privado fuera del campamento, y tendrás que salir allá. Y debes tener disponible una estaca junto con tus útiles, y tiene que suceder que cuando te agaches fuera, entonces tienes que cavar un hoyo con ella y volverte y cubrir tu excremento. Deuteronomio, 23 El basurero le dijo a la ensalada: yo también soy ecléctico. (Bergamín, citado por S.P.)

Aquel Juan del Valle Caviedes que en 1689 pretendía burlarse de la sociedad peruana (demostrar que la conocía hondamente: caricaturizarla) contaba con su largo viaje desde España hasta América, con su ágil cultura y sus parodias como apoyos para asumir cierto rostro de lo que puede ser la literatura. Quería hacer reír, pero ya sabemos que en España tal cosa también significaría escarnio. Sin que hubiese para ello otra razón, bien podríamos considerarlo como el juguetón y terrible primer miembro de una comunidad que alcanza singularidad en la obra de Sergio Pitol. Y así como arbitrariamente creemos sentir en Caviedes un bisabuelo del tono pitolesco, también podemos añadir dos o tres precursores (o cómplices) de esa estirpe en la América Latina del siglo xx. El venezolano Guillermo Meneses, hacedor de narraciones que se desdoblan o son tachadas hasta convertirse en sustracciones, con su prosa sinuosa de oscuras cargas eróticas y en la cual

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personajes asumen la deyección o el fracaso como un fin íntimo. El uruguayo Juan Carlos Onetti, de sabia textura inmoral, implacable y amoroso soñador, atento a sus creaturas, más pérfidas que él. El Cortázar que halla en la ternura y la compasión el hilo cortante de lo sarcástico. En su autobiografía de 1966, encontramos ya el primer viaje de Sergio Pitol, ocurrido mucho antes de su nacimiento en 1933: la llegada de sus cuatro abuelos italianos desde el Véneto y la Lombardía a las “tierras barrialosas” de Veracruz. En ella se nos adelanta que a través de sus ficciones sabremos más acerca del autor que al recorrerla. El padre murió ahogado en un río y también a los seis años Pitol perdió a su madre y a su hermana menor. Practicante de una vida deportiva que “no me la creería nadie ahora”; fascinado oyente de las conversaciones y anécdotas aportadas por su abuela, se dice que “cada quien puede describir y elegir retrospectivamente la infancia que desee”. De 1945 a 1950, su adolescencia es absorbida por Córdoba (“lugar al que siempre se vuelve”), que junto a la ciudad de México, son lugares predilectos del país. En Córdoba se define su entrega a la literatura. Podríamos sondear un pensamiento que muchas veces ha acompañado a Pitol: la idea de que “una biografía debía recoger sólo los datos verdaderamente fundamentales de todos los períodos anteriores al contacto de quien escribe con la creación”. Al finalizar la década pasa a la ciudad de México, donde, además de la Universidad, frecuentará el teatro, la música, la pintura, la arquitectura y, sobre todo, la literatura, aparte de iniciarse —ahora como protagonista— en las conversaciones fulgurantes, corrosivas y humorísticas. Devora entonces cuanto libro puede mientras aprende inglés y francés. “Sigo aún leyendo tan mal y apresuradamente como entonces”, expurga, mientras se prepara para esas segundas o terceras lecturas de obras a las cuales no volverá. Está en la plenitud de su juventud y ha descubierto, con asombro y servidumbre, su timidez y su “sentimiento de irrealidad especial”, que explica así: “si bien es cierto que exijo realidad en las situaciones generales y que me esfuerzo por analizarlas lo más lúcida y analíticamente que me es posible, también es verdad que no la exijo —ni la necesito— en las relaciones humanas”.

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Nada de evanescencias ni fantasmagorías tras esa frase, sin embargo, este hombre quiere vivir normalmente, pero sin omitir el llamado de un mundo inmediato que está siempre a nuestro lado: aquel que abre todas las posibilidades y que quizá sea un mundo cómico. Se inicia escribiendo poemas. También cuentos, en lo que todavía persiste; pero a esa edad de veinte años considera que “mi vocación estaba en el ensayo, en la crítica literaria”. La novela, plena, edificada en sí misma con móviles piedras, advendrá tarde. El próximo viaje, ya vivido por él mismo, ocurre en 1953, y entonces Pitol elige a Venezuela como meta, con escalas en puertos de Estados Unidos, La Habana y Curazao. En 1965 es capaz de resumir al escribirle una carta a Enmanuel Carballo que “tanto como las lecturas me han enseñado los viajes”: y ahora el mundo casi es esa extraña naranja que se toca con una mano nuestra cuyos dedos pertenecen a seres distintos. Hay en esos años una intensa asunción de la conciencia política: atracción y desconfianza hacia la comprensión del poder. No sólo la reciente historia de México sino también las heridas del Continente, el fulgor y lo deplorable del comunismo, el sórdido brillo de las sociedades capitalistas, lo obligan a considerar: Como adolescentes que éramos todo nos resultaba extremadamente sencillo, de una parte estaban las víctimas, de la otra los verdugos; después ese planteamiento puede seguir siendo claro, pero entran en juego los matices, las diferencias entre fines y medios, el incomprensible movimiento de la historia, las reacciones ante la ceguera y el fanatismo, las dudas, la cacareada dialéctica, la razón histórica, el destino individual frente al devenir social, y ahora, en 1966, después de estudiar y discutir durante quince años sobre estas cuestiones, me encuentro con dudas tremendas sobre los principios más esenciales; ningún esquema me convence, y los sistemas, a grandes rasgos, están basados en esquemas.

En 1955 concluye “el período de leyes”; dirige una revista, conoce a José Emilio Pacheco y a Carlos Monsiváis, quienes a pesar de ser más jóvenes que él, constituyen su “verdadera generación literaria”. Escribe entonces su famoso relato “Victorio Ferri cuenta un cuento”. En 1959 publica el conjunto de narraciones Tiempo

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cercado. El 24 de junio de 1961, después de confusas, densas y sin embargo iluminadoras reflexiones, vende sus cosas (¿su pasado?) y parte en el carguero alemán Marburg hacia Europa. Es el primer eslabón de algo que devorará tres décadas: “el viaje me daba la posibilidad de sentirme dueño de mí mismo, solo, responsable total de mis actos”. Al fondo de tan prolongado tiempo, México vigila desde la inconsciencia, como un ojo del esplendor, como un culo que expele atroces ventosidades. En agosto de 1961, un tanto por azar (“mi vida ha estado regida en buena parte por el azar”) llega a Berlín justamente cuando en una noche extrema se levanta el muro que dividirá a la ciudad hasta 1989. Después serán Pekín, Varsovia, Praga, París, Moscú, Belgrado, Barcelona, México a veces, y tantas otras ciudades del mundo. (Al concluir cada obra —expresa— “pongo el punto final, la fecha y el nombre del lugar en que el relato fue escrito”). Sergio Pitol ha publicado, además, otros volúmenes de cuentos: Infierno de todos (1971), Los climas (1972), No hay tal lugar (1967), Del encuentro nupcial (1970), Nocturno de Bujara (1981); los ensayos de La casa de la tribu (1989) e innumerables estudios y prólogos para las obras que traduce; novelas como El tañido de una flauta (1973), Juegos florales (1985), El desfile del amor (1985), Domar a la divina garza (1988), y está por aparecer La vida conyugal. Acumula una legendaria cantidad de traducciones, entre las que citaremos libros de Jerzy Andrzejewski, Tibor Dery, John Maddox Ford, Boris Pliniak, Conrad, Jane Austen, Nabokov, Gombrowicz, Giorgio Bassani, Lowry, Tu Hsun, Henry James, etcétera. (Mi conocimiento de las lenguas es muy parcial, pasivo. He traducido algunas de las obras más difíciles de Henry James, Lo que Maisie sabía, por ejemplo, que para un inglés medio resulta de lectura muy ardua. Sin embargo no soy capaz de sostener la conversación más sencilla en ese idioma sino con gran esfuerzo).

Cada cuento de Sergio Pitol ha sido escrito más de una vez. Supresiones y adendas saltan sobre los años, corno si el hacedor pudiese volver siempre al primer momento en que concibió su narración. Esto explica por qué sus libros de cuentos ofrecen, junto a títulos nuevos, un relato fresquísimo que ya había aparecido en

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otro volumen diez años atrás. Y aquí no se detiene tal operación de circulaciones internas dentro del propio trabajo: relatos perfectamente autónomos (pensemos en “Icaro” y en “El relato veneciano de Billie Upward”) pueden camuflarse con sincronía en zonas novelescas. “Mi gran limitación: la falta de preparación filosófica” precisaba el autor en aquella carta de 1965 a Carballo. “Siempre me topo con el mismo problema en mi trabajo: la imposibilidad de manejar abstracciones, de llegar a síntesis [...]” ¿No hubo en la juventud y prosigue en la madurez de Pitol ese infalible eje de la sátira, cuyas vibraciones permiten concebir y contaminar al mundo con paradojas, esperpentos y desconsuelo? ¿Estaremos muy lejos de lo descarnado en filosofía si se tiene como weltanschauung la frase siguiente?: “La vida era una constante y genial vacilada, donde todo se agitaba: locura, muerte, risa, religión, ideologías”. En la literatura mexicana actual, aparte de su apasionada coincidencia con Monsiváis y Pacheco (“Aprendimos que no se escribe en el vacío./Somos el instrumento y la consecuencia/de lo que está pasando tras la ventana en la calle” dice este poeta en su Imitación de Tu fu para Sergio Pitol), el narrador intuye que su obra posee una atmósfera común con la ficción de García Ponce, Juan Vicente Melo, José de la Colina, Julieta Campos, Inés Arredondo. Confiesa también su extraordinaria admiración por Rayuela —“el libro que más me ha dicho sobre el arte y el existir”—, sobre ciertos ensayos de Jan Kott, de Octavio Paz; su gusto por Cyril Connolly y Marlene Dietrich.

II “En la segunda mitad del siglo pasado, tardíos pero impetuosos, aparecen dos personajes nuevos: el ruso y el americano. El primero adquiere carta de naturalización en Europa a través de Turgeniev; al segundo lo introduce Henry James” integra Sergio Pitol en uno de sus ensayos sobre novela. El siglo xx coloca en el mundo, de manera lenta, accidentada y fulgurante, a los pobladores imaginarios de la América Latina. Cierto que en un comienzo tales habitantes (Doña Bárbara, La vorágine) tuvieron que moverse con el caparazón

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físico de su entorno puesto: hasta tal punto que su alma, momentáneamente, debía ser sustituida por las fuerzas del paisaje. La excusa de su simbolismo y su exotismo no tardaría en debilitarlos como creaturas; más tarde la carne espiritual (Teresa de la Parra, Rulfo) impondría su vértigo a la fusión con el hábitat. Después de 1960 ya contamos con personajes actuales y mayores: la condición de latinoamericano es una fijeza y una errancia: participa de lo universal (muerte, locura, religión, risa, ideologías) aunque esa complejidad esté siempre cercada por factores locales muy específicos. Los seres de la novela de este continente no sólo aparecen actuando en un paisaje muy nuestro (Onetti, Meneses) sino que recorren lugares lejanos (Pitol) o se escinden entre ambos y en el tiempo (Cortázar, Carlos Fuentes). Lo curioso es la enorme vitalidad de la novela; desde principios de siglo, desde la primera guerra, se está diciendo que la novela ha llegado a su fin, que es un género en crisis y que vive una decadencia de la cual ya no se repondrá. Sin embargo en las latitudes más extrañas y distantes se produce este fenómeno extraordinario de la aparición de autores, de sus relatos que nos dan a conocer nuevas formas narrativas, nuevas sociedades, nuevos mitos y formas de anticipación.[...] En los últimos años la novela ha pasado de las grandes metrópolis a los países que han tenido un pasado colonizado culturalmente [respondió Pitol en una entrevista realizada por Miguel Angel Quemain (La Jornada, México, julio 1989), lo cual nos da derecho a vislumbrar el vigor con que, de manera inminente, se revelarán las obras ocultas o las nuevas creaciones de los países que ahora se muestran tras el cuerpo soviético].

La narrativa de Pitol posee la madura vitalidad de la ficción latinoamericana (¿cuántas novelas escritas hoy en el mundo logran conmovernos hasta la risa?) y el desparpajo de exponerse con un lenguaje que, a pesar de su administrada mexicanidad, puede ser transcrito a cualquier idioma. Y en ella, como en Michel Tournier, un autor nunca nombrado por Pitol, hay dos elementos exacerbados: el viaje y la inmersión en lo sórdido. “Hay que ser dos cuando se escribe” anotaba Camus en sus Carnets, quizá para que el novelista mantenga las amarras en

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su cotidianidad. Pero nunca sabremos cuántos podemos llegar a ser dentro de la ficción que se escribe. Es uno de los canales en los que de forma natural se desliza el yo escritural de Pitol. Ingresar a sus obras resulta, en verdad, afrontar suculentas anécdotas —expuestas en un tono muy especial—, desarrollos de historias socarronas y complejas, pero sobre todo hallarnos de inmediato en un suelo que se divide: cada uno de nuestros pies avanza sobre niveles y direcciones distintos. Estamos a la vez enfrentando hechos posibles, casi absolutamente reales, y no obstante los mismos vienen tamizados por un narrador que quizá no los conoció sino que los repite o que si bien los vivió se deja interrumpir, al contar, por otros testigos. Una madeja de voces salta tras el hilo central. El estilo es parejo para cada obra, pero las zonas verbales de sus secuencias adquieren matices inesperados. El horror o la sexualidad se asoman, porque un oportuno cambio (de tiempo, de voz, de narrador) nos deja en la penumbra; sólo algo feliz o amargo arrasa con nuestra imaginación sin que podamos frenar: la risa. ¿No hay un homenaje casi explícito en el nombre del abate Morelli que narra la maravillosa y aborrecible historia del castrado mexicano en El desfile del amor? Quizá una suerte de conciencia cortazariana eleva la obra de Pitol para llevar la novela hacia aquellos territorios que el “Tablero de Dirección” de Rayuela no exploró. Esa conciencia sólo puede ser aprehendida de manera directa al leer a Pitol. Sin embargo, tal vez dos procedimientos opuestos nos permitan, desde aquí, pensar algunos de sus componentes: a través de lo que el autor omite porque admira, y aquello que hace explícito, con humor. En la primera gaveta está su comentario sobre Henry James: “escribió una autobiografía en tres volúmenes donde se propuso hacer ignorar al lector cualquier elemento de carácter privado”: el azogue verbal puede mostrar la autobiografía de un escritor —como ocurre en este caso— o las zonas más visibles de una creatura ficticia y sin embargo lo privado o los resortes privados de su existencia son escamoteados. Hay que leer dos veces (desenfoque y enfoque) para destacar los ángulos en que un cuadro dentro del cuadro o una escena que remite a otra, ajustan a la perfección (así lo hace Roberto Echavarren al comentar el relato Del encuentro nupcial). Y más adelante, también refiriéndose a James: “Sus ensayos [...] revelan un horror casi enfermizo ante la

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transcripción literaria de cualquier incidente que guarde relación con lo fisiológico”. He aquí cómo Pitol concreta algo que siempre supo: la elección de una figura absolutamente opuesta a las de James como tema: “las investigaciones intestino-espirituales” que también apasionan a Tournier. Y si el primer aspecto (ignorar elementos de carácter privado) pareciera ser estimado por nuestro autor, mientras el segundo (horror a lo fisiológico) es rechazado, una inclinación intermedia lo acerca a su puntualización sobre la dama Ivy Compton-Burnett: sus fotos “nos hacen prever una literatura cerrada, anacrónica, parca de efectos; anal, es más lo que retiene que lo que concede”. La segunda gaveta podría ser recorrida a través de sus ficciones. “Al autor, nos dice en Juegos florales, le ocurre concebirse por momentos como un personaje dividido por lealtades muy diferentes que no le hacen sentirse del todo a gusto en los varios mundos que frecuenta”: el autor es sus personajes, pero cada uno de ellos posee vida propia; y si algunos están contra otros (como es frecuente en Pitol), ¿con quién se sentirá a gusto nuestro autor? ¿Tal vez con ésos que parecen normales hasta que una desproporción de cierta conducta los convierta en monstruos? También en esta novela se reflexiona: “la trama se teje en el subsuelo del lenguaje; intentar relatarla de modo lineal sería una traición [...]”, así se logrará “el pathos continuamente interrumpido y con reiteración diferido, del relato”. No pocas secuencias en las anécdotas pitolescas parecen deliberadamente tapadas por papel celofán. Como ocurre en “El relato Veneciano de Billie Upward”, “su aparente hermetismo había sido creado con toda conciencia para configurar el clima de ambigüedad necesario a los sucesos narrados y así permitir al lector la posibilidad de elegir la interpretación que le fuera más afín”. Qué lejos estamos del relato sólido, producido por los fabricantes de best-sellers, por los iniciadores del realismo mágico y sus imitadores y consumido por lectores obtusos. Ahora el autor, ya lo hemos dicho, se bifurca en voces diferentes, convive desde las divergentes conciencias de sus creaturas y la trama es tan ambigua como para que el lector se deslice y elija su versión de los hechos. Estos a su vez que, por momentos, se imponen con atroz poder de convicción sólo pueden ser anulados por otros sucesos o por esa conciencia didimal que refracta una escena en otra.

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Todo eso conduce a una paradoja: o la novela se centra en un magnético personaje (¿tal vez el narrador?) que opaque al resto del elenco, y en quien la intensidad existencial y tramática se convierta en una totalidad (¿en símbolo?) o un disimulado coro arrastra peripecias, conflictos, meditaciones (Dos Passos, Sartre) que terminan por desinflarse —como seres y como cuestiones metafísicas—. Sergio Pitol, la resuelve con discretas resonancias platónicas y con segura mano teatral: un narrador escribe o habla para otros: pudiera él ser el centro; pero en su contar emergen figuras de sólidas caracterizaciones y actuaciones: su espíritu son hechos, y éstos responden por un paisaje o un desarraigo. Tales figuras opacan al narrador y, por momentos, aquellos a quienes está dirigida la historia saltan al texto con autoridad y vida propias. Tres instancias, por lo menos, se agitan en la segunda gaveta: el narrador (y sus voces), los oyentes o lectores (nosotros mismos) y una galería de personajes crispados, terribles y dolientes, inexorablemente cómicos. Si toda novela es una convergencia social (“reflejo, imagen y anticipación de una sociedad” declara Pitol), en estos libros se superpone una extraña multitud: lectores inteligentes, hombres intuitivos, viajeros, solitarios (“Los cuadernos de Malte Laurids Brigge: libro insignificante: ‘El mundo considera al solitario como a un enemigo’. Error: al mundo éste no le importa nada, y está en su derecho”. Carnets de Camus), perversos. De todo, menos inocentes.

