El síndrome de Beatriz en la literatura hispanoamericana 9783964561619

Este ensayo enmarca la recepción en las letras hispanoamericanas de uno de los personajes esenciales en la literatura eu

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Spanish; Castilian Pages 388 [386] Year 2006

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Índice
Liminar: la selva y las estrellas
I. El síndrome de Beatriz
II. El caballero y la beata Beatrix
III. Las hijas de Rappaccini
IV. De la Divina Comedia a La comedia humana y el caso de Quental
V. Beatriz en el Aleph
VI. La memoria del doble: de Beatriz a Paulina
VII. La estirpe de Solveig Buenosayres
VIII. Bienvenida al infierno
IX. «...Yo soñaba en Beatriz»
X. La «trágica Beatrice de Jalisco»
XI. A orillas del río. De Proust a Cortázar
XII. Eterna y los cristales dantescos
Bibliografía
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El síndrome de Beatriz en la literatura hispanoamericana
 9783964561619

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Vicente Cervera Salinas

El síndrome de Beatriz en la literatura hispanoamericana

Ediciones de Iberoamericana Serie A: Historia y crítica de la Literatura | Literaturgeschichte und -kritik Serie B: Lingüística | Sprachwissenschaft Serie C: Historia y Sociedad | Geschichte und Gesellschaft Serie D: Bibliografías | Bibliographien Editado por | Herausgegeben von Mechthild Albert, Walther L. Bernecker, Frauke Gewecke, Jürgen M. Meisel, Klaus Meyer-Minnemann, Katharina Niemeyer

A: Historia y crítica de la Literatura | Literaturgeschichte

und -kritik, 37

Vicente Cervera Salinas

El síndrome de Beatriz en la literatura hispanoamericana

Iberoamericana • Vervuert • 2 0 0 6

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Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2 0 0 6 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www. ibero-americana, net © Vervuert, 2006 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 4 6 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www. ibero-americana, net ISBN 978-84-8489-264-9 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-285-1 (Vervuert) Depósito Legal: SE-6603-2008 Cubierta: Michael Ackermann Ilustración de la cubierta: fragmento de «The First Anniversary of the Death of Beatrice», de Dante Gabriel Rossetti. Ashmolean Museum, Oxford Impreso en España por Publidisa. The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

índice

Liminar: la selva y las estrellas

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El síndrome de Beatriz

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El caballero y la beata Beatrix

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Las hijas de Rappaccini

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D e la Divina Comedia a La comedia humana y el caso de Quental

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Beatriz en el Aleph

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La memoria del doble: de Beatriz a Paulina

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La estirpe de Solveig Buenosayres

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Bienvenida al infierno

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«...Yo soñaba en Beatriz»

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La «trágica Beatrice de Jalisco»

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A orillas del río. D e Proust a Cortázar

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Eterna y los cristales dantescos

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Bibliografía

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A María Dolores Adsuar, tan viva en estas páginas

Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible. J. L . BORGES

The poetry of Dante may be considered as the bridge thrown over the stream of time which unites the modern and ancient world. P. B . S H E L L E Y

Liminar: la selva y las estrellas

El sujeto de esta investigación tiene nombre propio. El objeto, reconocer sus vestigios en los trazos de una historia, de palabras y versos allende los mares. La figura de Beatriz está vinculada fatalmente con la del poeta Dante Alighieri, en la plenitud de su signo lingüístico, en su significante y en su significado. En el inicio de su peregrinación literaria aparece en las palabras de Virgilio como el móvil amoroso de su presencia mediadora. Estamos en el canto II del Infierno, y el autor de la Eneida aparece para socorrer a un sujeto que se halla perdido en una selva oscura. Desde el Empíreo desciende Beatriz para escoger al poeta mantuano como guía del alma doliente e iniciar su itinerario en la cadena escalonada de los tercetos, por los círculos herméticos del Averno y las rocas escarpadas del Purgatorio, hasta donde ella misma pueda presentarse a la mirada del fiel peregrino como visión. Y desde allí, remontar con él los cielos geométricos de un Paraíso que culmina en la consagración de las estrellas. El itinerario descrito en la Commedia del florentino es un camino que recorre el trecho de la oscuridad y la ofuscación consustanciales a la selva, hasta la irradiación de las constelaciones divisadas desde la bienaventuranza. Una razón sobresale sobre todas, y es la que Beatriz profesa ante Virgilio: el «inteletto d'amore», la razón de amor. Transfigurada en beatitud y hecha de la sustancia de los mitos, sufrirá Beatriz lo que todas las criaturas simbólicas soportan: el comienzo de una larga vida, sometida al tiempo y, por tanto, a los procesos de mutación relativos al imperativo estético, moral o ideológico de las épocas, con sus años y sus leguas. Incardinada en la corriente romántica, asumirá todo el prestigio del idealismo trascendente; volcada en los dominios del sentir existencial, quedará despojada de las insignias de su soberanía y su candor. Transferida al rito de las redes textuales, donde los juegos con la materia literaria reemplazan el reino de la realidad empírica, sentirá el vértigo de esos abismos en que la escritura especula con sus propios signos, de los cuales se sentirá, literalmente, «uno» más, hasta percatarse de su esencia de personaje. Mas también habrá de obedecer a los rigores del trayecto espacial. Desde la Europa del Medioevo, acompañará Beatrice las singladuras transoceánicas

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impresa y editada, compañera de viaje de más de un cronista y dibujada en la imaginación de los primeros criollos humanistas, como criatura que simbolizaba el Eros - e n cierto sentido exótico- de la teología. Desde su primitiva lengua toscana, las palabras de la donna angelicata no serán traducidas al español por ningún erudito o escritor nacido en la América hispana hasta el siglo XIX. Pero desde las últimas décadas de ese siglo convulsivo de la emancipación política hasta la actualidad vivirá Beatriz, tal como habrá de vivirlo su «divina Comedia», un siglo de Oro acorde con la propia esencia dorada de la literatura hispanoamericana en el siglo XX: ese auténtico tesoro de grandezas y ficciones donde la conciencia identitaria del Nuevo Mundo se aunó y fundió con la tradición clásica, produciendo versiones diversas, mestizas y aun opuestas de la cultura europea. Allí donde las estrellas se reflejaban nítidas, más brillantes todavía, en la vorágine de la «otra» selva oscura de América. La finalidad que me movió al iniciar esta investigación no fue otra que la de seguir las huellas de Beatriz en la literatura hispanoamericana a partir de la eclosión de la materia dantesca, que coincide con la extensión del temple romántico y los primeros brotes de la sensibilidad modernista en sus poetas y narradores. Nacen estas páginas fecundadas por dos frases felices, en cuanto participan de profundidad y de belleza, y son, al cabo, fundadoras de un deseo de conocer la materia que encierran. La primera procede de una de las obras más intensas de la literatura. Su autor, el poeta inglés Percy Bysshe Shelley, declaraba en la Defensa de la Poesía: «Dante comprendió los secretos del amor aún más que Petrarca. Su Vita Nuova es fuente inexhausta de pureza de sentimiento y de lenguaje; es la historia idealizada de aquel periodo y de aquellos intervalos de su vida que estuvieron consagrados al amor. Su apoteosis de Beatriz en el Paraíso, y las gradaciones de su propio amor y de la amabilidad de ella, por las cuales, como paso a paso, finge haber ascendido hasta el trono de la causa suprema, son la imaginación más gloriosa de la Poesía moderna. [...] El amor, que sólo en Platón halló entre los antiguos digno poeta, ha sido celebrado por un coro de los más grandes escritores del renovado mundo; y la música ha penetrado las cavernas de la sociedad, y sus ecos han ahogado hasta el estruendo de las armas y de la superstición». El término «renovado mundo» puede interesarnos en el ámbito que pretendo franquear. Acto seguido, añade: «La poesía de Dante puede considerarse como puente tendido sobre el río de la vida, que une el mundo antiguo y el moderno»1. Ésta es la frase que quisiera destacar: la literatura ' «Dante understood the secret things of love even more than Petrarch. His Vita Nuova is an inexhaustible fountain of purity of sentiment and language: it is the idealised history of that

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como puente entre dos orillas, entre dos mundos separados, según Shelley, por la distancia del tiempo. En mi versión de sus palabras, la literatura dantesca también es canal de comunicación entre dos espacios y dos tiempos: río vital entre los continentes que el concepto utópico —paradisíaco, al fin— del «Nuevo Mundo» acercó. Los tercetos de la Comedia -divina, y también humana, de Alighieri— posibilitaron así la confluencia de los remotos ríos europeos, encumbrados por el prestigio secular de su historia y su cultura, como el Arno que vio reflejada la primera sonrisa de Beatriz desde el Ponte Vecchio florentino hasta los «ríos profundos» de América. Pero en este capítulo de las rutas de ultramar, el genio dantesco hubo de aguardar durante varias centurias hasta ver laureada su recepción en el solar del Nuevo Mundo; un compás de espera en la partitura de la historia americana que concluirá, aproximadamente, con la irradiación ideológica de los planteamientos que durante el siglo XIX irán pautando la forja del alma romántica, con su particular «defensa de la poesía». Ello no obsta para un reconocimiento de marcas previas de la matriz dantesca y sus ecos en la sociedad virreinal, que va gestándose desde los inicios de la acción colonizadora hispánica y, con ella, la vigencia de la Edad Media latina con su proliferación en las literaturas europeas. Es importante, al respecto, hacer acopio de referencias sobre la difusión del dantismo, como las que Ernst Robert Curtius vierte en su magnífico trabajo: «En su propia patria Dante estuvo olvidado durante largo tiempo. Alfieri asegura que no había en Italia treinta personas que hubieran leído la Divina Comedia. Según Stendhal, hacia 1800, los italianos no sentían más que desprecio por Dante. Su «despertar» fue obra del Risorgimento, como en Alemania del romanticismo y en Inglaterra de los prerrafaelitas. El redescubrimiento de la Edad Media fue la base común de la dignificación de Dante» 2 .

period, and those intervals of his life which were dedicated to love. His apotheosis of Beatrice in Paradise, and the gradations of his own love and her loveliness, by which as by steps he feigns himself to have ascende to the throne of the Supreme Cause, is the most glorious imagination of moderns poetry [...]. Love, which found a worthy poet in Plato alone of all the ancients, has been celebrated by a chorus of the greatest writers, of the renovated world; and the music has penetrated the caverns of society, and its echoes still drown the dissonance of arms and superstition [...]. "The poetry of Dante may be considered as the bridge thrown over the stream of time which unites the modern and ancient world». Véase Shelley 1986: 95. A Defence ofPoetry fue redactada hacia 1820, un año antes de su trágica muerte, y no fue publicada hasta el año 1840. 2 Curtius 1981 (vol II): 501-502. Dice Curtius en relación a la posición poco elogiosa, con excepción de algunos pasajes del Inferno, de autores como Goethe: «El clasicismo de Weimar no pudo apreciar a Dante; esa tarea quedó reservada al romanticismo».

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En Hispanoamérica, por su parte, el influjo más notable de la tradición italiana será ocupado por la lírica amorosa de Petrarca, en correspondencia a la corriente más en boga en toda la poesía renacentista, de modo análogo a lo que sucede en la metrópoli española. Atestigua Joaquín Arce en su estudio Dante en España-. «En las dos primeras décadas del siglo X V I se llega, por tanto, a la cumbre y sucesiva desaparición de la corriente prerrenacentista de sello dantesco, sustituida rápidamente por el renacimiento lírico imitador de Petrarca» 3 . Lógicamente, la difusión de esta moda en la creación poética es aun más notoria en los virreinatos de América, donde el influjo previo de Dante, que se había dejado sentir en la literatura de finales de la Edad Media, forma parte de la prehistoria de esa «invención de América» confirmada a finales del siglo XV. En efecto, la corriente culta italiana y latinizante que desembarca en las costas americanas aclimata en la obra de sus más eximios cultivadores los tópicos de la belleza y el erotismo de entraña conceptista. Este flujo poético coronará el triunfo del gongorismo ya en el siglo X V I I , como estilema de una transculturación que dará sus frutos propios en la culminación del Barroco criollo, plasmado en el siglo X X por otro mentor del «Paradiso» en las Antillas: José Lezama Lima, en «La expresión americana» 4 . Poetas y letrados españoles como Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva o Hernán González de Eslava llegan a la Nueva España en el siglo XVI, y desde su foco de transmisión cultural irá ramificándose esta dirección petrarquista de la lírica. No obstante, la presencia de la obra y el estilo del Dante no brillarán totalmente por su ausencia. En los sonetos de Francisco de Terrazas, considerado el primer poeta mexicano, hallamos referencias a uno de los sentimientos más hondos del erotismo dantesco, como es el tópico del «nessun maggior dolore», 3

«La renovación de formas y contenidos efectuada por la generación lírica de Boscán y de

Garcilaso de la Vega en particular, condicionará no sólo la historia de la poesía española, sino también la del dantismo hispánico: de hecho serán de ahora en adelante Petrarca y los petrarquistas los nuevos ídolos y la nueva escuela poética«. Esta situación se radicalizará en el Barroco, aunque Arce se muestra cauto al respecto: «Es necesario evitar caer en los lugares comunes del total olvido de la obra dantesca en el Siglo de O r o atribuyéndoselo, entre otros, a los censores inquisitoriales [...]: Dante es un nombre que aparece generalmente en los elencos de los grandes autores, pero no se le siente vivo y actual en cuanto poeta, y es por esto discutido e incluso censurado«. Arce 1999: 745-760. 4

En Obras Completas, vol II (1975-77). Lezama, en el capítulo X I V de su Paradiso-, ofrece una

clave simbólica de conexión entre la naturaleza clásica y la sobrenaturaleza contemporánea que, de algún modo, revierte en los esquemas visionarios de la obra dantesca: «como si se unieran la naturaleza y la sobrenaturaleza en algo hecho para penetrar, para saltar de una región a otra, para llegar al castillo e interrumpir la fiesta de los trovadores herméticos» (Lezama Lima 1988: 454).

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inserto en el célebre parlamento de Francesca en el segundo círculo de Infierno y en el Quinto de sus «Cantos», ante el peregrino que desfallece impresionado por la escena de un amor eternamente condenado. En Terrazas se deja sentir esa fusión de lágrimas y palabras que tanto estremeció a Dante en el Averno: «Memorias de mis dulces tiempos buenos, / ¡así voy tras vosotras discurriendo / sin ver sino venturas acabadas!» 5 . Estuardo Núñez nos informa que ya desde 1549 fueron llegando a Lima, capital de la administración virreinal española junto a la ciudad de México, «cajas con libros consignados a Alonso Cabezas», que recorrían las aguas del Atlántico con los tesoros itálicos de «Boyardo, Sannazaro, Petrarca, Boccaccio, Bembo, Tasso» y desde luego «Dante, poeta comentado en italiano» (Núñez 1968: 71-97). Su modelo arribaría también con las obras, no menos viajeras, de autores castellanos influidos por el toscano, como el Marqués de Villena, el Marqués de Santillana o Juan de Mena. En su estudio sobre los viajeros italianos en el Perú apunta Raúl Porras que «un cronista toledano que en 1571 escribe en el Cuzco de los Incas sobre las guerras y tiranías de los señores del Tahuantinsuyu, para decir que Ulises navegó al Poniente hasta la Atlántida, cita acaso por primera vez en el Perú a «Dante Alighieri, ilustre poeta florentino»» 6 . Como vemos, la presencia del Odiseo en el infierno favorece un modelo de viajero que habrá de infundir la ilusión de los descubrimientos, maravillas y tributos concedidos a cuantos acometieron la empresa de los gavieros y navegantes a esa nueva Itaca, la Tule de los últimos sueños dorados de la vieja humanidad. N o en vano, el Ulises dantesco imprime a su discurso el espíritu de la aventura en altamar, como emblema del alma sedienta de conocimientos y eternamente libre: « O frati», dissi «che per cento milia perigli siete giunti a l'occidente, a questa tanto picciola vigilia d'i nostri sensi ch'è del rimanente, non vogliate negar l'esperienza, di retro al sol, del m o n d o sanza gente.

Terrazas 1941 (también en De la Campa y Chang-Rodríguez 1985). Véase asimismo Serna 2004, y en particular en esta importante edición el capítulo dedicado a la «Corriente culta», con información documentada sobre la llegada e influjo de los poetas españoles en América (20-24). 5

6

Porras 1957:41 y 72.

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Vicente Cervera Salinas Considerate la vostra semenza: Fatti non foste a viver come bruti, Ma per seguir virtute e conoscenza» Inferno

X X V I : 112-1207

Profética vision del M u n d o que sólo los m á s osados avistarían tras el finis terrae. U n viaje sin regreso, o tal vez con la forja de ese «tercer hombre», gestado en un remoto paraje más allá de las últimas costas de lo conocido. Así imagina en el siglo X X el poeta nicaragüense Pablo Antonio C u a d r a la prefiguración americana en los propios tercetos visionarios del Ulises dantesco 8 . Y así, la estela literaria de D a n t e aparece en la obra de G o n z a l o Fernández de Oviedo, historiador de la Naturaleza indiana, y su influjo también está presente en el concepto de humanitas

que preside la literatura del Inca Garcilaso de la Vega, gran lector

de Boecio y de Boccaccio, y en cuya biblioteca tuvieron lugar preeminente las obras del renacimiento italiano, entre las que fueron catalogadas las del autor de la Commedia'.

E n cuanto atañe a la producción poética, merecen atención las

incursiones de los poetas criollos en la métrica de progenie toscana, y no sólo el

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Son palabras de Ulises a sus marineros, que reproduce en el Infierno, ante Dante y Virgilio:

« O h hermanos, que llegáis - y o les hablaba- / tras de cien mil peligros a Occidente, / cuando de los sentidos ya se acaba // la vigilia, y es poco el remanente, / negaros no queráis a la experiencia / de ir tras el sol por ese mar sin gente. // Considerad - s e g u í - vuestra ascendencia: / para vida animal no habéis nacido / sino para adquirir virtud y ciencia». Cito por la traducción de Ángel Crespo (Infierno 2002). A propósito de este discurso encendido de Ulises, propone Borges: «Se ha dicho que el Ulises de Dante prefigura a los famosos exploradores que arribarían, siglos después, a las costas de América y de la India...» (Borges 1982: 118). 8

Refiriéndose a Dante, señala Cuadra que «el navegante que usa para este profético descu-

brimiento no pudo ser mejor escogido: es Ulises, símbolo imperecedero de la aventura». Véase «América o el Tercer hombre», en Cuadra 2003. 9

La referencia a Gonzalo Fernández de Oviedo, en Arce 1999:755. Acerca del Inca Garcilaso,

véase el trabajo ya clásico de José Durand «La Biblioteca del Inca» (1948), donde se constata la presencia de las obras de Dante en el número 107 del catálogo de su biblioteca, realizado en Córdoba tras su muerte (254). Aurelio Miró, en su memorable estudio «Italia y el Inca Garcilaso» (en Miró Q u e s a d a 1971) recuerda esta asociación: «Los libros alineados en su casa de Córdoba formaban como un coro de sombras ilustres que despedían al egregio cuzqueño. Eran como testigos de una firme amistad de medio siglo y de una correspondencia espiritual que por primera vez incorporaba en la vasta cultura de Occidente la voz, de sentido universal, de un natural del Nuevo Mundo». Véase también en el más reciente trabajo de Carmela T. Zanelli, «Forma e ideas de lo trágico en la Historia general del Perú del Inca Garcilaso». Allí leemos: «Garcilaso conoció de primera mano la tradición latina y la literatura italiana, particularmente las obras de Boccaccio, así como obras castellanas fundadas en paradigmas italianizantes como el Laberinto de Fortuna de Juan de Mena»

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triunfo del soneto, sino también en el uso de una estrofa típicamente dantesca c o m o es la «terzina» o «terza rima», el f a m o s o «terceto encadenado» de su gran obra, estrofa que f u e atraída a E s p a ñ a por el barcelonés J u a n Boscán, y pronto transferida a América. Cultivadores de este fecundo artificio métrico serán el mexicano Bernardo de Balbuena, en las églogas de su novela Siglo de Oro en las selvas de Erífile y, de manera más notoria, en su obra cumbre, la Grandeza

mexicana,

donde las referencias a Virgilio t a m p o c o están ausentes 1 0 . U n a poetisa del N u e v o M u n d o de identidad desconocida, encubierta bajo el pseudónimo de Clarinda, construirá también su famoso «Discurso en loor de la poesía» al hilo de tercetos endecasílabos de estirpe d a n t e s c a " . D e manera análoga, el humanista D i e g o Mexía de Fernangil, novohispano de Sevilla que radicó en Perú, traductor de las Heroidas de Ovidio, dio en el hábito estético de construir su Parnaso

Antartico

siguiendo el patrón estrófico de las «terzinas» 1 2 . Por su parte, Octavio Paz, en su ensayo sobre el hermetismo clasicista de la «musa» mexicana Sor J u a n a Inés de la C r u z , destaca la materia dantesca en la concepción retórica del amor, vigente en su poesía 1 3 . T a m p o c o faltan brotes de la metafísica de la Commedia piadosa colonial. El p o e m a épico-religioso La Cristiada,

en la lírica

de Diego de H o j e d a ,

a b u n d a en alusiones a Dante, tanto en sus visiones de la «ciudad que en vivas llamas arde», cuanto en sus descripciones del ascenso al «espejado alegre cielo»

(en Hampe Martínez (ed.) 1999: 166). También las ediciones de los Comentarios Reales de Enrique Pupo-Walker, para Cátedra (2001) y de Mercedes Serna, para Castalia (2003). 10 Balbuena 1992. Del Canto VII (vv. 109-111): «Aquesto es largo y breve mi discurso, / y su ilustre cabildo y regimiento / pide un Virgilio en eminencia y curso».

" Véase Clarinda 1994: «El don de la poesía abraza y cierra, / por privilegio dado del altura, / las ciencias y artes que hay acá en la tierra. // Esta las comprehende en su clausura, / las perficiona, ilustra y enriquece, / con su melosa y grave compostura», (citado en Serna 2004: 286 y 291). Citado en Núñez 1968: 73-75. Serna (2004: 243), por su parte, cita la obra de Mexía en Silva-Santisteban 1984. 12

13 Paz 1982. Dice Paz: «Los principios eróticos de Sor Juana son ilustraciones de una metafísica, una estética y una retórica que vienen de la poesía provenzal y de Dante». En cuanto al

posible influjo dantesco en el «Primero Sueño» de Sor Juana, considera Paz que pudo despertar su imaginación creadora «aunque la creencia en el «viaje del alma» por otros mundos es antiquísima y aparece lo mismo en el Asia Central que en la América precolombina y judeocristiana [...]». La teoría neoplatónica de los «suspiros» como emanaciones del spirito amoroso, tan central en la Vita Nuova dantesca, también queda grabada en los más bellos sonetos de Sor Juana, como el bellísimo «Detente sombra de mi bien esquivo». En el soneto final de la Vida Nueva, anticipatoria de la Divina Comedia [...] aparecen «la concepción médica (spirito: suspiro), la explicación alegórica (spirito: pensamiento) y el éxtasis chamánico (la subida al cielo del espíritu errante)» aunadas. Citas en págs. 149 y 278.

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q u e dibuja e n sus versos 1 4 . E n fin, el c o n t i n e n t e i m a g i n a r i o del a l m a d a n t e s c a declina n o t a b l e m e n t e desde finales del siglo X V I I , y d u r a n t e el siglo de las luces su predilección es bien escasa, p o r lo q u e h a b r e m o s de esperar h a s t a el siglo X I X p a r a apreciar su p a r t i c u l a r r e n a c i m i e n t o , t a m b i é n en H i s p a n o a m é r i c a 1 5 . E n este s e n t i d o , c o n v i e n e r e c o r d a r q u e p a r a las p r i m e r a s t r a d u c c i o n e s d e D a n t e realizadas en la A m é r i c a h i s p a n a h a b r á q u e a g u a r d a r h a s t a bien e n t r a d o el siglo X I X . P a r e c e ser q u e c o r r e s p o n d e el m é r i t o de su i n i c i o al r o m á n t i c o p e r u a n o M a n u e l N i c o l á s C o r p a n c h o ( 1 8 3 0 - 1 8 6 3 ) , q u e publica e n 1 8 5 0 y en el s e m a n a r i o El Progreso,

d e L i m a , su versión en v e r s o del c a n t o III del

Infierno.

L a e m p r e s a fue p r o s e g u i d a e n 1 8 6 5 c o n la t r a d u c c i ó n c o m p l e t a d e la o b r a p o r el l i m e ñ o J u a n de P e z u e l a , C o n d e de C h e s t e , v á s t a g o del p e n ú l t i m o v i r r e y del P e r ú , y p u b l i c a d a en M a d r i d . E n el S e m a n a r i o L a E s t r e l l a d e C h i l e , e n su c a p i t a l , S a n t i a g o , a p a r e c e r á la versión c o m p l e t a del Infierno del p o e t a e n c u b i e r t o bajo el p s e u d ó n i m o d e

Olimpio16.

en 1 8 6 8 , a c a r g o

P e r o n o será h a s t a los

a ñ o s n o v e n t a c u a n d o se i m p r i m a e n el á m b i t o h i s p a n o a m e r i c a n o la t r a d u c c i ó n c o m p l e t a de la Divina

Comedia,

r e a l i z a d a t a m b i é n en verso, y s i g u i e n d o

el e s q u e m a m é t r i c o d e la «terza r i m a » , p o r el e s c r i t o r y p o l í t i c o B a r t o l o m é M i t r e , q u e llegaría a presidir la R e p ú b l i c a A r g e n t i n a 1 7 . A p a r t i r de e n t o n c e s ,

14 Véase Hojeda 1947, y en particular el Libro II, Ascenso al cielo, y el VII, Visión infernal. «Una ciudad que en vivas llamas arde, / pero sin claridad su ardiente fuego; / que una perpetua tenebrosa tarde / hinche sus llamas de un asombro ciego: / la noche sola hace aquí su alarde, / mas no con blando y general sosiego / como acá, de mil furias y quimeras / bravas y oscuridades verdaderas». Véase también la antología de Pierce (1971). 15

Marcelino Menéndez Pelayo atestigua el claro influjo de Dante en la obra del poeta mexi-

cano del X I X José Joaquín Pesado, así como en su cuñado y discípulo José Sebastián Segura, que tradujo los primeros cantos de la Divina Comedia. Véase Menéndez Pelayo 1948 (vol I): 137 y ss. 16 Datos ofrecidos por Estuardo Núñez (1968: 83-85). «A pesar de ser obra fragmentaria, la versión de Corpancho tiene el indudable mérito de haber sido tal vez la primera que se publicó en la América hispánica en el siglo X I X . Los mexicanos José Joaquín Pesado y Manuel M . Flores habían sólo traducido algunos poemas sueltos de Dante, tanto como el venezolano Juan Vicente

González». Y añade más adelante: «Dante entraba en las preocupaciones literarias de otros miembros de la generación romántica peruana como Carlos Augusto Salaverry y Ricardo Palma. Cuenta éste último que traducían juntos a Dante y a Tasso, y se confirma el dato con la aseveración del viajero inglés Friz-Roy quien afirma que Salaverry, en sus horas libres de cadete en el ejército, traducían con fervor a Dante» (87). 17

La traducción completa data de 1889, aunque la primera edición definitiva publicada en

Buenos Aires es de 1897. En el prólogo, declaraba Mitre: «El problema a resolver, según estos principios elementales, y tratándose de La Divina Comedia, considerada desde el punto de vista lingüístico y literario, es una traducción fiel y una interpretación racional, matemática a la vez que poética». En lo tocante a la labor del traductor, Mitre justificó su trabajo siguiendo un método

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el auge del texto dantesco brillará con luz propia, proliferando sus lecturas, interpretaciones y recreaciones literarias. Y es ahora, de nuevo, cuando el «puente» que vislumbró Shelley se materializa para hermanar la tradición clásica europea con los embates del alma americana, dispuesta a afrontar con arrojo y coraje el siglo de su esplendor, que ya entonces se avecina. Al ser de América se incorpora plenamente la nueva sensibilidad que el espíritu dantesco atesoró en el siglo X I X europeo. Tal vez una sucinta historia de la recepción del dantismo en Hispanoamérica explique y amplíe este capítulo de su literatura, siguiendo el rumbo del personaje de Ulises tal como lo concibió Dante, movido por el entusiasmo y la curiosidad de cruzar esos «mares sin gente» que desembocarían en la otra orilla atlántica. En primer lugar, cabría subrayar la constante presencia que la dantología habrá de tener en el Río de la Plata sobre todo durante el siglo X X , en la obra de los más grandes eruditos argentinos, cuya progenie italiana es harto evidente como resultado de las migraciones al Cono Sur, propulsando el nuevo culto a Dante a lo largo de toda la centuria. Este proceso culminará con la creación en 1951 de un organismo dedicado exclusivamente a la difusión de su obra, la Fundación de Estudios Dantescos18. Los impulsores de la revista Sur, con Victoria Ocampo a la cabeza, formulan en sus obras tributos más o menos velados a la obra del genial poeta medieval, una línea histórico estética que desemboca y culmina en los «nueve ensayos dantescos» que firmará Borges a comienzos de los años ochenta19.

tradicionalista: «Según este método de interpretación retrospectiva, me ha parecido que una versión castellana calcada sobre el habla de los poetas castellanos del siglo X V [...], cuando la lengua romance, libre de sus primeras ataduras, empezó a fijarse, [...] sería quizá la mejor traducción que pudiera hacerse, o su estructura y su fisonomía idiomática, acercándose más al tipo del original». Confesaba, asimismo, que el poeta florentino «había sido, por más de cuarenta años, uno de mis libros de cabecera, con la idea desde muy temprano de traducirla...». Fustiga la traducción del general Pezuela, conde de Cheste, e imagina a Núñez de Arce c o m o la mejor pluma poética de la época para acometer la empresa. Ruiz Casanova ( 2 0 0 0 ) comenta al respecto: «La utilización de la numerología, aplicada, entre otras cosas, en la elección de la estrofa (la terza rima), en el número de estrofas por canto y en el de cantos por libro, eran asuntos que Mitre parece advertir aun cuando se resista a concederles el protagonismo que, en la traducción y en el texto original, merecen». "

La «Societá Italiana D a n t e Alighieri» surgió en R o m a en 1889, poco después de la unifica-

ción del país. Tan sólo siete años más tarde fue fundada la «Dante Alighieri» de Buenos Aires, bajo la presidencia del profesor Attilo Boraschi. La difusión de la cultura, el idioma y las tradiciones de Italia fue su m á x i m o objetivo. En México, a su vez, la «Dante Alighieri» se estableció en 1 9 0 2 . "

Sobre la traducción del poeta, historiador, periodista y político Bartolomé Mitre (1821-

1906), opinaba Borges que era «execrable», según testimonio de Jorge Santiago Perednik, si bien

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Vicente Cervera Salinas Pero sin duda esta presencia del espíritu dantesco en Hispanoamérica procede

de la literatura anglosajona. Se debe al esfuerzo de John Milton, en el X V I I , el proceso de resurrección de Dante en Inglaterra 20 . Dante fue revitalizado por los poetas ingleses del romanticismo, desde William Blake, que lo convirtió en sujeto de su creación lírica y plástica, con sus magníficas acuarelas de diversos pasajes del periplo dantesco y en su obra lírica, como en el Matrimonio

del Cielo y del

Infierno, hasta William Wordsworth, que recreó la potencia verbal del maestro italiano en las estrofas de su The Prelude, pasando por John Keats21 y el propio Shelley22. En el bagaje de esta estirpe romántica viajará Dante hasta Norteamérica, donde los hombres del círculo literario de la Nueva Inglaterra le rendirán pleitesía como nuevos caballeros y «fieles de amor», eclosionando su restauración en la obra de los grandes escritores de esta generación decimonónica. Escritores del X I X norteamericano como Nathaniel Hawthorne y Ralph Waldo Emerson realizaron un gran esfuerzo en la empresa dedicada a potenciar y exaltar los valores de esta literatura, en la que creyeron reconocer los postulados del movimiento simbolista que se estaba gestando por aquellos momentos. De algún modo, cabe concebir que la ballena blanca de Hermann Melville - y toda la sinfonía de resonancia sobrenatural, en el concierto y maridaje de averno

no inferior a la traducción de Angel Battistessa (1972), un profesor de literatura que llegó a ser presidente de la Academia Argentina de las Letras. Recordemos que la figura de Mitre figuraba en el «panteón» de acontecimientos familiares a que Borges recurría con frecuencia, por haber sido el militar a cuyo mando se produjo la célebre batalla de Junín, en 1874, en la que él hubo de rendirse. En la misma batalla fallecería el Coronel Francisco Borges, antepasado del poeta. Véase Tendlarz 1999. 20

Señala Giovanni Papini, a propósito de Milton (1608-1674), que «fue el primero, entre los

ingleses, que estudió a Dante» (Papini 1970: 689). 21 Numerosos autores han señalado los vínculos entre las imágenes paradisíacas de Dante con la «Ode to the Nightingale» («Oda al ruiseñor»), de John Keats. Véase además el bellísimo soneto «A dream, after reading Dante's episode of Paolo and Francesca», donde a semejanza del poeta florentino, pero esta vez sumido en la penumbra de un sueño, la voz poética de Keats formula su visión «en medio de un tornado con trombas de granizo / y lluvia». Allí, sorprende a esos amantes «que no tienen que contarse sus penas» (Keats 1995: 166-187 y 134-135, respectivamente). 22 A propósito de la relación estrechísima entre Shelley y Dante, señala Harold Bloom su nítido entronque y subraya el episodio del personaje de Matelda (Purgatorio, X X V I I I ) , que emocionó la sensibilidad del poeta romántico inglés: «La visión de Matilde resultó capital para la poesía

de Shelley, y es pertinente que ese pasaje de Dante fuera traducido por Shelley, en la que quizá sea la mejor versión en inglés de cualquier fragmento de la Comedia [...], que llegó a escribir una parodia diabólica de esa visión en su muy dantesco poema «El triunfo de la vida»». Véase Bloom 2001: 87-116 (capítulo 3: «La extrañeza de Dante: Ulises y Beatriz»). Véase también el artículo de J. V. Saly, «Dante and the English Romantics» (1960).

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y paraíso que comporta— debe mucho a la imaginería dantesca y a su visión de los monstruos infernales y de los castigos infligidos a quienes subvierten las leyes del bien común, ajenos a todo influjo del amor, que enaltece y eleva. Moby Dick, publicada en 1851, una época importante para la difusión de la literatura del Alighieri, es un testimonio de la grandeza y la vastedad que los viajes sobrenaturales forjan sobre el blanco de la escritura23. A su vez, la primera traducción de la Vita Nuova al inglés en Norteamérica se produciría en 1843, y su autor no sería otro que el propio Emerson24. Este segundo aporte de la América sajona tiene un precedente en la literatura inglesa que llega hasta Emerson a través de la obra del escritor escocés Thomas Carlyle, quien en 1841 había declarado que Dante y William Shakespeare pertenecían a la genealogía de los «héroes», en cuanto eran merecedores de un

23 Advirtamos que muchos capítulos de la novela contienen un importante contenido ensayístico. La novela de Melville se sirve de un registro enunciativo no meramente «narrativo». Así, en el capítulo L X X X 1 V leemos los pensamientos del narrador, que evidencian su admiración por el genio italiano: «Estoy convencido de que de todas las cabezas de seres reflexivos y profundos, tales como Platón, Pirro, [...] Dante y otros, se desprende a manera de una semivisible aureola, mientras se hallan en el acto de alumbrar profundos pensamientos...». (Melville 1967: 843). Otra reflexión de estirpe dantesca es la que hallamos en el siguiente capitulo, a propósito de la conjunción de la fuerza con la belleza o la armonía, que muy al contrario de perjudicarla, «la confiere con frecuencia» (848). El capitán Ahab, que viaja en pos de su autodestrucción, es descrito en la novela desde parámetros infernales: «como auténtica criatura de fuego» (CXVI: 119). En su conferencia sobre La Divina Comedia, de la colección Siete noches, ya advirtió Jorge Luis Borges la posible adscripción dantesca de la fábula de Melville contrastándola con algunos episodios de la Commedia, como aquel en que Ulises aparece ante Dante y Virgilio (Inferno X X V I I I ) . Dice Borges: «Un gran poema de nuestro tiempo, el Moby Dick de Hermán Melville, que ciertamente conoció la Comedia en la traducción de Longfellow. Tenemos la empresa insensata del mutilado capitán Ahab, que quiere vengarse de la ballena blanca. Al fin la encuentra y la ballena lo hunde, y la gran novela concuerda exactamente con el fin del canto de Dante: el mar se cierra sobre ellos. Melville tuvo que recordar la Comedia en ese punto, pero prefiero pensar que la leyó, que la asimiló de tal modo que pudo olvidarla literalmente; que la Comedia debió ser parte de él y que luego redescubrió lo que había leído hacía ya muchos años...» (Borges 1980: 30-31). También en su ensayo «El último viaje de Ulises» señala Borges la afinidad del capitán Ahab con un personaje del Infierno dantesco, el «Ulises desdichado» del «Infierno, XXVI». Para Borges, el personaje de

Melville, como aquél, «labra su perdición a fuerza de vigilias y de coraje; el argumento general es el mismo, el remate el idéntico, las últimas palabras son casi iguales» (Borges 1980). 24 La recepción de Dante en la América sajona es otro capítulo memorable. La primera mención parece corresponder a un poeta colonial del X V I I , y la primera traducción de un fragmento

de la Comedia publicada en América parece ubicarse en un almanaque de John Clapp de 1679. Una exposición detallada de esta otra historia puede rastrearse en el interesante trabajo de Joseph G. Fucilla Studies And Notes (Literary And Histórica!), 1953.

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conocimiento divino y misterioso, y transmisores del mismo al resto de los mortales, por medio del arte y la técnica literarias. Carlyle, que consideraba que la intensidad era la nota primordial del estilo dantesco, identificaba la

Comedia

como el compendio poético-musical de la religión transmitida en el Medioevo, la «vida interior» de Europa. Negador de la interpretación alegórica del texto, llegó a afirmar que la obra, si bien escrita por Dante, pertenecía en realidad «a diez siglos cristianos», siendo fruto y cumplimiento de un proceso secular y múltiple que el genio del poeta florentino rubricaría 25 . Emerson, lector de Carlyle, pronunció en la ciudad de Boston, en 1845, las conferencias que integrarían su obra Hombres representativos,

y en ellos recogería la idea de que también un escritor puede

asumir la condición heroica y la «vasta labor social» que la apareja 26 . Todo este movimiento de «presencias reales» derivará asimismo en el estudio que en 1910 dedicará Jorge Santayana, discípulo de Emerson y de William James, a los Tres poetas filósofos, donde atina, a las ya consabidas voces de Dante y Shakespeare, la del materialista Lucrecio. Hispanoamérica recibirá esta impronta gracias a la recepción que de ellos hizo la generación modernista: el mundo dantesco comienza a filtrarse en sus obras. Los ecos de Emerson son visibles en Martí, y la espiritualidad romantizada de Dante llega hasta autores como el colombiano José Asunción Silva o el venezolano José Antonio Ramos Sucre, sin contar con su importante presencia en la lírica

25 Acerca de Dante comentó Carlyle que «el intenso Dante es intenso en todo; ha penetrado en la esencia de todo. Su talento intelectual como pintor y, cuando es necesario, como razonador, no es sino resultado de todas las otras especies de intensidad que en él se hallan. Moralmente grande, sobre todo, debemos llamarle». Su obra cumbre es calificada como «el Libro más notable de todos los libros «modernos»». El escritor sostiene que la poesía es «pensamiento musical» y que «lo que hace a un hombre poeta es su sinceridad y profundidad de visión». Véase Carlyle 1985 y en particular el capítulo «El héroe poeta: Dante, Shakespeare» (117-157). Siguiendo las ideas de Carlyle, dictaminará Borges en su ensayo «Dante y los visionarios ingleses»: «Un gran libro como la Divina Comedia no es el aislado o azaroso capricho de un individuo; muchos hombres y muchas generaciones tendieron hacia él. Investigar sus precursores no es incurrir en una miserable tarea de

carácter jurídico o policial; es indagar los movimientos, los tanteos, las aventuras, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano» (Borges 1982: 134). 26 Emerson 1960: 111 y ss. Véase también Hawkins&Jacoff2001: XVI1I-XX: «At the same time, Dante also appealed to Americans such as Emerson, Longfellow, and others members of

the Cambridge «Dante Club»: James Russell Lowell, Charles Eliot Norton, and Oliver Wendell Holmes. All of these New Englanders saw the poet as properly belonging to their New World rather than to the old». Sobre esta asociación, cuyos inicios tuvieron lugar hacia 1865, que conformaría sesiones y encuentros regulares en 1867, y cuya institucionalización final como «Dante Society» llegaría en 1881, véase Mathews 1958.

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de Rubén Darío a través, no sólo de Emerson, sino también de Edgar Alian Poe y sus versiones en el malditismo francés del XIX, principalmente en Las flores del mal de Charles Baudelaire. En Argentina y Uruguay, la lectura de las obras de Dante será prioridad y alimento en varias generaciones de escritores. En sus recuerdos toscanos y ante las ruinas de lo que antaño fuera la torre del conde Ugolino, exalta José Enrique Rodó la belleza del Purgatorio como escala intermediaria y esencial de la persona. Allí se pasean, para el autor de Ariel, las «más nobles y encantadoras criaturas» de Dante, «amables sombras que me parece ver vagar entre las copas de los árboles que circundan la casa donde, posiblemente, fueron concebidas: Pía la infortunada, Nella la fiel; Lía y Matilde, dulcísimas maestras, y sobre todas, la celeste Beatriz». La página del diario está fechada en Florencia, en octubre de 191627. En una panorámica fugaz, cabría citar, dejando para más adelante un examen más exhaustivo, a Enrique Larreta {La gloria de Don Ramiro), Victoria Ocampo

(De Francesca a Beatricé), Roberto Arlt (en su novela El amor brujo o en relatos como «Ester Primavera» o «Las furias»), Macedonio Fernández («Muerte es Beldad», poema escrito tras la muerte de su esposa Elena, y en su Museo de la Novela de la Eterna), Leopoldo Lugones (sus ensayos sobre El ideal caballeresco, y parte de su obra narrativa, como en su novela El ángel de la sombra y en diversos cuentos), Eduardo Mallea (Todo verdor perecerá), Juan Carlos Onetti (quintaesenciado en «El infierno prometido»), Julio Cortázar (en cuentos de Bestiario como «Las puertas del cielo» e incluso en su obra cumbre, Rayuelo), Adolfo Bioy Casares (La trama celeste), Silvina Ocampo («Informe del Cielo y del Infierno», en La furia y otros cuentos), Leopoldo Marechal (en toda su obra, pero principalmente en su gran novela Adán Buenosayres y en su ensayo sobre el amor cortés, «Descenso y ascenso del alma por la belleza»), Alberto Girri (en su obra poética y, más concretamente, en títulos como «Paolo», de Trece poemas), Héctor Alvarez Murena

(en poemarios como La vida nueva y El círculo de los paraísos) y Manuel Mujica Láinez (la progenie dantesca de Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo). En diversos niveles y registros esta tradición dantesca irá vertebrando una importantísima línea de la literatura rioplantense, hasta llegar en la actualidad a fecundar, a través de la asimilación de la obra de estos escritores, la creación de autores como Ricardo Piglia, tal como evidencia su novela de 1992 La ciudad ausente1*.

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Rodó 1967: 1263-1268.

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Diversos escritores chilenos vierten fantasías dantescas en sus obras. Será D a n t e presencia

viva en la obra poética de Gabriela Mistral (desde Desolación a Poema de Chile), en la primera mitad del XX, y de Raúl Zurita, en la segunda (con títulos c o m o Purgatorio, Anteparaíso y Canto

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Los célebres versos del frontispicio de la «cittá dolente» de Dante serán parafraseados, al fin, por Ernesto Sábato en su testimonio del horror político y militar que oscureció la peor etapa de la historia de Argentina en el siglo X X , durante la dictadura que convirtió al país en el mayor de los infiernos que cualquier escritor hubiera podido imaginar. Con el «grito» de «Nunca más» insiste Sábato en esa perspectiva moral que marcó su estilo como escritor en un universo de «hombres y engranajes». El escritor asume así de nuevo la savia ominosa de la desesperación que se filtraría en los corredores siniestros de sus novelas. Los pasadizos de El túnel, los Informes de Ciegos que pactan con los «héroes y las tumbas» de una nación hasta convertirla en el apocalipsis de la tortura, como se nos relata en Abaddón el exterminador.

Las imágenes de la Commedia adoptarán entonces el

sentido revolucionario más contemporáneo, como en la obra plástica del pintor argentino Carlos Alonso29. También los escritores mexicanos recibirán la herencia literaria de Dante de modo genuino. Los ensayistas del X X aluden a su universo poético o a sus dones imaginativos para verter juicios en torno a la creatividad, a la biografía, al erotismo, a la fantasía o a sus tropos y recursos de estilo. Alfonso Reyes mostró desde joven gran afición por el universo dantesco. Escribió su ensayo crítico «Dante y la ciencia de su época», y aludió a episodios concretos de la vida y persona del florentino en páginas de La experiencia literaria™. José Vas-

a su amor desaparecido,

en los años setenta y ochenta). Los «infiernos» o «lugares sin límites» serán

presencia viva en la narrativa de José Donoso, y hasta Antonio Skármeta se referirá en algunos pasajes a Dante, para otorgar prosapia clásica al amor de Mario Jiménez, el «cartero» de Pablo Neruda, por la mesonera Beatriz González en su famosa Ardiente

paciencia,

más tarde titulada

El cartero de Neruda-, y publicada en 1986. Por otra parte, el peruano Alfredo Bryce Echenique retomará elementos del amor dantesco en sus biografías literarias, de la m a n o de una literatura de corte cortazariano, como veremos en su momento. 29

«La suya no es una lectura convencional, académica. Alonso tiene su propia visión de

lo dantesco. Después de instalarse en Florencia, realiza 2 7 0 dibujos, en los que traduce el texto original en imágenes contemporáneas. [...] L o que hace (...) es traducir el infierno dantesco en un infierno castrense, en ámbitos de tortura, en cielo de cosmonautas. Su visión expresa las vicisitudes de nuestro tiempo, tanto c o m o D a n t e expresa las del suyo [...]. Por su parte, el retrato de D a n t e Alighieri subraya esa heterodoxia con su perfil casi caricaturesco y su corona de laural —el de la gloria- que nos hace recordar el precepto bíblico de que todo verdor perecerá» (Orgambide 2 0 0 3 ) . El título del artículo es «El libro de un pintor excepcional». 30

Véase Reyes 1991, vol. X X V . E n La experiencia

todos saben [...] que en Dante, al principio de su Convite,

literaria

señala Reyes (1969: 109): «No

donde menos podía esperarse, aparecen

ciertas consideraciones pesarosas sobre el mal que le han hecho los ciudadanos de Florencia, al desterrarlo y obligarlo a ganarse el pan por las tierras de Italia. Porque - v i e n e a d e c i r - quien de

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concelos se refiere en diversas ocasiones a la cultura italiana del Trecento, y en su relato «Siesta florentina» (de La sonata mágica) cree reconocer los rasgos de «la encantadora y humilde Beatriz» en una joven que le servirá de guía por los parajes toscanos31. Salvador Elizondo compondrá su Teoría del infierno (1982), y Octavio Paz hizo de Dante uno de sus maestros y guías, como cabe advertir en su incursión en la poesía colonial, con Sor Juana Inés de la Cruz, y sobre todo en el ensayo sobre la naturaleza de Eros, ligado con Caritas, Ágape y Amor, La llama doble. La fascinación dantesca es sujeto de recreación artística también en México, aspecto en el que sobresale la obra del neofabulador Juan José Arreóla, que filtra los grados de la ficción escatológica del florentino en muchas de sus breves narraciones, agrupadas en el Confabularlo definitivo. Los ecos de un amor constante - y fatal— más allá de la muerte articulan la historia extraordinaria de Carlos Fuentes, Aura, y en Juan Rulfo cabe advertir un trasmundo de consistencia y remisión dantescas 32 . La segunda de las citas escogidas para dar cauce a este estudio se incluye en uno de los «ensayos dantescos» con que Borges culminará esta historia a finales del siglo XX. Bien conocida es su filiación con el circuito de escritores angloamericanos, a quienes conoce y traduce en varias ocasiones, y de los que recibirá el firme aporte de una concepción ético-literaria. Toda esta tradición anglosajona fue, en suma, muy cercana y cara a la memoria borgeana, que como sabemos asumió pronto la competencia de un código bilingüe, muy representativa para la condición cosmopolita de la metrópoli portefia. Y así en «El encuentro en un sueño» no dudará en afirmar que «enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible»33. No parece casual que el pensamiento se halle en el interior de un pasaje de materia dantesca, y es aquí donde el nombre propio de Beatriz irrumpe con todo su vigor, adoptando el protagonismo que habrá de adquirir en este recorrido por su figura en las letras hispanoamericanas desde el modernismo hasta el presente. En su cita, así como en su incursión en la materia del erotismo literario, destaca Borges la connotación de lo falible como aporte consustancial a la fundación lejos sólo era, a los ojos de sus admiradores, el poeta, ha desmerecido al mostrárseles de cerca con todas sus imperfecciones de hombre». 31

Vasconcelos 1950: 66-70. Arreóla aparecerá tratado de manera particular en el capítulo «...Yo soñaba en Beatriz». En cuanto a Fuentes y, sobre todo, Rulfo, ocuparán lugar preeminente en el apartado «La trágica Beatrice de Jalisco». 33 En Borges 1982: 150. Véase también el Prólogo de Borges a la Divina Comedia en la edición de Jackson (1949, Buenos Aires). 32

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Vicente C e r v e r a S a l i n a s

d e ese n u e v o r e i n o en q u e u n s u j e t o (el a m a n t e ) e n t r o n i z a a s u í d o l o . L a religión d e este a m o r , c u y o e m b l e m a es la B e a t r i c e d e D a n t e p a r a el p o e t a a r g e n t i n o , c o m p o r t a d e m a n e r a n e c e s a r i a el e s t i g m a d e lo i m p e r f e c t o e i n c o m p l e t o , p o r m á s q u e el p e r s o n a j e r e p r e s e n t a r a el s e n t i m i e n t o t r a s c e n d e n t e q u e g u í a h a c i a el P a r a í s o , o v e n g a a c o n f i r m a r la c h i s p a del c o n o c i m i e n t o s a l v a d o r , a través d e la f a s c i n a c i ó n erótica. F u e s í m b o l o d e la fe « t r a s h u m a n a d a » ( F r a n c e s c o d e S a n c t i s 3 4 ) , del c a m i n o p e r s o n a l d e p e r f e c c i ó n ( L e o S p i t z e r 3 5 ) , d e la t r a n s f i g u r a c i ó n e r ó t i c a ( E t i e n n e G i l s o n 3 6 ) , d e la síntesis n e o p l a t ó n i c a ( J o h n F r e c c e r ò 3 7 ) o d e la revelación gnostica (Ernst Robert Curtius, H a r o l d Bloom38). 34 La noción de Beatrice del ilustre dantòlogo la presenta más como personificación y símbolo que como «persona viva», «un individuo descorporizado y sutilizado». «Beatriz - a ñ a d e - es más que mujer, es angeletta bella e nova, es lo divino no humanizado, el ideal no realizado todavía, la faz o apariencia de todo lo que es bello y verdadero y bueno [...]. Mas, precisamente por esto, Beatriz es menos que mujer, es el puro femenino, es el género o el tipo, no el individuo. Por ello podéis contemplarla, adorarla, comprenderla, explicarla, pero no la amáis, [...] antes bien la miráis a distancia. Ello explica por qué Beatriz nunca ha podido ser popular» (Sanctis 1919: 77). «Dante -señala en un conocido ensayo el crítico italiano— es el alma representada en estos tres grados de su historia, y Beatriz es la gracia o la fe, que la guía a su salvación. Este concepto en su simplicidad primera no era una opinión abstracta o teológica, sino vida y acción, entonces había fe, existían los milagros y existían los santos. En tiempo de Dante ya había dejado de ser un «dato» de la fe, era una «demostración», un concepto teológico—filosófico mezclado de elementos platónicos y alejandrinos, de tradiciones paganas, de sutilezas escolásticas. De ahí que Dante, como Beatriz, sea no un personaje operante, sino contemplante, un ser alegórico, el hombre o el alma en la historia de su redención: es una ¡dea, no un carácter» (Sanctis 1949: 84). 35 Para Leo Spitzer la figura de Beatriz no simboliza tanto lo angélico cuanto la revelación de tipo personal. No se trata de una santa ni de una mártir, sino de una «beatriz», es decir, de una guía espiritual de perfeccionamiento, de un «psicopompo» hacia el reino superior. Véase Spitzer 1990 (también citado en Bloom 2001: 108). 36 «Béatrice s'en est allée au plus haut du ciel, dans le royaume où les anges sont en paix: [...]. Mais lui, Dante, a résolu de l 'y suivre». Con esta bella hipótesis corona su lectura dantesca: «On ne se tromperait peut-être guère en pensant que créer la Divine Comédie fut d'abord pour Dante un moyen de ne jamais quitter Béatrice et, en exaltant son amour pour elle, de vénérer en elle la source de son art». Véase «De la Vita Nuova a la Divine Comédie», en Gilson 1974: 9-22. 37 Freccerò (1989: 294) interpreta el discurso donde Beatrice cita el Timeo platónico (Paradiso, IV) como un deseo de conciliación de «il mito platonico delle anime stellari con la concezione cristiana del paradiso». 38 «No eres convertido por Beatriz o a Beatriz; el viaje hacia ella es una iniciación porque Beatriz es, tal como Curtius señaló por primera vez, el centro de una gnosis íntima que nada tiene que ver con la Iglesia universal», indica Bloom (2001: 92), en paráfrasis de Curtius. Más adelante añade: «Yo mismo, como estudioso de la gnosis, ya sea poética o religiosa, considero que el poema no es ni verdad ni ficción, sino más bien el conocimiento de Dante, que él decidió llamar Beatriz» (2001: 110). Véase en Curtius (1981: 540): «El sistema de Dante queda constituido en

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Ahora, Borges intuye que en el curso de la historia, la metáfora, ¿1 topos de Beatriz habrá de dibujar, tarde o temprano, las grietas de su arquitectura. La historia universal entonará la noción de que el amor dantesco revelaría su esencia falible, exhibiendo la degradación de su potestad, puesto que partió de la condición humana del ser «enamorado». En épocas donde la creencia en los estadios de ultratumba comienza a derrumbarse, el andamiaje acarreará la precipitación de la figura excelsa, revelando en su seno la cicatriz de una herida original: la huella de su esencia más falible y espuria, lo que me atrevo a definir como «el síndrome de Beatriz». La naturaleza de este amor ha sido objeto de diversos enfoques críticos. Algunos de sus autores exponen con mayor o menor fortuna los rasgos enfermizos del modelo erótico que la alianza Dante-Beatrice incorpora. Uno de los estudios más agudos en torno al «síndrome de Beatriz» en un contexto mucho más amplio e histórico sobre el afecto amoroso es el que realiza el profesor Irving Singer. «Beatriz», la portadora de beatitud, contiene en su categoría nominal diversas acepciones: la de un ser real —la niña a quien Dante, según Boccaccio, conoció con nueve años el día 1 de Mayo de 1247-, la de un ser simbólico, y la del personaje que auna ambas dimensiones para transubstanciarse como sujeto de gloria. Biológico, biográfico o puramente especulativo, el nombre se torna también arquetipo literario, y con todo este conjunto de rasgos y cualidades pasea por los jardines de la biblioteca de Babel, trocando en ocasiones su faz por una máscara en donde ya no podrá ser reconocida. En todo caso, su figura viene asociada con la voluntad de fundar reinos del espíritu desde la desolación que causa su vacío. Así, en el volumen dedicado al amor cortesano y romántico, advierte Irving Singer que la psicología de esta emoción, propia de Dante, como anteriormente lo fuera de Guido Cavalcanti, implica la presencia de un «rayo oscuro», fórmula lírica de los sonetos del dolce stil nuovo, y que supone la búsqueda de un gozo, cuya imposible satisfacción plena deriva en melancolía. La voluntad de transferir este deseo al espacio metafísico, transfigurando así la silueta amada en dadora de salvación y conocimiento eternos, se torna sospechosa desde el prisma de Singer, al considerar que el «concepto de amor no parece saludable ni recomendable. No sólo implica la represión y la auto-

Ios dos primeros cantos del Inferno, y en él se apoya a toda la Comedia. Sólo dentro de ese sistema cabe juzgar a Beatriz. La Dama Nueva se ha convertido en una potencia cósmica, que emana de dos potencias cada vez más elevadas. Una jerarquía de potencias celestiales [...]: semejante concepción está visiblemente emparentada con la de la gnosis, en cuanto estructura espiritual, en cuanto esquema de contemplación intelectual, aunque quizá no en cuanto al origen [...]. Beatriz es un mito creado por Dante».

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negación características de la frustración trovadoresca, y la huida de la realidad de tantos romances cortesanos, sino también una negativa a creer que el amor puede ser defendible a menos que la amada sea una especie de ángel» 39 . La presunción de un posible viraje en la semántica del mito comienza a hacerse palpable en las versiones que de Beatrice aparecen ya a mitad del siglo X I X , tal como veremos en la novela «Beatrix» de Honoré de Balzac, que inspirará las famosas «flores del mal», o en las visitas al territorio de lo siniestro y macabro, tan fatigado desde esa misma época hasta la actualidad. El presupuesto de que el amor sublime solape la insania es también juicio crítico del ya citado Santayana, precisamente en su lectura del poema de Dante: «Abandónate por entero a un amor que no es más que amor, y estás ya en el infierno. Sólo un poeta inspirado podría ser un moralista tan sutil. Sólo un sólido moralista podría ser un poeta tan trágico» 40 . El mito dantesco por excelencia, la figura femenina, adquirirá un relieve y una dimensión extraordinarias también durante el siglo X I X , con las versiones que en Inglaterra se realizaron no sólo de la Comedia sino del «libello» de juventud del Alighieri, en que fundamentó su particular religión amorosa y el ideal caballeresco del amor: la Vita Nuova. Esta glorificación de la figura erótica, tan importante en todo el romanticismo europeo, hallará cobijo y será el pilar de los movimientos más representativos de un nuevo culto a la «religión estética». Aludo a los autores prerrafaelitas, como Dante Gabriel Rossetti, William Morris o John Ruskin en la Inglaterra de la época victoriana, donde también resurgirá la impronta del erotismo dantesco en la obra de Robert Browning. El síndrome por la ausencia desesperada de un amor sublime encarnará en la literatura de tintes macabros y turbulentos de esta época, familiarizada con el sentir romántico en su valoración del erotanatismo, siendo Cumbres borrascosas de Emily Bronté su 35

«Al analizar La Vita Nuova, T. S. Eliot sugiere que la autenticidad del amor de Dante por

Beatriz puede entenderse en nuestra época mejor que nunca, acostumbrados como estamos a las teorías freudianas acerca de la sexualidad infantil. Enamorarse a los nueve años y estar obsesionado el resto de la vida con la misma niña...; suspirar por ella después de su muerte a temprana edad, y usarla como foco de las teoría del amor y la belleza... todo eso lo ve Eliot como una conducta fiel a la realidad psicológica [...]. L o que Eliot no toma en consideración es el grado en que la visión del mundo de Dante, basada en su obsesión infantil, debe considerarse patológica». Véase la segunda parte del libro de Singer, « D e lo cortesano a lo romántico», y en particular «El amor en tres poetas italianos: Petrarca, Cavalcanti, Dante» (Singer 1992 (vol. II): 177-190). En España, Eugenio D'Ors realiza una aproximación complementaria en su ensayo sobre los ángeles: «¿Cómo el Dante no ha dado lugar ni mención a la relación personal entre el Ángel y la criatura humana? Sencillamente, porque en su propio espíritu la figura del Ángel había sido reemplazada por la de

Beatriz» ( D ' O r s 1986: 88; las cursivas son suyas). 40

Santayana 1994: 71-72.

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caso más emblemático. El amor a la belleza perdida irá mutando de esfera, hasta adquirir el estado de devoción, con sus tintes de morbidez. La narrativa anglosajona será, desde Poe, muy sensible a esta afección. El joven inglés protagonista de la novela Las alas de la paloma, de Henry James, terminará descubriendo que la persona en quien deposita toda su veneración será la hermosa d a m a norteamericana que falleció víctima de una enfermedad, en cuya raíz la biología se había aliado, tristemente, a la traición de sus amigos 4 1 . Veinte años antes, el autor ruso Iván Turgueniev, que sería amigo no sólo de Flaubert, sino también del propio James, escribirá casi como testamento uno de sus relatos más bellos y sobrecogedores, «Clara Mílich», que recibiría más tarde el título «Después de la muerte». El amor de Aratov por una joven suicida, la cantante a quien no supo demostrar en sus breves entrevistas su recíproco interés, se intensificará hasta la desazón y el delirio una vez que ésta ha fallecido. Corporeizada fantasmáticamente en sus sueños, el joven viajará hasta la ciudad de Kazan, donde descubrirá el diario de Clara, que potenciará su veneración hasta desembocar en otro tránsito fatal. Se trata del duelo que consagra hasta el desenlace un sentimiento que no es sino el que bautizo como «síndrome de Beatriz» 4 2 . La poesía inglesa en los albores del siglo X X mantiene, a su vez, esa preferencia por motivos simbólicos de ascendencia beatricesca. Es el caso de William Butler Yeats, que dedicó bellas estrofas a la «rosa del mundo», a «visiones» de poetas en la rueda de las edades o a una amada que imaginaba vieja y melancólica, e incluso deseaba muerta, como en «Aedh wishes his Beloved were dead»: Si tan sólo yacieras fría y muerta Y apagándose fueran las luces del oeste Vendrías hacia mí a inclinar tu cabeza; Posaría mi frente en tu pecho 41 The Wings of the Dove fue publicada en 1902 por Henry James y es considerada por algunos críticos como una amplificación de un cuento de hadas. Un motivo cercano se halla en la «nouvelle» Dasy Miller (1879). La también novela corta El autor de Beltraffio contiene un personaje femenino, la esposa del escritor, que recibe justamente la denominación de Beatriz. Este texto fue publicado en 1885, en la colección Stories revisited. Véase James 1971. 42 Al despertar de su último sueño, donde Clara reaparece vivida y Aratov cree unirse a ella, el joven es presentado por el autor con una expresión de felicidad «indescriptible» en su rostro (véase Turgueniev 1942). Según Juan Eduardo Zúñiga, este mismo motivo del amor ligado a la muerte está presente en varios poemas del autor: «La maldición» y «Encuentro», escritos en febrero de 1878. Ahora, un año antes de su muerte, condensa Turguéniev en «Clara Mílich» «la historia de una expiación, del arrepentimiento tardío de quien ha frustrado el naciente amor de una mujer» (Zúñiga 1996: 258-284).

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Vicente C e r v e r a Salinas Y t ú m u r m u r a r í a s palabras ciernas P e r d o n á n d o m e , p o r q u e estuvieras m u e r t a . N o habrías de l e v a n t a r t e y p a r t i r A u n q u e es t u v o l u n t a d de pájaro silvestre. Sabrías que t u pelo prisionero Se a n u d a b a al sol, la luna, las estrellas: Q u i s i e r a , a m a d a , q u e yacieras E n la tierra, bajo la r a m a z ó n , E n t a n t o que u n a a u n a las luces se a p a g a r a n . 4 3

P a r e c e p e r t i n e n t e , a l r e s p e c t o , r e f e r i r la r e c e p c i ó n d e l p e r s o n a j e d e B e a t r i c e e n la l i t e r a t u r a f r a n c e s a d e l X I X , c o n a u t o r e s c o m o el y a c i t a d o H o n o r é d e B a l z a c , G u y d e M a u p a s s a n t , y su d e s p l a z a m i e n t o a lo f a n t á s t i c o (en su relato b r e v e « L a m u e r t a » ) o R e m y d e G o u r m o n t , e n su v e r t i e n t e e s t é t i c a (los «vitrales r o m á n t i c o s » d e s u s Lettres

á Sixtine

o s u e n s a y o l í r i c o « D a n t e , B e a t r i c e e t la p o é s i e a m o u r e u s e » ) .

E s t a l í n e a d e s e m b o c a r á e n el s i m b o l i s m o d e c a d e n t e d e c i m o n ó n i c o d e o b r a s t a n v a r i o p i n t a s c o m o A rebours

d e J o r i s - K a r l H u y s m a n s , o e n la c o f r a d í a

poética

q u e se inició c o n G é r a r d d e N e r v a l y C h a r l e s B a u d e l a i r e , y c u y o influjo llegará hasta Paul Valéry y A n d r é Gide44. E n su breviario de estética modernista,

por

e j e m p l o , H u y s m a n s p r e s e n t a el e r o t i s m o d e c a d e n t e u t i l i z a n d o u n s i n t a g m a d e c u f i o d a n t e s c o , a b s o l u t a m e n t e a d e c u a d o p a r a d e f i n i r e s t e m o t i v o , al referirse al «reverso d e las B e a t r i c e s y Ligeias»43. M a r c e l S c h w o b y S t e p h a n e

Mallarmé

r e c i b e n la h e r e n c i a d e l a m o r t r u c u l e n t o y p a t o l ó g i c o a t r a v é s d e s u d e v o c i ó n

43

«Were you but lying cold and lead, / And lights were paling out o f the West, / You would

come hither, and bend your head, / And I would lay my head on your breast; / And you would murmur tender words, / Forgiving me, because you were dead: / Nor would you rise and hasten away, / Though you have the will o f the wild birds, / But know your hair was bound and wound / About the stars and moon and sun: / O would beloved that you lay / Under the dock-leaves in the ground, / W h i l e lights were paling one by one» (Yeats 1982; la version espanola es la de Caracciolo-Trejo, «Desea que su amada estuviera muerta», en Yeats 1984: 54). El poema forma parte de The wing among the weeds 44

de 1899.

Ya en 1891, el joven Gide publics por cuenta propia su maravilloso diario apôcrifo Les

cahiers d'André Walter, con explicitas referencias a la Comédie,

asi como a los personajes de Paolo

y Francesca, y de Beatrice: «Quand j'étais enfant, très jeune, dans l'ignorance des choses pourtant entrevues: [...] J e rêvais des nuits d'amour devant l'orgue; la mélodie m'apparaissait, presque palpable fiction, comme une Béatrice n u a g e u s e , f i o r g i t t a n d o sopra e d'interno» Véase también Corydon 45

(Gide 1986: 56).

(Gide 1971).

«Esos abrumadores y blancos fantasmas engendrados por la inexorable pesadilla del negro

opio»: «Ici, l'hallucination était empreinte d'une tendresse exquise; ce n'était plus les ténébreux mirages de l'auteur américain, c'était une vision tiède et fluide, presque céleste; c'était, dans un

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por la literatura anglosajona, y principalmente por Edgar Alian Poe. El primero le dedicará páginas a Beatrice en Corazón doble. Mallarmé, a su vez, llegará a proclamar, en una famosa epístola de 1867: «la destrucción fue mi Beatriz», significando con ello la virtud de la síntesis para la consecución de un estilo perfecto y justo, la salvación del ser por la poesía, de quien creyó que el mundo existía «para llegar a un Libro»46. Con los patriarcas del movimiento estético anglosajón denominado modernism se iniciará otra etapa de la misma historia. Ya en el siglo XX la influencia dantesca en esta clave «paradisíaca» se dejará sentir en escritores norteamericanos con fuerte propensión al acervo tradicional europeo, como es el caso de Ezra Pound, creador éste último de la corriente estética bautizada como imaginism, de claro entronque y ascendencia dantescas47. Es interesante, al respecto, evocar la tesis que el escritor Charles Williams vierte en 1950, en su obra The figure of Beatrice, en cuanto a la trascendencia que la noción de «imagen», poética y mística al tiempo, adquiere en la obra completa del Alighieri, pero muy especialmente en la sección del Paradiso48. El motivo de Beatrice representará el entramado de imágenes donde asome «la figura del tapiz». Una figura en que los sueños y anhelos del poeta materializan su sustancia y propenden al acto de la construcción: a la arquitectura de una elevación sin par. Imágenes, en efecto, son las de la «sonrisa», estampada en la sensibilidad del poeta ya desde la Vita Nuova, y las de la visión sobrehumana de una «Beatrice intronizzatta», depurada y transida por obra de un deseo hecho verbo.

genre identique, le contre-pied des Béatrice et des Ligeia, ces mornes et blancs fantômes engendrés par l'inexorable cauchemar du noir opium!» (Huysmans 1977 [1986: 267]; las cursivas son mías). 46 «Yo no he creado mi obra» -confiesa a su amigo Eugène Lefébure, el 17 de Mayo de 1867- «sino por eliminación, y cualquier verdad adquirida no nacía más que de la pérdida de una impresión que, habiendo titilado, se había consumido y me permitía, gracias a sus tinieblas desprendidas, avanzar más profundamente en la sensación de las Tinieblas Absolutas. La Destrucción fue mi Beatriz». En Mallarmé 2002: 123-124. Véase al respecto Durand 1999. 47

«El movimiento llamado imaginismo dio gran importancia al elemento pictórico en la lírica y muchos poemas imaginistas se pueden casi describir como una serie de subtítulos e imágenes invisibles» (Frye 1977; véase al respecto el capítulo «Lírica y música», 362-264). La importancia de lo visual y lo enigmático o esotérico se advierte también en la identificación que establecía Pound entre el imaginismo y los ideogramas chinos, que utilizó constantemente en la composición de sus Cantos. 48 «The image of Beatrice existed in his thought; it remained there and was deliberately renewed. The word image is convenient for two reasons. First, the subjective recollection within him was of something objectively outside him; it was an image of an exterior fact and not of an interior desire» (Williams 1943; también en Hawkins & Jacoff 2001: 16 y ss).

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Recordemos que las imágenes de la luz, c o m o m u y bien insistirá T. S. Eliot, son consustanciales a la poética de D a n t e en el Paradiso, fueran al Inferno49.

así c o m o las aéreas lo

El m i s m o Eliot entreveró en su Tierra baldía muchos ecos

de D a n t e . « C h e mai da m e non si parte il diletto / Fluvida di folgore»: son dos versos con los que, por su parte, Ezra P o u n d acomete en su raíz «paradisíaca» uno de los más bellos p o e m a s amorosos de su colección de Cantos, el número X X X I X (1994 (vol. I): 721-733). A s i m i s m o en el X X X V I , que lo antecede en este interludio idílico sobre los vociferantes anatemas a la m o d e r n a bestia infernal de mil cabezas, el nuevo Gerión dantesco, la avariciosa usura, entona una paráfrasis a la canzona de G u i d o Cavalcanti («Dona mi prega»), d o n d e la asociación del estado amoroso con la memoria se circunscribe al sentido de la vista y al d o m i n i o de la luz: Donde mora la memoria Toma su estado [...] N o desciende por cualidad sino que brilla El mismo su propio efecto sin fin [...] Tampoco es conocido por su cara Sino que se conoce de la blanca luz que lo es todo [...] Suelto en la oscuridad Rosa la luz, moviéndose uno por el otro Siendo de naturaleza dividida, separado de toda falsedad Digno de confianza Sólo de él procede la misericordia. 50

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Comentando el influjo de Dante en la poesía romántica inglesa, y en especial en Shelley y

su poema « O d e to the West Wind», señala: «the various manifestations of wind, and the vaious sensations of air, are as important as are the aspects o f light in the Paradiso» (Eliot 1950). El propio Eliot confesó su animadversión hacia la mística prerrafaelita que secuestró en un simbolismo mórbido el recuerdo de Beatrice, y sin embargo elogió la sensibilidad místico-poética de Yeats. 50

«Where memory liveth / it takes its state [...]./ Descendeth not by quality but shineth out

/ Himself his own effect unendingly [ . . . ] / Nor is he known from his face / But taken in the white light that is allness [ . . . ] / Disjunct in mid darkness / Grazeth the light, one moving by other / Being divided, divided form all falsity / Worthy of trust / From him alone mercy proceedeth» (Pound 1994 (vol. I): 661-671). En cuanto a los versos citados del Paradiso, Javier C o y cita la traducción siguiente: «que el deleite de mí no se partía», de X X I I : 129, y «fulgiendo fuego», X X X : 61-63. Relativo al término «imagen», tan importante en la poética de Pound, también introduce Coy la siguiente definición, tomada del propio autor: «An «Image» is that which presents an intellectual and emotional complex in an instant of time»: «Una «imagen» es aquello que presenta un mundo

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«Donde mora la memoria / Toma su estado». Así describe en el siglo XX Ezra Pound la naturaleza del amor, parafraseando un canzona del Cavalcanti, contemporáneo del Alighieri, e inserto también en la capilla de los «fedeli d'amore». Los síntomas del «duelo» que acompaña a la ausencia del objeto de adoración -dispositivo desde el cual se conformará, como ya sabemos, el «síndrome de Beatriz»- parecen quedar relativizados en esta transposición del mundo físico al ámbito intelectivo de la memoria. Donde no habita el olvido, allí descansa incorruptible la presencia del bien amado, de la figura y de la imagen que despertaron el «estupor» y el «renacer» de la conciencia. La transferencia erótica es, así, motivada por sentimientos originados en el miedo a la disolución, al desvanecimiento de la imagen venerada. En un hermoso ensayo de 1954, «Paisaje de la eternidad», refería Romano Guardini que el sentimiento de opacidad que le produjo durante años la lectura de la Comedia dantesca fue paulatinamente disolviéndose en vislumbres. Una de las causas de esta metamorfosis fue la confesión de un amigo que le declaró haber experimentado de manera real y concreta un sentimiento parejo al que Dante vertió en el Paradiso por Beatrice 51 . La historia de la poesía de Occidente, y también la creada en las latitudes americanas, es testigo formal de experiencias similares, donde la imaginación y sus «mundos posibles» elevan a la categoría de la gloria los afectos que el tiempo, impío, oblitera. En ese ámbito, la «urna» del verso guarda con verdad sus bellezas particulares. C o m o en toda urna, la albergan cenizas. C o m o en toda urna venerada, son cenizas inflamadas por el alma, el sueño o el numen de su visitante. Quien contempla asiste a constantes metamorfosis: la imagen pasajera adopta «el aspecto espectral de Beata Beatrix», como declara en un poema de Enrique Lihn 52 , o cree haber estado anteriormente en el mismo lugar, de manera vaga e imprecisa, mas consciente de que no puede haber olvido en los labios de esa sonata nerudiana, a pesar de que «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos» 53 . Sentado, «como un inválido en el desierto de mi deseo de ti», exclama al sujeto invisible que agite los

complejo intelectual y emocional en un instante de tiempo» (Pound 1994 (vol. I): 16; tomado de Pound 1954). El punto concreto sobre la imagen data del ensayo «A Retrospect» de 1918. 51

Guardini 1958. Citado en Hatzfeld 1965: 53. La versión definitiva del poema «Beata Beatrix» del chileno Enrique Lihn fue incorporada de manera completa por primera vez en una antología de poesía, la Antología de poesía hispanoamericana (1915-1980) de Jorge Rodríguez Padrón (1984). Enrique Lihn figura en las páginas 261-280. 52

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El síndrome se expresa con dudas y nostalgias en el archifamoso poema 20 de Neruda: «Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. / Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

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pájaros sembrados y abata las estrellas temblorosas, donde la visión materialice su forma perdida 54 . Es entonces cuando el cielo y el infierno entonan un himno, en el lugar donde hubo una plegaria. Los hijos de la alegría almuerzan en gozo con los huéspedes de Melancolía, y el nombre convocado retorna. Corruptible, degradado, mutado en alimaña, convertido en «reliquia atroz», consumado en los afanes de las pesadillas. Alienado tal vez en la locura de la piedra, descreído o desconocido para quien lo veneró. Con la serpiente devorando el centro de su corazón, Beatrice, en su desdicha permanente o en su trono de luz, alimenta el alma sana y se alimenta del alma enferma. Pero ningún rayo puede alcanzar ya su noche 55 . Constante en la historia de una cultura que situó en su cumbre las «dulces prendas» del amor, descubre Beatriz cómo su amante peregrino descenderá de mil maneras hasta la selva oscura y en las mismas entrañas de la tierra remontará, con su guía, otras estrellas.

// Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, / mi alma no se contenta con haberla perdido» (Neruda 1952: 97-99). 54 «Estoy sentado como un inválido en el desierto de mi deseo de ti. // Me he acostumbrado a beber la noche lentamente, porque sé que la habitas, no importa dónde, poblándola de sueños. // El viento de la noche abate estrellas temblorosas en mis manos, que aún no se conforman, viudas inconsolables de tu pelo. // En mi corazón se agitan los pájaros que en él sembraste y a veces les daría la libertad que exigen para volver a ti, con el helado filo del cuchillo. / Pero no puede ser. Porque estás tan en mí, tan viva en mí, que si me muero a ti te moriría» (Gelman 2001: 19). «Estoy sentado...» pertenece originalmente a Violíny otras cuestiones (Gelman 1956). 55 Véase el poema del ciclo «Dichterliebe», «Amor de poeta», de Heinrich Heine, ciclo que fue musicalizado por Robert Schumann. El número 7, titulado «Ich grolle nicht» («No me quejo»), cifra en una visión infernal el alma dolorida de una Beatriz.

I El síndrome de Beatriz

I' son Beatrice che ti faccio andare, vegno del loco ove tornar disio, amor mi mosse, che mi fa parlare Inferno II: 70-72 L l a m o «síndrome de Beatriz» a un estado emocional que participa de la dimensión psicológica, ontològica, anímica y aun física de un sujeto o individuo, y q u e se caracteriza por la sensación de vacío erótico. Se trata de un fenómeno de la conciencia provocado por una grave crisis personal, en cuyo epicentro se halla el sentimiento de abandono y de pérdida, ocasionado por la persistencia de un estado profundo de fijación erótica en un sujeto donde se han vertido todas las apetencias del amor c o m o figura esencial del alma. Se reconoce en el paciente tras una ausencia prolongada del objeto de veneración amorosa, que deviene finalmente

definitivo y último, siendo este rasgo distintivo —lo irrecuperable

o irreversible- la cualidad m á s importante para el inicio de esta afección. L a constitución del estadio patológico procede, en última instancia, de un proceso cognitivo determinado que opera en el nivel consciente del sujeto, el cual reconoce así las causas de su proceso, si bien puede irradiar en los planos del yo inconsciente (de donde, realmente, surgió el primer fenómeno de la fascinación o fijación amorosa) y también arraigar en el territorio fecundo de la actividad preconsciente de nuestro pensamiento. L a clave para determinar de una manera cabal el s í n d r o m e de Beatriz procede, c o m o ya he señalado, de u n a aparente aceptación de la desaparición del ser a m a d o q u e ha d e ser incuestionable, y por lo tanto, se sitúa en el espacio de lo tanático, de manera bien real, o bien metafórica. Así pues, a d m i t i m o s c o m o facetas posibles para el dibujo de este espacio no sólo la muerte física - q u e sería su primera y m á s i m p o r t a n t e expresión—, sino también la muerte virtual (cuando se a d m i t e y c o m p r u e b a la desaparición del ser a m a d o , q u e

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ha «abandonado» definitivamente el papel que anteriormente fungía, sin que ello haya producido su olvido en el amante: esta desaparición puede ser tanto física como metafórica) o el abandono eterno (en el caso de que dicho ser haya decidido, y mantenga, su voluntaria ausencia con respecto al sujeto amante). Pueden originar, en efecto, estas últimas posibilidades la aparición del síndrome en quien se halló otrora sometido al sentimiento todopoderoso del amor y hoy se encuentra desasistido, abandonado, espiritualmente exiliado y, sobre todo, incapaz de trascender o sublimar su estado, sin que ello suponga la superación de dicho sentimiento. La sintomatología de la ausencia, que ocasiona la confirmación de este fenómeno patológico, suele conducir al individuo hacia el país de la desesperación. Las puertas luctuosas le abren las calles y las avenidas por donde puede transitar su angustia. Le es admitido pedir hospedaje en diversas fondas y posadas, a condición de que en ninguna de ellas se produzca la reaparición real ni, por supuesto, la recuperación auténtica del bien perdido. Eso sí, a la convicción de esta pérdida definitiva pueden seguir diversos procesos que vendrían a ser las máscaras que esta enfermedad del ánimo adopta. Entre ellas -múltiples y entrecruzadas— cabe destacar la muerte en vida de la conciencia (o dicho metafóricamente, con Cioran, la «caída del tiempo», que consigue arrastrar al sujeto que, asomado a su balcón, lo ha visto transitar ya sin rumbo ni destino) o bien la sustitución del bien preciado por otro sujeto que lo reemplaza, pero en quien se observan y distinguen los rasgos definitorios de la inversión: es decir, una metamorfosis terrible, por grotescamente infamante o paradójicamente contrapuesta, del amor ausente y perdido. En todo caso, es posible señalar, aprehender y también analizar el síndrome al que me refiero siempre que se den, como factores irreductibles, las siguientes condiciones: 1. ausencia del ser amado que ha sido objeto de adoración sublimatoria; 2. ausencia definitiva de dicho ser; 3. proceso de convivencia con dicha ausencia que, en la evolución contemporánea de la figura «divina» de Beatriz, fundadora del mito místico-amoroso, deriva en la casi imposible sublimación metafísica o teológica de dicho ser. Cuando esta se produce, viene representada por asociaciones con la materia literaria, que se brinda como ejemplo para tejer tramas donde la creación textual se eleva a categoría estética de resonancias religiosas. En todo caso, la conciencia desdichada persiste y propicia un permanente estado de nostalgia de lo que fue o pudo haber sido;

El síndrome de Beatriz

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4. en estos casos, donde se observa la evolución de la figura, sensación de caída espiritual y entrada en el reino de los desesperados; 5. y asunción eterna de la pérdida, que puede, a su vez, adoptar diversos rostros o máscaras del dolor: metamorfosis, transformación o sustitución de lo abandonado por figuras inversas o espurias, o bien por una ruptura o desgarramiento profundo de la idealización fantasmática a que el amante sometió su figura idolatrada. La descripción «biográfica» que estampó Boccaccio acerca de la aflicción por la muerte de Beatrice en el espíritu de Dante Alighieri marca la pauta para la comprensión del fenómeno. D e un estado que, según la visión del mundo inherente a cada época, y de acuerdo a las estéticas que las representan, adquirirá nuevas facetas y expresiones. El primer acercamiento genuino a este abatimiento quedó formulado así: Era quasi nel fine del suo vigesimoquarto anno la bellissima Beatrice, quando, sì come piacque a Colui che tutto puote, essa, lasciando di questo mondo l'angosce, n'andò a quella gloria che li suoi meriti l'avevano apparecchiata. Della qualle partenza Dante in tanto dolore, in tanta afflizione, in tante lagrime rimase, che molti de" suoi più congiunti e parentei e amici niuna fine a quelle credettero altra che solamente la morte; e questa estimarono dovere essere in brieve, vedendo lui a niuno conforto, a niuna consolazione pòrtagli dare orecchie. Gli giorni erano alle notte iguali e agli giorni le notti; delle quali niuna ora si trapassava senza guai, senza sospiri e senza copiosa quantità di lagrime; e parevano li suoi occhi due abbondantissime fontane d'acqua surgente, intanto che più si maravigliarono donde tanto umore egli avesse che al suo pianto bastasse.' Subyace, en el fondo de este estado morboso del yo, una problemática que sin duda alguna trasciende la limitación de su entidad, pues este fenómeno participa de un planteamiento mucho más general que corresponde al devenir de la cultura y sus manifestaciones estéticas y espirituales. Sólo en una sociedad de la ausencia absoluta y radical, descreída de asideros metafísicos de toda laya, puede originarse y extenderse el síndrome aludido. Una agitación intensa e irrefrenable domina a los individuos que pueblan los tiempos y lugares de una época marcada por un perfume embriagador, pero estéril: el que emana de unas flores que ya no pueden sino brotar donde la nada se abona. Un corte radical en el desarrollo formativo del «sujeto de Occidente», cuyo surgimiento aproximado cabría situarse hacia mitad del siglo X I X , aunque su semilla se abonara con el 1

Boccaccio

1974:446-447.

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nacimiento de la subjetividad y el humanismo renancentistas, como primera etapa en el proceso de sustitución del orbe teológico por el imperativo del racionalismo con sus propias «luces», y cuya conclusión, a mi juicio, todavía no se ha producido con la inauguración de un nuevo milenio. Un estado general del espíritu que de manera muy certera apunta a uno de los símbolos más carismáticos de la tradición idealista: Beatrice, la mujer que habría de ser ensalzada como ninguna hasta ese momento lo fuera, tal como lo quiso Dante Alighieri en la conclusión de su Vita Ntiova. Y en su constante revisión en la historia de la cultura occidental, deshojar lentamente sus pétalos y mostrar en su fondo, y en su envés, el espectro de una desposesión. Los estambres desprotegidos de una corola sin color: En cenicientas tierras, sin verdor, calcinadas, Como yo me quejase a la Naturaleza, Y el puñal de mi mente, caminando al azar, Fuese afilando lento sobre mi corazón, Una gran nube oscura, de un temporal surgida, Que albergaba una tropa de viciosos demonios, Semejantes a enanos furiosos y crueles. Se volvieron entonces fríamente a mirarme, Y, como viandantes que se asombran de un loco, Los escuché entre sí reír y cuchichear Intercambiando señas y guiños expresivos: - «Contemplemos a gusto a esta caricatura, A esta sombra de Hamlet que su postura imita, Los cabellos al viento, la indecisa mirada. ¿No es en verdad penoso ver a tal vividor, A este pillo, a este vago, a este histrión perezoso, Que, porque representa con arte su papel, Pretende interesar, cantando sus pesares, Al águila y al grillo, al arroyo y las flores, E inclusive a nosotros, autores de estas rúbricas, A voces nos recita sus públicas tiradas?» Hubiera yo podido (alto como los montes Es mi orgullo y domina a diablos nublados) Apartar simplemente mi soberana testa, Si no hubiera atisbado entre la sucia tropa, ¡Y este crimen no hizo tambalearse al sol!

El síndrome de Beatriz

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A la reina de mi alma de mirada sin par, Q u e con ellos reía de mi sombría aflicción, Haciéndoles, de paso, una obscena caricia. 2 Sírvanos el excelente p o e m a de Lasflores del mal (1857-1868) c o m o emblema preclaro para la definición semántica y estilística del motivo que nos ocupa. La situación que atraviesa la voz poética del texto nos introduce ya en esa «tierra baldía» del devenir contemporáneo («En cenicientas tierras, sin verdor, calcinadas») que vendría a representar el ámbito de lo antiparadisíaco, simétricamente contrapuesto a aquél donde la Beatrice clásica esplendía. El peregrinar de nuestro personaje en un espacio hostil, que va revelando paulatinamente los signos de la urbe contemporánea («Y, c o m o viandantes que se asombran de un loco») para conducirnos, a través del «puñal» que su mente semeja, a la visión fatídica de la injuria. L a caracterización grotesca y monstruosa que ese enjambre de seres abominables realiza de la silueta y figura del personaje resulta tanto m á s insidiosa cuanto incluye entre su coro infernal la figura del ente adorado, q u e —no en vano— la sabia intuición de Charles Baudelaire ha identificado con el «nombre» de Beatrice en el título de su composición. R e c o r d e m o s que, en el inicio y gestación del mito que nos ocupa, esta figura de mujer comporta los atributos de la suma perfección y de la gloria. Si repasamos las páginas de la Vita Nuova (concluida en 1293), hallamos claramente expuesta la fundación del símbolo amoroso m á s sobrenaturalizado de la historia, en tanto acto sensitivo que canaliza la mirada: Beatriz, para D a n t e Alighieri, alcanza la

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Baudelaire 2 0 0 0 : 177-178. «La Béatrice» en la edición de Gallimard (1972: 152): «Dans des

terrains cendreux, calcines, sans verdure, / C o m m e je me plaignais un jour à la nature, / Et que de ma pensée, en vaguant au hasard, / J'aiguisais lentement sur mon coeur le poignard, / Je vis en plein midi descendre sur ma tête / Un nuage funèbre et gros d'une tempête, / Q u i portait un troupeau de démons vicieux, / Semblabes à des nains cruels et curieux. / A me considérer froidement ils se mirent, / Et, comme des passants sur un fou qu'ils admirent, / J e les entendis rire et chuchoter entre eux, / En échangeant maint signe et maint clignement d'yeux: // - « C o n t e m p l o n s á loisir cette caricature / Et cette ombre d'Hamlet imitant sa posture, / Le regard indécis et les cheveux au vent. / N'est-ce pas grand'pitié de voir ce bon vivant, / C e gueux, cet histrion en vacances, ce drôle, / Parce qu'il sait jouer artistement son rôle, / Vouloir intéresser au chant de ses douleurs / Les aigles, les grillons, les ruisseaux et les fleurs, / Et même à nous, auteurs de ces vieilles rubriques, / Réciter en hurlant ses tirades publiques?» // J'aurais pu (mon orgueil aussi haut que les monts / Domine la nuée et le cri des démons) / Détourner simplement ma tête souveraine, / Si je n'eusse pas vu parmi leur troupe obscène, / Crime qui n'a pas fait chanceler le soleil! / La reine de mon coeur au regard nonpareil, / Q u i riait avec eux de ma sombre détresse / Et leur versait parfois quelque sale caresse».

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categoría de ser supremo, merced a su saludo, su mirar y su gentileza. El incipit de esta «vita nuova» tiene lugar a raíz de una fascinación que se recrea en un espacio sensitivo hecho expresión en el nombre de la dama: «Digo que en ese tiempo en que esta mujer era pantalla de mi amor, en mi perspectiva, me vino el deseo de querer recordar el nombre de aquella gentilísima y acompañarlo de muchos nombres de mujeres, y especialmente del nombre de esta gentil mujer»3. Así comienza una «nueva vida» para la transmisión y diseño de la idea erótica que, a partir de Dante, se va a edificar en la tradición occidental. Una figura plenamente trascendida por la idealización ascensional: de ser cuerpo pasará Beatrice a ser recuerdo, representación de lo bello, nombre fetiche, encarnación del sumo concepto del bien y número abstracto donde reside la esencia del milagro. Así pues, la simbología de la fecha que significó la definitiva «partida» de la amada se convierte, para Dante, en algo mucho más importante que su propia desaparición y el subsiguiente dolor, dando con ello pie a su metamorfosis en el número milagroso de la Trinidad, puesto que «esta mujer fue acompañada por este número nueve para dar a entender que era ella un nueve, es decir, un milagro»4. Se preparaba con ello el tránsito a la obra culminante de la literatura metafísica cristiana, donde su autor esperaba «tratar más dignamente» de ella y «decir lo que nunca se ha dicho de ninguna» y en donde la imaginación, expandiendo su vista hacia las alturas, ubicará en lugar privilegiado el «cuerpo vivo» de «aquella alma nobilísima y beata», para edificar en su glorificación la triple arquitectura

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«Dico che in questo tempo che questa donna era schermo di tanto amore, quanto da la mia parte, sì mi venne una volontade di volere ricordare lo nome di quella gentilissima ed accompagnarlo di molti nomi di donne, e spezialmente del nome di questa gentile donna» (1988: 78). 4

«Questa donna fue accompagnata da questo numero del nove a dare ad entender ch'ella era uno nove, cioè uno miracolo» (1988: 229). Sobre la importancia de Beatrice en la formación del espíritu dantesco -desde el punto de vista biográfico, pero sobre todo desde el prisma artístico y literario- cabe aducir lo señalado en la entrada Beatrice, de la Enciclopedia dantesca: «Punto-base è la Vita Nuova. Il «libello» non è un diario d'amore, un romanzetto o solo un libro di esercizi tecnico-stilistici; è l'espressione di un godimento spirituale, l'atto incantato di una «memoria» che ama rievocare [...]. Nel passaggio dall'abbandono del reale al trionfo della fantasia c'è tutto il segno della gioia fiduciosa, del godimento interiore dell'attendere e del ricordare. Lo stesso sogno (di Beatrice dormente, III; della figurazione d'amore, XII; di Beatrice morta, XXIII; di Beatrice beata, XXXIX) non è un elemento erudito di traizione medievale, ma una voce, nella sua spinta risonanza, della «memoria» [...]. La gioia de Dante è appunto nel ripensarle, nel rianimarle di una nuova vita, che non è realtà né ancora meditazione. Per questo motivo egli torna con giovanile insistenza a ripetere, nei primi capitoli più decisamente, la parola in cui si assomma il tema centrale del «libello»: «Memoria»». Ferrabino & Conti 1970: 542.

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de la salvación y la condena 5 . Esta «invención de formidable atrevimiento», en palabras de Harold Bloom (2001), deriva, pues, de un acto voluntario que obedece, en suma, a una sobreimpresión en el campo de las percepciones y las emociones. C o m p a r a d a por Charles Williams, en su obra The figure of Beatrice (1943), y el mismo Bloom - e n cuanto a pujanza carismática en la creación de su figura— con el propio personaje de Jesús en los Evangelios, es Beatrice de Folco Portinari el estandarte supremo de la fascinación visual convertida en liturgia religiosa 6 . Su papel, decisivo para el devenir del espíritu amatorio europeo, resulta tan esencial como para llevar a Bloom a la afirmación de que será de carácter «universal para todos aquellos que consigan encontrarla» 7 , pues fue la primera y la única que pudo conducir al poeta, al hombre, hasta el corazón amarillo de la «rosa sempiterna», «che si dilata ed ingrada e redóle / odor di lode al sol che sempre verna/ qual é colui che tace e dicer vole, / mi trasse Beatrice» {Paradiso X X X , 1 2 4 - 1 2 6 ) . Hasta allí transporta, guía y conduce Beatrice a Dante, mostrando el esplendor «como quien calla queriendo hablar» 8 . 5

Así expresa Ángel Crespo, traductor en verso de la Commedia y también comentarista y

estudioso de la obra dantesca, el síndrome en Dante: «A pesar de los propósitos expresado en

La Vida Nueva, la muerte de Beatriz desmoralizó tanto a Dante que su personalidad empezó a sufrir una serie de cambios, que ha sido calificada de crisis moral por algunos de sus estudiosos. [...] Si Beatriz murió en junio de 1290 y suponemos que Dante empezase sus estudios filosóficos unos meses después de esta fecha, en seguida comprobaremos que los treinta meses de que habla vendrían a cumplirse cuando iba a empezar La Vida Nueva. La crisis moral del poeta debió de empezar después de 1290 y terminar hacia 1300, año en el que sitúa la acción de la Comedia y en el que declara encontrarse perdido en una simbólica «selva oscura»...» (Crespo 2 0 0 4 : 63). 6

«The figure of Beatrice is presented at the beginning of Dante's first book, for Dante is one

of those poets who begin their work with what is declared to be an intense personal experience [...]. H e defines the general kind of experience to which the figure of Beatrice belong in one of his prose books, the Convivio —4.25—. He says there that the young are subjet to a «stupor» of astonishment of the mind which falls on them at the awareness of great and wonderful things [...]. Wherever the «stupor» is, there is the beginnig of the art...» (Williams 1943: 7). Véanse los comentarios de Bloom al respecto (2001: 87 y ss): «Lo que Williams subraya en su apasionado estudio, La figura de Beatriz (1943), es el gran escándalo del logro de Dante: la invención más espectacular del poeta es Beatriz [...]. Q u i z á Dante era realmente ortodoxo y devoto, pero Beatriz es su figura, y no la de la Iglesia; ella es parte de una gnosis privada, de cómo el poeta altera el plan de salvación [...]». 7

Y, por lo tanto, no puede existir, como a continuación el propio ensayista afirma, solamente

«dentro de su poesía», sino que se expandió y multiplicó en siglos y leguas. Véase Bloom 2001: 95. 8

«A lo amarillo de la rosa eterna, / que se engrada y dilata y, con su aliento / perfumado,

al sol loa que no inverna, / como el que quiere hablar y no halla acento / me llevó Beatriz» (traducción de Ángel Crespo: Paraíso 2003: 198). «Al corazón de la rosa sempiterna que se dilata y se eleva gradualmente y despide perfumes de alabanza a aquel Sol siempre primaveral, como

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Su permanencia como icono de la fe enamorada pauta los caminos de la bellas artes y la literatura occidentales, hasta el momento en que los factores que sostienen el andamiaje de dicha fe se ven atacados por el mal endémico de la «secularización» universal, reconvirtiendo sus mitos fundacionales en sombras fantasmáticas de sus efigies, cuando no en sus transportes infamantes y grotescos: ídolos carcomidos por el azote de vientos descorazonados y tormentas desalmadas. Y si el artista de esta época encuentra su metáfora acabada en el albatros torpe y ridículo en la cubierta de un barco, donde se siente ya incapaz de desplegar sus alas de gigante, antaño magníficas, el motor invisible de su audacia se mostrará no menos deforme, y se hallará vestido con los harapos de un reino sin trono ni corona. Recordemos que el poema de Baudelaire subraya la aparición de esta «falsa Beatriz» o «Beatriz contemporánea» para hincar con su presencia la lanza última en el costado de esta peculiar crucifixión figurada del poeta. Por ello, tras la reproducción literal del infamante discurso a que se ve sometido el sujeto poético por parte de esa turba de enanos «furiosos y crueles», la declaración de intenciones nos sumerge en la espiral de una humillación, que se declara soportable si en ella no hubiera surgido —como en una rosa fatídica, hecha sólo de espinas- la terrible aparición de «la Beatriz». Es precisamente esa rosa la más angustiosa de las «flores del mal», en razón de su consistencia de inversión absoluta del modelo idealizado, que deviene, al fin fatal, su más evidente deconstrucción. «Entre la sucia tropa» surge, aureolada por un perverso esplendor macilento, «la reina de mi alma», esta nueva Beatriz que más parece una de las sombras que entre los círculos infernales hubiera descubierto el poeta florentino a su paso; esta figura que ha transmutado sus atributos y ha convertido aquella rosa de la bienaventuranza, que coronaba el Paraíso, en un lugar de escarnio y befa. Y así, si la aparición de la Beatrice dantesca supone la apoteosis de un magnífico viaje; en su despedida, Dante la corona con los rayos eternos que hallan su reflejo en ella —«E vidi lei che si facea corona, / refrettendo da sé li eterne rai» (ParadisoXXXI, 71-729)—, el poema de Baudelaire también dilata en sus versos hasta un final punzante (heredado de la técnica de los cierres de Edgar A. Poe) el surgimiento de esta nueva Beatrice, injuriosa y maldita. Sólo en los tres últimos versos se produce la descarga emocional que pretende

quien calla queriendo hablar, m e llevó Beatriz...» (traducción de Nicolás González Ruiz: Obras Completas 1994: 518). 9

«Y vi que ella se hacía u n a corona / de u n a eterna luz por ella reflejada». Traducción de

Ángel Crespo (Paraíso 2003: 205).

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hacernos sentir el poeta. Incluso pondera el efecto de esta conclusión antes de que se produzca («¡Y este crimen no hizo tambalearse al sol!»), y nos deja como broche la sensación de ignominia y de vergüenza que produce una Beatriz que, no contenta con participar de la mofa, concluye su aparición con esa «obscena caricia» que supone la estocada final en el proceso de degeneración del sujeto-poeta. Deconstruida la instauración del amor hacia la mujer como expresión de lo sublime, así como de su propia caracterización ética y del bien intrínseco que ella representa, el poeta y su texto proponen una revisión del mito que afecte asimismo al sujeto productor del texto. Si, como acertadamente reconoce Jonathan Culler, «la identificación de la mujer con la poesía, a través de la figura de la musa» está en la base del programa ideológico del devenir literario europeo10, la aparición del síndrome de Beatriz en la conciencia del protagonista (bien del texto, bien de la escritura) comportará un quiebre o una fractura en el desarrollo de esa tradición, por cuanto desarma un mecanismo de identificación del paradigma canónico, que identifica Verdad y Belleza, y propone el Amor en tanto tránsito o puente hacia aquéllas. El síndrome despierta una conciencia transversal, atravesada por el signo de lo incomprensible y de la sinrazón. La mujer deja así de ser un personaje meramente mediático para transformarse en un ser que abre los ojos a una conciencia desdichada, propia de los desterrados de este mundo. Los relatos de Edgar Alian Poe establecían un enclave definitorio al respecto. No en vano fue Charles Baudelaire el primer enamorado de ese fatalismo psíquico que roturó un nuevo camino en la expresión de la literatura como malditismo, clave en la génesis de los tópicos contemporáneos. De este modo, para la irrupción de esta modalidad del fatalismo que es el desamor, entendido éste como fuga, desaparición y posible metamorfosis del objeto venerado (un síndrome que deja la ausencia de Beatriz), es fundamental y conditio sine qua non el afecto de la irreversibilidad: hay un eco que rezuma en las paredes de las casas vacías, de las mazmorras, de los lechos ya absurdos, de los pensamientos de un antiguo soñador, cuyo estribillo es punzante y grita en el silencio como un «corazón delator»: el «Nunca más» o «Jamás» que introdujo el genio atormentado de Poe. Su poema «El Cuervo» («The Raven») rubrica la eclosión final de un «discurso amoroso», cuya prolongación sobrenatural se torna falaz y ya imposible.

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Y, c o m o reconoce Culler, «aunque parece alabar lo femenino, este modelo niega a las

mujeres un papel activo en el sistema de producción literaria y las separa de la tradición literaria» (Culler 1984: 148).

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Si recordamos la estructura del poema (al cual profesó su autor una intensa devoción, como puede confirmarse con la lectura de su Método de Composición), cabe llegar a la conclusión de que el proceso rítmico—musical de un crescendo desesperado, que paradójicamente se consigue con la sola repetición de una misma palabra («Nevermore»), está encaminada a producir esa sensación de cúspide en el ascenso a lo terrible, que tan sabiamente captó el poeta francés y, con él, la pléyade de escritores que habrían de integrar la cofradía del movimiento simbolista francohispano 11 . La sucesión de un motivo constante e inalterable llega así a su culminación en la antepenúltima estrofa del poema (de las dieciocho que lo constituyen), cuando el funéreo animal responde a la pregunta clave de todo el texto. Se trata aquí de algo extraordinariamente importante y valioso: la voz poética cuestiona si una vez fallecida y perdida en vida, «para siempre», su amada Leonor podrá gozar de su presencia en un más allá consagrado por toda la tópica metafísica de Occidente. Asistimos con ello a la escisión, a la cesura radical de toda una historia de traslaciones, proyecciones y consuelos. La ausencia de Beatrice fue para Dante un estímulo de proporciones excelsas e innúmeras. Con ella, con su pérdida - e s decir, sin ella, realmente- recopila los materiales de un recuerdo que sustentará la «vida nueva», que no es otra que la vida del espíritu. En una esfera inmaculada, dominando tronos y potestades, cual pistilo el más fecundo de una rosa de bienaventuranza, florecerá Beatrice: en su espacio postergado que la imaginación alumbra, en ese cronotopo construido por siglos de creencias en el mundo divino de las ideas y los primeros motores, cual argumento ontològico del corazón. Puede el alma del amado descansar, aun habiendo perdido la «presencia y la figura» que detente lo corpóreo. Siempre más, más cerca de lo que la imaginación inventa como eterno, y una sonrisa, un saludo, una mirada, se graban como la abstracción más hermosa que el nombre y el número adivinan, haciéndolos «realidad» perpetua. Pero ahora ya no hay «bálsamo en Galaad», y las promesas de una tierra prometida de resonancias bíblicas revisten tan sólo una «desierta tierra encantada» por la desolación. Como muy bien supo entender Baudelaire, la «literatura de la decadencia», en la que se inscribían las páginas de autores como Poe, era el pórtico de una sensibilidad cuya turbulencia podría fascinar por su pujanza e

"

«Con el

dénoument propiamente dicho, con

la réplica del cuervo: «Nunca más», a la última

pregunta del enamorado que quiere saber si se reunirá con su amante en otro mundo, puede decirse que el poema alcanza su culminación en su fase más evidente, la de un simple relato. Hasta entonces, todo se halla dentro de los límites de lo explicable, de lo real» (Poe 1987: 7 7 ) .

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intensidad 12 . Los estímulos utilizados por Edgar Alian Poe revelan esa casi inseparable asimilación de los discursos teológico y metafísico en la ponderación del mito amoroso; un mito ahora ya destrozado y destronado para siempre: P r o f e t a - d i j e - , ser m a l i g n o , p á j a r o o d e m o n i o , s i e m p r e p r o f e t a , p o r e s e cielo q u e se cierne s o b r e n o s o t r o s , p o r e s e D i o s q u e a m b o s a d o r a m o s , dile a e s t a p o b r e a l m a c a r g a d a d e a n g u s t i a , si en el l e j a n o E d é n p o d r á a b r a z a r a u n a j o v e n s a n t i f i c a d a a q u i e n los á n g e l e s l l a m a n L e o n o r , a b r a z a r a u n a p r e c i o s a y r a d i a n t e d o n c e l l a a q u i e n los á n g e l e s l l a m a n L e o n o r . E l c u e r v o dijo: N u n c a m á s 1 3 .

Una profecía maligna, encomendada ahora a un ave de mal agüero, reemplaza el lugar de la promesa de amor eterna - e s e «amor constante más allá de la muerte» que el dolcestilnovismo construyó y llevó Q u e v e d o a su excelsitud- por un torpe graznido, que desquicia las puertas de un Edén tan falaz como los ángeles que en él moran. Ignoramos si la sentencia implica un imposible retorno a la fe debida a la inexistencia de su objeto de creencia (la impostura del Edén) o al dictamen particularizado en el sujeto humano, que escucha así la respuesta como eterno castigo: tal vez sea él quien no pueda hollar las regiones de aquel paraíso. En cualquier caso, este «jamás» sella, cual ángel exterminador, todas las cerraduras posibles para acudir a un Jardín que ya no será franqueable, sin la Beatriz que medie en su acceso. Y ya, ni siquiera, podrá el sujeto refugiarse en ese sepulcro junto al mar, en ese cementerio marino, abrazado durante toda la noche al recuerdo imperturbable de Annabel Lee. Ahora sólo le resta admitir

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Y que, no por casualidad, procedía de la «joven y vieja a la vez» América. Sobre los reproches

académicos a esta «literatura de decadencia» enciende el poeta su urna de metáforas: «Algunos espíritus poéticos encontrarán en los juegos de ese sol agonizante nuevos placeres; descubrirán columnatas deslumbrantes, cascadas de metal fundido, paraísos de fuego, un esplendor triste, la voluptuosidad del pesar, todos los recuerdos del opio. Y la puesta de sol les parecerá en efecto la maravillosa alegoría de un alma llena de vida, que desciende tras el horizonte con una magnífica provisión de pensamientos y de recuerdos» (Baudelaire 1989: 83-85). 13

«Prophet!» said I, «thing of evil! -prophet still, if bird o devil! / By that Heaven that bends

above us —by that G o d we both a d o r - / Tell this soul with sorrow laden if, within the distant Aidenn, / It shall clasp a sainted maiden whom the angels name Leonor- / Clasp a rare and radiant maiden whom the angels name Lenore»/ Q u o t h the Raven: «Nevermore» (en Poe 1986: 154-155). Traducción de Arturo Sánchez. Existe una rara y recomendable traducción del poema, «infiel», en que la plástica y la lírica vuelven a entremezclarse. Su autor señala en el prólogo que, a su muerte, a la temprana edad de cuarenta años, había logrado Poe «para el acervo común de la humanidad lo más hermoso en la órbita de la poesía y el misterio». Véase Pino 1997.

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alguna sustitución fatídica que, a partir de ese momento, va a socavar con su pico y cubrir con negro plumaje los ventrículos de su angustia. La paradoja querrá que el cuervo persista, asistiendo a la caída del yo amante, sobre el «pálido busto de Palas Atenea», sin regresar a la «ribera plutoniana de la noche», significando así no sólo el dictamen de un reencuentro metafísico imposible con la Beatrice correspondiente, sino la constancia de que su noticia, su «oscura noticia», no tiene posible vuelta atrás. De ahí a la Beatriz de Baudelaire no hay más que un paso: el paso de la visión deformada y grotesca del propio nombre amado. En un territorio igualmente intransitable, lejos del yo que, errabundo, se ha convertido en el nómada, en el paria de todas las edades y estaciones, pertenece ahora Beatriz a una comparsa que, como la pluma más brillante de un cuervo de sardónica expresión, señala la degeneración pública del que alguna vez, amándola, amó. Una escena que, paso a paso, concreta y desarma el hermoso encuentro, el saludo milagroso y la «mirada sin par» de la que, alguna otra vez, fue vértice del suspiro hacia lo sublime. La mujer que, ahora, es partícipe de una broma macabra, de una burla colosal, que supone en el sujeto productor del sentimiento amoroso, el signo de la claudicación 14 . Y, con él, la enfermedad: el síndrome. «Llegará el momento» —decreta Jean Starobinski en sus Razones del cuerpo— «en que, tras los desbordamientos románticos, el concepto de sentimiento, con sus implicaciones morales y su carga retórica, parecerá impuro e impreciso», pareciendo, a partir de Baudelaire, «más adecuado el término sensibilidad»15. Una sensibilidad zarandeada por el signo de la desposesión y sin anclajes en ningún puerto imaginario. Una sensibilidad patológica, proclive a la sinrazón, que ha borrado las letras y los símbolos del Gran Sentimiento. Y en su ocaso tal vez el poeta, rodeado de tanta ignominia, sufra el más terrible de los padecimientos, y en tiempo de desdicha recuerde —como Dante quiso que enunciara Francesca de Rimini— los suspiros de una felicidad abortada y perdida «nevermore»: Tan gentil, tan honesta, en su pasar, Es mi dama cuando a ella alguien la saluda, Que toda lengua tiembla y queda muda 14

A u n q u e la risa de Beatriz, c o m o veremos, está presente desde la constitución del mito, en

algunos pasajes de la Vita 13

Nuova.

«Baudelaire escribe: « N o despreciéis la sensibilidad de nadie. L a sensibilidad de c a d a cual,

ése es su genio». A partir del postromanticismo, puede decirse que una de las líneas de evolución del arte consistirá en otorgar al sentir, a la sensación, u n a función de revelación de lo real cada vez más considerable» (Starobinski 1999: 132).

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Y los ojos no la osan contemplar. Ella se aleja, oyéndose alabar, Benignamente de humildad vestida, Y que parece que sea cosa venida Un milagro del cielo acá a mostrar. Muestra un agrado tal a quien la mira Q u e al pecho, por los ojos, da un dulzor Q u e no puede entender quien no lo prueba. Parece de sus labios que se mueva Un espíritu suave, todo amor, Q u e al alma va diciéndole: suspira." 5 «El lector d e este soneto» —comentaba pleno de unción y d i c h a su traductor, D á m a s o Alonso— «al avanzar por sus catorce versos, va p a s a n d o c o m o por catorce c á m a r a s , y c a d a una reserva u n a delicia». Y añade: « S o m o s miles y miles los h o m b r e s q u e h e m o s p a s a d o por ese s o n e t o y q u e h e m o s recibido por él un e m p u j ó n hacia la altura. E t e r n a Beatrice, eterna m e t a ideal, a m a d a d e tantos d e s d e la p r o f u n d i d a d de las e d a d e s . Y el espíritu suave y lleno de a m o r q u e d e ella e m a n a , siglo tras siglo, va diciendo al a l m a del h o m b r e : suspira» 1 7 . Para nuestro d i a g n ó s t i c o actual del mito, c u y o f r u t o es el s í n d r o m e d e Beatriz, en el ú l t i m o verso e n c o n t r a r í a m o s la siguiente variación. Y u n espíritu d e a m a r g a n o s t a l g i a insuperable, iría diciéndole al a l m a del a m a n t e , d o n d e todavía residiera el recuerdo d e la ausente Beatriz: «expira».

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«Tanto gentile e tanto onesta pare/ la d o n n a mia q u a n d o ella altrui saluta,/ ch'ogne lingua

deven tremando muta, / e li occhi non l'ardiscon di guardare. // Ella si va, sentendosi laudare, / benignamente d'umiltà vestuta / e par che sia una cosa venuta/ di cielo in terra a miracol mostrare. // Mostrasi si piacente a chi la mira, / che da per li occhi una dolcezza al core / che'ntender non la può chi non la prova, // e par che de la sua labbia si mova / un spirito soave pien d'amore / che va dicendo a l'anima: sospira». D á m a s o A l o n s o reproduce y traduce este soneto de la «Vita N u o v a » . (Alonso 1 9 8 1 : 4 1 - 4 2 ) . 17

Alonso 1981: 41-43. L a primera edición de esta obra clásica del poeta y crítico español es

de 1950. Acerca del interesante motivo de los «espíritus del cuerpo» y su vinculación con la erótica dantesca, señala muy acertadamente O c t a v i o Paz, en su ensayo sobre S o r J u a n a Inés de la C r u z : «En el transcurso del libro [alude a la Vita Nuova] aparecen otros espíritus q u e entran y salen por los ojos de los e n a m o r a d o s y sus d a m a s , guerrean entre ellos, penetran en el corazón del amante y allí graban la imagen de la d a m a : su fantasma. Estos espíritus son n u m i n o s o s c o m o el « p n e u m a » y, según conviene a su naturaleza, se transforman en suspiros. S o n los «spiritelli» [...]. L a vista de Beatriz despierta a los espíritus vitales que, a su vez, alertan a los «spiritelli» y todo ese m u n d o de atareados mensajeros se pone en movimiento c o m o nuestras moléculas y nuestros á t o m o s o c o m o nuestras centrales telefónicas» (Paz 1982: 2 7 6 - 2 7 7 ) .

II El caballero y la beata Beatrix

Acaso has visto alguna vez el rostro de tu amigo Con palidez extraña, cubierto con la sombra que inundaba Su alma y, sin embargo, nunca lo ves así en tu pensamiento, Sino unido con todos los favores que dispensa fortuna; E igual que las facciones moribundas de tu amada N o vuelven muertas al espejo de la memoria, sino se oponen A los frágiles días fugitivos y pienso que mantienen Una raíz de amor más repleta de vida que cualquier vida nueva. Dante Gabriel Rossetti, «Amada vida»1

Como personaje literario, Beatrice no puede constreñirse a su función intermediaria y salvadora con respecto al amante que le profesa veneración ilimitada hasta el punto de ubicarla en el espacio ultraterreno, donde algún día serán juzgadas las almas de los vivientes. La figura de Beatriz generó, como hembra idealizada, toda una red confluyente de referencias y denotaciones que abonaron el territorio de la teología y de la mística, pero también recuperaron el espacio imaginario de la leyenda cortesana y galante: estandarte y destino del caballero, augusta representación de un mundo más que fantástico, maravilloso, y acreedora simbólica de las virtudes superiores a que puede acceder el esforzado empeño de superación humana y viril para todo caballero. En ambos casos, bien como representación de la santa o como imagen de la dama, el mito de Beatriz ha poseído en todo momento connotaciones precisas de lo tenazmente perseguido y eternamente inalcanzable, disposición anímica que aclara y explica la gestación del síndrome como universal de nuestra cultura 2 . 1

En traducción de Adolfo Sarabia. «As thy friend's face, with shadow of soul o'erspread, /

Somewhile unto thy perchance h a t h been / Ghastly and strange, yet never so is seen / In thought, but to all f o r t u n a t e favour wed; / As thy love's death glass return, b u t contravene / Frail fugitive days, and alway keep, I ween, / Than all new life a livelier lovelihead». Rossetti 2001: 212-213. 2

Beatrice «è con quasi assoluta sicurezza da identificarsi con la d o n n a cantata nella «Vita

Nuova»; e questa a sua volta, con u n a fianciulla conosciuta e amata dal Poeta; ma su questo p u n t o

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Más que como mujer carnal, la simbólica de Beatrice tendió progresivamente a la encarnación genérica de un ideal de amor. «Angeletta bella e nova», como recuerda Francesco de Sanctis, atrae y atrajo Beatriz a cuantos «poseen virtud suficiente para» entender y perseguir el ideal sin realización, a cuantos poseen «inteletto d'amore». Y, sin embargo, no puede ser cierto que en su construcción simbólica desaparezca la verdadera sustancia del amor, como defiende el propio De Sanctis en su oposición de las figuras femeninas de Beatriz y Francesca3. Leopoldo Lugones, uno de los más importantes lectores argentinos de Dante en los años veinte y treinta, subraya en 1935 en su ensayo El ideal caballeresco (Lugones 1999) la titulación de «Beatrices» a «las criaturas que concedían la beatitud del Perfecto Amor», propia de los trovadores medievales y, posteriormente, de los «canzioneri» del «dolce stil nuovo». Esta doctrina, que interesó vivamente a Lugones, halló «en Dante el gran poeta que hasta entonces no había tenido», convirtiéndolo no sólo en el gran lírico de la Cristiandad, sino el modulador del amor, tal como será desde entonces registrado para la historia de Occidente4. Recordemos, a este respecto, que los modelos de configuración literaria de los sentimientos amorosos, codificados ya por la gesta de trovadores y minnesanger, y estipulada en las severas leyes y reglas que regían los ritos poéticos y los eróticos, decretaban lo que Denis de Rougemont llama el «secreto paradójico del amor cortés»: frialdad expresiva en lo tocante a los sentimientos particulares hacia la dama, y arrebatos de ardiente locuacidad cuando se celebra la «Sabiduría» amatoria, como verdadero motor que bate sus corazones: «Sincérité bien propre aux troubadours, et toute contraire á celle qu'un moderne imagine! Dante la définira, dans son Banquet,

è vano cercare confirma, por quanto Pietro di Dante la ritenga tale. La critica più recente nega che essa sia da identificarsi con la figlia di Folco Portinari, ma sono egalmente infruttuosi i tentativi di collocarla con questo o con altro nomi della vita reale...» (Siebzehner-Vivante 1954: 68). 3 Véase Sanctis 1919, yen particular el capítulo dedicado a Francesca de Rimini. Interesante resulta el cotejo de los postulados de este exégeta dantesco con los propuestos por la escritora argentina Victoria Ocampo en su De Francesca a Beatrice (1928), que aparecen en el capítulo «La memoria del doble: de Beatriz a Paulina». 4 «Toda beatriz era un ángel «de adoración» o «de sacrificio»; es decir, en el primer caso, y también el más frecuente, la que consentía en ser amada sin ninguna correspondencia por su parte;

y en el segundo, la que daba a su amor la vida entera, sin la mínima obligación para el amado». Lugones cita al comienzo de su ensayo versos de Guido Cavalcanti (1255M300), poeta florentino precursor de la poesía erótico—mística del Alighieri: «Amor perfetto di virtù infinita / il qual con la sua luce / ogni desio a lui simil contenta, / e sempre fermo in sé tutto conduce». Véase «La Doctrina del Perfecto Amor en la Vita Nuova», en Lugones 1999: 131-145.

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c o m m e le secret qu'il faut voiler d'un «beau mensonge»» 5 . M á s que su severidad, esta perspectiva en la visión de Beatrice resalta su carácter altivo y distante. U n personaje que, en la poética de lo espacial, ocuparía la posición privilegiada de la altura, situada siempre en un nivel superior al de su e n a m o r a d o , o bien ubicándose en esa «otra orilla» remota y difícil de atravesar: alejada, en todo caso, desde el á m b i t o de lo superior. Así quedaría intuitivamente representada Beatriz en la imaginación de los lectores de la Comedia, dujeran las primeras

figuraciones

antes de q u e se pro-

plásticas de la obra de D a n t e o del propio

personaje. A esta impresión de lejanía enaltecida corresponden, por supuesto, las imágenes originarias de Beatriz en la historia de la literatura. Insistiendo en estos planteamientos, L u g o n e s e s t a m p a esta tesis de la c o n t i n u i d a d erótica c o m o c o l u m n a vertebral de toda la obra dantesca: « L a vita nuova del Perfecto A m o r esclarecióse ascendiendo al empíreo por gracia de su beatriz («V) hasta darle en el p e n ú l t i m o terceto del Paraíso aquella vista nuova o visión final q u e era la ya inefable comunicación con la luz del Espíritu Santo: «Tal ero io a quella vista nuova» ( X X X I I I - 1 3 6 ) » 6 . L a s apariciones inaugurales de Beatrice en la

Vita Nuova y su reencuentro, «tiempo» después, en el Purgatorio,

apuntarían

así a una m i s m a poética de la ubicación o proxémica lírica q u e perdurará de m a n e r a poderosa en la pervivencia del mito y también incidirá en la impronta espiritual del sujeto a m a n t e , intensificando con ello el posible estado patológico o s í n d r o m e de la ausencia (o, por mejor definirlo, de la presencia de una o b s t i n a d a ausencia) 7 . Así, al inicio de la Vita Nuova aparece la niña Beatriz ataviada de púrpura y «ceñida y adornada del m o d o que a su edad convenía». Es interesante detenerse en la semiótica del cromatismo, tan importante c o m o elemento en la caracterización 5

«C'est parce que Dante et ses amis sont amenés à «définir» leur art, qu'on surprend mieux

qu'ailleurs chez les poètes italiens le vrai mystère des troubadours, de même que c'est au crépuscule que se révèlent les sept couleurs dont le grand jour faisait une seule lumière, trompeuse à force d'évidence» (Rougemont 1954: 163-167). 6

Lugones 1999: 153 (y en general, el capítulo «La doctrina del Perfecto Amor en la Vita

Nuova«). La traducción que él mismo propone del verso dantesco es: «Tal yo me hallaba ante la vista nueva». 7

Señala Ángel Crespo (2004: 113) en lo que atañe a la identificación de Beatrice Portinari

(la Bice de la Vita Nuova) con la Beatrice simbólica de la Commedia-, «Etienne Gilson, discutiendo en un contexto diferente del que ahora nos ocupa, observa que no hay obstáculo en considerar que la Beatriz histórica, es decir la Bice Portinari a la que Dante amó en vida, sea la sabia Beatriz que le conduce a través de las esferas celestes, puesto que desde el punto de vista católico un bienaventurado puede, por concesión especial de Dios, entrar en contacto con los vivos para instruirlos o amonestarlos».

