Reconstruir la persona. Ensayos personalistas

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Reconstruir la persona Ensayos personalistas

EDICIONES PALABRA Madrid

Colección: Biblioteca Palabra Director de la colección: Juan Manuel Burgos © Juan Manuel Burgos, 2009 © Ediciones Palabra, S.A., 2009 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.edicionespalabra.es [email protected] Diseño de cubierta: Raúl Ostos Diseño de colección: Carlos Bravo Imagen de portada: Retrato de Jeanne Hebuterne, de A. Modigliani ISBN versión impresa: 978-84-9840-250-6 ISBN versión digital: 978-84-9840-415-9

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

JUAN MANUEL BURGOS

Reconstruir la persona Ensayos personalistas Presentación: JOSÉ MARÍA BARRIO MAESTRE

A Karla Mollinedo, por su gran interés en mi trabajo.

INTRODUCCIÓN

Nuestro tiempo requiere nuevos caminos de comprensión y, en particular, nuevos caminos para la antropología. Formamos parte de un mundo que avanza vertiginosamente generando nuevas y sorprendentes creaciones que modifican significativamente nuestro modo de vivir y nuestro modo de pensar. Los modos con los que accedemos a la realidad se transforman, nuestras estructuras epistemológicas cambian: se hacen más visuales, más interactivas, más fluidas, más interconectadas; y se apoyan en nuevos parámetros antropológicos: realidades fragmentadas que solicitan integración, nuevos modos de relación hombre-mujer, una conciencia incrementada de la variabilidad y creatividad del hombre, etc. Por todo ello, los antiguos paradigmas de comprensión se vuelven obsoletos e incomprensibles, especialmente para las generaciones más jóvenes. Nos hablan en un idioma que se va volviendo ininteligible y de un mundo que, al no ser el de hoy, es ya antiguo. Por todo ello, resulta necesario repensar a fondo la antropología: sus temas, su estructura y las vías epistemológicas de acceso y de explicación. Solo así será posible elaborar una doctrina que responda adecuadamente a la realidad del siglo XXI y al modo con el que el hombre de este siglo se en9

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tiende a sí mismo o, mejor, se autopercibe. Porque esos complejos retos a los que se enfrenta la antropología tienen una interesante contrapartida: hoy resulta más necesaria que nunca. La complejidad posmoderna ha fragmentado el espejo epistemológico, por lo que la persona se ve reflejada en cientos de imágenes deformadas e inconexas, ninguna de las cuales responde a su verdadero yo. Por eso aspira, con mayor o menor conciencia, a una antropología integrada que reconstruya una imagen unitaria gracias a la cual pueda recuperar su identidad perdida y el sentido de su existencia. Así pues, si bien la renovación de la antropología se presenta como una empresa llena de dificultades, tiene a su favor una motivadora recompensa: colmar un vacío de significado. Esa tarea ya fue iniciada en el siglo XX por el personalismo. El mundo cambia, pero no tanto. Y los procesos que hemos bosquejado no empezaron ayer, vienen de lejos. Comenzaron el siglo pasado, si bien es cierto que hoy asistimos a una fortísima aceleración e intensificación así como a la aparición de fenómenos completamente nuevos, como Internet. A esos primeros cambios respondieron los filósofos personalistas generando una antropología que aunaba el saber de la tradición con la reflexión derivada de sus ricas experiencias personales propias de una época convulsa. Y esa antropología se ha mostrado útil, valiosa e iluminadora. Pero el mundo no se detiene y nuevos problemas se presentan ante nuestros ojos y exigen una respuesta: la necesidad de contar con una psicología y una bioética personalista, la transformación de las relaciones hombre-mujer planteadas y los problemas planteados por la teoría de género, la crisis del concepto de familia, cambios en la estructuración persona-sociedad, una secularización radi10

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cal que plantea problemas muy diferentes del ateísmo del siglo XX, etc. Existe, además, una exigencia de profundización. La antropología personalista del siglo XX generó una matriz intelectual, un marco original capaz de inyecta en el tejido filosófico un buen núcleo de ideas y conceptos innovadores, pero dejó pendiente la tarea de precisar los conceptos, de relacionarlos, de definirlos, en suma, de construir un sistema, abierto, ciertamente, que no se cierre al futuro ni se pliegue sobre sí mismo en una escolástica estéril, pero que proporcione una infraestructura suficiente para asentar encima los nuevos edificios que hay que construir. Este libro se sitúa en este marco hermenéutico y pretende realizar una aportación en estas dos líneas. Por un lado, coloca al personalismo en diálogo con algunos problemas contemporáneos especialmente significativos: la bioética (cap. 3 y 9), la teoría de género (cap. 2), la secularización (cap. 10); por otro, profundiza en los cimientos del personalismo: define sus contenidos (cap. 1 y 8), explora nuevos temas (cap. 4: la praxis), precisa el significado de conceptos o áreas (cap. 5: la analogía, y cap. 6: el personalismo social) y estudia la filiación personalista de uno de sus representantes más relevantes: Karol Wojtyla (cap. 7). El texto se configura sobre materiales originales (cap. 2, 8 y 10), materiales ya publicados pero modificados en profundidad (cap. 6): El personalismo social, en AA.VV., El personalismo y la superación de la pobreza, Guatemala 2004, pp. 17-29; materiales publicados en libros (cap. 1): El personalismo hoy, en J. M. BURGOS, J. L. CAÑAS y U. FERRER (eds.), Hacia una definición de la filosofía personalista, Palabra, Madrid (2006), pp. 11

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7-25; y, por último, escritos publicados en revistas especializadas: Una exploración personalista del concepto de praxis, en «Tópicos», 31 (2006), pp. 35-64; Una cuestión de método: el uso de la analogía en el personalismo y en el tomismo, «Diálogo filosófico» 68 (2007), pp. 251-268; La filosofía personalista de Karol Wojtyla, en «Notes et documents», 6 (2006), pp. 53-64; Persona versus ser humano: un análisis del esquema argumentativo básico del debate, en «Cuadernos de bioética», XIX, 2008/3, pp. 433-447, y Las convicciones religiosas en la argumentación bioética. Dos perspectivas secularistas diferentes: Sádaba y Habermas-Rawls, «Cuadernos de Bioética», XIX, 2008/1, pp. 29-41. Todo el conjunto ha sido revisado a fondo, actualizado e integrado. Queremos pensar que constituye una aportación sólida y significativa en la construcción del pensamiento personalista y, también, que ofrece reflexiones que pueden arrojar algo de luz sobre las batallas intelectuales de la hora presente y el enigma siempre inagotable de la persona humana. Juan Manuel Burgos Madrid, marzo de 2009

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I. EL PERSONALISMO HOY

El personalismo se encuentra hoy en un período de expansión que tiene muchas manifestaciones: notable aumento de las publicaciones de los grandes personalistas, estudios y tesis sobre temas y autores personalistas, ampliación a ámbitos específicos como la bioética, la psicología, etc. Sin embargo, este avance se produce en medio de una cierta perplejidad u hostilidad según los casos que continúa cuestionándose la solidez e identidad de esta corriente. Pocos ponen en duda la originalidad del personalismo, pero muchos más, su consistencia. La cuestión es importante porque, sin llegar a impedir un progreso que se va imponiendo por la fuerza de los hechos, lo lastra y desacelera perjudicando su desarrollo. Por eso, voy a comenzar estas páginas haciendo el punto sobre esta cuestión. Intentaré establecer qué hay que entender por personalismo, cuál es su grado de densidad filosófica y cuál es la situación de la filosofía personalista hoy en día, particularmente, en España. Estas reflexiones servirán, además, de introducción al resto de las exploraciones de este libro pues se alimentan todas ellas de esta perspectiva intelectual. 13

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Una historia conocida: Mounier La historia del personalismo, como de todos es conocido, comienza básicamente con Emmanuel Mounier1. En su breve pero intensísimo recorrido vital, de 1905 a 1950, este filósofo francés fue capaz de crear, desarrollar e impulsar, en torno a la revista Esprit, la filosofía y el movimiento personalista que tan amplia repercusión tuvo en los círculos culturales, sociales e incluso políticos de su tiempo. No es este el momento de describir con detalle los elementos sustanciales de su filosofía ni el recorrido de su empresa cultural. Son realidades bien conocidas y pueden encontrarse en cualquier texto de historia de la filosofía o en estudios sobre su pensamiento. De ese proyecto, lo que ahora interesa remarcar es lo siguiente: 1) Mounier planteó, estableció y desarrolló las bases de la corriente doctrinal y filosófica del personalismo. 2) Modeló un tipo de personalista socialmente activo,

Para una primera profundización en el personalismo remito a J. M. BURGOS, El personalismo. Temas y autores de una filosofía nueva (2ª ed.), Palabra, Madrid 2004, y, para la antropología subyacente, a J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia (3ª ed.), Palabra, Madrid 2008. Ambos textos ofrecen amplia bibliografía. Cfr. también A. RIGOBELLO, Il personalismo, Città Nuova, Roma 1978; C. DÍAZ, Qué es el personalismo comunitario, Mounier, Salamanca 2002; Treinta nombres del personalismo, Mounier, Salamanca 2002; J. M. BURGOS, J. L. CAÑAS y U. FERRER (eds.), Hacia una definición de la filosofía personalista, Promesa, San José (Costa Rica) 2008; C. BARTNIK, Personalism, KUL, Lublin 1996; Studies in personalist system, KUL, Lublin 2006; A. DOMINGO MORATALLA, Un humanismo del siglo XX: el personalismo, Pedagógicas, Madrid 1985. 1

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comprometido con la transformación concreta de la sociedad y de filiación política de orientación izquierdista2. 3) Dio lugar a una corriente ideológica que generó un importante conjunto de autores y textos, entre los que cabe citar fundamentalmente a Lacroix y Domenach, pero que finalmente perdió fuerza como movimiento con identidad propia y, sobre todo, como movimiento creativo desde el punto de vista intelectual. Pues bien, a la vista de estos hechos y en relación con el tema que nos ocupa en estas páginas, cabe preguntarse: ¿Por qué concluyó el proyecto de Mounier? Y, sobre todo e independientemente de la respuesta que se dé a la primera cuestión: Si ese proyecto concluyó, ¿tiene sentido hoy, 30 años después, hablar de expansión o relanzamiento del personalismo? ¿No sería como pretender resucitar a un cadáver? Y, si, de hecho, este fenómeno se estuviera produciendo, lo que sería razonable imaginar es que ese cadáver, falsamente resucitado y realmente impulsado torpemente por algunos bienintencionados, se descompondría y desmoronaría al cabo de pocos pasos. ¿Es esto lo que cabe esperar del personalismo? Ricoeur sería probablemente de esta opinión ya que en su famoso artículo: «Muere el personalismo, vuelve la persona»3, pronunció el epitafio del personalismo. La razón funMounier describe su izquierdismo como espiritual y temperamental, desmarcándose expresamente de las ideologías y políticas específicas de la izquierda. Cfr. E. MOUNIER, Breve tratado sobre la mítica de izquierda, en Comunismo, anarquía, personalismo, Zero, Madrid 1973, especialmente, pp. 135-139. 3 P. RICOEUR, Meurt le personnalisme, revient la personne, en «Esprit», enero de 1983. Traducción española en P. RICOEUR, Amor y justicia, Caparrós, Madrid 1993. Este artículo es paradigmático para el análisis de la den2

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damental que esgrimió es que «no fue lo bastante competitivo para ganar la batalla del concepto», no fue capaz de forjar armas suficientemente sofisticadas para enfrentarse contra sus enemigos de entonces, el estructuralismo, el marxismo y el existencialismo, y lo pagó con su derrota y su desaparición. Eso no quiere decir que no aportara activos sugerentes. Lo hizo; pero sus aportaciones no tuvieron la calidad y complejidad necesarias para forjar una filosofía fuerte. Por eso, una vez asumidas por el contexto social y cultural, su atractivo decayó y, con él, su fuerza, hasta acabar desapareciendo. Consecuentemente, para Ricoeur no tendría sentido continuar ni con el término ni con el proyecto del personalismo. Es cierto que tuvo el gran mérito de introducir sólidamente en la sociedad europea la noción de persona. Pues bien, concluye, asumamos su aportación, la noción moderna de persona, consignémosla entre sus logros históricos, pero olvidémonos del personalismo. La tesis de Ricoeur está fundamentada y es muy sugerente: las frases brillantes: «muere el personalismo, vuelve la persona», también tiene su peso en la filosofía. Sin embargo, y a pesar de todo, se trata, a mi juicio, de una tesis equivocada. En primer lugar, no se puede por menos de señalar con cierta melancolía irónica que, 20 años después de que se hiciera esta afirmación, algunas de las filosofías que supuestamente derrotaron al personalismo –el marxismo, el estructuralismo– están completamente agotadas y superadas mientras que el personalismo, por el contrario, goza de una salud respesidad filosófica del personalismo porque: 1) afronta directamente esa cuestión; 2) cuenta con el prestigio filosófico de Ricoeur y 3) Ricoeur fue discípulo directo de Mounier.

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table y en franca mejoría. Volveremos más adelante sobre la vitalidad sociológica del personalismo pero vamos a centrarnos ahora en el aspecto especulativo, su supuesta debilidad filosófica que le impidió ganar la «batalla del concepto». ¿Qué hay de cierto en ello? Sin duda, Ricoeur tenía una parte importante de razón al criticar la densidad filosófica de la propuesta de Mounier. Se trata, en efecto, de un lugar común en la valoración del pensamiento de este filósofo que se puede encontrar, en términos parecidos, en otros autores como Maritain o Stefanini4. Los motivos de fondo también son conocidos. La primacía que Mounier otorgó a la acción cultural sobre la reflexión de corte más académico le dificultó la elaboración de una reflexión filosófica detallada y sistemática. Y, aunque fue siendo cada vez más consciente de este problema, y en sus últimas obras, especialmente en El personalismo, intentó paliar este déficit, no dispuso de tiempo suficiente para lograrlo de manera satisfactoria. Qué habría sucedido si la muerte no hubiera interrumpido precozmente su itinerario vital e intelectual es una pregunta ciertamente apasionante pero que, lamentablemente, no tiene respuesta. Lo que sabemos, de hecho, es que su aportación especulativa en forma de una filosofía fuerte y sistemática fue insuficiente.

4 «Quien escribe tiene una gran admiración por el personalismo social que viene de Francia bajo la bandera de E. Mounier, pero (....) el personalismo social debe ser no solo afirmado y divulgado como una fuerza activa en el mundo moderno, sino también fundado en una segura conciencia crítica de los principios que lo sostienen» (L. STEFANINI, Personalismo sociale (2ª ed.), Studium, Roma 1979, p. 2).

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Pues bien, Ricoeur señala con gran acierto este hecho pero, a mi juicio, carga excesivamente las tintas en la debilidad intelectual de la propuesta de Mounier ya que acaba prácticamente transformándola en un programa pedagógico y en una actitud ante la vida5. Pero, en realidad, el personalismo de Mounier, si bien carece de sistematización formal, fue filosóficamente muy fuerte desde el punto de vista de la intuición y del proyecto, y buena prueba de ello fue su grado de influencia. Mounier vio los problemas, vio las soluciones, intuyó el camino que había que recorrer y dio los primeros pasos. Es cierto que ni él ni sus seguidores desarrollaron a fondo estas intuiciones con el grado de sistematicidad que se puede encontrar en otras filosofías y que, cuando lo intentaron, como pretendió Mounier con su Tratado del carácter, los resultados tampoco fueron especialmente satisfactorios, pero eso no quita que en sus escritos se encuentre toda una filosofía en ciernes. Ahora bien, si todo concluyera aquí, a pesar de los matices que se han apuntado habría que darle probablemente la razón a Ricoeur y afirmar, como él hace, que este capítulo de la historia de la filosofía aportó conceptos y temas interesantes pero sustancialmente debería darse por concluido.

La otra historia El personalismo, sin embargo, no ha desaparecido, no es solo un capítulo de la historia de la filosofía. Al contrario, su 5 Cfr. P. RICOEUR, Une philosophie personnaliste, Esprit, n. 174, año 18, diciembre 1950, pp. 860-887.

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presencia y su importancia están incrementándose de manera continua, lo cual solo puede significar que existen fisuras significativas en la interpretación de Ricoeur. ¿Dónde falla su tesis? ¿Cuál es el punto débil de su argumentación? El error fundamental consiste en que Ricoeur identificó sustancialmente el personalismo con la corriente mounieriana. Ahora bien, esta identificación es incorrecta y, por tanto, invalida sus conclusiones. No me resisto a relatar mi experiencia personal en este terreno por su significado especulativo para la cuestión que estamos abordando. Mi formación filosófica inicial fue de orientación tomista pero me hice personalista sin tener más que un conocimiento superficial de la filosofía de Mounier y, en concreto, sin haber leído ninguno de sus libros. Los responsables de mi paso hacia el personalismo fueron, fundamentalmente, Jacques Maritain, Romano Guardini, Julián Marías y sobre todo Karol Wojtyla. Cada uno de ellos cumplió una misión: suscitar dudas, abrir horizontes, aportar soluciones. Algunos de ellos, con generosidad, aportaron varias. En cualquier caso, el resultado final fue la asunción de la filosofía personalista como referente ideológico de mi identidad filosófica. ¿Qué se deduce de esta experiencia? Algo muy importante: la existencia de una vía filosófica plenamente personalista no ligada estrictamente a Mounier y a la revista Esprit. Este es el hecho fundamental que saca a la luz esta experiencia personal y que permite replantearse de manera muy radical las tesis de Ricoeur. Este, en efecto, tuvo en cuenta básicamente solo un segmento de personalismo, el de la línea fundacional, pero, a pesar de la importancia que pueda tener esta línea por surgir del tronco original, no refleja ni da cuenta de la imagen completa y global del personalismo. 19

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Para dibujar un cuadro completo hay que ampliar la corriente francesa con pensadores como Jacques Maritain, Gabriel Marcel y Nédoncelle, el personalista metafísico. Y, además y sobre todo, hay que extenderlo a otros países y matrices especulativas que vayan más allá del personalismo comunitario. La matriz dialógica aporta pensadores de la talla de Buber, Ebner, Rosenzweig y, más recientemente, Lévinas. En la matriz fenomenológica encontramos, entre otros, a Scheler, von Hildebrand y Stein. Karol Wojtyla es el principal representante de la numerosa escuela polaca. En Italia, entre otros, podemos mencionar a Carlini, Luigi Pareyson y Luigi Stefanini. Ya hemos hablado de Romano Guardini, pero se puede señalar también a Seifert, Crosby y, en España, a Zubiri, López Quintás, Laín Entralgo, Díaz, Manzana, Burgos y, en un sentido que habría que determinar, Polo6. Todo esto, sin mencionar la vertiente teológica, que existe. Este elenco de figuras refleja, esta vez sí, de modo sustancialmente global, el cuadro de la filosofía personalista. ¿Cambia esta nueva panorámica las tesis sobre la presunta defunción del personalismo y su debilidad especulativa? La respuesta, a mi juicio, es claramente positiva. El personalismo, definido a partir de este conjunto de autores, no solo no ha desaparecido, sino que continúa vigente y posee una consistente solidez especulativa. Y la mejor manera de mostrarlo es proceder por una vía afirmativa, es decir, exponiendo directamente sus contenidos.

6 Una exposición más detallada de esta tesis, así como las claves de los principales autores personalistas, la ofrezco en J. M. BURGOS, El personalismo, cit., cap. II-IV.

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El legado ¿Cuál es el rostro completo y no sesgado del personalismo? ¿Cuáles son los rasgos que lo caracterizan más allá de visiones parciales? Vamos a responder a esta cuestión de manera breve, pero intentando mostrar los puntos esenciales. a) Una filosofía El personalismo es, ante todo, una filosofía en el sentido estricto del término. No veo qué justificación pueda tener dudar de ello. Es cierto que nació, en parte, y como puso de relieve Lacroix, como una anti-ideología, como una vía de escape ante la presión intolerable del individualismo y del colectivismo de la Europa de entreguerras7. Y es cierto que pensadores de la talla y de la orientación de Maritain tuvieron dudas sobre la identidad del personalismo8. Pero Lacroix se encuadra directamente en el grupo de Esprit y Maritain nunca quiso abandonar su filiación tomista. Fue un pensador de transición. Son críticas, pues, que ya están respondidas. El hecho es que esa anti-ideología fructificó, arraigó y se transformó en una filosofía fresca y sugerente, como afirma, con mucha claridad, el mismo Mounier en una obra madura: «el personalismo es una filosofía, no solamente una actitud. Es una filosofía, no un sistema. No rehúye la sistematización, pues el orden es indispensable en los pensamientos: concepCfr. J. LACROIX, Le personnalisme comme anti-idéologie, 1972. Cfr. J. MARITAIN, La personne et le bien commun, Obras completas, vol. IX, p. 170. 7 8

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tos, lógica, esquemas de unificación no son útiles solamente para fijar y comunicar un pensamiento que, sin ellos, se disolvería en intuiciones opacas y solitarias: sirven para sondear esas intuiciones en sus profundidades: son instrumentos de descubrimiento al mismo tiempo que de exposición. Porque determina estructuras, el personalismo es una filosofía y no solamente una actitud»9. A pesar de todo, sigue habiendo críticos que niegan de manera muy radical el carácter filosófico del personalismo, incluso considerado en toda su amplitud. A mi juicio, tales críticas no requieren mayor respuesta que una mención a sus filósofos más representativos y a sus obras. Si semejantes textos no se consideran filosóficos, es que se posee una idea muy peregrina de la filosofía o bien, simplemente, que se critica desde la idea preconcebida y no contrastada, desde la ignorancia o desde la comodidad. O quizá, también, desde una estrategia no muy bien intencionada. Colocar al personalismo la etiqueta de pensamiento no filosófico puede ser, ciertamente, el mejor modo de evitar el engorroso enfrentamiento con un pensamiento que se vislumbra como un posible competidor. Pero, como decía, una mínima referencia al plantel de filósofos que componen esta corriente y a sus obras resulta suficiente para desbaratar esta objeción hasta el punto de que, en algunos casos, habría que plantear sinceramente a esas personas si hablan de autores a los que han leído o se trata solo de una crítica por correspondencia. Cuestión muy diversa es la unidad. ¿Personalismo o personalismos? ¿Hay un solo personalismo o hay varios, según el 9

E. MOUNIER, El personalismo, cit., p. 9.

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autor al que se haga referencia? Esa sí que es una cuestión interesante y de entidad10. A mi juicio, existen motivos fundados para optar por la unidad, y lo intentaré probar describiendo justamente los rasgos que lo definen como una filosofía unitaria. Para ello seguiré un método que ya he utilizado en otra ocasión, y que consiste en determinar los elementos que permiten identificar al personalismo, en primer lugar, como una filosofía realista y, en segundo lugar, como una filosofía original11. b) Una filosofía realista La mayor parte de los filósofos personalistas, exceptuando quizá los que caracterizan la filosofía del diálogo, proceden de una matriz fenomenológica (primer Husserl), aristotélico-tomista o existencialista. Y, aunque posteriormente, en su etapa madura, puedan haber abandonado esa matriz o seguirla solo de manera débil, configura sin lugar a dudas un fondo común bastante preciso sobre el que se construye el personalismo y que podríamos denominar ontológico-realista12. El personalismo no soporta ni el idealismo ni la deconstrucción del hombre: el mundo es real, el hombre es real, y no solo real, sino denso, profundo y estable. ¿Qué implica esa densidad? Implica, entre otras cosas, capacidad cognosciCfr. AA.VV., Persona e personalismi, Nápoles 1987. Cfr. J. M. BURGOS, El personalismo, cit., cap. V: «Definiendo el personalismo». 12 Existe una excepción, la peculiar corriente norteamericana que ha surgido y caminado por cauces diversos, originales e independientes. Cfr. B. GACKA, American personalism, Oficiyna Wydawnicza «Czas», Lublin 1995. 10 11

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tiva ajena tanto a un objetivismo extremo como al relativismo13; libertad entendida no solo como libertad de la acción, sino de la persona; subsistencia, no opaca sustancialidad hostil a la subjetividad14; la convicción de la existencia de un núcleo permanente, inalterable y común a todos los hombres, se llame estructura de la personalidad (Stein) o, más clásicamente, naturaleza humana; la radicación del hombre en una estructura ética que conforma su mundo interior y, finalmente, la profunda convicción de que la persona posee una dimensión religiosa y trascendente, convicción que queda reflejada en que todos los personalistas son creyentes: cristianos, la mayor parte, junto a algunos judíos. c) Una filosofía original y moderna Este es, descrito un poco a trompicones, el marco general que permite definir al personalismo como una filosofía realista, pero, dentro de este marco –en el que también hay elementos de novedad pues esta separación es meramente pedagógica–, el personalismo se destaca como una filosofía original que insiste en algunos rasgos antropológicos característicos, presenta temas nuevos y todo ello de una manera Cfr. L. PAREYSON, Verità e intepretazione, Mursia, Milano 1971. «Si no hubiera en la sustancia aristotélica nada más que independencia en el ser, entonces habría poca controversia sobre la substancialidad de las personas; prácticamente todo el mundo afirmaría que las personas son substancias. La controversia surge porque la substancia aristotélica da la impresión de ser incurablemente ‘cosmológica’, hostil a la subjetividad personal» (J. F. CROSBY, The selfhood of the human person, The Catholic University of America Press, Washington 1996). 13

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específica y peculiar. A continuación voy a describir algunos de esos rasgos, pero antes me detendré brevemente en la determinación de su origen histórico, pues se trata de una cuestión no menor. Algunos autores, como Seifert, opinan que «el verdadero personalismo no es una escuela filosófica de las últimas décadas, restringida a un pequeño número de adeptos, sino, en realidad, otra forma de denominar la philosophia perennis, entendida en el mejor y más amplio sentido del término, que incluye todas las genuinas contribuciones a la filosofía, pero en cuanto son verdaderas»15. Personalmente disiento de esta perspectiva. El personalismo, a mi juicio, es una escuela filosófica concreta forjada en el siglo XX con todo lo que ello pueda tener de positivo y también de limitador. Es cierto que, por su carácter realista, se puede entroncar con la denominada filosofia perennis y con algunos de sus principales representantes, como Tomás de Aquino, Agustín, Aristóteles o Platón, pero se trata de una conexión temática, nunca sistemática. No es una conexión estrecha ni en el planteamiento ni en los instrumentos filosóficos. El personalismo no tiene ni la estructura aristotélica ni la platónica ni la tomista ni la agustiniana. Tiene una estructura y un sistema de conexión de conceptos propio y original, que se forja, a partir y en conexión con Mounier, en el marco mental y filosófico del siglo XX. Por eso es simultá15 J. SEIFERT, El concepto de persona en la renovación de la Teología Moral. Personalismo y personalismos, en AA.VV., El primado de la persona en la moral contemporánea, Eunsa, Pamplona 1997, p. 35. También J. L. Cañas apunta en esta dirección. Cfr. Personalismo o personalismos. El problema de la unidad, en J. M. BURGOS, J. L. CAÑAS y U. FERRER (eds.), Hacia una definición de la filosofía personalista, cit., pp. 27-45.

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neamente una filosofía moderna y concreta que se separa y se distingue netamente de otras filosofías previas, aunque pueda coincidir con ellas en rasgos importantes. Puntualizada esta cuestión histórica, paso a señalar algunos de los rasgos que configuran su originalidad. 1. Insalvable distinción entre cosas y personas y necesidad de tratar a estas últimas con categorías filosóficas propias. Por el peso de la tradición griega, la filosofía occidental y, en particular, la escolástica han tendido a elaborar conceptos antropológicos pensando principalmente en objetos o animales para, después, aplicarlos al hombre. El resultado de este planteamiento (como han visto, por ejemplo, Polo o Julián Marías16) es que lo específico humano ha quedado oscurecido y encorsetado porque se ha tematizado intelectualmente al hombre como una cosa o un animal solo que con unas características especiales17. Pero la realidad es que la persona es esencialmente distinta de los animales y de las cosas y que, in«Cuando, ya en la escolástica, se ha intentado pensar filosóficamente la persona, las nociones que han sido decisivas no son las procedentes de estos contextos, sino las de ‘propiedad’ o ‘subsistencia’ (hypóstasis). La famosa definición de Boecio, tan influyente –persona est rationalis naturae individua substantia– ha partido de la noción aristotélica de ousía o substantia, pensada primeramente para las ‘cosas’, explicada siempre con los eternos ejemplos de la estatua y la cama, fundada en el viejo ideal griego de lo ‘independiente’ o suficiente, de lo ‘separable’ (khoristón). El que esta sustancia o cosa que llamamos ‘persona’ sea racional será, sin duda, importante, pero no lo suficiente para reobrar sobre ese carácter de la ousía y modificar su modo de ser, su manera de realidad. La persona es una hypóstasis o suppositum como los demás, solo que de naturaleza racional» (J. MARÍAS, Antropología metafísica, Alianza, Madrid 1987, p. 41). 17 Vid. el capítulo 4 sobre la analogía. 16

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cluso en aquellas dimensiones en las que pueden parecer más similares, como las físicas o sensibles, difieren profundamente. Por eso, necesita unas categorías filosóficas propias y exclusivas que se deben forjar a partir de un análisis filosófico-experimental de corte fenomenológico. 2. Carácter autónomo, originario y estructural de la afectividad. Siguiendo, básicamente, las propuestas de Scheler y von Hildebrand, el personalismo estima que la afectividad es una estructura esencial, originaria y autónoma de la persona y que, al menos en algunos aspectos, posee una dimensión espiritual. La afectividad constituye así una tercera columna, junto al conocimiento y la voluntad, de la estructura del hombre, siendo su centro originario y de referencia el corazón18. 3. Las relaciones interpersonales: dialogicidad del mundo. El personalismo ha asumido plenamente la aportación realizada por la filosofía del diálogo acerca del carácter y de la importancia de las relaciones interpersonales. La relación, último accidente para Aristóteles, resulta así ser esencial en la filosofía, y, particularmente, la relación de tipo interpersonal: el complejo, profundo y apasionante proceso descrito por Buber, que hace interactuar al Yo frente al Tú19, o el encuentro descrito por Guardini. De este modo, el personalismo comprende y asume que el hombre se hace hombre solo frente al hombre, 18 Sobre este punto vid. D. VON HILDEBRAND, El corazón (4ª ed.), y M. SCHELER, Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético, Caparrós, Madrid 2001, pp. 444-465. 19 Cfr. M. BUBER, Yo y tú (3ª ed.), Caparrós, Madrid 1998.

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se hace yo-sujeto frente al tú-sujeto, no frente al tú-objeto. Como es sabido, Lévinas ha desarrollado la formulación más radical de esta dialogicidad elaborando una quasi-metafísica dialógica del mundo: el diálogo precede al ser y, por eso, la ética está antes que la metafísica y que la ontología20. 4. Contra el intelectualismo. Aunque la inteligencia es una dimensión fundamental en la vida del hombre, para el personalismo no es –en términos aristotélicos– la potencia fundamental; por encima del conocimiento están los valores morales y religiosos o, si se quiere hablar en términos de potencias, la libertad y el corazón, de quien dependen las decisiones morales y la capacidad de amar. Este planteamiento tiene importantes consecuencias filosóficas, comenzando por la revalorización de la acción21. Una exaltación exacerbada de la inteligencia conduce a una autoclausura en el estudio de los procesos cognitivos, olvidando la teoría de la acción y la praxis humana22. La insistencia del personalismo en la relación y en la actividad moral del hombre le orienta, por el contrario, al estudio de las múltiples dimensiones en las que se despliega la actividad humana. Fruto de este planteamiento es el tratamiento de temas como la acción, el amor, el trabajo, la actividad creadora en el ámbito estético (pictórico, poético, etc.)23 y el desarrollo de conceptos de filosofía social y, sobre todo, de filosofía política. Cfr. E. LÉVINAS, Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 2002. En este terreno resulta fundamental la obra de K. WOJTYLA, Persona y acción, BAC, Madrid 1982. 22 Cfr. cap. 4. 23 En estética son especialmente importantes los trabajos Pareyson y 20 21

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5. Corporeidad. Sexualidad. El hombre como varón y mujer. Otro aspecto característico del personalismo es la tematización de la corporeidad humana. Su consideración global de la persona y su acercamiento fenomenológico al cuerpo humano le permite descubrir la riqueza de matices y la importancia que tienen todos los aspectos corporales. Mounier ha expresado brillantemente la profunda imbricación de lo corporal y lo espiritual. «No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo; yo estoy expuesto por él a mí mismo, al mundo, a los otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento de mi pensamiento. Al impedirme ser totalmente transparente a mí mismo, me arroja sin cesar fuera de mí en la problemática del mundo y las luchas del hombre. Por la solicitación de los sentidos me lanza al espacio, por su envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me enfrenta con la eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo tiempo está en la raíz de toda conciencia y de toda vida espiritual. Es el mediador omnipresente de la vida del espíritu»24. La corporalidad abre el camino hacia el tratamiento de la sexualidad (ver, por ejemplo, los trabajos de Wojtyla25 y Marías), y esta conduce a su vez a otro gran tema: la dualidad varón-mujer, un dato completamente obvio, pero del que la filode Maritain, especialmente su obra fundamental, La intuición creadora en el arte y en la poesía, Palabra, Madrid 2004. 24 E. MOUNIER, El personalismo, cit., p. 22. 25 Amor y responsabilidad (Palabra, Madrid 2008) es un ejemplo paradigmático de colaboración entre filosofía tomista, personalismo y método fenomenológico aplicado a la difícil cuestión de la sexualidad humana.

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sofía se ha hecho eco solo muy tardíamente. Todo ello abre un amplio panorama temático característico del personalismo: la reflexión sobre la mujer bien en cuanto persona bien en aspectos determinados: corporalidad, razón, sentimientos26; el estudio de las complejas y apasionantes relaciones entre el hombre y la mujer regidas por la ley de la atracción y la complementariedad; el proceso de enamoramiento, la formación del matrimonio y de la familia, etc.27. Conviene hacer notar, por último, que, para el estudio de esta amplia temática, además de los instrumentos técnicos que surgen al reflexionar sobre la corporalidad y la sexualidad, el personalismo cuenta con las herramientas filosóficas elaboradas al estudiar la relación interpersonal en general: la relación yo-tú. 6. El personalismo comunitario. La afirmación de la centralidad de la persona como sujeto social permite al personalismo crear un punto de anclaje y de referencia entre los extremos del individualismo liberal y los colectivismos28. Lo radicalmente importante no es ni la sociedad en cuanto tal ni el individuo egoísta, sino la persona en relación con los demás29. La sociedad es, fundamentalmente, un entramado de relaciones comerciales, educativas, de bieCfr., entre otros muchos que se podrían mencionar, E. STEIN, La mujer (2ª ed.), Palabra, Madrid 1999, y G. PAOLA DI NICOLA, Reciprocidad hombre/mujer: igualdad y diferencia, Narcea, Madrid 1991. 27 Cfr. R. BUTTIGLIONE, La persona y la familia, Palabra, Madrid 1999. 28 Vid. cap. 6 y L. STEFANINI, Personalismo sociale (2ª ed.), Studium, Roma 1979. 29 Son paradigmáticas en este terreno las dos grandes obras políticas de Maritain: Humanismo integral (2ª ed.), Palabra, Madrid 2003, y El hombre y el Estado, Encuentro, Madrid 1983. 26

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nestar y salud, etc., que debe estar al servicio de las personas concretas, no de anónimas fuerzas colectivas. Pero la persona, por su parte, no debe ser un mero receptor egoísta de los beneficios que le reportan esas relaciones, sino que debe poner su esfuerzo al servicio de los demás. Este es el núcleo central sobre el que se funda la doctrina personalista de la relación del hombre con la sociedad. Una doctrina que intenta evitar tanto el riesgo de hacer del individuo un mero apéndice del cuerpo social (colectivismo) como fomentar posturas irresponsables en la que los sujetos esperen pasivamente de la sociedad que les resuelva cómodamente sus dificultades. El reciente comunitarismo norteamericano en sus diversas variantes (Etzioni30, McIntyre, Taylor, Glendon) ha desarrollado una versión moderna de este paradigma, pero está todavía pendiente una confrontación temática entre ambas corrientes que establezca las convergencias, divergencias o novedades. d) Una filosofía cristiana El personalismo es, por último, una filosofía cristiana en cualquiera de los sentidos que pueda tener esta expresión. Lo es, ante todo, por la filiación religiosa de sus principales representantes. La gran mayoría de ellos, en efecto, no solo fueron cristianos, sino cristianos fervientes, practicantes; varios de ellos, conversos (Maritain, von Hildebrand, Marcel, Stein) e incluso hay una santa canonizada (Edith Stein). La hermenéutica nos ha ayudado a superar los rasgos infantiles del racionalismo y, por eso, hoy sabemos que nuestra precomprensión 30

Cfr. A. ETZIONI, La dimensión moral, Palabra, Madrid 2007.

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del mundo influye en la elaboración de la filosofía. No existen posiciones cartesianas puras ni absolutamente neutrales. Así, de una precomprensión cristiana ha surgido necesariamente una filosofía cristiana. Pero el personalismo es cristiano no solo por la filiación religiosa de sus representantes, lo es, sobre todo y fundamentalmente, por sus contenidos y por su estructura. Es más, me atrevería a decir que es profundamente cristiano porque no solo no se enfrenta ni se opone a la fe cristiana, sino que tampoco se limita a ser compatible con ella. Va mucho más allá: se inspira directamente y no vergonzosamente en el cristianismo para elaborar parte de sus categorías o perspectivas filosóficas. Piénsese, por poner solo algunos ejemplos, en la dependencia de la idea de interpersonalidad de las relaciones intratrinitarias o en el correlato dogmático que supone la Encarnación a la visión positiva de la corporalidad. Se podría objetar, con razón, que una línea importante de esta corriente –la filosofía del diálogo– está prioritariamente formada por judíos, pero no es difícil solventar esta dificultad. El personalismo es una filosofía y, como es sabido, las premisas filosóficas del judaísmo y del cristianismo son básicamente las mismas. Hay algunos matices diferenciadores, pero no son significativos para esta cuestión, aunque sí es cierto que esa precomprensión diversa se puede intuir y percibir en la diferente estructura mental, afectiva y argumentativa que presentan, por un lado, autores como Buber o Lévinas y, por otro, Guardini, Maritain o Marías31. 31 Sobre las peculiaridades del personalismo hebreo cfr. C. DÍAZ, El humanismo hebreo de Martin Buber, Mounier, Salamanca 2005, y El Nuevo pensamiento de Franz Rosenzweig, Mounier, Salamanca 2008.

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El personalismo hoy Hasta aquí una exposición necesariamente breve, más bien un simple esbozo, de la herencia completa que los filósofos personalistas del siglo XX nos han legado. Ahora, con esta imagen en la mente, estamos en condiciones de analizar otras cuestiones. Comenzaré por la situación actual del personalismo en España, que puede extenderse sin excesivas modificaciones al resto de países de lengua española por la afinidad cultural que nos caracteriza. Las conclusiones, sin embargo, no son válidas para otros países europeos que, además, requerirían un diagnóstico específico para cada uno de ellos. En Inglaterra, por ejemplo, el personalismo es casi inexistente mientras que en Italia goza de muy buena salud. Pues bien, si nos limitamos a España, el diagnóstico debería girar en torno a los siguientes términos. • Desconocimiento: El personalismo es una filosofía bastante desconocida tanto para el público amplio de corte intelectual (estudiantes, licenciados, masters de humanidades, etc.) como en los ambientes académicos. En estos últimos, por otro lado, generalmente se suele identificar el personalismo con la línea de Mounier: el personalismo comunitario. • Infravaloración: Las críticas a la entidad especulativa del personalismo han surtido efecto, provocando una infravaloración de su potencialidad tanto interna como externa. Algunos estudiosos del personalismo, ante el peso de esa crítica, pueden adoptar actitudes de cierta timidez intelectual, mientras que, externamente, en ocasiones no se le da toda la consideración intelectual que merece. El personalismo tiene un problema de imagen. 33

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• Infrautilización: El personalismo se encuentra infrautilizado. Solo una pequeña parte del enorme caudal especulativo acumulado por el impresionante plantel de filósofos que lo configura está socialmente activo y se emplea en la formación de los interesados o en la investigación. Es cierto –y constituye una buena noticia– que se ha producido recientemente un boom en el estudio de algunos personalistas (por ejemplo, el número de tesis doctorales sobre Edith Stein o Karol Wojtyla ha aumentado notablemente), pero este interés se reduce todavía a algunos nombres muy específicos y no se ha extendido a muchos otros que merecerían una atención similar. • Infraexplotación. Por último, el personalismo se halla infraexplotado en el sentido de que las enormes potencialidades de esta vía filosófica están todavía por desarrollar. No se trata solo de que no se emplee suficientemente el material especulativo ya elaborado, sino que muchos temas y líneas de investigación de gran amplitud que podrían afrontarse –bioética, psicología– tienen un nivel de actividad bajo o se encuentran inactivas. Como puede verse, el personalismo tiene en su contra trabas importantes pero que deben ser valoradas teniendo en cuenta el cuadro conjunto de la situación, que comprende otros dos factores. El primero es que, actualmente, no existen filosofías dominantes. La caída de las ideologías y la difusión de la mentalidad posmoderna ha traído consigo un magma multiculturalista en el que todas las posiciones tienden a convivir en paralelo sin que ninguna reclame ni, por otra parte, esté en condiciones de reclamar la primacía. Y esto significa, por lo que respecto al personalismo, que no tiene enfrente ninguna postura alternativa especialmente vigente y poderosa. Si realmente po34

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see en su interior la capacidad de crecer y convertirse en un árbol frondoso, no va a encontrar poderosas trabas externas. Todo depende de la fuerza que anide en su interior. La segunda consideración es que el personalismo ha sufrido un notable impulso en los 10 o 15 últimos años. Continúa siendo una filosofía poco conocida, pero algo está cambiando. Un buen botón de muestra lo proporciona el número de publicaciones. Hace tan solo 10 años, la presencia editorial de autores personalistas en lengua española era bastante escasa. Después del boom de los años 60-70, resultado de la apertura ideológica de las fronteras a raíz de la transición política española, habían desaparecido paulatinamente de las librerías y de los catálogos. Pero, en los últimos 10 o 15 años, esa tendencia se ha invertido completamente y, como mínimo, 100 libros de filosofía personalista se han incorporado al mercado a través de traducciones o de nuevas obras32. También está variando al alza la utilización de la filosofía personalista en los planes de estudio, en los Institutos filosóficos, en los diversos másters de orientación humanista, en el número de tesis doctorales y en la realización de Congresos.

¿Por qué el personalismo? A partir de todo lo que se ha afirmado, resulta ya fácil comenzar a entrever qué sentido puede tener hoy una Aso32 El mérito de esta aportación hay que atribuirlo principalmente a la editorial Caparrós, a la Fundación Emmanuel Mounier, con la colección Persona, y a Ediciones Palabra, con Biblioteca Palabra. También ha jugado un papel importante Ediciones Encuentro.

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ciación de Filosofía Personalista y cuáles pueden ser sus tareas. Pero, antes de desarrollar este punto, quiero detenerme en una cuestión que he respondido solo de modo indirecto pero que merece una atención específica. ¿Por qué el personalismo? o, en otros términos, ¿por qué es importante hoy en día esta filosofía? A mi juicio, es importante por un motivo estrictamente filosófico. Es una filosofía contemporánea que propone soluciones técnicas a los problemas que plantea el estudio del hombre y que aporta un conjunto de temas nuevos, frescos y originales. Este es el primer y fundamental motivo para estudiar el personalismo. Pero, además, existen otros, no menos importantes y profundos. El primero de todos es que la persona necesita el personalismo. El concepto de persona ha demostrado que posee una gran fuerza y fecundidad y por ello se ha anclado sólidamente en las raíces mentales de nuestra sociedad. La dignidad de la persona, de cada persona, es hoy uno de nuestros referentes ideológicos ineludibles. Con todo, si el concepto de persona no se continúa construyendo, consolidando y fundamentando, de la misma manera que se ha arraigado puede comenzar a debilitarse lentamente, degenerar en una simple y desvaída apelación retórica a la dignidad del hombre para, finalmente, acabar convirtiéndose en una afirmación vacía y sin sentido que pierda su vigencia social y su fuerza normativa. Ahora bien: ¿es posible, y repito palabras de Ricoeur: «hablar de la persona sin el apoyo del personalismo»? Puesto que rechazó la idea de personalismo, Ricoeur optó por «dar un estatuto epistemológico apropiado a la ‘actitud’», lo que significaba básicamente establecer una precomprensión que 36

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determine la orientación de las investigaciones. En el caso que nos ocupa, dice Ricoeur, la persona sería justamente el «foco de una ‘actitud’ a la que pueden corresponder ‘categorías’ múltiples y muy diferentes, según la concepción que se tenga del trabajo de pensamiento digno de ser llamado filosofía»33. Se trataría, en definitiva, de abordar la noción de persona no desde una filosofía fuerte y específica, sino desde premisas diferentes propias de cada investigador que deberían tener, eso sí, algunos rasgos comunes propios del foco que establece tal actitud. La actitud-persona, en concreto, según Ricoeur, estaría gobernada por nociones como la de crisis y compromiso. Este planteamiento suscita notables perplejidades. Ante todo es excesivamente ambiguo y poco definido. Si Mounier fue duramente criticado por su falta de espíritu sistemático y por su carencia de precisión, ¿qué se podría decir de esta propuesta de la «actitud-persona» que se despliega en la crisis y en el compromiso? ¿Cabe algo más vago e indefinido desde el punto de vista conceptual? Porque, en realidad, Ricoeur no hace otra cosa que apelar a que cada uno estudie a la persona desde su propia perspectiva, excepto por una difuminada orientación común que no se traduce en ninguna indicación conceptual concreta. Y, si bien es cierto que este tipo de trabajo puede dar lugar a resultados interesantes34, plantea al mismo tiempo un grave problema: la carencia de un mínimo contexto unitario, con todo lo que esto lleva consigo. En efecto, si cada investigador estudia a la persona desde su propia perspectiva, P. RICOEUR, Muere el personalismo, vuelve la persona, cit., p. 101. Una línea de trabajo con esta orientación la está llevando a cabo Antonio Pavan. Véase, por ejemplo, A. PAVAN (coord.), Dire persona. Luoghi critici e saggi di aplicaciones di una idea, Il Mulino, Bologna 2003. 33

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ese concepto puede acabar perdiendo su originalidad e identidad y acabar transformándose en un sinónimo de hombre. Estudiar a la persona acabaría siendo equivalente, en definitiva, a hacer, sin más, antropología. Pero, en realidad, «persona» no es un sinónimo de hombre, sino un modo concreto y específico de entender al ser humano. Por eso, solo es posible profundizar en este concepto sin desvirtuar su significado desde la filosofía que lo ha definido y precisado, esto es, desde el personalismo. Además, una profundización filosófica seria requiere una filosofía estructurada y sistemática de referencia, porque los contenidos que configuran la noción de persona están interrelacionados. La persona reclama la autodeterminación, la intimidad, la afectividad, la interpersonalidad, etc., por lo que solo es posible ahondar en esta noción si se ahonda simultáneamente en las que la explican y configuran su matriz hermenéutica. Lo cual, a su vez, solo es posible en el marco que ha configurado esos conceptos, esto es, en el personalismo. Otra buena razón por la que el personalismo resulta de interés social se deriva de la fragmentación ideológica a la que nos vemos sometidos. En nuestro mundo multicultural e inconexo, cada vez resulta más acuciante el peligro de pérdida de sentido ante la acumulación de información que nos aturde, ante el miedo imperante a proponer estructuras conceptuales fuertes y, por consiguiente, ante la falta de una antropología integral y equilibrada de referencia. Pues bien, el personalismo es capaz de cubrir, al menos en parte, esas necesidades, puesto que se autoconcibe como una visión global de la persona y se autopropone justamente como una visión sistemática y fuerte del ser personal. Y este rasgo, unido a su contemporaneidad, lo hace especialmente valioso. 38

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Por último, cabe postular al personalismo como la antropología que hoy necesita el cristianismo. La Iglesia católica, por su concepción de las relaciones entre la fe y la razón, siempre ha necesitado recurrir a una antropología filosófica. No para integrarla en el contenido de la fe, pero sí como un instrumento necesario para desarrollar la teología y para poder exponer de modo adecuado a la cultura de la época algunos contenidos de la fe. Pues bien, la Iglesia necesita ahora, de manera urgente, una antropología de referencia capaz de contactar con la mente y las experiencias vitales de unos hombres y unas mujeres cuya comprensión del mundo evoluciona de una manera rapidísima y, aparentemente, en dirección opuesta a los parámetros de comprensión cristianos. España y Europa son, en muchos aspectos, todavía cristianas, pero en otros están dejando de serlo, porque el cristianismo no logra penetrar lo suficientemente a fondo en los caminos interiores del hombre contemporáneo para proponerle, desde dentro, el mensaje que lleva transmitiendo desde hace veinte siglos. Y una de las razones por las que esto sucede es la carencia de una antropología fuerte, coherente con su mensaje y moderna. Se puede, por supuesto, apelar a antropologías más antiguas –como el tomismo– para llevar a cabo esa misión. Pero la historia no se detiene y, sin negar su validez incluso todavía en nuestro tiempo, parece claro que no pueden llegar más allá de donde lo han hecho. Los odres viejos han servido hasta la extenuación para los fines para los que habían sido creados, pero hacen falta odres nuevos. Si no, el vino se derramará. Y esos odres los puede proporcionar el personalismo. Esta propuesta, por supuesto, no es una novedad abso39

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luta. De hecho, la Iglesia ya ha utilizado ampliamente la antropología personalista en los documentos elaborados por el Concilio Vaticano II, especialmente en la Gaudium et spes y en la Dignitatis humanae, y en el Magisterio de Juan Pablo II (no olvidemos la filiación personalista de este Papa-filósofo, entre otras muchas cosas). Pero sostengo que se puede hacer un uso todavía mucho mayor y más profundo de esta filosofía tanto en la formación de los sacerdotes como en la de los cristianos laicos. Mientras esto no suceda se estará malbaratando parte importante del riquísimo legado elaborado por un buen puñado de filósofos cristianos del siglo XX y, como consecuencia, se estará propiciando –o al menos no atajando– una crisis filosófica y cultural especialmente, quizá, en los cristianos laicos, al no poner a su disposición un instrumento profundo, actual, sistemático y coherente con su cristianismo que les permita, en primer lugar, comprenderse a sí mismos y, después, comprender al mundo que les rodea. Estoy convencido, tanto por mi propia reflexión intelectual como por la recepción tan favorable que los intelectuales cristianos hacen de la filosofía personalista, que el personalismo tiene un papel muy decisivo que jugar en el futuro en este terreno.

El proyecto de la Asociación Española de Personalismo Espero haber justificado ya, desde diversos puntos de vista –histórico, conceptual, filosófico, cultural–, la conveniencia e incluso la necesidad de impulsar un poderoso desarrollo del personalismo. Pues bien, esta necesidad es la que justifica 40

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la creación de la Asociación Española de Personalismo y la que define sus objetivos, que son los siguientes35: 1. Los estudiosos de orientación personalista tienen generalmente una débil conciencia de la existencia de un núcleo definido de pensamiento personalista y, además, escasa información sobre otras personas que trabajan en la misma dirección. Consecuentemente, se tiende a estudiar la filosofía personalista de modo aislado y sin la ayuda de una comunidad científica de referencia, lo que dificulta notablemente el desarrollo, profundización y riqueza de las investigaciones. Consecuentemente, la AEP se propone fortalecer la identidad personalista y favorecer la creación de vínculos que puedan estimular el desarrollo de una comunidad científica en torno al personalismo. 2. La AEP se propone también fomentar la difusión del pensamiento personalista mediante la publicación de obras de autores personalistas, organizando Congresos, promoviendo investigaciones específicas, estudios amplios, etc. Un factor muy importante estrechamente asociado a la difusión del personalismo radica en la formación de intelectuales, pues el personalismo, al fin y al cabo, solo existe en las personas, en las conciencias de los filósofos que se consideren personalistas y que van a ser sus principales difusores. 35 La Asociación fue creada en el año 2003. Su ideario y actividades aparecen en www.personalismo.org. En España existe otra asociación, el Instituto Emmanuel Mounier, dedicado al estudio del personalismo. Las similitudes y diferencias entre ambas las he analizado en El proyecto de la Asociación Española del Personalismo, Actas del I Congreso Internacional de Personalismo Comunitario (Madrid 2005), Fundación Emmanuel Mounier, Salamanca 2005, pp. 191-193.

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3. Profundización. Se ha criticado al personalismo por una cierta carencia de rigor filosófico y, sin aceptar esta tesis en toda su amplitud, sí se debe admitir que está pendiente una importante tarea de profundización. No se trata de una tarea imposible; al contrario, se trata de una tarea viable y sumamente atractiva porque el personalismo es filosóficamente muy fuerte en sus elementos originarios y fundantes ya que no solo ha captado problemas nuevos, sino que ha aportado soluciones sugerentes e innovadoras. La tarea pendiente consiste en formular y desarrollar esas intuiciones con todo el rigor, profundidad y sistematicidad posible. 4. Expansión. La primera generación de personalistas, que finalizó con el siglo XX, estableció las grandes estructuras conceptuales del personalismo y, en particular, de su antropología. Los pilares básicos que conforman la visión del hombre y de la mujer desde el personalismo están ya diseñados en sus rasgos esenciales y, en algunos aspectos, con bastante detalle. Pero no están sacadas las consecuencias. Esa primera generación, en efecto, ha hablado básicamente del hombre, pero del hombre solo o del hombre en la relación puramente interpersonal, del encuentro del tú con el yo, pero ha tratado de manera mucho más superficial –cuando lo ha hecho– las múltiples dimensiones y estructuras en las que se diversifica y actualiza la condición humana: la economía, la educación, la familia, el derecho, la bioética, la filosofía social, etc. Este amplísimo campo de investigación, de carácter básicamente interdisciplinar, está todavía en buena medida inexplorado y pendiente de elaboración. Esta es otras de las tareas en las que pretende colaborar esta Asociación. 42

II. VARÓN Y MUJER, LA PERSONA COMO SER SEXUADO

La diferencia hombre-mujer es un tema nuevo en la filosofía, a la que llega impulsado por la aparición pública de la mujer que ha tenido lugar en el siglo XX1. Previamente, la antropología había considerado al hombre como un ser neutro, sin sexualidad, o, en los pocos casos en los que el tema se hacía presente, tomaba como referencia al varón mientras que la mujer aparecía como un ser segundo, incompleto o imperfecto. Pero, en poco tiempo, hemos recorrido mucho camino, demasiado, hasta el punto de que hoy en día la teoría prevalente es la ideología de género que postula una construcción cultural de la sexualidad y, en sus versiones más radicales, afirma que no hay ni hombres ni mujeres por naturaleza ya que estos son constructos culturales, por lo que las identidades sexuales mayoritarias podrían ser distintas. Parece, pues, que hay motivos suficientes para detenerse en esta cuestión de máxima actualidad e intentar mostrar cuál es la posición del personalismo en esta espinosa y apasionante materia.

1 Para Marías, ese cambio supone uno de los rasgos más significativos del siglo XX. Cfr. J. MARÍAS, La mujer en el siglo XX, Alianza, Madrid 1997. Cfr. también G. LIPOVETSKY, La tercera mujer, Anagrama, Barcelona 1999.

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Varón y mujer: la visión tradicional y la teoría del género Comenzaremos por lo que podemos denominar «visión tradicional», nombre que engloba la actitud más general de la reflexión filosófica hasta tiempos muy recientes y en la que podemos distinguir dos aspectos: la accidentalidad de la dimensión sexual y la primacía del varón. El núcleo del primer aspecto consiste en afirmar que la distinción entre los hombres y las mujeres es básicamente somática y, por lo tanto, accidental. Lo decisivo y sustancial es una realidad general llamada hombre, caracterizada por parámetros como la inteligencia, la libertad, las pasiones, los sentimientos, la materia. Es cierto que, si se observa con algo más de detalle a ese hombre, se advierte que posee una biología que lo constituye en varón y mujer. Pero, si bien este dato resulta fundamental para la perpetuación de la especie, se considera filosóficamente poco relevante, porque afecta solo al nivel corporal y biológico, que está muy alejado de los centros específicamente humanos: el psiquismo y las facultades superiores: inteligencia y voluntad. De ahí que la investigación filosófica lo deje de lado y le preste poca atención. En realidad, y precisando todavía más, esta postura correspondería a la actitud más sensible de la visión tradicional con respecto a la diferenciación hombre-mujer porque no es raro que la influencia del sexo en la antropología ni siquiera llegue a plantearse. Lo habitual ha sido estudiar al hombre de una manera genérica y sexualmente indiferenciada, prescindiendo del dato de experiencia que señala que existen varones y mujeres. Por otro lado, cuando la diferencia sexual aparece, se decanta a favor del varón, considerado la persona o el hombre 44

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por excelencia, paradigma al que no puede acceder plenamente la mujer pues es más débil e imperfecta. En este terreno, la antropología no ha hecho más que reflejar la mentalidad dominante que, en este punto, y con variaciones a lo largo de las diferentes épocas, siempre ha privilegiado la primacía del varón sobre la mujer2. La Ilustración, de la que bebe buena parte de la ideología contemporánea, fue en este sentido especialmente negativa con respecto a la mujer confinándola a un nivel de privacidad muy superior al de la Edad Media, en la que disponía de libertades mucho más amplias (basta pensar en nuestra Isabel de Castilla ya en el Renacimiento)3. Rousseau influyó mucho en este sentido, pero la misma tendencia encontramos en autores tan radicales e innovadores en otros aspectos como Hume, quien, al reflexionar sobre la diversidad del carácter masculino y femenino, se manifiesta partidario de la llamada doble moral ante la presunta debilidad congénita de la mujer: «Una mujer tiene tantas posibilidades de satisfacer secretamente sus apetitos, que nada nos puede dar seguridad en este punto más que la más rigurosa modestia y discreción; porque una vez que se haya abierto una brecha en este punto ya no se puede reparar de manera completa. Si un hombre se comporta como un bellaco en una ocasión, una acción contraria le puede devolver su carácter. Pero una mujer que se haya comportado disolutamente 2 Una eficaz síntesis de la posición de las diferentes culturas europeas en relación a la mujer, en J. TRILLO-FIGUEROA, Una revolución silenciosa, Libros Libres, Madrid 2007, pp. 223-231. 3 Cfr. R. PERNOUD, La mujer en el tiempo de las catedrales, Andrés Bello, Barcelona 1999, y M. WADE LABARGUE, La mujer en la Edad Media, Nerea, San Sebastián 1988.

