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Spanish Pages 192 [176] Year 2014
Ensayos
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ROMANO GUARDINI
Mundo y persona Ensayos para una teoría cristiana del hombre
E en~u~ntrocr edtctonesü.
Titulo original We/t und Person Versuche zur christ/ichen Lehre vom Menschen Reimpresión de la 51 edición 1962 (1 1 edición 1939) Werkbund-Verlag, Würzburg. © 1988 Verlagsgemeinschaft Matthias-Grünewald, Mainz/Ferdinand Schningh, Paderbom; 61 edición. - Los derechos de autor reservados a Katholischen Akademie in Bayem. © 2000
Ediciones Encuentro, S.A. Traducción Felipe González Vicen Diseño de la colección: E. Rebull
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del ·Copyright•, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografia y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
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Este libro está dedicado a Maria y Dieter Sattler
El hombre sobrepasa infinitamente al hombre. Pascal, Pensées.
ÍNDICE
Advertencia preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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EL MUNDO NATURALEZA Y CREACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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l. Naturaleza, sujeto y cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11. El ser creado del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ill. Dios y ·el otro· . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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LOS POLOS DEL ESPACIO EXISTENCIAL . . . . . . . . . . . . . .
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l. Lo alto y lo interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11. La interioridad cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. La altura cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IV. La conexión total . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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MUNDO, HERMETISMO DEL MUNDO
Y APERTURA DEL MUNDO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . l. El 11. El III. El IV. El V. El
mundo como el todo de la existencia . . . . . . . . . . . . mundo como ·el todo•, •un todo• y lo poderoso . . . . límite y la nada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . hermetismo del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . mundo y la Redención . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Mundo y persona
LA PERSONA
Advertencia preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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LA ESTRUCfURA DEL SER PERSONAL . . . . . . . . . . . . . . . .
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l. Persona y conformación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94 11. Persona e individualidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95 111. Persona y personalidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 IV. Persona en sentido propio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 REFERENCIA DE LA PERSONA A LAS PERSONAS . . . . . . . 113
l. Condicionalidad de la persona . . . . . . . . . . . . . 11. La relación •yo-tú• . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111. La persona y la otra persona; el lenguaje . . . . . IV. El carácter verbal de las cosas . . . . . . . . . . . . . .
...... ...... ...... ......
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LA PERSONA Y DIOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122
l. La persona humana y la persona divina . . . . . . . . . . . . 122 11. El Yo cristiano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124 LA PERSONA CRISTIANA Y EL AMOR . . . . . . . . . . . . . . . . 137
l. La gracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 11. La esencia del amor cristiano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138 LA PROVIDENCIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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l. Generalidades . . . . . . . . . . . 11. Interpretaciones insuficientes III. El concepto biblico . . . . . . . IV. Providencia y mundo propio
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ADVERTENCIA PRELIMINAR
Los trabajos reunidos en el presente libro están al servicio de una pregunta: la pregunta por la esencia del hombre. Este interrogante se plantea hoy con una radicalidad desconocida desde hacía mucho tiempo. Aquí no podemos exponer todo lo que ha contribuido a este planteamiento, porque ello exigiría un análisis de los procesos más íntimos del siglo pasado. En todo caso, nuestro presente ve en el hombre algo enigmático. No hace todavía mucho tiempo que eran dos las respuestas definitivas con las que se contestaba a la pregunta por la esencia del hombre: la respuesta humanista de las ciencias del espíritu y la respuesta técnica de las ciencias de la naturaleza. Ambas respuestas se oponían en muchos aspectos y de un modo tajante, pero ambas tenían algo de común: el que las dos creían saber lo que el hombre era. Sus interrogantes se movian dentro de los límites de lo sabido. Hoy se ha resquebrajado esta creencia -conocer al hombre-, y con ella también la seguridad consiguiente y la angostura en el modo de tratar las cosas humanas. En el presente ha surgido a la superficie el sentimiento de que quizá el problema del hombre tiene otros aspectos que los que se contienen en la opinión oficial, un sentimiento que había ido arrastrándose por el subsuelo del siglo XIX, sin que nunca fuera abiertamente admitido. El hombre se ha percatado de que es otra cosa de lo que él pensaba, que es para sí una incógnita y un problema. Las cimas de lo humano se encuentran, de nuevo, en la oscuridad y en el futuro. De aquí proviene aquella radicalidad de que antes hablábamos; la pregunta por el hombre es, de nuevo, una pregunta real. Con ello se hace posible buscar, de nuevo, aquella respuesta que la revelación cristiana da a la pregunta. Buscarla realmente, porque también el ámbito cristiano se ha hallado bajo el poder
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Mundo y persona
angostador de un conocimiento aparente. También al cristiano le ha faltado, en gran medida, el valor para plantearse el problema del hombre desde aquel desconocimiento que le es propio; y la respuesta que dio a la pregunta por la esencia del hombre no fue distinta -aunque limitada y matizada- de la respuesta general. Ofrecer la respuesta total, seria el cometido de una teoría cristiana del hombre. El autor trabaja en ella desde hace una serie de años, pero no puede prever cuándo podrá terminarla. En el presente libro da a la publicidad, por eso, unos cuantos estudios que muestran de qué manera debe uno enfrentarse con el problema, mientras que, de otro lado, espera que las respuestas que aquí se ofrecen le enseñen algo para su obra mayor. Los estudios se titulan -ensayos•. La palabra quiere tener el sentido, modesto y conftado a la vez, que le ha prestado el valeroso libro de Montaigne. No son •trabajos·, exposición de objetos abarcados con la mirada y elaborados adecuadamente, sino experimentos, en el curso de los cuales se acercan determinados pensamientos a conexiones muy complejas, a fm de poder ver así la utilidad que aquéllos poseen. En el fondo es sólo un pensamiento fundamental con el que aquí se experimenta: que el hombre no existe como un bloque cerrado de realidad, ni como una conformación autárquica y desarrollada desde sí misma, sino sólo en la perspectiva de lo que ha de venir. En opinión del autor, en este pensamiento hallan expresión, no sólo los motivos más vigorosos del Nuevo Testamento, y pensamientos del pasado muy actuales -especialmente de san Agustín-, sino también la experiencia del presente, después de que el individualismo y el evolucionismo se ven cada vez más claramente como un trozo de pretérito... No es preciso subrayar expresamente, por lo demás, que la palabra -ensayos· dice también que, desde un principio, el trabajo cuenta, no sólo con todas las insuftciencias, sino también con todas las posibilidades del error. El capítulo sobre la ·Persona· representa un boceto de la imagen cristiana del hombre. Los precedentes, acerca del·Mundo•, se preguntan por las conexiones de realidad y de cometido en las que se halla situado el hombre. El último, sobre la ·Providencia•, quiere mostrar en un punto especialmente importante cómo puede pensarse la unidad, en sentido cristiano, del hombre y el mundo, la ·existencia· cristiana. Berlín, agosto de 1939.
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EL MUNDO
NATURALEZA Y CREACIÓN
l. Naturaleza, sujeto y cultura
¿Cómo percibe el hombre el ser del mundo en que vive? ¿De qué manera existe? ¿Con qué conceptos se expresa esta manera de existir del mundo? Ya a finales de la Edad Media, pero, sobre todo, en el Renacimiento surge una palabra que va a ir adquiriendo cada vez mayor significación: la naturaleza. Con ella se designa la totalidad de las cosas, todo lo que es. O, expresado más exactamente, todo lo que es antes de que el hombre ponga la mano en ello. Es decir, los cuerpos celestes, la tierra, el paisaje con sus plantas y sus animales, pero también el hombre mismo, siempre que se entienda como realidad anímico-orgánica. Este todo se experimenta como algo profundo, poderoso y magnífico, como una plenitud de vivencia a nuestra disposición y a la vez, también, como cometido para el conocimiento, la aprehensión y la conformación. La intensidad en el valor de la palabra muestra qué profundos desplazamientos del sentido vital y de la relación cósmica se expresan en ella. El concepto de naturaleza es un concepto objetivo que significa aquello que se ofrece al pensar y al obrar; a la vez, empero, es también un concepto axiológico y significa una norma válida para este pensar y este obrar: lo sano y exacto, lo sabio y perfecto, en suma, ·lo natural•. Frente a ello tenemos lo no-natural, lo artificioso, desviado, enfermizo, pervertido. De este criterio axiológico se derivan modelos de la existencia natural; el hombre tal como debe ser, la sociedad y la forma política natural, la edu-
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Mundo y persona
cación fecunda, el arte noble, y tantos otros, modelos que se significan, por ejemplo, con el concepto del ·honnete homme· de los siglos XVI y XVII, del hombre •natural•, de Rousseau, de la vida racional de la Ilustración y de lo naturalmente bello en la Ilustración y en el clasicismo. El concepto de •naturaleza· expresa algo último. Detrás de él no puede apelarse a nada. Tan pronto como se deduce algo de él, este algo se ha entendido definitivamente; tan pronto como se ha fundamentado algo como natural, este algo está justificado; tan pronto como se tiene conciencia de que algo es conforme a la naturaleza, desaparece el problema. Con ello no quiere decirse que la naturaleza pueda entenderse en su totalidad y en su último sentido. Al contrario, la naturaleza es sentida como algo tan rico y profundo, que el pensamiento no llega con ella a ningún último término. La naturaleza es creadora y no puede apresarse en ningún sistema; es misteriosa y ·no se deja despojar de su velo•. Y es misteriosa, no en el sentido de que sus problemas sean harto complicados, sino por principio: la naturaleza lleva en si el carácter misterioso del comienzo y del fin, del sustrato primario, de lo esencialmente impenetrable. Justamente por ello representa también lo último sobre lo que puede preguntarse. En tanto que da una respuesta, esta respuesta es definitiva, porque es •natural•, es decir, evidente, y porque, proveniente de la naturaleza, constituye una respuesta desde los fundamentos primarios. En la vivencia de la naturaleza desemboca otra vivencia, la de la Antigüedad clásica. Para el sentir del Renacimiento, que, desde este momento, va a penetrar toda la Edad Moderna, la Antigüedad clásica no es una época entre otras y, por tanto, condicionada como todas las demás, sino que reviste carácter normativo. La Antigüedad clásica representa la expresión del hombre tal como éste debe ser. La humanidad y el sentimiento existencial, el idioma y el arte, la forma politica y social del mundo clásico griego y romano se sienten como interpretación válida de la existencia verdaderamente natural. El concepto de lo clásico significa en último término lo mismo que el de lo natural; sólo que entendido como conformación histórica. La cultura clásica es la cultura •natural•, y la vivencia de la naturaleza se justifica por una vivencia cultural de rango máximo.
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Naturaleza y Creación
Desde aquí el problema religioso se plantea de nueva manera. Muy pronto ya se muestran dos posibilidades de respuesta. La primera encuentra en la naturaleza misma una profundidad numinosa, y surge así la idea de la naturaleza misteriosa, creadora del todo, sagrada: de la naturaleza-Dios. Así en Giordano Bruno, Spinoza, Goethe, Holderlin, Schelling. La naturaleza se entiende ella misma como el hecho primario religioso y la relación con ella como la raíz de la religiosidad. Lo natural es, a la vez, lo sagrado y religioso, lo no-natural o antinatural, lo impío sin más 1••• O bien el sentimiento religioso experimenta una especie de inversión y se convierte en una intolerancia religiosa y oculta, que considera lo inmediatamente dado de las cosas como lo único esencial, y el sentido para los hechos y la fidelidad a la realidad como lo único exacto; así, sobre todo, en la corriente positivista que va a correr a todo lo largo de la Edad Moderna. En tanto que el hombre es una realidad anímico-corporal, pertenece él mismo a la naturaleza; en tanto, empero, que la considera, la investiga, la aprehende, la conforma, se sitúa frente a ella. Que se trata de un verdadero enfrentamiento se ve claramente en el concepto admonitorio de lo no-natural. Lo no-natural sólo puede darse porque el hombre no se inserta en la conexión natural inmediata. En lo no-natural el hombre se desprende de esta conexión, la precipita en una crisis, y tiene como cometido el reconstruirla por el conocimiento, la acción y la creación. De la experiencia de este enfrentamiento surge una segunda forma fundamental de interpretación de la existencia: la del sujeto. El concepto no se encuentra en la Edad Media como no se encuentra tampoco en ella el de la naturaleza. Es verdad que se sabe de la naturaleza como realidad y también como norma. También el hombre medieval ve las cosas, el orden de su estructura, la regularidad de su comportamiento, y llega así a la idea de una última unidad. Además, al pensamiento medieval se incorpora el concepto griego, especialmente el aristotélico, de naturaleza y lo elabora en todas sus direcciones. Este concepto no tiene, empero, el carácter que antes hemos descrito, sino que se convierte, más bien, en un medio para interpretar la creación de las cosas por Dios. De igual manera, también el pensamiento medieval sabe del sujeto como la unidad del existir individual, 1
Sobre ello, Guardini, H61derltn, Weltbtld und Frommtgkett, 1955, pp. 361 y ss.
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Mundo y persona
como el soporte de los actos espirituales y como el punto de imputación de la responsabilidad. Este concepto, no obstante, tiene algo de desinteresado, de serena objetividad, que se manifiesta ya en la manera con que el individuo retrocede detrás de las conexiones de la existencia. Este carácter se modifica en el ocaso de la Edad Media y, sobre todo, en el Renacimiento. En esta época va a imponerse una vivencia del sujeto que determinará toda la época subsiguiente. El hombre se siente, de una nueva manera, como algo importante e interesante. El hombre extraordinario, genial, sobre todo, gana una importancia no sentida nunca en la Edad Media. El hecho de que el Renacimiento abunde en personalidades originales y de grandes dimensiones no es suficiente para justificar la impresión que causa su tipo humano. También la Edad Media fue sustentada por hombres extraordinarios, combatientes, soberanos, creadores y personalidades religiosas; pero sólo después de aquel giro histórico logra el hombre excepcional aquel acento que va a prestarle un carácter tan singular. Sólo ahora va a convertirse en algo importante para sí y para toda la época. Lo personal va a convertirse en un nuevo criterio y, contemplado claramente en las grandes personalidades, va a determinar el ámbito total de la vida. Surge así un nuevo sentimiento de lo humano, un interés por su variedad, un juicio acerca de su autenticidad y originariedad. De igual manera que la naturaleza aparece como lo primero, detrás de lo cual no podía retrocederse, así también la personalidad. La gran personalidad, sobre todo, lleva en sí la ley de su existencia, quiere ser entendida desde sí misma y justifica su obrar con su propia fuerza creadora. Lo que de ella surge auténticamente reviste carácter de validez. Descubierto en hombres excepcionales, el mismo criterio se aplica al hombre en absoluto, el cual se convierte así en un principio tan válido como la naturaleza. La existencia adecuada consiste en que el hombre viva y actúe desde el fundamento primario de su personalidad. Frente al ethos de lo bueno objetivamente y de la verdad, aparece el de la autenticidad y veracidad. Lo determinado hasta ahora partiendo de la originariedad del ser vivo, recibe su expresión formal en el concepto de •sujeto•. El sujeto es el soporte de los actos revestidos de validez y la unidad de las categorías que determinan esta validez. Su definición más clara se encontrará en la filosofía de Kant. Como sujeto lógi-
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Naturaleza y Creación
co, ético, estético, esta filosofía piensa un dato último, soporte del mundo del espíritu. Detrás de él no puede retrocederse, porque todo intento de retroceso sólo puede realizarse con las categorías de esta misma subjetividad. El•sujeto• constituye la expresión lógica de la •personalidad·, y ambas representan diversas formas de la naturaleza-hombre enfrentada con la naturalezacosa. Con una pasión que apunta ya a una trasposición en el sentido existencial, se confiere al sujeto lógico, ético y estético el carácter de la autonomía. •Autonomía• significa el ·descansar sobre sí mismo·, el carácter de comienzo y la validez primaria del sujeto; la misma pretensión, por tanto, que, aplicada al ámbito vital-creador, es expresada por el concepto de personalidad, y, aplicada al ámbito objetivo de las cosas, es expresada por el concepto de naturaleza. Tan pronto como algo puede ser deducido de la personalidad o del sujeto, este algo ha sido entendido definitivamente. Quien ha superado, de una manera u otra, la Edad Moderna y se entrega a la lectura, por ejemplo, de las obras de Kant, hace una experiencia singular. ¿En virtud de qué, el hecho de que el sistema hunda sus raíces en la subjetividad, aunque sea •trascendental•, es garantía suficiente de la posibilidad del conocimiento, del juicio moral, etc.? En el sentimiento, empero, de que esto es así radica precisamente lo •nuevo•, algo que el lector imaginado no puede aceptar sin más, una vez que ha traspuesto la línea decisiva. Para el pensamiento de la Edad Moderna, un acto de conocimiento o un juicio moral se convierten en realmente válidos por el hecho de descansar en la autonomía del sujeto; un fenómeno que se corresponde con lo que más arriba dijimos sobre el conocimiento desde la naturaleza y sobre el criterio axiológico de la naturalidad. Con ello no se afirma que el sujeto mismo fuera plenamente cognoscible;·el mismo Kant, por ejemplo, sitúa en la ley moral interior toda la profundidad del misterio, un misterio que, característicamente, es relacionado por él con la impresión numinosa del cielo estrellado, es decir, con la naturaleza. La personalidad y el sujeto son, en principio, tan poco comprensibles como la naturaleza, pero lo que se comprende desde la personalidad y desde el sujeto está comprendido válidamente. Un retroceso al ámbito metafiSico es tan imposible partiendo de la personalidad y del sujeto, como partiendo de la naturaleza. También la personalidad se prolonga en el campo religioso, y el genio es sentido como algo numinoso. El
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Mundo y persona
poeta, el artista, el hombre de acción, aparecen como algo misterioso, y existe la tendencia a ponerlos en relación con la idea de los dioses. El nuevo concepto de la fama expresa la irradiación suprahumana que, procedente de las grandes personalidades, sigue iluminando la historia. La subjetividad se pone en relación con el espíritu universal a través del •sujeto en general·, y se convierte en su expresión directa. El pensamiento recibe desde aquí un carácter religioso, y éste se vierte en la idea de la ·ciencia•, prestándole una significación hasta entonces desconocida. Naturale~a y sujeto -designando también con esta palabra la personalidad- se enfrentan la una al otro como hechos últimos. La existencia está dada como naturaleza y como sujeto, detrás de los cuales no se puede retroceder. Entre ambos surge el mundo de las acciones y de las obras humanas. Este mundo descansa sobre aquellos dos polos, encuentra en ellos su presuposición, es caracterizado por ellos, pero, de otro lado, posee frente a ellos una independencia singular. Es un mundo que se determina por un tercer concepto, peculiar también de la Edad Moderna: el concepto de ·cultura•. La Edad Media poseyó una cultura del más alto valor. Tendió al conocimiento y construyó en sus ·Sumas· un alto universo de evidencias. Creó obras grandiosas, realizó acciones arrojadas y conformó órdenes de la convivencia humana de última validez. Todo ello se realizó, empero, en una actitud que, si hubiera tenido conciencia de sí, se hubiera entendido a sí misma como una contribución al acabamiento de la obra universal divina. El hombre se esforzaba en realizar la obra, pero no en reflexionar sobre esta obra, y ello porque lo que le interesaba era lo que había que crear, y no él mismo como creador. También aquí cambian las cosas con la Edad Moderna. La obra humana recibe una nueva significación, y una nueva significación también el hombre como su productor. La obra humana se incorpora el sentido que antes había alentado en la obra divina del mundo. El mundo pierde su carácter de creación y se convierte en •naturaleza•; la obra humana pierde la actitud de servicio determinado por la obediencia a Dios y se convierte en •creación·; el hombre mismo, que había sido antes adorador y servidor, se convierte en ·creador•. Todo ello se expresa en la palabra ·cultura•. También en ella anida una pretensión de autonomía. El hombre pone mano en la existencia para conformada de acuerdo con su propia voluntad. Al ver al
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Naturaleza y Creación
mundo como naturaleza, se lo quita a Dios de las manos y lo hace descansar sobre sí mismo. Al entenderse como personalidad y sujeto, se emancipa del poder de Dios y se convierte en señor de su propia existencia. En su voluntad de cultura se dispone a construir el mundo, no en obediencia frente a Dios, sino como obra propia. Y, efectivamente, la constitución del concepto de cultura coincide con la fundamentación de la ciencia moderna, de la que, a su vez, va a salir la técnica. Esta última, empero, constituye la suma de todos aquellos medios y procedimientos por los cuales el hombre se libera de las barreras de las conexiones orgánicas, en cuya virtud se hace capaz de proponerse fines a su arbitrio y de conformar de nuevo lo dado. Lo que en esta voluntad alienta se pone de manifiesto en la doctrina de la autonomía de la cultura, la cual va liberando progresivamente la ciencia, la política, la economía, el arte, la pedagogía, de las vinculaciones de la fe, y no sólo de la fe, sino también de toda ética obligante, y haciéndolas reposar sobre sí mismas. También esta cultura adquiere carácter religioso. En ella se revela el secreto creador de la existencia, sea que se le conciba como fundamento primario de la naturaleza o como potencia de la personalidad o como espíritu universal. También la cultura aparece como algo último, que garantiza al hombre el sentido de la existencia: •Quien tiene arte y ciencia, tiene también religión•. La estructura psicológica o la situación en la historia del espíritu determinan cómo se relacionan recíprocamente los hechos primarios de la naturaleza, del sujeto y, entre ambos, de la cultura. Puede situarse el centro de gravedad en la naturaleza y entenderse al sujeto como su órgano; así, por ejemplo, en la filosoña de la naturaleza del Renacimiento y del romanticismo. En este caso la cultura aparece también como emanación de la naturaleza, como su autoconstrucción, trascendente a ella misma y hecha posible por el eslabón intermedio del sujeto reflexivo. O bien el centro de gravedad se desplaza al yo, y la naturaleza aparece como una masa caótica de posibilidades, de las que el sujeto, conformando autónomamente, hace surgir el mundo de la cultura, tal como ocurre en la filosoña de Kant. O bien, fmalmente, pueden considerarse la naturaleza y el sujeto como pilares equivalentes de la relación, sobre los cuales, como sucede en Hegel, tiene lugar el acontecimiento supranatural y suprapersonal del devenir de la cultura.
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Mundo y persona
También el campo de la religión experimenta una interpretación diversa. Lo divino se inserta en la naturaleza y se equipara con su profundidad creadora; o se sitúa en el interior de la personalidad, en el ánimo, en la genialidad y aparece como su fuente misteriosa; o se ve en él el principio espiritual y creador de la existencia que se despliega en el proceso de la creación cultural. .. La relación puede también construirse, sin embargo, sobre la base de la separación, tal como lo hacen el deismo y el racionalismo. En este caso, ·Dios• queda situado a tal distancia del mundo, que no puede afectar ni a la naturaleza o al sujeto en su autonomia, ni a la obra de la creación cultural en su desarrollo propio ... Una última posibilidad consiste, finalmente, en tener al ámbito de lo religioso por peligroso para la libertad y pureza del mundo, eliminándolo totalmente. Es lo que tratan de hacer el positivismo y el materialismo en sus diversas formas. A la pregunta formulada al principio, de en qué forma es él existente, la conciencia de la Edad Moderna contesta diciendo: como naturaleza, como sujeto y como cultura. La estructura de estos momentos significa un algo último, tras el cual no puede retrocederse; un algo autónomo que no necesita ninguna fundamentación y que no consiente tampoco ninguna norma sobre sL Esta respuesta proviene de la época, entendida como una totalidad, y no depende, por ello del individuo. Expresa una actitud total en la que nace inserto el individuo y con la que éste tiene que enfrentarse polémicamente. Como forma perceptiva preliminar y como patrimonio común, esta actitud actúa, de una u otra forma, en la conciencia de cada individuo, incluso cuando éste la contradice. Bajo su influjo se encuentra también la manera en que son experimentados, recibidos y convertidos en contenidos del obrar la realidad religiosa, Dios y su reino. Este influjo puede destruir toda relación positiva con la revelación, pero actúa también alH donde se mantiene la fe. Este influjo actúa en el pensar y en el sentir del creyente, y produce las especfficas dificultades religiosas de la Edad Moderna, que pueden condensarse en la siguiente pregunta; si el mundo es realmente tal como lo hemos expuesto, ¿pueden ser la Iglesia, la Encarnación divina, la revelación y, finalmente, puede ser el Dios sacrosanto personal, que es presuposición de todo ello? 20
Naturaleza y Creación
Il. El ser creado del mundo
No es fácil adoptar una actitud adecuada respecto a esta situación y a estas concepciones, ya que no sólo se trata de algo muy complicado, sino, además, de algo determinado por puntos de vista que se limitan y se oponen recíprocamente. Ante todo, habría que preguntarse qué hay de exacto en las ideas de naturaleza, sujeto y cultura que acabamos de exponer. La forma directa con que la Edad Media vio la realidad absoluta de Dios y la vida eterna prometida, como lo propiamente verdadero, amenazó -en principio, e independientemente de la intensísima plenitud de vida y de creación- con desvalorizar lo finito y temporal. Lo finito aparecía sólo como el reflejo inapropiado de lo absoluto y el tiempo como el preludio inesencial de la eternidad. Se sentía tan intensamente el carácter simbólico de la creación, que no se atribuyó a ésta suficiente realidad. A partir de finales de la Edad Media la fuerza de lo religioso se hizo cada vez más débil. El ímpetu hacia la trascendencia, que se había impuesto antes en todos los puntos de la existencia, cede ahora. La atmósfera religiosa que antes había abarcado todo, la corriente religiosa inmediatamente sentida, que había abarcado todo, la corriente religiosa inmediatamente sentida, que había penetrado todo, se volatiliza ahora. Para emplear una expresión ya acuñada, el mundo •se desencanta•. La realidad finita se destaca de una nueva manera: en su dureza y su urgencia, en su plenitud de sentido y su carácter valioso. Lo finito como tal penetra en la conciencia y con él la significación de lo creado. Esta significación puede, en efecto, disolverse de diversas maneras; de un lado, ocultando el hecho de su carácter creado y haciendo del mundo un algo absoluto; de otro lado, empero, también, viendo tan inmediatamente en lo religioso-absoluto lo propiamente verdadero, que lo finito pierde su pJenitud de realidad y de sentido. Justamente esta plenitud es la que ahora se impone al sentimiento, formula sus preguntas y señala sus cometidos. Todo ello se expresa en los conceptos de que hemos hablado, y en este sentido éstos tienen su justificación. La verdad sigue siendo siempre la verdad, sea cual sea el precio que haya que pagar por ella. Ahora bien, lo que la conciencia de la Edad Moderna percibió frente a la Edad Media era realmente verdad; la realidad auténtica, plena de sentido, sugeridora de obras, del
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Mundo y persona
ser finito. Pese a toda la admiración por la grandeza, unidad e intimidad de la visión medieval del mundo, no hay que olvidar que llevaba en sí por doquiera una especie de corto-circuito religioso. Se sentía tan intensamente lo absoluto, que lo finito no se destacaba en su significación propia. Las preguntas por la esencia del mundo no estaban más que parcialmente bien formuladas, y las respuestas no eran dadas realmente más que en parte. La estructura audaz y piadosa de la existencia medieval sólo pudo surgir y pervivir, porque la vista estaba, a menudo, cegada para la realidad de las cosas, porque el coraz0n se hallaba protegido frente a las posibilidades del mundo, y porque las decisiones se desplazaban al ámbito de la vida ético-religiosa. El hombre medieval rezaba a Dios y obededa a la autoridad que el Señor del mundo había colocado aquí. Con ello rendía pleitesía a la última verdad, pero ignoraba, a menudo, la penúltima; también ésta, empero, es verdad y no debe quedar aplastada por la fuerza de la otra. Las respuestas del hombre medieval a las preguntas por la esencia del mundo eran, por eso, a menudo, todavía precríticas y representaban una estilización mítica, legendaria y artistica de ese mismo mundo. Como el mundo, de otra parte, no apareda a la mirada del hombre medieval como lo que en realidad es, la fe de éste no llegó a sufrir la verdadera prueba. En los conceptos de naturaleza, sujeto y cultura se expresa aquel deber que la Edad Moderna ha descubierto y hecho suyo; el deber de sinceridad y el de hacer justicia a las cosas. La Edad Moderna se decidió a tomar al mundo como realidad y a no restarle nada de ella por el tránsito directo a lo absoluto. Se percató de que este mundo le está dado al hombre de una manera a la vez grandiosa y terrible, y se dispuso a entender como cometido religioso el sentido de esta responsabilidad, en lugar de paliada por un retroceso al ámbito de lo religioso. La ciencia moderna con su carácter implacable, la técnica con su precisión y audacia, el espíritu tan específicamente moderno de conquista del mundo, de planificación y conformación, todo ello representan auténticos progresos. No en el sentido superficial, de que la época caracterizada por estos rasgos sea, sin más, mejor que la antecedente. Hablar aquí de •mejor• o •peor• es algo muy problemático, aparte de que toda ganancia en un punto se paga con pérdida en otro, y de que hoy, en que la Edad Moderna se acerca a su fin, vemos cada vez con mayor agudeza cuánto ha costa-
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do el tránsito a ella. Lo que justifica una época histórica respecto a las demás no es que sea mejor, sino que está a la altura del tiempo. En tanto que reviste este carácter es buena y representa un progreso. Los conceptos de que estamos tratando expresan ese algo nuevo a la altura de su tiempo. Quizá hay que decir incluso, que también lo que hay de falso en ellos se halla en conexión, de una u otra manera, con las realizaciones vitales y creadoras de la Edad Moderna. Para producir una obra semejante de conocimiento, de dominio y de conformación, tal como efectivamente la ha llevado a cabo la Edad Moderna, quizá fuera necesario, en alguna manera, un giro tan apasionado hacia el mundo. Y, sin embargo, toda la estructura de los conceptos naturaleza, sujeto y cultura, tal como nos la brinda la conciencia de la Edad Moderna, se halla en profunda contradicción con el cristianismo. Y no sólo porque los nuevos cometidos que hemos descrito se han perseguido con una exclusividad que tenía que destruir la totalidad de la existencia, sino porque lo verdadero en aquellos conceptos estaba dominado por una reflexión sobre la existencia que estaba dirigida contra el sentido de la revelación. Sobre todo, contra aquella proposición que sustenta toda la Sagrada Escritura; que el mundo ha sido creado. Para que esta proposición reciba, sin embargo, su plena significación, es preciso, primero, dar al concepto de creación divina su puro sentido. La expresión, en efecto, ha experimentado un cambio de significación, pero contiene todavía restos de sentido y movimientos emocionales que ocultan este cambio. Cuando en el siglo XIX habla de •creación•, resuena en la palabra la significación bíblica; a lo que, sin embargo, se alude con ella, en realidad, es al proceso creador de la naturaleza, la cual, a su vez, no es creada, sino que descansa eternamente en sí misma y se desenvuelve por sí misma; o bien se alude al proceso creador de las grandes personalidades, que llevan en sí su forma y su ley, y que producen su obra por una fuerza propia primaria. A este cambio de significación conducen una serie de estadios intermedios que podrían ponerse de manifiesto por una investigación detallada del idioma filosófico, literario y religioso. Incluso cuando el creyente en la Biblia habla de la creación, es muy problemático el sentido en que piensa este proceso creador. De ordinario no tendrá conciencia precisa de él, sino que lo hará
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retroceder como algo misterioso a un comienzo infinitamente lejano. Siempre, empero, que tenga que pensarlo realmente -al leer, por ejemplo, el Génesis o al hacerse presente el primero de los Artículos de la Fe- se representará probablemente el proceso creador divino como la actuación de una causa inconmensurable, de una especie más o menos semejante al modelo de las causas naturales; es decir, como una prolongación hasta lo absoluto de los fenómenos de la naturaleza. Su concepto de Dios está influido por el concepto de naturaleza, y tiende a pensar a Dios como aquella instancia que hace que la naturaleza sea lo que es; como a una •naturaleza absoluta•, por así decirlo. El concepto de naturaleza actúa como una categoría que da forma a todos los pensamientos; el sentimiento de la naturaleza, como una actitud inconsciente pero decisiva que imprime una dirección determinada a la comprensión del Génesis, de los Salmos, de las palabras sobre el gobierno divino del mundo, etc. La conciencia creyente tiene que realizar aquí una diferenciación radical: el mundo no es ·natural·, sino creación, y creación en el puro sentido de la obra producida por una acción libre. El mundo no es nada •natural•, evidente, nada que se justifique por sí mismo, sino que necesita de la fundamentación; y esta fundamentación tiene lugar desde la instancia que lo ha creado en su esencia y realidad. Que el mundo haya sido creado no depende de la actuación de una causa pensable según el esquema de la energía natural, sino de un acto que -tomada la palabra en su más amplio sentido- reviste el carácter de la •gracia· ... Dicho de otra manera: el mundo no tiene que ser, sino que es, y ello porque ha sido creado. El acto por el cual fue creado no fue, a su vez, un acto que tuvo que acontecer, sino que aconteció porque fue querido. ·Hubiera podido también no ser querido·, pero fue querido, porque fue querido. Es decir, el mundo no es una necesidad, sino un hecho querido. Aquí se encuentra lo decisivo en la conciencia bíblica de la existencia: el mundo está fundamentado por un acto. Este acto no es una prolongación de las causalidades universales más allá del comienzo del mundo, sino que surge de una libertad que dispone plenamente de sí misma. Una libertad que no se hace realidad como los efectos físicos o biológicos, tan pronto como se ha dado su causa, sino como la acción de un hombre, después de que éste se ha decidido en libertad.
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Se ha dicho que, en el fondo de esta representación de un creador personal del mundo, alienta la mentalidad semitica, para la cual Dios no mantiene ninguna relación viva con el mundo, sino que es sólo el arquitecto y soberano que se acerca a él. Podemos dejar aquí de lado, hasta qué punto puede pensarse una deidad indiferente frente al mundo, sólo constructor y dominador de él; en todo caso, esta idea no tiene nada que ver con el Génesis. Una divinidad sólo trascendente seria la exacta contrapartida de una divinidad meramente inmanente que no trascendiera al mundo, sino que representara tan sólo su interioridad. Ambas ideas se condicionarian recíprocamente y serian ajenas en igual medida a la idea de la revelación. La idea del auténtico creador atraviesa transversalmente las que se encuentran en todas las otras religiones. La creación no es •trascendente• ni •inmanente•¡ no puede incluso se aprehendida en absoluto con estos conceptos, sino que es la manera de actuar reservada sólo a Dios, al Dios que es verdaderamente Dios y no sólo •una divinidad·. El motivo del acto de creación -así se deduce de toda la Escritura- es el amor. Este amor, a su vez, no debe, sin embaigo, determinarse por la categoria de lo natural. Esto se ha hecho una vez con típica consecuencia, a saber, por el neoplatonismo. Según el neoplatonismo, Dios creó el mundo impulsado por la superabundancia de su amor; pero este amor era pensado neoplatónicamente como comportamiento natural, como consecuencia fisica, como expansión psicológica, como la irresistibilidad de un impulso espiritual. Porque el Ser Supremo es rico, tiene que amar, y porque ama, tiene que crear, de igual manera que la fuente tiene que manar, porque es fuente. Este .amor• no tiene nada que ver con el amor del que habla la revelación. Lo que éste significa es la actitud íntima del Dios libre, sustraída a todo •por qué· proveniente del mundo. Sustraída incluso a aquel ·por qué- que el espíritu reflexivo pudiera extraer de Dios mismo basándose en un esquema de la perfección. Como creador es Dios -soberano•; y lo es frente a toda ley, no sólo de la realidad fmita, sino también de su propia realidad absoluta2• 2 Parece que el concepto del señorio de Dios constituye la expresión bíblica para su libertad. Como •soberania•, la libertad de Dios es distinta de la del hombre, la cual, en su última esencia, significa obediencia. Sólo en la obediencia del hombre respecto a Dios esti justificada su soberania sobre el mundo y, defmitivamente, hecha posible.
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Con ello quedan superados los conceptos de naturaleza, sujeto y cultura, en el sentido en que fueron expuestos más arriba. No su contenido objetivo. En pie queda lo que hay en ellos antes de la mala o buena interpretación por la voluntad del hombre, y que expresa el conocimiento correspondiente a un estadio histórico determinado. En tanto que significa la realidad de lo dado y el rigor de sus determinaciones objetivas, el concepto de naturaleza mantiene todo su derecho; lo que queda superado tan sólo es su supuesto -carácter natural•. En tanto que significan las posibilidades y límites del hombre, también los conceptos de •personalidad· y de •sujeto• continúan siendo indispensables; lo único que se supera es la pretensión de autonomía de la voluntad. En tanto que nos dice que el mundo ha sido confiado al hombre de una manera terrible, el concepto de ·cultura• cuenta entre los elementos fundamentales de nuestra conciencia; lo que queda superado es el espejismo de una obra humana autónoma. Es decir, los conceptos mencionados siguen en vigor en tanto que nos dicen que el hombre occidental ha dado, al comienzo de la Edad Moderna, un paso irreversible hacia una nueva responsabilidad frente al mundo, basada en una situación psicológica e histórica, y en tanto que nos dicen que el hombre tiene que inclinarse ante esta responsabilidad; lo que queda superado es una idea del canon, del derecho y del deber de esta responsabilidad, que depone a Dios de su soberanía. El mundo descansa en el acto libre de Dios. Es posible que el lector piense que aquí se subraya algo que se encuentra en cada página de la Biblia y que nos es dicho desde la escuela. Desde luego, allí se encuentra, y se dice y el lector lo sabe; ¿pero lo sabe en lo que realmente significa? En verdad hay que decir que, si se quiere comprender lo que significa la proposición de que el mundo no es autónomo, sino que procede de la acción de Dios, que no es algo necesario, sino que está sustentado por un acto que sobrepasa toda libertad conocida, es precisa una transmutación en sus raíces, del sentimiento de sí y del sentimiento del mundo. El mundo no tiene el carácter de naturaleza, sino el de una historia realizada por Dios. El hombre no tiene el carácter de sujeto, en el sentido arriba expuesto, sino que es él mismo porque Dios le llama y le mantiene en su llamada. La existencia como totalidad, cosas, hombre y obras proceden de la gracia divina. La distinción entre naturaleza e historia con la que articula-
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mos nuestra interpretación de la existencia, discurre sólo dentro de aquella historia omnicomprensiva, libre en su primer comienzo, que Dios realiza. La distinción entre naturaleza y gracia, con la que trabaja nuestro pensamiento religioso, tiene sólo su lugar dentro de una decisión omnicomprensiva de la gracia, de la que surge toda la existencia y a la que le ha placido que exista en absoluto el mundo. La actividad creadora del hombre no es cultura con un sentido en sí misma, sino servicio bajo el cometido divino, a fin de llevar al mundo allí donde sólo puede llegar por el encuentro con el hombre libre. En conexión con este hecho se hallan también las reacciones elementales con las que nuestro sentir responde a la existencia: el agradecimiento y la protesta. Un mundo que existiera en forma de naturaleza no podría causar aquella impresión que provoca el agradecimiento: agradecimiento por el hecho de que exista. Aquí no debemos permitir que la lírica confunda las categorías. Sólo puedo agradecer aquello que recibo como donación. Sería un absurdo que la existencia fuera una donación, si la •naturaleza• fuera es lo último. Cuando respondo, por ello, a la existencia con agradecimiento, ello prueba que siento que ésta ha surgido y es ·dada· por la acción y la libertad. Este carácter puede declinar a lo •natural· y adoptar una determinada forma lírica o dionisíaca, tan pronto, empero, como es purificado críticamente, habla con claridad ... Lo mismo puede decirse de la protesta. También la protesta se da de modo esencial. En forma clara, contra el desorden de la existencia, contra el dolor y la confusión; en forma oculta, contra el hecho de que la existencia sea como es. Tampoco esto sería posible en una existencia •natural•. En una •naturaleza• se puede sufrir, se puede incluso ser aniquilado, pero no se puede alzar la voz contra ella3. 3 Hay, podría decirse, no sólo una idea, sino una empresa que trata de superar esta situación, a saber, la exigencia del-amor fati• por Nietzsche y la aceptación sin mb de la existencia tal como es. Desde el punto de vista mencionado, se trata de acostumbrar al sentimiento mb íntimo a la idea de que no hay nada mb que el mundo, y éste sólo como fmito; del ejercitarse el hombre en una existencia que es sólo mundo. La teoria del eterno retomo de lo mismo agudiza esta predicación y esta exigencia hasta el extremo, mb aún, hasta el horror; piénsese en los aullidos del perro en Zaratbustm. Es un intento de reconformar el mb íntimo sentimiento existencial; de criar el hombre sólo del mundo, el hombre que no quiere mb que la fmitud, y que, por eso, no eleva ninguna protesta contra ella.
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El hecho de rechazar las estructuras conceptuales anteriormente expuestas y de fundamentar la existencia en la libertad del acto divino, no equivale a negar la rigurosa importancia que se expresa en aquellos conceptos. Ésta constituye el sentido auténtico de la falsa evidencia, de que ya hemos hablado4 • La naturaleza es lo dado en sí, en tomo a nosotros y en nosotros mismos, y el hombre debe ver cómo es. La fe en la creación no debe revestir caracteres de fábula, sino que, en manos de la libertad divina, el mundo debe mantener todo el rigor que le es propio. Ello sólo es posible, empero, partiendo de una comprensión penetrante del mismo concepto de creación. El crear de Dios es un crear real. Las cosas no son sólo meros contenidos de la conciencia divina. El mundo no existe como juego de las representaciones Maya, juego irreal de la fantasía divina, es una idea superficial. Es una idea que priva al mundo justamente de aquel carácter del cual proviene su profundidad específica, a saber, el rigor de su realidad. Lo que Dios crea, lo crea en realidad y en todos los aspectos, abandonando lo creado a su propia esencia, persistencia y acción. La forma que crea el artista terreno existe en su espíritu. Tan pronto como talla la piedra, lo que él allí traza no es la forma misma, sino un sistema de signos con los cuales se comunica con el espectador, a fin de que la forma surja también en el espíritu de éste. La forma sólo es dada como algo pensado en el espíritu del que crea y en el del que contempla con comprensión. Lo real que se halla entre ambos, el bloque de piedra, establece sólo la relación. Es por eso erróneo comparar el crear de Dios con el del artista, pues éste es justamente incapaz 4 También la seriedad puede, desde luego, degenerar. Hay una manera de •tomar en serio- al mundo que no es cristiana y que sólo es posible porque se elude lo verdaderamente importante. La manera con que el hombre moderno toma en serio la naturaleza, se toma a sí mismo y a la cultura, tiene algo de grotesco para la mirada hecha sobria por la fe, ya que lo que tan terriblemente importante parece, no existe en realidad; y el que se abarque con tal seriedad la nada, es la befa de Satanás. El cristiano no toma como importante de esta manera ni al mundo, ni a la naturaleza, ni a sí mismo. Frente a todo ello el cristiano tiene el humor del redimido. Sólo, empero, en el espacio donado por Dios del •no tomar tan en serio-, florece el mundo. Sólo en la libertad santa del ser creado se despliega el mundo. Del mundo no quiere ser un ídolo, sino que demanda aquella dulce ligereza, que encuentra su última expresión en la ·libertad de los hijos de Dios-. La •autonomía• es una convulsión en la que se ahoga el mundo.