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estética y espiritual del personaje. El color rojo estuvo asociado desde siempre —y los poetas del stil nuovo bien lo subrayaron— con la llama de lo pasional y con la intensidad de las emociones, pero también con el color de la ciencia, del conocimiento secreto y arcano. Asimismo, rojo y dorado (recordemos la «rosa amarilla» de los bienaventurados donde habrá de conducir más tarde la Beatrice al poeta peregrino en el Paradiso) conforman la identidad sustancial del elemento ígneo, que vuelve a asociar los caracteres sagrados del amor y del conocimiento en la metáfora primordial de la luz y de todo lo que ella y desde ella irradia. El primer relato de un «sueño» donde aparece, desplazada y en sutil condensación, nuestro personaje, resulta de valiosa atracción y comentario, por cuanto corrobora dos peculiaridades que, cabría decir, nacen con su incorporación en la historia de la literatura: una ardiente intensidad (que deriva en la sublimación), una tendencia a la desmesura, a la desproporción, al desequilibrio emotivo... que derivará en el síndrome. Repasemos el texto onírico, cuyos ecos serán múltiples y numerosos en la historia del amor literario, para reconocer por sus efectos su naturaleza. Relata Dante: Y pensando en ella me sobrevino un suave sueño, en el cual se me apareció una maravillosa visión: que me parecía ver en mi aposento una nube de color de fuego, dentro de la cual yo discernía la figura de un señor de pavoroso aspecto para quien la mirase; y me parecía en cambio tan alegre, por su parte, que era cosa asombrosa; y en sus palabras decía muchas cosas de las cuales yo no entendía sino algunas, entre las cuales decía éstas: «Ego dominus tuus». En sus brazos me parecía ver una persona que dormía desnuda, tan sólo ligeramente envuelta, me parecía, en un paño sanguíneo; a la cual mirando yo muy atentamente, reconocí en ella la mujer del saludo, la cual se había el día anterior dignado saludarme. Y en una de sus manos me parecía que él tenía una cosa ardiendo y me parecía que me decía estas palabras: «Vide cor tuum». Y después de haber estado así algún tiempo, me parecía que despertaba a ésta que dormía; y tanto se esforzaba con su ingenio que le hacía comer esta cosa que le ardía en la mano, la cual ella comía temerosamente. Después de esto, poco tardaba su alegría en convertirse en amarguísimo llanto; y, así llorando, estrechaba entre sus brazos a esta mujer, y me parecía que con ella se iba hacia el cielo; por todo esto yo sufría una angustia tan grande que mi débil sueño no pudo resistirla, se rompió y me desperté.8

8

Traducción de Raffaele Pinto ( 1 9 8 8 : 6 2 - 7 1 ) . «E pensando di lei, mi sopragiunse uno soave

sonno, ne lo quale m'apparve una maravigliosa visione: che me parea vedere ne la mia camera una nébula di colore di fuoco, dentro a la quale io discernea una figura d'uno segnore di pauroso aspetto a chi la guardasse; e pareami con tanta letizia, quanto a sé, che mirabile cosa era; e ne le sue parole dicea molte cose, le quale io non intendea sé non poche; tra le quali intendea queste:

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Los elementos primordiales del mito se hallan concentrados en este sueño de una manera tal que parece confirmar la teoría psicoanalítica de nuestra actividad inconsciente, tal como siglos más tarde estipulará Sigmund Freud: se trata de un verdadero «trabajo onírico» (Traumarbeit), donde interactúan simbólicamente los componentes emocionales y la dinámica del deseo para conformar una «historia» de la cual habrá de alimentarse una de las criaturas literarias más importantes de todos los tiempos. Así, el sujeto narrador del sueño diseña una escena con tres personajes y un objeto, que en su traslación alegórica corresponden al Amor, los amantes y el corazón del soñador enamorado. Esencial resulta, nuevamente, la alusión al cromatismo del rojo, que envuelve una casta desnudez, recubriéndola, al mismo tiempo, con los estigmas atributivos de lo pasional; no menos significativo supone el hecho de que, una vez identificado el «objeto» con la viscera vital, la «señora de la salud» se aplique al acto de comer la materia ardiente. Este hecho, que h u n d e su complejidad semántica en una ritualidad prerracionalista, y que alude a un íntimo deseo de contacto físico, pero no exclusivamente sexual, nos permite entroncar la historia con un sustrato antropológico que abarcaría no sólo el ámbito de la subjetividad inconsciente del yo, sino también la de un remoto «inconsciente colectivo», que explora las huellas más borrosas del erotismo y su vinculación con lo sagrado 9 . Hallamos también la alternancia de efectos contrarios, tan típica en la definición del amor a partir del Renacimiento: la alegría se transforma en llanto, los deliquios amatorios se vierten en angustia y expresiones del desasosiego, que llegan, en su intensidad, a exiliar al soñador de su actividad y de su espacio. Los signos de lo sublimatorio y lo solemne (el anciano-Amor habla en latín para expresar la identificación del objeto con el corazón del soñador) se tornan repentina y bruscamente síntomas de una experiencia mórbida y de melancolía. Este sueño contiene y concentra las sucesivas experiencias que el «Ego dominus tuus». Ne le sue braccia mi parea videre una persona dormire nuda, salvo che involta mi parea in uno drappo sanguigno leggeramente; la quale io riguardando molto intentivamente, conobbi ch'era la donna de la salute, la quale m'avea lo giorno dinanzi degnato di salutare. E ne l u n a de le mani mi parea che questi tenesse una cosa la quale ardesse tutta, e pareami che mi dicesse queste parole: «Vide cor tuum». E quando elli era stato alquanto, pareami che disvegliasse questa che dormia; e tanto si sofrzava per suo ingegno, che le facea mangiare questa cosa che in mano li ardea, la quale ella mangiava dubitosamente. Appresso ciò poco dimorava che la sua letizia si convertía in amarissimo pianto; e così piangendo, si ricolgliea questa donna ne le sue braccia, e con essa mi parea che si ne gisse verso lo cielo; onde io sostenea sì grande angoscia, che lo mio deboletto sonno non poteo sostenere, anzi si ruppe e fui disvegliato». 9 Dice al respecto Georges Bataille: «El hombre, que nunca es tomado por un animal de carnicería, es comido con frecuencia según reglas religiosas. [...] El canibalismo sagrado es el ejemplo elemental del interdicto creador del deseo» (Bataille 1988: 101-102).

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mito de Beatriz ocasionará en sus «pacientes escritores» y puede, por lo tanto, interpretarse simbólicamente como semilla para el nacimiento del amor, pero también para la irrupción del síndrome que lo acompaña, como la sombra al cuerpo, como la ceniza a la llama. En cuanto a la Commedia, la primera aparición de Beatrice ante Dante se dilata hasta el Canto X X X del Purgatorio, si no contamos su presencia en el Canto II del Inferno, cuando escuchamos el relato de Virgilio, enviado por la «donna angelicata» para salvar al poeta de la «selva» oscura en que se hallaba perdido y amenazado. Se trata ahora —elevados por la escalada gloriosa y ya en el Purgatorio— de una deliciosa escena, una de las más intensas de todo el texto, que tiene lugar cuando la mujer reemplaza el lugar del guía, como inmortal auriga para dirigir al neófito hacia las más encumbradas regiones de la gloria. Uno de los aspectos que mejor y más acertadamente contribuyen textualmente a la consecución del fin, que es la creación de esta bellísima escena, consiste en la sabia descripción de las distintas emociones sensitivas que se producen en el sujeto literario de Dante ante la conmoción causada tras la «visión» de las visiones: una imagen en donde no sólo se contenía la singularidad beatífica del momento, así como su hermosura, sino que también, al mismo tiempo, incoaba un estado de recuperación de lo vivido, del «tiempo perdido», ocasionado, como la literatura moderna preconizará, mediante un mecanismo subjetivo de asociación de las impresiones sensoriales. Los signos externos que acompañan la aparición del personaje atraen el pasado y trasladan al personaje Dante hacia un pretérito de emociones que se revive y recupera, haciéndolas realidad y vivencia sobrenatural al mismo tiempo. Una mística de la sensación, favorecida, producida, en suma, por los primeros accesos del amor que Dante ya relató en su Vita Nuova reviven, reaparecen, se reinventan y son el fruto de un estado de reminiscencia de extraordinario relieve. Literariamente hablando, cabría hablar de un sutil proceso de revisitación textual, que supondría el enriquecimiento en el disfrute receptivo del texto, si en nuestra memoria aparecen las alusiones a los primeros encuentros «en vida» entre Dante y Beatriz, ahora que resurgen en un ámbito sobrenaturalizado y metafísico. Ya Beatriz murió tiempo atrás y, sin embargo, resurge reinando en un trono de vitalidad supremo en el que están presentes, como ecos, como huellas, como soportes o como circunferencias de ese imaginario cono invertido del tiempo (que más tarde ilustrará la literatura simbolista del siglo X X , con Marcel Proust a la cabeza) los momentos en que ambos se encontraron tiempo atrás, y que fueron «escritos» por la misma mano que ahora implora ante la gloria. Y aún más allá de este apunte de una prefiguración intertextual, destaca la grandeza

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del sentimiento que este nuevo «encuentro» posee, motivada, en mi opinión, por la extraña impresión de poética verdad, de contundente verosimilitud que rezuman los versos necesarios: necesarios por el pleno e íntimo sentimiento de convicción absoluta en la escena creada, que el autor ha conseguido traspasar a sus lectores, y que había sido gestado desde el comienzo del proceso de la sublimación amorosa. Nos hallamos ante la convicción, la seguridad, de que Beatriz «tenía» que aparecer «en el lado de allá» de la ribera, y entre los tercetos del poema: Io vidi già nel cominciar del giorno la parte orientai tutta rosata, e l'altro ciel di bel sereno adorno; e la faccia del sol nascere ombrata, si che, per temperanza di vapori, l'occhio la sostenea lunga fiata: così dentro una nuvola di fiori, che da le mani angeliche saliva e ricadeva in giù dentro e di fori, sovra candido vel cinta d'uliva donna m'aparve, sotto verde manto vestita di color di fiamma viva. E lo spirito mio, che già cotanto tempo era stato eh'a la sua presenza non era di stupor, tremando, affranto, sanza de li occhi aver più conoscenza, per occulta virtù che da lei mosse, d'antico amor sentì la gran potenza. Tosto che ne la vista mi percosse l'alta virtù, che già m'avea trafitto prima ch'io fuor di puerizia fosse, volsimi a la sinistra col respitto col quale il fantolin corre a la mamma, quando ha paura o quando elli è afflitto,

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Vicente Cervera Salinas per dicere a Virgilio: «Men che dramma di sangue m'é rimaso che non tremi: conosco i segni de l'antica fiamma». Purgatorio X X X : 22-48 10 La belleza impresionante de los versos transcritos comporta, en expresión

contenida y magnífica, la naturaleza del a m o r que revisamos en estas páginas: la reminiscencia de lo vivido con mayúscula intensidad, c o m o prueba evidente de que fue sensorialmente experimentado y «conservado en el corazón» con toda su pujanza, hasta el punto de convertir dicha sensación en el objeto de consagración absoluta, de religión inmarcesible, en sujeto de vivencia y existencia ultraterrenas. Allende el espacio físico y vital, habita el imposible olvido de Beatrice, que ahora triunfa en la «bella serenidad» del alba, exultante y diáfana, rodeada de una «nube de flores» y, c o m o siempre, ataviada con su flameante color cárdeno, sobre el que se viste ese manto de oliva, c o m o indumentaria que alia, una vez más, el amor y el conocimiento. Pero, al m i s m o tiempo, ese sentimiento trans-

10

« C o n t e m p l a n d o del d í a el fiel retorno, / vi la p a r t e oriental t o d a rosada / y el o t r o cielo

c o n sereno a d o r n o ; // la faz del sol nacía s o m b r e a d a , / t a n t o que, p o r templarla los v a p o r e s , / p o d r í a resistir la m i r a d a : // en u n a n u b e , así, d e bellas flores / q u e u n angélico coro e s p a r c i e n d o iba / y vertió dentro y fuera sus colores, // c e ñ i d o el b l a n c o velo con oliva, / u n a mujer s u r g i ó c o n verde m a n t o , / vestida d e color de l l a m a viva. // Y el espíritu m í o , q u e ya t a n t o / t i e m p o hacía q u e , e s t a n d o en su presencia, // n o sufría temblores ni q u e b r a n t o , // sin despertar m i s ojos m i conciencia, / por o c u l t a v i r t u d q u e ella m o v í a , / de a n t i g u o a m o r sentí la gran p o t e n c i a . // T a n p r o n t o c o m o hirió a la vista m í a / la alta v i r t u d q u e ya m e había herido / c u a n d o e s t a b a en m i infancia t o d a v í a , // los ojos a la izquierda he d i r i g i d o , / cual n i ñ o q u e a su m a d r e corre y c l a m a / si tiene m i e d o o hállase afligido, // p o r decir a Virgilio: « A n t e esta d a m a , / c a d a d r a c m a d e s a n g r e m e ha t e m b l a d o : / c o n o z c o el f u e g o d e la a n t i g u a l l a m a » . T r a d u c c i ó n d e Á n g e l C r e s p o 2 0 0 3 : 2 0 7 - 2 0 8 ) . Por su parte, N i c o l á s G o n z á l e z R u i z (Divina

Comedia

(Purgatorio

1994: 3 4 4 ) p r o p o n e la

siguiente t r a d u c c i ó n de los citados versos: «Yo he visto, al d e s p u n t a r el día, la región oriental t o d a s o n r o s a d a , el resto del cielo a d o r n a d o de u n a bella s e r e n i d a d y la faz del sol nacer e n s o m b r e c i d a , de m o d o q u e , a través d e los vapores q u e la t e m p l a b a n , la vista p o d í a n contemplarla l a r g a m e n t e ; de igual m a n e r a , a través de u n a n u b e de flores q u e de m a n o de los ángeles salían y c a í a n d e n t r o y fuera del carro, se m e apareció u n a mujer c o r o n a d a de olivo sobre el Cándido velo, vestida d e color de l l a m a viva, bajo u n verde m a n t o . Y m i espíritu, q u e t a n t o t i e m p o llevaba ya sin q u e su presencia le hiciese temblar d e estupor, a b a t i d o , antes d e q u e los o j o s p u d i e s e n conocerla, p o r oculta v i r t u d q u e d e ella e m a n a b a , sintió la g r a n fuerza del a n t i g u o a m o r . T a n p r o n t o m e hirió la vista la alta v i r t u d q u e h a m e h a b í a t r a s p a s a d o antes d e q u e saliese d e la niñez, m e volví hacia la izquierda, con la c o n f i a n z a con q u e el c h i q u i l l o corre hacia su m a d r e c u a n d o tiene m i e d o o c u a n d o está afligido, p a r a decirle a Virgilio: « N o m e ha q u e d a d o ni u n a d a r m e d e s a n g r e q u e no tiemble; r e c o n o z c o las señales de la a n t i g u a l l a m a » » .

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cendido esconde los fenómenos de una experiencia punzante y acerba, la cual nos habrá de conducir, en su ramificación desacralizada y secular, al síndrome de Beatriz como expresión de una eterna ausencia inconsolable: el recuerdo de la ausente Beatriz viva, «que ya me había traspasado antes de que saliese de la niñez» es, en este momento, sobrepujado por la intuición de un reencuentro extraordinario y «por oculta virtud que de ella emanaba, sintió la gran fuerza del antiguo amor». En ese punto, descubriéndose como un «chiquillo» asustado que recurre a la protección maternal, vuelve la mirada Dante a ese guía que ya ha traspasado a Beatriz todo el testigo de su iniciación". Notemos, pues, cómo el sentimiento de lo ausente, que trasluce el tiempo y la conciencia, provocando los efectos del temor y el temblor así como del abatimiento, halla cobijo en la figuración de lo «divino», donde una beata Beatrix recupera la sombra de lo que en vida fue, para potenciar hasta una gloriosa inmensidad su razón de ser como mentora y guía. Subrayemos, además, que el término virtú es uno de los más frecuentados por el poeta: calificada como «occulta» y como «alta», es el signo de lo virtuoso el que, en el fondo, hace posible que Beatriz perviva y, con ello, que Dante Alighieri encuentre el sustituto idóneo de Virgilio para proseguir en su ascenso a las regiones del Empíreo. Como ciertos comentaristas de la Comedia han notado, el pasaje expresa delicada y exquisitamente la recuperación de una dimensión subjetiva, donde las voces de la memoria riman con el espectáculo de la revelación sublime12.

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«Y aquí viene su encuentro con Beatriz, pero envuelto en u n a luz de tan cegadora claridad

que D a n t e , más que verla, la siente; el Poeta llora de emoción. Ella le dice con acento severo que debería llorar, en cambio, de arrepentimiento, contrito por la disipación en que vivió después de la muerte de la joven. Esa es, le dice, la selva oscura de la cual ella lo ha sacado y salvado a través de Virgilio. Dante, de rodillas, sigue sollozando y reconoce sus culpas. Entonces, algunas vírgenes celestiales interceden por él ante Beatriz y la inducen a manifestarse al Poeta en su belleza espiritual». Bella síntesis de la semántica y la simbólica de los pasajes comentados del

Purgatorio,

realizada por Montanelli (1977: 425). 12

«Nell'atto in cui l'oggettivazione rappresentativa pare farsi più solenne e più esplicita,

si esprime ancora, assai intenso, il recupero della dimensione soggettiva, n o n senza il rinvio (nell'ambito di tale prospettiva) alle più ovvie cadenze delle più antiche prove stilnovistiche (ancora richiamiamo alla memoria: «quando a li mei occhi apparve prima...») anche con parallela modulazione di toni lessicali, per costume a D a n t e estremamente caro, nello stesso «libello» giovanile» (Sanguinetti 1961: 34-37). También en u n inspirado pasaje de su obra crítica -Psicología del Amor, de 1888—, vierte el escritor español Juan Valera su «visión» de la secuencia: «Y Beatriz, ya muerta, sólo conserva algo de los contornos y rasgos que tenía en vida, transfigurándose hasta el extremo de que D a n t e no la reconoce ya con los ojos: Senza degli ochi aver più conoscenza, sino

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Ecos secularizados de esta escena, donde el poeta revive los sentimientos de su amor al comparar el inocente temor de un niño y la explosión de gozo del encuentro con el amor en tanto simbólica de la floración, los hallamos en un maravilloso poema de finales del siglo X I X , de un autor hispanoamericano que, sin aludir directamente al personaje de Beatriz, explora el síndrome como constancia de que la poética del espacio determina la pervivencia o destrucción del sentimiento de esperanza. En la «ciudad grande» ha sido desvirtuada, desahuciada, la reaparición posible de lo ausente, debido a que el amor ha entrado en la dinámica social, desacralizada, del mercantilismo, cuya inmediatez destruye toda proyección posible del sentir en un «espacio» redentor que siempre está «más allá» de la posesión inmediata. Padece José Martí el síndrome de Beatriz en la gran urbe contemporánea, y lo sufre en razón de que no le es permitido ningún signo de consagración. El amor está siempre «fuera», en otro territorio, y se sufre su condición irrevocable, irrecuperable, quedando eternamente postergado en el tiempo de lo que «fue»: condenado a transformaciones insidiosas (Baudelaire) o a sentencias sin remisión (Poe): Se ama de pie, en las calles, entre el polvo de los salones y las plazas; muere la flor el día en que nace. Aquella virgen trémula que antes a la muerte daba la mano pura que a ignorado mozo; el goce de temer: aquel salirse del pecho el corazón; el inefable placer de merecer; el grato susto de caminar de prisa en derechura del hogar de la amada, y a sus puertas como un niño feliz romper en llanto; y aquel mirar, de nuestro amor al fuego, irse tiñendo de color las rosas...»13. Irse tiñendo de color las rosas: del color amarillo que tendrá la gran rosa en que Beatriz refulge en la Commedia y que, en los «tiempos modernos» ha quedado deshojada, deshojando con ella la propensión del amante a recuperar la grandeza y la inocencia de lo vivido. Los efectos «contrarios» y paradójicos del

que la reconoce por aquella virtud de amor que de su ser emanaba, cuando volvió a contemplarla en la cumbre de la montaña del Purgatorio...». Véase Valera 1942: 1569-1582. 13

Martí 1975: 3 8 1 - 3 8 2 . «Amor de ciudad grande» pertenece a Versos libres (1882).

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amor, que explora en su discurso «encendido» J o s é M a r t í , refieren justamente la doble naturaleza del sentimiento erótico: exaltado y enfermizo, pero siempre remitido a una catarsis transformadora en su proyección ideal: «romper en llanto», «irse tiñendo de color las rosas»... y que, ahora ya, pertenece al umbrío reino del destierro, dejando con ello tan sólo la faceta mórbida del sentimiento: un síndrome sin recuperación. L a s tres escenas revividas en el texto de Alighieri (el primer encuentro en la infancia, el sueño y la reaparición de Beatrice en el Purgatorio) arraigan, todavía, en el d o m i n i o de la pervivencia del «reino», de ese reino d o n d e los amantes se reconocen hasta el infinito. Pero, c o m o ya comenté al c o m i e n z o del capítulo, no existe u n a total paridad ni en la situación de los m i s m o s ni en la s i m b o l o g í a q u e los caracteriza. E s cierto que Beatriz ha vuelto a «ser» ante la vista de D a n t e , pero todo lo que la a c o m p a ñ a indica q u e su «persona» está a d o r n a d a de unos atributos todavía lejanos y distantes para quien tanto la a m a : el texto del Purgatorio

nos la presenta « c o r o n a d a por las hojas de M i n e r v a » ,

« a c o m p a ñ á n d o s e por un a d e m á n regio», al «otro lado» del río, a c o m o d a d a sobre un espléndido carro y profiriendo, a d e m á s , un discurso reprobatorio y severo. E n su interior, recuerda la « d a m a » y la «santa» c ó m o , tras su muerte, se desvió el poeta de su deber, que consistía en «mirar hacia lo alto, tras de mí». L a sensación de extravío y culpa d o m i n a entonces el á n i m o del poeta en lina retrospectiva hiriente, que le lleva a repudiar lo vivido, incentivando así la sensación de pérdida y malversación de un tesoro, q u e será también básica para la producción y desarrollo de la sintomatología enfermiza en el a m a n t e . F u n g e , ahora, Beatriz c o m o juez y guía, superando así la función de conductor que había tenido Virgilio hasta este m o m e n t o en la Comedia.

Y si actúa c o m o

guía es porque un a n t i g u o sentimiento había p e r d u r a d o vivo y ahora renace con m á s fuerza y virulencia, para ocasionar, con el amor, la sensación de culpa pretérita y determinar, finalmente, la postración del a m a n t e ante la d a m a . S e recupera de esta manera uno de los signos clave del « a m o r cortesano», cual es el vasallaje absoluto al « a m o » de los sentimientos. El a m a n t e recupera el papel de caballero, a m á s del papel de trovador. La doble llama del a m o r a que aludía Octavio Paz presupone la dualidad no sólo en la pareja y en la duplicidad esencial de un sentimiento que es espíritu y carne, materia y forma, sino también en el sentido de q u e el a m a n t e idealiza, pero también rinde tributo y humildad ante la «dueña», el «señor» del gran afecto. D e manera taxativa determinó Denis de Rougemont —el gran exégeta del nacimiento del sentimiento amoroso c o m o fenómeno europeo medieval— las vinculaciones entre las reglas del amor cortés y su retórica de la paradoja con los ciclos novelescos

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nórdicos y bretones. Para Rougemont, los argumentos de Lancelot, Tristán y todo el ciclo artúrico serían una transposición «romanceada», es decir, novelada, de las reglas del amor cortés. Así pues, quedaría ligada la construcción literaria de lo amoroso con la figura occidental del caballero. El caballero es el que ama en un sentido cabal y auténtico. La dama es el objeto de adoración sublimada. Alighieri amalgama, por lo tanto, una tradición mística y cristiana con un concepto del amor cortés, propio de los trovadores y retomado por los artífices del stil nuovo, donde el poeta es también un caballero cortesano 14 . Beatrice «cristaliza», en fin, los términos y los reinos del discurso amoroso que se forjaron hasta que cobra cuerpo su figura y su presencia. Se funda una dimensión pletórica del sentir, que removerá la condición erótica de los hombres y las mujeres: «Un amor pleno» - d i c h o en glosa orteguiana- «que haya nacido en la raíz de la persona no puede verosímilmente morir. Va inserto por siempre en el alma sensible»15. La literatura y la estética contemporáneas no han desatendido esta faceta en la perduración del mito. C o m o canal de conducción entre la Beatrice dantesca y estas «beatíficas» e inasequibles Beatrices literarias, es fundamental el culto que al personaje le consagraría, en el siglo XIX, la Hermandad Prerrafaelita de artistas, constituida en Londres en 1848, como una proclamación de los principios compositivos de la pintura y el arte de la Baja Edad Media, que llegarían a su apoteosis, y con ella, también, al principio de su decadencia, con las obras de Rafael de Urbino y Miguel Angel Buonarotti 16 . Poemas, ensayos y lienzos de

14 «On a longtemps polémisé sur l'autonomie relative des deux littératures du Nord et du Midi. Il semble bien que la question soit actuellement résolue: c'est bien le Midi roman qui a donné son style et sa docrine de l'amour aus «romanciers» du cycle de la Table ronde. Et l'on peut suivre les voies de cette transmission dans les documents historiques». Rougemont 1954: 110-111. 15 La teoría de la «cristalización» procede de Stendhal, y es objeto de crítica por parte de Ortega y Gasset, que así la explica: «Si en las minas de Salzburgo se arroja una rama de arbusto y se recoge al día siguiente, aparece transfigurada. La humilde forma botánica se ha cubierto de irisados cristales que recaman prodigiosamente su aspecto. Según Stendhal, en el alma capaz de amor acontece un proceso semejante. [...] Siempre me ha parecido esta ilustre teoría de una superlativa falsedad. Tal vez lo único que de ella podemos salvar es el reconocimiento implícito [...] de que el amor es en algún sentido [...] impulso hacia lo perfecto» (Ortega y Gasset 1995: 17-18). 16 «Para John Ruskin, que publica en 1851 su obra Las piedras de Venecia, la decadencia artística de Occidente había comenzado con individualidades como la de Rafael de Urbino, al que habiéndosele encomendado la decoración del Vaticano por Julio II y alejándose del espíritu de Mantegna, Fra Angélico o Giotto, llegó a pintar en una de las habitaciones que decoraba dos mundos coexistiendo, el cristiano y el pagano, lo que según la pupila escandalizada de John Ruskin constituía un suceso paradigmático de la progresiva corrupción de la espiritualidad primitiva en la modernidad [...]. Frente al clasicismo de inspiración continental, la defensa del arte medieval

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Dante Gabriel Rossetti (1828-1882) responden a un hilo conductor que remite al universo dantesco: obras plásticas como «Dantis Amor» o «Beata Beatrix» exponen esa visión del sentimiento erótico que en la imaginación y la creación de Rossetti resulta doblemente idealizado, ya que parte de la primera y propia idealización que el poeta gibelino imprimió a sus visiones. La «beata» Beatrix ocupa el centro de un retrato que muestra un tipo de belleza inmaculada y virginal, con los ojos cerrados y el cabello extendido, en una pose que más bien recuerda la iconografía de la Anunciación, como escena clave en la imaginería prerrafaelita, y también en la propia pintura de los primitivistas italianos: Fra Angélico, Mantegna, Giotto o Piero della Francesca. En «Beata Beatrix» (1863-70), la figura femenina se halla, en palabras de Rossetti, «simbolizada por un estado de trance o por una súbita transfiguración espiritual». Sentada en un balcón florentino y portando una capa color verde, ante un reloj solar que parece marcar el medio día, la mujer esplende arrebatada por una visión donde la vida y la muerte tienden a reconocerse y acercarse, como sus manos, prontas a recoger la amapola que un ave roja le entrega. Al fondo, las figuras de Dante y el Amor nimban la escena y flanquean el estado de arrobamiento que ocupa su centro 17 . Se trataría, pues, de una Beatriz reavivada por el imaginario católico y sentimental de la Virgen María, a partir de las asociaciones que el propio Alighieri dejara establecidas desde los versos del Inferno. Allí, la «donna gentil nel ciel» (II: 94), es decir, María, se apiada del poeta y, por intercesión de Lucía, de cuya santidad fuera Dante devoto, decreta que Beatrice envíe a Virgilio como guía para salvar al poeta en su perdida senda, confiada en su «parlare onesto». C o m o en el caso del florentino, la muerte de la musa de Rossetti, Elisabeth Siddal, fallecida en 1862, pudo determinar el correlato con el sentimiento de ausencia y transfiguración conocido ya en la literatura de Dante, y definidor

autóctono y c o m o m u c h o el culto a la cultura italiana sumergida en el «otoño» de la E d a d Media» (Selma 1991: 92). 17

Según testimonio del autor del cuadro, «las figuras de D a n t e y el A m o r [...] se miran

amenazadoras, conscientes del acontecimiento, mientras el ave, mensajera de la muerte, deja caer u n a amapola en las manos de Beatriz. Esta, a través de los párpados cerrados, ve u n nuevo mundo» (Rubiés 2001, 28 y ss). En el lienzo «Mariana» (1851) de J o h n Everett Millais (1829-1896), otro de los fundadores de la H e r m a n d a d prerrafaelita, hallamos al personaje shakespeariano de Mariana, la mujer ante la ventana de su celda, que es u n hermoso vitral neogòtico, típico de la representación icònica del O x f o r d Victoriano, donde aparece la Anunciación. La belleza de este lienzo corresponde a una sutil combinatoria revitalizadora y católica del tractarianismo inglés del X I X , con u n a noble y digna concepción de la belleza femenina, f u n d a d a en la «esperanza a m o d o de resistencia», clave de lo femenino para Sòren Kierkegaard.

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del síndrome de Beatriz18. Asimismo, el hermoso óleo «Dantis Amor» (1859) presenta una figura central y meridiana, que ocupa una almendra o mandorla mística y simboliza la fuerza unitiva y mediadora del amor, en la corporalidad de un ángel portador de los atributos divinos del sentimiento erótico. La obra pictórica, que fue concebida como un tríptico (de cuyos dos compañeros se ignora el destino), establece en su composición un juego de líneas geométricas donde la diagonal sirve de línea conectora entre los rostros amonedados y circulares de Dios y Beatrice. Un Dios humano, representado como un sol bordeado por las palabras en latín con que concluye la Vita Nuova, y una Beatrice inscripta en la moneda lunar, dirigiendo su mirada hacia la altura cenital, traspasada por el amor terreno y en trance de alcanzar la gloria'9. En sus poemas, la trayectoria metafísica de la Commedia marca la pauta del imaginario lírico, hasta el punto de que parece constituir el entramado dantesco un camino invisible por donde transitar y del que extraer un acopio de visiones, símbolos y estados emocionales que secretamente enlazan la tradición clásica con el mundo moderno. Uno de sus más logrados ejemplos lo hallamos en el poema donde recrea las palabras que exclama el enamorado de Beatrice cuando ésta fallece, y comprende que la ciudad ha quedado repentinamente solitaria: «Quomodo sedet sola civitas!». Se trata del extenso poema escrito en sextetos, titulado «Dante at Verona», escrito bajo la inspiración de varios pasajes de la Commedia: el verso 73 del canto XXX del Purgatorio («Guardad ben! Ben son, ben son Beatrice») y los versos 58-60 del Paradiso, donde por boca de Beatrice se alude a la experiencia «enajenadora» del exilio, físico y espiritual: «Tu proverai si come sa di sale/ lo pane altrui, e come é duro calle / lo scendere e'l salir per l'altrui scale»20. En éste, como en otros casos, la atracción del personaje femenino 18

En el relato simbolista de Marcel Schwob, «Lilith», incluido en su colección de 1891, Corazón doble, recrea el autor francés la historia de ese idilio traspasado por la erótica del deceso. El protagonista, alter ego de Rossetti, siente la punzante desazón del síndrome y consigue recuperar el cuaderno poético que dedicó a su amada, y que depositó en su tumba, ahora «profanada» por su propio adorador: el sentimiento se vierte en expresión literaria. Véase Schwob 1996. Insistiré sobre este texto en el capítulo siguiente, dedicado a «Las hijas de Rappaccini». " En la obra monográfica sobre Rossetti, ya citada, se nos informa que este trabajo nació para integrar un cuerpo más vasto y decorar la famosa Red House de Bexley Heath, en Kent, ideada por William Morris. En sus trabajos colaboraron Edward Burne-Jones y Rossetti. De su tríptico sólo se conserva esta obra central. A sus lados estarían los titulados «Dante encuentra a Beatriz en Florencia» y «Dante encuentra a Beatriz en el Paraíso», que pudieron ser vendidos por Morris para pagar deudas (30-31). 20

Estamos en el Cielo V, con los espíritus militantes. Los versos de Dante, en boca de su «dama», son así traducidos por Ángel Crespo: «Cómo sabe de sal probar te espera / el pan de los

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se instala en la dimensión de u n a sobrenaturaleza d o n d e todavía no d o m i n a ni habita el olvido de lo que u n a vez fue maravilla. La abundancia de la «gracia divina» y los favores y admirables efectos que la v i r t u d amorosa dispensó en el poeta son ahora recuperados por Rossetti y los poetas que blanden los estandartes líricos y espirituales de u n a «vida nueva». Son los abanderados de u n a milicia de amor, que desde la h e r m a n d a d inglesa de los prerrafaelitas dejará sus estelas en autores hispanoamericanos c o m o el venezolano José A n t o n i o R a m o s Sucre, con sus «formas del fuego», y el argentino Leopoldo Lugones con su «ideal caballeresco», o en la decadente literatura italiana de Gabriele D'Annunzio. Expresiones literarias que se vinculan con formas muy jerarquizadas y canónicas del «poder» y la «gloria» —en el sentir erótico y también en la concepción política del mundo—. Las palabras de Beatrice a su paladín favorecen el cultivo de esta sublimación patricia de los afectos, que trama c o m o posible la regeneración virtuosa de cualquier amante, por muy «perdido en la selva» que se encontrase, siempre que la fidelidad lo mantuviera erguido y el miedo se disipase de su senda. La presencia de Beatrice en la estética prerrafaelita no obedece todavía, pues, a la deconstrucción del motivo, y el encantamiento amororoso permanece refulgente y prístino, sin ocasionar los tormentos a que se verá sometido el a m a n t e condenado por la ausencia y su punzante melancolía 21 . C o m p a r t e este sentimiento marcado por la desazón y la añoranza ante la pérdida del bien preciado su obra plástica. El síndrome de Beatriz resplandece en u n a acuarela c o m o «El primer aniversario de la muerte de Beatriz: D a n t e dibuja el ángel» (1853). El poeta florentino se muestra ataviado con túnica y gorro negros, arrodillado y ligeramente sorprendido por la aparición en la estancia de sus familiares. I m b u i d o por la

otros, y cuán duro es el arte / de subir y bajar por la escalera» (Paraíso 2003: 108). Por su parte, la traducción al inglés de Rosetti es la siguiente: «Yea, thou shalt learn how salt his food who fares / Upon another's bread, - h o w steep his path / W h o treadeth up and down another's stairs» (Rossetti 1913: 48-62, «Dante at Verona»). 21 «Clearly herself; the same whom he / Met, not past girlhood, in the street, / Low-bosomed and with hidden feet; / And then as woman perfectly, / In years that followed, many an once,— / And now at last among the suns/ / In that high vision. But indeed / It may be memory did recall / Last to him then the first of all,— / The child his boyhood bore in heed / Nine years. Al length the voice brought peace,— / 'Even I, even I am Beatrice'» (Rosetti 1913). Hasta el momento, y por extraño que pueda resultar, no existe una edición en español ni traducción de los Poemas completos de Rossetti, aunque sí disponemos de una buena edición de The House of the Life, con poemas como «Soul's Beauty» (Soneto LXXVII), en que se rinde tributo a la «Dama Beldad», de constante resplandor beatricesco: «Bajo el arco de la vida, donde el amor y la muerte, / el terror y el misterio, vigilan su santuario, / vi entronizada la belleza; su solemne mirada / me penetró con la levedad de un suspiro...» (Rosetti 2001: 174-175).

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conciencia de lo ausente, entre sus manos se halla un dibujo apenas perceptible, con la cabeza de un ángel de trazos femeninos y cabellera ondulada, objeto de su veneración 22 . Análogamente, el poema titulado « O n the Vita Nuova of Dante» traza un vínculo en cuanto a la naturaleza del sentimiento erótico, que se convierte en la declaración de intenciones estéticas y en la estirpe donde espera entroncarse el poeta que padece la nostalgia del Medioevo: As he that loves oft looks on the dear form And guesses how it grew to womanhood, And gladly would have watched the bauties bud And the mild fire of precious live wax warm:— So I, long bound within the threefold charm Of Dante's love sublimed to heavenly mood, Had marvelled, touching his Beatitude, How grew such presence from man's shameful swarm. At length within this book I found pourtrayed Newborn that Paradisal Love of his, And simple like a child; with whose clear aid I understood. To such a child as this, Christ, charging well his chosen ones, forbade Offence: 'for lo! Of such my kingdom is'.23 Es ese paradisical love como recreación de un reino todavía no extinto, donde pervive el Amor triunfante, el estandarte que eleva la estética prerrafaelita. En ella, los parámetros dantescos son sometidos a un proceso de estilización delicuescente en la pretensión de conformar un habitáculo de referencias sagradas, cuyo eje se extrae de la propia tradición cultural más que del discurso religioso o teológico. En el pasado estético de la humanidad, siendo la literatura de Dante Alighieiri su cúspide, se halla el verdadero engranaje de toda dinámica espiritual. La estética, dirán los prerrafaelitas - y , con ellos, las escuelas simbolistas que vendrán- contiene en su expresión materializada, en su forma externa, todo el

22

«Si la principal obsesión de Rossetti fueron las mujeres y la belleza f e m e n i n a , el s e g u n d o

lugar lo o c u p ó sin d u d a la p o e s í a d e D a n t e Alighieri. El artista f u e b a u t i z a d o c o m o G a b r i e l D a n t e , pero ya de m u c h a c h o invirtió sus n o m b r e s en honor del p o e t a . T r a d u j o al inglés la Vida nueva, y durante m á s de veinte años halló inspiración, p a r a m u c h o s de sus c u a d r o s , en ésta y otras obras de D a n t e . A u n q u e la reconocida o b r a m a e s t r a del gran p o e t a florentino es la Divina en Vida nueva d o n d e m á s se inspiró R o s e t t i » ( R u b i é s 2 0 0 1 : 28). 23

Rosetti 2 0 0 1 : 2 7 6 .

Comedia,

fue

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universo posible de estadios religiosos. C o m o único y verdadero «artista», es el crítico quien reconoce los vestigios, las huellas que lo sagrado ha ido posando sobre el devenir de la experiencia artística. O s c a r Wilde fue uno de los primeros en decretar el alto valor de la función del crítico c o m o único y verdadero «descubridor» de dichos ecos y, por lo tanto, el único recreador posible de un pasado, en manifestaciones contemporáneas donde lo «sentido» repercute, vivo. Esa intensidad estética, casi sagrada, que convierte al artista en un perpetuo merodeador y receptor de lo hermosamente creado c o m o experiencia que constantemente se renueva; esa voluntad de «arder siempre con esa llama firme y d i a m a n t i n a » que es el único m o d o de «triunfar en la vida», según dictamen de otro defensor de este casi litúrgico deseo de belleza, el inglés Walter Pater 2 4 , c o n f o r m a n las bases que sostienen la presencia de una Beatrice beatífica y, si cabe, adornada por atributos de una belleza todavía m á s sutil y delicada. L a m i s m a modelación poética de lo bello que hallaremos en un ferviente admirador italiano de la estética esplendente y argentina del prerrafaelismo, Gabriele D ' A n n u n z i o (1863—1936), en cuya composición « D u e Beatrici», resurge la visión de la d a m a c o m o rayo luminoso de beatitud: Io sol dissi a la notte alma e felice, solo dissi a le stelle il nove amore. Segreto in me de'vostri occhi il fulgore Io custodii, beata Beatrice. Tale un raggio di luna il silfo ha in cuore. 2 5

El caballero habrá de caer rendido ante este m o d e l o que, a falta de u n a creencia verdadera en los d o g m a s metafísicos, hace s í m b o l o del d o g m a y lo estiliza en los predios de la sensibilidad creadora. Joris-Karl H u y s m a n s planteó y definió en A Rebours al artista en las postrimerías del X I X c o m o ser maldito e hiperestésico, adorador de la poesía baudeleriana y de los lienzos de Gustave M o r e a u . C a b e hallar en la literatura hispanoamericana la correspondencia de los m i s m o s patrones en el autor colombiano J o s é Asunción Silva ( 1 8 6 5 - 1 8 9 6 ) , cuya novela diario De Sobremesa (publicación p o s t u m a de 1925) c u m p l e en las letras hispánicas pareja función c o m o «biblia laica» del movimiento simbolista, «De esta sabiduría tiene muchísimo la pasión poética, el deseo de belleza, el amor al arte por el arte. Pues el arte se dirige a uno con la abierta propuesta de no dar otra cosa que la mayor intensidad posible a los propios momentos, mientras éstos transcurren, y únicamente por amor a esos momentos». Pater 1982: 181—183. 25 En D'Annunzio 1982. 24

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con todos los tópicos inherentes a esta estética de la inmanencia sensitiva. En el itinerario de la novela tiene un lugar central (también «nel mezzo del camin» en la vida de su protagonista) el episodio en que el autor de las páginas de este «diario» relata su encuentro con la hermosísima Helena, mujer de una belleza espiritualizada y lánguida, que responde al estilema del ideal femenino de los prerrafaelitas. El suceso tiene lugar el día 11 de Agosto de 189... en la ciudad de Ginebra, donde llega el narrador por cuestiones laborales, y su escenario es el jardín del hotel donde se aloja. La aparición de la mujer viene precedida por toda una serie de referencias culturales, y su descripción es, asimismo, una suma de alusiones pictóricas que se despliegan a partir de una «fisonomía fina de noble o de artista». Así, su perfil remite al de una virgen de Fra Angélico, y sus largas manos de dedos afilados le hacen recordar los de Ana de Austria en el retrato de Rubens. Pálida, sobrenatural y exangüe, concentra esta mujer toda una red de referencias al ¡cono de la beata Beatrice del prerrafaelismo, ante la cual queda rendido y postrado el caballero errante y pecador. Nuevamente se activa en el lector el eco de la «severa Beatrice» que en el Purgatorio, tras su portentosa aparición, recrimina al amante su ruindad como falso caballero del más noble y digno sentimiento. Este episodio de la novela de José Asunción Silva, calificado por Gabriel García Márquez como «la franja del libro con la más alta validez poética»26, quintaesencia la recepción hispanoamericana del mito de Beatriz a finales del XIX, que no es otra sino la que procede de su pervivencia en la Europa del prerrafaelismo inglés y del simbolismo galo. Es preciso recordar, a este respecto, cómo van traspasándose estos gestos que conforman el estilo del amor dantesco según la lectura prerrafaelita de la beata Beatrix: para el narrador, los «grandes ojos azules, penetrantes» de Helena se posaron en él como la mirada «de un médico en el cuerpo de un leproso corroído por las úlceras». Un sentimiento de humillación infinita se instala en el corazón de este nuevo caballero, que sólo se postra ante el altar de ideales encarnados en formas bellas. La mujer se inviste de magnificencia, pero también adopta el porte rígido y sentencioso de un juez, hasta el punto de que el sujeto siente vergüenza por su vida disipada y pecadora. 26

«Este a m o r idealizado - t a n evidente en la vida y la obra de Silva- lo sublimó Fernández

(protagonista de la novela) con cinco meses de castidad voluntaria hasta que tuvo que acudir al médico [...]. El estilo, el tono, el aliento lírico, todo se hace distinto en el temblor de las evocaciones Febriles, y en la deflagración de las apariciones. La escritura se adelgaza, se vuelve inspirada y diáfana, más al m o d o romántico que al decadente general del libro. U n o tiene entonces la impresión de que sólo allí se encuentra con la verdad de la vida...» (García Márquez, «En busca del Silva perdido», en Silva 1996: 2 2 - 2 3 ) .

El c a b a l l e r o y la beata

Beatrix

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A l i g u a l q u e D a n t e e n el P u r g a t o r i o , la ú n i c a e n f e r m e d a d q u e a q u í se c o n s t a t a es la q u e p r o c e d e d e la i g n o r a n c i a r e t r o s p e c t i v a d e este a m o r t o t a l m e n t e s a c r a l i z a d o , e n u n u n i v e r s o y a d i f e r e n t e del d a n t e s c o , d o n d e B e a t r i c e t o d a v í a i n t e r v e n í a en el i n t e r i o r d e u n s u p r a m u n d o posible, c o m o o b j e t o d e c r e e n c i a : C o n la m i r a d a que le dirigí habría querido pedirle perdón por haberla c o n templado c o n mis ojos, que han visto la m a l d a d h u m a n a y se han delectado en su espectáculo, porque la luz de pureza, de santidad que irradió en los suyos a la primera mirada que cruzamos, me había sugerido no sé qué extraña impresión de místico respeto irresistible... Al mirarla de nuevo m e encontré c o n sus pupilas fijas en mí, y habría bajado las mías si no hubiera visto en el azul de las suyas, en la curva de los labios finos, en toda la dulce fisonomía una expresión de lástima infinita, de suprema ternura compasiva, más suave que n i n g u n a caricia de hermana. Aquella mirada derramó en mi espíritu la paz que baja sobre un corazón de cristiano después de confesar sus faltas y de recibir la absolución; una paz profunda y humilde, llena de agradecimiento por la piedad divina que leía en sus ojos. 2 7

P e r o el s i g n o d e los t i e m p o s d e t e r m i n a , c o m o « e n t o n a c i ó n » diversa d e los m i t o s f u n d a m e n t a l e s d e u n a c u l t u r a , el s e n t i d o y la d i r e c c i ó n d e lo q u e permanece, pero en constante estado de

fluencia.

E s o e x p l i c a q u e en e s t a H e l e n a

c o b r e n u e v o r a n g o el p e r s o n a j e d e B e a t r i c e (en su i m a g i n a c i ó n , el n a r r a d o r d e la novela «lee» e n los ojos d e la a m a d a su a t r i b u c i ó n i d e n t i f i c a d o r a c o m o D i o t i m a y B e a t r i z ) y q u e t e r m i n e s i e n d o u n a f a n t a s m a g o r í a e s t é t i c a : la p r o y e c c i ó n d e rasgos psicofísicos t o m a d o s d e u n lienzo prerrafaelita, q u e el p r o t a g o n i s t a p l a s m a s o b r e u n a m u j e r « i m a g i n a r i a » . E l s í n d r o m e d e B e a t r i z n a c e r í a , pues, en este c a s o , a p a r t i r de la a u s e n c i a d e lo q u e n u n c a e x i s t i ó o , m e j o r d i c h o , d e lo q u e e x i s t i ó c o m o traslación p i c t ó r i c a d e u n d e t e r m i n a d o m o d e l o f e m e n i n o , q u e se identifica, p r e c i s a m e n t e , c o n la B e a t r i c e «santificada» d e la c a b a l l e r í a p r e r r a f a e l i t a 2 8 .

27

Silva 1996: 98-99. En consulta a su médico particular, en la ciudad de Londres, confiesa

el personaje algo que expresa a las claras la distancia entre el mundo que vivió Dante y el que vio discurrir las vidas de estos poetas de la descreencia religiosa: «Doctor - l e dije sentándome en el sillón que me ofrecía—, tiene usted enfrente a un enfermo curioso que, en perfecta salud corporal, viene a buscar en usted los auxilios que la ciencia puede ofrecerle para mejorar su espíritu. El catolicismo le da a sus fanáticos directores espirituales a quienes se entregan. Yo, falto de toda creencia religiosa, vengo a solicitar de un sacerdote de la ciencia, cuyos méritos conozco, que sea mi director espiritual y corporal...» (117). 28

El tirón de descenso positivista se producirá en la visita del protagonista a su médico per-

sonal. Tras el relato de su «fascinación», el doctor le muestra la reproducción de un lienzo en que «puede verse» la imagen «atrapada» de Helena. El síndrome de la ausencia que hacía mella en él,

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En este sentido, cabe recordar que el personaje matriz de toda esta historia pudo tener una existencia histórica y real, como algunos exégetas del universo dantesco han terminado atestiguando desde Boccaccio. Pero Beatrice Portinari, la Bice, esposa de Simone dei Bardi, es un ser bien distinto al personaje transfigurado por Dante en la Commedia, y del que se alimentará la simbólica del amor y del erotismo en su transmisión secular. Como dice Giovanni Papini, «desde 1283 a 1321, Dante ha escrito sobre este milagro hecho mujer, sobre esta mujer hecha compañera e intérprete de los santos, y, sin embargo, sabemos poquísimo de ella. Conocemos su historia sobrenatural, los efectos de su mirada, de su desdén, de su risa y de su llamear, pero casi nada de su forma y de su existencia terrena»29. La capacidad de fabulación estaba servida desde el comienzo: un inmenso hueco podría plenificarse para acortar una desproporción tan acusada. En el universo imaginario de Dante el propio personaje parece ser consciente de su dimensión de «irrealidad», y así, en el canto XXX del Purgatorio pone en su boca uno de los tercetos más elocuentes para su definición: «Quando di carne a spirto era salita, / e bellezza e virtù cresciuta m'era, / fu'io a lui men cara e men gradita». «Y, ya de carne a espíritu subida, / cuando en belleza y en virtud creciera, / menos grata le fui, menos querida»30. Notemos varias cuestiones en estos versos. En primer lugar, el proceso de espiritualización transfiguradora, que comporta los signos de un crecimiento doble: en belleza y en virtud. Ambos epítetos, bella y virtuosa, son, como ya se destacó, consustanciales al personaje, pero lo importante aquí es su acrecentamiento en la esfera de lo sobrenatural. Todos los atributos referidos anteriormente, en las páginas de su Vita Nuova, se hallan potenciados en la vida ultraterrena. Allí es Beatrice aún más virtuosa y la adorna una mayor belleza. Queda, por decirlo así, fijada en una imagen invulnerable, inmaculada, un «cuadro» de formas invisibles a los sentidos externos, que el tiempo no puede alterar: el retrato de lo bello y de lo bueno. Y, por otro lado, es también destacable el hecho de que esta Beatrice metafísica sea la encargada de inculpar al poeta: éste es culpable de olvido y extravío, y ella le recrimina es tal vez la metáfora de que toda idealización amorosa responde a la sublimación de una figura y que, por ende, el amor de Dante por Beatrice es el germen del gran amor, pero también del amor patológico: «Vuelve usted a ver el fantasma y a soñar con lo sobrenatural [...]. Apliqúese usted a encontrar causas y no a soñar. Me ha descrito usted a la señorita como una figura semejante a las de las vírgenes de Fra Angélico y este cuadro es obra de uno de los miembros de la cofradía prerrafaelita...» (123). 29 30

Papini 1961 (vol. III): 959 y ss. Purgatorio XXX, 127-129(2002:210).

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que, tras su muerte, le resultara «menos querida y menos grata» ¡Qué inmensa paradoja la que destilan estos versos! ¿Menos querida y menos grata la mujer en quien habrá de residir la suma gloria y que coronará la cúspide de una utopía? Las palabras de la mujer sellan el estigma de una culpa que, en el fondo, sólo tiene una verdadera razón de ser en el ámbito de la concepción caballeresca y trovadora del amor, vertida en odres místicos. Los vínculos «reales» entre el Alighieri y la Portinari pertenecen, así pues, a los dominios de la imaginación, donde surge la reprobación. Y es precisamente este estigma de la culpa que troquelan los versos de la mujer, el que abonará la tierra de su ausencia y agravará el mal, consolidando el síndrome, cuando Beatrice no sólo haya dejado de existir sobre la tierra, sino también en las regiones de la luz. Virtuosa y bella, pero también beatífica y severa nos la recuerda D a n t e Gabriel Rossetti en su estudio Dante and his circle (1874), aludiendo justamente al verso de naturaleza «intertextual» d o n d e Beatrice elogia los años de juventud de su adorador, c u a n d o «toda virtud habría producido en él efectos admirables», mientras ella lo sostenía «con su presencia» y lo llevaba por el «camino recto» mirándolo «con sus ojos juveniles» {Purgatorio X X X , 116-122). El verso concreto de referencia supone un verdadero grado de maestría en la consecución de esa enorme unicidad orgánica que ostenta la obra del Alighieri: «questi fu tal ne la sua vita nova» 31 . Es decir, «este fue tal en su vida nueva», tal que «toda virtud habría producido en él efectos admirables». Esa «vida nueva» alude, en labios celestiales, a los años de juventud del poeta, aquéllos en que el conocimiento de Beatrice le apartó de todo otro interés y voluntad que no fuera el «camino recto» de la consagración amorosa. Y es también ahora, en su «vida nueva», c u a n d o la mujer alcanza no sólo el nivel más alto en la expresión de sus atributos y cualidades, sino c u a n d o actúa c o m o censora y conciencia ética del individuo que la amó. D a n t e ha decidido encerrar también a Beatriz en el corazón de su mente, en la almendra de su conciencia, para expiar a través de su «invención» los delitos imaginarios que un amor idealizado y nunca vivido infringió en un código legislado por leyes estrictas del corazón. 31

Señala al respecto Rossetti: «It is, therefore, and on all accounts, unnecessary to say much

more of it here t h a n it says for itself. W e d d e d to its exquisite and intimate beauties are personal peculiarities which excite wonder and conjeture, best replied to in the words which Beatrice herself is m a d e to utter in the C o m m e d i a : «Questi fu tal nella sua vita nuova»» (Rossetti 1913: 297). En esta obra, Rossetti llevó a cabo la traducción al inglés de la Vita Nuova y de los sonetos de los poetas del dolce stil nuovo', el Alighieri, G u i d o Cavalcanti, C i ñ o da Pistoia, D a n t e da Maiano, Cecco Angioleri, etc.

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Leyes que habrán de troquelar el sentimiento desesperanzado del caballero por la mujer inaccesible, perdida, ausente o muerta, pautando a su compás los ecos de una culpa imposible de expiar. El síndrome de Beatriz nacerá de estas cenizas que van posándose tras el incendio de la Commedia, con su explosión de fe, pero también con su carga de condena. Virutas y rescoldos de una hoguera como expresiones de lo que permanece encendido, pero ya no puede inflamar. El síndrome de Beatriz retrata la fenomenología de una ausencia condenada a perpetuarse hasta el infinito. El poeta, en su vestimenta de caballero, rapsoda, trovador, monje o escultor, es siempre un individuo solitario, que arrastra y honra, al mismo tiempo, al sujeto de su idealización, el cual acabará convirtiéndose en una sombra constante, en una segunda naturaleza enfermiza y tantas veces dañina, a pesar de su amoroso nacimiento. En el ámbito religioso, este motivo centrará una de las más distinguidas novelas del movimiento gótico inglés, a finales del siglo xvm, tan influyente en la primitiva literatura romántica. Publicada en 1796, El monje contiene gran parte de la tópica del malditismo y sus primeras resonancias en las almas propensas a los influjos del mal, dada su nobleza y puridad. La historia del monje Ambrosio en el Madrid de los Austrias, de notable impronta requisitoria, se presenta al hilo de la tentación femenina encarnada en una hembra de personalidad cambiante y tornadiza. Travestida como varón y soñada por el monje con los atributos de la Madonna, será Matilda una de las más importantes figuraciones de la metamorfosis del amor. En escenas de gran intensidad erótica, que hicieron las delicias de Luis Buñuel hasta el punto de idear el guión de un proyecto fílmico nunca realizado, asistimos al proceso de inversión de la «donna angelicata» en cifra de la perversión. Su autor, Matthew Gregory Lewis (1775-1818) favorece así la transferencia de valores eróticos y espirituales, al instilar el síndrome de Beatriz como formulación del mal a través de la mujer «caída»32. El influjo de esta novela pasa por todo el escenario del romanticismo hasta el simbolismo francés, desde Chateaubriand hasta Flaubert y Artaud, así como en la Alemania hoffmanniana y la literatura 32

La narración de este sueño de Ambrosio es altamente reveladora de lo señalado: «A veces,

sus sueños presentábanle la imagen de su M a d o n a favorita, e imaginábase estar arrodillado ante ella: al ofrendarle sus votos, los ojos de la imagen parecían los de ella, encontrándolos cálidos y acogedores: la figura parecía cobrar vida, salía del lienzo, abrazábale cariñosamente, y sus sentidos eran incapaces de soportar tan exquisito deleite. Tales fueron las escenas que ocuparon sus pensamientos mientras dormía: sus deseos insatisfechos le presentaban las imágenes más libidinosas y provocativas, descubriéndoles goces hasta entonces ignorados [...]. Si en una hora de conversación Matilde había ocasionado u n cambio tan considerable en sus sentimientos, ¿qué no podía temer de ella si se quedaba en la abadía?» Lewis 1995: 173-174.

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anglosajona, a partir de Shelley en Inglaterra, y de Poe y H a w t h o r n e en la «nueva Inglaterra». O t r o tanto sucede en una importante novela en los albores de la literatura hispanoamericana del siglo XX, La gloria de don Ramiro (1908), del argentino Enrique Larreta, u n o de los títulos más recordados en el balance crítico de la novelística de raigambre histórica. Larreta —que ubica los hechos de su narración en pleno siglo X V I , durante el reinado de Felipe II, en ciudades talismanes de la corte imperial, como Toledo y Avila- recrea con u n estilo romántico y muy inscrito en las corrientes modernistas de la época u n a historia que hace de la temática racial de las tres culturas que presidieron el Medioveo español su centro argumental. La m o d a cortesana procedente de Italia, tan notable en los aspectos sociales, en la cultura y en la moda del Q u i n i e n t o s español, favorece la presencia de u n personaje como Beatriz, la única hija de don Alonso Blázquez, que al comienzo de la novela es una «preciosa mujercita de diez años», en cuya beldad pone Ramiro, caballero cristiano de ignota sangre arábiga, toda la idealización de su sentimiento erótico 33 . La progenie italiana de este personaje creado por Larreta se filtra en numerosos motivos: los jardines de inspiración florentina o los mosaicos con fábulas de Ovidio que adornan sus estanques. Lo interesante del ejemplo, sin embargo, procede de ese fenómeno de inversión caracterizadora que Larreta estampa en la personalidad de la «donna angelicata». La Beatriz de don R a m i r o se mostrará c o m o una hembra ligera y casquivana, capaz de compartir sus afectos con varios galanes, y sujeto de un c o m p o r t a m i e n t o caprichoso, que viene motivado por la veneración ilimitada que hacia ella siente su progenitor. A lo largo del desarrollo fabulístico, numerosos serán los episodios y motivos que ocasionen esta inversión de la facultad beatífica del modelo dantesco en la novela de Larreta. Sin ir más lejos, el «perrazo que servía de guardián en los portones» de la heredad de Beatriz lleva por nombre Cancerbero (I, 7), que desde las puertas del Averno dantesco protege ahora la finca de la mujer idolatrada, y en una ocasión su padre don Alonso recitará de memoria una terzina del Inferno (II, 3). Las sonrisas de la dama toman un cariz «mortificante» (I, 24), y a diferencia del modelo topificado por la rubicundez beatricesca, destaca ahora la «negrura» de su lacia cabellera, que «imitaba la morada vislumbre del palisandro» (I, 25); asimismo, sus vestiduras ofrecen en los momentos de mayor apogeo la elección del color negro (II, 3). La etopeya del personaje remite asimismo a patrones espirituales bien distanciados y aun opuestos del modelo tradicional. Decidida, 33

Larreta 1949: 35.

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por presión paterna e interés de casta y sangre, a consagrar su elección al rival de Ramiro, será objeto de alucinaciones en las visiones que reciba del trágico doncel, metamorfoseando en su imaginación su rostro en la faz del Jesús de la Pasión, en una escena de corte modernista, donde el sonido del órgano y el prestigio del espacio catedralicio imprimen todo el signo de una voluptuosidad ritual y una sensibilización hacia los espacios religiosos de naturaleza concupisciente (I, 26). En otros momentos, Beatriz incita al garzón al ejercicio de la caballería para abatir a los infieles (I, 28) y, en suma, provoca con su cruel alejamiento un «síndrome de ausencia» exquisitamente definido por el suntuoso arte narrativo de Larreta y finalmente sellado por un fatídico «nunca más» como eco del famoso estribillo poético: «¡La figurita diminuta que asomaba de ordinario allí arriba, sobre las almenas, con el rostro vuelto hacia él, no apareció, ni volvería a aparecer nunca más!»34. Una de las escenas donde sobresale el procedimiento de inversión tendrá lugar cuando, en la sala de los tapices del palacio donde habita Ramiro, un enjambre de polvorientas polillas vienen a posarse sobre los vestidos de Beatriz, «adhiriéndose al jubón y a la saya y cubriendo su manto». El «demonio carnal» de la «niña» se contrae entonces en un gesto de repugnancia, enturbiando con un fatídico sentir el episodio cortesano, y la representación estética en el tapiz de los asuntos de amor queda resquebrajada por un mundo de insectos, «de mariposas grises, hechas de tierra», que preconizan la aparición de otro enjambre desconocido, innato a la naturaleza y la historia desconocida del mancebo don Ramiro. En efecto, la figura de la hermosura ligada a la causa cristiana se irá tiñendo de vanidad y ligereza, tendentes a la definitiva erradicación del modelo. La misión en la tierra de Beatriz, según Larreta, se cifraba en «una verdadera quintaesencia 34

«Lleno de amorosa incertidumbre, R a m i r o no podía pensar sino en Beatriz, y veía su rostro

sobre todo lo que miraba. Veíalo sobre el muro, o en el velo de las tinieblas, veíalo en los cielos, indeterminado y sublime, c o n f u n d i e n d o su belleza con el hechizo de la noche. O t r a s veces era toda su persona revestida de blancura nupcial vagando entre las hierbas, c o m o u n a sonámbula. R a m i r o hallábase embebido [...]» Ibidem, (II—5 y 11—6), págs. 2 2 0 - 2 2 1 . Acerca de la prosa modernista hispanoamericana, marbete bajo el cual se ubicarían títulos como los citados De Sobremesa y La gloria de don Ramiro, véanse las consideraciones de D o n a l d Shaw (1987 (vol. II): 507-513). Interesante resulta el minucioso examen del fenómeno amoroso de la novela, en las figuras femeninas de doña Guiomar, madre de R a m i r o , Beatriz y Aíxa, realizado por N a n c y Saporta Sternbach. A propósito de la segunda, defiende la autora: «Beatriz, whose literaty predecessor is Dante's Beatrice, embodies m a n y of the same characteristics of that ideal w o m a n . Like her Italian namesake, she meets the hero —who is profoundly moved by this experience- when is still a child. [...] In reality, she exhibits the characteristics of one who knows h o w to manipulate the situation to her own advantage [...]» (Saporta Sternbach 1991).

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de cortesanía y de embeleso», su misión se ceñía a los actos de «reír, vestir hechiceramente, hacer cada vez más ligera su danza, salpicar a cada giro del faldellín un rocío de fascinación», descartando toda la densidad del sentimiento y «no quedando sino lo vivaz, lo mondo, lo agudo, lo picante, el grano de especia, el clavo de olor» (II, 2). Curiosamente, y frente a este ligero sentir, los amores que Ramiro experimente con Aixa, la bella sarracena, estarán cuajados de misticismo y consagrados a un ritual de danza y erotismo como caminos de perfección en la senda de la gloria (I, 15). Se trata, así pues, de otro artilugio temático utilizado por el escritor para desvirtuar la bondad ínsita al personaje de la dama en el ámbito del ideal caballeresco cristiano. Los arrobos místicos que el amor por la Beatriz divinizada padece el mancebo Ramiro remiten a un universo de fantasía evanescente, un lenguaje cifrado en los astros, como el dantesco, pero que en su caso se torna «imposible de comprender». Las visiones de la dama ante el crucifijo, la mirada perdida en el breviario de oraciones, revelan un icono vacío y desalmado, «fantasma fatuo y caprichoso como una llama volátil» (I, 8). Todo ello determinará el trágico final de la historia, marcado por la destrucción del ideal a manos de su propio forjador. Lejos de elevarlo hasta los capiteles de la gloria, la Beatriz de don Ramiro fundirá sobre sus labios un pacto que cree depositar en otro caballero, engañada por la oscuridad y una cita falsa, y será mordida, ultrajada y al fin estrangulada por su propio adorador, en una escena de violencia mórbida, donde se utilizará, en el colmo de la antítesis, un crucifijo como arma homicida. Una resolución inspirada «por el Infierno», realizada con satánica velocidad y sin un atisbo de duda o arrepentimiento (II, 7). Forma del fuego que sólo conocerá la redención bajo los auspicios de un nuevo mundo, donde Ramiro, bendecido finalmente por una mujer santa y devota, la Rosa limeña, merezca el atributo de su gloria. Son diversas, pues, las formas que el espíritu de Dante adopta en la imaginación modernista. Cabría recordar, al respecto, que tampoco la obra lírica de Rubén Darío estuvo ajena a este influjo particular de la «dantología». La presencia de Beatrice reaparecerá en el más claro homenaje del nicaragüense al autor del Paradiso, su poema «Visión», y encarnada en la figura simbólica de Estela. Los ecos dantescos incluyen el uso estrófico de la terza rima, que vuelve a aclimatar bellamente Darío al español en el siglo XX, con su encadenamiento melódico de rimas marcadamente brillantes. La escenografía escogida reproduce los tópicos del prerrafaelismo, incorporando incluso la imagen de la «montaña labrada» y de la figura femenina «ceñida de azahares / y de rosas blanquísimas», que estampa con su voz la descripción de un reino «de la lira», donde revuela la luz de Beatrice asemejada a una paloma y asoma en su parte superior «la

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sacrosanta Rosa de las rosas»35. La imaginería y los epítetos no pueden ser más consonantes con la «visión» esplendorosa que la plástica modernista atribuyó a la «cristalografía» dantesca. Justamente aquélla que más desdeñó un grandísimo descendiente del Dante como T. S. Eliot. Sin embargo, la «visión» del poeta nicaragüense parece desplazarse hacia una categoría simbólica de resonancias herméticas y bastante emparentada con el ocultismo inglés. No olvidemos que años más tarde otro poeta de inspiración dantesca como William Butler Yeats, el gran hierofante del hermetismo lírico, escribía su tratado de teosofía, al que puso también por título, en coincidencia con Rubén, A visión (1925), y en el que resurgían las piedras preciosas del ordo amoris que el Trecento italiano consagró en su lírica, en particular el propio Dante con su «teología poética». De manera complementaria, hallamos resonancias del mito dantesco «a lo maldito» en el seno de la obra poética de Darío. Esto sucede en un poema de Cantos de vida y esperanza, coherentemente titulado «Thanatos»: E n medio del c a m i n o de la v i d a dijo Dante. Su verso se convierte: E n medio del c a m i n o de la muerte. Y no hay que aborrecer a la ignorada Emperatriz y reina de la N a d a . Por ella nuestra tela está tejida, Y ella en la copa de los sueños vierte U n contrario nepente: ¡ella no o l v i d a ! 3 6

Tales serán, asimismo, las «formas del fuego» en el universo literario del ya mencionado poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), un excelente artífice de la palabra atravesada por el dardo de una nostalgia gótica, umbría, reminiscente y onírica. Su escritura, un «itinerario hacia la muerte», en palabras de Víctor Bravo37, va revelando los estratos del pasado legendario para 35 En el viaje poético propuesto en «Una visión» (en El canto errante, de 1907), el peregrino del ideal también comienza «tras de la misteriosa selva extraña», plasmando una «fabulosa arquitectura». La «terza rima» con que se clausura la composición recapitula la concordancia con la tradición romántica en esta etapa de la lírica dariana: «Ella, en acto de gracia, con la mano / me mostró de las águilas los vuelos, / y ascendió como un lirio soberano // hacia Beatriz, paloma de los cielos. / Y en el azul dejaba blancas huellas / que eran a mí deliciosas y consuelos. // ¡Y vi que me miraban las estrellas!». Darío 1977: 414. 36 En Darío 1977:414. 37 Bravo 1980: 151-168.

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prender en ellos las ráfagas de una conciencia tortuosa y desdichada, que también eleva el santuario de una belleza siempre preterida. Abocado al suicidio38, como José Asunción Silva, comparte con él una atracción por lo remoto, por las estirpes atribuladas que sólo hallan descanso en la contemplación de una belleza arcana. Seducido también por el trasmundo imaginario de Dante, concibe Ramos Sucre personajes que se postran ante Beatrices quiméricas y desaparecidas, que resultan ya tan alejadas como para no tener voz, pero tampoco figura, como en Silva. Beatriz se ha convertido en un nombre cuyo cuerpo es invisible. Su color ya no es el rojo, sino un blanco casi transparente, y su corazón podría ser blandido y traspasado por la lanza de un caballero sin derramar ni una sola gota. Una amalgama simbolista que asimila los caracteres de Eurídice, de Isolda, de Ginebra y de Viviana, y cuyo denominador común es el sentido virginal de lo ascendente y mistérico, pero siempre ceñido al sufrimiento por la ausencia. «Sobre el creciente de la luna» (en el poema «Preludio») o adoptando la simbología de la flor mística (en «Azucena»), la Beatriz de Ramos Sucre se ahorma en este fuego bajo la advocación de lo virginal, pero de una manera muy propia, pues incorpora definitivamente el rostro de lo fanático. Deja de ser la muerte un estado o un lugar para el encuentro con lo sagrado, y el reencuentro con la donna perdida. Muy al contrario, su poesía proponde al fin a la identificación del tránsito final con la esencia misma de Beatriz: «El solitario divierte la mirada por el cielo en una tregua de su desesperanza. Agradece los efluvios de un planeta inspirándose en unas líneas de la Divina Comedia. Reconoce, desde la azotea, los presagios de una mañana lánguida. [...]. El solitario oye la fábrica de su ataúd en un secreto de la tierra, dominio del mal. La muerte asume el semblante de Beatriz en un sueño caótico de su trovador» («Azucena»), «Bajo su hechizo —nos dice la voz del musical «Preludio»— reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor»39. Pero tal vez sea en el hermoso poema «El Lapidario» donde se resuelva de modo más diáfano la naturaleza del síndrome en la versión caballeresca, pero también taciturna y mórbida, que nos ofrecen las forma ígneas del poeta vene38 «En Ginebra, el 9 de junio de 1930 —justo cuando cumplía cuarenta años—, se envenena, muriendo pocos días después. En una de sus últimas cartas, al referirse a sus dolencias, había escrito: «solamente el miedo al suicidio me permite sufrir con toda paciencia»» (Sucre 1999). 35 Sucre 1987: 234 y 33, respectivamente. En un estudio monográfico sobre la tradición caballeresca y medieval en Ramos Sucre, anota Cristian Alvarez las alusiones a Beatriz, destacando el poema «Isabel», la «piadosa niña», aquella que «dijo mi nombre entre loores y promesas antes de transfigurarse y perderse en el espacio y consiguió de tal modo incorporarme del suelo, en donde me había derribado el sentimiento de su ausencia»» (Alvarez 1989: 87).

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zolano. Hallamos en este texto no sólo la alusión a las cifras mágicas de Dante, sino a los signos que un autor de lápidas imprime sobre la piedra, en la que graba en escritura mágica el emblema de su amor por la fallecida Beatriz. Pugna en esta lectura la tentativa de vincular al poeta florentino con la teosofía medieval, el círculo de los templarios o el hermetismo cabalístico. Son propuestas que, más allá de la confrontación real con la biografía o la obra del poeta, sugieren recreaciones literarias de diverso valor 40 . En su caso, sutilmente traslada y desplaza R a m o s Sucre el sentimiento del poeta, que la tradición conoce, al totalmente ignorado de este autor y artista anónimo, donde se encarna la intersección perfecta del erotismo con la muerte. M á s que a la beata Beatrix, glorifica el «lapidario» la esencia de este amor en la naturaleza de lo que queda sepultado por una piedra, y grabado en unas cifras, en unos grammas, que instauran la deconstrucción de lo que fue amor eterno con eterna salvación, y que se transforma ahora en eterno abandono y en ausencia infinitamente prolongada. Si los versos de la Commedia forjaron el mito de la mujer que en su virtud suprema juzga y salva por la vía purgativa del amor, los símbolos gráficos que el lapidario graba sobre la piedra habrán de cincelar el lugar sin límites donde respira el lado enfermo de Beatriz y de su amor, irremisible: El sentimiento del ritmo dirigía los actos y los discursos de la mujer. Dante habría señalado el valor de las cifras mágicas al criticar la fecha de su nacimiento y la de su muerte. 40

N o sólo R a m o s Sucre en Venezuela. L a lectura «esotérica» de D a n t e f u e clave para la

comprensión de la lírica medieval y sus influjos contemporáneos en la obra del argentino L e o p o l d o Lugones. Pedro Luis Barcia señala en tal sentido la trascendencia de ciertas lecturas p a r a esta composición del lugar de D a n t e en L u g o n e s , q u e «leyó la obra de G u é n o n , L'ésotérisme

de

Dante. E n ella, René G u é n o n sostiene la presencia de un sentido oculto en la obra, cubierto con un velo que debe ser descorrido para ser alcanzado por aquél [...]. El nivel anagògico es señalado por G u é n o n c o m o el de proyección metafísica, el esencial, el esotérico, y habitualmente desconocido por los comentaristas de Dante. L o s primeros q u e señalaron dicha dimensión - q u e supone cierto g r a d o de «iniciación»- fueron, se sabe, A r o u x y Rossetti, cuya versión inglesa y estudio de la Vita Nuova frecuentaba L u g o n e s gustosamente» (en L u g o n e s 1999: 1 0 3 - 1 0 4 ) . Existe versión española de la obra citada de G u é n o n (Guénon 1989). E n otra obra de similares características se nos ofrece la tesis de q u e Beatrice comparece en la Commedia

c o m o la representación de un ideal

templario de renovación religiosa, d o n d e la simbologia del nueve cobraría valor de preeminencia alegórica: « N a t u r a l m e n t e non si tratta affatto di una d o n n a reale, né di un a m o r e reale. D a n t e si era imbattuto in una comunità di adepti che per qualche ragione lo impegnava; e di questo informava il marchese, adepto templare egli stesso e il cui castello era stato ospitale d i m o r a di più di un trovatore. Si tratta di una lettera scritta nell'usuale «parlar coverto» del templarismo...» (John 1987:313).

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Volvieron sus cenizas del destierro en un país secular. El amor deshojaba, desde la nave taciturna, un ramo de azucenas en el mar de las olas fúnebres. Yo divisaba desde una altura el arribo de sus reliquias y la escolta de los dolientes y me retraje de incorporarme al duelo. He dibujado a golpes de cincel un signo secreto en la frente de una piedra volcánica, respetada en medio de la erosión del litoral y vecina del puerto del regreso. El signo comprende mi nombre y el de la muerta y ha sido esculpido con la exquisitez de una letra historiada. Lo he inventado para despertar en los venideros, porfiados en calar el sentido, un ansia inefable y un descontento sin remedio.41

41

Se trata del poema «El lapidario» (Sucre 1987: 5 3 6 ) . «Un ansia inefable y un descontento

sin remedio»: ¿Qué mejor manera de definir el síndrome de Beatriz?

Ill Las hijas de Rappaccini

Juste comme ma femme Etait plus chère à mon âme que celleci à sa propre essence Charles Baudelaire El cuento «La hija de Rappaccini», de Nathaniel Hawthorne (1804-1864), plantea un ejemplo controvertido del síndrome de Beatriz. El relato, que forma parte de la colección Moses from an Old Munse (1843), es una verdadera joya en cuanto al tratamiento que su autor imprime a los motivos de la fatalidad amorosa y de la peligrosa idealización de Eros. La acción transcurre en la antigua ciudad de Padua, con sus microespacios simbólicos de la prestigiosa Universidad, a cuya Facultad de Medicina llega el joven Giovanni Guasconti. Y allí, intramuros de «un viejo edificio, que no parecía indigno de haber sido el palacio de algún noble paduano y que, en efecto, lucía sobre la entrada el escudo de armas de una familia extinguida desde hace siglos», lugar donde va a habitar el joven, propiedad de una célebre eminencia médica, el doctor Rappaccini, que vive dedicado absolutamente a sus estudios, en compañía de su única hija, Beatrice. Beatrice Rappaccini es un personaje de gran interés, no sólo en la dinámica interna del relato, sino también para la recepción estética del mito dantesco, en cuya transmigración metamòrfica ocupa un lugar relevante. La presentación de la «materia dantesca» no surge abruptamente con el nombre elegido por el autor para la hija de Rappaccini, sino que ya en su inicio el narrador introduce en la memoria del «joven forastero» el recuerdo del «gran poema nacional de su país», donde «uno de los antepasados de la familia, tal vez un residente en esta misma mansión, había sido retratado por Dante entre quienes comparten las inmortales agonías de su Infierno» 1 . La alusión explícita al Inferno plantea

1

H a w t h o r n e 1985: 9 - 4 2 . La alusión de H a w t h o r n e remite a Inferno X V I , 68-70. Existe u n a

extensa bibliografía crítica sobre este cuento. Uno de los más notables trabajos es el de Margaret

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ya desde el principio una estructura imaginaria subyacente al texto, que va a soportar el argumento, la caracterización de los personajes y la ontología transcendentalista del mismo, en la cual es básica la disposición semántica de las fuerzas del bien y del mal. La presentación del personaje de Beatrice tiene lugar en el único habitáculo posible para ella: se trata de un cuidado jardín que también es un claustrofóbico invernadero. Esta ambigüedad esencial del lugar parece un elemento clave para su caracterización, por cuanto nos anticipa su definición y su etopeya: la clave espiritual de esta nueva Beatrice va a radicar en un espíritu donde el bien y el mal se han aliado y confundido. El aliento que exhala esta Beatrice destila un veneno letal, semejante al de las flores venenosas que su padre ha cultivado junto a ella, y sin embargo su aspecto externo participa de toda la belleza, la armonía, la estilización y la delicadeza de la clásica Beatrice. Aparece «vestida con el mismo gusto espléndido que la flor más soberbia, hermosa como el día, la cara animada de colores», y su voz provoca en Giovanni una inconsciente reminiscencia de «hondos matices de púrpura o escarlata», que se asocian subrepticiamente con el rojo de la Beatrice dantesca. Su segunda aparición en el jardín plantea en el joven la duda sobre si llamarla «hermosa o indeciblemente terrible» y el transcurso del relato supone la progresiva confirmación de que ambas facetas comparecen en el personaje de una manera tan sumamente indisociable que sólo con su destrucción podrá producirse la división de esa mixtura de elementos contrapuestos. Nos hallamos en el umbral de una época donde el imperio de las «emociones confusas» empieza a tener su apogeo. Una «funesta región intermedia» entre lo claro y lo sombrío es el ámbito ilimitado donde la conciencia se abisma y estremece, porque no halla el modo de discernir las verdaderas sustancias espirituales en la realidad empírica. El sentimiento que provoca la fascinación de Beatrice Rappaccini en el joven Giovanni queda definido por el narrador de Hawthorne, por lo tanto, desde y en la mayor de las ambigüedades posibles, al decirnos que «no era amor, aunque su belleza fuese para él la locura; ni horror, si bien se imaginaba que el espíritu de la muchacha estaba saturado de las mismas esencias maléficas que parecían impregnar su contextura física; era la creación huraña del amor y del horror, con rasgos de ambos, ardiendo con uno y temblando como el otro». La definición de este sentimiento «inefable» es una maravilla desde el punto de vista literario, pero nos sumerge precisamente en la hondonada de lo patológico. El Eros que se ha adueñado del espíritu de Hallissy (1982), donde se plantea el mito de la inversión de lo sublime a lo grotesco a través del personaje femenino.

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Giovanni se corresponde con el nacimiento del síndrome, porque estará condenado a padecer la enfermedad causada por la ausencia de aquello que, por su propia naturaleza, no puede poseerse, ya que es venenoso para el hombre. Hawthorne ha creado una Beatrice hermosa y maléfica, que mata a quien se acerque a ella o, en su defecto, transforma a su compañero en un ser antihumano y venenoso, como ella. Es una verdadera «flor del mal», pero una flor malvada a su pesar, el fruto de un experimento científico. Nos hallamos, por lo tanto, ante un ejemplo fundamental de modulación semántica e interpretativa a partir de una figura clásica o matriz. Esta modulación no representa tan sólo el cambio operado en la estructura compositiva del personaje, sino también en el alma de la sociedad donde ha sido asimilada y que, con ella, fluye y se transforma. El estandarte de la secularización que se opera en las sociedades europeas a partir de la Revolución Industrial va dejando también su poso en la cultura americana, y la comunidad de escritores de la Nueva Inglaterra son un buen exponente de la reacción del arte y la espiritualidad ante ese proceso. Pero, en cualquier caso, los signos del tiempo han dejado su huella impresa en sus trabajos, imprimiéndoles un halo crítico y desabrido a sus creaciones 2 . En este proceso influye claramente la huella del romanticismo europeo transferido a las naciones americanas. La revitalización, incardinada en tal contexto, de la literatura dantesca es un hecho, como bien sabemos. Los románticos ingleses habrán de recuperar su obra y modular en clave moderna sus contenidos y sus figuras: la literatura de Dante, así como la de Shakesperare, será remozada así por la saga lírica de los William Blake, Percy B. Shelley, John Keats o William Wordsworth, y desde este pasaje esencial habrá dos canales de transmisión: por un lado, pasará a los ensayistas que enaltecieron el universo estético como profesión de fe en el Viejo Mundo, como lo fueron Thomas Carlyle, en Escocia, y Oscar Wilde, en Irlanda, junto al «renacimiento» del Renacimiento en Walter Pater y la coronación del arte medieval, en la obra de John Ruskin. Este camino conducirá, como vimos, directamente a la resurrección del erotismo dantesco del prerrafaelismo. La otra senda habrá de atravesar todo un Océano, y su singladura desembarcará en las costas del Atlántico americano. Allí, en las ciudades de la Nueva Inglaterra, se aclimatarán las obras dantescas como emigrantes y pioneras en las naciones del porvenir, diseminándose en las creaciones de autores como Emerson, Poe 2

«En general, puede decirse que los románticos norteamericanos de mediados de siglo [XIX]

- P o e , Hawthorne, Melville, Whitman y aun Emerson- se orientaban, por razones que sería interesante determinar, por la dirección del simbolismo...» (Wilson 1989: 19).

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y el forjador de esta Beatrice «flor del mal»: Nathaniel Hawthorne, de claras resonancias románticas 3 . Buen ejemplo de todo esta progenie resulta el personaje de Rappaccini, prototipo del científico que consagra todo su tiempo, sus energías y su devoción al progreso de cuño positivista, sin dudar para ello en servirse de su propia hija como material de sus experimentos, a quien acostumbra desde niña a inhalar el aroma venenoso de las plantas y flores que cultiva en su «idílico» jardín. Comparte Giacomo Rappaccini lugar preeminente en la galería de seres de ficción creados por la imaginación romántica, en quienes se plantea una amenaza de la especulación desvinculada de todo asidero con un sistema ortodoxo de creencias espirituales o sobrenaturales. Son entes fictivos que los autores del XIX someten a la intuición distópica de sociedades donde la piedad humanista habría quedado barrida y desarticulada. Personajes de «corazón doble» como el doctor Jekyll de Robert Louis Stevenson o el Frankenstein de Mary Shelley encarnan, junto al doctor Rappaccini de Hawthorne, la hipertrofia de la mente así como el imperio de una espiritualidad carente de escrúpulos y, por esa razón, sus autores introducen en sus argumentos, como elemento compensatorio y fatal, tramas de contenido y carácter éticos, donde se interrumpe el proceso totalizador del imperio de un materialismo desaforado. Así, Stevenson escribe en 1886 como frontispicio a El extraño caso del Dr Jekyll y Mr Hyde: «Es malo desatar las vendas que Dios ató; / Seremos siempre hijos del brezo y de los vientos; / Lejos del hogar seguirá floreciendo para nosotros / La hiniesta en el país del Norte» (Stevenson 1999: 244). Y Hawthorne forja en «La hija de Rappaccini», con su habitual talante moral, un relato de resonancias presimbolistas, muy moderno en cuanto a su prefiguración del mundo que vendrá tras él, donde el mal, como gran protagonista, es una fuerza constante y elemental, pero integradora de realidades que el discurso clásico disociaba: lo bello y lo monstruoso.

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En viaje de regreso, los simbolistas franceses recuperan este «dantismo» resemantizado; así en Baudelaire, pero también en sus continuadores: Paul Valéry, Stéphane Mallarmé, Paul Claudel y, más adelante, también en la obra de André Gide. Por su parte, los escritores hispanoamericanos de finales del XIX se harán eco de esta renovación de la literatura medieval por las dos vías señaladas: la que llega hasta Norteamérica, y se desplaza hasta Hispanoamérica - a través de figuras como José Martí y Rubén D a r í o - y la que procede, a su vez, del interés que despiertan los movimientos simbolistas franceses en los modernistas hispanoamericanos. Para una lectura de la figura de la Beatrice de Hawthorne en clave romántica, y más concretamente desde la poesía y la poética de Shelley, véase Kearney 1986. En efecto, el espíritu «venenoso» de Beatrice conectaría con la presencia del malditismo recreado en la poesía romántica de Shelley. véase por ejemplo en su poema «Wake the serpent not» («No despertéis a la serpiente»), de 1819.

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Un dualismo de estirpe maniquea atraviesa el corazón del relato, como de algún modo sucede con otros tantos textos de los escritores norteamericanos de la generación de Hawthorne, principalmente su amigo Hermann Melville, quien le dedicó en 1851 ese vasto y maravilloso testimonio del maniqueísmo simbolista en su novela Moby Dick. Y es justamente en este planteamiento sobre el bien y el mal donde el mito de Beatrice aparece con todo su halo misterioso y su prestigio secular, siendo ahora el puente para conducirnos a una concepción renovadora del ideal amoroso. Se trata de una Beatrice dividida, disociada, escindida, rota. Una Beatrice enferma, sentenciada por una «nueva enfermedad del alma»; una Beatrice que llega a confesar: «mi cuerpo se alimenta de venenos, pero mi espíritu es la criatura de Dios y necesita de amor para sustentarse». El «ángel terrenal» de Beatrice consiste, en realidad, en una turbulenta mixtificación que sólo puede resolverse en el momento en que se destruye y desaparece. La tragedia del personaje consiste en «desear haber sido amada» y no «temida», deseo de irreductible resolución, por cuanto su propia naturaleza —creada por el hombre— comporta la destrucción y, por tanto, contiene como semilla el temor y el miedo. La hermandad humano-vegetal que supone el ser de esta Beatrice resulta tanto más espeluznante en razón de la piedad que ocasiona: insalvable, irredenta. Y también por causa de la disparidad «monstruosamente natural» que supone la disociación entre la belleza externa y la cualidad ponzoñosa del interior. Ponzoñosa, a pesar de sí misma, de donde surge la tragedia. Este dualismo tradicionalista que tiene en los conceptos «cuerpo versus espíritu» su principio rector, y que es uno de los patrones o modelos que estructuran el pensamiento y la cultura occidentales, halla en el texto de Hawthorne un interesante motivo de reflexión. El personaje de Beatrice, con toda su «genealogía de la moral» inherente, representa en este relato el estadio de crisis dualística con respecto al patrón conceptual; de algún modo introduce, sin culminarla, la noción de «resistencia» a la interpretación clásica del ser bifronte: Beatrice Rappaccini es interiormente «deforme» de manera involuntaria y determinista, y por lo tanto, en ella se opera una interesante revisión de dualismos tales como belleza y fealdad, bondad y maldad, interior y exterior, significante y significado, inmanencia y ontología. He dicho que no culmina ningún proceso, y lo afirmo porque la operación de erradicar el signo opositivo que deshace los esquemas lógicos tradicionales no se llega a producir, ya que estamos ante una Beatrice heredera e ilustradora de toda una tópica sobre nociones religiosas, metafísicas y éticas. Pero, junto a ello, y si la ponemos en relación con el personaje dantesco, si lo situamos en el tejido textual como personaje «diferenciador» de su arquetipo, como un «ser» donde es fácil y aun necesario «leer» la huella y la diseminación

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de su precursor, nos hallamos ante una verdadera figura que «distorsiona» el ser de su estirpe y que «resiste» a la interpretación monolítica y unidireccional del prototipo. Se cumpliría en ella el pensamiento de Jacques Derrida acerca del modo operativo de la deconstrucción, cuyos «movimientos no afectan a las estructuras desde fuera. Sólo son posibles y eficaces y pueden adecuar sus golpes habitando estas estructuras. Habitándolas de una determinada manera, puesto que se habita siempre [...]. Obrando siempre desde el interior, extrayendo de la antigua estructura todos los recursos estratégicos y económicos de la subversión, extrayéndoselos estructuralmente. La empresa de deconstrucción siempre es en cierto modo arrastrada por su propio trabajo»4. Asimismo, desde el interior de la estructura semántica y cultural del mito dantesco, el movimiento decontruccionista introduce los primeros síntomas de la subversión, como indicios de la propia transformación a que la estructura ideológica de las sociedades se ve sometida en su devenir natural. Por un lado, pues, conserva la Rappacini los atributos de una voluntad divina que irradia hasta la sustancia humana, siendo su más alto patrimonio, que sólo el hombre ha sabido y querido manipular a su antojo. Mas, desde otro punto de vista, que se combina en este caso para la formalización compleja del personaje, esta nueva Beatrice se ha visto afectada por la subversión de los componentes letales que constituyen su ser, haciendo de ella un ser terrible, a pesar de su bellísima apariencia. Esta simbiosis, que también se instala en el dualismo opositivo «psíquico versus somático», hace del personaje un extraordinario ejemplo de la teoría de Sigmund Freud sobre lo «siniestro» (das Unheimliché), como aquello que produce espanto por su carácter extraño y desconocido, aquello que no forma parte de lo codificado por la razón y pertenece al espacio sombrío y turbio del alma. Lo que está fuera del hogar y fuera de la patria, de lo propio, una «otredad» que siempre se escapa porque en ella el instinto de aclimatación espiritual se desintegra y escapa, imposible de retener. Esto significa, en suma, que el relato de Hawthorne nos enfrenta a una primitiva deconstrucción de la figura de Beatrice, en virtud de esa alianza monstruosa de características opuestas que hacen de ella un personaje sombrío y siniestro. Su estirpe, desde este prisma, podría entroncar con el personaje mítico de Lilith y su descendencia de féminas perversas y sanguinarias, como ya se apuntó a propósito del relato homónimo de Marcel Schwob, el ya citado homenaje a Dante Gabriel Rossetti, emblema literario del «síndrome de Beatriz». Este personaje protobíblico responde precisamente a la zona no ortodoxa en la exégesis del 4

Derrida 1971: 32 y ss.

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libro del Génesis, al suponer que, anteriormente a Eva, hubo una mujer serpiente, que más tarde habría de vengar la humillación de verse sustituida por su natural condición rebelde, propiciando la «caída» y el pecado 5 . La descendencia femenina de Lilith ha sido estudiada de manera multimedial por Erika Bornay en un interesante trabajo monográfico, que rastrea la filiación de las hermosas y destructoras mujeres que pueblan la historia de las religiones, el arte, la literatura y la leyenda occidentales 6 . El trabajo de Bornay se centra en la acepción y dirección más marcadamente sexual del mito, edificado, precisamente, por una voluntad de apareamiento igualitario y por su odio a la maternidad: la maldad de Lilith hace de ella una diablesa de furtivas apariciones, un súcubo nocturnal, una vampiresa encargada de debilitar las fuerzas viriles, una tentadora rebelde que no sólo se enfrentó por primera vez al hombre terrenal, «sino, lo que es más inconcebible», también al «propio Hombre Celestial». Su estigma estará presente en una gran cantidad de personajes posteriores, como Dalila, Judith, Salomé, Medea, la Medusa o Circe, así como en la saga de las féminas que, sobre todo a partir del siglo X I X , pueblan la imaginación borrascosa de autores como E . T . A. Hoffmann, Prosper Merimée, Téophile Gautier, Remy de Gourmont, Barbey d'Aurevilly, Oscar Wilde... o en la pintura de Gustave Moreau, Edvard M u n c h , Gustav Klimt o Fernand KhnopfF, entre otros muchos. En la mayoría de los casos su iconografía y caracterización recrean la aventura femenina en su lado patológico y morboso, representando, en suma, una ética de cuño sexofóbico y de progenie misógina, como decreta Erika Bornay en su libro 7 .

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Así explica y sintetiza Jorge Luis Borges la naturaleza y gestación del personaje: ««Porque

antes de Eva fue Lilith» se lee en un texto hebreo. [...] Lilith era una serpiente; fue la primera esposa de Adán y le dio «glittering sons and radiant daughters» (hijos resplandecientes e hijas radiantes). Dios creó a Eva, después; Lilith, para vengarse de la mujer humana de Adán, la instó a probar del fruto prohibido y a concebir a Caín, hermano y asesino de Abel. Tal es la forma primitiva del mito, seguida por Rossetti. A lo largo de la Edad Media, el influjo de la palabra «layil», que en hebreo vale por «noche», fue transformándolo. Lilith dejó de ser una serpiente para ser un espíritu nocturno. A veces es un ángel que rige la generación de los hombres; otras es demonios que asaltan a los que duermen solos o a los que andan por los caminos. En la imaginación popular suele asumir la forma de una alta mujer silenciosa, de negro pelo suelto» (Borges & Guerrero 1983: 187). 6

«Si Eva se mantuvo al lado de Adán, no ocurrió así con Lilith, que aparece c o m o una

insubordinada y rebelde criatura que abandona súbitamente a su esposo sin escuchar siquiera la voz del propio Dios induciéndola a permanecer junto a aquel a quien se la había destinado y ella rechazaba» (Bornay 1 9 9 0 : 2 6 y ss). 7

«Bajo la doble influencia de la cultura protestante del Poderoso Imperio Británico, por un

lado, que determinó el fenómeno de costumbres conocido como el victorianismo, y la revitalización del sentimiento cristiano, por otro, después de la depresión religiosa del siglo anterior, la

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Hay, en efecto, signos del timbre siniestro de la mujer maldita en la Beatrice Rappaccini de nuestro relato. Funesta y destructiva, Hawthorne ha escogido el nombre de esta mujer tal vez para expresar a su través el fenómeno de la distorsión a que la cultura moderna somete los esquemas de la belleza y el bien clásicos. Al introducir la flor maligna en el alma de Beatrice, la literatura del XIX está incrementando el carácter sexófobo de la cultura europea, pero Hawthorne, al mismo tiempo - y tal vez no sea azaroso el hecho de que pertenezca al «lado de allá» de Occidente- apunta la tragedia en el alma de la mujer, y no en la del hombre por ella amenazado. En este sentido, es preciso insistir en que Beatrice es una víctima inocente del experimentalismo de un varón, y que, además, el proceso de contaminación a que se ve sometido Giovanni no es voluntario por parte de ella, y sí, por el contrario, objeto de autocomplacencia por parte de él. Recordemos, a propósito, el episodio en que, tras el aviso de peligro que el joven recibe del doctor Baglioni, rival de Rappaccini, Giovanni se prepara para su diaria entrevista con Beatrice y, mirándose al espejo, halla con íntimo deleite el embellecimiento de sus rasgos, diciéndose que «sus facciones no habían tenido nunca tanta gracia, ni sus ojos tal vivacidad, ni sus mejillas el color tan profundo que otorga la sobreabundancia de vida. «Por lo menos su veneno no ha afectado aún a mi constitutución», pensó. «No soy una flor que muere entre sus manos»»8. Esta escena, básica, a mi entender, para la comprensión dialéctica de los dos protagonistas del relato, es precursora de un texto y un personaje que también indagan en la oposición dualistica externo—interno, belleza-fealdad, produciendo un claro corte deconstructivo en la constitución interna de estas oposiciones. Me refiero al Retrato de Dorian Gray (1891), de Oscar Wilde, que desplegará hasta sus límites el proceso de inversión entre la decadencia física natural y la degeneración ética. El personaje de Hawthorne lo prefigura, porque su incremento de belleza y vitalidad viene acompañado por su apropiación psicobiológica de lo venenoso y destructivo. A diferencia de Dorian Gray, Giovanni queda horrorizado cuando descubre que su suave aliento marchita al instante un ramo de flores cubiertas de rocío, y la instilación de su fragancia basta para destruir a una laboriosa araña. Europa de la Restauración y de los acuerdos de la Santa Alianza imprimió una nueva severidad a sus códigos sexuales, que sólo en la última década del siglo X I X empezarían a ser contestados, iniciándose u n proceso crítico que iba a establecer las bases de u n a nueva concepción de la sexualidad» (Bornay 1990: 31). 8 «Antes de bajar al jardín, Giovanni no dejó de mirarse al espejo, vanidad q u e no es rara en un joven apuesto, pero que, al manifestarse en u n m o m e n t o de agitación y de fiebre, revela cierta superficialidad de sentimiento e insinceridad de carácter» ( H a w t h o r n e 1985: 35).

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Pensemos que el sentimiento de rechazo que su propia transformación origina en Giovanni es algo que le fue negado a Beatrice, cuya voluntad estaba subordinada desde niña a los designios de su padre. Es muy interesante, a este respecto, atraer el momento de la muerte de Beatrice quien, una vez decidida a beber el antídoto que le hará renunciar a su ser maldito, pero también, y al mismo tiempo, a su vida, exclama en un parlamento cuya fuerza la sitúa entre las heroínas de la tragedia clásica: Me voy, padre, adonde el mal que quisiste infundir en mi ser se desvanecerá como un sueño, como la fragancia de estas flores venenosas, que ya no me enturbiarán el aliento entre las flores del paraíso. ¡Adiós, Giovanni! Tus palabras de odio me pesan c o m o plomo en el corazón, pero también ellas desaparecerán cuando ascienda. ¡Ay! ¿No había desde un comienzo más veneno en tu naturaleza que en la mía?» (Hawthorne 1985: 41).

La pregunta con que concluye Beatrice su discurso, y también su existencia, no deja de percutir en una ambigüedad central para la determinación del estatuto moral y ontològico de los personajes, pues enuncia una interrogación donde se concitan la piedad por sí misma y el amor hacia el hombre con una acusación, a modo de autodefensa, que introduce una duda sustantiva y tematiza la noción de culpa, invirtiendo su lógica interna, ya que la mujer estaría sacrificando y expiando con su vida un delito del que tanto el narrador como los lectores la reconocen inocente. El sacrificio de Beatrice restituye un orden natural que su padre habría contravenido, y que también Giovanni, aun inocente, habría manipulado, al participar «voluntariamente» en el orden de lo monstruoso. Resulta, en este caso, inmolada la mujer para que la naturaleza recobre su estabilidad y su armonía. Frente a la Beatrice dantesca, que asumiría el papel de embajadora del orden divino en el Paradiso, la Rappaccini vendría a asumir un nuevo aspecto del carácter «divino» que la mujer tradicionalmente asumió, a partir de la simbólica de la Virgen María, como depositaria «terrenal» de un concepto patricarcal, judío y católico de la divinidad 9 .

9 Véase la glosa que del final de la Commedia realiza un comentarista-poeta del Dante: «Beatriz vuelve a su sitio habitual, dejando a su compañero, quien, lleno de pavor, le suplica que no lo abandone. Ella sonríe y envía en su ayuda a San Bernardo, que le escolta hasta la Reina del Cielo. Deslumhrado por el fulgor de los ángeles vestidos sólo de luz, Dante no consigue verla con detalle. Pero San Bernardo le indica el medio: la oración. Y prorrumpe en la más bella, alta, solemne y poderosa invocación que jamás se haya escrito: Vergine Madre, figlia del tuo figlio / Umile ed alta più che creatura... Conmovida por estas palabras, y ante la súplica de Beatriz y de los santos que

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Beatrice Rappaccini, en este sentido, comportaría una nueva funcionalidad para la mujer idealizada por el amor. En primer lugar, es víctima de las manipulaciones científicas de su padre y muere luego a manos de su amado, que le ofrecerá el antídoto de su naturaleza, para propiciar así su «salvación», pero también, y en el fondo, para desterrar la intrusión de esa otredad siniestra que ella representa y que ha ido infiltrándose en el espíritu del hombre. Hermosa, letal, divina, luciferina, siniestra y pura, acrisola en su interior una suma de características diversas que hacen de ella la verdadera heroína del relato, y una de las primeras versiones distorsionadoras del mito dantesco. Se insinúa con ella una faceta casi desconocida del carácter divino que la mujer puede asumir en su seno, y que ha dejado de ser la delegada de Dios en el proyecto de salvación del sujeto masculino. Como un siglo y medio más tarde decretaría Luce Irigaray, analista y filósofa del feminismo, la verdadera deidad femenina, todavía «por venir», adoptaría en todo caso una posición esencialmente transformativa, mutable y cambiante por antonomasia, y vendría a ser la «diosa de la fluidez» y del cambio errabundo 10 . El reproche final de la «casi diosa» Beatrice Rappaccini recuerda los reproches de la amada del Alighieri en el Purgatorio, pero en el relato de Hawthorne se trata de las recriminaciones de alguien que estuvo a punto de acabar con la vida de su amado, o de convertirlo en un ente nocivo y destructor para el resto de los seres humanos. Esta dimensión existencial del personaje femenino, la de quien es víctima siniestra a la vez que potencial verdugo vestido de hermosura, será la que desarrolle Octavio Paz en su muy curiosa versión dramatizada del cuento de Hawthorne, que el escritor mexicano dedica, tampoco casualmente, a la artista inglesa Leonora Carrington, pintora y escritora familiarizada con el surrealismo y durante toda su vida cortejada por la amenaza de una psicosis maníaca con punzantes destellos de culpabilidad". El tema del «árbol de la ciencia del bien y del mal» reaparece

la rodean, la Virgen, benigna se muestra a los ojos de Dante; sin embargo, el Poeta no se atreve a describir la visión, más allá de la palabra humana...» (Montanelli 1977: 427). 10

S e ñ a l a j o h n Lechte, parafraseando a Irigaray: ««¿Cómo podría imaginarse nuestro Dios o

nuestra deidad? ¿Hay alguna cualidad que nos pertenezca y que pudiera invertir el orden y poner el predicado en posición de sujeto?». La búsqueda de u n a deidad decididamente femenina es la búsqueda de u n a posición que, sin embargo, no reproduzca la toma de posición del patriarcado. En términos actuales, sería u n a posición que, en cierto sentido, evite toda toma de posición. Para la lógica de la identidad ésta es u n a postura insostenible» (Lechte 1994: 210). " Sus Memorias de Abajo, de 1943, son testimonio inequívoco de esa patología psíquica a que se vio sometida Leonora, en su estancia española, tras sus aventuras parisinas con M a x Ernst y el surrealismo. Así, por ejemplo: «En esos momentos me adoraba a mí misma. M e adoraba a mí

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prístino en la dramatización de Paz, quien no duda en identificar a Beatrice con el árbol del Paraíso que está en el centro del jardín o invernadero, donde ella habita, como «isla maldita», al margen de toda otra realidad. Una existencia endógena que, en realidad, es la contrafigura del Edén, su reflejo invertido, puesto que supone la manipulación humana sobre el orden natural. Se trataría, en suma, de la hipótesis fantástica de que el hombre, finalmente, hubiera hallado el enigma secreto, guardado en los frutos del árbol, y a partir de ahí, hubiera reproducido un espacio que, pese a su feraz y exuberante apariencia magnífica, fuera una de las caras terribles del Infierno, donde una Beatriz siniestra ocupara el lugar central, junto al árbol del Paraíso. Pero recordemos que esta Beatriz carece de culpa verdadera y que funge como víctima propiciatoria de una trama anticeleste que la atrapa. Así, Octavio Paz ha incrementado y acentuado al máximo el carácter vegetal de la personalidad de esta mujer. Como en La vida secreta de las plantas de Maurice Maeterlink, Beatrice Rappaccini se declara como existencia dependiente del mundo exterior, de los agentes naturales, del sol y la lluvia y, en este caso, de la mirada de su amante. Es consciente de que carece «de cuerpo y de alma» y de que «vive adormecida, sin recuerdos ni deseos, bien arraigada al suelo, bien plantada en mí misma». Esa «llama doble» que metaforiza el sentido amoroso para Paz, tendría, en esta historia, un solo pabilo donde alumbrar. La deconstrucción del mito adquiere en el drama de Octavio Paz un segundo nivel, aún más alto que en el cuento de Hawthorne, en el autorreconocimiento que el personaje tiene de su ausencia de espiritualidad. En su muerte, ya no sólo es la víctima-verdugo humana que acusa a sus verdugos-víctimas, sino el ser semilla, vegetal, que desciende al abismo de la tierra para fundirse en ella y reencontrarse con la raíz del árbol donde halló, mientras vivía, su única forma posible de Paraíso: «Ya di el salto final, ya estoy en la otra orilla. Jardín de mi infancia, paraíso envenenado, árbol, hermano mío, hijo mío, mi único amante, mi único esposo, ¡cúbreme, abrázame, quémame, disuelve mis huesos, disuelve mi memoria! Ya caigo, ¡caigo hacia dentro y no toco el fondo de mi alma!»12.

misma porque me veía completa: yo era todas las cosas, y todas las cosas eran en mí; gozaba viendo cómo mis ojos se convertían en sistemas solares iluminados con luz propia; mis movimientos, en una danza inmensa y libre en la que todo tenía su reflejo ideal en cada gesto, una danza límpida y fiel...» (Carrington 1991: 17). 12 En efecto, cada parlamento del personaje Beatriz, en Paz, incrementa su naturaleza de «ser vegetal», llevándolo a un grado de autoconsciencia mucho mayor del que tenía en el cuento del

norteamericano. Así: «Beatriz: Padre, si me condenaste a la soledad, ¿por qué no me arrancaste los ojos? Así no lo hubiera visto. ¿Por qué no me hiciste sorda y muda? ¿Por qué no me plantaste en la tierra como a este árbol? Así no hubiera corrido tras de su sombra. (A Juan) Ay, ciega, sorda,

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Esta cualidad amable y siniestra, venerable y destructora, condiciona la evolución del mito de Beatriz como nueva diosa de lo mutable y fugaz, tentada siempre por la muerte propia y ajena, y depositaría de un sentimiento que la sobrevive y transciende, al margen de las creencias espirituales o religiosas del sujeto amante y la sociedad donde transcurre su existencia. Ya Edgar Alian Poe descubrió que, sin duda, el tema universalmente más patético y triste de todos los temas posibles era el de la mujer hermosa muerta en plena juventud, experiencia que su propia vida corroboró en el amor por su esposa, la tierna y pequeña Virginia Clemm, prima carnal del poeta y desposada con él con apenas trece años 13 . La melancolía del tema se incrementa, a juicio de Poe, con la elección de la voz poética o narrativa más apta para canalizar este sentimiento, llegando a la conclusión de que «la boca más apta para desarrollarlo es precisamente la del amante privado de su tesoro». Es decir, aquí tenemos expuesto de manera definitiva el núcleo vital del síndrome de Beatriz, por parte de alguien que en su propia existencia dio buena cuenta del sentimiento 14 . Y también buena, excepcional cuenta de la afección espiritual dio Poe en su extensa colección de relatos. Gran admirador de la literatura de su compatriota Nathaniel Hawthorne, los cuentos de Poe reviven la impresión de esos amores que combinan las cualidades mutantes de estas nuevas hembras-diosas, hijas de Lilith, hijas de Rappaccini, que reviven el lado oscuro y perverso del amor idealizado, depositario de la fe teológica y de los atributos de una belleza inmarchitable, que el poeta toscano había sentido por su musa esquiva. Retoños de esa

muda, atada al suelo con hierros, habría corrido hacia ti. Mi pensamiento se abraza a tu imagen como una enredadera; con garras y espinas me afianzo al muro y me desgarro y caigo a tus pies» (Paz 1994: 85-89). 13

«Se abre ahora el «episodio misterioso», el incitante tema que ha hecho correr ríos de tinta. [...] Si en aquel tiempo no era insólito que las mujeres se casaran a los catorce años, el hecho de que Virginia no estuviera mentalmente bien desarrollada, y diera hasta su muerte la impresión de una niña, agrega un elemento penoso al episodio...» (Cortázar 1978: 27). 14

Poe 1986: 137. Como señala Emile Hennequin en el prólogo a esta edición, «su obra principal, la que le dio de súbito más fama que todos sus cuentos, fue su poema «El cuervo», publicado en enero de 1845, magistralmente traducido al francés en prosa por Baudelaire y luego, con mayor fidelidad, por Stéphane Mallarmé» (28). A propósito del síndrome de Beatriz en la vida y obra de Poe, observa atinadamente Julio Cortázar: «El amor de Ligeia y su esposo está sepultado bajo telarañas metafísicas, y cuando Ligeia muere y el viudo vuelve a casarse, odia de inmediato a su mujer «con odio más digno de un demonio que de hombre», Eleonora es como la sombra de Virginia Clemm («yo, mi prima y su madre»), y apenas el amor nace de ella, la muerte se presenta inexorable e impide la consumación del matrimonio. Berenice es también prima del héroe, que dirá de ellas palabras que ya no han de parecer extrañas...» (Cortázar 1987: 46-47).

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mujer-árbol de un Paraíso infernal son heroínas como Ligeia, hembra de «raro saber» y «belleza singular», que introduce uno de los motivos más caros a la sensibilidad modernista y también postmoderna, cual es el de la belleza exquisita como manifestación de una hermosura que contiene algo «extraño» en sus proporciones, lo que Baudelaire llamará lo «bizarro». Ese punto de extrafieza en lo bello determina, precisamente, el carácter siniestro e inexplicable, raro, insólito, inaudito, en lo que atrae irrrefrenablemente, y que terminará, en la lógica de lo siniestro, por conducir a la muerte y a la tumba. Ligeia, descrita como «amada, augusta, hermosa y enterrada» comienza, así, donde había terminado «La hija de Rappaccini»: con la muerte y con la amenaza, la enfermedad, de un nevermore infranqueable. Sin embargo, el cuento remodela la tradición al incorporar el motivo de la resurrección de lo amado, donde también se resemantiza la tradición cristiana, en versión no sólo profana, sino incluso invertida en procesos de naturaleza casi demoníaca, que abren nuevamente las compuertas simbólicas de esa inversión de lo femenino bíblico que era la serpentina Lilith. El tema de «Ligeia» viene así fundado en la lectura de una cita de Joseph Glanvill, que no sólo funciona como antesala paratextual, sino que se asimila al discurrir del argumento, y que estampa la idea central de una voluntad humana totalizadora y omnímoda, según la cual «el hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad». Esta sentencia funciona como leit-motiv obsesivo para que, tras la muerte de Ligeia, el protagonista, aquejado gravemente por el síndrome de Beatriz, luche por recuperar su forma y su figura, su cuerpo, su presencia humana, el contorno palpable de esta hija de Lilith 15 . Lo verdaderamente original del relato estriba en el hecho de que la resurrección de Ligeia no va a ser el resultado único de una voluntad sobrehumana, como ocurría en el maravilloso cuento «Vera», de la colección Cuentos crueles de Villiers de l'Isle Adam; en «Ligeia» se nos ofrece el cuerpo redivivo de la amada en otro cuerpo de mujer. El síndrome posee aquí, como resultado de un extremado poder de la voluntad, un potencial creativo, pero se utiliza otro ser, otro cuerpo femenino, la segunda esposa también fallecida

" Al principio del cuento se nos describen las cualidades «extrañas» de esta belleza siniestra: «Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable - q u é fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: "Cabellera de jacinto..."» (Poe 1978: 301).

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del protagonista, como «medio» biológico para conseguir el fin deseado. D e esta manera, también se invierte y deconstruye el motivo glorioso de la resurrección de lo amado, ya que alcanza aquí el aspecto de un «horrible drama», que se reviste de todos los atributos de lo más negro y sombrío. La desaparecida cobra vida, pero es la sombra de una sombra, lo más tétrico y tenebroso que pudiera imaginarse, una Beatriz donde ha desaparecido «para siempre» todo signo de beatitud y luminoso fulgor. Se trata ahora de una momia adorada, que al dejar caer las «horribles vendas que la envolvían», deja mostrar una «enorme masa de cabellos desordenados», «más negros que las alas del cuervo de la medianoche» y unos ojos cuyo brillo no admite confusión: «En esto, por lo menos, —grité—, nunca, nunca podré equivocarme! ¡Estos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de Lady... los de Lady Ligeia!»16. Esta antorcha de claroscuro será recogida en Hispanoamérica muy pronto. Uno de los primeros en mostrar admiración por Poe será el poeta Rubén Darío con su galería de personajes en penumbra, los grandes héroes de la mórbida modernidad, a quienes bautizó como «raros». En su semblanza del poeta norteamericano, insiste en proclamarlo «cisne desdichado» en la patria imperiosa de Calibán. Tampoco duda en cerrar su recuerdo allegando su propia incursión en el síndrome de Beatriz, de modo sintético y en la forma de «medallones» o «viñetas» que recojan el semblante y las almas atormentadas de las heroínas que poblaron el universo afectivo de Poe: «¿Por qué vino tu imagen a mi memoria, Stella, Alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre...?»—pregunta al vacío el poeta de las «prosas profanas» como lo hiciera su maestro al ave de negra vestidura- . La respuesta no se hace esperar: «Es porque tú eres hermana de las liliales vírgenes cantadas en brumosa lengua inglesa por el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos [...]»17.

16

Poe 1978: 316. Resultan evidentes las asociaciones temático-simbólicas entre el poema

«The Raven» y el relato que comento. 17

Sin embargo, en este texto todavía perdura la concepción esperanzada del recuerdo. Darío,

de algún modo, «traiciona» aquí la tonada de desesperanza infinita que la pasión erótica instila en el pecho del amante que ha perdido «para siempre» el objeto de su deseo y de su paz: «Ellas son, cándido coro de ideales oceánidas, quienes consuelan y enjugan la frente al lírico Prometeo, a m a r r a d o a la m o n t a ñ a Yankee [...]. Así tú para mí. En medio de los martirios de la vida me refrescas y alientas con el aire de tus alas, porque si partiste en tu forma h u m a n a al viaje sin retorno, siento la venida de tu ser inmortal, c u a n d o las fuerzas me faltan o c u a n d o el dolor tiende hacia mí el negro arco...». Véase Darío 1953: 17-29. La redacción de la obra fue fechada por su autor en París, 1905.

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N o obstante, el comentario de Darío a la «rareza» consustancial de Edgar Alian Poe penetra en una revisitación del modelo donde los patrones ya no son ni pueden ser los mismos. Un fatalismo tiñe los cálidos cromatismos del sentir paradisíaco, y convierte el amor «a lo divino» en patrimonio de la desolación, sin ambages ni esperanza. C o m o muy bien intuye Darío, en el centro de la metempsícosis de Ligeia, uno de los más logrados medallones de Poe, gravita la imagen de un Dios que no es más que una «gran voluntad que penetra todas las cosas con su intensidad» 18 . La intensidad, ya lo vimos, es atributo del «héroe poeta», y ahora comenzará a serlo también de esta revisión de los grandes arquetipos que aparejaron las células de la divinidad desterrada. Ese Dios «intenso» de Edgar Alian Poe se encarna en la fuerza del Eros, presente en «todos los nombres» con los que el escritor lo supo representar, desde Ulalume hasta la Leonor del negro cuervo. Sin embargo, no puede trascender a un más allá, ni será invitado al «convite» del Empíreo. «Berenice» representa otro modelo, dentro de la literatura de Poe, para la cabal descripción que exhibe el síndrome de Beatriz en esta línea siniestra y de algún modo neogótica. Lo espantoso y terrorífico viene dado en este caso por el énfasis puesto en otra de las manifestaciones físicas de la mujer-emblema, que ya no será el azabache de sus ojos y cabello, sino «los treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos» que constituían su hermosa dentadura. Se tematiza con «Berenice» ese proceso incoado en «La hija de Rappaccini» sobre la alianza macabra entre el bien y el mal, la hermosura y la repugnancia, la alegría y la pena. El narrador protagonista del relato es capaz de definir los síntomas de su enfermedad, que coinciden prácticamente en todos los afectados por el síndrome beatricesco, y que de manera espléndida y paracientífica describe en este cuento Poe como una «irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención» y que consiste en una «nerviosa intensidad del interés con que [...] las facultades de meditación f...] actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes». Absorto y totalmente abstraído ante cualquier nimiedad con que el espectáculo del universo nos sorprende, este narrador define así su predisposión a dejarse absorber mentalmente por «ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal»' 9 . El carácter absolutamente macabro y tétrico de este relato, donde se entremezclan obsesiones constantes en la vida y la literatura de Poe, como son la relación paraincestuosa

18

Cita de Poe tomada, a su vez, de Granwill, 2 8 .

19

Poe 1978: 291 y ss. Traducción de Julio Cortázar.

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entre hombre y mujer (Berenice y Egaeus son primos, como lo fueran Edgar y Virginia), la atmósfera de aislamiento y soledad en que viven los protagonistas, y el marcado «erotanatismo», que alcanza aquí cotas paroxísticas en su conjugación con el tema de la catalepsia y el erotismo mórbido por el cuerpo de la mujer enfermiza y aun muerta. Lo interesante, para la evolución del síndrome de Beatriz, viene dado en «Berenice» por la capacidad especulativa de este narrador siniestro, patológico, que va sentando las bases sintomáticas de su enfermedad antes de llegar a la comprobación fáctica del suceso espeluznante y necrofílico que alcanza su climax al final del relato. Se define en este narrador un cierto prototipo del sujeto sensible a padecer la enfermedad de la ausencia definitiva. La tipología de su amor podría responder a la caracterización de un tipo de neurosis obsesiva20, que desplazaría la naturaleza de las pasiones a una suerte de «corazón mental», que habrá también de ser un «corazón delator», donde los sentimientos, más que entrañarse en el dinamismo de lo corpóreo, se interiorizan y ensimisman en los receptáculos claustrofóbicos y encarcelados de la mente. Sujetos como Egaeus son, por lo tanto, propicios a padecer el síndrome de un amor que, más allá de su consumación, se instala en el corazón de la mente para hallar allí cobijo eterno y alimentar en su seno la vida imaginaria de lo que otrora pudo existir y ahora ya ha desaparecido. La paradoja de lo que se ama «a deshora» y se diluye en la categoría de lo onírico e ideal, pero que una vez perdido no puede olvidarse, determina la anomalía en la existencia de estos amores, cuyos sentimientos «nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia». El narrador define así su caso: «En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé [...]. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como una abstracción;

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«Los enfermos de neurosis obsesiva», según Sigmund Freud, se ven sometidos a la repre-

sentación continua y casi delirante de ideas fijas y casi siempre ajenas a su interés normal, pero «cualquiera que sea el carácter que presenten (dichas ideas), constituyen siempre el p u n t o de partida de una intensa actividad intelectual que agota al enfermo, el cual se ve constreñido, contra todo el torrente de su voluntad, a cavilar incesantemente en derredor de tales ideas, como si se tratase de sus asuntos personales más importantes. Los impulsos que el enfermo experimenta pueden presentar también, en ocasiones, u n carácter infantil y desatinado, pero la mayor parte de las veces poseen u n contenido temeroso, sintiéndose el e n f e r m o incitado a cometer graves crímenes, de los que huye horrorizado, defendiéndose contra la tentación por medio de toda clase de prohibiciones, renunciamientos y limitaciones de su libertad...» (Freud 1972: 2 2 8 3 y ss).

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no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa como inconexa»21. Como vemos, en estos casos, el autor ha vuelto a trasladar el centro de atención del síndrome hacia los efectos que causa en el sujeto amante, y no tanto a la constitución psicopatológica de quien lo inspira, como sucedía en «La hija de Rappaccini». Sin duda, las «heroínas» de Poe poseen un espíritu y una psicología tan marcadamente morbosas como sus narradores masculinos (Berenice padece epilepsia, entre otros muchos males; Ligeia posee todos los rasgos siniestros de una «hija de Lilith»), pero el interés de sus historias se ha encarnado en los fenómenos espirituales que sus personalidades han operado en el ánimo de quien una vez las amó, con lo cual advertiríamos un rasgo de originalidad bastante moderno, a pesar de sus ribetes moralizadores, en la historia de Hawthorne. Algo que, de algún modo, supo destacar Octavio Paz en su comprensión y atracción personal de esta Beatrice. Y es que la historia del síndrome viene a ser no tanto la de quien la origina, sino la de quien lo padece, como quedó ya fijado desde el momento en que la Vita Nuova y la Divina Comedia centran su atención en el motivo de la fascinación, que de algún modo deja en la aureola de lo incognoscible y mistérico al sujeto sublimado. En otro texto de Poe, «El retrato oval», uno de los más perfectos en los planteamientos de la genealogía erótica de la muerte, plasma el autor su faceta más desesperada en la persecución de esa belleza perfecta que, una vez vislumbrada, destruye en su proceso de elaboración la dimensión de vida sobre la que se hubo apoyado. Si la obra se eleva al paraíso de las creaciones inmortales, dechados de perfección y maestría, siempre es a costa de los latidos de vida, aquellos que va sustrayendo en la trama de la vampirización; tal parece decirnos el genial escritor americano. Anticipándose a obras maestras del género, donde la intersección entre la existencia empírica y la artística se plantea como desequilibrio de fuerzas antitéticas, intuye Poe que la asociación entre la muerte y la belleza estampa lina razón poderosa que presupone, al cabo, el triunfo del arte a despecho de la existencia, que ha de asumir la infinita discordia y la falacia del consuelo que el despliegue imaginario configura. El hechizo del arte ocasiona, al cabo, el delirio emocional, que contaminará en su resquemor a los futuros espectadores de la obra, como sucede con el propio narrador del relato, adherido al escalofrío que

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«Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio» (Poe 1978: 294). El matrimonio se plantea, pues, cuando la enfermedad ya ha hecho mella en Berenice.

