Narración y ficción: Literatura e invención de mundos 9783954871049

Aborda el análisis de ambas nociones con un enfoque diacrónico desde el mundo antiguo hasta la actualidad, deteniéndose

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Spanish; Castilian Pages 266 Year 2012

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Table of contents :
Índice
1. Presentación
2. El concepto de mímesis : hitos en la historia de un concepto
3. La noción de ficción narrativa: propuestas modernas
4. Ficción implícita y explícita
5. Cierre
Apéndice: textos de creación citados
Bibliografía
Índice analítico
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Narración y ficción: Literatura e invención de mundos
 9783954871049

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NARRACIÓN Y FICCIÓN Literatura e invención de mundos Antonio Garrido Domínguez

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NARRACIÓN Y FICCIÓN Literatura e invención de mundos

Antonio Garrido Domínguez

Iberoamericana • Vervuert • 2011

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Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2011 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2011 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-618-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-865-27-674-2 (Vervuert) Depósito Legal: Diseño de cubierta: Carlos del Castillo Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

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En memoria de José Antonio Mayoral

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Índice ....................................................................................................

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2. El concepto de mímesis: hitos en la historia de un concepto .............................................. El mundo antiguo: Platón y Aristóteles ................................................. El Renacimiento: Sydney y Cervantes ..................................................... Prerromanticismo y Romanticismo: ........................................................

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3. La noción de ficción narrativa: propuestas modernas ..... El paradigma mimético-realista................................................................... El enfoque retórico-formal ........................................................................... La pragmática ..................................................................................................... El hábitat de la ficción: la construcción de mundos ......................... Los cometidos de la ficción: el giro cognitivo ...................................... Ficción narrativa y realidad virtual ...........................................................

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4. Ficción implícita y explícita

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1. Presentación

5. Cierre

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Apéndice: textos de creación citados Bibliografía

Índice analítico

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. Presentación

A estas alturas resulta poco cuestionable que la noción de ficción —en sus diversas manifestaciones— ha entrado a formar parte del horizonte intelectual de las últimas décadas del siglo xx y comienzos del xxi y es objeto de estudio en este momento por parte de numerosas disciplinas: Filosofía, Lingüística, Sociología, Neurología, Psicología, Antropología, Evolucionismo, Teoría literaria, etc. Dicho interés se ha visto reforzado, sin duda, por algunos rasgos o tendencias característicos del tiempo en que vivimos, como la crisis del sujeto, la indistinción de fronteras entre realidad y ficción, la creciente virtualización del mundo como consecuencia del auge de las tecnologías de la comunicación (en especial, Internet), el escepticismo respecto de la capacidad de la lengua para reflejar el mundo, el influjo de corrientes como la deconstrucción, etc. Este libro aborda el análisis de esta compleja noción desde una perspectiva preponderantemente diacrónica y puede muy bien considerarse un recuento de sus diversas acepciones a lo largo del tiempo, comenzando por el mundo antiguo (Platón, Aristóteles, Luciano, Pseudo-Longino) y deteniéndose en aquellos momentos en que se está gestando o se lleva a cabo un cambio de paradigma, como es el caso del Renacimiento (Sydney, Cervantes), Romanticismo (fundamental para la moderna consideración del concepto) y, de manera especial, en los planteamientos surgidos en la segunda mitad del siglo xx y comienzos del xxi: el mimético-realista (nuevas versiones), sintáctico-formal, semántico y pragmático, constructi-

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Narración y ficción

vismo, poética de la imaginación, hermenéutica, Nueva Ficción y cognitismo, fundamentalmente. Pero, como se irá viendo en el decurso de este trabajo, no son los teóricos de la literatura los únicos protagonistas de la reflexión en torno a este controvertido concepto que debe mucho, además del interés despertado por él entre los estudiosos de otras disciplinas humanas, a los propios creadores. La categoría de ficción —obviamente, no el término, que es mucho más reciente— arrastra de los mismos comienzos de la reflexión en torno a ella una enorme conflictividad a causa, principalmente, de las divergencias a que dan lugar los diversos enfoques. Tal es el caso, como se verá muy pronto, de Platón y Aristóteles; otras, en cambio, han de atribuirse a las actitudes de los escritores ante el producto de su trabajo. Una larguísima tradición —que, con el paso del tiempo, ha adquirido rango de ley dentro de la institución literaria— trata de presentar como verdadero incluso lo más fabuloso o apartado de la realidad empírica: mitos, relatos fantásticos, etc. Luciano de Samósata constituye una excepción realmente notable por cuanto nada contra corriente respecto de esta tendencia y, aun a costa de socavar su propia credibilidad como narrador, confiesa sin titubeos ante el lector lo que opina de tales relatos y sobre el grado de verdad que encierran: Concluí por no reprocharles mucho por todas las mentiras que encontré al leerlos, viendo que eso ya es algo habitual incluso entre los que prometen filosofar. Pero me extraña en ellos lo de que hubieran pensado que pasaría inadvertido que no escribían la verdad. Por lo que también yo, empeñándome por vanagloria en dejar algo a los venideros, para no ser el único desheredado en la libertad de contar mentiras, puesto que nada verdadero tenía que referir —porque nada digno de mención me había ocurrido—, me he dedicado a la ficción de modo mucho más descarado que los demás. Aunque en una sola cosa seré veraz: en decir que miento... Escribo, por tanto, de lo que ni vi ni comprobé ni supe por otros, y es más, acerca de lo que no existe en absoluto ni tiene fundamento para existir. Con que los que me lean no deben creerme de ningún modo (Relatos verídicos, & 4).

Es preciso reconocer que esta cita anticipa de algún modo la quiebra de una larga tradición según la cual la credibilidad del narrador trata de apoyarse en factores externos: la invocación de los antiguos a los dioses o a las musas, la de los escritores medievales a la autoridad de los clásicos, la que argumenta a partir del protagonismo de los hechos referidos, la del que, a modo de historiador, trata de fundamentar racional y documentalmente la narración, etc. Con todo, lo realmente innegable es que leer la ficción

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Presentación

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con la disposición que recomienda Luciano daría lugar sin duda a más de un conflicto lógico y, en última instancia, a buscar sustitutivos para la tarea —por muy gratificante que resulte— de entregarse sin prejuicios ni limitaciones a la lectura de un libro. De esta actitud resultarían también indudablemente otros inconvenientes catalogados por F. Martínez Bonati (1997: 159) como un ‘escándalo gnoseológico’: En verdad hace falta un esfuerzo nada fácil de extrañamiento para percibir la peculiaridad lógica y gnoseológica del discurso novelístico: hay que tratar de leerlo, no como novela, sino como si fuera un relato de hechos reales. Efectuado el traspaso a esta clave del contexto real de nuestra vida, nos damos cuenta de que no podemos leer así el texto novelístico; solo podemos leer, imperfectamente, algunos trozos de él, y nos vemos forzados a dejar esta empresa. Y es que, leyéndolo así, como relato de veras, no podemos tomarlo en serio, no podemos darle crédito.

Además de las muy convincentes razones que aporta Martínez Bonati para apoyar su tesis, es preciso admitir que los argumentos últimos a favor de los posibles obstáculos que ofrece un texto de ficción cuando se acomete su lectura como si se tratara de un texto no ficcional se encuentran en otra parte y se vinculan directamente con la naturaleza de los textos y de los mundos que portan en su interior. En otros términos, se hace imprescindible recurrir a la compleja noción de ficción para, desde ella, ir solucionando paulatinamente las dificultades que los textos literarios plantean de continuo. No quiero terminar esta presentación sin dejar constancia de mi agradecimiento a la Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa de la Junta de Andalucía por la subvención concedida para la publicación de este libro.

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. El concepto de mímesis: hitos en la historia de un concepto

El mundo antiguo: Platón y Aristóteles La primera propuesta importante en el tiempo en torno al concepto de ficción es la de Platón y es preciso reconocer que su figura ha vuelto a concitar durante las últimas décadas el interés de los estudiosos y, desde luego, razones no faltan. En la postura platónica suelen distinguirse dos épocas bastante diferenciadas: la primera abarcaría diálogos como Ión, Apología de Sócrates y Menón; la segunda corresponde a una etapa de madurez y está representada por La República. En los trabajos de la primera época se aborda el estudio de la ficción desde la perspectiva del mito y la valoración que se ofrece de ella es relativamente positiva. Las creaciones literarias, sostiene el autor, se alojan en el dominio de las manifestaciones religiosas, la adivinación, la posesión demoníaca y la locura; de ahí la analogía entre el poeta y el sacerdote o intermediario de los dioses, el vate o iluminado, el poseso, el médium o el demente. Todos ellos tienen en común el no pleno disfrute de sus facultades mentales en el momento de llevar cabo las funciones que le son propias. Dicho en otros términos: se impone la imagen del poeta enajenado, que escribe al dictado de las fuerzas externas —sobrehumanas, por supuesto— que se han posesionado de él y lo utilizan como transmisor de los mensajes que los dioses desean hacer llegar a los hombres. De ahí que los poetas no tengan motivos para la presunción que es tan habitual en ellos: nada de lo que dicen ni cómo lo dicen les pertenece, limitándose a expresar lo que les inspira el daimon correspondiente.

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La poesía es, pues, revelación, y de ello dejan poca duda las palabras del autor: Porque todos los poetas épicos, de los buenos poetas hablo, producen sus hermosísimos poemas no como efecto de un arte que poseen, sino por ser ellos mismos inspirados y poseídos por un dios. Y otro tanto les ocurre a los poetas líricos. Porque así como los que son presa del delirio de los Coribantes no están en su razón cuando danzan, así tampoco los poetas líricos disfrutan del pleno dominio de su razón cuando componen sus hermosísimos versos, pues apenas han hecho pie en la armonía de la cadencia son presa de báquicos transportes y poseídos de este fuego - tal como les ocurre a las bacantes... (Ión: & 533e-534a).

Con todo, los argumentos más contundentes y descalificadores se presentan en los libros III y X de La República. En el primero —en el que se ofrece una visión secularizada de la poesía— son razones de índole moral las que animan las palabras de un Platón empeñado en la construcción de la ciudad ideal. La poesía es condenada porque atenta directamente contra dos de los valores básicos de dicha ciudad: la verdad y el perfeccionamiento humano. Contra la primera, porque las creaciones de los poetas constituyen un conjunto de mentiras y exageraciones que ejercen un influjo nefasto sobre la juventud; pero son, además, perniciosas por cuanto ponen ante los ojos de niños y jóvenes toda una galería de malos ejemplos de conducta que puede inducirlos a hacer lo que no deben: el padre que muere a manos de su propio hijo, el tío que trata de impedir el enterramiento de su sobrino, la suegra enamorada de su yerno, la madre que sacrifica a sus hijos por vengarse del marido, etc. Con todo, lo peor es que, llevados de un afán de impresionar a sus receptores, pintan con tal crudeza y exageración los horrores de la guerra que, después, los jóvenes se niegan a realizar el servicio militar. Por si fuera poco, propenden a hablar de los dioses en términos demasiado humanos, atribuyéndoles defectos, errores e incluso maldades. No queda, pues, más opción que la condena y el destierro de la poesía, a no ser que se someta al criterio de los rectores de la ciudad: “Por todas estas razones desterremos de nuestra ciudad esta clase de ficciones, por temor de que engendren en la juventud una lamentable facilidad para cometer los mayores crímenes” (República, libro III, 391b-392a ). Por si las razones de índole moral pudieran considerarse poco pertinentes, Platón retoma la cuestión de la imitación en el libro X para asestar el golpe definitivo a cualquier intento de justificación del arte mimético. Los argumentos esgrimidos son ahora de carácter mucho más consistentes

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El concepto de mímesis

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y se apoyan decididamente en los pilares básicos de su sistema filosófico. La literatura es acusada aquí de máximo alejamiento de la fuente del ser, no obstante su propalada cercanía a aquellas realidades (objetos, personas, acciones, etc.) a las que pretende imitar. El ejemplo de la cama le permite organizar su argumentación a partir del establecimiento de varios grados o niveles de realidad de acuerdo con la mayor o menor proximidad al mundo de las ideas (donde se encuentra la esencia del ser). Así, pues, en el centro de la ontología platónica se encuentran las ideas y, en este caso concreto, la idea de cama; la cama que construye el carpintero constituye una primera imitación de la idea correspondiente y, así, la cama que tanto el pintor como el poeta representan es inevitablemente una ‘imitación de imitaciones’, alejada por tanto en tres grados de la idea de cama. Por consiguiente, las imitaciones de los poetas están afectadas, no obstante su pretendida fidelidad a la realidad, de un agudo proceso de desrealización que las descalifica en cuanto modelos o sucedáneos de la misma (por cierto, ideas parecidas pueden encontrarse en la polémica de Lukács con la Escuela de Frankfurt —y, específicamente, con B. Brecht— al enjuiciar el papel de las vanguardias). Así, pues, la literatura es un arte de apariencias, practicado por alguien que, precisamente por su ignorancia de lo que imita, podría representar igualmente la luna, un caballo o un árbol sin tener ningún conocimiento de estos objetos, ya que se limita a ofrecer una serie de impresiones subjetivas: El arte de imitar está, por consiguiente, muy distante de lo verdadero y si ejecuta tantas cosas es porque no toma sino una pequeña parte de cada una; y aun esta pequeña parte no es más que un fantasma. El pintor, por ejemplo, nos representará un zapatero o un carpintero o cualquier otro artesano, sin conocer nada de estos oficios. A pesar de esto, si es un excelente pintor, alucinará a los niños y al vulgo ignorante mostrándoles de lejos el carpintero que haya pintado, de suerte que tomarán la imitación por la verdad (República, X, 598b, c).

En suma, la descalificación platónica de la literatura dramático-narrativa se lleva a cabo en base a tres criterios: su origen, el objeto y la naturaleza de la imitación. En cuanto al primer punto, Platón deja muy claro que tanto la energía que anima al poeta como el objeto del mensaje e incluso el género literario y el discurso de que se vale es algo que le viene al poeta de afuera y es lo que el propio autor denomina posesión, alucinación, iluminación, adivinación y, más técnicamente, inspiración. El objeto de la imitación es o bien la realidad sensible —con todo lo que tiene de imita-

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ción o simulacro de la verdadera realidad contenida en las ideas correspondientes— o constituye una sarta de patrañas y exageraciones sin cuento, que acarrean graves perjuicios morales a los jóvenes. Finalmente, por su relación con la esencia del ser, la imitación se caracteriza por su gran distanciamiento —o, en otros términos, por el culto a la apariencia (desrealización)— y este no es el mejor camino precisamente, por su carácter de simple copia del mundo exterior, para acceder a la verdad (W. Tatarkiewicz 1996: 302-303). Es sumamente curioso —y aquí parece residir una de las causas de la paulatina recuperación de Platón en la actualidad— que el alegato contra la imitación artística contiene, cuando se interpreta en positivo, los rasgos con los que la moderna teoría de la ficción tiende a caracterizarla. Decir que la ficción es el ámbito de la exageración y la deformación sistemática de la realidad, de la mentira (aunque sea regulada por un pacto) y el alejamiento del mundo empírico, de las apariencias y la simulación, en suma, constituye una definición de lo que es literatura, que podrían suscribir no pocos representantes de las corrientes actuales. Es más: el temor que subyace a la condena platónica de la poesía por sus efectos negativos sobre la juventud tiene como contrapartida una gran fe en el poder de la literatura para influir en el mundo real y, más específicamente, en el comportamiento de sus receptores. Se trata, en definitiva, según algunos, de un miedo cerval a que los lectores-espectadores se dejen influir por las conductas que se ofrecen en los textos de ficción (J.-M. Schaeffer 2002: 14-31). Otros, en cambio, consideran que lo que prima en la concepción platónica de la imitación-ficción es un irreprimible deseo de regeneración del modelo educativo griego anclado en un pasado excesivamente alejado de las circunstancias que condicionan la vida de los jóvenes del siglo v a.C. Por consiguiente, los ataques se dirigirían no tanto contra los autores de la tradición sino contra un sistema de enseñanza desfasado que, por consiguiente, debería actualizarse con nuevos autores y, sobre todo, nuevos valores: Si Sócrates escoge sus víctimas entre los poetas, es porque hay que acabar con ellos para acabar con la tradición cultural griega, con el pensamiento fundamental (en sentido no platónico, naturalmente) de los griegos en materia moral, sociológica e histórica. Preguntar en qué consistía la enciclopedia tribal equivalía a reclamar que se expresase de modo diferente, sin poesía, sin ritmo, sin imágenes (E. A. Havelock 1994: 197).

La supuesta limitación de lo literario por parte de Platón y de Aristóteles a los géneros imitativos —esto es, los que implican, narración o dra-

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matización de acciones— ha llevado a postular a algunos estudiosos como K. Hamburger (1995: caps. 3-5) —opinión compartida por G. Genette (1988:189)— que el concepto de mímesis se aplica únicamente al género épico-narrativo y al drama. No es este la opinión de A. García Berrio (1988: 58), quien sostiene, frente a Genette, que, en el inicio de la Poética aristotélica, el término mímesis cubre un amplio abanico de manifestaciones artístico-culturales, entre las que se encuentra la lírica (de la misma opinión es Pozuelo Yvancos 1997: 243-251). Estudiosos del concepto como Havelock (1963), H. Koller (1954) y G. F. Else (1958) insisten, entre otros, en la importancia de la poesía recitada y cantada para conservar tradiciones de toda índole en una época anterior al uso de la escritura. De acuerdo con el primero, la enemiga de Platón contra los poetas respondería al intento de imponer un nuevo tipo de cultura apoyado en la escritura y en el pensamiento racional, para el que considera más aptos a los filósofos que a los poetas. La vinculación de la poesía con la música y la danza tan ardientemente defendida por Koller vendría a ratificar colateralmente lo adecuado de la interpretación ofrecida más arriba sobre cómo ha de entenderse el término mímesis en los prolegómenos de la Poética de Aristóteles y a qué géneros afecta. Doctrinalmente —y a la luz de cuál ha sido su evolución a lo largo de la tradición— el concepto de imitación aparece estrechamente ligado a la Poética de Aristóteles. De él parte el concepto del que se ha nutrido no solo la tradición mimética sino que es un punto de referencia obligado en cualquier acercamiento a la espinosa cuestión de la ficción. Es este un caso evidente —por lo demás, relativamente frecuente a lo largo de la historia del pensamiento y de la ciencia— en el que se pone de manifiesto cómo el empleo del mismo término no consigue ocultar las profundas diferencias conceptuales que se esconden tras él. En efecto, aun manejando el mismo vocablo, la noción de mímesis que maneja Aristóteles se encuentra muy distanciada de la examinada a propósito de Platón; las diferencias son tanto de orden ontológico como epistemológico (y, por supuesto, artístico). Y esas dificultades terminológico-conceptuales se han prolongado a lo largo de la historia: Segre (1985: 247-267); J. Valles Calatrava y otros (2002: voces ‘ficción’, ‘ficcionalidad’ y afines); B. Weinberg (1961: 389, 954-1077), Tatarkiewicz (1996: 301-345), L. Dolezel (1999a: 45-47) y J.-M. Schaeffer (2002: 41 ss.) Lo que encierra el concepto aristotélico de mímesis nada tiene que ver con el escepticismo cognitivo ni con la degradación moral ni, sobre todo, con la pasividad que se advierte en el correspondiente de Platón. Mímesis

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implica conocimiento (y reconocimiento), forma parte del proceso general de la educación del ser humano, tiene un componente placentero y, en sí misma, carece de referencias éticas o morales (estas aparecen más tarde cuando se alude, entre los componentes de la fábula trágica, a los actantes) y, sobre todo, responde a una concepción activísima de la actividad imitativa. Es P. Ricoeur (1987, I: 83-116) quien más ha insistido en esta dimensión cuasi artesanal del poeta al manipular los materiales que reciben su configuración en el marco de la fábula o mythos. Para ello, el pensador francés establece una estrecha correlación entre póiesis, mímesis y mythos; la primera define el arte como un quehacer cuyo objeto es definido precisamente por la mímesis —‘imitación de una acción o de hombres actuantes’— mientras la actividad designada por mythos consiste en la configuración u ordenación de los materiales que integran esa historia o acción. Así, pues, cada uno de estos términos remite inevitablemente a los otros dos como si se tratara de tres fases de un mismo proceso y todos destacan asimismo el carácter activo del papel del poeta o imitador, que se define precisamente como un buen compositor de fábulas (más que de versos). Con todo, el verdadero sentido de mímesis surge del cotejo entre poesía e historia. En ella se contraponen dos formas de relato cuyas coincidencias —a causa de su pertenencia común al género narrativo— no pueden ocultar, según Aristóteles (Poética, 1451b-1452a), las profundas divergencias entre ellas. El dominio de la historia es lo que ha ocurrido de hecho y resulta por consiguiente empíricamente demostrable; se ocupa, pues, de lo concreto y se mueve, por tanto, en el ámbito de la experiencia. Por el contrario, lo que define a la poesía o literatura es lo verosímil, aquello que no ha ocurrido realmente, pero que podría muy bien haber sucedido. Este rasgo hace que el dominio de la poesía sea más universal que el de la historia, ya que su carácter simplemente verosímil no obliga a circunscribir los hechos a un tiempo o un espacio determinados y, por consiguiente, se habla del ser humano en general a través de la narración de lo ocurrido a individuos ficcionales. De aquí se deduce, en suma, que el ámbito de la literatura es el propio de la invención, de la creación de mundos y, en definitiva, de la ficción. A la luz de esta comparación la literatura queda definida como mímesis o representación verosímil de la realidad, consideración que, con mayor o menor fortuna (según las épocas) ha prevalecido a lo largo del tiempo. Como es sabido, de las acciones humanas como objeto de imitación se pasa, durante el Renacimiento, a la ‘imitación de la naturaleza’, hecho que tendrá enormes consecuencias en la historia del pensamiento estético.

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Con todo, es preciso reconocer que se trata de un cambio de alguna manera inducido por el propio Aristóteles cuando afirma que “en algunos casos el arte completa lo que la naturaleza no puede llevar a término, en otros, imita la naturaleza” (Física, II: 8, 199a, 15-17). W. Iser (1993: 283) señala oportunamente que, si bien es cierto que el arte completa lo que está incompleto en la naturaleza, arte y naturaleza no son lo mismo; en cualquier caso, lo importante, añade, es que dicha operación no se lleva a cabo por exigencias de la propia naturaleza sino del ser humano. Sin embargo, la exposición del pensamiento aristotélico quedaría incompleta si no se tomaran en cuenta otros pasajes de la misma obra. Se trata, específicamente, de apostillas o alusiones relativamente recurrentes en el tramo final del libro; allí el autor se refiere a determinados tipos de arte que rehúyen claramente el calificativo de verosímil o plantean serias dificultades a una consideración tal del arte literario. Es el caso de manifestaciones de lo literario, ciertamente minoritarias, inscribibles en el ámbito de lo maravilloso, irracional o absurdo. El autor repite no menos de tres veces —1456a, 1460a, 1461b— que “lo imposible que es verosímil es preferible a lo posible que es increíble” y llega a admitir incluso lo que entra en contradicción con la razón con la condición de que ‘parezca racional’. Así, pues, es preciso reconocer que con estas precisiones de última hora se ensancha muy notablemente la noción de mímesis hasta el punto de incluir en ella todas las manifestaciones de lo verosímil —verdadero núcleo y rasgo definitorio del concepto aristotélico— pero sin excluir lo que desborda sus límites: lo maravilloso y lo absurdo; en otros términos, lo que, con categorías actuales, cabría catalogar como fantástico, extraño, etc.). La razón es, como tantas otras veces dentro de la Poética, de naturaleza pragmática: “Sin duda es preciso tratar en las tragedias lo maravilloso, pero que se acoja preferentemente en la epopeya lo irracional, que es por lo que ocurre casi siempre lo maravilloso... Y lo maravilloso es agradable; una prueba de esto es que, en efecto, todos cuantos narran algo hacen algún añadido por su cuenta para agradar” (1460a). La definición aristotélica de mímesis no implica, desde luego, un parecido a priori entre el objeto exterior y el representado artísticamente (que puede darse) sino, fundamentalmente, una semejanza conseguida a través de los procedimientos del arte y la subjetividad del artista. Del logro o no de ese parecido depende esencialmente la credibilidad que el receptor pueda prestar a los productos artísticos. Por eso, incluso lo absurdo y lo maravilloso entran en la definición de lo mimético, si son presentados como verosímiles, esto

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es, si resultan literariamente convincentes. Ésa es precisamente la opinión de Pozuelo Yvancos (1993: 51) al referirse al concepto de ficción derivable tanto de las palabras como de la práctica narrativa de Cervantes: “La cuestión de la ficción no es metafísica, no es ontológica, es pragmática, resulta del acuerdo con el lector, pero precisa ese acuerdo de la condición de poeticidad: lo creíble lo es si es estéticamente convincente. Lo maravilloso no es verdadero ni falso, lo fantástico se dirime en la credibilidad de la obra poética”. Todo ello tiene que ver directamente con el activísimo papel del creador, de cuya manipulación de los materiales en el seno de la fábula — en suma, de una composición presidida por la unidad, orden, decoro, verosimilitud y coherencia— depende el éxito de la empresa global. En eso consiste la inveterada labor de crear imágenes, duplicados o modelos de mundo, labor sobre la que fundamentalmente descansa, según I. Lotman (1998: 152-162), la ‘memoria hereditaria de la humanidad’. El deslinde aristotélico permite —como recuerda oportunamente S. Reisz (1989a: 135-190)— distinguir entre realidad (abarca tanto lo ocurrido o actual como lo posible) y facticidad (que alude a lo realmente sucedido en un lugar y un tiempo determinados), identificar la historia con lo fáctico y asignar a la literatura los rasgos de lo real. Aristóteles refuta así la condena platónica de la poesía de un modo tácito e indirecto, con argumentos poetológicos: afirmar que los poetas mienten supone desconocer que su objeto de referencia es lo no-fáctico, lo aún no acaecido o lo que eventualmente jamás acaecerá. Ya desde la primera frase se descubre, empero, que Aristóteles no exime al poeta de toda sujeción a la realidad ni postula la existencia de un mundo poético autónomo sin conexión con la experiencia colectiva del mundo real. Sería, por otro lado, banalizar su pensamiento entender que tan solo quiere significar que en tanto que el historiador registra hechos fácticos, el poeta inventa personajes y sucesos. Lo no-fáctico a que el texto se refiere es definido desde un comienzo como “las cosas posibles según lo verosímil o lo necesario” y finalmente redefinido con mayor precisión: “qué calidad de cosas le corresponde decir o hacer a qué calidad de individuo según lo verosímil o lo necesario” (Reisz 1989b: 114).

En cuanto a la noción de verosimilitud, la autora piensa que Aristóteles no lo considera un concepto cerrado, inamovible, sino algo históricamente variable y esencialmente vinculado a la noción de realidad sostenida por una determinada comunidad cultural (inseparable, por tanto, de la idea del universo defendida por el mundo de la ciencia). Todo ello constituye, sin olvidar la inevitable y positiva disposición del receptor a colaborar, el soporte del concepto de realidad en el marco de los textos de ficción. Dan-

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do un paso más, la autora aprovecha el aserto aristotélico (1451a) de que “no es obra del poeta decir lo que ha sucedido, sino qué podría suceder, y lo que es posible según lo que es verosímil o necesario” para señalar las modalidades de existencia propias de la ficción y cuáles son las modificaciones a que son sometidas en el ámbito ficcional: real, fáctico, no-fáctico, posible, posible según lo necesario, posible según lo verosímil, posible según lo relativamente verosímil, imposible o irreal. Estos modos de existencia experimentan diversos procesos de transformación en el interior de los universos ficcionales, dando lugar al paso de lo fáctico a lo posible o imposible, de lo posible o imposible a lo fáctico y de lo posible a lo imposible y viceversa (piénsese en las frecuentes audacias de la narrativa moderna y de todos los tiempos: metamorfosis, juegos con el espacio y el tiempo, cuentos de hadas, literatura fantástica, hagiografías, etc.) (Reisz 1989a: 144190). La autora considera (1989: 68 ss.), por otra parte, que la noción de mímesis se ve notablemente enriquecida si se la filtra a través de los modernos conceptos de ‘modelo’ y ‘sistema modelizante’ —tal como son concebidos, respectivamente, por la teoría de la ciencia y el enfoque semiótico patrocinado por I. Lotman— y termina reconociendo que, a través de dicho concepto, se resalta el dinamismo de los sistemas artísticos. Sin embargo, al referirse a Aristóteles no todo son adhesiones; tal es el caso de Jesús G. Maestro (2006: 98-120, especialmente), quien considera, desde las tesis del materialismo filosófico, reduccionista y errónea la noción de ficción adoptada por el autor griego. Se trata de una realidad que no debe explicarse en términos epistemológicos sino a partir de una ontología materialista que considera la literatura una actividad constructora de mundos ‘físicos’, ‘fenomenológicos’ y ‘lógicos’ (ibid., 111) no definible en modo alguno desde el concepto de ficción sino del de construcción: No cabe, pues, hablar de ficción literaria, sino de construcción literaria, a cargo de sujetos operatorios, y dotada de contenidos pertenecientes a los tres géneros de materialidad, cuyo conocimiento hace de la ficción literaria una realidad literaria, que puede y debe ser sin duda analizada e interpretada categorialmente —esto es, materialmente, científicamente— mediante conceptos. No puede decirse sin más, que la literatura es ficción, cuando sabemos positivamente que sus componentes materiales son ontológicamente reales, y cuando podemos comprobar que solo los contenidos pertenecientes al segundo género de materialidad, es decir, los contenidos psicológicos y fenomenológicos (M2), atribuidos formalmente a algunos de los referentes literarios, principalmente personajes y acciones, carecen de existencia operatoria, es decir, son, real y efectivamente, ficciones. Solo un tercio de los materiales literarios son a priori ficticios (ibid., 110).

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Los demás géneros se incardinan en el ámbito de la materialidad: tanto el que alude a los procesos de producción, recepción, recursos y actividades propias de la institución literaria (M1) como los que se relacionan con el mundo de las grandes ideas contenidas en las obras: paz, amor, muerte, etc. (M3). A modo de conclusión de este apartado, es preciso señalar que, en este como en otros campos, la figura y las aportaciones de Aristóteles no han hecho más que crecer con el paso del tiempo. En lo que a la teoría de la ficción se refiere, pueden bastar las menciones a que se ha hecho referencia anteriormente, además de las que, indudablemente, irán surgiendo en el decurso del presente trabajo. Como se verá oportunamente, la actualidad de su pensamiento es reivindicada, entre otros, por J.-M. Schaeffer, que lo sitúa en el punto de partida de planteamientos muy recientes llevados a cabo desde perspectivas realmente diversas: cognitismo, neuropsicología, filosofía, etc. Para el autor (2002: 39), lo importante —y a este objetivo consagra su trabajo— consistiría en integrar las definiciones platónicas (cuyas acepciones fundamentales son fingimiento, mentira, engaño, apariencia) y aristotélica: la defensa de la capacidad de representación (sin peligro de confusión ni de influjo pernicioso entre ficción y realidad). Como se indicó anteriormente, la noción de mímesis terminó desvirtuándose y convirtiéndose en un auténtico cajón de sastre, pasando a funcionar como sinónimo de imitar, reproducir, representar, parecer, fingir, ficción, simulacro, imagen, mentira, semejanza, etc., cuando algunas de ellas son realmente incompatibles. Es un hecho evidente, según Dolezel (1999: 45-47), en no pocos trabajos actuales, que induce a plantearse la conveniencia de buscar un nuevo término (antes de seguir contribuyendo a la ya muy dilatada polisemia de mímesis). Por otra parte, las prácticas miméticas rebasan con mucho el ámbito de la ficción y se adentran, según Schaeffer, sin rubor en el campo de disciplinas como la psicología del desarrollo, teoría del aprendizaje, psicología cognitiva, inteligencia artificial, haciéndose presentes en multitud de tareas cotidianas: actividades proyectivas, juegos ficcionales, juegos de rol, sueños, ensoñaciones, imaginaciones, etc., en las que se articulan aptitudes cognitivas con actitudes mentales o físicas elementales. No es de extrañar, por tanto, el elevado número de acepciones del término imitación: engaño (biología y etología: animales y plantas que se metamorfosean para defenderse, etc.), reproducción fiel de comportamientos motores elementales (etología, psicología: los bebés tienden a reproducir movimientos faciales por medio de respuestas-reflejo), réplica observacional (animales y

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seres humanos), aprendizaje por observación y aprendizaje social (la adquisición del lenguaje o competencia lingüística constituye un buen ejemplo) y simulación (inteligencia artificial, creación de modelos cognitivos). Como se ve, las actividades miméticas son compartidas por la ficción y determinados usos de la vida práctica y se aplican a objetivos bien diferenciados: la producción de una cosa que se parece a otra (reinstanciación), el fingimiento (implica que la imitación se toma por lo imitado) y la representación o producción de un modelo mental o simbólico. Las tres aplicaciones tienen en común una relación de semejanza en base a la cual elaboran, respectivamente, una copia, una apariencia o una simulación modelizante. De ellas es sin duda la representación la que desempeña un papel más determinante; por medio de ella se alude a tres tipos de hechos: la existencia de un procedimiento cognitivo de gran transcendencia para el ser humano (dado que le permite el conocimiento del mundo a través de modelizaciones mentales), la relación entre dos realidades (en la que una reemplaza a la otra en determinadas situaciones: un embajador a un país, un actor a un personaje, etc.) y, finalmente, la puesta a disposición de los medios o de la representación (imágenes, convenciones gráficas o fónicas, etc.). Todas ellas comparten el hecho de ser ‘entidades intencionales’ que, por tanto, remiten siempre a otra realidad. La representación mimética no es más que una modalidad de un tipo más general, que forma parte de un conjunto de mecanismos a través de los cuales el hombre se relaciona con el mundo en términos de conocimiento, disfrute, utilidad, etc. Es un hecho que viene a ratificar una vez más el fuerte arraigo antropológico de la imitación (y su enorme eficacia en el aprendizaje, por ejemplo, de actitudes y normas sociales) (ibid., 85-87). De lo dicho se deduce, pues, que la semejanza forma parte de la capacidad del ser humano para percibir y organizar la realidad y, por consiguiente, es condición necesaria de la imitación. En cualquier caso, esta no es nunca un reflejo pasivo de la realidad imitada sino que implica la “construcción de un modelo de esa cosa” apoyado en “una parrilla selectiva de similitudes entre imitación y cosa imitada” (ibid., 72-73). Se trata, por consiguiente, de una relación de interacción entre dos elementos o realidades. Entre las modalidades o usos de la imitación figuran también dos subformas del fingimiento, como simulación y simulacro, que, a pesar de las apariencias, poseen un estatuto diferente: en el primer caso, se establece entre la imitación y lo imitado una relación de representación (pertenecen a la misma clase ontológica), mientras que en el segundo se trata de una relación de sustitución (en la que se encuentra implícito el engaño).

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Ahora bien, para prevenir posibles contagios conceptuales, el autor advierte (ibid., 83): “Toda concepción de la ficción que se limita a definirla en términos de apariencia, de simulacro, será incapaz de dar cuenta de la diferencia fundamental que hay entre mentir e inventar una fábula, entre usurpar la identidad de otra persona y encarnar un personaje...”. Para completar el cuadro terminológico, quedaría por ver la relación existente entre sueño y ficción. Schaeffer (2003: 149-159) señala el paralelismo entre ambos afirmando que tanto la ficción como el sueño implican elaboración de materiales: actividad inconsciente en el primer caso y plenamente consciente en el segundo. Tanto en uno como en la otra se activa un sistema de estimulación que da lugar a la producción de representaciones sin la presencia de una fuente perceptora y en los dos se aprecia también la existencia de un ‘mecanismo de bloqueo’, que impide el contagio del mundo real por las representaciones generadas a través de la estimulación imaginaria. G. Gebauer y Ch. Wulf (1995: 1-3) insisten en el importantísimo papel de la mímesis en casi todos los ámbitos de la realidad humana —pensamiento, acciones, ideas, lengua hablada y escrita, la lectura...— llegando a ver en ella una condición indispensable en multitud de procesos que tienen que ver con el ser humano. Más específicamente, la instauración de mundos producidos simbólicamente, la articulación entre sujeto y objeto, lo actual y lo posible, interior y exterior. En suma, la mímesis supone el reconocimiento de su intermediación entre los mundos y las personas: La historia de la mímesis es la historia de las disputas respecto de la capacidad para construir mundos simbólicos, esto es, el poder de representación de la propia conciencia y la de los demás para interpretar el mundo (Gebauer/ Wulf ,1995: 3; la traducción es mía).

La mímesis presenta, por otra parte, una serie de notas características: implica un conocimiento práctico (heredado de su enraizamiento en la cultura oral), pone en marcha pautas de comportamiento y procedimientos para la designación, el sentido y la representación y no se limita a la semejanza sino que reinterpreta mundos ya sometidos a otras interpretaciones (actividad que representa una nueva percepción y redescripción de los mismos). La actividad mimética funciona, además, como intermediario entre un mundo producido simbólicamente y otro; recuérdese la concepción platónica, según la cual el mundo de las ideas constituye la realidad básica en términos ontológicos, mientras que el mundo terrenal no es más que una pálida imitación del anterior. Con dicha actividad se instaura, pues, un mundo de apariencias, de semejanzas —estético, en suma— cu-

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yas imágenes facilitan la relación entre el individuo y la realidad empírica. Como es sabido, la capacidad explicativa de la mímesis decrece sobre todo a partir del siglo xviii, que es cuando se produce el desarrollo de la psicología individual y se acrecienta el interés por la representación de la vida interior ajena. Son, pues, relativamente numerosos y diversos los términos que se han empleado y se emplean comúnmente para designar el fenómeno de la ficción y dar cuenta de su contenido conceptual y, aunque desde una perspectiva general, todos apuntan rasgos más o menos pertinentes respecto del objeto de la definición, no todos son realmente equivalentes; como se ha visto, los matices son a veces decisivos. La imaginación —y, por tanto, la ficción— que había inundado la mitología y contagiado en mayor o menor medida la tragedia y epopeya del mundo griego terminó por alojarse, en los siglos posteriores a la Edad de Oro ateniense, en una nueva manifestación genérica surgida, según la concibe M. Bajtín (1991:239-298), de la aglomeración de elementos cultivados en multitud de géneros precedentes: la novela. En sus diversas manifestaciones —novela de aventuras y de la prueba, novela de aventuras costumbrista, novela biográfica y autobiográfica— el nuevo género es consciente del alto nivel alcanzado por la ficción en su interior hasta el punto de que autores como Apuleyo comienzan su relato advirtiendo al lector de que se encuentra ante una fábula milesia, esto es, el fruto de una imaginación que goza de gran libertad. Otro es el caso de Luciano que, como se vio en el inicio de este trabajo, confiesa abiertamente que va a contar mentiras y critica a aquellos que, sean escritores o historiadores, pretenden pasar por verdad lo que no es más que producto de su invención. El sentido crítico de las creencias (en todos los ámbitos) que anima la labor lucianesca le lleva a censurar duramente en el Philopseudés a quienes se dedican a la tarea de narrar, sean historiadores o literatos, por su excesiva afición a la mentira: —¿Puedes decirme Filocles, de dónde le viene a la gente la afición al cuento, por qué hasta disfrutan refiriendo cosas dañinas y escuchan sin pestañear a quienes se las cuentan?... yo me refiero a los que, sin necesidad alguna, anteponen la fantasía a la verdad, recreándose con ello una y otra vez sin ningún motivo que los requiera... Mejor que yo tienes que conocer a los Heródotos y Ctesias de Cnido, y, antes que este, a los poetas y al mismísimo Homero, venerables varones, que de tal modo hicieron uso de la mentira por escrito que no solo se burlaron de quienes entonces les escuchaban, sino que hasta nuestros días han llegado sus cuentos... Con todo, la conducta de los poetas quizá sea la más tolerable... (Cuentistas o el descreído, en Relatos fantásticos, 115-117).

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En este caso, como en el de Platón, resulta muy útil la prueba a negativo, es decir, la constatación de la consideración de la ficción como ámbito de la mentira y del fingimiento. Lo que parece criticar Luciano no es tanto el cultivo de la mentira —a la que él confiesa ser tan aficionado— sino su no reconocimiento (especialmente, en el caso de los historiadores). En el tratado Sobre lo sublime (15, 1 y 12), finalmente, se vinculan imitación e imaginación y se presenta a esta como una de las fuentes de lo sublime; se afirma, por lo demás, que los objetivos perseguidos por la actividad imaginaria no son los mismos en el ámbito de la retórica y de la literatura. Al finalizar, pues, la Edad Antigua el concepto de ficción es, dentro del pensamiento griego, sinónimo de imitación, representación verosímil, apariencia, simulacro, mentira y, también, de invención; dichas acepciones se presentan a veces asociadas a otras marcadas negativamente como mentiras o patrañas, exageraciones, alejamiento de la realidad, mínima ejemplaridad, etc. La aportación de Roma al concepto de imitación-ficción es notablemente más reducida; la noción que más interesa aquí es la puesta en circulación por los retóricos y oradores, que considera la imitación como emulación del espíritu o procedimientos estilísticos de los clásicos. Es la acepción que puede rastrearse en Cicerón, Séneca y, sobre todo, en Quintiliano: todos ellos insisten en la importancia de leer a los buenos escritores para imitar su manera de escribir, determinadas técnicas, etc. Se trata, en suma de la imitación de los grandes escritores tomados ahora como modelos de elocuencia (Cicerón, Diálogo del orador, libro II, 22; Séneca, Epístola a Lucilio, carta 2; Quintiliano, Instituciones oratorias, X, 2). De los tratados retóricos de Cicerón y de la Rhetorica ad Herennium se desprende que la ficcionalidad se cuela en el ámbito de la narración a través de los ejercicios —específicamente, la narración de carácter verosímil y, sobre todo, la fábula— que formaban parte del plan de formación del futuro orador. Conviene señalar también que, como apunta Tatarkiewicz (1996: 281-282), los latinos —desde el horaciano ut pictura poesis— comienzan a extender al ámbito de las artes plásticas lo que hasta ahora solo se predicaba de la poesía: la imaginación.

El Renacimiento: Sydney y Cervantes Más interesante es, por su variedad, la actitud del Renacimiento al respecto. La recuperación de los clásicos en los albores del Humanismo y, de manera más específica, el acceso directo a la Poética de Aristóteles tuvo

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como consecuencia no solo un fervoroso entusiasmo hacia la Antigüedad grecolatina sino el traslado y replanteamiento de las cuestiones básicas formuladas por el autor heleno. Entre ellas destaca —al lado de las que presenta Horacio en la Epistola ad Pisones, exhaustivamente reseñadas por A. García Berrio (1977)— la concerniente al concepto de mímesis, que ahora experimenta cambios importantes. Como muestra de las actitudes renacentistas hacia este controvertido asunto, en este apartado serán objeto de análisis las posturas al respecto de dos autores muy representativos: Philip Sydney y Cervantes. Al menos en apariencia, una de las posturas más llamativas sobre este controvertido asunto es sin duda la que sostiene Philip Sydney en su Defensa de la poesía, texto en el que el término poesía es definido de forma reiterada como creación y ficción. Aunque no de forma exclusiva, en el Renacimiento se manejan habitualmente hasta cuatro conceptos básicos de mímesis: el platónico, el aristotélico, el que reduce el anterior a la imitación fiel de la naturaleza y el que sitúa en los clásicos el modelo a imitar (B. Weinberg 1961: caps. 7-8; A. García Galiano 1992: 21-30 y cap. 5; M. C. Bobes y otros 1998, II: 233-240; J. Gomá Lanzón 2005: 172-206). El neoplatonismo renacentista encuentra un nuevo alojamiento para el topos ouranos o mundo de arriba (adonde remite sistemáticamente el filósofo griego), que no es otro que la mente divina; es allí donde tienen su asiento las ideas o arquetipos, de los que los objetos mundanos no son más que una pálida imitación. En la concepción de Plotino (Enéada V, 8), el mundo material se convierte en una plataforma idónea para el ascenso hacia la fuente del ser, el Uno, donde residen la plenitud, la perfección y la belleza. En realidad, el camino permite circular en dos direcciones; lo es de ascenso, como acaba de verse, porque primero lo es de descenso: todo lo que existe —y, específicamente, el mundo sensible— se concibe como una emanación o participación del ser Uno. Para ejemplificar esta realidad, Plotino recurre (Enéada III, 3, 7 y 8, 10) a los ejemplos del manantial y el árbol e insiste en que, cuanto más alejada está la realidad del Uno, más debilitada se encuentra; es lo que ocurre con el mundo sensible, donde solo se aprecian destellos de la luz primordial (Enéada V, 9, 3). El retorno al Uno se efectúa de manera privilegiada a través de la belleza; por eso, la poesía se convierte en un medio óptimo para remontarse desde el mundo de las formas sensibles hasta las más altas esferas con vistas a mejorar en el conocimiento y lograr la reunificación con el origen del ser, del bien y de lo bello. El autor alude en realidad a cuatro tipos escalonados de belleza: la sensible, del alma, de la inteligencia y la asociada al Bien, fuente de todo lo

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bello. Cuando el artista imita la naturaleza, no se limita a una representación de la forma sensible de los objetos sino, principalmente, de la forma interna que él ha forjado en la mente, esto es, la esencia. Por este camino se pasa de la idea del artista como artesano a la de creador, aunque limitado, porque su actividad remite indefectiblemente al mundo de las ideas y estas, a su vez, siempre a la mente divina (Enéada, II, 9, 16 y V, 8, 1). Esto es lo que piensa, entre otros, Marsilio Ficino (1594: 26-30, 9597, 222-224) para quien la literatura merece una consideración diferente a la que desembocó en la condena platónica; muy al contrario, la poesía se aloja en el territorio de la Belleza, que es un atributo del Bien más alto, y, por eso, a través de ella es posible ascender hasta el lugar donde reside la esencia del ser, esto es, la divinidad. Correlativamente, la creación poética se ve como fruto no tanto de la imitación como de la inspiración divina y al poeta como un poseso que, a través de una especie de experiencia mística, consigue elevarse desde lo material hasta lo más alto, lugar donde se le revelan las esencias. A él corresponde posteriormente hacer llegar a los hombres esa experiencia por conductos muy diversos: palabras, colores o sonidos musicales, esto es, a través del arte. Por otra parte, si el poeta es un creador, lo es también por participación del poder creativo de Dios; poco más se puede decir de la dignidad de la poesía, el primero de los ‘furores divinos’, convertida ahora en reina de las artes y expresión máxima del verdadero conocimiento. A la luz de estas afirmaciones resulta relativamente fácil comprender la abundancia de defensas de la poesía surgidas —entre ellas, la de Sydney— a lo largo del Renacimiento. Al lado de la platónica, resulta inevitable aludir, por su importancia a partir de mediados del siglo xvi, a la definición aristotélica, puesto que ahora experimenta, sin abandonar del todo las referencias habituales, un cambio importante: se pasa de la ‘imitación de acciones’ a la ‘imitación de la naturaleza’, con lo que se restringe muy notablemente su campo de operaciones así como el tipo de realidades sujetas a la imitación (merece destacarse específicamente, la exclusión de lo maravilloso). Es preciso señalar, con todo, que, de alguna manera, dicho cambio puede encontrar, como se recordará, una cierta justificación en el autor griego cuando afirma que el arte a veces completa y a veces imita la naturaleza (Física II: 8, 199a, 15-17). Conviene señalar, por lo demás, que durante la época renacentista es claramente observable la tendencia a completar o rellenar la doctrina de unos autores con la de otros —la aristotelización de Horacio, a la que alude el propio García Berrio (1977: 129-143), constituye un buen ejem-

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plo— cuando no a forzar la argumentación para adaptar a conveniencia determinados conceptos. Es lo que ocurre con el muy aristotélico de mímesis: el hecho de que, al margen de las disputas a que ha dado lugar (Guillén C. 1971; García Berrio 1977: 97; 1988: 58-59; Pozuelo 1997: 251 ss.), en la Poética no haya un desarrollo explícito del género lírico indujo a personajes de la talla de Minturno y Escalígero a desarrollar toda una argumentación en la que el concepto aristotélico es objeto de una manipulación tendenciosa cuyo fin último no es otro que la inclusión de la lírica en un sistema limitado hasta el momento a los géneros épico-narrativo y dramático. El mayor obstáculo para calificar la lírica de mimética es que, de acuerdo con la definición aristotélica, su trama no alude a acciones humanas —como señala Horacio en la Epístola (82-86), su objeto se reduce al ámbito de las alabanzas de héroes o dioses, las cuitas amorosas de los jóvenes y las celebraciones festivas— y, por consiguiente, no puede equipararse a los demás géneros. Pero esto no es, finalmente, una gran dificultad para Minturno, quien remueve el obstáculo afirmando (2009:II, 511) que, al igual que la épica o el drama, la “poesía mélica será una imitación de una acción completa, por lo general grave y honesta, pero a veces graciosa y leve”. Por si estas palabras pudieran suscitar alguna reserva, el autor se apresura a razonar su aserto con un argumento que remite de algún modo a la moderna teoría de los actos de habla: “Aquel que trata temas divinos y humanos para la alabanza de los dioses o los hombres, aquel que reprende las faltas, aquel que implora, que trata temas alegres o festivos, ¿no se implica acaso en una acción?” (ibid., 513). Por si fuera poco, la poesía lírica combina adecuadamente los dos fines que le atribuye Horacio, instrucción y deleite, además del animos movere. Por su parte, Escalígero consagra algunas páginas de los libros I y III de su Poetices libri septem (1561) al estudio de la poesía, en el que este es abordada a la luz del concepto platónico de imitación: “En fin, hay imitación en todo discurso porque las palabras son imágenes de las cosas” (347). Minturno y Escalígero constituyen un ejemplo inmejorable de los modos de proceder de los estudiosos renacentistas, para quienes la doctrina de los clásicos no siempre es una realidad que ha de respetarse al margen de cualquier consideración. La última acepción —la que interpreta el concepto como imitación de los modelos lingüísticos o literarios clásicos— dio lugar a una famosa polémica entre los partidarios de adoptar a Cicerón como modelo único para la prosa y de los más proclives a dejarse guiar por más de una autoridad; son estos precisamente quienes proclaman la necesidad de liberarse de las reglas señalando que, en última instancia, emular es siempre mejor

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que imitar. En ella intervienen personajes de prestigio como Poliziano y P. Cortesi, Pietro Bembo y G. Pico della Mirandola, Giraldi Cintio y C. Calcagnini, Erasmo de Rotterdam, etc. Con todo, en las arriba reseñadas no se agotan, según Tatarkiewicz (1996: 304 ss.), las acepciones del término imitación que, a lo largo de la época helenística y el Imperio romano, asume incluso algunas nuevas. En este período se la relaciona con elementos o facultades con un papel más o menos destacado en el proceso de creación: la imaginación (Pseudo-Longino), la expresión o un modelo interno (Calístrato, Séneca), la libertad del artista (Horacio, Luciano), la inspiración (Calístrato) o la invención (Sexto Empírico). Durante la época renacentista no fue la literatura sino la pintura el ámbito donde se aplicó primero la teoría de la imitación entendida ya como representación fiel de la naturaleza; así lo atestiguan los escritos de L. Ghiberti, L. B. Alberti e incluso Leonardo da Vinci. En el universo de la literatura, la imitación es vista como una parte sustancial de la reflexión sobre el arte literario, aunque no es admisible cualquier tipo de imitación sino únicamente la que es ‘buena’ (G. B. Guarini), ‘artística’ (B. Varchi), ‘bella’ (Alberti) o ‘imaginativa’ (Comanini). Tanto Varchi como Escalígero defienden que el arte imita, más que las apariencias, las leyes de la naturaleza y, según T. Tasso, la imitación abarca un complejo proceso que va de las cosas a los conceptos y de este a las palabras. Fracastoro amplía el ámbito de la imitación hasta incluir en ella no solo la naturaleza sino el mundo de las ideas, mientras otros —como Varchi y Delbene— la igualan a ficción. Algunos autores sostienen, finalmente, que la imitación constituye un proceso excesivamente pasivo y, de ahí, que poco a poco —el arte, afirma Delbene, ofrece una visión diferente de las cosas— y, de ahí que poco a poco se vaya recurriendo al término ‘invención’ para designar la labor del escritor: es lo que defienden, entre otros, F. Patrizi, para quien la poesía inventa a partir de la nada (como se verá, Sydney repetirá años más tarde este aserto). Pero, el término imitación incluye todavía una acepción más para los humanistas: la equivalente a ‘representación’, entendida no tanto como una fiel transposición de la naturaleza sino más bien como una libre interpretación de la misma. Concluye Tatarkiewicz (ibid., 308): Generalizando la situación desde los siglos xvi al xviii, podemos decir que algunos de los teóricos defendieron el principio de la imitación, aunque haciendo algunas concesiones, mientras otros lo abandonaron. Lo abandonaron aquellos que se adhirieron al concepto radical (platónico) de imitación, y lo conservaron aquellos que expresaron el concepto moderado (aristotélico).

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Más cercanas al concepto platónico se encuentran otras acepciones, especialmente, las que ven en la imitación un acto creador; al artista comienza atribuírsele esta facultad a partir del Renacimiento, aunque su generalización no se lleva acabo hasta el advenimiento de las corrientes románticas. Hasta ese momento el acto de crear —entendido específicamente como una producción ex nihilo— se considera un don exclusivo de la divinidad; con todo, los griegos reconocen excepcionalmente en el poeta la capacidad de inventar, de dar a luz realidades inexistentes (a diferencia del artista, que imita simplemente valiéndose de las reglas de su arte, idea que puede rastrearse en Sidney). Entre los teóricos renacentistas cabe citar, entre otros, a los ya mencionados Capriano y F. Patrizi, abanderados de un concepto de poesía identificable con la operación de dar a luz algo inexistente (especialmente, el primer autor). Son relativamente variados los términos que emplea habitualmente Sydney para aludir al hecho artístico; cabe mencionar, principalmente, imitación, revelación, elaboración, creación, ficción e invención. Con todo, para una adecuada comprensión de su alcance y sentidos es necesario situarlos en el contexto general de la obra en que aparecen. Como se apuntó anteriormente, las defensas de la poesía que se suceden a lo largo del siglo xvi —en Inglaterra entre 1580 y 1600, principalmente, según J. E. Spingarn (1963: 161-165)— se sitúan en un contexto en el que, al parecer, lo que se ataca es tanto el mundo del arte como la clase social (la aristocracia) dedicada a su cultivo por la poca aplicación al trabajo productivo. Pero, los adversarios de la poesía contaban además con un aliado de prestigio en el mundo antiguo: Platón y sus reiteradas condenas del arte poético tanto en los diálogos de la primera época —Ión, Apología de Sócrates, Menón...— como, sobre todo, en los libros III y X de la República. La moral cristiana tampoco se avenía con la poca ejemplaridad de las historias que aparecen en la literatura de la época: en el campo católico se observan —sobre todo, a partir de la celebración del concilio de Trento (1564)— actitudes contrarias a la relajación de costumbres de que hace gala la literatura de la época e incluso se proponen modelos a los que ajustar la creación literaria del momento. En este contexto han de situarse las críticas a la novela de caballerías, que se vierten por doquier tanto en Italia como en Francia o España (S. Gil-Albarellos 1997). En este último país los ataques adquirieron una cierta virulencia, según A. Castro (1980: 60-61), en boca de personas de tanto prestigio como el Pinciano, L. Vives, J. de Valdés, Guevara, Melchor Cano, Arias Montano..., además de los expresados por Cervantes en el Quijote (I: 47), autor

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en el que, en el parecer de no pocos, influyó decisivamente el erasmismo renacentista (Marcel Bataillon 1966: 616-624 y 643-698; Antonio Vilanova 1949; A. K. Forcione 1982; F. Márquez Villanueva 1995; disiente de esta opinión mayoritaria C. Morón 2005: 304-314). En Francia son Amyot y Passavin los abanderados de la crítica a los libros de caballerías frente a J. Gohory —que los defiende (M. Fumaroli 1985: 22-40)— y los que proponen como modelo del género Las etiópicas de Heliodoro; en Italia, donde los embates contra la poesía habían alcanzado una gran repercusión a partir del que le dirige E. Cornelio Agrippa en La verdad de las ciencias y las artes (1531), el debate se mueve en un terreno relativamente más técnico: sin descuidar las razones de índole moral, la atención se orienta aquí a la defensa o rechazo —T. Tasso, Pigna, Speroni, Sassetti, Salviati, Patrizi, Giraldi Cinthio, B. Tasso, Pellegrino, etc.— de la tesis que ve en la novela la continuadora de la épica y, por tanto, abogan por su carácter tradicional o novedoso (A. C. Hamilton 1956: 151-15; L. Beltrán 1996; J. M. Pozuelo 1999). Habría que destacar, en este sentido, la importancia adquirida por los trabajos de B. Tomitano —Raggionamenti della lingua toscana (1545)—, F. Patrizi —Discorso della varietá dei furori poetici (1553)— y T. Tasso —Raggionamento della poesia (1562)—, que contaban con el gran precedente de la Genealogía de los dioses (en torno a 1360), de Boccaccio. De todo ello se deduce que los ataques o defensas no se dirigen únicamente contra la literatura en general sino que, en ocasiones, tienen en el punto de mira un género determinado como la novela (e incluso el teatro). A. García Berrio (1977: 166 ss.) señala cómo, para determinados estudiosos, la cuestión de la verdad literaria se convierte en una exigencia irrenunciable del quehacer poético, aunque no por mucho tiempo. Escalígero (1561) alude a la verosimilitud como elemento imprescindible de cara a la persuasión, pero este rigor se suaviza notablemente en autores como G. G. Trissino, F. Summo, A. Minturno o V. Maggi. Concluye el autor: Prácticamente, la totalidad de la doctrina literaria renacentista de inspiración platónica giró exclusivamente sobre el gozne de la mentira literaria, su licitud y secuelas morales y sociales; así como una serie de tópicos más o menos directamente emparentados con el central, como el del “furor” y la imitación, etc. A crear esta atmósfera de auténtica obsesión en los tratados renacentistas contribuía también el que el tópico platónico se conectaba muy directamente con lo que consideramos doctrina capital de la Poética de Aristóteles: la de la imitación poética, de sus requisitos y características, a través de su importantísima parcela de la “verosimilitud” (1977: 169-170).

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La estructura de la Defensa de Sydney es de naturaleza marcadamente retórica y se ajusta, específicamente, al esquema del género judicial: después de un breve exordio, el texto se centra en el acopio de argumentos a favor y en contra de la poesía y se detiene a considerar, antes de concluir, el estado de la literatura inglesa de la época. Las grandes cuestiones que plantea el texto aluden al concepto de poesía, su origen y su finalidad; lo importante es que, al hilo de las respuestas a estos interrogantes, van surgiendo las diferentes acepciones de lo que el autor entiende por imitación. Anticipando alguna de las conclusiones, puede muy bien afirmarse que el autor se hace eco de la mayoría de las manejadas durante el Renacimiento, a las que acaba de hacerse referencia. Definido el propósito general del discurso —“Defender a la pobre poesía” (112)—, el autor deja claro qué géneros integran el canon de la época: épica, lírica, drama serio o cómico, sátira, elegía y el género pastoril (126-127). Según Sydney, contra la poesía se formulan habitualmente tres acusaciones fundamentales en las que cabe apreciar la huella platónica: el tiempo que se le dedica debe considerarse perdido por su poca utilidad para el lector, ya que no contiene más que una sarta de mentiras y engaños y, sobre todo, resulta poco ejemplarizante porque incita, a través de los malos ejemplos que propone, al pecado (158). En la respuesta a estas acusaciones van surgiendo elementos de gran valor con vistas a una adecuada comprensión de la naturaleza de lo ficcional por parte de Sydney: la poesía, argumenta, no solo no es un conocimiento inútil sino que se trata del más excelso de los saberes dado que “si... ningún conocimiento es tan bueno como el que enseña e incita a la virtud y ninguno puede enseñarla e incitar a ella como la poesía, entonces se hace patente la conclusión de que el papel y la pluma no se pueden emplear con un propósito más provechoso” (159). Pero es en la respuesta a la segunda acusación donde surge una de las acepciones más interesantes desde una perspectiva moderna: lo que el poeta dice es fruto de su invención y, por consiguiente, en ningún momento afirma que los acontecimientos expuestos sean verdaderos por el simple hecho de que él se mueve por definición en el ámbito de lo posible, no de lo realmente existente (160). Y, de lo que no existe, no se puede afirmar nada; de ahí que difícilmente se pueda achacar a los poetas que mienten: “...en el arte poética, al no buscar más que la ficción, no utilizarán la narración sino como el fundamento imaginario de una invención provechosa” (161). Se cuenta para ello con la inestimable colaboración del receptor, que en ningún momento percibe que el autor pretenda engañarlo.

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La idea de poesía como invención o producción imaginaria se relaciona con la que la identifica con un acto creador, asimilación que, a pesar de no generalizarse hasta las corrientes posrománticas, comienza a difundirse, como se vio, a lo largo del Renacimiento. El autor afirma textualmente que el poeta no siempre se somete a la naturaleza sino que, ayudado de su poder de invención o ingenio, “hace surgir realmente otra naturaleza”, cuyos productos, idealizados respecto de su modelo natural o completamente novedosos, se especifican: héroes, cíclopes, quimeras, semidioses, furias, etc. Dicho en otros términos: la poesía no se mueve en el terreno de lo real sino en el de lo posible y es precisamente este hecho lo que la acerca a la divinidad (125); gracias a su poder demiúrgico y regenerador, la poesía se equipara e incluso supera a la naturaleza (121-123), aserto que repetirán dos siglos más tarde los románticos alemanes. Por esta razón se le aplicaron ya en el mundo antiguo designaciones y actividades propias de los dioses, en especial, la de creador: “...el poeta solo nos trae sus invenciones, y no extrae una idea de una materia, sino que crea la materia para una idea...” (155). Por si quedara alguna duda sobre el alcance de los términos empleados, el autor añade a continuación otro argumento, de resonancias inequívocamente platónicas, por medio del cual el poeta es equiparado con el gran arquitecto del universo: “...las obras de la una (la naturaleza) son reales, las del otro de imitación o ficción, pues cualquier inteligencia sabe que la destreza de todo artesano reside en esa idea o concepto previo de la obra en sí. Y que el poeta posee esa idea se pone de manifiesto cuando la expresa con tanto excelencia como la ha imaginado” (122). Todavía pueden rastrearse en el tratado de Sydney otras acepciones cuya filiación se reparte, como el resto, entre Platón y Aristóteles. Una de ellas, la predominante entre los romanos, vincula poesía con revelación y, en ella, se ve al poeta como un profeta o adivinador del futuro; la otra, de procedencia netamente aristotélica, considera al poeta un hacedor o productor de realidades inexistentes, acepción a la que se aludió anteriormente (117-121). Existe todavía una acepción más, que aloja el fenómeno literario en el ámbito del fingimiento o simulación (y hace pensar inevitablemente en la que siglos más tarde formulará J. R. Searle en el marco de la Pragmática): Y en verdad incluso en Platón, quienquiera que lo considere atentamente encontrará que el cuerpo de su obra, aunque el interior y la fuerza eran filosofía, la piel, por así decir, y la belleza dependían principalmente de la poesía; pues todo se fundamenta en diálogos, donde se finge que muchos honestos ciudadanos de Atenas hablan de asuntos tales que, si les hubieran atormentado en el potro, nunca los habrían confesado (115-116).

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Respecto de la tercera acusación —que la poesía corrompe al ser humano porque lo incita a pecar— Sydney afirma que el hombre no es la víctima sino la causa de los posibles efectos negativos del arte poético. Tampoco cabe apoyarse en la condena platónica ya que lo que rechaza el filósofo de la poesía no es su naturaleza —emparentada con la divinidad, según el Ión— sino su mal uso por parte de algunos. La conclusión es clara: “...al no ser un arte de mentiras, sino de doctrina verdadera; al no causar afeminamiento, sino alentar notablemente el valor; al no pervertir el ingenio humano sino fortalecerlo; al no haber sido desterrada por Platón, plantemos más laureles para ceñir las cabezas de los poetas...” (171; ideas similares en 112-116, 123-125, 129-136, 154). En definitiva, la poesía se define globalmente por el rasgo de la ficcionalidad, entendida a su vez como invención o hallazgo de la idea que dará lugar posteriormente a la obra artística correspondiente; pero va más allá hasta identificarla con creación o producción imaginaria (de lo que no existe previamente), que se caracteriza por su capacidad de designación o desautomatizadora (122-124). Entre otros, apoyan esta consideración de lo ficcional como rasgo distintivo de la Defensa B. Hathaway (1968: 8897), P. Salzman (1999: 295-304) y S. K. Heninger (1974: 290), según el cual, la etimología de “hacedor” que Sydney invoca no es tanto la de facere como la de fingere, esto es, la que remite al modelado imaginario. Llama también la atención el permanente parangón entre poesía e historia, entre los hechos verídicos e inventados, con el fin, según R. Bear (1995), de restar validez a la opinión que privilegia todo aquello que tiene una base empírica. Sydney se comporta de forma similar cuando aborda la tercera gran cuestión: la concerniente a los fines del arte literario; incluye entre ellos los enumerados por Horacio en su Epístola (vv. 334-335, 343-344) —instruir y deleitar— a los que se añade el de la persuasión (de filiación retórica). El autor añade (125-126, 146-155, 160) que el fin del proceso creativo es la imitación y que se recurre a ella tanto para deleitar como para enseñar (ciertamente, a través del deleite, se alcanza más fácilmente el objetivo de la persuasión): En consecuencia, por medio de todos estos ejemplos y razones, creo que se pone de manifiesto que el poeta con ese mismo deleite consigue llevar a la mente de la mano con más eficacia que ninguna otra arte. Y de ello se sigue, no sin propiedad, esta conclusión: que, puesto que la virtud es el lugar de reposo más excelente en el que todo conocimiento terrenal puede poner fin a su viaje, la poesía, al ser el instrumento más adecuado para enseñarla y el más no-

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table en la persuasión, es la trabajadora más excelente en el más excelente de los trabajos (ibid., 147).