III ...sueño con una deyección total universal, que precipitará toda una ciudad a la basura. M. T.: Los meteoros Quien caga, otorga. S. P.: El desfile del amor

Al poner después del punto final la fecha y el lugar donde el texto fue escrito, Pitol, como los caracoles deja una marca transparente

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de su itinerario. Si sus personajes viajan, él los supera porque ellos son sólo una parte densa de tal tránsito personal (o la única visible para los demás). Ir de un país a otro nos reconstruye, pero asimismo despierta nuestra invisibilidad: aquella que desnuda. El punto final (o la fecha o el lugar) es una evidencia lateral del autor; dentro de sus ficciones él carece de importancia, puesto que, como acepta Juan Villoro, en Pitol no hay “costumbrismo exótico” ya que “se ha vuelto nativo de su propio mundo”. Ese mundo narrativo guarda una coherencia asombrosa, aunque sus materializaciones puedan ser discernidas en dos grandes estratos. El primero de ellos obedece a los relatos anteriores a Del encuentro nupcial; el segundo se inicia con ese mismo texto y con la novela El tañido de una flauta. Pero ambos territorios no son advertidos si no leemos la obra de Pitol cronológicamente. Una lectura azarística aumentaría las semejanzas entre uno y otro período. A los mecanismos ópticos y escenográficos aludidos antes, cuya presencia es impecable en los primeros textos, le ajusta bien el deseo de Wittgenstein: “Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad”. Un ojo cinematográfico (¿paralelo al de Gabriel Figueroa en tantos films?) y cierta expansión muralística —de la acción, de un destino simultáneo— convierten en fotografía y pintura la teatralidad. Ya hemos nombrado “Victorio Ferri cuenta un cuento”; añadamos “Semejante a los dioses”, “Amelia Otero”, “Un hilo entre los hombres”: la construcción es sugerente, las alusiones vibran como vectores. Nuestra mirada penetra las frases: todo es claridad. Ninguna de estas anécdotas podría ser ajena al segundo Pitol, pero están escritas como si él hubiese sido otro. No es que relatos como “La pareja”, “Cuerpo presente” (donde ya Eloísa Martínez prefigura, por ejemplo, a la Falsa Tortuga), “Una mano en la nuca” y “Hacia Varsovia” carezcan de tan clara puesta en escena, sino que en ellos la resonancia oscura deja de ser concisa para diluirse de manera inquietante, como ocurrirá en la obra posterior. En Del encuentro nupcial y en todas esas breves obras maestras que se leen en Nocturno de Bujara, este autor tan (según él) poco filosófico, ha alterado sus modos constructivos y sus temas de tal manera, que pareciera haber enceguecido para hurgar en las menas explícitas posibilidades del argumento y de los resortes formales. Es lo que muestran sus novelas; es lo que ahora adaptaríamos al

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otro aforismo de Wittgenstein: “Un punto en el espacio es un lugar de argumento”. La más mínima sección narrativa del nuevo Pitol fluye como un hilo tenso hacia un objetivo: y así nos engaña (nada puede decirse con claridad): junto a ese hilo nítido susurran intenciones recónditas, hay contradicciones violentas, el subsuelo del lenguaje narra pero también discute lo narrado. Como hubiese conectado otro filósofo: “es una superstición corriente y malsana suponer que el análisis no provoca alteración en aquello que se analiza” (Francis H. Bradley). México es el centro incesante del cual salen o adonde regresan los protagonistas de Pitol. El mundo se convierte en su opuesto y al recibir (u originar) gente como las que acá circulan, quizá revele que en cualquier parte somos idénticos: falsos, obsesivos, caricaturizados. Sin pretender analizar aquí las novelas de Pitol, advirtamos en seguida cómo en El tañido de una flauta ya estamos lejos de “esa calamidad llamada México”. Los hechos ocurren en Venezia, pero se dispersan hacia aquel país y hacia Japón: pleno vértigo pitolesco. Quien —en esas páginas— recorre las ciudades no desconoce su condición de visitante: pero su manera de pasar por ellas es interpretándolas. De allí el espesor, la admiración y el tono implacable con que asoma cada nueva ciudad en la ficción de Pitol: quien ha estudiado su geografía y su historia, quien las penetra casi sexualmente hasta sus dimensiones recónditas, quien las observa desde el desinterés y la pasión, ¿no llega a tener una versión de ellas equívoca pero tal vez más profunda que la de los nativos? Pitol recrea una ciudad para fijar su metamorfosis. Acompañarlo en esto constituye una experiencia de espléndido asombro y de asfixia. No olvidemos que el escritor había aspirado a una justicia política como alternativa al capitalismo. Ha recorrido Nueva York y Europa. México mismo es un reflejo mixto de todo esto. Durante décadas vivirá la experiencia socialista y, según lo indican algunos textos desgarradores, tal vez la experiencia haya sido diferente, pero de nuevo comprobará cómo “la salvación no es más que la mejor de las causas perdidas” en palabras de Juan Villoro (prólogo a El asedio del fuego). Czeslaw Milosz denuncia “el sojuzgamiento del espíritu” bajo el sistema socialista; en occidente el espíritu es tratado como si fuese estiércol.

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Nada representa los aciertos y la enfermedad del poder como una ciudad. En la obra de Pitol aun el más exótico, sagrado o luminoso cuerpo de las urbes se debate entre la escoria y la esperanza. Pareciera como si la ensoñación de una sociedad equitativa —con la cual, tal vez, el autor partió de México— se corroe al tocar el otro mundo político. Con el agravante de que tampoco el mundo ya conocido esconde señales de salvación. México puede ser un desperdicio, Sazmarkand y Varsovia también. Venezia o cualquiera de las ciudades implícitas en El tañido de una flauta se contagia de “plenitud en el desencanto” (¿o la estimula?), ya que el narrador se obsesiona en comprender la emotividad de su protagonista central, a quien lo guía no la voluntad “de marginarse sino de algo distinto, fracasar, desintegrarse”. La morbidez de tal personaje contrasta y se complementa con una de las creaturas mayores del autor: la Falsa Tortuga, entronización de la ignorancia burocrática, pivote de la sociabilidad obtusa. Primera figura de su inminente galería ultrarridícula (el capítulo 13 del libro —la Falsa Tortuga durante una función cinematográfica en homenaje a Lubitsch— es antológico). En Juegos florales Billie Upward magnetiza el relato. Al narrador el destino de ella “se le aparecía a veces como una metáfora de la represión del instinto, otra como la ilustración de un cuento de brujas, o una alegoría del desamor y la soledad o la representación de un choque cultural con connotaciones sexuales y raciales subterráneas”. Upward y la Falsa Tortuga constituyen un caricaturesco homenaje a la Madame Trépat de Rayuela (¿No tienen todas las mujeres desaforadas de Pitol un parentesco con aquella pianista? ¿Dónde dejar a Frau Moby Dick: Manteca Werfel: Ida?). El desfile del amor es la novela rusa del escritor: pero una novela rusa a la inversa: el casting es numerosísimo, prácticamente hasta el final siguen apareciendo nuevos seres. Todos irritables y analíticos. La trama, complicada y ligera: una investigación acerca de cierto crimen en un edificio muy preciso el año 1942. Las secuencias chisporrotean en agudo tono solferino y la prosa se dibuja como si fuera un cómic. Aunque esta vez primordiales participantes han venido de otros países, la ciudad de México se impone como ámbito —al que no deja, desde luego, de zaherirse—. Cada una de estas novelas puede ser regida por aquel afán de metaforizar descrito por Nietzsche: “afán de rehacer el mundo exis-

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tente del hombre lúcido, de hacerlo tan abigarrado e irregular, tan inconexo, tan sugestivo y eternamente nuevo como el mundo de los sueños” (Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral). Mientras esperamos la aparición del nuevo libro de Pitol La vida conyugal, digamos que Domar a la divina garza pudiera sintetizar toda una edad narrativa del autor. Los hechos se presentan en México y Estambul. El narrador cuenta sus deplorables aventuras ante un grupo familiar que lo ignora, lo interrumpe o se burla mientras él habla. Esta parte de acá despliega una comicidad hogareña ante la otra, ritual, asombrosa, coprofágica que, revelada y vivida en una tarde de Estambul, ha ocurrido en un México primitivo, tropical. La desopilante y ubicua Marietta Karapetiz (La Divina Garza) y Dante Ciriaco de la Estrella (Ciriaquete el del ano incontinente), polarizan la acción, unidos por el hermanito de ella y por el indio Garrapata. Este trópico de flores, mirra, incienso, palmeras, dotado de “una iguana con la boca cocida también con cordones dorados” es el escenario para la ceremonia: sobre montículos sagrados, toda una tribu (más la Karapetiz y su hermanito competidor) espera el momento solar en que debe comenzar a cagar. Basta pensar en un feto y ver a un recién nacido para notar lo próximos que están sus orificios de carga y descarga. ¿No hay acaso en el crecimiento un sentido de alejamiento absoluto entre ellos? Apartando cualquier conexión freudiana, alimentos y excrementos bien pueden ser para —el niño—una sola cosa: aquello que se ingiere, atraviesa el cuerpo y es devuelto. La vida social convertirá la intimidad nutricia en actos opuestos; mientras se celebra públicamente la acción de la boca (y la belleza de la boca misma), tal consagración del altar devorador tendrá su exacta oposición en el solitario acto de la defecación: lo anal no es sólo vergonzoso sino que debe ser excluido como una maldición. Defecar equilibra el deglutir pero nadie debe dar señales de que lo hace ni cuándo. Si la ornamentación del alimento es parte de la exhibición y el placer bucal, tal cosa sería ajena a su metamorfosis inmediata (nadie origina excrementos): tal vez entre otras razones por lo que dicen aquellos versos de Gargantúa: “el olor fue tan ingrato/que fétido del todo me hizo a mí”. La boca, entonces, se ha alejado tanto que, al parecer, ninguna relación guarda con el ano: ni siquiera aquélla gaseosa que a éste le disculpa Quevedo. De allí que para la socie-

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dad sólo reste una parte de la polaridad esencial: comer, que casi es una manera de hablar. ¿Existe un documento como el Capítulo vii con que concluye Domar a la divina garza en la literatura? Algo borracho y casi enloquecido, el narrador se empeña en contar una terrible experiencia ante la audiencia familiar que, atónita y temerosa, tal vez ya no desea escuchar más. Pero en un impulso intestinal, la masa narrativa sigue su curso indetenible: baja, recorre meandros y sale, fétida, ensuciando al narrador y a su audiencia (salpicando al lector que, viciosamente fascinado, está dentro de esa familia oyente, ávido de saber más), convirtiendo el impecable discurso en su igual: las palabras son réplicas de la mierda, tal como le caen al narrador, mientras concluye su delirio. En esa última cena de Estambul, la Karapetiz y su hermanito comen golosamente, mientras rememoran el rito solar y el encantatorio paisaje del trópico. Una excesiva culminación con dulces turcos derrama su miel por las bocas, las manos y la mesa. Es sólo una de las “tres tramas” embrolladas que contemplamos. La miel que acaricia las bocas no tarda en convocar a la mierda que condecora al culo. Una novela se escribe con el lenguaje y el inconsciente: el ano aprisiona y suelta aquello que lo ha nutrido. Narrar resulta ser, en definitiva, una lucha fisiológica del escritor con la forma; en el rito excrementicio que protagoniza la Karapetiz el que va a ser premiado aspira a lograr la forma perfecta (“no era tanto la cantidad lo que allí se evaluaba como la forma, que, usted bien lo sabe, tan fundamental es para cualquier obra de arte”). Estos son apenas los puntos de partida para comentar el Capítulo vii de Domar a la divina garza, libro que exige mucho más. Pensemos por ahora en aquella frase dedicada a Andrzej Kusniewicz por Sergio Pitol en un ensayo: “Cuando el instinto creador se manifiesta a esas alturas, suele por lo general producir una o dos obras (a veces magistrales) donde el autor hace un ajuste de cuentas con su vida y su tiempo”. Delta del Orinoco, 9-25 de febrero, 1991.

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carta indirecta a alejandro rossi El siglo me ha otorgado, entre otros privilegios, el hecho de conocer a cuatro hombres geniales de mi país. Ellos serían los artistas Jesús Soto y Alejandro Otero y los escritores Rafael Cadenas y Alejandro Rossi. Estas palabras son acerca de Rossi. Octavio Paz lo considera “el fruto humano de una civilización”, porque en él se funden Argentina, México y Venezuela, pero también Italia, Alemania (por la filosofía), sin que a Rossi le falte su lado inglés: “un espíritu irónico y que sabe beber whisky, bebida tonificante como un párrafo de Hume”; Paz, asimismo, lo define como “la luz inteligente y civilizada, en perpetuo exilio, que recorre nuestro continente —esa luz que a veces se llama Alejandro Rossi—”. En febrero de 1993, la Universidad Nacional Autónoma de México celebró un coloquio con el tema Aproximaciones a Alejandro Rossi, cuyo contenido circula actualmente en una sobria edición. Allí escuché las palabras de Paz; también durante el coloquio, tuve ocasión de atender tanto a especialistas españoles, norteamericanos y mexicanos en crítica y filosofía, como a escritores de diversas generaciones, mientras creaban un multifacético retrato de Rossi, que me complació y me deslumbró. No voy a citar aquí, por ejemplo, las frases de Victoria Camps, de Ramón Xirau, de Salvador Elizondo, de Adolfo Castañón, de Carmen Boullosa, de Enrique Krauze, de Alvaro Mutis, de Mark Platts. Pero sí quiero aludir a la evocación que hace el filósofo Luis Villoro de la presencia intelectual de Rossi: “Hasta la época en que Rossi comienza a publicar, la filosofía mexicana había estado dominada por el ensayo, más o menos elegante, más o menos vacío [...] Lo que solía estar ausente era la argumentación, la crítica detenida, el planteamiento riguroso”. Esto le permite a Villoro citar un texto de Rossi en el que proféticamente anunciaba: “La gloria de la filosofía es precisamente que

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no tiene tema, que se entromete en todo. Nadie sabe muy bien qué es, cambia máscaras continuamente, pero no desaparece”. Para quienes estamos convencidos de que la literatura es el territorio cambiante y a la vez fiel ante los mismos secretos y los nuevos misterios del pensamiento, Villoro ya detectaba en tales ideas el paso de Rossi a su viejo vicio, la literatura. Y el paso fue definitivo. Aquí la obra de Alejandro bien puede ser dividida en dos alas: la prosa ceñida, vibrante, matemáticamente dislocadora de Manual del distraído, que mucho tiene de ensayo, de aforismo, de confesión; y El cielo de Sotero y La fábula de las regiones, centros imantados de lo narrativo puro, con su estilo sinuoso y sus resonancias elusivas. Entre ambas áreas circula un complejo eco de afinidades y diferencias. Es a ese escritor magnífico (“extranjero casi siempre”) a quien le debo la “pedagogía desordenada e incitante” de sus libros, en los que cualquier página me ofrece compañía, una ironía compartible o conceptos memorables. Leo a Rossi como a un clásico que viene del futuro. En aquel simposio de 1993 descubrí (o afirmé) facetas y acciones de Rossi casi contradictorias: su efecto como docente, su verticalidad filosófica, su arte de fumador y conversador, su serena hondura ante las enfermedades, etcétera. Todo eso circunda algo de una personalidad que es como indefinible: la caballerosidad, el humor de tantos matices; su risa, su nostalgia venezolana e italiana. Las manos de Alejandro son como su palabra y su sonrisa algo cubista: despiertan de inmediato un aura que nos protege (“Un hombre —dijo en 1994— es sus memorias y las palpitaciones oscuras de un pasado”). Alejandro de Rossi, a los sesenta y dos años, después de vivir durante cuarenta y tres en la ciudad de México, se ha hecho mexicano. Ha mandado al diablo “un resto de esquizofrenia que me pesaba cotidianamente”, y ahora puede ejercer en la nación azteca la solidaridad legal que merecen su mujer, sus cuatro hijos y sus dos nietos. No pude ver a Rossi justo cuando acababa de elegir a México como vieja y nueva patria. Pero hablamos por teléfono mientras yo seguía, en noviembre pasado, hacia Guadalajara: a él había dedicado un libro que se titula Ensayos invisibles. Hablando por teléfono, noté en su voz pena y penumbra.

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Lo que quiero decirle a Alejandro es que su elección resulta impecable: México le ha dado todo. Uno merece al otro. No por ello perdemos algo los venezolanos: siento a América como una unidad de violentos matices. El alma errante de Alejandro pertenece a todos nuestros lugares. No podré dejar de sentirlo venezolano al leer sus textos, ni dejar de sentirme venezolano en su prosa: cosa que tal vez sólo sea una coincidencia que no corresponde a los ámbitos geográficos sino a los de la escritura. Finalmente, sólo pido para nuestro gran Alejandro el deseo que manifestara en una ocasión acerca de los futuros lectores de Borges: “Quisiera que esos lectores se acercaran a él como lo hicimos nosotros: con la certidumbre de que estábamos frente a la excepción”.

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la mesa de julio ortega o el libro mutuo I Se creaba la editorial Monte Ávila y tal vez por la vía de Guillermo Sucre establecí contacto epistolar con Julio Ortega. Desde Lima, desde España, desde Austin recibí durante años sus cartas y proyectos. Pero creo que no lo ví en persona hasta muy entrados los años ochenta cuando nos citamos en una cafetería de Nueva York. Nació en 1942 en la provincia peruana; y Lima y después los Estados Unidos han recibido su errancia. No deja de ser curioso que un espíritu tan cosmopolita desconozca el sur del continente. En cambio, su pasión por algunos de nuestros países (España, Puerto Rico, México y, claro está, Venezuela) es ejemplar. Los años del Boom tuvieron dos testigos opuestos, pero con una constante: Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama. Aquél, de percepción abierta y prosa aérea; éste sociologizante y de estilo grueso; ambos compelidos a sintetizar la literatura del continente en una totalidad. Dueño de una escritura muy personal y de una flexible, ecléctica capacidad para vertebrar lo hispanoamericano en la escritura, Julio Ortega es, de algún modo el heredero de aquéllos: el ángel tutelar, crítico y difusor, de nuestros nuevos autores. Esta obsesiva misión de crítico y difusor, que él practica con acertada agudeza para interrelacionar autores, países, temas e inclinaciones expresivas, queda materializada en su plena juventud. Iba a tener treinta años cuando Ortega organiza el primer volumen de “Textos en el Aire”, para la editorial Tusquets. El tomo circula en 1973 (Convergencias/Divergencias/Incidencias), seguido de otro el año siguiente (Palabra de escándalo).

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No hay duda: junto a los maestros recién consagrados (Cortázar, Paz, Sánchez Peláez, Vargas Llosa), y ocupando muchísimo más espacio que ellos, aparecen en estos tomos los nombres del relevo, aquellos que apenas comenzaban a escucharse en sus propias naciones: Vila-Matas, José Emilio Pacheco, Cristina Peri, José Ángel Valente, Saer, Cobo Borda, etcétera. Audacia, penetración, riesgo. La generosidad en acción de un antologista, pero también la certeza de una intensa continuidad en la literatura escrita en español y, desde luego, la identificación de Ortega con un destino que, ajeno, también lo representaba. Bajo el estallido del Boom, Ortega ya intuía otra oleada de tanta calidad como la precedente. Y era valiente mostrar esto, sobre todo si recordamos que aún hoy casi todos los estudiosos y críticos quedaron encerrados por aquella fascinación. Pero qué vislumbraba Ortega con su firme gesto. Cito, de comienzos de los años setenta, dos frases que creo lo definen todo: a él y a nosotros: “todo indica que nos movemos en una ampliación expresiva suficientemente diversificada”, ésta es la primera. Y la otra, al referirse a cuanto hacíamos entonces: “la literatura, realidad verbal, es su propio mito, y en él, su comentario crítico”. ¿Hay algo de lo que se publica después de 1970 que escape a esta iluminación? Durante los últimos treinta años, Ortega ha publicado reconocidos volúmenes de crítica y ensayo, antologías de narrativa y poesía hispanoamericanas: un inmenso trabajo del apasionado estudioso. Textos en los que la tradición y la novedad son tratados con igual soltura, atractivo y generosidad. Venezuela, como todos sabemos, no ocupa un lugar menor en sus intereses. Y felizmente, Venezuela (Biblioteca Ayacucho, Alfadil, Monte Ávila, Pequeña Venecia, etcétera) también le ha correspondido con afecto. Autores famosos, nuevos creadores y escritores incipientes reciben su cuidadosa atención. Sobre ese famoso crítico y ensayista que es Julio Ortega, no voy a hablar aquí. Aunque resulte atrevido de mi parte, quiero soslayar su amplio pensamiento teórico, atravesar el escudo de esa escritura analítica, para tocar con simple libertad de lector su trabajo más puro: narrativa y ficción.

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II Desde luego, este es un caso específicamente difícil: no tanto porque el creador sea un crítico, sino porque como resulta coherente, se trata de un creador hondamente reflexivo. Tomo de la contraportada de un libro suyo estos apuntes biobibliográficos: Estudió literatura en la Universidad Católica del Perú. Desde 1969 se radicó en Estados Unidos, donde ha sido profesor en varias universidades. Desde 1989 enseña en la de Brown, Providence. Ha vivido también en España, Puerto Rico, Caracas y Cambridge. En 1974 regresó por dos años a Lima. Aunque la mayor parte de los 40 libros que ha publicado aparecieron fuera de su país, su diálogo con la literatura peruana es constante.

