Arte y ciencia: mundos convergentes

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Arte y Ciencia:

mundos convergentes Sixto J. Castro y Alfredo Marcos (eds.)

A r t e y C ie n c ia : MUNDOS CONVERGENTES Sixto Castro y Alfredo Marcos (eds.)

PLAZA Y VA LDES

© Sixto Castro y Alfredo Marcos (eds.), 2010 © Plaza y Valdés Editores Derechos exclusivos de edición reservados para Plaza y Valdés Editores. Queda prohibida cualquier forma de reproducción o transformación de esta obra sin previa autorización es­ crita de los editores, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmen­ to de esta obra. Plaza y Valdés S. L. Calle de las Eras, 30-B. 28670, Villa viciosa de Odón. Madrid (España) 2 (34) 91 665 89 59 E-mail: [email protected] www.plazayvaldes.es Plaza y Valdés, S. A. de C. V. Manuel María Contreras, 73- Colonia San Rafael. 06470, México, D. E (México) 2 (52) 55 5097 2070 E-mail: [email protected] www.plazayvaldes.com.mx ISBN: 978-84-92751-71 -6 D. L.:

e-ISBN:978-84-92751-72-3

Propuesta gráfica: José Toribio ([email protected]) Impresión:

Sumario

Introducción, Alfredo Marcos........................................................................................................ Pr i m e r a

7

p a r t e : Vis i ó n g e n e r a l e h i s t ó r i c a

1. C onstruyendo un a persona: Una pista p ara la nueva unidad de las artes y las ciencias Joseph Margolis ........................................................................................................ 25 2. La nueva disputa de las facultades Sixto J. Castro ......................................................................................................... 49 3. Ciencia y arte como unidad: la perspectiva histórica del bestiario medieval Ricardo Piñero M oral ............................................................................................. 77 4. C uatro visiones acerca de la relación entre ciencia y arte Xavier de Donato Rodríguez .................................................................................. 99

Se g u n d a

p a rte :

Ci e n c i a s

y a r t e s e s p e c ífic a s

5. Ciencia y poesía José Sanmartín ........................................................................................................ 6. La D ivina Intersección. Visiones del encuentro entre el arte y la física Alberto Rojo ............................................................................................................. 7. Ciencia y arte en la nom enclatura botánica Fernando Calderón Quindós ................................................................................. 8. Filosofía y poesía en Fernando Pessoa Pablo Javier Pérez López ........................................................................................

131 147 167 185

9. La noción de Estilo en m atem áticas y arte Javier de Lorenzo .................................................................................................... 10. La M etáfora en la ciencia y en el arte Eduardo de Bustos Guadaño ................................................................................. 11. Las emociones en la ciencia y en el arte Cristina Di Gregori y Ana Rosa Pérez Ransanz ................................................... 12. R acionalidad en las ciencias y en las artes: Sentido com ún y heurística Ambrosio Velasco Gómez ........................................................................................ 13. El arte de investigar Manuel Toharia.......................................................................................................

217 249 273 309 325

In t r o d u c c i ó n

Alfredo Marcos

A rte y ciencia. Líneas paralelas

1927. Le Corbusier, estrella indiscutible de la nueva arquitectura, nos ofrece sus reflexiones teóricas en el libro Vers une architecture (Hacia una arquitectura). Una de sus principales aportaciones, al margen de su rechazo de los estilos historicistas, es la comprensión de la casa como una «máquina de habitar» (machine a habiter). Una casa racional, mecánica, producible en serie, dentro de una cuidad también diseñada bajo criterios racionales, al margen de las tradiciones y de la historia que tanto enturbian las cosas. 1928. Carnap, estrella indiscutible de la nueva filosofía científica, expone su teoría de la ciencia en el volumen titulado Der Logische Aufbau der Welt (La construcción lógica del mundo), y familiarmente conocido como el Aufbau. Las dosis de racionalismo futuroscópico, de rechazo de la tradición y de la historia, de exaltación de lo mecánico, no son menores aquí que en el texto del arquitecto coetáneo. «Nuestro trabajo — advierte Carnap— se nutre de la convicción de que a este modo de pensar pertenece el futuro». «Tratábamos de evitar —rememora en su Autobiografía Intelectual— los términos de la filosofía tradicional». Y lo que es más llamativo, se habla tanto de construcción en el Aufbau como en Vers une architecture: «Las ficciones operacionales son un instrumento útil para lograr nuestro objetivo de formular las diversas constituciones, entendidas como reconstrucciones racionales del conocimiento de los objetos [...] Si es posible traducir una definición constitucional a una regla operacional entonces tendremos la seguridad de que la constitución es puramente extensional [ .] El sistema de constitución es una reconstrucción

racional de toda la construcción de la realidad». Esta reconstrucción racional tiende a formularse en términos operacionales automatizables, algorítmicos: «A manera de procesos manuales». 1966. Aldo Rossi, genio emergente del urbanismo, escribe La arquitectura de la ciudad. La atmósfera ha cambiado: «Me siento inclinado a creer — afirma Rossi— que la ciencia urbana, entendida de esta manera, puede constituir un capítulo de la historia de la cultura». Emerge la historia como base para la verificación: «El método histórico parece ser capaz de ofrecernos la verificación más segura de cualquier hipótesis sobre la ciudad». La perspectiva racionalista se flexibiliza y entran en juego la tradición, la comparación, la diferencia: «En el curso de este estudio me ocupo de diversos métodos para afrontar el problema del estudio de la ciudad; entre ellos surge el método comparativo. También ahí la comparación metódica de la sucesión regular de las diferencias crecientes será siempre para nosotros la guía más segura para aclarar las cuestiones [...] Por ello hablo con particular convencimiento de la importancia del método histórico». Es más, desde el campo del urbanismo acude Rossi al rescate de la vieja tradición filosófica, que unas décadas atrás era despreciada por los propios filósofos: «Sería útil iniciar el estudio [ .] a partir de la historia de la ciudad griega y de la contraposición del análisis aristotélico del concreto urbano y de la república platónica [...] Tengo para mí que el planteamiento aristotélico en cuanto estudio de los hechos ha abierto el camino de manera decisiva al estudio de la ciudad y hasta a la geografía y a la arquitectura urbanas». De la ciudad dice Rossi que es «texto de la historia», «síntesis de una serie de valores» e «imaginación colectiva». Estas expresiones nos evocan sin duda el resurgir de la perspectiva histórica, social y axiológica. 1962. Thomas Kuhn da a la imprenta su mejor obra filosófica, La estructura de las revoluciones científicas. En ella se reivindica precisamente la perspectiva histórica, se sugiere la necesidad de una idea de razón más flexible y situada. Kuhn enfatiza los aspectos sociales de la ciencia por encima de los lógicos, los dinámicos por encima de los estructurales ¿Quién no pensaría la teoría del urbanismo de Rossi al lado de la teoría

kuhniana de la ciencia? ¿Y no serán ambas visiones coetáneas el fruto de un mismo concepto de racionalidad? Hablamos de una noción de racionalidad que nos aleja progresivamente del algoritmo, sí, pero ¿para acercarnos peligrosamente al anarquismo? 1972. Robert Venturi irrumpe en la teoría de la arquitectura y el urbanismo con su Learning from Las Vegas. ¿Se puede, de veras, aprender arquitectura en Las Vegas? «La avenida comercial — escribe Venturi— desafía al arquitecto a adoptar un punto de vista positivo, no paternalista [...] La preocupación principal del arquitecto no debería ser lo que debería ser, sino lo que es [...] y cómo ayudar a mejorarlo.» Ataque iconoclasta contra la arquitectura moderna. Erudición desenfadada. Alegre análisis del caos. Son algunas de las caracterizaciones que se han hecho de la obra de Venturi. Hemos salido de los mares templados, al parecer nadamos ya en las aguas turbulentas de la complejidad y la contradicción, en la agitada y cálida posmodernidad. Si un profesor de arquitectura de la Universidad de Pensilvania propone como modelo Las Vegas, es que aquí ya vale cualquier cosa. 1975. Paul Feyerabend, enfant terrible de la filosofía de la ciencia, se gana las iras de unos cuantos colegas con la publicación de su Contra el método (Against Method: Outline ofan Anarchistic Theory of Knowledge). Fue él quien hizo famoso el eslogan anything goes, todo vale. ¿Método?, ¿qué método? De nuevo una teoría de la arquitectura, una de la ciencia, las coincidencias, la cronología, o algo más, ¿una idea común de la racionalidad, quizás? A rte y ciencia. Líneas que se cruzan

Su padre era lutier, compositor y teórico de la música. Y él heredó esta afición por el arte musical. Los planos inclinados con los que experimentaría más tarde se parecían, antes que a nada, al mástil trasteado de un instrumento de cuerda. Le apasionaban también la poesía y la pintura. Llegó a inscribirse en la Academia de Diseño, fundada en Florencia, en 1562, por Vasari. Allí aprendió la técnica pictórica del claroscuro. Es cierto que Galileo Galilei es más

conocido por su aplicación del telescopio a la observación astronómica. Fue el primero en hacerlo. ¿El primero? Al parecer, un británico, contemporáneo de Galileo, Thomas Harriot, tuvo exactamente la misma idea: ese juguete de feria, en forma de tubo, que circulaba por Europa, tal vez pudiera ser útil no solo para el cotilleo y para la guerra, sino también para la astronomía. De hecho, debemos a Harriot la primera representación pictórica de la cara de la Luna vista a través de un telescopio. Su dibujo es anterior en unos meses a las famosas pinturas lunares de Galileo. ¿Qué vio Thomas Harriot en la Luna? Nada, o casi nada, y si vio algo interesante, no lo supo dibujar. En su gráfico insulso no aparece sino un disco y una línea titubeante que lo atraviesa diametralmente. No supo captar el relieve lunar. Solo un ojo como el de Galileo, entrenado en las nuevas técnicas pictóricas, podía interpretar las sombras de la Luna como relieve. Esta interpretación de las sombras, que hoy nos parece obvia, no lo era en su tiempo, cuando las técnicas pictóricas que producen sensación de relieve mediante sombras se estaban desarrollando. Debemos el descubrimiento de Galileo, no solo al taller holandés del que salió el primer telescopio, no solo a los textos científicos y a las tablas astronómicas, sino también al arte de la pintura. Ida. Y vuelta. Murillo todavía pintaba hermosas Inmaculadas aupadas en lunas aristotélicas años después de que un amigo de Galileo, Cigoli, hubiera incorporado en sus cuadros, a los pies de la Madona, unas relucientes lunas con relieve, muy pero que muy parecidas a las que nos ha legado Galileo. Debemos a la ciencia las lunas de Cigoli. Pero esta mutua fertilización entre arte y ciencia no garantiza el éxito. La misma afición pictórica que permitió a Galileo interpretar correctamente las sombras de la Luna, le impidió aceptar las elipses de Kepler. Nunca apoyó la idea kepleriana de las órbitas elípticas. ¿Por qué? La mejor respuesta a este enigma, según nos recuerda el historiador de la ciencia Gerald Holton, viene de la mano de un historiador del arte, Erwin Panofski, quien nos informa de que Galileo era un neoclásico hasta el tuétano, y odiaba la pintura «degenerada»

de los manieristas, como Archimboldo, tan carente de formas clásicas, como la esfera, tan plagada de horribles formas elipsoidales. A rte y ciencia. Planos que se solapan

Un gran panel con la secuencia del genoma humano. Sí, está claro, lo pondríamos en el museo de las ciencias. Y Eljardín de las delicias no deberíamos sacarlo de El Prado. Aceptemos — aun con dudas— que así están perfectamente ubicados. Pero, ¿dónde ponemos El rinoceronte de Durero? Entiendo que siempre es difícil hacerle sitio a un rinoceronte. Sin embargo, La liebre, más pequeña y manejable, genera idéntico problema. No sabemos bien si es ciencia o arte. Las mentes bien ordenadas bullirán inquietas ante una vieja cinta de Félix Rodríguez de la Fuente. ¿Naturaleza o fotografía?, ¿zoología o arte dramático? Y no digamos si el autor del film fuese Attenborough, ¿Richard o David? Umbral incierto, linde nebulosa, tierras de penumbra en cualquier caso. Los taxónomos de salón se sentirán incómodos ante la obra de Asimov, de Julio Verne o de Michael Crichton. ¿En qué estante colocarán el libro? Las imágenes médicas entreveradas en las series televisivas de moda, los biomonstruos de la escultora Patricia Piccinini, las esmeradas pinturas botánicas de Celestino Mutis, los fractales de Mandelbrot, los poemas biológicos de Szymborska, los diseños de Da Vinci, las planchas anatómicas de Aristóteles. ¿de qué lado han de caer? Géneros enteros, como la literatura científica, el cine documental, la pintura naturalista, grandes áreas de la fotografía que van desde la fotografía naturalista hasta las imágenes biomédicas, están en terreno de nadie o de todos. Algo similar se puede decir de la tecnología, que incluso etimológicamente tiene que ver con el arte y con la ciencia, de las ingenierías y del diseño, de la arquitectura, que ha sido pensada históricamente como una de las artes y como un campo apto para la aplicación de la ciencia. Díganme si no se pisan la música, la aritmética y la acústica; la pintura, la geometría, la óptica y la teoría de la visión; la escultura y la química. Pensemos además —por cerrar de algún modo esta enumeración que amenaza con hacerse infinita— que hoy

día grandes zonas de la producción artística y científica están mediadas por las mismas herramientas informáticas. A rte y ciencia. ¿Polos opuestos de la esfera del saber?

Si hay paralelismos, cruces y solapamientos entre el arte y la ciencia, ¿por qué hemos llegado a pensar estas dos realidades como polarmente opuestas? A comienzos de la modernidad la llamada esfera del saber se escindió en tres grandes ámbitos autónomos: ciencia, arte y moral. Desde Kant al menos se entiende que cada uno de estos ámbitos tiene sus propios valores y criterios, su propio modo de racionalidad. Esta estrategia kantiana para proteger la autonomía de la ética y de la estética frente al cientificismo emergente fue tan bienintencionada en sus orígenes como perjudicial en sus consecuencias. Digamos que la autonomía llegó a pasarse de rosca hasta convertirse en auténtica esquizofrenia cultural. Sin embargo, en los últimos años, lo que observamos es, por un lado, una queja a propósito de una escisión que se considera excesiva: llamémosle malestar en la cultura —reinterpretando las palabras de Freud— o bien, esquizofrenia del hombre moderno — utilizando la expresión de Russell— . El ser humano ha resultado escindido él mismo entre distintos ámbitos, criterios y valores que no logra conciliar en una imagen coherente. Por otro lado, vemos que se desarrollan cada vez más paralelismos, entrecruzamientos y solapamientos entre los mundos del arte y de la ciencia. Se da un claro proceso de convergencia en muchos sentidos. Si tradicionalmente se tomaban ciencia y arte como términos antitéticos, el uno orientado hacia lo universal, el otro hacia lo singular, el uno guiado por la razón, el otro por lo emocional, el uno pegado a la observación, el otro impulsado por la imaginación, el uno creador y el otro descubridor, actualmente apreciamos los aspectos racionales, epistémicos y universales del arte, al tiempo que se pone en duda la pureza racional de la ciencia, emergen elementos de creatividad e imaginación en la actividad investigadora y constatamos la presencia de metáforas en los textos científicos.

El grupo de investigación sobre A rte y Ciencia (A&C)

Ante esta nueva situación, las tradicionales divisiones del análisis filosófico quizá deban también flexionarse. No es raro que algunos de los principales filósofos contemporáneos, como Habermas, Gadamer, Goodman, Rorty, Ricoeur o Feyerabend, hayan decidido seguir pensando en términos de filosofía integral, más que de filosofía parcelada. La filosofía de la ciencia y la filosofía del arte tienen cada vez más terreno en común, se complementan y tienen mucho que aprender la una de la otra. Tanto la filosofía de la ciencia como la estética tienen mucho que ganar en un estudio comparativo que ponga juntas la mirada filosófica sobre el arte y sobre la ciencia. Las tradicionales «cajas de herramientas», analíticas y hermenéuticas, son de utilidad tanto para reflexionar sobre la ciencia como para hacerlo sobre el arte. Esta fue la convicción de la que nació en la Universidad de Valladolid un grupo de investigación sobre las conexiones entre la filosofía de la ciencia y la estética, del que formamos parte los dos editores del presente libro. De hecho, el investigador principal de este grupo, Javier de Lorenzo, hace ya décadas que viene trabajando en estas relaciones. Desde los años setenta ha pensado la matemática como un hacer. Como tal hacer, la matemática se despliega histórica y contemporáneamente en una serie de estilos. Por tanto, y desde el original punto de vista de Javier de Lorenzo, no deberíamos en modo alguno contemplar la matemática como un territorio ajeno por completo a las artes, con las que de hecho comparte una naturaleza práctica y una dinámica marcada por la noción de estilo. El grupo A&C ha desarrollado en los últimos años una intensa actividad orientada a la dinamización del debate que nos ocupa. Nuestro enfoque quiere contribuir sobre todo a perfilar un modo de racionalidad humana común y una visión más coherente e integrada de la esfera del saber. L a filosofía como ciudad de las artes y las ciencias

Además de impulsar numerosas publicaciones, proyectos de investigación, simposios y mesas redondas, el grupo A&C de la Universidad de Valladolid

organizó en octubre de 2008 un curso en la sede que la UIMP tiene en Valencia. El lugar, desde luego, era idóneo para pensar acerca de las relaciones entre ciencia y arte. Valencia dispone de uno de los espacios culturales más espectaculares que se puedan hallar: la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Aquí se materializan y concretan como en ningún otro sitio las conexiones a las que nos referimos. En expresión de Aristóteles: «saltan a la vista». Tuvimos la enorme fortuna de contar allí con el respaldo del director del centro UIMP-Valencia, Vicente Bellver, de un eficacísimo equipo de gestión, de un alumnado heterogéneo, crítico y motivado, y de una plantilla de ponentes de reconocido prestigio internacional. Debemos dejar constancia aquí de nuestro agradecimiento a todos ellos, así como a las instituciones que nos han respaldado en esta empresa: UIMP-Valencia, UVa, Junta de Castilla y León (proyectos de investigación VA 054A05 y VA 026A09), Ciudad de las Artes y las Ciencias, y Plaza y Valdés Editores. El libro que el lector tiene entre sus manos se gestó cerca de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, entre las aulas de la UIMP, los paseos cabe el Turia, y los largos debates de sobremesa. Su objetivo es fomentar la discusión acerca de las conexiones entre ciencia y arte, mostrar el estado de la cuestión y exponer algunas líneas de investigación originales. A rte y ciencia: mundos convergentes

El libro está dividido en tres partes. En la primera de ellas se aporta una visión general del problema de las relaciones entre arte y ciencia, así como un panorama histórico de la cuestión. La segunda parte se centra en las relaciones concretas que se producen entre determinadas ramas de la ciencia, como la biología y la física, y ciertas formas de expresión artística como la poesía y la música. La tercera parte del libro aborda el tratamiento de problemas concretos, como el de la función de las emociones en ciencia y en arte, así como de conceptos que resultan de especial importancia en el ámbito de esta investigación, como son el concepto de metáfora, el de racionalidad y el de estilo.

Dentro de esta arquitectura general del texto se inscriben los trece capítulos que lo componen. En el primero, Joseph Margolis polemiza contra el movimiento reduccionista vigente dentro de la filosofía analítica anglosajona. Nos habla de la imposibilidad de reducir la persona a términos fisicalistas: no se puede compartimentalizar la acción humana ni reducirla a simples movimientos, no podemos reducir las pinturas a lienzos cubiertos de pintura o el habla al sonido sin acabar con la existencia de las propias personas. Según el argumento de Margolis, el reduccionismo no permite pensar correctamente la relación entre las ciencias y las artes. «La razón es simplemente que, prima facie, las personas humanas son los agentes ineliminables de todas las artes y las ciencias». Sixto Castro presenta y aborda la nueva lucha entre las facultades. Si en los tiempos de Kant esta expresión se refería a las facultades de teología, derecho y medicina, hoy día son las de ciencias y artes (o letras) las que aparentemente se enfrentan. Se remite a las raíces históricas, medievales y modernas, de dicha escisión. Sostiene, asimismo, que la filosofía, y muy especialmente la teoría del conocimiento, promete una vía de integración y mediación sin anulación de las diferencias. Así, el autor nos descubre arte y ciencia como modos de acceso y referencia a la realidad. «No hay ninguna razón “objetiva” que nos obligue a establecer límites entre las distintas instancias del hacer humano. La cultura (en la forma de ciencia o arte) está siempre encarnada en un momento histórico. Y no hay más verdad en una que en otra. Simplemente hay verdad en ambas y una verdad intersubjetivamente comunicable». Tanto las artes como las ciencias nos hacen habitable el mundo, confieren sentido y lo transforman en casa a través de la belleza. Ambas son actividades modalmente diferentes pero enraizadas en una misma acción humana y en una misma ontología. El texto de Ricardo Piñero nos transporta al mundo iconográfico de los bestiarios medievales, en los cuales se encuentran entreverados, a veces indistinguibles y siempre integrados, los aspectos estéticos —pintura son, al fin y al cabo— y los aspectos zoológicos y naturalistas, pues el bestiario también es ciencia de lo posible. El autor nos presenta su historia, sus características más relevantes y los mejores ejemplares del género. La idea es que, a pesar de que las

categorías de la época no son ya las nuestras, sin embargo, la reflexión filosófica acerca de los bestiarios arroja mucha luz sobre el debate contemporáneo del realismo. A través del estudio estético de los bestiarios medievales, Piñero hilvana una antropología de lo sensible e imaginario, no solo de lo abstracto y racional, una epistemología de lo que llama experiencia imaginaria. Imaginario, aquí, no es sinónimo de falso. Está más bien en el campo semántico de imagen. «Nuestra propuesta, al fin y al cabo, no es otra que la de sentir que el Bestiario nos dice lo que somos y lo que no somos, no nos enseña moralinas sin más, nos dice dónde comienza y dónde termina lo humano». Xavier Donato trae el debate sobre ciencia y arte a la contemporaneidad. Argumenta contra la falsa idea de que estamos ante realidades contrapuestas, «contra esta vana presunción (por ambos lados) de que ciencia y arte nada tienen que ver entre sí». El argumento lo extrae de los textos de cuatro destacados autores actuales: Kuhn, Gombrich, Panofsky y Goodman. En Kuhn se aprecia un paralelismo notable entre las dinámicas respectivas de la ciencia y el arte. Incluso podría decirse que el modelo de dinámica de la ciencia fue tomado por Kuhn de la historia del arte, o al menos se fraguó bajo la influencia de Gombrich. Sin embargo, Kuhn acaba por marcar más intensamente que Gombrich las diferencias entre arte y ciencia1. Para el primero, la noción de progreso juega de modo análogo en ambos lados, pues ciencia y arte son ambos vías de descubrimiento. También en Panofsky se aprecia una mirada conjunta sobre la ciencia y el estudio humanista de las artes: «Como el científico —nos dice— , el humanista se basa en la observación de hechos y en el análisis sistemático de sus interconexiones. Igualmente, sus teorías están sujetas a contrastación empírica». Por último, Donato se centra en la filosofía de Goodman, autor de la siguiente declaración: «las artes no deben tomarse menos seriamente que 1 Sobre la relación entre Kuhn y Gombrich, y en general sobre la influencia de la historia de la ciencia en Kuhn, es importante: José Carlos Pinto de Oliveira, «Thomas Kuhn, la historia de la ciencia y la historia del arte», en Sergio M enna (ed.), Estudios contemporáneos de Epistemología, Universitas, Córdoba (Argenti­ na), 2008, pp. 29-47.

las ciencias en cuanto modos de descubrimiento, creación y ampliación del conocimiento en el amplio sentido de avance y entendimiento». En el campo de las relaciones entre ramas concretas de la ciencia y del arte, José Sanmartín explora las que se dan entre ciencia y poesía. Su texto analiza en primer lugar la visión común y tópica de las relaciones entre ciencia y poesía. Según la misma, ciencia y poesía son cosas bien distintas, dotadas, además de un valor muy diferente en nuestros días. La ciencia se considera objetiva, rigurosa, metódica y racional, imprescindible para el logro del progreso, del bienestar y del control de la naturaleza. La poesía no pasa de ser un divertimento, recreación o terapia del alma, pero en cualquier caso de valor secundario, una actividad prescindible. En segundo lugar, el autor expone su propia visión de dichas relaciones. Desde este nuevo punto de vista se aprecia la fragilidad y provisionalidad de la verdad científica, así como la función imprescindible de la imaginación en la construcción de teorías. En ambos aspectos la ciencia se aproxima a la poesía más que distancia de ella. Tampoco es cierta la imagen de la ciencia como desprovista de belleza y emoción. Con todo, en opinión del autor las diferencias persisten, «son muchas y profundas». Para concluir resume su posición en el aforismo: «Ciencia y poesía. Cada una en su casa y la belleza en la de todos». La aportación de Alberto Rojo se centra en las relaciones entre física y belleza, quiere «visitar la íntima conexión entre el arte y la física». Efectivamente, Alberto Rojo nos habla de las intersecciones de la física con la música, la pintura, y la poesía, parando mientes con especial atención en el caso de Einstein. Con erudición histórica, se ponen al descubierto los innumerables casos en los que físicos de primera línea se dejaron guiar en su labor investigadora por el criterio de belleza. Dicho criterio podría concretarse a través de las nociones de simplicidad y simetría. Simplicidad y simetría que se esconden tras coincidencias numéricas que no siempre son tan casuales. Sin embargo, la física no responde solo ante la belleza, sino también ante la verdad teórica y empírica. Esta tensión es presentada aquí desde el ángulo de la historia de la física y del arte, pero también desde la perspectiva de la

filosofía de la ciencia. Se trata de una tensión fructífera las más de las veces. Podemos intuir la razón profunda de este hecho a través de los versos de Keats, traducidos por Cortazar, con los que se cierra este capítulo: «La belleza es verdad y la verdad belleza...». Fernando Calderón descubre los aspectos estéticos de la nomenclatura científica que se emplea en el campo de la taxonomía biológica. En primera instancia podría incluso parecer que la nomenclatura científica constituye un obstáculo para el disfrute de la belleza natural de los seres vivos, los cuales, vistos a través de conceptos perderían la frescura de su encanto. «En el corazón del hombre sensible, la azucena blanca será siempre un nombre más apreciado que el inexpresivo Lilium candidum. La sensibilidad estética no desea quedar frustrada en sus expectativas, de ahí que el nombre latino se perciba como un impedimento». Y, sin embargo, la nomenclatura científica se convierte a partir del siglo xviii en la puerta de entrada imprescindible a la botánica. En este punto, una de las más importantes contribuciones de Linneo fue la posibilidad de convertir la nomenclatura en un conocimiento a medio camino entre la ciencia y el arte. Los nombres podrían conservar resonancias atávicas y connotaciones evocativas, pero eso sí, «las especies que pasaban a integrar un género, lo hacían solo después de que el botánico las hubiera sometido al escrutinio de una paciente observación». Sobre ciencia y poesía versa también el texto de Pablo Pérez. De modo muy concreto se centra en la figura de Pessoa, cuya producción literaria conserva en su mismo núcleo una profunda tensión entre lo científico y lo poético. Los poetas que hablan a través de Pessoa trazan un viaje «desde la metafísica científica hasta la metafísica artística o poética sin olvidar la raíz esencial de ambas, el asombro y la búsqueda de orientación ante la realidad desnuda». Al cabo del viaje, la ciencia deja de ser necesaria para obtener la verdad, ya que lo verdadero está en la misma apariencia del mundo, es el misterio del mundo. «El pensador poético opta por reinventar desde un lenguaje artístico que se desvincula del científico consciente de que el lenguaje y el conocer son la primera metáfora, la primera ilusión, al sugerir recreando y re-creyendo».

No obstante, la tensión entre lo filosófico-científico y lo poético no abandona nunca la escritura de Pessoa. Javier de Lorenzo aborda en sus páginas el concepto de estilo, tan propio, en principio, de las artes. La originalidad del enfoque aquí expuesto consiste en aplicar dicho concepto al desarrollo de las matemáticas. La idea del estilo, de los estilos matemáticos, ilumina y hace comprensible la historia de esta disciplina, la sucesión de los distintos modos de hacer matemáticas. Cada estilo se asocia con una época, aunque debe aclararse que ello «no supone que el estilo en esa época sea único y se imponga a todo autor, sin más. No hay un espíritu de época unitario, no hay ni debe haber pensamiento único». En el fondo, la noción de estilo es válida en las ciencias formales solo porque dichas disciplinas son vistas desde el punto de vista práctico. De Lorenzo ha propuesto ya desde los años setenta la noción de hacer matemático, de la que depende la noción de estilo aquí tratada. El autor discute a continuación los problemas de método, racionalidad y axiología conectados con esta aproximación práctica. Concluye abriendo, más que cerrando, el espectro de sus reflexiones, proponiendo problemas para futuras investigaciones surgidos de esta, entre ellos el problema crucial del progreso en ciencia y en arte. Si el concepto de estilo tiene puentes entre los mundos del arte y la ciencia, otro tanto podemos decir de la noción de metáfora, estudiada aquí por Eduardo Bustos, con la manifiesta intención de «diluir la tradicional y obsoleta separación entre la ciencia y el arte», así como la ideología de las dos culturas. Tras sistematizar y motivar históricamente la distinción tópica entre los diferentes ámbitos de la cultura, Bustos se centra en la metáfora como herramienta de integración. Adopta, por supuesto, en esta tarea el punto de vista filosófico. Al fin y al cabo, fue, según el autor, la filosofía la que separó las facultades. A ella le corresponde ahora laborar por la reintegración de lo que en realidad es fruto de las mismas capacidades cognitivas: «Lo que la filosofía separó, que la filosofía reúna». En concreto, afirma, «un recurso cognitivo central en el ser humano, la capacidad de utilizar metáforas, desempeña un papel decisivo tanto en la construcción de teorías como en la elaboración de obras de arte».