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una vez, ¿de qué modo nos podrá dar la seguridad de que ha adoptado resoluciones mejores y que posee el suficiente control de sí para ponerlas en acto?»4. El Código de Napoleón, finalmente, fue el que, en la época contemporánea, impuso de manera generalizada esta visión (consagrando, por ejemplo, la incapacidad de la mujer para administrar sus bienes) y fue esta mentalidad dominante la que dio lugar, por oposición, al movimiento feminista. En el plano teórico, uno de los grandes demoledores de la visión tradicional fue Sigmund Freud, pero no tanto por liderar la igualdad hombre-mujer, sino por colocar la cuestión de la sexualidad en un primer plano. Es conocido el pansexualismo del psicoanálisis, su obcecación con la sexualidad como medio exclusivo de explicación de los problemas psicológicos y psíquicos que le valió la separación de sus discípulos Jung y Adler. Pero, reconociendo y al mismo tiempo rechazando sus excesos, hay que admitir que Freud consiguió sacar a la sexualidad del limbo ideal en el que parecía recluida desde un punto de vista cultural mostrando su importancia en la vida humana. La sexualidad no era un hecho puramente secundario ligado a la reproducción, era un factor primario de la constitución humana que exigía, por tanto, una justificación profunda. A partir de Freud, la sexualidad ya no podrá ser considerada un dato meramente accidental5.

4 D. HUME, Ricerca sui principi della morale, Laterza, Roma-Bari 1978, pp. 301-302. 5 El tema, posteriormente, fue retomado por Marcuse, dando origen al freudomarxismo, uno de los pilares ideológicos de la revolución sexual. Cfr. H. MARCUSE, Eros y civilización.

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El reconocimiento de la igualdad hombre-mujer llegó por otro vía y como resultado de un complejo movimiento social en el que intervinieron factores tan variados como la urbanización, la industrialización, la mejora de la riqueza media, la generalización de la educación, etc., que permitieron que, poco a poco, las mujeres pudieran ir adquiriendo capacidad y conocimientos para participar en el ámbito público. Iniciaron ese camino las sufragistas, reclamando algo tan elemental como el derecho al voto. Poco a poco, el movimiento se fue ampliando y, ya con el nombre de feminismo y adoptando diversas formas, serenas o radicales, logró una enorme influencia hasta conseguir en los años 90 y 2000 la mayor parte de sus objetivos6. De hecho, hoy se puede afirmar que, si bien todavía pueden quedar algunos restos de machismo, la igualdad de oportunidades en las sociedades occidentales es una práctica generalizada. El movimiento social de emancipación de la mujer y el feminismo como su forma explícita y consciente acabaron imponiendo la pregunta filosófica sobre la mujer. ¿Qué era la mujer? ¿Qué significaba y qué implicaba ser mujer? Una pregunta que, inevitablemente, revertía sobre la esencia de lo masculino, sobre el hecho y significado de ser varón. Y ambas, conjuntamente, hicieron inevitable la reflexión antropológica sobre la diferenciación hombre-mujer vista ya como capaz de sustentar una reflexión filosófica profunda.

6 Cfr. G. SOLÉ, Historia del feminismo (siglos XIX y XX), Eunsa, Pamplona 1995; G. M. SCANLON, Orígenes y evolución del movimiento feminista contemporáneo, en P. FOLGUERA (ed.), El feminismo en España: Dos siglos de Historia, Pablo Iglesias, Madrid 1988, pp. 147-171.

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La teoría del género (gender theory), sin embargo, va un paso más allá del feminismo o, dicho de otro modo, es una radicalización extrema que lo sitúa en otra dimensión. El feminismo es un movimiento complejo con muchas corrientes: marxista, moderada, liberal, radical, feminismo de la diferencia, etc. La teoría de género conecta, en particular, con el feminismo radical surgido en los años 70 que agrupó y sintetizó, extremándolas, ideas emergentes en la cultura y filosofía del siglo XX7. En particular, este feminismo pasó de una reivindicación de los derechos femeninos a una oposición frontal a la masculinidad entendida como una estructura histórica negativa que Kate Millet sintetizó en la idea del patriarcado, una institución que habría oprimido secularmente a las mujeres y las habría engañado y manipulado a lo largo de la historia. Germaine Greer, apoyándose en Marcuse y el freudomarsixmo, vinculó esta explotación con la naciente revolución sexual, señalando que uno de los elementos en los que esa dominación se había hecho especialmente manifiesta era, precisamente, en el campo sexual. Por último, S. Firestone aplicó el análisis marxista de manera sistemática a la relación entres sexos que se había convertido ya, de hecho, en una lucha de sexos, en una lucha por el poder. Las clases sociales eran ahora los sexos masculino y femenino. El sexo oprimido había sido el femenino y este debía reaccionar liberándose y to7 La obra que proporcionó las claves ideológicas iniciales fue El segundo sexo, de Simone de Beauvoir (1949), pero como movimiento ideológico radical se afianzó solo en los años 70 y en Estados Unidos. Tres obras emblemáticas son: S. FIRESTONE, The dialectic of sex, Banthan, New York 1972; G. GREER, The female eunuch, McGibbon & Kee, Londres 1970; y K. MILLET, Política sexual (1969), Cátedra, Madrid 1995.

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mando el control de los medios de reproducción y eliminando las estructuras de poder erigidas por la naturaleza y reforzadas por los hombres. El feminismo radical, además, se oponía frontalmente a la maternidad, al trabajo en el hogar y a muchas otras costumbres consideradas esencialmente femeninas, por lo que no es extraño que acabara derivando en algunas de sus componentes, tanto a nivel personal como teórico, hacia posiciones lesbianas8. Si lo masculino había sido socialmente opresor y violento a lo largo de la historia, solo podía ser por su deformidad intrínseca, por su negatividad consustancial y no solo diacrónica. Además, como algunas de ellas señalaron, «acostarse con un hombre» era acostarse con el enemigo, lo cual hacía inviable cualquier tipo de relación no conflictiva. El relato de esta deriva ideológica podría alargarse y sería muy iluminador ya que ha influido notablemente en la cultura occidental contemporánea9, pero aquí nos interesa centrarnos solo en sus consecuencias para la consistencia antropológica de la sexualidad. El ataque tan desmesurado a los patrones de sexualidad masculina, y la insistencia en su carácter histórico y cultural, acabó por minar la solidez de la masculinidad como hecho y, paralelamente, de la feminidad. Se remarcó tanto la superioridad del ser femenino y el carácter opresor del varón que se acabaron preconizando comportamientos lesbianos y, en conjunto, todo ello condujo a una disolución y 8 Cfr. M. WITTING, El pensamiento homosexual y otros ensayos, Egales, Madrid 2005. 9 Una descripción detallada, que incluye, además, información sobre la biografía de las principales feministas radicales, la proporciona J. TRILLOFIGUEROA, Una revolución silenciosa, cit., pp. 27-177.

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difuminación de los patrones culturales básicos sobre la sexualidad. Al cabo, se hizo inevitable una pregunta más radical y diferente: ¿No serían las formas conocidas de sexualidad un producto exclusivamente cultural e histórico y, por tanto, modificable? Se iniciaba de este modo la teoría de género. Quién utilizó primero el concepto de género fue John Money, de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, pero su popularización se debe a los trabajos del psiquiatra Robert Stoller presentados en la famosa obra Sex and Gender, en 1968. En ella, Stoller afirmaba que «el vocablo género no tiene un significado biológico, sino psicológico y cultural. Los términos que mejor corresponden al sexo son macho y hembra, mientras que los que mejor califican al género son masculino y femenino, y estos pueden llegar a ser independientes del sexo biológico». En principio, cabía una interpretación moderada y útil de esta idea, pues podía servir para explicar la diferencia entre el sexo en cuanto papel asignado por la biología y el género entendido como el papel que cada sociedad asignaba a cada sexo. Esta significación moderada, sin embargo, fue rápidamente superada por la interpretación radical. Kate Millet, en su obra Política sexual, fue de las primeras en utilizar esta teoría para, apoyándose ya en la antigua visión de Simone de Beauvoir, afirmar que la mujer no nace, sino que se hace o, en otros términos, que la sexualidad es una mera construcción social. Esta es la forma en la que la teoría o ideología de género se ha generalizado e impuesto hoy en día. Para la teoría del género, en efecto, ser hombre o ser mujer es un hecho cultural, un producto de la educación y de las estructuras sociales en las que las personas crecen y conforman su identidad. No se es hombre o mujer por naci50

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miento, sino por una decisión consciente de la persona o por el influjo –asumido consciente o inconscientemente– de la sociedad. La teoría del género admite, como dato incuestionable, que hay unas diferencias biológicas de base, pero considera que son poco importantes y, sobre todo, nunca pueden considerarse el factor definitivo de la personalidad, ya que lo significativo e identitario en una persona nunca puede ser determinado por su somaticidad (instintiva y similar a los animales), sino por lo que ella decide acerca de sí misma mediante su inteligencia y su libertad. La teoría de género puede parecer muy artificiosa –y sin duda lo es–, pero encuentra un apoyo teórico muy fuerte en el concepto moderno de naturaleza humana, muy distinto del clásico. Para la filosofía clásica –que no coincide con lo que aquí estamos denominando visión tradicional, ya que esta se puede asignar a la gran mayoría de los filósofos no contemporáneos–, la naturaleza es el conjunto de cualidades globales que definen el modo de ser del hombre y, por lo tanto, incluyen tanto la dimensión somática como la dimensión espiritual. Pero la filosofía moderna (Kant, Marx, Sartre, etc.) rechaza esta visión integral de la naturaleza humana y la limita solo a lo somático y corporal10. La naturaleza humana sería, pues, lo que de biológico hay en el hombre. Por encima estaría la cultura. Sirva por todos esta cita de Ortega: «Podéis llamar a la Naturaleza como gustéis; es la diosa que acude a una evocación de mil nombres: naturaleza es la materia, es lo fisiológico, es lo espontáneo. En una sinfonía de Beethoven pone la 10 He estudiado esta cuestión en J. M. BURGOS, Repensar la naturaleza humana, Eiunsa, Pamplona 2007.

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Naturaleza las tripas de cabra sobre el puente de los rubios violines, da la madera para los oboes, el metal para los clarines, el aire vibrátil para las ondas sonoras. Y todo lo que en una sinfonía de Beethoven no es tripas de cabra, ni madera, ni metal, ni aire inquieto, es cultura»11. Las repercusiones para nuestro tema son evidentes. Si el hombre es cultura sobre un sustrato de naturaleza, pero sobre todo cultura, lo somático será, tiene que ser, siempre secundario frente a lo cultural, es decir, frente a la libertad. La naturaleza no puede ni debe ser otra cosa que material de partida para que la persona, libre y creativamente, determine lo que quiere ser por encima o incluso en contra de los datos somáticos. Y esto vale también para la sexualidad. La persona está llamada a forjar su identidad sexual mediante decisiones libres y soberanas, por encima, o en contra, de los datos biológico-sexuales de partida12. Las posiciones más extremas de esta teoría llegan a sostener que la clasificación tan común que describe dos géneros de personas –los varones y las mujeres– no sería, en realidad, más que el resultado de seculares imposiciones culturales y J. ORTEGA Y GASSET, Renan, Obras Completas, I, Alianza, Madrid, p. 459. Sobre el concepto de naturaleza en Ortega vid.: F. J. MASSA, El concepto de naturaleza en Ortega y Gasset, EditEuro Universitaria, Barcelona 1966. 12 Cabe notar que, desde este planteamiento, la teoría del género adopta un decidido perfil ético ya que pretende liberar al hombre de la materialidad. El rechazo de este culturalismo ha llevado a algunos, por contraposición, a afirmar la existencia de una naturaleza humana concreta, pero que sería producto de la evolución y se identificaría con los aspectos biológicos. Cfr. S. PINKER, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona 2003. 11

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educativas que, al operar desde la niñez, imposibilitan el despliegue personal de una identidad sexual libre. Al niño, en efecto, se le educa como niño desde que nace y, si hace cosas de niña, como jugar con muñecas, se le riñe y se le prohíbe. Y, al revés, si una niña se comporta como un niño se le afea su conducta y se le anima o se le impone que se comporte como una niña. Y, como esta presión cultural es continua y omnipresente, al final el niño acaba haciendo lo que tiene que hacer un niño y la niña lo que tiene que hacer una niña. Pero este proceso, continúa afirmando esta teoría, no tiene de natural y espontáneo nada más que lo biológico. El resto es artificio y cultura, imposición. De hecho, basta con comprobar que, a pesar de toda esa presión cultural, los comportamientos sexuales de los hombres y de las mujeres varían según las culturas y, dentro de una misma cultura, según las épocas. Si la presión cultural disminuyera, se concluye, se abriría el espacio para la libertad sexual y esto es lo que hay que intentar conseguir. El nombre de «teoría del género» apunta precisamente en esta dirección al hacer referencia a la arbitrariedad del género en las lenguas. El género lingüístico, en efecto, es con frecuencia completamente artificial, el resultado de una convención. En el inglés, por ejemplo, el género de las cosas ni siquiera está definido: es neutro, indeterminado (it, ello). En otras lenguas, la atribución de una «sexualidad» a las cosas es arbitraria y, por eso mismo, varía con los idiomas. En alemán, por ejemplo, se habla de «la sol» y «el luna», una atribución de géneros que resulta extravagante para una mente española que sirve para reforzar el mensaje: la adjudicación del género es artificial, es el resultado de la costumbre o de la cultura, y no responde para nada a la esencia de la cosa. 53

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Esta idea es la que pretende transmitir el nombre de teoría del género. Las categorías sexuales habituales –hombres, mujeres– son solo el resultado concreto de las costumbres y mentalidades que han estado vigentes durante una etapa de la historia, pero esto no las justifica, porque son el fruto de una represión que ha impuesto dos vías exclusivas de comportamiento sexual. La previsible y deseable desaparición paulatina de esa represión aumentará los ámbitos de libertad y facilitará la generalización de otros tipos posibles de sexualidad, la homosexualidad masculina o femenina y otras posibles que el hombre construya mediante su libertad.

Varón y mujer: la teoría personalista La posición personalista no surge en contraposición o como respuesta a la teoría del género, aunque de hecho se opone, sino que sigue un camino propio. Es el resultado de las premisas de la antropología personalista aplicada a un tema nuevo «impuesto» por el siglo XX: la identidad antropológica de la mujer y, correlativamente, del hombre. Voy a sintetizar a continuación, de manera personal, lo que entiendo que son los elementos clave del personalismo en este punto y, luego, recurriré a Julián Marías para describir lo específico del hombre y de la mujer. Para el personalismo, la persona es una peculiar mezcla de factores irrepetibles e idénticos. Cada persona es irrepetible porque constituye un quién único en el mundo que lo diferencia de toda otra persona, pero, al mismo tiempo, toda persona comparte una comunidad de naturaleza con los demás 54

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hombres que le permite identificarse justamente como un ser humano. Esta naturaleza es muy compleja pero podríamos representarla esquemáticamente por tres dimensiones verticales y tres horizontales. Las verticales son la corporalidad (que incluye la biología pero es más que mera biología: el cuerpo tiene una dimensión personal), el psiquismo (en la que se incluye una parte importante de las vivencias, sentimientos y deseos) y el espíritu (la parte más elevada de la persona y por la que nos distinguimos de una manera radical de los animales)13. Las horizontales, el conocimiento, el deseo y la afectividad, recorren a la persona desde los estratos más elementales hasta los más espirituales y se unifican en un yo que responde del carácter unitario y único de la persona.

13 Cfr. K. MOLLINEDO, El diagrama de la persona según Burgos y su aplicación en la psicoterapia, Instituto de Ciencias de la Familia de la Universidad Galileo, Guatemala 2008.

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Esta descripción, sin embargo, es incompleta porque deja fuera el hecho de la existencia de hombres y mujeres. En el mundo, en efecto, no existen «personas», sino hombres y mujeres, personas de sexo masculino y personas de sexo femenino. La sexualidad divide en dos a toda la humanidad. Consecuentemente, una antropología atenta debe asumir sistemáticamente la diferencia sexual y convertirse en una antropología dual, es decir, en una antropología que trate diferenciadamente al varón y a la mujer14. La articulación que el personalismo hace de este dato parte de dos principios a primera vista incompatibles: la igualdad y la diferencia. La diferenciación la encontramos en una abrumadora acumulación de experiencia que se retrotrae a los albores de la humanidad. Todas las épocas, todas las culturas nos muestran esa bifurcación de la persona en dos modelos simultáneamente divergentes y convergentes: los hombres y las mujeres. La igualdad, históricamente, no ha sido un dato tan evidente. De hecho, en muchas culturas ha sido común la supremacía teórica y práctica del hombre sobre la mujer. Pero, para el personalismo, tal postura no tiene ninguna justificación, por lo que se impone racionalmente la afirmación de la igualdad. Iguales, pero diferentes; esta es la postura central del personalismo sobre la dualidad varón-mujer. El modo de tematizarlo antropológicamente se funda en tres puntos interrelacionados. En primer lugar, en la comuni14 Karol Wojtyla y Julián Marías son algunos de los personalistas que han asumido específicamente este reto. En particular, creo que Antropología metafísica es uno de los primeros textos filosóficos en los que se presenta una antropología esencialmente –y no solo secundariamente– dual. Cfr. también B. CASTILLA, Persona masculina, persona femenina, Rialp, Madrid 1996.

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dad de naturaleza que iguala radicalmente a los varones y a las mujeres. Ambos comparten la misma naturaleza humana y, por ese motivo, comparten la misma dignidad y las mismas facultades: inteligencia, sensibilidad, emociones, libertad, etc. En segundo lugar, en la desigualdad que los hace hombres y mujeres de manera también radical. Ser hombre o mujer no es un hecho accidental, no es un hecho superficial, es un dato ontológico puesto que afecta a todas las estructuras personales: a la sensibilidad, a la afectividad, a la inteligencia, a la sociabilidad. Por último, hay un tercer factor que unifica a los anteriores: la modulación de la naturaleza humana. Hombres y mujeres son iguales porque comparten la misma naturaleza, pero son diferentes porque la comparten de modo modulado, como naturaleza humana masculina o naturaleza humana femenina, lo cual significa que poseen idénticas estructuras antropológicas –como ya se ha señalado– pero todas ellas moduladas sexualmente. Dicho de otro modo: tanto los hombres como las mujeres sentimos, queremos, amamos, deseamos, actuamos y pensamos, pero lo hacemos de manera diferente. La diferenciación entre hombres y mujeres no es, por tanto, vertical, como se ha tendido a pensar durante mucho tiempo, sino transversal. Es decir, no hay acciones y actitudes específicas y exclusivas de los hombres o de las mujeres, sino que hay formas masculinas y femeninas de actuar y de comportarse. Un par de ejemplos, en cierta medida contrapuestos, ilustrarán esta tesis. Durante bastante tiempo se ha pensado que las mujeres eran menos inteligentes que los varones, afirmación que parecía fácilmente comprobable observando, por ejemplo, la lista de grandes hombres o de filósofos; pero poco a poco se ha ido constatando que la raíz de este hecho no era 57

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de tipo sexual, sino educativo. Las carencias educativas de las mujeres las hacían, de hecho, menos inteligentes que los hombres, pero, cuando esta discriminación ha sido superada, han comenzado a alcanzar los niveles más elevados, también en el mundo de las profesiones intelectuales o de la filosofía ya entrado el siglo XX (Edith Stein, Hanna Arendt, Simone de Beauvoir). La inteligencia de ambos es, por tanto, similar. Y, sin embargo, sigue siendo diferente. Hombres y mujeres pensamos de modo distinto y nuestro modo de acercarnos a los problemas, de gestionarlos, de analizarlos, de valorarlos en detalle o globalmente es diferente. Hecho que, por otra parte, está recibiendo una confirmación cada vez más definitiva gracias a los recientes avances de la neurología que permiten conocer con mucha más perfección y precisión el funcionamiento del cerebro y están mostrando que la actividad neuronal de los hombres y de las mujeres es diferente. Louann Brizendine, por ejemplo, afirma que, aunque el 99 % del código genético de hombres y mujeres es idéntico, «esa diferencia influye en cualquier pequeña célula de nuestro cuerpo, desde los nervios que registran placer y sufrimientos, hasta las neuronas que transmiten percepción, pensamiento, sentimientos y emociones»15. Un caso análogo, pero inverso, lo proporciona la afectividad. Generalmente se vincula la afectividad con las mujeres y se afirma que sienten más profundamente y con más ri-

15 L. BRIZENDINE, El cerebro femenino, RBA Editores, Barcelona 2006. En la misma línea, F. J. RUBIA, El sexo del cerebro, Temas de Hoy, Madrid 2007, y N. LÓPEZ MORATALLA, Cerebro de mujer y cerebro de varón, Rialp, Madrid 2007.

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queza de matices que los hombres. Puede que esto sea cierto, pero quizá se trata más bien, al igual que en el caso anterior, de la presencia de diferentes modos de sentir y de diferentes grados de sensibilidad ante hechos similares. Que los hombres expresen menos sus sentimientos no quiere decir que sientan menos ni que su sensibilidad sea más pobre: indica, simplemente, que el modo de vivir su subjetividad y de expresarlo es diferente del de las mujeres. Además, en la medida en que cada vez resulta más aceptable socialmente que los hombres expresen sus emociones, la afectividad expresa masculina va en aumento, tendencia que se puede visualizar comparando, por ejemplo, el trato que los padres dispensan a sus hijos actualmente (tierno y cariñoso) con el de épocas anteriores.

Teoría del género y personalismo Comparemos ahora, para cerrar el ciclo, la teoría del género y la personalista. Es fácil advertir que las diferencias, más bien contraposiciones, son muchas y nucleares, pero quizá hay dos especialmente significativas y estructurales. La primera es que, para el personalismo, se «es» hombre o mujer, no se «deviene» hombre o mujer como resultado de la cultura. Para la teoría del género, por el contrario, más allá de una vertiente somática indiscutible, el resto de las dimensiones personales son el producto de las influencias que se reciben; las personas no nacen hombres o mujeres, sino que devienen tales por influjo de la sociedad y de la cultura, que, frecuentemente, actúa de manera represiva imponiendo iden59

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tidades sexuales no deseadas e incluso opuestas a los deseos profundos de los sujetos. Esto es lo que explica que se hayan impuesto solo dos modelos de sexualidad frente a los cinco teóricamente posibles: heterosexualidad masculina y femenina, homosexualidad masculina y femenina y transexualidad. Ante esta situación, la ideología de género se atribuye la misión de eliminar esa opresión cultural y devolver a los sujetos su libertad para que elijan libremente su identidad sexual. Pero, en realidad, a poco que se analice la cuestión, se ve que este argumento es falaz y se vuelve en contra de la misma teoría que lo esgrime. En efecto, la teoría del género consiste precisamente en la manipulación cultural que denuncia. La teoría sostiene que no hay identidades sexuales precisas sino que la cultura las impone. Pero es en esta afirmación, y no en su contrario, donde reside la presión y manipulación puesto que lo que existe realmente son hombres y mujeres. La propuesta de la teoría del género no es en el fondo otra cosa que una construcción intelectual que pretende justificar la existencia de unos seres con una sexualidad originariamente indiferenciada o bisexual que ni nuestra experiencia personal ni la colectiva nos muestran. Se podrían aducir miles de ejemplos, pero me limitaré a uno cercano a la mayoría. Niños y niñas educados de manera prácticamente idéntica se comportan ya desde muy pequeños de manera muy diferente: en los juegos que les interesan, en el tipo de actividades que realizan, en su afectividad, en su sociabilidad, en la importancia que conceden a la belleza personal, etc. Por tanto, la supuesta presión cultural que se ejerce sobre ellos para estimular determinados comportamientos no es tal. La presión aparecería en caso contrario, cuando se intentase impedir esos comportamientos que surgen de manera es60

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pontánea apoyados en una construcción teórica que no tiene correlatos experimentales, sino que basa su fuerza cultural en la presión que ejercen los medios de comunicación. Pasemos ahora al segundo punto. En la teoría del género no está claro en qué se diferencian hombres y mujeres y a qué niveles antropológicos afecta esa distinción. Para el personalismo, por el contrario, esta cuestión es nítida: afecta a toda la estructura personal, desde las capas biológicas hasta las dimensiones más espirituales16. Julián Marías ha propuesto una distinción semántica muy sugerente para expresar este hecho, la que media entre lo sexual y lo sexuado. El adjetivo «sexual» es el término más común para diferenciar lo masculino y lo femenino pero tiene un grave límite: se refiere fundamentalmente a la genitalidad y la corporalidad. Por eso, si se emplea como resumen y síntesis de las diferencias entre ambos géneros, se corre el grave peligro de asumir, quizá de manera inconsciente, una perspectiva empobrecedora. Afortunadamente, señala Marías, el español ofrece un matiz lingüístico que permite superar este límite, el adjetivo «sexuado», que implica a toda la estructura humana, no solo a la dimensión corporal. Por eso, concluye, si queremos remarcar lo que distingue globalmente al hombre y a la mujer, es preferible hablar del carácter sexuado de la persona humana, dejando exclusivamente la utilización del término sexual para aquellos contextos en los que interesa aludir explícitamente a la parte corporal17. Cabe señalar, por último, un punto de convergencia entre la teoría del género –sobre todo en su versión original, no en la Cfr. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008. Cfr. J. MARÍAS, Antropología metafísica, Alianza Editorial, Madrid 1987, pp. 120 y ss. 16

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del feminismo radical– y el personalismo: la aceptación del peso de la cultura en la formación de la identidad sexual. La cultura no construye hombres ni mujeres pero sí logra que los hombres y las mujeres, dentro de unas ciertas pautas comunes, varíen los estándares de su comportamiento sexual incluso de modo significativo. En España, por ejemplo, la forma de vivir la masculinidad y la feminidad ha variado mucho en las últimas décadas en la dirección de una igualación de los comportamientos típica de los estándares posmodernos que rechazan las diferencias significativas. Las mujeres han adoptado actitudes más masculinas: mayor agresividad, más iniciativa en las aproximaciones y comportamientos sexuales, etc.; y, a su vez, los hombres han sufrido un cierto proceso de feminización: se cuidan más, dejan paso a la iniciativa femenina, etc. Pero estos cambios se realizan siempre dentro de unos límites que, si se traspasan, en la mayoría de los casos generan rechazo, pues el atractivo de lo diverso y diferente desaparece. Una toma de iniciativa muy insistente por parte de la mujer tiende a generar fácilmente en los hombres desinterés e incluso un cierto desprecio por la facilidad que presupone en la consecución del posible objetivo, y algo similar ocurre si el hombre se cuida de una manera excesiva o tiene comportamientos indecisos o débiles. La cultura, en esas ocasiones, se topa con el núcleo duro de lo que significa ser hombre o mujer y no es capaz de superarlo. Lo masculino, lo femenino Atreverse con una definición o, simplemente, con una descripción de ese núcleo duro que definiría lo masculino o lo femenino no es una tarea fácil. Sucede aquí lo mismo que 62

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con muchos conceptos antropológicos básicos. A primera vista, parecen muy nítidos, pero se desmenuzan y difuminan cuando se les intenta apresar. Hay tantos tipos de hombres y de mujeres que el mero intento de caracterizarlos de modo único puede parecer una actitud intelectual no solo inútil sino pretenciosa. Sin embargo, se trata de una tarea necesaria. Si no fuera posible caracterizar de modo global, aunque limitado, a los hombres y a las mujeres, entonces, la teoría de género acabaría teniendo razón por vía de hecho. No es posible esa caracterización, se podría concluir, porque no existe. El hombre y la mujer son productos culturales variables y modificables que no pueden ser atrapados en ningún prototipo, por amplio que sea. Pero la realidad no es esta. La realidad es que existen hombre y mujeres y que son distintos, aunque sea difícil objetivar esta condición18. Uno de los autores que con mayor audacia y acierto ha tratado esta cuestión es Julián Marías19 y a él me voy a remitir para in18 En este punto, el personalismo se acerca al denominado feminismo cultural o feminismo de la diferencia, que mantiene que hay algo específicamente masculino y algo específicamente femenino que se mantiene a pesar de los cambios culturales. Un interesante análisis en esta perspectiva es el de Lipovetsky, La tercera mujer, cit. Algunas versiones de este feminismo adoptan, sin embargo, un maniqueísmo que identifica lo femenino con lo bueno y lo masculino con lo malo. La teoría de género, por su parte, las ha tachado despectivamente de esencialistas por oponerse a su visión culturalista. Pero la existencia no solo de los sexos, sino de la diversidad varón-mujer es un hecho demasiado evidente como para que pueda desaparecer por la mera obstinación de una ideología. Cfr. R. OSBORNE, Debates en torno al feminismo cultural, en C. AMORÓS, A. DE MIGUEL, Teoría feminista: De la ilustración a la globalización, Minerva Ediciones, Madrid 2005. 19 J. MARÍAS, Antropología metafísica, especialmente, los cap. 17-21. Ver también La mujer y su sombra.

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tentar un bosquejo de esta realidad tan cotidiana como misteriosa. a) Lo masculino Marías considera que al varón le corresponde, en primer lugar, la andreia o jerarquía, que significa una cierta fuerza o potencia, capacidad de mando, de poderío o de saber. Estas cualidades están basadas en su fuerza física, pero no se reducen a ella. Además, constituyen un rasgo intrínseco de la esencia de lo masculino, y por eso se presentan no solo como una cualidad, sino como una necesidad. Porque el varón, en efecto, inicialmente, no sabe ni tiene poder ni capacidad de mando, pero esas cualidades se le aparecen como algo que necesita obtener, que tiene que conseguir a toda costa y de una manera mucho más perentoria que la mujer. Marías no considera, sin embargo, quizá para que no se le acuse de paternalista, que la protección –al menos, entendida de una manera simple y directa– sea una característica propia del varón, sino de la mujer, que es la encargada principal de proteger a los hijos y en cierta manera también –sobre todo afectivamente– al marido. De hecho, indica con gran realismo que la actitud inicial del varón respecto de la mujer no es protectora sino más bien agresiva, posesiva, incluso predatoria. Solo en los casos en que la relación con la mujer se estabiliza, esa agresividad se transforma en protección. Por eso, más que proteger, Marías considera que la función del hombre y su deseo es construir un espacio, una estructura, un lugar en el que la mujer se sienta «cómoda» y pueda generar, a su vez, su mundo cálido y acoge64

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dor, un mundo que el hombre anhela y necesita para subsistir pero que le resulta mucho más difícil engendrar. El señorío que define el proyecto originario viril está compensado por su entusiasmo por la mujer. El hombre, en una relación no deformada, no trabaja para dominar a la mujer. Esto es lo característico de sociedades machistas que impiden de raíz una fructífera y equilibrada relación entre ambos sexos, lo cual no solo perjudica a la mujer, sino también al hombre, porque lo brutaliza. En una situación correcta, el hombre trabaja para la mujer, para que esta le admire y le valore y para regalarle el mundo en que ella pueda vivir. Un correlato social de esta actitud es la galantería, los detalles que favorecen o benefician o ensalzan a la mujer sin que sean estrictamente requeridos en justicia: ceder el paso o un asiento, un piropo elegante, etc. La creciente desaparición social de la galantería es una prueba de esa igualación de los sexos de la que hablaba anteriormente y que, generalmente, no es bien recibida. Las mujeres no desean esa igualdad, si bien los criterios igualadores de moda pueden acabar por imponerla o bien generar una cierta discriminación para el varón: iguales en el mundo profesional, desiguales a favor de la mujer en el terreno afectivo o familiar20. Otras dos características que Julián Marías asigna al hombre son el valor y la gravedad. Que valentía y valor estén tan unidas semánticamente da que pensar; en cualquier caso es, sin duda, un rasgo que se atribuye al varón. Se da por sentado que una mujer puede ser cobarde o medrosa y, 20 Resulta, por ejemplo, sorprendente la tremenda desigualdad existente en la atribución de las custodias en las separaciones. Pero, aunque favorece enormemente a las mujeres, no se discute seriamente.

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de igual modo, que el hombre no debe serlo. Pero es importante no confundir la valentía con la jactancia o la chulería. Ser valiente es ser decidido, tener coraje, afrontar las dificultades, también de tipo físico, pero respetando al débil o a quien no tenga la misma capacidad. La gravedad, por último, no es la seriedad o la tristeza, sino la conciencia del peso de la vida, quizá el resultado del cansancio que puede suponer sustentar la estructura en la que habita la mujer o, simplemente, el fundamento antropológico necesario para el valor o la jerarquía. «Con su rostro grave, concluye Marías, el hombre mira a la mujer, mira el bello rostro de la mujer por quien ha valido la pena soportar la pesadumbre de la vida; sin paternalismo, sin intentar protegerla, le brinda su fortaleza –y esa fortaleza que ha construido, porque el hombre es arquitecto–, y a esa protección se acoge, por su propio pie, la mujer. Se apoya en la gravedad masculina, y entonces puede realizar su problemático destino de criatura ingrávida. En eso estriba la polaridad de la condición sexuada: el hombre no quiere proteger a la mujer, envolverla, abrigarla –esto es más bien lo que la mujer hace con los hijos y hasta con el hombre–; lo que de verdad quiere es tenerla en vilo, llevarla en volandas»21. b) Lo femenino El relato bíblico de la creación se ha interpretado muchas veces como una confirmación del carácter segundo de la mujer, pero no indica solamente esto. Como diferentes pensa21

J. MARÍAS, Antropología metafísica, cit., p. 141.

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dores han puesto de relieve (Raïssa Maritain, por ejemplo), también se puede interpretar como una sugerencia del carácter más humano, más cercano a la humanidad, de la mujer. El hombre-varón procede de la arcilla y quizá esto nos indica su especial relación con el hacer, con el obrar, con la producción. La mujer, sin embargo, procede de material humano (de la carne del varón), lo que a su vez podría entenderse como una representación simbólica de la mayor cercanía que la mujer tiene con la humanidad, con todo aquello relacionado con la protección de la persona, con su cuidado y su acogimiento. Para Marías, también es una característica específicamente femenina su especial relación con la belleza. De modo paralelo a la andreia varonil, señala que, si bien no toda mujer es bella, de algún modo tiene que serlo o, por lo menos, intentar serlo. Y añade que la forma propia de la belleza femenina es la gracia: ser agraciada, graciosa, agradable, bella. En el fondo, todo esto apunta a la necesidad especial de la mujer de ser agradable, de agradar, de atraer, algo que el varón necesita en menos medida y a lo que atiende relativamente poco. Frente a la gravedad del varón, Marías apunta la fugacidad de la mujer, su carácter improbable, huidizo, fugitivo, variable, como si fuera a desaparecer de repente («la donna è mobile»). Esa fugacidad es la que incita al hombre a ponerse en movimiento, a seguir a la mujer para descubrir lo que esconde y entrar, si es aceptado, en su intimidad. Por eso, quizá, el pudor es especialmente importante para ella, ya que, si todo está descubierto, el hombre desiste de su seguimiento. Pero, sorprendentemente, la fugacidad de la mujer y la estabilidad del hombre pueden intercambiarse en un momento de la vida. Cuando la mujer fugaz, en un punto de su biografía, 67

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decide acampar y establecerse, entonces ya no se mueve. Se convierte en el punto de referencia estable por antonomasia: la madre, la mantenedora del hogar. Y así adquiere la capacidad de ejercitar una de sus cualidades esenciales: acoger lo que es humano, rasgo patente en la orientación profesional de muchas mujeres que buscan trabajos en los que haya trato personal (educación, sanidad, relaciones públicas, etc.). El hombre, por el contrario, acaba necesitando irse, quizá muy lejos, como Ulises, para poder volver, lo cual solo es posible, si tiene un lugar al que regresar. Si no, su viaje dejaría de tener sentido, y entonces no solo perdería el impulso y la energía, sino que se perdería a sí mismo. La mujer (especialmente, la madre), por el contrario, necesita a alguien que quiera volver, que necesite volver, ya que, de otro modo, su construcción afectiva se agostaría, al no poder hacer fructificar su capacidad de acogida. Así, quizá de una manera inesperada, aparece la dimensión de fortaleza y seguridad, de sosiego, de instalación que también posee la mujer, quien encuentra el sentido profundo de la vida y de las cosas mucho antes y de manera mucho más definitiva que el hombre, que se agita incansable buscando satisfacer un ansia que no se colma nunca por más que logre los objetivos que se había propuesto. Mientras esto sucede, la mujer observa al hombre, en ocasiones comprensiva y alegre, y espera que este vuelva, que se agote en su devaneo, a veces imprescindible, a veces infantil, y regrese al hogar indestructible, permanente, siempre dispuesto para quien quiera cobijarse en él. Lo masculino y lo femenino aparecen así como independientes y complementarios, autónomos y necesitantes. Cada hombre y cada mujer, como personas, recorren cada uno, autónomamente, su itinerario individual, pero, como seres se68

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xuados (no simplemente sexuales), necesitan su complemento intrínseco e insustituible. El hombre, en cuanto hombre, depende de la mujer y la necesita; y lo mismo ocurre con la mujer, en cuanto mujer no quiere vivir sin el hombre. «Ahora se ve bien claro, afirma Marías en un hermoso texto, que varón y mujer son dos estructuras recíprocas. No hemos podido definir una sin referencia constante a la otra. La condición programática de la vida humana se realiza mediante esa polaridad: cada uno es el programa del otro. Si se imagina la condición sexuada en la situación del hombre y de la mujer, frente a frente, que contemplan sus rostros, se ve que no están simplemente juntos, sino que están recíprocamente aconteciendo, están asistiendo cada uno al rostro y a la vida del otro. La mujer se apoya en el hombre y a la vez lo envuelve; el hombre la sostiene y se deja abrigar. El hombre es invasor, insistente, y la mujer es hospitalaria. El hombre está presente, asomado a sus ojos, llamando, ejerciendo presión; el rostro masculino muestra, en sus líneas estructurales la tensión del esfuerzo; el varón está siempre haciendo algo, por lo menos pensar. Las líneas suaves del rostro femenino dibujan una clausura: la mujer está siempre un poco «detrás» de su cara; es lo que más propiamente llamamos una cara bonita: no la que nos complace por sus formas y podemos íntegramente ver, sino la que necesitamos seguir mirando, interminablemente. La belleza específica del rostro femenino es la que se dilata y distiende, elástica, hacia el futuro; sentimos que necesitamos estar mirando esa cara toda la vida, que nuestro yo es ahora el que tiene que penetrar en ella, indefinidamente»22. 22

Ibíd., p. 146 (cursiva nuestra).

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III. PERSONA VERSUS SER HUMANO: UN DEBATE BIOÉTICO

Algunos bioéticos contemporáneos están proponiendo una revisión del concepto de persona que conlleva su distinción de los seres humanos en los siguientes términos. 1) Persona es un ser que posee una serie de cualidades como autorreflexión y conciencia. Ahora bien, de hecho, no todos los seres humanos tienen esas cualidades y, por el contrario, hay o puede haber seres no humanos que también las tienen. Por tanto, en contra de lo que podría parecer inicialmente, ambos términos no coinciden. 2) La persona requiere un respeto absoluto, según el lema kantiano que impide su instrumentalización, pero no así los seres humanos. Estos requieren también un respeto, pero no absoluto, sino que se debería determinar en cada caso, según las cualidades o características que presenten. Este planteamiento tiene una relevancia enorme. Desde un punto de vista práctico, sus consecuencias éticas pueden ser devastadoras. Desde un punto de vista teórico, constituye un ataque frontal al concepto clásico de persona y un caso paradójico para la bioética personalista1, ya que emplea su con1 Cfr. E. SGRECCIA, Manuale di bioetica. Vol. I: Fondamenti ed etica biomedica (3ª ed.), Vita e Pensiero, Milán 1999.

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cepto base –persona– para derivar consecuencias anti-personalistas. Más en general, plantea al personalismo el reto de comprobar si sus conceptos antropológicos básicos, que tienen un origen fenomenológico, son válidos en un ámbito para el que no han sido diseñados inicialmente: el de las situaciones-frontera en las que el hombre no se muestra tan claramente como hombre, es decir, en el inicio y en el final de la vida. Curiosamente, aunque las posiciones bioéticas de los autores que sostienen la distinción persona-ser humano son, en ocasiones, muy distantes, la argumentación básica que la fundamenta es prácticamente idéntica. Por eso, conocer la estructura de esta argumentación resulta particularmente útil, ya que, si se logra desactivar este esquema, se estaría, de algún modo, respondiendo a todos, y se neutralizaría la dificultad fundamental que plantean. En estas páginas no aspiramos a tanto, sino, fundamentalmente, a mostrar la estructura básica del esquema y apuntar las posibles réplicas y contrarréplicas, cada una de las cuales necesitaría, por sí sola, un análisis a fondo. Comenzaremos exponiendo la posición de cuatro autores bastante diferentes: Singer, Engelhardt, Harris y Álvarez2. De este modo nos acercaremos con detalle al problema y con-

2 Los más relevantes son, sin duda, Singer y Engelhardt, pero hemos añadido otros dos –con premisas ideológicas diferentes– para recalcar esa uniformidad de la argumentación. Se podrían haber elegido muchos otros: Michael Tooley (Aborto e infanticidio, en VV.AA., Debate sobre el aborto, Cátedra, Madrid 1983, pp. 69-107), Daniel Dennett (Condiciones de la cualidad de persona, Cuadernos de Crítica, UNAM, México 1989), Norbert Hörster, Tom Regan, etc.

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firmaremos de facto la existencia de ese proceso argumentativo común.

La reformulación del concepto de persona en algunos bioéticos contemporáneos a) Peter Singer Peter Singer comienza su propuesta con una definición actualista de persona3. Persona es aquel ser que, de hecho, en acto, reúne determinadas cualidades y, en concreto, la racionalidad y autoconciencia. «Lo que propongo es usar persona en el sentido de ser racional y autoconsciente, para abarcar aquellos elementos del sentido popular de ser humano que no entran en el concepto de ‘miembro de la especie homo sapiens»4. Un ser que posee estas cualidades es digno de respeto por sí mismo y no debe ser instrumentalizado (en terminología kantiana). Lo que ocurre, continúa Singer, es que, en contra de lo que se podría esperar inicialmente, no todos los seres humanos (desde el punto de vista biológico) son personas. Hay, en efecto, muchos seres humanos que no son ni racionales ni autoconscientes: los embriones, los fetos, los niños Una descripción precisa y detallada del pensamiento de Singer, Engelhardt y Harris sobre el concepto de persona se puede encontrar en F. TORRALBA, ¿Qué es la dignidad humana? Ensayo sobre Peter Singer, Hugo Tristram Engelhardt y John Harris, Herder, Barcelona 2005. Cfr. también, para los dos primeros, J. J. FERRER y J. C. ÁLVAREZ, Para fundamentar la bioética. Teorías y paradigmas teóricos en la bioética contemporánea (2ª ed.), Desclée de Brower, Bilbao 2005. 4 P. SINGER, Ética práctica, Ariel, Barcelona 1984, p. 101. 3

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en las primeras fases de desarrollo, las personas en coma, etc. Y, por tanto, no se les puede llamar personas porque no tienen, de hecho, las cualidades específicas del ser personal. Además, y también en contra de lo que podía inicialmente esperarse, hay que constatar que existen otros seres, los animales superiores, que sí son conscientes y racionales y, por tanto, en contra del sentir común, pero apoyados en la argumentación racional, no queda más remedio que considerarlos como personas5. Por tanto, en el pensamiento de Singer, encontramos tres categorías fundamentales de seres (esquema 1): a) Los animales-personas, como los mamíferos superiores y quizá ballenas, delfines, elefantes, perros, cerdos y otros animales; b) los seres humanos personas, es decir, los seres humanos autoconscientes y racionales y c) los miembros de la especie humana no personas: fetos, embriones, personas en coma, etc. A las personas, pertenezcan a la especie que pertenezcan, les corresponde un especial respeto, si bien, cabe añadir, que por el planteamiento general de la ética de Singer, este concepto pierde relevancia a favor de la sensibilidad ante el dolor. Este es el punto clave moral en su posición. La ética debe luchar por evitar el dolor, se halle donde se halle (en seres humanos o en animales).

5 Evidentemente, habría muchísimo que decir sobre semejante afirmación pero me voy a centrar fundamentalmente en el esquema argumentativo común a todos los autores, no en las peculiaridades (por excéntricas que puedan ser) de alguno de ellos.

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Esquema 1: Personas y seres humanos según Singer

Personas

A

Seres humanos

B

C

A: Mamíferos superiores y quizá ballenas, delfines, elefantes, perros, cerdos y otros animales B: Seres humanos autoconscientes y racionales C: Miembros de la especie humana no racionales: fetos, embriones, personas en coma

b) Hugo Tristram Engelhardt El planteamiento general de la bioética de Engelhardt es muy distinto del de Singer, pero su modo de entender los conceptos de persona y ser humano coinciden. La persona, también ahora, es el ser que posee algunas características determinadas en acto, lo que conlleva automáticamente la distinción entre seres humanos y personas. La diferencia fundamental con Singer es que Engelhardt entiende que los animales no son personas porque no poseen la racionalidad; además, señala que existen unas «personas potenciales», a medio camino entre los seres humanos y las personas en sentido estricto. 75

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Para Engelhardt, en concreto, la persona es el agente moral (de tipo kantiano) que se caracteriza por «autorreflexión, racionalidad y sentido moral». Y, más específicamente, como resultado de una reelaboración del principio de autonomía bajo la influencia del libertario Nozick6, entiende a la persona como el ser «capaz de dar permiso» frente a las pretensiones de los otros sujetos. A este agente moral se le debe el respeto incondicional que la ética kantiana concede a la persona. Pero, añade explícitamente Engelhardt, «no todos los seres humanos son personas, no todos son autorreflexivos, racionales o capaces de formarse un concepto de la posibilidad de culpar o alabar. Los fetos, las criaturas, los retrasados mentales profundos y los que se encuentran en coma profundo son ejemplos de seres humanos que no son personas. Estas entidades pertenecen a la especie humana, pero no ocupan una posición en la comunidad moral secular en sí mismas ni por sí mismas; no pueden culpar o alabar, no son censurables ni loables; no toman parte principal en la empresa moral secular porque solo las personas tienen esa posición»7. ¿Qué derechos tienen entonces este tipo de seres? No los de las personas, puesto que no lo son, pero parece inhumano o extraño no darles ningún derecho. Engelhardt intenta resolver la cuestión considerándolos personas en sentido lato. De hecho, señala hasta 4 variantes de personas según la tipología que presenten, pero establece que estas personas potenciales no tienen derechos por sí mismos, sino solo en la medida en

Cfr. R. NOZICK, Anarquía, Estado y Utopía, FCE, México 1988. H. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética (1986, 2ª ed. corregida) Paidós, Barcelona 1995, p. 155. 6 7

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que la comunidad moral (las personas) decida concedérselos. Para ello, tales derechos deben ser justificados socialmente sobre la base del utilitarismo y consecuencialismo, es decir, hay que mostrar que esa concesión conviene de algún modo a las auténticas personas. Engelhardt es consciente de que este planteamiento ofrece unos estándares morales muy pobres pero, en su opinión, es lo único a lo que se puede llegar desde una moral secular, es decir, a partir de una ética estrictamente racional y no religiosa que pueda ser asumida por todos. Otra cuestión es lo que pueda proponer una moral canónica de contenidos8. El resultado final es que encontramos de nuevo en Engelhardt las tres categorías fundamentales de seres con ligeras modificaciones (esquema 2): a) las posibles personas no humanas: seres extraterrestres quizá, siempre que sean pacíficos y posean una estructura moral básica (E.T. sería un posible ejemplo), pero no los animales; b) los seres humanos personas, es decir, los seres humanos capaces de dar permiso; y c) los miembros de la especie humana no personas: fetos, embriones, personas en coma, etc.

8 Cfr. H. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética, cit., p. 157. De hecho, Engelhardt ha escrito un texto que refleja lo que él personalmente, como cristiano ortodoxo, piensa que deben ser los contenidos de bioética (The foundations of a Christian bioethics, 2000). El problema es que ese texto, por su carácter religioso y, por lo tanto, restringido, no puede ser presentado al debate público.

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Esquema 2: Personas y seres humanos según Engelhardt

Personas

A

Seres humanos

B

C

A: Quizá algún ser extraterrestre, pero no los animales B: Seres humanos capaces de dar permiso C: Seres humanos incapaces de dar permisos (personas potenciales): embriones, fetos, retrasados mentales profundos, en coma profundo, etc.

c) Juan Carlos Álvarez La línea argumental de Álvarez –con otras premisas teóricas– es también similar9. Distingue tres términos básicos: ser humano, individuo de la especie humana y persona, que pueden ser descritos así: a) persona es el término más amplio e incluye seres muy variados, como Dios, los ángeles, homínidos, el «pacífico agente moral extraterreste» de Engelhardt; b) los individuos de la especie humana (genéticamente hablando); y c) los «seres humanos», intersección entre a y b y que com9 Cfr. J. C. ÁLVAREZ, Ser humano-persona: planteamiento del problema, en J. MASIÁ (ed.), Ser humano, persona y dignidad, Desclée de Brower, Bilbao 2005, pp. 17-41.

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prenden los individuos de la especie humana con derechos de persona. De su propuesta se puede resaltar, ante todo, que apuesta por prescindir del término «persona» porque «continuar utilizando un término tan ambiguo, confuso y polisémico como el de ‘persona’ no parece que nos ayude mucho, por el contrario nos crea más problemas»10. Remarca que el hecho de que existan simples «miembros de la especie homo sapiens» que no sean seres humanos no «disminuye un ápice el respeto con el que debemos tratarles»11, si bien no aclara cuál es ese tipo de respeto. Y, por último, deja abierto un punto muy problemático, «la cuestión más difícil y que creo que va a quedar sin resolver. Cuál es el criterio para incluir un elemento dentro del subconjunto de los seres humanos»12. En otros términos, no especifica el criterio que determina cuándo un ser humano posee todos los derechos de la «persona». Las tres categorías fundamentales para este autor, en definitiva, son (esquema 3): a) Dios, los ángeles, homínidos, el agente extraterreste de Engelhardt, etc.; b) seres humanos que poseen lo propio y específicamente humanos; y c) seres genéticamente humanos pero que no poseen lo específico humano: sujetos en muerte encefálica, estados vegetativos permanentes, embriones en fases iniciales o congelados, fetos anencefálicos, etc.

10

J. C. ÁLVAREZ, Ser humano-persona: planteamiento del problema, cit.,

11

Ibíd. Ibíd., p. 40.

p. 38. 12

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Esquema 3: Personas y seres humanos según Álvarez

Personas

Seres humanos

Individuos de la especie humana

C A

B

A: Dios, los ángeles, homínidos, el agente extraterreste de Engelhardt, etc. B: Seres humanos que poseen lo propio y específicamente humano. C: Seres genéticamente humanos pero que no poseen lo específico humano: sujetos en muerte encefálica, estados vegetativos permanentes, embriones en fases iniciales o congelados, fetos anencefálicos, etc.

d) John Harris Por último, John Harris, desde sus peculiares premisas vitalistas, llega también a los mismos planteamientos13. Parte de un concepto fluido y continuo de vida que comienza con los gametos y que continúa con el individuo que ambos conforman pero sin que quepa señalar una separación neta entre el antes y después de la fecundación. En un momento de ese 13 Cfr. J. HARRIS, The value of life, Routledge, London 1989; y Superman y la mujer maravillosa, Tecnos, Madrid 1998.

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flujo aparece (o desaparece) la persona y el criterio que lo determina es la capacidad de ese ser de valorar su propia existencia. A Harris, el criterio empleado por Engelhardt, la capacidad de dar permiso, le parece confuso y el suyo, claro y evidente. En cualquier caso, las consecuencias sobre la «clasificación» de los seres humanos es prácticamente la misma y conduce a tres categorías: a) las pre-personas: individuos, seres humanos, persona en formación; b) las personas: seres humanos capaces de valorar su propia existencia; c) las ex-personas: seres humanos que han perdido la capacidad de valorar la propia existencia (lo cual no sucede necesariamente). Harris no se pronuncia sobre el estatuto de los animales.

Esquema 4: Ser vivo y persona según Harris Pre-personas

Personas

Ex-personas

Vida humana Pre-persona: individuos, seres humanos, persona en formación Personas: seres humanos capaces de valorar su propia existencia Ex-personas: seres humanos que han perdido la capacidad de valorar la propia existencia (no sucede necesariamente)

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Consecuencias éticas Es patente que las consecuencias éticas de este planteamiento son sobrecogedoras, paradójicas y contrarias a la más elemental sensatez y sentido común. Por eso, y aunque nuestro propósito principal es analizar la argumentación de estos autores, expondremos sucintamente algunas de ellas. Para Engelhardt, por ejemplo, los fetos de animales son igual de importantes o más que los humanos: «El nivel de obligaciones debidas al feto, ceteris paribus, en la moralidad secular general, es el mismo que se debe a un animal que tenga un nivel similar de integración y percepción sensomotora»14. Y, todavía más paradójicamente, la moral secular no permite herir a los bebés pero sí matarlos: «El interés por los derechos contingentes de las futuras personas protege a las entidades que se convertirán en personas contra la mutilación, pero no a los bebés, a los retrasados mentales profundos, ni a quienes padecen la enfermedad de Alzheimer en un estadio avanzado, de ser asesinados de forma indolora por capricho»15. Singer, por su parte, estima que los experimentos con seres humanos no-personas se colocan al mismo nivel que el de los animales. «Si los experimentadores no están dispuestos a usar huérfanos humanos con daños cerebrales graves e irreversibles, cabe pensar que su disposición a usar animales no humanos es discriminatoria sobre la base exclusiva de la espeH. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética, cit., p. 162. H. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética, cit., p. 166. La «razón» estriba en que todo ser que llegue a ser persona tiene derecho (entonces, y, por lo tanto, con efecto retroactivo) a la integridad, mientras que, si no llega, nunca ha tenido ese derecho. 14 15

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cie, ya que simios, monos, perros, gatos e incluso ratas y ratones son más inteligentes, se percatan más de qué es lo que les está sucediendo, son más sensibles al dolor, etc., que muchos humanos con lesiones cerebrales que apenas se limitan a sobrevivir en hospitales y otras instituciones. No parece que haya ninguna característica moralmente relevante que se observe en tales humanos de la que carezcan los animales no humanos»16. Otra de las consecuencias éticas posibles sería la licitud del infanticidio, puesto que los niños son no-personas y, por lo tanto, no se les debe un respeto absoluto. Según Torralba, esta tesis está presente en Singer, aunque no de modo explícito, pues «no afirma que, en sí mismo, el infanticidio o el aborto sean prácticas moralmente aceptables, tampoco afirma que no lo sean, sino que cada sujeto debe evaluar los beneficios y los perjuicios de dichas prácticas. Para el pensador australiano, si el infanticidio constituye un modo de reducir el sufrimiento ajeno, es aceptable y, del mismo modo, si el aborto es un modo de paliar el dolor de una madre que no desea procrear, pero que ha sido fecundada, la interrupción voluntaria del embarazo es, a su juicio, aceptable»17. Como ya observamos, su criterio moral fundamental es la eliminación del dolor. La enorme gravedad de todas estas tesis depende de una premisa fundamental, resaltada por Spaemann en repetidas ocasiones: la distinción entre persona y ser humano implica automáticamente que «el reconocimiento de los derechos hu16 17

P. SINGER, Ética práctica, cit., p. 81. F. TORRALBA, ¿Qué es la dignidad humana?, cit., p. 161.

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manos se convertiría en una concesión»18 con toda la arbitrariedad que ello supone. Porque ¿quién se puede arrogar la autoridad para decidir quién es persona y en qué condiciones?

El esquema argumentativo básico Centrándonos ya en nuestro tema, se puede comprobar fácilmente que el esquema argumentativo presente en todos estos autores es el siguiente: 1) Persona es un ser que exige un respeto moral absoluto por poseer determinadas características en acto. 2) Descripción de dichas características, que varían según los autores19. 3) Comprobación experimental de que muchos hombres tienen esas características, pero no todos. Por ejemplo, los fetos, los embriones, las personas discapacitadas no las poseen (mientras que, para Singer, sí las poseen algunos animales superiores). 4) Necesidad de establecer una distinción entre personas y seres humanos. Algunos seres humanos son personas, pero no todos, solo los que poseen las cualidades establecidas (además, para Singer, algunos animales son personas). 5) Conclusión última. Las personas exigen un respeto absoluto, mientras que los seres humanos no personas exigen también un respeto, pero diverso y menor. 18 R. SPAEMANN, Ética, política y cristianismo, Palabra, Madrid 2007, p. 292, y también Personas, Eunsa, Pamplona 2000. 19 Para Singer son la racionalidad y autoconciencia; para Engelhardt, la capacidad de dar permiso; para Harris, la capacidad de valorar la propia existencia y Álvarez, finalmente, no da un criterio.