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de lo último y decisivo: de hacer realmente lo intuido. Esto precisamente es lo que hace Dios. Dios sitúa a lo pensado por él en su propia existencia y acción. Aquí radica lo magistral de la creación, y de aquí viene su fuerza y su irresistibilidad. Esto es también, precisamente, lo que se desconoce y de lo que se abusa en el concepto de autonomía ... La obra de la creación posee igualmente aquel pleno rigor de la validez, aquella inescapabilidad de hecho y de ley que determinan la vivencia y el etbos de la cien, cia moderna; porque la creación está creada por Aquel que no sólo sabe la verdad, sino que la fundamenta. La opinión general dice que la visión del mundo propia de la ciencia, sustentada por la conciencia de la naturaleza autónoma, es, en sentido propio, lo riguroso y lo adulto, mientras que la visión del mundo propia de la fe representa algo infantil, edificante, legendario. Incluso el creyente se ha inclinado ante este juicio, si no en manifestaciones expresas, sí en un sentimiento involuntario y en una actitud inconsciente. Todo lo que da de sí la fe del creyente consiste, a menudo, en creer pese a todo y en mantenerse en las contradicciones que de aquí derivan. Lo que la ciencia ha vivido y ha elaborado es, empero, en verdad, una propiedad de la obra de Dios, y tiene que ser traído a sí por la fe. En tanto que tal, la fe tiene que incorporarse aquel rigor, y, al hacerlo así, llegar a su mayoría de edad. Sólo porque el crear divino es un crear real, puede ser entendido el ente como •naturaleza•, es decir, como dotado de existencia y de inteligibilidad propias. Con el rigor, la sinceridad y el carácter magistral de la creación la voluntad del hombre fabrica el engaño. Cuando un jardín ha sido dispuesto por un mal jardinero, se echa de ver en cada lugar la mano torpe, y hace falta un gran técnico en jardinería para darle aquella armonía evidente que impresiona como una naturaleza superior. Si el mundo fuese la obra de un ser imperfecto, por doquiera causaría la impresión de lo no logrado, y, por consiguiente también, de lo artificioso. En ningún caso poseería aquel rasgo convincente y sereno, aquella validez y magnificencia que pueden ser interpretadas equivocadamente como autonomía de lo natural. Sólo porque el hombre surge de la llamada de Dios y consiste en esta llamada, sólo porque es el •tÚ• llamado por Aquel que se llama así mismo el ·Yo soy•, sólo por eso posee la posibilidad de entenderse como yo autónomo. Sólo porque el Dios creador ha puesto realmente
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la fábrica del mundo en la mano del hombre, puede éste caer en la idea de que tiene que crear una cultura autónoma ... Una ley fundamental de toda auténtica axiología dice: cuanto más alto el valor, tanto mayor el peligro. El don de la existencia está saturado del valor del puro ser-creado; este valor, empero, lleva consigo la tremenda posibilidad de invertir el puro ser-creado en la autosuficiencia de la autonomía. Lo que antes hemos descrito como sustancia positiva en la evolución de la Edad Moderna, recibe su sentido propio dentro de este sistema de relaciones de la creación. El mundo es creado, es en absoluto obra de Dios. Como tal el mundo es, empero, real, pleno de realidad y de sentido en su finitud creada. Está dado en la mano del hombre, el cual es igualmente finito, pero real y poderoso. La responsabilidad que el hombre tiene por el mundo es mucho mayor de lo que la Edad Media podía ver; mucho mayor porque el hombre puede conocer el mundo y tomarle en sus manos en una medida completamente distinta de lo que la Edad Media podía ver. En la relación del hombre con el mundo ha surgido algo que sólo podemos designar como mayoría de edad. La expresión no significa algo ético, sino, más bien, algo que es dado con el hecho del tiempo en progreso, de la edad avanzada. El hombre es mayor de edad respecto al adolescente. Ello no significa que sea mejor moralmente, sino que ve el mundo más agudamente, que percibe más ásperamente su realidad, que posee una visión más precisa de las posibilidades y límites de sus fuerzas y una conciencia más distinta de su responsabilidad. Esta mayoría de edad estructural se convierte, desde luego, también en cometido ético, ante el cual el hombre puede triunfar o puede fracasar. La estructura, empero, está siempre ahí, porque está dada con el mero hecho de la madurez en el tiempo. Algo semejante ocurre también con el problema que examinamos. El hombre moderno es mayor de edad frente al hombre medieval. La comparación puede serie desfavorable tanto humanamente como en sus obras, tanto moral como religiosamente; pero, pese a ello, subsiste el hecho de que, desde un principio e insoslayablemente, ve el mundo de manera distinta a como antes lo veía. Justamente con ello se plantea un cometido cristiano, el de la responsabilidad que el hombre tiene del mundo ante Dios. En
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relación con este problema se encuentra el fenómeno igualmente moderno del laico. La esencia de éste no puede determinarse --como se hace a menudo-- de una manera negativa, diciendo que es aquel que no tiene ordo. En verdad, el laico es la forma primera y fundamental del creyente. Mientras que el sacerdote sirve directamente a la revelación, el laico se encuentra, de manera especial, en relación con el mundo, con este mundo que es creación de Dios. La responsabilidad por el mundo es su cometido cristiano. Como cristiano no sólo tiene que protegerse de los peligros del mundo y así •salvar su alma•, sino que la salvación del alma tiene lugar cuidando el cristiano de que el mundo se justifique ante Dios. Para ello, el cristiano tiene que ver cómo es el mundo y resistir a sus posibilidades. La voluntad de Dios no flota sobre el mundo, sino que se encuentra en él y consiste en que el mundo sea como es. III. Dios y -el otro•
Esta situación coloca al hombre ante una decisión: la decisión de tomarse a sí mismo desde el acto soberano de Dios y conducir su propia vida en el espacio de este acto. El problema surge en muchos puntos, e incluso habría que decir que en todos los puntos de la existencia. Vamos a tratar de entenderlo valiéndonos de la vivencia expresada en el Salmo 1385. En él se relata cómo un hombre queda totalmente abrumado por el conocimiento de que Dios lo ve. Dios ve todo en él, el cuerpo, las acciones, los pensamientos. Lo ve en todo instante, ahora, antes, en los primeros comienzos de su vida y hasta el final de ella. Dios ve lo manifiesto, los gestos y las acciones, pero también lo oculto, los planes, las intenciones, las convicciones. Dios conoce incluso lo que todavía no es, sino que aún tiene que llegar a ser, es decir, el futuro. Cuando el hombre está formándose en el seno materno, ya Dios conoda toda su vida, de la cual no había el hombre vivido ni un solo dia. Todo intento de ocultarse de Dios es intento inútil, porque Dios está en todas partes y ' Sobre ello, mi interpretación del Salmo en G/4ubtges Dasetn, Wurzburgo, Werkbund Verlag, 21 ed., 1955, pp. 65 y ss. (Trad. esp., Extstencta crlstlana, Guadarrama, 1963).
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penetra con su mirada todo. Es así que surge del Salmo el tremendo problema de este absoluto •ser visto•. ¿Es esto soportable? No se trata del miedo a que se ponga de manifiesto una mala acción o pensamiento vergonzoso; ni tampoco de la resistencia a que se pongan al descubierto zonas delicadas, profundamente propias. Se trata, más bien, del problema mucho más esencial, de si es posible en absoluto la existencia bajo una mirada que la ve totalmente y de modo constante. Tomarse a sí mismo de la mano de la creación significa también saberse bajo la mirada del Creador. Ahora bien, para poder vivir, el hombre hará como si no existiera el ser que le mira, tratará de escapar de él, se entregará a lo externo, al aturdimiento. O bien se rebelará, negará a Dios, tratará de conferir a su yo aquel carácter absoluto que elimina por sí mismo al espectador; el carácter absoluto de que hablábamos en páginas anteriores al tratar de la naturaleza y del sujeto. En este caso tiene lugar la apostasía, y tiene lugar como siempre tienen lugar tales procesos, apoyada en semi-verdades y semi-derechos. Esta apostasía no puede liquidarse, sin más, diciendo que el hombre es desobediente; con ello el problema queda sin elaboración y sólo silenciado. Aqui sólo puede avanzarse, si uno se representa al hombre de la vivencia, no como el hombre meramente soberbio y desobediente, sino como el hombre también de buena intención, como el hombre que sufre, el preso en los lazos de la existencia normal. ¿Contra qué se revela este hombre, cuando no quiere ser visto por Dios? Contra ·el otro•, contra el beteros. El hombre no quiere ser heterónomo, y a ello tiene tanto derecho como no tiene ninguno a querer ser autónomo. En relación con Dios la heteronomía es exactamente tan errónea como la autonomía. Mi yo no puede encontrarse bajo el poder del •otro•, ni siquiera cuando este -otro• es Dios; menos aún cuando se trata de Dios. Y ello no porque mi persona sea completa y no soporte, por tanto, a nadie sobre si, sino precisamente por lo contrario. Justamente porque mi yo no descansa real y seguramente en sí, es para él un peligro la fuerza de presencia del •otro•. Esta actitud puede manifestarse como inseguridad, angustia, proscripción, pero también en sentido opuesto, es decir, como rebeldía. Entonces aparece el sentimiento de ·él o yo•. De nada serviría contra este sentimiento decir al rebelde: ·Nada puedes contra Dios. Dios es omnipotente y tienes que inclinarte ante él·. Al contrario, si se
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hablara así, la situación se haría aún peor. Se provocartan momentos análogos a los que describen Los demonios de Dostoiewski en el miedo de Dios del ingeniero Kiriloff. El miedo de éste no proviene de un motivo determinado, de su conciencia de culpa, por ejemplo. Lo que en Kiriloff se expresa es la angustia de la existencia frágil, finita, pero sedienta de plenitud de vida, de libertad y dignidad, ante la prepotencia del •otro•; el sentimiento de ser lanzado de la dignidad, del pudor, del propio ser vivo. Y no porque Dios haga algo contra la existencia o le sea hostil, sino sólo porque es, y es como ser omnipotente y omnipresente, anterior y superior a la existencia. Esta angustia es tanto más atormentadora en Kiriloff, cuanto que él mismo es un hombre religioso que, en el fondo, ama a Dios. Pero le ama como amaría a otro hombre, y lo hace de forma tan directa, con tal violencia, y él mismo es tan sensible, y, a la vez, tan inexorable en su sentido del honor, que todo lleva a la alternativa: •Él o yo•... El mismo problema nos aparece en Nietzsche, cuya situación ponen al descubierto, en muchos aspectos, Los demonios. También para el sentimiento de Nietzsche Dios priva al hombre del espacio de la existencia, de la plenitud de su humanidad, del honor de la existencia. De aquí deriva el •ateísmo postulatorio•: ·Si yo he de ser, Él no puede ser. Ahora bien, yo tengo que ser, luego Él no debe ser•. Cuán elemental y vulnerable es el problema de que aquí se trata, lo muestra el mensaje de Nietzsche: ·Dios ha muerto•. Es decir, no es que no haya Dios, sino que Dios ha muerto. Detrás, al acecho, se encuentra la proposición más profunda: ·Yo le he matado. Yo he salido triunfante en la lucha con el gran 'otro'-. Tampoco en Kiriloff se trata de la simple negación de Dios, sino de un hecho que lo elimina. Dios es Aquel que angustia al hombre. Dios es Él mismo la angustia del hombre. La angustia se elimina, si el hombre •prueba su valor• en el lugar decisivo. Ahora bien, este lugar decisivo es la vida. Si el hombre se atreve a matarse, desaparece la angus-
tia. No sólo porque entonces no existe nadie que pueda angustiarse, sino en el sentido más profundo, de que entonces •se ha conquistado la libertad perfecta, y con ello se ha superado la angustia misma•. Es entonces cuando •muere• Dios. Primero, los pensamientos de un demente, pero el caso patológico límite descubre un sentido de la sensibilidad normal: aquel sentido que sustenta la filosofía de Nietzsche y el trágico finitismo de la pos-
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modernidad ... 6• De esta dificultad no nos sacaría ni siquiera la afirmación de que Dios es amor. Incluso como ser amoroso, es insoportable la presencia constante del •otro•. Más aún, para el hombre orgulloso -y el hombre noble es, la mayoría de las veces, orgulloso- el •otro• es todavía menos soportable como ser amoroso. El hecho del amor daría, en efecto, a sus existencias la proximidad más viva; el hecho, empero, de que el que ama es el•otro•, convertiría al amor en algo degradante. En este estrato de la situación el hombre tiene razón. El hombre no puede vivir bajo la mirada de un •otro• siempre presente. Desde este punto de vista, la rebeldía es defensa legítima. Bajo ella, sin embargo, se oculta algo más profundo. El pensamiento, la sensación que ve en Dios a un •otro• prepotente, significa un error del pensamiento y una equivocación del sentimiento; de esta manera, sin embargo, se ha disfrazado la rebeldía real contra Dios, a fin de poder aparecer así como defensa legítima. La rebeldía ha tenido lugar justamente, porque el hombre ha situado a Dios en el papel del •otro•. Y es que Dios no es el •otro•, sino Dios. De reconocer esto depende el conocimiento de la creación y el entendimiento de sí mismo por parte del hombre. Dios es el único ser del que no puedo decir que yo soy él, que es lo que implica, en último término, toda voluntad de autonomía, pero también aquél del que no puedo decir que es el •otro• frente a mí, que es en lo que consiste, en final de cuentas, toda heteronomía. Para todo otro ser tiene validez la proposición: él no es yo, es decir, el •otro•. Respecto a Dios esta proposición no tiene validez, y precisamente el hecho de que la proposición no tiene validez es lo que expresa el ser de Dios. En la relación de que anteriormente hablábamos, Dios es convertido en -otro•, el mayor de todos, el •otro• en absoluto. Si ello fuera exacto, el hombre tendría que empeñarse en una lucha trágica por su liberación, y Nietzsche tendría razón. Dios, empero, no es el •otro•, porque es Dios. Como Dios que es, se encuentra frente a la criatura en una relación a la que no puede aplicarse ni la categoría del•ser-otro•, ni la categoría del •ser el mismo•. Cuando Dios crea un ser finito, no sitúa junto a sí un •otro•, como ocurre, por ejemplo, con la parturienta, la cual ' Para el problema en su totalidad, cf. mi libro Reltgtlise Gesta/ten tn Dostojewsktjs Kerle, 41 ed., Munich 1951, cap. •Ateísmo•, pp. 241 y ss.
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sitúa en la existencia al nuevo ser humano, de tal suerte, que, a partir de aquel momento, éste existe junto a ella. Esto último sólo es posible porque el fundamento del existir no se halla en la madre ni para ella misma ni para el hijo, sino que ambos pertenecen, más bien, a una existencia que los abarca, y lo mismo que ésta, surgen también de un primer origen idéntico. La madre no crea al hijo, sino que está al servicio de los órdenes de la vida y de la voluntad divina que impera en ellos. Dios, en cambio, crea al hombre. La energ1a creadora de su acto me hace a mt, m1 mismo. Al volver a m1 la potencia vocativa de su amor, me hago yo Yo y me encuentro en mL Mi singularidad se encuentra en Dios, no en m1 mismo. Cuando Dios me ve no es como cuando un hombre mira a otro hombre, es decir, un ser concluso a un ser concluso, sino que el ver de Dios me crea a mi Aqu1, por ello, no tiene sentido alguno el concepto del •Otro•. Mentalmente, es verdad, no podemos prescindir de él. Si no queremos identificar al hombre con Dios, tenemos que pensar su relación con él con el concepto del •Otro•. Ello constituye la garant1a de que no vamos a caer en el torpe absurdo de la identidad. A la vez, empero, tenemos que ser conscientes de que el concepto del •Otro• tiene, en realidad, que ser eliminado. El concepto de la actividad creadora, en la que se expresa la relación de Dios con el hombre, nos dice dos cosas: de un lado, que el hombre está situado verdaderamente en su propio ser, de otro lado, empero, y a la vez, que Dios no es un •otro• junto al hombre, sino la fuente, sin más, de su ser, siéndole más próximo que él a s1 mismo. Vislumbres de ello se encuentran también en toda auténtica experiencia religiosa. Lo que aqu1 se quiere significar podrta expresarse lógicamente de la siguiente manera: el principio de contradicción, según el cual A, en tanto que A, no puede ser B, es un principio sin más entre Dios y el hombre. Es verdad que o puede prescindirse del principio en las proposiciones sobre esta relación, ya que es el principio de contradicción, el que nos pre-
serva del monismo; pero la relación, sin embargo, posee otra estructura. Este algo diferente, singular y no expresable lógicamente, es lo que significa el concepto del ser-creado; una relación en la que el principio de contradicción sigue en pie, pero sólo como salvaguardia, mientras que, a la vez, ha sido superado de una manera inexpresable. Con ello recibe un profundo sentido la proposición de las páginas anteriores, de que la creación
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tiene carácter de gracia. ·Crear• significa que Dios sitúa al hombre en aquella relación consigo mismo, ante la cual el pensamiento dice, ·Dios no es yo•, pero para añadir, ·Dios no es, sin embargo, tampoco 'otro'•; con cuya aparente contradicción se apunta a algo indecible que escapa a la aprehensión conceptual. Este algo indecible le es, sin embargo, directamente evidente a la conciencia religiosa; más aún, podría pensarse que esta evidencia es la que constituye la esencia de la conciencia religiosa. En el concepto de la gracia en sentido propio encuentra, después, la relación su última claridad y plenitud. De lo dicho se sigue también una consecuencia para el amor de Dios. Dios ama al hombre, en tanto que le da todo, ser y esencia; Dios le convierte en lo único que, en último término, puede ser amado, a saber, en persona. Dios, el ser personal en absoluto hace del hombre su •tú•. Y lo hace no aparentemente, no aproximadamente, sino con absoluto rigor. El hombre es realmente persona. Como consecuencia, el amor que Dios le profesa tiene que ser tal y como corresponde a la persona. O dicho más exactamente: el hombre es persona sólo porque el amor divino por él es tal como es. Ello significa que Dios respeta al hombre. Más arriba decíamos que Dios no es para el hombre su •Otro·, sino que, al crearlo, se convierte a sí mismo en presuposición y garantía del ser-mismo del hombre. Pues bien, esta idea puede también expresarse de la siguiente manera: por su llamada amorosa, Dios convierte al hombre en persona, pero con respeto. Dios no crea al hombre como crea los cuerpos celestes, los árboles o los animales, por medio de un simple mandato, sino por la llamada. En el Génesis se expresa esto claramente. Del cielo y de la tierra se dice simplemente ·Dios creó•. De las informaciones dentro del mundo, del nacimiento de las plantas y de los animales, leemos que Dios dijo: •que se hagan•. Del hombre, empero, que Dios le formó de barro de la tierra y que le insufló un alma; y más adelante, que Dios •nombró· a este hombre. Ahora bien, el nombrar es la llamada de la persona. Y a fin de que no haya dudas, se sigue diciendo que Dios presentó los animales al hombre, y se muestra que el hombre es distinto de todos ellos en esencia ... Dios no es, por tanto, frente al hombre, -otro-, ya que el hombre vive de la fuerza y del aliento de Dios. Dios, empero, mantiene respecto al hombre la actitud del que constituye una persona y le confiere el espacio axiológico correspondiente, es decir, la actitud del respeto. La proposición, Dios respeta al
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hombre, expresa una distancia; la proposición, Dios no es •otro-, elimina la distancia'. Los dos momentos del crear divino, de que ya hemos hablado, se combinan y apuntan a la esencia del amor de Dios, el cual se diferencia del amor humano en la misma medida en que el crear de Dios se diferencia del crear del hombre. ' La fe plantea así a la creación un cometido de ejercicio religioso: aprender la adecuada actitud frente a Dios. Aprender que Dios, soberano e independiente del mundo, es su creador y sefior. Pero no el otro, sino Aquel cuya existencia hace que yo pueda ser; que es de tal naturaleza que, cuanto mis intensamente se hace válido en mi vida, tanto mis puramente soy yo, yo mismo. Toda la concepción moderna de la autonomía del mundo y del hombre, toda la lucha contra la heteronomía en sus diversas formas, el concepto de la naturaleza, del sujeto y de la cultura en el sentido expuesto en el texto, parecen descansar en último término en el hecho de que se ha convertido a Dios en ·el otro-. Con ello Dios fue desplazado de la peculiaridad de su esencia al concepto extraño a él del ser igual o superior. Este hecho significó en lo mis intimo rebeldía del hombre. Sin embargo, no veremos el proceso enteramente, y, sobre todo, no lo veremos adecuadamente, si sólo lo vemos asi. El hombre que se rebeló babia también sufrido mucho. Es una gran miseria sentir a Dios como el otro, y miseria sigue siendo, aun cuando seamos culpables de ella. Además hay culpabilidades que no pueden saldarse sin mis, y miserias que no desaparecen simplemente por el hecho de que el hombre emprenda el buen camino. Para ver verdaderamente que el padecer por razón de Dios como -el otro- tiene la culpa como origen, es precisa la ayuda de la educación espiritual y del orden vital justo; ambos, empero faltaban a menudo. No por casualidad y no por mala voluntad surgen figuras como la de Nietzsche. Estas figuras constituyen una respuesta a grandes omisiones. Si ha de ser viva la fe en Dios, creador y redentor, es preciso que los hombres lo vean en su esencia y su misterio, que se entiendan y se perciban a si en su verdadera relación con él, que posean desde él libertad y dignidad. Esto no tiene lugar, empero, por una simple afmnación ... En qué rigurosa dependencia se encuentran estas cosas tan profundas con otras completamente prácticas, lo muestra la manera en que se piensan y realizan autoridad y obediencia. La relación de la autoridad religiosa con el individuo, en el fondo, como la relación de Dios con el mundo. En la relación de autoridad alcanza, como es natural, mis clara expresión el enfrentamiento. Justo es no lo que el individuo quiere, sino lo que la autoridad manda. Sin embargo, implica una última decisión, si esta relación es sentida y realizada como si -el otro- estuviera al otro lado, o si se percibe en ella de alguna manera el misterio de la auténtica relación de Dios con el mundo. Si no tiene esto lugar, si se da simplemente el mandato, la ley, la autoridad, entonces algo ha sido destruido en la raíz misma. La relación pierde su sentido mis profundo, y de aquí se sigue, con necesidad psicológica, la rebelión. Esto tiene aplicación, sobre todo, a la conciencia. La pedagogía cristiana de la conciencia, la representación del pecado, la práctica de la formación de la conciencia, en una palabra, toda la actitud frente al mandato, tienen hartas razones para examinar los errores y omisiones cometidos en este terreno.
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LOS POLOS DEL ESPACIO EXISTENCIAL
l. Lo alto y lo interior
El concepto •espacio existencial· quiere designar, no sólo la contigüidad externa de las cosas corporales, sino la totalidad de todos aquellos ámbitos y relaciones en los cuales tiene lugar nuestra vida, o más exactamente, la vida del que, en cada momento, piensa y habla. ¿Cómo está ordenado este espacio? Fundamento de todo orden son las leyes de la identidad y de la contradicción. En relación con el espacio -tomada esta palabra en su sentido más general-, estas leyes dicen que, en él, cada lugar es él mismo y no otro, de suerte que algo que se encuentre en este lugar no puede, por ello mismo, encontrarse en otro. El lugar así diferenciado se caracteriza en sí mismo y en su relación con otros lugares por su referencia a un sistema de líneas, las coordenadas. Este sistema es abstracto y puede disponerse desde cada punto del espacio; también de tal manera que su punto qe intersección coincida con el punto en que se encuentra "el que se pregunta por el orden del espacio. ¿Ordena también este sistema de coordenadas el espacio existencial, el cual es siempre el espacio de un cierto existente, de aquel de quien en el momento se trata? Pensemos la pregunta más concretamente. Si nombramos ·dirección• el sentido de realización de un movimiento, en el espacio externo una dirección está determinada por dos lugares por lo menos, y además, porque uno de ellos está fijado como punto de partida y otro como punto final. También la dirección está referida al sistema de coordenadas, cuyos ejes constituyen la
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Los polos del espacio existencial
medida de todo movimiento posible en el espacio externo. ¿Están estructurados de igual manera los movimientos del espacio existencial? ¿Puede decirse que el hombre refiere su movimiento existencial a los tres ejes del sistema de coordenadas, arriba y abajo, adelante y atrás, derecha e izquierda? Tomemos aquel eje que, por razón de la organización corporal, más se destaca, el eje vertical. ¿Está ordenado mi espacio vital según el eje arriba y abajo? Una ordenación según el eje arriba y abajo está dada, sin más, por el hecho de que mi cuerpo puede levantarse y permanecer de pie, y de que esta posición se afirma durante gran parte del tiempo de cada dia, y a veces a costa de un gasto de fuerzas muy sensible. ·Arriba· seria, pues, donde está la cabeza, y ·abajo• donde se encuentran los pies. O dicho más exactamente: arriba, allí hacia donde el cuerpo y la cabeza se distienden, y abajo, allí donde los pies se apoyan; arriba, allí hacia donde se eleva el peso del cuerpo, abajo alli hacia donde le atrae la fuerza de la gravedad. Este orden se refiere al punto central de la tierra. El ·abajo• se encuentra, sin más, en el centro de la tierra; el •arriba· se extiende radialmente, apartándose de este centro, en todas direcciones, hacia el infinito. Cuanto más lejano se encuentra algo del centro de la tierra, tanto más alto se encuentra este algo. Este orden y estas formulaciones bastan mientras se trata sólo de mi cuerpo, y de mi cuerpo en el sentido de una masa extensa y pesada; no, empero, tan pronto como tomamos nuestro cuerpo como organismo vivo, ya que la conformación, el crecimiento y el movimiento de éste se basan en la fuerza de gravedad y en su superación; la relación arriba-abajo se encuentra, sin embargo, en este caso insertada en otra que pertenece al proceso de la vida. La esencia de esta otra relación la percibimos mejor si partimos de la forma de expresión que recibió en el pensamiento mitológico. Allí el arriba y el abajo, el cielo y la tierra son designados más precisamente como •padre cielo· y •madre tierra•. En el ámbito puramente ñsico se trataba de un sistema formal de relaciones que determinaba las posibilidades de la construcción y del movimiento de los cuerpos. Aquí en el pensamiento mitológico, se trata, en cambio, de esferas de la vida con determinados sentidos, posibilidades y fuerzas: de las esferas de la luz y de la oscuridad, de la amplitud de movimiento y de la cerrazón, de la bóveda arriba, de lo alto, de lo abierto, y de la contrabóveda
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Mundo y persona
abajo, de la caverna, de las profundidades, de lo oculto. La experiencia de la vida se apodera de la representación de estas esferas cósmicas y la une a la representación de las grandes potencias de la vitalidad: del principio masculino y femenino, paterno y materno, de la fuerza imperativa procreadora y del seno receptor y madurador. La unidad del espacio vital, de sus zonas y direcciones, es vivida insoslayablemente y siempre de nuevo en el proceso supraindividual, todos los años repetido, de las estaciones de la naturaleza, que se suceden entre cielo y tierra, entre luz y oscuridad. La representación de esta unidad del espacio vital constituye el esquema según el cual se piensa involuntariamente la existencia viva. Entre aquellos principios -para expresarlo cosmológicamente, en la delimitación entre cuerpos terrestres y espacio aéreo- se encuentra la zona de la vida nacida al ser individual, entregada a su crecimiento. La relación se repite en la autoexperiencia de la vida singular. El ámbito intermedio en el que encontramos esta vida es el espacio de lo histórico, un espacio conocido, disponible, dominado por el hacer cotidiano. También este espacio tiene un arriba sobre si y un abajo debajo de si. El arriba aparece aqui como la zona del intelecto, de la libertad de elección, de la voluntad dominadora y ordenadora, de las ideas, normas y órdenes. El abajo aparece como el ámbito de los impulsos y de las exigencias de crecimiento, como la esfera de las necesidades orgánicas, psíquicas y de destino, como la zona de la vida total que corre bajo el individuo, como la zona de lo subconsciente y de lo inconsciente. Entre ambas zonas discurre la existencia cotidiana, penetrada individualmente por el pensamiento y la voluntad. Ambas zonas son sentidas por la existencia como potencias auxiliadoras, protectoras, nutricias, incitadoras, pero también como potencias amenazadoras. Ambas zonas traen vida, pero traen también muerte. Hay una muerte de arriba como hay una muerte de abajo, lo mismo que la vida puede venir de arriba o de abajo. Estos órdenes bastan para determinar el espacio y la corporeidad y también el de la vida natural, pero no para determinar aquel espacio en el que se hallan el espíritu y la persona. Al pasar del orden del espacio meramente corporal al espacio de la vida cambiaron las categorías: las de aquél eran categorías físicas, las de éste biológico-psicológicas, con su expresión característica en
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el mito. Ahora cambian una vez más las categorias. La cisura se anuncia ya tan pronto como en los conceptos de •arriba· y ·abajo• aislamos aquel elemento que, ya, desde un principio podia echarse de ver, pero que ahora se nos impone; el elemento que guía el impulso espiritual, lo valioso. El momento del valor se hace especialmente claro en el arriba espiritual. Es un momento distinto del simplemente corporal, pero distinto también del vital interpretado por el mito. Y, sin embargo, el sentimiento y el concepto de lo valioso se combinan ya con la representación corporal-vital de lo alto. Ello parece hallarse en alguna relación con la figura erecta, la cual es tenida, sin más, por algo importante y que distingue al hombre de los otros seres vivientes. En la figura erecta se expresa fuerza, cualidades soldáticas, belleza, dignidad, se la siente como libertad y es mantenida por el esfuerzo. Puede también poner en peligro, ser letal. La altura es expuesta, mientras que el temor •se encoge•. Esta altura no es, pues, por tanto, sólo una dirección de coordenadas verticales del espacio, no es tampoco lo vigoroso, vitalmente, lo que aspira al reino de la luz, sino que alude a lo valioso en un sentido específico. Ello aparece tanto más claramente cuanto más se trata del ámbito espiritual... Inmediatamente se impone, sin embargo, una consecuencia: a este arriba que coincide con lo valioso no se le puede contraponer ningún abajo, a esta altura no se le puede contraponer ninguna profundidad. Si se hace así, surge enseguida la polarización dualista que, para salvar para el todo la zona del abajo, del mal, la convierte en el contra polo necesario del arriba, del bien; una polarización que equipara a ambos con espíritu y materia, que toma el valor y el antivalor como potencias parciales y esenciales del todo, que falsifica el orden trasponiéndolo a la esfera estética, y que elimina todo lo que sea decisión8 • 8 El fenómeno puede darse, sin embargo, también al revés. En este caso, lo inferior, lo profundo es sentido primariamente como valioso. Así en las representaciones ctónicas del mundo, y en ciertas vivencias, aún hoy existentes, para las cuales el centro de gravedad se encuentra en el seno materno, ya que éste significa fecundidad, cobijo, inconsciencia, unidad, inocencia, etc. Partiendo de aquí, el arriba es sentido como algo negativo, tal como acontece en el resentimiento contra el intelecto, el concepto, la forma, el Derecho, el espíritu, etc. Aquí, empero, damos de lado a esta segunda posibilidad, para no complicar excesivamente el problema.
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Tratándose del auténtico espacio espiritual-personal, sus puntos de orientación tienen que significar direcciones de distinta especie sin duda, pero del mismo nivel axiológico. Y esto sólo es posible si no se las determina como arriba y abajo, altura y profundidad, sino como arriba e interior, altura e interioridad. Las direcciones del espacio vital son sentidas directamente como valiosas; como ya hemos observado, sólo tenemos presente, en efecto, el caso en que el carácter de valor positivo se encuentra en el arriba. Si las direcciones fundamentales discurrieran hacia arriba y hacia abajo, la persona tendria que interpretarlas necesariamente como buenas o como malas. En tal caso, empero, no serian ya momentos constructivos del espacio del libre despliegue existencial, sino contradicciones axiológicas que exigirían una decisión. La persona tendría que escoger en todo momento entre el arriba bueno y el abajo malo, y la existencia sería imposible. O bien, eludiría la decisión, concebiría el bien y el mal como polos de la existencia, y al hacerlo así, traicionaría la valor, el cual no se encuentra en una oposición polar-constructiva con el antivalor, sino que es su contradicción. En realidad, el mal no es el contrapolo del bien, como no lo es el •no• del •SÍ•, y como no lo es la nada respecto al ser. El bien es lo categóricamente válido y justificado en su ser; el mal, en cambio, en ninguna circunstancia debe ser, el sin-sentido esencial. Tan pronto como algo es •polo·, inmediatamente se hace dialécticamente necesario el •contrapolo·; el bien, empero, no es un polo y no requiere un contrapolo. El bien es lo que debe ser, y el mal lo que no debe ser, y lo que, en sentido metafísico, no necesita ser; en suma, lo superfluo en absoluto. Ahora bien, es evidente que el espacio existencial posee polos, entre los cuales tiene lugar la vida espiritual-personal; hay que concluir, por tanto, que estos polos han de poseer una determinación distinta a la corriente. Estos polos se llaman lo alto y el interior y son, en principio y como tales, axiológicamente indiferentes. Dicho más exactamente: representan las condiciones bajo las cuales puede afirmarse o negarse el valor. Por ello hay la buena altura y la buena interioridad, pero también la mala altura --como existe, por ejemplo, el hombre elevado al lado del hombre altanero- y la mala interioridad, como existe, por ejemplo, al lado del hombre concentrado el hombre reservado o el hombre endurecido. Entre lo alto y el interior se extiende
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el espacio existencial espiritual-personal. Entre ambos se encuentra el lugar de la persona, un lugar que contiene la situación ética de ella. Desde aqui hay que examinar una vez más lo dicho sobre las zonas de la vida inmediata. Si se observa más de cerca, se verá, en efecto, que tampoco aqui se trata, en el fondo, de un arriba y un abajo. La zona de la cual procede la vida es, primero, el seno materno, y después, la interioridad biológica. El nacimiento y el crecimiento tienen, pues, lugar desde el interior y la profundidad mitológica no se encuentra abajo, sino dentro. Más aún, para el ser inanimado se hace problemática la representación del arriba y del abajo tan pronto como se tiene presente la situación total. El arriba y el abajo presuponen como magnitud de referencia el plano. Ahora bien, la gravitación se refiere a la tierra como cuerpo, o más exactamente, a su punto central. Es desde éste desde donde parten las referencias arribaabajo en forma radial, de suerte que, desde el punto de vista de la totalidad, también para la orientación de las cosas inanimadas, el abajo alude, por lo menos, a un dentro. //.La interioridad cristiana
¿Qué es la interioridad cristiana? O bien, haciendo retroceder la pregunta: ¿qué puede significar en absoluto •interioridad·?9. , Hay lo interior del cuerpo, y asi se habla, por ejemplo, de órganos internos a diferencia de órganos externos, o de lesiones internas a diferencia de las de la superficie corporal. Lo psiquico constituye Ullfl nueva región interior a diferencia de lo orgánico. De la inflamación de un tejido puede determinarse la longitud y la anchura; el dolor, en cambio, que produce, no tiene extensión, sino sólo propiedades de grado o de carácter. La inflamación es corporal y, en este sentido, -externa•; el dolor tiene la causa corporal, pero él mismo es psiquico y, por tanto, respecto al cuerpo, es en una forma especifica, ·interno-. 9 Este apartado ha aparecido ya como ensayo aislado en el libro de ensayos Unterscbetdung des Cbrlstltcben, Maguncia 1935, pp. 305 y ss. Por razón de la continuidad del argumento ha tenido que ser reproducido aquí, pero ha sido antes reelaborado.
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Si comparamos ahora este dolor con un afecto anímico, con la cólera, por ejemplo, nos aparecerá otra diferencia de profundidad10. La cólera provocada por una injusticia es, en un nuevo sentido, ·más profunda• que el dolor causado por una quemadura. En este último tenemos conciencia de la lesión corporal, en la cólera, en cambio, el sentido de la injusticia sufrida ... La cólera, a su vez, puede tener diversos grados de profundidad. Es algo distinto, más profundo, encolerizarse por la dilapidación de un noble valor cultural, que encolerizarse por la insolencia de otra persona. Esta distinción procede del rango de vahr del objeto, pero puede estar fundada también en el afecto mismo. Todo sentimiento, cólera, alegría o bondad tienen grados de profundidad. Es imposible poner en claro lo que es la •profundidad· de la bondad, a diferencia de su amplitud o de su delicadeza. La •profundidad· significa aquí un carácter originario, de acuerdo con el cual el proceso vital tiende hacia el interior, y tanto más intensamente, cuanto más desarrollado se encuentra aquel carácter... Hay también grados de profundidad en la relación recíproca de los estratos afectivos. Así, por ejemplo, puedo descubrir que ·bajo· la cólera que experimento contra una persona yace una simpatía, más aún, que esta simpatía es quizá el verdadero soporte y lo que determina la cólera. Existe, finalmente, la profundidad espiritual en sentido propio. El carácter espiritual de un comportamiento se encuentra en su sentido. A mí me es posible hacer un beneficio a una persona por medio de una acción instintiva --como, por ejemplo, por un gesto protector-, pero también por una acción querida y consciente. En el primer caso, tenemos un fenómeno psíquico, en el segundo, un fenómeno determinado espiritualmente 11 • Estrictamente como tal, este último es más •profundo· que aquél. .. Hay, empero, también, grados de profundidad dentro de la determinabilidad espiritual. De un lado, según el rango del valor determinante: 10 ·Profundidad· es entendida aquí no como la dirección contraria a lo •alto•, sino como ·dirección hacia dentro-. 11 La distinción es tosca. También en acciones instintivas se da, naturalmente, un elemento espiritual; independientemente de que en ellas se manifiestan acciones preliminares determinadas espiritualmente, las cuales han influido la actitud fundamental. La educación no significa, en gran parte, más que la creación por medio de influencia espiritual de las presuposiciones para que se realice instintivamente lo que debe realizarse. No obstante, el sentido de la distinción estimo que es claro.
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puedo hacer bien a una persona, por cálculo, por simpatía o por verdadero altruismo. El auténtico altruismo es ·más profundo· que la simpatía, causada por la impresión de la necesidad ajena, así como ésta es ·más profunda· que el cálculo oportunista. Además, el acto se gradúa de acuerdo con el carácter de profundidad que le es propio. Así, por ejemplo, un amor puede ser profundo, pero sin capacidad de superación, superficial y, sin embargo, apasionado. Paralelamente existe también la interioridad errónea y mala. Esta forma de interioridad se manifiesta en la importancia, nobleza y exigencia del valor, frente al cual falla la conciencia del sujeto; y también en la seriedad, en el grado de claridad y participación personal con que se rechaza el bien o se quiere el mal. Esta interioridad se expresa psicológicamente en los procesos del ensimismamiento y enmudecimiento, de la reconcentración y endurecimiento, tan agudamente descritos en ·El concepto de la angustia· de Kierkegaard12 • Ontológicamente, la interioridad errónea y mala consiste en la apostasía de Dios, en la caída en las profundidades del mal, que son, a la vez, las profundidades de la nada 1'. Mucho más podría decirse en este estilo. En todo caso, ha quedado claro que la existencia del hombre está construida desde el interior, o bien, como también podría decirse, hacia el interior. Por doquiera, sea en la estratificación de las distintas zonas existenciales, sea dentro de cada una de éstas, la dimensión de la interioridad aparece siempre en la existencia humana. ¿Se trata de algo de esta especie, allí donde Jesús habla de la presencia del Reino de Dios en nosotros, o san Pablo de la presencia de Dios en el creyente? Se ha creído así. Se ha dicho que, por el cristianismo, la humanidad se ha •interiorizado·. Los pueblos jóvenes, todavía bárbaros, fueron llevados de un estado primitivo a un estado profundizado; los pueblos de la Antigüedad clásica fueron llevados de un estado de refinamiento y exterioridad a un estado de concentración interior. Este desarrollo del mundo interior prosiguió en el curso de la historia de la Edad Media y de la Edad Moderna. Esta última trajo consigo una nueva 12
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Cf. Guardini, Religt6se Gesta/ten in Dostojewsleijs Werk, 41 ed., 1951, pp. SS.
u Sobre ello, Guardini, Die Bekebrung des Aureltus Augusttnus, 31 ed., 1959, pp. 128 y SS.