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la vida «secuestrada» al retrato despierta en su visión. Análogo, de algún modo, sería el caso de «lectores» que, como Octavio Paz o Jorge Luis Borges, reformulan categorías del amor, como las dantescas, en una época donde la sombra del nevermore se torna constante ritornello. El funesto aleteo del cuervo, como vimos, ensombrece la dignidad de la Filosofía, posándose sobre el busto de Palas Atenea, y adquiere augurio fatal cualquier vislumbre de esperanza, aun postulada en el dominio de lo artístico e imaginario 22 . La donna gentile comienza entonces a exhibir un gesto turbio y desesperanzado. En el Río de la Plata, donde las influencias de la literatura norteamericana y del romanticismo fantástico europeo se aprecian desde finales del X I X , escritores como Leopoldo Lugones abundan en esta línea de activación del erotanatismo de filiación pánica, con apuntes e insinuaciones de humor oportunamente sazonadas. Es el caso de su brevísima narración de 1907, «Luisa Frascati», donde la maquinación paródica de los motivos clásicos faculta una variación en tono ligero y distendido de la tríada amor, terror y muerte. En esta fabulación, el narrador encarna un encendido amor por una silueta vaga, «vestida de blanco, suave y muda como en una novela romántica», con quien establece un diálogo telepático, que deriva broma macabra. Así, las «extraordinarias manos», las «más estéticas» que jamás hubo percibido, y los «delirios castísimos y simultáneamente profundos como el miedo», que pautan sus encuentros nocturnales, serán deshechos, pulverizados ante la entrada de una luz que torne la carne en la perfección pintada de un hermoso retrato al óleo. Lugones desarma así la semántica del «retrato oval», al despojarlo de su prestigio misterioso y convertirlo en una suerte de engaño vergonzoso. También el tópico clásico de la historia de Cupido y Psique aparece invertido y defenestrado en una secuencia narrativa escueta y bastante informal, donde todos los indicios apuntan hacia la sátira del amor, entendido como estandarte de nobleza. Ahora es el alma del artificio quien se materializa en un cuerpo fantasmal para dar vida a una ilusión en un engaño «colorido». Otro título breve del mismo autor insiste e incurre en el topos de la belleza que la vida trasunta a obra artística, a cambio de otorgarse a sí misma como prenda. La moneda con que el arte paga su magnificencia es el latido natural que sirvió como modelo a la representación, y que en su espejo desfallece. Nuevamente la sombra del «retrato oval» aureola el relato «Hipalia» de Lugones, con una variación notable: es ahora la propia mujer quien ha prestado su belleza al muro blanco

22

D o c u m e n t a Cortázar, a propósito de «El retrato oval», que su título original no fue «The

oval portrait», sino «Life in Death», lo cual corrobora la hipótesis de lectura propuesta. El relato apareció por vez primera publicado en 1 8 4 2 (véase Poe 1978: 127—129; nota en vol. II: 4 9 4 ) .

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- c o m o un lienzo— donde quiso dejar grabada su faz, en una nueva formulación del mito de Narciso 23 . De modo similar, una novela bastante silenciada de Lugones como El ángel de la sombra, publicada en 1926 y reeditada en Buenos Aires en 1994, esgrime de modo caricaturesco temas y nociones atraídas de la literatura cortesana y medieval, como los preceptos internos a las cortes de amor, que rodean la unión sentimental de sus protagonistas (Luisa y Suárez Vallejo), y en donde se plasma todo un código de convenciones estéticas del siglo anterior. De un modo distanciado y lúdico, Lugones hace uso y abuso de materiales ocultistas formalizados por medio de una imaginación de cuño decadente y de propensión prerrafaelita 24 . Al fin y al cabo, toda la herencia romántica que antecede a —y filtra- Lugones exaltó los laudes dantescos de diverso modo: en alabanzas, estrofas y óleos. Cabe observar que, en buena parte, a estas corrientes se debe la revitalización contemporánea del catálogo dantesco. La lectura en inversión estaba así, de algún modo, preparada para las generaciones futuras. Es el caso de relatos como «Vera», el citado «cuento cruel» de Villiers de l'Isle Adam, obra en que la fascinación tanática simula la existencia de una hermosa dama rusa, fallecida por exceso de amor. El medallón de Villiers ofrece una resolución fantástica por la vía del poder erótico. La disolución final del espectro, extraordinaria escena en que todos los signos vitales grabados en los objetos que la representaron desaparecen con su ser, es debida a la súbita reaparición de una realidad terrorífica, en que la toma de conciencia de la muerte de Vera inunda la mente de su idolátrico «fiel de amor». Pero en su despedida arrojará el objeto material que verifica la trama imaginaria por la que ha seguido viviendo tras su muerte: la llave del mausoleo donde yace enterrada y que volverá a conducir a su amante hacia ella25. Tramas en la estela de Poe, donde «bellas damas sin 23

Ambos relatos, «Luisa Frascati» e «Hipalia» aparecen recogidos en la edición de Pedro Luis Barcia (Lugones 1988: 190-193 y 181-183, respectivamente). 24 Lugones 1994. En su introducción señala María Teresa Gramuglio estas cuestiones. Anota, por ejemplo, que se plantea un «código aristocrático, para elegidos, y aun cuando se trate de un amor ilegítimo, puesto que supone que la Dama es de condición social superior a la del Caballero». La escena «en que Suárez Vallejo interviene en una escaramuza entre su cochero negro y un compadrito en la casa donde han quedado solas las mujeres puede leerse como una versión caricaturesca de estos lances caballerescos». Véase su «Estudio preliminar» (7-21). 25

Sobre el autor (1838-1889), señala Jorge Luis Borges en un prólogo a su obra, que «de todas sus piezas [...] «Vera» es, sin duda, la más fantástica y la más cercana al mundo onírico de Poe. Para consolar su tristeza, el protagonista crea un mundo alucinatorio; esa magia recibe una recompensa, un objeto minúsculo y olvidado que encierra una última promesa» (en Villiers De L'isle Adam 1984: 9-13; «Vera» en 107-122).

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merced» retornan «de entre los muertos» para simular una segunda oportunidad, en la que frecuentemente se cobija la contrafigura del ideal. «Amor, locura y muerte» se reúnen en una misma plataforma textual, donde unifican la trama del espíritu en tensión, incapaz de hallar el hospedaje benefactor, la sombra hospitalaria, el espacio del recreo celeste. Relatos contemporáneos de Lugones, como «El almohadón de plumas» (publicado por primera vez en 1907) escrito por su gran admirador, el uruguayo Horacio Quiroga, retoman el sentir enfermizo y lánguido de las heroínas exangües, las Beatrices espiritualizadas y rosettianas que retrató Edgar Alian Poe en sus retratos ovales. Cabría, en suma, concluir que el sentimiento amoroso comparte, para los autores que han tratado el mito de Beatriz, los extremos afectivos del terror y la piedad; son éstos, aunque parezca ocioso repetirlo, los que caracterizaron en la poética clásica a la tragedia, al decir de Aristóteles. El amor trágico sería, finalmente, un amor «literario», «porque en él está la admiración, la ternura y el sacrificio, un sentimiento de lo sublime que participa del terror, una delicada conmiseración y un desinterés supremos que proceden de la piedad; aunque seguramente las dos mitades del amor se unen con una fuerza superior ahí donde, por un lado, está la admiración más aterrada, y donde, por otro, está la piedad que se sacrifica más sinceramente» 26 . Tal es la definición de la naturaleza dual, del «corazón doble» del amor, en la prosa espléndida de Marcel Schwob, también heredero de la tradición clásica y del romanticismo norteamericano presimbolista, aclimatado y reconstruido nuevamente en tierras europeas tras su periplo por el Nuevo Mundo. Sus ficciones testimonian su concepción de un Eros que admira y tiembla hasta el infinito. En «Lilith», una de sus poéticas prosas relatadas a modo de cuentos sutilmente condensados, recrea Schwob el amor de Dante Gabriel Rossetti por su peculiar Lilith, otra siniestra «hija de Rappaccini», de la progenie femenina que no fue «hecha de tierra roja, como Eva, sino de materia inhumana», la más «verdaderamente mujer» y «la primera» ante sus ojos. El relato nos descubre nuevamente una variante del síndrome al producirse el efecto de la perduración infinita del sentimiento una vez que Lilith fallece. La resolución nos plantea, en este caso, una vuelta de tuerca de esencia metadiscursiva, puesto que el protagonista transforma su síndrome en palabras, siendo la expresión literaria el movimiento, la acción última que devuelve el «cuerpo» de la amada convertido en palabras, metáfora señera de una voluntaria profanación de su 26 Prosigue Schwob: «El amor tiene su lugar entre el terror y la piedad. Su representación es el paso más delicado de una de estas pasiones a otra, y provoca las dos en el espectador, cuya alma cobra más interés que la del personaje que interpreta» (Schwob 1996: 18-19).

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cadáver. A partir, pues, de los macabros argumentos de Poe, Schwob simboliza la voluntad de resurrección corporal en el puente de la reconstrucción verbal. «Lilith» resume espléndidamente la transmutación de «Ligeia» o «Berenice» en textualidad, y de manera extraordinaria consigue su autor aunar los dos planos de la reconstrucción: el corazón, la doble llama del cuerpo y del espíritu, de la mujer y la palabra, del sacrilegio de profanar un cadáver y la exhibición de proclamar públicamente el testimonio de su resurrección verbalizada. Autor y narrador se funden en un mismo proceso que está hecho de palabras carnales, donde la muerte resucita: «Una noche se encontró, temblando, perseguido por un olor pertinaz que se pegaba a la ropa, con la humedad de la tierra en las manos, un ruido de madera rota en los oídos... y ante él el libro, la obra de su vida que acababa de arrancar a la muerte. Había robado a Lilith; y se sentía desfallecer ante el pensamiento de los cabellos apartados, de sus manos hurgando entre la podredumbre de lo que había amado, de aquel tafilete sin brillo que olía a la muerta, de aquellas páginas odiosamente húmedas de las que escaparía la gloria con un insoportable tufo de corrupción» 27 . Difícilmente podría superarse una asimilación tan insólita como la que plantearon los autores precedentes de lo glorioso y lo corruptible, de lo sublime y lo repulsivo; una asimilación que expande y supera las esquivas y monstruosas amalgamas entre lo bello y lo siniestro. Nunca de manera tan simbiótica son verbo y carne unidades recuperadas en la historia del síndrome de Beatriz, porque «entre los destellos de las frases» de la obra donde el artista reaviva el cuerpo de su amor pueden escucharse retumbar los «crujidos del ataúd», metafóricamente violado para consagrar el significante de su cuerpo. El amor restituye con su obstinación lo que la naturaleza descompone cuando la «carne se hace verbo». El amor o tal vez su simulacro, su enfermiza fijación por lo que se mantiene en el territorio eterno de lo ausente. El amor, o «esa astuta semejanza del amor que florece en la imaginación», según postuló Nathaniel Hawthorne, y que hace del corazón la morada de las tinieblas, la derivación ingrávida y fatal del sentimiento que en algunas almas floreció ante las «hijas de Rappaccini»: divinas, ambiguas, siempre trágicas.

27

Schwob 1996: 89-93. Corazón doble, no lo olvidemos tampoco, fue dedicado por Schwob a Robert Louis Stevenson.

IV De la Divina Comedia a La comedia humana y el caso de Quental

Con los brazos alzados al distante Cielo, apostrofan a los invisibles dioses los hombres: «Dioses impasibles, a cuyos pies está el hado triunfante, ¿por qué nos disteis vida? El incesante tiempo genera sólo inextinguibles pecados, ilusión, luchas terribles, en torbellino cruel y delirante... ¿Mejor no fuera que en la paz clemente de la nada y de aquello que aún no existe hubiéramos dormido eternamente? ¿Por qué para el dolor nos evocasteis?» Y responden los dioses, con voz triste: «¿Por qué vosotros, hombres, nos creasteis?» Antero de Quental, Divina Comedid Cabría aventurar la hipótesis de que la amada idealizada, la Beatrice de los poetas del «amor cortés» y del «amor a lo divino», llegara alguna vez a responder a los interrogantes planteados por su amado-creador con la misma pregunta con que contestan los dioses a la voz poética del soneto transcrito. Cansada ' «Erguendo os braços para o Céu distante / E apostrofando os deuses invisíveis, / Os homens clamam: -"Deuses impassíveis, / A quem serve o destino triunfante, // Porque é que nos criastes?! Incessante / Corre o tempo e só gera, inextinguíveis, / Dor, pecado, ilusao, lutas horríveis, / N u m turbilahao cruel e delirante... // Pois nao era melhor na paz clemente / Do nada e do que ainda nao existe, / Ter ficado a dormir eternamente? // Porque é que para a dor nos evocastes?" / Mas os deuses, com voz inda mais triste, / Dizem: -"Homens! Porque é que nos criastes?!"» (en Quental 1986: 398-399).

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de ser el instrumento o el puente mediador entre los hombres y la divinidad, la Beatriz contemporánea mostraría así un rechazo hastiado hacia el papel de hembra intangible y espiritual al que fue acostumbrada durante siglos, por su condición de belleza inalcanzable o de musa iniciadora en la escala hacia el Supremo Bien, el que reside en las alcobas de un Reino prometido. Así como los dioses no fungirían como responsables y causantes del «mal» que gobierna el mundo, puesto que ellos mismos son el fruto de la creación humana, la mujer, la Mujer inaccesible, envuelta en una pureza inmaculada o en las púrpuras ennoblecedoras de la Muerte, espetaría al amante impertinente y obstinado una respuesta afilada y extraña, al anunciarle que su existencia sólo se debió al deseo o, tal vez, a la necesidad de quien la imaginó y la hizo así fantasía imperecedera, falsamente viva, engañosamente real, fatalmente transcendida. La peculiar «Divina Comedia» de este poeta romántico, preexistencialista, invoca el gran signo del tiempo que se desprende de los grandes hitos de un pasado sometido al «más allá». Desesperado, el hombre no sólo lucha con los desastres y el dolor que le rodean, sino que ha de admitir, atónito, mudo, la respuesta última a su desesperada interrogación. Ya no podrá trasladar el origen, el motor de sus angustias a esos dioses «insensibles» que la imaginación clásica forjó en la edad prepositivista, puesto que éstos se rebelan revelando su esencia de ficción. Los mismos dioses son los personajes de un «drama» concebido por los hombres, y quieren al fin gritar su naturaleza de sombras, de personajes de un inconsciente demiurgo que los utiliza para dar así sentido a la ignorada causa de sus días. El autor de los versos es Antero de Quental (1842-1881), poeta y pensador de estirpe liberal y socialista, que representa con inusitada hondura la asimilación del mal du siècle en las letras ibéricas, y ha sido considerado por Claudio Guillén el máximo representante de la «poesía pesimista» en la literatura occidental 2 . La literatura de Quental se nos muestra hoy muy inscrita en la época que la produjo, en lo referente a temática social, regeneracionista y militante, y de estirpe claramente clásico-romántica en sus usos y procedimientos temáticos y estilísticos: manejo de las estrofas más canónicas al servicio de los motivos recurrentes de la época. Sueños, espectros, tonalidad luctuosa y muy apegada a una estética necrofílica, visiones, negación del racionalismo clásico a favor de una aceptación de lo «transreal» no codificado, o de una participación melancólica en las doctrinas del nihilismo desesperanzado que filósofos como Arthur Schopenhauer estaban convirtiendo en los fundamentos espirituales del momento. 2

Guillén 1985: 272. Citado en Q u e n t a l 1986: 2 2 0 .

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Sin embargo, hallamos en su interior uno de los primeros impulsos que anteceden la dirección metafísica contemporánea, en lo relativo a la despersonalización estética del sujeto, que revierte al cabo en una amenaza a la propia estructura del mundo, el cual va a sufrir un proceso creciente de contaminación de dicha irrealidad sustantiva. Esta dirección de lo que cabría denominar «idealismo irónico» será prioritaria en escritores canónicos del siglo X X , como Jorge Luis Borges o Fernando Pessoa, pero halla en Antero uno de sus soportes expresivos fundamentales. Así, en sonetos como «El Inconsciente» («O Inconsciente») proclama una confesión de la voz de Dios como ese «fantasma» idealizado por los hombres -«siempre tan vanos»— que al fin admite desconocer tanto su nombre como su esencia; y en el maravilloso titulado «Palabras de cierto muerto» («Palabras dum certo morto») es el propio Hijo quien confirma su naturaleza de constructo mitológico, que alguna vez los hombres imaginaron como necesario para su existencia: «Que viví lo sé bien..., aunque fue un día / tan sólo... Mas después, la idolatría / me dio culto y altar. ¡Ay!, me adoraron / cual si yo fuese alguien, o la Vida / alguien pudiera ser... Luego, en seguida, / diciendo que era Dios... ¡me amortajaron!» 3 . La función de la mujer en esta poética «religión del aniquilamiento universal»4, aplaudida ya en España a finales del siglo X I X por sus más esclarecidas mentes (Clarín, Unamuno) resulta de interesante evaluación, ya que se halla en la bisagra frágil de una concepción del mundo traspasada por el escepticismo y la descreencia, pero todavía no envuelta en el halo de su transmutación deconstructiva, donde quedará reducida a esa «nada» falsificadora o esa impostura vertida en variopintas metamorfosis que caricaturizan hasta la aversión su rostro, otrora venerado. Esta derivación del mito que constituye la base de la patología del corazón mental, que hemos denominado síndrome de Beatriz, no procede todavía definitiva en la literatura de Quental, si bien han sido en ella ya sembradas las primeras semillas de su desarrollo ulterior. Y es que la literatura romántica ofrece innumerables ejemplos de Beatrices recuperadas en la fascinación por un amor sublimado que la muerte no sólo 3

«Que vivi sei—o eu bem... mas foi um dia, / Um dia só... —no outro, a Idolatria / D e u - m e

um altar e um culto...ai! adoraram-me, // Como se eu fosse alguém! C o m o se a Vida / Pudesse ser alguém! -logo

em seguida / Disseram que era um Deus... e amortalharam-me!» (en Quental

1986: 4 0 4 - 4 0 5 ) . 4

En palabras de Leopoldo Alas, Clarín. Miguel de Unamuno, por su parte, defendería que la

poesía de Antero, y en especial sus sonetos, «vivirán cuanto viva la memoria de las gentes, porque habrán de ser traducidos, más tarde o más temprano, a todas las lenguas de hombres atormentados por la mirada de la Esfinge» (en Quental 1986: 214-218).

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mantiene puro e intacto, sino que incluso es por ella embellecido y eternizado. En la Alemania de los poetas idealistas triunfan experiencias como la de Sophie von Kühn, aquella adolescente «de trece años, insignificante, poco menos que iletrada, caprichosa y demasiado pueril» de quien se enamoró Novalis, y que elevó a la suma glorificación desde la tumba de la joven, prematuramente fallecida, construyendo un mausoleo poético de «Himnos a la noche», donde la mujer revestía los atributos de la Virgen María, madre de una Edad de Oro en que la Cristiandad respondía al paradigma del Supremo Bien, en la figura de un Cristo redentor y plenamente amoroso5. El «idealismo mágico» de Novalis supone una de las primeras y más importantes voluntades de perpetuación del amor sublimado que Beatrice representó en la Edad Media y que, ahora, en los albores del mundo glorificado en el mito y la leyenda, se elevó a categoría de «alma romántica» y de «sueño». En cuanto a Friedrich Hölderlin, baste recordar las muy sintéticas palabras de Walter Muschg en la descripción del amor del autor de Hiperión por su particular Diótima, la cual «no lleva vestiduras católico-teosóficas como la Sophie de Novalis, sino greco-panteístas. El Fedro fue el libro favorito del joven Hölderlin. Pero el deseo sensual tenía en su alma aún menos lugar que en la de Novalis»6. También en el alma romántica de John Keats habitó la condición dantesca del amor, en su deseo obsesivo y de connotaciones religiosas hacia Fanny Browne. En un sueño del poeta, que recuerda Julio Cortázar en su biografía literaria e «imagen de John Keats», desplaza y condensa su afición al canto de Paolo y Francesca del Inferno dantesco en un sueño donde la imagen de la «hermosa criatura» contiene los signos del amor constante, a modo de dulce condena7. 5

«En efecto, cuando sobreviene el fatal desenlace, Novalis se abandona durante algunos días

a un completo abatimiento, que no deja lugar a ningún movimiento de rebeldía; y cuando quiere recuperarse, su primer gesto es considerar la t u m b a de Sophie c o m o "la amante de su nueva vida y el lugar de su propia santificación"». Véase Béguin 1995: 2 4 7 y ss. 6

«Pero la D i ó t i m a muerta no quedó t a m p o c o c o m o un astro protector sobre él, c o m o la

Beatrice de Dante; se desvaneció nuevamente en el panteón de la naturaleza y palideció más y más. C o m p a r t i ó el destino de los dioses de Hólderlin, la trágica religiosa del poeta se repitió en la declinación de su visión amorosa. Ella no lo transportó al cielo, sino que lo dejó hundirse en las tinieblas órficas, de las cuales había surgido a pesar de su vestidura platónica». M u s c h g 1 9 9 6 : 545-549. 7

«El quinto canto de Dante» —escribe Keats— «me gusta cada vez más; es aquel donde

encuentro a Paolo y Francesca... Pasé varios días bastante deprimido, y en ésas soñé que estaba en aquella región del infierno [...]. Fue uno de los goces más deliciosos que haya tenido en mi vida... Flotaba yo en la atorbellinada atmósfera, tal como se la describe, junto con una hermosa criatura en la que mis labios se posaban durante lo que me pareció un siglo... Y en medio del frío

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Sea como fuere, estos casos representan la cualidad sublimada del objeto de deseo amoroso, al margen de que sea finalmente la mujer la forjadora de una salvación ultraterrena o de un reingreso del amante en la espiritualidad sombría del orfismo. Y es con toda seguridad esta característica la que origina el síndrome como perturbación ante lo que está condenado a desaparecer por más que el espíritu lo niegue y pretenda desplazarlo hacia otras dimensiones donde la ley de lo extinguible se condona. La gran diferencia entre el surgimiento de la figura de Beatriz (que, por no poseída, origina un sentimiento existencial, metafórico y traslaticio, primera semilla de una futura patología) y el desarrollo ulterior del síndrome, donde Beatriz ha transformado su figura idealizada, estriba en el hecho de que aparezca o no disuelta y deconstruida su función primordial y, con ella, su forma y su rostro: aquel saludo de gentileza, aquella visión celestial. Como ha señalado Octavio Paz en La llama doble, el ser de Beatriz reviste ya en sí mismo una ambigüedad: supone la superación de la «dama» trovadoresca del amor cortés medieval, pues ha sido insertada —¡y de qué manera!— en un sistema teológico secular: la «dama» se hace «santa» y, al mismo tiempo, esta «santa» redentora lo es en virtud no de un amor caritativo universal, sino de un «amor» particular en un ser agraciado. Verdaderamente amada, y por tanto, salvífica en su función, pero al mismo tiempo «dama» altiva y distante a quien alcanzar con el arma de los versos, nace Beatriz para glorificar los triunfos del amor cortesano en el altar del Amor como elección redentora de un ser8. Autores como George Santayana consideran que ya esta modalidad amorosa, la instaurada por Dante Alighieri, revela una faceta insana del amor, no por su «irrealidad» sino por su «limitación» en el reino de la materia: «de suerte que cuando se amplía platónicamente y se identifica con la gracia de Dios y con la sabiduría revelada, sospechamos que si hubiera sido natural y viril, habría ofrecido más resistencia a una transformación tan mística» 9 .

y la oscuridad yo tenía calor; incluso había copas de árboles florecidos, y en ellos descansábamos a veces con la liviandad de una pluma, hasta que el viento volvía a impulsarnos...». Citado en Cortázar 1996: 241-242. 8 «No el amor villano -copulación y procreación- sino un sentimiento elevado, propio de las cortes señoriales. Los poetas no lo llamaron "amor cortés"; usaron otra expresión: j í « d'amor, es decir, amor purificado, refinado [...]. Dante cambió radicalmente al «amor cortés» al insertarlo en la teología escolástica. Así redujo la oposición entre el amor y el cristianismo...» (Paz 1995: 78-98). 5 «El poeta que desea pasar convincentemente del amor a la filosofía (y esto parece un progreso natural para un poeta) debe ser u n amante cordial y completo —un amante como Goethe y

su Fausto- más bien que como Platón y Dante» (Santayana 1994: 72).

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Vicente Cervera Salinas

Es decir, que ya con ello, con su «mística transformación», está incubada la asunción de una cierta insania natural, que con el tiempo habrá de convertirse en crisis patológica: en este sentido, la historia de la cultura occidental parece revelarnos que más tarde o más temprano lo sublimado descubre sus señas de identidad, que en este caso serían, justamente, sus señas de «no identidad». El ser simbolizado se descubre así ficticio, intangible, inexistente. Y de ahí, un solo paso a la impostura: falso, recubierto de máscaras, metamòrfico, acechado por las sombras del mal. Quien lo elevó, salta al abismo de la nada, al descubrirlo quimérico y falaz. Se trata de la historia de una proyección espiritual, donde la propia mujer, protagonista pasiva del proceso, ha sido el escenario de un teatro imaginario, sin declarar nunca su esencia desde sí misma. Un teatro de tramoyas resplandecientes, que al fin fueron rebajadas a la categoría del cartón piedra cuando su oro y su oropel no pudieron rendir más esplendor, sumiendo a su antiguo constructor en el cauce de la desilusión. La constatación de que el amor de Dante hacia Beatriz es la forja y el alimento de un «fantasma» dirige también argumentos como el de Emilia Pardo Bazán, en su elogio del «otro amor», un amor más real, el que defiende el ensayista inglés John Stuart Mili, al referirse a la «esclavitud femenina»: «No comprendía yo, en aquellos tiempos en que el amor dantesco se me figuraba la más exquisita flor del sentimiento sexual, que el amor dantesco es precisamente la negación de la suma de ideal posible en ese sentimiento potentísimo». Detentan estos modelos sublimatorios, «formas de una idealidad que busca en la abstracción y el símbolo lo que no quiso encontrar en la realidad y en la vida» 10 . Numerosas figuras femeninas del «alma romántica» establecen esa dialéctica interna en las leyes del amor, que de algún modo contiene la clave del movimiento a que pertenecen: descubriríamos así el romanticismo como un espacio poético de tensión entre la concepción teológica de un mundo de resonancias góticas, periclitado y al mismo tiempo objeto de fascinación y anhelo, y una disolución de la armonía del sujeto en dicho orbe estructurado, propia ya de la sensibilidad posterior del existencialismo. Gótico y existencial al tiempo, supo

10 Pardo Bazán 1999. Añade en su prólogo: «Fisiológica y socialmente, Dante tuvo mujer, puesto que vivió en connubio y engendró legítimos sucesores; espiritualmente no tuvo mujer el cantor de Beatriz, ni unióse con el ser inferior par los fines reproductivos y la urdimbre doméstica, mas para el erotismo de la fantasía, el ejercicio de la razón, el vuelo de la musa, la virtù del cielo, el raggio lucente, todo lo que se refiere a las facultades superiores y delicadas, arte, estética, metafísica -para eso, un fantasma...».

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este movimiento crear los actores de una representación donde las facetas del ser dejan de corresponder a una única dirección o sentido. Así sucede con el modelo femenino que contiene el personaje de Beatriz y sus ramificaciones. En la literatura española, por ejemplo, hallamos la dirección de la «enamorada redentora» en la Doña Inés del Don Juan Tenorio (1844), de José de Zorrilla o en la Elena de El amigo de la Muerte de Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891), donde la mujer, felizmente aliada a la Muerte (que es, en realidad, otra fémina enamorada), consiguen un tiempo extraordinario de vida para la salvación del alma de un suicida, momentos antes de la irrupción del Juicio Final. Pero, por otro lado, hallamos la representación de la enamorada descreída, cínica y tirana, capaz de llevar a la destrucción a quien puso en ella su ideal de belleza y perfección. Es el caso de ciertas mujeres que recorren el mundo neogòtico de leyendas en la literatura de Gustavo Adolfo Bécquer, y más concretamente la Beatriz, así nombrada no por azar, de «El monte de las ánimas», que en su egocentrismo insensible hace caso omiso a la tradición espiritual del acervo folklórico y también de la «ánima» que en su presente se le otorga, sacrificando con ello la vida de su caballero y su propia razón". Contrariamente, el modelo de amor femenino que surge en las Rimas reacomoda románticamente el motivo de la melancolía y la figura de la «azucena tronchada», que evoca sin duda la sensibilidad dantesca, de un modo más bien prerrafaelita: C u a n d o sobre el pecho inclinas La melancólica frente, Una azucena tronchada M e pareces. Porque al darte la pureza D e que es símbolo celeste,

" Sobre la presencia de Dante en la literatura española, Joaquín Arce hace un recorrido por sus estelas en los siglos posteriores a la difusión de la Commedia, hasta las traducciones primeras de Ángel Crespo en los años setenta del siglo XX. Sin embargo, su presentación no incluye las obras donde el espíritu amoroso del Dante, y el subsiguiente mito de Beatriz inspira otra producción literaria paralela. Así sucede en su repaso a los románticos, realistas y naturalistas. Sobre Bécquer, refiere «la recreación lírica de una situación de la Comedia [...] en el XXIX de sus famosas Rimas». En cuanto a Galdós, lo agrupa con Valera y Pardo Bazán, y comenta que estos escritores «han demostrado un conocimiento algo más que mediocre del texto de la Comedia». Por último, y en relación a Valle-Inclán, estima que su más famosa obra esperpéntica, Luces de Bohemia, «se interpreta como un intento parcial y parodístico de algún personaje o situación de la Comedia». Véase Arce 1999: 745-760.

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Vicente Cervera Salinas C o m o a ella te h i z o D i o s D e o r o y nieve 1 2 .

Celestial o satánica, la figura de Beatriz en esta etapa de la literatura española impone todo su arsenal de referencias a una tradición sancionada por la mística y el conflicto entre realidad e imaginación, recurrente en nuestra cultura y tópico de construcción artística. Valgan alusiones ilustrativas al respecto, como son las versiones de una Beatrice «a lo divino», en la novela Nazarín

(1895)

de Benito Pérez Galdós, o su contrafigura siniestra, en el relato «Beatriz», de corte simbolista, escrito por R a m ó n María del Valle-Inclán en 1907. E s t a m p a el ejemplo galdosiano un aspecto prototípico de la sublimación vinculada a los efectos místicos de la religión cristiana. U n a religión vivida hasta el límite y la exacerbación de su contenido doctrinal, experimentada por el a l m a de sus fieles como donación absoluta, sacrificio consagrado sin concesiones a cualquier aspecto mundanal y, en fin, como martirio, si necesario. Seguidora inquebrantable de las andanzas por tierras castellanas del padre Nazario será la joven y bella Beatriz, hija de Móstoles y llamada al seguimiento del virtuoso cristiano en una vocación donde el amor a la virtud se trueca militancia trascendental. Leal a su idolatrado sacerdote, mostrará una fortaleza espiritual extraordinaria, que superará incluso los modelos concebidos en los Evangelios, por su rechazo a la traición o al abandono del «mesías». Muestra en su novela G a l d ó s a una mujer de agradable rostro, «proporcionada de formas, alta, esbelta, casi arrogante, de cabello negro, blanca tez y ojos garzos, rodeados de una intensa oscuridad rojiza» 13 . En el decurso argumental, Beatriz buscará salvación para el sacrificado, rogando incluso al carcelero y resistiendo en todo momento la tentación de renegar de su místico magisterio. U n a modalidad de la adoración que revestirá las galas de una sublimación erótica en la lectura fílmica que Luis Buñuel realizará en 1958, pero que Galdós mantiene en un espacio de la veneración idolátrica más robusta, de un amor evadido al ámbito de la fe

12

Rima X I X . Véase también la Rima X X I X sobre los personajes dantescos de Paolo y Fran-

cesca en un episodio erótico paralelo. En Bécquer 1966: 26-32. 13

Pérez Galdós 2001: 184 (II1-3). C o m p a r a d a con Andara, que comparte con Beatriz la

pareja de «seguidoras espirituales» del Padre Nazario, Galdós apunta oportunamente: «Era por naturaleza más delicada que la otra, de epidermis más fina, de más selecta complexión física y moral y de gustos relativamente refinados. Pero, en cambio de esa desventaja, poseía energías espirituales con que vencer su flaqueza e imponerse aquel durísimo deber. Evocando su fe naciente, la avivaba como se aviva y agranda un débil fuego a fuerza de soplar sobre él; sabía remontarse a una esfera psicológica vedada para la otra...» (2001: 250; II-4).

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redentora, capaz de combatir la injuria y el ultraje, como en el espisodio en que Beatriz arrostra el «doloroso tránsito» de verse humillada a su regreso a Móstoles, presa por la autoridad y hostigada por sus convecinos, mas creyendo «entrar en la Gloria», cuando en realidad lo hacía entre las cuatro paredes de la prisión (IV-5). De manera paralela se producirá la sensación de pérdida y ulterior tristeza en el alma de Nazarín cuando, desahuciado en la cárcel, deje de ver «a su lado a Beatriz». Una modulación del síndrome de ausencia, en las esferas del misticismo, producida en los corazones de seres santificados por la mortificación y castigados por los efectos de un altruismo ilimitado. En el capítulo V I de la quinta y última parte de la novela asistimos a los tormentos finales padecidos por Nazarín en el tránsito de su alma. Un momento que no desaprovecha Galdós para afirmar su destreza en la plasmación de los estados de perturbación psíquica y, en este caso, de alucinación delirante previa al óbito, donde la «visión» que se nos ofrece destila los síntomas de una «angelización» de la figura femenina, en un trasunto de guía espiritual, o madre santa intercesora, donde los ecos de la Beatrice dantesca afloran cristalinos. En el camino final de su vía crucis se mostrará en apoteosis mística la glorificación de un modelo que viene lastrado al cabo por la soga al cuello que porta el mártir Nazarín. Mártir de una causa que permanecerá en una ambivalencia ética, en una perspectiva espiritual propia de un artista de la edad moderna y de compleja constitución ideológica, como lo fuera Pérez Galdós. Así lo demuestran las palabras finales de un Jesús que le hace ver al protagonista el estado de «figuración insana» de su mente, ofreciéndole una limosna de santidad. Tal «figuración» tendrá como uno de sus pilares oníricos la estampa gloriosa donde esplende la mujer como emblema de belleza salvadora: «Delante vio a Beatriz transfigurada. Su vulgar belleza era ya celeste hermosura, que en ninguna hermosura de la tierra hallaría su semejante, y un cerco de luz purísima rodeaba su rostro. Blancas como la leche eran sus manos, blancos sus pies, que andaban sobre las piedras como sobre nubes, y su vestidura resplandecía con suaves tintas de aurora»14. Una estampa pía, inscrita en los modelos de la 14

Pérez Galdós 2 0 0 1 : 3 4 4 . En su edición, insiste Torres Nebrera en el procedimiento de

desvelar los deliquios místicos para mostrar su lado más psíquico y humano, que la película de Buñuel opera, para acabar «dando una interpretación de fracaso a la cruzada personal del Nazarín mexicano». Señala: «En la película la pasión h u m a n a erótica de Beatriz por Pinto gana la partida a sus deliquios místicos (lo contrario justamente que en la novela) que además se acaban interpretando c o m o una equivocada desviación de la mujer, que se queda horrorizada cuando se le hace sospechar que su admiración por el cura evidenciaba su pasión carnal por el hombre» (en Pérez Galdós 2 0 0 1 : 4 9 ) .

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plástica religiosa cristiana. Un modelo que contrasta abruptamente, mas dentro de una sensibilidad hermanada por los modelos artísticos y culturales, con la «Beatriz» satanizada de Valle-Inclán. El relato del escritor gallego estampa una de las primeras aproximaciones al «nombre» de Beatriz —ya que la vinculación con la materia dantesca se cifra en el eco nominal- donde la inversión de las cualidades morales se halla potenciada al máximo, en las derivaciones hispánicas de un malditismo decimonónico de que hicieron gala las letras alemanas, y que posteriormente radicaría en los mundos fantasmales del simbolismo francés. Umbría, como los jardines crepusculares que retrataba Valle-Inclán, «rubia y magdalénica», se halla la niña de noble cuna, de la progenie de los Barbanzón, en la época posterior a la «traición de Vergara», en plenas guerras carlistas, poseída por los afanes de un espíritu que la mantiene presa de un error, cuyo exorcismo revelará la marca de un eros mórbido y perverso. Objeto de la lascivia de un sacerdote, la Beatriz de Valle-Inclán remitirá a un modelo de belleza femenina favorecido por la ternura de una adolescencia apenas en ciernes, que enardecerá los deseos de «lo prohibido», la concupiscencia del amor vedado y puro. La descripción prolija de los efectos fisiológicos de la «posesión» revela la opulencia verbal y creadora del autor, y traza un árbol genealógico en la formulación de la «belleza enfermiza» donde subyace la sensibilidad de Edgar Alian Poe, con su nómina de heroínas neogóticas, de propensión deletérea y de lánguido existir 15 . C o m o la «hija de Rappaccini» o las Beatrices delirantes y enajenadas que el siglo X X irá mostrando al hilo de su evolución, esta Beatriz enferma y torturada mostrará el reverso de almas ominosas que ocasionaron su desgracia: padres severos, amores funestos que buscarán tan sólo la consecución de su propio placer o experimentos despiadados que destruyen la pureza en aras de conquistas deshumanizadas. Los gritos de Beatriz y su mirada perdida exhiben el reverso de toda historia de amor, pervirtiendo el sentimiento y corrompiendo la pulcritud. El estigma de las «flores del mal» rebosa en estos relatos, y afirma la voluntad artística de asomarse a ciertos abismos en que las figuras deshacen sus contornos genuinos y declaran bizarramente su desmitificación. El erotismo que la liturgia alberga almendrado en su seno es objeto ahora de observación atenta, y aún de velado regodeo en las obras más granadas del modernismo, desde las Prosas profanas de Darío hasta las Sonatas de Valle-Inclán, publicadas, como su Jardín umbrío,

15

Valle-Inclán 1993: 89-103. Acerca de las vinculaciones entre Valle-Inclán y el m o d e r n i s m o

hispanoamericano a través de u n malditismo de legendario aroma erótico, concretamente en la obra de Rubén Darío, véase Ruiz Baños 1992: 343-353.

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en las primeras décadas del siglo XX. Un verdadero relato donde el amor se asienta entre la lujuria y la muerte. El síndrome de Beatriz, como expresión y como experiencia del alma trastornada por efecto de una pasión profunda que el alma graba a fuego en el «aura» del ser, había de triunfar en este periodo del arte en que la literatura se mostró más abierta que nunca a experimentar con sensaciones alambicadas y procesos psíquicos delicados, que sólo la lírica o la sutileza narrativa podrían formular con plenitud. Ya en el romanticismo español, un poeta de la talla de José de Espronceda esbozaría en versos encendidos, hacia 1840, algunos de los síntomas más preclaros de esta modalidad suntuosa, sublimatoria del Eros y, por ello, también sujeta a los vaivenes de la corrupción y sus reveses, que el síndrome de Beatriz materializa y ama: ¡Ay, aquella mujer, tan sólo aquélla, Tanto delirio a realizar alcanza, Y esa mujer tan cándida y tan bella, Es mentida ilusión de la esperanza: Es el alma que vivida destella Tu luz al m u n d o cuando en él se lanza"5

Como «mentida ilusión de la esperanza» es apropiada la figura amada, y en los áridos despojos del sentimiento provocado por la ausencia, tórnase ahora Teresa mero rostro de una pasión que el «alma vivida destella», y que en su lejanía ahonda un doble vacío: la pérdida del ser y el desengaño de la figura, que no era «fantasma» de un afecto en movimiento y en proceso: obra quimérica del yo; entelequia armada por los artificios del «diablo mundo». En sus ficciones pueden residir, desde este momento, las caras múltiples y varias de las nuevas Beatrices contemporáneas. Contemporánea a la escritura y publicación de El Diablo mundo es la de una bellísima novela de Honoré de Balzac, intitulada precisamente Beatrix, e integradora de las Escenas de la vida mundana del gran explorador de otra comedia, no la divina, sino la que protagonizan los seres humanos. En calidad de comedia humana cabe interpretar, en efecto, esta radiografía de una «heroína del mal», 16

Como «desahogo» del corazón vierte el poeta sus estrofas. Mas el dolor por la pérdida del bien amoroso esconde una visión desengañada y falaz de la esencia de lo real. Así comienza, pues, el canto, como verbalización augusta y preclara del síndrome de Beatriz: «¿Por qué volvéis a la memoria mía / Tristes recuerdos del placer perdido / A aumentar la ansiedad y la agonía / De este desierto corazón herido?» (Canto II, «A Teresa», de El Diablo mundo; en Espronceda 1980: 213-217).

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la fría y egoísta Beatrix de Rochifide, protagonista del relato, en una narración ambientada en los parajes medievales de Bretaña y centrada en la vida de la familias nobles procedentes de estirpes aristócratas. Como vemos, la revisitación del orbe del Medioevo - e n que descollaba la figura monumental de D a n t e - era lugar común en el arte del XIX, tanto en su vertiente románica como anglosajona. La novela, que fue publicada en su primera versión en 1939 como Béatrix ou les amoursforcés, y que no sería completada hasta 1845, en el tomo IV de la Comedia humana, aparece como un retablo cortesano y un lienzo costumbrista sobre la sociedad francesa de su momento, donde Béatrix funge como la mujer perversa y egocéntrica que ha perdido su dignidad moral desde un alejado episodio de su juventud y que ahora, en su madurez, despierta los más tiernos ideales en el corazón del bello y noble Calyste. La recuperación de su posición social llegará por vericuetos y estrategias ajenas a su voluntad, concluyendo una existencia convencional, sin haber amado a nadie en verdad y produciendo el desmoronamiento grave de exaltados corazones. Un amor intemperado y augusto, exultante y glorioso late en el alma de Calyste, hasta el punto de abdicar del apellido que aureola su linaje para bautizarse en el nuevo credo «nominal»: «Mi nombre es Béatrix» -expresa, fogoso, en una carta a su diosa—; «la felicidad de Béatrix es mi felicidad; su vida, mi vida, y toda mi fortuna reside en su corazón. Nuestras tierras están empeñadas hace más de dos siglos; así pueden esperar dos siglos más. Nuestros arrendadores las guardan, nadie las puede arrebatar. ¡Verla! ¡Amarla! Esa es mi religión»17. En efecto, trátase, una vez más, de una «religión», de un culto de idolátrico despliegue y de enfermiza disposición y consecuencia. Una religión que mucho debe al crédito y a la superstición del nombre, como se infiere de otra carta del mancebo: «Camille solía decir que había una fatalidad innata en los nombres, a propósito del suyo. [...] Pasará usted por mi vida, como Beatrice pasó por la de Dante. Mi corazón servirá de pedestal a una estatua, blanca, vengadora, celosa y opresiva»18. La seducción de la «divina palabra» contenida en el nombre propio se

17

Balzac 1968: 399.

18

Balzac 1968: 389. En la edición de Garnier-Flammarion realizada por Julien Gracq se nos

informa de un dato curioso: parece ser que la novela surgió a raíz de unas confesiones que George Sand le hiciera a Balzac acerca de las relaciones de Franz Liszt con la condesa M m e . D'Agoult, en quien se enmascararía la altiva Béatrix de la novela. En el Prefacio, a su vez, se nos recuerda que «Béatrix est bien la D a m e angélique de Dante, mais virée au noir. Elle traverse le roman, elle le coupe plutôt de sa trajectoire, inévitable c o m m e une collision d'astres, angélique surtout en ceci, qu'elle est visiblement envoyée. Elle représente la tentation des pires ivresses d u coeur...» (en Balzac 1979: 22-23). De hecho, en u n a epístola de Béatrix a Calyste será ella misma quien estampe u n verso del Paradiso dantesco, para afianzar el vínculo y provocar u n a colisión aún mayor en

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amalgamará con la imagen escultórica de la mujer, que forja el deseo vehemente y juvenil de Calyste. Antes de verla, el joven ha ideado un arquetipo de hermosura «fatal», un ente imaginario que «en su pensamiento, se había convertido ya en lo que fue Béatrix para Dante, una eterna estatua de mármol, de cuyas manos colgaría flores y coronas» 19 . Y así, la primera visión «real» de la mujer encadenará la voluntad amorosa, estampada como «forma blanca y serpentina» que deslumhrará sus sentidos 20 . El retrato de la «dama» se asienta sobre bases de una estética de hermosura nivea y de contornos clásicos, que resulta, empero, al tacto fría. Erguida en ese pedestal donde la incapacidad de amar traduce todo su misterio, el personaje creado por Balzac es la versión «en negro» del arquetipo de fineza blanquecina. El desarmado del mito se torna un hecho evidente ya en esta novela de los años cuarenta del siglo X I X , época en que se comienzan a cultivar los primeros «invernaderos» y «jardines» de las «flores del mal». N o en vano fue Baudelaire gran admirador de la obra de Balzac, e incluso parece ser que su única novela tuvo a Béatrix como modelo. Alguna página febril de esta genuina y hermosa cumbre narrativa ofrece ya prefiguraciones de la estética simbolista, que Balzac augura. Así sucede con la carta —nuevamente la pujanza del brote epistolar— que Sabine, la joven esposa en quien la familia de Calyste confía para la regeneración de su alma «vampirizada» por la «eterna estatua», envía a su madre como confesión y catarsis de su angustia: «Todas las flores venenosas son encantadoras. Satán las ha sembrado, porque hay flores de Dios y flores del diablo. Sólo necesitamos reconcentrarnos en nosotros mismos para ver que crearon el mundo a medias» 21 .

la «caída». El verso de Dante citado por ella, sobre la «felicidad eterna», es: «senza brama sicura richezza» (Balzac 1968: 396). "

Este momento da pie al narrador para desplegar su perspectiva humana, donde observamos

lo más neto de la filosofía moral de Balzac: «Un hecho digno de atención y que, sin embargo, no ha sido señalado es que, con frecuencia, sometemos nuestros sentimientos a una voluntad, nos comprometemos con nosotros mismo y nos creamos nuestro destino: el azar toma menos parte de la que nosotros imaginamos» (Balzac 1968: 337). 20

El «retrato» en el escenario natural de la desembocadura del Loire, unas páginas más

adelante, termina por grabar a fuego la impresión primera del arrebato erótico: «Béatrix estaba encantadora: el rostro suavizado por el reflejo de un sombrero de paja de arroz, sobre el cual se habían colocado unas amapolas y anudado con una cinta de color rojo vivo, con traje de muselina con flores, adelantando el piececito delicado, calzado con polaina verde, apoyándose en la frágil sombrilla y mostrando la hermosa mano perfectamente enguantada». El narrador insiste en el símil de la mujer con la escultura: «Nada existe más grandioso para la vista que una mujer en lo alto de una roca como una estatua en su pedestal» (1968: 362). 21

1968: 475. Merece la pena - d a d a su importancia y belleza- reproducir el texto de Balzac

en su versión original: «Toutes les fleur vénéneuses sont charmantes. Satan les a semées, car il y a

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Vicente Cervera Salinas Ese «mundo a medias» recorre las esferas de la belleza y del erotismo descu-

briendo que la «divina comedia» no llega a colmar el alma de los mortales hasta que la «comedia humana» no ha instilado el aroma de estas satánicas flores que la poesía moderna exalta. Otros escritores reciben esta herencia de manera diversa. Guy de Maupassant plasma en un estilo interjectivo y furiosamente «romántico» un relato como «La muerta» (1887), donde despoja en un acceso de humor negro y cruel la semblanza del amor truncado por la muerte, transfiriéndolo al ámbito del sarcasmo y de la burla: el narrador descubre en una noche de revelaciones, en el interior de un cementerio, el trueque de significantes que el epitafio de amor expresa. Toda una inversión de planteamientos en lo relativo a la dimensión ultraterrena del síndrome de Beatriz 22 . La frivola, casquivana e insensible Marietta desplaza en su naturaleza de réplica o copia de apariencia idéntica a la difunta Marie en el espíritu de su amante, en la novela de Georges Rodenbach Brujas, la ciudad muerta. El signo de una Beatrice recobrada simula un canto jubiloso en que los mismos habitantes de la ciudad parecen resucitar a una vita nuova% mas el espectáculo oculta un doble fondo, y la respuesta del cuervo sigue ensombreciendo el noble busto de Palas Atenea. La figura encarnada será nuevamente destruida, pero esta vez por su propio adorador 23 . La figura de la mujer-ángel, transformada en caudal de frialdad y desasimiento —en tropo de belleza autocomplaciente y ególatra, severa y falsa al fin—, no hace

les fleurs du diable et les fleurs de Dieu! Nous n'avons qu'à rentrer en nous-mêmes pour voir qu'ils ont créé le monde de moitié» (1979: 275). En cuanto a la referencia a Baudelaire, señala Julien Gracq en su «Prefacio»: «la seule nouvelle originale de celui-ci [Baudelaire], La Fanfarlo, offre un schéma analogue...» (en Balzac 1979: 33). 22 La aparición del fantasma de la amada muerta no predispone tanto al horror psicosomático cuanto al terror del «conocer»: «La reconocí desde lejos, sin ver el rostro envuelto en el sudario. Y sobre la cruz de mármol donde hacía un rato había leído: "Amó, fue amada, y murió". Distinguí: "Habiendo salido un día para engañar a su amante, cogió frío bajo la lluvia, y murió"» (en Maupassant 1979: 152-157). 23

Rodenbach 1948. En 1920, el compositor austríaco Erich Wolfgang Korngold (18971957) estrenó la ópera Die tote Stadt, con libreto de su padre Julius Korngold, basada en la novela de Rodenbach. La ópera subraya la equivalencia de los personajes femeninos al asignar ambos papeles a la misma soprano en la partitura musical. Incorpora una variación notable: el asesinato de Marietta, por su amante Paul, al final de la obra, se convertirá en un sueño del joven protagonista, del cual despertará para asumir una «vida nueva», lejos de los recuerdos y de la ciudad en que vivió, una vez superada la «vía purgativa» en la catarsis de una resurrección deseada pero convertida, al fin, en pesadilla. Su compañero Frank será el guía en este nuevo rumbo. La ópera está editada por el sello Naxos, y dirigida por Leif Segerstam, al frente de la Orquesta y Coro de la Opera sueca (producción de 1987).

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sino redundar en la noción «dual» que el espíritu romántico introduce en la mentalidad europea: la comedia no habrá finalizado hasta que su vertiente «humana» no se filtre por completo en su alma. Un recordatorio del lado pecaminoso y torpe de los afectos, móvil de una experiencia lírica y literaria que explotará el topos de figuras como la Beatrice dantesca, donde el espectáculo de la reversibilidad humana de lo divino se evidenciará de modo espléndido, terrible. Desde Europa acometerá este viraje su trayecto transoceánico a los pueblos de América, como ya vimos en el capítulo precedente. Allí, artistas abocados al «lado maldito» del espíritu, como Edgar Alian Poe o Nathaniel Hawthorne, compartirán esta andadura y experimentación en el «negativo» humano del bien trascendental. Por su parte, Hispanoamérica se alimentará por la vía europea (a través de la poesía de Baudelaire) y también por la norteamericana (con la lectura que de los autores arriba mencionados se realizará a partir de los modernistas). Pero volviendo al siglo XIX, cabría también considerar que en la literatura alemana el caso más representativo de esta modalidad preexistencial de los símbolos amorosos vendría dada por la Marie (otra deconstrucción del nombre divino) de la tragedia de Georg Büchner Woyzeck (1879), que traiciona con mentiras y prostitución a su esposo, el héroe-soldado sometido a la desesperación, hasta que halle al fin la muerte a manos de éste. Desandamos así el camino que nos conduce al máximo arquetipo del amor cuitado y fatal, condenado al exilio eterno. Las tribulaciones del joven Werther (1774), del no menos joven Goethe, ilustra a la perfección el estado patológico de obstinación ante lo que se ama y no se consigue abrazar. De manera magistral ha glosado Roland Barthes las diversas escalas sentimentales de este «discurso amoroso» que el personaje de Goethe exhibe a lo largo de su confesión epistolar. En el capítulo dedicado al exilio, una de las figuras amorosas analizadas por Barthes, se propone la siguiente meditación: «Tomo a Werther en ese momento ficticio (en la ficción misma) en que habría renunciado a suicidarse. N o le queda ya entonces más que el exilio: no alejarse de Carlota (lo ha hecho ya una vez, sin resultado), sino exiliarse de su imagen, o peor todavía: terminar con esa energía delirante que se llama lo Imaginario. Comienza entonces «una especie de largo insomnio». Tal es el precio a pagar: la muerte de la Imagen contra mi propia vida»24. Reflexionemos un momento sobre las palabras de Barthes: cabría concluir que el sentimiento que denominamos síndrome de Beatriz surgiría precisamente en aquellos casos donde, ante la irrevocable ausencia de lo amado, el sujeto amante no opta por el suicidio, sino por una suerte de «exilio» del yo, que 24

Barthes 1991: 127.

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pretendió ser un «exilio de la imagen adorada». Sin embargo, en la mayoría de los casos se trata de un exilio fracasado, ya que la no presencia o posesión no comporta la anulación del sentimiento, que persevera de mil modos, llegando incluso a pervertirse en expresiones delirantes de la belleza robada. Recordemos a este respecto, una vez más, el ejemplo de Novalis y su particular Beatrice, la también «casi niña» Sophie, que ilustra un deseo de «suicidio espiritual», como dice Albert Béguin, pero que en el fondo buscará la entronización de su amada muerta como el centro de su templo y su liturgia 25 . Y es que tal vez los sujetos aquejados por el síndrome de Beatriz que pretendan huir del recuerdo del amor ausente (y que no dediquen su vida a alimentarlo idolátricamente) saben intuitivamente, en su inteligente penetración de los estados emocionales que padecen, que ante tal afección, cuando ataca febril y virulenta, sólo restan dos formas de defensa: la escogida por Werther o la de un lento suicidio en el tiempo, donde la decrepitud y el progresivo deterioro de las antiguas cualidades establezcan la respuesta final a ese exilio de la imagen, deseado pero de algún modo imposible. Así, el paciente contemporáneo del síndrome no optaría ni por el suicidio ni por la sublimación teológico-metafísica de Beatriz por considerar ambas direcciones, más que imposibles, improcedentes, impertinentes, ineficaces: absurdas como gestos grandilocuentes y solemnes en un mundo donde han ¡do disolviéndose los reinos del espíritu transcendido. Nuestro propio discurso se encontraba todavía en el ámbito del romanticismo, donde aún se exalta el gran ideal del propio yo, la utópica representación de la obra de arte que el individuo configura consigo mismo, concibiendo tal acto autocontemplativo como «la fuente divina de toda actividad artística y poética. En este manantial de emociones, la única ausencia posible es la del propio yo, que se convierte en el medio para el libre desenvolvimiento de las fuerzas superiores. El amor colabora en ellas y es un apoyo para soportar el andamiaje de esta nueva construcción: preocuparse tan sólo por no "perderse a sí mismo" y llorar "si te ves arrastrado por la corriente del tiempo sin llevar contigo al cielo"»26. Bisagra difícil de articular, ya que se precisa, al cabo, de un ideal de confianza y 25

Béguin 1995: «El suicidio que se propone Novalis es, pues, u n acto p u r a m e n t e espiritual.

N o renunciará a la existencia, pero vivirá de tal manera que la muerte de Sophie sea su centro, y que a fuerza de fijar en ella sus miradas acabe por morir, - v e r d a d e r o milagro de la voluntad consciente». 26

Schleiermacher 1980: 32-33. El traductor señala en su introducción: «Lo más propio de

los Monólogos es el principio de la individualidad. En este sentido se atribuye u n a gran influencia a los H e r m a n o s Moravos, a que perteneció Schleiermacher durante su juventud, y, c o m o es de rigor, a la idea de la educación que aparece en el Wilhelm Meister de Goethe» (13).

De la Divina Comedia a La comedia humana

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de consciencia en fenómenos trascendentes (ahora denominados el Yo o el Uno, pero ramificaciones, al cabo, de un gran tronco teológico) que la amenaza de la edad positivista comienza a remover. Así pues, las Beatrices románticas, como ya he señalado, ocupan un lugar ambiguo, pues por un lado todavía miran al orbe estrellado que culmina un Empíreo de luz dantesca y, al mismo tiempo, atestiguan la ruptura con ese estado de armonía entre el sujeto y el mundo, atisbando los reinos donde ya no posible ceder a la gloria. Tal es el «caso de Quental» en la morfología histórica del síndrome de Beatriz: el poeta portugués confirmaría con sus sonetos la impronta de una fractura de la conciencia dantesca en lo respectivo a la fábrica divina del Universo. En ella se respetaría, empero, el ideal romantizado de Beatriz como último baluarte para el descanso de las almas idealistas. Vendría a suponer la última transfiguración del dominio imaginario, antes de que ese nombre también se «desrealice» y adopte «para siempre» la postura del sarcasmo y de la nada. Antero de Quental, en poemas como «Beatrice», traza el tránsito que va de la visión a la disolución. Su lugar intermediario sería el del canto vocativo, donde la llamada es índice de ausencia, pero también es un voto de alianza no disuelta o profanada: Después que día a día se fuera desmayando la nube ideal de oro que había visto erguida; después que cada estrella al cielo de la vida bajara, y yo en tinieblas quedara laborando; después que sobre el pecho mis brazos estrechando hallara un gran vacío, sintiendo así sumida la luz donde mirar, del todo ya perdida la flor de mi jardín que más fuera regando, abandoné el camino de los cardos y abrojos, me volví hacia otro cielo y sólo alzo los ojos al astro luminoso que amor lleva en su ser... No temas, pues, y ven...Puro es el Cielo y calma la silenciosa tierra, dulce la mar, y el alma... El alma, ¿no la ves? ¡Oh ven, oh ven, mujer!27. 27

«Depois que dia a dia, aos poucos desmaiando, / Se foi a nuvem de ouro ideal que eu vira erguida; / Depois que vi descer, baixar no céu da vida / Cada estrela efiqueiñas trevas laborando: // Depois que sobre o peito os bracos apertando / Achei o vacuo só, e tive a luz sumida / Sem ver já onde olhar, e em todo vi perdida / A flor do meu jardim, que eu mais andei regando: // Retirei

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Vicente Cervera Salinas Hay, pues, un faro y un norte en el «camino de los cardos y abrojos» en que

se pierde el ser, puro en la desesperanza y solitario ante el «gran vacío» de la creación. El poema recoge de manera exquisita y perfecta esa función esencial de gozne entre dos concepciones casi antagónicas del mundo (el sobrenaturalismo y el materialismo) que la corriente idealista del siglo X I X , a que pertenece la voz y la vida de Antero de Quental, convierte en constante y que, atormentadamente, atraviesa. Y así, en ocasiones su poesía entona credos de vida perdurable, donde el amor calma la inquietud de una vida en torbellino, pero otras veces se perfila ya un sujeto proclive a un tormento estéril de descreencias, a un manual de futuros libros de desasosiego. En la serie de sonetos dedicados a quien late bajo la enigmática «M.C.» plasma esta bifurcación de sentimientos. Esta amada en siglas de Quental se convierte en el apoyo fundamental, tal vez el único, sobre el que reposar una angustiada conciencia nihilista, pero se revela por eso mismo frágil como soporte, endeble para construir sobre ella una tríada tectónica, como la que el genio dantesco forjó en su descomunal imaginación literaria. «¿Por qué descrees, mujer, de amor y vida?», llega a preguntar el sujeto poético a esta desdibujada Beatrice, más enigmática que nunca. Prenda de divina belleza, como su modelo medieval, deja sin embargo ya asomar un rictus de desacomodo en relación al cometido: esta mujer aloja, alberga ahora en sí misma el germen de la interrogación, la sombra de una duda metafísica, que habrá de acompañar ya siempre a su figura, para desesperación de su adorador: «¿Y si descrees del vivir?... Yo, pobre y triste, / que sólo en tu mirada hallo ventura, / ¿en qué creeré, si tú descrees ahora?» 28 . La contaminación de esa «descreencia», que comportaría asimismo la imposible transfiguración del amor ausente, es la auténtica columna vertebral y está en las células y la sangre del enfermo por el síndrome de Beatriz. Recordemos que el soneto dedicado a Beatriz también concluía con una pregunta, con una pregunta sustantiva: «El alma, ¿no la ves?». Y cabría conje-

os meus pés da senda dos abrolhos, / Virei-me a outro céu, nem ergo já meus olhos / Senáo á estrela ideal, que a luz do amor contém...// Nao temas pois - O h vem! O Céu puro, e calma / E silenciosa a térra, e doce o mar, e a alma... / A alma! Nao a vés tu? Mulher, mulher! Oh vem!» («Beatrice», en Quental 1986: 270-271). Un estudio del topos de Beatrice en la poesía de Antero digno de citarse es el de Amina Di Munno (1993). Cabe hallar un paralelismo entre estos versos de Quental y las rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, coetáneo del portugués. Véase, por ejemplo, la Rima XI: «Yo soy un sueño, un imposible / vano fantasma de niebla y luz; / soy incorpórea, soy intangible; / no puedo amarte: «Oh ven, ven tú!» (Bécquer 1966: 21-22). 28

Los versos pertenecen al soneto «A M.C. »: «Porque descrés, mulher, do amor, da vida? /

[...] E descrés do viver?... E eu, pobre e triste, / Que só no teu olhar leio a ventura, / Se tu descrés, em que hei-de eu crer agora?» (Quental 1986: 238-239).

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turar que del signo que adopte la respuesta dependerá la «salud» y también la «perspectiva humana», la cosmovisión que, a través de la experiencia literaria, se nos vaya a ofrecer. La no visión del soporte espiritual supone, conjuntamente, la tachadura del signo de Beatriz en un orbe que, al carecer de almas, también carecerá de espacios donde alojarlas. Si es la misma Beatriz quien dice «no», no ya al amor particular, sino al alma, al alma como fundación posible de toda experiencia amorosa, es ella la que está sellando, simultáneamente, su contingencia, su «ser de papel», su deconstrucción como icono cultural y pasaporte a otra Tierra prometida. Si confirma este «no», está sentenciándose a no ser, pues ¿qué queda de Beatrice sin su encuentro postergado al infinito? Una mujer que saluda y que, hermosamente, llega a reírse de su observador. Una nueva «enfermedad del alma», en palabras de Julia Kristeva, para el sujeto masculino, desorientado en la escala a la perpetuación de su «razón de amor». ¿Y para ella? Una liberación que esconde, al mismo tiempo, la necesidad de reinventarse, de construirse desde la identidad desarticulada y, tal vez, nunca y «nunca más» deseada. La libertad así adquirida le lleva a adoptar mil rostros y máscaras, a multiplicarse en prismas y poliedros, a forjar actitudes y formas recubiertas por la ambigüedad y la androginia, pero también torna insoportable la vuelta atrás sobre unos pasos demasiado borrados. La careta de la simulación, de la impostura. ¿Puede Beatriz volver a serlo, una vez que ha dicho «no» a la visión del alma? Pero la respuesta, en suma, no fue tanto de la propia Beatriz como de su pléyade de «inquisidores», aquellos que entonaron la pregunta sustantiva sobre el alma: al menos, esa es la historia literaria. Una de sus articulaciones la constituye la diversa entonación de sus réplicas, que irían desglosándose al hilo de la propia estructura psicológica de las épocas y sus mentalidades. En este sentido, cabría afirmar que para la escuela psicoanalítica el propio acto de «sublimación» de lo erótico encierra ya un grado germinal de patología de la mente, que podría derivar en «la teoría de la neurosis universal de la humanidad» 2 9 . Sin embargo, nuestro síndrome responde a la convicción de que ese proceso sublimatorio es ya ineficaz, sumiéndose el ser amante en ese estado de pena, luto, alienación, exilio, caída o abatimiento melancólico que tantas veces descubre el «negativo» de la antigua sublimación, en metamorfosis o facetas anteriormente desconocidas o desapercibidas de Beatriz. Si sublimar fue algo enfermizo, todavía se ha descrito

29

«Como hemos afirmado en otra parte, el psicoanálisis encuentra profundas semejanzas entre

una sublimación y un síntoma neurótico. Ambas presuponen la represión [...]. D e este modo la teoría psicoanalítica de la sublimación lleva a la teoría de la neurosis universal de la humanidad» (Brown 1973: 231).

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más negativo y desesperante el estado espiritual de quien halla falaz esa antigua creencia, o de quien sostiene ya imposible la glorificación de una ausencia. En estos casos, «nuevas enfermedades del alma», el síndrome se produce cuando el sujeto está enamorado de una ausencia, que sabe asimismo irrecuperable: cuando ni se posee ni se sublima el bien amado en ninguna otra dimensión, en la que resulta ya imposible creer, pero, a su pesar, el recuerdo amoroso persiste. Como si Orfeo, una vez perdida Eurídice, hubiera regresado a la tierra para permanecer atado al recuerdo de su pérdida. La misma literatura del XX, dentro de las letras portuguesas, tendrá eximios representantes de esta tendencia en los que vibran los acentos de ese «libro del desasosiego», y no habrá que pensar tan sólo en Fernando Pessoa, sino en autores que, en su inspiración, vaciarán los nombres de la gloria en el anonimato de la pasión humana. La obra de José Saramago es un alto exponente de esta filiación pessoana en un tributo al amor inoculado en la conciencia del hombre «sin atributos», que por sendas insospechadas da con el talismán de su regeneración interna. Una de las novelas más interesantes del autor, en este sentido, será Todos los nombres (1997), donde cabe rastrear el síndrome de Beatriz en una de sus últimas modulaciones contemporáneas. Narra Saramago, a través de un sutil hilo de Ariadna escondido en el universo rutinario del Registro Civil, los episodios centrales en la existencia de un don José cualquiera que un día, no menos vulgar que los otros, descubre haberse enamorado de una persona desconocida y anónima, una mujer cuyo registro de nacimiento llega a sus manos por el azar de una ficha traspapelada en que constan sus datos oficiales: los datos caligrafiados treinta y seis años atrás, de una niña «nacida en aquella misma ciudad» 30 . La contemplación atenta de la ficha introduce el motivo central de la inclinación concreta por ese ser, aún más curiosa por tratarse de uno entre millares, dada la profesión del protagonista, funcionario de dicho registro y, por ende, frecuentador diario de tales documentos. Las pesquisas que llevará a puerto, desde ese instante, para dar con el paradero de la «persona» se trocará en un auténtico viaje al averno, que será asimismo un descenso a lo más hondo de su conciencia y su condición moral. Allí descubrirá que el objeto de su búsqueda habrá sido

30

Esa determinación hacia algo tan concreto y particular implica ya la naturaleza propia del amor. Dice Saramago (1998, 42): «Como esa ficha hay con certeza centenas en el fichero, si no millares, por tanto no se comprende por qué estará don José mirándola con una expresión tan extraña, que a primera vista parece atenta, pero que es también vaga e inquieta, posiblemente es éste el modo de mirar de quien, poco a poco, sin deseo ni renuncia, se va soltando de algo y todavía no ve dónde poner la mano para volver a sujetarse».

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el de una «naturaleza muerta», y que su aventura se trazó en pos de una mujer ya fallecida, de una Eurídice finada. Desde ese momento, la búsqueda se transforma en síndrome de ausencia, y el deseo se galvaniza, ascendiendo a la escala del amor. Esa «fulminante palabra» que ilumina —fatal y acerada— la mente de don José, la palabra «murió», es el desencadenante de esta versión del síndrome. Y es que hablamos de la constancia de una ausencia, en este caso por partida doble, puesto que nace de otra ausencia anterior y «eterna», ya que el objeto de amor nunca fue conocido, y tampoco llegará jamás a serlo, sin que por ello —ni siquiera en esta singular casuística- se aminore el sentimiento. Muy al contrario, parece acrecentarse en la angustia de su doble condición de no acomodo a «lo real», en un frenético deseo por disparar «el tiempo hacia atrás y, en el último de los instantes, robarle a la muerte la mujer desconocida»31. El hallazgo de la muerte favorece el síntoma de la desesperación, al producirse además el fatídico hecho de que la mujer se hubiera suicidado justamente en los mismos días en que don José fatigara su búsqueda imposible. El amor a la muerta, a una Beatriz desconocida «para siempre», no deriva en un canto al malditismo, ni mucho menos en una resolución sublimatoria por la vía del estado místico. Propone Saramago, en cambio, la «resurrección» del sentimiento por una senda humana y, a su modo, gloriosa: el amor a la muerta galvaniza en el alma madura de su buscador un último y generoso amor a la vida. El «olor de ausencia» desencadena un deseo, desde siempre adormecido, que se instala poderosa y paradójicamente en el ámbito de la vida. Este brote de «realidad» no se convierte en el simulacro de un sentimiento transferido a regiones trascendentes. Ahora, para don José, las fichas de la muerte se mezclarán con los registros de la vida: avanzando en la «oscuridad» concluirá la aventura órfica de don José. La acción de quemar el expediente de defunción de la mujer desconocida no implicará locura o misticismo, sino consistencia y sentido a la vida del «amante». Regresando al reino de los muertos, don José hallará el perdón «oficial» de sus acciones y litigará con su propensión al sinsentido, rescatando no ya sólo el «nombre», sino la «vida» que en la ficha alentaba: la «vida» vivida y «resucitada» por el hombre que, en su absurda búsqueda, «resucitó». El Orfeo burocrático no regresará esta vez con las manos vacías 32 .

31

Saramago 1998: 2 2 3 .

32

El «conservador», jefe oficial del funcionario don José, tiene la «llave» final del relato. La

diferencia entre no haber hallado el expediente de defunción (caso en que la mujer seguiría muerta, pero no oficialmente) y la destrucción voluntaria del mismo (en que se «resucitaría» al reino de los vivos) se plantea como la clave distintiva en la resolución de la trama. Trátase, en suma, de una

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También hubo en este sentido voces que, ya entrado el siglo XX con su carga materialista y dialéctica, progresivamente alejada del materialismo metafísico que todavía definía los ejemplos ilustrados con el caso de Quental, persiguieron y ensalzaron la vertiente transfiguradora de la antigua Beatriz, haciendo posible la permanencia del mito, sin deconstruirlo. Se consagrará su figura «desde lo alto» de lo Imaginario, como «protectora sobrenatural» frente a la «pobre criatura terrena» que eternamente la venera. Pervive como nació: «religiosa veneración de un pecador hacia la pureza hecha persona, una especie de idolatría espiritual dirigida a una criatura que es ya un símbolo [...] más que una persona humana» 33 , según dictamen de Giovanni Papini, gran exégeta dantesco. Oigamos, al respecto, la lírica entonación de un poeta de cuño romántico, como el mexicano Amado Ñervo en su poemario de tintes lúgubres y sombríos La amada inmóvil (1922), donde las resonancias dantescas hallan un perfecto ensamblaje con un acusado tono necrofílico, que recorre los más secretos rincones de la composición. No duda incluso Ñervo en titular uno de sus poemas con una cita dantesca, la que alude precisamente a la pregunta básica del poeta en el Paradiso. La pregunta por Beatrice: «E Dov'ella? De súbito dissi'io»: Si tras el negro muro de granito de la muerte hay un mundo, un más allá, al cruzar el dintel del infinito mi pregunta primer, mi primer grito, ha de ser: «Y ella, y ella, dónde está?» Y una vez que te encuentre, penetrado de una inmensa y sublime gratitud para quien quiso que fuera de ti amado y me permite haberte recobrado, ¡a qué pedir más beatitud!34

versión «humanizada» del hallazgo del pasadizo para comunicarse con el bien perdido. Recordemos otra vez el relato «Vera», incluido en los Cuentos crueles de Villiers de L'Isle Adam: la «llave» que la muerta Vera deposita en el lecho del amante será el último de los caminos posibles para su encuentro: pero se trata de la llave de su mausoleo, donde el cuerpo difunto aguarda. 33

«La Beatrice de la Vita Nuova es ya, en cierto sentido, la que dominará en la Commedia: la «angiola giovanissima» se convertirá en la compañera de los ángeles y de los beatos. En una palabra, en el Amor: primero en el amor que en la tierra señala y guía al cielo, luego en el amor que anima e ilumina los cielos, que conduce hasta el trono de Dios» (Papini 1961: 962-963). 34

En Obras Completas vol. XII, 1927.

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El pasaje que recrea Amado Ñervo está situado en el canto X X I del Paradiso, justo en ese preciso y significativo momento en que, después de haber abarcado la visión general del paraíso, el poeta Alighieri se vuelve hacia su dama y la halla transformada (primera metamorfosis «histórica» del personaje) en un venerable anciano, que resulta ser San Bernardo, y representar, según sus exégetas, la gracia otorgada finalmente al viajero del más allá. La pregunta resulta, así pues, contaminada de la angustia por una segunda pérdida posible de la amada. Como ha interpretado bella y deconstructivamente Jorge Luis Borges, el pasaje está teñido de una «discordia íntima», y resulta desasosegante, a pesar, o precisamente a causa, de ubicarse en el Paradiso: «Dante» —glosa Borges— «apenas acierta a preguntar dónde está Beatriz», produciéndose de inmediato esa «última sonrisa» posible de la dama, «para luego volverse a la eterna fuente de la luz»35. Pero la imaginación romántica de poetas como Amado Ñervo prefiere potenciar no tanto esa sensación de «discordia íntima» que late en los versos, cuanto la confirmación gloriosa de la figura que permanece altiva y radiante, aunque, en verdad, separada de su adorador. Su visión del mito subrayaría, como en general se ha venido produciendo por parte de los comentaristas dantescos, no tanto el miedo por una posible y nueva desaparición de la altiva Beatriz cuanto la respuesta del santo, que determina una eterna posición junto a los rayos eternos, que «naturalmente» la coronan: «E vidi lei che si facer corona,/ reflettendo da sé li eterni raí»36. Esa visión es la que «consuela» o permite apoyarse al enamorado de una ausencia, que amortigua así el síndrome de la desaparición infinita. Es esa imagen la que produce la «inmensa y sublime gratitud» y se confirma como una y única «beatitud» posible en un escenario donde los «paraísos» sólo pueden ya aspirar a ser quimeras condicionadas e hipotéticas («Si tras el negro muro de granito»). Por mucho que se quiera, al fin y al cabo, el sistema religioso, filosófico «La última sonrisa de Beatriz», en Borges 1982: 159. Véase, al respecto, el capítulo de este ensayo «Eterna y los cristales dantescos», donde reaparecen los textos borgeanos a la luz del personaje «Eterna», de Macedonio Fernández. 35

36 «¿Dónde está ella?, pregunté sombrío, / y él: «Para que termine tu deseo / me movió Beatriz del lugar mío;/ / mira hacia el tercer giro de esta seo, / desde su cima, y la verás sentada / sobre el trono que obtuvo por trofeo»/ / Sin responder, alcé yo la mirada / y vi que ella se hacía una corona

/ de eterna luz por ella reflejada» (Paradiso X X I , 64-72: 205). Leemos a propósito de la escena en la Enciclopedia dantesca: «Ed è chiara la circolarità dei termi e delle situazioni che, apare con Inferno II, qui si conchiudono. [...] La lunga storia della gentilissima salva e intreccia, senza mai fozature e anzi naturalmente, testi e componimenti diversi vari per tempi e per occasione. La suggestione di un nome, che aveva in sé segno e suono di lieti annunzi, mai è sterile vagheggiamento: presto, invero, s'arricchisce, e nello stesso giovanile «libello», di profondi significati» (Ferrabino & Conti 1970: 546; «Beatrice»),

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e imaginario que rige el Trecento italiano no puede ser el mismo en que se cifre la perspectiva metafísica de un poeta de los años y el siglo veinte, a pesar de que sus raíces obedezcan a un principio de crecimiento abonado en tierra romántica. En el poema «Los muertos», también de La amada inmóvil, propone a este tenor Amado Ñervo su particular concepción de los espacios escatológicos, que distaría ampliamente de la ortodoxia católica y de la visión místico-planetaria que, a partir de aquélla, conformó Dante en sus tercetos encadenados. Una concepción que, empero, admitiría la existencia de aquellos «reinos» como estados inmanentes al espíritu, en una fenomenología del alma de estirpe idealista, y construida desde las categorías de un subjetivismo casi tan omnímodo como el teocentrismo de otrora: «El paraíso existe», nos dice Amado Ñervo, «pero no es un lugar (cual la creencia / común pretende) tras el hosco y triste / bregar del mundo; el paraíso existe; / pero es sólo un estado de conciencia». Este idealismo de corte «materialista» nos remite una y por última vez al caso de Antero de Quental, donde he querido verter una modalidad distintiva, peculiar en el viaje por los distintos círculos de ese otro «estado de conciencia» que es el síndrome de Beatriz; unos dioses creados por los hombres; una sucesión de sufrimientos y pesares como caracterización de la vida; una fe todavía no disuelta en los órganos que conforman la suprema «razón»; una desesperanza nelmezzo del camin, que conduce trágicamente a la autodestrucción... y, en el centro de todo ello, una Beatriz que se debate entre confirmar su reinado celestial y claudicar en un descrédito no menos eterno. El siglo XIX vio cómo el impulso y la tormenta podrían desbaratar y arruinar los enclaves de una tradición sustentada en la sublimación y en la fe. Pero sus personajes no quisieron darse todavía por vencidos. Vislumbraron que un síndrome se avecinaba, y que, con él, se descuartizaba la figura donde el amor halló cobijo eterno. La figura que, en el fondo, nunca se llegó a poseer. Y antes de ver cómo rodaba desde su eminente altura y dejaba en su caída un permanente «nunca más» como enfermiza compañía, quiso detenerse en la exclamación y en la pregunta. Una pregunta donde la ausencia se adivina: «¿en qué creeré, si tú descrees ahora?».

V Beatriz en el Aleph

Nel suo profundo vidi che si interna legato con amore in un volume, ció che per l'univeso si squaderna Paradiso XXXIII: 85-87 La noción de lo jerárquico ha venido siendo hasta este momento compañera consustancial del mito beatricesco. La mujer que Beatrice encarna supone un máximo, una cúspide, un culmen, un último escalón en distintas experiencias sensitivas, emotivas o metafísicas. Así, la Bice de la Vita Nuova fortalecía su lugar preeminente en el espíritu del joven Dante en virtud de su posición privilegiada frente al resto de las mujeres que, antes o después, figuraron con su presencia ante los sentidos del poeta. Ya al final de la obra, prometía el Alighieri, en obras posteriores, «decir de ella lo que nunca se ha dicho de ninguna» 1 , y el designio se cumplió admirable e insuperablemente en la Divina Comedia, donde la mujer amada representa por vez primera el papel de figura vicaria para la salvación del amado, siendo, por tanto, hegemónica y central su participación en el viaje de las

' «Appresso questo sonetto apparve a me una mirabile visione, ne la quale io vidi cose che mi fecero proporre di non dire più di questa bendetta infino a tanto che io potesse più degnamente trattare di lei. E di venire a ció io studio q u a n t o posso, si Cornelia sae veracemente. Si che, se piacere sarà di colui a cui tutte le cose vivono, che la mia vita duri per alquanti anni, io spero di dicer di lei quello che mai non fue detto d'alcuna. E poi piaccia a colui che è sire de la cortesia, che la mia anima se ne possa gire a vedere la gloria de la sua donna, cioè di quella benedetta Beatrice, la quale gloriosamente mira ne la faccia di colui qui est per omnia sécula benedictus» (1988: 298-299; las cursivas son mías). En la traducción de R. Pinto: «Después de este soneto se me apareció una asombrosa visión, en la cual yo vi cosas que me indujeron a proponerme no hablar más de esta bendita hasta tanto que yo pudiese más dignamente tratar de ella. Y en conseguirlo me esfuerzo cuanto puedo, como ella en verdad sabe. Así que, si le place a aquel por el cual todas las cosas viven que mi vida dure unos cuantos años, yo espero decir de ella lo que nunca se ha dicho de ninguna. Y luego quiera aquel que es señor de la cortesía, que mi alma pueda ir a ver la gloria de su señora, es decir de aquella bendita Beatriz, que gloriosamente contempla el rostro de aquél qui est per omnia sécula benedictus».

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almas. Ya no sólo por la «poética espacial» que Beatrice ocupa en todas y cada una de sus intervenciones y apariciones en el Purgatorio y el Paradiso, sino también por el «momento» decisivo en que surge, al fin de un trayecto, en sustitución de un guía ilustre y clásico donde los hubiere, y dando paso al «encuentro» más esperado y al final más concluyente del periplo por los espacios del más allá. Como tantos comentaristas del universo dantesco han declarado, y en especial Etienne Gilson, el encuentro con su musa, en el Paraíso y antes de la muerte, no tiene, hasta ese momento, parangón en los anales de la mística cristiana 2 . La grandeza en el tratamiento del personaje, por parte del poeta florentino, consiste en haber mantenido la ligadura entre los ámbitos de la existencia física y su dimensión transubstanciada en sabiduría y elevación, «conferendo a Béatrice una piena e compita umanità, che fa della Beatrice operante nella Commedia non più una figura soltanto sovrumana e sparente, ma una donna viva e compiutamente incarnata»3. Una conexión donde no se pierde sino que, contrariamente, se potencia la grandeza espiritual del personaje y de la persona. Esta posición jerárquica, ordenada y ordenadora del mundo subjetivo y del mundo moral, será precisamente la que se quiebre en las más modernas direcciones del topos de Beatriz en la literatura contemporánea, y más concretamente en el ámbito de la narrativa hispanoamericana. A esta noción de un universo correcto, sometido a un sistema de valores y de posiciones, dividido en esquemas estructurados more geometrico, de un ordo amoris lógico y forjado por simetrías, donde subyacen parámetros morales y religiosos, se le irá progresivamente superponiendo una desestructuración y deconstrucción del orbe verticalizado, que propende ahora a la horizontalidad como principio de nivelación hacia lo homogéneo, donde las distribuciones piramidales decaen y se hunden en una arena común, que auna los tiempos, los espacios y los esquemas fijados por la tradición

2

«S'il - D a n t e - est allé v r a i m e n t en paradis avant sa m o r t , il y est allé p o u r un m o t i f et par u n e

m é t h o d e sans analogues d a n s les annales de la mystique chrétienne. La seule chose qui n e soit pas fiction d a n s ce récit, est la personne m ê m e de Béatrice, cette petite fille de neuf ans qui grandit, viellit et m e u r t , puis c o n t i n u e de vieillir au ciel sans jamais cesser d ' ê t r e la m ê m e à travers l'oeuvre entière de D a n t e . Je ne dis pas que Béatrice f u t réellement telle qu'elle était d a n s son imagination créatrice, mais existé et la passion poétique qui dit d'elle sa Muse, l'inspiratrice par excellence, f u t le vrai ressort de sa création poétique. L'identité d u personnage avec la petite fille de Florence est u n e condition nécessaire de la possibilité de l'oeuvre» (Gilson 1974: 115). 3

«Beatrice o r m a i dal c a n t o trentesimo del Purgatorio fino alla fine del Paradiso a b b o n d e r à di

iniziativa gratuita e salvifica proprio q u a n d o D a n t e tace sgomento o distritto, e dispiegherà la sua nuova u m a n i t à incarnate, t a n t o più i n c a r n a t a q u a n t o più è ormai sicuramente glorificata in u n a vita eterna trascendente» ( M o n t a n a r i 1959: 140).

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hacia el número y el orden. Esta relativización de los fenómenos integradores de la conciencia subjetiva (tiempo y espacio para Inmanuel Kant) tiene, en el fondo, mucho que ver con el paulatino alejamiento de una concepción armonizadora del universo, que participaba de la inteligencia suma y omnipotente, de un Dios que era el dispensador de los diversos grados que jerarquizaban la existencia. Las «historias de amor» que subsiguen a esta desacralización del orbe diseñado por una voluntad divina, que es su imagen y su emanación temporalizada, no pueden sustraerse a este proceso, y se ven necesariamente sometidas al principio de la «anarquía» intrínseca que va adueñándose de las conciencias y los corazones, a la hora de declarar la finalidad última de sus emociones. Sin ese Creador o, al menos, con la duda razonable acerca de Su existencia, los argumentos ontológicos de la salvación quedan huecos y surgen vanos y grietas por toda su arquitectura. La salvación, o la «cura», de la psique y del espíritu quedan en suspenso, desprovistas de un hálito que las dinamice en la existencia del sujeto y, por ende, el dispositivo generador del Eros se tambalea y paraliza, en la ausencia no ya de su bien «concreto», sino también de su Bien absoluto y modélico. Así, hablando del concepto tomista del amor, y del apetito erótico como propensión a un bien que parte de Dios, pero ha de encauzarse hacia el uno mismo, destaca Julia Kristeva que si no hay Creador, «¿de dónde viene este bien appetabilis que nos hace amar? ¿De dónde viene la naturalidad significante de las pulsiones del deseo, del amor? Al suprimir al Creador, suprimimos el fundamento del bien. Pero, ¿cómo aspirar entonces a un "bien propio"?»4. Cómo aspirar, cabría añadir, a la permanencia del objeto encarnado del amor. Cómo conseguir que la imagen de Beatriz permanezca en su pureza, en su esencia, en su alteza espiritual y soberanía celeste. El síndrome de Beatriz adopta entonces una disposición nunca antes contemplada: su nombre, su figura y su ser se pueden mezclar e incluso desvanecer en una visión totalizadora, poliédrica, microcósmica y sintética de la realidad. Beatriz pasa a ser un nombre más en el vertiginoso concurso múltiple del «aleph». Con la «magnífica ironía» que caracteriza su universo textual, su tejido ontológico de palabras y referencias bibliotecarias, propone Jorge Luis Borges en su relato «El Aleph» (incluido en la colección homónima de relatos, publicada por vez primera en 1949) un singularísimo homenaje a Dante Alighieri, a la Divina Comedia y a la complementaria noción erótica que Beatriz representaba en su universo. Un homenaje muy anterior al más explícito que el autor argentino le brindaría al toscano, con su colección de Nueve ensayos dantescos (1982), cifrando 4

Kristeva 1999: 164 y ss.

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a su través la convicción de que «el deber de todo literato es el de escribir un libro sobre Dante» 5 . El prestigio incrementado por el paso de los años de la Comedia dantesca en la vida y literatura de Borges se debía, por supuesto, a razones puramente literarias, y no de naturaleza teológica o mítica, y cabe advertir que llega hasta él por dos vías precedentes: la estirpe italiana de la literatura argentina, así como la traducción ya comentada de la Divina Comedia que realiza el presidente Bartolomé Mitre a finales del X I X , por un lado, y el cultivo de la literatura inglesa, tan importante en la formación poética e intelectual de Borges. Los «visionarios ingleses», a quien Borges dedicará uno de sus ensayos dantescos, y su constante comercio con la literatura norteamericana del X I X y el círculo de la Nueva Inglaterra (Emerson, Melville, Hawthorne, etc) constituirán la segunda vía del dantismo 6 . Por estas dos direcciones, pues, llega hasta Borges —y por extensión, a la literatura argentina del X X - la tradición y la «traducción» del Dante, que él convertirá en figura central de su propio «museo» de voces canónicas. El texto central en que Borges verterá la inspiración dantesca será el ya citado cuento «El Aleph». En él teje una de sus más hermosas narraciones sobre las paradojas relativistas del universo, la posible existencia de un espacio cuya minúscula consistencia incluyera la extensión infinita que compone el espectáculo físico del orbe con su «prolijidad de lo real». Este motivo, el de la fenomenología múltiple que abarca un universo demasiado vasto para ser captado por la «diminuta» mente individual del ser humano, es una de las constantes de la literatura especulativa de Borges. En uno de sus primeros poemas «míticos», «La noche que en el Sur lo velaron», aludía ya al ámbito ontològico de la noche como salvación posible para el yo angustiado ante ese incesante y perpetuo devenir de elementos que configuran la «prolija realidad» 7 . La noche, con su nocturnal abstracción de la materia, y la razón, con su tendencia no menos natural hacia la síntesis univer-

5

Palabras pronunciadas por Borges en una entrevista recogida en el diario «El País» ( 2 7 - J u n i o -

1980). Anuncia la publicación del libro de la siguiente manera: «He leído diez o doce veces La

Divina

Comedia en distintas ediciones. H e escrito muchos artículos sobre este tema. El libro recogerá estos artículos, reescritos y corregidos, y otros nuevos que tendré que escribir. Aunque todavía no sé qué título le pondré al libro, espero que salga para este mismo año». 6

Véase el primer capítulo de este ensayo («La selva y las estrellas. U n Paraíso literario»), donde se

matiza y desarrolla esta doble vertiente. 7

Dice Borges en «La noche que en el Sur lo velaron»: «¿Y el muerto, el increíble? / Su realidad está

bajo las flores diferentes de él / y su mortal hospitalidad nos dará / un recuerdo más para el tiempo / y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio / y brisa oscura sobre la frente que vuelve / y la noche que de la mayor congoja nos libra: la prolijidad de lo real» (Cuaderno San Martin, en Borges 1998: 100-101).

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salizadora, inherente a la misma actividad lingüística y nominadora del mundo, son piezas clave en el engranaje literario de Jorge Luis Borges. En este sentido, la redacción de un relato como «El Aleph» supone la formulación definitiva de esa dialéctica entre la unidad y la multiplicidad, atraída de forma brillante ahora hacia un argumento que combina la sugestión del pensamiento con la tradición erotanática que reformula Borges de manera genial, representativa al máximo de la mentalidad y la cosmovisión del hombre en el siglo X X . El paratexto escogido por Borges al inicio de «El Aleph» no puede ser, en este sentido, más apropiado y emblemático. La escena segunda del segundo acto de Hamlet estampa la relación entre lo mínimo y lo magno, en la seguridad de que, incluso en el interior de lo más pequeño, de esa «cáscara de nuez», el sujeto podría seguir sintiéndose «rey del espacio infinito». La excelente metáfora de William Shakespeare acerca del poder omnímodo del espíritu sirve a Borges para extrapolar dicha capacidad a la propia sustancia del espacio. Así como observamos la misma contraposición, recurrente en toda la producción borgeana entre los conceptos de «tiempo y eternidad», el relato que idea Borges para formular su concepción del universo sustenta la máxima paradoja del «topos» que, en su desrealización imaginaria, comporta, necesaria, la anulación del tiempo como progresión mensurable de la experiencia íntima de nuestra psique. La conjetura de raíz gnóstica sobre las facetas ínfimas del universo que contienen, en buena observación, el reflejo microscópico de las más vastas vertebra todo «El Aleph» y, con él, el concepto del lenguaje, la literatura y la «irrealidad» consustancial de un mundo que sólo desde el pensamiento es aprehensivo y, por lo tanto, objeto de infinita manipulación, como ya señaló hace años el ensayo de Ana María Barrenechea8. Pensemos que el aleph no connota simplemente un «espacio imaginario», un maravilloso cronotopo que da existencia a la fábula borgeana, sino que, simultáneamente, remite al origen, al principio, a la letra primera del alfabeto hebreo. Aludo, asimismo, al concepto científico de los números transfinitos, que utilizó por vez primera el matemático George Cantor, números cuyas propiedades parecen absurdas o paradójicas desde la lógica tradicional o aristotélica y que, por esa misma razón, participan del concepto demoledor de una realidad fijada y rígida, a que tiende claramente el texto literario borgeano9.

8

Reflexión propia de ios autores m á s c a r i s m á t i c o s de la tradición inglesa, c o m o Iliornas de Q u i n c e y ,

c i t a d o a s i m i s m o por la e n s a y i s t a a r g e n t i n a ; v é a s e B a r r e n e c h e a 1967. E n su a p l i c a c i ó n a la o b r a p o é t i c a , véase C e r v e r a S a l i n a s 1 9 9 2 . '

Véase, a este respecto, la síntesis del c o n c e p t o m a t e m á t i c o del infinito y d e los n ú m e r o s transfinitos

q u e d e s a r r o l l a S á n c h e z R o n en la e n t r a d a « I n f i n i t o » d e su Diccionario

de la ciencia ( 1 9 9 6 : 167-171). El

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Sin embargo, y a despecho de esta fascinante verbalización de una totalidad homogeneizada en que se acumula la poliédrica realidad —o, dicho de otra manera, la descripción que en el relato se nos hace del aleph como una «pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor» y de unos «dos o tres centímetros» de diámetro, donde cohabitaba el «espacio cósmico, sin disminución de tamaño», siendo, en él, infinita cada cosa, «porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo»10-, encierra, ampara y diluye, al mismo tiempo, la auténtica entraña del relato. Esta sería, a mi entender, la «modulación» borgeana de una historia de amor cuyo protagonista es una Beatriz atraída a la contemporaneidad: una metáfora diversamente entonada por el genio de la admiración dantesca. La imagen que el narrador tiene de su amada Beatriz Viterbo, su recuerdo, alcanza en la experiencia transracional que supone el descubrimiento del aleph un grado de multiplicación perspectivística tan extenso que su relación con ella, tanto en su presente como en la revisitación que se produce hacia su pasado, varía de manera esencial. Antes de descender al sótano donde se halla el talismán, escucha Borges las siguientes palabras, dichas por su gran rival y «antagonista» en el relato, Carlos Argentino Daneri: «Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz»11. El objeto ontològico del aleph no alcanza tan sólo a vislumbrar una imagen posible de la visión divina, sino que le confiere asimismo al sujeto humano la posibilidad de contemplar en un instante toda la historia de Beatriz, tanto lo conocido como lo ignorado, e incluso lo imposible de conocer, en una realidad virtual que no falsifica los hechos aunque los haga resistentes a la acción del sujeto sobre ellos. Quiere esto decir que la compleja trama, no ya del universo sino de la propia historia de Beatriz con el Borges del relato, se revela visualizada y «verdadera» en tanto se produce el espectáculo «alephico», pero queda situada en otra dimensión ontològica, donde el hombre no puede participar activamente, y por lo tanto, donde no se admite manipulación alguna de los hechos percibidos. Sucedería como en el mismo acto de la lectura, la hipotética lectura de un «libro de arena» que contuviera la summa textual de la biblioteca de Babel, donde

desajuste del número transfinito con la lógica matemática tradicional supone, por ejemplo, el hecho de que la suma de un número transfinito («aleph») más un entero, siga sumando el mismo número transfinito objeto de la suma. 10 Cito «El Aleph» según Borges 1994 (157-174). " Borges 1994: 166. Recordemos que Ricardo Piglia nos advierte del proceso paródico a que Borges somete el nombre del autor de la Comedia mediante la forma sincopada: Dan(te Alighieri, Daneri.

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el sujeto permanecería en un estado de percepción que, fatalmente, impediría su modificación o manipulación «directa» de ese mundo percibido. Y, sin embargo, adquiriría un grado de conocimiento y lucidez extraordinariamente superior al que su visión parcial y limitada, su principium individuationis en la terminología de Schopenhauer, le aboca habitualmente, proporcionándole, de esta manera, un potencial de acción y creatividad posteriores de insospechado alcance. Esta propiedad inherente al propio acto de lectura y de recepción del hecho estético fundamenta la experiencia narrada en «El Aleph», pero también condiciona la historia de amor entre Borges (personaje-narrador) y Beatriz Viterbo. Y, de esta manera, ocasiona un quiebre en la codificación tradicional de la historia de amor mítica que está en su base, léase Dante-Beatrice, produciendo finalmente un desmontaje semántico y moral de la misma, inscrito en el complejo síndrome de Beatriz. Pero este desmontaje, en el fondo, no es más que una de las infinitas «lecturas» posibles que el texto dantesco contiene, y que una inmersión en el aleph de la lectura lleva aparejada. Toda la literatura y toda la teoría de la literatura de Borges coinciden, al fin, en este aspecto. Ensayos como «La esfera de Pascal» (1951), «Kafka y sus precursores» (1951), o relatos del tipo «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939) o «El inmortal» (1949) plantean y conforman el concepto dialéctico de lo uno y lo múltiple: un mismo texto que se hace innumerablemente diverso en el engranaje de producción y recepción literarias que la historia configura. Todas las lecturas posibles están implícitas en un texto, figuran «en potencia» en su interior y, por lo tanto, el curso del tiempo desarrollará, antes o después, su actualización. De esta manera llegaríamos a la conclusión de que la desestructuración (la «necrosis») de Beatrice inscrita en el «Aleph» de Borges nos conduciría a la lectura metatextual del propio relato. Y así, de una concepción del acto de lectura como la suma de todas las interpretaciones posibles de un texto, es decir, del acto de lectura como aleph infinito, no podría dejar de aparecer la lectura de una Beatrice sometida a una inversión semántica de su caracterización tipológica, tal como el hemisferio sur habrá de producir en esa recepción deconstructora de los mitos, las imágenes y los valores transmitidos por la tradición de Occidente. Imaginemos que ese acto de lectura de la Divina Comedia, que cada persona ha realizado y realiza a lo largo de las generaciones y los siglos, pudiera condensarse en un momento único, que contuviera todos los anteriores: tendríamos entonces el aleph como lectura sintética universal y simultánea y, en ella, Beatriz Viterbo como modulación borgeana de una de esas metáforas esenciales que sintetiza, al decir de Borges, el transcurso de la historia universal.

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El hecho de que esa historia de amor sea la entraña desplazada y sumida en una enumeración heteróclita12 de elementos, la única verdaderamente propia de un aleph, o de una voluntaria nominación de lo contemplado en el aleph, viene dado por una serie de estrategias textuales digna de revisión, que con gran rigor y pericia han sido ideadas y convertidas por Borges en materia textual. Así, incipit y cadencia conclusiva del relato suponen el dibujo de una auténtica esfera cuyo trazo es el nombre de la amada: «La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios» es el memorable comienzo elegido por Borges. Su fuerza descansa en varios componentes. En primer lugar, la aparición de las coordenadas espacio-temporales, tan discreta, pero exactamente apuntadas: el mes de febrero, el más caluroso del año en el hemisferio sur, y la ciudad de Buenos Aires, referida mediante una metonimia con la alusión a la Plaza Constitución y sus enormes «carteleras de fierro». En el seno de esas coordenadas, el nombre propio de la mujer surge esplendente con todo el sabor de su prestigio secular y acompañado de la magia de un apellido actualizador, pero de coincidente raíz italiana: Beatriz Viterbo. El primer acto que caracteriza y acompaña al personaje es el de su muerte; se trata de la primera noticia que nos llega de su persona, incubándose de este modo el proceso patológico caracterizado por un luto interior permanente, por el sentimiento hondo de una ausencia fatal e irrevocable, cuya consciencia en el sujeto amante no rebaja, ni un ápice, el grado de desolación, en este caso, estoica 12

El concepto de heterotopia nos conduce, inexorable, de Borges a Foucault. Sabemos que una de

las obras más famosas del filósofo francés nació «de un texto de Borges» («El idioma analítico de John Wilkins», de Otras Inquisiciones), y que en el prefacio a Las palabras y las cosas define ingeniosamente estos conceptos: «Este texto de Borges me ha hecho reír durante mucho tiempo, no sin un malestar cierto y difícil de vencer. Quizá porque entre sus surcos nació la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene; sería el desorden que hace centellear los fragmentos de un gran número de posibles órdenes en la dimensión, sin ley ni geometría, de lo heteróclito: las cosas están ahí "acostadas", "puestas", "dispuestas" en sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un lugar de acogimiento, definir más allá de unas y de otras un lugar común. Las utopías consuelan: pues si no tienen un lugar real, se desarrollan en un espacio maravilloso y liso [...]. Las heterotopias inquietan, sin duda porque minan secretamente el lenguaje [...], porque arruinan de antemano la "sintaxis" y no sólo la que construye las frases -aquella menos evidente que hace "mantenerse juntas" (...) a las palabras y a las cosas [...]; las heterotopias (como las que con frecuencia se encuentran en Borges) secan el propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases» (Foucault 1978: 1-3).

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y viril, que con toda propiedad se corresponde a la afección que denominamos síndrome de Beatriz. La imperiosa agonía de Beatriz «que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo» establece asimismo la red semántica de una estirpe de sentimientos que, como acabo de proponer, vienen marcados por la resistencia estoica ante el avatar, que no sólo exalta el grado de autenticidad de los afectos, al elevarlos a una dimensión de aceptación lúcida de lo real e inevitable, sino que al mismo tiempo enaltece la calidad de los mismos, vigorizándolos y ponderando su constancia. Notemos, como el mismo narrador nos advierte, que el hecho de la muerte de Beatriz, de una propiedad natural contundente, relatado también sin rebajarse un solo instante al sentimentalismo o al miedo, comporta, empero, un cambio sustancial en la percepción habitual del mundo propia del narrador. Esa transformación perceptiva se produce de una manera trivial y nimia pero a un tiempo poética, a causa del complementario proceso de desautomatización en cuanto al vínculo que se había acordado entre el sujeto y la realidad empírica que lo rodeaba: «Noté que las carteleras de fierro [...] habían renovado no sé que aviso de cigarrillos rubios». Como a continuación explica el narrador, tal «revelación», a pesar de su nimiedad, supone el inicio de un proceso esencial para el personaje, y eso explica y justifica de manera absoluta que también haya sido éste y no otro el comienzo del relato: hace totalmente creíble y verdadera (en el sentido literario de verosímil) la historia, y auténtica, es decir, artística, la conversión de la experiencia vivida en palabras. Así, dice el narrador: «Comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad». La muerte de Beatriz Viterbo, indiferente para el universo, es un hecho esencial en la existencia individual de su amante, y ese contraste ocasiona una reflexión de timbre metafísico, acompañada del sentimiento de ausencia y luto, cuya suma troquela, al cabo, la letra borgeana, la «alephica» letra escogida por el maestro, para producir su propio, intransferible síndrome de ausencia definitiva. El hecho de que la serie de cambios constituya una «serie infinita» transporta a un orden matemático la historia de amor, pero no rebaja ni un ápice la importancia, la altura y la densidad de los afectos, sino que los nimba de una necesaria racionalización donde subyace, imperturbable, la naturaleza existencial y poética de los acontecimientos. Una «poesía del logos» acompaña toda la narración como particular contribución borgeana al síndrome de Beatriz. Los verbos escogidos por el autor, de carácter mental, como «notar», «comprender», «pensar», «saber» o «considerar», establecen, instauran, un suelo donde asentar la propiedad de

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lo inexplicable. El autor, el narrador y el personaje de esta singular historia parten de una concepción del mundo, de una «perspectiva humana» ante la vida, según la cual la mente construye esquemas lógicos y racionales para posibilitar una existencia que, en el fondo, se sabe incomprensible y que demuestra dicha sinrazón por los resquicios de oscuridad que la luz de la razón consiente. El párrafo final del lejano ensayo «Avatares de la tortuga», incluido en Discusión (1932), recapitula, en la palabra de Borges, esta misma idea que ahora aplicamos: «Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso»13. Con la misma concisión y similar laconismo refiere el personaje los rasgos definitorios de una relación que no precisa de aditamentos circunstanciales para ser aludida: «Alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación». El adjetivo «vana» contiene el sentido no recíproco de un amor constante; la «exasperación» aludida lo confirma, y la consagración a la memoria de la muerta, que zanja al mismo tiempo la esperanza de una conquista, pero también la humillación de una derrota, anclan el tipo de relación amorosa en nuestro concepto genérico, y nos dice mucho, con pocos elementos y una gran economía de medios, sobre la configuración psicológica de la singular pareja de amantes. También en este primer y magistral párrafo del relato nos encontramos con u n anticipo genial de lo que será el motivo de la transfinitud «alephica», cuando Borges-personaje, fiel a la costumbre de visitar la casa de la «amada ausente» cada 30 de abril, el cumpleaños de Beatriz, relata cómo habría de aguardar en la salita «abarrotada» al padre y al primo hermano de la finada, teniendo la oportunidad de estudiar «las circunstancias de sus muchos retratos». Estos retratos múltiples, el primero de los cuales nos muestra una mujer «de perfil, en colores», contienen la semilla, la prefiguración de lo que, páginas más adelante, será la contemplación vertiginosa del aleph, y en su enumeración hallamos la más maravillosa de las síntesis posibles de una historia vital. Este procedimiento, el de enumerar las circunstancias que acompañan a una serie de fotografías de un personaje como táctica narrativa para relatar sintéticamente su vida, ha sido eficazmente utilizado por el cine en numerosas ocasiones; en este relato produce una indefinible sensación de vértigo emocional, por el contraste que se produce entre los hechos objetivos de una vida, transcurrida 13

En Borges 1980 (vol I): 204.

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tan al margen del sujeto amante-narrador, y el sentimiento indestructible de fidelidad que éste le profesa. Un atisbo de materia dantesca vuelve a adivinarse. La clave la hallamos en los ya citados Nueve ensayos dantescos, concretamente en el titulado «El encuentro en un sueño», cuando el ensayista Borges nos recuerda: «Infinitamente existió Beatriz para Dante. Dante, muy poco, tal vez nada, para Beatriz; todos nosotros propendemos por piedad, por veneración, a olvidar esa lastimosa discordia inolvidable para Dante» (Borges 1982: 152). De manera similar, el microrrelato de la observación de las fotografías de Beatriz Viterbo contiene, sin decirlo, la clave de un amor unilateral, avivado por una sola llama y magnificado en la distancia, mientras la luz amada consumió en menesteres muy diversos el tiempo de su existencia: «Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón...»: ninguna de Beatriz con Borges. Con el «Borges» narrador y protagonista del relato. También a esta inicial incorporación del personaje en el relato corresponde una descripción que establece sus vínculos con el modelo femenino que representa, pero que, sutilmente, incorpora asimismo las primeras diferencias en su transmisión y conversión paulatinas. Describe a Beatriz como una mujer «alta, frágil, muy ligeramente inclinada», en cuyo andar había, «si el oxímoron es tolerable», «una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis». Es interesante y curioso que Borges haya reparado tan principalmente en el andar de Beatriz, cuando en tantas páginas de la Vita nuova dantesca recordamos la visión de la amada en las calles florentinas, paseando por ellas y gozando de «tanto favor entre las gentes» que «corrían a ver» a la «gentilísima dama», propiciando con ello sus tan memorables saludos 14 . También alusivo al universo dantesco es ese «principio de éxtasis» que, paradójicamente, se deriva aquí de una torpeza graciosa, donde ya vemos asumida la concepción moderna de la belleza que, desde el 14

Especialmente el capítulo X X V I de la Vita Nuova\ «Che quando passava per via, le persone

correano per vedere lei; onde mirabile letizia me ne giungea. E quando ella fosse presso d'alcuno, tanto onestade giungea nel cuore di quello, che non ardia di levare li occhi, né di rispondere a lo suo saluto» (1988: 210-212). En la traducción de Pinto: «Llegó a gozar de tanto favor entre las gentes, que cuando pasaba por la calle, corrían a verla; y esto me procuraba extraordinaria alegría. Y cuando ella estaba cerca de alguien, tanta honestidad entraba en el corazón de aquél, que no se atrevía a levantar los ojos, ni a responder a su saludo».

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movimiento simbolista, viene acompañada de un punto de bizarra imperfección, siendo más importante la sugerencia y el matiz, como quería Paul Verlaine, que la ausencia absoluta —y falsa— de defectos. A esta suerte de oxímoron simbólico corresponde, en suma, el retrato físico y espiritual de Beatriz Viterbo como una de las más genuinas variaciones contemporáneas del mito dantesco. Una belleza que no supone el sumo bien, ni la suma perfección, como ausencias propias de una realidad en que los conceptos y entidades absolutas han decaído de su anterior hegemonía. Y es esta nueva modulación del imaginario amoroso representado en la mujer sublime el que formula Borges con esa «magnífica ironía» con que Dios, según dictamen del «Poema de los dones», le concedería, simultáneamente, «los libros y la noche». Beatriz Viterbo concita los dones de la belleza y la imperfección, de la idolatrada beldad y el descuido moral, la indolencia en el reino de la acción y sus valores. No es pues de extrañar que minutos antes de descender al sótano donde habrá de producirse el asombroso descubrimiento del aleph el narrador nos confiese su convicción velada sobre la locura genética, a modo de tara, de la familia Viterbo. En este punto, retrotrae con valor su pensamiento hacia la entraña psíquica de la amada Beatriz, vista como «una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable», pero en quien podían apreciarse al tiempo «negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica». Es a todas luces interesante demorarse en esta enumeración de sustantivos que contienen la médula espinal de una psique femenina como la de Beatriz Viterbo. La progresión de cualidades negativas ascendente pasa de la inconsciencia irresponsable («negligencia») a la participación consciente en la indiferencia, donde el componente de la voluntad es mucho más activo («desdenes»), para alcanzar, al fin, el centro definido de ese campo semántico del comportamiento esquivo, acompañado además por un adjetivo que deniega las ambigüedades precedentes para instalar al sujeto en un punto fijo de la valoración ética: «verdaderas crueldades». Es un procedimiento narrativo muy frecuentado por Borges15, y muy poéticamente utilizado por él para dibujar a su paso el proceso mental que avanza hacia el grado definitivo de la adecuación lingüística y conceptual. Su eficacia es total, como queda demostrado en esta

15

Magistral ejemplo de este recurso de progresión emocional en lo enumerativo-descriptivo lo

hallamos en el broche final de «Las ruina circulares»: «Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo» (Ficciones, en Borges 1980: II, 440). Las cursivas son mías.

B e a t r i z en el A l e p h

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ocasión, donde sentimos fijada la radiografía emocional, la etopeya del personaje, pero también los pasos y vaivenes de quien a ella se acerca desde el vínculo afectivo, y no sólo desde la propensión descarnada a clasificar el alma de un ser. Esa fuerza es todavía mayor si consideramos que el cuento observa una omisión muy elocuente sobre el personaje femenino en su comportamiento vital, del que se nos escamotea absolutamente toda escena en que Beatriz aparezca en acción y movimiento. Sólo tenemos de ella la galería de retratos y las mínimas alusiones a su personalidad, ya reseñadas, donde el narrador recupera el peso de sus afectos, pero Beatriz no aparece nunca, por así decirlo, «viva», sino que es una figura, una imagen, un icono, una entidad, un ser «más intemporal que anacrónico», como el propio narrador significativamente señala ante «su gran retrato», previo a la oración donde estampará de manera tan bella y ritual su declaración de fe, en un amor que perdura tras la muerte y que pervive en el síndrome de la ausencia. La ausencia de esa Beatriz «viva» - e n el doble sentido del término, es decir, no sólo de una Beatriz finada, sino de una mujer cuyo recuerdo es más el de una imagen o tipo que el de un ser humano cuya historia y actividad propias remiten siempre al mito básico en que se apoya— puede corroborar la siguiente hipótesis: Jorge Luis Borges ha ideado el icono dantesco en su personal visión del universo, de la totalidad creada en una «cronotopía» de signo intemporal y utópico, como modulación contemporánea de este universal femenino en el motivo del amor constante, por más que no correspondido. Recurrente en este visión del amor, el joven Borges de Fervor de Buenos Aires (1923) había ya anticipado esta imagen de la ausencia amorosa con las metáforas de la cuerda que rodea el cuello del convicto, y del mar que circunda sin compasión al que se hunde en él para siempre: Habré de levantar la vasta vida Q u e aún ahora es tu espejo: C a d a m a ñ a n a habré de reconstruirla. Desde que te alejaste, Cuántos lugares se han tornado vanos Y sin sentido, iguales A luces del día. Tardes que fueron nicho de tu imagen, Músicas en que siempre me aguardabas, Palabras de aquel tiempo, Yo tendré que quebarlas con mis manos. ¿En qué hondonada esconderé mi a l m a

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Vicente Cervera Salinas para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada? Tu ausencia me rodea Como la cuerda a la garganta, El mar al que se hunde.16

Frente al anonimato juvenil, será ahora Beatriz Viterbo el nombre elegido para modular borgeanamente a Beatrice di Folco Portinari; al igual que ésta, se trata más de una niña que de una mujer, o en todo caso de una mujer de comportamiento en ocasiones pueril y egoísta. En cualquier caso lo cierto es que nos hallamos, nuevamente, ante el nombre del ser como verdadera entraña del mismo, ante una visión simbólica de la realidad que ya imprimió Dante Alighieri pero que ahora se refuerza como la más neta de las expresiones y dimensiones de esa relación: si la Bice de la Vita Nuova era el número y la gentileza, la nueva Viterbo es, profundamente, lo que ha dejado de ser, y se apoya ontológicamente en el prestigio y la fuerza de su nombre. En el Canto XXX del Purgatorio es la mujer sublime quien desvela su apariencia y, coronada por las hojas de Minerva, impele al amante a la humillación, manifestándose en la fuerza de su nombre, con una interrogante imperativa: «Guardici ben! Ben son, ben son Beatrice. / Come degnasti, d'accedere al monte? / Non sapei tu che qui é l'uom felice?»17. Ahora, en clara inversión textual, será el amante quien se digne a presentarse ante el retrato de quien es sólo ausencia, recreándose en lo que guarda como más preciado don de su persona, el nombre de la amada: «No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije: -Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges». Esta oración tiene una función básica en el relato como fórmula verbal de iniciación al rito, ya que va a preceder al descenso mágico del personaje al sótano donde se encuentra la infinitud, y recrea la morfología ritual, la ceremonia del ciclo caballeresco, en que el héroe se encomendaba a la figura femenina, vicaria de la santidad, con el fin de obtener el amparo preciso para ejecutar su acción fabulosa. Pero aquí, además, sirve para acentuar nuevamente la importancia de lo nominal, la idiosincrasia mítica de este personaje y el efecto de conmoción afectiva que dimana del esquema enumerativo y ascendente ya comentado: la 16

«Ausencia» (en Borges 1998: 47).

17

«¡Mírame bien, que yo soy Beatriz! / ¿Cómo has subido tan osadamente?/ ¿No sabes tú que el

hombre aquí es feliz?» (Purgatorio XXX: 73-75; 2002: 209).

Beatriz en el Aleph

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pronunciación del nombre completo de la amada, amplificándolo morosamente, obedece a un recreo erótico y físico en la palabra, saboreada como nunca fue saboreado su cuerpo, y el paso de Beatriz querida a Beatriz perdida para siempre nos sitúa de modo insuperable en el sentimiento clave del relato, que es el síndrome de la pérdida acompañado por la persistencia del afecto, llevada hasta el infinito. Hasta el infinito aleph. Todo lo dicho sobre esta nueva Beatrice prefigura la inversión a que Borges va a someter poéticamente el mito básico del que ha partido, una vez que el personaje Borges condescienda a la maravilla sub specie aeterni que será el espectáculo visivo del aleph. Habría que entender así las palabras que Harold Bloom estampó sobre la Beatriz primigenia, al decir de ella que aun siendo «la principal invención de Dante, existe sólo dentro de su poesía»18. Esta idea se sostiene si atendemos al fenómeno intertextual, de resonancias casi mágicas, según el cual la historia de la literatura ha impreso a toda aparición de Beatriz un carácter metafísico vinculado con los espacios ultraterrenos, vistos como realidades posibles o meras entelequias ideológicas obsoletas, pero, en todo caso, irrefutables como términos de referencia. Bloom llega, en esta clave, a proclamar la sustancia simbólica de la Beatrice dantesca de una manera original, afirmando que «en un sentido poético más que teológico, el mito de Beatriz está más cercano al gnosticismo que a la ortodoxia cristiana», procedente de «un mundo visionario emparentado con el gnosticismo del siglo II» y donde «Beatriz debe ser una chispa increada de lo divino o una emanación de la divinidad, así como una muchacha florentina que murió a los veinticinco años». En ella no hay indicios, ni «en la Vita nuova ni en la Comedia, de que estuviera sujeta al pecado, ni siquiera al error. Desde un principio, por el contrario, fue lo que su nombre indicaba: "la que otorga la bendición"»'9. Y desde una mirada al componente gnóstico de la literatura borgeana20, nada más oportuno que partir de la aportación de Bloom para acceder a

18

Bloom 2001: 9 5 y ss.

"

« D a n t e dice de ella que, a los nueve años, era "el b e n j a m í n de los Ángeles", u n a hija de Dios,

y tras su m u e r t e el poeta habla de "esa bendita Beatriz, que ahora contempla e t e r n a m e n t e Su rostro, y que es bendecida a través de los siglos"» (Bloom 2001: 101). 20

Del propio Harold Bloom: «Para Borges y los gnósticos, la Creación y la C a í d a del cosmos y

la raza h u m a n a son u n o y el m i s m o suceso. La realidad primordial era el Pleroma o plenitud [...]. En sus imaginaciones, Borges regresa a esta veneración. ¿La comparte? Al igual que Beckett, Borges leía a S c h o p e n h a u e r con intensa simpatía, pero Borges lo interpretaba c o m o i n s i n u a n d o "que somos fragmentos de u n Dios que, al principio del t i e m p o , se destruyó a sí m i s m o en su deseo de no existencia". U n Dios m u e r t o o desaparecido o, en el gnosticismo, u n Dios ajeno, a p a r t a d o de su falsa creación, es el ú n i c o vestigio de teísmo que queda en Borges. Su metafísica, c u a n d o no juega al idealismo, también

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la transformación de los valores metafísicos que se incorporan a esta nueva concepción de Beatriz Elena Viterbo, continente de los rasgos nominales y externos del mito dantesco, pero donde se rebaja, altera y desvirtúa su naturaleza divina, angelical y mediadora. La toma de conciencia sobre esta visión desvirtuada del personaje ha de surgir a partir de una primera incursión en el consciente máximo, expresado a través de la propia caracterización del narrador como escritor, es decir, como ser capaz de convertir experiencias en palabras. Por eso, la aparición de Beatriz en el aleph sólo puede llegar tras la declaración absoluta de principios literarios, donde el oficio de la escritura halla sus límites y se enfrenta a una realidad de cariz metafísico e incluso teológico. Así, el «inefable centro de mi relato» queda paradójicamente expresado por un adjetivo que, a pesar de su «inefabilidad», no deja en silencio lo que está más allá de su limitación intrínseca. La antonimia entre una visión absoluta contenida en un mínimo receptáculo viene a ser la metáfora de la percepción divina reducida a la parcialidad de la fenomenología humana. El aleph de Borges tiene en su base el poema filosófico más importante del siglo XVII americano, el «Primero Sueño» (1692) de Sor Juana Inés de la Cruz, con su deseo de integración totalizadora de la visión de un alma desprendida del cuerpo que, sin embargo, «por contemplarlo todo, nada veía / ni discernir podía». Sólo que ahora habrá de añadirse la propia dificultad inherente al lenguaje, como instrumento verbal de la temporalidad humana y, por ende, incapaz de formalizar nominalmente un todo atemporal y eterno. De manera cabal, consciente de su tarea imposible, pero sin sortear el intento de acceder lo más cerca a ella, señalará al respecto el propio narrador: «Empieza aquí mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo trasmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? [...] Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito [...]. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es». Los ecos de la inefabilidad son precisos en este punto. ¿Cómo no recordar los balbuceos hacia el mutismo que Dante expresa? En los versos finales del Paradiso la experiencia vivida deviene silencio. Allí donde el lenguaje verbal decae en su potencia, surge la mística silente: sigue a Schopenhauer y a los gnósticos. Vivimos en una fantasmagoría, en una imagen de la Eternidad distorsionada en un espejo, que Borges transmite con considerable vigor...» (Bloom 2001: 477).

Beatriz en el Aleph

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Ne la profonda e chiara sussistenza de l'alto lume parvemi tre giri di tre colore e d'una contenza; e l'un da l'altro come iri da iri parea reflesso, e'1 terzo parea foco che quinci e quindi igualmente si spiri. Oh quanto è corto il dire e come fioco Al mio contetto! e questo, a quel ch'i'vidi, E tanto, che non basta a dicer «poco».21 Observemos, reparemos detenidamente en un fenómeno singular que diferencia al autor moderno de esta visión atemporal, es decir, de un espacio metafísico, frente a lo que pudieron ser las experiencias visionarias de los autores que refirieron, como Dante Alighieri, sus rutas ultraterrenas: la narración es ahora consciente de sus límites verosímiles, que tienen que ver con una filosofía del lenguaje, bien es cierto, pero que también son deudores de una metafísica donde los órdenes y jerarquías del universo han dado paso a una ruptura con el concepto de divinidad y con el conjunto reglado de los elementos compositivos de su creación, donde el amor tenía su función capital en la disposición salvifica de su esencia liberadora. Este universo metafisico ya no puede ser concebido según la lógica de la premodernidad, con círculos numerados y escalas ascendentes hasta un Empíreo culminante y dador de un sentido y una razón a su geométrica arquitectura. Si la cosmogonía ptolemaica resguardaba un antropocentrismo donde la función del Dios creador parecía justificable en su historia de salvación, la nueva constitución de un orbe heliocéntrico abría una pluralidad de espacios y una infinitud de mundos, en expresión de Giordano Bruno, que harían tambalear la ortodoxia del orden y el concierto entre la especulación metafísica y la teodicea. A partir del Renacimiento, las «divinas comedias» no podrán contentarse con fabular sobre el contenido de los espacios del mas allá, sino que pondrán en tela de juicio la consistencia de los mismos. Al igual que el temor de Pascal ante el espectáculo majestuoso e inconmensurable del universo como una esfera excéntrica, que desplaza el papel y la función de cada ser en una disminución

21

Paradiso X X X I I I : 115-123. «En la p r o f u n d a y clara subsistencia / de la alta luz tres giros dis-

t i n g u í a / de tres colores y u n a consistencia; // cual iris de iris, u n o parecía / reflejo del otro, y el tercero un foco / que de u n o y o t r o por igual venía. // ¡Corto es mi verbo, y n o llega t a m p o c o / a m i concepto! Y éste, si a esas llamas / se c o m p a r a , no basta decir "poco"» (2003: 222).

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ridicula de sus poderes y destinos 22 , el observador y narrador del aleph siente vértigo ante lo que, por sobrehumano, anula y minimiza toda proporción y cualquier valor que estén basados en la escala del hombre. Y el corolario de ello, la deducción que más puede interesarnos en este punto, entronca con una razón de amor, según la cual tampoco la figura amada puede ya tener una función de enlace o escala en el ascenso a la perfección moral, puesto que nos hallamos en un mundo donde el hombre ha dejado de ser «imagen y semejanza» de un Dios que ha creado los tiempos y los espacios, providencialmente, para su servicio. Si la escatología de «El Aleph» no puede presentar un macrocosmos de equilibrios tripartitos, tampoco habrá una Beatrice que resguarde los mejores sentimientos del ser para transformarlos en su clave de acceso al reino de los elegidos. En un poema de 1942 —«Del Infierno y del Cielo», en El otro, el mismo- conjetura Borges en pleno uso del perspectivismo moral: El Infierno de Dios no necesita el esplendor del fuego. Cuando el Juicio Universal retumbe en las trompetas y la tierra publique sus entrañas y resurjan del polvo las naciones para acatar la Boca inapelable, los ojos no verán los nueve círculos de la montaña inversa; ni la pálida pradera de perennes asfodelos donde la sombra del arquero sigue la sombra de la corza, eternamente [...] Tampoco el fondo de los años guarda un remoto jardín. Dios no requiere para alegrar los méritos del justo, orbes de luz, concéntricas teorías de tronos, potestades, querubines, ni el espejo ilusorio de la música

22

En «La esfera de Pascal» (1951), escribe Borges: «En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto

que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Este aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el

firmamento,

comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: "La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna..."» (en Borges 1966: 136).