Es este un asunto al que ha dedicado mucha atención A. García Berrio en su trabajo sobre la poética renacentista (1977: cap. V); en él pone de manifiesto cómo a lo largo de este período se va tendiendo a la síntesis conciliadora entre los objetivos del placer y la enseñanza. Añade el autor (ibid., 334) que el fin hedonístico del arte se encuentra explícitamente presente en las grandes fuentes del pensamiento renacentista como Aristóteles, Horacio, los alejandrinos, Cicerón y Quintiliano, principalmente. En cuanto a la época renacentista, es preciso destacar la importancia que adquirieron en el largo debate en torno a la finalidad del arte las posturas favorables al placer estético de Castelvetro, Fracastoro, Frachetta y Summo (394-410). En cualquier caso, importa señalar que en este punto Sydney representa una vez más el lugar de encuentro de posturas enfrentadas en su tiempo. En suma, el concepto de ficción manejado por Sydney es enormemente complejo, principalmente, porque integra en él gran parte de las acepciones de mayor predicamento en la poética del momento; las principales —imitación, artesanía, invención, creación y ficción— proceden o son derivables de la tradición platónico-aristotélica. El poeta se comporta como un demiurgo a quien cabe atribuir la invención de la idea que luego se materializa en el mundo proyectado en el texto. Dicho mundo se inscribe en el ámbito de lo posible, careciendo por consiguiente de una existencia previa y la naturaleza a la que da lugar puede remitir a la convencional —siempre presentada a la manera de una realidad novedosa— o, realidad muy habitual en la literatura clásica, como algo enteramente inexistente en el mundo de la experiencia. Merece destacarse, en este sentido, la insistencia del autor en la labor del poeta como instaurador de mundos u objetos sin correlato en la realidad natural, concepción que se ve reforzada por el decisivo papel asignado a la idea en el modelado de la obra de arte. En este punto resulta patente el peso de las tesis del neoplatonismo renacentista a las que se ha hecho referencia anteriormente: la imagen del poeta como un demiurgo dotado de un poder similar —e incluso superior— al de la naturaleza que, en su actividad, se ajusta al modelo o idea correspondiente (Panofsky, E., 1924) El eclecticismo de Sydney lo lleva a apoyar su argumentación en torno a la naturaleza de la literatura sobre los conceptos (aparentemente contradictorios) de imitación-invención: según el primero, el sometimiento

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a lo natural resulta inevitable (120-121, 144); de acuerdo con el segundo, el poeta es el único —a diferencia de otras artes y disciplinas como la música, astronomía, filosofía natural, gramática, retórica, lógica, medicina o metafísica— que no está obligada a someterse a la naturaleza. Muy al contrario: se sobrepone a ella, bien creando una naturaleza de otro tipo, bien embelleciéndola o idealizándola y, en cualquier caso, transformándola (123). No en vano invoca el autor, además del pacto de ficción, la importancia del ingenio como resorte del trabajo del poeta y facultad relacionada con el hallazgo de la idea y la producción imaginaria de mundos alternativos. Pero, al mismo tiempo se afirma que la naturaleza es el objeto del arte y que, de todas, es la literatura la que mejor consigue este objetivo. Parece que en Sydney se dan la mano prácticamente todas las acepciones del concepto de ficcionalidad conocidas hasta el momento, incluida la de creación. Como señala Tatarkiewicz (1996), no pocas de estas ideas en torno al fenómeno artístico-literario venían de atrás y formaban parte del pensamiento renacentista, aunque algunas —como la de creación— no serán formuladas por extenso hasta la llegada de las corrientes románticas. Con todo, es preciso reconocer que, a la vista del fino discurrir del estudioso, Sydney es mucho más que un receptor pasivo de la tradición: la asimila y extrae de ella los argumentos sobre los que bascula el grueso de su defensa de la poesía. En definitiva, la pluralidad de acepciones del concepto de imitación manejadas por Sydney dice mucho de la actualidad de su pensamiento y del provecho que puede sacar de él la moderna teoría de la ficción. Es por lo menos un síntoma de que en el Renacimiento —y para determinados autores— la definición de la actividad poética no cabe en los estrechos límites de un riguroso y estrecho concepto de imitación interpretada como representación fiel de la naturaleza. El concepto de ficción representa una de las cuestiones nucleares de la obra narrativa de Cervantes. El asunto afecta tanto a la enunciación como al enunciado pero, sobre todo, a la primera. En efecto, el autor, siguiendo en este punto la práctica habitual en la literatura desde sus mismos comienzos, invoca continuamente argumentos en que apoyar la credibilidad de la historia narrada para, seguidamente, afirmar su naturaleza esencialmente ficcional. Se trata de un asunto realmente complejo a causa, fundamentalmente, del comportamiento del narrador central, una realidad escurridiza, que tiende permanentemente a crear destellos o imágenes de sus propias creaciones. Dicho en otros términos: este narrador no tiene inconveniente en compartir con sus criaturas el enorme poder de ficciona-

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lización e invención de que dispone. Todo ello envuelto en un artificioso juego de ambivalencias (tan queridas de la época) que le permiten negar inmediatamente lo que acaba de afirmarse con rotundidad. Puede muy bien afirmarse que Cervantes recorre un largo camino orientado hacia una consideración integrada e integral de lo ficcional; en dicho trayecto se aprecian varias modalidades o grados, que van desde la ficción implícita en la propia práctica narrativa hasta la ficción explícita o metaficción, pasando por las ficciones internas o creaciones imaginarias en boca de otros —las historias incrustadas en la Primera Parte, por poner un ejemplo suficientemente ilustrativo— y las ficciones con don Quijote y Sancho, es decir, las tretas o ardides urdidos con fines muy diversos (principalmente, dos: la burla y el entretenimiento). Me parece que a este último tipo le cuadra la denominación de fingimientos en los dos sentidos del término: ‘hacer como’ con la intención de engañar y ‘modelar imaginariamente’ o inventar (ambas acepciones están presentes, como es sabido, en la polémica entre la Pragmática filosófica y la teórico-literaria y ambas cuentan con defensores como J.-M. Schaeffer (2002: 113, 128-148, 182-198, 245-248) y detractores como F. Martínez Bonati (1997: 161167) entre los estudiosos del arte literario. Cada modalidad está de alguna manera presente en las demás y respeta habitualmente su jerarquía: se parte de la creación o fabulación de una historia, se continúa con la reflexión sobre sus fundamentos, se ejemplifica el ejercicio de la invención con las narraciones de los propios personajes y, finalmente, este teatralizan sus ficciones por medio de la actuación propia o ajena. Aunque todas estas formas ficcionales se encuentran bastante entreveradas, paso a exponer por orden las diversas modalidades enumeradas. En cuanto al primer tipo, la ficción implícita, las razones sin duda más importantes tienen que ver con el comportamiento de la fuente enunciativa, que se mueve continuamente —y muy a gusto, por cierto— en la frágil frontera que separa las nociones de historia y ficción, literatura y realidad. Así, en el Prólogo a la Primera Parte, se declara explícitamente que el relato es “hijo del entendimiento” y (que ha sido) “engendrado en la cárcel”, del que quien habla se considera más ‘padrastro’ que ‘padre’ y del que sin duda existen testimonios entre los “habitadores del campo de Montiel” y en los “anales de la Mancha” (I: 2). Con todo, el salto cualitativo se opera a partir del capítulo 9 cuando, anunciado al final del anterior el agotamiento del material narrativo, el autor recurre al procedimiento del manuscrito encontrado —del poco creíble historiador arábigo Cide Hamete Benengeli— reservando para sí el papel de ‘segundo autor’ y, en la

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práctica, simple transcriptor del texto supuestamente hallado en el Alcaná de Toledo. Este recurso le permite, primero, interponer nuevos filtros para distanciar (y despistar) al lector, rebajar su grado de responsabilidad respecto de la historia y, sobre todo, escamotear o enmascarar la auténtica autoría. Estos artilugios buscan, de otra parte, legitimar la historia ante los ojos del lector, aunque, por lo apuntado anteriormente, la narrativa cervantina se entretiene en un continuo tejer y destejer. Todo ello tiene, como era de esperar, importantes repercusiones sobre el pacto de ficción ya que el lector, enfrentado a un narrador tan reticente y poco fiable, pasa rápidamente de la perplejidad a la franca desconfianza ante las frecuentes sorpresas que le depara el proceso de lectura. Se trata, pues, de un pacto permanentemente sometido a revisión y deliberadamente puesto a prueba por un narrador empeñado en suscitar sospechas en sus receptores. Pero, por si todavía quedaran dudas respecto de la veracidad de la historia, el autor asigna a dos personajes la aportación de la prueba empíricopragmática. El primero en rechazar cualquier asomo de duda es el ventero: —¡A otro perro con ese hueso! —respondió el ventero—. ¡Cómo si yo no supiese cuántas son cinco y adónde me aprieta el zapato! No piense vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta y tantas batallas y tantos encantamientos que quitan el juicio! (I: 32).

Todavía más contundente es la respuesta de don Quijote a los argumentos del canónigo (I: 50): ¡Bueno, está eso! —respondió don Quijote—. Los libros que están impresos con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quienes se remitieron y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron? Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia, y créame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto, si no léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda.

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Las respuestas del caballero se fundamentan en un doble criterio: pragmático, en primer lugar, ya que los libros que contienen tales historias están impresos con el preceptivo permiso real, son objeto de alabanza por parte de quienes los han leído a causa del deleite que proporcionan y, finalmente, porque no es de discretos defender lo contrario; el segundo, en cambio, es de índole interna y alude al detallismo con que se refieren tanto a hechos como a personas (mayor motivo, pues, para ser creídos) y, sobre todo, porque, aun siendo conscientes de su carácter ficcional, causan la impresión de responder a la verdad. Como se verá oportunamente, el concepto de ficción como ‘mentira con apariencia de verdad’ resulta fundamental en el Quijote y el Persiles, mientras que en El casamiento engañosoColoquio de los perros es preciso dar una vuelta de tuerca más al mecanismo literario para incorporar también aquellos relatos cuya veracidad es más que dudosa (como pone de manifiesto la actitud del licenciado Peralta). Todo ello termina afectando a la noción de verdad poética y al lugar donde se sitúa: “Cervantes —dice Pozuelo Yvancos (1993: 34)— ha arrebatado la exclusiva de la sanción de la verdad al ‘acto de la narración’...y ha situado la cuestión de la verdad en el ‘consenso’ de los lectores —y los personajes en tanto primeros lectores—. Ahí radica la dimensión de poética de la ficción, porque Cervantes ha eludido irónicamente la realización de la verdad tanto del discurso autorial como de su producción narrativa para ofrecer la alternativa ‘poiética’ de radicar la verdad en el entendimiento del lector y en el consenso sobre su verdad estética...” (ideas muy similares pueden encontrarse en Darío Villanueva (1992: 133 ss. y 158-191). No se trata, en otros términos, de una cuestión de ajuste con la realidad empírica sino —como no podía ser menos cuando el referente es la ficción— de cómo se legitima lo narrado, esto es, cómo se hace creíble lo que se cuenta (aspiración de todo escritor desde los mismos comienzos de la creación literaria). En este sentido, resulta modélico el comportamiento del narratario Peralta en El casamiento-Coloquio cuando, al argumentar en favor de la credibilidad del relato que acaba de leer, se apoya en la buena composición y en su coherencia interna, reconociendo que se trata de una realidad tamizada por el artificio y, por consiguiente, inventada. No conviene olvidar, en este sentido, que, para P. Ricoeur (1982: 83-116), la verosimilitud se fundamenta, de acuerdo con el criterio de Aristóteles, en la buena construcción de la fábula; de la misma opinión es Pozuelo Yvancos (ibid., 54). Muy elevado, por otra parte, es el grado de ficcionalidad implícito en los juegos con las diversas fuentes narrativas y la suspensión de las voces

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de un hilo muy fino, que siempre termina atado a la figura del segundo autor aunque, por la permanente delegación de la función de narrar, desaparezca con mucha frecuencia del horizonte de expectativas del receptor. Al escamoteo sistemático de la autoría a partir del hallazgo casual en el Alcaná de Toledo y la especularidad que se logra con la interposición de las proformas narrativas de Cide Hamete y el traductor morisco cabe añadir la inversión de papeles entre el autor y los personajes que se erigen en críticos literarios de la obra de la que son protagonistas, el teatrillo de maese Pedro, el episodio de la cueva de Montesinos... En todos estos casos las fronteras entre realidad y ficción o entre esta y el plano metaficticio se vuelven muy permeables; es este un hecho que se pone de manifiesto, sobre todo, en la figura del caballero don Quijote: la raíz de todos sus males reside en que, para él, han desaparecido los hitos que demarcaban el territorio de lo real frente a la ficción en gran parte de la obra de la que es protagonista. Descartando los juicios formulados con ocasión del famoso escrutinio de la biblioteca de don Quijote (I: 6), los argumentos decisivos de la segunda modalidad —esto es, lo que anteriormente se denominó ficción explícita— aparecen al comienzo de la Segunda Parte. En el capítulo 3 —y en el marco de una discusión en torno a las cualidades que deben adornar la figura de un historiador, suscitada a raíz de la información que el bachiller Sansón Carrasco transmite a don Quijote y Sancho respecto de la excelente acogida entre el público de la Primera Parte— se transcribe casi literalmente el famoso cotejo aristotélico entre Poesía e Historia: “Así es —replicó Sansón—; pero uno es escribir como poeta y otro como historiador: el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna...”. De acuerdo con ella, la historia ha de atenerse, pues, a lo realmente acaecido y verificable, mientras el poeta dispone de libertad para inscribir sus relatos en el ámbito de lo posible, esto es, en el de la invención-ficción. Este concepto del trabajo del poeta como historiador de lo posible (valga el oxímoron) se ve confirmado por otro en el que aparece la que puede considerarse acepción definitiva del concepto cervantino: la ficción verosímil o ‘la mentira con apariencia de verdad’: “Y si a esto se me respondiese —dice el canónigo (I: 47)— que los que tales libros componen los escriben como cosa de mentira, y que así, no están obligados a mirar con delicadezas ni verdades, responderles hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible”.

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La cita se completa con una referencia al lector: Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección.

Merece reseñarse, por lo demás, la importancia que se atribuye en el Persiles (III: 10) a la buena composición en cuanto garante de la credibilidad de la fábula: “Puesto que es excelencia de la historia, que cualquier cosa que en ella se escriba puede pasar al sabor de la verdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y con tanta verisimilitud, que a despecho y pesar de la mentira, que hace disonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía”. La clave reside, pues, en la construcción o adecuada armonización de lo contado, independientemente de su naturaleza ficcional. De ahí surge el auténtico sentido del concepto de lo verosímil, que en Cervantes se orienta siempre en una doble dirección (Riley 1971: 278 ss.): hacia el contenido y, de manera especial, hacia el receptor. Cabe decir que, por ejemplo, en el Persiles esta consideración respecto de los legítimos derechos del lector o receptor se escenifica en la progresivamente airada reacción de los personajes que, ya un tanto mohínos por la morosidad y poca verosimilitud de la narración de Periandro, exteriorizan su malestar sin muchos miramientos. Resulta del máximo interés al respecto otra cita de la misma obra: Cosas y casos hay —dice el transcriptor de la historia (III: 10)— suceden en el mundo, que si la imaginación, antes de suceder, pudiera hacer que así sucedieran, no acertara a trazarlos, y así muchos por la raridad con que acontecen, pasan plaza de apócrifos, y no son tenidos por tan verdaderos como lo son; y así es menester que les ayuden los juramentos, o al menos el buen crédito de quien los cuenta...

No es demasiado importante, como se ve, el peso específico del discurso teórico de Cervantes, pero sí suficiente para apuntalar un convincente concepto de ficción. Pero, al lado de la ficción explícita o metaficción hay que reseñar las importantísimas aportaciones a la teoría sobre lo ficcional implícita en las ficciones internas, esto es, en los géneros cultivados a través de las historias

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incrustadas en la Primera Parte, que convierten a determinados personajes en narradores o receptores de las tramas contadas por otros para recuperar posteriormente su rol actancial. Las ficciones internas son ficciones en boca de los personajes, partícipes momentáneos y por delegación del poder demiúrgico del creador. Como apunta J. M.ª Pozuelo (1993: 25-31), el Quijote —y, sin duda, cabe decir lo mismo del Persiles o el Coloquio de los perros— es todo él una poética de la ficción por cuanto se problematizan al máximo las relaciones entre realidad y ficción hasta el punto de borrar (o, al menos, desdibujar) sus fronteras. Pero, lo que interesa reseñar en este momento son las importantísimas aportaciones a la teoría de lo ficcional implícitas en los géneros cultivados a través de las historias incrustadas en la Primera Parte. Según M. Foucault (1984: 53 ss.), con el Quijote se rompe definitivamente el hilo que, hasta el momento, mantenía unidas las palabras y las cosas, el parecido entre el mundo real y el mundo del texto, aunque en su interior se mantenga por parte del protagonista la disposición de buscador permanente de semejanzas: las de los objetos o personajes con que se va topando en su deambular por las ventas y caminos con las de los que pueblan los universos de sus lecturas. Cabe decir en este sentido que, si las palabras no remiten al mundo, es que se han convertido en signos y “...vagan a la aventura, sin contenido, sin semejanza que las llene...” (54), y también que, si las palabras han dejado de reproducir el mundo, sirven al menos de fundamento a los mundos posibles que los textos portan en su interior (es una manera de expresar que la realidad ha sido sustituida por sus signos y el resultado no es otro que la instauración de mundos autorreferenciales). Así se explica la intensa especularidad del Quijote y, en general, de la obra cervantina: una obra que se mira, en su Primera Parte, en el espejo de los libros de caballerías (a los que imita y parodia) antes de ser imitado a su vez por el Quijote de otro autor —que pretende ser la continuación del anterior— y terminar mirando de reojo a este usurpador de identidades en toda la Segunda Parte, no tanto para asemejarse a él cuanto para mostrar su superioridad en el difícil arte de novelar y demostrar la paternidad de las dos criaturas que protagonizan ambas obras. El último eslabón de esta cadena de semejanzas es sin duda la mente de un lector que contempla atónito hasta qué punto Cervantes se adelantó en siglos a algunas de las más geniales y celebradas intuiciones borgianas. Todo un refinado juego de guiños y reflejos intertextuales que, como se ha visto, se incorpora también a la constitución interna (sobre todo) del Quijote por medio de la interpolación de historias representativas de los diver-

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sos géneros novelescos cultivados en la época —pastoril, morisco, picaresco, sentimental y, por supuesto, caballeresco—, muchos de ellos herederos directos del viejo tronco de la novela de pruebas grecolatina. La narración se detiene y se abisma para facilitar la afloración en su interior de relatos menores pero siempre, de alguna manera, vinculados a la historia principal por medio de la analogía constructiva. Además de la obra antes mencionada, el ejemplo paradigmático es sin duda el de El casamiento-Coloquio, donde se llega a la perfección en el arte de encajar un relato dentro de otro a través del encadenamiento de narradores en un recorrido de doble dirección que, partiendo del narrador anónimo llega hasta la Cañizares, pasando por el alférez Campuzano y Berganza antes de dar la vuelta en sentido inverso. Martínez Bonati (1995: 69-75) señala, por su parte, cómo en el Quijote se tematiza la literatura y cómo ahí reside una de las claves de la historia: el héroe se vuelve loco a causa de su desmesurada afición a la lectura de un determinado género literario y, en cierta medida, el gran conflicto de la obra no es otro que el que se establece entre literatura y realidad. La literatura es el gran protagonista de la obra y los personajes pasan el tiempo hablando y discutiendo de literatura, aludiendo a ella (el cura, el barbero y el canónigo, don Quijote, etc.), escribiéndola (Ginés de Pasamonte, el canónigo...), recitándola (retablo de Maese Pedro), representándola (‘las Cortes de la Muerte’, la ‘fingida Arcadia’), leyéndola (el cura a los que están en la venta, etc.). Las frecuentes proclamas cervantinas a favor de una narración filtrada a través de lo verosímil difícilmente logran ocultar la importancia que en su obra adquieren facultades como la imaginación y la fantasía. Las alusiones a ellas no escasean precisamente a lo largo de la obra cervantina: Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía que para él no había otra historia más cierta en el mundo (Quijote, I: 1; véase, además, I: 19, 25...; II: 32, 33...).

También hay referencias de interés en el Persiles; además del antes citado (III: 16), cabe mencionar el texto tomado del libro III, cap. 6: “Bien quisiera yo, si fuera posible, sacarla de la imaginación donde la tengo fija, y pintarosla con palabras, y ponerosla delante de la vista, para que comprendiéndola viérades la mucha razón que tengo de alabarosla, pero esta

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carga es para otro ingenio, no tan estrecho como el mío” (véase, además, I: 23; III: 14; IV: 7). Entre las Novelas ejemplares merecen destacarse El licenciado Vidriera (p. 53), El celoso extremeño (p. 102) y, sobre todo, el Coloquio de los perros (pp. 339-340, 342)... Como quedó apuntado, este relato corto contiene toda una teoría de la ficción (en parte, implícita, y en parte, explícitamente formulada): Hay opinión [dice la Cañizares por boca de Berganza] que no vamos a esos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido. Otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima y entrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que nosotras no sabemos cuando vamos de una o de otra manera, porque todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente.

Y todo, como señala a continuación, por virtud de las unturas que son las que realmente facilitan el paso al estado de trance. Cuestión importante sin duda es la que se refiere al papel de las facultades en la labor de ficcionalización. Pozuelo Yvancos (2004: 553 ss.) señala en este sentido que, a pesar de que los términos fantasía e imaginación se emplean con relativa frecuencia como sinónimos, en modo alguno puede afirmarse que sean mutuamente sustituibles en la obra cervantina. De ellos es la fantasía la que suele asociarse con lo quimérico y disparatado, con la irrealidad en suma; la imaginación, en cambio, se asocia a veces con la invención de mundos. De forma —dice el autor— “que la imaginación de don Quijote y la de Sancho y las de todos los personajes van dando al concepto de imaginación en Cervantes una asimilación progresiva al de ficción, historias inventadas por todos para sostener el propio poder de la Literatura, para defender su verdad y dibujar el difícil tránsito entre realidad y fantasía que viven sus héroes” (ibid., 559). El último tipo de modalidad ficcional, el fingimiento, alude en realidad a actividades ficcionales que se valen de los propios personajes como agentes imaginativos u objeto de burla y entretenimiento. En este caso, los personajes —una vez más por delegación— participan del poder creador del autor; cabe decir que en muy pocas ocasiones resulta más aplicable el concepto searleano de ‘fingimiento lúdico’, reinterpretado y matizado por J.-M. Schaeffer (2002) como ‘fingimiento lúdico compartido’. Son varios los pasajes donde se revela esta forma peculiar (en su manifestación) de inventiva, que es el fingimiento. Uno de ellos es la embajada

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de Sancho ante Dulcinea con la misiva del enamorado caballero —ocupa, por obra y gracia de una trama crecientemente digresiva, la segunda mitad de la Primera Parte: capítulos 25-52— que se encarna en el ardid del cura y el barbero y cuenta con el concurso de los personajes-narradores de las historias incrustadas con el fin de llevar a don Quijote a su aldea; se valen para ello del compromiso del caballero con uno de los votos de la caballería andante como es el de socorrer a quien solicite su ayuda. Otra ocasión realmente formidable para diversos fingimientos la ofrece la estancia de los protagonistas en el palacio de los Duques; recuérdense, en especial, los de la dueña Dolorida (doña Trifaldi), la aventura de Clavileño o Sancho en su papel de gobernador de la ínsula Barataria. Habría que mencionar finalmente, entre otros, los dos encuentros del bachiller Sansón Carrasco con don Quijote bajo la apariencia del caballero del Bosque o de los Espejos y el de la Blanca Luna. Un rasgo común a estos pasajes es su carácter marcadamente teatral: cada personaje asume, voluntaria o involuntariamente, su papel y las tareas que le son encomendadas, cambia su apariencia por medio del disfraz y se mueve en un escenario preparado al efecto; del lado de la historia ‘representada’, cabe hablar también de un conflicto y un desenlace (el cual no siempre se ajusta a lo que los ‘directores de escena’ habían previsto: piénsese en la primera batalla entre don Quijote y el caballero del Bosque). Por otra parte, conviene señalar que el término ‘invención’ está permanentemente presente para aludir a la actividad imaginaria invertida en la preparación de las diversas burlas y puede designar metonímicamente tanto la causa (el imaginar) como el efecto (la treta o ardid). Así, cuando se alude a la idea del cura y el barbero para sacar a Don Quijote de las fragosidades de Sierra Morena, se dice: Después, habiendo bien pensado entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote...” (I: 26), No le pareció mal al barbero la invención del cura, sino tan bien, que luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas... En esto llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo tener la risa. En efeto, el barbero vino en todo aquello que el cura quiso, y, trocando la invención, el cura le fue informando el modo que había de tener... (I: 27).

El término vuelve a aparecer en el marco de la solicitud de la reina Micomicona y para aludir al compromiso de don Quijote de cumplir el deseo que ella le había formulado anteriormente (I: 29 y I: 37):

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Dos días eran ya pasados —dice el narrador (I: 46)— los que había que toda aquella ilustre compañía estaba en la venta; y pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron orden para que, sin ponerse al trabajo del volver Dorotea y don Fernando con don Quijote a su aldea, con la invención de la libertad de la reina Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele, como deseaban, y procurar la cura de la locura en su tierra.

El fingimiento reaparece con motivo de la embajada de Sancho ante la sin par Dulcinea, aunque en este caso se lleva a cabo una notable inversión respecto de lo que es habitual en don Quijote: no es él quien sublima la realidad —mientras Sancho y el resto de los personajes se mantienen lúcidos— sino al revés. Consciente de esta irrefrenable tendencia de su amo, el escudero se propone sacar partido de ella a base precisamente de negar lo evidente, esto es, que las tres jinetas —entre las que figura, según él, Dulcinea— son tres dechados de belleza y se adornan con una rica vestimenta. El pobre caballero no acierta a comprender qué correspondencia existe entre las palabras de Sancho y lo que sus ojos le revelan a las claras: —Yo no veo, Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres labradoras sobre tres borricos. —¡Agora me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. Y ¿es posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas barbas si tal fuese verdad! —Pues yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote— que es tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos a mí tales me parece (II: 10).

Sabedor, por experiencia, del punto adonde conducen tales yerros, don Quijote transige y admite, con un cierto grado de resistencia que no hará más que acrecentarse con el tiempo, que todo es fruto de los encantamientos de que es víctima con harta frecuencia. No cabe otra actitud que la resignación frente a un destino que otros —el mago Frestón y adláteres— han decidido para él: Levántate, Sancho —dijo a este punto don Quijote— que ya veo que la Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir algún contento a esta ánima que tengo en las carnes. Y tú, ¡oh extremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para solo ellos ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre... (II: 10).

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Como es sabido, este comportamiento a contrapelo de Sancho despertará las sospechas de don Quijote, el cual, atando cabos, terminará por concluir que su escudero lo ha engañado deliberadamente. En este pasaje se pone claramente de manifiesto la diferencia entre ficción —invención, en sentido estricto— y fingimiento, que suele ser un ardid para lograr un determinado objetivo. Otro episodio en verdad representativo de lo que se viene tratando es el que corresponde al encuentro y contienda con el caballero del Bosque o de los Espejos (II: 12-16). También en este caso los inductores y ‘actores’ de la treta, el bachiller Sansón Carrasco y Tomé Cecial, se disfrazan y asumen decididos los papeles que previamente se han asignado. Posteriormente se revela su auténtica identidad y se deja clara constancia de la naturaleza de toda las acciones por ellos protagonizadas al ser calificadas por el segundo de ‘arcaduces, embustes y enredos’. Un aspecto sin duda llamativo de este episodio es que tanto Sancho —previsiblemente influido por la duda metódica de su amo respecto de la auténtica naturaleza de la realidad— como el propio don Quijote —este con la experiencia inmediata del frustrante encuentro con las tres labradoras— en ningún momento llegan a estar del todo seguros de que se las ven con personas conocidas y sospechan, una vez más, que algún mago encantador anda por medio: Pues ¿qué diremos, señor —respondió Sancho—, a esto de parecerse tanto aquel caballero, sea el que fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero a Tomé Cecial, mi compadre? Y si ello es encantamiento como vuestra merced ha dicho, ¿no había en el mundo otros dos a quien se parecieran? Todo es artificio y traza —respondió don Quijote— de los malignos magos que me persiguen; los cuales anteviendo que había de quedar vencedor en la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro de mi amigo el bachiller... (II: 16).

Para confirmar esta opinión, vuelve el caballero a sacar a colación lo ocurrido con las tres labradoras entre las que, según Sancho, se encontraba Dulcinea (el asunto colea en la mente de don Quijote y una buena prueba es que resurge en II: 32 y 33). Al igual que en los casos anteriores, los que han urdido la trama son el cura y el barbero (además del bachiller) y el objetivo último es también el mismo: obligar a don Quijote a regresar a casa. En todos ellos opera la confusión entre ser y parecer con la particularidad de que es la apariencia la que termina imponiéndose sistemáticamente a la evidencia; la razón no es otra que el elevado número de malas experiencias que se acumulan en el ánimo del sufrido caballero.

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Por la variedad e ingenio desplegado en su urdimbre, la estancia en el palacio de los duques ofrece posiblemente los mejores ejemplos de la inventiva desplegada en la obra de engañar y burlarse a costa de los protagonistas. En ellos se prolonga la tendencia cervantina a fabricar fingimientos que constituyen replicas exactas de episodios anteriores. Así ocurre con el de la caza del jabalí (II: 34), capítulo que se abre con la alusión a la intención de los duques de entretenerse con don Quijote a partir de los datos que el propio caballero había suministrado respecto de lo ocurrido en la cueva de Montesinos y —¡una vez más!— de la embajada de Sancho ante Dulcinea. Tales fingimientos han de contemplarse en el marco general del sistema de especularidades o imitaciones-invenciones internas del Quijote. Por ahí desfilan, sobre todo, personajes del mundo caballeresco: el sabio Lingardeo (Caballero del Febo), el sabio Alquife (amigo de Urganda la Desconocida) y el mago Arcalaus (Amadís), todos ellos relacionados con el mundo de la adivinación y el encantamiento, hecho que no es ocioso a la vista de lo que trata el capítulo inmediato: ‘El desencantamiento de Dulcinea’ (a costa de los 300 azotes, prescritos por el sabio Marlín, que ha de recibir Sancho). El tercer fingimiento de los duques abarca el dilatado episodio de la Trifaldi y remata con la aventura de Clavileño, condición impuesta por el gigante Malambruno para que las barbas dejen de crecer en los rostros de la dueña Dolorida (Trifaldi) y las damas de su cortejo. En esta aventura se hace creer a los dos héroes que vuelan por el aire a lomos del caballo de madera y, al igual que en el caso anterior, el gran fingidor es el mayordomo (II: 41). Sancho parece contagiarse de este ambiente ficcionalizador cuando relata a la duquesa de forma tan poco verosímil su experiencia voladora que don Quijote no puede resistir tanto desvarío y afirma tajantemente: “...o Sancho miente o Sancho sueña”. Tales desvaríos imaginarios son precisamente los que lo inducen a proponer a su escudero un pacto entre caballeros, un pacto de credibilidad recíproca: “Sancho, si vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos” (II: 41). Acuerdo que encierra sin duda un pacto de ficcionalidad con una diferencia importante: tanto en este como en el episodio de Dulcinea, Sancho miente deliberadamente, mientras don Quijote es ‘fiel’ a lo que ha visto y sentido durante su estancia en la citada cueva. Mentira y visión o alucinación definen con mucha frecuencia el concepto cervantino de ficción (recuérdese el Coloquio de los perros). Estos fingimientos, tretas o representaciones dramáticas, son producto del ingenio de quienes los ponen en práctica, lo que constituye un

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caso más de las muchas especularidades cervantinas: el personaje usa de la inventiva a imagen y semejanza del autor. Desde otro punto de vista, podría verse como un símbolo de la invención en general y de la fuerza o poder de inmersión que este ejerce sobre los receptores (en este caso, don Quijote y Sancho). Como se apuntó anteriormente, en Cervantes van a la par la creación y la reflexión (implícita o explícita) sobre la misma. Los términos que mejor definirían el arte novelesco de Cervantes en este sentido son sin duda los de delegación y especularidad: delegación de la autoría o función narrativa (confiando a otros la tarea de contar una historia) y delegación de la actividad ficcionalizadora (trasladando a los personajes gran parte del poder de inventar). Por eso, resulta muy adecuada la imagen del espejo para dar cuenta de un arte, en el que quien hace realmente las cosas trata por todos los medios de escamotear su presencia para que una de sus criaturas dé realmente la cara. Como consecuencia de esta actitud las imágenes se van multiplicando en el fondo del espejo, creando un efecto muy característico. Dicho en otros términos, el demiurgo hace partícipes a sus personajes de unos poderes que él solo posee, generando la impresión de una creación en cadena en un proceso que recuerda inevitablemente “Las ruinas circulares” de Borges. La genialidad cervantina reside, entre otras consideraciones, en que los personajes terminan participando de los privilegios exclusivos de la autoría —inventar y contar una historia— en una serie de remedos e imágenes que proyectan varias veces en el espejo del relato la imagen básica de ese pantocrátor que es el autor (y, por delegación, el narrador). Pero, en el Quijote aparecen también otros iconos de lo ficcional; el más importante sin duda es el de la propia figura del caballero. En efecto, la perturbación mental que aqueja al personaje le hace, primero, construir mundos con el concurso de su imaginación y sus lecturas previas, y, en segundo lugar, percibir de modo radicalmente diverso la realidad, redescribiéndola y rehaciéndola —lo que, según F. Schlegel (1987: 233), V. Sklovski (1970: 71-79) y P. Ricoeur (1980: 326-332; 2002:23 ss.) es privativo del arte literario-ficcional—. Y, en este sentido, don Quijote es mucho más que un ente ficcional: encarna la imagen del creador y, por supuesto, de la ficción. Resulta fácil, por tanto, ver en él un símbolo formidable de la capacidad humana para construir mundos y de la importancia que dichos mundos tienen en cuanto reguladores del comportamiento individual y colectivo. Si como dice W. Iser (1997: 62), la ficción comienza donde termina la explicación racional de la existencia humana, es muy grande la deuda contraída con las

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ficciones de don Quijote y, sobre todo, con el poder de inventar de Cervantes. A lo largo de todo el libro se observa una llamativa vacilación y connivencia entre las ‘fábulas mentirosas’, ‘la verisimilitud’ y ‘la imitación’(específicamente, en las alusiones a la fidelidad debida a la verdad histórica y la poca credibilidad que merece cuando quien la practica tiende a ser poco respetuoso con ella a causa de su procedencia arábiga). Su actitud, en suma, se polariza en torno al doblete aristotélico poesía/historia o imaginación/realidad empírica y es preciso reconocer que la solución propuesta tiene aparentemente mucho de compromiso o síntesis, aunque es la ficción la que se lleva la mejor parte. El Prólogo a la Primera Parte ofrece los ejemplos correspondientes: como se vio oportunamente, el libro, dice el autor, es “hijo del entendimiento” y ha sido “engendrado en la cárcel”, pero, poco después, se autocalifica de ‘padrastro’ de don Quijote; casi al final del prefacio se alude, a modo de prueba empírica, al testimonio de los habitantes de la zona manchega de Montiel respecto de la valentía y fidelidad amorosa del protagonista. Y lo mismo cabe decir la extrañeza —cuando no el escándalo— que provoca en los receptores e incluso en los propios personajes la narración de determinados acontecimientos. Piénsese en las reacciones de don Quijote y Sancho en el arranque de la Segunda Parte (cap. II), cuando Sansón Carrasco les informa de que su historia anda ya en letra impresa para deleite de cuantos lectores se acercan a ella. Ante la enorme sorpresa de Sancho por la relación de hechos o situaciones en las que no había ningún testigo, don Quijote le ofrece, si no la mejor solución, una al menos momentáneamente convincente (a falta del recurso al narrador omnisciente) y muy propia de los libros de caballería: “Yo te aseguro, Sancho —dijo don Quijote—que debe ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir”. Algo similar cabe decir del Coloquio de los perros: en este caso la duda ante la verdad narrada —y sobre la cordura del propio narrador— asalta, en primer término, al narratario-lector Peralta, quien llega a solicitar de su interlocutor un poco de sensatez y el respeto mínimo que la amistad exige. Una vez leída la historia, en cambio, al receptor ya no le hacen falta las pruebas que certifiquen la veracidad de lo narrado; el pacto de ficción y la buena composición suplen sobradamente las posibles carencias lógicas: —Aunque este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien compuesto que puede señor alférez pasar adelante con el segundo.

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—Con ese parecer —respondió el alférez— me animaré y me disporné a escribirle, sin ponerme más en disputas con vuesa merced si hablaron los perros o no. —Señor alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la invención, y basta.

Como don Quijote y Sancho también Cipión y Berganza se maravillan de poseer la facultad del habla y, además de calificar el hecho como un portento de la naturaleza, consideran que este regalo constituye una especie de contagio originado en la cercanía al ser humano (J. M.ª Pozuelo 1988: 116-117). La situación se repite en el Persiles (II: 14 y 16) por boca de Mauricio, Ladislao y Sinforosa, que se quejan no solo de la prolijidad con que el primero narra los incidentes de su historia sino también (especialmente, en el caso de Mauricio) de lo fantasioso de algunos lances (el salto al mar desde un acantilado a lomos de un caballo, el monstruo marino, etc.). Dejando de lado el recurso, lo indudable es que para Cervantes ficción es sinónimo de invención, de mentira con apariencia de verdad y creación imaginaria y una buena prueba de lo dicho se encuentra en la mención explícita que se hace en el Quijote (I:6) del Orlando furioso.

Prerromanticismo y Romanticismo El concepto de imitación continúa vaciándose durante los siglos xvii y xviii hasta convertirse en sinónimo de copia, aunque es preciso reconocer que no es la única acepción del momento. Habría que mencionar una excepción al respecto: la de G. Batteux en Les beaux arts rèduits à un seul principe (1747). Aludiendo a la lírica como género mimético el autor establece la plena identificación entre imitación y ficción o, mejor, entre ‘modelo de realidad’, ‘verosimilitud’, ‘ficción’ y poiein. Mímesis se entiende como equivalente de ficción, esto es, como creación de la acción que es objeto de la narración. La contraposición, por lo demás, entre modelo-naturaleza, poesía-realidad, imaginado-ocurrido, artificial-real, y verosímilhistórico conduce a una definición de lo ficcional como modelización verosímil por medio de la imaginación y es, por tanto, producción artificial (no imitación directa de la naturaleza). La postura de Batteux es un claro anticipo de lo que está por venir (Pozuelo 1997: 255-259). En el Siglo de las Luces se produce —según Gebauer/Wulf (1992: 313)— otro hecho importante (sobre todo, para la tradición posterior): la actividad mimética se vuelve hacia el mundo interior asumiendo el co-

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metido de representar los procesos psicológicos y mentales y, por ese camino, la atención termina centrándose en el poder de la imaginación y en la afirmación de la autonomía de la obra de arte. Tanto Kant como Moritz ponen el punto y final a la obligada referencia del objeto artístico respecto de mundos u objetos anteriores, lo que representó de hecho la muerte de la mímesis como principio regulador de la actividad artística. Con todo, su desaparición fue más aparente que real: resurge, y con fuerza, en el seno de la novela realista del xix como representación de la sociedad desde una doble perspectiva: interior y exterior. El interés recae ahora sobre el ‘yo’, que se orienta hacia los otros y rodea de agresividad sus relaciones interpersonales. En pleno siglo xviii, cuando ya se presiente la llegada del vendaval romántico, aparecen nuevas formulaciones de la noción de ficción, que la sitúan en ámbitos radicalmente novedosos. Habría que mencionar en este sentido a los suizos Bodmer y Breitinger y al alemán Alexander Baumgarten, que se encuentran en el punto de partida de lo podría denominarse poética antimimética. Para la tradición mimética, la producción-creación de la obra artística presupone la existencia de la realidad —lo que P. Ricoeur denomina ‘mímesis I’— o de materiales procedentes de ella e implica, sobre todo, un conocimiento de lo que representa el quehacer humano y sus elementos constitutivos (acciones, agentes, objetivos, ideas, etc.) en el seno de vida práctica; en cualquier caso, la actividad configuradora de la obra remite al mundo, aunque solo sea en el plano cognitivo (Ricoeur 1987: 116-134). En términos ontológicos, habría que señalar que el mundo constituye una realidad primaria respecto de la obra (es su antes) y esta ontología sirve de soporte a la epistemología correspondiente. En la gestación de la poética antimimética influyen factores varios: la doctrina leibniziana en torno a la existencia de los mundos posibles y la relación que guardan entre sí, la decadencia de la filosofía racionalista, la postura de los autores centroeuropeos anteriormente mencionados y, sobre todo, el advenimiento de las corrientes románticas (con todo lo que supone de interés por la subjetividad). Todo ello terminará provocando el derrumbamiento de la tradición clásica y, de paso, la crisis definitiva (por el momento) de dos importantísimas disciplinas desde una perspectiva normativista: la Retórica y la Poética. En los nuevos planteamientos lo que se puede observar, según L. Dolezel (1997: 64 ss.), “es el germen de una teoría radicalmente nueva de la relación entre literatura y realidad”. Aunque la perspectiva es filosófica —lo que está en el punto de mira de Leibniz es el desentrañamiento de la categoría de posibilidad— los ejem-

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plos a los que recurre el autor son de naturaleza literaria. Según el pensador alemán, las historias narradas en una novela se inscriben en el ámbito de lo posible y, para suponer que ocurren en el mundo actual, este debería ser radicalmente distinto de lo que efectivamente es. Por consiguiente, es preciso reconocer que dichas historias tienen lugar en otros mundos, mundos posibles o ficcionales y, por tanto, producidos por la imaginación. Los primeros pasos en esta dirección corresponden a los suizos J. J. Bodmer y a J. Breitinger. Es, especialmente, este último el que da forma a la gran intuición de Bodmer de que los mundos de la literatura son producto de la fantasía del autor, que los entes que los pueblan poseen una naturaleza peculiar y se rigen por leyes específicas. Breitinger comienza por ensanchar muy notablemente el concepto de naturaleza propio de la imitación poética hasta incluir en él no solo el mundo real sino un número ilimitado de mundos alternativos y constitutivamente diversos respecto de los literarios. Ese poder para instaurar mundos acerca al poeta —como más tarde repetirán los Schlegel, Novalis, Moritz o Schelling— a la fuerza generadora de la naturaleza; por consiguiente, el arte abandona definitivamente su dependencia secular del mundo para equipararse con el que hasta el momento había sido su modelo: el mundo real. A partir de ahora es el mundo posible el que impone sus normas y su lógica y exige de estos materiales el sometimiento a sus imperativos. Estos movimientos de lo real a lo posible y viceversa plantean una cuestión muy importante como es la de la distancia entre ambos tipos de mundos o, lo que es lo mismo, las relaciones entre literatura y realidad: distancia mínima y ligera modificación de lo real para incorporarse a ámbito de lo posible en los mundos realistas y máxima en los ‘mundos imaginarios’, que contradicen nuestra experiencia (es el caso de lo maravilloso). De ahí deduce Breitinger la tipología siguiente: ‘mundos alegóricos’ —habitados por seres inanimados pero personificados como ocurre en El bosque animado o La historia interminable—, ‘mundos esópicos’ —habitados por seres inanimados o animados, pero dotados de atributos humanos, como es habitual en las fábulas— y ‘mundos invisibles de los espíritus’, donde se sitúan la literatura, la religión y la mitología. De esta tipología están excluidos los mundos imposibles porque presentan contradicciones internas y, según el autor, son mundos vacíos e impensables (paradójicamente ofrece a continuación algunos ejemplos de tales mundos; en este punto es preciso reconocer una actitud más rigurosa en Bodmer). La teoría sobre los mundos ficcionales apadrinada por Bodmer y Breitinger representa un giro radical en la consideración de las relaciones en-

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tre literatura y realidad y abrieron de hecho, siguiendo la vía establecida por Leibniz, el concepto de imitación al ámbito de lo posible. Con todo, es preciso reconocer una limitación importante: al igual que Leibniz, Breitinger supone que los mundos posibles de la ficción preexisten de alguna manera al momento de la creación y, por consiguiente, habría que hablar más de descubrimiento que de producción, cuando uno trata de definir lo específico de la ficción. Algo similar cabe objetar a Bodmer por su creencia en que los mundos posibles de la ficción son diferentes del mundo natural, pero poseen una consistencia real (Dolezel 1997: 77-79). Baumgarten (1735: 50-53) distingue, por su parte, un doble tipo de ficciones: las ‘ficciones verdaderas’, que se oponen en un primer nivel a las ‘simples ficciones’. Las primeras representan objetos que son posibles en el mundo real, mientras que los evocados por las segundas son imposibles en dicho mundo. Las ‘simples ficciones’ se dividen a su vez en ‘heterocósmicas’ y ‘utópicas’; las primeras son imposibles, pero solo respecto del mundo real, mientras que las segundas lo son en cualquiera de los mundos posibles. El ámbito de lo literario acoge a las ficciones verdaderas y heterocósmicas, puesto que de las demás no cabe representación alguna. El dominio de lo ficcional incluye, pues, desde las representaciones más realistas hasta las más alejadas como los sueños o los más atrevidos productos de la imaginación y supone, de hecho, un notable ensanchamiento del concepto de mímesis. Con las ideas expuestas quedaron echadas las bases de una poética antimimética sobre la que fundamentará, entrado el siglo toda una corriente reflexiva en torno a la ficción literaria —entre cuyos representantes puede mencionarse a L. Dolezel, U. Eco y Th. Pavel— que contará, además, con el desarrollo, por parte de la lógica filosófica, del viejo concepto de mundo posible (acuñado por Leibniz). Dentro del Romanticismo alemán destaca la reflexión en torno a las facultades que sirven de fundamento al genio y, en gran medida, a otras emparentadas con ella como el witz : imaginación y fantasía (‘fundamento de la genialidad’, según F. Schlegel (1958: XVIII, 475). Como es sabido, los teóricos alemanes —entre otros, Jean Paul (1991: 47-49) y Schelling (1986: 91-95)— insisten en la primacía de la fantasía por su capacidad creadoraproductora y su gran poder de síntesis, la cual constituye, además, el punto de encuentro entre lo universal y lo particular, lo absoluto y lo limitado. En la imaginación, por el contrario, destaca el poder intuitivo, pero es, sobre todo, una facultad reproductora; en realidad, la imaginación plasma las obras que la fantasía proyecta fuera de sí. Pero, en lo que más insisten los pensadores germanos es en la equiparación entre el poder creador del arte

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y el de la naturaleza. Así, F. Schlegel (1987: 233) alude al arte “como una mirada creadora y retrospectiva de la naturaleza hacia sí misma”, mientras Novalis (1960-1988, IV: 327) señala que “poetizar es generar”; Schelling (1987: 55), que “el arte, para serlo, debe alejarse primero de la naturaleza y solo en último término regresar a ella” y, finalmente, A. Schlegel (1987: 121) afirma que “la poesía designa... ante todo la inventiva artística, el acto maravilloso por el que este enriquece la naturaleza”. El Romanticismo inglés —y, específicamente, Wordsworth y Coleridge— invierten la jerarquía defendida por los alemanes. Para Coleridge (Aullón de Haro 1994: 28-85; R. Wellek 1973, II: 187-188) la imaginación, facultad primaria, se encuentra ligada a la razón y a la capacidad de plasmar y transformar sus productos y, sobre todo, de facilitar el paso de lo posible a lo real o actual; la poesía es, según él, imaginación. En la fantasía, en cambio, sobresale la capacidad acumuladora y asociativa. Para Wordsworth (Wellek 1973: II, 161-173), la imaginación precede en la jerarquía de las facultades poéticas —fantasía e invención— a las de índole racional como la reflexión y el juicio. Dice el autor al respecto (1999: 89): “Quisiera llamar la atención acerca del hecho de que basta el poder de la imaginación humana para producir, incluso en nuestra naturaleza física, cambios tales que podrían parecer milagrosos”. Este poder terapéutico o taumatúrgico atribuido a la imaginación ha de predicarse igualmente, por razones obvias, de la ficción. M. H. Abrams (1953) ha sintetizado muy bien las diferencias entre la tradición mimética y la que surge del Romanticismo a través de las metáforas del espejo y la lámpara. Lo que se esconde tras ellas es, sobre todo, una teoría de las relaciones entre la literatura y la realidad. La imagen del espejo instaura una dependencia intrínseca —servidumbre, sería mejor decir— de la literatura respecto del mundo en el sentido de que el objetivo principal de la primera es someterse a las exigencias de la realidad mimetizada. En términos ontológicos, esta consideración supone la entronización del mundo como realidad primera respecto de los productos artísticos, que vendrían siempre después. Por el contrario, para los románticos, el arte no desempeña ningún papel ancilar respecto de nada; no solo es un territorio autónomo, según las conocidas tesis kantianas, sino que elabora sus propias producciones sin la necesidad de un modelo externo gracias al enorme poder generador y figurador de la fantasía y la imaginación. Así, pues, para el Romanticismo la realidad no es tanto la percibida por los sentidos externos sino la que entronca en la subjetividad del artista, convertida ahora en objeto de representación.

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En suma, el concepto de ficcionalidad afecta por igual a las dos grandes tradiciones, aunque el modo de concebirla difiere notablemente: en la tradición mimética se atribuye un peso mayor al mundo (hasta el punto de convertirse en muchos casos en punto de referencia y criterio definitivo de la perfección artística); para los románticos, en cambio, los mundos ficcionales son mundos ontológicamente diferentes del llamado convencionalmente mundo real; se trata de mundos alternativos e instalados en el ámbito de lo posible. Por consiguiente, no les afectan determinadas exigencias como el parecido o dependencia respecto del mundo real, ya que los románticos cortan sin muchos miramientos el cordón umbilical que ha venido sometiendo secularmente el arte a los imperativos de la realidad. Un buen exponente de esta actitud rebelde la ofrecen las despectivas opiniones de algunos filósofos alemanes, como A. W. y F. Schlegel, respecto de la talla teórica y la obra —específicamente, la Poética— de Aristóteles (véase, especialmente, F. Schlegel 1996: 150-152). Los ideales románticos respecto de una literatura decantada por lo no mimético —y, específicamente, por el mundo interior— comienzan a cristalizar en la segunda mitad del siglo entre parnasianos, simbolistas y personalidades relativamente independientes como Mallarmé. De los grupos anteriormente mencionados cabe destacar la figura de Ch. Baudelaire, que abandera el rechazo de la consideración de la naturaleza como encarnación de la Belleza. No es, por tanto, lo natural bello lo que la creación literaria ha de imitar sino la naturaleza real, contaminada de imperfecciones (H. R. Jauss 1995: 105-134). En este sentido, cabe resaltar que para Baudelaire el papel de la palabra poética no consiste en representar la realidad manifiesta sino sugerir lo oculto, lo transcendente. La ruptura, no solo del arte con la vida sino incluso del lenguaje con la realidad, forma parte del credo poético de Mallarmé, el cual aspira a crear un producto artístico enteramente autónomo y autosuficiente: la Obra. Este ideal, secundado por la afirmación de A. Rimbaud de que “Je est un autre”, se encuentra en el punto de partida —según G. Steiner (1991: 119-158)— del gran relativismo y escepticismo, cuando no nihilismo, que sirven de soporte a la reflexión sobre la literatura. En efecto, lo que Mallarmé proclama es el carácter no instrumental del lenguaje —su autotelismo, en términos kantianos— y la posibilidad consiguiente de prescindir del mundo a la hora de hacer uso de él. Similar relativismo es el que se oculta tras la fórmula rimbaudiana: el yo proyectado en el texto, el yo literario, no es identificable con el de naturaleza psicológica, fundamento de la identidad personal. No es de extrañar, pues, que estos autores se hayan

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erigido en banderín de enganche de corrientes cargadas de escepticismo respecto del significado de los textos literarios: Esta mudanza —afirma Steiner (ibid., 120)— se declara por primera vez en la separación del lenguaje de la referencia externa hecha por Mallarmé y en la deconstrucción que hace Rimbaud de la primera persona del singular. Estos dos procedimientos, y todo lo que comportan, astillan los cimientos del edificio hebraico-helénico-cartesiano en el que se ha alojado la ratio y la psicología de la tradición comunicativa occidental.

El autor termina emparejando las propuestas de Rimbaud y Mallarmé con la crisis metodológica y de la metáfora en el pensamiento científico moderno así como la epistemología y la lingüística de la ‘ausencia real’ se correlacionan con la física de los ‘agujeros negros’. “En mi opinión, — añade (ibid., 125-126)— tales reciprocidades en el nivel de la percepción y de la investigación no pueden ser del todo fortuitas. Además, veremos cómo, tanto en las artes como en las ciencias, los principios de indeterminación se convierten en fundamentales”. Aunque los autores citados no presentan una reflexión explícita sobre la ficción, resulta incuestionable que su concepción de la creación poética contiene de modo implícito toda una teoría de las relaciones entre la lengua y el mundo, entre el creador y la imagen que proyecta en el texto. Confirmado el hiato entre el arte y el mundo —bien porque el lenguaje se propone otros objetivos, bien porque sujeto enunciador y sujeto enunciado dejan de coincidir, no obstante el recurso a la persona gramatical que convencionalmente se encarga de hacerlo— es preciso concluir que tanto en un supuesto como en el otro está implícito el concepto de ficción, puesto que el discurso crea su propio referente.

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. La noción de ficción narrativa: propuestas modernas

Las propuestas en torno a la ficción se multiplican durante el siglo xx, primero por el influjo que ejerce sobre ella la reflexión llevada a cabo por otras disciplinas y, a continuación, porque cada paradigma de la teoría literaria alude, de un modo u otro, a la naturaleza de la ficción como cuestión medular de su propio campo. Lo realmente importante es que, tanto unas como otras, han contribuido a un indudable esclarecimiento de esta espinosa noción: en algunos casos, porque se aportan ideas desde ámbitos más o menos próximos e incorporan a la discusión enfoques novedosos; en otros, porque la variedad de planteamientos surgidos en el marco de la teoría literaria ha facilitado un avance que se puede considerar sustancial. Puede muy bien afirmarse que cada uno de los enfoques a los que se ha hecho referencia enfatiza uno o varios de estos aspectos de la compleja noción de ficción. Así, el retórico-formal alude a los procedimientos de que se vale la ficción a la hora de contar una historia y, simultáneamente, permiten al lector llevar a cabo la identificación de los textos narrativo-ficcionales. El paradigma semántico, en cambio, se ocupa de cómo son los mundos ficcionales por dentro: cuál es su naturaleza, cómo están construidos, qué leyes regulan su funcionamiento y, en especial, cuál es la relación que mantienen con la realidad convencional y cómo se puede acceder a ellos desde este. El abordaje pragmático contempla el discurso ficcional como un acto de habla y las circunstancias que acompañan su realización, insistiendo en

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el papel de los participantes y en la cuestión de la referencia. Enorme es la importancia concedida al análisis de los factores en virtud de los cuales el relato se hace creíble para el lector, esto es, lo que, a partir de autores como Coleridge, Levin, Genette y Martínez Bonati termina definiéndose como la fuerza ilocutiva característica de los actos de habla ficcionales (lo que Dolezel denomina ‘función de autentificación’). El constructivista, en cambio, alude a los mundos de ficción como realidades construidas a partir de materiales previos (mundos gastados, envejecidos, inservibles, etc., en el caso de Goodman) o datos sensoriales (S. J. Schmidt); se insiste, por otra parte, en que no se precisa la existencia de nada previo del que los mundos ficcionales deban considerarse copia: estos no son realidades descritas sino construidas. El constructivismo, afirman sus representantes, no es algo exclusivo del arte sino compartido con la ciencia y constituye un procedimiento cognitivo muy poderoso e imprescindible para el ser humano. Los enfoques propios de la estética de la recepción y la hermenéutica tienen elementos en común —en especial, la figura de receptor en cuanto destinatario natural del texto literario y, sobre todo, del sentido que porta en su interior— aunque otros son obviamente específicos. En el primer caso, se insiste en el trabajo del lector para completar los vacíos del texto o para dar con la(s) pregunta(s) a las que el texto ofrece una respuesta; en el segundo, en cambio, el texto aparece como un objeto semántico, cuyo sentido ha de re-construirse ya que esta operación es fundamental para la percepción de la novedosa imagen del mundo que el texto ofrece al lector. El planteamiento de la psicocrítica o poética de la imaginación insiste, por su parte, en el enraizamiento de la ficción en las zonas más profundas (no siempre conscientes) del psiquismo humano, resaltando el importantísimo papel de la imaginación y la fantasía en la elaboración de imágenes o símbolos a través de los cuales se proyecta el mundo interior del autor, su mito personal, en definitiva. Este arraigo en lo más íntimo del ser humano lo acerca llamativamente a lo que muy bien podría denominarse antropología de la ficción, es decir, la reflexión centrada en los fines u objetivos de la ficción. La Nueva Ficción se ocupa, a su vez, de la creciente presencia de la ficción en el marco de la vida cotidiana, centrándose en el papel de lo virtual en campos como la medicina, la economía, la enseñanza, etc., y, frente a ciertas voces alarmistas, afirma que la virtualidad es una parte de lo que conocemos como realidad total (por tanto, no debe ser objeto de temor ya que constituye sin duda uno más de los variados dispositivos de los que se ha valido la ficción a lo largo de los tiempos). La poética cognitiva insiste, por su parte, en el importante papel de la narración en cuanto

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forma específica de la mente —pensamos narrativamente al igual que lo hacemos racionalmente— y procedimiento fundamental para la organización de la experiencia, de donde se deduce su enorme importancia para la existencia del ser humano. Finalmente, la propuesta mimético-realista ofrece varias soluciones a la cuestión de las relaciones entre literatura y realidad, que van desde las que reducen abiertamente la actividad literaria a una simple copia de la realidad hasta las que proclaman que la literatura produce mundos con un parecido mayor o menor con el mundo de la experiencia, pasando por las que ponen el énfasis no tanto en la semejanza como en lo inevitable de la referencia a la realidad. Como se ha visto, lo distintivo de la literatura reside, según Ricoeur, más que en su objeto o la preferencia por un tipo de lenguaje más realista, en el modo (novedoso) a la hora de presentar la realidad. Lo que se produce en el siglo xx, en suma, es un planteamiento plural acerca de la noción de ficción y una colaboración (en algunos casos) sin precedentes entre la teoría literaria y otras disciplinas. Como se ha visto, lo que caracteriza a la tradición es que, de tiempo en tiempo, los profesionales de otras áreas del saber (especialmente, los filósofos) se hacen cargo de la reflexión en torno a las grandes cuestiones que afectan al ámbito de la literatura. Entre ellos cabe destacar, para empezar, a ilustres representantes de la Filosofía Analítica como Russell, Strawson, Quine, Parsons, etc. En términos generales, puede afirmarse que se observa en ellos una gran incomprensión hacia las peculiaridades de la literatura —lo que, en gran medida, les incapacita para opinar sobre las cuestiones que atañen a este ámbito— porque el arte construye mundos cuya existencia no puede documentarse en el plano empírico. Valga, a modo de ejemplo, la afirmación de B. Russell (Pavel 1991: 26-30), según el cual, las frases literarias carecen de un referente real y, por consiguiente, son falsas desde un punto de vista lógico. Strawson suaviza un tanto la rígida postura de Russell al sustituir el apelativo ‘falso’ por ‘inadecuado’ u ‘ocioso’, cuando se refiere al discurso propio de la ficción y todavía lo es mucho más la perspectiva de Parsons (1980: 49-60) al aludir a los objetos de ficción. En su tipología de estos objetos —como en las que más tarde serán propuestas por M.-L. Ryan (1991) y F. Martínez Bonati (1992: 59)— pone de manifiesto cómo a la luz de los elementos que integran dichos objetos resultan inaceptables, por rígidas y poco adecuadas, las ideas de Russell. En efecto, Parsons distingue tres tipos de objetos ficcionales: ‘nativos’ —producto de la invención del autor—, ‘inmigrantes’ —su origen se encuentra en el mundo real o en otros mundos de ficción y son incorporados por el autor a su propio

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mundo ficcional— y ‘subrogados’ o ‘sustitutos’ (entes reales que pasan a formar parte de un universo de ficción, previa la modificación de sus propiedades). En un primer balance de la cuestión, Th. Pavel (1991: 30) alude a lo inadecuado de un planteamiento rigorista que, además, no toma en consideración las peculiaridades de los mundos de ficción: Los textos literarios, como la mayoría de las recopilaciones informales de frases, conversaciones, artículos de prensa, testimonios director, libros de historia, biografías de gente famosa, mitos crítica literaria, manifiestan una propiedad que quizá cause perplejidad a los lógicos, pero que sin duda es considerada natural por todos los demás; su verdad como un todo no se define recurriendo a la verdad individual de las frases que los constituyen. La verdad global no se deriva simplemente del valor de verdad local de las frases presentes en el texto... Por consiguiente, resulta inútil establecer procedimientos para evaluar la verdad o falsedad de frases aisladas de la ficción, ya que su valor de micro-verdad puede muy bien no incidir para nada en el valor de macroverdad de amplios segmentos del texto o del texto en su totalidad.

Tanto en el caso de la Filosofía Analítica como en el de la Teoría de los Actos del Habla es de gran interés, por su influjo directo en algunos de sus representantes, la semántica de Frege y, más específicamente, su postura ante el lenguaje poético. La distinción entre Bedeutung (denotación) y Sinn (sentido) le facilita la oposición entre el lenguaje referencial o práctico —caracterizado por el valor de verdad de sus enunciados dentro del mundo empírico— y el lenguaje poético, cuyos asertos carecen de denotación y, por tanto, de valor de verdad. Así, pues, los enunciados ficcionales se constituyen al margen de la verificabilidad propia de los enunciados referenciales y, en consecuencia, no son ni verdaderos ni falsos. Los llamados mundos de ficción no son realmente tales porque, detrás de las palabras que los instauran no hay realmente nada; ficcionalidad es, en consecuencia, equivalente de vacío, de inexistencia. A partir de la distinción antes mencionada es fácil comprender que Frege se encuentre en el punto de partida de las teorías segregacionistas en torno a la ficción por cuanto los lenguajes se dividen en dos grandes grupos desde una perspectiva semántica: los referenciales, que se ocupan de los valores de verdad y de las relaciones de los signos con sus referentes, y los ‘de sentido’, atentos exclusivamente a los procedimientos para la constitución del significado de los enunciados. Por consiguiente, las frases que configuran los enunciados poéticos no pasan de la categoría de pseudofra-

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ses o ‘aserciones aparentes’, lo que sitúa la cuestión del estatuto de la ficción en la órbita del concepto de fingimiento (tan importante para comprender la actitud de algunos de los más genuinos representantes de la Teoría de los Actos del Habla como J. R. Searle, J. Austin e incluso R. Ohmann). De acuerdo con Dolezel (1998:134): La correlación necesaria entre la función estética y los principios semánticos del lenguaje poético es la piedra angular de la semántica poética de Frege. Si entendemos las funciones del lenguaje como conceptos pragmáticos —en el sentido en que conectan el lenguaje con sus usuarios— entonces tenemos derecho a designar la teoría fregeana del lenguaje poético como una concepción semántica basada en la pragmática. Algunas de las formulaciones más tardías de Frege, sin embargo, nos llevan a creer que estaba cambiando hacia una concepción puramente pragmática.

La imposibilidad de verificación empírica que ofrecen los productos de la ficción constituye todo un reto para la Lógica y Filosofía del lenguaje porque, aun negando el valor de verdad de las frases que les sirven de soporte, se ven obligadas a reconocer su existencia —siquiera virtual— en otros niveles ontológicos. Excepción hecha de las posturas más radicales, autores como Critenden, Castañeda, Parsons, Plantinga o Kripke se aplican a la tarea, primero, de designar los hábitats de la ficción y, seguidamente, a la no menos importante de definir el estatuto ontológico de los seres y objetos que los pueblan. Para ello se recupera, en primer lugar, el concepto leibniziano de mundo posible; de ello se ocupa Samuel Kripke (1963: 83-94), quien afirma en otro lugar que los “mundos posibles se estipulan, no se descubren con potentes microscopios” (afirmación que encontrará eco en planteamientos —especialmente, en Dolezel (1997)— llevados a cabo desde la perspectiva de la teoría literaria). Posteriormente, Plantinga (1974: 44) procederá a su redefinición afirmando que se trata de “algo que no es actual pero existe”. A partir de ahí se convierte —según U. Volli (1978: 123-148)— en un concepto recurrente en el ámbito de la lógica modal. En su primera versión, la de Leibniz, los mundos posibles tienen su asiento en la mente divina y lo que hace el poeta es descubrirlos a través de la imaginación; de aquí se deduce que los mundos posibles de la ficción preexisten al momento de su descubrimiento en los más diversos ámbitos culturales. A modo de síntesis, cabe decir que la moderna concepción de los universos ficcionales como mundos posibles se remonta a la filosofía de Leibniz pero, por lo que a la literatura se refiere, en su definición cuentan deci-

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sivamente las propuestas sobre este tipo de mundos de Bodmer, Breitinger y (empleando otros términos) Baumgarten, además del rico discurrir en torno a las facultades que intervienen en el proceso de creación desarrollado por la poética romántica. La teoría de la ficción del siglo presenta un grado de diversificación bastante acorde, por otra parte, con la variedad de propuestas que se han ido sucediendo durante este período. Lo que tienen en común los diferentes enfoques antes reseñados es su interés declarado por desentrañar la naturaleza de esta importante manifestación del ser humano, las peculiaridades de los mundos ficcionales, las facultades que intervienen en su producción, su inexcusable vinculación a los textos y las características textuales de la ficción, los papeles del emisor y el receptor, las raíces antropológicas de las creaciones artístico-imaginarias y las relaciones que mantienen con el mundo convencional, entre otras consideraciones. Puede muy bien afirmarse que, de alguna manera, todos los enfoque caben dentro de la Poética de Aristóteles dado que, como se vio en su momento, en su planteamiento se incluye tanto la literatura manifiestamente mimética como la que rehúye abiertamente el parecido con el mundo de la experiencia.

El paradigma mimético-realista El paradigma mimético-realista, de cuyos fundamentos doctrinales y evolución se trató en los apartados anteriores, dista mucho de haber desaparecido con la llegada de las corrientes románticas; lo que ha hecho básicamente es adaptarse a las exigencias de los nuevos planteamientos y a los avances que se han ido produciendo en la teoría de la ficción. Es un enfoque que, con relativa frecuencia, disimula mal los discutibles supuestos en que se fundamentan algunas de sus versiones; L. Dolezel (1997: 72-73) ha puesto de manifiesto —desde una perspectiva radicalmente antimimética, que será objeto de análisis más adelante— las inconsistencias de la semántica mimética, la cual tiende a correlacionar sistemáticamente los individuos, objetos o fenómenos ficcionales con sus correspondientes en el mundo real (es lo que él denomina ‘función mimética’). Ahora bien, como en muchos casos —don Quijote, Ana Ozores, Hamlet, etc.— no es posible establecer tal correspondencia, los estudiosos tratan de encontrar una vía de solución afirmando que los particulares ficcionales representan universales reales: tipos representativos en el plano psicológico, estratos sociales, modos existenciales o históricos. Un buen

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ejemplo de esta actitud se encuentra en Mímesis, la obra de E. Auerbach, según Dolezel (1997: 72-74): Mediante la aplicación de la función mimética universalista, las funciones literarias se transforman en ejemplos categorizados de la historia real. La crítica auerbachiana es una interpretación universalista de la historia basada en las ficciones... Sin negar la importancia de las interpretaciones universalistas para ciertos propósitos en estudios literarios generales y comparativos, tenemos que afirmar enfáticamente que una semántica de la ficcionalidad incapaz de acomodar el concepto de particular ficcional es seriamente defectuosa.

La solución a esta dificultad la encuentran a través de lo que el autor califica de “función seudomimética”: el énfasis recae ahora sobre la mente o conciencia del autor, ya que todo el proceso creativo pasa indefectiblemente por ella. No es que se afirme que los entes ficcionales deriven de universales reales sino que, de algún modo, preexisten al momento de la representación, ya que tienden a vincularse con la conciencia del autor y, por consiguiente, están a la espera de ser descubiertos (es algo que puede rastrearse en la obra crítica de I. Watt o D. Cohn, entre otros). La conclusión de Dolezel (ibid., 76) es que “la mímesis como teoría de la ficcionalidad está completamente bloqueada”. Obviamente, no es este el caso de Ricoeur y Harshaw, los cuales consideran la ficción como invención o construcción, no reniegan de la noción de mundo (posible) ficcional y hacen de la ficcionalidad el rasgo esencial de la literatura. Nada más lejos, pues, de la desvirtuada noción de mímesis a la que condujeron las desviadas propuestas de la tradición mimética, especialmente, en sus momentos finales. Es preciso reseñar —como recuerdan Gabauer-Gulf (1995: 267-307, 314-315)— que el concepto de mimesis como instrumento explicativo del quehacer artístico continúa interesando en el siglo xx y no solo a los estudiosos de la literatura; cabe destacar, entre otros, a algunos de los miembros más cualificados de la Escuela de Frankfurt —como Th. Adorno y W. Benjamin— e incluso, por paradójico que parezca, a personajes encuadrados en el ámbito de la deconstrucción como J. Derrida (1975, 1985, 1989). El primero (1978: 333-336) afirma, desde una perspectiva antropológica, que el desarrollo infantil se lleva a cabo a partir de una interacción mimética con su entorno; desde su punto de vista, lo que hace posible las experiencias vitales es la aptitud humana para la mímesis. Para Derrida, mímesis se correlaciona directamente con lo ya dicho o escrito y, de manera más específica, con la noción de texto. No hay textos originales y, por tanto, todo texto —y todo origen—

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es una repetición, ‘un doble’, que se caracteriza por su disponibilidad para convertirse en objeto de imitación y de nuevas interpretaciones; una vez creados, los textos son incontrolables, ambiguos y se relacionan directamente con el juego, la simulación y la ocultación. Por su relación con lo que les precede, los textos ofrecen una clara dimensión intertextual, que es la que exige su deconstrucción; de lo que se trata, fundamentalmente, es de descifrar lo que en ellos resulta indecible. Los textos, por lo demás, contienen huellas individuales y ofrecen una dimensión paradójica: ocultamiento y revelación, presencia y ausencia, semejanza y diferencia. En suma, la función de la mimesis es básicamente la de intermediario en la actividad cognitiva. Podría afirmarse, de forma sintética, que en el ámbito de la teoría literaria el concepto de mímesis en el siglo xx delata la imperiosa necesidad de mantener a cualquier precio las relaciones entre literatura y realidad, independientemente de las formas que adopten las historias narradas (que, con frecuencia, entran en los dominios de lo fantástico o terrenos próximos). Dicho concepto es objeto de atención por parte de K. Hamburger, P. Ricoeur, F. Martínez Bonati y B. Harshaw, entre otros. La primera (1995: 49) insiste en las virtualidades de la mímesis para despertar en el receptor la sensación de vida, señalando que este ‘vive realmente’ las historias que recibe a través del proceso de lectura. Se trata, de una vivencia auténtica, mucho más allá de la simple apariencia de realidad: Mientras pasamos el rato sumidos en ellos, también los cuentos se nos aparecen como realidad, pero no como si fueran realidad. Pues el como si contiene en su significado un aspecto de engaño, y por ello, de referencia a la realidad, que se formula en subjuntivo precisamente porque la realidad como si no es la que pretende ser. En cambio, parecer como real es apariencia, ilusión de realidad y eso significa enajenación de realidad, o ficción. Pero ese concepto de ficción en el sentido de parecer como real lo cumplen la ficción dramática y la épica(el relato en tercera persona), así como la cinematográfica. Y si nos preguntamos por qué ahí y solo ahí se produce tal aparición como real, la respuesta es este: porque se produce apariencia de vida. Y este solo se produce en el arte a través de la persona de un yo que vive, piensa, siente y habla. Las figuras de novelas y dramas son personas ficticias por estar modeladas como un yo, como sujetos ficticios. Pero de todos los materiales artísticos solo el lenguaje puede producir apariencia de vida, esto es, de una persona que vive, siente, habla, o calla.