A tal fin, recorre las bases de la concepción contemporánea de la metáfora, a saber, la llamada cognición corpórea y los esquemas imaginísticos, para arribar finalmente a la propia teoría cognitiva de la metáfora que no excluya la función emocional de las mismas. Tras analizar una serie de esquemas representacionales en ciencia y en arte, concluye el autor en el sentido de que «convergencia de las representaciones científicas y artísticas es más pronunciada de lo que se creía». La cuestión de las emociones ha aparecido, hasta aquí, de modo más o menos tangencial en varios capítulos del libro. Ana Rosa Pérez Ransanz y Cristina di Gregori hacen de ella el centro de sus reflexiones. Sostienen que las emociones cumplen un papel central, y generalmente positivo, tanto en la producción del conocimiento científico, cuanto en la génesis de las obras de arte. Para entender esta función primordial de las emociones se precisa reformular y enriquecer el concepto de experiencia. En esta tarea, las autoras se sirven de ideas procedentes de la tradición pragmatista, y muy espacialmente de la obra de John Dewey. Una vez elaborada en estos términos la noción de experiencia, nos damos cuenta de que tanto la ciencia, como el arte no son sino formas de la experiencia humana. La idea de experiencia emocional de Dewey «permite disolver la rancia dicotomía entre la esfera cognitiva y la esfera afectiva». Es más, a través de las aportaciones de Van Fraassen y de Sousa, las autoras llegan a establecer en el tramo final de su texto «que las emociones constituyen un fuerte elemento de continuidad entre las ciencias y las artes». Otra cuestión clave y reincidente cada vez que se abordan las relaciones entre arte y ciencia es la de la racionalidad. Ambrosio Velasco afronta este problema partiendo de la situación de unidad que se daba en el Renacimiento, época en la cual tanto las producciones del arte, como las de las ciencias, aspiraban a cumplir a un tiempo con la verdad y la belleza. Esta unidad de fines se pierde en los tiempos modernos y las tareas se reparten. Sin embargo, autores más posteriores, como Duhem, Neurath, Polanyi o Gadamer han puesto de manifiesto los aspectos de creatividad y de valoración estética y prudencial que siguen presentes en las ciencias: «Así pues — afirma Velasco— , el juicio reflexivo que se desarrolla a partir del bon sens o sentido común, por una parte,

y la fuerza o «pasión» heurística por otra son dos dimensiones esenciales en las ciencias y en las artes, que también apuntan hacia la reformulación de una nueva idea de racionalidad que promueva una cultura unificada, a contrapelo de la separación tajante y predominante en la modernidad entre ciencias y artes, entre verdad y belleza, entre conocimiento racional y la experiencia estética». Esta relación tensional entre la heurística y el consenso, entre la creatividad y el sentido común, «es el núcleo de un proceso común a las ciencias y a las artes que vale la pena desarrollar y ampliar más, tanto desde la filosofía de la ciencia como desde la hermenéutica filosófica». Finalmente, Manuel Toharia argumenta contra las dicotomías exageradas entre ciencias y artes, ciencias y letras. Son, en realidad, aspectos que comparten base lingüística y neurofisiológica, así como recursos creativos. Caracteriza la propia investigación científica como una práctica artística, como una «búsqueda de nuevos senderos en el conocimiento humano», y el arte como una actividad de investigación. Aboga, en consecuencia, por la reintegración del arte y de la ciencia en el marco conjunto de la cultura: «Así, sin adjetivos. Ni es científica ni artístico-literaria; es cultura, en su integralidad [ .] Solo hay una cultura. Y lo integra todo. Y la necesitamos todos para ser, sencillamente, más humanos. Para vivir más cómodos, más integrados, más plenamente. Para ser, también, más libres». Nos consta que, además de los autores que contribuimos a este volumen, hay muchos más artistas, científicos y filósofos interesados en estas zonas de confluencia. Ojalá que la publicación de este libro, simultáneamente en México y España, sirva como catalizador para potenciar la investigación dentro de nuestra área cultural. En este momento pretendemos más ampliar horizontes y debates que zanjar cuestiones, más sugerir líneas y abrir diálogo con otros grupos, que aportar conclusiones. Pero alguna sí que nos gustaría sostener: arte y ciencia son actividades humanas con muchos aspectos en común, entre ellos su origen en el mismo espíritu humano y una misma orientación hacia el humano florecimiento.

I. VISIÓN GENERAL E HISTÓRICA

1. C o n s t r u y e n d o PARA LA CI E N C I A S

nueva

una

persona

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U NI DA D DE LAS ARTE S Y LAS

Joseph Margolis

I

Es cierto que nadie ha demostrado la falsedad absoluta de la afirmación de que todas las cosas que consideramos más distintivas del mundo humano (las personas, sin duda) o de que todo lo que con razón se incluye entre las propiedades antropocéntricas más notables atribuidas a tales cosas (una capacidad para el habla y la autorreferencia, para la acción productiva y autotransformativa, y para confesar creencias, intenciones, sentimientos y cosas por el estilo) sean reducibles a términos fisicalistas. Sin embargo, las perspectivas de una «ciencia humana» (una ciencia de lo humano) limitada a términos reductivos son muy escasas — de hecho, cero— . Así que si la admisión del estatus realista del mundo humano nos obligase a sopesar seriamente la compatibilidad entre una teoría causal de la agencia humana y los habituales cánones causales favorecidos en las ciencias físicas, podríamos vernos forzados a conceder que el hecho de decidir qué implica una ciencia verdadera estaría ello mismo sujeto a las dificultades contingentes de completar toda empresa reductiva. Sugiero que la idea misma de acción exige un modelo causal «internalista» más que «externalista». Piénsese, por ejemplo, en el ejemplo de Wittgenstein de «que yo levante mi brazo», que, hablando de modo imprudente, podemos decir que «causa» o «produce» o (como yo prefiero decir) «profiere» (utters) la acción en cuestión — que implica pero no causa «el alzar de mi brazo»—. No

podemos decir que el hecho de que un agente levante su brazo cause (en el modo externalista) que su brazo se levante, porque, por supuesto, el movimiento corporal, el levantar el brazo, no es más que el suceso material por el cual se realiza, de manera inseparable, la acción que lo posibilita. La «proferencia» de la acción y la acción «proferida» nunca se distinguen más que internamente en una acción que tenga éxito: nunca son distintas más que en teoría, nunca son conjuntamente separables de la manera exigida por el modelo externalista de la causalidad. Y los movimientos del brazo implicados, que ordinariamente serían identificados y explicados con arreglo al modo externalista, no son más que las «partes» funcionantes (subfuncionalmente factoriadas, lógicamente dependientes) de la acción molar en cuestión. Por ello, ellas mismas no son en absoluto acciones en un sentido pertinente. Según el modelo reduccionista, la pretendida acción, en última instancia, no debería ser más que un conjunto seleccionado de movimientos de la clase que se acaba de reconocer, que, efectivamente, eliminaría la agencia en favor de alguna conexión causal externalista semejante a la humeana (sin referencia a agentes o personas); y en el modelo de la agencia, lo que podría de otro modo redimir la tesis reduccionista, sería ahora incorporado, subsumido sin deformación, solo como movimientos corporales externamente relacionados, que responden a las subfunciones factoriadas del proceso molar original de la acción, sin referencia al cual su relevancia causal permanecería sin especificar1. 1Cuando leí el primer libro de Daniel Dennett, Content and Consciousness, constaté que Dennett sos­ tenía (sin demostración) que los llamados análisis arriba-abajo (top down) y abajo-arriba ( bottom up) de lo mental eran equivalentes (salva veritate) y, si era así, entonces eran funcionalmente sinónimos (aunque no frase a frase). Esto significaba que, según Dennett, si el reduccionismo era válido (bottom u p), enton­ ces, independientemente de cómo analizásemos la mente de arriba abajo (top down) (factorialmente, en términos teóricos populares), las personas podían eliminarse. De hecho, discutí esto personalmente con él y estuvo de acuerdo en que no había expuesto sus razones para ello, así que «elim inó» su conclusión. El argumento que yo daba era que de arriba-abajo (top dow n), un análisis «funcional» o «factorial» de lo mental, tenía que ser irreductiblemente «relacional», de modo que el análisis «subfuncional» (o en términos de Dennett, «hom uncular») de lo mental no podía ser sólido excepto como un análisis re­ lacional de un análisis «funcional» más inclusivo (en última instancia, «m olar») de lo mental (cons­ truido holísticamente); mientras que un análisis de abajo-arriba (bottom up) (reductivo) interpretaba los «elementos» propuestos como discretos (o «atómicos»). Dennett habría tenido que mostrar (lo que no hizo y no creo que nadie pueda) que un análisis «composicional» de la mente (bottom up) produci-

En este sentido, los modelos internalista y externalista son reconciliables, pero solo en términos favorables al modelo de la agencia. En el modelo externalista, la agencia sería abandonada por completo o reducida a una fagon de parler. Fue, de hecho, la inteligentísima conjetura de Arthur Danto (en la primera década de la publicación de las Investigaciones de Wittgenstein) la que sugirió que la conexión entre las acciones y los movimientos corporales (en el ejemplo de Wittgenstein) contenía la clave de cómo podíamos comprender el nexo conceptual existente entre las pinturas como obras de arte y los simples lienzos cubiertos de pintura, lo cual proporcionaba indirectamente la clave perfecta para construir la relación conceptual entre la cultura humana y la naturaleza física, a fortiori, entre las ciencias humanas y las naturales2. El ría los mismos resultados que produciría un análisis funcional o factorial (top dow n). Pero si un análisis homuncular (o subfuncional) de una función de la mente es un análisis de una subfunción de una función, entonces, el admitir homúnculos afianza elfuncionamiento m olar (u holista) de la mente. Dennett nunca ha resuelto el problema y creo que nadie tiene idea de cómo hacerlo; más o menos, lo que esto demuestra es que la neurociencia no puede ser presentada reductivamente: no tiene sentido, a menos que se una con la aportación «top down» de la «psicología popular» o nuestra manera normal de hablar de la mente. Esto vale independientemente de nuestra teoría de la mente. 2 Véase Arthur C. Danto (1964), «The Artworld», en Journal o f Philosophy, IXI; y Transfiguration o f the Comm onplace (Cambridge: Harvard University Press, 1981). Para percibir los esfuerzos extremada­ mente intrincados de Roderick Chisholm para identificar la «contribución causal» de una persona o agente humano para hacer que algo ocurra, véase Roderick M. Chisholm, «O n the Logic of Intentional Action», en Robert Binkley et al. (eds.) (1971), Agent, Action andR eason (Toronto: University ofToronto Press), junto a los comentarios de Bruce Aune y la respuesta de Chisholm. Chisholm puede perfectamente haber tenido en mente en algún nivel de reflexión la cuestión de Wittgenstein. El ensayo es claramente una «work in progress». Una encarnación anterior de su opinión aparece en «Freedom and Action», en Keith Lehrer (ed.) (1966), Freedom and Determinism (New York: Random House). No suscribo la opinión de Chisholm, pero le menciono como uno de los principales proponentes de la «causación del agente». Mi tesis personal es que la agencia es un modelo causal, sui géneris, aplicado a las personas humanas, pero que las personas no son las causas de sus propias acciones (o preferencias): sus propias acciones no son normalmente las causas de sus acciones posteriores; pero sus acciones son las causas tanto de los sucesos culturalmente significativos (o culturalmente «penetrados») como de los efectos meramente físicos; y las causas físicas externalistas que son «partes» factoriales de sus acciones son también las causas de efectos físicos ulteriores. Normalmente, proporcionamos razones (no causas) para suponer que una persona, de hecho, ha «proferido» una acción causal potente. Esta es una cuestión interpretativa, no causal. Por con­ siguiente, la explicación de la historia, la producción artística y la vida práctica es al mismo tiempo tanto causal como interpretativa, lo que sugiere la necesidad de reconocer la pertinencia de una ciencia interpre­ tativa.

hecho de que Danto diese aquí un giro erróneo, según la moda, no es más que una complicación menor: la lección mayor está en las analogías estructurales descubiertas. Hasta donde yo sé, Danto nunca explica la diferencia entre naturaleza y cultura. Se cae entonces en la cuenta de que la extraordinaria cuestión de Wittgenstein vuelve instantáneamente vulnerable toda la estructura de la explicación científica de un modo totalmente nuevo: ya no estamos seguros de qué significa la causalidad en el mundo físico o si se aplica de la manera habitual a la agencia humana; carecemos de claridad acerca de cómo señalar la diferencia entre los mundos «natural» y «humano», y comenzamos a preguntarnos qué distingue la ciencia de la no-ciencia y qué hay que entender por la idea misma de explicación causal. Ciertamente, no hay perspectiva de llegar a priori a una imagen excepcionalmente convincente del «método de la ciencia»: podría, entonces, considerarse que Hume y Kant estaban gravemente equivocados en sus mayores empresas. No en vano fueron ellos quienes dieron las razones más fuertes posibles para empobrecer nuestra concepción del yo, y su influencia a este respecto es probable que haya jugado un papel considerable en estimular, en el siglo xx, el regreso de un sesgo analítico contra el enriquecimiento de esa concepción. La metodología de las ciencias estaría, entonces, muy profundamente abierta a la discusión: la idea de la unidad de las ciencias podría seguir tan firme como siempre, pero ahora ya no sobre la base de un modelo popular que favoreciese el reduccionismo o un modelo causal externalista o la primacía del lenguaje extensionalista de la descripción y la explicación causal o, de hecho, la irreemplazabilidad del modelo de leyes cobertoras (covering law model) de la explicación. Podría añadir que Danto tomó la dirección incorrecta, no al modo de Hume y Kant, que empobrecen nuestra concepción de la identidad funcional de las personas, sino compartimentalizando (me temo) el análisis de la agencia humana y la propuesta reducción de las acciones a movimientos corporales: a fortiori, la reducción de las pinturas a lienzos pintados y del habla al sonido emitido, en la medida en que está implicada la identidad numérica. Si se

permite que estas analogías apunten al análisis correcto del nexo conceptual entre cultura y naturaleza (al que juzgo que Wittgenstein había estado aludiendo), entonces, la pretendida reducción de los hechos históricos a meros movimientos corporales (por la retórica de la redescripción externa aplicada a los movimientos corporales que queremos tratar como acciones) pondría en riesgo, de modo ineludible, la coherencia de cualquier teoría de las personas o de las ciencias humanas. He ahí la amenazada reductio3. No podemos manejar mediante estrategias meramente de compromiso la reducción de la acción a movimiento corporal, o de las pinturas a lienzos cubiertos de pintura, o del habla al sonido, y esperar mantener libre del riesgo reductivo nuestra explicación de la existencia sólida de personas o yoes (nosotros mismos, por supuesto). Todos estos fragmentos de análisis deben formar juntos un conjunto coherente. De modo semejante, no podemos insistir en la unidad de la ciencia que se extiende sobre las ciencias humanas, del mismo modo en que se dice que la doctrina se aplica a las ciencias naturales, como hacen los positivistas, si la teoría requiere (como obviamente requiere) un modelo externalista de causalidad que no podría aplicarse a la agencia humana, a menos que la agencia de las personas humanas fuese ella misma reducible —pero no de otro modo— . Estos nexos conceptuales entrelazados son demasiado complejos para ser tratados a la ligera. La cuestión de Wittgenstein no puede responderse fácilmente. De hecho, el estatus realista de las personas humanas es casi irresistible, incluso donde se combate con estrategias habilidosas; pues el reduccionismo, en su sentido más estricto, no exige realmente la eliminación de las personas, o incluso el rechazo de toda forma de dualismo; porque ningún reduccionismo auténtico ha logrado nunca un grado de dominio suficiente para tentarnos en la dirección del eliminativismo; pues, tanto por razones técnicas como prácticas, la pura colección de datos, nuestra confianza incuestionada en las fuentes de la experiencia, la propuesta y examen de las hipótesis explicativas, 3

Este es el resultado efectivo de la obra de Danto The Transfiguration o f the Commonplace, capítulo 1.

los compromisos deliberados con tareas y propósitos de importancia no tienen ningún sentido sin la presencia de personas humanas. Este es el significado más importante de la bien conocida objeción de P. F. Strawson a la teoría de la «no propiedad» de la percepción y el pensamiento, aunque Strawson mismo es extraordinariamente laxo en su consideración de las personas4. Es también el sentido principal de la oposición a las formas habituales de la llamada teoría de la «superveniencia» de lo mental: la de Jaegwon Kim, por ejemplo. Basta con comparar a Hegel con Kant y a Thomas Reid con Hume para apreciar la lucha implícita. El argumento de Strawson y también el argumento contra Kim recurren a estrategias sorprendentemente similares, aunque se aplican en direcciones opuestas y pueden volverse casi vacuas. En efecto, el argumento de Strawson, que captura una intuición muy fuerte de lo que puede llamarse gramática filosófica, sostiene que los sentimientos, las percepciones, el pensamiento, las intenciones y cosas semejantes deben ser «adecuadas» a un «sujeto», agente, organismo o yo existente capaz de «poseer» o manifestar «estados mentales». Tales estados y ocurrencias, como el sueño y la memoria (como ahora entendemos las cosas) no pueden (sostiene Strawson) ser meramente contingentes o «externamente» predicables de los sujetos que los poseen, aunque Strawson creyó erróneamente que lo que era ser un «sujeto» apenas necesitaba elaborarse para hacerse ver. El argumento de Kim, que trata lo mental como superveniente sobre lo físico de acuerdo con leyes causales estrictas y que apoya de ese modo (y es apoyado por) la tesis del «cierre causal de lo físico», no asume, sin embargo (por razones de petición de principio) otra intuición de la gramática filosófica, es decir, que (como al tratar un movimiento de ajedrez como eficaz causalmente de acuerdo con el sentido del ejemplo de Wittgenstein) un sentimiento o un pensamiento no solo debe ser poseído por un sujeto, como una acción debe estar encarnada en un movimiento físico, sino que los nexos causales «internos» 4 Véase P. F. Strawson (1959), Individuals: A DescriptiveMetaphysics, London: Methuen, pp. 95-103; hay una nota instructiva sobre Wittgenstein en la p. 95, n1.

implicados pueden ser (dependientemente) especificados sobre y solo sobre la admisión lógicamente previa del pretendido estado u ocurrencia superveniente en cuestión —lo que, por supuesto, implica al sujeto humano— . Así, las condiciones materiales pertinentes para la eficacia causal de un movimiento de ajedrez son significativamente especificadas solo como «partes» factorialmente internas de la pretendida acción superveniente misma: un movimiento de ajedrez puede ser realizado localmente de infinitamente muchas formas, aunque, así identificados, los movimientos de ajedrez siguen abiertos a generalizaciones causales informales, pero apenas a leyes causales universales o necesarias. Por ello, el análisis de Kim pone el carro delante de los bueyes. II

Permítaseme afirmar esto de una forma más enérgica, dado que el problema que Kim considera es omnipresente respecto a las cosas culturales, a la «penetración» cultural de la mente y la acción (como por medio del lenguaje y lo que el lenguaje comunica en la forma de teoría, interpretación y cosas semejantes): el problema no puede limitarse a la biología de la mente. No creo que Kim, quien puede ser perfectamente el reduccionista más hábil e inflexible del movimiento analítico angloamericano, ofrezca siquiera una explicación reduccionista del pensamiento «lenguajizado» o el habla. Y sin éxito aquí, naturalmente, el reduccionismo se iría al garete. Aparte de eso, Kim está comprometido, a lo largo de sus más recientes discusiones, con la siguiente tesis, que él llama «reduccionismofísico condicional, la tesis de que si las propiedades mentales son causalmente eficaces, deben ser físicamente reducibles». Ahora bien, se pretende que esta doctrina proporcione una respuesta a los problemas de «la causación mental y la conciencia» que, efectivamente, interpreta estas cuestiones de un modo particularmente restringido:

«Cada un a... plantea un reto fundamental — concede Kim— a la visión fisicalista del mundo. ¿Cómo puede la mente ejercer sus poderes causales en un mundo físico causalmente cerrado? ¿Qué es y cómo puede haber tal cosa como la mente o la conciencia en un mundo físico?»5.

Es importante comprender que la distinción del mundo cultural y de las ciencias humanas y los estudios que se dirigen a ese mundo exige el rechazo (o la paralización) de la versión de Kim del reduccionismo (que afecta a las suertes de una gran franja de las formas familiares de la doctrina). Pero entonces debemos ver también por qué el supervenientismo falla en sus propios términos. La respuesta es clara, pero necesita atención. Merece la pena subrayar que la solución de Kim no es problematizada por ningún indicio de dualismo. Al contrario, Kim considera reforzada su tesis por su compatibilidad con el dualismo, porque naturalmente el dualismo no influiría adversamente sobre la cuestión causal si el «reduccionismo físico condicional» de Kim fuese verdadero. Eso sería un beneficio interesante — compatible, por ejemplo, con el epifenomenalismo y las formas clásicas de emergentismo— . Ayudaría a explicar por qué el tratamiento habitual de Kim de lo «mental» (dondequiera que lo mental desempeñe un papel causal) cede deliberadamente en la dirección dualista — aunque, por supuesto, no pretendiese estar de ningún modo de acuerdo con la doctrina causal de Descartes— . Podrá notarse que hay cuestiones tangenciales que amenazan con abrumarnos aquí: debemos mantener nuestra discusión de lo mental tan cerca como sea posible de la «penetración» cultural y la transformación de nuestros dones biológicos; debemos mantenernos firmes en la agencia de las personas; y debemos mantener ante nosotros las diferencias entre las ciencias humanas y naturales. Estas son nuestras principales piedras de toque. 5 Jaegwon Kim (2005), Physicalism, orSomethingN earEnough, Princeton: Princeton University Press, pp. 5 y 13.

El problema del supervenientismo de Kim es que niega por completo una opción natural (una opción más fuerte, en mi opinión) que surge en conexión con los distintos tipos de evolución implicados separadamente en la conciencia (o mente) y en el mundo cultural. Por una parte, si el dualismo es un escándalo conceptual tanto metafísica como causalmente, entonces es más razonable tratar la evolución de la mente y la cultura no dualistamente si podemos, y claro que podemos. Y por otra, es razonable pensar la evolución de la mente como totalmente biológica, pero no la evolución de la cultura, y en consecuencia, tampoco la transformación cultural o Bildung de la mente6. Porque aunque lo «mental» y lo «cultural» posean rasgos físicos (como los poseen la percepción, el pensamiento y el habla), todo el argumento de Kim se arriesgaría aún a ser irrelevante. Es más, no solo es posible — es verdad— (i) que hay sucesos que caracterizamos como mental o culturalmente significativos, que poseen rasgos físicos propios y producen efectos en el mundo físico que no pueden reemplazarse convincentemente por meras secuencias físicas: un insulto verbal, por ejemplo, que produce enfado y enrojecimiento del rostro; y (ii) que lo que es «emergente» aquí, en algún sentido oportunamente evolutivo, no es superveniente según la fórmula de Kim, por dos razones: porque, naturalmente la superveniencia es explícitamente dualista mientras que la emergencia cultural no lo es, y porque la realización material de lo culturalmente emergente es lógicamente inseparable de lo que es realmente emergente. ¿Cómo podría ser de otro modo? Si se concede todo esto, se capta el sentido en el que el argumento de Kim depende de una profunda equivocación que parece no haber abordado nunca o haber pensado que necesitaba ser abordada. ¡Se le escapó la posibilidad más importante! He aquí la evidencia: 6 Véase, para un reconocimiento firme de que la propagación de la cultura no puede ser explicada en términos de la evolución darwinista, Richard Dawkins (2000), El gen egoísta, Barcelona: Salvat; véase también Mario Bunge (1977), «Emergence and the Mind», en Neuroscience, XI, para un esbozo de un emergentismo que no es capaz de considerar formas viables de emergencia que, como la evolución del mundo cultural, son relativamente independientes de la organización de los sistemas físicos y biológicos sobre los que, no obstante, se construyen.

«Las propiedades mentales — dice Kim— supervienen sobre propiedades físicas, necesariamente en eso: para cualquier propiedad mental M, si algo tiene M en el tiempo t, existe una base física o propiedad (subveniente) P tal que tiene P en t, y necesariamente cualquier cosa que tiene P en el tiempo t, tiene M en ese tiempo» 7.

Pero esto no puede ser verdad o siquiera relevante si no hay leyes psicofísicas o leyes reduccionistas por las que validar la última cláusula de la formulación de Kim. Mas no hay leyes que vinculen lo cultural y lo físico, o los poderes mentales que están culturalmente penetrados —porque, al introducir sucesos culturales, ya hacemos previsiones para esos sucesos físicos subfuncionales por los cuales lo cultural se realiza como estaba previsto— . De hecho, de modo bastante independiente, no hay ningún argumento conocido para demostrar que hay leyes causales necesarias o sin excepciones en absoluto, o que el compromiso con las leyes sin excepción no pueda ser abandonado sin pérdida8. Admitir el argumento mayor contra el reduccionismo obliga a sus abogados y aliados a armar una campaña mejor de la que hasta entonces han procurado. Strawson mismo no puede ser un guía eficaz, posiblemente porque no ha distinguido (en Individuals) entre su propia (pretendida) teoría de las personas y un dualismo insatisfactorio, o (por ejemplo) un supuesto hermeneuta como 7

Jaegwon Kim (2000), M ind in a Physical World: A n Essay on the M ind-Body Problem and Mental Cambridge: M IT Press, p. 9. Está bastante claro que Kim considera que «superveniencia» y «emergencia» son casi equivalentes. Existen tales usos, pero no está claro, en lo más mínimo, por qué Kim no considera en conjunto los emergentismos que renuncian al dualismo y la doctrina inflexible de que debe haber leyes de cobertura sin excepciones para todas las secuencias causales. Véase, por ejem­ plo, Jaegwon Kim (1993), Supervenience and M ind: Selected Philosophical Essays, Cambridge: Cambridge University Press, pp. 134-135. Véase también, Lloyd Morgan (1923), EmergentEvolution, London: W il­ liams and Newgate, citado por Kim al preparar aquí su argumento. Los textos de Physicalism y M ind no van más lejos. El m odesto hallazgo de Kim en todo esto conduce a lo siguiente: «m e parece claro que preservar lo mental como parte del mundo físico es mucho mejor que el epifenomenalismo o el completo eliminativismo» (Physicalism, or S om ethin gN ear Enough, p. 120). Sí, por supuesto, pero no son esas las opciones importantes. 8 Véase, por ejemplo, el argumento fuerte ofrecido en Nancy Cartwright (1983), H ow the Laws o f Physics Lie, Oxford: Clarendon. Causation,

Charles Taylor, que nunca se da cuenta de que la elección entre el reduccionismo y la visión hermenéutica no puede, por las razones más estrictas, asumir una forma disyuntiva9. La razón es clara: un reduccionismo consistente puede admitir perfectamente bien todo el mundo humano y (como Kim sostiene) al menos algunas formas estándar de dualismo, y aún así buscar «reducir» de manera coherente la descripción y explicación de sus rasgos a términos materialistas. Ese es, de hecho, el precio del reduccionismo. Taylor niega esta verdad elemental. De hecho, dada la historia de lo que se considera «materia» en las ciencias físicas, no sería irracional recomendar que calificásemos lo mental y lo cultural como fenómenos «materiales» ellos mismos — obviando, con ello la supuesta ventaja del reduccionista de una vez por todas. Pero si se comprende todo esto, no se podrá dejar de ver que la misma cuestión se nos presenta cuando nos ocupamos con el asunto de si el reduccionismo permite la relación correcta entre las ciencias naturales y humanas o entre las artes y las ciencias, o entre teoría y práctica. La razón es simplemente que, prima facie, las personas humanas son los agentes ineliminables de todas las artes y las ciencias — el «término medio», por así decir, de cualquier argumento que recomiende una redefinición (modesta o radical) de lo que, filosóficamente, es entender un arte o una ciencia— . Y ahí, aunque puede parecer de otro modo, la teoría del yo humano, el agente o sujeto paradigmático de la acción y la proferencia — o del pensamiento, la percepción y el sentimiento, o de la finalidad, la intención y el compromiso, o de la responsabilidad, la interpretación y la apreciación, o de la tecnología y la creatividad— es una teoría acerca de uno y el mismo ser. No pretendo desestimar el eliminativismo en principio. Pero, ciertamente, sería absurdo ignorar el hecho de que, al negar que hay personas, es decir, personas existentes — una tesis que Wilfrid Sellars trató valientemente 9 Sobre las dificulatdes de Strawson , véase Bernard Williams (1973), Problems o f the Self, Cambridge: Cambridge University Press. Véase también Charles Taylor (1985), Philosophical Papers, 2 vols. Cam­ bridge: Cambridge University Press.

de mostrarnos cómo eliminar10, aunque es muy probable que el esfuerzo de Sellars no pretendiese ser más que un experimento mental, posiblemente una broma, dado que de buena gana restauró a las personas y a lo que él llamó sus «intenciones» a sus nichos ordinarios, por una «adición» retórica trivial— , ¡aún nosotros estaríamos obligados a negar nuestra propia existencia! III

Aquí hay un profundo rompecabezas. La objeción de Strawson a la teoría de la no-propiedad puede reinterpretarse razonablemente como una tesis gramatical más que como una tesis explícitamente metafísica, queriendo decir con eso que lo que llamamos informalmente «la mente» se pretende que recoja nuestra sensación de la coherencia funcional, incluso la unidad, de un conjunto de atributos distintivos ejemplificados en las vidas de los seres humanos: «mente» es la nominalización de esa clase de unidad funcional, lo que pueda probar ser una teoría perspicua del «yo» o «ego» o «alma» del mundo humano o sus sucedáneos animales o (posiblemente) maquinales entre los yoes robóticos. Derek Parfit, por ejemplo, en el que puede ser el primero de sus penetrantes esfuerzos por definir qué es mínimamente necesario al teorizar acerca del «sujeto» del pensamiento, la experiencia, la memoria y la acción, no logró reconocer toda la fuerza de la queja de Strawson — que, aplicada correctamente, es una severa objeción tanto a Hume como a Kant (aunque por razones muy diferentes)11—. Parfit desconectó atributo y referente gramaticalmente (o lógicamente) cuando objetó con razón a las teorías excesivamente grandes de un «yo» sustantivo que se extiende por toda la vida humana o por grandes fases de la misma. Sin embargo, al menos dos eliminativistas muy ardientes, Daniel Dennett y Paul Churchland, fueron, creo, 10 Véase Wilfrid Sellars (1963), «Philosophy and the Scientific Image of M an» y «The Language of Theories», en Science, Perception and Reality, London: Routledge and Kegan Paul. 11 Véase Derek Parfit (1971), «Personal Identity», en PhilosophicalReview, LXXX; y (1984), Reasons and Persons, Oxford: Clarendon.

literalmente convencidos por los argumentos de Sellars12. No Sellars mismo, puedo decir, hasta donde llega la evidencia. Además, al admitir la «existencia» de personas no estamos obligados, sin embargo, (nótese) a mantener que las personas son o no son sustancias o entidades de cualquier clase canónicamente familiar (la clase aristotélica, por ejemplo). Quizás «persona» no tenga que significar más que el sitio o asiento nocional de ciertas competencias culturalmente emergentes que no pueden describirse o explicarse en términos de los poderes meramente naturales, biológicos, de la especie animal Homo sapiens. «Persona» y «organismo» pueden ser perfectamente distinciones conceptualmente inconmensurables aunque no por esa razón categorías incompatibles que afectan a la pretendida unidad de las ciencias. En cualquier caso, no podemos, con razón, dar una explicación de la «unidad» de las ciencias o la unidad de las artes y las ciencias o de las preocupaciones teóricas y prácticas sin una teoría robusta de la agencia de las personas, a menos que giremos (imprudentemente, como sugiere la evidencia) en la dirección del reduccionismo. La lógica está clara, pero la metafísica es disputada. Merece la pena considerar, por ello, por qué la admisión de animales inteligentes —perros, elefantes, chimpancés, delfines— no nos obliga a exceder la coherencia funcional y la unidad de las vidas de tales criaturas en la dirección de teorías hinchadas conceptualmente, normalmente reservadas para los humanos. La respuesta obvia concierne a la emergencia sui generis de lo cultural y a la penetración cultural (y transformación artefactual) de nuestros poderes animales, y a la ausencia entre los animales más inteligentes de más que una forma incipiente de aprendizaje protocultural, demasiado débil para dar evidencia de cualquier «yo» artefactual. Es el «yo» artefactual, que implica y hace posible el dominio del lenguaje, el que compensa más que adecuadamente las empobrecidas teorías de Hume y Kant. La razón es que la confirmación de la presencia del «yo» es empírica, aunque no fenoménica en el sentido empirista o, a fortiori, 12 Véase Daniel C. Dennett (1969), Content and Consciousness, London: Routledge and Kegan Paul; y (1991), ConsciousnessExplained, Boston: Little Brown; y Paul M. Churchland (1990), A NeurocomputationalPerspective: The Nature o f M ind and the Structure o f Science, Cambridge: M IT Press.

racionalmente necesaria en el sentido trascendental. Podemos testificar realmente el crecimiento del «yo» entre los niños. Las personas o los yoes, diría yo, son paradigmáticamente las sedes artefactuales para nuestros poderes adquiridos culturalmente, ejercidos en cualesquiera modos transformadores, a través de lo biológicamente dado por nuestra pertenencia al Homo sapiens. Puede ser, finalmente, más importante enriquecer nuestro sentido de los poderes funcionales de las personas que especular sobre cualquier diferencia «sustancial» entre mente y materia. La sorprendentemente torpe elaboración de Kant de lo que él llama el «concepto o juicio» del «yo pienso» (su revisión trascendental del Cogito de Descartes, Ich denke) — de algún modo añadido (u obligado a «acompañar») al supuestamente completado sistema de sus categorías trascendentales— seguramente es una lección penosa. Pero si eso es verdad, entonces, también lo es el empobrecimiento de Dennett de la «mente» humana, donde lo que puede necesitarse son promisorios experimentos mentales capaces de eclipsar a las opciones eliminativistas13. Puede ser una sorpresa descubrir cuán arraigada animosidad hay contra las personas o los yoes en la moderna filosofía eurocéntrica, contra su misma existencia (eliminativismo) o contra el que posean una naturaleza perceptivamente discernible a juego con su forma de vida aparente — como, entre las teorías del siglo xviii— , siguiendo el declive del racionalismo, en las opiniones de figuras como Hume y Kant — después de fracasar en el aspecto relevante, el empirismo y el trascendentalismo han llevado al temperamento analítico, de vuelta al reduccionismo y al dualismo, nuestras preferencias contemporáneas predominantes— . Hume no pudo encontrar ningún dato empírico que pudiese considerarse como el «yo» de cualquiera de «nosotros» — con toda la razón— ; y Kant es cualquier cosa menos vencido por haber vinculado a su sistema de categorías perfectamente cerrado la 13

Véase Dennett, ConsciousnessExplained, capítulos 9, 13, 14. Compárese BernardJ. Baars (1988), A Cambridge: Cambridge University Press.