Cuenta con un texto de teatro (o teatro radical u oratorio): La pareja en el andén (1993), con volúmenes de poesía: Rituales (1976), La vida emotiva (1996), Canto del hablar materno (1991); novela: Mediodía (1970); cuentos: La mesa del padre (1995), novelas cortas: El oro de Moscú (1992). Y un volumen que participa de todo lo anterior: Diario imaginario (1988). Quisiera comentar detenidamente lo publicado en esta área por Julio Ortega. Pero no tenemos tiempo hoy para hacerlo, y además quiero que mi deuda con su obra persista, para volver siempre a ella con gratitud. Así, seré un tanto arbitrario y desordenado. Por ejemplo uno de los libros publicados por el autor en Venezuela, La mesa del padre, recoge textos elaborados a lo largo de veinte años —o más—. Y sin embargo, a pesar de su riqueza, voy a detenerme en uno de sus cuentos solamente. La razón no obedece a que sea el mejor del conjunto, sino a la historia (entre real e imaginaria) que me une a él. Ya no recuerdo si fue debido a una prolongada felicidad o a un oscuro proceso de desamor, que estuve algunos años desconectado de la vida social literaria. No contesté cartas ni llamadas. Me alejé dentro de esa burbuja de cristal. De repente, un cuento publicado en la revista Casa de las Américas, tal vez a mediados de los setenta, me conmovió mucho. Tenía un título extraño pero hablaba

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de un hombre y su pequeño hijo, exiliado en algún lugar norteamericano. El hombre cocinaba unas papas, recorre la casa, el jardín, revisaba su libreta con viejas direcciones, etcétera. Las papas, algo tan nuestro y humilde servía como metáfora de una existencia, de una intimidad. El autor del cuento era, desde luego mi antiguo amigo Julio Ortega. Desperté. Le escribí a varios lugares, trasmitiéndole mi sentimiento, mi admiración por el relato. Creo que nunca recibió esos mensajes. Ahora, en la edición de Monte Ávila, vuelvo al cuento, revisado, podado. Aquí se titula “Las papas”. Hermosísimo como antes, y listo para que un estudioso de la genética textual vea en él sus interesantes variantes. Digno de cualquier antología, “Las papas” extiende una prosa económica y vibrante. Su diseño exterior (la casa, el niño, el hombre, el sol, la tierra) es conciso; pero tras él espejea una emotiva simetría: todo cuanto ocurre alude a un pasado personal y sin embargo remoto, sembrado en algún lugar del planeta o del tiempo. El oratorio La pareja en el andén está construido como un septeto, en el cual tres voces, tres instrumentos, van sumando al tema de la pareja que se despide, variaciones y restas. “En sus vidas tienen la fábula; en este instante el significado” nos anuncia alguien más. En efecto, la fábula real —si existe— allí es interna y ajena. Nosotros, en el momento nos movemos como el tren: dentro de una acumulación de posibilidades. El oro de Moscú recoge tres novelas breves: Adiós Ayacucho (1986), El oro de Moscú (1986) y Puerta Sechín (1989), de las cuales las dos primeras habían circulado en Lima (1986). No en vano Julio Ortega dedica su vida a pulsar la escritura (suya y de tantos otros): lo primero que resalta en el autor de estas tres narraciones es su versatilidad. Un dirigente campesino, Jesús Oropeza, es lacerado y muerto. De algún modo el suceso engloba la “muerte sin fin” que recorre al Perú. Bajo la conmoción de esa imagen, se levanta la prosa de Ortega, y como pocas veces, ante la obra de tantos autores del continente, lo épico adquiere admirables resonancias cotidianas y convincentes. Tal vez porque a través del texto de Adiós Ayacucho, en las acciones diarias —del país, sus habitantes, los degradados políticos— el autor desliza un humor implacable, giros metafóricos

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inesperados. La memorable primera frase parece decirlo todo: “Vine a Lima a recobrar mi cadáver”. Con ella nos instalamos en una paradoja: la acción de la justicia (reunir los miembros de un cuerpo, totalizar una existencia) únicamente es posible desde la muerte: por la acción misma de la muerte. El purgatorio rulfiano es invertido aquí: la penumbra de la realidad no sólo vacila a cada instante sino que se vuelve irrisoria. Estamos en el límite donde la muerte se enfrenta a la muerte (los asesinos). Diálogos vivaces (“Si no estudias para antropólogo, si no te metes con la coca, si no te vas con Sendero, te queda poco futuro en el Perú”), un humor a la vez prodigiosamente local (“habría que nombrarte fotógrafo oficial del más allá nacional”) y quevediano (—Sabes cantar?— preguntó una mujer. —El himno nacional— dije. —Qué masoquista”). El paso asqueante de los políticos, el viaje, el asomo de los incas: todo va construyendo una desoladora simetría sobre el Perú y América Latina. Ayacucho, “lugar de muertos” en la etimología quechua, centra como un tambor la resonancia del texto. Pero también es un nombre que recibe la despedida, el adiós. “El oro de Moscú”: con esta frase algo enigmática, un adolescente parece comprender y explicarnos la conducta de aquel extraño compañero que padece “una enfermedad monstruosa” y aun “imposible”: ser comunista. Ese oro hipotético parece haber marcado el destino de este amigo y de su hermano exiliado. En quinto año de secundaria, tal vez a fines de los cincuenta y en Lima, tres amigos afrontan “los peligros que acechan a los adolescentes en sus primeros pasos hacia la vida adulta”. El narrador —inocente, agudo, curioso— despliega la relación conflictiva entre él y Alberto (ordenado, solitario, secretamente comunista), con Hugo, el aparente “libertino de la clase”. Una novia imposible, putas, profesores de liceo, reciben y complementan el zig-zag de la anécdota. Los libros (un verdadero exceso para ese chico: Verne, Dostoievski, Kipling, Mariátegui, Vasconcelos, el Quijote, Hugo, Conan Doyle, Jung, Camus, Bécquer, Alarcón, Vallejo, Pérez Galdós, José Emilio Pacheco, Ciro Alegría, Arguedas, Stevenson) el cine mexicano, los cantantes populares, “El derecho de nacer”, rodean las peripecias con naturalidad envidiable. Los chicos practican la amistad, la repulsión, el soborno suave y el odio

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civilizado. Son como brújulas buscando el tono de la verdad personal y ajena. El autor caracteriza con indirecta mano las perplejidades y certezas: el narrador —tímido, sumiso, pero a la vez autónomo— reconoce la culpa y la compasión. Pero él mismo no sabe cómo asimilar la extraña “enfermedad” de Alberto, y al querer informarse para ayudar, revela, delata, daña. Durante una práctica militar del curso advierte cómo el maldito es absurdamente apaleado. El remedo de batalla se convierte en un sacrificio: sus dudas ceden y él mismo estimula la golpiza. No hay límites para la conciencia en formación. Tal vez tampoco para las otras. El relato es tenso y la casi biológica exposición sobre el alma adolescente también irradia su frescura. Un Julio Ortega casi totalmente distinto del de Adiós Ayacucho está aquí. Apenas dos elementos del narrador de aquella historia asoman otra vez: el estilo de Ortega (siempre asociativo, surgente) y la divertida transfiguración del chico en Lázaro, “un muerto que ha regresado”. Puerta Sechín está construida en veinticuatro fragmentos rituales. En su presentación el autor mismo nos dice no estar seguro de que sea una novela, “aunque pudiera ser una de sus reescrituras”. Es ambas cosas y a la vez una invención postergada: la ficción de un narrador que se oculta y se desplaza. Ante un muro precolombino de Chavín, la escritura se fija en la piedra y en nosotros, en el presente de una voz, en el pasado americano, las anotaciones se suceden, dialogando entre ellas, con el alma del solitario que se desplaza, con la escritura de nuestro tiempo. Meditaciones, conceptos, la violencia y la muerte, todo esto se enlaza a las dos narraciones anteriormente comentadas y con las que escribirá en el futuro. Puerta Sechín es también un umbral: hacia delante, hacia atrás, por lo que su prosa se convierte, desde luego, en versos. Cito algunas frases de este ritual verbal: Aquel que emigra conoce mejor el lugar que deja […] Es indudable que el Perú produce los mejores muertos: Reclaman su lugar no entre los que se fueron sino entre los que vendrán. Aquí hasta la muerte es un umbral.

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[Y el fragmento xxi, que cito completo]: Escribir es afirmar, desafirmar, firmar en blanco, escribir es discernir, cernir. Es preguntar, celebrar; dar a las palabras la suerte resolutiva. Escribir es suscitar la espera, principio de reafirmaciones en lo vivo por hacerse, en el espacio discontinuo de una disidencia sin plazos. Que los otros discursos propongan el término medio, el camino del centro —no éste, éste es aquél—, sin treguas, extremado; sin territorio, fronterizo; sin un público que complacer y con un diálogo por hacerse. No se escribe por vocación (esa estética del yo ganancioso) sino por fatalidad, no por oficio sino por afición, no para ganarse la vida sino para rehacerla, no para contar una historia sino para ser contado por ella (cuento es que somos el canto entonado sílaba tras sílaba), no por sustitución de esta vida destituida sino por restitución de esta vida avenida. Escribir es trabajar con una materia que no se fija, ni siquiera en la página, y circula entre los signos con una luz tierna y propia, reverberando en la tinta como una fina fuga de pájaros en el horizonte. No vemos nuestra cara en esa fugacidad, vemos una transición: el trayecto que nos transporta, transfigurados en las palabras que alguien respira y enciende. Escribir es seguir esa otra circulación de la sangre, por donde vamos hacia donde es verdad que todo comienza. Escribir es dar a los hijos la tinta de origen.

La vida emotiva recoge casi cuarenta poemas. Creo que dos rasgos inseparables los caracterizan. No en vano el poeta vive su cotidianidad en otra lengua desde hace más de veinte años: condición que tal vez explique ese primer relieve verbal: la sensibilidad no hacia las palabras sino hacia las sílabas. Los versos se escanden brevemente y no omiten un tono irónico, aunque expongan emociones y sentimientos profundos. Sin duda el prosista estuvo alerta o ha sido olvidado: las palabras buscan en sí mismas una sustancia primordial y parecen mirarse a medida que son extendidas. Su sonido es el límite, su significado la imitación sensitiva. Estamos con frecuencia ante poemas de verano, lumínicos, aéreos. El ojo y el paladar establecen su partitura y así podemos vislumbrar “una bolsa de nísperos, un día de playa, la virtud de lo claro,

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las jarras de limonada, una motocicleta imprudente y omnívora, el barbero, mujeres que beben ron con leche de coco, un vino chileno […]”. Las sílabas van aquí hacia la palabra como ésta al poema. Quien nos habla, desde la atmósfera emotiva, cuenta poco de sí mismo: es la mirada, es el gusto lo que nos lleva a su alma. El segundo rasgo es el responsable de administrar los detalles y las delicadas revelaciones: se trata, en palabras del autor, de “la vida, sobrevivida”. De este compuesto saltan los contenidos, como estremecimientos o como un “ego trip”. Ahora podemos captar todo aquello que se mide silábicamente, como en un “concurso de deletreo”: la “vida inexplicable, imposible”, la diferencia de la hora entre una ciudad y otra, el deseo, el crecimiento de la hija, la patria perdida, los dioses de la calle y la alegría. Ambos estratos son uno mismo, pero se transfunden mediante ese “libro mutuo” que estamos leyendo: mientras imaginamos lo que el poeta escribe. No olvidemos aquella frase de su Oratorio, que bien puede rodear sus poemas y nuestras horas: “En sus vidas tienen la fábula: en este instante el significado”.

III Julio Ortega circula como alguien más dentro de sus narraciones y su poesía. Ese alguien que no corresponde al crítico o al ensayista, aunque éstos comprendan al poeta. Lo indudable es que su obra puede ocupar diversos escalones en una constelación de narradores y de poetas hispanoamericanos que también son, de algún modo, excelentes críticos y ensayistas. No es necesario anotar aquí los nombres de esos acompañantes. Son fáciles de imaginar. Caracas, mayo, 1997.

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los mundos de medardo fraile* I ¿Cómo puede existir en España un escritor de esta naturaleza sin que sea conocido entre nosotros? Tal fue la pregunta que me hice una mañana de junio pasado, mientras leía con intensidad extraordinaria los Cuentos completos (Alianza, 1991) de Medardo Fraile. Lo había conocido la noche anterior en medio de una celebración literaria. De la librería pasamos a un bar enardecido, donde apenas pudimos intercambiar frases breves. En ese momento no sabía que había nacido, probablemente, en un barrio cercano a esa calle, en 1925. Pero al escapar de la alegría y el ruido (aunque la noche vibrante del verano en Madrid parecía una fiesta sin fin), mientras caminábamos con una amiga y con el poeta y ensayista José López Rueda y su mujer, algunas observaciones sobre el cuento, hechas suavemente por Medardo Fraile, despertaron el interés con que amanecería leyendo su libro. De padres andaluces, Fraile estudia Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Aquí obtiene la licenciatura y posteriormente el doctorado. Con Alfonso Sastre, Alfonso Paso y otros se iniciará en el teatro, como autor y director. Su pieza de 1948, El hermano, se vuelve memorable. Desde 1949 comienza a publicarse su trabajo de cuentista y articulista. En 1954 aparece su primer libro de cuentos. Y estos que leo en la mañana de junio ya no son “completos” (me lo dice él mismo) puesto que en la última década siguen apareciendo libros suyos. Una razón más, ante la avalancha editorial española, para no comprender cómo nos hemos perdido a un autor superior. En 1964 parte de España. Trabaja como lector en la Universidad de Southampton. Y a partir de 1967 en la de Strathclyde, * Prólogo a Años de aprendizaje. Ediciones Pavilo, Caracas, 2001.

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Glasgow, donde permanece hasta hoy. Sus vínculos con su país son tan frescos hoy como ayer. Por eso no es extraño que en su obra, aunque narre vidas en otras ciudades, Madrid sea una inquieta constante. No sólo durante aquella mañana de junio sino a medida que conozco otros libros suyos o releo los cuentos conocidos, sé que durante nuestro encuentro tuve el privilegio de beber una copa y caminar junto al autor mientras, a nuestro lado, la ciudad y la gente pasaban fluidamente de lo real a la ficción: Fraile es un médium que deshace el tiempo (su presencia física es también sólida y fresca) al haber retenido mucho de la ciudad que se ha ido en sus narraciones, pero sobre todo, al imantar vidas e historias de ayer que bien pueden estar ocurriendo ahora. En cualquier banco está un niño que, asombrosamente, se sabe narrador para él mismo; en la madrugada un ladrón cumple alguna ambigua acción; ante el auto de la policía tres amigos maleantes hablan (con humor y temor) entre sí; en aquella ventana una mujer mueve cierta fotografia; a través de la vidriera de un café alguien contempla una rara escena; otro pertenece a la novela inexistente que un amigo evoca, etcétera. Junto a nosotros la vida despliega sus casos y, quizá, nunca los conozcamos, a menos que Fraile los acerque. Paradójicamente, aunque este autor no nos sea conocido, la bibliografía sobre él es impresionante. También, paradójicamente, eso nos impide repetir cuanto se ha dicho con admiración sobre él y su obra. Más de cincuenta años pensando en el misterio, en la fragilidad y lo resistente del cuento y escribiéndolos como vida paralela: casi imposible encontrar hoy una experiencia comparable. Un registro del tono personal, de la extraña relación con las palabras, del ciego imán que atrae las anécdotas, del refinado acento para la parábola formal: ¿es sólo esto —ya de por sí exigente— lo que atraviesa Fraile para escribir un relato? Digamos por ahora que en el aspecto visible, sí. En alguna ocasión hemos citado la frase de José Antonio Ramos Sucre asociándola con el cuento: “el lince y el topo eran los ministros de mi sabiduría secreta”. Sin la acción (¿simultánea?) de estas maneras de percibir creo que no se puede escribir cuentos.

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No hay duda de que Fraile despierta ante el llamado de lo anecdótico: vislumbra su llama y cuida ese ardor. Aunque un cuento es vertiginoso, Fraile calcula la escena con sabiduría visual: escribe desde el acto mismo que sus personajes representan. No por sus frecuentes y ágiles diálogos, sino por la sucesión escénica de lo contado, el método de Fraile se acerca al teatro: de allí el efecto poderoso, fascinante, con que nos sumerge en sus historias, en el suspenso breve, en las soluciones sugeridas o indudables. Un teatro desde adentro (desconocido por el personaje y el lector), pero suficientemente libre y controlado por el autor para que no nos permita abandonar lo que está ocurriendo, hasta la línea final. María del Pilar Palomo en su prólogo (Cuentos de verdad, Cátedra, 2000) destaca el componente autobiográfico en la obra de Fraile. Ella, como amiga y testigo de su proceso narrativo, puede encontrar y descifrar las convergencias entre obra y vida. En efecto, un rasgo persistente en los cuentos de Fraile —la honda, casi piadosa soledad de tantos personajes— bien puede obedecer a la ausencia matriz que origina la muerte de su madre, cuando es apenas un crío. En Madrid, como encontrará aquí el lector y como presentí poco después de conocerlo, “las calles de la ciudad son pasos de aire, puertas de par en par [...]”, donde se funden ambas experiencias para producir un mundo solitario y abierto en el que, según anotará más tarde ese filosofo oculto que es Medardo Fraile, se cuela una “melancolía dura”. No en vano, Carmen Martín Gaite ha vislumbrado en el autor “cierta tendencia a indagar la realidad por zonas subterráneas”.

II José López Rueda encuentra en el joven Fraile una filiación con Azorín y Gabriel Miró y, más tarde, con Ramón Gómez de la Serna. El autor mismo ha dicho acerca del cuento (es decir, sobre su oficio): “Se le ha llamado ejemplo, fábula, apólogo, proverbio, hazaña, leyenda, narración, cuento, relato, novela corta y, en su ámbito, han librado batallas, de un lado, el cuento popular, el cuento infantil o la novela corta; de otro, el cuento literario”. Y así manifiesta la filiación de sus propias obras con las más antiguas narraciones.

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Ya llegará el momento en que se ubique su obra en la vasta corriente de la literatura española de todos los tiempos. Por mi parte, no sólo encuentro en ella las resonancias del Arcipreste y de Don Juan Manuel, sino también la agilidad de autores recientes como Bernardo Atxaga y Enrique Vila-Matas. Desde nuestra América, dos elementos nos permiten hacer el siguiente comentario. Aunque ya en autores coloniales como Rodríguez Freyle y Juan Antonio Navarrete hay una inclinación al apunte total, a la narración de lo simple y lo insólito; aunque en el continente escritores como Horacio Quiroga, Julio Torri y Julio Garmendia adelantan muestras modélicas de narraciones breves, sin duda es en la década de los cincuenta cuando se produce la eclosión de los grandes cuentistas. Podemos decir, entonces, en primer lugar, que extraordinarias narraciones breves nos vienen desde esa década, y para indicarlo no tenemos más que nombrar los libros de Juan Carlos Onetti, de Borges, de Rulfo, de Guillermo Meneses, de Cortázar. En segundo lugar, esos son los años en que Medardo Fraile, a la vez que cultiva otros géneros, define su destino de cuentista. No pensemos en la situación política de España para entonces y en la de otros países latinoamericanos, como Venezuela, tan similar. Lo importante es que una misma libertad de lenguaje parece unir a estos creadores, libertad que se materializa en las personalísimas exploraciones de la realidad cumplidas por ellos. A veces he leído un cuento de Fraile sintiendo la cadencia de las jergas y modismos que tan sabiamente utilizan Rulfo y Cortázar. A veces narraciones de Fraile (“Una camisa”, “El preso”, “Un juego de niñas”) me parecen cercanas a Julio Garmendia. No pocas veces, el lector creerá encontrar también en ellas las modulaciones de Meneses (“Cuento de estío”, “Monólogo de los sueños”). Como es obvio, los autores no se conocieron entre sí, pero una misma aspiración del mundo, un invisible tránsito verbal los comunicaba subterráneamente.

III ¿Cómo resistir la tentación de seguir a tan excepcional escritor en sus concepciones sobre el cuento? Las ha anotado abundantemen-

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te y son imprescindibles para el goce del género y de su obra. Por ahora, dentro de estas páginas encontraremos el siguiente diálogo: —Un cuento se escribe siempre temblando. —¿Por qué? —Porque puede quebrarse.