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fase de interiorización, al descubrir el hombre el sentido de la individualidad, y al surgir, como consecuencia de ello, una religiosidad, una moral, una concepción jurídica •interiorizadas•. Según esta manera de mirar las cosas, la interioridad del Nuevo Testamento significaría un estadio en la ruta del desenvolvimiento humano general. El sentido de este desenvolvimiento sería el de desarrollar, cada vez más, las dimensiones de profundidad de nuestro ser, y las palabras de Jesús tendrían una significación especial en esta ruta de la humanidad. ¿Es esto verdad? Es evidente que no. No obstante, seamos precavidos. No hay duda de que el fenómeno total de la interioridad cristiana contiene también momentos de esta especie. Personas cuya vida está dominada por la conciencia del destino eterno de nuestro ser redimido, no hay duda que se hacen más interiorizadas, también en un sentido psicológico o cultural. En este sentido, el mensaje de Jesús representa, efectivamente, un cierto impulso en el curso de aquel desarrollo general. Pero, sin embargo, lo que Jesús dice esencialmente es algo distinto: no el despliegue de la psique, el hacerse más profundos del corazón o del ánimo, la realización progresiva de la interioridad espiritual por medio de las obras y de la acción. Ni tampoco, la apertura de un nuevo sector al lado de los otros sectores ya conocidos de la interioridad; en el sentido, por ejemplo, en que hoy creen muchos, que los nuevos conocimientos psíquicos han de prestar a nuestra conciencia un nuevo carácter de profundidad, el cual, a su vez, pondrá en movimiento fuerzas dormidas de la interioridad. La interioridad a la que Jesús se refiere no procede en absoluto del hombre, sino de Dios. Aquí, empero, tenemos, una vez más, que distinguir. Existe la vivencia religiosa: la experiencia del algo misterioso que se halla tras las cosas y los acontecimientos, el presentimiento de un primer comienzo y un último fin, el sentimiento de una unidad que todo lo penetra y abarca, etc. Todo ello se halla, de una u otra manera, en conexión con Dios y está referido a él. Podría, pues, pensarse que aquella interiorización significa que la experiencia religiosa se hace más profunda, que los actos y estados religiosos se desarrollan partiendo de fuerza, concentración, y plenitud de sentido. Pero tampoco esto sería exacto. Lo que Jesús expresa no es un despliegue de las fuerzas religioso-naturales, tal como tiene lugar en el curso de la historia de la religión, o en el sentido al que aspiran los sistemas místicos y ascéticos de las diversas reli-
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giones. Jesús ha venido al mundo para reveiar a Dios, al Olos que es soberano y desconocido frente al mundo; para decimos qué es lo que somos ante este Dios y cuáles son sus designios con nosotros. Jesús no enseña posibilidades superiores de desarrollo religioso, sino que verifica la redención, sienta el comienzo de la Nueva Creación y anuncia el último Juicio. Aquí no se trata -en principio y fundamentalmente- de experiencias humanas, sino de un hacer divino proveniente de un libre designio. Ser-cristiano significa convertir por la fe en Cristo este hacer divino en fundamento y criterio de la propia existencia, independientemente de lo que a uno le acontezca; independientemente de si uno se ·profundiza• o no, de si se hace equilibrado o desgarrado, perfecto o fragmentario. La interioridad que Jesús expresa no es, por eso, una interioridad psicológica o espiritual, sino aquella interioridad que Dios crea en nosotros. Ninguna fuerza religiosa dormida, ninguna dimensión de profundidad aún no descubierta, sino don de Dios en absoluto. Al darla Dios, se hace inmediatamente, desde luego •psicológica· y •espiritual·, ya que actúa en los actos del hombre y es incorporada en ellos; con lo cual se desarrollan necesariamente también las disposiciones humanas dadas y siguen su curso los procesos históricos. La interioridad cristiana no es un espacio en nosotros, dispuesto y en el que Dios podría venir, sino que el Dios que viene para la realización de su Reino produce él mismo la profundidad y la amplitud en la que quiere habitar. La interioridad cristiana pende de Dios y sólo puede ser recibida de él. Cuando Dios, empero, la da, se realiza en el ser anímico-corporal, y ello significa, a la vez, también, un espaciarse del hombre concreto, un robustecimiento e interiorización de los actos y estados, un ascenso del mundo interior, por virtud de todo lo cual el hombre llega a ser, en absoluto, lo que el Creador ha querido. Pero todavía no hemos llegado a lo esencial. ¿Qué es, en último sentido, esta interioridad? El ·dónde· de Dios. ¿Dónde, empero, está Dios? Es decir, ¿dónde está, esencialmente, aunque no hubiera ningún mundo? En él mismo. La plenitud de Dios: éste es el lugar donde él está. El ser entero de Dios está en el acto. Todo lo que él es, lo piensa él; lo que tiene validez, lo mide él; lo que él tiene, lo realiza él. Nada está dado en Dios, sino que todo se encuentra en pura actividad viva. Esto, que él se tiene a sí mismo en el acto, es el lugar de él. Ello constituye también su inasequibilidad absoluta, pues solo él posee esta fuerza de acto. La interiori-
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dad de Dios es su lugar y, a la vez, su ocultamiento. Lo que le hace a él mismo radicalmente evidente, su claridad absoluta, esto es justamente lo que le oculta para todo lo que no es él. ·El único que posee Inmortalidad, que habita en una luz inaccesible· (1 Tm 6, 16). Este Dios, junto con su autoaprehensión, viene al creyente. Cristo dice: ·Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él· (Jn 14,23). Su Apóstol nos dice a su vez: ·Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ella os hicierais partícipes de la naturaleza divina· (2 P 1,3-4). Si el Cristo Dios viene, pues, así al creyente, también viene a él la interioridad de Dios, pues Dios mismo es su interioridad. Si Cristo Dios hace al hombre partícipe de su naturaleza, le hace también partícipe de su sacrosanta interioridad. La interioridad divina se hace propia del creyente, quien contribuye a realizarla bajo la forma de la gracia. Esto significa, en su esencialidad y en su último sentido, la interioridad cristiana. En la existencia cristiana yace, por eso, un misterio que sólo por la gracia puede aprehenderse. Aquí está el hombre, una criatura, un trozo de mundo; en él, empero, se alza el Dios vivo. Dios, empero, no es mundo, no es criatura; Dios es Dios y vive en su propia interioridad. Y, sin embargo, hace donación al hombre, para que participe en esa interioridad. No desde algo propio y como algo propio del hombre, sino desde la gracia y como la gracia. Cuando el hombre con fe, con amor, con esperanza, entra en esta relación, despierta en él una vida que no procede de él mismo. Y, sin embargo, el hombre se realiza en ella, convirtiéndose así en el hombre que su Creador ha pensado. Fe, amor, esperanza son las virtudes ·divinas• e ·infundidas·, por las que el hombre realiza la vida divina. Bajo ellas se encuentra la inexpresable unidad del acto cristiano de la existencia, de la que san Pablo habla en sus Cartas. Ésta es la interioridad a la que Cristo se refiere. Una interioridad que cruza transversalmente todos los otros sectores de la interioridad. A todas las formas naturales de interioridad que se dan en el mundo llega desde el ·cielo·, desde lo •verdaderamente-otro•, la interioridad expresada por Cristo. A ella no puede uno acercarse haciendo los afectos más profundos o las aprehensiones de sentido más nobles. El ahondar en sí, sea psicológica, sea espiritual-
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mente, no abre ningún camino hacia ella. A la interioridad cristiana no conduce ningún camino procedente del mundo, y al mundo, en este sentido, pertenece todo lo que el hombre es de por sí. A la interioridad cristiana conduce sólo la fe, la disposición a ir allí donde Cristo está: una transformación que tiene lugar en el hacer y padecer cristianos, en ·hacerse hijos de Dios· (Jn 1,12). Todo esto es posible, lo mismo si el creyente está profundizado anímicamente hacia el interior, como si se halla preso en las cosas, igual si está desarrollado espiritualmente que si no lo está. ¿Pero es ello verdaderamente así? ¿O se trata, de nuevo, de una construcción desde el hombre? ¿No es esta interioridad divina tan sólo una zona psicológica sublimada metafísica o, al parecer, pneumáticamente? La respuesta no proviene ya de la discusión teórica. Si en algún punto, es aquí donde radica el misterio de la posibilidad del escándalo. A toda pregunta puede darse una respuesta, pero toda respuesta puede, a su vez, ser puesta en duda, de igual manera que para todo momento de nuestro existir que la fe trata de abarcar hay también otra denominación •natural•. Esto se hará más patente, cuanto más avance el conocimiento del mundo; y el mundo del Anticristo aparece de tal manera concluso como para •engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos• (Mt 24,24). En último término, la fe tiene que descansar en sí misma. Creer significa, en efecto, osar un nuevo comienzo; ahora bien, a nuevos comienzos puede uno ser conducido, es verdad, pero los nuevos comienzos no pueden ser demostrados. A ellos llega sólo el que los verifica. Este comienzo significa la entrada en una existencia nueva, sagrada: ¿cómo, empero, podría esta existencia forzar a concesiones, hacer confesar su razón a aquel que no está en ella, más aún, que la rechaza? La fe sólo puede ser, afirmarse, y esperar, por lo demás, al Juicio ... Sin embargo, algo hay en la conciencia cristiana que puede hacer patente al que quiere ver lo que aquí tiene lugar. En la medida en que el hombre se hace creyente, en la medida en que hace imperar en sí la realidad del Dios vivo, situándose bajo su voluntad, en la misma medida se hace el hombre libre de sí mismo. No en el sentido de que se interiorice más y de que, desde esta interiorización, vea más exactamente, no en el sentido de que desde una nueva interioridad psíquica pueda juzgar mejor de lo externo, o de que desde una espiritualidad más profunda pueda juzgar mejor de lo anímico, sino en el sentido de que surge en el hom-
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bre lo que de ninguna otra manera --en absoluto- puede surgir: el auténtico punto arquimédico, desde el cual puede someterse a juicio a sí mismo como una totalidad. En la medida en que el hombre realiza la interioridad cristiana, en la misma medida cae bajo su propia mirada y es capaz de autoconocimiento cristiano. Este autoconocimiento -hablando en principio y sin querer decir nada sobre los cristianos individuales- posee una claridad, una penetración, una implacabilidad y una fuerza creadora de renovación como ningún otro conocimiento de sí. Este autoconocimiento logra lo, al parecer, imposible: abarcar el propio ser como totalidad, considerar y juzgar objetivamente del propio yo. Ello es sólo posible, porque aquí no se trata sólo de que el yo humano juzga sobre sí, ni tampoco meramente de llevar a cabo y de profundizar el hecho psicológico de la separación entre el yo que considera y el yo que es considerado; ello es posible, porque aquí el creyente participa de la mirada de Dios sobre él, sobre el hombre. El autoconocimiento cristiano del hombre es la participación por el hombre en la mirada de Dios sobre él, una participación de que Dios le hace regalo por la gracia. A este autoconocimiento --en principio y en la medida de su autenticidadnada se le escapa, ningún resto de la zona más oculta del yo. //1. La
altura cristiana
Frente al interior, se encontraba, como ya veíamos, el arriba; frente a la interioridad, la altura. Vamos ahora a tratar el fenómeno de la altura cristiana de la misma manera que hemos tratado el de la interioridad. Por doquiera encontramos en el ámbito existencial el arriba, la altura. En primer término, en el sentido espacial: el segundo piso de una casa se encuentra sobre el primero, y una montaña es más alta que otra. Estas representaciones raramente quedan limitadas a la esfera espacial; tan pronto como son vividas realmente, penetra en ellas un momento axiológico. Una figura más alta causa la impresión de potencia; una cima que se destaca, despierta el sentimiento de la lejanía y la magnificencia. El carácter axiológico se intensifica en representaciones como la del •punto más alto de una experiencia•. El curso de la experiencia, que, en sí, nada tiene que ver ni con ·alto• ni con ·bajo•,
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sino que se compone de sentimientos, tensiones, relajaciones, actos y contenidos de actos, aparece aquí bajo la imagen de una curva que representa la intensidad o importancia de un proceso
anímico por una línea ascendente, el máximo por un punto cúspide, y la relajación por una línea descendente ... La misma imagen se repite en la de la ·altura de la vida•. Fuerza, valor, alegría se convierten en sentimientos •elevados· y se manifiestan en la actitud estirada, en la cabeza erguida ... De manera oculta late también el concepto de la altura en frases como, -estoy lleno de tensión·, ·la cosa se pone cada vez más tensa•, ·son opiniones más que tensas•. El sentimiento de que la dinámica del proceso en cuestión crece -asciende•, decimos involuntariamente-- se convierte en la representación de que la vida es la cuerda de un instrumento musical o de un arco. Ambas imágenes se dan unidas, sin duda, originariamente, ya que el arco es el primer instrumento que produce sonidos. Cuando la cuerda del arco se pone muy tirante, la flecha alcanza mayor altura y tiene más fuerza; cuando es la cuerda del instrumento musical la que se pone muy tirante, el sonido es más agudo, ·más alto· y revela mayor energía vital. La representación de la altura se da también en el campo espiritual. Así hablamos, por ejemplo, de •pensamiento elevado•. La altura del pensamiento es algo distinto de su amplitud, de su profundidad o de su carácter personal: es una cualidad primaria. Un pensamiento no tiene altura por estar adecuadamente captado o muy desarrollado, sino cuando es noble y difícil de alcanzar. El pensamiento tiene tanta mayor altura cuanto más audacia requiere su desarrollo, cuanto mayor ímpetu vital necesita ... 14. 14 Un carácter de la verdad que, en el pensamiento occidental, aparece, por primera vez, en Platón de manera determinante. Ya en Heráclito se encuentra, pero más como altivez en gesto de repudio; en Platón surge de modo puro y se convierte en elemento universal. La visión platónica de la existencia está estructurada esencialmente en dirección a la altura. A partir de él existe el concepto de lo ideal. La idea es absolutamente •arriba•, y el camino hacia ella es una ascensión. Y para ascender son necesarias no sólo agudeza y esfuerzo espirituales, sino el eros. El eros es el que impulsa al pensamiento hacia lo alto, el que le da la conciencia de la dirección y la osadia. El Banquete es el poema de esta altura. La noción de la ascensión es desarrollada ampliamente después y contrapuesta a la del descenso, en la construcción neoplatónica del mundo y del cometido del hombre. El devenir del mundo es descenso hacia lo grávido y profundo, el cometido del hombre, ascenso hacia el Uno primero.
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El momento de la altura espiritual se impone con toda pureza, cuando se habla directamente de un valor. Un verdadero orden de los valores y de su realización no puede representarse más que apelando al esquema de una gradación de altura15. Desde luego, existe también la diferenciación en las cualidades: el valor de la sabiduría es algo distinto que el valor de la audacia. Y hay también distinciones en las zonas existenciales: los valores del conocimiento son distintos de los valores de la acción. En toda comparación, empero, se impone también inmediatamente el sentimiento del rango, y éste se mueve hacia arriba. Hablamos de valores más altos y más bajos, de fundamentación y construcción, de ascenso y descenso, etc. El hecho de que un valor, en tanto que valor, es superior a otro se expresa como una diferencia de altura, de igual manera que se expresa también como una aspiración hacia lo alto el esfuerzo por alcanzar valores mejores y por realizar mejor los valores confiados a uno. Ya hemos observado cómo este sentimiento se halla en conexión con datos primarios de nuestra existencia, sobre todo con la posición erecta del cuerpo humano, la cual es sentida como esencial y valiosa, como lo humano a diferencia de lo animal, como algo que ha de mantenerse, aunque sea a costa de grandes esfuerzos. La altura de la actitud es expresión de valentía, de sentido soldático, de belleza, señorío, triunfo en la lucha de los sexos ... A ello hay que añadir, como algo igualmente importante, que el sol y la bóveda celeste se encuentran en lo alto. También el sentido de esta altura es evidente sin más. En ella se hallan los valores del aire, de la luz, de la libertad de movimientos, valores primarios cuyo ámbito significativo se extiende de lo corporal a lo espiritual. Esta gradación general hacia la altura aparece también en el ámbito de lo humano. Así es evidente que la vida de la conciencia o de la creación artística es más elevada que la del mero sentimiento, para no hablar ya de los procesos fisiológicos; siendo, a la vez y asimismo, evidente que estas zonas no pueden ser separadas la una de la otra, es decir, que en el hombre, por ejemplo, lo fisiológico está determinado por lo espiritual. Esta gradación es innegable. Más aún, no debe negarse, y el que no la ve, no sólo es ciego, sino que obra mal. .. De igual manera existen también gradaciones dentro de cada una de las zonas. Así, por ts Sobre ello, N. Hartmann, Etbtk, 1926, pp. 247 y ss.
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ejemplo, el corazón en tanto que órgano fisiológico es tenido como más elevado que el estómago. En el campo psíquico, el instinto de la pureza significa algo más elevado que el de la propia conservación. En el campo espiritual, la pura aspiración a la verdad se encuentra a mayor altura que la experiencia práctica al servicio de unos u otros fines; el conocimiento de la esencia está por encima que el de los meros hechos; la intuición de la idea por encima del mero entendimiento. Las fuerzas al servicio de algo útil están más altas que las del placer; la acción heroica está más alta que el trabajo destinado a la consecución de fines útiles; la pura producción, libre de toda clase de intenciones, es más elevada que aquella que persigue alguna finalidad. Y así como es evidente que el hombre como tal posee una dignidad indeleble, independientemente de lo que pueda ser, es decir, que el hombre más bajo se halla esencialmente por encima del animal más elevado16, así también es evidente que los hombres no son todos iguales, sino que se encuentran en una gradación infinita hacia la altura. Reconocer al hombre elevado, honrarle y saber alegrarse de su pureza es, de otro lado, a la vez, casi tanto como ser uno mismo un hombre elevado. ¿En qué relación, empero, se halla con lo dicho la altura cristiana? Que existe una altura cristiana es evidente. El Nuevo Testamento se halla lleno de revelaciones y distinciones axiológicas, de apelaciones a la aspiración y a la selección. De igual manera es evidente, que esta altura cristiana no puede ser sólo una mera continuación en la linea de aquella altura de la que hasta ahora hemos hablado. Determinadas concepciones lo han creído así, como, por ejemplo, el pelagianismo o la Ilustración, y, en general, todo pensamiento racionalista. Según estas concepciones, lo cristiano representaría una racionalidad más clara y una ética más noble que las que con anterioridad habían existido; baste pensar, en este sentido, en la línea que una y otra vez ha querido trazarse entre Sócrates y Jesús. O se ha pensado también en que lo cristiano significa una imagen más pura y más desarrollada del hombre; basta pensar en el concepto de ·alma bella•, J6 Esto no se hace patente sin más a nuestro sentimiento inmediato, el cual valora involuntariamente más un caballo de raza o un bello animal de presa que un pobre hombre. Constituye, por eso, un paso decisivo en la formación personal, la superación de esta dependencia de lo meramente vital-noble.
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al que dio expresión Goethe. Nada de ello es, sin embargo, exacto. El punto al que está orientado la gradación hacia lo alto del cristianismo es Dios. Y no simplemente el ser más elevado y más sabio, no la realidad numinosa de la experiencia religiosa, sino aquel Dios •que habita inaccesible en la luz·, oculto en sí y sólo aparente en Jesús. Hemos definido la interioridad cristiana como aquel lugar ·en· el creyente donde Cristo está; de modo análogo decimos ahora, que la altura cristiana es aquel lugar donde Cristo está ·sobre• el creyente. ·Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra• (Col 3,1-2). Expresado pragmáticamente, el arriba cristiano es aquel lugar al que Cristo fue cuando ascendió a los cielos. Este arriba no tiene nada que ver con las direcciones hacia lo alto descritas hasta ahora. Es independiente de todas ellas y las cruza transversalmente. Más aún, lleva incluso a una crisis de las ·alturas· trazadas por ellas. El Nuevo Testamento sabe muy bien de esta conmoción de las relaciones naturales de altura. Así nos lo muestran las bienaventuranzas; o bien las palabras, de que aquel que se eleve en la tierra será humillado por el cielo; o las de los sabios y los puros de corazón, o las de la locura de la cruz, etc. De este conflicto surgen precisamente las más fuertes objeciones contra lo cristiano. El sentimiento inmediato se rebela, cuando se le dice que la altura cristiana puede manifestarse también, más aún, tiene que manifestarse, a veces, precisamente en lo que en el mundo es más bajo. Imaginémonos que se hubiera dicho algo parecido en la Grecia clásica; un hombre elevado que hubiera oído estas palabras, se preguntaría si el que hablaba no era un esclavo. Es necesario un tránsito decidido a través de la oscuridad para poder entender aquí. Entonces, desde luego, se reconoce la altura en sentido propio, aquella ante la cual se hacen inesenciales todas las distinciones de este mundo. La altura cristiana no existe simplemente, ni como grado en la estratificación de la realidad, ni como momento en la ordenación de los valores, ni como lugar objetivo, anímico o metafisico hacia el que Cristo vaya. Esta altura pende, más bien, de Cristo. El arriba está allí donde Él está. Él mismo es la altura. A esta altura se halla subordinado el punto de partida del ·eros• cristiano en el creyente. Este punto de partida no está dado, empero, sin más y por sí mismo, simplemente por encima de los demás puntos de par-
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tida de las alturas humanas, sino que surge sólo como respuesta a la aparición de Cristo. Es un punto de partida dado por Cristo y que desaparece tan pronto como se rompe la relación con Él. Una vez puesto ello en claro, se verá con toda claridad que la estratificación de la altura cristiana, su realización en el pensamiento, valoraciones y aspiraciones, sus efectos en la estructura de la personalidad orientada hacia ella, ponen a su servicio todas aquellas otras formas naturales de altura de las que hablamos anteriormente. Sería imposible, en efecto, que la altura pneumática aprehendida en la fe no se manifestase en la realidad concreta del hombre, haciendo desplegar todas las relaciones corporales, sentimentales, espirituales de éste con las alturas naturales. W. La conexión total
Los dos polos del ámbito existencial cristiano se encuentran, por tanto, en el interior y arriba. Hagámoslos presentes una vez más. Para percibir con la mayor claridad lo interior y el dentro, partamos del extremo exterior. Podemos, por ejemplo, comenzar con el espacio y la figura del mundo y buscar su centro; un ensayo del que nació la antigua imagen del universo, cuyo centro era la tierra. La empresa sería, empero, irrealizable, porque no conocemos ningún centro astronómico determinable. Prescindiendo de ello, para nosotros no se trata del mundo astronómico, sino del existencial. El centro de este último se encuentra, en cada caso, en el hombre que pregunta por él. Allí donde yo estoy, allí se encuentra el centro del mundo 1'. El movimiento, por tanto, debe partir de la amplitud del mundo de fuera y acercarse a mí, penetrar luego en mí, descender luego a mí. El movimiento lleva por los distintos estratos de la interioridad corporal, animica, espiritual y de sentido, que han sido descritos anteriormente. Es dudoso si este movimiento llega realmente a un fin, ya que en la medida en que avanza se abren constantemente nuevas profundidades de la interioridad. Para que el movi17 La proposición no implica un ingenuo antropomorfismo. En ella se expresa tanta responsabilidad como conciencia de si, y mueve tanto al desmayo como a la soberbia.
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miento llegue a un fin es preciso que tenga lugar algo nuevo, una transformación cualitativa. El movimiento experimenta esta transformación, penetra, por así decirlo, en una nueva dimensión, si del ámbito de lo corporal, anímico, de sentido pasa a la esfera de lo religioso. En el acto de la experiencia religiosa se hace conciencia del hecho del límite. No los límites de un ente respecto a otro, sino los del todo respecto a la nada. Para experimentar el todo de la existencia no me es necesario registrar la totalidad de su contenido. Sólo sería así, si no constituyera un verdadero todo, sino una mera aglomeración. El todo de la existencia se transparenta, más bien, en cada punto -algo así como en cada lugar del cuerpo está dado el hecho de su organismo- y existe en el acto específico que la experimenta. Este todo de la existencia está limitado; no respecto a un espacio vacío que lo rodee -el cual, en tal caso, tendría también que pertenecer a él-, sino respecto a la nada. La verdadera nada, empero, es dada sólo en un acto religioso, en aquel acto que Dios ha situado entre sí mismo y aquella criatura y ·desde el cual· ha creado el mundo. Sólo por la experiencia de Dios se hace definitivamente claro que el mundo está limitado. El camino hacia dentro es, como veíamos, por de pronto, inacabable. Para el movimiento directo el camino sigue siempre más allá. Si en este camino se alzan límites, son sólo límites casuales: que no se encuentra nada más o que no se acierta a penetrar a través de la confusión. A los límites reales llego sólo si adquiero conciencia en el interior del todo de mi yo plantado en el todo de la existencia en absoluto, una conciencia que sólo es posible religiosamente: sólo en tanto que soy confinado en mis límites, sólo en tanto que soy definido como finito por el •completamente otro• que me delimita, por el Dios sacrosanto. Aquí aparece la nada que surge del interior, pero también la mano de Dios que sustenta desde dentro. Expresado psicológicamente, el lugar se designa ·el fundamento del alma· o ·la chispa del alma•. Determinado desde el todo de la existencia se llama ·el desierto interior• o ·el vacío· en el que Dios vela. Ignoro hasta qué punto puede darse el último paso desde la mera experiencia •religiosa•, entendiendo dentro de ella todos los grados de la mística •general•. Es probable que esta experiencia no sólo se quede detenida en un punto determinado, sino que sea, desde un principio, poco clara. Hay realidades que pertene-
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cen al ·mundo·, a la totalidad de la existencia inmediata, y que pueden, por ello, ser aprehendidas por una experiencia clarificada y profundizada; de hecho, empero, sólo en tanto que son abarcadas por las correspondientes realidades de la revelación. Los límites interiores o bien el Dios en vela al otro lado sólo pueden ser experimentados, probablemente, cuando se ha aprehendido en la fe •el Cristo en nosotros•. Quien traza propiamente los límites interiores, quien señala al mundo sus límites desde el interior es el Cristo resucitado, que, después de ·haberse ido·, ·ha vuelto a nosotros• de nuevo (cf. Jn 13,33 y 14,18). Este señalamiento de los límites no significa, empero, que Cristo dice al hombre tan sólo que es finito, sino que le dice también que es pecador. El señalamiento significa una sentencia: el Juicio. La interioridad cristiana es el lugar en el que Cristo está en nosotros. Y no estáticamente, inactivo, sino actuante. Más aún, incluso en la forma del advenimiento, ya que, desde allí, asciende en la realización de la existencia cristiana. La conformación del creyente por Cristo, la expresión siempre nueva de Cristo en cada creyente es un verdadero advenimiento: desde aquella profundidad a la claridad de la expresión. El momento de la verdadera •salida· será probablemente el momento de la muerte 18• Hasta aquí, el primer polo y la primera dirección. En la dirección contraria se encuentra el otro polo. Para adquirir un sentimiento de él, partimos de aquel -abajo• constituido por ese plano del término medio en el que se desarrolla la existencia cotidiana. Tenemos, primero, el ascenso a la altura espacial, un ascenso que, caso de que no lo impulse un fin especial, sólo se emprende cuando la altura espacial es sentida, a la vez, como altura de sentido. El filisteo no asciende a ninguna altura. Después viene el ascenso en la vida, el ascenso a los diversos grados de su tensión y de sus alturas esenciales. Después viene el ascenso espiritual a la verdad, el ascenso ético a la bondad, el ascenso creador a la obra pura, y asi sucesivamente. Estos ascensos sólo encuentran un límite en las fuerzas del individuo en cuestión. En principio, y por encima de cada altura espacial, existe siempre la posibilidad de otra más elevada; por encima de cada tensión vital, la posibilidad de otra más intensa, por encima de cada conocita Sobre el concepto cristiano de la muerte, cf. Guardini, Dte letzten Dinge, 51 ed., Wurzburgo 1959, pp. 1 y SS.
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miento y cada realización de un valor, la posibilidad de otros más nobles y más audaces. Tampoco aquí el movimiento llega a un fin hasta que de movimiento meramente espacial, psíquico o espiritual se convierte en movimiento religioso; es decir, sólo cuando en el encuentro con Dios, que es absolutamente •otro• frente a todo lo humano y de este mundo, se tiene la experiencia de los límites de la existencia, y se tiene hacia lo alto, en la dirección que estos limites siguen respecto a la nada de arriba y de fuera. También aquí hay lugar de Dios. Desde la perspectiva del todo de la existencia, aquella esfera significa con la vieja denominación del empíreo: el vacío externo que se expresa para el sentimiento inmediato en la bóveda celeste, o que, al menos, es sentido en la bóveda celeste; la soledad en la que Dios reina sobre el mundo y abarca el mundo19. Para el individuo es aquella región que expresan conceptos como ·el filo del espíritu•, ·el grado del espíritu•, ·la sutil agudeza del espíritu•. El movimiento hacia el interior tiene lugar, en tanto que se hace religioso, como tránsito a la inmanencia; el movimiento hacia arriba, como paso a la trascendencia. Al igual que antes, también aquí empero, tenemos que dudar de si este tránsito directo ~ue, en realidad, debería ser posible al puro movimiento propi~ puede tener lugar, si no es conducido por aquella otra que sólo se hace patente desde la revelación. En la experiencia religiosa directa debería hacerse claro en sí que Dios es el creador y señor del mundo, y que éste, en tanto precisamente que Dios lo crea y mantiene, tiene señalados por Dios sus límites; debería hacerse claro que el mundo no es infinito, sino finito, es decir, rodeado de la nada; que el mundo llega hasta un punto determinado, aquel que Dios le ha señalado, y que, a partir de aquí •no hay nada más•. Esta experiencia, empero, no se logra siempre al parecer, sino que desemboca en la impureza: o bien en concepciones, para las cuales el mundo es tomado como realmente infinito, es decir, para las cuales la criatura no reconoce los límites señalados por Dios, o bien en concepciones que acentúan en exceso la finitud, con lo cual ésta se enciende a sí misma como autónoma rebelándose contra Dios. Sólo cuando se 1' Sobre la metafisica y teología de estos nobilísimos conceptos, cf. Guardini, Der Engel tn Dantes GiJnltcber KomtJdte, 21 ed., Munich 1951, pp. 103 y ss.
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recibe de la revelación que el mundo es juzgado por Dios y que está perdido ante él, sólo entonces se hacen claros ante estos límites revelados los límites ·naturales•. El arriba revelado y los límites señalados desde alli es, de nuevo, Cristo; alli, donde •está sentado a la diestra del Padre•. También este •estar allí· no es estático, como no lo es tampoco su ·estar dentro•. El lugar es visto como fin de un movimiento, el de la ascensión a los cielos, y es sentido como punto de partida de un nuevo movimiento, el de la venida del Señor. El Señor vendrá, empero, para, en su Juicio, señalar definitivamente al mundo sus límites. La venida desde lo alto, desde el margen del mundo, desde el fm de los tiempos significa, empero -como la venida desde el interior-, también el individuo, porque al final de la vida individual se halla el Juicio. La ·llegada· del Señor es la muerte. Éstos son los dos polos respecto a los cuales está orientada la existencia cristiana. En ambos está Dios; más exactamente dicho, Dios en Cristo. En Cristo ambos polos se hacen uno. El dentro como el arriba son la misma y una apoteosis, desde la cual Cristo se acerca al mundo. Ambos son experimentados de forma distinta, porque la existencia se compone todavía de dentro y arriba. Desde ambos polos viene Cristo, tanto para el individuo, de igual manera a como, de otro lado, el destino del individuo sólo se cumple en el del todo. Lo consumado, el nuevo hombre y la nueva creación no están estructurados ya así. Aquí no hay ya ningún dentro, como no hay ningún fuera; ningún arriba y ningún abajo. Por ello también, no hay ninguna tensión entre el dentro y el arriba, sino sólo mera presencia. Todo dentro ha alcanzado expresión, todo misterio queda revelado, todo ser es verdadero. Lo exterior está lleno de profundidad y ésta vive en él. El misterio se ha convertido en vibración viva, en presencia abierta. El secreto se ha transformado en pura magnificencia. Todo el arriba ha actuado exhaustivamente, porque se ha recorrido el camino hasta él, porque se ha cumplido la aspiración. Todo el abajo ha
ascendido, se ha hecho él mismo ·elevado·, noble. El estado total se llama transfiguración y consiste en el Espíritu Santo. De él habla el final del Apocalipsis ... En él no hay ya límites; éstos han sido todos insertos en el amor. La mera finitud ha sido superada, porque todas las cosas son en Dios. Sería posible decir muchas cosas más, y surgiría así una fenomenología de la vida eterna.
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/. El mundo como el todo de la existencia
Una parte del problema del mundo consiste en que, aunque el mundo sustenta nuestra existencia, es posible no verlo, siendo necesario un esfuerzo especial para ponerlo ante la vista. ¿Qué es, pues, el mundo? La respuesta puede provenir de la experiencia directa y rezar: •mundo· es aquel algo inabarcable que se extiende en tomo a nosotros, nos abarca, sustenta y amenaza, aquel algo penetrado por nuestro sentimiento vital o percibido como algo ajeno ... La respuesta puede tomar como punto de partida la conciencia científica y decir que •mundo· es la conexión de lo dado, una conexión que se articula en las zonas de las cosas corporales, de lo psíquico, de lo espitirual-cultural, de lo personal, órdenes todos que pueden ser hechos transparentes y expresados por medio de conceptos ... La respuesta puede también apoyarse sobre la acción y decir que •mundo· significa la infmita suma de los cometidos, también de los cometidos del que interroga; el mundo contiene estos cometidos pero no los señala, de suerte que tienen que ser descubiertos; contiene los medios para satisfacer estos cometidos, pero los impide a la vez, es ayuda y obstáculo al mismo tiempo ... Otras determinaciones análogas podrian todavía darse. Ninguna de ellas, empero, sería originaria, sino, más bien, obtenida de la reflexión sobre los diversos modos de encuentro con el mundo. Si tratamos de destacar plenamente en el sentimiento y en la intuición lo que la palabra •mundo· significa, si nos preguntamos por su primer sentido, entonces la respuesta reza: mundo es el todo de la existencia.
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Mundo, hermetismo del mundo y apertura del mundo
Sobre todo: mundo no es esta cosa, y a su lado aquella otra y así sucesivamente. Por este camino no llegaríamos a ningún todo, ni siquiera a una auténtica conexión. No llegaríamos a una conexión, porque ésta no surge de la unión de trozos, y no llegaríamos al todo, porque el procedimiento indicado no acaba nunca. Mundo es totalidad y figura, el todo del ente, pero subsistente en forma revestida de sentido. Se trata, por tanto, de un concepto exhaustivo que dice algo radical y absoluto. Para aprehender este concepto no es necesario registrar todo lo dado, sino que se le encuentra en cada punto de éste. La ley de una curva se encuentra en su trozo más pequeño y la conformación total del organismo en cada uno de sus órganos. Si lo dado es realmente •mundo•, éste tiene que poder ser aprehendido en cada uno de sus puntos. En segundo lugar: •mundo· no existe objetivistamente. Ello no quiere decir que no existe ninguna realidad subsistente en sí. Esta realidad la hay; hay la •cosa en sí• y la multitud de las cosas en sí. Mundo es, empero, algo más que las cosas. Mundo es aquel todo en el que yo -aquí todo el que sigue este pensamiento dice ·Yo- me encuentro. Y me encuentro, no como otra cosa cualquiera, sino esencialmente. El mundo es un todo especial, que consiste en tensión. Uno de sus dos polos se encuentra por doquiera en la objetividad, difuso, por así decirlo; el otro se encuentra, distinto, en mí20• Y no sólo fácticamente, no sólo porque, si se quiere hablar de mundo, tiene también que estar ahí el sujeto que ve, que siente, que actúa, sino de modo esencial. ·Mundo· no es sólo el ente en su plenitud, el cual tiene también que ser visto, sentido, aprehendido, porque, en otro caso, le faltaría a su realidad una dimensión de desarrollo; sino que •mundo· está referido, desde un principio, como un todo a la persona y a su destino. De esta manera, corresponde a cada persona la decisión sobre el sentido del mundo. Y no sólo como un caso insustituible. El que esta persona pierda su salvación y el sentido del mundo, no queda compensado por el hecho de que otra persona los gane para sí. A este carácter nos referimos cuando decimos que el mundo es existencia. Las palabras -existencia· y •mundo· significan lo 20 Otra cuestión es la de hasta qué punto soy yo •aisladamente• reunido, es decir, unificado; hasta qué punto esti realizada mi persona y no vive todavia en la dispersión.
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mismo, sólo que, en el primer caso, la perspectiva es la de la persona y su decisión de salvación, y en el segundo, la del todo y su ·ser puesto en juego•. Parece, pues, que hay dos formas características de experiencia del mundo. De un lado, aquella en la que yo me siento frente a la totalidad: en pavor ante su grandeza y poder, en el sentimiento de tener que defenderme contra ella por razón de mi ser y mi salvación, en la percepción atónita y anhelante de su magnificencia. Esencial a esta experiencia es que yo guarde distancia del mundo y me retire a mí mismo; es decir, que entregue al mundo toda aquella pertenencia mía de la que puedo decir que la •tengo· meramente, como, por ejemplo, propiedad, cualidades, fuerzas, destino, alegrias, penas, hasta llegar en este proceso a lo que yo •soy• definitivamente hasta llegar a aquel algo distinto del mundo, acosado por él y contradictor de él, al nudo yo mismo. Este yo mismo se enfrenta con el conjunto del todo, terrible y en ataque contra mí. Este proceso aparece muy claro en la filosofía y en la ética de autoafirmación del estoicismo, una corriente de pensamiento que vivió el mundo en un momento en el que éste, no sólo comenzó a hacerse inconmensurablemente grande, sino también a desmoronarse y a revestir el carácter de amenaza. Frente a esta experiencia existe otra forma de vivencia del mundo. En ella el que experimenta se encuentra en el mundo, participa de él, actúa con él. Así, por ejemplo, si se extiende por el sentimiento hacia todos los lados, como en el sentimiento cósmico del romanticismo o en el ejercicio budista de la benevolencia; o bien, si siente la totalidad conjunta en el ahora y aquí vivos, como en la apelación de Fausto a la plenitud del momento; o bien si aprehende contemplativamente el sentido del mundo, sintiéndose responsable de él. Y así hasta llegar a las últimas experiencias místico-religiosas, en las que el hombre se da cuenta de que en él descansa el eje del mundo. También el color de la experiencia puede variar: el sujeto puede experimentar el mundo serena y alegremente, o apasionado por él, o agobiado por su poder, o arrastrado por él a una decisión. Siempre, empero, es el sujeto lo que es, peor que está en el mundo, participa de él, actúa con él. Y el mundo es el mundo, porque está presente en el sujeto y tiene en él el centro de su sentido.
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Mundo, hermetismo del mundo y apertura del mundo
Ambas formas de experiencia nos hacen dado el todo. No como suma de partes, sino como aquella unidad a la que todas las partes están referidas y que se encuentra en todas las partes. Esta unidad está dada en cada lugar. Más exactamente dicho: está dada alli donde está la persona de que se trata. 11. El mundo como .el tod(}ll, -un todo· y lo poderoso
El mundo es •el todo•. En mi experiencia no hay nada, en principio, fuera del mundo. Ahora vamos a prescindir del problema de cómo es posible que una experiencia singular de un dato inmediato puede hacer claro que, sin embargo, hay realmente ·otro• que no pertenece al todo del mundo, es decir, cómo es posible la experiencia religiosa. En principio, pues, hay que sentar que todo lo experimentable es ·mundo·. Todo el espacio está lleno de mundo. En el espacio externo una cosa se une a otra, y un acontecer enlaza con otro acontecer. En ninguna parte encontramos una laguna. Yo mismo me encuentro inserto por todas partes en esta conexión. Puede incluso agobiarme la conciencia de que el mundo constituye un proceso ininterrumpido y de que por ninguna parte puedo mirar a través de él, que lo lleva todo y que no me es posible abarcarlo. Lo mismo puede decirse del espacio interior de la conciencia. También este espacio se halla lleno de representaciones, sentimientos, tensiones, movimientos volitivos y tampoco tiene ni margen ni lagunas. Incluso experiencias como la de la ·irreflexión· de la conciencia indistinta o metódicamente vacía muestran sólo otro estado. En esto consiste una de las evidencias decisivas del hombre moderno: que no hay en tomo al mundo un espacio libre en el que se dé algo supramundano, y que no hay tampoco lagunas dentro del mundo, en las cuales pudiera penetrar algo extramundano en sí. La conciencia religiosa anterior trabajó siempre con las representaciones del margen y de las lagunas, es decir, con
la idea de un espacio vacío de mundo y extendido en tomo a él, y con la de lugares vacíos que se abrían entre las unidades de la sustancia y del acontecer. En este vacío en tomo al mundo, así como en las lagunas dentro del mundo, entraba Dios para esta conciencia. Desde allí eran oídas las plegarias, y allí tenía lugar el milagro. La conciencia moderna sabe que ni hay un espacio en tomo al mundo ni hay lagunas en el mundo. El mundo no sopor-
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ta nada ni junto a sí ni dentro de sí. El mundo tiene la intolerancia del•todo·. El mundo es todo21• El concepto del mundo dice, además, que es •Un todo•. Su contenido inconmensurable constituye una unidad. Y no en virtud de una fuerza que lo abarque externamente, sino en virtud de una conformación que se impone por doquiera y de un orden que lo penetra. El mundo es experimentado de ordinario de tal manera que impone el supuesto de que tiene un último y único centro22. En el mundo se encuentran, en principio, muchos centros: por doquiera donde hacen realidad conformaciones de sentido constructivas o dinámicas. Estas conformaciones, empero, se refieren, en cada caso, a otras mayores y tienden, por eso, a una última unidad. Nosotros no podemos penetrar en cada caso, a otras mayores y tienden, por eso, a una última unidad. Nosotros no podemos penetrar en el centro definitivo, aunque sea a través de infinitas complicaciones e intersecciones, 21 Esta evidencia o, mejor dicho, intuición, tiene consecuencias también para el problema de la existencia de Dios, o mis precisamente, para el problema de su lugar. La representación y el sentimiento religiosos son mis conservadores que los profanos; para aquéllos, Dios habita todavia el empireo, y su actuación interviene todavía también en las lagunas de la conexión universal. Tan pronto, empero, como aparece un cambio de la intuición en el sentido expuesto, la consecuencia es que, para la representación y el sentimiento inmediatos, Dios no tiene ya lugar, y ello puede llevar a un •O lo uno o lo otro• entre vivencia del mundo y fe en Dios. De aquí derivan, de un lado, problemas pricticos para la educación religiosa: el comportamiento en la fe, como, por ejemplo, oración, actualización, ser ante Dios, ·búsqueda del rostro divino•, tienen que reacostrumbrarse a una nueva visión del mundo. Pero también problemas teóricos, porque la cuestión de ·dónde• esti Dios tiene un contenido teológico: qué símbolo para la existencia de Dios en si y en el mundo hay que movilizar, cuando no son ya utilizables la represión de un espacio trascendente en torno el mundo y la de los espacios vacíos en el mundo. Sobre ello cf. mi pequeño ensayo sobre ·Die Enúernung des Andromeda-Nebels- en mi libro Sptegel und Gleicbnts, 51 ed., Maguncia 1954, pp. 170 y ss. 22 Desde luego, parece haber también experiencias de especie distinta. Nietzsche, por ejemplo, ha tratado de entender al mundo de tal manera, que el esquema adecuado para él no seria el de sistema, sino el del campo de batalla. O, mis exactamente, la posibilidad de incontables campos de batalla, que no era necesario que tuviesen algo que ver entre si; la posibilidad de luchas innumerables y de un infmito acontecer heraclitico, inaccesible en cualquier punto a una aprehensión unificada. Contra esta representación habla, empero, que se sabe de dónde procede, ya que significa una oposición contra las vigencias de la época.