Así, pues, la mímesis no solo remite a la realidad de un modo pasivo sino que dispone del inmenso poder de suscitar en el receptor la sensación

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de vida, no solo la apariencia de la misma. Esta noción —tan aristotélica, por otra parte— se sustenta en una concepción pragmática y lingüística, esto es, toma en consideración el efecto del discurso ficticio sobre el receptor pero, al mismo tiempo, restringe dicho influjo a determinadas manifestaciones discursivo-genéricas. Específicamente: el relato en tercera persona y el drama, quedando fuera del canon de la ficción tanto el relato en primera persona como el poema lírico. Las razones tienen que ver directamente con el mecanismo de la enunciación: en el relato en primera persona —y lo mismo puede decirse del poema— el enunciador se comporta como lo haría u hablante en el seno de la lengua de uso: elabora verbalmente un objeto —acciones, sensaciones, sentimientos, ideas, etc.— que preexiste al momento de la enunciación; por consiguiente, se aprecia fácilmente una clara separación entre los tiempos de la enunciación y del enunciado. La situación es muy diferente en el caso del relato en tercera persona y del drama: el objeto verbalizado no preexiste al momento de la enunciación sino que es producido precisamente durante el proceso enunciador. De ahí que en los dominios de la ficción más que enunciación habría que hablar, en sentido estricto, de ‘función narrativa’ o función productora del objeto. Como en el primer supuesto, también este presenta importantes repercusiones sobre al tiempo del enunciado: enunciación y enunciado se dan de forma simultánea y esto, como se verá, se erige en uno de los argumentos básicos para la cerrada defensa de Hamburger sobre el bloqueo del mecanismo de la enunciación narrativa y la consiguiente destemporalización del relato. El género ficcional resulta, según la autora, fácilmente reconocible por la presencia, en especial, de tres fenómenos característicos: verbos que designan procesos interiores, el estilo indirecto libre y un tipo de construcciones en las que se da una distribución anómala de la forma verbal y el deíctico adverbial correspondiente. El narrador de una novela o cuento dispone, a diferencia de lo que es habitual, de la capacidad de introspección y puede, consecuentemente, revelar a los lectores lo que pasa por la conciencia del personaje en un momento determinado; es algo privativo de la ficción. Algo similar puede decirse del estilo indirecto libre por cuanto implica el poder de situarse simultáneamente en dos perspectivas: la suya propia —de ahí la presencia de la forma del pasado— y la del personaje, presente por definición, que asoma a través de los deícticos adverbiales espacio-temporales. Con todo, lo más llamativo quizá del ámbito de la ficción en términos discursivos sea la presencia de construcciones anómalas —bastante frecuentes en la narrativa contemporánea— del tipo ‘Ayer volarás a México’ (La muerte

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de Artemio Cruz), ‘Esto lo estoy tocando mañana’, ‘Esto ya lo toqué mañana’, ‘Sus cuerpos serán echados en la plaza pública hace seis meses’ (“El perseguidor”), etc. Según Hamburger (ibid., 59, 74-96), estas construcciones se explican únicamente a partir del supuesto de la destemporalización del pretérito en cuanto traspasa el umbral de la ficción, siendo su función más dramática o plástico-mostrativa que temporal (esta postura le ha valido a la autora la críticas, sobre todo, de P. Ricoeur —1987: II, 112-120, el cual hace bascular sobre el tiempo la composición novelesca y asigna a su hermenéutica el importante papel del análisis y sentido del tiempo). Para Hamburger, ficción es, pues, sinónimo de invención y este goza de la capacidad de hacerse ‘vivir como real’ gracias a las virtualidades del lenguaje narrativo para producir la ‘apariencia de vida’. Con todo, la aportación fundamental corresponde sin duda a Paul Ricoeur por dos razones fundamentales: la primera es que el planteamiento de Ricoeur debe considerarse el punto terminal (al menos, por ahora) de una larga cadena de propuestas en torno a esta controvertida cuestión; la segunda, que a él se debe la concepción más sólida y desarrollada de la noción literaria de ficción elaborada a partir de presupuestos que hunden sus raíces en la doctrina aristotélica, la hermenéutica y en la moderna teoría de los modelos. Una de las cualidades más sobresalientes de la reflexión de Ricoeur (1987: 117-166) y lo que la dota de mayor solidez y credibilidad es su redefinición y expansión del concepto de mímesis a través de un desarrollo, en el que quedan claros los objetivos que animan su empresa: la defensa a toda costa el carácter mimético de la literatura. Sin descuidar otros aspectos, toda su atención se concentra en la defensa, con los más variados argumentos, de la inevitable conexión entre literatura y mundo sin caer en deformaciones burdas o en la tentación de resucitar nociones de realidad poco respetuosas para con la idiosincrasia de lo literario. El resultado de este intento no es otro que la ya aludida noción de mímesis, en la que se pone claramente de manifiesto cómo el texto (mímesis II) remite inexcusablemente al mundo básico o de la experiencia (mímesis I) en cuanto que las condiciones de inteligibilidad del texto —específicamente, el concepto de acción y lo que ella implica: agentes, objetivos, ideas, espacio, tiempo, etc.— proceden de allí y al mundo apuntan a través de receptor (mímesis III). El mundo está, pues en el punto de partida del proceso literario y también se encuentra en su final; en medio se sitúa todo lo referente a mímesis II, esto es, a la configuración textual de acuerdo con las convenciones y procedimientos propios de la literatura. El seguimiento y reinterpretación de las tesis aristotélicas respecto de la noción de mímesis conducen de manera muy convincente a presentar di-

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cho concepto como equivalente al de invención, esto es, de la construcción imaginaria de mundos. Dice Ricoeur (1987: 106): ...si seguimos traduciendo mímesis por imitación es necesario entender todo lo contrario del calco de una realidad preexistente y hablar de imitación creadora. Y, si la traducimos por representación, no se debe entender por esta palabra un redoblamiento presencial, como podría ocurrir con la mímesis platónica sino el corte que abre el espacio de la ficción. El creador de palabras no produce cosas, sino solo cuasi-cosas; inventa el como-si.

La nova-antiqua idea de la ficción como producción imaginaria comienza a articularse a partir de una definición de cómo debe entenderse la referencia en el universo de lo ficcional. De forma todavía provisional, puede afirmarse que la cuestión de la referencia resulta altamente problemática en literatura; nuestra experiencia como lectores nos indica claramente —y mucho más los imperativos que rigen el pacto de ficción— que, cuando uno se enfrenta con un texto literario, es preciso modificar nuestro horizonte de expectativas —“suspender voluntariamente la incredulidad”, como diría Coleridge— y disponerse a colaborar dócilmente para poder apropiarnos imaginaria, afectiva y axiológicamente del mundo que dicho texto nos pone delante para nuestro disfrute. En cuanto a la naturaleza de la ficción (y de los mundos que le son propios) la doctrina de Ricoeur se inscribe en ámbitos muy próximos a los de N. Goodman, Max Black, M. Hesse... y, sobre todo, la teoría aristotélica de la metáfora. El autor asume, como punto de partida, la distinción establecida por Frege entre sentido (de las frases que integran un texto o enunciado) y referencia o denotación, aceptando simultáneamente una diferenciación entre los referentes de los discursos práctico y literario. Es lo que él denomina referencia de primer grado y referencia de segundo grado: la primera desempeña una función ostensiva o mostrativa de la realidad a la que apunta (para ello, la lengua cuenta con toda una batería de formas lingüísticas: los deícticos, fundamentalmente); la segunda, en cambio, es la propia de los mundos ficcionales. La tesis de Ricoeur es que en literatura se lleva a cabo una suspensión obligada de la referencia de primer grado como paso indispensable para la manifestación de esta referencia característica de la ficción, mucho más amplia que la primera. Dice el autor (2002: 107): Y, no obstante, no hay discurso tan ficticio —que no se conecte con la realidad, pero en otro nivel, más fundamental que el que logra el discurso des-

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criptivo, objetivo, didáctico, que llamamos lenguaje ordinario. Mi tesis es que la anulación de una referencia de primer grado, operada por la ficción y por la poesía, es la condición de posibilidad para que sea liberada y una referencia segunda, que se conecta con el mundo no solo ya en el nivel de los objetos manipulables, sino en el nivel que Husserl designaba con la expresión Lebenswelt y Heidegger con la de ser-en-el-mundo.

La suspensión de la referencia denotativa es precisamente la que facilita la inscripción de la ficción en el ámbito de lo posible o, mejor, de su concepción como la ‘proyección de mundos posibles’. Es ahí donde se pone de manifiesto la gran capacidad de la ficción para, a través de una desconexión con el mundo inmediato, abrirse a otros mundos, a otras posibilidades de existencia construidas a partir de lo que el autor denomina ‘variaciones imaginativas’, que constituyen el procedimiento habitual de que dispone la literatura para transformar la realidad y ofrecer otras imágenes de la misma (ibid.,108, 130-131, 173-174, 192, 204-205). Así, pues, lo característico de la ficción es la referencia metafórica, cuyo papel central consiste en la re-descripción del mundo o en re-hacer la realidad, afirmación que recuerda —y no es en modo alguno casual la asociación, pues constituye uno de los fundamentos de la propuesta de Ricoeur (2002: 22-23, 26-27, 204-205, etc.)— la teoría de Goodman sobre la enorme capacidad de los lenguajes para hacer mundos. Ahora bien, la operación de rehacer el mundo exige su previa destrucción para poder ser presentado bajo una nueva luz que lo haga percibir como una realidad diferente y alternativa gracias a su desvinculación efectiva de la referencia descriptiva. Dice Ricoeur (2002:26): Ahora bien, el estudio de la ficción narrativa — nos colocó, por primera vez frente al problema de la referencia poética cuando nos ocupamos de la relación entre mythos y mímesis en la Poética de Aristóteles. La ficción narrativa, dijimos, imita la acción humana pues contribuye a remodelar sus estructuras y dimensiones según la configuración imaginaria de la intriga. La ficción tiene ese poder de rehacer la realidad y, más precisamente, en el marco de la ficción narrativa, la realidad práctica, ya que el texto aspira intencionalmente a un horizonte de realidad nueva que hemos llamado mundo. Este mundo del texto interviene en el mundo de la acción para darle nuevas formas o, si se quiere, para transfigurarlo.

Habría que resaltar, en este sentido, el estrecho paralelismo entre lo que el autor denomina ‘redescripción metafórica’ de la realidad y la ‘función mimética’: la primera se ejerce sobre el ámbito y el material de la ac-

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ción, mientras que la segunda se aplica preferentemente al de lo emotivo-sensorial, lo estético y lo axiológico, que son precisamente los valores que consiguen hacer del mundo un lugar realmente habitable (ibid., 27). Una vez establecida la conexión entre la actividad mimética y la propia de la redescripción metafórica, queda pendiente el desarrollo del concepto mismo de metáfora con vistas a poner de manifiesto su capacidad para convertirse en fundamento de un concepto de la ficción como actividad instauradora de mundos. En la exposición y argumentación de Ricoeur se mezclan las ideas de Aristóteles al respecto con modernas propuestas sobre el tropo en cuestión o el enfoque semántico del enunciado metafórico —Jakobson, Le Guern, Beardsley, I. A. Richards, C. M. Turbayne y el propio N. Goodman, entre otros— y la reflexión sobre la naturaleza y cometidos de la descripción científica. Respecto de la caracterización aristotélica de la metáfora como un proceso de sustitución que bascula sobre la propiedad de la semejanza entre las dos entidades afectadas, los estudiosos no se ponen plenamente de acuerdo. La opinión favorable de Jakobson es contrarrestada por Beardsley, según el cual, más que de semejanza o analogía habría que hablar de desorden lógico e invocar el absurdo al tratar de explicar la naturaleza de la metáfora. Con todo, es preciso admitir que tanto el rasgo de semejanza como de analogía distan bastante de ser unívocos incluso en el propio Aristóteles. En él se aprecian hasta cuatro acepciones del término semejanza: el más riguroso es el que aparece en la Poética y en la Ética a Nicómaco (V: 6), donde se define la metáfora como analogía basada en una relación de proporcionalidad, pero, a su lado, hay que mencionar la comparación (Retórica: III, 10, 1411a), a pesar de no constituir la base de la metáfora. El núcleo de la doctrina aristotélica sobre la metáfora aparece en la Poética, cuya definición incluye, de algún modo, a las demás definiciones y notas características de la figura: “Lo más grande, con mucho, es el uso de la metáfora... usar bien la metáfora, es percibir lo semejante”. En la Retórica (III, 11, 5) parece identificarse lo semejante con lo idéntico en términos genéricos, a lo que habría que añadir lo dicho en la Poética sobre el poder de la metáfora para ‘poner ante los ojos’, hacer evidente una realidad o un concepto mediante una expresión plástica, que resalta su dimensión icónica. Ricoeur (1980: 260 ss.) se muestra partidario de seguir defendiendo el valor del rasgo de semejanza con vistas a un esclarecimiento del concepto de metáfora y reconoce que, incluso admitiendo el absurdo y la contradicción lógica como parte integrante de esta figura, la relación de semejanza no desaparece del todo. Lo que, en definitiva, se consigue a través de un

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proceso metafórico es acercar lo que, en principio está alejado: dos propiedades o dos realidades que, aunque disímiles, son percibidas como un lugar de encuentro de propiedades incompatibles (esto es, el efecto de innovación semántica, al que apuntan las propuestas de J. Cohen, Beardsley, Wheelwright, o Max Black, entre otros). El propio N. Goodman alude a este efecto renovador a través de su interpretación de la metáfora como reasignación de etiquetas, proceso que da lugar a un “idilio entre un predicado que tiene un pasado y un objeto que cede pero protestando” (2002: 266-267). Es una manera de decir que en el interior de este tropo coinciden la semejanza y la disparidad, la diferencia e incluso la contradicción, hecho que resalta el carácter paradójico de toda metáfora. Como se verá, el rasgo de semejanza —del que no está del todo ausente la disparidad— viene muy a propósito en un planteamiento que parte de un concepto de literatura presentada como representación verosímil (en el sentido genuinamente aristotélico del término) del mundo. Antes de abordar este asunto, reviste gran interés la vinculación entre metáfora e imagen, establecida por M. B. Hester, que se conecta con la idea wittgensteiniana de ‘ver como’. Para este autor ‘ver como’ se identifica con ‘tener una imagen’ y, aprovechando el enfoque de V. C. Aldrich, trata de justificar el influjo mutuo entre ‘ver como’ y la dimensión generadora de imágenes del lenguaje poético; en otros términos, abre el ‘percibir lo semejante’ a una dimensión imaginaria: Sea lo que fuere —afirma Ricoeur (1980: 266-267)—, de esta inversión, el ‘ver como’ ofrece el eslabón que falta en la cadena de la explicación; el ‘ver como’ es el lado sensible del lenguaje poético. Semi-pensamiento, semi-experiencia, el ‘ver como’ es la relación intuitiva que mantiene juntos el sentido y la imagen. ¿Cómo? Fundamentalmente, por su carácter selectivo... ‘Ver como’ es a la vez una experiencia y un acto... la experiencia-acto del ‘ver como’ asegura la implicación de lo imaginario en la significación metafórica: the same imagery which also means). De este modo, el ‘ver como’ que actúa en el acto de leer asegura la unión entre el sentido verbal y la plenitud de la imagen... Lo semejante —dice claramente Hester— es lo que resulta del acto-experiencia de ‘ver como’. ‘Ver como’ define la semejanza y no a la inversa.

Por este procedimiento se alcanza la conexión íntima del sentido y la imagen, de lo verbal y lo no-verbal, y la plenitud del concepto vacío y de la impresión ciega. La instauración de una nueva ‘pertinencia semántica’ constituye precisamente la solución al enigma del sentido metafórico y no su razón última. Todas estas ideas tienen una importantísima repercusión,

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como es obvio, sobre la noción de ficción defendida en última instancia por Ricoeur; con todo, para el propósito de este trabajo, dicho planteamiento necesita complementarse con las opiniones del autor en torno a la vinculación entre la ‘metáfora viva’ y lo concerniente al concepto de referencia. Como se apuntó en su momento, la referencia literaria es una referencia de segundo grado, que surge precisamente al quedar en suspenso la referencia primaria o ‘denotación’ —esto es, la propia de la lengua práctica— que se manifiesta a través de la descripción/mostración de su objeto (el cual, por tanto, debe preexistir). Este es, en sentido estricto, la referencia metafórica, la que da lugar a la innovación semántica a través de la incompatibilidad o aproximación entre las propiedades asignadas al objeto (muy distanciadas, en principio) y la que, en última instancia, brota a partir de la ‘ruina del sentido literal’ (ibid., 299, 308-309). La propuesta de Goodman en torno a la capacidad de los sistemas o lenguajes simbólicos para hacer y rehacer mundos (creación y recreación, si se prefiere) y la estrecha asociación entre ficción y redescripción —además de su insistencia en el papel regenerador de la metáfora, en su cometido aglutinante de los diversos tropos a través de su funcionamiento como principio de transferencia y en su enorme capacidad para reorganizar la percepción de la realidad— es aprovechada por Ricoeur, no obstante con algunas reservas finales. Son estos precisamente las que le llevan a postular su complementación con la idea de Max Black de que “...la metáfora, más que encontrar y expresar la semejanza, la crea” (ibid.: 319). Ricoeur considera inevitable ir más allá del planteamiento goodmaniano y postular como inevitable la clausura de un modo referencial como conditio sine qua non para el afloramiento de otro: En este punto es donde yo guardo mis distancias respecto al nominalismo de Nelson Goodman. La “conveniencia”, el carácter “apropiado” de determinados predicados verbales y no verbales, ¿no son acaso el indicio de que el lenguaje no solo organiza de otro modo la realidad, sino que pone de manifiesto una manera de ser de las cosas que, gracias a la innovación semántica, se lleva hasta el lenguaje? El enigma del discurso metafórico consiste, al parecer, en que “inventa” en el doble sentido de la palabra: lo que crea, lo descubre; y lo que descubre, lo inventa. Por tanto, lo que es necesario comprender es el encadenamiento entre estos tres temas: en el discurso metafórico de la poesía, el poder referencial va unido al eclipse de la referencia ordinaria; la creación de la ficción heurística es el camino para la redescripción; la realidad llevada al lenguaje une manifestación y creación (ibid.: 322).

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¿Dónde está, pues, la solución? En gran medida, en Max Black y su teoría de los modelos (ibid., 323 ss). Definido el modelo por M. Hesse como ‘un instrumento de redescripción’, la tesis central de Black establece la equivalencia entre el papel de la metáfora en el marco del lenguaje poético y del modelo en el ámbito del científico respecto a la relación con la realidad. En el caso del lenguaje científico también se recurre a la ficción, ya que de lo que se trata es de sustituir, a través de la imaginación, una explicación inadecuada por otra más conforme con lo que constituye el objeto de estudio. El autor propone tres tipos de modelos: modelos a escala, modelos análogos y modelos teóricos. Los primeros ofrecen la posibilidad, a través de una reproducción (a escala) del original, de adecuar el tamaño del objeto a la medida o conveniencia del observador, lo que permite descifrar más fácilmente sus rasgos. La apariencia deja de ser relevante en los modelos análogos, donde el paralelismo entre el modelo y el original se establece en el ámbito de la estructura. Los modelos teóricos, finalmente, no reproducen ni la apariencia ni la estructura del original, sino que se limitan a describirlo (sin construirlo) a través de un lenguaje nuevo. M. Hesse concibe la explicación teórica “como la redescripción metafórica del campo del explanandum”. Esta consideración de la explicación científica conduce al emparejamiento entre la literatura y el lenguaje de la ciencia por el hecho de compartir lo que convencionalmente se viene definiendo como referencia metafórica, que consiste en la identificación de las cosas a través de un ver como. ¿Qué consecuencias tiene la teoría de los modelos para la teoría de la metáfora? Según Ricoeur, permite poner de manifiesto nuevos rasgos de la metáfora hasta ahora no percibidos; en cuanto al primer tipo, la reproducción a escala del original, el modelo se puede explicar como una secuencia de enunciados, cuyo correlato en el plano metafórico literario sería el de una metáfora continuada o red metafórica al estilo de las que se dan en la fábula y, sobre todo, en la alegoría. El isomorfismo se pondría de manifiesto de manera especial, según Black, en el tipo de metáfora que él denomina arquetipo y que se caracteriza por dos rasgos: radicalidad y sistematicidad; son ellos los que hacen del arquetipo una realidad más amplia que la propia de la metáfora, ya que, por su naturaleza de ‘metáfora en red’, aquellos cubren toda un área de hechos o experiencias. Conviene resaltar en este momento que el enfoque de Black refleja una gran solidaridad respecto del ya examinado de Goodman. Prefiere hablar de red metafórica o metáfora continuada más que de figuras aisladas y, además de la presentación de lo metafórico a la manera de un ‘ver como’ que establece nuevas conexio-

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nes, demanda, como cualidades de una filosofía de la imaginación más abarcadora, tomar en consideración una doble dimensión, vertical y horizontal, que permitiría a la metáfora ganar en profundidad. En cuanto a la mímesis, deja de crear dificultades y causar escándalo cuando ya no se entiende en términos de ‘copia’ sino de redescripción... Para hablar como Mary Hesse, la mímesis es el nombre de la “referencia metafórica”. Esto mismo subrayaba Aristóteles por medio de esta paradoja: la poesía está más cerca de la esencia que la historia, que se mueve en lo accidental. La tragedia enseña a “ver” la vida humana “como” lo que el mythos exhibe. Con otras palabras, la mímesis constituye la dimensión «denotativa» del mythos (ibid., 329-330).

En suma, la relación entre modelo y metáfora facilita la conexión entre ficción y redescripción. Antes de acometer la exposición de las conclusiones derivadas de del análisis de las posturas examinadas anteriormente, Ricoeur señala que lo dicho respecto de la trama trágico-narrativa es aplicable igualmente al poema lírico; en su interior se reconcilian invención y descubrimiento y se superponen creación y revelación. Entre las conclusiones respecto de lo que él denomina verdad metafórica figuran las siguientes: 1) la función poética aspira a la redescripción de la realidad por medio de la vía indirecta de la ficción heurística, mientras que la función retórica concentra sus esfuerzos en la persuassio del receptor a través del ornato del discurso; 2) la metáfora implica privar al lenguaje de su cometido de describir directamente la realidad para alcanzar un nivel más alto, el ‘nivel mítico’, que es donde se manifiesta su carácter revelador; 3) la verdad metafórica aúna la ‘intención realista’ y la capacidad de redescripción propia del lenguaje poético (ibid., 332). Como acaba de verse, el recorrido llevado a cabo por Ricoeur a través de la filosofía de la ciencia y la teoría de la metáfora y del lenguaje literario (fundamentalmente) no tenía otro objetivo que recabar argumentos que le permitieran, a partir de la definición aristotélica de metáfora, apoyar las tesis que defienden no solo la concepción de esta figura como un modo singular de percepción de la realidad sino, sobre todo, la consideración de la ‘metáfora continuada’ o ‘metáfora en red’. Es precisamente esta la que asume primordialmente la capacidad de redescripción y reorganización de la realidad —de innovación semántica, en una palabra— y puede parangonarse por tanto con el relato de ficción en cuanto a su función de descubrimiento y revelación de mundos sin enraizamiento en lo empírico (mundos, por consiguiente, que no son copia, sino que implican un rehacer de algo previamente

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reducido a escombros). Es una propiedad aneja a la noción de modelo teórico, de acuerdo con la teoría de Max Black: aquí no se produce nada en el sentido artesanal o sensible del término, ya que no se trata de objetos físicos sino de modelos cuya misión es incorporar un lenguaje nuevo a través del cual “se describe un original sin que haya sido construido”. Cuando este planteamiento asume su versión hermenéutica, dichos mundos son identificados con los que el texto porta en su interior en cuanto fruto de un trabajo de configuración por parte del autor como evocación del mundo base y de refiguración o encuentro entre los mundos del texto y del lector, de donde surge la experiencia estético-literaria. Así, pues, la noción de ficción es sinónima en Ricoeur de rehacer, innovación semántica, redescripción, re-decir, referencia no ostensiva. En esta vasta operación, que implica una percepción diferente de la realidad, desempeñan un papel determinante la imaginación en cuanto facultad productora de mundos — en este punto es donde entronca con los poderes de la metáfora anteriormente examinados— y el texto que los configura y pone a disposición del receptor (2002: 21-27,106-108, 173-174, 199, 202-207). En cuanto a los cometidos de la imaginación, dice el autor: La imaginación es la apercepción, la visión súbita de una nueva pertinencia predicativa... Imaginar es en primer lugar reestructurar campos semánticos. Según la expresión de Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, es ver como... De este modo se retoma lo esencial de la teoría kantiana del esquematismo. El esquematismo, decía Kant, es un método para poner una imagen a un concepto, e incluso, es una regla para producir imágenes... Al esquematizar la atribución metafórica se difunde en todas direcciones, reanima experiencias anteriores, despierta recuerdos dormidos, irriga campos sensoriales adyacentes... Pero ya se advierte que la imaginación es lo que todos entendemos: un libre juego con las posibilidades, en un estado de no compromiso con respecto al mundo de la percepción o de la acción. En este estado de no compromiso, ensayamos ideas nuevas, valores nuevos, nuevas maneras de estar en el mundo” (ibid., 202-203).

Pero, hay que añadir una precisión muy importante: todos estos poderes realmente demiúrgicos de la imaginación no alcanzan su objetivo mientras no se produce su alianza con el lenguaje, que es el mediador real de la significación de la comprensión. La razón, para Ricoeur, es obvia “... solo vemos imágenes si primero las entendemos” (ibid., 203). Los rasgos con que se ha caracterizado la ficción son reconocibles en todos los géneros pero, de manera muy especial, en la ficción narrativa, esto es, en el trabajo de redescripción de la realidad a través de la acción

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narrada. Las tareas implicadas en este trabajo ponen en contacto y equiparan la teoría del texto, la teoría de la acción y la teoría de la historia. En los tres casos se organizan elementos muy heterogéneos en función de una determinada percepción de la realidad y en los tres está implicada la categoría de lo posible, es decir, la referencia a modos posibles de ser o a mundos que uno podría habitar, y en los tres se encuentran implícitas vastas operaciones de construcción o reconstrucción de la realidad. En suma, el trabajo de Ricoeur se hace eco de la mayoría de las propuestas reseñadas hasta el momento y, por consiguiente, sería incorrecto todo enfoque de su concepción de la ficción exclusivamente fundamentado en una consideración mimética de esta compleja noción. La mímesis y todo lo que implica en términos ontológicos y epistemológicos constituye el punto de partida incuestionable de la labor de Ricoeur; con todo, el autor va mucho más allá (sin renunciar a ella), aunque su planteamiento no ha escapado a la crítica de Dolezel (1999: 45): Han sido vanos los esfuerzos por explicar la diferencia entre la concepción platónica (mímesis como copia de la realidad) y la concepción aristotélica (mímesis como representación creativa de la realidad). En nuestra época Paul Ricoeur ha hecho explícita la diferencia semántica entre ambos mediante la distinción entre “mímesis I” y “mímesis II”. Sin embargo, ha colaborado a la perpetuación de la confusión al introducir el término “mímesis III” que designa “la intersección del mundo del texto y el mundo del lector o receptor”.

Es preciso reconocer, sin embargo, que el ensanchamiento del concepto de ficción no se hace a costa de una reducción o aminoración de la importancia de lo mimético sino de su correlación con otros planteamientos que lo enriquecen de modo muy notable como la reformulación de la noción de metáfora desde ámbitos tan dispares como la filosofía, la filosofía de la ciencia, la teoría general de las artes, la teoría literaria, el psicoanálisis, etc. Sin renegar de sus principios, Ricoeur no rechaza, a la hora de elaborar una teoría de la ficción literaria, las aportaciones de la semiótica, la pragmática o la teoría de los mundos posibles, sino que las incorpora abiertamente o reinterpreta. Conviene señalar, por otra parte, que su postura es muy afín a la defendida en el mismo sentido por H. G. Gadamer (1998: 93): En la obra de arte acontece de modo paradigmático lo que todos hacemos al existir: construcción permanente del mundo. En medio de las ruinas del mundo de lo habitual y familiar, la obra de arte, se yergue como una prenda de orden; y acaso todas las fuerzas del guardar y del conservar, las fuerzas que soportan la cultura humana, descansen sobre eso que nos sale al paso de un

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modo ejemplar en el hacer del artista y en la experiencia del arte: que una y otra vez volvemos a ordenar lo que se nos desmorona.

Benjamin Harshaw (1997: 123-157) propone, a través de la noción de campo de referencia —que, por cierto, se presenta como alternativa a la noción de mundo posible por ser más comprehensiva y adecuada a la naturaleza de los universos ficcionales— un modelo de las relaciones entre ficción y realidad. Mundo real o campo de referencia externo y mundo de ficción o campo de referencia interno discurren, en principio, como planos paralelos, esto es, independientes. Cada uno de ellos está integrado por una serie de marcos (acontecimientos, agentes, objetivos, ideas, espacio, tiempo, etc.) interrelacionados entre sí. A pesar de la autonomía de dichos planos, se producen interferencias de cuando en cuando: es lo que ocurre siempre que, desde un campo interno de referencia, se convoca la presencia de un marco procedente del campo de referencia externo (un acontecimiento o personaje históricos, una ciudad o realidad geográfica, una ideología, etc.: Napoleón y la batalla de Waterloo, Madrid en la novelística de Galdós, el río Jarama, el pesimismo existencial en algunas novelas de Baroja...). Este hecho da lugar a la aparición de enunciados de doble dirección en el interior del texto, esto es, con referencia simultánea en ambos campos: en el externo, que es su lugar de procedencia, y en el interno, que representa el lugar de acogida y que le asigna un cometido y un sentido acorde con sus exigencias. Así, pues, ficción y realidad se dan la mano en el seno de los textos ficcionales; dicha relación se fundamenta, en última instancia, en dos procedimientos literarios institucionalizados: modelización y representación. La primera alude a la actividad propia de la literatura —la creación o producción de modelos, imágenes o duplicados del mundo— mientras que la segunda pone de manifiesto que dicha actividad consiste precisamente en poner en escena acciones, situaciones y personajes representativos de la realidad humana. En suma, para Harshaw, la relación entre ficción y realidad es de complementariedad más que de oposición, a pesar de la heterogeneidad constitutiva que caracteriza sus respectivos campos de referencia: los externos describen una realidad preexistente; los internos, en cambio, instauran, construyen, la realidad que describen. En este sentido, el modelo propuesto por Harshaw puede incluirse, como luego se verá, entre los representantes del paradigma constructivista. Concluye el autor (ibid., 157): Este modelo no está en absoluto limitado a las obras literarias realistas. Solo puede determinarse cualquier clase de desviación del realismo mediante la yuxtaposición de estos dos planos. La estructura de doble planta de la refe-

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rencia resulta tan indispensable para entender a Kafka, Gogol o el Surrealismo, como para entender la ficción realista. También resulta crucial para entender la poesía lírica cuyo estudio ha estado demasiado tiempo centrado en cuestiones de lenguaje poético.

Sobre todo, porque la literatura es, sin duda, un arte verbal pero es, principalmente, el arte de la ficción, esto es, de la constitución de mundos en cuya configuración interviene la realidad en más de un sentido. Aunque su planteamiento se inscribe fundamentalmente en una perspectiva fenomenológica y pragmática de la ficción —y, por tanto, será objeto de análisis cuando llegue el momento— F. Martínez Bonati considera que, por mucho que se reivindique la autonomía de los mundos ficcionales, ha de suponerse siempre la existencia de un vínculo, por mínimo que sea, entre realidad y ficción como garante último de la verdad de este (conexión que se pone de manifiesto, preferentemente, en la vivencia por parte del lector de los mundos proyectados en los textos, vivencia que, en cuanto experiencia psíquica, es incuestionablemente real). Dice el autor: ...luego existe, al menos, en nuestro pensamiento. ¿En qué consiste, pues, su ser de ficción? En que solo existe en nuestro pensamiento (o en que lo suponemos como existente solo en nuestro pensamiento), vale decir, existe solo en modo impropio o dependiente de existencia, solo como momento o parte abstracta de otro ente (solo como pensamiento de cada uno de nosotros). Ahora bien, este no es un modo irreal, sino real, pero imaginario e ilusorio, de existencia: es el existir en y mediante la existencia real y propia de otro ente (el pertinente pensamiento, la imagen, la representación, como hechos de nuestra vida psíquica) (1992: 102).

Con todo, el gran paladín del enraizamiento de la ficción en la realidad es sin duda, como se ha visto, P. Ricoeur. Su argumentación se orienta en varias direcciones: ontológica y lingüística, antropológica, retórica, referencial y estético-receptiva, fundamentalmente. La primera resalta el papel esencialmente mediador del lenguaje entre el hombre y el mundo, mientras la segunda insiste en el carácter no autotélico y persuasivo del texto literario; la tercera afirma que en literatura se suspende la referencia al mundo, pero, por el contrario, se potencia la literaria o metafórica sin que esto implique su emancipación de la realidad (a la que sigue sirviendo por exigencias, como se vio, de mímesis I) y la cuarta postula, en suma, la presencia e importancia del receptor en cuanto destinatario natural de la comunicación. La literatura, viene a decir Ricoeur (1987: I, 120-134; 1996: 864-900; 2002: 127-147), no puede renegar del mundo so pena de

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renunciar a su propia esencia. Por todo lo dicho, la literatura procede del mundo y al mundo apunta a través de la referencia, del receptor sobre el que desea influir y, sobre todo, porque el lenguaje existe constitutivamente para hablar de lo otro y lo otro es precisamente el mundo. No obstante, las últimas corrientes —en especial, el constructivismo cognitivo— han desarrollado alternativas que entran en confrontación directa con los axiomas del realismo; cabe citar, sobre todo, a N. Goodman, H. Putnam y J. Bruner, aunque su escepticismo respecto de lo que convencionalmente se conoce como verdad objetiva es compartido por otros como R. Rorty (1996). En términos muy generales, puede muy bien afirmarse que lo que llamamos realidad es algo estrechamente vinculado a la mente humana por cuanto es una construcción en la que ella interviene de manera muy activa. Goodman (1995: 192) señala en este sentido: “El realismo es una cuestión relativa a la familiaridad con los símbolos empleados en la narración; la verdad se refiere a aquello que se narra, literal o metafóricamente, por medio de símbolos fantásticos o que nos son familiares”. Como es lógico, la propuesta de Goodman es solidaria en lo esencial con su concepto de realidad; en este sentido, conviene recordar cómo para el autor resulta poco adecuado designar los mundos diseñados por la ficción como mundos ficticios porque, estrictamente hablando, se trata de entidades reales —versiones correctas del mundo— desde el momento en que podemos confirmar su existencia. Es, pues, muy pertinente recordar que, medidas por este rasero ontológico, tan real es la denominada literatura fantástica como la convencionalmente realista; desde el momento de su instauración, el objeto ficticio adquiere consistencia real. Con todo, es preciso reconocer que el término realismo asume sentidos diversos, que se pueden reducir sumariamente a tres: representación según procedimientos habituales (familiaridad), representación innovadora para combatir la automatización de la percepción artística y como cualidad de las obras derivada de su contenido (don Quijote, ser ficticio por la ausencia de un referente inmediato en el mundo convencional pero, simultáneamente, real hasta los tuétanos en cuanto se toma metafóricamente, esto es, para aludir a un tipo de personas entregadas por completo a la consecución de un ideal) (ibid., 193-200). De manera muy consecuente N. Goodman emplea la denominación de irrealismo para reflejar lo esencial de su tesis: más que de mundos reales o ficticios, realistas o fantásticos, es preciso hablar de versiones correctas de mundos, ya que estas son las verdaderas responsables de su instauración (ibid., 59 ss.). H. Putnam (2000: 175) reafirma, por otro lado, sus convicciones goodmanianas desde la noción de realismo interno o prag-

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mático que, en síntesis, defiende que siempre aludimos a la realidad desde una determinada versión del mundo (y un determinado lenguaje): “...una misma situación (para las pautas del sentido común) puede ser descrita de diversas maneras según cómo usemos las palabras... La noción de objetos que existen ‘independientemente’ de los esquemas conceptuales es errónea en tanto no hay pautas para el uso de las nociones lógicas, además de las elecciones conceptuales”. La cuestión del realismo literario ha sido objeto de atención por parte de Darío Villanueva, quien, en un documentado estudio, ofrece un amplio panorama de las corrientes y autores dedicados al examen de las implicaciones de esta etiqueta generalizadora y, por ende, inevitablemente vaga. Su trabajo, Teorías del realismo literario (1992 y 2004) se inscribe en la estela dejada por una serie de tentativas de llevar a cabo una revisión a fondo de los supuestos, excesos y desvíos de una categoría tan asiduamente invocada como acríticamente tratada en no pocas ocasiones: R. Jakobson (1921) —“Sobre el realismo en el arte”—, R. Wellek (1961) —“El concepto de Realismo en la investigación literaria”— y F. Lázaro Carreter (1969): “El Realismo como concepto crítico-literario”. Es precisamente este último trabajo el que el profesor Villanueva invoca como resorte y acicate de su propio estudio; de ahí la conveniencia de su exposición, aunque somera. Después de pasar revista a la inconsistencia de calificativos como ‘realista’, ‘fantástico’ o ‘imposible’ y de aludir a posturas como las de J. P. Sartre —para quien lo que J. Joyce introduce en el ámbito de lo literario es una “segunda especie de realismo: el realismo bruto de la subjetividad sin mediación ni distancia”— o R. Garaudy respecto del Realismo —algo inevitablemente inacabado en cuanto expresión del devenir histórico—, Lázaro Carreter se propone responder a esta espinosa cuestión desde varios frentes: el de su naturaleza —¿en qué consiste ese característico modo de narrar que hace que todas las corrientes se consideren acreedoras de él?— y el referido a su finalidad: ¿a qué designio responde desde la consideración del escritor? En su respuesta a la primera pregunta, el autor comienza recordando el carácter convencional del arte —por tanto, que la obra artística y la realidad a la que presumiblemente representa poseen una naturaleza diversa— y que este se rige inevitablemente por el principio de selección. Al arte —y en este punto se pone de manifiesto su actividad esencialmente manipuladora respecto del objeto representado— no le interesa la realidad en su totalidad, primero porque resulta imposible que la obra artística puede contenerla en sus estrechos límites y, a continuación, porque, siendo un modo peculiar de

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percibir el mundo, le atraen únicamente aquellos rasgos o aspectos del mismo realmente pertinentes a la luz del punto de vista adoptado por el creador. Resulta inevitable recordar en este momento el principio selectivo de obras tan emblemáticas como la Ilíada, la Eneida o el Quijote: las dos primeras se atienen al último de los diez y siete años, respectivamente, que duran la guerra entre griegos y troyanos y el viaje de Eneas, mientras la última arranca cuando el caballero frisa los cincuenta años y alude de forma muy sumaria a su vida anterior en unas pocas líneas del capítulo primero. ¿Por qué? Porque lo realmente importante para la historia narrada es el tiempo de la locura, no el que lo precede (por muy interesante que pueda ser en términos puramente biográficos). Realidad y ficción realista son esencialmente diferentes, aunque la una remita naturalmente a la otra. Ese parecido ha de atribuirse a las virtualidades del discurso literario y no a la exacta correspondencia con el referente externo; el correlato de la ficción puede ser de la más diversa índole. Este es la primera conclusión del autor: “La ‘naturalidad’ expresiva es una forma de realismo, pero no es el realismo. Lo cual implica que no existe un lenguaje realista: cualquiera que remita sin equívocos a la realidad puede serlo. Inversamente, caen fuera del ámbito del realismo aquellos lenguajes que producen ambigüedad o sinsentidos” (ibid., 130). Otra dimensión del problema apunta a las fronteras entre la realidad y la ficción, lo real, lo maravilloso, lo posible y lo imposible; en su respuesta Lázaro Carreter señala algo muy importante (y, dicho sea de paso, una afirmación años más tarde corroborada por Th. Pavel en su trabajo “Las fronteras de la ficción”): se trata de límites muy imprecisos e históricamente variables como se comprueba en el caso de los mitos o las historias de santos (para las personas que creen o no en sus referentes) o, en el ámbito de lo literario, las narraciones que se enmarcan en lo que se conoce como realismo mágico (García Márquez ofrece buenos ejemplos: Cien años de soledad, “Un señor muy viejo con unas alas enormes”...). Para el autor —igual que para L. Dolezel o P. Ricoeur— es la coherencia interna de la propia historia el criterio definitivo a la hora de enjuiciar el realismo de una obra de esta índole. La coherencia y, podría añadirse, la colaboración sin reservas de un lector modélico a partir del supuesto de que lo que pretende el artista no es levantar acta de lo objetivo sino ofrecernos su peculiar percepción de lo real. La conclusión del autor resulta otra vez muy atinada: ...si no existe un lenguaje realista, tampoco hay una realidad realista. Las posibilidades que la mímesis ofrece son inmensos arcos que van de lo apariencial y

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tangible a lo misterioso, cuando una determinada conciencia colectiva lo impone como real; de lo íntimo y subjetivo a las más complejas estructuras de lo social... No existen ni un método, ni una realidad, ni un lenguaje realistas. Pero sí existen, claro es, realidades realistas, esto es, fenómenos que en su versión literaria son identificables por el lector, métodos que permiten tal identificación y lenguajes que la suscitan con independencia de sus referentes (ibid., 135).

En cuanto a la segunda cuestión, la de la finalidad de la obra literaria, el autor considera que la que caracteriza al arte más elevado es de signo muy diferente a la que le ha adjudicado un históricamente mermado concepto de mímesis e implica una consideración muy activa del trabajo artístico: “... el arte asume la representación del mundo para actuar sobre él y modificarlo...” (ibid., 135). Los modos concretos de la representación y de la transformación varían históricamente al compás de los cambios que experimenta la percepción por el impacto de los sistemas de valores de muy variada índole (especialmente, socio-ideológicos, religiosos y, por supuesto, artísticos). Dicho en otros términos: el arte cambia para reflejar nuevas maneras de percibir la realidad, cuando alguna de ellas, como dirían los formalistas rusos, se automatiza y, consiguientemente, se trivializa. Para eso está el arte: para lograr el extrañamiento del lector por medio de una presentación no habitual del objeto u oscureciendo la forma. Lo que interesa, señala el autor retomando las palabras de V. Sklovski (1917), es “hacer más difícil la percepción y prolongar su duración”. Volver extraño lo habitual parece ser la gran ley que rige el desenvolvimiento del arte; pero, como se ha visto, no es algo casual: apunta al objetivo de seguir interesando al receptor a través de los procedimientos mencionados. En este sentido, ningún realismo es más ‘real’ que otros y este hecho justifica el que todas las corrientes que integran la historia literaria merezcan sobradamente dicho apelativo. Todas son realistas ya que todas propenden a la renovación de los modos de percepción, lo que lleva al autor a formular una última conclusión (que adquiere carácter de ley): “...el realismo literario es un fenómeno que se produce en el interior de la serie literaria, como principio dinámico de la misma, es decir, como ideal que orienta a los artistas, en su búsqueda de novedades, y que se somete siempre a la ley del extrañamiento” (ibid., 141). A partir de estos supuestos Darío Villanueva (1992) pasa revista a los diferentes planteamientos sobre el realismo llevados a cabo en el marco de las corrientes teórico-literarias del siglo. Dicho planteamiento incluye dos partes claramente diferenciadas: una, la revisión y el rechazo subsiguiente de enfoques ya superados, y, en segundo lugar, el establecimiento de las bases de una concepción actualizada del fenómeno estudiado. Entre

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las corrientes cuyas virtualidades explicativas se consideran agotadas figuran el realismo genético y el realismo formal. Ambos fenómenos representan modos frecuentes de concebir la esencia del realismo y, aunque formalmente superados, no se encuentran del todo desarraigados de la práctica crítica. El primero responde a una consideración de la creación literaria a la luz del concepto de mímesis, haciendo hincapié en el factor (o factores) que asumen la función de causa o generador de la obra. Desde esta perspectiva, el mundo del texto es visto como imitación o reflejo del mundo exterior o del mundo interior del escritor; en cualquier caso, el resorte de la creación se sitúa fuera del texto y este se explica como consecuencia de la existencia previa de determinadas realidades. En suma, el realismo genético practica el principio de analogía en cuanto que justifica la existencia de B (el texto) a partir de A (una realidad ajena a él: el mundo o el autor). Cabe hablar, en este sentido, no solo del Realismo decimonónico —sin duda la más importante de las corrientes que, en el plano creativo, abonan esta orientación de las relaciones entre literatura y realidad— sino de personajes más próximos en el tiempo como E. Auerbach (1946), S. Morawski (1963) y, sobre todo, los estudiosos encuadrados en el ámbito marxista (en especial, G. Lukács y su explicación del fenómeno artístico como ‘reflejo’ de la realidad social). Respecto de este, Darío Villanueva considera, de acuerdo con M. Bal (1982), que el enfoque de Lukács se encuentra en línea con lo más puro de la tradición de la mímesis aristotélica: De lo que resulta, pues, que incluso el realismo más fielmente genético de acuerdo con la caracterización teórica que hemos establecido, salvo cuando es interpretado en una clave radicalmente literal como mera reproducción fotográfica —lo que en lo artístico suele dar productos deleznables— supone un factor decisivo de cosmovisión. Para Aristóteles, era realista la creación literaria que se ajustaba a determinadas convenciones sociales, referidas no tanto a la forma de la expresión cuanto a su sustancia de contenido, y al referente externo al que remitían, en lo que, por cierto —como tantas otras cosas—, el discípulo no se alejaba demasiado de su maestro Platón... En resumen, el realismo socialista es, paradójicamente, el reflejo fiel, por medios artísticos, de un mundo interpretado ideológicamente a la luz del marxismo. A partir de una realidad concreta, en la que residirá el principio genético de la obra que intente representarla, será más realista, en la consideración lukacsiana, aquella que haga pasar su reflejo (el reflejo de la realidad hacia el texto y del texto en relación con la realidad) a través del “discurso tercero” o “interpretante” de la ideología marxista” (Villanueva 1992: 49-50).

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La perspectiva cambia radicalmente en el llamado realismo formal o inmanentista. En este caso, el mundo contenido en el texto no es reflejo o imitación de ninguna realidad exterior a él sino fruto precisamente de las virtualidades generativas del propio texto, esto es, de la aplicación por parte del creador o productor de determinadas estrategias. Tal es la concepción del fenómeno literario defendida por las corrientes formal-inmanentistas que, como se ve, insisten en la capacidad constructiva y de proyección imaginaria del propio texto y en el efecto de realidad que produce (lo que, desde otra perspectiva, supone destacar el papel del autor como productor de mundos sin consistencia en la realidad exterior). Siguiendo esta línea argumentativa, es fácil concluir, como hacen E. H. Gombrich (1979) y N. Goodman (1976, 1990), que la ilusión de realidad que las obras de arte producen en quien las contempla es fruto de ciertas convenciones o del trabajo de los sistemas representacionales y no de la correspondencia o ajuste con una realidad exterior. En esta misma orientación, cabe añadir, se enmarca la postura de P. Ricoeur (2007: 21-27, 147, 202203...) cuando, partiendo precisamente de Goodman (entre otros), señala como característico de la ficción la redescripción de la realidad a través de la proyección imaginaria de mundos, gracias a la cual se ensayan maneras nuevas de habitar el mundo, que se inscriben en el ámbito de lo posible; en eso consiste la referencia propia de la ficción, la ‘referencia metafórica’, que implica inevitablemente unos modos también nuevos de percibir la realidad. Como balance de los dos tipos de realismo examinados concluye D. Villanueva: ...los dos realismos se decantan hacia un “heteronomismo” y un “autonomismo”, respectivamente (Leo H. Hoek 1981: 145-146). Para el primero, la realidad que precede a la obra encuentra su reflejo transparente en ella con la intervención de un arte literario que consiste fundamentalmente en el paradójico adelgazamiento de los medios que lo evidenciarían, sacrificados a aquel objetivo prioritario de recrear el referente exterior. Para el segundo, por el contrario, de la única realidad de la que se puede hablar es de la inherente a la obra en sí, pues en ella nace y se constituye en ella ex novo. Ambas interpretaciones nos resultaban insatisfactorias; conducen a sendas falacias, aunque sea la falacia inmanentista la que más nos preocupe ahora desde el deseo de una recta y completa comprensión del complejo fenómeno literario (1992: 69).

A partir de estos presupuestos, el autor postula la necesidad de superar tanto el realismo genético como el formal a través de un planteamiento fe-

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nomenológico y pragmático de la ficción, que tiene en su punto de mira al receptor. El repaso de las variadas aportaciones llevadas a cabo desde esta perspectiva conduce al autor a la muy convincente conclusión de que el realismo literario es un hecho fundamentalmente pragmático, producto de la proyección de una visión del mundo externo que el lector superpone al mundo intencional que el texto evoca. Desde luego, eso no quiere decir que la literatura no remita al mundo (ibid., 119). La defensa de un enfoque fenomenológico y pragmático de la ficción conduce al autor (ibid., 107-119, 138, 144-191) a abonar la tesis de un realismo intencional como respuesta más adecuada a los enigmas de la ficción; un realismo que encuentra su base de sustentación en la inevitable colaboración del receptor y en un enfoque pragmático de la literatura. Al primero corresponden dos operaciones básicas en la recepción de los textos —la ‘voluntaria suspensión de la incredulidad’, como paso previo a cualquier vivencia de la ficción, y la muy activa tarea de concretar la indeterminación semántica del texto o de rellenar sus vacíos informativos tal como proclaman, respectivamente, R. Ingarden (1931: & 8-45, 63) y W. Iser (1978: 64-70, 141-142, 194-195, etc.)—, mientras que la orientación pragmática rechaza cualquier tentación reduccionista en la explicación del fenómeno literario insistiendo en la necesaria correlación entre enunciación, recepción y referente. Así, pues, el realismo intencional se apoya fundamentalmente en el lector, de donde se deduce que habrá tantos realismos intencionales como lectores (entendidos este desde la figura del archilector de Riffaterre o como comunidades interpretativas en el sentido que les atribuye Stanley Fish). En suma, el realismo es un fenómeno esencialmente vinculado a la recepción de los textos. La cuestión del realismo artístico-literario no se agota con lo dicho anteriormente sino que, como se verá oportunamente, ha ocupado la atención de otros estudiosos y ha sido abordada desde otras consideraciones. Desde planteamientos estrictamente filosóficos (aunque con referencias al ámbito artístico) la cuestión del realismo ha sido objeto —como se tendrá ocasión de comprobar más adelante— de importantes estudios y encendidas defensas por parte, entre otros, de J. R. Searle y M. Bunge.

El enfoque retórico-formal El paradigma retórico-formal es sin duda uno de los que más cultivo ha recibido por parte de los propios estudiosos de la literatura. Destacan

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en este ámbito varias escuelas en torno a las cuales se han ido organizando, de forma más o menos sistemática, los trabajos de los diferentes investigadores, cuyo rasgo común es el compartir los supuestos y metodología estructuralistas. Habría que resaltar, en primer lugar, los trabajos pioneros (y, en algunos casos, determinantes) de la escuela formal rusa, entre cuyos miembros es preciso reseñar los trabajos de los formalistas —V. Sklovsky, B. Tomachevsky y B. Eichenbaum y I. Tinianov, principalmente— y de V. Propp; en su haber hay que hacer constar el haber roturado un campo muy poco explorado, excepción hecha, en sentido estricto, de Aristóteles. La escuela francesa —incuestionablemente la más destacada tanto por el número de sus miembros como por la calidad de sus aportaciones— está representada por aquellos a quienes cabe atribuir las contribuciones más decisivas en este campo: R. Barthes, C. Bremond, T. Todorov, J. Kristeva, A. J. Greimas y G. Genette. A su lado habría que mencionar al grupo angloamericano —integrado por H. James, P. Lubbock y N. Friedman, fundamentalmente— y al alemán —W. Füger, E. Leibfreid y F. K. Stanzel—, que han centrado la mayoría de sus esfuerzos en el esclarecimiento de la categoría de punto de vista y sus implicaciones en los textos de ficción. En cambio, la escuela rusa —integrada fundamentalmente por I. Lotman, B. Uspensky y, sobre todo, por M. Bajtín— enfoca su interés hacia la correlación entre el punto de vista, la composición del relato y la realidad dialógico-polifónica de la novela; por su afinidad, hay que añadir a este grupo la figura del polaco Roman Ingarden. Los estudiosos encuadrados en este paradigma se ocupan fundamentalmente de la descripción de los procedimientos que, desde un punto de vista formal, cabe atribuir a los textos de ficción. No conviene olvidar, con todo, que el supuesto de la autorreferencialidad del texto limita cualquier intento de planteamiento serio —recuérdese el monográfico de la revista Comunicaciones 11 (1968) sobre Lo verosímil, en el que interviene la plana mayor del estructuralismo francés— de las relaciones entre literatura y mundo, entre ficción y realidad. En el contexto de una valoración general del estructuralismo, de la discutible validez de su metodología y de su mínima sensibilidad hacia las cuestiones de la referencialidad literaria, afirma Th. Pavel (1991: 14): El mitocentrismo literario, quizá debido a su forma más débil, afectó más que ninguna otra teoría a la poética estructuralista clásica. Al poner un énfasis exagerado en la lógica del argumento, el mitocentrismo contribuyó a crear la impresión de que los problemas de la referencialidad, la mímesis y, en general, las relaciones entre los textos literarios y la realidad no son más que secuelas de

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una ilusión referencial espontáneamente proyectada por la sintaxis narrativa. Esta creencia impidió efectivamente a los estructuralistas prestar atención a las propiedades referenciales de los textos literarios. Aún más, como la poética estructuralista había adoptado la distinción entre relato y discurso, identificando las más de las veces el relato con las estructuras narrativas, resulta muy natural que la única alternativa de los estudios del argumento fuese el examen de técnicas discursivas, examen que, aunque produjo realizaciones notables, contribuyó sin embargo a la marginalización de los temas de la representación.

Con todo, parece poco justificada la tendencia de no pocos estudiosos actuales a pasar por alto los trabajos de los narratólogos; resulta obvio que nuestro conocimiento actual de los entresijos de los textos narrativos —y, por consiguiente, de la configuración interna de los textos de ficción— es claramente deudora de sus esfuerzos. Aun reconociendo que la ficción mantiene vínculos privilegiados con lo imaginario, no es menos cierto —y de recordarlo se encargan P. Ricoeur (2002: 21-27, 127-147, 169-195, 202-203), L. Dolezel (1997: 87-89) y U. Eco (1981), entre otros— que todo pasa por el lenguaje en forma de texto (justo es admitir que la noción de texto que manejan estos estudiosos tiene muy poco que ver con la defendida por los grandes representantes del estructuralismo en su momento más álgido). Desde diferentes perspectivas, los tres autores insisten el papel mediador del texto, en su tarea auxiliar pero irrenunciable: entre la realidad mundana y el receptor, entre los materiales y su configuración en el marco de la obra, entre la imaginación y su plasmación concreta, entre el emisor y el receptor (como un conjunto de estrategias que el primero emplea para conseguir determinados efectos en el segundo). Dice al respecto Dolezel (1997: 88): Numerosos sistemas semióticos —lenguaje, gestos, movimientos, colores, formas, tonos, etc.— sirven de mediadores en las construcciones de los mundos ficcionales. Las ficciones literarias se construyen en el acto creativo de la imaginación poética, la actividad de la poiesis. El texto literario es el mediador en esa actividad. Con los potenciales semióticos del texto literario, el poeta lleva a la existencia un mundo posible que no existía antes de su acto poético.

La pragmática La cuestión de la ficción ha atraído poderosamente la atención de numerosos cultivadores de la pragmática. Este paradigma es sin duda el más generalizado durante los últimos tiempos y el que ha acogido el mayor nú-

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mero de propuestas; de un modo u otro, impregna, además de aprovechar en ciertos aspectos sus aportaciones, al resto de los enfoques. Parece claro que, una vez analizada la potencialidad comunicativa de los signos y sus modos de combinación, habría que abordar tarde o temprano la naturaleza de la situación de comunicación y, más específicamente, la idiosincrasia de los participantes, sus objetivos, etc. Así, pues, la pragmática ha surgido como una evolución natural de la semiótica y como su complemento inexcusable. Esto es lo que cabe deducir del desarrollo que Ch. Morris lleva a cabo a partir de los fundamentos establecidos por Ch. S. Peirce. En efecto, el autor postula tres dimensiones en el signo: sintáctica, semántica y pragmática. La primera alude a la capacidad de los signos para combinarse en unidades cada vez mayores (fonema, morfema, palabra, oración, etc.); en el ámbito del análisis literario este enfoque, practicado sobre todo por el estructuralismo, ha dado lugar a importantes trabajos sobre la composición o sintaxis de los textos a la luz de modelos como la gramática estructural o generativa. La segunda se ocupa de la relación entre el signo y su referente y es, junto con la tercera, la más interesante sin duda desde la perspectiva de este trabajo. Finalmente, la última atiende a la relación entre el signo y sus usuarios en el sentido de que, para llevar a cabo sus cometidos comunicativos, se requiere de parte de quienes hacen uso de ellos un conocimiento del valor convencional de los signos o sistemas de signos. En la práctica el énfasis recae, como se ha dicho, sobre el análisis del contexto comunicativo y, más en concreto, los papeles del emisor y, de manera especial, del receptor. Por lo demás, la pragmática concibe la lengua como una forma de interacción social no solo por el hecho de establecer el contacto entre los hablantes sino, sobre todo, porque los actos de habla, la nueva unidad comunicativa, se dirigen a los interlocutores con una determinada fuerza (ilocutiva), que desencadena en ellos un determinado tipo de conducta o respuesta verbal. La elucidación del estatuto correspondiente a los actos de habla literarios, así como a su fuerza ilocutiva lleva algunos a caracterizar la literatura en términos de fingimiento. Su asimilación con los parlamentos de un personaje sobre un escenario, un poema, una novela, una cita o un soliloquio —esto es, en contextos de ficción— lleva a concebirlos como afirmaciones vacías de contenido, no serias y un uso decolorado o parasitario del lenguaje, lo que implica, según Austin (1971: 63, 136, 148...), que carece de verdadera fuerza ilocutiva (Domínguez Caparrós 2001: 11-50). La razón última es que el empleo del lenguaje —argumenta Searle

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(1978: 47)— no responde a un uso estricto ni literal sino emparejable, como quedó apuntado, al propio de un actor sobre un escenario o al de quien recita de un poema: La referencia a seres de ficción (pertenezcan a la novela, a la leyenda o a la mitología, etc.) no constituye un contra-ejemplo. Se puede hacer referencia a estos seres en tanto que personajes de ficción precisamente porque existen en el mundo de la ficción. Para hacer más claro este punto, es necesario establecer una distinción entre la conversación normal que se relaciona con la realidad y las formas de discurso parásito, como el discurso de novela, de teatro, etc. Al hablar sobre el mundo real no puedo referirme a Sherlock Holmes porque jamás ha existido tal persona.... Pero supongamos ahora que paso a un modo de discurso de ficción, de teatro o figurado. Aquí si digo “Sherlock Holmes llevaba un sombrero de cazador”, me estoy refiriendo, efectivamente, a un personaje de ficción (esto es, a un personaje que no existe, pero que existe en el mundo de la ficción), y lo que digo aquí es verdadero... El axioma de existencia cubre todo el campo: en el habla sobre el mundo real se puede hacer referencia a lo que existe; en el habla sobre el mundo de ficción se puede hacer referencia a lo que existe en el mundo de ficción (además de las cosas y eventos del mundo real que incorporan las historias de ficción).

La conclusión es que el lenguaje de la ficción no modifica el significado de las palabras sino que lo sitúan en otro ámbito, en otro mundo, donde sí es posible la verificación de su existencia: un mundo de ficción. Así, pues, más que de actos de habla en el sentido pleno del término, lo pertinente sería referirse a ellos como cuasi-actos, porque no son actos plenos: se emplean en circunstancias en que se suspenden las condiciones habituales de un acto de habla normal y, lo que es más importante, en ellos dejan de actuar las reglas que relacionan los actos ilocucionarios con el mundo. Por tanto, es preciso concluir que no implican un uso serio del lenguaje. Las ideas de Searle recibieron el espaldarazo de G. Gabriel (1979: 245255; 1982: 541-551) a través de una defensa del enfoque semántico frente al ontológico de Meinong o Parsons, en la que se pone de manifiesto que en la ficción se mezclan elementos ficcionales con otros que no lo son y, sobre todo, se define este ámbito a la luz de la categoría de fingimiento. En el discurso ficcional el hablante simula estar hablando de algo cuando, en realidad, no está hablando de nada ni está actualizando ningún tipo de acto de habla específico. Las consecuencias son obvias: suspensión de las reglas de referencia, denotación y aserción y, correlativamente, de las reglas de sinceridad, argumentación y consecuencia. Por lo demás, Gabriel se declara partidario de admitir la pertinencia del criterio de verdad en el

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ámbito de la literatura por cuanto puede rastrearse en ella una dimensión cognitiva incuestionable (una forma de conocimiento diferente del propio de la ciencia, un conocimiento estético, aunque su hablar responda a la lógica del como si). Gabriel manifiesta su sensibilidad hacia los específico del dominio literario al establecer la diferencia entre el autor real y el narrador (lo que permite salvar algunas dificultades importantes del planteamiento de Searle). Por muchas razones “El estatuto lógico del discurso de ficción” se ha convertido en un punto de referencia inevitable —un auténtico manifiesto— para quien pretenda abordar los problemas de la ficción (como se verá posteriormente al examinar las reacciones de G. Genette, F. Martínez Bonati, Th. Pavel o S. Reisz, entre otros). Después de analizar las implicaciones entre ficción y literatura, el autor se propone analizar, a la luz de la teoría de los actos de habla, las diferencias entre enunciados serios y de ficción. La distinción fundamental concierne a las reglas que acompañan la realización de los respectivos actos ilocutivos: en el primer caso, lo que se exige del enunciador es un compromiso con la verdad de lo expresado — para lo que debe estar en disposición de aportar la evidencia requerida— y con la sinceridad (esto es, creer en la verdad de lo que se está afirmando); en el segundo, en cambio, el autor queda liberado de las dos obligaciones mencionadas. Dado que el primer supuesto es aplicable a los enunciados serios (en cualquiera de sus manifestaciones: históricas, periodísticas, jurídicas, uso coloquial de la lengua, etc.), la cuestión consiste en ofrecer una explicación plausible de qué es lo que hace el responsable del acto ilocutivo correspondiente en el ámbito de la ficción. La respuesta es que, simplemente, finge: lo hace cuando formula asertos sobre el mundo o los entes de ficción contenidos en un relato; actúa como si estuviera haciendo algo realmente — en este caso, realizar actos ilocutivos de carácter representativo— y, lo que es más importante, “sin la intención de engañar”. Es aquí donde reside el meollo de la ficción (y no en el plano estrictamente lingüístico o formal): “...el criterio que identifica a una obra como ficción o no, se encuentra necesariamente —según Searle (ibid., 43)— en las intenciones ilocucionarias del autor. No hay ninguna propiedad textual, sintáctica o semántica que identifique un texto como una obra de ficción”. Es, pues, la intención del autor el hecho que legitima un texto como uso serio o desviado del lenguaje (más adelante se verá cómo el concepto de legitimación es utilizado por Martínez Bonati y Dolezel desde otra perspectiva). La cuestión que Searle se plantea a continuación se refiere a qué es lo

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que permite el fingimiento, esto es, un uso tan peculiar del lenguaje; la respuesta es que se suspenden las ‘reglas verticales’, las que garantizan la conexión entre lengua y mundo, gracias a la intervención de una serie de ‘convenciones horizontales’ (que no forman parte de la competencia semántica del hablante). Su invocación facilita al hablante el empleo de palabras en su sentido literal sin la obligación de atenerse a los vínculos mundanos que esos significados suponen habitualmente. Así, pues, la simulación se apoya en la suspensión de las reglas verticales y, en definitiva, en una cancelación del compromiso entre lengua y mundo. Es algo que se pone de manifiesto (y a prueba) en el diverso comportamiento del autor en dos formas básicas de relato: la narración en primera y en tercera persona. En el primer caso, “el autor a menudo finge ser la persona que afirma los enunciados”; en el segundo, en cambio, “el autor finge realizar actos ilocucionarios”. Pero, la doctrina de Searle no solo afecta al relato, sino que se extiende al teatro; mientras que en el relato el fingimiento afecta al contenido (‘un estado de cosas’), en el teatro no ocurre esto, sino que los actores fingen ser realmente los personajes y, por consiguiente, la ficción va más allá. En suma, lo que caracteriza a la ficción en cuanto acto de habla es que su referencia —el objeto del enunciado— es ficticia, ya que tal objeto no es empíricamente verificable, aunque resulta obvio que no todos los elementos de un texto de ficción tienen que ser necesariamente ficticios. En su interior conviven habitualmente referencias reales —a ciudades, personajes o acontecimientos históricos, ideas, etc.— con entes de ficción y la labor del autor consiste fundamentalmente en la creación de personajes y hechos. Con todo, lo dicho por Searle en torno a la naturaleza de la ficción a la luz de la pragmática no le impide reconocer la importancia que la invención de mundos tiene en la vida del ser humano (lo que no deja de ser un tanto paradójico). El artículo de Searle —que constituye un ejemplo inmejorable del enfoque segregacionista— produjo un impacto muy notable en el mundo intelectual en general y, específicamente, entre los teóricos de la literatura; las reacciones suscitadas entre los estudiosos, en cambio, son relativamente dispares. Algunos, como Richard Ohmann, aceptan plenamente el planteamiento de Searle; otros —Martínez Bonati, Pavel, S. Reisz— disienten profundamente y, finalmente, G. Genette adopta una postura intermedia. La doctrina de Ohmann concuerda casi plenamente con el enfoque de Austin, el cual establece una clara distinción entre usos serios y no serios del lenguaje; esto le lleva a inscribir los actos de habla de la li-

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teratura en un ámbito diferente y a afirmar que la relación entre emisor y receptor es regulada por un pacto especial; se trata, en suma, de actos atípicos: Las obras literarias son discursos en los que están suspendidas las reglas ilocutivas usuales. Si se prefiere, son actos sin las consecuencias normales, formas de decir liberadas del peso usual de los vínculos y responsabilidades sociales... Pero sería un gran error, claro está, suponer que los actos ilocutivos no cumplen función alguna en la literatura. Decir, como hizo Austin, que los poemas son actos de habla parásitos respecto de los actos de habla normales está muy lejos de decir cómo funcionan. Y el cómo es importante. Si cuando un poeta propone una oración declarativa, no lo está afirmando realmente, ¿qué está haciendo entonces? Está haciendo algo como poner en boca de otra persona, fingiendo ser alguna otra persona... Más exactamente, el escritor emite actos de habla imitativos, como si estuvieran siendo realizados por alguien (Ohmann 1987: 44-45).

La propuesta de Ohmann remite, en definitiva, a una de las acepciones de fingimiento; aun admitiendo que no existe la voluntad expresa de engaño, no debe olvidarse que uno aparenta hacer algo semejante al modelo pero, en realidad, está haciendo algo muy diferente (y, como dirá Martínez Bonati, cuando se finge hacer algo, no se está haciendo realmente aquello que es objeto de la imitación-fingimiento). Concluye el autor: Una obra de arte es un discurso cuyas oraciones carecen de las fuerzas ilocutivas que les corresponderían en condiciones normales. Su fuerza ilocutiva es mimética. Por mimética quiero decir intencionalmente imitativa. De un modo específico, una obra literaria imita intencionalmente (o relata) una serie de actos de habla, que carecen realmente de otro tipo de existencia. Al hacer esto, induce al lector a imaginarse un hablante, una situación, un conjunto de acontecimientos anexos, etc. Así, cabría decir que la obra literaria es mimética también en un sentido amplio: imita no solo una acción (término de Aristóteles), sino también una localización imaginaria, vagamente especificada, para sus quasi actos de habla (1987: 28-29).

De manera un tanto paradójica —aunque, en cualquier caso, siguiendo a Searle— Ohmann termina reconociendo la enorme capacidad crítica de la literatura respecto del mundo. Las afirmaciones descalificadoras de Ohmann respecto de la naturaleza puramente imitativa de los asertos literarios será objeto de importantes críticas por parte de los teóricos de la literatura; cabe destacar, entre ellos, las de J.-M. Schaeffer. Según este autor (2002: 83): “Toda concepción de la ficción que se

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limite a definirla en términos de apariencia, de simulacro, será incapaz de dar cuenta de la diferencia fundamental que hay entre mentir e inventar una fábula, entre usurpar la identidad de otra persona y encarnar un personaje... entre el fingimiento manipulador y el ‘fingimiento compartido’”. Las afirmaciones de Schaeffer pueden considerarse válidas para calificar la postura de la pragmática filosófica en general, pero se dirigen específicamente contra el planteamiento de Searle y sus seguidores. Otro de los personajes que se esfuerzan por encontrar una explicación al fenómeno de la ficción desde presupuestos pragmáticos es S. Levin (1986: 59-82). Una manera de dar cuenta del hecho de la ficción consiste en suponer que el poema, acto de habla al que consagra su estudio, iría enmarcado en su estructura profunda —por consiguiente, no explícita en superficie— en una oración de tipo declarativo como ‘Yo me imagino a mí mismo en, y te invito a ti a concebir un mundo en el que...,’ por medio de la cual queda definida la fuerza ilocutiva a través de los verbos realizativos imaginar e invitar. El primero señala el carácter instaurador de mundos propio de la ficción (con la ayuda de la imaginación); el segundo, en cambio, alude al efecto perlocutivo del acto ficcionalizador. Para su definición, el autor recurre a la conocida afirmación de Coleridge sobre la voluntaria suspensión de la incredulidad como condición necesaria para ingresar en el ámbito de la ficción. Se trata, pues, de un acto de ‘fe poética’, que funciona como exigencia indispensable para el ingreso en un mundo cuyo acceso nos estaría prohibido en circunstancias normales, un mundo extraño al igual que el lenguaje que lo representa (aunque las convenciones de este tienden a hacerlo más atractivo). En su interior conviven elementos característicamente imaginarios con otros que proceden del mundo real. Searle vuelve a situarse en el punto de partida de otro estudioso, que reconoce el gran mérito del teórico de los actos de habla al proponerse como objetivo un planteamiento serio de la cuestión de la ficción. Dice Genette (1993: 37): Exceptuando la ficcionalidad de su contexto los actos de habla de los personajes de ficción, dramática o narrativa, son actos auténticos, enteramente provistos de sus caracteres locutivos, de su punto y su fuerza ilocutivos y de sus posibles efectos perlocutivos, deseados o no. Los que constituyen un problema, y cuyo estatuto está por definir, si se puede decir así, son los actos de habla constitutivos de ese contexto, es decir, el discurso narrativo mismo: el del autor.