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Réplicas Las principales críticas a este esquema argumentativo, en un primer nivel de reflexión, apuntan fundamentalmente a tres núcleos conceptuales. Primer argumento: Una incorrecta definición de persona La concepción de persona que usan todos estos autores es radicalmente actualista: persona como ser que posee determinadas cualidades en acto. Pero esta descripción no es adecuada ni refleja certeramente al ser personal. La persona no se confunde con sus propiedades, sino que está por encima de ellas; la persona es el todo, las cualidades más el sujeto portador que les da unidad y continuidad. ¿Qué sentido tiene hablar de una persona en la que no hay ninguna conexión entre su futuro y su pasado? ¿Dónde queda o en qué se fundamenta la identidad evidente de los sujetos, si estos son meros flujos de vivencias?20. El hecho de que tal identidad exista, de que las personas no sean meras propiedades, sino sujetos con nombre y apellidos, anula ese intento de reducirlos a sus propiedades o capacidades. Por eso, que una persona deje en un determinado momento de poseer una o varias de las cualidades habituales y paradigmáticas de la persona no quiere decir que deje de ser persona, del mismo modo que una persona coja no deja de ser hombre porque le falte una pierna. Esto se hace especialmente 20 «Mas he aquí que ha tiempo que mi infancia murió, no obstante que yo vivo» (S. AGUSTÍN, Confesiones, I, 6).

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patente en el caso más difícil de resolver para la línea de pensamiento actualista: el de la persona dormida. La persona más lúcida, racional y autoconsciente deja de serlo cuando duerme y, por lo tanto, siendo coherente con las premisas actualistas, dejaría de ser persona21. Nos encontraríamos así con el absurdo de que una persona merecería un respeto limitado cuando está dormida (o cuando ha caído víctima de un desvanecimiento) y un respeto absoluto cuando está despierta, lo cual podría suceder en un lapso de breves instantes. Cabe añadir, por último, que tradicionalmente se ha usado el concepto de substancia o de subsistencia para fundamentar filosóficamente este supuesto. Allí se encontraría la raíz metafísica que permite explicar la continuidad del sujeto en medio de los cambios. Segundo argumento: la potencialidad del embrión El segundo argumento que se suele utilizar en contra del actualismo es el de la potencialidad. Que un ser (por ejemplo, el embrión) no posea determinadas cualidades en acto no quiere decir que no las vaya a poseer, sino que no las ha desarrollado. Basta, en efecto, con esperar para comprobarlo. Eso significa que tiene la potencialidad o la capacidad de poseer esas cualidades y, en esa medida, es persona. Este argumento se apoya, además, en los datos científicos que muestran tanto que no existe ninguna solución de continuidad en la evolución 21 Cfr. A. SUÁREZ, El embrión es una persona, si el adulto que duerme es una persona. Una demostración racional, «Cuadernos de Bioética» 4 (1990), pp. 38-42.

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del embrión y, por tanto, no puede plantearse la existencia de sujetos diferentes, como la autogestión esencial por parte del embrión de su proceso evolutivo. Si bien hay información externa (epigenética) que influye en el proceso, el control lo lleva siempre el propio embrión, de modo que todas las cualidades y capacidades que se deriven de ese proceso hay que atribuírselas al embrión22. El tercer argumento, que no desarrollaremos porque ya lo hemos tratado, son las graves consecuencias éticas negativas que se derivan de esta perspectiva.

Contrarréplicas Los autores actualistas conocen estas críticas y expondremos, entrando ya en una segunda fase de la argumentación, su contrarréplica o defensa. Respuesta al primer argumento 1. La defensa o crítica al primer argumento se basa sobre todo en un rechazo del concepto de sustancia, que se entiende como una reminiscencia de posiciones filosóficas ya superadas por el pensamiento moderno, especialmente a par22 Cfr. N. LÓPEZ MORATALLA, M. J. IRABURU, Los quince primeros días de la vida humana, Eunsa, Pamplona 2004. Al igual que en el argumento previo, cabría buscar una fundamentación ontológica o metafísica más potente acudiendo a la teoría de la potencia y el acto aristotélica, si bien en este caso resulta menos necesario pues la potencialidad es fenomenológicamente evidente.

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tir de Locke, en el que Singer se inspira explícitamente. Locke, en efecto, habría mostrado que no existe ningún sujeto escondido de tipo aristotélico que permanezca en medio de los cambios y que, en realidad, tal sujeto no es más que una invención postulada por la necesidad intelectual del aristotelismo de suponer ese sustrato, pero un análisis racional muestra que no es posible considerar en serio su existencia. Un texto lúcido y al mismo tiempo sarcástico de Locke sintetiza muy bien el núcleo de su crítica al concepto de sustancia. «De manera que si alguien examina su propia noción de sustancia pura en general, encontrará que no posee más idea de ella que la de que es una suposición de no sabe qué cualidades que son capaces de producir ideas simples en nosotros, cualidades que se conocen con el nombre de accidentes. Si a alguien se le preguntara ‘cuál es el sujeto en donde el color o el peso está inherente’, solo podría responderse ‘que las partes extensas y sólidas’; y si se le volviera a preguntar ‘a qué se adhiere la solidez y la extensión’, no se hallaría en mejor situación que aquel indio que, habiendo afirmado que el mundo descansaba sobre un gran elefante, se le preguntó sobre qué descansaba el elefante, y repuso entonces que sobre una gran tortuga; y, como se le presionara otra vez para que dijera sobre qué se apoyaba la tortuga, repuso que sobre algo: ‘no sabía qué’… La idea que tenemos y designamos con el nombre general de sustancia no es más que el soporte supuesto o desconocido de unas cualidades que existen y que imaginamos que no pueden existir sine re substante, sin algo que las soporte, a lo que llamamos sustancia…»23. 23 J. LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, Orbis, Barcelona 1985, p. 97.

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Eliminada la sustancia, no queda más que la actualidad de la conciencia a sí misma sin un sujeto portante. Y, por esa misma razón, la concepción no-actualista de la persona queda desacreditada, hecho que se habría visto confirmado por los estudios filosóficos contemporáneos que han mostrado la problematicidad de la identidad personal24. El caso de la persona dormida El caso de la persona dormida parece, sin embargo, resistir de algún modo a esta argumentación, hasta el punto de que Engelhardt, que asume que las tesis metafísicas no son proponibles en el marco de una moral secular, se toma la molestia de estudiarlo con detalle. Su análisis lo realiza desde una postura de corte fenomenológico, centrándose en el significado y consecuencias de que el hombre sea una persona corpórea y, en concreto, en la capacidad que esa cualidad le proporciona de integrar la multiplicidad temporal. «Ser una persona finita, espaciotemporal y sensorialmente intuitiva, afirma, implica la tarea de integrar constantemente como propias experiencias que son temporalmente diversas»25. Esto significa, en otras palabras, que la autoconciencia de la persona no puede ser continua, como si fuera cuasi-divina, sino «una conciencia de la propia identidad, que es una integración repetida de una experiencia que abarca discontinuidades»26. Se 24 Cfr. A. O. RORTY (ed.), The identities of persons, University of California Press, Berkeley 1976. 25 H. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética, cit., p. 172. 26 H. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética, cit., p. 173.

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podría contra-argumentar que esta necesidad de integración se produce también en el feto, pero Engelhardt advierte que la diferencia es que este nunca ha demostrado cualidades personales, de ahí la necesidad de la teoría de la potencialidad. El caso de la persona dormida es diverso: las muestra, solo que de manera intermitente. Sobre estas premisas procede a exponer su argumento central: «El cuerpo, que es la expresión física de la vida de una persona y que posee plena capacidad de integración senso-motora, es esa persona en el mundo. Las capacidades del cuerpo son también las capacidades de la persona. Tenemos que distinguir entre la potencialidad de convertirse en una persona y la potencialidad de una persona. Existe una diferencia cualitativa entre saber quién está durmiendo, en el caso de un ser humano adulto competente, y saber en qué se convertirá un feto»27. Engelhardt, en otras palabras, integra indisolublemente a la persona con su cuerpo, concluyendo que, si está el cuerpo, también está la persona. La afirmación, en sí, parece correcta; efectivamente hay una inseparabilidad de la persona con su cuerpo, pero, justamente por eso, lo que resulta difícil de aceptar es que la corporalidad aparezca solo ahora. Si esa relación es, y así lo asumimos, indisoluble: ¿no sería necesario tenerla presente desde el principio mismo de la bioética, en vez de definir a la persona exclusivamente como ser capaz de dar permiso? Sin embargo, en esta definición, parece que sucede más bien lo contrario, que a la persona se la describe según un esquema trascendental de tipo kantiano en la que la «naturaleza corpórea» queda excluida. Ahora bien, ¿es lícito utilizar un concepto 27

H. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética, cit., pp. 173-174.

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excluido inicialmente para resolver, en última instancia, un problema generado justamente por un punto de partida reduccionista? Además, si al final se admite una cierta capacidad de integración temporal por parte de la persona para poder responder al argumento de «la persona dormida»: ¿por qué limitar ese período de integración al intervalo característico del sueño y no extenderlo a semanas, meses o años? En otros términos, ¿cuál es el intervalo máximo de duración capaz de integrar la corporalidad y cuáles son sus consecuencias para la concepción de la persona? Engelhardt no responde a estas cuestiones. Respuesta al segundo argumento: la potencialidad Estos autores conocen perfectamente el argumento de la potencialidad, y todos ellos lo rechazan. La forma de su argumentación es la siguiente: «Si X es un Y en potencia, todavía no es Y, y por lo tanto no puede tener los mismos derechos». Por ejemplo, un presidente en potencia todavía no es un presidente, por lo tanto, no tiene los derechos de un presidente, aunque puede llegar a tenerlos en el caso de que lo sea. En el marco de nuestra discusión, esta tesis adoptaría la fórmula siguiente: una persona en potencia no es todavía una persona y, por lo tanto, no tiene los derechos de una persona28. Este razonamiento, formalmente, es válido; si las premisas fueran ciertas, sería incontestable, pero no lo son. Hay que «negar la mayor» por motivos veritativos y entonces la argu28 Cfr. H. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética, cit., p. 160, quien señala, a su vez, que el ejemplo lo ha tomado de S. I. Benn.

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mentación se derrumba. El embrión no es una persona en potencia, sino una persona en una fase determinada de su desarrollo. Y, por lo tanto, tiene todos los derechos de una persona, si bien en una determinada fase de desarrollo, lo cual le puede añadir o quitar determinados derechos o grados de dignidad, pero no modifica lo esencial: su status óntico de persona y su correspondiente dignidad. Cabría añadir, por último, que, si bien ese razonamiento resulta muy sólido desde una perspectiva ontológica, puede aparecer algo más débil frente a una mirada empirista que tiene muchas dificultades para captar algo que vaya más allá de lo meramente aparente. Y no se puede olvidar, por otra parte, un hecho que está detrás de todos estos razonamientos y que influye en su formalización y conclusiones: «Aceptar que los embriones tienen un status moral bajo implicaría que muchas prácticas contraceptivas que pueden causar la muerte de los embriones no serían permisibles»29. Aquellos que no estén dispuestos a renunciar a estas prácticas difícilmente van a aceptar el argumento de la potencialidad.

Reflexiones conclusivas A modo de conclusión y centrándonos en la argumentación ética (o bioética), lo primero que resalta –como habíamos apuntado al inicio– es el paralelismo en el razonamiento de bioéticos que parten de premisas ideológicas bastante diferen29 E. HARMAN, The potentiality problem, Philosophical Studies, 2003 (114), p. 193.

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tes, lo que permite estudiar su propuesta de manera conjunta. Esta argumentación tiene su punto fuerte en que realiza una descripción fenomenológica-cualitativa de la persona y, a partir de allí, obtiene consecuencias de una manera relativamente lógica: solo es persona quien posee esas cualidades. El punto débil de este razonamiento –también a nivel fenomenológico– radica en que la experiencia no muestra ningún cambio significativo de los sujetos en su proceso de devenir adultos y, por tanto, ha de introducirse un criterio artificial para establecer quién es persona y quién no lo es, con todos los problemas que conlleva como, por ejemplo, que cada bioético determina el suyo propio. En ese punto es justamente donde se apoya el argumento de la potencialidad. Si hay continuidad, estamos ante el mismo sujeto, aunque en diferentes fases de desarrollo y despliegue de sus capacidades. Por tanto, el respeto que se le debe solo puede variar de manera accidental, no sustancial. El sujeto es el mismo; el despliegue de sus capacidades, distinto. Justo en este punto surge, sin embargo, una cuestión central que merecería un análisis aparte. ¿El recurso a una fundamentación ontológica o metafísica en este terreno favorece o perjudica a la argumentación? El tema es complicado. Por un lado, puede parecer que la refuerza pues aporta un grado de solidez que la perspectiva fenomenológica nunca puede alcanzar. El problema estriba en que ese recurso puede verse como un cambio del plano de argumentación que deriva de lo experimental –en principio, asumible por todos– al plano metafísico, solo válido en determinadas teorías filosóficas y, por ende, no comprobable empíricamente. Comparemos, por ejemplo, el concepto de sustancia con la capacidad intelectual. El primero es muy difícil de justificar desde un punto de vista 93

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empírico mientras que el segundo solo puede plantear problemas en casos límite. Esta dificultad, junto al dominio del actualismo en el área anglosajona, es la que hace que filósofos y bioéticos que apuestan por la dignidad de la persona tengan reticencias en el uso de este concepto y propongan un empleo más frecuente del de «ser humano» identificado con el organismo vivo de la especie humana30. Sin descartar que tal uso puede ser adecuado o procedente en determinados contextos, a mi juicio, su uso generalizado supondría, ante todo, el reconocimiento público de una interpretación incorrecta y reductiva de la persona, con el agravante de que no resolvería el problema de fondo, pues, de nuevo, habría que establecer cuál es la dignidad de ese ser vivo de la especie humana, pero sin tener a disposición ahora el poderoso concepto de persona. En definitiva, en nuestra opinión, la argumentación disponible actualmente resulta suficiente para rebatir el núcleo de las posturas actualistas, pero se podría potenciar en dos direcciones: 1) Desarrollar una fenomenología de los procesos humanos que permita fortalecer conceptualmente la descripción del paso de embrión a persona adulta sin necesidad de recurrir «Mostrar la falsedad de la tesis (actualista) supone demostrar que una persona no es esencialmente un agente racional, sino el supuesto de naturaleza racional y, por tanto, pasar de un concepto moral o fenomenológico de persona al concepto metafísico de persona como sujeto que posee una naturaleza racional. Si se preguntara entonces qué es ese supuesto (…) creo que la única respuesta válida sería afirmar que tal supuesto es un ser humano, o sea un organismo vivo» (J. V. ARREGUI, La importancia de ser humano, Anuario Filosófico, 1994 (27), p. 49, nota 24, subrayado mío). 30

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PERSONA VERSUS SER HUMANO: UN DEBATE BIOÉTICO

explícitamente al concepto de sustancia. De esta manera se haría hincapié en una argumentación más directamente empírica31. Los límites actuales de la teoría se pueden apreciar, por ejemplo, en que se suele usar el mismo término de «potencialidad» para referirse tanto a la posibilidad de que un embrión sea presidente del gobierno o persona adulta, cuando se trata de procesos muy diferentes. El segundo está asegurado porque responde a un desarrollo necesario de la misma naturaleza del sujeto. El otro no es más que una mera posibilidad. Se observa, por tanto, un déficit del análisis de la narratividad humana frente a la potencia del desarrollo teórico de la persona como ser actual y puntual. Se trataría, en otras palabras, de tirar del hilo soltado por Engelhardt recurriendo a autores que hayan estudiado el desarrollo dinámico del hombre, como Julián Marías32 o Paul Ricoeur. 2) Elaborar un concepto sustitutivo de la sustancia capaz de superar críticas fáciles, como las de Locke, pero que mantenga la instancia fundamental: la permanencia en los cambios y la posibilidad de una fundamentación ontológica del sujeto. Esta tarea ya ha sido emprendida por filósofos como Zubiri, mediante el empleo del término subsistencia, Polo, mediante una reelaboración global de la metafísica33, y otros.

31 Cfr. R. GUERRA, Hacia una antropología del embrión humano. Biofilosofía, biología del desarrollo e individuación humana, Intervención en el III Congreso de la FIBIP, México 2005. 32 Cfr. J. MARÍAS, Antropología metafísica, Alianza, Madrid 1987. 33 Cfr. L. POLO, Antropología transcendental. I. La persona humana, Eunsa, Pamplona 1999.

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IV. PRAXIS PERSONALISTA Y EL PERSONALISMO COMO PRAXIS

De la teoría de la acción a la filosofía de la praxis El personalismo privilegia las dimensiones existenciales y dinámicas de la vida: la libertad; la temporalidad, que trae consigo el carácter narrativo o biográfico de la persona; la dinamicidad del ser y, sobre todo, del sujeto, que se va dando forma a sí mismo y a cuanto le rodea, etc. Todo ello no puede por menos de poner en un primer plano a la acción entendida justamente como el modo de interacción del hombre consigo mismo y con la realidad, como la interfaz entre el sujeto y el mundo. Mounier lo ha explicado de manera insuperable. «Que la existencia es acción, y la existencia más perfecta acción más perfecta, pero acción de todos modos, es una de las intuiciones maestras del pensamiento contemporáneo. Si repugna a algunos introducir la acción en el pensamiento y en la más alta vida espiritual, es porque se forjan de ella implícitamente una noción estrecha, al reducirla al impulso vital, a la utilidad o al devenir. Pero es necesario entenderla en su sentido más vasto. Por el lado del hombre, designará la experiencia espiritual integral; por el lado del ser, su fecundidad íntima. Se puede decir entonces: lo que no obra no es. El logos es verdad; desde el cristianismo es también camino y vida. Debemos a 97

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Maurice Blondel el haber afirmado ampliamente estas ideas. Una teoría de la acción no es, pues, un apéndice del personalismo, ocupa en él un lugar central»1. Ahora bien, la acción puede ser abordada desde dos perspectivas diferentes, aunque profundamente interconectadas2. La primera de ellas consiste en mirar hacia dentro del hombre y concebirla como una dimensión específica del ser personal o, más bien, como el despliegue operativo de ese mismo ser. Desde esta perspectiva, las cuestiones que deben ser resueltas, y que son las que se plantea la teoría de la acción, son las siguientes: ¿qué es exactamente la acción?, ¿cuál es su relación con la persona?, ¿qué es lo propio de la acción libre?, ¿cuál es la causa o el motivo de la acción?, ¿cuál es la relación entre inteligencia, voluntad y acción?, etc. 3. La acción hu1

E. MOUNIER, El personalismo, ACC, Madrid 1990, p. 57 (cursiva nues-

tra). 2 Abordamos siempre la acción desde una perspectiva integral, es decir, como despliegue de toda la persona tal como ha sido desarrollada por Wojtyla en Persona y acto. En ese sentido, se corresponde siempre, en terminología tomista, con el «actus humanus» y no con el «actus hominis» (cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 1, a. 1). Por eso mismo, no resulta necesario explicitar siempre que se trata de un acto humano. Como dice Wojtyla: «llamamos acto exclusivamente a la acción consciente del hombre. Ninguna otra acción merece ese nombre. En la tradición filosófica de Occidente, al término ‘acto’ corresponde el de ‘actus humanus’. Si bien en nuestra terminología se encuentra a veces la expresión ‘acto humano’, no hace falta añadir humano porque solo la acción humana es acto» (Persona e atto, LEV, Città del Vaticano 1982; citamos por la edición italiana). 3 En este terreno, la obra decisiva es Persona y acto, un ensayo muy novedoso tanto porque aplica el método fenomenológico a una estructura filosófica aristotélico-tomista, como porque su método de análisis invierte el planteamiento clásico en el que se piensa primero la persona completa y después, como un añadido, complemento o accidente, se considera la ac-

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mana, sin embargo, no es un mero mecanismo interior al sujeto, no se agota en la intimidad ni en el sí-mismo de las personas. Trasciende a las fuentes de las que toma su energía y surge al exterior transformado el mundo. Desde este punto de vista, la acción no es un engranaje integrado en un complejo mecanismo antropológico, sino la fuerza de ese mismo mecanismo en cuanto que modifica el entorno que le rodea. Considerada desde este punto de vista, la acción pierde su carácter intimista y se convierte en fuerza transformadora, es decir, en praxis. En este marco, las preguntas y las cuestiones que se suscitan son muy diferentes: ¿cuántos tipos de acción hay?, ¿qué estructuran tienen?, ¿cómo transforman la realidad?, ¿qué relación hay entre el hombre y los objetos que crea?, etc. Este es el terreno que queremos explorar en estas páginas pues, si bien constituye una temática natural del personalismo, no ha sido investigado a fondo. Pero, antes de iniciar esa indagación, resulta necesario detenerse todavía un momento en el campo de la teoría de la acción y describir, aunque sea de manera muy sumaria, los rasgos esenciales del acto. El motivo es bastante obvio: praxis y acción humana no son realidades separadas ni mucho menos opuestas, sino la misma acción analizada, en un caso, en relación a los presución. «En nuestro estudio, titulado Persona y acto, afirma Wojtyla, pretendemos invertir esa relación. No será un estudio del acto en el que se presupone a la persona. Hemos seguido una línea distinta de experiencia y de comprensión. Será, por el contrario, un estudio del acto que revela a la persona; estudio de la persona a través del acto. (...) (El acto) Nos permite analizar la existencia de la persona del modo más adecuado y comprenderla del modo más completo. Experimentamos el hecho de que el hombre es persona, y estamos convencidos de ello porque realiza actos» (K. WOJTYLA, Persona e atto, cit., p. 29).

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puestos antropológicos que la hacen posible y, en el otro, en cuanto operando en el mundo, es contemplada por un observador externo. Por ello, la concepción que se posea de una influirá inevitablemente en la concepción de la otra. De la teoría personalista de la acción nos interesa quedarnos ahora fundamentalmente con un dato: la descripción de la acción como una estructura bidimensional que opera siempre simultáneamente en dos direcciones: transitiva e intransitiva4. La acción humana, en efecto, es siempre transitiva pues siempre opera, impacta o influye en un objeto distinto (desde un punto de vista formal) del origen de la acción. La acción, en otras palabras, se aplica siempre a algo distinto de sí misma. El trabajo, las acciones económicas, el juego, la diversión, la contemplación miran siempre a algo (el objeto de la acción) diferente del sujeto que la efectúa5. Pero, simultáneamente, la acción humana es siempre intransitiva. No se trata aquí de que el objeto de la acción pueda ser el mismo sujeto. Esta posibilidad no va más allá de la transitividad porque el sujeto aparece ante su acción como una realidad externa a sí mismo: se llega a sí desde el exterior. Se trata de algo mucho más profundo. Se trata de que, en cada acción, y ese cada es muy importante, por el mero hecho de actuar, el sujeto se modifica a sí mismo. Puede haber estado cavando, rezando, con4 Tomamos esta idea de Persona y acción, donde Wojtyla la ha desarrollado magistralmente en relación a la libertad entendida como autodeterminación y elección. También está presente en la Laborem exercens. 5 Ese objeto puede ser el mismo hombre que actúa; por ejemplo, cuando reflexiona sobre sí mismo; pero, desde un punto de vista formal, se trata de un objeto externo a la persona en cuanto esa reflexión no estaba inicialmente en el sujeto, sino que se activa a través de la acción.

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templando un cuadro o ensimismado delante de un paisaje. En cualquiera de esas situaciones nunca emerge sin una modificación interior, sin un cambio. La acción, que nunca había salido completamente del sí-mismo, deja siempre su marca en el en-sí. Notemos, por último, porque esto es fundamental, que el objeto externo no determina en absoluto la existencia de esta modificación. Influye, por supuesto, en la cualidad de esa modificación, pero no en su existencia. Esta se da siempre porque toda acción humana es siempre intransitiva6. Este rasgo fundamental de la acción, sin embargo, ha quedado eclipsado durante mucho tiempo por el esplendor del objeto material y la capacidad humana de transformación del mundo. La exuberancia de nuestra potencialidad operativa nos ha impedido reflexionar a fondo sobre la relevancia y las consecuencias de nuestra capacidad auto-operativa, es decir, sobre la capacidad de modificarnos a nosotros mismos. Pero solo teniendo muy presente esta dimensión es posible llegar a una concepción equilibrada y justa de la praxis que no conduzca ni a espiritualismos quietistas ni a materialismos hiperactivos. Tenemos, por tanto, en definitiva, que la teoría de la acción adopta, generalmente, una perspectiva individual y, por así decir, de filosofía psicológica. Lo que le interesa es comprender la acción de una persona individual determinando la relación que se establece entre esa persona y su acción y el papel de los elementos que la posibilitan, determinan o configuran: la libertad, la inteligencia, la operatividad humana, la responsabilidad, 6 Se podría objetar que, si no hay objeto transitivo, no hay efecto intransitivo; esto es cierto, pero tampoco hay acción. La cuestión es, simplemente, que toda acción humana solo puede existir como tal en la medida en que posee las dos dimensiones.

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la moralidad, etc. El término praxis, sin embargo, nos coloca en una perspectiva diferente. Nuestro foco de atención ya no se centra en el interior, en la subjetividad, sino en el exterior, en la energía operativa y transfiguradora. La praxis, además, no considera fundamentalmente la acción individual de una persona individual, sino el «obrar humano en general», es decir, las acciones humanas tomadas como una colectividad, como un flujo operativo que surge de la humanidad como sujeto común. Podemos así proponer ya una posible definición de praxis: «el obrar humano en cuanto transformador de la realidad». Este es el concepto sobre el que trabajaremos a continuación.

La estructura de la praxis En el artículo titulado El problema del constituirse de la cultura a través de la «praxis» humana7, Wojtyla proporciona lo que, en mi opinión, pueden considerarse las dos claves principales de una concepción personalista de la praxis. La primera es la existencia de una doble prioridad del hombre sobre la praxis: metafísica y praxeológica. La prioridad metafísica se expresa en el conocido adagio clásico: operari sequitur esse. La praxis es un producto del hombre por lo que tanto su existencia como sus características están determinadas por ese hom7 K. WOJTYLA, El problema del constituirse de la cultura a través de la «praxis» humana, en El hombre y su destino, cit., pp. 187-203. En esta obra pueden encontrarse más referencias, aunque dispersas, sobre su concepto de praxis. Para un acercamiento a la praxis desde Zubiri, cfr. O. BARROSO, Verdad y acción. Para pensar la praxis desde la inteligencia sentiente de Zubiri, Comares, Granada 2002.

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bre que la introduce en la existencia. No hay ni puede haber praxis sin hombre, como no hay efecto sin causa. Wojtyla, por tanto, rechaza aquí todo estructuralismo y todo marxismo radical. Primero, el hombre; luego, la praxis. La intuición kierkegaardiana acerca de la radicalidad de la existencia individual es el primer factor que hay que considerar tanto al afrontar el tratamiento de la praxis como al intentar articularlo. Pero, para Wojtyla, la prioridad del hombre sobre la praxis no se detiene aquí. A la prioridad clásica hay que añadir la prioridad «praxeológica», que es de orden ético, y sostiene que no solo la praxis procede del hombre (prioridad metafísica), sino que la praxis debe estar orientada hacia lo que le conviene en cuanto ser trascendente y no meramente material. Cada vez es más evidente la prodigiosa capacidad que posee la praxis de transformar el mundo. Pues bien, lo que dice Wojtyla es que esa capacidad debe orientarse y dirigida hacia lo que le conviene al hombre verdaderamente. No puede ser un mecanismo ciego que multiplique de modo exponencial los bienes de consumo, los objetos mecánicos y tecnológicos y las riquezas materiales sin detenerse a considerar si tal multiplicación es buena para el hombre o si, por el contrario, acaba transformándolo en un esclavo voluntario –pero esclavo– de esos bienes que él mismo ha generado. Sin despreciar de ningún modo la dosis de humanidad que conlleva la proliferación de los bienes, la praxis humana debe ser consciente de que, para el hombre, como recordó Gabriel Marcel, lo más importante no es tener, sino ser. Esta doble prioridad se engarza y se fundamenta, a su vez, en la existencia de una doble dimensión de la praxis, que depende de la doble dimensión –transitiva e intransitiva– de la acción. La 103

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praxis humana posee, en primer lugar, una dimensión objetiva y estructural, cosmológica, que la capacita para transformar el mundo. El hecho resulta evidente, pero no por ello deja de asombrar una y otra vez. Frente a la dependencia del mundo natural que condicionaba casi completamente la vida de nuestros antecesores, habitamos hoy en espacios artificiales creados por nosotros mismos y que manipulamos a nuestro antojo. Nuestros instrumentos de interacción con la realidad son cada día más complejos y sofisticados. Los bienes de consumo y las posibilidades de elección se multiplican. La tierra entera cambia su faz bajo el imperio del hombre hasta el punto de que el mundo natural, que antes imponía su dura ley a los hombres, es hoy un mundo dominado que debe ser protegido para garantizar su subsistencia. Este es el fruto, impresionante, de la dimensión objetiva de la praxis, ligada a la dimensión transitiva de la acción. Pero existe, además, una segunda dimensión: la intransitiva o subjetiva, que, en realidad, es la más importante. El obrar humano, en efecto, no solo transforma las realidades externas, también es capaz de transformar a la misma persona a través, fundamentalmente, de la cultura y de sus manifestaciones. Y este aspecto es siempre el más radical pues el hombre vale más por aquello que es que por aquello que tiene. La praxis personalista, por tanto, según Wojtyla, se estructura sobre una doble prioridad metafísica y ética del hombre sobre la praxis y sobre una doble estructura de esa misma praxis que la hace capaz de producir bienes de consumo (en su dimensión transitiva) y operar sobre las capas profundas del hombre en su dimensión intransitiva. Tal concepción resulta brillante y esclarecedora pero consideramos que, para que resulte más completa y equilibrada, 104

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debe contrapesarse remarcando el proceso de retroalimentación que la praxis genera sobre la persona. Wojtyla lo ha tenido presente de hecho8, pero, al menos en este texto, no lo ha tematizado expresamente. La cuestión, sin embargo es importante. El flujo vital y existencial no solo se dirige del hombre hacia la praxis; también sigue el camino contrario, de la praxis a la persona. En otros términos: no solo el obrar sigue al ser (prioridad metafísica), también el ser sigue al obrar. La potencialidad transfiguradora de la praxis humana (en su vertiente transitiva e intransitiva) modifica las condiciones de existencia de la realidad y el marco cultural y social en el que la persona se comprende y se vive a sí misma. Y, consiguientemente, cambia a la persona misma. El hombre contemporáneo es distinto en una medida importante de sus antecesores y ese cambio se debe, en parte, al influjo de la praxis acumulada y objetivada a través de innumerables generaciones. Tal influjo no niega la prioridad metafísica del hombre sobre la praxis, pero sí afirma: 1) que la relación hombre-praxis no es un proceso unidireccional, sino circular y 2) que la influencia de la praxis sobre la conformación antropológica de la persona puede ser enorme9.

Trabajo, belleza, cultura: sobre la dimensión intransitiva de la praxis Si bien Wojtyla no ha tematizado la estructura circular de la relación hombre-praxis, sí ha tratado un aspecto particuLo comprobaremos en el epígrafe siguiente al hablar de la cultura. Este es el punto que vio con claridad el marxismo y lo analizaremos más adelante. 8 9

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larmente importante de esa relación: la importancia que posee la dimensión transitiva en una configuración adecuada de la cultura. El despliegue operativo de la acción humana, especializado y gestionado a través de la red social configurada por las profesiones, ha tenido tal éxito que se ha convertido, por eso mismo, en una grave amenaza. El hombre corre el peligro de hacerse esclavo de su propia producción, del brillante mundo que ha generado, entregando su alma y perdiendo con ello los rasgos más profundos de su identidad. Vivir para el trabajo o para consumir o para disfrutar de placeres pasajeros, este es el riesgo constante, cercano y riguroso en el que se encuentran hoy muchas personas. ¿Cómo se puede salir de esta espiral, de esta vorágine fascinante pero destructora? La receta de Wojtyla es precisa y contundente: mediante la admiración, la belleza y la verdad o, en otras palabras, mediante la promoción de la dimensión intransitiva de la praxis. Necesitamos amor, belleza, verdad, fascinación, trascendencia: un sentido para las cosas, un sentido para la vida. Necesitamos reposar de la acción incesante mediante la admiración y la contemplación para ser capaces de dar sentido a esa misma acción evitando que se convierta en una huida hacia adelante que pueble el mundo de objetos mientras el hombre se vacía. A esta tarea debe contribuir la auténtica cultura, es decir, la correcta objetivación de la dimensión intransitiva de la praxis en su vertiente configuradora de la comprensión y concepción del mundo. Y justo en este sentido indica Wojtyla que «la cultura, como modo de existencia del modo específico y al mismo tiempo esencial para el hombre, se constituye en praxis humana sobre la base de una desinteresada afirmación frente 106

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a los actos y a las obras humanas, sobre el fundamento de la comunión interior con la verdad, el bien o lo bello. Donde falta la capacidad de sentirse fascinados, donde falta también por así decir lo que es ‘de necesidad social’ para tal fascinación, y las posturas de los ambientes y de las sociedades no va más allá de lo que es solamente útil, en tales condiciones falta, en el fondo, la cultura o bien la cultura se encuentra en grave peligro»10. Pensemos, por un momento, continúa Wojtyla, en un asunto que puede parecer muy alejado de estas consideraciones, en la inmortalidad. Una sociedad, una cultura centrada en la producción, en la acumulación de factores materiales (se trate de productos alimenticios o de ingenios tecnológicos) es una cultura centrada en la transitividad, es decir, en lo que pasa y perece; es, en otras palabras, una cultura de la muerte. Solo la dimensión intransitiva de la praxis (no utilitaria, contemplativa, orientada al ser y no al tener) es capaz de generar obras imperecederas portadoras de sentido y capaces de resistir al paso corrosivo y deletéreo del tiempo. Porque el hombre muere, ciertamente, pero deja su obra, su obra «intransitiva», que no perece con él, sino que le sobrevive y en la que lega a la posteridad su mensaje implícito pero poderoso de trascendencia. Y ese mensaje (ya sea en la forma de teatro, escultura, poesía, literatura, música o pintura) se convierta así en fuente poderosa de intransitividad para las generaciones posteriores que acceden a él, porque posee la capacidad interior de transmitir e inspirar la intransitividad a quienes entran en contacto 10 K. WOJTYLA, El problema del constituirse de la cultura a través de la «praxis» humana, en El hombre y su destino, cit., p. 199.

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con él; porque la misma obra que el hombre ha creado con su espíritu parece reclamar, como un derecho que nadie debería conculcar, la inmortalidad11; y, finalmente, porque la obra intransitiva es el mejor testimonio de la inmortalidad de aquel que la ha creado.

Praxis personalista y praxis aristotélica Apuntadas ya algunas ideas acerca del concepto personalista de praxis, la comparación con el modelo aristotélico no solo se presenta como interesante, sino ineludible. Para cualquier doctrina, la confrontación con la posición aristotélica es siempre un envite del que puede y debe esperarse mucho. Si, además, como es el caso, el concepto de praxis tiene su origen en el propio Aristóteles, la comparación resulta insoslayable. Como es conocido, Aristóteles dividió la acción humana en tres grandes tipos: la producción, el obrar ético y la contemplación, cuyas características principales son las siguientes12: La búsqueda y el ansia de la inmortalidad a través de las obras, una constante del espíritu humano, fue descrita magistralmente por Horacio: «No moriré del todo pues mis odas, /la parte más lograda de mí mismo, /vencerán a la muerte destructora. /Cuando con la vestal suba el pontífice, /ambos callados hacia el Capitolio... /Yo creceré incesante, siglo a siglo, /renaceré en la estima venidera» (HORACIO, Libro III, Oda 30, en Odas, traducción de L. J. Moreno, Plaza y Janés, Barcelona 2000). Lo que Wojtyla indica aquí es que el contacto con esa obra (praxis intransitiva objetivada) nos pone en conexión con la dimensión inmortal del hombre que la forjó, reforzando de esta manera nuestro propio sentimiento y convicción acerca del carácter inmortal del ser humano. 12 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, I, 5. 11

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1) El hacer o, de un modo más preciso, la producción (poiesis) está conformado por las acciones en las que el sujeto realiza una actividad concreta y material que implica una transformación de la realidad mediante la elaboración de un objeto externo a la persona. Los ejemplos son fáciles de encontrar y pueden multiplicarse: fabricar objetos, instrumentos, utensilios, trabajar en profesiones materiales como la construcción, la agricultura, la industria, etc. Lo propio de estas acciones es que son esencialmente transitivas ya que operan bajo el dominio y dirección del objeto. La persona, de hecho, está centrada en la realización (producción) del objeto externo, que es el que determina el inicio y la finalización de la acción. La acción productiva, en definitiva, consiste en la modificación del mundo mediante la realización de un objeto. 2) La segunda categoría de la acción la constituye el obrar moral al que Aristóteles denomina praxis. A diferencia de la producción, no se trata de un mero salir externo del sujeto con el resultado de una modificación de la materia. La praxis afecta al mismo sujeto porque su contenido lo forman las acciones de tipo ético, que implican una decisión sobre el bien o sobre el mal y, por lo tanto, determinan su orientación ética. La praxis, por esta razón, no revierte sobre el exterior material, sino sobre la estructura antropológica y ética de la persona y posee, por eso, una dimensión intransitiva. La persona humana, mediante su obrar moral, se va haciendo buena o mala y, si repite suficientemente los actos, virtuosa o viciosa a través de la generación de los hábitos. La praxis es, por tanto, básicamente intransitiva. 109

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3) Aristóteles contempla, por último, una tercera categoría de acciones: la contemplación o teoría, que constituye el nivel de actividad más perfecto por tratarse del tipo de acción más puro y desinteresado. La producción está centrada y dominada por el objeto. La praxis se libera en gran medida de ese dominio, pero no completamente, pues la cadena de decisiones morales que el bien y el mal imponen y la gradualidad con la que el bien se logra, inyectan una dosis inevitable de finalidad exterior a la acción que degrada su calidad. Pero en la contemplación, en la pura teoría, no se busca nada más allá de la misma acción: el fin está integro en la acción y, por eso, la acción es plena y perfecta13. Se contempla para contemplar y la misma acción es contemplación. Por eso, la acción contemplativa es perfectamente intransitiva ya que permanece completamente en el interior del sujeto. Para Aristóteles, la contemplación es, fundamentalmente, una actividad intelectual: la acción más perfecta de la facultad más perfecta14. Hasta aquí, Aristóteles y la tradición clásica. Ahora debemos preguntarnos: ¿Puede ser esta posición asumida por el personalismo? Personalmente entiendo que no. Si bien no se «Esta actividad (la contemplación) es la única que parece ser amada por sí misma, pues nada se saca de ella excepto la contemplación, mientras que de las actividades prácticas obtenemos más o menos, otras cosas, además de la acción misma» (ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, X, 1177b 1-5; usamos la edición de Gredos, Madrid 1985). 14 Tomás de Aquino rectificó posteriormente esta posición introduciendo el elemento amoroso y permitiendo de este modo aplicar la categoría aristotélica rectificada a la noción cristiana de contemplación amorosa de Dios en el cielo. Sin embargo, la presencia del intelectualismo aristotélico sigue siendo muy fuerte, como se puede comprobar fácilmente revisando las cuestiones de la Summa dedicadas a la felicidad (I-II, qq. 2-5). 13

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puede dejar de reconocer que Aristóteles ha sabido captar con su mirada genial algunos de los rasgos imperecederos de la acción humana –principalmente, la transitividad y la intransitividad, así como una categorización específica del actuar humano–, no se puede dejar de señalar que esta clasificación, tal como Aristóteles la realiza, plantea dificultades importantes. A mi juicio, son, fundamentalmente, dos que afectan a las dos grandes ideas que Aristóteles formaliza mediante esta tripartición15. La primera intuición brillante que Aristóteles versa en esta clasificación es el descubrimiento y formalización de las dimensiones transitiva e intransitiva de la acción. La acción humana posee ambas dimensiones y el Estagirita las distribuye y aplica en el modo que acabamos de describir. Ahora bien, el problema que se plantea es que la asignación de los elementos transitivo e intransitivo que Aristóteles realiza parece insatisfactoria. Acabamos de decir –y ahora se puede entender mejor el porqué de nuestra insistencia en este dato– que toda acción humana posee una dimensión transitiva e intransitiva, que en toda acción el hombre no solo modifica la realidad, sino que se modifica a sí mismo. Pero esta no parece ser la posición de Aristóteles; para él, hay acciones que modifican la realidad (la poiesis) y hay acciones que modifican al sujeto (la praxis). Pero se trata de dos clases de acciones esencialmente diferentes. Pues bien, parece que aquí Aristóteles se equivoca. La moderna reflexión sobre la subjetividad o el

15 Mounier intuyó que algo no funcionaba en la propuesta aristotélica, pero no desarrolló el tema con claridad. Sus reflexiones están esbozadas en El personalismo, cit., pp. 58 y ss.

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mero análisis fenomenológico muestra, sin lugar a dudas, que toda acción deja una marca interna sobre el sujeto que la realiza y, esto, por una razón muy simple. Porque la acción nunca está determinada exclusivamente por el objeto, como parece pensar Aristóteles, especialmente en el caso de la producción, sino por el hombre que la realiza. La acción es siempre del hombre, verse sobre lo que verse, ya que no es otra cosa que la misma persona desplegando su energía transformadora. La acción, en otras palabras, nunca se puede distinguir radicalmente de la persona y, por eso, posee siempre una dimensión espiritual e intransitiva. La conclusión radical que hay que sacar de este hecho es que, en realidad, y aunque a primera vista pueda parecer lo contrario, la clasificación de Aristóteles no describe acciones reales, sino aspectos formales presentes en cada acción. No existen acciones solamente transitivas ni solamente intransitivas, sino que, en toda acción (se trate de poner ladrillos o de «contemplar») hay una dimensión transitiva u objetiva y otra intransitiva o subjetiva. Toda acción es realizada por un sujeto que modifica siempre su intimidad al realizarla (que lo haga más o menos es otra cuestión) y que, de igual modo, busca un objetivo mediante su realización (también en la contemplación)16. Este replanteamiento de la posición aristotélica permite asimismo sentar las bases para superar otro problema que ha afectado a esta tradición durante siglos: la excesiva separación 16 La distinción entre «obrar» y «hacer» solo puede aceptarse si se entiende «no como una distinción entre dos géneros de acciones completamente independientes, sino como una distinción de aspectos formales que pueden ser poseídos por una misma acción» (A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética general, Eunsa, Pamplona 1991, p. 149).

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entre los aspectos técnicos y morales de la acción. Si bien ambos aspectos se pueden distinguir, no resulta procedente separarlos drásticamente asignando los técnicos a la poiesis y los morales al obrar-praxis, ya que en las acciones humanas reales no se da esa separación. El obrero que construye una valla está realizando simultáneamente una tarea humana y técnica con la que contribuye al bienestar de los demás hombres, y lo mismo sucede con cualquier otra acción. No tiene sentido, por tanto, distinguir acciones meramente técnicas o productivas y acciones morales. Sucede aquí algo parecido a lo que hemos comentado anteriormente sobre los tipos de acción. Cabe distinguir, por supuesto, entre los aspectos técnicos y morales de una acción, pero solo desde un punto de vista formal, no como acciones distintas. En realidad, y quizá es algo que no se ha tenido suficientemente en cuenta por los que han aceptado esta clasificación, esta división está muy ligada a las circunstancias sociales y culturales de la época griega y romana (y en parte de la medieval, que la retomó), muy distinta de la nuestra, y eso explica, en parte, los problemas que genera su utilización de manera no crítica. La distinción entre hacer y obrar tiene su origen, en buena medida, en la estructura social griega (y, en general, del mundo antiguo), que encomendaba las tareas pesadas y materiales (el trabajo) a los esclavos mientras que reservaba la actividad política y de ocio para los hombres libres17. Se entiende 17 En la Antigüedad, «el gran núcleo de las relaciones laborales se verificó a través de la institución jurídica de la esclavitud» (A. J. CARRO, Historia social del trabajo (8ª ed.), Bosch, Barcelona 1992, p. 19). «Decimos que hay varias clases de esclavos, ya que sus actividades son varias. Una parte de ellos la constituyen los trabajadores manuales. Estos son, como lo indica su

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así que la poiesis fuese considerada una actividad inferior y transitiva ya que consistía en la producción de objetos por seres que no eran considerados personas. Algo similar ocurre con la sobrevaloración de la contemplación o de la especulación, que depende de la teología griega y de carencias antropológicas, como el concepto de amor. La combinación de ambos factores condujo a unos dioses estáticos, incapaces de actuar, ya que eso hubiera significado que buscaban algo de lo que carecían y, por lo tanto, que eran imperfectos, es decir, no-dioses. Consecuentemente, Aristóteles concluyó que el obrar moral (agere) no podía ser la acción más perfecta ya que los dioses no la realizan. Él mismo lo explica con nitidez: «Que la felicidad perfecta es una actividad contemplativa será evidente también por lo siguiente. Consideramos que los dioses son en grado sumo bienaventurados y felices, pero ¿qué genero de acciones hemos de atribuirles? ¿Acaso las acciones justas? ¿No parecerá ridículo ver a los dioses haciendo contratos, devolviendo depósitos y otras cosas semejantes? ¿O deben ser contemplados afrontando peligros, arriesgando su vida para algo noble? ¿O acciones generosas? Pero ¿a quién darán? Sería absurdo que también ellos tuvieran dinero o algo semejante. Y ¿cuáles serían sus acciones moderadas? ¿No será esto una alabanza nombre, los que viven del trabajo de sus manos, entre los cuales está el obrero artesano. Por eso, en algunas ciudades antiguamente los artesanos no participaban de las magistraturas, hasta que llegó la democracia en su forma extrema. Así pues, ni el hombre de bien, ni el político, ni el buen ciudadano deben aprender los trabajos de tales subordinados, a no ser ocasionalmente para su servicio enteramente personal. De lo contrario, dejaría de ser el uno amo y el otro esclavo» (ARISTÓTELES, Política, III, 1277a12-b13: usamos la edición de Gredos, Madrid 1988).

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vulgar, puesto que los dioses no tienen deseos malos? Aunque recurriéramos a todas estas virtudes, todas las alabanzas relativas a las acciones nos parecerían pequeñas e indignas de los dioses. Sin embargo, todos creemos que los dioses viven y que ejercen alguna actividad, no que duermen, como Endimión. Pues bien, si a un ser vivo se le quita la acción y, aún más, la producción, ¿qué le queda, sino la contemplación?»18. Si a esta perspectiva se añade el intelectualismo aristotélico, las conclusiones son evidentes: como la facultad más perfecta es la inteligencia, el acto más perfecto, que corresponde al ejercicio de la facultad más perfecta, es precisamente la especulación o contemplación. Que los problemas que planteaba esta distinción no fuesen advertidos posteriormente por los pensadores cristianos medievales que la asumieron y formalizaron puede estar ligado, en parte, a que las condiciones sociales y culturales de la época medieval todavía no habían cambiado lo suficiente. El trabajo profesional no había alcanzado el prestigio y la importancia que posee hoy en día (habría que esperar siglos). Y, consecuentemente, no se vieron impulsados a un repensamiento ni del concepto de trabajo ni del de praxis19. También pudo influir que la mayor parte de ellos pertenecían a órdenes religiosas y, al no estar implicados en trabajos profesionales, la distinción entre técnica y moral, por ejemplo, no planteaba excesivas dificultades y, menos aún, la primacía ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, X, 7, 1178b 5-25 (cursiva nuestra). La principal limitación de esta época consistió en no percatarse «del valor del trabajo como obra», es decir, en no advertir el valor del trabajo por sí mismo (E. BORNE, El trabajo y el hombre, Desclée, Buenos Aires 1945, p. 38). 18

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de la contemplación. Esta, por el contrario, concordaba perfectamente con el ideal religioso de separación del mundo y de las cosas mundanas para concentrarse en «lo único importante», y resultaba, por tanto, el tipo de actividad más perfecta de acuerdo con la tradición aristotélica, si bien ligeramente modificada ya que Aristóteles propugnaba una contemplación casi exclusivamente intelectual, algo incompatible con el cristianismo20. Esta insuficiencia de la posición aristotélica parece poder demostrarse, además, a posteriori, en la parquedad y pobreza de las reflexiones que ha generado esta tradición tanto sobre el concepto de praxis como, sobre todo, sobre sus dimensiones específicas: juego, trabajo, descanso, creación estética, producción, etc. El escaso rango ontológico que se concede a la praxis supone ya, en efecto, una falta de aliciente para su estudio pero, además, al centrarse la discusión en la transitividad o intransitividad de la acción, se pierde de vista la especificidad de cada acción. La diferencia entre jugar, trabajar o descansar, en efecto, no radica en ese punto, pues ambas dimensiones están presentes en cualquiera de esos tipos de acciones, sino en la realidad específica que la persona busca conseguir a través de cada una de ellas: la diversión, la obra realizada, el descanso. El hecho consumado, en cualquier caso, es que en esta tradición encontramos raramente análisis originales sobre estas cuestiones. 20 El cristianismo, sin embargo, impone una revisión mucho más profunda de esta idea ya que la transformación del concepto de Dios respecto a la visión griega es tan radical (Dios-amor) que da al traste con la justificación aristotélica de la perfección de la contemplación entendida como una especie de autarquía intelectual divina.

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Todas estas reflexiones conducen, en definitiva, a una conclusión ineludible: la necesidad de un replanteamiento profundo de la posición aristotélica. Ante todo, y fundamentalmente, debe reivindicarse la positividad del trabajo y de la praxis en cuanto tal. Ni la praxis ni el trabajo son el reducto forzado de los desheredados de la tierra, ni se sitúan en el último rango de la escala antropológica. Al contrario, constituyen una de las manifestaciones más excelsas de la dignidad de la persona. En segundo lugar, resulta necesaria proponer una nueva categorización global del obrar. Por praxis no se debe entender un tipo específico de acción humana, sino cualquier tipo de acción: el obrar humano considerado en su generalidad, cualquier tipo de obrar, siendo el trabajo ciertamente uno de los más importantes, pero no el único. Una vez sentadas estas bases resulta posible recuperar un aspecto esencial de la tradición aristotélica, su intuición de la existencia de una doble dimensión –intransitiva y transitiva– en la acción; pero ahora, en vez de asignar esas dimensiones a tipos de acciones específicas –la intransitividad a la praxis y la transitividad a la poiesis–, hay que asignarlas –convertidas en elementos formales– a todas las acciones humanas porque toda acción humana es simultáneamente y siempre transitiva e intransitiva. Este planteamiento permite además superar la imperfecta jerarquización perfectiva aristotélica pues cualquier acción humana es ya de por sí intrínsecamente digna al poseer una dimensión intransitiva; y se rompe asimismo, por último, la excesiva separación que generaba la tripartición clásica entre moral (propia de la praxis) y técnica (propia de la poiesis). Toda acción humana posee simultáneamente una vertiente ética y otra vertiente técnica. 117

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Praxis personalista y praxis marxista La asunción de este marco teórico tiene una consecuencia peculiar e inesperada: el concepto personalista de praxis parece coincidir casi exactamente con la concepción marxista21. Kitching, que ha trabajado esta cuestión, indica que Marx detectó en las posiciones de Hegel y Feuerbach una insistencia excesiva en la actividad intelectual de las personas y reivindicó, por el contrario, la importancia de la actividad humana, de cualquier tipo de actividad22. Esa reivindicación implicaba, por un lado, la exaltación de la actividad humana en general como constructora del mundo y, por otro, la desmitificación de la actividad intelectual como la actividad más perfecta. Esta perspectiva, por otra parte, y quizá conviene advertirlo, no implicaba ninguna renuncia ingenua al papel de la inteligencia en la acción, sino la toma de conciencia de que la inteligencia está presente en todo tipo de acción y la constatación de que no son necesariamente más importantes las acciones en las que prevalece la actividad intelectual. Pensar sobre futiles cuestiones académicas, por ejemplo, es para Marx mucho menos importante y mucho más irresponsable que trabajar por la revolución. La teoría marxista, en definitiva, sostiene que los hombres no son seres pensantes, sino seres activos. «Los seres humanos hacen todo tipo de cosas (correr, saltar, construir, destruir, luchar, negociar, hacer, reparar, 21 Para mí, en efecto, fue realmente una sorpresa notable descubrir que mi concepción de la praxis coincidía en puntos significativos con la marxista, si bien con las decisivas precisiones que se señalarán. 22 Cfr. G. KITCHING, Karl Marx and the philosophy of praxis, Routledge, London 1988.

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amar, odiar), y pensar es, por lo tanto, solo una de las cosas que hacen. O, para expresarlo conjuntamente de una manera mejor, pensar está entremezclado y es una parte integral de todo lo que hacen. En breve, pensar es una parte integral de la vida activa, de la práctica (en alemán praxis) de una criatura activa y con objetivos (purposeful)»23. Como es fácil de ver, este planteamiento parece concordar de modo muy sustancial con la posición personalista que acabamos de describir: la praxis como categoría general del obrar; redimensionamiento del papel de la inteligencia, etc. Sin embargo, la concordancia entre la posición marxista y la personalista no es ni mucho menos tan completa y hay que estudiar el asunto con detalle para no llegar a conclusiones precipitadas o falsas. Ante todo, resulta necesario precisar la posición de Marx y del marxismo, para lo cual hay que remitirse a sus fuentes: Hegel y Feuerbach24. Hegel parece ser el primer filósofo que tomó conciencia explícita del valor intrínseco del trabajo y superó por fin su consideración exclusivamente instrumental. En el famoso texto de la Fenomenología del espíritu, en el que analiza la relación entre el señor y el esclavo, afirma que la obligación que se le impone al esclavo de trabajar no es completamente negativa porque con ese trabajo se redime y se transforma a sí mismo mientras que, por el contrario, el señor, Ibíd., pp. 26-27. Un tratamiento muy detallado de este tema se encuentra en la importante obra de A. SÁNCHEZ VÁZQUEZ, Filosofía de la praxis, Barcelona 1980. En la primera parte, el autor analiza paso a paso la formación del concepto de praxis en el marxismo (especialmente, en Marx, pero también en Lenin); en la segunda avanza en un análisis personal de la praxis. Cfr. también G. KITCHING, Karl Marx and the philosophy of praxis, cit., especialmente, pp. 7-36. 23 24

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liberado de trabajar, cae en el ocio y en la dependencia del esclavo25. Feuerbach, por su parte, materializó la posición de Hegel, al señalar que, si bien sus análisis podían ser brillantes y sugerentes, tenían lugar en el mundo del pensamiento abstracto, al ser meras determinaciones del espíritu objetivo por lo que, en realidad, alienaba el pensamiento, dando consistencia óntica a entidades puramente intelectuales, como «simplicidad», «humanidad», «generalidad», «objetividad», etc. cuando, en verdad, los únicos sujetos existentes son los sujetos reales. La conjunción de la posición de Hegel con el materialismo de Feuerbach (alabado y simultáneamente censurado por Marx y Engels en las Once tesis sobre Fuerbach) conduce a la primera posición marxista sobre el trabajo y la praxis que podemos sintetizar en los siguientes puntos: 1) el hombre es un ser activo y trabajador capaz de transformar el mundo con su actividad; 2) esa actividad es multiforme, pero resulta especialmente importante en su dimensión productiva y material; 3) esa capacidad activa es una de sus mayores cualidades y de sus rasgos definitorios y es esencial e intrínsecamente positiva; 4) en las sociedades capitalistas, el proletario pone esa capacidad y sus frutos al servicio de la burguesía, dando lugar «Para el sentimiento de la potencia absoluta en general y en particular el servicio es solamente la disolución en sí, y, aunque el miedo al señor es el comienzo de la sabiduría, la conciencia es con esto para ella misma y no el ser para sí. Pero a través del trabajo se llega a sí misma» (G. W. F. HEGEL, Fenomenología del espíritu, RBA, Barcelona 2002, p. 120, cursiva nuestra). Cabe añadir que, si bien es cierto que Hegel parece intuir la dimensión positiva del trabajo, el espacio que le dedica es mínimo, por lo que cabría plantearse si no hay una sobrevaloración de la aportación hegeliana a esta cuestión. 25

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al proceso de alienación; 5) la importancia de la praxis activa es tan grande que pone a su servicio la actividad intelectual, dando la vuelta al planteamiento anterior. La acción ya no debe estar al servicio de la contemplación, sino al contrario, como afirma la famosa XI tesis sobre Feuerbach: «Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos. De lo que se trata es de transformarlo»26. ¿Qué se puede concluir de todo esto? Ante todo que Marx captó con gran lucidez la relevancia de la acción en el conjunto de la vida humana y, especialmente, del trabajo: su trascendencia material y social y su sentido esencialmente positivo27. Sus análisis son poderosos e innovadores, y responden también a un conocimiento detallado de las condiciones culturales, sociales y económicas de su época. Marx, en otras 26 K. M ARX , F. E NGELS , El manifiesto comunista. Once tesis sobre Feuerbach (edición y material didáctico de A. Sanjuán), Alhambra, Madrid 1989, p. 109. 27 Esta exaltación del trabajo llevó a Scheler, por contrapartida, a intentar disminuir su valor e importancia. Esto es muy manifiesto, por ejemplo, en Lavoro ed etica. Saggio di filosofia politica, Città Nuova 1997, donde define como trabajo y como trabajador a las tareas más repetitivas de la actividad humana y a quienes se encargan de ella. Consecuentemente, acaba considerando el trabajo, sobre todo, como una tarea ejecutiva cuya racionalidad es extrínseca, pues no la determina ni la crea el trabajador, que es un mero ejecutor, sino que le viene dada por fines exteriores que otro ha diseñado y le impone. Por eso, es lógico y normal que sea propio del trabajo que se realice a disgusto y se evite en la medida de lo posible. Por último, Scheler parece no ser consciente en absoluto de la dimensión autorreferencial del trabajo, es decir, de su valor intrínseco y no solo instrumental. En este sentido, la posición de Marx es mucho más brillante y mucho más correcta. No se equivocaba al exaltar el trabajo. El punto débil de su postura es no insistir suficientemente en la dimensión intransitiva y espiritual del trabajo y de toda praxis.