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relaciones de equivalencia y de símbolos. Desde este centro el mundo es un todo, una unidad. Esta unidad no es demostrable quizá, pero sí de tal manera evidente, que la prueba de que no es así tiene que correr a cargo de los que la niegan23. Con lo expuesto hemos dicho algo formal, aunque, desde luego, de significación última: el mundo es el todo y un todo. El concepto del mundo dice, empero, también algo con contenido: que el mundo es •poderoso•. El mundo es algo tremendo en realidad; en materias y fuerzas, en conformaciones y acontecer, en cometidos y acciones, tensiones y órdenes, magnificencias y horrores. El mundo es algo triunfante, violento, algo que da con generosidad y algo implacablemente destructor. El mundo es de tal manera, que no sólo llena todo espacio, sino que se impone a todas las fuerzas. El mundo es el objeto, sin más. El mundo atrae a sí las energías de los instintos, del corazón y del espíritu, y domina por la potencia de su ser. Pretende la totalidad, no sólo en el ser, sino también en la vivencia. Se propone a las energías como cometido de la acción y de la obra. En virtud de ello se hace necesaria también una decisión, la cual no se toma con sólo degradar al mundo. La vivencia de la potencia del mundo irrumpe en el Renacimiento24 y se va intensificando después cada vez más2s. No hay que olvidar, desde luego, que también en la Edad 23 A través del mundo parece correr una sola cisura verdadera: la cisura entre altura axiológica y fuerza real, sentido y poder, bien y feliddad, justicia y éxito. En verdad, ambos sectores deberían coincidir. El hombre bueno tendria que ser feliz; el puro, hermoso; el justo, triunfador; en términos generales, lo valioso tendria que ser real. Pero, sin embargo, no es así; que sea así constituye, mis bien, el contenido sin mis de las flbulas. la flibula relata sin cesar esta unidad, justamente porque no existe en realidad. En este punto, la reveladón pone el pecado al descubierto. Sólo un día, después de la muerte, se dará la unidad. El proceso por el que la unidad tendrli lugar se llama la •resurrección•. Su contenido se llama -nueva creadón•, •la Jerusalén celestial•, -novia• (Ap 21). La conflllOZa en que vendrli, se llama -esperanza•. Z4 Shakespeare es el escritor cuya obra revela anonadadoramente la potencia del mundo. En ningún otro escritor aparece el mundo tan grande, tan dulce y tan terrible. zs También esto tiene efectos en la relación con Dios. Ante esta potencia del mundo, Dios parece palidecer y hacerse irreal. Surge así el fenómeno amenazador, de que lo religioso es sentido como negación de los valores, desagradable -ntrario al gusto-- inesencial y tedioso. Surge así la cuestión de cómo pueden ser experimentados de nuevo, frente a esta potencia del mundo, la realidad y el cadcter valioso de Dios. Para ello no parece ser sufidente un -valor vital de la fe-.
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Moderna misma surge el gran contradictor de esta vivencia, el escepticismo, la des-realización, la incapacidad de experimentar algo incondicionado; todo lo que, según Nietzsche, conduce al nihilismo. La mundanidad del ente puede verse según distintos esquemas. Los griegos la concibieron como cosmos objetivo, en el que todo se hallaba conformado en sí mismo: por las formas esenciales del ser y de la acción, •entelequia· y •telos•; por la ·idea• y el movimiento del espíritu tendente a ella, •eros•; por la razón actuante en el ser mismo y por el orden del acontecer universal, •nous· y ·heimarmene•. La conciencia de fuerzas conformadoras triunfantes, que los griegos trataron de expresar por la sabiduría y el arte, los romanos la testimonian por el Estado y el Derecho. También para éstos era el mundo un algo objetivamente ordenado, en el que el hombre debía insertarse con su ser singular ... La filosofía del siglo XIX vio al mundo con preferencia como algo objetivamente sin conformar, en el que sólo el hombre pone orden: el espíritu, en tanto que lo conforma en el pensar, como en el idealismo kantiano; la voluntad, en tanto que, dentro de los límites de su poder, lo conforma en mundo, como en la filosofía del poderío de Nietzsche ... El mundo puede, empero, ser experimentado también de tal manera, que lo que él es en sentido propio sólo se manifiesta en el encuentro con las cosas y con los hombres. Aquí hay ya orden, en verdad, tanto en las cosas como en el interior del hombre, pero este orden no basta para fundamentar el mundo en sentido propio, sino que éste surge sólo en el marco del encuentro. ·Mundo· aquí no es, por tanto, algo dado y concluso, sino algo en devenir, algo que está surgiendo constantemente. Esta concepción me parece a mí la exacta26 • Esta mundanidad del ente puede tener diversa dinámica. Su potencia puede crecer de tal manera en la vivencia, que desborda todo lo que es limite y medida, y apaga en el propio sentimiento lo que es contrapolo de la realidad objetiva: el corazón. En esto consiste la vivencia dionisiaca en sus distintas formas. La 26 Distinto es también el carácter con el cual es experimentado el mundo: como producción constante de fuerzas míticas, o como -desencantado•, penetrado racionalmente, dominado por el dlculo y la técnica; como inquietante y terrible o como tranquilizador y amable.
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potencia del mundo rompe las barreras y avasalla la conciencia. El todo se alza y expulsa lo singular. El •ello· se impone y elimina a la persona. El mundo triunfa. En este punto, empero, se quiebra la misma vivencia del mundo, pues esta vivencia no consiste sólo en la experiencia de la potencia del mundo, sino también en la totalidad de éste. Ahora bien, un todo es forma y tensión. El mundo está fuera en cuanto significa separación, orden, contraposición, arquitectura; está dentro, en la relación de las fuerzas y zonas interiores. Y el mundo es, en relación con el fuera y el dentro, construido entre los dos polos. En la vivencia dionisíaca el polo objetivo se impone de tal manera que elimina al otro, con lo cual deja, empero, de ser •polo· y el mundo desaparece. En sus últimas consecuencias, lo dionisíaco es aquella experiencia de la prepotencia del mundo a la que sigue el aniquilamiento. La dinámica de la experiencia del mundo puede desplazarse también hacia el otro lado, imponiéndose entonces en la conciencia el momento de la finitud. En esta experiencia se subrayan por doquiera las diferencias y se acentúan los límites. La medida se hace cada vez más estricta y la critica más penetrante. Las relatividades se ven cada vez más agudamente. Todo lo que es forma se desarrolla y se precisa. El dominio de sí y la reserva crecen. Tiene lugar una despotenciación del mundo, y éste cada vez consigue imponerse menos. El mundo es desencantado por la razón; sus secretos son puestos el descubierto; sus cosas, fuerzas y conexiones se hacen traslúcidas a la razón, son calculadas para su utilización y conformadas para fines. Esta actitud, vivida al principio como sentido y apoderamiento de la realidad, se convierte también en su contrario, y pierde al mundo desde si. El pensamiento racionalista se convierte en escepticismo. Tras el gesto dirigido a la aprehensión de las cosas se agita el sentimiento de que las cosas son sólo sombras. La conciencia que se halla en la base de toda planificación, la conciencia de la propia soberanía y de la responsabilidad frente al mundo, de la pretensión oculta de tomar a su cargo todas aquellas actitudes que la fe había considerado privilegios de Dios --creación, providencia, gobierno universal-, esta conciencia se transforma en el sentimiento de no ser nadie, de la despersonalización. Y así también aquí el exceso en la vivencia del mundo se anula a sí mismo.
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l/1. El límite y la nada La auténtica conciencia del mundo parece consistir en la vivencia de su potencia, pero, a la vez, en mantener esta vivencia dentro de su medida. Esto se expresa especialmente en la experiencia del límite. Para que pueda sentirse el límite es preciso algo -sangre, instinto, •elán vital•, expansión del sentimiento, audacia de la voluntad- que choca con el límite y que cobra . forma en contacto con lo que se le opone. Hay límites de diversa clase. En primer lugar, los que se dan entre las cosas: algo termina y algo distinto comienza. Éste es el límite relativo, dado dentro del mundo, equivalente a las diferencias cualitativas y cuantitativas de todo ente. Tan pronto como este límite es entendido exactamente se manifiesta en él, empero, el sentimiento de otro límite: el límite que no separa medidas o cualidades, sino que discurre a lo largo de aquello que es completamente diferente y que pronuncia un no radical a todo, es decir, de la nada. Esta nada significa delimitación en absoluto. El ente no cesa por ella a fin de hacer sitio a otro ente, sino que cesa sin más. La nada no significa que hay un vecino, un antecesor o un sucesor en el ser, sino la soledad. Esta cesación, este estar solo significa el otro lado del ser propio del carácter. El ente que es realmente algo se encuentra por ello mismo, en último sentido, •ante la nada•, es decir, en la soledad. En su más profundo sentido, •carácter• significa justamente esto: ser fiel a lo que se es, y precisamente por ello, estar solo. No sólo la cosa singular es experimentada así, es decir, caracterizada y delimitada, sino también, y muy especialmente, el todo. El límite en sentido propio afecta al todo; en lo singular se manifiesta sólo en la forma de la presencia. La nada, que se halla en el reverso del límite caracterizador, discurre propiamente en tomo al todo. Este todo, el mundo, sólo se me hará presente si tengo conciencia de él como finito, delimitado, abarcado por la nada. Sin embargo, es preciso determinar más exactamente el lugar de esta nada. Este lugar se halla allí donde están lo polos de la existencia, arriba y dentro. Más exactamente: más allá de estos polos, ·sobre· el arriba y ·dentro• del dentro. De estos dos lugares no se tiene puramente conciencia, sino más. Por lo que se refiere al límite de arriba, tendemos a per-
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cibirlo como un límite de fuera. La causa de ello es probablemente la representación de la superficie de los cuerpos y del aire que les rodea. Sólo vemos que el límite no está determinado desde fuera, sino desde arriba, cuando tenemos conciencia de lo que ya antes mencionábamos: de que el limite no es, en último término, un fenómeno natural, sino un fenómeno axiológico, que no se trata del límite del mundo cosmológico, sino del mundo de la existencia. De este límite habla san Agustín, cuando nos dice en sus Confesiones que ha visto sobre su alma la luz absoluta, pero que este •sobre• no era como el del aceite sobre el agua o como el del cielo sobre la tierra, sino como la relación de la fuerza creadora con lo creado por ella (VII, 10,16)27, Este límite está trazado por la potencia que es ·más elevada· que el mundo, porque ha creado el mundo ... Igualmente confuso es el otro límite, el que se encuentra dentro. Y ello, porque este dentro es sentido, sin más, como centro. Sólo paulatinamente se abre paso la conciencia de que en el interior y hacia dentro siempre puede avanzarse más -lo mismo que hacia arriba siempre puede ascenderse más-, y que la imposibilidad práctica de llegar hacia dentro hasta un final, no significa infinitud real, como no lo significa hacia arriba, es decir, que también hacia dentro hay límite. Este límite posee incluso, tan pronto como es descubierto, una especial evidencia, porque coincide con el límite interior del todo de la existencia. •Dentro• es también ·centro•, pero no un centro absoluto y que repose sobre sí, sino finito y condicionado. Es un límite, por así decirlo, perforado; un límite que posee una trascendencia hacia dentro, y aquí se halla, en el límite, la potencia que todo lo sustenta, Dios ... •Entre• Dios y el hombre, empero, se encuentra, lo mismo arriba que dentro, la nada. El mundo se halla abarcado, coronado, atravesado en su centro por la nada. Sólo así llegamos a una representación del mundo que nos eleva a conciencia la nada sobre él y en él. En tanto que el limite se convierte en potencia, lo abarcado por él es sentido plenamente. Somos conscientes de la potencia de la existencia, en tanto que experimentamos su crisis. Heidegger lo ha mostrado 27 Sobre ello, Guardini, Dte Bekebrung des Aureltus Augusttnus, 31 ed., 1959, pp. 241 y SS.
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valiéndose de la vivencia de la angustia. A diferencia del miedo, que siempre es miedo de esto o de aquello, es decir, que siempre es un momento de diferenciación dentro del mundo, la angustia no se refiere a algo determinado, sino al ser en absoluto. En la angustia se revela la nada como poder, la finitud como amenaza. Aquí se nos manifiesta el todo, y -siguiendo el pensamiento- despierta también el sentimiento opuesto: la potencia y realidad del mundo. El auténtico •no• y la auténtica •nada· proceden de la realidad de Dios. Dios ·señala al mundo sus límites•, haciendo patente que el mundo no es Él; que Él está sobre el mundo y dentro de él; que Él es desde sí mismo y el ente en sentido propio, ·el Señor• en sentido ontológico, y que el mundo es lo creado, lo que es sólo ·ante Él·, lo que existe ontológicamente en obediencia. Justamente en virtud de ello es, empero, el mundo sí mismo y real en tanto que mundo ... Dios es realmente ·el totalmente-otro•, capaz de crear, y precisamente por ello, de trazar el verdadero límite entre Él y lo creado. El ·no• y la ·nada· en sentido propio son aquello a que alude la frase, de que el mundo fue •creado de la nada•; y de igual manera, la otra, la de
que el mundo existe siempre como creado, es decir, que •no es Dios•. Solamente desde Dios puede ser experimentado realmente mundo. Parece, empero, que tampoco esto se consigue con pureza y sin más. Aquella delimitación, consistente en la creación y mantenimiento del mundo y en la autodiferenciación de Dios respecto al mundo, se oscurece una y otra vez y sólo se destaca nítidamente si tiene lugar otra delimitación expresa: la delimitación por la revelación. En ésta Dios se revela a sí mismo como el Señor cuya esencia ha sido negada y cuyo derecho ha sido quebrantado; el mundo, empero, como aquel que ha traspasado sus límites y que se ha arrogado un derecho que sólo a Dios corresponde. Dios se revela como el Santo y el mundo como pecador. Es un nuevo •señalamiento de límites• que tiene lugar en tanto que Dios entra en el mundo, se hace hombre, y el mundo muestra ante él su actitud. Es el Juicio, tomada la expresión en el sentido en que Jesús la utiliza en san Juan (por ejemplo, Jn 3,19). Sólo desde aquí se ve distintamente toda la conexión, de suerte que, desde el punto de vista cristiano, sólo desde el juicio de Dios se tiene conciencia del •mundo·.
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W. El hermetismo del mundo
El límite auténtico cierra, pero, como •tiene otro lado·, abre también. El límite auténtico es como la piel: respira, siente, traspone de un lado al otro. El mundo -no el sistema natural objetivista, sino el mundo de la existencia en que trabaja mi voluntad vital- muestra, empero, también la tendencia a poner algo distinto en lugar del límite auténtico, de la finitud palpitante. La voluntad del hombre aspira' a cerrar herméticamente el límite en sí y en tomo al propio ser, a hacerlo autónomo y autárquico. Ello significa, empero, que el limite en sentido auténtico desaparece. La razón de que ello pueda ser así es que el sentimiento del espacio cada vez más amplio, el impulso vital que nunca puede hacer alto, la aspiración hacia fmes siempre más lejanos, hacen retroceder el límite. Y no sólo gradualmente, por la representación, por ejemplo, de las dimensiones crecientes del mundo, sino simplemente, de manera decisiva, eliminando el límite de la conciencia en absoluto y teniéndolo por no existente. El hecho de que el mundo llega siempre más lejos, hace que se elimine, sin más, la finitud, situando en lugar del •siempre más allá·, el •sin fin•, más aún, lo ·infinito•. Bajo el concepto de lo ·infinito• se sitúa después el de lo absoluto, y así surge un mundo, que no sólo es •un todo·, no sólo es ·el todo· para la conciencia inmediata, sino que es ·el todo en absoluto•, lo defmitivo, en una palabra, •lo absoluto•. El todo no tiene ya límite. Lo que se encuentra de limite en el interior son sólo elementos conformativos, y éstos han perdido su significación propia, la de apuntar al límite absoluto. Esta transformación tiene lugar en el panteísmo moderno, desde Giordano Bruno hasta el siglo XIX. Hasta qué punto es problemático este concepto de infmitud y de lo absoluto se pone de manifiesto en el hecho de que, en un momento determinado, se convierte en otro concepto contrario, en el de la finitud y facticidad radicales. El concepto de la auténtica infmitud, el cual sólo es posible sobre la base del auténtico absoluto, no puede •convertirse en su contrario•; ello sólo es posible en un concepto complementario, el cual se convierte en aquel del que es dependiente. Para decirlo más exactamente: lo vivo-concreto puede pasar en su determinación del ámbito de un fenómeno complementario al de otro, desde la esfera de un polo a la de otro, y ello porque, desde un principio, está referido a
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ambos. Lo auténticamente absoluto e infinito no es, en cambio, un fenómeno complementario, y no tiene, por ello, ningún contrapolo, sino que descansa plenamente en sí mismo. En el curso del pensamiento indicado, los dos conceptos están tomados como expresión de fenómenos complementarios en relación dialéctica entre sí: la infinitud en relación con la finitud, lo absoluto con lo fáctico. Ambos están referidos a ·la vida·, la cual se da en los dos. Y después de que esta vida, para fundamentarse como autónoma, ha utilizado, primero, los fenómenos de ·siempre más allá·, ascendiendo así a la ·infinitud· y al ·absoluto• dialécticos, llega el momento en que abandona estos fenómenos sirviéndose, para el mismo fin, de los fenómenos contrarios. Mientras que domina el sentimiento de que nada puede sostenerse en sí mismo si no es absoluto e infinito, la voluntad de autonomía trata de fundamentar la existencia como tal: tanto el mundo fuera, el universo, como el mundo dentro, el sujeto. Ya en el Renacimiento, empero, aparece el sentimiento de que, precisamente la facticidad y finitud de la existencia, es capaz de fundamentar la voluntad de autonomía. Que lo infinito sólo es -esto•, perecible, abandonado y en riesgo, le presta una intensidad y un valor especiales; baste pensar aquí en el sentimiento de la aventura en el Renacimiento. De esta suerte se prepara la representación de una existencia que no es ni infinita ni absoluta, sino, al contrario y en todo respecto, finita y fáctica, pero que, como tal, echa sobre sí el riesgo plena y exclusivamente. Es una representación que sale a la superficie con Nietzsche. La insuficiencia de lo finito es sobrecompensada por el sentimiento de la sinceridad, del arrojo, de la terquedad, y surge así la imagen del mundo trágico-finito. En él está destruido asimismo el límite, sólo que en dirección opuesta. En el mundo ·infinito• el límite fue evaporado, por así decirlo; aquí, en cambio, es trazado de la manera más estricta, pero de tal suerte, que no tiene ya •otro lado·. Según el matiz que el afecto le presta, este límite es la línea brillante, tensa por una energía obstinada, o bien la abrazadera desesperada, cerrada en tomo al mundo por una soledad hierática; en tomo a un mundo que ni siquiera •pende· de la nada, sino que está •arrojado· en ella. Y aquí es ya sólo un problema de consecuencia interna, cuando la nada en tomo se convierte en una realidad demoníaca, en un fantasma del Dios eliminado, que conduce a la desesperación.
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Es posible, finalmente, una tercera forma de que el mundo se limite en sí mismo; aquella en que el mundo es considerado, en su más profundo sentido, como algo ilusorio. Aquí se impone la conciencia de que el mundo no es capaz de fundamentar su sentido y de reposar verdaderamente en sí, pero no se da el paso de prestarle sentido por medio de Dios. De esta suerte, surge una autonomía de la falta de sentido, que el budismo, sobre todo, ha llevado a cabo radicalmente. La irrealidad es de tal suerte total, que ni hay alguien que la produzca, ni hay alguien a quien así le aparezca. El mundo es algo que discurre en sí mismo, un engaño que se presenta como objeto aparente a sí mismo, al sujeto aparente ... Podría, desde luego, dudarse de si Budha mismo quiso la autonomía; de si lo que le acuciaba no fue, más bien, la determinación de Dios y de la relación con Dios, y que sólo acertó a exponerla en forma negativa. En este caso, la ilusoriedad del mundo, sostenida por él, sólo se convertiría en una forma auténtica de autonomía, si un occidental •sin fe· desvinculara de su verdadero sentido la estructura del mundo que Budha había pensado ·con fe•, convirtiéndola en instrumento de su propia voluntad de autonomía ... La vivencia auténtica de lo absolutamente ilusorio es propia, empero, sólo del Oriente; en el Occidente sólo se encuentra en el escepticismo. Y no en el escepticismo dialéctico, en el cual el pensamiento que duda flota sobre una experiencia fundamental místico-metafísica, sino en el escepticismo desnudo, en aquel que procede del cansancio y de la experiencia de la falta de sentido del mundo. Algo semejante se pone de manifiesto en las vivencias patológicas ya mencionadas de la des-personalización, y, en general, de la des-realización. Aquí la vivencia de la ilusoriedad se convierte en base de la autonomía desesperada de una existencia encerrada en su falta de sentido. En todos estos casos el mundo está encerrado en sí mismo, y no trasciende de sí ni hacia dentro ni hacia arriba. Sobre él como en él está todo cerrado.
Esta autarquía no significa la negación de lo religioso. Esto sólo lo lleva a cabo el puro positivismo, sea el materialista, el biológico o el sociólogo. Y lo lleva a cabo, no en su primera fase entusiástica, que utiliza la fórmula positivista como medio para una liberación religiosa del mundo, sino más adelante, cuando se alía con la actitud del burgués, el hombre utilitario, frío de corazón. Entonces aparece la autonomía del mundo en su forma des73
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preciable: como la satisfacción de sí de una existencia roma entregada al ritmo de la ganancia y del goce. Por lo demás, en el proceso de autonomización del mundo actúa siempre el elemento religioso. Y es que lo religioso no coincide con una determinada concepción del mundo, como no coincide tampoco con una religión determinada, ni menos aún con la fe cristiana basada en la revelación. La experiencia del mundo como autonomía tiene lugar originariamente incluso por caminos religiosos. Es una experiencia que se alza contra la idea del Dios bíblico y del orden divino de la existencia, que parece vaciar el mundo, afirmando, en contra, que el mundo mismo se encuentra penetrado de fuerza religiosa, de profundidad y magnificencia. Todo ello nos sale al paso en las imágenes monistas-panteístas del mundo inflnito, pero puede aplicarse también a la concepción finitista. La nada a la que la finitud se ha arriesgado, reviste carácter numinoso. Es una nada llena de misterio, y en el fondo, un pseudomomsmo de Dios. Igualmente lleno de energía religiosa está también el sentimiento del valor de lo finito, la obstinación temeraria con que el hombre se arriesga con este puñado de existencia. La potencia religiosa del mundo de lo absoluto se convierte aquí en su contrario: en lugar de la infmitud fluyente, aparece la intensidad de lo fmito experimentada en el •pese a todo·; en lugar de la necesidad aseguradora, la magnificencia del riesgo; en lugar del sentimiento de una profundidad infinita del mundo, el sentimiento de que, aceptada con unción religiosa, la finitud producirá desde sí una divinidad de nueva especie, una divinidad finita, como en la doctrina nietzscheana del superhombre. El elemento religioso es incluso indispensable, si la voluntad de autonomía del hombre ha de enfrentarse consigo mismo y con el mundo. La declaración de autonomía es ella misma un acto religioso, aunque de rebeldía. La existencia sólo puede ser querida autónoma, si está sustentada por una corriente religiosa. Sin ello, sería como un astro sin atmósfera, en el que no podría darse vida alguna. Sólo el elemento religioso da a la existencia aquella gravidez y aquella plenitud de sentido, desde las cuales el espíritu tiene por valioso y posible hacer descansar al mundo en sí mismo. ¿Cómo es esto, empero, posible? Lo religioso-objetivo, lo numinoso es una irradiación de Dios; el hecho de que todo ente ha sido creado por él, existe por él, tiene en él su sentido originario; el hecho de que él penetra todo y de que todo vibra de él.
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¿Cómo puede convertirse esto en mundo? Justamente en ello consiste, sin embargo, de hecho, la esencia última de la afirmación de autonomía. Lo que esta afirmación trata de hacer es algo monstruoso en crimen y engaño. Todo el misterio que Dios ha puesto en su obra, la voluntad de autonomía trata de separarlo de él, el superior al mundo, el libre, soberano y santo, para ponerlo en lo creado. Del misterio que, como un rayo de luz quiere llegar al foco de donde proviene, la voluntad de autonomía hace una dimensión en profundidad del mundo mismo. Un esfuerzo de magnitud inconcebible por lo que se refiere a la sutilidad, a la destreza y a la organización de todos los procesos necesarios a su realización28 • En la medida en que este esfuerzo se logra, lo religioso se convierte en un medio para encerrar al mundo en sí mismo. La búsqueda religiosa, dirigida propiamente a aquello que es distinto al mundo, es conducida, por una usurpación de lo numinoso, al mundo mismo y encerrada en él. El hermetismo del mundo -y con ello llegamos a conexiones muy sutiles-- no significa siquiera la negación de un más allá. El punto desde el cual puede captarse con mayor precisión el fenómeno del más allá es, sin duda, la muerte. ·Más allá· es lo que se encuentra detrás de la muerte, los modos de ser, potencias, valores, sentido en aquel ·detrás•. Cuando la conciencia moderna trató de fundamentar el mundo exclusivamente en él mismo, no podía valerse de una más allá, ya que siempre al hablar de él se pensaba en el más allá cristiano. Este más allá, empero, no está determinado por la muerte, sino por aquella muerte a la que sigue el juicio del Dios Santo, por una muerte que es ella misma incluso este juicio. El más allá cristiano significa la esfera del ser de Dios, una esfera inaccesible, por principio, al mundo, porque Dios es el creador, señor y Santo, y el mundo es creado, sometido a Dios y en contradicción con Dios por el pecado. Desde el punto de vista cristiano, la muerte es algo que no tiene lugar sólo desde el hombre, sino, en forma decisiva, desde Dios. La muerte no es algo •natural·, sino algo establecido por Dios como consecuencia del pecado. En la muerte Dios sale como juez al encuentro del hombre. Sólo ésta es la muerte completa: que la vida del hombre llega a su fm, porque Dios le pone fin y pronuncia su juicio ... Tan pron28 Sería un cometido importante investigar los mecanismos y movimientos de sentido -psicológicos, éticos, ideales, etc.- que actúan aqui.
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to como se hablaba del•más allá·, resonaba, por eso, el más allá cristiano; y por eso también, no se hablaba de él. La existencia estaba aquí, y esto era todo. Con la muerte, lo que era real en el hombre se disolvía en la corriente primaria de las materias y fuerzas universales. El espíritu -no como realidad personal viva, sino como suma de pensamientos, aspiraciones, ideas, actitudes, intenciones creadoras-- pervivía, en cambio, en la historia, en la memoria, en la fama, en la influencia ejercida. Después cambió la situación, y la idea cristiana dejó de ser norma general. En su lugar comenzó a aparecer un mundo intelectivo y sentimental extracristiano, al que era posible referirse sin más, y se impuso el sentimiento de que -el mundo· no estaba completo sin el más allá. Es verdad que la concepción positivista siguió afmnando en sus distintas direcciones, la falta de necesidad para el mundo de un más allá, y que esta fllosofta, apoyada por la actitud de la ciencia, así como por la volatilización del concepto del más allá en el idealismo continuó dominando la opinión oficial. Por debajo de ésta, empero, y en contradicción con ella fue constituyéndose un nuevo sentimiento del mundo. Holderlin parece haber sido el primero que trató de ganar para
la existencia en el mundo el más allá, los muertos y su reino; un ensayo sustentado por experiencias religiosas y realizado con ideas radicalmente no-cristianas29. El muerto y el reino de los muertos son reales. No se hunden en aquella inexistencia a la que los había lanzado el pensamiento de la Edad Moderna. Los muertos permanecen vinculados a la familia, al pueblo, al país. No son sombras, sino reales y llenos de poder; no carentes de sentido, perdidos para la vida, sino absolutamente positivos. Los muertos pertenecen a la existencia y actúan en ella; más aún, retoman expresamente, históricamente. Allí donde la convicción cristiana ve el retomo del Señor y su reino, sitúa Holderlin el retomo de los muertos. No fantasmalmente, sino luminosos y plenos de sentido retornan aquellos muertos que fueron positivos y en su actitud, mientras que los malvados, o mejor dicho, los despreciables, ·de ánimo servil·, se hunden en la inexistencia, en el •orco•. Los buenos, empero, retornan, reunidos en tomo a aquella figura del pasado que representa el núcleo esencial de toda la historia anterior: Grecia. El eslabón entre ellos y nosotros es el profeta. Él es el que siente y anuncia la Z9 Sobre ello, Guardini, H6lderltn, Weltbtld und Frómmtgkett, 21 ed., 1955, pp. 148 y SS.
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unidad y el que nos enseña a celebrarla en ceremonias sagradas. Esta unidad se realizará en la hora por venir, cuando se revele el ·mundo mayor• que ha de abarcar ambas esferas. El sentido de esta idea se ve claramente también desde el otro lado. Aquí la muerte no aparece como un mero punto final. Esto sólo ocurre en la vida cansada o malvada; en la vida valiosa, en cambio, la muerte aparece como el momento supremo, emerge incluso de la vida culminante. Al alcanzar la vida terrena su última intensidad, se anuncia en ella el más allá, como el abismo en es que se precipita la vida terrena, esa vida superabundante que •comienza a hacerse excesivamente bella•. Esto se pone de manifiesto en la vida individual, como en la poesía ·Heidelberg•, y lo mismo también en la vida de los pueblos, como en la composición ·Voz del pueblo•. Otras veces surge de la lógica del crimen y el castigo, como en ·Empédocles•. El ámbito de la muerte, del más allá, se convierte así en algo real y lleno de sentido que se incluye en el mundo. La esfera de la muerte aparece como el otro lado de la •vida·, del ·más acá•, y el mundo es entendido como aquella totalidad superior que se extiende a través del •más acá· y del •más allá·. Ambos son polos de esta totalidad, y a través de ambos tiene lugar la existencia. Para el positivista como para el burgués la muerte es algo desazonador, algo que les pone en un aprieto. Por eso la eliminan, a veces incluso tras una fraseología aparentemente religiosa. El idealista disuelve la muerte en la conexión del espíritu objetivo; el panteísta en la corriente del todo universal. Para Holderlin la muerte y el más allá constituyen una forma real de la existencia, y otra forma, igualmente real y plena de sentido, en la vida terrena. Esta conciencia alcanza agudeza programática en R. M. Rilke30. El poeta la ha expuesto ·con solemnidad· en las Elegías de Duino y en los Sonetos a Orfeo, y ha interpretado ambas poesías de modo auténtico en la carta a su traductor polaco Witold von Hulewicz (Cartas desde Muzot, pp. 332 y ss.). En esta carta comenta Rilke: ·En las Elegías la afirmación de la vida y la afirmación de la muerte se muestran como una sola afirmación. Conceder la una sin la otra sería -así se experimenta y se 30 Sobre ello, Guardini, H6lderlin, op. cit., pp. 166 y ss., Der Engel tn Dantes G6ttltcber Kom(Jdte, 21 ed., 1951, pp. 43 y ss., así como Ratner Maria Rtlkes Deutung des Dasetns, Munich 1953, pp. 292. y ss.
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celebra aquí- una limitación que eliminaría, en último término, todo lo infinito. La muerte es la cara opuesta y no vista por nosotros de la vida. Tenemos que esforzarnos en llegar a la máxima conciencia de nuestra existencia que está en si en estas dos zonas que ningún límite separa, nutriéndose inagotablemente de ambas ... La verdadera forma de vida se extiende por ambas zonas, la sangre del ciclo máximo circula por las dos: no hay ni un 'más acá' ni 'un más allá', sino la gran unidad en que habitan los seres que nos sobrepasan, 'los ángeles'. Y ahora, la posición del problema del amor en este mundo así ampliado en su mitad mayor, en este mundo por primera vez entero, por primera vez salvo•. Todo ello es •una referencia más al centro de aquel reino, cuya profundidad y cuyo influjo nosotros compartimos -sin ninguna linea de demarcación- con los muertos y con los que aún están por venir. Nosotros, los de aquí y de hoy, no estamos ni un momento satisfechos con el mundo cronológico, ni nos sentimos ligados a él; constantemente lo traspasamos y traspasamos hacia los que fueron, hacia nuestro origen, y hacia aquellos que, al parecer, han de venir después de nosotros. En aquel mundo 'abierto', el mayor, son todos, y no podemos decir que son 'simultáneamente', precisamente porque la desaparición del tiempo es la condición de que todos sean. La perecibilidad se precipita por doquiera en un ser profundo. Y por ello, todas las conformaciones del aquí han de ser utilizadas, no sólo en la limitación del tiempo, sino que han de ser puestas también en relación con aquellas significaciones superiores, de las que nosotros participamos. Pero no en un sentido cristiano ~el que yo me alejo cada vez más apasionadamente--, sino con una conciencia puramente terrena, profundamente terrena, bienaventuradamente terrena, hay que introducir en el ámbito más amplio, en el amplísimo, las cosas vistas y rozadas por nosotros aquí. No en un más allá, cuyas sombras entenebrecen la tierra, sino en un todo, en el todo. La naturaleza, las cosas de nuestro trato y de nuestro uso son provisionalidades y caducidades, pero, mientras estemos aquí, son nuestra propiedad y nuestra amistad, saben de nuestra angustia y nuestra alegria, como fueron ya confidentes de nuestros antepasados. Se trata, pues, no sólo de no depreciar ni degradar las cosas del aquí, sino que, precisamente por razón de su provisionalidad, que nosotros compartimos, todos estos fenómenos y cosas han de ser comprendidas con un intimo entendimiento y han de ser transformadas por nosotros.
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¿Transformadas? Sí, porque nuestro cometido es imprimir en nosotros esta tierra provisional y caduca de modo tan profundo, tan doloroso, tan apasionado, que su esencia resucite 'invisiblemente' en nosotros. Somos las abejas de lo invisible. Nous butinons éperdument le miel du visible, por l'accumuler dans la grade ruche d'or de l'InvisibJe. (pp. 333 y ss.). Y en otro pasaje: ·Las Elegías formu-
lan esta norma de la existencia: aseguran, celebran esta conciencia. La sitúan cuidadosamente en sus tradiciones, reivindican para ella recuerdos milenarios, e incluso evocan en el culto egipcio de los muertos una anticipación de estas relaciones ... Si se comete el error de acercarse a las Elegías o a los Sonetos con los conceptos católicos de la muerte, del más allá y de la eternidad, uno se aleja completamente de sus conclusiones y se prepara el camino para una incomprensión cada vez más profunda. El 'ángel' de las Elegías no tiene nada que ver con el ángel del cielo cristiano (más bien, con las figuras de ángeles del Islam)... El ángel de las Elegías es aquella criatura en la que aparece ya realizada aquella transformación de lo visible en invisible que nosotros llevamos a cabo. Para el ángel de las Elegías todas las torres y todos los palacios pasados son existentes, precisamente porque son invisibles desde hace largo tiempo, mientras que las torres y puentes de nuestra existencia, todavía subsistentes, son para ellos invisibles, a pesar de tener (para nosotros) duración corpórea. El ángel de las Elegías es aquel ser que garantiza que en lo invisible se reconoce un rango superior de la realidad· (pp. 336 y ss.). El reino de los muertos es aquí tan real como el de los vivos. Que los muertos estén ·muertos• no significa que sean menos •potentes• y •entitativos•, sino que lo son de otra manera. Más aún, lo son más que los seres vivos, porque son más serenos, más concentrados, más esenciales; porque -para decirlo más precisamente- han llegado a la serenidad y a la concentración de un modo más esencial, aunque, como Rilke dice en más de una ocasión, no se han consumando31 • Con ello, Rilke da un paso más
3t Lo mismo que en Holderlin, también en Rilke actúan por doquiera pensamientos cristianos; desde luego, estos pensamientos adoptan forma puramente mundana y sirven al devenir del •mero mundo•. Así también en Rilke hay el •purgatorio•, en tanto que los muertos tienen que •aprender el estar muertos•, •recuperar la vida•, hasta que han ganado su existencia entera y se encuentran al otro lado, o más exactamente, en el todo.
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allá de Holderlin. Éste interpreta la relación del más allá al más acá sobre la base de una representación cósmico-metafísica, mientras que Rilke lo hace sobre la base de una representación antropológica. La esfera del •estar muerto• no se halla para Rilke en el ámbito misterioso del cosmos, sino en lo ·invisible·, con cuya expresión alude a la interioridad del espíritu, o más exactamente, del corazón. Lo invisible es el espacio al que una cosa llega cuando es vivida con la intimidad de la participación amorosa. El concepto del más allá en Holderlin es de especie dionisíaca, reposa sobre la dialéctica de la vida y de la muerte y sobre la expansión de esta vivencia en el mundo por virtud del entusiasmo cósmico; el concepto del más allá en Rilke, en cambio, es de naturaleza órfica y se basa en la energía del alma y en su capacidad para transportar las cosas, por amor y apropiación, al espacio de la vivienda. Lo que aquí se da no es, empero, un mero contenido de conciencia, sino algo absolutamente existente, más aún, como lo muestra el pasaje últimamente citado, más existente que lo visible. El reino de los muertos -que, por lo demás, no abarca sólo los que fueron antes, sino también los que han de venir, es decir, el •ser· en absoluto, desvinculado del antes y el después, de todo tiempo-- no presenta, por eso, sólo la esfera de existencia que principia detrás de la muerte, sino que penetra por doquiera. Lo mismo que Holderlin, también para Rilke constituye ya ahora el reino de los muertos una potencia, y el tránsito hacia él representa la interioridad emocional del corazón. Aquí las cosas son transformadas y transportadas al ámbito de la pureza transfigurada'2. Sólo ahora es el mundo •total y salvo•. El reino de la muerte es añadido al de la vida, el de lo invisible al de lo visible. A través de ambos discurre la existencia y en tránsito se encuentra Orfeo, símbolo de la metamorfosis. Los ángeles son, por su parte, aquellos seres poderosos que no se hallan limitados a una o a la otra esfera. Su relación con el mundo no es tampoco la del hombre que despierta al conocimiento, la del hombre que tiene que pasar trabajosamente a la otra esfera, a fin de alcanzar aquella experiencia en que se revela la existencia total y salva, la •apertura•. Los ángeles se encuentran referidos, más bien, al mundo 32 Se trata del amor cristiano secularizado, insertado completamente en el mundo.
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como un todo, y tan esencialmente, que, •a veces no saben si van entre los muertos o entre los vivos•. A ellos les está el mundo siempre ·abierto•, y les está, porque ellos mismos lo son33. Estas interpretaciones del más allá no abren, en realidad, el mundo, sino que lo cierran tanto más herméticamente en si mismo. Con ello la conciencia cristiana se encuentra ante una decisión extrema. ·El mundo· se constituye de manera cada vez más completa. Las esferas que la fe tenia como reservadas directamente a Dios, van siendo insertadas una tras otra en el mundo. Y de otra parte, el mundo se cierra, cada vez de manera más completa, en si mismo; aparece cada vez más, como una unidad autárquica, sustancial, funcional, con un curso en si misma revestido de sentido. No hace mucho tiempo que la decisión estaba planteada en los siguientes términos: o un mundo materialista o un mundo determinado por el espíritu; o un mundo inclinado ante la utilidad, el goce y el poder o un mundo determinado por la conciencia y dispuesto a la superación ética; o un mundo irreligioso, •terreno·, o un mundo piadoso, penetrado por la religión; o un mundo puramente profano y limitado por la muerte, o un mundo que sabe del más allá y está determinado por el más allá; o un mundo positivista, en el que sólo tienen vigencia el cálculo y la técnica, o un mundo en el que existen el entusiasmo religioso, la solemnidad, el misterio, el milagro, y así sucesivamente ... En estas contraposiciones, la segunda de las posibilidades era iden33 Como un fenómeno paralelo -no, desde luego, del mismo rango, pero de importancia sintomática- habría que mencionar también el ocultismo. Mucho en él es simplemente impostura; la mayor parte autosugestión o un intento acritico de sentimientos religiosos para asentarse no importa dónde, y muy característico en el lugar de la muerte. Inauténtico es también el fenómeno, allí donde se sitúa al servicio de fmalidades apologéticas; para apoyar, por ejemplo, la fe en la vida eterna o en la realidad de Dios. Pero el ocultismo tiene también un sentido auténtico, y un sentido que contradice completamente el de la revelación. El ocultismo pretende asegurar, en efecto, con medios de investigación experimental, que hay un ámbito más allá de la muerte, en el que los muertos siguen viviendo. Esta existencia, empero, no se halla •en la mano de Dios•, no está sustraída al mundo, sino que pertenece a él. Característico de ello es la actitud descreída -en sentido cristiano-- e incluso totalmente irreligiosa de la vivencia y de la investigación ocultistas, así como el carácter curiosamente terreno, incluso demasiado terreno, de sus ·fenómenos•. Podría decirse que el positivismo -del que ya decíamos que no conocía ningún más allá- labora aquí, a fm de conquistar este más allá en una forma todo lo irreligiosa posible.
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tificada, sin más, con la existencia cristiana, y la primera con el mundo sin revelación ni fe. Cada vez, empero, se muestra más claramente lo falso de esta concepción. El mundo se hace cada vez más completo, desarrolla cada vez momentos más intensos, considerados tradicionalmente como peculiaridades de la existencia cristiana, y simultáneamente rechaza cada vez con mayor decisión el cristianismo. El cometido cada vez más difícil de la existencia cristiana consiste en salir al paso de este desenvolvimiento, en mostrar, frente a todo ello, en qué consiste lo propiamente cristiano, en ·superar•, desde la fe este mundo, pero de tal manera que se le dé lo que de justicia le pertenece. V. El mundo y la Redención
Para la conciencia cristiana el concepto •mundo· tiene una significación múltiple e incluso contradictoria. Es san Juan, sobre todo, quien ha percibido el problema, seguramente por razón de su polémica con los gnósticos, que fueron quienes primero hicieron problemática la actitud cristiana frente al mundo, hasta llegar a la herejía. El prólogo a su Evangelio dice: ·Todo se hizo por Él (el Vetbo) y sin Él no se hizo nada de cuanto existe ... En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él, y el mundo no le conoció. Vino a su casa, y los suyos no le recibieron• On 1,3 y 10-11). Aquí se dice, primero, lo más alto del mundo; que el mundo ha sido fundamentado en su sentido y realizado en su ser por el Vetbo, la segunda persona de la divina Trinidad. El mundo, por tanto, está lleno de la validez del Verbo, sustentando por su poder y sujeto a su señorío. Del mismo mundo se dice, empero, también que no recibió al Verbo. En este sentido, pues, el mundo es adversario del Vetbo, algo que se cierra y que no recibe en sí al Vetbo, cuando se acerca a él como su Redentor. Por eso se le llama directamente ·las tinieblas· On 1,5). En otro pasaje se dice: •Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna• On 3,16). El mundo es, pues, caro al Padre, tanto, que le da a ·su Hijo•, es decir, a Dios mismo. El Hijo penetra en la existencia histórica, se hace ·hombre·, ·carne·, realidad de este mundo, como el mismo san Juan subraya en el pró82
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logo a su Evangelio (Jn 1,14). En sus palabras en Cafamaún, dice jesús: ·Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne, por la vida del mundo· (Jn 6,51). Si el hombre recibe a este Dios que se da, experimenta el renacimiento en una nueva existencia; recibe ·el poder de hacerse hijos de Dios• (Jn 1,12). El mismo Dios dice, empero, a sus adversarios: ·Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo· (Jn 8,23). Y a los Apóstoles: ·Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado primero antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo· (Jn 15,18-19). Y al final de la última cena: ·Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifkalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad· (Jn 17,14-19). Y antes las palabras quizá más fuertes: ·Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado; porque son tuyos• (Jn 17,9). Aquí surge el concepto de ·abajo·, del que ya hemos hablado; no el polo vivo del arriba, el cual es el dentro, sino su contradicción, el ámbito del que •proceden los malos•, cuyo •padre· es Satanás, el reino en el que •reina• Satanás (Jn 16,11). Lo perdido, aquello por lo que ni siguiera ora Cristo, y cuya rebeldía describe el Apocalipsis. Cristo es Hombre-Dios34. Todo depende de tomar en toda su energía este concepto fundamental del pensamiento cristiano. Dios no ha dado plenitud religiosa a un hombre, no le ha transido proféticamente, no le ha vinculado a sí con la fuerza del destino, sino que Dios ·se ha hecho· hombre, ha formado con él una unidad existencial, y ello de tal manera que el·Yo· pronunciado aquí es, en estricto sentido, el suyo, y el acto vital que aquí se realiza y el destino que es experimentado aquí, son también, en el más simple sentido, su acto y su destino. Ello, empero, no sólo "' Sobre todo ello, Guardini, Das Wesen des Cbrlstentums, 41 ed., Wurzburgo 1953. (Trad. esp., La esencia del Cristianismo, Guadarrama, Madrid 1959).