Genette arranca su exposición alineándose, aunque por diferentes motivos, con la distinción searleana entre relatos en primera y tercera perso-

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na; pero, a diferencia de Searle, califica de serios los actos de habla del narrador autobiográfico y reconoce que en esta modalidad de relato no cabe plantearse, en términos pragmáticos, ninguna cuestión en torno al papel del autor por la sencilla razón de que no se le puede imputar la responsabilidad de ningún enunciado (el ‘yo’ desde el que se enuncia la narración remite sistemáticamente al narrador-personaje). Por tanto, y con vistas a los objetivos perseguidos por Genette, el fenómeno que ofrece realmente interés es el que suministra el relato en tercera persona, el puesto en boca de un narrador ajeno a la historia (es decir, heterodiegético-extradiegético). Que los enunciados ficcionales son atípicos por la ausencia de un compromiso con la sinceridad y la verdad —tal como suponía Searle— es algo que no admite discusión. Más cuestionable parece la otra afirmación del autor, según la cual el acto de producir una ficción no constituye un acto ilocutivo específico, aserto que se apoya, a su vez, en otras dos consideraciones: la que ve en la ficción una ‘aserción fingida’ y la que supone que las palabras que forman parte de un acto de habla ficcional se presentan en su sentido habitual. La conclusión de Genette es tajante: Mi tesis es, pues, esta: decir que los enunciados de ficción son aserciones fingidas no excluye, como pretende Searle, que sean al mismo tiempo otra cosa; por lo demás, el propio Searle admite en otro plano la posibilidad de tales realizaciones indirectas: por una parte (118-119) cuando afirma que los actos de habla simulados de la ficción pueden transmitir mensajes e incluso actos de habla serios, como una fábula puede transmitir una moraleja [...] y, por otra parte,(p. 115) cuando afirma que, al fingir referirse a una persona, (el novelista) crea un personaje de ficción. Esas dos proposiciones me parecen aún indiscutibles, si bien el verbo crear (to creat) tiene aquí cierto sentido metafórico. No creo alejarme demasiado de la segunda, al decir, en forma más literal, que, al fingir hacer aserciones (sobre seres ficcionales), el novelista hace otra cosa que es la de crear una obra de ficción (ibid., 40-41).

En el desarrollo de su argumentación —que es compartida, entre otros, por W. Iser (1989: 165-195)— introduce, sin embargo, una apostilla que será objeto de crítica por parte de Martínez Bonati y que tiene que ver con la catalogación de la ficción como modalidad del fingimiento. Lo que resulta incuestionable —afirma el autor— es que el fingir no excluye obviamente que, al simular hacer aserciones, se esté haciendo algo realmente como es producir una ficción (matiz de capital importancia, porque pone de relieve la transcendencia del refinado juego del fingimiento en el marco del universo artístico). Genette añade que quizá lo más conveniente sería

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considerar los enunciados ficcionales como enunciados no literales y, dentro de este, los figurados o indirectos; la diferencia no es banal en absoluto. Lo que hay que decidir ahora es qué fuerza ilocutiva debe atribuirse a los enunciados de ficción (cuestión que, como es obvio, es compartida por todos los que se han ocupado de estos asuntos, especialmente, por Martínez Bonati y L. Dolezel). Genette opta por una doble solución: verla bajo la modalidad de la invitación (tal como la entiende S. Levin) o a modo de declaración. La primera podría formularse de la siguiente manera: “Tened a bien imaginar conmigo que había una vez...”, fórmula que puede considerarse apoyada en el pacto de ficción que media entre emisor y receptor por ser él precisamente el que garantiza institucionalmente la credulidad o fe poética del receptor sin tener que solicitarla expresamente en cada ocasión. La segunda, en cambio, adopta el aire más formal propio de las declaraciones o expresiones dotadas de autoridad, bien por el carácter institucional del acto o la autoridad de quien la pronuncia (presidente, director, sacerdote, etc.) y expresable a través de fórmulas como “Yo, autor, por la presente, adaptando las palabras al mundo y el mundo a las palabras, y sin cumplir ninguna condición de sinceridad (= sin creerlo y sin pediros que los creáis), decido ficcionalmente que p (= que una niña, etc.)” (1992: 43). La fórmula declarativa implica que quien enuncia tiene autoridad para hacerlo y, a partir de dicha enunciación, pasa a existir (al menos, mentalmente) el objeto enunciado. Se trata, pues, de un tipo de discurso que instaura la existencia de los objetos enunciados y así debe entenderlo el receptor para que el juego de la ficción (su vivencia e imaginación) no se bloquee. Como reconoce el propio Genette, es un enfoque en el que el papel del sujeto de la declaración es parangonable al del demiurgo o, por lo menos, onomaturgo; disfruta del poder de evocar un acontecimiento en la mente de quien lo recibe, aunque sea de forma transitoria o fugaz: La diferencia entre la formulación directiva (‘Imaginad que...’) y la declaración (‘Sea...’) es que la segunda presupone, (consiste en presumir) su efecto perlocutivo:’ Por la presente, os insto a imaginar...’ Ahora bien, ese efecto está siempre garantizado, pues el simple hecho de oír o leer que tiempo atrás una niña vivía en el lindero del bosque provoca inevitablemente en mi mente, aunque sea en el tiempo de rechazarla como ficcional u ociosa, el pensamiento de una niña en el lindero del bosque. La formulación declarativa, aunque más presuntuosa, por ser más presuntuosa, me parece, por tanto, la más correcta (ibid., 44).

Así, pues, la ficción narrativa disfruta, al igual que otras formas ficcionales, de la inestimable capacidad de instaurar aquellos mundos que describe.

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Por otra parte, Genette considera poco adecuada la distinción searleana que separa, dentro de las aserciones fingidas, las figuras (‘actos ilocutivos de ficción lógica’) de los actos de habla indirectos (‘actos de ficción cultural’); en el primer caso se incluirían las fábulas y en el segundo, las novelas realistas. La razón es que, a efectos prácticos, dicha distinción carece de relieve: la literatura mezcla en sus producciones elementos puramente imaginarios con otros muchos tomados directamente de la realidad (igualados, eso sí, en el marco de los mundos ficcionales, ya que el todo posee mayor grado de ficcionalidad que cada una de las partes que lo componen). Aun admitiendo con Searle que se trata de aserciones fingidas las que pueblan los mundos de ficción, no puede negarse que son ilocutiva y perlocutivamente serias: Prefiero dejar indeterminada la elección entre esas dos especies (en mi opinión) de actos indirectos y definir más ampliamente los enunciados ordinarios de ficción como aserciones fingidas que abarcan, de forma más o menos evidente y transparente, declaraciones (o peticiones) totalmente serias y, por tanto —así debemos considerarlas— actos ilocutivos. En cuanto al efecto perlocutivo buscado, es, evidentemente, de índole estética y, más específicamente, de la índole artística del poiein aristotélico: producir una obra de ficción (ibid., 48-49).

Genette termina afirmando, una vez hecha la mención del estatuto históricamente variable de un determinado texto en cuanto a su naturaleza ficcional, que su descripción de los enunciados ficcionales como ‘aserciones no serias’ (o ‘no literales’), sea en su modalidad directiva o en la declarativa, es preferible, por su economía, a la más compleja de Searle. El planteamiento del autor francés es sin duda lúcido y muy comprehensivo y es preciso destacar su gran contribución a la definición de la fuerza ilocutiva de los actos de habla ficcionales, recuperando para ello la propuesta de Levin —versión directiva— y añadiendo, por su cuenta, la declarativa o institucional. Lo que ha llamado la atención de sus críticos es el alineamiento con Searle —y con Käte Hamburger— en su discutible separación entre los relatos en primera y tercera persona. En realidad, el estatuto que propone es válido únicamente para el relato en tercera persona; tanto el discurso de los personajes, bien en el drama o en el relato mixto, como el discurso de la narración en primera persona coinciden, de hecho, en un punto fundamental: en que alguien hace uso de la palabra. Por consiguiente, todos responderían a las exigencias del modo dramático y constituyen afirmaciones serias (que forman parte de un universo de fic-

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ción) subsumibles dentro de la categoría de fingimiento tal como la propone Searle, esto es, como sustitución de la identidad (Cervantes finge ser don Quijote y Cortázar se ocultaría tras Oliveira, en Rayuela). En suma, “...el único tipo de discurso literario —concluye el autor (ibid., 52)— cuyo estatuto ilocutivo es específico es la ficción narrativa ‘impersonal’. Los otros pueden distinguirse por razones formales y por rasgos funcionales (emocionar, distraer, seducir, etc.) que tal vez fuera más correcto llamar perlocutivos, a reserva de inventario...”. Una de las críticas más contundentes a los planteamientos de la pragmática y, más específicamente, a las ideas de Searle (a la que tampoco escapa, como se verá, Genette) es la de F. Martínez Bonati (1997: 159-170; 1992: 129-138 y 155-165), a quien sigue muy de cerca S. Reisz (1986: 135-190). El autor se declara manifiestamente en contra de todo intento de restar fuerza y solidez ontológica a los enunciados ficcionales —tal como hacen Frege e Ingarden al aludir a las frases narrativas como ‘semiafirmaciones’, pronunciadas en serio pero al margen de los valores de verdad/falsedad— o de considerarlos, como hacen Jakobson y otros estudiosos estructuralistas, autorreferenciales. Todas estas teorías contradicen de plano nuestra experiencia de lectores de novelas, ya que, en ellas, muy por el contrario, vivimos el discurso narrativo como una referencia superlativamente adecuada y ceñida a un mundo intensamente presente... Mi planteamiento es básicamente diferente: las frases novelísticas tienen todos los atributos de sentido y función de las frases no novelísticas; son afirmaciones, tienen objeto de referencia, son verdaderas o falsas. Pero: no son frases reales, sino tan ficticias como los hechos que describen o narran, y no son frases dichas por el novelista, sino por un hablante enteramente imaginario (Martínez Bonati 1997: 162).

Se trata, pues de un discurso pleno y auténtico, aunque su fuente es ficticia: quien habla realmente en el relato no es el autor sino el narrador, esto es, un rol ficticio; como señala W. Mignolo (1986: 161-211), quien crea realmente los signos es el autor, aunque el que los usa es el narrador (dos discursos, pues, plenamente coincidentes, de los que solo ‘se oye’ uno). Respecto de Searle, las dificultades principales provienen del empleo del verbo fingir para dar cuenta del fenómeno de la ficción, aunque sea un comportamiento regulado por convenciones que el lector no desconoce. Apoyándose en la acepción de fingido como contrario de auténtico, Martínez Bonati interpreta que lo que Searle quiere decir es que actúa como si estuviera haciendo algo sin hacerlo realmente. Por tanto, finge hablar o

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escribir cuando está haciendo realmente otra cosa; todo ello, claro está, sin la menor intención de engañar a quien lo lee. El razonamiento no resulta convincente para Martínez Bonati porque, según él, atenta contra la lógica: si fingir implica una actividad vacía de contenido, habría que concluir que todo escritor se pasa la vida simulando hacer algo cuando, en realidad, no hace absolutamente nada (más que la propia actividad de fingir). Es preciso admitir, añade el autor, que en todo fingimiento están implicados dos procesos: uno, que es pura apariencia, se limita a actuar como si se hiciera algo; el otro, en cambio, es real y auténtico, puesto que es el medio para lograr los objetivos del primero. Es verdad que el término fingir presenta acepciones diferentes referido a niños y a adultos: en los primeros constituye una actividad imaginaria a través de la cual los sujetos disfrutan al proyectarse dentro de un determinado mundo y asumiendo ciertos papeles; en los adultos, en cambio, el fingimiento es indesligable del engaño. En la solución propuesta para salir de esta compleja situación, Searle aporta novedades terminológicas que, en principio, inducen a pensar que las dificultades podrían superarse. Lo que hace todo autor, viene a decir, es ‘crear’ para sí y para los demás un mundo ficcional; en esto se puede estar de acuerdo, opina Martínez Bonati, pero es preciso reconocer al mismo tiempo que el término ‘crear’ introduce nuevos obstáculos. Entre ellos, el no despreciable, en términos lógicos, de que ‘crear’ y ‘fingir’ en modo alguno pueden considerarse sinónimos: crear algo no es interpretable como fingir que se crea ese algo (en realidad, no se crea nada). En términos puramente lógicos, la verdad es que a uno le cuesta aceptar que se pueda instaurar un mundo ficcional, previamente configurado por la imaginación, sin proyectarlo a través del lenguaje, esto es, sin pasar los acontecimientos, objetos o situaciones por el filtro de la narración, la descripción, etc.; con fingir únicamente que se llevan a cabo tales actividades esto no es posible. Para que el lector se imagine a su vez que algo pasa a un determinado personaje y dé crédito a lo que se cuenta necesita creer que todo eso tiene algún tipo de referente; en otros términos, hay que llenar de sentido la actividad creadora: En suma, si el lector tomase las frases novelísticas como narraciones o descripciones meramente fingidas, y no efectivamente como narraciones o descripciones, no les daría sentido, ni podría sacar de ellas la imagen de los acontecimientos ficticios. Como lectores de novelas, aceptamos la frase “Pedro salió esa mañana muy temprano de su casa” como una referencia y una afirmación seria, y, por lo

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tanto, implícitamente, como frase en principio verdadera o falsa, verdadera o falsa según haya sido o no el caso que el determinado Pedro salió de su casa muy temprano esa determinada mañana. Pero, además, la tomamos, al disfrutar de la lectura de la novela, como indudablemente verdadera. Pues eso prescriben las tácitas reglas del juego novelístico (reglas que al gozar la ficción irreflexivamente seguimos) cuando se trata de afirmaciones singularizantes del narrador fundamental (ibid., 164-165).

El autor alude aquí —y su opinión es compartida en este caso por Dolezel (1997: 102-108; 1999b:154-155)— al privilegio óntico del discurso del narrador frente al de los personajes. En el primer caso, la primacía se deriva de la consideración del narrador como fuente informativa básica de todo lo que ocurre en el relato; respecto de los personajes, la credibilidad tiene su fundamento no tanto en su acuerdo con las palabras de narrador o con el grado de ajuste de su discurso a la verdad de los hechos o del mundo al que aluden (como se verá posteriormente, en este punto divergen un tanto las opiniones de Dolezel y Martínez Bonati en función, básicamente, de sus respectivas adscripciones a una ‘semántica miméticorealista’ o a una ‘semántica de los mundos posibles’) sino en la capacidad legitimadora de la fuente narrativa El error fundamental sobre el que reposa toda la argumentación de la pragmática reside, primero, en atribuir al autor el protagonismo enunciativo y, segundo, en considerar la creación de mundos ficcionales como un acto de habla específico. Cuando se alude al responsable de la enunciación narrativa no cabe hablar, como quedó apuntado, del autor —este se limita a producir los signos, ‘signos icónicos’, que configurarán después el discurso de la narración— sino del narrador; el autor no finge hacer algo distinto de lo que hace: imaginar mundos y aportar los signos que evocarán en la mente del lector tales mundos. La regla fundamental de la institución novelística —afirma Martínez Bonati— no es el aceptar una imagen ficticia del mundo, sino, previo a eso, el aceptar un hablar ficticio. Nótese bien: no un hablar fingido y no pleno del autor, sino un hablar pleno y auténtico, pero ficticio, de otro, de una fuente de lenguaje (lo que Bühler llamó ‘origo’ del discurso) que no es el autor, y que, pues es fuente propia de un hablar ficticio, es también ficticia o meramente imaginaria (ibid., 167).

Lo que persigue la minuciosa argumentación de Martínez Bonati es poner de relieve lo inadecuado del enfoque pragmático por no tomar en consideración las peculiaridades del fenómeno literario (como hace Sear-

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le). En este sentido, no cabe identificar la tarea de instaurar mundos imaginarios con un acto de habla auténtico ni fingido por la sencilla razón de que el discurso ficcional no corresponde al autor y, por consiguiente, no puede considerarse real. Que no sea real, sin embargo, no implica que no sea efectivo; la experiencia de los lectores apunta precisamente en esa dirección. Por lo demás, en el marco de una obra de ficción caben todos los tipos posibles de actos de habla que pueden darse en la vida real (algo similar opina B. Herrenstein Smith [1993] respecto de la lírica). Así, pues, del lado del narrador, la fuerza de sus actos ilocutivos se presenta, en principio, bajo la apariencia amable de una invitación o la más seria, por su carácter institucional, de una declaración por medio de la cual se insta a creer en la existencia de aquello que se narra. Tanto Martínez Bonati como Dolezel consideran que el rol del narrador no se detiene en este punto sino que es, de hecho, mucho más exigente. Para el primero, exige del receptor un crédito sin límites a sus palabras como condición indispensable para que el objeto ficticio adquiera cuerpo en su imaginación; solo a través de un crédito tan amplio a lo que transmite el discurso del narrador se hace posible la vivencia de la ficción. Se trata, en última instancia, de una exigencia irrenunciable del muy reglado juego de la ficción: Este juego culto (de muy seria trascendencia) de proyectar mundos en imagen narrativa —señala el autor (1960: 69)— necesita, como exigencia, de una cuasi-mecánica de la ‘ilusión’, dar crédito irrestricto al narrador. Si no se observa esta regla de juego, no hay objeto... En esto se evidencia que el carácter ficticio del objeto narrado, como condición de una irónica credulidad sin reservas, es el medio para una imagen narrativa no inhibida: la literatura, en sentido estricto, encuentra en la ficción su posibilidad.

Nada, pues, más alejado del pretendido ‘fingir hacer’ autorial y del ‘fingir creer’ que Searle y Ohmann atribuyen, respectivamente, a los actos de habla del emisor y a la actitud del receptor. Para Martínez Bonati, se trata de una actividad demasiado seria como para emparejarla con un concepto tan desacreditado como el de fingimiento. Como acaba de verse, el estatuto de la narración en primera persona plantea no pocas dificultades a la teoría de la ficción; su identificación con la figura del autor (Searle) o con los enunciados de realidad (Hamburger) no aclara demasiado las cosas y obliga a buscar otros argumentos. Aparte otras consideraciones —como la elevada diversidad de manifestaciones de lo autobiografía literaria—, la razón fundamental es que el género se asienta, en principio, sobre una doble base (incluso triple): bien la realidad efec-

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tiva —caso de la confesión, las memorias, diarios, etc.— bien la ficción o la mezcla de ambas. En el primer caso, caben pocas dudas puesto que el pacto autobiográfico —tal como ha sido estipulado por Ph. Lejeune (1975: 4761; 1980, 1990, 1994, 1997, 1998, 2005)— sella la identidad entre autor, narrador y personaje y, por tanto, los hechos consignados en el texto pueden ser contrastados con la realidad efectiva (aunque no faltan casos extremos como la autobiografía por persona interpuesta: tal es el caso de Gertrud Stein —que pone el relato de su vida en boca de A. Toklas, su secretaria— o J. M. Coetzee, quien habla de sí mismo desde la tercera persona). No conviene olvidar tampoco que la literatura se ha ido apropiando a lo largo del tiempo de géneros —como la carta, la confesión, las memorias o el diario— con una dilatada trayectoria en el marco de la lengua práctica, hecho que añade no poca complejidad a un asunto de por sí nada fácil. Con todo, las dificultades no terminan aquí, ya que el escepticismo de las corrientes posmodernas, la ya muy larga crisis del sujeto y, de manera especial, las tesis sobre la muerte del autor han influido decisivamente en la consideración de la autobiografía (en cualquiera de sus manifestaciones) como una realidad de ficción. Todo ello justifica sobradamente que M. Alberca (2010: 78-91) hable de un ‘pacto ambiguo’ al referirse al que preside determinadas versiones de la autobiografía. Lo que se debate en el fondo es si, aun aceptando que el objeto de la autobiografía es la reconstrucción de una vida o la búsqueda del hilo que conecta y da sentido al material biográfico a partir del cual se erige el relato autobiográfico, se puede hablar de la presencia de una identidad. Gusdorf (1991), P. J. Eakin (1991: 79-93), J. Olney (1991: 33-47) y, por supuesto, Ph. Lejeune (1991: 47-61) opinan que sí, mientras Derrida (1967, 1972), P. De Man (1991: 113-118), Barthes (1980: 38; 1984: 61-66), Lacan (1961: 273, 278-298) y P. Bourdieu (1994: 87-93), entre otros, sostienen la postura contraria: detrás de la autobiografía (y de cualquier tipo de toda autoría) no hay nada más que una ‘ilusión biográfica’, silencio, sustitución, vacío y que, en definitiva, todo se resuelve en ficcionalidad. Según Lacan (1972: 311), el yo autobiográfico señala al sujeto de la enunciación, “pero no lo significa”. Para Gusdorf (1991:13-15), en cambio, el objetivo último de la autobiografía es la ‘salvación personal’; se trata, pues, de una operación con fines apologéticos orientada a la transmisión de una determinada imagen, hecho que influye decisivamente tanto en la selección del material biográfico como en la interpretación del mismo, esto es, en el punto de vista. De ahí la vinculación establecida por Bajtín (1989: 283-298) entre el género de la biografía-autobiografía de carácter socio/político y el encomio en el mundo clásico.

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Existe, con todo, una tercera vía, de naturaleza pragmática, que sitúa el género en un contexto comunicativo, histórico y social y que, en última instancia, se apoya en el pacto autobiográfico (tal como lo concibe Lejeune), que es tanto un contrato de escritura como de lectura. Según el autor francés, dicha convención incluye en su interior un doble pacto: uno, el de identidad, encierra un compromiso del sujeto consigo mismo en virtud del cual queda establecido —y sellado con la firma— que quien escribe en la vida real es quien habla y actúa en el relato, mientras el otro, el de sinceridad, alude a la autoexigencia de ser veraz por parte de quien se responsabiliza de la narración. Lo que añade la pragmática es que no existe un único pacto y corresponde al lector decidir cuál asume respecto de cierto texto en un determinado momento, además de insistir en el carácter institucional y esencialmente regulado de la categoría de género. Es la vía la que siguen E. Bruss (1991: 62-79), D. Villanueva (1991: 95-114), Pozuelo Yvancos (1993: 179-225, 2005: 15-90) y Cabo Aseguinolaza (1992: cap. 2). Para Pozuelo (1993: 200-211), no son incompatibles las posturas de Lejeune y de la deconstrucción, ya que el hecho de que la autobiografía presente una dimensión ficcional no es óbice para que, al mismo tiempo, se le asigne un valor de verdad respecto de los hechos narrados en su interior; es una realidad derivada en gran medida de su condición de genero fronterizo. Tal es el contexto natural de la autobiografía, un contexto en el que se deciden tanto los pactos de ficción como los contratos de lectura estipulados por el autor y aceptados por los lectores. Este hecho daría cuenta asimismo de otras dimensiones de la autobiografía como la apelativa, apologético e ideológico-argumentativa. Bajtín (1989: 184) reconoce, por otra parte, la existencia de un doble cronotopo para el género: uno externo, de naturaleza socio-política (representado en el mundo antiguo por el ágora), y otro interno, que afecta a la vida representada en el texto. Según Pozuelo, es esta doble dimensión —acto de comunicación y construcción de un yo individual— la que define la autobiografía: Es en la convergencia de ambos —señala Pozuelo (ibid., 211)— donde nace el género autobiográfico. Porque ese ‘yo’ autobiográfico solamente existe en la nueva ágora, la nueva forma de publicidad que es el libro publicado, la escritura que se hace pública y que inventa un ‘yo’ pero lo presenta como verdadero a los otros, propone a sus receptores un pacto autobiográfico.

En el segundo caso las dificultades son mucho mayores, ya que en literatura es muy habitual que la narración autobiográfica presente como

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auténtico lo que es fruto de invención —es la situación de determinadas novelas desde el yo como el Lazarillo, La familia de Pascual Duarte, La muerte de Artemio Cruz, entre otras— o mezcle deliberadamente elementos imaginados e histórico-biográficos —como ocurre en El hijo de Greta Garbo, de Umbral, y, sobre todo, en Memorias de Adriano, de Yourcenar— que el narrador reduzca el relato de su vida a una serie de fragmentos o se dote de una voz desde la que opina sobre la vida, el arte o la literatura. Como puede verse, la situación de la narración autobiográfica es realmente compleja; por si fuera poco, durante las últimas décadas han ido surgiendo nuevas modalidades (al lado de la novela autobiográfica y la autobiografía ficticia): principalmente, la autoficción (M. Alberca 2007) y lo que J. M. Pozuelo (2010) denomina figuración. Es preciso detenerse en ellas ya que tanto sus estatutos y pactos ficcionales como sus contratos de lectura divergen notablemente y requieren, por tanto, un tratamiento más pormenorizado. Según S. Doubrovsky, la autoficción presenta la propia vida como una realidad fragmentaria y al narrador-personaje como “un sujeto troceado que no coincide consigo mismo”. Dos años antes de la publicación de Fils (1977), la novela del autor francés en cuya contraportada aparece la definición de la nueva modalidad autobiográfica, se había publicado la obra que la inaugura: Roland Barthes por Roland Barthes. El contexto intelectual en el que se enmarca el nuevo tipo de autobiografía es, como se apuntó anteriormente, la crisis del sujeto —una crisis nacida en los albores de la modernidad, que se agudiza en las postrimerías del estructuralismo— y, en general, los valores que ponen en circulación las corrientes posmodernas. De acuerdo con J. Lecarme (1993: 227), son rasgos destacados del nuevo género la identidad —sellada por la coincidencia de nombres entre el autor, narrador y personaje, lo que acentúa el parecido con la autobiografía real— y que se trata de una realidad ficcional: una novela. V. Colonna (1990: 30) insiste, por su parte, en la dimensión ficcional de la autoficción por cuanto el escritor se inventa, sin prescindir de su identidad real y su nombre, una personalidad imaginaria. M. Alberca (2007: 23-80, 93-163) señala lo contradictorio del contexto en que se gesta y desarrolla la autoficción: de un lado, la crisis del sujeto —y más específicamente, las tesis del amortiguamiento o muerte del autor— y, de otro, el enorme auge del autobiografismo en el marco de la creación contemporánea. Según el estudioso, la autoficción implica sobre todo un proceso de clonación del autor y de simulación de identidades que, según él, “...es el resultado también de un experimento de reproduc-

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ción literaria asistida, que consistió en tomar genes de los dos grandes géneros narrativos, novela y autobiografía, mezclarlos en la probeta o matriz de la casilla vacía del pacto autobiográfico elaborado por Philippe Lejeune” (29). En tal proceso se incorporan, mezclados con determinados elementos ficticios, algunos genes de la biografía del autor y, de ambos, surge esa nueva personalidad a medio camino entre lo real y la invención, que es lo característico de la autoficción. La aparición del nuevo género —en el que se dan la mano la libertad imaginaria propia del pacto novelesco y el compromiso con la verdad que caracteriza el pacto autobiográfico— da lugar a la ampliación del espacio de la autobiografía, esto es, de las maneras de contar la propia vida o hablar de uno mismo. Como se ha dicho, en él se vuelven irreconocibles las fronteras de lo real y lo imaginario y, sobre todo, el autor goza de la capacidad de atribuirse diversas personalidades o vivir diferentes vidas (habría que destacar aquí la conexión de esta categoría con la de mundo posible o ficcional tan invocada en este trabajo). Es preciso señalar, además, que en la confección a medida de un personaje de sí mismo el autor se hace eco de algunos de los grandes valores de la posmodernidad como la mezcla sistemática entre realidad y ficción, el relativismo en lo concerniente a la noción de verdad, la importancia del hedonismo o la autoinvención: “La construcción y reconstrucción incesante del yo, identificado fundamentalmente con el cuerpo, se ha convertido en el máximo imperativo del capitalismo de ficción. En una sociedad hiperindividualizada, el yo no conoce límites ni barreras, pues todo debe plegarse o adaptarse a la medida de los deseos” (41). Otra razón para la aparición y auge de la autoficción es sin duda el escepticismo respecto de la capacidad de la autobiografía para proyectar en su interior la vida de una persona. Situada a medio camino entre la autobiografía y la novela, la realidad fáctica y la ficción, la autoficción problematiza sus relaciones en el marco del texto literario y justifica suficientemente la ambigüedad tanto del pacto en que se sostiene así como del correspondiente contrato de lectura. La autoficción se sitúa, pues, entre dos pactos y sus rasgos definitorios se perfilan justamente en relación (oposición) a ellos. De ahí la doble impresión que puede producir en el lector: que la novela parezca realmente una autobiografía o, por contra, que la novela contenga una autobiografía auténtica o que se afirme o se niegue la identidad entre autor, narrador y personaje (ejemplos excelentes de autoficción son, entre otros, Todas las almas, de J. Marías, y El mal de Montano, de E. Vila-Matas). A partir de estos datos y de un repaso

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por la génesis y evolución del nuevo género autobiográfico, M. Alberca (158) aventura una definición que él mismo reconoce como ‘de mínimos’: “...una autoficción es una novela o relato que se presenta como ficticio, cuyo narrador y protagonista tienen el mismo nombre que el autor”. Como se señaló anteriormente, la clave reside, por tanto, en el pacto ambiguo que regula su funcionamiento. Pozuelo Yvancos (2010: 16-35) discrepa abiertamente de quienes califican de autoficciones, entre otras, las obras de J. Marías y Vila-Matas antes mencionadas y parte de la definición de V. Colonna —más específicamente, de las diferentes variedades de la autoficción señaladas por él: referencial o biográfica, reflexivo-especular y figurativa— a la hora de plantear su contribución al esclarecimiento de esta problemática categoría. El autor considera inevitable recurrir a otro concepto distinto del de autoficción para dar cuenta de la realidad de las novelas arriba mencionadas; se acoge, para ello, al último de los tipos de autoficción citados por Colonna: el figurativo. Este es la argumentación del autor: ...la figuración de un yo personal puede adoptar formas de representación distintas a la referencialidad biográfica o existencial, aunque adopte retóricamente algunos de los protocolos de este (por semejanzas o asimilaciones que puedan hacerse de la presencia del autor). [...] Esas son las que me propongo analizar bajo la categoría que recoge el sintagma Figuraciones del yo (22).

Es, pues, un concepto que la tradiciones filosófica y literaria, además del diccionario académico, relacionan con la creación imaginaria y, en definitiva, con ficción; se trata, en suma, de la invención de una voz en la que, si bien pueden advertirse algunos ecos biográficos, resulta manifiesta la distancia que impone la ironía y su calidad inequívocamente ficcional. Una voz personal, fuertemente atraída por el discurso expositivo, a la que el autor califica de voz reflexiva y considera muy próxima a la del ensayo, aunque no confundible con la de este por cuanto se trata de una voz ficticia en la que convergen la narración y la exposición o argumentación de ideas. “Es una voz —añade el autor (ibid., 30)— que permite construir al yo un lugar discursivo, que le pertenece y no le pertenece al autor, o le pertenece de una forma diferente a la referencial. Le pertenece como voz figurada, es un lugar donde fundamentalmente se despliega la solidaridad de un yo pensante y de un yo narrante”. Esa vacilación —presente también en no pocos recursos y formas literarias desde el arranque de la modernidad y para las que algunos reclaman una paternidad inequívocamente cervantina— resulta consustancial a las

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figuraciones del yo, dificulta su adscripción a la persona del autor y constituye una manifestación básica del carácter histórico y, en suma, pragmático-institucional de los géneros literarios. Retomando la discusión en torno a la enunciación narrativa y a la relación de los asertos de quien enuncia en el interior del mundo ficcional con los criterios de verdad/falsedad, Dolezel no postula en ningún momento, a diferencia de Martínez Bonati, un ajuste con la realidad objetiva como elemento diferenciador. La verdad de la ficción reposa sobre un doble pilote: la estricta coherencia interna —no importa en qué lejanía se instaura el mundo ficcional respecto del mundo base— y, sobre todo, el poder de autentificación, que acompaña la realización de los actos de habla del narrador. Dicho de otro modo: el narrador está legitimado para autentificar todo aquello que cuenta y este hecho se convierte en fundamento de la fe del receptor en sus palabras. Con todo —y siguiendo, al parecer, la doctrina de Martínez Bonati sobre el privilegio óntico del discurso del narrador sobre el de los personajes— Dolezel añade una diferencia más, en lo que a la fuerza ilocutiva de sus actos de habla se refiere, entre el narrador en primera y tercera persona. Para el autor, toda la autoridad autentificadora recae sobre el narrador impersonal, desciende muy notablemente en el narrador en primera persona y se anula por completo en el caso de los personajes (cuya verdad habrá que derivarla de su acuerdo con las palabras del narrador). Estas son las palabras del autor (1997: 102-103) al respecto: La regla básica de autentificación en el modelo narrativo binario puede formularse como sigue: los motivos introducidos en el acto de habla del narrador anónimo en 3ª persona son auténticos ‘eo ipso’, mientras que los que son introducidos en los actos de habla de los agentes son no-auténticos. Los actos de habla narrativos funcionan como un filtro que divide todos los motivos introducidos en auténticos y no-auténticos... Los motivos auténticos y solo ellos representan hechos narrativos, elementos constituyentes de los mundos narrativos.

En la justificación de sus argumentos Dolezel pone de manifiesto las discrepancias con Martínez Bonati en cuanto al fundamentos de la verdad ficcional; este considera, de acuerdo con la orientación mimética que preside su enfoque, que se pueden asignar valores de verdad a las afirmaciones del narrador (en cuanto coinciden o no con la realidad). Fiel a su ideario antimimético, Dolezel rechaza, en cambio, que se puedan atribuir valores de verdad a las palabras (incluso) del narrador por una razón fundamental: “...porque no se refieren a un mundo, sino que más bien construyen un mundo”. El autor va to-

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davía más lejos al comentar la afirmación de Martínez Bonati, según la cual la verdad de las afirmaciones de los personajes reposa en su mayor o menor acuerdo con las formuladas por el narrador; para Dolezel, es verdadera toda frase de un personaje, si es concorde con los hechos narrados y falsa si no lo es. Así, pues, es la correspondencia con los acontecimientos narrativos autentificados lo que define la verdad en el ámbito de la ficción. En cuanto al narrador en primera persona, la función autentificadora es sustituida por una ‘función gradual’, que asigna diferentes grados de autenticidad en función de la credibilidad propia de este tipo de narrador. En general, cabe afirmar que, no obstante el verismo que aparentemente comporta, el narrador en primera persona funciona como foco único de los hechos e impone sistemáticamente una visión interesada de los mismos; no existe, pues, ninguna posibilidad de contraste. Por esta razón es un tipo de narrador muy poco digno de confianza, que hace acto de presencia tanto en la psiconarración y la narración del mundo interior filtrada a través de la subjetividad del emisor (estilo indirecto libre y otras manifestaciones) como en las más variadas formas de la narración en primera persona. En todos los casos este narrador fundamenta su autoridad autentificadora en un conocimiento privilegiado de los hechos que narra y, por ello, ha de justificar permanentemente sus fuentes de información o cubrir los vacíos informativos con hipótesis; por lo demás, ha de suplir su incapacidad de introspección con testimonios directos, indirectos o conjeturas a partir de datos externos (como el aspecto exterior de los personajes). Con todo, quedan todavía por analizar los mundos narrativos sin autentificación; se trata de casos extremos, en los que dichos mundos contradicen internamente cualquier posibilidad de legitimación. Puede ocurrir que el propio narrador incurra en contradicciones —caso de El capote, de Gogol, o “Los caminos del destino”, de O. Henry— o que ironice sobre su propia actividad, con lo cual su autoridad queda irremediablemente socavada (el Skaz, por ejemplo). La conclusión final del autor (1997: 121) es que ...el concepto de verdad debe basarse en el de autentificación, un concepto que explique la existencia ficcional. Mi tesis básica es que los mundos narrativos en tanto que sistemas de hechos ficcionales son construidos por los actos de habla de la fuente autorizada: el narrador en el sentido más amplio. La capacidad del narrador para llevar a los individuos, objetos, eventos, etc., a la existencia ficcional viene dada por esta autoridad autentificadora.

Para Dolezel, las singularidades de la ficción respecto del criterio de verdad no implican que los textos ficcionales sean menos reales que los

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textos representativos habituales en el ámbito científico, periodístico o social. Sus autores son también de carne y hueso, se valen del lenguaje convencional, y sus receptores son personas asimismo reales. Son reservas de ficcionalidad dentro del mundo real, donde los productos de la imaginación de los escritores están permanentemente a disposición de los lectores receptivos. Aunque puedan estar distantes —históricamente, geográficamente, culturalmente— del acto de creación del mundo, los lectores tienen una invitación permanente para visitar o hacer uso de la inmensa biblioteca donde se conservan los reinos imaginarios (Dolezel 1999a: 54).

Las críticas de Martínez Bonati al enfoque de la pragmática filosófica y a los teóricos de la literatura que se han dejado seducir por él —R. Ohmann, principalmente, y, parcialmente, G. Genette— son compartidas por Th. Pavel, el cual señala como defecto fundamental de sus cultivadores la tendencia a trazar una estricta línea divisoria entre lo que podría considerarse usos plenos y auténticos del lenguaje y usos desviados o ‘averiados’. Esta suposición subyace a toda la argumentación aducida y es la responsable de la descalificación final de la ficción por su distanciamiento constitutivo y su debilidad respecto de los usos normales de la lengua. El primer supuesto abordado es el referente al compromiso del hablante con la sinceridad y la verdad de los enunciados. Pavel (1991: 30 ss.) destaca en este sentido el hecho incuestionable de que la mayoría de las creencias del hablante común no reposan sobre evidencias directamente verificadas —opiniones vertidas en los medios de comunicación social o documentos escritos de la más diversa índole, opiniones socialmente compartidas— sino en un simple consenso. Así, pues, desde esta perspectiva, el argumento del compromiso con la verdad carece en gran medida de fundamento, especialmente, en el uso diario de la lengua; en la mayoría de las situaciones nos valemos de verdades a medias y, en cualquier caso, con verdades no comprobadas personalmente. Por consiguiente, no se ve muy bien por qué habría que prestar mayor credibilidad a los asertos formulados en el marco de la lengua coloquial que a los que aparecen expresados en el ámbito de una obra de ficción. Desde un punto de vista subjetivo, en ambos casos se exige un alto grado de credulidad, consciente o no, respecto de aquello que alguien nos cuenta o expone. Dice el autor al respecto: Pero ¿poseen los verdaderos hablantes un conjunto de proposiciones que creen verdaderas, posiblemente acompañadas de un procedimiento de infe-

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rencia? Por el contrario, las situaciones reales indican que más o menos creemos en un número ilimitado de proposiciones, sin saber si creemos o no en sus consecuencias, y respecto a un gran número de proposiciones simplemente no sabemos, en un sentido serio de la palabra, si creemos que son verdaderas o no. En muchos casos afirmamos frases que pensamos que creemos, cuando en verdad damos nuestra adhesión a estas frases por razones distintas a la creencia; por ejemplo, puede ser simplemente que admiremos a la persona a quien le oímos afirmar esas frases (33).

El argumento se amplía con la distinción entre opinión, convicción y convicción absoluta, que puede desarrollarse, en términos más generales, como la que separa las ‘convicciones propiamente dichas’ —que implican un asentimiento ante la evidencia— de la ‘simple aceptación’ o el ‘dar por sentado’ (donde no hay razonamiento). Una primera conclusión es que “...a fin de hacer aserciones se requiere menos un compromiso con la verdad de enunciados particulares que una adhesión epistemológica a la práctica lingüística de una comunidad dada” (35). Lo que está en cuestión, en definitiva, es el concepto de hablante considerado como fuente segura de lo que dice; es esta una imagen que está en crisis, especialmente, después de los ataques sufridos por la noción de sujeto desde ámbitos como el psicoanálisis lacaniano y la deconstrucción, aunque los orígenes remotos de la sospecha se remontan a un tradición que parte de Descartes y se extiende a lo largo del pensamiento moderno y contemporáneo. Según Pavel (1991: 36): En todo caso, hay pocos campos donde la noción cartesiana de sujeto sea menos apropiada que en el de la expresión literaria. Los teóricos de los actos de habla descuidan el testimonio persistente de los narradores, los bardos, los poetas y los escritores, que aluden tan a menudo a una experiencia vicaria del habla como aspecto central de los actos poéticos. La musa puede muy bien haberse convertido en un símbolo gastado, más a menudo ridiculizado que realmente empleado: la referencia a la musa, sin embargo, dista mucho de ser espuria. Como el recurso del profeta a su dios, la referencia del poeta a la musa, a la inspiración, al dictado del inconsciente, es un modo de aludir a este tipo particular del habla, en el que el hablante es hablado por una voz que no es exactamente la suya... Volviendo ahora a la noción de fingimiento, quiero alegar que la distinción entre actos genuinos y actos fingidos a menudo se desdibuja en relación con la ficción.

Por consiguiente, carece de sentido una distinción como la mencionada que se apoya, en última instancia, en el criterio de la existencia: es normal aquello cuya existencia puede demostrarse y anómalo o marginal, en cam-

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bio, aquellos seres u objetos cuya existencia no es posible verificar. Ficción y realidad se sitúan en una línea de continuidad y comparten no pocas propiedades; la asunción de un enfoque integracionista facilita esta consideración de la ficción como expresión de la creatividad humana. Ideas prácticamente idénticas pueden encontrarse en Martínez Bonati (1983: 128-129, 134,167169; 1997: 162-167), según el cual, el autor, en cuanto ser real y entidad empírica, no puede formar parte de un mundo imaginario; son sus delegados en el texto —llámense narrador, sujeto lírico o personaje dramático— los auténticos responsables de la enunciación. Se trata, pues, de seres tan ficticios, por imaginarios, como el mundo cuya narración se le confía, que forman parte de una de las normas institucionales básicas del discurso de la ficción: el hablar por persona interpuesta. Así, pues, en los textos de ficción quien habla realmente no da la cara, sino que se parapeta tras esos papeles o máscaras, que son los auténticos locutores y responsables inmediatos de la enunciación narrativa, lírica o dramática. El enfoque de la pragmática filosófica necesita, pues, hacerse más sensible a las peculiaridades que rodean la instauración de los mundos de ficción y los actos de habla correspondientes. Desde una perspectiva más genérica la noción de ‘fingimiento compartido’, empleada por Searle para caracterizar los actos de habla literarios, es recuperada por J.-M. Schaeffer (incorporando las observaciones de G. Genette 1991) para ofrecer su propio concepto de ficción. El autor (2002: 129-138) comienza señalando que tanto la ficción como el fingimiento recurren al mismo procedimiento, la imitación-apariencia, aunque los objetivos que persiguen son claramente diferentes: la primera tiende a facilitar el acceso a un universo imaginario identificado como tal, mientras el segundo pretende directamente el engaño del receptor. ¿Cómo se justifica el parentesco entre ambas modalidades imitativas cuando sus fines son tan diversos? Habría que suponer, según Schaeffer (130), la existencia de una relación filogenética entre ellas, de acuerdo con la cual los medios que emplea habitualmente la ficción procederían del ámbito del fingimiento. Ahora bien, es preciso distinguir un doble tipo de fingimiento, serio y lúdico, para comprender adecuadamente la noción de ‘fingimiento lúdico compartido’ propuesta por el autor para definir el amplio universo de la ficción en sus diversas manifestaciones. El fingimiento serio busca directamente el engaño; en cambio, el fingimiento lúdico no busca tal finalidad, siempre que sea compartido. A este respecto dice el autor (138): “La función del fingimiento lúdico es crear un universo imaginario y empujar al receptor a sumergirse en ese universo, no inducirle a creer que ese universo imaginario es un universo real”.

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Así, pues, desde esta consideración la ficcionalidad se presenta como un rasgo eminentemente pragmático —opinión compartida por D. Villanueva (1992: cap. IV) y Pozuelo Yvancos (1993: 130 y 148-150)— y requiere también un marco pragmático, que facilite su identificación y decodificación a través del empleo de señales como las fórmulas de la narración oral, los elementos constitutivos del paratexto (título, referencias genéricas, etc.) en la ficción escrita, el escenario en el teatro, la sala y la pantalla en el cine, etc. Por consiguiente —y dado que la creación del referente ficcional cuenta indispensablemente con la connivencia del receptor— resultan incuestionablemente fallidos los intentos de dar cuenta de la esencia de la ficción en términos puramente semánticos. Este criterio es precisamente el que ha alentado, con la notable excepción de Searle, las aproximaciones filosóficas a la noción de ficción durante el siglo xx. En efecto, la perspectiva semántica (Frege, entre otros) conduce inevitablemente a caracterizar la ficción en términos de denotación cero o ausencia de referencia, ya que, afirman sus promotores, no existe más realidad que la del mundo físico. Para salir del atolladero a que se ve abocada la reflexión sobre este controvertido asunto se han propuesto tres vías de solución: la ampliación de la noción de referencia (N. Goodman), la teoría de los mundos posibles y el concepto de fingimiento compartido (Searle-Genette). Según Goodman (1976: 46,81; 1995: 93-117), el concepto de referencia abarcaría, aun admitiendo la existencia de la denotación nula, tanto la realidad convencional como la denotación metafórica y los modos de referencia no denotacional. Así, el don Quijote que forma parte de una proposición referencial carece evidentemente de denotación, pero puede asumirla metafóricamente; la ausencia de denotación literal indica simplemente que el lector ha de recurrir a otros tipos de referencia como la ‘ejemplificación’ y la ‘expresión’: ...según Goodman —dice Schaeffer (188)— las características literarias intrínsecas, así como los valores literarios expresivos, forman parte de la estructura referencial de los sistemas simbólicos al igual que la denotación: el que una obra carezca de denotación y, sea por tanto, ficcional, no le impide tener una dimensión referencial.

Schaeffer (191-194) disiente del camino elegido por Goodman porque, en realidad, no resuelve el problema planteado más que aparentemente, ya que, al marginar la cuestión de la denotación literal, no toma tampoco en consideración el ‘como si’ de la ficción (aspecto esencial para una correcta comprensión de la naturaleza de la misma); el planteamien-

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to de Goodman desemboca inevitablemente en una definición negativa de la ficción. La teoría de los mundos posibles —examinada en el apartado siguiente al tratar del paradigma semántico— presenta para el autor ventajas e inconvenientes notables: entre las primeras, cabe destacar el distanciamiento de un enfoque puramente negativo de la ficción y su concepción del dispositivo ficcional como generador de un universo como el universo actual (en el cual nos sumergimos de la misma manera que estamos inmersos en el mundo de la experiencia). En cuanto a las desventajas, Schaeffer señala, entre otras, las siguientes: la noción de mundo posible resulta difícilmente legitimable fuera del ámbito teológico y la identificación mundo ficcional/mundo posible plantea dificultades, ya que la creación de los universos literarios cuenta con menos restricciones que la de los mundos posibles; los primeros son, además, incompletos (y aun cabría añadir, tal como señalan Pavel y Dolezel, su compatibilidad con la presencia de contradicciones en su interior). Por consiguiente, la noción de mundo ficcional no puede reducirse sin más a la de mundo posible. En términos generales, los inconvenientes de las teorías semánticas residen, primeramente, en que no aclaran nada respecto del origen de la atracción que las ficciones ejercen sobre el ser humano y, además, privilegian en exceso la ficción de índole verbal (la propuesta de Goodman en este sentido es digna de tomarse en consideración, aunque resulta abusiva la extrapolación y generalización del modelo lingüístico a otros ámbitos). En segundo lugar, los enfoques semánticos no ofrecen una definición satisfactoria de la ficción; por ello, concluye Schaeffer, resulta inevitable situar el problema en un marco pragmático, que es el representado por la tercera vía y, más específicamente, por J. R. Searle y su famoso trabajo sobre el estatuto de la ficción. Aunque su análisis se limita a la ficción verbal, la noción de fingimiento compartido resulta válida para la ficción en general y presenta la innegable ventaja de poner de manifiesto el carácter secundario de la cuestión de la verdad o falsedad de las proposiciones ficcionales y la del estatuto ontológico de los seres ficticios. Precisamente, el enfoque pragmático permite obviar cuestiones como las mencionadas anteriormente y centrar todo el interés, no tanto en la cuestión de cuáles son las relaciones que mantienen ficción y realidad —la ficción es también un tipo de realidad— sino, sobre todo, de comprobar cómo la primera influye en la segunda, esto es, en las vidas de quienes hacen uso de ella. Dice el autor (197) al respecto: ...el modo de operación de la ficción es el de una modelización. Sobre este punto la ficción tiene al menos tres modos de ser diferentes: todas las ficcio-

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nes existen en forma de contenidos mentales; algunas de ellas existen además en forma de acciones humanas físicamente encarnadas o en las representaciones públicamente accesibles (palabras, textos escritos, imágenes fijas, flujos cinematográficos, documentos sonoros, etc.) (197).

El modo de ser mental de la ficción constituye el fundamento de todos lo demás y su naturaleza pragmática se deriva del hecho de que únicamente los estados mentales poseen un carácter intencional y de que solo pueden considerarse ficcionales los contenidos mentales o estados mentales pragmáticamente enmarcados por una autestimulación imaginativa o fingimiento compartido y vividos a través de la inmersión ficcional. La cuestión fundamental consiste, pues, en discernir lo específico de la modelización ficcional; esta se presenta como ...tematización de la realidad según tal o cual de sus modalidades de manifestación... En este sentido, la noción de “universo ficcional”, aunque es un atajo cómodo, no debe ser tomada al pie de la letra... es un modelo ficticio del universo “factual”... El hecho de que la ficción esté “más allá de lo verdadero y de lo falso” y que ponga entre paréntesis la cuestión de la referencialidad tal como se plantea en el marco de los modelos homólogos no impide que los modelos ficcionales se refieran a la realidad (y sean por tanto referenciales en ese sentido, que es el de la analogía global), pues para los seres humanos solo hay modelo representacional en la medida en que este se refiera a aquello a lo que nuestros actos representacionales son capaces de referirse, es decir, a lo que pertenece al ámbito de la realidad más general (y más genérico) del término” (204-205).

Una razón más para definir pragmáticamente la ficción es que, en términos de escritura, comparte procedimientos y materiales con la representación de lo real. A la luz de esta consideración cobra enorme interés la vía a través de la cual tanto el emisor como el receptor acceden a los universos de ficción: la inmersión ficcional. Constituye el núcleo del dispositivo ficcional —gracias a su intermediación se activan o reactivan los procesos de modelización ficcional— y presenta cuatro rasgos básicos: inversión de la jerarquía entre la actividad perceptiva y la actividad imaginaria, atención escindida entre el mundo circundante y el mundo imaginario, homeostasis o autorregulación y, finalmente, saturación afectiva (empatía). Desde otro punto de vista, la inmersión ficcional se caracteriza por lo que I. Lotman (1978: 95-101) denomina ‘comportamiento bipolar’, esto es, la presencia de engaños miméticos preatencionales y la correspondiente neutralización de los mismos a través de un bloqueo de sus posibles

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consecuencias en el plano de la atención consciente. Esta tesis no es compartida por Gombrich, el cual considera que los estados mencionados son mutuamente excluyentes: cuando se contempla un cuadro, se ve la imagen representada o su soporte físico, pero en modo alguno es posible percibirlos al mismo tiempo. Tanto K. Walton (1978: 11-23) como G. Currie (1990) insisten en que, no obstante el enorme poder psicológico de la inmersión ficcional, el receptor no llega a confundir los límites que separan el mundo real del ficticio. Schaeffer considera, por su parte, que las emociones que despierta la ficción no siempre se quedan confinadas en el ámbito que le es propio; con bastante frecuencia, los sentimientos o reacciones suscitados por la contemplación —por ejemplo, de una película— trascienden con mucho el tiempo que dura la proyección (especialmente, en los niños) (163-182). Ahondando en la cuestión de la inmersión (y, en definitiva, en la naturaleza pragmática de la ficcionalidad), Schaeffer (228-245) introduce la distinción entre vectores y posturas con el fin de ofrecer un panorama global de cuáles son los dispositivos ficcionales más importantes y de sus diferencias. Los vectores constituyen los ganchos ideados por el creador para poner en pie un universo ficcional y facilitar a los receptores la reactivación mimética de ese universo, mientras que las posturas de inmersión son las perspectivas anejas a cada vector y, por tanto, las que condicionan la aspectualidad o manera en que se presenta el universo ficcional. Entre los principales vectores de inmersión pueden mencionarse hasta siete: 1) simulación de actos mentales, 2) simulación de actos ilocutivos, 3) sustitución de la identidad narrativa, 4) simulación de representaciones miméticas, 5) simulación de mimemas cuasi perceptivos, 6) simulación de acontecimientos, 7) sustitución de la identidad física. Estos se corresponden, a su vez, con otras tantas posturas de inmersión: 1) interioridad subjetiva, 2) narración natural (heterodiegética), 3) narración natural (homodiegética), 4) percepción visual, 5) experiencia pluriperceptiva, 6) posición de observador, 7) identidad alosubjetiva actancial. Con estos presupuestos puede ya abordarse la cuestión de la naturaleza del relato ficcional literario. Dos son las notas con las que cabe definir la ficción literaria: imitación —toda ficción remite inexcusablemente a la vida, aunque, en un sentido más técnico, lo único que en este ámbito cabe imitar son los actos de habla o hechos verbales— y modelización (de situaciones y acciones). Ahora bien, la consideración pragmática del problema conduce una vez a la definición anteriormente mencionada, apadrinada por Searle y Genette, que explica la ficción a través de la noción

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de fingimiento lúdico compartido. Es un planteamiento que, no obstante algunas coincidencias manifiestas, no es admitido por otros estudiosos como K. Hamburger (y, en gran medida, D. Cohn). La autora alemana distingue (1995: 25-140), a la luz de un enfoque que toma en consideración el comportamiento del sujeto de la enunciación ante el objeto de su enunciado, un doble tipo: enunciados de realidad —donde se enfrenta a un objeto preexistente (constituido, según los casos, por acontecimientos, experiencias de toda índole e ideas) al que configura verbalmente— y los enunciados ficcionales (en estos no se cuenta con un objeto preexistente sino producido en el mismo proceso de la enunciación). De acuerdo con este criterio, los únicos géneros adscritos al ámbito de la ficción son el relato heterodiegético y el drama, ya que el relato homodiegético y el poema lírico pasan a asimilarse a los enunciados de realidad (en su enunciación el sujeto sí elabora un objeto preexistente: su vida anterior o determinados sentimientos, impresiones, ideas, etc.). Como se vio anteriormente, son claros síntomas de ficcionalidad, por otra parte, el empleo en la ficción narrativa de verbos que designan procesos interiores (pensar, decidir, etc.), la presencia del estilo indirecto libre y determinadas construcciones anómalas, solo explicables a la luz de la ‘lógica’ literaria, como “El tren salió mañana”, “Ayer viajarás a México” o “Esto lo estoy tocando mañana”... Ahora bien, el hecho de que estos recursos hayan dejado de ser privativos de la ficción y sean compartidos por el relato histórico o periodístico es suficiente, según Schaeffer, para relativizar la distinción entre relato ficcional y relato factual y, también, para reconocer que la distinción hamburgeriana entre ficción y fingimiento podría interpretarse como expresión de la existencia de posturas de inmersión variables (algo, por lo demás, inseparable de la competencia ficcional). Concluye el autor: Toda ficción narrativa implica un fingimiento lúdico compartido en virtud del cual el autor pretende referir acontecimientos (segundo dispositivo), o pretende ser alguien que no es y, bien refiere los acontecimientos (tercer dispositivo), bien experimenta ciertos estados mentales (primer dispositivo). A cada uno de estos fingimientos lúdicos compartidos le corresponde un vector mimético y una postura de inmersión específicas (256).

Como se vio en su momento, la noción de ficción requiere, según S. J. Schmidt (1997: 207-238), una consideración pragmática del hecho literario. Son precisamente los receptores los que, ante un texto determinado, deciden o no aplicar la doble convención: la de polivalencia y la estética. Se trata de, en suma, criterios socialmente convencionalizados —y, en de-

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finitiva, el sistema literario en cuanto forma de conducta— los que deciden sobre el carácter literario de un texto (y no las propiedades intrínsecas de los mismos textos, como supone la poética formal) (ibid., 238). Finalmente, W. Iser insiste también (1989: 167 ss.) en la conveniencia de un enfoque pragmático ya que, según él, la ficción comunica algo a través de un sujeto enunciador, el cual instaura un objeto imaginario por medio del acto de habla correspondiente. De aquí se deduce que las tareas que conducen a la proyección de un objeto ficticio nada tienen que ver con la descripción de una realidad preexistente, sino con la modificación de una situación previa, donde “lo dicho engendra lo pretendido”. Por todo ello, no puede aceptarse el planteamiento de Austin-Searle (ni, en parte, el de Ingarden) por considerar los actos de habla de la literatura como actos fallidos: Digamos de momento que el discurso de la ficción se compone de los principales constituyentes del acto de habla ilocutivo. Reclama convenciones producidas con él, posee procedimientos que, en calidad de estrategias, se refieren a las condiciones de constitución del texto por el lector. Tiene la cualidad de la performatividad porque exige que se produzca la referencia de las diversas convenciones en tanto que constituyen el sentido del texto. De la organización horizontal de las convenciones, y de la inversión de las expectativas por sus estrategias, saca el texto de ficción su fuerza ilocutiva, la que, como solicitación para la acción, despierta la atención del lector, lo orienta y lo hace reaccionar (173).

El hábitat de la ficción: la construcción de mundos El enfoque semántico tiende a definir lo específico de la ficción a partir de un análisis de los contenidos, esto es, de la descripción de los mundos proyectados por los textos, ocupándose de los procedimientos habituales para la constitución de los universos ficcionales. Se trata, pues, de cuestiones vitales en este ámbito como es la de la referencia y, en definitiva, las relaciones entre literatura y mundo real. El análisis aislado de la vertiente semántica de la ficción no constituye un criterio definitorio en todos los casos: una cantidad muy elevada de mundos ficcionales no se diferencian, en principio, de los mundos elaborados en el ámbito de los discursos prácticos. De ahí que un examen atento de cómo se lleva a cabo la construcción de los mundos de ficción permitirá afinar en lo que respecta al resto de cuestiones; en la práctica, pues, el enfoque semántico es inseparable del convencionalmente denominado paradigma constructivista. Aunque si-

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tuadas en el marco de una consideración de la ficción como construcción, las propuestas difieren entre sí tanto en los presupuestos y los conceptos básicos como en las alianzas con otras disciplinas. Es algo que se pondrá sin duda de manifiesto en la exposición de los planteamientos formulados por Dolezel, U. Eco, Pavel, S. J. Schmidt o Nelson Goodman. Es preciso señalar, ante todo, que el planteamiento constructivista supone, en mayor o menor medida según los casos, una drástica ruptura con el paradigma mimético. Para este, ficción y realidad aparecen como entidades continuas —la primera como una prolongación de la segunda— y, sin embargo, claramente diferenciadas; cada una ocupa su lugar, aunque lo que la ficción pretende es crear la ilusión de que se trata de la misma cosa (es lo que, convencionalmente, se conoce como efecto de realidad o ilusión realista). En cambio, el paradigma antimimético concibe los mundos ficcionales como algo que no surge directamente de la realidad sino como resultado de un proceso de producción imaginaria: mundos textualmente proyectados gracias a las virtualidades del lenguaje y a las estrategias genéricas. En realidad, dicho paradigma parece haber surgido más bien como exigencia de la propia narrativa contemporánea y su irrefrenable tendencia a superar las fronteras de la mímesis (los mundos creados por autores como Rulfo, Cortázar, García Márquez, Onetti, Calvino, Faulkner, Torrente Ballester, etc., resultan difícilmente explicables con los utensilios y la concepción del arte de la tradición mimética). Por paradójico que parezca, existe en toda esta narrativa la tendencia a domesticar o, mejor, legitimar sus propias transgresiones y a presentar, en suma, la ficción como la otra cara de la realidad, cuando no a confundirse con ella: piénsese en no pocos de los relatos de Cortázar (“Carta a una señorita en París”, “La noche boca arriba”, Casa tomada, etc.), García Márquez (“Espantos de agosto”, “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, Cien años de soledad...), Faulkner (El ruido y la furia), Italo Calvino (Si una noche de invierno un viajero) por no remontarnos a Sterne o Diderot, entre otros muchos. Así, pues, se trata de un caso en el que la necesidad de contar con nuevos utensilios explicativos ha seguido muy de cerca las exigencias de la propia creación que no ha cesado, desde la Ilustración en adelante —y, si se prefiere, desde el Quijote—, de alentar acciones cada vez más audaces encaminadas a minar los cimientos de una tradición tan secular y venerable como la que parte de la noción aristotélica de mímesis (aunque es preciso reconocer que transgresiones en parte similares se aprecian en plena Antigüedad de la mano, muy en especial, de escritores como Luciano).

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En principio, cabe asegurar un origen romántico —que los movimientos posrománticos se encargarán muy gustosamente de prolongar— para esta tendencia a atribuir a las facultades internas del artista —fantasía, imaginación y sentimiento, en especial— la creatividad humana y, más específicamente, a suponer que la invención de ficciones no rechaza la coexistencia con la realidad, ya que lo distintivo de la labor del creador no reside en un dócil sometimiento a la misma sino en el modo de percibirla y presentarla. Este énfasis en la subjetividad creadora constituye —basta ojear los escritos de la F. Schlegel, Novalis, Schelling o Coleridge y Wordsworth, entre otros— el punto de partida de muchas propuestas modernas y contemporáneas en torno a la naturaleza del arte y, seguidamente, de los modelos explicativos arbitrados para dar cuenta de ella. La cuestión básica en este caso consiste en determinar cómo se relacionan literatura y realidad en el marco de un modelo explicativo declaradamente antimimético; a continuación, de lo que se trata es de elaborar un concepto que dé cuenta de las relaciones que, a su luz, se establecen entre los dos términos citados y, finalmente, de encontrar una imagen y un término que las expresen plásticamente. Como ya se vio, el concepto elegido es básicamente el de mundo posible, aunque no faltarán alternativas como la de campo de referencia (interno y externo) o modelo de mundo. En el primer caso, el término llega con importantes adherencias que invalidan de hecho su empleo en el ámbito de la literatura, si no se introducen algunas modificaciones. La primera obliga a advertir —de ello se encarga U. Volli (1978: 123-149)— sobre el carácter metafórico de la noción de mundo posible y respecto de su radical ambigüedad e imprecisión conceptual, además de sus orígenes filosófico-leibnizianos. El concepto es recuperado posteriormente en el marco de la lógica modal vinculado a la discusión en torno a la noción de necesidad: Frege, Russell, Lewis, Tarski, Kripke, Hintikka, Carnap, Quine, etc. En este ámbito, mundo posible es una denominación que se aplica a “cualquier cosa que no es actual pero existe” (Plantinga 1974: 136) y se opone, consiguientemente, a mundo actual. Volli concluye que el único contexto en que el uso de este concepto es realmente adecuado es el lógico-modal; en los demás se presta a confusión y resulta incuestionablemente vacío (incluso en el de la literatura). Hay, con todo, dos rasgos por los que la noción de mundo posible resulta inaceptable para dar cuenta de la naturaleza de los mundos de ficción; es algo de lo que advierte R. Howell (1979: 129-178) desde una perspectiva antimenongiana y antiparsoniana: los objetos ficcionales (no metafísicos) no preexisten al momento de la creación literaria y, además,

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admiten contradicciones en su seno. En este punto es pleno el acuerdo de Howell con los teóricos de la literatura; así, tanto Dolezel (1997: 77 ss.) como Pavel (1995: 60-67), Eco (1992: 222-227) o T. A. van Dijk (19741975: 273-294), reconocen la utilidad de la categoría, pero no su trasvase sin más al ámbito de los estudios literarios. Para Eco (1992: 227), el recurso a este concepto reporta evidentes ventajas: La noción de mundo posible es útil para una teoría de la narratividad porque ayuda a decidir en qué sentido un personaje narrativo no puede comunicar con sus contrafiguras del mundo actual... La narrativa sugiere que quizá nuestra visión del mundo actual es tan imperfecta como la de los personajes narrativos. He aquí por qué los personajes narrativos de éxito se convierten en ejemplos supremos de la ‘real’ condición humana.

Pavel (1995: 60-67) se hace eco, por su parte, de las reservas de Howell respecto de una incorporación directa del concepto de mundo posible al ámbito de la ficción y, más específicamente, de su afirmación sobre los peligros que encierra la consideración de que los mundos representados por la ficción preexisten al momento de la creación —por tanto, el escritor se limitaría a descubrirlos y a describirlos— y del rechazo de los lógicos a aceptar asertos contradictorios. Su conclusión es clara: La semántica modal kripkeana ofrece lo que podría llamarse un modelo distante para la teoría de la ficción: en lugar de una semántica rigurosamente unificada, la ficción necesita una tipología de mundos que represente la variedad del ejercicio de la ficción. Y si por una parte los mundos posibles técnicamente impecables están definidos demasiado estrechamente para proporcionar un modelo a la teoría de la ficción, por otra parte, la noción de mundo como metáfora ontológica para la ficción resulta demasiado atractiva para prescindir de ella. Debería hacerse un intento por relajar y calificar esta noción crucial (67).

Finalmente, Dolezel (1997: 78) considera que la noción de mundo posible puede muy bien fundamentar, complementada con una teoría del texto, una semántica de la ficción (que, efectivamente, desarrolla, como luego se verá). Como es lógico, la discusión en torno a la conveniencia o no de la apropiación de la categoría de mundo posible ha de detenerse forzosamente en las opiniones de los lógicos en torno a la naturaleza y condiciones de existencia de los objetos y personajes que pueblan tales mundos.

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Se ha aludido ya a la postura radical de Russell, el cual les niega cualquier tipo de consistencia ontológica por el simple hecho de que la ficción se ocupa de entes cuya existencia resulta empíricamente indemostrable. Frente a él, tanto A. Meinong como T. Parsons son partidarios de flexibilizar las posturas sobre los mundos ficcionales y de atribuir a los entes que los pueblan un tipo de existencia y actualidad, aunque meramente circunscrita a esos mundos: En la concepción de Parsons, los objetos de ficción poseen todas las propiedades nucleares que les atribuimos ingenuamente, pero gozan de estas propiedades solo en la novela o el texto al que pertenecen, y su cualidad de miembro de un texto viene a ser una propiedad extranuclear. En lugar de rehusar a las criaturas de la ficción el privilegio ontológico de ser un objeto, esta teoría les otorga un estatuto doble: las propiedades nucleares describen las propiedades de ficción, en tanto que las propiedades no nucleares los mantienen fuera del mundo real, que queda a salvo. Nuclearmente el señor Pickwick es un inglés, un solterón, un observador de la condición humana, y extranuclearmente es un personaje de la novela de Dickens (Pavel 1995: 42).

No solo eso; con mucha frecuencia personajes tomados del mundo real y personajes imaginarios conviven en el marco de un mundo ficcional, dando lugar a la aparición en el texto a lo que John Woods denomina ‘frases mezcladas’ y B. Harshaw, ‘enunciados de doble dirección’. La distinción establecida por Parsons entre ‘objetos nativos’ —fruto de la imaginación del autor—, ‘objetos inmigrantes’ —provienen del exterior: mundo real (río Jarama) o de otros textos (Larsen, el personaje de Onetti, Ulises, etc.)— y ‘objetos sustitutos’ —aluden en el texto a entes con correlato en el mundo real, aunque su descripción no coincida exactamente— permite explicar de forma adecuada la procedencia de los entes presentes en un universo ficcional y su mayor o menor proximidad o relación con el mundo fáctico. La distinción meinongiana entre ser y existente (o entre existencia y actualidad) ayuda notablemente —cuando se complemente con la tipología de Parsons en torno a los entes de ficción y sus propiedades— a comprender la realidad de la ficción y el trato que como lectores tenemos con ella. Sin embargo, el optimismo de Pavel (1995: 41-45) no es compartido por todos, especialmente, por aquellos representantes de la lógica modal no integrados en la línea Meinong-Parsons. Así, Howell (1979) se opone a una aproximación ontológica al problema de la ficción literaria en la línea apuntada por los autores mencionados porque induce a pensar que los entes ficcionales preexisten al momento de la creación. Ch. Critenden (1982: 331-344)

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se muestra partidario, a su vez, de un enfoque lógico (en términos lógicos no existen diferencias entre realidad y ficción) y señala que los seres de ficción son objetos meramente intencionales y carecen, por consiguiente, de un estatuto ontológico. Finalmente, G. Gabriel (1979: 245-255) asume la defensa del enfoque semántico frente al ontológico, mientras H.-N. Castañeda (1979: 31-62) opta por una solución alternativa. Según él, ficción y realidad forman incuestionablemente parte de lo que cabe denominar experiencia global humana y, aunque pueden mezclarse, remiten a dominios radicalmente diversos desde una perspectiva ontológica; en su interior se encuentra el mundo actual, los múltiples ‘mundos a medias’ de la ficción, los numerosos fragmentos de los mundos de la alucinación y otros mundos marginales. Es el respectivo contexto cultural el que condiciona el carácter ficcional o real de no pocos objetos y personajes como Santa Klaus o el Diablo; los seres ficcionales constituyen un subdominio, según el autor, de los seres pensables, que se definen por las descripciones o propiedades que se les asignan. El operador que funciona en la ficción es algo así como “En tal y tal historia y por este o aquel motivo es el caso de que...” (sería lo que, en términos pragmáticos, se define como fuerza ilocutiva del acto de habla correspondiente a la ficción). En cuanto a los nombre propios empleados dentro de la ficción, Howell (1979) opina —frente a Kripke, que ve en ellos etiquetas o designadores rígidos, Kaplan o Plantinga— que este tipo de nombres sí presentan referencia: la correspondiente a aquellos individuos que, en el marco de los mundos de ficción, son portadores de ese nombre. Pavel (1995: 5152), que parece decantarse por la propuesta de Kripke, concluye: El ejemplo de Ugolo es un intento de mostrar que los personajes de ficción pueden ser llamados e individuados independientemente de cualquier tipo de descripción. La manera como funciona el nombre Ugolo no deja de parecerse al de cualquier designador rígido, aunque resulta del todo cierto que no hay medio alguno de especificar de manera única a su portador en el mundo real. En consecuencia, los nombres de ficción no se usan como abreviaturas de conjuntos o amasijos de descripciones definidas. La actividad de los escritores, los críticos o de la gente común que habla de personajes y objetos de ficción sugiere más bien que en la ficción los nombres funcionan como nombres propios comunes y corrientes, es decir, como designadores rígidos de objetos individuados, independientes de las propiedades del objeto. En lo que respecta a los aspectos estructurales, no se percibe ninguna diferencia entre los nombres propios de ficción y los no ficcionales.