Cognitive Theory o f Consciousness,

función externa, extrañamente encajada, casi totalmente indefendida e inexplicada del «yo pienso», que él considera como algo mudo que no tiene otra finalidad que «acompañar» o «introducir» (como él dice) las categorías mismas aplicadas a las intuiciones sensibles — para no producir paralogismos no deseados. Debemos recordar no empobrecer nuestra explicación de la mente humana en nuestro celo por favorecer una u otra teoría de las varias ciencias y artes, o preocupaciones prácticas o teóricas. Ahí tenemos la clave decisiva para la importancia estratégica de nuestra concepción de las personas o los yoes al buscar un acercamiento entre (por ejemplo) el análisis de la pintura y la literatura y el análisis de los procesos físicos y la existencia de sociedades humanas. A primera vista, parece absurdo suponer que la descripción, interpretación, explicación y apreciación de lo que impera en las artes y las ciencias nunca exigiría el papel robusto de un «yo» reflexivo, por muy sujeto que pueda estar a la convicción historiada y la experiencia e interés evolutivos. El siglo xviii fue doblemente víctima de la ausencia efectiva de los recursos conceptuales de la teoría evolutiva moderna y de la emergencia historiada sui generis del mundo cultural a partir del biológico, y sin esa extraordinaria invención, todo el rompecabezas de las ciencias humanas no tendría sentido en absoluto A fines del siglo xviii, Hume y Kant tomaron el mando de las dos principales formas de subjetivismo — una psicologista, la otra no— que de una manera curiosa son inseparables entre sí y dominan claramente una parte enorme de la historia posterior de la filosofía hasta nuestros días. Sus teorías, sin embargo, han empobrecido nuestra imagen del sujeto humano y, como consecuencia, han provocado una profunda reacción entre los idealistas post kantianos y su inmensa progenie, que abarca a los existencialistas, los marxistas, los pragmatistas, los paladines de la Lebensphilosophie, los hermeneutas, los nietzscheanos, los fenomenólogos, los freudianos, los heideggerianos, los abogados de la Weltanschauungsphilosophie, la Escuela de Frankfurt, los wittgensteinianos, y otros, que corren a reencantar el mundo restaurando una explicación mejorada de lo que es ser una persona humana.

A este respecto, encuentro que las fuentes más importantes y más ingeniosas de la recuperación filosófica de lo humano son las siguientes dos contribuciones del siglo xix: a saber, la noción de Hegel de la historicidad y la teoría de la evolución de Darwin. Sin detenerme a explicar por el momento los términos del arte que prefiero aquí, permítaseme decir que Hegel proporciona la concepción nueva más importante de lo que puede llamarse «Bildung interna», una noción (aún prestada del alemán para explicar el griego) semejante a los temas de Aristóteles de la educación sittlich, como en sus Eticas, Política, Poética y Retórica, excepto por el hecho de que la Bildung debe construirse como una forma de instrucción específicamente aculturada bajo la condición de la historicidad — distinciones de las que Aristóteles era totalmente inconsciente, que emergen de modo incipiente en el siglo xviii en Vico y Herder, y encuentran su primera gran articulación conceptual en el extraordinario hallazgo de Hegel14. La teoría de Hegel es una expresión de alta filosofía, pero no así la de Darwin. Darwin proporciona los fundamentos empíricos esenciales para la elaboración de lo que (por razones de facilidad) llamaré «Bildung externa», significando con ello la evolución gradual de los modos de inteligencia y comunicación prehumanos y protohumanos cercanos a lograr los rudimentos del verdadero lenguaje y las formas de autorreferencia y autoidentidad, y otras habilidades sui generis que (consideramos que) constituyen la primera aparición de aquellos artefactos culturales importantes —esas criaturas híbridas con «segunda naturaleza»— que llamamos personas. Por supuesto, afirmar todo esto es emitir un largo pagaré. Pero debo ofrecer una 14 Se encontrará una cierta comprensión no definitiva del mundo sui generis de la historia y la cultura humana — en términos filosóficos— en John McDowell (1994 y 1996), M ind and World, Cambridge: Harvard University Press. Véase también, Nicholas H. Smith (ed.) (2002), ReadingM cDowell: On M ind and World, London: Routledge. McDowell trata de usar los recursos conceptuales de Aristóteles y Kant para captar algo semejante a las nociones de Hegel y Gadamer de Bildung, pero el esfuerzo fracasa. Que el esfuerzo se hizo tan tarde como al final del siglo xx por una de las jóvenes figuras más prometedoras de la filosofía analítica angloamericana es, en cierto modo, una sorpresa. Creo que no se le puede dar sentido sin conceder que la influencia de las economías conceptuales de Hume y Kant (respecto a la caracterización del yo o el sujeto humano o la persona) son tan fuertes como lo fueron en el siglo xviii. Para un vistazo del sentido de “Bildung” en Hegel véase su Phenomenology o f Spirit, trans. A. V Miller, Oxford: Oxford University Press, 1977, Introducción.

acepción más penetrante de la novedosa «entidad» que estoy reclutando antes de que nos permitamos ocuparnos por completo con su defensa. Considero que las personas son una cierta clase de constructo cultural, que disfrutan de un estatus realista como tales, el cual, si es verdadero, no podría haber sido definido correctamente hasta más o menos el cambio del siglo xix o después de Darwin. Esto significa literalmente que, durante más de los dos primeros milenios de toda la filosofía occidental (que es casi toda la filosofía occidental), fue literalmente imposible formular una «metafísica» razonablemente correcta o «antropología filosófica» de lo humano. Encuentro eso una admisión asombrosa, muy relacionada (en mi opinión) con la explicación de la fútil atracción de Platón por las Formas, cuando, al definir las virtudes en los diálogos eléncticos, Sócrates carece claramente de recursos conceptuales que podrían haber hecho posible evitar la admisión de las Formas — al proponer, por ejemplo, la idea radical de la construcción o constitución cultural de las virtudes mismas, una tesis que se corresponde naturalmente con la idea de la construcción cultural de las personas— . Piénsese en la paradoja de intentar explicar las virtudes socráticas en un mundo darwinista en el que la especie humana aún no hubiese evolucionado. Comprender la lección es comprender el insuperable empobrecimiento de las opciones racionalista, empirista, trascendentalista e idealista: no podemos ir más allá de una u otra restricción constructivista. Está claro que Platón necesita el concepto de paideia (Bildung interna) pero no el de Bildung externa en algo así como la acepción que admitiría la aparición primordial de lo humano. Encuentro sugerente pensar en las personas como «artefactos naturales», entendiendo por eso que, en su nicho meramente biológico, están incompletamente formados para su papel característicamente cultural, y de ahí también que sus dones biológicos les preparan para su aculturación de «segunda naturaleza»: su dominio de una lengua-hogar (home language), por ejemplo15. Las ciencias humanas se centran en los poderes sui 15

Tomo el término de Marjorie Grene (1974), «People and Other Animals», en The Understanding Dordrecht: O. Reidel.

o f Nature: Essays in thePhilosophy o f Biology,

generis de un ser híbrido que es «artefactual por naturaleza» (es decir, al volverse «segunda naturaleza»). Si uno se toma entonces la libertad de caracterizar la mente y la cultura como «materiales» —pretendiendo igualar lo natural y lo material incontrovertidamente— , se da cuenta de que ha paralizado el reduccionismo, el dualismo y el eliminitavismo de un golpe sin declarar aún cuál es realmente la distinción del mundo humano. Permítaseme decir esto de una forma más argumentada. Aristóteles, sugiero, nunca necesitó invocar lo que llamo la «Bildung externa» porque, cualquiera que fuese su tentación, nunca sobrepasó una lectura sittlich de lo normativo (si se me permite la expresión), mientras que ya en la República, Platón persigue el supuesto descubrimiento de las Formas últimas por las cuales se dice que se gobiernan todas las cuestiones de la conducta correcta y la creencia correcta. Por ello, Aristóteles construye un cuadro razonable de la vida buena y la buena polis, en buena medida en términos de su cómoda atracción por la vida ateniense; de modo semejante, un cuadro razonable de lo mejor de la tragedia griega, de acuerdo con su preferencia por Sófocles. Por el contrario, Platón deja claro que, en virtud de la fuerza del proyecto de Sócrates (en la República), Homero y los poetas más admirados tendrán que exiliarse del estado ideal. Si las Formas deben y pueden ser impugnadas, entonces, como la historia deja claro, no podemos dejar de abordar la cuestión de la «Bildung externa», dado que la elección de normas supuestamente reales de bondad y verdad aún se nos enfrenta si concedemos que la verdad y la bondad deben tener una procedencia artefactual. Opino que eso es una opción radical a la que se nos lleva inexorablemente. IV

Una vez que se vislumbra la fuerza de este último reto, se empieza a ver la extraordinaria paradoja producida por Hume y Kant al empobrecer (en sus diferentes modos) la noción del «yo», la noción del sujeto y agente de todo lo

claramente humano. Como digo, el yo se vuelve mudo en la filosofía oficial de Hume, quien se retira, muy astutamente (cuando quiere) al idioma de la humanidad cuando, muy sensatamente, supera la amenaza escandalosa de la tesis de la «no-propiedad». Por su parte, Kant enriquece los juicios trascendentales del sujeto en lo referente al estatus de la geometría de Euclides, la obligación moral y el placer desinteresado de la belleza natural, pero nunca reconoce cuánto más necesita en la senda de los recursos conceptuales para explicar, por ejemplo, al menos la historia de la ciencia (si no también la historia de la moralidad y un compromiso con las bellas artes) y lo que en particular necesita reconocer trascendentalmente sobre la agencia del «yo», aparte de las categorías e intuiciones puras que el «yo» aplica a la intuición sensible. Simplemente no asigna poderes suficientemente detallados a su ego trascendental para cumplir sus tareas habituales, incluso con respecto a las clases principales de juicios que examina — o para explicar cómo surgen esos poderes. La tercera Crítica de Kant proporciona la evidencia más notable en apoyo de la acusación, particularmente si se lee su argumento como una enmienda de la primera Crítica. No hay casi nada en la primera parte de la tercera Crítica — en relación a los recursos de la mente— que permita explicar en términos trascendentales ninguna práctica creativa familiar o crítica en relación a las bellas artes — o «lenguaje», «historia» o «cultura» en general— . Kant es llevado, por ejemplo en sus especulaciones gimnásticas acerca de nuevos modos de engañar a la facultad de la imaginación, a aplicar los conceptos del entendimiento a nuestro interés en las obras de arte (o a nuestra apreciación de la belleza en la naturaleza, por supuesto), de un modo que no violaría su bien conocido tabú contra la consideración de los juicios estéticos como cognitivos en ningún sentido. Se trata de una querella simplemente textual (hothouse quarrel), lo reconozco, pero ofrece una lección apasionante. Me interesan aquí no tanto los rompecabezas locales de la teoría moral y estética cuanto las consecuencias (para cualquier filosofía sumisa) de que Kant haya empobrecido nuestra concepción del «yo» —y que no se haya dado cuenta, por esa razón, de cómo el hacer eso vuelve cada elemento de su propia filosofía condicionalmente sospechoso y

arbitrario— . Aunque sea difícil de creer, Kant parece no haberse dado cuenta de que toda la estructura de la primera Crítica, y de modo preeminente la función estratégica del sistema cerrado de las categorías y las intuiciones puras del entendimiento, depende de los poderes cognitivos legítimos del «yo» en vez de depender de la aparente suficiencia de nuestras conjeturas en el carácter completo de su propuesta serie de categorías fundamentales. En cualquier caso, no se puede aceptar lo uno sin lo otro. Hablamos aquí de la mente filosófica más influyente de los últimos dos siglos y medio. Kant, simplemente, resume todo lo que puede decir sobre su sujeto trascendental (el «yo pienso») a partir de cualquier cosa que, independientemente, pueda derivarse de su explicación de las diversas clases de juicios que permite. Ahora bien, estos son elaborados solo dialécticamente — es decir, a partir de una literatura argumentativa— y no a partir de un examen de las competencias notables manifiestas en las prácticas reales de ninguna de las artes o las ciencias16. De hecho, «el libre juego de la imaginación» presentado en la tercera Crítica ha llevado a figuras como Wilhelm Dilthey y Ernst Cassirer a sopesar la posibilidad de que Kant pueda haber señalado la necesidad de una explicación más amplia del «sistema» de las categorías de la que él ofrece en la primera Crítica —para, precisamente, explicar la naturaleza histórica del ser humano mismo (Dilthey), o la emergencia de las novedosas «formas simbólicas» (Cassirer) que quizá no puedan ser explicadas sobre la base del sistema original kantiano. Me interesa aquí demostrar hasta qué punto es imposible justificar cualquier explicación posible del trabajo reconocido de las ciencias y las artes sin una teoría ramificada de la naturaleza del yo humano. He insistido en las teorías del yo de Kant y Hume para recordarnos simplemente de qué empobrecida imagen fue obligada a servirse la filosofía occidental al finales del siglo xviii (en el mismo amanecer de la filosofía «moderna», anunciada por la gran revolución 16 Prosigo el tema — respecto a la filosofía del arte— en Aesthetics: A n mont: Wadsworth, 2009.

UnforgivingIntroduction,

Bel-

de Kant) y cómo por medio de la obra de la filosofía analítica del siglo xx hemos vuelto, de algún modo, de nuevo al empobrecimiento del concepto, señalado de maneras diferentes (como he sugerido) por figuras estratégicamente ubicadas, como Wilfrid Sellars y Charles Taylor. Permítaseme remachar el argumento, por lo tanto, simplemente citando lo que Kant ofrece al introducir abruptamente la idea de una función de conocimiento, el «yo pienso», que él llama un «concepto» o «juicio», pero que no tiene más función que realizar que la siguiente: «El yo pienso — afirma Kant— ha de poder acompañar todas mis representaciones; porque de otro modo estaría representado en mí algo que no podría ser pensado en absoluto, lo que es tanto como decir que la representación sería imposible o, si no, al menos, no sería nada para mí. [...] Solo porque puedo combinar una m ultitud de representaciones dadas en una conciencia es posible que yo represente la identidad de la conciencia en estas representaciones, es decir, la unidad analítica de la apercepción solo es posible bajo el supuesto de una unidad sintética»11.

Es el deus ex machina de la primera Crítica de Kant: todos los análisis de las ciencias y las artes, de cuestiones teóricas y prácticas, de juicio y sensibilidad, son formulados (por Kant) sin atención sostenida o dirigida a lo que es problemático acerca de la experiencia o la práctica, o el influjo de la historia, o el prejuicio, o la perspectiva, o la Bildung de un ser humano. Por supuesto, esta era la preocupación clarividente y el centro de la profunda corrección de Hegel. Pero aparte de estos detalles instructivos, la demostración más poderosa de lo que debe recobrarse pertenece de modo decisivo a Ernst Cassirer, aunque la lección ya está oscuramente presagiada en Kant mismo y entre los idealistas post 17

Kant, Crítica de la razón pura, §16.

kantianos y su progenie. La «filosofía de las formas simbólicas» de Cassirer es al mismo tiempo un eclipse hegelianizado de lo apropiado del trascendentalismo kantiano, y un intento de recuperar las posibilidades hegelianizadas de una reformulación al modo kantiano del «yo pienso» que, efectivamente, admita el estatus a posteriori de la definición trascendental resultante de las categorías de «todas» nuestras Wissenschaften (ciencias, estudios, artes, tecnologías) construidas bajo la condición de la historia y la historicidad. Cassirer se compromete con la perspectiva trascendental kantiana, pero no «demuestra» realmente la necesidad de las categorías trascendentales. En realidad, convierte la «crítica de la razón [de Kant] en una crítica de la cultura»18. La verdad es que Cassirer desbanca las categorías kantianas al introducir un conjunto evolutivo abierto de «formas simbólicas», más contundentemente quizá en su explicación de las últimas fases de la física moderna. Es consciente de esto (y admite el hecho indirectamente), pero evita una confrontación directa con los kantianos de Marburgo. Es el resultado de la herencia kantiana para nuestra época. Esto equivale a decir que las fuentes de la agencia productiva o creativa del «yo» no pueden construirse abstractamente (al modo de la primera Crítica de Kant), sino que deben seguir los ejemplos reales de cómo la historia y la experiencia se aprovechan concretamente. De hecho, toda la historia cultural informa nuestra imagen de los poderes ingeniosos del «yo». Eso es precisamente lo que Hegel trata de sacar en consecuencia de su crítica de Kant: lo que posiblemente no puede definirse o confirmarse trascendentalmente según la concepción de Kant. No sería irracional, por ello, leer La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn, La genealogía de la moral de Nietzsche, la Estética de Hegel y La filosofía de las formas simbólicas de Cassirer como penetrantes reflexiones sobre los poderes funcionales del «yo pienso» en los espacios separados de la ciencia, la reflexión moral, la estética de las bellas artes, la historia, la imaginación mítica, la religión, la tecnología, la semiótica, 18

Carl Hamburg, «Cassirer's Conception ofPhilosophy», en Paul Arthur Schilpp (ed.) (1949), The La Salle: Open Court, pp. 77 y 86.

Philosophy o f Ernst Cassirer,

la interpretación y cualesquiera otros sectores del interés humano que Kant no logra presentar; y ver en su clase de contribución la necesidad de obligar a las investigaciones trascendentales kantianas a abordar el mismo problema que él difunde al reconocer el papel casi completamente negado del «yo». El análisis del «yo» y el análisis de sus poderes son inseparables. Visto de este modo, no hay, ni puede haber, disyunción basada en fuertes principios entre conceptos y categorías: el a priori no es más que a posteriori mientras siga siendo una conjetura de segundo orden; no puede haber ningún sistema cerrado, universalmente adecuado, de las categorías de descripción y explicación; los predicados generales tienen sentido solo en el contexto de sus ejemplos provisionales, que deben ellos mismos ser continuamente reemplazados con la experiencia que evoluciona; todo vestigio de universalidad estricta y necesidad sustantiva debe y puede eliminarse; la investigación (de toda clase) debe ser inherentemente abierta, sujeta a revisión potencialmente radical, y sin embargo regulada por nuestras nociones evolutivas de lo relativamente apropiado de nuestra experiencia y teorías; y la unidad de todos esos esfuerzos, entre las ciencias o entre las ciencias y las artes, no puede sino depender de nuestras teorías de cómo las personas están culturalmente constituidas y de lo que consideramos que son sus «naturalezas» evolutivas19.

19

Traducción de Sixto J. Castro.

2. L a

nueva

disputa

de

las

facultades

Sixto J. Castro

1. L a quiebra dieciochesca

En su célebre opúsculo sobre la disputa de las facultades, Kant debate sobre la relación que las tres facultades superiores de la universidad (teología, derecho y medicina) mantienen entre sí, y defiende, sobre todo, cómo la filosofía tiene que actuar de elemento de control. La razón es que aquellas están, en cierto modo, subordinadas al poder, mientras que la filosofía se limita a ser racional y aspira estrictamente a la verdad. Contemporáneamente, si bien por razones distintas, nos encontramos con una división que parece perfectamente establecida, y que distingue entre ciencias y artes (o letras), cada una con su método, sus objetivos, sus características propias, de tal modo que ciertas actividades humanas se podrían encajar sin duda alguna en una de esas casillas, mientras que otras no cabrían en ninguna de las d o s . Y además, ambas están tajantemente separadas: lo científico no es reducible a lo artístico ni a la inversa. Y aquí es donde la filosofía, como disciplina del diálogo, conversacional, tal como la entiende Rorty, puede contribuir a esta aclaración. Y ello, quizá, debido a la característica propia de la filosofía, que es permitirse el lujo de mirar con una cierta ironía sus resultados, ya que «los filósofos son filósofos no porque tengan metas comunes (no las tienen) ni métodos comunes (no los tienen) ni estén de acuerdo en discutir un conjunto común de problemas (no lo están) o estén dotados de facultades comunes (no lo están), sino simple y solamente porque toman parte en una

única conversación continuada»1. Continuemos un tanto esta conversación, para elaborar una cierta arqueología de la separación tajante de ciencia y arte. La génesis de esta distinción tiene muchos progenitores, pero no cabe duda de que el siglo xvii, el siglo de la ciencia nueva, del giro filosófico hacia el conocimiento (hacia los métodos) olvidó la consideración general de la actividad del ser humano y preparó una serie de estancos en los que introducir ora esto ora aquello. Tal cosa, que nos parece casi un dato eviterno, en realidad es una novedad en la historia del pensamiento. En el medievo, por ejemplo, no había diferencias metódicas tajantes: la diferencia entre el arte y la ciencia radicaba en su fin: aquella busca producir cosas útiles, agradables o bellas, mientras que la ciencia tiene por fin el puro conocimiento (igualmente, el arte difiere de la moralidad, pues esta pertenece al ámbito de la acción común a toda vida humana, mientras que aquel aspira a una obra particular)2. Pero en realidad, tanto la ciencia como el arte o la misma moralidad se ejemplifican en un conjunto de reglas de acción orientadas a un fin, sea teórico, práctico o poiético. Hasta la llegada de la modernidad, el proceso constitutivo de lo que hoy llamamos ciencia o arte es el mismo. Por ejemplo, Tomás de Aquino3considera, por decirlo brevemente, que en el conocimiento humano, el objeto material, al ser iluminado por el sol, envía especies visibles (imágenes cognitivas) que son recibidas por el sentido y transformadas en fantasmas por la imaginación. Estas imágenes, ya menos materiales, son otra vez iluminadas por el entendimiento agente y transformadas en especies inteligibles inmateriales, que actualiza el intelecto posible para producir un acto cognitivo. Así se forma finalmente una intención o verbum mentis como el medio representativo en el que la esencia de la cosa se conoce intelectualmente. En este procedimiento, las especies cumplen varias funciones epistemológicas: 1) proporcionan el contacto cognitivo del entendimiento con el objeto, es decir, salvan la distancia local 1 Richard Rorty (2009), «The philosopher as expert», en Philosophy and the M irror o f Nature, Princeton and Oxford: Princeton University Press, p. 411. 2 Tomás de Aquino, Sum ma Theol, I-II, q. 21, a. 2, ad. 2. 3 Ibíd., qq. 84-88.

entre el conocedor y el objeto externo, así como la distancia ontológica entre el entendimiento inmaterial y el objeto material; 2) proporcionan un sustituto representacional del objeto; y finalmente, 3) disparan el acto cognitivo, es decir, sincronizan el entendimiento con el mundo material, garantizando que la cognición intuitiva correcta no se lleva a cabo en el momento equivocado. Así pues, hay una correspondencia total en el acto de conocer, y así se construye la ciencia empírica, que parte de los datos sensibles, y el arte, que parte de lo elaborado por la imaginación. ¿Por qué es tan importante esta idea? Porque tanto en el hacer científico como en el artístico uno tiene la «certeza» de que conoce lo conocido, y de que gusta lo gustado. No tiene sentido poner en duda nuestras facultades ni la fuente intencional de esas facultades, en la medida en que por el hecho de conocer o por el hecho de que algo nos plazca podemos decir, sin duda alguna, que «estamos en casa». La revelación «científica» de lo que las cosas son y la aparición de la belleza que luce en las cosas nos da la clave de que no somos extraños al mundo. Rorty captó bien la armonía precartesiana existente en la concepción hilemórfica del conocimiento (tomista): el conocimiento no es la posesión de representaciones adecuadas de un objeto, sino que conocer consiste más bien en que el sujeto se vuelva idéntico con el objeto. En la concepción de Aristóteles, el intelecto no es un espejo inspeccionado por un ojo interior, como lo será para Descartes. Es tanto el espejo como el ojo, ambos a la vez. La imagen retinal es ella misma el modelo para el «intelecto que se convierte en todas las cosas», mientras que en el modelo cartesiano el intelecto inspecciona las entidades modeladas sobre las imágenes retinales. Las formas sustanciales de la «ranidad» y la «estrellidad» entran en el intelecto aristotélico y están allí de la misma manera que en las ranas y en las estrellas, no en la manera en que las ranas y las estrellas se reflejan en los espejos. En la concepción cartesiana, que es la base de la epistemología moderna, son las representaciones las que están en la mente4. 4 Richard Rorty (2009), Philosophy and the M irror o f Nature, Princeton and Oxford: Princeton Uni­ versity Press, p. 45.

Pasamos pues, del conocimiento como presencia a la representación. Y no solo del conocimiento, sino de la belleza, que es, en términos del Aquinate, el placer provocado por lo visto (y lo visto es esa presentación a la que aludíamos). De este modo, no cabe duda de que conocer la verdad y vivir la belleza es formar parte del mundo. Desgraciadamente, este universo armónico se cae en pedazos con la crítica del conocimiento del siglo xvii: los excesos cartesianos acaban conduciendo a la filosofía a convertirse en un perpetuo interrogante sobre las condiciones de validez del conocimiento. La «verdad» se somete a crítica y acaba reducida a una reflexión sobre proposiciones, olvidando la realidad a la que corresponden esas proposiciones, y la belleza se relega a un ámbito estrictamente subjetivo: no se puede hacer corresponder más que con un estado del sujeto. No hay nada fuera del sujeto mismo con lo que corresponda. Así pues, si la ciencia se dedica a la verdad, deberá centrarse en proposiciones y el arte deberá reducir sus pretensiones a la generación de estados subjetivos. Pero justamente antes de esta quiebra nadie dudaba de que el origen de nuestro conocimiento, de cualquier tipo, era sensible, es decir, estético, en el sentido de Baumgarten. Es más, el conocimiento sistemático, el más formal y aparentemente alejado de lo sensible, si lo escudriñamos con detalle, acaba siendo una metáfora bien elaborada de algo sensible. Baumgarten, como hijo del racionalismo, quiso explorar las regiones que el cartesianismo había dejado fuera. Es evidente que tan nuestras son las ideas claras y distintas como las oscuras y confusas. Que no seamos capaces de dar razón de lo bello (que por aquel entonces era claramente el objeto del arte), por ejemplo, no significa que no exista. La certeza cartesiana dejaba fuera de sí tantos territorios, en su afán de procurarse una seguridad inalcanzable, que el refugio de la belleza, el arte, era un territorio de la pura subjetividad sobre el que el cartesianismo no tiene nada que decir. De este modo, se lo entrega a las fieras: cada quien puede despedazarlo según lo encuentre. Así, el siglo xviii, llamado el siglo del gusto, acaba convencido, a pesar de la cantidad de tratados al respecto, de que de gustibus non est disputandum, precisamente porque por

mucho que se dispute, no hay bases racionales para llegar a un acuerdo o a establecer cualquier jerarquía al respecto. Aquí es donde se inserta la magna empresa kantiana de la Crítica del juicio: analizados el conocimiento teórico y el práctico, dividida la persona en dos mundos, legal aquel, libre este, ¿cómo unificar al ser humano de nuevo? Mediante los juicios de gusto. No hay duda de que dos momentos fundamentales en la historia de la reflexión estética (aunque ninguno de ellos sea expresamente «estético» en su origen) son el juicio reflexionante kantiano y la phrónesis aristotélica. En el ámbito de la virtud aristotélica hay un particular que hay que analizar, como tal particular, aplicando principios generales que nunca dan cuenta total del particular, de modo que siempre hay un ámbito irrenunciable de decisionismo, por eso el prudente es el que ha acumulado experiencias y hecho muchas elecciones, el verdadero experto. De esta idea aristotélica participa Hume en su ensayo «El estoico», donde afirma: «si hemos de cometer frecuente o inevitablemente errores, registremos estos errores y preguntémonos por sus remedios. Cuando determinemos todas nuestras reglas de conducta sobre la base de ellos seremos filósofos. Cuando hayamos conseguido aplicar estas reglas, seremos sabios»5. La determinación de la regla es tarea del filósofo, y su aplicación, del sabio. Para Hume, el arte y la filosofía «mejoran lentamente el carácter y nos señalan las disposiciones que debemos conseguir a través de una inclinación de la mente continua y el hábito repetido»6. Ciertamente, hay aquí una serie de experiencias acumuladas que generan una regla, un habitus en el sentido escolástico, que se convierte en una segunda naturaleza (idea en la que tanto insiste Joseph Margolis en su artículo publicado en este volumen). Pero Kant da un paso más y niega la posibilidad de cerrar este proceso por medio de reglas definitivas. En el juicio reflexionante kantiano, el particular trata de ser puesto bajo el universal, pero no se hace, porque no se logra culminar el proceso. El libre juego de la imaginación y el entendimiento 5 David Hume (2008), «El estoico», en Ensayos morales y literarios, Madrid: Tecnos, p. 183. 6 Ídem, p. 206.