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•particularmente•, no sólo en una esfera que afectara exclusivamente a Él y a la criatura escogida, sino como Redentor de todo lo creado. En él, por eso, la creación misma es puesta en aquella unidad de existencia con el Hijo de Dios y modificada fundamentalmente en su estado ontológico. Cristo vive en obediencia constante frente a la voluntad del Padre. Su ser humano cumple también el acto de amor eterno del Hijo. Por este ser humano, la creación misma está en el amor. La rebeldía y la apostasía del pecado se hallan aquí fundamentalmente superadas. En Cristo el mundo está ordenado a Dios, tal como él lo quiso al crearlo. ·Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor• (Jn 15,9-10). Cristo dice de sí: ·Yo soy la Verdad· (Jn 14,6). ·Verdad· es aquello que contradice la mentira; reconocimiento de aquello que es y testimonio de aquello con validez, tanto más elevados en rango y decisivos en su sentido cuanto más esencial sea el ser al que están dirigidos. La verdad consiste, en último término, en la adoración y en la alabanza de Dios. El Hijo mismo es quien, reconociendo y confesando al Padre, le rinde el honor de la verdad. Los mitos de la rebeldía de las divinidades filiales contra las divinidades paternas permiten vislumbrar lo que esto significa. Con rigor divino reconoce y confiesa el Hijo: el Padre es, y es justo que sea. Este acto de verdad penetra en la naturaleza humana con la que se ha vinculado. La naturaleza humana de Cristo realiza también este acto, todo en ella rinde honor al Padre. He aquí la verdad que decide del destino del mundo, porque en Cristo el mundo está recibido en esta verdad y redimido, por ello, de la negación y rebeldía de la mentira ... Verdad es, asimismo, aquello que contradicen el encubrimiento y la ocultación: la patencia del ser que surge cuando en el espíritu cognoscente el ente aparece a la luz del modelo divino y es situado en la transparencia de la palabra. El ·logos·, lo hablado, es la plenitud esencial del ·legon·, del que habla. Al pronunciarlo el Padre, aparece Él, el oculto e ignoto, en la patencia de la palabra eterna, la cual, pronunciada, llega a su destino y, a la vez, retorna como respuesta. Esta palabra contiene la plenitud paradigmática de todas las cosas finitas, la patria de sentido del mundo. En su claridad se encuen-
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tra también la naturaleza humana de Cristo y con ella el mundo. En Cristo el mundo ha sido redimido de la mudez y de la ocultación y se ha hecho patente y verdadero. La última palabra hay que decirla desde la existencia de Cristo. En san Juan pronuncia Cristo las tremendas palabras: ·Ya os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis, moriréis en vuestros pecados· On 8,24). En estas palabras se incorpora aquella alocución de Dios sobre si mismo, la más propia y radical de todas, que leemos al comienzo de la Antigua Alianza: ·Dios dijo a Moisés: 'Yo soy el que soy'. Y añadió: 'Asi dirá a los israelitas': 'Yo soy', me ha enviado a vosotros• (Ex 3,14). El Hijo existe como el concebido y hablado por el Padre, pero igual a él en la sagrada autonomia del ser-Dios. Esta naturaleza humana de Cristo está recibida en la co-realización de esta existencia, pues el Cristo total pronuncia este ·Yo soy•. Con ello se ha arrancado a la creación del poder de la nada, se la ha levantado del abandono a la protección eterna de la existencia divina. En este hecho tiene sus rakes la conciencia existencial cristiana y la teoda cristiana de la existencia. En la naturaleza humana de Cristo lo creado existe de una manera para la cual no hay ninguna categoda desde el punto de vista de lo natural. La teologia da expresión a esta manera por la teoda de la •communicatio idiomatum·, de la ·solidaridad de la elocuciones· que se da entre la naturaleza divina y humana en que Cristo consiste. En él -sólo en él, pero realmente en él- puede decirse que Dios ha experimentado un destino, ha sufrido y ha muerto; y de la misma manera, puede también decirse que la humanidad de Jesús es santa y eterna, se encuentra en la magnificencia del Padre y es digna como Él ·de recibir el poder, la riqueza, la sabiduria, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza· (Ap 5,12 en relación con 4,11). El peculiar carácter de esta existencialidad es designado por la teología con el concepto de la •gratia unionis•, de la ·gracia de la unión divino-humana•. Que al creyente le ha sido dada participación en esta existencia, y que se halla enraizado en su libertad triunfante -véanse las palabras proféticas de san Pablo sobre la libertad de los hijos de Dios y de su participación en la soberanía de Cristo-- es ·la gracia• en su último sentido. Este hecho se halla en el mundo de modo irrevocable y eterno, porque el hijo de Dios hecho hombre continúa siendo hombre. Después de su muerte resucitó y •se sienta a la diestra del
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Padre•, señor en toda eternidad. Ello, empero, en la forma de la redención. El mundo no ha sido redimido sólo en la esfera personal inmediata de Cristo, sino que esta esfera es dinámica y se extiende continuamente. Cristo ha sido anunciado y debe ser creído; ha sido proclamado como norma y debe ser cumplido; en el misterio de la Eucaristía se da como manjar y debe ser recibido. El mundo entero debe ser rescatado en él y transformado en una nueva creación. Como un todo debe ser re-hecho; san Pablo y san Juan han anunciado la nueva de ello y han acuñado sus conceptos fundamentales35. Mientras esto acontece, tiene lugar, a la vez, aquella separación expresada constantemente por san Juan, especialmente en las palabras de despedida. En el •SÍ• y el •nO• a Cristo se separan dos mundos, dos mundos tan distintos como el bien y el mal, lo santo y lo impío, Dios y la contradicción de Dios. Estos dos mundos no constituyen dos ámbitos cada uno originariamente para sí, tal como los gnósticos veían la relación de espíritu y materia. En este sentido, según el ser, no hay dos mundos, sino sólo uno, el creado por Dios, pero mantenido y finalmente redimido. En Cristo se constituye el nuevo comienzo. Cristo se halla en el viejo mundo como el nuevo mundo iniciado, y llama al viejo hacia sí. Poner esto en claro era la intención de la lucha de san Juan contra el dualismo. Este viejo mundo puede -por virtud del hombre, que es libre- situarse en diferente actitud frente al nuevo comienzo: puede abrirse a él, recibir al Redentor, ir al Padre por el Redentor y hacerse a sí mismo nueva creación, pero puede también encerrarse en sí mismo, apartarse del Padre y, de esta manera, hacerse definitivamente viejo mundo y, por tanto, reino del mal. En Cristo Dios se acerca al mundo. En Cristo se pone de manifiesto lo que el mundo es. En su tendencia a encerrarse en sí, al pecado, se pone de relieve lo que el mundo es. El mundo es enfrentado con aquel límite definitivo, del que ya hemos hablado. Dios como juez lo aparta de sí como impío. Pero lo hace con amor, en tanto que Aquel por el que esto tiene lugar, el Hijo de Dios, se pone, a la vez, del lado del mundo, toma sobre sí la 35 Sobre ello, Das Cbrlstusbtld der paultntscben und jobannetscben Scbrljten, 21 ed., Wurzburgo 1961, y Dret Scbrljtauslegungen, 21 ed., 1958, en especial pp. 69 y ss.
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culpa del mundo, y se convierte para éste en el •camino• vivo hacia Dios. Que le haya sido señalado su lúnite, pero que precisamente aquí haya sido dejado abierto para Dios; que haya sido declarado culpable de pecado, pero, al mismo tiempo, amorosamente redimido; que haya sido mostrado no sólo finito, sino endurecido y encerrado en sí, y que, a la vez, sin embargo, haya sido rescatado a la comunidad divina de la gracia: todo ello es lo que transforma al mundo, de nuevo, en aquello que Dios quería de él. El Cristo que ha realizado su obra, el resucitado y transfigurado, se encuentra al •margen• del mundo, de arriba hacia abajo y de dentro hacia arriba. Cristo es mediador, y en tanto que tal, el lúnite vivo del mundo. L'tmite palpitante en el Espíritu Santo, en el·aliento de Dios·, divino límite palpitante, que actúa la trasposición constante de aquí a allá y de allá a aquí36. Desde este límite va deviniendo ininterrumpidamente el mundo nuevo. El mundo nuevo -el ·nuevo cielo y la nueva tierra· del Apocalipsis- significa la suma de cosas, en tanto que se convierten en el mundo existencial del hombre creyente, este hombre que, creyendo él mismo, realiza el constante cambio de sentido y la transformación hacia el •nuevo hombre•. San Pablo ha sido quien proféticamente ha experimentado y anunciado este devenir. Así leemos en la carta a los Romanos: •Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto· (Rm 8,19-22). De manera análoga en la carta a los Efesios, en la que habla del ·Misterio de su voluntad, según el benévolo designio que en él se propuso para realizarlo en la plenitud de
los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra· (Ef 1,9-10). Todav'ta con mayor potencia en la carta a los Colosenses: ·Él es la imagen 36 La parábola del buen y del mal pastor expresa esto en el sentido de que él es la •puerta• a través de la cual el rebaño •entrará y saldrá y encontrará pasto•
(Jn 10,1-18).
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de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielo y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo. que hay en la tierra y en los cielos• (Col1,15-20) ... En el mismo hombre se encuentra, empero, también el mal. Redención no significa que el mal sea eliminado -esto sería magia-, sino que en el hombre se sitúa el nuevo comienzo, dándose con ello la posibilidad y la fuerza para lo nuevo. En el mismo hombre se encuentra también el viejo comienzo y con éste la posibilidad de que él mismo se constituya en centro para el mantenimiento del mundo viejo, el del mal. Y ambos no el uno junto al otro como esferas del ser, sino que el mismo hombre existente puede ponerse a disposición para uno o el otro comienzo. Ni tampoco en el sentido de que el hombre, al convertir en la fe al mundo en su mundo existencial, formándose así desde él el nuevo mundo, se encuentre, por eso, definitivamente en el orden del bien. Constantemente y a la vez se da la posibilidad del mal, y el hombre puede caer en ella. El hombre aparece así como un campo de batalla en el que los dos órdenes luchan con una última implacabilidad. No en el sentido de que ambos sean de igual condición; una contigüidad se da sólo, porque el nuevo mundo sólo puede surgir de la libertad, y la libertad en la temporalidad significa elección entre el bien y el mal, porque el hombre tiende al mal y Dios no puede coaccionarle, sino sólo llamarle y redimirle en la gracia. Es san Pablo también quien -véanse el séptimo y octavo capítulo de la carta a los Romanos- ha vivido y ha anunciado con fuerza impresionante esta lucha en el mismo hombre, esta potencia de lo irreal y engañoso en sí durante el curso de la historia''· El mismo san 37 Sobre ello, Dret Scbrtftauslegungen, op. cit. pp 69 y ss. Cuán intensa y qué auténtica es esta lucha sólo se ve con claridad si se entiende exactamente cuáles son las potencias que luchan entre si. •Carne• y •espiritu• no significan cuerpo y espiritu en sentido ftlosófico, sino el hombre viejo y nuevo en senti-
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Pablo conoce, empero, también la felicidad del triunfo, como se ve en el himno maravilloso a la esperanza de la victoria, al final del citado capítulo octavo de la carta a los Romanos: •Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo· (Rm 8,18-23).
do teológico. También el espíritu como parte esencial del hombre es •carne• mientras no ha sido redimida; y del mismo modo, también el cuerpo se hace espíritu, cuando el hombre se hace nuevo desde Dios. Véanse en este respecto la gran exposición en la primera carta a los Corintios sobre el cuerpo -espiritual• y de la resurrección (1 Cor 15,25-58).
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LA PERSONA
ADVERTENCIA PRELIMINAR
Frente al mundo, como el todo dado, se encuentra el hombre; o más exactamente, yo. En cada situación el hombre dice frente al mundo ·yo•. Este enfrentamiento no significa que se extraiga de la totalidad del ente un ser individual especialmente importante contraponiéndolo a los demás, sino que es de especie más fundamental, más absoluta: el hombre del que en cada caso se trata se sitúa ante el todo. Pero ello no de la forma en que para un animal su subsistencia es lo único y todo, sino de una manera ·más decisiva•. El hombre sabe que no está impulsado a este enfrentamiento por la propia conservación del ser vivo, ni capacitado para ella por sus fuerzas superiores, sino que una determinación de sentido le autoriza, más aún le obliga a este enfrentamiento. Esta determinación de sentido es tal, que subsiste a través de todas las diversidades de las cualidades y de la situación y que sobrevive a todas las perturbaciones y falsificaciones. Esta determinación de sentido subsiste, aun cuando el hombre se ponga enfermo, se haga torpe o malvado; también, aun cuando el hombre lo olvide, u obre contra ella o no quiera saber nada de ella. Esta determinación de sentido es designada por nosotros como PERSONA. De ella vamos a tratar en las páginas siguientes.
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LA ESTRUCfURA DEL SER PERSONAL
La línea directriz de la investigación no es la pregunta por la esencia abstracta de la persona, sino la pregunta por el hombre concreto, personalmente existente. En este fenómeno total pueden distinguirse una serie de estratos. A continuación los describimos de abajo hacia arriba, no para deducir lo más elevado de los más profundo, sino para pasar de lo sustantivo, aunque en esencia menos importante, a lo sustentado, pero decisivo desde el punto de vista del sentido.
l. Persona y conformación ·Persona• significa en primer lugar tanto como conformación. La afirmación de que algo esté conformado significa que los elementos de su constitución, como materia, fuerzas, propiedades, actos, procesos, relaciones, no están mezcladas caóticamente, ni tampoco volcados desde el exterior en ciertas formas, sino que se encuentran en conexiones de estructura y función, de tal manera que, en cada caso, el elemento subsiste desde el todo y puede entenderse desde él, y el todo subsiste y puede entenderse desde los elementos. En este sentido, son conformaciones todos los fenómenos dados, susceptibles de un nombre: cristales, organismos, procesos psíquicos, estructuras sociológicas, figuras geométricas, además, que el ente se distingue como algo propio y unitario, tanto de la totalidad del resto como de todo fenómeno individual, y que tiende a manifestarse asi.
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La estructura del ser personal
Con ello queda determinado el estrato inferior ontológico y de sentido de lo que significa existencia personal. En tanto que conformación, el hombre se encuentra como forma entre formas, como unidad de proceso entre otras unidades, como cosa entre cosas. JI. Persona e individualidad
El próximo estrato del fenómeno de la persona constituye la individualidad. •Individualidad· es el fenómeno vivo, en tanto que representa una unidad cerrada de estructura y funciones. En virtud de este carácter, lo vivo se diferencia de la conexión en absoluto de las cosas. Lo vivo precisa del mundo, de su materia y energías y representa una parte de esta conexión de materia y energías; a la vez, empero, se delimita de esta conexión y se resiste a ser absorbido por ella. La autolimitación y autoafirmación del individuo vivo tienen lugar, sobre todo, de dos maneras. De una lado, conformando el mundo circundante en referencia a la propia existencia, es decir, creándose un mundo propio. Éste representa la suma de todos aquellos elementos del todo del mundo que son de importancia vital para el individuo en cuestión. Una selección, por tanto, que tiene lugar, sobre todo, por los órganos sensoriales y de la actividad. Lo que escapa a estos órganos --cualitativa o cuantitativamente- no pertenece al mundo propio del individuo, y al contrario, lo que captan sí le pertenece y le pertenece en la forma en , que es captado en el caso de que se trate. La selección se realiza además por virtud de las relaciones naturales del individuo con otros individuos: con aquellos de que precisa para su propia existencia, como los padres o los animales capturados o con aquellos con los que guarda relación para los fmes de la vida, o bien, al contrario, con aquellos que, a su vez, necesitan de él. De ello depende también la especial organización del ser vivo en cuestión: sus posibilidades de ataque y defensa, sus facultades •técnicas•, como la construcción de nido, de redes, etcétera. En virtud de todo ello, se produce una reducción de la totalidad del mundo a los fines del individuo. El centro de este mundo parcial está constituido por la iniciativa vital con la que el individuo se
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impone en el mundo total. Este mundo total envuelve al mundo propio como un trasfondo que se extiende en todas direcciones en lo indeterminado ... El individuo se diferencia asimismo dentro de las conexiones vitales, tales como éstas se ponen de manifiesto en las líneas de ascendencia de cada ser vivo. El individuo ha sido procreado por sus padres y él mismo procrea descendientes. Determinados instintos concentran al individuo en estos descendientes, hasta tal punto que, en determinadas épocas por ejemplo, en el período de la generación o mientras los hijos no pueden valerse por sí mismos-- los padres se hallan completamente absorbidos por las necesidades de la prole. Sin embargo, el individuo no coincide con la línea genealógica, sino que se delimita también respecto a ella. Esta delimitación está asegurada por determinados instintos primarios, cuya energía, al parecer, crece con la altura biológica de la especie en cuestión. Cuanto más inferior es el ser vivo, tanto más se sume en las exigencias de la especie; cuanto más elevado, tanto más intenso es el instinto de imponerse individualmente. Las propiedades caracterizadoras se hacen más numerosas, las realizaciones peculiares se destacan más, la fecundidad desciende numéricamente, las exigencias de cuidado de la prole se hacen mayores. De esta suerte, el individuo reviste cada vez mayor importancia, tanto respecto a la especie en su totalidad, como respecto a los otros individuos. Pero justamente por ello se encuentra también amenazado, porque cuanto más estrictamente se destaca el individuo de la especie y del número, tanto más pierde la seguridad que desde allí recibe. Los instintos se hacen más laxos, las posibilidades de perturbación crecen, las presunciones de desarrollo se hacen más numerosas y cualitativamente superiores. •Valor• no es una cosa evidente. Al prestar sentido pone también en peligro, tanto más, cuanto más elevado es el sentido que presta. La individualidad es un valor; cuanto más se despliega, tanto más insegura se hace su subsistencia. El individuo está determinado por su ceqtro, un centro no especial, sino vivo. El centro del individuo no representa ningún lugar que puede ser determinado por el cálculo o al que pueda llegarse por la penetración, como, por ejemplo, en un cristal, sino que se encuentra detrás de un límite cualitativo y sólo se obtiene trasponiendo este límite: el centro vital es interioridad. El tránsito entre la interioridad del ser vivo y el mundo externo que le
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está referido tiene lugar por percepción sensible y pc;>r la propia actividad. Cuando una excitación exterior provoca una impresión sensible y el objeto excitante actúa en el interior en forma de sensación -por ejemplo, la llama, bien como luz o como movimiento, como calor, rumor, etc.- ha tenido lugar entre la iniciación y el final del proceso un cambio de esferas. De la esfera del efecto ñsico no va una línea directa a la de la sensación de la luz y del dolor -como ocurre, por ejemplo, entre el prender fuego a la madera y la reducción de ésta a cenizas-, sino que ambas esferas están separadas por un límite que sólo puede salvarse por un •paso·. ·Límite• y •paso· constituyen un fenómeno que no puede desintegrarse, que pertenece al ser propio y primario de la vida. Algo paralelo ocurre con la propia actividad del individuo. Cuando el metabolismo demanda alimento y aparece el hambre, ésta conduce a los actos externos del buscar, del apoderarse, etc. El impulso del hambre no va, sin embargo, directamente de dentro al afuera del movimiento externo, como, por ejemplo, cuando se calienta una sustancia y ésta se desintegra y tiene lugar una explosión. Este último proceso tiene lugar en el campo cualitativo, en el de la causalidad quimicofisica. Para que el impulso del hambre lleve a una acción agresiva es preciso, empero, que se trasponga, de nuevo, aquel limite, sólo que, esta vez, al revés, de la interioridad hacia el mundo externo ... El mismo carácter de paso del límite entre la interioridad y el mundo externo lo revisten los procesos de la alimentación y del crecimiento. Si en una disolución se forma un cristal y éste va aumentando, asistimos a un proceso de agregación que discurre en el mismo campo cualitativo. Cuando, sin embargo, un animal come un fruto, éste es disuelto por el organismo que lo recibe, sus elementos son transformados e insertados en el proceso de crecimiento, el cual, a su vez, procede de la espontaneidad de la vida. La autoproducción del organismo, procede de una autoridad, tan distinta del mundo externo en el que se encuentran los objetos alimenticios, como lo es la esfera de la sensación de la de la cosa que produce la excitación. Entre ambas esferas se extiende un límite, el cual tiene que ser traspuesto constantemente en el proceso de crecimiento, y esto es lo que distingue a éste del proceso de la mera agregación. Esta esfera interior fundamenta al individuo vivo en si mismo. Desde aqui se distingue del mundo y construye frente a él su
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mundo propio. Desde aquí se destaca de la especie y se afirma frente a ella como valor propio. En el ser total del hombre existente personalmente se encuentra también el estrato de la individualidad viva. Por este estrato es el hombre ser vivo entre seres vivos; individuo, tanto frente a la especie, como frente a los demás individuos pertenecientes a la especie.
m. Persona y personalidad Un tercer estrato se encuentra en lo que se denomina personalidad. Personalidad designa la conformación de la individualidad viva, en tanto que determinada a partir del espíritu. Ya hemos hablado de la esfera de la interioridad, la cual se encuentra ya en el crecimiento y en las relaciones de la planta con el medio ambiente. En el animal recibe un nuevo carácter por la impresión sensorial y la actividad propia. Su determinación deftnitiva se encuentra en vida determinada por el espíritu. La interioridad se convierte aquí en interioridad de la autoconciencia. De ella no puede hablarse en sentido propio, cuando tiene lugar una impresión que dirige la actividad propia. Esto ocurre también en el animal y constituye el lado psíquico de su vida orgánica. Conciencia en sentido propio se da sólo cuando la impresión ha sido reelaborada y conduce a la aprehensión del sentido, o cuando, desde un principio, está dirigida a la aprehensión del sentido. En las impresiones del animal se encuentra también, naturalmente, un sentido, el sentido condicionado por la organización objetiva de su vida y al que sirven el juego de la excitación, del recuerdo, etc. Sin embargo, este sentido está totalmente inserto en los fines inmanentes del ser vivo en cuestión, es decir, es realizado, pero ni aprehendido ni comprendido. En la vida determinada por el espíritu se trata, en cambio, de la aprehensión del sentido en sí. El animal puede percatarse con la más exquisita sensibilidad de los procesos en tomo suyo, puede recordar infaliblemente, puede adecuarse de la manera más precisa a las distintas impresiones, realizando así con toda perfección el sentido de la conexión vital de que se trata; pero nunca, sin embargo, aprehenderá el sentido como tal
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y en sí. Esto, empero, es lo que fundamenta la interioridad consciente en sentido propio y lo que traza un límite que no puede ser superado por ningún mecanismo de adaptación de antropoides superiores. Conciencia en sentido propio se encuentra sólo cuando el proceso de la impresión y la serie de los actos que reposan sobre él están determinados por el valor de la verdad. Esta interioridad percibe la exigencia de la existencia: ser aprehendida, es decir, •conocida· por razón de s¡ misma. La interioridad posee la voluntad de construir el mundo externo en el espacio del •saber·, como verdad comprendida. Desde el punto de vista de la interioridad biológica, incluso la más desarrollada, no hay ningún camino que conduzca a esta actividad. Siempre que se afirma que se ha traspuesto el limite, se trata de errores de visión o de pensamiento. Conciencia en sentido auténtico es sólo posible por el hecho de que en el hombre no sólo se da un elemento •espiritual· -que también se da en el átomo, en el cristal, en la planta, en el animal-, sino que en él vive una realidad espiritual concreta, esp¡ritu individual, que tiene en este organismo su base de acción y el lugar de su responsabilidad histórica. La interioridad de la personalidad, no la de la persona, es además una interioridad de la voluntad. De la voluntad puede decirse lo mismo que de la conciencia. No puede hablarse de voluntad en el sentido de la personalidad, cuando surge en el individuo vivo un impulso que conduce a actos orgánicos y ps¡quicos y que tiene como finalidad la conservación de la vida del individuo en cuestión. De voluntad en sentido auténtico sólo puede hablarse cuando un órgano estimativo, afectado por el carácter de valor del objeto o por la exigencia de sentido de la situación, aprehende este valor como una validez en sí mismo, adopta una actitud frente a ella y desde aquí pasa a la acción. Este carácter se manifiesta con pureza específica allí donde no se trata del valor en absoluto, en tanto que algo precioso en sí, sino del valor debido, es decir, de la obligación moral. También aquí se halla un límite absoluto entre la iniciativa del animal y la voluntad del hombre. Todas las presuntas pruebas de que el animal escoge y decide, valora o incluso obra moralmente se deben también -cuando no se trata simplemente de sentimentalidades- a un error de visión y de pensamiento. En estas supuestas pruebas se confunden los mecanismos funcionales de la conexión vital psicofísica -exis-
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tentes también en el animal, pero que en el hombre están subordinados a una orientación de sentido completamente distinta- con esta orientación misma. La interioridad del hombre es, en último término, una interioridad del obrar y del crear. Los datos de la impresión y de la estimación son tomados como punto de partida para hacer de la materia del mundo un segundo mundo, del mundo de la naturaleza un mundo eje la obra y de la acción. Esto se muestra de la manera más pura en aquellas realizaciones dirigidas a constituir algo a fin de que sea no para el logro de un fin, sino para la revelación de un sentido; no para construir algo útil, sino para crear una forma expresiva38. Así ocurre en la obra de arte pura o en el símbolo auténtico. También aquí hay una diferencia cualitativa que separa la creación humana de toda clase de producción animal. Esta última constituye una función del organismo total; aquélla está determinada por un sentido que se legitima a sí mismo. Un animal puede ser hermoso, moverse con movimientos llenos de gracia, cantar deliciosamente, pero, sin embargo, nunca creará una obra de arte, sino que es y será siempre naturaleza39. Detrás de la obra de arte se encuentra la interioridad determinada espiritualmente, esa interioridad que percibe el sentido dándole formas por su propia fuerza creadora. En esta forma se muestra de la manera más pura la esencia de la actividad creadora; desde aquí se ve también, que aún en la obra determinada por un fin, la cual podría aparecer, a primera vista, como resultado de los instintos vitales formativos, hay también, sin embargo, algo específico. Si llamamos •técnica· al conjunto de actividades determinadas por un fin, y la examinamos más de cerca, en seguida veremos que también esta •técnica• surge, en sus capas más profundas, de una voluntad creadora. Los meros fines prácticos de la vida no hubieran hecho nunca que el hombre osara la técnica. Ésta se debe esencialmente a algo distinto que la construcción del nido por el pájaro o al tejido de su tela por la araña. 38 Algo análogo habría que decir del acto puro, cuyo sentido no está dirigido al logro de fines, sino a hacer lo que por razón de sí mismo tiene que ser hecho: obrar de acuerdo con el honor y realizar la justicia. Nosotros nos limitamos al análisis del proceso creador. 39 También la naturaleza misma puede ser concebida como obra, pero no de si misma, sino de Dios.
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La actividad del animal produce, desde el punto de vista de su finalidad, construcciones admirables. Son construcciones perfectas del principio al fin, pero precisamente esta perfección indica que no tienen nada que ver con una actividad creadora en sentido propio, porque su perfección es la perfección de la naturaleza. Las fuerzas que actúan en estas construcciones son de la clase de aquellas que produce el organismo mismo. Lo que estas fuerzas producen son, por así decirlo, continuaciones de los órganos. Ninguna obra humana alcanza esta perfección, pero no porque es menos, sino porque es más que aquellas construcciones. La obra humana surge del espíritu, de sus tensiones y su audacia, y justamente por eso, es, en sentido inmediato natural, menos segura. Su seguridad es de otra clase, espiritual; se halla en el sentido, no en el ser inmediato40. La técnica no significa sólo que nuestros rivales se impongan. Incluso los procesos más simples, todavía, al parecer, al mismo nivel que el comportamiento animal, están ya dirigidos a la conformación de la obra. Si se considera, sobre todo, en su totalidad el fenómeno de la técnica, y no se deja uno turbar la mirada por el espejismo de las transiciones imperceptibles, en seguida se ve que la técnica surge de la voluntad nada •natural· de disolver la existencia dada, a fin de construir otra nueva, de crear un mundo que exprese un sentido nacido del espíritu. Con ello la vida no gana, en absoluto, ni seguridad ni bienestar. En los animales es posible deducir la acción del bienestar; en el hombre entra en juego algo más, algo que tiene un sentido completamente distinto y que puede contradecir de la manera más radical las necesidades vitales. Al hombre que sólo posee armas de piedra, le es una ayuda recibir la jabalina con punta de hierro o incluso el arma de fuero. Tan pronto, empero, como se ha desarrollado el arma de fuego desde 40 Cuando se impone una figura o una actividad más elevadas, el primer efecto es que queda conmovida la perfección de la situación anterior, de tal suerte que lo nuevo aparece frente a ella como algo b~rbaro. Tan pronto como entra en acción el espíritu, desaparece la graciosa perfección del animal. Frente al animal perfecto, la existencia guiada por el espiritu aparece como algo brutal. Y, sin embargo, esta última es esencialmente superior, y es justo que le sea sacrificada aquella perfección. De modo semejante, también la existencia del hombre europeo, movida por la inquietud del espíritu, es algo superior a la existencia del hombre pri~itivo con su seguridad y belleza vinculadas por la naturaleza, pero hechas también perfectas por ella.
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su sentido inmanente; tan pronto, sobre todo, como se la ve en conexión con toda la problemática y toda la producción que presupone y determina, inmediatamente se ve que, desde un punto de vista general, el hombre no ha experimentado ayuda ninguna con el arma de fuego, más aún, que ésta es más peligrosa para él que cualquier bestia feroz. El último sentido del arma no es tampoco, en absoluto, el de eliminar peligros o el de asegurar el ataque; éste es sólo el penúltimo, el que pone en movimiento todo el proceso de la invención de las armas. De lo que se trata en último término es de conjurar un nuevo mundo de fuerzas y formas, en el que la determinación de sentido de la lucha retorna en un nuevo plano. De modo total y definitivamente, en la técnica no se trata de utilidad, sino de obra. Esta obra pone en peligro a la vida tanto como la beneficia -si no la pone más en peligro que la beneficia-, y nadie sabe si su colosal aventura no terminará con una catástrofe41• Si la técnica fuera sólo la continuación de impulsos operativos naturales, nunca podría el ser que la ha producido haberla puesto en una contradicción con el sentido de su propia existencia, que desafía toda lógica natural. Sólo si este ser lleva en sí, desde un principio, la posibilidad de escapar a la naturaleza, es decir, sólo si está determinado por el espíritu, puede emprender algo tan trágicamente paradójico y, a la vez, tan grandioso. Por este espíritu que la determina, la interioridad de la personalidad se hace, por principio, inconmensurable. Mensurables son sólo sus manifestaciones al exterior, las cuales descansan en condiciones asimismo mensurables; ella misma, empero, no puede medirse. Aquellas manifestaciones pueden desintegrarse lógica y psicológicamente, pero sólo hasta el punto en que comienza lo propiamente creador. Este punto, en cambio, no puede ya desintegrarse. 41 La decisión acerca de ello dependerá de si la potencia objetiva lograda es equilibrada por una medida correspondiente de respeto, sabiduría, bondad de corazón, fuerza de carácter, y si, por tanto, aquellas posibilidades son colocadas bajo criterios adecuados. Si se hace retroceder la mirada a los comienzos de la creación técnica, hay, sin duda, graves motivos de preocupación. El dominio de la naturaleza se incrementa con la velocidad alucinante, mientras que el hombre, sin embargo, no causa la impresión de que acreciente madurez, seguridad en su dirección y fuerza de carácter. Es como si de los logros del hombre surgiera una potencia que sigue su propio camino independientemente del hombre.
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Desde el punto de vista del espíritu, la interioridad escapa también a todo dominio. Sus manifestaciones pueden ser dominadas, pero los procesos mismos sólo dentro de las posibilidades del acostrumbramiento, sugestión, etc., mientras que el núcleo espiritual permanece libre. Una s1ntesis de todo lo dicho se encuentra en el concepto de personalidad elaborado por la Edad Moderna. Personalidad, según este concepto es la forma vital fundamental del ser humano individual, a diferencia de todo lo demás. Esta forma une los distintos elementos de su existencia simultánea en una totalidad intuible; y lo mismo los distintos actos y procesos del curso de la vida, en una unidad de desarrollo y destino. El concepto alcanza claridad especial en los grandes hombres creadores, en los cuales, a la vez, fue intuido primeramente y desde los cuales fue también desarrollado. Es este concepto el que constituye la norma para la consideración del hombre en la Edad Moderna. Partiendo de aqu1, la personalidad realiza su autodistinción frente a la conexión de las cosas y de la especie, y en general, frente a todo. Desde el espíritu, en efecto, sabe de s1 misma y de todo lo demás. No como si, dadas las condiciones necesarias, pudiera encontrar todo y aprehender todo, sino en un sentido decisivo: en el sentido de que tiene conciencia del todo. Y esto, de nuevo, no por acumulación o abstracción, sino por aquella experiencia primaria, en virtud de la cual el espmtu, que en tanto que tal está en s1 y frente al mundo, percibe en cada punto de la existencia la totalidad de ella. Por virtud de esta experiencia la personalidad puede realizar el encuentro con la existencia, puede, en absoluto encontrarse con el ente, en lugar de sólo tropezar con él. Y con ello puede también realizar el encuentro consigo misma, en lugar de ser y vivir sólo lo que ella es. W. Persona en sentido propio
Con los conceptos de conformación, individualidad, personalidad, no se ha dicho todavia lo que es en último sentido persona, aunque se ha preparado el camino para ello. La pregunta que se hallaba en la base de lo dicho hasta ahora era: ¿qué es esto que está ahí? La respuesta era: •un ser conformado, fundado en la interioridad, determinado por el esprritu y creador•. Otra es la cuestión:
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¿quién es éste ahi? La respuesta es: •yo-, o en elocución indirecta -él•. Sólo ahora rozamos la persona. Persona es el ser conformado, interiorizado, espiritual y creador, siempre que -con las limitaciones de que todavía hablaremos- esté en sí mismo y disponga de sí mismo. ·Persona• significa que en mi ser mismo no puedo, en último término, ser poseído por ninguna otra instancia, sino que me pertenezco a mí. Puedo vivir en una época en que existe la esclavitud, es decir, en una época en que un hombre puede comprar a otro y disponer de él. Este poder no lo ejerce, empero1 el comprador sobre la persona, sino sobre el ser psicofísico, y aun así, sólo bajo falsa categoría de equiparar al hombre con el animal. La persona misma se sustrae a la relación de propiedad42 ••• Persona significa que no puede ser utilizado por nadie, sino que soy fm en mí mismo. Puedo encontrarme, sin duda, en un sistema de trabajo, cuyo superior me trata como un elemento en el todo de una máquina. Lo que utiliza, empero, es sólo mi trabajo, no mi yo como mi yo. Y esta utilización tiene lugar en virtud de una concepción que, es verdad, ahorra fuerza y, hasta cierto punto, es adecuada prácticamente, pero que, en verdad, pone en lugar del hombre una máquina altamente desarrollada. Este error se paga después de manera gravísima. El cálculo así planteado no sale nunca, y la construcción edificada sobre él no funciona, pues se trata de hombres y no de aparatos'' ... Persona significa que yo no puedo ser habitado por ningún otro, sino que en relación conmigo estoy siempre sólo conmigo mismo; que no puedo estar representado por nadie, sino que yo mismo estoy por mí; que no puedo ser sustituido por otro, sino que soy único. Todo ello subsiste, aun. cuando la esfera de la intimidad sea tan perturbada como se quiera por la intervención y la publicidad. Lo único que en tal caso se pierde es el estado psicológico del respeto ajeno y de la paz, pero no la soledad de la persona en sí. 42 Otra cuestión es lo que, en tales circunstancias, sucede con el hombre concreto; qué influjo ejercen sobre su actitud personal; hasta qué punto ésta es oprimida o falsificada; qué modificaciones experimenta de hecho la relación de propiedad por razón de la persona, que nada puede eliminar; en qué medida puede el hombre, incluso en esta condición de cosa, crearse un espacio de existencia personal, etc . ., Sobre la significación del elemento personal para la sociología, cf. mi ensayo, •Ueber Sozialwissenschaft und Ordnung unter Personen•, en el volumen Unterscbetdung des Cbrlstltcben, 1935, pp. 23 y ss.
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El sentido de la persona quedaría eliminado si yo pudiera ser dos veces (fenómeno del•sosías· o doble yo). Cualquier aproximación a la posibilidad de que fuera efectivamente así, provoca· horror existencial. Lo mismo ocurre cuando se apunta la posibilidad de que yo no fuera idéntico conmigo mismo, de que no fuera un único, sino varios; de que no me fuera conocido como yo mismo, sino verdaderamente extraño (escisión de la persona). Una tercera forma de esta vivencia surgiría, si yo tuviera la sensación de que no soy mi dueño, sino que me encuentro en el poder de otro. (Aquí los temas literarios del hombre que vende su sombra, o su espejo o incluso su alma). Nada de ello es posible desde el ser inmediato. La persona no puede ser múltiple, no puede desintegrarse, no puede escapar a su dominio, todo lo cual es posible en el mero individuo, cuya unidad reviste otro carácter desde un principio. Los fenómenos que la psiquiatría registra en esta dirección no son perturbaciones de la persona misma, sino de las funciones psicológicas que sustentan la conciencia personal. El horror que se experimenta en estas perturbaciones es el miedo de que éstas puedan acontecer realmente y revela algo sobre la esencia de la persona humana. El que sean posibles tales experiencias muestra, en efecto, que la persona humana no es ni unívoca ni segura. Este hecho se expresa ya en la forma en que la persona es pensada. Si no me equivoco, el hombre de la Antigüedad clásica no poseyó aún el auténtico concepto de persona, el cual, por lo demás, no parece encontrarse fuera del ámbito al que se extiende la revelación. La evolución del espíritu moderno tiende, empero, a disolver el concepto de persona, o a identificarlo con el de conformación, individualidad o personalidad, o también a pasar por alto la finitud de la persona, hablando de ella en términos que sólo son permisibles referidos a la persona absoluta. Con ello se nos plantea, de nuevo, la pregunta de si la persona puede peligrar. Desde luego es posible, pero sólo desde allí donde se encuentra ... Adelantemos otra pregunta: ¿puede enfermar el espíritu? Seguramente que no de las enfermedades que el lenguaje corriente llama ·enfermedades mentales•. En éstas se trata, en realidad, de perturbaciones de las funciones cerebrales, de la vida instintiva, del curso de las representaciones, de la experiencia de la realidad, etc. Tales perturbaciones no afectan al espíritu como tal, sino sólo a sus fundamentos orgánicos y psí105
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quicos. Estas perturbaciones obstaculizan sus actos, pero constituyen también una prueba por cuya superación el espíritu crece. Sin embargo, el espíritu no existe sin más, independiente de sus contenidos. El espíritu no puede llevar a capricho su vida, sin que ello influya en su ser mismo. La vida del espíritu -y esto caracteriza su esencia- no recibe su garantía del ser, sino también y definitivamente de lo válido: de la verdad, del bien. Si se aparta de aquí, él mismo se hace problemático en tanto que espíritu. La simplicidad e indestructibilidad, con las que suele determinarse la esencia del espíritu, le sustraen a tales daños como los que pueden afectar al cuerpo compuesto, pero no de las consecuencias de su actitud frente al valor. Si el espíritu apostasía de la verdad, enferma44 • Esta apostasía no tiene lugar ya porque el hombre yerre, sino sólo cuando abandona la verdad; no ya porque mienta, incluso porque mienta con frecuencia, sino sólo cuando no considera la verdad como vinculante; no ya porque engañe, sino sólo cuando dirige su vida a la destrucción de la verdad. Es entonces cuando el hombre enferma del espíritu. No es necesario que ello tenga consecuencias psicopatológicas; un hombre así 44 En la base de este pensamiento se encuentra la definición agustiniana del espíritu, cuyo punto de partida está constituido por el contenido del acto espiritual. Según esta defmición, espíritu es aquel ser cuyos actos deben tener por contenido la verdad, el bien y, en último término, Dios ... A ello hay que añadir la otra proposición, también agustiniana, de que la realidad no significa el mero hecho de existir, sino que es, más bien, susceptible de gradación infmita, de acuerdo con el rango del valor realizado ... Ahora bien, mientras que la referencia al valor se encuentra siempre en la obra creada y en la conciencia, al espíritu le es entregado expresamente el valor como contenido del acto espiritual surgido en la libertad. El rango de valor del espíritu se determina, por eso, siempre partiendo de su propia libertad y con ello se determina también su grado de realidad, la seguridad o el riesgo de su realidad, su salud y enfermedad ... No obstante lo cual, el espíritu no ha producido su misma existencia, sino que la ha recibido. La aminoración de la realidad, como consecuencia del acto negador del valor, no puede, por eso, suprimir absolutamente el ser. Convirtiéndose en malo, el espíritu no puede aniquilarse a sí mismo, sino sólo alzarse a la nada, aunque sin poderla alcanzar nunca. A su voluntad queda sustraída siempre aquella medida de valor que el Creador deposita en el primer ser del espíritu en sí y que garantiza su existencia en absoluto. El espíritu no puede aniquilarse por una mala voluntad. Lo que sí puede, por el acto negador del valor, es hacer tan problemático aquel ser, que sólo constituya el soporte del yerro, es decir, de la condenación y de la desesperación. Sobre todo ello, cf. Guardini, Die Bekebrung des Aureltus Augusttnus, 31 ed., 1959, pp. 83 y ss.