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palabras, elaboró una nueva concepción del trabajo sostenida en intuiciones originales y profundas de la praxis y de la acción humana. ¿Pero llegó Marx a elaborar –y esta es la cuestión clave– una auténtica y completa teoría de la praxis? La respuesta correcta parece ser que no. Por un lado, en los escritos posteriores a los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 no hay avances significativos en la concepción de la praxis. Las ideas básicas se repiten y no se progresa en el análisis del problema. Sí que se progresa, sin embargo, en un aspecto concreto: en el análisis de las prácticas de clase vistas desde una perspectiva social y productiva, que es, en definitiva, lo que a Marx le interesaba. Su problema, en efecto, no era la praxis humana en general, sino la praxis productiva en su dimensión transformadora de la sociedad. En el fondo, estaba poniendo en práctica su propia teoría. La misión de la filosofía (XI tesis sobre Feuerbach) no debía consistir en resolver cualquier posible problema especulativo (ni siquiera el de la praxis en general, el de todo tipo de praxis), sino en cambiar la sociedad. Y eso, según su pensamiento, solo se podía lograr mediante la lucha de clases. Por eso centra ahí su análisis28. Hay, además, otro matiz importante: Marx va a dar cada vez más relevancia a la influencia de la praxis sobre el hombre. Aunque este es un ser activo y generador de praxis, es, a su vez, el resultado de esta praxis sustancializada en las relaciones de producción. Esta idea está ya presente en sus primeros escritos pero quizá de manera más implícita. Con el paso del 28 «Cuando preguntamos, por tanto, cuál es la relación esencial del trabajo, preguntamos por la relación entre el trabajador y la producción» (K. MARX, Manuscritos de economía y filosofía, Alianza, Madrid 2001, p. 109).

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tiempo, Marx insistirá en este lado de la balanza hasta vencerla en esta dirección: es la praxis productiva, a través de las condiciones materiales y económicas, la que determina la esencia humana, lo que el hombre es. Todo esto significa, en definitiva, que, si bien Marx desarrolló elementos muy importantes para construir una filosofía de la praxis, no la construyó de hecho porque estaba interesado solo en un aspecto: la praxis productiva. Por eso, aunque los epígonos marxistas como Gramsci, Sánchez Vázquez y otros29, que pretenden identificar el marxismo con una filosofía de la praxis, tienen a su favor las intuiciones originales de Marx, tienen en contra que este nunca elaboró una teoría completa y se limitó a su dimensión productiva30. Resulta, por tanto, incorrecto –o, al menos, forzado– atribuir a Marx, como hace Kitching, una concepción global sobre todos los campos de la acción. Esta teoría global puede, en todo caso, atribuírsele a los tardíos filósofos de la praxis marxista, pero no sin dificultades, puesto que topamos aquí con la cuestión clave: la Vid., por ejemplo, A. GRAMSCI, Introducción a la filosofía de la praxis, Península, Barcelona 1976 (se trata de una selección de textos de Cuadernos desde la cárcel realizada por J. Solé Turá) y también A. SÁNCHEZ VÁZQUEZ, Filosofía de la praxis, cit. 30 Si resulta correcto o no definir al marxismo como una filosofía de la praxis es algo que excede los objetivos de este artículo, por lo que nos limitamos a apuntar únicamente que tal posición suscita serias dudas y que parece más bien un intento de adaptación a tiempos en que la ortodoxia marxista (la revolución del proletariado) resultaba ya insufrible e insostenible. Parecía mucho más aceptable –en un siglo XX ya bien entrado– presentar el marxismo como una filosofía de la praxis en vez de como una filosofía de la revolución. También parece asimismo un intento de ampliar la base materialista de la antropología marxista a través de una concepción amplia y general de la praxis no reducida a la mera acción productiva. 29

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antropología. No está nada claro, en efecto, que cualquier marxismo, incluido este último, con la antropología tan sesgada de la que parte, sea capaz de interesarse por todas las actividades de la vida humana y mantenerse marxista. Y es aquí donde comienza el conflicto intenso entre marxismo y personalismo. Porque hasta este momento, dejando de lado cuestiones importantes como hasta qué punto puede atribuírsele a Marx la doctrina que algunos filósofos de la praxis consideran marxista, sí hay convergencias notables que parece de justicia remarcar: la concepción del hombre como un ser activo, es decir, como un ser en el que su actividad constituye una parte esencial y primaria de su identidad; la concepción de esa actividad como una dimensión fundamentalmente unitaria, lo que implica tanto la superación del intelectualismo (aristotélico o idealista) como la eliminación de una categorización excesivamente estrecha de la acción fundada, en el caso de Aristóteles, en una visión despreciativa del trabajo que el marxismo rápidamente detectó31. Y, consecuentemente, la concepción positiva de la praxis y del trabajo como medio de manifestación, de expresión y de realización de las potencialidades intrínsecas del ser humano, así como su comprensión como una realidad autorreferencial, es decir, no solo transformadora de la naturaleza, sino del hombre que la realiza.

31 Esto supone también que hay importantes coincidencias en la interpretación y descripción de la historia del trabajo. Se puede comparar, por ejemplo, la interpretación que hace Sánchez Vázquez en la obra ya citada (pp. 15-51) con la que yo mismo hago en Antropología: una guía para la existencia, cit., pp. 253-264.

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Hasta aquí, las importantes convergencias. A partir de aquí, las divergencias, también muy importantes y dependientes de la diferente visión antropológica que se traduce en una estructuración de la relación hombre-praxis muy diferente. Para Marx, en efecto, el hombre no tiene naturaleza o, dicho de otro modo, la naturaleza no es un concepto cerrado, sino el producto de la historia y la evolución. «La esencia humana no es algo abstracto, inherente a cada uno de los individuos. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales»32. Por eso, si bien el hombre actúa sobre el medio, la prioridad de esa relación corresponde al medio, que es el que determina en cada momento la esencia humana y, consecuentemente, también, su modo de actuar. Ahora bien, como resulta fácil advertir, esta posición se opone frontalmente a la prioridad metafísica que el personalismo establece en la relación hombre-praxis. En efecto, no es la praxis la que genera al hombre, sino que es el hombre quien genera la praxis, porque la prioridad existencial y metafísica corresponde a la persona y no a su actividad. Por muy central que sea la acción, no deja de ser un despliegue y exteriorización de la persona, que es, por tanto, desde el punto de vista radical, la realidad fundamental. Pero, además, el alma materialista y atea del marxismo también quiebra la prioridad praxeológica. Para una filosofía 32 VI tesis sobre Feuerbach; en K. MARX, F. ENGELS, El manifiesto comunista. Once tesis sobre Feuerbach, cit., p. 108. La definición se encuentra prácticamente en los mismos términos en Gramsci: «la ‘naturaleza humana’ es el ‘complejo de las relaciones sociales’ porque incluye la idea de devenir» (Introducción a la filosofía de la praxis, cit., p. 54), lo que parece indicar, en definitiva, que la evolución en la concepción antropológica por parte de los últimos marxista es casi imperceptible.

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materialista, la intransitividad, prolegómeno de la inmortalidad, no tiene sentido. Por eso, la praxis marxista real, a pesar de los esfuerzos teóricos de sus epígonos de la filosofía de la praxis, se orienta siempre y necesariamente hacia los medios de producción. ¿Hacia qué otra cosa podría orientarse una filosofía materialista? Eso no quiere decir que el marxismo no haya dedicado atención a la cultura; lo ha hecho, pero siempre como actividad secundaria y, sobre todo, al servicio de una visión del hombre en la que la dimensión intransitiva (es decir, trascendente) era irrelevante. Cultura, por tanto, sí; pero no como motor dinamizador de la fascinación por los valores espirituales, sino como estructura al servicio de lo útil, como medio para potenciar la eficacia de los medios de producción y como mecanismo ideológico que permita la perduración de la concepción materialista de la existencia. En estos dos puntos, la concepción marxista se sitúa en las antípodas del personalismo.

El personalismo como praxis El personalismo, por último, no solo es una filosofía de la praxis, una filosofía que toma en consideración la praxis; es una praxis en sí misma y una praxis orientada hacia la praxis. Es praxis porque toda acción humana lo es, y, por tanto, también la filosofía. Aquí, el personalismo no hace más que aplicarse a sí mismo su propia concepción de la praxis. Si entendemos por tal toda actividad humana, también hemos de incluir a la filosofía, en el bien entendido de que esto implica una visión adecuada de la filosofía que no la reduzca a una presunta actuación exclusiva o excesivamente intelectual. Es cierto, por supuesto, que la filo126

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sofía se caracteriza por un uso privilegiado y predominante del entendimiento, pero no lo es menos que nos encontramos ante una acción humana que, por tanto, involucra a toda la persona en cuanto tal. La filosofía no es pura actividad del intelecto y ni siquiera este es su ideal (todo filósofo sabe que tal imagen no es más que un espejismo idealizado): la filosofía es trabajo del hombre, de todo el hombre. Un trabajo que requiere estudio y reflexión, pero también, y quizás en no menor medida, interrelación personal, esfuerzo físico, búsqueda de materiales, obtención de fondos para ejecución de proyectos, diseño de planes para difusión de ideas, etc. Y todo este conjunto de actividades es, ciertamente, praxis, acción, y, más en concreto, la acción propia del trabajo intelectual. Pero el personalismo, además, es una praxis o, más en concreto, una filosofía orientada hacia la acción, afirmación que supone e implica una específica concepción del papel del filósofo en la sociedad. Para el personalismo, el filósofo no es un ser aislado y especial, separado del mundo y dedicado a la contemplación de las verdades imperecederas, sino un sujeto civil con una responsabilidad social. Un ciudadano como cualquier otro, con una profesión y, consecuentemente, con una responsabilidad: ayudar a la mejora de la sociedad a través de su actividad profesional, lo cual significa fundamentalmente la promoción y elaboración de una cultura acorde con la dignidad humana. Esta visión del papel del filósofo repercute a su vez en la concepción o estructuración de la filosofía personalista al imprimirle un giro práctico y una orientación hacia las áreas de la filosofía práctica que afecta –es importante notarlo– a la misma estructura de la filosofía. Si utilizamos la distinción clásica entre filosofía práctica y especulativa (que tiene sus limitaciones, pero 127

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que es útil para plantear la cuestión), diríamos que el personalismo tiende a dar un peso interno significativo a la inteligencia práctica, lo que significa que no se satisface con la «contemplación comprensiva» de la realidad, sino que busca diseñar mecanismos de acción que permitan intervenir en el fluido social33. Esto trae, a su vez, como consecuencia una específica orientación y determinación de sus contenidos. Si hay que intervenir en la sociedad, si hay que ayudar en la creación de una cultura poderosa pero humana, resulta claro que hay que dedicar especial atención a todas aquellas materias con especial impacto en la autocomprensión de la persona y en la organización social: la antropología, la ética, la filosofía social, etc. Esto no significa, por supuesto, que el personalismo no pueda ocuparse, y no se ocupe, de cuestiones de fundamentación, de gnoseología o de otras materias, pero sí señala una orientación privilegiada que va a hacer especialmente relevantes a algunas áreas dentro de esta línea de pensamiento34.

Para Gramsci existen tres tipos de filosofía: la meramente receptiva, que considera el mundo inalterable y lo contempla; la ordenadora que ya implica una actividad del pensamiento, aunque limitada y angosta, y la creadora, que habría sido introducida por primera vez en la historia de la filosofía por la filosofía clásica (es decir, idealista) alemana (cfr. A. GRAMSCI, Introducción a la filosofía de la praxis, cit., p. 41 y ss.). La clasificación (aunque solo está bosquejada) tiene elementos interesantes pero resulta algo restrictiva. De hecho, el personalismo no podría identificarse exclusivamente con ninguna de ellas pues todas contienen elementos importantes. El marxismo, sin embargo, se identificaría con la última, aunque materializada, es decir, despojada de su ropaje idealista. 34 No creo, por ejemplo, que tenga sentido hablar de una filosofía de la naturaleza o de una lógica personalista, aunque, por supuesto, siempre puede haber una influencia indirecta en algunos conceptos. 33

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Cabría pensar que, vistas así las cosas, el personalismo no está muy lejos de la posición marxista en este mismo terreno. Y, en efecto, así es. Creo no equivocarme si afirmo que la inmensa mayoría de los filósofos personalistas suscribirían la famosa XI tesis sobre Feuerbach: «Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos. De lo que se trata es de transformarlo». Y lo mismo se podría decir de buena parte de los presupuestos intelectuales que la sostienen (los que fundamentan la filosofía de la praxis). Pero también ahora hay que hacer matizaciones muy importantes. Ante todo debe ser claro que no hay conexión directa entre marxismo y personalismo; la teoría de la praxis personalista surge desde dentro de la propia experiencia personal de los filósofos personalistas y de su interés por colaborar en el bien de la sociedad. El origen de este planteamiento –o al menos parte de él– debe buscarse probablemente por otro lado muy diverso: en sus profundas convicciones religiosas, cristianas en su mayor parte, que implican e imponen una preocupación por el resto de la sociedad (amor al prójimo) de la que no es posible desentenderse, si se quiere ser fiel a esos principios. La segunda cuestión es que la radical diferencia en la concepción de la persona que separa a ambas filosofías siempre acaba imponiendo su peso por encima de esta similitud. Un texto de Gramsci me parece que lo muestra con claridad. Afirma este filósofo que se debe entender «la actividad filosófica no solo como elaboración ‘individual’ de conceptos sistemáticamente coherentes, sino, además y especialmente, como lucha cultural por transformar la ‘mentalidad’ popular y difundir las innovaciones filosóficas que demostrarán ser ‘históricamente’ verdaderas en la medida en que llegarán a ser 129

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universales concretamente, es decir, histórica y socialmente»35. Si nos atenemos a la primera parte del texto, no estamos ciertamente muy lejos de la concepción personalista de la actividad filosófica tal y como la hemos descrito, pero, en la continuación del escrito, el planteamiento cambia radicalmente. Gramsci muestra un historicismo radical que le impide tener un concepto de verdad separado de la historia. Como el hombre no tiene naturaleza –consiste en relaciones sociales–, no podemos afirmar ninguna verdad absoluta acerca de él a menos que se haya impuesto históricamente. Pero esta perspectiva es radicalmente incorrecta para el personalismo. Si bien el hombre vive en la historia, no es historia y, por tanto, existe una naturaleza humana y un concepto fuerte de persona que se convierte en el punto de referencia de la verdad36. La afirmación histórica de un hecho, por tanto, nunca puede ser un criterio veritativo definitivo pues, de este modo, se justificarían todas las aberraciones colectivas que los hombres hemos perpetrado a lo largo de la historia, ya se trate del nazismo o del aborto. El criterio de verdad, ciertamente, se modela por la cultura y por la historia, pero no se puede reducir completamente a la cultura o a la historia porque, en ese caso, simplemente desaparece en cuanto tal. Añadiría únicamente, para concluir, que, si bien el deseo de influencia social de los filósofos personalistas es una constante (basta pensar, por ejemplo, en la relevancia pública de intelectuales como Mounier, Maritain, Guardini, Wojtyla,

35 36

A. GRAMSCI, Introducción a la filosofía de la praxis, cit., p. 45. Cfr. J. M. BURGOS, Repensar la naturaleza humana, Eiunsa, Madrid

2007.

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Marcel, etc.), cabe distinguir grosso modo dos actitudes relativamente diversas que se pueden visualizar comparando la posición de Mounier y Maritain. El primero fue partidario de una acción social muy comprometida y directa que se rozara lo más posible con el tejido concreto de la vida. Maritain, por el contrario, fue más reservado y su compromiso social –no con la sociedad– fue menor. Entendía que su servicio debía hacerse, básicamente, desde la filosofía, mediante la elaboración de sistemas de ideas precisos y profundos que iluminaran la conciencia de los intelectuales, y que una excesiva implicación en el terreno social y político podía conllevar el peligro de debilitar la densidad de la filosofía transformándola en un mero acompañamiento, poco profundo y poco meditado, de la acción social. A mi entender, ambas posibilidades caben dentro del personalismo, ambas son lícitas. La corriente de personalismo comunitario, heredera directa de Mounier, ha optado generalmente por seguir fielmente la posición mounieriana. Personalmente, y en el marco de la sociedad de la primera mitad del siglo XXI, me parece más necesaria y fecunda la posición maritainiana. La creciente complejidad de nuestro entorno exige cada vez más finura, profundidad y sofisticación en las respuestas y propuestas a los problemas antropológicos y sociales. Y solo una filosofía cada vez más precisa y elaborada puede estar a la altura de ese reto. Por eso considero que, para ser fiel a su vocación práctica, el personalismo debe ser hoy en día especialmente fiel a su vocación filosófica, pues solo en la medida en que posea una arquitectura poderosa, profunda, sistemática y bien estructurada podrá ser realmente útil, proporcionando a la sociedad el don que solo la filosofía posee: la iluminación de la inteligencia. 131

V. LOS LÍMITES DE LA ANALOGÍA

Introducción: el problema Es usual en el tomismo el recurso a la analogía para emplear en un contexto antropológico conceptos definidos inicialmente en un marco exquisitamente metafísico1. El método empleado es el siguiente. En primer lugar se determina en un marco de tipo trascendental, es decir, aplicable a toda la realidad, el sentido y significado de algunas nociones: ente, sustancia y accidentes, naturaleza, causalidad y tipos, acción, etc. Y, una vez establecido el significado de esos conceptos, se aplica analógicamente a los pluriformes ámbitos de la realidad2. Uno de esos ámbitos es, justamente, la antropología. El hombre es un ente y, por lo tanto, tiene una naturaleza, sustancia y acciLos textos fundamentales en los que Tomás de Aquino expone su posición sobre la analogía son los siguientes: In I Sent., d. 19, q. 5, a. 2, ad 1; De Pot., q. 7, a. 7; De Ver., q. 2, a. 3, ad 4; a. 11; q. 21, a. 4; S. Th., I, q. 13, a. 5; I c Gentes, c. 34; In IV Met., lect. 1, n. 535; lib. XI, lect. 3, n. 2197. La obra general de referencia para este tema es el monumental trabajo de J. M. RAMÍREZ, De analogia, CSIC, Madrid, 4 vols. Cfr. también J. M. GAMBRA, La analogía en general. Síntesis tomista de S. Ramírez, Eunsa, Pamplona 2002. 2 Véase, por ejemplo, A. GONZÁLEZ ÁLVAREZ, Tratado de Metafísica. I. Ontología, Gredos, Madrid 1967, donde primero se definen las características generales del ente y luego se «contraen a sus inferiores». 1

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dentes, pasa de la potencia al acto, está sometido al ámbito de la causalidad, etc., pero es o participa de todas estas realidades de modo análogo, es decir, en parte diferente y en parte igual al resto de los entes. El hombre es sustancia, pero no de igual modo que una piedra o un animal; actúa, pero de forma específica; tiende hacia sus fines, pero de forma diferente (libre), etc. Este esquema de pensamiento presenta muchas bondades y cuenta a su favor con una solidísima tradición que lo ha empleado a lo largo de varias centurias. Sin embargo, mis reflexiones desde mi posicionamiento personalista me han llevado a cuestionar su validez y eficacia para la antropología. El problema fundamental que me he planteado es si esta metodología resulta adecuada para captar lo específico humano o, por el contrario, por proceder de lo universal a lo particular, puede acabar –contrariamente a lo que se pretende– oscureciendo o incluso deformando las características propias del hombre, rindiendo de este modo un mal servicio a la antropología. Un par de ejemplos aclararán más el sentido de nuestras palabras. El bien es un concepto universal, pero el bien moral solo se da en el hombre. La cuestión que estamos planteando es la siguiente: ¿cuál es el mejor método para estudiar la moralidad: partir del bien en general y aplicarlo al hombre (tomismo) o acudir directamente a la experiencia de la moralidad (personalismo)? Lo mismo podemos decir de la acción. Todos los seres, en un sentido amplio del término, actúan, pero: ¿cómo entenderemos mejor la acción humana?, ¿partiendo de una concepción general de la acción y aplicándola al hombre o intentando entender in recto qué significa que un hombre –y no una planta o un animal– actúe? De la respuesta a esta pregunta depende la utilidad que se conceda a la analo134

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gía. El tomismo le atribuye mucha importancia porque la utiliza sistemáticamente como vía de acceso a numerosos sectores de la realidad (incluido el hombre); el personalismo, mucha menos porque propugna, por el contrario, un acceso directo a cada sector de realidad. Este es el punto que queremos explorar en este capítulo. Antes de comenzar es importante hacer algunas precisiones. Ante todo, que en ningún caso se va a poner en discusión la existencia de la analogía3. Resulta patente que el ente es Tampoco vamos a tener en cuenta las diversas interpretaciones sobre la analogía del ente que se dan en el interior del tomismo. Como es sabido, ha existido un debate entre Cayetano y Suárez al respecto. Para el primero, el ente tendría una analogía de proporcionalidad propia, para el segundo, de atribución intrínseca. González Álvarez, que ha estudiado el debate, tiene una posición propia intermedia: da razón a Suárez por lo que se refiere a la esencia (ens ut nomen) y a Cayetano por lo que se refiere a la existencia (ente como participio): «A las esencias les corresponde ser en sí mismas más o menos perfectas y situarse verticalmente en determinado grado y jerarquía. La misma participación graduada de la existencia tiene en ello su raíz. Pero la analogía de atribución intrínseca entraña esa verticalidad y graduación en la realización de la forma análoga. Luego el ente como nombre debe ser análogo con analogía de atribución intrínseca. El ente como participio designa una existencia a la que compete ser bajo modalidad determinada. La existencia expresada por él directamente es, de suyo, ingraduable. Se existe o no se existe, pero no se existe más o menos. No hay aquí orden de prioridad y posterioridad; no hay rango ni jerarquía. La verticalidad anterior cede el puesto a la horizontalidad más estricta. Es precisamente lo que exige la analogía de proporcionalidad propia» (A. GONZÁLEZ ÁLVAREZ, Tratado de Metafísica, p. 186). Esta discusión apunta, en parte, a la cuestión que nosotros abordamos –cómo se aplica, en concreto, la analogía al estudio de los entes– pero no la tendremos en cuenta porque, como veremos más adelante, desde el punto de vista del personalismo no resulta concebible intentar definir una fórmula que permita aplicar con precisión la analogía a toda la realidad. 3

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análogo y se dice de muchas maneras. La cuestión que estamos planteando es de tipo metodológico y podría formularse del modo siguiente: ¿hasta qué punto la analogía resulta hoy útil para avanzar en la construcción de una antropología? La segunda observación es que me voy a limitar a la aplicación de la analogía a la antropología, aunque caben otras posibilidades. Su utilización en la teología natural, por ejemplo, ha suscitado importantes debates pues, por así decir, lleva al límite los problemas al tener que hacer las cuentas con un ente tan especial como Dios4. Como es sabido, Barth rechazó esa utilización lanzando algún que otro anatema contra la analogía entis. Pero, si bien se puede entender en parte sus posiciones, en concreto, su exaltación de la otredad de Dios frente al mundo, también hay que ser conscientes de que la radicalidad de sus afirmaciones viene dada por una incorrecta identificación de la analogia entis clásica con la teología racionalista del siglo XIX y por un correcto rechazo, aunque quizá excesivamente pendular, de la teología racionalista que le condujo a la teología dialéctica. No es esta, de todos modos, una cuestión en la que queramos extendernos puesto que, como hemos dicho, lo que nos importa es determinar la validez del procedimiento analógico en la antropología. La mencionamos únicamente para remarcar que, en ningún caso –ni siquiera en el de la teología natural, que es el más problemático–, se cuestiona aquí la existencia de la analogía5. 4 Cfr. E. TOURON DEL PIE, «Función de la analogía en la teología natural de santo Tomás de Aquino y en la escolástica posterior», Revista Estudios, Madrid 1975, pp. 187-216. 5 S. Tomás, por otro lado, fue perfectamente consciente de la dificultad que suponía hablar de Dios por su extrema diversidad del resto de lo

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El uso de la analogía en la antropología tomista Para presentar la posición tomista voy a seguir con cierto detalle la exposición de S. Brock en su obra Acción y conducta. Tomás de Aquino y la teoría de la acción6 porque reúne un conjunto de cualidades que lo convierten en una vía de acceso cómoda y profunda al problema que estamos investigando. Ante todo, es un profundo conocedor de S. Tomás, lo que posibilita –dentro de unos márgenes razonables– evitar los problemas de interpretación. Pero, además y sobre todo, se detiene larga y explícitamente en el problema que estamos abordando: la utilidad de la analogía para la antropología, cuestión a la que dedica todo el primer y largo capítulo. Por último, y no es menos importante, es consciente del problema que estamos planteando y responde directamente a él. Por todo ello constituye una herramienta ideal para nuestro objetivo. Brock afronta el problema a través del análisis del término «acción», que es el tema que le interesa, y lo primero que señala es que Tomás de Aquino «emplea el término ‘acción’ de creado. Y justamente por eso recurre como solución a la antropología. «Dicendum est igitur quod huismodi nomina dicuntur de Deo et creaturis secundum analogiam, idest proportionem. Quod quidem dupliciter contigit in nominibus: vel quia multa habent proportionem ad unum, sicut sanum dicitur de medicina et urina, inquantum utrumque habet ordinem et proportionem ad sanitatem animalis, cuius hoc quidem signum est, illud vero causa; vel ex eo quod unum habet proportionem ad alterum, sicut sanum dicitur de medicina et animali, inquantum medicina est causa sanitatis quae est in animali. Et hoc modo aliqua dicuntur de Deo et creaturis analogice, et non aequivoce pure, neque univoce» (S. Th., I, q. 13, a. 5). 6 Cfr. S. L. BROCK, Acción y conducta. Tomás de Aquino y la teoría de la acción, Herder, Barcelona 2002.

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modo algo equívoco. ‘Acción’ corresponde al latín actio, y, en el uso tomista, al infinitivo agere, tomado como un sustantivo. A menudo aplica abiertamente esos términos, y las formas finitas de agere, a lo hecho por sujetos no humanos ni personales. Uno de sus ejemplos favoritos de acción es la del fuego calentando algo. Sin embargo, en otras ocasiones hace una llamada explícita para restringir el término a lo humano o voluntario. Por ejemplo, cuando comenta el Libro II de la Física de Aristóteles, subraya que la acción pertenece propiamente a lo que es dueño de sus actos: eius autem proprie est agere, quod habet dominium sui actus. La expresión ‘dueño de los propios actos’ es una de las formas de describir a agentes que tienen libre elección, i. e. agentes capaces de actos voluntarios o humanos. Esta misma doctrina es repetida varias veces en la Summa Theologiae. Con todo, sorprendentemente, tanto el comentario de la Física como la Summa Theologiae también contienen amplios tratamientos de la ‘acción’ de sujetos físicos, no voluntarios. Algunos de ellos se hallan muy cerca de los pasajes en los que se apropia del término para los actos humanos»7. La dificultad es patente. La investigación del término «acción» en S. Tomás encuentra ante todo un problema terminológico y/o conceptual porque se refiere a realidades tan diversas como las humanas y las no humanas. Y lo mismo sucede para un término semánticamente cercano como el de «actus». El Aquinate no lo usa solo refiriéndose a actos personales, sino de un modo muy amplio que, conscientemente, va más allá de su uso en el lenguaje común y abarca no solo la actividad en general (el sentido más evidente), sino también la 7

Ibídem, p. 20.

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forma, la existencia y, en general, cualquier tipo de característica positiva, perfección o plenitud. Todo ello puede ser designado por actus. ¿Cómo proceder entonces? ¿Cómo desentrañar su significado? Brock acuña aquí el término de «equívoco analógico» que se corresponde aproximadamente con el concepto clásico de analogía. Es posible estudiar un concepto analógico porque, dentro de esa amalgama de contenidos, existe un núcleo primario que aglutina los demás significados y les da unidad8. Tal núcleo no puede estar perfectamente definido, pues entonces «expulsaría» al resto de significados, pero sí que alcanza un nivel de definición suficiente para evitar el riesgo de equivocidad. Al referirnos a «actus», por ejemplo, sabemos en términos generales de qué hablamos, si bien, ese sentido genérico debe ser precisado en cada caso. Este hecho puede ser expresado diciendo que «la ‘noción común’ de actus sería ‘_______ operación’. Quita el espacio en blanco y tienes el sentido primario, actus simpliciter. Cada sentido secundario exigirá llenar el hueco y hacerlo de modo que se califique la referencia del término a la operación»9. En definitiva, actus remite de modo genérico al concepto de operación, pero los modos concretos de referirse a esa operación pueden ser variadísimos, desde la idea de movimiento hasta la de culminación de ese movimiento como forma o perfección. 8 «Et iste modus communitatis medius est inter puram aequivocationem et simplicem univocationem. Neque enim in his quae analogice dicuntur, est una ratio, sicut est in univocis; nec totaliter diversa, sicut in aequivocis; sed nomen quod sic multipliciter dicitur, significat diversas proportiones ad aliquid unum» (TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 13, a. 5). 9 S. L. BROCK, Acción y conducta, cit., p. 23.

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¿Por qué se produce esta ambigüedad o indefinición semántica?, se plantea Brock. Hay muchas razones. Aparte de la polisemia natural del lenguaje, que no hay por qué intentar eliminar, hay que tener en cuenta el carácter progresivo de nuestro conocimiento. Nuestras primeras descripciones o definiciones de algunas cosas pueden ser correctas pero imperfectas y aplicarse justamente por ese motivo a realidades que inicialmente parecen semejantes; pero, una vez que se profundiza y se descubre con más precisión sus características, se advierte que esa primera descripción se ha aplicado de manera injustificada a realidades excesivamente diversas que ahora, con un saber más profundo, parece necesario diferenciar. Por eso, cabe que la definición primaria o nominal (imperfecta) se pueda predicar de objetos distintos mientras que eso no resulte posible para la definición real o científica (perfecta) por su mayor exactitud. Esto es lo que le sucede a S. Tomás, por ejemplo, con el término «cuerpo»10. Inicialmente (definición primaria), indica solo la tridimensionalidad de algunas sustancias por lo que se puede predicar unívocamente de todas ellas. Pero un análisis posterior muestra que hay cuerpos que tienen materia, los cuerpos terrestres, y cuerpos que no la tienen, los celestiales. Y, ante esta diferencia tan significativa, lo más lógico sería concluir que no es posible hacer de ellos una ciencia común. Una debería ser la ciencia de los cuerpos celestes y otra, la de los cuerpos terrestres. Tenemos, en definitiva, una univocidad nominal que parece encubrir, en el fondo, una equivocidad desde el punto de vista científico: si bien los cuerpos terrestres y celestes son cuerpos, son tan diversos que no deberían ser estudiados juntos. 10

Cfr. TOMÁS DE AQUINO, In I Sent., d. 19, q. 5, a. 2, ad 1.

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Algo similar ocurre con el término «acción». «S. Tomás investiga algo llamado ‘acción’ en dos de las que considera ciencias genéricamente diversas: la física y la ética. La física, la ciencia de las cosas naturales, es una ciencia especulativa que estudia operaciones y acciones cuyos principios están en las cosas mismas, no en el conocedor (qua conocedor). La ética, la ciencia de las cosas voluntarias, es una ciencia práctica que concierne a acciones cuyos principios están en el conocedor mismo. Este es, pues, otro signo de que, para santo Tomás, el término ‘acción’ es científicamente equívoco». Pues bien, concluye Brock, «lo que intentaré mostrar ahora es que su equivocidad es la de la analogía. Ello justificará el proyecto más general de este estudio, que es contribuir a la comprensión de la acción humana a través de la consideración de las características comunes a ser una acción humana y a ser una acción física»11. Este texto me parece particularmente iluminador de toda la problemática que estamos planteando por dos motivos: 1) porque es plenamente consciente de las dificultades que conlleva tratar de elaborar una ciencia común de objetos diversos; 2) porque, a pesar de ello, opta con decisión por la metodología característica del tomismo. Brock, en efecto, es plenamente consciente de que la analogía puede generar un problema científico puesto que –como acabamos de apuntar– la comunidad de significado que se agrupa en la definición nominal puede llevar a analizar con el mismo esquema conceptual realidades científicamente diferentes. Es justamente lo que le sucedía a S. Tomás con el término «cuerpo». Al intentar 11

S. L. BROCK, Acción y conducta, cit., p. 29 (cursiva nuestra).

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desarrollar una ciencia de la corporalidad, se encuentra con que hay dos tipos de cuerpos casi radicalmente diferentes: los celestes (no materiales) y los terrestres (materiales). Y lo mismo sucede con la acción. S. Tomás menciona dos tipos de acciones que se diferencian al menos tanto como los cuerpos terrestres y celestes: las acciones físicas (estudiadas por la física) y las acciones morales (estudiadas por la ética): ¿cabe un estudio común de ambas? La respuesta de Brock –que explicita lúcidamente la metodología tomista– es afirmativa; es más, indica que ese es precisamente su proyecto: estudiar las características comunes a una acción humana y a una acción física porque «una de mis principales preocupaciones es precisamente resistir a una cierta tendencia a tratar el ámbito humano como un mundo separado, conceptualmente cerrado en sí mismo e inconmensurable con los demás»12. Brock, por supuesto, es perfectamente consciente de la originalidad de lo humano así como de la diversidad que recorre la acción humana y la acción física; es consciente incluso de que para Tomás de Aquino el modelo de referencia de la acción es la acción humana, pero quiere estudiar precisamente lo común, el sustrato que hace posible la acción en cualquiera de ambos casos porque, «si bien lo que ‘actúa’ en sentido pleno y primario es lo que actúa libremente, como dueño de su acto, no toda la sustancia de la acción se agota en lo que es propio de la acción libre. Incluso cuando es libre, es algo más que su ser libre, y es más precisamente en la medida en que es acción. En concreto, aunque la libertad implique acción, en el concepto general de acción entran otras 12

Ibídem, p. 57.

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notas, además de la de libertad; de hecho, una rigurosa comprensión de la libertad ni siquiera parece un elemento esencial del concepto general de acción»13. Brock, en definitiva, busca lo común por encima de lo específico, hasta el punto de que renuncia explícitamente a la consideración de la libertad. Como no todas las acciones son libres, es más, la mayoría de ellas no lo son, para estudiar de modo general la acción resulta inevitable prescindir de la libertad, pues, en caso contrario, se falsearía todo el estudio al privilegiar un caso muy relevante pero específico. Lo mejor es empezar por lo sencillo y, una vez desentrañada su estructura y sentadas las bases comunes, proceder hacia lo complejo. De ahí que el modelo de acción en el que va a basar sus análisis sea una acción genérica cercana o idéntica al movimiento físico de tipo aristotélico descrito en estos términos por S. Tomás: «lo primero en virtud de lo cual se puede conjeturar que una cosa procede de otra es por el movimiento, pues desde el instante en que por un movimiento cambia la disposición de un ser, es indudable que esto sucede debido a alguna causa. De aquí que la acción, en su acepción primitiva, significase origen del movimiento; y por esto, así como el movimiento, en cuanto recibido en el móvil por virtud del agente, se llama pasión, así también el origen del movimiento, en cuanto empieza en el agente y termina en lo movido, se llama acción»14.

13 14

Ibídem, pp. 58-59 (cursiva nuestra). TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 41, a. 1, ad 2.

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La perspectiva personalista La perspectiva personalista es ciertamente diferente pues no busca lo común, sino lo específico humano, lo propio y exclusivo del hombre puesto que, en el fondo y aunque con algún matiz, responde justamente a esa tendencia que Brock describía como el afán de «tratar el ámbito humano como un mundo separado, conceptualmente cerrado en sí mismo e inconmensurable con los demás». Es claro que el personalismo no pretende separar completamente al hombre del mundo pues tal cosa no tendría sentido (este es el matiz de discrepancia), pero sí posee una conciencia mucho más fuerte que el tomismo de la irreductible originalidad de la persona en relación al resto de la realidad15. La clásica escala de los seres nos muestra una gradación de perfección que va desde la humilde materia hasta el hombre. Aquí encuentra el tomismo la base metafísica para su empleo de la analogía. El personalismo no rechaza esa escala pero la radicaliza, poniendo en cuestión la gradualidad. No hay tal gradualidad o, mejor dicho, esa gradualidad está cercenada por saltos en los que se produce una discontinuidad esencial de tal modo que la nueva hornada de seres que pueblan el estrato superior se distingue profundamente de los anteriores. En el caso del hombre, esta diferenciación cualitativa adquiere su máxima intensidad imponiendo una separación esencial con «todo el resto de los seres» a la que debe corres-

15 Wojtyla ha desarrollado este tema con especial profundidad en «La subjetividad y lo irreductible en el hombre», en K. WOJTYLA, El hombre y su destino, Palabra, Madrid 2005, pp. 25-39.

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ponder, desde el punto de vista científico, una diferenciación metodológica: la exigencia de unas categorías específicas que capten, tematicen y reflejen adecuadamente esa diversidad16. La analogía, por su carácter unificador, tiende a difuminar esa diversidad en aras de lo común, de aquello que vale «para todos», pero, justamente por eso, la actitud del personalismo ante el empleo metodológico de la analogía es negativa. No niega que haya puntos de unión entre todos los seres. Ciertamente, los hay. Lo que niega es que insistir en esos puntos de unión sea hoy el camino adecuado para el desarrollo de las diversas ramas de la filosofía y, más en concreto, de la antropología. El personalismo sostiene, por el contrario, que lo que se debe realzar es la diversidad. Intentaremos desarrollar y justificar estas ideas. a) Analogía vs. progreso del conocimiento La analogía apuesta por la diversidad de los seres dentro de una cierta igualdad. La igualdad la proporciona el sustrato metafísico y la diversidad se toma simplemente de la realidad. Existen entes (sustrato metafísico de un concepto trascendental); de hecho, todo lo que existe es un ente por el mismo hecho de existir; pero los entes son diversos entre sí. Lo que el método analógico propone es estudiar la diversidad desde la igualdad, lo diferente a partir de lo común, de lo general. Pues bien, la primera idea que queremos apuntar es que, a nuestro juicio, este planteamiento depende excesivamente de una con-

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Cfr. J. M. BURGOS, El personalismo, pp. 180-182.

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cepción de la organización del saber poco diferenciada de origen medieval. En efecto, si bien la Edad Media –en contra de lo que suele ser el tópico común– puso los cimientos del posterior desarrollo de la ciencia moderna, el hecho es que las ciencias naturales apenas estaban en su inicio, lo cual suponía que los saberes de la época estaban mucho más «próximos» entre sí. La diferenciación no desarrollada implicaba una igualdad mayor. La física no era particularmente diferente de la química –ya que, en realidad, ambas ni siquiera existían– y, a su vez, ambas no se diferenciaban especialmente de la alquimia ni de los barruntos de una medicina todavía en plena prehistoria. En ese contexto, el uso de la analogía resultaba más justificado pues, si las cosas –y las ciencias que las estudiaban– no se diferenciaban excesivamente, podía parecer razonable elaborar conceptos comunes y aplicarlos a ámbitos relativamente cercanos. La evolución posterior de la ciencia, sin embargo, modificó profundamente este escenario. Las ciencias –no solo las experimentales, sino también las humanas– se desarrollaron de una manera espectacular, aumentando su autonomía, precisando su identidad y, correspondientemente, distanciándose de ciencias otrora cercanas. Así, en el siglo XX, la física y la química, aun siendo las dos ciencias experimentales más cercanas, están muy distanciadas tanto por su objeto de estudio como por los métodos científicos que emplean y que se pueden simbolizar en el diverso uso de las matemáticas: mucho mayor en la física que en la química, que estudia el mundo orgánico y no meramente material propio de la física. Pero no se trata más que de un ejemplo. Si de la química pasamos a la biología, la distancia se hace infinitamente mayor, y lo mismo 146

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sucede en las ciencias humanas. ¿Qué enorme diferencia existe hoy, por ejemplo, entre los planteamientos de la sociología y de la historia, del derecho o de la filosofía? La consecuencia para nuestro tema es obvia. ¿Es posible, en el siglo XXI, tratar todos estos múltiples campos de existencia bajo parámetros comunes sin caer en la simplicidad? O, dicho de otro modo, si bien es posible seguir hablando de la analogía, ya que no ha desaparecido con la ampliación del saber, ¿qué podemos esperar de ella desde un punto de vista científico en un mundo altamente especializado? ¿Va a ser capaz de aportar fecundidad intelectual o, por el contrario, su contribución se va a limitar a algunas indicaciones solo escasamente superiores a las que aportaría el puro sentido común? La perspectiva personalista apunta justamente en esta dirección. En el mundo contemporáneo, altamente especializado, incluido el filosófico, la analogía –válida en lo que significa: la diversa igualdad o la igual diversidad de los seres– no puede ser utilizada como principio hermenéutico más que de modo muy limitado, so pena de simplicidad. b) El oscurecimiento de lo específico humano Pasando ya al caso concreto de la antropología, entendemos que el uso metodológico de la analogía genera dos tipos de problemas. El primero podemos definirlo como «el oscurecimiento de lo específicamente humano», expresión que pretende significar que partir de la generalidad, de lo que «todas las cosas son», conlleva el grave peligro de no llegar nunca a saber de verdad y con profundidad «lo que solo el hombre es». 147

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Es claro que todos tenemos una experiencia primaria del hombre que nos permite darnos cuenta de su dignidad y de su diferencia con el resto de la realidad; es más, no solo poseemos este conocimiento, sino que vivimos coherentemente con esa experiencia. Pero lo que ya no está tan claro es que sea posible formalizar filosóficamente esa experiencia de manera adecuada si da excesiva importancia a «lo general». ¿Por qué? Porque desde lo general hasta el hombre hay un camino demasiado largo en el que cabe perderse o, sobre todo, no llegar nunca al final, quedándose en aquello que es común y no accediendo nunca a lo específico humano que es, en el fondo, y conviene no olvidarlo, lo realmente importante: aquello por lo que el hombre es hombre17. Trataremos esta cuestión más adelante en un supuesto concreto: la acción. Ahora nos limitaremos a ilustrar la idea con algunos ejemplos, comenzando por la subjetividad. La persona humana se caracteriza por vivirse a sí misma a través de una conciencia en la que no solo se auto-conoce, sino en la que habita generando el espacio para la existencia del yo. Ahora bien, ¿se da esta realidad en algún otro de los seres que pueblan nuestro planeta? La respuesta parece fácil: no. Podemos encontrar estructuras en parte similares quizá en los animales

El problema ha sido apuntado entre otros por Polo, quien advierte que desde la metafísica clásica se accede a una «antropología correcta, pero que se queda corta: no falla, no se equivoca, pero su desarrollo temático es escaso» (L. POLO, Antropología trascendental. I. La persona humana, Eunsa, Pamplona 1999, p. 31). Su propuesta para superar esta dificultad consiste en un replanteamiento de las relaciones entre metafísica y antropología y en una ampliación de los trascendentales mediante el abandono del límite mental. 17

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superiores, aunque nuestra aproximación a ellas nunca va a pasar del nivel conjetural ya que es altamente improbable que lleguemos a saber realmente la vivencia que tienen de sí. Lo que sí es claro –en cualquier caso– es que en el hombre existe esa estructura, es más, que resulta definitoria de su esencia hasta el punto que no podemos concebirlo fuera de ella. Pero ¿podemos acceder a esta realidad desde la analogía? Muy difícilmente. De hecho, la tradición clásica nunca lo ha logrado y la razón es muy sencilla: el ente no tiene subjetividad porque no todos los entes la tienen –solo el hombre– y, si queremos incluir en el concepto de ente lo que es común a todos, solo podremos hacerlo prescindiendo de lo que es específicamente humano, pues, justamente por el hecho de serlo, solo se da en el hombre. El tomismo prescinde, pues, de la subjetividad para estudiar al ente en general, aunque con el sano propósito de recuperarla posteriormente18. Ahora bien, el problema es que eso nunca ha sucedido 19. La tradición tomista nunca ha tematizado la subjetividad. Siempre ha quedado más o menos lastrada por el objetivismo del ente trascendental carente de vida interior20. Vimos que Brock seguía exactamente esta política al estudiar la acción puesto que prescindía totalmente de la libertad. 19 Cabría hacer probablemente una excepción con Maritain, si se atiende a escritos como Court traité de l’existance et de l’existant (Oeuvres Complètes, vol. IX, pp. 9-140) pero, en confirmación de todo lo dicho, esas reflexiones no supusieron una integración sistemática del tema dentro de su antropología. 20 «En la tradición filosófica y científica, que nace de la definición ‘homo-animal rationale’, el hombre era sobre todo un objeto, uno de los objetos del mundo, al cual de modo visible y físico pertenece. Una objetividad así entendida estaba vinculada al presupuesto general de la reductibilidad del 18

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De todos modos, incluso en el caso de que lograra hacerlo, todavía cabría plantear un segundo problema: ¿estudiaría ese concepto con los instrumentos intelectuales adecuados? La cuestión no es baladí. Demos por supuesto que la filosofía que usa la analogía se propone estudiar la subjetividad humana. ¿Cómo lo hará? ¿Cuál será su utillaje conceptual? ¿Los conceptos que ha elaborado para analizar la subjetividad del ente en general o del ente material? Esto, evidentemente, es imposible. En todo caso, cabría suponer que usaría los empleados para analizar la «subjetividad» animal (que, en este caso, ya no serían generales, sino específicos). Pero, aun admitiendo que esto fuera posible, ¿cabría asumirlo? ¿Es que la subjetividad del hombre y del animal son comparables? Puede que lo sean desde algún punto de vista, pero radicalmente hablando no lo son, pues una hace referencia a un yo espiritual y la otra no, lo que las sitúa en dos ámbitos inconmensurables. Los ejemplos podrían multiplicarse. Pensemos en la afectividad. El ente tampoco parece que tenga sentimientos, como los hombres. Por lo tanto, podríamos hacer un discurso análogo al de la subjetividad que, al final, nos conduciría a una comparación con los animales deducida de la consideración del hombre como animal racional. Pero este planteamiento no solo sería reductivo, sino falso porque el hombre no es un animal. Como indica von Hildebrand en su brillante estudio sobre la afectividad, «sería completamente erróneo penhombre. La subjetividad, en cambio, es una especie de término evocativo del hecho de que el hombre en su propia esencia no se deja reducir ni explicar del todo a través del género más próximo y la diferencia de especie. Subjetividad es en un cierto sentido sinónimo de todo lo irreductible en el hombre» (K. WOJTYLA, El hombre y su destino, p. 29.

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sar que las sensaciones corpóreas de los hombres son las mismas que las de los animales ya que el dolor corporal, el placer y los instintos que experimenta una persona poseen un carácter radicalmente diferente del de un animal. Los sentimientos corporales y los impulsos en el hombre no son ciertamente experiencias espirituales, pero son sin lugar a dudas experiencias personales»21. El único procedimiento completamente adecuado sería estudiar la afectividad en los hombres, es decir, emplear el método fenomenológico22. c) La posible deformación de lo específico humano El segundo problema que se puede generar a partir de una aplicación metodológica de la analogía es la posible deformación de lo específico humano. Hemos señalado que, para Polo, con este planteamiento se llega a una antropología correcta, pero corta, con un desarrollo temático escaso. El juicio, sin embargo, podría ser excesivamente benévolo al menos en un sentido. La antropología filosófica tiene vocación de integralidad; ahí está su valor frente a otras investigaciones soD. VON HILDEBRAND, El corazón (4ª ed.), Palabra, Madrid 2002, p. 62. Para solucionar el problema a fondo, resulta necesario una utilización transfenoménica del método fenomenológico. No se trata solo de explorar la superficie externa del mundo mediante la fenomenología y, después, categorizar tal exploración con conceptos trascendentales-metafísicos. Se trata de realizar una ontología antropológica a partir del método fenomenológico y sin salirse de él. Este es el método que ha empleado Wojtyla en Persona y acción y que ha sido estudiado con detalle por R. GUERRA, Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla, Caparrós, Madrid 2002. Cfr. también J. M. BURGOS, The method of Karol Wojtyla: a way between phenomenology, personalism and metaphysics, «Analecta Husserliana» (en prensa). 21 22

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bre el hombre. No acceder a esa integralidad, por tanto, podría no ser solo una falta leve, sino mucho más grave. Cuando una sociedad no ha descubierto críticamente un determinado aspecto de la realidad –como sucedía, por ejemplo, con la subjetividad en la Edad Media–, la antropología podía tener una buena coartada y una buena dispensa para no tratarla. Al fin y al cabo, como decía Hegel, la filosofía es como la lechuza, que echa a volar al oscurecer, cuando ya el día está concluido. Pero el asunto es mucho más grave si la sociedad ya ha reconocido conscientemente la importancia de ese factor. Entonces la filosofía no puede dejar de tratarlo so pena de ofrecer una visión sesgada y parcial del hombre y, en definitiva, errónea (aunque parcialmente, si se quiere). Ahora bien, esto es lo que puede suceder mediante una aplicación sistemática de la analogía. Si del ente en general no se extrae ni la afectividad ni la subjetividad ni las relaciones interpersonales ni la narratividad de la persona y a ello se suma una visión pobre y poco profunda de la libertad o del amor, no parece arriesgado afirmar que el hombre que se «construya» mediante ese procedimiento va a ser carente y deforme, si bien no completamente falso. Tal modelo antropológico –insistimos– podría ser viable en una sociedad que no se hubiera dado cuenta de manera refleja de la importancia de esos elementos, pero cuando ya no se dan esas circunstancias, el modelo no solo resulta insuficiente, sino perdedor desde el punto de vista cultural. Todo intento de transmisión social chocará con la percepción –implícita o explícita– de la carencia de factores decisivos para una comprensión plena del ser humano. La solución desde mi punto de vista pasa por el abandono de la analogía no como verdad de hecho, que lo es, sino 152

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como instrumento científico utilizable en la elaboración de la antropología (y, más en general, de las ciencias) contemporánea. La explosión de la diversidad del saber impone un análisis cuidadoso y detallado de cada uno de los objetos de investigación que genere la correspondiente sistematización conceptual23. De hecho, no solo es necesario ese específico sistema conceptual para la antropología, sino que se requieren subsistemas particularizados en las múltiples áreas en las que esta puede expandirse: filosofía del derecho, filosofía social, bioética, filosofía de la educación, etc. Solo el esfuerzo decidido por generar esos sistemas y subsistemas permitirá un desarrollo real de la antropología acorde al nivel de especialización del resto de las ciencias.

El caso concreto de la acción Concluiremos nuestras reflexiones aplicando las ideas anteriormente expuestas a la acción con el objeto de intentar consolidarlas e iluminarlas a la luz de un caso específico. Para ello, volvemos de nuevo a Brock pues, como sabemos, se ha propuesto determinar justamente en qué consiste la acción partiendo desde lo común. Sus resultados –muy sucintamente expuestos– son los siguientes. Los rasgos comunes que caracterizan a la acción son: «la eficacia», «un cierto tipo de casualidad», la «finalidad» y la «relación agente-paciente». A ellos hay que añadir que la voluntad aparece como una tendencia 23 Esto, por supuesto, en su esencia es una tesis tomista, pero no totalmente compatible con el recurso no controlado a la analogía.

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que «mueve y es movida»24. ¿Qué cabe decir de estas conclusiones? A nuestro juicio, que confirman lo dicho hasta el momento. Este conjunto de conceptos tiene, sin duda, relevancia especulativa y apunta elementos decisivos de «la» acción, pero, al mismo tiempo, resulta ineludible señalar que están lastrados por un defecto de fábrica fundamental: no son conceptos estrictamente antropológicos y, por eso, necesitan ser reformulados con profundidad para que resulte posible saber exactamente qué significado tienen en el dinamismo voluntario del hombre. Tomemos, por ejemplo, la finalidad. Las acciones del hombre, efectivamente, están finalizadas. Pero ¿están finalizadas del mismo modo que las de los demás seres? A esto no responde Brock y, sin embargo, es la cuestión clave para la antropología porque lo que le interesa es determinar lo que le pasa al hombre, no a los animales. Ahora bien, ¿tender a un fin significa lo mismo para el hombre y para una planta o se trata de dos cosas diversas? Algo tiene que ver, por supuesto, y el uso analógico del lenguaje parece reforzarlo. Pero, si no los distinguimos suficientemente, ¿no estaremos acaso oscureciendo y, al fin, deformando lo específicamente humano? En concreto: ¿debemos afirmar que el hombre «tiende a fines» o más bien que se autodetermina libremente hacia unos fines-motivos-valores que en parte dependen de su naturaleza y en parte determina él con su libertad? El lenguaje es distinto, pero no se trata solo del lenguaje, sino de la concepción filosófica que lo sustenta. La concepción tomista desarrolla un esquema teleológico válido para todos los seres y después lo aplica al hombre 24

Cfr. S. L. BROCK, Acción y conducta, cit., pp. 60 y ss.

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LOS LÍMITES DE LA ANALOGÍA

introduciendo «desde fuera» la idea de libertad. De ese modo se salva lo esencial, que el ser humano es libre, pero el esquema, a nuestro juicio, queda cojo porque la libertad ha hecho su aparición solo al final. Ahora bien, ¿es correcto incluir la libertad en el hombre «desde fuera» sobre una estructura ya definida?, ¿no forma acaso la libertad parte de su esencia y, por tanto, le afecta estructuralmente? Así es, de hecho, y, por eso, el personalismo propone una vía diversa para entender lo que la libertad significa para la persona. Estudiando justamente este tema, Wojtyla ha señalado que existen dos modos de acceder al acto humano. El primero de ellos, característico de la tradición tomista, se realiza desde la estructura metafísica general del acto y la potencia. Desde esta perspectiva, el acto se ve como un caso específico de devenir en el que la potencia es actualizada libremente. Hay, sin embargo, otro planteamiento posible: llegar a la acción no desde el concepto de acto-potencia, sino desde el agere, es decir, desde la experiencia humana del «obrar». Desde esta perspectiva, el acto deja de ser «cualquier cosa relacionada con la operación» (en términos de Brock) y se convierte exclusivamente en la acción que el hombre realiza25. Este planteamiento tiene, para Wojtyla, enormes ventajas, siendo una de las más importantes que ahora es posible sacar a la luz de una manera más clara lo que en la primera perspectiva estaba solo presupuesto: el sujeto personal responsable y 25 «Llamamos acto exclusivamente a la acción consciente del hombre. Ninguna otra acción merece ese nombre. En la tradición filosófica de Occidente, al término ‘acto’ corresponde el de ‘actus humanus’. Si bien en nuestra terminología se encuentra a veces la expresión ‘acto humano’, no hace falta añadir humano porque solo la acción humana es acto» (K. WOJTYLA, Persona e atto, p. 45). Como se puede apreciar, hay aquí una opción metodológica muy concreta de tipo personalista opuesta a la adoptada por Brock.

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generador de la acción. La acción humana, en efecto, no es solo una actualización de un principio metafísico, sino el modo a través del cual la persona despliega sus virtualidades. De este modo, la concepción de la voluntad también se modifica. Para el primer planteamiento es la tendencia que mueve (libremente) a alcanzar el fin, si bien a su vez ella es movida. El segundo advierte, sin embargo, que la experiencia del obrar sugiere que la acción humana no es, en sentido estricto, una tendencia, sino una respuesta libre generada por el sujeto frente a los valores. El hombre «tiende», por supuesto, pero lo específicamente humano no es tender, sino responder; activar una respuesta libre. Además, el análisis de la experiencia del obrar muestra que el sujeto que se vive como un yo frente al mundo va generando –si bien en una medida limitada– su subjetividad a través de esas respuestas. La acción humana no afecta solo al objeto sino que revierte sobre el sujeto modificándolo. Es lo que Wojtyla ha llamado la estructura de la autodeterminación que muestra, entre otras cosas, cómo la libertad no es algo que pueda provenir al hombre desde fuera y que ni siquiera se describe adecuadamente como facultad. «En la autodeterminación, la voluntad se presenta ante todo como propiedad de la persona, y solo en segundo lugar como facultad»26.