Y la imagen es exacta, no necesita comentarios, excepto el de recordar que, como todo lo vital, un cuento sólo se sostiene en el tiempo.

IV Como sus personajes padecen de una implacable naturalidad existencial (albañiles, toreros, ladrones, oficinistas, amas de casa, niños, maestros y profesores), creo que cuando Medardo Fraile se eligió cuentista quiso, a través de esa forma literaria sintética y pura, escapar de aquello de lo que también huyó durante sus años universitarios: de la filosofia. Logró ser el gran cuentista que hoy celebramos (Me apliqué a redactar un cuento con la intención de crear un paradigma de lo que yo buscaba. Quería escribirlo, en primer lugar, extraordinariamente bien, tardase lo que tardase, y escribir extraordinariamente bien, para mi, era y sigue siendo, hacer que estilo y asunto, o si queréis fondo y forma, estén juntos tan bien acoplados que sean lo que son en realidad: la misma cosa) [pero no logró salvarse del vicio de pensar].

Claro está, se trata de un filósofo que utiliza la imagen como expresión, las imágenes de sus relatos. Tal vez allí resida la enérgica y ambigua exactitud de sus escenas, de aquello que parece un toque teatral. Porque quizá el filósofo y nosotros los lectores no estemos seguros de la certeza que se descubre o vislumbra. Él no puede afirmarla o negarla: entonces la presenta. En ocasiones, la actitud filosófica surge directamente, como en “La trampa”, donde el protagonista se dice: “Siempre que voy a

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salir me acecha la trampa: la enorme, peligrosa franja del día, llena de pequeñas zanjas, y la zanja más libre de la noche, que es como un narcótico”. También en “El mar”. Cuando el personaje pregunta a su pareja: —¿Tú no crees que todo esto es como una idea de Dios? —No sé. Todo es idea de Dios— contestó. —Sí, bueno. Pero esto más... Como si Dios quisiera contarnos algo, esa idea. ¿Tú lo entiendes? El mar ahí, embistiendo, y tanto sol, y la playa ésta, totalmente estéril... Y esa gente en pelota... ¿No será simbólico?

Y en general, creo que los relatos de Fraile traspasan la condición narrativa para despertar en nosotros ecos infrecuentes. Su sencillez es siempre aparente, como si no quisiera molestar al lector con aquello que transita bajo la anécdota. El individuo y su entorno, casi siempre humano también. La soledad antes mencionada. La fuerza ilusoria del vivir. La realidad in/compartible. Numerosos acentos parecen conducirnos en la obra de Fraile a territorios que escapan de la acción ficticia para deslizarnos en la reflexión pura. No es éste el lugar para seguir tales sugerencias. Pero por lo menos dos de sus cuentos, de gran factura escénica por otra parte, abordan un área en la cual estamos necesariamente inmersos, ya que somos lectores de sus ficciones. “Monólogo de los sueños” contiene las palabras de un hombre que bebe junto a otro y que resulta ser él mismo. Lo sorprendente no es que, a él, cantar y bailar le resulten extraños (“¿Usted cree que es natural cantar y bailar? No, son ganas de ser lo que no somos”), sino que las guerras y la muerte son también parte de un desdoblamiento masivo: “hay dos ejércitos frente a frente, con las mismas palabras-sueños —estúpidas, por supuesto— fijas en sus cabezas...”. Imaginar nos desdobla: ¿mal o dicha? ¿Por qué nos desdobla? Soñar y soñar es todo, amigo, y el hombre, que a sí mismo se compadece tanto, hace poquísimas cosas reales desde que se levanta hasta que se acuesta... Venimos soñados, soñamos, nos sueñan, y cada nuevo invento —que antes era sueño, y ahora—, nos irrealiza más, nos inyecta de irrealidad las venas [...].

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“Aquella novela” nos trae directamente a este libro: aun en el más ajeno e inocente de nosotros, la ficción (Dios, lo posible, lo falso) nos determina. De la fragilidad de un cuento, tal vez, dependa nuestro destino.

V Esta antología es producto de la generosidad del autor, también de la amistad y la admiración practicadas por el docente, poeta y ensayista José López Rueda —tan hondamente ligado a Venezuela— y por nuestro escritor Joaquín Marta Sosa. Como ha venido ocurriendo con otras ediciones y otros temas en la última década, Medardo Fraile ha seleccionado para este volumen un conjunto de cuentos hilados por una acción común: el aprendizaje de vivir. Como es obvio, la vasta obra cuentística de Fraile permite estas asociaciones internas dentro de ella misma. Y, desde luego, según advertirá en seguida el lector, el resultado es siempre coherente y versátil. Me pregunto para terminar: ¿no hay un solo de piano en estas páginas? ¿Un instrumento perfecto que sueña y nos conduce? ¿Estamos ante años de aprendizaje o ante años de peregrinaje? Madrid-Caracas, 2001.

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los detectives salvajes: obra literaria pura No basta la popularidad o la gracia de una novela para que la consideremos como una gran obra. En literatura, y en cualquier arte, el misterio de la escritura, su relación profunda con otras obras y un lenguaje impar, podrían ser señales de maestría, junto a su raigambre magnética dentro de lo cotidiano, lo inconsciente, lo filosófico. No basta con ventas millonarias y con la superficial comprensión del público y el favoritismo de la prensa. Es más, nuestro Premio internacional, quizá con la excepción de Terra Nostra, nunca se ha acercado a los bordes de las obras maestras. Después de aclamar a los grandes autores de los sesenta, dicho Premio no tardó —con una o dos excepciones— en derivar hacia lo banal, lo superfluo y, hace dos años, a la inexistencia. Un autor del postboom y una novela de singular importancia acaban de rescatar la dignidad del Premio. Cosa en la que ha sido decisivo, como no ocurría desde hace mucho tiempo, un jurado actualizado e inteligente. Venezuela debe meditar limpiamente sobre la responsabilidad de designar los miembros de ese jurado. A veces son gente simplemente risible. Por lo menos cada dos años hay una obra venezolana apta para competir en el certamen. Curiosamente, la miseria y la estrechez de los que han sido jurados por Venezuela impiden que ese libro sea considerado. Es un deber del jurado nacional defender, ante la avalancha de las grandes empresas internacionales, la dignidad de la literatura local, cuando exista. Así hemos podido ver, este año con emoción, como Victoria De Stefano, estuvo a punto de llevarse el premio. ¿No es una sola página de De Stefano mil veces superior a toda la Mastreta? También ocurre, para salvar este defecto, que se premie un horror patrio, como sucedió con Uslar Pietri, dejando de lado a au-

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ténticos creadores: Sarduy y Pitol, entre otros. Alguna vez la historia pasará su factura a nuestros juraditos locales. Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, acaba de ganar el Premio. ¡Por fin en los últimos años una obra literaria pura! Sin debilidades sociológicas, sin las facilidades historiográficas. Cuarenta y seis años, un trabajo la literatura nazi en América, otra novela y un libro de relatos constituyen la parte visible del chileno. Especie de mil y una noches de hoy, la novela sigue con ternura, complicidad y asombro, a decenas de personajes en la ciudad de México, en Barcelona y otros sitios. Soledad, fiestas, premios de lotería, pancreatitis, un disimulado curso sobre retórica clásica, mucha gente buena, droga, singadera, risa. Y el tejido de un idioma modulado y vital, que nos envuelve en su juventud o nos consuela del tiempo. En cada una de esas historias y personajes hay algo de nosotros: un abismo de identidades y búsquedas. Cuadernos, papelitos, revistas o libros: todos aquí alguna vez se han emborrachado o escrito o leído un poema. Los grandes sucesos políticos latinoamericanos percibidos desde una poceta o desde el humo de un cigarrillo, como suele suceder. Y para goce final, la resolución de un enigma frescamente detectivesco. En síntesis, el reino autónomo de la ficción, la forma novelesca triunfando con generosidad sobre la pobreza del realismo mágico y otras sandeces. Con esta novela, que nos acompañará durante mucho tiempo; con Victoria de Stefano como finalista, a su lado la felicidad está al alcance de la mano. El Nacional, 12 de julio, 1999.

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boullosa: el mundo desverbal Lo mejor es considerar que desde hace años permanezco bajo un estado de encandilamiento: porque uno de mis máximos deseos es leer a Carmen Boullosa. Conocí su silueta de hada indígena en un programa de entrevistas que condujo para la televisión: nada sabía de ella y quedé asombrado por la perspicacia de tan aérea locutora. Después vino la lectura de su novela Antes y una larga noche de conversación —mucho más tarde— en su apartamento de San Diego, California. Durante años, Caracas y México nos han intercambiado situaciones, amistades, libros. En este momento, lo digo de manera muy simple, el mundo es inconcebible para mí sin la obra de Carmen Boullosa. Amo sus libros de poesía (La salvaja, Soledumbre) y obedezco hipnóticamente a sus narraciones Mejor desaparece; Son vacas, somos puercos; La milagrosa: novela y Duerme. Desde junio de 1995 sé que avanza complejamente en una nueva novela cuyo título posible es Cielos de la envidia, y ya sé con qué espesor desearé su lenta llegada. Siempre supe que en la vida puedo prescindir de todo, hasta de la vida, pero no de cuanto se escriba. De allí que al hallar ciertos textos, la existencia se multiplique y me desdoblo para hacer ese cuento, esa novela: para ampliar mi estrechez a través de tales obras, prodigiosamente alcanzadas en un autor, y que ahora son responsables de mi duración, de mi permanencia. Este sospechoso tono confidencial posee un motivo: la novela Llanto: novelas imposibles (Era, 1992) y el libro Quizá (Monte Ávila, 1995) de Carmen Boullosa. Desde ellos deriva lo que me impele a hablar así. Perfectamente accesible al lector venezolano, la edición de Monte Ávila recoge cuatro importantes piezas de la autora. Esa inmen-

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sa faja de nuestra población que se llama maestros y alumnos o padres y representantes, estudiantes liceístas o universitarios, críticos, autores y lectores, mucho ganará si lee el cuento con que se abre el volumen, “Así pensó el niño” ¿Por qué? Porque es una breve obra maestra dirigida a celebrar la imaginación. Esto quiere decir que quien la lea dejará de ser simplemente maestro, alumno, escritor: la prosa de Boullosa lo habrá llevado a una nítida reflexión, a un goce expresivo de lo que puede ser nuestra realidad. Otro texto breve “¡Que viva!”: fascinante y enigmática parábola sobre un niño que queda absolutamente solo, rodeado de comodidades, en la inmensa ciudad de México. ¿Ha ocurrido una hecatombe, un terremoto? ¿Origina la pantalla de los juegos televisivos un perverso demonio en la mente del chico sobre el mundo? ¿O acaso es él una última víctima en las ruinas de un mundo intacto? Colocado dentro del tiempo que no se corrompe, el lector —como el protagonista— deberá tomar decisiones urgentes, tal vez nunca pensadas. El volumen de Monte Ávila también contiene la novela Antes, fulgurante texto cuya anatomía se impone con la vitalidad de un fruto voraz. A estas alturas es bueno destacar la incisiva e insidiosa manera como la autora elige sus títulos: en ocasiones una frase, con frecuencia sólo una palabra. Así estamos dentro de este conjunto que sabiamente ha sido titulado Quizá. Quizá, Llanto…, Duerme, Antes: sonidos que de manera engañosa parecen atraernos al monólogo, cuando la apuesta de Boullosa implica todo lo contrario: la risa, la conmoción: sus páginas circulan desde y hacia emociones fuertes, porque han sido cuidadosamente pensadas. Los breves títulos esconden un reclamo al lector: el imperio de las comparaciones. Nadie que lea a Boullosa dejará de aplacar el texto leído, porque éste lo empuja a denotar sus vivencias secretas —morales, infantiles, eróticas—. El anzuelo para comunicar las secuencias narrativas con eses inesperadas efusiones conceptuales, es un arma recóndita: el humor. Boullosa nunca pretende hacernos reír: de allí la contenida risa con que rematamos algunas de sus anécdotas. El solitario título es una pista ambigua sobre la cual se desplaza la historia: la del protagonista y la nuestra. En ese paralelo está la magia del encuentro.

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Como novela, Antes surge para hacernos olvidar cualquier asociación. Ni las remotas historias de Jambulo, o las de Luciano, que hacen hablar a los muertos, ni las confesiones de ultratumba de Chateaubriand; tampoco la difunta que cuenta su vida mientras permanece amortajada, según María Luisa Bombal: nada de esto acude a nuestro pensamiento, mientras la narradora de Boullosa nos entrega su relato. Una niña común, que tiene miedo; una niña que ve crecer a sus hermanas y morir a su madre. Una conciencia fresca, versátil, terrible, que acoge al mundo y lo desmenuza. Una chiquilla que, asombrada, percibe su primera menstruación y que con su propia sangre, muere o hace morir cuanto ha sido. Si bien en el relato “¡Que viva!”, la alegoría rodea el encantamento de los sucesos, en Antes la vitalidad de lo narrado parece excluir claves histéricas. ¿Estamos ante un libro escrito por una mujer para hombres? ¿Podrían las mujeres leerse en una escritura que les resta especificad? Como ejecución literaria, Antes parece contener el maravilloso arsenal expositivo de Boullosa. Si no hubiese escrito otras obras, si no esperásemos con impaciencia su próxima novela, Antes ya la habría consagrado como autora excepcional. Y ese arsenal narrante del cual dispone la autora se nos revela como una doble acción: por un lado, los recuerdos y la distracción, que sostienen la trama. Y por otro, un calculado conjunto de detalles domésticos que imantan la anécdota, la detienen, la elevan u ocultan, transformándose en señales de horror, de humor, de sorpresa: unos pasos, una tortuga, cierto árbol, cierta “sombra vertical”, elementos que flotan solos, enmascarando su importancia. Paso ahora brevemente a otra de mis novelas predilectas: Llanto…. De ella hablamos mucho, en aquella madrugada de San Diego, cuando Carmen aún la presentía. A ella he vuelto, fuera de la ficción, recorriendo el Parque Hundido de la ciudad de México. Acababa de beber unos tragos con Jesús María Domínguez, en nuestra inefable Vaca Blanca cerca del Zócalo, cuando pedí al médico acompañarme durante la tarde en el parque del sur. Mi amigo habla, inocente, y extrae la botellita de brandy con que vamos a despedirnos en este agosto de 1995. La vasta avenida de Insurgentes consume multitudes y tráfico. Yo estoy desdoblado, siguiendo con la memoria la novela de Carmen Boullosa.

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Tres mujeres son llevadas por el azar al Parque Hundido el 13 de agosto de 1989; vienen de una fiesta y la clara madrugada todavía no las despeja. Con sorpresa y con naturalidad, las amigas encuentran sobre la tierra, perfecto y lujoso, el emperador Moctezuma, que, tal vez traído por los secretos del viento y de los dioses, regresa del tiempo y de la muerte. Ya Cristopher Domínguez Michael, terrible crítico de la nueva literatura, siguiendo desde la revista Vuelta la obra de Boullosa, ha detectado en ella una “exploración de la mexicanidad”. Esta vez el motivo de la anécdota pasa a ser esencial: el príncipe indígena con su ambigua historia: ¿fue un traidor, fue cobarde? ¿Adoptó, en cambio, la única actitud correcta que ante los conquistadores le imponían las leyes de su cultura? ¿Fue apedreado, fue exaltado? ¿Murió, cómo murió? El personaje salta desde secuencias muy breves e inunda con su aura irisada a la narradora, a las narradoras: a las tres amigas. Ellas saben que “Moctezuma es lo que a uno le dé la gana”. Llevan al emperador a un paseo por la ciudad temprana, que concluye en un apartamento. Las situaciones son divertidas e incompartibles. Finalmente, una de las mujeres, Laura, lo deja en el baño donde se produce un acto de orina ancestral. Más tarde sobreviene la inevitable escena amorosa. Boullosa, desde luego, no podía dejar de transfigurar esta secuencia: Laura y Moctezuma, cogiendo, traspasan su existencia cotidiana y, tal vez, la puerta del tiempo. El “retrato de las almas en una noche divertida” se ha cumplido, sobre todo a través de esa posibilidad que parece obsesionar a la autora: “La amistad en su expresión más primaria y al mismo tiempo más exquisita: la plática”. La novela ha sido conversada ante nosotros, por sus propios personajes y por quienes quieran (o quieren) narrarla. El libro, tras las cortas escenas de Moctezuma, es una intensa y absorbente colocación de la página para que la novela surja. Ahora duraderamente hechizados por este eficaz arte narrativo, podemos comprender el encandilamiento que ofrece la prosa de Boullosa: lo que se nos cuenta no es literatura en un sentido común: Boullosa descorre los secretos del mundo y de sus historias, para llevarnos a ellas cuando aún no son: estamos instalados

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en un mundo desverbal, al cual tendremos acceso, cómo no, sólo mediante esta escritura. Caracas, octubre, 1995.

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juan villoro: materia dispuesta ¿Qué atractivo posee un hombre de este tipo? Oblómov

Estamos frente a una novela pérfidamente blanca. Su autor, Juan Villoro (México, 1956) fue alumno del brevísimo Augusto Monterroso, es traductor de alemán (Lichtenberg, entre otros) y responsable de extraordinarios relatos así como de crónicas vibrantes. Maneja la prosa como si un “cursor” magnético le permitiera anticipar y alternar su aguda, sorprendente sintaxis. En su primera novela El disparo de Argón (1991), una trama de misterio, que incluye cierta clínica oftalmológica, suscitaba calles y zonas muy bien definidas de la ciudad de México. Su tensión nos llevó a asociarla con aquella recóndita novela Mr. Arkadin escrita por Orson Wells y que le servirá para su film de 1955. No se trata de que las novelas obedezcan a colores, pero sin duda en las tintas de Dostoievski, de Balzac y Kafka asoman con frecuencia ecos tenebrosos. Heredera directa de la tragedia griega, la novela tiene como sostén común el crimen, la traición, los amores difíciles, la guerra, el mal en fin. En un sentido flexible, bien podemos creer que la ficción sólo existe para iluminar aquellas zonas del ser aún atrapadas por la oscuridad o la penumbra y para revelar inesperadas cualidades de la emotividad. Todo lo cual, alude, con frecuencia, a territorios estremecedores, no normalizados. Pocos autores se han arriesgado a circular en los territorios blancos, esos que contrastan de manera sutil o imperceptible con el anterior extremo estadístico. Por algo inicié estas notas con una frase de Goncharov, autor que sería emblemáticamente blanco: en efecto, Oblómov, quizá la obra entera de Virginia Woolf y de Gracía

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Márquez, los cuentos de Katherine, la Lolita de Nabokov, ocupen esta dimensión. Basten tales ejemplos para rememorar que la narración blanca exige un estilo limpio y exacto, bajo el cual una estructura que desobedece a la rigidez geométrica (resulta laxa) y cuyos personajes más que ser contundentes encarnaciones, se presentan como un aura, hueso y carne de la discreta exterioridad, pantalla que recibe mensajes, vacío ejecutante. A su alrededor ocurre la acción (la vida) que los arrastra con su vértigo o su sopor. Y dentro de ellos, vínculos, tentáculos que van tanto hacia la claridad, el deseado equilibrio como hacia los tortuosos laberintos de la indecisión y la sordidez (frontera esta última que atraviesan sin conciencia, deleite ni sufrimiento cabal: tales plenitudes pertenecen a personajes de otros colores). Tal vez el título de la nueva novela de Villoro, Materia dispuesta (Alfaguara, 1997), posea alguna connotación específica en el habla de la ciudad de México. Curiosamente dicha por el padre del protagonista y escuchada por su marinovia inglesa, dan un sesgo a la vida de aquél. La confusión de lenguaje para la mujer, se convierte para el joven Mauricio Guardiola en un resumen: la piel de Vulcano, el cuerpo creciente y fijo de Verónica, el obispo niño, las mujeres abiertas en la pasarela del teatro, los encajes íntimos y la aun más íntima ropa de estar de Rita, todo era materia dispuesta; su vida se ordenaba con la fuerza reveladora de las confusiones.