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puede incluso ser muy robusto y de gran éxito en la vida. Pero, sin embargo, estaria enfermo, y un observador agudo no sólo en el terreno fiSico, sino también en el espiritual, lo echaría de ver. La enfermedad del espíritu podria empero, proseguirse también en el terreno psíquico y producir perturbaciones determinables cUnicamente. De esta enfermedad, entonces, no le curarla ninguna simple psiquiatría, sino que tendria que realizar una conversión. Esta conversión no sería posible, desde luego, por un simple acto de voluntad, sino que tendría que consistir en una inversión de la actitud, y seria más dificultosa que cualquier tratamiento terapéutico. Desde estas consideraciones parece también posible que la persona en tanto que tal pueda peligrar, a saber, cuando el hombre se desvincula de aquellas realidades y normas que son la garantia de la persona: la justicia y el amor. La persona enferma, si hace apostasia de la justicia. No cuando comete una injusticia, no cuando comete injusticias a menudo, sino cuando abandona la justicia. Ésta significa el reconocimiento de que las cosas poseen su esencialidad, así como la disposición a guardar el derecho de las cosas y los órdenes que de él surgen. En tanto que persona, el hombre -sin ser por ello Dios-- está entregado a la autonomía del ser y a la decisión del obrar: la condición para que este modo del ser posea sentido es que se sitúe en el orden fundamentado por la verdad, es decir, que se sitúe precisamente en la justicia; más aún, que convierta la justicia en su cometido en sentido propio45. La persona fmita sólo posee sentido orientado a la justicia; si se aparta de ella, se pone en peligro y se convierte en un peligro: en una potencia sin 45 Quizá se encuentra aqui el más profundo sentido del cometido que Dios impuso al hombre, después de haber creado todo lo demás, y haberlo declarado por Su propio testimonio -Vio Dios cuanto babia hecho, y todo estaba muy bien• (Gn 1,31)- válido en su sentido y digno de ser: .Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó. Y bendíjolos Dios, y díjoles: 'Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra'. Dijo Dios: 'Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, asi como todo árbol que lleva fruto de semilla; por vosotros será de alimento. Y a todo animal terrestre, y a toda ave de los cielos y a toda sierpe de sobre la tierra, animada de vida, toda la hierba verde les doy de alimento'. Y asi fue• (Gn 1,27-30). Al hombre le ha sido -dado todo- no como objeto de su capricho, sino como obra de contenido esencial divino entregada a la fidelidad de su conocimiento y de su reverencia. Verlo y afirmarlo asi es justicia; la actitud moral primaria y fundamento de todas las demás.
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orden. Justamente por ello enferma la persona, porque no está exactamente en sí. .. Igualmente decisivo para la salud de la persona es el amor. Amar significa percibir lo valioso en el ente ajeno, especialmente en el personal; sentir su validez y la importancia de que subsista y se despliegue; experimentar la preocupación por esta realización como si se tratara de algo propio. El que ama camina constantemente hacia la libertad; hacia la libertad de sus propias cadenas, es decir, de sí mismo. Y al hacerlo así, al salir de sí por penetración y sentimiento, llega a su realización. El horizonte se abre en tomo a él, y su ser más propio adquiere espacio. Todo el que sabe del amor, sabe de esta ley: que sólo al salir de sí mismo se abre el horizonte, en el cual el propio ser se hace real y todo florece. En este espacio tiene lugar también la auténtica creación y la acción pura, todo lo que testimonia la dignidad del mundo del ser. La persona enferma, tan pronto como abandona el amor. No cuando el hombre falta a él, lo vulnera, cuando cae en el egoísmo y el odio, pero sí cuando hace de él algo frívolo y basa su vida en el cálculo, la fuerza y la astucia. Entonces la existencia se convierte en una prisión. Todo se cierra. Las cosas nos oprimen, todo se hace extraño y enemigo en su más íntima esencia, el último y evidente sentido desaparece. El ser no florece ya. El horror del que antes hablábamos muestra en qué consiste lo esencial de la persona: en que yo estoy de acuerdo conmigo mismo, en que reposo en mí mismo, en que me tengo en mi dominio. Este hecho se despliega en las conexiones ya expuestas: en el carácter concluso de la conformación, en la interioridad de la vida, en la fundamentación espiritual del saber y del querer, del obrar y del crear. Nada de ello es todavía persona; persona significa, más· bien, que en todas estas conexiones del hombre está en sí mismo46• ¿Algo formal, por tanto? Desde luego, pero no algo ·sólo formal·, pues se trata de algo que decide. De aquí la peculiar inasequibilidad de la persona, el hecho de que escape a una definición con 46 Con ello queda expresada de la manera más rotunda la unicidad de cada persona. El que en cada caso dice ·yo- no existe más que una vez. Este hecho es de tal manera radical, que 5urge la cuestión de si la persona puede, en tanto que tal, ser situada en órdenes; o bien, cómo tienen que ser los órdenes, para que el hombre pueda estar en ellos como persona. ¿Es posible -para mencionar una forma elemental de verificación de orden- contar personas? Se pueden contar conformaciones, individuos, personalidades; ¿puede, empero, hablarse con sentido de -dos personas•, manteniendo, a la vez, en realidad lo que se significa con persona?
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contenido. A la pregunta, ¿qué es tu persona? No puedo responder: mi cuerpo, mi alma, mi entendimiento, mi voluntad, mi libertad, mi espíritu. Nada de ello es todavta la persona, sino, por así decirlo, su materia; la persona es el hecho de que todo ello consiste en la forma de la pertenencia a si. De otro lado, empero, esta •materia• existe verdaderamente en esta forma y se encuentra, por tanto, completamente en el carácter de la persona. La realidad entera del hombre, y no sólo, por ejemplo, la conciencia o la libertad, pertenece al ámbito de la persona, se encuentra bajo su responsabilidad y recibe el sello de la dignidad. Lo cual no dice nada, naturalmente, acerca de hasta qué punto aquella realidad ha alcanzado, de hecho, una auténtica actitud personal. Aquel algo formal alcanza validez en la realización de la vida entera. La conformación del hombre es otra que la del cristal; su individualidad otra que la del animal; su personalidad otra de lo que las ciencias del espíritu entienden por esta palabra; y todo ello es otra cosa porque en todo ello se realiza justamente •persona•: el hecho de poder y deber estar en sí mismo. Las consideraciones anteriores han separado uno del otro los diversos •estratos•, a fin de poder diferenciarlos más distintamente; en realidad, empero, todos ellos se entrecruzan, cada uno de ellos inserto en una determinación de sentido superior. La conformación sólo se da como viva47, el individuo sólo como penetrado Se puede hablar de •una amistad•, de un •matrimonio-; lo que con ello se significa es una dualidad personal, situada en una conformación superior, entendida, desde un principio, de modo personal. Pero ... ¿-dos personas-? El pensamiento se atasca aquí. En esta dirección se encuentran los contenidos planteados por la dignidad humana. Estos cometidos exigen de un esfuerzo personal tan intenso, tal profundizamiento ético y tal seriedad existencial, que el hombre los elude. En su lugar, se hace la cosa fácil y se comporta como si tuviera que habérselas con individuos tan sólo, y a menudo, tan sólo con unidades materiales. Algo análogo puede decirse del obrar. Compárese, Unterscheldung des Cbrtstltchen, 1935, pp. 32 y ss. 47 Ciertas formas del fracaso ético-humano y, a la vez, de la enfermedad consisten en el aislamiento de dichos -estratos-. Que el hombre se convierta en mecanismo, es una caída desde el punto de vista de la dignidad y del deber, pero puede ser también expresión de una petrificación en el espíritu, es decir, puede ser una enfermedad. Algo análogo puede decirse de la aparición del tipo animal en el hombre. Aquí pertenece también el problema de las figuras animales en el campo religioso, de las divinidades animales, de los ídolos, etc. Sobre ello, Guardini, Reltg«Jse Gestallen tn Dostojewsktjs Werll, 4• ed., 1951, pp. 275 y ss., y Der Herr, 128 ed., 1961, 158 ed., 1982, pp. 597 y ss. (Trad. esp., El Señor, Rialp, Madrid).
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por un espíritu concreto; todo ello, a la vez, empero, insoslayablemente caracterizado por el hecho de que está en la autonomía y en la capacidad de comienzo absoluto de la persona. La plenitud y forma de la existencia humana sólo se realiza, en tanto que la persona adquiere validez48. Persona es aquel hecho que provoca, una y otra vez, el asombro existencial. Es el hecho más natural de todos, en el sentido estricto de la palabra: entender que yo soy Yo es para mí lo •natural• sin más, y comunica a toda otra circunstancia su carácter. A la vez, empero, es también enigmático e inagotable el que yo soy Yo; que no puedo ser expulsado de mí, ni siquiera por mi más poderoso enemigo, sino sólo por mí y ni siquiera por mí; que no puedo ser sustituido ni por el hombre más noble; que soy el centro de la existencia, y que tú también lo eres, y tú allí, y todas las luces que pueda lanzar de sí esta esfera del misterio que da vueltas en el espíritu. Constantemente se alza la duda contra ello. Y la duda objeta que el hecho de la persona no puede captarse materialmente, sino sólo ·de modo formal•, que es sólo una categoría de la autocomprensión humana; y la disuelve psicológicamente, viendo en ella sólo la unidad de la conciencia y de la iniciativa. La hace problemática desde el punto de vista ético, como arrogancia, espejismo, ruptura de la comunidad. La desvalora desde la propia impotencia de la persona, ya que su ser y su capacidad de hecho se encuentran en constante contradicción con sus pretensiones; hasta tal punto, que la supuesta persona causa un efecto cómico, y que se pueda decir que aquí tiene sus raíces todo efecto cómico. La duda exhorta a la persona a abandonar sus pretensiones y a hacerse sencilla como la planta y el animal. Y, al fin, la persona se siente fatigada, siente la presión de la responsabilidad por la insuficiencia y la malignidad de su ser, y trata de insertarse en las conexiones que la descargan de esta responsabilidad. La persona se siente ahíta de su certeza, se aburre de tener que ser siempre ella misma, y quiere salir de sí en máscaras o en personajes. Siente temor de su soledad y tiende a ~ Otra cuestión es la de la significación para el hombre del ámbito de la naturaleza impersonal; hasta qué punto puede sumergirse en ella; en qué medida necesita para su •salud• de aquel ámbito, y en qué consiste, a la vez el peligro de esta vecindad.
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La estructura del ser personal
la unidad disolvente de la especie y de la naturaleza. Trata de olvidarse de sí, se arroja a la perecibilidad, a la corriente del constante nacer y morir de los seres. Se traiciona y se vende en el goce, en el mero trabajo, en lo bajo y malvado ... Y, sin embargo, con fuerza tremenda se alza el hecho: •yo soy yo•. Duro, magnífico, terrible, creando destino y fundamentando responsabilidad, confiriendo a todo brillo y gravedad. Yo puedo decir: •la idea debe triunfar, no yo, la persona amada debe vivir, no yo•; pero todavía en esta frase de autodisolución alienta el hecho de que soy yo quien la pronuncio. Sólo el yo puede ser altruista. Más aún, y de ello hablaremos detenidamente más adelante, es una ley fundamental de la existencia humana, que justamente en el altruismo el yo asciende, no sólo a su plenitud, sino a su serél-mismo. Se ha dicho que el ser es un hecho místico, y se ha dicho con razón. Tan pronto como se tiene conciencia de él, se ve claramente que se compone de misterio. El misterio, empero, se hace más profundo en un grado decisivo, en el grado de decisión del sentido del hombre, cuando la proposición no reza: ·algo es•, sino •yo soy•. El análisis de ello no seria posible sólo desde el punto de vista filosófico, sino que nos llevaría a las raíces de lo religioso. Con todo ello no se trata de construir un mito de la persona. Lo expuesto hasta ahora no significa que la persona está en sí como una mónada cerrada y autárquica; la sección siguiente mostrará, al contrario, cuán esencial es para ella la relación con otras personas. Pero ya al final de esta misma sección ha de subrayarse explícitamente que la definición de la persona que en ella se ha dado no la arranca de la conexión de la materia y de las fuerzas, ni de la conexión de la especie y de la historia. El hombre personalmente existente se encuentra en la unidad de todas las estructuras y procesos que constituye la naturaleza objetiva. El cuerpo del hombre se compone de la misma materia y obedece las mismas leyes que el cuerpo de los animales. También él es dependiente de los procesos de la naturaleza e inserto en ambiente. Por el hombre, empero, la conexión entera entra en la esfera de la persona y recibe con ello el carácter de la pertenencia a sí mismo. Con ello no quiere decirse que se logre efectivamente, ni siquiera que se intente la autonomía moral; el hombre puede caer en el instinto y con ello en la conexión de la naturaleza, es decir, se trataría de algo perso-
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nal, aunque en sentido negativo. El hecho de la persona está dado en todo proceso corporal, incluso en los del fracaso o del olvido. Lo mismo puede decirse de las demás conexiones, como, por ejemplo, de las anímicas, de todo lo que se denomina herencia o vinculación a la patria, o de lo que la psicología llama lo colectivo; o del factor geográfico, nacional, sociológico o histórico. Nada de ello es ignorado ni reducido. Todo recibe desde el hecho de la persona su propio carácter humano. Cuando este carácter es sabido, querido, vivido y ejercitado, entonces todas estas conexiones son sometidas a un verdadero dominio, que abarca cuanto significan las palabras de madurez y de formación.
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REFERENCIA DE LA PERSONA A LAS PERSONAS
l. Condicionalidad de la persona
En las páginas anteriores se trató de construir el sistema interior de la persona. Ahora hemos de preguntamos si y cómo esta persona está condicionada hacia el exterior. La conexión de la materia y fuerzas del mundo material condiciona la persona -según lo que antes hemos dicho- sólo en tanto que esta conexión constituye la base objetiva y de proceso sobre la que la persona descansa. Las conexiones biológicas la condicionan asimismo, sólo en tanto que de ellas surge el organismo en el que la persona tiene su lugar. La persona como tal no procede de datos físicos o biológicos, sino que está en st Sólo desde esta independencia puede tomar sobre sí la responsabilidad por las cosas y por la especie. Podría todavía preguntarse, si la persona está condicionada por el mundo del ~spiritu, por el mundo moral, y así sucesivamente. La respuesta sería más difícil, pero siempre diría, en último término, que la persona necesita de todas estas conexiones de realidad y de sentido para subsistir y para dar prueba de sí, pero que ella misma y como tal no está condicionada por ellas. La cuestión parece cambiar, cuando se pregunta si la persona está condicionada por otra persona. Éste no es el caso, desde luego, en el sentido de que una persona produzca la otra; lo único que son producidos son los organismos. Que éstos están en sí mismos gracias a la fuerza de la ·forma• personal, es algo distinto a cuando vemos cómo las crías animales se separan del organismo materno y empiezan a correr
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Mundo y persona
solas. La manera en que el niño se desarrolla en el seno materno y sale de él está -pese a todas las coincidencias con el nacimiento de las crías animales- determinada, desde un principio, por el hecho de que en él está ya dada la persona en forma de proyecto. Esta misma se halla ya, pues, presupuesta ... Lo mismo puede decirse de las distintas maneras de atención de los padres para con los hijos. El que alimenta, protege y educa, ayuda a la nueva vida personal en su desarrollo, le procura materias del mundo y le enseña a afirmarse en el ambiente. Todo ello no crea, empero, persona, sino que la supone. Toda promoción de un hombre por otro tiene lugar ya sobre la base del hecho de que es persona ... ¿Depende, empero, la posibilidad de que sea persona, del hecho de que, fuera de él, haya en absoluto otras personas? O más exactamente: ¿puede ser persona sin que, en tanto que •yo•, esté referido a otra persona que constituya su ·tú·, o sin que, al menos, exista la posibilidad de que otra persona se convierta en su •tú·? JI. La relación -yo-tú•
¿Qué significan en absoluto Yo y Tú? Cuando una materia es aproximada a otra, tenemos dos sustancias con ciertas medidas y cualidades, que ejercen ciertos efectos quimicos o mecánicos. Cuando un animal se encuentra con otro, tenemos dos sistemas biológicos con sus peculiares medios y finalidades, que, o bien son extraños y se apartan, o que se encuentran en una relación esencial y tratan de insertarse recíprocamente en su teleología. Un hombre puede encontrarse con otro de la primera manera, en el caso, por ejemplo, de un encontronazo. Puede también encontrarse de la segunda manera, como, por ejemplo, en el caso de la lucha por el alimento. En ninguno de ambos casos es el otro su Tú. Éste, a su vez, no encuentra tampoco al otro como Yo, sino como sujeto de determinadas aspiraciones. Esto no tiene por qué ser necesariamente de otra manera, cuando los dos sujetos se esfuerzan con máxima inteligencia y la técnica más perfecta. Aun aquí siempre es posible que el uno no vea en el otro su ·Tú·, sino sólo un objeto: resistencia, material, oposición constructiva, o cualquier otra posibilidad. En esta actitud no toma al otro como aquel ser que
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está en si mismo y que constituye el centro en cuyo tomo se ordena todo en la forma única de ·mundo·; le refiere, al contrario, a si mismo, como el único centro en cuestión, considerándole como un instrumento en relación con sus fines. Como consecuencia, no se enfrenta tampoco, a su vez, con el otro en la actitud del Yo, sino sólo en la del sujeto cognoscente y activo. El otro se convierte para mi en Tú, sólo cuando cesa la simple relación sujeto-objeto. El primer paso hacia el Tú es aquel movimiento de •apartar las manos•, dejando libre el espacio en el que puede llegar a validez el carácter de ·fin en si· de la persona. Ese movimiento es la primera consecuencia de la ·justicia• y el fundamento de todo •amor•. El amor personal no comienza --decisivamente-- con un movimiento hacia el otro, sino con un retroceso ante él. En el mismo instante se modifica también mi propia actitud. En la misma medida en que el ser considerado por mi, al principio, como mero objeto, es liberado por mi a la actitud del sí-mismo que surge de un centro propio, convirtiéndolo en mi Tú, en la misma medida paso yo de la actitud de sujeto que utiliza o que lucha a la actitud del Yo. Este proceso implica un riesgo. Frente al objeto el hombre sólo está interesado objetivamente. Su persona reposa y no se le muestra su rostro interior; tiene las manos libres para cualquier movimiento, está interesado sólo con lo que tiene o puede, no con su si-mismo. Tan pronto, empero, como se enfrenta con el Tú como Yo, algo tiene lugar interiormente. No como si un hombre que hubiera podido hasta entonces ocultar su verdadero ser, se hiciera, de repente, traslúcido para un observador agudo; ni tampoco en el sentido de que cesan máscaras y mimetismos y, de pronto, hay •expresión•, sino en el sentido de que desaparece aquella defensa consistente en la ·objetividad· de la actitud. Al mirar al otro como Yo, me hago abierto y me ·muestro•. No obstante, la relación queda incompleta, si no tiene lugar el mismo movimiento del otro lado, es decir, si el otro no hace de mi su Tú. Pero me hace realmente a mi, no a cualquier otra cosa que se halle en mi, y tal y como soy, no tal como él quisiera que fuese. Si esto no tiene lugar, el todo permanece incompleto y atormentador. Más aún, surge un sentimiento de abandono, porque en el auténtico hacerse-Tú se encuentra una disposición que tiene que ser correspondida de alguna manera, si no se quiere que vaya contra el honor. Si retoma, empero, el movimiento,
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entonces desaparece también en el otro la defensa de la objetividad. En la mirada del otro se abre la fisonomía y surge así aquella relación, en que las miradas se confunden. Sólo ahora está ahí la actitud plena de la persona ... Ahora se anudan destinos en sentido personal. Éste no surge en el mero encuentro de un sujeto con un objeto -sea éste una cosa o un hombre en actitud objetiva-, porque el yo se encuentra acorazado, y lo que del encuentro se desprende es sólo provecho o perjuicio, prosperidad o ruina. Destino personal surge sólo en la apertura indefensa de la relación Yo-Tú, o también de aquella relación del Yo, a la que le falta la última perfección que habrta de venirle del Tú. Esta relación Yo-Tú puede realizarse en distintas formas y profundidades. Se encuentra ya en el mero tomar en serio al otro, en el respeto de un saludo, en un movimiento de simpatía, y se hace, después, más fuerte, más llena de sentido, más definitiva como confianza, camaradería, amor, etc. El otro en sentido propio en dirección al cual el Yo se actúa, es, a su vez, un Yo. Hoy también, empero, una casi-relación-YoTú; allí, en efecto, donde yo sitúo en la actitud de una persona a quien puedo dirigirme, bien una cosa, un árbol, un paisaje o el mundo en absoluto. Esto tiene lugar, en un cierto grado, en la actitud mística auténtica para la cual detrás de las cosas y de los procesos no se encuentra materia y fuerzas, sino seres activos49. Una actitud caracterizada de modo distinto en el proceso poético, cuando el que se halla bajo la inspiración lírica mira el árbol o el paisaje como una fisonomía. Y de otra manera, finalmente, en la actitud amorosa, cuando el que ama inserta una cosa, un paisaje o el mundo en la relación con el ser amado, o bien ve a éste aparecer en el objeto.
m. La persona y la otra persona; el lenguaje ¿Necesita, pues, la persona de la otra persona para poder ser ella misma? Se ha puesto de manifiesto que la persona se actúa en la relación Yo-Tú, pero que no surge de ella. El personalismo actualista 49 Sobre ello, Guardini, H61derltn, Weltbtld und FrlJmmtgkett,2• ed., 1955, pp. 28 y SS., 471 y SS. '
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aftrma que no existe en absoluto la persona como ente en reposo, sino que consiste sólo en el acto del hacerse el yo, y sólo puede aprehenderse participando en la relación de simpatía. Esta idea se halla en oposición a aquella otra que equipara persona e individuo, es decir, que toma la persona como objeto. Ambas concepciones se encuentran en dependencia dialéctica, y ambas disuelven la realidad. De hecho, persona no es sólo dinámica, sino también ser, no sólo acto, sino también conformación. La persona no surge en el encuentro, sino que se actúa sólo en él. Depende, eso sí, de que otras personas existan; sólo posee sentido, cuando hay otras personas con las que puede tener lugar el encuentro. El que éste ocurra efectivamente es otra cuestión; es posible que un hombre sea arrojado a una isla desierta y tenga que permanecer en ella. Tampoco quiere decirse con ello que haya de encontrar aquella persona que le garantice plenitud. Existen muchas formas y grados del encuentro, también el encuentro trágico, del cual sólo la sabiduría y la renunciación pueden extraer un sentido personal. Aquí se trata del hecho ontológico de que fundamentalmente la persona no existe en la unicidad. Podríamos expresar este pensamiento también, diciendo que el hombre está referido esencialmente al diálogo. Su vida espiritual está orientada a la comunicación. Esto no significa que el hombre sea sociable por naturaleza. Hay épocas enteras que revisten carácter individualista; y hay épocas también en la vida de cada hombre, durante las cuales éste tiene que encerrarse en sí mismo si no quiere padecer menoscabo. Aquí se expresa algo que se encuentra en la misma esencia de la existencia humana: el hecho de que la vida espiritual se hace realidad esencialmente en el lenguaje. El lenguaje no sólo constituye un medio por el cual se comunican acontecimientos, sino que la vida y la labor espiritual se realizan ellas mismas en el acto preverbal del espíritu que sólo después, en virtud una decisión o de una intención especial, se manifiesta en palabras, sino que tiene lugar, desde el primer momento, en forma de lenguaje interior. El lenguaje no es un sistema de signos de entendimiento por medio del cual entran en comunicación dos hombres, sino que es el ámbito de sentido en que todo hombre vive. El lenguaje es una conexión de formas de sentido determinables por leyes supraindividuales, en la cual el hombre nace y por la cual el hombre es formado. Es un todo
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independiente del individuo, del cual éste, según su capacidad, forma una parte. En este mundo de formas de sentido vive el hombre. Como Heidegger dice, el lenguaje crea •en absoluto la posibilidad de éstas en medio de la apertura del ente•so. Por el lenguaje la verdad se convierte en espacio objetivo51• Hablar, en el propio sentido de la palabra, no se puede con uno mismo, sino sólo con el otro; la totalidad del lenguaje, según tiene lugar en la responsabilidad común por la verdad y en la vinculación del destino humano, impulsa, por tanto, a la realización de la relación Yo-Tú. En este sentido, el lenguaje significa el proyecto previo para la verificación del encuentro personal52• IV. El carácter verbal de las cosas
Esta idea alcanza su último sentido de una revelación que corre a lo largo del Antiguo Testamento y llega a su plenitud en la teoría del ·logos• del evangelio de san Juan, según la cual las cosas existen bajo la forma de la palabra. so HiJ/derltn und das Wes-en der Dtchtung, 1937, p. 7. En la Crónica de Salimbene se contiene una anécdota, acerca de cómo
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Federico 11 de Hohenstaufen trató de indagar el lenguaje primario del hombre. Según la Crónica, el rey mandó llevar a una casa varios huérfanos todavía en la lactancia, y ordenó que se les atendiera con todo cuidado imaginable, pero prohibiendo, a la vez, de la manera más rigurosa, que se hablara con ellos. De este modo se pondría de manifiesto qué idioma producirían espontáneamente. Los niños, empero, no comenzaron a hablar ni hebreo, ni griego, ni latín -las posibilidades primarias del lenguaje según opinión de la época-, ni tampoco el dialecto de sus padres, sino que murieron. La anécdota tiene un profundo sentido, y pone de manifiesto que el lenguaje no es un producto, sino una presuposición de la vida humana. 52 Para existir como persona, el hombre tiene también, empero, que callar. No ser mudo, pues la mudez es una falta de palabra, en la cual se ahoga la persona. El callar presupone, en cambio, la persona. Sólo la persona puede ser en aquel silencio concentrado que se llama callar; de otro modo, que sólo la persona puede dirigirse a otros y sumirse junto con ellos en el silencio. Más aún, el silencio en la plática superficial se agosta. Tanto la palabra como el callarse son fenómenos parciales; sólo juntos constituyen el todo en sentido propio, para el que, sin embargo, no hay nombre. De igual manera que sólo la luz y la oscuridad juntas constituyen la unidad fenoménica total. Simple luz como simple oscuridad, lo deslumbrante como lo tenebroso, destruyen; claridad viva y oscuridad viva, en cambio, se hallan referidas recíprocamente. Ambas constitu-
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Dios no es sólo el sabio, el capaz de revelar, sino el que habla. Más aún, él mismo es Verbo: ·Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios· (Jn 1,1-2). Si aquí se llama al Hijo Verbo, con ello se dice en absoluto algo sobre Dios. La palabra significa el núcleo mismo de la existencia divina. Dios es en sí mismo el que habla, es hablada y amorosa interiorización de la palabra. Y lo es por esencia, independiente de si hay una criatura que pueda escucharle. Desde la eternidad es Dios realidad primaria y misterio primario, pero, a la vez, también, Aquel que lo expresa. Por ello está en él la palabra por la cual se entrega la realidad y se revela el misterio. La palabra en la cual es recibida y devuelta como respuesta la realidad eterna; en la que se escucha lo revelado manteniéndolo en la intimidad de la concordancia. En un principio -y aquí •principio· no es entendido como el comienzo de la serie de las cosas, sino como eternidad, pero eternidad tal como aparece cuando se llega a ella recorriendo al revés el camino del tiempo--, al principio, decimos, no se encuentra -el impulso oscuro•, ni tampoco ·la acción•, sino la claridad de la palabra. ·Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho· (Jn 1,3). Dios no es mudo, sino que su vida lleva por esencia la palabra en sí. Dios vive hablando, y ello de tal manera, que en él la palabra no presupone la persona, sino que la fundamenta. Dios es persona en relación con la palabra. Dios expresa su misterio infinito y justamente por ello existe como Aquel que habla, como Aquel hacia el que se habla y, también -puede continuarse-, como Aquel que habla en sentido propio. Dios es la palabra absoyen la unidad del ritmo biológico, como, por ejemplo. Los lazos entre dia y noche, o bien aquella unidad espiritual que se encuentra en la relación entre transparencia y misterio -no entre Ilustración y superstición-. Un problema especial es el de si existe, y en qué circunstancias, el conocimiento pre-verbal o extra-verbal, es decir, el conocimiento no susceptible de comunicación. Este conocimiento parece darse en ciertas tensiones espirituales intensas, que se acercan, en ciertas circunstancias, a la enfermedad. Igualmente en ciertas vivencias religiosas muy puras, sobre todo, en la auténtica afección mistica. Ambos fenómenos causan la impresión como si en ellos el hombre se acercara a un limite cuya transposición implicara peligro; siendo de esencia del hombre la existencia para él de este peligro. Señalada al hombre la existencia para su esencia por él es, empero, la zona de la palabra y la zona -vinculada a ella- del silencio.
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lutamente plena, llegada en absoluto a su destino. Y ello es así porque el Tú al que se dirige, no es un sí-mismo ajeno, independiente en sí, sino que este Tú surge del hablar mismo. La palabra va hacia el otro y se hace, por así decirlo, posición en sí misma. Es hablar y oír en uno, hablar escuchando y, a la vez, respuesta. En este sentido dice también san Juan que el Verbo •estaba en Dios•, y •vuelto hacia Él·, recibiéndose a sí mismo en el oír y por ello siendo en sí mismo. Pero, a la vez, no yendo al otro, sino restituida al que habla en el asentimiento que se expresa en las palabras •así es, y Tu verdad soy yo•; •quedando· en él, como dice san Juan. En el Espíritu Santo se revela en palabra lo oculto y lo revelado se mantiene en intimidad, porque el Espíritu Santo es el amor. Sólo en el amor puede ser revelado realmente el misterio; sólo en el amor puede ser protegido el misterio revelado. De igual manera que sólo en el amor es posible que lo interior se muestre en la libertad de la persona; no, empero, ·yéndose· a la busca de sí mismo, sino ·quedándose· en la unidad primera. Y ello no en el sentido de que este interior se pierda, sino seguro del plano de igualdad, de igual manera a como el hijo •se vuelve el padre que habla· con amor. De la palabra de Dios proceden todas las cosas y tienen por eso, ellas mismas, carácter verbal. Las cosas no son meras realidades. No son tampoco meros hechos de sentido que se hallan en el espacio mudo. Son palabras del que habla y crea, dirigidas a aquel que •tiene oídos para oír•. El mundo no ha surgido de la potencia, ni tampoco del pensamiento, sino de la palabra. Sus formas son palabras, por las que el Dios creador expresa en la finitud su propia plenitud de sentido; en camino, buscando a aquel que las entiende y que, en alabanza, en agradecimiento, en obediencia, entra con el que habla en la relación Yo-Tú de la criatura con el Creador. En el Salmo 18,2-5, se dice: Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento; el día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche trasmite la noticia. No es un mensaje, no hay palabras, ni su voz se puede oír; mas por toda la tierra se adivinan los rasgos, y sus giros hasta el confín del mundo. 120
Referencia de la persona a las personas
La doctrina de que las cosas son palabras es una de las partes más profundas del pensamiento del Antiguo Testamento. Sólo partiendo de ella se hace comprensible lo que significa la acción conformadora de Dios en la historia, en qué relación se encuentra la providencia con la creación, el reino de Dios con el mundo, las cosas con el hombre. La teoría del ·logos· se san Juan hunde sus raíces en esta doctrina de manera definitiva y primera; sólo en segundo lugar procede del concepto griego del ·logos· y de la idea. Que el mundo existe en la forma del ser-hablado es la razón de que en él pueda en absoluto hablarse. La posibilidad de que se hable se encuentra, no sólo en que el hombre posee el don de la palabra, y de que en las cosas constituyen formas de sentido que pueden revelarse con palabras, sino que se halla también en la naturaleza verbal del mundo, en que el mundo surge de la palabra y subsiste como hablado. Si esto no fuera así, el hablar humano no sería captado por la existencia, y las palabras vagarían en ella como fantasmas. Estos pensamientos, sin embargo, nos conducirían demasiado lejos. Para nuestro problema dicen, en todo caso, que la persona existe en la forma del diálogo, orientada a otra persona. La persona está destinada por esencia a ser el Yo de un Tú. La persona fundamentalmente solitaria no existe.
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/. La persona humana y la persona divina La persona depende, por lo tanto, de que hay otras personas. No esta o la otra persona, aunque sean éstas las más significativas o importantes, sino, en absoluto, personas. Otro es el caso con la persona absoluta, con Dios. Sin Dios no puede existir la persona finita. No sólo porque Dios me ha creado y en él sólo encuentro el sentido de mi vida, sino porque existo orientado hacia Dios. Mi persona no está conclusa en lo humano, de tal suerte que pueda situar su Tú en Dios, o renunciar a ello o rechazarlo, y, sin embargo, seguir siendo persona. Mi ser-yo consiste, más bien, de modo esencial, en que Dios es mi Tú. La persona posee una significación de sentido que sobrepasa su dimensión ontológica. En cierto modo, su sentido es incondicionado. Como tal persona, no como soporte de estas propiedades y capacidades, es única y posee una dignidad y responsabilidad que nada puede sustituir. La des-dicha de una persona no puede ser compensada, en absoluto, por nada. Con ello no quiere decirse que el hombre personal no deba sacrificarse por otro o que no deba aceptar el riesgo que le impone quien tiene autoridad para ello, pues justamente es caracter'tStico de la persona que esto pueda e incluso deba tener lugar. Lo que puede sacrificarse, empero, es sólo la vida, la propiedad, la obra, pero no la dignidad misma de la persona. Sacrificar la integridad de la persona por un fin cualquiera, incluso el más elevado, significaría, visto en realidad, no sólo un crimen, sino también una dilapidación. La persona posee una dignidad absoluta. Ésta, empero, no
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La persona y Dios
puede provenir de su ser, que es finito, sino de algo absoluto en sí mismo. Y no de un algo absoluto en abstracto, de una idea, de un valor, de una ley o como quiera denominarse. Esto podría fundamentar el contenido de su vida concreta, pero no su persona. El valor de la persona deriva del hecho de que Dios le ha conferido la condición de persona. Con la proposición de que Dios ha creado la persona se dice algo distinto a lo que se expresa con la proposición de que Dios ha creado un ser impersonal. Lo impersonal, inanimado como animado, es creado por Dios sin más, como objeto inmediato de su voluntad. A la persona no la quiere crear de tal manera, porque ello carecería de sentido. La crea, más bien, por un acto que sienta de antemano y fundamenta por ello su dignidad: por la llamada. Las cosas surgen por el mandato de Dios; la persona por su llamada. Ésta, empero, significa que Dios llama a la persona a ser su Tú, o, más exactamente, que Dios mismo se determina a ser el Tú del hombre. Dios es el Tú, sin más, del hombre. En esto consiste la persona creada. El hombre cesaría de ser persona, si lograra salir de la relación de Tú con Dios, es decir, no sólo si apostasiara de Dios, sino si consiguiera no hallarse ontológicamente en la relación de Tú con Dios, y sí sólo en la referencia de normación y realización de lo creado con su creador. En este caso -la idea es absurda, pero aclara nuestro pensamiento- el hombre se convertiría en cosa-hombre o en espíritu-animal. Pero esto es imposible. Al crear al hombre, Dios se ha constituido en su Tú, y lo es quiera o no quiera el hombre. El hombre es hombre en la misma medida en que, en conocimiento y obediencia, realiza la relación Tú con Dios. Si no lo hace, cesa de ser persona, porque el hombre con su existencia entera, sobre la que no tiene ningún poder, es respuesta a la llamada del Creador; si, no obstante, se pone con su voluntad en contradicción con su propio ser, se convierte en un monstruo, cuyo carácter definitivo está constituido por la condenación. Ésta es la relación Yo-Tú esencial, aquella que no puede desaparecer. En ella está también inserto el mundo. Decíamos antes que el mundo mismo tiene carácter verbal; aquí se encuentran los puntos de referencia del diálogo. El mundo ha sido hablado por Dios en dirección al hombre. Todas las cosas son palabras de Dios dirigidas a aquella criatura que, por esencia, está determinada a hallarse en relación de Tú con Dios. El hombre está des-
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tinado a ser oyente de la palabra-mundo. Y debe también ser el que responde; por él todas las cosas deben retornar a Dios en forma de respuestas3. JI. El Yo cristiano
La esencia de la persona se encuentra, pues, en último término, en su relación con Dios. La conciencia cristiana determina esta relación, no desde un encuentro religioso realizado en el espacio libre del mundo y de la historia, sino desde la persona de Cristo54. Las expresiones fundamentales de la conciencia cristiana de la persona se encuentran en las Cartas de san Pablo. San Pablo es el autor del Nuevo Testamento que ha experimentado con mayor intensidad el tránsito a la existencia cristiana, y que, partiendo de este tránsito, se ha planteado el problema de su esenciass. En sus Cartas se encuentra, con diversas formulaciones, una af1I1113.ción que dice: el hombre es en Cristo, y Cristo es en el hombre. •Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús· (Rm 8,1). ·Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo· (2 Cor 5, 17).
53 Se me dice que las ideas expuestas en el texto guardan afinidad con las expuestas por Ferdinand Ebner (Das Won und die getsttgen Realitdten, lnnsbruck 1921, y Won und Ltebe, Ratisbona 1935). De los escritos de Ebner sólo he leído trozos aislados. Me alegro, por ello, de la coincidencia, pero tengo que dejar lo expuesto tal como lo está sin apoyarme en él. Verdaderas incitaciones debo, en cambio, a Theodor Haecker, pero sin que pueda indicar en virtud de qué libro o de qué manifestación. 54 Sobre ello, Guardini, Das Wesen des Christentums, 51 ed., 1958. (Trad. esp., La esencia del Cristtantsmo, Madrid 1959). 55 También en los Sinópticos se encuentran manifestaciones de importancia sobre la persona cristiana, así, por ejemplo, sobre todo, la doctrina de los hijos de Dios y de la providencia. Ésta cae fácilmente, sin embargo, en la apariencia de una moralidad ética humana; por ello reviste san Pablo tanta importancia, y se le comprende erróneamente cuando se dice que complica psicológica y teológicamente la sencillez de los primeros Evangelios. En realidad lo que san Pablo hace es poner en claro lo que verdaderamente quieren decir los textos sinópticos. Sobre ello, cf. Guardini, Das Btld von jesus dem Cbristus tm Neuen Testament, Herder-Bücherei n. 100, pp 111 y ss. (Trad. esp., La tmagen de jesús, el Cristo, en el Nuevo Testamento, Guadarrama, 1960).
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El sentido se profundiza en frases que ven a Cristo de tal manera presente y actuante en el creyente, como lo está la entelequia en el hombre natural: como paradigma de su ser dirigido a Dios y como fuerza que trata de hacer realidad este paradigma en el ser concreto ... En cierto sentido, puede decirse que el alma del hombre es la entelequia de su existencia empírica y se expresa en sus distintas manifestaciones. Según la concepción paulina, el todo humano, alma y cuerpo, espíritu y materia, se convierte en material en el que se expresa una nueva imagen esencial no dada por la naturaleza. El hombre •natural· -san Pablo habla del hombre •carnal•, pero con ello no alude al cuerpo en oposición al espíritu, sino al todo natural, cuerpo y alma, ambiente y obra, a diferencia de lo que proviene de la gracia- es aprehendido por una nueva conformación esencial que quiere darle forma de la existencia santa: el ·Cristo en nosotros•. ·Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos· (Rm 8,29). En todo creyente, a través de su obrar, de su destino y su desarrollo, debe tener lugar algo muy profundo: la vida ·nústica• de Cristo que crea al cristiano. Cristo, que vivió en la tierra y consumó su destino redentor, se halla ahora en la gloria eterna, convertido en •señor•. Cristo se ha hecho espíritu, pneuma, no despojado de toda vida terrena, sino llevándola a su conformación eterna56. Este Cristo pneumático, que lleva en sí toda la plenitud de realidad y de destino del Cristo histórico, constituye el tema planteado, de nuevo, en cada creyente, y no sólo el tema, sino también la fuerza que lo realiza, pues la realización es gracia. Paralelamente a su desarrollo natural -o más exactamente, en su desarrollo natural- el creyente recorre, por eso, un segundo desarrollo: de la niñez a la plena madurez espiritual. En la carta a los Efesios se dice que lo decisivo, en último término, es que •todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios•, la cual debe perfeccionarse paulatinamente hasta llegar al •estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo. Para que ya no seamos niños• (Ef 4,13-14). Su última intensidad la alcanzan estas expresiones en frases como la de la carta a los Gálatas (2,20): ·Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí•. 56 Sobre ello, Guardini, Das Cbrtstusbtld der paultntscben und jobannetscben Scbriften, 21 ed., Wurzburgo 1961, pp. 32 y ss.