Pavel termina recalcando que solo desde una consideración global y más comprehensiva —como es la que aporta la noción de mundo posi-

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ble— pueden recibir una solución realmente adecuada los fenómenos examinados. Como se ha visto, las propuestas sobre la ficción formuladas desde el ámbito filosófico pueden agruparse en torno a tres grandes criterios: ontológico —que se interroga sobre la naturaleza de los mundos posibles ficcionales y los entes que los pueblan—, lógico —atento a la aplicación a dichos mundos de criterios como los de verdad o falsedad, esto es, a la coherencia interna que debe presidir su funcionamiento, lo que no impide admitir la existencia de contradicciones en su seno— y semántico. Para este resulta crucial la configuración interna de tales mundos con vistas a establecer una tipología lo más comprehensiva posible, que permita poner de manifiesto, en primer lugar, la variedad de realizaciones de lo ficcional como un paso previo al desciframiento de lo que implica la noción de ficción. Los teóricos de la literatura interesados en estas cuestiones optan por un enfoque integrador de los tres criterios fundamentales, pero poniendo el acento en la importancia del semántico a la hora de dar cuenta de la naturaleza de los mundos posibles. Según Dolezel (1997: 78): El modelo de los mundos posibles ofrece un nuevo fundamento para la semántica ficcional, al proporcionar una interpretación del concepto de mundo ficcional. Hay que recalcar, sin embargo, que una teoría englobadora de las ficciones literarias no surge de una apropiación mecánica del sistema conceptual de la semántica de los mundos posibles. Los mundos ficcionales de la literatura tienen un carácter específico por estar incorporados en textos literarios y por funcionar como artefactos culturales. Una teoría englobadora de las ficciones literarias surge de la fusión de la semántica de los mundos posibles con la teoría del texto. Quiero preparar el terreno para tal fusión tomando la semántica de los mundos posibles como fundamento teórico de la semántica de la ficcionalidad y como trasfondo teórico sobre el cual las propiedades específicas de las ficciones literarias pueden ser comprendidas.

Con todo, un paso previo a tal operación es la justificación de una semántica nítidamente diferenciada en cuanto a sus fundamentos de la que sirve de base a la poética mimética. Para lograr ese objetivo resulta muy útil la noción leibniziana de mundo posible —y, más específicamente, su afirmación de que el mundo real está rodeado de infinitos mundos posibles— aunque se discute la jerarquía que media entre el llamado mundo real y el resto. En otros términos: frente al predominio y privilegio ontológico de un ‘modelo de mundo único’ más consistente —denominado convencionalmente mundo real— Dolezel (1999: 29 ss.) postula un ‘mode-

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lo de múltiples mundos’. De acuerdo con este hipótesis, los innumerables mundos (el de los sueños, temores, deseos, hipótesis científicas, literarios, etc.) mantienen entre sí y con el mundo base una relación de independencia, de modo que ninguno de ellos es más importante o más denso en términos ontológicos. Este supuesto permite romper los seculares lazos entre los mundos ficcionales y el mundo real: la ficción no depende constitutivamente de la realidad y, por consiguiente, no hay razones para asignarle como tarea la representación de lo real. De ahí que los mundos ficcionales sean autónomos y la semántica (y poética) que los sostiene pueda calificarse de antimimética o no mimética. Como señala Eco (1992: 225), “... un texto narrativo tiene una ontología que hay que respetar”, ya que algunos de estos mundos resultan inconcebibles para la mente humana porque conculcan normas lógicas fundamentales y, de ahí, la poca ayuda que el lector —incluso el mejor dispuesto a colaborar— puede recibir de un modelo que adopta como criterio básico el mayor o menor grado de ajuste con el mundo llamado real. El modelo de los mundos posibles resulta, según Dolezel (1997), de gran utilidad para fundamentar adecuadamente una semántica ficcional, porque permite derivar supuestos y rasgos de aplicación inmediata a los mundos ficcionales de la literatura. En lo que sigue adoptaré como marco la propuesta del autor checo y, cuando sea necesario por su coincidencia o aportaciones, haré mención a las de los demás autores. El primer supuesto (1997: 79-91) alude a los mundos ficticios como ‘conjuntos de estados de cosas posibles’; es un aserto perfectamente fundamentable en la famosa definición de Plantinga (1974: 44) de mundo posible como ‘algo que no es actual pero existe’. De esta manera los mundos posibles pueden verse como una realidad existente, aunque no actualizada en el mundo real. De ser así, es fácilmente derivable y comprensible la existencia de particulares ficcionales: el que nadie pueda encontrarse por la calle con don Quijote, Fausto o el coronel Aureliano Buendía no implica que no existan, sino que su existencia ha de incluirse entre la de los seres cuya presencia es posible constatar únicamente en el ámbito de lo posible no actualizado (en este caso en los mundos posibles ficcionales de Don Quijote, Fausto o Cien años de soledad; ahí su existencia es plena y pueden describirse sus propiedades). La aparente dificultad que supone la existencia en el mundo real de correlatos de personajes, espacios o acontecimientos de los mencionados en los mundos de ficción se solventa fácilmente desde el momento que se acepta que se trata de entes posibles no actualizados; por consiguiente, las

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posibles restricciones que de aquí podrían derivarse desaparecen automáticamente desde el momento en que uno recuerda que este hecho impide la conexión lógica y ontológica entre los seres de los diferentes mundos. Es, además, un supuesto fundamental y una consecuencia del ‘modelo de múltiples mundos’, que Dolezel (1997: 79; 1999: 35-40) formula de la siguiente manera: “...los individuos ficcionales no pueden ser identificados con individuos reales del mismo nombre [...] La existencia de los individuos ficcionales no depende de los prototipos reales”. La identificación entre el Adriano histórico y el protagonista de Memorias de Adriano exigiría una identificación de los respectivos mundos que los acogen (lo que, obviamente, no es posible). Una segunda consecuencia del postulado arriba mencionado se refiere a la equiparación entre todos los entes de ficción en cuanto al nivel de ficcionalidad: tan ficticio es un ser con correspondencia en el mundo real —el general Espartero o la reina Isabel II, pongamos por caso— como cualquier otro de la obra de Valle Inclán, cuya existencia es solo documentable en el mundo de ficción de El ruedo ibérico. Es otra consecuencia de la autonomía de ambos tipos de mundo, que impide la identificación entre lo que es meramente posible y lo real y empíricamente constatable. Conforme a este planteamiento, los entes pertenecientes a cada uno de los tipos de mundos pueden interaccionar entre sí, pero no pueden —como reconoce explícitamente K. Walton (1978: 11-23; 1980: 1-18)— rebasar las fronteras y pasar de un mundo a otro (Dolezel, 1997: 79 ss.; 1999: 35-47). Como veremos, tales barreras son realmente permeables, pero nunca en el sentido físico del término: ningún personaje puede abandonar siquiera momentáneamente su universo de ficción para darse un paseo por la calle principal y tomarse un café en el bar de la esquina. Cabría citar en contra de lo dicho una película de Woody Allen, La rosa púrpura del Cairo, en la que, efectivamente, los personajes de la pantalla saltan al patio de butacas y establecen relaciones con las personas que asisten a la exhibición del filme; estos, no conviene olvidarlo, son también seres de ficción, habitantes del mundo posible de la película. El segundo supuesto alude al número ilimitado de mundos ficcionales y a su heterogeneidad interna. Entre ellos, hay que mencionar desde los que parecen acercarse más al mundo real hasta los más fantásticos, aunque todos ellos comparten, por exigencias de la semántica ficcional, el mismo grado de ficcionalidad. Por lo demás, cada uno de estos mundos se presenta como un conjunto de particulares ficcionales y, contra lo que pensaba

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Leibniz y sostienen los lógicos, admite contradicciones en su interior. Dichos mundos pueden catalogarse de muy diversas maneras, pero las más convencionales son sin duda la de mundos naturales y mundos sobrenaturales; Dolezel añade, a la luz de las obras de Kafka, los mundos híbridos. Pavel (1995: 71 ss.) habla al respecto de ‘estructuras duales’ para aludir tanto a los universos de ficción como a los universos creados por las religiones a partir de la diferenciación entre mundos primarios —ontológicamente más fuertes— y mundos secundarios, esto es, constitutivamente más débiles (en el caso de la religión, sus mundos son muchos más fuertes que los profanos precisamente por su mayor cercanía y por estar habitados por quien es la fuente del ser: la divinidad). Concluye el autor (78-79): Debería extenderse este tipo de predicación a las construcciones de ficción; se podría aducir que, en la ficción, ser es solo analógicamente similar a la misma noción en ontologías simples. Pero mientras los mundos sagrados tienen una sobreabundancia de energía, las actividades de ficción representan una forma más débil de estructura dual. La pérdida de energía impide a los juegos de ficción saltar hacia la realidad: la gracia efectiva es reemplazada por la catarsis, la revelación por la interpretación, el éxtasis por lo lúdico. Como juego de mentirijillas, la ficción está regida por reglas y convenciones, en tanto la creencia en los mitos de la comunidad es obligante, el asentimiento ante la ficción es libre y está claramente circunscrita en el tiempo y el espacio.

El mejor ejemplo de estructura dual, con todo, lo suministra la alegoría; su doble plano ontológico y semántico ofrece un campo inmejorable para el análisis de la ficción. Así, en el Quijote cabría distinguir el mundo narrativo básico —la historia de alguien excesivamente aficionado a la lectura de los libros de caballerías— y los mundos a los que le conduce esta afición (de hecho, le lleva a protagonizar una serie de aventuras y a vivir en mundos muy diversos al suyo poblados por entes también muy diferentes entre sí). Así, pues, el universo considerado en su totalidad estaría integrado por el mundo real y los numerosos mundos alternativos, posibles e imposibles (como corresponde a una semántica de base no mimética); cada uno de ellos tiene asignado un dominio, esto es, un conjunto de individuos. El asunto de los niveles o regiones de los mundos ficcionales es algo que ha interesado vivamente, aunque no siempre desde la misma perspectiva, a estudiosos (e incluso a creadores) como Italo Calvino, Vargas Llosa, M.-L. Ryan, T. Albaladejo, N. Wolterstorff, F. Martínez Bonati, Susana Reisz, R. Prada Oropeza, etc. Para Calvino (1995: 339-354), los niveles de

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realidad se correlacionan con la estratificación enunciativa: “(Yo escribo) que (Cide Hamete cuenta) que (don Quijote dijo) en ese momento...”. Sin embargo, para Vargas Llosa (1997: 87-102), lo que define este concepto es la relación entre el plano en que se sitúa el narrador y el plano de lo narrado, distinguiendo entre los niveles de lo real y lo fantástico y, dentro del primero, entre lo real subjetivo y lo real objetivo. Aludiendo al estatuto de los mundos contenidos en las obras de arte, N. Wolterstorff (1980: 126 ss.) afirma que habrían de verse como estados de cosas, los cuales a su vez se dividirían, de acuerdo con su grado de realización/actualización, en posibles e imposibles. S. Reisz de Rivarola (1986: 140-143) señala, después de glosar las diferencias entre los conceptos aristotélicos de poesía e historia en términos de lo que H. Glinz denomina realidad y facticidad, las modalidades de existencia y las modificaciones o combinaciones de que son objeto en el marco de la ficción. Entre las primeras cabe mencionar, como se vio en su momento, las de lo real, fáctico, no-fáctico, posible, posible según lo necesario, posible según lo verosímil, posible según lo relativamente verosímil, imposible o irreal. Las transformaciones a que pueden ser sometidas estas modalidades cabe mencionar las siguientes: paso de lo fáctico a lo posible o imposible y viceversa y de lo posible a lo imposible y su contrario (piénsese en obras como la de Kafka antes citada, el cuento “La noche boca arriba”, de Cortázar, los cuentos de hadas o los milagros atribuidos a los santos). Similar diversidad es la que propugna M.-L. Ryan (1997: 181-205) al tratar de establecer un listado de géneros de acuerdo con la mayor o menor facilidad de acceso a los mundos de ficción que ofrecen al lector en virtud del número de elementos compartidos con el mundo real. Dejando de lado los textos de índole práctica —como los históricos, biográficos o periodísticos— los ficcionales se distribuyen a lo largo de una escala que incluye los mundos siguientes: ficción de lo real (T. Capote: A sangre fría), ficción histórica y realista (novela histórica), fabulación histórica (con modificaciones del contexto histórico), ficción realista en tierra de nadie (sin localización geográfica precisa), relatos de anticipación, ciencia ficción, cuentos de hadas, leyenda fantástica, realismo fantástico (La metamorfosis, de Kafka, realismo mágico, lo real maravilloso), poemas sin sentido, poesía fónica (jitanjáforas). Como se ve, se trata de mundos mutuamente contagiados, mundos híbridos, en una palabra. A la diversidad constitutiva de los mundos ficcionales alude también Martínez Bonati en varios lugares de su obra. Lo aborda, primero, desde la perspectiva de la estratificación ontológica de la estructura narrativa y establece una clara distinción entre real/ficticio, realista/fantástico y posible/

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imposible (1992: 51-68). El asunto aparece nuevamente (113-127) a la hora de señalar la vinculación entre los variados sistemas de realidad (conjuntos de leyes de posibilidad, probabilidad y necesidad) y los estilos imaginarios, los cuales se resuelven, en última instancia, en dos de los criterios diferenciadores de los géneros, según Aristóteles: el objeto y el medio, esto es, el tipo de mundo desplegado por la obra (la parte de ese mundo que se presenta explícitamente) y la manera en que se presenta esta parte. La tipología queda así: 1) mundos ficticios unirregionales (homogéneos) y plurirregionales (heterogéneos), estables (definitivos) o inestables (revocables) y 2) regiones o sistemas de realidad puras o contaminadas y, tanto unas como otras, realistas o fantásticas. Un buen ejemplo de mundo unirregional, región pura realista y estable, lo ofrece Madame Bovary, mientras que El coloquio de los perros se presenta como un mundo unirregional, contaminado, de base no realista e inestable. En El Quijote y la poética de la novela (41-79 y 175-179) Martínez Bonati retoma esta cuestión en relación con el famoso texto de Cervantes, poniendo de relieve el tratamiento que hace el autor de las regiones tradicionales de la imaginación, entendidas ahora como patrones antropológicos con importantes implicaciones éticas, gnoseológicas, axiológicas y, en definitiva, de visión del mundo. Entre estas regiones imaginarias —cuya organización tiende a una distribución en oposiciones binarias— se encuentran la pastoril, caballeril, cortesana, bizantina y picaresca, al lado de las propias de la epopeya, tragedia y comedia clásicas: La heroicidad bélica, la lealtad al señor y otros valores nobiliarios, se transforman, pero persisten, al pasarse de la epopeya clásica (afín a la tragedia) a la épica medieval y, luego, al romance caballeril, que ya poco tiene de la severidad trágica, y en el cual, el erotismo idealizado es valor tan alto, o más, que el bélico. Antimundos de estos heroicos, son tanto el picaresco (de existencias innobles, moral corrupta, sexualidad sórdida y pesimismo) como el pastoril (optimista con respecto a la naturaleza humana, ajeno a valores bélicos, idealizadamente erótico y de sensibilidad pía). Opuesto a ambos grupos está el mundo bizantino, en que lo heroico es solo marginal, y el ideal erótico está poseído y transubstanciado por la pasión religiosa. También el mundo cortesano ofrece diferentes ejemplos de vida: el valor supremo es eróticosocial, la moralidad no es totalmente corrupta, pero es inestable, incierta, lo que se concilia aquí con agentes de extremada belleza (y de posición social tanto como de básica disposición ética elevadas). Finalmente, la comedia admite la mezcla de lo noble y lo innoble, tematiza las debilidades humanas, socializa lo erótico en matrimonios, redime la bajeza en desenlaces de universal conciliación; finge admitir la realidad de la vida, pero la torna indolora;

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muestra nuestra inferioridad ante el ideal, y nos conforta con la sabiduría del orden social. He aquí, pues, insinuado en solo algunos de sus rasgos, un rico sistema de alternativas antropológicas (178).

El tercer supuesto alude al hecho de que, no obstante la proclamada autonomía de los mundos ficcionales frente al mundo real, no solo mantienen relaciones entre sí, sino que los primeros son accesibles desde el segundo. Obviamente, no en el sentido físico del término sino a través de canales semióticos. Cabe destacar que el mundo real aporta materiales para la construcción de los mundos de ficción en forma de experiencias, ideas, etc., del autor pero, sobre todo, que el mundo real contribuye facilitando modelos para la configuración de estos mundos —Ricoeur insiste, como se vio en su momento, en el papel modelizante de la acción humana respecto de las historias narradas en los textos— lo que lleva inevitablemente a pensar en el modelo humano como paradigma de la ficción (Aristóteles). Pero el puente que franquea el paso a los universos ficcionales está constituido, además, por el código lingüístico, la ideología, referencias geográficas o históricas y todos aquellos elementos que forman parte de la competencia de un lector mínimamente cualificado: conocimientos sobre la realidad mundana y sobre las convenciones específicamente literarias, etc. Ahora bien, todos esos materiales deben ser sometidos a una serie de transformaciones para adaptarse a las condiciones exigidas por el estatuto de la ficción; específicamente, su conversión en posibles no reales. Dicho en otros términos: el procedimiento habitual para acceder a los mundos de ficción pasa por la lectura e interpretación de los textos literarios, esto es, la realidad verbal que contiene y permite construir tales mundos, facilitando asimismo su asimilación por el lector. Los lectores —afirma Dolezel (1999: 44)— acceden a los mundos ficcionales durante la recepción, al leer y procesar los textos literarios. Las actividades del procesamiento de textos suponen muchas destrezas diferentes y dependen de muchas variables tales como el tipo de lector, el estilo y el propósito de su lectura, etc. Pero la semántica de los mundos posibles insiste en que es el autor quien construye el mundo y en que el papel del lector es reconstruirlo. El texto que los esfuerzos del escritor compusieron es un conjunto de instrucciones para el lector de acuerdo con las cuales tiene lugar la reconstrucción del mundo (Iser 1978,65). El lector, tras haber reconstruido el mundo ficcional como una imagen mental, puede reflexionar sobre él y convertirlo en parte de su experiencia, del mismo modo que se apropia del mundo real a través la experiencia. La apropiación, que va del placer a la adquisición de conocimiento,

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pasando por seguirlo como si fuese un guión, integra los mundos ficcionales en la realidad del lector (Novitz 1987: 117-42).

Es interesante constatar cómo la propuesta de Dolezel, que proclama abiertamente el carácter central del texto en todo el proceso de producción y recepción de los mismos, se abre a una consideración pragmática del fenómeno de la ficción echando mano de un concepto de raigambre hermenéutica como es el de aplicación. La cuestión de la accesibilidad a los mundos de ficción implica la de las fronteras entre estos mundos y el mundo real. Para Pavel (1995: 93 ss., 199), los límites entre los respectivos dominios de la realidad y de la ficción son muy inestables e históricamente variables y remiten, en última instancia, a una consideración pragmática de la misma. El autor insiste en que los dominios de la ficción están delimitados por los de lo sagrado (el mito) y de la historia real —además de los que separan a la propia ficción de sus receptores— y en cómo este, a pesar de su relativo aislamiento, influye muy intensamente en los destinatarios a través, especialmente, de los géneros didácticos —como la parábola, la máxima, la fábula, la profecía— o muy ideologizados como la novela de tesis. En estos casos la ficción rebasa sus propios límites tratando de alcanzar e influir sobre el mundo real. El fenómeno del mito ilustra muy bien lo vaporoso de las fronteras que separan la realidad de la ficción y de cómo el mismo texto pasa muy fácilmente de un ámbito a otro. Dice el autor (1997: 174-175) al respecto: En efecto, a los ojos de sus usuarios, un mito es el paradigma mismo de la verdad. Zeus, Hércules, Palas Atenea, Afrodita, Agamenón, Paris, Elena, Ifigenia, Edipo no eran ficticios en ningún sentido del término... Para describir la ontología de las sociedades que utilizan los mitos, se necesitan al menos dos niveles ontológicos: la realidad profana, caracterizada por la pobreza y precariedad ontológicas, y un nivel mítico, ontológicamente autosuficiente, que se desarrolla en un espacio privilegiado y en un tiempo cíclico. Dioses y héroes habitaban en el espacio sagrado, pero ese espacio no se miraba como ficticio. Si acaso, era ontológicamente superior, dotado de más verdad...Sin menoscabo de las cuestiones referentes a la verdad, quiero proponer que la estructura ontológica en dos niveles es un rasgo esencial de la cultura humana, que nos da las claves tanto de los mitos como de las ficciones, y ese tránsito entre los dos niveles ha sido y sigue siendo la regla que rige las relaciones entre ellos.

Mitificación y ficcionalización son los nombres que recibe el tránsito de lo ficcional a la creencia real o viceversa. V. Propp (1928) ha señalado muy certeramente cómo los cuentos que integran su famoso corpus de re-

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latos maravillosos rusos proceden de mitos que han perdido su valor originario. La literatura sapiencial o marcada de una manera especial por lo ideológico constituye un buen ejemplo del movimiento contrario (además de los fenómenos conocidos como bovarysmo o quijotismo), esto es, de cómo la ficción invade los dominios de la realidad (piénsese en la epidemia de suicidios que se desencadenó a raíz de la publicación del Werther, de Goethe). El asunto de la accesibilidad ha sido también objeto de estudio por parte de M.-L. Ryan y K. Walton. Como se vio anteriormente, Ryan señala (1997: 181-205) que la accesibilidad depende del número de elementos compartidos entre el mundo real y el ficcional: cuanto más elevada sea la cantidad de objetos o realidades que tienen en común más fácil se le hace al receptor la identificación del mundo en cuestión. De más a menos podría establecerse una escala en la que los géneros no literarios como la historia, la biografía y el periodismo en general ocuparían el lugar más alto entre los que el lector identifica más fácilmente y, por consiguiente, más contribuyen a posibilitar su acceso a los mundos de ficción; en el extremo contrario, se encuentra la literatura fantástica y la que contiene elementos sin sentido. A lo dicho en su momento cabe añadir otros aspectos como la coherencia histórica, la credibilidad psicológica o compatibilidad socioeconómica entre ambos mundos; estos factores contribuyen poderosamente a reforzar la compatibilidad entre los dominios examinados y, consiguientemente, a facilitar el acceso de un mundo a otro. De lo expuesto se deduce que el lector recurre a su experiencia y competencia mundanas a la hora de embarcarse en el proceso de lectura de un texto literario y trata sistemáticamente de reducir al mínimo la distancia entre el mundo que habita y los que le propone la ficción. En este sentido, cabe añadir que, según N. Frye (1977: 53-96), entre los criterios de accesibilidad hay que incluir también una consideración sobre el tipo de personaje (superior, igual o inferior a los demás hombres). Pavel (1995: 112116) considera, por su parte, que habría que tomar en cuenta también otros factores como, especialmente, el estilo del escritor correspondiente, porque ayuda al lector a ajustar su perspectiva. Como se vio, K. Walton (1978 y 1980) sostiene, a su vez, que el tránsito de un lado a otro de la frontera que separa la realidad de la ficción es posible, pero solo en el plano psicológico; a pesar de su empatía y de ‘la voluntaria suspensión de la incredulidad’, el receptor tiene siempre clara conciencia de las diferencias y, por ejemplo, no abandona el cine o el estudio donde se encuentra leyendo un libro para denunciar en la comisaría

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más próxima las tropelías que el malo de turno está a punto de cometer. En este sentido, sería mejor hablar de potenciación de la creencia o fe poética que de suspensión de la incredulidad. A pesar de la aceptación del concepto de mundo posible, Dolezel se apresura a señalar las diferencias que, en cuanto su constitución interna, lo separan claramente de la correspondiente noción lógica. La primera se refiere a su incompleción: los mundos ficcionales de la literatura se presentan como entidades lógicamente incompletas. Se trata, en realidad, de un principio básico del quehacer artístico: el arte no representa toda la realidad sino aquellos aspectos de la misma que son relevantes para quien la percibe; de ahí que la obra artística aparezca ante el receptor como una estructura poblada de vacíos informativos que han de ser rellenados. Es un fenómeno al que aluden tanto los representantes de la filosofía analítica —Parsons (1980: 319), Lewis (1978: 42), Howell (1979: 134 ss.), Critenden (1982: 336 ss.), Routley (1979: 8-9), Castañeda (1979: 43)— como teóricos de la literatura: Pavel (1995), Eco (1992), Ronen (1988), M.-L. Ryan (1984), Ingarden, Iser, etc., además del mencionado Dolezel. Con la excepción de Critenden —para quien los mundos de ficción son lógicamente completos, aunque no lo sean desde una perspectiva ontológica— el resto de los autores (a los que cabría añadir el nombre de Meinong) proclama la incompleción como un rasgo característico de la ficción. Así, Pavel señala (1995: 171 ss.) cómo el carácter más o menos completo de un mundo ficcional es un rasgo directamente relacionado con la tendencia de un autor o de una cultura dada a potenciar o reducir la incompleción inherente a dichos mundos: el primer supuesto es propio de épocas marcadas por la transición y el conflicto, mientas que el segundo lo es de aquellos períodos caracterizados por una visión estable del mundo. R. Ronen (1988: 497-514) considera, en cambio, que la incompleción surge únicamente cuando se comparan los mundos ficcionales con el mundo real; serían, pues, lógicamente incompletos, pero no desde un punto de vista semántico, ya que no son directamente medidos por el mundo real. Los mundos ficcionales, continúa, gozan internamente de un ‘principio de suficiencia informativa’, que facilita su asimilación por los receptores sin una especial dificultad. Cabe destacar, en este sentido, la afirmación de M.-L. Ryan respecto de aquellos tipos de mundos ficcionales aparentemente más completos como son los propios de la novela realista: tales mundos presentan, según la autora, una mayor saturación semántica (más información), pero constitutivamente no se diferencian del resto de los mundos.

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Dolezel (1997: 84-86; 1999: 45-47) y Pavel (1995: 128-137) —a cuyo parecer, en general, se suma U. Eco (1992:215-235)— consideran, finalmente, que los criterios que regulan la mayor o menor suficiencia informativa son realmente heterogéneos. Habría que mencionar, fundamentalmente, la corriente o movimiento artístico —así el realismo decimonónico tiende a la saturación, si se compara, por ejemplo, con las vanguardias—, el género —el poema es mucho más parco en la información que suministra al lector que la novela y, dentro de esta, cabría aun el cotejo entre los variados subgéneros narrativos— y el estilo del autor: piénsese en obras como El sonido y la furia y En busca del tiempo perdido. Por lo demás, señala Pavel, el rasgo de la incompleción refleja la indeterminación del mundo; es un punto en el que coinciden también los testimonios de los creadores. Retomando en gran medida la orientación de R. Ronen, Eco añade, por su parte, que la competencia y buena voluntad del lector suplen sobradamente las posibles carencias informativas del texto. En suma, es preciso reconocer que todo mundo ficcional es incompleto porque, entre otras consideraciones, el mundo real no cabe en su interior y, sobre todo, porque la literatura en cuanto institución humana se regula por convenciones (cuyo conocimiento ahorra un esfuerzo muy notable tanto al productor como al receptor de tales mundos). La segunda característica general alude a la heterogeneidad constitutiva de los mundos ficcionales, en cuyo interior conviven mundos y submundos de muy diversa índole (aunque ontológicamente igualados por su condición ficcional). Piénsese en los submundos que aparecen en el Quijote y se corresponden con las diversas aventuras protagonizadas por el personaje central —la de los molinos, la cueva de Montesinos, los yangüeses, los batanes, etc.—, los mundos híbridos de Kafka, la densa interpenetración entre realidad y fantasía en relatos de Cortázar como “La noche boca arriba” o El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, el encuentro entre lo natural y lo sobrenatural en los mitos, etc. Es algo en lo que insiste Martínez Bonati (1992: 113-127) al afirmar que en el interior de las obras de ficción conviven y llegan a mezclarse muy frecuentemente diversos sistemas de realidad o regiones imaginarias (mundos fantásticos, mundos real-verosímiles, etc.), dando lugar a la tipología antes mencionada. Según Pavel (1980: 105-114), la relación entre los diferentes dominios o submundos no es, a pesar del contacto que pueden establecer a través de sus límites, de igualdad sino de jerarquía, hecho que repercute no solo en su configuración interna sino, sobre todo, en el sentido de dichos mundos. La diversidad y heterogeneidad constitutivas de los mundos ficcionales tiene como uno de sus objetivos básicos —según Dolezel (1999: 47)— el

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poder acoger en su interior también una gran variedad de historias, actantes y acontecimientos. La variedad incluye tanto mundos aléticamente homogéneos —como los de la ficción realista—, mundos sobrenaturales también aléticamente homogéneos —imposibles desde un punto de vista físico— y mundos no homogéneos —como los mitológicos— en cuyo interior conviven dominios naturales y sobrenaturales (1997: 86-87). El criterio de los dominios da lugar a otra tipología apoyada fundamentalmente en los entes de ficción que los pueblan: mundos unipersonales (Robinson Crusoe, Big Two-Hearted River, A contrapelo, entre otros) y mundos multipersonales; estos últimos son los más abundantes y los que ofrecen un interés mayor a una teoría de la ficción semánticamente fundada (1999: 65-88, 118-146). Este enfoque obliga, según el autor (1999: 57), a admitir algunos supuestos: La semántica de la ficción no niega que la historia sea el elemento determinante de la narrativa pero pone en un primer plano las condiciones macroestructurales de la generación de historias: las historias tienen lugar, se representan en ciertos tipos de mundos posibles. El concepto básico de la narratología no es la ‘historia’, sino el ‘mundo narrativo’ definido dentro de una tipología de mundos posibles.

La última de las características hace referencia a la construcción de mundos como resultado de la actividad textual (supuesta su previa configuración imaginaria). Es este un punto donde la propuesta de los teóricos de la ficción coincide plenamente con la de ilustres representantes de la hermenéutica filosófica como H. G. Gadamer y Paul Ricoeur (fundamentalmente). Este supuesto de Dolezel entronca perfectamente con su defensa de un modelo de literatura no mimético; de acuerdo con S. Kripke (1972: 267), el autor defiende que los mundos ficcionales “no se descubren con potentes telescopios” sino que son “construidos gracias a una intensa actividad textual”. Dice Dolezel al respecto (1997: 88-89): Las ficciones literarias se construyen en el acto creativo de la imaginación poética, la actividad de la poiesis. El texto literario es el mediador en esa actividad. Con los potenciales semióticos del texto literario, el poeta lleva a la existencia ficcional un mundo posible que no existía antes de su acto poético Con esta explicación de los orígenes de los mundos ficcionales, los textos constructivistas se diferencian netamente de los textos descriptivos. Los textos descriptivos son representaciones del mundo real, de un mundo preexistente a cualquier actividad textual. Por el contrario, los textos constructivistas preexisten a sus mundos; los mundos ficcionales dependen de y son determinados por los textos constructivistas.

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Imaginación y texto son, pues, las claves generadoras de dichos mundos, aunque su papel —especialmente, en lo que concierne a los textos— no se detiene en este punto: su carácter semiótico los faculta además para el almacenamiento y transmisión de dichos mundos. Se trata de cometidos textuales nada secundarios —sobre todo, desde una perspectiva pragmática— ya que facilitan la disponibilidad y recepción en todo tiempo y lugar de los mundos respectivos. Desde esta consideración resulta fundamental el papel mediador del texto que, según el autor, puede definirse como un conjunto de instrucciones a cuya luz ha de llevarse a cabo la recuperación y reconstrucción de los mundos ficcionales. Su intervención tanto en la producción como en la recepción de los mundos de ficción aclara suficientemente la importancia que el texto reviste para una semántica ficcional y facilita su identificación (también en términos pragmáticos) con lo que Austin denomina actos de habla performativos: aquellos que presuponen su propio efecto perlocutivo a partir de la fuerza ilocutiva característica. Esta fuerza, también conocida como ‘fuerza autenficadora o legitimadora’, opera un cambio en el mundo consistente en que “...un estado de cosas posible y no realizado se convierte en un existente ficcional al ser autentificado por un acto de habla literario oportunamente emitido. Existir en la ficción significa existir como posible textualmente autentificado” (ibid., 90). La intensidad de la fuerza autentificadora varía según los géneros; por ceñirnos a los estrictamente narrativos, es preciso señalar que dicha capacidad va desde el grado máximo en los relatos con un narrador omnisciente hasta el mínimo del narrador en primera persona, pasando por el narrador testigo, etc. Así, pues, la capacidad autentificadora depende fundamentalmente de la autoridad convencionalmente atribuida a cada uno de los tipos de narrador. Como se apuntó al hablar del paradigma pragmático, los actos de habla del narrador gozan de un privilegio óntico y epistemológico respecto de los de los personajes: de los primeros no cabe dudar (so pena de socavar la autoridad congénita del narrador), mientras que de los segundos no solo es admisible la duda sino que resulta inevitable cuando lo afirmado por ellos entra en conflicto con los asertos del narrador. Como se vio anteriormente, Martínez Bonati (1960: 69; 1997: 165) hace reposar su presumible autoridad en la ausencia de contradicciones con el discurso del narrador; Dolezel considera, en cambio, que, detrás de las palabras de Martínez Bonati se esconde un tic realista y opta por afirmar que es verdadero lo que se afirma como existente en un mundo ficcional y falso justa-

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mente lo contrario. Dicho en otros términos, la verdad de las afirmaciones del narrador no descansa en su referencia al mundo real sino, fundamentalmente, en que estas ‘construyen’ un mundo y, consiguientemente, el criterio legitimador no lo instaura el acuerdo con las palabras de narrador sino con los hechos consignados en el texto y con el mundo del que forman parte (1997: 107; 1999: cap. VI). Conviene señalar que la función autentificadora del narrador no es homologable en todos los casos sino que discurre a lo largo de una escala; en la parte superior de este se encuentra el narrador en tercera persona —el de mayor capacidad legitimadora— y, descendiendo, el narrador que mezcla su perspectiva y contenidos con los de los personajes (psiconarración y estilo indirecto libre) y, en la parte más baja, el narrador en primera persona. Este apoya su autoridad en el conocimiento privilegiado y omnímodo que tiene respecto de propia vida, aunque este hecho no es garantía suficiente de credibilidad: “Podemos decir, un poco metafóricamente, que el narrador en 1ª persona tiene que ganarse su autoridad autentificadora, mientras que para el narrador anónimo en 3ª persona esta autoridad viene dada por convención” (Dolezel 1997: 112). De ahí la tendencia del primero a justificar permanentemente sus fuentes informativas. Frente a este modo motivado de la primera persona se alza otro cuyo comportamiento es mucho más sutil, que tiende a aprovecharse de la autoridad convencionalmente atribuida al narrador anónimo y a actuar como tal —por ejemplo, en En busca del tiempo perdido—, llegando al límite de la contradicción en Trenes rigurosamente vigilados, de Bohumil Hrabal, donde el narrador asume la narración de su propia muerte (mucho más congruente es el caso del Werther, en el que se procede a la sustitución de la primera persona por la tercera con vistas a justificar la narración del suicidio del narrador-protagonista y las reacciones a que da lugar). En casos como el de la novela de Hrabal, se lleva a cabo el bloqueo y autoanulación de la fuerza autentificadora aunque, es preciso reconocerlo, ofrece un camino inmejorable para la renovación de los modos de contar una historia. Narradores que siembran sistemáticamente dudas sobre la verdadera realidad de los hechos o que ironizan sobre su propia capacidad autentificadora destruyen toda la credibilidad que pudieran tener ante los ojos del lector (es un fenómeno muy frecuente en el Skaz y en la narrativa de Beckett o Kafka). Mención aparte merece, entre otros, el relato de O. Henry Los caminos del destino, en el que el protagonista se encuentra hasta tres veces en la misma encrucijada y, elija el camino que elija, el final es siempre el mismo: la muerte. Con todo, lo más llamativo es que el mismo protago-

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nista muere tres veces seguidas sin que se invoque ninguna norma especial que posibilite esto más que la voluntad presuntamente autentificadora del narrador. Ante estos hechos, el autor (ibid., 1997: 118-120; 1999: 218240) considera necesario establecer una clasificación que distinga entre tres tipos de relatos: auténticos, no auténticos y sin autentificar. En suma, para Dolezel tanto la existencia ficcional como la verdad literario-narrativa tienen su fundamento en la fuerza autentificadora del narrador: ...he llegado a la conclusión de que en semántica narrativa el concepto de verdad debe basarse en el de autentificación, un concepto que explique la existencia ficcional. Mi tesis básica es que los mundos narrativos en tanto que sistemas de hechos ficcionales son construidos por los actos de habla de la fuente autorizada: el narrador en el sentido más amplio. La capacidad del narrador para llevar a los individuos, objetos, eventos, etc. a la existencia ficcional viene dada por esta autoridad autentificadora. La autoridad autentificadora del narrador es la norma básica del género narrativo, determinado por las convenciones artísticas y/o por las reglas de los modos narrativos. Los procedimientos de autentificación son un componente fundamental de la estructura narrativa (1997: 121).

Analizados los principios que regulan la construcción de los mundos ficcionales y sus rasgos caracterizadores, es el momento de abordar el análisis de dichos mundos desde la perspectiva de la semántica narrativa entendida como “el estudio de las estructuras narrativas que subyacen a las historias que manifiestan los textos narrativos (también en otros medios sígnicos como el cine, la televisión, el cómic, etc.)” (Dolezel 1999a: 149). El autor sugiere (1999b: 170-194; 1999a: 149-158) que las secuencias de acontecimientos que integran la trama de un relato se rigen por reglas semánticas globales, las cuales deberían originarse a partir de un modelo homogéneo en términos lógicos y dar cuenta de las estructuras coherentes de las historias. Este es precisamente el papel de las ‘modalidades narrativas’: imponer restricciones a las secuencias posibles de acontecimientos narrados, ya que no todos son posibles. Surge así el concepto de ‘sistema modal’ como garantía de que, en el marco de la narración, solo se admiten determinadas combinaciones de acciones. Son cuatro los sistemas modales: ‘alético’ —los acontecimientos narrados se someten a las modalidades de posibilidad, imposibilidad y necesidad—, ‘deóntico’ —modalidades del permiso, prohibición y obligación—, ‘axiológico’ —modalidades de la bondad, maldad, indiferencia— y ‘epistémica’: modalidades del conocimiento, ignorancia y creencia.

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Una vez expuestas las condiciones reguladoras y los rasgos caracterizadores de los mundos posibles de la ficción, queda por señalar que las historias que son objeto de la narración tienen lugar en el marco de un mundo narrativo, modalidad de mundo posible y verdadero concepto central de la narratología (57-59). Dichos mundos contendrían como elementos básicos, siguiendo un orden lógico, primero, el ‘mundo de los estados’ (ME), que es un mundo “constituido por objetos estáticos con relaciones físicas estacionarias y relaciones fijas... mundo de las ideas eternas y el universo de discurso de la lógica clásica”; segundo, aparece una ‘Fuerza natural inanimada’ (FN), que es la forma que adoptan las leyes naturales responsables de los cambios en los estados del mundo, los cuales reciben el nombre de sucesos. Por último hace acto de presencia la categoría de persona (P), dotada de cualidades físicas y actividad mental, cuyas acciones son producto de procesos mentales; la actuación personal implica todo tipo de actos —en especial, actos de habla— a través de los cuales la persona transmite información. Quedaría por añadir que dichos mundos admiten una doble modalidad: unipersonal —se requiere, al menos, una persona para la constitución de una historia— y multipersonal: en este se lleva a cabo la interacción entre individuos o grupos. Se trata, en suma, del “espacio de la existencia humana o humanizada, universo de discurso de las ciencias sociales y humanas y, lo que es más importante, el mundo de la narrativa” (ibid. 58). Desde una perspectiva semiótico-pragmática, U. Eco (1981: 183 ss.; 1992: 218-219 y 228 ss.) defiende también el carácter constructivista de los mundos de ficción. Se trata, según el autor, de ‘artificios culturales’, esto es, un conjunto de estrategias destinadas a ejercer un influjo sobre el receptor y, más específicamente, a estimular una interpretación que permita configurar el mundo posible surgido de la interacción entre el texto y el Lector Modelo. Eco insiste, pues, en el papel constructivista del texto, pero no aisladamente, sino en estrecha colaboración con el receptor; el texto en sí mismo es manifiestamente incompleto sin la presencia y cooperación de aquél. Otros autores —como García Berrio (1989: 330), P. Ricoeur (1987: 134-143) o S. J. Schmidt (1978: 147-167)— destacan, por su parte, el papel del texto en cuanto soporte de estructuras imaginario-sentimentales y, en especial, del mundo configurado gracias a él. Aunque desde supuestos muy diversos, tanto Ricoeur como Schmidt ponen el acento en que los mundos ficcionales son resultado de un laborioso proceso constructivo. En efecto, para Ricoeur —cuya propuesta será objeto de exposición y análisis cuando se trate del paradigma hermenéutico— la reflexión en

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torno al texto se enmarca en el ámbito más general de la teoría de las tres mímesis y, más específicamente, en el de mímesis II o de la configuración textual. El texto proyecta un mundo ficcional gracias al concurso de las convenciones y procedimientos técnicos de la literatura; a través de ese proceso configurador se pone en pie no solo un mundo ficcional sino, sobre todo, un sentido en espera de ser aprehendido por el lector. El mundo en cuanto tal es una realidad construida a través del poder demiúrgico de la imaginación y producto, por tanto, de la invención; ahora bien, dicho mundo remite inevitablemente a la realidad convencional en el sentido de que todo texto narrativo implica la representación de una acción cuyas bases de inteligibilidad se encuentran en el mundo real (nuestra competencia para comprender historias plasmadas en textos literarios se apoya incuestionablemente en nuestro conocimiento de lo que es e implica una acción en el ámbito de la vida práctica). En suma, para Ricoeur el texto desempeña fundamentalmente una función de mediación en sentidos muy diversos: comunicativo —entre un emisor y un receptor—, entre el antes y el después —la realidad convencional y el receptor—, entre los materiales constitutivos de la trama narrativa (agentes, circunstancias, objetivos, ideas, etc.) y su configuración textual final. En un sentido similar se expresan Gadamer (2002: 333-337), E. D. Hirsch Jr. (1997: 139, 148) e incluso E. Lledó (1998: 154,158): para el primero, el texto es básicamente un mediador en los procesos de comprensión de los textos, mientras que para el autor americano la mediación ha de interpretarse como una ‘oportunidad para el sentido’ (e ideas muy similares pueden encontrarse en Lledó). Aunque sus trabajos parecen apoyarse en última instancia en una ontología realista, B. Harshaw (1997: 123-157) defiende también que los mundos ficcionales —para los que él prefiere, como se ha visto, la denominación campo de referencia por considerarlo un término de mayor valor explicativo que el de mundo posible— son construidos gracias a las virtualidades del texto. En principio, se afirma la existencia de dos grandes campos de referencia —campo de referencia interno (CRI) y campo de referencia externo (CRE)— que aluden, respectivamente, a los universos literarios y a lo que convencionalmente se considera mundo real. Los dos tipo de campo —o lo que sería mejor denominar ficción y realidad— discurren habitualmente de forma paralela, aunque en determinados casos se producen interferencias: es lo que ocurre, por ejemplo, cuando desde la ficción se alude a un elemento del mundo real como un personaje histórico, una referencia geográfica (el río Támesis, el general Bolívar, etc.), los saberes en torno al hombre o el mundo, la religión, la psicología o so-

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ciología, la tecnología, etc. Estas realidades de procedencia externa tienen que acomodarse a las exigencias del campo de referencia interno para poder formar parte de él, ya que tanto su funcionamiento en el marco de la nueva estructura como su sentido dependen ahora de los que le imponga el mundo convocante. Con todo, la relación con el llamado mundo real queda garantizada por dos operaciones a las que ya se ha hecho referencia: configuración y representación. Lo importante es que, como acaba de verse, por diferentes vías se insiste en el fuerte enraizamiento de la literatura en el mundo real —sin que este hecho constituya un atentado contra la autonomía de la ficción— y en la naturaleza híbrida de este: una parte de sus componentes son fruto de invención, mientras que otros proceden del mundo real. ¿Qué ventajas presenta esta propuesta respecto de la basada en la noción de mundo posible? Responde el autor: La ventaja de acogernos a la teoría del CR Interno en lugar de emplear términos tales como “Mundo” (“mundo fictivo” o “mundo posible”), con “objetos”, “personajes” y “hechos” existentes es doble: a) Se crea un vínculo directo entre el “mundo” proyectado (o “intencional”) y la referencia lingüística, y por consiguiente, entre la ontología de la literatura y el análisis del lenguaje. b) No se da por supuesta la existencia concreta de objetos, personajes, hechos, ideas o actitudes, sino meramente de marcos de referencia de dichas clases, a las cuales el lenguaje del texto se remite o puede remitirse, por parte de diversos hablantes y desde diversos puntos de vista (146).

A la luz de lo dicho y para terminar la exposición del pensamiento de Harshaw, habría que destacar dos afirmaciones importantes: la primera es que ficción y realidad no se oponen, sino que se complementan tanto constitutiva como significativamente y la segunda, que los mundos ficcionales, cuya invención corresponde a las obras literarias, son construidos por los textos; en cambio, los campos de referencia externa se limitan a describir un mundo preexistente. Según Harshaw (130), “...es como si hicieran la barca bajo sus propios pies mientras van remando por el mar... En otras palabras, una obra literaria construye su propia ‘realidad’ al tiempo que la describe simultáneamente”. La conclusión del autor es que su modelo no está hecho ex profeso para justificar la literatura realista; la superposición de los CRIs y los CREs permite precisamente dar cuenta del grado de desvío de una obra respecto del patrón realista y puede aplicarse, además, con provecho a otros géneros, como la lírica, cuya explicación ha estado tradicionalmente asociada a aspectos estrictamente discursivos.

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Inspirada en J. Petöfi (1979: 215-242), otra de las alternativas conceptuales y terminológicas es la de modelo de mundo, propuesta por Tomás Albaladejo en dos trabajos importantes (1986: 58-91 y 1992: 49-70). En realidad, la mencionada noción no solo no rechaza el concepto de mundo posible —al que el autor reconoce gran capacidad explicativa— sino que la implica, ya que es precisamente el modelo de mundo el que regula, a través de la información aportada, las relaciones entre el mundo real efectivo y los mundos posibles. Respecto de la teoría de los mundos posibles el autor opina que se trata de “... una forma de explicación de la realidad, ampliamente entendida este, pues de ella forman parte tanto el mundo real efectivo, como los mundos alternativos de este, estando configurada esta explicación sobre los sujetos que experimentan esa realización en sus diferentes secciones y posibilidades” (1986: 76). Así, pues, la noción de realidad abarca, en el planteamiento de Albaladejo, tanto lo real como lo posible, incluyendo desde luego los mundos imaginarios, los deseados o temidos, los asociados a las creencias y el mundo efectivo, que funciona como soporte. En su interior conviven tanto submundos como personas o personajes y cada uno de ellos posee a su vez su propia galaxia de universos propios; no les afectan de forma directa los criterios lógicos de verdad o falsedad, posibilidad e imposibilidad, ya que la ficción está dotada de un estatuto específico: el de los mundos posibles. Entendido como un conjunto de instrucciones (e informaciones) que regulan la instauración de los diversos mundos, el modelo de mundo determina la constitución de la estructura de conjunto referencial o realidad ficcional, que remite a una serie de elementos —agentes, acciones, estados, ideas, etc.— plasmados en el texto a través de las estructuras lingüísticas. El modelo de mundo viene a dar cuenta, en definitiva, de las relaciones entre el mundo real efectivo y los mundos alternativos, ofreciendo una imagen de la realidad construida de acuerdo con sus normas constitutivas, que facilitan al autor su instauración y al lector la adecuada comprensión. Existen tres modelos de mundo: modelo de mundo I o de la realidad efectiva, modelo de mundo II o de lo ficcional verosímil y modelo de mundo III o de lo ficcional no verosímil. El modelo de mundo de tipo I excluye los textos ficcionales, ya que lo integran las reglas o instrucciones propias del mundo real efectivo —de lo verdadero, en una palabra— y, por consiguiente, sus referentes (las estructuras de conjunto referencial) pueden someterse a los criterios de verdad o falsedad y su contenido ha de pasar la prueba de la verificación empírica. Este tipo de mundo acoge los textos de la lengua práctica, los históricos y

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periodísticos, científicos, etc. La situación cambia radicalmente en los dos tipos siguientes por una razón fundamental: en ambos se inscriben en el ámbito de la ficción los textos configurados de acuerdo con sus normas. El modelo de mundo de tipo II contiene instrucciones de índole diversa a las de la realidad efectiva, pero semejantes a ella; los mundos constituidos de acuerdo con este modelo de mundo responden a un criterio fundamental en la historia de la creación artística, la verosimilitud, y presentan como rasgo definitorio un gran parecido con la realidad efectiva. Este tipo acoge un elevadísimo número de productos literarios —en principio, los inscritos en la larga tradición mimética, sin olvidar que podría extenderse a otros a la vista de la flexibilidad y relativismo del propio concepto de mímesis— que instauran mundos posibles. Por último, el modelo de mundo de tipo III contiene instrucciones que en modo alguno son compartidas por la realidad efectiva. Es el modelo de mundo de lo ficcional no verosímil, que incluye mundos cuya existencia se circunscribe al ámbito de lo imaginario, aunque es importante señalar que admiten la posibilidad de asumir una existencia dentro de la realidad Un rasgo importante de los tipos de mundo es que aparecen habitualmente combinados en el interior de un texto, aunque no se excluye por completo su distribución aislada. Tanto para garantizar un correcto funcionamiento como para determinar la jerarquía entre ellos y, sobre todo, el sentido o interpretación del texto se ha arbitrado una norma superior que regula sus relaciones: la ley de máximos semánticos. Gracias a ella puede decidirse qué tipo de modelo de mundo asume una posición de privilegio respecto de los demás o, dicho en otros términos, la ley de máximos semánticos establece que, cuando coincide más de un tipo en el seno del mismo texto, siempre impera el de nivel más alto. De acuerdo con esta norma, lo ficcional no verosímil predomina sobre lo ficcional verosímil y lo real y efectivo y así sucesivamente. La ley reviste una enorme trascendencia porque, en casos en que se produce la coexistencia de elementos pertenecientes a los modelos II y III y al modelo I, permite explicar de manera muy adecuada la ficcionalización de aspectos tomados de la realidad efectiva —referencias geográficas o históricas, por ejemplo— cuando se incorporan a un mundo de ficción. Esta incorporación potencia indudablemente el carácter realista del mundo correspondiente modificando, en cambio, su naturaleza originaria y sus cometidos en el universo de lo real y efectivo. La ley de máximos semánticos dispone, no obstante, de una serie de restricciones que pueden condicionar su aplicación en determinados casos; así, cuando entran en la combinación modelos de mundos del tipo

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I y II o I y III, los de nivel más alto dejan de prevalecer, si se inscriben en un universo imaginario (mundos proyectados a través del sueño, el deseo, el temor o la imaginación). En estos casos la jerarquía se atribuye al tipo I, al tipo II, si se distribuye con modelos del nivel III; como se ve, se invierte la primacía y pasan a ejercer el dominio los modelos de mundo inferiores. Para concluir la exposición de este paradigma, es preciso señalar que tanto el postulado de la existencia de múltiples mundos como la semántica de los mundos posibles —tal como se plantea en el marco de la lógica modal— ha sido objeto de un contundente rechazo por parte de M. Bunge (2007: 290-292, 314-319) La orientación constructivista está presente, como acaba de verse, de manera más o menos visible en no pocas de los paradigmas que se han ido examinando; es oportuna, con todo, una exposición sistemática de sus supuestos, objetivos y logros. Las raíces del constructivismo se orientan en una doble dirección: una, representada por las teorías de la cognición con base biológica, cuenta entre sus cultivadores a F. Varela, H. R. Maturana, E. von Glaserfeldt, H. von Foerster, etc.; otra, de filiación más filosófica, conecta directamente con el pensamiento de Nelson Goodman en torno a la noción de realidad y al papel del arte en su configuración (aunque sus intereses son compartidos por un número relativamente amplio de investigadores, entre los que destacan J. Bruner y H. Putnam). El constructivismo teórico-literario se erige en gran medida, aunque no exclusivamente, sobre estas bases; uno de sus representantes más destacados es sin duda S. J. Schmidt. En trabajos que abarcan más de una década (1997: 207-238; 1989: 319-335), S. J. Schmidt ha estudiado ampliamente todo lo concerniente a la construcción de los textos, asumiendo incluso de forma expresa los postulados del paradigma constructivista extensamente desarrollado en el campo de la biología y las teorías del conocimiento. Schmidt señala, a partir de las teorías de Varela, Maturana, Glaserfeld, H. von Forster y R. Riedl, entre otros, una trayectoria idéntica para todas aquellas manifestaciones cognitivas (empíricamente fundamentadas) y artístico-culturales que alumbran modelos de realidad. Schmidt comienza su exposición con una referencia a los fundamentos biológicos de la cognición, señalando la posibilidad de incluirla en el marco más amplio de las teorías en torno a los sistemas biológicos y advirtiendo de que la epistemología constructivista atiende, a diferencia del estructuralismo prevalente en el campo de los sistemas anteriormente citados y sin marginar por completo esta orientación, a aspectos pragmáti-

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cos y funcionales. El cognitismo constructivista parte del supuesto de que lo que define a un ser vivo no son tanto las cualidades de sus constituyentes sino, especialmente, su organización, es decir, sus relaciones. De acuerdo con esta hipótesis el comportamiento humano puede explicarse adecuadamente a partir del modelo vigente para los organismos vivos, cuya estructura se define como ‘autopoyética’ y ‘homeoestática’, lo que quiere decir que se trata de complejos organizados con sistemas nerviosos cerrados auto-referenciales. Dicho en otros términos: los sistemas vivos se definen, también, por su autonomía (delimitación clara frente al entorno), su identidad (individualidad) y su naturaleza cerrada (definición del nicho o ambiente dentro del cual el sistema dispone de capacidad de interacción). Este modus operandi faculta al sistema para relacionarse con sus propios estados internos, lo que lleva a la auto-observación, fenómeno que constituye el fundamento de la auto-conciencia. Ahora bien, la producción sistemática de representaciones de los variados modos de interacción en los que participan hace que los sistemas vivos se transformen en observadores. Conviene, por tanto, mantener clara la correlación y, simultáneamente, la separación dentro de los sistemas vivos entre lo que les corresponde en cuanto sistemas y lo que les es propio en su calidad de observadores. La primera conclusión de Maturana (apud Schmidt 1997: 211-212) es que la cognición es un fenómeno biológico y que “la percepción no es más que un proceso de construcción”. En otras palabras: lo que hacen los sentidos —que funcionan como auténticos terminales sensoriales— es transmitir al cerebro, por medio del sistema nervioso, señales que son decodificadas allí y, a partir de ellas, se elabora o construye un modelo de la realidad. La función del sistema nervioso, por consiguiente, no es en modo alguno la de representar la realidad sino de construirla; pero, la percepción implica otra dimensión muy importante de cara a lo que constituye el objetivo último del proceso: la interpretación o comprensión de la realidad. E. von Glaserfeld (apud Schmidt 1997: 212) afirma de modo tajante: “No existe dicotomía entre percibir e interpretar. El acto de percibir es el acto de interpretar. La actividad de percibir consiste en construir una invariante. Aislar, seleccionar y centrar la atención son todas ellas partes de este proceso”. Así, pues, lo que se define como objeto de la percepción nunca es el objeto en sí o un objeto captado de modo neutro; lo que hace el observador es describirse el objeto a sí mismo o, expresado en otros términos, todo proceso cognitivo se conecta con un sujeto (perceptor) y depende esencialmente de él. A la luz de estos supuestos hay que proceder a una redefinición de ciertos conceptos tal como eran entendidos por la epis-

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temología tradicional. Así, el aprendizaje no puede seguir identificándose por más tiempo con una acumulación de imágenes de la realidad “sino que debe entenderse como una transformación del comportamiento a través de la experiencia” (ibid., 213). La memoria, por su parte, en modo alguno debe confundirse con el simple almacenamiento de modelos de la realidad, sino que ha de concebirse más bien como la facultad de que dispone el sujeto para amoldar un determinado patrón de conducta a otro observado anteriormente. El propio concepto de percepción experimenta también modificaciones en su definición y se identifica con “procesos que construyen modelo de realidad”. En suma, la producción de modelos de mundo nada tiene que ver con reproducción o representación de algo preexistente: lo que conocemos como realidad es el resultado de una actividad constructiva por parte del sujeto perceptor, el cual va produciéndola a medida que la vive (nada más lejos, pues, de la tradicional noción de mímesis, aun sin negar que en la base del proceso se encuentra, al lado del sujeto, la realidad mundana). Según Glaserfeld (apud Schmidt 1997: 215), este punto constituye el núcleo central de la epistemología constructivista: “...el mundo construido es un mundo experiencial que consiste en experiencia y no pretende hacer corresponder la ‘verdad’ con una realidad ontológica [...] el mundo que experienciamos es y debe ser como es porque lo hemos hecho nosotros”. Glaserfeld y Richards (1979: 55) añaden algo muy importante sobre la relación que establecemos con el mundo en nuestra calidad de observadores y de organismos: “Como observadores podemos tener nuestro mundo real, como organismos debemos ser conscientes de que se trata de nuestra propia construcción” (en Schmidt 1997: 215). El propio Schmidt añade que, a la luz de estas afirmaciones, es preciso reconocer un hecho importante: “Los modelos de mundo son, pues, mapas de realidad, no la realidad en sí. Documentan resoluciones de problemas que han sido adecuadas a nuestros propósitos”. Y Glaserfeld concluye respecto del modelo de constructivismo que propone: El constructivismo radical es “radical” precisamente porque viola la convención al desarrollar una epistemología en la que el conocimiento ya no versa sobre la realidad ontológica ‘objetiva’, sino solo y exclusivamente sobre el orden y organización de la experiencia que se dan en nuestro mundo experiencial. De una vez por todas el constructivismo radical ha abjurado del ‘realismo metafísico’ y está totalmente de acuerdo con la afirmación de Piaget: “La inteligencia organiza el mundo al tiempo que se organiza a sí misma” (en Schmidt 1997: 215).

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A diferencia de los partidarios del conductismo —para quienes el medio es el responsable de todo— y de los practicantes de la sociología (que hacen recaer toda la responsabilidad sobre los genes), el constructivismo radical proclama la absoluta soledad del individuo en su relación cognitiva con el mundo (y, desde luego, aceptar este hecho no siempre resulta agradable). El supuesto de que la actividad cognitiva consiste fundamentalmente en la fabricación de modelos de mundo y que esta actividad es inseparable del uso de la lengua y de su naturaleza esencialmente interactiva resalta los puntos de contacto entre la construcción de modelos en el comercio lingüístico diario y en el ámbito de la ficción. A este respecto Schmidt recuerda que la lengua no responde preferentemente a los fines de la transmisión de información sobre la realidad, sino que es esencialmente un ‘sistema para dar instrucciones’ y este hecho implica que la lengua es connotativa, esto es, que se circunscribe al mundo del observador. De aquí se deduce también la conveniencia de proceder a la sustitución terminológica de significante y significado por Text —el fenómeno físico o vehículo de la comunicación— y Kommunikat, esto es, una ‘estructura cognitiva con carga emocional’, que se asigna a los a los textos en calidad de significado (dependientes del sujeto y de las convenciones sociales prevalentes). Concluye el autor (ibid., 220): “Desde la perspectiva constructivista, la lengua es una unidad de comportamiento y no un thesaurus de signos (los signos son siempre constructos de teorías lingüísticas)”. Como se apuntó anteriormente, la fundamentación teórica de la labor cognitiva y su concepción de la percepción como construcción e interpretación de la realidad deja expedito el camino para formular sin muchas complicaciones una adecuada explicación de la naturaleza de la ficción, en la que se ponen sobre todo de manifiesto las grandes implicaciones del sujeto en esta compleja operación de modelar mundos. La propuesta de Nelson Goodman (1990) se apoya en el supuesto — ya examinado al tratar del modelo de mundo ficcional presentado por L. Dolezel— de que no existe un único mundo, sino múltiples mundos estrechamente asociados a los sistemas simbólicos de representación. Dicho en otros términos: resulta dogmática en extremo la defensa de un único mundo, si se admite que las versiones sobre el mismo son, en principio, ilimitadas. Habría, en realidad, tantos mundos como versiones del mismo hacen posible los diferentes lenguajes o sistemas notacionales: los correspondientes a las diversas disciplinas como la Física, Biología, Medicina, Química, Filosofía, Arquitectura, Música, Pintura, Literatura, etc. En

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este sentido, se puede afirmar muy bien que hay maneras de hacer mundos, que se basan en los sistemas de representación mencionados (entre otros muchos) y cuentan con procesos técnicos específicos como composición y descomposición, ponderación, ordenación, supresión, complementación y deformación. Los diversos mundos constituyen, en definitiva, modos alternativos de presentar la realidad a la luz de la variedad de perspectivas que proporcionan los variados sistemas representacionales y, por consiguiente, son construidos a partir de materiales de muy diversa índole: imágenes, palabras, números y sonidos, entre otros. Y lo que es más importante: todas esas versiones han de considerarse correctas porque el concepto de verdad que se maneja tiene más que ver con la percepción que con la existencia de un mundo previo al que habrían de ajustarse, para ser consideradas verdaderas, las diferentes versiones: “Construimos, pues, mundos —señala el autor (131)— haciendo versiones de mundos... La propuesta filosófica que aquí se defiende entiende que esos múltiples mundos son precisamente los mundos reales que construimos por medio de, y como respuesta a, aquellas versiones que son correctas o verdaderas”. En realidad, lo que aquí se produce es la confrontación entre dos planteamientos antagónicos: monismo y pluralismo. El primero es fácilmente identificable con actitudes dogmáticas, ya que proclama la primacía óntica y epistemológica del mundo base, el mundo de la experiencia, que serviría de fundamento y permanente punto de referencia para todas las demás versiones. El pluralismo, en cambio, opta por la diversidad de versiones o multiplicidad de mundos al mismo nivel en cuanto formulaciones alternativas de un presumible objeto único. La filosofía presocrática, por poner solo un ejemplo, ofrece una buena muestra de lo que se viene diciendo cuando se trata de explicar la naturaleza del ser. Así, para Tales, la respuesta reside en el agua, mientras que Anaximandro opta por la noción de lo indeterminado y Empédocles recurre a la combinación de los cuatro elementos básicos: agua, aire, tierra y fuego. Para Heráclito, el concepto clave es el movimiento (evolución) ocasionado por la coexistencia de los contrarios, supuesto que no acepta Parménides, el cual lo sitúa en la fórmula esencialista ‘ello es’. Para finalizar este pequeño recorrido, es preciso señalar cómo Demócrito opta, como explicación mejor, por la descomposición y pluralidad del ser en sus partes constitutivas (y semejantes, por tanto). Como se ve en el ejemplo propuesto, sobre un objeto único en principio se formulan diversas versiones, contradictorias incluso entre sí pero respecto de diferentes mundos, ya que las versiones, si son correctas, crean mundos. Así pues —y aquí reside la tesis central del irrealismo

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goodmaniano— es preciso modificar sustancialmente el signo de la relación entre las artes y la ciencia y el supuesto mundo básico: “Las ciencias y las artes no son espejos que muestran la naturaleza, sino que la naturaleza es, más bien, un espejo que muestra lo que son las artes y la ciencia. Y los reflejos sobre el espejo son muchos y diversos” (1995: 44). Con todo, en la definición del irrealismo relativista se puede precisar mucho más; en primer lugar, hay un aspecto en el que Goodman insiste una y otra vez y es la estrecha dependencia de lo percibido respecto del aparato perceptor y la buena disposición perceptual (ibid., 50, 54-55). En palabras del autor: “El irrealismo no sostiene que todo sea irreal, o incluso que algo lo sea, pero considera que el mundo se disuelve en versiones y que las versiones hacen mundos, proporciona una ontología evanescente y se ocupa de investigar aquello que convierte en correcta una versión y hace que un mundo esté bien construido” (ibid., 57). Se trata, pues, de mundos construidos con el concurso de la mente y los sistemas simbólicorepresentativos o lenguajes. ¿Qué ocurre con aquellos mundos que carecen de un fundamento físico y no pueden asociarse directamente, por tanto, con la percepción inmediata? La respuesta de Goodman admite pocas dudas: Los mundos de ficción, de la poesía, de la pintura, de la música o de la danza y los de las otras artes están hechos en gran medida de mecanismos no literales, tales como la metáfora, o por medios no denotativos, tales como la ejemplificación y la expresión. Y en esos mundos se acude también, con frecuencia, a imágenes, sonidos, gestos, o a otros símbolos pertenecientes a sistemas no lingüísticos. Esas formas de hacer mundos y esas versiones son las que aquí nos ocupan de manera central, pues una de las tesis de este libro es que el arte no debe tomarse menos en serio que las ciencias en tanto forma de descubrimiento, de creación y de ampliación del conocer en el sentido más amplio de promoción del entendimiento humano, y que, por lo tanto, la filosofía del arte debe concebirse como una parte integral de la metafísica y de la epistemología (1990: 140-141).

En la construcción de mundos desempeñan un papel equiparable la ficción literaria y artística en general y los producidos a través de los procedimientos habituales en el ámbito de las ciencias hasta el punto de que se puede muy bien afirmar que “...los mundos que habitamos no son en menor medida herencia del trabajo de novelistas, autores de teatro o pintores que el resultado de las ciencias, las biografías o la historia” (ibid., 142). El hecho de que las entidades gestadas en el marco de la ficción carezcan de denotación no implica en modo alguno que se trate de algo falso y de-

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sechable por tanto sino que, en cuanto designación metafórica, adquieren el mismo valor que las imágenes sobre el mundo generadas por las ciencias o saberes prácticos. Lo que la designación metafórica lleva a cabo es una reorganización del mundo convencional o, dichos en otros términos, una presentación alternativa de dicho mundo (lo que P. Ricoeur denomina redescripción de la realidad). La actividad de la ficción no se ejerce sobre los mundos posibles sino sobre los mundos de la realidad —a la que tratan de presentar bajo una luz diferente— y en este punto no se diferencia en nada de las propuestas sobre ellos llevadas a cabo desde ámbitos no ficcionales. La razón no es otra que la apuntada líneas más arriba: La ficción opera en los mundos reales de manera muy similar a como lo hace la no-ficción. Tanto Cervantes como el Bosco y Goya, y en no menor medida que Boswell, Newton o Darwin, parten de mundos familiares, los deshacen, los rehacen y vuelven a partir de ellos, y reformulan, así, esos mundos de diversas maneras, a veces notables y a veces recónditas, pero que acaban por ser reconocibles, es decir re-cognoscibles (ibid., 144).