K. WOJTYLA, Persona e atto, p. 134 (cursiva nuestra). La autodeterminación afecta también a la concepción de la teleología que, para Wojtyla, debe transformarse o completarse con la autoteleología: «Es necesario observar que el término ‘autodeterminación’ indica, al mismo tiempo, tanto el hecho de que solo el sujeto o el ‘yo’ personal se determina (y actúa), como el hecho de que tal ‘yo’ personal en cuanto sujeto se determina a sí mismo. Por consiguiente, en esa relación dinámica, el ‘yo’ se coloca como objeto delante de sí mismo, objeto de la voluntad entendida como facultad determinante 26

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LOS LÍMITES DE LA ANALOGÍA

No me alargo más pues el objetivo de estas consideraciones no es repensar la teleología ni desarrollar una teoría de la libertad, sino mostrar cómo las dos perspectivas: la analógica, propia del tomismo, y la experimental, propia del personalismo, acaban conduciendo a concepciones antropológicas diversas. Desde el punto de vista de quien escribe resulta claro que hoy en día la vía metodológica más correcta y fecunda la posee el personalismo, pues, a través del método fenomenológico, es capaz de tener un acceso directo al misterio de la persona en toda su plenitud. La posición metodológica tomista, por el contrario, está lastrada por la estructura de unos conceptos no diseñados específicamente para el hombre27. Esa falta de adecuación tiene como grave consecuencia que, cuando se aplican a la persona, impiden ver aspectos relevantes y pueden acabar deformando la antropología a través de una vía reductiva, es decir, a través de lo que no se dice sobre el hombre. del sujeto. En esa relación, precisamente, está contenido de algún modo el ‘núcleo’ de la autoteleología del hombre» (Cfr. K. WOJTYLA, «Trascendencia de la persona en el obrar y autoteleología del hombre», en El hombre y su destino, pp. 142-143). 27 Numerosos autores (Zubiri, Wojtyla, Julián Marías) han señalado que este límite se debe en parte a una excesiva dependencia del tomismo de una raíz griega pre-cristiana que: 1) desarrolló muchos de sus conceptos a partir de la naturaleza física, de las cosas; 2) no insistió en la originalidad irreductible del hombre y no fue capaz de llegar al concepto de persona. Cfr., por ejemplo, J. MARÍAS, La perspectiva cristiana, Alianza Editorial, Madrid 1999, p. 98: «Las cosas consisten, este es el genial hallazgo, previo a la determinación de en qué consisten. Y, tras un largo camino, se llegará al maravilloso concepto aristotélico de ousía, sustancia, que sería quimérico y suicida abandonar. Lo que no es satisfactorio, sino una rémora del pensamiento, es el ‘sustancialismo’, la convicción de que la realidad es sustancia o accidente, admirables conceptos para entender las cosas, pero que no bastan para entender otras formas de realidad, irreductibles».

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VI. PRINCIPIOS DEL PERSONALISMO SOCIAL

Que el hombre es un zoon politikon, un animal social en la terminología aristotélica, un ser que vive en relación y dependencia con los demás hombres, es un dato fáctico elemental pero tremendamente complejo que cualquier filosofía debe intentar explicar. El personalismo lo ha intentado distinguiendo dos grandes frentes. El primero es el de la relación interpersonal, la relación yo-tú en la terminología acuñada por Martin Buber y después asumida por la colectividad filosófica. En este punto, su aportación ha sido original y notablemente enriquecedora al presentar delante de los ojos de la filosofía un tema tan esencial y significativo como ignorado por la filosofía precedente: la relación entre las personas. Ha elevado así el horizonte filosófico de la interrelación con el ello a la conexión con el yo, del conocimiento de objetos al conocimiento de personas, del deseo de objetos al deseo personal, de la relación como accidente a la relación como elemento constitutivo de la identidad del sujeto. El segundo frente, más clásico, es la relación persona-sociedad, que incluye la determinación del entramado de influencias y dependencias recíprocas, así como el de la prioridad o primacía de cada uno de los términos. En este segundo ámbito, que es el que ahora queremos analizar, la situación es 159

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diferente. El personalismo plantea perspectivas y puntos originales, pero sobre un marco clásico ya preexistente sobre el que, si bien innova, no construye una perspectiva tan revolucionaria como la aportación de toda un área filosófica nueva. Esta diferencia seguramente depende de que la filosofía social y la filosofía política son segmentos que se alejan significativamente del núcleo central del personalismo, la antropología, y, por tanto, la extensión de los principios personalistas resulta más complicada y más difícil. Por eso, si bien encontramos consideraciones sobre la interpersonalidad en casi todos los personalistas, las reflexiones sociales y políticas detalladas son más escasas. Las encontramos en von Hildebrand1, en Edith Stein2, en Stefanini3, pero, sin duda, los dos grandes campeones del personalismo social son Emmanuel Mounier y Jacques Maritain. Son ellos los que, tanto por interés personal como por su especial implicación en el mundo social y político de su tiempo, elaboraron una filosofía social y política de más entidad y enjundia. Son, por tanto, ellos los que deben constituir el punto de referencia en cualquier exploración en este terreno. Y, de hecho, a ellos recurriremos en las páginas que siguen en las que vamos a intentar fijar algunos principios clave Cfr. D. VON HILDEBRAND, Metaphysik der Gemeinschaft: Untersuchungen über Wesen und Wert der Gemeinschaft, Josef Habbel, Regensburg 1975. 2 Cfr., por ejemplo, E. S TEIN , Individuum und Gemeinschaft, en Beiträge zur philosophische Begründung der Psychologie und der Gesteswissenschaften, Max Niemeyer, Tubingen 1970, pp. 117-283, y Eine Unterschuung über Staat, en Ibíd., pp. 285-407. Sobre el tema, cfr. F. MERINO, Edith Stein: de la antropología a la filosofía política, Universidad de Valencia, Valencia 2004. 3 Cfr. L. STEFANINI, Personalismo sociale (2ª ed.), Studium, Roma 1979. 1

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del personalismo social buscando mostrar lo común al pensamiento personalista. Pero las diferencias existen. Hay diferencias, en un nivel teórico, entre Maritain y Mounier. Y hay diferencias, mucho mayores, en la aplicación práctica, en la concreción política. La coincidencia en los principios sociales generales no significa necesariamente identificación en las decisiones. Entre medio hay demasiados factores que fuerzan una diversidad, por otra parte, enriquecedora. «Por estar estrechamente ligados, para el personalismo, el pensamiento y la acción, afirma Mounier, se espera de él que defina no solo métodos y perspectivas generales de acción, sino líneas precisas de conducta. Un personalismo que se contentase con especular acerca de las estructuras del universo personal, sin otro efecto, traicionaría su nombre. Sin embargo, añade, el nexo de los fines con los medios no es un nexo inmediato y evidente, a causa de las relaciones complejas que introduce la trascendencia de los valores. Dos hombres pueden estar de acuerdo sobre las páginas que preceden (se refiere al libro que ha escrito) y no estarlo sobre el problema de la escuela en Francia, sobre el sindicato que eligen o sobre las estructuras económicas que se deben fomentar»4. Fijadas estas premisas, se impone pasar ya a la determinación de algunos principios clave del personalismo social. Nos ayudará en ello una breve memoria de los motivos sociales e históricos que dieron origen no solo al personalismo social, sino a todo el movimiento personalista.

4 E. MOUNIER, El personalismo, ACC, Madrid 1990, p. 64. Se trata del mismo problema que se plantea en la aplicación de los principios generales de la Doctrina social de la Iglesia.

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1. FUNDAMENTOS

Los dos principios fundamentales del personalismo comunitario El personalismo social o comunitario5 surgió en la Europa de entreguerras, un mundo convulso que salía de una catástrofe y se dirigía hacia otra aprisionado entre dos grandes movimientos sociales, que pretendían resolver los grandes conflictos de la época, pero cuyo modelo antropológico era erróneo: el individualismo y el colectivismo. El colectivismo, que inspiró movimientos tan poderosos como el marxismo, el nazismo o el fascismo, afirmaba como tesis básica la primacía de la sociedad sobre el individuo. Consideraba que las superestructuras sociales (Estado, Nación, clase) primaban decididamente sobre el individuo hasta el punto de que este encontraba la justificación última a su existencia mediante su dedicación y compromiso a ellas. Estas superestructuras no solo daban sentido a su vida individual ofreciéndole una meta en la que emplear sus impulsos y aspiraciones, sino que le conferían grandeza y le liberaban de su miseria y pequeñez. De por sí, un átomo infinitesimal entre millones de átomos, una mota de polvo en medio de la inmensidad del espacio y de la historia, el individuo cobraba existen5 El término personalismo comunitario fue acuñado por Maritain. Cfr. J. MARITAIN, El campesino del Garona, Desclée de Brouwer, Bilbao 1967, pp. 86-87. Actualmente se usa también como sinónimo de una particular corriente personalista que sigue específicamente a Mounier. Nosotros utilizaremos indistintamente los términos personalismo comunitario y personalismo social.

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cia real participando en el gran proyecto colectivo, en la empresa común que permanecería cuando él desapareciera. La superestructura adquiría así un carácter sacral y redentor puesto que se convertía y se proponía por los líderes de los diferentes movimientos como un medio de liberación de las miserias inherentes a la condición humana6. Apelaban así a lo más profundo del hombre, a sus aspiraciones trascendentes, a sus ansias oscuras y quizá ignoradas de inmortalidad y, de ese modo, convocaron fuerzas y energías enormes que transformaron la faz de Europa. Sería necesario, en este punto, un examen preciso para deslindar tendencias y matices en la corriente general de los colectivismos pero la repercusión de sus modelos extremos –comunismo y nazismo– fue, sin duda, desastrosa. La primacía de la superestructura sobre la persona la acabó convirtiendo en un mero instrumento al servicio de la meta colectiva y, poco más adelante, simplemente del poder establecido. La historia es conocida: aniquilaciones de masas, deportaciones, hambrunas, campos de concentración. Todo ello justificado por el proyecto colectivo convertido en un Dios que devoraba a sus propios hijos. El segundo gran modelo vigente –y totalmente antagónico– era el individualismo. También aquí habría que hacer muchos distingos pero podemos situar su origen en el cambio de paradigma económico y social ligado a la revolución industrial. El maquinismo, la capitalización, la urbanización abrieron en poco tiempo posibilidades inmensas de riqueza y de

6 Maritain ha analizado con gran profundidad el carácter religioso del marxismo. Cfr. J. MARITAIN, Humanismo integral, Palabra, Madrid 1999, pp. 64 y ss.

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desarrollo que fascinaron a los contemporáneos y generaron una espiral de enriquecimiento y, paralelamente, de pobreza. En un mundo que se volvía vertiginoso y en el que los nuevos caminos llenos de posibilidades se multiplicaban, el individualismo reivindicaba al sujeto individual. Cada uno debía ser dejado a su propia suerte, a sus propias capacidades y a su propia libertad. El Estado no debía condicionar los caminos ni interferir en la libertad de la persona, sino, como mucho, generar un mínimo de condiciones de igualdad en la que los mejores –los más capaces, los más trabajadores, los que tuviesen más medios– lograsen, en recompensa de su iniciativa, los mayores medios. Es la doctrina del «laissez faire, laissez passer» que, en los primeros vagidos de la Revolución industrial, condujo a un progreso inmenso solo paralelo al tremendo empobrecimiento y semi-esclavitud de las clases trabajadoras. Se trataba, en muchos casos, de la mera ley del más fuerte: salarios que generaban hambrunas, horarios de trabajo ininterrumpidos, etc. Esta situación tan dramática y tan inicua, esta reivindicación tan insolidaria de las cualidades personales fue una de las mechas que encendió, por justa reacción, el violento movimiento colectivista. Este es el panorama en el que nace el personalismo y, más en concreto, el personalismo social con un objetivo muy definido: encontrar un modelo antropológico alternativo a las dos grandes tendencias predominantes. «La vida y el pensamiento, escribía Martin Buber, se hallan ante la misma problemática. Así como la vida cree fácilmente que tiene que escoger entre individualismo y colectivismo, así también el pensamiento opina, falsamente, que tiene que escoger entre una antropología individualista y una sociología colectivista. La ex164

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cluida alternativa “genuina”, una vez que se dé con ella, nos mostrará el camino»7. Esa excluida alternativa fue, precisamente, el personalismo comunitario, que se presentó inicialmente, como dejó dicho Lacroix, como un movimiento de reacción, como un intento de oposición a dos potentísimos modelos que escondían en sí una raíz inhumana y devastadora8. Y la clave del arco, el pilar en el que se buscó asentar esa nueva propuesta fue un concepto moderno y renovado de persona. Mounier y Maritain fueron los principales arquitectos de ese edificio a través de una amplia obra de filosofía social y política en la que articularon las consecuencias que ese nuevo modelo de persona implicaba en la comprensión y valoración de las estructuras familiares, económicas, políticas, etc. El tema es amplísimo, enorme, pero, a mi juicio, es posible sintetizar las raíces fundamentales de esta perspectiva, el esquema básico que asume el personalismo en la relación persona-sociedad a través de dos principios. Primer principio: Primacía social de la persona Si la persona es el ser más digno y valioso que existe, la sociedad debe estar al servicio de la persona. El Estado con todos sus organismos, el mercado y las demás instituciones sociales tienen sentido y se justifican en la medida en que sirven de un modo u otro al bien de la persona, que es quien tiene el rango ontológico más elevado. En terminología de derechos esto significa que la persona tiene unos derechos inviolables que el Estado nunca puede traspasar ni violar porque estaría atentando contra su dignidad, algo que jamás está justificado. 7 8

M. BUBER, ¿Qué es el hombre?, FCE, Madrid 1984, p. 146. Cfr. J. LACROIX, Le personnalisme comme anti-idéologie, 1972.

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Segundo principio: Deber de solidaridad por parte de la persona La persona no es un ser solitario, solo puede lograr su plenitud personal si vive por y para los demás. En el orden social esto significa que la existencia adecuada y correcta de la persona le impone la obligación moral de vincularse con el bienestar material y espiritual de su comunidad. En otros términos, la persona no puede aislarse en un cómodo egoísmo protegido por el escudo de su dignidad o de sus cualidades personales, tiene un deber moral de solidaridad y de compromiso con la sociedad en la que vive9. Estos dos principios recogen el núcleo central de la posición personalista frente al colectivismo y el idealismo, tanto por lo que se refiere a sus elementos rechazables como a aquellos positivos. Veámoslo brevemente. El primer principio rechaza del colectivismo su visión reductiva de la persona al afirmar que esta prevalece siempre sobre cualquier idea abstracta o proyecto común (Nación, raza, dictadura del proletariado, etc.) mientras que el segundo asume la idea de que los elementos altruistas y las ideas colectivas son necesarios para aunar y compactar a la sociedad. El Como señala Mounier, esto concede a la autoridad el derecho de ir en contra de aquellos intereses individuales que sean egoístas, pero no contra las personas como tales: «El poder tiene por fin el bien común de las personas, que no es la suma de los intereses individuales, y por ello puede burlarse de los intereses simplemente individuales, comprimir, prohibir actividades exteriores; pero este bien común no puede aplastar a una sola persona como tal, negar su lugar a un solo acto de auténtica libertad espiritual» (E. MOUNIER, Comunismo, anarquía, personalismo, Zero, Madrid 1973, p. 48). 9

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deber de solidaridad, en efecto, impone la obligación de construir la sociedad y de dedicar a ello buena parte de las propias ilusiones, recursos y esfuerzos. Por lo que respecta al individualismo, el primer principio asume su elemento positivo: la primacía del individuo sobre la sociedad y la intuición de que las estructuras sociales deben revertir sobre todo a favor de las personas concretas e individuales. El segundo, por el contrario, rechaza su dimensión insolidaria proclive al egoísmo. La persona no puede enrocarse en su independencia y en sus cualidades para olvidarse de los débiles, de los necesitados o, simplemente, de las personas que nos rodean y con las que convivimos10. El personalismo comunitario ha sido una doctrina fecunda, especialmente después de de la II Guerra Mundial. La magnitud del desastre conmocionó de tal manera el corazón de millones de personas que generó un gran movimiento social determinado a poner las bases sociales, jurídicas y políticas que impidieran la repetición de algo similar. Y esas bases pasaban, ante todo y sobre todo, por el reconocimiento de la dignidad de la persona como dogma social fundamental. A partir de la asunción social de esta premisa, el personalismo logró, en la segunda mitad del siglo XX, influir en acontecimientos tan relevantes como la formulación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (en la que intervino muy directamente Maritain), el contenido de diferentes Consti10 El liberalismo de Mill indica que el ciudadano no solo no debe perjudicar a los demás, sino que tiene obligación de defender a la sociedad de posibles daños, pero no propone valores o proyectos comunes que vayan mucho más allá del ejercicio individual de la libertad. Cfr. J. STUART MILL, Sobre la libertad, Alianza, Madrid 2001, cap. 4.

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tuciones europeas11 o la gestación e impulso de la Unión Europea12. Maritain y Mounier: diferentes perspectivas sobre un fondo común Este es el marco básico sobre el que se construye el edificio del personalismo social: Mounier y Maritain, sus dos grandes representantes, coinciden en él plenamente y se complementan. Mounier impulsó con gran fuerza el movimiento del personalismo comunitario a través de la revista «Esprit» y Maritain fue uno de sus principales teóricos, especialmente con sus dos grandes obras: Humanismo integral y El hombre y el Estado. Sin embargo, sobre esta base común, tuvieron orientaciones y planteamientos diferentes que interesa explicitar porque representan las dos grandes tendencias posibles dentro del personalismo social o comunitario: la opción social de izquierdas representada por Mounier y la posición más centrada y teórica de Maritain13. Cfr. R. PAPINI (coord.), La idea personalista en las Constituciones Nacionales, Fundación Humanismo y Democracia, Madrid 1982. 12 Se llegó a hablar, por ejemplo, a inspiración de las revistas Esprit y L’Ordre Nouveau, del «personalismo federalista» como una clave para la construcción europea. Cfr. H. BRUGMANS, La idea europea (1920-1970), Moneda y Crédito, Madrid 1972, pp. 77-84. 13 Además de una relación ideológica, ambos mantuvieron una amistad personal. Mounier fue discípulo de Maritain, pero discípulo autónomo y original, lo que generó inevitablmente controversias y desacuerdos dentro de su básica comunión de ideas y afectos. Sobre el tema, J. PETIT, Jacques Maritain, Emmanuel Mounier. Correspondence (1929-1939), Desclée de Brouwer, Paris 1973. 11

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Mounier fue un gran líder, un impulsor de proyectos y, en concreto, del movimiento personalista con el que buscaba renovar la sociedad desde sus fundamentos, urgiéndola al compromiso moral en favor de la clase obrera y de los más marginados, compromiso que las clases burguesas habían olvidado en el baúl de la comodidad. Y, para Mounier, ese proyecto debía realizarse a través de una «opción por el socialismo» que tenía, entre otros, los siguientes contenidos: «la abolición de la condición proletaria; la sustitución de la economía anárquica fundada sobre el provecho por una economía organizada sobre perspectivas totales de la persona; la socialización sin estatización de los sectores de la producción que mantienen la alienación económica; el desarrollo de la vida sindical; la rehabilitación del trabajo; la promoción, contra el compromiso paternalista, de la persona obrera; el primado del trabajo sobre el capital; la abolición de las clases formadas sobre la división del trabajo o de la fortuna; el primado de la responsabilidad personal sobre el aparato anónimo»14. Esta opción hacia el socialismo convivió de forma natural con una actitud hostil hacia el capitalismo, concebido básicamente como un sistema que exaltaba al dinero por encima de todo, y para el que preveía en el futuro serias contradicciones y dificultades, especialmente en Europa, aunque también en Estados Unidos. De ahí que uno de los objetivos de la revolución personalista y comunitaria debía consistir precisamente en la «condenación y el derrocamiento por todos los medios, sobre todo por los legales, esto es, eficaces, del régi14 E. MOUNIER, El personalismo, cit., p. 68. Cfr. L. NICASTRO, Il socialismo «bianco». La via di Mounier, Rubettino Editore, Catanzaro 2005.

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men capitalista actual». Para entender el alcance exacto de esta propuesta, hay que tener en cuenta que Mounier tenía en mente principalmente al denominado «capitalismo salvaje» de la revolución industrial y, por eso, fue lo suficientemente inteligente para ser consciente de que podía evolucionar y que, en ese caso, esa evolución debía «ser seguida de cerca, sin aplicar ‘al capitalismo’ una noción trazada de una vez por todas e insensible al desarrollo de los hechos»15. Mounier, sin embargo, murió muy joven, en 1950 y con 45 años, por lo que no pudo seguir esa evolución, que quizá le habría hecho matizar su postura. El capitalismo actual, al que sería mejor llamar economía de mercado –para evitar tics ideológicos incontrolados–, se separa mucho de un capitalismo meramente centrado en el beneficio16. Aun generando todavía problemas consistentes, no se propone exclusivamente la generación de capital, como lo muestran los altos controles sociales a los que está sometido: subsidios de paro, controles antimonopolio, fomento de la competencia, apoyo a empresas en quiebra, etc. A la vista de estos datos, y en coherencia con sus propias palabras, es posible que Mounier hubiera cambiado su juicio. Pero no se trata más que de una hipótesis. De hecho, experimentó más bien una evolución de signo contrario que le condujo de una posición política más central Ibíd. La encíclica Centessimus annus (1991) valoró positivamente (con matices) la economía de mercado y, en este sentido, supuso un punto de inflexión importante frente a la crítica habitual de las encíclicas sociales al capitalismo. La razón estriba en que el sistema económico de referencia, aunque pudiese mantener el mismo nombre, de hecho había cambiado sustancialmente. Sobre el tema vid. M. NOVAK, The catholic ethic and the spirit of capitalism,The Free Press, New York 1993. 15

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en los inicios de Esprit a una opción muy neta por el socialismo. Esa posición central había quedado reflejada en un eslogan promovido por él y que se popularizó por esos años: «Ni de derechas ni de izquierdas»; pero, más adelante, él mismo revisa y reniega en parte de ese eslogan sobre todo por dos motivos: porque podía liberar del compromiso y dar espacio a la «utopía centrista», es decir, a la abstención o inacción producto de sentirse en el «justo medio» y, por tanto, por encima y fuera de la realidad; y porque podía reforzar las posiciones conservadoras. Así, su posición última es una opción contundente por el socialismo: «Es bueno recordar que el personalismo no tiende a la edificación socialista, sino a la edificación de la ciudad socialista»17 y una actitud compleja ante el comunismo producto de múltiples factores: un rechazo a los fundamentos teóricos materialistas, una simpatía innata, la creencia en que el comunismo va a imponerse o, por lo menos, que su enorme fuerza –lo votaban el 30% de los franceses– obliga a colaborar con él; el miedo a que el fomento del anticomunismo debilite su capacidad transformadora de la sociedad, la más fuerte que existe en ese momento, y abra paso de nuevo al liberalismo burgués, etc. Todo ello hace que Mounier se debata interiormente de manera angustiosa18 y que, en definitiva, se oriente por un rechazo teórico de puntos clave del marxismo, un intento de colaboración en puntos prácticos y de no promover el movimiento anticomunista, al que no suele tratar excesivamente bien. La historia ha mostrado sobrada17 Cfr. E. MOUNIER, ¿Qué es el personalismo?, en Obras, III, Salamanca 1990, Sígueme, p. 253. 18 Cfr. E. MOUNIER, Debate en alta voz con el comunismo (1946), Comunismo, anarquía, personalismo, cit., pp. 167-198.

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mente que esta decisión no era la correcta; donde el marxismo se impuso, instauró una dictadura, su revolución obrera se convirtió rápidamente en una jerárquica burocracia y, desde el punto de vista económico, fracasó frente a la economía de mercado, que es la que ha igualado de hecho la sociedad. Por todo ello, es inevitable que sus escritos de esa época aparezcan hoy, sobre todo en la parte económica y política, como desfasados y desorientados. El caso de Maritain es distinto. Por un lado vivió más tiempo (murió en 1973) pero, sobre todo, residió durante un largo período en Estados Unidos, lo que le permitió formarse una idea distinta tanto del capitalismo como de la experiencia democrática. Y esa experiencia modificó su forma de pensar de modo que, si en Humanismo integral, escrito en 1936, encontramos una perspectiva sociopolítica bastante similar a la de Mounier19, en El hombre y el Estado, escrito en 1953 y publicado originalmente en Estados Unidos, la perspectiva ha cambiado. Su vida en este país le permitió comprender que, de hecho, existían versiones del capitalismo compatibles con la dignidad de la persona y que se alejaban notablemente de los comportamientos inhumanos propios de la revolución industrial. Como consecuencia de este cam-

En este texto indica, por ejemplo, que se debe dar relevancia a la función social de la propiedad privada, que hay que fomentar la participación de los obreros en las empresas llegando en la medida de lo posible a la copropiedad, lo cual, añade, solo será posible en un «estado consecutivo a la liquidación del capitalismo», en el que el hombre y no la fecundidad de la moneda sea la medida de las cosas y en el que las leyes económicas estén regidas en última instancia por leyes éticas (Cfr. J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., p. 242). 19

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bio de actitud, en El hombre y el Estado no se encuentran críticas al capitalismo20. También fue distinta su actitud sociopolítica, lo que generó discusiones con Mounier (más joven que él). Maritain sentía la necesidad de involucrarse en los problemas sociales de su tiempo. De hecho, por ejemplo, firmó declaraciones de intelectuales sobre la guerra civil española. Pero, en general, su actitud era más teórica y menos directa que la de Mounier. Él pretendía influir desde la cultura o desde la filosofía política, pero no desde la misma política. Y, de hecho, influyó notablemente, siendo considerado de facto el ideólogo de varios partidos demócrata-cristianos (lo que, por otra parte, plantea un interrogante peculiar ya que nunca fue partidario de la unión de los cristianos en la política). Además, su posición política fue más centrada. Si bien, por las razones que acabamos de decir, nunca precisó su posición partidista ni perteneció a un partido político, de sus escritos se desprende una ideología más centrada, con simpatía por las causas sociales pero radicalmente contrario al comunismo como sistema.

20 El mismo Maritain confirma la existencia de este cambio en Réflexions sur l’Amérique, Oeuvres complètes, vol. X, especialmente en el capítulo XIX. Esta obra, publicada originalmente en inglés con el título Reflections on America (1958), recoge de manera ensayística el profundo impacto que Estados Unidos ejerció sobre él. Maritain creyó entrever en este país una sociedad cercana a su formulación de la nueva cristiandad: «una sociedad secular de inspiración religiosa» (pp. 906 ss.).

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2. LÍNEAS DE FUERZA

Sobre el bien común El bien común es una noción clave en cualquier filosofía social pero parece estar desapareciendo del ámbito público, siendo sustituida por otras de uso más frecuente que evocan sensibilidades más contemporáneas: bienestar, bien de la sociedad, utilidad pública, etc. El paso de una sociedad más idealista a otra más consumista, en el que prima la atractiva presencia de enormes cantidades de bienes materiales fácilmente disponibles, es, sin duda, una de las raíces de esa modificación. Pero hay otra raíz, que es la que aquí vamos a considerar, que apunta al pluralismo de nuestras sociedades. Frente a los paradigmas del pasado, más uniformes y homogéneos (pensemos, por ejemplo, en la Cristiandad medieval), hoy habitamos en sociedades en las que los modelos de comportamiento y, sobre todo, los valores de referencia varían significativamente de unos ciudadanos a otros. En estas condiciones, la cuestión que se abre paso es: ¿es posible la existencia de un bien común?, ¿cabe hablar de un conjunto de valores que sea bueno para todos? Si no existe una comunidad axiológica mínina, una respuesta positiva parece problemática. Engelhartd ha planteado esta dificultad en el campo bioético señalando que la fragmentación de las sociedades actuales da lugar a pequeñas comunidades que comparten conjuntos de valores pero que son extrañas al resto de comunidades, cada una de las cuales tiene, a su vez, su propio conjunto de valores21. Esta diversificación genera aislamiento 21 Cfr. T. ENGELHARDT, Fundamentos de bioética, 2ª ed., Paidós, Barcelona 1995.

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y, a la postre, extranjería. Los miembros de una comunidad acaban siendo «extraños morales» para los miembros de las otras comunidades y la comunicación entre ellos se hace difícil, si no imposible. Engelhardt intenta resolver esta dificultad estableciendo un mínimo común moral –la bioética secular– en el que todos podrían estar de acuerdo, pero el resultado de su esfuerzo es decepcionante. El mínimo común que establece ni siquiera sería capaz de garantizar el estatus de persona para los miembros más débiles de la sociedad: los embriones, los niños recién nacidos, los discapacitados22. ¿Contempla el personalismo esta dificultad y, en caso positivo, aporta alguna solución? Para responder a esta cuestión viene de nuevo en nuestra ayuda Maritain pues fue perfectamente consciente del problema porque, de algún modo, jugaba en los dos campos23. Como tomista estaba ligado a la visión tradicional y clásica del bien común, que propone un modelo unitario y unificado de bien, mientras que como personalista, como filósofo político de la democracia y como hombre sensible a la libertad no solo era consciente del carácter pluralista de las sociedades contemporáneas, sino que le Cfr. cap. 3. El libro paradigmático es J. MARITAIN, La personne et le bien commun, Oeuvres complètes, vol. IX, pero Maritain trató este tema, de un modo u otro, en todas sus obras políticas. Su posición sobre el bien común fue novedosa y compleja hasta el punto de que suscitó una animada polémica. Aquí nos limitamos a analizar el problema que plantea el pluralismo para el bien común. Para ampliar perspectivas cfr. J. M. BURGOS, Para comprender a Maritain, Mounier, Salamanca 2006, pp. 149-164, y, entre otros posibles, C. SANTAMARÍA, Jacques Maritain y la polémica del bien común, ACN de P, Madrid 1955, y CH. DE KONINCK, De la primacía del bien común contra los personalistas, Cultura Hispánica, Madrid 1952. 22

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parecía un hecho en sí positivo; no un mal menor, sino el fruto lógico de la libertad. Por eso, intentó una mediación entre ambas posturas. Maritain partía de la validez y necesidad de esta noción, que entendía en estos términos: «El bien común de la ciudad no es la simple colección de los bienes privados ni el bien propio de un todo (como la especie, por ejemplo, respecto a los individuos o la colmena respecto a las abejas) que mira solo a sí mismo y se sacrifica las partes. Es la buena vida humana de la multitud, de una multitud de personas; es su comunión en la vida buena; es, por tanto, común al todo y a las partes, sobre los cuales vuelve y a las que debe beneficiar so pena de desnaturalizarse»24. Y, al mismo tiempo, era consciente de que la aplicación de este concepto a las sociedades modernas requería una modificación que tuviese en cuenta tanto el pluralismo emergente como una conciencia más aguda de la libertad personal. Su tratamiento del problema fue como sigue. En primer lugar, rebajó los objetivos tradicionales que se asignaban al bien común, tanto por lo que respecta a los contenidos como por el grado en que debían requerirse a cada sujeto. La perspectiva tradicional, en efecto, no solo asignaba unos contenidos muy precisos al bien colectivo, impulsados por una sociedad en la que los valores fundamentales eran indiscutidos, sino que asignaba un carácter perfeccionista a ese bien común. En otras palabras, la sociedad no solo tenía que decir qué era el bien, sino que debía lograr que el hombre fuera virtuoso25. MaJ. MARITAIN, La personne et le bien commun, cit., p. 200. Cfr., por ejemplo, TOMÁS DE AQUINO, De regno, I, 5. Un comentario amplio, en G. CHALMETA, La justicia política en Tomás de Aquino. Una interpretación del bien común político, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 178 y ss. 24

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ritain entiende que esta posición es excesivamente colectivizante y restrictiva y se desvía de ella ligera pero significativamente. Por un lado, remarca que la búsqueda de la virtud (o de Dios) es tarea primariamente personal, no social. Es mala cosa meter a los gobernantes en los entresijos más íntimos de la persona. Se corre el peligro de que la sociedad no se limite solo a proponer los modelos morales, sino a imponerlos. La experiencia enseña que la promoción positiva de la virtud desde los ámbitos legislativos es fácil que acabe convirtiéndose o en un paternalismo entontecedor o en un dirigismo que manipule –bienintencionadamente en el mejor de los casos– las conciencias. Nadie puede ni debe sustituir al individuo en la tarea de adquirir su virtud o su perfección. Se oponen a ello tanto la posibilidad de que el marco de valores personal sea diverso del colectivo como, en el caso de que hubiera una comunión básica de ideas entre el individuo y la sociedad, la enorme variabilidad y complejidad de lo real, que, por eso, es materia librada a la prudencia, que es personal. Y, sobre todo, porque el hombre es más digno que la sociedad. Paralelamente a este desplazamiento hacia lo personal, Maritain propone minimizar el contenido de lo que constituye el bien de la sociedad26, paso que, de algún modo, ya está contenido in nuce en ese desplazamiento. En la medida en que se renuncia a que el legislador pretenda lograr la virtud de los ciudadanos, el contenido del bien común se desprende automáticamente del conjunto de bienes correlativo. El tercer y definitivo momento consiste en señalar que el bien común, 26

Cfr. J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., pp. 215-216.

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más que estar formado por un contenido muy determinado de bienes objetivos –materiales y morales–, debe consistir, sobre todo, en un conjunto de condiciones que permitan a cada persona alcanzar lo que ella considera su bien personal y particular. Se establece así un marco más abierto pero no completamente indeterminado. Las condiciones, en efecto, son también bienes pero se diferencian de estos en su flexibilidad y apertura. No están cerradas y conclusas, sino que posibilitan marcos de actuación en los que cada uno puede desplegar sus propias elecciones. En definitiva, para Maritain, «el fin supremo de la sociedad política es mejorar las condiciones de la vida humana en sí misma, es decir, procurar el bien común de la multitud de tal modo que cada persona concreta, no solo en el ámbito de una clase privilegiada, sino de la entera población, pueda verdaderamente alcanzar el grado de independencia propio de la vida civilizada»27. Dos son, pues, los pasos clave en su argumentación. En el primero sostiene que las estructuras sociales y políticas no se deben concebir como instrumentos para la consecución de la virtud, como sucedía en las sociedades más tradicionales, porque dicha búsqueda es, fundamentalmente, una tarea personal, no colectiva, y porque el contenido concreto de los valores es, en parte, también personal. El segundo señala que la 27 J. MARITAIN, L’uomo e lo Stato (2ª ed.), Massimo, Milano 1992, pp. 63-64 (cursiva nuestra). La comparación con la definición de la Gaudium et spes da que pensar: «El bien común, esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (Const. Apost. Gaudium et spes, n. 26). Cfr. R. PAPINI y P. VIOTTO, Jacques Maritain et le Concile Vatican II, «Notes et Documents», 3 (2005), pp. 44-55.

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noción de bien común ha de tener la suficiente flexibilidad para permitir la existencia de modelos de vida relativamente diversos. No tendría sentido, desde una consideración positiva de la libertad, establecer un bien común con unos contenidos tan precisos que solo fueran compatibles con unos modos de vida muy restringidos y específicos. «La sociedad política, concluye Maritain, no tiene por oficio conducir a la persona humana a su perfección espiritual y a su plena libertad de autonomía, es decir, a la santidad (estado de liberación propiamente divino, puesto que la vida misma de Dios vive entonces en el hombre). Sin embargo, la sociedad política está destinada esencialmente, en razón del fin terrenal que la especifica, a desarrollar condiciones de medio que lleven a la multitud a un grado de vida material, intelectual y moral conveniente para el bien y la paz del todo, de tal suerte que cada persona se encuentre ayudada positivamente en la conquista progresiva de su plena vida de persona y de su libertad espiritual»28.

La obra común: la construcción de la ciudad La limitación que el personalismo impone a la noción clásica de bien común encuentra una contrapartida estabilizadora en la idea de «obra común» o de la construcción de la 28 J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., p. 175. Lo cual no significa, evidentemente, que el hombre no deba aspirar a su perfección espiritual, sino que el logro de esta aspiración es fundamentalmente personal y la sociedad debe contribuir no determinando el contenido preciso de esa perfección, sino desarrollando las condiciones que permiten al hombre ese logro.

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ciudad. No se puede insistir tanto en la libertad individual y en el pluralismo axiológico que desaparezca un mínimo de unidad y de estructuración social pues, si esto ocurriera, se produciría, primero, una desintegración moral y, después, probablemente, una desaparición integral de esa sociedad. Si no existen motivos para vivir juntos, la sociedad deja de tener sentido. Sin embargo, esto es lo que propone, en mayor o menor grado, el liberalismo ideológico. No establece ninguna mediación entre el individuo y el Estado, sino que propone que cada individuo acuda, con su carga axiológica individual, a la plaza pública y, mediante transacciones intente llegar a un acuerdo o consenso sobre lo que debe realizar. El John Rawls de la Theory of justice es, probablemente, el ejemplo más emblemático de esta posición29. En esta famosa obra indica que las concepciones axiológicas de las personas, especialmente si se mantienen con convicción, no solo no son beneficiosas para la sociedad, sino que constituyen un problema. Si los ciudadanos apuestan por conceptos diferentes de la vida y los mantienen con fortaleza, piensa Rawls, no habrá modo de llegar a un acuerdo; es más, lo más probable es que se deteriore el tejido social y no se avance en la construcción de la sociedad. Por eso, el modelo de construcción social que propone es que los ciudadanos acudan a la plaza pública prescindiendo de su concepción del bien; de ese modo, piensa Rawls, al romperse la fuerte ligadura que los ata a sus convicciones, estarán abiertos a otras posibles y será mucho más fácil llegar a un acuerdo. Rawls, de todos modos, no piensa que la ruptura con las convic29 Cfr. J. RAWLS, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1997. Hay una suavización de sus posiciones en J. RAWLS, El liberalismo político, Crítica, Barcelona 2005.

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ciones individuales tenga que ser real, basta con que sea efectiva en el momento de la negociación, es decir, que cada uno acuda cegado por el «velo de la neutralidad» que homogeneiza a todos. Se han vertido ríos de tinta sobre la propuesta de Rawls, y la complejidad del tema requeriría un análisis mínimamente detallado pero me voy a limitar solo a algunas anotaciones. El primero es que, si una persona tiene que prescindir de su concepción del bien para participar en una sociedad, se puede generar una grave falta de motivación social. En efecto, ¿qué sentido tiene colaborar en una sociedad que obliga a renunciar a las propias convicciones? ¿Para qué trabajar, sufrir y luchar por una comunidad que no solo no tiene alma, sino que parece pedir a sus ciudadanos que renuncien a ella si quieren una plaza en las instituciones sociales? Es más, si la ciudad no tiene alma, una actitud sensata sería aprovecharse lo más posible de ella, segar abundantemente, si se puede, y olvidarse de sembrar. El liberalismo parece olvidar –o ser incapaz de asumir en su estructura téorica– que toda sociedad necesita un conjunto de valores que la mantengan viva, le den sentido, la unifiquen y permitan ilusionarse a los hombres que la habitan. En caso contrario, los grupos sociales se desmoronan. Y este es justamente el riesgo que corren las sociedades modernas por la crisis de valores que están incubando30. Frente a esta posición, el personalismo social –en esto muy cercano al comunitarismo– aboga por un reforzamiento de los valores, por una reproposición de proyectos cívicos a gran escala que refuercen y den sentido a la vida en común que caracteriza a 30 Cfr. D. BELL, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid 1977.

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una sociedad. Y, por ello, apuesta por la cohesión social basada en el respeto mutuo, la confianza y la colaboración o, en términos de Maritain, en un reconocimiento político del valor de la amistad fraterna. La desconfianza mutua es el mayor enemigo de la cohesión social y solo puede generar discordia y disolución, mientras que la confianza ciudadana es el cimiento imprescindible de cualquier sociedad. El personalismo social, en definitiva, apuesta por proyectos de contenido axiológico que unifiquen a la sociedad, le den sentido y futuro, pero añade que esos proyectos solo pueden construirse desde la amistad fraterna, que hunde sus raíces en los terrenos evangélicos. Recurriendo de nuevo a Maritain: «si es absurdo esperar de la ciudad que haga a todos los hombres, tomados individualmente, buenos y fraternales unos para otros, se le puede y se le debe pedir, y esto es otra cosa, que tenga ella misma estructuras sociales, instituciones y leyes buenas e inspiradas en el espíritu de amistad fraternal, y que oriente las energías de la vida social hacia tal amistad, tanto más poderosamente cuando esta es más difícil a los hijos de Adán»31.

Las comunidades intermedias Hay una clasificación típica de los grupos sociales, que se remonta a Ferdinand Tönnies, que distingue entre la sociedad y la comunidad32. La primera se constituiría más bien por una

J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., pp. 251-252. Cfr. F. TONNIES, Community and society, Transaction Books, New Brunswick 1988. 31

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decisión personal, por un contrato social (Rousseau) mediante el que el hombre, libremente, se determina o decide a participar en un determinado entorno. Sería, pues, en cierto sentido, algo artificial y distante de la persona, aunque reportaría beneficios al sujeto. La comunidad, por el contrario, surgiría de manera natural del contacto entre personas, del amor interpersonal o de las tradiciones transmitidas generación tras generación y acumuladas en las vísceras, en la sangre y en la cultura. Familia, pueblo y nación serían algunas de esas comunidades. Los personalistas han tendido generalmente a privilegiar a la comunidad: lo hizo Mounier y también Maritain, e igualmente lo hicieron Edith Stein y Dietrich von Hildebrand. La distinción, a mi juicio, requeriría ser matizada, pero ahora me voy a centrar en otra cuestión: la reivindicación, también característica del personalismo social, de la importancia de las comunidades intermedias en el buen funcionamiento de una estructura estatal. Se trata de un tema de gran actualidad e importancia. De todos es conocida la importancia creciente que el Estado ha ido asumiendo en las sociedades modernas. La expansión del Estado nacional llegó a su apogeo con la concepción hegeliana que tuvo su epifanía en el delirio nazi. Después de la Segunda Guerra Mundial, el Estado también inició un proceso de expansión transformándose en el estado del bienestar. Este murió de éxito hace pocas décadas, por lo que se ha invertido la tendencia y nos encontramos en un período de adelgazamiento de las estructuras estatales. A pesar de todo, el peso de las estructuras estatales sigue siendo muy grande, por lo que resulta imprescindible que su enorme fuerza y poder estén orientados y limitados. El principio general ya lo expresó lapidariamente Mounier: «El Estado es para el hombre, no el hombre para el 183

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Estado»33. Pero, para que se aplique eficazmente, hay que recurrir a entidades extraestatales, una de ellas, quizá la más importante, son las comunidades intermedias. Si bien el Estado debe ser para el hombre, resulta que es infinitamente más poderoso que cualquiera de los individuos que lo componen, por lo que, si no se le ponen cortapisas ni límites, acaba imponiendo de manera arrolladora su potencia a los miembros del conjunto social. Es cierto que, en los Estados de Derecho, existe un sofisticado conjunto de reglas jurídicas y sociales que limitan sus prerrogativas y que las reglas del juego democrático permiten que los ciudadanos intervengan en la composición de los órganos de gobierno, pero esto no es suficiente. Es absolutamente necesario que existan comunidades intermedias que modulen y faciliten una relación adecuada entre la persona individual y el conjunto social o estatal. Además, las comunidades intermedias generan un humus imprescindible para que la persona puede vivir humanamente: establecer relaciones afectivas, sentirse integrado, tener raíces, pasado y futuro previsibles y cercanos. Para poder decir «nosotros», el pronombre peligroso en terminología de Sennett ya que implica dependencia y confianza, palabras vergonzantes en nuestras sociedades hiperestatalizadas y con un capitalismo altamente desarrollado34. E. MOUNIER, El personalismo, cit., p. 68. Cfr. R. SENNETT, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo (5ª ed.), Anagrama, Barcelona 2000. En este punto hay una clara convergencia con los planteamientos del comunitarismo contemporáneo que abogan justamente por la revitalización del tejido medio de la sociedad frente a la insistencia liberal en el individuo aislado frente al Estado. Cfr., por ejemplo, A. ETZIONI, La tercera vía hacia una buena sociedad. Propuestas desde el comunitarismo, Trotta, Madrid 2000; La dimensión moral, Palabra, Madrid 2007, y, sobre el debate, S. MULHALL y A. 33

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Entre esas comunidades intermedias, descuella con absoluta supremacía la familia. No solo es la comunidad originaria de la persona, sino el lugar por excelencia de la existencia personal, hasta el punto de que resulta posible afirmar que, en realidad, los hombres somos verdaderamente personas en un contexto familiar, porque solo allí se nos quiere como seres únicos e irrepetibles. «El nacimiento de un hombre, señala Wojtyla, es extraordinario e irrepetible y, a la vez y de nuevo, personal y comunitario. Pero más allá de esta dimensión, más allá de los confines de la familia, este hecho pierde ese carácter y se convierte en un dato estadístico, tema de objetivaciones de distinto género, hasta llegar al mero registro, que utiliza la estadística. La familia es el lugar en el que todo hombre se revela en su unicidad e irrepetibilidad»35. Pero la familia no es importante solo a nivel personal, también resulta insustituible para el entramado social. Algunos sociólogos del siglo XIX, como Durkheim, anunciaron su progresiva pérdida de importancia por considerarla una estructura tradicional que no sabría adaptarse al mundo moderno. Pero esa predicción se ha demostrado falsa. Después de intensos debates, la sociología contemporánea ha puesto de relieve que la familia moderna continúa desempeñando variadas e importantes funciones sociales que siguen haciendo de ella una pieza central de la sociedad36. Y, sin embargo, la famiSWIFT, El individuo frente a la comunidad. El debate entre liberales y comunitaristas, Temas de Hoy, Madrid 1996. También es patente la afinidad con la Doctrina Social de la Iglesia. 35 K. WOJTYLA, La familia como «communio personarum», en El don del amor. Escritos sobre la familia, Palabra, Madrid 2000, p. 228. 36 Una síntesis del debate se encuentra en P. P. DONATI, P. DI NICOLA,

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lia sigue siendo infravalorada, se sigue produciendo el curioso fenómeno de su invisibilidad social: la institución más valorada por los ciudadanos es una de las que menos relieve tiene en el ámbito público. Los motivos de esta situación son bastante complejos37, pero una de las razones es la debilidad del asociacionismo familiar, es decir, de estructuras intermedias, en un nivel superior a la familia, que defiendan sus intereses frente al Estado. A esta carencia se está respondiendo hoy en día con un esfuerzo notable de organización que ha dado lugar a numerosas asociaciones al servicio de la familia, si bien queda todavía mucho camino por recorrer. Este es un ejemplo concreto de por qué el personalismo social insta al asociacionismo intermedio. La vocación social de la persona puede desarrollarse en el ámbito estrictamente político, pero antes de ese nivel existen otros, más cercanos y, por lo tanto, más accesibles, que tienen una importancia decisiva. Ese nivel lo constituye el conjunto de iniciativas y asociaciones que pueden dar alma al Estado y orientar sus decisiones de modo que beneficien y fomenten los valores que realmente interesan a las personas. El principio de solidaridad impone a las personas la obligación moral de participar, en la medida de sus posibilidades, en estas organizaciones.

Lineamenti di sociologia della famiglia. Un approccio relazionale all’indagine sociologica, La Nuova Italia Scientifica, Roma 1991. 37 Cfr. J. M. B URGOS , Diagnóstico sobre la familia, Palabra, Madrid 2004.

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VII. LA FILOSOFÍA PERSONALISTA DE KAROL WOJTYLA

Karol Wojtyla es uno de los grandes filósofos personalistas del siglo XX. Formado en el tomismo, tomó contacto con la fenomenología a través del estudio de Max Scheler. La intuición que guía toda su obra es que el pensamiento antropológico contemporáneo –y particularmente el cristiano– solo puede avanzar y superar los retos a los que se enfrenta a través de una síntesis entre tomismo y fenomenología estructurada en torno al concepto de persona. Su tarea filosófica ha consistido en poner las bases de esa síntesis desarrollando una ética y antropología personalista con muchos elementos originales: la norma personalista, la autoteleología, la libertad como síntesis de elección y autodeterminación, la experiencia moral como fundamento epistemológico de la ética, la familia como comunión de personas, etc. A continuación exponemos su pensamiento de modo genético, comenzando por el proceso de su formación intelectual y siguiendo por el análisis de sus principales artículos y libros, entre los que destacan Amor y responsabilidad y Persona y acción1. 1 La mejor biografía hasta el momento es la de G. WEIGEL, Biografía de Juan Pablo II. Testigo de esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1999, y el mejor análisis de su pensamiento lo ha realizado R. BUTTIGLIONE, El pensamiento de Karol Wojtyla, Encuentro, Madrid 1982. Otras referencias útiles son T.

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Esbozo biográfico Karol Wojtyla nació en Wadowice (Polonia) en 1920. Estudió Filología Polaca en la Universidad Jagellónica de Cracovia, compatibilizándolo con su afición por el teatro, pero tuvo que abandonar esta carrera debido a la invasión nazi de Polonia. Decidió entonces hacerse sacerdote y comenzó sus estudios de filosofía de manera clandestina. Se ordenó en 1946 y se trasladó a Roma, donde realizó su tesis doctoral en teología sobre san Juan de la Cruz (1948). De vuelta a Polonia realizó la tesis doctoral sobre Scheler (1954) y fue nombrado profesor de Ética en la Universidad de Lublin en 1954. Allí impartió cursos –compatibilizándolos con su trabajo sacerdotal– que dieron lugar al comienzo de su producción filosófica original. En 1958 fue consagrado obispo. En 1960 publicó Amor y responsabilidad. Participó en el Concilio Vaticano II, primero, como obispo, después, como arzobispo y, finalmente, como cardenal (1967). Tuvo gran influencia en la elaboración de la constitución Gaudium et spes. En 1969 publicó Persona y acción. En 1978 fue elegido Papa con el nombre de Juan Pablo II. Desarrolló una ingente labor pastoral e intelectual, entre la que destaca la obra Varón y mujer lo creó, correspondiente a la primera serie de sus catequesis de los miércoles. Murió en 2005.

SZULC, El papa Juan Pablo II. La biografía, Martínez Roca, Barcelona 1995 en la parte biográfica y, en la filosófica, J. M. BURGOS (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, Palabra, Madrid 2007.

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Formación y evolución en el pensamiento filosófico de Karol Wojtyla El primer encuentro de Karol Wojtyla con la filosofía fue duro y estuvo causado por su decisión de ser sacerdote. Hasta ese momento se había movido casi exclusivamente en el terreno del pensamiento simbólico y literario, como correspondía a un poeta y estudiante de filología polaca que aspiraba a dedicarse al mundo del teatro2. Pero los estudios sacerdotales imponían un bienio filosófico, y Karol Wojtyla se encontró frente a frente y sin mediaciones con una versión de la metafísica tomista abstracta, compleja y llena de fórmulas escolásticas. El impacto inicial fue muy arduo, pero después de una dura lucha intelectual por comprender, su valoración final fue muy positiva: «Cuando aprobé el examen, dije al examinador que, a mi juicio, la nueva visión del mundo que había conquistado en aquel cuerpo a cuerpo con mi manual de metafísica era más preciosa que la nota obtenida. Y no exageraba. Aquello que la intuición y la sensibilidad me habían enseñado del mundo hasta entonces, había quedado sólidamente corroborado»3. A partir de ese momento, intuición, sensibilidad y análisis filosófico estuvieron para siempre unidos en la mente plural de Wojtyla. La tradición eclesiástica del momento le condujo durante un buen número de años por la vía exclusiva del tomismo, y el punto álgido de este camino lo podemos situar en 2 Cfr. P. F ERRER , Intuición y asombro en la obra literaria de Karol Wojtyla, Eunsa, Pamplona 2007. 3 A. FROSSARD, No tengáis miedo, Plaza & Janés, Barcelona 1982, p. 16.

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1948, cuando contaba 28 años, fecha en la que finaliza en el Angelicum (Roma) la tesis doctoral en teología sobre La fe en S. Juan de la Cruz, bajo la dirección de Garrigou Lagrange4. De todos modos, ya entonces comenzaron a emerger algunos rasgos propios de su peculiar visión intelectual. Ante todo, encontramos su primera toma de contacto con un tema que sería central en todo su filosofía posterior: la experiencia y la vivencia subjetiva. Y también resulta significativa la discusión que al parecer mantuvo con Garrigou-Lagrange por su rechazo a considerar a Dios como objeto5 . Posteriormente, de vuelta en Polonia, su visión tomista se enriquecería con el contacto con las tres corrientes de tomismo que por aquel entonces prevalecían en este país: el tomismo tradicional, cuya figura principal era el profesor de metafísica Stanislaw Adamczyk; el tomismo existencial, que respondía a un tomismo renovado con las aportaciones de Maritain y Gilson y con aperturas fenomenológicas, cuyo representante principal fue el profesor Swiezawski, y una versión polaca del tomismo trascendental de Lovaina liderada por Mieszyslaw Krapiec. De todos modos, para una variación significativa en la orientación de su pensamiento, hay que esperar a su tesis de filosofía sobre Max Scheler: Valoración sobre la posibilidad de construir la ética cristiana sobre las bases del sistema de Max Scheler (1954)6. Este momento fue central 4 K. WOJTYLA, Doctrina de fide apud S. Joannem a Cruce (1948). Versión esp.: La fe según san Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1979, trad. e int. de A. Huerga. 5 Cfr. R. BUTTIGLIONE, El pensamiento de Karol Wojtyla, cit., p. 62. 6 Está publicada en español con el título: Max Scheler y la ética cristiana, BAC, Madrid 1982, trad. de G. Haya.

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en su evolución intelectual y él mismo lo ha reconocido en diversas ocasiones: «Debo verdaderamente mucho a este trabajo de investigación [la tesis sobre Scheler]. Sobre mi precedente formación aristotélico-tomista se injertaba así el método fenomenológico, lo cual me ha permitido emprender numerosos ensayos creativos en este campo. Pienso especialmente en el libro Persona y acción. De este modo me he introducido en la corriente contemporánea del personalismo filosófico, cuyo estudio ha tenido repercusión en los frutos pastorales»7. Al estudiar a Scheler, Karol Wojtyla descubrió un panorama nuevo al que no había tenido acceso en sus estudios romanos: la filosofía contemporánea en una versión especialmente interesante, la fenomenología realista de Scheler. El interés de esta vía radicaba en su posibilidad de integración con el pensamiento cristiano tradicional y, en particular, con el tomista, que era el que, en aquel momento, el joven Wojtyla profesaba. De hecho, el objetivo de su tesis consistió en intentar determinar la validez de la teoría scheleriana para la ética cristiana. Su conclusión fue la siguiente. El esquema de Scheler, en cuanto tal, como estructura, era incompatible con la ética cristiana, entre otras cosas por su concepción actualista de la persona y por su emocionalismo, pero Scheler utilizaba un método –el fenomenológico– que parecía particularmente útil y productivo; además, proponía temas novedosos muy aprovechables para renovar la ética: la importancia de los modelos, el recurso a la experiencia moral, etc.8. 7 JUAN PABLO II, Don y misterio, BAC, Madrid 1996, p. 110. Cfr. también K. WOJTYLA, El hombre y su destino (4ª ed., a cargo de J. M. Burgos y A. Burgos), Palabra, Madrid 2005, p. 168. 8 Cfr. K. WOJTYLA, Max Scheler y la ética cristiana, cit., pp. 216-129.

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Este momento es crucial en el pensamiento de Wojtyla, puesto que le permitió acceder al conocimiento profundo de la tradición fenomenológica, que constituye, junto con el tomismo, el soporte central de su filosofía. En adelante, inició una andadura que le condujo, a través de un largo proceso de maduración, a su posición definitiva: una fusión orgánica de ambas desde una perspectiva personalista que tiene, a su vez, dos fuentes diversas. La primera es la experiencia personal (uno de los elementos recurrentes de su pensamiento). «Mi concepto de persona, «única» en su identidad, y del hombre, como tal, centro del Universo, nació de la experiencia y de la comunicación con los demás en mayor medida que de la lectura»9. La segunda es la filosófica: el personalismo recibido a través de Mounier, Maritain y otros. Elaborar una visión personal le llevó tiempo y, por eso, puede advertirse con facilidad una evolución en su filosofía que le condujo paulatinamente desde un tomismo más bien clásico, que puede apreciarse, por ejemplo, en sus primeros escritos de ética, a la formulación de un pensamiento original y sintético, que toma elementos de sus dos fuentes fundamentales, pero sin reducirse ni identificarse con ninguna de ellas. Un ejemplo puede bastar como muestra de esta evolución: su posición sobre el método fenomenológico10. Su primer contacto con este método se produjo al realizar la tesis A. FROSSARD, No tengáis miedo, cit., p. 16. Sobre este tema cfr. el certero estudio de R. GUERRA, Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla, Caparrós, Madrid 2002, y J. M. BURGOS, The method of Karol Wojtyla: a way between phenomenology, personalism and metaphysics, Analecta Husserliana (en prensa). 9

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sobre Scheler y su conclusión fue la siguiente: «el papel de este método es secundario y meramente auxiliar»11. Wojtyla sostiene aquí la tesis clásica del tomismo respecto a la fenomenología. El método fenomenológico –desprovisto de su impulso idealista– puede ser asumido como un eficaz medio de enriquecer la exploración de la realidad. Pero tal exploración se detiene en el nivel externo y superficial y los datos que aporta deben ser anclados e integrados en la estructura metafísica, que es la esencial. Por eso es secundario. Pero, años más tarde, en sus escritos de madurez, el planteamiento es muy diferente. En concreto, en un texto breve de 1978, pero muy importante, La subjetividad y lo irreductible en el hombre, afirma: «Por su naturaleza, la experiencia se opone a la reducción, pero esto no significa que se escape de nuestro conocimiento. La experiencia requiere ser conocida de modo diverso, se puede decir con un método, mediante un análisis que sea tal que revele y muestre su esencia. El método del análisis fenomenológico nos permite apoyarnos sobre la experiencia como algo irreductible. Este método no es en absoluto solo una descripción que registra los fenómenos (fenómenos en sentido kantiano: como los contenidos que caen bajo nuestros sentidos). Apoyándonos sobre la experiencia como algo irreductible nos esforzamos en penetrar cognoscitivamente toda la esencia. De este modo captamos no solo la estructura subjetiva de la experiencia por su naturaleza, sino también su vínculo estructural con la subjetividad del hombre. El análisis fenomenológico sirve, por consiguiente, para la comprensión transfenoménica y sirve también para reve11

K. WOJTYLA, Max Scheler y la ética cristiana, cit., p. 218.

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lar la riqueza propia del ser humano en toda la complejidad del compositum humanum»12. Como se puede observar, el método ya no es meramente un paseo por la superficie fenoménica de la realidad, sino el procedimiento para sacar todo el partido a la experiencia y penetrar «toda la esencia». Tiene, por tanto, un alcance trans-fenoménico. Entre estas dos expresiones han pasado 24 años, tiempo en el que Wojtyla no solo ha modificado su percepción del análisis fenomenológico, sino que también, en alguna medida, lo ha transformado, dándole un alcance especial que le capacita para analizar con toda la profundidad necesaria la fuente de su antropología: la experiencia que el hombre tiene de sí mismo y de los otros. Así pues, la posición filosófica definitiva de Wojtyla –y el ejemplo lo muestra de manera fehaciente– es un personalismo forjado de una raíz fenomenológica y otra tomista al que accede a través de un largo período de reflexión. A continuación expondremos los contenidos principales de su filosofía siguiendo un orden cronológico, puesto que, además de facilitar la comprensión de su itinerario intelectual, guarda una unidad temática bastante consistente. Las áreas-períodos en las que vamos a agrupar su pensamiento son cuatro: 1) la ética; 2) el amor humano; 3) la antropología y 4) la frustrada transición hacia una filosofía interpersonal y social. Existe también un Wojtyla teólogo, que no consideramos en el presente escrito, y también se dejan de lado algunos desarrollos de su pensamiento filosófico, que se pueden encontrar en Encíclicas como 12 K. W OJTYLA , La subjetividad y lo irreductible en el hombre, en El hombre y su destino, cit., pp. 37-38.