(base del juicio de gusto) es puramente un juego exploratorio que no acaba en concepto. El placer de ese juego que no se acaba es estético. Independientemente de que se acepte todo el armazón trascendental kantiano o no7, la tesis de Kant incide en el elemento indisociable de belleza y placer, que no se cierra al ámbito artístico, sino que, en cierto modo, cabe decir que cualquier otra actividad que dé origen a este placer (que no se cierre en el puro concepto) es estética, es decir, en el momento en que la legalidad y la libertad, los dos elementos más opuestos que conforman nuestras facultades cognoscitivas, ruedan libremente, estamos ante una realidad estética. Por supuesto que Kant habla a este respecto del placer que produce el arte y la contemplación de la naturaleza, pero se limita a estos ámbitos precisamente porque su mundo científico era puramente conceptual, acabado y cerrado, definitivo como las leyes de Newton, dadas semel pro semper. El juego contemporáneo de la ciencia, sin embargo, en la que parece que se ha establecido como dogma la apertura conceptual, la debilidad de la objetividad, el acuerdo (que ya no reflejo, en términos de Rorty) que vale para hoy pero quién sabe qué será mañana, es eminentemente estético en el sentido kantiano. El concepto cerrado, en el mejor de los casos, queda del lado de la Crítica de la Razón Pura, que es donde se sitúa, por ejemplo, el neopositivismo, el movimiento antiestético en ciencia por definición. Lenguajes científicamente 7 Las críticas de Joseph Margolis a Kant son dignas de mención: «Kant es la figura de Jano del m un­ do eurocéntrico. Es el último guardián de la sabiduría prekantiana más antigua, que se atreve a recobrar reinventándola: el impulso de la invariancia, la universalidad, la necesidad sustantiva, el cierre conceptual sistemático del mundo, la coherente orquestación de las facultades constitutivas separadas del conoci­ miento y el juicio, la primacía de la razón, la más profunda sospecha de lo contingente y lo accidental en la historia humana, la fijeza y claridad de todas las categorías y predicados del análisis que determinan la verdad, la ciencia de la ciencia, la objetividad de lo subjetivo, la disyunción y la unificación de lo teórico y lo práctico. Todo esto se ha probado completamente retrógrado, una vez que hemos descubierto la evi­ tación instintiva de Kant de la historicidad y del flujo generativo de la vida cultural: el lecho de roca [...] de la condición humana misma». Joseph Margolis (2009), The arts and the definition ofth e human, Toward a Philosophical Anthropology, Stanford: Stanford University Press, p. 154. Y respecto a la estética, Margolis no puede ser más taxativo: «La contribución de Kant a la estética es, así de simple, un desastre y hay que eliminarla por completo». Joseph Margolis (2009), On Aesthetics. An UnforgivingIntroduction, Belmont, CA.: Wadsworth, p. 14.

perfectos, conceptografía, etcétera, no son más que la cara patente de un proceso condenado al fracaso, porque, en el fondo, todo constructo científico es, en último término, un constructo estético o, por decirlo en términos de Joseph Margolis, Intencional (con I mayúscula). De este modo, asistimos a un proceso de estetización de la vida, no en el sentido de embellecimiento de la existencia (que parece que no se da contemporáneamente, ni desde hace ya unos cuantos años, como critica Dewey en su obra El arte como experiencia, donde rechaza la concepción museística del arte, que limita el arte —y lo bello— a instituciones, tiempos y lugares extracotidianos), sino que todas las disciplinas humanas se declaran, por principio, provisionales, como provisional es el juicio de gusto kantiano, si bien con su aspiración a la universalidad (subjetiva) y la necesidad. ¿Qué si no es esta apelación postmoderna, rortyana, al fin de la objetividad? Se trata de una apelación al kantismo de la experiencia estética, que es, en buena medida, el tomismo de la constitución escatológica: en la visión beatífica, Dios será conocido sin ningún concepto creado, solo en su misma esencia8. Los mediadores duros (los conceptos modernos) ya han pasado. Y es que, en realidad, nunca hicieron falta, salvo como mediadores, nunca como la realidad a la que prestar atención. Permítaseme insistir en este aspecto. Tomás de Aquino afirmaba que el primer hombre no gozaba de visión beatífica, sino que conocía a Dios a través de lo sensible9 y tenía conocimiento de todas las cosas gracias a las especies infundidas por Dios10. La idea de que las especies de las cosas están en Adán infundidas por Dios, fuente única del ser, es un modo teórico de solucionar una de las cuestiones más espinosas de la filosofía, a saber, la de vincular al hombre con el mundo, es decir, el Aquinate subraya la tesis, como posteriormente hará con fuerza Heidegger, de que no hay ruptura sujeto/ objeto, sino una continuidad entre el hombre y lo que le rodea, que tienen no 8 9 10

Tomás de Aquino, Summa Theol. I. q. 12, a. 2. Ídem, q. 94, a. 1. Ídem, q. 94, a. 3.

solo la misma fuente (lo que es difícil que pueda negar ninguna perspectiva filosófica) sino que están perfectamente adaptados uno a otro, como nos enseña la experiencia estética. Hume (como había hecho en otros términos Platón y hará, también de modo diferente, Kant) señalará de nuevo esta relación entre arte y naturaleza: sin inspiración (influencia de la naturaleza) o «entusiasmo natural» el arte no puede lograr nada que merezca la pena11. En este sentido, la interrelación entre el arte y la naturaleza es la clave de toda creación artística, que anula las fronteras establecidas por Descartes entre la res cogitans y la res extensa, y que, no obstante, por razones elementales en el sistema cartesiano, permanecen perfectamente incomunicadas. De ahí que el cartesianismo fuese (y sea) totalmente ciego para la experiencia estética, que no es más que el territorio de todo lo opuesto a lo claro y distinto. 2. A rte, ciencia y conocimiento

Llegados a este punto, y ya que el xviii, además de ser el siglo del gusto, fue el siglo de las condiciones de posibilidad del conocimiento, veamos cómo se enfoca esta cuestión a la altura del siglo xxi, en el ámbito de la ciencia y el arte. Y nos referimos a este aspecto porque en él se juega mucho. Como señala Rorty: «no merecería la pena luchar por la palabra conocimiento de no ser por la tradición kantiana de que ser un filósofo es tener una ‘teoría del conocimiento’, y la tradición platónica de que una acción que no se basa en el conocimiento de la verdad de las proposiciones es ‘irracional’»12. Por tanto, parece que la filosofía tiene que decir algo acerca del conocimiento en la ciencia y en el arte, cuestión debatida desde el origen del pensamiento hasta hoy mismo. Efectivamente, en esa división tradicional entre arte y ciencia se suponía que de la ciencia se aprendía, mientras que del arte se gozaba (nótese las 11 David Hume (2008), «El epicúreo», en Ensayos morales y literarios, Madrid: Tecnos, pp. 171-172. 12 Richard Rorty (2009), Philosophy and theM irror o f Nature, Princeton and Oxford: Princeton University Press, p. 356.

reminiscencias kantianas). Mas contemporáneamente se ha vuelto a plantear una cierta difuminación de fronteras a este respecto, en el sentido de una recuperación del carácter integral de la experiencia humana, como ha hecho el pragmatismo, al que me referiré más adelante. Sin duda, y aunque en ningún caso pueda considerarse una condición necesaria del arte, puede decirse que, en general, de las artes puede aprenderse. Probablemente aprendemos algo hasta de las formas más abstractas de música. Seguramente, con la audición de fugas no solo desarrollamos ciertas capacidades matemáticas, sino que nuestra comprensión intuitiva del mundo puede expandirse y transformarse13. Ahora bien, no debe darse de modo ilícito el paso en la otra dirección, es decir, suponer que dado que las artes proporcionan conocimiento, ellas, sin más, se reducen a una pura reflexión, especialmente en la medida en que eso implique la renuncia a la dimensión estética. No es tampoco condición necesaria ni suficiente del arte «reflexionar sobre», como parece ser la tarea de muchos artistas contemporáneos que, en sus poéticas, nos cuentan que lo que han hecho es una reflexión sobre esto o aquello. Han asumido, tarde y a destiempo, el modo aristotélico del ideal de la vida humana como contemplación o el ideal cartesiano-kantiano del conocimiento como modo superior único de ser humano. El arte, vinculado con la belleza, seguro que ofrece verdad, pero no tiene por qué obligar a la «reflexión» (que habitualmente suele ser trivial). Benjamin Tilghman se muestra crítico frente a esta actitud, que ejemplifica en Frank Stella, para quien el tema clave es el arte por el arte o, mejor aún, el espacio por el espacio. Tilghman defiende que, históricamente, lo que ha hecho importante al espacio para los artistas es que lo que hay en él y sobre todo la figura humana: «Sin duda, algunos artistas han explorado el espacio por sí mismo, pero me parece que el intento original de la investigación del espacio fue proporcionar un lugar para que la gente interactuase entre sí y eso es lo que da lugar a la 13

Douglas R. Hofstadter (2007), Godel, Escher, Bach: un eterno y grácil bucle, Barcelona: Tusquets.

preocupación artística por el espacio. Hasta el punto de que los artistas han olvidado ese intento original podemos tener una razón para decir que han perdido el rumbo. Imaginemos un futuro en el que hay gente que cultiva la habilidad de golpear un balón para meterlo en la meta; son muy buenos en ello y pueden meter la pelota en la red desde todas las distancias y todos los ángulos y contra cualquier número de obstáculos, pero han perdido de vista el hecho de que esta habilidad se cultivó una vez como parte de un juego y que era el juego el que daba sentido y razón a la habilidad. La práctica en la que tal habilidad figuraba ha desaparecido, los postes y la red ya no constituyen una meta y uno lanza la pelota entre los palos ‘porque sí’»14.

De este modo, no tiene sentido despojar a las entidades abstractas y teóricas de sus referentes y cultivarlas por sí mismas, como si ese cultivo fuese fuente de algún tipo de saber esotérico, como creían los románticos, reservado a una elite. Tampoco se justifica, ni mucho menos, la reducción de lo artístico a lo transgresor. El arte más reciente cultiva una postura de transgresión, haciendo corresponder la fealdad de las cosas que retrata con su propia fealdad. La belleza es devaluada como algo demasiado dulce, demasiado escapista y demasiado lejano de las «realidades» como para merecer nuestra atención desengañada. Las cualidades que previamente denotaban el fracaso estético se citan ahora como señales de éxito, mientras que la búsqueda de la belleza a menudo se considera un retiro de la tarea real de la creación artística, que sería retar las ilusiones confortables y mostrar la vida «tal como es»15. Bernard Harrison, sostiene que la diferencia entre el lenguaje objetivo, científico y el lenguaje de los poetas, dramaturgos y novelistas no es que uno se comprometa con la realidad que hay, la realidad física, mientras que el otro no se comprometa con nada salvo humo y reflejos ideológicos. Más bien, frente a esta división artificiosa, cabe sostener que ambos miran en direcciones 14 Benjamin Tilghman (2006), Reflection on Aesthetic Judgment and Other Essays, Ashgate: Aldershot, p. 59. 15Roger Scruton (2009), Beauty, Oxford: Oxford University Press, p. 168.

diferentes. El discurso que Harrison llama objetivo, y con él lo que llamamos conocimiento de hechos naturales, se fundaría sobre un conjunto de prácticas expresamente diseñadas para minimizar las diferencias en la explicación del mundo dada por observadores heterogéneos, partiendo de los diversos puntos de vista, perspectiva y personalidad de cada uno. Así pues, la objetividad sería la máxima supresión de diferencias, de modo especial las diferencias que se dan en el vehículo de transmisión de la explicación de ese mundo. Las artes, por su parte, tratarían de fijarse lo más posible en el medio. El discurso literario, en particular, vuelve el lenguaje sobre sí mismo y lo usa no para iluminar el mundo no humano, físico, sino para iluminar sus propias prácticas fundantes y así descubrir los mundos humanos que tales prácticas originan y constituyen. Lo que la literatura puede hacer, y se le resiste al discurso «objetivo», es mostrarnos qué se siente al habitar un Lebenswelt constituido por un conjunto no familiar de prácticas, y mostrárnoslo al permitir realmente al lector convertirse, de modo temporal, en un habitante (en lo que es sin duda un sentido vagamente heideggeriano de «habitante») de ese Lebenswelt46. En este sentido, el arte se constituye en un vehículo privilegiado para mediar entre las culturas, tal como propone el pragmatismo de Dewey. Esto, sin más, excluye de nuestro discurso la posibilidad de lo que, postmodernamente, se ha llamado «la falacia referencial», es decir, la tesis de que la literatura no se refiere en absoluto a la realidad, sino, en el mejor de los casos, a otra literatura, y que avanza un concepto de intertextualidad según el cual ha de entenderse una obra literaria, en la medida en que la referencialidad facilita la comprensión, solo en términos de otras obras a las que una obra dada se refiere, de modo que nadie equipado para la interpretación con una cultura literaria menor que la del escritor de un obra puede estar cierto de haber comprendido la obra en absoluto. Esta idea de la falacia no es sino la idea cartesiana de la mente como espejo (la literatura como ámbito que solo se refiere a sí misma, a sus mecanismos) y que niega que exista 16 Bernard Harrison, «Aharon Appelfeld and the problem of Holocaust Fiction», en J. Gibson, W Huemer and L. Pocci (eds.) (2007), A sense o f the world. Essays onfiction, narrative and knowledge, New York & London: Routledge, pp. 72-74.

nada fuera de sí misma, precisamente al establecer esa drástica separación sujeto (literatura)/objeto. La teoría medieval del hombre en el mundo, asumiendo las especies, aplicada a la literatura, es infinitamente más satisfactoria, útil y veraz. Es importante esta idea, la mediación, que no consiste en acabar con las diferencias (lenguajes «científicos», perfectos, asépticos, objetivos), sino en establecer una «mediación» entre ellas, tal como Gadamer conceptúa esta realidad. Se trata, en términos hermenéuticos, de «negociar», de «dialogar», de poner en relación el texto y el lector, la obra y el receptor de la misma, las prioridades, los intereses y las situaciones de ambos. Las obras de arte, en cuanto tales, suelen constituirse en puentes de transición entre culturas, religiones, etcétera, en la medida en que encarnan cierto Geist que es asequible para todo aquel que haya adquirido una mínima competencia, la suficiente para comprender lo que la obra representa (entendiendo representación en el sentido más amplio posible). Ahora bien, ¿no es esto también a lo que propende la ciencia? Las teorías científicas son modelos, como son las obras de arte. Estas, al igual que la filosofía o la religión, tienen en sí siempre una propuesta de sentido, una oferta de cómo vivir humanamente (o inhumanamente en ciertos casos). Quizá haya quedado atrás aquella caracterización de Thomas Nagel, para quien la ciencia aspira a lo que llama «la visión desde ninguna parte», la visión sub specie aeternitatis, casi podríamos decir, a la que habría que contraponer el arte como la representación del mundo desde un punto de vista máximamente subjetivo. Es cierto que en nuestro habitar cotidiano solemos estar sumergidos, al menos hasta cierto punto, en un mundo o una perspectiva objetivada, que se pretende descentralizada e impersonalizada, de modo que no experimentamos nuestro mundo cotidiano desde un punto de vista plenamente subjetivo, sino como un se, en el sentido heideggeriano, en el que se incluyen las categorías del «sentido común», de lo cotidiano, de lo «políticamente correcto», los prejuicios culturales, etcétera, que parecen dar lugar a una suerte de objetividad en la cual se insertan las experiencias subjetivas que en ningún caso son ya propiamente subjetivas, sino máximamente ajenas al sujeto que las experimenta. Esto es lo que lleva a Alex Blurri a sostener que la investigación artística en la naturaleza

subjetiva de la experiencia podría equilibrar la investigación científica en la naturaleza objetiva de lo real17. Ahora bien, esto, desde mi punto de vista, supone convertir la experiencia en algo irreal, una especie de artificio que nos posibilita ver ficciones en el arte, mientras que parece más sensato defender, desde una posición fenomenológica, que la misma obra de arte y la experiencia de ella son tan reales como la ciencia o lo «realmente objetivo» que se supone que es su objeto. No hay ninguna razón «objetiva» que nos obligue a establecer límites entre las distintas instancias del hacer humano. La cultura (en la forma de ciencia o arte) está siempre encarnada en un momento histórico. Y no hay más verdad en una que en otra. Simplemente hay verdad en ambas y una verdad intersubjetivamente comunicable. Joseph Margolis establece la tesis de que las obras de arte poseen propiedades Intencionales, mientras que los objetos físicos no. Así pues, la interpretación se dirige a «significados» y estructuras «significativas» y tales estructuras no se comportan del mismo modo (lógicamente) que las propiedades físicas. Y aunque no sean determinadas son lo suficientemente determinables para estar abiertas a su propia confirmación objetiva18. Por ejemplo, las pinturas son artefactos que poseen estructuras Intencionales (con I mayúscula), lo que significa que sus propiedades significativas, expresivas y representacionales son formadas culturalmente y son culturalmente legibles —y no en cualquier sentido habitual meramente psicológico o mentalista19— . De este modo, la habilidad adquirida para oír y comprender el habla verdadera es el mismo paradigma de la fenomenología de la vida cultural y el arte. Aprendemos a ver el mundo, del que hablamos espontáneamente, de modos penetrados por distinciones lingüísticas y una experiencia aculturada. Una pintura no es un óleo pintado. Es, como el habla inteligible, el artefacto significativo 17 Alex Burri, «Art and the view from nowhere», en J. Gibson, W Huemer and L. Pocci (eds.) (2007), A sense o f the world. Essays on fiction, narrative and knowledge, New York & London: Routledge, pp. 72-74 y p. 316. 18 Joseph Margolis (2009), The arts and the definition o f the human, Toward a PhilosophicalAnthropology, Stanford: Stanford University Press, p. 84. 19 Ídem, p. 44.

transformado espontáneamente que ahora presenta (a los que han aprendido a ver) un mundo perceptible y perceptualmente imaginable que responde a nuestro entrenamiento y habilidades fenomenológicas normales20. «La percepción, pues, es paradigmáticamente fenomenológica, de segunda naturaleza, penetrada, cualificada Intencionalmente, con derecho a invocar ciertos recursos ampliadores de la imaginación [ .] historizada, constructivista respecto a afirmaciones objetivas, inescapablemente interpretativa»21. En este sentido, el fenomenalismo se enfrenta al reto: porque afirmar que una obra de arte despojada de sus atributos geistlich (significativos, semióticos, inculturados, Intencionales o historizados) no es más que un objeto físico sería un error (semejante a confundir un yo humano con un mero espécimen de la especie Homo sapiens)22. Todo esto nos parece algo «normal» hoy, pero lo es desde hace muy poco tiempo. Margolis se muestra muy crítico con Kant, con su búsqueda de categorías inmutables frente al flujo de la realidad. El error kantiano acerca de la verdad necesaria de la geometría euclidiana y de las asunciones newtonianas respecto al espacio y al tiempo confirma que las ciencias naturales están tan sujetas a la conjetura histórica como el gusto estético. La estética, la filosofía moral y la filosofía de la ciencia no pueden ser disciplinas autónomas, sino que surgen juntas en la evolución del pensamiento histórico y experimentan y comparten los mismos recursos y limitaciones cognitivos. La evidencia filosófica que nos obliga a tratar el pensamiento en su forma paradigmáticamente lingüística como un artefacto de la vida cultural misma, inherentemente evolutivo, y diversamente incrustado, derrota al trascendentalismo kantiano y expone la total imposibilidad de la explicación kantiana de lo estético23. Frente a la identificación aristotélica del arte como un proceso que se da «en» la naturaleza, Margolis insiste en el logro hegeliano que 20 21 152. 22 23

Ibídem, pp. 104-105. Joseph Margolis (2009), On Aesthetics. An UnforgivingIntroduction, Belmont, CA.: Wadsworth, p. Ídem, p. 79. Ibídem, pp. 34-35.

supone distinguir un orden de realidad (el de la historia y la cultura humana) que no es analizable correctamente en términos de la naturaleza material, aunque no pueda existir aparte de lo que exista en la naturaleza. Frente al reduccionismo de la filosofía contemporánea, especialmente de la estética analítica, Margolis refiere esta idea de una segunda naturaleza24. Para Margolis, la lección más importante que hay que sacar de la filosofía del fin del siglo xviii y principios del xix: «quizás, entonces, la lección más importante de toda la moderna filosofía ‘moderna’ es esta: que el universalismo en todo sector de la investigación está siendo sistemáticamente reemplazado, y debe serlo, por un riguroso historicismo. Tanto el universalismo como el historicismo son opciones constructivistas: una que busca el cierre y la necesidad, y la otra opuesta a cualquier cosa de ese tipo»25. Y eso le lleva a afirmar lo siguiente: «El mejor Kant es un Kant releído en términos de la corrección hegeliana del Kant original: un Kant despojado de pretensiones trascendentalistas, pero no de cuestiones trascendentales, un Kant cuyo apriorismo ha sido interpretado en términos a posteriori, un Kant que admite que no hay un cierre conocido de las condiciones categoriales del conocimiento de ningún tipo y ningún argumento para demostrar que debe haber un cierre, un Kant que comprende que el vínculo entre los poderes finitos de la ‘experiencia’ y los poderes infinitos de la ‘razón’ yace en el final de carácter abierto de la historia y su interpretación»26.

Si establecemos una comparación entre Kant y Hegel, hay que defender que para uno no tiene sentido tratar los predicados (que son, lógicamente, 24 Ibídem, p. 38. 25 Joseph Margolis (2009), The arts and the definition o f the human, Toward a PhilosophicalAnthropology, Stanford: Stanford University Press, p. 159. 26 Joseph Margolis (2009), On Aesthetics. An UnforgivingIntroduction, Belmont, CA.: Wadsworth, p. 55.

generales en su aplicación) como con un significado determinado aparte de una serie de particulares reales que lo ejemplifican y, como corolario, que el significado que pueda imputarse a un predicado dado sea alterado, cualificado, afectado por la serie cambiante de las ejemplificaciones que reconocemos. El otro afirma que el mundo cultural (incluyendo la vida mental de los humanos: sus lenguajes, artes, acciones deliberadas y modos de producción) es un mundo que evoluciona históricamente y de modos historizados, emerge del mundo físico y biológico, está indisolublemente encarnado en el mundo natural y no puede ser descrito o explicado por medio de ningún vocabulario restringido solo al mundo material; de aquí que la descripción y explicación desnuda de la naturaleza son ellas mismas artefactos de la historia del mundo cultural27. 3. Artes en las que habitar

Las obras de arte narrativo, que nos cuentan cómo es ser humano (aunque sea a través de la pintura o las vidrieras), nos ofrecen modelos de vida. Pero no creo que sea muy descabellado afirmar que las artes en general (música incluida) nos ofrecen mundos en los que habitar. Mundos, en términos heideggerianos, que son abiertos precisamente por esas obras de arte. John Gibson deja entrever esto al afirmar que «El reconocimiento requiere precisamente lo que la literatura está en posición de darle: la narrativa, una historia de la actividad hum ana, porque a través de esto Otelo puede proporcionar el conocimiento que llevamos al texto con la completitud de comprensión que señala a una mente que está en la total posesión de su conocimiento... En él vemos “el mundo hecho carne”. La suya es solo una carne ficcional [...]. Al traerlo a la vista, Otelo no solo nos devuelve reflejado nuestro mundo de la misma forma en la que presupone que nos es familiar. Otelo nos devuelve este conocimiento 27

Ídem, p. 78.

de modo encarnado, como ubicado en el escenario concreto de la práctica cultural y el comportamiento humano»28.

Las historias no solo tratan con el conocimiento de nuestro pasado. Nos dan modelos para conocer, para ser humanos en nuestro mundo actual: son modelos para especular y elaborar, modelos para modos posibles, extraordinarios u ordinarios, de vivir nuestras vidas. Para W. Huemer, el valor cognitivo de la literatura está en su capacidad para enseñarnos a hacer cosas: nos permite hacer más movimientos en el juego de lenguaje. La cuestión es por qué son estas habilidades cognitivamente relevantes. Al enseñarnos cómo hacer cosas con palabras, la literatura nos enseña una forma especial de conocimiento: no añade a la lista de proposiciones que ya sabemos, sino que ofrece una forma de conocimiento no proposicional. Engrandece el espacio lógico en el que nos movemos. Por supuesto, para esto hay que distinguir entre comunicar conocimiento proposicional y adquirir conocimiento proposicional. La literatura no comunica información sobre la realidad, sino que nos pone en una posición que nos permite conseguir conocimiento proposicional al sacar inferencias que no podríamos o no hubiésemos obtenido de otra manera29. En este sentido, la posición del arte como realidad y como modo de acceso a la misma es privilegiada, en la medida en que abre mundos que captamos como propios o si, como ajenos, como susceptibles de ser comprendidos, al menos desde una fenomenología de la comprensión. Lo dice bien Frank B. Farrel: la literatura nos permite expandir nuestra propia esfera de experiencia por medio del inhabitar la fenomenología de otros30, y ello lo hace desarrollando y potenciando los rasgos específicamente literarios: cuestiones de estilo, el modo preciso en el que las palabras se ordenan en una secuencia, la música sutil, el 28 John Gibson (2003), «Between Truth and Triviality», en British Journal ofAesthetics, 43, pp. 235-236. 29 Wolfgang Huemer, «W hy read literature?», en J. Gibson, W Huemer and L. Pocci (eds.) (2007), A sense o f the world. Essays onficion, narrative and knowledge, New York & London: Routledge, pp. 242-243. 30 Frank B. Farrell, «The way light at the edge of a beach in autumn is learned: literature as learning», en J. Gibson, W Huemer and L. Pocci (eds.) (2007), A sense o f the world. Essays on fiction, narrative and knowledge, New York & London: Routledge, p. 256.

ritmo y el modo de la línea de la prosa, el poder y la precisión de las imágenes visuales y las metáforas, la inmediatez y la presencia de la experiencia de hechos neutrales de escenario más interesantes y apetitosos... Todo ello contribuye a resaltar lo estético de la literatura, lo más específico de la misma, en la que lo que cuenta, recordemos, es tanto la referencia como el modo de darse esta. Si esto está claro en las artes narrativas del tipo que sean, ¿qué sucede con las que no comparten este modelo? ¿Qué sucede, por ejemplo, con la música que, en el mejor de los casos puede «representar» sentimientos? Un ejemplo de la defensa de la música a este respecto es el que elabora Susan K. Langer, quien sostiene que la música es un sistema de símbolos que no trasmite directamente ni referencia (por ejemplo, el rumor de las olas) ni sentimientos (la sensación de felicidad del compositor). En su opinión, la música son las «formas de los sentimientos», es decir, las tensiones, ambigüedades, contrastes y conflictos que afectan a nuestra vida sensible pero que no se prestan a ser descritos con palabras o fórmulas lógicas. En Philosophy in New Key, dice: «El verdadero poder de la música radica en el hecho de que puede ser ‘fiel’ a la vida de los sentimientos de un modo en que el lenguaje no puede serlo, pues sus formas significantes poseen esa ambivalencia de contenido que no pueden tener las palabras [...]. La música es reveladora allí donde las palabras son oscuras, porque puede tener no solo un contenido, sino un juego transitorio de contenidos. Puede articular sentimientos sin atarse a ellos [...]. La atribución de significados es un juego cambiante, caleidoscópico, probablemente debajo del umbral de la conciencia y sin duda fuera de los límites del pensamiento discursivo. La imaginación que responde a la música es personal, asociativa y lógica, teñida de afecto, de ritmo corporal y de ensueño, pero comprometida con un caudal de formulaciones para su caudal de conocimiento no verbal, o sea todo su conocimiento de la experiencia emocional y orgánica, del impulso vital, el equilibrio, el conflicto, los modos de vivir y morir y sentir. Dado que ninguna atribución de significado es convencional, ninguna es permanente

más allá del sonido que pasa; pero la breve asociación fue un destello de comprensión. Su efecto perdurable es, como el primer efecto del habla sobre el desarrollo de la mente, el de hacer que las cosas resulten creíbles, más que el de acumular proposiciones»31.

Tomando la música como prototipo de las artes, Langer planteó que este conocimiento de la vida sensible constituye el perpetuo atractivo de los símbolos artísticos; aquí se encuentran los motivos por los que valoramos esas expresiones y obras que para el empirista lógico carecen de significado. En este contexto es como se entiende la célebre afirmación de Isadora Duncan: «Si pudiera decirlo, no tendría que danzarlo». Así pues, parece que no acabamos de solucionar las aporías y que distinguimos claramente los territorios de ciencia y arte desde sus objetivos o metas. Desde su lenguaje, Franz Koppe distingue entre el modo de hablar afirmativo del lenguaje cotidiano o del lenguaje científico, y el discurso articulador de necesidades, que él llama endético. Si en aquel se trata de la afirmación de hechos y situaciones, es decir, de la verdad, en este se trata de la expresión de necesidades que han de ser veraces, en el sentido de su autenticidad32. Su tesis central es que el arte es aquella forma en la que pueden expresarse estas necesidades, que de otro modo no serían formulables, pues la potencia endética de comunicación del lenguaje corriente ante situaciones concretas de necesidad es insuficiente. El arte, así viene a llenar un hueco dejado por una religión que ha devenido irrelevante como una nueva forma positiva de representarse una satisfacción de la necesidad de un sentido de la vida y de expresarla de modo inconfundible. De hecho, Santayana insiste en la relación entre lo religioso y la belleza (verdad) del arte: «Aun el conocimiento de la verdad, que la mayoría de los teólogos austeros convierten en esencia de la visión beatífica, es un deleite estético; en efecto, cuando la verdad deja de tener una utilidad práctica, se convierte en un paisaje. El deleite que 31 Susanne K. Langer (1971), Philosophy in a New Key, Cambridge, Mass., London: Harvard Univer­ sity Press, pp. 206-207. 32 Franz Koppe (1983), GrundbegriffederÁsthetik, Frankfurt am Main: Suhrkamp.

proporciona es imaginativo y su valor estético»33. Y esto es porque «los valores intelectuales son utilitarios en su origen, pero estéticos por su forma, puesto que las ventajas del conocer se pierden de vista muchas veces, y las ideas son celebradas por sí mismas»34. Un mapa no ha sido concebido como objeto estético, sino expresivo, pero puede hacer que en él se objetive nuestro placer, con lo que se vuelve bello. «Todo valor intelectual puede transformarse en valor estético, una vez que se ha pedido su ilación y queda pendiente alrededor del objeto como una vaga sensación de dignidad y significado»35. Roger Scruton sostiene que el arte responde al acertijo de la existencia: nos dice por qué existimos imbuyendo nuestras de un sentido de captación. En la más alta forma de belleza la vida se convierte en su propia justificación, redimida de su contingencia por la lógica que conecta el fin de las cosas con su principio. «La forma suprema de belleza, tal como es ejemplificada en aquellos logros artísticos supremos, es uno de los dones más grandes de la vida. Es el verdadero fundamento del valor del arte, porque es lo que el arte y solo el arte, puede dar»36. La experiencia estética, para Scruton, como para Kant, revela el sentido del mundo para nosotros como seres humanos, un sentido del que la ciencia no puede hablar y del que las explicaciones científicas prescinden deliberadamente. Nuestra necesidad de belleza es algo que surge de nuestra condición metafísica, como individuos libres. Podemos errar por el mundo alienados, resentidos, llenos de sospecha y desconfianza. O podemos encontrar nuestro hogar aquí, en armonía con los otros y con nosotros mismos. La experiencia de la belleza nos guía a través de este segundo sendero: nos dice que estamos en casa en el mundo37. Y si esto es cierto, cabe pensar, no obstante, que los aspectos estéticos presentes en la ciencia, también contribuyen a la propuesta de sentido.

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George Santayana (1969), E l sentido de la belleza, Buenos Aires. Losada, p. 35. Ídem, p. 191. Ibídem, p. 209. Roger Scruton (2009), Beauty, Oxford: Oxford University Press, p. 128. Ídem, p. 174.