A partir de aquí Goodman se plantea la importante cuestión de cómo es posible que los mundos de ficción —es decir, entidades sin capacidad de denotación o descripción— puedan funcionar como elementos transformadores de mundos desgastados y regeneradores, por consiguiente, de nuestra percepción de la realidad convencional. Su respuesta insiste en que tales mundos pueden asumir la función de símbolos y volverse operativos por medio, además, de los procesos de ejemplificación y expresión y a través de uno o todos los modos de construcción de mundos antes mencionados (la colaboración entre las artes es un procedimiento común para lograr la instauración o remodelación de mundos). En este punto no existen demasiadas diferencias entre las artes y las ciencias, lo que induce a desechar el criterio de verdad como criterio único y más adecuado cuando se habla de mundos construidos sin base empírica alguna. Más que de mundos verdaderos o falsos, de lo que se trata, en definitiva, es de reconocer la existencia de versiones alternativas a las ofrecidas por la ciencia y los lenguajes técnicos. Y, si se admite la existencia de alternativas, es preciso estar dispuestos a admitir, en caso de conflicto, que todas se encuentran al mismo nivel en cuanto al criterio de verdad. Lo dicho constituye una prueba más a favor de la existencia de múltiples mundos, ya que de este modo es posible aceptar como presupuesto básico que las posibles contradicciones entre versiones no son realmente tales sino verdades, pero en

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mundos diferentes. En este sentido, parece más adecuado hablar de coherencia, auxiliada ciertamente por otras cualidades internas, que de verdad: es menos dogmático y ajustado a la realidad de los hechos y los mundos que los contienen. En suma, la ficción es una denominación —opina Goodman (1995: 191-193)— que solo es aplicable con propiedad a la falsedad literaria, aunque los mundos que construye en modo alguno pueden considerarse ficticios porque, desde el momento en que afirmamos su existencia, ya son reales (si bien tienen muy poco que ver con lo que convencionalmente se conoce como realismo). La orientación constructivo-cognitiva de Goodman es compartida, entre otros, por Hilary Putnam (2000) y, sobre todo, por Jerôme Bruner y es, con idéntica fuerza, contestada por J. R. Searle y M. Bunge. En el marco de la primera se inscribe lo más granado de la reflexión contemporánea en torno a las controvertidas nociones de realidad y ficción; como quedó apuntado, su tesis básica es, como indica J. A. Wheeler, que “El universo no existe ‘allá fuera’ independientemente de nosotros. Estamos ineludiblemente implicados en la producción de lo que parece haber sucedido. No somos simples observadores...” (apud Goodman 1995: 67). Cabe señalar que la reflexión en torno al concepto de ficción protagonizada por la teoría literaria se siente especialmente cómoda en este ámbito porque sus respectivos procedimientos productores de mundos coinciden en que no es preciso un mundo u objeto previo para su constitución. Se consideran más bien resultado de una activa operación constructiva mediante la manipulación de materiales ya existentes —restos de mundos anteriores o experiencias en el sentido más general del término— y valiéndose, sobre todo, de la eficacia de los lenguajes o sistemas simbólico-representacionales. Aunque apuntan a objetivos claramente diferenciados y se rigen por principios también diferentes, el pensamiento científico y la narración comparten, según J. Bruner (2004), la importante tarea de construir mundos alternativos con base únicamente en la mente humana y en el universo de la cultura: “Porque mi convicción ontológica central es que no existe una realidad ‘prístina’ con la que se puede comparar un mundo posible a fin de establecer alguna forma de correspondencia entre ese mundo y el mundo real” (55). El sistema nervioso y la mente funcionan como grandes depósitos donde se almacenan modelos de mundo que regulan la actividad del pensamiento, la percepción y la conducta verbal. En este sentido, no existen diferencias entre la ciencia y el arte: ambos tratan de acumular información sobre los mundos que habitamos, aunque a tra-

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vés de procedimientos diversos. Mientras la ciencia apunta hacia la verificabilidad y crea mundos vinculables con la no variabilidad de las cosas, el arte construye mundos mediante la transformación metafórica de lo ordinario y lo dado convencionalmente y tiende a reflejar las dificultades que entraña vivir en ellos. Por lo demás, el arte —las humanidades, en general— implica en el receptor la suspensión de la incredulidad, se corresponde con algo que podemos imaginar o sentir y extrae su validez de la orientación hacia el interior. El objetivo de historiadores, dramaturgos, novelistas y filósofos consiste en comprobar con qué alternativas cuenta el ser humano dentro del abanico de sus posibilidades. “Creamos realidades —dice el autor (74)— advirtiendo, estimulando, poniendo títulos, nombrando, y por el modo en que las palabras nos invitan a crear ‘realidades’ en el mundo que coincidan con ellas”. Bruner coincide, por otra parte, con Goodman en que construimos mundos por medio de sistemas simbólicos operando sobre un mundo previo (construido a su vez); la importancia de estos sistemas es realmente incalculable porque son precisamente ellos los que posibilitan la producción de nuevas representaciones y, en definitiva, de nuevas realidades a través, especialmente, de la función imaginativa. Respecto de los procedimientos concretos y de las operaciones que conducen a la creación de nuevos mundos Bruner se suma por completo al parecer de Goodman: Componemos y descomponemos mundos impulsados por diferentes objetivos prácticos y teóricos, subrayando unas veces los rasgos esenciales de nuestras construcciones, otras veces los contingentes. Imponemos y subrayamos características de mundos anteriores al crear nuevos mundos, y lo que importa desde luego, es apartarse de la relativa importancia de las diversas características del mundo corriente que vemos cotidianamente (WWM). Imponemos orden, y puesto que todo está en movimiento, el orden o la organización que imponemos es una manera también de imponer estabilidades sustitutas. Borramos y agregamos y condenamos a la realidad todo lo que existe entre Do y Do. Deformamos lo dado que tomamos y creamos una caricatura... Y lo hacemos no solo en el arte sino también en la ciencia (109-110).

En suma, los mundos que habitamos imaginaria o afectivamente son creación nuestra al igual que los que tienen que ver con lo que convencionalmente se denomina realidad empírica. La previsible impresión de subjetivismo y relativismo que las propuestas precedentes pudieran despertar se ve refrenada desde posiciones cimentadas en la sociología del conocimiento y desde la filosofía; son sus

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protagonistas P. L. Berger y Th. Luckman, J. R. Searle y M. Bunge. En el primer caso se insiste en el crucial papel de la sociedad en la construcción del conocimiento, en su carácter fuertemente institucionalizado a través de mediaciones y en la dialéctica entre lo individual y lo colectivo; se subraya además, por diferentes conductos, la naturaleza objetiva e histórica y supraindividual de lo institucional (64 ss). Las tesis del constructivismo entran en gran medida en crisis, aunque no en primera instancia, por cuanto el término construcción continúa formando parte del léxico de los mencionados autores. En efecto, Berger/Luckman (2003: 75) insisten en el carácter institucional o convencional de nuestros conceptos y, específicamente, del concepto de realidad. Se trataría de conceptos y actividades compartidos a partir de un acuerdo intersubjetivo que nos viene impuesto por nuestra pertenencia a un determinado grupo humano e institucionalizados por medio de la habituación o repetición contando, por supuesto, con la capacidad simbolizadora del lenguaje, que es la institución básica. En este sentido, cabe hablar de una realidad objetiva, esto es, no dependiente únicamente del sujeto que la percibe o habla de ella. Esta es precisamente la gran tesis del realismo externo propugnado por Searle: que existe un mundo al margen de nuestras representaciones de él y autónomo asimismo respecto del lenguaje, del pensamiento, la percepción, las ideologías, etc., o, lo que es lo mismo, existe una correspondencia incuestionable entre el mundo y los enunciados formulados desde el lenguaje a propósito de él (1997:159-202). Esta afirmación del realismo figura como una de las grandes conclusiones del trabajo de Searle: En mi opinión, el rechazo del realismo, la negación de la objetividad ontológica, es un componente esencial de los ataques a la objetividad epistémica, a la racionalidad, a la verdad y a la inteligencia en la vida intelectual contemporánea. No es por casualidad que las varias teorías del lenguaje, de la literatura e incluso de la educación que tratan de socavar las concepciones tradicionales de la verdad, de la objetividad epistémica y de la racionalidad se hinquen en argumentos contra el realismo externo. El primer paso en el combate contra el irracionalismo —no el único paso, pero sí el primer paso— es una refutación de los argumentos contra el realismo externo y una defensa del realismo externo como un presupuesto de vastas áreas del discurso (202).

Ideas muy similares y expuestas con parecida contundencia pueden encontrarse en Mario Bunge. El autor postula (2007: 55-63) una fórmula de realismo muy condicionada por supuestos científicos extremadamente ri-

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gurosos —es real “lo que existe independientemente de cualquier sujeto”, esto es, de nuestros esquemas mentales— al que aplica la denominación de hilorrealismo. Tras este término se oculta la fusión de realismo y materialismo, fórmula por medio de la cual se sostiene que no cabe postular un realismo sin materia —el universo es material— ni tampoco un materialismo sin realismo, esto es, un mundo material simplemente imaginario. El hilorrealismo se decanta por un racioempirismo, es decir, por el convencimiento de que el proceso cognitivo se vale tanto de la razón como de la experiencia. Con todo, lo dicho no significa que la ciencia no se valga de la ficción para el logro de sus objetivos; la mejor prueba la ofrecen las hipótesis científicas, aunque no es su único modo de manifestación: ahí están las matemáticas, las historias inventadas, los mitos, las religiones... Aparentemente, al menos, las ficciones contradicen uno de los axiomas básicos de la ciencia como es el de poder suministrar en cada momento la prueba empírica de la realidad de cualquier concepto; en la práctica constituyen el procedimiento habitual del discurso científico. Ahora bien, lo que la ciencia puede admitir es un ‘ficcionismo moderado’, ya que el radical —entre cuyos representantes se encuentran el escepticismo antiguo o pirronismo, la filosofía del como si, de H. Veihinger, determinadas teorías para las que las explicaciones históricas son más metáforas que representaciones efectivas del objeto (M. Hesse, H. White, P. Ricoeur o McMacloskey), el constructivismo y, sobre todo, la posmodernidad— afirma que todo discurso es ficticio (265-269). Muy otra es la cara del ficcionismo en su versión moderada: Hemos bosquejado y defendido una versión del ficcionismo matemático. Esta es nuestra alternativa al platonismo, al nominalismo (formalismo), al intuicionismo, al convencionalismo y al empirismo. Según el ficcionismo moderado, todos los objetos matemáticos son ficciones... Estos constructos son ficciones porque, si bien se trata de creaciones humanas, están deliberadamente separados de las circunstancias físicas, personales y sociales. Fingimos que esos objetos ideales e intemporales existen en un “mundo” (sistema conceptual) propio junto con otras ficciones, tales como los mitos y las fábulas, las cuales, sin embargo, no poseen estatus ontológico. Al afirmar la existencia ideal de tales ficciones no nos distanciamos de la realidad, simplemente construimos proposiciones que no se refieren al mundo real. Hasta los niños aprenden pronto la diferencia entre un cuento y un hecho (2007: 297).

En cuanto a la teoría —y, más específicamente, la semántica— de los mundos posibles, Bunge considera que se trata de un concepto vago y lo que defienden no pocos de sus partidarios es un error craso: la ciencia

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no se ocupa solo de lo real y empíricamente verificable sino también de lo posible. Tal es el gran fallo de personajes como S. Kripke o N. Goodman: el olvido de que “...los supuestos universos paralelos no pueden ser otra cosa que regiones remotas del universo, es decir, de nuestro universo. Si la realidad fuera múltiple en lugar de singular, sería incognoscible”. Y, desde luego, no tan reales como el mundo base por el mero hecho de ser concebibles (Kripke 1963: 292). El gran problema de las teorías semánticas de los mundos posibles es que encuentran grandes dificultades para definir el concepto de referencia y, sobre todo, para distinguirla del de extensión (292, 352). Una denuncia igualmente contundente en relación con el concepto de realidad y otros rasgos característicos de la posmodernidad puede ver en García Berrio (1989:183-297), A. Sokal y J. Bricmont (1996), M. C. Bobes Naves (2008) y Esteban Torre (2010). Podría decirse, en suma, que la guerra por dirimir la jerarquía entre pensamiento y mundo —o, lo que es lo mismo, entre realismo e irrealismo, entre literatura y realidad— se encuentra en pleno apogeo y no cabe esperar una solución a corto plazo. Aunque las corrientes mayoritarias parecen decantarse por ver en el mundo una construcción o reflejo de nuestras representaciones, en la defensa de los inalienables derechos de la realidad se inscriben, como acaba de verse, figuras muy notables del pensamiento contemporáneo como P. Ricoeur, G. Steiner, J. R. Searle y M. Bunge. Tarde o temprano, la cuestión de la ficción tenía que surgir entre los representantes del paradigma preocupado por el receptor y su relación con los mundos textuales. En efecto, a este asunto han dedicado muchas páginas tanto la estética de la recepción como la hermenéutica filosófico-literaria. Merecen una especial atención R. Ingarden, W. Iser, K.-H. Stierle, además de P. Ricoeur (del que se habló anteriormente al presentar el paradigma mimético-realista). Tanto Ingarden (1962: 167-173, 273-285) como Iser (1997) rechazan una concepción mimética de la ficción y abogan por una consideración constructivista. El papel de la ficción, afirman, no consiste en reproducir mundos o realidades preexistentes, sino en producir un mundo cuasi real (Ingarden 1962: 282-283) o un objeto imaginario (Iser 1989: 175-189). Ficción, continúa Iser (ibid., 166-167, 173-174; 1993: 1, 4), no se opone a realidad, sino que comunica algo sobre la realidad a través de un sujeto enunciador, cuyo discurso presenta una dimensión claramente simbólica. A esta consideración de la ficción como sinónimo de producción se opone K.-H. Stierle (1987: 111-115, 125-132, 138-143), quien sostiene que

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lo que representa la ficción no es el mundo sino la posibilidad de organizar complejos de experiencia. Aunque el texto ficticio presenta un carácter autorreflexivo, esto no implica su autonomía, ya que el mundo funciona inevitablemente como el horizonte de la ficción y viceversa. Según el autor, en este punto tiene razón Iser: el mundo de la ficción conduce, por medio del repertorio de normas, conceptos y esquemas que le son propios, al mundo vivo del lector (la ficción no aleja, pues, al hombre del mundo sino que lo acerca a él). La ficción actúa simultáneamente como frontera, horizonte del mundo, reflejo y representación y, justamente, los procesos de recepción de la ficción han de verse como generadores de ficción, como creadores de horizontes. La ficción, en suma, presenta un claro valor pragmático que consiste en la articulación de la identidad social y, en suma, del horizonte del mundo de la acción. La ficción tiene, por consiguiente, una inequívoca función social y cada época se encarga de elaborar su propio horizonte ficcional (tesis que, desde otros planteamientos muy diversos, defiende, como se verá, B. Boyd). El enfoque defendido por W. Iser se apoya básicamente en dos argumentos: la ficción es la única manera de acceder a nosotros mismos y comienza donde termina el conocimiento racional; por esto, no es necesario ficcionalizar acerca de aquello que la mente humana puede explicar (1997: 61-62). Emparentada por su estructura dual con los sueños, la poesía pastoril del Renacimiento y la distinción entre el individuo y los diferentes roles sociales desempeñados a lo largo de su vida, la ficción (al igual que el símbolo) juega permanentemente con el sentido inmediato/aplazado y ocultamiento/revelación en cuanto que el significado percibido en primera instancia no es el definitivo, pero sí la condición para acceder a él. Dice el autor (1997: 53): “La ficcionalidad literaria tiene una estructura de doble significado, que no es en sí misma significado. El doble significado se presenta como ocultación y revelación simultáneas, diciendo siempre algo distinto de lo que quiere decir para hacer surgir algo que sobrepasa aquello a lo que se refiere”. Esta configuración dual de la ficcionalidad se encuentra en la base del éxtasis como condición para el autoconocimiento y constituye un elemento fundamental de nuestra estructura antropológica. El éxtasis como fundamento cognitivo del ser humano implica que solo podemos acceder a nosotros mismos proyectándonos en el espejo de nuestras posibilidades (y esta es, además, la manera de llegar a ser lo que queremos ser). Por consiguiente, solo la ficción hace posible la coexistencia (y, por supuesto, el disfrute) de lo real y de lo posible y es esta situación, a caballo entre dos

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modalidades del ser, lo que permite conseguir aquello que la vida real nos niega de modo tajante: ser otros sin dejar de ser uno mismo, compartir su vida, afectos, ideales, etc. Dicho en otros términos, la ficcionalidad permite al ser humano superar los estrechos límites de lo contingente y ser todo lo que uno quiera ser sin dejar de ser, al mismo tiempo, quien es. Por eso, la ficción ensancha la base de nuestra experiencia, nos permite acceder al conocimiento de realidades a las que no se puede llegar por otro conducto, nos enriquece y hace ser más, en suma. Apoyándose en el paralelismo de la literatura con el mundo de los sueños —en ambos casos se elaboran símbolos que son fruto de la actividad imaginaria consciente o inconsciente y que, en calidad de tales, necesitan imperiosamente un proceso interpretativo que facilite su comprensión— y el ejemplo de la novela pastoril renacentista —los protagonistas remiten, bajo su disfraz de pastores, a personajes reales de la época—, Iser (1997: 43-65) pone al descubierto la naturaleza dual y antitética de la ficción. Resulta palmario al respecto el parentesco entre literatura y mentira: De ahí que tanto la mentira como la literatura siempre contengan dos mundos: la mentira incorpora la verdad y el propósito por el que la verdad debe quedar oculta; las ficciones literarias incorporan una realidad identificable, y la someten a una remodelación imprevisible. Y así cuando describimos la ficcionalización como un acto de transgresión, debemos tener en cuenta que la realidad que se ha visto sobrepasada no se deja atrás; permanece presente, y con ello dota a la ficción de una dualidad que puede ser explotada con propósitos distintos (44).

No es el propósito de Iser en este momento establecer un parentesco entre literatura y mentira; su perspectiva es muy otra y persigue el enraizamiento antropológico de la ficción y su reconocimiento como recurso básico para ensanchar nuestro campo experiencial y la comprensión de nosotros mismos: “Por lo tanto, las ficciones no son el lado irreal de la realidad ni, desde luego, algo opuesto a la realidad, como todavía las considera nuestro ‘conocimiento tácito’; son más bien condiciones que hacen posible la producción de mundos, de cuya realidad, a su vez, no puede dudarse” (45). La ficción desempeña un papel muy importante en la vida del ser humano y no solo por su referencia al ámbito de la creación literaria; asume una gran variedad de manifestaciones en el marco de la vida cotidiana bajo la forma de premisas o presuposiciones (epistemología), hipótesis (conocimiento científico) o fundamento del imaginario que guía nuestro comportamiento en el marco de la vida cotidiana.

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Ahora bien, ¿en qué se diferencia la ficción literaria de sus versiones en el marco de la vida práctica? En primer lugar, en que posee una estructura dual fuertemente convencionalizada, la cual lleva asociadas las señales que facilitan su identificación como ficción, como realidad regulada por la lógica del como si. En este sentido, podría decirse que lo característico de los productos ficcionales es que revelan y ocultan al mismo tiempo aquello de lo que tratan; dicho en otros términos: se juega permanentemente con un significado oculto y otro manifiesto. Esta estructura, que tiene su paralelo hasta cierto punto en el sueño tal como ha señalado P. Ricoeur (1977), convierte la ficcionalidad en una ‘estructura de doble significado’ que asume el papel de ‘una matriz generadora de significado’. “El doble significado —dice el autor (53)— se presenta como ocultación y revelación simultáneas, diciendo siempre algo distinto de lo que quiere decir para hacer surgir algo que sobrepasa aquello a lo que se refiere”. El ejemplo de la novela pastoril —y, más específicamente, la Arcadia de Ph. Sidney— resulta muy ilustrativo al respecto por cuanto sus personajes asumen una doble personalidad: la político-social y la que les viene impuesta a través del disfraz de pastores. Esta condición esquizoide facilita el éxtasis, esto es, conseguir algo que no es posible por otros conductos: que uno pueda contemplarse simultáneamente desde dentro y desde fuera, transgredir los límites que nos condicionan habitualmente y alcanzar realmente lo que uno desea. La estructura de doble significado se ve confirmada por otro patrón antropológico: la estructura del doppelgänger o estructura de doble planta. De acuerdo con H. Plessner, lo que caracteriza al ser humano es que su individualidad resulta inseparable del rol social que desempeña (que puede multiplicarse a lo largo de una vida). Dicho rol no define por entero a la persona, pero tampoco es separable de ella; se trata, en realidad, de la vinculación entre dos mitades complementarias y jerárquicas, cualitativamente iguales. Gracias a esos papeles, el ser humano disfruta de la posibilidad de ampliar muy notablemente el ámbito de sus experiencias; puede ser otro(s) sin dejar de ser el mismo. Esta tendencia consustancial a ser más revela las radicales carencias del el ser humano y constituye el resorte de su irresistible afición a inventar (a ficcionalizar, en suma). Todo ello revela, en definitiva, una disposición muy propia de la condición humana: Podemos considerar, por tanto, que la ficcionalidad es una indicación de que los seres humanos no pueden hacerse presentes a sí mismos, condición que nos hace creativos (incluso en los sueños), pero que no nos permite identificarnos con los productos de nuestra creatividad. Esta acción constante de

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auto-modelación no encuentra restricción alguna, aunque el precio que haya que pagar por esta extensión sin límites sea que las formas adoptadas no tengan un carácter definitivo. Si la ficcionalización proporciona a la humanidad posibilidades de auto-extensión, también pone de manifiesto las limitaciones inherentes al ser humano: la propia inaccesibilidad fundamental a nosotros mismos (58).

La ficción es el único modo de acceder a uno mismo, ya que solo ella nos permite situarnos simultáneamente dentro y fuera (o más allá) de nosotros; la ficción facilita, en definitiva, la yuxtaposición y el disfrute de lo real y lo posible y, de manera especial, contemplarnos en el espejo de nuestras posibilidades. La vertiente de lo posible —tan importante para hacernos conscientes de lo que somos— es el lugar ocupado por la ficción o, dicho en otros términos, constituye el procedimiento habitual para vernos desde fuera. El logro de este objetivo implica que el ser humano dispone de la facultad de imaginar mundos, esto es, construir espejos que nos permitan reflejar nuestra imagen. ¿Con qué finalidad? La respuesta del autor ahonda una vez más en el enraizamiento antropológico de la ficción al afirmar que esta arranca donde el conocimiento termina y que “...no es necesario inventar lo que se puede conocer, y por eso las ficciones siempre contribuyen a salvar lo impenetrable. Hay realidades de la vida humana que experimentamos, pero que, a pesar de todo, no podemos conocer” (61-62). Entre las realidades cuyo conocimiento se topa con límites insalvables por procedimientos empírico-racionales se encuentran algunas de las que más inquietan al ser humano como las referentes a su origen y destino en la tierra. La invención surge precisamente para proporcionar una respuesta a estos interrogantes y en este punto la ficción literaria parece distanciarse notablemente de las demás formas de ficcionalización. Mientras estas tienden a complementar la realidad convencional, la ficción literaria revela lo que está oculto y facilita, en suma, el acceso a uno mismo. Las respuestas a los deseos de autoconocimiento que proporciona la ficción literaria distan mucho de ser definitivas, ya que responden a la naturaleza del ‘como si’ y se resuelven, en última instancia, en pura apariencia. ¿Cómo justificar a partir de esta respuesta fallida la irrefrenable tendencia del hombre a ficcionalizar? Las modelizaciones llevada a cabo por la ficción son múltiples y parciales y no consiguen eliminar (ni tampoco achicar) la enorme distancia que las separa de lo desconocido, aunque sí consiguen un efecto importante: la creación de simulacros de vida a través de las narraciones, las cuales engendran la ilusión de que, al menos mientras

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dura su efecto, ese final hacia el que nos dirigimos puede dilatarse en el tiempo e incluso fabricar finales alternativos para la existencia (65). Interesante sin duda es la doctrina de W. Iser (1993) en cuanto al papel de la imaginación en la producción y recepción de las creaciones literarias y a su interacción con lo ficcional. El autor comienza catalogando como poco adecuada —además de equívoca— la oposición entre ficción y realidad y sugiere que lo más aconsejable, en este sentido, es hablar de la correlación (e interdependencia) entre tres términos: real, imaginario y ficcional (1993: 3-21, 186-236). Es preciso señalar, por lo demás, que todo proceso ficcionalizador implica un cruce de fronteras —el sobrepasamiento de sus límites convencionales, por tanto— e incluye tres tipos de actividad: selección, combinación y construcción como si. La selección —que se perfila como un horizonte de posibilidades— se ejerce en ámbitos muy diversos (social, cultural, histórico...), refleja la actitud del autor frente a un mundo dado y se hace eco, por tanto, de su intencionalidad; de ahí que pueda verse como un objeto a medio camino entre lo real y lo imaginario, orientado permanentemente hacia los campos de referencia que conectan el texto a lo que está más allá de él. La combinación se presenta, por su parte, como un complemento del acto de selección y, como ella, supone también el cruce de fronteras. Genera, además, relaciones intratextuales, que ponen de manifiesto su intencionalidad y originan el afloramiento del carácter fáctico del texto ficcional; lo más llamativo, con todo, de la combinación es que hace presente lo que está ausente (destaca, pues, la calidad vicaria de la ficción). Pero, además, la combinación organiza en el interior del texto los campos de referencias o ámbitos semánticos, que también son objeto de transgresión. Es preciso reconocer, de otra parte, que el mundo textualmente representado no es del todo denotativo ni representativo. Finalmente, el ‘como si’ se vale de la representación de un mundo para estimular reacciones afectivas en el receptor; dicho mundo, instaurado por los actos selectivo-combinativos, es también objeto de transgresión. El como si sitúa el mundo textual salido de las operaciones de selección y combinación en el ámbito de lo puramente posible; se trata, pues, de una alternativa al mundo referencial, el cual en modo alguno puede considerarse por tanto un modelo adecuado para la producción de nuevos mundos. Conviene advertir, con todo, que lo posible existe únicamente en relación a lo real y no viceversa: en ningún caso puede admitirse que las posibilidades precedan a las realidades (ya que estas constituyen su punto de referencia). Se puede afirmar, pues, que lo ficcional se mueve entre lo

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real y lo imaginario y que constituye un medio para facilitar el despliegue del imaginario. Este, en cambio, adquiere concreción y efectividad gracias a lo ficcional, revelándose además como una matriz generadora del texto; sin el imaginario lo ficcional no sería más que una forma vacía de la conciencia. En el deslinde de las complejas relaciones entre la ficción y lo imaginario están fuertemente implicadas la imaginación y la fantasía, cuyos conceptos pueden llegar a ser realmente contradictorios (de acuerdo con el lugar o punto de vista desde el que se aborda su examen: filosofía, psicología...). Valga a modo de ejemplo el hecho de que, a partir del siglo xviii, lo imaginario es visto, bien como una facultad (filosofía idealista: Coleridge), como un acto (psicología fenomenológica: J. P. Sartre) y, dentro de la teoría social, como el ‘imaginario radical’ (Castoriadis). Lo que resulta incuestionable es la estrecha correlación e interpenetración entre lo ficcional y lo imaginario en el marco del texto literario y que el primero facilita la activación del segundo, impulsándolo a tomar una forma.

Los cometidos de la ficción: el giro cognitivo El acercamiento cognitivo es apreciable de forma clara en las propuestas sobre la ficción llevadas a cabo desde ámbitos ajenos, en principio, a los estudios literarios y encuadrables en el marco de las ciencias humanas: en primer lugar, las que tienen que ver con la mente —la neurología y la psicología cognitiva— y otras de carácter más general como la antropología, el constructivismo, evolucionismo, etc. Aunque la orientación cognitiva está presente en los planteamientos de P. Ricoeur y, sobre todo, de N. Goodman y el constructivismo en general, su protagonismo se acentúa de manera muy notable en corrientes como la llamada poética cognitiva y en estudiosos de la literatura como J.-M. Schaeffer o W. Iser; es preciso mencionar, además, el testimonio al respecto de los propios creadores. El enfoque defendido por W. Iser (1997: 53,61-62) es, como acaba de verse, emparentable en gran medida con el de Schaeffer. La configuración dual que el autor atribuye a la ficcionalidad se encuentra en la base del éxtasis y constituye un elemento fundamental de nuestra estructura antropológica. En cuanto fundamento cognitivo del ser humano, el éxtasis implica que solo podemos acceder a nosotros mismos proyectándonos en el espejo de nuestras posibilidades, esto es, por medio de la ficción (y este es, además, la manera de llegar a ser lo que queremos ser). Por consiguiente,

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solo la ficción hace posible la coexistencia de lo real y de lo posible y es esta situación a caballo entre dos modalidades del ser lo que permite conseguir, como se vio, aquello que la vida real nos niega de modo tajante: ser otros sin dejar de ser uno mismo. Dicho en otros términos, la ficcionalidad permite al ser humano superar los estrechos límites de lo contingente y ser todo lo que uno quiera ser sin dejar de ser, al mismo tiempo, quien es. Schaeffer, cuyo trabajo (2002: 302 ss.) asume plenamente la hipótesis aristotélica de que la ficción se debe a causas naturales y es consustancial al ser humano, añade que una actividad tan importante por fuerza ha de contar con motivaciones importantes; dos básicamente: una, de índole psicológica, y otra, de naturaleza cognitiva. Esta última conecta directamente con la cuestión del estatus del dispositivo ficcional que, a la luz de lo expuesto en el resto del libro, se presenta como un operador cognitivo o, dicho en otros términos, alude a la consideración de la mímesis como fuente de conocimiento: ...si el dispositivo ficcional es un operador cognitivo es porque corresponde a una actividad de modelización, y toda modelización es una operación cognitiva. Esto es particularmente aparente en el terreno de las ficciones canónicas, pues su relación con el mundo es de naturaleza representacional y la elaboración de una representación (como proceso mental u operación públicamente accesible) es por definición una operación cognitiva. Pero el análisis vale también para los juegos ficcionales, pues ya hemos visto que toda imitación lúdica implica también una operación de modelización mental (305).

A partir de aquí es posible abordar la cuestión de cuáles son las funciones características de la ficción; el autor distingue un doble tipo: inmanentes y transcendentes. La ficción puede desempeñar numerosas funciones trascendentes, esto es, en relación con otras modalidades del ser y, en general, con la vida real. Es preciso señalar que la principal no es en modo alguno una compensación de los deseos no satisfechos ni debe verse como corrección de una realidad poco gratificante, la exteriorización de impulsos agresivo-destructivos o como catarsis que facilita determinadas descargas pulsionales que, de otro modo, deberían ser reprimidas. La ficción nos permitiría, pues, distanciarnos de nuestros propios afectos, percepciones o recuerdos mediante su proyección ficcional, es decir, viviéndolos como apariencia (en el terreno del ‘como-si’). Paradójicamente, el efecto de distanciación surge durante el proceso de inmersión ficcional: la proyección externa de nuestro mundo interior en el marco de la ficción da lugar a que se produzca una escisión dentro de nosotros al plasmar todo ese material

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en formas imaginarias. Es preciso reconocer el importantísimo papel que las actividades imaginarias desempeñan en el desarrollo del sentido de lo real por parte del niño y, por supuesto, en la vida de los adultos. Así, pues, la ficción “...facilita la elaboración de una membrana consistente entre el mundo subjetivo y el mundo objetivo, que desempeña un papel importante en esta distanciación original que origina conjuntamente el ‘yo’ y la ‘realidad’” (310). Lo que demuestra la existencia de la ficción es la presencia de una inquebrantable relación de continuidad entre el hombre y el mundo, relación permanentemente sometida a cambios para su adaptación a las necesidades de cada momento. En cuanto a las funciones inmanentes, Schaeffer no reconoce más que la existencia de una única función, de carácter estético y aneja a la experiencia ficcional, que consiste en provocar placer a través de los dispositivos que le son propios. Un primer argumento a favor de esta tesis es que siempre que un arte se manifiesta a través de un dispositivo ficcional se inscribe en el universo de las relaciones estéticas. El segundo se deriva, a su vez, del contexto pragmático que regula la constitución del dispositivo ficcional como tal y establece un espacio lúdico a través de actividades de tipo representacional. Esta concepción de la ficción como un juego al servicio de la representación entronca directamente con lo que habitualmente se entiende como relación estética (lo que Kant aprecia como cualidad más destacada del mecanismo de las facultades cognitivas). En efecto, en la consideración kantiana, la relación estética se presenta como una combinación entre imaginación y entendimiento. La primera es definida por el pensador alemán como la facultad de esquematización, esto es, de modelización mental. Sobre el papel que desempeña, Kant sostiene que la imaginación es una facultad intuitiva —incluso aunque el objeto no esté presente— y aísla, entre los diversos tipos, la ‘imaginación poiética’, que es presentada como equivalente de la auto-estimulación imaginativa o, simplemente, ficción. Dicho en otros términos: la imaginación de la que habla Kant coincide con la facultad ficcionalizadora. Al entendimiento se le reserva, en cambio, la discriminación en términos pragmáticos entre lo real y lo posible y se le reconoce, junto con la imaginación, la capacidad de construir mundos ficcionales. Cabe destacar en este sentido la homología entre el funcionamiento de los dispositivos ficcionales y el tipo de trabajo mental implicado en la relación estética (la cual, por lo demás, es compatible con cualquier función transcendente). Esto no quiere decir, obvio es, que todos los juegos ficcionales sean obras de arte, pero sí que siempre que se da “inmersión mimética en un universo

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ficcional hay atención estética” (318). Para Schaeffer, en suma, las funciones básicas de la ficción —la cognitiva y la hedonística— coinciden plenamente con las señaladas hace siglos por Aristóteles en su Poética. Para Marc Augé, la ficción artística constituye uno de los pilares del imaginario humano al lado del imaginario individual (sueños) y el imaginario y memoria colectivos (mitos). El autor resalta, desde la perspectiva de la etnoficción, el carácter integrado del sistema global de lo imaginario, de manera que el flujo de las imágenes discurre de uno a otro de sus componentes nutriendo los ámbitos respectivos y evitando su despoblación. El mal que acarrearía la eliminación de cualquiera de estos mapas imaginarios sería realmente irreparable, según el autor, porque ésa es precisamente su misión principal: servir de punto de referencia para las creencias, anhelos, temores colectivos y, en definitiva, la reelaboración de la experiencia individual a través del sueño y la creación consciente de imágenes gracias a la ficción artística. El profundo arraigo antropológico del régimen imaginario así como los desenlaces a que pueden conducir los abusos en este delicado universo dan buena muestra de los intentos (no pocas veces logrados) de imponer por la fuerza un nuevo espacio imaginario. Se trata de un fenómeno que ha acompañado habitualmente los procesos de conquista y colonización de otros pueblos: la imposición de un nuevo sistema imaginario —por ejemplo, desde la religión— se revela mucho más dura que la sumisión física. Reamueblar los espacios de la imaginación colectiva —con las repercusiones que esto tiene para el individuo— supone cambiar de golpe todos los puntos de referencia existenciales, lo que, con no poca frecuencia, resulta realmente intolerable para el ser humano (razón por la que este no ha dudado en muchas ocasiones en sacrificar su vida o exponerse a perderla). Tal es el poder de lo imaginario-ficcional y, en definitiva, del símbolo. Como se puede comprobar fácilmente, la orientación antropológica ha terminado por contagiar a la mayoría de las propuestas en torno a naturaleza de la ficción y, específicamente, a la conocida comúnmente como poética de la imaginación. Constituye uno de los paradigmas con un desarrollo mayor durante los últimos decenios y sus intereses se dirigen primordialmente a la investigación de los mecanismos psicológicos que subyacen a la ingente producción imaginaria desplegada por el arte en sus diversas manifestaciones. El enraizamiento en la filosofía romántica justifica sobradamente su atención preferente hacia la capacidad simbolizadora de la conciencia y su proyección por medio de imágenes. Así, pues, su reflexión se centra tanto en los resortes psicológicos (no siempre cons-

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cientes) de la actividad imaginaria como en su plasmación concreta y en el análisis del valor que les corresponde o significado. Por esto, la poética de la imaginación puede considerarse tanto una teoría de la psique en cuanto propulsora del despliegue imaginario como una hermenéutica preocupada por desentrañar el sentido de sus imágenes. Es preciso señalar, en este sentido, que este paradigma debe gran parte de su desarrollo a los fundadores del psicoanálisis (Freud y, especialmente, Jung), así como a los representantes de la psicocrítica (Bachelard y sus discípulos: Ch. Mauron, G. Poulet, J. Starobinski y J.-P. Richard). Otro planteamiento interesante en la misma dirección corresponde a N. Frye. A partir de sus ideas —y desde una perspectiva marcadamente filosófico-antropológica— ha sido capital la contribución de G. Durand con el diseño de mapas de lo imaginario y su interpretación sistematizada a través de una serie de criterios o ‘regímenes’. En estos supuestos se apoyan los intentos más serios hasta el momento —cabría citar a J. J. Burgos y a A. García Berrio— de aclimatar esta orientación al campo de los estudios literarios. Si la imaginación se asocia habitualmente al trabajo de la ficción, caben pocas dudas, desde las posiciones asumidas por este paradigma, de la importancia que reviste el esclarecimiento del proceso generador de imágenes para un correcto conocimiento de sus mecanismos internos. García Berrio establece, siguiendo a G. Durand, Ch. Mauron y J. Burgos (fundamentalmente), un triple régimen del imaginario —nocturno, diurno y de Eros— como elementos polarizantes de las variadas imágenes en las que ha ido cristalizando el irrefrenable ímpetu de la imaginación en el ámbito de lo poético-literario. En realidad, este planteamiento deja al descubierto el gran proceso subyacente a la producción de imágenes a través de las cuales se plasma la ficcionalidad en el arte y cómo, por medio de la categoría jungiana de arquetipo, todo este trabajo de despliegue imaginario y ficcional entronca en última instancia con lo más profundo de la psique y presenta un valor ejemplar respecto del ser humano en general. Capítulo aparte merece el desarrollo —todavía incipiente— de lo que se conoce como poética cognitiva, una corriente que aborda el estudio de la literatura desde una consideración interdisciplinar y que ve en ella un procedimiento al servicio de la adquisición del conocimiento. Los orígenes del enfoque cognitivo se remontan al mundo antiguo y entroncan, como es sabido, con el pensamiento aristotélico; en la Poetica (1448b) se asignan a la creación literaria dos cometidos fundamentales: conocimiento y placer (estético). Desde entonces, con mayor o menor fortuna según las épocas, no han dejado de estar presentes en la reflexión sobre la litera-

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tura: piénsese en las numerosas controversias renacentistas en torno al papel de la utilidad o deleite —el prodesse/delectare horacianos— como fin legítimo del arte (García Berrio 1977: cap. V) o en la defensa de su carácter instrumental por parte de los teóricos marxistas. Con todo, resulta incuestionable que la consideración de la literatura como forma de conocimiento se ha potenciado muy notablemente durante las últimas décadas desde ámbitos muy diversos como la Filosofía, Psicología, Antropología, Neurociencia y, como es lógico, la Teoría literaria, entre otros. En efecto, el interés por la dimensión antropológico-cognitiva de la ficción ha estado presente desde los orígenes mismos de la reflexión sobre este asunto y, aunque ha conocido épocas menos favorables e incluso inequívocamente condenatorias, desde el Romanticismo no ha cesado de crecer el interés por las facultades que permiten plasmar la capacidad creativa del ser humano y por las repercusiones de la ficción sobre su existencia. En este sentido, la reflexión debe tanto a los estudiosos del fenómeno literario —Iser, Schaeffer, Ricoeur, A. García Berrio, Bachelard, etc.— como a los cultivadores de las ciencias de la mente —Bruner, Boyd, Turner, Zunshine, entre otros— o a los propios creadores: M. Vargas Llosa, J. M.ª Merino, L. Mateo Díez, Oscar Wilde, Julian Barnes, Muñoz Molina, M. Kundera, etc. Los partidarios del enfoque cognitivo insisten en el importante papel de la narración respecto de la existencia, dado que subyace a multitud de actividades sociales y facilita los intercambios comunicativos que giran en torno al pasado, además de extraer consecuencias respecto del funcionamiento de la propia mente y de la de los demás. David Herman (2003: 3-11) alude a tres etapas en el desarrollo de la narratología: la estructuralista, la inspirada en los presupuestos y análisis de la sociolingüística (Labov, Waletzky) y la que se apoya en la psicología cognitiva y la inteligencia artificial. El enfoque cognitivo trata precisamente de integrar esta triple perspectiva en un modelo único que aglutinaría por tanto el estudio de las estructuras semiótico-narrativas, las condiciones y procesos sociales y los recursos cognitivos. Habría que señalar en este sentido la repercusión de las ideas de Vygotsky a propósito de las raíces socio-interactivas de la mente y de la necesidad de insistir en su dependencia respecto de los sistemas sígnicos y otros mecanismos psicológicos. Herman alienta la convicción de que precisamente una aproximación interdisciplinar a la narración puede contribuir a poner de manifiesto hasta qué punto la inteligencia está anclada en modelos narrativos. Entre los trabajos que más han influido en la teoría literaria cognitiva es preciso mencionar los de J. Bruner —Realidad mental y mundos posi-

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bles (1986)— y G. Lakoff —Metáforas de la vida cotidiana (1980) y, sobre todo, Women, Fire and Dangeorus Things (1987)— en los que, por diferentes caminos y aludiendo a realidades muy diversas, se llega a la misma conclusión: tanto la narración como la metáfora son antes que nada modalidades de pensamiento o, en otros términos, estrategias mentales orientadas hacia el conocimiento de la realidad; al mismo resultado llega R. Gibbs en Poetics of Mind (1994). Desde estos presupuestos, H. Simon (1994) se propone, como años antes había hecho N. Goodman, establecer el vínculo entre ciencias experimentales y humanas a partir de su común naturaleza cognitiva. Mucho más drástica es la postura de Mark Turner (1996), quien va más allá de las tesis de Bruner y Lakoff y afirma que la mente humana tiene una naturaleza literaria. El enfoque cognitivo de la literatura ha continuado desarrollándose durante la primera década del nuevo siglo en las páginas del trabajo de Peter Stockwell —Cognitive Poetics: an Introduction (2002)— y Cognitive Poetics in Practice (2002), del que son editores E. Semino y J. Culpeper; habría que citar, además, Narrative Theory and the Cognitive Sciences (2003), de David Herman (ed.), y The Work of Fiction: Cognition, Culture and Complexity, compilado por A. Richardson y E. Spolsky (2004), y Why We Read Fiction: Theory of Mind and the Novel, de L. Zunshine (2006), entre otros. En estas obras —especialmente, en la coordinada por Herman— se insiste en que la narración constituye un artilugio cognitivo de trascendental importancia para el ser humano por cuanto permite organizar y transmitir información sobre el mundo en forma de historia, esto es, como conjuntos de acontecimientos dispuestos de forma cronológica (en el caso de la lengua práctica) o de acuerdo con la lógica literaria. Como puede advertirse, lo que late detrás de este supuesto es la idea defendida por J. Bruner años atrás de que la narración es ante todo una forma de pensamiento. En efecto, Bruner (2004: 23) alude a dos usos o formas de expresión de la mente, el discurso científico-racional y la narración: “Hay dos modalidades de funcionamiento cognitivo, dos modalidades de pensamiento, y cada una de ellas brinda modos característicos de ordenar la experiencia, de construir la realidad. Las dos (si bien complementarias) son irreductibles entre sí”. Coinciden en que ambas recurren a la imaginación y construyen modelos de mundo de gran utilidad para los usuarios puesto que regulan la percepción de la realidad, la mente e incluso el lenguaje. Difieren fundamentalmente en que persiguen objetivos claramente diversos y, sobre todo, por sus procedimientos de validación. Habitualmente la

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ciencia echa mano de argumentos para probar la verdad de sus hipótesis y asertos a través de una prueba empírica y formal; la narración, en cambio, no aspira tanto a la verdad como a la verosimilitud —esto es, la semejanza con la vida— y exhibe una actitud tan ajena al pensamiento científico como es la suspensión de la incredulidad. La primera encadena verdades de carácter universal, mientras que la segunda relaciona acontecimientos de acuerdo con una determinada lógica y alude por principio a la condición humana. Ambas ponen en pie mundos posibles que sirven para regular los intercambios entre los miembros del cuerpo social en el marco de la vida cotidiana. Finalmente, la ciencia aspira a reflejar lo inmutable del mundo, esto es, todo aquello que no sufre alteraciones ni está sometido a la variabilidad derivable de la conflictividad que generan las relaciones humanas; las humanidades conectan, por otra parte, con los cambios que tienen que ver con el punto de vista y las actitudes del observador. Para todos estos postulados —específicamente, el relativo al papel cognitivo de las artes— Bruner (23-26, 54-61, 103-111) encuentra un gran respaldo en las tesis constructivistas de N. Goodman. Concluye el autor: He tratado de demostrar que la función de la literatura como arte es exponernos a dilemas, a lo hipotético, a la serie de mundos posibles a los que puede referirse un texto. He empleado el término ‘subjuntivizar’ para hacer al mundo más flexible, menos trivial, más susceptible a la recreación. La literatura subjuntiviza, otorga extrañeza, hace que lo evidente lo sea menos, que lo incognoscible lo sea menos también, que las cuestiones de valor estén más expuestas a la razón y a la intuición. La literatura, en este sentido, es un instrumento de la libertad, la luminosidad, la imaginación y, sí, la razón. Es nuestra única esperanza contra la larga noche gris (160).

En una orientación muy similar hay que situar la perspectiva adoptada por D. Herman (2003: 19), según la cual la narración puede ser vista como una cualidad mental básica —esto es, como un artefacto cognitivo— con cuyo concurso se desarrollan actividades fundamentales de la mente como apoyar un razonamiento o argumentación, comparar las características comunes a situaciones presentes y pasadas y, en última instancia, generar o señalar realidades hipotéticas o imaginarias. Desde el ámbito de las ciencias cognitivas —y en especial, la Neurociencia— Mark Turner adopta una postura incluso más radical en Literary Mind (1996). En esta obra rechaza tajantemente la separación entre los usos literario —específicamente, el de la narración— y práctico de la inteligencia, argumentando que no existe más que una mente, que es

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esencialmente literaria. La imaginación narrativa, que es una de las formas más importantes de organización de la experiencia, constituye uno de los más fundamentales procedimientos mentales. De ella se valen operaciones como la predicción del futuro, la planificación y la explicación de la realidad; cabe decir, en este sentido, que se trata de una capacidad literaria de trascendental importancia para el conocimiento humano y constituye una de las razones más importantes para afirmar que la mente es esencialmente literaria. La organización de la experiencia a través de la narración cuenta con un procedimiento fundamental, la parábola, operación que implica a su vez la proyección de una historia sobre otra o, dicho en otros términos, la comprensión de un relato (historia-meta) por medio de otro (historia-fuente): el autor alude a la historia del buey y el mono, que se utiliza, dentro de Las mil y una noches, para entender la del visir y Sheresade (este corre el peligro de sufrir en sus carnes la misma suerte del simio, que se ve obligado a realizar la tarea que él había desaconsejado al buey). Por otra parte, Turner (2003: 117-142) insiste en que el ser humano es el único capaz de mezclar dos historias, una real y otra imaginaria, para dar lugar a una tercera; es lo que el autor denomina ‘historias de doble alcance’. A pesar de su apariencia estrictamente literaria, la proyección constituye un procedimiento mental básico, al igual que la historia, para la construcción del significado cuya capacidad cognitiva se ve potenciada en el marco de la parábola. En suma, historia, proyección y parábola constituyen las raíces de la mente humana, son anteriores incluso al lenguaje y hacen posible la vida cotidiana. Siendo todas ellas imprescindibles, es preciso destacar la importancia de la invención de historias como medio para la organización de la experiencia (manipulando acciones, objetos, agentes, tiempos y espacios) y, en definitiva, para la supervivencia del ser humano (3-15, 168). Entre los numerosos trabajos que se sitúan en el marco de la psicología cognitiva figuran los de Lisa Zunshine (2006), quien considera que la habilidad de aquélla para dar cuenta del comportamiento humano en términos de estados mentales —pensamientos, sentimientos, creencias, deseos: lo que ella denomina mind reading ability o theory of mind— puede suministrar utensilios muy importantes para el análisis y comprensión de los textos literarios. En la atribución de tales estados mentales a los personajes entra en juego el segundo gran concepto, la metarrepresentación, que es precisamente la que facilita tal operación (4-10). En su intento de responder a la cuestión que da título al trabajo —¿Por qué leemos ficción?—

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la autora señala que, mediante la figuración de los estados anímicos de los personajes ficcionales, el seguimiento de la representación de tales estados a través de la narración y el cotejo entre nuestra conjetura/suposición de lo que un determinado personaje sentiría en cierto momento con lo que suponemos que podría ser la propia interpretación del autor estamos estimulando intensamente las adaptaciones cognitivas que constituyen la esencia de nuestro mundo interior (nuestra teoría de la mente). Para mucha gente, añade la autora, esta estimulación es no solo una fuente de disfrute sino algo necesario en los intercambios que se llevan a cabo habitualmente en el ámbito social. Se puede afirmar, en este sentido, que la novela es un artefacto cognitivo en permanente evolución que somete continuamente a prueba nuestra capacidad de adaptación. Se trata, por tanto, de un género que diversifica continuamente los modos en que compromete nuestra capacidad para interpretar la conducta de un personaje en función de sus estados de ánimo o mundo interior (22-27, 162-164). Desde esta perspectiva, si el objeto de análisis son los actos del personaje a partir de su mundo interior, un elemento fundamental lo constituye sin duda el procedimiento para el acceso a los estados anímicos: la metarrepresentación. El término alude en realidad a lo que, en términos lingüístico-literarios, se denomina enunciación —y, más específicamente, los niveles enunciativos— por su importancia para determinar, mediante la distinción entre la fuente y el discurso referido o transportado, a qué personaje deben atribuirse determinados pensamientos, creencias o sentimientos. La metarrepresentación tiene que ver, por tanto, con una de las realidades más complejas de la narrativa moderna y contemporánea: las instancias responsables del discurso, esto, es, el autor (implícito) y los narradores (47-118). Resulta incuestionable, por otra parte, que los nuevos planteamientos sobre la literatura llevados a cabo desde supuestos cognitivos —neurociencia, inteligencia artificial, epistemología, lingüística y psicología cognitivas y la antropología evolutivo-cognitiva— han estimulado, según Zunshine, el deseo de los estudiosos de la literatura de aprovechar sus aportaciones para las investigaciones sobre el género en ámbitos como el feminismo, la narratología, el historicismo cultural, la ecocrítica, la estética literaria, la deconstrucción y los estudios poscoloniales (36). La autora considera que, desde esta perspectiva, se abren nuevos caminos para los estudios literarios —especialmente, de carácter histórico— interesados en la integración del conocimiento de las circunstancias culturales implicadas en la producción de los textos literarios y los nuevos descubrimientos sobre el trabajo

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de nuestra mente (155). Cabe decir, con todo, que el trabajo de Zunshine, rezuma quizá un optimismo excesivo respecto de la aplicación del instrumental teórico y metodológico de la psicología cognitiva al estudio de las obras literarias; aunque ella no las comparte, considero que hay que estar de acuerdo con las palabras de J. Cawelti en cuanto al peligro de reducir los textos literarios a factores psicológicos (123, 153-154). M.-L. Ryan (2003) y Monica Fludernik (2003) incorporan, respectivamente, los conceptos de mapa cognitivo y parámetro cognitivo. El primero cuenta con claros precedentes en el ámbito de la Psicología (E. Tolman, Lynch, Tuan, Gould y White, entre otros) e incluso en el de la Teoría literaria gracias a los trabajos de Richard Bjornson y F. Jameson. Según este último autor, el concepto de mapa cognitivo preparó el camino para los estudios culturales y de la globalización abriendo al mismo tiempo la puerta a la elaboración de panoramas de todo lo que pasa a través de la mente del sujeto posmoderno. El sentido en que lo adopta Ryan es más restrictivo: un mapa cognitivo es un modelo mental de relaciones espaciales, pudiendo ser el espacio real o imaginario; dicha representación puede apoyarse en experiencias reales (vista, oído, olfato, etc.) o en los textos. Estos pueden consistir, a su vez, en un mapa gráfico o una evocación verbal; la autora opta por limitar el concepto a los textos desde la perspectiva de su evocación verbal. En suma, los mapas mentales resultan decisivos para el seguimiento de la trama —como se pone de manifiesto en el análisis de Crónica de una muerte anunciada— aunque se construyen precisamente apoyándose en ella. Se trata, en otros términos, de una visión global que nos permite localizar los acontecimientos en el marco del espacio narrativo, aunque su objetivo final es siempre de carácter cognitivo (214-216, 237-238). El modelo cognitivo de M. Fludernik (2003) se basa en la narración natural (oral) y en determinados conceptos tomados de las ciencias cognitivas y se centra en dos aspectos fundamentales: la universalidad de los parámetros cognitivos y hasta qué punto están vinculados a la evolución de nuevas formas narrativas. Son cuatro los parámetros situados en los niveles de transición e incluyen los elementos siguientes: 1) esquemas de nivel básico, a los que recurren los lectores a la hora de interpretar la acción o sus objetivos; 2) esquemas que definen el material dentro de un paradigma perspectivista, esto es, una serie de marcos denominados Acción, Narración, Experiencia, Punto de vista y Reflexión; 3) marcos genéricos del tipo de los asociados a la sátira, el monólogo dramático, etc.; 4) esquemas de nivel más alto sobre los que se apoya el lector para catalogar un texto

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como narrativo. La autora cree firmemente que la narratología natural, basada en los avances de la lingüística cognitiva y los análisis de la narrativa oral, puede aplicarse a todo tipo de textos narrativos (antiguos y modernos, ficticios y prácticos). Añade algo importante (y conocido): la narratividad no es una cualidad intrínseca de los textos, sino un rasgo asignado por el lector (244-247). Entre las aproximaciones inspiradas en el evolucionismo darwinista hay que destacar, entre otras, las de H. Porter Abbott, M. J. Parsons y, de manera especial, Brian Boyd. Abbott señala que, dado que la evolución implica cambios a lo largo del tiempo motivados por la selección natural de las especies, es preciso admitir que puede interpretarse en términos narrativos. Con todo, hay que reconocer que, según Darwin, no resulta fácilmente narrativizable el nexo entre los dos niveles: el de las especies y el de los individuos, ya que la selección natural es más un modelo que una fuerza o un agente del cambio (2003: 143-162). Como quedó apuntado, B. Boyd (2009) aborda también el hecho de la ficción a la luz de las tesis del evolucionismo, esto es, viéndolo como una más de las múltiples adaptaciones del ser humano al medio en que le ha tocado vivir. Se trata, pues, de un universal antropológico cuyo fin primordial es la comprensión de los fenómenos del mundo; constituye, en suma, un artilugio cognitivo. Boyd disiente radicalmente del planteamiento de Mark Turner quien, como se vio más arriba, sostiene que los seres humanos son los únicos que pueden formular o extraer un sentido a partir de historias de la más diversa índole a través del proceso que él denomina parábola; en su opinión, las maneras por medio de las cuales interpretamos los hechos e historias van más allá de la explicación racional y de lo que el autor entiende por función parabólica. Sería, además, necesario saber cómo los animales extraen también sentido de los acontecimientos, aunque las historias parecen ser exclusivamente humanas y aparecen por sistema en boca de un narrador (predominantemente humano). La tesis básica del autor es que la evolución puede dar cuenta de la creatividad humana y, más específicamente, del arte de la ficción. El acercamiento biocultural se centra de manera especial en los conocimientos compartidos, que nos capacitan para producir y comprender historias como expresión de un juego cognitivo cuyo objetivo principal consiste en hacer más flexible la mente de cara a la resolución de problemas. En esta operación desempeña un papel decisivo la simulación (2009: 1-3, 9, 15, 25, 85, 130, 189, 368-370, 381). Entre las funciones biológicas de la ficción —toda adaptación implica una función— hay que reseñar la mejora de nuestra capacidad para inter-

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pretar acontecimientos y situaciones de la vida real aportando escenarios o modelos que nos servirán de ayuda a la hora de planificar acciones o en la toma de decisiones. Permite, además, ampliar y refinar nuestra capacidad para procesar información social relevante, especialmente, respecto del binomio agente o carácter y acontecimiento (aliados, enemigos, objetivos, obstáculos, etc.). Por otra parte, la ficción estimula la creatividad preparándonos para ir más allá de lo inmediato, agudizando, en suma, nuestro conocimiento social, esto es, la comprensión del comportamiento humano en términos emotivo-imaginarios y racionales sin la presión del presente. Conviene señalar, en este sentido, que el enfoque evolutivo de la literatura y el arte considera los organismos como buscadores sistemáticos de soluciones para los problemas que se plantean habitualmente al ser humano. Desde esta perspectiva, resulta incuestionable su contribución a la cohesión social y la cooperación entre sus miembros (190-218, 381). La crítica literaria fundamentada en los principios de la evolución biológica permite vincular la literatura con el conjunto de factores que integran lo que comúnmente se conoce como vida y la experiencia humana en general. Cabe decir, en este sentido, que el arte y la ciencia han desempeñado un cometido fundamental en la reciente expansión del sentido de la vida. La inteligencia y la creatividad han ido surgiendo en el curso de la vida y determinadas facultades o sentidos —como el pensamiento, las emociones, la sociabilidad, la locomoción, etc.— se han ido desarrollando a causa de las ventajas que ofrecen con vistas a la solución de problemas en el marco de la vida cotidiana (399-403). Puede muy bien afirmarse que los seres humanos han creado incentivos para generar arte, habida cuenta de que este apela sistemáticamente a nuestras preferencias cognitivas. El arte y la ciencia coinciden —cada uno a su manera, pero complementariamente— en ser generadores de creatividad, cooperación y conocimiento; la literatura tiene como función principal la configuración de nuestro conocimiento social (381, 384, 413). Tanto Uri Margolin como Catherine Emmott y Alan Palmer se interesan por lo que pueden aportar las ciencias cognitivas a una mejor comprensión del funcionamiento de la mente en el ámbito de la narración ficcional, alentando al mismo tiempo la convicción de que dicho conocimiento puede arrojar luz sobre los mecanismos mentales en el marco de la vida práctica. Según Margolin (2003: 271-294), las ciencias cognitivas pueden considerarse, en un sentido amplio, como un conjunto de disciplinas empeñadas en una investigación sistemática respecto de la adquisición, representación interna, almacenamiento y uso simbólico de la in-

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formación. El autor sostiene que el componente cognitivo se encuentra estrechamente asociado a la vida afectiva y volitiva de los individuos en cuanto elementos integrantes de su mundo interior. Espacio social es la denominación que emplea Emmott (2003: 295321) para aludir a la importancia de los factores sociales en la interpretación de las relaciones entre los personajes de un relato. La autora recurre al concepto de marco contextual (elaborado por ella) a la hora de precisar cómo la interpretación narrativa incluye hipótesis tanto en relación con la copresencia de los personajes en determinados contextos físicos como sobre las consecuencias sociales derivables de tal proximidad. A la luz del mecanismo mental cognitivo, Palmer pone de manifiesto (2003: 322-348), a su vez, cómo este enfoque puede ayudar a los teóricos a pensar de nuevo sobre los cuatro niveles de comunicación narrativa señalados por los narratólogos estructuralistas: 1) autor frente a lector, 2) autor implícito frente a lector implícito, 3) narrador frente a narratario y 4) personaje frente a sí mismo y frente a otros personajes. De acuerdo con la hipótesis comúnmente aceptada en el marco de la narratología cognitiva de que existe una relación recíproca y mutuamente beneficiosa entre las mentes reales y ficcionales, el autor comparte con Margolin que el modelo cognitivo puede no solo introducir avances en el estudio de la autoría e interpretación de la narración sino que la presentación ficcional de los mecanismos cognitivos en acción constituye en sí mismo un potente instrumento para hacernos conscientes de los mecanismos cognitivos en general y, muy en especial, de nuestro propio funcionamiento mental. Como se ve, el enfoque cognitivo no es únicamente preconizado por estudiosos de las ciencias mentales sino que, con todos los matices de rigor, sus presupuestos comienzan a ser compartidos por estudiosos de la narración literaria. Cabe decir que, frente a los posibles peligros que todo acceso extrínseco de la literatura conlleva, el enfoque cognitivo representa sin duda una ampliación de los horizontes de la narratología estructuralista y puede ayudar comprender mejor no solo que la mente es —como suponen Bruner, Herman y A. Damasio (2001: 190 ss.)— constitutivamente narrativa, sino que la cognición figura entre los principales objetivos de su actividad. Es algo reconocido también por R. Núñez Ramos (2010: 95, 186 ss.) en su reciente estudio sobre estas cuestiones: en cuanto artilugios para la expresión del sentimiento o visión del mundo, el arte y la literatura forman parte del programa genético básico del ser humano. Es preciso concluir, en suma, que, con todas las cautelas que la defensa de la autonomía de un espacio tan arduamente ganado requiere, no hay razones para que las teorías de la na-

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rración literaria rechacen, en principio, una apuesta tan estimulante como la que representa el enfoque cognitivo (máxime cuando resulta evidente que la ficción no es un atributo exclusivo de los textos literarios). Entre los testimonios de los creadores, me detendré en algunos especialmente llamativos por su capacidad de sugerencia y el poder de penetración que manifiestan. Vale la pena comenzar aludiendo a las ideas de M. Vargas Llosa, cuya tesis básica (1990: 5-20) es que, tras la aparente paradoja que oculta el enunciado ‘la verdad de las mentiras’, late la profunda certeza de que la verdad y la mentira cohabitan en la mansión de la ficción novelesca. En principio, puede muy bien afirmarse que los posibles conflictos entre ellas reposan en un malentendido muy difundido, que insiste únicamente en su carácter excluyente. Es justamente su común arraigo antropológico lo que permite superar la pretendida antinomia: las mentiras de la ficción no nacen para negar las verdades de la vida sino para ensanchar el limitado marco en que este nos sitúa desde que aparecemos en el mundo. La ficción se presenta, pues, como una extensión o añadido de la vida con vistas a poner a nuestra disposición lo que este nos niega sistemáticamente y, en definitiva, como proyección de un deseo de ser más: En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero esta es solo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que solo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es... Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo (6).

El hecho de que la ficción no repele la realidad sino que la complementa en aspectos muy sensibles para el ser humano se pone también de relieve en su coexistencia en el marco del relato: la novela no asume el papel de crónica de la realidad sino que funciona como un mecanismo que la reelabora por medio de la escritura. De ese rehacer la realidad sale transformada, primero porque, al pasar por el tamiz del lenguaje, la experiencia deviene un nuevo tipo de realidad (verbal) y porque el creador no es una entidad pasiva sino que siempre añade algo por su cuenta: selección, organización y orientación, en definitiva. El más afectado por ese conjunto de operaciones es sin duda el tiempo, que es objeto de múltiples manipulaciones dentro del laboratorio que, desde siempre, ha sido la novela. En

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esto se aparta resueltamente del discurso histórico —en no legitimarse en función de su grado de ajuste a una realidad previamente establecida— y en algo mucho más transcendente: en que responde a pulsiones muy íntimas. Dice el autor: Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones. En el corazón de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones (11 y 12).

Ahora bien, admitido el hecho de que las ficciones se relacionan (al menos, en su nivel superficial o anecdótico) con la mentira, es preciso reconocer también que, por medio de ellas, se expresan verdades trascendentales para el ser humano. A través de una mentira reglada, la ficción revela su verdad —una verdad subjetiva, obviamente, que poco tiene que ver con las verdades (supuestamente) objetivas de la historia— que entronca con anhelos y preocupaciones muy íntimas del ser humano: fundamentalmente, la de vivir otras vidas, tener acceso a otras experiencias, habitar mundos muy diferentes del nuestro y, en suma, enriquecernos y ser más, aunque solo sea en el corto período que dura el disfrute de la ficción. Sentencia el autor en Kathie y el hipopótamo (10): Gracias a los embustes de la ficción la vida aumenta, un hombre es muchos hombres, el cobarde es valiente, el sedentario nómada y prostituta la virgen. Gracias a la ficción descubrimos lo que somos, lo que somos y lo que nos gustaría ser. Las mentiras de la ficción enriquecen nuestras vidas, añadiéndoles lo que nunca tendrán, pero, después, roto su hechizo, las devuelven a su orfandad, brutalmente conscientes de lo infranqueable que es la distancia entre la realidad y el sueño.

Resulta curioso comprobar lo cercanas que están estas palabras de las que escribiera muchos años antes J. Ortega y Gasset en Ideas sobre la novela: “Yo llamo novela a la creación literaria que produce este efecto. Ese es el poder mágico, gigantesco, único, glorioso, de este soberano arte moderno. Y la novela que no sepa conseguirlo, será una novela mala, cualesquiera

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sean sus restantes virtudes. ¡Sublime poder que multiplica nuestra existencia, que nos liberta y pluraliza, que nos enriquece con generosas transmigraciones!” (1975: 188-189). J. Mª. Merino resume de forma espléndida en “Homo narrans” (2002: 56-58) las funciones básicas de la ficción y su incuestionable fundamento antropológico a través de una secuencia que arranca en el homo loquens, pasa por el homo narrans y finaliza en el homo sapiens, que es fundamentalmente un hermeneuta. Para Merino, lo distintivo del ser humano no es tanto la capacidad de comunicarse con otros seres por medio del lenguaje —algo que se puede apreciar también en las especies animales— sino, sobre todo, la habilidad en su uso para contar historias. Así, pues, para ser homo narrans resulta imprescindible la herramienta del lenguaje, pero ahí no termina todo: la narración ha funcionado desde siempre al servicio de la comprensión e interpretación de la realidad: La narración de ficciones ha sido el instrumento natural del ser humano para explicar el mundo a su medida desde que tuvo conciencia de existir en él. Nuestro conocimiento de la realidad comienza con los cuentos. Somos el homo sapiens porque somos el homo narrans. Nuestra naturaleza es narración. Las narraciones, llámense cosmologías, mitos, leyendas, fábulas, nos han permitido leer la realidad externa e interior para poder asumirla... Las narraciones nos ayudan a descifrar el fluir tumultuoso y desordenado de los hechos, o al menos a comprenderlo mejor, y con ello a comprendernos y descifrarnos más certeramente a nosotros mismos... Por medio de las ficciones que inventamos a partir de ella, rescatamos la realidad de su feroz y ciega falta de sentido (57-58).

La cita es enormemente esclarecedora en sí misma y sintetiza muy acertadamente gran parte de lo que se ha ido diciendo a lo largo de este trabajo en torno al entronque de la ficción con la entraña más íntima del ser humano. Vivimos para comprender el mundo en el que nos encontramos o creamos y nos convertimos en receptores de ficciones para lograr este objetivo. Ideas casi idénticas se encuentran en A. Muñoz Molina (1993: 2526), quien establece una estrecha vinculación entre la narración, el mito, el juego y el sueño, esto es, con el sentido profundo de la vida y la lucidez para dar con él. A esta dimensión cognitiva aluden también otros creadores como Oscar Wilde, L. Mateo Díez, M. Kundera, J. Cortázar, J. Barnes y P. Valèry entre otros. Para el primero (2000: 37 ss.) la ‘decadencia de la mentira’ resulta muy lamentable por cuanto implica la decadencia de la imaginación

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y, sobre todo, porque, no siendo el arte literario un arte imitativo, mal podrá subsistir sin el auxilio de esa facultad creadora. La literatura siempre va por delante de la vida —mal podrá, por tanto, copiarla— y la función del mentiroso no es otra que la de agradar. Aunque desde una perspectiva diferente, la vieja asimilación platónica del poeta y su obra con la mentira reaparece en L. Mateo Díez (1999: 18-21 y 61). El autor identifica la labor del escritor con la mentira, una labor beneficiosa para él y para los demás, que termina asimilándose a la ficción por cuanto los novelistas construyen, gracias a la imaginación y a la palabra, espacios imaginarios desde los que se abre una puerta al conocimiento del ser humano (16-17). Respecto de los fundamentos sobre los que se apoya la actividad fabuladora, el autor apunta directamente a la interacción entre tres componentes básicos: imaginación, memoria y palabra: los dos primeros como resortes de la actividad ficcionalizadora —la imaginación, afirma, es la ‘memoria fermentada’— y el tercero como espacio donde se plasma esta (2001a: 22-37; 2001b: 23-24). En la consideración de la novela (y la ficción) como un mecanismo cognitivo insisten, además, Kundera, Cortázar, F. Ayala y J. Barnes, entre otros muchos. El primero resalta la dimensión antropológica de la novela, a la que asigna un papel muy importante en el desentrañamiento de la condición humana: “El conocimiento —afirma— es la única moral de la novela” (1987: 16; algo muy parecido en 1985: 227). Casi las mismas palabras —la consideración de la literatura como una ‘empresa de conquista verbal de la realidad’— pueden encontrarse en J. Cortázar (1994: vol. 2, 217-241): la ficción novelesca es el procedimiento con que ha contado el ser humano para el progresivo posesionamiento de los muy ricos y complejos territorios de la realidad y, sobre todo, un instrumento verbal que permite al hombre conocer y conocerse. Para F. Ayala (1971: 541-556), la novela surge durante el Renacimiento como expresión de una nueva episteme, que trata de dar respuesta a los grandes interrogantes del hombre no desde la fe sino con los utensilios de la razón. Finalmente, J. Barnes se expresa de un modo parecido a como lo hace Vargas Llosa respecto de las relaciones entre ficción y verdad: para él, la literatura no solo constituye una forma de acceso a la verdad, sino una de las más potentes sin duda (“Babelia”, El País, 14 de mayo de 2005, p. 2). Con todo, quizá lo más llamativo sea la cita de P. Valèry (1990: 167-168): “...la ficción es nuestra vida. Vivimos continuamente produciendo ficciones... Vivimos solamente de ficciones, que son nuestros proyectos, nuestras esperanzas, nuestros recuerdos, nuestras pesadumbres y nosotros únicamente somos una per-

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petua invención”. Las citas podrían multiplicarse indefinidamente, pero considero que los ejemplos propuestos bastan.