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Mundo y persona
Este pensamiento paulino dice lo decisivo sobre el concepto cristiano del hombre, y lo esencial es que no se le debilite ni se le interprete de otra manera. En las frases citadas no se trata de manifestaciones aisladas que pudieran darse de lado, ni son tampoco expresión de una vivencia entusiasta de Cristo, ni una forma de hablar del educador religioso, que quiere acercar todo lo posible a Cristo a los destinatarios de su palabra. Dichas frases constituyen, más bien, el fundamento de la conciencia paulina del hombre, y están formuladas con toda precisión. Ahora bien, si esto es así, estas frases presentan grandes dificultades a nuestro pensamiento, que parte siempre de la experiencia natural de la persona. Estas frases parecen hacer peligrar incluso la misma lógica, la cual descansa en el principio de identidad y de incontradictoriedad. Y, en todo caso, parece hacer peligrar también la unidad de la vida psicológica, cuyos distintos elementos tienen que reunirse en torno a un centro común. Finalmente, y sobre todo, ponen en peligro la unidad de la exis' tencia personal, la cual, pese a toda la fuerza de la relación, del Tú, presupone que el yo está enraizado plena y exclusivamente en si. Hay que cerciorarse, por eso, de si el pensamiento de san
Pablo no puede interpretarse de una forma que elimine estas dificultades. Existe, por ejemplo, la vinculación del adolescente, todavía conformable, con el adulto, ya con sello propio; o la del discípulo con el maestro; o la de los epígonos con el modelo. En la formación viva es de esencia no sólo la recepción de la palabra adoctrinadora, sino también la de la figura ejemplar. El que está desarrollándose distingue por medio de esta figura lo exacto de lo erróneo, experimenta por ella impulsos constantes de comportamiento inconsciente, recibe de ella la confianza en una existencia con sentido. Esta relación puede extravasar al hombre individual y extenderse a un grupo íntimamente unido o a toda una época; basta pensar en la imagen del fundador de una Orden, o en las corporeizaciones de existencia ejemplar, las cuales, creadas por un individuo al principio, se convierten después en conciencia de todo un estrato social, como, por ejemplo, la figura del caballero o del gentleman. Aquí tenemos la efectividad de la figura ejemplar formativa en los hombres influidos por ella. Tan pronto como consideramos detenidamente el pensamiento paulino, vemos en seguida que su sentido es otro, a saber, una ine-
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La persona y Dios
xistencia real del Cristo verdadero. Otra relación se acerca quizá más a lo que aquí tratamos de exponer. Si en un hombre aparece claramente la imagen corporal o caracterológica del padre o de los antepasados, suele decirse que en este hombre resucita el padre o el antepasado; máxime cuando se trata de un rasgo aislado que llama especialmente la atención, o de una de esas raras repeticiones de suerte o desdicha, de las que han nacido tantas leyendas familiares. Se puede interpretar el hecho de diversas maneras. Se puede decir, por ejemplo, que la fuerza conformadora de un individuo es tan grande, que determina constantes repeticiones en la sustancia plástica de toda una familia; o puede decirse que la voluntad conformadora de una familia se expresa tan agudamente en un individuo, que éste incorpora, por así decirlo, el tipo que luego se repite constantemente. En todo caso, lo que se piensa esencialmente es siempre que la estructura corpóreo-espiritual dada en los abuelos o antepasados retorna en los descendientes, pero no aquellos mismos. Justamente esto último, empero, es lo que san Pablo afirma de Cristo. Un verdadero paralelo parece darse en la vivencia de la apropiación o de la penetración religiosas. En ciertos oráculos, por ejemplo, el proceso se siente de tal manera, que el dios penetra en el sacerdote y habla por él. También las bacantes se sentían tan penetradas por Dionysos, que es éste el que vivía en ellas y las impulsaba a acciones que, en otro caso, ellas mismas no hubieran realizado ... La situación está en cierta relación con la de la escisión de la conciencia, en la cual una personalidad no vive en una, sino en dos figuras de carácter y comportamiento. Estas dos figuras son relativamente independientes la una de la otra en ciertas circunstancias, hasta tal extremo que la conciencia de la una no llega a la de la otra, o que la iniciativa de la una no se preocupa de la otra, o incluso se contrapone a ella. Desde este punto de vista, la personalidad total, en tanto que se da en una figura, podria decir que la otra se encuentra -en ella•. Una nueva forma, y a la vez un carácter religioso, adopta la experiencia, cuando •el otro• es sentido como un ser misterioso, proveniente del exterior, así, por ejemplo, en los posesos o en los •medios· del espiritismo. El •otro ser· se comporta entonces según sus propios impulsos y de una manera que causa múltiples dificultades al que le alberga ... En los fenómenos descritos se ve, sin más, con claridad, que no se trata de un •estar dentro-
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en sentido propio; lo que se da en la conciencia o en el sentimiento es una imagen o un motivo. Las expresiones de san Pablo dicen, en cambio, que ·el otro• mismo se encuentra en el interior. Por lo que se refiere a las vivencias de la visita divina, parece, según los relatos, que se trata de fenómenos transitorios, no de situaciones permanentes, y podemos, por ello, pasarlas por alto. Igualmente los fenómenos de escisión de conciencia, claramente caracterizados como patológicos. Quedaría, por ello, como único paralelo serio el de la inhabitación o el de los posesos. En estos fenómenos, sin embargo, el afectado sabe que no se trata, de ninguna manera, de algo que sirva a su salvación, sino de algo que amenaza, al contrario, aquello que aquí nos importa, a saber, la dignidad y libertad de la existencia personal. Lo que san Pablo piensa es evidentemente algo distinto. San Pablo habla de un verdadero •estar dentro• del creyente, el Cristo pneumático, pero describe la situación de tal manera que no puede consistir en un estado estático o patológico, sino, más bien, como el fundamento permanente de una existencia personal de claridad perfecta y rigor máximo. Para entender esto es preciso detenerse más profundamente en la vivencia cristiana de san Pablo57. La experiencia decisiva de su vida es aquella que relata su discípulo san Lucas en el capítulo noveno de los Hechos de los Apóstoles: el acontecimientos de Damasco. Este acontecimiento presupone una naturaleza apasionada y fuerte de voluntad, llena de un ansia profunda de salvación, pero muy inhibida interiormente. Tras largo tiempo en la escuela de la piedad farisaica, Saulo se ha convertido en un partidario riguroso de la ley heredada, pero ha caído, a la vez, en un profundo conflicto interior. Convencido de poder lograr la salvación por el cumplimiento de la ley, se da cuenta también de que no es capaz de este cumplimiento. La violencia que él mismo se impone no ha hecho más que reprimir el mal, pero no lo ha eliminado, antes al contrario, sólo lo ha hecho más virulento. De este conflicto trata de escapar en la acción exterior a favor de la ley, colabora a la ejecución de Esteban y persigue a la nueva comunidad. En este estado de intensificación --quizá ha sido ya afectado por la potencia pneumática de Esteban- tiene su experiencia de Damasco. s7
Sobre ello, Guardini, Der Herr, 121 ed., 1961 [151 ed., 1982], pp. 485 y ss.
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·Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén. Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: 'Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?'. El respondió: '¿Quién eres Señor?'. Y él: 'Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer'• (Hch 9,1-6). Y más adelante: •Fue Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: 'Saúl, hermano, me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo'. Al instante cayeron de sus ojos unas como escamas, y recobró la vista; se levantó y fue bautizado. Tomó alimento y recobró las fuerzas. Estuvo algunos días con los discípulos de Damasco, y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios. Todos los que le oían quedaban atónitos y decían: '¿No es éste el que en Jerusalén perseguía encamizadamente a los que invocaban ese nombre, y no ha venido aquí con el objeto de llevárselos atados a los sumos sacerdotes?· (Hch 9,17-21). La vivencia significa, en primer término, una grandiosa liberación. San Pablo estaba convencido de poder alcanzar la salvación cumpliendo la ley por su propia fuerza. A la vez, sabía bastante de la santidad de Dios, para vislumbrar lo que significa estar justificado y salvo ante Dios. Su experiencia, por eso, no consistió en la crisis de una naturaleza violenta y hermética que precisara ser redimida por la bondad humana; también consistió en esto, pero sólo como la presuposición natural que le capacitó para percibir paradigmáticamente que el hombre no puede escapar de su propia prisión, ni siquiera al hombre más noble. De lo que se trata, desde el punto de vista cristiano, no es, en efecto, de que el hombre se eleve dentro de la existencia dada, sino de que esta existencia sea redimida en su totalidad. Esto es lo que san Pablo experimenta en su encuentro con Cristo. Cristo le sitúa en la relación con Dios que el hombre mismo no puede alcanzar por sí. Cristo le libera de su propia prisión, convirtiéndose Él en contenido de su existencia. Y ello no en el sentido de que san Pablo se apropiara este contenido por el pensamiento o por el amor, 129
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sino en realidad, en tanto que Cristo, que, como -espíritu•, es señor del tiempo, del espacio, de las cosas y de las personas, penetra en él. En virtud de ello, san Pablo alcanza un nuevo centro y una nueva forma de existencia que le son más propios que los anteriores. Todo ello es un todo del que no puede sustraerse ningún elemento. Es ·existencia•, en la cual objeto, sujeto, fuerza de realización y espacio de referencia se condicionan recíprocamente. El punto desde el cual puede entenderse este todo se encuentra en el concepto de espíritu. La primera palabra sobre san Pablo en conexión con el gran acontecimiento es: •para que seas lleno del Espíritu Santo•. El encuentro provoca primeramente un estado de tremenda turbación -durante tres días estuvo ciego y ni comió ni bebió-, pero hace que, después, resurja y dé testimonio de Cristo. Al proceso que media entre ambos momentos aluden pasajes como el de la segunda carta a los Corintios (3,15-18): ·Hasta el día de hoy, siempre que lee a Moisés, un velo está puesto sobre los corazones. Y cuando se convierte al Señor, se arranca el velo. Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, alli está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu•. La expresión de la •gloria del Señor·, presupone, desde un principio, el fenómeno del resplandor divino del Antiguo Testamento; a la vez, empero, aquel resplandor que Saulo vio en el camino de Damasco, y que significa el estado de gloria divina en que se encuentra el Cristo resucitado. Este estado es espiritual, pneumático. •Espíritu• no indica espiritualidad en contraposición a corporeidad, sino, más bien, la fuerza viva del espíritu de Dios que se apodera del hombre y lo recreasa. Es de este espíritu del que dice san Pablo: Jesús ha existido ya en él, cuando se hallaba todavía en la tierra. De él recibió Jesús poder, por él enseñó y actuó; penetrado por él vivió su propio destino. Durante su existencia terrena, este poder de espíritu y de gloria se encontraba, sin embargo, encerrado en ·la condición de siervo• (Flp 2,7). Cuando Jesús murió, este poder adquirió realidad, le alzó de la muerte a sa Sobre ello, Guardini, Das Cbristusbtld der paultntscben und jobannetscben Scbrlften, 21 ed., Wurzburgo 1961, pp. 32 y ss.
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nueva vida y transformó su ser entero. En la carta a los Romanos (1,3-4) se lee: •acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos•. El •espíritu de Dios•, que es el ·espíritu de la gloria•, transformó la humanidad de Jesús llevándola al estado pneumático de una manera tan total que puede incluso decirse ·el Señor es el Espíritu•. Este Cristo espiritual se convierte en principio de vida para aquellos que creen en él. De nuevo es el Espíritu Santo quien soporta a Él en el creyente. Hemos de pensar que, según la concepción bíblica, el alma es un aliento que procede de Dios y anima el cuerpo: aquí surge un nuevo aliento de Dios, aquel aliento del que se habla en el diálogo de Nicodemo Qn 3,3 y ss.). Este aliento penetra creadoramente en el hombre y le eleva a una nueva vida, que atraviesa no sólo el cuerpo, sino la totalidad humana. Nos encontramos con ello en el centro de la experiencia de Damasco: san Pablo ha experimentado cómo Cristo le sale al encuentro, con su humanidad transformada desde el pneuma y convertida en gloria. Cuando •se sintió iluminado por la gloria de este Señor•, se sintió dominado por la fuerza espiritual de aquel que es el ·Señor del espíritu•; la figura pneumática de Cristo entró en él y se convirtió en la •entelequia• de su existencia. Cuando se examina la experiencia del espíritu -sobre todo en las profecías del Antiguo Testament- parece que el pneuma termina con el hermetismo de la existencia histórico-terrena. La personalidad se encuentra limitada a sí misma, aunque también cobijada en sí. El otro ser humano no me es accesible sin más. Tengo que percibir su interior por las distintas formas de la expresión; mientras esto no me es posible, constituye para mí un enigma. El intento de forzar el acceso directo a él, sería fantástico, mágico, y, en todo caso, un engaño. Para aquel de quien se ha apoderado el espíritu, el otro se muestra abierto. En el estado profético el interior y el exterior se disuelven en pura patencia, sin que por ello quede afectada la dignidad de la persona. No arbitrariamente, desde luego, sino en conexión con el obrar salvador de Dios en la historia; tal como esta situación lo exige ... El mismo espíritu actúa el hacerse nuevo. Con ello se elimina, de igual manera, un carácter de la existencia histórico-terrena, a saber, la ·fijeza•, en virtud de la cual yo soy realmente yo-mismo,
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pero, a la vez, tengo que continuar siendo sólo yo. El intento de escapar a esta ley sería, a su vez, fantástico o mágico y, en todo caso, inútil. Sólo el espíritu produce auténtico ser-nuevo, y de tal manera, que no afecta la dignidad y responsabilidad de la persona. Es un hacerse-nuevo desde Dios, el creador, pero, a la vez, desde la responsabilidad personal del hombre. Con esto se aclara desde un lado nuevo todo cuanto hemos dicho. San Pablo experimenta cómo él, cerrado hasta ahora para Cristo, se abre por obra del espiritu. Pero no en el sentido de una comprensión, sino en el sentido de que el Cristo hecho espíritu penetra en su esfera de existencia, de que él, san Pablo, es elevado a la esfera de existencia del Señor. Por ello se convierte en •otro•, pero justamente en él-mismo en sentido propio. Al alzarse Cristo en él y dominarlo, despierta san Pablo a si mismo. Asi podía decir: .Vivo, pero no yo, sino Cristo en mi·. El camino hacia este momento no fue fantasía, ni magia, sino la existencia redimida, garantizada en el espíritu y co-realizada en la fe. Todas las Cartas de san Pablo manifiestan la doctrina de este proceso, por el cual el creyente muere con Cristo, se derrumba, por así decirlo, en la nada con el enterrado, y se convierte en un hombre nuevo con la resurrección: ·¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, asi también nosotros vivamos una vida nueva· (Rm 6,3-4). Es la doctrina de la resurrección. En la carta a los Gálatas (6,15) se exige expresamente que el cristiano tiene que convertirse en ·nueva criatura•. Ello lo ve realizado san Pablo en la relación de que antes hablábamos. Así dice: ·Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo• (2 Cor 5,17). La radicalidad de este •hacerse nuevo· se encuentra en que tiene lugar a través de un morir; ello es lo que le distingue de toda fantasía. El hacerse del hombre nuevo presupone la muerte del viejo: •En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios; con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi• (Ga 2,19-20). El hombre viejo no queda aniquilado; san Pablo experimenta incluso su realidad de manera apremiante, como se ve en la carta a los Romanos, 6-8. La seguridad de la antigua existencia queda, empero, herida de muerte. Por la fe comienza un 132
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morir que se prolonga a lo largo de la vida ulterior y que se hace realidad en la muerte, pero aquí para llevar a un definitivo ·hacerse nuevo•. ·Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos· (Flp 3,8-11). Las expresiones paulinas sobre la estructura del yo cristiano alcanzan con ello un perfil claro. Según ellas, el hombre no es un ser que se encuentra concluso en sí, sino que existe, más bien, de tal manera que trasciende de sí. Este trascender se da constantemente dentro del mundo, en las diversas relaciones con las cosas, con las ideas, con los hombres, tal como quedó expuesto anteriormente; en sentido propio, empero, el hombre trasciende del mundo en dirección a Dios. La existencia redimida se fundamenta en el hecho de que el Dios-Tú que sale al encuentro en Cristo atrae a sí el yo del hombre, o bien penetra en este mismo. Aquí es necesaria una nueva aclaración. Hasta aquí hemos hablado exclusivamente de la persona de Dios. Ésta, empero, posee un carácter específico según el sentido unívoco de la revelación. Dios no es la absoluta persona-una, tal como la conciencia moderna -si piensa en absoluto en Dios- se lo imagina, y como la entiende el Islam y el Judaísmo poscristiano. Este monopersonalismo no es cristiano. El núcleo del mensaje cristiano está constituido, más bien, por la revelación de la manera misteriosa y rebosante en que Dios es. Esta revelación tiene lugar por manifestaciones expresas de jesús; sobre todo, por la manera en que él mismo se siente frente a Dios y lleva a cabo la obra de la redención. Que no hay más que un Dios, no se pone siquiera a discusión, como resultado seguro de que es de la historia del Antiguo Testamento. Nueva revelación es la manera cómo este Dios dice ·Yo•. Cristo, que comparte en todo la existencia humana, se separa, sin embargo, del hombre en el centro de su conciencia religiosa. Cristo se enfrenta con Dios de manera distinta que el hombre. Cristo enseña al hombre a decir ·Padre· desde la
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fe y la gracia, y Él mismo dice la palabra desde el ser y la plenitud de poder. Esta conciencia nos sale ya al paso en los Sinópticos, y de una manera definitiva en san }uans9. Aquí Cristo se proclama a sí mismo Dios, y no en el sentido de que en él se despliegue el mismo Dios uno en forma cualquiera de dialéctica espiritual, sino que dentro del ser del Dios uno se hace claro un enfrentamiento decisivo. Esta relación -la unidad del ser divino y frente a ella la existencia, la mismidad de la vida y la tentación auténtica del Yo-Tú- experimenta en el Nuevo Testamento dos interpretaciones. La primera desde la relación de padre e hijo, expresión representativa de la relación más amplia de padres e hijos. Según esta interpretación, Dios existe como Padre, pero en tanto que crea un hijo, y existe como Hijo, pero en tanto que procede del Padre y se sitúa ante él. La otra interpretación se encuentra en san Juan y enlaza con la relación entre el hombre vivo espiritualmente y la palabra de Dios. Según esta interpretación, Dios es el que habla, en tanto que pronuncia una palabra esencial, y es el hablado, en tanto que en Dios está la boca que habla. Aquel que es llamado el ·Hijo· es, a la vez, palabra. Hijo y palabra se encuentran esencialmente en conexión. La vida, oculta en sí, se manifiesta, en tanto que crea y habla. El proceso aparece aquí en todo su carácter paradigmático absoluto. En él se despliega la perfecta relación Yo-Tú; tan perfecta, que el Yo no sólo se actúa en el Tú, sino que se hace en absoluto en él, en aquel Tú, que no sólo encuentra y llama, sino que crea por sí mismo. Con ello queda expresado un carácter absoluto del ser-uno y, a la vez, de la entrega; una intimidad de la cercanía y también un respeto de la distancia, de carácter especial. Ello se expresa en todos los pasajes en que jesús habla del espíritu, especialmente en las palabras de la despedida. Como dice san Pablo, es el espíritu el que •todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios· (1 Cor 2,10). El espíritu hace que Dios realice en la palabra una revelación de sí mismo, por la cual se entrega completamente hacia el exterior, hasta llegar a la independencia de la dación en 59 Cf. la primera carta a los Corintios, 15,42-49. También el concepto del espiritu tiene una historia: la del profetismo del Antiguo Testamento. El concepto del espiritu enlaza con un suceso acaecido poco antes, que ha consumado la profeda y que actúa por doquiera en las comunidades cristianas: el advenimiento del Espiritu el día de Pentecostés (Hch 2,1-41).
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el Hijo; pero esta entrega no constituye, a su vez, un perderse, un desprendimiento, sino, al contrario, el camino para una comunidad igualmente perfecta, en tanto que el Hijo vuelve hacia el Padre y ·queda· en él. Como dice el prólogo al evangelio de san Juan, el Verbo •estaba dirigido a Dios· y •en el pecho del Padre·. Todo ello significa amor, pues su línea de sentido consiste en la entrega y en la unidad a la vez. También este amor se hace creador en Dios. Del amor divino surge persona: el Esplritu Santo ... Sabemos que con lo dicho no hemos explicado nada. La Trinidad de Dios es misterio sin más. No hemos hecho ningún intento por deducirla, ni desde una dialéctica de la vida absoluta ni desde una dialéctica de la persona absoluta. No hemos hecho otra cosa sino seguir las expresiones directas del pensamiento del Nuevo Testamento. Lo que nos importaba era mostrar dónde se encuentra el paradigma de eso que llamamos persona. No en el sentido de que la persona humana sea lo originario y claro, y la persona de Dios constituya el desarrollo misterioso y extraordinario de aquélla, sino, al contrario: la manera en que Dios dice Yo es lo propio y fundamental. Si fuera posible dar con toda pureza el paso de la fe, la respuesta a que sea persona sin más sería la siguiente: persona es la Trinidad Dios. Esta respuesta no sería evidente en el sentido de la comprensión, ya que la Trinidad es misterio en sí, pero sí nos sería corriente en el sentido de la realidad, porque su misterio es expresión de su mismo carácter absoluto. De esta persona en sí es la persona humana y su relación Yo-Tú la copia debilitada y desintegrada. Aquella relación Yo-Tú de la que antes hablábamos, y desde la que la persona experimenta su última determinación, no está dirigida a Dios sin más, sino al Dios Trino. Es una relación que se articula en aquellas relaciones en que Cristo se encuentra con el Dios Trino. La relación Yo-Tú del hombre consiste en la co-realización de la relación de Cristo con Dios. Tú, en sentido propio y definitivo, es el Padre. El que dice Tú en sentido propio al padre es el Hijo. Hacerse cristiano significa penetrar en la existencialidad de Cristo. El renacido dice ·Tú· al Padre, al participar en el decir Tú de Cristo. En un último y definitivo sentido no dice ·Tú· a Cristo, no se sitúa ante él, sino que va con él, ·lo si~ue•. Penetra en Cristo y realiza con Él el encuentro. Junto con El dice al Padre Tú y de sí mismo ·Yo·. Con ello hace realidad las palabras del Señor, en que éste se denomina a
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sí mismo ·el camino, la verdad y la vida· On 14,6). El espíritu es, empero, el que lleva al hombre a la intimidad de la relación personal, el que lo inserta en Cristo y lo llama así a ser su ser-yo en sentido propio. El espíritu sitúa al hombre ante el padre y le capacita así para pronunciar el ·Tú· en sentido propio60. Desde aquí brota la última palabra sobre la persona cristiana y recibe todo lo anterior su determinación definitiva. Podría, sin duda, objetarse que las expresiones paulinas -como las de san Juan- proceden de una vivencia que sobrepasa la conciencia cristiana general. Ésta no sobrepasa la conciencia cristiana general. Ésta no sabe de tales profundidades. A ello habría que responder que san Pablo es el profeta de la existencialidad cristiana y experimenta, por eso, en plena claridad, aquello de lo que se cerciora el cristiano bajo la cobertura de la fe ... Pero prescindiendo de ello, hay que decir que la misma vivencia se encuentra en el fondo de la fe cristiana, y que entre ésta y la conciencia apostólica no hay una diferencia esencial, sino sólo gradual. La interpretación de la existencialidad cristiana no tiene que tener lugar, empero, desde el término medio borroso, sino -como lo prescribe la regla de percepción de cualquier fenómeno- desde el caso supremo y perfectamente acabado; de igual manera que el obrar cristiano no debe orientarse a lo que siente inmediatamente, sino, de nuevo, a su caso máximo, a saber, el contenido de la esperanza. La intuición paulina de la persona constituye así la determinación definitiva de aquello que constituye en absoluto la experiencia cristiana de persona ... Si consideramos, finalmente, la vida cristiana intensa, la estructura de su conciencia personal y la forma en que el verdadero creyente se comporta ante Dios, veremos que la noción paulina se muestra más a menudo de lo que uno pudiera suponer. La vista se agudiza en la claridad del fenómeno descrito por san Pablo, y consigue percibirlo en rastros y brotes, también allí donde se encuentra todavía oscuro y poco desarrollado. 60 En todo ello no se trata de mera teoría, sino de la dirección interior de la vida entera; de la relación de fm y camino; de la perspectiva de la existencia cristiana. De que ésta, empero, sea percibida y adecuadamente realizada depende la verdad y salud de la vida religiosa. Sobre elló habría mucho que decir, así, por ejemplo, en relación con el problema de la estructura de la imprecación divina en la plegaria cristiana, sobre todo en la liturgia; cómo Cristo está en ella, etc.
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l. La gracia
Siguiendo el curso de nuestra exposición, vamos ahora a examinar aquella relación denominada •gracia•. Tenemos aquí que preguntamos de qué manera el hombre ha de ser persona, si ha de serlo de acuerdo con la intención de Dios. Aquí se muestra la situación paradójica, de que algo es puro don, pero a la vez, e incluso por ello mismo, el don es íntimamente propio del que lo recibe. El sentido del proceso llega aquí incluso a su máxima consecuencia, si no es hasta posible decir que aquí se pone de manifiesto su propia esencia. Lo que es dado es, en efecto, aquello de lo que únicamente puede predicarse el carácter de pertenencia propia: el yo-mismo. No sólo una posesión, una situación, un elemento de mi personalidad, sino el punto de referencia de toda expresión sobre la existencia, el hecho de la persona misma es don íntimo. Con ello no se afirma que la persona es heterónoma. La palabra carece aquí de sentido como lo carece también la de su autonomía. Se trata, más bien, de algo distinto: del sentido de la gracia. En su plena energía, anunciada por san Pablo y desplegada por san Agustín, gracia no significa algo que se añade al ser completo del hombre, sino la forma en que el hombre es defmitivamente él mismo, bajo la presuposición, eso sí, de que por ·hombre· se entienda lo que tanto san Pablo como san Agustín entienden: no el hombre independizado artificialmente, •puramente natural·, sino aquel ·hombre• al que Dios alude y del que la Sagrada Escritura habla. ·Gracia· significa la categoría de la
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existencia cristiana y no puede ser expresada más puramente de lo que se hace en la carta a los Gálatas: •y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí•. Como toda revelación, también ésta, empero, dice algo sobre el carácter del ser. A la revelación no puede llegarse desde el mundo, sino que procede de la pura libertad de Dios: una vez que tiene lugar, muestra, empero, que no sólo clarifica las relaciones específicamente cristianas, sino también el mundo. Así ocurre también aqut El mundo es de tal manera, que la autonomía --en el sentido moderno de la palabra- no sólo trascenderta sus posibilidades, sino que incluso destruiría su sentido esencial. El sentido de la gracia está ya pre-esbozada en el mundo. En la carta a los Romanos se lee: •pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios• (Rm 8,19). El mundo es de tal manera que él mismo sólo puede poseerse como don. Sólo por ello es posible la libertad, •el florecer del ser•, para hablar con Holderlin. D. La esencia del amor cristiano
Se dice -y el Nuevo Testamento parece confirmarlo- que el cristianismo es la religión del amor. La expresión es inquietante. Se tiene el sentimiento de una contradicción. Desde un punto de vista, la expresión, es, sin duda, exacta: determinadas personalidades, ciertas relaciones de la jerarquía axiológica, rasgos característicos de la psicología cristiana parecen confirmarlo. Desde otro punto de vista, en cambio, hay una contradicción. La actitud cristiana, tanto en el presente como en el pasado, no causa la impresión de que en ella sea el ·amor• lo decisivo. Se ha llegado incluso a afirmar que la cristiandad que nosotros conocemos -es decir, la occidental- ha hecho uso de la violencia más que ninguna otra religión, y no se siente capaz de rechazar la afirmación sin más. Todo ello indica que el concepto del amor cristiano no es algo sencillo. ¿Significa la proposición de que el cristianismo es la religión del amor, que el cristiano es un hombre de sentimientos bondadosos y el ethos cristiano un ethos caracterizado por la consideración a los demás y por la conciliación? Evidentemente que no. Tales afirmaciones se refieren a una determinada estructura del sentimiento y de la actitud que, sin duda, se encuentran en el
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~mbito cristiano -baste pensar en el Obispo Sailer o en Matías Claudio- pero también fuera de él, como lo prueban los pueblos de los Mares del Sur o el budismo birmano. De otro lado, a la vez, hay personalidades indudablemente cristianas que no poseen esta estructura de amabilidad y conciliación naturales. Recordamos al mismo san Pablo. O a aquel otro, a sanjuan, cuya comprensión depende precisamente de que no se le vea desde el ángulo de esta estructura. San Juan es llamado el ·Apóstol del Amor•, y su primera Epístola representa la más penetrante predicación del imperativo del amor en el Nuevo Testamento; se le ha interpretado, empero, con gran error como el tipo de la dulzura, cuando era, por naturaleza, duro y apasionado, y se hubiera convertido probablemente en un fanático si no hubiese sido redimido por Cristo ... ¿Puede significar aquella afirmación que el cristiano es un hombre esencialmente altruista? ¿Es decir, alguien que siente directamente la existencia de los demás, que toma en consideración involuntariamente los problemas de los demás, más aún, que los coloca por encima de los propios? Hay una tendencia a afirmarlo así, pero en seguida se ve que también aquí se trata de una estructura. Y de una estructura que no puede siquiera equipararse con la ética del desinterés; también existen, en efecto, el egoísmo del amor a los otros y el goce del perderse en los demás. El altruismo natural se halla, en tanto que tal, más allá del bien y del mal igualmente que el egoísmo siempre que lo entendamos no éticamente, sino como estructura. Ambos pueden revestir, desde el punto de vista ético, carácter positivo o negativo. Y así existe en el cristianismo el tipo altruista -allí donde juega un gran papel el servicio práctico al prójimo como en san Vicente de Paúl-, pero también el opuesto: baste pensar en aquellos cristianos que por primera vez superaron la prisión de los sentidos y de la cultura de los pueblos clásicos, es decir, baste pensar en los ascetas primitivos ... ¿Significará, en fin, aquella afirmación que el cristiano es un hombre en el que la voluntad tiene el primado sobre el entendimiento, el corazón sobre el espíritu reflexivo, el valor sobre la verdad? ¿Es decir, un hombre en cuya vida son básicos y decisivos los actos valorativos y los del eros? De nuevo hay que responder que también esta forma de sentir representa una estructura. Una estructura que fue formulada intelectivamente y convertida en etbos práctico por Platón, es decir, mucho antes de la venida de Cristo. Una estructura que se
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encuentra también en el cristianismo -ptensese en san Agustín- y que constituye una de sus más nobles posibilidades, pero ni la única ni la decisiva. Cristianos son, en primer término, aquella actitud y aquel orden universal que sitúan claramente las categorías de la •cosa· y de la •vida· bajo la categoría de la persona, y consideran a ésta como lo decisivo en sentido propio. Con ello, empero, los valores del amor adquieren en seguida la primacía. Sin embargo, hay que distinguir una vez más. ·Persona· fue determinada como el hecho de que el hombre está en sí, obra de sí, es responsable por sí y tiene la dignidad de fin de sí mismo. Esta determinación no basta, sin embargo, para determinar también lo cristiano, porque persona es todo hombre, independiente de sí, por su convicción y su actitud se halle dentro o fuera del ámbito de la existencia cristiana; aun cuando, es verdad, si su teología es pensada hasta el fm, sólo desde la gracia alcanza plenitud la persona. El primado de la persona y, por tanto, el del amor tienen validez, pues, en sí, con independencia de lo cristiano. Un paso admirable en esta dirección lo realizó, por ejemplo, el estoicismo con su ética rigurosa de la independencia; con su esfuerzo para aftrmar el primado de lo personal no sólo frente al mundo objetivo, sino también frente al elemento vital, tanto psicológico como biológico61• Verdaderamente cristiana es la actitud sólo cuando la persona fmita se halla en la relación de Tú con el Dios revelado en Cristo. La esencia de la persona consiste en ser llamada, es decir, amada por Él. Esto es lo que significa, en su más profundo sentido, la expresión de que el cristianismo es la religión del amor. Lo hasta ahora expuesto se ha movido en el plano de lo fundamental. Desde aquí recibe su sentido la pregunta práctica acerca de qué significa en concreto •amor• y hasta qué punto es el cristianismo efectivamente la religión del amor. En primer lugar, se pone de manifiesto que la actitud personal de amor significa algo distinto de aquella otra que es sentida directamente como amorosa: la actitud bondadosa, la altruista o la del eros. La actitud de amor puede penetrar estas estructuras y posee entonces algo directamente evidente; pero puede alcanzar realidad tam' 1 Hasta qué punto está logrado este intento y si la persona no es también aquí absorbida por algo extraño, es cosa que podemos dejar fuera de discusión
ahora.
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bién en estructuras contrapuestas, es decir, en estructuras, desde el punto de vista psicológico, duras, objetivas, centradas en st En tales casos, la actitud de amor es más difícil de reconocer, pero no, por ello, menos pura; más aún, quizá entonces se muestra especialmente clara y auténtica la dignidad de la persona, su espiritualidad, su pureza. Ahora bien, si la persona es justamente esto: el yo del hombre que llega a sí en la relación de Tú con Dios, la mismidad nacida tan pronto como el Cristo pneumático surge en ella y la lleva a la relación del hijo y de la hija con el Padre62, entonces ello significa algo de jerarquía propia, incomparable con ningún fenómeno de este mundo. Precisamente por ello corre también gran peligro y es difícil de realizar, y lo que primero saltará a la vista no serán los logros, sino los fracasos. ¿En qué consiste, visto desde aquí, el amar cristiano? Busquémoslo allí donde se muestra en pureza paradigmática, en Cristo mismo. ¿Cómo determinar la actitud de amor de Jesús si renunciamos a insertarla en una estructura, lo mismo en estructuras que le son simpáticas al observador como en las que le son repelentes? ¿Es decir, si renunciamos a entenderla como tranquila dulzura, o como altruismo, como anhelo axiológico o como eros cósmico, o de cualquier otra manera? Tan pronto como nos esforzamos en ver a Jesús en su originariedad, tratamos de decir desde aquí qué significa amor en él, nos sentimos descorazonados; tropezamos con actitudes, actos, valores, que no podemos hacer coincidir con nuestro concepto del amar. El amor de Cristo se muestra como algo que no puede ser determinado partiendo del hombre; como algo que procede de Dios y que aparece tan hermoso como pavoroso, tan próximo y cobijador como extraño y destructor. Es un amor que no cae bajo ninguna de las categorías psicológicas o filosóficas de las que disponemos. No se 6z Con intención evitamos la expresión •hijos de Dios•. Tal como esta expresión es sentida involuntariamente, se halla bajo el signo de una determinada actitud sentimental, dulce, íntima, •ftlial· o, lo que es lo mismo, porque aqui se trata de algo absolutamente adulto, de una actitud infantil. Lo que Cristo quiere decir al hablar de los hijos de Dios toma ciertos rasgos de la edad biológica del niño, para establecer una distinción contra el •adulto- en falso sentido, es decir, frente al hombre calculador, endurecido, escéptico, asi como para expresar la pura receptividad y humildad a la que alude. Por lo demis, el renacer es algo personal plenamente maduro y responsable.
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puede decir: -el amor cristiano, el cual se encuentra también y de modo perfecto en jesús, es aquella actitud que ... • sino sólo: ·el amor cristiano es la manera en que Cristo se comporta•. El amor cristiano comienza con él, y no existe ni antes de él ni sin él; está determinado no por un concepto, sino por un nombre, el suyo, el de Cristo. Sólo desde este nombre y determinados por él comienzan los conceptos63. Cuando esta posición es reconocida, hecha realidad y llevada al mundo, lo primero que acontece es que todos los fenómenos estructurales del amor se sienten sacudidos por la inquietud. Como siempre que lo más elevado penetra en lo más profundo, no perturbado, también aquí nos sale al paso la confusión. Desde este punto de vista es bien comprensible la expresión que Jesús emplea, y precisamente en relación con la comunidad más evidente, con la familia: •No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada· (Mt 10,34 y ss.). El amor condicionado directamente de modo psicológico-biológico, la fJ.lantropía natural, el altruismo, el eros protestan. Surge la impresión de que la amabilidad natural de los pueblos primitivos es algo más puro que la actividad cristiana, y que cuando ésta llega a aquéllos, destroza un paraíso. Se tiene el sentimiento de que la bondad de la sabiduría y de la cura de almas oriental es más pura, más humana y más espiritualmente cultivada que la cristiana, y en muchos aspectos se tiene razón. Un orden anímico inconmovido hasta entonces, y que podía desarrollarse de acuerdo con su esencia, es captado por algo, sin duda, absolutamente superior desde el punto de vista del valor, pero que, justamente por ello, es completamente distinto en su economía64. 63 A no tardar, espero escribir en detalle sobre el hecho de que la realidad de Cristo hace saltar todas las categorías psicológicas, complirese, Die menscbltcbe Wtrkltcbkeit des Herrn. Bettrage zu etner Psycbologte ]esu, 21 ed., 1965, entre otras las pp. 110 y ss. 64 De modo an;ilogo a como la gracia del animal, la seguridad y sabiduría naturales de sus instintos aparecen m;is puros que el movimiento corporal y la vida instintiva del hombre determinado -pero también inquieto- por el espíritu. En comparación con un cervato o una pantera, el hombre -especialmente el de la gran ciudad- aparece como un blirbaro; ya hemos hablado de ello anteriormente. Si no queremos ser romlinticos, es decir, traidores a nuestra propia dignidad, no podemos dudar ni un momento de que, en comparación con la del animal, la existencia del hombre es no sólo relativamente m;is valiosa, sino absolutamente justificada en si.
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Más profundamente aún: la nueva revelación afecta a los afectos personales mismos de modo nuevo. El mal, por ejemplo, recibirá en el plano de la nueva persona una conciencia, una precisión, una gravedad que antes no eran posibles. No todo hombre puede ser malo en igual medida. El mal recibe su peso del plano existencial en el que es querido. Sólo en el ámbito cristiano se hacen completamente claras las clases del mal: el mal decisivo de la persona capaz de todas sus posibilidades¡ el mal inicuo, que surge sólo cuando la generosidad de Dios revela la magnificencia de su reino; el mal satánico, que se hace claro sólo cuando la gloria de Dios aparece abierta e inerme en el mundo ... Mientras que la persona permanece en la conexión de las cosas o en el estarcido de la vida, porque no ha resonado aún la llamada a su propio y santo hacerse ella misma, el mal es, por así decirlo, inofensivo. En el ámbito de la persona cristiana revelada, esta inocuidad no puede ya subsistir. El mal aquí ya no está determinado por los instintos, por los afectos psicológicos, no sólo por el espíritu y su arrogancia, sino por la persona misma despertada por Dios. Tan pronto como un hombre, una familia o una época entera --como ocurre a partir del Renacimiento y en forma acelerada en los siglos XIX y XX- abandonan el ethos del amor cristiano y retroceden entregándose a la pura mundanidad, ya no se hallan en esta mundanidad de la manera que hubiera sido antes de la revelación. El hombre, la familia, la época llevan consigo un alma, una capacidad de acción, un modo axiológico en los que se ha despertado todo lo que más arriba hemos expuesto; poseen una actitud que sólo ha podido surgir porque ha despertado y ha sido ejercida a lo largo de muchas generaciones de determinación cristiana. Posibilidades de libertad, de rigor, de decisión, pero también de rebeldía, de odio, de destrucción, de iniquidad se desatan, que no existen en otro caso. Comparado con estas posibilidades, el mal de la existencia inmediata aparece, pese a su carácter terrible, como algo ingenuo. Sólo en el ámbito cristiano y en el encuentro con él se hace posible el mal adulto, el cual se comporta respecto al anterior, como la injusticia del hombre hecho respecto a la del adolescente o a la del niño. Desde el momento en que Dios ha entrado por la encarnación en la historia, dispuesto a aceptar su destino de mano del hombre, se dibuja una posibilidad de mal, ante la que no queda más que nombrarlo por su nombre con •pavor y estremecimien-
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to•: la voluntad de aniquilar de Dios, y con Dios, todo aquello que de Él viene al hombre. Todo esto hay que tenerlo en cuenta, cuando se plantea el problema de la esencia del amor cristiano. El cristianismo es verdaderamente la religión del amor, pero es muy dificil ver qué es este amor. En primer lugar, porque el problema es ya en sí muy complicado, tanto desde el punto de vista psicológico como desde el punto de vista filosófico. En segundo término, porque los momentos negativos, perturbaciones, conmociones y resistencias se presentan con mayor claridad que los momentos positivos. En tercer lugar, porque la decisión existencial requerida para el conocimiento alcanza aquí su tensión máxima. Y finalmente, y sobre todo, porque se trata de revelación; es decir, de un fenómeno que no está dado desde el mundo, sino desde Dios, y que, para poder ser conocido tiene él mismo que aportar las condiciones o, lo que es lo mismo, la gracia del conocimiento. No parece que se ha avanzado mucho en la solución del cometido de que aquí se trata, a saber, la exposición de la esencia del amor cristiano desde la persona misma de Cristo, desde las figuras de los santos, desde la conexión de sentido interna de la existencia cristiana; una exposición que no tiene que partir de estructuras psicológicas o éticas, sino del fenómeno primario mismo. En este punto hay todavía mucho que hacer.
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l. Generalidades
La doctrina de la providencia se encuentra en el núcleo mismo del mensaje cristiano. En ella desemboca todo lo que Cristo predicó por medio de parábolas, doctrinas, mandatos y por el Padrenuestro, acerca del Padre en el cielo, acerca del mundo. Es, por tanto, de gran importancia entender con precisión lo que esta doctrina significa, tanto más cuanto que también se ha deslizado al ámbito de la mundanidad, revistiendo así un sentido indeterminado e incluso erróneo. Es necesario, por consiguiente, delimitar la idea de la providencia de otras ideas semejantes, pero, sin embargo, esencialmente distintas que se han unido a ella. El concepto de la providencia se halla en conexión con las ideas más amplias del nuevo hombre y de la nueva creación. Con la idea, por tanto, de un nuevo mundo en devenir. Ahora bien, •mundo· -y con ello anudamos el hilo del discurso de la primera parte- no significa sólo la suma de lo que existe, sino un todo construido entre dos polos, uno de los cuales es el hombre singular y el otro la multiplicidad de las cosas y acontecimientos. También el mundo cuyo devenir anuncia el Nuevo Testamento posee esta arquitectura. Este mundo se hace realidad en tanto que el creyente se encuentra con las cosas, las experimenta y conoce, las valora y toma posición frente a ellas, supera su poder, las ordena y conforma. El hombre, empero, no llega a todas las cosas, sino sólo a unas determinadas, relativamente pocas. Ahora bien, este llegar a las cosas, ¿tiene lugar de modo casual o bien se realiza en el seno de una conexión? Según la conciencia cris-
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tiana, el hecho de que los innumerables y múltiples acontecimientos posibles sean precisamente estos determinados los que afecten al hombre, constituye una indicación y guía hacia el devenir de la nueva existencia. Indicación y guía se encuentran ya en los inicios de la historia de cada hombre. Que él mismo es así y que lo que le rodea es también así, constituye el primer esbozo de lo venidero. Aquí hunde sus raíces todo lo que se llama •vocación•: estructura, capacidad, ambiente, pueblo, país, situación histórica, y así sucesivamente. Con ello queda señalado a cada individuo su lugar en el espacio total de la existencia y se sientan los fundamentos para su relación posterior con la realidad. Esta relación tiene algo de problemático, que se manifiesta claramente en un caso límite: cuando el individuo llega por nacimiento, educación y ambiente a una situación que le hace imposible conformar con sentido su existencia. Así, por ejemplo, a causa de propiedades destructoras o insuficientes, por un ambiente pervertidor, por una situación sociológica o histórica paralizadora, etc. Hasta cierto punto, puede todavía hablarse de una situación trágica, en la que la voluntad debe decantarse y el carácter crecer; pero, sin embargo, todo esto termina pronto. El hombre no existe aisladamente por sí, sino en una conexión total; la relación del hombre singular y del mundo como un todo no puede reducirse satisfactoriamente a una fórmula. Con la doctrina de la guía e indicación divinas hay que combinar otra: que hay también una plenitud de sentido para aquellos destinos personales que, vistos desde el mundo, tal como éste es, aparecen completamente desprovistos de sentido. Por muy importantes que sean las cualidades naturales, la salud, la herencia y la educación, el ambiente social y el cometido en el mundo, lo último del hombre no se agota aquí. Al hombre le ha sido asegurada una plenitud por encima de todas las posibilidades inmediatas; sin ellas y contra ellas, desde la pura creatividad de la gracia, sustraída a todo juicio. La guía divina tiene, pues, que comenzar ya con el primer inicio; con el estado del mundo como un todo y con la determinación del hombre como individuo; unida a aquel primer esbozo de destino personal que llamamos nacimiento ... La guía divina prosigue después, de momento en momento, en la medida que los acontecimientos tienen lugar en torno al hombre, que las
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cosas llegan a él y él a las cosas. ¿Cómo hay que entender esta guía? Preparemos la pregunta con esta otra: ¿cómo podría ser entendida?