Desde el Timeo de Platón se nos recuerda que los objetos matemáticos son bellos. Buena parte de los científicos, desde la revolución científica en adelante, han buscado incesantemente la armonía, la elegancia y, en fin, la belleza, en sus ecuaciones. Célebre es el dicho de G. H. Hardy, para quien «los patrones del matemático, como los del pintor o los del poeta, deben ser bellos; las ideas, como los colores o las palabras, deben encajar de un modo armonioso. La belleza es la primera prueba: no hay un lugar permanente en el mundo para las matemáticas feas»38. De modo semejante se manifiestan Henri Poincaré y Bertrand Russell. Muchos otros, como P. Davies y R. Hersh afirman que las consideraciones estéticas son algo fundamental en el trabajo matemático39. En caso de duda, la belleza puede ayudar a decidir sobre la importancia de un cierto resultado (Poincaré40), pues es posible defender la objetividad de la belleza, tal como hace Gian Carlo Rota41, que rechaza la visión subjetiva de la belleza al mencionar la capacidad de los matemáticos para ponerse sustancialmente de acuerdo en lo que se consideran matemáticas bellas. En el hacer matemático vemos que lo estético también se muestra de modo significativo en el proceso de investigación, previo a las evaluaciones finales, cuando el matemático selecciona, explora y da vueltas a un problema42. Asimismo, los matemáticos describen el placer que sienten en los momentos de descubrimiento, cuando siguen una línea de investigación o cuando llegan a nuevas comprensiones matemáticas, lo cual atestigua la cualidad estética de sus experiencias matemáticas. Así, por ejemplo, Arrow afirma que «la matemática es ciertamente una fuente de placer 38 G. H. Hardy (1940), A M athematiciansApology, Cambridge: Cambridge University Press, p. 85. 39 Philip J. Davis, Reuben Hersh y Elena Anne Marchisotto (1981), The M athem atical Experience, Bos­ ton: Birkhauser, pp. 184-187. 40 H. Poincaré, «Mathematical creation», en J. Newman (ed.) (1956), The World o f Mathematics, New York: Simon and Schuster, vol. 4. 41 Gian-Carlo Rota, «The Phenomenology of Mathematical Beauty», en G-C. Rota (ed.) (1997), Indiscrete Thoughts, Boston: Birkhauser, pp. 121-123; y (1997), «The Phenomenology of Matematical Beauty», en Synthese, 111, pp. 171-182. 42 D. Hofstatder, «Discovery and dissection of a geometric gem», en J. King and D. Schattschneider (eds.) (1996), Geometry Turned On: Dynam ic Software in Learning, Teaching, and Research, Washington D. C.: MAA.

estético. Una y otra vez tenemos la sensación de simetría, de elegancia, de una unidad abstracta y generalizada de partes aparentemente dispares. Mis habilidades matemáticas y mi gusto por la abstracción me han llevado a enfatizar los aspectos estéticos de las matemáticas»43. Habitualmente, los matemáticos ponen el énfasis en la prueba como el objeto estético (poiesis estética), pero el ver nuevas relaciones, usar intuiciones y conjeturas, crear patrones también es una praxis estética. De modo semejante a los matemáticos, algunos científicos naturales, tales como Copérnico, Galileo, Newton, Poincaré, Dirac, Einstein, Heisenberg, Feynman, etcétera han hablado claramente respecto a la estética en su disciplina44. Algunos han sido explícitos acerca del hecho de que la belleza es la principal motivación para hacer ciencia, como es el caso de Poincaré, para quien «El científico no estudia la naturaleza porque sea útil hacerlo. La estudia porque obtiene placer de ello, y obtiene placer de ello porque es bella. Si la naturaleza no fuese bella, no merecería la pena conocer y la vida no merecería ser v iv id a . Me refiero a la belleza íntim a que viene del orden armonioso de sus partes y que puede captar una inteligencia pura»45.

El físico P. M. Dirac se fiaba de los criterios estéticos al evaluar las teorías: «es más importante tener belleza en las propias ecuaciones que el hecho de que encajen en los experimentos... Parece que si uno trabaja desde el punto de vista de lograr belleza en las propias ecuaciones, y si uno tiene una sólida intuición, 43 K. J. Arrows «I Know a Hawk from a Handsaw», en M. Szenberg (ed.) (1992), Eminent Economists, Cambridge: Cambridge University Press, p. 49. 44 Teoremas y pruebas reconocidos como bellos en las ciencias naturales pueden verse enJ. W McAllister (1996), Beauty and Revolution in Science, Ithaca: Cornell University Press; y en S. Chandrasekhar (1987), Truth and Beauty: Aesthetics and Motivations in Science, Chicago: Chicago University Press, pp. 59­ 73. 45 Citado por S. Chandrasekhar, 1987, p. 59.

está en una línea segura de progreso»46. Sin embargo, la verificación empírica es el árbitro final. Aun así, McAllister opina que la belleza puede tener precedencia sobre la verificación empírica: «los fundamentos de la teoría (de la relatividad general) son, creo, más fuertes de lo que uno podría conseguir simplemente a partir del apoyo de la evidencia experimental. Los fundamentos reales derivan de la gran belleza de la teoría. Es esencialmente la belleza de la teoría lo que siento que es la razón real para creer en ella»47. Sin embargo, de aquí no se sigue que se pueda seguir manteniendo una teoría bella si la evidencia la rechaza. ¿O sí? Si fuese así, resultaría que la belleza de una teoría estaría por encima, como criterio último de verdad, de la evidencia empírica, en la medida en que el ámbito empírico quizá no sea adecuado, en un determinado momento, para dar explicación de las anomalías teóricas. Si esto fuese así, la belleza sería criterio de verificación de una teoría, y quizá el criterio último y definitivo. Volveríamos a la consideración de la belleza como otro nombre para la verdad y, quizá, para la bondad y la unidad/simplicidad, vinculación vigente en el pensamiento durante siglos y denostada por los teóricos postmodernos. A diferencia de la ciencia y la filosofía, al menos en principio, en el arte el modo de presentación es tan importante como el contenido. Habitualmente, se puede expresar un argumento filosófico de modos diversos, haciendo uso de rodeos lingüísticos varios. Pero hay ocasiones en los que el argumento cuaja y, en cierto modo, se convierte, por qué no, en una obra de arte. Tal sucede en la ciencia pura, digámoslo una vez más, en la que las consideraciones estéticas tienen una importancia radical, mucho mayor de la que habitualmente se le reconoce. Richard Tarnas subraya que «lo que llamó la atención a estos decididos partidarios de la causa copernicana [Kepler, Galileo] no fue la utilidad de su precisión científica, sino, sobre todo, su superioridad estética. Sin el prejuicio intelectual creado por un juicio estético de definición neoplatónica, la Revolución Científica podría muy bien no haber tenido lugar, o al menos 46 47

Ídem. J. WMcAllister (1996), Beauty andRevolution in Science, Ithaca: Cornell University Press, p 16.

no de la manera en que ocurrió históricamente»48. Así pues, sin la raigambre neoplatónica de los pensadores de la revolución científica no habría habido tal, o al menos no cuando y como, de hecho, se dio. Nunca se subrayará lo bastante la importancia de la belleza en la evaluación de la verdad, lo que, de suyo, nos lleva de nuevo a la consideración trascendental (belleza y verdad: dos caras de lo mismo). 4. M etaxología y analogía: el territorio medial

Scruton considera que lo estético revela el sentido del mundo de modo semejante a como la teología natural (emparentada con el método científico) trató de hacer, pero fracasó. A través de la contemplación estética sentimos la finalidad e inteligibilidad de todo lo que nos rodea. Pero lo estético, más allá de lo pragmático, también está presente, muy presente, en la ciencia. Es más, la belleza ha llegado al mundo de la ciencia, no en el sentido de recuperar el componente estético del descubrimiento intelectual, lo cual es, sin duda, un elemento clave, como hemos visto, sino en el de la estetización de las investigaciones científicas. Las imágenes de Michael Davidson49, que usa luz polarizada o rayos ultravioleta, de las vitaminas, de los aminoácidos y las proteínas fluorescentes, de pesticidas, de la cerveza cristalizada, ¿son arte o ciencia? Algunas de las imágenes que nos encontramos en la Science Photo Library50 o en la web de National Geographic51, ¿no son arte simplemente por no estar hechas por un artista fotógrafo y sí por un fotógrafo científico? ¿Son entonces ciencia? ¿No serán ambas cosas al mismo tiempo, al modo como se suele considerar hoy tan habitualmente la obra de los tratadistas renacentistas y posteriores, a medio camino de arte y ciencia, o mejor, como unión — metaxy, analogía— de ambas disciplinas? 48 49 50 51

Richard Tarnas (2008), L a pasión de la mente occidental, Girona: Atalanta, p. 324. http://microscopy.fsu.edu www.sciencephoto.com www.nationalgeographic.com

Esta idea de establecer las continuidades más bien que las divisiones es subrayada por el pragmatismo. La corriente pragmatista en estética, arraigada en diversos autores, pero de modo especial en la obra de John Dewey El arte como experiencia, se caracteriza por el naturalismo (el arte se arraiga en el mundo natural) y se opone al carácter totalmente desinteresado del arte, en cuanto que el arte sirve a la vida. Eso lleva a algunos pragmatistas, como Emerson, a celebrar el arte sobre la ciencia, como la cumbre de la experiencia humana. Dewey, que aprecia enormemente la ciencia, considera que el arte es la culminación de la naturaleza. En su opinión, la cualidad que corre por todas partes en la obra de arte solo puede ser intuida emocionalmente. Los diferentes elementos y las cualidades específicas de una obra de arte se mezclan y funden de una manera que no puede ser imitada por las cosas físicas. Esta fusión es la presencia sentida de la misma unidad cualitativa en todas ellas52. Y, por ejemplo, mientras que la ciencia toma el espacio y el tiempo cualitativos y los reduce a relaciones que entran en ecuaciones, el arte les hace abundar en su propio sentido, como valores significativos de la sustancia misma de todas las cosas53. Por eso Dewey puede afirmar que la ciencia enuncia significados, mientras que el arte los expresa. Y la enunciación conduce a una experiencia, mas la expresión de una experiencia lo es ya54. Por eso, el pragmatismo establece más continuidades que dicotomías, especialmente la continuidad de arte y ciencia, dado que ambas disciplinas son creativas, simbólicas, expresiones bien formadas que emergen de la experiencia vital y la reestructuran y que exigen inteligencia, habilidad, conocimiento, además de entrenamiento para mejorar la experiencia. El pragmatismo es crítico con los dualismos que dominan la teoría estética (arte/vida, arte/naturaleza, bellas artes/artes prácticas, arte popular/arte culto, arte espacial/arte temporal, estético/práctico, artistas/ artesanos, etcétera). Emerson critica la compartimentalización institucional de la vida humana que produce monstruos fragmentarios en vez de personas 52 Cf. John Dewey (2008), El arte como experiencia, Barcelona: Paidós, p. 217. 53 Cf. Ídem, p. 233. 54 Cf. Ibídem, pp. 95-96.

completas. Tanto Emerson como Dewey explican el arte tanto por medio de la historia cultural como por medio de la naturaleza, mostrando que no solo el contenido, sino también el mismo concepto de arte, se han alterado con el cambio histórico. Por eso los pragmatistas son melioristas, es decir, no solo tratan de entender la realidad, sino de mejorarla, de ahí que el objetivo primero de la estética no debería ser la definición formal del arte y la belleza, sino más bien una experiencia estética mejorada (lo que la vincula, de nuevo, con los objetivos de la ciencia, al menos en teoría). Nelson Goodman desarrolla la idea de Dewey de la continuidad entre ciencia y arte. Rechazada la idea de «objetos estéticos autónomos», que se valoran solo por el placer de su forma, Goodman une arte y ciencia por su función cognitiva, de manera que la estética y la filosofía de la ciencia han de concebirse como parte de la metafísica y la epistemología. El valor estético queda subsumido bajo la excelencia cognitiva. Como Dewey (y Beardsley), Goodman subraya que lo que importa no es tanto qué es el objeto artístico material, sino cómo funciona en la experiencia dinámica, de ahí que cambie la pregunta de qué es el arte por la pregunta cuándo hay arte. También Gombrich plantea una cuestión semejante cuando habla del papel de la tradición y la convención, de la posibilidad de una observación «pura», que son cuestiones tanto del ámbito artístico como del científico. Inspirado en la pregunta de Constable («¿Por qué no puede la pintura de un paisaje ser considerada como una rama de la filosofía natural, de la que las pinturas no son sino experimentos?»), Gombrich considera este paralelismo. De hecho, cree que es La lógica del descubrimiento científico, de Popper, la que nos proporciona la clave para entender también los descubrimientos artísticos. Para Popper, las teorías científicas no surgen de la observación por sí sola y la inducción, dado que, salvo en el trasfondo proporcionado por alguna hipótesis, no se tendría idea de qué observaciones son relevantes o qué podrían mostrar. La ciencia, más bien, procede por el célebre proceso de «conjetura y refutación», en el que los científicos crean hipótesis que indican datos observables que, si se dan, servirían para falsar la hipótesis. Por ello, la ciencia es histórica, ya

que sin un contexto de teorías antecedentes que sucumban a la refutación, no habría nada que motivase el conjeturar nuevas hipótesis. Así, dado que la ciencia progresa por medio de la refutación de teorías anteriores, ninguna teoría puede pretender la verdad ya que si tiene contenido empírico real, tiene que estar abierta a la falsación. De modo semejante, para Gombrich la pintura avanza no tanto por que los artistas copien observaciones no guiadas de la naturaleza, sino a través de esquemas y correcciones. Primero se hace y luego se corrige a través de las fases de «esquema y corrección»55. Los esquemas que caracterizan el estilo de una época son corregidos cuando las pinturas que generan no llegan a «ajustarse» a aspectos de la experiencia que se han vuelto importantes que la gente capte. Así el arte, como la ciencia, es esencialmente histórico y del mismo modo que ninguna teoría científica puede pretender la verdad, tampoco lo puede hacer ningún género de pintura: porque nunca podemos excluir nuevas dimensiones de la experiencia que solo un artista de genio es capaz de revelar y de registrar. Por ejemplo, se necesita a Van Gogh para descubrir que se puede ver el mundo cómo un vórtice de líneas. Las representaciones artísticas se hacen sobre un trasfondo estilístico e histórico: las obras se crean en géneros y durante épocas estilísticas que condicionan qué se considera inventiva, audacia, timidez, elocuencia, banalidad, ingenio o vulgaridad en una obra de arte. Además del valor estético (relacionado con la experiencia), existe el valor artístico, el que una obra hace a la tradición, al género, etcétera, al que pertenece. Es decir, se relaciona fundamentalmente con la historia (y este valor no lo tiene, por ejemplo, la copia, la falsificación). Es más, incluso pueden establecerse paralelismos entre movimientos científicos y artísticos, como hace Richard Tarnas al comparar la búsqueda minimalista en el arte con el positivismo en su lucha por un arte sin expresión, objetivo, impersonal, sin interpretación, subjetividad ni significado56. 55 56

E. H. Gombrich (1979), A rtee ilusión, Barcelona: Gustavo Gili, pp. 88-91. Richard Tarnas (2008), L a pasión de la mente occidental, Girona: Atalanta, p. 494.

Ambas actividades, arte y ciencia, son aretéticas, es decir, proporcionan estados noéticos o intelectuales que son valiosos por sí mismos. Ahora bien, hay que distinguir los tipos de conocimiento de los que se hablar en ambos ámbitos, no vaya a ser que por un irenismo absurdo lleguemos a conclusiones en las que todo puede ser llamado indistintamente ciencia o arte. A este respecto, Roger Scruton afirma que el simbolismo musical no implica que sus símbolos estén por o representen algo en el mundo57. Scruton afirma que, por ejemplo, las secciones musicales en las que se representa el sonido del viento, de las cataratas, las tormentas, los cantos de pájaros, etcétera, no representan aspectos de la naturaleza. Además, si aceptamos que la música imita la naturaleza de alguna manera, no podemos decir que la música diga nada acerca de esos aspectos de la naturaleza. El simbolismo musical carece de predicación en el sentido deseado, y dado que no hay predicación, no puede haber satisfacción en el sentido tarskiano. Podemos analizar científicamente una obra musical en términos de patrones de onda, pero no es así como la escuchamos. La escuchamos en un «reino acusmático» en el que los sonidos tienen la lógica de un sentimiento percibido o imaginado. En suma, las nociones de verdad y falsedad no se aplican a la música. Por tanto, no hay verdad y falsedad en sentido tarskiano, lo cual no significa que no haya verdad en cualquier otro sentido. Abrimos así las puertas a una ontología en la que se subsumen ciencia, arte y toda actividad humana. Porque, de modo semejante a Gadamer, para quien la estética debía subsumirse en la hermenéutica, cabe decir que todas las actividades humanas en las que el hombre capta de cualquier manera su relación con el mundo que habita, deben subsumirse, de nuevo, en la ontología.

57

Roger Scruton (1983), The Aesthetic Understanding, Manchester: Carcanet Press, capítulo 7.

3.

Ci e n c i a

PERSPECTIVA MEDIEVAL

y

arte

como

h istó rica

DEL

un id a d

:

la

BESTIARIO

Ricardo Piñero Moral

Los bestiarios medievales ponen de manifiesto categorías de pensamiento muy distintas a las actuales y presentan una visión del mundo aparentemente bastante alejada de la que promueve la cultura científica contemporánea, pero su análisis puede arrojar mucha luz en el debate sobre el realismo y lo real en la ciencia moderna. Demasiado tiempo llevan los historiadores de la filosofía hablando, casi exclusivamente, de las gloriosas hazañas de los hombres. Aunque, para eso, decía Homero, había nacido la poesía1. La diferencia es que los filósofos se han especializado en las hazañas de la racionalidad, como si estas hubieran sido tan espectaculares como para ser cantadas a los cuatro vientos. Los progresos del hombre como especie, a veces, le deben más a la habilidad y a la sensorialidad que a la razón pura. Nuestro euro-enfoque filosófico tradicional bautizó a los seres humanos como animales racionales, y a partir de ahí la mayoría de los modelos o sistemas filosóficos hegemónicos han partido de esa premisa considerándola como el mejor criterio de demarcación para definir al hombre. La consecuencia de esa perspectiva ha sido la poca atención que, por lo general, se presta al conocimiento sensible, a la imaginación..., como si estos no fueran componentes esenciales, tal vez condiciones necesarias, para ser hombre. 1

Cf.

Homero, Odyssea, VIII, 73.

No cabe duda que las vías de acceso para recuperar, desde una perspectiva filosófica, esos aspectos de la condición humana pueden ser varias: la ética, la psicología, la religión... La que nos proponemos recorrer en esta ocasión es, por naturaleza, un híbrido, algo que revela la condición multiforme de lo humano. Un híbrido entre filosofía y teología, entre pensamiento racional y creencia, entre arte y convicción, entre experiencia sensible y experiencia inteligible, entre sensación y concepto: el bestiario medieval... Para ser más preciso, una consideración estética del bestiario medieval, desde la que poder afrontar una revisión de la condición humana a partir de lo que denominaré una experiencia imaginaria. En ocasiones, nuestro antropocentrismo suele ser tan petulante que nos olvidamos, cuando no rechazamos, nuestra condición animal en tanto que seres vivos2. Nos resulta muy fácil admitir que somos una res cogitans y, sin embargo, nos cuesta vernos insertados en un proceso de adaptación biológica. Nos gusta pensar que los monos son los otros, sin caer en la cuenta de que los monos, en realidad, son lo otro que somos... Sea por un prejuicio de corte racionalista — nuestras habilidades cognitivas son tan extraordinarios que son de otro mundo— o por un prejuicio cientificista — somos la criatura de la creación— , el hecho es que en los bestiarios nunca figura el hombre en su condición de animal, sino más bien como el ojo que contempla el universo de las bestias, pero estando siempre fuera de él. Por eso no será inútil explorar otra forma de mirar, de mirarnos... Nuestro intento de caracterización de la experiencia humana como experiencia imaginaria remite, en este contexto, no a aquella que es inventada, irreal, falsa o engañadora. Ni siquiera hace referencia a algo exclusivo, particular o privado. «Experiencia» e «imaginación» son conceptos que poseen una historia variada3y compleja, difícil de diseccionar. En muchos momentos de la 2 «Solo cuando haya una bío-logia será posible una consideración acerca del logos de o sobre los cuerpos vivos», Gustavo Bueno (1996), El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión, Oviedo: Pentalfa, p. 28. 3 Cf. Wladislaw Tatarkiewicz (1987), Historia de seis ideas, Madrid: Tecnos, pp. 347-356.

historia filosófica, ambos términos han sido olvidados, relegados, tenidos por peligrosos y, por ello, condenados; porque lo que sí parece cierto, en principio, es que tanto experiencia como imaginación denotan dinamismo, interacción, proceso4, riqueza expresiva, libertad... o al menos, un libre juego entre el sujeto y la realidad, entre los datos del mundo y su configuración como experiencia, entre los propios contenidos de la experiencia sensible y las elaboraciones intelectuales que de ellos hace el sujeto. Desde nuestra óptica imaginario5no es lo falso o, al menos, no tiene por qué serlo. Olvidamos que «imaginario» es el nombre que se le daba a un escultor o a un pintor de imágenes... y de eso, en parte, tratamos: de imaginarios que recrearon con su arte imágenes cuya fuerza significativa es tan potente que sigue atrayendo nuestra mirada, conformando nuestra experiencia, en una fusión de arte y pensamiento6. Por otra parte, experiencia se dice de muchas maneras, pero una de las definiciones más atinadas, más incluso que las propuestas habitualmente por sesudos filósofos, es la de la Real Academia Española cuando señala que «experiencia» es la enseñanza que se adquiere por el uso, la práctica o el vivir. Así pues, nos gustaría proponer, justamente, la unión de los sentidos expresados por ambos conceptos, para así poder presentar un modo de imaginar tal que, de suyo, posee capacidad de instruir, capacidad de generar conocimiento, aún más, que está dotado de una fuerza capaz de desencadenar una experiencia múltiple y compleja. Consideramos, por tanto, los bestiarios medievales7 como elementos teórico-prácticos de la configuración de la experiencia en sentido amplio, una experiencia global en la que se entrecruzan lo gnoseológico, lo psicológico, lo religioso, lo moral y, por supuesto, lo estético... 4 Cf. José Jiménez (1986), Imágenes del hombre, Madrid: Tecnos, pp. 80-96. 5 Cf. Gilbert Durand (1971), L a imaginación simbólica, Buenos Aires: Amorrortu. 6 C f Francis Donald Klingender (1971), Animals in A rt and Thought to the End o f the M iddle Ages, Cambridge: M. I. T. Press. 7 C f Florence McCulloch (1970), Medieval Latin and French Bestiaries, Chapel Hill: University of North Carolina Press.

Entre los especialistas es bien conocido el trabajo de J. Harris, que ha cumplido ya más de medio siglo, en el que afirmaba que en la Edad Media, cualquier colegial sabía el bestiario de memoria8. La asociación entre el catálogo de bestias y significados simbólicos era tan común y tan conocido como, por ejemplo, la correspondencia que todos hemos asumido entre las vocales y las imágenes de los animales que aparecían en las cartillas en las que muchos de nosotros hemos aprendido a leer (a-araña, e-elefante, o-oveja...). Esta constatación, como punto de partida, ofrece una perspectiva de normalidad a todo ese conjunto de fieras que, pudiendo ser maravillosas, no eran, sin embargo, extrañas o increíbles9... Otro testimonio de normalidad es el que nos ofrece Nilda Guglielmi cuando no deja de señalar que el texto del Physiologus — que es tanto como decir El Bestiario— era el libro más difundido en Europa hasta el siglo xii10, por supuesto, solo por detrás de la Biblia. Más allá de la comprobación empírica de una y otra afirmación, lo que sí hemos de señalar es que son poco frecuentes los estudios que desde la historia de la teoría del arte o desde la historia de la estética11 se han hecho sobre estas cuestiones: todos estamos convencidos de su interés, de su relevancia, de la importancia que tienen los bestiarios en la configuración de determinadas ideas estéticas medievales y, sin embargo, los estudios realizados comúnmente se quedan en la esfera de lo meramente descriptivo. De qué hablamos cuando hablamos de bestiarios

En un rastreo mínimo constatamos que son múltiples las definiciones que se dan a propósito de lo que es un bestiario. Habitualmente se habla de libros 8

Julian Harris (1949), «The Role of the Lion in Chrétien de Troyes' Yvain», en Publications o f the LXIV p. 1143. Cf. Peter Lum (1952), FabulousBeasts, London: Thames and Hudson. Cf. Nilda Guglielmi (2002), El Fisiólogo, Madrid: Eneida, introducción. C f Edgar de Bruyne (1958), Estudios de estética medieval, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, Cf.

M odern Language Association,

9 10 11 3 vols..

de zoología12 pseudocientífica, de catálogos simbólicos, de exposiciones de zoología moralizante, de inventarios fantásticos o fantasiosos, o de obras en las que se abordan las relaciones entre una cultura determinada y sus animales parientes13... Tal vez todos estos perfiles tengan algo de cierto, pero se quedan, tangencialmente, en aspectos parciales o separados o inconexos. Por lo demás, sería necesario emprender un estudio de este corpus tan peculiar de manera interdisciplinar, contando con armonizar perspectivas de análisis tan distintas como las de la estética, la historia del arte, la filosofía, la antropología, la psicología, la historia de la literatura14. Como nuestra perspectiva de análisis es la de la teoría del arte, podemos considerar que un bestiario es un libro en imágenes, algunas de ellas explicadas formalmente, otras moralmente, otras zoológicamente..., pero lo importante para nosotros es que todos esos aspectos biológicos, los zoológicos, los valores morales, los significados simbólicos, se han construido imaginariamente, es decir, que lo que tenemos ante nuestra mirada son imágenes, son un producto plástico cuyo sentido puede trascender su materialidad, pero no puede prescindir de ella... Tomamos aquí materialidad, como modo ontológico en el que lo que se quiere transmitir se ha, digamos, cosificado. Las imágenes son un modo de ser peculiar en el mundo. Por decirlo de otro modo, tal vez más sencillo: si los bestiarios no hubieran necesitado las imágenes, no las habrían puesto... si la imagen no fuera esencial al bestiario, este sería sin más un libro escrito, en prosa o en verso, que de todas clases hay, pero escrito. El componente icónico, es, por tanto, esencial en los diferentes ámbitos de la obra: en la concepción, en la plasmación, en el mensaje y, por supuesto, en la recepción15. 12 Cf. Angelo de Gubernatis (1968), Zoological mythology, Detroit: Singing Tree Press, 2 vols. 13 Cf. Joseph Epes Brown (1994), Animales del alma, Palma de Mallorca: Olañeta. 14 Cf. Pierre-Yves Badel (1969), Introduction a la vie littéraire duM oyenA ge, París: Bordas. 15 Mircea Eliade (1979), Imágenes y símbolos. Ensayos sobre el simbolismo mágico-religioso, Madrid: Taurus.

El bestiario es pensamiento hecho imágenes. El fondo de la cuestión es que los bestiarios no son libros ilustrados, en el sentido de ser textos a los que se acompaña un dibujo más o menos hermoso o más o menos sugerente, sino que lo propio del bestiario, aún más que contener texto, es ser imagen. En un libro ilustrado, las imágenes apoyan la escritura, la realzan... En un bestiario, la imagen habla por sí sola tanto o más que el propio texto, y ello independientemente de la calidad de su factura, de su categoría artística... Los bestiarios son, por decirlo así, un tipo de literatura que no se hace solo con letras, sino también con imágenes, de ahí el hecho de destacar radicalmente el carácter anfibio de los bestiarios... Los bestiarios son, al menos para un teórico del arte, una obra anfibia, dotada de capacidad estética en doble sentido: por un lado es una obra literal en la que se transmite un corpus de ideas, conocimientos, datos más o menos objetivos, y en la que se plasman determinadas concepciones — morales y religiosas, sobre todo— del mundo; pero por otro lado, la literalidad se ve superada por otra forma de vida, por otra vía de transmisión de la información, tan directa o más que la primera, y esa vía son las imágenes... Para todo aquel que se acerca a un bestiario ni siquiera podríamos decir que el nombre adecuado sea el de «lector», de la misma manera que a quien contempla determinados cuadros, por ejemplo alguno de Magritte, no se le puede llamar, sin más «mirón»... En ocasiones, «mirar» y «leer» son operaciones mentales que resulta necesario armonizar, coordinar, complementar, como si los humanos fuéramos una especie, contemplativa o comprensivamente, anfibia. Este hecho, experiencialmente anfibio, ofrece una riqueza inestimable tanto desde el punto de vista de la configuración de las capacidades perceptivas del espectador, como desde el punto de vista de la composición y estructura de la obra misma. Ese modo peculiar de ser, tan propio del bestiario —y que comparten otras obras a las que los estetas denominan textos pictóricos— , genera, sin duda, una experiencia estética en particular, pero también otros tipos de experiencia, es decir, genera experiencia... Y lo hace desde lo imaginario, desde la capacidad

de construir imágenes, desde el poder mismo que las imágenes tienen para atraer, conmover, implicar, seducir, capturar, en definitiva, al individuo que las contempla en unas redes invisibles — como en la actualidad las de Internet— ... Y todo ello se hace deleitando e instruyendo, casi inconscientemente, de manera inmediata, intangible... De la didáctica a la estética

Docere et delectare, dos objetivos, clásicos, tan medievales como griegos... En los que unos y otros sitúan el nacimiento y la misión del arte, del arte de su tiempo, y prácticamente de cualquier tiempo. Desde los bestiarios, la experiencia imaginaria surge como fruto de un propósito didáctico y estético, a medio camino entre lo meramente epistemológico y el deseo plástico del deleite. Y este hecho tan moderno sucede en plena Edad Media16, o, para ser más precisos, en este punto la Edad Media es heredera de determinadas concepciones que tienen sus raíces más claras en la época helenística. Si bien es cierto que el esplendor de los bestiarios puede situarse en torno a los siglos xii y xiii — de esta época son los más ricamente decorados, los más vistosos y también los más difundidos— , no se puede obviar el hecho de que lo nuclear de los mismos había sido ya decidido, seleccionado, acotado intelectualmente y hasta ejecutado plásticamente entre los siglos iii y v d. C.: con el denominado Physiologus11, e incluso antes, con la Naturalis Historia de Plinio del siglo i de nuestra era. En los libros de esta historia natural se repasa, enciclopédicamente, todo el saber antiguo, en una mezcla variopinta y mestiza de experiencias personales y de lecturas no siempre críticas. La etnografía, la geografía del libro VI, la antropología del VII y, para lo que nos ocupa, la zoología de los libros VIII al XI y la botánica del XII al XIX, sin desdeñar su historia de la pintura del libro XXXV, se convirtieron en textos consultados 16 17

Cf.

Cf. Jacques Le Goff(1965), L a civilisation de l'Occident mediéval, París: Arthaud. Nikolaus Henkel (1976), Studien zum Physiologus im Mittelalter, Tubinga: Niemeyer.

y repetidos una y otra vez por los compiladores y enciclopedistas medievales (entre los que no podemos olvidar a nuestro Isidoro de Sevilla, fuente también presente y citada expresamente en muchos bestiarios...). Los bestiarios, pues, no surgen de la nada18. Ni siquiera sus diferencias son tan extraordinarias como para hablar en plural. Intentaré explicar esto... Cuando se han leído — utilizo el término con toda cautela, para no caer en contradicción conmigo mismo— , en efecto, cuando se han leído varios bestiarios, uno tiene la impresión de que todos son uno y el mismo. Los datos científicos, las descripciones zoológicas, los atributos morales, religiosos o simbólicos son siempre los mismos, incluso hasta en la literalidad de cómo son expuestos, contados y narrados... Ante esa situación de uniformidad resulta lícito pensar que todos tienen un tronco común, que todos descienden del mismo origen, que todos se remontan a un mismo lugar que es a un tiempo lugar literario y mítico, y casi místico... La uniformidad revela una fidelidad con la fuente. Resulta ser algo tan íntimo como lo pudiera ser, en la misma Edad Media la búsqueda del grial... La tarea de retroceso, más que una investigación de textura filológica o de hermenéutica filosófica, es algo así como en regreso a una situación original; y es mítica, porque parece remontarse a un no-tiempo; y es mística, porque parece más una conversión espiritual que un hallazgo intelectual. La investigación sobre el bestiario es en sí misma una experiencia imaginaria, en la que los datos que se van coleccionando generan conocimiento sí, pero también imágenes, fantásticas unas veces, realistas otras, unas soñadas, otras deseadas... El Bestiario en su propia historia

La historia del bestiario19 está jalonada por una serie de obras — unas son bestiarios propiamente dichos y otras no— , que son muchas, pero a las que no 18 Cf. Francesco Zambon (1974), «Origine e sviluppo dei Bestiari», en Il Bestiario di Cambridge, Parma: F. M. R. 19 Cf. Ambroise Paré (1971), Des Monstres et Prodiges, Geneve: Droz.

podemos evitar hacer, al menos de las más significativas, una breve referencia. Tomaremos un criterio cronológico, para que los indicios genéticos vayan viendo paulatinamente la luz. Sin duda, la primera obra que se ha de citar en esta genealogía es la ya mencionada Naturalis Historia de Plinio (23-79 d. C.), de la que ya no comentamos más de lo arriba dicho por razones de economía. En ella están los materiales, la materia prima con la que hacer el bestiario, pero ella misma no es un bestiario. La siguiente en el tiempo, pero tal vez la más importante, es la conocida como Physiologus, que situamos en torno a los siglos iii y v d. C. y que cuenta con diferentes versiones lingüísticas en griego, en armenio, en siriaco, en latín... «Pese a lo mucho que se ha investigado sobre el Physiologus no es bien conocido si en su origen esta palabra designó a este tratado de zoología simbólica; en él se hace referencia a una autoridad llamada el Naturalista o en griego el Physiologo, que unos creyeron que sería Salomón y otros pensaron en Aristóteles, pero la documentación más antigua no ha podido corroborar ni a uno ni a otro. En su origen parece tratarse de una obra anónima ya que los manuscritos más antiguos no mencionan autor, y se ha perdido la redacción griega más antigua; algunos manuscritos griegos mencionan como autores a San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo»20 o San Epifanio. Para algunos críticos, el Physiologus pudo escribirse en Alejandría en torno al siglo ii d. C., otros piensan que pudo ser escrito en Siria, concretamente en Cesarea Stratonis, alrededor del siglo i i i . Lo que sí parece evidente es que la traducción latina tuvo que ser anterior a los años 386-388, porque el Hexaemeron de San Ambrosio lo sigue al pie de la letra en su forma de describir la perdiz. Hemos de apuntar la existencia de otra obra decisiva en la reconstrucción de esta historia, y es la situada en el siglo vi, que lleva por título Liber 20

Santiago Sebastián (1986), «Introducción» a El Fisiólogo atribuido a San Epifanio seguido de El Madrid: Tuero, p. 6.