Beatriz en el Aleph

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ni las profundidades de la rosa ni el esplendor aciago de uno solo de Sus tigres [...]. En el cristal de un sueño he vislumbrado El Cielo y el Infierno prometidos: Cuando el Juicio retumbe en las trompetas últimas y el planeta milenario sea obliterado y bruscamente cesen ¡oh Tiempo! tus efímeras pirámides, los colores y las líneas del pasado definirán en la tiniebla un rostro durmiente, inmóvil, fiel, inalterable (tal vez el de la amada, tal vez el tuyo) y la contemplación de ese inmediato rostro incesante, intacto, incorruptible, será para los réprobos, Infierno; para los elegidos, Paraíso. 23

Este proceso deconstructivo comienza ya con la poética espacial que vertebra el «centro del relato». El dispositivo del viaje se limita y rebaja al hecho del descenso, que favorece una simbólica de regresión, y que en la doctrina teológica siempre se vinculó con la experiencia del sujeto con lo inferior y desolado, con el Inferos, la sombra, el lugar donde se hicieron definitivas las tinieblas, el Averno, la topografía de la pérdida. Frente a este proceso, normalmente seguido por el necesario y último ascenso benefactor, que traza el dispositivo espacial de la Comedia, el itinerario que describe y vive el personaje Borges hasta el aleph se ciñe a la bajada. Y así, tras la ya mencionada oración o invocación previa al nombre de la amada, que incoa el rito de iniciación en el misterio, comienza el descenso de Borges al sótano donde el aleph existe. Al igual que don Quijote en su descenso memorable a la cueva de Montesinos, también precedido de una famosa prédica a su dama 2 4 , la morfología del relato reproduce los pasajes de una experiencia donde la confusión entre la vigilia y el sueño (Cervantes) o la inmersión en la relatividad de lo infinito (Borges) desarticulan el subtexto teológico que toda experiencia mística lleva aparejado, para ofrecernos, a cambio, 23

Borges 1998: 184-185.

24

«Yo voy a despeñarme, a empozarme y a hundirme en el abismo que aquí se me representa, sólo

porque conozca el mundo que si tú me favoreces, no habrá imposible a quien yo no acometa y acabe. Y en diciendo esto, se acercó a la sima [...]» (Segunda Parte, capítulo X X I . Cervantes 1946: 1452).

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su negativo lúdico e ironizado (la cueva) o su descrédito atroz (el sótano). No es casual, sino pleno de sentido y mérito, el que concluya Borges la extensa enumeración de las visiones alephicas —en una de sus posibles formulaciones, ya que la enumeración de lo infinito engendra y contiene a su vez otro número infinito, otro aleph-, de enumeraciones posibles— con la frase que sirve de cadencia, «Sentí infinita veneración, infinita lástima», en una asociación de sustantivos cargada de todo el sentir paradójico que esta nueva visión de lo sobrehumano ocasiona: la veneración de lo extraordinario, pero también la lástima de su carácter inexpugnable, inabarcable, deslavazado, carente de un sistema divino que lo rija y ordene, de su esencia de caos. O se vislumbra, en todo caso, un Dios que, como señaló Paul de Man (1976: 150), «está de parte de la realidad caótica y el estilo es impotente para vencerlo». La relación de elementos contenidos en la enumeración supone no sólo uno de los grandes logros del texto, sino de toda la literatura borgeana y, aun me atrevo a asegurar, de toda la literatura hispánica del siglo XX. A ello se suma el acierto de haberse servido del pretérito indefinido del verbo «ver» a modo de anáfora rítmica en este microrrelato que es la visualización verbal del aleph, comenzando con una imagen físca y clásica de lo infinito, «Vi el populoso mar», y acabando con el referente del rostro, que corrobora la tesis del texto como peculiar Divina Comedia borgeana, donde Cielo e Infierno, como en el poema anteriormente transcrito, se polarizan en la contemplación de la cara en tanto cartografía del espíritu: «Vi mi cara y mis visceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo». E interior a este universo, que expresa también, como quería Harold Bloom, la hipótesis gnóstica según la cual cielo e infierno son los espacios escondidos pero existentes en nuestra propia realidad, que escapan a nuestra escala de percepción, se halla una nueva Beatriz. Como rosa desterrada, marchita y desprovista de su antiguo carisma de bendición, se halla esa Beatriz que dejó de amar en un mundo donde el Amor parece haber cesado de mover «il Solé e l'altre stelle».25 Volveríamos así a entroncar el texto con la tesis de Julia Kristeva sobre el amor intellectualis dei del filósofo racionalista Baruch Spinoza - u n o de los autores más frecuentados por Jorge Luis Borges, por cierto-, que ofrecía el tránsito de la teología clásica tomista a la ética spinozista como exponente de una singular 25

Divina

«l'Amor che move il sole e l'altre stelle», es el famoso verso final (Paradiso XXXIII: 145) de la Comedia.

Beatriz en el Aleph

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historia de amor especulativo26. Pero Borges, partiendo de la predilección por el filósofo racionalista, parece ir todavía más lejos en su posición ante los valores de la ética. Su posición definiría una suerte de existencialismo textual, en la que el gran signo, el «macrotexto» de la literatura ocupa el lugar que los valores y las creencias metafísicas y éticas habían ocupado secularmente. La realidad física y su trascendencia descansan en líneas y renglones, dispuestos en las galerías y los anaqueles de un universo bibliotecario, hecho de palabras, de letras impresas y de volúmenes de grafías. Son las huellas que, al revisar e invertir los postulados de la metafísica de Occidente, favorecen e instauran los pilares de una «grammatología» universal27. El amor de Dios y el amor humano que tendía hacia el divino remiten en Borges a esas «palabras desplazadas, mutiladas, palabras de otros», como magnífica y pobre «limosna» que a todo lector y a todo autor legaron «las horas y los siglos» para su decurso inmortal 28 . Y en el seno de este «universo textual» donde transita la palabra escrita de Borges, la voz Beatriz modula la huella de su aparición primera, los versos en que fue instaurada como patrimonio de la Biblioteca magna, como pieza clave de una obra esencial. Ahora, Beatriz Elena Víterbo remite a su gramma original, la Beatrice dantesca, pero sólo puede hacerlo desde la estética contemporánea, donde el Paraíso es un rostro escrito, y la salvación, un concepto de la historia literaria. En este ámbito, puede transformarse la virtud suprema de la mujer amada, puede desvestirse de perfección y desprenderse de su intervención mediática, puede trocar su divino rostro inmarcesible por una mueca depravada y transmutar su belleza angelical y eterna por la máscara de la descomposición. No hay, no puede haber deconstrucción mayor del mito dantesco que la ofrecida por este impío y despiadado aleph, que anula toda misericordia en una proyección de imágenes traspasadas por una indiferencia cósmica absoluta ante el sistema emotivo y sentimental del sujeto. En la vorágine de impresiones que recibe el receptor de este espectáculo plástico y abigarrado, poliédrico y dinámico, le llega, insensiblemente, el turno a la propia historia del contemplador. Aparece de manera abrupta 26

«Si no hay más que conocimiento, este conocimiento es un amor - u n amor intelectual, amor

intellectualis— que relaciona el sí mismo [...] con Dios. Sólo así el conocimiento puede conducir al horizonte ético: al gozo del salus» (Kristeva 1999: 168). 27

«La lectura y por lo tanto la escritura, el texto, serían para Nietzsche operaciones originarias

[...] respecto de un sentido al que en principio no tendrían que transcribir o descubrir, que no sería por lo tanto una verdad significada en el elemento original y la presencia del logos como topos noetos, entendimiento divino o estructura de necesidad apriorística» (Derrida 1971: 26). 28

Insuperable final del no menos insuperable cuento de cuentos que es «El inmortal» (en Borges

1994: 24).

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pero, dada la diversidad de los elementos aludidos —como ya se indicó páginas atrás, típico del arte enumerativo borgeano—, ello no desentona con el contenido aunque, eso sí, incorpora un rasgo distintivo de intimidad que no puede dejar de impresionar la sensibilidad del lector. Dice Borges: «Vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino Daneri». No puede construirse una deconstrucción ni una caída de manera más genial. La sensibilidad lectora a que acabo de aludir comienza siendo la del propio personaje que ve, en la cascada de imágenes, esas cartas dentro del cajón de un escritorio. La hipérbole de «todas las hormigas que hay en la tierra» y la referencia a un objeto sustantivo, de connotaciones remotas, míticas y descubridoras («un astrolabio persa») dan paso, sin transición y con una contundencia añlada y perfecta, al objeto que participa en la poética espacial biográfica e íntima. El paréntesis con la alusión al temblor que siente Borges al descubrir la grafía de Beatriz (¡tenían que ser signos escritos, para abundar en el principio de lo textual!) sobre el papel de unas cartas, mueve a los lectores hacia un grado distinto de emoción, que ya no es la perplejidad y asombro previos, aquellos producidos por la maravilla de un tipo imposible de visión, como es la simultánea en tiempos y espacios del aleph, sino la emoción particularizada en los sentimientos individuales del personaje que nos narra la historia. Atravesando mágicamente la madera del escritorio, alcanza Borges un descubrimiento no menos abismal que el «inconcebible universo» de cuya visión se ha hecho digno. Un descubrimiento que arroja una nueva luz a su historia de amor, añadiéndole un matiz depravado que confirma la intuición sobre el ser de Beatriz y exhibe aquellas «verdaderas crueldades» que reclamaban una «explicación patológica». Y consigue así, de una manera totalmente limpia y natural, dar con el corazón de la historia que nos está narrando, por más que ésta parezca abrumarse en la acumulación infinita de elementos donde el orden lógico y la jerarquía moral han rendido sus potencias. En su exquisita exégesis de la literatura dantesca, interpreta Giovanni Papini la ambigüedad de Beatrice al «dulcísimo saludo» que documentó Dante en el capítulo X de su Vita Nuova como una «femenina complacencia por la adoración de aquel joven, oscuro y pobre, y seguramente ni siquiera bello, pero de naturaleza apasionada y de deslumbrante ingenio». Y subraya la escena del banquete de bodas, en el capítulo XIV, donde participa Beatrice en la burla de que es objeto el poeta, ante la aparición de los efectos acostumbrados del amor en su rostro y comportamiento. «Una mujer que sienta solo un poco de afecto por un hombre» -sentencia Papini (1964: 685-689)-, «no consiente en reírse, befarse, burlarse de

Beatriz en el Aleph

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él, en su presencia, en compañía de otras. No lo haría ni tan sólo si tuviese un poco de compasión hacia él. Podría, por timidez, callar ante la burla de los demás, pero no tomar parte en ella como Beatrice hizo cruelmente ese día». Este apunte psicológico en el retrato de la mujer nos interesa, porque introduce, ya desde la propia base del mito, un cariz desacostumbrado en su dimensión beatífica más consagrada, y posibilita versiones deconstructivas del mismo, como ocurre en el caso de Borges. Pensemos que la amada en este relato no sólo parece desdeñar los sentimientos sinceros del protagonista («mi vana devoción la había exasperado»), sino que ahora, en la maravilla visionaria del aleph, se nos descubre autora de unas cartas vedadas, emblema de un deseo soterrado hacia su primo hermano, que resulta además ser del talante y la complexión fútil y pedantesca de un personaje como Carlos Argentino Daneri. Un sujeto al que minuciosamente ha ido retratando Borges en dilatadas páginas del relato como poseedor de una mente con una actividad «continua, apasionada, versátil y del todo insignificante». A los caprichos de una vida tan «fotogramáticamente» externa como la de Beatriz Viterbo habría que añadir la obscenidad velada y un erotismo de naturaleza paraincestuosa. Hábilmente, como siempre, utiliza Borges una tríada adjetival sumamente elocuente: las cartas eran «obscenas» por su contenido, «increíbles» para la impresión psicológica que Borges tenía de ella y también, ¡ay!, para su casto amor, pero asimismo y al fin, «precisas», de tal modo que no cabe duda sobre su autenticidad ni justificación timorata para su aceptación como tales. El carácter pusilánime que se adivina en el narrador queda así vigorizado abruptamente en un terrible tirón de descenso revelador y lúcido, que desmonta el Eros sublime en el corazón de la impureza. Toda comparación igualadora, en este punto, con el sustrato mítico femenino que está en la base de Beatriz Viterbo se desvanece. Como el mismo Papini expresa en buena síntesis, el amor de Dante hacia Beatrice, «que en la Vita Nuova es platónica adoración» transita en la Comedia a la «veneración teológica». La mujer pasa a ser deificada tras su muerte. Esta deificación es vista como «uno de los más singulares atrevimientos de su gran espíritu», pues «ni antes ni después de él, ningún poeta ha idealizado a una mujer hasta este punto. A ninguno se le ha ocurrido transformar la mujer amada en predilecta de Dios»29. Y todo como un modo de preservar su ser, cuando su apariencia física deja de ser una realidad. El síndrome por su ausencia, el luto por su muerte, el dolor y el pathos de la pérdida adoptaron en el poeta florentino una 29

Véase Papini 1964, y en especial VIII, «El Huérfano» (685), y XXXIII, «La Deificación de

Beatrice» (779-781).

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solución sublimatoria, una salvación por los poderes imaginarios que dispuso, en la ficción visionaria y en la historia de la literatura, «la gloria de Dante» 30 . Su condición de poeta cristiano encumbró en la gloria un amor que nunca fue suceso físico. Pero ahora, según Borges, «enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible» (1982: 150). Su falibilidad procede de una separación neta entre el amor humano y la estirpe divina que, otrora, lo amparaba y conducía, como quedó sellado precisamente con la figura de Beatrice. Y esta disensión, esta ruptura es la que produce y provoca la transformación del personaje, su hipóstasis invertida, es decir, su separación de la «eterna fontana» que la hacía una con la esencia de lo divino. Precisamente explicando estos versos del Paradiso compone el escritor argentino una de sus más hermosas páginas ensayísticas, la titulada «La última sonrisa de Beatriz», el último de sus Nueve ensayos dantescos. La tesis parte de los versos «más patéticos que la literatura ha alcanzado», aquellos que refieren cuando la dama abandona, en uno de los círculos de la Rosa, al poeta, y «si Iontana / come parea, sorrise», mirándolo por última vez, como en una despedida sin retorno. Su comentario no sólo supone una tesis original sobre la teleología textual del poema dantesco, sino que abre brechas de luz para acceder de otra manera a la comprensión de un relato como «El Aleph», donde reaparecen el poeta y la musa desvirtuada. Sostiene Borges: Yo sospecho que Dante edificó el mejor libro que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos encuentros con la irrecuperable Beatriz. Mejor dicho, los círculos del castigo y el Purgatorio austral [...] son intercalaciones; una sonrisa y una voz, que él sabe perdidas, son lo fundamental. En el principio de la Vita Nuova se lee que alguna vez enumeró en una epístola sesenta nombres de mujer para deslizar entre ellos, secreto, el nombre de Beatriz. Pienso que en la Comedia repitió ese melancólico juego»31. Destaquemos dos ideas de este párrafo. La primera presupone una finalidad amorosa, una causa última en la composición del texto donde la ficción y la

30

Así tituló Paul Groussac, tan admirado por Borges, su ensayo sobre el autor de la Comedia (en

Groussac 1987: 57-75). Sobre el personaje femenino acentuó la dimesión vital de Beatrice como «deliciosa aparición» en su literatura, criticando el vano celo y encarnizamiento de «los exégetas modernos» en evaporarla como «abstracción» o símbolo teológico (74). Su «alter ego» Jorge Luis Borges —como a sí mismo se define en el célebre «Poema de los dones»- proseguirá la lectura del mito en esta línea. 31

Los versos aludidos son: «Così orai; e quella, sì lontana / come parea, sorrise e riguardommi; /

poi si tornò all'etterna fontana» (Paradiso XXXI: 91-93; 2003: 156 y ss).

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realidad biográfica se abrazan de modo sugerente e innovador: el texto literario produciría una supervivencia, una pfolongación, la hipótesis de una vida nueva, un mundo posible en que la imaginación desarticularía de manera fictiva el síndrome de Beatriz. Amparada en la rosa bienaventurada, bendice Beatriz al que así la hace sobrevivir. No sólo vuelve a aparecer su sonrisa y su figura, sino que su voz ahora entona parlamentos en que la teología se hace poesía viva y espectáculo adorable. El poeta, al verla, al volver a tenerla ante sí, al «salvarla» de la muerte eterna, se siente, también él, salvado eternamente, digno de entrar entre las filas de los elegidos. Como en ese último verso de otro poema juvenil de Borges, también transido por la imaginería apocalíptica, «Casi Juicio final», el poeta florentino podría decir: «Siento el pavor de la belleza; / ¿Quién se atreverá a condenarme si esta gran luna de mi soledad me perdona?»32. La segunda idea tiene que ver, nuevamente, con un universo nominalista, tan importante en la manifestación del amor. La exégesis de Borges es sensible a esa cualidad, porque es también un importante punto de inflexión en su literatura y en su perspectiva estética ante el mundo. El prestigio del ser amado estriba en la propiedad de su nombre, donde es uno y único, donde se saborea su presencia manifiesta en el ámbito fónico entre la multitud de individuos genéricos y anónimos que pueblan la realidad. Incluso cuando el yo se pluraliza, consciente de que su ser es un latido antiguo y múltiple, sabedor de su linaje como hijo de un Heráclito fluyente, no puede impedir que un lamento haga mella en su sentir: el lamento de quien nunca fue el yo único y concreto donde el nombre propio de la amada fijó su ser: Yo, que tantos hombres he sido no he sido nunca Aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach 33 .

Beatrice Portinari. Matilde Urbach. Beatriz Elena Viterbo. Sus nombres son sus esencias. En ellos late toda la fuerza emotiva y sobre ellos también se derrama el dolor de sus ausencias, o el lamento de su imposible posesión. Tal vez, como Dante, Jorge Luis Borges elaboró la complejidad fenoménica de su cuento, y del aleph, para intercalar en su tumultuosa red de percepciones la visión reconquistada de quien había sido «amada» y «perdida para siempre», y restañar así su herida espiritual, la angustiosa sensación de pérdida intolerable que lo rodeara, como el mar al que se ahoga, a resultas de su síndrome 32 33

«Casi Juicio final», de Luna de enfrente, 1925 (en Borges 1998: 78-79). «Le regret d'Heraclite», de Elhacedor, 1960 (en Borges 1998: 169).

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particular de Beatriz. Pero, al igual que Dante, en la explicación que el autor nos lega en su ensayo «El encuentro en un sueño», la conciencia del artificio deformó la maravilla del hallazgo, y en el vértigo visual del aleph la amada se convierte en un ser obsceno y cruel, y la delicia de su persona queda reducida a una «reliquia atroz». En el ensayo referido proponía Borges: «Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro. Le ocurrió entonces lo que suele ocurrir en los sueños, manchándolo de tristes estorbos. Tal fue el caso de Dante. Negado para siempre por Beatriz, soñó con Beatriz, pero la soñó severísima, pero la soñó inaccesible, pero la soñó en un carro tirado por un león que era un pájaro y que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de Beatriz lo esperaban» (1982: 152). Y el sueño se hizo pesadilla. Y la sonrisa de Beatriz, esplendente y magna, volvió a desaparecer eternamente, una vez más, como en la realidad hubo sucedido, y never more. Tal es la Beatrice dantesca para Borges. Un fin último del poema. Pero un fin que termina siendo consciente de su naturaleza de invención, de su carácter ficcional. Recordemos que, para Borges, nosotros, esa indivisa divinidad que en nosotros opera, construimos un mundo para simular una lógica, una esperanza, una razón de ser, un consuelo; tal vez, también, una habitación para el amor. Mas dejamos «tenues instersticios de sinrazón» para detectar así su falsedad. Cabría aducir que ese mundo construido al que alude Borges es el que la mente filosófica y la mente literaria de los hombres han levantado, y cuya solidez está surcada por fisuras y pequeñas grietas que amenazan su entidad y nos advierten de su intrínseca aporía. Como en la refutación del tiempo que la historia de la filosofía articula, y que historió nuestro escritor, el resultado último de un proceso de anulación de la sustancia temporal no puede evitar que el río, el tigre y el fuego que son nuestro tiempo nos arrebaten y consuman. Fiel a esta concepción del universo, donde los hombres, como demiurgos menores, ejercemos el derecho a dar sentido al sinsentido mediante la capacidad creativa, es la Divina Comedia para Borges igualmente un edificio maravilloso y excelso, que en su seno esconde una entelequia 34 . Asimismo, hace poseedor a Dante de una cualidad muy contemporánea en su historia de amor por Beatriz, ya que lo supone víctima de un síndrome de ausencia que, a pesar del artificio literario donde volvería a recuperar

34

«No creo que Dante fuera un visionario. Una visión es breve. Es imposible una visión tan larga

como la de la Comedid. La visión fue voluntaria: debemos abandonarnos a ella y leerla, con fe poética. Dijo Coleridge que la fe poética es la voluntaria suspensión de la incredulidad» (Borges 1980b: 17).

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el bien perdido, se resuelve en consciencia fatal de su irreversibilidad, de su desaparición absoluta. Borges actualiza a Dante. Lo lee desde su propia concepción del universo como arquitectura falaz y del amor como religión falible. Borges destierra no sólo el absolutismo teológico sino también la gravedad trágica como pilares del espíritu en su comercio con el devenir de la existencia. La edad teológica de la humanidad cifró la vida humana en relación con un patrón divino, y la edad idealista, metafísica y romántica sintió y experimentó la tragedia del yo sumido en una sustancia extensa y externa donde el conflicto y la lucha estaban siempre servidos. Para la teología, el amor humano postula la salvación y providencia la vida temporal hacia una existencia eterna y santificada. Para el romanticismo, el amor es una fuerza motora constante y de una energía extraordinaria, pero condenada a estar en liza contra las lides de la muerte. Beatrice y la Margarita del Fausto serán sus emblemas 35 . Pero el mundo, para Borges, ya no es ni teológico ni trágico, sino fundamentalmente textual. Como textual es su singular existencialismo. Estas palabras de su ensayo «La última sonrisa de Beatriz» lo confirman: «Ausente para siempre de Beatriz, solo y quizá humillado, imaginó la escena para imaginar que estaba con ella. Desdichadamente para él, felizmente para los siglos que lo leerían, la conciencia de que el encuentro era imaginario deformó la visión» (1982: 161). Quedémonos con esta idea: «Desdichadamente para él. Felizmente para el mundo». Lo trágico, lo patético, lo teológico, quedan subsumidos y fundidos en una dicha universal: la dicha de la lectura que supone al fin una «justificación teleológica de los males». Con Mallarmé, Borges profesa el credo de que «el mundo existe para llegar a un libro» 36 . Ese libro es, en este caso, la Divina Comedia leída por Borges; el sentimiento amoroso allí vertido es ahora su lectura, su «deformación». La desmitificación de Beatriz en el aleph es el fruto de la interpretación borgeana de Dante. El amor ya decayó de su virtud teológica, pero también de su prestigio romántico. Beatrice, recordemos, se tornó eternamente a la fontana. El síndrome despierta de su sueño y reaparece la pesadilla. Convertida ahora en su descendencia 35

Hablando del romanticismo del Fausto goethiano, dice Santayana: «El ideal de algo infinitamente

atractivo y esencialmente inagotable - l o eterno femenino, como Goethe lo llama- eleva la vida de un estadio a otro. [...] Así, soñando en una satisfacción y renunciado a ella, encontró una satisfacción de otra especia. El Fausto termina en el mismo nivel filosófico en que empezó: el nivel del romanticismo. El valor de la vida radica en la persecución y no en el logro del fin perseguido; por lo tanto, todo es digno de ser perseguido y nada produce satisfacción, excepto este mismo destino interminable...» (Santayana 1994: 106). 36

«Del culto de los libros», Otras inquisiciones,

1952 (en Borges 1980: 229).

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nominal, Beatriz Elena Viterbo es el espejo deformado de aquel nombre eterno, y nace tras una lectura, digamos, laica o desacralizada del texto y el personaje originarios. En su peculiar visión del todo atemporal, que es el aleph, a la degeneración moral le sigue la degeneración física como proceso natural de la muerte: «Vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viberbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis visceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré...». Es curioso. Es hermoso, además de perfecto desde el punto de vista del estilo y el manejo de la lengua, seguir el curso de la enumeración propuesta por Borges. El ritmo veloz a que nos obliga la lectura de este microrrelato inserto en «El Aleph» es coherente con la percepción que el narrador está teniendo al mismo tiempo que nos la transmite. Ello puede despistar en una primera lectura. Una revisión atenta nos ofrece el valor denotativo de cada una de los referentes, pero también su concatenación revela sus dones metafóricos donde subyace una secuencia vital y narrativa. Así, el «adorado monumento en la Chacarita», uno de los dos famosos cementerios bonaerenses, alude a la tumba de Beatriz, «adorada» por quien padece el síndrome del afecto perdurable tras la muerte de lo amado. Pero es a continuación cuando la perfección literaria alcanza uno de sus más altos grados: «la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo». Es difícil, casi imposible expresar de manera más concisa y sintética el proceso descarnado que se opera tras la muerte desde el cuerpo a la osamenta. La tradición barroca está congelada en esa frase magnífica de Borges. También está casi todo Poe en ella, pero sutilizado por el arte de la contención y por el adelgazamiento de un lirismo tendente a lo abstracto, por la «poesía del logos» borgeana. El adjetivo «atroz» es contumaz y radical, y la elección del adverbio «deliciosamente» para contener la belleza de lo vivo y adorado frente a la rigidez y horror de lo inerte no puede ser más feliz. Esto es lo que queda de Beatrice: una «reliquia atroz». Éste, el resultado de una visión capaz de atravesar las paredes más recias del espacio y las lindes del tiempo. La contemplación «alephica» f u n d a una tierra baldía para el corazón. El ser amado desnuda sus atributos, y en su interior, la ausencia de escrúpulos desbanca la antigua virtud, mientras que su «reliquia atroz» sustituye al cuerpo de la hermosura. C u a n d o Borges regresa, cuando asciende nuevamente a la realidad tras la veneración y la lástima infinitas que le produjo ese aleph, sito en el sótano de

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una casa en la calle Garay «que aludía infinitamente a Beatriz», descubre que el resultado de su visión, por las «obscenas cartas» descubiertas, genera también una venganza hacia su destinatario, Carlos Argentino, ante quien restará toda importancia al descubrimiento «alephico» y al que aconsejará demoler el caserón con su tesoro y sus recuerdos. H u n d i d a quedará así la memoria de la amada, imposible ya de sostener su pureza. El personaje Borges, que nombraba a Daneri como «el primo hermano aquel de Beatriz», porque «ese eufemismo explicativo» le permitía nombrarla, y que se indignó porque el teléfono fuera un instrumento que «pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri», habiendo sido algún día el mismo instrumento que «produjo la irrecuperable voz de Beatriz», condesciende ahora a sacrificar un hallazgo tan monumental porque ha sido el pasaje para la apreciación nítida y desahuciada de su bien 37 . Condesciende a convertir el saber en venganza cuando el amor desvela su miseria y su derrota. H u n d i d a en un infierno, enterrada en los escombros de esa «desaforada confitería» en que habrá de convertirse la vieja casa tras su venta y demolición, yacerá Beatriz, tan lejos de su esplendor y de su altura empíreos. La lectura que Borges realizará de la Comedia, años más tarde, determinará la interpretación que hoy cabe realizar de «El Aleph» en su dimensión erótica. Una Beatriz que se volvió a la fuente de la luz, eternamente, abandonando a Dante en los esplendores, o un desvanecimiento ante las palabras y los llantos de esos amantes que, en el círculo de la lujuria, estrechan y abrazan su condena. Conjetura Borges que Dante, tras el encuentro con Beatriz en el Paradiso,

pudo

sentir que se trataba de un sueño, del sueño de sus «ficciones», y que volviendo la vista al inframundo rememoró los tercetos de Francesca, «sostenida» en el cuerpo de Paolo, en cuyo amor desfallecía. Desfallece. Pudo entonces el personaje Borges de «El Aleph» sentir ansiedad, admiración y envidia ante Daneri, en cuyos brazos también desfalleció Beatriz Viterbo, convertida atrozmente en la reliquia venerada de un cementerio, forma del infierno para quien desdeña el más allá. La historia melancólica de «El Aleph» puede finalizar con las palabras que cierran «El encuentro de un sueño», uno de los ensayos dantescos, donde el amor revive la entraña del olvido o del desprecio: Leo y releo los azares de su ilusorio encuentro y pienso en dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque

37

«Mais pour punir Daneri de lui avoir donné à voir les images dégradantes de Beatriz, il nie la

réalité de l'Aleph, ce qui revient à nier la réalité des images». ( N o u h a u d 1995: 50).

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él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró. Pienso en Francesca y en Paolo, unidos para siempre en su Infierno. C o n espantoso amor, con ansiedad, con admiración, con envidia. (1982: 152-153)

Tal vez la historia incardinada en «El Aleph», que Borges dedicó a una mujer, Estela Canto 38 , sea la historia de una lectura, que es también la de un juego de ilusionismo, en la que acechan los intersticios de la sinrazón. Una «historia de amor» leída 39 que articula una historia de amor desarticulado. En ella se deconstruye uno de los símbolos canónicos de la tradición de Occidente. El síndrome de Beatriz adopta en él los rasgos de una pasión literaria. El discurso teológico y el idealista han pasado a ser ramas de un gran árbol. Del gran árbol de las letras. Por eso, al concluir, el sentimiento particular se diluye en ese olvido de las cosas individuales y pasajeras, que no es tal para la mente inmortal que las registra en las páginas de su incesante libro de arena. «Nuestra mente es porosa para el olvido», dice el Borges narrador en la postdata del primero de marzo de 1943, interrogándose sobre la veracidad de su visión y de la existencia real del aleph. Y en el compás de su escritura apunta su esférico final: «Yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz». También como original epílogo en el ámbito de la ficción propone el autor argentino una nueva presencia de la esquiva fémina, particularizada bajo el mismo nombre de la musa dantesca, en su relato «El Congreso», contenido en El libro de arena de 1975 y fechado por su autor en 1955. Bajo «la alta cúpula

En su biografía de Borges, edita Estela Canto unas cartas de los años cuarenta que aquél le escribió. Una de ellas, probablemente fechada en febrero de 1945, contiene la siguiente información privilegiada sobre la génesis de la escritura del relato: «Esta semana concluiré el borrador de la historia que me gustaría dedicarte: la de un lugar (en la calle Brasil) donde están todos los lugares del mundo. Tengo otro objeto semimágico para ti, una especie de calidoscopio...». Unas páginas más adelante se nos amplía la información: «El vino a casa con el manuscrito garabateado, lleno de borrones y tachaduras, y me lo fue dictando a la máquina. El original quedó en casa y las hojas dactilografiadas fueron llevadas a la revista Sur, donde se publicó el cuento. En 1949 se editó, junto con otros relatos, en un volumen que lleva ese título» (Canto 1989: 136; 208). 38

39 «Si he elegido la Comedia para esta primera conferencia es porque soy un hombre de letras y creo que el ápice de la literatura y de las literaturas es la Comedia. Eso no implica que coincida con su teología ni que esté de acuerdo con sus mitologías. Tenemos la mitología cristiana y la pagana barajadas. No se trata de eso. Se trata de que ningún libro me ha deparado emociones estéticas tan intensas. Y yo soy un lector hedónico, lo repito; busco emoción en los libros. La Comedia es un libro que todos debemos leer. No hacerlo es privarnos del mejor don que la literatura puede darnos, es entregarnos a un extraño ascetismo. ¿Por qué negarnos la felicidad de leer la Comedia?» (Borges 1980b: 26-27).

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de la biblioteca del Museo Británico», en Londres, halla Alejandro Ferri a su Beatriz mientras se demoraba —borgeana, metatextual, irónicamente- en «el examen del idioma analítico de John Wilkins». Sus rasgos asumen la amada remembranza de los medallones en que las beatrices románticas y victorianas resplandecían esbeltas, altas, de rasgos puros y bermejos cabellos, plenas en su expresión sensual delicada y morosa, pero efímeras en su paso por las nuevas vidas de sus adoradores. Beatriz Frost, en cuyo nombre no solamente resuena la tradición dantesca sino los ecos del mundo clásico en la poesía norteamericana contemporánea - p o r su clara estirpe con el poeta Robert Frost (1874-1963)- es presentada en el relato, así mismo, desde un linaje de heroínas literarias. Se nos dice que «como Nora Erfjord, era devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a nadie». Y la breve historia de un amor realizado, y no meramente imaginario, como el narrado por el Borges del aleph, se vincula con otro relato erótico de la misma colección, «Ulrica», y ambos comparecen en ese himno, no ya del amor perdido en los jardines de la meditación, sino apagado en su pleno crepitar, extinto por la cobardía, la indiferencia preconcebida o la desilusión que se atajó antes de la implacable obra del olvido. No obstante, esta Beatriz de Borges nos deja uno de los poemas narrativos más intensos de su cuentística: «De su boca nació la palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh compartida y tibia tiniebla, oh el amor que fluye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos perdíamos para perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo contemplándola». En su despedida, comprobamos cuán intenso fue el momento de su recreación, cuán íntima y plástica su visita en la narración de una vida, cuán indefenso y solo el corazón sin duelo que ya no espera: «Beatriz no quiso ver el barco; la despedida, a su entender, era un énfasis, una insensata fiesta de la desdicha, y ella detestaba los énfasis. Nos dijimos adiós en la biblioteca donde nos conocimos en otro invierno. Soy un hombre cobarde; no le dejé mi dirección, para eludir la angustia de esperar cartas» 40 . Como dato no menos digno de relieve, la despedida tiene también la biblioteca como escenario. Así pues, la Beatriz Frost de este relato sobre un Congreso universal e imposible de hombres sabios, libres y fraternos sanciona la figuración

40

Borges ( 1 9 8 0 , II, 4 7 9 - 4 8 0 ) . Apréciense el tono de exaltación erótica aplicado a un personaje

que también c o m p a r t e con la tradición de Beatrice la ausencia de una vida propia, independiente de su a m a n t e observador, autónoma en su existir. Liberada de la tradición cortesana, la Beatriz deconstruida no llega a abandonar sus rasgos plásticos y su altivez arcana.

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libresca del mito amoroso en la literatura argentina del siglo X X . Borges convierte el suspiro en un párrafo perfecto; la ansiedad en una cita y el olvido en una negligencia de escritor: «convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor y un símbolo» 41 . Un símbolo olvidado como el de Beatriz Viterbo, que puede atenuar la gravedad de aquella «candente mañana de febrero», pero que no erosiona la majestad del nombre propio —del síndrome del nombre— que es en verdad quien «muove il Solé e le altre stelle».

41

«Arte Poética» (en Borges 1998: 161).

VI La memoria del doble: de Beatriz a Paulina

Ah quanto ne la mente mi commossi, Quando mi volsi per veder Beatrice, Per non poter veder, benché io fossi Presso de lei, en el mondo felice! Paradiso XXV: 136-139

I was vowed to liberty, Men were to be gods, and earth as heaven, And I -ah! What a life was mine to be, My whole soul rose to meet it. Now, Pauline, I shall go mad, if I recall that time Robert Browning: Pauline. A Fragment of confession

La redacción del cuento de Adolfo Bioy Casares «En memoria de Paulina» tuvo lugar en una época no muy distante a la del relato «El Aleph», de su amigo y mentor Jorge Luis Borges. La trama celeste, que lo contiene, se publica en Sur, en 1948, y un año más tarde aparece la colección de cuentos que incluye el famoso texto borgeano. Un análisis atento de sendos relatos nos permite apreciar ciertas similitudes en cuanto a la simbología de cuño sobrenatural que parece haber impregnado a buena parte del grupo de escritores y artistas integrado en torno a la mítica revista dirigida por Victoria Ocampo. Ella misma había editado dos décadas antes su peculiar contribución a la materia dantesca con su ensayo De Francesca a Beatrice (1924) que, de algún modo, supone una primera incursión de la literatura hispanoamericana en la lectura de la Divina Comedia desde claves existenciales circunscritas al referente amoroso. Algo que, indudablemente, llevarán a cabo sus continuadores en el dominio argentino. La obra de Ocampo, sin ceñirse a ello, formula la hipótesis central del viaje del Alighieri a partir de las dos concepciones polares y antagónicas del amor que brinda la obra: dualismo que remite a diversos órdenes, tanto espacial (la geografía del espíritu, según el

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Medioevo), como espiritual (el amor carnal frente al idealizado) y, por encima de todo, ético (el castigo a una concupiscencia condenada por la ley, en el extremo opuesto a la salvación por la perseverancia del sentimiento incontaminado por lo mundano, y la observación de la penitencia impuesta al sujeto descarriado). En la visión que Victoria Ocampo nos trasmite del segundo círculo infernal, donde los amantes persisten, Francesca y Paolo han transformado su unión en una insoportable crucifixión donde el abrazo sólo puede expresar la envoltura de «huracán y tinieblas» que les rodea, la ceguera de la noche, el fraseo ensordecedor del viento en torno y la prisión que mutuamente se construyen. Allí «no pueden verse» ni «hablarse» y aparecen como «viajeros errabundos de su amor», sin poder fijar en él su residencia, ni construir ningún tipo de morada. Sujetos a un compás irreversible, como la «esfera terrestre del amor» que, en visión vallejiana, da «vuelta y vuelta sin parar segundo», son contemplados, más por Victoria que por Dante, «en el abrazo frenético» de «dos soledades», «como el doble espectro del jamás más absoluto, más desesperado, que haya arrancado nunca el arte a la vida»1. Resulta destacable, en este sentido, comprobar cómo la dirección que imprime Ocampo a la lectura ensayística de la Comedia genera una red de resonancias interpretativas que, coincidentes en el subrayado amoroso de la compleja trama dantesca, obedece curiosamente a una variación en cuanto al sentido impreso a dicha orientación. Tanto Bioy como Borges comparten el interés preeminente por el dispositivo poético-espacial que de «Francesca a Beatrice» permite establecer una lectura específica del viaje construido por Dante, pero en ellos un signo de inversión pauta las escalas del itinerario, produciendo una transformación genuina y básica de la tópica ascensional que ha acompañado a toda exégesis previa del amor en la memoria del poeta florentino. Es, me atrevería a decir, paradójicamente la mirada masculina contemporánea la que, en este caso, imprime las alteraciones renovadoras a un modelo amoroso tradicional, mientras que la lectura femenina se instala en una región más fiel a las coordenadas de un plano de oposiciones irreductibles, propio del discurso logocéntrico clásico, donde la antinomia impera, ajena a los asaltos al recinto de los valores consagrados por los patrones ideológicos de Occidente, insensible a la amenaza de su deconstrucción.

1

O c a m p o 1928. Artistas y músicos del X I X coinciden con la escritora argentina en esta

revisión de los mitos dantescos en clave simbolista. Los vaivenes rítmicos, melódicos y estructurales pautan la partitura de Franz Liszt (1811-1886), «Aprés une lecture du D a n t e (Dante Sonata)». Esta «lectura» parece haber sido el f r u t o de u n a relación amorosa de Liszt con Marie d A g o u l t ; se trata de páginas de intenso lirismo que parecen prefigurar el impresionismo musical.

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Cabe al respecto señalar la muy valiosa lectura que del ensayo de Ocampo imprime Ortega y Gasset, en su prolijo «Epílogo» a la primera edición de la obra en Revista de Occidente, en el año 1924. Glosando la paráfrasis de la escritora argentina, y tras el estampado de elogios que desgrana a su figura intelectual, aventura el filósofo una corrección que, más allá del texto comentado, se extiende a la propia idea que del amor se destila en la obra de Dante, según la mirada orteguiana. Clara señal de un tiempo donde el concepto del amor ha modulado su naturaleza esencial, comprende Ortega —y así lo confiesa— que la doctrina imperante en la obra dantesca en el campo de los afectos y pasiones le resulta «parcial e insuficiente», significando con ello que «el estadio de la evolución sentimental que él representa», a caballo entre las formulaciones del amor cortés y los postulados místico-teológicos, «no puede ser el último». Dicha limitación parece radicar, precisamente, en la posición donde el amor parece quedar aherrojado en el inmovilismo premoderno de tal visión dualística del afecto. Un peldaño que aún no alcanza el sentir renacentista asienta esta visión de otro sentir, el erótico, que es todavía resistente a la integración plena y culminante de sus fuerzas y sus potencias combinadas. Un «goticismo» y una «propensión racionalista», «que aspira a sustituir la vida por la idea», embriagan en un afán descarnado, donde aún no florecen los colores de las pasiones, denotando un espacio en que el alma del amor no ha sido finalmente reintegrada a su dimensión corpórea. Atento lector de la revolución ideológica que imprime Nietzsche en la filosofía contemporánea, introduciendo las claves del futuro sentir deconstructivista, impele Ortega a la autora de las páginas a una reconsideración de la realidad amorosa a la luz de una «nueva salud», donde el dualismo inveterado se funde en un estilo orgánico y más libre, y en el que, de manera necesaria, el cuerpo sirva de «contrapeso» al alma. «El cuerpo» —estampa elfilósofo—«significa un imperativo de realización que se presenta al espíritu», llegando incluso a concebirlo como la propia y más auténtica «realidad del espíritu». El proyecto saludable de fusión se presenta así como un nuevo proyecto, un nuevo ordo amoris, una vocación de nuestros tiempos, «la misión de nuestra edad»2. Una última respuesta completa este intercambio inte2

Este párrafo matiza convenientemente las apreciaciones sutiles de Ortega al respecto: «Hay en Dante, como en toda su época, un inestable dualismo. Dante es, por una parte, el hombre que ha mirado mejor las formas de las cosas. Sus sentidos, prontos y perspicaces, estaban magníficamente abiertos sobre el mundo, y de su persona brotaba un gigantesco apetito de vida. No era un espectro: dondequiera que iba «movía lo que tocaba». Si escapa al trasmundo de las postrimerías es para hacer de él una localidad inmejorable desde la cual contemplar el gran torrente dramático de este nuestro mundo [...] La Divina Comedia es, ante todo, un libro de memorias. Pero al lado de este terrenal entusiasmo, y sin acuerdo con él, triunfa en Dante el goticismo, con su alma de

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lectual a propósito de la materia dantesca como pretexto para un debate sobre los estados del alma del hombre contemporáneo. En su «Contestación a un epílogo de José Ortega y Gasset» de 1931, confirma la ensayista argentina que «ir a Dante» significa, en la edad moderna, tanto como asumir la búsqueda de lo esencial en una época convulsa: propender a un orden divino en la «casa del ser». La visión de los espacios de ultratumba se corresponderá, también para Victoria Ocampo, con una plasmación subjetiva de «estados del alma», en la necesaria adopción de un misticismo inmanente, como último y único refugio ante la disolución de los orbes geométricos y las estructuras metafísicas del mundo clásico. Al final de un trayecto que ha trocado la clarificación de los ámbitos ultraterrenos parece que entramos en el «túnel», donde otra vez nos espera la conciencia de la oscuridad, para Victoria; para Bioy Casares y Borges, del misterio 3 . Cuerpo y alma, bien y mal, infierno y paraíso parecen situarse, efectivamente, en un mismo plano ontològico en el extraordinario relato que concibe Adolfo Bioy Casares, si bien el argumento del mismo establece, al mismo tiempo, la dialéctica de un fatalismo en la trama contemporánea de los amores, al forjar una historia que complica y subvierte la caracterización interna de los personajes, a partir, precisamente, de la revisitación del modelo amoroso instaurado por el mito de Beatriz, y de su nueva lectura. Esta lectura se realiza de una manera muy sutil y subrepticia. El autor del cuento no actualiza al personaje femenino de un modo literal. El nombre de Beatriz no está presente, como tampoco parecen estarlo los espacios escatológicos de referencia clásica. Nominado el personaje femenino como Paulina, cabe concebir una posible referencia indirecta al personaje dantesco de Paolo, fatalmente unido a su amada Francesca, personajes «privilegiados del Infierno, a tal punto que (se) les permite transformarlo en Paraíso». Al decir de Victoria Ocampo, como recordábamos anteriormente, esta unión no implica, empero, la categoría de la dicha, puesto que su abrazo los sume como «prisioneros solitarios de la tempestad y la noche» 4 , de tal forma que más bien parece adoptar la figura de una mutua crucifixión. Del mismo modo, queda también omitida la referencia explícita a cualquier tipo de espacio que responda a los parámetros clásicos del más allá. Deambulan los seres de la narración por ámbitos más flecha ultrarreal, con su embriaguez de lo abstruso y su afán de fuga...» (Ortega y Gasset 1928: 177-181). 3 Victoria Ocampo es precisa en la noción del destino - e n clave Divina Comedia- cuando afirma: «Sabemos perfectamente que alcanzar su destino significa, para los teólogos, merecer la visión de Dios». Teología que ella comparte. Véase su «Contestación a un epílogo de José Ortega y Gasset» en Ocampo 1951: 209-239. 4

Ocampo 1951: 37-38.

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imaginarios que reales, pero de una cualidad propia del pensamiento, de la psique, de la conciencia atormentada o gozosa, que inventa mundos posibles en la evanescencia mental para dar cobijo a sus deseos y prefiguraciones. Hábilmente incorpora el narrador, a este respecto, otra modalidad de la referencia indirecta a los patrones de existencia dantescos. Uno de los más importantes espacios en que se desarrolla la trama es el «jardín» presente en el patio donde vive el personaje narrador. Asimismo, en un importante pasaje del cuento, Paulina cuestiona al narrador por un poema del que sólo recuerda vagamente un argumento: «un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo» 5 . La autoría del poema será revelada a los lectores por el propio narrador, que «sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos», y que llegó incluso a pasar «el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford». La referencia nos remite de manera indirecta, pero clarísima, a la «materia dantesca» de que está constituido el relato, pues alude no sólo al Paradiso, sino a la reaparición en él de una pareja de amantes que, de algún modo, reviven en ese estadio experiencias vividas cuando su espíritu se revestía de corporalidad. Un Alighieri que llegase a olvidar a Beatrice sería un caso singular de superación del síndrome de la ausencia, pero esa es justamente la amenaza que, a modo de presagio, parece gravitar al protagonista de este relato, cuyo mayor duelo consistiría, justamente, en ser sujeto de tal erosión causada por el olvido. N o es ocioso comprobar que en otro texto en que Bioy comparte tarea de antologador de textos, junto a Jorge Luis Borges (1960), reaparece el poema de Robert Browning y son citados los mismos versos que sirven de materia fictiva al relato: «En un tiempo te conocí, pero si nos encontramos en el Paraíso, seguiré mi camino y no daré vuelta la cara» 6 . Los versos citados por el narrador corresponden, efectivamente, a la última de las estrofas, la X I X del poema «The worst of it», incluido en el volumen de las obras completas del escritor inglés en la edición de Oxford: Dear, I look f o r m my hiding-place. A r e y o u sittl s o fair? H a v e y o u still the eyes?

5

«En memoria de Paulina». Relato recogido en Bioy Casares 1990: 79-95. La cita figura en

la página 82. 6

Tal es la traducción que incorporan a su antología (Borges & Bioy Casares 1970: 33; la

primera edición es de 1960, Buenos Aires: Sur). El propio Bioy testimonia que la lectura de los poemas de Browning data de 1943. Es el año de escritura de «El perjurio de la nieve» y, en general, de redacción de los relatos de La trama celeste, que publicaría en 1948. Años de intensa vida como lector, y de hermanamiento espiritual con Borges. Véase Bioy Casares 2 0 0 2 : 747.

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Be happy? Add but the other grace, Be good! Why want what the angels vaunt? I knew you once: but in Paradise If we meet, I will pass ñor turn my face7 Para completar el sesgo detectivesco, de constante presencia en la literatura de Bioy, recordamos que existe otro poema de Browning cuyo título es el nombre femenino que nuestro autor incorpora a su texto, «Pauline»; poema de 1833, es otra pista implícita para caracterizar el mundo de referencias textuales al orbe amatorio en relación a los espacios metafísicos8. La unión de Cielo e Infierno como referentes textuales y culturales contamina claramente al cuento y le imprime ese sello de renovación del tópico que Victoria Ocampo no llegó a vislumbrar. Una renovación que en el caso presente también se liga a los movimientos especulativos del pensar, hacia la resolución de ecuaciones existenciales, donde el mundo ultraterreno se abraza con el más matèrico y real, puesto que ambos campan en el mismo terreno de la mente creativa y sus recuerdos, pero también sus artificios. El artificio de la creación de un ser amado, de existencia real para la mente del amante, pero de naturaleza impalpable e inmaterial, había sido trazado por Bioy en una de sus más importantes y famosas novelas, La invención de Morel (1940). Postula en esta fábula el hallazgo en una isla imaginaria de una serie de seres, entre los que descuella por su carácter fascinante una mujer de la que se enamorará el protagonista, creando una realidad meramente virtual. Estos personajes, empero, son al principio percibidos por el narrador de la novela «como si» se tratase de personas de carne y hueso. Viven como proyecciones visuales, 7

He hallado los versos del poema, como el narrador del cuento, en la edición de Oxford (Browning 1910: 627-629). Corresponde el poema a la sección «Dramatis personae», y consta de diecinueve estrofas, elegiacas y vinculadas al motivo de la religión del amor, de estirpe netamente dantesca. 8

El poema «Pauline», del que ya cité unos versos como paratexto inicial de este capítulo, comprende un extenso poema confesional, donde el «sueño» como fenómeno de la conciencia amante, y los referentes metafísicos (los espacios ultraterrenos del alma) ocupan un lugar privilegiado. Ciertos rasgos presimbolistas y premodernistas nimban de belleza íntima la composición. También en el citado «The worst of it» el amante califica como «cisne» a su donna angelicata («my swan»). Leemos en «Pauline»: «The clear, dear breath of God, that loveth us: / Where small birds reel and winds take their delight. / Water is beautiful, but not like air. / See, where the solid azure waters lie, / Made as of thickened air, and down below / The fern-ranks, like a forest, spread themselves, / As tho'each pore could feel the element» (Browning 1910: 427). El poema completo, pp. 415-432.

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nacidas de la invención de un científico, y recrean en la pantalla de lo real sus vidas pretéritas que, a modo de proyección fílmica, repiten gestos y acciones que ya no tienen posibilidad de variación o continuidad en el curso del tiempo, y están, por así decirlo, «condenados» a repetirse vanamente, simulando una vida que es sólo espejismo y engaño a los sentidos9. Una de las características preemientes de la literatura de Bioy consiste en la asimilación de los postulados metafísicos sobre la irrealidad y la fantasmagoría de la existencia y del mundo, representación mental que sólo tiene cabida en la conciencia del sujeto que percibe un espectáculo que él mismo crea. Es bien sabido que estos principios parten de la filosofía idealista, y que fueron conjugados por uno de sus más preclaros descendientes, Arthur Schopenhauer, junto a la concepción budista y védica del mundo, dando con ello lugar a una de las formulaciones más canónicas del pesimismo filosófico en el siglo X I X . En la literatura de Jorge Luis Borges funciona este entramado ontológico como hilo conductor de sus relatos, en constructos imaginarios donde se deslíe y desrealiza la esencia matérica de un mundo que ha dejado de ser evidencia para convertirse en sueño, o en papel de un orfebre constructor de textos. Esta herencia llega de la mano de Borges a Adolfo Bioy, pero su literatura aplica los principios susodichos al orbe más humano de las relaciones interpersonales, y más concretamente al círculo del fenómeno amoroso. En este orbe es donde se siente más cómodo el escritor, que no renuncia a la doctrina de un mundo vago y fantasmal, pero se

9 En un interesante prólogo («Prólogo a Comesaña, E.: fotos poco conocidas de gente muy conocida») desglosa Bioy su peculiar acercamiento a la fotografía. Sus palabras parecen ser un comentario a la novela citada, por cuanto aunan el motivo de la inmortalidad con el de la imagen fotográfica, que tanto fascinó a nuestro autor. Su glosa a una bellísima cita de Charles Lamb condensa el sentido íntimo de La invención de Morel\ «Tal vez yo me parezca a ese pintor de enseñas

que sabía pintar perros, al extremo de que si le pedían hombres o leones, eran más bien perros los que entregaba. Una cámara fotográfica se me antoja un dispositivo para detener el tiempo y si pienso en lo que diré en este prólogo, vean qué párrafo recuerdo de uno de los ensayos de Charles Lamb: "No bastan las metáforas para endulzar el amargo trago de la muerte. Me niego a ser llevado por la marea que suavemente conduce la vida humana a la inmortalidad y me desagrada el inevitable curso del destino. Estoy enamorado de esta verde tierra, del rostro de la ciudad y del rostro de los campos; de las inefables soledades rurales y de la protección de las calles. Levantaría aquí mi tabernáculo. Me gustaría detenerme en la edad que tengo; perpetuarnos yo y mis amigos"... Estas palabras que Lamb escribió para el Año Nuevo de 1821 probablemente cifren, junto al impulso de crear belleza, los anhelos y los logros de la actividad fotográfica. Por medio de su cámara, el fotógrafo sustrae del río del tiempo el mundo que lo rodea...» (en Martino 1989: 210). Transfiriendo la actividad fotográfica a la «invención» de proyectar imágenes vividas y vividas, nos hallaríamos con el dispositivo constructor de la fábula sobre Morel.

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aplica a transferirlo al universo de los afectos y las pasiones. Allí descubre su, tal vez, más patética y dolorosa aplicación y eficacia. N o creo que sea ocioso, en esta línea, aducir el hecho de que en 1932, cuando el escritor cuenta dieciocho años de edad, tiene lugar el acontecimiento, tal vez, capital de su vida: conoce, en casa de Victoria O c a m p o , al que será amigo y camarada, Jorge Luis Borges, y comienza la lectura de algunas de las obras esenciales de la literatura universal 10 : entre ellas se cuenta la lectura, durante ese mismo año, de la Divina

Comedia".

Dieciséis años más tarde tributará un personal homenaje a su maestro y a la obra dantesca con el relato «En memoria de Paulina», que estampa las consideraciones anteriormente aludidas sobre la doble vertiente del sujeto amante, que edifica paraísos donde habita una nueva Beatriz, la que alberga dos historias simultáneas: la de su idealización; la de su desenmascaramiento. La trama, la «celeste trama» que idea Bioy en este melancólico retrato del amor como instauración de un culto religioso y su impostura, es relatada por un personaje de cuyo nombre propio nada sabemos. O , mejor dicho, aparentemente nada. El «estilo azucarado» al que alude su autor en el prólogo para la edición de 1967, recubre una historia donde la dulzura se modula constantemente hacia el más amargo de los posos 12 . El eficaz introito de este memorándum

de

la desilusión condensa la primera de las «historias» que configuran el relato. Ya el título, con el sintagma ritualístico de la alusión a un fallecido, «en memoria de», introduce al lector en el espacio imaginario de la pérdida, de la ausencia o de la muerte, caracterizaciones que vimos definitorias del síndrome de Beatriz. La mujer de quien nos va a relatar una relación vivida pertenece ya, en el acto de escritura, a un «más allá» desde el que se vertebrará su rescate, su memoria. Todo el párrafo con que da comienzo el relato es un verdadero prodigio de pertinencia y concisión para volcar al lector en la médula de la relación. Se introduce con un adverbio actualizador de tiempos sin tiempo, y que apunta hacia el referente de lo inmortal: un «siempre» («Siempre quise a Paulina» es la primera oración de este rezo peculiar que es el relato) aplicado a una espiral de recuerdos, de identidades, de libros y de espacios de la dicha. Esa evocación,

10

«Toda colaboración con Borges equivale a años de trabajo. Nuestra amistad fue para m í el

más grato, espontáneo y eficaz de los talleres literarios. [...] Yo sentía que Borges era la literatura viviente y, de algún modo, él habrá sentido que yo compartía esa actitud ante las letras, que para mí eran, también, lo principal en la vida» (Bioy Casares 1986). 11

Datos aportados por Daniel M a r t i n o en su espléndido libro-homenaje al escritor porteño

(1989: 252). 12

«En memoria de Paulina» refiere en estilo azucarado una historia cuya invención a lo mejor

el lector aprueba...» (Bioy Casares 1990: 78).

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que adopta la categoría del presente («Paulina y yo estamos ocultos») constituye esa región metafórica de un paraíso, con su «glorieta de laureles» o su «jardín con dos leones de piedra». Esencial resulta el subrayado del número dos, cuya simbólica de la unión va a ser decisiva en el resto del relato, y amenazada por la incorporación del número tres que, como veremos, simulará la cifra ficticia de una verdadera duplicidad interna. Un «matrimonio de almas» queda configurado en este párrafo, a través de preferencias y, sobre todo, de la escritura sobre un libro que, como sucedió con Paolo y Francesca, leen los amantes en comunidad de espíritu: « N o s parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: " L a s nuestras ya se reunieron"». Este motivo, el del libro y la escritura, es básico en la estructura simbólica del cuento, como también lo es en la de su símil narrativo borgeano, «El Aleph». Lo es por varias razones, y todas ellas apuntan de manera encubierta a la versión que Bioy nos ofrece del síndrome de Beatriz, que aparece magistralmente trabado en el relato con el tema axial de la bifurcación de la personalidad. A m b a s tramas, la amatoria y la metafísica, concluyen en una personalísima imbricación semántica, haciendo así de este relato un modelo genuino de texto existencialista y de revisitación, asimismo existencial, de la obra dantesca. La primera de las causas aludidas es bien evidente, ya que nos hallamos frente a un narrador que se autodefine como escritor, conocedor de la historia literaria. Se alude a su biblioteca, a su conocimiento de las lenguas extranjeras (la lectura de Browning y la beca que recibe para estudiar en Londres), y se autorrefiere, en esta misma línea, al «prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido» por él, y posteriormente, al referirse a su antagonismo con el «rival», se autoestima como un «hombre cansado, frivolamente preocupado con una mujer», frente al opositor, de quien el narrador afirma que, verdaderamente, «él es un literato». Otras referencias narrativas inciden en esta cuestión: en uno de sus encuentros, el narrador espera a Paulina «hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing», que pasarán, tras la decepcionante conversación que mantendrá con la amada, y otra vez en soledad, a ser «arrojados, (...) con asco», lejos de sí. Esta circunstancia que caracteriza al narrador como un literato es decisiva, ya que determina, justamente, el carácter de su enemistad con «el otro» gran personaje masculino del relato. Llegados a este punto, convendría revisar algunos de los elementos básicos del argumento de «En memoria de Paulina», para que el análisis «diferencial» que propongo alcance una mayor claridad y aun transparencia. Los hechos, los escuetos y breves hechos referidos, construyen una historia de amor trun-

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cada por la aparición de un tercer personaje, que deshace no sólo la armonía, presuntamente «preestablecida», que giraba a modo de atmósfera romántica y mística en torno a la pareja inicial: el narrador y Paulina. Mas se comienza a desbaratar esa aparente reunión, de estirpe platónica y germánica -recordemos a los autores de los «Faustos» antes citados—, con la aparición de un tertium comparationis que, en todo polar y antinómico frente al narrador de la historia, recibe el nombre propio de Julio Montero. N o es casual que este tercer elemento sí disponga de esa seña identitaria, como tampoco lo fue el que no la tuviera el narrador, y que de Paulina sólo alcancemos un nombre sin apellidos ni otro tipo de referencias circunstanciales. En realidad, el censo de personajes que integra la narración comprende a los ya citados más una serie de alusiones, muy vagas y remotas, a otros personajes secundarios, que otorgan un aire de realidad a la ya comentada ambientación espiritualizada elegida por Bioy Casares: el patrón de una panadería, el portero donde vive el narrador u otros personajes meramente nominados, como los padres de Paulina o los invitados a la fiesta organizada para conocer a escritores y artistas en casa del narrador, donde surgirá súbitamente la figura de Montero. Existe, sin embargo, un caso paradigmático de personaje secundario en esta historia que interesa rescatar porque será utilizado por el autor del cuento como estrategia narrativa para construir la índole secreta, la lectura recóndita del texto, que más adelante analizaré. Se trata de Luis Alberto Morgan, que aparece dos veces en el relato. La primera vez, en la citada fiesta, en el papel de pianista y amigo del narrador, que le desvelará algunas circunstancias concretas sobre el desarrollo de los acontecimientos principales del relato. El mismo Morgan servirá en la segunda parte del relato, al regreso del narrador de su viaje a Europa, como dispositivo argumental también revelador de hechos sustantivos, declarando la verdad sobre los aconcentimientos que rodearon a la muerte, al «asesinato» de Paulina consumado por Julio Montero en una pieza de un hotel de Buenos Aires. Pues bien, la importancia del personaje y de su nombre consisten en la impronta intertextual que arroja, de la cual se deduce su naturaleza más imaginaria que real, más libresca que humana. El apellido Morgan remite a un personaje de la novela de Robert Louis Stevenson La isla del tesoro, autor y texto sobradamente conocidos por Bioy Casares, y confesamente admirados por Borges en multitud de ocasiones13. Este hecho es significativo por partida doble: tanto por su sus-

13

«Tardes y noches» -confiesa Bioy hablando de su relación literaria con Borges- «hemos

conversado de Johnson, de D e Quincey, de Stevenson, de literatura fantástica, de argumentos policiales...» (Bioy Casares 1986). Preguntado en una ocasión por su personaje libresco preferido,

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tancia intertexual, que verifica un plano de existencia ubicada en el ámbito de la imaginación literaria, cuanto por su función de «conciencia» interna para el narrador. Morgan pronto asiste al narrador para advertirle del primer peligro de rivalidad, y también, más adelante, para confirmarle el desencadenamiento de los hechos, lo que propiciará la «interpretación verdadera» de la relación entre el narrador y Paulina y, con ello, culminará el proceso de disolución de la unión amorosa que, en un principio, parecía estar basada en principios metafísicos y redentores. Recordemos que en el segundo párrafo del cuento el narrador admitía: «En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo», e incluso «veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad». No debe llamarnos a error la inclusión parentètica. Que se reconozca el «aún hoy lo veo» no implica que la identificación persista al final, sino que esa «posibilidad» contiene lo más perfecto de su ser, aunque ya en una dimensión únicamente idealizada. En su excelente ensayo Ordo amoris construye el filósofo alemán Max Scheler una original teoría metafísica sobre los afectos, basada en la dimensión del ethos propia del ser humano. Según Scheler, es la «ordenación del amor y del odio, las formas estructurales de las pasiones dominantes y predominantes» de un individuo, una época histórica, una familia, un pueblo, una nación u otras unidades sociales cualesquiera, la más válida medida que nos permite comprender la esencia ética de dichas unidades antropológicas. La comprensión de esta jerarquía determina el conocimiento verdadero y más fiable de toda constitución ética, así como de sus posibles fallas y grietas. El orden que establecen los sentimientos en un núcleo emocional se convierte para Scheler en la piedra de toque que revela y caracteriza sus acciones y omisiones, sus gustos y sus creencias: la entraña misma de su ser14. Desde estas premisas teóricas, cabría considerar que

contestó: «Al oír la pregunta, me parece que prefiero el vagabundo de Stevenson, ¿recuerda? De «Fe, alguna fe y ninguna fe». Cuando le comunican que Odín ha muerto y que el cielo ha caído en poder del demonio, sale a pelear por Odín» («Charla» con A. Girri para Radio Municipal, diciembre de 1962). Asimismo, en una entrevista con María Esther Vázquez, reproducida en el diario La Nación el 7 de julio de 1985, declaraba Bioy: «Escribo porque tengo facilidad para inventar historias, porque me gusta contarlas y porque muchas veces, antes de escribir, me han fascinado libros, libros de E^a de Queiroz, de Stevenson, de Conrad [...] y he deseado que alguien, alguna vez, sintiera esa fascinación con un libro mío» (todas las citas proceden de Martino 1989: 215, 201 y 24, respectivamente). 14 Para Scheler, el ordo amoris puede convertirse en «norma objetiva» «cuando, después de ser conocido, se halla referido al querer del hombre y ofrecido a su voluntad. Pero también es

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en la concepción romántica del amor, que como hemos visto hunde sus raíces en la dimensión espiritualista de los sentimientos y, por ende, en el universo de las trascendencias, donde la figura del amor constituye la clave de la posible salvación del individuo, el orden intrínseco de los afectos tiene en su cúspide la presencia del sentimiento mediante el cual un individuo alcanza algún tipo de redención: aquella que liga amor humano y salvación divina. La figura de Beatrice ostenta, en este sentido, una cualidad definitoria de toda una época, de todo un sistema de valores donde la ordenación amorosa halla su más alto grado en las cumbres de un Paraíso: La donna mia, che mi vedea in cura forte sospeso, disse: «Da quel punto depende il cielo e tutta la natura. Mira quel cerchio che più li è congiunto; E sappi che'l suo muovere è si tosto Per l'affocato amore ond'elli è punto» Paradiso XXVIII: 43-38" Allende la materia, el alma adivina su fin y su origen donde los sentidos corporales callan y la mística de la muerte cobra los dones que la divinidad otorgaba a las almas de los vivientes. Un amor espiritualizado y límpido, como el que define el mito de Beatriz, puebla el imaginario ético de Occidente, desde la Alta Edad Media hasta los restos de la concepción romántica del mundo, que todavía se dejan sentir en nuestros días. Para un poeta español contemporáneo, heredero de esta estirpe y claro prototipo de la tendencia neorromántica del siglo XX, toda tentativa de iniciar una «vida nueva» ha de atravesar, necesariamente, este último estadio del amor espiritualizado, donde reside, inamovible y pura, fundamental descriptivamente el concepto del ordo amoris. Porque es el medio de hallar tras los embrollados hechos de las acciones humanas moralmente relevantes, de los fenómenos de expresión, de las voliciones, costumbres, usos y obras espirituales, la sencilla estructura de los fines más elementales que se propone, al actual, el núcleo de una persona, la fórmula moral fundamental según la cual existe y vive moralmente ese sujeto. Por tanto, todo lo que podemos conocer nosotros de moralmente valioso en un hombre o en un grupo tiene que reducirse —mediatamente- a una manera especial de organización de sus actos de amor y de odio, de sus capacidades de amar y de odiar: al «ordo amoris» que los domina y que se expresa en todos sus movimientos» (Scheler 1998: 22-23; la primera edición, postuma, es de 1933). 15 «Mi dama, cuando vio que tal figura / me suspendía, dijo: "De aquel punto/ depende el cielo y toda la natura. // Mira el cerco que de él se halla más junto, / y sabe que el girar suyo es más presto / por el fogoso amor de que es trasunto "» (Paraíso 2003: 183).

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la belleza y la verdad que coronaban la figura idealizada de Beatrice: «Dante» -escribe Antonio Colinas- «ha recorrido ya todas las etapas de la exploración amorosa y ha llegado a ese punto en el que hay serenidad y alegría, en el que el Amor es un sentimiento de dimensiones extramundanas, salvadoras e incluso divinas. El amor-pasión ha ido evolucionando, a través del dolor, hacia el amorcaridad (el amor a todo y a todos), e inevitablemente, para los que han pasado por tal prueba, no les queda sino esa tercera y última etapa del amor divino». Esta estapa, empero, no implica de modo absoluto una postulación estrictamente cristiana del ordo amoris, sino que obedece a toda posible formulación de los sentimientos que comparta el «salto metafísico» hacia la sublimación del afecto. En su más alto grado, pues, «Amor vuelve a ser fuente de virtud que aleja todo tipo de vicios (ira, soberbia), pero no por razones de caridad cristiana sino por ese poder dulce y humilde del pensamiento que más bien fue patrimonio de Orfeo, el poeta de Tracia. O de las ideas órficas. Un admirar y contemplar, desde la serenidad, de donde nace toda armonía» 16 . En la misma línea, y tal como se desglosó al comienzo del capítulo, la escritora argentina Victoria Ocampo establece metafóricamente el ordo amoris de la cultura medievo-romántica siguiendo la escala nominal que va de Francesca a Beatriz. «Lo que hace girar inexorablemente a las almas en el segundo círculo del Infierno» -recapitula la ensayista argentina al final de su ensayo- «es el sufrimiento apasionado de los que quieren alcanzar por la carne aquello que sólo por el espíritu se alcanza: la fusión absoluta», y la escritora se pregunta, en clave scheleriana: «¿Y no es éste, exactamente, el primer grado del amor?». En su más alto peldaño, en la cúspide de la escalada, que supone todo viaje por los predios de los afectos, vibra otro tipo de unión, otra forma de luz: «Sabemos que el grado mayor o menor de bienaventuranza parece responder a una aceleración del ritmo. Cuanto más rápidamente da una llama la vuelta al centro, más semeja a la mirada un círculo ininterrumpido, inmóvil, del fuego. Y así es como una inmovilidad, nacida de la celeridad, parece reinar en el Empíreo, cielo de María, «nel giallo della Rosa sempiterna». Hacia esta Rosa, de la que Beatriz es sólo un pétalo, tendrá Dante que levantar el fervor de su mirada»17. 16 Concluye su ensayo Colinas, en la misma línea, con estas consideraciones: «Beatriz vuelve a ocupar plenamente el corazón del poeta en las últimas páginas del libro, lo que no es menos importante, en ellas nos desvela los orígenes de la Commedia. A nada conduce el simple lamentarse. La realidad, toda la realidad, debe ser asumida. El amor debe ser la semilla y el fertilizante de esa asunción. Dante tendrá una última y mirabile visión de Beatriz en el Paraíso...» (Colinas 1996: 96, 85; 110-111). 17

Ocampo 1928: 121-124.

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Mas, si bien es cierto, como propone Ocampo al final de su ensayo, sellando así la visión clásica del orden amoroso que ha dominado todo un extenso capítulo de la historia de Occidente, que Bice Portinari troquela la idea de un «amor incorruptible, imperecedero, que todavía conmueve al mundo» 18 , no es menos evidente que las «historias de amor» que pueblan el imaginario postromántico del siglo X X han mostrado la modulación deconstructiva de un tipo de sentimiento unidireccional y, con ello, el desbaratamiento de ese orden amoroso estructurado por el andamiaje de una espiritualidad dominada por claves religiosas y místicas. En este sentido, títulos como «En memoria de Paulina» resultan claves, no sólo literarias, sino emblemas de una cosmovisión, o de la separación con interpretaciones precedentes del hombre y su «puesto en el cosmos». Un lamento elegiaco que, a mi modo de ver, va mucho más allá de lo referido al argumento del relato. En memoria no sólo de un ente de ficción, de una historia más o menos edulcorada y hermosa desde parámetros artísticos y literarios, sino también una despedida de esa estructura ordenadora del bien y del mal, del amor y del odio, de la gloria y la miseria, que termina invirtiendo los polos simbólicos de una estructura simbólica establecida. En memoria de una visión amorosa del mundo, abriendo las puertas a otra apuesta de viaje, melancólica y desengañada, la que vira y desciende «de Beatriz a Francesca», de Beatrice a Paulina. Lo que más puede interesarnos de este proceso, desde el punto de vista del análisis literario, es la táctica narrativa usada por Bioy Casares para perfilar este nuevo recorrido, y es aquí donde hemos de retomar las consideraciones precedentes acerca de la entidad caracteriológica de los personajes del relato. Volvamos nuestra vista a su dispositivo narrativo. Recordemos que tras ese lapso, que marcará una división temporal, estructural, pero también simbólico-cultural en el cuento, computada en los dos años que el narrador transcurre en Londres, tras su último encuentro con Paulina viviente, recibirá otra visita, esta vez imaginaria, de su amada, ya supuestamente unida sentimentalmente a su rival, Julio Montero. La acción transcurre cuando el narrador, de regreso a su casa, pensaba en Paulina, «mientras preparaba una taza de café». Es destacable aquí la eficacia del verbo «pensar», que tanto en Bioy como en su maestro Borges —recordemos nuevamente su relato «El Aleph»— connota un tipo peculiar de creación potencial de realidades visibles, detectables al menos en los parajes de la imaginación creadora. De esta manera, y como un efecto de proyección mistérica, y literalmente semejante a un «sueño», tiene lugar la visión, una explícita visión de la amada que se produjo como una «aparición», ante la cual relata el narrador: «al verla caí 18

Ocampo 1928: 129.

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de rodillas, hundí la cara entre las manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido». «Todo el dolor de haberla perdido» nos remite directamente al síndrome del duelo, a la angustia de la ausencia, al vacío mítico por la idolatrada Beatriz. El encuentro, como en Borges, el «encuentro en un sueño», posee clarísimas implicaciones con la materia dantesca, con el hallazgo de la musa en la esfera paradisíaca, fundamentalmente en lo que respecta a la actitud de veneración, respeto y contrición que el amante ostenta. Las lágrimas son las de Dante, pero la aparición, como veremos, esconde maliciosa, perversamente, una vuelta de tuerca que afecta a lo más esencial del hallazgo paradisíaco, en la cima de los afectos, en el más elevado lugar de su jerarquía. Un anticipo de esta deconstrucción vendrá dado en el párrafo siguiente, cuando se nos refiere la llegada fantasmal de Paulina con el uso subliminal de un intertexto muy significativo, como lo es el poema «The raven» de Edgar Alian Poe, al que ya hemos aludido como soporte del proceso de inversión de los esquemas tradicionales que alientan en el mito de Beatriz. Así pues, los «tres golpes» que resuenan en la puerta y la pregunta que mentalmente se formula el narrador sobre la naturaleza de ese «intruso» que venía a enfriarle el café, plantean una tácita y oportuna citación de los versos del poeta norteamericano. Y, en cierto modo, la llegada de Paulina no distará mucho en sus consecuencias a la que produjo el cuervo en el ánimo del personaje lírico de Poe, ya que arrojará asimismo el fatalismo de un «nevermore» que, además, no sólo invalidará el encuentro fortuito en un delusorio más allá, como en el poema, sino que reescribirá o, mejor dicho, provocará una lectura ominosa y definitiva a la naturaleza de un amor que parecía contener el consuelo de una unión eterna de almas. El encuentro referido imprime además el gesto de soberana autoridad que vimos presente en la aparición de la dama ante el poeta florentino en el Paradiso". Allí, no sólo era glorificada como el más bello puente hacia la contemplación divina, sino también como arquetipo del sentir poético: «Beatrice» -observa al respecto Michele dAndria— «é glorificara diversamente dagli altri beatri che godono soltanto di luce riflessa. Ella sifa corona da sola, riflettendo da sé i raggi eterni. I poeti agognano d'essere incoronati in pegno dell'altrui riconsocimento.

" Cabría aquí aducir la tesis de Benedetto Croce -inserta en su Historia de la literatura italiana (1940)- a partir de la cual la crítica habrá de referirse a esta «segunda Beatriz», definida por Croce como «amore che congiunge insieme inteletto e atto, scienza e vita». Véase la entrada Beatrice en Ferrabino & Conti 1970: 548. Acerca de las teorías de Croce en torno a Dante, véase Martinelli 1966: 217-229.

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La Poesía ha una sua corona e una sua luce che su tutti riflette gli eterni suoi raggi; dispensatrice d u n a sua gloria»20. Las almas de los amantes parecen unirse, tópicamente, «como dos ríos confluentes» cuando ellos se miran a los ojos, y la lluvia que resuena en el exterior de la escena es interpretada como una «pánica expansión de nuestros amor». Estos tópicos de la literatura romántica se nublan, sin embargo, con otros accidentes, cuya alusión apela a esa señalada interferencia de lo siniestro que empaña la escena. La presencia invisible de Montero, en esta clave, «había contaminado la conversación de Paulina», produciendo en el narrador el reconocimiento por momentos de su «inconfundible vulgaridad». Más importante aún, como refuerzo de esta línea, es la contemplación de la amada «en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas y de ángeles negros». Se incoa así, anticipadamente, el motivo de las versiones. El narrador explícita que descubría «otra versión de Paulina». Nuevamente es la lengua literaria el índice de una revelación profunda. «Versión» se aplica a un ser humano de manera traslaticia, ya que en un principio el término alude, semánticamente, a objetos artificiales o a productos artísticos creados por la mano del hombre, cuando no a «hechos» o «sucesos» que implican el sema de la interpretación objetiva. Pero rara vez se predica el sustantivo «versión» a una persona, a menos que tal ente revista los caracteres de una ficción, de un ensueño. La semántica del relato se contamina de esta lectura. Se trata, verdaderamente, del diseño de una «versión distinta» del personaje, una «versión» que en el desenlace del relato terminará por dominar y suplantar a la inicial, aquélla que procedía del mito amoroso beatricesco. Una versión definitiva, que subvierte sus valores y arroja la cara desdichada, fatídica, de un mito de dicha y luz. A partir de este momento, el relato asume el proceder tradicional de la literatura detectivesca, aplicada, como dijimos, al fenómeno del erotismo en la obra de Bioy Casares. Datos y pistas varios van pautando este procedimiento. El narrador funge ahora como el personaje de una novela policial, al estilo de Keith Gilbert Chesterton o Arthur Conan Doyle, tan admirados por el tándem Borges-Bioy, alias Bustos Domecq; es decir, se mueve, como él mismo escribe, «llevado por el simple hábito de proponer alternativas». Se van atando, pues, todos los cabos

20

La tesis del dantologo en su libro monográfico sobre la figura de Beatrice consiste en trazar la transformación que, en el universo dantesco, se opera desde la alegoría femenina de la Filosofía (en el Convivio) a la de la Poesía (en la Commedia) a trayés de la figura de la donna angelicata: «L'essere stato tratto da servo a libertà è il merito che ora principalmente attribuisce alla Poesia, ma che un tempo aveva scritto per la Filosofi: "ché a lei disposata l'anima è donna, e altrimenti è serva fuori d'ogni libertad" (Convivio 4°, II, 17)». En: D'Andria 1979: 288-289.

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sueltos para llegar a la resolución de un problema de índole casi matemática, de una ecuación donde la incógnita ha sido encarnada por un prototipo literario de mujer. El ya mentado Luis Alberto Morgan, ese otro personaje intertextual, informa al narrador de lo ocurrido durante su ausencia, del asesinato de Paulina por Montero la noche anterior a la partida del narrador al continente europeo, lo que invalida la posible realidad de ese último encuentro y lo convierte, definitivamente, en un suceso de categoría fantástica y sobrenatural. Nuevamente frente al espejo, el narrador busca un consuelo al síndrome de su pérdida, y parece hallarlo en la fórmula tradicional, asignada por la sombra, todavía inmaculada, de Beatriz, el soporte mítico de Paulina: «Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino». Y recuerda la célebre frase sobre la unión de las almas, en el alma del mundo, con la escritura, con el texto de Paulina —«Nuestras almas ya se reunieron»—, que parece coronar circularmente la versión canónica, particularmente «edulcorada», del amor como compendio salvífico de la sublimación idealizada. Pero toda escritura arroja, como diría Derrida, su «diferencia». Todo texto es real en tanto remite a una huella que lo precede. Su sentido es ínsito a la lectura inmanente, y no tanto a la semántica extrínseca a su propia producción de sentido y de sentidos. La frase de Paulina no supondrá, pues, una mera revisitación más al remoto país de la convención cultural. La «verdad» de los hechos será una verdad de la «lectura de los hechos». Un análisis crítico que el narrador propone de su propio relato, desautorizando la interpretación más evidente. Tras la ya citada conversación con Morgan, en la que se asume la muerte de la amada, confirmada después por un breve diálogo, mucho más objetivo y «real», con el portero de su casa, comienzan a iluminarse los hechos desde la nueva luz del desengaño. Descubrirá así el anónimo protagonista la clave de lectura de los hechos: la desaparición de Paulina, la noche del encuentro fantasmal, se produce tras pronunciar ella misma el nombre de Julio Montero, declarando con ello que la visita tal vez encerraba una posible traición al rival del narrador. La «fulminación» que lo asalta comporta esa otra dimensión de los sucesos. La última visita de esta Beatriz no se produjo nunca, y su presencia fue en realidad «el monstruoso fantasma de los celos» de Montero, que proyectan, como en La invención de Morel, una horrenda fantasía: la que le llevaría a dar muerte a Paulina y la que, años después, volvería a representarse, schopenhauerianamente, en el velo de Maya de la imaginación del narrador. Diversos indicios apoyan su hipótesis, su descubrimiento, su fatalidad. Fatal por cuanto supone no solamente la anulación de una visita sobrenatural, de la asunción beatífica de la «bella y santa dama», sino también la sustracción, la extirpación de toda una leyenda amorosa que forjó el

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narrador a lo largo de su vida. Del «siempre quise a Paulina» con que irrumpía el relato, a esta descarnada declaración sumaria de un final irrevocable, al desconsuelo, a la desarticulación del soporte mítico, a la formulación del síndrome contemporáneo. Revisemos el párrafo final como testimonio fidedigno: «Urdir esa fantasía» —confirma el narrador— «es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano - e n el supuesto momento de la reunión de nuestras almas— obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces»21. Hasta aquí tendríamos un nuevo exponente de la subversión del mito de Beatriz en el tratamiento contemporáneo del síndrome de su ausencia, donde Cielo e Infierno se confunden e imbrican, y donde el poder omnímodo de las almas he retrocedido ante la imperiosa encarnadura de los afectos en el plano de la materia. Como en «El Aleph», esta otra Beatriz Viterbo que es Paulina también ha expirado de modo atroz y su nueva «versión» desautoriza los errores «tipográficos» que adornaban su estereotipo: las «cartas obscenas» dirigidas a Carlos Argentino Daneri, o la atracción erótica por un ser vulgar y lascivo, como Montero. Hasta aquí la enseñanza de Ortega y Gasset a propósito de las omisiones que advierte en su lectura a la interpretación dantesca que ensayó Victoria Ocampo: «Conviene recordar» —le apostillaba— «que los dos mayores viajes para recobrar la mujer han sido de dirección contrapuesta. Dante asciende para hallar a Beatriz en el Empíreo, mas Orfeo musicando desciende al Infierno para encontrar a Eurídice» 22 . Para encontrar y para perder, convendría añadir. La escalada cultural en el orden del amor tiene así su contrapartida. La cima es un abismo. Y lo es porque la entidad del ser amante revela una doble identidad, una esencia contrapuesta que, «más allá del bien y del mal», condensa los nuevos itinerarios de la deconstrucción de un orden constituido de valores y emblemas.

21

Bioy Casares 1 9 9 0 : 195.

22

«Epílogo» de Ortega y Gasset en O c a m p o 1928: 176-177. La argumentación de Ortega

parece, asimismo, un comentario a la «falsa lectura» de los hechos que tuvo nuestro narrador, y que ahora se desbaratan y evaporan: «Se ha partido de una falsa abstracción, se ha disociado arbitrariamente el cuerpo del espíritu c o m o si ambos fuesen separables. Pero el cuerpo vivo no es c o m o el mineral, pura materia. El cuerpo vivo es carne y la carne es sensibilidad y expresión. Una mano, una mejilla, un belfo "dicen" siempre algo - s o n esencialmente ademanes, cápsulas de espíritu, exteriorización de esta esencial intimidad que llamamos psique-. La corporeidad, señora, es santa porque tiene una misión transcendente: simbolizar el espíritu» (179-180).

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Lo que en el relato de Borges representa Carlos Argentino, otro prototipo de pedantería y vulgaridad literarias, como contrafigura del Borges personaje, queda conferido en el relato de Bioy a la figura de Montero, asimismo escritor y rival. Pero el artificio del discípulo pretende ampliar secretamente la trama. Cabe, pues, conjeturar que el narrador de «En memoria de Paulina» no tiene un rival, sino que él es su propio rival, que su verdadero nombre es Julio Montero y que este personaje constituye en verdad su doble imaginario, su otra y complementaria personalidad. Esta hipótesis de lectura del texto no importa tan sólo en tanto que completa la línea de trabajo del propio autor, esa afición y costumbre de «proponer alternativas» a los hechos, de diseñar nuevas lecturas a lo vivido, cual si de un texto siempre se tratase. Importa también, y sobre todo, por cuanto corona y sintetiza el tema de la deconstrucción de Beatriz y la remodelación del síndrome, como desilusión perpetua. De Beatriz a Francesca, porque la primera representa la visión del mundo, prístina, clara y clásica (así como la visión de la literatura) que el narrador del texto posee, mientras que la segunda, la amada poseída, tal vez traidora, tal vez menos adornada de virtudes y bellezas espirituales, es la visión que del mismo personaje tendrá Montero: una Beatrice suplantada por la impostura de Francesca. Una Beatrice infernal, en tanto que no participa del ethos divino, ni es dadora de vida y salud, de perfección espiritual. Para Montero, es decir, para el «otro yo» del narrador —y aquí se hace lógico su anonimato, pues no es tal—, Beatriz no puede ser sino Francesca, es decir, Paulina. Y para el narrador, finalmente, en su culminación reveladora, quedará desmontada la tramoya sobrenatural que hacía de la Paulina beatricesca una realidad, reflejando al cabo su sombra amarga, su sombra infernal, su amor arraigado en un «nunca», la estatura de su entelequia; el tamaño, el desproporcionado tamaño, de su esperanza: de su impostura. En un pasaje de nuestro análisis se hizo explícita mención al término «existencialismo» como apoyatura filosófica del texto de Adolfo Bioy Casares. Sería interesante retomar esta alusión, que viene motivada por diversas inferencias realizadas hasta el momento. Estaría la constatación de la fecha de escritura del cuento, justo en el momento de máxima expansión internacional del movimiento existencialista. Recordemos que la Introducción al existencialismo de Enmanuel Mounier, uno de los primeros recorridos sistemáticos por esta filosofía, data de 1947, un año anterior a la publicación de «En memoria de Paulina». El arribo de este nuevo humanismo a tierras americanas fue inminente, sobre todo si atendemos a la geografía sudamericana, y más concretamente a la literatura rioplatense, cuyos intelectuales, constituidos principalmente en torno al círculo de la revista

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Sur, se hicieron muy pronto eco de la difusión del movimiento. La influencia de la filosofía española del destierro, con la impronta de Xavier Zubiri, José Gaos —primer traductor de Heidegger al español— y de María Zambrano -discípula no sólo de Zubiri, sino también de Ortega y Gasset—, se expande no sólo por el cono Sur del continente, sino también por los espacios culturales más atentos al conocimiento de las obras y autores más importantes de la Europa durante y tras la Segunda Guerra Mundial: México y Cuba, principalmente. Obras de evidente naturaleza y carácter existencialista describen lo más genuino de la literatura rioplatense de la década de los años cuarenta, como son Ficciones de Borges, El túnel de Ernesto Sábato, Las ratas y Sombras suele vestir de José Bianco, Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, El pozo de Juan Carlos Onetti, Misteriosa Buenos Aires de Manuel Mújica Láinez, Bestiario de Julio Cortázar y, también, las obras citadas de Bioy Casares: La invención de Morel y La trama celeste, que se inicia justamente con el cuento que comentamos sobre la memoria amorosa y las trampas de su fe. El existencialismo, de algún modo, está servido en los países del río de la Plata, cuyas gentes participan de un sentimiento casi eterno de nostalgia y de pérdida, al ser naciones principalmente pobladas por un caudal ingente de inmigración europea que, como apuntaba Eduardo Mallea en su Historia de una pasión argentina, acusan la conciencia del desarraigo y hacen suyas las partículas ideológicas de una filosofía donde la existencia temporal ha sustituido la concepción esencialista de la vida como tránsito para el perfeccionamiento ulterior y trascendente de las almas. Las palabras de Xavier Zubiri a propósito del hombre contemporáneo como sujeto del sentimiento existencial son especialmente aplicables a las sociedades americanas cultas de esta época, en las que, y no por azar, se dan a la imprenta algunas de las obras más importantes de toda la literatura hispanoamericana del siglo XX. «A solas con su pasar, sin más apoyo que lo que fue, el hombre, actualmente, huye de su propio vacío; se refugia en la reviviscencia mnemónica de su pasado; exprime las maravillosas técnicas del Universo; marcha veloz a la solución de los urgentes problemas cotidianos. Huye de sí; hace transcurrir su vida sobre la superficie de sí mismo. Renuncia a adoptar actitudes radicales y últimas; la existencia del hombre actual es constitutiva, centrífuga y penúltima. De ahí el angustioso coeficiente de provisionalidad que amenaza disolver la vida contemporánea...»23. La cultura, con su particular construcción de un universo que de algún modo suplanta la desarmonía evidenciada del mundo real, formula un «como si» de vida y de posibilismo en las grandes mentes creadoras e imaginarias de esta mag23

Zubiri 1999: 4 9 .

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nífica generación de artistas rioplatenses, entre los que descollará, precisamente en virtud de su apuesta radical por un existencialismo de cufio «textual», Jorge Luis Borges. No es de extrañar, pues, que en la mayor parte de las obras citadas los referentes artísticos y estéticos sean una constante, una presencia real, un mundo que se solapa con el desdichado mundo exterior. Mas la conciencia de ese artificio de suplantación será un detonante final para los más inteligentes. La puesta en abismo que termina descubriendo el mecanismo de traslación fictiva de la realia impondrá, al cabo, su razón de ser como constructo, eficaz y pleno, pero no menos falaz. Si el arte, «que construye naderías», es el más ingenioso e inventivo de los juegos que recubren la íntima nadería existencial del ser, con su mundo fantasmático y no menos irreal, que es de algún modo nuestro mundo, también los productos y artefactos de la mente creadora de ficciones habrán de revelar, al fin, su condición de sueño y de imaginación. Su ser de aire, de palabra: las ya conocidas «palabras de otros», como la desembocadura argumental de la existencia para Jorge Luis Borges, en el río imposible de la inmortalidad personal. El demiurgo de «Las ruinas circulares» descubrirá que las llamas no pueden rozar ni combustir su carne, puesto que ésta no es menos irreal que la de su criatura imaginaria. La bella enamorada de Bioy Casares no es más que una invención visual, en la isla de Morel. Pero, en suma, si algo permanece, como definió el romántico Hólderlin y glosó el existencialista Heidegger, es lo que «fundan los poetas». Y lo único que ostenta la entidad de lo inmortal es la propia obra de arte, y no las vidas de los hombres. Tal es la «verde eternidad» de lo único que, frente a la condicionada y temporal existencia humana, cobra el signo de la inmortalidad. Pero esa obra de arte no comporta el sema de lo inmutable, sino que será sometida a un proceso no menos inmortal, que es el de la lectura, el de la asimilación constante y variada con el espíritu de la época en que vuelve a ser objeto de recepción. Y es aquí donde volvemos a la materia dantesca y al concepto postmoderno de la deconstrucción de los grandes conceptos aunados a la historia de Occidente. «En memoria de Paulina» es, junto a «El Aleph», el icono más radical de la lectura existencialista que los artistas y escritores rioplatenses del siglo XX realizan de la Divina Comedia. La trama del amor y de su virtualidad divina se existencializan, pierden su coloratura de esencias, y se vierten al espacio todopoderoso de la lectura y de la diferencia. Frente a la eclosión del sentimiento amoroso, presenciamos su desmontaje, su nihilismo. El síndrome lo es ahora de una doble ausencia: la del ser amado, y la de la propia historia de amor, que se subvierte y falsifica. Paulina «nunca» fue el amor de su idolátrico constructor. Fue su imaginario. Fue su texto. Y fue, como final tiro de

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gracia al Paradiso, el cuerpo en que pudo recrearse el antagonista, el rival de toda perfección. El hecho de que Julio Montero sea leído como el «doble» existencial del protagonista, y no como su mero opositor, parece ser la culminación de este recorrido, pues subraya e intensifica la anulación de una identidad existente determinada, y fortalece, además, la diseminación del mito amoroso y su más acusado desguace. Porque si Julio y el narrador son el mismo ser, también Paulina contuvo siempre la característica de ser una falsa Beatriz. Que participen de una misma entraña existencial posibilita, asimismo, una lectura mucho más coherente y unificadora del relato, aunque dicha recepción vaya aún más lejos de lo que su propio autor pudiera haber propuesto. Como un doctor Jekyll de la deconstrucción amorosa, el narrador posee también la naturaleza venal de Montero, si bien el texto no llega, como sucede en el relato de Stevenson, a confesar abiertamente este «extraño caso» de duplicidad. Algunos pasajes del relato son indicios de esta posible lectura. La primera alusión a Montero tiene lugar al referirse a las «reuniones» realizadas en el domicilio del narrador. Leemos en el texto: «La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción». Es significativo que el personaje aparezca de manera súbita e inopinada, sin haber sido presentado previamente, en un relato donde la economía de sujetos sobresale y todo parece reducirse al circuito ideal de las relaciones amorosas. El narrador nos informa de la visita que, la víspera de la reunión, le hiciera Julio Montero. Irónicamente señala que «esgrimía (...) un copioso manuscrito», y «un rato después de la visita» se alude a su «cara hirsuta y casi negra»24. La despedida de ese encuentro merece también su comentario. Montero se autodefine como «salvaje» y expone su opinión acerca del «jardín» que adornaba el patio del edificio. El narrador comenta: «A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo». La descripción concluye con una frase lapidaria y certera: «Montero lo vio de noche». Las palabras que a continuación transcribe el narrador atestiguan y recalcan el efecto: «Le seré franco —me dijo,

24

El argumento de dicho manuscrito es ofrecido también a los lectores, y descubrimos que

se trata de un juego intertextual, puesto que será la misma sinopsis que proyectó originalmente Adolfo Bioy para el argumento de su cuento «Los afanes», que más tarde recogería en El lado de la sombra (1962). Véase la nota número 11 a la edición que manejo, del profesor argentino Pedro Luis Barcia (1990: 81).

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resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo que más me interesa». Se trata, claramente, de una definición del perspectivismo que no sólo observa, sino que, como muy bien especificó José Ortega, «organiza» y, por ende, «crea» así la realidad. Las dos caras del jardín trazan la metáfora de las dos caras de un mismo ser, de un mismo sujeto con dos personalidades. La visión vespertina y romántica del jardín, como «misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago», es la que caracteriza el narrador, mientras que su contrafigura psicológica elige, prefiere y destaca el lado grotesco y artificioso del mismo lugar. El paraíso romántico se tornó, en la mirada de Montero, es decir, en la «otra mirada» del narrador, un «horrible paraíso de caramelo». Otro motivo aducible para determinar el «caso» Montero sería el regalo que el narrador hace a su amada la misma noche de la reunión. Una «estatuita china, de piedra verde» comprada en un anticuario, con la figura de un caballo salvaje con las manos en el aire y la crin levantada, que simbolizaba, literalmente en el texto, la pasión. La funcionalidad narrativa de este objeto es importante. En primer lugar por lo que representa, pero sobre todo por el hecho de que sea olvidado por Paulina, justo cuando el personaje Montero entra en acción y decide acompañarla una vez concluida la reunión. Además, la figura china retornará en la segunda parte del relato, como indicio revelador para el narrador de «la clave» verdadera de los hechos misteriosos, al recordar que el caballo no pudo estar presente en su fantasmagórico encuentro de Paulina tras su muerte, como creyó percibir en esa escena, sino que compartía la única visión posible del objeto, que quedó grabada en la mente de Montero, en la velada con los escritores. Corrobora esta hipótesis de la doble identidad un fenómeno narrativo que no puede pasarnos desapercibido, y que consiste en que las únicas apariciones físicas de Montero tienen lugar en presencia del narrador, y nunca en coordenadas externas o separadas. Montero parece existir en tanto que el narrador lo dota de vida. En verdad, completa los signos identitarios de un escritor que comienza reconociendo la prematura pérdida de cierto prestigio literario. La faz petulante y el carácter ambicioso de Montero son el lado frivolo y, tal vez, social que reclamaba para sí el narrador. Cuando piensa en la diferencia de personalidades que los separa, justo en la escena en que «ambos» acompañan a Paulina a su casa, el narrador nos espeta sus pensamientos más íntimos: «Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frivolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: un

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caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido». No resulta, pues, descabellado deslizar la teoría del «extraño caso» de Julio Montero y su «otro yo», un personaje algo tímido y retraído, un escritor sin ambiciones verdaderas, un hombre apenas capaz de declarar su amor a una mujer de la que se ha sentido, literariamente, «un apresurado y remoto borrador», con la que compartió «toda la infancia» y entre quienes permanecía viva «una pudorosa amistad de niños». No parece disparatado comprender que ese verdadero e íntimo yo de un escritor quede desplazado ante la irrupción de su otro lado, de su faz más brillante y pública, de la que habrá de enamorarse su idealizada figura femenina. Ante este hecho, el narrador, en quien se ha focalizado psicológicamente de manera intencionada durante todo el relato, reflexiona así: «Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad». Destaquemos el final de párrafo: «Muchas veces yo había entrevisto» parece indicar una prefiguración de la desdicha. De la desdicha consistente en intuir que Paulina era más afín a la «faz Montero» que a la suya propia. Q u e Paulina, tal vez, no revestía los atributos del ideal. La revisitación textual del relato puede sorprendernos si damos en releerlo todo a esta luz. Absurda, a más de agramatical en un escritor, se adivina la alusión al trío de personajes presentada por el narrador siguiendo el extraño orden que reproduzco en esta cita: «Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero». No se trata de un error, desde luego. Supone un indicio de la esencia de «dobles» que los personajes masculinos poseen en la historia. Confirma también esta teoría un fenómeno narrativo singular, empleado con pericia por Bioy Casares a lo largo de toda la obra: Montero entra en el campo visual del narrador merced a dispositivos ópticos donde la refracción visual aparece como un elemento añadido, si bien es cierto que esto sucede sólo en los momentos que ambos personajes se enmarcan en planos objetivos, como figuras inscritas en una escena, y no se incorpora en aquellos otros momentos que tienen la perspectiva subjetiva e interna del narrador como única pantalla para la visión de los sucesos. La primera escena en que Paulina aparece con el rival tiene lugar cerca de una ventana, cuyo cristal puede reflejar el rostro del «otro». Leemos: «Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos.» En ese punto, añade significad-

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vamente: «Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor». D e inmediato tiene lugar una mirada de Paulina y una pregunta que le lanza al narrador, la ya comentada acerca del poema sobre el hombre que no reconoce a su amada en el Paraíso. Importante parece que sea éste el momento en que la referencia a un «paraíso perdido» se incorpora al relato. N o menor importancia reviste el hecho de que Paulina le formule la pregunta al narrador cuando, un momento antes, éste nos refería que estaba hablando con Montero. Este aspecto de las miradas cobra en esta lectura del relato especial relevancia. El personaje Morgan, que vendría, como ya se indicó, a fungir como la conciencia despierta y literaria del narrador, es contemplado en la escena de la reunión «oblicuamente», tras declarar que es el único en percibir la «ansiedad» que al narrador le producía la fascinación que Montero estaba causando en Paulina, de manera creciente y definitiva. También relacionado con la mirada y los reflejos está el otro momento, último, en que Montero y el narrador se encuentran frente a frente. N o s hallamos en la escena en que Paulina, antes de la partida del narrador, lo visita por última vez, al menos en el plano de los hechos objetivos y de la realidad física. Es el momento en que le declara su amor por Montero y, sin embargo, le confiesa que «de algún modo, siempre te querré más que a nadie». Al desaparecer ella de la escena, y en el mismo jardín en que tuvo lugar el primer enfrentamiento perspectivístico de los dos sujetos masculinos, tiene lugar otro encuentro de consistencia espectral. El narrador regresa a su apartamento y en ese momento se nos relata otra visión, nuevamente soportada sobre el andamiaje de un reflejo. Ahora, Julio Montero surge con su cara apoyada «contra el portón de vidrio». El vidrio vuelve a ser una especie de espejo, donde la cara maldita del narrador toma vida y presencia. U n rostro que se compara al de «los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar». Y, efectivamente, un rasgo distintivo de monstruosidad abisal será el que penetre desde este momento en la narración, disponiendo la dinámica de los hechos y subrayando el lado tétrico de la historia. Una cara «blanquecina y deforme», que la lluvia y el cristal muestran a nuestros ojos, como son también mostrados a los ojos de quien, narrativamente, es su dueño. Por útimo, y para no abundar en más ejemplos, habré de inferir la escena fantasmática, de la que ya se glosaron algunos aspectos, que rubricará, con su doble lectura, la conclusión del texto. La aparición de Paulina como esa «otra versión» ya aludida del personaje participa también de una cualidad relacionada con el ámbito de la percepción visual. El narrador nos habla de una «contemplación» y de una imagen surgida «en la mercurial penumbra del espejo». En la revisión que el narrador hace de

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la misma escena descubre en su memoria que otro personaje la acompañaba, y termina por identificar ese personaje consigo mismo. En su conversación reveladora con Luis Alberto Morgan, le participa un curioso detalle: durante la velada con los escritores, cuando descubrió a Paulina con Montero, éste se «miraba en el espejo». Y cuando finalmente el narrador halla la clave interpretativa de los sucesos comprende que su mirada al espejo, y su visión en ella del narrador, será la que termine proyectándose como falsa realidad en la escena fantasmática, la que nunca llegó a producirse y que tan sólo sería el reflejo «de la horrenda fantasía de Montero». Es decir, los dos sujetos masculinos trazan a lo largo del relato un interesante juego de miradas, producidas por reflejos especulares. Reflejos que determinan un estatuto de ficción: el del narrador y su doble. Aquél termina imaginando a Montero en su cárcel, «cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos». Un espacio temporal, el de la prisión, que tal vez coincide con la temporada, los dos años, que el narrador, supuestamente, pasará estudiando en Londres, viviendo una existencia paralela, en «el lado de la sombra». Constante en la literatura del «inventor de Morel» serán las estancias en los parajes de la umbría espiritual. Como en el «corazón de las tinieblas», ubicará en las coordenadas geográficas del continente africano un relato de amor, que remonta los límites del tiempo y se aboca en los pozos de la culpa: «El lado de la sombra», narración que dará título a una colección de cuentos de 1962. La sombra de Joseph Contad, con sus novelas de tinte moral como Lord Jim, se alarga en este bello texto, en el que un aristócrata arruinado rememora el amor perdido por una mujer a la que inexplicablemente abandonó a las puertas de un incendio, y cuyo regreso espera desde una convicción absurda y fidedigna. La esperanza de una resurrección anunciada por signos remotos modela el temple de su castigo, como el «miedo» lo hará con su interlocutor, encargado del proceso de escritura, desde una distancia que no impide la desazón ni el escalofrío. Asimismo, en «Los milagros no se recuperan», relato integrado en El gran serafín (1967), la «despareja» memoria de estirpe proustiana asume el retoño de un episodio de importancia central en la vida del protagonista. En este caso, la muerte de la mujer amada imprime un sello de tal calibre en la sensibilidad que el síndrome de Beatriz producirá la aparición fortuita, el «milagro» de la recuperación del bien perdido, que - a l igual que ocurrirá con el relato de Julio Cortázar- se mantendrá irrecuperable al otro lado de las «puertas del cielo»25. Como vemos, 25

Afirma Veblen, el protagonista, relator de su «historia» al narrador del relato, su amigo hallado por «azar» en ese «lado de sombra» donde habitan los fantasmas: «Todo hombre se asoma

La memoria del doble: de Beatriz a Paulina

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los fenómenos psíquicos que exhibe la imaginación de Bioy Casares refuerzan los hilos trazados «en memoria de Paulina»: la sugestión de un cuerpo resucitado o la alucinatoria visita de su doble. En posteriores fórmulas narrativas, el autor incidirá en este «lugar común» de su universo estético: la «revelación mutua» y el reconocimiento de las almas que se amaron es el motivo del deseo desaforado de un personaje que busca a la mujer fallecida en las jóvenes que nacieron tras la fecha de su defunción («Clementina»). En el breve e intenso «Reverdecer» una pasión «doble» arroja su verdad escondida una vez que la muerte arrebata el cuerpo adorado, ensanchando el alcance de su influencia «más allá de la tumba» en el «milagro de la vida», como acontecía en la «memoria de Paulina»26. En 1960 publicaba Jorge Luis Borges ese genial compendio de la literatura como único ámbito de validez «real» para el hombre de letras, titulado El hacedor. Una de sus páginas planteaba el problema de la identidad existencial del ser. Un mecanismo de división de la personalidad en dos facetas contrapuestas y complementarias lo configuraba. ¿Quién era más auténtico, más verdadero, más cierto, el escritor o el ser que al escritor, vitalmente, lo alimentaba? Tal es el concepto desglosado en esa maravilla de síntesis literaria y filosófica que es «Borges y yo». Todo un capítulo, hermoso y denso, sobre la irrealidad del ser, y la exigencia de autorreconocimiento en el personaje, en el símbolo que, a lo largo de una vida «de letras», todo escritor construye y verifica. En 1948 ya había apuntado, de manera más velada y subrepticia, su discípulo Adolfo Bioy Casares el mismo tema en el cuento sobre el amor y la deconstrucción de la figura femenina ensalzada por la cultura occidental. Un cuento narrado «en memoria de Beatriz», siendo Paulina la figura que asumiera el delicado papel del bien transfigurado. La estrategia del doble, consciente o inconscientemente empleada por Casares, tiene una más alta función, en nuestro estudio. La de consumar un descenso órfico a la pérdida no a esa tierra: la del destino, la de la buena y mala suerte; yo la habito. Por eso no interpreto los regresos o apariciones como hechos naturales; los veo como signos» (Bioy Casares 2 0 0 2 : 3 2 6 345). Por su parte, el narrador de «Los milagros no se recuperan» asegura, en relación al síndrome que padece: «Verla muerta me desconcertó menos que el pensamiento de que después no la vería nunca. Lo increíble de la muerte es que la gente desaparezca». Afirmación que, de algún modo, explícita el fenómeno parapsicològico de «recuperación» que, a continuación, aporta, y con el que finaliza su relato. La tríada temática viaje, aventura y amor, unida a la importancia del sueño y la fotografía conforman los ejes referenciales en la narrativa de Bioy Casares, al decir de Trinidad Barrera (1992). 26

El brevísimo «Reverdecer» forma parte de la colección Guirnalda

«Clementina», de Historias

desaforadas

con amores (1959), y

(1986). Importante el dato de su relectura de la obra de

Proust, comentada como su «descubrimiento», hacia 1948, fecha de publicación de La trama celeste. Véase en Bioy Casares 2 0 0 2 : 6 2 2 («Reverdecer») y 6 6 5 («Clementina»),

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sólo de la amada, sino también de su posible reencuentro. Y también, la de su historia de amor. Lo que se deconstruye ahora no es únicamente el mito de la resurrección, como hiciera Alian Poe, ni la metamorfosis de su inmaculada escala espiritual, como en otros ejemplos del síndrome contemporáneo de Beatriz. Lo que ahora se marchita es lo que, de algún modo, nunca floreció. Lo que fue un borrador jamás materializado ni, en verdad, escrito. Lo que ni siquiera participó del consuelo de lo perdido. De la olvidada y perdida existencia.

VII La estirpe de Solveig Buenosayres

Tutti li miei pensier parlati d'Amore. Vita Nuova XIII Di quella ch'io notai di più bellezza vid'io uscire un foco si felice, che nullo vi lasciò de più chiarezza; e tre fiate intorno di Beatrice si volse con un canto tanto divo, che la mia fantasia noi mi ridice. Paradiso XXIV: 19-24 Pulchritudinis desiderium. Tal la hermosa definición del amor, considerado como apetito de belleza, que formuló Marsilio Ficino en su Comentario al Banquete de Platón. Un tipo de belleza que reproduce, de modo especular, el resplandor de la divina en la corporalidad humana. «El furor divino» -decretó el filósofo del Quattrocento— «es el que nos eleva a las cosas superiores». De sus cuatro especies —poético, místico, profético y amoroso— la última se establecía como la más elevada, la que imprimía una mayor cercanía al espectáculo último y eternai, satisfacción plena de toda aspiración noble1. Su compatriota y contemporáneo, Giordano Bruno, planteó la existencia de una serie de «furores» no «ferinos», sino formados en «un ímpetu racional que persigue la aprehensión intelectual de lo bello y bueno que conoce (...) de manera tal que se inflama de su nobleza y su luz»2. Héroes de la especie, no por sus gestas y glorias romanceadas, sino

1

«El último vuelve la cabeza del auriga hacia la cabeza de todas las cosas. Allí el auriga es

feliz, y ante el pesebre, o sea, ante la belleza divina, deteniendo los caballos, o sea, acomodando todas las partes del alma a él, les ofrece ambrosía y además néctar para beber; esto es, la visión de la belleza divina y, mediante la visión, la alegría» (Ficino 1986: 224). 2

« N o se trata de un furor de atrabilis que, fuera de todo consejo, razón y prudencia le haga

vagar guiado por el azar y arrastrado por la tumultuosa tempestad como aquellos que, habiendo abjurado de cierta ley de la divina Adrastia, vienen condenados a los estragos de las furias, siendo

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por su condición de perseguidores de aquello fundamentado en la excelencia, estos «furiosos» sujetos acomodan «sus afanes y actos a las cosas divinas, hacia las cuales nada hay que pueda tan generosa y eficazmente prestar alas como el amor heroico». Sus hazañas ahondan en la condición de unidad que, escondida, alienta en la engañosa «condición de lo múltiple» que pretende el intelecto, ufano, liberar. En su aventura, acecha la llama de lo perpetuamente dividido, de la escisión, de la entidad quebrada, de la fracción rediviva, pues, como sentencia Leopoldo Marechal en un verso célebre y conclusivo: «con el número dos nace la pena»3. Esta tradición del amor platónico, que se había vertido en los odres místicos de la cortesía caballeresca medieval, avanza desde el siglo XII del trobarclus hasta consagrarse en los «fedeli d'amore» italianos y alcanzar coronación simbólica en la obra de Dante Alighieri, donde Beatrice compulsa cristianismo, caballería y sublimación filosófica. Como muy bien señala y expresa Octavio Paz en una luminosa página de La llama doble (1993), «Dante cambió radicalmente al «amor cortés» al insertarlo en la teología escolástica. Así redujo la oposición entre el amor y el cristianismo. Al introducir una figura femenina de salvación -Beatriz- como intermediaria entre el cielo y la tierra, transformó el carácter de la relación entre el amante y la dama. Beatriz siguió ocupando la posición superior pero el vínculo entre ella y Dante cambió de naturaleza»4. Esta transformación importa especialmente para decretar los rostros del topos de Beatriz en la literatura

agitados por u n a disonancia tanto corporal [...] cuanto espiritual [...]. Por el contrario, es u n calor engendrado por el sol de la inteligencia en el alma y u n ímpetu divino que le presta alas, de manera que, acercándose más al sol de la inteligencia y rechazando la h e r r u m b r e de los h u m a n o s cuidados, trocase en oro probado y puro, adquiere el sentido de la divina e interna armonía y conforma sus pensamientos y gestos a la c o m ú n medida de la ley ínsita en todas las cosas» (Bruno 1987: 56-58). 3

Marechal, «Del A m o r navegante» (de Sonetos a Sophiay otros poemas (1940), en Marechal

1998: vol I: 228). «Si fuesen uno, Amor, no existiría / ni llanto ni bajel ni lejanía, / sino la beatitud de la azucena. // ¡Oh, a m o r sin remo en la unidad gozosa! / ¡Oh símbolo apretado de la rosa! / C o n el n ú m e r o D o s nace la pena». 4

Octavio Paz añade esta importantísima reflexión acerca de las categorías contrapuestas, si

bien armonizables, en el espíritu dantesco, de A m o r y Caritas: «Algunos se h a n preguntado: ¿era a m o r realmente? Pero si no lo era, ¿por qué ella intercedía por u n pecador en particular? El a m o r es exclusivo; la caridad no lo es: preferir a u n a persona entre otras es u n pecado contra la caridad. Así D a n t e siguió preso del «amor cortés». Beatriz cumple, en la esfera del amor, u n a f u n c i ó n análoga a la de la Virgen María en el d o m i n i o de las creencias generales. Ahora bien, Beatriz no es u n a intercesora universal: la mueve el amor a u n a persona. En su figura hay u n a ambigüedad: Beatriz es a m o r y es caridad» (Paz 1995: 98-99).

La estirpe de Solveig Buenosayres

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contemporánea: sus variaciones íntimas que connotan el proceso de secularización de la edad moderna o las posiciones que defienden, caballerosamente, su figura inmaculada y prístina, sin contaminar por los signos del tiempo con sus vaivenes y desplazamientos. De todo el siglo XX hispanoamericano es el escritor argentino Leopoldo Marechal (1910-1970) quien ha procurado una mayor integración de los conceptos aliados al erotismo de estirpe teológico-mística en su literatura. Es el poeta, ensayista y narrador que más intensa y armónicamente ha buscado prensar la constelación espiritual del sentimiento amoroso dantesco desde tres premisas conceptuales: el Amor, de tradición poética y cortesana, afincado en la sociedad feudal y caballeresca, propio de los trovadores y espíritus «corteses»; el Eros, de fundación platónica, animado en la obra de los humanistas que revitalizan el género dialogado y la convicción de un continente imaginario de arquetípicas centellas eternales, y por último la Caritas cristiana, que promulga la salvación del alma individual, merced a la intercesión —mesiánica, en la figura de Jesucristo, o «personal» en la del Ser Amante- del sentimiento purificador, universal y abnegado que, en el más allá, nos libera de nuestra estrecha cárcel perecedera. Desde su temprana mocedad, es Marechal asiduo lector y exégeta de los cantos del Alighieri, y también del resto de su creación, fundamentalmente de la Vita Nuova. «Dantescas» es el título que propone para algunas de sus primeras composiciones líricas. La amenaza del síndrome de Beatriz planea sobre los versos de la «Elegía de la eterna ausente», inscritos en su poemario inicial Los Aguiluchos (1922), escrito en plena juventud, pero ya consciente de cuáles serían las líneas fundamentales de su trayecto por las sendas del verbo. Las impresiones poéticas de una plasticidad típicamente simbolista, con ecos de Sully-Prudhomme y de Alian Poe, no oscurecen la verdadera vocación hacia una espiritualidad de talante teológico y anclada en los feudos del cristianismo platonizante, hacia el que habría de dirigir definitivamente sus pasos. La tonalidad elegiaca graba el eco de una tendencia, que se metaforiza en lo que una tumba ofende y graba: «Sólo una tumba más hay en la tierra, / sólo una tumba más hay en el alma: / todo está como entonces, / sólo es ella que falta...»5 5

«Elegía de la eterna ausente», de El aguilucho-, 1922 (en Marechal 1998: 70). El poema titulado «Dantesca», de la misma colección, propone una parábola entre el poder infernal y el imperante triunfo de las llamas amorosas. Traspuesto el Orco y condenados al Averno, los amantes son causa de la amarga queja que el «enemigo» impetra a Dios: «-Inventad otro castigo. / ¿De qué sirve mi hoguera? / si el fuego del amor es más ardiente?» (1998: 76). Sobre este poemario, Pedro Luis Barcia arremete señalando su ausencia de originalidad, aseverando que «nada preludia la entonación marechaliana siquiera». El concepto de la Mujer como ordenadora del Universo

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Vicente Cervera Salinas El paratexto que escoge Marechal para estampar el que será su poemario más

dolce stil nuovo, su colección de Sonetos a Sophia (1940), procede del primer verso de la estrofa que comenta Dante en la autoexégesis inserta en el capítulo XIII de la Vita Nuova: «Tutti li miei penser parlan d'Amore» («Todos mis pensamientos hablan de Amor») 6 . En el Heptanetamente «dantesco» e inspirado en el

merón

(1966) insiste Marechal en la canción que enaltece la «poderosa unidad»

que es una loa a la beatitud de inspiración paradisíaca7. Pero será, sin duda, en su magnífico ensayo de raigambre humanista, por la Belleza

Descenso y ascenso del Alma

(1939) donde acuñe los conceptos que fundamentarán el ideario

erótico-verbal que más tarde serán ficción en su «epopeya» esencial del «primer poeta» en la gran ciudad:

Adán Buenosayres (1948). Una de estas nociones es

la del «intelecto de Amor». Aparentemente inocuo, contiene dicho sintagma el espíritu de la aspiración a lo inasible, que mediante los vericuetos del pensamiento y sus ramificaciones artísticas, se figura dar alcance y prender la sustancia de lo amado, es decir, lo que de «amable» y, por lo tanto, sujeto a devoción posee. Bien atestigua su presencia en la obra de Dante y, desde él, «desciende» hasta su progenie escolástica para, en suave declive, llegar a tocar su fondo platónico. El hecho de que los grandes estandartes de dicho linaje, la Verdad, la Belleza y el Bien, se hallen íntimamente emparentados, como expresiones que sólo se separan para la sucesión lógica de nuestra inteligencia humana, incapaz de aprehenderlas

aparecerá, de manera plena, en el poemario «Odas para el hombre y la mujer» (1929). La expresión simbólica de la Unidad como «puerto de los puertos» (según Barcia) regirá la arquitectura de los Sonetos a Sophia. Véase Barcia «La poesía de Marechal o la plenitud del sentido» (en Marechal 1998: X-XIII). 6 «Tutti li miei penser parlan d'Amore; / e hanno in lor sì gran varietate, / ch'altro mi fa voler sua potestate, / altro folle ragiona il suo valore // altro sperando m'apporta dolzore, / altro pianger mi fa spesse fiate; / e sol s'accordano in cherer pietate, / tremando di paura che è nel core». Señala y comenta Dante al respecto: «Este soneto se puede dividir en cuatro partes: en la primera digo y supongo que todos mis pensamientos son de Amor; en la segunda digo que son diversos, y narro su diversidad; en la tercera digo aquello en que todos parecen concordar; en la cuarta digo que queriendo decir de Amor, no sé de cual parte tomar argumento, y si quiero tomarlo de todos, he de invocar a mi enemiga, mi señora la Piedad...»: «Todos mis pensamientos hablan de Amor; / y tienen entre sí tan gran variedad, / que uno me hace querer su potestad, / otro afirma que su poder es desmesurado, // otro me trae esperanza y dulzura, / otro me hace llorar a menudo / y sólo coinciden en invocar piedad, / temblando por el miedo que está en el corazón» (Vita nuova 1988: 118-121). 7 «El principio y el fin es el Amor, / la cohesión primera, sin diferenciaciones. / La perfección activa del Amante, / la excelencia pasiva del Amado / se confunden en tan poderosa unidad» (en Marechal 1998: 394).

La estirpe de Solveig Buenosayres

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de manera súbita y aunada, le sirve a Marechal de conexión con el concepto dantesco de la Inteligencia Amorosa. En este ensayo filosófico y aun escolástico se plantea el escritor la aparente discrepancia profunda existente entre las capacidades apetitiva del Amor y cognoscitiva de la Inteligencia, como posible barrera espiritual o «raro maridaje» de dos potencias anímicas que conviven en el ser humano. La única «forma» factible de acceder a un conocimiento que en su materialización fuera simultáneamente posesión del apetito amoroso se hallaría en la «intelección por la belleza». Este tipo de «intelecto» era, en fin, el que decretaron los «fedeli dAmore» como modalidad intrínseca al sentimiento y que ahora Marechal rescata para fraguar su poética de lo divino. En su base, se instala toda la fundamentación teórica precedente, sobre la cual construye una arquitectura religiosa basada en el culto a la Unidad. Es en la Unidad, más allá de la aparente multiplicidad que nos revela el espectáculo del mundo y sus diversas criaturas, donde ha de anclar el navio que atisba el puerto. El Intelecto de Amor le servirá para ascender por los escalones de la belleza que el mundo esparce y presta, combinando la posesión que el apetito amoroso comporta con la intelección que opera el encuentro. Sólo un ascenso tal por la muchedumbre y «prolijidad» de realidades con que se topa el hombre en su vida le proveerá del posible «encuentro» místico con el Uno, al que siempre aspiró en vida y obra Marechal. Sin embargo, fue consciente de que en tal empresa el costo era el propio peso de la existencia, computado en tiempo y conocimiento, y que no obstante el final óptimo de tal trayecto sería equivalente al hallazgo de un «centro» donde el individuo perdería su identidad para anularse en ese Motor Infinito que, a su vez, es la Hermosura Primera. El precio de la meta es el final de todo viaje, y el periplo de su itinerario es la aventura del sujeto que «conoce» el objetivo y, «heroicamente», tiende a él, aun a sabiendas de que siempre habrá de trascenderle. «Así es» —recapitula en su ensayo Marechal- (...) el conocimiento por la hermosura. Es experimental, directo, sabroso y deleitable: conocer, amar y poseer lo conocido se resuelven en un solo acto. Y tal vía de amor es la de nuestro héroe: no en vano le doy este título, ya que la palabra "héroe" se deriva de Eros, nombre antiguo de amor» 8 . Tal vez sea éste el impulso de la novela Adán Buenosayres, ésta la red en que se apoya la trama de tan amplia y compleja composición. Y así lo creo en virtud de lo que supone el «ser novela» como la aventura del héroe moderno. En ella, se convierte en argumento, en peripecia y «agnición», conocimiento, cuanto hubo sido expuesto en las páginas ensayísticas de El Descenso y Ascenso del Alma 8

Marechal 1939 (en Marechal 1998, vol II: 356).