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Familiaris consortio o Laborem exercens porque plantean un problema hermenéutico impropio de un texto introductorio.

La Escuela ética de Lublin Wojtyla comenzó por la ética entre otras cosas porque fue nombrado profesor de esta materia en la universidad católica de Lublin donde impartió diferentes cursos a lo largo de los años 1954-196113. En sus reflexiones y en las clases que dictaba partía, sobre todo, de su posición tomista, pero la respuesta que esta daba a muchas cuestiones intelectuales y existenciales le resultaba en parte insatisfactoria. Intuía que debía existir alguna dificultad importante no resuelta, que algún punto no debía estar bien planteado. Por otra parte, Scheler le había mostrado, precisamente en la ética, que existía otro camino dentro del realismo; que la ética podía evolucionar sin traicionar los principios de la filosofía clásica y del cristianismo, pero también sin ligarse estrictamente a unas posiciones que, en la medida en que no evolucionaban, se tornaban obsoletas, perdiendo el agarre en la vida y la capacidad de motivación. Este es el origen de lo que posteriormente se ha denominado escuela ética de Lublin14 y cuyo objetivo fundamental fue integrar el tomismo con la fenomenología. El líder de esta escuela fue Karol Wojtyla, que reunió en torno suyo un importante grupo de colaboradores, entre los que se puede 13 La lista de los cursos se encuentra en G. WEIGEL, Biografía de Juan Pablo II, cit., p. 175. 14 Cfr. J. M. PALACIOS, La Escuela ética de Lublin y Cracovia, «Sillar» (1982), pp. 55-66.

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mencionar a Stanislaw Grygiel, Jozef Tischner, Marian Jaworski y Tadeus Styczen, quien le sucedería en la cátedra de ética. Otros docentes que trabajaron en estrecho contacto con él y que merecen ser mencionados son: Jerzy Kalinowski, filósofo del derecho que se trasladó después a Lyon; Marian Kurdzialek, historiador de la filosofía antigua; Feliks Berdnarski, estudioso de ética (que iría más tarde a Roma, como Grygiel) y Stanislaw Kaminski, profesor de epistemología. Wojtyla no elaboró un texto sintético con los resultados intelectuales de su grupo de investigación por lo que sus aportaciones hay que recolectarlas en los diferentes artículos publicados durante esos años, si bien esa tarea ha sido facilitada por la publicación de diversas colecciones que recogen esos trabajos. En concreto, la colección en español más extensa de sus artículos de ética se ha publicado bajo el título de Mi visión del hombre15 que se completa con sus estudios de antropología recogidos bajo el título El hombre y su destino16 y los de ética bajo el de El don del amor17. Su producción se puede dividir en tres áreas principales. La primera es el análisis y confrontación con las posiciones éticas de sus cuatro autores de referencia en este terreno: Tomás de Aquino, Kant, Hume y Scheler. En estos estudios, muy analíticos y detallados, Wojtyla tiende a reducir al mínimo el aparato crítico, aunque es patente que ha frecuentado y medi15 Cfr. K. WOJTYLA, Mi visión del hombre (6ª ed. a cargo de J. M. Burgos y A. Burgos), Palabra, Madrid 2006. 16 Cfr. K. WOJTYLA, El hombre y su destino (4ª ed. a cargo de J. M. Burgos y A. Burgos), Palabra, Madrid 2005. 17 Cfr. K. WOJTYLA, EL don del amor (5ª ed. a cargo de J. M. Burgos y A. Burgos), Palabra, Madrid 2006.

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tado asiduamente el pensamiento de los autores sobre los que diserta. No podemos entrar en el detalle de estos estudios, pero resulta especialmente central una observación que realiza a la ética tomista en un texto de 1961, El personalismo tomista, y que constituye el marco de fondo que alimenta su renovación personalista y fenomenológica: la necesidad de incorporar la dimensión subjetiva a la ética asumiendo la transformación conceptual que ello conlleva. Afirma Wojtyla, en concreto, que «la concepción de la persona que encontramos en santo Tomás es objetivista. Casi da la impresión de que en ella no hay lugar para el análisis de la conciencia y de la autoconciencia como síntomas verdaderamente específicos de la persona-sujeto. Para santo Tomás, la persona es, obviamente, un sujeto, un sujeto particularísimo de la existencia y de la acción, ya que posee subsistencia en la naturaleza racional y es capaz de conciencia y de autoconciencia. En cambio, parece que no hay lugar en su visión objetivista de la realidad para el análisis de la conciencia y de la autoconciencia, de las que, sobre todo, se ocupan la filosofía y la psicología modernas. (…) Por consiguiente, en santo Tomás vemos muy bien la persona en su existencia y acción objetivas, pero es difícil vislumbrar allí las experiencias vividas de la persona»18. Otro gran tema de Wojtyla es la justificación de la ética frente a sus múltiples enemigos: el hedonismo, el empirismo (Hume), o, en un sentido muy diverso, el apriorismo kantiano. Para el empirismo, la ética en cuanto tal no existe, se reduce propiamente a la consecución del placer y a la instrumentali18 K. WOJTYLA, El personalismo tomista (1961), en Mi visión del hombre, cit., pp. 311-312.

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zación de la inteligencia en beneficio de la voluntad; el problema que plantea Kant es el contrario: un rotundo y nítido formalismo moral sin contenidos. Para superar estas objeciones, Wojtyla recurre con profundidad y originalidad a la noción de experiencia moral19. La ética, explica, no surge de ninguna estructura externa al sujeto, no es una construcción mental generada por presiones sociológicas, nace de un principio real y originario: la experiencia moral, la experiencia del deber, pero no entendida en modo kantiano, como la estructura formal de la razón práctica, sino en un sentido profundamente realista, como la experiencia que todo sujeto posee –en cada acción ética concreta– de que debe hacer el bien y debe evitar el mal. «Tomando la experiencia de la moralidad como punto de partida de la ética, estamos aceptando un cierto sistema de presupuestos. Esta decisión surge de la necesidad de salir del callejón sin salida del empirismo extremo y del apriorismo y, al mismo tiempo, implica una aceptación del punto de partida empírico de la ética»20. De este modo, Wojtyla intenta superar graves inconvenientes en la fundamentación y formulación de la ética. Ante todo, las objeciones del empirismo y del positivismo. Este pretende construirse solo sobre lo dado, sobre los hechos, y Wojtyla, aceptando en parte sus planteamientos, le ofrece justamente un «hecho», pero humano: la experiencia de la moral. Y, por ser un hecho, esta experiencia no hay que demostrarla, 19 T. STYCZEN, Karol Wojtyla: filósofo-moralista, en K. WOJTYLA, Mi visión del hombre, Palabra, Madrid 2006, pp. 127-128. 20 K. WOJTYLA, El problema de la experiencia en la ética (1969), en Mi visión del hombre, cit., p. 331, y K. WOJTYLA, El problema de la separación de la experiencia y el acto en la ética de Kant y Scheler (1957), en Ibíd., pp. 185-219.

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sino simplemente constatarla a partir de la experiencia del hombre. No es, pues, ya necesario ningún tipo de justificación de la moral, lo que hay que hacer es explicarla, pues la moral se justifica por sí misma en la medida en que existe. De aquí se sigue también otra consecuencia. Si la ética es, fundamentalmente, reflexión sobre esta experiencia, es también al mismo tiempo e inevitablemente autónoma (lo cual no quiere decir totalmente independiente), puesto que no necesita de otra ciencia para acceder a su punto de partida. La experiencia moral, la experiencia del bien y el mal, es una experiencia común y originaria, accesible a todo hombre e irreductible a cualquier otra categoría filosófica. Si los hombres entienden qué es el bien y qué es el mal se debe exclusivamente a que lo han experimentado interiormente. Aquí es donde se encuentra el origen de la ética, lo que supone, en términos de teoría de las ciencias, que es sustancialmente autónoma con respecto a cualquier otra ciencia (y a la metafísica, en particular) ya que no toma de ninguna sus contenidos, sino de una experiencia antropológica originaria. Esta es otra de las grandes propuestas teóricas de la ética de Lublin. Wojtyla estuvo siempre muy interesado por la metaética y se propuso elaborar un texto sistemático sobre estas cuestiones en colaboración con Styzcen. Pero tal texto nunca se concluyó y solo se ha publicado en forma de borrador con el título de El hombre y la responsabilidad y el aclarativo subtítulo de Estudio sobre el tema de la concepción y de la metodología ética21. El borrador lo envió a Styzcen en 1972 y se publicó por 21 K. WOJTYLA, El hombre y la responsabilidad (1991), en El hombre y su destino, cit., pp. 219-295.

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primera vez en polaco en 1991. La impresión que se tiene es que Wojtyla intentaba exponer de manera unificada muchas adquisiciones de la ética de Lublin. Si hubiese llegado a puerto, quizá hoy tendríamos un Persona y acción ético. Wojtyla aborda en este escrito, desde una perspectiva ya muy madura, los temas centrales en la estructuración de la ética como ciencia: la moralidad, el carácter práctico de la ética, el carácter normativo, la norma personalista, etc. Se trata de un estudio riquísimo en perspectivas y en novedades, pero formulado de modo incompleto. Consideraremos solo un punto a modo de ejemplo. Para determinar la esencia de la ciencia ética, Wojtyla acude primero a la ética clásica y la presenta como una ciencia práctica que propone la realización del bien a través del primer principio práctico: bonum est faciendum. Pero, asumiendo este esquema, como es habitual en él, da un paso más y propone una visión más amplia en la que incluye elementos procedentes de la filosofía moderna por dos motivos: 1) considera necesaria la ampliación de los rasgos del hecho moral; 2) piensa que hay que plantearse la aparición de una nueva pregunta previa al primer principio: «¿Qué es lo bueno y qué es lo malo y por qué?». De estas premisas, argumenta Wojtyla, surge una nueva concepción de la ética que se convierte en una ciencia normativa y solo indirectamente práctica. Este planteamiento, que considera «una revolución», se caracteriza por dar una nueva consistencia a la premisa menor del silogismo práctico, «x es bueno», frente a la perspectiva clásica, que se centra en «haz x». Un producto secundario, continúa, sería la aparición de la «praxeología» como ciencia que no solo busca que se realicen las cosas, sino entender el modo en el que se realizan. 200

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El tercer tema central en los análisis éticos de Wojtyla es su intento de conexión de la ética con la vida personal. En línea con la corriente contemporánea que ha propuesto una transición de la ética de la tercera persona a la ética de la primera persona, Wojtyla entiende que la moral no puede reducirse a un conjunto de normas que obliguen desde una perspectiva heterónoma: deben implicar emocional y vitalmente al sujeto pues, de otro modo, este acabará prescindiendo, más pronto o más tarde, de unas reglas que se ven exclusivamente como una imposición coactiva que llega desde fuera y no está suficientemente justificada. Wojtyla ha profundizado en este punto desde diversas perspectivas que giran en torno a un perno central: el análisis del acto ético de la voluntad22, un preludio a su magna obra Persona y acción. Señalaremos solo dos puntos. Critica a Scheler por su concepción actualista de la persona y señala que el acto perfecciona realmente al sujeto, constituyendo así un motivo central justificativo de la acción ética al que denomina perfectivismo. La acción ética no se realiza por un imperativo externo, sino porque el sujeto intuye que mediante ella se perfecciona y alcanza la plenitud como hombre. En esta misma línea, y ahora siguiendo a Scheler, resalta la importancia de los modelos en la vida ética, en cuanto que constituyen ejemplos que se presentan a las personas con la fuerza de lo existente y posible, superando la abstracción inevitable de cualquier planteamiento teórico, aunque se trate de una ciencia práctica.

22 K. WOJTYLA, El problema de la voluntad en el análisis del acto ético (1957), en Mi visión del hombre, cit., pp. 153-183.

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Amor y responsabilidad (1960) El segundo tema importante que abordó durante sus primeros años de filósofo fue el del amor humano, una cuestión que nunca abandonaría. También aquí el punto de partida no fue un problema académico sino, como explica con sencillez en Cruzando el umbral de la esperanza, el fruto de una necesidad y de una experiencia. «En aquellos años, lo más importante para mí se había convertido en los jóvenes, que me planteaban no tanto cuestiones sobre la existencia de Dios, como preguntas concretas sobre cómo vivir, sobre el modo de afrontar y resolver los problemas del amor y del matrimonio, además de los relacionados con el mundo del trabajo (...). De nuestra relación, de la participación en los problemas de su vida nació un estudio, cuyo contenido resumí en el libro titulado Amor y responsabilidad»23. Amor y responsabilidad24 es un texto muy importante pues solo existe otro libro de filosofía escrito y diseñado enteramente por Karol Wojtyla, Persona y acción. Temáticamente consiste en una reflexión sobre la estructura del amor humano en la que se intenta conjugar tomismo y fenomenología. El tomismo es su matriz de base, la fenomenología proporciona el tono y la temática, la perspectiva. Se encuentra aquí ya in nuce lo que desarrollaría de una manera sistemática y programática en Persona y acción. Apuntaremos ahora algunas ideas específicas. 23 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 198. 24 La mejor edición en español es la de Palabra, Madrid 2008 (a cargo de J. M. Burgos), trad. de D. Szmidt y J. González.

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Ante todo, el punto de partida: la persona. Los estudios sobre la castidad en la ética cristiana habían estado generalmente condicionados por su perspectiva negativa y casuística25. Wojtyla entendía, por el contrario, que la moral sexual cristiana solo podría ser acogida por los hombres, si la encontraban en su propio interior en la forma de un principio positivo, estimulante e integrador, no como un mero freno externo a sus tendencias. Su propuesta de solución consistió en integrar la sexualidad en el contexto global de las relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer. Planteadas las cosas de este modo, la sexualidad dejaba de ser automáticamente un impulso biológico para convertirse en una tendencia que relaciona a dos personas: el hombre y la mujer. Ese era el marco adecuado para entender las relaciones sexuales: la complementariedad personal entre el hombre y la mujer, no el instinto de procreación o el deseo de satisfacer impulsos sexuales. Quedaba por determinar las características de esta relación, para lo cual elaboró el concepto de «norma personalista». Frente al hedonismo utilitarista, que admite que el hombre y la mujer puedan «usarse» recíprocamente si esto les proporciona placer sexual, Wojtyla apela al principio kantiano de no instrumentalización del sujeto, pero elevándolo y transformándolo en una regla positiva de inspiración cristiana: la norma personalista, que sostiene que «la persona es un bien tal que solo el amor puede dictar la actitud apropiada y valedera respecto de ella»26. 25 Cfr. K. WOJTYLA, La experiencia religiosa de la pureza (1953), en El don del amor, cit., pp. 69-81. 26 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, cit., p. 51. Sobre el tema véase U. FERRER, La conversión del imperativo categórico kantiano en norma personalista, en J. M. BURGOS, La filosofía personalista de Karol Wojtyla, cit., pp. 57-69.

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Para Wojtyla, en definitiva, la moral sexual solo puede entenderse en el marco de la relación interpersonal entre el hombre y la mujer regida por la ley del amor. De esa base sí que puede surgir una teoría de la sexualidad comprensible, justificable e incluso estimulante. Y esa es justamente la tarea que afronta Amor y responsabilidad. Baste decir aquí que Wojtyla –utilizando el método fenomenológico– recorre las etapas, modalidades y deformaciones del amor (concupiscencia, benevolencia, amistad, emoción, pudor, continencia, templanza, ternura, etc.) y sienta unas bases sólidas, aunque ampliables y mejorables, de una teoría personalista del amor sexual que debe confluir en el matrimonio como su expresión plena. Es de reseñar, por último, que su particular visión del matrimonio y de la familia –ahondada y reelaborada– acabaría influyendo en la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, que repensó la teología del matrimonio, y en las catequesis sobre el amor humano predicadas por Juan Pablo II al comienzo de su pontificado, que corresponden en realidad a un texto escrito antes de ser elegido Sumo Pontífice.

Persona y acción (1969) Persona y acción es sin duda su obra maestra, por lo que conviene señalar la existencia de un debate en torno a su texto auténtico. Se editó por primera vez en polaco en 1969 con el título de Osoba i Czyn. Más adelante, en 1979, fue publicada una edición inglesa preparada por M. T. Tymieniecka que se presentó como texto «definitivo» y que apareció, traducida al inglés, con el títuto de The Acting Person, en el volumen X de 204

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Analecta Husserliana. La polémica surgió porque algunos denunciaron la existencia de modificaciones de importancia que lo acercaban demasiado a la fenomenología debido a la excesiva influencia de Tymieniecka en la edición del texto. El hecho parece haberse confirmado, por lo que esta edición ha quedado desacreditada. A partir de aquí, se han sucedido las ediciones en diversas lenguas y dependiendo de originales diversos, lo que dificulta el seguimiento del problema. El detalle de esta polémica y de su trascendencia lo proporciona, entre otros, Guerra27, pero en el contexto de este escrito basta indicar que actualmente se considera definitiva la 3ª edición polaca publicada con el título: Osoba i czyn oraz inne studia antropologiczne28. Persona y acción es un escrito riquísimo29 en el que confluyen dos planteamientos fundamentales. El primero es una deriva natural de sus investigaciones éticas que le fueron conduciendo poco a poco a una convicción profunda: la ética necesitaba disponer de un poderoso sustrato antropológico porque no era posible elaborar una concepción potente de la moral, es decir, del bien de la persona, sin tener, simultáneamente, una concepción antropológica igualmente potente de la persona, ya que ambas –aun manteniendo la originalidad Cfr. R. GUERRA, Volver a la persona, cit., pp. 198-203. Towarzystwo Naukowe KUL, Lublin 1994 que, junto a su traducción italiana, se puede encontrar en Persona e atto. Testo polacco a fronte, Bompiani, Milan 2001. El texto italiano coincide completamente –salvo mínimas variaciones– con la edición publicada por la Libreria Editrice Vaticana en 1982, que es la que usamos como referencia en este texto al no existir una edición en español suficientemente fiable. 29 Cfr. J. M. BURGOS, La antropología personalista de Persona y acción, en J. M. BURGOS (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, cit., pp. 117-143. 27

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epistemológica de la ética– se coimplican muy profundamente. Esto significaba que el repensamiento de la ética que Wojtyla había comenzado solo podía llevarse a cabo de manera radical a través de un repensamiento de la antropología. Si no, el proyecto quedaría inconcluso. El segundo planteamiento procede de otra convicción igualmente arraigada: la necesidad de integrar la filosofía del ser y de la conciencia o, de modo más concreto, de unificar tomismo y fenomenología, porque solo de la fusión de ambas podía surgir la filosofía del futuro. Y ¿qué mejor oportunidad para afrontar ese proyecto que la búsqueda de una nueva fundamentación antropológica? Persona y acción, por tanto y en definitiva, responde a un doble objetivo: solventar una necesidad de sus investigaciones éticas y fundir tomismo y fenomenología en una nueva formulación antropológica de cuño personalista. Wojtyla afrontó el tema con su característica radicalidad y profundidad que, por otro lado, era imprescindible pues no pretendía meramente innovar, sino refundar la arquitectura de la antropología. Por eso, Persona y acción es una empresa titánica. A continuación se exponen sintéticamente algunas de las novedades que aporta. 1. Contrariamente al procedimiento clásico, Wojtyla llega a la persona a través de la acción, la acción es la que revela a la persona, y no al revés. Esta perspectiva le será especialmente útil en su proyecto renovador, porque le permitirá superar el esquema clásico de elaboración de conceptos así como llevar al límite las potencialidades del método fenomenológico. «Este planteamiento del problema, completamente nuevo en relación a la filosofía tradicional (y por filosofía tradicional se entiende aquí la filosofía pre-cartesiana y sobre 206

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todo la herencia de Aristóteles y, en la tradición del pensamiento católico, la de S. Tomás de Aquino), me ha impulsado a emprender un intento de reinterpretación de algunas formulaciones características de toda aquella filosofía»30. El acceso a la persona a través de la acción, por ejemplo, rompe de partida con la estaticidad tendencial del tomismo que, primero, considera a la persona y, después, como algo importante pero secundario, considera la acción. En Wojtyla, por el contrario, el autodinamismo del sujeto está presente desde el inicio. 2. Wojtyla usa su concepto de experiencia como instrumento metodológico para acercar, integrar y superar las posiciones enfrentadas del objetivismo (verdad sin sujeto) y de la filosofía de la conciencia (sujeto sin verdad). «La experiencia del hombre, con la característica separación, solo propia de él, del aspecto interior del exterior, parece estar en la raíz de la potente escisión de las dos principales corrientes del pensamiento filosófico, de la corriente objetiva y de la subjetiva, de la filosofía del ser y de la conciencia. [Y justamente por eso] debe nacer la convicción de que cualquier absolutización de uno de los dos aspectos de la experiencia del hombre debe ceder el puesto a la exigencia de su recíproca relativización»31. 3. El proyecto de integración antropológico que supone Persona y acción incluye una transición del actus humanus tomista al acto de la persona, en el que se integran todas las dimensiones antropológicas del sujeto32. K. WOJTYLA, Persona e atto, LEV, Roma 1982, p. 13. K. WOJTYLA, Persona e atto, cit., p. 38. 32 Cfr. Ibíd., p. 45. 30 31

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4. La conciencia se extiende del mero conocimiento de las propias acciones (posición clásica) a la vivencia de tales acciones (modernidad) y se entiende como «un aspecto esencial y constitutivo de toda la estructura dinámica de la persona»33. Una muestra más de su proyecto de integración entre clasicismo y modernidad. 5. Un punto clave es la tematización e integración de la subjetividad. Wojtyla intenta formalizar intelectualmente su vívida percepción de la interioridad del sujeto, una cuestión que se retrotrae a su primer encuentro con la filosofía en el que se enfrentaron su sensibilidad poético-literaria y el formalismo tomista. Aquí, la conciencia como autovivencia genera la vía para la elaboración temática de la subjetividad, y esta, a su vez, despeja el camino para la consideración del yo como centro unificador del sujeto. Todo ello, por supuesto, sin renunciar a la plataforma óntica realista que proporciona el tomismo. 6. La libertad no es solo elección, sino autodeterminación de la persona a través de sus elecciones, lo cual resulta antropológicamente posible por la estructura de autodominio y autoposesión característica de la persona. El tema se encuentra ampliamente desarrollado en los caps. III y IV de Persona y acción, titulados, respectivamente, «Estructura personal de la autodeterminación» y «Autodeterminación y realización». 7. Cuerpo, psique, sentimientos. Son otros de los muchos temas –propios de la tradición personalista– que incorpora Wojtyla a la reflexión clásica y que se afrontan sobre todo en la parte tercera de Persona y acción: «La integración de la 33

Ibíd., p. 51.

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persona en el acto». El hombre es un ser corporal (Marcel, Mounier, Marías), lo que significa que la estructura de la persona está mediada por el cuerpo; la tematización de la psique, por su parte, favorece la consideración activa de la corporalidad y elimina el riesgo de un dualismo fáctico (alma-cuerpo) al incorporar una dimensión intermedia que modula a ambas (Frankl). La afectividad (en la línea de von Hildebrand y Scheler) se asume desde una perspectiva altamente positiva. No se trata simplemente de un mecanismo antropológico irredento que deban controlar las facultades superiores (inteligencia, voluntad), sino del modo en que el sujeto se vive a sí mismo. Cabe reseñar, por último, que Wojtyla publicó posteriormente a Persona y acción algunos estudios antropológicos novedosos en los que insistía en puntos especialmente significativos para él como lo irreductible en el hombre34, en el que reivindica la radical especificidad de lo personal, o la profundización en el concepto, sugerente pero poco explorado, de la autoteleología35, con el que intenta ampliar la teleología aristotélica de tal modo que dé cabida a la autorreferencialidad del sujeto.

La posición filosófica de Karol Wojtyla La novedad y originalidad de Persona y acción ha hecho surgir un debate sobre la filiación ideológica de este texto y, en último término, de Wojtyla, puesto que esta es su obra princi34 Cfr. K. WOJTYLA, La subjetividad y lo irreductible en el hombre (1978), en El hombre y su destino, pp. 25-39. 35 K. WOJTYLA, Trascendencia de la persona en el obrar y autoteleología del hombre (1976), en El hombre y su destino, cit., pp. 133-151.

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pal y de madurez. La determinación de dicha filiación tiene dos niveles, uno sencillo y fácil de establecer y otro de gran complejidad y sobre el que existe diversidad de opiniones. En el primer nivel, Persona y acción aparece como un libro mezcla o resultado de dos perspectivas: la tomista y la fenomenológica, punto indiscutible no solo porque resulta evidente de su lectura, sino porque es afirmado expresamente por el autor: «El autor de este estudio debe todo a los sistemas de la metafísica, de la antropología y de la ética aristotélico-tomista de un parte y, de la otra, a la fenomenología, sobre todo en la interpretación de Scheler y, a través de la crítica de Scheler, también a Kant»36. El segundo nivel de interpretación, que es el discutido, versa sobre el peso concreto que tiene cada uno de esos elementos en la obra final, discusión que se asienta tanto en la complejidad del problema como en una cierta ambigüedad de Wojtyla, que tiende a alabar ambas perspectivas haciendo difícil dar más peso a una que otra. Un ejemplo concreto se puede observar en el texto que acabamos de citar en el que, después de señalar que debe «todo» a la filosofía clásica, añade que tiene otra fuente de inspiración igualmente relevante37. En este segundo nivel, las interpretaciones principales sobre su obra son tres. Persona y acción sería un texto noveK. WOJTYLA, Persona e atto, cit., p. 14. Existe mucha bibliografía al respecto pero sigue resultando paradigmática la discusión pública que se realizó en Polonia a raíz de la publicación de Persona y acción, ya que en ese debate se plantearon muchos de los grandes temas que después se han hecho canónicos en la interpretación de su pensamiento. Además, el mismo Wojtyla respondió expresamente a algunas objeciones. El debate está recogido en «Analecta Cracoviensa» 5/6 (1973-74). El resumen de la discusión lo elaboró Szostek. Un comentario en español se encuentra en R. GUERRA, Volver a la persona, cit., pp. 262 y ss. 36

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doso de orientación básicamente: 1) tomista; 2) fenomenológico y 3) personalista. El adjetivo «básicamente» es importante pues –colmo acabamos de decir– establecer una adscripción exclusiva no estaría justificado, y prueba de ellos es que abundan las clasificaciones intermedias y originales. Para Woznicki, se trataría de un «personalismo existencial» «enteramente basado en la metafísica de la persona humana de santo Tomás»; para Gallowski, de un «tomismo fenomenológico»; para Modras, de un «personalismo tomista», etc.38. El grupo que sostiene la filiación tomista de Wojtyla se apoya en su referencia constante a la doctrina metafísica y antropológica de Tomás de Aquino, y entiende que la influencia de la fenomenología en su pensamiento sería superficial y se limitaría a un enriquecimiento temático. Wojtyla tomaría de la fenomenología su reconocida virtud de permitir un acercamiento más rico que el método tradicional a determinados ámbitos de la realidad, pero sin que afectara a la estructura profunda de su pensamiento, que continuaría siendo tradicional. Este grupo, de todos modos, reconoce una novedad en Wojtyla no siempre fácil de integrar en el tomismo. Lobato, por ejemplo, afirma que: «Wojtyla es un tomista de fondo, aunque sea a veces un crítico de los modos de presentarse el tomismo contemporáneo», pero añade: «creo que en su obra hay más fenomenología que metafísica y ello va en detrimento de la filosofía de la persona, que solo se puede elaborar con rigor metafísico»39. Reale, por su parte, si bien sostiene que la metafísica y 38 Cfr. M. J. FRANQUET, Persona, acción y libertad. Las claves de la antropología en Karol Wojtyla, Eunsa, Pamplona 1996, pp. 47 y ss. y 133 y ss. 39 A. LOBATO, La persona en el pensamiento de Karol Wojtyla, «Angelicum», 66 (1979), pp. 208-209.

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antropología tradicional mantienen para Wojtyla todo su valor y que el análisis fenomenológico se limitaría a confirmarlo, añade después –si bien no lo desarrolla– que estaría proponiendo una metafísica de la persona distinta de la metafísica del ser y de tipo platónico. Por ello, la edición italiana de las obras de Wojtyla lleva el título de Metafisica della persona40, lo cual, dicho sea de paso, resulta bastante desafortunado, pues, independientemente de la interpretación que se haga de su filosofía, el dato cierto es que Wojtyla no dedicó atención a la metafísica hasta el punto de que no hay textos suyos sobre ella. De ahí que resulte bastante chocante que se agrupen sus escritos bajo un tema que no le interesó especialmente. Quienes opinan que Wojtyla es fundamentalmente un fenomenólogo entienden, por el contrario, que la influencia de la fenomenología en su pensamiento habría sido tan profunda que le habría alejado de los modos de pensar del tomismo, convirtiéndole en un autor moderno. Como comprobación bastaría hacer un elenco de los temas no presentes en el tomismo que, sin embargo, constituyen los ejes centrales de Persona y acción, como el yo, la autodeterminación, la subjetividad, etc. o atender a la metodología filosófica utilizada. Esta es la perspectiva, de algunos fenomenólogos pero sobre todo de tomistas –entre los que cabe resaltar a sus colegas polacos– que entienden que esta obra se aleja de manera sustancial de los parámetros tomistas. Para Krapiec, por ejemplo, el punto de partida elegido por Wojtyla sería insuficiente para describir adecuadamente la estructura ontológica de la persona; Kalinowski rechazaría incluso el apelativo de filosófico para Per40 Cfr. G. REALE, Saggio introduttivo, en K. WOJTYLA, Metafisica della persona (a cura di G. Reale e T. Styczen), Bompiani, Milano 2003.

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sona y acción ya que estaría centrado en la descripción y no en la explicación; Kaminski rechazaría el valor cognoscitivo de la experiencia wojtyliana, etc.41. Por último, la tercera línea de pensamiento sostiene que el Wojtyla maduro de Persona y acción no podría adscribirse ni a la corriente tomista ni a la fenomenológica porque le separan de ambas una distancia excesiva. Aquí se encuadran algunos fenomenólogos como Tymieniecka, otros estudiosos como Franquet y en general el grupo de pensadores personalistas que entienden que su pensamiento es una antropología original de corte personalista (Buttiglione, Burgos, Merecki, Franquet, Guzowski, Rostworowski42, Guerra, etc.). Por un lado, las constantes referencias a una fundamentación ontológica le alejan de las principales corrientes fenomenológicas, si se exceptúa la fenomenología realista de Von Hildebrand y Scheler (este último, con matices). Tymieniecka, una importante fenomenóloga que conoció muy de cerca la obra filosófica de Juan Pablo II, lo reconoce expresamente. «Persona y acción, que apareció en 1979, al comienzo de su papado, condujo a este filósofo, algo minusvalorado en su nativa Polonia, al centro del interés y de la controversia. Facciones filosóficas dentro de la Iglesia, en particular, estudiosos y seguidores de Tomás de Aquino, por un lado, y estudiosos orientados hacia la fenomenología, por el otro, reclamaron su pertenencia a sus respectivos puntos de vista. Pero la verdad del asunto es que Persona y acción presenta una reflexión verdaderamente original que no debería ser identificada 41 Cfr. AA.VV., Discussion sur l’ouvrage du Cardinal Karol Wojtyla intitulé «Osoba y czyn», en «Analecta Cracoviensia» 5/6 (1973-1974), pp. 265-272. 42 T. ROSTWOROWSKI, Il problema gnoseologico nell’opera Persona e atto di Karol Wojtyla, Pontificia Universitas Gregoriana, Roma 1989.

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con ninguna doctrina popular»43. Esta gran originalidad es la que, por el otro lado, impide que su obra pueda ser considerada, sin más, algún tipo de tomismo. Las diferencias temáticas y, sobre todo, estructurales son tan grandes que los tomistas clásicos no se sienten a gusto con esta obra de Wojtyla, no saben cómo encuadrarla en su esquema de pensamiento y, en consecuencia, no la usan, dato muy significativo sobre el grado de alejamiento entre Persona y acción y el tomismo clásico. Por último, y ya en sentido positivo, las referencias al personalismo son constantes a lo largo de todos sus escritos. No solo en Persona y acción que no es otra cosa que el intento sistemático de forjar una antropología novedosa sobre el concepto de persona y cuya temática es completamente personalista, sino en toda su obra, comenzando por Amor y responsabilidad, en cuyo prólogo a la primera edición, afirma: «la totalidad de las reflexiones contenidas en el presente libro tienen carácter personalista», y lo corrobora en el prólogo a la segunda edición con palabras diversas: «La reflexión basada en las citadas fuentes nos conduce a un enfoque personalista de la problemática sexual-conyugal, lo cual nos indica la concepción principal del libro»44. Y así hasta llegar a las obras de sus últimos años como ¡Levantaos! ¡Vamos!, en las que reconoce su deuda con esta filosofía: «para mí ha sido de gran ayuda el personalismo, en el que he profundizado en mis escritos filosóficos»45 o recuerda que en 43 A.-T. TYMIENIECKA y R. DUNCAN, Karol Wojtyla, between phenomenology and scholasticism, en Phenomonology world-wide, Kluwer Academic Press, p. 487. 44 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, cit., p. 22. 45 JUAN PABLO II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, Plaza & Janés, Barcelona 2004, p. 69.

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el Concilio, durante la elaboración de la Gaudium et spes en la que intervino activamente: «yo hablé del personalismo»46. Por todo ello resulta indudable, a nuestro juicio, que el modo adecuado de describir su pensamiento maduro es el de una filosofía o antropología personalista, fruto de una síntesis original de tomismo y fenomenología. Aquí se encuentra el núcleo de su posición filosófica, de sus intereses y de sus escritos significativos y maduros. Wojtyla es, fundamental y esencialmente, un filósofo personalista. No creo que pueda haber, a fecha de hoy, dudas serias sobre este punto. Sí pueden caber discrepancias de matiz en torno al modo concreto de denominar esta posición, que varía entre los que la entienden como una fenomenología realista de orientación personalista (Guerra), como un pensamiento típicamente personalista ya que coincide con las categorías clave de esta filosofía (Burgos)47 o, simplemente, como una antropología y ética personalista, pero no perteneciente en sentido estricto a ninguna escuela (Merecki)48. Estas variaciones, ciertamente sutiles, dependen en buena medida de la interpretación específica que se dé del personalismo, pero se sitúan ya en un orden distinto, de matización dentro de la escuela personalista. Por último, y para completar el cuadro, habría que añadir que esta antropología personalista se enmarca y habita en una concepción global ligada a la filosofía del ser que constituiría de algún modo su «horizonte trascendental» y que estableIbíd., p. 146. Cfr. J. M. BURGOS, El personalismo, Palabra, Madrid 2003, pp. 168194, y cap. 1 de este libro. 48 Cfr. J. MERECKI, El tomismo de Karol Wojtyla, Universidad Católica de Valencia, Valencia 2007. 46 47

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cería el punto de conexión con escritos pontificios posteriores, como la encíclica Fides et ratio (1998). En la obra filosófica de Wojtyla existen numerosas indicaciones de este aprecio por el marco metafísico de la filosofía del ser49, si bien nunca detalladas pues, como hemos dicho, no dedicó ningún escrito a la metafísica, ya que lo que le interesaba era la persona. Esta podría ser, pues, una síntesis global y definitiva de su postura filosófica: una antropología y ética personalista integradas en el horizonte de la filosofía del ser.

El camino truncado: la filosofía interpersonal y social Uno de los puntos que más se han criticado de Persona y acción es la escasa atención que dedica a las relaciones interpersonales, algo que resulta especialmente llamativo, si se considera que se trata de un texto de línea personalista. De hecho, solo se encuentran algunos elementos poco elaborados –algo que, por otra parte, el mismo Wojtyla reconoce– en el último capítulo del libro, titulado Participación. Este es el origen de un debate interesante que ha suscitado diversas interpretaciones50. Para algunos, esto permitiría incluso borrar a Wojtyla de la lista de pensadores personalistas ya que este título solo podría ser reivindicado por el pensamiento dialó49 Cfr., por ejemplo, JUAN PABLO II, Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios, La Esfera de los Libros, Madrid 2005, p. 26. 50 Un tratamiento bastante completo de la cuestión se encuentra en la parte IV de J. M. BURGOS (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, cit.: «Sujeto y comunidad: la estructura de la relación interpersonal», con intervenciones de K. Guzowski, J. M. Coll, C. Ortiz de Landázuri y J. Urabayen.

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gico. Para la mayoría, se trataría de una carencia específica de este libro indicadora de su orden de prioridades: primero la persona, luego la relación interpersonal. Wojtyla, en efecto, siempre habría estado interesado por la interpersonalidad. Basta señalar que Amor y responsabilidad, su primera obra filosófica, es un estudio sobre el amor entendido como relación interpersonal entre el hombre y la mujer. Lo que sucede simplemente es que en Persona y acción se habría centrado en la persona individual, dejando para más adelante la cuestión de la interpersonalidad. La interpretación correcta es la segunda, pues el mismo Wojtyla lo afirma. De hecho, una de las críticas que se le planteó en el debate polaco (por L. Kuc) fue justamente esta: Persona y acción comenzaba por la persona individual, no por la relación. Su respuesta, explícita, fue que advertía la magnitud de la observación pero que estimaba que la metodología de Persona y acción era correcta porque existía una prioridad de la persona frente a la intersubjetividad, posición que reafirmó de manera explícita en la versión definitiva de este texto. «En la discusión publicada en «Analecta Cracoviensia» (…) se hizo una contrapropuesta sustancial y metodológica con respecto a Persona y acción. Según esta contrapropuesta, el conocimiento fundamental del hombre como persona sería el que emerge de su relación con las otras personas. El autor, aun apreciando el valor de este tipo de conocimiento, después de haber reflexionado sobre las objeciones, mantiene, de todos modos, la opinión de que un sólido conocimiento del sujeto en sí mismo (de la persona a través del acto) abre el camino para una comprensión más profunda de la intersubjetividad humana. Sin categorías como las de ‘la autoposesión’ y ‘el auto217

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dominio’, jamás podríamos entender en la adecuada proporción a la persona en su relación con las otras personas»51. En definitiva, Wojtyla «llegó tarde» a la tarea de pensar sistemáticamente la relación interpersonal, pero no porque no la valorase, sino porque valoraba más a la persona individual. Por eso, se centró inicialmente en la estructura persona-acto, y solo cuando consideró que estaba analizada y resuelta con la profundidad suficiente, se decidió a afrontar la interpersonalidad, cuyos desarrollos más interesantes se encuentran expuestos en el importante artículo: La persona: sujeto y comunidad52. Wojtyla parte en este texto del dato de la persona-sujeto, y estudia cómo se constituye de modo más pleno a través de la relación interpersonal, utilizando el arma metodológica que tanto resultado le dio en Persona y acción: la transición de la acción a la persona. Estudia en dos momentos cómo la acción interpersonal repercute en los sujetos y construye las realidades interpersonales. El primer momento lo constituye la relación Yo-tú, la dimensión interpersonal de la comunidad. Su idea básica es que el yo se constituye como sujeto (no como suppositum) a través del tú y, por eso, el tú no es solo la expresión de una separación, sino la constitución de una unidad. La versión negativa o enferma de esta relación es la alienación, concepto muy en boga en esos momentos por la influencia marxista, y que analiza en otros lugares53. El segundo momento es la constitución del «nosotros» o dimensión social de K. WOJTYLA, Persona e atto, cit., pp. 306-307. Cfr. K. WOJTYLA, La persona: sujeto y comunidad (1976), en El hombre y su destino, cit., pp. 41-109. 53 Cfr. K. WOJTYLA, ¿Participación o alienación? (1975) en El hombre y su destino, cit., pp. 111-131. 51 52

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la comunidad, que va más allá de la mera relación entre dos personas. Wojtyla entiende que existe, de algún modo, un sujeto colectivo diferente de los sujetos individuales y, para caracterizarlo, realiza una nueva transferencia metodológica de los resultados de Persona y acción. Lo que busca, en este caso, es que ese «nosotros» no se convierta en una entidad opaca e inhumana y, para lograrlo, transfiere la idea de subjetividad personal –que evitaba ese problema en la antropología individual– al «nosotros» colectivo, dotándole de una cierta interioridad, personalidad o subjetividad social. Esta idea se puede encontrar mucho más tarde en documentos pontificios que reclaman, por ejemplo, el reconocimiento de la «subjetividad social» de la familia (se vea, por ejemplo, su encíclica Familiaris consortio). Esta fue, sin embargo, su última gran aportación. Este escrito está publicado 2 años antes de su elección como Pontífice, que interrumpió su carrera filosófica. En este último período encontramos también artículos importantes sobre la familia entendida como communio personarum54, sobre la cultura55, etc., lo que refuerza la tesis de que Wojtyla, una vez sentados los fundamentos antropológicos y éticos, estaba desplazando su atención al tratamiento de la interpersonalidad y de la filosofía social o, en opinión de Buttiglione, hacia «una filosofía de la praxis»56. Pero no hubo lugar para más. En 1978 K. WOJTYLA, La familia como communio personarum. Ensayo de interpretación teológica (1974-1975), en El don del amor, cit., pp. 227-269. 55 K. WOJTYLA, El problema del constituirse de la cultura a través de la «praxis» humana, en El hombre y su destino, cit., pp. 187-203. 56 Cfr. R. BUTTIGLIONE, El pensamiento de Karol Wojtyla, cit., pp. 336 y ss. Algunos trabajos que exploran estas últimas aportaciones son A. POLAINO, La filosofía personalista de Karol Wojtyla en el ámbito del trabajo, y D. MELÉ, La empresa como comunidad de personas. El pensamiento de Karol Wojtyla 54

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fue elegido Sumo Pontífice con el nombre de Juan Pablo II y, a pesar de que nunca abandonaría sus inquietudes intelectuales, supondría el fin de su carrera filosófica. Bibliografía filosófica selecta a) Obras de Karol Wojtyla a.1) Libros — La fe según san Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1979. — Max Scheler y la ética cristiana, BAC, Madrid 1982. — Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008. — Persona y acción, BAC, Madrid 2007; Persona e atto, LEV, Roma 1982. — Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994. — Don y misterio, BAC, Madrid 1996. — Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios, La Esfera de los Libros, Madrid 2005.

a.2) Artículos relevantes — La experiencia religiosa de la pureza (1953), en El don del amor, pp. 69-81. — El problema de la separación de la experiencia y el acto en la ética de Kant y Scheler (1957), en Mi visión del hombre, pp. 185-219. — El problema de la voluntad en el análisis del acto ético (1957), en Mi visión del hombre, pp. 153-183. — El personalismo tomista (1961), en Mi visión del hombre, pp. 303-321. — El problema de la experiencia en la ética (1969), en Mi visión del hombre, pp. 321-352. constrastado con otras visiones de la empresa, en J. M. BURGOS (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, cit., pp. 145-165 y pp. 315-328.

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— La familia como communio personarum. Ensayo de interpretación teológica (1974-1975), en El don del amor, cit., pp. 227-269. — ¿Participación o alienación? (1975), en El hombre y su destino, cit., pp. 111-131. — Trascendencia de la persona en el obrar y autoteleología del hombre (1976), en El hombre y su destino, cit., pp. 133-151. — La persona: sujeto y comunidad (1976), en El hombre y su destino, cit., pp. 41-109. — El problema del constituirse de la cultura a través de la «praxis» humana (1977), en El hombre y su destino, cit., pp. 187-203. — La subjetividad y lo irreductible en el hombre (1978), en El hombre y su destino, cit., pp. 25-39. — El hombre y la responsabilidad (1991), en El hombre y su destino, cit., pp. 219-295.

a.3) Recopilaciones de escritos — Mi visión del hombre. Hacia una nueva ética (edición de J. M. Burgos y A. Burgos), Palabra, Madrid 20066. — El hombre y su destino. Ensayos de antropología (edición de J. M. Burgos y A. Burgos), Palabra, Madrid 20054. — El don del amor. Escritos sobre la familia (edición de J. M. Burgos y A. Burgos), Palabra, Madrid 20065.

b) Estudios sobre Karol Wojtyla — AA.VV., Discussion sur l’ouvrage du Cardinal Karol Wojtyla intitulé «Osoba y czyn», en «Analecta Cracoviensia» 5/6 (1973-74), pp. 265-272. — AA. VV., Karol Wojtyla: filosofo, teologo, poeta, LEV, Roma 1984. — BURGOS, J. M., El personalismo, Palabra, Madrid 20032. — BURGOS, J. M. (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, Palabra, Madrid 2007. — BURGOS, J. M., The method of Karol Wojtyla: a way between phenomenology, personalism and metaphysics, Analecta Husserliana (en prensa).

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— BUTTIGLIONE, R., El pensamiento de Karol Wojtyla, Encuentro, Madrid 1982. — FERRER, P., Intuición y asombro en la obra literaria de Karol Wojtyla, Eunsa, Pamplona 2007. — FRANQUET, M. J., Persona, acción y libertad. Las claves de la antropología en Karol Wojtyla¸ Eunsa, Pamplona 1996. — FROSSARD, A., No tengáis miedo, Plaza & Janés, Barcelona 1982. — GUERRA, R., Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla, Caparrós, Madrid 2002. — LOBATO, A., La persona en el pensamiento de Karol Wojtyla, «Angelicum», 66 (1979), pp. 165-210. — MERECKI, J., El tomismo de Karol Wojtyla, Universidad Católica de Valencia, Valencia 2007. — PALACIOS, J. M., La Escuela ética de Lublin y Cracovia, «Sillar» (1982), pp. 55-66. — PALAU, G. M., La autorrealización según el personalismo de K. Wojtyla, EDUCA, Buenos Aires 2007. — REALE, G., Saggio introduttivo, en K. WOJTYLA, Metafisica della persona (a cura di G. Reale e T. Styczen), Bompiani, Milano 2003, pp. VII-C. — ROSTWOROWSKI, T., Il problema gnoseologico nell’opera Persona e atto di Karol Wojtyla, Pontificia Universitas Gregoriana, Roma 1989, 68 págs (excerpta de tesis). — STYCZEN, T., Karol Wojtyla: filósofo-moralista, en K. WOJTYLA, Mi visión del hombre, Palabra, Madrid 2006, pp. 117-134. — SZULC, T., El papa Juan Pablo II. La biografía, Martínez Roca, Barcelona 1995. — TYMIENIECKA, A.-T. y DUNCAN, R., Karol Wojtyla, between phenomenology and scholasticism, en Phenomonology world-wide, Kluwer Academic Press, pp. 486-491. — WEIGEL, G., Biografía de Juan Pablo II. Testigo de esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1999.

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Humanismo historiográfico y humanismo filosófico Existen dos acepciones fundamentales del término humanismo, una de orden historiográfico y otra de orden filosófico. La noción historiográfica es precisa y se refiere a las corrientes, sobre todo, literarias que surgieron en el ámbito de los cambios que condujeron al Renacimiento. En este sentido, suele ser común distinguir entre Renacimiento y Humanismo. Por Renacimiento se entiende el movimiento general que conduce de la Edad Media a una nueva época que se caracteriza, entre otras cosas, por el interés renovado por el hombre y el concepto de dignidad humana, por las humanidades (ética, poesía, elocuencia, artes), por la creatividad, la capacidad de dominar la naturaleza, los nuevos horizontes culturales y geográficos, el sentido de la historia, el acrecentamiento de la curiosidad intelectual, etc. Dentro de este marco general, el humanismo y los humanistas lo constituyen más precisamente aquellos estudiosos que se vuelcan con esta nueva visión en los estudios sobre el hombre y en las humanidades1. Una característica central es el interés reno1 El término humanismo es tardío. Aparece por primera vez en la obra de NIETHAMMER, Der Streit des Philanthropismus und des Humanismus

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vado por los clásicos griegos y romanos pero también por todos aquellos dominios en los que el hombre aparece y destaca. Marsilio Ficino, Pico della Mirándola y Jacques Lefèvre d’Étaples son algunos de los humanistas más importantes de la primera hora. Después vendrán los tres grandes humanistas de los siglos XV-XVI: Erasmo, Moro y Luis Vives2. La otra acepción posible de humanismo es filosófica y, en ese caso, a diferencia de la historiográfica, resulta más ambigua. Por humanismo cabe entender en este caso una determinada concepción del hombre que especifica cuál es su esencia, su lugar en el mundo y su destino y que lógicamente variará según quién la formule. Desde esta perspectiva cabría hablar, en definitiva, de tantos humanismos como antropologías. De todos modos, dentro de esta ambigüedad estructural es posible establecer una línea de fuerza que le dé un contenido más preciso a esta noción y que surge en dependencia de la acepción historiográfica. El humanismo del Renacimiento se forjó en cierta medida en contraposición con la Edad Media. Aparecía como una reivindicación de lo humano frente a una época en la que se había concebido de un modo excesivamente unilateral como medio para alcanzar y glorificar lo divino. Frente a la exaltación medieval de Dios y de lo religioso, el Renacimiento y los humanistas querían alzar otra época (nueva) en la que se reivindicaba lo humano como valor en sí mismo sin dependencia directa de lo religioso. Esta reivindicación no se hacía in der theorie des Erziehungsunterrichs unserer Zeit (1808). Sin embargo, los autores renacentistas ya se consideraban a sí mismos humanistas. 2 Cfr. A. FONTÁN, Erasmo-Moro-Vives: el humanismo cristiano europeo, Nueva Revista, Madrid 2002.

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en absoluto contra Dios, pues la mayor parte de los humanistas eran cristianos, pero sí supuso un punto de inflexión trascendental en la historia europea que liberó fuerzas profundas que seguirían después su propio curso. De este modo, el concepto de humanismo quedó marcado históricamente por dos notas. En primer lugar, como señala Heidegger, ya no podrá calificarse como humanismo cualquier antropología, sino solo aquellas que reivindiquen el valor intrínseco del hombre y de lo humano3. En segundo lugar, el humanismo surge en cierta contraposición con la religión y lo eclesiástico, aparece como un esfuerzo por liberar al hombre de un abrazo excesivamente agobiante del mundo religioso. Esta segunda característica se irá radicalizando con el paso del tiempo hasta llegar, a partir de la Ilustración, a una abierta oposición y enfrentamiento. Ya no se trata solo de que el hombre debe tener a raya la religión para que esta no absorba lo humano, sino de que el hombre solo puede afirmarse auténticamente como tal en contra de la religión y de Dios. Feuerbach representa la paradigmática formalización de esta teoría al afirmar que el hombre no solo proyecta en Dios y en lo religioso las infinitas posibilidades que alberga de modo potencial y latente la especie humana, sino que Dios es esa misma proyección. En realidad, Dios no existe, solo es la consolidación conceptual de lo que el hombre, como colectividad, puede lograr. «El fundamento de esto es que lo positivo, lo 3 Heidegger remarca también la variabilidad del término: «Si se entiende generalmente bajo humanismo el esfuerzo por que el hombre sea libre para su humanidad y encuentre en ella su dignidad, entonces variará el humanismo según la concepción de la ‘libertad’ y de la ‘naturaleza’» (M. HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Taurus, Madrid 1969, p. 16).

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esencial en la intuición o determinación del ser divino es exclusivamente humano; por eso, la intuición del hombre en cuanto que objeto de la conciencia solo puede ser negativa, adversa al hombre. Para enriquecer a Dios, debe empobrecer al hombre; para que Dios sea todo, el hombre deber ser nada»4. Se llega de este modo a la oposición frontal entre humanismo y religión característica de muchos pensadores de los últimos siglos (Marx, Nietzsche, Sartre, etc.). La reivindicación de lo humano pasa por una aniquilación de lo religioso porque dar algo a Dios supone quitárselo al hombre, al enajenar y alienar en un ser ficticio lo que el hombre (individual o colectivamente) puede lograr. El humanismo del siglo XX se perfila así, en algunos de sus pensadores más relevantes, como un humanismo programáticamente ateo, es decir, como un humanismo que debe sistemáticamente rechazar a Dios y a la religión para afirmar al hombre, para evitar que el hombre caiga en las neblinas irracionales y antiguas de lo religioso y, en vez de desplegar de manera consciente y lúcida todas sus posibilidades, las ceda de manera irresponsable a un ser que no es más que la proyección virtual de una idea que él mismo concibe.

Del humanismo ateo al humanismo cristiano Resulta fácilmente comprensible que esta formulación del humanismo fuera inaceptable para los intelectuales cristianos del siglo XX y también que diera lugar a un complejo y 4 Cfr. L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Trotta, Madrid 1995, pp. 76-77.

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profundo proceso de reacción y reflexión. Las preguntas a las que había que responder eran numerosas. Ante todo aparece una cuestión básicamente histórico-cultural: ¿Cómo era posible que el humanismo, iniciado por cristianos, se hubiese acabado definiendo por oposición a la religión y al cristianismo? Y esta pregunta, a su vez, abría otro amplio abanico de cuestiones: ¿se oponían en realidad humanismo y cristianismo?, ¿podía el cristianismo prescindir del humanismo? De entre los numerosos análisis histórico-culturales que se han hecho sobre este complejo problema, sobresalen dos: los elaborados por De Lubac y Maritain5. En El drama del humanismo ateo, De Lubac postuló, a partir del análisis fundamentalmente del pensamiento de Feuerbach, Comte y Nietzsche, la imposibilidad de un verdadero humanismo sin Dios y su resultado inevitable: la disolución de lo humano. «No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano»6. Jacques Maritain realizó en Humanismo integral un análisis parecido pero añadiendo una propuesta, la de una nueva cristiandad basada en un nuevo humanismo, en concreto, en un humanismo integral7. Maritain concedió parte de razón a los humanistas del Renacimiento. La Cristiandad Medieval se había preocupado 5 Cfr. también H. U. VON BALTHASAR, El problema de Dios en el hombre actual, Guadarrama, Madrid 1966. 6 H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo (1943), Epesa, Madrid 1967, p. 11. 7 Cfr. cap. 10.

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por erigir el Reino de Dios en la tierra, pero ese reino no siempre había sido también (al menos teóricamente) el reino del hombre. Lo humano se entendía como un instrumento al servicio de lo divino en multitud de órdenes. En el ámbito del poder, los Papas coronaban (o excomulgaban) a los Emperadores y «el brazo secular» ejecutaba sanciones eclesiásticas; en el terreno intelectual, la filosofía era la «ancilla theologiae» y la sabiduría se concentraba en las Facultades Teológicas; en el espiritual la santidad estaba reservada a los religiosos, etc. Resultaba entonces lógica (y necesaria) la reivindicación de lo humano en cuanto tal, por sí mismo y no como mero instrumento. Y esa fue la gran empresa y la gran meta del Renacimiento. Ahora bien, esa empresa, que partía inicialmente de una justa separación y reivindicación de autonomía, fue derivando paulatinamente hacia una contraposición y negación de lo religioso. No solo el hombre debía evitar que la religión tuviera un peso excesivo, sino que debía rechazarla y hostigarla porque le disminuía y le anulaba. El hombre solo podía alzarse y construirse a sí mismo, si se afirmaba frente a Dios. Y aquí es donde se inicia la tragedia del humanismo nacido en el Renacimiento. Porque el hombre, ciertamente, es un valor en sí mismo, es la realidad más digna sobre la tierra8, pero esa dignidad solo encuentra su perfección última en la relación con Dios. Es cierto que la religión y la trascendencia no pueden absorber todas las energías de la persona porque la vacían de contenido reduciéndola a una cáscara sin vida, 8

MÁS DE

«Persona significat id quod est perfectissimun in tota natura» (TOAQUINO, S. Th., I, q. 29, a. 3).

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pero el hombre tampoco se puede afirmar en contra de la trascendencia porque entonces pierde la referencia básica de su existir. Por eso, Maritain propuso como solución un humanismo integral capaz de anudar las razones del Renacimiento y del Medioevo. «En este nuevo momento de la historia de la cultura cristiana, afirma, la criatura no sería desconocida ni aniquilada ante Dios, tampoco sería rehabilitada sin Dios o contra Dios; sería rehabilitada en Dios. A la historia del mundo solo le queda una salida (quiero decir, un régimen cristiano): que la criatura sea verdaderamente respetada en su enlace con Dios y porque todo lo tiene de él. Humanismo, sí, pero humanismo teocéntrico, enraizado allá donde el hombre tiene sus raíces; humanismo integral, humanismo de la Encarnación»9.