Bestiario Toscano,

monstrorum de diversis generibus. No es un bestiario, pero su información es bien relevante a juicio de los editores de los manuscritos Corrado Bologna y Berger de Xivrey. En esta misma línea, pues tampoco es un bestiario en sentido estricto, hemos de citar las Etimologías de Isidoro de Sevilla21, cuyo libro XII representa uno de los materiales más tenidos en cuenta por los escritores posteriores al siglo vii. De Isidoro hemos de destacar también la tesis que da sentido a la obra entera: la defensa de la correspondencia entre el lenguaje y la realidad, entre las palabras y la esencia de las cosas, entre el nombre de los animales y su naturaleza. Sí es ya un bestiario la obra de Philippe de Thaon, el más antiguo de los franceses, que sigue con todo cuidado, según él mismo señala varias veces, el Physiologus, a Isidoro y, por supuesto, las Sagradas Escrituras. Está versificado, aunque su calidad literaria es más bien irrelevante. La obra se dedica a Aelis de Lovaina, esposa —la segunda— de Enrique I de Inglaterra. Estamos ya en el siglo xii, en torno a 1120. Otra obra de data difícil es la titulada De bestiis et aliis rebus. Texto compuesto por cuatro libros que aparecen compilados por Migne en la Patrología Latina y que han sido atribuidos a Hugo de Folieto, el Aviarium, y a Enrique de Gante y Guillelmus Peraldus (el III y el IV). El II fue atribuido a Hugo de San Víctor, pero luego se ha demostrado que no este no era su autor. Uno de los más relevantes es el bestiario de Cambridge editado por James a principios de siglo — en el año 28— y posteriormente por T. H. White. El manuscrito es del siglo xii, tal vez copiado en la abadía de Revesby, en Lincolnshire. Contiene muchos más animales (150) que el Fisiólogo (49) y además de a este, sigue a Solino, San Ambrosio y San Isidoro de Sevilla. Otros textos también sugerentes son la Imago mundi de Honorius Augustodunensis, del primer tercio del siglo xii, y la Crónica de Otón de Frisinga, de 1145. 21Edición bilingüe a cargo de J. Oroz Reta y M. A. Marcos Casquero (1982-1983), Madrid: Bibliote­ ca de Autores Cristianos, 2 vols.

Entre los bestiarios clásicos está el de Pierre de Beauvais, también llamado Pierre le Picard, de 1206. Es un bestiario curioso: tiene una versión en prosa, otra en verso. No sabemos cuál de ellas es la primera, pero lo que sí parece cierto es que cierra la serie de los bestiarios franceses tradicionales. De 1210 data el bestiario de Guillaume le Clerc, que es el más elaborado de los que proceden del Physiologus. Es un personaje atractivo: un clérigo casado, de origen normando, de condición modesta y que escribe su obra en Inglaterra. Su obra, a juzgar por la cantidad de manuscritos que hay, 23, debió de ser popular. Platón, Aristóteles, Ptolomeo o Virgilio, aparecen citados en la Image du monde de Gossouin, redactada hacia 1250, texto bien interesante por la información que aporta y por las fuentes en las que se basa. El cirujano y clérigo Richard de Fournival es el autor de uno de los mejores textos de esta historia que estamos trazando: el Bestiaire d ’Amour. Datado en 1252, es un tratado estratégico para ligar: en efecto, en él se describen tácticas, errores, aciertos y fracasos... Y me dirán que qué tiene eso de bestiario, aparte de la condición misma del enamorado... Pues que todas esas tácticas se basan en las propiedades naturales de los animales... Tuvo tanto éxito que generó numerosas imitaciones... No podemos olvidar a Brunetto Latini, florentino que fue notario y embajador, y que tras varias peripecias vitales (fracasos en España incluidos... ) escribió el Libro del tesoro, enciclopedia cuya parte zoológica ha de ser tenida en cuenta. Un texto que ejemplifica la fecundidad de vincular lo alegórico y lo enciclopédico es el Bonum universale de apibus de Tomás de Cantimpré, obra muy difundida y que también ha de ser examinada. No podemos cerrar la presente relación sin nombrar, esta vez solo nombrar, las siguientes obras: el Bestiario de Oxford, el De animalibus de Alberto Magno, los Dicta Chrisostomi atribuidos a San Juan Crisóstomo, el Liber deproprietatibus rerum del franciscano Bartolomé el Inglés, el anónimo del siglo xiv, Bestiario moralizado de Gubbio, el Bestiario provenzal, el texto a caballo entre el xiv y

el xv titulado Libellus de natura animalium, el Bestiario toscano, los bestiarios catalanes (habitualmente, versiones del anterior citado), y un largo etcétera...

El límite de lo humano

Tras esta serie de datos, necesariamente fatigosa, hemos de recuperar el sentido de nuestra reflexión a propósito de la experiencia imaginaria. ¿Por qué vamos a un bestiario? ¿Qué buscamos en él? ¿Qué puede ofrecernos? ¿Qué propiedades esconde o muestra? Algún autor ha establecido «tres fases en el estudio de las propiedades atribuidas a los seres contenidos tanto en el Physiologus como en los bestiarios: 1. El alegorismo místico y religioso dominan en la interpretación del primitivo Physiologus y de los bestiarios derivados de él. 2. El simbolismo moral fue utilizado por los predicadores en los exempla en sus sermones, lo que encontraban fácilmente en los bestiarios. 3. Los motivos de los bestiarios pasaron al dominio de los poetas cultos y populares, que los insertaron especialmente en la lírica amorosa, así los bestiarios religiosos y morales se convertirán en bestiarios amorosos, lo que sucedió en Francia por primera vez [como ya he señalado] con el Bestiaire d ’A mour de Richard de Fournival en el siglo x i i i 22. Los aspectos religiosos, morales, místicos o amorosos desde una clave alegórica son el tópico23, y seguramente haya que recorrerlos todos ellos e incorporarlos a todos, necesariamente, en un sistema de sentido. Por esta razón mi propuesta es una concepción del Bestiario distinta, que asuma todo eso, en toda su 22 Santiago Sebastián (1971), op. cit, p. VIII, haciendo referencia al trabajo de Demetrio Gazdaru, «Vestigios de bestiarios medievales en las literaturas hispánicas e iberoamericanas», en Romanistische Jahrbuch, XXII, p. 260. 23 Cf. Émile Male (1922), L art religieux de la fin duM oyen Age en France, París: Librairie A. Colin.

riqueza y con todas sus virtualidades, pero desde un fundamento diferente: pensar el bestiario como una indagación sobre la condición humana24. Esta fundamentación antropológica es lo que me hace querer plantear esta reflexión como verdadera filosofía, porque es, precisamente, esta fundamentación la que determina que mi interpretación del Bestiario sea antes una filosofía de la religión que una teología naturaP. Lo que realmente creemos que revelan los bestiarios es el límite de lo humano, y lo hacen estéticamente, acudiendo a la sensibilidad de quien lo lee o de quien lo contempla como mejor puerta de acceso al interior del hombre..., o tal vez sería mejor decir que acuden a la sensibilidad estética como mejor vía de acceso al hombre interior, que no es pura razón, sino sensibilidad, voluntad, imaginación. Frente a las interpretaciones teologizantes, el animal del Bestiario, no es un animal divino, sino más bien un trasunto del animal humano... La fortuna de esta tesis, pende de un hilo muy sutil, a saber: no olvidar que el bestiario está hecho para el ojo medieval. Esto no supone que un espectador de otro tiempo no pueda aprender o disfrutar de él o con él, sino que las imágenes están más que nunca circunscritas a un espacio y a un tiempo determinados26... A veces reconocemos las letras, pero ignoramos lo que comunican (un mismo alfabeto es compartido por lenguas bien distintas...). El Bestiario es un recorrido por las fronteras que delimitan nuestra naturaleza sensible, volitiva, racional, es un proyecto de representación de un mundo posible en el que se objetivizan seres animales, vegetales, actitudes y valores. Los bestiarios no son solo un mero ejercicio de la función simbólica del lenguaje — escrito o plástico— , sino una propuesta de realidad que puede estar vestida con plumajes exóticos o con velos mágicos, pero que, en todo caso, presentan un modo de vida para alguien27... 24 Cf. Beryl Rowland (1973), Animals with H um an Faces. A Guide to Anim al Symbolism, Knoxville: Uni­ versity of Tennessne Press. 25 Cf. Gustavo Bueno, op. cit., p. 35 y ss. 26 Cf. Johan Huizinga (1944), El otoño de la E dad Media, Madrid: Alianza. En la actualidad hay otros productos imaginarios que cumplen la función de configuración de la experiencia (los media, la red...). 27 Guy de Tervarent (1958), Attributs etsymboles dans l'artprofane, 1450-1600. Dictionaire dun langage

En este sentido, el Bestiario es algo muy primitivo, donde las personificaciones de animales28, el antropomorfismo, el zoomorfismo o el fitomorfismo sostienen un sistema de sentido. Por eso es como un mito29: un proyecto de conocimiento del mundo, un modelo dinámico de símbolos30 y de arquetipos, una narración legendaria donde se difumina lo objetivo y lo fantástico... El Bestiario es un ente polimorfo y polisémico, porque muchas son las formas y los sentidos que los hombres dan a la propia condición humana. Por eso no quiero que olviden que los bestiarios son obras de un tiempo, aunque remitan a un no-tiempo... En este sentido, «la mitología ha sido interpretada por el intelecto moderno como un torpe esfuerzo primitivo para explicar el mundo de la naturaleza (Frazer); como una producción de fantasía poética de los tiempos prehistóricos, mal entendida por las edades posteriores (Müller); como un sustitutivo de la instrucción alegórica para amoldar el individuo a su grupo (Durkheim); como un sueño colectivo, sintomático de las urgencias arquetípicas dentro de las profundidades de la psique humana (Jung); como el vehículo tradicional de las intuiciones metafísicas más profundas del hombre (Coomaraswamy); y como la Revelación de Dios a sus hijos (la Iglesia)»31. En cierto modo, el Bestiario viene a ser la Mitología medieval, y algo de todo eso tiene, de explicación de la naturaleza, de producción fantástica, de instrucción alegórica, de intuición metafísica..., pero todo eso puede ser leído o visto como condiciones y estructuras que conforman la condición humana y diseñan sus límites. El animal es el límite del hombre que, con frecuencia, Geneve: Droz, supplément, 1964. Heinz M ode (1975), Fabolous beasts and y demons, Londres: Phaidon. Cf. Jean Charles Pichon (1971), Histoiredes mythes, París: Payot; Geoffrey Stephen Kirk (2006), El mito. Su significado y funciones en la Antigüedady otras culturas, Barcelona: Paidós; y Roland Barthes (1999), Mitologías, Madrid: Siglo XXI Editores. 30 C f Juan Eduardo Cirlot (1997), Diccionario de símbolos, Madrid: Siruela; Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (1982), Dictionaire des Symboles, París: Robert Laffont, 4 vols.; e Yves Bonnefoy (dir.) (1981), Dictionaire desM ythologies et des religions des sociétés traditionnelles et du monde antique, París: Flammarion, 2 vols.. 31 Joseph Campbell (1972), E l H éroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, México:Fondo de Cultura Económica, pp. 336-337.

perdu,

28 29

Cf.

se olvida de su propia animalidad32. El animal es la imagen del límite, porque en cierto sentido, «el animal es lo impenetrable y lo extraño por excelencia, excelente razón para que el hombre proyecte en él sus angustias y sus terrores, aún oscuros e infundados. Tales terrores sufren una extensa y notoria eufemización cultural; así, los animales son puestos en relación con el origen y evolución del hombre, según diversos mitos; los cuentos y las leyendas los presentan como transportadores del héroe, donantes o adyuvantes; la historia de las religiones muestra una constante sacralización de los mismos; por último, fenómeno que interesa aquí especialmente, los bestiarios medievales, haciendo de ciertos animales figuras de Jesucristo o de la Iglesia, espiritualizan el mundo sensible...»33. Lo que todo eso refleja es más que una simple inversión simbólica. Los bestiarios no solo son textos que aportan información explícita del tipo esto significa... Tampoco se detienen en su capacidad de mostración simbólica al señalar esto es aquello... «Una conocida leyenda relata cómo el rey Salomón podía entender y hasta hablar el lenguaje de los animales, gracias a un anillo mágico que poseía. Más allá de este ensueño, lo cierto es que el hombre ha sentido desde tiempos remotos una fascinación por el animal: lo ha admirado, envidiado, reverenciado, adorado, sacrificado... Ha visto en él lo otro de sí mismo, ha plasmado en él todos sus anhelos, sus deseos más íntimos, sus frustraciones, sus valores y contravalores. La historia del hombre ha corrido paralela, cuando no entrecruzada, con la del animal. A día de hoy somos capaces de objetivarlo para pensar sobre él, para conocerlo, para intentar desentrañar no solo su naturaleza y su condición, sino sobre todo para poder esclarecer, más allá de nuestros propios orígenes, el origen mismo de la vida»34. Nuestra propuesta, al fin y al cabo, no es otra que la de sentir que el Bestiario nos dice 32 Hay a lo largo de la historia de las religiones, ritos, símbolos y representaciones en las que se lleva a cabo una transformación del hombre en bestia. Por el contrario, en nuestra visión del Bestiario, es la bestia la que deviene hombre. 33 Ignacio Malaxecheverría (1999), Bestiario medieval, Madrid: Siruela, p. 15. 34 Ricardo Piñero Moral (2005), L as bestias del infierno, Salamanca: Luso-Española de Ediciones, p. 11.

lo que somos y lo que no somos, no nos enseña moralinas sin más, nos dice dónde comienza y dónde termina lo humano... Tal vez eso también lo hace la literatura didáctica, la poesía lírica, los cantares de gesta, las novelas, el teatro o la música... Como puede colegirse, todo obras de arte, arte... El Bestiario también lo es... El bestiario medieval y la ciencia de lo posible

Como hemos visto, el bestiario latino es un género que se originó con el Physiologus de Alejandría (siglo ii d. C.) que se retomó en el siglo viii, fue objeto de varias ampliaciones a lo largo de la Edad Media y tuvo sus últimas versiones en los siglos xvi y xvii. En sus primeras ediciones recogían la fauna propia de Oriente Medio y de los países de la cuenca mediterránea, pero ya en los siglos xii y xiii comenzaron a incorporar referencias a «bestias» del centro y Norte de Europa. De este modo, se pasó de las cincuenta criaturas recogidas en el documento original a las más de un centenar que aparecían en las últimas ediciones. Cuando nos situamos ante bestiarios medievales hemos de considerar que estamos ante trabajos serios y sugerentes, que intentaban sistematizar y categorizar los conocimientos sobre el mundo animal de la época y entroncaban con las fuentes clásicas de la filosofía natural y de las ciencias. En estos ejemplos de literatura científica medieval se puede apreciar la herencia de una tradición procedente de la Antigüedad Clásica, aunque sus autores estaban ya muy determinados por la visión del mundo que postulaba el cristianismo. A diferencia de las fábulas, los bestiarios no son únicamente productos de la imaginación o de la intencionalidad moral de sus autores. Son trabajos rigurosos, concebidos con una intención descriptiva y con la certeza de estar mostrando, en todo momento, seres que realmente existen. La mayoría de las bestias a las que hacen referencias son criaturas reconocibles (no seres imaginarios, ni mitológicos, ni simples animales alegóricos) y la inclusión explícita de juicios morales responde al carácter teológico y la dimensión doctrinal que tenía el

conocimiento científico en la Edad Media. Hay que ser conscientes de que el cristianismo medieval pensaba que el mundo natural estaba repleto de mensajes enviados por Dios a los hombres, y que, por tanto, cualquier intento de conocer la realidad debía encontrar y difundir las enseñanzas morales que el Ser Supremo había inscrito en la naturaleza. Así, leemos en el Libro deJob: Pero interroga a las bestias, que te instruyan, a las aves del cielo, que te informen. Te instruirán los reptiles de la tierra, te enseñarán los peces del mar. Pues entre todos ellos, ¿quién ignora que la mano de Dios ha hecho esto? El, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre (12, 7-10). Los autores de los bestiarios medievales poseían, además, un gran optimismo respecto a la fiabilidad de la imaginación y partían de la certeza de que en el cosmos existen correspondencias, simetrías y jerarquías. Así, a partir de la observación de las semejanzas entre algunos animales (por ejemplo los caballos y los caballitos de mar) dedujeron que había un paralelismo entre la fauna terrestre y la marina, e incluso encontraron correspondencias entre las jerarquías propias de la sociedad de la época y el mundo animal. Esto explica que el descubrimiento de un pez que se asemejaba a la figura de un monje (Monk Fish), les llevara a identificar a otro (probablemente una morsa) como el pez-obispo. En los bestiarios medievales se alternan determinadas indicaciones más o menos objetivas — que describen con detalles los rasgos físicos y algunos aspectos del comportamiento de los animales— con elucubraciones alegóricas y de carácter moral. Las ilustraciones se ciñen a criterios realistas, siendo en los textos donde los autores dan rienda suelta a su imaginación e introducen todo tipo de valoraciones y consejos doctrinales. En cualquier caso, tampoco estos «naturalistas» medievales relataban historias especialmente extrañas, sobre todo si se comparan con algunas explicaciones de la biología actual, como, por ejemplo, el «hecho» de que las amebas nunca mueren (sino que se dividen y multiplican), o que las termitas producen el 10% del metano que hay en la atmósfera.

Para entender estos «informes naturales del pasado» hay que evitar la interpretación de su contenido obviando el contexto científico, moral e intelectual en el que se llevaron a cabo. Este es un error frecuente de las tendencias defensoras del realismo científico que se plantean la historia de la humanidad como un proceso progresivo lineal y aplican las verdades contemporáneas a discursos concebidos desde una cosmovisión completamente diferente. Además, el sistema espistemológico que propició la aparición de estos bestiarios mantiene suficientes conexiones con nuestra forma de percibir el mundo como para que nos sea posible comprender su funcionalidad y sus objetivos. Por ello, no nos resulta difícil discernir entre lo que los autores medievales consideraban fáctico (y en su caso, rebatir sus aseveraciones con argumentos científicos) y lo que suponía la aplicación de una perspectiva que la visión de la modernidad ya no considera pertinente para el discurso científico (las digresiones alegóricas y/o morales, pongamos por caso). T. S. Kuhn habla de pérdidas al referirse al camino emprendido por el conocimiento científico en las sociedades modernas que, en su búsqueda de rigurosidad y objetividad, ha decidido prescindir de los filtros morales y de la ayuda de la imaginación como fuente fiable de información. En este sentido, parece imprescindible que la ciencia busque un equilibrio entre el escepticismo y la imaginación. El escepticismo es importante para vehicular un discurso riguroso que nos aporte un conocimiento sólido del medio, pero la imaginación proporciona el impulso necesario para adentrase en territorios inexplorados y alcanzar nuevas metas. Hay que tener en cuenta que la observación del mundo siempre ha estado y estará mediatizada por un sistema de valores y un conjunto de premisas teóricas y científicas. Es imposible el conocimiento puro y plenamente objetivo, ya que el sistema de creencias y el «aparataje» científico y tecnológico que se utilice nos devuelve inevitablemente una imagen especular del hecho que se observa. En cualquier caso, el conocimiento científico contemporáneo debe exigir que la observación y el análisis de la realidad se configuren a través de un medio que contamine lo menos posible la mirada. La diferencia entre el «naturalista»

medieval y el científico actual es que el primero aún no ha aprendido a desconfiar de la capacidad que tiene el ser humano para ver e interpretar lo que le conviene. Cuando el autor de un bestiario imaginaba la existencia de un pez-obispo, observaba la realidad y terminaba encontrándolo. La principal aportación de la ciencia moderna es que su solidez se basa no en buscar lo posible sino lo evidente, de modo que las hipótesis solo pueden confirmarse si se cumplen en cualquier momento y en circunstancias muy diferentes. El científico moderno, como el medieval, puede equivocarse en muchas de las cosas que dice. Sus planteamientos responden a una cosmovisión marcada por un sistema de valores y están sujetos a cierta injerencia de la imaginación. Pero la rigurosidad con la que se enfrenta a su objeto de estudio articula un conocimiento más complejo y completo de la realidad, incluso le hace consciente de sus propias limitaciones. El saber científico no puede alcanzar la perfección y la objetividad plena, pero sí puede aumentar el nivel de exigencia analítica y disminuir, al menos, los riesgos de que se sigan encontrando peces obispos... En fin, en cualquier caso, no debemos perder de vista que «las psicologías de las profundidades (no marinas, sino hum anas.) han reconocido a la dimensión de lo imaginario el valor de una dimensión vital, de importancia primordial para el ser humano en su totalidad. La experiencia imaginaria es constitutiva del hombre, al mismo nivel que la experiencia diurna y las actividades prácticas»35, solo que en la experiencia imaginaria están vivos nuestros fantasmas, nuestros deseos, nuestros arquetipos, nuestros sueños...

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4. c

uatro visio n es acerca

entre

Ci e n c i a

y

de la r e l a c ió n

Ar t e

Xavier de Donato Rodríguez

1. Introducción

A veces se pretende insistir en que ciencia y arte son mundos separados. Incluso modernamente, allí donde muchos han querido ver coincidencias, algunos grandes artistas del siglo xx se apresuraron a manifestar los límites de una precipitada comparación entre dos mundos después de todo tan diferentes. Así, por ejemplo, preguntado por el valor que ha de conceder el artista a las nuevas imágenes científicas del mundo, el pintor Paul Klee dijo que el artista debe utilizar el conocimiento científico solo en el ejercicio de su libertad intelectual, y el escultor constructivista Antoine Pevsner (fig. 1), preguntado en una ocasión por el papel de las matemáticas en su trabajo, aclaró: «Mi obra no tiene nada que ver con las matemáticas o la ciencia, aunque los científicos insistan en que vamos en la misma dirección. Pero ellos buscan calcular y encontrar leyes naturales, mientras que yo me baso únicamente en el arte puro. Mis esculturas no usan figuras ni fórmulas, aunque los científicos intenten encontrarlas en mis obras» (Pevsner, 1957, citado por Haffner, 1969, p. 392)1.

Es contra esta vana presunción (por ambos lados) de que ciencia y arte nada tienen que ver entre sí, que se dirigen las reflexiones siguientes. Es más, la idea de 1

La traducción es mía.

considerar el arte como una ciencia, de insistir en que justamente arte y ciencia, lejos de constituir mundos separados, son dominios colindantes e incluso coincidentes, es una idea clásica, que encontramos ya en el Renacimiento italiano —por ejemplo, en Vasari y en Leonardo— y la reencontramos modernamente en los pintores impresionistas y neo-impresionistas2. El presente capítulo tiene el modesto propósito de examinar algunas preguntas acerca de la relación entre ciencia y arte de la mano de cuatro autores cuyas reflexiones pueden resultar iluminadoras en el debate actual: Kuhn (1922-1996), Gombrich (1909-2001), Panofsky (1892-1968) y Goodman (1906-1998).

Fig. 1. M aq u eta (Tate G allery) en bronce de u n m onum ento que había de sim bolizar la liberación del espíritu. C o n structivism o ruso ca. (1914). Él y su herm ano N au m G abo, quien tuvo form ación científica, son caracterizados p o r H erb ert R ead com o u n a fusión entre la visión científica y la visión espiritual del m undo. D e hecho, en algún m om ento Pevsner dijo que el arte era la inspiración controlada p o r las m atem áticas.

2 El estudio sobre la ley de contraste simultáneo de los colores del químico e industrial Michel Eugene Chevreul (publicado en 1839), director del Museo de Historia Natural de París, influyó tanto sobre los impresionistas y neo-impresionistas como lo pudieron hacer los experimentos de Delacroix con el color.

2 . Revoluciones en la ciencia y en el arte

Comenzaré llamando la atención sobre un artículo que uno de los más influyentes filósofos de la ciencia, Thomas S. Kuhn, escribió sobre la relación entre ciencia y arte. Se trata del artículo que cierra su importante libro The essential tension (1977), titulado «Comentarios sobre las relaciones de la ciencia con el arte», el cual es básicamente un comentario al artículo de Everett M. Hafner (físico y músico, decano de ciencias del Hampshire College) «The New Reality in Art and Science». Ambos fueron originalmente publicados en la revista Comparative Studies in Society and History (volumen 11, 1969). En su trabajo, Hafner establecía una serie de sorprendentes comparaciones entre la ciencia y el arte y entre la forma de ver ambas que tiene el público en general, lego en ambas materias. Así, Hafner intenta subrayar los elementos estéticos que puede haber en la ciencia a través de ilustraciones científicas, como por ejemplo microfotografías de sustancias orgánicas, o a través de la influencia de ideas estéticas en la historia de las ideas científicas. Al mismo tiempo, el arte puede revelar y de hecho revela nuevos aspectos de la realidad observable. Dice Hafner: «Al igual que la objetividad cambiante de la ciencia comporta una nueva subjetividad, las interpretaciones y abstracciones del arte gráfico revelan insospechados matices en la realidad» (Hafner, 1969, p. 389)3.

También ve Hafner un paralelismo entre ciencia y arte por el lado de la idea de revolución frente a paradigma que extrae de Thomas Kuhn. De hecho, al citar un pasaje de La estructura de las revoluciones científicas, señala la sorprendente facilidad con que la visión de Kuhn puede ser trasladada a la historia del arte. La conclusión de Hafner va a ser que «Cuanto más cuidadosamente tratemos de distinguir entre el artista y el científico, tanto más difícil va a devenir nuestra tarea» (1969, p. 390). 3

La traducción es mía.

El comentario de Kuhn comienza dando la razón a Hafner. Kuhn recuerda la relevancia de su libro más famoso para el problema en discusión diciendo: «Al analizar las pautas de desarrollo o la naturaleza de la innovación creativa en la ciencia, se tratan asuntos como la función de las escuelas rivales y las tradiciones inconmensurables, el cambio de normas de valor y modos de percepción alterados. Desde hace mucho tiempo, asuntos como estos han sido básicos en el trabajo del historiador del arte, pero están representados m ínim amente en los escritos sobre historia de la ciencia. No sorprende pues, — continúa diciendo K uhn— que el libro en donde aparecen como asuntos dominantes dentro de la ciencia se ocupe también de negar, al menos por fuerte implicación, que le arte puede distinguirse con facilidad de la ciencia solo aplicando las dicotomías clásicas entre, por ejemplo, el m undo de los valores y el m undo de los hechos, lo subjetivo y lo objetivo, lo intuitivo y lo inductivo. El trabajo de Gombrich, que apunta en muchas de las mismas direcciones, me ha dado grandes alientos, lo mismo que el ensayo de Hafner. En estas circunstancias, debo concordar con su conclusión principal: “Cuanto más cuidadosamente tratemos de distinguir al artista del científico, tanto más difícil se volverá nuestra tarea”. Este enunciado describe con certeza mi propia experiencia» (Kuhn, 1977, p. 365).

Sin embargo, la conclusión de Kuhn no termina aquí. En realidad, todo el texto del artículo al que me refiero está dedicado a matizar las afirmaciones de Hafner y a subrayar las diferencias substanciales que separan la actividad y producción artísiticas de la actividad y producción científicas. En efecto, muy poco después de referirse a los puntos de concordancia con Hafner, Kuhn se apresura a decir: «Si el análisis cuidadoso hace que el arte y la ciencia parezcan tan implausiblemente iguales, esto puede obedecer menos a su similitud

intrínseca que al fracaso de los instrumentos que empleamos para realizar un escrutinio minucioso [...] El análisis minucioso debe capacitarnos para mostrar lo obvio: que la ciencia y el arte son actividades muy diferentes, o que por lo menos se han vuelto así durante el último siglo y medio» (Kuhn 1977, p. 366).

Así, señala Kuhn, las pinturas, las esculturas. son las obras finales del arte, mientras que las imágenes científicas que puedan acaso tener elementos estéticos son productos secundarios de la actividad científica. Por otra parte, la estética es un objetivo en sí de la actividad artística, mientras que la ciencia es a lo sumo un instrumento, un criterio de elección entre teorías que son comparables en otros muchos aspectos, o una guía para la imaginación que busca la clave para solucionar un acertijo técnico difícil de manejar. El objetivo del artista es la producción de objetos estéticos y los problemas técnicos son los que el artista debe resolver para llegar a la producción de tales objetos, mientras que para el científico, el problema técnico es el objetivo y la estética un mero instrumento. Al recordar que los astrónomos de la Antigüedad y de la Edad Media estaban limitados por la perfección estética del círculo, Kuhn nos insiste en que «Ningún cambio de la estética podría haber hecho que la elipse se volviera importante para la astronomía antes del siglo xvi pues era necesario un cambio previo en la visión del sistema astronómico. Así, la visión pitagórica que Kepler tuvo de las armonías matemáticas en la naturaleza fue un instrumento para el descubrimiento de que las órbitas elípticas se conforman a la naturaleza. Pero no fue más que un instrumento: el instrumento correcto en el momento correcto para la solución de un apremiante acertijo técnico, la descripción del movimiento observado de Marte» (Kuhn, 1977, p. 368).

Otro de los niveles de comparación de Hafner era la reacción del público, el alejamiento del gran público, perplejo igualmente ante las nuevas corrientes artísticas como científicas. Kuhn replica en este punto que la ciencia no tiene un público, pero sí lo tiene el arte. «[El] arte es intrínsecam ente una actividad dirigida por otros, en formas y en grado que la ciencia no lo es [...]. Los productos m ediante los cuales [el científico] m antiene com unicación con el público, aunque a veces solo una generación atrás, están para él muertos e idos» (Kuhn, 1977, p. 371).