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por la Belleza. El argumento ontológico encarna ahora en un personaje, que es precisamente nombrado como el primer hombre y, a la vez, un «nuevo» concepto de hombre (el que se enuncia en la filosofía del ensayo): aquél a quien ha sido revelado el proceso de conocimiento, pero en quien, a su vez, hace «crisis», puesto que la noción de lo «imposible» le convierte en héroe y aun en víctima de la propia argumentación. La búsqueda del conocimiento amoroso lo convertirá en el poeta que, siguiendo el modelo dantesco, hallará el incentivo en la figura de la mujer simbólica para caminar en pos de su «posesión», recogiendo así el mito de Beatrice. Pretende de este modo alcanzar ese conocimiento que no sea, en suma, sino un paso para una revelación mayor en el deseo de Unidad que subsiga a esa contemplación gozosa de lo Bello, como escalón para facultar el paso a la plenificación total. Paso que lógicamente no podrá ser dado, transformándose por lo tanto en víctima y, en su proceso, en luchador desenfrenado, en poeta furioso y visionario: en héroe del pensamiento. Tal personaje es Adán Buenosayres. En él se evidencia la cualidad de personaje contemporáneo. Es muy importante destacar este aspecto: Adán es un sujeto novelesco9. Es un héroe que hace «crisis», como lo son todos los héroes de la novela moderna a partir del Quijote cervantino. La gran y hermosa diferencia con sus correligionarios es que la naturaleza de su sacrificio es de índole filosófica: pugna, como poeta, por alcanzar, a través del amor a la Belleza, la Unidad, y sírvese para ello del Intelecto. Se trata, al fin y al cabo, de una «novela metafísica», cuyo protagonista es el héroe ético del pensamiento trascendente, emparentado tanto con Quijano, como representante, aun paródico, de una filosofía de amor basada en la idolatrización de una Dama simbólica, como con el Ulises de James Joyce, en tanto paradigma de la novela contemporánea. En este sentido, el propio Marechal se encargó de clarificar la cercanía «estructural» o «compositiva» de su novela con la nueva épica del irlandés, que también introduce «en un viaje de novecientas páginas» a su héroe en una errante dispersión durante un día de su vida. El paralelismo formal de la estructura no se traduce en una similitud semántica ni simbólica. En este sentido, Adán Buenosayres sería un ejemplar 9

Muy interesante, al respecto del nombre escogido para el «héroe» de la novela, lo consignado

por Marechal en el ensayo que comento: «A este respecto del hombre se refiere sin duda el Génesis en uno de sus pasajes más enigmáticos: Jehová reúne a todas las criaturas y las enfrenta con Adán, para que Adán las nombre; y Adán les da sus nombres verdaderos. Ahora bien, si Adán las nombra con verdad, es porque las conoce verdaderamente; y si las conoce verdaderamente, es porque las mira en su Principio creador, vale decir en la Unidad. Y es lógico [...] que así sea; pues el Adán que las está mirando y las nombra es el Adán que no ha caído todavía; es el Adán en "plenitud edénica"». Marechal 1998, vol II: 3 4 8 .

La estirpe de Solveig Buenosayres

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totalmente distinto de «viajero», pues su sustrato filosófico es bien diverso, ya que la progenie del argentino procede de aquellos «robinsones metafísicos» que dedican su vida, y cada uno de los días de su vida, como vemos en la novela, a procurar la obtención de su ideal, a tender a la consecución de su deseo. Ambos (deseo e ideal) se anclan en las regiones de la ontología, donde nuevamente los grandes conceptos vuelven a emplear sus mayúsculas para tender, con mayor o menor gloria, al empíreo de la Unidad. El viaje de Adán por Buenos Aires no es, por tanto, como el de Leopold Bloom por las calles de Dublín, cuyo móvil está dictado «según el «errar» y según el «error» (dos palabras de significado casi equivalente), y se «dispersa» en la multiplicidad de sus gestos y andanzas (...) hasta la atomización», en palabras del propio Marechal, de su excelente ensayo «Claves de Adán Buenosayres». El protagonista, sintetiza su autor, «es el viajero que se desplaza con un objetivo determinado: el fin o la finalidad de su viaje. Surca el océano de lo múltiple, no para dividir y atomizar su ser en el maremagnum de las contingencias y diversificaciones, sino para rescatar, a flor de agua, la unidad misma de su ser»10. De su ser «transcendente». No olvidemos que tanto Bloom como Adán toman como referente al mítico aventurero, que fue Odiseo y que fue Nadie. Como Nadie será recogido en la literatura del irlandés: la epopeya de ese ser «sin atributos» que no puede llegar a ser Alguien, en un universo de valores deconstruidos. Como Odiseo vuelve a las páginas de Marechal, uno de los pocos novelistas contemporáneos que reconquistan la épica no sólo desde la forma episódica y capitulada de la novela (la forma «moderna» que adoptó el poema legendario y la epopeya), sino que pretende apoyarse en una visión del mundo sólida y religiosa, en una serie de signos metafísicos que restituyan al sujeto un «sentido» al mismo hecho de caminar. Un día como metáfora de una vida puede ser una sucesión inconexa y rota de episodios apoyados en un sujeto que se sabe Nadie, o puede ser el decurso físico que metaforice la voluntad de conjugar experiencia y conocimiento, percepción e inteligencia, comportamiento y ética, motivación y filosofía, deseo y amor. Ese es el camino de Adán, el nuevo y «viejo» poeta, por sus breves días de Buenos Aires. Tal es la empresa que propone Marechal, dando un viraje importante al comportamiento usual de la novela del siglo XX, que tomó más la irrealidad de esa máscara andariega, que «ni siquiera era polvo», a ese Quijote consciente de su insoportable y leve ser, sabedor de su sustancia fantasmal y «literaria», que al Quijano que soñó con hundirse y empozarse en Montesinos en nombre de la 10

M a r e c h a l 1 9 9 8 , vol III: 6 7 4 .

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Doncella y de su propia invención hecha «personaje». Esta última es la opción marechaliana. Se trata, en suma, de una novela y de un personaje que resultan raras aves en el panorama contemporáneo, caracteres que no ignoraba su «hacedor», perito en la historia de la literatura y la función de la filosofía, un autor que quiso maridar las estructuras más actuales con las sustancias clásicas. Con cierto énfasis, propio del poseedor de un credo muy asimilado y pleno, proclama sus claves y métodos Marechal, destacando que las coincidencias proceden de la «fuente homérica» y de algunas de las «técnicas de novelas» utilizadas por ambos: los pasajes dramatizados, los íntimos monólogos del espíritu, los rituales callejeros, la poética del espacio urbano, los interiores de exaltación subjetiva, la presencia protagónica de los amigos o camaradas del héroe novelesco, las interpolaciones líricas y poemáticas, los retornos a la conciencia pretérita, los diálogos inacabables. En lo más hondo e idiosincrásico tomaron, empero, posiciones polares y contrapuestas en la encrucijada esencial del ser. Marechal, en tal circunstancia, apela al discurso neoplatónico y a la literatura de los «fieles de amor» para reclamar la orientación a un fin, como alforja del peregrino, y la convicción de que el «sacrificio» del héroe consiste en aceptar la imposibilidad última de la consumación del ideal. La «diferencia capitalísima» entre Ulyssesy Adán Buenosayres procede, en fin, de que «Joyce, como era de temer se quedó en la pura "literalidad" del texto, mientras que yo, acuciado por otras problemáticas entendí la lección homérica en su "sentido simbólico" y en la "cuarta dimensión"». Marechal reprocha a Joyce esclavizarse a lo que denomina «demonio de la letra», o desestructuración de la posible esencia espiritual de toda producción artística, en beneficio de su materialización formal, de su condición «deconstructiva» de «escritura» sin referencia a realidades últimas o superiores que la conduzcan y guíen". Sin ideal, el héroe queda descarnado y " Esa es la razón de que llegara Marechal a un cierto fanatismo a la hora de valorar históricamente la obra de Joyce, como prototipo de escritura «deconstructora» de valores trascendentes, e inscrita en lo que ahora denominaríamos «postmodernidad». El anclaje marechaliano en los ideales -humanísticos y religiosos, vistos en armonía y sin ninguna discrepancia profunda entre ellos- le lleva a descalificar, en el fondo, comportamientos artísticos que no se sostengan en la «fuerza de lo espiritual» como gran motor e idea sacra y suma. Llega, en este sentido, a concluir con estas palabras su discurso sobre las identidades del Ulysses con su Adán-, «"La letra mata, el espíritu vivifica". Y entendí por último cuánto había de "profanatorio" en la utilización meramente "literal" de los mitos y las literaturas tradicionales. Con la consecuencia terrible de que, si la letra mata al espíritu, la letra se suicida rigurosamente, y las obras que se reducen a una simple literalidad carecen de todo futuro posible» («Claves de Adán Buenosayres», en Marechal 1998, vol III: 675). El tiempo no parece haberle dado la razón a Marechal. Tal vez no tuvo en cuenta la importancia de la sintonía de la obra con la generación a que pertenece o que «profetiza». La «ausencia de

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vacío como cáscara de nuez, sin entraña; pero sin la convicción de que la cima queda siempre «más allá», el modelo prescindiría de su anclaje religioso: Ulises hubo de ser atado al mástil, para no sucumbir al canto de las sirenas sin renunciar al encanto de su voz. Cristo, el «otro héroe» en que basa Marechal su teología poética, se «encumbra» en los brazos de una cruz (el mástil del cristianismo). No en vano las páginas finales del Descenso y Ascenso del Alma remitían a esa figura esencial en la historia del espíritu, en la morfología argumental del héroe y del mártir: «el mástil que abarca toda vía y ascenso en la horizontal de la "amplitud" y en la vertical de la "exaltación"»12. Muy interesante, a este respecto, resultaría trazar un paralelismo de inversiones sobre un mismo tema, el de la «sed unitiva», en palabras de Julio Cortázar, entre el Adán de Marechal y una novela que, años más tarde, plantearía de modo muy distinto el problema común de la aspiración al centro totalizador. Aludo, claro está, a Rayuela (1963), donde su compatriota argentino resuelve de modo muy distinto, más acorde a la problemática desasosegante del sujeto existencial propio del siglo XX, el avatar del héroe viajero y espiritual13. No es extraño que fuera Cortázar, un año después de la aparición de la novela, el primero en señalar su excelencia y alcance simbólico, como un «acontecimiento extraordinario en las letras argentinas», cuya «diversa desmesura» lo convertía en «un signo merecedor de atención y expectativa»14. El desarraigo «de la perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo» es, para Cortázar, la espina dorsal de la obra, su sustancia temática y su razón de ser como estructura de viaje del alma. Cabría extrapolar la sentencia del autor de Rayuela al caso de Horacio Oliveira, su héroe novelesco, que repetiría, dividido entre dos lados, dos hemisferios valores» de que hace supuesta gala la obra de Joyce no fue ni será óbice para su lugar fundamental en la historia de la literatura. Antes al contrario, supo encarnar ese «estado del espíritu» que, aun desalmado, quedaba manifiesto y hecho verbo. 12

En Marechal 1998: 365 (Cap XII. El Mástil). La perspicacia de Cortázar en su lectura temprana y reveladora de la novela (en su artículo de 1949 «Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres») resulta extraordinaria, tanto para caracterizar sus claves como para ir consignando sus propias señas de identidad como escritor, novelista, hermeneuta del libro y del mundo: «De muy honda raíz es ese desasosiego» -señala, refiriéndose a la crisis existencialista de A d á n - «más hondo en verdad que el aparato alegórico con que lo manifiesta Marechal; no hay duda de que el ápice del itinerario del protagonista lo da la noche frente a la iglesia de San Bernardo, y la crisis de Adán solitario en su angustia, su sed unitiva. Es por ahí (o en las vías metódicas, no en la simbología superficial y gastada) por donde Adán toca el fondo de la angustia occidental contemporánea» (en Cortázar 1994: 171). 13

' 4 También destaca Cortázar el componente humorístico de la novela, algo que recogerá, de manera amplia y vehemente, en las páginas de su Rayuela (Cortázar 1994: 176).

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y dos concepciones antagónicas de la existencia, los avatares de un ser también desarraigado en busca de otro tipo de unidad sobre las casillas de un juego de sucesiva dispersión, en cuya cima se dibujan las letras del cielo. Conviene asimismo señalar dentro de este paralelismo, ya señalado por Francisco Ayala, dos aspectos importantes para su determinación 15 . El primero se refiere a los logros no alcanzados por la novela, en su lectura cortazariana. A la piedra angular de su edificio remite el segundo. Y así, «el único gran fracaso de la obra es la ambición no cumplida de darle una superunidadque amalgamara las disímiles sustancias allí yuxtapuestas». Muy curioso resulta el comentario. Acierta Cortázar en la naturaleza trunca de la aventura anímica del personaje. También reconoce que este hecho «no importa demasiado», y tal vez con ello aluda implícitamente a algo que ya hemos consignado anteriormente. La cualidad de lo unitivo, en cuyo fin descansaría el objetivo sumo de la peripecia vital y novelística del protagonista, se torna afán imposible per se, puesto que su alcance místico supondría —según dictamina en páginas teóricas Marechal— la anulación disolutiva del ser. Dicho de otra manera, su muerte. Lo verdaderamente importante para Marechal consistía en la tarea intelectiva de superación y ascenso incondicionales, en el constante apoyo que su obra tendría en su sistema de convicciones y creencias, en las columnas ideales que lo animan. Lo que sí parece desprenderse de manera evidente del comentario cortazariano es, una vez más, el correlato con la caracterización de su propia criatura: Horacio Oliveira. De este modo, el personaje de Cortázar será el que de manera más ostensible represente un caso sintomático de «ambición no cumplida de darle una superunidad que amalgamara las disímiles sustancias allí yuxtapuestas», y ello sin apoyarse en los contrafuertes de las creencias trascendentes que evitaban la caída de su «templo». En lo que atañe a la «piedra angular» del edificio, también es digna de mención la combinatoria de cualidades entre el crítico de una obra y la propia obra del crítico, convertido en hacedor. Vuelve a centrar con agudeza máxima Cortázar su especulación. Dispara con tino y hace blanco en la diana cuando cree «sensato sospechar que su esquema novelesco reposaba en la historia de amor de Adán Buenosayres, ordenadora de los episodios preliminares y concretándose al fin en 15

Ayala fue quien encargó al entonces jovencísimo y desconocido Julio Cortázar la escritura

de este ensayo, uno de los primeros sobre el Adán y de los escasos textos que supieron reconocer, entre la complejidad y extensión de la obra, sus méritos y recursos compositivos. «Ese artículo suyo» -señala Ayala- «encabeza [...] la escasa crítica positiva recibida al comienzo por Adán

Buenosayres,

al mismo tiempo que constituye una indicación acerca de la influencia, también señalada por el estudio del profesor Barcia, que la novela de Marechal había de ejercer sobre la obra futura del propio Cortázar. Para mí tal influencia no admite duda» (Ayala 2000).

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el Cuaderno del libro VI». Añade, con timbre preciso: «La concepción dantesca de ese amor, exigiendo una expresión laberíntica y preciosista, lo escamotea a nuestra sensibilidad y nos deja una teoría de intuiciones poéticas en alto grado de enrarecimiento intelectual». Esa extrañeza, cabría añadir, quiso ser corregida por Julio Cortázar, quien sostenía que el carácter poético de la novela contemporánea era una de sus señas más notables de identidad, pero que la cualidad de tal poesía no podría ya ser esa «expresión laberíntica y preciosista», que Cortázar identificó claramente con los modelos petrarquistas, el dolce stil nuovo y la transposición teológica de los esquemas eróticos, tan propios del ámbito dantesco apropiado por Marechal, sino de condición «inmediata», cercana a los parámetros del tiempo en que vive su creador, y de indubitable «raíz surrealista» 16 . ¿No está sentando ya en este lúcido artículo Cortázar las bases de su poética novelística, aquélla que desglosará en los capítulos saltarines y juguetones de Rayuelo?. ¿No está atisbando, casi quince años antes, el trueque «necesario» del esquema alegórico de la búsqueda de lo uno, el que se produce justamente entre Adán Buenosayres y Rayuelo?. ¿No está, en suma, transformando voluntariamente la índole subyacente e íntima del concepto de amor como anhelo de unidad? Consciente de lo «anticuado», por más que hermoso y altamente loable, de la empresa de Marechal, propondrá Cortázar otro lugar donde reposaría el «esquema novelesco» de la odisea del héroe contemporáneo. Y no sería ya la tradición clásica, de anclaje neoplatónico y cortesano, que propuso Marechal en su «cuaderno de tapas azules» como médula espinal de su novela, sino una historia también poético-surrealista de amor, donde se sustentarían los avatares de otro Adán, más allá de Buenosayres, y perdido por el callejero que bordea el Sena. Lucía, la Maga de Rayuelo sería, así pues, el relevo necesario de lo que la amada simbólica fue para Adán Buenosayres, una figura mucho más verídica y trágica, más carnal y al tiempo mágica, a fuer de tangible y surreal. Recordemos, en el dispositivo simbólico-textual que nos sirve de guía, que fue Lucía, personaje asociado a Beatrice en la «Divina Comedia», la mujer que elevó en sueños al poeta hasta la entrada del Purgatorio, dejándolo en las puertas de una salvación que sólo más tarde, con la intervención definitiva de Beatriz, culminará su ascenso. Significativo es el hecho de que escoja Cortázar a una Lucía intermediaria, pero no consumadora del bien, como mujer «nimica di ciascun crudele» (Inferno 2-100), y que Marechal, previamente, haga descansar sobre Beatrice todo el concepto amoroso—teológico de su fabulación. Cabría preguntarse si no estará actualizando la novela del siglo XX un proceso retrospectivo, una mirada 16

Cortázar 1994: 175.

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hacia a t r á s en el i n t e n t o de r e c o n o c e r , y t a m b i é n d e « d e c o n s t r u i r » , las células y e s t r u c t u r a s de su o r g a n i s m o 1 7 . Si a m b a s novelas reposan en un esquema de índole a m a t o r i o , C o r t á z a r «actualizará» los presupuestos metafísicos de A d á n , dejándolos en su c o n d i c i ó n elemental de q u i m e r a s . E l a m o r , desgajado de su a p r o p i a c i ó n idealista y su

figuración

salvífica y c r i s t i a n a , q u e M a r e c h a l r e c o g e c l a r a m e n t e de B e a t r i z y p l a s m a en su novela, a d o p t a u n t e n o r físico y c a r n a l en las p á g i n a s creativas de C o r t á z a r : Solveig - l a figura idolatrada de A d á n — se c o n v i e r t e e n L u c í a ; la « a m a d a ausente» se t o r n a « M a g a » , y los referentes tradicionales n a v e g a n en un o c é a n o d o n d e el arribo al p u e r t o de la « u n i d a d a m o r o s a » del ser se sabe tarea de a n t e m a n o perdida, s e g u r o n a u f r a g i o , asfixia en las a g u a s d e la d e c o n s t r u c c i ó n 1 8 . C a b r í a , en s u m a , c o n c e b i r el «ensayo novelístico» de M a r e c h a l c o m o u n a m b i c i o s o p r o y e c t o e n q u e la f o r m a de la novela ejerce t o d a su libertad posible, dejándose llevar p o r las sinuosidades y escalas propias de t o d o c a n t o d e sirenas, p e r o m a n t e n i e n d o , e n el fondo, la a c t i t u d t a n p o n d e r a d a de O d i s e o q u e se m a n -

17 En el canto I X del Purgatorio, narra Virgilio a Dante los sucesos de su ascenso hasta el Purgatorio, con la intervención bendita de Lucía: «Venne una donna, e disse: "-I'son Lucia: / lasciatemi pigliar costui che dorme; / sì l'agevolerò per la sua via". // Sordel rimase e l'altre gentil forme: / ella ti tolse, e come il dì fu chiaro, / sen venne suso; e io per le sue orme. // Qui ti posò, ma pria mi dimostraro / li occhi soui belli quella intrata aperta; / poi ella e'1 sonno ad una se n'andaro». La traducción de Ángel Crespo: «Llegó una dama y dijo: "Soy Lucía: / dejadme que me lleve a este durmiente / y de este modo acortaré su vía". Quedó Sordelo con la honrada gente, / ella te alzó, y el día clareaba / cuando yo la seguí por la pendiente» (Purgatorio IX: 55-63; 2002: 65). Recordemos la primera intervención de Lucía, intermediaria entre María y Beatriz, en el Canto II del Inferno, calificada entonces como «enemiga de toda crueldad». 18 Es curioso que al final del ensayo Descenso y Ascenso... (1939) recoja Marechal el mito de Circe para trazar el esquema de valores trascendentes del héroe Odiseo, y que se refiera a ella justamente como «la maga», la que advierte al viajero de los peligros que le acechan, dándole las

recomendaciones necesarias para no sucumbir a la «temible canción» de las sirenas: «Has de recordar sin duda que Circe, revelándole al héroe los peligros que aún le aguardaban, le advierte primero el de las Sirenas que atraen con sus cantos y despedazan al viajero que las escucha y desciende a ellas. "En cuanto a ti - l e dice la maga-, te es dado escucharlas, siempre que te encadenes de pies y manos al mástil de tu navio: así podrás gozar sin riesgos de sus voces armoniosas".» Señalemos y subrayemos la voz «la maga», que parece anticipar la función del personaje femenino en Cortázar. La paráfrasis de Marechal de las palabras de Circe (que también se convertirá en el título de un famoso cuento del Bestiario cortazariano), recapitulan su concepción del amor como gracia y redención, que sustentará el conjunto de su obra: «El peligro [...] no está en oír a las Sirenas (o en «conocer» por lo que dicen), sino en dirigirse a ellas en descenso de amor. Y Ulises, el único navegador atado al mástil, deberá escucharlas. [...] Mas no desciende a ellas ni es dividido ni devorado, pues está sujeto de pies y manos, como los jueces...». Marechal 1998, voi II: 365.

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tendría fiel y firme al «sentido» y «método» de su singladura. Una cierta discordia, pues, parece revelarse entre la visión del mundo que ampara el deambular de Adán, y los vericuetos y revoluciones que imprime a su «modo» de viajar. La novela, heredera tanto del modelo de aventuras bizantino como de la tradición de aprendizaje barroca y clasicista, es sintomática de una personalidad atenta a los virajes narrativos de su actualidad, y no escasea en alardes de creatividad al respecto. Sin embargo, es necesario insistir en que su voluntad suprema radica en el sentirse arraigado a ese «mástil» de verdades y valores, que llegan a Marechal desde el pretil filosófico, literario y religioso del «Occidente» más conspicuo y tradicional: Platón, Dante y la poesía petrarquista, el Cristianismo. La «epopeya» dantesca supone, no lo olvidemos, un viaje —una odisea— novelesca del alma. Renuente como pocos a la acción revisionista de la «transvaloración» de los hitos conceptuales del hombre europeo, sigue suministrándose de una fábrica ideológica establecida sobre la dualidad como forma y la elevación como geometría. La dualidad y la elevación serán, precisamente, los órdenes conceptuales que establezcan la «catedral gótica» del amor en Adán Buenosayres. El dualismo regirá la consideración de la mujer y suministrará el arsenal de creencias para soportar las miserias del síndrome de ausencia que también habrá de padecer el protagonista de la novela. La elevación, sin duda alguna, determinará el icono del comportamiento ético, y en su morfología hallaremos el boceto de esa «escala» que compondría todo «ascenso» y «descenso», así como el sustento para la firmeza del mástil y para el sacrificio de la cruz. Así pues, se dispuso Marechal, ya desde comienzos de los años treinta y en París, estimulado por la relectura atenta de las epopeyas clásicas como figuración subyacente de la novela, a redactar la obra que sólo llegaría a culminar quince años más tarde: la novela «integral» que habría de ser el centro de toda su producción literaria19. Toda " «Entonces me dije que sí, que yo acertaría con el género novelesco si la consideraba como una sucedánea de la antigua epopeya. Y simultáneamente me dio por leer la Poética de Aristóteles [...]. Y me di cuenta de que toda la preceptiva de Aristóteles podía corresponder exactamente a una novela de tipo moderno y que siguiendo sus cánones tal vez uno podía dar con el tipo de una novela integral» (Marechal 2000: 63). Al respecto, señala en un artículo del mismo monográfico el especialista Ernesto Sierra: «Luego de una profunda crisis espiritual sufrida alrededor de sus veintiséis años, [...] persigue el restablecimiento del orden entre el plano humano y el divino como el verdadero sentido de la existencia y el mundo. Ese Orden, esa armonía entre el hombre y la divinidad fue posible en el Mundo Antiguo. De ahí que sean una constante en su obra el pensamiento, las culturas de la antigüedad clásica. Su imagen del mundo es épica, pero sabe bien lo ridículo e incongruente que resultaría en el mundo moderno intentar restituir la epopeya como género literario. Por ello ante la imposibilidad de escribir una nueva epopeya, decide parodiar el género, y con él toda una cultura, para llamar la atención sobre la crisis de los valores, la pérdida

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esta combinatoria de elementos precedentes busca materializarse en el universo netamente porteño, donde los «viajes» internos y externos de Adán tendrán una proyección que su autor buscaba válida para el «regeneracionismo» espiritual que, a partir de la consubstanciación con el sustrato argentino, anhelaba como escritor y «animal político». Es importante, en este sentido, dejar suma constancia de un hecho que no deja de sorprender, y es la casi absoluta concordia con los presupuestos simbólicos acerca de los contenidos espirituales que, a partir de la literatura dantesca, recoge y adopta Marechal en su obra. Y lo es, sobre todo, en clave de comparación antitética con las apropiaciones más comunes y, en cierto modo, más lógicas, de la gran mayoría de los escritores contemporáneos que se acercaron a este importante plano del universo literario antiguo. Emblemática, al respecto, la posición de T. S. Eliot, que resulta muy válida para señalarla como contrapunto a la de Marechal. Un contrapunto que, en el fondo, viene a situarse en cierta posición final de equivalencia ante lo que cabría definir como «sistema de organización de la sensibilidad de Dante» (en preciso sintagma de Eliot) y sus apropiaciones y variaciones posteriores, en especial, las producidas en el siglo X X . Lo fundamental, en este punto, es la valoración de aquello que el autor de La tierra baldía considera, lúcidamente, como el «prejuicio en contra de la beatitud como material poético»20. Aquí establece Eliot un sistema binario a de la utopía, el desarraigo, el desorden espiritual que se vive en nuestro tiempo...» (véase Sierra

2000: 102). 20 Prejuicio «de que la poesía no sólo debe ser encontrada a través del sufrimiento, sino que sólo puede encontrar su material en el sufrimiento. Todo lo demás era alegría, optimismo y esperanza, y estas palabras representan mucho de lo que uno odiaba del siglo X I X . Necesité muchos años para reconocer que los estados de alivio y beatitud que Dante describe están aún más alejados de lo que el mundo moderno puede concebir como alegría, que sus estados de condenación. Y hay

cosas pequeñas que desvían a uno: The BlessedDamozelde Rossetti, primero por mi arrobamiento, y luego por mi rebelión, detuvieron mi valoración de Beatriz durante muchos años» (Eliot 1920 [1978: 170-171]). Se trata de una serie de ensayos de Eliot sobre figuras capitales de la literatura universal. El dedicado a Dante resulta magnífico, no sólo para el conocimiento «personalizado» de su influencia como escritor, sino también para conocer la «filosofía poética» del mundo propia de Eliot, a partir y «en» su estudio dantesco. Véase la versión original inglesa en Eliot 1980: 237-277. En el apartado dedicado a la Vida Nueva estampa su teoría de que es conveniente leer con anterioridad la Commedia para no distorsionar la noción de «amor» dantesca, que la versión prerrafaelita introdujo, contaminando la lectura paradisíaca de Dante: «When we repeat Tut ti li miei penserparlan d'Amore we must stop to think what amore means -something different from its Latin original, its French equivalent, or its definition in a modern Italian dictionary. It is, I repeat, for several reasons necessary to read the Divine Comedy first. The first reading of the Vita Nuova gives nothing but Pre-Raphaelite quaintness» (276).

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partir de la categoría de «ensueño» como representación artística del material humano y vital. El mundo del «alto ensueño», al que pertenecen obras como el

Paradiso de Dante, colma unas aspiraciones que trascienden el esquema de lo «factible» para el sujeto «moderno», que se acomoda a los registros imaginarios y simbólicos del «bajo ensueño». El exceso de «beatitud» y «gracia» que exaltan los cantos paradisíacos ofrecen cierta «dificultad» de acatamiento a la sensibilidad de un lector tan perfectamente incorporado a la sensibilidad contemporánea, de ensueños «bajos» y «baldíos», y contrapuesta a los excesos románticos del X I X , que hicieron de la Commedia blasón de bienaventuranzas y hermosuras. Uno de los flancos principales en que reposa el prejuicio de Eliot frente a la valoración de Beatriz procedía de las imágenes prerrafaelitas, que fueron objeto de devoción, primero, y más tarde de fría distancia por los jóvenes de su generación. Así pues, el ensayo de Eliot confiesa ese proceso de recepción valorativa y asume la modificación del juicio, llegando a afirmar que «el tema de Beatriz es esencial para la comprensión del conjunto», y que es en el momento de su aparición, con el canto X X X del Purgatorio, cuando la intensidad «personal» del poema llega a su grado m á x i m o . L a «monotonía de insípida bienaventuranza» comienza a ser ajustada «gradualmente» en la visión del lector y exégeta. El Paradiso se convertirá, al fin, en una de las creaciones más originales y sabias dictadas por mano humana, ya que alcanza el objetivo sumo, el poder magno del poeta, en la consideración de Eliot: «el poder de establecer relaciones entre bellezas de las especies más diversas», sirviéndose magistralmente del fenómeno estético—espiritual de la «luz». La escala de «profundidades» y «alturas» descrita por Dante en los tercetos encadenados del Paraíso consigue algo tan insólito e inusitado como extender el ámbito de la esfera humana, «de ordinario tan limitada», a través de imágenes claras y precisas. La comprensión cabal de la Commedia lleva de manera directa a Eliot a reconocer la deuda temática que el texto alegórico-autobiográfico de Dante contrae con su obra maestra 2 1 . Esto le lleva a recomendar una lectura de la Vita nuova a la luz de la Divina Comedia y despojarla así de una posible apropiación de la 21

S u ensayo es d e f i n i d o , sinceramente, no c o m o u n a « i n t r o d u c c i ó n » a D a n t e , s i n o en la

categoría de «breve relato de mi propia introducción a éste». D e ahí, c a b e afirmar, el interés y la c u r i o s i d a d q u e ofrece. S o b r e el m o t i v o de lo autobiográfico, intuye y a f i r m a Eliot su evidencia de q u e «la Vita Nuova sólo p u d o haberse escrito alrededor de u n a experiencia personal». A ñ a d e : « M e parece i m p o r t a n t e captar el hecho s i m p l e de q u e la Vita Nuova

no es ni u n a " c o n f e s i ó n " ni u n a

" i n d i s c r e c i ó n " en el sentido m o d e r n o , ni t a m p o c o un trozo de tapicería prerrafaelista». S e trataría d e un «tercer género» q u e participaría de la confesión y el sueño, y q u e no p o d r í a ser clasificado « c o m o verdad ni c o m o ficción» (Eliot 1978: 7 8 0 - 7 8 1 ) .

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misma en lo que tan sólo concierne a su «exquisito arcaísmo prerrafaelista». M á s allá de la polémica en torno a la veracidad histórica de la Beatrice Portinari que enlaza ambos textos, sobre la que Eliot se pronuncia en tanto personaje de extrema concentración simbólica, el poeta testimonia la propiedad metamòrfica del mismo como clave de su juicio crítico. Identifica para ello el «sistema de organización de la sensibilidad de Dante» con «el contraste entre el amor carnal más elevado y más bajo, la transición de Beatriz viva a Beatriz muerta naciendo del Culto de la Virgen». Ese tránsito convierte el texto «autobiográfico» de Dante en un «tratado psicológico muy profundo sobre algo relacionado con lo que ahora se llama sublimación» 2 2 . Sublimación. H e aquí, de nuevo, el velo «invisible» que cubre los órdenes del amor y transforma la historia de un deseo idealizado en una proclamación de esplendor e iluminación divinizantes. A la luz de la Commedia, la Vita nuova ilustra el proceso de sublimación a que D a n t e sometió la figura de Beatrice, pues vemos en ella la semilla de quien habrá de convertirse en «dolce guida e cara» {Paradiso

X X I I I , 34), y desde los parámetros de la Vita, el

Paradiso

convertirá «el ultraje» de la muerte en esfera luminosa, que tomará al Amor como guía para la visión absoluta de la Inteligencia. En todo caso, cabe afirmar que en el solar de estos procesos, que ya hallamos en estas modernas lecturas de D a n t e y que protagonizarán tantas historias de amor posteriores, late un delator, que es el síndrome de ausencia. La carga simbólica de la metamorfosis de experiencia real en texto literario y, posteriormente, en creación estética y religiosa viene precedida por el sentimiento que el personaje de Beatriz conforma y configura. T o m a n d o el esquema simbólico, sólo algunos autores contemporáneos respetarán la noción de lo trascendente para dibujar morfologías arguméntales heredadas de la literatura de Dante. Serán aquellos que comulguen y proclamen ese credo de la unidad trascendente, donde los esquemas de vida y muerte se disparan a espacios ultraterrenos que todavía admiten su creencia. Posiblemente sea el «alto ensueño» al que aludía Eliot, ese término de materialización literario de un sistema de valores de difícil asentimiento para la mentalidad deconstruida de los hombres contemporáneos. El ejemplo de Leopoldo Marechal parece confirmar la propuesta de que el síndrome de

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«Se ha vertido mucho sentimiento, sobre todo durante los siglos X V I I I y X I X , al idealizar

los sentimientos recíprocos del hombre y la mujer entre sí [...]: tal sentimiento ignora el hecho de que el amor entre hombre y mujer (o, lo que corresponde, entre hombre y hombre) únicamente se explica, y se vuelve razonable por el amor más alto, o en caso contrario se reduce al acoplamiento de los animales» (Eliot 1978, 781).

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Beatriz admite resoluciones de neto cariz clásico, de naturaleza dantesca, y de patrimonio platónico y cristiano. Adán Buenosayres es una de los pocas novelas que, hacia mitad del siglo XX, participaba de un concepto todavía heredado del mundo medieval, que compaginaba tomismo y fidelidad de amor, por la vía del Intelecto de matriz divina, sin pasar por el filtro de la desintegración de los nuevos Ulises dublineses. Entre tanto, los poetas que revisaban a Dante se concentraban en las metáforas espaciales, y se apeaban en el «punto» de mirada en que los tiempos se hacían siempre «presentes», como en el famoso «Cuarteto» de Eliot 23 . En lo que atañe a Marechal, su esquema de concepción erótica entronca con el fenómeno de la veneración al sujeto «real» femenino que, no pudiendo ser «alcanzado», provoca la crisis de ausencia (el síndrome) y, con él, la necesidad de fundar una imagen doble y simbólica, divina y celestial, sobre la que fundar el reino permanente del sentimiento y del deseo. Como vemos, la sublimación a que aludía Eliot se cumple de manera cabal en Adán Buenosayres-. el juego entre la vida y la muerte del ser amado se proyecta en un plano de existencia donde la corrupción queda contenida por un Intelecto de Amor que accede a la Visión de lo que siempre permanece en «beatitud», siendo Beatrice la escala conductora a tal puerto de perfección. Dimensión contemplativa, emblema viviente de la belleza y la sabiduría, su primera faz no pasa de ser la de una joven muchacha en la porteña Saavedra convertida en arquetipo, mas sin dejar de ser «ella misma», como lo fuera Beatrice para Dante en la lectura de Remy de Gourmont, que tan cercana a planteamientos y sensibilidad resulta con la de Leopoldo Marechal 2 4 . 23 «Cosí vedi le cose contingenti / anzi che sieno in sé, mirando il punto / a cui tutti li tempi son presentí» (Paradiso XVII: 16-18). «Así ves tú las cosas contingentes / antes que sean en sí, mirando al punto/ al que todos los tiempos son presente». Compárese con los famosos versos iniciales de «Burnt Norton», el primero de los Four Quartets de T. S. Eliot, donde plantea el dilema lírico de la temporalidad: «What might have been and what has been / Point to one end, which is always present. / [...] Time past and time future / What might have been and what has been / Point to one end, which is always present» (Eliot 1982: 171). En traducción de José María Valverde: «Lo que podía haber sido y lo que ha sido/ apuntan a un solo fin, que está siempre presente. / [...] El tiempo pasado y el tiempo futuro / lo que podía haber sido y lo que ha sido / apuntan a un solo fin, que está siempre presente» (Eliot 1962: 161). 24

«C'est Béatrice elle-même qui se modifiera et qui, après l'avoir coutenu dans le droit chemin, par le charme de sa beauté terrestre, la soutiendra encore, quand elle aura quitté de ce monde, par la beauté qui n'est visible qu'aux yeux de l'esprit» (Gourmont 1999: 77-78). «Dante est présent dans les préoccupations de Remy de Gourmont dès ses premiers écrits. En 1863, a publié un article sur «Béatrice, Dante et Platon»; en 1885 une étude consacrée à «La Béatrice de Dante et l'idéal féminin en Italie à la fin du XlIIe siècle», étude reprise et complétée en 1908.

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En todo caso, el esquema simbólico de la novela observa un patrón geométrico de verticalidad que sin duda remite a la arquitectura dantesca del reino sobrenatural: la ascensión al «Paradiso» se vierte en el Libro Sexto, el llamado «Cuaderno de tapas azules», y la visita al reino del Averno constituye la «novela dentro de la novela» titulada «Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia», travesía de catábasis de Adán por los círculos infernales por él conocidos, de la mano del Virgilio porteño, el astrólogo Schultze. El hecho de que el orden de las «visitas» sea el inverso al estampado por el poeta florentino no es óbice para una interpretación meramente desviacionista o paródica del modelo. Antes bien, cabe considerar que el «Cuaderno» azul traza el centro en la articulación de la novela, y a él parecen remitir los episodios «reales», vividos por Adán y sus correligionarios en su itinerario por las calles porteñas y la cercana pampa, pero también en ese otro «viaje» de descenso con que la novela concluye, siguiendo postulados alegóricos de la filosofía novelada. Es decir, sin ese intercalado estructural, donde maneja hábilmente Maréchal el tópico narrativo del manuscrito (en este caso, el diario del novelista), la novela carecería de plenitud y de centro, cayendo en la dispersión de las «heterotopías» y de los sucesos contingentes que ignoran un sentido final. N o es de extrañar, pues, que muchos de los sucesos narrados en los cinco primeros libros de la novela vayan introduciendo aspectos que tendrán definitivo relieve y revelación en la «confesión» posterior, donde la metafísica del personaje queda desglosada. Coincide, por tanto, el «despertar» del «primer día» en la vida novelada de Adán con un recuerdo insidioso: los versos del poeta son objeto de mofa y en el coro de sus risas se halla también el timbre de Solveig Amundsen, la joven a quien Adán, en su ensueño matutino, descubre ya como la «rosa» en quien se cifra la eterna bienaventuranza 25 . Esa risa y esa sonrisa, en que ya percuten ecos Présentant son libre Dante, Béatrice et la poésie amorureuse. Essai sur l'idéal... [...], il précise qu'il a longtemps réfléchit sur l'ouevre de Dante: "j'y travailles déjà, il y a plus de vingt ans, dans la Revue du monde latin: de nouvelles lectures m'ont engagé à reprendre un essai qui a le mérite de s'appuyer à la plus pure et à la plus nobles des poesies"» (Poulouin 1991). 25

Del capítulo primero del Libro Primero: «Mejor era el olor de las rosas blancas, porque las rosas blancas le hablarían siempre de Solveig Amundsen. Aquella tarde vio cómo se inclinaba ella en la penumbra del invernáculo: había rosas blancas, y estaban como ebrios con el olor de las rosas, y ella también era una rosa blanca, una rosa de terciopelo mojado; y su voz debía de tener algún parentesco íntimo con el agua [...]. Estando solos él y ella en el vivero de las flores, aquel recinto los aproximaba como nunca; y ésa fue su gran oportunidad y su riesgo inevitable, porque Adán, junto a ella, sintió de pronto el nacimiento de una congoja que ya no lo abandonaría, como si en aquel instante de su mayor acercamiento se abriese ya entre ambos una distancia irremediable, a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan ya el primero

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de la Vita Nuova dantesca, son elementos básicos para el retrato de un personaje de descripción imaginaria: inscrita «en la casona de Saavedra» e identificada con el «jardín» del que no parece salir en toda la novela, la joven Solveig semeja desde el comienzo la encarnadura de la Beatrice Portinari, a quien Adán decidirá consagrar su «fidelidad de amor», poniendo ante su vista e intelecto ese «cuaderno» donde cifra la consistencia de su afecto y deja testimonio de su naturaleza sagrada. El entramado de Eros queda forjado, así pues, desde los inicios de la novela con los modelos conceptuales de la tradición dualística, donde cuerpo y alma compiten por el triunfo de la polaridad platónica del sujeto. Esa condición narrativa tiene evidentes resonancias con los discursos neoplatónicos que abogan por un origen divino del alma humana, y componen diálogos exquisitos para argumentar silogísticamente la «necesaria» radicación de los afectos en bienes que tengan su patrimonio en la «unidad» previa a la caída. Filósofos como el portugués León Hebreo, el beato mallorquín Ramón Llull (autor de un Ascenso y Descenso del Entendimiento, en plena Edad Media) o el musulmán Abuchafar Abentofail (autor de la novela utópica El filósofo autodidacta) componen un sustrato especulativo y venerable sobre el que Marechal edifica su novela26. No es, por tanto, nada extraño que en ese contexto sea la filosofía amorosa de los «fedeli» la que ocasione el despertar de Adán en su contemplación de lo bello, frente a la disgregación de la materia. Al margen del fracaso de una empresa terrenal, donde la figura femenina decae en su realidad física en favor de su suplantación quimérica, el sentido último de una novela tan desenfrenada y de algún modo polifónica y pantagruélica27 como Adán Buenosayres, consiste en su remisión a este paradigma de sentidos, que busca de su separación. En aquella luz de gruta que, lejos de roerlas, conseguía exaltar las formas hasta el prodigio, la de Solveig Amundsen había cobrado para él un relieve doloroso y una plenitud cuya visión lo hacía temblar de angustia, como si tanta gracia sostenida por tan débil soporte le revelase de pronto el riesgo de su fragilidad. Y otra vez habían empezado a redoblar en su alma los admonitorios tambores de la noche, y ante sus ojos alucinados vio cómo Solveig se marchitaba y caía entre las rosas blancas, mortales como ella» (Marechal 1998, vol III: 21). Comprobamos cómo desde el comienzo de la novela la constancia de la «falibilidad» del amor terrestre es la espoleta que dispara el sentir hacia esferas donde la amenaza de lo perecedero desaparezca. 26

En las ya citadas «Claves de Adán Buenosayres» confiesa Marechal que la «práctica de

cierto "robinsonismo filosófico"» se debió no tanto a Baltasar Gracián, como «a mi admirado Ben Tofail.» (Marechal 1998, vol III: 676). 27

La filiación con François Rabelais fue declarada también por Marechal en sus «Claves»,

y ha sido objeto de revisión por algunos críticos, que ven en el mundo del francés el soporte de cierta grandiosidad burlesca y disparatada de Marechal, no sólo en el Adán-, sino también en su siguiente novela, El banquete de Severo Arcángelo (1965). Véase Barcia 2 0 0 0 : 111-114.

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en el amor como religión sublimada la malla del tejido y la cohesión de sus hilos. Las travesías bonaerenses de Adán y sus colegas, emparentados con la generación «martinfierriesta» a que perteneció Marechal y a quien dedicó la obra, sus calles, velatorios, correrías nocturnas, comilonas y visitas a tertulias aristocráticas, puntean la faz de un sentimiento cotidiano que desea elevarse a universal. Hacia esa esfera de lo religioso navegan y aun naufragan los pasos de Adán por su mítica Buenosayres, y desembocan en el sueño de una noche solitaria, en que entona su credo al Cristo de la Mano Rota y, «llaves en mano» ofrece asilo al mísero «linyera» cuya faz cree reconocer en el rostro crístico que pinta su delirio onírico. Así corona la odisea del personaje por la urbe porteña y da paso a sus dos últimas piezas: el «cuaderno» de coloración dantesca y el descenso al infierno paródico, que supone el «negativo» simbólico del viaje de Adán por la ciudad real28. Es muy importante destacar el hecho de que, de algún modo, aquí concluiría el itinerario argumental, la narración de los hechos en tanto «epopeya moderna» que es la novela. El «cuaderno» y el «descenso» fungirían a modo de capítulos—guía, representaciones simbólicas, itinerarios o mapas conceptuales, reversos explicativos y simbólicos del orbe literario que se cierra con la puesta en escena de otra Pasión cristiana. La «lectura» de Cortázar convertirá en «capítulos prescindibles» a los dos siguientes, tal como él mismo planteará años después en su Rayuela que también finaliza, en su lectura «ordenada», con el episodio en que Oliveira pernocta en los muelles del Sena con la hedionda

28

«Buenos Aires: ciudad de Dios; ciudad del mismísimo diablo. Los simples mortales nos deslizamos por esta urbe sin pensar en escalas tan altas. [...] Leopoldo Marechal [...] fue un gran poeta, uno de los mayores nacidos en estas tierras, concretamente en el barrio de Almagro [...]. Amó profundamente a su ciudad natal e impiadoso también la maltrató en Cacodelphia. Dios y el diablo convivieron en sus entrañas o el poeta los vio tras las fachadas y los rostros de la gente [...].» («Hacia el Adán Buenosayres», Prólogo de Jorge LafForgue en Marechal 1998, vol III: IX). No olvidemos que el final del Libro Cuarto, tras el capítulo-diatriba sobre el judaismo, diálogo encendido entre Adán y el filósofo Samuel Tesler, concluye con un himno de entonación bíblicosalmódica a la ciudad ideal de Philadelphia. Comprobamos, de nuevo, la estructura opositiva que establece la dialéctica interna (Philadelphia-Cacodelphia) como proceso mental hacia el conocimiento. Los dualismos de herencia clásica convivieron siempre en el espíritu marechaliano: «Philadelphia levantará sus cúpulas y torres bajo un cielo resplandeciente como la cara de un niño. Como la rosa entre las flores, como el jilguero entre las avecillas, como el oro entre los metales, así reinará Philadelphia, la ciudad de los hermanos, entre las urbes de este mundo. Una muchedumbre pacífica y regocijada frecuentará sus calles: el ciego abrirá sus ojos a la luz, el que negó afirmará lo que negaba, el desterrado pisará la tierra de su nacimiento y el maldecido se verá libre al fin» (Libro IV, cap. III, 322).

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clochard 29 . Sin embargo, para Marechal se trata de dos capítulos totalmente necesarios y absolutamente imprescindibles, aunque su disposición revela cierta tendencia al juego de las claves y las interpretaciones complementarias, del que fue tan adepto, como manifiestan sus numerosos textos en que pasó revista y dio consejos y guías para el buen gobierno lector de su obra. Certificamos, en todo caso, que la esfera de la religión es el reino elegido por Marechal para instalar a su personaje en su propensión a la Bella Unidad. Las huestes sagradas e inmateriales batallan en torno a Adán, y una vigilia eterna triunfa como custodia de su alma. Es ahora, y sólo ahora, posible acceder a la matriz conceptual de su travesía física: el periplo de su pensamiento cual guía de las palabras que dejó impresas en el «cuaderno de tapas azules» y que, despreciado por la Solveig terrestre, la adolescente de Saavedra de quien se sirve Adán como «escala», a pesar de su congoja, será el texto que descifre los signos de su estirpe. El «manuscrito» teoriza sobre un sentimiento del que, desde el primer capítulo, tuvimos noticia clara. El tormento de no haber conocido a Solveig «desde su primer aliento», y el derecho que se arroga a ser su «paladín» por haber sido el único en haberla mirado «desnuda en su realidad y exaltada en su misterio», son baluartes bien reconocibles en la determinación de la «razón de amor» que convoca la novela, y se hallan en promontorios visibles en su geografía moral. El «extraño linaje» afectivo tendrá, por tanto, un doble momento de revelación. Intratextual, el primero, sito en el capítulo II del segundo Libro, cuando Adán concurra a las célebres tertulias de los jueves en los salones de los Amundsen, y haga galana entrega a su dama del «trofeo» de escritura, como paladín en corte de amor. Esta «lectura» implícita del manuscrito por parte de Solveig tampoco podrá ser completa, ya que los dos últimos epígrafes del mismo serán redactados —según el narrador de la novela y no por la mano del propio personaje A d á n - tras la muerte de la musa, de la Solveig terrestre, imantada así a su dimensión celestial 30 .

25

Dice Ricardo Piglia: «La literatura produce lectores y las grandes obras cambian el m o d o

de leer. Rayuela de Cortázar, hizo leer de otro m o d o el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal y ayudó a sacarlo del olvido y a ubicarlo en el canon» (citado por Lafforgue en Marechal 1998, vol III: XIII). 30

Tras la transcripción del epígrafe XII, y a n t e s de dar paso al siguiente, añade el «narrador»

u n a «nota» al manuscrito. Esta «nota», lógicamente, no pudo haber sido leída por Solveig, pero sí pasa a integrar el material completo de la novela, y se ofrece c o m o testimonio de la conclusión del manuscrito para el «lector» histórico de la misma. La discriminación de planos textuales y estructuras narrativas es muy compleja en Adán Buenosayres y cabe ser descodificada a partir de la lectura de Cortázar y de la escritura de Rayuela. Recordemos la «nota»: «Lo que sigue es el final

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Vicente Cervera Salinas El retrato de la Beatriz adolescente donde figura la d a m a idolatrada por Adán

revela los signos primaverales de un ser que, sin poseer la talla intelectual de su hermana Ethel, contiene todos los caracteres de lo intermediario y liminar, en cuanto a edad, personalidad y dimensión simbólica 3 1 . Sus acciones parecen limitarse a callar y sonreír, «las dos únicas operaciones que cuadraban a su misterio», pues «sonreía para revelarse» y «callaba para esconderse». Su aspecto físico, la descripción de su persona, sus gestos y manifestaciones, así como la descripción plástica que de ella propone el narrador de la novela convocan una paleta cromática y una gracilidad en las formas que traen a la memoria los lienzos de Sandro Botticelli, y más concretamente, su muy recordada alegoría de la Primavera, a cuya simbólica de nacimiento y explosión de vida no exenta de candor apuntan las palabras que la acogen. «Con un pie arraigado todavía en la infancia y el otro ya tendido a los bailes de la tierra, Solveig Amundsen escuchaba el parloteo de las mayores como quien abre sus oídos a un idioma extraño aún, pero cuya significación general ya se vislumbra». Emblema de la vida en ebullición, la «terrestre» muchacha contiene ya los rasgos que la convertirán en personaje «divino», transparentado por la eficacia del verbo y la grandeza de la imaginación, adviniendo como «Aquella» que fijará, inmovilizando el paso del

del Cuaderno de las Tapas Azules, escrito, sin duda, por Adán Buenosayres después de su tertulia definitiva en Saavedra. Tengo ahora el texto manuscrito bajo mis ojos, y antes de transcribirlo contemplo sus líneas atormentadas, llenas de tachaduras y enmiendas, tan diferentes de aquellos renglones que forman la primera parte del Cuaderno y cuya pulcritud anuncia un lentísimo trabajo del artista. Empieza con una fábula o apólogo extravagante. Dice así:» (Marechal 1998, vol III: 409). 31

Recordemos los elementos básicos del «Perfecto Amor» propio de los trovadores y caballeros

que participaban en las Cortes de Amor de la Baja Edad Media: «La época más bella entre las dos más gloriosas de la Cristiandad, o sea aquella en que el heroísmo de los paladines sucedió al de los mártires, hasta sacar de la barbarie transformada por setecientos años de fervor y la maravilla del siglo XIII, realizó en el caballero, su constructor y dechado, un ideal de la mujer. Culto el más puro de la justicia que llegaba a abnegarse en el anónimo arte de la proeza y perfección del honor, la Caballería no buscaba otro premio que la aceptación de la hazaña por la Elegida del paladín» (Lugones 1999: 162). Estas «elegidas», guías de perfección hacia la beatitud, fueron las «beatrices», que adquirieron tal denominación genérica, y cuyos verdaderos nombres eran normalmente omitidos por los trovadores en sus composiciones amatorias. Estos rasgos serán recogidos por Marechal en su novela. Así, el nombre de Solveig será omitido en el Cuaderno de las Tapas Azules, y las virtudes cardinales de la «elegida» se acomodan a las más representativas en belleza y excelsitud de la progenie de las «beatrices». Véanse además los ensayos de Leopoldo Lugones sobre «La Doctrina del Perfecto Amor en La Vida Nueva», y «Las Beatrices» (en Lugones 1999). en el capítulo «El caballero y la beata Beatrix» del presente libro analizo la recepción de la literatura medieval en la obra del argentino Lugones.

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tiempo, la belleza primaveral y con ella la contemplación extática del amante, los rasgos de hermosura que su figura primigenia exalta. Proceso de transfiguración similar al operado por Dante, entre la adolescente que inspiró sus versos juveniles y decretó las estaciones de su «vida nueva», y la Beatriz entronizada en el espacio sobrenatural de la Commedia, tal como decretan conspicuos comentaristas dantescos: Francesco de Sanctis, Giovanni Papini, Etienne Gilson, Charles Williams, Erich Auerbach o Michele d'Andria 3 2 . C o m o «aquélla», modelo en que se inspiró Marechal y arraigó en la poesía de su Adán, «Solveig había comenzado a echar botones crecientes y duras yemas; todo su cuerpo se cubría de flores y de frutos, como si una estación maravillosa despertara debajo de sus vestidos». La «primavera» de Solveig convoca la primera transmutación del personaje, la que permite adivinar «la posesión de una fuente naciente y vagos ensueños de dominio». También el mundo entorno parece transfigurarse, y en ese preciso instante el «trofeo» queda en sus manos convertido en «cosa muerta», pues la «vida» del ser le aleja de su condición de ente literario, de criatura fictiva, de personaje. Las dos criaturas, la del papel y la del sofá, cuyas manos «enrollaban y desenrollaban el Cuaderno de las Tapas Azules», crearán la corriente de dos líneas paralelas, aquellas que, por muy juntas que fluyan, no habrán de encontrarse jamás. El segundo momento de revelación llegará de manera explícita e intertextual. Es decir, no será ya sólo el personaje femenino la lectora implícita, o destinataria ideal, de las páginas escritas por el protagonista y autor de las mismas, el poeta Adán, sino que «ahora» será el creador de la novela quien decida integrar todo el manuscrito como material constitutivo de la obra (de donde su definición como material «intertextual»), dedicándole todo el capítulo V I al famoso «Cuaderno», y ampliando así el espectro de narratarios del mismo, función asumida así por cada uno de los lectores de la novela. Consta, pues, de diversas y sustantivas dimensiones el «manuscrito incorporado» a la ficción, entre las cuales la no menos valiosa es la de plantearse como «biografía metafísica» de Adán, texto heredero de toda una prosapia literaria de «confesiones» (Rousseau), «monólogos» (Schleiermacher) o «biografías literarias» (Coleridge). Los catorce 32

C i t o tan sólo a l g u n o s de los múltiples exégetas del personaje, autores que, a lo largo de

este trabajo, fueron e irán apareciendo convenientemente. D i c e G i o r g i o Petrocchi: «In ciò D a n t e segue una consuetudine figurativa cara ai poeti provenzali, i quali, c o m e cantano la d o n n a paragonandola alla Vergine, così cantano la Vergine adoperando i m o d i e le forme dell 'amor cortese, m a la consuetidine è superata dall'immediatezza spirituale del dettato, anche se non sempre nella

Vita Nuova è dato rintracciare quella vibrazione estatica, quella intensa consapevolezza spirituale che sarà poi nella celebrazione di Beatrice g u i d a e di Beatrice nella rosa mistica (del (Petrocchi 1965: 133).

Paradiso)»

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epígrafes que componen el «Cuaderno» repasan la historia de un afecto que viene a convertirse en la historia de una existencia, sin el cual carecería de «centro» y «fin», narración que tiene como autor implícito al propio sujeto de los hechos y protagonista de la novela. El «manuscrito», cuya capital importancia para la comprensión del texto completo ya fuera resaltada por Cortázar, actúa al mismo tiempo como «microcosmos» o «médula espinal» de la novela, ya que su naturaleza viene a constituir la propia del «alma» en la historia de un cuerpo vivo. La anatomía del alma que es el Cuaderno «anima» el conjunto en que se inscribe y, a su vez, plasma su metáfora, su almendra mística o semilla: «La historia de mi vida» —declara Adán en el epígrafe X— «es una sucesión de finales y recomienzos, de ascensiones y derrumbes que se alternan con exactitud rigurosa». ¿No es, en suma, ésa la morfología de la «historia» que relata la novela Adán Buenosayres, de la que el Cuaderno ostentaría su quintaesencia lírica? Recordemos, en este sentido, que el atributo de poeta es, de todos los posibles, el que más y mejor cuadra a su protagonista. No sólo defiende con denuedo y potencia los cimientos poéticos del mundo en casi todos los diálogos y polémicas que sostiene con sus compañeros de generación (el filósofo Samuel Tesler y el astrólogo Schultze, en particular), sino que su «angustia» ante la ausencia de alma en el cuerpo difunto del criollo Juan Robles le lleva a meditaciones plagadas de esa «piedad infinita» en que la «otredad» de la muerte se vuelve como espejo que refleja la del propio contemplador. Su sentir poético se colma de una altura humana propia de la conciencia que explora el mundo sub specie aeternitatis. Junto a ello y, a la vez, como «norte» orientador de ese sentir universal que hace presa en el ánimo de Adán, cobra nitidez y relieve la figura de «Aquélla», en quien el poeta transforma y sublima a la cándida adolescente de Saavedra. Interesante resulta resaltar el hecho de que el nombre de la mujer quede omitido durante todo el cuaderno. El nombre de la «beatriz» escogido por Marechal fue Solveig Amundsen, y cabe descubrir en él ya las claves simbólicas de un personaje que, posteriormente, se transformará en categoría ideal, arquetipo divino y, por lo tanto, nominación genérica y oculta. Tanto nombre como apellidos remiten a la geografía imaginaria del mundo nórdico. Amundsen es el apellido del explorador noruego que llegó por vez primera al Polo Sur, en 1911. Solveig, por su parte, apela a un personaje literario de estirpe nórdica y de un contenido espiritual decisivo en la fábula donde se inserta. Escrita en 1867, la obra dramática de Henrik Ibsen Peer Gynt> dramatiza las aventuras de un joven ufano, fantasioso y autocomplaciente que dedica su vida a tratar de ser «él mismo» sin conseguir otra cosa que «bastarse a sí mismo». El

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excelente, bellísimo drama poético de Ibsen escenifica las peripecias y avalares vitales de este joven inconsciente y afortunado que consigue zafarse de los conflictos y fatales encrucijadas que van sucediéndole durante su odisea por tierras de Europa, Asia y África. Plantea su autor el desenlace mítico de la entrega de su alma mediante el rito de un «fundidor» mágico, personaje fabuloso que la convertirá en materia prima con la que fraguar nuevas existencias. De tan vulgar y anónimo destino sólo podrá salvarle la credencial que asegure un perfil ético que no parece haber distinguido su andadura. El regreso a su patria natal, a las montañas noruegas y a la cabana donde dejó abandonada a la adolescente Solveig devolverá a su alma la «almendra» incorrupta de un sentimiento no malversado por el tiempo. Solveig, entonando una «canción de cuna» a un hijo imaginario, reconoce los rasgos gastados y diluidos de Peer Gynt y convierte el destino «maldito» del héroe en un «canto divino» y en un «bendito encuentro» en la mañana de Pentecostés. La misma Solveig, portadora de los atributos con que apareció en el Acto Primero, vuelve a aparecer en el Acto Quinto y último con el mismo libro de salmos envuelto en el pañuelo y tan «esbelta y cariñosa» como en la primavera de su edad. Ante la pregunta de Peer, la pregunta-enigma de cuya resolución dependerá la suerte eterna de Gynt, consistente en un «¿Dónde estuve "yo mismo", el íntegro, el auténtico?», contestará Solveig sin titubear: «¡En mi fe, en mi esperanza y en mi amor!»33. En un abrazo de salvación, entonará la famosa canción que años más tarde convertiría Edward Grieg en melodía célebre, y lo reintegrará a su seno maternal 34 . La metáfora de las capas de cebolla sin meollo interno, en que vio convertida Peer Gynt su existencia, transmuta al

33

La obra, de extensa duración y en la que hemos asistido al itinerario vital del personaje, concluye con la voz de Solveig que «cantando en tono más alto, en medio del resplandor diurno», entona su canción de cuna. Véase Ibsen 1983: 3-87. Sobre la obra, apunta con acierto uno de sus máximos apologistas: «Peer Gynt es, a mi parecer, la obra maestra de su autor y una de las obras maestras de la literatura [...]. Peer (...) es el más irresponsable y el más querible de los canallas. La ilusión del yo lo domina [...]. Algo de pesadilla y algo de cuento de hadas hay en Peer Gynt. Con horror o con gratitud recibimos las extremas aventuras y la cambiante geografía que proponen sus páginas. Alguien ha conjeturado que la conmovedora escena final ocurre después de la muerte del héroe, en el otro mundo» (Borges 1988: 9). 34 Dos son los bellos poemas de Ibsen que integrarán la suite «Peer Gynt» de Grieg (18431907): «Solveigs sang» (op. 23, n° 19) y «Solveigs vuggesang» (op. 23, n° 26). La primera contiene los signos de la eterna espera («Pasarán quizá, el invierno y la primavera»), y la segunda, a través del modelo tradicional de la canción de cuna, imprime la transformación de hombre a niño, que en el seno de Solveig posibilita la salvación de Peer. La primera se escucha en el Cuadro Décimo del Acto Cuarto, en un intercalado de timbre modernista, al hilo de las aventuras de Peer entre Marruecos y Egipto. La última cierra, como hemos visto, el drama simbolista del escritor noruego.

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fin en «centro» y en conciencia. Dibuja la amante con su canción y sus palabras la razón de ser, la finalidad y, por ende, el sentido de la existencia de Peer, en su súbita reaparición, y es así elevada a categoría «divina» por la perfección y consistencia de su amor. N o conviene perder de vista que la estirpe de este personaje del teatro tradicional y poético nórdico apunta, una vez más, al personaje arquetípico de Penélope, que haría de Peer Gynt un Odiseo voluble y tornadizo, a quien le sostiene la firmeza de un sentimiento perdurable. El hecho de que Leopoldo Marechal escoja el nombre de Solveig para así bautizar a su «beatriz» porteña, queda iluminado con la sustancia espiritual del personaje de Ibsen al que alude, y a su través, con el de Penélope, que trasunta y recoge. Adán, nuevamente, cabría ser considerado como un Odiseo del espíritu, para cuya aventura contaría con el talismán de una fe, encarnada en la figura de la mujer real y simbólica. Desde este punto de vista, la contraposición con el Ulysses contemporáneo, disperso y desorientado, confuso en su laberinto de valores deconstruidos, subrayaría la distancia que Marechal proponía entre su obra y la épica irlandesa de Joyce. Frente a la ausencia de «beatriz» que nubla y ofusca el día del héroe dublinés, su «revés» del hemisferio Sur se aferraba en su navegación a velas de textura neoplatónica, a un mástil de figuración cristiana y un timón de esfericidad dantesca. El Amor Navegante de Marechal tiene presente un faro que arroja luz a la travesía, y lo halla en la estirpe idealizante de Solveig «Buenosayres» 35 , en cuyo dominio se reconocerá. Condensa, así pues, el famoso «Cuaderno de las Tapas Azules» un retrato del artista, primero adolescente y, más tarde, del creador maduro y cabal, aquel capaz de rastrear y conocer los resortes del motor que lo mueve y estimula. D e los catorce epígrafes que lo componen no hay ninguno que no tenga su médula dorsal cifrada en la naturaleza del amor, sentimiento que desde el primero 35

La naturaleza beacricesca del personaje nórdico tampoco es desacertada: en el C u a d r o

Tercero del Tercer Acto asistimos al encuentro de Peer con Solveig en lo alto del bosque donde acaba de construir éste su cabaña. Aparece ataviada «con un pañuelo en la cabeza y una azucena en la mano, deslizándose por la nieve», representada con el simbolismo de lo hermoso y puro, y «elevándose» a ese Paraíso natural, del que pronto se verá despojado Peer por su vanidad. Escuchemos el parlamento paradisíaco-amoroso de Solveig: «Me enviaste recado con la pequeña Helga. Luego, el viento y el silencio, me trajeron otros mensajes. También tu madre me traía noticias tuyas al hablarme de ti, y yo las multiplicaba en mis sueños. Las noches tristes y los días vacíos me avisaron que era el momento de venir aquí... Parecía que la vida se había apagado allí abajo. Mi corazón no me dejaba reír ni llorar. N o estaba segura de lo que querías; sólo estaba segura que debía venir» (Ibsen 1983: 31). Es interesante resaltar, asimismo, que el propio Gynt halla en su sentimiento hacia la muchacha un resorte de purificación que la proporcionará la clave de su ulterior reconocimiento y perdón.

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se define como «la carne de mi prosa», y cuyas manifestaciones varias hallan cobijo y retrato en sus páginas. Una peculiar «novela del alma» se desglosa en ellas, allegable en cuanto a categoría alegórica y aspiración ascensional a la que Thomas Mann —contemporáneo de Marechal- introdujo al comienzo de su magna obra novelística José y sus hermanos36; una novelización de los afectos primordiales del alma en su «temporada» de encarnación en un cuerpo que cede a sus designios y escucha el latir de su pulsión metafísica. Un alma que, desde muy niño, sabe Adán circunscrita en el centro del universo, en una posición privilegiada frente al resto de las criaturas, por su condición de observadora, contempladora y reflexiva. Resulta, al respecto, tremendamente interesante el hecho de que la atmósfera existencialista que domina buena parte de la redacción del «Cuaderno...», así como la que recorría la época en que Marechal se aplicaba a la escritura de su novela, se presenta como un tránsito, un pasaje o región desde la cual la condición racional acepta las limitaciones de su mundo interno y dar así vuelo y alcance a los territorios más vastos del espíritu, donde el estigma existencial se licúa en visiones consoladoras. El «esplendor de las formas» se revela como el triunfo de la contemplación de la hermosura frente al deterioro de la existencia: un «simulacro de estabilidad» se filtra en la sensibilidad del joven Adán, como también lo hiciera en el protagonista de Retrato del artista adolescente de Joyce, teniendo ambos como referente la filosofía estética medieval, y más concretamente el concepto del splendorformae de Tomás de Aquino 37 . En este sentido, cabe estimar que la

36

Se trata del «Preludio» a la Tetralogía, que se anticipa incluso a las Historias de Jaacob con el

que se inicia la primera parte. En este preliminar, titulado por su autor «Descenso a los infiernos», introduce este relato esotérico-alegórico acerca del origen del mal en el mundo, así como el a f í n de perfeccionamiento humano, surgidos como resultado de una cosmogonía, de estirpe gnóstica, donde la mente humana es enviada a «despertar al alma, que dormía el sueño de los justos dentro de su cáscara humana, y, por orden de su padre, hacerle ver que este mundo no era lugar para ella y que su tórrido romance (con la materia) era un pecado a consecuencia del cual Dios se había visto forzado a crear el mundo». El fin supremo de la mente, como enviada por Dios como mensajera de salvación, consistía, en fin, en provocar dicho entendimiento en el alma, procurando por todos su medios que «el alma apasionada, una vez puesta al corriente de este estado de cosas, entre en razón y, volviendo la mirada hacia el mundo superior del que procede, renuncie a sus devaneos con este mundo vil y aspire de nuevo a alcanzar su esfera natural de paz y felicidad, en fin: que vuelva a casa...» (Mann 2 0 0 0 : 48-53). 37

Cotéjese con el capítulo quinto de la novela de Joyce, donde asistimos a uno de los episodios

de «inspiración epifánica» de Stephen Dedalus: «Toda aquella ciencia con la que suponían que él llenaba sus horas y que le había apartado de sus camaradas de juventud, se reducía a un almacén de máximas de la poética y la psicología de Aristóteles y a una Synopsis Philosophiae Scholasticae ad

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evolución estética que decreta Marechal a través de su obra y, más concretamente, en las páginas del «Cuaderno...», propone un movimiento inversamente evolutivo al que la propia historia de las ideas estéticas dibujó. En Marechal, en el Adán metafísico y porteño que nos traza y en cuyo trasunto habremos de reconocerlo, el existencialismo conduce hasta el modernismo y de éste derivamos hacia una filosofía de la creación artística que tiene como centro la noción romántica e idealista de Belleza, que remite a los modelos neoplatónicos que, desde el primer Renacimiento italiano, parafrasean los textos clásicos griegos y la época en que los dogmas trascendentes hallaron formulación especulativa y sellaron el alma de Occidente. Como vemos, se trata de un viaje al corazón idealista del Viejo Mundo, que se propone como «siempre renovable» (adánico) y como «necesariamente renovable» en el seno del ser porteño (Adán «Buenosayres»). Navegante en tal travesía, porta el navio la insignia del topos amoroso donde mejor conviven las tradiciones señeras de su periplo. En su mascarón de proa, ostenta el velero la figura de Beatriz, almendra mística donde platonismo, fidelidad trovadoresca y caballería cristiana se funden, fundando la andadura. El lenguaje que despliega Marechal en su «Cuaderno» es un claro índice de esa vocación clasicista y alegorizante, en que el discurso campa por los fueros de la literatura visionaria, propia de la tradición mística castellana pero también de los discursos novelescos donde poesía y vida se aunan, como en la Vita dantesca, que le sirve de sustento expresivo. Buen ejemplo de ello lo brindan los sueños que contienen sus páginas. Así como los que Dante despliega en su «confesión», contienen éstos huellas de esa literatura piadosa y de fuerte carácter filosófico-teológico, con la incorporación de figuras mayúsculas y anónimas que avizoran la senda, la selva oscura donde bracea, todavía sin Oriente, el deseo de Adán. En esta «ciencia de viaje» dotada de la sabiduría precisa para verbalizarla, el sueño convoca, desde la figura emblemática de un Hombre piadoso y resplandeciente, la atención a un escenario astral o firmamento abstracto en que sobresale la figura de una mujer crucificada en una esfera38. Esta figuración mentem divi Thomae. Su pensamiento era como un crepúsculo de duda y de desconfianza propia, alumbrado acá y allá por los relámpagos de la intuición, pero relámpagos de tan diáfana claridad, que en aquellos instantes el mundo se deshacía bajo sus pies, como si hubiera sido consumido por el fuego; después su lengua se anudaba y sus ojos permanecían mudos ante las miradas de los demás, porque se sentía envuelto como en un manto en el espíritu de la belleza y en contacto, aunque sólo fuera ensueños, con todo lo noble...» (Joyce 1979: 98). 38 «Notado lo cual, el Señor de la noche volvió a ordenarme: «¡Mira!». Rendido a su voz, puse otra vez mis ojos en la esfera. Y algo nuevo sucedía entonces: me pareció que al estudiar aquella enigmática figura de mujer una inquietud antigua despertaba otra vez en mi ánimo; era un flujo

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plástica funciona como el inicio de una «vida nueva» para Adán, en la que el conocimiento de la mujer simbólica (Solveig Amundsen transmutada ahora en doncella anónima, en Aquélla), determinará finalmente la dirección y la teleología de su existencia. En su ensayo sobre las figuras femeninas en la literatura de Marechal, la ensayista argentina María Rosa Lojo convoca los paralelismos entre la Solveig del

Adán, convertida en la simbólica Aquella del «Cuaderno», con la Beatrice de la Vita y la Commedia. Se identifican, en su meritorio análisis, por su condición de «beldades diurnas, claras, luminosas; ambas están construidas por números prodigiosos: en Beatrice el número nueve, múltiplo de la Santísima Trinidad y cifra del milagro; en el caso de Solveig se habla a menudo de los "números cantores" que informan una hermosura única. Las dos se relacionan con la Primavera» 39 . Cabría acompañar esta comparación con la idea central de Marechal como un escritor de linaje clasicista, un compatriota de los autores que se sirvieron del texto como formalización de ideas supremas y tesis trascendentes: la mujer es un «grado» en el ascenso a la Belleza, y su aparición fundamenta el coraje para avanzar, pero no para apearse en su culminación. Dante descubre con el «saludo» su «vida nueva», y con la muerte de Beatriz construye la tectónica del Paradiso. Marechal, en justa correspondencia de siglos y fiel a la «fidelidad de amor» decretada por aquél, interpreta el síndrome de Beatriz como la ausencia del ideal que consagra toda existencia. En verdad, el dolor y el duelo no son tanto por la mujer real, por su retirada o por su muerte, cuanto por la imposibilidad de alcanzar lo Absoluto. Se trata, al cabo, del «síndrome de la Unidad» el que Marechal ilustra, y así modula en la literatura contemporánea su acercamiento y recreación del mito de la mujer portadora de bien, la guía de beatitud. La «amarissima pena» que atosiga al poeta florentino con el solo pensamiento de la segura muerte de su gentilísima Beatrice 4 0 , el delirio que le embarga y la fantasía visionaria que a

de voces que yo creía muertas para siempre, o la resurrección de aquella imagen de la felicidad que recién había sepultado yo en el primer otoño de mi alma. Entusiasmos de ayer, gustos perdidos, hervores de guerra y frescuras de canto volvieron a señorearme a la sola contemplación de la mujer crucificada en la esfera...» (Marechal 1998, voi. III: 392). Contrástese con el sueño relatado por el Alighieri en el Epígrafe III de su Vita Nuova, y ya comentado en el capitulo «El Caballero y la

Beata Beatrix»: «E pensando di lei, mi sopragiunse uno soave sonno, ne lo quale m'apparve una maravigiosa visione...» ( Vita Nuova 1988: 62-67). 39

Lojo de Beuer 1983: 21-29.

40

«E per questo mi parea andare per veder lo corpo ne lo quale era stata quella nobilissima

e beata anima; e fue sì forte la erronea fantasia, che mi mostrò questa donna morta: e pareami che donne la covrissero, cioè la sua testa, con uno bianco velo; e pareami che la sua faccia avesse

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continuación expande, terminarán resolviéndose en versos encadenados hacia un lumínico escalonamiento. Marechal, mucho más instalado en la tradición del platonismo41, desfigura pronto el rostro y el nombre de Solveig, y amparado en los soportes de ese «museo» de alegorías, da rienda suelta a su voluntad de alcanzar, por el Amor, la más rara perfección del espíritu. Sucederá entonces la «extraña obra de alquimia y de transmutación», que consistirá en la resplandeciente metamorfosis de un ser real en una entraña imaginaria. La «fragilidad de lo que se ama» enciende las antorchas para el gran salto ritual, que vierte el tiempo y sus contingencias en la imagen de lo eterno, con su inmutabilidad: Adán talla con su barro el ser de su Solveig Celeste, la imagen incorpórea e intangible, pero incorrupta, de un afecto ya no sometido a las leyes fugitivas de la erosión vital. Ante la biología, triunfa el intelecto y sus fantasías. Frente a la inconsistencia de los fantasmas hechos de sangre y tiempo, la inconmovible sustancia, grabada y no degradable, del tesoro simbólico, un fantasma menos corrosivo, aunque tal vez más siniestro. El relato —la novela del alma— contenido en el Cuaderno propone así un viraje primordial en las escalas afectivas del amor, donde los referentes dantescos son constantes, cuando no explícitos y casi literales. La aparición de Aquélla rebosa fragmentos del itinerario erótico descrito en la Vita Nuova: su lento andar, el adelanto de su sonrisa al resto de su persona, su vestido «color del aire» y el beatricesco «saludo», al que su espectador y destinatario no sabe contestar, de tan absorto y embebido como se muestra y solicita. Los efectos de luz, de deslumbramiento y el «perfil de viento» que el idolatrado personaje posee, conducían a un estado de permanente éxtasis lírico, en que la propia semántica del mundo se hace distinta, más clara y precisa, arrojando los significados íntimos de las voces y palabras que circundan el idilio 42 . La tanto aspetto d'umilitade, che parea che dicesse: "lo sono a vedere lo principio de la pace"» ( Vita Nuova XXIII; 1988: 182). 41 Según Remy de Gourmont, las fuentes platónicas de Dante procedían de su «viaje a través de las obras de los Padres de la Iglesia», con sus modificaciones incorporadas. Gourmont señala que «il est probable que c'est surtout dans Boèce, auquel il a emprunté plus d'un trait, dans saint Augustin et dans saint Bonaventure que Dante s'est familiarisé avec certaines théories du philosophe grec, avec celle à laquelle nous faisons allusion et qui est exposée dans Le Banquet» (Gourmont 1999: 76). 42

«Además me decía yo que no hay deslumbramiento sin algún "esplendor" que lo cause; y recordaba que toda hermosura se definía como cierto "esplendor". En seguida hice dos observaciones paralelas: me dije, por una parte, que todo esplendor supone un "esplendente ", por lo cual era dado preguntarse "qué cosa resplandecía en Aquélla" o "esplendor de qué cosa es su hermosura"; observaba, por la otra, que su belleza no producía en mí un deslumbramiento de los ojos, como

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teoría tomista de los «esplendores de la forma» cobra consistencia diáfana en el espíritu de Adán, realmente redivivo en un paraíso de resonancias culturales y místicas, pero es justamente a través de esa revelación de la forma del ser, como atributo de verdades superiores que a través suyo quedan reflejadas y esplenden, como ha de llegar la convicción de que estos estados de gracilidad y donosura no resultan tan permanentes como parecían y, en cambio, indican y señalan itinerarios de una dicha menos frágil y delicada. Y así la búsqueda y el desencuentro producido en las barrancas de Belgrano instauran el primer grado del síndrome, donde la ausencia es precursora de un estado de «doble soledad», como cifra de la identidad del objeto amado con la propia voluntad del amante. Un arrebato de gracia «nominalista» pulsa desde la ausencia hasta la captación poética de la belleza del mundo, como un «renacer de la fuerza y un aletear de la audacia», y al cabo se desemboca, irremisiblemente, en una misma certidumbre de la distancia y la separación, metafóricamente descrita en el último paseo vespertino por un jardín que pronto dejará de ser el del edén, «a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan el primero de su separación» 43 . La distancia metafísica antecede a la muerte «física» de Aquélla, de la misma manera que la comprensión de la inconsistencia del amor temporal por la mujer terrestre se vierte en los odres místicos del ideal de cufio platónico y plotiniano. Queda, así, certificado y visto para sentencia el proceso marechaliano de su Adán, en el renovado paraíso de la urbe y de su campo circundante. Con ese barro inmaterial, recién labrada y concebida, asistimos a la «creación», no ya de un cuerpo, sino de un alma. Un golem espiritual y hermoseado por la idea de Belleza da término a los afanes ia luz material, sino un deslumbramiento del alma, como la luz inteligible. Ahora bien, siendo su hermosura una luz que yo alcanzaba por vía de mi entendimiento, y siendo el entendimiento una potencia que tiende a la verdad, me dije que su belleza no podía ser otra cosa que el esplendor de algo verdadero [...]. Y ahora entendía yo el doble significado de la palabra "revelación", puesto que su belleza levantaba una punta del velo que cubría su verdad, y lo dejaba caer nuevamente, como queriendo y no queriendo manifestarla» (Libro Sexto: «Cuaderno de Tapas Azules»; Marechal 1998, vol. III: 396). Adviértase el tono, estilo, sintaxis y tipo de oratoria, heredados no sólo de Dante, sino también de la estructura lógico argumentativa y silogística de la filosofía tomista. Nuevamente, un cotejo entre Joyce y Marechal resultaría al punto oportuno. 43

Marechal 1998, vol. III: 407. Acerca del arrebato nominalista, véase 4 0 5 : «Porque la Mujer

que nos guiaba en el jardín tenía un modo suyo de nombrar las cosas: decía "pájaro", y la esencia del pájaro se aclaraba en el entendimiento de quien la oía con una luz hasta entonces ignorada, como si Aquélla, en cierto modo, tuviese la virtud de re-crear el pájaro con sólo decir su nombre». Curiosa la filiación adánica, con su virtud de dar el nombre a las cosas, que el personaje atribuye a su Aquélla, la fiel Solveig «Buenosayres».

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ónticos de Adán y a su viaje por las calles de una ciudad que, como Florencia, llorará la pérdida de su «beatrice»44. Este acto supremo, superior y dé estatura divina es el momento álgido en la novela y el punto culminante en la versión platonizante que del síndrome de Beatriz propone la literatura contemporánea. Si la Maga naufraga en la otra orilla del río, llámese Sena o el Plata, y la Beatriz Elena Viterbo descubre sus impudicias en una de las infinitas e infinitesimales facetas del proteico aleph, la Amada ausente de Marechal, la «Niña-que-ya-nopuede-suceder»45, cobra en su muerte y en su definitiva ausencia el color de lo imperecedero, la talla de lo inmaterial. Elevada a puridad, a esencia o a fantasma, su muerte es antesala de su reconstrucción. La «lejanía pavorosa» de la finada y la «noche de velorio cuya infinitud parecía negarse a todo nuevo amanecer» dejan breves y fugaces huellas en quien sabe de lecciones tomistas y aprendió en la filosofía neoplatónica del amor cómo crear un mundo posible para la guía «beatriz». La recapitulación cristiana del Cuaderno constata el principio motor del que un autor como Leopoldo Marechal voluntariamente no se desprendió. La literatura ficcional del escritor argentino amplificó los componentes simbólicos de los personajes femeninos convocados, hasta llegar a la multiplicidad arquetípica de su última novela46.

44 Véase el soneto del capítulo X L de Vita Nuova, cuyos destinatarios son los peregrinos que acuden a la ciudad difunta y doliente «Si voi restaste per volerlo audire, / certo lo cor de sospiri mi dice / che lagrimando n'uscireste pui. // Ella'ha perduta la sua beatrice; / e le parole ch'om di lei pò dire / hanno vertù di far piangere altrui». En traducción de Raffaele Pinto: «Si os detuvieras para oírlo / el corazón me dice con suspiros que por cierto / saldríais de ella luego llorando. // Ella ha perdido su beatriz; / y las palabras que pueden decirse de ella/ tienen virtud de hacer llorar a la gente» (Vita Nuova 1988: 290-291). 45 Véase el poema del propio Marechal -hasta tal punto hay un correlato autobiográfico en la novela y entre Adán y Leopoldo- titulado «Niña de encabritado corazón», incluido en el poemario Odas para el hombre y la mujer (1929), que concluye con estos versos: «¡Bien pueden ya los bronces/ divulgar su cordura, / y el día ser un vino derramado, / y repetir olvidadizas ramas / el gesto inútil de la primavera! / Sentada está la niña para siempre, / mirando para siempre desde su encantamiento.// Y este nombre conviene a su destino: / Niña Que Ya No Puede Suceder» (en Marechal 1998, voi. I: 127-129). 46 En el personaje de Lucía Febrero de Megafón o la guerra (1979). Previamente, había pasado por el «eclipse» lunar de la mujer simbólica en la Thelma Foussat de El banquete de Severo Arcàngelo

(1976). En todo caso, el posible proceso de «decostrucción» de la sublimada Solveig / Aquélla activaría, en su obra, la complejidad simbólica de la Mujer, elevándola al cabo a categoría central del Universo. Al respecto, propone María Rosa Lojo: «La verdadera Venus Celeste parece ser, pues, la que reúne todos los aspectos positivos y negativos, luminosos y oscuros, del arquetipo femenino. De ahí que Thelma Foussat, como lo señalábamos en el capítulo anterior, pueda también participar del simbolismo de la Venus Celeste, cuya plenitud absoluta se da en Lucía Febrero» (Lojo de Beuer

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En Adán Buenosayres, el arquetipo se presenta insobornablemente dantesco. Los «días insonoros» que subsiguieron a la muerte de Aquélla tejerán el sueño final, donde una vez más la figura del hombre piadoso hace constar el trabajo de la «inmutable primavera» a que confronta al soñador. Protegida y salvada la imagen de Solveig, ya que no su materia, el camino prosigue hacia la visión de esa «rosa evadida de la muerte» en un filtro mental y religioso 47 . A la sombra del Uno plotiniano, glosado en el Renacimiento de Ficino y de Giordano Bruno, el dolor de la ausencia amorosa se prende en las grisuras áulicas y neoclásicas del Uno, número y perfección, motor y finalidad de lo creado, emblema del Creador. El síndrome de Beatriz es el furor heroico que oculta un apetito insaciable de Absoluto y de Totalidad. Metamorfosis de la mujer en la Unidad, tal es la impronta que concibió y legó Leopoldo Marechal en su actualización del mito. Una impronta enaltecida por la tradición secular, que la Modernidad dispersa y diluye, y que nuestro Adán consideró canto de sirenas, ante el que habría que oponer un mástil de firmezas. Como estrella polar, el navegante reconocería el semblante que lo orientara. En el canto XXX del Paradiso, el poeta se confiesa vencido e incapaz de verbalizar una belleza que sólo puede ser gozada por «su hacedor». Fiel a un canto, cuya fidelidad ha proseguido hasta la «presente visión», su voz entra en el silencio. Momentos después, se ilumina ante él la imagen de un río de luz (XXX: 61-63): «E vidi lume in forma di rivera/ fluvido di fulgore, intra due rive/ dipinte di mirabil primavera» 48 . Ese río vertical es el brazo de Beatriz elevándose hacia el trono divino. No en vano, el «Cuaderno...» de Adán Marechal concluye con las imágenes del agua justa y del exacto manantial. Y no otra es la estirpe de su Solveig Buenosayres.

1983: 82). Ambas novelas aparecen editadas conjuntamente en Marechal 1998, volumen IV. La edición, a cargo de María de los Angeles Marechal, dispone de prólogos de Graciela Maturo y Dinko Cvitanovic. 47 No concluyen las alusiones al «síndrome de Beatriz» en la novela con el final del Cuaderno. Esparcidas en las páginas que relatan su catábasis a Cacodelphia, varias historias de condenados revisan y varían el motivo. Repásense los sucesos del Personaje, del Hombre de los Ojos Intelectuales (con el episodio de Belona, de claros tintes heredados de los relatos de E. A. Poe) y del «insecto» de ojos poliédricos. Todos ellos en el Libro VII de «Adán...» y en los capítulos IX, XI y XII, respectivamente. 48

En traducción de Ángel Crespo (Paraíso 2003: 197): «Y vi una luz en forma de rivera / fluyente de fulgor, entre dos ribas / pintadas de admirable primavera».

VIII Bienvenida al infierno

Ni me mueve el infierno tan temido Para dejar por eso de ofenderte. Fray Miguel de Guevara, «No me mueve mi Dios» N o en vano se llamaba Gracia. Ni era azar que su oficio fuese el de actriz, ni tampoco que su presencia en todo el relato representase una quimera, una quimera desolada y, al fin, perversa. Desde su no lugar en el mundo «de los vivos», perpetraba las formas de su fuego particular, de su infamante tarea, en que consumaría las posibles dotes que la afición teatral le arrebató, furtiva. Gracia César, amada ausente, hacía llegar hasta Santa María sobres franqueados por hermosos sellos procedentes de diversas ciudades, continentes de una misma y ominosa venganza: las fotografías de su degeneración. Desde ellas se mostraba desnuda y sórdida en sucias piezas de hoteles, en compañía de sujetos, distintos cada vez, escogidos para rendir el más cruel de los homenajes de un antiguo y gastado amor. Las formas de la locura adoptan los rostros de la venganza, perpetrada con el estilete de la ruindad: la venganza de convertirse a sí misma en un personaje abyecto y detestable, como modo de acendrar la penitencia de quien una vez la amó y todavía la recuerda, sintiéndose así más que víctima, verdugo del infortunio ajeno. N o existe una manera más refinada y contundente de consumar la impiedad que la autolaceración, aquella que se exhibe con el fin de incidir en la herida vieja del «otro», para provocarle un sentimiento de culpa agudo, tanto más incisivo cuanto es menor la posibilidad de restaurar lo pasado o de mitigar su funesta pervivencia. La bienvenida al infierno es uno de los guiños de la inversión que trueca todo signo de gloria, y su presencia es una constante en la literatura de Juan Carlos Onetti (1909-1994), aquel que consagró sus relatos a la configuración de un espacio particular, dotado incluso de la figura del demiurgo creador y de sus

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personajes confinados a la dura tarea de sobrevivir1. Su corpus narrativo representa una de las más logradas expresiones del sentido último del vivir como proceso de pérdida paulatina, de desgaste incesante, del irreversible «ultraje de los años». Las edades del hombre pasan siempre de la inocencia a la estéril decadencia y una puerta las separa, ante cuya ley brilla con crueldad el letrero que Dante imprimió a la entrada del Averno: el abandono de todo consuelo y esperanza para quien franquea su umbral. La literatura dantesca ofrece así su sombra en el paradójico nombre de Santa María, selva oscura, la ciudad donde deambulan las máscaras de lo que algún día fue hermoso o bello, y es condenado al fin a mantenerse en su lenta, casi obscena, decadencia. No hay Paraísos en la ciudad del beato nombre, y las Beatrices que alguna vez resplandecieron muestran las carnes y los rostros cansados en su degradación. La literatura onettiana ofrece un muestrario muy valioso de figuras condenadas al ostracismo en el país del esplendor que fue la juventud, los desterrados al lugar de la infinita mediocridad, donde serán devorados por el voraz olvido o consumidos como pasto de sus llamas. La ley de carácter casi científico sobre el «hombre mediocre», que su antepasado argentino, el psiquiatra y hombre de letras José Ingenieros decretó en 1913, parece presidir el universo de seres e infamias que pueblan la «otra» Santa María del Buen Aire, la ciudad homónima y fabulosa creada por Onetti. Desde una atalaya crítica dispuesta en coordenadas psicosociales proponía Ingenieros el cromosoma de la vulgaridad como rasgo distintivo de los temperamentos y caracteres mediocres, vistos en el seno de la sociedad que hace homogéneos y «duplicados» a los sujetos que la pueblan. Así, «la vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. En la ostentación de lo mediocre reside la psicología de lo vulgar; basta insistir en los rasgos suaves de la acuarela para tener el aguafuerte»2. Cuanto ofrece en dispositivo ensayístico y como descripción de un tejido humano el doctor Ingenieros, se convierte en materia narrativa, ficcional, en la obra literaria de Juan Carlos Onetti, que insistiendo, como propone su antecesor, en los «rasgos suaves de la acuarela», plasma los tonos de un aguafuerte turbio y desvaído: los pronombres personales que articulan el engranaje de un mundo destinado al infierno de su propia condición mediocre. La vulgaridad, empero, no aparece en la obra narrativa de Onetti como premisa y causa en los avatares existenciales de sus seres, sino más bien como el

1

«La vida breve (1950) es, en efecto, una novela de fundación [...]: en ella se funda un espacio

ficticio, cuyo centro en una "fantápolis": Santa María, que se desplegará y explorará a lo largo de la posterior producción del autor...» (Mattalia 1994: 370). 1

Ingenieros 1973: 4 0 - 4 2 . Véase en especial el capítulo VII, «La Vulgaridad».

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resultado fatal de circunstancias que terminan desbordándolos y sumiéndolos en la ruina o el desastre. La vulgaridad acecha, y casi siempre hace mella en cuantos claudican de lo que alguna vez fueron o imaginaron ser. Este rasgo peculiar de sus criaturas permite emparentarías con uno de sus más genuinos precedentes literarios en esta formulación de mundos y modos. C o m o ya en numerosas ocasiones se ha advertido, y el propio Onetti no dejó de constatar 3 , la coloratura psicológica que determina el museo de personajes de Roberto Arlt (1900-1942), con su amplia gama de «aguafuertes porteñas», propicia un evidente árbol genealógico-narrativo. Destaca, para forjar el entronque, la novela que Arlt publica en 1933, significativamente titulada El amor brujo, con la que culminó el muy compacto ciclo compuesto por El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931). Protagoniza Estanislao Balder, cuyo apellido alemán delata la progenie germánica del escritor, un singular documento literario, mixtura de narración y ensayo psicosocial. Muchas páginas de la obra, que ponen ante nuestra vista los diarios íntimos de Balder, exhiben de manera acre y enérgica una crítica a los prejuicios que sustentan la burguesía porteña en la generación de principios «del año 900», una «rispida burguesía», donde los fundamentos morales se hallan absolutamente maleados y en proceso de putrefacción, en aras de convencionalismos hueros y un sistema de relaciones epidérmico e hipócrita. Una generación que también supo retratar con talante científico el ensayista y psiquiatra José Ingenieros, en obras como Tratado del amor, colección de ensayos publicados en la primera mitad de la década de los años veinte. En sus páginas plasma Ingenieros cuestiones básicas como la existencia de ese «Genio de la domesticidad», gestado sobre todo en el núcleo familiar 4 . Allí, la fortuna del amor halla continuas limitaciones y sacrificios, que sólo algunos sujetos conscientes son capaces de asumir sin auspiciar por ello una moral ambigua o simulada. L a narrativa de Arlt es mucho más punzante en el retrato sociológico. Esposos hastiados por la rutina conyugal y mujeres «herméticamente enclaustradas» en los interiores de hogares de rancia decoración configuran núcleos matrimoniales marcados por una absoluta «ausencia de vida espiritual». El microcosmos de un 3

Véase «Semblanza de un genio rioplatense», artículo escrito en 1971 e incluido en Onetti

1976. Al decir de Sonia Mattalia, «Para Onetti, Arlt representaba un nuevo tipo de escritor [...], que contemplaba el desmoronamiento del espacio social y no tenía tiempo para detenerse en el artesanado del estilo...» (en Onetti 1994: 353). 4

Véase el capítulo «La Familia» (117-125) en Ingenieros 1959. Curiosamente, el paratexto

introductorio del ensayo contiene una cita de Dante: «Amor mi mosse che mi fa parlare» ( I n f e r n o II: 72).

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respeto pautado por normas caducas, enfermas, determinará el comportamiento de un sujeto como Balder, que sentirá en una época de crisis vital -alejado en el afecto de su esposa y estancado en el ejercicio de su profesión como ingeniero de obras públicas— ese «amor brujo» que, durante un intervalo de su vida, le devolverá su condición de peregrino y poeta al país de la Posibilidad. Lugar del que retornará esgrimiendo la mayor de las vilezas a esa «Tierra de los Pantanos» de la que pretendió abjurar5. La cualidad del sentimiento que Estanislao siente nacer hacia la joven Irene —adolescente aún- reúne las etapas de un itinerario de huellas dantescas desde su idealización primera, que se verá deformado hasta su corrupción. En esa línea degenerativa se evidencia la réplica contemporánea a los patrones sublimatorios del Eros renacentista y romántico. Una primera «promesa de paraíso» brindan las horas transcurridas en compañía de la «colegiala». La «visión» azarosa de la «chiquilla», en la estación porteña de Retiro permite a Roberto Arlt construir una escena en que de nuevo la impresión portentosa de una mirada fascina las circunstancias de un sujeto, hasta convertirse en idea fija. Obstinaciones de timbre erótico, que remiten a los episodios urbanos de una «vida nueva» y que, asimismo, prefiguran escenas de hipnotismo espiritual como las que ofrecerá la narrativa de Ernesto Sábato, personificado en parejas como la de Castel y María {El túnel) y Martín—Alejandra (Sobre héroes y tumbas): «Irene entornó la cabeza, tranquila. Una fuerza resplandeciente remontaba la vida de Balder hasta las nubes. Dominado por su emoción se sentó frente a ella, pero la mirada de la jovencita absorbía tan rápidamente su voluntad, que olvidando las conveniencias que impone la educación, se acercó a la criatura» 6 . A partir de este instante, Roberto Arlt inscribe su relato en la radiografía de un alma incapaz de sobrevolar 5

También Mattalia afirma que «con El amor brujo Arlt llega al nudo de la estructura peque-

ñoburguesa atentando contra su núcleo más sacralizado: la familia, con una crudeza que creo, no se ha vuelto a repetir en la literatura argentina» (Mattalia 1992: 514). 6

Arlt 1972: 33-34. Acerca del «dantismo» del autor, su hija Mirta señala en esta misma

edición: «Arlt, amigo íntimo del Quijote, de Bouvard y Pécuchet, y del Príncipe Myshkin, y, por añadidura, producto de un hogar donde la madre nostalgiosa de sus Alpes tiroleses ilumina la miserabilidad de la vida gris de barrio porteño recitando largos pasajes de Dante, aquí tiene un poco de todos ellos» (14). Acerca de la simbologia del cromatismo en la novela, Rita Gnutzmann realiza un recorrido que nos permite rastrear la estela de Dante, en los colores rojo y verde, que determinan el ropaje de Beatrice, en la Vita nuovi, y en los presagios funestos que el amarillo adquiere ya desde el momento en que Irene y Balder se conocen: las rayas amarillas de sus ojos verdosos se captan como «un augurio que ensombrece la relación de la pareja desde el primer encuentro romántico». El rojo, a su vez, «es el color de la alegría y del amor-fuego expresado en el sueter rojo que lleva Irene al tocar " L a Danza del Fuego"» (véase Gnutzmann 1984: 109-111).

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la mediocridad moral de la clase media, en la que Balder se irá sumergiendo sin que la brujería del primer instinto pueda mantenerlo en la libertad de sus propios criterios. La «teología mística» del personaje se construye a partir del principio «de que cuando un hombre se aleja de algo que íntimamente constituye una verdad, recibe por la ejecución del movimiento antinatural, un golpe de extrañeza en su sensibilidad. Si se obstina en apartarse de la verdad, llega un momento en que no puede menos de comprender que su estructura mental se encuentra en peligro». Tal es el caso de Estanislao Balder, sumido en una «diabólica química de los sentimientos», que «en vez de derivar de lo oscuro a lo claro, como exige la lógica de los afectos normales, procede inversamente, yendo de la luz hacia las tinieblas y de lo conocido hacia el misterio»7. La «venganza oblicua» que esgrimirá el protagonista se basa, finalmente, en cuestiones de estirpe «feo burguesa» y de nociones relativas a la sexualidad, que él suponía superadas. Los personajes se someten, finalmente, a un rito de deformación, que adocena las relaciones y devalúa los afectos. Sumergido en el infierno de su propia limitación, traidor y cómplice de la moral burguesa más chata, participará Balder de la fealdad, el cinismo y la triste arrogancia de un mundo donde el amor, «brujo», se revela como un momento más para hacer más llevadera su mediocre existencia8. Otros ejemplos muy reveladores en este mismo frente asociativo vendrían dados por algunos relatos que Arlt insertó en su colección Eljorobadito (1933). Me centraré en el titulado «Las fieras», espléndido testimonio de las constantes espaciales y psíquicas que fundamentan su literatura, su mundo. En este monólogo de un «condenado» al infierno prostibulario, su narrador dirige su acto enunciativo al personaje innominado, femenino, la ausente que sintetiza el bien perdido y el Bien desmantelado. Rodeado por las «furias» y las «fieras» que han sustituido la encarnación de un único ser, por un mosaico de vulgares teselas,

7 Arlt 1972: 153-154. Las crisis existenciales, los diálogos de Balder con su fantasma, los recorridos callejeros por Buenos Aires, los extractos de sus diarios y la presencia de un «eros» de textura ambivalente proporcionan material más que suficiente para un posible estudio comparativo entre la novelística de Arlt y la de Leopoldo Marechal. Véase el capítulo «La estirpe de Solveig Buenosayres». 8

«En algunas de las obras los personajes hombres relatan o fantasean con que le dicen a una mujer enamorada de ellos que están casados. Así ocurre, por ejemplo, en Ester Primavera, en Los siete locos y en El amor brujo. Con esto, el personaje quiere decir, en este contexto, que posee una parte sexual de la cual no se puede desprender y que utiliza para alejar a la mujer enamorada, para agredirla, para inocularle su propio deseo o para poner a prueba ese amor» (Maldavslci 1968: 46).

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sólo resta la confesión verbal, el acto esencial de decir y nombrar, como oxígeno que sirve de alimento a su propia asfixia. El relato materializa, en efecto, una asombrosa descripción de la caída en el inframundo siniestro de la bellaquería carente de todo escrúpulo ético, donde rezuma el último cabo suelto de un antiguo resplandor de honradez: el recuerdo de la mujer amada, más cruel por cuanto asoma en la cárcel de la ratonera existencial en que se habita. C o m o Dante determinó, más cruento y vivo se afila el dolor en el alma cuando se sabe definitivamente perdido el bien en tiempo de desgracia: se trata, una vez más, del «nessun maggior dolore» que impera en el Infierno de los enamorados. El narrador de «Las fieras» expone un caso radical en la estirpe de los residentes en el averno de los vivos. Desde él, exhibe su existencia como un progresivo hundimiento en la «latitud» a que ha llegado en su erosionante inmersión en el círculo del proxenetismo y la degradación prostibularia. Las referencias al «topos» geográfico son múltiples y multiplican la muy lograda sumersión en una poética de un espacio canallesco y bestial. Tiempo y espacio se confunden en una dimensión ontológica propia de la infrarrealidad más viscosa, y así reconoce el narrador que «han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad profundísima, infinitamente abajo sobre el nivel del mar» 9 . Ya en el canto XXXIII del Infierno los traidores estiman que comenzó para ellos la residencia en el territorio de la condenación eterna desde el momento en que consumaron en vida la infamia de su acción traidora. Fray Alberigo de Manfredi confiesa a Dante que «cuando el alma ha traicionado, // como hice yo, del cuerpo la separa / un demonio, que luego lo gobierna / hasta que el curso de su vida para» 10 . Asimismo, el narrador del relato de Arlt expone no ya los episodios, sino los resultados de una biografía que, pareja a la de los hombres-fieras que comparten su círculo de degradación, instala una forma radical del Infierno sobre la tierra.

9 «Una neblina de carbón flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de cuando en cuando chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada» (Arlt 2002:102). En su interesante visión de los movimientos espirituales en la obra de Artl, y de su «realismo metafísico», señala Oscar Masotta: «Arlt nos muestra cómo funcionan esas comunidades de humillados y de culpables; tal es el tema del cuento «Las fieras». Aquí se nos describe desde adentro ese tipo de comunidad donde la comunicación es imposible, y se nos lleva desde el silencio interior de cada humillado, a la visión de un conjunto de silenciosos» (Massota 1965: 34). 10 «Sappie che tosto che l'anima trade // comoe fec'io, il corpo suo l'é tolto / de un domonio, che poseía il governa/ mentre che'l tempo suo tutto sia vólto» (Inferno XXXIII: 129-132; véase la traducción de Crespo en Infierno 2002: 216-218).

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Las «caras de la desgracia» rodean al narrador de Arlt en ese «sucio pozal» donde sobreviven sus almas, produciendo en su rostro «una mueca de fealdad cínica y dolorosa». Los personajes que apetecen «la inmundicia» son sus compañeros; una prostituta veterana, Tacuara, la contrafigura de la «donna de la salute», que observa la aparición de los recuerdos en la parálisis facial del narrador, es su sombra fiel. Los descendimientos en la escala de la ruindad son progresivos y alcanzan la zona profunda, también sancionada por Dante, donde el silencio es la conclusión y es el castigo. Un silencio que supone la particular inmersión en cada uno de los oscuros pasados que encarcelan toda forma de liberación. El rencor, el aburrimiento, la pereza y el tedio son las «flores del mal» que florecen en tales predios, que crecen en dichas latitudes. Y si llega a romperse en alguna ocasión el silencio no es sino para subrayar algún episodio macabro o tortuoso, que así recurre y vuelve, para sancionar el veredicto de cadena perpetua. M a s todavía hay algo que agrava el maleficio de esta existencia «a puerta cerrada» y que distingue la personalidad del narrador en el enjambre que le rodea, en esa jauría de alimañas que realmente parecen regodearse entre las formas de su condena que es también su perversión: el recuerdo de la innombrada por innombrable Beatriz, que reaparece ante su imaginario como «una estrella de siete puntas». Visión que trasluce en la imaginación lectora la aparición ante el poeta peregrino de Florencia los espíritus triunfantes del Paraíso, mostrados al amante por la «dolce donna» de «li occhi belli»: L a dolce d o n n a dietro a lor m i p i n s e con u n sol c e n n o su per quella scala, si sua virtù la m i a n a t u r a vinse, [...] E tutti e sette m i si d i m o s t r a r e q u a n t o son g r a n d i , e q u a n t o son veloci, e c o m e s o n o in distante riparo. L'aiuola che ci fa t a n t o feroci, v o l g e n d o m ' i o con li etterni G e m e l l i , t u t t a m'apparve da'colli a le foci. Poscia rivolvi li occhi a li occhi belli

Paradiso~XX.lv.

100-102 y 148-154"

" En la traducción de Ángel Crespo (2003: 145-146): «Tras de sí mi señora me condujo, / con una sola seña, por la escala, / que a mi natura así venció su influjo; [...] Y de los siete fuéronme mostradas / las grandezas, y cómo son veloces, / y cuan distantes se hallan sus moradas. // La erilla

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Hablando de Dante, sus exégetas y comentaristas insisten que, más allá de la modalidad amorosa que determine, la figura de Beatriz representa finalmente la esencia del amor12. Es, precisamente, dicha esencia la que se muestra agrietada y amarillenta en tantas páginas de la literatura del siglo XX, como muy bien ilustran los narradores rioplantenses. El romanista Helmut Hatzfeld es explícito al respecto: «Si Dante es todavía capaz de arrastrar al lector moderno a una catarsis existencial, también es capaz aún de ponerlo alerta para el amor existencial»13. Buen ejemplo de este proceso degradatorio, del que Dante nos avisa y que se dispersa en las versiones contemporáneas de su mito amoroso, es el relato de Roberto Arlt, un cuento cifrado en la corrupción de las almas de los hombres como jauría de fieras. Muy destacable en la trama del relato es la aparición de la citada imagen de referencia simbólica y celestial en un relato presidido por la podredumbre física y la hosquedad espiritual. El síndrome que padece el narrador se vincula finalmente con la aparición ocasional, en su memoria, de una figura que ya no puede pisar el área que huellan las fieras, a pesar de compartir el supuesto espacio de una misma ciudad. En esa ciudad, empero, miles de kilómetros espirituales los separan fatalmente. Extensiones metafísicas, geografías imaginarias que los sitúan, en verdad, en lugares de imposible intersección, como los espacios ultraterrenos del Bien y del Mal lo estuvieron para Dante, y lo están para Roberto Arlt, aun a pesar de que se situaran en la misma calle de un barrio urbano común. El semblante en que descuella la «almendrada aceituna» de unos ojos brilla con todo el poder de su ausencia. Un recuerdo que resta y pervive por cifrar posibilidades de vida que ya nunca más podrán ser vividas, sin que por ello cese el existir y su contaminada respiración «artificial». De tal manera, el destinatario perfecto, último y máximo, del acto donde permanecen los restos de la existencia previa a la caída, ese acto que encarna en su eficacia el inútil consuelo de la desolación infernal, el acto nominativo, no puede ser sino aquélla, «la preciosísima que nos destrozó la vida en una encrucijada del tiempo que fue». El arranque del cuento pauta así la voz de un condenado, a quien ni siquiera le escucha, como en la Comedia, un viajero que testimonie su desventura, y a quien ya nunca le responderá la voz

que nos hace tan feroces, / mientras con los Gemelos me movía, / vi desde la montaña hasta las hoces. // Miré a los bellos ojos de mi guía». 12 Williams 1943. Helmut Hatzfeld sintetiza así la tesis de Williams: «En otras palabras: Beatriz no representa un amor cortesano purificado, ni el amor místico, ni el amor romántico, ni la sublimación del sexo, sino la esencia del amor» (véase Hatzfeld 1965: 58 y ss). 13

Hatzfeld 1965.

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que fue su salvación, pero que también determinó su ruina. C o m o Mallarmé, el «desdichado» podría asegurar que «su destrucción fue su Beatriz»: « N o te diré cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió» 14 . Una variante del síndrome de Beatriz que padece el narrador protagonista de «Las fieras» de Arlt lo hallamos en otro relato de la misma compilación y que, contraria y oportunamente, exhibe el nombre de la mujer, también ausente en la topografía del relato, que protagoniza la enfermedad espiritual que aqueja a su narrador. Y digo «oportunamente» por el hecho de que en esta ocasión el esquema argumental referido desde el sanatorio para el tratamiento de la tuberculosis de Santa Mónica muestra los hechos de un amor desdeñado, ofendido y, finalmente, ansiado tras su pérdida. Los indicios temporales, muy marcados en la narración, constatan la cifra de «setecientos días» consagrados a un recuerdo imposible que, de algún modo, confirman la convergencia de la dolencia física que padece el protagonista masculino con la melancolía, como forma interior de un proceso paralelo de degeneración. El dictamen de Novalis, según el cual «toda enfermedad es una enfermedad del alma», determina la eficacia emotiva del relato. Los referentes narrativos al motivo de la patología biológica (Thomas M a n n : La montaña mágica; Katherine Mansfield: En un

balneario alemán-, Antón Chéjov: La dama del perrito) favorecen esa asociación naturalista que plantea los paralelismos entre el cuerpo y las almas enfermas. El personaje femenino que da título al relato arltiano, Ester Primavera, resplandece en todo el proceso enunciativo a m o d o de corriente física beneficiosa y límpida, una «ráfaga de viento caliente» que depura el alma y los pulmones del narrador, mas cuya transitoriedad y esencia fantasmática designan, al cabo, la inutilidad de una purificación únicamente imaginaria. La conciencia del mal infligido a la mujer destila el mortífero sopor del remordimiento y provoca la aparición de una «tristeza deliciosa» que prepara al ejecutor al abandono de su ser en la espera de una muerte merecida. El entramado psicológico del relato, de evidentes raíces dostoievskianas, estigmatiza la vinculación entre las dolencias físicas y las morales. Así, la culpa suprema del protagonista establece, como culmen de la aflicción, el destierro de todo signo de bendición, la desesperanza a que se 14

A r l t 2 0 0 2 : 101.

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somete a un «alma joven» e inocente como grado superlativo de la iniquidad. Pero la acción perversa retorna redoblada al ánima de quien la produjo como en la tradición de la tragedia acontecía con la persecución del asesino por las Ménades o las Furias vengativas, rigurosas. Esas «furias» ya no serán tan sólo, como en el relato anteriormente comentado, las formas degeneradas que rodeaban su permanencia definitiva en el infierno15, sino que ahora remiten primordialmente a sus propios recuerdos alevosos e incisivos. Las acciones cometidas revisten las formas furiosas de su propia cautividad, materializada en los síntomas biológicos de la dolencia física que padece el narrador. Una vida paralizada es la condena. Una parálisis del organismo que favorece y alimenta los viciosos círculos de la rememoración. En su centro gravita siempre la imagen de la primera aparición, paráfrasis arltiana del célebre episodio de la Vita nuova donde el surgimiento de Beatrice quedaba plasmado en el «aguafuerte» de la visión bella y gentil, consustancial al trazado firme del fatunr. «Aún la veo. El semblante fino y largo, delineado en expresión de tormento, como si siempre al venir hacia mí terminara de desprenderse de un enorme bloque de vida dura. Y este esfuerzo mantenía intacta su agilidad, pues al caminar el faralá de su vestido negro se le atorbellinaba en torno de las rodillas, y un bucle de cabello, corrido sobre su sien hasta descubrir el lóbulo de la oreja, parecía acompañar ese ímpetu de lanzamiento hacia lo desconocido que era su modo de caminar. A veces le envolvía la garganta una piel, y mirándola pasar se creía que era una forastera que regresaba de lejanas ciudades. Así venía hacia mí. Sus veintitrés años [...] envasados en un cuerpo gentil, se encaminaban hacia mí, como si yo en ese presente constituyera la definitiva razón de ser de todo su pasado... Sí, eso, había vivido veintitrés años para eso, para avanzar en la ancha vereda hacia mí, con rostro de tormento» 16 . Adecuado, tal vez, sea el recuerdo de la escena en que Beatrice, en una página de la Vita nuova, «aparecía vestida de nobilísimo color, humilde y honesto, sanguíneo, ceñida y adornada de tal modo que a su edad juvenil convenía. En aquel punto digo en verdad que el espíritu de la vida, que mora en la cámara secretísima del corazón, empezó a temblar con tal fuerza que repercutía terriblemente en las mínimas pulsaciones». El episodio de Dante es coronado por una hermosa conclusión: «Desde entonces en adelante digo que Amor señoreó

15

« C o m o las fieras en el bosque, nosotros olfateamos Buenos Aires, Buenos Aires que está

tan lejos, y entre las montañas nevadas el nombre de Ester Primavera choca en mis mejillas como una ráfaga de viento perfumado...» (Arlt 2 0 0 2 : 73). 16

Arlt 2002: 66.

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m i a l m a , la cual tan pronto estuvo desposada c o n él, y empezó a t o m a r sobre m í tanto d o m i n i o y señorío por la fuerza que la imaginación le daba, que yo estaba obligado a hacer c u m p l i d a m e n t e c u a n t o quería» 1 7 . Reparemos en que la «paráfrasis» que nos ofrece R o b e r t o Arlt a la aparición de la «gentil» Beatrice ante la vista del joven D a n t e contiene una gama de referencias que introducen la variante fatalista y deconstructora del motivo del a m o r angelical y sublimado: se atavía con un «vestido negro», semeja una «forastera que regresaba de lejanas ciudades» y ella misma parecía, por su m o d o de caminar, que contuviera un salto «a lo desconocido». A s i m i s m o , su «rostro de tormento» preludia la discordia inherente al desarrollo de la historia. Volvemos, con Arlt, al «topos» de un espacio despoblado de salvación, bajo el paradójico «nombre de mansedumbre» que en verdad c o n f o r m a un «infierno rojo en el que a todos los semblantes los ha barnizado de amarillo la muerte». El Sanatorio de Santa M ó n i c a parece así prefigurar en su paradójica asociación de beatitud y muerte el n o m b r e ideado por J u a n Carlos O n e t t i para su espacio narrativo por excelencia (Santa María), así c o m o la toponimia de otro de los ámbitos en que ha desarrollado la literatura hispanoamericana sus historias de desolación espiritual: San J u a n Luvina, donde también asistimos, de la m a n o del m e x i c a n o J u a n R u l f o , a un ciclo eterno de destrucción y decadencia 1 8 . Para alcanzar la mayor eficacia en la plasmación de este recurso cíclico, se sirve R o b e r t o Arlt magistralmente de un c o n t i n u o m o v i m i e n t o de oscilación narrativa, que viene a reproducir los virajes constitutivos de la memoria, entre el m o m e n t o presente que vive el narrador, sometido al tratamiento médico y en c o m p a ñ í a de otros seres igualmente afectados por la enfermedad, y las «iluminaciones» que articulan sus recuerdos, donde asistimos a la reconstrucción progresiva, en precisas y muy bien seleccionadas secuencias analépticas, de la historia de su relación c o n Ester Primavera, c o m o brotes de vida y muerte que articulan el itinerario de una ofensa que fue una humillación. S o n las olas que,

17

Cito por la traducción de Raffaele Pinto (Vita Nuova 1988: 56-59). En el original: «Apparve

vestita di nobilissimo colore, umile e onesto, sanguigno, cinta e ornata a la guisa che a la sua guivanissima etade si convenia. Io quello punto dico veracemente che lo spirito de la vita, lo quale dimore ne la secretissima camera de lo cuore, cominciò a tremare si fortemente, che apparia ne li menimi polsi orribilmente [...]. D'allora innanzi dico che Amore segnoreggiò la mia anima, la quale fu sì tosto a lui disponsata, e cominciò a prendere sopra me tanta sicurtade e tanta signoria per la vertù che li daba la mia imaginazione, che me convenia fare tutti li suoi piaceri compiutamente». 18 Véase «Luvina», en El llano en llamas: «San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los

perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio...» (Rulfo 1992: 111).

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tras acariciar tibiamente las orillas del recuerdo, retornan al mismo fondo abisal de la conciencia asfixiada, a sus pulmones infectados: una respiración narrativa obstruida por la conciencia del mal, que postula el brillo amargo de su triunfo. Y así, en uno de los instantes recreados, asistimos a la confesión de una victoria en cuya semilla habita la conciencia de la acción perversa como el grado más alto de intimidad que entre dos criaturas pueda producirse. El golpe simbólico que el narrador asesta a la mujer es concebido por él como «el más hermoso momento» de su existencia, la más alta producción de «autenticidad» que podía materializarse en sus vidas. El «envasado» de angustia en grado superlativo arroja un sentimiento que hubiera hechizado a Georges Bataille, planteando la literatura de Arlt, y su derivación en la de Onetti, como expresión conspicua de la sustancia imperiosa del mal como estigma de la mayor intensidad a que estaría destinada el alma humana. Como acertadamente dictamina David Viñas, se trata de un «reiterado juego que va de la condena al paraíso», cuyo vaivén termina por desestabilizar todos los escenarios posibles en la tensión que nos arroja del placer al sufrimiento y del crimen a su «castigo»19. En este tránsito de resonancias.naturales y de coreografía enpas de deux, virando al virtuosismo dancístico y machista del tango, se concibe el término o deceso como una desembocadura de la ahogada esperanza, y en ella, el rostro del amor como plenitud imaginaria en el decurso melancólico de una existencia que no pudo redimirse, y que no afronta ninguna de las formas de la regeneración metafísica. El síndrome de Beatriz alcanza, en las letras hispanoamericanas del siglo X X , uno de los instantes de mayor eclosión y fiereza, de una fuerza pujante, descarnada, que parece desbaratar cualquier tentativa de gloria y pureza, sellando la clausura definitiva de un tópico y coronando su total deconstrucción. Las palabras del narrador dan buena fe de este veredicto a través de su dictamen: «Ha dejado de ser la mujer que un día envejecerá y tendrá cabellos blancos, y la sonrisa cascada y triste de las viejas. Ligada a mí por el ultraje, desde hace setecientos días, vive en mi remordimiento como un hierro espléndido y perpetuo, y mi alegría es saber que cuando esté moribundo, y los enfermeros pasen a mi lado sin mirarme, la imagen desgarrada de la delicada criatura ven-

" El relato «Las fieras» es, a su vez, interpretado por Viñas como una «exasperación» de «Ester Primavera»: «la distancia del recuerdo (o del borrador de una carta jamás escrita) es la repetida mujer idealizada de un pasado-afuera de la profundización del sanatorio de montaña convertido definitivamente en cárcel...» («Entre jorobados y gorilas»; postfacio de Viñas en Arlt 2002: 806-807).

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drá a acompañarme hasta que muera» 20 . El infierno, en efecto, es una potencia efectiva y natural. Sancionemos, con este fragmento, el carácter siniestro y tortuoso de la relación idealizada, que fluye por un declive de adversidades, propiciadas de manera consciente, para entronizar la contrafigura del bien inmaculado. El instante de mayor sensualidad y donde la altura de la dicha alcanza su cúspide se corresponde precisamente con la aparición gratuita de la mancha, de la afrenta innecesaria, de una voluntad que se recrea en la pureza del dolor. La entronización del mal, tanto más punzante y nítido cuanto mayor es la evidencia de su sustancia, de su obstinada negativa al florecimiento de su antagónico, el «posible» bien: «Lo auténtico era aquello, el dolor de la muchacha olvidada de lo que se debía a sí misma por una serie de convencionalismos, olvidada de las apariencias y convirtiéndose, por ello, en la criatura eterna a la que en ese exclusivo minuto yo no era digno de besar el polvo en que pisara». El sintagma «criatura eterna» cifra toda la aventura emocional en sus oscilantes variaciones, al pasar de la adoración al ultraje o, mejor dicho, al hacer del ultraje la forma superior de toda posible adoración: su inversión patológica. Se trata, en suma, de la tesis propugnada por Jean-Paul Sartre y citada por Bataille en su ensayo sobre Baudelaire, que estampa en las primeras frases de su estudio: «Hacer el Mal por el Mal es exactamente hacer expresamente lo contrario de aquello que se continúa considerando el Bien. Es querer lo que no se quiere [...] y no querer lo que se quiere —ya que el Bien se define siempre como el objeto y el fin de la voluntad profunda-. Tal es justamente la actitud de Baudelaire». La glosa de Bataille no puede ser más oportuna para una aplicación al relato y, por analogía, a toda la literatura de Arlt. También, de algún modo, a las versiones contemporáneas del mito de Beatriz que centralizan su difusión en el componente enfermizo que contiene en su seno, a su transvaloración o negativización definitivas: «Y aquel que se condena adquiere una soledad que es como la imagen debilitada de la gran soledad del hombre verdaderamente libre...»21.

20

Arlt 2 0 0 2 : 77.

21

D e ahí a la dimensión del «creador», del creador «patológico», no hay, tal vez, más que un

paso. Así lo señala Bataille, y lo refiere, precisamente, al concepto de la formación de la «flor del mal», c o m o metáfora de ese vínculo entre lo maligno y el designio creador: «En cierto sentido, crea: hace aparecer en un universo en el que cada uno de los elementos se sacrifica para concurrir a la grandeza del conjunto, la singularidad, es decir, la rebelión de un fragmento, de un detalle [...]. Observemos la relación existente entre el M a l y la poesía: cuando, además, la poesía toma al Mal c o m o objeto, los dos tipos de creación de responsabilidad limitada se unen y se funden, de este modo tenemos una flor del M a l . Pero la creación deliberada del M a l , es decir la culpa, es

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Por otra parte, el entramado de la fábula plantea en «Ester Primavera» el recurso de la epístola infamatoria para arribar al paroxismo de la crueldad, a partir del cual se produce el viraje de la acción: «Yo sería el único hombre a quien odiaría con paciencia de eternidad»22. En este caso, la carta es el golpe de gracia que lanza el narrador en su «amada víctima», materializado en el relato de una manera muy eficaz a través de una elipsis de sus contenidos, tanto más cruenta por el hecho de omitirse como secreto narrativo. En este punto, conviene recordar que el texto de Arlt abre un espacio de conexiones intertextuales, concita la presencia de otros autores que han explotado el mismo procedimiento literario en planteamientos allegables en cuanto a la plasmación de un delirio que se asocia a la deconstrucción del mito de Beatriz. Es el caso de la novela El túnel, publicada por Ernesto Sábato a finales de la década de los cuarenta. En el capítulo XXIX de la novela se procede al relato de la redacción de una epístola que el protagonista, y también narrador, de la misma escribe a la mujer en quien ha creído encontrar su «doble» existencial y que será, simultáneamente, la víctima propiciatoria de su desesperada agonía por ¡luminar el túnel de su «mismidad». El episodio contiene más de un elemento comparable a la contienda de afectos recreada por Roberto Arlt en «Ester Primavera»: María Iribarne será la destinataria de un texto —y de una actitud vital, en resumidas cuentas— que implica el mismo procedimiento oscilatorio de una psique que halla en el sadismo la plenitud que por la vía del vínculo amoroso no termina de obtenerse. A diferencia de Arlt, propone Sábato una fábula de mayor envergadura y complejidad favorecida por la incorporación, a modo de misterio, de una red semántica propia del universo femenino, que desde el punto de vista de la narración —una perspectiva marcadamente «monológica» y encerrada en las paredes de su «principio de individuación»- será siempre renuente a su clarificación, mostrando y demostrando así cómo el hueco de la «otredad» resulta imposible de alumbrar y, por ende, de compartir completamente.

aceptación y reconocimiento del Bien; le rinde h o m e n a j e y, al bautizarse a sí misma c o m o mala, confiesa que es relativa y derivada, y que sin el Bien no existiría» (Bataille 1987: 35-36). 22

«Entonces pedí recado de escribir y redacté la carta más i n f a m e que nunca haya salido de

entre mis manos. Mi ferocidad y mi desesperación acumulaban ultraje sobre ultraje, tergiversaba hechos que ella me había narrado, exaltaba detalles de su vida que sugerirían a u n tercero que no conociera nuestras relaciones la idea de u n a intimidad que nunca había existido, y limaba los insultos para hacerlos más atroces e inolvidables, no con palabras groseras, sino escarneciendo su nobleza, retorciendo sus ideas, abochornándola de tal forma por su generosidad que de pronto pensé que si ella pudiera leer esa carta se arrodillaría ante m í para suplicarme que no la enviara. Y, sin embargo, era inocente...» (Arlt 2002: 78-79).