Mauricio Guardiola nace rindiéndole culto a las grasas: mantequillas, helados, “Siempre estuve gordo, siempre fui el último en las carreras y el más visible en los escondites”. Mauricio, Panza, Pancita, “Trudy” es el eje adiposo de la narración. Para cualquier mexicano recorrer su ciudad capital sea como realizar diariamente un viaje excepcional. La desmesura, el imparable crecimiento, las transformaciones deben convertir a los lugares habituales en cosas exóticas. De allí el impulso de sus narradores por tratar de acertar minuciosamente con calles, bares, edificios, Juan Villoro no es la excepción. La materia dispuesta (¿la propia ciudad?) traza una de esas geografías íntimas y equívocas: Mauricio crece en las afueras, llega a ver maizales y caballos, vislumbra las aguas

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fangosas de Xochimilco y gradualmente siente desaparecer los terrenos abiertos. La ciudad engulle su ilusión rural, y de la radio pasa a la tv, al metro, a los anuncios gigantescos, a los clubes. Con sabia administración, Villoro recorre algunos lustros de la metamorfosis urbana, indicando de manera espontánea modas, autos, zapatos, electrodomésticos, anticonceptivos, costumbres como datos característicos de sus personajes. De igual modo no omite la evasiva presencia (humorística, desconfiada) de las mitologías indígenas y de ciertas sospechosas tradiciones mágicas de su familia y de la ciudad (un muertito convertido en tío obispo, la arquitectura mexicana —“adobe quería decir patria y azul añil nosotros”, un auto fantasma, las frijoladas, la ceremonia de la bandera, la pintura nacional— “cuyas figuras son la sandía y la calavera”). Ciudad y protagonista se enlazan, de manera obligatoriamente subterránea con un mismo destino: aquel desencadenado por los terremotos. En esta vasta escenografía vemos crecer a Mauricio (“gordo, joven hasta la náusea”). De niño es el compañero imprescindible para su padre (fingir que van al cine), mientras el hombre se lanza sobre cada mujer, obsesionadamente viril. Con algunas de ellas, Mauricio tiene un trato mínimo, con alguna otra se relaciona, curiosea su cuerpo y su ropa. En no pocas ocasiones vislumbra a su padre, de “nalgas perfectas” friccionando sexualmente a sus amantes. La madre, aislada, casta y solitaria, va desde la silenciosa comprensión hasta el divorcio y de éste a las prácticas humanitarias. Carlos, el hermano mayor, de masculinidad exacerbada, termina casándose con una gringa y triunfando. Creo que hay paralelo para Mauricio Guardiola en la literatura latinoamericana. Todo en él es común, vulgar, normal (“tu vacío ocupa mucho espacio” le dice alguien). Las golosinas, la falta de iniciativa, una oscura inserción en el hogar, el barrio, la escuela, los oficios, el arte, matizan sus horas, desplegadas de manera casi inconsciente. Lo que se nos narra está realmente comprendido por su actor. Desde mezclar Coca-Cola, pasando por el tequila, hasta el gusto estimulante por la marihuana: Mauricio ensaya con desenfado lo que todos sus compañeros recomiendan. Ante el hermano, uno de sus rasgos varoniles consiste en tener bajas calificaciones escolares,

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con lo cual compensa su falta de potencia deportiva. Una intuitiva o ciega solidaridad (despertada en él por diferentes acentos de la vida social o por esos resortes domésticos del afecto) lo impele a imitar, a seguir y practicar las conductas próximas. Hasta una parábola política se fantasmiza en él; inclinación que no está exenta de pánico y delirio. Por todo esto, la naturaleza sexual de Mauricio resulta uno de los trazos maestros en el personaje de Villoro. Como púber admira y desea intensamente a un mecánico de bicicletas (Vulcano); luego vienen las inquietudes hacia las mujeres de su padre y hacia dos o tres muchachas que serán sus amigas y sus novias. Adolescente, se va con “un futbolista retirado, calvo pero todavía fuerte” que lo lleva en auto de Insurgentes a las faldas del Ajusco. En su vistazo sobre sí mismo, el muchacho reconoce: “no había cogido, pero se lo habían cogido”. Todo esto está precedido de masturbaciones y continuará con relaciones más completas con algunas chicas del teatro o con mujeres del azar ya que, por un tiempo, trabaja como taxista. El deseo biológico y casi inocente; la curiosidad sexual, sin los artificios o las imposiciones habituales en su padre, las mujeres como un punto obligado, a donde él debe arribar con su insipidez y sus ardores: Mauricio Guardiola recorre en el sexo una incierta plenitud, entre supersticiones y publicidad televisiva. Desapercibido, ni siente ni despierta pasiones extremas. Penumbra de la sexualidad, que al distribuirse en las densas poblaciones urbanas, casi se convierte en una débil y confusa creencia. Si alguna literatura guarda fascinantes exploraciones eróticas es la de esta América. Pensemos en imágines creadas por Fuentes y Cortázar. Y en esas interpolaciones sorprendentes de Donoso y de Puig, así como en los extremos de Sarduy. Como acabo de sugerir, Villoro profundiza atrevidamente dentro de las vagas dualidades del hombre corriente. Por otro parte, basta pensar en los libros de relatos y en la anterior novela de Villoro, para reconocer en él cómo la parte animal de su inteligencia creadora ya ha extendido sus espacios: Materia dispuesta añade unidad a lo anterior y nos entrega la materia personal de un gran novelista. Pero sería demasiado largo detenerme en el punto.

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La rara elipse de esta novela permite a quien siga ávidamente sus siete capítulos (como yo), una divertida, azarosa intromisión en la comedia de nuestras familias, en el drama de un adolescente, en la metamorfosis de una ciudad. Todo en ella sugiere goce y reflexión: el estilo, de inagotables poderes: retratos, análisis, aforismos. La narración misma en estado puro, que bascula entre la confesión de un yo, su propio extrañamiento, y la vacilante transfiguración en un él. Conste que no destaco aquí el atractivo elenco de figuras femeninas o de figuras en ascenso político y social, y que apenas elijo para concluir cuatro o cinco sentencias, de esas que Villoro obtiene para ajustar nuestra realidad y la de sus personajes; o nuestra verdad a la de ellos: “todo destino es una desviación propicia”, “el empaque de los que ultrajan sin levantar la voz”, “las revelaciones íntimas desnudan más a quien las oye”, “lograba que gestos nimio —rebanar un limón, frotar una superficie— parecieran producto de una ardua voluntad”, “nuca lograba entender por qué Zapata, Carranza y Obregón, si eran héroes, se persiguieron hasta el asesinato”, “hay vidas tan sosegadas que la adopción de una manía parece un cambio de carácter”.

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milán: los hechos materiales Unas tres docenas de poemas trae el libro Errar de Eduardo Milán (Uruguay, 1952), que ahora cierro con extraña expectativa. Curiosamente, la interrogante que acude cuando abrimos un texto ha sido desplazada en esta ocasión por un magnético impulso de reconsiderar. Escritura impecable, versos nítidos de cadencia clásica si no fuese por su capacidad de dividirse para cambiar de sentido, si no fuese por su burlona inclinación a las asociaciones inesperadas. Escritura inversa, entonces, que ocurre desde una claridad proyectada en algún lugar de las frases y de la cual sólo restan las palabras atrapadas por la página con su lúcida sombra. Dos materias (como le gusta decir al poeta) hilan asimismo esta cara de la página que podemos leer: una tan antigua como el verso mismo: la incisión sobre el acto de la ejecución escrita: tópico que Homero quiso ocultar, que Horacio persigue y centra y que Garcilaso de la Vega acumula como un dato más del canto. Tópico cuya vena estalla en el siglo xix y que ha pasado a ser voraz concentrador de la conciencia literaria de nuestros días. Escritura de lo escrito: punto que hoy se aleja de toda inocencia para convertirse en degradación, aburrimiento o inicio. Consagración, por lo tanto, de la ironía y hasta de lo francamente caricaturesco. Y es allí, con precisión, donde Errar se vuelve implacable con tan noble y tradicional materia. “Canto porque sí, porque es de día”, nos anuncia. Milán se ha comido la tradición antigua y la moderna; ha gozado sus placeres y secretos. Ha podido voltearlas, estudiarlas y convertirlas en nada: le queda el simple hecho de cantar porque sí. El poema de nuestros días exige vida de manera múltiple; pero en sus manos el punto de partida es la irrisión misma del poema. Hasta aquí quizá podríamos haber seguido sólo la expansión gráfica en la página de Milán. Pero no es así, puesto que nada de esta sombra escritural podría ocurrir sin su anverso (o reverso: es

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algo ajeno a la limitada condición del papel, ya que pertenece al espacio mental de quien lea): el otro material es modulado con bosquejos y silencios: el poema radica en la herida, en un tajo o un hecho, en la carencia. Otra vez Errar asoma el tópico que podría evocar los lamentos, la congoja, algo tan remoto como el primer jeroglífico. Y que otra vez se distancia de la remembranza, ya que, de hecho, tal tópico es absolutamente nuestro, por el momento en que acaece y ante quien ocurre: es “luz que baja a hundirse, ¿a hundirse dónde? en la página”. Eduardo Milán escribe la más vallejeana poesía de la América actual, y sin embargo nada de Vallejo está en ella: ni la inocencia ni la aceptación del dolor. Para quien vive “herido de lenguaje” su condena son las palabras. Sosiego, reflexión, plenitud o pena tienen que originarse en ellas y atravesar el lenguaje para rodear la existencia. El vivir contemporáneo ya desechó la dulzura (o el horror) de los mitos, también un alto estilo espiritual, para sumergirse en la cotidianidad de lo dicho: “me refiero a ti como a dos fieras porque/una herida son dos fieras”. Una misma imagen acoge al destino y al yo: la del pájaro y los hechos. El individuo puede ser como aquél, pero está contenido en sus hechos. Lo real (“la palabra más bella de este reino/en ruinas”) se sustenta inexorablemente en un hecho. El pájaro, instinto puro, se acoge al tiempo; el poeta, oscura escritura, a los actos. Su única libertad es atravesarse a sí mismo dentro del lenguaje y, tal vez, mutarse en pájaro. A la inteligencia sólo restan partículas sonoras: sílabas que pueden encadenarse de manera significativa: despejado; pero que un movimiento de la lengua o de los ojos puede descomponer en fragmentos menores, aún sensibles al significado —y hasta sin él—: “pejado, jade, pez, P”. Errar, dentro de su sobria riqueza, ejerce tributos al juego y al humor, por lo que su incruento tono rehúye lo trágico. También hace homenajes a fechas y autores, con los cuales construye un ingenioso techo protector. A la vez muy personal, culto y humedecido de habla diaria, Errar es libro que adviene como un desprendimiento a la vez exacto e infiel, si recordamos quién es su autor. Desde hace años, éste cumple un raro oficio: el de átreston, intrépido crítico sobre casi toda la poesía que se publica en América y España. Su opinión, hecha de sabiduría, de inventiva, de fidelidad a la tradición y a lo

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insólito, al riesgo, al misterio tan escaso de la real poesía, no sólo despeja territorios y correspondencias sino que marca un sino: su propia concepción de lo poético, “caracol sin cara de la escritura”. No se vive en vano dos ciudades como Montevideo y México; desde aquélla pudo aprender Milán que el Uruguay “no carece de Este, no carece de mismidad, es la mismidad misma. El país carece de Norte: no sabe a dónde ir”. ¿Intuición de un carácter tan analítico —o especulativo— en sus gentes, que puede llevarlas a una deriva cíclica? ¿Reconocimiento de la ironía como soporte de lo cotidiano? En todo caso, elemento de contraste para la urbe azteca: vértigo en el espacio (ciudad sin fin ni comienzo) y en el tiempo (mitología viviente, pujanza burocrática). Ignoro en qué otras ciudades ha vivido nuestro poeta y crítico y cuáles son sus estudios profesionales. Pero en él ya está presente el crítico joven de poesía más original entre nosotros. Su libertad conceptual, su vitalidad como hacedor y lector de poesía, aún nos permiten sentirlo pensar. Ya llegará el momento —debe estar demasiado asediado y entretenido con la lectura del material que busca y recibe— para que afronte y desarrolle de manera autónoma sus propias invenciones sobre el arte de la poesía; por ahora es un pensador que aplica novedosas energías a su labor. Una cierta mirada (1989), primer libro de crítica publicado por Milán, recoge sus colaboraciones en la revista Vuelta. Su prólogo, escrito por Julio Hubard, destaca que posiblemente la de Milán sea “tal vez la única obra crítica que puede pretender estar al día en todo el ámbito de lengua española, aunque ésta no sea su primera cualidad”. Y sigue: “puede afirmarse que hay ya una generación de escritores y críticos que ha aprendido a leer y criticar siguiendo, en buena parte, las páginas de Milán”. Pronto advirtió Eduardo Milán, en verdad, que después de Lezama Lima y de Paz un vasto círculo de la poesía continental se cerraba. Tocaba el turno al desierto o a los herederos, siempre que éstos advirtieran la “especificidad formal mestiza” de nuestra poesía, ya que Milán no ha dejado de remarcar “la originalidad de la poesía latinoamericana, que reside, justamente, en su condición diferencial dentro de la poesía en lengua castellana”. No menor prosista que buen poeta (lo que a veces se siente felizmente en sus versos), Milán, como crítico, tiene que volver-

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se entonces hacia Uruguay, su propio país, en cuyo exorcismo se afianza desde ciudad de México, para vitalizar su método de percepción poética. “El espíritu uruguayo no es demasiado afecto a la poesía”, estipula; pero ese mismo espíritu traga narrativa con pasión, aunque tanta de esa ficción —Onetti, por ejemplo— siga siendo “una biografía de la inexistencia”. ¿No perfilan estas frases una media estadística latinoamericana? Una suerte de ars poética se sintetiza en su artículo sobre Cobo Borda: A mi modo de ver, el valor poético está dado por una serie de elementos muy precisos. Primero: la poesía es un fenómeno de evidenciación del lenguaje. Si no hay esa evidencia, el poema debe dejar la huella de su ausencia. Segundo: el poema es un gesto radical y sirve, como toda obra de arte, para producir una modificación en la percepción, en la costumbre y en la conciencia del lector. Tercero: la poesía no es un fenómeno temático sino un fenómeno material, donde el sentido está producido por el lenguaje y no antes que él.

Innumerables aplicaciones teóricas podríamos extraer de Una cierta mirada. El instrumental perceptivo y analítico de Milán es complejo, ambicioso, pero también magníficamente personal, radical y visible. Huele a la subjetividad como a un demonio; pero tampoco acata la erudición ni las hiperclasificaciones de ferretería o supermarket como ocurre con ciertos críticos (pensemos en el inocuo Eco o en algunas zonas de Génette). “La crítica es una metáfora del acto de leer y el acto de lectura es inagotable” descorre Paul De Man. Bajo esa túnica saludamos al crítico Milán, lo cual es también saludar al poeta, por su privilegiada fusión de la sensibilidad y la lucidez. Cerremos estas líneas con una alusión al efecto último que ambos nos causan: este Errar admirable de Milán convoca, con sus dotes tan particulares, a la parodia de un alma y de un conocimiento. Aquí, “la reflexión está versificada”, de allí el vigor de cada poema. Pero la materia poética sobre la cual se ejerció la parodia nunca existió. Estamos al inicio de un mundo verbal o, por lo menos, de otra mirada. Delta del Orinoco, agosto, 1992.

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contraseñas, epigramas y aventuras He escrito muchísimos artículos pero sólo he publicado unos cuantos libros: Fuera del aire (1973), El Reyezuelo (1978), El pabellón de la límpida soledad (1988), Macrocefalia (en colaboración con Jaime Moreno Villarreal y Fabio Morábito). He publicado algunas antologías; de Jorge Cuesta en Material de lectura, de Jesús Reyes Heroles en colaboración con Otto Granados, de Alfonso Reyes cuentista. [Anotó Adolfo Castañón en unos breves papeles biográficos que recibí en noviembre de 1990. Esos párrafos, que continuaré citando, prolongaban una muy larga y siempre interrumpida conversación —que aquí mezclaré a su perfil vital— iniciada desde 1987 y sostenida en un restaurancito de Santa Mónica (Caracas); en otro, francés, iluminado por un cellista en Guadalajara y tal vez redondeada en el Bar de la Opera de ciudad de México].

“Además de escritor y de aprendiz de editor, soy aficionado a la cocina y a la conversación”: en efecto, como todo buen practicante oral, Castañón cultiva los silencios como si una granada fuese a estallar dentro de él. Sabe escuchar (casi como si previera insólitos matices en lo que dirá el otro), no es ajeno a prolongadas sesiones de concentración: pero de esa misma manera, en voz baja y refrendando con los ojos, persigue una asociación, un dato, un chiste. Los temas —a pesar de su inesperada variedad— surgen y se alejan desde un punto central: los libros. Detalles de alguna página leída a los doce, (en plena pubertad Adolfo leía, a veces en sitios visibles, La rama dorada), hechos en la vida de un autor ocurridos en el París de 1916, confesiones y manías de otro, comparaciones de un motivo que atraviesa veinte siglos, intrigas familiares durante la revolución o en el México actual, el vino predilecto de María Luisa Bombal, una cena soñada por José Bianco, la obra entera de Octavio Paz: el repertorio hablado puede dispararse hacia cualquier área de la

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experiencia y del espíritu. Castañón sabrá condimentarlo con citas, fuentes y otras tramas literarias; en su memoria la precisión no es subalterna de la gracia. Su padre, también absorbente lector, posee una biblioteca que sedujo al chico tempranamente. Desde allí pasó a la primaria y a la secundaria del sistema público oficial. Ingresa a Lingüística en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, pero no concluyó tales estudios. “Estudié inglés y francés con alguna seriedad, pero me di cuenta de que no sabía nada cuando empecé a traducir. Klossowski, Blanchot, J.J. Rousseau, George Steiner, Panabière son algunos de los autores que he traducido”. Trabaja desde 1975 en la editorial fce, donde ha sido, desde luego, traductor, también revisor, editor de La Gaceta y gerente editorial desde 1985. Fue fundador de una primera revista: Cave Canem, corrector de Plural en su época inicial, colaborador de Vuelta, de “la cultura de México” de Siempre, y publica en numerosas revistas y suplementos culturales de su país y de otras naciones. Su vocación por la vertiginosa inmovilidad del texto literario posee un equivalente: la profesión del viajero. He viajado mucho pero no tanto como lo exige mi espíritu vagabundo: durante un año viajé en auto-stop por Europa, caminé por Grecia como un peregrino, trabajé en un kibbutz en Israel durante Yom Kippur, me gané la vida en Turquía. He esquiado en Portland, Oregón, visitado la casa de D’Ors en Alicante, organizado proyectos editoriales en Madrid, recorrido el camino a Santiago de Compostela, llorado en El Tigre, Argentina, ascendido a Machu Picchu y al pico Bolívar, recitado de memoria a Connolly en París y caminado mucho a orillas del Loire, porque mi familia política es de esa zona. También he estado en Moscú y Novgorod. De México, lo que más me atrae es, después de la capital, Veracruz, uno de los pocos estados realmente civilizados de nuestra patria.