Pero la diferencia más evidente que ve Kuhn entre ciencia y arte tiene que ver con el modo muy distinto de valorar la tradición: si en el caso del arte, la tradición todavía juega un papel muy importante en el gusto del público y en la formación de los artistas, en la ciencia todo nuevo avance relega al olvido las contribuciones previas en la materia, especialmente si pasan a verse como anticuadas y erróneas. Ya nadie lee, ni conviene leer, a los grandes científicos del pasado, a no ser que uno sea — como lo era Kuhn— un historiador de la ciencia. «A diferencia del arte, la ciencia destruye su pasado» (Kuhn, 1977, p. 370). Por otro lado, en el arte, el triunfo de una determinada técnica o estilo no vuelve errónea a otra anterior y, por eso, el arte puede soportar al mismo tiempo, con mayor facilidad que la ciencia, muchas tradiciones o escuelas incompatibles. Por lo mismo, nos dice Kuhn, la ciencia suele resolver sus controversias de manera mucho más rápida que el arte. Al mismo tiempo, la ciencia y el arte se distinguen por el papel que respectivamente conceden a la innovación, la ciencia confiriendo a esta un valor relativo supeditado a la resolución de un problema particular, el arte asignándole, por el contrario, un papel intrínsecamente positivo, pues cada artista busca nuevas cosas que expresar y nuevas maneras de expresarlas. Son estas algunas de las diferencias que Kuhn ve entre la ciencia y el arte, todas ellas síntomas de alguna diferencia más sustancial que finalmente,

y a pesar de todas las similitudes que puedan establecerse, separan ambos mundos de un modo insalvable. El análisis de Kuhn, sin embargo, no va más allá, según su propia confesión, porque le falta demasiada información acerca del arte y de su historia como para atreverse a hacer un diagnóstico más profundo. 3. La cuestión del progreso en la ciencia y en el arte

Una de las cosas que podríamos comenzar cuestionando es si, en efecto, el arte no progresa, como sí lo hace la ciencia. En este sentido, se planteaba Gombrich en unos de los ensayos de sus Meditaciones sobre un caballo de juguete, si desde nuestra perspectiva actual todavía se puede hablar de logro artístico al hablar de arte medieval. Volverá a retomar la cuestión del progreso cuando en Norma y forma reconsidere la teoría del arte renacentista debida a Vasari y su relación con la noción de progreso. La idea básica de su obra más importante, Arte e ilusión, tendrá también que ver con este concepto. Aunque no admite la idea de Vasari de progreso como penosa marcha hacia la perfección de la representación de la realidad, puesto que Gombrich, al igual que Goodman, no concibe el arte como imitación de la naturaleza, sí está de acuerdo con que el arte progresa en el sentido de mostrarnos nuevas maneras de ver y organizar la realidad que además nos resultan placenteras. Maneras que, por así decirlo, ya estaban ahí, pero que todavía no habían sido descubiertas. Gombrich nos recuerda la cita de Constable, el gran paisajista inglés (fig. 2), según la cual: «La pintura es una ciencia y debería cultivarse como una investigación de las leyes de la naturaleza. ¿Por qué, pues, no puede considerarse a la pintura de paisaje como una rama de la filosofía natural, de la que los cuadros son solo experimentos?» (citado en Gombrich, 2003, p. 29).

Fig. 2. C onstable: W ivenhoePark, Essex (1816). N ational G allery o f L ondon. Señala el cam bio hacia u n a nueva m anera de concebir la p in tu ra p o r p arte de este artista, según la cual la p in tu ra es u n a investigación experim ental acerca de la representación de la luz y del color. C onstable es u n a de las referencias constantes p ara G om brich en A rte e ilusión.

Pero la manera correcta de entender esto no es que el pintor descubre leyes inmutables de la naturaleza, como supuestamente haría el científico, sino más bien que lo que estudia son las reacciones de nuestro sistema perceptivo ante la variedad de estímulos de la realidad física. «No le conciernen las causas, sino la naturaleza de ciertos efectos. El suyo es un problema psicológico: el de conjurar una imagen convincente a pesar de que ni uno solo de sus matices corresponde a lo que llamamos realidad» (Gombrich, 2003, pp. 44-45). Constable no representó el paisaje que tenía ante los ojos tal cual, esto es, no lo reprodujo o imitó a través de su pintura. Toda la primera parte de Arte e ilusión es un intento de refutación de la idea, que remonta hasta los griegos, del arte como imitación de la naturaleza. Hoy por hoy, el lenguaje de Constable y los paisajistas de la primera mitad del siglo x i x nos parece tan natural que tendemos a pensar que sus cuadros son casi reproducciones fotográficas. Nada

más lejos de la realidad. Lo que hizo Constable fue más bien adaptar aquello que veía a los medios de que disponía. Eso sí, como pintor innovador que era, quería rehuir las normas preestablecidas de la pintura paisajista de la época. Las gamas de color eran entonces algo muy calculado. Así, por ejemplo, los colores cálidos (especialmente las tonalidades pardas y doradas) debían estar en primer término, mientras que los fondos debían diluirse en un azul pálido. Existían recetas para pintar las nubes y los troncos de los árboles, las rocas y el agua de los ríos. Es bien sabido que los pintores de la época, probablemente también Constable en alguna ocasión, solían pintar no mirando el paisaje al natural sino reflejado en un espejo que les facilitaba la tarea al reducirles la gama de tonalidades del paisaje y uniformizarles el conjunto en un todo menos detallado pero más simple. Este espejo (fig. 3) llamado «de Claude» (por su posible inventor, el pintor francés Claude Lorraine) era un espejo pequeño, cóncavo, de color negro, que reducía el paisaje sintetizando las tonalidades de colores volviéndolas más simples.

Fig. 3. E spejo de Claude.

El pintor solo tenía que recrear la uniforme gradación de colores reflejada en el espejo de Claude y traspasarla a la tela. Como nos recuerda Gombrich, los paisajistas de los siglos xviii y xix consiguieron interesantes efectos con este procedimiento. Cuando Constable puso en tela de juicio la necesidad de limitarse a una escala única y quiso respetar un poco más el verde local de la hierba, no lo hizo con la voluntad de hacer una mera copia o imitación del natural, sino de conseguir un efecto artístico mediante una nueva forma de pintar el paisaje consistente en sugerir, según sus propias palabras, «los efectos evanescentes del claroscuro natural». Constable despreció todas las fórmulas establecidas, las cuales probablemente le debían parecer que no producían ya nada nuevo, y quiso acercarse a la realidad. «El gran vicio de nuestra época es la audacia, el intento de hacer algo más allá de la verdad» —llegó a decir el artista en una carta— . Como muchos artistas innovadores, fue mal recibido por el gran público, aunque solo al principio. Muy pronto el público se acostumbró al verde hierba de Constable y cuando más tarde volvió la vista a los paisajes más claros de Corot fue invadido por una sensación de luz que le resultaba placentera, y no echó en falta las gradaciones tonales que se consideraban indispensables en la pintura paisajística del siglo xviii. Como dice Gombrich, el público había aprendido una nueva notación y extendido el registro de su conciencia visual. Volveremos a encontrarnos con una dificultad semejante cuando años más tarde, hacia 1875, algunos científicos, como el fisiólogo austriaco Ernst Wilhelm Ritter von Brücke, se atrevieran a dictar sentencia con respecto al problema de la luz en la pintura. Según Brücke, los pintores estaban destinados a fracasar en su intento de traspasar la sensación de luz a la tela. Hoy sabemos que estaba equivocado. Los experimentos de Claude Monet en esa misma época fueron la prueba de lo contrario. La fig. 4 corresponde a su famoso óleo de la fachada de la Catedral de Ruán al mediodía (1894), en el que Monet consiguió plasmar la reverberación que produce la luz a esa hora del día.

Fig. 4. M onet: Catedral deR ou en al m ediodía (1892-1894). M usée M arm o ttan M onet, París.

La fig. 5 corresponde a un cuadro especialmente famoso porque es el que dio nombre al movimiento impresionista: Impresión. Sol naciente (1872), obra presentada en la exposición que dio origen al grupo en 1874. Es bien conocida la anécdota que dio origen a la denominación de este estilo de pintura. El crítico Louis Leroy encontró el óleo de Monet, una vista de Le Havre al amanecer, particularmente risible, y utilizó la palabra «impresionismo» en su crónica despectivamente para referirse al hecho de que aquella pintura no era un cuadro acabado sino una mera impresión del momento injustificable como obra de arte. Así se refería a la que, retrospectivamente, podemos considerar una de las obras más revolucionarias de su tiempo. Hoy quizá hemos olvidado que muchos términos (gótico, manierismo, barroco...) nacieron como términos despectivos para referirse a estilos y tendencias artísticas que resultaron en un primer momento chocantes, bizarros, por completo extraños a la sensibilidad

de un público demasiado acostumbrado a un arte que, mediante aquellas atrevidas y casi insultantes obras, estaba poniéndose en cuestión.

Fig. 5. M onet: Impresión. Sol naciente (1873). M usée M arm o ttan M onet, París.

Los ejemplos podrían multiplicarse en todas las artes. Y sería muy ilustrativo comprobar que los experimentos revolucionarios en arte, los que han llevado a nuevas formas artísticas, fueron mal recibidos y mal comprendidos en sus inicios. Recordemos el famoso caso del ballet La consagración de la primavera, una de las obras musicales más revolucionarias del siglo xx por sus innovaciones en armonía, timbre y ritmo, que fue recibido con tal desagrado por parte del público — aquella noche del estreno en el Teatro des Champs Elisées en 1913— que en la segunda parte tuvieron que hacer acto de presencia las fuerzas del orden para evitar agresiones y destrozos. Evidentemente, al público de entonces le faltaba la educación necesaria para advertir no solo lo profundamente innovador de aquella obra, sino también la estética y estructura interna de una obra que hoy nos resulta tremendamente familiar y natural. Volviendo a la pintura, la falta de familiaridad con el objeto

que se intenta representar (el que supuestamente se copia del natural o de un dibujo previo) puede ocasionar errores de comprensión fundamentales. Ejemplos de este tipo abundan en el libro de Gombrich y están destinados a mostrar que el artista nunca parte de cero, sino de un código previo, establecido por la tradición y aprendido trabajosamente por el artista durante su tiempo de aprendizaje. Un buen dibujante podría, por ejemplo, intentar copiar grabados de Hokusai (véase fig. 6) hasta quedar, después de varios intentos, bastante satisfecho. De hecho, sé de alguien que lo hizo y tuvo que enfrentarse a la pérdida inmediata de sus ilusiones cuando una persona de raza oriental a quien enseñó orgulloso sus dibujos, le dijo que «no había entendido» (sic) ciertos motivos de los ropajes.

Fig. 6. G rabado de H okusai.

El dibujante quedó perplejo mirando los detalles a los que se refería y hubo de confesar que seguía sin entender aquellos detalles. Sin duda, su falta de familiaridad con la ornamentación nipona, es más, su desconocimiento

de todo cuanto tiene que ver con lo japonés, explican fácilmente su falta de capacidad para entender, pues eso era al fin y al cabo. Esta misma falta de familiaridad con el objeto de su dibujo, en este caso la anatomía de una ballena, llevó al artista holandés del grabado siguiente (fig. 7) a dibujar una aleta demasiado cercana a la cabeza del animal, pues quizá le recordaría una oreja (se trata de un grabado que representa una ballena arrojada por el mar a las costas de Holanda y data de 1598). Este mismo error fue transmitido en otros grabados inmediatamente posteriores y supuestamente dibujados del natural. Esto quizá recuerde la divertida anécdota relacionada con la fig. 8, el rinoceronte de Durero, que hasta bien entrado el siglo xviii constituyó el modelo para representar a este animal perisodáctilo, incluso en los tratados de zoología.

Fig. 7. G rabado holandés de 1598.

Fig. 8. D urero: Rinoceronte (1515). M useo B ritánico.

Volvamos ahora a la idea general de Gombrich. La idea es, pues, que el artista no copia o imita, sino que traduce mediante algo semejante a un código, y esto es lo que explica que ciertas cosas fueran posibles y otras no lo fueran en cierto momento dado. El degustador del arte, y no digamos ya el historiador, tiene la misión de hacer el esfuerzo (porque se trata de un esfuerzo, y no precisamente de uno fácil, que además puede exigir bastante tiempo) de situarse en la época para disfrutar de los hallazgos del artista; hallazgos que indudablemente ha de tener, porque si no la obra no sería una obra de arte digna de mayor consideración. Las obras especialmente novedosas, por otra parte, nos revelaron, a través de la intuición prodigiosa del artista, nuevos aspectos de la realidad y de nuestra manera de percibirla (o en general entenderla), y con ellos, nuevas disposiciones del espectador, oyente. a tener una experiencia placentera ante la obra de arte; y es aquí donde la idea de descubrimiento y de experimento, provenientes del mundo de la ciencia, encuentran su aplicación en el arte.

«El artista — dice Gombrich en Norma y Forma— trabaja como un científico. Sus obras existen no solo por su interés intrínseco, sino también para mostrar ciertas soluciones a problemas. Las crea para que todos las admiren pero con la vista puesta principalmente en sus colegas artistas y en los entendidos, capaces de apreciar el ingenio de la solución ofrecida» (Gombrich, 1985, p. 27).

Gombrich equipara así la historia de la ciencia a la del arte; ambas son historias de descubrimientos, solo que la historia del arte hace descubrimientos psicológicos: cómo nuestro sistema perceptivo es capaz de adaptarse a la realidad percibida e interpretarla de ciertos modos, e incluso de tener placer con ella: la historia del arte se podría describir así «como un forjar llaves maestras para abrir las misteriosas cerraduras de nuestros sentidos» (Gombrich, 2003, p. 304). El arte se convierte entonces en un proceso de exploración y experimentación en el campo de nuestras capacidades perceptivas. Valga decir que Gombrich toma claramente de Popper la idea de conjeturas y refutaciones (Gombrich habla de «ensayo y error»). No hay progreso en el sentido de descubrir nuevos aspectos de la realidad y las leyes que los gobiernan, sino en el sentido de descubrir nuevas capacidades perceptivas antes insospechadas. Lo que nos enseñan las obras de arte es, pues, a mirar la realidad de manera diferente y a reconocer nuevas formas en ella. La otra enseñanza de Gombrich es que esto no se logra desde la nada. El aprendizaje de un estilo y de una técnica son elementos indispensables para lograr una representación que pueda ser reconocida como tal. Como diría Wolfflin, un cuadro debe más a los cuadros precedentes que a la propia realidad que supuestamente trata de representar. Lo mismo valdría para la historia de la música e incluso de la literatura. No solo para las artes plásticas. En toda obra de arte hay, pues, un doble elemento cognitivo: uno lleva la carga implícita de un sistema de conocimiento que organiza la realidad de cierto modo y que es aquel que permite al artista partir de una base para comenzar a crear; el otro es una indicación de una dirección de investigación en el estudio de nuestras propias maneras de percibir. De ahí que la psicología y la sociología sean, para

Gombrich, instrumentos tan importantes para el historiador y el estudioso del arte4. Que al arte le son esenciales los aspectos cognitivos es algo que volvemos a encontrar de forma manifiesta en Nelson Goodman — quien menciona a Gombrich y su cita de Constable en Languages of art5. 4. Arte, ciencia y cultura humanística a las puertas del siglo xxi

Para continuar estas reflexiones sobre las relaciones entre ciencia y arte resultará importante detenernos en la figura de Erwin Panofksy, padre de los estudios iconológicos. Como Gombrich, Panoksky pertenecía a la escuela inaugurada por Aby Warburg y, como él, fue en experto en la iconografía del Renacimiento. Nadie ha superado hasta ahora sus estudios dedicados al arte flamenco, a Durero o a Piero di Cosimo. De las ideas que hemos visto hasta aquí, la más explotada por Panofksy es aquella según la cual la obra de arte no nace de la nada, sino que se encuadra dentro de un código que nos dice cuáles son imágenes válidas y cuáles no, solo que Panofsky amplía todavía más esta idea y va más allá: una obra de arte es reflejo de todo un sistema de cultura, de toda una Weltanschauung. El estudioso del arte es un humanista, en el antiguo y más auténtico sentido de la palabra, cuya vasta formación cultural le permite leer, interpretar las obras de arte desde un lugar privilegiado, que si bien no le capacita para darnos una lectura definitiva (pues cualquier lectura está siempre abierta a la posibilidad de una refutación), sí lo pone, al menos en principio, inmediatamente por encima del lego, aunque a veces — admite Panofsky— la erudición puede ser un obstáculo y estar desprovista de inteligencia. Según Panofksy, y esta va a ser una de sus contribuciones fundamentales, la forma no puede separarse del contenido: la distribución del color y las líneas, la luz y la sombra, los 4 Este mismo pensamiento sobre la obra de arte como descubrimiento psicológico se halla muy claramente expuesto en la obra de Rudolf Arnheim (1904-2007), especialmente en su obra maestra Arte y percepción visual (1954). 5 Véase Goodman (1968, p. 33).

volúmenes y los planos, por placenteros que sean como espectáculo visual, deben entenderse también como algo que comporta un significado que sobrepasa lo visual (hay aquí una diferencia con Gombrich, pues mientras que para Gombrich los recursos técnicos de representación, pongamos por ejemplo, la perspectiva, son fundamentalmente convencionales, establecidos tras largas series de ensayos y errores, Panofsky otorga a dichos recursos una función simbólica profunda — esta, por otra parte importante, diferencia no la quería explotar en este capítulo pues me llevaría demasiado lejos—). En un primer plano (no tan primero, pues un verdadero análisis de una obra de arte debe comenzar con una descripción puramente material, fáctica, de la obra y, por tanto, preiconográfica), el estudioso del arte debe identificar imágenes y alegorías en las figuras que tiene delante. Esto es algo que requiere conocimiento, aunque un conocimiento que se puede adquirir de forma relativamente fácil. Tener a mano la Iconografía de Cesare Ripa o la Legenda Aurea de Jacobo de la Vorágine nos podría solucionar bastantes problemas desde un inicio. Lo que en un segundo plano debe realizar el estudioso es bastante más complicado y requiere del concurso de todos sus vastos conocimientos referidos a casi todos los ámbitos de la cultura: el valor simbólico y la significación cultural de una obra, que a menudo inconscientemente son trasladados por el artista a la obra de arte. Esta lectura más compleja desde luego no la puede dictar tratado sistemático alguno. Es más bien campo de la intuición, más refinada cuanto más experimentada y cuanto más bañada en el estudio de la cultura como un todo. Dice Panofsky: «La interpretación de lo que yo llamo significación intrínseca o contenido, que trata de lo que hemos llamado significación simbólica profunda en vez de imágenes, historias y alegorías, requiere algo más que el conocimiento de temas o conceptos específicos, tal como los transmiten las fuentes literarias. Cuando queremos captar los principios básicos que subyacen en la elección y presentación de motivos, de la misma forma que en la

producción e interpretación de imágenes, historias y alegorías, y que dan significado incluso a las disposiciones formales y a los procedimientos técnicos empleados, no podemos esperar encontrar un texto individual que cuadre con estos principios básicos, de la misma forma que San Juan XIII (21 y ss.) corresponde a la iconografía de la Últim a Cena. Para comprender estos principios necesitamos una facultad mental similar a la del que hace un diagnóstico — una facultad que no puedo describir mejor que con el bastante desacreditado término de “intuición sintética” y que puede estar más desarrollada en un aficionado inteligente que en un erudito estudioso» (Panofsky, 1977, p. 23).

Mientras el científico aspira a establecer un sistema que explique los fenómenos naturales, el estudioso del arte, el humanista, trata de extraer de la caótica confusión de los testimonios del pasado un sistema o cosmovisión del mundo. Como el científico, el humanista se basa en la observación de hechos y en el análisis sistemático de sus interconexiones. Igualmente, sus teorías están sujetas a contrastación empírica. Y así como el científico se vale de instrumentos, así él también se basa en herramientas para el análisis objetivo de documentos (herramientas que también pueden ser científicas, como los rayos X para detectarpentimenti, o los análisis químicos para identificar pigmentos). Solo que en última instancia, para la lectura completa de una obra de arte ya no podemos ampararnos en una teoría sistemática fija, sino que la intuición es nuevamente el camino para recrear el resultado artístico y situarlo debidamente en un sistema de cultura. La investigación puramente arqueológico-histórica es ciega sin esa capacidad intuitiva de recrear, sin esa sensibilidad estética tan valiosa para el humanista. Lo primero, acaso podríamos decir, acerca el mundo del arte a la ciencia, lo segundo en última instancia los distingue (si bien dicha intuición también resulta importante en la actividad científica). Para mostrar que el estudio del significado de la obra de arte puede llegar a ser muy complicado, a veces incluso para el propio experto, podemos tomar como ejemplo una pintura muy conocida, Las Hilanderas, de Velázquez (fig.

9). Panofsky hubiera preferido, desde luego, una obra del Renacimiento. Hoy es comúnmente admitido que esta pintura representa la historia de Atenea y Aracne, que se describe en el libro VI de las Metamorfosis de Ovidio. Esta lectura permaneció inadvertida para los estudiosos hasta muy tarde. Incluso Carl Justi, el insuperable estudioso de Velázquez y su tiempo, pensó que se trataba meramente de una pintura de género que mostraba una escena cotidiana en el interior de una fábrica de tapices. Hoy la interpretación más ampliamente aceptada es que debajo de la lectura mitológica hay una lectura más profunda, de manifiesto artístico (como en Las Meninas), según la cual se pretendería hacer apología de las bellas artes y mostrar la superioridad de la pintura sobre la artesanía, estableciendo una especie de origen divino para la figura del genio artístico (que por supuesto sería Velázquez). En general, esto tiene que ver con que la obra de arte permite, obviamente, lecturas ilimitadas y ahí radica precisamente su grandeza. Pero también está relacionado con algo mucho más concreto y cultural: la superposición de lecturas, una mitológica y otra moral, por ejemplo, era un juego típico del Barroco, como bien sabemos por la literatura de la época, y las artes plásticas no son una excepción. Sea como fuere, lo cierto es que el autor del cuadro le confirió una importancia decisiva entre sus obras, pues, incluso a distancia, resultan evidentes los recursos novedosos, revolucionarios, en el uso del color y lo difuminado de los contornos o en la rapidez y soltura del trazado de las pinceladas. Por cierto, el detalle de la rueca moviéndose es citado por Gombrich como el primer resultado exitoso de los muchos ensayos que hubo en la pintura anterior para representar el movimiento. No es extraño que los impresionistas se declararan herederos de cuadros como este. El estudioso del arte debe por fin advertir estos detalles y ponerlos en el debido contexto de la historia de la pintura, explicar su importancia para la evolución de la representación pictórica y situarlos en la historia general de la cultura, una tarea nada fácil, sin duda. Si se me pregunta si todos estos elementos son necesarios para disfrutar de la pintura les diré que hasta cierto punto quizá no, pero que ayudan mucho. Desde luego, nos garantizan en general un mayor disfrute, de la misma forma que un madrigal

de Monteverdi lo disfruta más quien es capaz de entender la forma sutil en que la música está conectada con el texto, siguiendo la teoría de los affetti, y todavía más si es consciente de las aportaciones novedosas en armonía salidas del genio del compositor.

Fig. 9 V elázquez: Las hilanderas, ca. 1657. El Prado.

5. A rte, ciencia y cognición según Nelson Goodman

El último autor en el que nos vamos a detener es acaso la figura más importante en el contexto de la presente discusión: Nelson Goodman. En general, podemos decir que, aunque inicialmente provocadoras y poco ortodoxas, muchas de las opiniones de Goodman sobre arte han prevalecido de algún modo. Me atrevería a cifrar la importancia de la estética goodmaniana en tres puntos principales. En primer lugar, su clásico de 1968 tiene el mérito de ser una de las primeras obras en situar la discusión sobre estética en el campo de la

filosofía analítica del lenguaje6. En este sentido, se ha insistido en que una de las motivaciones de Goodman al escribir su obra fue romper con la tradición estética dominante, fuera de tendencia idealista (Collingwood y sus seguidores) o de tendencia empirista deweyana (Monroe Beardsley)7. En segundo lugar, la obra de Goodman se presenta como una teoría general de las artes que tiene en cuenta su especificidad. No se trata de un conjunto asistemático de reflexiones abstractas sobre la esencia y el sentido de la obra de arte. Antes al contrario, el suyo es un estudio sistemático del lenguaje de las artes a través de una teoría general de los símbolos, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo la idiosincrasia de cada arte y, en él, demuestra su familiaridad no solo con las anteriores teorías de los símbolos (las de Peirce, Cassirer, Morris, el propio Panofsky) sino también, como revela sobre todo su análisis de la notación, con teorías y estudios específicos de cada una de las artes (desde la pintura o la escultura hasta la literatura o la arquitectura, pasando por la música o la danza). Una ojeada a las citas y referencias en notas a pie de página de su libro, y quedamos rápidamente convencidos del saber casi enciclopédico de Goodman en casi todos los campos del arte8. Finalmente, la idea goodmaniana de que la obra de arte es una entidad con significado, con valor cognitivo, que requiere de interpretación y, por tanto, de recreación por parte del espectador o lector, pervive en muchas teorías contemporáneas del arte y la literatura, que han acabado con la idea de que el arte era cuestión de una mera contemplación o apreciación pasiva. Ya sabemos que en este punto no estaba solo, siendo Gombrich uno de los principales valedores de esta idea; Goodman todavía la acentúa más. En efecto, una de las ideas más estimulantes de Goodman fue la 6 Como muchos otros libros del autor, Languages o f art se basa en una serie de conferencias previas, las John L ocke Lectures, que impartió en la Universidad de Oxford en 1962. 7 Véase Robinson (2000), p. 213. 8 Quizá no esté de más recordar que Goodman fue también un apasionado galerista y coleccionista de arte que donó sus obras a varios museos y que dirigió en Harvard un programa interdisciplinar de estudio de las artes (que hasta donde yo sé, continúa existiendo hoy día), así como un festival de danza. Él mismo es autor de proyectos multimedia que combinan música, danza y pintura, por ejemplo «Rabbit run» (1973), adaptación musical y coreográfica de la novela de John Updike.

tesis de que el arte no está tan separado de la ciencia como en principio pudiera parecer, sino que, para utilizar sus propias palabras: «Las artes no deben tomarse menos seriamente que las ciencias en cuanto modos de descubrimiento, creación y ampliación del conocimiento en el amplio sentido de avance y entendimiento» (Goodman, 1978, p. 102)9.

Cada obra de arte es, en cierto modo, el descubrimiento de una manera particular y perfectamente posible de ver el mundo, nos ofrece un modo posible de percibirlo y comprenderlo, y ha de ser juzgada fundamentalmente por sus propósitos cognitivos10. Hacia el final de Languages ofA rt (1968, p. 264), Goodman escribe estas reveladoras palabras: «La diferencia entre arte y ciencia no es la diferencia entre sentimiento y hecho, intuición e inferencia [...] o verdad y belleza, sino más bien la diferencia en el dominio de ciertas características específicas de los símbolos.»

Ni siquiera es posible distinguir entre ciencia y arte a partir de su diferente función: Goodman niega que se pueda distinguir taxativamente la ciencia del arte diciendo que la primera se ocupe del conocimiento y el segundo de buscar el placer o satisfacción emocional. Insiste en que es un error separar percepción, inferencia, conjetura, etcétera por un lado, de placer, displacer, satisfacción, etcétera, por otro, porque nos impide darnos cuenta de que justamente la función de las emociones en la experiencia estética es cognitiva. También insiste en que el empleo cognitivo de las emociones no es algo característico del arte por oposición a la ciencia11. 9 La traducción es mía. 10 «Symbolizing, then, is to be judged fundamentally by how well it serves the cognitive purpose [...] by how it participates in the making, manipulation, retention, and transformation of knowledge» (1968, p. 258). 11 «Cognitive employment of the emotions is neither present in every aesthetic nor absent from every nonaesthetic experience» (1968, p. 251).

Ahora bien, esta íntima conexión del arte con la ciencia no implica para Goodman que el arte sea reducible o supervenga sobre un sistema científico12. Según Goodman, cada una de estas múltiples versiones «realizan» mundos, pero no hay una sola versión que, por así decirlo, represente el mundo real tal como es. Goodman es un constructivista y un relativista (sutil). Su pluralismo no es compatible con el realismo. Por tanto, podemos preguntarnos 1) hasta qué punto son concluyentes los argumentos de Goodman en contra del reduccionismo; y 2) hasta qué punto el realismo implica monismo, como asume Goodman. Estas dos preguntas están relacionadas, pues si el pluralismo es compatible con el reduccionismo, es decir, si la idea de que hay distintos mundos, en el sentido goodmaniano de múltiples versiones, puede mantenerse aún pensando que esos distintos mundos son reducibles a una versión común (que «representaría» el mundo real), entonces hay un pluralismo alternativo al de Goodman, que es de corte realista13. En Goodman es muy fuerte este componente en última instancia nominalista según el cual estamos, por así decir, prisioneros de un lenguaje u otro: «Estamos confinados a los modos de descripción empleados al describir lo que describimos. Nuestro mundo, por decirlo de algún modo, consiste en esos modos más que en un mundo o en varios» (Goodman, 1978, p. 3)14.

Bajo la expresión «lo que describimos», uno podría pensar que Goodman permite la existencia de algo independiente de nuestras descripciones. Sin embargo, poco después, el autor subraya: «No podemos examinar una versión comparándola con un mundo no descrito, no representado, no percibido». Presumiblemente, su argumento es que para establecer tal comparación ya tenemos que partir de una manera de describirlo. El relativismo de Goodman ha sido ampliamente criticado tanto desde un punto exclusivamente filosófico 12 13 14

Como bien arguye, por ejemplo, Elgin (2000, p. 219). Esta es precisamente la tesis defendida por Scheffler (2000). Siempre en mi traducción.

como desde el punto de vista de la teoría del arte15. Sin embargo, el relativismo de Goodman tiene sus límites, pues no se presenta como un relativismo burdo: Goodman admite que hay versiones correctas y otras que no lo son. Un intento de construir un mundo puede fracasar. Si esto es así, uno podría argumentar si «el mundo» no sea el trasunto o referencia común de todas esas versiones correctas. ¿Qué indica cuáles son versiones correctas y cuáles no? Pues, en principio, las reglas sintácticas y semánticas que rigen un lenguaje artístico, y Goodman estudia varios a lo largo de su libro (desde la notación musical o la labanotación en danza a las distintas formas de expresión pictórica o los distintos registros literarios). Por supuesto, el arte debe estar abierto al descubrimiento de nuevas reglas. Ninguna forma o lenguaje tiene privilegio sobre otro, ni siquiera los hoy existentes, los que se han impuesto sobre las abandonadas formas del pasado. Para Goodman, no tiene sentido hablar de un estilo realista en arte, porque para él no hay base posible de comparación aparte del propio sistema simbólico en el que la obra de arte ha sido realizada. Todo lector de Languages ofArt recuerda la insistente y elaborada argumentación al principio de la obra con el fin de mostrar cuán equivocada está toda concepción del arte como imitación. En este punto coincide completamente, pues, con Gombrich. Cita la famosa frase de Gombrich de que el ojo nunca es inocente y cita también muchos trabajos que tienen que ver con la influencia de la cultura en la percepción. La representación no es algo intrínseco del objeto que tiene la función de representar sino que depende del sistema simbólico en virtud del cual representa. De ahí su conocida afirmación de que cualquier cosa puede representar cualquier cosa (dependiendo siempre del sistema de símbolos) y, su no tan conocida pero igualmente significativa aserción de que representar es una cuestión más de clasificar objetos que de imitarlos (este es un punto en el que haré hincapié más adelante). Así como qué cosas consideramos clases naturales depende de cómo estamos habituados a clasificar el mundo (como sabemos por su famoso 15

Gombrich (1972) y Gombrich (1982) son dos referencias clásicas.

artículo sobre el nuevo enigma de la inducción), así qué consideramos una representación realista es también una cuestión de hábito. Goodman pone el ejemplo de cómo la manera de representar algo para un japonés del siglo xviii y para un egipcio de la época faraónica son cosas completamente distintas: el realismo está determinado por el particular sistema de representación considerado estándar en una cultura y un tiempo dados16. Obviamente, y este es uno de los puntos en los que Goodman ha recibido más críticas, el estudio del arte no puede agotarse solamente en los aspectos sintácticos o semánticos. Hay en la obra de Goodman ciertas insinuaciones o incluso afirmaciones explícitas que pueden hacernos reconsiderar un elemento pragmático en su análisis por otro lado típicamente formalista. Por lo demás, Goodman introduce un término técnico con el objeto de mostrar qué diferencia el arte de cualquier otro sistema de representación simbólica no artístico (Goodman compara aquí un dibujo de Hokusai con un electrocardiograma17). El término en cuestión es el de «repleción» (repleteness), una noción considerada por Goodman como sintáctica, pero que se refiere a la relevancia de las características de la representación no artísticas (si son o no suficientes para transmitir la información esperada): para el dibujo son relevantes, es más: necesarias, toda una serie de características como lo delgado o grueso del trazo de la línea, el color de la tinta, el contraste con el fondo, etcétera, que para el electrocardiograma no son relevantes. Sin embargo, no hace falta pensar mucho para darse cuenta de que esta noción solo establece una diferencia de grado y nunca definitiva. Como criterio de demarcación, caso de convencernos, es sencillamente insuficiente. Todos los criterios sintácticos y semánticos que Goodman establece en su teoría de la notación son, de hecho y aun en el caso de considerarlos adecuados, insuficientes como criterios de demarcación entre lo artístico y lo no artístico. En algunos pasajes de su obra, Goodman parece darse cuenta de este hecho. 16 17

Goodman (1968), p. 37. Goodman (1968), p. 229.