Ficción narrativa y realidad virtual El paradigma de la Nueva Ficción —designación que cubre una amplia gama de manifestaciones— se ha convertido durante los últimos años en el centro de atención y objeto de la reflexión protagonizada, muy especialmente, por los estudiosos franceses. La Nueva Ficción se presenta, ante todo, como un diagnóstico de la situación de lo ficcional a partir de la difusión de nuevos dispositivos ficcionales y, en especial, de lo que convencionalmente se denomina realidad virtual, pero no se detiene ahí; la mayoría de los autores encuadrables en este ámbito —entre ellos, J.M. Schaeffer, Marc Petit, Marc Augé, Pierre Lévy, Jean Baudrillard, Pierre Bourdieu, etc.— se enfrentan a una revisión conceptual de la categoría ficción a la luz, precisamente, de la ampliación experimentada por la difusión de los nuevos usos. Como puede observarse, el interés por este objeto de estudio es compartido por teóricos del arte y de la literatura, sociólogos y antropólogos, etnólogos, etc., lo que, desde otra perspectiva, indica bien a las claras no solo el auge sino la enorme expansión experimentada por la ficción y el interés que ha suscitado durante los últimos decenios. En cuanto al diagnóstico sobre lo que puede depararnos la irrefrenable incorporación de la ficción a ámbitos hasta ahora reservados a la realidad convencional, las opiniones van de las más pesimistas (Baudrillard) hasta las que ven en el fenómeno una manifestación más de una tendencia muy arraigada en el ser humano desde el principio de los tiempos (Schaeffer, Petit), pasando por las de los que no ocultan su preocupación por el borrado de fronteras —y las consecuencias que pudiera tener para el futuro de la humanidad— entre el sueño, la realidad y la ficción (Augé) y las que defienden sin titubeos la marea ficcionalizadora que parece invadir el mundo a través de su creciente virtualización (P. Lévy). A la realidad virtual se atribuyen bondades y perjuicios que ya se han convertido en tópicos; entre las primeras habría que destacar las siguientes: la posibilidad de expandir nuestras capacidades físicas, sensoriales y mentales, adoptar nuevas identidades, influir en el entorno mediante órdenes verbales o gestos, la realización de pensamientos independientemente de su materizalización física, el redescubrimiento y exploración de la realidad convencional (cuyo lugar

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ocupará presumiblemente algún día), etc. En su haber negativo cabe reseñar la desestabilización del concepto de realidad a causa del borrado o indefinición de los límites entre ella y la ficción, su carácter adictivo, el férreo control a que puede ser sometido el ser humano por su mediación... Desde una perspectiva estética global y sin referencias específicas a la literatura, Jean Baudrillard dibuja un panorama realmente sombrío sobre la situación del arte en la actualidad. En él se destaca la tendencia general a lo que el autor denomina estetización de la realidad, esto, la banalización de las imágenes a través de la sistemática construcción de simulacros: “El ARTE —dice el autor (1998: 11)— se ha realizado hoy en todas partes. Está en los museos, en las galerías, pero también en la basura, en los muros, en las calles, en la banalidad de todas las cosas hoy sacralizadas sin ninguna forma de proceso. La estetización del mundo es total...”. Esta vasta empresa se traduce en una serie de operaciones entre las que hay que destacar, en primer lugar, la apropiación sistemática de las obras del pasado en el marco de una actitud revisionista —muy clara en el caso de cine y de las artes plásticas, cabe reseñar, pero no ausente del campo de la creación literaria— que, tras la apariencia de la ironía y el humor, lo que esconde realmente es un intenso resentimiento y una desilusión radical. Este último aspecto es claramente perceptible en lo que convencionalmente se conoce como realidad virtual: tras el pretexto de construir una realidad perfecta se oculta la destrucción incuestionable de la ilusión artística a través del mecanismo de la reproducción, que no busca más que “la exterminación de lo real por su doble” (17). A través de una ingente proliferación de imágenes, de tapar todos los huecos y de disipar las sombras, se ha perdido lo que Benjamin denomina aura artística. Pero las imágenes han terminado por derrocar a los objetos en función de las cuales fueron creadas, asumiendo su propia esencia y ocupando su lugar; han pasado de vehículo o instrumento para adentrarse en la realidad a convertirse en un fin en sí mismas. Las imágenes constituyen, en suma, la médula de la nueva realidad, la realidad virtual, una entidad sin secretos, transparente, vacía de sentido y de capacidad generadora de la ilusión. Por este camino de sustituciones se ha desembocado en una inversión importante: Ya no es el sujeto el que representa al mundo, es el objeto el que refracta al sujeto y sutilmente, a través de los medios, a través de la tecnología, le impone su presencia, su forma aleatoria... El poder del objeto entonces se abre camino a través de la simulación, a través de los simulacros, a través del artificio que le hemos impuesto... Es el fin de la aventura de la representación, o

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del dominio del mundo por la voluntad de la representación, como dice Schopenhauer... (24).

Es, pues, necesario (y urgente) recuperar la capacidad del arte de generar ilusión, esto es, de practicar el engaño, la invención de ‘objetos-señuelo’ que mantengan vivo su poder de seducción y de ir, por consiguiente, a contracorriente de la realidad virtual y lo que ella representa: el exterminio del arte y, en definitiva, de la realidad. Lo virtual se ha apropiado de la sustancia de lo real y lo realmente dramático es que “no hay sitio suficiente para el mundo y sus dobles” (1996: 34). Cabe decir, con todo, que el arte se ha valido desde siempre del procedimiento de la simulación y de la creación de simulacros para el logro de su objetivo básico: el despertar de la ilusión en el receptor; hoy, en cambio, la aplicación de medios técnicos de reproducción mecánica facilita la multiplicación y difusión inmediata de objetos artísticos, pero desprovistos de la capacidad de ilusionar. Este fenómeno representa, según el autor, el grado Xerox de la cultura, la estetización general del mundo (además de su mercantilización) y, simultáneamente, la muerte del arte. A ello contribuyen no poco todos esos recursos —alta definición, alta fidelidad, interacción, transmisión en tiempo real, etc.— que buscan una percepción más perfecta de la realidad pero, paradójicamente, lo que consiguen es su desaparición (85). Como señala M.-L. Ryan (2004: 54), para Baudrillard, virtual equivale a falsificación y a liquidación de la realidad; la autora no comparte su escepticismo radical: Vivimos en un simulacro porque vivimos dentro de nuestros propios modelos de realidad. Lo que yo llamo “mundo” es la percepción y la imagen que tengo del mismo. Por lo tanto, lo que es real para mí es el resultado de mi proceso de copia, de mi producción de virtualidad y de mi capacidad para construir significados. Puede que las copias que constituyen mi mundo no sean duplicados perfectos, pero eso no hace que sean necesariamente falsas, engañosas o que carezcan de referente.

Lo que se cuestiona, en definitiva, es el poder del arte para reflejar la realidad aunque, según los estudiosos, parece que el concepto de mímesis dista mucho de haber agotado todas sus virtualidades, sobre todo, en al campo de la estética filosófica. A los testimonios antes mencionados es preciso añadir los de Adorno (1978), E. H. Gombrich (2002), R. Girard (1961) y J. Derrida (1975, 1985, 1989), autor cuya doctrina es la que

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ofrece un interés mayor. Adorno cataloga como ‘subversiva’ la mímesis por cuanto no implica copia sino la aparición o ‘huella’ de algo que no existe; se trata, en suma, de una presencia ilusoria de lo que no es. Para Gombrich (2002: 52, 76-77, 190-191), en cambio, la representación artística se relaciona directamente con el fenómeno de la percepción, que es un hecho psicológico. Lo que hace el artista no es tanto someterse al objeto cuanto imponerle sus esquemas mentales, una especie de categorías a priori —la referencia a Kant no es en modo alguno casual— que son anteriores al mundo externo y condicionan el modo en que es percibido por el sujeto de la representación. La noción de mímesis se erige en un instrumento fundamental dentro del sistema filosófico de Derrida y, más específicamente, respecto de las relaciones entre la palabra oral y la escritura (y, por supuesto, para aclarar la naturaleza de esta última). Quizá lo más importante para la correcta comprensión del pensamiento derridiano en este punto sea su afirmación de que Platón acertó plenamente al designar los rasgos caracterizadores de la mímesis. Por otra parte, su disociación entre signo y presencia lo lleva a concluir que el supuesto espejo de la mímesis no refleja ninguna realidad exterior a él mismo; lo que produce, por consiguiente, es un efecto de realidad (1975: 312). De esta manera quedan sentadas las bases para lo que muy pronto comenzará a designarse —específicamente, en el ámbito francés— el todo ficción y M.-L. Ryan (1999) denomina panficcionalidad (con lo que las barreras entre ficción y no ficción quedarían seriamente dañadas). De un modo casi jocoso tanto Schaeffer (2002: IX-XVI) como Petit (2000) aluden a las profecías apocalípticas de quienes defienden que nada bueno puede esperarse de algo tan diabólico como la realidad virtual y afines. Dice Petit: Los ciberpaisanos de la prensa intelectual enrollada ya se han apropiado de este invento revolucionario y ahora anuncian a quien quiera oírlos la muerte de la ficción y su sustitución por una simulación programada interactiva de la vida personal. Así se aboliría no solo la diferencia entre imaginación y realidad, el interior y el exterior, sino también la propia existencia, ese vestigio arcaico de la era de lo múltiple, anterior al establecimiento de la Comunicación Universal Integrada (65).

Petit insiste en el paralelismo entre sueño y ficción y, en definitiva, entre formas diversas de actividad imaginaria, cuya función resulta vital para el desarrollo de la existencia cotidiana del ser humano. En la constitución de la ficción interviene de modo preferente la imaginación en sus variadas

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formas —productora, reproductora y combinatoria— aunque lo realmente importante es su arraigo antropológico por las importantísimas funciones que desempeña respecto del ser humano: encontrar un sentido a la existencia (parentesco con el mito y el cuento popular), facilitar el desarrollo de la personalidad en las etapas de aprendizaje, luchar con una mentira mejor compuesta y más eficaz contra los fabricantes de engaños por interés (política, economía, ideologías), etc. Nada tiene que ver con esto la llamada realidad virtual, esto es, el procedimiento técnico creado por la ingeniería para ‘corporeizar las alucinaciones’ y cuyo fin primordial es la anulación efectiva del gran poder que reside en la imaginación y en el sueño; de eso se encargará la máquina correspondiente. Schaeffer distingue, por su parte, una doble actitud ante la ficción: eufórica o entusiasta porque, según sus partidarios, representa un avance de enormes proporciones —comparable en importancia al salto operado durante el Renacimiento— en el marco general del progreso humano; disfórica o crítica, a causa de los males que conlleva, en especial, el triunfo de lo virtual sobre lo actual y los peligros de confundir la apariencia con la realidad. El autor (2002: 8, 293, 299-301) considera que los ataques contra la realidad virtual son una prolongación de los efectuados contra el arte realista por parte del movimiento romántico, el arte abstracto, etc., en los que se mezclan argumentos de la más variada índole. Lo digital no encierra en sí ningún peligro de desplazamiento o usurpación del lugar atribuido a la realidad convencional y constituye un paso más en la larga historia de las manifestaciones ficcionales. En sentido estricto, la distinción entre ficciones digitales y ficciones tradicionales es de orden pragmático y lo realmente importante es que tanto en un caso como en el otro se trata de ficciones, es decir, actividades que implican un fingimiento lúdico compartido. Son tres los rasgos de los medios digitales (no del todo ausentes de otros dispositivos ficcionales como el cine o la ópera): multimediáticos —su soporte es universal y reversible, esto es, retraducible a la señal original—, interactivos —el jugador está representado en el marco del universo ficcional e interactúa con otros personajes— y potenciadores de una inmersión total (con una intensidad desconocida hasta el momento que puede afectar a todos los sentidos). La verdadera novedad de las ficciones digitales reside en que agrupan y activan de forma conjunta las técnicas antes distribuidas entre diferentes dispositivos ficcionales. Para terminar, convendría señalar que las ficciones digitales se encuentran más cerca de las ficciones artísticas de lo que nunca lo han estado las ficciones tradicionales. Así, pues, no existen motivos razonables para desconfiar de las nuevas versiones de lo ficcional.

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Un optimismo similar, aunque matizado, es el que preside el estudio de Marc Augé (1988), en el que aporta argumentos favorables al cultivo de la ficción y previene sobre los peligros de algunos usos específicos desde la perspectiva de lo que el autor denomina etno-ficción. Aludiendo al nuevo régimen de la ficción, Augé afirma: “La verdad es que la imagen no es lo único que cuenta en la observación del cambio que estamos hoy invitados a establecer. Más exactamente, lo que ha cambiado son las condiciones de circulación entre lo imaginario individual (por ejemplo, los sueños), lo imaginario colectivo (por ejemplo, el mito) y la ficción (literaria o artística, puesta en imagen o no)” (19). Esta situación no conlleva de por sí ningún peligro por la simple razón de que, desde siempre, lo social y lo imaginario han estado estrechamente unidos (y, por supuesto, los universos individuales y los generados a través del arte). Tres son correlativamente los polos de lo imaginario —el sueño, el mito y la creación literaria— cuyas imágenes discurren por un camino de doble dirección y de influjo mutuo; la producción de tales imágenes parece relacionarse, desde el punto de vista de la Antropología, más con la muerte que con la infancia (tal como defiende Freud). Lo imaginario y la memoria colectivos (IMC) constituyen una realidad simbólica por referencia a la cual se define un grupo y en virtud de la cual ese grupo se reproduce en el universo imaginario generación tras generación. El problema reside en que la hipotética neutralización de una de estas fuentes podría repercutir directamente sobre las otras dos; ahí reside precisamente el peligro de lo que el autor denomina guerra de los sueños. En el nuevo régimen de la ficción, este tiende a expandirse y a ocupar todo el espacio (antes claramente delimitado) entre la realidad y ella misma: una ficcionalidad que circula en todas direcciones, prescinde del autor y abarca los mundos imaginarios colectivos heredados de la tradición. Tal es la nueva ficción o ficción-imagen, cuyo estatuto afecta de forma directa al yo ficticio, el cual corre el peligro de quedar atrapado en las redes de dicha ficción (76-77, 136). Dicho en otros términos: si se consolida el imperialismo de la imagen-ficción, este hecho tendría graves consecuencias para el ser humano. Entre los signos externos de esta invasión, no tan pacífica como pudiera esperarse, cabría mencionar la televisión, que se ha erigido en reloj y reguladora de la vida cotidiana llenando la pantalla y el tiempo de personajes familiares y puntos de referencia tranquilizadores. Por lo demás, es tan natural la transición de las retransmisiones informativas o deportivas a los programas ficcionales que en no pocas ocasiones re-

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sulta muy difícil su distinción (y la dificultad notablemente cuando acontecimientos como el comienzo de la guerra del Golfo o la invasión de Irak se transmiten en un horario fijo para que los telespectadores asistan en directo al gran espectáculo). Como señala Manuel Castells (1997: I, 403-408), en el mundo audiovisual se observa una clara tendencia a la indiferenciación de los contenidos dentro de un mismo medio porque unos se aprovechan de los códigos de otros: los programas educativos tienden a asimilarse a los videojuegos, las noticias a los espectáculos audiovisuales, los juicios a los culebrones, las competiciones deportivas cuentan con el concurso de los espectadores para su coreografía, etc. Con la llegada del multimedia se produce un fenómeno importante: Su advenimiento equivale a poner fin a la separación, e incluso a la distinción, entre medios audiovisuales e impresos, cultura popular y erudita, entretenimiento e información, educación y persuasión. Toda expresión cultural, de la peor a la mejor, de la más elitista a la más popular, se reúne en este universo digital, que conecta en un supertexto histórico y gigantesco las manifestaciones pasadas, presentes y futuras de la mente comunicativa. Al hacerlo construye un nuevo entorno simbólico. Hace de la virtualidad nuestra realidad (405).

Por si fuera pequeño el aluvión de imágenes que nos rodea, se crean inmensos parques de diversiones tipo Disneyworld, que reproducen sin esfuerzo suplementario para el visitante los personajes de los cuentos infantiles e incluso, siguiendo un camino inverso, la ficción es imitada por la realidad cuando se levantan edificios emulando el estilo arquitectónico de construcciones pertenecientes a universos ficcionales. Para esta inmensa tarea de ficcionalización progresiva de lo real la ficción cuenta con un aliado tan eficaz como la tecnología y, también sin duda, con la dificultad de la gente para relacionarse socialmente. ¿Qué cabe hacer ante una situación en apariencia tan catastrófica? En primer lugar, es preciso adoptar una ‘moral de resistencia’ y pensar que no deben confundirse los modelos y la realidad; a continuación, que la imagen posee las virtualidades que uno quiera prestarle y, sobre todo, que no tiene que conducir inevitablemente a la alienación. Este papel corresponde, fundamentalmente, a los creadores —a quienes corresponde favorecer el encuentro entre el imaginario individual, el imaginario colectivo y la ficción— y quienes, en suma, y a pesar de todo, no renuncian a dar forma a sus fantasías. En una orientación inequívocamente positiva se inscribe la obra de Pierre Lévy (1999), en la que, ya desde los mismos comienzos, rechaza

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cualquier actitud catastrofista en relación con el intenso proceso de virtualización en que estamos inmersos. El examen del fenómeno se lleva a cabo desde una triple perspectiva: filosófica —atiende preferentemente a la noción de virtualización—, antropológica —considera la relación entre la virtualización y el progreso de lo humano— y sociopolítica, esto es, la que se interesa por la correcta comprensión del papel de lo virtual para sacar provecho de él. La primera cuestión que se plantea en este trabajo es la de los límites entre parcelas en apariencia muy próximas y términos que, para algunos, pasan por sinónimos rigurosos. El deslinde afecta a cuatro vocablos —real, virtual, posible y actual— aunque lo que tiene realmente en el punto de mira es la definición de lo virtual. Este —que, en sentido estricto, tiene muy poco que ver con lo imaginario, lo falso o ilusorio— no se opone a lo real sino a lo actual y entre ellos no media ningún parecido; lo posible, en cambio, se presenta como algo idéntico a lo real, excepto en la existencia. ¿En qué consiste, pues, la virtualización? Se trataría de un movimiento inverso a la actualización, que presenta algunas peculiaridades dignas de mención. En primer lugar, no implica desrealización (el paso de lo real a lo posible) sino un cambio de identidad ontológica del objeto, que se define no tanto por la aportación de soluciones —con lo que se entraría en el ámbito de lo actual— como por la problematización o búsqueda de remedios o salidas para una determinada dificultad. En su carácter heurístico reside precisamente el gran potencial de lo virtual en lo que a la creación de la realidad se refiere. Se trata, a continuación, de un fenómeno que afecta a la realidad en general y, de manera directa, al espacio a través de la desterritorialización que implica: la consecución de la unidad de tiempo a costa de la desaparición del espacio (o, mejor dicho, a costa de su multiplicación y la mutación de espacios y tiempos). Entre las esferas de lo real-humano sometidas a procesos de virtualización se encuentran fundamentalmente el cuerpo —procedimientos para el diagnóstico, que luego se traducen en reconstrucciones en tres dimensiones, la curación o remodelado a través de la telecirugía o cibercirugía, la cirugía estética, etc., además del teléfono o la televisión respecto de la percepción sensorial—, la economía (bancos virtuales, dinero no palpable, etc.), el aprendizaje (simuladores de vuelo para pilotar un avión o conducir un automóvil) y, por supuesto, el texto. Lo virtual se encuentra indisolublemente unido a la escritura en cuanto soporte de la memoria desde sus mismos orígenes, pero este fenómeno se ha multiplicado en el caso del hipertexto:

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El hipertexto, el hipermedia o el multimedia interactivo siguen, pues un antiguo proceso de artificialiazación de la lectura. Si leer consiste en seleccionar, en esquematizar, en construir una red de llamadas internas al texto, en asociar a otros datos, en integrar las palabras y las imágenes en una memoria personal en permanente reconstrucción, entonces los dispositivos hipertextuales constituyen incontestablemente una especie de objetivación, de exteriorización y de virtualización de los procesos de lectura... En relación a las técnicas anteriores de lectura en red, la digitalización introduce una pequeña revolución copernicana: ya no es el navegador el que sigue las instrucciones de lectura y se desplaza físicamente en el hipertexto, pasando las páginas, moviendo pesados volúmenes, recorriendo la biblioteca, sino que, de ahora en adelante, es un texto móvil, caleidoscópico, que presenta sus facetas, gira, se pliega y se despliega a voluntad ante el lector (42).

En suma, la entrada de un texto en un sistema-proceso de digitalización supone automáticamente su multiplicación y apertura hacia otros textos a través de numerosos enlaces y su buena disposición a entrar en contacto con ellos y confirma algo conocido de tiempo atrás: que el texto pasa a pertenecer por completo a él. Tres son los procedimientos que, ciertamente de modo no exclusivo, franquean el camino hacia lo virtual y los tres cuentan con una tradición que se remonta ampliamente en el tiempo; se trata en realidad de las operaciones implícitas en las disciplinas constitutivas del trivium medieval, esto es, gramática, retórica y dialéctica (especial interés reviste el papel de la retórica por cuanto permite la invención de mundos alternativos). El autor insiste (121-122), por lo demás, en que lo virtual no es ni mucho menos algo reciente sino una realidad inequívocamente vinculada al desarrollo del ser humano. Estas tres disciplinas subyacen, pues, a las operaciones que conducen a la virtualización y en este sentido entroncan con lo que el autor denomina quadrivium ontológico, esto es, lo real, posible, virtual y actual. Se trata de las cuatro formas de ser anteriormente examinadas, a las que ahora se añaden nuevas notas: poseen, no obstante la diversidad de manifestaciones que les es propia, idéntico nivel o dignidad ontológicos, son verdaderamente complementarias, se encuentran unidas entre sí por una relación dialéctica y actúan conjuntamente en muchas ocasiones. Cabe indicar, además, el carácter latente de lo posible y lo virtual frente a la dimensión manifiesta de lo real y lo actual y que la creación se inscribe en la articulación de este con lo virtual. Lo virtual, en suma, no apunta directamente a la imaginación ni a la falsedad sino que se presenta como un principio constitutivo del mundo que nos permite compartir la realidad y que abre nuevos espacios tanto a

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la verdad como a la mentira. En este sentido, al arte se le reserva el importante papel de hacer visible sensorial y emotivamente los enormes progresos de la virtualización. El tipo de artista que surge con esta modalidad del ser tiene asignados cometidos muy diversos a los tradicionales: más que de contar historias se encarga de construir mundos para innumerables historias futuras; puede afirmarse que se trata de un ingeniero o un escultor de lo virtual. Según M.-L. Ryan (2004: 55, 66-67), en Lévy lo virtual se define por su potencia o capacidad para configurar la realidad y, de otra parte, por su carácter determinante respecto de la naturaleza del texto literario y del estatuto ontológico de cualquier manifestación textual. En cuanto realidades destinadas a ser actualizadas en cualquier tiempo y lugar por un receptor, los textos poseen una entidad palmariamente virtual. Baudelaire y Huysmans constituyen sin duda un buen ejemplo del carácter virtual de la creación literaria estimulada desde el exterior, que se manifiesta en la instauración de ‘paraísos artificiales’ (piénsese en toda la actividad desplegada por el protagonista de A contrapelo en la decoración de su casa) (101-112). Pero lo que se denomina Nueva Ficción es, sobre todo, un movimiento comprensivo con los nuevos dispositivos ficcionales (independientemente de la procedencia) a través de su entronque con lo antropológico y una dinámica que arranca de los orígenes de la humanidad. En el caso de la realidad virtual, son realmente pocos, por lo general, los lazos que se establecen con el universo de la literatura; habría que reseñar, con todo, una excepción: M.-L. Ryan (2003: 107-119). La autora parte de la definición de K. Pimentel y K. Texeira (1993), quienes caracterizan la realidad virtual como “una experiencia de inmersión interactiva generada por ordenador” (2003: 108) y se propone analizarla como un hecho semiótico que ha de ser contextualizado en el marco general de la cultura de nuestro tiempo. Es más, para Ryan (2004: 151-209), los rasgos de interacción e inmersión pueden considerarse como el lugar más idóneo para el contraste de una teoría general de la representación y de la comunicación. El efecto de inmersión —en sus diversas manifestaciones: espacial, temporal y emotiva— se encuentra estrechamente unido a lo que J.-M. Schaeffer denominaba ‘ganchos’, es decir, a los procedimientos que potencian el realismo de la representación actuando como estímulos sensoriales. En este sentido, cabe decir que durante mucho tiempo la literatura —y por aquí comienza a atisbarse la primera y gran conexión entre los dominios del arte y lo virtual— ha desempeñado una función similar a la que hoy se le asigna a la realidad virtual: efecto de inmersión, traducción de signos en imágenes, afloramiento de emociones, inducción de determinadas formas de

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conducta, etc. La realidad virtual, por otra parte, se relaciona directamente con el relato, pero más que de una narración habría que hablar de una ‘matriz de historias posibles’ (2004: 90). Para Ryan, la noción de inmersión que se asocia con la realidad virtual tiene mucho que ver con las teorías de la narración fundamentadas en el concepto de mundo posible, mientras que la interactividad se relaciona más con el del juego (un concepto importante en campos muy diversos como atestigua su empleo por parte de J. Huzinga, R. Callois, L. Wittgenstein, H. Waihinger, J. Derrida, V. Nabokov, I. Calvino, el movimiento OULIPO, etc.). La inmersión es un efecto asociado tradicionalmente a la literatura, mientras que la interactividad plantea más dificultades en su aplicación al ámbito de lo literario, aunque no faltan intentos por implicar de un modo más activo al lector por parte (principalmente) de la posmodernidad: piénsese en Juego de cartas (Max Aub), Rayuela (Cortázar), Composition Nº 1 (Marc Saporta), La vida, instrucciones de uso (Georges Perec), etc. Con todo, las metáforas del ‘texto como mundo’ y del ‘texto como juego’ presentan, como era de esperar, características específicas. En el primer caso, el lenguaje se concibe como un espejo y una materia transparente, cuyo significado es de tipo referencial-vertical; por otra parte, se exige del lector-voyeur una actitud no reflexiva, además de la voluntaria suspensión de la descreencia, cierta competencia lingüístico-literaria y, por supuesto, un conocimiento básico del mundo. La obra, por lo demás, se concibe como una realidad orgánica en cuyo interior aparece un espacio representado y, en términos informáticos, sería equiparable a un sistema operativo IBM Pc (MS-DOS). En el segundo supuesto, la función del lenguaje se ve más como un cubo o una caja de herramientas, cuyo significado se define como relacional-horizontal, netamente intratextual y subordinado a la forma. Al lector se le pide, por otra parte, una gran competencia literaria, una actitud reflexivo-anti-ilusionista, y desarrollar una actividad catalogable como navegación/exploración, esto es, la propia de alguien que visita un mundo nuevo; en términos informáticos, su sistema operativo sería Macintosh (Ryan 2004: 231-241). Como se observó anteriormente, la teoría de los mundos posibles ha sido objeto de múltiples aplicaciones al ámbito de la literatura; dichas teorías presentan como rasgo común el privilegio atribuido al denominado al mundo real frente al resto. Para la autora, lo que diferencia al mundo real de los mundos posibles es, fundamentalmente, que este es fruto de la actividad mental (sueños, deseos, hipótesis, la imaginación). Lo que añade la realidad virtual es una manera de percibir que afecta tanto al cuerpo como a la mente, esto es,

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que vuelve palpable una realidad de naturaleza inmaterial; con todo, que no sean materiales no implica, como es lógico, que no sean reales (lo son, según David Lewis, para sus habitantes). De su efecto sobre el receptor dan buena muestra las palabras de Pimentel y Texeira (1993: 15) cuando a firman que, una vez cruzado el umbral del mundo virtual, la inmersión opera de un modo semejante a como lo hace en el caso de un libro. Existen dos maneras de percibir los mundos posibles claramente diferenciadas: las que actúan a modo de naves espaciales y las que lo hacen como telescopios. En el primer caso —es lo propio de la ficción o la tecnología de la realidad virtual— se lleva a cabo un traslado de la conciencia a otro mundo y una reorganización del universo en torno a esa nueva realidad virtual sin que ello implique la gestación de ningún tipo de ilusión ni el olvido por parte del lector de la realidad de donde procede. En cambio, en el modo telescopio (deseos o hipótesis) la conciencia se mantiene soldada a la realidad nativa y la contemplación de los mundos posibles se lleva a cabo desde el exterior. El acceso a los universos ficcionales se opera a partir de la voluntaria suspensión de la incredulidad y a través del fingimiento de que existe una realidad independiente construida gracias al poder demiúrgico de la imaginación y a las estrategias textuales. La idea de mundo textual significa que el lector construye en su imaginación un conjunto de objetos independientes del lenguaje. El lector utiliza los enunciados textuales como guía, pero convierte su imagen incompleta en una representación mucho más vívida importando información que le proporcionan los modelos cognitivos interiorizados, los mecanismos de inferencia, las experiencias vitales y los conocimientos culturales, incluidos aquellos que provienen de otros textos (2004: 118).

La autora se hace eco de la afirmación de K. Walton (1980: 11) de que un texto ficcional constituye el soporte para una actividad simuladora y la puerta de acceso al universo de ficción a partir de esa propiedad del medio llamada transparencia, en virtud de la cual este desaparece de hecho del horizonte perceptivo, posibilitando de paso la inmersión y vivencia por el lector de la historia narrada y la relación con los personajes como si de seres humanos se tratase. La comparación entre literatura narrativa y realidad virtual se basa en la capacidad de la primera para reflejar y transmitir los variados registros de la experiencia humana a través de un lenguaje impregnado de imaginación. Los poderes de la ficción son en este sentido muy notables, según la autora (ibid., 112), puesto que facilita la experiencia de un mundo de una manera mucho más intensa que si fuera real a tra-

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vés de la interacción. Es la posibilidad de mover los sensores lo que hace posible asumir otra identidad: como observa Lasko-Harvill (1992: 277) la realidad virtual nos permite, con una facilidad sorprendente, que intercambiemos los ojos con otra persona y que nos veamos a nosotros mismos y al mundo desde su punto de vista. Este intercambio de ojos con otra persona se corresponde, en la narración, con la posibilidad de hablar de uno mismo en tercera persona o de cambiar de la primera a la tercera para aludir al mismo referente.

Un argumento más a favor del paralelismo entre la realidad virtual y la ficción narrativa es que los autores se transforman cuando ingresan en un mundo ficcional adoptando las más diversas máscaras: narradores en primera, segunda o tercera persona. Tanto la realidad virtual como la ficción narrativa hacen posible —primero a los autores y, posteriormente, a los lectores— ir más allá de la percepción a través de la invención de historias que no han ocurrido y, sobre todo, instalarse en la conciencia de otro, algo habitualmente vedado a cualquier ser humano en circunstancias normales. Este refinado juego depende, en principio, de la capacidad de cada uno para la inmersión ficcional —esto es, la dimensión preponderantemente estática de la representación— pero alcanza su ejecución completa con la interacción, que implica inexcusablemente una simulación llena de dinamismo. No obstante, todas las extrapolaciones del concepto de interacción al ámbito de la ficción narrativa continúan siendo en gran medida de índole metafórica. Solo en la escritura electrónica —es decir, en el hipertexto: cuando el texto ha dejado de ser una aglomeración estática de signos y se presenta como resultado del encuentro entre la inteligencia del lector y un sistema semiótico— se actualizan las potencialidades de la interacción. Pero, en este supuesto el texto ha modificado muy notablemente su fisonomía pasando a presentarse como ‘la red íntegra de enlaces y nodos textuales’, que alcanza el grado máximo de interacción cuando el lector responde a la invitación de contribuir creativa o interactivamente a un texto virtual dado añadiendo texto o enlaces. Esta actividad reviste dos formas: la del que asume el papel de narrador y crea un destino al personaje correspondiente (interviniendo solo desde fuera) y la del que, a la manera de un juego de rol, se atribuye una identidad e interactúa, desde dentro, con otros personajes. Volviendo al plano del texto, es importante señalar la incompatibilidad entre inmersión e interacción: la primera se vincula al desarrollo lineal de una trama y supone la existencia de un referente o mundo extratextual

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hacia el que orienta su atención; la interacción, en cambio, se asocia a la organización espacial, progresa en un hábitat menos sólido y en constante reordenación y saca todo el partido posible del lado físico del medio (ibid., 151-209). Ryan añade (2003: 118) —coincidiendo en este punto con E. H. Gombrich (2002: 3 ss.) y Martínez Bonati (1992: 96)— que no es posible ver simultáneamente los signos y el mundo representado por ellos y que, en definitiva, la realidad virtual ...reconcilia la inmersión y la interacción a través de la mediación del cuerpo... Cuando se invita a un lector de la postmodernidad a participar en la construcción de un mundo de ficción, este es consciente de que tal mundo no existe independientemente de la actividad semiótica: de ahí la pérdida del poder de la inmersión. Sin embargo, el usuario de un sistema de RV interactúa con ese mundo como si existiera autónomamente, porque el mundo virtual es accesible con cualquier sentido, y particularmente con el del tacto (118).

Uno puede preguntarse por qué necesita un lector —cuyo trabajo ha sido comparado con el de un actor sobre un escenario teatral, un viajero provisto de un mapa a través de un territorio, alguien que compra productos en el supermercado u organiza datos dispersos o fragmentarios para crear su propia versión (o versiones de la historia)— suministrar datos a un texto para convertirlo en un texto interactivo. Las razones son realmente diversas: determinar el rumbo del argumento de una obra a partir de las posibilidades suministradas por el autor, modificar el punto de vista (pasando, por ejemplo, de un personaje a otro), apreciar las posibilidades que ofrece la historia en un determinado momento, añadir texto en un proyecto de escritura colectivo, etc. Se trata de imágenes y actividades que acercan al lector al papel del escritor: La pretensión de que el hipertexto convierte al lector en escritor puede ser una gran hipérbole, si por escritura entendemos una actividad que requiere imaginación y habilidades lingüísticas, pero nos ofrece importantes claves en lo que respecta al choque de la interactividad con la inmersión. El lector de narraciones con elecciones múltiples se convierte en autor, no en el sentido creativo del término, sino porque ejerce una autoridad sobre los personajes. En los momentos decisivos, el lector se convierte en algo así como un autor que de manera semejante a los dioses crea el mundo de ficción desde una perspectiva exterior.

Una diferencia más entre texto e hipertexto reside en el hecho de que en el primer caso el mundo textual se presenta como una creación, como

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realidad mental, de la que está ausente el autor, mientras que en el segundo —cuando la mente puede engendrar un mundo desde el exterior— el cuerpo es capaz de vivirlo desde dentro. Así, la realidad virtual convierte la relación del usuario con el mundo en una participación creativa; si la literatura aspira, por consiguiente, a superar el conflicto entre inmersión e interacción ha de hacerlo a través de un procedimiento que la acerque al ámbito de lo virtual, esto es, hacer del lenguaje la manifestación de una manera corpórea de habitar el mundo (Ryan 2003: 119; 2004: 254-270). La autora concluye que quizá la realidad virtual no sea el mejor ejemplo a imitar por la literatura, una actividad de carácter verbal empeñada en combinar inmersión e interacción; quizá, añade, debería propender más a la alternancia entre estos dos tipos de experiencia que a su armonización (2004: 419). Manuel Castells (2001: 231) se muestra escéptico respecto de la existencia real del hipertexto (con todas las potencialidades que se le han venido suponiendo); en su opinión, más que una realidad exterior, el hipertexto —en cuanto sistema verdaderamente interactivo en cuyo marco podrían convivir, combinarse y recombinarse todas las formas culturales presentes, pasadas y futuras— ha de verse como una entidad mental. Ahora bien, en una cultura como la propia de la realidad virtual se necesitan protocolos de significado que garanticen la comunicación. Entre dichos códigos, el arte siempre ha ocupado el lugar más alto, siendo también el medio más eficaz para reconstruir, por encima de las diferencias, la unidad de la experiencia humana. Concluye el autor: En un mundo de espejos rotos, formado por textos no comunicables, el arte podría ser, sin ningún programa, con su mera existencia, un protocolo de comunicación y un instrumento de reconstrucción social. Sugiriendo, ya sea a través de la desconcertante ironía o de la pura belleza, que seguimos siendo capaces de convivir y disfrutar con dicha convivencia. El arte, que es cada vez más una expresión híbrida de materiales virtuales y físicos, puede convertirse en un puente entre la red y yo (232).

J-Mª. Pozuelo (2002: 134) considera, en este sentido, que el lenguaje electrónico supone la incorporación de un tercer tipo de memoria colectiva, que habría que añadir a los señalados por I. Lotman: la ‘textualizada’ por medio de la escritura —centrada en los acontecimientos singulares y expresada por medio de crónicas, narraciones o descripciones— y la ‘no textualizada’. El tercer tipo bascula sobre la norma y se manifiesta a través del calendario; para entender lo esencial de la tercera modalidad resulta

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muy adecuado el concepto baudrillariano de simulacro, esto es, la sustitución de la realidad por su simulación: “En la era de la tecnología, en definitiva, copiar un original —dice J. Taléns (1994: 133)— significa producir un simulacro”. El juego de la simulación tiende a reducir la realidad a un conjunto de significantes —a identificar el mapa con el territorio, como diría Baudrillard— y esto tiene como consecuencia la desestabilización del sujeto en estrecha relación con el cuestionamiento de la referencialidad. A la misma conclusión llega Pozuelo Yvancos cuando alude (ibid., 137) a la elisión de la referencia histórica a causa de la imprecisión de las fronteras entre la simulación y el objeto simulado. El autor termina invocando la necesidad de conservar los dos primeros tipos de memoria —la oral y la textual— para conjurar de alguna manera los peligros inherentes a un medio excesivamente poderoso como es el lenguaje de lo virtual. Conviene señalar, a modo de cierre de este apartado, que es a todas luces excesivo el optimismo despertado por la realidad virtual en cuanto a las transformaciones —ciertamente, no son pocas y presentan un signo inequívocamente positivo— que le esperan a la humanidad gracias a su concurso. Tampoco está justificada la actitud catastrofista de sus detractores, ya que, en definitiva, se trata de un nuevo dispositivo ficcional análogo a otros ya existentes —indiscutiblemente más potente y con una capacidad de inmersión desconocida hasta el momento— y, como señala Schaeffer, la acusación respecto de los peligros que encierra la ficción respecto de una confusión o invasión de la realidad convencional por aquélla ha acompañado indefectiblemente la aparición de una nueva modalidad ficcional a lo largo de la historia. Es preciso reconocer, por otra parte, que la idea de una virtualización o ficcionalización del mundo se ha visto notablemente reforzada por las tendencias de que se nutre la posmodernidad. En efecto, Baudrillard —y sus propuestas y las de Pierre Bourdieu no hacen más que reforzarse en este sentido— insiste en el papel determinante de la televisión en la nueva era de la comunicación y la indistinción entre el original y la copia (y la consiguiente negación de la mímesis) cuando afirma: Pero hoy ya no existen la escena y el espejo. Hay, en cambio, una pantalla y una red: En lugar de la trascendencia reflexiva del espejo y la escena, hay una superficie no reflexiva, una superficie inmanente donde se despliegan las operaciones, la suave superficie operativa de la comunicación... Con la imagen televisiva, ya que la televisión es el objeto definitivo y perfecto en esta nueva era, nuestro propio cuerpo y todo el universo circundante se convierten en una pantalla de control (1998: 188).

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Los estudios y diagnósticos de la posmodernidad llevados a cabo por los grandes teóricos de esta corriente —entre los que cabe destacar a G. Vattimo, J. Habermas y F. Jameson— resaltan la enorme eficacia de los media no para representar el universo, sino para crearlo a partir de lo que Vattimo (1989: 107-108) denomina fabulación del mundo, esto es, la constitución de la realidad a base de sustituir los datos por su interpretación. Todo ello forma parte de una vasta operación de simulación, que afecta a los más diversos ámbitos de lo real, según Jorge Lozano (1983: 13); específicamente, a la distinción entre original y copia, entre lo verdadero y lo falso y, por supuesto, entre lo real e lo imaginario. Dicho en otros términos: asistimos al triunfo del simulacro y la clonación. Son no poco otros rasgos de la posmodernidad que han contribuido a esta situación: la desintegración o desestabilización del sujeto —conceptos que deben mucho a la reflexión de J. Lacan, M. Foucault e incluso al Barthes de ‘la muerte del autor’— o la sustitución del todo por la parte (o suma de partes), hechos cuyas consecuencias serán enormes para la concepción del arte y de la vida. De lo que se trata, en definitiva, es de sembrar la duda y el escepticismo sobre los grandes ideales de la modernidad a través de la proclamación de que el hombre es una invención y la percepción del mundo como realidad fragmentada, desrealizada y convertida en espectáculo (F. Jameson 1991: 46, 72-73, 77).

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. Ficción implícita y explícita

De manera más comúnmente implícita (pero también de forma explícita) la narrativa, desde el Quijote por lo menos, ha ido tematizando progresivamente cuestiones y aspectos o categorías centrales de la ficción: sus orígenes imaginarios, las continuas metamorfosis de la fuente enunciativa, la naturaleza de los mundos proyectados en el texto gracias al dinamismo de la imaginación, el papel del receptor, la idiosincrasia de los personajes, el trascendente papel del tiempo y el espacio, las singularidades del discurso narrativo, la lógica específica de la ficción, la cercanía entre ficción y realidad y sus consecuencias, la tramoya de la ficción, etc. En suma, uno de los problemas centrales de la ficción es sin duda el del tipo de relaciones que median entre realidad y ficción y en qué nivel se establecen; unido a él, es preciso mencionar el no menos importante de cómo lo mundos de ficción se hacen creíbles para el lector y qué papel desempeñan en su vida. La afirmación de que la ficción se asienta en el interior del ser humano —específicamente, en su imaginación, fantasía y afectividad— se encuentra de forma implícita o explícita en Luciano, Cervantes, la reflexión romántica, Unamuno, E. Sábato, Torrente Ballester, etc. Y algo similar cabe decir de los mundos proyectados gracias a su intervención: mundos con (aparentemente) poca consistencia debido a su embalaje verbal, pero con una capacidad persuasiva y de enajenación fuera de toda duda como prueban los ejemplos de don Quijote, madame Bovary, el protagonista del cortazariano “Continuidad de los parques” y nuestra experiencia como

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lectores. Paralela, por otra parte, a la crisis del sujeto en el pensamiento moderno y contemporáneo es el descentramiento y desestabilización de la fuente enunciativa del relato desde el Quijote (no conviene olvidar, sin embargo, que, durante este largo período, otras obras llevan a cabo un gran despliegue de las facultades de un narrador realmente exhibicionista de sus capacidades: Sterne, Diderot y, en general, la gran novela del Realismo decimonónico). Uno de los mejores ejemplos de ficción explícita es el que ofrece G. Torrente Ballester en Fragmentos de Apocalipsis, donde desarrolla toda una teoría de la narración ficcional en la que se aprecian claramente ecos de A. Gide, Unamuno y, sobre todo, Cervantes. Más que la evidente heterogeneidad de contenidos, modalidades discursivas y narradores son los cambios de nivel narrativo —la figura de la metalepsis, en la terminología de G. Genette (2006)— lo que llama realmente la atención. La clave reside sin duda en las palabras que aparecen al comienzo de la obra y que han de atribuirse al autor ficcionalizado/narrador principal: “Nada de lo que he escrito tiene nada que ver con la realidad. Su espacio es mi imaginación, su tiempo el de mis pulsos. Si con ciertas palabras intento configurar imágenes de hombres, es por seguir la costumbre, pero que nadie lo tome en serio” (33). Entre los asuntos recurrentes a lo largo de la obra destacan la autonomía de los personajes y su naturaleza esencialmente verbal; respecto de la primera, hay que decir que se trata de una las preocupaciones fundamentales del narrador, para quien los actantes del relato, en cuanto criaturas de ficción, son autónomos no solo respecto de las palabras a través de las cuales se constituyen y se dan a conocer literariamente sino también respecto del autor (48, 227-234, 242-245, 293-297, 304 ss., 404...). Para la ilustración de la figura de la metalepsis o cambio de nivel diegético, el mejor ejemplo lo ofrece sin duda el narrador de las cinco secuencias proféticas (108-128, 194-206, 217-281, 349-367, 411-416), esto es, don Justo Samaniego, el cual asume con toda naturalidad el control del relato sin solicitar siquiera el plácet del narrador principal. A diferencia del personaje unamuniano de Augusto Pérez, en este caso el personaje logra ejercer sin impedimentos la función narrativa. Como en el ejemplo del Quijote, Fragmentos de Apocalipsis representa principalmente la disolución de las fronteras entre los diversos niveles de la narración y una muy llamativa inversión que repercute directamente sobre la jerarquía de los elementos que integran el mecanismo narrativo: un autor/narrador principal que asume el papel de lector de lo que escriben sus personajes o escucha pacientemente sus reservas, personajes convertidos en críticos literarios de

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lo que escribe su autor y que, en determinadas circunstancias, actúan por cuenta propia, etc. Pero el aporte doctrinal incluye, sobre todo, la formación de un corpus doctrinal muy sólido respecto de lo que entraña el oficio de escribir y la naturaleza de los productos de esta actividad o, dicho en otros términos, acentúa de forma muy notable la dimensión metaficcional de la literatura. A estas audacias de la narrativa de todos los tiempos —pero, sobre todo, de la moderna y contemporánea— es a lo que, como se ha dicho, alude G. Genette a través de la figura de la metalepsis. No se trata de una propiedad exclusiva de la literatura sino compartida con otros géneros literarios (el teatro) y, especialmente, con otras artes como la pintura y, sobre todo, el cine. Es en este último donde aparecen sin duda los mejores ejemplos de la eficacia del procedimiento fuera del arte literario. A los títulos ya clásicos de la filmografía de Woody Allen —La rosa púrpura del Cairo o Stardust memories— habría que añadir la recientísima Más extraño que la ficción (Marc Forster), en la que el personaje protagonista de una novela trata por todos los medios de entrevistarse con la autora del libro para rogarle que posponga un desenlace negativo para él en un momento en que su vida sentimental, después de muchos avatares, parece comenzar a encarrilarse (objetivo finalmente logrado). Concluye Genette (2006: 121): “Esa transfusión perpetua y recíproca de la diéresis real a la ficcional y de una ficción a otra es el alma misma de la ficción en general y de toda ficción en particular. Toda ficción está tejida de metalepsis, así como toda realidad, cuando se reconoce en una ficción y cuando reconoce una ficción en su propio universo...”. Los testimonios literarios abundan en la idea de que los personajes constituyen una proyección mental del autor —incluso una especie de álter ego— y, sobre todo, de que dependen de este para todo; al ya muy citado caballero cervantino cabría añadir los ejemplos realmente extremos (por lo que tienen de guiñolización). La obra unamuniana —y, específicamente, Niebla— es también importante por varias razones: la (aparente) autonomía concedida a sus personajes, la rebeldía de estos —que reivindican con pasión sus derechos, aunque se trate de entes de ficción— y porque puede verse a modo de alegoría de la creación concebida como una actividad en cadena, en la que cada anillo engendra al siguiente y es a su vez engendrado por el anterior (en el ámbito de la literatura esta idea ha sido abordada, entre otros, por Borges, L. Mateo Díez y J. M. Gironella). Algo parecido cabe afirmar de la figura del doble, constantemente presente desde Poe en las más diversas literaturas del mundo.

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Los tiempos y espacios narrativos tienen, por sus cometidos —y, con frecuencia, su configuración— muy poco que ver con el tiempo físico (e incluso lingüístico) o el espacio euclidiano. En literatura, el tiempo dominante es el psicológico y el determinado por los sistemas de valores artísticos prevalentes en una época determinada (a los que no son del todo ajenos los modelos temporales propuestos por las teorías científicas). Hay tiempos progresivos (“Dajoub, el criado del rico mercader”, de B. Atxaga, o “En el Km. 400”, de I. Aldecoa), regresivos o inversos (“Viaje a la semilla”, de A. Carpentier), circulares (“Una flauta en la noche”, de Azorín, “En la madrugada”, de Rulfo, Cien años de soledad, de García Márquez), tiempos que se expanden o se concentran en función de la intensidad de la vivencia (“El perseguidor”, de Cortázar, o “El milagro secreto”, de Borges), tiempos fundidos o confundidos en la conciencia de quien los vive (“La noche boca arriba”, de Cortázar), inmovilizados (“Luvina”, de Rulfo), contrapuestos (La montaña mágica, de Th. Mann), dislocados (El ruido y la furia, de Faulkner, o “El péndulo”, de Benedetti), alternativos (“El jardín de los senderos que se bifurcan”, de Borges)... Y semejantes son las variaciones que experimentan los espacios de la ficción tanto en su configuración externa —realistas o verosímiles frente a fantásticos: Miau, de Galdós, o Tiempo de silencio, de Martín Santos, frente los espacios de “El Aleph” o “La biblioteca de Babel”, de Borges— como en sus funciones o la vivencia de que son objeto (lo que da lugar a su semiotización): espacios sentidos íntimamente y convertidos en expresión de un estado de conciencia o una determinada visión del mundo (El hijo de Greta Garbo, de Umbral, “La noche boca arriba”, de Cortázar, “¡Adiós, Cordera!”, de Clarín, “Se acabó la rabia”, de Benedetti, El asno de oro, de Apuleyo...), espacios soñados o encantados (“La noche boca arriba”, el de la cueva de Montesinos, etc.). El enfoque comunicativo se ha intensificado de manera muy especial a lo largo del siglo xx; con todo, es preciso señalar que esta tendencia — específicamente, la relación narrador/narratario— viene de antiguo: Luciano, Apuleyo, la épica medieval, Cervantes, Sterne, Calvino, etc. Examinadas ya las singularidades que afectan al narrador, es el momento de señalar cómo la ficción no se limita incorporar la figura del narratario sino que llega a tematizar su comportamiento, dócil o escéptico, en el marco de la narración. Los ejemplos menudean en el Persiles y en el Coloquio de los perros, pero la narrativa ficcional ha ido mucho más allá hasta el punto de exigir del receptor una entrega total a las palabras del responsable de la enunciación; si esta falta o aflora una sonrisa escéptica, el narrador pone

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en marcha a veces el mecanismo de la justicia poética para premiar o castigar dicho comportamiento. Es lo que ocurre, por ejemplo, en El fantasma de Canterville, de O. Wilde, “Espantos de agosto”, de García Márquez, o “La pata de mono”, de Jacobs, entre otros. “El niño lobo del cine Mari” (J. Mª. Merino) encarna justamente la actitud contraria: la de los seducidos de tal modo por la magia del cine que se instalan definitivamente en ella y solo reaccionan ante estímulos ficcionales. Todo lo que se ha ido diciendo hasta este momento pone claramente de manifiesto que la literatura se rige de puertas adentro por una lógica enteramente singular, lo que no quiere decir que se desvíe sistemáticamente de los patrones de la realidad convencional. Es este un punto en el que insisten tanto lógicos como teóricos de la literatura y, como era de esperar, no por las mismas razones; con raras excepciones, lo peculiar de la ficción sirve a los representantes de la filosofía analítica para descalificar el valor, en términos ontológicos, de los mundos construidos por ella; en cambio, para los estudiosos de la literatura —recuérdese lo que dice S. J. Schmidt (1997: 225 ss.) en torno a la ‘convención estética’ o los rasgos que K. Hamburger apunta como diferenciadores de la ficción, entre otros— este ámbito se rige por criterios que lo alejan incuestionablemente de la lógica mundana. Es, por otra parte, una realidad implícita en la corrección que los teóricos de la ficción reclaman a la hora de proponer la noción de mundo posible como un instrumento útil para dar cuenta de la naturaleza de los mundos instaurados por la literatura. Constituye una verdad difícilmente cuestionable el hecho de que, muy frecuentemente, la literatura conculca normas o conductas habituales en el universo de la experiencia, lo que, de rechazo, viene a confirmar que el papel del arte no es repetir lo que ya está hecho, sino presentarlo desde una nueva perspectiva, además de ensayar formas alternativas de vivir en el mundo. Los ejemplos no escasean precisamente: personajes que mueren al final de una historia y aparecen protagonizando la siguiente (“Los caminos del destino”, de O’Henry), seres inanimados o animales dotados de vida interior (El bosque animado, de Fernández Flórez, o La historia interminable, de M. Ende, “Se acabó la rabia”, de Benedetti), narradores que se remontan en el relato de su vida a tiempos anteriores a su nacimiento (L. Sterne, C. Fuentes o E. Mendoza), seres humanos que escapan a la muerte porque se muestran más inteligentes que ella (“Dajoub, el criado del rico mercader”, de Atxaga), bellas y relucientes mujeres (que son objeto de trueque) y, posteriormente, se destiñen y oxidan (“Parábola del trueque”, de J. J. Arreola), el hombre humillado y muerto por su sombra (“La sombra”, de Andersen) o el que, cuan-

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do regresa de la guerra, contempla aterrado que quien está con su mujer es él mismo (“La canción de Lord Rendall”, de J. Marías) y muchos más ejemplos que se podrían allegar. Todo ello sin mencionar el escándalo lógico que supone el que alguien pueda introducirse en la mente de un personaje y revelar a los lectores todo lo que pasa en su interior. Ante tales violaciones, la actitud de los narradores es doble: justificar los excesos, como hace Cervantes en El Casamiento-Coloquio, o, lo que es más frecuente en la narrativa moderna y contemporánea, renunciar a la obligación de dar explicaciones (es lo habitual, por ejemplo, en narraciones, como las de García Márquez, acogidas a los patrones del realismo mágico o lo real maravilloso, pero aparece en otros muchos autores: recuérdese el caso de “Los caminos del destino”, de O. Henry). Ciertamente, solo un lector realmente modélico en cuanto a la observancia del pacto de ficción puede asumir tales exigencias. Así, pues, una de las cuestiones centrales de la ficción es, como se ha ido viendo, la que tiene que ver con los modelos de mundo que la ficción construye y, sobre todo, con la actitud que el receptor adopta ante ellos. En cuanto entidad enmarcada en un determinado contexto cultural, cada obra pone en pie una imagen del mundo a partir de materiales que, en una proporción muy importante a veces, proceden del mundo de la experiencia y son sometidos a un complejo proceso de elaboración por el autor. El mundo es, como señala Ricoeur, el punto de partida y el destino de la obra ficcional, primero porque son las acciones humanas el objeto de la representación y las que aportan las condiciones de su legibilidad y, seguidamente, porque el destinatario de toda la actividad constructora es también una realidad mundana: el lector. Por consiguiente, puede muy bien afirmarse que en la obra ficcional conviven hijos propios y adoptados y que el conjunto está presidido, como señala L. Dolezel, por el signo de la igualdad ontológica: una vez que pasan a formar parte de en un mundo ficcional, los elementos tomados de la realidad empírica (personajes, ideologías, referencias cronológicas o geográficas, etc.) instauran un universo cuyo grado de ficcionalidad ha de medirse por el mismo rasero que los producidos por la subjetividad del creador. Con todo y por mucho que se defienda un modelo antimimético de la ficción, siempre hay lazos que conectan la realidad y los productos artísticos: el modelo humano para las acciones representadas, las experiencias del autor, el lenguaje y las convenciones empleadas y, de manera especial, el lector, que es quien lleva a cabo la refiguración (vivencia, disfrute, conocimiento, etc.) de los mundos contenidos en los textos.

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Ahora bien, la homogeneidad de lo ficcional no puede ocultar una real diversidad compositiva (históricamente variable igual que los modelos de mundo): internamente, los mundos ficcionales pueden incluir en su composición imaginarios o regiones imaginarias diferentes (como es el caso del Quijote), manejar básicamente un único imaginario —la novela realista decimonónica— e incluso mezclar elementos con soportes ontológicos diversos. Es lo que ocurre en algunas obras de Kafka como la Metamorfosis —ejemplo paradigmático de mundo híbrido, según Dolezel— aunque la mezcla de elementos naturales, sobrenaturales o extraños —con mucha frecuencia, sometidos a un intenso proceso de estilización unificadora— alcanza a una parte importante de la literatura contemporánea. “La pata de mono”, de Jacobs, o El diablo en la botella, de Stevenson, constituyen buenos ejemplos de la interacción entre el objeto dotado de poderes sobrenaturales y quienes, dominados por un exceso de ambición, pretenden apropiárselo en exclusiva. Cabe afirmar incluso que la hibridación constituye un rasgo caracterizador de una parte importante de la literatura moderna y contemporánea; Borges y Cortázar suministran muchos ejemplos verdaderamente interesantes en relatos como “El milagro secreto”, “La biblioteca de Babel”, “Casa quemada” y “Carta a una señorita en París”, entre otros. Como señala muy acertadamente Dolezel, la construcción de mundos híbridos constituye una de las manifestaciones más audaces de la imaginación narrativa y funciona habitualmente como un procedimiento básico para el ensanchamiento del imaginario literario de una época y, por supuesto, para la renovación de sus formas de contar. Supuesto que la literatura habla del mundo, quedaría todavía una cuestión pendiente: ¿en virtud de qué factores la historia narrada se vuelve creíble para el lector? Naturalmente, cuenta de forma decisiva el pacto de ficción —regulador de las relaciones entre el emisor y sus receptores—, gracias al cual este toma conciencia de que no son los criterios (de verdad o falsedad) vigentes para el método científico o la lógica cotidiana los que debe aplicar cuando se encuentra ante un texto ficcional. Además, la pragmática ha permitido imprimir un aspecto más formal a este pacto al especificar cuál es la fuerza ilocutiva de los actos de habla de la ficción: se trata de una fuerza autentificadora institucionalmente vinculada a la figura del narrador que, según apunta Martínez Bonati, obliga a creer a pies juntillas lo que aquél afirma por mucho que conculque las más elementales leyes de la lógica. Se trata de un principio básico sin cuya observancia el delicado mecanismo de la ficción se bloquea inexorablemente: es un acto de fe

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poética que, si se produce, tiene consecuencias muy positivas para quien lo protagoniza (como recuerda muy oportunamente U. Eco). Para el análisis y justificación de los atípicos mundos de la literatura, los paradigmas examinados en este trabajo han hecho contribuciones muy importantes en forma de principios, leyes, rasgos caracterizadores o conceptos: mímesis y antimímesis, mundo posible, mundo ficcional, modelo de mundo único, modelo de múltiples mundos, campo interno y externo de referencia, modelo de doble planta, analogía entre la estructura del mundo y la estructura del texto, acto de habla ficcional y sus componentes, construcción, vacío semántico, despliegue imaginario, referencia no ostensiva o metafórica, fingimiento lúdico compartido, regiones imaginarias, simulación, simulacro, realidad virtual, dispositivo ficccional, hibridación, estilización naturalizadora, autentificación o legitimación, redescripción, realismos genético, formal e intencional, prefiguraciónconfiguración-refiguración,... Con vistas a probar su rentabilidad explicativa —al menos, la de los más importantes— me propongo analizar con cierto detenimiento tres textos narrativos; el primero procede de Sobre héroes y tumbas (Sábato), el segundo es el cortazariano “Carta a una señorita en París” y el último, “La canción de Lord Rendall”, de J. Marías. El primero puede muy bien considerarse una alegoría de la ficción, aunque parezca, en primer término, una ilustración relativamente pormenorizada de algunos sistemas filosóficos o credos religiosos importantes a lo largo de la historia como el platonismo, la creencia en la reencarnación o teorías en torno al sujeto (psicoanálisis freudiano-lacaniano) y sus patologías como la paranoia, la esquizofrenia, la locura, etc. Una vez planteada la cuestión de cómo los datos del registro civil sobre un individuo entran en colisión con su personalidad por cuanto los seres humanos (según las conocidas tesis lacanianas) experimentan cambios importantes a lo largo de la vida, el texto alude precisamente a estas cuestiones como rasgos determinantes del comportamiento de un personaje. Lo más llamativo es sin duda la alusión a un sueño cuyo contenido, la sombra que se desplaza y se deforma, es interpretada por quien la sueña como un signo que hay que decodificar. La sombra es entendida en un primer momento como una premonición de lo que muy pronto acontecerá en la vida real: la pesadilla recurrente abandona el sueño para hacerse realidad, primero, en el exterior y, posteriormente, dentro de quien sueña. La realidad se disgrega y deforma y solo un gran esfuerzo de la voluntad consigue mantener relativamente unidos los fragmentos del mundo externo o interno que parecen ir a la deriva, aunque el éxito no siempre está asegurado. A partir de

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ahí el narrador pasa a preguntarse si tiene sentido mantener la misma etiqueta —nombre, altura, peso, color del pelo o de los ojos, etc.— para definir una realidad, la individual, que está sometida a un continuo proceso de transformación y que, a lo largo del tiempo y por influjo directo de una serie de acontecimientos o situaciones de la más diversa índole, experimenta vuelcos interiores que vuelven irreconocible el yo anterior. Todo ello —a lo que cabría añadir el afloramiento de los instintos primarios— contribuye a aflojar las conexiones que garantizan la cohesión interna del yo: consecuencia de todo esto es la descoordinación que con frecuencia se produce en el interior de la persona entre su voluntad y los hilos (el sistema nervioso) que deberían transmitir las órdenes para la satisfacción de los deseos. La ficción opera como el sueño-pesadilla del texto de Sábato: surge del interior —por encima incluso de la voluntad de quien le da forma— y no tiene que plegarse a las exigencias de la realidad convencional, ya que ella construye sus propios mundos, realidades alternativas al mundo convencional, pero de cuya existencia no puede dudarse. Se trata de entidades dotadas de un incuestionable poder para adherirse a la subjetividad de quien las produce —y, por supuesto, a la de quien los recibe— aunque no puedan considerarse actualizados en la realidad empírica. También la ficción es una sombra o imagen que invade la realidad llegando a apoderarse de ella y, sobre todo, de quien la recibe; en casos extremos —y ejemplos no faltan en la historia literaria: don Quijote o madame Bovary, entre otros— termina suplantando incluso la realidad y condicionando la existencia y conducta de quien es dominado por ella. Tales son los poderes de la ficción, al menos, mientras dura su efecto. “Carta a una señorita en París”, el segundo relato, plantea de forma indirecta la cuestión de la ficción vinculándola, como es habitual en Cortázar, con la ruptura de la normalidad. Esta idea se enseñorea del relato desde sus mismos comienzos: cuando el narrador expresa su sentimiento de culpabilidad por haber alterado —las razones se darán un poco más tarde y tienen mucho que ver con los verdaderos protagonistas de la historia: los conejitos— el orden establecido por su residente habitual y cómo la nueva realidad va imponiendo un nuevo orden. En este sentido, puede afirmarse que el relato —desde su arranque mismo y, al menos, en uno de sus niveles de sentido— contempla la ficción como un hecho plenamente integrado en la realidad, pero ofreciendo una imagen insólita de la misma (como se vio en su momento, los estudiosos de la ficción aluden a su capacidad para ver el mundo desde un ángulo nuevo y redescribirlo desde

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supuestos alejados de los habituales). Pero, lo más importante de la nueva realidad es la instauración de ese mundo posible —incuestionablemente existente para quien lo vive, cuida y sufre sus consecuencias— al que el narrador va dando forma, a partir del parto del primer conejito y desde el momento en que comprende que no puede matarlo. Ese mundo es un mundo al revés: tiene su propio cielo y un sistema solar peculiar, en el que el día representa el tiempo del encierro y el sueño, mientras que la noche es el momento para moverse con libertad y, por supuesto, desbaratar el orden existente. La idea de que se trata de un mundo construido por quien cuenta la historia —y, por tanto, ficcional— se ve reforzada, por si fueran pocos los indicios, por la referencia explícita a la creación poética y a la procreación. Pero, la continuada gestación y alumbramiento de los conejitos sitúa al borde del abismo a quien ejerce involuntariamente la paternidad, puesto que llega un momento en el que la situación se le escapa de las manos y las criaturas terminan campando a sus anchas (y sin muchos miramientos hacia el demiurgo). La situación llega a ser tan angustiosa que afecta no solo a su trabajo y aficiones sino a su vida social; es el precio que ha de pagar todo demiurgo verdaderamente centrado en sus criaturas y en el mundo que ha forjado para aposentarlas. Pero, la posibilidad de que el número de alumbramientos continúe indefinidamente empuja a su creador a lanzar los conejitos por la ventana (antes de lanzarse él). J. J. Millás plantea una situación hasta cierto punto parecida en Lo que sé de los hombrecillos (2010). En el mundo ficcional construido por Cortázar, un mundo híbrido, se mezclan elementos pertenecientes al campo interno de referencia con otros tomados de la realidad empírica: Buenos Aires, París, la profesión de traductor, autores como Gide o Troyat, el ascensor, el tratado de historia argentina... Todos ellos se legitiman —en mayor o menor medida, según la credibilidad institucionalmente asociada a los diversos tipos de narrador— gracias al pacto de ficción, en virtud del cual el lector se obliga a prestar su asentimiento a todo lo que sale de la boca del narrador. El referente de esa historia no está obviamente en la anécdota de los conejitos sino en lo que simbolizan (y no solo desde los supuestos del psicoanálisis): la capacidad del escritor para instaurar mundos a su medida, para formular versiones de mundos que pueden contradecir las leyes que rigen el mundo básico de la experiencia o ser simplemente imposibles; simulacros, en suma, con un gran poder de seducción (primero, para el autor y, seguidamente, para el lector). Y, al mismo tiempo, mundos realistas, esto es, que remiten sin interferencias a la realidad, renovando la percepción que

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el lector tiene del mundo en que vive a través de su simbolización. Como se ve, la ficción termina una y otra vez tematizada, aunque sea de forma implícita. “La canción de Lord Rendall” plantea de entrada una cuestión pragmática, que tiene que ver con la atribución del texto en primera instancia a un tal James Denham, autor, por supuesto, inexistente. El texto forma parte del conjunto de cuentos —cada uno de ellos precedido de una semblanza o microbiografía del autor en cuestión— seleccionados por Javier Marías, quien reserva para sí el muy cervantino papel de traductor. En este caso, la ficcionalidad afecta ya desde el comienzo a los dos géneros que integran el texto: la falsa biografía de James Denham, escrita desde una anónima tercera persona, y el relato en sentido estricto, puesto en boca de su protagonista; en ambos casos la autoría corresponde, como es lógico, a J. Marías. Su unidad y coherencia textuales se mantienen porque comparten una serie de elementos; cabe destacar, entre otros, el mismo autor (ficticio) y título y otros aspectos relacionables con el contenido de la canción presentes en los dos textos y sus respectivos finales. Con todo, el autor-biógrafo de la primera parte dinamita en gran medida, con un proceder poco digno de confianza aunque avalado por una larga tradición, la credibilidad o poder autentificador que le corresponde institucionalmente. Lo interesante de esta composición es la multitud de mundos ficcionales instalados en su interior: el de J. Denham, el de Tom Booth —casado presumiblemente con Janet, que tiene un hijo y regresa de la guerra— el que surge de las conjeturas del protagonista en torno a cuál será la reacción de Janet cuando abra la puerta de su casa y lo vea delante de ella, el del hombre y el niño que están con Janet en el interior de la casa, el de sus dudas respecto de la propia identidad cuando se reconoce en su doble y en relación con el hecho de haber ido realmente a la guerra o no... El texto construye un modelo de realidad que permite considerar la intensa proyección imaginaria del personaje enunciador como fruto de la incertidumbre y ansiedad que suscita en él el acto de imaginar cómo será recibido por su mujer después de cuatro años de ausencia. El miedo o la incertidumbre proyectan, al igual que el deseo o el miedo, mundos que pueden afectar a quien los habita de modo mucho más intenso a como lo hace el mundo convencional. En este relato la casi totalidad de elementos procedentes del campo de referencia externo se concentran en la biografía ficticia; la narración de Tom Booth renuncia, en cuanto construcción afectivo-imaginaria incardinada en lo fantástico, a añadir más datos para potenciar en el lector el efecto de realidad.

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La duplicación es, por otra parte, un signo inconfundible del tipo de realidad ficcional en que se inscribe la narración: aparecen desdoblados el narrador Tom Booth, su hijo Martin, y Janet; de ahí la referencia al espejo y a las viejas películas familiares, procedimientos convencionales para la duplicación-creación de imágenes. El espejo —como la cámara fotográfica, de acuerdo con las tesis defendidas por el narrador de “Las babas del diablo”— refleja únicamente el trozo de realidad que entra en su campo de visión; pero, en cuanto tal, resulta poco expresivo mientras no interviene la interpretación. Y eso es precisamente lo que hace el narrador Tom Booth: intentar aclararse internamente con vistas a discernir qué es lo que realmente está contemplando (y viviendo). Una vez más se constata que todo relato incorpora su propia concepción de lo ficcional y, desde esta perspectiva, asume una función claramente alegórica.

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Como acaba de verse, lo ficcional remite a un concepto realmente complejo por muy diversas razones: su constitución interna, la variedad de ámbitos en que se manifiesta, las facultades implicadas, su importancia para el ser humano, etc. Por otra parte, la diversidad de enfoques revela claramente, además de la dificultad intrínseca, el carácter evolutivo tanto de sus plasmaciones en el ámbito de la creación como de la reflexión en torno a ella. Cabe decir, en este sentido, que, exceptuado el paradigma mimético-realista —y no en todos los casos— se observa un claro predominio de la interpretación del concepto ficción como invención y construcción —actividades que aluden al trabajo del escritor— y del concepto de mundo ficcional para referirse al resultado de su trabajo. Habría que destacar, además, el hecho de que la importancia de la ficción se ha visto potenciada por corrientes como la posmodernidad y, más específicamente, por la llamada realidad virtual. De otro lado, se constata en los planteamientos actuales la idea de que ficción y realidad, lejos de oponerse, se complementan y también que la reflexión en torno a este asunto ha pasado de ser un reducto casi exclusivo de filósofos y teóricos de la literatura para convertirse en un centro de interés preferente para sociólogos, antropólogos, etnógrafos, estudiosos de la posmodernidad y de lo virtual, psicólogos, neurólogos, etc. Es una prueba incontestable de la toma en consideración del relevante papel que la ficción desempeña, como recuerda oportunamente W. Iser, en los más variados ámbitos de la vida cotidiana: la ciencia, el pensamiento, la conducta, el imaginario individual y colectivo...