Si pensamos que México acumula prodigiosas culturas autóctonas, un lapso virreinal de poder principal, sacudimientos históricos contemporáneos que repercuten en todo el mundo, y que por lo tanto su milenaria literatura puede aplastar o despertar cualquier destino individual; si a la impecable tradición de prosistas y poetas

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que hoy llenan el siglo xx en ese país, unimos la vigorosa presencia de excepcionales autores de la actualidad, podremos vislumbrar el magma intelectual en el cual nace y se forma Adolfo Castañón. Como en un extraño sortilegio, lo más evidente de su actividad literaria aparece en el territorio editorial; integrar (y conducir) el equipo de fce bien puede compararse a regir un planeta de libros. A esa ala mental pertenece no sólo el editor brillante, sino también aquel que ha “escrito innumerables informes editoriales que nunca se publicarán”. Pero tras la particular conversación castañonesca —a la cual ya hemos aludido—, y desde ella, se conciben los silencios que desembocan en una escritura de la que hablaremos más adelante. Escritura en la que reposan viajes, ensoñaciones, experiencias de infancia, trato con traducciones y traductores, con grandes escritores: texto que busca su respiración y su acento en medio de esa literatura genésica que es la mexicana. Porque, para terminar esta parte conversada de nuestro prólogo, aún no hemos dicho que Adolfo Castañón apenas nació en 1952. Dicho en sus propias palabras: Nací el 8 de agosto de 1952 en la ciudad de México. Ese día era el aniversario de Emiliano Zapata y cumpleaños de don Adolfo Menéndez Samará, filósofo mexicano Rector de Max Scheler y profesor de mi padre, quien decidió que me llamara como él. Nací en una modesta clínica situada frente al convento de San Jerónimo. La familia de mi padre había tenido “conductas de mulas”, mi bisabuelo Benigno fue amigo de Juárez y contribuyó a la causa liberal desde su posición de comerciante, mi abuelo tuvo varios hijos, la abuela murió a resultas del último y él se encerró y se dejó morir de tristeza. Por esa razón mi padre fue criado por una de sus tías quien desde siempre lo adoptó y lo llevó con ella por toda la ciudad durante sus gestiones; mi padre conoció un México todavía caliente por la Revolución y las ascuas del porfirismo. La familia de mi madre era de Guadalajara. Varios antepasados maternos murieron locos, Mi abuelo Juan era boticario, un hombre robusto y generoso que me cargaba en sus brazos y me abrió una legendaria cuenta de ahorros que nunca toqué porque él murió apenas unos días después de abrirla con cierta cantidad simbólica.

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De los papeles biográficos y la conversación nos quedan la amorosa biblioteca del padre, un abuelo que muere de tristeza, antepasados tocados por la locura, primeros viajes, traducciones y hasta “una modesta clínica frente al convento de San Jerónimo”. Ni siquiera uno de estos detalles carece de resonancias literarias, que la discreción del expositor deja en penumbras. Porque Adolfo Castañón no solamente comparte otras vidas al leer, sino que parece llevar consigo un otro que lo vive, lo sustituye a ratos y termina por moderar una conducta rica en imitaciones: aquellas que ese yo inventa o desecha hasta resumirlas en el tono a la vez cauto y exaltado de su conversación y que se sintetiza en una escritura deliberadamente familiar (o personal), pero tendida como un matiz que arraiga en voces profundas de un pasado no reconocible. La presente edición* recoge tres obras de Castañón. La primera de ellas, Fuera del aire, publicada a los veinticinco años muestra, curiosamente, cuanto desaparecerá en la segunda (El Reyezuelo). Aquélla está integrada por un conjunto de textos cuyos “jugos aéreos” se apoyan en una prosa ceñida, que rechaza exigirse como narración, rememoraciones o iluminaciones súbitas, pero que no omite ingredientes de todo eso y un líquido trato entre lo poético y el humor. Se abre, desde luego, con vagabundeos geográficamente indeterminados, en los que lateralmente podemos reconocer el mundo heleno. Ya allí se nos dice que “viajando, recobramos nuestra propia experiencia [...]” y “otras tantas inocencias y otras tantas miradas gozosamente heridas por el estupor”. Veremos esponjarse los objetos y a alguien (¿Magritte?) que busca otros espacios. Tendremos la razón de ser feliz para un vendedor de gelatinas; un charlatán (“aquel animal obtuso y cortés”) en el desierto; la confesión de un “chupador”, etcétera. Ninguna de tales escenas pretende buscar o mostrar unidad y continuidad. Más bien son mordiscos al (ilusorio) mundo; pero ya aquí hay alguien que se plagia a sí mismo o que por lo menos anda ocultándose “de un doble que nos roza sin reconocernos”. Ese doble, apenas entrevisto, pasa al primer plano y acalla un tanto la inicial voz expositiva de Castañón en El Reyezuelo: aunque se presentía en cierta conceptualización tapada por las imágenes de Fuera del aire. Donde lo que no pertenece al doble acoge aquel tono personal del que habláramos antes: una emisión de voz sólo posible en un hombre de veinticinco años en 1978. * El Reyezuelo, Monte Ávila, Caracas, 1992.

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El Castañón de El Reyezuelo tiene cinco años más. Plenitud para no desconocerse y para vislumbrar abismos en los otros. Tope para una comprensión de cómo nuestra interioridad es mimada y fragmentada por la sociedad; también para detectar ciertas constantes psíquicas que pueden disfrazarse de belleza, de justicia, de moral, y atravesar los siglos en ejercicio de vileza. La nueva publicación está integrada por dos audiencias y un intermezzo. La primera recoge veintiocho alocuciones y la segunda diecinueve, el intermezzo quince aforismos. El tono es seco, sarcástico. Numerosos nombres romanos y, claro está, el timbre general, nos hacen pensar por lo menos en Marcial y en Séneca. Los tópicos: caricaturas de mujeres, de escaladores en el poder político y literario, la hipocresía, la lujuria, la vanidad, la mentira, la infamia, y, especialmente, el Estado y sus hombres. La cápsula temporal (¿romana?) no aleja tales interdicciones de la cotidianidad en cualquier país latinoamericano. Ya en una “Tarjeta postal” del primer libro alguien se asombraba de encontrar “belleza” en cómo un amigo fue asaltado y degollado. En El Reyezuelo el estilo admonitorio, tensado con palabras que brotan como dinamita, busca siempre un blanco para estallar (“Gala es buena cocinera. Lástima que le quedan tan duros los versos licenciosos. Para hacer poesía ha ido a comprar vísceras”; “Espurio adquiere propiedades a costa de sus virtudes”; “[...] el gusano pasa de manzana a manzana del mismo modo que el matrimonio, institución infecciosa, conlleva al contagio”; “Pretende que las suyas son las pasiones más profundas por el hecho de que las grita”; “La infamia le cuesta al calumniado pero también la pagan quienes la celebran”): pero la limpidez idiomática establece un giro inexorable: el tema será siempre el error, la crueldad. De tal apaleamiento surge esa desazón contemporánea que es la belleza. Nuestro reposo y nuestro placer son un alto en la delirante violencia de los poderes (tv, política, economía). Un mercado del horror, del desequilibrio es ya parte de lo noble. Hay que asimilar, desbordar y rehacer internamente la existencia para que el ámbito de lo bello se convierta en lucidez. No falta en la primera audiencia la comicidad. Pero el Intermezzo desata su carcaj (“La lengua o es una melindrosa nostálgica o es una aventurera”; “Cuando un hombre trabaja con demasia-

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da frecuencia en la cocina es que está cocinando a una mujer”; “La ensalada es como la castidad”) y produce un cambio de ritmo para la avalancha de la segunda audiencia: nada del Estado quedará ahora en pie. Se trata, claro está, de “un Estado tan vasto como el nuestro”. Jueces, foro, culpables o inocentes; los líderes y sus acólitos; el uso del erario, los nombres de las calles como homenajes a ciertos tipejos, la administración en general: nada escapa de estas frases aún más breves que las anteriores. Pero en el texto, no existe un juez que imponga justicia; la voz es anónima y bastante desesperanzada de lograr algún triunfo. Maldice y expone, y en su catarsis nos incluye como lectores de un género poco visto en América Latina. Libro de líneas ígneas, como hubiese querido aquel Franz Tamayo de los Proverbios o el Ramos Sucre de Granizada. Adolfo Castañón ha continuado publicando artículos, y varias narraciones (no aparecen en esta edición) que nos remiten a un aura de fábula. Pensemos, por ejemplo, en “La uña del león”, donde “el tañido de una flauta” suena en un reino de esmalte. Anteriores a ésta, son “Los guías” y otras facciones incluidas en El pabellón de la límpida soledad. En las cuales el doble que ya hemos vislumbrado vuelve a tomar la posición de Fuera del aire: asoma en sentencias, frases vivaces y mordientes (“Escribe como quien va a donar sangre”; “Imaginamos con desazón no exenta de melancolía la cara que pondrán nuestros amigos cuando algún día aludamos a nuestra preferencia inexplicable por esa obra a la que, en el mejor de los casos, ennoblece una respetable mediocridad”), pero la página es dominada por una ejecución gradual, a la vez transparente e hipnótica, de lo narrable. Las contraseñas entre ambas voces pisan un territorio esfumado. También breve, El pabellón de la límpida soledad quiere, sobre todo releer: pero no las obras maestras de cada época o aquellas de “respetable mediocridad” sino sucesos, acciones de la vida diaria (aunque no importa si tales acciones son parte de los oscuramente imaginario). Con frecuencia la frescura de esta prosa deriva de parecer un comentario anterior: el autor se introduce de manera indirecta en la formulación del texto (nos va a dar “un retrato”, “una temporada”, “contraseñas”, “una fábula”, “una disputa”, “un correo”), y así el punto de partida anecdótico salta de claroscuro a la claridad. Pare-

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ciera que al narrador no lo aflojaran las riendas del ingenio. ¡Cuánta ternura —o solidaridad— junto a la burla sintética! Después de reconocerse en los intervinientes de El Reyezuelo, mucho ha ganado la escritura de Castañón con El pabellón de la límpida soledad: aceitadas puntuaciones (con sus hondos pozos para la significación), sutiles trazos para mostrar el ardor o la infancia; hacerse y hacernos, alternativamente, gato y ratón. Si en la actualidad lo bello es tan resbaladizo como la virtud; y si ésta ha ido perdiendo espacio en los libros, quizá podamos no obstante aplicar a Castañón lo que él mismo dijera sobre uno de sus personajes: “Nadie ignora que al morir los hombres virtuosos suben al cielo transformados en libros”. Delta del Orinoco, 30 de diciembre, 1990.

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el bolero: canto de cuna y cama I Toda persona que hable de amor a su amor lo hace con letra de bolero. Hay palabras precisas para decirnos a nosotros mismos que el encuentro con determinado ser está indicando una diferencia; también para reconocer que esa cosa distinta se transforma en pasión: y que triunfamos o somos desdeñados. Finalmente, contamos con esas extrañas palabras que marcan el (lento, progresivo, desgarrado) final del hechizo. Dicho de otro modo: nuestro descubrimiento del amor o su desaparición siempre se convierte en frases o exclamaciones. Nada hay más original en cada individuo que la manera como expresa su pasión o su odio. Y al hacerlo, sin embargo, está repitiendo la letra de algún bolero. No tenemos que ser conscientes del hecho: quienes han sido deliberados o conscientes en este código del enamoramiento y sus matices son los compositores del Caribe: susletras roban la originalidad de nuestros sentimientos, para devolverla bajo la forma de un secreto musical colectivo. La profundidad extrema del amor acude al silencio o al lenguaje de los hechos; pero cuando necesita ser expresado oralmente, sus sintagmas o monosílabos adquieren la exacta extensión de una frase, que bien puede caber en la versificación de un bolero. Hubo una época en la que no existía el bolero y creo que entonces la gente estaba incompleta. El amor carecía de un mensajero público, popular, a través del cual mostrarse. Otros eran los medios cotidianos para la expresión: la mirada, los gestos, una flor, un objeto, el dinero, las leyes, la tragedia o la comedia. Depende del tiempo en que veamos a las parejas atraerse. Y hasta hubo época en que no existió lo que hoy llamamos amor: pero no es ese nuestro tema de hoy.

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El amor en las tierras del mar Caribe y, por extensión, en casi toda la América Latina habla en bolero. Puede haber canciones inolvidables por su melodía o por sus frases. En el bolero ambas cosas están fusionadas tan profundamente, que ningún oyente verdadero podría separar una de otra. Ritmo, melodía, sentido: claves del asunto. Claves que también proceden de las palabras y la manera como se dicen las cosas del amor entre nosotros. No son versos las letras del bolero, aunque muchos bellos versos se cuelan allí: los autores no han buscado la creación metafórica sino la intensidad expresa, comunicante. Por eso, el bolero está cerca del sentido inmediato, es decir, del habla o del susurro. Sin embargo, en su totalidad, el mensaje está versificado. A veces por obra de la rima y del ritmo; a veces porque sus temas (su único tema, para ser exactos) se desarrollan como en un poema.

II Esta misma particularidad oral del bolero es lo que define el destino de sus intérpretes. No todo el mundo puede cantar boleros. Antes de entrar en ese aspecto, concluyamos con los párrafos anteriores: el bolero perdura —a pesar de su metamorfosis— como emblema del amor en América Latina, precisamente por su carácter oral: cada pieza conversa, confiesa o maldice: expone una situación pasional, tal como ésta se presenta en la realidad. Y si así ocurrió a comienzos del siglo xx, nada indica que deje de ocurrir en forma similar. Las raíces del bolero van al fondo inconsciente de la ternura y de la pasión. Allá están las fuentes sentimentales que nutren su presente y su futuro. El bolero canta porque habla: en ese doble borde reside el secreto de su duración, de su aceptación. Dicho esto, podemos continuar con la actualización o transitoriedad de sus intérpretes. Cada cierto tiempo (sobre todo en la última década) las fábricas de discos ponen a una nueva figura de la canción, o a algún cantante ya famoso en otras áreas, a grabar boleros. El éxito es inmediato y hasta puede vender millones de grabaciones. Tal será el caso de Luis Miguel. Pero tanto él como los otros con quienes se experi-

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mentó, son temas transitorios. Su popularidad como boleristas no perdura. El bolero los bendice, los besa: se transfunde, se difunde, actualizándose, y los abandona. No han nacido como boleristas: en sus voces y en sus arreglos pervive un sospechoso afán de balada y de moda; no poseen el misterio erótico imprescindible. Hablaré ahora de dos cantares actuales para matizar lo que quiero decir, Gloria Estefan representa un fenómeno único: el traslado político (y en cierto modo natural: por los límites marinos) del bolero a terrenos norteamericanos. Hablo de terrenos, ya que ni la geografía ni el alma de Miami, pertenecen a la cultura de las Antillas. El antiguo refugio para los gringos (en su mayoría viejos), que huían del invierno, convirtió su célula latina de los años cuarenta y cincuenta en un complejo organismo social compuesto casi completamente por cubanos. Si el bolero (y la rumba y el mambo) era bailado allí en casinos y boites, por gringos de madera, tiesos y secos, la emigración cubana fue inyectando calor, vivacidad, sabor y hasta melancolía al baile y a los oyentes. Gloria Estefan es un refrescante producto de esa novedad social. En su contra tiene el hecho de resultar un producto sostenido por fabricantes de música y espectáculo. Pero no hay duda de que su voz (limitada, dúctil, susurrante) se alinea en una larga tradición: la de Eva Garza y Virginia López. Esto la convierte en una modalidad necesaria y espléndida: el bolero refinado, casi espontáneo, pero firmemente arraigado en los cánones del género. También a su favor cuenta una instrumentación límpida, el adecuado uso de recursos electrónico y los discretos textos de sus éxitos. La otra bolerista de este fin de siglo es, absolutamente, una bête noire como intérprete. Es sobria (casi inmóvil) durante sus espectáculos; intuyo asimismo que su vida privada es elemental y media. Pero tras esta impresión que me produce, se revela, pleno, hiriente, poderoso, original el genio del bolero. Hablo desde luego, de Paquita la del Barrio. Y sin exagerar, a la vez que considero que ella resume todo un siglo de boleros, que en sí misma representa una edad de oro para éste, puedo decir que tal vez Paquita la del Barrio sea la última gran sacerdotisa actual del bolero. El secreto reside en su voz: no importan su vida en general ni su repertorio ni otro accesorio: Paquita la del Barrio es sólo voz, y esa voz es la del deseo en su magnífica precisión, en su inevitable ambigüedad; es

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la voz de la sexualidad y del placer, del engaño y la pérfida, del odio, del desprecio: de la exacerbada sensibilidad del amante (con o sin amada). Más tarde volveré sobre Paquita. Pero quiero dejar flotando una frase inquietante del novelista y pensador francés Pascal Quignard, cuya obra Todas las mañanas del mundo fue llevada al cine con delicado éxito mundial. Esa frase dice: un hombre sólo es un hombre en el momento de la erección.

III ¿Qué edad podemos dar al bolero? Como para tantos fenómenos de la cultura popular, no hay una fecha de nacimiento exacta. Pero por oposición, la natural presencia del danzón y, un poco después, de la rumba, nos permite reconocer que la necesidad de contraste, entre músicos y bailadores, iba a requerir de un ritmo lento: los primeros avances de las expresiones amorosas en público. Si una pieza como “Adiós Mariquita linda”, compuesta por un autor de Michoacán en 1925, se impone en México y traspasa la frontera de Norteamérica es porque, en esa década, los ritmos procedentes de la canción han ido alterando sus compases y ya el bolero es generalmente aceptado. En todo caso, hubiera bastado una fácil alteración rítmica en la famosa canción “La golondrina”, posiblemente compuesta hacia 1870; o en la no menos famosa “La paloma” de 1866, para que desde entonces el bolero hubieses hecho acto de presencia. No hay duda, en cambio, de que la inauguración de la radiodifusora xew, la Voz de América, en México iba a marcar el establecimiento, la popularidad, la difusión del bolero y sus intérpretes en todo el Caribe. Había nacido el inexorable paralelismo entre el bolero y la radio, que aún hoy continúa. Decir radio es decir cantantes, músicos y, desde luego, compositores. Ya en la estación xew está un joven y oscuro compositor elevando la gloria de su talento, que llegará hasta nosotros: Agustín Lara. Y entre los intérpretes, el primer círculo de los clásicos: Alfonso Ortiz Tirado, Juan Arvizu, Nestor Chayres. Pero ¿de dónde viene esa eclosión rítmica y emotiva, el bolero? En su libro La música afrocubana el estudioso Fernando Ortíz, considera: “En la música

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de Cuba han podido confluir cuatro corrientes étnicas, y que grosso modo pueden denominarse india, europea, africana y asiática, o también bermeja, blanca, negra y amarilla”. A pesar de esto Ortiz niega enfáticamente la influencia del indígena americano en nuestra música. Por su parte, Alejo Carpentier, en La música de Cuba, contrapone el baile aristocrático del minué en La Habana a la aparición marginal de la contradanza. El hecho es de capital importancia para la historia de la música cubana, ya que la contradanza francesa fue adoptada con sorprendente rapidez, permaneciendo en la isla, y transformándose en una contradanza cubana, cultivada por todos los compositores criollos del siglo xix, que pasó a ser, incluso, el primer género de la música de la isla capaz de soportar triunfalmente la prueba de la exportación. Sus derivaciones originaron toda una familia de tipos aún vigentes. De la contradanza en 6 por 8 —considerablemente cubanizada— nacieron los géneros que hoy se llaman la clave, la criolla y la guajira. De la contradanza de 2 por 4, nacieron la danza, la habanera y el danzón, con sus consecuentes más o menos híbridos.

Híbrido o no, también de allí deriva rítmicamente el bolero, que habría de adquirir relevancia sobre todos aquellos otros tipos musicales. Para cerrar estas líneas, veamos esos orígenes del bolero según el especialista Néstor Leal: Nacido gracias a un progresivo cruce de influencias —en el que participaron de un modo u otro, a lo largo de las primeras décadas de siglo, la llamada habanera, la romanza operática, la canción vals, el son, la clave, el danzón, el fox-trot y aun el blues—, la trayectoria del bolero la inauguran por una parte, autores vinculados por formación y aprendizaje a la opereta y la zarzuela —como Roig, Granet y Lecuona—, o al teatro de variedades y la radio —como Cárdenas, Grever, Hernández, Lara y Esparza Oteo— durante una época —la de los años 30 […].

Añade Leal que entre los primeros intérpretes de ese lapso se cuentan, sobre todo en México, tenores y barítonos ligeros, como algunos de los ya nombrados, y José Mojica, Tito Guízar, Juan Puli-

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do, Pedro Vargas. Además, las mezzo-sopranos y contraltos Esther Borjas, Margarita Cueto, Rita Montaner. Presencia francesa y española (¿puede haber bolero sin guitarra y sin requinto?); presencia africana en todo el Caribe: la riqueza percutiva de nuestra música no oculta su lenguaje de tambores. ¿Y lo indígena? Tal vez sea arriesgado decirlo, pero creo que el aporte indígena al bolero —aporte importantísimo— no consiste en elementos instrumentales o técnicos: tal rasgo consistiría en una expresión de carácter. Tapado por la confluencia de culturas, hay un sentido del erotismo, mejor dicho, de la expresión erótica antillana, que ha permanecido oculto durante siglos: el langor, la sensualidad mórbida, la contenida pasión que se agita como lenta serpiente hasta explotar en el frenesí corporal. Ritmo, música y letra del bolero unen a todos sus componentes internacionales en un riguroso determinismo: la cadencia sinuosa, insegura, sobresaltada; ardiente y tierna, pero también trágica del alma indígena. Desde Cuba prolifera el bolero como expresión estética; México —país de inmensa población indígena— lo acuna y lo devuelve a las masas. Todo el Caribe lo ha celebrado durante estos cien años como su canto de cuna, de cama.