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Nada de esto sucedía en los relatos de Arlt, que se limitan a postular el alma femenina desde dos esquemas contrapuestos y antinómicos: la mujer idealizada y la hembra carnal. La «tragedia» del varón no se debe a la imposibilidad de acceder al espíritu de la otredad sexual, sino que es fruto de las acciones perpetradas por los sujetos, y no del misterio consustancial al otro sexo, como sí acaece con Juan Pablo Castel, protagonista de El túnel. Ahora es la hora del Gran Enigma. Lo que parecía ser difusión de entendimiento o descarga eléctrica de compenetraciones se revela, de suyo y de raíz, impenetrable, inasible, oscuro, tenebroso, remiso a su concreción definitoria: resistente a la función del logos. La palabra y el pensamiento no hacen sino girar en torno, como mariposas de luz, prontas a quemar sus alas al contacto con su objeto de atracción y vida. La ignorancia las mata, o - c o m o sucederá en El túnel— la Ignorancia facultará el homicidio del ser amado, impermeable a todo intento de revelación ontològica y de acoplamiento sustancial. La fábula de Sàbato no admite su transformación en letra de tango, por más que la morfología del relato acuse una formulación topificada. Hay toda una escena metafísica en El túnel que le aporta una grandeza literaria y una altura emocional que rebasan el tópico canallesco, la bellaquería de los sentimientos, propias del tango argentino, tan magníficamente acuñada en los textos de Roberto Arlt que comentamos. Y así la carta que escribe Castel a María sintomatiza el nivel de confusión espiritual en que su redactor se halla, pero no representa el culmen de un proceso en que dos almas confirman la naturaleza última - y evidente- de su ser23. Una inversión evidente del planteamiento argumental de la carta injuriosa constituye la médula del relato de Juan Carlos Onetti, «El infierno tan temido», una de las joyas narrativas producidas en el Río de la Plata durante la segunda mitad del siglo X X dentro del ámbito temático que nos ocupa. Escrito y publi-

23

Q u e d a esto confirmado por el hecho de que Castel estime inoportuno el envío de la carta

y fuerce la posibilidad de recuperarla en la oficina de correos, que refiere de modo magnífico el capítulo X X X de El túnel. Así, nos dice el narrador: «Releí la carta y me pareció que, con los cambios anotados, quedaba suficientemente hiriente. La cerré, fui al Correo Central y la despaché certificada». En el capítulo siguiente se produce un giro inmediato en la voluntad del narrador: «Una vez más, pues, había cometido una tontería, con mi costumbre de escribir cartas muy espontáneas y enviarlas en seguida. Las cartas de importancia hay que retenerlas por lo menos un día hasta que se vean claramente todas las posibles consecuencias» (Sábato 1983: 144-145). H e de puntualizar, asimismo, que no debe inferirse de la comparación entre Arlt y Sábato la caracterización del primero como «escritor poco complejo». Planteo, tan sólo, una diferencia cualitativa en lo que respecta al orden de las caracterizaciones ontológicas en las relaciones amorosas, y no en los universos generales donde gravitan las vidas de los personajes.

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cado en 1957, sanciona este texto el epítome de la venganza, así como la más radical defenestración del halo de beatitud que adornaba al espíritu de belleza redentora propia del mito de Beatrice en la literatura europea. «En los tres amores de Dante, Beatriz en La vida nueva, la dama gentil en El Convivio y el amor de Dios en la Commedia» -señala Federico Peltzer— «está siempre presente Beatriz. Como subraya Fetone con palabras que parecen prestadas de León Hebreo [...] amar a alguien de la misma especie es propio del hombre y de los animales. Pero amar a alguien que, aunque parece semejante, no lo es, amarlo descubriendo lo que las apariencias ocultan, y al par descubrir que uno mismo no es de la especie que parece ser, eso es propio de hombre. Dante, el creador, lo fue en grado sumo. Sólo una necesidad muy grande de ascender, sólo un "obstinado rigor" para alcanzar la cumbre, puede hacer de él un hombre peregrino, buscador de lo oculto; mejor aún, del misterio»24. No en vano es ahora Gracia la protagonista femenina, ni es tampoco casual que su oficio haya sido el de actriz (justamente, su apellido, César, recuerda no sólo al personaje histórico, sino a una figura prototípica del teatro shakesperiano), intercambiando vidas y sueños en el camino de la anulación de las personalidades. Onetti afila en este cuento su estilete y clava el filo sin ningún tipo de conmiseración, en un espacio ausente de piedad, donde la aparición y consolidación de un «esperado infierno» es el único fin a que apunta el curso del tiempo. Unos sujetos y una historia, los de Onetti, que al cabo tampoco extrañan en exceso en los espacios reales y ontológicos donde habitan, caracterizados precisamente por la inexorable llegada, tarde o temprano, de la mueca o máscara de lo grotesco que coronará todo «espectáculo» de una vida. Como ha señalado con gran acierto José Miguel Oviedo, la «lenta invención» de la mujer, necesaria para la pervivencia de Risso, protagonista del cuento, tiene su invertida simetría en la paulatina reinvención de la mujer-actriz, que escenifica su degeneración, esa «calculada ceremonia», «que ella dirige como una escena teatral destinada a un solo espectador, con la finalidad de humillarlo y destruirlo»25. Otra vez, el sueño «realizado» es el cumplimiento escénico de la pulsión de muerte que el amor entraña. La estructura del relato, diestra y pulida, ofrece como columna vertebral del mismo la serie de secuencias que cohesionan su itinerario narrativo, y que se instalan en el presente vital de un hombre, primeramente viudo y que después repudió a su segunda mujer, Gracia César, en el lento y destructivo proceso a 24

Peltzer 1971: 103.

25

Oviedo 1992: 456.

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que lo conduce la recepción de cinco cartas, con sus cinco fotogramas obscenos de la hembra que así cumple la venganza de su ofensa. En torno a este plano narrativo de carácter progresivo y ascendente en la escalada de su inherente perversión, se irán incorporando episodios, escenas, pensamientos y situaciones relativas a la biografía emocional de Risso, y al tiempo biográfico en que conoció y amó a quien más tarde personificará la máscara de una furia impenitente. El magistral inicio del relato cumple una de las funciones básicas del género cuento como inesperada irrupción de una sacudida, que acontece dentro del orden y de la norma, principio elemental para la inmediata instalación de su necesaria intensidad, tal como dictaminara Julio Cortázar. Así, y no en vano, la primera epístola le es depositada por una compañera de trabajo, servida por una «mano roja y manchada de tinta», al tiempo que escribía una crónica deportiva de carreras, «entre la medianoche y el cierre» 26 . Q u e d a incoado así un proceso lento e irreversible, una cuenta atrás sin posibilidad de detención, concebido en una estructura rítmica que revela una sutil asimilación del arte narrativo de Edgar Alian Poe (el cuento-suspense como aceleración del tiempo a despecho de los espacios vitales, que sufren una paulatina merma) y del concepto de la progresión imparable en el desarrollo de un determinado «proceso» (a partir de los relatos de Franz Kafka). La descripción abrupta de la foto que contiene resume la cualidad de lo infecto, de lo contaminado y de lo inadmisible, que determinarán la atmósfera y el carácter principales, el ethos del relato: «Era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como el relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto» 27 . Observemos la gran eficacia que ostenta Onetti en el manejo de los planos ambientales del relato. Todo está prácticamente dicho y anunciado: el motivo de la «cara de la desgracia», que dará título a otro de sus mejores relatos; la decantación por la penumbra como expresión externa del hondo vacío y la negrura internas que habitan el retrato y el envío; la reacción psicológica en la voluntad, llamada al fracaso, por desatender el llamado oscuro, la visita del rencor. Este germen de una floración honda y siniestra subraya su ensanchamiento, su necesidad de consumación y victoria, mediante el adecuado manejo de la técnica de las analepsis arguméntales, que Onetti recoge

26

«El infierno tan temido», en Onetti 1994: 213-226. Todas las citas de este cuento pueden

encontrarse a través de esta referencia. 27

Onetti 1994: 213.

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no sólo de Roberto Arlt, como ya se ha advertido, sino fundamentalmente de su admirado William Faulkner. La rememoración de la historia sentimental entre Risso y Gracia apunta claramente a este ahondamiento en el pozal de la amargura, en dos planos que se conjugan con habilidad: los recuerdos no sirven tan sólo para fomentar la desolación existencial de su protagonista, que desciende mediante las evocaciones a un callejón sin salida donde el tiempo no dispensa ninguna maniobra para redimir o curar su poso solidificado, sino que disparan su efectividad en el ánimo de todo lector del texto, que así va reconstruyendo los recovecos de este ceremonial de lo siniestro, al tiempo que siente el curso de su acción, simultáneamente al personaje, como dispositivo irreparable. Desde esta óptica, «El infierno tan temido» de Onetti provoca una honda sensación de hastío, un prolongado gusto acre, un profundo desabrimiento existencial. E n la médula de tal afección cabe hallar una idea del mundo como el espacio de lo inestimable, que marca cada una de las categorías del relato. El estigma del nihilismo es su resultado. La nada se ofrece nítida a quien pretenda escarbar en la superficie terrosa de cada historia, de cada situación, de cualquier empresa. Es el término indefectible del deseo y, por lo tanto, asoma en toda morfología narrativa, según Onetti, que pretenda plasmar los episodios de una historia de amor. Así, Risso «había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir —para él y para ella— la destrucción, la paz definitiva de la nada» 28 . Un eco de la pulsión de muerte, en clave freudiana, rodea la seca sonoridad del relato. La toma de conciencia con el resultado fijo en que desemboca toda propuesta del deseo está presente y condiciona la actitud de Risso ante el episodio que propició la separación de la pareja. La estructura interna del amor contiene una predisposición al absurdo, expresado en una dimensión universal 29 . Un viudo, como Risso, y una joven actriz, veinte años menor, que «había atravesado virgen dos noviazgos» y que lucha contra los «vaticinios pesimistas» que enmarañan su decisión, pujando por alcanzar incluso el cariño de la hija de Risso, llegan a construir un círculo de compenetración tan sólido que ninguna discordia

28

O n e t t i 1994: 2 2 3 .

25

«Sólo tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los amantes

que habían amado en el mundo, por la verdad y el error de sus creencias, por el simple absurdo del amor y por el complejo absurdo del amor creado por los hombres» (Onetti 1994: 218).

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pudiera envilecer. El reto de ese amor que se busca permanentemente «puro» condiciona, en su puesta a prueba, su fracaso. Sucederá como consecuencia del acto de infidelidad sexual que protagoniza Gracia, durante una gira teatral y a modo de «ensayo» extremo de un amor ajeno a todo tipo de condiciones. Acto que ejecutará como la representación más osada de toda su trayectoria, en la que habría de probar su pericia como actriz —por la falsedad inherente a tal acto— y como mujer —por su «fidelidad» emocional hacia Risso: por haber preservado incólume su sentimiento a pesar de su adulterio—. El dictamen, la premisa que posibilitaba dicho «ensayo», quedará inmediatamente anulada. Del «todo, absolutamente todo puede sucedemos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos; ya sea que invente Dios o que inventemos nosotros» 30 , que sustentaba en Risso una concepción excesivamente idealizada del amor y de sus fuerzas, de sus posibles concesiones, se pasará, sin solución de continuidad y de manera brusca y cruel, a la imposible superación del acto «infiel», al sentimiento agudo de traición, a la imposibilidad de un perdón, a la falsía del axioma que hacía del amor un espectáculo de salvación pánica, a la repulsión, al repudio. Una vez más, enamorarse ha sido sinónimo de «crear una religión cuyo dios es falible». Falible, sobre todo, la medida de las fuerzas del amante, la valoración del calibre de su naturaleza, el grado de coraje y de probidad que debía mantener para resistir todo tipo de embates. La disolución del sentimiento, la anulación de la unidad, es la garantía, triste, del alarmante peso de gravedad que, a pesar de su anuncio etéreo, comporta el deseo amoroso: evidencia el hueco de muerte que apareja su existencia, cuando con él se edifica una nueva religión, un culto de latría. Abandonada, castigada en la culpa de un amor llevado hasta el extremo de su potencia, a Gracia sólo le restará idear cauces invertidos, perversos, el dudoso beneficio de ocasionar dolor y sufrimiento, última de las formas que su antiguo amor adopta. A Risso, sufrir el síndrome de ausencia, culpable por no haber podido «perdonar» un acto absurdamente amoroso: el adulterio de su mujer, como ensayo último de su amor, como prueba definitiva de la fuerza que parecían contener sus mutuos sentimientos. La venganza de Gracia procede, por ello, del abandono, pero también de la reacción de aparente indiferencia con la que Risso acoge la confesión: la ausencia por parte de Risso de respuesta física, visceral, como amante traicionado, y que, al cabo del tiempo, se metamorfoseará en una transferencia de la condena. Será ella, pues, quien acometa la sanción no producida en su momento, de tal manera que su postergación deviene doble efecto: se castiga al «indiferente» y al 30

Onetti 1994: 217.

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que «falsamente» postuló un amor todopoderoso mediante su propia humillación. Y así, el acto de perpetrar su «crimen» coincidía en el espíritu de Gracia con el recuerdo de una desatención indiferente, de un velado escepticismo todavía más cruel que el dolor físico o el insulto emocional: «Si pensaba en Risso, evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario que la mezclaba a ella con todas las demás mujeres»31. Ese recuerdo participa de una paradoja que, a mi modo de ver, es consustancial al esquema de la venganza que materializa el estado de Gracia, y revela aspectos cruciales en la casuística textual del síndrome de Beatriz. La paradoja consiste, esencialmente, en que la ausencia de castigo haya determinado su inversión: la pena recaerá en quien no lo formalizó de manera adecuada. El dolor, la humillación y ofensa que padece Risso al recibir las cartas de Gracia no hacen sino acentuar en su ánimo el síndrome de Beatriz, desplazando y descargando sobre él un castigo anteriormente velado por las telas de la presunta indiferencia, la mayor de las humillaciones que pudiera causar a su «Beatriz adúltera», quien cometió el adulterio «por amor» a su pareja, que no consigue trascender los pasajes dolorosos de la condición humana, tan frágil. Esa paradoja interna parece también explicar, al cabo, el sentimiento de culpabilidad que acompaña al protagonista masculino, cuando resulta ser, a los ojos de todos, la víctima de una terrible revancha. Aclara, asimismo, que no acepta la condición de locura de la mujer vengativa con que alguna de sus amistades pretende mitigar su desconsuelo, y clarifica ese hermoso momento del relato que coincide con una ráfaga de revelación aparentemente liberadora, mediante la cual Risso decide, en resolución piadosa e imposible, reconquistar el amor de Gracia. A la luz de esta entidad compleja del caso se clarifica, en última instancia, la doble cualidad fatalista del relato, que lo convierte en una representación de tesitura trágica. La dualidad ha de corresponderse, lógicamente, con la naturaleza psíquica de cada uno de los actores principales de la «escenificación». En lo tocante a la mujer, la complejidad moral de su determinación estriba en el hecho de que su acción odiosa revela una de las posibles ramificaciones de su amor. Magistral, en este sentido, es la narración que, desde una potente introspección en la figura femenina, realiza Onetti de la «modalidad» amorosa que determina el episodio del adulterio. El hecho de que Gracia sólo pensara «en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando la ropa», en su condición de «animal curioso» que sentía «cierto desdén por la pobreza de lo que estaba añadiendo a 31

Onetti 1994: 219.

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su amor por Risso» 32 . Pero destaca, sobre todo, por la elección muy cuidada del momento de la confesión, que para ella semeja un momento de anudamiento en la invención de su amor, añadiendo con su relato de infidelidad «una nueva caricia». La reacción de Risso es la otra invención: la de lo «imposible», la lenta forja de un infierno que fuera tan temido, precisamente por su condición segura de materialización: «Apoyado en la mesa, en mangas de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la alfombra y casi sin desplazarse, de frente y de perfil, dándole la espalda y balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a veces sólo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el relato, por la alegría de revivir aquella peculiar intensidad de amor que había sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie, junto a Risso» 33 . El olvido del rostro del hombre es la más preclara de las condiciones que apunta Onetti sobre la verdadera sustancia del adulterio. La transformación de Gracia en una anti-Beatriz está claramente condicionada por la imposibilidad del hombre de reconocer este hecho como un acto de amor, de aceptarlo tal y como en el fondo «sabe» que es. La deconstrucción beatricesca está prefigurada por las falsas condiciones que sustentan su «contrato de amor», y por ello la tesis de la locura de su mujer no será nunca válida para Risso. Desde la llegada de la segunda carta, se nos informa que Gracia había previsto «que él desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor». Ese peculiar y pervertido mensaje ocasiona toda una proliferación de recuerdos que van superponiéndose en la mente de Risso, a modo de imágenes que se imantan por la oscura analogía de los sentimientos que contienen. Risso se sentía «indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir» y, al mismo tiempo despierta en él los recuerdos más idílicos: los de una mirada, un «saludo», «aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío». En cuanto a él, desencadena una serie de sensaciones, cuyo fin abrupto coincide con el punto culminante de la injuria que no casualmente recaerá en un ser inocente, en quien se ha desplazado la maquinaria de la tortura. Y así la última de las misivas de contenido pornográfico tiene como destinataria a la víctima de una manera indirecta, pero definitiva. Merced a una elipsis narrativa que suple en el último párrafo del

52

O n e t t i 1994: 2 2 0 .

33

Onetti 1994: 221.

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relato la voz en estilo directo de un amigo de Risso, su camarada Lanza, se nos informa sobre la última conversación mantenida entre ambos personajes, y se nos comunica la decisión última, invulnerable, del protagonista de acabar con su propia vida y de no consentir que nadie le impida perpetrarla. Queda de esta forma omitida, y ahora revelada, la llegada de una última fotografía de Gracia, con la que bajará trágicamente el telón de su puesta en escena, dirigida esta vez a la pequeña hija de Risso, fruto de su primer matrimonio, en el religioso Colegio de Hermanas de Santa María, y con ello, el punto culminante de la historia, el exceso insoportable de la humillación y la derrota, y la venganza vencedora de la mujer, que llega hasta donde el hombre ya no puede soportar ni protegerse, su punto vulnerable, el amor —aún intacto, todavía puro— por su hija, como el último estigma de la inocencia. Resulta interesante en este punto que el personaje secundario y testigo nos comunique la obstinación de Risso en el sentimiento de culpabilidad que lo socava y paraliza: bajo ningún pretexto consiente en que el hecho de que la posible locura de Gracia fuese causa suficiente para explicar la maldición y el error. Este sentimiento determina su condición patológica, la razón de ser de su síndrome así como la impotencia todopoderosa para superarlo, «porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad [...]. El se había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa fue de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había dicho que iba a matarse y me había convencido de que era inútil y también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo»34. Es la muerte, pues, el espacio de salida de ese otro ámbito simbólico en que se desarrolla el cuerpo central del relato: el infierno. La muerte se diseña como la escapatoria del monstruoso recinto al que se ha dado la bienvenida. Esta metáfora de la existencia terrenal había sido ya propuesta por algunos de los autores más carismáticos del movimiento expresionista nórdico, en especial por el teatro de August Strindberg, en obras como Acreedores, La más fuerte (ambas estrenadas en 1889) o El Sueño (1902), y sería posteriormente reinterpretada en clave existencialista en el teatro francés de Jean-Paul Sartre, como el diseño espacial de su magnífica A puerta cerrada (1944). Especialmente relevante, a este respecto, resulta la narración de carácter autobiográfico que Strindberg concibe hacia 1897, titulada precisamente Inferno, donde recapitula las fases de un itinerario emocional en tanto episodios de la vida 34

Onetti 1994: 226.

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errática del hombre sobre la tierra 35 . En el capítulo XIII, titulado y dedicado a Swedenborg, el místico sueco que hablaba con ángeles y demonios, según nos testimonia en sus Arcanos celestes, Strindberg confiesa su delirio. La estructura psíquica de su voz narrativa traza un viaje de descenso al horror de conocer, el de saber que no pisamos otro suelo que el «eternamente» diseñado como punición para el alma desterrada, y que tal condena es tanto mayor cuanto más profunda es la conciencia del destino. Un maleficio condiciona al sujeto que percibe la «verdadera» sustancia de que está construida la «realidad» en que habitamos. La impotencia de toda lucha contra tal revelación se acrecienta en el alma desdichada de quien se sabe, como el «visionario» Strindberg, de algún modo escogido para descubrir la entraña oculta de esa aventura nefanda que es la vida. En su etopeya esotérica, el «personaje» se autoconsidera el hombre justo sin iniquidad, sometido a prueba por el Eterno, y en su imaginario para-psicótico desprecia la noción tradicional del infierno como espacio sobrenatural y ultraterreno, «que me han enseñado a mirar como una fantasía arrojada al vertedero de los prejuicios. De todos modos no puedo negar el hecho, hay un cambio, y ahí reside la novedad en la interpretación de las penas que llaman eternas; estamos ya en el infierno. La tierra es el infierno, la prisión construida con una inteligencia superior, de suerte que no puedo dar un paso sin dañar la felicidad de los otros, y los otros no pueden seguir siendo felices sin hacerme sufrir» 36 . Desde estos presupuestos, de un fatalismo total y pleno, toda huella amorosa, no extrañamente titulada en el capítulo XII «Beatriz», es contemplada análogamente en clave de despedida, como el «largo adiós» a una primavera de imposible renovación. No parece ocioso advertir que en esta sección de la singular obra de Strindberg se haya servido del imaginario de la pasión de Cristo, de la «vía dolorosa y el Calvario», en su voluntad de observar el máximo de penalidades y angustias a que un ser humano puede estar sometido. El hecho de que las alusiones a su particular Beatriz tengan lugar en dicho contexto no hace sino confirmar esa tendencia de 35

La cita introductoria del libro ilustra, de la mano de Saint-Simon, su esotérico contenido: «No hay nadie de buena fe y cuya razón no esté oscurecida o prevenida, que no admita que la vida corporal del hombre es una privación y un sufrimiento continuos. Por eso, según las ideas que nos hemos hecho de la Justicia, no sin motivo miraremos la duración de esta vida corporal como un tiempo de castigo y de expiación; pero no podemos mirarla como tal sin pensar al punto que para el hombre debe de haber habido un estado anterior y preferible a éste en que se encuentra en la actualidad, y podemos decir que, tan limitado, penoso y sembrado de disgustos como es su actual estado, tan ilimitado y lleno de delicias debe de haber sido el otro» (Strindberg 2001: 31). 36

Strindberg 2001: 184.

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la literatura contemporánea a producir espacios textuales ausentes de todo rastro paradisíaco, donde la estela salvífica del amor se corresponde con los signos de la ausencia, y el papel antaño asignado a la «beatitud de la azucena» deja paso al rol de la mujer torturadora, como ocurría en la bienvenida al Infierno tan temido, que Juan Carlos Onetti hará suya medio siglo más tarde37. Pandémica, nunca celeste, salvo en el claroscuro del recuerdo, se cifrará toda existencia en la literatura del autor uruguayo. El entusiasmo ha dado paso al hastío; la embriaguez erótica por la belleza, al desabrimiento, a la rutina o al olvido, cuando no al rencor, la inquina o la venganza; todo signo de alegría queda sustituido por el espectáculo cotidiano del más absoluto aburrimiento, como con razón ha señalado Fernando Aínsa: «Esta falta de fe se traduce en un aburrimiento casi metafísico. El mundo se percibe a través de un desinterés y un desasimiento que provocan un aburrimiento esencial»38. Y éste tan solo puede ser ocasionalmente evadido por los entreveros del sueño, sea éste entendido como creación literaria, de espacios, personajes y mundos, o como quimera a la que asirse cuando nada resta, cuando nada importa. Cuando entonces. Y así el síndrome de la ausencia adopta en la obra de Onetti los rostros de la desgracia, como inversión anunciada y prevista de la ventura, o las construcciones Acciónales de la evasión. En el cuento titulado «Presencia» (1978), el exiliado Jorge Malabia diseña la vida imaginaria de la mujer que quedó presa en la remota Santa María mediante una farsa detectivesca, que simula una existencia casi compartida en las calles de la misma ciudad de Madrid en que sobrevive sin raíces, y a cuyo hilo se recrea esa «presencia» femenina imposible, que la trágica noticia del diario Presencia trunca, atroz, con su tajo de realidad. En otro de los más celebrados cuentos de Onetti, la necesidad imperiosa, absoluta y única de materializar una fantasía da pie a la protagonista de «Un sueño realizado» (1941)

37

«Después de haber pasado la noche en Berlín, me despierto por la mañana y, encima de

los tejados, un fulgor rosa, rosa encarnado, me saluda por el cielo de Oriente. Entonces recuerdo haber observado ese color rosa en Malmó, la víspera de mi partida. M e marcho de este Berlín convertido en mi segunda patria, donde transcurrió mi secondaprimavera,

la última. ¡En la estación

de Anhalt dejo, con mis recuerdos, toda esperanza de renovación de una primavera y de un amor que no volverán nunca, nunca!» [...] «El crucificado de la corona de espinas me saluda cada cien pasos, me anima, me invita a la cruz y al sufrimiento. Ahora mortifico mi carne, persuadiéndome de antemano de que Ella no estará, cosa que ya sabía. Pero, dado que mi mujer no aparta ya las tormentas familiares, debo sufrir las represalias de los viejos padres a los que dejé en circunstancias hirientes...» (Strindberg 2 0 0 1 : 174-175). 38

«Todos ellos fundan una realidad alternativa y, en la imposibilidad de integrarse, se pro-

yectan en una "evasión" permanente» (Aínsa 1990: 90-91).

Bienvenida al infierno

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a contratar a un decrépito director teatral para reconstruir sobre un escenario las breves y enigmáticas secuencias de su onírico proceso, que desemboca, tras su realización, en un fatal desenlace 39 . El desconcierto que, según Mario Benedetti 4 0 , provoca la conclusión del relato en los lectores, confirma la hipótesis onettiana de que el territorio de lo imaginario supera en intensidad, capacidad, fuerza y valor al universo tedioso, insípido o desvaído, cuando no descarnado y truculento de los hechos físicos que la realidad objetiva y el paso del tiempo nos depara. D e evidente linaje faulkneriano, como espléndido homenaje al «padre y maestro mágico» que fuera para Onetti el escritor norteamericano, es el relato «La novia robada» (1968), en que brillan los ecos de las narraciones de Faulkner más recordadas por el uruguayo: la demacrada protagonista de la novela breve Una rosa para Emily y el recuerdo del traje de novia que quedó sin estrenar, apolillado e inconcluso, de Judit, la hija de Tomás Supten, en la magna, coral y compleja novela Absalón, Absalón (1936) 4 1 . El arranque del cuento «La novia robada» plantea una doble vertiente, que se asimila a la naturaleza dual del microcosmos onettiano: la inanidad de la vida y el refugio en un recodo del pretérito de aquello que ya se sabe marchito y transcurrido, de lo que sólo alcanza entidad de concepto y figura por el don de

35

«Un viejo retirado en un asilo de pobres, exdirector o productor teatral arruinado muchas

veces, dotado de un grotesco peluquín y de una dentadura postiza que no se quita ni para dormir, encuentra en la biblioteca del asilo un ejemplar de Hamlet, y ese hallazgo le dispara el recuerdo de algo que sucedió muchos años atrás. [...] Pero en el recuerdo se convierte no en protagonista, sino en personaje secundario y narrador de las vidas de otros, de la aparición, en una capital de provincia todavía innominada, pero en la que ya reconocemos a Santa María, de una mujer extravagante y sin duda perturbada, ridicula en el anacronismo de su peinado y su vestuario, perdida en la confusión del tiempo». A esta sinopsis argumental del cuento añade Antonio Muñoz Molina en su prólogo a los cuentos onettianos una interesante reflexión: «Los soñadores de Onetti suelen tener una temible resolución: quieren ver cumplidos los sueños, quieren darle forma con ellos al mundo, regirlo en virtud de normas imaginarias tan severamente como si aplicaran el C ó d i g o Civil...» (Muñoz Molina 1994: 20-21). 40

«Ya no se trata de una intrusión del sueño en la vigilia, ni de la vulgar pesadilla premo-

nitoria, sino más bien de forzar a la realidad a seguir los pasos del sueño. La reconstrucción, en una escena artificiosamente fatal, de todos los datos del sueño, provoca también una repetición geométrica del desenlace...» (Benedetti 1974: 56). 41

«Judit tuvo el tiempo justo de buscar el vestido inconcluso y cubrirse con él cuando se

abrió violentamente la puerta y apareció su hermano, el salvaje asesino a quien no veía desde hacía dos años y que (si es que estaba vivo) creía a mil millas de distancia: allí estaban los dos, los hijos malditos sobre quienes se abatía en aquel instante el primer golpe de su herencia infernal, contemplándose por encima de aquel traje de novia levantado e inconcluso» (Faulkner 1951: 145; véase en general el capítulo V).

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la evocación. La destinataria ideal de las páginas del relato, novia robada por la locura, es la víctima del desasimiento emocional de todo un pueblo y del agobiante peso de un traje que amarillea y envejece diariamente hasta alcanzar su condición de trapo. En la ciudad donde «nada pasaba» (primer párrafo; primera oración) un narrador se asoma a los encajes olvidados del tiempo y deja fluir, líricamente, los renglones de una carta de antemano perdida, donde el síndrome de lo irrecuperable destila en toda su amargura, donde las huellas de las historias «ya contadas» que la preceden no hacen sino reforzar su impronta desgarrada, maldita: «Me dijeron, Moncha, que esta historia ya había sido escrita y también, lo que importa menos, vivida por otra Moncha en el sur que liberaron y deshicieron los yanquis [...]. Dije, Moncha, que no importa porque se trata, apenas, de una carta de amor o cariño o respeto o lealtad. Siempre supiste, creo, que yo te quería y que las palabras que preceden y siguen se debilitan porque nacieron de la lástima. Piedad, preferías. Te lo digo, Moncha, a pesar de todo. Muchos serán llamados a leerlas pero sólo tú, y ahora, elegida para escucharlas...»42. La factura de resonancia bíblica que asume la narración en Onetti, también heredada del vigor levítico faulkneriano, es uno de los signos de un estilo que desplaza todo énfasis vital a la propia actividad enunciativa, al dominio de la recreación literaria. La realidad, por el contrario, abastece el crecimiento de la mediocridad. En el capítulo VI de El hombre mediocre se acomete una de las formas que integra ese reino omnívoro, originalmente introducida por José Ingenieros también como estigma de lo biológico. «Las verdades generales» -comenta sin ambages el ensayista argentino— «no son irrespetuosas; dejan entrabierta una rendija por donde escapan las excepciones particulares. ¿Por qué no decir la conclusión desconsoladora? Ser viejo es ser mediocre, con rara excepción. La máxima desdicha de un hombre superior es sobrevivirse a sí mismo, nivelándose con los demás. ¡Cuántos se suicidarían si pudieran advertir ese pasaje terrible del hombre que piensa al hombre que vegeta, del que empuja al que es arrastrado, del que ara surcos nuevos al que se esclaviza en las huellas de la rutina! Vejez y mediocridad suelen ser desdichas paralelas»43. La tesis de 42

«Ahora eres inmortal y, atravesando tantos años que tal vez recuerdes, conseguiste esquivar

las arrugas, los caprichosos dibujos varicosos en las piernas hinchadas, la torpeza lamentable de tu pequeño cerebro, la vejez...» («La novia robada», en Onetti 1994: 323). 43

«Las canas visibles corresponden a otras más graves que no vemos: el cerebro y el corazón,

todo el espíritu y toda la ternura, encanecen al mismo tiempo que la cabellera. El alma de fuego bajo la ceniza de los años es una metáfora literaria, desgraciadamente incierta. La ceniza ahoga a la llama y protege a la brasa. El ingenio es la llama; la brasa es la mediocridad» (Ingenieros 1973: 106 y ss).

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Ingenieros halla ilustración preclara en las páginas de Onetti. C o m o vemos, sus personajes suelen ser criaturas que agotan la vida antes de tiempo y se agotan sin redención ni salvación posibles. Son figuras condenadas al fracaso, prematuros esbozos de sus desdichas por venir. Eternos perdedores que pretenden asirse a lo poco que les queda, resignándose a ver el avance paulatino de sus años y de los días de los otros hacia la misma costa de la disolución, de la progresiva desaparición de sus velas. El cuerpo y el alma se aunan en un proceso de abatimiento, donde no hay resortes de purificación. Queda vacante el espacio de los dioses y de las ideas: no quedan lemas ni árboles de paraíso. Un continuo infierno de la conciencia, donde los condenados se regodean en su propio sufrimiento y en la urgencia de comprobar que nada, absolutamente nada «real», se salva de este dictado. En tal proceso, tampoco se «respeta» o exceptúa la figura del narrador que, cuando forma parte del entramado de criaturas fictivas, aparece tan pobre de espíritu en su perspectiva humana como puedan serlo el resto de las figuras que con él comparten mundo. El narrador conoce poco, ignora en abundancia y puede, además, mostrar con total veracidad su falta de escrúpulos. Su «honestidad» no está ajena a la sensación de pérdida, de caída o de vacío propios de su espacio. Apático y melancólico, ha claudicado de su voluntad de poder o lo hallamos en el mismo acto de sucumbir. Su identidad de «viejo» halla siempre el punto relativo de comparación con la propia de los jóvenes que le rodean, según observa Alonso Cueto en un sagaz estudio sobre los cuentos de Onetti, y «solo en este juego comparativo, la vejez aparece como una forma degradada de la existencia» 44 . Paradigma de esta visión degradada del mundo, con un curioso entronque con el topos de Beatriz, resulta el excelente relato «Bienvenido, Bob» (1944). Su excelencia y notoriedad radican, entre otras razones, en el hecho de haber planteado el motivo de la miseria humana como estandarte ético del ser y el espectáculo de la venganza, en clave de fatum y aspiración más pura del individuo que ha «claudicado», referentes tópicos de la literatura onettiana, mediante 44

Interesante el apunte de Cueto al respecto: «Onetti difiere de la visión de la vejez que tiene Ingenieros, pues en Onetti la juventud no ejerce una verdadera superioridad moral y, lo que es más importante, todos los jóvenes están condenados a ingresar en el territorio de la vejez. La razón por la cual los personajes viejos sienten nostalgias de los jóvenes no es la de la superioridad moral sino la de su fuerza física [...] o la fuerza de su personalidad [...]. Para los viejos, seres pasivos, esta fuerza es el síntoma de una voluntad que ellos han perdido y que los jóvenes, sus jueces, también pronto perderán. La única forma de preservar la juventud, por lo tanto, consiste en negar la realidad, como en el caso de la novia robada que brinda con un joven muerto, radiante de felicidad...» (Cueto 1992: 308).

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el dispositivo del esquema triangular. El narrador de esta pieza literaria establece una relación dual con una pareja de hermanos, en cuyo sustrato late el arquetipo del doble, tan frecuentado por la literatura fantástica, pero trasladado a otra dimensión óntica, concerniente al universo de la degradación espiritual, y en la que parece residir un lejano eco faulkneriano. En Absalón, Absalórt se encuentra, como trama secundaria en la novela, el episodio de la frustrada boda entre Judit Supten y Carlos Bon, disuelta por el asesinato de este último a manos de Enrique, hermano de Judit. Los vínculos que establece Onetti en la tríada de personajes aglutinan todo el interés del relato, y su esclarecimiento dibuja las marcas existenciales de la historia. Entre Bob e Inés, los hermanos, se destaca la identificación de figuras, que a la tibia luz de un presente turbio y anodino levanta el velo de una belleza condenada a marchitarse: «En aquel tiempo, Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella»45. El narrador, por su parte, encarna una relación compleja con la pareja de hermanos: su resolución de casarse con Inés obedece, según sus propias palabras, no tanto a un sentimiento verdaderamente amoroso, sino más bien a una necesidad, a esa «adorada necesidad» de contraer matrimonio46. Pero es, justamente y al mismo tiempo, esa «necesidad» la que extraía «un viejo pasado de limpieza», para acercarlo hasta él, hasta Bob. Crea Onetti, de esta manera, el tercer grado de implicación óntica consustancial a la entraña del relato: el narrador vuelca en el hermano de su novia el deseo de redimir la «mediocridad» de su vejez, merced al espectáculo único, pues de la juventud emana, que la vida como escenario del entusiasmo todavía late en Bob. Pero será, precisamente, este desplazamiento del deseo lo que convierta al relato en una valiosa variación del síndrome de Beatriz y, al mismo tiempo, lo que desencadena, en el entramado de la fábula, la reacción de rechazo por parte del joven ante las pretensiones del maduro. Al producirse esta transferencia del deseo, al hilo de la «duplicidad» de los hermanos, hallamos un fenómeno que de algún modo cabe vincular con la fenomenología del erotismo en su bidimensionalidad: el rostro de Bob y el rostro de Irene devienen sujetos de un amor bicéfalo, tal vez

45

«Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró en las facciones de B o b , si en algún

momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por B o b , fue aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha...» (Onetti 1994: 1 2 5 - 1 2 6 ) . 46

«No sé c ó m o supo mi necesidad de casarme con su hermana y de c ó m o yo había abrazado

aquella necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. M i amor de aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente» (Onetti 1 9 9 4 : 127).

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ambivalente. Se trata de un fenómeno que sobrevuela el relato de Onetti, y que nos lleva al recuerdo de la sensibilidad proustiana, con su fascinación por «esas transposiciones en otro sexo de un rostro que uno ha amado», y en donde gravita la esencia de un deseo homosexual 47 . La escena del duelo dialéctico entre los dos hombres ¡lustra a la perfección las categorías de la triple relación, que sintetiza las fuerzas morales y el pugilato emocional tan diestramente representados por Onetti. Surge el episodio cuando «aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato, mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con Inés", dijo después [...]. Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad, cuando no son extraordinarios». A partir de este momento, en la estructura interna y profunda de la narración, quedan establecidas las líneas vectoriales que lo caracterizan, y sólo resta aguardar a que el paso de los años levante el tejido de la compensación fatal. Y así, a la manera de una sutil venganza ejecutada de manera natural por el tiempo, se alian en la textura de este relato los componentes conceptuales internos a la cosmovisión onettiana, amalgamados con el arte de la concentración intensiva propia del cuento: la nivelación reductora de los individuos por la erosión de los años, que conduce al lamentable espejo de la mediocridad, ligada ahora con la trama del deseo paralizado, que acaba por convertirse en otra forma repulsiva de su vacío, de su carencia. La «vida grotesca» que ha robado todo signo de nobleza, aspiración altruista, proyección dignificada y altura humana a Bob, convirtiéndolo en el vulgar y adocenado Roberto, es análogamente el único afán, el oscuro y triste fundamento que alberga el espíritu del narrador del relato, a quien Bob, a su vez, hurtara la posibilidad de dar curso a su «necesaria» voluntad de casarse con su hermana, de ser como él. Igual de joven, igual de limpio. Onetti no mitiga el radicalismo de su apuesta ni el alcance de la perversión que

47

Documenta Estela Campo este fenómeno con una epístola de Marcel Proust a Mme. Soutzo: «Hubiera deseado vivamente conocer al joven Benardaky que murió al comienzo de la guerra y cuya hermana fue, quizás sin saberlo, el saber, la ebriedad y la desesperación de mi infancia» (Canto 1995: 195; Lección V: «El amor homosexual»). Como apunta al comienzo de la lección la autora, «los elementos actuantes en el amar pertenecen al bagaje espiritual de los seres humanos, sean éstos mujeres u hombres, y sean sus relaciones heterosexuales u homosexuales» (185).

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en su seno alberga. Tal como sucedía en «El infierno tan temido», los rostros que puede adoptar un sentimiento contienen las muecas de la más atroz de las metamorfosis. Nuevamente, la alusión a la «cara» y sus facciones, gestos y mudanzas, deviene metáfora onettiana del itinerario a que toda alma está sometida en su historia de erosión. Y así, la «cara soñolienta, dichosa y pálida» que contenía todo «el intenso desprecio y la burla más suave» que definían al distante y distanciado Bob, aquel que «conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que [...] construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto», deviene retrato del hombre «de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra «miseñora»; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono». Rostro en que se encarna la antinomia cruel que arroja esta perspectiva del mundo y de sus seres. Las edades del espíritu propuestas por Juan Carlos Onetti dividen la existencia humana en una «edad de la inocencia», propia de aquellos que todavía habitan el reino de lo imaginario, de un posibilismo pujante y tenaz, frente a los condenados al infierno de la «edad ingrata», el dominio condenatorio de la apatía, el desengaño, la pasividad, la ausencia de ideales, la inercia, la mediocridad, en fin. Viven la «edad ingrata» los seres que, como el propio Bob espeta al narrador y más tarde él mismo experimentará en devolución inversa, juzgan y catalogan el mundo por «conceptos» y «abstracciones», sin encarnadura vital, sin capacidad para deslindar las particularidades que singularizan a las criaturas. Un concepto de «lo real» que reduce y rebaja la escala de las valoraciones y diversidades, y se contenta con el instinto vegetativo de la supervivencia, y en que las «mejores intenciones» han dado paso a las repeticiones de una conducta carente de aspiración a lo hermoso o perfectivo. Retornamos, por distinta vía, pues, a otra zona del infierno. Se trata de los arrabales pantanosos de la laguna Estigia circundando la ciudad de Dite, en el Quinto Infierno del Dante, donde penan los iracundos y las fieras despliegan sus alas luctuosas. Almas vencidas por la ira, los condenados comprenden, ya sin esperanza, que su culpa fue la de permanecer siempre en la tristeza, aun bajo el «aire dulce que del sol se alegra»: Fitti nel limo, dicon: «Tristi fummo ne l'aere dolce che dal sol s'allegra, portando dentro accidioso fummo:

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or ci attristiam ne la belletta negra» InfernoV

II: 121-124 4 8

También aquí y ahora los seres se internan en un espacio donde se abandona todo signo de alegría. Ese espacio es, en realidad, un tiempo: el tiempo de la «edad ingrata», al que llegan los exiliados de la inocencia, para no retornar jamás. Y si algún resto de esperanza albergan, c o n t e n d r á u n c o m p o n e n t e cargado de negatividad y disolución. El narrador m a n t e n d r á en este «reino» infernal muy viva la corona de su triunfo: una victoria amarga, que se alimenta incrementando el engaño de otra vida posible para el recién llegado a este exilio perpetuo. Funge como un demonio que castigara al condenado haciéndole creer, c o m o en los infiernos swedenborgianos, que todavía habita alguna forma posible de paraíso. La decrepitud moral del iniciado en estos reinos es infinitamente inferior a la de sus habitantes veteranos, que inventan tramas sofisticadas para transmitir u n a inocencia engañosa y falsa en el neófito. D e esta manera, el amor por lo bello y noble es u n a rémora fantasmal, que sólo extiende los velos de la impostura, elevando precariamente a su víctima para hacerla caer desde una altura mayor, y situarla en un precipicio desde el cual será imposible el retroceso. Inmerso en estos lares, en este círculos de condenados ignorantes aún de su condición de reclusos, se hallará Bob o, mejor dicho, su «otro yo», su metamorfoseado Roberto, el hombre que ya llevaba en germen en sus años de mocedad, cuando todavía se creía con la suficiente autoridad moral como para impedir, por razones de orgullo y dignidad, la boda de su hermana con un hombre «viejo» y mediocre. Sus raptos de entusiasmo son un eco vago y perdido de aquella otra vida suya, cuando no había cruzado el dintel de la «edad ingrata»: un discurso hueco, fingido y falaz. D e esta falacia se nutre, a su vez, la vida del narrador, sin otro objetivo que el de materializar su venganza. Pero este hecho, por otra parte, no hace sino corroborar que para él cualquier tabla de salvación ha quedado infinitamente alejada, transformada, en realidad, en un potro de condena: para él y para su víctima. Desborda de un malsano «amor»; aquél en que se convirtió finalmente su antigua afición a Inés, y su admiración por el hermano «del pelo

48

En traducción de Ángel Crespo: «Dentro del barro dicen: "Tristes fuimos / al aire dulce que del sol se alegra / con el humo acidioso que tuvimos: // tristes estamos en la charca negra"» (Infierno 2002: 56). Una hermosa versión dramática de este episodio central en la Commedia es la que el dramaturgo venezolano Isaac Chocrón realizó en 1961, con título explícito de Dante (Chocrón 1987:69-134).

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rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustroso ojos», con quien comparte en el «ahora» de la narración su tiempo en la cantina del mundo, y que todavía sufre sus «crisis de nostalgia». Perito en el arte del engaño, construye para Bob la más sutil y refinada de las penas, con minucioso amor por su triunfo, con prolija y mansa insistencia. Pergeña un escenario ilusorio, una tramoya donde Bob también «realiza» su sueño, pero con el fin de multiplicar el estrépito de su desengaño. Es un condenado que a su vez activa la condena, y asume además el papel de narrador de la ignominia, que finalmente se plantea como la última y única desembocadura del amor: «No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos [...]. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pasos»49. Este extraordinario «remate» del relato condensa, de manera terrible, las metáforas fundamentales de la historia. La bienvenida a Bob es también una bienvenida al infierno, en la que su guía alcanza con su papel de anfitrión el último grado en que puede degenerar un sentimiento. La saña con que imprime su papel no es comparable en «intensidad y altura» al ardor que algún día pudo sentir por la hermana de su actual víctima. El motivo de los pasos, con el que concluye el relato, resuelve de modo cabal y perfecto el sentido de un viaje en que el tiempo también queda espacializado: el paso por los días es la mudanza de uno a otro reino, realizado, para más realce, de modo inconsciente y compulsivo, gastando los sueños al hilo del desgaste material de las suelas de nuestro calzado, «bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables». N o en vano el cierre coincide con el adjetivo «inevitable», como tampoco era casual que comenzase con la forma verbal: «Es seguro que...». Lo «seguro» y lo «inevitable» son los signos que abren y clausuran este relato hermético, que destila la pasión de la claustrofobia, y la ironía atroz de dar la acogida al tiempo de la repetición y el maleficio. En esa «edad del infierno» se evidencia más que nunca la circunstancia del síndrome por la ausencia de un bien amoroso perdido, instalada de manera contundente para el sujeto que arriba a sus lares. Mas lo interesante en el relato 49

Onetti 1994: 131-132

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de Onetti procede del hecho constatado en la identificación de los hermanos. El síndrome de Beatriz halla en esta historia un nuevo espacio donde latir, donde transmutar de algún modo el dolor por la gloria perdida con la agitación malsana por la venganza ejecutada. Sin embargo, este esquema resultaría mucho más banal y plano si no se diera la circunstancia añadida de que el deseo depositado en la mujer ha —y había- sido transferido, por parentesco visual, a la persona y al rostro de su hermano. Sin ese paso previo, sin ese desdoblamiento interno del deseo, por analogía y desplazamiento, el relato no alcanzaría la culminación afectiva, el grado de inversión absoluta que en su resultado se produce, cuando el narrador admite que «nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo» la ruindad de Roberto, ni tampoco «nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces»50. La deconstrucción del modelo de Beatriz reviste una nueva faz: ha engendrado el sentimiento destructivo hacia el rostro de su «otro yo». En las nuevas facciones de Roberto podía reconocerse todavía «algún gastado rastro de Inés» que, «ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo». Empero, el causante de dicha ausencia se convertirá en el nuevo «objeto de deseo» por parte del narrador, el deseo de borrar todo rastro de un antiguo esplendor, de aquella falta de mediocridad, en una simulada y «segunda amistad» con la que concluye, transformada, mutilada e invertida, su sed de belleza y su vieja necesidad de redención. El gozo y la furia terminan confundiendo sus naturalezas y aceptando la inversión de sus funciones. En esta nueva «edad del espíritu» que representa, a mitad del siglo XX, la literatura de Onetti, el cántico por la bienaventuranza es menos sublime que la objetivación de lo perverso y de la pobreza de espíritu, de que hacen gala narradores como el de «Bienvenido, Bob». Lejos de apetecer un encuentro ultraterreno con el sujeto adorado y perdido, este personaje se conforma con verla «intacta» en los ojos fraternales de quien ha caído de bruces en el suelo de un país del que nunca se retorna, y en el que se está condenado a una muerte lenta, a una perpetua cadena de desasimientos y desesperanzas. En el capítulo cuarto de la novela Demian (1919), del escritor alemán Hermann Hesse, recuerda su protagonista-narrador, el joven Emil Sinclair, cómo trató de plasmar sobre el lienzo su obsesión por una muchacha enigmática y desconocida, a quien nunca llegó a abordar, y que su imaginativa apodó Beatrice, «nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por una pintura inglesa cuya 50

Onetti 1994: 131.

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reproducción guardaba»51. La historia del retrato creado por Sinclair es la de un desplazamiento triple de su imaginación: el rostro de la mujer irá tomando los caracteres y contornos, los gestos de su antiguo amigo y mentor, el joven Max Demian, protagonista simbólico de esta novela de formación en la «edad del espíritu». Finalmente, ambos rostros, simbiotizados en una representación de filiación andrógina, definirán al propio rostro del protagonista, como curiosa y definitiva osmosis de tendencias y aspiraciones opuestas y complementarias. El desglose intuitivo del protagonista provoca, al cabo, un instante lúcido de revelación, que torna permeable y discernible la estatura ontològica de su existencia: «No se trataba de Beatrice ni de Demian, sino de mí mismo. El retrato no se me parecía —yo sentía que tampoco era necesario- pero representaba mi vida, era mi interior, mi destino o mi demonio. Así sería mi amigo si volvía a encontrar uno. Así sería mi amada si alguna vez tenía una. Así sería mi vida y mi muerte; éste era el tono y el ritmo de mi destino»52. Destacable, además, resulta el hecho de que este momento revelador viene precedido por un «culto a Beatrice», mediante el cual el joven Sinclair dio el paso definitivo y previo para alcanzar la visión de su ser. De disoluto y libertino, mudó costumbres y aficiones, tornándose noble y puro, y rindiendo pleitesía religiosa y litúrgica al templo de su nueva y recién hallada divinidad. Tal estado de depuración tiene como última consecuencia el «descubrimiento» que, a través del arte, se le otorga al joven 53 . El tópico de Beatriz se modela en manos de Hesse para dar paso a una noción trascendente de la vida a través del material estético. Beatriz no es ya la figura que eleva al amante hacia el trono divino, sino un medio para conducir al sujeto a lo más íntimo, auténtico y valioso de su ser: a su propia entraña, donde nace y vive su «chispa» daimónica, divina. 51

«Una figura femenina, prerrafaelita, de esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada

y manos y rasgos espiritualizados. M i joven y bella muchacha no se le parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro». La joven, «real», había sido descrita párrafos antes c o m o «una muchacha que me atrajo mucho. Era alta y delgada, iba vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de muchacho. M e gustó en seguida. Pertenecía al tipo de mujer que yo admiraba y empezó a ocupar mi fantasía...» (Hesse 1978: 9 9 - 1 0 0 ) . 52

Hesse 1978: 105.

53

«Este culto a Beatrice transformó del todo mi vida. Todavía ayer un cínico precoz, era

ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un santo [...]. Para un espectador todo aquello debía resultar ridículo; para mí, era puro culto divino. Entre las nuevas actividades con que yo intentaba expresar el espíritu nuevo que me animaba, hubo una que adquirió gran importancia para mí. Empecé a pintar. Todo comenzó porque la pintura inglesa de Beatrice, que yo poesía, no se parecía del todo a aquella muchacha...» (Hesse 1978: 101-102).

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También en «Bienvenido, Bob» el rostro de Beatriz quedó refractado en la pareja de hermanos de acuerdo a una compleja dinámica interna que articula los siguientes pasos en el espíritu de su narrador: necesidad hacia Inés, desplazada por una admiración competitiva hacia su joven hermano Bob, que concluye en un deseo de ver también convertido su «deseo» en una forma perversa del sentimiento: el agrado ante la degradación y el sustento de la misma, merced a un mecanismo de engaño. El narrador, convertido en «demonio» de la mediocridad, halla un insano placer en alimentar en el recién llegado la ficción de que «todavía» no está en el infierno. En simular que aún no abandonó el País de la Juventud para penetrar la pavorosa y hedionda morada de la Edad Ingrata, donde los sentimientos de una posible y gastada nobleza entran en la zona de descomposición que corrompe su sustancia. Y así, aunque el rostro de Beatriz (Irene) pueda permanecer incólume a su desgaste, no así el de su «otredad» metafísica, representada en la metamorfosis de Bob a Roberto, donde queda deconstruida la condición de «dignidad» que alguna vez pudo aparejar el sentimiento de admiración y respeto hacia la pareja de hermanos. La excelencia del relato queda cristalizada en el último párrafo. Allí, resuelve Onetti el motivo de la desestructuración definitiva: Irene olvidada; Roberto embrutecido y autoengafiado; el narrador, obteniendo placer mediante el espectáculo de la desdicha y la falsedad, incrementado por su propia participación en el aventamiento de ese infierno mediocre. La ya comentada metáfora de los «pasos» con la que se clausura es por ello la más idónea para oficiar como «tiro de gracia» en esta «puesta en escena» del escarnio y la condena. La existencia no contuvo sino un breve instante de luz pura. Sólo allí pudo residir Beatriz. Participa Juan Carlos Onetti de la perspectiva humana de autores como William Faulkner o James Joyce, en su visión coincidente ante el rostro difunto de esos «vivos» que dijeron adiós al único momento de esplendor que sus vidas contuvieron. Es la historia de Gabriel, que por primera vez en sus años de matrimonio escucha la confesión de su esposa Gretta, en la escena final de «Los muertos», último relato de los Dublineses joyceanos. Es el fervor amoroso y juvenil de Michael Fury, que enfermó y murió por despedirse de Gretta desafiando el frío invierno irlandés, en trágico contraste con la historia gris y anodina de la mujer que amó. Su recuerdo concluye con la caída de una nieve universal que asóla el espíritu de Gabriel en la visión de un infierno blanco y frío54.

54

«El aire frío de la habitación le hizo sentir un estremecimiento en los hombros. Se metió

cuidadosamente entre las sábanas y se echó al lado de su mujer. Uno por uno todos se iban convirtiendo en sombras. Era mejor irse a ese otro mundo en plena gloria de una pasión, que desva-

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Y es, también, la historia de «Todos los pilotos muertos», el relato de Faulkner más alabado por Onetti. Y allí, el único valor auténtico que acrisola el tiempo vital es el «instante» que «entre la oscuridad y la oscuridad» estalla como relámpago. Un fogonazo súbito y furtivo, como en el verso de Vicente Aleixandre: «entre dos oscuridades, un relámpago» 55 . Frente a él, la larga cadena de las vidas, que no florecieron nunca en luz o que asistieron a su lenta extinción, se apagan en una sucesión de oscuras muertes cotidianas. Al igual que Bob, todos los pilotos que no fallecieron entonces «están ahora muertos. Ahora son hombres robustos, un poco gruesos alrededor de la cintura, debido a que están sentados detrás de escritorios y que no son quizá tan perfectos en ello, con mujeres y con hijos en hogares suburbanos que están casi completamente pagados, con jardines en los que se entretienen en las largas tardes después de las cinco y cuarto y que quizá no son en eso tampoco tan perfectos; los hombres duros, delgados, que se jactaban mucho y bebían de firme, porque habían descubierto que el morir no era una cosa tan cómoda como les habían dicho» 56 . En tales condiciones, la vida se limita a reproducir los gestos consabidos, hasta desgastar y lamer sus aristas vivas, y trocar a sus dueños en materia fósil de cuanto alguna vez tuvo fuerza y movimiento. El universo de Santa María, y de todas las patrias posibles que albergan al ser humano para Juan Carlos Onetti, deviene simple e improductiva repetición, que forja los rostros de la desgraciada muerte en vida. Pero alguna vez, el daimon de un sentimiento antiguo, que fue real y comprendió materia y forma, retorna como presencia angustiosa en la casa de arena que todavía permanece sin desmoronarse. Allí, oficia sus ritos, sus puestas en escena, las realizaciones últimas de sus sueños, las compensaciones siniestras de sus desdichas. Sus actores pueden interpretar el papel. Tal vez alcancen la cima de su empeño. En todo caso, sus logros no habrán sobrepasado el último círculo infernal. Cumplirán sus fines como quien abraza la bandera de la ruindad, del abandono. Obtendrán sus prebendas por haberles dado la bienvenida al infierno a quienes todavía ignoran que están a sus puertas. Confirmarán su tarea en un oficio de simulación, ignominia o saña. Si no optaron por abandonarse a la razón vegetativa, optarán por recrudecer en

necerse y m a r c h i t a r s e c o n los años. Pensó en c ó m o la mujer q u e d o r m í a a su lado había g u a r d a d o celosamente en su corazón d u r a n t e m u c h o s años la i m a g e n de los ojos de su a m a n t e c u a n d o le dijo q u e n o tenía deseos de vivir [...].» ( J o y c e 1994: 9 2 - 9 3 ) . 55

El p o e m a , del m i s m o t í t u l o , se incluye en el p o e m a r i o Historia

(Aleixandre 1977: 183). 56

F a u l k n e r 1962: 1 2 5 1 - 1 2 6 8 .

del corazón,

d e 1954

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inversión canalla lo que alguna vez pudiera haber sido camino de perfección. Sin consagración posible en un ascenso, que cayó como palabra gastada y en un abandono perpetuo de todo estado de Gracia.

IX «...Yo soñaba en Beatriz»

Ed ecco, quasi ala cominciar de l'erta, Una lonza leggiera e presta molto, Che di pel macolato era coverta Inferno I: 31-33 ...Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice ne la miseria, e ciò sa'l tuo dottore Inferno V: 121-123 En el interior de un confabulario pueden existir todo tipo de seres fantásticos o imaginarios. A lo largo de la historia literaria, las fábulas han correspondido a un modelo altamente codificado cuya capacidad de enseñanza corría parejas a su vertiente alegórica, determinada asimismo por las pautas morales y pedagógicas propias de cada época. En este sentido, la representación de un mundo donde los animales protagonizan tramas y acciones procede de la asignación preestablecida de categorías éticas, en cuanto a los tipos de reacción y comportamiento, que también caracteriza un universo donde la racionalidad convive con los mundos ficticios que la imaginación atesora. Las fábulas podían establecer vínculos secretos entre los hombres y las bestias, o favorecer de manera escorada pensamientos edificantes, o también subrayar facetas ridiculas, irónicas o caricaturescas de los seres humanos. Sin embargo, nunca fue la fábula soporte de la deconstrucción de ese mito básico de la cultura europea que nos ocupa hasta que no cayó en las manos de un escritor hispanoamericano: el mito del amor dantesco. Y de algún modo es lógico que así sea, dada la capacidad para la relectura de los archivos del mundo que en las tierras de allende el Atlántico se originó como resultado de su condición de otredad ontològica: la sociedad y la cultura americanas supusieron la aclimatación de todo un legado secular, pero también su transformación paulatina, en el contacto permanente e impostergable con una realidad propia, de unas dimensiones histórico-culturales que sólo el

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transcurso del tiempo ha podido llegar a calcular con meridiana exactitud. Esta circunstancia, absolutamente trascendente y básica para comprender con seriedad y distinción las señas de identidad de lo hispanoamericano, determina, a mi modo de ver, cualquier acercamiento psico—social o cultural a la historia de América, así como a la historia de las ideas europeas que embarcaron hacia aquellas tierras y recalaron en sus puertos. Si como propone el ensayista y político colombiano Germán Arciniegas «la sociología nace en América», cabría también hoy añadir que el pensamiento de la deconstrucción, en tanto corriente ideológica que propone la revisión crítica de los modelos, paradigmas, tópicos y dualismos consustanciales al devenir de la cultura de Occidente, para descubrir en su desarrollo las carencias, marginaciones e intereses que han condicionado su propio ser, ese pensamiento —digo— tendría su más remoto origen en la aparición del nuevo y «otro» continente americano, más toda su historia, hecha de asimilaciones y rechazos1. Así pues, cuando el escritor mexicano Juan José Arreóla (1918-2001) da a la imprenta su Confabulario (1952), la posibilidad de revisitación de los modelos fabulísticos tradicionales ha descubierto en algunos autores contemporáneos tal riqueza expresiva y tal originalidad de planteamientos que les permitirá a él y a otros muchos escritores del ámbito hispanoamericano desplegar los resortes de la imaginación y canalizar con ello los rasgos de identidad de una nueva época para la existencia de viejas creencias. En la literatura de Juan José Arreóla destaca, al respecto, la huella permanente de Franz Kafka que, junto a la presencia —menos visible pero no menos tenaz— de la literatura dantesca, pauta un código estético peculiar. Un talante estético definido por sensaciones de desarraigo, desesperación y, sobre todo, por la ineficacia del modelo lógico-racionalista como instrumento para la comprensión y la subsiguiepte aceptación de la existencia. Es en ese espacio donde la pervivencia de la fábula emerge poderosa. En muchos de sus textos se servirá Kafka de la aparición de seres irracionales, animales y bestias, para significar el altísimo, incalculable grado de impotencia que el sujeto humano experimenta ante el espectáculo del mundo y sus representaciones. El Bestiario contemporáneo de Franz Kafka —del que se alimentarán una gran cantidad de autores de Hispanoamérica, como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Virgilio Piñera o Ernesto Sábato— incorpora la figura del animal no ya para trazar puentes analógicos con determinadas cualidades humanas, 1

«Y es sin duda significativo por otra parte que el área del saber en que la "desconstrucción"

ha resultado más "influyente" sea la teoría de la literatura» (Peñalver 1 9 9 0 : 128).

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q u e un sistema de regulación ética determina para la correcta y provechosa convivencia de los hombres en sociedad, sino para provocar con su aparición un estado de alerta de la psique, a s u s t a d a ante todo aquello que nunca terminó de conocer y hacer suyo. U n a otredad siniestra q u e alberga en su imaginación, pero a la que no ha p o d i d o d o m i n a r , c o m o un S a n J o r g e a quien el d r a g ó n hubiera derribado de su altiva caballería y sometiera a un constante e inexplicable martirio. E s t a m p a s del inconsciente m á s fatídico, los a n i m a l e s del bestiario k a f k i a n o , cuyo epítome sería la « m e t a m o r f o s i s » repulsiva en q u e se halló una m a ñ a n a Gregorio S a m s a , incorporan definitivamente la ruptura con los modelos h u m a n í s t i c o s d o n d e la bestia es u n a proyección imaginativa de la conciencia constructiva y ordenada del p e n s a m i e n t o clásico. Figuras bestiales k a f k i a n a s c o m o «El buitre», los «chacales» o « L a cruza» abren brechas del preconsciente individual y colectivo, d o n d e habita lo «excepcional» c o m o base de la a n g u s t i a y de la pulsión de muerte. Por desgracia, el escritor checo parece transmitirnos a través de estas alegorías c o n t e m p o r á n e a s de la sinrazón q u e lo «indestructible» es, precisamente, esa conciencia de la excepción m o r b o s a , de carácter enigmático y ambivalente, pero q u e siempre roza el horror o nos z a m b u l l e directamente en su seno. Sólo desde esa perspectiva de la aceptación resignada y fatalista de lo terrible o m o n s t r u o s o cabe comprender la conclusión a la breve fábula sobre ese a n i m a l , l l a m a d o «cruza», fruto de la «varia invención» del ser k a f k i a n o : Tiene ambas inquietudes en sí, la del gato y la del cordero, por distintas que sean una y otra. Por eso la piel le es estrecha. A veces salta sobre el asiento, a mi lado, se apoya con las patas delanteras en mi hombro y pone el hocico junto a mi oído. Es como si me dijese algo y entonces se inclina hacia delante y me mira a la cara para observar la impresión que la comunicación me ha hecho. Y para ser complaciente con él, hago como si hubiese comprendido algo y asiento con la cabeza. Entonces salta al suelo y empieza a bailotear a mi alrededor. Tal vez el cuchillo del carnicero fuese una liberación para este animal, pero como lo he recibido en herencia debo negárselo. Por eso tendré que esperar a que el aliento le falte de por sí, a pesar de que, a veces, me mire con ojos humanamente comprensivos, que incitan a obrar comprensivamente 2 .

2

El título original de la fábula es «Eine Kreuzung», y la traducción la debemos a Alfredo

Pipping y Alejandro Ruiz Guiñazo (en K a f k a 1985:45-48). Véase también la edición délos cuentos completos del autor checo, donde hallamos una traducción distinta del original «Eine Kreuzung» como «Un cruce», y con un final distinto al aportado en la edición de Siruela. La versión, en este caso, es de José Rafael Hernández Arias ( K a f k a 2003: 430-431).

260

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Es interesante destacar la impresión de inmovilidad a que se ve sometido el narrador del texto. Algo que no sólo procede del carácter monstruoso de la «cruza» que lo acompaña, sino que también, y de modo muy relevante, deriva del hecho de haber recibido por herencia al animal. El sentido de lo hereditario alcanza aquí una dimensión mucho más profunda de lo que puede parecer a simple vista. La herencia remite no sólo a lo jurídico, sino también a lo genético, a lo cultural, a lo atávico y, ¿por qué no?, a lo antropológico: la herencia de unos sistemas de conducta ética, que una sociedad, la de un pueblo, determina, y se transmiten en un código invisible al carácter moral del individuo. Sometido y maniatado por esas fuerzas inconscientes, el sujeto se ve impedido en el proceso de reacción y defensa naturales. Más que evidenciar una doctrina de comportamiento prescrito desde un pasado remoto, tan antiguo como la constitución de un modelo cultural, como sucedía con la fábula latina o su renacimiento en el neoclasicismo francés, sirve ahora el mecanismo de representación de un bestiario para consignar la ruptura con los esquemas que dicha herencia estipulaba como correctos y adecuados para los individuos de una sociedad madura y equilibrada. Este signo de la «deconstrucción» de la fábula remite también, y de manera no menos lúcida, a ese otro «animal» soñado por Kafka, que Jorge Luis Borges recogió en su catálogo misceláneo de seres imaginarios, y que tiene su característica más sobresaliente en la «gran cola, de muchos metros de largo, parecida a la del zorro». Esa gran cola que provoca en el narrador el deseo de agarrarla, para así hacer controlable su presencia esquiva, pero inútilmente. El carácter de inversión paradójica a que antes aludía emerge al final de la descripción de este animal soñado, de cabeza chica y rasgos propios de un canguro, cuando se nos confiesa la derrota de la fuerza mental, que siempre domeñó los instintos salvajes en un proceso de «amaestramiento» de las fieras, frente al omnímodo poder de lo perplejo e incomprensible, como un deseo de dominio perpetuamente postergado: A veces me gustaría tener su cola en la mano, pero es imposible; el animal está siempre en movimiento, la cola siempre de un lado para otro [...]. Suelo tener la impresión de que el animal quiere amaestrarme; si no, qué propósito puede tener retirarme la cola cuando quiero agarrarla, y luego esperar tranquilamente que ésta vuelva a atraerme, y luego volver a saltar.3

3

El texto data de 1953, y procede del texto original: «Hochzeitsvorbereitungen auf d e m

Lande». Jorge Luis Borges lo recoge en su Libro de los seres imaginarios,

escrito en colaboración

con Margarita Guerrero y publicado por primera vez en 1967 (en Borges 1983, vol. II).

«...Yo soñaba en Beatriz»

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Será, pues, esta nueva y desasosegante mirada del hombre contemporáneo al mundo que le rodea, hostil e inaprensible, la que heredará buena parte del discurso literario hispanoamericano durante el siglo X X ; más concretamente, la que hallamos dentro del ámbito del «bestiario» contemporáneo que aquellos escritores idean y censan en sus peculiares taxonomías. Tal es el caso de «La Migala», el magnífico relato que escribió hacia mitad del siglo pasado Juan José Arreóla y en donde inscribe su particular perspectiva sobre el gran personaje del amor idealizado 4 . El texto, de una condensación precisa y de una cohesión estilística soberbia, destaca por su grado supremo de depuración, en un loable proceso de escritura basado en la ley de economía de medios y ausencia de elementos redundantes. En su origen, funciona como sustrato intertextual un pasaje bastante críptico de una de las obras que más contribuyeron a conformar el imaginario arquetípico de Arreóla. Me refiero al último episodio del quinto de los Cantos de Maldoror (1869) de Isidoro Ducasse, el famoso Conde de Lautréamont (1846-1870), que Arreóla recupera, combinándolo acertadamente con el mito de Beatriz, ausente en las páginas alucinadas de Lautréamont. La «tarántula negra», uno de los animales del también original bestiario que conforma «Maldoror» 5 , se describe como una «vieja araña de gran especie» que noche tras noche «saca lentamente la cabeza de un agujero practicado en el suelo, en una de las intersecciones de los ángulos de la habitación» y, atenta al silencio reinante en la casa, se acerca con precaución a la yacija de Maldoror, donde procede a succionar la sangre de su garganta. Asimismo, y a pesar de haber jurado que algún día la aplastaría, el narrador del relato, como ocurre en «La Migala», acepta sorprendente y resignadamente el acoso del mal, con esa actitud y esa mirada que Lautréamont no dudó en calificar como «esplínicas», en clara armonía con Baudelaire. Un explícito «sin embargo» —que retomará el escritor mexicano en un momento análogo, rítmica y semánticamente, en su narración- introduce este tema del «mal consentido», que, como ya se mencionó anteriormente, quedará imbricado en «La Migala» con el síndrome de Beatriz: S i n e m b a r g o , recuerdo v a g a m e n t e h a b e r t e d a d o p e r m i s o p a r a dejar q u e t u s p a t a s t r e p a r a n p o r el n a c i m i e n t o d e m i p e c h o y, d e s d e allí, h a s t a la piel q u e recubre m i

4

Los vínculos de Arreóla con K a f k a han sido estudiados por Thomas Románele (1981).

5

«Otra rama del lautréamontismo [...] se encuentra gobernada por el esquema dinámico de

la ventosa. A lo largo de esa rama, se encontrará la araña, la sanguijuela, la tarántula, el vampiro y, sobre todo, el pulpo». Bachelard se pregunta: «¿En ese vampirismo pasivo Lautréamont, al sufrir de una sobreabundancia de fuerza, encontraba un poco de paz, el sueño, el reposo, el gusto consolador de la muerte?» (véase el capítulo «El bestiario de Lautréamont» en Bachelard 1985: 37-41).

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Vicente Cervera Salinas rostro; en consecuencia, no tengo derecho a impedírtelo. ¿Oh, quién desentrañará mis confusos recuerdos?»6

La asimilación del bestiario con el motivo amoroso llegará desde Lautréamont hasta el escritor mexicano por el puente textual de un autor que también, junto a los ya citados, figura en el museo de sus preferencias literarias. Se trata del escritor francés Marcel Schwob, y de su hermosa colección Corazón doble, que incluye uno de sus títulos más admirables, «Aracne»: discurso y confesión alucinados de un personaje que también ha transfundido el amor por su Beatrice particular (Ariane) en una «visión» delirante de Aracne, que vive en el país de las Arañas del Bosque, entre Mígalas de «ocho terribles ojos deslumbrantes», que se abalanzan sobre él «con los pelos erizados [...] en el recodo de los caminos». Todo el parlamento supone la confesión de un reo a muerte, ebrio por un amor enloquecido, y víctima fatal del síndrome por aquella a la que él mismo desposeyó de existencia. Este texto, de una densidad y belleza magníficas, deja su huella en el modus dicendi del narrador mexicano, que recoge el ritmo de un discurso evanescente, carente de las coordenadas lógicas y de los parámetros previos donde ubicar una historia que llega al lector en su momento final, irreparable, sin que pueda comprenderse en puridad semántica el argumento diseñado ni la historia fabulada. Una relación macilenta, morbosa y lábil se adivina entre los personajes, que deambulan entre diversos órdenes y dimensiones de la realidad. Un casi invisible «hilo de seda» funciona como débil trama, que sugiere más que dice, y que atrapa también al lector entre la red, la malla y la tela de lo espeluznante, aunque - e n la literatura de Schwob— siempre bello. Sorprendería cotejar ambos textos, «Aracne» y «La mígala», para descubrir secretísimas afinidades y una atmósfera común, así como una estructura compositiva hermanable tanto en sus fases como en su ritmo: »Decís que estoy loco y me habéis encerrado, pero yo me río de vuestras precauciones [...]. Pero yo os desprecio infinitamente. No podríais comprenderlo [...].

6

Lautréamont ofrece, al final del canto, una «aclaración» de naturaleza surrealista a la historia

relatada de la tarántula negra, con la incorporación de dos personajes, amigos de Maldoror, a quienes «un arcángel, bajado del cielo y mensajero del Señor, nos ordenó convertirnos en una sola araña y venir cada noche a chuparte la garganta, hasta que un mandamiento llegado de arriba detuviera el curso del castigo» (Canto Q u i n t o , Lautréamont 1988: 278-287). En cuanto a la influencia de Lautréamont sobre Arreóla, es tan evidente que no hay sino que recordar que uno de los títulos de sus colecciones de relatos breves se titula, paródicamente, «Cantos de mal dolor».

«...Yo s o ñ a b a en B e a t r i z »

263

L a primera noche bajó hasta m í por un hilo; suspendida encima de mis ojos bordó sobre mis pupilas una sedosa y oscura tela con reflejos tornasolados y flores púrpuras luminosas. La segunda noche extendió sobre m í un velo fosforescente salpicado de estrellas y de círculos amarillos [...]. C o n infinitas precauciones, ella envolvió mi corazón, mi pobre corazón, con su viscoso hilo: lo ató dándole mil vueltas. T o d a s las noches aprieta las mallas entre las que este corazón h u m a n o se endurece c o m o el cadáver de una mosca [...] T e n g o que atravesar ese infierno para balancearme más tarde a la luz de las estrellas [...]. Ahora siento claramente las dos rodillas de Aracne deslizándose por mis costados y el fluido de mi sangre que me sube a la boca. Pronto mi corazón estará seco [...]. Por la cuerda de seda que me ha lanzado Aracne, escaparé con ella, y os dejaré, pobres locos, un pálido cadáver con un mechón de pelos rubios que agitará el viento de la mañana». 7 P a r e j a m e n t e , y al i g u a l q u e h a b r á d e s u c e d e r en la « c o n f a b u l a c i ó n » a r r e o l i a n a , p r e s e n t a el e s c r i t o r f r a n c é s o t r a c r e a c i ó n i n s e r t a en s u « d o b l e c o r a z ó n » , d o n d e s e m u e s t r a el r o s t r o n o ya d e la m i g a l a v a m p í r i c a , s i n o d e u n a « b e a t r i z » en q u i e n s e v i e r t e la i l u s i ó n d e u n i d a d c o m o e s c a l a d e f i n i t i v a del a m o r en la p a r e j a . S u « B é a t r i c e » r e c o m p o n e la f á b u l a p l a t ó n i c a del e r o s u n i t i v o , v i r a n d o h a c i a el terror q u e late c o m o « p u l s i ó n d e m u e r t e » en los a m a n t e s . L a d e c i s i ó n d e ser p o s e í d o e n el p o s t r e r h á l i t o v i t a l s e « c o n f a b u l a » c o n la s o r p r e s a y el m i s t e r i o , y c u a n d o la d u l c e B e a t r i c e , « e s t a t u a d e m á r m o l a n t e r i o r al a r t e h u m a n o d e F i d i a s » , d e p o s i t a el b e s o d e la m u e r t e en s u a m a n t e , le t r a n s f i e r e n o ya s u a l m a , c o m o los v e r s o s del filósofo q u e r í a n , s i n o el t i m b r e d e s u v o z , q u e p a s a r á a ser la q u e e m i t a , a p a r t i r d e e n t o n c e s y h a s t a en los s o n i d o s d e s u e s t e r t o r final, el desdichado amante8. E n el c a s o d e A r r e ó l a s e c o n c i b e u n relato d o n d e la r e s p i r a c i ó n es s ó l o u n a , p e r o d e u n a i n t e n s i d a d tal q u e p a r e c e d i l a t a r s e h a c i a u n t i e m p o n o m e n s u r a b l e .

Schwob 1996: 68-72. Corazón doble se publicó por primera vez en 1891. «Mientras besaba a Agatón, / mi alma me vino a los labios: / La muy desdichada quería pasar a él». Tales son los versos de Platón que enmarcan el texto. Es interesante señalar que hay una red analógica con el motivo del infierno de los enamorados, y más concretamente con la transformación de Beatriz a Francesca. Se observa, por ejemplo, en la afición a las lecturas en común de la pareja, y la conjunción final de sus cuerpos -en este caso, de sus voces— como metáfora de la permanencia en «eterna compañía», como ocurriera con Paolo y Francesca: «Yo había matado a Béatrice y había matado mi voz; la voz de Béatrice habitaba en mí, una voz tibia de agonizante que me aterrorizaba» («Béatrice», en Schwob 1996: 84-88). 7 8

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La técnica del sobresalto in crescendo, heredada de Poe, y la del espanto aquilatado, sabiamente atraída de las ya mencionadas fábulas de Kafka, alcanza en «La Mígala» dimensiones extraordinarias. Por su parte, el estilo simbolista de Schwob se modula hacia el expresionismo que su atmósfera anunciaba. Una modulación que sería paralela a la que el pintor simbolista francés Odilon Redon llevaría a cabo si comparamos dos de sus más representativas obras, el que va de «Beatriz» a «La araña sonriente», en 1881. Un tránsito del simbolismo al corazón del expresionismo, paralelo al que Arreóla establecería en su extraordinario relato9. Cabría, en efecto, hablar de una narración ejemplar, de una arquitectura sin fisuras, cuya sintaxis esconde con pericia todo tipo de causas o explicaciones de los hechos narrados, para convertirse en un modelo de narrativa sustentada sobre el arte de la omisión, para dar así alcance a una semántica que nos arrastra hacia un pozo sin fondo: el pozo abierto en los sustratos petrificados de nuestro espíritu, donde se halla fosilizada la estatura frígida del mal. La atmósfera del cuento es turbia y de una violencia soterrada. Tiembla la estatura de un mal que no puede ser medido por escala humana. Adopta la textura pegajosa y sobresaltada de las pesadillas, y más concretamente las de aquellas vinculadas con las figuras de bestias que provocan fobia o repulsión. Una modalidad del miedo constituye la médula dorsal del relato, esa variante del terror que en una ocasión bautizó Fiodor Dostoievski como «terror místico», precisamente en la confesión de una pesadilla que uno de los personajes de su novela El Idiota hace público relato. Las imágenes oníricas del texto de Dostoievski presentan a «un animal espantoso [...] por el estilo de un escorpión; pero no era un escorpión, sino un bicho horrible y mucho más espantoso, y, al parecer, precisamente porque tales alimañas no existen en la Naturaleza y aquélla se me había aparecido a mí expresamente, debiendo encerrarse en ello algún misterio»10. ' «Además de Moureau, el Des Esseintes de Huysmans admitía en su casa a otros dos artistas contemporáneos. Eran éstos Rodolphe Bresdin y Odilon Redon [...]. Según su propia estimación, Redon era más genuinamente ambicioso que Moreau; aspiraba a sacudirse las limitaciones que constreñían a ese artista, de más edad que él. Su ventaja, que ahora aparece muy clara, era que su aproximación a la noción de "misterio", tan cara a todos los simbolistas, era más sutil. " E l sentido del misterio - e s c r i b i ó en sus Notas a sí mismo- es una cuestión que siempre está inmersa en el equívoco. En un doble y aun triple aspecto, e incluso en aspectos (imágenes dentro de imágenes) y formas que nacen o que nacerán según el estado mental del observador"» (Lucie-Smith 1991: 71 y ss; véase en general el capítulo V I , «Odilon y Bresdin»). 10

«Yo lo veía muy bien: era un reptil, cubierto de escamas color canela, de unas cuatro

viorschkas de largo, con una cabeza de dos dedos de gorda y una cola que iba gradualmente afinándose, hasta terminar en un pico del tamaño de una décima de viorschka de largo, de modo que el animal, mirado desde arriba, presentaba el aspecto de un tridente. La cabeza no se la veía yo;

«...Yo soñaba en Beatriz»

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Y sus acciones, pocas pero densas, se limitan a trazar un recorrido continuo e inesperado por el cuarto del narrador del sueño, provocando su angustia y el temor a su venenosa picadura, «pero lo que más me preocupaba era quién me lo habría echado en el cuarto, qué querrían hacer conmigo y qué misterio era aquél. El bicho se escondía debajo de la cómoda, debajo del armario, se escurría por todos los rincones». Y es, precisamente, esa impresión de dominio espacial en el ámbito de lo privado y doméstico, ya que se trata del propio cuarto dormitorio de Ippolit, la que llega, seguramente a través de la impronta kafkiana como pasaje transtextual, al relato-fábula de Juan José Arreóla. También en «La mígala» del mexicano, el animal es repulsivo y venenoso (se habla de «picadura mortal», de «impuro y ponzoñoso animal» y de «pequeño monstruo») y, como en el sueño dostoievskiano, «se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos»". En el caso de Dostoievski, el animal soñado también trepa por la pared y llega hasta la altura de la cabeza de Ippolit dándole casi «en el pelo con la cola, que agitaba y revolvía con extraordinaria rapidez». L a diferencia más sustancial en cuanto a la cualidad y materia simbólica de ambos relatos consiste en que « L a Mígala» no está construido desde la definición de «sueño», por más que su naturaleza participe claramente de lo onírico y de que se hable explícitamente de la vida nocturna en el dormitorio, una vez adquirida la alimaña: « M u c h a s veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña», nos confiesa el anónimo narrador de la fábula. Pero, a pesar de ello, se trata en a m b o s casos de la presencia de un animal venenoso y hostil, que campa a sus anchas pero sí veía dos bigotillos, no largos, de forma de dos recias agujas, también color canela. Otros dos bigotillos iguales en el remate de la cola y en los de cada pata; en total, ocho» (Dostoievski 1953, vol. II: 793 y ss). 11

«La Mígala», que pertenece al Confabularlo, está recogida en Arreóla 1980: 24-25. De aquí

en adelante todas las citas del cuento se referirán a estas páginas. Véase también la introducción de la profesora Carmen de Mora a su edición (Arreóla 1986). Una interesante crítica el relato - y a sus interpretaciones previstas— la realiza Ana Belén Caravaca: « Q u i e n sí ha interpretado el cuento ha sido Seymour Mentón, quien considera que Arreóla "usa la araña como símbolo del protagonista, cuyo idealismo antes de casarse se convierte en desesperación solitaria. L o que intensifica su dolor aún más son los recuerdos de los días felices" [...]. Interpretación ésta» - a ñ a d e la autora del libro- «que nosotros consideramos arbitraria y sin anclajes textuales, pues si algún tipo de identificación revela el cuento no es entre el yo y la mígala, sino entre ésta y Beatriz, aunque [...] pensamos más en un proceso de suplantación que en uno identificativo» (véase Caravaca 1997, y en especial el capítulo «La migala o el vértigo del mal»).

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por una habitación y toma, finalmente, posesión de ese espacio, provocando la angustia resignada de su dueño. Sin embargo, el texto del escritor mexicano incrementa y extiende la sensación de «terror místico» a la que aludía Dostoievski, mediante el sabio mecanismo literario que consiste en trasladar los efectos de posesión de la mígala del campo espacial al propio dominio del tiempo. Uno de los mayores logros, a mi parecer, de este relato proviene de una técnica que cabría denominar «espacializadora de la temporalidad», mediante la cual la categoría de lo temporal queda, en efecto, atrapada y sujeta a una red donde halla su final inmovilismo. A la red de una telaraña, a la inmensa malla tejida por una enorme migala. El efecto más inmediato de este procedimiento artístico consiste, en el terreno anímico, en esa sensación de «caída» del tiempo. Una caída que supone no su desaparición sino la entrada del sujeto que experimenta dicho proceso en una suerte de «eternidad negativa» de la conciencia y el espíritu. Una «eternidad mala» —tal como la definió Cioran— en la cual se ha dejado de considerar la existencia como proyección de posibilidades realizables en el tiempo, ya que el tiempo ha sido «atrapado» por unas aguas pantanosas que impiden su libre discurso, su dinámica fluencia, su limpio paso, su transcurrir. En esos terrenos fangosos, el sujeto se ve impelido a permanecer en un estadio de vida casi vegetativa, aherrojado a la experimentación sensible de un tiempo que «ya no pasa», que se ha detenido amargamente, de un spleen terrible y demoníaco - q u e ya conoció y del que dio expresión poética Baudelaire y, con él, las secuelas simbolistas de Verlaine o Villiers de l'Isle Adam-: de un tiempo desprovisto de «tiempos» y, sobre todo, de futuro, pero no de consciencia y de vida 12 . Estado letárgico de la conciencia anímica, la «caída del tiempo» significa el triunfo de la inacción, del espíritu desilusionado, donde ha claudicado la posibilidad de crecimiento o de cambio, de la rutina, del tedio, de la apatía, de la resolución sin soluciones: el hastío, l'ennui. Un estado depresivo en el cual el Mal halla su más cómodo cobijo, puesto que los mecanismos de defensa han dejado de activarse y, más allá o «más acá» del bien y del mal, la persona cesa de pensar desde parámetros éticos, que siempre implican conflicto y decisión. Una total abdicación de la lucha y de la idea de construcción, que han arruinado el

12

«Agua silenciosa, agua sombría, agua durmiente, agua insondable, son otras tantas lecciones

materiales para una meditación sobre la muerte. Pero no es la lección de una muerte heraclitiana, de una muerte que nos lleva lejos de la corriente, como una corriente. Es la lección de una muerte inmóvil, de una muerte en profundidad, de una muerte que permanece con nosotros, cerca de nosotros, en nosotros» (Bachelard 1994: 110).

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andamiaje de los sueños, dejando sobre el escenario de la vida la sombra amarga, permanente y viva, del ser que una vez llegó a vivirse y que, en algún momento, cayó a esa tela donde una araña acecha, pero no mata. Porque la «caída del tiempo» implica, necesariamente, una permanencia en la vida más el constante recuerdo del «bien perdido» que ya es imposible de recuperar. Volvemos, por lo tanto, a la idea de un amor huido y transformado (Beatrice, al fondo) y regresamos, también, al tópico del «nessun maggior dolore» que envuelve al viajero por el segundo círculo del Inferno y resuena inmarcesible en sus innumerables círculos contemporáneos: En las altas horas de la noche, desperté de pronto a la orilla de un abismo anormal. Al borde de mi cama, una falla geológica cortada en piedra sombría se desplomó en semicírculos, desdibujada por un tenue vapor nauseabundo y un revuelo de aves oscuras. De pie sobre su cornisa de escorias, casi suspendido en el vértigo, un personaje irrisorio y coronado de laurel me tendió la mano invitándome a bajar. Yo rehusé amablemente, invadido por el terror nocturno, diciendo que todas las expediciones hombre adentro acaban siempre en superficial y vana palabrería. Preferí encender la luz y me dejé caer otra vez en la profunda monotonía de los tercetos, allí donde una voz que habla y llora al mismo tiempo, me repite que no hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria. 13

Este hermoso y conciso texto del mismo Juan José Arreóla, titulado «Inferno V», nos confirma en la hipótesis básica de lectura de «La Migala». La presencia del modelo dantesco actúa como soporte de un mecanismo de idealización ya imposible, en un mundo donde el tiempo se ha derrumbado y los paraísos prometidos han sido sustituidos por los tan temidos infiernos. La escenografía que dibuja Arreóla remite ineludiblemente al decorado escatológico de la Comedia, que el narrador del breve relato está leyendo y cuyo volumen tiene en la mesilla de noche cuando despierta sobresaltado «a la orilla de un abismo anormal» por una visión alimentada en la propia lectura de Dante. En ese momento, el guía inmortal del florentino aparecerá transformado en «un personaje irrisorio y coronado de laurel», «sobre su cornisa de escorias, casi suspendido en el vértigo». El calificativo «irrisorio» aplicado a Virgilio impone desde ese momento una cualidad desmitificadora y deconstructiva, aludiendo a la incorporación del aspecto grotesco que las figuras clásicas -héroes y poetas- adquieren como atributos en la lectura que el sujeto contemporáneo realiza: visión distanciada de los espacios ultraterrenos y de los mundos construidos por la visión teológica de 13

A r r e ó l a 1980: 2 7 2 .

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la humanidad. Por eso, ahora, se rehusa «amablemente» la invitación del guía, del auriga clásico o psicopompos iluminador de caminos, y el narrador-lector se atreve a rechazar el «magisterio» espiritual del salvador clásico. La explicación de tal rechazo o negativa es contundente, y apela también a una conciencia fraguada en el escepticismo más absoluto y en la desilusión por la experiencia, que una verdad destronada cerciora, «diciendo que todas las expediciones hombre adentro acaban siempre en superficial y vana palabrería». La estructura de la breve narración remite, empero, a la formación del número tres - t a n dantesco— y a la impresión de «selva oscura» que ahora queda en suspenso y aureolada por la máxima ausencia de referentes, al más absoluto silencio y la total omisión de las causas de las sensaciones, así como de la decisión, tal como sucedía en «La mígala». Pero en el fondo de este morigerado cinismo, de la actitud renuente y solitaria del narrador, creo hallar una razón más oculta, que la fábula de la araña transparenta y repercute sonoramente al final de este nuevo Inferno donde Arreóla ha querido coronar la imagen más conspicua del amor condenado. Y se halla en la figura de esa Beatrice invertida que es Francesca de Rímini, una «voz que habla y llora al mismo tiempo» y que «repite que no hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria»14. El final del Canto V del Infierno, no es posible olvidarlo, muestra el desmayo del poeta, incapaz de soportar como testigo el relato desconsolado de la pareja de amantes que, aun condenados, permanecen en eterna compañía como réprobos que han abandonado toda esperanza. Pero que comparten la desolación en su abrazo. Dante, apiadado y estremecido, se desvanece: «e caddi como corpo morto cade». Y si se niega el viaje al más allá de Dante - a u n q u e no su literatura- es porque ya no existe Beatriz. Así comienza el narrador «La migala»: «El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podría depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada». Esa «clara mirada» en que esplende, no ya la gloria de la inteligencia despierta y virtuosa, divina, sino «el desprecio y la conmiseración», marca la pauta de un descenso vil, de un desmoronamiento hacia el abismo de las aguas pantanosas, donde el fango infernal impide el movimiento libre, como si el individuo, definitivamente, hubiera sido preso por los hilos de una inmensa 14 Leemos en Inferno V: 121-123: «Nessun maggior dolore / che ricordarsi del tempo felice / ne la miseria...», en la traducción de Ángel Crespo: «Y ella me dijo: «No hay dolor mayor / que recordar el tiempo de la dicha / en desgracia...» ( I n f i m o 2002: 41).

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- e invisible- telaraña. La mirada clara donde fulge el brillo del desprecio y la conmiseración de Beatriz, terrible. Frente a ella triunfa ahora una mígala que, corriendo como un cangrejo, roe la conciencia prospectiva del yo, con su antigua costumbre para el amor. Es un cáncer de la ilusión, que se ha instalado en la casa y en el alma del personaje, transformando todo su tiempo en un espacio a su disposición: «Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible». Con Cioran, el protagonista de la fábula podría declarar: «Yo acumulo cosas caducas, no ceso de fabricarlas y precipitarlas al presente, sin brindarle la oportunidad de agotar su propia duración. Vivir es sufrir la magia de lo posible; pero, cuando se percibe incluso en lo posible lo caduco por venir, todo se vuelve virtualmente pasado [...]. Lo que distingo en cada instante es su jadeo y su estertor y no la transición hacia otro instante. Elaboro tiempo muerto, me revuelvo en la asfixia del porvenir». El narrador demuestra, efectivamente, un absoluto desprecio e «insensibilidad para con el destino», propios de «quien ha caído del tiempo». Por tal razón, nos confiesa su cotidiano temblor «en espera de la picadura mortal» y —paradójica y absurdamente— su resolución de «no actuar» y dejar que la noche transcurra, que «siempre amanezca» y que, viva, su alma inútilmente se «apreste» y «perfeccione». Consciente de esa insensibilidad aguda para con su propio destino, confiesa el narrador que toda especulación acerca de la impostura de la mígala, como verdadero animal venenoso, «no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada» 15 . Recalquemos los sintagmas: «consagrado a la migala» y «mi muerte aplazada». Ambos denotan el tipo de existencia «elegido» por ese ser, y connotan el tópico de Eros y Thanatos remitidos a un «más allá», que casi automáticamente nos conectan con el «síndrome de Beatriz». N o en vano la única mujer a que se alude en todo el texto tiene nombre propio, y es, por cierto, el único nombre propio de toda la pieza. El efecto, de intertextualidad dantesca, totalmente voluntario por parte de Arreóla, no puede resultar más eficaz. Pero, en realidad, ¿quién es esta Beatriz del relato?, ¿qué sabemos o conocemos de ella?, ¿no se tratará más

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Dice Cioran: «El tiempo constituye - n o queda más remedio que reconocerlo- nuestro elemento vital; cuando nos vemos desprovistos de él, nos encontramos sin apoyo, en plena irrealidad o en pleno infierno [...]. ¡Haber perdido tanto la eternidad como el tiempo! El hastío es la cavilación sobre esa doble pérdida» («Caer del tiempo...», en Cioran 1993:163-168). Véase también el artículo de David Lagmanovich acerca de la «anulación de la temporalidad» en el relato (Lagmanovich 1989).

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bien de una mera proyección simbólica que late en el interior del texto, del «tejido» que día tras día conforma —escribe: «teje»— esa renovada Aracné clásica, esa «parca» fatal del destino, que es la migala del relato? Como antes se indicó, las omisiones de referentes esenciales para la cabal comprensión del texto son totalmente significativas y pertinentes para determinar su modelo kafkiano y su naturaleza existencialista. Hay un silencio total en cuanto a las razones y a los antecedentes de los hechos. Ese silencio esencial se transforma en un único discurso, el discurso sobre la migala, sobre el ser que ha sustituido la sombra de Beatriz, transformando el simbolismo dantesco del Paradiso en un atroz Inferno expresionista. Así pues, las únicas alusiones a la Beatriz del relato se ubican al comienzo y al final del mismo, como queriendo así marcar el círculo invisible que rodea al personaje desesperanzado y roto. Un círculo invisible que, en realidad, vuelve a ser el círculo de un nombre, como también ocurriera con la génesis del mito: el nombre de Beatriz. Acompañado, pues, de este «nombre», más que de esta mujer, el narrador entrará en «aquella barraca inmunda», que metaforiza ya una antesala de lo infernal, y más tarde comprará su contenido, es decir, llegará a pagar incluso para hacer suyo y, así, «hacerse» de él, su peculiar Infierno. Infierno que al fin instalará en su propio domicilio. La función de la mujer ha sido escueta, pero básica: compañera, no ya en el espacio sublime y superior, sino compañía en el viaje al corazón de las tinieblas. La siguiente acción sorprende por la desaparición de dicha compañía. Así, cuando «unos días más tarde» vuelve el narrador «para comprar la migala», Beatriz ya desapareció, y never more. Nada más volveremos a saber de ella. Ninguna alusión, ningún objeto, ninguna confidencia. Las causas por las que el narrador decide comprar la migala quedan también en la incógnita, en el enigma de una especie de «condena» que, como en los relatos de Kafka, pertenece a un atavismo y a un legado irreductibles a la razón y al entendimiento: «Entonces» —se nos confiesa— «comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar». Se ha elegido, por lo tanto, una de las modalidades del infierno, un infierno particular, propio, intrínseco, intransferible: el infierno «personal» que anulará al «otro, al descomunal infierno de los hombres». El centro del texto remite así al concepto existencialista según el cual vivir es residir en el infierno, que brilla rutilante en la mirada de los otros. Jean-Paul Sartre, August Strindberg o Giovanni Papini, entre otros, trazaron las líneas maestras de este camino que desembocaría en la estética expresionista, como única y última formalización posible de la nada: «Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que

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se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles». Un azar repetido y fatal, que desplaza todo signo posible de cambio o modificación positiva en el curso de la existencia. Una «nada» en la comprobación, que refuerza esa sensación de «insensibilidad para con el destino» que «amenaza», pero que es también, en el fondo, la única fuente ya posible de alimento para los condenados a caer con el tiempo en una red de hechos repetidos, sin solución de continuidad. Como acertada y lúcidamente sostiene Georges Bataille en su estudio sobre Kakfa para La literatura y el mal, «no hay nada que él hubiera podido afirmar, en nombre de lo cual hubiera podido hablar: lo que es, que no es nada [...] es sólo el rechazo de la actividad eficaz. Por eso se inclina profundamente [...] oponiendo el silencio del amor y de la muerte a lo que no podría hacerle ceder, porque esa nada que a pesar del amor y la muerte no podría ceder, es soberanamente lo que él, Kakfa, es»16. A partir, pues, de ese momento, de la única decisión a que asistimos en toda la fábula —la decisión de comprar, de hacer «suyo» el mal, a través de la figura de la mígala (y, por tanto, y, sobre todo, de «hacerse suyo» así)—, queda incoado el proceso de espacialización del relato, en una poética de lo espacial condenatorio y carcelario. Interesante y destacable resulta, a este respecto, el subrayado que hace el narrador acerca del trayecto que realiza desde el espacio de la barraca en la feria hasta su casa, llevando consigo otro espacio fundamental, en este caso «la caja de madera» en que transportaba a la mígala, puesto que en dicho camino se produce la evidencia plena del «infierno» que aquella «caja», es decir, aquel espacio, transfiere. Una especie de pequeño ataúd donde discurre el «mal elegido» y que «voluntariamente» se traslada al otro receptáculo de vida del personaje: el hogar donde habita. De esta manera, la casa se contaminará de la sustancia venenosa que contiene la caja-féretro comprada. Cabe comprobar, pues, que dos procesos metonímícos forjan el eje del relato y su ulterior desplazamiento hacia lo simbólico: la caja de madera, como continente de un contenido ponzoñoso, y la casa del narrador como espacio de un contenido también corrompido por la ausencia de un bien, que se transforma en la elección

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«En otros términos, la aceptación de la muerte le viene d a d o por el límite de la muerte;

en el interior de ese límite subordinado a la meta, la actitud soberana que nada pesigue, que nada quiere, en el tiempo de u n relámpago recobra la plenitud que le devuelve el extravío definitivo» (Bataille 1987: 111-124).

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del mal. Una metonimia dentro de otra metonimia, como una nueva y siniestra atracción del recurso de las «cajas chinas», para significar ahora el imperio de la renuncia y de la ausencia. El Mal emerge así como ausencia del Bien. El Mal impera así como poética del espacio donde el tiempo se halla, se «desencuentra», «caído»: «Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible». Se habla, en efecto, aquí, de «instantes recorridos», como si el tiempo del sujeto fuera la sustancia de que estuviera hecha la telaraña cotidiana que engrandece la migala. Pero, ¿y Beatriz?, ¿qué fue de ella?, ¿qué «lugar» ocupa en el espacio carcomido donde vive el que alguna vez así la nominó?, ¿por qué se ausenta en esa «vida indescriptible» recorrida por los pasos veloces de la migala? Corriendo como un cangrejo, el animal viene a representar así la enfermedad, el cáncer, el «síndrome» que se ha instalado en los días y las noches del narrador. Un síndrome que, seguramente, procede de la ausencia de Beatriz, de una ausencia de la cual tampoco hemos sido informados, pero que resulta clara y precisa a la luz, o a la sombra, de los hechos narrados. Cabría incluso aventurar la hipótesis de que es la misma Beatriz quien oscuramente conduce al narrador por los vericuetos de la sinrazón para ofrecerle la vista de quien será su rival, su sustituía: la migala. Se trataría, entonces, desde el principio, de una «falsa Beatriz», como «falsa» llega el protagonista a pensar que es la migala adquirida. Las «supercherías» serían, en ese caso, dos: una falsa musa idealizada, y una falsa representación monstruosa como sustitución macabra. O tal vez, la desaparición de Beatriz no se deba a causas voluntarias y se trate de cualquiera de las formas de lo irresoluble: una despedida definitiva, un viaje sin retorno, una repentina muerte. Nada sabemos. Nada podemos determinar. El texto, como todos los fundamentos de la deconstrucción señalan, es reacio, resistente, impermeable a una interpretación, a una lectura totalizadora. Frente a ello, sólo nos queda la constancia, los significantes, de una inversión: el mito de la mujer como intermediaria o salvadora del hombre. Dicho mito queda desautorizado, desamparado, deconstruido. Las causas y los fines han dejado de ser los fundamentos de una historia. Sin porqué ni para qué transcurre la existencia como una nueva consagración absurda, nihilista y desangelada: la consagración «a la migala con la certeza de mi muerte aplazada». Sin paraísos ni reinos ulteriores, tampoco hay Beatrices que nos puedan ya salvar. En el hueco de esta ausencia, en un lecho infectado por los pasos de la alimaña, está la respuesta monstruosa a una pregunta que nos deja, para siempre, con el juicio suspenso y el recuerdo suspendido.

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Queda entonces el refugio del lamento elegiaco, el «nessum maggior dolore» que escuchó el propio Dante en el arrebatado círculo de Paolo y Francesca. Pero ese recuerdo vuelve a serlo de un espacio y no de un tiempo, y por eso al final de la «fábula» contemporánea se nos confiesa: «Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible». «Yo soñaba en Beatriz», no «a Beatriz», ni «con Beatriz». Es el sueño del espacio paradisíaco que, tal vez, nunca se poseyó. Una vez más, el síndrome puede proceder así no de una pérdida, sino de la nostalgia de lo que no pudo perderse, por no haberse nunca tenido. Por lo que nunca se tuvo. Y ésa es la razón de que se califique con el epíteto «imposible» la compañía de esta esquiva Beatriz confabulada. La enfermedad como expresión aguda de la pérdida definitiva no de una compañía, sino de un recuerdo, también él imposible.

X La «trágica Beatrice de Jalisco» La imaginación inventa algo más que cosas y dramas, inventa la vida nueva, inventa el espíritu nuevo; abre ojos que tienen nuevos tipos de visión. Verá, si tiene «visiones». Tendrá visiones si se educa en las ensoñaciones antes de educarse en las experiencias, si las experiencias vienen después como pruebas de esas ensoñaciones. Como lo ha dicho D'Annunzio: «Los acontecimientos más ricos nos llegan mucho antes de que el alma se dé cuenta. Y cuando comenzamos a abrir los ojos sobre lo visible, ya éramos desde mucho tiempo atrás adherentes a lo invisible». En esta adhesión a lo invisible consiste la poesía primera, la poesía nos permite tomarle gusto a nuestro destino íntimo. Nos da una impresión de juventud al concedernos sin cesar la facultad de maravillarnos. La verdadera poesía es una función de despertar. Gastón Bachelard: El agua y los sueños En un maravilloso estudio de juventud, el romanista Erich Auerbach abordó la literatura del Trecento y la presencia hegemónica de Dante Alighieri en la conformación del pensamiento europeo, a las puertas del Renacimiento. Consideró el filólogo al poeta florentino como emblema del «mundo secular». La obra, publicada en 1929, habría de suponer un importante viraje en el dantismo especulativo, por cuanto despejó el acceso tradicional a la crítica de la Commedia desde la óptica teológica, el conflicto medieval que impondría el tomismo entre razón y fe o los asedios estrictamente biográficos o retóricos, en el seno de la métrica o la poética de estirpe aristotélica 1 . En Dante ais Dichter der erdischen 1 Sobre la liquidación de la perspectiva tomista que pesó durante tiempo sobre la literatura de Dante, véase el trabajo de Etienne Gilson Dante et la philosophie, donde bellamente concluye exponiendo, a propósito de la obra dantesca, que «s'il existe, comme on l'assure, une "vision unifiante" de son oeuvre, elle ne s'identifie ni à quelque philosophie, ni à une cause politique, ni même à una théologie. O n la trouvera plutôt dans le sentiment si personnel qu'il eut de la vertu de justice et des fidélités que elle impose. L'ouvre de Dante n'est pas un système, mais l'expression dialectique et lyrique de toutes ses loyautés» (Gilson 1939: 179).

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Welt {Dante, poeta del mundo secular, Auerbach 1961) cuestiona los soportes de tal insistencia y plantea la necesidad de hallar en Dante la veta troncal, la columna que engarce los diversos estratos de su imaginación creadora. En el capítulo dedicado a Beatrice, destaca el hecho de que la transfiguración del personaje h u m a n o se produce de manera singular en su obra, en tanto emblema de perfección ultraterrena. N o se trata de un mecanismo de trascendencia mediante el cual el espíritu es absorbido en una «devoción mística» donde se disuelve en las simas de la abstracción, se desmaterializa y deslíe. N o así. El gran talento poético que desplegó en su obra tuvo un continuo eje de conexión, una cuerda invisible que lo ligaba a la imaginación terrena, a la ley física de la experiencia vivida, al ámbito inagotable del m u n d o secular. Allí, sobre las calzadas irregulares de una ciudad de noble piedra, había sido testigo real de una aparición tangible y deseada, de una estatura y peso definidos, con determinado y «único» color de ojos, y engalanada de manera singular. «Él había visto la figura de perfección sobre la tierra», y la había colmado de encantos con la abundancia de sus gracias. L a imagen de un orbe y un orden posibles y anhelados, los que vendrían a plasmarse en su Commedia, procedían de un grado de fascinación ya ofrecido como fenómeno, y como dádiva, de lo real. C o m o bien sostiene Auerbach, incluso en el «poema de la vida, muerte y transfiguración de Beatrice», la Vita nuova, la «realidad concreta está preservada con una intensidad hasta ese momento desconocida». L a línea divisoria, ancha y profunda, que en la poesía provenzal separaba el m u n d o poético de la experiencia vivida, se desvanece en la literatura dantesca. La «unicidad», la pujanza en la percepción, la intensidad de lo sentido cobran tal relieve que nunca dejan de apreciarse en sus versos, por más que en ellos se avance hacia el hogar de los conceptos, y de éste al de las ideas, y de éstas, a la imaginación más gloriosa y divina. L a agudeza con que los sentidos penetraron el espíritu del poeta y allí hicieron morada determinará un estilo literario y una personalidad creadora que hacen del Alighieri un creador excelso, pues en su obra el Paraíso está sellado con las formas, las voces y los rostros que alguna vez transcurrieron por los parajes materiales del mundo sensible. Las raíces terrenas persisten y, por más que nos s u m a en una contemplación diáfana y universal, siguen creciendo bajo la tierra, aunque se torne baldía, y en ella cabe rastrear su proliferación. El triunfo de su gloria arraiga en la humedad del humus 2 .

2 «The mysticism on the stil nuovo was the soil whence grew his work —like the innumerable lyrical and didactic creations of the other devotees of Amore. But in the others the esoteric subjectivism became more and more exaggerated; after 1300 Guinizelli lost his purity, and

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Desde esta óptica, en que cielo y tierra no cortan sus amarras, cabría un acercamiento a la que, tal vez, sea la óptima y exaltada proclamación literaria de lo telúrico, de la dimensión más terrestre de la vida humana, sin que por ella desaparezca la referencia simbólica, que precisamente brilla por su desolada ausencia, a la utopía de un paraíso que se presenta perdido sin remisión. Subyace así, en la exégesis dantesca de una obra netamente «escatológica» en su acepción teísta, como es la novela Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, el circuito invisible que la habría de emparentar con la imaginería espacial de la Divina Comedia, pero siempre desde su esencia radical de tierra. Los tentáculos de la aproximación ampliarían las redes textuales y semánticas entre ambos textos y permitirían descubrir soportes míticos en las ranuras y grietas que Rulfo forjó en el solar de su microuniverso, en ese infierno de Cómala, donde las andanzas de la vida se confunden con las danzas de la muerte. Y así, el mito del amor como escala de perfección y antecámara de la gloria parece hallar en los páramos desiertos de Jalisco una contrafigura, una inversión fatídica y perversa, una ruptura con el ordo amoris que facultó la salvación perpetua. Igual de permanente se muestra la condena en los círculos donde los reprobos de Rulfo exhiben sus culpas, habiendo perdido también «toda esperanza» de perdón. Entre sus sombras, el «murmullo» de Susana San Juan perdura con nitidez. Su discurso, enajenado y discontinuo, es la punta afilada de una región de eternos cautivos. Y allí, «desangelada» en su raíz, percute la voz de la «trágica Beatrice de Jalisco», en la acertada y poética alusión de Hugo Rodríguez-Alcalá3.

Cavalcanti his expressive lyricism, and the circle disintegrated! the mystical love lyrics of those poets degenerated into abstract didactism and lost their radiance. Dante, however, preserved his vision and formed the Christian cosmos in its image. His heart was too bid for an esotericism that locked itself u p in secrecy; e n d u r i n g within him, the experience of his youth underwent a transformation, expanding to encompass the i m m a n e n t earthly world and pressing beyond it [...]; t h r o u g h all t h e universality in the t h o u g h t and feeling of that p o e m , we perceive a suggestion of y o u t h f u l pride, of lofty aloofness, of "slender c h a r m or cool dignity ", which remind one of the Provençal poets and of Dante's youth in Florence» (Auerbach 1961: 66-68). 3

En su sugestivo ensayo (Rodríguez-Alcalá 1992: 672), destaca el crítico cuantas analogías

textuales p u e d a n apreciarse entre Rulfo y su «guía». H a b l a n d o de Susana, señala: «A las palabras de Justina, Susana, que ha perdido la virtud teologal de la esperanza, responde, "Yo sólo creo en el infierno". Esto dice desoladoramente la trágica Beatrice de Jalisco, la imposible a m a d a de Pedro Páramo. Pero no son solamente Susana y Justina quienes hablan en la novela acerca del cielo y del infierno. En C ó m a l a , todo el m u n d o habla de Dios, del cielo, del infierno [...]. Para los personajes de Rulfo, la muerte no es un fin de la existencia, sino el fin del tiempo. Dicho de otro modo, el acceso a la Eternidad».

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Es en este nivel, el que nos sume «tierra adentro», donde la atracción del universo dantesco cobra eficacia y relieve dentro de los espacios rulfianos. La huella viva, encendida, del tiempo vivido es la que pervive en ese otro mundo de difuntos. Asimismo el estigma luminoso de un amor juvenil viajó con el poeta, convertido en imagen indeleble, para grabarse y producir el destello solar de la Beatrice en el Paradiso, por más que se nos convenza que la figura mítica femenina no es aquélla Bice Portinari cuyo encuentro, fascinación y muerte pautó las hojas de la vita nuova de Dante. Q u e fuera o no la «figura» vital nunca impedirá que los lectores establezcan en su imaginación la línea invisible que abraza el surco de la tierra con el dibujo de los astros. Q u e Beatrice comparezca como un mito gnóstico creado por Dante como «emanación de Dios» y «salvación suprema» no perturba la filiación imaginaria, «literaria» e histórica, asumida ya en el anaquel correspondiente de la Biblioteca de Babel, a pesar de la muy documentada aportación al tema de Ernst Robert Curtius 4 . El entramado simbólico de Beatriz es, sin duda alguna, el que permite ascender - y temiblemente caer en el descenso, como muy pronto veremos- por la escala «de Jacob». Una escalera que no se detiene en el suelo donde fue hincada, sino que se hunde a las hondonadas abisales del ser. La cuestión se centra, por tanto, en mostrar el fenómeno de la «degradación». Ese suceso, donde la esencia de un bien preciado se corrompe y desintegra, es justamente el que permite trazar el contrapunto desarmónico entre dos obras que son paradigmas de dos visiones del mundo. Y del cosmos. Desde el «amarillo de la rosa» en que hallan su sede las almas de los justos, a la tierra que amarillea al resecarse y se abandona al dictado de la condena en la Cómala de Juan Rulfo, 4

C u r t i u s niega rotundamente la filiación de la figura del Paradiso con la fémina q u e fue hija

del banquero Folco Portinari y se desposó con S i m o n e de Bardi, por una cuestión basada f u n d a mentalmente en «los datos que nos han llegado». A p o r t a algunos fundamentales: «El primero que identifica a la joven es Boccaccio, en su comentario de 1373-1374 [...], más de ochenta años después de la hipotética muerte de Beatrice [...]». E n cuanto a la dimensión histórica de la Portinari, «todo lo q u e nos dice sobre el particular la literatura dantesca proviene de la Vita Nuova, esto es, de una mistificación consciente». A d e m á s , «Beatriz sólo es comprensible si se la interpreta c o m o función dentro de un sistema teológico». D e todo ello, finalmente, infiere que «Beatriz no es el recuperado amor de juventud; es salvación suprema en figura h u m a n a , emanación de D i o s ; sólo por eso p u e d e aparecer sin blasfemia en un cortejo triunfal en el cual interviene el m i s m o Cristo». Y después de todo, cabe todavía preguntarse, ¿ha q u e d a d o verdaderamente zanjada la d u d a histórica?, ¿ha q u e d a d o anulada la filiación imaginaria?, ¿se han resuelto los e n i g m a s posibles de una vertiente empírica que se sentía a m e n a z a d a por los vuelos de un sutil misticismo? Personalmente, creo que la «solución» del posible e n i g m a - s i es que existe tal s o l u c i ó n - no destruye el m e c a n i s m o secular y literario de la «identificación». Véase C u r t i u s 1981: 4 9 9 - 5 4 3 .

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donde los muertos reviven sus penas removiéndose en sus tumbas. Una precipitación inversa, que nos hace caer desde la altitud a la hondura, desde la gloria hasta la oquedad, de la cima a la sima de la violencia, sin justicia ni salvación: tal es el fenómeno físico y espiritual que transforma la perspectiva religiosa del universo. Se trata ahora, a mitad del siglo X X , de una figuración espacial que también se caracteriza por la aparición súbita y constante de voces, procedentes de aquellos seres que desde su residencia terrenal viajaron a la semilla de Cómala, y quedaron adheridos a ella, transfundidos en su piedra y humedad 5 . Al igual que en la Commedia manifiestan con un discurso la síntesis de sus vidas, la quintaesencia de sus culpas. La modalidad enunciativa, sin embargo, ha cambiado radicalmente: ya no escucharemos monólogos dramáticos que recapitulen de manera ordenada, nítida y cabal las circunstancias vitales que determinaron su viaje eterno. Las condenas adoptan en la clave de Rulfo nuevos tonos y medidas: el discurso se fragmenta y distorsiona, pierde la unidad y el orden de la narración. A ello se añade una cualidad acústica, difícil de apreciar en la lectura callada de la novela: los parlamentos bien timbrados de los reprobos, que llegaban claros y distintos al atento oído de Dante, se han convertido en murmullos. Toda la novela está cosida mediante la emisión de estos leves murmullos, de tan difícil audición para el protagonista del relato, Juan, el hijo de Pedro Páramo que ahora viaja al lugar donde su madre le exigió que llegara6. El destino de Juan Preciado, viajero

5 «Sin duda el Infierno de Dante es el arquetipo configurador del mundo de Pedro Páramo; lo es, inequívoca e incuestionablemente. Cómala, el cementerio de Cómala, se nos presenta como una versión mexicana del Sexto Círculo (Inferno X) en que Dante tropieza con las tumbas de los heréticos [...]. En el cementerio antedicho, en una de sus tumbas, tan juntos como los personajes de Dante, están Juan Preciado y Dorotea. En otras tumbas yacen Susana y otros muchos muertos, algunos "jóvenes" y algunos "viejos". Estos muertos hablan recordando su vida terrena, lamentando sus desgracias. Los personajes de Rulfo, por consiguiente [...], son, en rigor, sombras, espíritus como los condenados de Alighieri, prisioneros en su infierno por toda la eternidad» (RodríguezAlcalá 1992: 673). Confiesa el crítico haberse inspirado para su estudio en el ensayo de Olga W. Vickery, donde la autora señala que «el Infierno dantesco funciona como "una metáfora decisiva de la condición humana en el siglo XX"». Asimismo, su trabajo se completa con el estudio del dantista norteamericano J. P. Barricelli (1983). A la luz de premisas semejantes, Jean Franco ofrece

un estudio comparativo entre la novela de Rulfo y otras procedentes de culturas muy diversas, entre las que destaca la novela de Leroi Jones, titulada The System ofDante's Hell, obra de 1966. Véase Franco 1992. 6

«Por algo Pedro Páramo se llamaba primero Los murmullos,» -dice Elena Poniatowska- «por-

que eso es lo que se oye en toda la novela, un rumor de ánimas en pena que vagan por las calles del pueblo abandonado. Rulfo se parece a esos hombres temerarios que aceptan la cita del fantasma y se ponen a hablar con él a media noche...» (Poniatowska 1992).

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por un reino oprimido y caduco, será también devastado por esos murmullos que no alcanza a identificar plenamente, y de los que él m i s m o , tal vez, habrá de participar. Este m o d o de enunciar y enumerar el catálogo de los «pecados» que asolan el trayecto metaforiza, en el fondo, el concepto global de la existencia, que se ha ido convirtiendo en una representación deformada, difícil de escuchar y, por ende, de comprender: los sonidos se hacen sordos. La visión de la existencia, absurda. Absurda, por carente de sentido salvador, de liberación. E n este eje de coordenadas amargas, la presencia del fenómeno amoroso es relevante y, a mi parecer, f u n d a m e n t a el imposible ascenso, así c o m o la visión condenatoria y fatal. El personaje femenino que encarna este proceso es Susana San J u a n , en cuyo pensamiento existe lo mejor de Pedro Páramo 7 . L o mejor, pero también lo imposible. Esta confluencia de cualidades, la perfección y la impotencia, determina el caos donde sucumbirá la historia amorosa de la novela, y con ella, la defunción definitiva del espacio en que todo acontece: el laberinto de la soledad de C ó m a l a . E n uno de los fragmentos «reconocibles» del pasado, Susana pregunta a J u s t i n a , la mujer que la quiso y cuidó, por sus creencias. Tras la respuesta de la criada, ella descarga c o m o una lanza de fuego en llamarada su respuesta: «¡Yo sólo creo en el Infierno!». E n esa frase se concentra la almendra a n t i m í s t i c a de la novela. S u creencia c o n t a m i n a de cenizas la habitación de Susana, y por analogía, se extiende a su casa, a los habitantes todos de C ó m a l a y a la M e d i a L u n a donde Pedro mora. Y desde allí, instila en su a l m a y envenena su corazón. E s t a m o s en el lugar más oscuro de los círculos del Averno. E n el delirio del recuerdo sexual de su anterior matrimonio, Susana revive las acometidas de una cópula de fuego, mas en su confusión se solapan los recuerdos maritales con las insinuaciones constantes al a m o r incestuoso que su padre siempre sintió y, en ocasiones, esgrimió 8 . U n habitáculo, pues, de «exiliados» a toda fe, a cualquier asomo de redención, una caída radical en la desesperanza. El nudo donde se cataliza el devenir novelístico viene dado por un acto de transferencia: la que confiere un tipo de

7 «En lo más íntimo, Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca: fue pensada a partir de una muchachita a la que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a

encontrarnos en lo que yo llevo de vida». Así declaró Juan Rulfo la génesis de su novela. Era el año 1985, y faltaban pocos meses para que él muriera. Lo recuerda y anota Reina Roffé en la biografía del autor (Roffé 2003: 42). En cuanto al nombre de Cómala, recuerda la autora que, a más de significar «lugar donde se fabrican los comales», son éstos los recipientes que se sitúan «sobre los infiernillos donde se calientan las tortillas» (140). 8

Véase, al respecto de aproximaciones a la novela desde el prisma religioso, Freeman 1992.

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existencia a la defunción, que prolonga la personalidad anímica más allá de los confines del tiempo de la vida. Esta prolongación del «ánima» en la muerte del sujeto, que enlaza con el fondo antropológico de la novela y, por supuesto, con sus presupuestos religiosos (en este caso, un cristianismo donde se anula el más allá de la redención), se complementa con otra importante noción existencial que también implica una transferencia de signo inverso. Se trata de la «muerte en vida», es decir, de la defunción del espíritu, de las «almas muertas» o del «estarse muerto» que el poeta peruano César Vallejo estampó con terrible don en el poema LXXV de Trilce. Una muerte del espíritu, al cabo, que se corresponde, en esta combinatoria, con una prolongación de la culpa en el ánima muerta. Estamos, como cabe evidenciar, en un orden de permutaciones y anudamientos que desemboca en la constancia de que vida y muerte son fenómenos de la existencia de carácter interdependiente: cara y cruz de una misma moneda. El primer fenómeno apuntado, el de la presencia de la muerte durante la vida, es atraído con claridad por Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, aparecido en fechas muy cercanas a la publicación de las obras narrativas de Juan Rulfo, y que de algún modo las ilumina. En el capítulo «Todos Santos, día de Muertos» inserta Paz su concepción existencial en la veta antropológica de la historia del pueblo mesoamericano. Para «los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. [...] La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito». Desde esa visión unitiva proporcionada por la historia, surge la teoría, más universal, de que «la muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. [...] Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida»9. Palabras de Octavio Paz que se ahorman en la fábula de las vidas que se derrumban en la novela de Rulfo, y en la de las muertes que perviven en su desazón y angustia. La muerte de Pedro Páramo, por ejemplo, asesinado por otro de sus hijos naturales, el arriero Abundio, que será más tarde quien conduzca a Juan Preciado desde la loma hasta el pueblo de Cómala, ilustra o —casi diría— encarna a la perfección lo pronunciado: «Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras»10. 9 10

Paz 2 0 0 0 : Vol I, 57. Rulfo 1992: 3 0 4 .