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Como reconoce W. Mignolo (1983: 28), los paradigmas de las ciencias humanas no son, a diferencia de lo que es habitual en el ámbito de las ciencias experimentales, excluyentes entre sí sino realmente complementarios hasta el punto de poder afirmarse que, de acuerdo con T. S. Khun (1975: 139), cada paradigma representa un enfoque alternativo, esto es, una manera nueva de contemplar el objeto de estudio. Para el enfoque de más larga vida a lo largo de la historia, el mimético-realista, la función de la literatura es, según los planteamientos más recientes, más productora (de mundos, de la sensación de vida, etc.) que reproductora de realidades preexistentes, aunque obviamente no siempre ha sido así. Es un hecho fácilmente constatable en los modernos replanteamientos de la categoría como los que proponen K. Hamburger, Martínez Bonati, B. Harshaw y, sobre todo, P. Ricoeur. Para este —que, como se ha visto, aporta toda una batería de argumentos con el fin de apoyar la incuestionable relación de dependencia de la ficción con respecto del mundo convencionalmente catalogado como real— mímesis equivale a invención y lo ficcional implica redecir o rehacer la realidad a partir de su contemplación desde una perspectiva novedosa. En este sentido, es muy pertinente la afirmación de Harshaw de que, satisfechas ciertas condiciones, ficción y realidad conviven efectivamente en el seno de los mundos instaurados por la literatura y cómo la primera apunta constitutivamente hacia la segunda (opinión compartida por otros estudiosos). N. Goodman —a quien siguen, como se vio en su momento, H. Putnam y J. Bruner, entre otros— sostiene que las denominadas representaciones realistas reciben esta calificación a partir fundamentalmente de la familiaridad con los símbolos o sistemas representacionales, la percepción desautomatizada de la realidad o el tipo de contenidos. Lo que se debate, en último término —de recordarlo se encarga Searle— es si, como él defiende, el mundo existe al margen de nuestras representaciones o es fruto de ellas. Me parece que, como fórmula transaccional y también más adecuada a la realidad de los hechos, resulta muy plausible la propuesta por D. Villanueva (1992: 69-158) —también suscrita por J. M. Pozuelo (1993: 148-150)— de atenerse a lo que él denomina realismo intencional por resultar más comprehensiva que la representada por los realismos genético y formal y superadora de sus evidentes limitaciones, al defender un acercamiento fenomenológico-pragmático a la ficción. Como señala Lázaro Carreter, lo que define al realismo no es tanto el ajuste o parecido con el mundo real, sino su coherencia interna; de ahí, que todas las corrientes artísticas reclamen para sí (y con razón) el título

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de realistas. Se trata de hacer percibir de manera clara la realidad y, en este sentido, viene muy a cuento el recuerdo de lo que Ricoeur denomina referencia metafórica como característica de los mundos que la literatura pone en circulación y de los requisitos para acceder a ellos, esto es, la suspensión de la referencia básica o de primer grado. Es el realismo al que alude también F. Calvo Serraller (1999: 11-17) cuando señala que, frente a lo que se supone comúnmente, el marbete surge como expresión de un espíritu vanguardista y del deseo de renovar la percepción de la realidad. Este concepto de realismo puede, en suma, convivir pacíficamente con otros planteamientos más rupturistas e incluso, en principio, contradictorios con él. Todas estas afirmaciones conducen inevitablemente a reivindicar —y de hacerlo se encarga Th. Pavel— la necesidad de un enfoque globalizador de la ficción, que incluya todas sus dimensiones: el análisis de cómo están constituidos los mundos ficcionales por dentro así como las normas que regulan su funcionamiento, su arquitectura y el estatuto de los habitantes que los pueblan, la consideración de los textos como lugar de proyección del dinamismo de la imaginación y soporte de tales mundos, la relación con el lector en su calidad de destinatario de los mismos y la que este establece entre ellos y el mundo de la experiencia a partir de la aceptación voluntaria de una serie de convenciones destinadas a guiar su conducta en cuanto receptor y re-constructor de universos de ficción, el enraizamiento de lo ficcional en los estratos más profundos de la psique humana y su muy especial vinculación con las facultades irracionales y, finalmente, el interés por los cometidos que la ficción desempeña en la vida cotidiana así como por los dispositivos en que se manifiesta su constante metamorfosis. Como en parte se ha ido viendo, existen ya algunos modelos que permiten dar cuenta de la articulación entre los mundos ficcionales y la realidad básica o de la experiencia. Destacan, entre ellos, los formulados por C. Segre (1990: 20-21), K. Hume (1984: 9 ss.) y el inspirado en él, aunque reformulado desde otros presupuestos, de D. Villanueva (1992); a ellos hay que añadir, por su carácter comprehensivo, el ya examinado de P. Ricoeur. En la línea de I. Lotman y su escuela, Segre considera que el modelo de mundo exhibido por un texto es inseparable de su contexto históricocultural; para demostrarlo afirma que los cuatro niveles textuales —modelo narrativo, fábula, trama y discurso— tienen sus correlatos en el universo de la cultura: lógica de la acción, materiales antropológicos, técnicas expositivas y la lengua. Es precisamente la variación histórica del patrón cultural —y la consiguiente de los modelos de mundo forjados en su interior— la que determina, en principio, las correspondientes transformacio-

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nes textuales; tales cambios pueden aumentar considerablemente si se toman en cuenta otras variables como los géneros, las modalidades temáticas y los esquemas compositivo-narrativos. El modelo de Hume se enmarca, por su parte, en un enfoque preponderantemente comunicativo, puesto que pone de manifiesto la influencia recíproca autor-obra (mundo 1) y la de la obra y su audiencia (mundo 2). A partir del criterio de la intencionalidad intersubjetiva, D. Villanueva (1992: 128-131) distingue un campo de referencia externo 1 (mundo 1) —vinculado en cuanto universo de sentido a la intención del autor—, un campo de referencia interno —asociado al mundo posible de la obra— y un campo de referencia externo 2 (mundo 2), correlacionado a su vez con la intención del lector. En términos de la argumentación defendida en su trabajo, el primero se identificaría con el realismo genético, el segundo con el realismo formal, mientras que el realismo intencional —la fórmula patrocinada por el autor— abarcaría, en realidad, todo el proceso. Este modelo es plenamente compatible, a mi modo de ver, con el que propone P. Ricoeur a través de su teoría de las tres mímesis: mímesis 1 se correspondería con el campo de referencia externo, mímesis 2 con el campo de referencia interno de la obra (también para Ricoeur se inscribe en el ámbito de lo posible) mientras mímesis 3 se identifica con la vivencia por parte del lector del mundo proyectado en el texto (la experiencia literaria). Los tres momentos son inseparables y en torno a ellos se articula el proceso general de la literatura, la cual siempre procede del mundo y al mundo se dirige a través de la referencia y, sobre todo, del lector; al texto se le reserva el activo y nada modesto papel de mediador de las demás operaciones. La ficcionalidad surge, como se vio en su momento, desde el momento en que Ricoeur alude al mundo previo a la obra no como una realidad concreta sino como una lógica de la acción —que aporta las condiciones de legibilidad del texto— y asocia explícitamente mímesis e invención. El carácter intencional de estos tres modelos encuentra en la propuesta de Segre un aliado ideal puesto que los responsables de sus cambios generales y particulares son precisamente los usuarios. Cuestión de indudable interés es la que tiene que ver con la verdad en el seno de la literatura. Como quedó apuntado, la postura de lógicos y filósofos del lenguaje es, por lo general, contraria ya que, para ellos, la verdad no es un criterio válido en el ámbito de la ficción; muy diferente, en cambio, es el panorama que ofrecen los teóricos de la literatura, para quienes el asunto de la verdad literaria es plenamente pertinente. Unos —Dolezel, Pavel y G. Currie— tienden a identificar verdad y existencia fic-

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cional, otros —M. MacDonald y M. Riffaterre— vinculan la verdad a la capacidad retórica del lenguaje para producir en el receptor la impresión de verismo; algunos, como N. Goodman, afirman que la verdad no reside en el objeto sino en el sujeto que lleva a cabo nuevas versiones de mundos y aluden a ella en términos del grado de corrección de las mismas. Otros, finalmente, hablan de coherencia entre los marcos que integran los Campos de Referencia Internos (B. Harshaw). Especial interés reviste en este caso, como se ha visto, la opinión de los creadores y, en especial, la de Vargas Llosa y J. Mª Merino, que sitúan la verdad de la literatura no en su anécdota, sino en sus estratos más profundos —en su mensaje, en la visión del mundo que propone o combate— asignándole cometidos de gran trascendencia respecto de la existencia del ser humano: principalmente, la posibilidad de habitar más de un mundo, ser partícipe de experiencias muy diversas, encontrar un sentido a la existencia, etc. Con palabras que recuerdan inevitablemente a Aristóteles, afirma G. Gadamer (1996: 123-128) que, por su carácter representativo de lo humano, la invención o narración literarias apuntan a lo general y, en este sentido, son más significativas que la ciencia rigurosamente empírica (atenta más a lo particular y que es, además, ‘un raro producto tardío’). Como se vio anteriormente, quienes asumen con mayor vehemencia en este momento la defensa de la verdad de la literatura y su validez como una forma de conocimiento alternativa son una serie de planteamientos formulados desde ámbitos como la Psicología, Antropología, Sociología, Teoría general de las artes, Neurociencia, Biología, Evolucionismo, etc., y agrupados dentro de lo que se conoce convencionalmente como enfoque cognitivo. Una afirmación recurrente es que ficción y realidad, lejos de oponerse, se complementan (tal como defienden, con argumentos no siempre del todo coincidentes, Goodman, Dolezel, Harshaw, Iser, Schaeffer, Augé, S. J. Schmidt, Ricoeur, Albaladejo, etc.). Tal complementación se justifica argumentando que los mundos ficcionales se nutren de elementos tomados de la realidad convencional —ideas, experiencias íntimas, referencias históricas o geográficas, creencias, acontecimientos, economía, costumbres, etc.—, aunque, como señala Harshaw, es la ficción la que decide cómo han de reacomodarse tales elementos y cuál es su función en el nuevo campo de referencia. Con la excepción de las versiones más rigoristas de la noción de mímesis —y, por otras razones, del enfoque retórico/formal— la mayoría de las propuestas se decanta abiertamente por una concepción constructivista de la ficción. Aunque con matices (a veces) importantes, la idea de que los

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mundos ficcionales son fruto de una intensa e imparable actividad imaginaria —complementada con las virtualidades del texto— aparece explícitamente formulada en el marco de los paradigmas semántico y pragmático (Dolezel, Pavel, Genette), hermenéutico (construcción del referente y del sentido a través de la interpretación) y constructivista, principalmente. No es de extrañar que así sea por cuanto la idea de producción o construcción —también, la de su equivalente idealista: creación— es muy querida de la literatura desde sus mismos comienzos. Pero, habría que señalar otras razones; entre ellas, una de las más importantes sin duda es la preeminencia de la subjetividad en un número importante de los planteamientos expuestos y, seguidamente, la vinculación de la consideración constructivista de la ficción a una larga tradición filosófica, que arranca en Descartes y se prolonga —a través de corrientes como el empirismo inglés, la doctrina kantiana sobre los esquemas o categorías a priori, el pensamiento romántico en general, Nietzsche y Husserl, entre otros— hasta la actualidad. Esta tesis subyace al grueso de teorías decantadas por un rechazo de lo mimético y un refuerzo del papel del sujeto, no obstante la profunda crisis que, simultáneamente, lo está afectando. Si a este hecho añadimos la recurrencia de términos como rehacer, redecir, remodelar —tan frecuentemente empleados, sobre todo, por Goodman o Ricoeur y emparentados, sin lugar a dudas, con una concepción del ser humano como ‘mirada creadora’, según la acertada definición de F. Schlegel— se comprenderá fácilmente hasta qué punto es importante el concepto de literatura como una actividad instauradora de mundos. El meollo de la ficción —la cuestión con la que la reflexión se ha encarado sistemáticamente a lo largo de la historia— consistiría fundamentalmente en justificar las complejas relaciones entre realidad y ficción y de cómo estas son percibidas por el receptor. La respuesta varía, como se ha podido apreciar por la exposición precedente, según los paradigmas o perspectivas adoptadas y de la metáfora o concepto elegido para dar cuenta de ellas: espejo, lámpara, construcción, modelización, imitación, representación, producción o reproducción, simbolización, invención, imagen, mapa, creación, duplicación, etc. En todas estas nociones, el papel de la imaginación resulta, como se ha ido viendo, fundamental. Vistos así, los diversos enfoques se presentan como verdaderas alternativas desde un punto de vista explicativo; se complementan mutuamente y puede muy bien afirmarse que contribuyen por igual a una definición integral del fenómeno de la ficción. Aun partiendo de premisas muy diversas, casi todos coinciden en una serie de puntos, que paso a enumerar. En

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primer lugar, el carácter imaginario e inventivo-constructivo de la ficción y su naturaleza productiva respecto de los mundos proyectados por su intermediación en los textos; como se ha señalado, existen varias denominaciones para designar el resultado de esa productividad de la ficción. Se afirma, una vez examinados los constituyentes de dichos mundos, que ficción y realidad no solo se complementan sino que, según algunas propuestas, como las de H. Glinz (1973: 111-113) y S. Reizs de Rivarola (1989: 140 ss.), la ficción forma parte de la realidad total. Como señala Cortázar en “Algunos aspectos del cuento”, literatura y vida libran una guerra sin cuartel —y, al mismo tiempo, fraternal— en el marco del texto ficcional. Lo específico de la ficción se traduce, pues, en un modo especial de contemplar la realidad; para eso se construyen continuamente nuevos mundos: para renovar su percepción de la realidad. Pero, el objetivo último de la ficción es todavía más trascendente: ensayar maneras alternativas de vivir en el mundo; el ser humano, centro originante y destinatario de esta actividad, necesita imperiosamente de la ficción para extender su horizonte existencial, para enriquecerse con nuevas historias, nuevas vivencias y, como señala Vargas Llosa, para ser muchos otros individuos sin dejar de ser él mismo. De ahí que, no siendo sensible en el plano superficial (el de la anécdota) al criterio de verdad, este se convierte, como quedó apuntado, en algo fundamental en los niveles profundos de la historia narrada, allí donde se dirime la visión del mundo defendida o rechazada. Las relaciones entre ficción y realidad pueden ser pacíficas o problemáticas y no solo, obviamente, por razones técnicas. Las primeras serían, en principio, las más favorecidas por el paradigma mimético-realista en virtud del ajuste entre literatura y realidad al que supuestamente aspira, según algunas versiones; en la práctica, esa convivencia es, no obstante los numerosos puntos de convergencia que genera, mucho más conflictiva de lo que pudiera parecer. Por una razón fundamental: la literatura no es en ningún caso un simple duplicado o copia de la realidad —¿qué necesidad tendríamos de ella, si disponemos ya del modelo?— sino productora de modelos o imágenes de acuerdo con un determinado punto de vista. Por mucho que uno se empeñe, el mundo de La Regenta o El Jarama es inequívocamente mucho más que una reproducción exacta de un modelo previo: allí aparece un mundo claramente diferenciado del mundo de la experiencia con un marco espacial cuyas funciones rebasan con mucho las del espacio euclidiano, con personajes diseñados (interna y externamente) para dar vida a una historia, con un tiempo claramente manipulado al servicio de los intereses de quien maneja los hilos del relato y, sobre todo,

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unos hechos orientados hacia la transmisión de una verdad o idea sobre la existencia. Se trata de mundos hechos a la medida de quien los construye y eso los aparta resueltamente del mundo convencional porque son, a la vez, más ricos (por lo que sugieren) y más menesterosos (por su esquematismo), más autónomos (no están sometidos a las contingencias habituales en el otro mundo) y más dependientes (por su disponibilidad) de quien los hace suyos a través de la lectura y la vivencia afectivo-imaginaria. Con todo, lo más común —y no solo en los tiempos modernos— es que las relaciones de la literatura con la realidad convencional sean de índole conflictiva. Es un hecho palmario en el ámbito de la creación también confirmado desde el plano de la reflexión por una consideración no servil de literatura respecto de la realidad a la que alude. Lo que la literatura busca no es tanto convertirse en un espejo del mundo, sino más bien poner al descubierto la complejidad y las contradicciones que anidan en él. En este caso, la literatura no reniega del mundo, pero problematiza sus relaciones con él hasta el punto de volver irreconocibles sus respectivas fronteras. Es algo evidente en el Quijote que, modernamente, parece haberse convertido en una seña de identidad de la narrativa de este tiempo: “La pata de mono” (Jacobs), “Espantos de agosto” (García Márquez), muchos de los relatos más emblemáticos de Cortázar —específicamente, “La noche boca arriba”, “Carta a una señorita en París”, “El perseguidor”, etc.—, ”El caso del traductor infiel” o “El niño lobo del cine Mari” (J. M. Merino), Sobre héroes y tumbas (Sábato)... En términos pragmáticos, este difuminado de los límites entre ficción y realidad plantea otros problemas de gran envergadura; principalmente, el de los factores en virtud de los cuales dichas historias mantienen un elevado grado de credibilidad ante los ojos del lector. Recuérdense los casos de Cervantes en El casamiento engañoso-El coloquio de los perros y Luciano de Samósata en Relatos verídicos: por diferentes razones y conductos ambos tratan de justificar ante el receptor los posibles excesos de las historias en curso o cuya narración está a punto de dar comienzo. En cambio, a partir del Romanticismo, dicha justificación no solo se obvia, sino que los autores parecen aprovechar al máximo las facilidades que les ofrece una imaginación liberada de cualquier tipo de sujeción (el ejemplo de los escritores encuadrados oficialmente en lo que se conoce como realismo mágico —caso de García Márquez, entre otros— resulta verdaderamente paradigmático). Como se vio en su momento, no es desde luego el parecido con el mundo real —que en muchos casos no existe— ni mucho menos la existencia de una realidad anterior lo que hace creíble un relato sino la capaci-

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dad autentificadora del narrador, esto es, la necesidad de creer a pies juntillas lo que se dice en el texto por boca de una fuente institucionalmente autorizada. Con todo, el comportamiento de dicha fuente es históricamente variable y trata de fundamentar su credibilidad en instancias diferentes y cada vez más terrenales: los dioses, las musas, los autores clásicos, la participación directa en los hechos narrados, la inspiración, el rigor analítico de la investigación llevada a cabo, etc. De forma casi paralela a este afán de buscar permanentemente un aval discurre el minado de la autoridad de un narrador directamente afectado por la gran crisis del sujeto en el marco de la filosofía moderna y contemporánea, que se traduce en la desestabilización de la figura narrante a través de procedimientos como la aparente ausencia de un responsable enunciador, la multiplicación de narradores o su total desaparición o latencia en el monólogo interior y el relato conductista, respectivamente. El final de este proceso no es otro que un narrador con un poder muy amortiguado, enquistado en su propia conciencia (en el relato lírico-intimista) o enteramente volcado hacia el exterior (novela de aventuras), que ha abandonado sus ideales de construir grandes historias y se ha refugiado en el fragmentarismo y la devoción por lo breve (es preciso señalar, con todo, que no escasean los síntomas de un cambio en la situación, pero no parece que vayan a beneficiar al narrador). Así, pues, la cuestión central de la ficción parecer ser no tanto la determinación de las relaciones que se establecen entre literatura y realidad y cómo se lleva a cabo la instauración de mundos cuanto la consideración de los procedimientos a través de los cuales dichos mundos se legitiman (esto es, se hacen creíbles) ante el lector y qué papel desempeñan en sus vidas. En este sentido se orienta, como se vio, la reflexión de los estudiosos y la poética de la ficción implícita en las obras de creación (y no pocas veces manifiesta en ellas en virtud de esa tendencia de la literatura moderna y contemporánea a convertir la novela o el relato en un medio para la exposición de cómo concibe el autor su oficio o los requisitos del género que es objeto de cultivo; en suma, a tematizar el asunto de la ficción). La reflexión en torno a la creación de mundos se justifica, en última instancia, como un intento de justificación de la irresistible atracción que la ficción ejerce sobre el ser humano y que le lleva a convertirse en un voyeur de las vidas de unos seres cuya existencia ni siquiera puede comprobarse en el plano de la existencia empírica y se hace creíble únicamente en virtud de la credibilidad que se atribuye convencionalmente a las palabras de otro ente tan de ficción como ellos. Pero de ese juego se deducen con-

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secuencias de gran importancia para el ser humano. Como afirma Vargas Llosa (1990: 19): Porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido bastante para colmar los deseos humanos. Y porque sin esa insatisfacción vital que las mentiras de la literatura a la vez azuzan y aplacan, nunca hay auténtico progreso... Los hombres no viven solo de verdades; también les hacen falta las mentiras: las que inventan libremente, no las que les imponen; las que se presentan como lo que son, no las contrabandeadas con el ropaje de la historia. La ficción enriquece su existencia, la completa y, transitoriamente, los compensa de esa trágica condición que es la nuestra: la de desear y soñar siempre más de lo que podemos realmente alcanzar.

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Apéndice: textos de creación citados

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Borges, J. L., “Las ruinas circulares”, Ficciones, Obras completas I, Barcelona: Emecé, 1996. Borges, J. L., “El milagro secreto”, Artificios, Obras completas I. Barcelona: Emecé, 1996. Borges, J. L., “El Aleph”, El Aleph, Obras completas I. Barcelona: Emecé, 1996. Borges, J. L., “El jardín de los senderos que se bifurcan”, Ficciones, Obras completas I. Barcelona: Emecé, 1996. Borges, J. L., “La biblioteca de Babel”, Ficciones, Obras completas I. Barcelona: Emecé, 1996. Calvino, I., Si una noche de invierno un viajero, Madrid: Siruela, 3ª ed., 1983. Capote, T., A sangre fría, Barcelona: Club Bruguera, 1979. Carpentier, A., “Viaje a la semilla”, Guerra del tiempo, Madrid: Alianza Cien, 1993. Cervantes, M. de, Don Quijote de la Mancha, Barcelona: Juventud, 5ª ed., 1975. Cervantes, M. de, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Madrid: Castalia, 1992. Cervantes, M. de, El casamiento engañoso-El coloquio de los perros, Novelas ejemplares II, Madrid: Cátedra, 2000. Cervantes, M. de, El licenciado Vidriera, Novelas ejemplares II, Madrid: Cátedra, 2000. Cervantes, M. de, El celoso extremeño, Novelas ejemplares II, Madrid: Cátedra, 2000. Clarín, La Regenta, Madrid: Alianza, 1966. Clarín, “¡Adiós, Cordera!”, ¡Adiós, Cordera y otros cuentos!, Madrid: Espasa Calpe, 4ª ed., 1970. Coetzee, J. M., Infancia, Barcelona: Mondadori, 2010. Coetzee, J. M., Juventud, Barcelona: Debolsillo, 2009. Coetzee, J. M., Verano, Barcelona: Debolsillo, 2011. Cortázar, J., “Carta a una señorita en París”, Bestiario, Cuentos completos 1, Madrid: Alfaguara, 1999. Cortázar, J., “Continuidad de los parques”, Final de juego, Cuentos completos 1, Madrid: Alfaguara, 1999. Cortázar, J., “La noche boca arriba”, Final de juego, Cuentos completos 1, Madrid: Alfaguara, 1999. Cortázar, J., “Casa quemada”, Bestiario, Cuentos completos 1, Madrid: Alfaguara, 1999.

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Apéndice

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Cortázar, J., “El perseguidor”, Las armas secretas, Cuentos completos 1, Madrid: Alfaguara, 1999. Cortázar, J., “Las babas del diablo”, Las armas secretas, Cuentos completos 1, Madrid: Alfaguara, 1999. Diderot, D., Santiago el fatalista y su amo, Madrid: Alianza Tres, 1978. Ende, M., La historia interminable, Madrid: Alfaguara, 2007. Faulkner, W., El ruido y la furia, Madrid: Cátedra, 1998. Fernández Flórez, W., El bosque animado, Madrid: Anaya, 1990. Forster, M., Más extraño que la ficción, Columbia Pictures & Mandate Pictures, 2007. Fuentes, C., Cristóbal Nonato, Madrid: Mondadori, 1992. Fuentes, C., La muerte de Artemio Cruz, Barcelona: Club Bruguera, 1980. García Márquez, G., “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, Barcelona: Plaza & Janés, 1998. García Márquez, G., “Espantos de agosto”, Doce cuentos peregrinos, Madrid: Mondadori, 1992. García Márquez, G., Cien años de soledad, Madrid: Mondadori, 1987. García Márquez, G., Crónica de una muerte anunciada, Barcelona: Bruguera, 5ª ed., 1982. Goethe, J. W., Werther, Madrid: Alianza, 1969. Gogol, N., El capote, Madrid: Compañía Europea de Comunicación e Información, 1991. Heliodoro, Las etiópicas o Teágenes y Cariclea, Madrid: Gredos, 1979. Homero, Ilíada, Madrid: Biblioteca Básica Gredos, 2000. Hrabal, Bohumil, Trenes rigurosamente vigilados, Barcelona: El Aleph, 2000. Huysmans, K. J., A contrapelo, Madrid: Cátedra, 2004. Jacobs, W. W., “La pata de mono”, Borges, J. J; Bioy Casares, A.; Ocampo, S. (eds.), Antología de la literatura fantástica, Barcelona: Edhasa, 1977. Kafka, F., Metamorfosis, Madrid: Alianza, 1989. Luciano de Samósata, Relatos fantásticos, Madrid: Alianza, 1998. Mann, Th., La montaña mágica, Barcelona: Edhasa, 2006. Marías, J., “La canción de Lord Rendall”, Mientras ellas duermen, Madrid: Punto de Lectura, 2000. Martín Santos, L., Tiempo de silencio, Barcelona: Seix Barral, 12ª ed., 1978.

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Merino, J. M., “El niño lobo del cine Mari”, 50 cuentos y una fábula (obra breve 1982-1997), Madrid: Alfaguara, 1997. Merino, J. M., “El caso del traductor infiel”, 50 cuentos y una fábula (obra breve 1982-1997), Madrid: Alfaguara, 1997. Millás, J. J., Lo que sé de los hombrecillos, Barcelona: Seix Barral, 2010. O. Henry, “Los caminos del destino”, Cuentos, La Habana: Ediciones Huracán, 1977. Perec, G., La vida, instrucciones de uso, Barcelona: Anagrama, 2004. Pérez Galdós, B., Miau, Madrid: Alianza, 12ª ed., 1996. Puig, M., El beso d e la mujer araña, Barcelona: Seix barral, 1976. Rulfo, J., “Luvina”, El llano en llamas, Barcelona: Seix Barral, 1983. Rulfo, J., “En la madrugada”, El llano en llamas Barcelona: Seix Barral, 1983. Sábato, E., Sobre héroes y tumbas, Barcelona: Seix Barral, 1984. Sánchez Ferlosio, R., El Jarama, Barcelona: Destino, 1975. Stevenson, R. L., El diablo en la botella, Madrid: Alianza, 1995. Torrente Ballester, G., Fragmentos de Apocalipsis, Barcelona: Destino, 1977. Umbral, F., El hijo de Greta Garbo, Barcelona: Destino, 1982. Unamuno, M., de: Niebla, Madrid: Biblioteca El Mundo, 2001. Vargas Llosa, M., Kathie y el hipopótamo, Barcelona: Seix Barral, 1983. Virgilio, Eneida, Madrid: Biblioteca Básica Gredos, 2000. Wilde; O., El fantasma de Canterville, Madrid, Alianza Cien, 1982. Yourcenar, M., Memorias de Adriano, Barcelona: Edhasa, 1982.

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Índice analítico

A absurdo 19, 71 Abrams, M. H. 56 accesibilidad 130, 131, 238 acción 18, 29, 52, 68, 70, 71, 76, 93, 117, 129, 139, 155, 157, 170, 173, 209, 210, 233, 237 acto de habla auténtico 101 actos de habla 29, 60, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 97, 101, 107, 108, 110, 111, 115, 117, 135, 137, 138, 201, 235 acto(s) de habla(s) ficcional(es) 60, 97, 202 actos ilocutivos 91, 93, 97, 101, 115 actual 20, 24, 54, 56, 63, 88, 113, 119, 120, 122, 124, 182, 185, 186 Adorno, T. 65, 180 Albaladejo, T. 126, 141, 211 Alberca, M. 102, 104, 106 Alberti, L. B. 30 Aldecoa, I. 198 Aldrich, V. C. 72 alejandrinos 36 Allen, W. 125, 197 Amyot, J. 32 Andersen, H. Ch. 199 antimimético(a) 53, 55, 64, 107, 118, 119, 124, 200 antropología de la ficción 60 antropológica 65, 79, 155, 160, 163, 164, 177, 185, 231

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Narración y ficción

apariencia 16, 22, 23, 24, 26, 27, 39, 40, 41, 46, 48, 52, 66, 67, 68, 74, 93, 99, 101, 111, 158, 161, 168, 179, 182, 184, 185 aplicación 31, 65, 85, 123, 124, 130, 142, 170, 180, 188 Apuleyo 25, 198 Arias Montano, B. 31 Aristóteles 7, 9, 10, 13, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 26, 32, 34, 36, 40, 57, 64, 70, 71, 75, 84, 87, 93, 128, 129, 163, 211 arquetipo(s), 27, 164 arraigo antropológico 23, 163, 174, 182 Arreola, J. J. 199 arte 14, 15, 18, 19, 28, 30, 31, 33, 35, 36, 37, 38, 43, 44, 50, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 60, 66, 77, 79, 81, 83, 85, 104, 118, 119, 127, 132, 143, 148, 150, 151, 162, 163, 164, 165, 167, 171, 172, 173, 175, 177, 178, 179, 180, 182, 183, 187, 192, 194, 197, 199, 224, 230, 231, 232, 234, 235, 239, 240, 241 Atxaga, B. 198 Aub, M. 188 Augé, M. 163, 178, 183,211 Auerbach, E. 65, 84 Aullón de Haro, P. 56, 232, 237 Austin, J. L. 63, 89, 92, 93, 117, 135 auténticos 94, 107, 109, 111, 137, 144 autentificación 60, 107, 108, 137, 202 autobiografía 101, 102, 103, 104, 105, 221, 226, 227, 230, 235, 241 autoficción 104, 105, 106, 222 autor 11, 13, 14, 15, 19, 21, 22, 24, 27, 28, 29, 31, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 41, 43, 45, 50, 51, 52, 54, 56, 58, 60, 61, 65, 69, 70, 72, 73, 74, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 89, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 101, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 108, 109, 111, 113, 116, 121, 122, 124, 126, 128, 129, 130, 132, 133, 134, 135, 137, 138, 139, 140, 141, 143, 146, 147, 148, 151, 152, 153, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 163, 167, 168, 169, 170, 171, 173, 174, 175, 176, 177, 179, 180, 182, 183, 186, 191, 192, 193, 194, 196, 197, 200, 204, 205, 210, 215 autoridad 10, 29, 96, 107, 108, 135, 136, 137, 191, 215 autoridad autentificadora 107, 108, 136, 137 Ayala, F. 177 Azorín, 198

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Índice analítico

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B Bajtín, M. 25, 87, 102, 103, 226, 231 Bal, M. 84 Baroja, P. 78 Barnes, J. 165, 76, 177 Barthes, R. 87, 102, 104, 194, 223 Bataillon, M. 32 Baudelaire, C. 57, 187 Baudrillard, J. 178, 179, 180, 193 Baumgarten, A. 53 Bear, R. 35 Beardsley, A. 71, 72 Beckett, S. 136 Beltrán, L. 32 Bembo, P. 30 Benedetti, M. 198, 199 Benjamin, W. 65 Berger, P. L. 152 Bjornson, R. 170 Black, M. 69, 72, 73, 74, 76 Bobes, M. C. 27, 154 Boyd, B. 155, 165, 171 Brecht, B. 15 Boccaccio, G. 32 Bodmer, J. J. 53, 54, 55, 64 Borges, J. L. 50, 197, 198, 201 Bourdieu, P. 102, 178, 193 bovarysmo 131 Breitinger, J. J. 53, 54, 55, 64 Bremond, C. 87 Bricmont, J. 154 Bruner, J. 80, 143, 150, 151, 165, 166, 167, 173, 208 Bruss, E. 103 Bunge, M. 86, 143, 150, 152, 154 Burgos, J. 164 C Cabo Aseguinolaza, F. 103 Calcagnini, C. 30

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Narración y ficción

Calístrato 30 Callois, R. 188 Calvino, I. 118, 126, 188, 198 Calvo Serraller, F. 209 campo de referencia 78, 139, 210 campos de referencia internos 211 campos de referencia externos 78, 139, 205, 210 capacidad autentificadora 135, 136, 215 Cano, M. 31 Capote, T. 127 Carnap, R. 119 Carpentier, A. 198 Castañeda, H. N. 63, 122, 132 Castells, M. 184, 192 Castelvetro, L. 36 Castro, A. 31 Cawelti, J. 170 Cervantes, M. de 7, 9, 20, 26, 27, 31, 37, 38, 40, 42, 43, 45, 50, 51, 52, 98, 149, 195, 196, 198, 200, 214, 227, 228, 229, 233, 234, 238, 241 Cicerón, M. T. 26, 29, 36 ciencia 17, 20, 60, 74, 75, 77, 91, 127, 148, 149, 150, 151, 153, 167, 172, 207, 211, 229 ciencias cognitivas 167, 170, 172 Cintio, G. 30 Clarín (Alas, L.) 198, 221 cognitismo 10, 22, 144 cognitivo(a) 7, 17, 23, 53, 60, 66, 80, 91, 144, 146, 150, 153, 155, 160, 161, 163, 164, 165, 166, 167, 168, 169, 170, 171, 173, 176, 177, 211 Cohen, J. 72 coherencia 20, 40, 82, 107, 123, 131, 150, 205, 208, 211 Cohn, D. 65, 116 Coleridge, S. M. 56, 60, 69, 94, 119, 160 Colonna, V. 104, 106 configuración 18, 68, 70, 76, 79, 88, 123, 129, 133, 134, 139, 140, 143, 155, 160, 172, 198, 202 conocimiento 15, 18, 21, 23, 24, 27, 28, 33, 35, 53, 88, 89, 91, 108, 129, 133, 136, 137, 139, 143, 145, 151, 152, 155, 156, 158, 161, 164, 165, 166, 168, 169, 172, 176, 177, 188, 200, 211, 223, 236

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Índice analítico

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construcción 7, 14, 21, 23, 40, 42, 65, 69, 77, 80, 103, 105, 117, 129, 134, 137, 143, 144, 145, 146, 148, 149, 152, 154, 159, 168, 179, 191, 201, 202, 205, 207, 212, 223, 225, 228, 236, 239 constructivismo 10, 60, 80, 143, 145, 146, 152, 153, 160 constructivista 60, 78, 118, 138, 143, 145, 146, 154, 211, 239 contradicciones 54, 108, 113, 120, 123, 126, 135, 149, 214 contratos de lectura 103, 104 convincente 20, 42, 51, 68, 86, 99 Cornelio Agrippa, E. 32 Cortázar, J. 98, 118, 127, 133, 176, 177, 188, 198, 201, 203, 204, 213, 214 Cortesi, P. 30 creación 7, 18, 23, 27, 28, 30, 31, 35, 36, 37, 38, 40, 50, 52, 53, 55, 57, 58, 64, 73, 75, 78, 84, 92, 100, 104, 106, 109, 112, 113, 118, 119, 120, 121, 142, 148, 151, 156, 158, 163, 164, 175, 179, 180, 183, 185, 186, 187, 191, 197, 204, 206, 207, 212, 214, 215 credibilidad 10, 19, 37, 40, 42, 49, 51, 68, 100, 108, 109, 131, 136, 204, 205, 214, 215 crédito 11, 42, 99, 101 crisis del sujeto 9, 102, 104, 196 Critenden, Ch. 63, 121, 132 Culpeper, J. 166 Currie, G. 115, 210 D Da Vinci, L. 30 Damasio, A. 173 Darwin, Ch. 149, 171 deconstrucción 9, 58, 65, 103, 110, 169 deformación 16, 147 De Man, P. 102 Delbene 30 denotación 62, 69, 73, 90, 112, 148, 149, 227 Derrida, J. 65, 102, 180, 181, 188 Descartes, R. 110, 212 desrealización 15, 16, 185 Dickens, Ch. 121 Diderot, D. 118, 196 discurso histórico 175

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Narración y ficción

dispositivo 113, 114, 116, 161, 162, 193, 202 Dolezel, L. 17, 22, 53, 55, 60, 63, 64, 65, 77, 82, 88, 91, 96, 100, 101, 107, 108, 109, 113, 118, 120, 123, 124, 125, 126, 129, 130, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 146, 200, 201, 210, 211, 212 Doubrovsky, S. 104 drama 17, 29, 33, 67, 97, 116 Durand, G. 164 E Eakin, P. J. 102 Eco, U. 55, 88, 118, 120, 124, 132, 133, 138, 202 efecto de realidad 85, 118, 181, 205 efecto perlocutivo 94, 96, 97, 135 Eichenbaum, B. 87 ejemplaridad 26, 31 Else, G. F. 17 emisor 64, 88, 89, 92, 96, 101, 108, 114, 139, 201 Emmott, C. 172, 173 Ende, M. 199 enfoque pragmático 86, 113 enfoques 10, 59, 60, 64, 83, 89, 113, 207, 212 enunciación 37, 67, 86, 96, 100, 102, 107, 111, 116, 169, 198 enunciado(s)/enunciados ficcionales 37, 58, 62, 74, 67, 69, 71, 78, 91, 92, 95, 96, 97, 98, 101, 109, 110, 116, 121, 152, 174, 189 épica 29, 32, 33, 66, 128, 198 Erasmo de Rotterdam 30 Escalígero 29, 30, 32 Escuela de Frankfurt 15, 65 escuela formal rusa 87 espacio 18, 21, 67, 68, 69, 78, 105, 126, 130, 138, 162, 163, 170, 173, 175, 177, 183, 185, 188, 195, 196, 198, 213, 222, 228, 235 espacio social 173 especularidad 41, 43, 50 espejo 43, 50, 56, 148, 155, 158, 160, 181, 188, 193, 206, 212, 214, 221 estatuto de la ficción 63, 113 estética de la recepción 60, 154 estetización 179, 180 estructura dual 126, 155, 157

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Índice analítico

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evolución 17, 64, 89, 106, 147, 169, 170, 171, 172 evolucionismo 160, 171 exageración(es) 14, 16, 26 F fábula 18, 20, 24, 25, 26, 40, 42, 74, 94, 95, 130, 209, 220, 235 fáctico 20, 21, 121, 127, 159 falsedad 62, 98, 107, 113, 123, 141, 150, 186, 201 fantasía 25, 44, 45, 54, 55, 56, 60, 119, 133, 160, 175, 195 fantástico(s) 10, 19, 20, 25, 66, 80, 81, 125, 127, 133, 198, 205, 219 Faulkner, W. 118, 198 Fernández Flórez, W. 199 ficción 7, 9, 10, 11, 13, 16, 17, 18, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 30, 31, 33, 34, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 45, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 55, 56, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 69, 70, 71, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 82, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 100, 101, 102, 103, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 112, 113, 114, 115, 116, 117, 118, 119, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 138, 139, 140, 141, 142, 146, 148, 149, 150, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 168, 171, 174, 175, 176, 177, 178, 181, 182, 183, 184, 189, 190, 191, 193, 195, 196, 197, 198, 199, 200, 201, 202, 203, 204, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 219, 220, 221, 222, 223, 224, 225, 226, 227, 228, 229, 230, 231, 233, 234, 235, 236, 237, 238, 239, 240, 241 ficción explícita 38, 41, 42, 195, 196 ficción implícita 38, 42, 195, 215 ficción narrativa 70, 76, 98, 116, 190, 234 ficcional 11, 21, 33, 35, 37, 38, 40, 42, 43, 45, 50, 52, 55, 59, 62, 65, 67, 69, 90, 95, 96, 97, 99, 101, 103, 104, 105, 106, 107, 108, 112, 113, 114, 115, 121, 122, 123, 124, 125, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 137, 139, 141, 142, 146, 155, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 172, 173, 178, 182, 189, 190, 193, 196, 197, 198, 200, 201, 202, 204, 206, 207, 208, 209, 211, 213 ficcionalidad 17, 26, 35, 37, 40, 49, 57, 62, 65, 94, 97, 102, 109, 112, 115, 116, 123, 125, 155, 157, 160, 164, 183, 200, 205, 210 ficcionalización 38, 45, 130, 142, 156, 158, 184, 193, 231 ficciones digitales 182 ficciones verdaderas 55

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Narración y ficción

Ficino, M. 28 figuración(es) 104, 106, 107, 169 Filosofía Analítica 61, 62 fingimiento 22, 23, 26, 34, 45, 47, 48, 49, 63, 89, 90, 91, 93, 94, 95, 98, 99, 101, 110, 111, 112, 113, 114, 116, 182, 189, 202, 229 fingimiento lúdico compartido 45, 111 Fish, S. 86 Fludernik, F. 170 Foerster, H. von 143 Forcione, A. K. 32 formulación declarativa 96 formulación directiva 96 Forster, H. von 143 Forster, M. 197 Foucault, M. 43, 194 Fracastoro, G. 30, 36 Frachetta, G. 36 Frege, G. 62, 63, 69, 98, 112, 119 Freud, S. 164, 183 Friedman, N. 87 fronteras 9, 41, 43, 82, 105, 118, 125, 130, 159, 178, 193, 196, 214, 228 Frye, N. 131, 164 fuente enunciativa 38, 195, 196 Fuentes, C. 199 fuerza autentificadora 135, 136, 137, 201 fuerza ilocutiva 60, 89, 93, 94, 96, 97, 107, 117, 122, 135, 201 Füger, W. 87 Fumaroli, M. 32 función autentificadora 108, 136 funciones inmanentes 162 funciones trascendentes 161 función mimética 64, 70 función narrativa 50, 67, 196 G Gabriel, G. 90, 122 Gadamer, H. G. 77, 134, 139, 211 Garaudy, R. 81

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Índice analítico

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García Berrio, A. 17, 27, 29, 28, 32, 36, 138, 154, 164, 165 García Galiano, A. 27 García Márquez, G. 82, 118, 198, 199, 200, 214 Gebauer, G. 24, 52 Genette, G. 17, 60, 87, 91, 92, 94, 95, 96, 97, 98, 109, 111, 112, 115, 196, 197, 212 Gebauer, G. 24 Ghiberti, L. 30 Gibbs, R. 166 Gide, A. 196 Gil-Albarellos, S. 31 Girard, R. 180 Gironella, J. M. 197 Glaserfeldt, E. von 143, 144, 145 Glinz, H. 127, 213 Goethe, J. W. 131 Gogol, N. 79, 108 Gohory, J. 32 Gomá Lanzón, J. 27 Gombrich, E. H. 85, 115, 180, 181, 191 González Maestro, J. 21 Goodman, N. 60, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 80, 85, 112, 113, 118, 143, 146, 148, 149, 150, 151, 154, 160, 166, 167, 208, 211, 212 Gould, P. 170 Greimas, A. J. 87 Guevara, A. de 31 Guillén, C. 29 Gusdorf, G. 102 H Habermas, J. 194 hacedor 34, 35 Hamburger, K. 17, 66, 67, 68, 97, 101, 116, 199, 208 Hamilton, A. C. 32 Harshaw, B. 65, 66, 78, 121, 139, 140, 208, 211 Hathaway, B. 35 Havelock, E. A. 16 Heidegger, M. 70 Heninger, S. K. 35

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Narración y ficción

Herman, D. 165, 166, 167, 173, 221, 227, 231, 233, 235, 238, 240 hermenéutica 10, 60, 68, 76, 130, 134, 154, 164, 228, 231, 234 Hester, M. B. 72 hibridación 201, 202 hilorrealismo 153 Hintikka, J. 119 hipertexto 185, 186, 190, 191, 192, 241 Hirsch Jr., E. D. 139 historia 7, 13, 17, 18, 20, 24, 32, 35, 37, 38, 39, 41, 42, 44, 46, 50, 51, 52, 54, 59, 62, 65, 75, 77, 82, 83, 95, 122, 126, 127, 130, 131, 134, 136, 138, 142, 148, 166, 168, 174, 175, 182, 189, 191, 193, 199, 201, 202, 203, 204, 208, 212, 213, 216, 219, 227, 231, 237, 240, 241 Hoek, L. H. 85 Horacio 27, 28, 30, 35, 36 Howell, R. 119 Hrabal, B. 136 Hume, D. 209 Husserl, E. 70, 212 Huysmans, J.-K. 187 Huzinga, J. 188 I idea 15, 20, 28, 31, 34, 35, 36, 37, 46, 69, 72, 73, 166, 189, 193, 197, 203, 207, 211, 214 identidad 24, 48, 57, 94, 98, 102, 103, 104, 105, 115, 144, 155, 185, 190, 205, 214 ilusión de realidad 66, 85 ilusión referencial 87 imágenes, 20, 23, 147, 148, 179, 187 imaginación 25, 26, 30, 42, 44, 45, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 60, 63, 74, 75, 76, 88, 94, 96, 99, 101, 109, 119, 121, 128, 134, 139, 143, 159, 160, 162, 163, 164, 166, 167, 168, 176, 177, 181, 186, 188, 189, 191, 195, 196, 201, 209, 212, 214, 223, 224, 234, 239 imaginario individual 163, 183, 184, 207 imitación 14, 15, 16, 17, 18, 22, 23, 24, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 42, 51, 52, 54, 55, 66, 69, 84, 85, 93, 111, 115, 161, 212, 228 imposible 19, 21, 81, 82, 127, 128

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Índice analítico

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incompleción 132, 133 Ingarden, R. 86, 87, 98, 117, 132, 154 inmersión 50, 114, 115, 116, 161, 162, 182, 187, 188, 189, 190, 191, 192,193 inspiración 15, 28, 30, 32, 110, 215 inteligencia artificial 22, 165, 169 interacción 23, 65, 89, 138, 144, 159, 177, 180, 187, 190, 191, 192, 201, 238 interactividad 188, 191 interpretación 17, 30, 65, 72, 102, 123, 126, 129, 138, 142, 144, 146, 164, 169, 173, 176, 194, 206, 207, 212, 227, 229, 231, 234 invención 18, 25, 26, 30, 31, 33, 34, 35, 36, 38, 41, 45, 46, 47, 48, 50, 52, 56, 61, 65, 68, 69, 75, 92, 104, 105, 106, 119, 139, 140, 158, 168, 178, 180, 186, 190, 194, 207, 208, 210, 211, 212, 224 irrealismo 80, 147, 148, 154 Iser, W. 19, 50, 86, 95, 117, 129, 132, 154, 155, 156, 159, 160, 165, 207, 211 J Jacobs, W. W. 199, 201, 214 Jakobson, R. 71, 81, 98 James, H. 87 Jameson, F. 170, 194 Jauss, H. R. 57 Jean Paul 55 Joyce, J. 81 juego 38, 43, 66, 76, 95, 96, 100, 101, 126, 162, 168, 171, 176, 188, 190, 193, 215, 218, 236, 242 Jung, C. 164 K Kafka, F. 79, 126, 127, 133, 136, 201 Kant, E. 53, 76, 162, 181 Kaplan, S. 122 Khun, T. S. 208 Koller, H. 17 Kripke, S. A. 63, 119, 122, 134, 154 Kristeva, J. 87 Kundera, M. 165, 176, 177

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Narración y ficción

L Labov, W. 165 Lacan, J. 102, 194 Lakoff, G. 166 Lázaro Carreter, F. 81, 82, 208 Le Guern, M. 71 Lecarme, J. 104 lector 10, 20, 25, 33, 39, 40, 42, 43, 51, 59, 60, 76, 79, 82, 83, 86, 93, 98, 99, 100, 103, 105, 112, 117, 124, 127, 129, 131, 133, 136, 139, 141, 155, 170, 173, 186, 188, 189, 190, 191, 195, 196, 200, 201, 204, 205, 209, 210, 214, 215 lector modélico 82 legitimación 91, 108, 202 Leibfreid, E. 87 Leibniz, G. 53, 55, 63, 126 Lejeune, Ph. 102 Lledó, E. 139 Levin, S. 60, 94, 96, 97 Lévy, P. 178, 187 Lewis, D. 119, 132, 189 límites 19, 37, 81, 82, 101, 105, 115, 130, 133, 156, 157, 158, 159, 161, 179, 185, 214, 227, 230 lírica 17, 29, 33, 52, 79, 101, 111, 140, 236 literatura 10, 15, 16, 18, 20, 21, 26, 28, 30, 31, 33, 36, 37, 38, 44, 53, 54, 55, 56, 57, 61, 63, 64, 65, 66, 68, 69, 70, 72, 74, 78, 79, 80, 84, 86, 87, 89, 90, 91, 92, 93, 97, 101, 102, 103, 109, 117, 119, 120, 123, 124, 131, 132, 133, 134, 139, 140, 152, 154, 156, 160, 164, 165, 166, 167, 169, 172, 173, 177, 178, 179, 187, 188, 189, 192, 197, 198, 199, 201, 202, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 219, 221, 222, 224, 228, 229, 230, 234, 235, 237, 238, 239, 240, 241 lógico(a) 11, 37, 54, 55, 61, 63, 71, 80, 87, 91, 97, 99, 116, 119, 120, 121, 122, 123, 125, 132, 138, 143, 157, 165, 166, 167, 189, 195, 199, 200, 201, 205, 209, 210 Lotman, I. 20, 21, 87, 114, 192, 209 Lozano, J. 194 Lubbock, P. 87 Luciano 9, 10, 11, 25, 26, 30, 118, 195, 198, 214 Luckman, T. 152

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Índice analítico

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Lukács, G. 15, 84 Lynch, J. 170 M Maggi, V. 32 Mallarmé, S. 57, 58 Mann, T. 198 mapa, 212 mapa cognitivo 170 mapas imaginarios 163 mapas mentales 170 maravilloso 19, 28, 54, 56, 82, 127, 200 Margolin, U. 172, 173 Marías, J. 105, 106, 200, 202, 205 Márquez Villanueva, F. 32 Martínez Bonati, F. 11, 38, 44, 60, 61, 66, 79, 91, 92, 93, 95, 96, 98, 99, 100, 101, 107, 109, 111, 126, 127, 128, 133, 135, 191, 201, 208 Martín Santos, J. 198 Mateo Díez, L. 165, 176, 197 material 27, 28, 38, 70, 102, 153, 161, 170 Maturana, H. R. 143 Mauron, Ch. 164 MacDonald, M. 211 McMacloskey, J. 153 mediación 81, 139, 179, 191 Meinong, A. 90, 121, 132 memoria 20, 145, 163, 177, 183, 185, 186, 192, 234, 235 mentiras 10, 14, 25, 26, 33, 35, 39, 174, 175, 216, 241 Mendoza, E. 199 Merino, J. M. 165, 176, 199, 211, 214 metaficción 38, 42, 229 metáfora 58, 69, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 120, 148, 166, 212, 234, 237 metáfora continuada 74, 75 metalepsis, 196, 197 metarrepresentación 168, 169 Mignolo, W. 98, 208 mimesis 13, 17, 18, 19, 21, 22, 24, 27, 29, 52, 53, 65, 66, 68, 69, 70, 75, 77, 79, 82, 83, 84, 87, 118, 139, 142, 161, 180, 181, 193, 202, 208, 210, 211, 224, 226, 228, 230, 237

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Narración y ficción

mimética 23, 24, 29, 52, 64, 65, 70, 77, 93, 107, 115, 123, 126, 154, 162 mimético-realista 7, 9, 61, 64, 100, 154, 207, 208, 213 Minturno, A. S. 29, 32 mitificación 130 mito(s) 10, 13, 60, 62, 82, 126, 130, 131, 133, 153, 163, 176, 182, 183 modelización(es) 23, 52, 78, 113, 114, 115, 158, 161, 162, 212 modelo(s) 15, 16, 20, 21, 23, 26, 27, 29, 31, 32, 34, 36, 52, 54, 56, 68, 74, 75, 76, 78, 89, 93, 107, 113, 114, 119, 120, 123, 124, 125, 129, 134, 137, 140, 141, 142, 143, 144, 145, 146, 150, 159, 165, 166, 170, 171, 172, 173, 180, 184, 189, 198, 200, 201, 202, 205, 209, 210, 213, 234, 239 modelo de múltiples mundos 124, 125, 202 modelo de mundo 119, 141, 142 Morawski, S. 84 Moritz, J. 53, 54 Morón, C. 32 Morris, Ch. 89 mundo 7, 9, 13, 15, 16, 20, 22, 23, 24, 25, 27, 30, 31, 34, 36, 42, 43, 44, 48, 49, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 68, 69, 70, 71, 72, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 86, 87, 88, 90, 91, 92, 93, 94, 96, 98, 99, 100, 102, 103, 105, 107, 108, 109, 111, 112, 113, 114, 115, 117, 119, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 138, 139, 140, 141, 142, 145, 146, 147, 148, 149, 150, 151, 152, 153, 154, 156, 159, 161, 164, 166, 167, 169, 173, 174, 176, 178, 179, 180, 181, 184, 186, 188, 189, 190, 191, 192, 193, 194, 197, 198, 199, 200, 201, 202, 203, 204, 205, 207, 208, 209, 210, 211, 213, 214, 235, 237 mundo(s) híbrido(s) 126, 127, 133, 201, 204 mundo(s) posible(s) 43, 53, 54, 55, 63, 70, 77, 100, 112, 113, 119, 120, 123, 124, 129, 134, 138, 141, 142, 143, 149, 153, 166, 167, 188, 189,221,224, 226, 240 mundo real 54, 55, 57, 90, 121, 123, 129, 130, 132, 139, 141, 188 mundo(s) de ficción/mundos nocionales 54, 61, 57, 59, 60, 64, 69, 78, 79, 88, 90, 97, 100, 107, 111, 113, 117, 118, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 129, 132, 133, 134, 137, 138, 139, 140, 162, 190, 195, 201, 205, 209, 211, 212 mundos alternativos 37, 54, 57, 126, 141, 150, 186 mundos ficticios plurirregionales 126

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Índice analítico

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mundos ficticios unirregionales 128 mundos multipersonales 134 mundos unipersonales 134 mundos naturales 126 mundos sobrenaturales 126, 134 Muñoz Molina, A. 165, 176 mythos 18, 70, 75 N narración 10, 16, 18, 26, 33, 40, 42, 44, 51, 52, 60, 80, 92, 95, 97, 99, 100, 101, 103, 106, 108, 111, 112, 115, 136, 137, 138, 150, 165, 166, 167, 168, 169, 170, 172, 173, 176, 188, 190, 196, 198, 205, 206, 211, 214, 221, 229, 237, 238 narrador 10, 37, 39, 44, 47, 50, 51, 67, 91, 95, 98, 100, 101, 102, 104, 105, 107, 108, 111, 127, 135, 136, 137, 171, 173, 190, 196, 198, 201, 203, 204, 206, 215, 234 narratario 40, 51, 173, 198 narratología natural 171 naturaleza 11, 15, 18, 19, 27, 28, 30, 33, 34, 35, 36, 37, 42, 48, 52, 54, 56, 57, 59, 64, 69, 71, 74, 78, 81, 89, 92, 93, 97, 103, 112, 114, 115, 119, 120, 123, 128, 140, 142, 144, 146, 147, 152, 156, 158, 161, 163, 166, 176, 181, 187, 189, 195, 196, 197, 199, 213 Nabokov, V. 188 Nietzsche, F. 212 Novalis (Freiherr von Hardenberg, G. F. P.) 54, 56, 119 novela 25, 31, 32, 43, 44, 53, 54, 67, 87, 89, 90, 100, 104, 105, 106, 121, 128, 130, 132, 133, 136, 156, 157, 169, 174, 175, 177, 196, 197, 201, 215 novela de aventuras 25, 215 novela de caballerías 31, 32, 43, 51, 126 Nueva Ficción 10, 60, 178, 187 Núñez Ramos, R. 173 O O. Henry (Porter, W. S.) 108, 136, 199, 200 objeto imaginario 117, 154 Ohmann, R. 63, 92, 109 Olney, J. 102 Onetti, J. C. 118, 121

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Narración y ficción

ontología 15, 21, 53, 124, 130, 139, 140, 148, 234, 235 ontológico 17, 80, 90, 121, 122, 123, 126, 153, 186 Ortega y Gasset, J. 175 OULIPO 188 P pacto ambiguo 102 pacto autobiográfico 102, 103, 105, 232 pacto de ficción 69, 96 Palmer, A. 172, 173 parábola, 130, 168 paradigma 7, 9, 59, 64, 78, 86, 87, 88, 113, 118, 129, 130, 135, 138, 143, 154, 164, 170, 178, 207, 208, 213 Parsons, T. 61, 63, 90, 121, 132, 171, 235 particulares ficcionales 64, 124, 125 Passavin 32 Patrizi, F. 30, 31 32 Pavel, T. 55, 61, 62, 82, 87, 91, 92, 109, 110, 113, 118, 120, 121, 122, 126, 130, 131, 132, 133, 209, 210, 212, 224, 228 Peirce, A. 89 Pellegrino 32 percepción 24, 58, 60, 73, 75, 76, 77, 80, 82, 83, 115, 144, 146, 147, 148, 149, 150, 152, 166, 180, 181, 185, 190, 194, 204, 208, 209, 213 Perec, G. 188 Pérez Galdós, B. 78, 198 persona 24, 58, 66, 67, 90, 92, 93, 94, 95, 97, 101, 105, 107, 108, 110, 111, 135, 136, 157, 190, 203, 205 personaje(s) 20, 21, 23, 24, 29, 30, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 49, 50, 51, 65, 67, 78, 84, 89, 90, 92, 94, 95, 97, 99, 100, 102, 104, 105, 107, 108, 111, 120, 121, 122, 124, 125, 131, 133, 135, 136, 139, 140, 141, 154, 156, 157, 168, 169, 173, 182, 183, 184, 189, 190, 191, 195, 196, 197, 199, 200, 202, 205, 213 persuasión 32, 35, 36, 184 Petit, M. 178, 181 Petöfi, J. 141 Pico della Mirandola, G. 30 Pigna, 32 Pimentel, K. 187

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Pinciano, 31 placer 36, 129, 162, 164 Plantinga, A. 63, 119, 122, 124 Platón, 9, 26, 34, 35, 227, 230 platonismo 153, 202 Plessner, H. 157 Plotino 27 plurirregionales 128 poesía 14, 16, 17, 18, 20, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 33, 34, 35, 37, 51, 52, 56, 70, 73, 75, 79, 127, 148, 155, 223, 236, 239 poética 10, 20, 28, 32, 33, 36, 37, 40, 43, 53, 54, 55, 57, 58, 60, 63, 64, 70, 75, 87, 88, 94, 96, 117, 123, 128, 132, 134, 160, 163, 164, 199, 202, 204, 215, 222, 226, 228, 235, 236, 242 poética de la imaginación 10, 60, 163 póiesis 18 Poliziano, A. 30 Porter Abbott, H. 171 posible 19, 20, 21, 24, 28, 33, 34, 36, 41, 44, 47, 54, 55, 56, 57, 63, 64, 65, 70, 77, 78, 82, 85, 88, 90, 99, 101, 105, 111, 113, 115, 119, 120, 123, 124, 125, 127, 131, 132, 134, 135, 138, 139, 140, 141, 146, 149, 150, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 161, 162, 168, 185, 186, 188,190,191,199,202, 204, 210 Poulet, G. 164 Pozuelo Yvancos, J. M. 17, 20, 29, 32, 40, 43, 45, 52, 103, 104, 106, 112, 192, 208, 236, 237 Prada Oropeza, R. 126 pragmático(a)/Pragmática 7, 9, 19, 20, 34, 38, 39, 40, 59, 63, 67, 77, 79, 81, 85, 86, 88, 89, 92, 94, 98, 100, 103, 107, 109, 111, 112, 113, 114, 115, 116, 117, 130, 135, 138, 155, 162, 182, 201, 205, 208, 212 224, 225, 226, 233, 235, 236, 241 producción 22, 23, 24, 31, 34, 35, 37, 40, 52, 53, 55, 64, 69, 78, 130, 135, 144, 145, 150, 151, 154, 156, 159, 163, 164, 169, 180, 183, 212 profeta 34, 110 Propp, V. 87, 130 Pseudo-Longino 9, 30 psicocrítica 60, 164 psicología 22, 25, 58, 139, 160, 165, 168, 169, 170 psicología cognitiva 22, 170

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Narración y ficción

Puig, M. 133 Putnam, H. 80, 143, 150, 208 Q quadrivium 186 quijotismo 131 Quine 61, 119 Quintiliano 26, 36 R real 11, 16, 20, 21, 24, 34, 40, 41, 43, 45, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 61, 64, 65, 66, 68, 76, 78, 79, 80, 82, 83, 90, 91, 94, 99, 101, 103, 104, 105, 109, 111, 114, 115, 117, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 136, 139, 141, 142, 145, 150, 153, 154, 155, 158, 159, 161, 162, 168, 170, 172, 175, 179, 180, 184, 185, 186, 188, 189, 192, 194, 197, 200, 201, 202, 208, 214, 216 realidad 7, 9, 10, 15, 16, 18, 20, 21, 22, 23, 24, 26, 27, 29, 36, 37, 38, 40, 41, 43, 44, 45, 47, 48, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 59, 60, 61, 66, 68, 69, 70, 71, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 87, 88, 90, 93, 97, 99, 101, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 111, 112, 113, 114, 116, 117, 118, 119, 121, 122, 124, 126, 127, 128, 129, 130, 131, 132, 133, 136, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 145, 146, 147, 149, 150, 151, 152, 153, 154, 156, 157, 158, 159, 161, 164, 166, 168, 169, 174, 175, 176, 177, 178, 179, 180, 181, 182, 183, 184, 185, 186, 187, 188, 189, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 197, 199, 200, 202, 203, 204, 205, 206, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 222, 223, 224, 225, 231, 235, 236, 237, 238, 239, 240, 241 realidades alternativas 203 realismo 78, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 127, 133, 145, 150, 152, 154, 187, 200, 208, 210, 214, 222, 224, 225, 228, 231, 232, 233, 234, 235, 237,238, 240, 241, 242 realismo genético 83 realismo mágico 127 realista 53, 61, 75, 79, 80, 81, 82, 84, 118, 127, 134, 135, 139, 140, 142, 182, 201, 221 recepción 22, 86, 129, 130, 135, 155, 159, 231, 240 receptor 19, 20, 33, 37, 41, 42, 51, 60, 64, 66, 68, 75, 76, 77, 79, 83,

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85, 86, 88, 89, 93, 96, 101, 107, 111, 112, 114, 115, 131, 132, 133, 138, 139, 151, 154, 159, 180, 187, 189, 195, 198, 200, 209, 211, 212, 214 redecir 208, 212 redescripción 24, 70, 73, 74, 75, 76, 85, 149 redescripción metafórica 70, 74 red metafórica 74 referencia 17, 20, 22, 33, 36, 42, 53, 57, 58, 59, 60, 61, 66, 69, 70, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 85, 90, 91, 92, 98, 99, 110, 112, 117, 119, 122, 134, 136, 139, 140, 143, 147, 154, 156, 159, 163, 181, 183, 193, 202, 204, 205, 206, 209, 210, 211, 227, 230, 237 referente 40, 58, 61, 68, 80, 82, 84, 85, 86, 89, 99, 109, 112, 180, 190, 204, 212 refiguración 76, 200, 202 regiones imaginarias 128, 133, 201, 202 Reizs de Rivarola, S. 20, 91, 92, 98, 126, 127, 213 relativismo 57, 105, 142, 151, 238, 240 relato 11, 18, 25, 38, 40, 44, 45, 50, 60, 66, 67, 75, 87, 88, 91, 92, 95, 97, 98, 100, 102, 103, 104, 106, 115, 136, 137, 168, 173, 174, 188, 196, 199, 203, 205, 206, 213, 214, 215, 235 relato factual 116 relato ficcional 116 relato histórico 116 Renacimiento 7, 9, 18, 26, 27, 28, 31, 33, 34, 37, 155, 177, 182, 228, 230, 235 representación 18, 22, 23, 24, 26, 28, 30, 37, 53, 55, 56, 65, 69, 72, 77, 78, 79, 80, 83, 88, 106, 114, 124, 139, 140, 145, 146, 155, 159, 161, 162, 169, 170, 172, 179, 181, 187, 189, 190, 200, 212, 222, 236 retórico-formal 7, 59, 86 Richard, J. P. 164 Richards, I. A. 71, 145 Richardson, A. 166 Richter, J. P. 222 Ricoeur, P. 40, 50, 53, 61, 65, 66, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 79, 82, 85, 88, 129, 134, 138, 149, 153, 154, 157, 160, 165, 200, 208, 209, 210, 211, 212 Riffaterre, M. 86, 211 Riley, E. C. 42 Rimbaud, A. 57

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Narración y ficción

Romanticismo 7, 9, 55, 56, 165, 214, 242 Ronen, R. 132, 133 Routley, R. 132 Riedl, R. 143 Rorty, R. 80 Rulfo, J. 118, 198 Russell, B. 61, 119, 121 Ryan, M.-L. 61, 126, 127, 131, 132, 170, 180, 181, 187, 188, 191, 192 S Sábato, E. 195, 202, 203, 214 Salviati, 32 Salzman, P. 35 Saporta, M. 188 Sartre, J. P. 81 Sassetti 32 Schaeffer, J.-M. 16, 17, 22, 24, 38, 45, 93, 94, 111, 112, 113, 115, 116, 155, 160, 161, 162, 163, 165, 178, 181, 182, 187, 193, 211 Schelling, F. 54, 55, 119 Schlegel, F. 50, 55, 56, 57, 119, 212 Schmidt, S. J. 60, 116, 118, 138, 143, 144, 145,199, 211 Searle, J. R. 34, 63, 86, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 97, 98, 99, 101, 111, 112, 113, 115, 117, 150, 152, 154, 208 Segre, C. 17, 209, 210 segundo autor 38 semántica de la ficción 117, 134 semántica narrativa 137 semántico 9, 59, 60, 71, 90, 113, 117, 122, 123, 126, 132, 202, 212 semejanza(s) 19, 22, 23, 24, 43, 50, 61, 66, 71, 72, 73, 106, 167 Semino, E. 166 Séneca 26, 30 seres de ficción/ficticios 113, 122, 125 Sexto Empírico 30 Sherlock Holmes 90 Simon, H. 166 simples ficciones 55 simulación 16, 23, 34, 66, 92, 104, 115, 171, 179, 180, 181, 190, 193, 194, 202, 224 simulacro 16, 22, 23, 26, 94, 180, 193, 194, 202

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Índice analítico

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sintáctico-formal 9 sistemas de realidad 128, 133 sistemas simbólicos 112, 146, 151 Skaz 108, 136 Sklovski, V. 50, 83 Sokal, A. 154 Speroni, 32 Spingarn, J. E. 31 Spolsky, E. 166 Stanzel, F. K. 87 Starobinski, J. 164 Stein, G. 102 Steiner, G. 57, 154 Sterne, L. 118, 196, 198, 199 Stierle, K.-H. 154 Stevenson, R. L. 201 Stockwell, P. 166 Strawson, P. F. 61 submundos 133, 141 sueño 24, 143, 157, 163, 175, 176, 178, 181, 183, 202, 203, 204, 234, 236 sujeto 24, 58, 96, 102, 103, 104, 110, 111, 116, 117, 144, 146, 152, 153, 154, 170, 179, 181, 193, 194, 202, 211, 212, 215, 224, 235 Summo, F. 32, 36 suspensión de la incredulidad 86, 94, 131, 151, 167, 189 Sydney, P. 7, 9, 26, 27, 28, 30, 31, 33, 34, 35, 36, 37 T Taléns, J. 193 Tarski, A. 119 Tasso, T. 30, 32 Tatarkiewicz, W. 16 Teoría de los Actos del Habla 62, 63 teorías semánticas 113, 154 Texeira, K. 187 tiempo 9, 10, 13, 18, 20, 21, 22, 32, 33, 36, 37, 44, 47, 61, 67, 68, 78, 79, 82, 84, 95, 96, 99, 102, 103, 115, 126, 130, 133, 135, 136, 140, 145, 156, 157, 159, 161, 170, 171, 172, 174, 180, 183, 185, 186, 187,195,196, 198, 203, 204, 213, 214, 218, 225

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Narración y ficción

tipos de mundo 125, 132 Tolman, E. 170 Tomachevsky, B. 87 Tomitano, B. 32 Torre, E. 154 Torrente Ballester, G. 118, 195, 196 tradición mimética 17, 53, 56, 57, 65, 118, 142 trama 29, 46, 48, 75, 137, 139, 170, 190, 209 Trissino, G. G. 32 trivium 186 Todorov, T. 87 Tuan 170 Turbayne, C. M. 71 Turner, M. 165, 166, 167, 168, 171 U Umbral, F. 104, 198 Unamuno, M. de 195, 196 universo imaginario 111, 143, 183 universos ficcionales/universo de ficción 21, 62, 63, 78, 117, 129, 184, 189 Uspensky, B. 87 V Valdés, J. de 31 Valéry, P. 176, 177 Valles Calatrava, J. 17 Van Dijk, T. A. 120 Varchi, B. 30 Varela, F. 143 Vargas Llosa, M. 126, 165, 174, 177, 211, 213, 216 Vattimo, G. 194 verdad 10, 11, 14, 15, 16, 25, 32, 34, 39, 40, 41, 42, 44, 45, 47, 48, 51, 52, 62, 63, 75, 79, 80, 90, 91, 95, 98, 99, 100, 103, 105, 107, 108, 109, 110, 113, 123, 130, 136, 137, 141, 145, 147, 149, 152, 156, 167, 174, 175, 177, 183, 187, 199, 201, 210, 211, 213, 214, 230, 238, 241 verosímil 18, 19, 20, 21, 26, 41, 42, 44, 49, 52, 72, 87, 127, 141, 142, 221

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Índice analítico

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verosimilitud 20, 32, 40, 42, 52, 142, 167, 236 versiones de mundos 147, 204, 211 Vila-Matas, E. 105, 106, 237 Vilanova, A. 32 Villanueva, D. 40, 81, 83, 84, 85, 103, 112, 208, 209, 210 virtual 7, 60, 63, 178, 179, 180, 181, 182, 185, 186, 187, 188, 189, 190, 191, 192, 193, 202, 207, 233, 238 virtualización 9, 178, 185, 186, 187, 193 Vives, L. 31 Volli, U. 63, 119 voz 104, 106, 110, 226 W Waihinger, H. 188 Waletzky, J. 165 Walton, K. 115, 125, 131, 189 Watt, I. 65 Weinberg, B. 17, 27 Wellek, R. 56, 81 Wheeler, J. A. 150 Wheelwright, P. 72 White, H. 153, 170 Wilde, O. 165, 176, 199 Wittgenstein, L. 188 witz 55 Wolterstorff, N. 126, 127 Woods, J. 121 Wordsworth, W. 56, 119 Wulf, C. H. 24, 52, 65, 229 Y Yourcenar, M. 104 Z Zunshine, L. 165, 166, 168, 169

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