IV Motivo, fetiche y sentido del bolero es la pareja. Pero si dentro de letra y música este centro todo lo vitaliza, no menos paralelo es el proceso del bolero en la realidad. Fueron mujeres las que popularizaron hace cien años piezas como “La golondrina” y “La paloma”. Si hubo que esperar bastante para que las novelistas, las pintoras y las ensayistas adquiriesen un sólido rango intelectual en América Latina, el bolero permitió muy tempranamente en nuestro siglo xx que las compositoras maduraran con esplendor. Cierto que cerca de ellas están las voces de las poetas: Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y aquella alondra del Kitsch: Berta Singerman. Y que los éxitos musicales comienzan a tener firmas masculinas: Agustín Lara, Guty Cárdenas. Pero por primera vez en el continente las mujeres van a expresarse con intensidad absolu-

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ta: el bolero les permite la confesión, el erotismo, la nobleza y también el mal gusto. Consuelo Velázquez y María Grever son emblemáticas. También Ernestina Lecuona, Isolina Carrillo, Marta Valdéz, Emma Elena Valdemar, María Luisa Escobar, Myrta Silva, entre otras. Desde la realidad hacia esa ficción personalizada que es el bolero, las mujeres dilucidan cosas de su condición y su destino, como apenas comenzaban a hacerlo las heroínas de Teresa de la Parra y, más tarde, de María Luisa Bombal. El bolero constituye nuestra primera literatura femenina de envergadura; literatura que se convierte en el aroma de la música, y que de algún modo está respondiendo a la percepción de los compositores masculinos. Son éstos demasiados y demasiado famosos para nombrarlos aquí. Voy entonces a hablar más sintéticamente de algunos intérpretes del bolero, hombres y mujeres.

V No es justo hablar de dos grandes figuras mexicanas como cantantes, porque no lo han sido. Pero sus obras poseen tal grado de pasión o de sinceridad que hasta en ellos sus mismas defectuosas (y pobres) voces han terminado por hacérsenos familiares. Son, en los extremos del bolero mexicano, Agustín Lara y Armando Manzanero. En ellos escuchamos sus composiciones, no sus voces. ¿Podría alguien cantar las sexuales piezas de Lara, sin ese ronco susurro, sin ese piano? El misterio del creador ha traspasado las fronteras de la estética sonora. Algo similar ocurre con Manzanero, aunque, para decir la verdad, en menor escala. Tal vez porque Agustín Lara representa el abismo del pathos, mientras Manzanero expone la voz de lo cotidiano, aun en la pasión. Aquel es sombra, droga y terciopelo; éste apartamento moderno, auto, calle. En principio el bolero estuvo muy cerca de la romanza (zarzuela, opereta). El doctor Alfonso Ortiz Tirado y el barítono colombiano Carlos Ramírez guardan esa huella. Se canta al amor, es cierto pero también la voz debe ser expuesta como un instrumento extraordinario. En esta línea seguirán las voces de Néstor Chayres, de Jorge Negrete, de Arvizu, de Víctor Hugo Ayala, hasta la perfección de Alfredo Sadel.

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No olvidemos que a partir de 1940 cada país latinoamericano va a tener por lo menos una gran ciudad. La polaridad establecida por México, Buenos Aires, Santiago y La Habana, se riega hacia grandes centros urbanos en los que la radio, las grabaciones de discos, la prensa y luego la televisión, forjan nuevas jerarquías para la popularidad. El cantante está más próximo a las masas. Aumenta el número de intérpretes y, por qué no decirlo, se banaliza un tanto el misterio de la canción. Las nuevas voces responden a estas características. Ramón Armengod, Bobby Capó y Pedro Infante están muy cercanos; también Machín, Daniel Santos, Panchito Risset. los panchos Los Panchos son como el Ave Fénix: han renacido mil veces. Estamos a casi cincuenta años de su aparición, y todavía se les escucha, se buscan sus grabaciones. Quizá no exista pareja alguna en América Latina (y en muchas otras partes de la tierra) que no haya amado con las voces de Los Panchos al fondo. Estoy hablando del trío integrado por Gil, Navarro y Avilés; ya que en estas décadas numerosos cantantes y guitarristas también han formado, transitoriamente, parte del trío. Pensemos, por ejemplo, en esa especie de contratenor que fue Johnny Albino. Los Panchos son una de las glorias del bolero; melosas, brillantes introducciones a sus piezas. Un ritmo levemente acelerado y el excelente acoplamiento de tres voces que parecen la misma marcando sus diferencias. Todas estas características, aunadas a un repertorio de gran originalidad melódica y a la popularidad que presta el cine, llevaron sus canciones a todos los rincones. ¿Quién puede olvidar “Un siglo de ausencia”, “Flor de azalea”, “Mi último fracaso”? Esto no significa que Los Panchos hayan sido el mejor o el único trío; pero sí aquel que se arraigó profundamente en el gusto latinoamericano. bola de nieve Mientras en México se establecen las composiciones de Agustín Lara, entre 1930 y 1940, en Cuba un joven profesor de matemáticas va cambiando ese destino diurno por el piano, en la orquesta de Ernesto Lecuona. También dirigirá esta orquesta. Pero lo más impor-

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tante de su juventud es la composición de algunas piezas (rumbas, boleros), que hoy escuchamos con admiración. Aunque podemos discernir el tejido de Debussy bajo sus manos, Ignacio Villa o Bola de Nieve lo que desea es la noche, el cabaret y cantar. Su voz ronca, apta para transmitir inusitados sentimientos (desde la ternura hasta la risa), triunfa en Nueva York, en París, Madrid, México, Buenos Aires. Su voz de “persona” como él mismo dijera, termina convirtiéndose en clave fascinante del bolero. Mucha música de Eliseo Grenet ha interpretado Bola de Nieve (“Espabílate”, “Belén”); pero del último resulta memorable “Tres motivos de son” con letra de Nicolás Guillén. Sin embargo, en el bolero Bola de Nieve compone, canta o mejor dicho construye un monumento de la sensibilidad, de la intensidad secreta. Son varias sus obras maestras: “Si me pudieras querer”, “Tú me has de querer”, “No siento”. Pasión y vacilación: certeza y duda: esos límites dorados que definen al deseo constituyen el cerco mágico de Bola de Nieve. En ese cerco hemos quedado para siempre. alfredo sadel Sadel se eleva desde Caracas hacia La Habana, Bogotá, México y Nueva York en la década de los cincuenta. Su juventud, su gallarda presencia y, desde luego, un timbre prodigioso, lo convierten en figura solar del bolero. De familia humilde (como casi todos los boleristas), pero con prolongados estudios musicales, salta de la radio al disco long playing, lo cual le permite mostrar de una vez su alta gama interpretativa. Casi no hubo canción y género que Sadel no interpretara (o que grabara, y quizá esto no le fue favorable). Voz poderosa y a la vez íntima, dicción impecable, matices inusitados; pero sobre todo una riqueza armónica singular, protegen su voz por sobre todas las modas. Como sus admirados Néstor Chayres y Carlos Ramírez, también él se vio tentado por la ópera. No en vano recibió elogios de Ernst Karajan; también de Benny Moré. En otra ocasión he anotado que aún los más aplaudidos intérpretes de la música tropical (Jorge Arvizu, Ortiz Tirado) apoyan su historia musical en la aptitud para trasmitir, para la elaboración

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sentimental del sonido, pero también en el artificio. Un prodigio como Benny Moré depende casi exclusivamente de su naturalidad. Sadel encarna una divergencia, sus condiciones vocales le permiten asumir una actitud intelectual ante su arte: es un bolerista que canta con la inteligencia. Quiero completar este brevísimo (y muy personal) panorama del bolero, hablando sobre tres figuras femeninas: elvira ríos Es la voz más profunda del bolero; no sólo por la humedad de contralto que contiene su voz (muchas otras grandes boleristas poseen este registro: es más, el bolero nació para estas voces), sino porque Elvira Ríos canta desde los más recónditos nudos de la pasión y la soledad. En ella las sílabas se separan unas de otras; las palabras contienen un túnel cuyo significado es deseo y angustia, pero también cálculo, fría metamorfosis del desengaño. Triunfa desde los años treinta y su presencia es de algún modo la historia del bolero. Pasa a Hollywood, donde nada altera su estilo hierático y sugerente. Tal vez sea, en la canción, el equivalente, para Andrea Palma, la fatal “mujer del puerto”. Misteriosa, total, la voz de Elvira Ríos no sólo consagró piezas como “Janitzio” de Agustín Lara sino también “Ausencia”, “Amor de mis amores” y “Noche de ronda” del mismo compositor. Néstor Leal en su libro sobre el bolero nos dice: “Elvira Ríos quiso que el bolero ascendiera a categoría de monólogo, al nivel, digamos, del arte dramático”. toña la negra Carmen Peregrino, la “sensación jarocha” confirma una vez más la fuerza avasalladora (y no por eso menos secreta) de lo mexicano en la cronología del bolero. El cine no fue significativo para su carrera, porque su voz lo dice todo. De nuevo estamos en presencia de una voz grave, insinuante; de poderosas inflexiones eróticas. Quizá Toña la Negra sea, ya que hemos hablado de paralelismos, la contrafigura de Benny Moré. En ambos la cadencia, la sugerencia expresiva arden y fascinan. Prácticamente recorrió con sus grabaciones todo el continente y sus innumerables éxitos no logran borrar dos boleros (escritos por

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hombres) que polarizan el sentido de sus interpretaciones: “Cenizas”, convincente y amargo; y “De mujer a mujer” verdadero grito de Walkiria en el trópico. Con esta cantante, el género se mantiene como un reino donde prevalece ese extraño fenómeno que es la personalidad vocal. paquita la del barrio No conocemos su verdadero nombre; tal vez no lo necesite. Y si aquí hemos indicado algunas afinidades entre voces, ahora nos permitimos sugerir que este milagro sonoro se hace posible porque la actitud interpretativa y sobre todo las letras de su repertorio, parecen provenir de figuras desafiantes en la canción mexicana como Lucha Reyes y Chavela Vargas. Desde un punto de vista estrictamente tímbrico, Paquita quizá esté en la línea de Amparo Montes, Lupe Serrano y de Olga Guillot. Sin ninguna duda, Paquita es la más extraordinaria cantante de bolero en este fin de siglo ¿creo haberla entrevisto hace veinte años, anónima y menos rubia, en uno de esos bares de México su ciudad, por los lados de la Alameda? Hace cinco años volví a encontrarla, en su propio local, y acompañada por un versátil conjunto (guitarras, bajo, acordeón, saxo). México y España se le han rendido: esa mujer de potente figura, no deja de ser comedida en escena, aunque incluye una exhortación hablada en medio de sus canciones: “¿Me estás oyendo, inútil?”. El éxito, el magnetismo de una estrella como Paquita la del Barrio oculta varias causas. Aparte de su resistencia física (buena garganta, pulmones como bombas de aire), de su timbre turbador, debemos reconocer que ella es un fenómeno construido por sus oyentes: no por campañas de prensa, por fabricantes de discos o insoportables programas de televisión. Sus millones de escuchas la han elegido por voluntad propia, por esas hondas afinidades musicales, no por imposición comercial. No es cantante de un solo éxito; a pesar de la popularidad de sus grabaciones, que ya son muchas, bien puede afirmarse que Paquita es una figura ajena a los medios. Esto explica el por qué de su ascenso y cómo será escuchada (igual que otros grandes boleristas) durante mucho tiempo. Manuel Vázquez Montalbán en su Cancionero general de 1972, ya hablaba de la cosificación de las canciones. Podemos añadir que

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actualmente música e intérpretes populares han sido convertidos en objetos: se venden como necedades durante años tras años y después… un sustituto y el silencio eterno. La otra causa pudiera residir, como es lógico, en su repertorio. Cierto que ella interpreta algunos boleros de autores conocidos (“Aunque tengas razón” de Consuelo Velázquez, “Desperdicio” de Felipe Valdés Leal, “Perdámonos” de Mario de Jesús, entre otros) pero un olfato indescriptible la ha llevado a que los compositores pertenezcan a décadas anteriores y que sus piezas hayan sido ignoradas; no importa que hoy algunos músicos compongan para ella: Paquita tiene el mágico instinto de hallar un hilo coherente en esas obras: el desenfado, el desparpajo, la ironía, la esclavitud de la mujer ante el hombre o la sumisión de éste. El amor como extremo sublime de la existencia; la pasión convertida en porquería, junto a sus protagonistas. Nadie escapa a la voz implacable de Paquita. Si Toña la Negra se atrevía a amenazar “de mujer a mujer”, Paquita sabe manipular y confesar que “tres veces te engañé: la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer”. El nuevo, viejo bolero en la voz nocturna de Paquita demuestra que en el sentimiento más puro puede sonreír un puñal.

VI Cierro mis palabras de esta noche, volviendo a la frase que el ensayista francés Paul Quignard escribió en su reciente libro Le sexe e l’effroi. Concluye él que un hombre sólo es un hombre en el momento de la erección. Podemos disfrazar la pasión bajo cualquier eufemismo: ternura, amistad, locura, amor: en el fondo sabemos que la obsesión por otra persona tiene un nombre simple: deseo. Se desea aquello que necesitamos poseer, sabiendo que en la verdadera posesión no hay sujeto ni objeto. Es un momento del absoluto en que ambas partes se funden. El falo, entonces, puente de la posesión no pertenece durante la cópula ni al hombre ni a la mujer: es de ambos. Sin embargo, para realizar ese instante perfecto, el hombre tiene como misión estar erecto. En su sexualidad es suyo el mundo y la amada: y a ellos se entrega, erecto. En su ofrenda culmina la existencia.

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Este punto culminante de la pasión ha sido, tácita o explícitamente, el centro (el corazón) del bolero. Se escribe, se canta, se baila un bolero como prólogo o epílogo al momento de la fusión amorosa. Estamos ante la cara del amor que responde al placer, a la plenitud. Pero Quignard añade enseguida cómo el taedium vitae (o descenso vital) viene después del orgasmo. Según él este rasgo de nuestra civilización es herencia de la Roma imperial. Lo importante es que, al encogerse el falo, también se recoge simbólicamente el universo. El vacío de la pasión halla aquí su correspondencia: puede durar unas horas o minutos si se tiene cerca de la persona amada; durar toda una vida, si acaso hubo ruptura sentimental. Entre ambos extremos —la erección, la flacidez— el bolero registra un territorio sin frontera. Conferencia realizada durante las “Conferrumbas” Caracas, 1995.

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Ediciones, ucv, Facultad de Humanidades y Educación: Comisión de Estudios de Postgrado. sanoja Obediente, Mario. (1997). Historia mínima de la economía venezolana. Caracas: Fundación de Los Trabajadores de Lagoven. sans, Juan Francisco. (1997). “Nuevas perspectivas en los estudios de Música colonial venezolana”, en Revista Musical de Venezuela. No. 35. Caracas: Fundación Vicente Emilio Sojo. suárez de urbina, Antonio José. (1995). Cursus philosophicus: Antonij Sphi Suaretij de Urbina. Edición de Ángel Muñoz García; Lorena Velásquez y Maria Liuzzo. Maracaibo: Universidad del Zulia. Varios autores. (1998). Ensayo para una historia de la filosofía. De los presocráticos a Leibniz. Caracas: Fondo Editorial de Humanidades, ucv. vico, Giambattista. (1979). Autobiografía. Buenos Aires: Aguilar Argentina.

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Índice onomástico

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A Abreu, José Vicente 154 Acevedo de Tailhardat, Concepción 145 Aguado, Pedro 124 Aira, César 215 Alberti, Leon Battista 31 Albino, Johnny 304 Alegría, Ciro 257 Álvarez de Lugo Usodemar, Pedro 182 Andrezejewski, Jerzy 238 Andújar, Francisco de 132 Ángeles, María de [sor] 133, 142 Antolínez, Gilberto 103-105, 123 Añez Gabaldón, Julia 145 Aquino, Tomás de [santo] 77, 90 Araujo, Orlando 162 Arcimboldo, Giuseppe 178 Arcipreste de Hita 264 Arenas, Reinaldo 224 Arguedas, José María 257 Aristóteles 31, 36, 39, 90, 176, 207, 208 Armengod, Ramón 304 Arráiz Lucca, Rafael 191-193, 195 Arredondo, Inés 239 Arroyo, Miguel 102, 103, 105, 107, 108, 112, 123 Arvizu, Juan 300, 304 Arvizu, Jorge 305

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Atxaga, Bernardo 148, 181, 199, 264 Austen, Jane 238 Avilés, Hermino [Los Panchos] 304 Ayala, Víctor Hugo 304 Azorín 263 Azuaje, Ricardo 218, 220

B Bach, Anna Magdalena 129 Bach, Johann Sebastian 129 Balzac, Honoré de 277 Baños y Sotomayor, Diego de 33, 73, 75 Baralt, José María 119 Barreto, Igor 192n Bassani, Giorgio 238 Baudelaire, Charles 64, 208 Bayardo, Luis 154 Bécquer, Gustavo Adolfo 152, 257 Bello, Andrés 46, 76, 122, 125, 132 Benzoni, Girolamo 124 Bergamín, José 235 Bioy Casares, Adolfo 210 Blanchot, Maurice 288 Blanco, José 287 Blanco Fombona, Rufino 182 Blanco Infante, Pedro 130 Bohr, Niels 221

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José Balza Bola de Nieve [Ignacio Villa] 304, 305 Bolaño, Roberto 218, 220, 270 Bolívar, Simón 74 Bombal, María Luisa 210, 213, 273, 287, 303 Bonaparte, Napoleón 73 Bonarroti, Miguel Ángel 31 Borges, Jorge Luis 13, 20, 21, 28, 145, 146, 148, 149, 157, 158, 162, 175-179, 182, 212-214, 217, 218, 250, 264 Borbón, Juan Carlos I de 187 Borbones 73 Borjas, Esther 302 Bosch, Hieronymus 24 Botticelli, Sandro 31 Bouhours, Dominique 39 Boullosa, Carmen 218, 249, 271-274 Bradley, Francis H. 245 Brandt, Federico 114 Briceño, Alfonso 77, 78 Briceño Guerreo, Manuel 101 Britto García, Luis 214 Bruni Celli, Blas 70, 71 Bruno, Giordano 91 Bryce Echenique, Alfredo 214, 217, 222

C Caballero, Manuel 153 Cabré, Manuel 113, 114 Cabrera Infante, Guillermo 184, 214 Cadena, Pedro de la 125 Cadenas, Rafael 129, 153, 160, 163, 169, 171-174, 249 Calcaño, José Antonio 71 Calderón de la Barca, Pedro 11, 12 Camoens, Luis de 47, 53

Camps, Victoria 249 Campos, Julieta 239 Camus, Albert 181, 241, 257 Capó, Bobby 304 Carballo, Enmanuel 237 Cárdenas, Guty 301, 302 Cardoso, Lúcio 184 Carpentier, Alejo 64, 209, 215, 301 Carrasquer, Antonio Basilio 131 Carrillo, Isolina 303 Carvajal, Jacinto de [fray] 126, 130 Casas, Bartolomé de las 124 Castañón, Adolfo 212, 218, 249, 287-292, 203 Castellanos, Juan de 117, 124-127 Castillo, Abelardo 217 Castillo, María Josefa Paz del (ver Ángeles, María de los) Castillo Zapata, Rafael 192n Castorena y Ursúa, Ignacio de 33, 77 Cavafys, Constantino 170 Celorio, Gonzalo 218 Cervantes, Miguel de 189, 227, 231 Cey, Galeotto 124 Cicerón 31, 35, 39, 208 Cobo Borda, Juan Gustavo 256, 286 Colina, José de la 239 Coll, Armando 192n Coll, Pedro Emilio 122 Coll y Prat, Narciso 106 Colón, Cristóbal 80, 123, 124, 207 Colón, Hernando 124 Compton-Burnnett, Ivy 242 Conan Doyle, Arthur 257 Connolly, Cyril 20, 239, 288 Conrad, Joseph 219, 238 Contreras, Gonzalo 215, 218, 219, 220, 224