Humanismo cristiano: definición y contenidos En el contexto histórico-cultural que da origen a estas reflexiones es cuando surge por primera vez la noción de humanismo cristiano10. Antes, probablemente, no había resultado necesario. Ahora, con esa nueva expresión se quiere afirmar, por lo menos, dos tesis: 1) el cristianismo no se opone al hombre ni lo empobrece, por eso es lícito hablar de un humanismo, es decir, de una reivindicación de lo humano compati9 J. MARITAIN, Humanismo integral. Problemas temporales y espirituales de una nueva cristiandad (1936), Palabra, Madrid 1999, p. 104. 10 Cfr. F. HERMANS, Historia doctrinal del humanismo cristiano, Fomento de Cultura Cristiana, Valencia 1961.

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ble con la religión y con el cristianismo; 2) el cristianismo tiene además un mensaje específico sobre el hombre que procede de la Revelación. No se trata, por tanto, solo de que la religión y la trascendencia sean necesarias, sino que el cristianismo tiene un modo específico de entender al hombre que proporciona precisamente el contenido del humanismo cristiano. El humanismo cristiano, por tanto, se puede describir en primera aproximación como la visión del hombre que tiene el cristianismo añadiendo, además, que esa visión implica una alta valoración de lo humano, no una postura negativa, recelosa o de mera subordinación a la religión. ¿Es entonces equivalente a la antropología teológica? ¿A la visión del hombre que proviene de la Revelación? En principio podría parecer que sí. Si el humanismo cristiano consiste en la visión que el cristianismo tiene del hombre y la antropología teológica es precisamente la formulación teológica del mensaje revelado por Dios acerca del hombre, cabría deducir que ambos conceptos son idénticos. Sin embargo, aunque los puntos de conexión son muy amplios, hay diferencias de matiz importantes que no se pueden desestimar con facilidad. Hay, en primer lugar, una diferencia metodológica. La antropología teológica es una disciplina teológica que se desarrolla, por tanto, en el marco de la fe. Es, consecuentemente, una reflexión básicamente interna del cristianismo en el que este se explica a sí mismo qué es lo que Cristo ha dicho sobre el hombre. Pero el humanismo cristiano no puede ser metodológicamente solo una teología, puesto que de ese modo quedarían fuera de su alcance numerosas áreas del conocimiento: derecho, literatura, arte, etc. Y, por otro lado, no podría establecer un diálogo en similitud de condiciones con otros humanismos. 230

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La segunda diferencia se refiere a los contenidos. ¿Cuál es el nivel de concreción y determinación al que puede llegar la antropología teológica? O, más en concreto: ¿Puede hacer afirmaciones específicas sobre temas como la libertad, la afectividad o la inteligencia o debe mantenerse en el nivel de las afirmaciones generales sobre los rasgos esenciales del hombre? Es una cuestión compleja pero que apunta a un límite de la teología: la dificultad de llegar, manteniendo la perspectiva estrictamente teológica, a desarrollos específicos sobre temas estrictamente humanos, como pueden ser la corporalidad, la relación hombre-mujer o la estructura de las relaciones familiares. Se pueden, sí, hacer afirmaciones de principio que son centrales en la comprensión de algunas de esas realidades pero su formulación y desarrollo están ligados a una comprensión específica de lo humano que no puede proceder solo del saber teológico, sino de la experiencia. El humanismo cristiano, por tanto, no puede ser solo teología, debe ser, en todo caso, teología encarnada en una época y en una cultura determinada o, más precisamente, cristianismo encarnado en las entrañas de un determinado período de la historia. Y es que, en definitiva, el cristianismo es más que teología, es el desarrollo de la Encarnación de Cristo (Dios y Hombre) a través de los siglos, un desarrollo que influye simultáneamente en todas las dimensiones del hombre: corporales, psíquicas y espirituales. Y es en este despliegue integral de la Encarnación donde debe buscarse el humanismo cristiano o, dicho de otro modo, los rasgos humanos del cristianismo. De aquí se deduce una posible definición más precisa de humanismo cristiano: la exposición sapiencial-filosófica de la visión que el cristianismo tiene del hombre, de su 231

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estructura antropológica, de sus ansiedades, ambiciones, fracasos y esperanzas. Una visión que incluye también lo que el cristianismo espera de la miseria y grandeza del hombre y de su alma. ¿Es posible precisar los contenidos de esta visión? Lo es, ciertamente, aunque dentro de un determinado margen de ambigüedad o pluralismo al que después nos referiremos. El humanismo cristiano supone una valoración específica de cada persona, independientemente de su raza, sexo o condición social porque cada persona vale la sangre de Cristo que se ha encarnado por todos y cada uno de los hombres. Implica una estima elevada de la libertad, de la capacidad de decisión individual. Cada persona está sola ante su destino y es responsable de él, lo cual rompe la circularidad del tiempo y de la historia característica de la mentalidad griega. Avanzamos hacia un futuro que no ha sucedido y que está, al menos en parte, en manos de los hombres. Supone una exaltación del amor desconocida para otras culturas y una visión realista del conocimiento dependiente, a su vez, del concepto de creación, del mundo como realidad creada por Dios y entregada al hombre. Ese Dios Creador es fundamento de la norma moral, pero no solo a nivel externo como regla heterónoma, sino como regulación interna que debe seguir para alcanzar su felicidad. Si el hombre rompe esa regla, no solo va contra su propia conciencia y contra su felicidad, sino que, además, peca, se alza en alguna medida contra Dios, pero este Dios no es justiciero y vengativo, sino amoroso y providente, se preocupa no solo por el destino de la humanidad en general, sino por el de cada hombre. Por eso se justifica el optimismo cristiano, la visión esperanzada ante la vida, a pesar de que el cristiano no 232

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esté más libre que otros de la muerte, el dolor o la enfermedad. Y es que el hombre, en última instancia, tiene un alma inmortal, vive en el tiempo pero lo supera y su final no se agota en esta tierra, sino que es portador de una semilla eterna que algún día florecerá11. Este es un posible resumen de los contenidos del humanismo cristiano o, en otros términos, de la concepción que el cristianismo tiene del hombre, expresada en términos no estrictamente teológicos sino filosófico-sapienciales. Y estos son los temas que se pueden encontrar por ejemplo en las síntesis de los grandes teólogos y filósofos medievales, especialmente en la obra de santo Tomás. En estos autores laten y están presentes, en el marco de su obra fundamentalmente teológica, los elementos esenciales de un profundo humanismo cristiano, es decir, de una visión positiva del hombre comprensible en términos no declaradamente teológicos y enraizada en el cristianismo.

La evolución del humanismo cristiano El humanismo cristiano es necesariamente unitario porque la concepción que el cristianismo tiene de sí mismo implica que el mensaje revelado por Cristo es inalterable. La Re11 Evidentemente, esta descripción no pretende ser exhaustiva sino dar una idea relativamente precisa de las características principales del humanismo cristiano. Un desarrollo de estos temas junto con la explicación de su origen cristiano y la diferencia con otras culturas, como la griega, se encuentra en la fundamental obra de E. GILSON, El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid 1981.

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velación se cierra con la muerte del último apóstol, por lo que no puede cambiar ni modificarse sustancialmente. Puede evolucionar nuestra comprensión de ese mensaje o su formulación (Newman), pero no su contenido. De ahí que los rasgos esenciales del humanismo cristiano que acabamos de mencionar no puedan cambiar. Pero el humanismo cristiano no existe fuera del tiempo, se formula en cada época según la concepción que los hombres de ese momento histórico tienen de sí mismos y del cristianismo, y por eso necesariamente evoluciona. Y esa evolución puede llegar a ser relevante porque no hay que infravalorar lo que supone la palabra formulación. Formular significa delimitar, seleccionar, relacionar, jerarquizar; significa, en definitiva, construir una visión estructurada a partir de unos elementos que, si bien son inalterables, pueden tener diferente peso e importancia y comprenderse de modos diversos12, etc. Y, al final, el resultado global puede ser significativamente diferente. El humanismo que estaba inscrito en las filosofías y teologías medievales era, ciertamente, un humanismo cristiano, pero –como advirtieron los renacentistas– ponía un excesivo énfasis en el carácter trascendente de la vida y de la historia y se centraba demasiado en el más allá, ofreciendo al hombre la alegría de un destino eterno frente a la multiplicación de los males aquí abajo. Por eso, este humanismo sucumbió cuando la Edad Moderna ofreció al hombre una mayor estima de sí

12 Algunos de ellos pueden incluso haber pasado prácticamente inobservados en determinadas épocas históricas por la presión de costumbres sociales que se les oponen.

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mismo y una felicidad aquí abajo; una felicidad ahora que contrarrestaba el atractivo de una felicidad futura que, ciertamente, era más elevada, pero también más insegura. Por eso se hizo necesario reformularlo. Se hizo necesario ante todo pensar en la misma posibilidad de ese humanismo porque, si bien estaba presente en esas teologías, no estaba formulado explícitamente. No hay antropologías medievales explícitas, sino concepciones del hombre difusas en el marco de una reflexión teológica. Y ese humanismo, además, tuvo que confrontarse con las aportaciones antropológicas de la modernidad: subjetividad, libertad, interioridad, afirmación del hombre, creatividad del intelecto y de la mente, autonomía de lo temporal, etc. Solo una formulación del humanismo cristiano que asumiese estos principios especulativos podría ser creíble y aceptable para el hombre de nuestro tiempo.

La Gaudium et spes y la nueva formulación del humanismo cristiano ¿Disponemos hoy en día de la formulación adecuada que responda a las necesidades y aspiraciones de los hombres de nuestra época? La respuesta correcta es probablemente la de un sí matizado. El Concilio Vaticano II fue particularmente consciente de la necesidad de replantear a fondo el mensaje antropológico que la Iglesia proponía al hombre de nuestro tiempo y el resultado de esa reflexión se encuentra fundamentalmente en la Constitución Gaudium et spes. Dentro de este documento hay un texto particularmente importante que 235

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puede considerarse la clave de la nueva formulación del humanismo cristiano. Es el siguiente: «En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»13. ¿Por qué se puede indicar que se proporciona aquí la clave orientadora de un nuevo humanismo cristiano? Porque es un texto orientado no solo hacia Dios, sino también y casi principalmente hacia el hombre. En cierta medida, en la medida justa, el texto acepta el giro antropológico del Renacimiento y su consecuencia: no es el hombre quien debe justificarse ante la religión, sino que es la religión la que debe justificarse ante el hombre14. Y la «justificación» del cristianismo es la promesa de la plenitud humana: Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación», nada más lejos de la oposición que algunas de las antropologías de los siglos XIX y XX creyeron descubrir en la religión y, más en concreto, en el cristianismo. Sobre ese principio de fondo, encontramos desgranadas en la Gaudium et spes las tesis principales que el Concilio quiso transmitir a la humanidad: dignidad de la persona humana (nn. 12 y ss.), carácter comunitario de la vocación humana (nn. 23 y ss.), grandeza de la libertad (n. 17), necesidad

13 14

Gaudium et spes, n. 22. Cfr. J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia, cit.,

cap. 15.

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de superar la ética individualista (n. 30), legítima autonomía de las realidades terrestres (n. 36), dignidad del matrimonio y de la familia fundada en el amor (nn. 47 ss.), importancia de la cultura y de su promoción (nn. 53 y ss.), desarrollo económico al servicio del hombre (nn. 63 y ss.), importancia de la cooperación internacional (83 y ss.), etc. Se trata de un programa amplio y estructurado que establece los rasgos fundamentales de lo que podríamos considerar un nuevo humanismo cristiano para nuestra época. Unos rasgos que mantienen los principios básicos de formulaciones anteriores pero que modifican su tono y su melodía para que resuenen de modo atractivo y sugerente en los oídos de nuestros contemporáneos. Pero, aunque la Gaudium et spes proporcione unas bases sólidas sobre las que construir, un documento solo es un principio intelectual, nada más. Para que sus contenidos fecunden la sociedad es necesario que se hagan cultura a través de las instituciones sociales, el arte, la prensa, las formulaciones filosóficas. Y esa es una tarea que está todavía pendiente en muy buena medida. Mientras que algunos conceptos como la dignidad de la persona o la solidaridad están firmemente aceptados por el conjunto social, hay muchos otros que esperan y necesitan una elaboración o integración: la familia se encuentra parcialmente en crisis, la relación entre cristianismo y cultura continúa teniendo muchísimos problemas y lagunas, faltan doctrinas específicas y con peso en el terreno político, económico, etc. En esta tarea, el personalismo filosófico y teológico puede jugar un papel relevante. Influyó en su gestación lejana, puesto que la Gaudium et spes es, en parte, el fruto de un mo237

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vimiento intelectual de orientación personalista que concebía de un modo determinado a la persona y su relación con el mundo. E influyó en su formulación concreta15, en la terminología empleada y en contenidos tan centrales como la concepción del matrimonio basada en el amor, la autonomía de las realidades temporales, el carácter comunitario de la persona, etc. Y, por tanto, parece factible que pueda contribuir en su desarrollo e implantación. Por un lado, el personalismo tiene esa sensibilidad positiva ante los valores del mundo contemporáneo que late en esta Constitución Apostólica y, de igual modo, posee pilares que contrarrestan los déficits ideológicos de la modernidad. Además, esos recursos están formalizados y expresados en una rica reflexión antropológica que permite no solo una exposición somera, sino una profundización científica en los conceptos, una sistematización sólida y amplias posibilidades de desarrollo. Todos estos factores convierten al personalismo en una vía adecuada para implementar y desarrollar en el siglo XXI la concepción y las propuestas del Concilio Vaticano II.

Es conocido que Karol Wojtyla influyó decisivamente en la redacción del texto. Él mismo cuenta alguna anécdota explícita al respecto. Cfr. «Otro francés con el que estreché lazos de amistad fue el teólogo Henri de Lubac, S. I., que yo mismo, años después, creé cardenal. El Concilio fue un período privilegiado para conocer a obispos y teólogos, especialmente, en las comisiones. Cuando fue presentado el Esquema 13 (que después se convirtió en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et spes), yo hablé del personalismo. El padre de Lubac se me acercó y me dijo: ‘Así, así, en esa dirección». De este modo me dio ánimos y eso significó mucho para mí, que era relativamente joven» (JUAN PABLO II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, Plaza y Janés, Barcelona 2004, p. 146). 15

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IX. LAS CONVICCIONES RELIGIOSAS EN LA ARGUMENTACIÓN BIOÉTICA

El creciente proceso de secularización en las sociedades occidentales, agudizado en países como España por la toma de decisiones gubernamentales con una decidida orientación laicista, está incidiendo en el debate social extremando las tensiones entre aquellos bioéticos que apelan –implícita o explícitamente– a un fondo religioso, generalmente cristiano, y los que apelan –con mayor o menor radicalidad– a un fondo exclusivamente secularizado. Esta bipolaridad de perspectivas cobra en bioética una intensidad especial porque los temas que se discuten suelen implicar valores que afectan sustancialmente a las cosmovisiones al girar en torno al hecho radical de la vida: aborto, eutanasia, clonación, etc. A continuación vamos a analizar dos visiones secularistas muy diferentes del problema, a pesar de inspirarse en una misma matriz kantiana: la excluyente o radical de Sádaba y las abiertas o constructivas de Habermas y Rawls. El objetivo es buscar puntos de unión con las posiciones secularistas moderadas para facilitar la creación de un ámbito abierto y respetuoso de diálogo bioético y, contemporáneamente, mostrar el sectarismo excluyente del laicismo radical así como las inconsistencias de su fundamentación teórica. 239

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El laicismo excluyente de Javier Sádaba Comenzaremos por el filósofo Javier Sádaba, que expone su posición en un texto muy explícito desde el título: Principios de bioética laica1, justificándolo de esta manera: «Hablamos de bioética laica porque otros oponen una bioética teológica o confesional. Además, la materializan a través de cualquiera de las instituciones a las que tienen acceso en la sociedad. Queremos, en consecuencia, hacer hincapié en la autonomía de la ética subyacente a la bioética, en su construcción estrictamente humana. (…) No se trata de un laicismo cerrado, de una vuelta al pasado o de resucitar guerra alguna contra las religiones. Se trata, más bien, de discutir con toda la racionalidad posible. Solo estamos en contra de las intromisiones públicas no justificadas en la vida de los ciudadanos. Ni más ni menos»2. Su postura, en apariencia razonable, parece orientada a formular una bioética exclusivamente racional, pero sin ánimo de contraposición con lo religioso. Y, como teórica confirmación de esta actitud, distingue dos tipos de laicismo. El primero, característico del siglo XIX, habría sido agresivamente hostil frente a la religión; el segundo, el que él propone, se limitaría exclusivamente a «oponerse a las interferencias, en el espacio público, de las instituciones religiosas; de aquellas instituciones religiosas que intenten obtener situaciones de ventaja o de privilegio»3. Sin embargo, si pasamos de las J. SÁDABA, Principios de una bioética laica, Gedisa, Barcelona 2004. Ibíd., p. 10. 3 Ibíd., p. 75. 1 2

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afirmaciones de principio al desarrollo de la argumentación, encontramos un panorama muy diferente, por no decir opuesto. Sádaba rechaza sistemáticamente cualquier atisbo de religiosidad o de referencia a lo religioso en la bioética y lo justifica en el hecho de que la religión es una práctica no-racional y, en muchas ocasiones, simplemente irracional. Esta divergencia tan notable entre sus declaraciones iniciales, razonables y respetuosas, y sus afirmaciones de hecho levanta dudas sobre la veracidad de las primeras, pero vamos a dejar de lado las intenciones –asunto peliagudo donde los haya– y focalizarnos en algo mucho más objetivo y definible: su argumentación. Pues bien, para Sádaba, la religión es un hecho básicamente irracional por muchos motivos. El primero es la existencia de una confrontación entre ciencia y religión, porque «el progreso científico mina los fundamentos supuestamente racionales de la fe»4. Sádaba apoya esta afirmación inicialmente en la teoría evolucionista de Darwin, que habría causado una crisis insuperable en las religiones, y la refuerza posteriormente ampliándola a otros ámbitos científicos como el biomédico y, en concreto, al problema de la determinación del estatuto personal del embrión. Hay ciertamente, admite Sádaba, personas que afirman su carácter personal pero «la mayoría de la comunidad científica no opina, desde luego, del mismo modo. Pero los creyentes cristianos, por el contrario, están absolutamente convencidos de que en ese conjunto de células diminuto anida un ser humano»5. Lo mismo sucede con muchos 4 5

Ibíd., p. 65 (cursiva nuestra). Ibíd., p. 85.

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otros avances científicos hasta el punto de que resulta posible afirmar que «los desarrollos biotecnológicos van contra la línea de flotación de la estructura de las creencias custodiadas por las Iglesias»6. Especialmente reveladoras son sus conclusiones sobre la clonación. Después de presentar las propuestas de diversos científicos que se pronuncian tanto a favor como en contra de la viabilidad ética de esta nueva técnica, concluye, de manera realmente sorprendente, que, en todo caso, «conviene distinguir entre los científicos, por muy en contra que estén de la clonación, y las personas religiosas»7. La perplejidad surge porque después de exponer de modo realmente neutral las posiciones de diversos bioéticos y científicos, parece que concluye que la premisa discriminadora inicial para valorar sus opiniones y juicios es su filiación religiosa. En el caso de no tener ninguna, sus argumentos hay que tomarlos en serio, se esté de acuerdo o no con ellos; pero si la tienen, su valoración habría que descartarla automáticamente desde el comienzo. No queda entonces más remedio que preguntarse: ¿pueden existir científicos creyentes o la idea misma es un contrasentido? El segundo punto es la adscripción de una minoría de edad a las personas creyentes. Si la ciencia es lo racional, y la religión es contraria a la ciencia, parece inevitable concluir que las personas religiosas no pueden ser otra cosa que menores de edad, que, confusos y temerosos ante el avance de una razón que desmonta sus creencias, son incapaces de abandonar el «refugio de lo trascendente» (en terminología de De6 7

Ibíd., p. 69. Ibíd., p. 92.

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nett) y persisten en seguir aferrados a unas creencias –injustificables– pero que les facilitan mediante sus dogmas recorrer el complejo y oscuro camino de la vida. El hombre religioso, al encararse con los enigmas de la vida –el dolor, la ignorancia, la muerte–, no se decide a hacerles frente como lo que son, temas «estrictamente humanos», y busca respuesta en un más allá, al que se adhiere de forma irracional, «hipotecando la libertad» para instalarse en una «ciega seguridad». La consecuencia de estos planteamientos tan rotundos es necesariamente grave: la sospecha sistemática sobre la argumentación del creyente. Hay un ejemplo especialmente ilustrativo al respecto. Al tratar acerca del estatuto personal del embrión, Sádaba acude a un texto de Barahona y Antuñano 8, discute y valora sus tesis, pero concluye sorprendentemente que «la postura que estamos criticando y que en el fondo es deudora de una conciencia religiosa y no de la imparcialidad de la ciencia no es fácil de sostener»9. ¿Por qué digo que resulta sorprendente? Porque en la argumentación de estos dos autores no hay ninguna referencia de tipo religioso, sino que se limitan a apuntar una idea muy simple y completamente experimental. Si se deja crecer una célula muscular, una célula de tejido conectivo y un cigoto, solo en el último caso aparece un hombre o una mujer, lo cual únicamente puede significar que el cigoto es una persona, solo que en potencia, es decir, no completamente desarrollada. Pues bien, a pesar de que se trata de una argumentación que recurre a un dato completa-

8 M. LÓPEZ BARAHONA y S. ANTUÑANO, La clonación humana, Ariel, Barcelona 2002. 9 J. SÁDABA, Principios de una bioética laica, cit., p. 90.

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mente accesible a cualquier persona, Sádaba concluye que «en el fondo es deudora de una conciencia religiosa», de lo cual parece que se debería deducir que el razonamiento no tiene valor simplemente porque esa persona es creyente y posee una concepción trascendente de la persona o, en otros términos, que, aunque un creyente desarrolle una argumentación científica, esta se encuentra automáticamente bajo sospecha por el mero hecho de haber sido propuesta por un creyente ya que este no puede escapar a las consecuencias de su filiación religiosa que llevan inevitablemente una marca de oposición a la ciencia y, por tanto, de irracionalidad. No se trata de ninguna extrapolación. No estoy intentando forzar su pensamiento. Sádaba mantiene esta tesis expresamente. En otro lugar, en el que se plantea la posibilidad de que el creyente reaccione ante ese rechazo y reivindique la estricta racionalidad de su argumentación, comenta. «¿Qué se puede responder a tales planteamientos? En primer lugar, que existe siempre la sospecha de que, a pesar de que usen como apoyo argumentos racionales, en el fondo están condicionados por la creencia religiosa, mirando más a Roma que a Atenas. Y, en segundo lugar, cosa del todo decisiva, que, incluso si usan los principios en cuestión de modo estricto, la última justificación siempre será teológica. Más aún, es dicha teología la que complementaría la argumentación racional, taponando las incertidumbres e inseguridades que rodean a cualquier principio moral. Pero la ética trata de mantenerse en pie sola. Aunque cojee»10.

10

Ibíd., pp. 91-92.

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Ante semejante actitud, ¿qué posibilidades le quedan al creyente para ser admitido con rango paritario en el discurso público bioético? No parece que muchas porque va a estar siempre bajo sospecha por el mero hecho de ser creyente. Aunque argumente de manera puramente racional, siempre se podrá objetar que su posición es insostenible porque «en el fondo es deudora de una conciencia religiosa». En consecuencia, ningún trabajo científico de un creyente tendrá valor ni podrá ser utilizado. Y si, dando un paso más, alguien tuviera la osadía no solo de presentarse como creyente, sino de recurrir de manera explícita a la dimensión religiosa en algún tipo de argumentación, es bastante probable que fuera social y científicamente estigmatizado por tener la irresponsabilidad e inconsciencia de recurrir a un fundamento irracional –la religión– en un asunto puramente racional la –ética–. Es más, la sociedad actuaría responsable y razonablemente al hacerlo pues estaría despejando el ámbito público de personas incapaces de gestionarlo y habilitándolo para los ciudadanos racionales y responsables. El título de este epígrafe calificaba al laicismo de Sádaba de excluyente y pensamos haberlo justificado sobradamente toda vez que pretende excluir decididamente del debate público a quien mantenga un mínimo de convicciones religiosas. Se trata de una actitud tendenciosa e injusta porque inclina la balanza social y pública exclusivamente de una parte y, como ha señalado Ollero, genera «una viciosa circularidad. Se parte implícitamente de que la religión es asunto privado. Se constata que determinados ciudadanos, de los que cabe fundadamente sospechar alberguen convicciones religiosas, discrepan en cuestiones de interés público de otros, que con245

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vierten a su vez el no tenerlas en rasgo relevante de su propia identidad. Se acaba dando por supuesto que las convicciones de estos son ‘públicas’, mientras las de aquellos se ven degradadas a meramente privadas. El círculo se cierra: un argumento –todo lo discutible que se quiera pero obviamente público– resulta expulsado de ese ámbito por su presunta connotación religiosa»11.

El problema de la racionalidad ilustrada ¿Tiene razón Sádaba? Esta es la cuestión decisiva, pues, desde un laicismo de este tipo, se podría responder a las observaciones anteriores que, si bien su postura puede parecer dura, excluyente o incluso sectaria, ello no es más que una consecuencia de un uso apropiado de la razón. El laicismo no tendría la culpa de que la religión se oponga a la razón, de que, siendo esta un asunto meramente privado, debería tratar de no inmiscuirse en los asuntos públicos y de que, en caso de que no siguiera esta recomendación, acabe sufriendo el castigo de la exclusión social. En este planteamiento hay, sin embargo, demasiadas tesis supuestas y no todas ellas correctas. Ante todo, hay que cuestionar la presunta oposición entre ciencia y religión. Tal oposición no existe. Si bien la ciencia ha planteado problemas a la religión, también es cierto lo contrario; en ocasiones, sostiene tesis que confirman su visión de la realidad. Baste pensar, por ejemplo, en la teoría del Big-bang 11 A. OLLERO, Bioderecho. Entre la vida y la muerte, Aranzadi, Pamplona 2006, p. 209 y, más en general, pp. 208-214.

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que parece hecha a molde para confirmar la visión cristiana creacionista sobre el origen del universo. Este hecho es muy importante porque desmontaría de partida la presunta irracionalidad de la religión, en la que se basa todo el discurso previo, y permitiría establecer un debate más paritario –más racional– entre las dos posiciones. Sostener de partida la irracionalidad de la religión por su presunta oposición a la ciencia –desconociendo, voluntariamente o no, y entre muchos otros factores, la existencia de numerosos científicos creyentes– conduce a poner al adversario fuera de juego desde el inicio de la partida con un movimiento que no parece suficientemente justificado. El punto central, de todos modos, es la apelación sistemática y recurrente de Sádaba a la razón. Su argumentación básica es que la ética tiene un proceder exclusivamente racional que excluye, por su propia configuración, todo aquello que pueda tener una connotación religiosa. La opción sería, en definitiva, o razón o religión. La disyunción es ciertamente radical, pero ¿está justificada? Depende del modelo de racionalidad que utilicemos. Si usamos un modelo ilustrado radical, como hace Sádaba, sí. Lo que ocurre es que no es el único modelo posible, existen múltiples modalidades de razón. En contra de lo que quizá pueda parecer y de lo que Sádaba da a entender, el término no es unívoco. McIntyre ha afrontado la cuestión mediante su concepto de tradición epistemológica12. Su tesis no consiste simplemente 12 Cfr. A. MCINTYRE, Tres versiones rivales de la ética. Enciclopedia, genealogía y tradición, Rialp, Madrid 1992, y también el estudio previo Después de la virtud. El mismo tema ha sido abordado desde otras perspectivas: los paradigmas científicos de S. Kuhn (La estructura de las revoluciones científicas, FCE, Madrid 1981), la hermenéutica de Gadamer, etc.

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en afirmar que existen diferentes modos de comprender la realidad, algo evidente, sino que existen diferentes modos de comprender nuestro modo de comprender, que existen, en definitiva, diferentes tradiciones epistemológicas que, a su vez, están asociadas a tradiciones más globales. Cada una de estas tradiciones elabora una determinada percepción de la existencia y del hombre y, dentro de ella, una determinada manera de entender lo que significa razonar. McIntyre, en concreto, ha estudiado tres: la enciclopedia, la genealogía y la tradición. Y Sádaba se enmarca plenamente en una de ellas, la de la enciclopedia, que es también la de la Ilustración y que hunde sus raíces en Kant. La racionalidad kantiana se postula ante todo como esencialmente igual para todos los hombres. Recordemos el imperativo kantiano: obra como si aquello que haces se pudiera convertir en regla universal de comportamiento. De ahí su afán y su tendencia universalista, reforzada por su formalismo característico. Las reglas de la ética deben valer para todos los hombres, un aspecto en el que insiste repetidas veces Sádaba. Pero, además, y este es el punto que nos interesa ahora, esa racionalidad se presenta como específicamente no religiosa y probablemente como atea. La postura de Kant con respecto a la religión es compleja pero, si atendemos a la obra que dedica específicamente al tema, La religión dentro de los límites de la pura razón, la actitud que se desprende no solo es claramente atea, sino hostil y agresiva, dentro, eso sí, de los márgenes posibles en una época en la que la acusación de ateísmo podía tener serias repercusiones13. 13 Cfr. J. M. BURGOS, Sobre el concepto de religión en Kant, Paideia, 722 (2005), pp. 233-249.

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Kant no solo reinterpreta sistemáticamente toda la religión en términos exclusivamente morales, sino que critica todas las manifestaciones religiosas que no se reducen a un comportamiento moral, además de detallar una larga lista de deformaciones religiosas y abusos que los diferentes credos han perpetrado a lo largo de la historia. Él mismo se cuida de precisar su postura: «Adopto en primer lugar la tesis siguiente como un principio que no necesita de ninguna demostración: todo lo que, aparte de la buena conducta de vida, se figura el hombre poder hacer para hacerse agradable a Dios es mera ilusión religiosa y falso servicio de Dios»14. En otros términos, todo lo que en la religión no se reduce a moral es ilusorio y falso o, también, la religión en cuanto religión no solo no tiene sentido para Kant, sino que es falsa y superflua en el mejor de los casos. Esta visión antirreligiosa de Kant parece, además, que puede ser confirmada por su actitud personal, según cuenta uno de sus biógrafos. «Aunque Kant había alimentado en su filosofía la esperanza de una vida eterna y de un estadio futuro, en su vida personal se había mostrado muy frío hacia esas ideas. Scheffner le había oído a menudo burlarse de las plegarias y de otras prácticas religiosas. La religión organizada lo sacaba de quicio. Para todos los que lo trataron directamente, era evidente que Kant no creía en un Dios personal. Habiendo postulado a Dios y a la inmortalidad, él mismo no creía en ninguna de estas cosas. Su meditada opinión era que tales

14 I. KANT, La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 2001, p. 206. Una valoración histórica de la posición kantiana en J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana¸ Paidós, Barcelona 2002, pp. 140 ss.

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creencias son exclusivamente una cuestión de ‘necesidades individuales’. Y Kant no sentía tal necesidad»15. Esta es la fuente de la que bebe Sádaba, que saca las consecuencias. Parte de una crítica radical de la religiosidad, que es excluida de la racionalidad, y justifica así su expulsión del ámbito público. No tiene sentido que se conceda espacio cívico a aquellas personas que sostienen posiciones irracionales. En todo caso, y ya se está haciendo con ello una concesión significativa, se puede admitir que las mantengan en foros privados, pero lo que no es admisible es que irrumpan en el foro común pues pervertirían y deformarían todo el orden social. Y, si insisten en hacerlo, tendrán que pagar el precio de dejar al margen sus opiniones religiosas, pues, en la medida en que se apoyen en ellas, estarán contaminando la reflexión racional. Aplicado a la bioética, esto significa que la persona religiosa tendrá que prescindir de estas convicciones, si quiere participar en el debate público, si quiere hacer bioética laica, es decir, bioética auténticamente racional. Pero como, evidentemente, es muy difícil prescindir por arte de magia de las propias convicciones, siempre quedará la sospecha de que, a pesar de que exhiba un discurso aparentemente racional, el creyente está apelando o sustentando sus afirmaciones en ese fondo religioso por lo que, con razón, estará siempre bajo sospecha. La racionalidad laicista radical plantea, por tanto, dos problemas de envergadura en el debate bioético, el de su verdad y el de su actitud con respecto a las posiciones discrepantes de fondo religioso. Ambas están relacionadas. El problema 15

M. KUEHN, Kant: una biografía, Acento, Madrid 2003, p. 29, cursiva

nuestra.

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de la verdad tiene dos aspectos. Uno es la validez del modelo de razón universalista de raíz kantiana. Se trata de un asunto muy interesante, pues de ahí se deduce la universalidad, al menos potencial, de las leyes morales. Y, en este sentido, hay que reconocerle a Sádaba el mérito de optar decididamente por esta universalidad en un contexto cultural en el que la opción políticamente correcta es el relativismo más o menos acentuado16. Este aspecto, sin embargo, no afecta a nuestra discusión por lo que lo dejaremos de lado. El punto central es su posición sobre la religión. Y su visión tan negativa sugiere al menos dos comentarios. El primero es que se fija tan solo en las consecuencias negativas del fenómeno religioso –que las hay– pero deja completamente de lado las positivas17. Pensar, por ejemplo, que el cristianismo solo ha influido negativamente en Occidente y, además, que su teología es débil e irracional no deja de ser una posición sesgada y reductiva. La influencia cultural del cristianismo en Occidente ha sido inmensa, lo cual no ha podido ser posible más que gracias a su potencia de significado. Además, y es el segundo punto, la aplicación de esta posición al debate público no puede más que resultar traumática. Un amplísimo porcentaje de la población occidental es cristiana y, por lo tanto, un amplio número de bioéticos. ¿Cómo se puede establecer una relación intelectual con ellos si se parte de la irracionalidad de sus convicciones? El diálogo profundo resulta prácticamente imposible. Es más, es posible

J. SÁDABA, Principios de una bioética laica, cit., p. 51, p. 54. Cfr. F. R. CHATEAUBRIAND, EL genio del cristianismo, Ciudadela, Madrid 2008. 16 17

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que se insinúe la tentación de excluirlos del debate por no considerarlos solventes, generando así una lógica discriminatoria basada en la auto-proclamación de la verdad exclusiva de las propias posiciones. ¿Es esto una postura democrática? ¿Puede surgir de ella un enriquecimiento del debate público? ¿No se corre el peligro de generar una confrontación radical pues, al no reconocer al otro su calidad intelectual, se le estimula a comportarse de la misma manera? ¿No entramos así en una mera lógica de la fuerza?

Un laicismo constructivo: Rawls y Habermas Si todas las concepciones no-religiosas plantearan posiciones radicales y excluyentes, la posibilidad de un debate profundo entre bioéticas sostenidas en convicciones diversas resultaría inviable. Afortunadamente, no es así. Existen elaboraciones mucho más sofisticadas y democráticas, como las de Habermas18 y Rawls19, que sientan las bases teóricas para establecer un diálogo inteligible y fecundo. El punto de partida, ineludible, es el respeto del hecho religioso. Sin esta base, no es posible seguir adelante. Esta dimensión de la realidad debe considerarse, en principio, razonable. Si no, el diálogo jamás podrá establecerse. Solo habrá confrontación. Esta es, justa18 J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, cit. En este texto, Habermas sale al paso de los abusos de lo que denomina eugenesia liberal ligada a las nuevas técnicas científicas de reproducción humana. 19 J. RAWLS, El liberalismo político, Crítica, Barcelona 2005. Como es sabido, en esta obra hay una evolución significativa –que él mismo reconoce– frente a su más conocida A theory of justice.

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mente, la posición de Habermas: «la expectativa de la concordancia de fe y conocimiento se merece tan solo el predicado ‘razonable’ cuando se otorga a las creencias religiosas –también desde el conocimiento secular– un estatus epistémico que no se tache simplemente de irracional»20, quien equilibra la balanza añadiendo la necesidad, por parte de las religiones, de aceptar las reglas del juego democrático: «desde la óptica del Estado liberal, solo merecen el predicado de ‘racionales’ aquellas comunidades religiosas que renuncian por propia convicción a imponer con violencia sus verdades de fe y a forzar militarmente la consciencia (Gewissen) de sus propios miembros (tanto más a manipularlos para que cometan atentados suicidas). Dicha renuncia se debe a una triple reflexión de los creyentes sobre su lugar en una sociedad pluralista. Primera, la conciencia religiosa tiene ante todo que asimilar el encuentro cognitivamente disonante con otras confesiones y religiones. Segunda, tiene que avenirse a la autoridad de las ciencias, que son las que poseen el monopolio social del saber terrenal. Finalmente, tiene que comprometerse con las premisas de los Estados constitucionales, basados en una moral profana»21. Es claro, si nos limitamos ahora al cristianismo, que tal actitud ha sido asumida desde hace tiempo tanto por los fieles como por las autoridades de las Iglesias cristianas y, por tanto, cumplen todos los requisitos señalados por Habermas. Pero, además, hay que añadir que, en cualquier caso, la declaración de racionalidad no es una graciosa concesión que el pensa-

20 J. HABERMAS, J. RATZINGER, Dialéctica de la secularización, Encuentro, Madrid 2006, p. 46. 21 J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, cit., pp. 132-133.

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miento secular puede hacer al cristianismo, sino el resultado ineludible de una confrontación con la historia. El cristianismo es una religión intelectual que ha aportado muchos elementos relevantes a la cultura de Occidente, tesis que Habermas tiene el mérito de sostener explícitamente al reconocer que la filosofía se ha apropiado de «contenidos genuinamente cristianos» que han quedado plasmados en conceptos tan relevantes como «responsabilidad, autonomía y justificación, historia y memoria, reinicio, innovación y retorno, emancipación y cumplimiento, desprendimiento, interiorización y materialización, individualismo y comunidad. Es cierto que ha transformado el sentido originalmente religioso, pero no lo ha vaciado devaluándolo ni consumiéndolo. Un ejemplo de esta apropiación que salva el contenido original sería la traducción del hecho de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios al concepto de igual y absoluta dignidad de todas las personas»22. Si se admite, como debería hacerse, este dato histórico, la confrontación o el diálogo entre las posiciones secular y cristiana se establece en unos parámetros completamente diversos y mucho más fructíferos: los del respeto y la igualdad. El problema ya no consiste en establecer u observar cómo una doctrina que se considera radicalmente superior a otra debe intentar desplazarla o anularla, sino en determinar cómo dos posiciones que se consideran iguales en dignidad, pero difieren en sus contenidos, deben entenderse. Este es justamente el problema que Rawls, también desde una perspectiva secularizada, se ha planteado: cómo resolver en un sistema democrático los enfrentamientos entre 22

J. HABERMAS, J. RATZINGER, Dialéctica de la secularización, cit., p. 42.

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diferentes visiones comprehensivas (comprehensive views). Para Rawls, una visión comprehensiva es una teoría, doctrina, creencia, etc., que proporciona una visión global de la realidad y que, por ese mismo hecho, es necesariamente incompatible –tomada en su totalidad– con cualquier otra visión comprehensiva. Rawls establece una división esencial entre visiones razonables, que son las que aceptan los valores democráticos, y visiones no razonables, que son las que no lo hacen. Estas últimas no plantean un problema teórico grave (aunque pueden plantear graves dificultades prácticas), pues deben ser simplemente combatidas. El problema lo plantean las visiones razonables. ¿Cómo debe gestionar el sistema democrático esa diversidad? Rawls parte de dos hechos. El primero es que tal diversidad no es negativa, sino positiva, «un rasgo permanente de la cultura pública democrática»23. La gente no solo piensa y pensará de manera diferente, sino que es bueno y lógico que sea así, es el resultado normal del ejercicio de la razón práctica por parte de los seres humanos. El segundo hecho es que, por muy razonable que sea una visión, si pretende ser la única vigente en un sistema democrático, solo podrá lograrlo por medio de la opresión. Algo que vale exactamente tanto para las visiones religiosas como para las ilustradas o cualquier otra. «Un entendimiento continuo y compartido sobre una doctrina comprehensiva religiosa, filosófica o moral solo puede ser mantenido mediante el uso opresivo del poder estatal. (…). En la sociedad de la Edad Media, más o menos unida en la afirmación de la fe católica, la Inquisición no era un accidente; se 23

J. RAWLS, El liberalismo político, cit., p. 66.

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necesitaba su eliminación de la herejía para conservar las creencias religiosas compartidas. Lo mismo vale, según creo, de cualquier doctrina comprehensiva razonable, filosófica o moral, tanto si tiene carácter religioso como si no lo tiene. Una sociedad unida por una forma razonable de utilitarismo, o por los liberalismos razonables de Kant o de Mill, requeriría también las sanciones del poder estatal para mantenerse unida. Llamemos a eso ‘el hecho de la opresión’»24. Además, Rawls insiste repetidas veces, en línea con Habermas, en el carácter razonable del hecho religioso, en su capacidad de elaborar visiones comprehensivas de igual dignidad que las seculares, así como en un dato fundamental del liberalismo político: este no se plantea la eliminación de ninguna visión razonable. Lo que intenta solventar es cómo gestionar la diversidad partiendo del respeto de esa diversidad. Y parecería que, respondiendo directamente a Sádaba, afirma: «A veces se dejan oír referencias al llamado proyecto ilustrado de encontrar una doctrina filosófica secular fundada en la razón y, sin embargo, comprehensiva. Podría resultar apropiada para el mundo moderno, se pensaba, puesto que se suponía que la autoridad religiosa y la fe de las épocas cristianas habrían dejado de ser dominantes. No necesitamos discutir si existe o alguna vez existió ese proyecto ilustrado, pues, sea como fuere, el liberalismo político, según yo lo concibo, y la justicia como equidad como una forma del mismo, no tienen ambiciones de ese tipo. Como queda dicho, el liberalismo político da por sentado no solo el pluralismo simple, sino el hecho del pluralismo razonable, y, además de eso, parte del supuesto 24

Ibíd., pp. 67-68.

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de que algunas de las principales doctrina comprehensivas existentes son religiosas»25. La solución que propone Rawls para generar un espacio social común en el que no se enfrenten las diferentes posiciones comprehensivas consiste en primer lugar en delimitar un sector específicamente político que afecte, por tanto, solo a una pequeña parte de la visión comprehensiva y, posteriormente, en promover el apoyo de todas las visiones a ese sector de valores para lograr el consenso entrecruzado (overlapping consensus) que necesita toda sociedad. Este consenso se vería ulteriormente facilitado porque apelaría en primer lugar a las personas, a los ciudadanos individuales, y no a las visiones comprehensivas en cuanto tales, pues estas nunca van a poder identificarse totalmente con ese proyecto de mínimos. «Puesto que la concepción política es compartida por todos y las doctrinas razonables no lo son, tenemos que distinguir entre una base pública de justificación generalmente aceptable para los ciudadanos en lo atinente a cuestiones políticas fundamentales y varias bases no públicas de justificación que pertenecen a las varias doctrinas comprehensivas y que solo resultan aceptables para sus adeptos»26.

Conclusiones ¿Qué consecuencias se derivan de estas premisas para el diálogo bioético entre convicciones seculares y religiosas? La 25 26

Ibíd., p. 14. Ibíd., p. 15.

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primera es el respeto, humano e intelectual. Aunque se discrepe en puntos fundamentales, se debe respetar la visión comprehensiva del otro, lo que significa evitar en ambos lados las posiciones fundamentalistas. Solo es lícito el arrinconamiento de las posiciones irracionales, pero, en principio, ni las seculares ni las religiosas lo son, a no ser que lo demuestren de manera evidente. Y el cristianismo ha demostrado suficientemente lo contrario. El segundo punto es que ninguna de ellas debe intentar someter a la otra en el nivel político, lo cual supone un esfuerzo por ambas partes. La posición religiosa debe renunciar a parte de sus pretensiones de globalidad y de omnicomprensión para dejar espacio a las visiones diversas o contrarias, empresa que puede ser difícil de ejecutar porque el proyecto religioso implica constitutivamente el rasgo de la totalidad. Pero lo mismo cabe decir de las posiciones laicas. No tienen derecho a imponer de manera unilateral su visión del mundo, lo cual, como ha señalado con claridad Habermas, implica que el Estado no puede identificarse con la visión laicista, pues esto significaría optar exclusivamente –al menos a nivel público– por una sola de las opciones en conflicto. «La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas. Es más, una cultura liberal política puede incluso esperar de 258

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los ciudadanos secularizados que participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del lenguaje religioso a un lenguaje más asequible para el público general»27. El texto es realmente rico. Habermas no solo rechaza la secularización del Estado como contraria a la neutralidad del estado liberal, sino que, por esa misma neutralidad, sostiene que la persona creyente no tiene que modificar su lenguaje en el momento de la intervención pública. Del mismo modo que el ciudadano secularizado interviene en su lenguaje, el ciudadano creyente debe poder hacerlo en el suyo, ya que, frente al Estado, sus dos visiones comprehensivas, en la medida que son razonables, tienen el mismo valor. Pero Habermas da todavía un paso más. Anima incluso al ciudadano secularizado a traducir las aportaciones del lenguaje religioso a un lenguaje asequible a todos. ¿Por qué? Ante todo porque si se parte de que la visión comprehensiva religiosa es razonable, de esa traducción solo podrán surgir argumentos razonables que podrán o no ser aceptados por el conjunto de la sociedad, pero que en todo caso estimularán un debate que enriquecerá la discusión pública. Pero, sobre todo, porque Habermas es sensible a los valores de la religión. Es sensible a la riqueza afectiva y moral generada por la religión cristiana que no es completamente traducible, a pesar de los esfuerzos de Kant, en términos exclusivamente seculares. Pecado no es lo mismo 27 J. HABERMAS, J. RATZINGER, cit., pp. 46-47. «Hasta ahora, a los únicos a los que el Estado liberal ha exigido, como quien dice, dividir su identidad en dos partes, una privada y otra pública, ha sido a sus ciudadanos creyentes. Son ellos los que tienen que traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular si aspiran a que sus argumentos encuentren aprobación mayoritaria» (J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana¸ cit., p. 138).

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que falta, la trascendencia no es reducible a la creencia en la razón y no hay sustitutos fáciles para la esperanza cristiana, todo lo cual confiere a la religión una fuerte capacidad motivadora de orden ético. Una persona religiosa, al fin y al cabo, tiene motivos mucho más profundos para actuar bien que una que no lo es, y las escépticas sociedades occidentales, con una fuerte crisis de valores, no se pueden permitir el lujo de desperdiciar semejante energía moral. Es evidente que las posiciones de Habermas y Rawls no van a evitar los conflictos sociales ni los agrios debates, especialmente en bioética, pues lo que está en juego es excesivamente elevado. Pero es igualmente cierto que el marco que establecen es mucho más razonable y democrático que el propuesto por Sádaba. Las posiciones secularizadas y las posiciones religiosas no tienen necesariamente por qué enfrentarse, como ha mostrado, por ejemplo, la reciente campaña en Italia contra el Referéndum de modificación de la Ley de Fecundación Artificial, que ha visto cómo las mismas tesis se sostenían desde bandos opuestos. Al fin y al cabo, la razón –teórica y práctica– es un privilegio de todo hombre, y, desde el respeto a esta razón, puede crearse un marco de debate que, sin idealismos irrealizables, genere un diálogo sereno y sin exclusiones.

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X. DOS VISIONES DEL PROCESO DE SECULARIZACIÓN. UN ANÁLISIS A PARTIR DE LA OBRA DE JACQUES MARITAIN

En capítulo anterior hemos reflexionado sobre el problema de la secularización en relación con la bioética; en este vamos a analizar el proceso de secularización en general, intentado establecer las causas que lo originaron así como los problemas que presenta hoy en día, y las actitudes que sería oportuno adoptar. Se trata de un tema de gran actualidad por la creciente presión de las corrientes laicistas pero de difícil valoración tanto por la complejidad del problema como porque presupone una valoración previa de la modernidad. Si esta es negativa, este proceso aparecerá, a su vez, como completamente negativo; si no lo es, la valoración final será distinta. Todo ello nos conduce a Maritain por dos motivos. Ante todo, por la riqueza de sus reflexiones en este punto que nos permitirán usarlas de marco de referencia y estudio pero, además, hay un punto de interés adicional. Maritain mantuvo dos posiciones relativamente diversas que coinciden, aproximadamente, con la tomista y la personalista, lo que nos permitirá poder comparar estas dos tradiciones en puntos tan centrales como la interpretación de la historia del pensamiento moderno y la concepción de la religión. Comenzaremos, de todos modos, por una breve exposi261

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ción del status quo de la cuestión para ampliar horizontes sobre este tema, ya que lo común es tener en mente únicamente la denominada «tesis de la secularización»1.

Revisando la secularización La denominada «tesis de la secularización» constituye la narración fundamental predominante2 y mantiene que el proceso de secularización en Europa no es más que un caso concreto del declive general del sentimiento y de las creencias religiosas en el mundo moderno. Asume, por tanto, que secularización y modernización van automáticamente de la mano y que se trata de un proceso de larga duración, que conduciría, en último término, a una presencia cada vez más irrelevante de la religión en las sociedades modernas3. Steve Bruce ha realizado en los últimos años una de las exposiciones más sistemáticas y actualizadas de esta teoría en

Seguiré sobre todo la compilación de H. MCLEOD y W. USTORF (ed.), The Decline of Christendom in Western Europe (1750-2000), Cambridge University Press, Cambridge 2003; Cfr. también L. DUCH, Un extraño entre nosotros, Herder, Barcelona 2007; L. DUCH, Sinfonía inacabada. La situación de la tradición cristiana, Caparrós, Madrid 2002; M. FAZIO, Historia de las ideas contemporáneas: una lectura del proceso de secularización, Rialp, Madrid 2006, y J.-L. VIELLARD BARON, La religión et la cité, PUF, París 2001. 2 Cfr. J. C OX , Master narratives of long-term religious change, en H. MCLEOD y W. USTORF (ed.), The Decline of Christendom, cit., pp. 201-217. 3 Esta narración no es más que una versión de la teoría de los tres estadios de August Comte, asumida en el siglo XX por Emile Durkheim, Max Weber y muchos otros. Cfr. L. OVIEDO, La secularización como problema, Facultad de Teología de S. Vicente Ferrer, Valencia 1990. 1

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la que sostiene que los pasos fundamentales del proceso de secularización son los siguientes4: 1) diferenciación social: aparecen nuevas profesiones que desarrollan funciones anteriormente reservadas al estamento clerical, con lo cual, este pierde poder; 2) societalización: el crecimiento del poder estatal y de la burocracia dificulta la religiosidad que se asienta mejor en las pequeñas comunidades; 3) crecimiento de la racionalidad técnica que desplaza la racionalidad de tipo religioso y sobrenatural. Puesto que en nuestra sociedad estos tres fenómenos se hallan en continua expansión, se concluye que la extensión y difusión del secularismo en las décadas venideras está asegurado. Esta narración fundamental, sin embargo, ha sido cuestionada y revisada por parte de sociólogos e historiadores de la religión por diversos motivos, entre los que señalamos los siguientes: — La excepción europea: la narración fundamental describiría correctamente solo lo que sucede en Europa, pero no en otros países como Estados Unidos o Korea. Como es sabido, la vivencia y la presencia social de la religión en USA, el país moderno por excelencia, es mucho mayor que en Europa, lo que echaría por tierra la supuesta alianza indivisible entre secularización y modernidad5. 4 Cfr. S. B RUCE , Religion in the Modern World: From Cathedrals to Cults, Oxford University Press, Oxford 1996. 5 Cfr. P. BERGER (ed.), The Desecularization of the World: Resurgent Religion and World Politics, Gran Rapids, Michigan 1999.

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— Objeciones empíricas: un análisis sociológico pormenorizado de la sociedad europea puede poner en duda la presunta secularización masiva en los últimos siglos; de hecho, parece que, por el contrario, muchos países europeos se han mantenido sustancialmente cristianos hasta bien entrado el siglo XX6. — Objeciones teóricas: la narración fundamental se sustentaría en una concepción reductiva de lo religioso que se identificaría casi unilateralmente con la dimensión institucional, dejando de lado elementos tan importantes como la religiosidad popular. Este dato resulta particularmente aplicable en España. Mientras se habla de una secularización imparable, se asiste paralelamente a un crecimiento multitudinario y nunca visto de algunas muestras de religiosidad como las procesiones de Semana Santa, la instalación de belenes, etc. La toma en consideración de estas críticas a la narración dominante ha dado lugar a la aparición de esquemas narrativos alternativos que proponen visiones diversas del proceso de secularización. Algunos sostienen, por ejemplo, que este proceso no sería diferente al que han corrido otros valores, pues si algo caracteriza a la época posmoderna es la falta de valores dominantes y exclusivos. Las reglas de juego son otras: el pluralismo –diversidad de valores– y la competencia entre ellos por hacerse con un espacio social. De este modo, 6 C. G. BROWN, The secularization decade: what the 1960’s have don to the study of religious history, en H. MCLEOD y W. USTORF (ed.), The Decline of Christendom, cit., pp. 29-47, y P. VAN ROODEN, Long-term religious developments in the Netherlands c. 1750-2000, en H. MCLEOD y W. USTORF (eds.), The Decline of Christendom, cit., pp. 111-130.

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todos pierden peso, si bien los más importantes no desaparecen. Justamente lo que le ha sucedido a la religión. Otros han indicado que cada país tiene su narración particular que no es generalizable para todo Occidente (en la línea de la excepción europea) y han apuntado además que el declive de la religión no se debería en realidad a la falta de interés social, sino a «la falta de oferta religiosa». La religión iría muy por detrás del ritmo de cambio social con lo que se produciría una inadecuación profunda entre las aspiraciones religiosas de la sociedad y la capacidad de las religiones oficiales para satisfacerlas. Los ciudadanos, en realidad, seguirían estando interesados por la religión, pero de modos y maneras nuevos acordes con sus nuevos accesos epistemológicos a la realidad: paradigmas audiovisuales, modelos dinámicos, necesidad de presentaciones novedosas, etc. Las religiones institucionalizadas, sin embargo, serían incapaces de ofrecer estos «modelos religiosos actualizados» o lo harían de manera muy lenta y escasa, contribuyendo así a la debilitación del interés por el mundo religioso7. Por último se ha propuesto una revisión de la cronología al plantearse la validez del modelo de largo período, que forma parte de la tesis de la secularización, y que afirma que esta se habría producido en un espacio de tiempo muy largo, con inicio en el siglo XVIII o incluso antes, y cuyo detonante principal serían las «ideas» (el Renacimiento, la filosofía car-

7 En apoyo de esta tesis se puede señalar la gran acogida de público que han tenido algunas películas de temática religiosa explícita (La Pasión, Natividad, El gran silencio) o implícita (Las Crónicas de Narnia) pero presentadas con una elaboración formal muy cuidada y moderna.

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tesiana y sus derivados, la Ilustración, etc.). Frente a esta posición, o como una matización importante de ella, han aparecido dos nuevas tesis. La primera mantiene que el detonante histórico sustancial de la secularización se situaría relativamente cercano en el tiempo y se correspondería con los procesos de industrialización y urbanización8, es decir, con el final del siglo XIX y el comienzo del XX, que habrían afectado a la vivencia de la religiosidad por diversos motivos: generando problemas logísticos de falta de atención religiosa a las grandes masas urbanas con la consiguiente caída de la práctica y de la filiación religiosa; desarrollo del intrínseco carácter pluralista y ecléctico de las grandes urbes hostil a una visión predominante de la vida; mejora del nivel de vida, que disminuye la necesidad de acudir a la religión como instancia última de resolución de problemas; el enorme desarrollo del pensamiento racional, que se opondría al pensamiento religioso, etc. La segunda alternativa cronológica ha insistido especialmente en la particular relevancia de los años 60. Si bien se admite que existía previamente una cierta secularización, se entiende que ese proceso se habría acelerado de una forma tremenda a partir de esa época. La relación entre estos dos períodos está sujeta a interpretaciones. Para algunos supondría solo la aceleración de un proceso ya existente, mientras que para otros cabría hablar de una ruptura, de un cambio de paradigma. Son de esta opinión, por ejemplo, Gérard Cholvy e Yves-Marie Hilaire, decanos de la Historia de la Francia Católica, que se refieren al período de 1930-1960 como los «treinta gloriosos años» en la historia del catolicismo francés, detectan 8 Cfr. H. MCLEOD, European religion in the age of great cities 1830-1930, Routledge, London 1995.

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signos de tormenta en los años 50, y ven los 60 como una ruptura radical causada por la aplicación excesivamente entusiasta de los principios del Vaticano II, experimentos pastorales equivocados, unión de los católicos con el marxismo, sentimientos anti-papales y la crisis general de la sociedad francesa en mayo del 689. Por último, se ha señalado la trascendencia de la teoría de género que conduce a la «la des-feminización de la piedad y la des-pietización de la feminidad» en la aceleración del proceso de secularización.

El neotomismo y la «tesis de la secularización» Dentro de este amplio marco de posibilidades, el neotomismo ha asumido decididamente la narración fundamental o tesis de la secularización con la peculiaridad de que sitúa el inicio de este proceso en un momento muy lejano que, en algunos casos, se identifica con el abandono del tomismo, que comenzaría con el nominalismo de Ockam. Sin necesidad de retrotraerse tanto, se puede afirmar que la tesis estándar considera que el primer precedente se encuentra en el Renacimiento, con su exaltación del hombre; el siguiente paso se puede situar en Descartes que, al proponer una conciencia semi-inmanente, propicia la ruptura del orden ontológico y problematiza la relación con el Creador y, a partir de allí, adquiere un impulso cada vez mayor, convirtiéndose en un alud arrollador que devasta los fundamentos religiosos de la cultura y genera la sociedad secularizada e 9 Cfr. G. CHOLVY e Y.-M. HILAIRE, Histoire religieuse de la France contemporaine. Tome 3 1930-1988, Privat, Toulouse 1997.