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Vicente Cervera Salinas El filósofo Vladimir Jankélevith lo corrobora en su magno ensayo sobre la

muerte: «Una roca no muere! Una flor artificial no se mustia nunca. Pero es que la vida eterna de una flor artificial o de una roca es también una muerte eterna... Pues sólo está vivo lo que muere; [...] una duración sempiterna, una existencia indefinidamente prolongada serían en cierto m o d o la forma más característica de la condenación: pues es en el infierno donde las criaturas están condenadas a un insomnio perpetuo y al suplicio del aburrimiento sin fin; el infierno es la imposibilidad de morir» 11 . Este espectáculo de una vida repleta de muerte, y de una imposible muerte como la «perpetua duración del infierno», se complementa con la idea de que hay una muerte en vida, que es la del espíritu abatido, declinado, mustio y apresado: el alma cuya vida ha caído del tiempo. A m b o s acontecimientos se superponen y solapan constantemente en la narración rulfiana y cabría aseverar que su fusión es la sustancia última de que está hecha la novela. El personaje de Susana San Juan, por ejemplo, expone la noción de un alma muerta, y por lo tanto, la derivación de que perviva como muerta más allá de su óbito, de que se desplome en el reino subterráneo condenada a no morir jamás. Paradójicamente, las campanas que durante un largo día repican y llaman a su duelo se transforman en una invitación a la fiesta popular. También su muerte es un reclamo a la plenitud jubilosa de la vida. Para Pedro Páramo, la desaparición de Susana y la caricatura de su velatorio terminarán por arruinar el último latido vital, convirtiéndolo en ese «montón de piedras» del páramo, y sancionando en anatema a los habitantes de Cómala. El reconocimiento de una desolación del ánimo, que desfallece en su reclamo constante al crecimiento, halla una formulación dramática en la literatura del siglo X X en la obra teatral de James Joyce «Exiles» («Exiliados»), publicada en 1918. La trama plantea el conflicto interno de un cuarteto de personajes, interrelacionados por motivos afectivos y profesionales que deambulan entre la admiración y la coherencia con los presupuestos vitales más arraigados. Aquéllos que les llevaron, incluso, a abandonar el suelo patrio y natal y «exiliarse» en otro reino, a la espera de que los convencionalismos y prejuicios reposaran en el umbral de la transformación. A su regreso, todo ha cambiado, y tal vez la suerte comience a sonreír al más audaz y brillante de ellos. Pero en el camino han tenido que ofrecer, como moneda en pago al triunfo, gran parte de sus ilusiones y la erosión

" Jankélevith 2 0 0 2 : 4 2 0 . Añade: «Por eso tenemos que escoger entre la plenitud de esa finitud o la eternidad de la inexistencia». Acuña el pensador el concepto de «órgano-obstáculo» para ilustrar la dialéctica interna de la muerte, que es al tiempo condición y negación de la vida. Se trata, según Manuel Arranz, de un impulso especulativo más en la llamada «filosofía de la paradoja».

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de su pureza por la adversidad. El gran motivo dramático de la obra versa sobre la toma de conciencia de la destrucción de lo más valioso y bello del ser. El protagonista de esta curiosa y rara creación, el escritor Richard Rowan, confiesa a su amigo y casi «doble», el periodista Robert H a n d : «Uno puede saber entonces, en cuerpo y alma, de cien formas diferentes y sin descanso, lo que algún viejo teólogo —Duns Scoto, creo— llamó una muerte del espíritu». C o l u m n a vertebral del drama son el deceso espiritual y la defunción de los órganos portadores de la existencia «biótica» del alma, como el propio Joyce destacó en su cuaderno de notas, simultáneamente a la escritura de «Exiliados»: «El alma, al igual que el cuerpo, puede tener virginidad. Entregarla, en el caso de la mujer, y tomarla, en el caso del hombre, es el acto del amor. El Amor (entendido como el deseo de lo mejor para el contrario) es un acto antinatural, un fenómeno que difícilmente puede repetirse a sí mismo, dado que el alma es incapaz de ser virgen de nuevo y carece de energías suficientes como para lanzarse otra vez en el océano de una nueva alma» 1 2 . Ese «océano de una nueva alma» metaforiza muy claramente la inmensidad psíquica que asoma en el fenómeno amoroso, como apertura de una esencia psíquica a otra, ambas de dimensiones inconmensurables. El escritor-teólogo irlandés espiritualiza las propiedades del cuerpo para ¡lustrar la imposible recuperación de lo perdido. Si el alma que una vez fue virgen dejará de serlo «para siempre», la muerte del espíritu invadirá progresivamente el territorio celular de las emociones, los deseos y los afectos, para clausurar la grávida regeneración. Muere el espíritu en tanto el campo roturado del alma queda privado, hurtado, de su vulnerable condición de fragilidad. Fría, deshojada y sin el don de retoñar, semeja el espíritu la figura de un condenado a una espera eterna, sin recompensa ni retribución. «Exiliados» en el territorio físico y político, viven su «desexilio», su regreso al hogar, como ese Ulises que nunca llegara a ser reconocido, y deambulase ignorante, él mismo, de su regreso. Así como la pérdida de la virginidad deviene enfermedad del alma, el destierro asume la disolución del retorno para el alma. En la obra de Joyce aparece de manera nada casual un personaje femenino que responde al doblemente simbólico nombre de Beatrice Justice, que amó desde una distancia física y carnal al escritor exiliado, y cuya sintonía intelectual no impidió que la longitud de separación arruinara la fecundidad de su alma. «La mente de Beatrice» —sentencia Joyce en su diario de trabajo- «es un frío templo 12

«La reprimida conciencia de esa incapacidad y la falta de energía espiritual, explican la

parálisis mental de Bertha» (Joyce 1983: 96 del Acto Segundo y 167 de las «Notas del autor»).

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abandonado en el cual en un lejano pasado se alzaron himnos hacia el cielo, pero donde ahora un sacerdote parasitario ofrece solo y sin esperanzas oraciones al Altísimo» 13 . La metáfora no puede plasmar una imagen más existencial y desolada. Una Beatrice que ha sufrido tan largo exilio como para despoblar su corazón de cualquier asomo de calor y vida. Un templo abandonado: imagen muy certera, tan certera como cruel, de la transformación de una fe robusta y cálida en un recinto yermo. De todas las metamorfosis que según Étienne Gilson pudo sufrir la Beatrice histórica para elevarse al pináculo de la gloria, jamás pudo imaginar esta desviación de su figura14. La melancolía invade ahora su persona, sus ojos expresan el grado de una aflicción tanto mayor cuanto no puede purificarse. Y si alguna vez sintió la potencia de un sentimiento amoroso, indudablemente aconteció «en el pasado». El extraordinario diálogo entre Bertha -esposa de Richard- y Beatrice - l a mujer con quien mantuvo una encendida correspondencia intelectual, donde se escondía la llama de amor viva- es decisivo para evaluar la estatura moral de la obra dramática, y también para reconocer los síntomas de las «nuevas Beatrices» en la literatura del siglo XX. En todo caso, la apuesta de Joyce no cierra del todo la compuerta a un estadio diferente, donde el ser asuma los cambios y propenda a «nueva vida», más allá de la recompensa prometida por cualquier oficiante «parasitario», o anunciada en la sonrisa antigua de Beatriz. No así en la visión expresionista y en absoluto opaca del mundo que entretejen los murmullos rulfianos. Allí sí que hallamos un perpetuo himno al desamor, una cascada constante de humedad que procede de las paredes agrietadas del templo. El padre Rentería, incapaz él mismo de perdonar, podrido en sus más 13 Joyce 1983: 177. Sobre esta obra dramática y, en general, toda la producción de Joyce, véase Pací 1987: 122 y ss. El interés por el teatro de Ibsen, en Joyce, y la buena recepción que de la obra dramática hizo Stefan Zweig son interesantes para su evaluación, en la distancia de la historia. Acerca del influjo del Dante en su literatura, la autora del volumen acredita el conocimiento de la poesía italiana, del dolcestil nuovo, y más concretamente de la Comedia, cuyo autor «Joyce sin duda conocía muy bien por haberlo leído con Charle Ghezzi y por inclinación personal» (117). 14

Gilson, en Dante et la Philosophie, propone las siguientes «metamorfosis de Béatrice»: en teología, en nombre, en bautismo, en tonsura, en cordón simbólico, en evocación, en luz de gloria. Gilson recalca su idea cental: «A l'opposé des infra-Béatrices, les ultra-Béatrices sollicitent obstinémente notre attention. Au lieu de réduire une création d'art aux dimensions d'un personnage historique, celles-ci la transfigurent en dimensions d'un personnage historique, celles-ci la transfigurent en purs symboles, comme si la valeur artistique de Béatrice n'impliquait pas essentiellement qu'elle se pose comme une réalité. [...] La seule Béatrice qui connaisse l'interprète de Dante est celle qu'il peut trouver dans les œuvres de Dante et c'est là qu'il nous la faut chercher» (Gilson 1939: 54).

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elementales principios y transformado al fin revolucionario sangriento, encarna a la perfección el siniestro perfil «parasitario» que Joyce atribuía al alma enferma de su nueva Beatriz. La síntesis rulfiana de los planos ontológicos del devenir h u m a n o exhibe una doble función, mediante la cual la vida se ha anudado con los anillos de la muerte, a partir de la pérdida de la virginidad del alma y, en contrapeso, las «almas muertas» de los vivos se prolongan, tras el desenlace temporal, en una condena eterna, donde los seres permanecen clavados en sus tumbas, sin que un soplo de salvación venga a restituirles el descanso y la paz. Como en el ya citado relato de Joyce, «Los muertos» —incluido en Dublineses (1914)— la nieve termina esparciendo su frío universal sobre los campos de las ánimas errantes, que asisten perplejas a una vida que ya no pueden sentir, por haber endurecido su pesar y su pensar en el curso de los días. Pero también se posa sobre el camposanto, donde yacen las vidas de los muertos. Muertos que, como en el caso del relato, pueden perdurar con mucha más vivida energía y fuerza en el recuerdo de los que todavía respiran. Laten y prolongan su existencia con una intensidad desconocida para los sobrevivientes. Muertos que conocieron el don luminoso y feliz de la epifanía. Pero una existencia despojada de todo tributo beatífico es la que nos muestra ahora el creador mexicano, en su reactivación mesoamericana del Averno. En Cómala, la única epifanía posible es la de una visión árida y devastadora de la sociedad humana. El agobio físico de una canícula asfixiante se posa desde el comienzo, cuando Juan Preciado y su hermanastro Abundio, el auriga del descenso, descienden por ese camino «que subía y bajaba», en cuyo fondo se percibe la imagen soñada de la tristeza: un «puro calor sin aire», una bandada de cuervos y la llanura al fondo, como una «laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris». Las asociaciones bíblicas con las imágenes de las ciudades condenadas por la lluvia de fuego y el salitre del viento procedente del Jordán, retornan a nuestra memoria cuando pisamos la pedregosa senda que nos conduce a la «città dolente», aquélla que ahora se sitúa, de la mano de Rulfo, «sobre la brasa de la tierra, en la mera boca del infierno». Todo, desde este momento, se torna despiadado. La tierra es ceniza, el «retrato viejo» de la madre que acompaña a Juan en el camino, «calentándole el corazón», y que fue cuidadosamente guardado por ella «en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de hierbas», se descubre agujereado y mordido por un tiempo fatídico. Es el momento de la primera revelación de Cómala: Pedro Páramo, el padre que nunca conoció y a quien ahora busca, «murió hace muchos años», pero sigue siendo, como entonces, «un rencor vivo». Desde un sentir simbolista, caro a la revisitación de los autores nórdicos a quienes tanto admiró Juan Rulfo, todo

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propende a su condición de polvo originario, en cuya sustancia, empero, se han transformado los miembros del cuerpo, y el cuerpo mismo de la realidad física y biológica. Son esas mismas partículas que se divisan al trasluz, y que invisibles, se posan sobre los objetos para dejar constancia de nuestra dimensión final, como tan certeramente expresó Bjórstjerne Bjórnson en su novela corta El polvo 15. Toda la topografía del infierno estructura la trama de la novela. La gran novedad del topos rulfiano estriba en la ubicación, en el puro centro de este averno jaliscense, de la trágica figura del amor. Desde las alturas ebúrneas de la luz intelectual ha descendido Beatrice a la fragua de la sinrazón, y sus palabras de antaño, en que la sutileza alambicaba conceptos teológicos y verbalizaba la virtud de la inteligencia, deviene locura y sinrazón. Sus juicios más alquitarados y la música de sus versos invierten por completo su naturaleza, y se tornan opacos, polvorientos, llenos de tierra y carcomidos por los comejenes del tiempo, trastrocada su finura en demencia, y metamorfoseado su espíritu en el recuerdo constante de la lascivia, del incesto y de una sexualidad turbia y clausurada en su propio encierro. Esta es la Beatrice que Pedro Páramo amó. A quien veneró desde su niñez y con la que se pudo desposar en su edad adulta, cuando Susana San Juan vivía en el escalofrío, y cuyos pensamientos abrazaban con ardor el Apocalipsis. La misma a quien idolatró su propio padre, convirtiéndola en sujeto del delirio abstruso. La mujer amada de Páramo no fue velada por una ciudad doliente. Su extremaunción le hizo sentir la concupiscencia de la carne, cuando Rentería le administraba el cuerpo de un perdón en el que ninguno de ellos creía. Un orgullo helado aureola el personaje de la mujer, destinada a una gelidez que termina quemando y que destruirá, con su frío ardoroso, las últimas células sanas del corazón pétreo de Pedro y de Cómala 16 . Una concepción desestructurada 15

Rulfo atestiguó esta predilección por la literatura nórdica en varias ocasiones. En conver-

sación con alumnos de la Universidad Central de Venezuela, acto presentado y presidido por José Balza, declaró, por ejemplo que «los escritores nórdicos fueron en realidad la influencia que he tenido más cercano. Yo empecé a leer a los nórdicos, a Knut Hamsun, a Bjórnson, a Selma Lagerlóf, en fin... A mí siempre me ha gustado la literatura nórdica porque da la impresión de un ambiente brumoso, neblinoso, ¿no? Me gusta mucho lo triste a mí, lo triste y lo opaco. Entonces, todos los escritores nórdicos me interesan» («Juan Rulfo examina su narrativa», en Rulfo 1992: 876). 16

Carlos Blanco Aguinaga señala, al respecto, algo interesante: «Por Susana San J u a n tiene

Pedro Páramo la doble vertiente del personaje total que no tienen los otros en la novela. Y es esta doble vertiente, la tensión que en él crean los dos planos opuestos de vida (violencia exterior, lentitud de dimensión interior del sueño), lo que hace de Pedro Páramo un personaje de dimensión trágica. Toda su violencia y fría crueldad exteriores resultan ser un esfuerzo inútil por conquistar el intocable castillo de su sueño y su dolor interiores [...]. Pero logra todo menos lo que más le importa, lo que, desde niño, le distraía del mundo exterior: el amor de Susana San Juan, la que se

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del «bien amoroso», que conduce irremisiblemente al mal, como ausencia, como limitación, como impotencia y como falta. Carlos Fuentes, gran deudor de las grietas rulfianas, lo describe con precisión, recalcando que «si el amor es ese río que fluye y mantiene la vida, ello no significa que el amor y sus atributos más preciados —el bien, la belleza, el afecto, la solidaridad, el recuerdo, la compañía, el deseo, la pasión, la intimidad, la generosidad, la voluntad misma de amar y ser amados— excluyan lo que parecería negarlo: el mal»17. El síndrome de Beatriz parece ser consustancial a este sentimiento, donde cierta perversión se instala, para desbaratar el imperio de la gracia. Si la muerte —acierta a afirmar Fuentes en recuerdo de Bataille— es «el imperio del erotismo real», la «continuidad del amor lo hará más intenso en ausencia mortal del ser amado». Por ello, la trágica pervivencia de Eros intensifica la emoción sentida, en el momento en que la figura idolatrada desaparece, bien por efecto de la muerte y la distancia física, bien por la otra distancia que pervive en la enajenación. «Cathy y HeathclifF en Cumbres borrascosas. Pedro Páramo y Susana San Juan en la novela de Rulfo»18, son los emblemas que Fuentes allega. Es ese despliegue mórbido del sentimiento, que ya no puede apoyarse en ninguna trascendencia, en escalas cromáticas de ascenso a la armonía celestial, en los encadenamientos poéticos que riman nombres hasta la gloria. «Sólo al dejar de ser, Amor es fuerte!», exclama en el poema «El tálamo eterno» César Vallejo. Un poema que llegó a él y se proyecta hasta nosotros, funéreamente enviado por «los heraldos negros»: «Y la tumba será una gran pupila, / en cuyo fondo supervive y llora / la angustia del amor, como en un cáliz / de dulce eternidad y negra aurora»19. Una aurora negra, en efecto, pero sin el mínimo sabor a «dulce eternidad» es la que preside los días que comienzan en Cómala, días en que no llega a amanecer, y que repiten incansablemente las plegarias, los relatos y las cuitas de quienes quedaron incrustados en la tierra que los vio nacer. Se nos ofrece, al hilo de las vueltas narrativas y de los reveses de una temporalidad enquistada y embarrada, disuelta en un lodo del que no puede desprenderse y que la hunde en sus grietas, toda una poética de lo terrestre, un onirismo material de clara fascinación por la fuerza de gravedad hacia el descenso, como canto posesivo de la tierra. marchó del pueblo dejando una llaga en el alma del niño que, día tras día, año tras año, no deja nunca de buscarla» (Blanco Aguinaga 1998: 107). "

Fuentes 2002: 17.

18

Fuentes 2002: 23.

19

«El tálamo eterno», en Los heraldos negros (1918). Cito por Vallejo 1988: 89. En el poema

«Para el alma imposible de mi amada», también de Los heraldos negros, leemos algo allegable: «Quédate en la eterna / nebulosa, ahí, / en la multiciencia de un dulce noser» (88).

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Una psicología del abismo, según Gastón Bachelard, campa a placer en la literatura telúrica de Rulfo. Y como principio consustancial de la misma, la detección de los «quistes morales» ofrece el espectáculo de la morbidez abandonada a su propia naturaleza, sin ninguna rienda que sujete el arrebato del delirio. «Descendiendo lo suficientemente abajo en el psiquismo, mediante una suerte de desarrollo natural, el sueño gráfico encuentra, incluso por debajo de los sedimentos de la vida personal, el terreno arcaico, los arquetipos de una vida ancestral». En ese viaje quimérico a los arcanos colectivos, escritores como Rulfo acuden a todo un simbolismo cifrado en los relatos de la antropología religiosa, mítica o ya codificada por la historia de la literatura, como sucede con los arquetipos tectónicos que Dante esculpió en las rocas, los minerales, las montañas y los cristales. Las imágenes del descenso ofrecen al respecto un caudal riquísimo para nuestra aproximación, desde estos modelos culturales, a la literatura posterior. La tentativa por aislar los nudos psíquicos, los «quistes morales» en la personalidad de Susana San Juan, por ejemplo, son parcialmente revelados por imágenes prestadas de esta psicología del abismo 20 . Casi todo el universo mental de este personaje remite, en suma, al topos de una vertical hacia el descenso, al menos tal como Rulfo nos rescata los episodios primordiales de su biografía. Es el caso del famoso pasaje en que se nos descubre la bajada física de la niña, atado el cuerpo a una cuerda sujetada por su padre y merced a la cual ella desciende, en inestable vaivén, a un pozo seco. El macabro suceso importa como lugar preciso donde reconocer la huella, la muesca, la herida que desarrollará el inmenso vacío del espíritu de Susana. Descubrimos la fisura dentro de la fisura, el pozo de la conciencia entenebrecida para siempre, abierto en el interior de otro agujero negro, en que se internará la niña para no salir jamás. El narrador resulta bastante explícito al respecto: nos describe los pies «bamboleando en el no encuentro», la diminuta entrada abierta entre las tablas, y la sensación de pavor que la paralizó cuando sus manos adivinaron un objeto en el fondo del pozo. Todo en este breve relato de la niñez, de gran precisión y hosca belleza, intenso y plástico como casi siempre en Juan Rulfo, converge hacia la exaltación apoteósica del espesor más tétrico. Bartolomé San Juan no duda en someter a su hija a tal acción, acometida con acendrada crueldad, con

20

Véase el capítulo «La psicología de la gravedad» en Bachelard 1994:437 y ss. «Súbitamente,

el sujeto que realiza ese esfuerzo imaginario para entrar en una intimidad de la materia dura descubre en su propio psiquismo, pero siempre en forma de imagen, una especie de concreción moral, un quiste moral, que será preciso disolver y dividir. Descendiendo mediante la imaginación en una cosa, el sujeto ha descendido a sí mismo».

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tal de obtener el supuesto botín de oro desparramado en la hondura. S u s a n a , estremecida por los gritos del padre, palpa y sopesa el cuerpo del supuesto tesoro, convertido en una calavera que se desarticula entre sus m a n o s . Finalmente, se desmaya en su primer acceso de enajenación. C o m o cabe deducir, el mitema del descenso órfico a las zonas abisales y siniestras del espacio recae ahora, despiadadamente, en la existencia de un personaje «condenado» por el propio deseo, la codicia del «bien ajeno», del progenitor. Sin d u d a alguna, esta intersección del relato queda asociada a la personalidad femenina de Susana, y los lectores reconocen los síntomas de la demencia en el corazón mórbido de la mujer adulta, que seguirá indefectiblemente cumpliendo los designios y los deseos de su padre, defendiéndose del dolor por la vía de la sinrazón, c o m o abandono y f u g a de la voluntad. Por este m i s m o motivo, sus apariciones narrativas irán asociadas en su casi totalidad por una poética del espacio lúgubre, claustrofóbico y viciado, en la atmósfera que se respira y en el aire de sus sueños, verdaderas pesadillas de la voluptuosidad atormentada. Espacios de la morbidez son, para Susana, la habitación donde yace en constante tedio, asediada por el cuerpo de su padre, o el fantasma del deseado Florencio, alcoba de ventanas clausuradas. E n dicho recinto la hallará en todo m o m e n t o Pedro Páramo, una vez que la consiga c o m o esposa, m a s nunca c o m o pareja, extraviada en el devenir errático y turbulento de sus sensaciones y su permanente abulia. Y desde el pozo y la alcoba, viajará el cuerpo y el a l m a muerta de S u s a n a a un m á s allá que no podrá ser sino la o m i n o s a repetición del m á s acá: la t u m b a con las m i s m a s tablas que su padre rompió para que, por primera y definitiva vez en su existencia, descendiera. Parece así cumplirse el fatalismo rulfiano. La voz de la a m a d a será un murmullo m á s en la ciudad de los desheredados de toda luz 2 1 . T o d a esta a m a l g a m a opaca de oquedades, donde se metaforiza el sujeto y la historia del personaje femenino en la novela, posee u n a leve línea de f u g a , a cuyo través la poética del abismo se calma y adentra en categorías ajenas a las empresas del infierno. Aludo a los breves y muy contenidos pasajes en que el narrador

ausente —con el que d e n o m i n o al que no pertenece a la galería de

sombras de C ó m a l a , ni t a m p o c o a la voz de J u a n Preciado, que f u n g e c o m o narrador c o m p l e m e n t a r i o - abre u n a ventana al espacio vital, d o n d e el aire y el a g u a reemplazan la poética de la tierra, tan d o m i n a n t e en la novela. Se trata de aquellos sucesos vinculados a la infancia de Pedro Páramo, y en su seno, los momentos vividos en c o m p a ñ í a de la niña S a n J u a n , la que todavía no asumirá

21

C o n referencia a la importancia de la mujer en la novela de Rulfo, véase el artículo de

María Luisa Bastos y Silvia Molloy (1978).

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la naturaleza de la mujer, la áspera y visceral Susana. Estos episodios, como el relativo al juego del papalote, o la cometa, encaramados en la loma de C ó m a l a , o el recuerdo fugaz de los niños bañándose desnudos a las orillas de un río, cuyo nombre desaparece para ellos y también para los lectores en las «aguas del olvido», arrojan jirones de alegría en el cosmos despiadado y melancólico que Rulfo fotografió verbalmente en su novela. L a primera escena nos muestra al niño Pedro librado al éxtasis mental, arrobado en la delectación morosa de sus pensamientos, que el narrador nos ofrece siguiendo el curso interior de los mismos, quebrado por la l l a m a d a inquisitiva de su madre, que le exige salir del excusado y ocuparse en la tarea de desgranar el maíz. El plano fijo del muchacho, encerrado en un doble nivel, físico y especulativo, provoca una sensación de dicha atrapada, en todo ajena a la cualidad sombría del resto. Parece como si la parálisis del personaje, su quietud, propiciara una mayor libertad para el movimiento de su recuerdo dichoso. N o s hundimos en el escenario de la memoria a través de la plena subjetividad de su deliquio. Un soplo fresco de aire puro inunda entonces la página, al mismo tiempo que oxigena el hilo de su recuerdo, que vuela tan desprendido de la tierra como ese «pájaro de papel» que Pedro hace volar, mientras Susana San Juan aprieta sus manos, soltando el hilo de la vida. Esta escena resulta, a mi parecer, una de las más importantes de la novela, básica para la comprensión de la naturaleza del amor que Rulfo radiografía, y esencial para definir el comportamiento psíquico del síndrome de Beatriz, que sufrirá de manera cruda e irremisible el niño Pedro, el tirano Páramo, el decrépito «montón de piedras». Aquí se gesta su personalidad sensible, solitaria y fatalmente destinada a la soledad, como la naturaleza poética de Dante se funda en su primer encuentro con Beatrice, antesala del erotismo cifrado de su vita nuova y de las metamorfosis sublimatorias subsiguientes. En el caso de Rulfo, ello sucede en una situación de absoluto contraste, donde el signo del encierro adquiere proporciones simbólicas, pues la mayor libertad del pensamiento fluye en el seno de los interiores, determinando así el ámbito del encierro en que se desarrolla la mayor parte de la narración. Un solo instante en el recuerdo, inmenso en su significación, faculta todo un entramado antitético: el vuelo del pensamiento se alza sobre la pujanza de la tierra, aunque la cola «de hilacho» termine perdiéndose entre los grumos de una tierra que todavía posee verdor. Susana, la de los ojos de aguamarina, y Pedro están ubicados sobre la loma verde, en «la época del aire», y el pueblo se divisa desde la altura. Todos estos elementos aislan una visión gozosa del mundo, que se aligera y alivia por un instante imposible de computar, para clausurarse

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de manera abrupta en el hermetismo de las cuatro paredes, que es el retículo donde el alma se aprisiona: la habitación, el pozo, la tumba y, a fin de cuentas, Cómala, que descubrirá su condición de cementerio. Los fragmentos que introduce Rulfo en la estructura narrativa, a continuación de este episodio «paradisíaco», insisten en el sema de la acuidad mnemónica de la niñez de Pedro. En este sentido, conviene también acudir a la perspectiva crítica de Bachelard que, desde su óptica fenomenológica de la creación artística, nos ofrece unas categorías basadas en los elementos fundamentales y míticos de la naturaleza. En su estudio El agua y los sueños es totalmente asertivo en su juicio: «Deberemos tener siempre presente que el verdadero tipo de mezcla para la imaginación material es la mezcla del agua y de la tierra»22. Dicha simbiosis es usada artísticamente por Juan Rulfo, y es la que permite marcar la dicotomía entre los recuerdos —asociados a la fertilidad acuosa— y el plano de ese presente absoluto, donde la tierra de Cómala siembra las semillas del desierto. Conviene insistir en este punto, evocando el ámbito de un infierno hecho de tierra, existente en sus tentáculos como raíz eterna, y que sobrevive al tiempo de la vida, para aherrojar a sus condenados a una prolongación de los tormentos en el mismo lugar donde moraron. Los breves intersticios de libertad que la novela ofrece, despiadada en su fuerza de gravedad, se escurren a través de presencias líquidas. La escena convocada anteriormente comienza, en efecto, con la imagen del «agua que goteaba de las tejas» y que «hacía un agujero en la arena del patio». El narrador acota a la perfección la mirada de su personaje, y nos muestra en detalle el mínimo espectáculo de la gota, en su sonido y en su destino, «en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos». Cuando la tormenta se aleja, el pensamiento se serena, y la mirada se hace detenida y límpida, refrescada la mente y despierta a la observación atenta de la realidad. Es el momento en que en el corral las gallinas picoteaban las lombrices «desenterradas por la lluvia», y el sol acometía su trabajo de vida. El niño observa la actividad de la naturaleza devuelta a su condición primera: la regeneración constante, la que el tiempo detendrá en el panteón de Cómala. Pero ahora, descorriéndose en las nubes, el astro «sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire dándole brillo a las hojas con que jugaba el aire». Este espectáculo de la naturaleza es el que abre la compuerta al episodio de la cometa, antes mencionado, por una hermosa ley de asociación sensitiva. 22

«Quizá más que cualquier otro elemento, el agua es una realidad poética completa». Véase

Bachelard 1994: 2 7 - 3 0 .

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Viendo llover desde Cómala, se hace visible el deseo de su fantasía 23 . Se trata de la «alta fantasía», la que proclama con encendido orgullo el Dante en los últimos tercetos de su Commedia. La misma que pautó el ascenso posible a los nueve círculos del Paraíso: S'i'era sol di me quel che creasti novellamente, amor che'l ciel governi, tu'l sai, che col tuo lume mi levasti. Quando la rota, che tu sempiterni desiderato, a sè mi fece atteso con l'armonia che temperi e discerni, parvemi tanto allor del cielo acceso de la fiamma del sol, che pioggia o fiume lago non fece mai tanto disteso Paradiso I: 73-8024 Una sola vez se nos ofrece una epifanía de naturaleza paradisíaca en los fatigosos paisajes de Cómala, pedregales sarmentosos y lomas secas, de tonos

Los ecos de esta lluvia percutirán gravemente en la literatura de uno de sus máximos admiradores, Gabriel García Márquez, que tratará la poética del agua y de la tierra a partir de los textos rulfianos. El autor colombiano confesó que «el descubrimiento de Juan Rulfo - c o m o el de Franz Kafka- será sin duda un capítulo esencial de mis memorias». La lectura de Pedro Páramo le fue aconsejada por Alvaro Mutis, y provocó, en la larga noche que le dedicó, sin interrupción posible, un efecto «mántico» trascendental para su posterior actividad creadora: «Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de 23

Bogotá —casi diez años atrás—, había sufrido una conmoción semejante [...]. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores». El conjunto de la obra de Rulfo, «no más de 300 páginas», a las que considera «tan perdurables como las que conocemos de Sófocles» resultó capital para García Márquez; su escrutinio, «me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros» (García Márquez 1992: 799-801). Para corroborarlo, basta recordar el comienzo de su novela «Cien años de soledad» (1967) y cotejarlo con este pasaje de Rulfo: «El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de la cama...» (246). 24

En traducción de Ángel Crespo: «Si yo por mí era sólo el que creaste / nuevo, amor que

los cielos organizas/ tú lo sabrás que con tu luz me alzaste. // Cuando el rodar que tú sempiternizas/ deseado, me atrajo hacia su seno/ con el orden que riges y armonizas, // al cielo contemplé de ardor tan lleno / por el sol, que la lluvia o la corriente / nunca en lago cambió tanto terreno» (Paraíso 2003: 11).

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grisáceos, de sienas y ocres, y de aires quietos. Una única ocasión, activada por el resorte vital de la lluvia, que dinamiza un pensamiento expansivo y creador. Ya Bachelard nos había avisado, con certera intuición, de que «el agua es el objeto de una de las mayores valorizaciones del pensamiento humano: la valorización de la pureza» 25 . En la cumbre de esta fantasía libre del muchacho se eleva en majestad la figura de Susana, cristalizada en transparencia y ascendida por obra y magia de la imaginación y henchida de amor. El paraíso se columbra al comienzo de la novela, y en la etapa de formación de la sensibilidad y los afectos de la vida de Pedro, concretándose «a centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo». La imagen se destaca sobre un panorama escénico de indudables raíces religiosas, despegado del mundo y aislado para inmacular su posible contaminación. Por mecanismo lírico de asociación, en un salto metafísico, «escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras», corona desde el páramo la sede ideal de la Beatrice mexicana. Y al anochecer, cuando la lluvia vuelve a brotar, el goteo persistente cala de nuevo el fondo de la meditación de Pedro. La misma que le llevará a entonar el que será, desde ese momento, su credo: «Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada vez que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana». Con gran acierto narrativo, con gran crueldad enunciativa, interpone entonces el narrador la imposición del ámbito exógeno, el que se eleva con impía constancia de realidad, ante la mirada del personaje, el mundo externo que lo rodea y que convierte su «alta fantasía» en aire, el aire quieto y viciado de Cómala. Así, el «siseo de lluvia» se asocia a un «murmullo de grillos», el primero de una larga polifonía de voces muertas, que como murmullos habitan Cómala. El sonido atenuado, escondido, va dejando paso a la audición de los rezos apagados de las mujeres. La imagen amorosa se trueca en la visión tremulante de una mujer que sostiene una vela, atrofiada en dimensión expresionista, por el efecto óptico de la sombra que refleja «descorrida hacia el techo, larga, desdoblada», y finalmente hecha pedazos por las vigas del techo. La tristeza de la madre, los sollozos que emite se confunden al cabo con la lluvia y viene a desplazar la epifanía celestial del pensamiento, enturbiando para siempre el corazón con sus tinieblas. La cadencia del fragmento es, como siempre en el estilo narrativo de Rulfo, precisa y tajante. Un «amén» de luto eterno saja de raíz el vuelo. El tiempo de la dicha se agrieta y cae a la eterna duración del 25

Bachelard 1994: 28.

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espacio: «El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo» 26 . Como vemos, la poética del abismo avanza hasta formar los muros que encierran el líquido esplendor de la novela. La potencia de la tierra sofoca la respiración de la belleza, y las imágenes de la elevación son imantadas por la gravitación hacia el precipicio. Allí, bajo el lecho de la turba, yacen los comalenses sin descanso. Sus oscuras raíces retoñan sometidas a un ciclo perpetuo en la reminiscencia de los pecados que no cesan. La primavera mezclará «memorias y anhelos», removiendo los «escombros pétreos» y engendrando «lilas perezosas» de una tierra tan yerma como la descrita por Eliot en «El entierro de los muertos» 27 . El alma virgen de Susana fue ultrajada en el descenso abisal a la tierra de los muertos, provocando un desmayo físico que dictará su destino. Esa anulación de su conciencia, en el territorio simbólico del pozo, pesará con una fuerza de gravedad absoluta, mucho mayor que la que pudiera propulsar inversamente la imaginación ascensional del niño enamorado. También el espíritu de Pedro sancionará la pulsión de muerte que se ha alojado en las entrañas de Cómala, y que en su caso se materializa con la despedida de Susana, el día que abandonó la población en compañía de su padre. Desde ese momento, los ritos de vegetación comienzan a desaparecer en la dinámica natural del espacio. El joven Páramo descuidará sus tareas y rezongará ante las advertencias de su abuela, cuando le inste a cumplir su cometido en el cuidado de los niños o en el cultivo del maíz. La tierra que hollan se endurece como el espíritu de las gentes de Cómala comienza a marchitarse, a amarillear, a metamorfosearse en la semilla que cayó en terreno pedregoso. Los breves fogonazos de luz paradisíaca se ensombrecen para hundirse en la sequedad umbría, donde las almas se pudren y los cuerpos se resignan a persistir en su memoria ingrata e impía. Y si alguien pregunta el porqué de un fatalismo tan atroz, se escuchará la voz del poeta por única respuesta: «¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen / en estos escombros pétreos? Hijo de hombre, / tú no

26 Los tres fragmentos sobre la infancia de Pedro aparecen al comienzo de la novela (Rulfo 1992: 187-192), una vez que Juan Preciado encuentra a Eduviges Dyada, en cuya casa encuentra alojamiento. Son tres escenas encadenadas, que surgen con la imagen de la lluvia y concluyen con la inmovilización del tiempo en el reloj de la iglesia de Cómala. En ellas se halla la almendra de la historia amorosa, tal como se gesta en la imaginación del niño, donde queda grabada para siempre. 27 «Abril es el mes más cruel; engendra / lilas de la tierra muerta, mezcla / memoria y anhelos, remueve / raíces perezosas con lluvias primaverales. / El invierno nos mantuvo cálidos cubriendo / la tierra con olvidadiza nieve, nutriendo / una pequeña vida con tubérculos secos» (Eliot 1930: 13-14).

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puedes decirlo, ni adivinarlo, pues tú tan sólo conoces / un montón de imágenes rotas, donde el sol bate. / El árbol muerto no cobija, el grillo no consuela, / y la reseca piedra no mana agua» 2 8 . Son palabras de Eliot, que se ajustan con justeza y crueldad a ese espectáculo de lo mustio y maldito que tan plásticamente compuso Rulfo. Esa «reseca piedra» que no «mana agua» parece la paráfrasis perfecta para condensar la orografía física y espiritual de la novela. Así pues, «teñida de rojo por el sol de la tarde», ataviada con el mismo color de Beatrice en la biografía dantesca de la mocedad, saldrá Susana San Juan de C ó m a l a , «por el crepúsculo ensangrentado del cielo». El ocaso rima con la huida, y el abandono con la muerte. El síndrome de la ausencia se enraiza en el pecho del amante hasta convertirlo en un páramo. Desde este momento, el peso de la pérdida alimenta el deseo de un amor baldío. El pensamiento de Pedro remitirá siempre a esta despedida, creciendo sobre los rescoldos de esa hoguera, de esa primera incursión en el infierno: «Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: " L o quiero por ti, pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él". Pensé: " N o regresará jamás; no volverá nunca"». En efecto. El pronóstico, de algún modo, se verifica. El regreso de Susana, años después, ya viuda y aislada en el calvario de su locura, supondrá tan sólo el regreso de un cuerpo muerto en vida, de un espíritu fenecido. El tiempo ha convertido al joven Pedro —con trazas de «flojo» al decir de su padre, don Lucas— en el enjuto y seco hacendado; y a la niña, en la imagen trágica de la hermosura corrompida. Viuda, deseada por su padre y progresivamente hundida en la vorágine de los recuerdos lascivos, es la viva imagen de esas lilas que florecen en el mes de la crueldad, germinadas en una tierra que muere. La inversión del modelo clásico no puede ser más violenta. La muerte de Beatriz genera la metamorfosis de la primavera, en la rosa del Empíreo. El síndrome formaliza el poema, la belleza lírica, el fervor intelectual, la glorificación divina. «La Beatrice che Dante fra poco potrà ammirare nella gloria del Paradiso terrestre non è più la Beatrice "angiola giovanissima" della prima visione, né quella del successivo suo salutare che animerà le liriche del libretto giovanile», declaran los comentaristas del amor dantesco 2 9 . D e cielo en cielo, añaden, crece su esplendor, mutada en «dolce guida» del poeta, «ormai gloriosamente accolto». Su bellísimo parlamento en el canto X V I I del Paradiso sintetiza el don de su vision arcana. La metamorfosis de la infamia, que asola el 28

Eliot 1930: 13-14.

29

Véase D ' A n d r i a 1979: 2 2 0 .

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m u n d o , e n la e s p e r a n z a d e l f r u t o v e r d a d e r o , q u e s u r g e e n el á r b o l t r a s la flor ( « e vero frutto verrà d o p o ' l

fiore»):

O h c u p i d i g i a che i m o r t a l i a f f o n d e sì s o t t o te, che n e s s u n o ha p o d e r e di trarre li o c c h i f u o r d e le tue o n d e ! [...] F e d e ed i n n o c e n z a son reperte solo ne'parvoletti; p o i c i a s c u n a pria f u g g e che le g u a n c e sian coperte. [...] C o s ì si fa la pelle b i a n c a nera N e l p r i m o a s p e t t o de la bella figlia D i quel c h ' a p p o r t a m a n e e lascie sera.

Paradiso

X X V I I : 121-123; 127-129; 1 3 6 - 1 3 8 3 0

E n l a s a n t í p o d a s s i m b ó l i c a s y f í s i c a s d e e s t e p a r a í s o c o m p a r e c e la s e m i l l a p o d r i d a q u e e v o c a J u a n R u l f o . L a a u s e n c i a d e S u s a n a S a n J u a n p e t r i f i c a r á el a l m a d e P e d r o , s u m á n d o s e al a s e s i n a t o d e s u p a d r e L u c a s P á r a m o y l a m u e r t e a c c i d e n t a l d e s u h i j o M i g u e l , y d e v a s t a r á la t i e r r a d e C ó m a l a 3 1 . P a r e j a m e n t e , el r e g r e s o d e l a m u j e r es l a a p o t e o s i s d e l i n f i e r n o : h u é r f a n a d e p a d r e p o r d e s i g n i o

30 «¡Oh avidez, que en región tan baja afondas / al mortal, que carece del poder / de mirar por encima de tus ondas! // [...] La inocencia y la fe son descubiertas / sólo en los niños; que huye cada una / antes que las mejillas sean cubiertas. // [...] Cobra negro color y al blanco aleja / la

piel que a la hija bella embellecía / del que mañana trae y noche deja». (Paraíso 2003: 180-181). Merece recordarse el comentario de estos versos por parte de Michele D'Andria: «Questa terzina costituie, per i commentatori, uno dei più chiusi enigmi danteschi [...]. Si comincia de quel primo termine avverbiale, non soddisfatti di vedervi un semplice attacco di conseguienzialità, e si passa a scandagliare la «bella figlia» per vedervi chi l 'Aurora (Torraca, Parodi), chi Circe (Galanti, Folomusi Guelfi) e chi la luce solare (Porena). M a forse Dante non avrà voluto fare altro, con quella terzina conclusiva, che ricondurre, in una immagine più plastica, il dire delle terzine inmediatamente precedenti e precisamente nell'immagine più calzante della fanciulla bella (in cui compendia la genericità dei "parvoletti" di prima), la quale negli anni della puerizia, oltre che bella, avanza in candore di pelle, mentre tal primo aspetto si fa scuro in prosieguo per quel carico che apporta il nuovo giorno a detrimento del patrimonio di purezza, che ciascuna sera si lasce dietro le spalle» (D'Andria 1979: 272-273). 31

El episodio de la muerte de Miguel será narrado con pormenor. N o así el de Lucas Páramo.

Dorotea le narra brevemente a Juan Preciado los sucesos: «Pedro Páramo causó tal mortandad después que le mataron a su padre, que se dice casi acabó con los asistentes a la boda en la cual don Lucas Páramo iba a fungir de padrino» (Rulfo 1992: 257).

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del cacique y desposada al fin, carente de amor, con Pedro, se sumirá sin remisión en los abismos de la insania, y en el retorno de una concupiscencia patológica. Las cobijas del lecho, las paredes del cráneo, la puerta de su habitación, que sólo habrá de entornarse para recibir la visita de su padre muerto, quedan indefectiblemente cerradas para el tirano. La «sombra del paraíso» es cada vez más escueta, más fina y desdibujada. Se pierde entre los escombros del tiempo, como la Beatrice clásica sabía, y Susana, en su dispersión mental, olvida o ignora. Progresivamente invisible por el efecto corrosivo de los años, las imágenes de la altura se han desvanecido. En el momento de su muerte, el recuerdo entonará una vez más el ritornello de su agrietada melodía: la imagen de don Pedro, sentado en su equipal, con el rostro embadurnado en sangre, sin fuerza para levantar sus brazos, retornando al lugar «de lo vivo lejano», allí «donde había dejado sus pensamientos». Una vez más, el espacio pauta los renglones de la temporalidad. El recuerdo es un dominio bien delimitado y, aún más, blindado, en cuyo centro fulgura el epitafio de un deseo. Consciente de su fin, mantendrá todavía una mirada fija, que le devolverá, impasible y fría, el espejo de su ser en la naturaleza: «La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía». Rulfo en este instante es contumaz, preciso y seco. La muerte del espíritu ha secado el interior de un ser que ve, día a día, morir «alguno de sus pedazos». Un detalle centra la atención del narrador, y con gran maestría nos ofrece la imagen que transfiere toda la simbología de la pérdida, en el plano del árbol paraíso —precisamente del «paraíso»- que, en ese preciso instante, «se sacudía», «dejando caer sus hojas». Precioso detalle que, no por azar, enlaza con una escena inmediatamente anterior del relato, previa a la narración centrada en el arriero Abundio y el subsiguiente asesinato de Pedro. En una soledad de largas horas, dormitando en su vejez, rememora el instante en que la imagen de Susana apareció ante su vista, por última vez, y pasó rozando con su cuerpo las ramas del paraíso, llevándose con su aire las últimas hojas. En ese momento, la atmósfera coloreaba una «pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la neblina». El sudario natural que cobija el cuerpo muerto del día decora la escena. La muerte de Pedro Páramo repite mágicamente la sacudida invisible del árbol, cuyas ramas se dispersan, una vez más, y vuelan como el equipaje que Susana portará para su viaje al reino de la sombra. En esta misma clave cabría aducir el juicio de algunos exégetas de la obra del Alighieri, que enfocan su tratamiento desde parámetros más atentos a la composición completa y simbólica de la Divina Comedia. El progreso del peregrino poeta que deambula por los orbes metafísicos elevándose desde la «selva oscura» del Canto I del Inferno a la beatífica visión de los últimos tercetos es visto por

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Giuseppe Mazzotta, verbigracia, como un entramado más ambiguo y recursivo. A través del «lenguaje metafórico» dantesco toda la realidad poética descrita se muestra perpetuamente fragmentada en alusiones donde el poeta trunca las visiones y escamotea los hallazgos perceptivos. La imagen del jardín edénico, tan frágil como sutiles son las metáforas que la evocan, enlaza siempre con la tierra estéril del desierto 32 . Como agudamente sostiene John Freccerò 33 , algunas terzinas finales del Paradiso encubren, bajo el sabor de la fe, la amargura de la disolución: «Cosi la neve al sol si disigilla; / cosi al vento ne le foglie levi / si perdea la sentenza di Sibilla» (Paradiso XIII: 64-66). Los versos destilan un poso acerbo, prebarroco, una amenaza del regreso al polvo y a la nada, un «sapori di cenere»: un sabor de cenizas. Se trata, en suma, de lecturas que deconstruyen la unidireccionalidad simbólica, la poética de la elevación y la apoteosis de la teología 34 . Exégesis de la «gran obra» que estarán muy presentes en la literatura contemporánea, y que participarán de una visión del Eros aureolada del color terroso de la muerte. El corazón delator de Sigmund Freud, y con él, los ecos y latidos de Georges Bataille, con su visión de un erotismo que es tanto más completo cuanto más se acerca a las formas de la destrucción. La destrucción o el amor, que también es equivalencia del poeta. Un «arcángel de las tinieblas» sobrevuela los círculos del Paraíso, cuyo árbol deja caer sus hojas ante el espectáculo de la muerte. El mundo, a esta nueva luz hecha de «sombras» del Paraíso, es vislumbrado como un «infierno celeste»35.

32 «Alongside the presence of a representation adequate to its spiritual reality, the poem repeatedly dramatizes a world of dissemblance, empty forms and illusory appearances which the poet repeatedly demystifies but to which the poem is irrevocably bound. In this sense, the poem always places us in the land of unlikeness of Inferno I; it reverses the conventional hierarchy of the pilgrim's distorted vision trascended by the poet's synoptic view and, more generally, it shows that poetry is at odds with its own explicit statement». Mazzota 1979: 269-270. Véase el capítulo «Allegory»: 227-275. 33

Freccero 1989: 290-291. Véase en general el capítulo «La selva y las estrellas». La traducción de Ángel Crespo: «Y como nieve a la que el sol deshila, / así el viento, en las hojas arrastrada, / se perdió la sentencia de Sibila» (Paraíso 2003: 219). 35 No cabe olvidar el poema de Vicente Aleixandre, con el oxímoron que manejo («el infierno celeste») y toda la iconografía invertida del Paraíso, custodiado por ese «Arcángel de tinieblas», que le da título: «Humo abisal cuajante te formó, te precisó hermosísimo. / Adelantaste tu planta, todavía brillante de la roca pelada, / y subterráneamente me convocaste al mundo, / al infierno celeste, oh arcángel de la tiniebla» (Aleixandre 1982: 101-102). Anotemos, asimismo, que tras Los murmullos, el segundo título propuesto para la novela fue Una estrella junto a la luna (Roffc 2003: 132). Remite a un pasaje de la novela, en que Juan Preciado se precipita en el tiempo de los muertos: «Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna...». 34

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En este infierno terrestre, cada vez más hundido en su propio barro, destacan los espacios abiertos, los cielos diáfanos y las noches serenas. Pero ni Juan Rulfo ni los narradores de Cómala reparan en la posible belleza cósmica que se alza sobre sus cuerpos. Muy al contrario, los efectos perniciosos de un sol que abrasa los campos y los rostros se asocian a la tradición solar del pueblo mexicano, que lo designó como padre benefactor, pero también ambiguo y sospechoso. Octavio Paz recuerda que el dios azteca Huitzilopochtli, «supuesto centro de la cosmogonía del Quinto Sol y sustento del culto solar, no era sino un dios tribal, un advenedizo entre las antiguas divinidades de Mesoamérica» 36 . Más que fecundar, sus rayos queman y destruyen. También en este sentido la tradición cristiana resquebraja sus presupuestos alegóricos. De esta noción inicua del cosmos procede, al cabo, el símil erótico que parangona el recuerdo de Susana San Juan con la aparición terminal de la luna. Antes de levantar su mano para «aclarar la imagen» que irisa su memoria última, en el derrame que precede a la muerte del tirano Páramo, figurará una «luna grande en medio del mundo», cuyos rayos se filtran sobre la cara de la mujer. Perdidos los ojos en la contemplación, el recuerdo se pierde en la naturaleza líquida, plástica e inasible de la visión: «Suave, restregada de luna: tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche, Susana, Susana San Juan» 37 . Es destacable este cuadro de asociaciones simbólicas que Rulfo sitúa en un momento crucial, culminante, previo en segundos a la cadencia definitiva, del sujeto y de la novela. En este contexto de vejez y aislamiento, de venganzas y duelos, el territorio mental del personaje es aún capaz de producir un último lienzo de belleza cruel, de ensoñación surreal, una poética del espacio. En ella se cifra y sintetiza la visión del mundo y del cosmos que subyace a la obra, consustancial a su protagonista. Como antes nos había referido el narrador, los últimos años de Pedro transcurrieron en la impotente observación de noches doloridas «de interminable inquietud», imantado por la cara sudorosa de la mujer que estrujaba la almohada «hasta el desmorecimiento». Una obstinación personal que deviene inane, abortada en su voluntad de conocer, pues Pedro no llegará a adentrarse jamás en «el mundo de Susana San Juan». El cuerpo con el que compartía un lecho frío, el mismo «pequeño cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por la boca», un «puñadito de carne» a quien en vano se abrazaba. El «cuerpo enamorado» de una mujer «que no era de este mundo». A la que esperó durante más de treinta años, codiciando y obteniendo cuantos bienes 36 37

Paz 2 0 0 0 : 279-280. Rulfo 1992: 303.

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propiciaran un reencuentro poblado de satisfacción material, «de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti». De algún modo, la psique del cacique se gesta en esta ambiciosa obsesión por poseer el fantasma de un deseo. Aquí germinan las acciones del tirano sin escrúpulos, capaz de delinquir, prevaricar y propiciar todo tipo de crímenes. «Sentí que se abría el cielo», exclama en el momento en que Fulgor Sedano, su lacayo, descubre el paradero de Susana, escondida con su padre, «perdido en un agujero de los montes, viviendo en una covacha hecha de troncos, en el mero lugar donde están las minas abandonadas de La Andrómeda». El soborno con que paga su regreso y la muerte de Bartolomé San Juan, que auspicia y compra el cacique, precipitan no sólo una boda, sino el delirio paranoico de la trágica Beatrice de Cómala. En la propuesta crítica del dantismo a finales del siglo X X , aportaciones como la del norteamericano John Freccerò en los años ochenta insisten en el parangón que los versos del canto X del Paradiso forjan entre la «donna angelicata» y la luz lunar. Una luminosidad indirecta, que no surge de su propia materia, y que gira y se transforma en la coreografía de una danza estelar. Adentrémonos en la escena: hasta el «sol de li angeli» ha sido elevado el peregrino Dante, y de tal modo —señala el poeta— puso su amor entero en la visión divina de ese sol, que Beatriz, durante un instante, se eclipsó en el olvido («che Beatrice ecclissò ne l'oblio», v 60). El esplendor de su sonrisa, entonces, percute de manera física en el instante de éxtasis del peregrino, que experimenta una alucinación de estatura y naturaleza místicas, inefables en un lenguaje que carezca del ensueño sinestésico de la poesía: «Io vidi più fulgor vivi e vincenti / far di noi centro e di sè far corona, / più dulci in voce che in vista lucenti (vv. 64-66)». Ángel Crespo traduce con acierto la belleza de estos versos: «Vi mil fulgores vivos y triunfantes / centro hacernos y hacerse una corona / más dulces, por sus voces, que brillantes» 38 . Consciente del olvido de Beatrice, recoge Alighieri entonces un recuerdo visible de la tierra, cuando la lejanía sólo le deparaba leves atisbos de su actual contemplación, y dibuja la aureola que ciñe y circunda a la «figlia di Latona», la fría y lejana Diana, prosopopeya mítica de la Luna 39 . El comentario de Freccerò no se hace esperar: «E ormai chiaro che qui il sole è simbolo della divinità e che Beatrice viene associata alla luna» 40 . Cabe añadir, en la atracción del universo

38

Paraíso 2 0 0 3 : 69.

35

«Così cinger la figlia di Latona / vedem talvolta, quando l'aere è pregno, / si che ritenga il

fil che fa la zona» ( Paradiso X : 67-69). 40

Añade Freccerò: «Non rimane che chiarire di quale referente essa sia il sostituto nella com-

plessiva immagine solare che stiamo discutendo». L a propuesta es la siguiente: «Si può solo dire

La «trágica Beatrice de Jalisco»

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dantesco al rulfiano, que el eclipse lunar de Susana surge ahora en un universo donde el sol perdió todo estandarte de gloria, dejando en su abandono una luz sin vida propia ni verdadero calor. La esquiva y torpe luz de la demencia, del desconsuelo y del rencor. Juan Preciado, al escuchar por vez primera las palabras que Susana emite desde las tablas de su tumba, sospecha que tal vez «Pedro Páramo la hizo sufrir». Mas Dorotea le contesta: «No creas. El la quería [...]. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar sus enseres». Allí, en el camino de la Media Luna, la luz fría de Susana persistía en un recuerdo fijo: sacudiendo las últimas hojas del paraíso, que también, como los fulgores vivos del Dante, formarían corona. Pero ya no de luz, sino una mortuoria corona de sombra. Este desplome de un modelo trascendente es consustancial a la imagen del descrédito del poder salvífico que la religión contiene. Pensemos que la religión católica está representada, básicamente, por el padre Rentería, que será capaz de negar la absolución post mortem tras el suicidio de Eduviges Dyada, y que se mostrará tenaz como alma renuente al perdón. Dorotea confiesa a Juan Preciado: «Ahora que estoy muerta me ha dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Solo esta larga vida arrastrada que tuve». El sueño «maldito» que relata, desde la tumba, refleja la visión de un cielo plagado de rostros de ángeles inexpresivos, donde un santo hundirá las manos en su vientre, para mostrar como fruto una nuez amarga. El sacerdote le hará saber que «jamás conocería la gloria», y que la única puerta que le estaría destinada sería la puerta «condenada» del infierno como muerte perpetua 41 . Una liturgia huera, una desacralización absoluta de los patrones que rigen la existencia, un vacío pleno en la dinámica de la fe y la piedad minan los pilares de la recia arquitectura tripartita diseñada por Dante. Resquebrajada la unidad tectónica,

che la mediazione al livello personale [...] corrisponde, nell'umana società, al ruolo svolto dalla Chiesa e perciò Dante sceglie le immagini tradizionali della mediazione per descrivere Beatrice. E proprio in questo senso, in quanto rapporto tra realtà incarnata e storia della salvezza, che Beatrice può divenire in questo canto figura Ecclesiae» (Freccerò 1989: 304-308). 41

Rulfo 1992: 237-238 y 243. Juan le pregunta por su alma. Dorotea responde: «Debe andar

vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. [...] Cuando me senté a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que lavara sus culpas. Ni siquiera hice el intento [...]. Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón».

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el ordo amoris también desbarata sus jerarquías, hasta el punto de negar, como sucede en la novela de Rulfo, las prestaciones redentoras que otrora representó. La idealización del sujeto amado no activa el ascenso por la escala de la beatitud, como en el amor dantesco, pero tampoco es móvil para la visión progresiva de la belleza, como decretaba la filosofía antigua y, principalmente, la escuela platónica. En las brasas de la tierra, sobre esa boca del infierno llamada Cómala, la sublimación es supuesto de desgracia y de desdicha, pues no se apoya en ningún parámetro real. En el biográfico, el cuerpo violentado y el alma desasosegada, Susana será una piedra fría para el cuerpo y el deseo de Pedro. En el tránsito espiritual, jamás transpondrá su naturaleza corpórea, reiventándose como arcilla culpable, día a día. No alcanzará el don, definido por Dante, de la «transhumanación» 42 y, a despecho del amor del hacendado, derivará para siempre como puñado de tierra, como confín de la heredad. La fase o plano de la lírica anagògica, asociado desde antiguo a la palabra con vocación de cumbre y altura, hogar de la razón poética de Dante en el Paradiso, como evidenció Benedetto Croce, resulta ahora absolutamente vedada 43 . Un techo cada vez más bajo de rasero y mezquino de colores se aboveda sobre los cráneos enjutos de lugares con destino de tierra. La esperanza jamás se vigoriza en las tierras ni en las almas de Cómala, y la acechanza del abismo psíquico se materializa en una poética del desierto. Ello explicará, asimismo, las rupturas e inconexiones aparentes de la estructura narrativa de la novela, donde se revela, de manera principal, una morfología excéntrica y una sintaxis descoyuntada. Son las figuras que apoyan la semántica alucinatoria de ese universo. Ya no se trata sólo de que hayan sido erradicados los espacios del futuro y la esperanza (inscritos por la tradición cristiana en el purgatorio) y, por supuesto, de la exaltación gloriosa del Empíreo. Lo destacable ahora es que también en el mismo infierno que es Cómala, desde la perspectiva de una muerte en vida y de una vida de los muertos, la distribución espacial carece igualmente de un sistema de ordenación y de una

42

«Trasumanar significar per verba / non si poria; però l'esempio basti / a cui esperienza grazia serba» (Paradiso I: 70-73). Traduce Crespo: «Transhumanar significar hablando/ no se podría; y el ejemplo baste/ a quien lo esté la gracia demostrando» (Paraíso 2003: 366). 43 Véase Croce 1912: 208-209. Northrop Frye, a su vez, sostiene que «La forma de la literatura más profundamente influida por la fase anagogica es la escritura o revelación apocalíptica», y añade: «La crítica anagògica se encuentra usualmente en conexión directa con la religión y se ha de descubrir principalmente en las expresiones más abiertas de los poetas mismos [...]. Una declaración [...] se encuentra en una carta de Rilke, donde habla de la función del poeta como revelador de una perspectiva de realidad semejante a la de un ángel, quien contiene todo el tiempo y el espacio, quien está ciego y mira dentro de sí...» (Frye 1977: 161-164).

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estructura compositiva comprensible. Las voces de los muertos son escuchadas en un campo auditivo de ondas sonoras, cuya aparición determina el azar y el caos. Ello no implica, por supuesto, que la estructura interna de la novela no haya sido voluntaria y previamente diseñada, planificada y así expuesta por el autor. L o que supone, muy al contrario, es que se busca un efecto de desintegración orgánica, en el sentido lato y físico del término y en el figurado, para apoyar sobre sus bases el desequilibrio moral y la ausencia de salvación que arroja la perspectiva humana de Juan Rulfo. Esa renuncia a la unidad vertebradora, que tanto sobresaltó a los primeros críticos de la novela, se revela como un acierto en cuanto a la coherencia artística y la cohesión de sus diversos planos internos 44 . L a ausencia de capítulos y su relevo por blancos separadores de los diversos fragmentos obedece a una ley íntima que nace del propio espacio de Cómala: las tumbas de los muertos, los lindes de las casas, las vallas de las propiedades del hacendado. Son intersticios físicos y textuales los que crean la trama orgánica de Pedro Páramo. Maneras de afrontar la oquedad consustancial a su universo «en llamas». Los discursos fragmentarios, los murmullos que se ahogan sin concluir, los recuerdos que despiertan de un sueño eterno y carnal, los pasos de Juan Preciado sobre el camino que sube y baja, la plasmación caleidoscópica de las diversas historias relatadas, la polifonía coral que las vuelve a hacer presentes, el ritornello de una imagen fija y detenida. La novela queda así tallada como efecto de esa «carpintería secreta» de la que habló con infinita admiración García Márquez 4 5 . Pero, en todo caso, la sustitución de un cosmos por un caos no supone el caprichoso modo de crear un mundo. Es la lealtad a un mundo que perdió la confianza en ese arquitecto que trazó los orbes de la perfección geométrica, y lo pobló con figuras que, aunque perdieran el norte y se hallaran en oscura

44

«En el esquema sobre el que Rulfo se basó para escribir esta novela se contiene la falla

principal [...]». Las sucesivas peripecias novelescas «tornan en confusión lo que debió haberse estructurado previamente cuidando de no caer en el adverso encuentro entre un estilo preponderantemente realista y una imaginación dada a lo irreal. Se advierte entonces una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir de una obra de esta naturaleza. Sin núcleo, sin una pasaje central en que concurran los demás, su lectura nos deja a la postre una serie de escenas hiladas solamente por el valor aislado de cada una» (Chumacero 1998: 62-63). 45

El escritor colombiano recuerda que su amigo Carlos Vela «había hecho algo sorprendente:

había recortado los fragmentos temporales de Pedro Páramo y había vuelto a armar el drama en un orden cronológico riguroso. C o m o simple recurso de trabajo me pareció legítimo, aunque el resultado era un libro distinto: plano y descosido» (García Márquez 1992: 800).

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peregrinación, reconocerían las huellas de su origen, donde será preciso separar los pies de la tierra. La imagen que nos lega Rulfo, muy al contrario, es la de piezas sórdidas, donde los mayores deseos son los de un perpetuo dormitar, como negativa a la presencia de la luz que con su «orden distributivo» tiña de nuevo al mundo de simetría y verticalidad. Emociona, así, seguir los pasos de Justina Díaz entrando en la alcoba de Susana, que yace ahuyentada de sí misma. La plasticidad de la escena en el blanco y negro de la escritura rulfiana acrecienta la sensación de aislamiento absoluto y cruel que invade el corazón de la mujer en quien toda esperanza se malogra: «Justina Díaz [...] puso el romero sobre la repisa. Las cortinas cerradas impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad sólo veía las sombras, sólo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida; ella deseaba que siempre estuviese dormida. La sintió así y se alegró. Pero entonces oyó un suspiro lejano, como salido de algún rincón de aquella pieza oscura» 46 . C o m o observa al respecto Elena Poniatowska (1998: 113), el estilo de Rulfo «no crece hacia arriba, sino hacia dentro» y «para sacarle provecho hay que escarbar mucho, como para buscar el chinchayote». En ese ahondamiento, cabe añadir, radica la plenitud de un universo inseminado por el «arcángel de las tinieblas». En este paisaje ruinoso de la memoria de Cómala, tan ásperamente diseminado en el montaje literario de la novela, los únicos momentos liberados de la fuerza centrípeta del suelo se remontan a la remembranza más pretérita, que por su condición de lejanía parece desdibujarse en los contornos de los recuerdos inventados. Cómala en la lejanía se torna verde y feraz, olorosa a «miel derramada» y al «azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo», como sucede en las interpolaciones fugaces de Doloritas Preciado. Análogas serán las ya comentadas imágenes sobre la infancia de Pedro, con la pujanza del río y de la desnudez, tanto más «fantásticas» por su contraste con el negro rigor de la novela que el constante flujo entre los planos de la existencia. Asimismo, las imágenes que el narrador nos regala desde el centro de la conciencia paroxística de Susana basculan entre 46

Rulfo 1992: 265. Sobre la «locura» consustancial a la caracterización de los personajes

de la novela, dice Mónica M a n s o u r : «No cabe d u d a de que la loca más interesante de todos es Susana San Juan. C o n s t a n t e m e n t e afirma de sí misma que está loca y cree saber que esto se debe a la muerte de su gran amor, Florencio. Se excluye voluntariamente del m u n d o para revivir cada noche sus relaciones sexuales con el marido m u e r t o y, si alguien le reprocha cualquier cosa, está siempre lista para explicar sus actitudes con su locura. Sin embargo, hay señales de locura desde antes: por ejemplo, que no llora con la muerte de su madre, pero luego se substituye por ella en la sepultura, ni t a m p o c o llora con la muerte del marido pero su propia muerte se convierte en un acto sexual...» ( M a n s o u r 1992: 669).

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el sopor visceral y la concupiscencia manifiesta en la inmersión acuática. Así pues, la primera vez que escuchamos en la novela su voz, murmura el episodio de la muerte de su madre, que sucedió «en febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul». Desde su eternidad corpórea, habla Susana, «la de la sepultura grande», que recuerda hallarse bajo la cobija de lana negra con que su madre y ella se envolvían para dormir, y al fin confiesa estar «boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad». En brusco contraste, referirá sus experiencias purgativas en el mar, entregada a lo que ella misma define como un «suave poseer» y un «fuerte batir», una entrega absoluta a la voluptuosidad del elemento líquido que, una vez más, desata la rigidez y la inmovilidad que detenta la tierra. Una experiencia que, sin embargo, aisla todavía más a la mujer, que como objeto de deseo es transferido, en la dimensión simbólica de otra condena, a la opacidad de los interiores. La voz masculina no comparte el batir de la libertad que en lo fluido flexibiliza y limpia el alma de Susana: «Es como si fueras un pico feo, uno más entre todos - m e dijo-. Me gustas más en las noches, cuando estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad. [...] —Me gusta bañarme en el mar -le dije. Pero él no lo comprende»47. También como variante de una condena es interpretado por Bartolomé San Juan el regreso a Cómala. En esta interesante escena, de acendrada factura rulfiana, el narrador muestra el retorno del padre y la hija por el camino de un exilio perpetuo, allegable a los espesos peregrinajes de los personajes de El llano en llamas, en el éxodo de unas vidas sometidas al destierro y al remordimiento. Figuras de una pasión irredenta, como el padre que carga con el hijo moribundo en «¿No oyes ladrar los perros?» o la pareja de adúlteros que viajan por las cuestas de «Talpa». Bartolomé y su hija regresan ahora de su escondrijo, ese «agujero en los montes» entre las minas abandonadas de La Andrómeda, donde pasaron años en silencio, para sentir desde lejos un «olor amarillo acedo» que Cómala «parece destilar por todas partes». La invitación del cacique encierra una trampa mortal, de la que todos son conscientes y no evitan. Las palabras del progenitor son lanzadas como piedras afiladas al paisaje desolado que es el alma de Susana, ensañándose incluso en la pequeña gruta del recuerdo amable. La penitencia no se hace esperar: «Dice que jugabas con él cuando eran niños. [...] Que llegaron a bañarse juntos en el río [...]. Yo no lo supe; de haberlo sabido te habría matado a cintarazos». Las figuras prosiguen pisando los yermos de un erial: «No debemos estarle agradecidos. Somos infortunados por estar aquí, porque aquí no tendre47

Rulfo 1992: 274.

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mos salvación n i n g u n a . Lo presiento» 4 8 . El c a m p o magnético de las pulsiones patológicas se plasma en plena desnudez, a través de un diálogo escueto y firme, intenso por el m o m e n t o que concentra y por el futuro que contiene. Esencial en cada una de sus palabras; de una fuerza brutal, de una densidad extraordinaria. Susana se confiesa loca, y Pedro aparece c o m o «la pura maldad». Pero t a m p o c o el padre está ayuno de culpa: «—¿Y yo quién soy? —Tú eres m i hija. M í a . H i j a de B a r t o l o m é San Juan», sanciona la voz c o m o una maldición bíblica. Y así proseguimos en un itinerario de desdichas, postulando iniquidades y recorriendo diversos territorios de un infierno c a ó t i c o que, si se diferencia del clásico por su morfología, coincide plenamente en él en su rocosa rigidez y en su galería múltiple de penitentes: los hermanos incestuosos, los violentos, los adúlteros, los suicidas, los falsos consejeros, los hipócritas. Todos ellos d e a m bulan en la sima de C ó m a l a y transitan sus voces por los intersticios en b l a n c o de la novela. Sobre todos pesa el p a t r i m o n i o de la roca dantesca, de una m a t e ria impenetrable y durísima, hecha de la m i s m a sustancia de los condenados. C o m o recuerda al respecto G a s t ó n B a c h e l a r d , el séptimo círculo de D a n t e metaforiza plásticamente esta naturaleza mineral del infierno, m o s t r á n d o n o s un «círculo de piedras rotas», reservado «a los violentos» 4 9 . El m i s m o que hiere los pasos del peregrino que se interna en C ó m a l a , al encuentro de un paisaje espectral, más allá de la dimensión de un individuo: el cronotopos efectivo de la derrota. N a d a sabemos, al respecto, del a l m a errante de Pedro P á r a m o . E s u n o de los pocos personajes cuyo m u r m u l l o no asoma desde la muerte, sino desde el pasado. C o n ello tal vez pretenda R u l f o plasmar c o n más fuerza el proceso de d e s m o r o n a m i e n t o de un personaje que, más que un cuerpo c o n d e n a d o , se perpetúa c o m o la piedra y el solar. D e algún m o d o , todo el espacio m u e r t o del pueblo es una prolongación del «montón de piedras» en que se transmuta su cuerpo. E n lo más vulnerable de su interior, sigue royendo c o m o c a r c o m a de la piedra la enfermedad de una ausencia n u n c a sanada, el síndrome de Beatriz, presidiendo sus horas y sus visiones.

Rulfo 1992: 261. Cita Bachelard a John Ruskin, y más concretamente su obra Modern Painters, para introducir el motivo de la «roca dantesca»: «Dante se figura que las rocas son de un gris cenizo tierno, 48 45

más o menos manchado con marrón del ocre de hierro». «En cuanto a la sustancia de la roca dantesca, Ruskin la caracteriza con palabra rápida: se rompe en fragmentos bajo el martillo, por lo que el séptimo círculo, «reservado a los violentos» es un «círculo de piedras rotas» [...]. En todos esos pasajes, la atención de Dante se concentra por entero en el carácter de accesibilidad o inaccesibilidad... No emplea más epíteto que escarpado, monstruoso, recortado, maléfico, duro...» (Bachelard 1994: 223).

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Llegados a este punto, cabría interponer una tríada de ejemplos novelísticos para modular con ellos la singularidad del motivo beatricesco en la obra de Juan Rulfo. Tres obras clave para la formación del canon literario en la literatura hispanoamericana moderna, como son María de Jorge Isaacs (1867), todavía en la época de la emancipación política; El Señor Presidente, publicada en 1946, pero cuya primera redacción se retrotrae a 1922 y que fue completada por su autor, Miguel Ángel Asturias, en sus años de formación con el surrealismo francés, y Aura, la nouvelle de Carlos Fuentes, escrita en 1961. La atracción simultánea de títulos tan diversos permite reconstruir desde la gestación del movimiento romántico, con el tópico incorporado de la sublimación erótica, la saga-fuga del personaje femenino legado por Dante, y revisitado por el arte desde el siglo XIX como emblema de perfección y trascendencia. La idealización de la persona se apareja, en la novela romántica de Jorge Isaacs, con la visión paradisíaca del espacio americano, en una línea ideológica que tiene a Jean-Jacques Rousseau como mentor y guía. En este idilio criollo el joven Efraín, más tarde bachiller de formación británica, se mecerá en los goces de un éxtasis pánico, embriagado por los cantos de María, y atento al desenvolvimiento de un mundo al que más tarde no podrá retornar, «como Adán pudo verlo en la primera mañana de su vida». El conocido desenlace funesto de la novela, con el fallecimiento de la hermosura en plena juventud, convierte el himno en elegía, y tiñe de duelo la resolución del argumento. El sueño será el único momento donde el sujeto reanuda el «castísimo delirio», en una página que rememora la no menos sublime escena onírica de la Vita nuova dantesca, donde Beatrice aparecía en apogeo de belleza para devorar el corazón del poeta. La sombra funesta y el graznido del ave agorera sobre la cruz de hierro del sepulcro de María merecerán el final de la historia, con latidos de Edgar Alian Poe, y una impresionante y cósmica visión de la pampa, «cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche»50. La utopía del paraíso americano se funde en este caso con la sublimación de los afectos. Empero, surge ya una sombra que entenebrece el ideal. En el segundo caso, la historia amorosa de Miguel —Cara de Ángel— y Camila funciona como la piedra angular del planteamiento novelesco de Asturias, con un claro cariz político y dilatadas pretensiones en cuanto a los registros idiomáticos, al estilo lírico y a la estructura basada en la técnica de la ocultación y la sorpresa. El desenlace de la novela se centrará, por ello, en la época en que el joven que fuera brazo derecho del «señor presidente» consume sus últimos días en los subterráneos de una prisión, en el calabozo número diecisiete, «allí donde 50

Citas en Isaacs 1981: 110 y 256-259.

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acaba toda esperanza humana». Ajeno a toda luz e inmerso en un universo pétreo y de ultratumba, Cara de Ángel sostiene tan sólo sus fuerzas en el recuerdo de una imagen, donde cristaliza su noción del paraíso. El narrador arroja un leve instante esta gota de pureza en los claustros del espanto: «Físicamente destruido recordaba a Camila como se aspira una flor o se oye un poema. Antojábasele la rosa que por abril y mayo florecía año con año en la ventana del comedor donde de niño desayunaba con su madre». La epifanía, o «noble visita», como la califica el propio personaje, queda enmarañada en la atmósfera hedionda y la aparición del recipiente nauseabundo en el umbral de la celda. Los agudos efectos del síndrome comparecen en la escena: «Sin aire, sin sol, sin movimiento, diarreico, reumático, padeciendo neuralgias errantes, casi ciego, lo único y lo último que alentaba en él era la esperanza de volver a ver a su esposa, el amor que sostiene el corazón con polvo de esmeril» 51 . La alusión al «Señor Presidente» marca un proceso de inmersión en los recovecos del infierno. Allí, incluso el tesoro del bien vivido será manchado. El recuerdo idolatrado se contaminará en los bajos fondos del subsuelo que es la vida carcelaria. Un paso en el camino descendente que baja hasta Cómala. Resta la última novela convocada, la que para algunos críticos como Ramón Xirau se alza como «una de las mejores obras de Carlos Fuentes» 52 : Aura, escrita febrilmente por su autor en un arrebato creativo, donde buscaba modular la fábula del deseo errante a través de una superposición de planos temporales. Digno heredero de una estirpe nacida en los paisajes sesgados de la literatura romántica alemana, practica Fuentes la veta siniestra, de un terror que se nutre en el vértigo de la duplicidad creada por H o f f m a n n , y de las asincronías estudiadas en la psicología profunda de Jung. D o s realidades temporales distintas se superponen en la fábula de Fuentes sobre el presupuesto de la identidad personal duplicada en momentos históricos diferenciados. Una anciana cuyos gestos repite su hermosa sobrina, como una autómata. Un jardín divisado en la mañana que pasa a estar «perdido», y donde tiempo atrás una mujer conoció las virtudes revitalizadoras de las plantas, con su vida secreta. Ilustra Aura una modulación fascinante del síndrome de Beatriz, al proponer la perpetua perduración de un mismo sentimiento en individuos que reencarnarán la naturaleza idéntica de ese amor. U n amor que, en los contornos delicuescentes de la trama, se revive repulsivo y satánico, pero con una pujanza y atracción resucitadas en el tiempo. La recuperación del bien

51

Véase Asturias 1964: 284-287.

52

Xirau 1988: 54-55. Véase, a propósito de la novela, el artículo del propio Fuentes «Aura

( C ó m o escribí algunos de mis libros)» (Fuentes 1982).

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perdido ha de cruzar, en suma, la erótica de la decrepitud como condición para que el enigma se descifre y el ciclo amoroso recupere su dinámica macabra 53 . Un «aura» de reminiscencias dantescas en el tratamiento de un erotismo de estirpe fatal rodea, en efecto, el relato del escritor mexicano. El color verde que siempre exhiben las ropas de la muchacha, de entronque plástico con Beatrice, nos traslada a los versos del canto X X X del Purgatorio, con la aparición radiante de la mujer sublimada, a orillas de un río ultraterreno: «sovra candido vel cinta d'uliva / donna m'ppareve, sotto verde manto / vestita di color di fiamma viva». Asimismo, la clara alusión al jardín de plantas con propiedades inmortales lo entronca con el relato fantástico de Nathaniel Hawthorne, «La hija de Rapaccini», también recordado como estampa decimonónica del síndrome de Beatriz. Arquetipos de la narrativa romántica, política y del género fantástico, las tres novelas son iconos de tres estigmas consustanciales a la formación de la literatura hispanoamericana. La novela de Juan Rulfo auna en su singularidad las tres vertientes, conjugando el misterio de raíz romántica con el plano de la crítica social y el aporte fundamental de una fantasía expresionista y mórbida. El corazón de su tejido nos habla de un tiempo en que los pueblos cayeron en el olvido de sus fundadores, y con él, en el desconsuelo de sus mitos, y en el abandono de sus dioses y custodios. En sus noches, las estrellas fugaces hablan al alma reseca de sacerdotes impostores, y las tierras son ganadas al precio de la traición y la amenaza. Tal vez en el pozo ciego de sus vidas quede algún eco de los versículos donde el vergel crecía en el recodo de algún río de cantos rodados y piel infantil. Quizás no les sea extraña la figura de una montaña escarpada, cuya cumbre sobrevolaban más de mil esplendores, y algún sueño peregrino osó coronar. Demasiado elevado y audaz para que persistiera sin que el abismo lo atrajera a sus entrañas, donde la tierra restriega sus ojos para que no repita su escalada. «Para todos tiene la muerte una mirada» 54 , aseguraba un verso de Cesare Pavese. Inmersa en su sueño de piedra, ingrima y gastada, la mirada y los «dolo53

En el capítulo V de Aura hallamos una descripción perfecta de los efectos del síndrome

en el alma del protagonista, en el momento en que la naturaleza del «doble» se introduce en su mente, y los planos de la simbiosis entre la anciana Consuelo y la lozana Aura percuten para marcar la resolución - f a n t á s t i c a - de la fábula: «Duermes cansado, insatisfecho. Ya en el sueño sentiste esa vaga melancolía, esa opresión en el diafragma, esa tristeza que no se deja apresar por tu imaginación. Dueño de la recámara de Aura, duermes en la soledad, lejos del cuerpo que creerás haber poseído» (Fuentes 1994: 49-50). 54

«Per tutti la morte ha uno sguardo». En el poema «Verrà la morte i avrà i tuoi occhi»

(Pavese 1951: 29).

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ridos labios» de Susana mueren sin el cuerpo del deseo, entonando la oración de su blasfemia, ante un Dios desdeñoso de los cuerpos y ocupado tan sólo «en las almas». Un espectador observa el agitado dormir femenino, sin poder penetrar en su cuerpo ni en la vorágine de su alma «sin sosiego». Páramo se pregunta entonces, aterrado: « ¿ Q u é sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con que él la veía?». El objeto de su deseo cada vez más fundido con la tierra, más alejado cuanto más cerca, más distante que la «estrella junto a la luna», se torna definitivamente opaco. «Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño». Beatrice se desplomará de la rosa de los justos y caerá en los pedregales de la «trágica Jalisco». El poeta destruirá su monumento y traspapelará las páginas en un desorden eterno. Abandonados a su destino de cuerpos, las almas sublimadas despertarán del «Paradiso», se palparán incrédulas y descubrirán que en ese nuevo tiempo y en ese perpetuo erial, la muerte peregrina a diario, y todas las noches les visita para posarse inmóvil con sus ojos de piedra marina.

XI A orillas del río. De Proust a Cortázar E vidi l u m e in f o r m a di riviera

Paradiso

X X X : 60

M á s que en ninguna otra zona geográfica de la América hispana, fue la del Río de la Plata la mejor depositaría de una herencia intelectual de estirpe literaria. Se trata de un linaje fundamentado en el proceso de sustitución de las categorías estrictamente «vitales» por aquellas más propiamente «estéticas». En su magnífico ensayo «Del culto de los libros», uno de los textos más representativos sobre la visión del fenómeno de la escritura redactado en pleno siglo X X , afirma Jorge Luis Borges: «Este concepto místico —el del libro como fin, no como instrumento de un fin— trasladado a la literatura profana, daría los singulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce» 1 . Los dos primeros autores citados por el argentino pertenecen al ámbito francés. El primero de ellos es incorporado a la nómina por su toma de postura, consciente y pertinaz, acerca de la necesidad de «perfeccionamiento» estilístico y formal, como requisito inviolable ante la creación de una obra de escritura 2 . El segundo, más identificado con la lírica y la prosa poética, coincide con el primero en la preocupación e insistencia en las virtualidades de la palabra como finalidad suprema en la problemática existencial del ser humano 3 . Por su parte, Henry James y Joyce

Borges 1966: 160. En «Flaubert y su destino ejemplar» sostiene Borges que Flaubert «creyó en una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de la "relación necesaria entre la palabra justa y la palabra musical"». Esta peculiaridad, de algún modo extensible posteriormente a cualquier gran escritor, consciente de su obra, es definida por Borges como la «superstición del lenguaje». A ella se entregó en cuerpo y alma el novelista francés: «Con larga probidad persiguió el motjuste, que por cierto no excluye el lugar común y que degeneraría, después, en el vanidoso mot rare de los cenáculos simbolistas» (Borges 1932: 149). 1

2

3

En una página de su «Autobiografía», confiesa el autor francés: «Hoy, después de veinte

años, y a pesar de tantas horas perdidas, creo, con tristeza, que hice bien. Y es que, si dejo de lado los fragmentos de prosa y los versos de mi juventud, y lo que luego vino [...], siempre he soñado y he intentado algo diferente, con una paciencia de alquimista, dispuesto a sacrificar en su beneficio toda vanidad y toda satisfacción, al igual que antaño se quemaba el mobiliario y las vigas del propio tejado con el fin de alimentar el horno de la Gran Obra. ¿Y qué? Es difícil de decir: un

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destinaron el tiempo de sus vidas a la formulación de obras complejas, tanto desde el prisma filosófico como del más estrictamente lingüístico, y ese titánico esfuerzo revelaba asimismo la confianza en la soberanía de sus objetivos en el plano de la vida transmutada en letra escrita. Escamotea, sin embargo, Borges al escritor que, de algún «definitivo» modo, convirtió esa noción de «destino literario» en el principal motor de su escritura y, aún más, en el tejido y la materia mismas con que estaría realizada, en clara derivación «metatextual». En una página del último volumen de su obra magna, sostiene Marcel Proust: «El trabajo del artista, ese trabajo de intentar ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre, realizan en nosotros cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. En suma, ese arte tan complicado es precisamente el único arte vivo. Sólo él expresa para los demás y nos hace ver a nosotros mismos nuestra propia vida, esa vida que no se puede "observar", esa vida cuyas apariencias que se observan requieren ser traducidas y muchas veces leídas al revés y penosamente descifradas. Ese trabajo que hizo nuestro amor propio, nuestra pasión, nuestro espíritu de imitación, nuestra inteligencia abstracta, nuestros hábitos, es el trabajo que el arte deshará, es la marcha que nos hará seguir, en sentido contrario, el retorno a las profundidades, donde yace, desconocido por nosotros, lo que realmente ha existido» 4 .

libro, simplemente, en varios tomos, u n libro que habría de ser arquitectónico y premeditado, y no u n a recopilación o ramillete de inspiraciones debidas al azar [...]. Iré más lejos y diré: el Libro, porque estoy persuadido de que, en el fondo, sólo existe uno, buscado, aunque no lo sepa, por todo aquél que escribe, incluso por los Genios. La explicación órfica de la Tierra, único deber del poeta y empeño literario por excelencia: pues, el ritmo mismo del libro, impersonal y vivo entonces, incluso en su paginación, se yuxtapone a las ecuaciones de este sueño, también Oda» (en Mallarmé 1987:7). En una edición sobre los fragmentos discursivos de Mallarmé dispersos en su correspondencia y sus prosas, realizada por Francisco jarauta y traducida por J u a n Gregorio, se insiste monográficamente en estos aspectos del Libro. En su «Presentación» cita Jarauta algún fragmento de la carta de Mallarmé a Verlaine, que acabamos de transcribir, y añade: «El carácter en cierto sentido metafísico del Libro aparece bien claro en este lugar [...]. U n a tarea inalcanzable, como dirá en carta a su amigo Cazalis. Y u n deber innegociable, que se i m p o n d r á a su obra y vida como una ley de su conciencia. Ante la dificultad de construir el Libro, quizás sea suficiente la realización de u n inicio: u n fragmento realizado que pueda ayudar a pensar en la posibilidad del libro...» (en Mallarmé 2002: 14). 4

Proust 1998: 245-246. «Cierto que lo que yo sentí en aquellas horas de amor lo sienten

también todos los hombres. Se siente, pero lo que se ha sentido es c o m o ciertos clichés en los

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La reflexión proustiana nos acerca, por un conducto distinto del que abocetan los cuatro ejemplos aducidos por Borges, también a la noción de que la experiencia artística, y más genuinamente la literaria, ocasiona, en virtud del trabajo del artista, convertido en «revelador auténtico» del negativo de la existencia, el encuentro con la imagen más fidedigna y esencial del tiempo consumido. A su búsqueda se lanza el escritor, convirtiendo su vida en una suerte de transubstanciación textual de la experiencia fenoménica, decidido a consumar los retablos expresivos que la traducen y la fijan. El testimonio que nos lega a este respecto Marcel Proust no puede ser más ilustrativo. Buena parte de la constitución de su novela se cifra en el análisis de las condiciones artísticas que sustentan el ejercicio de la escritura y la transferencia subsiguiente, del ámbito de la vivencia al de su materialización escrituraria. C o b r a n allí los recuerdos del territorio fáctico una coloratura tan poderosa y nítida que se diría, en la lectura de Proust, que sólo se vive verdaderamente en el proceso que textualiza lo vivido, impregnándolo de una poderosa sensación de «tiempo recuperado» y acrisolado, «inmortalizado» en los signos gráficos que lo formulan. C o m o certeramente comprendió George Santayana en su sintético y profundo análisis del dominio estético del autor francés, «no es extraño que una sensibilidad tan exquisita y tan copiosa como la de Proust, llena de infinitas imágenes y de sus lejanas reverberaciones, sólo pudiera salvarse de la dispersión encontrando ciertas repeticiones o rimas en esa experiencia [...]. Necesitaba así de dos fenómenos para que se le revelara una esencia, como si las esencias tuviesen que aparecer por segunda vez para poder aparecer de algún modo. [...] N o podríamos pedir más competente o más inesperado testigo del hecho de que la vida, en tanto que va fluyendo, es puro tiempo perdido, y que nada puede recobrarse o poseerse realmente, sino en forma de eternidad, que es también, según él nos dice, la forma del arte» 5 .

que, mientras no se les acerca a una lámpara, no se ve más que negro, y que también hay que mirar al revés: no se sabe lo que es mientras no se acerca a la inteligencia. Sólo entonces, cuando la inteligencia la ilumina, cuando la intelectualiza, se distingue, y con cuánto trabajo, la figura de lo que se ha sentido». Esta aplicación de la teoría del arte como «verdad última» y «revelado auténtico» del «negativo» de la vida, es la que más puede interesarnos en una aplicación al motivo que nos ocupa. 5

D e manera extremamente feliz comienza Santayana su pequeño ensayo, dando muestras

de su comprensión de que el verdadero territorio proustiano coincide con su concepto de la «esencia»: «Ningún novelista - d i c e Desmond MacCarthy— hizo nunca justicia tan completa [como Proust] al gran hecho de que todo pasa y cambia». Pero - a ñ a d e Santayana- «este absorberse por entero en el flujo de las sensaciones y abstraerse de todo juicio acerca de sus causas o sus valores

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A la búsqueda de esa peculiar forma de eternidad, que sólo la expresión y la experiencia artísticas parecen consumar, se lanzaron muchos escritores de la «otra orilla» de Europa, y más concretamente intelectuales formados en ese gran territorio que fue receptáculo ideal de las mayores aportaciones estéticas que Occidente hubo forjado, y que en la zona rioplatense hallaban cobijo y solar. Una recepción que, en la mayor parte de las ocasiones, representaba algún signo de inversión o replanteo, en una función especular, donde las letras y las figuras aparecían distorsionadas o desplazadas, mas no por ello dejaban de estar inscritas. La valoración que hace Marcel Proust de la escritura como crisol definitivo de la existencia, y no como forma vicaria o sustituta de la vida, halla su espacio de proyección también en el género de referentes tradicionales en que la historia de la literatura había venido insistiendo. El concepto de erotismo y sus pasiones no queda marginado de esta recomposición analítico-verbal de los hechos vitales. Las experiencias y los instantes transcurridos son, para Marcel Proust, fenómenos fugaces y efímeros de la existencia, que pueden tan sólo ser integrados y, por ello, comprendidos en su más radical esencia, cuando el tamiz del análisis psíquico los penetra y, finalmente, la capacidad de recreación artística los somete al revelado de su más íntima sustancia. Cuando su amor por Albertina ha declinado y ella ha dejado de vivir en su pensamiento, formula el narrador de la peculiar epopeya proustiana del alma las cifras de su entendimiento. En el sexto volumen de En busca del tiempo perdido, el titulado «La fugitiva» («Albertina desaparecida»), leemos: «Mi amor por Albertina no había sido más que una forma pasajera de mi devoción a la juventud. Creemos amar a una muchacha y no amamos, ¡ay!, en ella más que esa aurora cuyo rojo resplandor refleja momentáneamente su relativos, acaba por llevar a Proust a una notabilísima observación: que el fluir de los fenómenos les es, en fin de cuentas, accidental, y que la realidad positiva en cada uno es, no el hecho de que aparezca o desaparezca, sino más bien la calidad intrínseca que manifiesta, una esencia eterna que puede aparecer y desaparecer mil veces. Semejante esencia, cuando se habla de ella, puede parecer misteriosa e inventada sin necesidad, pero cuando se la percibe es la más clara e indudable de las cosas - l a única, por cierto, que pueda observarse con claridad directa y exhaustiva». Este maravilloso apunte sobre Proust le da paso al autor a definir su concepto: «Una esencia» - a ñ a d e a continuación- «es sencillamente el carácter reconocible de cualquier objeto o sentimiento, todo lo que de él cabe efectivamente poseer en la sensación, o recuperar en la memoria, o transcribir en el arte, o comunicar a otro espíritu. Todo lo que en el pasado fue intrínsecamente real puede así recobrarse. El irremediable flujo y el orden temporal de las cosas no son en definitiva interesantes; sólo atañen a las ocasiones materiales en que las esencias se presentan, o a los vaivenes de la atención, que revoloteaban como una polilla alrededor de luces que son eternas». Véase Santayana 1994: 151-154.

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rostro» 6 . Vamos, al hilo de la lectura de la novela, descubriendo con Proust cómo la psicología profunda, que utiliza como instrumento operativo para dar cauce a su escritura, revela los significantes y significados del amor como fases de la evolución mental y anímica del individuo. «Dicen algunos filósofos» —sostiene el narrador en otra página— «que el mundo exterior no existe y que es en nosotros mismos donde transcurre nuestra vida. Como quiera que sea, el amor, aun en sus más humildes comienzos, es un ejemplo decisivo de lo poco que la realidad es para nosotros. Si hubiera tenido que dibujar de memoria un retrato de mademoiselle d'Eporcheville, describirla, dar sus señas, me habría sido imposible, y hasta reconocerla en la calle. La divisé de perfil, al pasar, y me pareció bonita, sencilla, alta y rubia: no podría decir más. Pero todas las reacciones del deseo, de la ansiedad, del golpe mortal asestado por el miedo de no verla si mi padre me llevaba consigo, todo esto, asociado a una imagen que después de todo no conocía y que me bastaba saberla agradable, constituía ya un amor»7. La elección del objeto de fascinación amorosa y del deseo de la voluptuosidad del sujeto entra en el recinto de la más pura contingencia y circunstancia, menoscabando así el componente fatídico de su necesidad como término concluyente y confluyente en el destino del «yo». De un yo que, por tanto, refracta la estimación platónica y romántica de una idea sublimada del amor. El sentimiento amoroso se ofrece así totalmente subjetivo. Su esencia no queda encomendada a un «otro» que completa la figura del tapiz, y que resulta de algún modo inmutable y fijado en el alma del amante. La esencia de tal afecto no descansa sobre el individuo a quien se le asigna la capacidad de despertarlo, sino que se asienta en las circunstancias psíquicas que condicionan un determinado estado de conciencia y de espíritu y, posteriormente, queda sellada en la repetición que del mismo nos llega a través de la memoria, y que se lacra en el acto creador de la escritura.

6

Proust 1998, vol. V I : 265.

7

Proust 1998, vol. V I : 176. Esta fenomenología del erotismo explica ciertas analogías extrañas

a la mentalidad lógica o cartesiana, como el hecho de que para Proust, como muy certeramente analiza Estela Canto, amor y desamor se aunen en la instancia del «yo» que recrea los hechos al «escribirlos». Asimismo, la ausencia por separación física o por muerte no parece ocasionar graves diferencias en su teoría de las pasiones, «puesto que Proust no diferencia la separación y el olvido de un amante muerto del de uno que sigue vivo: La muerte actúa sólo como la ausencia, e inversamente, la ausencia actúa como la muerte: en efecto, cuando pasados los años, encontramos

a las mujeres a las

que ya no amamos, ¿no está la muerte entre ellas y nosotros, lo mismo que si ya no fueran de este

mundo,

porque el hecho de que nuestro amor no exista ya convierte en muertos a las que eran entonces o al que éramos nosotros?» (Canto 1995: 157; véase en general la Lección Cuarta: «El desamor»).

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Este subjetivismo del amor resulta fundamental para la comprensión del síndrome de Beatriz en el seno de una cultura que superpone la inteligencia analítica de las emociones a su primitivo y «accidental» surgimiento. La aparición de la sublimación amorosa y el hipotético síndrome de ausencia que su alejamiento ocasiona desplazan, desde estos patrones, la importancia de la persona, que representa con su ser y con su nombre toda la esfera de los afectos, esto es, la figura nominal de Beatriz, por la concentración íntima de estados psíquicos y espirituales que en el seno del sujeto emocionado se producen. En el episodio de la fuga de Albertina, el narrador, en un intenso y prolongado proceso introspectivo, llega a descubrir la mecánica mental que produce tal engranaje. El dolor de la pérdida se funde en una «posterior» aclaración del verdadero protagonismo que los agentes del episodio poseen, y en una evaluación que, por la escritura, pasa en claro y hace diáfana la naturaleza del objeto de adoración: «En el placer carnal» —reconoce y confiesa— «ni siquiera pensaba en aquel momento, ni siquiera veía en mi pensamiento la imagen de aquella Albertina, causa, sin embargo, de tal trastorno en mi ser; no veía su cuerpo [...]. Quizá hay un símbolo y una verdad en el ínfimo lugar que en nuestra ansiedad ocupa la persona que nos la produce. Y es que, en realidad, su persona misma es poca cosa en esa ansiedad; casi lo único que cuenta es el proceso de emociones, de angustias que ciertos azares nos hicieron sentir a propósito de ella y que el hábito ha unido a ella. [...] Antes, cuando se refería aún a ella, creíamos que nuestra felicidad dependía de su persona: dependía solamente de la terminación de nuestra ansiedad»8. Al hecho específico de esta sustitución de la figura y forma de Beatriz por el estado psíquico y vital del individuo que a ella propende, le sucede casi inmediatamente la posibilidad de intercambiar y sustituir al objeto venerado de manera continuada y, de algún modo, serial. En esta transferencia de la importancia

8

«Bien lo demuestra [...] lo poco que nos importará ver o no ver a esa misma persona, que

nos estime o no, tenerla o no tenerla a nuestra disposición, cuando ya no tengamos que plantearnos el problema (tan obvio que ni siquiera nos lo planteamos ya), sino en cuanto a la persona misma— porque olvidamos el proceso de emociones y de angustias, al menos referido a ella, pues ha podido desarrollarse de nuevo, pero transferido a otra persona. [...] Nuestro inconsciente era, pues, más clarividente que nosotros mismos en aquel momento, reduciendo a tan pequeña figura a la mujer amada, figura que quizá hasta habíamos olvidado, que podíamos conocer mal y creer mediocre, en el terrible drama en que de encontarla para no alcanzarla podía depender hasta nuestra propia vida. Proporciones minúsculas de la figura de la mujer, efecto lógico y necesario de la manera c o m o se desarrolla el amor, clara alegoría de la índole subjetiva de este amor» (Proust 1998, vol. V I : 25).

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de lo amado por la misma armazón interna del sentimiento que surge en las entrañas anímicas del yo se adivina la fragmentación del ser amado en una multiplicidad posible de seres que adopten, a lo largo del tiempo, la función que antaño un solo ser parecía constituir. Esto sucede porque, como se estampa en El tiempo recobrado, «al ser amado no le guardamos tanta fidelidad como a nosotros mismos», y «tarde o temprano lo olvidamos para poder volver a amar —puesto que es uno de los rasgos de nosotros mismos»9. De lo cual se infiere la noción de multiplicidad, de fraccionamiento, de ruptura, de difuminación volátil de dicho ser, ya que, en el fondo, la escritura, el acto lúcido de captar la esencia de lo vivido, demuestra que amábamos más nuestra propensión y su cumplimiento que la «imagen» que pudo producirla. En Sodoma y Gomorra insiste Proust en la idea de que no llegó jamás, en la historia de sus afectos, a producirse una total coincidencia entre las mujeres amadas y el amor sentido por ellas, y en A la sombra de las muchachas en flor reconoce y observa cómo el estado amoroso comprendía una división simultánea entre diversas jóvenes. La serie, el grupo, la refracción, la sustitución, el intercambio, la traslación y sus transferencias son elementos, signos - d i r í a Deleuze- que introduce de manera clarísima y genial Marcel Proust en la composición de una fenomenología del sentir erótico. La figura de Beatriz, por lo tanto, queda refractada en una pantalla de emociones que dicen más del progenitor, del «creador» de su nombre y de su forma, que de su existencia «independiente» como realidad de amor. Se deconstruye así también un mito de unicidad y un prototipo de glorificación. Gilberta o Albertina son más las representaciones de un anhelo y de una angustia que los seres donde pudiera encarnarse el nombre de la gloria y el ascenso a sus empíreos. El amor se halla encadenado a la serie emocional que desemboca en otra realidad, de la cual ellas fueron sólo estelas: las teselas de un mosaico que tan sólo en el distanciamiento estético dibujan sus auténticos perfiles y diferencias cromáticas. La esencia del amor no estaba en sus «personas»; tampoco en sus dimensiones sublimadas, ni en la encarnación arquetípica que pudieron figurar. Está en el último estadio de la comprensión de todos los fenómenos vividos por la psique, que no es otro sino el acto superior de transformación estética; ése que la escritura, en el caso de Marcel Proust, consagra, a despecho de la vida y su perpetuo ilusionismo.

9

«A lo sumo, la persona a quien tanto hemos a m a d o ha añadido a este amor una forma

particular que nos hará serle fiel hasta en la infidelidad. C o n la mujer siguiente necesitaremos los mismos paseos de la m a ñ a n a o acompañarla lo mismo por la noche, o darle cien veces más dinero de lo preciso» (Proust 1998, vol. VII: 259-260).

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Dos décadas después de la muerte de Proust (1922), un joven escritor argentino, deudor y también crítico con la tradición del «esteticismo supravitalista» al que se aludió páginas atrás, redactaba un texto ensayístico, todavía desde el «lado de allá», en el lugar que recibía con ahínco y fervor la literatura europea y, más concretamente, la francesa (recordemos sin ir más lejos la afición principal del protagonista-narrador del cuento más importante de Julio Cortázar, «Casa tomada», de 1946: la de buscar denodadamente ediciones de literatura francesa en las librerías de Buenos Aires). Concebía Cortázar una «teoría del túnel», que procuraba, en primer lugar, pasar revista a la tradición novelística que, hasta ese momento, se había gestado en la literatura de Occidente. Aún más, pretendía potenciar la capacidad de reducción, alteración, cambio y metamorfosis en las nociones de creador y criatura literarias, dinamitando con nuevas fórmulas de escritura las relaciones entre el escritor y su lenguaje. «Nuestro escritor» —entendemos con Cortázar: ese escritor agresivo capaz de abanderar la ruptura y sus sustituciones- «advierte en sí mismo, en la problematicidad que le impone su tiempo, que su condición humana no es reductible estéticamente y que por ende la literatura falsea al hombre a quien ha pretendido manifestar en su multiplicidad y su totalidad». Un escritor para quien la noción de un Libro universal, de una escritura que consagra una vida, o de un destino exclusivamente literarios, dejan de ser axiomas de perfección o aspiraciones lícitas y hermosas. Si el itinerario del sigo XIX es «por excelencia» el propio devenir del «siglo del Libro», álzase, a la altura de comienzos de siglo en Europa, y de mitad de siglo en América, la limitación de tal recorrido en el seno de un escepticismo que busca otros horizontes: «Frente al escritor "tradicional", "vocacional", para quien el universo culmina en el Libro, se alza agresivo el joven escritor de 1915 para quien el libro debe culminar en lo universal, ser su puente y su revelación. Sin que valga para él sostener que la primera fórmula equivale a la misma cosa, pues ve en ella un derrotero de saturada literatura esteticista que su actitud vital pone en crisis primero y termina rechazando». En este derrotero revisionista se pone en tela de juicio la «noción tradicional de género», como pueda serlo el de la novela, y se asegura que «la conservación de valores retóricamente entendidos como literarios, no se quiebra siquiera en un Marcel Proust». Y esto, a pesar de que el universo proustiano, al decir de Cortázar, ha incorporado ya «la inquietud conscientemente existencialista». A despecho de ello, su «condición humana» le sigue sumiendo en el círculo vicioso de una angustia que lo aisla terriblemente de un posible espacio de acción, condenándolo al examen cíclico de sus pasiones y miserias: para Cortázar, se trata, al fin y al cabo, de una escritura

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que acaba descubriendo fatalmente un destino de soledad, aun con toda «su riqueza interior»10. Los postulados teóricos que registraba con energía juvenil y brío intelectual Julio Cortázar terminaron siendo los cimientos de su obra creativa, fundamentalmente de sus novelas, y de manera más concreta, de la más radical, Rayuela (1963). Es el momento en que los conceptos de una «filosofía de la composición», surgida en las reflexiones de su Teoría del túnel, criban y sustentan el andamiaje de la novela, tras muchos años de tanteos y comercio literario e ideológico con las corrientes culturales y políticas del siglo X X : existencialismo, surrealismo y marxismo, fundamentalmente". Sobresale la visión de un concepto de arte y de libro ya agotado, en el sentimiento cortazariano de la creación, una concepción de la cultura realizada desde la ruptura o, al menos, desde un notable distanciamiento de las posiciones que los intelectuales argentinos más destacados abanderaron desde finales del X I X : José Ingenieros, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges. Frente a ellos, Cortázar impone las siglas del agotamiento de una visión de la cultura que terminaría asfixiando a sus artífices, a sus receptores y a sí misma, en un círculo de fagocitación interna. Si, como declaró Borges, la historia del libro era la de una transformación (el medio se transformaba en fin de sí mismo), Cortázar propone una peculiar odisea estética de retorno, una apocatástasis profana, donde pudiera recobrarse la naturaleza mediadora del libro, como instrumento nuevamente, como puente para cubrir, desde la estética, las necesidades sociales de una época. Y, todo ello, desde una perspectiva lúdica, antisolemne, liberadora y libertadora. Tras «la acción de las formas», proponía Cortázar en su «teoría» «las formas de la acción», y creía encontrarlas en todos los experimentos lingüísticos que 10

«Por eso, concluye Cortázar, basta ya de hacer el buzo, desde que mi autoconocimiento

parece satisfactorio y facultativo. Basta ya, Marcel Proust. Es el momento de superar el hiato y completar la dimensión humana en y con lo n o - h u m a n o ; es la hora de lanzarse a la conquista de la realidad con armas eficaces. Porque así, en suma, se alcanza el más legítimo autoconocimiento. Tal ha sido siempre el secreto del héroe» (Cortázar 1947: 6 2 , 4 4 y 123). "

Distintas, pero coincidentes, expresiones en lo tocante a la resolución de lo que, paralela-

mente, cifraba por esos años Octavio Paz c o m o «el laberinto de la soledad». D i c e Cortázar, y lo dice para perpetrar con ese discurso un «nuevo modo» de resolución literaria, una formulación «distinta» de la novela c o m o cifra del mundo y no c o m o su último estadio: «Porque el hombre es soledad, no debe concluirse que sea finitud. Antes bien, la finitud rechaza la soledad [...]. El existencialismo no cultiva su soledad como condición auténtica del hombre, la asume para trascenderla; en eso está la lucha, y en ella la grandeza. El hombre se angustia luciferinamente porque sabe que le ha sido dado ser más, ser él y también otro, ser-en otro, escapar del solipsismo» (Cortázar 1947: 118).

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potenciaran la comunicación más plena y sustantiva entre los sujetos de un diálogo posible. Y no otra cosa resultó Rayuela: el lugar del ensayo de tal conducta artística, una actitud ante el arte que tenía como soporte teleológico una actitud de permeabilización del artista ante el mundo y ante el «otro», para lo cual precisaba precipitar la red de relaciones y puentes que pautaran los posibles pasajes de la participación existencial. La presencia de un personaje como Morelli, el novelista que desgrana los principios últimos de su poética narrativa, resulta totalmente justificada a esta luz: los capítulos «prescindibles» que hallamos jugando a la rayuela denotan y descubren las claves conceptuales, las «teorías de la ficción» que el propio Cortázar va, simultáneamente, componiendo. El «hombre que escribe para existir» subvierte y desplaza, al menos en su ideario, al prototipo más acendrado en el concepto borgeano de «destino literario», es decir, al hombre que «existe para escribir», como quedó ya anotado en su Teoría del túnel, y ahora se materializa en creación pura 12 . No deja por ello de ofrecer una gran dificultad, casi ontológica, la determinación, la consistencia y la categoría espiritual de tal espécimen, en lo relativo a su actuación en el mundo y a sus relaciones con la vida y, más íntimamente, con los estadios afectivos. Horacio Oliveira, protagonista de la novela, sintomatiza un cambio radical en relación con el modelo precedente de hombre que «vive para escribir»13. A l mismo tiempo, su vida de personaje novelesco es el testimonio de lo 12 Me parece importante el apunte de Saúl Yurkievich al respecto, en su introducción al volumen primero de la Obra Crítica. Señala Yurkievich que, poco antes de escribir la Teoría del túnel, «Cortázar había renunciado a su cargo de profesor en la Universidad de Cuyo, donde durante dos años - 1 9 4 4 y 1945- ocupó la cátedra de literatura francesa.» Según el crítico, «este dato [...] da cuenta de una actitud de autonomía ética y de defensa de la libertad de pensamiento frente a un poder gubernamental que la avasalla y revela en la práctica una conciencia comunitaria que la Teoría del túnel pondrá de relieve en el plano reflexivo...». Asimismo, también reconoce que, con esta obra, Cortázar «formula el proyecto que, aplicado a tres intentos previos, culmina quince años después con Rayuela», pues ya se enuncia la subordinación de la estética «(o mejor dicho el arte verbal) a una pretensión que la trasciende, poniéndola al servicio de una búsqueda integral del hombre [...]. Patrocina una poética antropológica o una antropología poética que haga de la palabra la manifestadora de la totalidad del hombre. Aspira ya a esa mostración que en Rayuela llamará "antropofanía"» (véase «Un encuentro del hombre con su reino» en Cortázar 1994: 15-17). 13 En un espléndido trabajo de recreación arqueológica, también ha insistido Jaime Alazraki en este aspecto: «La originalidad no es la soledad o el aislamiento de un texto, sino la refracción de ese texto en otro, la incidencia de una experiencia en la sensibilidad del creador. El escritor habita en una biblioteca o en un espacio vital. Cortázar vió, ya en 1941 —con su juvenil ensayo "Rimbaud"- estas dos posiciones antitéticas: una conducía a un juego verbal, retórico; la otra, a un juego vital, existencial. Al final de su nota comenta: "Mallarmé se despeña sobre la Poesía.

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arduo y complejo de una empresa en que la búsqueda del centro integral del sujeto ofrece un alto grado de resistencia. Los valores consagrados del intelectual libresco y ajeno al mundo se han quebrado totalmente para él, como había dictaminado Cortázar en su teoría años atrás, pero los modelos de artista bohemio y de escritor atento a los pormenores de su realidad circundante, de la problemática social que lo rodea, tampoco terminan de cifrarse en la personalidad de Oliveira. Se trata de un personaje en permanente estado de crisis, que de algún modo la ilustra como emblema histórico. Es difícil situarse al «otro lado de la costumbre», de la «Gran Costumbre», como reflexiona Horacio en muchas páginas de su novela-juego, y más concretamente en el capítulo 73: «Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rué de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado»14. Entre «el lado de acá» y «el lado de allá» se bifurca en diversos planos la vida del personaje, sin alcanzar la reunión en un centro unificador: Buenos Aires y París, la tradición logocéntrica y la fascinación por los filosofemas de Oriente (Mandala, Ying y Yang, la tradición védica, etc), la desconfianza ante el lenguaje y la necesidad de exploración lingüística continuada y lúdica, la risa y sus contrapuntos, la libertad y sus absurdos, lo sublime y lo ridículo, el agrupamiento y la amenaza de soledad permanente, el descrédito de las normas y valores convencionales frente a la ineficacia para construir nuevas conductas no preestablecidas, el surrealismo y el existencialismo, embocados en un nuevo túnel de imposible articulación en el espíritu de un personaje que, al querer salir de la tibieza consabida, se topa con la ingente tarea de abocetar los puentes de la R i m b a u d vuelve a esta existencia. El primero nos deja u n a O b r a ; el segundo la historia de u n a sangre» (34). A pesar de los sonetos mallarmeanos de Presencia, a pesar de su juventud intoxicada de libros y a pesar de que su obra es todavía una promesa en espera, Cortázar escoge, en 1941, la ruta de R i m b a u d : " C o n toda m i devoción al gran poeta Mallarmé, siento que mi ser, en c u a n t o integral, va hacia R i m b a u d con un cariño que es h e r m a n d a d y nostalgia". Porque, explica, "uno puede amar a Góngora, pero es San J u a n de la C r u z quien aprieta el pecho y vela la mirada. Se podrá decir que la poesía es u n a aventura hacia el infinito; pero sale del h o m b r e y a él debe volver"» (Alazraki 1991: 580). 14

«Entre el Ying y el Yang, ¿cuántos eónes? Del sí al no, ¿cuántos quizá? Todo es escritura,

es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir, escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este m u n d o . Los valores, turas, la santidad, u n a tura, la sociedad, u n a tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas...» (Cortázar 1991: 314-315).

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reconciliación, los livianos puentes que verá quebrarse a su paso por ellos, en la materia frágil que los fundamenta. Es, en efecto, el puente la gran metáfora de Rayuela-, y la imagen de los «ríos metafísicos» que deben ser acortados, nos sitúa en la no menos certera metáfora de las orillas. En la «Morelliana» que conforma el «prescindible» capítulo 71 de la novela, desgrana su autor, el escritor y alter ego metaficcional de Cortázar, una teoría acerca de la actitud del hombre creativo, y por ende del artista, ante el mundo. Morelli, en quien cabe rastrear rasgos y señas del, amén de novelista, «maestro» filósofo y teórico porteño Macedonio Fernández, arremete contra la cotidianidad rutinaria de la mente y las acciones maquinales del hombre, como agostadora de todo auténtico proceso vital. Algunas claves del Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio, se hallan contenidas en estos retazos y notas de Rayuela. Como más adelante se verá, Eterna será en clave macedoniana la versión archiliteraria del mito de Beatrice en Argentina. Al unísono, postula Morelli en el capítulo de Cortázar la poética del verdadero creador, en un sentimiento tan transgresor como inconformista, ante la obra y ante sus propias acciones: «Puede ser que haya otro mundo dentro de éste, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fabuloso de los días y las vidas, no lo encontraremos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix. Ese mundo existe en éste, pero como el agua existe en el oxígeno y el hidrógeno, o como en las páginas 78, 457, 3, 271, 688, 75 y 456 del diccionario de la Academia Española está lo necesario para escribir un cierto endecasílabo de Garcilaso. Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla. Por leerla entendamos generarla. ¿A quién le importa un diccionario por el diccionario mismo? Si de delicadas alquimias, osmosis y mezclas de simples surge por fin Beatriz a orillas del río, ¿cómo no sospechar maravilladamente lo que a su vez podría nacer de ella?»15. Por eso: «¿Encontraría a la Maga?». A la luz de la tesis de Morelli parece cobrar un sentido más pleno el arranque de la novela, puesto que el sentimiento amoroso, «pura tura», requiere de la labor de ingeniería primordial, propia de un inventor de puentes físicos y espirituales, la más ardua de las labores del «inventor» de realidades que traspasan los umbrales de la Gran Costumbre para instalarse en un lado de allá de la conciencia, de la psique, de la emoción y de los deseos. Pero, en ese lado de allá, habita la magia, y la magia, en el fondo, como Oliveira sabe, es un «don». Y «viene del cielo», de las «puertas del cielo». El capítulo 1 de la novela partirá, y no en vano —como en un golpe de dados que no puede abolir el azar—, del ya citado 73 (expresión cabal del estado de sitio en 15

Cortázar 1991: 309-312.

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que la crisis espiritual ha sumido al intelectual «extranjero» o bifurcado entre dos orillas de un río irreconciliable). Y el 73 es, justamente, el propuesto por el autor-Cortázar en su famoso «tablero de dirección», según el «aleatorio» orden «cronopial», para que el lector inicie una posible lectura, la más autorialmente rayuelesca posible. Y así, el capítulo 73 refleja el «Sí, pero...» de quien matiza las condiciones, ya intransitables, del artista que asume tanto su destino literario como que el mundo existe «para llegar al Libro», «pero» que, al mismo tiempo, no termina de hallar los medios ni los soportes ni las figuras que le permitan salvar esa mística de creación estética: formulación señera de una sinceridad para con la propia contradicción de quien es heredero de una estirpe que pretende reconducir por otros predios, por otras orillas. Y si con el 73 nos zambullimos en el juego de una alteración casi imposible (que el «héroe» de la novela encarnará con las propias reglas de su no reglada vida), no es de extrañar que el siguiente capítulo sea, precisamente, el 1. Desde mi punto de vista, resulta coherente y hermoso. Y así sucede porque es, en verdad, en el orden «no reglado» del amor donde más dificultades habrá de encontrar Horacio, un «héroe de nuestro tiempo», para hacer viable una conducta transgresora pero, al tiempo, respetuosa con su «oficio» y con su «tiempo». Porque la noción del escritor para Cortázar —y para Oliveira- desprestigia por un lado, la actitud del solipsismo, y pretende impregnarse de vida y de biografía «real», pero, simultáneamente, las funciones racionales siguen ejerciendo toda su autoridad, ejercitan «sin parar segundo» sus accesorios para desgranar analíticamente los hechos, y descubren la fatalidad recurrente de una parálisis emocional. Por mucho que lo desee, Horacio sigue siendo víctima de un «modo de conocimiento» que, desde la atalaya de la razón, propone el juego, pero está incapacitada para ser pura fluencia de lo real, para desatar todos los nudos paralizadores que legisló la «Gran Costumbre», para decir un sí radical, sin un «pero» represor. Y su comportamiento ante el amor, ante la Maga, será la proyección más visible, a mi parecer, de su tragedia. La situación que nos plasma el capítulo 1 es, en esta lógica interna de la novela y tirando de la «piedrita» de la Tierra hacia la siguiente casilla, perfectamente diáfana y consecuente: Horacio, en primera persona, nos narra cómo pasea por las calles de París y cómo en una de las orillas del Sena, río real y río simbólico de la «ciudad de las artes y la modernidad», espera toparse con la Maga, como tantas otras veces sucediera: «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rué de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro,

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inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas...»16. Reflexionemos sobre la escena: Horacio ante un puente, y justamente el Pont des Arts, esperando el «casual encuentro» con la Maga que, normalmente, aparecía ubicada en el mismo espacio físico del puente, «inscripta» en él: detenida en el pretil, andando sobre él o inclinada sobre el agua. La proxémica resulta interesante para valorar los sentidos íntimos y las metáforas del texto: Horacio espera en la orilla, la Maga «habita» el puente, que es tanto como decir, habita la región intermedia, el pasaje, el traslado, la frontera, lo que comunica ambas orillas. La Maga atraviesa, puede atravesar lo distante y separado, cruza y nada los «ríos metafísico», en virtud, paradójica, de no convertir esa existencia «pasajera» en un problema existencial. La Maga no dice «Si, pero...», está de manera plena en el sí y en el no, y en sus posibles abrazos. Horacio, contrariamente, espera inmóvil. Su voluntad no es la de la quietud ni la del inmovilismo, pero al llegar hasta el puente, observa y comprende que su traslado, su movimiento, es difícil, si no imposible, por un exceso de análisis inmediato de la situación y de las circunstancias que la acompañan. Se obstruye en él la acción, aun a pesar de la negativa a ser hombre de biblioteca, libresco y erudito. Se paraliza el motor anímico y en el flujo de lo vital, Horacio se detiene. Cómo él mismo reconoce en este capítulo, «ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas». Frente a él, exactamente «frente a él», la Maga era «de las que rompen los puentes con solo cruzarlos». La escena adquiere, además, connotaciones réferenciales muy significativas, puesto que ya desde el comienzo nos hallamos ante una ausencia, que de alguna forma resulta ser la imposible aparición de «Beatriz a orillas del río». «Pero» —como en seguida advierte el narrador en el segundo párrafo del capítulo— «ella no estaría ahora en el puente». Una premonición de la imposible magia aflora desde el primer momento. Una dialéctica también irresoluble entre «mundos y modos», entre caracteres y comportamientos, y también entre las cortezas existenciales que impiden el libre abordaje de Horacio a la vida, y la desenvoltura surrealista y libre que caracteriza a Lucía, la Maga, inscribe su trazo «delimitador», su línea de separación y sombra entre ambos personajes. Convencido, según decreta en el primer capítulo el protagonista, de que «el recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes efemérides 16

Cortázar 1991: 11-16.