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Índice onomástico Cordoliani, Silda 141-144 Cortázar, Julio 148, 177, 182, 213, 215, 217, 236, 240, 254, 264, 280 Cortés de la Cruz, Agustín 43 Cruz, Juan de la [san] 152, 169 Cruz, Juana Inés de la [sor] 33, 3538, 43, 77, 182, 227, 228, 232 Cruz Kronfly, Fernando 217 Cuadra, José de la 213 Cubillán-Fonseca, Luis 33 Cuesta, Jorge 287 Cueto, Margarita 302 Cuevas de Guatire, Juan Lorenzo 127 Curtius, Ernst Robert 209

Ch Chacón, Alfredo 165 Chamfort, Nicolás de 20 Chaunu, Pierre 200 Chayres, Néstor 300, 303, 305

D Dante [Aliguieri] 218 Darío, Rubén 55-58, 162, 208, 211, 212, 228 Debussy, Claude 305 Del Monte 119 Delgado Chalbaud, Carlos 153 De Man, Paul 286 Dery, Tibor 238 Descartes, René 91 De Stefano, Victoria 269, 270 Días Cienfuegos, Faustino 117 Díaz, José Domingo 106 Díaz Rangel, Eleazar 153 Dietricht, Marlene 239 Díez Madroñero, Diego Antonio 73, 127 Dion Crisóstomo 32

Doctor Angélicus (ver Aquino, Tomás de) Doctor Subtilis (ver Escoto, Duns) Domínguez, Jesús María 273 Domínguez Camargo, Hernando 55-58, 61, 62, 64-67, 208-210, 215, 229 Domínguez Michael, Christopher 212, 232, 274 Donoso, José 280 D´Ors, Eugenio 64, 209, 288 Dos Passos, John 243 Dostoievski, Fiódor 257, 277 Duarte, Carlos 131 Dumas, Alejandro 152 Duno, Pedro 154

E Echavarren, Roberto 241 Eco, Umberto 23, 177, 286 Eguiarreta, Juan de [padre] 130 Einstein, Albert 221 Eliot, T.S. 158 Elizondo, Salvador 249 Eltit, Diamela 215, 218 Emerson, Ralph Waldo 172 Erasmo de Rotterdam 91 Escher, Maurits Cornelis 188 Escobar, María Luisa 303 Escoto, Duns 77, 90 Esparza Oteo, Alfonso, 301 Espinosa Medrano, Juan de (ver Lunarejo, El) Espinoza, Pedro 154 Estefan, Gloria 299 Estévez, Antonio 115, 116

F Falla, Manuel de 145 Faría y Sousa, Manuel de 47, 48, 51, 53, 229

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José Balza Federmann, Nicolás 124 Feijoo y Montenegro, Benito Jerónimo 78, 81 Felipe IV 77 Fernández, Macedonio 215 Fernández de Navarrete, Martín 124 Fernández de Oviedo y Valdéz, Gonzalo 124 Fernández de Piedrahita, Lucas 124 Fernándo II de Aragón [el católico] 19, 73 Figarella, Inés 151 Figueroa, Gabriel 244 Ford, John Maddox 238 Fraile, Medardo 261-267 Francisca Antonia 117 Frost, Robert 172 Fuentes, Carlos 210, 214-217, 240, 280

G Galarraga, Andrés Gato 181 Gallardo, Lino 109, 110, 112 Gallegos, Rómulo 182, 213 García Bacca, Juan David 69, 71, 77, 78, 90 García Calderón, Ventura 147 García de Mariones (ver Gracián, Baltasar) García Márquez, Grabriel 213, 277 García Lorca, Federico 199 García Ponce, Juan 239 Garmendia, Julio 145-147, 149, 185, 192, 213, 264 Garmendia, Salvador 215 Garza, Eva 299 Génette, Gérard 181, 286 Giacometti, Alberto 64, 209 Gil, Alfredo [Los Panchos] 304

Girad, René 162 Gödel, Kurt 221 Gombrowicz, Witold 238 Gómez, Juan Vicente 146 Gómez de la Serna, Ramón 263 Goncharov, Iván 277 Góngora, Luis de 11, 47-49, 51-54, 63-65, 199, 210, 228, 233 González, Fabiana 74 González, Salustio 192 González León, Adriano 124 Gracián, Baltasar 11-29, 65, 69, 145, 148, 149, 178, 210 Gracián Infanzón, Lorenzo (ver Gracián, Baltasar) Granados, Otto 287 Granell, Manuel 99 Granet, Eliseo 301, 305 Grases, Pedro 120, 121 Greco, El [Doménicos Theotokópoulos] 65, 210 Grever, María 301, 303 Guerra, Lucía 215 Guerrero, Gustavo 181-184 Guillén, Nicolás 305 Guillot, Olga 307 Guízar, Tito 302 Gumilla, José 86, 124

H Haydn, Joseph 75 Heisenberg, Werner 221 Henríquez Ureña, Pedro 212 Hernández, Filisberto 146, 148, 213 Hernández, Rafael 301 Hernández, Miguel 199 Herrera, Antonio de 124 Herrera, Jorge de 126 Herrera y Ascanio, Nicolás de 3335, 38, 77, 132

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Índice onomástico Homero 283 Hopper, Edward 188 Horacio 52, 132, 208, 283 Hoyos, Andrés 218 Hubard, Julio 285 Hugo, Víctor 257 Huidobro, Vicente 174, 228 Hume, David 249 Hurtado de Mendoza, Antonio 14

I Ibarbourou, Juana de 302 Inca Garsilaso de la Vega 43, 207 Infante, Ángel Gustavo 224 Infante, Pedro 304 Isócrates 39 Izaguirre, Rodolfo 154

J James, Henry 219, 238, 239, 241, 242 Jesús, Mario de 308 Joyce, James 177 Juan Carlos (ver Borbón, Juan Carlos I de) Juan Manuel [don] 264 Jung, Carl 257

K Kafka, Franz 185, 277 Karajan, Ernst 305 Kipling, Rudyard 257 Klossowski, Pierre 288 Krauze, Enrique 249 Kuhn, Thomas 175 Kusniewicz, Andrzej 248

L La Bruyère, Jean de 22 Laguna, Marquesa de la [María Luisa Manrique de Lara] 40

Lairet, Germán 154 Lamas, José Ángel 75 Landa, Josu 197, 199-203, 218 Lara, Agustín 300-304, 306 Lara Zavala, Hernán 218 Lastanosa y Baraíz de Vera, Vicencio Juan de 11, 14 Lawrence, D. H. 170 Lazo Martí, Francisco 125 Leal, Néstor 301, 306 Lecuna, Juan Vicente 119, 145, 149 Lecuona, Ernestina 303 Lecuona, Ernesto 145, 149, 301, 305 Lerma, Francisco José de 74 Lerner, Elisa 141, 162 Lessing, Gotthold Ephraim 32 Lezama Lima, José 51, 64, 182, 209, 213, 224, 285 Libertalla, Héctor 212, 215, 217, 218 Lichtenbrg, Georg Christoph 89, 277 Liscano, Juan 157, 162 Liszt, Ferecz 221 Lope de Vega, Félix 11, 12 López, Juan Pedro 74, 77 López, Virginia 299 López de Gómora, Francisco 124 López Méndez, Luis 122 López Orihuela, Dionisio 153 López Rueda, José 261, 263, 267 Lovera, Juan 108-112, 123 Lowry, Malcolm 238 Loyola, Ignacio de [san] 57, 59, 61 Lubitsch, Ernst 246 Luciano de Samosata 39, 211 Luis Miguel 298 Lunarejo, El 43, 46-55, 65, 210, 213, 214, 216, 229

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José Balza Luzán, Ignacio de 84

M Machín, Antonio 304 Magritte, René 290 Mallea, Eduardo 213 Mann, Thomas 177, 219 Manzanero, Armando 303 Mansfield, Katherine 278 Marcial 15, 291 Mariátegui, José Carlos 257 Márquez, Alberto 192n Márquez, Leonardo 192n Marrero, Baltasar 134 Marta Sosa, Joaquín 267 Martí, José 43, 49, 54, 162, 211, 212, 228 Martí, Mariano 117 Martín Gaite, Carmen 263 Martínez, Ricardo 188 Martínez Mata 138 Mártir de Anglería, Pedro 124 Mastreta, Ángeles 269 Mata, Humberto 218 Mata Gil, Milagros 215, 218 Melbye, Frederick 109 Melo, Juan Vicente 239 Méndez Guédez, Juan Carlos 185, 186, 189, 190, 218, 221-223 Menéndez Samará, Adolfo 289 Meneses, Gladys 188 Meneses, Guillermo 100, 115, 116, 182, 183, 192, 213, 215, 218, 228, 235, 240, 264 Meo Zilio, Giovanni 56, 58 Miguel Ángel (ver Bonarroti, Miguel Ángel) Mijares, Augusto 98, 119-123, 134, 136 Mijares de Solórzano, Francisco 74 Milán, Eduardo 202, 283-286

Miliani, Domingo 147 Milosz, Czeslaw 245 Miranda, Francisco de 70, 131 Miranda, Juan de 35, 36 Miranda, Julio 162 Miró, Gabriel 263 Mójica, José 302 Monsiváis, Carlos 237, 239 Montaner, Rita 302 Montejo, Eugenio 165, 170 Monterroso, Augusto 148, 214, 277 Montes, Amparo 307 Morábito, Fabio 218, 287 Moré, Benny 305, 306 Moreno, Alejandro 104, 105 Moreno, José Ignacio 82, 129 Moreno de Mendoza, Joaquín Sabás 128-130 Moreno Durán, Rafael Humberto 212, 217-219 Moreno Villarreal, Jaime 287 Morón, Guillermo 71 Mozart, Wolfgang Amadeus 75 Muñoz, José Rafael 154 Muñoz García, Ángel 89-91 Mutis, Álvaro 217, 249

N Nabokov, Vladimir 146, 238, 278 Nariño, Antonio 38 Narváez, Francisco 103, 105 Navarrete, Juan Antonio [fray] 69-72, 76, 79-85, 87-89, 91, 92, 132, 264 Navarro, José de Jesús [Los Panchos] 304 Navas Spínola, Domingo 133 Negrete, Jorge 303 Neruda, Pablo 155, 197, 203 Nezahualcóyotl 43

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Índice onomástico Nietzche, Friedrich 20, 25, 28, 29, 247 Nijinski, Vaslav 170 Noguera, Carlos 215, 218, 224 Núñez, Enrique Bernardo 214 Nuño, Juan 175-179, 182

O Ochogavía, Miguel de 126 Ockham, Guillermo de 92 Olivares, Juan Manuel 75 Onetti, Juan Carlos 184, 213, 215, 217, 218, 228, 236, 240, 264, 286 Oña, Pedro de 47, 207 Ordaz, Ramón 199 Orrego Salas, Juan Antonio 218 Ortega, Julio 253-256, 258, 260 Ortiz, Fernando 300, 301 Ortiz Tirado, Alfonso 300, 303, 305 Otero, Alejandro 115, 116, 249 Otero Silva, Miguel 197 Oviedo y Baños, José de 124 Owen, Gilberto 199

P Pacheco, José Emilio 237, 239, 254, 257 Padilla, Ignacio 222, 224 Padrón, Leonardo 192n Páez Pumar, Mauro 124, 130 Palacios, María Fernanda 162 Palacios, Mariantonia 117 Palacios y Sojo, Pedro [padre] 75, 76 Palma, Andrea 306 Palma Nieto, Alfonso de 61 Palomares, Ramón 125, 165 Palomo, María del Pilar 263 Panabière, Louis 288 Panchos, Los 304 Pantin, Yolanda 192n, 199

Paquita la del Barrio 299, 300, 307 Paravicino y Arteaga, Hortensio Félix 65, 66 Paredes, Condesa de [María Luisa Manrique de Lara] 36 Parpacén, Gil 132 Parra, Teresa de la 115, 192, 213, 240, 303 Paso, Alfonso 261 Paz, Octavio 35, 157, 162, 174, 194, 212, 227-229, 231, 249, 254, 285, 287 Paz Castillo, Fernando 113, 133 Paz Soldán, Edmundo 218, 222224 Perec, Georg 137, 139 Pérez, Rosalina 143 Pérez Galdós, Benito 257 Pérez Jiménez, Marcos 153, 154 Pérez Oramas, Luis 192n Peri, Cristina 254 Pessoa, Fernando 170 Petronio 24 Picón-Salas, Mariano 162, 192, 212 Piglia, Ricardo 212, 217 Pino Iturrieta, Elías 84 Pissarro, Camille 109 Pitol, Segio 184, 215, 217-219, 222, 235, 236-248, 270 Place, Pierre de 157 Planchart, Enrique 109 Planck, Max 221 Platón 31, 52, 175, 211 Platts, Mark 249 Plaza, Juan Bautista 75 Pliniak, Boris 238 Plinio 52 Pocaterra, José Rafael 163, 186, 190 Poliziano, Angelo 31 Preston, Amyas 75

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José Balza Proust, Marcel 181, 185 Puig, Manuel 222, 224, 280 Pulido, Juan 302

Q Quemain, Miguel Ángel 240 Quevedo, Francisco de 11, 12, 228, 248 Quevedo Villegas, Agustín de 77 Quevedo y Villegas, Antonio de [fray] 78 Quignard, Pascal 300 Quignard, Paul 308, 309 Quine, Willard von Orman 175 Quintana Castillo, Manuel 114 Quintiliano 32, 35, 36, 39, 53, 69, 84, 208, 218 Quiroga, Horacio 177, 213, 264

R Rama, Ángel 147, 253 Ramírez, Carlos 303, 305 Ramírez Ribes, María 172 Ramos, Dinorah 143 Ramos, José Luis 132 Ramos Casanueva, María Gregoria 131 Ramos Sucre, José Antonio 5, 24, 25, 28, 133, 137-140, 143, 174, 187, 192, 199, 228, 262, 292 Reverón, Armando 114 Rey Rosa, Rodrigo 148, 213 Reyes, Alfonso 32, 35, 62, 148, 162, 212, 287 Reyes, Lucha 307 Reyes Heroles, Jesús 287 Risset, Panchito 304 Ríos, Elvira 306 Ríos, Julián 184 Rivera, Francisco 137 Rivera, Nelson 192n

Roscio, Juan Germán 133 Rodó, José Enrique 212 Rodríguez, Simón 82, 132 Rodríguez Freyle, Juan 264 Rodríguez Monegal, Emir 212, 253 Rodríguez Ortiz, Óscar 162 Roig, Gonzalo 301 Rojas Guardia, Armando 192n, 199 Rosa, Guimaraes 224 Rosenblat, Ángel 99 Rosi, Luca 197, 199 Rossi, Alejandro 148, 214, 218, 249, 250 Rousseau, Jean-Jaques 288 Ruiz Blanco, Matías [fray] 124 Ruiz de Alarcón, Juan 228, 257 Ruiz Guzmán, Darío 217 Rulfo, Juan 182, 213, 222, 228, 240, 264

S Sabino, Gregorio 51 Sadel, Alfredo 304-306 Saer, Juan José 254 Saint-John Perse 155, 162 Salias, Vicente 132 Salinas y Lizana, Manuel de [canónigo] 14-16 Sambrano Urdaneta, Óscar 147 Sammartini, Giovanni Battista 75 Sandoval, Carlos, 217 Sanín Cano, Baldomero 212 San José, Jerónimo de [fray] 14-16 Sánchez, Néstor 215 Sánchez Peláez, Juan 165, 174, 193, 254 Sánchez Robayna, Andrés 182 Santa Cruz y Espejo, Eugenio de 38-40, 211, 216, 229

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Índice onomástico Santo Tomás (ver Aquino, Tomás de) Santos, Daniel 304 Sanz, Miguel José 132 Sarduy, Severo 64, 181, 182, 184, 209, 212, 213, 215, 224, 270, 280 Sartre, Jean-Paul 175, 243 Sastre, Alfonso 261 Scheler, Max 289 Schopenhauer, Arthur 20 Schrödinger, Erwin 220 Schwab, Federico 44 Segalen, Victor 170 Semprum, Jesús 113, 132, 147, 212 Séneca 22, 35, 191 Sepúlveda, Luis 213 Serrano, Lupe 307 Servet, Miguel 91 Sigüenza y Góngora, Carlos de 86, 184, 229 Silva, Myrta 303 Silva Camarena, Juan Manuel 200 Silva Estrada, Alfredo 165 Simón, Pedro [fray] 124 Singerman, Berta 302 sor Juana (ver Cruz, Juana Inés de la [sor]) Soto, Jesús 249 Spengler, Oswald 200 Stamitz, Johann Wenzel Anton 75 Steiner, George 288 Stevens, Wallace 162 Stevenson, Robert Louis 257 Storni, Alfonsina 302 Suárez, Francisco 77 Suárez de Urbina, Antonio José 77, 79, 89, 90 Suárez de Urbina, Francisco José 90 Sucre, Antonio José de 152

Sucre, Guillermo 5, 69, 151-154, 157-159, 162, 163, 165, 212, 253 Sucre, José Francisco 154 Sucre Ruiz, Juan Manuel 151, 152 Szichman, Mario 197, 199

T Tamayo, Franz 212, 292 Tamayo Vargas, Augusto 44 Thoreau, Henry David 172 Tiziano 87 Toña la Negra [Carmen Peregrino] 306, 308 Toro, Fermín 134 Torre, Juan de la 89 Torri, Julio 145-148, 149, 213, 264 Tournier, Michel 240, 242 Tu Hsun 238 Turgeniev, Iván 239

U Ulloa 124, 125 Urbina, Francisco José de 77, 79 Urzagasti, Jesús 217 Uslar Pietri, Arturo 197, 269 Ustáriz, Andrés 129 Ustáriz, Francisco Javier 76 Urroz, Eloy 224

V Valdemar, Emma Elena 303 Valdés Leal, Felipe 308 Valdéz, Marta 303 Valente, José Ángel 254 Valera Mora, Víctor 222 Valero, Tomás 77, 79 Valle Caviedes, Juan de 235 Vallejo, César 199, 210, 257, 284 Vargas, Chabela 307 Vargas, Pedro 302 Vargas Llosa, Mario 254

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José Balza Vasconcelos, José 257 Vega, Ana Lydia 215 Vega, Garcilaso de la 283 Velázquez, Consuelo 303, 308 Vázquez Montealbán, Manuel 307 Verne, Jules 257 Vespucci, Amerigo 71, 124 Vethencourt, José Luis 104, 105 Vila-Matas, Enrique 148, 245, 264 Villa, Francisco Pancho 148 Villalpando, Cristóbal de 36 Villanueva, Carlos Raúl 153 Villegas, Juan de 74 Villoro, Juan 215, 218, 222, 244, 245, 277-280 Villoro, Luis 249, 250 Virgilio 44 Volpi, Jorge 218, 220 Voltaire 39

W Wagner, Richard 220 Wells, Orson 277 Whitman, Walt 160, 170 Williams, William Carlos 162 Wind, Edgar 31 Wittgenstein, Ludwig 175, 244, 245 Wolfflin, Heinrich 64, 209 Woolf, Virginia 177, 277

X Xirau, Ramón 249

Z Zaïtzeff, Serge I. 146, 148, 149 Zamora, Alonso de 124 Zapata, Pedro León 123 Zapata, Emiliano 148, 289 Zenón 176 Zeuxis Heracleota 32, 34

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Red de autores. Ensayos y ejercicos de autores iberoamericanos, editado por Bonilla Artigas editores, se terminó de imprimir en noviembre de 2010 en los talleres de Servicios Fototipográficos S. A. Francisco Landino núm. 44, Col. Miguel Hidalgo, C. P. 13200, Tláhuac, D. F. En su composición se utilizó la tipografía Serifa y Formata. Para los interiores se utilizó papel bond ahuesado de 90 gramos y para la portada papel couché de 300 gramos. La edición consta de 1000 ejemplares.

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