11. Interpretaciones insuficientes La palabra •providencia· podña significar algo mitológico. Por ejemplo, que un ser superior fuera propicio al hombre, le custodiara y se preocupara de su bienestar. Aquí cuentan las antiguas representaciones de un espíritu protector, bien de la estirpe, bien de la familia o bien del individuo. En el cuidado de este ser puede confiarse tanto más cuanto más íntimamente unido se halla con el ámbito al que se extiende su protección. El animal totémico es, en alguna manera, la estirpe misma que protege; el espíritu que sigue al héroe es la •otra• forma de existencia de éste, la que le hace fuerte; los manes beneficiosos son la parte muerta y ahora numinosa de la familia, que vela por la parte viva. Las potencias protectoras son, pues, idénticas en último término a los protegidos. Son de alguna manera su fuerza más propia para afirmarse en la existencia. O bien, expresado de otra manera: ellos, los invisibles y el hombre o estirpe terrenos y visibles constituyen sólo juntos lo propio y total de la realidad humana. Estas representaciones pueden desplazarse a lo fabuloso; así, por ejemplo, en los motivos de espíritus favorables, antepasados benefactores, del muerto agradecido. Puede también degenerar en superstición, así, por ejemplo, en las diversas representaciones de objetos y signos, animales, épocas y lugares •revestidos de poder·. En relación con ello se encuentra también el concepto de la buena suerte. Según este concepto, lo que hace que todo vaya bien no es un ser superior o un signo revestido de poder, sino la existencia misma. El hombre con suerte ha nacido de tal manera --o ha llegado a ser así, después, por un don-, que la existencia le es propicia desde su mismo núcleo misterioso. Y así las cosas se inclinan a su favor, los hombres le quieren, hace con facilidad lo exacto. El fenómeno se muestra históricamente en grandes figuras; a veces, de modo tan intenso que la convicción de la ·buena suerte• o de la ·buena estrella· del hombre en cuestión se convierte en una verdadera fe. Y con la misma falta de fundamento con que se presenta la buena suerte puede también
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apartarse del ·hombre con suerte•; el propio esfuerzo es entonces impotente para ponerse a salvo, como antes había sido innecesario para tener éxito. También este fenómeno puede desplazarse de su profundidad original al campo de la fábula, como, por ejemplo, en los cuentos del·niño nacido de pie· o de o:Juan, el afortunado· ... Y desde aquí, incluso más allá, al campo de la superstición, como en las innumerables creencias en constelaciones estelares favorables en presagios, talismanes, etc. Representaciones como las descritas no pueden ser utilizadas expresamente para la interpretación de la idea cristiana de la providencia. Nadie dirá en serio que la idea de la •providencia• significa algo semejante. Se trata, sin embargo, de convicciones muy antiguas que anidan en el estrato más profundo del inconsciente; creencias que constituyen la expresión más elemental de la manera en que se conforma el destino y que, por consiguiente, actúan en las interpretaciones del concepto de providencia, aun allí donde éste reviste una estructura completamente distinta. Mayor significación intelectiva ha revestido aquella interpretación que parte de la vivencia y del concepto del orden. Con ello se alude, en primer término, al orden de la esfera física y biológica con sus hechos fijos y sus leyes translúcidas. Todo lo que se da en este orden es como tiene que ser y todo funciona como debe funcionar. Lo que se halla en la conexión de este orden, está asegurado por él; necesidad significa, a la vez, justeza ... Así también el orden de la esfera psicológica. Sus hechos y conexiones poseen otro carácter que el de la esfera física o biológica. En la esfera psicológica destaca son intensidad el momento creador, que hace que sólo en parte pueda penetrarse con el comienzo y en el curso de su orden. Pero, sin embargo, también esta esfera muestra regularidades en la estructura de los fenómenos, formas típicas de su curso, leyes de su repetición, todo aquello sobre lo que se basa el conocimiento humano práctico y que ha sido investigado científicamente por la psicología ... Así también la esfera del espíritu, es decir, las ideas y los valores, junto con las conexiones entre ellos, tal como se muestran en la arquitectura de la existencia humana. También este orden soporta y asegura en la medida en que el individuo está abierto a él. Cuanto más importante es para un hombre el bien, la verdad, el sentido, con tanta mayor fuerza se siente apoyado y cobijado por
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ello en su existencia espiritual-personal: basta pensar en la evidencia para siempre clásica de Sócrates ... Finalmente, la esfera histórica en sentido propio, es decir, el ámbito de la realidad que nace por el efecto de la libertad humana en los distintos sectores antes mencionados, por el obrar humano en el individuo como en el todo. La esfera histórica -y esto la diferencia de las demás-- contiene, en primer término, un elemento esencialmente impenetrable, a saber, la libertad junto con la ·iniciativa· procedente de ella misma. Se trata, empero, de la libertad de un hombre concreto, y tiene, por ello mismo, su lugar en el todo y recibe de aquí presuposiciones más o menos determinables, de naturaleza psíquica, física y social. Sus actos surgen puramente de sí sólo en el momento concreto, no aislable, del ·fíat• más íntimo; pero desde el primer momento de su realización discurren ya en los distintos órdenes de la realidad experimentable. De esta suerte nacen también en ésta, a su vez, conexiones inteligibles, que constituyen, por su parte, la presuposición para nuevas acciones. Estas conexiones poseen un carácter especial, referido a la persona, que se expresa en los conceptos de sucesión histórica, de la fatalidad, del destino, de la fundamentación e institución, de la tradición, de lo justo, de los usos sociales .. Se podrían citar todavía otras formas de órdenes: el de los símbolos y del idioma, de la creación y conformación, de lo religioso con sus contexturas objetivas y subjetivas. Estos órdenes y los antes nombrados se funden evidentemente en un todo que no puede ser demostrado o deducido teóricamente, pero sí sentido en cada punto e intuido como el contravalor necesario del ser individual. Esta totalidad de orden con sus subsectores que, a la vez, se siguen articulando inabarcablemente; esta multiplicidad ordenada por doquiera hacia la unidad; esta plenitud de cualidades indeducibles en sí, pero todas unidas en una regularidad constante, llena de sentido, segura: todo ello podría denominarse providencia. •Providencia• seria entonces la contextura de orden de la existencia misma, tan pronto como es experimentado como un hecho de carácter numinoso: como un sentido y una potencia que provienen de Dios, en los que el hombre conrm con confmnza religiosa, y que, a su vez, están impuestos a la fe del hombre. Según ello, un hombre se encuentra en la providencia, tan pronto le es claro que todo acontece en la naturaleza según leyes necesarias y reglas cognoscibles, y afirma estas leyes y reglas. El
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hombre se percata de que son expresión de realidad y sentido y, por tanto, inalterables; que no pueden ser ni modificadas ni eludidas; que no toleran ninguna simple apariencia y que dan a todo aquello que verdaderamente le corresponde. El hombre experimenta que, tan pronto como se sitúa sinceramente en ellas, también ellas se lo incorporan y lo sustentan. Si el hombre se comporta erróneamente, se lo hacen sentir y es advertido para la próxima vez. Si no hace caso de la advertencia, tiene que pagar el precio de ello ... Lo mismo puede decirse de las leyes psicológicas. Quien las conoce y obra de acuerdo con ellas, se siente sustentado por ellas. Lo que se asienta adecuadamente en ellas, se hace sano, fuerte y fecundo, mientras que lo que las viola, no prospera, y lo que en realidad es defectuoso, se convierte en dolor en la vivencia. Quien, por tanto, sigue las leyes y reglas de la existencia, quien, sea instintivamente, por disposición favorable, o bien conscientemente, por el conocimiento y la experiencia, se muestra prudente, se encuentra en la providencia. Tampoco hay nada que pueda modificarse en las leyes del espíritu. Quien respeta la verdad y se orienta por ella, es sustentado por ella. Quien quiere la justicia es protegido por ella. Es posible que, por razón de ello, entre en conflicto con otros órdenes; puede llegar a una situación, en que tenga que pagar valores superiores con valores inferiores. Y si lo hace así, ha ganado lo superior y ello está en orden; mientras que, si no lo hace, pende de lo inferior, queda privado de lo superior, y también esto está en orden. Quien reconoce y quiere esto, y no sólo como mera ley del ser y del acontecer, sino como expresión de un sentido divino y de una potencia primaria sagrada, vive en la providencia. Se puede tener conciencia de ello, de una manera superficial, en el sentimiento optimista de que todo está organizado de manera sabia, y de que, de una manera u otra, todo saldrá bien ... Pero puede ser también experimentado progresivamente de manera más profunda. El hombre reconoce los órdenes, los acepta sinceramente y confía en su sentido. Llega a la convicción de que, tan pronto como sus deseos contradicen aquellos órdenes, es que sus deseos son injustificados: lo que no puede hacerse realidad en el ser y en la obra, queda justamente eliminado. Es una actitud del ·amor fati•, que afirma lo que tiene que ser y se siente cobijado en ello. Un hombre así experimenta el orden
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como algo divino. El orden de ser -en la manera del •nous• estoico- o del acontecer -en la manera también estoica beima~ le aparecen como formas diversas de una potencia de sentido última, no inteligible para el hombre, pero que hay que reverenciar en sus manifestaciones. Reconocer esta potencia, situarse en ella, es la verdadera religiosidad. Este acto de afumación y de auto-inserción es también el camino por el cual-piénsese en la mística estoica- puede experimentarse en sí misma aquella última unidad. Desde aquí recibe todo su sentido propio. Quien ha llegado a este punto sabe que todo, tal como es, es también para él lo mejor. De esta experiencia, ejercicio y renuncia surge la •ataraxia· estoica, que no puede ser conmovida por nada en su convicción de sentido. Por razón de ciertas presuposiciones históricas o individuales, esta actitud puede revestir un nuevo carácter. Mientras que, en lo que antecede, el centro de gravedad se encontraba en el gran orden, tras el cual se hallaba el uno-divino y gobernador universal, ahora el centro de gravedad se sitúa en el hombre mismo. Aquellos órdenes existen, a fin de que el hombre, conociéndolos y conociéndose a sí mismo, conforme su vida en ellos. No el orden y, a través de él, la divinidad es quien •pre-ve•, sino él, el hombre llegado a su mayoría de edad. El hombre es quien conoce los hechos y las leyes de la existencia. Sobre la base de lo sido, así como de lo necesario, el hombre ve por anticipado lo que va a suceder y lo que puede suceder; el hombre traza su plan, conforma su obra y su vida. El sentimiento básico aquí es una fuerza activa, un impulso creador confiados, seguros en la certeza de los órdenes del ser; y el etbos dominante es la conciencia de la responsabilidad por el mundo de la acción y de la obra. El elemento religioso se encuentra en la grandiosidad misteriosa de esta responsabilidad y en el valor de tomar en las propias manos la vida y la obra, aceptando sus consecuencias en la suerte o en la desdicha, en el éxito o en el fracaso. Esta actitud puede, sin embargo, avanzar un paso más en el terreno de la actividad, y en este caso surge el tipo contrario al que hemos trazado en primer lugar. Éste presuponía que las cosas estaban ordenadas en sí y que el acontecer tenía lugar en conexiones de sentido dadas, de tal suerte que la sabiduría del individuo consistía en insertarse en este orden. Para el tipo contrario no hay ya orden ninguno que exista en sí mismo, inde-
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pendiente del ser del ente. Lo único que existe es el torbellino caótico de fuerzas y materia que la voluntad tiene que conformar. Desde este punto de vista, la idea de órdenes existentes en si mismos representan un pretexto para la cobardía y la abulia. El hombre llegado a su mayoría de edad tiene que reconocer que sólo hay exactamente tantos órdenes como él mismo puede crear y mantener; que no tiene protección ninguna, sino que, situado en un caos carente de sentido en sí, sólo puede confiar en lo que él tiene de ser y de fuerza. Aquí la •providencia· se convierte en algo distinto. Ya no significa, en absoluto, nada objetivo. La existencia misma no es, de ninguna manera, pre-visora, ni menos aún, existe en ella una potencia divina, sabia y bondadosa. Más aún, la realidad es lo contrario de ello, es algo caótico e indiferente. Si hay un afecto perceptible, sólo el de la perfidia y el de la crueldad. La providencia sólo puede hallarse aquí en la clarividencia misma del hombre. Esta clarividencia significa que el hombre fuerte •pre-ve• que está siempre en guardia y dispuesto al ataque, que, en lucha incansable, mantiene su existencia en el fluir eterno. Significa que sabe perfectamente lo que quiere, que proyecta la imagen de su voluntad en el espacio de tiempo que le está concedido y que, apoyado sólo en su propia fuerza, impone aquella imagen de un modo preciso, precavido y duro a la vez. Si logra esto, si, gracias a su libertad interna, se impone aquella imagen de un modo preciso, precavido y duro a la vez. Si logra esto, si, gracias a su libertad interna, se pone de acuerdo con la vida, indiferente e implacable, si posee decisión y constancia bastantes, entonces la materia de la realidad se pliega a sus deseos y su visión y previsión se confirman. Lo religioso aquí está constituido por la audacia misma del proceso, por el carácter creador del impulso; un impulso sustentado quizá además por el imperativo secreto de la existencia, la cual espera que, forzada por hombres de voluntad fuerte, se verá obligada a producir lo más elevado65. Si comparamos unas con otras las estructuras expuestas, vemos en ellas una dialéctica de posiciones típicas frente al mundo. De un lado, aquella que sitúa el centro de gravedad en los órdenes que gobiernan la existencia, viendo en la entrega a estos órdenes el criterio del obrar adecuado del hombre. De otro 6s
Aquí se encuentra el sentido de La voluntad de poder de Nietzsche.
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lado, aquella que niega todo orden objetivo situando el centro de gravedad en la iniciativa libre y conformadora de la existencia, y para la cual la verdadera actitud humana consiste en no confiar en nada más que en sí mismo y en la pura posibilidad66. Entre estas dos posiciones se da, finalmente, aquella otra que reconoce órdenes objetivos, pero convirtiéndolos en base para la propia acción: la cual logra en ellos tanto como conoce y puede. Tan pronto como se dibujan claramente las actitudes apuntadas, se ve claramente que la doctrina cristiana de la providencia tiene una significación distinta. El hombre sereno ve, sobre todo, qué es lo que implican las •providencias· que hemos descrito. Por lo que a la naturaleza afecta, es claro, sin más, que no se preocupa del hombre, en tanto que éste es entendido como individuo, y menos aún si es entendido como persona. La naturaleza cuida sólo de la especie; el individuo como tal no tiene para ella ninguna significación. Valores, sobre todo, tales como los de la buena acción, de la obra realizadora de un sentido, de la plenitud personal o de la existencia noble, no existen para la naturaleza. Desde un punto de vista de conjunto, la naturaleza no •cuida· siquiera de la especie humana. Incluso en el espacio relativamente minúsculo de la tierra y durante la época aún más minúscula en que ha sido posible la vida orgánica en ella, la naturaleza ha ·cuidado· sólo de manera muy limitada de la especie humana; basta pensar en todo lo que se esconde bajo los conceptos de desdicha, adversidad de las circunstancias, etc. En momentos de ánimo gozoso, de bienestar corporal, de un encuentro incitador, etc., el hombre puede imaginarse sostenido y cobijado por la naturaleza como tal; fuera de tales momentos, el hombre no puede, sin embargo, pensar así más que a costa de declarar innecesario y sin valor todo lo que la •naturaleza· le niega -una actitud no sólo dificil de llevar a la práctica, sino, además, en el fondo, indigna-. Pero tampoco el orden del mundo humano --del pensamiento, de la creación y conformación, de las comunidades y totalidades, de la cultura y de la historia- se preocupa apenas, en último término, del individuo. Los procesos históricos, las estructuras sociológicas o los fenómenos culturales supraindividuales obede66 En esta conexión revisten una importancia especial fenómenos como el de la suerte, el azar, el acierto.
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cena leyes de sentido para las cuales el hombre singular es sólo materia o punto de apoyo, o t:'n el mejor de los casos, un contrapunto dialéctico; es difícil que estas leyes tengan al individuo como tal por fin o como sen11do Cuando se plantea, por ejemplo, un problema teórico. la argumentanón sigue su camino como si se tratase de un ser l on iniciativa propia, sin preocuparse para nada de las consecuem:ias que puede tener para el hombre que se ocupa con ella. Cuando una estructura técnica o sociológica comienza a desplazarse. el proceso tiene lugar sin tener para nada en cuenta el bien o d mal que causa a los individuos a quienes afecta. Incluso las ins11tudones de beneficencia no tienen, en último término, como fin la existencia individual, sino que nacen de la conexión dt:'l 'oda y tienen como fin la subsistencia del todo. En los órdt:'nt:'s t• •tales de lci existencia humana, el individuo se desarrolla positivamente sólo en tanto que sus cualidades, necesidades y asp1ra1..1ones coinciden con ellos; por lo demás, pasan por enl ima de él ignorándolo. En ciertos momentos el individuo VJVt:' t:'l acontecer total como expansión de su existencia personal; ••tras veces, le aparece como algo que exige una entrega y que ella fomenta su crecimiento espiritual; a menudo se convierte, desdt:' d punto de vista del deber, en presuposición de su madurez ética. muy a menudo, empero, lo siente también como algo esendalmente ajeno a él, como algo cuyo núcleo de sentido se halla en un lugar muy distinto que el individuo y que lo único que hact' es utilizar a éste. Podría objetarse que, u•u raJes consideraciones, se sitúa el fundamento de la existencia l'n el provecho del individuo, mientras que lo único decistvt' es que hagan realidad los fines del todo y de lo general. A esto~ fines ha de plegarse el individuo y, si lo hace así, la dureza del st>rvicio le llevará precisamente a la plenitud personal. No hace falta. empero, asegurar que aquí no se trata de un hedonismo individualista de la clase que sea. Ni tampoco que también nosotros estamos convencidos de que el servicio desinteresado a tO"' fmes suprapersonales constituye el camino para la recta personahdad. De lo que aquí se trata es de algo distinto: de saber qué stgnifica el contenido de sentido que designamos con la palabra ·providencia· y que, sin duda, tiene tanto en cuenta al individuo como al todo, e incluso muy especialmente al individuo. porque éste es el más débil frente a las conexiones totales. St:' trata del polo personal de lo que signifi-
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can ·mundo· y ·existencia·, y de la cuestión de cómo puede tener lugar este •cuidado· por el polo personal, que ha sido siempre tenido como el contenido más consolador de la idea de providencia. Es evidente que una situación en la que el curso de la realidad del mundo coincide con la vida individual no es más que fábula. En ésta, sí, el árbol que produce el fruto se preocupa del hambre del hombre, y los animales le ayudan en sus necesidades, Pero, incluso en la fábula, a quien esto acontece no es al hombre personalmente acrisolado, sino al que ha nacido con buena estrella. Las valoraciones personales vienen sólo después. Con ello, empero, el hombre es llevado a una actitud --de una u otra especie- ·natural·, y la unidad surge a costa de lo personal en sentido estricto... La providencia del Nuevo Testamento no significa, en cambio, nada próximo a la fábula, ningún consuelo en el reino del sueño y de la fantasía, sino realidad. Más aún, una concepción del tipo de la fábula será más contraria al mensaje del Evangelio que la afirmación inequívoca de que la doctrina de la providencia es inaceptable, porque contradice la experiencia del mundo. Las interpretaciones hasta ahora examinadas o bien abandonan fundamentalmente la realidad y trasladan el fenómeno al reino de la fantasía, o bien contemplan la realidad con los ojos semicerrados, es decir, se aferran a lo que coincide con sus deseos, corren un velo sobre lo que los contradice y llaman religiosidad a esta actitud. La predicación del Nuevo Testamento, en cambio, se refiere a la realidad y significa algo muy preciso. Por lo que se refiere, finalmente, a aquellas interpretaciones en las que el hombre se arroga él mismo la función de la providencia, tales concepciones abandonan tan evidentemente el concepto mismo de aquello de que se trata, que carecen de toda relevancia para el entendimiento del mensaje bíblico de la providencia. En lugar de llevar el concepto de la esfera infantil al de la conciencia adulta, lo que hacen es eliminarlo en su mismo fundamento. 111. El concepto bíblico
Si queremos percibir lo esencial de este concepto, tenemos que volver los ojos a la revelación. El pasaje clásico -apoyado y desarrollado por otros- es el siguiente: ·Por eso os digo: No
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andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestimos? Que por todas esas cosa se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura· (Mt 6,25-33). A primera vista, parece que se trata de representaciones de fábula, o también de ideas entusiásticas e incluso idílicas de un hombre sereno, piadoso y muy fuera del mundo. La impresión desaparece, empero, pronto, si se considera la clave del sentido del todo, la cual se halla en las palabras: ·Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura•; y si a ella se añade la actitud del que habla, la cual no tiene nada de ensoñadora en sí, sino que, al contrario, es realista hasta una profundidad no conocida al ·hombre realista• ordinario. De acuerdo con ello, el mensaje de la providencia parece querer decir lo siguiente: ·Cree en el Dios que se te presenta en la revelación, y que es algo completamente distinto del 'nous' de los estoicos o del ser universal de cualquier experiencia religiosa, que es, más bien, el Padre celestial, oculto en sí y sólo revelado por Cristo. Incorpora a tu actitud como lo más importante la nueva posibilidad de existencia que se abre desde ese Dios: su 'reino', tal como se expresa en las súplicas del Padrenuestro, 'venga a nos el tu reino', 'hágase tu voluntad'; y si lo haces así, este reino se hará realidad en tu tomo, y tú mismo recibirás lo que necesitas para vivir•. No se dice, por tanto: ·Confía en el curso de las cosas; las cosas discurren adecuadamente y discurrirán también adecuadamente para ti•, añadiendo, si es necesario, resignadamente: ·si algo va de otra manera de la que a ti te pare-
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ce bien, tienes que conformarte con ello·. Lo que se dice es, más bien: ·Convierte en centro de tu vida el deseo de Dios, el cuidado por su reino, y el mundo cambiará en tomo tuyo; los órdenes de la existencia se pondrán a tu setvicio, los acontecimientos tendrán lugar y las cosas irán a tu encuentro en la forma mejor para ti•. No se profetiza sólo que si el creyente soporta las privaciones y se sobrepone al dolor, experimentará, por virtud de ello, purificación y provecho, sino que recibirá lo que le es necesario para su vida. Para ello no necesita luchar por las cosas y retenerlas; al contrario, esto es justamente lo que no tiene que hacer, al menos tal como lo hacen los ·gentiles•, es decir, aquellos que sólo conocen el mundo y las potencias del mundo. Las cosas se ordenarán, más bien, en su torno, y vendrá a él lo que necesita. Todo ello se convierte en fábula tan pronto como desaparece la condición de que pende, a saber, el cuidado por el reino de Dios, junto con la decisión de que hablan las palabras anteriores: •Nadie puede setvir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis setvir a Dios y al Dinero• (Mt 6,24). De lo que aquí se habla es, pues, de cualquier cosa menos de fábula o entrega piadosa; es, más bien, una dura decisión, a saber, una decisión por el señor verdadero contra el falso, y una decisión eficaz, de tal especie, que de ella surge todo un nuevo cuidado por la vida y un orden de valores de estructura distinta al natural. La providencia no es, por tanto, algo concluso; no un orden del curso universal, oculto quizá y dificilmente accesible, pero, sin embargo, dado y cognoscible por el hombre, y en el que éste pudiera, por tanto, insertarse. La providencia es, más bien, algo en devenir, y que deviene en dirección al hombre que se abre camino a la pureza de la fe y al amor del reino de Dios ... Pero tenemos que ser más precisos. Providencia es también algo que tiene lugar sin el hombre del que en el momento se trata; providencia es el conjunto del acontecer universal, el cual es un gobierno de Dios y está pensado por él, el creador y guía de la vida, en orden a la salvación del hombre. Sin embargo, esto sólo constituye el comienzo de la providencia. A su esencia propia y a su plenitud llega, cuando el hombre al que está dirigida entra con fe responsable en aquella transformación de la existencia de la que habla Jesús. Las cosas se comportan en derredor suyo de una manera diferente a como, en otro caso, lo harían; le son
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ordenadas por Dios de una manera especial. El mundo en su torno aparece en una conformación de sentido y de eficiencia, cuyo motivo está constituido por el amor del Padre por sus hijos --o, digamos con menos lirismo, por el amor del Padre por su hijo y por su hija-. En el acontecer de la existencia se impone la dirección hacia la nueva creación, en la cual el hombre nuevo vive bajo el nuevo cielo y sobre la nueva tierra; y tanto más intensa y puramente, cuanto más pura es la fe y más denodado es el amor de este hombre. IV. Providencia y mundo propio
Ahora bien, ¿cómo puede ser pensado este hacerse otra realidad en tomo al creyente? ¿No se trata aquí también de una fábula? Quizá nos hará avanzar en el camino de la respuesta una cuestión que planteamos ya en la primera parte de esta investigación: ¿cuál es el aspecto del mundo en torno del hombre individual? Este mundo no es simplemente un trozo del mundo en general, sino una conformación; lo que, a diferencia del mundo total, se llama el mundo propio. Este mundo propio constituye una selección del mundo general y, a la vez, una conformación de lo seleccionado. El mundo propio está constituido por aquellos elementos del mundo general que ejercen influencia sobre un hombre concreto y, de otro lado, por aquello que surge del obrar de este hombre. El mundo propio determina al hombre, pero recibe, a la vez, determinaciones por parte de éste. Tomado como acontecer, este mundo propio es el destino. También el destino es una selección cuyo punto de referencia es un hombre concreto, una selección cuya materia es el acontecer, o, mejor dicho, lo que a este hombre podría acontecer. No todo lo que podría sucederle le sucede efectivamente. Ahora bien, lo que le sucede no es casual-entendida la palabra en relación con la lógica de esta existencia individual conformada en sí-, sino, al contrario, determinado precisamente por esta lógica. Desde luego, al hablar así no debe tomarse al hombre sólo de acuerdo con lo que de él aparece en la superficie, sino también de acuerdo con lo que en él hay oculto -oculto e inconsciente incluso para él mismo-. El mundo propio consiste en las cosas y acontecimientos del mundo común referidas al hombre individual en cuestión. Este 158
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mundo propio es el resultado de una selección que es obra, sobre todo, de los sentidos del hombre en general, como de los sentidos del hombre en particular de quien se trate. Lo que no percibo no pertenece a mi mundo, o actúa en él sólo con eficiencia física. La selección tiene lugar, finalmente, por las peculiaridades del carácter, por el ánimo dominante, las funciones del orden y de la constitución de medios, etcétera. Todas estas formas de comportamiento filtran la totalidad de lo existente y de lo posible. Lo uno es eliminado, lo otro, recibido, y lo recibido se inserta nuevamente en un orden. Surge así un centro teleológico desde el cual se valoran las cosas, una perspectiva según la cual son ordenadas, etc. A medida que se aproxima a sus bordes, este mundo propio va fundiéndose con el mundo de lo ajeno y desconocido. Desde aquí le amenaza siempre el peligro. Rechazar la invasión del mundo común en el mundo propio, mantener éste frente a aquél, constituye el trabajo maravilloso, siempre perturbado y siempre reanudado del individuo, un trabajo que logra su propósito sólo según las fuerzas del hombre de que se trate. Un mundo propio es tanto mayor, tanto más rico, tanto más conformado cuando más decidida es la autoafirmación de la persona en cuestión, cuanto más clara y tranquila es su voluntad -sobre todo, la inconsciente--, cuanto más serena es su fuerza vital. El mundo propio tiene, en efecto, un carácter distinto según la actitud del individuo que lo sustenta. En torno a un hombre codicioso pero también inseguro en lo más profundo de su ser, las cosas se comportan de distinto modo que en torno a un hombre desinteresado y fuerte a la vez. En torno a un hombre impulsado siempre por proyectos y que constantemente quiere hacer algo o conseguir algo se conforma la existencia de una manera distinta que en torno a un hombre que vive proyectos concretos pero, a la vez, intensamente. El que ama posee un mundo propio distinto del que posee el duro de corazón o el envidioso; el sincero y auténtico, otro que el mentiroso y astuto; el generoso y liberal, otro que el egoísta o dominante. También distintas capacidades crean distintos mundos propios. En un hombre con destreza, por ejemplo, el instrumento se adapta sin esfuerzo al movimiento de la mano, del brazo, del cuerpo entero, y consigue el efecto deseado; en otra persona, en cambio, no se establece la conexión entre el instrumento y el movimiento del cuerpo, el trabajo fracasa, el instrumento se rompe, el objeto queda estropeado. Ahora bien,
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como el mundo propio de un hombre consiste, en una buena parte, en relaciones instrumentales, recibe carácter muy distinto de acuerdo con la clase y medida de destreza que el hombre en cuestión posea; y así el mundo propio es exacto, amable, fecundo, ligero, o bien bloqueado, hostil, lleno de trabas y fracasos. Lo mismo podría decirse de la existencia o no existencia del elemento artístico, o de l~ relación originaria con los seres vivos, con las plantas, animales, niños, con los pobres, con los enfermos. No se trata de que el martillo se resista en el uno y ayude, en cambio, al otro. ·El martillo· no tiene en absoluto ninguna iniciativa; lo que sí tiene es una ley esencial, una verdad, y, según que se dé curso libre o se obstaculice esta verdad, el martillo se convierte en una fuerza perturbadora o servicial. Decir que la cosa •quiere• algo, sería entrar en el terreno de la fábula, pero la cosa •es• algo, y decirlo así es expresar la realidad. La cosa no es sólo objeto, sino también sentido en sí misma, y desde este punto de vista, una fuerza que actúa de una u otra manera según la actitud humana que determina la conformación del mundo propio. En los distintos mundos propios discurren así los destinos de modo diferente, más aún, podría decirse que los destinos no son otra cosa que los mundos propios como formas del acontecer. Destino es, en primer lugar, aquello que acontece. Pero lo que acontece no tiene lugar sólo desde fuera, sino también desde dentro, no sólo desde las cosas, sino también desde el hombre. Cuando descarga un rayo, el proceso tiene lugar en virtud de condiciones atmosféricas, sobre las que el hombre no tiene influencia. En principio, aquí no puede hablarse para nada de determinaciones del mundo propio, no obstante lo cual, tampoco en este caso se trata de un acontecer ·objetivo•, ya que el rayo no cae sobre la casa ·del· hombre, sino de ·este• hombre, y la casa se encuentra en un determinado estado, los habitantes en una determinada conexión vital, de tal suerte que todo ello presta distinto carácter al proceso mismo. Existen asimismo acontecimientos que se producen por una interacción de causas •objetivas•, independientes del hombre mismo: así, por ejemplo, los accidentes. Un accidente puede tener lugar, a veces, simplemente como la descarga del rayo, aunque en él juega siempre un papel el comportamiento del hombre, su fuerza defensiva, su tendencia destructiva. Hay muchos casos, empero, como lo muestra la psi-
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cología, en que el accidente es provocado por el comportamiento de la víctima, el cual, a su vez, es guiado desde el interior de esta manera inconcebiblemente precisa, movido por impulsos internos que ella misma desconoce. Ahora bien, estos •impulsos· constituyen justamente aquella actitud conformadora que determina el acontecer del mundo propio. ¿Qué otra cosa significa la frase de que este hombre tiene •suerte• y aquel otro, en cambio, no? ¿Qué significa ·la racha de mala suerte• o de ·buena suerte•? ¿Por qué se logra una cosa en un momento, y en otros, en cambio, no? ¿Por qué suceden hoy las cosas de distinta manera que ayer, como si el mundo no fuera el mismo, sólo porque hoy •me he levantado con el pie izquierdo·? Y es que el mundo no es efectivamente el mismo, porque -el mundo· con el que tengo que ver no es el mundo fisico en general o una totalidad -objetiva• de las cosas, sea ésta la que sea, sino mi •mundo propio•, y este mundo sólo en su mitad interior, constantemente de mi, recibiendo su carácter también constante de mi. Yo soy verdaderamente ·el artífice de mi suerte•, entendida la frase en un sentido mucho más profundo y eficiente que lo que lo hace la mayoría de las veces la moral racionalista. El concepto de ·destino· parece querer decir, en principio, que su curso es inevitable. Esto es, sin embargo, un engaño, cuyo sentido se encuentra, quizá, en que la conexión finísima y complicadísima sólo funciona adecuadamente cuando no se tiene conciencia de ello. En realidad, hay muchas posiciones de partida en el destino que escapan a la influencia del hombre; otras, en cambio, la mayoría, no, y ello porque el hombre se influye a sí mismo. No sus cualidades originarias, las cuales le son dadas, y son, por tanto, rigurosamente destino, pero sí su actitud. Este concepto ha de tomarse, eso sí, de manera suficientemente profunda. Actitud no significa sólo que conscientemente se quiere, ni siquiera el rasgo fundamental cognoscible de este querer. Ni debe tampoco concebirse moralmente como la afirmación del bien o del mal. •Actitud· es, más bien, la profunda posición que precede todo querer consciente; el hermetismo o apertura internos, la angostura o generosidad, el miedo o la disposición a la ayuda, la debilidad o la fuerza, todas las cuales son propiedades que determinan el querer y dirección primeros de la vida, constituyendo así, sin más, su decisión preliminar. En la misma medida en que la actitud se modifica -y puede modificarse; en este
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punto tiene lugar la verdadera •metanoia- se modifica también el destino6'. ¿Qué significación no tendrá, por tanto, desde el punto de vista de la formación del mundo propio y del destino, el que un hombre está referido a Dios como lo dice la palabra de Cristo de tal manera que el cuidado por el reino de Dios sea su •primera· preocupación? ¿Qué significación no tendrá, si pensamos en la generosidad, en el cobijo en lo último y en la serenidad en lo penúltimo, que de esta referencia tienen que manar? En tomo a un hombre con esta actitud, las cosas tienen que comportarse -incluso dentro de la pura mundanidad- de otra manera que en tomo a un hombre que ha tomado partido por el mundo, que se angustia por él y, a la vez, tiene miedo de él, que se aferra a él y huye de él, que está en contacto Último con él y, justamente por virtud de esta proximidad, es ciego para él. La sabiduria dice que la existencia sirve a aquel que no necesita de ella, que el mundo se entrega al hombre que es independiente de él y que la dicha sólo la encuentra el que no la busca; en esta dirección actuará también aquella concordancia con Dios, pero desde una profundidad y con una fuerza inaccesible a la mera sabiduña del mundo. Y porque este acuerdo no es de naturaleza teleológica o moral, afecta los impulsos más Últimos, determina las fuerzas que, en sentido propio, dan la dirección, y modifica así uno de los polos del mundo de la existencia. Por virtud de ello, el otro polo queda situado en una nueva relación y todas las cosas se transforman. Con ello no se ha visto, empero, lo esencial, sino que se ha despejado sólo el horizonte para la mirada. Lo esencial mismo se muestra desde la revelación. Un creyente en este sentido constituye, por así decirlo, el punto de entrada para la fuerza creadora de Dios dirigida al mundo. El mundo no es algo definitivo, sino que se encuentra en la mano creadora de Dios. El mundo no es como lo ve el sentimiento moderno: existente en sí y normativo, de tal suerte, que la medida de lo posible sólo puede extraerse de él, pero él " 7 A esto apuntaba también el Oráculo de la Antigüedad clisica cuando trataba de cambiar el destino con sus sentencias. El oráculo mostraba al que preguntaba el camino por el que podia influir sobre su actitud conformadora y con ello también sobre su mundo. Si un hombre se hace hacia el interior más veraz, mis generoso, mis interesado, más libre, mis capaz de amor, es posible también que se aparte de él una fatalidad.
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mismo, como totalidad, no puede ser nunca puesto en cuestión. El mundo existe, más bien, constantemente desde la voluntad creadora del mundo; es en absoluto potencia respecto a esta voluntad y la obedece. Cuando la materia es penetrada por la vida, se comporta de otra manera a cuando sólo se mueve dentro de las leyes inorgánicas. Desde el punto de vista de la mera materia, este comportamiento seria una fantasía, mientras que en ámbito de eficiencia de la vida es completamente natural. Tan pronto como lo biológico está determinado por el alma, lleva a cabo otras cosas que cuando sólo consiste en crecimiento e instinto. Todo profundizamiento del ánimo, toda intensificación moral, toda superación personal lleva al sector biológico a realizaciones más elevadas, no propias de su esencia, y, sin embargo, ahora completamente de acuerdo con su esencia. La revelación nos dice que las posibilidades del mundo no están limitadas a su estado ·natural· -a efectos que el mundo puede producir desde si-, sino que trascienden ilimitadamente de éste. A las cosas les es propia, como decía la fllosof'ta escolástica, una •potentia obedientialis·, una capacidad de obediencia frente a todo poder apto verdaderamente para •mandar·, cuyas posibilidades no pueden medirse de antemano. La existencia da tanto como este poder -principio o voluntad-la obliga a dar; y lo dado por virtud de este poder no es fábula, sino lo que deber ser. Entendida como totalidad, la existencia está sí también abierta a la voluntad creadora de Dios. Esta voluntad puede proyectarse en cualquier punto, porque Dios es el señor del mundo, y entonces tiene lugar el milagro en el sentido de lo extraordinario. ·Un• punto, empero, ha mencionado Dios mismo en el que se proyecta con seguridad y regularmente, tan pronto como se den las condiciones exigidas por él: la existencia del hombre creyente, del hombre que ama el reino de Dios. Aquí toma Dios al mundo en su mano y el mundo le obedece. En tomo a este hombre el mundo entra en un estado nuevo, y se comporta, como se dice en el Sermón de la Montaña, no simbólicamente o según la impresión subjetiva, sino en realidad. En este punto el mundo da un paso hacia una posibilidad dada en él como •potentia obedientialis·, pero que nunca podria realizarse sólo desde él mismo: el mundo se convierte en aquel mundo ordenado a los hijos de Dios, es decir, en nueva creación. Dios quiere que la existencia santa sea, pero ello no puede tener lugar más que a través de la libertad. Si ésta se cierra, Dios se
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encuentra ligado; si se abre, en cambio, surge aquella amplitud en la que Dios tiene mano libre, y c6mienza la segunda creación, la •recreatio· de la antigua teología. Éste es el milagro constante, cuyo anuncio es la preocupación más íntima de Jesús: el milagro de la existencia cristiana, el devenir del nuevo mundo en torno al hijo de Dios. Ello no tiene nada que ver con leyendas ni con fábulas. Ni en un sentido objetivo, porque no anula las leyes de la naturaleza, sino que las llama al servicio de un acontecer legítimo y superior; ni tampoco en sentido subjetivo, porque la actitud que presupone no es fantasía piadosa, o pura ligereza que confía en Dios, sino fe en toda su grave dimensión. Esta fe se revela con claridad especial en las figuras de aquellos que con incondicionalidad heroica refirieron todo a Dios: en los Santos. Y aquí hemos de corregir el juicio formulado más arriba con el uso negativo de la palabra ·leyenda•. Hay la leyenda literaria, que no es más que fabulación religiosa o mera sentimentalidad, pero hay también la leyenda seria, a la que se expresa una auténtica experiencia de existencia cristiana, como, por ejemplo, la Vita de san Martín de Tours por Sulpicio Severo o los Diálogos de Gregorio el Magno sobre Benedicto de Nursia o las Florecillas de san Francisco. Estas historias son absolutamente serias y además verdaderas. Hasta qué punto lo son en el sentido de que los milagros relatados hayan tenido lugar realmente así, puede dejarse en suspenso, pero no es tampoco lo esencial. Lo importante es el carácter que tenía la existencia entera en torno a estos hombres llegados a santos. O, para decirlo más exactamente: en torno a estos hombres, a los que les había sido concedido el carisma de representar, no sólo de modo grandioso, sino también revelado, lo que tiene lugar en toda existencia creyente. La manera cómo las cosas se comportan con ellos, el carácter que el mundo reviste en tomo a ellos, el hecho de que se trata de la misma realidad conocida, y, sin embargo, de una realidad de especie distinta, la llegada constante del reino, la penetración poderosa, inquietante y bienaventurada de la nueva creación en su espacio existencial: todo ello se expresa en la leyenda por los relatos de milagros. Es inesencial si los prodigios han tenido realmente lugar; esencial es el milagro total de esta existencia, el devenir de lo nuevo en ejecución de la providencia, y esto es verdad. El santo no es un fenómeno particular, sino que tiene su sentido en el todo de la existencia cristiana. Es el santo el que nos hace claro lo que es realidad por doquie-
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ra, en los distintos grados de potencia y pureza, y, sobre todo, en forma no llamativa. Nunca podrá demostrarse exactamente, en cada uno de los casos, que este viraje del acontecer, que esta disposición de las cosas descansan en algo distinto que en la serenidad interior del hombre en cuestión, o en su capacidad para tomar la realidad; y ello tanto menos cuanto más auténtico sea el hombre de quien se trate. Siempre podrán aducirse conexiones •naturales• que expliquen el acontecer, especialmente si, desde un principio, existe la convicción de que no pueden existir más que aquéllas. De hecho estas conexiones se dan siempre, porque lo nuevo no consiste en milagros que tengan lugar en un espacio vacío, sino en la forma en que, partiendo del centro vivo de la personalidad abierta en la fe, se conforman en mundo propio las conexiones •naturales•; y ello en influencias, a menudo imperceptiblemente sutiles de dirección, moderación, profundizamiento, en modificaciones de la perspectiva y del fin, etc. Es preciso, por ello, el ojo que ve, y con absoluta seguridad no hay ojo humano que vea aquí. En último término, todo se encuentra en la fe. Esta fe -la del hombre en cuestión y la del que lo contempla- es puesta a dura prueba, cuando la profecía no se cumple al parecer, y cuando se carece ·de lo que el hombre tiene que comer y beber y vestirse•. Decir algo sobre ello es muy dificil. La primera respuesta será, sin duda, la de que la profecía está unida a que, ·en primer lugar·, se busque realmente ·el reino y su justicia•, de tal suerte que el que pregunta deberá dirigir la pregunta, ante todo, a su propia conciencia. La segunda será la de que el don de comida, bebida y vestido se encuentra inserto en la sabiduría del Padre, quien •sabe lo que necesitamos•. Pero también necesitamos ser puestos a prueba, de manera que la providencia puede consistir en negarnos lo primeramente necesario. El escepticismo replicará que, con ello, todo queda anulado. Pero esto no es exacto, sino que la providencia es entendida como providencia de Dios, quien sabe no sólo lo que necesitamos de acuerdo
con nuestra opinión, sino lo que verdaderamente necesitamos. Nuestra existencia está más segura en Su juicio que en el nuestro; más aún, sólo en Su juicio está recta y adecuadamente segura. Sus criterios son de naturaleza divina, lo que quiere decir, que guia y dirección de nuestro destino discurren a través de lo para nosotros inconcebible. La crítica responderá que con ello todo queda desplazado a la región de lo incontrolable. Si ·incontrolable· sig-
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nifica tanto como superficial y fantástico, la objeción no es cierta, pues los fundamentos del pensamiento se han mostrado como rigurosos en máxima medida. Si lo que quiere decirse es, empero, que la estructura total de lo que significa providencia está en el misterio y no es, por eso, transparente al hombre, entonces la observación sí es exacta. El acto con el que la providencia es aprehendida, no es cálculo y examen, sino fe y confianza. Esta ·fe• -y ello ha sido puesto ya en claro- no tiene, empero, nada que ver con lo que con la palabra entendía el pensamiento de los últimos cien años, el cual tenía por fe sentimiento piadoso, vislumbre subjetivo, infantilidad u otros conceptos con los que trataba de distinguirla del •saber· digno de tomarse en serio. Con todo ello se ha dicho ya que el sentido de la providencia tiene que ser, en último término, de naturaleza escatológica. La providencia está dirigida a lo que ha de venir. En la carta a los Romanos dice san Pablo: ·Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto·< Rm 8,18-22). La providencia está dirigida en tanto a lo que ha de venir, en tanto que el acontecer está aquí envuelto todavía en la oscuridad del•status viae•, y sólo se hará visible en ·el Juicio, el