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incluso atea del siglo XX, de acuerdo con la «cadencia atea del cogito», en términos de Fabro. Este proceso ha sido estudiado y descrito por diferentes filósofos y teólogos que pueden adscribirse de una manera más o menos amplia al neotomismo. Maritain lo ha tratado –con matices diversos– en Tres reformadores y Humanismo integral; Henri de Lubac, en El drama del humanismo ateo; Fabro, en La aventura de la teología progresista o en Introducción al ateísmo moderno; A. del Noce, en Il problema dell’ateismo y L’epoca della secolarizazione, etc. Los matices que los distinguen son importantes, pero la línea descriptiva general es la misma. El cristianismo habría comenzado a perder peso en la sociedad a partir del final de la Edad Media y no solo no habría conseguido recuperar influencia, sino que habría entrado en crisis frente a un ateísmo cada vez más radical auspiciado y fomentado por hombres como Comte, Feuerbach o Nietzsche. Uno de los neotomistas que más esfuerzo dedicó a pensar el proceso de secularización fue Maritain y, en lo sucesivo, me voy a centrar en su pensamiento, tanto por su originalidad como porque presenta dos posturas distintas que se corresponden básicamente con las posiciones paradigmáticas del tomismo (la primera) y del personalismo (la segunda). Como es sabido, Maritain, una vez superada su época de confusión juvenil, se alistó en un tomismo muy ortodoxo y clásico, que evolucionó hacia el tomismo abierto y creativo, de orientación personalista, que caracteriza su posición madura10. En cada 10 Para entender bien a Maritain y evitar la sensación de que su pensamiento es ambiguo, hay que ser conscientes de esta evolución y situar cronológicamente sus textos. Cfr. J. M. BURGOS, Para comprender a Jacques Maritain, Mounier, Salamanca 2006.

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una de esas épocas desarrolló una interpretación relativamente distinta del proceso de secularización: la del tomismo más tradicional y la del personalismo. Ambas están representadas idealmente por Tres reformadores y Humanismo integral, y la diferencia estriba no tanto en el análisis del proceso de secularización, sino en la valoración. En el primer caso es fundamentalmente negativa; en el segundo se estima que la secularización ha aportado también aspectos positivos. Comenzaremos por Tres reformadores, que, como decimos, representa la posición clásica del tomismo. La tesis fundamental de esta obra es que el pensamiento moderno se ha apropiado de verdades cristianas, las ha naturalizado despojándolas de su contenido sobrenatural y, posteriormente, las ha usado en el contexto social y cultural sin hacer referencia a su origen cristiano. Lo tres hitos fundamentales (los «tres reformadores») son Lutero, reformador de la religión; Descartes, reformador de la filosofía, y Rousseau, reformador de la moral11. Sobre este último, afirma, en concreto, Maritain que «percibió grandes verdades cristianas olvidadas por su siglo, y su fuerza fue recordarlas; pero las desnaturalizó. (…) Cuando Rousseau reacciona contra la filosofía de las luces; cuando proclama contra el ateísmo y el cinismo de los filósofos la existencia de Dios, del alma, de la Providencia; cuando contra el nihilismo crítico de su vana razón invoca el valor de la naturaleza y de sus inclinaciones primordiales; cuando hace la apología de la virtud, del candor, del orden familiar, de la ab-

11 Kant habría elaborado la escolástica de todo ese proceso; sería el integrador y formalizador del proceso de secularización. Cfr. I. KANT, La religión dentro de los límites de la mera razón (1793), Alianza, Madrid 2001.

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negación cívica; cuando afirma la dignidad esencial de la conciencia y de la persona humana (afirmación que, sobre el espíritu de Kant debía tener tan duradera resonancia), todas estas son verdades cristianas enarboladas por Rousseau ante sus contemporáneos. Pero verdades cristianas vacías de substancia, de las que solo existe la brillante superficie, y que caerán destrozadas al primer golpe porque no obtienen ya su ser en la objetividad de la razón y de la fe. (…) Sobre todo, y he aquí el punto capital, Juan Jacobo ha desnaturalizado el Evangelio, desgajándolo del orden sobrenatural, trasponiendo ciertos aspectos fundamentales del cristianismo al plano de la simple Naturaleza»12. Tres reformadores es un libro original y brillante, pero deja el regusto de una excesiva crítica a la modernidad. La argumentación maritainiana acaba suscitando la convicción de que estos grandes pensadores, en el fondo, no habrían aportado nada original: serían meros parásitos que, alimentándose de la savia cristiana –católica en particular–, habrían forjado una planta secular. Pero ¿se puede forjar una nueva mentalidad exclusivamente de los detritus del pasado? ¿No es necesario de algún modo poseer la fuerza de la novedad, de lo original, por mucho que se aproveche y se asuma lo ya existente? De hecho, el mismo Maritain, en el prólogo a esta obra, parece sentir la necesidad de justificar su actitud aparentemente tan negativa. «Acaso volverá a decirse que yo pretendo ‘condenar en bloque’ tres siglos de historia humana y ‘volver a la Edad Media’. Nada más falso. Este libro está vuelto hacia el futuro. (…) Hoy no se puede tomar el propio impulso más que yendo 12

J. MARITAIN, Tres reformadores, Encuentro, Madrid 2006, pp. 118-119.

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muy hacia atrás en el tiempo; pero no vamos hacia atrás sino para saltar mejor»13. Así pues, la primera posición maritainiana consiste en un análisis muy crítico de la modernidad. Sin embargo, a diferencia de otros neotomistas, Maritain siente la necesidad de justificar esta actitud y de advertir que su mira no está puesta exclusivamente en el pasado, que no se ha distanciado del mundo en el que vive. Y esa necesidad es la que le va a llevar a modificar su reconstrucción del proceso de secularización aceptando –en esta nueva versión– la existencia de elementos positivos. Este no consistiría únicamente en una transición del bien al mal. Manteniendo un juicio esencialmente negativo, Maritain va a advertir la presencia de aspectos integrables en una perspectiva cristiana. Esta es su tesis madura y definitiva que expone con detalle en Humanismo integral y que causó tanto revuelo en su época.

La reconstrucción maritainina del proceso de secularización Humanismo integral es un texto muy lúcido resultado de una reflexión larga y ponderada14. Y sus objetivos son tan concretos como ambiciosos. «Intentamos determinar, explica Maritain, desde el punto de vista de una filosofía de la historia Ibíd., pp. 7-8. Su precedente más cercano lo constituye un conjunto de conferencias que impartió en 1934 en la Universidad de Verano de Santander. El texto definitivo se publicó en 1936 con el título: Humanisme intégral. Problèmes temporels et espirituels d’une nouvelle chrétienté. 13 14

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moderna, la posición práctica y concreta del ser humano ante Dios y ante su destino, como característica de una edad o de una época de cultura. Pero este problema de orden práctico, o ético, está subordinado a un doble problema especulativo, que al propio tiempo lo esclarece: el problema antropológico: ¿qué es el hombre?, y el problema teológico de la relación entre el hombre y el principio supremo de su destino o –en términos cristianos y para ceñir más de cerca la cuestión– entre gracia y la libertad»15. Maritain comienza analizando estos factores en la Cristiandad Medieval y ya en este primer momento aparece un cambio de orientación significativo. Dentro de una valoración eminentemente positiva de la época, señala una potente nota discordante: la Edad Media habría sido una sociedad excesivamente teocrática y sacral, lo religioso habría llegado a tener un peso desproporcionado absorbiendo la savia de lo específicamente humano. La importancia de esta anotación es decisiva porque implica una diferente valoración de los motivos que generan el proceso de secularización y, como consecuencia, va a generar una interpretación global diferente de la posición neotomista tradicional. La interpretación tradicional asumía la «tesis de la secularización» en su versión negativa. Posteriormente a la Edad Media, en un momento que varía según los autores, pero cuyo inicio tiende a colocarse en Ockam y su primera formulación explícita en Descartes, se habría iniciado un proceso de pérdida de importancia del factor religioso que incluiría desde el principio –si bien de manera inconsciente– una semilla inma15

J. MARITAIN, Humanismo integral, Palabra, Madrid 1999, p. 33.

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nentista y atea16. Tal proceso consistiría en un olvido progresivo de Dios y en un centramiento del hombre en torno a sí mismo que, a medida que se va radicalizando, se convierte en un rechazo de Dios que conduce finalmente a su «muerte» (Nietzsche). El resultado es el ateísmo contemporáneo o, en términos más actuales, la irrelevancia de Dios en el contexto público. Este proceso evolutivo habría acabado generando dos bloques de pensamiento opuestos entre sí: el clásico-cristianorealista y el moderno-ateo-inmanentista. Afirma Fabro: «el pensamiento clásico cristiano y la filosofía moderna se encuentran, con respecto a esto (la constitución originaria de la relación ser-pensamiento), exactamente en las antípodas: para aquel, el ser funda el pensamiento; para esta, es el pensamiento, en general (Bewusstein, Ich denke überhaupt), el que funda el ser, de tal modo que para el realismo el ser actúa y mueve y guía la conciencia, mientras que para el inmanentismo es la conciencia con sus estructuras la que hace posible el aparecer del ser y sus estructuras, las cuales no pueden ser otra cosa que estructuras de conciencia, es decir, sobre la experiencia de la nada del ser, la cual es llamada a fundar el nuevo tipo de trascendencia, en las antípodas de la clásica»17. Ver, por ejemplo, el análisis de Cardona sobre Descartes centrado exclusivamente en intentar de-construir la potencia inmanentista del cogito (cfr. C. CARDONA, René Descartes: Discurso del método, EMESA, Madrid 1995). Sin descartar esa valencia negativa, otras interpretaciones descubren también una contribución positiva en el recurso de Descartes a la conciencia y al yo. 17 C. FABRO, La aventura de la teología progresista, Eunsa, Pamplona 1976, pp. 75-76 y también pp. 82-88. En la misma línea: «La mayor parte de la filosofía moderna incurre en la acusación de ateísmo, que reviste formas múltiples y nuevas respecto a las épocas precedentes» (C. FABRO, Drama del 16

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Maritain, sin embargo, se va a distanciar de esta posición y no tanto porque no sostenga en esencia las tesis de Fabro, sino porque considera que no es correcto contraponer de modo tan global el pensamiento clásico y el moderno y porque Occidente ha tenido parte de razón al oponerse al modelo medieval de relación hombre-Dios, ya que este estaba desequilibrado. Dios, o, mejor dicho, las estructuras religioso-teológicas medievales, tenían un peso excesivo en la sociedad civil. Por eso, la reacción de esa sociedad cuando la Edad Media comenzó a declinar resultaba lógica. «Cuando el impulso de heroísmo, que así predominaba, se detuvo y el hombre recayó sobre sí, se sintió aplastado bajo la pesada estructura de un mundo que había construido él mismo, y sintió todo el horror de no ser nada. Si bien la criatura quiere ser ‘despreciada’ –es decir, tenida por nada ante Dios– por los santos, pues sabe que estos le harán justicia, no soporta ser despreciada por los hombres de carne y hueso, sean teólogos o filósofos, eclesiásticos o estadistas. Pues bien, así se ha sentido despreciada al final de la Edad Media, durante las largas miserias del siglo XV, cuando la danza de la muerte pasaba a través de las imaginaciones y san Vicente Ferrer anunciaba el fin del mundo, mientras nuevas y vivas estructuras, que respondían a un tipo de cultura enteramente diverso y puramente humano, trataban hombre y misterio de Dios, Rialp, Madrid 1977, pp. 64 y ss.) Es justo precisar que estos textos están escritos en un contexto polémico –la crisis post-conciliar–, por lo que quizá Fabro tiende a extremar las oposiciones. Caben los matices. Pero, en general, en Fabro y en otros autores similares no hay una reconstrucción del proceso de secularización en el que se asuman temáticamente aspectos positivos. Esta es la gran diferencia con el Maritain maduro de Humanismo integral.

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de abrirse camino. La catástrofe de la Edad Media abre así paso al humanismo moderno»18. Para Maritain, por tanto, el humanismo moderno surge de unas fuerzas que debían abrirse paso no por la irreligiosidad sino por el respeto hacia la mayor creación de Dios: el hombre. Este no debía ser despreciado ni sus cualidades, apreciadas únicamente en dependencia de la religión. La filosofía no debía estudiarse en razón de la teología, la ética en función del confesonario ni el derecho en función del derecho canónico. Los artistas no tenían por qué estar limitados a la pintura religiosa. Los reyes no eran la longa manus de la jerarquía ni esta debía tener poder para poner y quitar monarcas. El mundo civil reclamaba sus propias leyes, su propia autonomía, su propia consistencia. Y esa reivindicación era legítima. Lamentablemente –y en esto Maritain coincide con los demás neotomistas–, esa reivindicación se desvirtuó. El hombre moderno no solo se afirmó a sí mismo, sino que se afirmó a sí mismo contra Dios. Así surgió el ateísmo o, en términos maritainianos, la «tragedia del humanismo», pues si el hombre se intenta afirmar contra Dios, acaba autodestruyéndose19. Esa destrucción se consumó, de modo progresivo, en tres fases: la tragedia del hombre, la tragedia de la cultura y la tragedia de Dios20. En la primera, gracias

J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., p. 41. De Lubac se expresa en términos prácticamente idénticos. «No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano» (H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo (1943), Epesa, Madrid 1967, p. 11). 20 Cfr. J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., pp. 56 y ss. 18

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sobre todo a la obra de Freud y Darwin, el hombre perdió su humanidad, su discontinuidad metafísica con el resto de las criaturas. En la segunda perdió poco a poco su capacidad de inspirarse en las fuentes cristianas de las que se alimentaba hasta realizar una inversión de valores en los que el privilegio lo obtuvo el materialismo. En la tercera, Dios se convirtió inicialmente en idea (Descartes), en límite del desarrollo del mundo (Hegel) hasta que Nietzsche sintió la terrible misión de anunciar su muerte.

¿Qué hacer? El esfuerzo de Maritain por reconstruir el proceso de secularización no respondía a un interés puramente teórico. Era el resultado de una inquietud que compartía con otros intelectuales católicos del siglo XX que, consumada la secularización, se preguntaban con perplejidad: ¿qué había pasado?, ¿cómo era posible que de una sociedad sustancialmente cristiana como la medieval se hubiera pasado a una sociedad sustancialmente irreligiosa como la europea del siglo XX? Pregunta a la que seguía otra igualmente importante y urgente. Una vez que se reconocía con dolor ese hecho: ¿Qué había que hacer? ¿Cómo había que reaccionar? La respuesta dependía directamente de la interpretación que se diera del proceso de secularización. Por eso, su reconstrucción era tan importante y fue intentada por muchos. Solo siendo consciente de lo que había sucedido era posible poner remedio. La reconstrucción común en el neotomismo (por entonces, la filosofía predominante en el catolicismo) se correspon276

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día con la tesis de la secularización en su versión negativa. A partir de un instante determinado, Europa habría comenzado a separarse de Dios hasta llegar a la pérdida de valores característica del mundo contemporáneo. Desde esta perspectiva, a la pregunta «¿qué hacer?» solo cabía dar una respuesta: mirar al pasado e intentar volver a ese mundo medieval en el que cristianismo, cultura y sociedad habían formado una unión indisoluble y creadora de realidades tan magníficas como el gótico, las catedrales, las universidades o las ciudades. Solo retornando a esa unión y a los principios que la habían forjado cabía pensar en lograr una regeneración de la sociedad europea. Esa vuelta podría parecer muy difícil, incluso imposible, pero era el único camino viable. La devolución a Dios de aquello que era suyo solo era factible si se deshacían las estructuras que la modernidad atea había forjado y se volvía a una sociedad orientada hacia Dios y hacia su culto. Maritain se opuso a esta posición, pero no por pragmatismo, sino por una convicción largamente meditada que partía de una relativización teológica del cristianismo medieval. Si bien era incontestable que la Edad Media había sido una cultura profundamente cristiana, era igualmente incontestable que no era la cultura cristiana por la sencilla razón de que tal cultura no existe. El cristianismo trasciende cualquier cultura, lo que le permite encarnarse en muchas, pero no se identifica con ninguna pues por su condición más elevada ninguna lo agota ni lo consume. Maritain recordó que esta verdad, que todo neotomista sin duda aceptaba teóricamente, había que aplicarla también, de hecho, a la cristiandad medieval que no era más que una concreción específica del cristianismo correspondiente a un período histórico determinado, todo lo im277

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portante que se quisiera, pero nada más. Por eso, y aquí llegaba la relevante conclusión, desde el punto de vista estrictamente teológico no era necesario volver a la Edad Media, cabían, en principio, otras posibilidades, otras cristiandades diversas en otras épocas y culturas. Maritain, por otro lado, no solo era plenamente consciente de que no era necesario volver a la Edad Media. Sabía también que era imposible. La historia no vuelve atrás y la fuerza creadora no se puede regenerar. Los impulsos vitales que dieron lugar a la Edad Media correspondían a unos hombres de una época determinada y eran, por eso mismo, irrepetibles21. Intentar reproducirlos siete siglos más tarde podía calificarse en el mejor de los casos como una utopía y en el peor como una empresa estéril destinada a generar frustración. La historia no tiene lugar en vano y no puede repetirse. La comparación del neogótico con el gótico debería ser una prueba suficientemente elocuente.

«Una experiencia demasiado hecha ya no puede ser recomenzada. Por el mero hecho de haber vivido el hombre –y vivido a fondo– cierta forma de vida (...), aquellas cosas están acabadas y es imposible volver a ellas» (Ibíd., p. 181). Además, Maritain considera inconcebible «que los sufrimientos y las experiencias de la Edad Moderna hayan sido inútiles. Esta edad ha buscado la rehabilitación de la criatura por malos caminos, pero debemos reconocer y salvar la verdad cautiva que en ella se esconde. Finalmente, si, como un cristiano no puede menos de pensar, Dios gobierna la historia, y –por encima de todos los obstáculos– persigue en ella ciertos designios realizándose así en el tiempo y por el tiempo una obra divina y de preparaciones divinas, sería ir contra el mismo Dios –y luchar con el supremo gobierno de la historia– pretender inmovilizar en una forma del pasado, en una forma unívoca, el ideal de una cultura digna de dirigir a su fin nuestra acción» (Ibíd., pp. 181-182). 21

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Pero, si la vuelta a la Edad Media no era viable, entonces ¿qué cabía hacer? Si la valoración del proceso de secularización era radicalmente negativa, las alternativas prácticamente desaparecían. El neotomismo más tradicional era consciente de que no controlaba la evolución de la sociedad y, además, la consideraba un fruto podrido consecuencia de un largo proceso de degeneración no abortado en su momento. ¿Qué cabía hacer ahora? Nada. El fruto ya estaba podrido y, lamentablemente, no se podía sanar. Solo cabía esforzarse por potenciar y vigorizar aquellas manzanas que todavía no habían sucumbido al mal. El problema es que la sociedad moderna no consistía en una cesta de buenas manzanas con algunas podridas, sino en lo contrario. De hecho, incluso podía pensarse que la misma cesta había sucumbido a la podredumbre. Por eso, solo cabía intentar volver atrás –al momento en que la salud prevalecía sobre la enfermedad–, aunque el esfuerzo pareciera imposible o estéril. Nunca se pagaría un precio excesivamente alto por la verdad. La genialidad de Maritain consistió en proponer una solución completamente nueva, partiendo de su diferente valoración del proceso de secularización. Del mismo modo que su inicio estuvo parcialmente justificado, también su desarrollo había generado verdades teóricas y prácticas. Y la existencia de esos elementos positivos permitía un replanteamiento del problema. Puesto que la ideología de la sociedad moderna no era completamente negativa, cabía plantearse su transformación haciendo palanca en sus componentes positivos, iluminados por un cristianismo reforzado por la energía que genera la posibilidad de modificar el presente. ¿En qué consistía la solución de Maritain? En retomar de la Edad Media su cristianismo ferviente y fundirlo con la 279

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aportación de la modernidad: la secularidad o la reivindicación de lo humano. La unión de ambos factores constituye justamente el núcleo de la propuesta de la «nueva cristiandad» o cómo vivir el cristianismo en la sociedad del siglo XX. Esta cristiandad estaría caracterizada, en primer lugar, por un humanismo integral que hiciera justicia de las reivindicaciones del Renacimiento sin olvidar la trascendencia. «En este nuevo momento de la historia de la cultura cristiana, la criatura no sería desconocida ni aniquilada ante Dios, tampoco sería rehabilitada sin Dios o contra Dios; sería rehabilitada en Dios. A la historia del mundo solo le queda una salida (quiero decir, un régimen cristiano): que la criatura sea verdaderamente respetada en su enlace con Dios y porque todo lo tiene de él. Humanismo, sí, pero humanismo teocéntrico, enraizado allá donde el hombre tiene sus raíces; humanismo integral, humanismo de la Encarnación»22. Y, en segundo lugar, por un cristianismo profano y secular, el único capaz de hacer viable y factible ese humanismo de la Encarnación. «Una renovación social vitalmente cristiana, afirma, será así obra de santidad o no existirá; y me refiero a una santidad vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos? Si una nueva cristiandad surge en la historia, será obra de una tal santidad»23. La propuesta maritainiana, lanzada en 1936, era tan original como revolucionaria. Frente a la visión predominante que preconizaba un retorno a la Edad Media, proponía a los

Ibíd., p. 104. Ibíd., p. 160. Cfr. también J. MARITAIN, Réflexions sur l’Amerique, Oeuvres complètes, vol. X, p. 916. 22

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intelectuales católicos un proyecto que miraba al futuro asumiendo un elemento clave de la modernidad: la secularización. Es fácil entender por qué tuvo tanta repercusión. Para unos suponía no solo la deseada liberación del medievalismo nostálgico, sino la posibilidad de disponer de un modelo de cristianismo que no solo no implicaba la salida de la cultura en la que se vivía sino que asumía sin complejos algunos de sus valores más emblemáticos. Para otros, los que entendían que se debía mirar al pasado, suponía todo lo contrario: la renuncia definitiva del catolicismo a la lucha por una auténtica sociedad cristiana, la rendición a los valores de la modernidad que, además, se integraban en una propuesta supuestamente cristiana, generando así una enorme confusión doctrinal que debía atajarse a toda costa. El debate –y un debate apasionado– estaba, por tanto, asegurado. Pero antes de abordarlo es necesario conocer con más detalle las características de la nueva cristiandad.

La «nueva cristiandad» La letra pequeña –en realidad no tan pequeña– de la «nueva cristiandad»24 la forma el conjunto de elementos que Maritain descubre en el pensamiento moderno y que le pare24 Más adelante usó expresiones diversas que no cambiaban la esencia de su propuesta: «un modelo futuro de sociedad política cristiana», una «sociedad democrática moderna cristianamente inspirada», etc. (J. MARITAIN, L’uomo e lo stato, Massimo, Milan 1992). La nueva terminología aparece para reflejar la incorporación en su pensamiento de la filosofía política moderna de tipo democrático, fruto de su estancia en USA.

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cen asumibles dentro de una perspectiva cristiana nueva que mire al futuro. Esta aceptación, y este es un punto muy importante, es estrictamente ideológica, no estratégica. Se asumen porque son buenos, no por causa de fuerza mayor, es decir, porque se han integrado de tal modo en las sociedades modernas que no cabe desarraigarlos, sino porque son positivos y válidos. Y la prueba de fuego es que Maritain afirma explícitamente que, en el caso de que fuera posible retornar a las sociedades sacrales porque toda la sociedad hubiese vuelto a ser cristiana, tal retorno no debería hacerse. «No se trata de las exigencias de una hipótesis aceptada con desagrado, sino de las exigencias de los principios rectamente aplicados en el cuadro existencial del clima histórico moderno. Aunque un solo ciudadano estuviera en desacuerdo con la fe religiosa de todo el pueblo, su derecho a la disidencia no podría ser violado por ningún motivo por el Estado en una sociedad democrática moderna cristianamente inspirada. Aunque, por gracia de Dios, se le diera al mundo el beneficio de la unidad religiosa, no sería concebible en una sociedad democrática moderna cristianamente inspirada el regreso al régimen sacral en el que el poder civil era el instrumento o el brazo secular del poder espiritual»25. Además, entiende que una parte significativa de esos principios están inspirados en el espíritu profundo del cristianismo, aunque no siempre hayan sido los cristianos –o, más específicamente, los católicos– quienes los hayan implementado o incluso aunque algunos se hayan opuesto expresamente a ellos26. J. MARITAIN, L’uomo e lo stato, cit., pp. 214-215. Maritain trabajó específicamente en mostrar la raíz cristiana de la democracia. Cfr. J. MARITAIN, Cristianismo y democracia, Palabra, Madrid 2003. 25 26

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La primera característica de la nueva cristiandad es la aceptación del pluralismo que implica tanto la tolerancia dogmática del error como la tolerancia cívica que obliga al Estado a respetar las conciencias tal como fue tematizada por los anglosajones (Locke, Mill, etc.). Pero insistimos de nuevo en que el pluralismo no se entiende como un mal menor que hay que soportar en aras de la convivencia, sino como el resultado necesario y bueno de una sociedad en la que los sujetos son libres y pueden ejercer su libertad. Es, por tanto, la manifestación práctica de que la sociedad respeta una dimensión esencial de la dignidad humana: la libertad, que se entiende como un bien que hay que valorar y proteger27. El segundo punto es la defensa de la autonomía relativa de las realidades temporales. Frente a la posición «sacral» de la Edad Media, que tendía a subsumir todo en la religión y en la teología, la nueva cristiandad debe optar por el respeto de lo secular y mundano y de sus leyes28. Maritain se adelanta aquí a la nueva teología del Concilio Vaticano II que, especialmente en la Encíclica Gaudium et spes, reivindica la autonomía de las realidades no específicamente religiosas. Y de neuvo la perspectiva no es estratégica, sino sustancial. Lo temporal no se debe respetar para congraciarse con ello, para que el cris-

En esto coincide plenamente con Rawls, para quien el pluralismo es el resultado normal del ejercicio de la razón práctica por parte de los seres humanos. «Es un rasgo permanente de la cultura pública democrática» (J. RAWLS, El liberalismo político, Crítica, Barcelona 2005, p. 66). 28 «En el curso de los tiempos modernos el orden profano o temporal se ha situado, respecto al orden espiritual o sagrado, en una relación de autonomía tal que de hecho excluye la instrumentalidad. En otros términos, ha llegado a su mayoría de edad» (J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., p. 221). 27

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tianismo caiga simpático al mundo, sino porque es digno de respeto, porque de hecho tiene sus propias leyes que no dependen directamente de la religión y, en último término, porque ese es el orden querido por Dios mediante la creación. El ser se sostiene en último término en Dios, pero no directamente, pues no ha creado marionetas que deba mantener continuamente en movimiento, sino seres autónomos que viven de acuerdo con sus propias leyes, una verdad que resulta particularmente válida para el hombre. «La tercera nota característica de una nueva cristiandad concebible sería (...) una insistencia en la extraterritorialidad de la persona respecto a los medios temporales y políticos. Nos hallamos aquí ante el segundo hecho central, esta vez de orden ideológico, por razón del cual los tiempos modernos se oponen a la Edad Media; al mito de la fuerza al servicio de Dios sustituye el de la conquista o realización de la libertad»29. Maritain está asumiendo aquí de manera muy profunda –y trasladándolo al campo religioso– un hecho radical de la modernidad: el advenimiento del sujeto. En el marco medieval, desde el punto de vista socio-político, prevalecía la institución. Las clases y reglas sociales eran muy difíciles de modificar, superar o transformar. En el mundo moderno esas barreras se tornan lábiles y el protagonista pasa a ser el sujeto –el ciudadano– que construye en cada momento la ciudad que desea. Este cambio de paradigma supone en concreto que la imposición del catolicismo por la vía estatal ha llegado a su fin o, en otras palabras, que el Estado confesional ha dejado de tener sentido. La sociedad debe hacerse cristiana desde abajo, 29

Ibíd., p. 222 (cursiva nuestra).

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porque los miembros que la componen lo son, no porque las instituciones sociales y estatales, oficialmente católicas, lo impongan desde arriba y toleren a los herejes. Consecuentemente, el cristianismo debe renunciar a un excesivo apoyo institucional y fomentar la primacía del sujeto en la cristianización de la sociedad30. Por eso, indica Maritain, en la nueva cristiandad «ya no aparece la unidad de tal civilización como unidad de esencia o de constitución asegurada desde arriba por la profesión de la misma fe y de los mismos dogmas. Menos perfecta, más material que formal, real no obstante, es más bien unidad de orientación (...) y el papel de agente de unidad y de formación que respecto a la ciudad de otro tiempo gozaba el monarca cristiano, sea cual fuere el régimen, lo representa la parte más experimentada políticamente y la más abnegada de los seglares cristianos, respecto al nuevo orden temporal en cuestión»31. Cabría objetar que este planteamiento tiene en el fondo repercusiones negativas para el cristianismo, que pierde tanto la seguridad del marco institucional como la ventaja que supone usar las vías que este controla. Esto es, en parte, cierto, pero, sin despreciar el valor de esas estructuras, tampoco se debe sobrevalorar su importancia. Si los ciudadanos no son realmente cristianos, el marco acabará cayendo por su propio peso o se convertirá en una cáscara vacía y anticuada que desprestigiará a la institución a la que apoya.

30 Maritain, por supuesto, no se está refiriendo a un cambio en la estructura institucional de la Iglesia, sino al modo en que el cristianismo debe difundirse en la sociedad. 31 Ibíd., pp. 211-212.

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Por último, Maritain apunta que la renuncia al estado confesional, a la sociedad sacra, supone también una reducción en los objetivos de unidad que se propone la ciudad: «tal unidad temporal no sería, como la unidad sacra de la cristiandad medieval, una unidad máxima; sería, por el contrario, una unidad mínima, cuyo centro de formación y de organización estaría situado en la vida de la persona; y no en el nivel más elevado de los intereses supratemporales de esta, sino a nivel del plano temporal mismo. Por ello, esta unidad temporal o cultural no requiere por sí la unidad de fe y de religión; y puede ser cristiana acogiendo en su seno a los no cristianos»32.

La acusación de secularismo La propuesta maritainiana tuvo una enorme repercusión y fue acogida inicialmente de dos modos, a los que más adelante se añadiría un tercero33. Para un grupo importante J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., pp. 215-216. La nueva cristiandad también incluye otros conceptos: concederá más importancia a la libertad de expresión, que deberá ser regulada pero nunca aniquilada (cfr. Ibíd., 227); fomentará la recuperación del carácter pedagógico de la ley; no promoverá los bienes sacrales, sino el desarrollo humano y espiritual de la persona; dará relevancia a la función social de la propiedad privada y fomentará la participación de los obreros en las empresas llegando, en la medida de lo posible, a la copropiedad. No me detengo en ellos, pues no son centrales en relación al tema que estamos analizando. 33 Cfr. J. M. BURGOS, Para comprender a Jacques Maritain, cit., pp. 137 y ss.; J. R. CALO – D. BARCALA, El pensamiento de Jacques Maritain, Cincel, Madrid 1987, cap. VII: «Reacciones ante la nueva cristiandad»; para el caso italiano, J. D. DURAND, La ‘Civiltà cattolica’ contre Jacques Maritain. Le combat du père Antonio Messineo, «Notes et Documents», 2 (2005), pp. 34-71. 32

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de intelectuales cristianos supuso una profundísima liberación y la posibilidad de disponer de un poderoso proyecto de futuro. Maritain, en efecto, rompía definitivamente las cadenas que ligaban al pensamiento católico con el mundo medieval como modelo ineludible de referencia. No renunciaba a la Edad Media ni la demonizaba, algo, por otra parte, imposible en un tomista. Pero la desmitificaba. Señalaba sus límites y sus errores. Y, junto a ello, descubría aspectos positivos en el pensamiento moderno. Eso significaba que no hacía falta mirar necesariamente hacia atrás. Quien quisiera podía hacerlo, pero no era una necesidad intrínseca de la cultura cristiana. Cabía ser un perfecto católico y vivir en la modernidad como moderno. Además, Maritain describía los rasgos generales del proyecto en que debía consistir ese catolicismo moderno. No se limitaba a señalar los defectos del pasado, sino que hacía una apuesta de futuro. No es de extrañar, por tanto, que un grupo importante de católicos recibiera con apasionamiento su texto y lo convirtiera en la falsilla que guiara su actuación cultural y social. Otro grupo importante, sin embargo, se opuso a su propuesta, considerando que suponía una caída en el secularismo. Y, por último, un tercer grupo, más bien posterior al Concilio Vaticano II, acabó rechazando a Maritain por excesivamente conservador. Los representantes del segundo grupo (Palacios, Siri, Messineo, de Konnick, etc.), que es el que interesa para nuestro tema, pues se trataba de tomistas, sostenían básicamente que Maritain, en su intento de amoldar el cristianismo a los tiempos, lo estaba despojando de su dimensión trascendente y sobrenatural y convirtiéndolo en una especie de filantropía aguada que quedaba terminológicamente de manifiesto 287

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en expresiones tan confusas como «ciudad laica vitalmente cristiana», «Estado laico cristianamente constituido», «cristianismo profano» o en su apuesta por «una concepción profanocristiana –y no sacro-cristiana– de lo temporal»34. Ese naturalismo estaría además acompañado por un relativismo que se manifestaría en su tibieza a la hora de defender los derechos públicos de la verdad. La renuncia al Estado confesional era uno de los casos más claros. Si el cristianismo era la verdad, lo lógico es que el Estado fuese confesionalmente católico, que se «tolerase» el error y que se comprendiese a quienes no eran católicos pero dejando claro que estaban equivocados. Una postura distinta suponía caer en un indiferentismo que igualaba el rasero de lo justo y de lo falso y que trataba del mismo modo a quienes estaban en la verdad y en el error. Había que comprender al equivocado, por supuesto, pero no elevar su equivocación a principio social, y eso era lo que sucedía cuando se renunciaba a la con34 Baste, como ejemplo del tipo de argumentación utilizado, la siguiente cita de Palacios, uno de los exponentes principales de la crítica a Maritain en España. «Es trágica la posición del humanismo cristiano. En vez de entregar a Cristo su razón y su tiempo, teniéndose por contento de ser instrumento de la Deidad, en vez de considerar que la teología es la única expresión de la sabiduría racional cristiana, y el Estado confesional la única expresión de la ciudad temporal cristiana, el humanismo católico regatea sus favores a Cristo, coquetea, está siempre disponible, pero nunca acaba de entregarse del todo. Y el que se entrega a medias es el que peor lo pasa, dice una frase ascética, porque no tiene ni los consuelos de Dios ni los del mundo. Tal es la situación de una doctrina (la de Maritain) que quita a las actividades humanas superiores la dignidad de ser instrumento de lo sagrado, y pretende en su locura merecer así el nombre de cristiana, y hasta adornarse con los resplandores de Tomás de Aquino» (L. E. PALACIOS, El mito de la nueva cristiandad, Rialp, Madrid 1951, p. 95).

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fesionalidad: se admitía socialmente que el catolicismo no era la verdad. Si bien este debate está hoy en día superado, no se debe menospreciar su entidad. De hecho, requirió la convocatoria de un Concilio para que la Iglesia lo resolviese desde el punto de vista teológico. Y, quizá todavía hoy, sus consecuencias y las premisas que los sustentan no están plenamente asumidas. Lo que Maritain planteaba en Humanismo integral era, fundamentalmente, un avance –con soluciones ya incorporadas– de uno de los grandes temas del Vaticano II: la relación Iglesiamundo35. La Iglesia, consciente de su retroceso en el contexto social y cultural de Occidente, se planteó muy seriamente, haciendo un valiente ejercicio de autocrítica, si vivía adecuadamente esa relación. Y las consecuencias a las que llegó fueron, en algunas áreas, las que Maritain ya había adelantado. La relación Iglesia-mundo estaba desequilibrada al menos en dos puntos. Ante todo, no se había acabado de superar el instrumentalismo de la Edad Media, es decir, la valoración de las realidades temporales solo y exclusivamente en la medida en que servían a intereses religiosos, una posición que, además de ser nociva para el cristianismo por muchos motivos, era contraria a una correcta teología de la creación. Por eso debía rechazarse y afirmarse en su lugar, en una terminología cercanísima a la de Maritain, la autonomía relativa de las realidades temporales36. 35 Sobre la influencia de Maritain en el Concilio cfr. R. PAPINI y P. VIOTTO, Jacques Maritain et le Concile Vaticane II¸ «Notes et Documents», 3 (2005), pp. 44-54. 36 «Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión,

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El Concilio Vaticano II también reconoció que la actitud de la Iglesia ante algunos valores presentados por el mundo moderno no siempre había sido completamente correcta; es más, que podía haber estado cerrada a determinadas ideas no solo compatibles con el cristianismo, sino que en su raíz más honda proceden de él. El advenimiento del sujeto era una de ellas. ¿Qué podía tener la Iglesia contra la primacía del sujeto, si era el cristianismo quien había inventado a la persona? Bastaría únicamente con que ese sujeto no se constituyera contra Dios. Pero, si había que elegir entre las personas y las instituciones, la primacía debía estar a favor de las personas. Y lo mismo sucedía con la libertad. ¿Debía temerla la Iglesia cuando Cristo había venido a liberar al mundo de la esclavitud, del pecado y de la muerte y a proclamar la «libertad de los hijos de Dios»? (Ga 5, 1-14). De estas premisas surgían consecuencias muy importantes. Una de ellas consistía en asumir la libertad religiosa ya impuesta civilmente. De hecho, como señala Murray con cierta crudeza, «el objeto real de la Declaración (Dignitatis humanae) era sencillamente poner a la Iglesia al mismo nivel de sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia. Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es solo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. (...) Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres quieren usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece» (Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 36).

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la conciencia común de la humanidad civilizada, que ha aceptado ya el principio y la institución legal de la libertad religiosa»37. Tal objetivo, sin embargo, no era nada simple pues se debían asumir e interpretar declaraciones papales tan contundentes como las siguientes: «Como consecuencia de esta idea absolutamente falsa del gobierno social, no dudan en favorecer esta opinión errónea, la más fatal posible para la Iglesia católica y para la salvación de las almas, y que nuestro predecesor de feliz memoria, Gregorio XVI, llamaba delirio, a saber, que la libertad de conciencia y de cultos es un derecho propio de cada hombre; que debe ser proclamado y garantizado en todo Estado bien constituido; y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar alta y públicamente sus opiniones, cualesquiera que sean, por medio de la palabra, la impresa u otra cualquiera, sin que la autoridad eclesiástica o civil pueda reprimirla»38. Era preciso, pues, distinguir y separar el contenido teórico de las afirmaciones magisteriales de la más que probable falta de valoración de los aspectos positivos de estas doctrinas por parte de algunos Papas del siglo XIX. El tema era, por tanto, complejo y delicado.

J. C. MURRAY, Hacia una inteligencia del desarrollo de la doctrina de la Iglesia sobre la libertad religiosa, en La libertad religiosa. Declaración «Dignitatis humanae personae», ed. de J. Hamer e Y. Congar, Taurus, Madrid 1969, p. 143. Murray, experto en el Concilio, fue el máximo inspirador de este texto. Sobre su relación con Maritain cfr. B. DOERING, Between Europe and the United States, Jacques Maritain, John Lafarge, s.j. and John Courtney Murray, s.j., «Notes et documents», 3 (2005), pp. 55-67. 38 PÍO IX, Encíclica Quanta cura, 8-XII-1864. El decreto Dignitatis humanae afirma solemnemente: «Este Concilio declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa» (n. 2). 37

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Otra consecuencia era la renuncia a la confesionalidad, no por ningún tipo de relativismo, sino como resultado del respeto a la dignidad de la persona. La verdad no debe imponerse, debe mostrarse en su esplendor para que la persona la asuma libremente. Y, si la verdad no puede imponerse desde arriba y se debe respetar la autonomía del orden temporal, otra consecuencia más es la relevancia del laicado en la cristianización de la sociedad. ¿Quién reúne condiciones para modificar ese orden temporal y llevarlo hacia Dios? Solo aquellos que lo conozcan, lo controlen, lo dominen y, al mismo tiempo, sean profundamente cristianos, es decir, los laicos39. Pero justamente esta es la idea que, con expresiones más o menos afortunadas, Maritain quería transmitir al hablar de un «cristianismo profano». No se trataba en absoluto de convertir al cristianismo en una sociedad filantrópica de buenas intenciones. Nada más lejos del converso y ferviente Maritain. Se trataba únicamente de recalcar que, si la Iglesia quería seguir teniendo peso en el futuro, debía esforzarse por cristianizar las realidades temporales y profanas a través del laicado, o, en otras palabras, desarrollar ese cristianismo profano o secular40.

Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares. 40 Por si hiciera falta, el siguiente texto despeja cualquier duda sobre la posibilidad de que Maritain pretendiese naturalizar el cristianismo y prescindir de la dimensión específicamente religiosa y sobrenatural. «Hacer abstracción del cristianismo, poner aparte a Dios y a Cristo cuando se trabaja en las cosas del mundo, escindirse uno mismo en dos mitades: la una cristiana, para las cosas de la vida eterna; la otra pagana, para las cosas del tiempo, o cristiana rebajada (...) aparece como un absurdo propiamente mortal» (J. MARITAIN, Humanismo integral, cit., pp. 354-355). 39

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Vigencia de la contribución maritainiana y nuevas perspectivas Maritain, por tanto, tenía razón y la acusación de secularismo era infundada. Dicho esto, y para concluir, cabe preguntarse. ¿Tiene todavía valor su propuesta o su esencial asunción por el Concilio Vaticano II la ha colocado en un segundo plano? A mi juicio, sigue siendo necesaria porque el cambio de mentalidad auspiciado por el Concilio Vaticano II todavía no ha sido completamente asumido. De hecho, no son raros los católicos que siguen mirando con profunda reticencia y desapego a la modernidad y se limitan a asumir una serie de valores –como el pluralismo o el estado confesional– porque no queda otro remedio, mientras que en su fuero interno piensan que, si fuera posible, habría que volver a ellos. En este contexto, el pensamiento de Maritain puede ser iluminador. Ante todo, porque proporciona un análisis histórico-conceptual que permite entender por qué el modelo anterior de relación sociedad-religión debía modificarse. Y, en segundo lugar, porque permite la fundación de una postura moderna y equilibrada de acción cristiana que evite los dos extremos entre los que oscila con cierta frecuencia: o bien se esconden las propias convicciones por miedo ante un ambiente hostil o por falta de recursos intelectuales para sustentarlos, o bien se pasa al extremo opuesto y se irrumpe en la escena pública con tremendo ímpetu pero con pocos argumentos, lo que genera el rechazo de una opinión pública que la percibe como visceral y cerrada. En ambos casos se potencia el ambiente ideológico anticristiano –por ausencia o por una presencia 293

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malograda– generando un círculo vicioso que se refuerza con cualquiera de las dos actuaciones. El detonante que activa este círculo es la frecuente incomodidad del cristiano ante la cultura contemporánea, que le resulta ajena, extraña u hostil. Quienes tienen una mentalidad más conservadora piensan con nostalgia en épocas pasadas y se esfuerzan –en el mejor de los casos– en aceptar con resignación la época que les ha tocado vivir; quienes poseen una mentalidad más moderna se siente atraídos por su mundo pero tienen dificultades para fundar teóricamente sus posiciones y separar la mina de la ganga. De ahí la reluctancia a la intervención pública que, en ambos casos, se puede transformar en una intervención explosiva débilmente justificada cuando se detectan comportamientos socialmente deletéreos que superan el límite de lo que se considera tolerable. La gran aportación que ofrece Maritain es una salida a esta espiral al proporcionar elementos que permiten comprender al cristiano que este es su mundo, pero no solo por razones estratégicas, porque no tiene otro lugar al que ir, sino porque parte importante de sus elementos estructurales procede de fuentes cristianas o son compatibles con ellas. Maritain es capaz de mostrar que esta sociedad es su sociedad y, si lo desea, puede ser un ciudadano perfectamente integrado (con los problemas y contrastes que cualquier ciudadano tiene) y no un marginal o desarraigado que habita de mala manera en corral ajeno. ¿Resuelve entonces Maritain completamente el problema de la secularización desde una perspectiva cristiana? Yo diría que aporta un núcleo teórico imprescindible y permanente, pero que hacen falta nuevas aportaciones. La secularización no se detiene y adopta formas diversas. Hoy, por ejem294

DOS VISIONES DEL PROCESO DE SECULARIZACIÓN

plo, existe un proceso de des-institucionalización de la religión muy profundo y de dirección contraria al que analizó Maritain. El cambio de tendencia de la modernidad ha llevado no solo a eliminar el Estado confesional, sino –en algunos casos– a combatir todo intento de presencia cristiana pública o mínimamente institucionalizada. El cristiano solo debería ser cristiano en privado. No tendría derecho a presentarse como un ciudadano cristiano, sino únicamente como ciudadano. A la presión de este laicismo radical resulta necesario responder con un proceso re-institucionalizador, es decir, generando organizaciones que faciliten la presencia cristiana como grupo social. No basta con una respuesta privada. Sería necesario, por tanto, hoy en día, trabajar en una línea, en principio, contraria a la de Maritain: diseñando proyectos institucionales cristianos. Pero, siendo esto cierto, creo que esa re-institucionalización no debe hacerse fuera del marco maritainiano. Tampoco ahora cabe una marcha atrás. Las nuevas instituciones o formas de presencia social cristiana no pueden ser mera copia de las que existieron en el pasado. Deben asumir los valores contemporáneos (pluralismo, relevancia del sujeto y de su libertad) y diseñarse de acuerdo con ellos. Solo entonces arraigarán. Otra cosa sería proponer un proceso de restauración cultural inviable. Otro fenómeno nuevo es el aumento de una religiosidad emocional, difusa y esotérica. «Con relativa facilidad, afirma Duch, puede observarse en (nuestra sociedad) –tan secularizada, según la opinión de muchos– una notable expansión de una religiosidad invisible o difusa que prescinde de las mediaciones de las instituciones religiosas especializadas, que antaño fueron los únicos intermediarios reconocidos entre Dios 295

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y los hombres. Por eso creemos que lo que ahora realmente está en crisis es el Dios cristiano»41. Se trata de un problema nuevo. El hombre contemporáneo estaría volviendo a sentir interés por los misterios de un más allá esotérico y lejano, por unas posibles fuerzas cósmicas superiores que pudiesen, por ejemplo, ayudarle a mejorar su maltrecho equilibrio emocional, pero no sabría qué hacer con un Dios personal que le interpela directamente. Maritain no se planteó estas cuestiones y, por lo tanto, tampoco ofrece la solución. Su pensamiento no toca los problemas específicos de la posmodernidad, que deben afrontarse, por tanto, con un bagaje adicional. Pero, como hemos intentado mostrar a lo largo de estas páginas, resolvió buena parte del problema básico de la secularización. Esa adquisición es permanente y debe ser mucho más conocida y utilizada. Además, proporciona una base muy sólida desde la que abordar los nuevos retos que plantea la secularización en el siglo XXI.

41 L. DUCH, Un extraño entre nosotros, cit., p. 21. «En Occidente, la ausencia de referencias a un Dios personal parece caracterizar las tendencias religiosas del hombre actual» (J.-L. VIELLARD BARON, La religión et la cité, PUF, París 2001, p. 34).

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ......................................................................

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I. EL PERSONALISMO HOY.................................................... Una historia conocida: Mounier ......................................... La otra historia .................................................................... El legado............................................................................... a) Una filosofía ................................................................. b) Una filosofía realista..................................................... c) Una filosofía original y moderna .................................. d) Una filosofía cristiana .................................................. El personalismo hoy ............................................................ ¿Por qué el personalismo?................................................... El proyecto de la Asociación Española de Personalismo ..

13 14 18 21 21 23 24 31 33 35 40

II. VARÓN Y MUJER, LA PERSONA COMO SER SEXUADO.. Varón y mujer: la visión tradicional y la teoría del género... Varón y mujer: la teoría personalista.................................. Teoría del género y personalismo ....................................... Lo masculino, lo femenino.................................................. a) Lo masculino ................................................................ b) Lo femenino ..................................................................

43 44 54 59 62 63 66

III. PERSONA VERSUS SER HUMANO: UN DEBATE BIOÉTICO................................................................................... La reformulación del concepto de persona en algunos bioéticos contemporáneos................................................... a) Peter Singer ................................................................... b) Hugo Tristram Engelhardt ............................................

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71 73 73 75

ÍNDICE

c) Juan Carlos Álvarez....................................................... d) John Harris ................................................................... Consecuencias éticas ........................................................... El esquema argumentativo básico...................................... Réplicas ................................................................................ Contrarréplicas .................................................................... Reflexiones conclusivas....................................................... IV. PRAXIS PERSONALISTA Y EL PERSONALISMO COMO PRAXIS .................................................................... De la teoría de la acción a la filosofía de la praxis............. La estructura de la praxis.................................................... Trabajo, belleza, cultura: sobre la dimensión intransitiva de la praxis ........................................................................... Praxis personalista y praxis aristotélica ............................. Praxis personalista y praxis marxista ................................. El personalismo como praxis..............................................

78 80 82 84 85 87 92 97 97 102 105 108 118 126

V. LOS LÍMITES DE LA ANALOGÍA........................................ Introducción: el problema................................................... El uso de la analogía en la antropología tomista............... La perspectiva personalista................................................. El caso concreto de la acción..............................................

133 133 137 144 153

VI. PRINCIPIOS DEL PERSONALISMO SOCIAL .................. 1. FUNDAMENTOS .......................................................................... Los dos principios fundamentales del personalismo comunitario.............................................................................. Maritain y Mounier: diferentes perspectivas sobre un fondo común ........................................................................ 2. LÍNEAS DE FUERZA .................................................................... Sobre el bien común............................................................ La obra común: la construcción de la ciudad.................... Las comunidades intermedias ............................................

159 162

VII. LA FILOSOFÍA PERSONALISTA DE KAROL WOJTYLA.. Esbozo biográfico ................................................................ Formación y evolución en el pensamiento filosófico de Karol Wojtyla .......................................................................

187 188

298

162 168 174 174 179 182

189

ÍNDICE

La Escuela ética de Lublin .................................................. Amor y responsabilidad (1960) ........................................... Persona y acción (1969) ...................................................... La posición filosófica de Karol Wojtyla.............................. El camino truncado: la filosofía interpersonal y social..... Bibliografía filosófica selecta..............................................

195 202 204 209 216 220

VIII. HUMANISMO CRISTIANO Y PERSONALISMO ........... Humanismo historiográfico y humanismo filosófico........ Del humanismo ateo al humanismo cristiano ................... Humanismo cristiano: definición y contenidos................. La evolución del humanismo cristiano .............................. La Gaudium et spes y la nueva formulación del humanismo cristiano ....................................................................

223 223 226 229 233

IX. LAS CONVICCIONES RELIGIOSAS EN LA ARGUMENTACIÓN BIOÉTICA ............................................................. El laicismo excluyente de Javier Sádaba............................ El problema de la racionalidad ilustrada ........................... Un laicismo constructivo: Rawls y Habermas ................... Conclusiones ........................................................................ X. DOS VISIONES DEL PROCESO DE SECULARIZACIÓN. UN ANÁLISIS A PARTIR DE LA OBRA DE JACQUES MARITAIN............................................................................ Revisando la secularización ................................................ El neotomismo y la «tesis de la secularización»................ La reconstrucción maritainina del proceso de secularización ....................................................................................... ¿Qué hacer?.......................................................................... La «nueva cristiandad»........................................................ La acusación de secularismo .............................................. Vigencia de la contribución maritainiana y nuevas perspectivas.................................................................................

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261 262 267 271 276 281 286 293

Libros de pensamiento, profundos pero accesibles, sobre las principales cuestiones que afectan al hombre y a la sociedad.

1. EL CORAZÓN Un análisis de la afectividad humana y divina DIETRICH VON HILDEBRAND (5ª edición) 2. MI VISIÓN DEL HOMBRE Hacia una nueva ética KAROL WOJTYLA (6ª edición) 3. LAS ETAPAS DE LA VIDA Su importancia para la ética y la pedagogía ROMANO GUARDINI (5ª edición)

11. HUMANISMO INTEGRAL Problemas temporales y espirituales de una nueva cristiandad JACQUES MARITAIN (2ª edición) 12. EL DON DEL AMOR Escritos sobre la familia KAROL WOJTYLA (4ª edición) 13. EMMANUEL MOUNIER Un testimonio luminoso CARLOS DÍAZ

4. LA MUJER Su papel según la naturaleza y la gracia EDITH STEIN (4ª edición)

14. EL PERSONALISMO Autores y temas de una filosofía nueva JUAN MANUEL BURGOS (2ª edición)

5. ROMANO GUARDINI, MAESTRO DE VIDA ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS

15. CARTAS SOBRE LA FORMACIÓN DE SÍ MISMO ROMANO GUARDINI (3ª edición)

7. EL HOMBRE Y SU DESTINO Ensayos de antropología KAROL WOJTYLA (4ª edición) 8. LA PERSONA Y LA FAMILIA ROCCO BUTTIGLIONE 9. LAS DIMENSIONES DE LA PERSONA TOMÁS MELENDO (2ª edición) 10. PEDAGOGÍA DEL DOLOR ISABEL ORELLANA (3ª edición)

16. SENTIDO CRISTIANO DEL HOMBRE JEAN MOUROUX 17. LOS DERECHOS DEL HOMBRE. CRISTIANISMO Y DEMOCRACIA JACQUES MARITAIN 18. PENSAR LA FAMILIA: ESTUDIOS INTERDISCIPLINARES JOSÉ ANDRÉS GALLEGO Y JOSÉ PÉREZ ADÁN (ed.)

19. ALMA DE LEÓN Biografía de Dietrich von Hildebrand ALICE VON HILDEBRAND Prólogo del Card. J. Ratzinger (2ª edición) 21. ¿QUÉ SIGNIFICA SER PERSONA? URBANO FERRER 22. LA NUEVA IDENTIDAD FEMENINA MERCEDES EGUÍBAR 23. EL ECLIPSE DEL PADRE PAUL JOSEF CORDES (2ª edición) 24. ACTITUDES MORALES FUNDAMENTALES DIETRICH y ALICE VON HILDEBRAND 26. DIAGNÓSTICO SOBRE LA FAMILIA JUAN MANUEL BURGOS 27. LA INTUICIÓN CREADORA EN EL ARTE Y EN LA POESÍA JACQUES MARITAIN 28. ESTE HOMBRE, ESTE MUNDO CARLOS DÍAZ

31. LA FILOSOFÍA PERSONALISTA DE KAROL WOJTYLA JUAN MANUEL BURGOS (ed.) 32. ÉTICA, POLÍTICA Y CRISTIANISMO ROBERT SPAEMANN Presentación de José María Barrio Maestre (2ª edición) 33. LA DIMENSIÓN MORAL: HACIA UNA NUEVA ECONOMÍA AMITAI ETZIONI Presentación de J. A. Ruiz Sanromán 34. LA EDUCACIÓN EN LA ENCRUCIJADA JACQUES MARITAIN Presentación de José María Barrio Maestre 35. AMOR Y RESPONSABILIDAD KAROL WOJTYLA Introducción de Juan Manuel Burgos

29. EDITH STEIN: EN BUSCA DE LA VERDAD VIKI RANFF

36. PARA COMPRENDER A EDITH STEIN Claves biográficas, filosóficas y espirituales URBANO FERRER (ed.)

30. EL GUARDIÁN DE MI HERMANO Autobiografía y mensaje AMITAI ETZIONI

37. RECONSTRUIR LA PERSONA Ensayos personalistas JUAN MANUEL BURGOS

Manuales de filosofía que ponen al alcance de todos, y especialmente de los universitarios, los elementos centrales de la cultura filosófica. 1. ESTÉTICA DE BOLSILLO Pablo Blanco 2ª edición 2. FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN Joaquín Ferrer 3. HISTORIA DE LA FILOSOFÍA. I. FILOSOFÍA ANTIGUA Carlos Goñi

8. EL SECRETO DE UNA VIDA LOGRADA Curso de pedagogía del amor y la familia Alfonso López Quintás 2ª edición 9. PENSAR EL DERECHO Curso de filosofía jurídica Javier Barraca Mairal

4. HISTORIA DE LA FILOSOFÍA. II. FILOSOFÍA MEDIEVAL Eudaldo Forment

10. EL CONOCIMIENTO HUMANO: UNA PERSPECTIVA FILOSÓFICA Juan José Sanguineti

5. HISTORIA DE LA FILOSOFÍA. III. FILOSOFÍA MODERNA Mariano Fazio y Daniel Gamarra

11. INTRODUCCIÓN A LA ÉTICA Historia y fundamentos José Ramón Ayllón

6. HISTORIA DE LA FILOSOFÍA. IV. FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA Mariano Fazio y Francisco González Labastida 7. ANTROPOLOGÍA: UNA GUÍA PARA LA EXISTENCIA Juan Manuel Burgos 3ª edición

12. EL AMOR: DE PLATÓN A HOY Alfredo Álvarez 13. FILOSOFÍA DE LA MENTE Juan José Sanguineti 14. EL HOMBRE ANTE EL MISTERIO DE DIOS Curso de Teología Natural Luis Romera

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