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del corazón y los ríñones», demostrará, empero, que la pérdida de La Maga será el detonante definitivo de un modelo de fracaso, de desencuentro existencial, de extranjerismo nítido, donde se materializan los demás «imposibles» que le arroja su dividida biografía: la crisis del lenguaje, la insuficiencia para enraizarse en los problemas reales y urgentes de su mundo, la tentativa casi suicida de la razón para abalanzarse hasta las cuatro paredes de la locura, sin puentes ya posibles por construir. El síndrome de Beatriz estuvo pocas veces tan bien modulado en la época de las revoluciones sociales y juveniles, que pautan la historia europea - y su irradiación en el Río de la Plata- de los años sesenta del siglo X X . La desaparición de La Maga, con su capacidad innata para asomarse a las grandes «terrazas sin tiempo», que Horacio y todos sus correligionarios, jóvenes iconoclastas y bohemios del Club de la Serpiente, «buscaban dialécticamente», condiciona un estado de vacío que, conceptualmente, cabría asimilar a la pérdida del posibilismo surrealista y su horizonte de libertades y, por otro, formula y decreta la condición de exilio, de éxodo, de juego perpetuo, de tirada errátil de una piedra que nunca alcanzará el «kibbutz del deseo», de un deseo que nunca pasará por todas las casillas lúdicas para instalarse en su término, en su Cielo. Para Horacio Oliveira no es ya factible el recurso de un cielo religioso, de una imaginación teológica que transfiera a otros espacios los encuentros fortuitos que alguna vez tuviera con La Maga y, desde el inicio narrativo de la novela, nos presenta su relación con ella desde la nostalgia. Beatrice Portinari, la posible Bice trasladada a las calles de París siete siglos más tarde de que transitara las de Florencia, no es ya factible, con toda su descarga de contenidos absolutos, en el suelo donde pisa y juega. Pero tampoco se contenta con la sustitución de ese erotismo trascendental por la «otra mística» de la recomposición estética de los hechos vividos. Sus Beatrices no son de papel y de memoria, como las «amadas ausentes» de Marcel Proust, que se aparecen a la conciencia como figuras de un tapiz verbalizado, como estampas que alegran la «comprensión» esencial de la existencia a quien se somete a su rememoración sensorial y, por consiguiente, anímica. Ahora se trata de un lamento por la pérdida de lo que nunca se sublimó, pero se reconoce verdaderamente sustantivo. La desaparición de La Maga representa en verdad el desmoronamiento de un estado posible de libertad en el reino de este mundo, donde el Cielo es también un dibujo que unos niños estampan sobre la tierra. Resulta, al respecto, interesante cotejar los puntos caracteriológicos del surrealismo como actitud vital, desgranados por Cortázar en su Teoría del túnel, con la etopeya de la Maga, y descubrir cómo cabe hallar un correlato de peculiaridades. De algún modo, la definición que hace Cortázar del surrealismo es, mutatis mutandis, la más idónea para acceder al ser de Lucía, y también,

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fatídicamente, la que denuncia las carencias de Oliveira para sobrevivir en ese estado de inocencia al que aspira: «concepción del universo y no sistema verbal» del ser para «quien cierta realidad existe» y que «no ve otro medio de alcanzar la suprarrealidad que la restitución, el reencuentro con la inocencia [...]. El surrealismo ha sido [...] el primer esfuerzo colectivo en procura de una restitución de la entera actividad humana a las dimensiones poéticas... concibe, acepta y asume la empresa del hombre desde y con la Poesía». Se trata, en suma, de «la irrupción de un lenguaje poético sin un fin ornamental, los temas fronterizos, la aceptación sumisa de un desborde de realidad en el sueño, el «azar», la magia, la premonición, la presencia de lo no-euclidiano que procura manifestarse apenas aprendemos a abrirle las puertas...»17. Muchas páginas, capítulos y referencias de la novela revelan esta asociación y la subsiguiente problemática que, en el espíritu y la psicología de Horacio Oliveira, se habrán de producir debido a ello. En el capítulo 5, por ejemplo, el narrador objetivo explica la desnivelación de personalidades de la pareja, aludiendo a la ausencia de un verdadero sentimiento amoroso por parte de Oliveira, a su consiguiente negativa a «toda sacralización de los juegos», y al deseo de la mujer por penetrar en los recintos de la «instrucción» especulativa que representa el mundo cultural de Horacio y sus amigos del Club de la Serpiente: «Se llegó a saber así que la Maga esperaba verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el ingreso al concilio de los filósofos», y que «la única posibilidad de encuentro estaba en [...] el amor donde ella podía encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel»18. El afecto y la naturaleza del amor hacia la mujer queda definido en el capítulo 2 como «una proa negra que cortaba el agua del tiempo y la negaba». Esa aniquilación del flujo vital, que procedía de una inveterada manía por la necesidad de fijar, de definir, de conceptualizar las emociones y una contradictoria percepción de la libertad 19 , contrasta con el ser de la Maga,

17

Cortázar 1947: 103-107. Donde «se enfrentaban iguales y desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad suya, a traerla a su lado» (Cortázar 1991: 45). 18

19

Contradictorio en el sentido de que el propio Oliveira comprende la antítesis inherente a tal condición o «razón» de amor: renuencia a la pérdida de libertad y comprensión de que su única libertad radicaba en ese estado de atracción por ella: «Lo que verdaderamente me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por librarme era una admisión de derrota [...] ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones de

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que se inscribe en el «estar», en un «estarse» en el mundo de estirpe surrealista o concomitante con ese vigor entusiástico que destilaba, según Cortázar, de la poética actitud del surrealismo 20 . La inteligencia, la «pérfida inteligencia» de Horacio resulta a todas luces hostil, impenetrable, extranjera, informe para la mente de la Maga, tan reacia a la abstracción y a la confirmación aseverativa de nociones como «unidad ontológica» y, por lo tanto, a comprenderse desde el ser «fijado», frente a la obsesiva tendencia horaciana de aprehender la «unidad en plena pluralidad, que la unidad fuera como el vórtice de un torbellino y no como la sedimentación del matecito lavado y frío». Una problemática existencial de conocimiento y subsiguiente actuación, un internamiento en los vericuetos de la filosofía del lenguaje, de las trampas de la palabra y de los argumentos ontológicos de su propio devenir ensombrecen la vida de Oliveira, y lo sumen en la fragua de un pensamiento que no puede sino arder, mas no alcanzar la forja ni la forma en armonía. A contrapelo de tales desasosiegos, Lucía sobrevuela, sobrenada, sobrevive en el ámbito donde, frente al problema del ser, se alza la constancia del estar, y ante la ineficacia del verbo de Occidente, juega a la invención gramatical del glíglico. Antes que herir con el venablo de una supuesta «verdad» que humilla y descarna, asume el don poético de la piedad, aun desde su caprichosa vivencia de ignorancias y supuestos «errores». En el diálogo que mantienen en el capítulo 20, se articula la noción de desencuentro y se presagia un final de desamparo mental para Oliveira, que ya es consciente de que sus peligros son «sólo» metafísicos, frente a la ya apuntada pericia de la Maga en el «arte de la natación» espiritual 21 . Asimismo, el final del monólogo interior al que asistimos en el capítulo 21 se anuncia la aparición del síndrome de ausencia por lo maravilloso perdido, la crónica de una disolución, propia de un modelo bastante novedoso en la historia del amor occidental: no se

orden y de desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle Cochabamba?» (Cortázar 1991: 17-20). 20 Como estamos viendo, la simpatía de Cortázar por el movimiento surreal no procede ningún tipo de escolasticismo ni de una formulación de intenciones técnico-artísticas encaminadas a verificar formalmente sus presupuestos, sino más bien a una empatia con la «visión del mundo» que el movimiento arrojaba y que, de varios modos, encarnaría su personaje femenino más importante. Véase, al respecto, el interesante análisis crítico que propone el estudio de Evelyn Picón Garfield (1975). 21 «No sé - d i j o la Maga-. Yo pienso a veces en matarme pero veo que no lo voy a hacer. No creas que es solamente por Rocamadour, antes de él era lo mismo. La idea de matarme me hace siempre bien. Pero vos, que no lo pensás... ¿Por qué decís peligros metafísicos? Hay también ríos metafísicos, Horacio. Vos te vas a tirar por uno de esos ríos» (Cortázar 1991: 77-84).

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trata de la pérdida ocasionada por avatares del destino, por jugarretas irónicas de lo circunstante, ni de sacrificios materializados en pos de más altos ideales, aquella casuística que creó una morfología del síndrome, sino que Rayuela ilustra la «pérdida del reino» que nunca se tuvo como tal. Emblematiza la situación existencial de quien se ve envuelto en la maraña de su propia psique, braceando oscuramente por hallar el fondo de su ser y la altura de su iconoclasia. El enfrentamiento del yo consigo mismo, con su propia tendencia a la refutación de un orden del que, finalmente, no consigue salir. Es la «tragedia» irónica del sujeto que toma consciencia de la impostura social y psicológica propia de un sistema de valores esclerotizado, sin tener la suficiente capacidad, la hybris heroica, para construir un nuevo orden, un ordo amoris que diera sentido a la voluntad de ser centro y no periferia. Abatido, vencido, sometido ya al síndrome de la desaparición de la única isla posible, se lamenta el hombre por la magia que, nadando, se aleja: «Por qué no había de amar a la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos, a seiscientos francos, en camas con cobertores deshilachados y rancios si en esa vertiginosa rayuela, en esa carrera del embaldosados yo me reconocía y me nombraba (....). Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo». Y, sin poderlo evitar, alza su ruego: «Ah, déjame entrar, déjame ver algún día como ven tus ojos»22. Una pregunta —como aquella con que se inicia la novela— y un ruego que, por su misma e irreductible permanencia en su dédalo mental, caerán como peso muerto en el río metafísico donde finalmente se hundirán, hundiendo con ellos a Horacio. En uno de sus múltiples ensayos sobre la literatura de Cortázar, propone Saúl Yurkievich la aguda definición de eros ludens para caracterizar el plano conjuntivo que Rayuela experimenta al abordar las relaciones entre el amor y el espíritu lúdico. El «ritual orgiástico», el «paroxismo sexual», el «amor frenético» y el «colmo erótico» son algunos de los sintagmas propuestos por el ensayista para tal aproximación. Según Yurkievich, la escena del capítulo 5 en que asistimos a la peculiar metamorfosis de los amantes que encarnan los prototipos míticos de Minos y Pasífae formula un peculiar modus amandi donde subyace la categoría confirmatoria del «sacrificio», y a su través se vislumbran las claves deconstructivas del modelo erótico idealista, sancionado por el tópico del amor como sublimación y elevación a un paraíso de arquetipos espirituales, cuyo emblema más certero 22 Horacio concluye su trágico monólogo interior de desheredado del reino de los hombres dichosos o, al menos, de los que viven en armonía con sus principios vitales, desgranando una elegía a «todo eso que sé desde mi amargo saber» (Cortázar 1991: 89-91).

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vendría dado por el mito amoroso de Beatrice. El amor «ritual» de los amantes en Rayuelo, promueve, y alcanza, otro modelo de plenitud, representado por el discurso «corporal». Un «tipo de discurso» que también tiene como finalidad suprema una «vía unitiva», que supone «el triunfo de placer sobre el principio de realidad», y que presupone asimismo otro horizonte posible para vertebrar el estado de plenificación, de plenitud, el reingreso a un «magma primigenio», a un «mandala físico», a ese «kibbutz del deseo» donde se materializan las aspiraciones de Horacio Oliveira, el hombre, el escritor que sustituyó el «culto del libro» por el de la acción del libro sobre la vida. «El amor con la Maga» —expone Yurkievich- «resulta un encuentro numinoso, un contacto central, axial que transfigura la miserable guarida en edén. Reconocimiento, verdadero conocimiento del ser en sí, permite acceder al nombre». Se trataría de un regreso ab ovo, la «vuelta al estado mítico» donde se inhibe y permuta el «tiempo horizontal, profano», y se constituye como «pasmo, pasión, efusivo descenso [...]—descenso al discurso corporal. La palabra carnalizada recupera su dimensión en profundidad, deviene consustancial, capaz de incorporar lo otro, la materia externa, de incorporar al otro, el ser amante y amado al adentro, capaz de adentrar, adentrarse penetrante y penetrada, de ingurgitar, de absorberlo todo a su propia materia» 23 . Si bien es cierto que una lírica, una poética del eros lúdico expone sus atributos, sus logros y eficacias en el desarrollo de la historia amorosa de una rayuela en infatigable búsqueda de su máximas «intensidad y altura», no lo es menos el hecho de que la constitución y consumación de tal estado en la rítmica estructural del erotismo rayuelesco ocasiona finalmente una fractura en la simbólica mandorla a que se abandonan en su juego existencial los amantes. La novela 23

Este «paroxismo sexual» afecta no solamente al lenguaje de los cuerpos, sino que supone,

en última instancia, la instauración de un nuevo «lenguaje» transgresor, una desautomatización expresiva donde vive la pulsión surrealista por alcanzar la gramática integral, totalizadora, holística y abundante de la materia. Al decir del ensayista, dicha sublimación corpórea «entraña la abolición del discurso lineal, emergente, acaba con la coherencia ilativa, con la concatenación causal de superficie, la de la sucesión ordenada, del despliegue progresivo, impositivamente unívoco; produce la irrupción del aturdimiento equívoco, de la promiscuidad, cancela la distancia de las palabras y las cosas, entre sujeto y objeto, interioridad y exterioridad, cuerpo y mente, causa y efecto, cosa en sí y fenómeno, ser y no ser, deroga los dualismos de la reflexión, del esclarecimiento» —véase Yurkievich 1994: 130-134, y en general «Eros ludens (juego, amor, humor, según Rayuelo)«—. C o m o vemos, un discurso corpóreo que perpetra el anhelo deconstructor de las formulaciones dicotómicas a que nos condujo la línea unívoca del pensamiento racionalista y de la lógica categorial heredada de la filosofía platónico-aristotélica, del pensamiento matemático euclidiano y de los patrones moralizantes más ortodoxos del judeo-cristianismo.

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cuestiona precisamente el diagrama de la meta alcanzada, tanto por vía física como por sustitución sublimatoria. Parece omitir, en este sentido, el gran ensayo de Yurkievich la veta opaca, insatisfecha, permanentemente postergable en sus derivaciones y eficacias del juego erótico cortazariano. Tras el ritual orgiástico de los amantes, la amenaza explícita de lo indiviso e inalcanzable. Tras la audición de la sonata a dos voces, la gravedad del piano y la mágica liviandad del violín dejan de armonizar y de emitir sonidos concertantes, por utilizar la metáfora que en algún momento ideó Lucía para plasmar su relación con Oliveira. Cierto es que uno de los máximos logros de la novela, desde el punto de vista de su semántica y de la imago mundi que experimenta y fragua, reside en ese ahondar genuino en los estadios de un absurdo donde brotan los frutos de una posibilidad remota, de una puerta que, aun en su hermetismo, entreabre sus hojas para alojar los infinitos juegos del posibilismo y la sucesión nunca truncada: resucitar aquel deseo cuya figura encarnaban las aristas del mandala. A este respecto, nadie más lúcido que José Lezama Lima para legitimar las categorías arquetípicas del texto y bucear en los ancestros de sus mitos insumisos y voraces. Sostiene el autor de Paradiso que «por todas partes aparece en Rayuela un nuevo sentido para una nueva absurdidad, pues esos nuevos sentidos traerán la nueva sacralización del hombre, es decir, la antropofanía o el hombre dueño ya del centro de su laberinto». El «universal» literario del descenso a los infiernos reaparecerá, así pues, en los capítulos del lado europeo (el encuentro con la clocharde Emmanuel en el capítulo 36, con su inmersión escatológica en la podredumbre misérrima) y del americano (lo que Lezama subraya como «las páginas decisivamente excepcionales del descenso de Oliveira a la heladera de los muertos, que señalan una nueva marca en la novelística americana»24). Tras ellos, surge en la novela la aparente desazón y desnaturalización del ser y sus circunstancias, que divagan hacia un nuevo reconocimiento de instancias adormecidas y aún posibles, albergando ese «nuevo sentido» intuido para cada «nueva absurdidad». La sinrazón, el manicomio, el horizonte despoblado de referentes netos y claros, la espada de Damocles de un posible suicidio (el famoso «Pafl Se acabó», con el que concluye el itinerario «lineal» de la novela, en el capítulo 56 24

«Habrá siempre que escoger entre la muerte, el circo y el manicomio, y la novela de Cor-

tázar es como un arca donde esas tres palabras anillan y sueltan sus metamorfosis. La Maga se transfigura en la muerte de su hijo y luego ella misma desaparece por la muerte. Los dos

clochards

detrás de los bastiones pican en su plumaje amoroso, y en la contemplación el efecto es circense. La enajenación actúa en parte como anorexis, como forma de reconocimiento liberado, de la

ratio,

c o m o si lo inconexo o la nexitud al azar proyectasen más luz que las cadenas causales» (Lezama Lima 1991: 7 1 0 - 7 2 0 ) . El artículo fue escrito en marzo de 1968.

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de la segunda parte), la comprensión de que Eurídice no estaba en los fondos plutónicos de aquel averno... Son instancias de una anulación o de un fracaso; tal vez el fracaso de ese intelectual que se intuyó libre y se descubrió aún lastrado por una historia casi interminable de categorías y dicotomías del pensamiento y del lenguaje. Mas, como Lezama manifiesta en su acrobática proeza crítica, se trata de una antropofanía que presupone que «el hombre es creado incesantemente» y que es incesantemente «creador». N o obstante, el resultado ambiguo de la ecuación no euclidiana a que somete Cortázar la existencia de Oliveira pasa, de un modo bastante claro, por la agonía propia de un escepticismo inmovilista capaz de disolver lo que consideró más valioso y firme para el viaje que emprendía en pos de la «deconstrucción» de ciertos fenómenos de la consciencia y ciertas transmutaciones del arte y del artista. Y es en este punto donde la lectura de la historia de Oliveira con la Maga adopta un tono más sombrío y amargo, donde remodela y metaforiza una variante nada tópica del síndrome de Beatriz. El mismo Lezama, que lúcidamente la presenta en tanto «anticuerpo de las categorías kantianas», admite que «la novela se extingue cuando ella desaparece, después aparecen situaciones figurativas, desconfianzas, incesantes autointerrogaciones de Morelli, mirando cauteloso a las palabras [...]. La Maga era el único apoyo inquebrantable. Su limitación era una síntesis temporal, una acumulación reminiscente, el enlace infinito». Por esta misma razón, «las peripecias en la búsqueda de la Maga son de lo más profundo en el reverso de la novela». Cabría añadir que pautan un camino paralelo al del juego verbal, al de la sustitución de órdenes caducos por fronteras derribadas o, cuando menos, desarticuladas, un sombrío reverso a los efectos liberadores que el humor y el sabotaje a lo solemne inscriben en la ideología activa que la novela enuncia y orienta 2 5 . El momento culminante de esta lectura, «paralela» y no contrapuesta al eros ludens,

toma cuerpo en la sección titulada «El lado de acá», momento en

que Oliveira, repatriado a Buenos Aires, deambula por el arcén de la locura en las diversas experiencias episódicas que nos son narradas por Cortázar: la circense, la amorosa (en la sustitución de la figura de Lucía por Talita, la novia de Traveler, su amigo de juventud) y la más netamente demencial, anclada

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«Después del trazado de uno de sus laberintos, ríos y ríos metafísicos, Cortázar sabrá como

pocos que no podrá anclar en los finales joycistas del sí, y de la mujer que abre su vientre en el primer día, pues Oliveira tendrá que ir al sueño, nueva temporalidad y nueva realidad, y volver a esclarecer su relación con la Maga, pero ya al final sus palabras tienen la resonancia de un conjuro para saludar a la luna sobre la colinas» (Lezama Lima 1991: 718).

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en su viaje de catábasis a los infiernos de la conciencia, y su descubrimiento allá de nuevas posibilidades de «encuentro», de caída factible en la casilla del Cielo. Cabe asimismo tener presente que la comunicación de los espacios de ultratumba mediante el aviso amoroso ya se anuncia en la Divina Comedia. En el Purgatorio será una mujer quien deambule por los escarpados montes hasta llegar ante el poeta y transmitirle su misión de peregrinaje hasta las alturas del Empíreo. Esa mujer, enviada por Beatrice hasta Dante, no es otra que Lucía (Purgatorio IX: 55-63) 2 S . Su nombre, donde el estigma de la luz se entreabre por los rincones sombríos, es icono de una fe que el amor despliega desde la eternidad radiante hasta el «melancólico vacío» donde no habita aún la condena. En Rayuela, los últimos capítulos que integran el «lado de allá» han plasmado una actitud de pasividad emocional por parte de Horacio, que se anuda en el capítulo 28, en que tiene lugar el fallecimiento del bebé Rocamadour, hijo de la Maga, y en la posterior desaparición (por suicidio o por huida) de Lucía 27 . De toda la sección posterior («lado de acá»), será sin duda el capítulo 4 8 el más representativo para la configuración espiritual de un estado de búsqueda del bien perdido, claro axioma revelador de la existencia del síndrome en el espíritu de Horacio. Se trata del único capítulo que se ubica en un lado geográfico no

26 Véase la nota 25 del capítulo «La estirpe de Solveig Buenosayres», donde aparece citado el pasaje del Purgatorio, y la asociación entre Cortázar y Marechal a partir del motivo femenino Lucía-Beatrice-Solveig. 27 Significativa la postura que adopta en el capítulo 28 Horacio ante el sufrimiento de su amante: «Oliveira se dijo que no sería tan difícil llegarse hasta la cama, agacharse para decirle unas palabras al oído a la Maga . "Pero eso yo lo haría por mí", pensó. "Ella está más allá de cualquier

cosa. Soy yo el que después dormiría mejor, aunque no sea más que una manera de decir. Yo, yo, yo. Yo dormiría mejor después de besarla y consolarle y repetir todo lo que ya le han dicho éstos"» (Cortázar 1991: 204). Fundamental también, a este respecto, el capítulo 34, donde Horacio lee la novela de Galdós que leyó la Maga, y al hilo de la lectura - e n renglones alternos- expone el monólogo de su pensamiento sobre ella. Se configura ahora el sentimiento de desolación por la partida de la Maga, y en su mente, es capaz Horacio de formular todo aquella que no pudo expresarle verbalmente. El síndrome es el anuncio de una falta, de un vacío sustancial, si bien se dibuja, al mismo tiempo, la visión de una figura que irá formándose, invisible, desde los puntos separados que a partir de ahora ocuparán ambos personajes, y que, al final del capítulo, se define como «una interminable figura sin sentido»: «Oí, esto sólo esto para vos, para que no se lo cuentes a nadie. Maga, el molde hueco era yo, vos temblabas, pura y libre como una llama, como un río de mercurio, como el primer canto de un pájaro cuando rompe el alba, y es dulce decírtelo con las palabras que te fascinaban porque no creías que existieran fuera de los poemas, y que tuviéramos derecho a emplearlas. Dónde estarás, dónde estaremos desde hoy, dos puntos en un universo inexplicable, cerca o lejos, dos puntos que crean una línea, dos puntos que se alejan y se acercan arbitrariamente...» (161-165).

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representativo del ser de Horacio, sino del mundo de la Maga. Ni París ni Buenos Aires. La ciudad, la poética espacial escogida en este caso es Montevideo, y más concretamente el Cerro montevideano, espacio simbólico-biográfico de Lucía, denominado «la otra orilla» por los argentinos porteños, en alusión al río de la Plata que separa ambas capitales. Como vemos, de nuevo la simbólica del río, de la orilla, del pasaje, del acceso al lado contrapuesto, de la búsqueda en el «puente». Este capítulo revela una simetría interna y un paralelismo semántico con el primero, ya comentado, en el Pont des Arts parisino, pues la morfología interna de sendos textos expone una búsqueda infructífera, un «rito de paso» hacia la consecución de lo que desaparece sin dejar rastro o huella y que, por último, trae consigo la imposible atracción de lo perdido. Se carnaliza, de un modo moderno y novedoso, el dolor punzante por una ausencia. Se descendía al inferos, mítica y culturalmente, para reingresar en la tierra de la bienaventuranza e imaginar que Beatrice resplandece paradisíacamente en la última de las casillas del juego. Pero todo lo que se encuentra ahora es el «parecido», el «doble», la «aparición fortuita y fantasmal» que sólo retrotraen la misma sensación de lejanía. El capítulo 48 funge como puente semántico y estructural entre las dos partes principales de la novela, ya que enlaza el «desencuentro» final de los personajes con la perseverancia en el deseo de reaparición, de reingreso en la otredad diluida. Y así, las pesquisas sin respuesta que «encuentra» Horacio en su visita al Cerro de la Maga hallan su razón de ser en un reencuentro imaginario en el «camarone» del barco donde regresa a Buenos Aires y donde ha creído percibirla. La verdadera percepción será, sin embargo, la que le brinde el análisis de su conciencia. Una vez más, el pensamiento especulativo ha sustituido a la epifanía, y el ser del mundo no corresponde sino a la consciencia de que tan sólo iba buscando la concreción materializada de un «deseo incontrolable» arrancado «de eso que definían como subconsciencia» y que había sido íntimamente «proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres de a bordo», de la misma manera que se proyectó en el momento en que su amigo Traveler «le presentó a Talita en el puerto, tan ridicula con ese gato en la canasta». También es en ese momento, fundamental para entender el desarrollo de su vida sin la Maga en «el lado de acá», cuando Oliveira «volvió a sentir que ciertas remotas semejanzas condensaban bruscamente un falso parecido total, como si de su memoria aparentemente tan bien compartimentada se arrancara de golpe un ectoplasma capaz de habitar y completar otro cuerpo y otra cara, de mirarlo desde fuera con una mirada que él había creído reservada para siempre a los

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recuerdos» 28 . Es muy interesante comprobar en qué consiste, para Horacio, la toma de conciencia de este acto de comprensión de la verdadera finalidad que le indujo a buscar a la Maga, que sabe desaparecida, en el Cerro de Montevideo. El fenómeno mental, consistente en descubrir que necesitaba proyectar su amor en los «fantasmas» de la Maga, provoca una solución novedosa al mal de ausencia o síndrome de Beatriz que padece el protagonista. Su «propuesta» pasa por la asunción de un amor constante por la mujer desaparecida, que por un lado mitiga y disuelve la necesidad de «darle fin» a la historia por la vía de la objetivación de los hechos, pero por otro lado la persistencia del sentimiento erótico por la ausente se trueca en el acto de proyectar identidades en otras mujeres, donde se «carnaliza» la esencia y el fantasma de la Maga. Sea como fuere, nos hallamos ante el caso de quien recurre a los vericuetos de la imaginación y a las tramas de los recursos mentales para descubrir que el juicio y la razón, o los entresijos de un inconsciente «desvelado», son los verdaderos protagonistas de la historia emocional. Ya no tendremos una Beatrice trasladada al «más allá», ni tampoco «deconstruida» o «deformada» por sustituciones degenerativas, sino un estado de punzante dolor que anhela la trascendencia en el yo y por el yo del estado amoroso: el Mandala a través del amor, el refugio en el «kibutz del deseo» por la vía de la otredad. Pero es justamente lo que ya no puede alcanzar Horacio, habiendo perdido a la Maga, es decir, habiendo perdido la parte de su ser más libre y poética, más ubicada en el juego que apunta a ese Cielo pintado y horizontal. Entendámoslo bien: lo que propone en Rayuela Julio Cortázar, en cuanto al motivo que nos ocupa, no es allegable a la propuesta de Marcel Proust, ni tampoco a la de su admirado Edgar Alian Poe. Ni nos situamos, como sucedía con los recuerdos proustianos, ante una multiplicidad de Albertinas que, en la distancia, se resolvían en una sola imagen donde se representaba la propia dimensión anímica y sensitiva del sujeto amante, reconocida en el recuerdo, en la recuperación artística de las vivencias por el filtro de la literatura. Pero tampoco se identifica la naturaleza del sentimiento erótico cortazariano con la fascinación 28

La comprensión del fenómeno psicológico favorece un estado de angustia que no hará

más que inmovilizar de manera superlativa al personaje: «Las indagaciones en el Cerro habían tenido el aire exterior de un descargo de conciencia: encontrar, tratar de explicarse, decir adiós para siempre. Esa tendencia del hombre a terminar limpiamente lo que hace, sin dejar hilachas colgando. Ahora se daba cuenta (una sombra saliendo detrás de un ventilador, una mujer con un gato) que no había ido por eso al Cerro. La psicología analítica lo irritaba, pero era cierto: no había ido por eso al Cerro De golpe era un pozo cayendo infinitamente en sí mismo» (Cortázar 1991: 237-240).

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necrológica por las «ladies Ligeias» de la imaginación desmedida y abismada, que también concluye por identificarse en otro cuerpo de mujer, con la resurrección corpórea de la amada muerta a través de otra materia carnal, como ocurría en el famoso relato del escritor norteamericano, ni con la transubstanciación artística de la vida, y su correspondiente hallazgo de las esencias simbolistas, representativa de Marcel Proust, y el devenir fantástico y fantasmagórico de las grandes pasiones y obsesiones del amor sentido como «constante más allá de la muerte», propia de Poe en su veta de pensamiento romántico y tendente a la alucinación. Lo que sostiene o, al menos, argumenta ahora la «rayuela» de Cortázar en el fenómeno amoroso, como síndrome de ausencia, no quiere ser literatura ni fantasía, aunque haya de pasar por ambos estadios, en tanto que el protagonista de su novela es un escritor y cree, asimismo, en un modo de existencia que pretende trascender los principios categóricos de la razón. No anhela la sublimación, la pertenencia ni la sustitución. Quiere, tan sólo, apoyarse en el sentimiento para acceder a un estado integral de su yo y de su ser, y expone, al mismo tiempo, la insuficiencia para mantenerse en tal estado. Hace evidente, como ya se declaró anteriormente, un estado de crisis, representativo de un modelo transgresor y reacio a perpetuar modelos precedentes, que no parece hallar la nueva escala de Jacob para acceder a su «escala» de plenitud. En el capítulo 48 señala Oliveira: «Saberse enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá a otras fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que destruiría alguna vez ese contento visceral del cuerpo hinchado de cerveza y patatas fritas [...]. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, un dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad abierta y porosa. Matar el objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala, así como la súplica de Fausto al instante que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba como se posa en la mesa la copa vacía» 29 . La reflexión íntima y «porosa», la anuencia de una comprensión lúcida de los fenómenos emocionales sustituye al deseo de posesión o pertenencia del «objeto amado». Mas la finalidad de tal estado introspectivo no se conformará con su satisfacción intelectiva ni con su correlato de escritura, sino que habrá de plasmarse en acción, en comportamiento, en actitud vital, en ejecución y mundo. Con ello, Cortázar plasma su posición como pensador y artista en el seno de la 29

Cortázar 1991: 48.

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cultura rioplatense, dando un paso en una dirección distinta a la que exponen los literatos para quienes el «mundo existe para llegar a un libro». La búsqueda y la pérdida amorosa, el síndrome causado por la desaparición del «otro», buscan un modo de liberación de la conciencia desdichada, de la catapulta romántica para luchar contra la infalibilidad de lo trágico. Y «así la visita al Cerro, después de todo, habría tenido un sentido, así la Maga dejaría de ser un objeto perdido para volverse la imagen de una posible reunión - p e r o no ya con ella sino más acá o más allá de ella; por ella, pero no ella»30. Y, sin embargo, la conclusión del pensamiento parece devenir, a pesar de todo, inane, insuficiente, de imposible permanencia. Horacio Oliveira terminará manteniéndose en una tierra de nadie, en un lugar indefinido, en una pieza de manicomio donde no sabrá si precipitarse a la nada o permanecer dándose una nueva oportunidad para vivir esa vida auténtica a que aspira, pero que es siempre postergada. En este sentido, el juego novelesco queda en tablas. Las resoluciones de quien ha sustituido órdenes caducos por nuevas expresiones de comportamiento y de representación del mundo no consiguen alcanzar su centro unificador, ni ascender al árbol Ygdrassil, para contemplar, desde su copa, la metamorfosis de la infamia en luz de piadosa claridad. Ese «Ygdrassil vertiginoso por donde se salía a una playa abierta, a una extensión sin límites, al mundo debajo de los párpados que los ojos vueltos hacia adentro reconocían y acataban» 31 . Los juegos de transferencia con Talita y las experiencias de los posibles puentes y pasajes que Horacio experimenta «del lado de acá» revelan pequeños instantes de epifanía de cuanto su espíritu concibe como «estado de plenitud», pero concluyen por un retroceso a la sensación de parálisis renovada, son intermitencias, fogonazos, sacudidas de lucidez que, más tarde, no estarán apoyados por nada firme o sólido: ese ámbito de «superrealidad» donde residía la Maga es de impermeable consistencia para Horacio, no puede permanecer mucho tiempo en él, halla siempre «tomada» esa casa de existencia libre y confortable, no regida por otros principios y leyes más que las propias y, por ello, susceptible siempre de desmoronarse y perecer, fluyendo en alguno de sus ríos, metafísicos o reales. La confirmación de tal situación crítica se condensa en el capítulo 56, el último de la lectura lineal de la novela y precedente de los «capítulos prescindi-

30

«Pero cuántas veces había cumplido el mismo ciclo en montones de esquinas y cafés de

tantas ciudades, cuántas veces había llegado a conclusiones parecidas, se había sentido mejor, había creído poder empezar a vivir de otra manera, por ejemplo u n a tarde en que se había metido a escuchar un concierto insensato...» (Cortázar 1991: 239-240). 31

Cortázar 1991: 265.

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bles» escritos «de otros lados», que plasma la tentación suicida del protagonista, pero que concluye con la visión desde la altura de sus amigos Traveler y Talita, donde vuelve a personificarse la figura de la M a g a , y «diciéndose que al fin y al cabo algún encuentro había, aunque no pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce...». El síndrome de Beatriz expone, pues, en Rayuela un medio más para caracterizar la personalidad de un ser que, habiendo descendido voluntariamente los escalones de la tradición cultural e ideológica que forja al intelectual del siglo X X , se encuentra, al cabo, sin asideros, y tal vez sin voluntad o sin fuerza para recorrer el camino de ascenso nuevamente, despojado de los lastres y las excrecencias de lo que considera falso y obsoleto: el lenguaje, la costumbre, la perpetuación de un sistema. Si el humor constante y la tendencia impostergable al rescate del homo ludens son sus armas y sus herramientas, el amor, que al fin reviste todo el prestigio de su trama secular en la historia de la cultura y de las artes, será, de algún modo, su pérdida más acuciante. Esta ecuación desvelada en el proceso de revisión de la escritura, en que el amor resuelve con sus nombres propios el espacio reservado a la incógnita, será también el mecanismo interno del mundo literario, de la «vida exagerada» de otros escritores nacidos a la sombra desmitificadora de la solemnidad textual, propia de Julio Cortázar. Es el caso del peruano Alfredo Bryce Echenique, y en concreto el lema más claro de su díptico novelesco constituido por La vida exagerada de Martín Romana (1981) y

El hombre que hablaba con Octavia de Cádiz (1985). Sendos volúmenes plantean un itinerario vital, donde el tópico de la «novela de aprendizaje» es recreado por el humor y la nostalgia aunados. Novelas como confesiones o memoriales de un personaje que reproduce esquemas introducidos por el «caso Oliveira», en los mundos de Cortázar: intelectual hispanoamericano radicado en París, donde cultiva una educación sentimental en compañía de un nutrido grupo de amigos y una convulsa historia de amores. El contexto histórico que lo rodea es, asimismo, consecuencia directa de la transformación social de valores sociales y políticos, en la misma década progresista en que Cortázar publica Rayuela, y Echenique vive los espisodios que integrarán ambas novelas. Notables son, además de cierto tono desapegado y liviano en el recuento de los hechos, fenómenos vinculables entre sus obras, como la presencia protectora, pero en exceso lejana y santificada, de Marcel Proust. El proceso de recuperación por la escritura de situaciones no comprensibles en el suceder temporal de los hechos confiere una tonalidad emotiva a los textos de Echenique, y parece guiar por los pasillos de la palabra a los fantasmas borrosos de sus días. La insistencia en el diario que acompaña al escritor, un «cuaderno azul», que será oportunamente sustituido en la segunda

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novela por el «cuaderno rojo», que marcará el final de su particular síndrome de Beatriz, establece ya cierto parangón con la materia proustiana. El «cuaderno» o diario de notas vitales acompaña en todo momento su devenir, si bien queda muchas veces en blanco o son sus páginas objeto de borrón y cuenta nueva. Se trata, en todo caso, de un artificio que dota al personaje narrador de una condición autoconsciente y firme en cuanto a su «destino de escritura», y que sirve asimismo de guiño interliterario, pues no sólo asoman los caprichos proustianos por la «esencia estética» de los hechos, sino que también remite al «cuaderno de tapas azules», que portará Adán Buenosayres en su día por la ciudad porteña en la novela homónima de Leopoldo Marechal, y en el que verterá su encendido y beatricesco amor por una Solveig idealizada. Ahora, sentado en un sillón Voltaire que comparece entre el mobiliario de un piso de alquiler en la ciudad del Sena, Martín Romaña revive pasajes divertidos y otros claramente destructivos de su vida. Contribuye a este vínculo la herencia social de una familia de la oligarquía peruana, burguesa y bien asentada en los principios jerárquicos de la pirámide social. La visita de la madre de Martín a París, en la etapa en que todavía vivía su amor con Inés («luz de donde el sol la toma», en paráfrasis irònico-amorosa de Martín al drama de Zorrilla), resulta a todas luces emblema de una concepción obsoleta de la cultura y del modelo de intelectual que, sin embargo, se sigue venerando desde una prudente distancia. El deseo de la madre se cifra en que su descarriado vástago llegue algún día a escribir «La búsqueda del tiempo perdido» peruana, y en lúdica peregrinación a la casa de Proust en Illiers, partirán, también, hacia «la búsqueda» del «verdadero hijo literario» de la madre de Martín Romaña. Pero en algo sí cabe establecer el parangón: al igual que Proust, el narrador de Echenique intuye que sólo a través de la escritura podrán clarificarse los episodios más revueltos y oscuros de su existencia. El «imprime, no deprime», que le incita desde un consejo amistoso a cultivar la escritura, posibilita la salvación psíquica de una conciencia desdichada, a despecho de su propia fe en el humor. Ni siquiera es ese sentido humorístico y distendido, sino que la resurrección de la esencia vital por medio de los signos gráficos será el procedimiento de comprensión a que se aferra, desde su sillón Voltaire, Martín Romaña en sus «cuadernos de navegación». Los naufragios y arribos a orillas donde el alma se vuelve a levantar son la esencia de esta crónica contemporánea del individuo en el piélago de una realidad plagada de sucesos, de una vorágine de circunstancias que ni siquiera el amor puede restañar. El síndrome de Beatriz arraiga en el espíritu de Martín Romaña, en primer lugar por la ausencia de Inés, motivada por una conciencia de clase de calado superficial, que se convertirá en el sustento psicosocial de

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su peculiar «rayuela», que desembocará, como la de Oliveira, en las soledades vallejianas, con los aguaceros de París. El análisis de los sentimientos, afectos, emociones, comportamientos y detalles ofrece un verdadero mosaico espiritual, que deslumhra por la penetración en la condición humana y sus móviles profundos. Desde una visión donde se agrietó la categoría del prestigio proustiano, pero donde prevalece la intuición del maestro de la memoria literaria, Alfredo Bryce Echenique exclama entre la vorágine de sus páginas que lo único que prevalece y triunfa es la fidelidad al propio yo, y el respeto por el universo de sensaciones que se despliega en su seno. Ese espacio acrisola la ternura y permite el nacimiento de los afectos perdurables y de los amores plenos. La tremenda melancolía que atraviesa el alma de R o m a ñ a es deudora de esa naturaleza psíquica, y el síndrome de Beatriz alcanza una intensidad que sólo una paternidad proustiana explicaría, pues echa raíces en la catarsis del papel y descubre en sus trazos los resortes y los mecanismos que lo produjeron 3 2 . La resolución, empero, no pasa por la toma de conciencia política, que sí fundamentará, por los años de escritura de Rayuela, la historia de Julio Cortázar. Echenique hará escala en los momentos de duda y de irresolución que sufrirá Horacio a su regreso a la «otra orilla» del Sena, desde el «lado» del Plata. En esa orografía, distanciada de la «casi plenitud» en que vivió con Lucía, el paisaje mental del protagonista rechaza incluso el cordón umbilical que lo religaría, en el sacrosanto espacio de la remembranza salvadora, con el olvidado espíritu de Proust. Perder y buscar a la M a g a , o reencontrarla fugaz, efímera, en esos breves instantes, «terriblemente dulces», funcionará, morfológica y semánticamente en la novela, como el débito que ha de otorgarse para proseguir en un itinerario de «desposesiones» y así alcanzar el centro, la unidad. Y es entonces, en ese estado permanente de existir como un espectador del mundo, cuando el objeto de amor, que precisa del movimiento y de la acción que da la vida, desaparece. Las puertas

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El capítulo «Un rincón cerca del cielo» recrea los momentos más dichosos que vivió en

compañía de Inés en París, y marca el cotejo paradisíaco con el séptimo círculo dantesco, del que habrá de caer para hallarse nuevamente en la «oscura selva», de la que sólo le sacará su escritura. La referencia en el capítulo a la «cachetada filosófica», remite asimismo al léxico y la perspectiva ideológica cortazariana. La referencia explícita a Dante consta en uno de los primeros capítulos, el titulado «Mi primer contacto en Francia»; digno también de mención es «La futura Inés de Romana», donde rememora el momento en que conoció a la muchacha (Bryce Echenique 2000). En cuanto a su «continuación», El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, muy interesante resulta la aparición de la nueva joven, la alumna francesa que se convertirá en la nueva musa del escritor-profesor, desde el efecto del personaje «doble» —recordemos a Lucía-Talita en Rayuela (Bryce Echenique 1985). Véase en especial el capítulo «El Paraíso también...» (46 y ss).

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del cielo no llegan a abrirse, y Beatrice queda «del lado de allá», para quien no existe la fe o para quien se limita a observar33. «Las puertas del cielo»: el bello relato contenido en Bestiario (1951) es, sin lugar a dudas, el más claro precedente de Rayuela en los aspectos temáticos abordados, ya que plantea de manera sintética el síndrome de Beatriz y la presencia de un observador analítico y certero de los hechos vividos. La trama es referida, en este caso, por un narrador en primera persona, el doctor Hardy, «un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes»34. Ante sus ojos, de perpetuo espectador y anotador de las circunstancias humanas que circulan ante su percepción, tiene lugar el lamento de su amigo Mauro por la muerte de su compañera, no por azar llamada Celina, que al final del cuento se materializará fantásticamente, repentina visión en un local nocturno que tampoco comportará el momento sublime y último de epifanía. El triángulo de personajes resulta de particular interés para un cotejo paralelístico con Rayuela. La muerte de Celina, al inicio del cuento, desencadena un «duelo» interno en su compañero Mauro y, al mismo tiempo, una confesión por parte del narrador y amigo de ambos, que reconoce sentir cierta repulsión por su propio modus operandi existencial, su tendencia inmoderada a «estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir». El desajuste social, cultural y psicológico del narrador en relación con sus amigos desencadena una vivencia simbólica y desapegada de los hechos, que en la escena conclusiva del cuento desgrana su contenido referencial, por contraste con otro modelo de amor perdido y sublimado. La simpleza de Mauro o la vulgaridad de Celina son objeto de atento escrutinio «profesional» por parte del doctorliterato, y de esa manera nos vamos introduciendo en una suerte de simetría de naturaleza degenerativa con los personajes de la Divina Comedia.

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En conversación con Ernesto González Bermejo, reconoce Cortázar que cuando escribió

Rayuela

se hallaba en «una época de mi vida en que yo me sentía personalmente un espectador de

lo que sucedía afuera, sin una verdadera participación, sin un deseo de comunicarme con el "otro", con el prójimo. Sí, yo podía tener muy buenas relaciones, podía estar enamorado de una mujer o querer mucho a un amigo o a alguien de mi familia, podía tender puentes de tipo individual, pero hasta el momento de mi toma de conciencia yo era alguien colocado afuera». Ni que decir tiene que la toma de conciencia está vinculada al triunfo de la revolución cubana, momento de «consagración» de todas las aspiraciones revolucionarias del intelectual Cortázar. La entrevista entre Cortázar y González Bermejo se titula «La idea central de Rayuela», 1991: 772-773. 34

En Cortázar 1982: 107-125.

y aparece en Cortázar

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Celina «había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos» para mantener su equilibrio conyugal: nos hallamos ante una Beatrice milonguera y ramplona que se «transfigura» al entrar en las salas de baile, donde alcanza la categoría esencial de su yo. La visión del local de tangos en que tiene lugar el desenlace es también representada mentalmente por el narrador como un círculo infernal habitado por figuras monstruosas y grotescas, y él mismo se caracteriza explícitamente como un «Virgilio» puesto «en un pasaje intermedio» que presenciaba «los tres círculos bailando». En ese punto, la súbita reaparición de Celina como Beatrice degradada, que en su vida «había sido en cierto modo un monstruo como ellos», «armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra», ocasiona el momento crítico y el centro culminante del relato: el «ser-ahí» de Celina, su «cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado», en su «duro cielo reconquistado» provoca un doble estado de ontològica y, al fin, frustrada revelación. El dolorido Mauro-Dante la buscará en vano entre el humo y la gente de ese infierno que para Celina era el paraíso, sin terminar de dar crédito a su visión. El narrador permanecerá en su actitud hipnótica y desapasionada, pero accediendo, por vía especulativa y por la intuición certera de su imaginación al entendimiento de los hechos. Queda fijo y «del otro lado», más allá o más acá de todo cielo o todo infierno, sin posibilidad de penetrarlos y de contaminarse en su impasibilidad. Mauro, a su vez, no será guiado por la «última sonrisa de Beatriz» y perderá el momento de gloria, quedándose sumido para siempre en su duelo, por no aceptar la «verdadera aparición» de Celina, mientras el narrador, desde su remota perspectiva simbólica y deshumanizada, permanecerá «quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo». Las puertas cerradas del cielo: herméticas, clausuradas. También Horacio Oliveira se quedará a la otra orilla del río, viendo pasar la figura perdida de la Maga. De manera hábil, como exponente de su propia evolución personal y artística, ha reunido en este personaje Julio Cortázar rasgos del doctor Hardy con un proceso humano de entrada en la materia, en el magma biológico y vital, más allá de la mera observación impenitente: Horacio no se limita a abocetar «fichas de la vida» para dar luego forma a la creación: quiere traspasar los puentes y circular, desde una libertad conquistada, por la existencia. Empero, el desmontaje de unos hábitos mentales y la ruptura de todo un soporte de actitudes literarias se hallaba todavía en estado de crisis, y «ante la ley» del amor, permanece Oliveira como náufrago de equilibrio inestable junto a una puerta que, todavía, no es la suya.

XII Eterna y los cristales dantescos

N o a todo alcanza A m o r pues que no puede romper el gajo con que Muerte toca. M a s p o c o Muerte logra si en corazón de A m o r su miedo muere. M a s p o c o Muerte logra, pues no puede entrar su miedo en pecho donde Amor. Q u e Muerte rige a Vida; A m o r a Muerte. «Creía yo», M a c e d o n i o Fernández

La filiación erotanática, tan comprometida con el motivo de Beatriz a lo largo de la historia literaria a partir de los recuerdos, sueños y sublimaciones dantescas, halla en la noción y sentimiento del miedo un tertium comparationis de indudable densidad. Conjuga así la pareja verbal «morir-amar» un elemento añadido que incorpora tiempos, modos y sensaciones que la aureolan con tonos y matices diversos, donde los artistas hallan líneas de fuga en que plasmar sus correspondientes estigmas de individualización. Desde diversas ópticas conceptuales, no pocos escritores porteños del siglo X X recogen y alteran la tradición que la tríada amor-muerte-terror había producido, conjugando momentos estelares tanto en la generación romántica europea como en la anglo e hispanoamericana 1 . Surge desde estas premisas el proyecto de acceder a la personalidad compleja, rara, difusa y magistral del escritor y filósofo porteño Macedonio Fernández (1874-1952), una figura controvertida, de indudable importancia para el desenvolvimiento de nuestro motivo, ya que concibió un proyecto novelístico y una orientación vital, extravagantes y singulares ambos, resultantes del sentimiento terrible que el síndrome de Beatriz determinó en su existencia. 1 El entronque histórico con el romanticismo resulta, a todas luces, evidente al respecto. La tentativa por divisar la totalidad del universo eviterno, con amor y temblor, ha suscitado no pocos textos emblemáticos del movimiento. El escritor alemán Jean Paul (1763-1825) plasma esta orientación en toda su obra. Véanse fragmentos como el magnífico Sueño del universo, donde el viaje culmina con la visión del Niño Jesús, con el despertar de un alma que, desde un júbilo temeroso, acomete una acción de gracias por «la vida en esta tierra, y por la futura de la que no estaremos privados» (en Mari (ed.) 1998: 45-47).

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Una vez concluido el siglo XX —época dorada en la literatura hispanoamericana—, cabe confirmar que la verdadera trascendencia de este curioso personaje que fue Macedonio permanece como un río subterráneo que atravesara cada uno de los enclaves básicos de la literatura argentina durante dicha centuria, aun cuando no alcanzase a constituir un corpus verdaderamente apreciado en su unicidad y validez propias. Ya para autores que no tuvieron una correspondencia vital directa con su persona, y que pueden divisar el panorama de la literatura argentina del X X con una mirada amplia y abarcadora, adquiere Macedonio la singularidad que merece, a la vez que lo dotan de la función de mentor o compendiador de tantas innovaciones y facetas de la misma. El ejemplo primordial lo hallamos en Ricardo Piglia, autor de filiación macedoniana capaz de valorar en justa medida la proporción de su influjo y la repercusión de sus escritos y proclamas. «La ficción argentina» —llega a postular- «es la voz de Macedonio Fernández, un hilo de agua en la tierra seca de la historia. Esa voz fina dice la antipolítica, la contrarrealidad, el espacio femenino, los relatos del cacique ranquel, dice los rhinir de Borges, los filósofos barriales de Marechal, la rosa de cobre de Roberto Arlt. Dice lo que está por venir» 2 . El hecho de que Macedonio encarne «antes que nadie (y en secreto) la autonomía plena de la ficción en la literatura argentina», como reconoce Piglia, resulta altamente significativo, y muy valioso para su incorporación central en el tema que nos ocupa. Pensemos que el síndrome de Beatriz representa un esfuerzo por concebir mundos posibles donde los personajes de la «vida» alcancen una existencia plena y absolutamente «distinta» en el universo imaginario. Dante Alighieri no se ocupó tan sólo de transferir el amor concupiscente a la categoría del amor cristiano, de la redención teológica y de la caritas salvadora —la idea quetantos comentaristas de su obra han subrayado y sobre la que Etienne Gilson apoya su exégesis dantesca 3 . Desde nuestra óptica temática, también impulsa la categoría del «mundo de ficción» en que los presupuestos del deseo hallan cobijo

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«Arlt, Maréchal, Borges: todos cruzan por la tranquera utópica de Macedonio» (Piglia 1987 [2000: 130-132]). 3 Gilson, autor —como hemos visto— de numerosos estudios dantescos, y estudioso de la relación entre Dante y Beatrice, señala: «La mort de Béatrice faisait d'elle la muse parfaite en effaçant l'écart toujours gênant qui sépare l'idéal de la réalité [...]. Morte dans l'éclat de sa jeunesse, Béatrice a pu rester une jeune morte dans la pensée de celui qui l'amait. Pour la retrouver en pensée, Dante la cherche donc là—haut, où elle est; sont sprit se rend, comme en pèlerinage, au lieu quelle habite; mais là il la voit dans une condition telle qu'il ne saurait la redire, car notre entendement est aux esprits glorieux comme notre oeil est à la lumière du soleil» (Gilson 1974: 14-15). Véase en general «De la Vita Nuova à la Divine Comédie» (9-22).

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y existencia, siendo al mismo tiempo amparados por un espectáculo de creencias y nociones religiosas que permiten incorporarlo y asumirlo a la categoría de lo «eterno» santificado. Dante consigue transmutar doblemente su amor por Beatriz: coronándolo en el ámbito de la salvación, y transfiriéndolo al dominio de lo imaginario. Esta segunda vía es la que ahora nos interesa y la que, sin duda alguna, supo recuperar y potenciar al máximo Macedonio Fernández con su «novela» de personajes que aspiran a no dejar de serlo, a no confundirse con los seres carnales - y aspirantes a mortalidad— que pueblan la «otra novela» de la realidad: la nunca Eterna. Y así, de la enumeración que hallamos en Piglia acerca de las virtudes que, emanadas de su obra, se proyectan en la cadena de las asociaciones literarias, destacamos el referente al «espacio femenino», donde Macedonio entronca su noción idealista del arte como dispositivo de «eternidades» con la tradición literaria en que la figura de la Commedia dantesca ocupa un singularísimo lugar de preferencia. Acerquémonos así al texto axial en la obra de Macedonio, la producción novelesca que ocupó tantos años de su vida, y que sólo sería impresa y editada por vez primera en 1967, tras su muerte: El Museo de la Novela de la Eterna, donde el filósofo poeta deja inscrita de manera amplia y neta su concepción de la realidad como mero simulacro de la mente, sus postulados estéticos preeminentes y su absoluto rechazo a la aceptación de la muerte como auténtica experiencia psíquica. La muerte será identificada con el olvido, y desde sus premisas, sólo la ausencia de memoria borrará los límites de la existencia de un ser que, de otro modo, permanece «vivo» en la mente de quien lo piensa, de quien lo hace «posible». Las coordenadas especulativas de Macedonio toman el relevo contemporáneo de las nociones clásicas que el idealismo filosófico más decantado formuló, a través de la obra de John Fichte, fundamentalmente, y que adquirirán nueva carta de presentación en los textos de psicología profunda de William James, especialmente en La variedad de las experiencias religiosas. Es en esta obra donde el padre del pragmatismo psicológico y de la tan afortunada noción del «fluir de la conciencia» examina y disecciona fenómenos vinculados a la vida espiritual que, a través del sentir religioso, incorporan sistemas de existencia que tienen a la mente, al recuerdo y a los afectos como solar y patria, como dominio y reino. Con James mantuvo Macedonio una intensa correspondencia epistolar en la primera década del XX, y sin duda el dibujo de un mundo de constitución autónoma para la mente se dispararía como formulación idónea cuando, a comienzos de la década de los años veinte de la pasada centuria, y tras la muerte de su amada esposa, Elena de Obieta, en 1917, decide el escritor abandonar las actividades pre-

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cedentes y dedicarse a construir los «museos» donde la mente alcanza a proyectar la existencia virtual, pero no menos «predicable» o «cerciorable» de su mujer-entelequia, mutada en la Eterna, de resonancias infinitas. ¿Cómo no pensar, una vez reconocido el presupuesto, en la obra de Jorge Luis Borges, donde los demiurgos devienen simulacros, como las propias criaturas de sus sueños, confundiéndose en seres ficticios tanto los de carne como los que «ni siquiera son polvo», en una poética de la irrealidad como único escenario donde los diversos ámbitos ontológicos se hermanan y concilian? ¿Cómo no recordar las quimeras que ruedan en las «ruinas circulares» de la mente, o de ese otro «tiempo» que transfiere y modifica las postulaciones de la realidad? ¿Cómo no atraer las invenciones morelianas de Bioy Casares, y sus seres semovientes que, a modo de proyecciones fílmicas, simulan una vida que tuvieron y de la que resta una «virtualidad» que, a fuer de repetida, no es menos diseminadora de sentimientos y vigilias? La institución de lo deseado imaginativamente al plano de la existente cruza de norte a sur y de lado a lado la historia de la literatura del X X , con esos personajes que buscan un autor para ser dotados de existencia, mas no necesariamente de realidad biológica y corpórea. Con Luigi Pirandello, parece conferir el filósofo argentino el máximo potencial de la intensidad de espíritu a la vida reproducida en la memoria. «La vida que te di», parece repetir la obra de Macedonio en armonía y consonancia a la del dramaturgo italiano; vida concedida por la pervivencia psíquica de todo el cúmulo de afectos y sensaciones que, amorosamente, la inteligencia graba y madura, insuflándoles una vita nuova no sujeta a la injuria temporal, ni al «ultraje de los años» 4 . La novela que plantea Macedonio, en su proliferación de «prólogos» y en su continua declaración de intenciones teóricas, obedece a ese mismo deseo de inscribir y concretar personajes que no deseen dejar de serlo, que no pretendan ser identificados con criaturas de la realidad física sin que por ello dejen de tener plenitud como entidades5. La exacerbación de estas nociones le llevará,

4

En su prólogo a la novela señala Fernando Rodríguez Lafuente que «Se diría que a una

muerte - l a de Elena- le sucede una resurrección - l a de Macedonio escritor- que, además, coincidirá con la gestación del incipiente movimiento de vanguardia argentino, conocido como Ultraísmo...» (en Fernández 1995: 30). Véase además el capítulo «Hogar de la no existencia» (156-157). Sobre las cuestiones relacionadas con la edición de texto tan complejo, señala el responsable: «Sigo el texto de la edición incluida en las Obras Completas, Volumen VI, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1975». ¿Razones?: «Es el texto concluido que a la hora de elaborar las Obras Completas de su padre, Adolfo de Obieta considera el adecuado...». 5 Según Rodríguez Lafuente: «...un modelo textual que amplía la variedad de uso, la multiplicidad de combinaciones, el universo temático y conceptual hasta definir el espacio literario

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incluso, a configurar, en uno de los capítulos de su «novela», un «hogar de la no existencia», receptáculo de «vida» donde el temor del fallecimiento sucumba en los predios de la palabra, como hogar de la meditación. «Anhelo que me animó en la construcción de mi novela» —decreta el autor— «fue crear un hogar, hacerla un hogar para la no-existencia, para la no-existencia en que necesita hallarse Deunamor, el No-Existente Caballero, para tener un estado de efectividad, ser real en su espera, situándolo en alguna región o morada digna de la sutilidad de su ser y exquisitez de su aspiración para poder ser encontrado en alguna parte, en mi novela mientras espera, y cuando llega de vuelta de la muerte de su amada, que él llamaba Bellamuerta, es decir que embelleció a la muerte con su sonreír en el morir y que sólo tuvo muerte de Beldad: la hecha sólo de separación, de ocultación, la muerte que engendra toda la belleza de la Realidad: la que separa amantes, pues otra muerte no hay, no se muere para sí ni hay muerte para quien no ama; ni hay belleza que no proceda de la muerte, ni muerte que no proceda del amor [...]» 6 . Llama poderosamente la atención el vínculo estrecho que Macedonio establece entre la imagen de la sonrisa y el acto de la defunción, por cuanto se instala en una suerte de necrofilia de cariz especulativo, que de algún modo remite al propio «museo» de raíz dantesca. Dice Macedonio: «que embelleció a la muerte con su sonreír en el morir», y se remueve en nuestro recuerdo la postulación de un «imaginismo» procreado en la literatura de Dante, el miglior fabbro, tal como sería concebido siglos más tarde por los autores que rescataron su obra (especialmente, Ezra Pound). Así -incluida en los poemas breves de su hermosa colección, Personae (1926)—, Pound propone una visión muy personal de «Francesca», quien surge desde el fondo de la noche y con flores en las manos, inmersa en la enajenación de la multitud. Ante esa maraña de cosas muertas, el poeta vierte su deseo de hallar, de nuevo como un Paolo reintegrado a una imposible

como un territorio autorreferencial, autónomo e, incluso, a la estrecha concepción de realidad que había funcionado moderadamente bien hasta la eclosión de las primeras décadas del siglo» (en Fernández 1995: 49). Trinidad Barrera señala al respecto: «Los presupuestos habituales del lector son en estas páginas dinamitados, el resultado está sobre todo en esos 5 6 prólogos que la contienen y en unos 2 0 "capítulos" que adolecen del habitual contenido [...]. E n palabras del escritor argentino Ricardo Piglia el siglo X X I será macedoniano» (Barrera 2 0 0 3 : 6 4 ) . «Macedonio —señala la crítica hispanoamericana- es [...] el gran precursor de lo que hoy se llama "antinovela" y "novela fantástica" [...]; construyó una original teoría que llamó "belarte", cuya motivación consistía fundamentalmente en proyectar en el ánimo del lector lo que él llamaba "la alucinación de la realidad del suceso" y nunca la realidad tal cual...» (Gálvez 1987: 3 4 ) . 6

Fernández 1995: 105.

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muerte en la consciencia, a la compartida soledad 7 . Por su parte, en el poema «La muerte no es la nada» quiere expresar Macedonio algo similar, con su poética de la abstracción mayúscula y la capitalidad de una emoción contenida por el poder omnímodo de la mente: La Muerte no es la Nada, sino que nada es. El Nacer no es la Vida, sino que nada es. Equivócase, por terrenal, el Corazón si te llora pues en nuestra Mente estás [...]. Amarte, pues, debemos, pues que vives y no Dolorte, pues no cabe perderte8. Pero el sentimiento amoroso, como bien evidenció en versos y tratados el florentino, se originaba en la inteligencia divina, y de ella fluía encarnándose en materia plena de belleza, a la cual tendían los «ojos» —de la percepción sensible y también de la intelectiva— como estadios donde la contemplación era escala hacia la empírea meta. En el Tratado III del Convivio subraya Dante la genealogía cognoscitiva del amor, como forma activa de la filosofía, algo que en el siglo XX reconsiderará —en clave experimental y renunciando al «orden clásico» y a la estructuración geométrica— la obra de Macedonio Fernández. Y así, tal como ya se hizo notar, con respecto al genuino y más puro sentir erótico, «cosas aparecen en su aspecto» —sentencia Dante en su Convite (1994: 610-611)— «que muestran el placer del paraíso en sus ojos y en su dulce sonrisa, pues allí los trae el amor como a propio lugar suyo».

7 «You came in out of the night / and there were flowers in your hands, / now you will come out of a confusion of people. / out of a turmoil of speech about you. // I who have seen you amid the primal things / was angry when they spoke your name / in ordinary places. / I would that the cool waves might flow over my mind, / and that the world should dry as a dead leaf, / or as a dandelion seed-pod and be swept away, / so that I might find you again, / alone» (Pound 2000: 72-73). En traducción de Jenaro Talens y Jesús Munárriz: «Surgiste de lo hondo de la noche / y había flores en tus manos, / ahora surgirás de una confusa muchedumbre, / de un tumulto de charlas sobre ti. // Yo que te he visto entre las cosas primordiales, / me enfadé cuando pronunciaron tu nombre / en sitios ordinarios. / Desearía que las frías olas inundaran mi mente / y que el mundo se marchitase como una hoja muerta / o como la vaina de un diente-de-león, y fuera barrido, para poder volverte a encontrar, / sola». 8

«La Muerte no es la Nada», en Fernández 1991: 55. Véase también, al respecto, el titulado «Cuando nuestro Dolor fíngese ajeno», donde concluye prorrumpiendo en identificaciones del sujeto poético con el objeto amoroso y con el paradójico deseo de un dolor donde también reside «Ella», y que es «ordenado» por el corazón. (1991: 40).

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Nuevamente, la sonrisa. La primera, origen y fuente de todo goce. La última, compendio de toda desdicha, complejo de evanescencia, que enciende la postulación de una irrealidad factible, donde «las dulces prendas» no se ajen ni pierdan. Es en ese punto donde la inteligencia hace de la memoria morada del ser. La enseñanza de Macedonio parece haber dejado ecos permanentes en la personalidad literaria de su mejor discípulo, el maestro Borges. No ya la gran serie de textos alusivos a su pupilaje y magisterio, sino la incorporación más sutil e íntima de nociones y puntos de vista a su propia producción. Es el caso del espléndido escrito de madurez con que cierra sus Nueve ensayos dantescos, homenaje de un autor octogenario a la que consideraba la obra cumbre de la literatura universal. Receptor ideal de toda la tradición dantesca en Hispanoamérica, como ya quedó ilustrado en el capítulo dedicado a «Beatriz en el Aleph», Borges compila los ecos literarios con la muy personal incursión en la materia dantesca de Macedonio Fernández. El ciclo de conferencias que Jorge Luis Borges impartiría en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, en 1977, tuvo por inicio, no por casualidad, la primera de las «siete noches», que versaba sobre la Divina Comedia y donde confesaba a su auditorio el «comercio personal» que mantuvo con el poema del italiano a lo largo de toda su vida. Es muy notable advertir, tras la lectura de este texto singular, la trascendencia que la obra del Alighieri alcanzó en la biografía literaria del argentino, a la que no duda en valorar como «el ápice de la literatura y de las literaturas», vertiendo juicios tan elogiosos como el de «libro cristalino», cuyo autor-personaje vendría a ser el «más vivido de la literatura». Su lectura está considerada como una de las formas, y no menores, de la felicidad, de la que nadie debería privarse, y en cuanto a su «hacedor», le concede un extraño don: el de la «infinita piedad», llegando a proponer la expresión «piadosa poesía de Dante». Cierto que es que estas observaciones juiciosas han de amoldarse a los episodios y cantos particulares que Borges va repasando con hondo entusiasmo en su charla. L a p i e t á dantesca, por ejemplo, cabe rastrearla por encima de todo en el maravilloso canto tercero del Inferno, en el magnífico encuentro de los poetas con la pareja de amantes arrastrados al círculo de la lujuria9. Este planteamiento permite asociar la incursión de Borges en la materia dantesca, desde una perspectiva «ensayística», con los magistrales textos que conformarán años más tarde los Nueve ensayos dantescos. Cabe pensar, en última 9

616).

Además de Borges 1980b, véase el poema «Inferno, V, 29», de La cifra (en Borges 1998:

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instancia, que al escritor argentino le sucedió lo que él mismo aventuró en cuanto a la recepción que de la Comedia hicieron autores por él citados como Melville o Lugones: una profunda asimilación, a lo largo de toda su escritura, que sólo el proceso de «relectura», con su «anámnesis» o reconocimiento incorporado, convertiría en evidencia, en cita explícita, en «intertexto», en «revelación». Gran parte de la producción borgeana de los años cuarenta y cincuenta, sobre todo en lo relativo a la poesía, irá alimentándose del dantismo, que será veta cabal y clara en los poemas de madurez de los años sesenta. Títulos como «Poema conjetural» o «Del Cielo y del Infierno» —pertenecientes ambos a El otro, el mismo (1964), aunque escritos en la década de los años cuarenta— incorporan temas y alusiones, más o menos veladas y crípticas, al círculo de «iniciación» dantesco, tan importante en la literatura rioplatense de mitad de siglo XX. «La última sonrisa de Beatriz» —el noveno de los nueve ensayos— será, al cabo, el texto definitivo sobre las «versiones» dantescas en la obra de Borges, donde conseguirá «cristalizar» no sólo de modo indirecto, más o menos inconsciente, el influjo recurrente que Dante produjo en su sensibilidad estética, sino también desde un plano estilístico y semántico, la «especulación» o «conjetura» que «acerca del Maestro» producirá su imaginación. Y recurro al término 'cristalización' no de manera casual, ya que me remito al lúcido y preciso modo de caracterización con que el poeta ruso Osip Mandelstam estableció la modalidad poética del genio italiano. Cristalizar implicaba, desde su registro conceptual, una sutil manera de modular la versificación, que produjera efectos químicos singulares en versos donde la imagen y la sensibilidad se aunaban para expresarse en fórmulas llenas de gravedad y de belleza, únicas y de algún modo «necesarias», últimas. Es precisamente esta inteligencia (más que poética, «geológica») la que permite al Dante de Mandelstam - u n o de los más finos exégetas no académicos de su obra magna— superar el estadio de inferioridad que, a su modo de ver, posee la Poesía en relación con el «arte natural» de la cristalografía. Y es, en puridad, dentro de esta línea interpretativa, más sutil y personalizada, donde cabe rastrear el «impulso Dante» en la literatura argentina del siglo XX: en las obras «con propensión a la eternidad» autoconscientes de Macedonio Fernández, en la obra neoclasicista de Leopoldo Lugones y en las fábulas arrabaleras de la sordidez que compuso Roberto Arlt, en las novelas y textos doctrinales de Leopoldo Marechal, en los ensayos de Victoria Ocampo o en la imaginería del amor cortazariano. También en las disquisiciones especulativas de Borges, tanto en su obra ficcional (poemas y relatos), como en sus excelentes ensayos. A partir, pues, de esa «química orgánica de las imágenes dantescas», apreciamos el «arte

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de la lectura» en las páginas de estas recapitulaciones borgeanas, que pretenden condensar en una lámina la «preciosa piedra» del material dantesco, sirviéndose de una actividad poética semejante10. La lectura de Borges, a su vez, cristaliza a su manera, recrea y transmuta en nueva visión las gemas líricas del «mejor hacedor» de su Museo de voces eternas. Así pues, ensayos como «El encuentro en un sueño» o «La última sonrisa de Beatriz» se asemejan a esas piedras donde el tiempo cristaliza su enseñanza, y exhiben la condición de que la verdadera exigencia literaria radica en su acumulación vital de tiempos: los posos de la creación primera -donde ya se hallan las presencias vivas de sus antecesores, como muy bien supo Dante al requerir la guía de Virgilio— que sedimentarán la lectura, en una continua estratificación orgánica. De este modo, la antesala estimulante del acercamiento borgeano al Paradiso parte de una premisa para él portentosa y básica: comentar la reverberación personal de unos versos. No es banal el hecho de que uno de los más recordados por Borges en su conferencia sobre la Comedia en sus Siete noches se refiera, de manera precisa, al color de una piedra —«dolce color d oriental zaffiro» {Purgatorio 1:13)—, y que también cristalice en nueva síntesis los tercetos con que la «donna angelicatta» se despide —una vez más y por última vez— de su máximo adorador (Paraíso X X X I ) . Tal como ya se ha señalado («Beatriz en el Aleph»), el poeta argentino pretende discernir y escuchar el verdadero «pesar» que hay

10

Esta «química orgánica» nada tiene que ver con la alegoría. El de Mandelstam es un recurso

hermenéutico que se acerca claramente al de Borges, renuente también a la tradicional lectura alegorista del poema. El capítulo V I del fabuloso texto del poeta ruso del «acmeísmo» revela esta originalísima manera de abordar los versos encadenados de la

Commedia:

«¡Envidia - e n t o n a M a n -

d e l s t a m - , oh Poesía, a la ciencia de la cristalografía, muérdete las uñas de rabia y de impotencia: porque está reconocido que las combinaciones necesarias para describir el proceso de formación de los cristales no es derivable del espacio tridimensional! ¡A ti, en cambio, te está vedado ese movimiento elemental que cualquier trozo de cristal mineral puede realizar!». Esta «limitación» del arte poético -verbal, en s u m a - tiene una excepción en la obra maestra del Alighieri. D i c e el autor ruso: «Una colección mineralógica es un comentario orgánico de D a n t e sumamente excelente. M e permito una confesión un poco autobiográfica: los guijarros arrojados por el oleaje en el M a r Negro me sirvieron de gran ayuda cuando la concepción de este ensayo estaba tomando forma. Escudriñé atentamente la calcedonia, las cornalinas, el yeso cristalizado, el espato, el cuarzo... etc. Comprendí entonces que una piedra es una especie de diario del tiempo, un coágulo meteorológico, por decirlo así. Una piedra no es nada más que el estado del tiempo sacado del espacio atmosférico y colocado en el espacio funcional...» (Mandelstam 1965: 6 5 - 1 1 7 ) . Parece ser, según el trabajo de Gleb Struve inserto en el mismo volumen («Nota sobre Osip Mandelstam») que, por testimonios de A n n a Akhmátova y del propio poeta ruso, el texto pudo ser concebido y redactado en Crimea, en la década de los veinte o a comienzos de los años treinta (Struve 1965: 120).

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en ellos, que nadie antes parece haber advertido en su «trágico» sentir: «Cosi orai; e quella, sí lontana / come parea, sorrise e riguardommi; / poi si tornó all' eterna fontana»". La «visión» que tiene Borges de estos tercetos es realmente reveladora, y su agudeza se torna clarividencia, la propia de una luz intelectual, la de esa «fontana» que ilumina y esplende. Destaca el hecho de que sea una lectura propiamente textual, es decir, filológica, la que prevalezca para la comprensión abarcadora y neta. Sostiene Borges que el epíteto «eterna» no concuerda necesariamente con el sustantivo «fontana» al que acompaña, sino que es atributo que predica la cualidad de la acción. M á s que adjetivo, la forma gramatical se torna circunstancia adverbial, y pasa así a condicionar al verbo «tornar» en forma reflexiva: se tornó eterna. Eternamente se volvió. Desapareció Beatrice para siempre de su vista y, con su sonrisa, abandonó el espacio de las visiones - l a s que de ella tuviera el poeta adolescente en su «nueva vida», o las que forjaría su cristalina imaginación en los tercetos de su muerte— para ingresar, para regresar furtiva, definitiva y eternamente al reino de los espectros. Un desplazamiento calificativo da la clave de lectura. Y con esta terrible sutileza graba su genuina lectura de esos versos, nunca anteriormente así «escuchados», en su dureza de piedra y en su propiedad de acero: A h í aureolada está Beatriz; Beatriz cuya m i r a d a solía c o l m a r l o d e intolerable beatitud, Beatriz q u e solía vestirse d e rojo, Beatriz en la q u e había p e n s a d o t a n t o q u e le a s o m b r ó considerar q u e u n o s peregrinos, q u e vio u n a m a ñ a n a en Florencia, j a m á s habían oído hablar de ella, Beatriz, q u e u n a vez le n e g ó el saludo, Beatriz, q u e m u r i ó a los veinticuatro años, Beatriz de Folco Portinari, q u e se casó con Bardi [...]. D a n t e le reza c o m o a D i o s , pero también c o m o a u n a mujer anhelada [...]. Beatriz, entonces, lo m i r a un instante y sonríe, p a r a luego volverse a la eterna fuente de luz.' 2

El gran tema es, pues, el del encadenamiento a una imagen y el necesario desencadenamiento final a su imaginación, o c o m o dice en otro espléndido cristal la palabra de Borges, «el desvío eterno del rostro». Este desvío eterno, esta ausencia inexorable promulgan de manera perfecta el síndrome de Beatriz. Borges ha conseguido plasmarlo con el «arte de la lectura», con el arrojo

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«"Así imploré; y aquélla, tan lejana / como parecía, se sonrió y me miró de nuevo; y después

se volvió a la eterna fuente" (Paraíso X X X I , 91-93). Bien es verdad que la trágica sustancia que encierran pertenece menos a la obra que al autor de la obra, menos a Dante protagonista, que a Dante redactor o inventor» (véase «La última sonrisa de Beatriz» en Borges 1982: 155-161). 12

Borges 1982: 159.

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de su intuición, con la valentía de su propuesta. El adjetivo «lontana» no solo afecta a la expresión «come parea», sino que contamina en su densidad a la «sonrisa», a la «última sonrisa de Beatriz». Y eterna, afecta para siempre a «sí tornó» 13 . La cristalina belleza del Empíreo se trasluce en la formulación de un horror. El que pervive en la desaparición o en el olvido. N o desdeñemos la importancia que el adjetivo «supersticioso» otorga al tipo de amor que profesó Dante por su Beatrice, al decir de Borges. Un amor «supersticioso» fuera, tal vez, el que provocó la formación del síndrome como proceso resultante tras la muerte de la amada. De algún modo, el entramado de la ejecución literaria de Dante participa de cierta visión supersticiosa atribuida al valor de la numerología y al afán perfeccionista por redundar en ciertos lugares comunes donde tal vez el sentimiento se hallara para él más resguardado o protegido. La escena que Borges bellamente revive y «cruelmente» concibe despoja al arquitecto celestial no sólo de su bella beldad, sino también de la motivación y de la ñnalidad de su viaje que, asimismo, es su creación poética. El título del ensayo resalta el fenómeno: «última sonrisa», que reproduce la consciencia de una pérdida, de una desaparición, de una temida ausencia. Una segunda y final —definitiva- despedida de Beatriz, que de algún modo decae de su dimensión onírica, de su esencia de sueño. Una segunda muerte que viene a confirmar lo cierta e inconsolable de la primera. Algo semejante arroja la lectura de la dantología contemporánea, especialmente la producida en los Estados Unidos, donde se revivió a finales del siglo XX una intensificación muy notable de los estudios sobre Dante, así como sobre el personaje femenino de Beatrice. Un ensayo como The body of Beatrice (1988), de Robert Pogue Harrison, plantea cuestiones como la necesaria articulación por parte de Dante de patrones estilísticos o intelectuales que mitigaran, corporeizándolo, el cuerpo ausente de Beatriz. Para Harrison, por ejemplo, se plantea la alternativa, rechazada por Dante, de asumir el modelo que el Canzionere de Petrarca incorporaba, donde la «presencia de una ausencia» constante - e n este caso, el ser de Laura—, era piedra de toque para la vivificación de los sentimientos. También es interesante considerar que la Filosofía como figura alegórica del saber se hallaba en el médula compositiva de una obra tan fundamental en el Medioevo como La consolación de la filosofía, de Boecio, que Dante comenzó a leer tras la muerte de Beatrice, y a la que, de algún modo, alude en la alegoría de 13 Borges apunta que la traducción de Longfellow ya introdujo la correlación que conduce a esta lectura (Borges 1982: 161).

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la Señora Filosofía de su Convivio, tras la que se esconde el rostro de la «donna gentile» y los contornos físicos de Beatrice14. La importancia del cuerpo es también central en la lectura del Paradiso que poetas como W. H. Auden, herederos del modernism y del imaginism, proponen en Estados Unidos. En su caso, el contraste se plantea entre dos «visiones de Eros», herederas de la tradición grecolatina y judeocristiana, que se formularían, respectivamente, con los «convites» eróticos de Platón y del Alighieri. La mística incorpórea del filósofo griego quedaría desbancada en comprensión y claridad por la visión del Eros inscrita en los tercetos del Trecento. La fantasmagoría platónica parece reducida a una actualización del amor en la figura de la «persona». Beatrice, desde tal premisa, no participa tan sólo en la corriente erótica como entelequia arquetípica, sino como corporeidad actualizada, y en la escena cristiana de la ascensión, escala necesaria para la unión definitiva con ese Creador «personalizado» que se denomina «Amor». La Beatrice en quien reposa el sentimiento vendría a materializar un Eros que se transfigura, pero que no se aniquila. La cita que Auden atrae de Angelus Silesius, autor tan cercano, por otra parte, al corpus museístico de Borges, resultaría bien ilustrativa: los humanos tendríamos así una ventaja al menos con relación a la estirpe de los ángeles, pues solamente nosotros podremos alcanzar el estatuto de cuerpos de Dios15. Sea como fuere, lecturas más actualizadas de la figura femenina central en el universo dantesco difieren en cuanto a la presentación arquetípica del amor inscrito en los campos elíseos de la permanencia. La escena central del canto XXXII del Paradiso, donde asistimos a la despedida entre el poeta y la grácil y esbelta Beatrice, ya no se sostendrá como eco, huella o rima lírica de aquella vez 14 «In the second part of this investigation we move from a Beatrice's presence to her absence, from de poem of praise to elegy...» (Harrison 1988: 93 y ss). Interesantes en cuanto a la recepción de la estética dantesca y petrarquesca, como estilos que fueron sucediéndose en los gustos de los artistas de los siglos XV y XVI, resultan las observaciones que aporta el ya citado Joaquín Arce en «Dante en España» (1999: 754). 15

En relación a los versos comentados por Borges, la lectura de Auden difiere en la visión descorazonadora de la «despedida», si bien concierta los argumentos desde la perspectiva de un amor personalizado que trasciende a una dimensión simbólica. Sobre este «encuentro» señala Auden: «When, at last, they meet again in the earthly paradise, he re-experiences, though infinitely more intensely, the vision he had when they first met on earth, and she remains with him until the very last moment when he turns towards «the eternal fountain» and, even then, he knows that her eyes are turned in the same direction. The Vision of Eros is not, according to Dante, the first rung of a long ladder: there is only one step to take, form the personal creature who can love and be loved to the personal Creator who is Love. And in this final vision, Eros is transfigured but not annihilated» (Auden 1964: 142-143).

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primera en que, cara a cara, el rostro femenino «dio origen» a una «vida nueva». No se trata ya de una mera «remembranza»16. En la memoria literaria de Borges funcionaría, de modo más o menos consciente, la consideración de aquellos escritores que habían vaciado en los moldes del erotismo la representación simbólica del terror y de la muerte, en una clara desmembración de los parámetros tradicionales en que la escenificación del sentimiento se hubo mostrado. Un escritor como Edgar Alian Poe, cimiento y andamiaje del «nuevo escalofrío» que asolará la estela del último romanticismo y del primer movimiento simbolista, fue uno de los primeros en convertir la pulsión del erotismo en corriente alterna psicopatológica. No olvidemos que su famosa «Filosofía de la composición» apunta la respuesta clave para este planteamiento. Con esta sentencia lapidaria instituye Poe una revisión de la Commedia dantesca, donde la afección predominante pasa a ser la desazón, la «nervazón de angustia» y la amargura que se desprende de la convicción de que la presencia de la Beatriz entronizada recubre el vacío del no-ser con el encadenamiento versal de la ficción, hecha tercetos. Una aureola siniestra, modulada en ocasiones hacia el pánico y en otras hacia el miedo enmascarado, se filtra en las andanzas fantasmáticas de un sentir enamorado que exhibe las regiones perturbadas del alma, aherrojándola al desaliento hecho síndrome de ausencia. En este sentido, los relatos del propio Poe volcarán, como ya pudo ilustrarse, todo el poso de esta revisitación terrible, y lindante con lo macabro, del sentimiento todopoderoso de un amor sempiterno. En efecto, «la muerte es el más poderoso agente del olvido». Tales son las palabras con que comienza el muy ilustre romanista alemán Harald Weinrich su capítulo dedicado a Dante en la monografía sobre el arte y la crítica del olvido, felizmente intitulado «Leteo». Sí. Tal vez sea el más efectivo y universal, pero tal como él mismo añade, «no es omnipotente, porque, desde siempre, contra el olvido en la muerte los hombres han levantado las murallas del recuerdo»: el itinerario de los signos arqueológicos o las obras poéticas, como la «imperecedera catedral» de esferas, pináculos, montañas y versos erigida en la Toscana del Trecento. Como muy bien recuerda Weinrich, «sólo al final del Purgatorio, 16

Tal es la exégesis del episodio contenido en los versos citados que aparece en diversos ita-

lianistas, como es el caso de G u i d o di Pino, que lo comenta en la edición de las lecturas dantescas que se publicó en Florencia con motivo del setecientos aniversario del nacimiento del poeta (12651965). La editorial Sansoni publicó tres volúmenes, correspondientes a cada u n o de los cantos, con estudios encargados a diversos filólogos, que seccionarían, canto a canto, la totalidad de la obra. «E c'è, tra le donne, anche Beatrice: ma la posia del suo n o m e ha trovato un posto a sè nel canto precedente; in quella isola di paradiso nella quale il nitore remoto della figura disgombra veramente - a questa altezza di paesaggi- ogni rimembranza di vita nuova

(Di Pino 1964: 2004).

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en los amables campos del paraíso terrenal, fluye ante Dante el río Leteo, y el caminante sabe lo que sus aguas logran: "quitan la memoria del pecado" ("toglie altrui memoria del peccato")». O t r o río paralelo y antitético brota del mismo hontanar, aguas literarias que el propio Dante imaginó, y que propician, a quien las bebiere, el don de recordar sus beatíficas acciones, aquellas que la persona en vida realizó y que, sólo al cruzar estos límites del bien - q u e ahora traspasa el poeta sin la compañía de su antiguo mentor— devienen reminiscencia, arte de la buena memoria 17 . Q u e Beatrice sea ahora recuperada en la visión es fenómeno deudor de este tributo que dona el agua de los ríos. El escritor francés Jacques Madaule retrata con palabras, pero de manera plástica y visual, el gran momento: «Si jamais poète fut sincère, au comble de son inspiration, c'est bien Dante au bord du Léthé, en présence de Béatrice retrouvée. Vraiment ce pèlerinage a été accompli; vraiment cette expiation brûlante a été subie; vraiment Béatrice morte a été retrouvée [...]: séparés encore un instant par le fleuve d'oubli, Dante et Béatrice, les yeux dans les yeux, se sont enfin rencontrés, se sont enfin retrouvés, non plus dans les rues de cette ingrate et impure Florence, non plus parmi les fleurs trop tôt fanées de ses printemps terrestre, mais là où le printemps ne cesse jamais, là où le renouveau est une naissance éternelle» 18 . N o cabe, empero, desatender un hecho singular: tratamos con la idea de una memoria hecha a escala divina, que el poeta alcanza a imaginar. Se trata, en suma, de la «memoria profética» de Dios, tan extraordinariamente definida por Borges en su soneto sobre la eternidad («Everness»), Pero la singularidad humana, por más que se asome a los vergeles de lo eterno, es sujeto del tiempo, y a él, a la fuente de las horas, tarde o temprano retorna. Y así retornó la figura de Beatrice a la fontana, de una «manera eterna». La toma de conciencia de la muerte es el despertar del sueño dantesco para Borges. El despertar a una pesadilla. «La lección del maestro» Macedonio Fernández no fue totalmente escuchada por el joven discípulo. Toda la literatura del filósofo idealista procuró dotar de una parcela incontamida de temporalidad la existencia de su Elena-Eterna, que en los contornos de su pensamiento persistía con su «corazón delator». Una vigilia

17

«Si el Paraíso de Dante, tal como hemos visto en nuestro recorrido por la mnemo-teología,

es la perdurable memoria real de Dios, en la que las almas llamadas por Dios a la beatitud (entre las que se encuentra Beatrice) hallan la vida eterna en la conciencia de sus buenas obras, Dante, que conoce el paraíso como último reino ultraterreno, sigue siendo un hombre de memoria con una psique por entero humana» (Weinrich 1999: 54-77). La obra original -Lehte. Kunst des Vergessens-, fue editada en 1997. La traducción que manejo es de Gloria Gauger. 18

Madaule 1965: 120. Véase en general el capítulo «Béatrice retrouvée» (83-132).

undKritik

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de ojos cerrados la encarnaba 19 . Una férrea voluntad la transfería al papel, a unos versos, a un Museo de novela. «Muerte es Beldad» —declama en nítidos versos Macedonio a su «Elena Bellamuerte»- «Mas muerte entusiasta / partir sin muerte en luz de un primer día / es Divinidad». Claros ecos del Dante en la lírica auroral del maestro, allá por los años veinte, «recienvenido» al nuevo reino 20 , cuya orilla baña el Éunoe, el «otro río» del Paradiso. «No eres, Muerte, quien por misterio / pueda mi mente hacer pálida / cual eres ¡si he visto / posar en ti sin sombra el mirar de una niña!» 21 . Esa ausencia de sombra y esa condición infantil de la bella muerta remiten a fondo al decir y al sentir dantescos. En realidad, la obra poética completa del argentino Macedonio Fernández compone el gran friso de una fe, basada en la convicción mental de que lo más genuino de la vida habita donde se genera el pensamiento. En el poema «Creía yo» estampa sintética y lacónicamente los pilares de este templo psíquico, netamente orquestado por las manecillas del verbo «regir»: sólo a Vida rige Muerte, en tanto que Amor la rige a ella. Elevadas a categorías gramaticales de nombres propios, plenos de abstracción latente y rica, los planos ontológicos de la realidad son los grados en que la psique proclama su soberanía. Insiste Macedonio en planteamientos de un exacerbado idealismo, al anotar en sus «papeles», como su «ley de asociación», que lo único irreal es la «existencia de lo no sentido», dado que «sentir e imaginar es lo único existente». Determina así la plataforma especulativa que dará sentido a su metafísica amorosa, aquella que inaugura modos de persistir ajenos a la respiración orgánica o a la conjunción de los cuerpos en las coordenadas del m u n d o sensible. Espacio de abstracciones, alcobas de cristal traslúcido que dibujan el hogar de la mente, habitaciones donde el techo y el suelo están forjados de vigilias y ensueños aunados, una poética del espacio cuyo material es la transparencia y cuya virtud, la virtualidad del recuerdo

19

«Las imágenes del sueño» —declara Macedonio en nota filosófica— «son tan nítidas y vivas

c o m o las de vigilia o de supuesta causa externa [...]. Mejor dicho, basta la igual vivacidad de las imágenes y emociones del ensueño frente a las de la realidad para que nuestra vida pudiera, sin ceder en importancia y seriedad, ser toda hecha de ensueño. ¿Qué buscamos, pues, con indagar la realidad?» (de «El m u n d o es u n almismo», en Fernández 1973: 113-115). 20

A propósito de ese título y sobrenombre, véase Fernández 1966.

21

A propósito de su obra poética, señaló José Olivio Jiménez con acierto: «Fue la suya, bási-

camente, una poesía de pensamiento, calidad y conceptuosa a u n tiempo, pudorosamente lírica y tocada por instantes con notas de fino humor...» (Jiménez 1984: 4 3 y ss). «Elena Bellamuerte» figura en Fernández 1991: 33-38. En el prólogo (15) recuerda C a r m e n de M o r a el juicio del también poeta - y c r í t i c o - Guillermo Sucre, para quien este poema representaba u n o de los mayores «triunfos del barroco» en la poesía hispanoamericana del X X .

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inmaculado. Resistente en un «hoy» y en un «aquí» sin contornos materiales, «sin compañía de la Compañera, con una ausencia en todas mis horas y con mi existir cifrado en conocer el misterio del existir, para saber si "su lado" será otra vez mi cercanía, y "seré" a su lado, como la ausencia de Ella ahora a mi lado es siempre». Así sella Macedonio su creencia y formula el síndrome de Beatriz, para transferirlo en los «papeles» del «recienllegado» a una tal variedad de la experiencia religiosa 22 . Semejante es el itinerario que en la ficción narrativa sostiene su prosa. La consagración de su idea de la novela, determinada por la exclamación «abomino de todo realismo» 23 , derivó en la obra cumbre, su Museo, considerada por él mismo como «la primera novela buena», tras la andadura porteña de cariz paródico, con que habría de concluir la saga de las «malas novelas», y que humorísticamente tituló Adriana Buenosayres. En pocos autores hispanoamericanos se da el caso de que una obra tan peculiar se desencadene a consecuencia de los efectos espirituales que el síndrome de Beatriz ocasionó en su vida, tal como sucede con Macedonio, quien, en este sentido, reinventa el dispositivo de generación textual a partir de un acontecimiento biográfico, como es el fallecimiento de su «donna gentile» 24 .

22

L o irreal, subraya el autor, se corresponde con «la supuesta existencia del mundo antes

que lo percibamos y después que cesemos de percibirlo» (de «Ley de asociación», en Fernández 1973: 117-135). ¿ C ó m o no sentir constante la irradiación de estos parámetros, de estirpe filosófica anglogermánica (George Berkeley, David H u m e y A r t h u r S c h o p e n h a u e r , fundamentalmente), en la obra de su «discípulo» Jorge Luis Borges. Sin embargo, la noción de un «existencialimso textual» metamorfoseará los dictámenes filosóficos en experiencias literarias, en apropiaciones estéticas y en artificios fictivos, donde la palabra escrita reclamará todo su prestigio y su esplendor. N o olvidemos que, según recuerda Borges, el «maestro» «no le daba el menor valor a la palabra escrita», a pesar de que «su pensamiento es tan vivido como la redacción de su pensamiento» (Borges 1961: 7 - 2 2 ) . Acerca de las vinculaciones entre ambos, véase Rodríguez Monegal 1952. En este artículo plantea Monegal el modelo Maestro-Discípulo, cotejándolo y no igualándolo al de Mallarmé-Valéry (y, en su origen, al de Sócrates-Platón). Monegal cita unas frases del discurso que Borges pronunció sobre la tumba de Macedonio, y que fue recogido en la revista Sur-, donde exaltaba su figura y reconocía su deuda: «Vo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. N o imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble» (Cfr. Sur 2 0 9 - 1 0 , Buenos Aires, marzo-abril 1952). 23

Declaración que hallamos en la sección «Novela de los personajes», donde estampa su

credo estético: los personajes no deben emular la realidad del ser, simulando verdad empírica, sino entregarse a su naturaleza artística o «irrealidad» consustancial (Fernández 1973: 176—177). 24

«La Philosophie est représentée dans le Banquet par le symbole de la «donna gentile». C o m -

ment cette dame s'est-elle introduite dans sa vie? Le commencement de cette histoire, telle que

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Una clara estela dantesca entraña el dispositivo creador de su obra, y a ese árbol literario ha de entroncarse, al cabo, para articular su discurso. El propio Ricardo Piglia, uno de sus máximos vindicadores y discípulo por propia decisión, es explícito al respecto. Y lo es en el interior de una obra de ficción, de otra «forma novelística» que, a su vez, rinde tributo a la invención museística del maestro Macedonio. Se trata de La ciudad ausente, una novela-palimpsesto que publicó Piglia en 1992, para cubrir el arco que la presencia del motivo dantesco generó durante todo el siglo X X en Argentina. El argumento y la trama textuales aparecen oscurecidos por la magnitud de las obras y los nombres recreados en la «ciudad ausente», un canon concertante de alusiones en que las voces solistas de Joyce, Faulkner y el propio Poe se imbrican e intercalan con los patriarcas de la literatura rioplatense del X X . La novela proclama la historia subterránea del museo que Macedonio forjó, y sustenta la hipótesis de su existencia real, como una reformulación paralelística de la «invención de Morel», donde el filósofo dejó activada la reproducción maquinal de los grandes textos de la tradición literaria porteña, y por supuesto la «encarnadura» virtual de su Eterna. El monólogo del protagonista de la trama encara el motivo central de su andadura, tras los pasos de la máquina que hace activo el Museo de voces literarias. El presupuesto de la muerte de Elena de Obieta como condición generatriz de su universo mental queda explicitado desde el comienzo, al reconocerse que todo lo que hizo Macedonio desde ese momento «estuvo destinado a hacerla presente. Ella era la Eterna, el río del relato, la voz interminable que mantenía vivo el recuerdo». La filiación con el espíritu clásico también se revela: «Nunca aceptó que la había perdido. En eso fue como Dante y como Dante construyó un mundo para vivir en ella». La resolución de la novela de Piglia proclama una epifanía textual, cuando allega el procedimiento del Museo con la versión herética de la Divina Comedia, «en la que Virgilio le construye a Dante una réplica viva de Beatriz. Una mujer artificial a la que encuentra al final del poema. Dante cree en la invención y destruye los cantos que ha escrito. Busca el amparo de Virgilio, pero Virgilio ya no está junto a él. La obra es entonces el autómata que le permite recuperar a la mujer eterna» 25 . Dante la raconte dans le Banquet, date de la mort de Béatrice et se relie à la certitude qu'il a de sa béatification céleste. C'est toujours à ce point de départ qu'il en revient: «apresso lo trapassamento di quella Beatrice beata» (Convivio II, 2): après le trépas de cette Béatrice bienhereuse. Pour relier le Banquet à la Vita Nuova, il est cond naturel d'admettre qu'au moment où débute ce nouveau fragment de son histoire, Dante a déjà eu la vision sur laquelle, au ch. X L I I , la Vita Nuova s'achève» (Gilson 1939: 88). Véase el capítulo II, «Dante et la Philosophie dans le Banquet». 25

M u y importante el capítulo IV de la novela, titulado «En la orilla», que enlaza con el

segundo, «Museo». En este final hallamos el relato de Emil Russo a Junior, el protagonista y

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Como cabe advertir, la reformulación del síndrome en la lectura que hace Piglia de la Eterna nos permite viajar a través de las edades del ser, entonando de forma bien distinta una de esas pocas metáforas que determina la historia universal. Y así partimos de un orden precopernicano en un universo ultraterreno tripartito y perfecto, donde el Alighieri se elevaba sobre la perfección de sus rimas escalonadas en pos de una visión de Eros alígera y transfigurada en perfección divina. La lectura del siglo X X reformula el tópico en su dimensión mecanicista y literaturizada al máximo: una Beatrice cuya médula es la naturaleza de la ficción. Y, en efecto, las páginas del Museo originario, en la propia construcción de Macedonio, inciden en la necesidad de edificarse textualmente como «hogar de la no existencia». «Es decir» -confiesa Macedonio— «que mi novela tiene lo sagrado, la fascinación de ser el Dónde a que descenderá fresca la Amada volviendo de una muerte que no le fue superior, que no necesitó Ella para purificarse y sí sólo para inquietar al amor y por ello descenderá fresca de muerte, no resucitada sino renacida, sonriente como partió»26. Algo muy similar a lo que estampa en uno de sus más logrados poemas, «Cuando nuestro dolor fíngese ajeno»; sólo resta la identificación absoluta de la mente con el objeto amado, siempre así reaparecido. La ecuación emocional donde el sentimiento de ausencia es el mejor testimonio de la constancia, que reanuda y reinventa su ser: «Que ese dolor es el dolor que quiero. / Es Ella, / y soy tan sólo ese dolor, soy Ella, / soy Su ausencia, soy lo que está solo de Ella; / mi corazón mejor que yo lo ordena»27. Asimismo, el alma del personaje Deunamor, alter ego de Macedonio en su dimensión óntica de personaje, fue «perdiendo su sensibilidad, hasta quedar reducido a un cuerpo sin conciencia», «a partir del deceso de su esposa»28. Y una «heredero de los textos» contenidos en el museo, que le refiere la historia de Macedonio y la génesis de su «máquina» donde habita Eterna; veáse Piglia 2 0 0 3 . La historia de la llegada del escritor a la «otra orilla» es toda una síntesis de la gestación del síndrome en el alma del paciente: «Siempre pensó que esa pasión la había enfermado y siempre pensó que ella había muerto por su culpa. Macedonio la vio por primera vez en la casa de una prima el día en que ella cumplía dieciocho años y la volvió a encontrar por azar una tarde en una calle de Azul y ese encuentro fue definitivo [...]. La muerte de Elena (tenía veintiséis años) era un acontecimiento sin explicación, pertenecía a un universo paralelo, había sucedido en un sueño [...]. Pensó que los sacrificios son actos que sostenían el orden del universo...» (Piglia 2 0 0 3 : 150-151). 26

Fernández 1995: 156. Véase, en general, el capítulo «Hogar de la no existencia».

27

Fernández 1991: 4 0 .

28

«Deunamor dejó de ser una conciencia personal desde hace muchos años, y yo mismo

observo que su conducta en la novela es la de un hombre que nada siente, piensa ni ve, en actitud de espera...», donde se «operará el milagro de la recuperación conciencial de Deunamor». A su vez, «la novela espera que el tono visual, táctil, auditivo, de la amada revivida y retornada, operará

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vez anclados en el dominio ficcional de la narración, los autoconscientes de su «ser personajes» habitan en un estado de total lucidez de su entidad, y proclaman su deseo de permanecer en la trama de la imaginación, como sus criaturas ideales e intangibles. A la pregunta de Dulce-Persona: «¿Qué hay hoy en "La Novela"?», replica Quizagenio: «El tiempo puro» (Cap. II). Eterna queda, al fin, definida como quien «no tiene su conciencia un instante de suspensión». Y hacia la conclusión de la obra, los personajes se congregan para dar vida a la Eterna, de modo que alguien «se salve, en la novela, de la irrealidad de personaje» (Cap. X I V ) . En vano, pues como señala ei Narrador, que asume el papel fictivo de Presidente de la estancia donde «irrealmente» todos los personajes moran, Eterna «querría la vida si alguien que anda por el mundo valiera lo que vale el amor de ella. Pero así no sucede y antes bien su único motivo de contento es saberse personaje» (Cap. XVIII). De manera genial, aunando filosofía y humorismo, constata Macedonio Fernández el valor supremo de una persistencia imaginaria, por encima de la contingencia y falacia que anida en «la prolijidad de lo real», como su heredero Borges acuñará en el poema «La noche que en el Sur lo velaron». Al plano, pues, de una creación humana verbal, al estrato ontològico del ser-personaje ha llevado Macedonio el síndrome de Beatriz. Como «primera novela buena» que se proclama a sí misma como tal, no duda el autor en añadir nuevas páginas más allá de la palabra Fin, como un «intento de sedación de una herida que no se tiene en cuenta». Como «novela vuelta sobre sí misma», tiene una cadencia autorrepresentativa, con un prólogo final, dedicado «Al que quiera escribir esta novela», «porque mi libro fue anudador como las trenzas de la Eterna», y abre el apetito de una prosecución continuada 29 . Sobre las nociones del «ser» se vertebra, al cabo, el tejido nominal: frente al ser del lector se alza el «no ser», también total, del personaje. A caballo el milagro de la recuperación conciencial de Daunamor» (Fernández 1995: 198-199). Véase en general el capítulo «Deunamor». 29 «Ningún autor tuvo la visión de la tortura del lector después de la palabra FIN» -escribe Macedonio en un capítulo subsiguiente a su «Fin»-. «Nadie» -prosigue— «se cuidó en ese momento.

Por primera vez lo hago yo, que sé que en obras que enamoran al lector quiso siempre dos páginas más que desacaten la palabra FIN. E, ido el libro, se queden junto al lector». La incidencia de estos planos en la configuración de un personaje como Morelli, en Rayuela de Julio Cortázar, parece evidente. En «Al que quiera escribir esta novela (Prólogo final)», añade Macedonio: «Lo dejo libro abierto: será acaso el primer "libro abierto" en la historia literaria». La asociación con Cortázar es, asimismo, apuntada por Fernando Rodríguez Lafuente en su edición. Asimismo, se plantean los vaivenes comparativos con textos como el Adán Buenosayres de Marechal. Lafuente también recuerda (nota 112 de su edición) cómo fue Rodríguez Monegal quien reclamó el estatuto de «primera antinovela hispanoamericana» para ene Museo (véase Fernández 1995: 415-423).

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entre el dolor de ese «no ser» y la riqueza de su metamorfosis ficcional, se alza Eterna. Su entidad es la gran criatura de Macedonio: cabe en Eterna un «ser» del aparente haber «dejado de ser», pues su «ser» de personaje no ha de confundirse con la noción absoluta del «no ser», «absurda y vacua» noción verbal para el autor, en su voluntad de producir en el territorio del espíritu una «fecundidad conciencial liberadora». Estos presupuestos artísticos de una «imaginación al poder» son los que asume, según Piglia, lo más genuino de la literatura argentina del siglo XX, y en donde él mismo pretende incorporarse. La preponderancia de los argumentos donde el ser artificial ha reemplazado en intensidad y grandeza al corpóreo y vital se suceden en La ciudad ausente. Allí, en sus arrabales, la ficción de Macedonio entronca con las fábulas que versionan la historia de estatuas enamoradas que poseen un poder de seducción insuperable en su mágica escultura del sentimiento 30 . En parámetros no muy alejados a los que funda Macedonio con su invención fantástica y artificial habría que situar el fenómeno literario tratado por los mejores creadores de la ciencia ficción. En el personaje de Harey, creado por el escritor polaco Stanislaw Lem en su novela Solaris (1961), aparece una modulación futurista del síndrome de Beatriz perfectamente destacada por el cineasta ruso Andrei Tarkovski en su fabulosa película homónima, filmada en la Unión Soviética en 1965. En la densidad atmosférica de ese «océano pensante» que es el planeta Solaris, acontece un fenómeno singular que coincide con la materialización de las partículas atómicas que forman parte de nuestros recuerdos, para adoptar la sustancia de un cuerpo. Para cada ser, dicha corporización vendrá a coincidir con la figura preeminente en nuestra vida y sensibilidad. El mecanismo narrativo del relato parece sustentarse en la vieja premisa de Sóren Kierkegaard: «La pureza de corazón consiste en desear una sola cosa». En el caso del protagonista, el científico Kris Kelvin, la asunción orgánica de ese emblema imaginario le deparará la reaparición de su esposa Harey, que murió por voluntad propia y ahora retorna en forma de «visitante», condicionando la decisión final de per30

«Entre los egipcios, la palabra "escultor" significaba literalmente "el que mantiene la vida". En los antiguos ritos funerarios se creía que el alma del difunto se incorporaba a una estatua que representaba su cuerpo y una ceremonia celebraba la transición del cuerpo a la estatua», escribe Piglia citando a Robert Burton, en Anatomy of Melancholy. Y regresa a su relato: «Júnior recordó la foto de Elena, la muchacha con el pulóver de cuello alto y la pollera escocesa, que sonreía hacia la luz invisible», y recuerda las palabras de Macedonio: «Huir hacia los espacios indefinidos de las formas futuras. Lo posible es lo que tiende a la existencia. Lo que se puede imaginar sucede y pasa a formar parte de la realidad» (Piglia 2003: 59-60).

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manecer en Solaris. Harey se articula como cristal futurista de un mito arcano: «Recuerda sólo que ella es un espejo, y que refleja una parte de tu mente. Si es maravillosa, es porque tienes recuerdos maravillosos». Asistimos así a una variación del síndrome que estriba en el hallazgo central de la «solarística»: «El océano podía reproducir lo que ninguna síntesis artificial había conseguido nunca: un cuerpo h u m a n o perfeccionado, donde la estructura subatómica había sido modificada para que sirviera a propósitos que desconocíamos. El océano vivía, pensaba, actuaba» 31 . Cabe observar que los postulados de una fe en la materialización de los pensamientos avanza en una dirección común. Siguiendo este camino nos acompaña la invención imaginaria de Morel en la ya comentada novela de Bioy Casares, donde la proyección de imágenes filmadas que simulan la realidad provocaría la confusión entre los fenómenos reales y el ámbito de lo virtual, favoreciendo el amor hacia una «sombra», un espectro, en clara remisión a la caverna platónica. También la creación del Museo novelístico de Macedonio Fernández, que acrisola la solidez ficticia de los personajes que ya conocen a su autor. Y en otro escalón de la ideación fantástica, la «solarística» funda el ámbito donde el propio recuerdo gestado se da «a luz», en la creación de un ente que duplica las formas del pensamiento y es, al mismo tiempo, consciente de su condición de «copia». Harey, de este modo, sufre al comprender que no es exactamente el ser que Kris Kelvin amó, por más que sea «nuevamente» amada por él en la nebulosa de Solaris. «Una fe disfrazada de ciencia» genera la fábula. Una fe que «regenera» y «metamorfosea» aquella que movió al poeta florentino. Mas toda fe se halla vigilada en el cuartel de la duda. El protagonista de Solaris, que ha visto cómo del océano había brotado una flor, cuyo cáliz le ceñía los dedos, no puede abdicar de cierto escepticismo: «La fe inmemorial de los amantes y los poetas en el poder del amor más fuerte que la muerte, el secular finis vitae sed non amoris es una mentira. Una mentira inútil y hasta tonta», sentencia hacia el final. Renunciar a ella, empero, implica la única posibilidad, «acaso ínfima, tal vez sólo imaginaria», de que «el tiempo de los milagros crueles aún no haya terminado» 32 . La imagen del «visitante» vuelve a ser así «cristal 31

«¿Era el océano una criatura viviente? Sólo un empecinado o un enamorado de las paradojas se atrevería ahora a ponerlo en duda. Imposible negar las "funciones psíquicas del océano"...» (Lem 2001: 198). Traducción de Matilde Home. En la edición se nos recuerda el dictamen de Ursula K. Le Guin, según la cual Borges y Lem compartirían el honor de ser los grandes «maestros de la ironía y la imaginación» en nuestro tiempo. 32

Ese «milagro» se convertirá, para Andrei Tarkovski, en una «imagen»: el reencuentro de Kris con su padre en la Tierra, el abrazo, el retorno, la expiación. El film Solaris es producción

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dantesco». Y a su través, se filtra transparente y diáfana la aseveración central en el orbe mental de Macedonio: «El mundo es de inspiración tantálica». Brota el estigma de Alian Poe, como si del rostro de una moneda de hierro se tratara. Una moneda que bajo un blanco papel dibuja sus perfiles en las rayas marcadas por la mina de un lapicero. El destino quiere así enlazar el erotanatismo moderno del poeta norteamericano con el que destila la literatura dantesca. Un hymnus amoris orquestado por la fascinación sublimada hacia el espectro. El sentimiento de lo siniestro procedente del temor a la ausencia, conjugado con el instinto humano, férreo, de construir dominios del sentir poético, donde perviva el cuerpo de una sombra. Donde perviva eviterna. «Yo creo parecerme mucho a Poe, aunque recién comienzo a imitarlo algo; yo creo ser Poe otra vez [...]. En el poema "Elena Bellamuerte" me sentía Poe [...] y sin embargo el texto creo que no muestra semejanza literaria», escribe Macedonio en el «Nuevo prólogo a mi persona de autor». En efecto, cabe añadir, la filiación se afinca en nociones comunes de un erotismo volcado a la «vocación tanática» del mundo. Un terror al «nunca más» que para el escritor norteamericano se revela incontestable e inconsolable, y que se vierte para Macedonio en metaliteratura. El deseo de una Beatrice recobrada alimenta ambas premisas. En el canto X X X del Purgatorio hallábamos la simiente. Allí, «sovra candido vel cinta d'uliva» aparecía, eternizada, provocando el despertar del más fiero de los sueños: el de la realidad, con su anatema de ausencia. «D'antico amor sentí la gran potenza», exclamaba, aliviado su espíritu, el poeta. Las primeras palabras que Beatrice le dirige confirman su gozo: «Non sapai tu che qui é l'uom felice?». Así concluía Dante el viaje por el Purgatorio, que al decir de Jacques Le Goff es el único de los reinos sobrenaturales donde mana para el hombre la esperanza, vedada en el Infierno y sobreseída en el Paraíso, donde ya no es necesaria33. Se despide el poeta de este espacio intermedio, el más humano, y lo hace «rifatto

soviética de 1972. Su protagonista, Natalia Bondarchuk, recordaría en homenaje postumo al director: «Hogar: como la materialización de lo que nos es más preciado, como la verdad que emerge sobre la isla en la mente cósmica de Solaris» (Bondarchuk 2001: 101-117). 33

«En el Infierno las únicas indicaciones de tiempo eran las que jalonaban el viaje de Vir-

gilio y de Dante. En el Paraíso llegará incluso a quedar abolido en relación con el breve tránsito del hombre. En cambio, el Purgatorio es un reino del tiempo». Por eso, -concluye- «espero que seguirá habiendo siempre un lugar en los sueños humanos para el matiz [...] y la esperanza». Cierra su extraordinario recorrido por la idea del Purgatorio el autor francés con la investigación de su «formación» hasta la Divina Comedia. Le Goff 1985: 384-416. Capítulo «El triunfo poético. La Divina Comedia».

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si como piante novelle / rinovellate di novella fronda, / puro e disposto a salire a le stelle» 34 . Región limítrofe, montañosa y escarpada, cernida por la voluntad de ascenso y donde todavía es valiosa la plegaria de los vivos, la memoria de los muertos, profundamente h u m a n a y depositaría de una temporalidad vedada a los reinos «ilimitados» del Infierno y el Paraíso, el Purgatorio sobrepasa, según el juicio de René de Chateaubriand, «en poesía al cielo y al infierno, porque deja entrever un porvenir que falta a éstos»35. Y allí, no por azar, será donde comience a despejarse la senda de Beatriz. Representa la dimensión más allegable al espíritu de una persona, con el conflicto interno entre el desconsuelo y la regeneración, y en sus escalas rocosas se encuentran las representaciones literarias de aquellos artistas que mantienen una perspectiva secularizada de la existencia, pero no exenta de una propensión a lo perfectible, o de una tendencia física a la gravedad de lo siniestro y oscuro. Es el caso de Alejandra en la novela de Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas (1961). Su aparición primera provoca una singular fascinación en el personaje de Martín, metaforizada como un «abismo tenebroso», creyendo descubrir en ella «ese inesperado género de mujer que, por un lado, parecía poseer algunas de las virtudes de aquel modelo heroico que tanto le había apasionado en sus lecturas adolescentes y, por otro lado, revelaba esa sensualidad que él creía propia de la clase que execraba». El intento de dibujar su cara deviene proceso plástico de «esfumatura», cual si de un rostro de Leonardo se tratara, cuyos rasgos fuertes y marcados se mezclan con los retratos de «aquellas vírgenes ideales y legendarias de las que había vivido enamorado» 36 . Pero las heroínas del universo sabatiano, como ya sabemos, no alcanzaron jamás la entidad redentora del amante, y se hallan más cerca del ámbito des34

Cito los versos 31 y 39 del Canto XXX, y los versos 143-145 del Canto XXXIII y último del Purgatorio. En traducción de Ángel Crespo: «Ceñido el blanco velo con oliva», «De antiguo amor sentí la gran potencia» (2002: 208), y «Tan renovado cual las plantas bellas / que se renuevan con su nueva fronda // puro y pronto a subir a las estrellas» (2003: 232). 35 Chateaubriand 1982: 17536

Sábato 1984: 29. En el «Liminar» de Ernesto Sábato a la edición de Marina Gálvez del Informe sobre ciegos, señala el autor a propósito de Alejandra Vidal y su padre: «Ese personaje es Fernando Vidal Olmos, porque todo gira en torno y a propósito de él, hasta que su incestuosa hija lo mata a tiros en el Mirador, para luego prender fuego y dejarse quemar viva» (Sábato 1994: 9 y ss). La vinculación de María Iribarne o Alejandra con el mito de Eurídice ya ha sido sustentada por la crítica. Daniel-Henri Pageaux, en su artículo "Sábato-Orfeo", entronca el mito con el hecho de que Castel asesina a la única persona que podría haberlo salvado, o que en el primer encuentro de Alejandra con Martín, éste tuviera la necesidad de «volver su cabeza» atraído por una «fuerza inconsciente pero irresistible» (en Sábato 1994: 222).

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tructivo. Desde su aparición, estampan un sello de desasosiego y desconfianza, parecen estar sustentadas por fuerzas oscuras y tenebrosas, y su territorio es fundamentalmente el de la duda. Ni siquiera aceptarían el calificativo de Beatrices patológicas o deconstruidas. El mito que aparece en su sustrato psíquico es más el de Eurídice que el de Beatriz, y las «tumbas» no son en ellas la contrafigura de ningún trono celestial. Frente a las categorías del cosmos cristiano, Sábato se halla acometido por los tentáculos del orfismo más sombrío, aureolado por la energía inspiradora de un tenue gnosticismo, que termina reinventando un tiempo h u m a n o tras los tiempos de la tragedia. D e ahí que el «purgatorio» como categoría intermediaria pueda definirse como el lugar donde los límites arrojan cierta luz a la ceguera. Pero recordemos que si Beatrice resurge en este lugar «donde un oscuro río pierde el nombre», lo hará para pautar en adelante la peregrinación. Las Beatrices de los poetas argentinos del siglo X X inciden en su naturaleza humana, aquélla que Dante quiso —y supo— trascender al elevarla a los claustros de la dicha. Una inspiración erotanática del mundo auna sus versiones. El delicado y tierno relato de Macedonio Fernández que Borges, Bioy Casares y Silvina O c a m p o recogieron en su Antología de la literatura fantástica

(1965), titulado

justamente «Tantalia», narra la peripecia de una pareja de amantes convencida de que su destino afectivo depende de la efímera vida de una pequeña planta de trébol que Él regalara a Ella, con la idea de que esa «mínima vida, de lo más necesitado de cariño, debiera ser el comienzo de la reeducación de su sentimentalidad». El «vivir simbólico» de la mata de trébol condicionará todo un sistema de creencias metafísicas, que fundamenta la necesidad de asentar nuevos credos. El ser, al cabo, coincide con el creer, y el credo de Macedonio Fernández proyecta en el plano psicológico de la conciencia la plenitud del ser, la plétora de la existencia, la culminación del sujeto a m a d o en suceso eviterno. N o en vano el último «momento» del relato recibe la nominación de un «nuevo sonreír», frente a la sonrisa última, que sospechó Borges en la antesala de la Bienaventuranza 3 7 . El «maestro» Macedonio, artista del discurso oral, opta por «secuestrar» la idea de su Eterna a las páginas de un manuscrito. Paradójicamente, el «discípulo»

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El personaje, nuevamente en brazos de Ella, entona su «credo»: «Cualquier mujer cree que

la vida del amado puede depender del marchitarse del clavel que le diera si el amado descuida ponerlo en agua en el vaso que ella le regaló otrora. Toda madre cree que el hijo que parte con su "bendición" va protegido de males; toda mujer cree que lo que reza con fervor puede sobre los destinos. Todo-es-posible es mi creencia. Así, pues, yo lo creo» (de «Tantalia», en Borges & O c a m p o 1989: 180-187).

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Borges, diestro en el arte de la letra impresa, perito en la construcción de un universo «omniliterario» y educado en las asombros de un existencialismo textual, asume la separación eterna de una Beatrice que no fue sino la cristalización de un sueño de vida, como en el hechizo de otra ruina circular. Son los intersticios del idealismo que Borges observó en el edificio mental de Macedonio, supuesta —pero falsamente— firme y ubicuo. Los ecos de la voz de Beatrice percuten hoy en un Museo. El de la Novela. Allí, el curioso lector podrá escucharla transubstanciada en las palabras de la Eterna: «Te hablo, lector; la Eterna soy; una mujer quizá noble, quizás hermosa y fuerte en el pensar, de sentimiento generoso y de grave destino, quizás altiva y de majestuosas maneras, quizá de suntuosa casa y de generaciones principales [...]. Deja que de estos renglones se alce a ti mi acento, que de este escrito mi figura se alce, y te diga mirándote de cerca: [...] "Cada día tengo más pasado", pues que vivir es "crear pasado"».38 Son los mismos tonos sabios y graves que utilizó la donna angelicata para explicar al poeta —aún humano— la vinculación entre la mirada y el conocimiento, o la formación de los nueve círculos y las esferas angélicas. Pero ahora resuenan con el timbre de un artificio mesurado y complejo, revestida la figura de ficción. Allí, en la «ciudad ausente», será donde el «otro discípulo», Ricardo Piglia, ubique también la voz de la Mujer. Ella, remodelando las palabras de la Eterna, se arrogará la función de emitir la cadencia, el cierre y la despedida. Toma el relevo de la palabra para recapitular en su discurso las historias conocidas, denunciando de este modo su condición de personaje sublimado, como quien padece una condena. Abandonada a repetir los relatos de un viejo archivo, «sorda y ciega y casi inmortal», depositaría de todas las historias que la adoptan como metáfora y sustento, desea en su monólogo conclusivo «dejar de ser esta memoria ajena, interminable» y acercarse al borde del río, para depositar en su orilla la magnitud de su legado39. Desea su deceso, su disolución. Quiere desertar de un oficio que ella, tal vez, nunca hubiera elegido. La Eterna, a quien Piglia hace receptáculo de la historia, sublimada por la palabra del hombre, habla para expresar su cansancio y su desolación, como la Quimera. 38

Fernandez 1995: 4 0 0 - 4 0 1 . Véase el capítulo X V I , «Hoy más pasado que ayer».

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Hablando de Macedonio dice la Voz: «El jamás pensó que se iba a ir y que yo me quedaría

perdida aquí, una mujer en una cama de hospital, atada con correas de goma a este respaldo, las muñecas alzadas sobre la cabeza, encadenada». D e algún modo, la historia literaria y política de la nación argentina queda conferida a la voz de la mujer hecha máquina. Los avatares policiales de la familia Lugones - p a d r e literato e hijo policía fascista— son también activados en su discurso «eterno», aquél que desea su declinación y reivindica su dureza. Véase Piglia 2 0 0 3 : 156-168.

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Vicente Cervera Salinas En los estertores del siglo X X , al Sur de un continente innominado cuando

nació a la vida y a la poesía, Beatrice asume la baldía voz de una Máquina que desea ser desactivada y perecer. La postmodernidad, en su continuo fluctuar por los archivos y las bibliotecas, despoja de candor y desangela el retrato gentil de una muchacha en quien se reconoció la dicha y, tras su muerte, la guía de la gloria. A despecho de su incidencia, los textos donde reside la Eterna, en la narrativa de Macedonio y en su recuerdo por la «ciudad ausente» de Piglia, resultan —¿por qué no reconocerlo?- desdibujados y asépticos. Coherentes, pues, con su modelo descolorido del amor, su fatigosa reducción a papel del sentimiento. El arte se trueca ingenio, ironía y distancia. El Paraíso puede ser sustituido por una máquina reproductora de las «versiones del Paraíso». No así en Borges, que si deshace la magia de una ilusión «romántica», no deja por ello de saludar a las sombras de la literatura con íntima y absoluta reverencia. Que suponga el eterno alejamiento de Beatrice no implica que su concepto del arte se aleje de ese modelo. Si incurre en deshacer algún hechizo, lo hace en suma para provocar otra delicia: la de una nueva lectura. Al fin y al cabo, nueve son sus ensayos, y los versos que empleó en tantas ocasiones respetaron la longitud dantesca del endecasílabo. Los versos del Alighieri están presentes en él, y su voluntad de materialización artística se inscribe en el espíritu de la belleza y de la perfección formal. La filiación al «canon» es notoria y deseada, por más que haya conseguido - y ése es uno de sus grandes y mayores logros— «entonar» de modo distinto una metáfora universal. En suma, al acometer la figura de Beatrice en la obra de Macedonio como patriarca de la literatura desarticulada y «archimental», hablamos ciertamente de una voz que se recupera y transfiere al propio fenómeno de la creación: la Eterna de un Museo textual. La voz que articuló el «maestro» Macedonio y que, en cambio, se alejó eternamente del «discípulo», como Beatrice se alejaría, en su lectura de Dante, sin que llegara «nunca más» a «desfallecer en sus brazos». Tal vez nunca reconoceremos, por eso, en la obra de Borges la voz de la «mujer» que lo habitaba. Frente a ello, se debe acentuar su sutileza como el autor que mejor elogió el sentir dantesco en la literatura hispánica contemporánea. El poeta que tradujo a la mayor desesperanza el amor de otra Beatriz y de otra Elena: la Beatriz Elena Viterbo de «El Aleph». También hablamos de un legado cuyo origen se remonta a una sonrisa. La que emanaba de un rostro grácil y bello, todavía adolescente. La misma que cegaría de esplendor y vencería en su inefabilidad al mismo sujeto de su atracción, «forse semilia miglia di lontano» (tal vez a seis mil millas de distancia), «in mezzo del cielo» (en la mitad del cielo), en el mismo punto donde reside el triunfo de la luz,

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la sede de la alegría, en el Canto XXX del Paradiso, donde Beatrice muestra al poeta la plenitud circular de las almas bienaventuradas, y el canto concéntrico y espiral de la Rosa del universo: «La bellezza ch'io vidi si trasmoda non pur di là da noi, ma certo io credo che solo il suo fattor tutta la goda. [...] con atto e voce di spedito luce ricominciò: «Noi siamo usciti fore del maggior corpo al ciel ch'è pura luce: luce intellectual, piena d'amore; amor di ver ben, pien di letizia; letizia che trascende ogne dolzore»40 Paradiso XXX: 19-21; 37-42

Similar al peregrino que se hallaba extraviado en oscura selva, el encuentro con la Eterna determinò en la vida de un poeta y filosofo porteño la fundación de un canon. Un canon renovado y puramente literario (grammatologico, deconstructor) para la literatura hispanoamericana, gestada en el «nuevo mundo»: «Del todo desextraviado» —arguye su hacedor - «vivo desde entonces en el hallazgo. [...] Y sólo porque ella quiere sonreír una última vez desde fuera de este amor, desde el Arte, compongo este libro que no necesitamos». Así hablaba Macedonio. Cabría, por último, manifestar que desde el arte, con todas sus mayúsculas posibles, pero no solamente desde el «arte» como artificio, persisten, con esa «alegría que trasciende toda dulzura», los versos de Dante en nuestra memoria. En nuestra memoria, la más íntima y la plural, la secular y la algún día milenaria, 40

Estamos en el Canto XXX del Paradiso. La traducción de Ángel Crespo: «La belleza que vi tal se transmonda / sobre nosotros, que a que complacido / sea su autor tan sólo se acomoda. // [...] mostrando en acto y voz su santo celo, / prosiguió: "Hemos salido del mayor / cuerpo, a la pura luz que es este cielo: // luz intelectual llena de amor; / amor del bien, colmado de leticia; / leticia a todo gozo superior» (2003: 195-196). Entona, asimismo, Dante en los versos 28-30 del mismo canto XXX, a propósito de Beatrice, su «guía»: «Dal primo giorno, ch'i'vidi il sou viso / in questa vita, infino a questa vista, / non m'è il seguire al mio cantar preciso; // ma or conven che mio seguir desista / più dietro a sua bellezza, poetando, / come a l'ultimo suo ciascuno artista». «Que desde que su rostro fue visible / para mí en esta vida, hasta esta vista, / no el seguir mi cantar me fue imposible; // mas bueno es ya que mi seguir desista / en pos de su belleza, poetizando, / como hace en el extremo todo artista» (2003: 196).

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no existe el olvido para su luz intelectual, plena de amor, ni para la visión de sus ríos, hierbas, zafiros ni topacios, como no lo habrá para las sonrisas translúcidas de Beatrice. Pero t a m p o c o para las que se «tornaron» eternas. Eternamente grabadas en un libro por completo bello y necesario.

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