Al final de su análisis formalista en Languages of Art, en las últimas páginas del libro, llega a decir: «Todo este análisis técnico parece bastante lejano de la experiencia estética, pero creo que una cierta concepción de la naturaleza de la estética y de las artes comienza a emerger» (Goodman, 1968, p. 241).

Goodman complementa, pues, su teoría con elementos pragmáticos, pero estos claramente son muy insuficientes para constituir una teoría del arte en su totalidad. Hay muchos aspectos del arte que Goodman simplemente no explica ni puede explicar con su teoría. Goodman se limita a decir que los distintos lenguajes y estilos artísticos son convenciones adquiridas, hábitos de clasificar el mundo de cierta manera y establecidos por razones históricas y culturales más bien en un lugar que en otro, pero no nos dice en qué medida influyen, qué papel juegan, cuál es su función y cuáles sus mecanismos de interacción con el mundo. Tampoco explica adecuadamente la polivalencia y polisemia de las representaciones artísticas, la cual parece una de las cualidades consustanciales del arte, pues en estas parece jugar un papel no tanto el dominio de ciertos sistemas o códigos simbólicos por parte del espectador o lector, cuanto las emociones, la psicología y la propia cultura personal. Así, pues, sus criterios sintácticos y semánticos son precisos pero insuficientes, mientras que sus criterios pragmáticos son imprecisos y, por tanto, en cualquier caso también insuficientes. Pero él era, en gran medida, consciente de todas estas dificultades. 6 . Conclusión

La irrupción del relativismo y del subjetivismo en el pensamiento occidental, unida a lo que parece una crisis del arte contemporáneo, perdido entre tantas tendencias y visiones diferentes, incluso opuestas, ha ocasionado que se propague un pensamiento nada alentador acerca del estado y del futuro del

arte. Según dicho pensamiento, el arte tendría poco que ver con la ciencia, al haberse convertido en un ámbito en el que todo vale y todo el mundo parece tener la capacidad, el derecho e incluso el deber de opinar. Dependiendo de lo relativista que se sea y de si considera la ciencia como un dominio asimismo minado por el subjetivismo y la inexistencia de método, esto podría ser hasta un motivo de semejanza entre la ciencia y el arte. La idea de que en arte vale todo tiene sus antecedentes en la propia historia del arte contemporáneo, comenzando con los objetos sacados fuera de contexto de Duchamp o la célebre merda d ’artista de Piero Manzoni, hasta la ironía fenomenal de John Cage cuando escribe una partitura únicamente con silencios para ser «interpretada» por un pianista durante cuatro minutos y medio. Desde luego, todos estos experimentos pueden resultar interesantes como reflexiones metaestéticas y como invitación al juego, pero vuelven el problema más acuciante. Quizá una posible respuesta sea que no hay ningún problema, que el arte siempre está allí donde se quiera verlo, sin necesidad que lo sustente una razón de ser y menos aún un discurso teórico. Además, el arte — se nos dirá— siempre tuvo algo de juego, más explícitamente en unas que en otras obras. Después de todo, resulta absurda la idea de que el arte pueda verse como un resultado enteramente predeterminado por unas reglas. Sin embargo, los autores que hemos visto a lo largo de este capítulo muestran que el arte no nace ex nihilo de una mente caprichosa que impone un criterio o una determinada forma de ver el mundo tan válida como cualquier otra. De creer a Gombrich, la obra artística se impondrá en la medida en que solucione un problema de representación, en la medida en que contribuya a mejorar el poder de sugestión o de alusión a un concepto, un motivo, un pensamiento. Esto es, en la medida en que sea un descubrimiento. Por su parte, Goodman podría leerse equivocadamente con el fin de apoyar una suerte de relativismo en estética que, en realidad, él no defendió nunca. La enseñanza de Goodman es que el arte tiene importantes elementos cognitivos que un estudio sintáctico-semántico solo puede revelar en parte. Que todo lenguaje artístico es válido en la misma medida porque nos revela aspectos de una realidad que no podemos conocer en su totalidad.

Su enseñanza no es que todo vale, sino que toda forma artística es válida e interesante y contribuye a nuestro conocimiento. Sería como comparar diferentes teorías científicas que nos ayudan a organizar, predecir y explicar los fenómenos sin que de ninguna de ellas pueda decirse que es la «historia final», como los realistas y los reduccionistas pretenden. Finalmente, Panofsky nos enseña la lección más hermosa, pues para él el arte solo es tal en la medida en que sea una efectiva contribución a la cultura, en la medida en que contribuya a perfeccionar y enriquecer nuestro sistema o nuestra visión del mundo, y ello en el sentido humanista de la tradición clásica a la que pertenecía, ese sentido de exaltación de la dignidad humana que a un tiempo pone énfasis en los valores específicamente humanos (racionalidad y libertad) y es consciente de los defectos de su naturaleza imperfecta, esa tradición en definitiva de la que, para nuestra inmensa desgracia, estamos tan exentos hoy en día. Referencias bibliográficas

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II. CIENCIAS Y ARTES ESPECÍFICAS

José Sanmartín

Este texto se divide en tres partes. En la primera analizaré las opiniones corrientes y dominantes acerca de lo que es ciencia y lo que es poesía, sus similitudes (muchas) y sus coincidencias (escasas, por no decir que nulas). En la segunda parte, analizaré mis propias opiniones. No habrá grandes coincidencias con lo expuesto en la primera. En la tercera parte, intentaré sacar algunas conclusiones. Prim era parte

Creo que existe un cierto complejo de inferioridad de los poetas hacia los científicos y, por eso, suelen vengarse de ellos presentándolos como gente fría, sin emociones, más bien aburrida, tan aburrida como la imagen que de la enseñanza de las matemáticas en sus días infantiles recuerda Antonio Machado: Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. M onotonía de lluvia tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín Fugitivo, y muerto Abel, junto a una m ancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco truena el maestro, un anciano mal vestido, enjuto y seco, que lleva un libro en la mano. Y todo un coro infantil va cantando la lección: «mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón». Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. M onotonía de la lluvia en los cristales.

Entre los científicos corrientes domina, a su vez, la imagen del poeta como un tipo excéntrico que se deja llevar por las emociones y que traduce su subjetividad en negro sobre blanco. Un personaje, además, muy por debajo de los científicos en reconocimiento social. Pues, la ciencia, se opina, es el motor del Progreso. En esta imagen, por lo demás, tópica y tradicional de la ciencia, somos lo que somos y estamos como estamos gracias a los avances científicos, hechos de método y rigor, propiciados por el pensamiento sin emoción, única forma de alcanzar — se dice— la objetividad que une frente a la subjetividad que separa. Y esos avances nacen propiamente de la labor del científico como profesional de la objetividad y la Verdad — así, con mayúsculas— frente al poeta que lo es de la subjetividad y la belleza. Esta, la belleza, no pasa de ser un factor añadido en el caso de la ciencia; es, en cambio, esencial para la poesía. En esta imagen tradicional, la ciencia aspira, en definitiva, a la objetividad y, sobre todo, a la Verdad. La poesía se desliza por la otra vertiente: la de la subjetividad, y no es sino una explosión liberadora de emociones. La ciencia se desenvuelve en el ámbito público, en el complejo mundo de las cogniciones que llevan a lo objetivo y a lo verdadero. La poesía se mueve, por el contrario,

en el turbulento y confuso mundo de las emociones que afloran al abrir la espita de lo privado. Y en esta comparación, muy del gusto de la imagen tradicional de la ciencia, quien tiene las de perder en nuestro tiempo (quizá en todos los tiempos hasta hoy) es la poesía. Esta puede gustarnos, puede incluso ser una terapia para nuestra alma, pero quien realiza un servicio social absolutamente imprescindible es la ciencia. En efecto, la poesía es el ámbito de la emoción y es común considerar que nuestro éxito como especie no surge, precisamente, de nuestras emociones. Estas nacen en el llamado «cerebro límbico», constituido por algunas estructuras bastante primitivas desde un punto de vista temporal y más o menos similares a las de los animales superiores. Nuestra nota más distintiva desde un punto de vista biológico no es tener esas partes, sino haber desarrollado una corteza prefrontal extraordinariamente voluminosa. Ese crecimiento ocurrió hace cuatro días, hablando en términos evolutivos. Y en ese área radica nuestra capacidad de idear, de pensar, de juzgar, de comparar, de elegir, de tomar decisiones intencionalmente. También depende de nuestra corteza prefrontal el control o regulación voluntaria de nuestras emociones. Gracias a nuestra corteza prefrontal, nosotros, frente al resto de animales superiores, somos capaces de poner entre paréntesis nuestras emociones, a menudo ligadas a la satisfacción de necesidades básicas. Y podemos, entonces, ensimismarnos, secuestrarnos al mundo de lo instantáneo. Podemos, en suma, reflexionar libres de la urgencia del momento. Podemos elevarnos más allá de los acontecimientos espacio-temporalmente singulares, dirigiéndonos hacia lo universalmente verdadero, buscando respuestas generales a porqués, comparando opciones y eligiendo las más apropiadas para los fines prefijados. Y de esa capacidad surge la ciencia como instrumento volcado hacia fuera que trata de dar cuenta de por qué las cosas son como son. Solo a partir de ese conocimiento que nos depara la ciencia estamos en condiciones de orientarnos con éxito en el mundo, un éxito creciente al que llaman «Progreso». Lo cantan hasta los propios poetas. En este caso, una poetisa, Rosalía de Castro, cuando dice:

Desde los cuatro puntos cardinales de nuestro buen planeta — joven, pese a sus múltiples arrugas— , miles de inteligencias poderosas y activas, para ensanchar los campos de la ciencia, tan vastos ya que la razón se pierde en sus frondas inmensas, acuden a la cita que el Progreso les da desde su templo de cien puertas. Obreros incansables, ¡yo os saludo! llena de asombro y de respeto llena, viendo cómo la Fe que siguió un día hacia el desierto el santo anacoreta, hoy con la misma venda transparente hasta el umbral de lo imposible os lleva. ¡Esperad y creed!, crea el que cree, y ama con doble ardor aquel que espera.

Por eso, en un mundo como el nuestro en el que la inteligencia fría y metódica, que se supone característica de la ciencia, se valora muy por encima de la emoción, que se identifica con la turbulencia del alma, no es de extrañar que los poetas se sientan tentados, en ocasiones, de saltar la brecha que los separa de los científicos, o, cuando menos, que traten de inspirarse en la ciencia. Algunos lo hacen de manera festiva y ligera, como Rafael Alberti cuando, al hablar de la línea, dice: A T I, contorno de la gracia humana, recta, curva, bailable geometría, delirante en la luz, caligrafía que diluye la niebla más liviana. A ti, sumisa cuanto más tirana, misteriosa de flor y astronomía imprescindible al sueño y la poesía, urgente al curso que tu ley dimana.

A ti, bella expresión de lo distinto, complejidad, araña, laberinto donde se mueve presa la figura. El infinito azul es tu palacio. Te canta el punto ardiendo en el espacio. A ti, andamio y sostén de la Pintura.

Otros, como Neruda, imprimen un aire más solemne que me recuerda, no sé por qué, a un Góngora de metales, cuando en su Canto General dice: ...dormía el cobre en sus sulfúricas estratas, y el antimonio iba de capa en capa a la profundidad de nuestra estrella. La hulla brillaba de resplandores negros como el total reverso de la nieve, negro hielo enquistado en la secreta tormenta inmóvil de la tierra, cuando un fulgor de pájaro amarillo enterró las corrientes del azufre al pie de las glaciales cordilleras. El vanadio se vestía de lluvia para entrar a la cámara del moro, afilaba cuchillos el tungsteno y el bismuto trenzaba medicinales cabelleras. Las luciérnagas equivocadas aún continuaban en la altura, soltando goteras de fósforo...

Por cierto que la física y la química, presente en este Canto General, parecen ser buenas musas. Así, en España, el magnífico poeta David Jou es catedrático de física en la Universidad Autónoma de Barcelona; también es profesor de esta disciplina y de química Jerónimo Hurtado en nuestra Comunidad. Más lejano, Coleridge decía asistir a las clases de química de la Royal Institution para enriquecer sus provisiones de metáforas.

Pero que haya profesores o expertos en la ciencia que hagan poesía o poetas que admiren la ciencia no debe confundirnos, si nos movemos por los vericuetos de la imagen tradicional de lo que es la ciencia, como estamos haciendo hasta ahora. En esta imagen, una cosa es la poesía y otra bien distinta es la ciencia. La primera es divertimento para el alma. La ciencia es, en cambio, la clave fría y metódica de entendimiento del mundo, que nos permite su control riguroso y eficaz para facilitarnos la existencia y alcanzar cotas de bienestar creciente, cosas estas que se logran, precisamente, a base de controlar racionalmente nuestras emociones, poniéndolas entre paréntesis para favorecer una reflexión objetiva que nos permita el control de la naturaleza. Eso, nada más y nada menos, que es la ciencia y es lo que la ciencia permite en su imagen dominante: la clave de nuestro éxito en una naturaleza hostil, que hemos logrado doblegar adaptándola a nuestras necesidades en una clara inversión del sentido de la evolución animal. Los demás animales están al dictado de la naturaleza. Se adaptan a sus caprichos o sucumben. Nosotros, no. Nosotros, gracias a la ciencia y a su hija predilecta, la tecnología, hemos invertido el proceso. Tratamos de liberarnos de la naturaleza y de sus cambios, erradicando de ella cuanto nos causa necesidades o, incluso, incomodidades. Hemos reemplazado las cuevas por casas y hemos traído a ellas el agua, y el calor cuando hace frío, y el frío cuando hace calor. Hemos creado, en suma, todo un mundo de productos de la cultura que hemos superpuesto a la naturaleza. Y cada vez estamos más desadaptados de esta y más adaptados a nuestro entorno cultural. Cada vez somos más cultura y menos natura. Precisamente a este proceso de desadaptación creciente de la naturaleza es a lo que llamamos «progreso». Por ello, en esta imagen tradicional, a la ciencia se le perdona todo: sus errores y efectos problemáticos, porque se cree que, más pronto o más tarde, se subsanarán, siendo reemplazados por nuevos hallazgos científicos que abrirán expectativas aún más amplias y que incrementarán el progreso. Se le perdona, incluso, la creación de castas en el área del conocimiento: las de arriba son las de los científicos, los autores materiales del progreso; las de

abajo, son las de los humanistas y similares, como los poetas o los filósofos, gentes que nos entretienen e, incluso, nos hacen pensar, pero cuyas actividades son perfectamente prescindibles si lo que nos inquieta es nuestro bienestar. Segunda parte

En esta imagen tradicional de la ciencia, que es la imagen corriente y prevalente de la ciencia, hay verdades y mentiras. Paso ahora a deslindar entre unas y otras, esbozando mis propias opiniones sobre estos temas. Me recuerdo a mí mismo enfrentado casi siempre a las creencias y pensamientos dominantes. No es una buena receta, se lo aseguro a ustedes, para triunfar en la vida. Pero, ni me importa hoy, ni me ha importado nunca un comino. No hay nada más reconfortante que ser uno dueño de sus propios y muchos errores, pero también de sus escasos aciertos. Por tanto, seguiré mi propio camino también en este caso. Aproximarse a la ciencia desde la perspectiva tradicional es algo similar a padecer una ceguera selectiva. Es como ver solo las altas y escarpadas cumbres y no los valles verdes que se despliegan a sus pies. Pero la ciencia está formada por unas y otros. Es cierto que a lo largo de la historia ha habido algunos gigantes, y también «gigantas», aunque ocultas por el peso de la tradición sexista que ha sido y sigue siendo asfixiante. Esos gigantes han sido los constructores de las grandes teorías científicas. Figuran entre ellos Ptolomeo y Copérnico, con sus teorías acerca del movimiento de los orbes celestes, Galileo con sus leyes acerca de la caída de graves, Newton con su dinámica, Darwin con su concepción evolucionista de las especies, Einstein con su teoría de la relatividad, etcétera, etcétera, etcétera. Son todos ellos individuos impresionantes que, en la mayoría de los casos, fueron capaces de sintetizar y hacer suyo el pensamiento ajeno, poniéndole una guinda propia. A veces esa guinda ha consistido nada menos que en ver del revés cuanto integraba esos saberes ajenos, cambiar en definitiva la perspectiva

de forma radical. Pero que nadie piense que tal cosa carece de valor por ser sencilla. Todo lo contrario. No creo que haya nada más difícil que situarse frente a una tradición, a veces milenaria y avalada incluso por nuestros sentidos, y leer de izquierda a derecha los renglones que venían leyéndose de derecha a izquierda. Estas figuras revolucionarias se parecen mucho a una catástrofe geomorfológica, que, a veces, hace desaparecer unas montañas y origina otras. Al igual que el cataclismo altera la faz de la tierra, los científicos citados han cambiado el rostro de la ciencia de su tiempo, inaugurando una época de turbulencias que, en ocasiones, se ha llevado por delante teorías científicas de vida larguísima. Además no son catástrofes instantáneas. Pueden durar mucho tiempo, tanto como sea la resistencia de las teorías atacadas. Esas teorías son a modo de tinglados que amparan en su seno a comunidades integradas por gnomos científicos, dedicados a reparar hoy esta viga un tanto carcomida y mañana aquel dintel que chirría, o que se afanan en ampliar cobertizos y otras piezas adheridas a la construcción principal. Son los científicos ordinarios que viven en los valles, a la sombra de las grandes cumbres que construyeron otros, los gigantes a que antes me he referido. Estos, los gigantes, fueron gnomos en sus inicios, pero tuvieron el enorme de valor de rebelarse un buen día contra lo que creían y pensaban los gnomos de su comunidad. Cuando estos decían percibir la mano de Dios tras cada ser vivo, dándole forma a su imagen y semejanza, al gigante de turno se le ocurría nada menos que la naturaleza no solo no tenía fines, no existía para dar testimonio de la grandeza de Dios, sino que, además, producía nuevas especies de seres vivos como fruto de la interacción de dos fuerzas un tanto ciegas: la mutación aleatoria y la selección de los más eficaces. Dios era perfectamente prescindible en este juego. Imaginemos todo esto dicho en la segunda mitad del siglo xix, con más de diecinueve siglos hablando de creacionismo y de fijismo. Según estas concepciones, Dios crea los seres vivos y los crea de una vez por todas: así, con esta configuración, para siempre. Por eso, cada ser vivo cae en su compartimento

estanco, que no otra cosa es la especie. Y de repente surge un tipo que, en el marco constituido por algunos idearios ajenos y periféricos en esos momentos, es capaz de releer la vida sin Dios, viéndola como el resultado de la acción de fuerzas que no apuntan a ningún fin, que no actúan movidas por finalidad, propósito o intención alguna. Y además el tal tipo, llamado por cierto Darwin, no ve los seres vivos compartimentados para siempre, sino distribuidos en cajetines que varían con el tiempo: las especies que ocupan esos cajetines son de plastilina, más o menos rígida, pero plastilina al fin y al cabo que, bajo la acción de influencias naturales, cambian y, a veces, lo hacen tanto que dan lugar a nuevas especies. Tenía, pues, razón Heráclito con su todo fluye. Estos gigantes de la ciencia, capaces de enfrentarse a la casi siempre arrolladora fuerza de la tradición y que, incluso, a veces han perdido su vida por defender sus ideas divergentes, no llegan adonde llegan a fuerza de sacrificar su imaginación. Todo lo contrario. En este punto no es correcta la visión tradicional de la ciencia cuando presenta a los científicos como gentes del método que no se dejan seducir por los cantos de sirena de la especulación. En esta imagen dominante el científico está fuertemente pegado a la verdad indubitable de los datos. Estos recogen resultados espacio-temporalmente singulares de nuestra observación, absolutamente evidentes. Son la roca dura sobre la que construir el edificio de la ciencia. A partir de esos resultados, con la varita mágica de la lógica, los científicos se elevan hacia las alturas de las verdades universales: las leyes de la naturaleza. En esa elevación, repito, no se dejan conducir por nada, dicen, que no sea el rigor de hielo de la pura lógica. Se limitan a analizar coincidencias y diferencias entre los datos, tratando de ver qué regularidades no accidentales emergen de tales análisis. Esas regularidades se recogen en enunciados universales y verdaderos: las mencionadas leyes. Y eso es todo. La verdad incuestionable de los datos se traslada a través de la lógica a la leyes. Y el edificio entero de la ciencia resulta ser así la morada de la verdad. Pero, la cosa en la realidad es bien distinta. Nadie observa sin más. La directriz «Observen ustedes y anoten en su cuaderno lo observado» carece de

sentido. En la ciencia no se observa sin más. Hay que fijar siempre qué es lo que ha de observarse. La determinación de lo que haya que observarse no depende nunca del problema que se intenta resolver, sino de las hipótesis o conjeturas que se considera que pueden ser la solución del problema. Por ejemplo, el problema puede ser la existencia de una fiebre mortal que afecta a cierto tipo de personas. Las observaciones científicas que hagamos en relación con ese problema no vendrán determinadas por él, sino por las conjeturas que hagamos acerca de cuál es la causa de dicha fiebre. Así, se recogerán datos distintos, aunque el problema sea el mismo, a saber, la fiebre mortal, si distintas son las conjeturas que formulamos a priori acerca de su causa. Si creo que esta es el alimento en mal estado que han ingerido las personas afectadas, recogeré unos datos diferentes a si creo que la causa de la fiebre es, en cambio, una infección debida a la poca higiene del personal sanitario. Las conjeturas a priori van por delante de la recogida de datos. Dicho más técnicamente, las conjeturas o hipótesis me demarcan lo que he de buscar, lo que he de observar. Pero, si los datos están impregnados de conjetura, ya no son indudablemente verdaderos. Adquieren el carácter de probables. Ya no son roca dura sobre la que elevar el edificio de la ciencia. En ocasiones son, incluso, arenas movedizas. En definitiva, la ciencia, desde sus mismas raíces, deja de ser la morada sólida y confortable de la Verdad, así con mayúsculas, para convertirse en el refugio, siempre incómodo, de lo probable. Por lo tanto, no es correcta la consideración de que un criterio válido para distinguir entre ciencia y poesía es que la primera es el ámbito de la verdad. Como mucho, la ciencia es el ámbito de lo verdadero hasta el momento de acuerdo con la evidencia empírica disponible. Mañana, ya veremos. La posibilidad de encontrar contraejemplos siempre está abierta. Pero hay algo más importante aún. El científico, al menos, el gigante al que me he referido arriba, no se limita a conjeturar y observar en el marco de regularidades naturales. A él lo que de verdad le preocupa es el porqué de esas regularidades. A Mendel le sorprendía que, al mezclar variedades puras de guisantes de semillas lisas y de guisantes de semillas rugosas, toda la prole

estuviera formada por guisantes de semilla lisa. ¿A dónde había ido a parar el carácter rugoso? ¿Por qué todos los hijos eran guisantes de semillas lisas? Para dar cuenta de esa regularidad, para explicarla en el sentido estricto de esta expresión, Mendel dejó volar su imaginación muy por encima de sus sentidos. Sin base empírica, postuló, repito postuló, la existencia de ciertas entidades que se trasmitirían de padres a hijos y que serían las causantes de los diferentes caracteres (liso, rugoso, verde, amarillo, etcétera). Algunas de esas entidades, siguió postulando Mendel, dominarían a las otras, es decir al estar presentes ellas, las otras dejarían de causar el carácter con el que estaban asociadas. Así, si la entidad causante del carácter «liso» dominara sobre la entidad causante del carácter «rugoso», al mezclar variedades puras de guisantes lisos y rugosos, todos los hijos tendrán semillas lisas. ¿Qué había en la naturaleza que pudiera hacerle creer a Mendel en tales cosas? Nada, absolutamente nada. En la naturaleza había ciertas regularidades que él trató de explicar mediante conjeturas, mediante hipótesis acerca de presuntas entidades fantasmales. Y acerca de esas entidades estableció ciertos requisitos que, a la postre, permitían explicar las regularidades existentes. En eso consiste, precisamente, la parte más preciada de la ciencia: las teorías científicas. En la ciencia se observa; es verdad. En la ciencia se detectan ciertas regularidades naturales que se subsumen bajo los enunciados que conocemos con el nombre de «leyes naturales», también es verdad. De esas leyes forman parte conceptos que se refieren a entidades naturales, por ejemplo guisantes, colores, texturas, inflorescencias, etcétera. Pero la ciencia no se conforma con observar y formular leyes. Ni mucho menos. La lechuza de la ciencia vuela con las alas de la imaginación muy por encima, o muy por debajo, como se prefiera, de lo observado y de las leyes naturales. La fuerza de la imaginación creadora se manifiesta, sobre todo, postulando hipótesis que se refieren siempre a entidades, procesos, etcétera, subyacentes a lo que observamos y que permiten explicar las regularidades recogidas por las leyes naturales. Estas hipótesis forman teorías como el culmen de la tarea de la ciencia.

Las entidades, procesos, etcétera, subyacentes de las que se ocupan las teorías pueden ser, incluso, los referentes de conceptos primitivos, es decir, indefinibles. No se llega a ellos, en cualquier caso, usando las lentes del microscopio, sino los anteojos de la imaginación. Y con imaginación, con la imaginación creadora, es como se ponen las bases de las teorías científicas, como la mendeliana de la herencia, que no son otra cosa que los tinglados lingüísticos, unas veces muy sencillos y otras veces muy complejos, fruto de especulaciones audaces, hechos a bases de conjeturas, habitualmente, muy atrevidas, sustentadas para explicar regularidades naturales. Por lo tanto, ya tenemos dos mitos, si no derrumbados, al menos cuestionados con alguna razón. La ciencia, frente a la poesía, es el reino de la verdad, primer mito. Y la ciencia, frente a la poesía, es el ámbito de lo objetivo, radicalmente opuesto a cualquier tipo de especulación. Y no se piense que lo acaecido con Mendel es una excepción. Ciertamente, es la norma entre los gigantes de la ciencia. Han sido gentes de profunda imaginación y no menos euforia. Una euforia que, en buena medida, les nacía de las hondas emociones que experimentaban ante la audacia y la incontestable belleza de sus especulaciones en torno a esas presuntas entidades o procesos de que se ocupaban las teorías científicas en su intento de explicar las regularidades que observamos. A este respecto, ha llegado a sustentarse incluso que los científicos sienten algo similar a la experiencia mística o religiosa. Decía, por ejemplo, Einstein: «Es la experiencia más bella y profunda que se puede tener... Percibir que, tras lo que podemos experimentar, se oculta algo inalcanzable, cuya belleza y sublimidad solo se puede percibir como un pálido reflejo, es religiosidad.»

No es del todo acertada, pues, la imagen tradicional de la ciencia como morada fría de la verdad. La ciencia, al menos, la ciencia de los gigantes, es el horno en que arden las emociones que acompañan la imaginación creadora. Es cierto, con todo, que un buen día el producto, la teoría científica, saldrá

del fuego y se enfriará bajo las fuentes de la escritura. Cuando el gigante traduce en negro sobre blanco su teoría, tan solo refleja la punta del iceberg de su actividad. Se trata de esa punta constituida por conceptos científicos, axiomas, teoremas, etcétera, fríos como puñales con los que reconstruye su experiencia cuasi religiosa. Y eso es lo que encontramos en los papeles que recogen los resultados de sus investigaciones: resultados desprovistos de toda emoción de unas investigaciones de las que se orillan los aspectos que no son meramente intelectuales. Así pues, tampoco es del todo cierta la consideración de que la ciencia está desprovista de emociones. Solo parecen estarlo las teorías científicas una vez trasladadas a artículos o libros, no antes. Lo que sucede es que al discente de la ciencia solo le llega esta parte fría y hierática. Como mucho, si llega a conocer algo del camino recorrido hasta llegar a la teoría en cuestión, se trata de meras anécdotas. Estos discentes, una vez investidos titularmente del rango de científicos, no suelen ser, por lo demás, gigantes. La mayoría son gnomos que trabajan en los valles, al pie de las altas cumbres de la ciencia. Forman comunidades nacidas al calor de una teoría. Se dedican a su exégesis, al análisis de lo que quiso decir el padre fundador. Dan vueltas y más vueltas en torno a sus conceptos. Tratan de conectar la teoría que les da vida con el pasado, buscando precedentes siempre nobles, eso sí. Limpian, pulen y dan esplendor a las generalizaciones simbólicas del padre fundador. Y, de vez en cuando, eureka, encuentran una nueva aplicación que replicarán llevados por la furia de la repetición. Son gnomos replicantes. «¡He contrastado la teoría a las 7:15 h a. m. en las coordenadas espaciales x e y... y ha sido confirmada una vez más!», grita alborozado un gnomo, de puntiagudo gorro verde, dando cabriolas de contento. «Pues yo — le contesta otro gnomo, este vestido de rojo— la he contrastado a las 7:16 h a. m. y lo mismo. Yupiii, esta teoría es el no va más de las teorías». Y así, todos contentos, comentan siempre que pueden lo bien que se le presenta el futuro a su teoría y tratan de captar prosélitos.

A estos gnomos les sienta fatal cuando surge algún mutante entre ellos que le da por cuestionar la teoría que tanto y tan bien les ha servido. Se trata siempre de un tipo incómodo que hace preguntas inadecuadas y que, en lugar de pulir las concepciones que vertebran su comunidad, se dedica a ponerlas en aprietos constantemente. Cosa curiosa esta, conforme mayor es el rigor que imprime a sus actos en contra de la teoría establecida, este problemático y excéntrico individuo más crece. A veces acaba convirtiéndose en un gigante y desarrolla su propia teoría. En la mayoría de las ocasiones desiste, sin embargo, ante los muchos inconvenientes que le causa su insatisfacción con lo establecido y comienza a menguar hasta volver a su tamaño original de gnomo y confundirse con los miembros restantes de su comunidad. Los gnomos viven felices, eso sí. Son como epsilones de Huxley. Saben lo que hacer en cada momento. Su vida es rutinaria. Carece de la emoción que acompaña a la osadía. Para ellos siempre todo es lo mismo. El pasado les ofrece un amparo seguro ante las inclemencias de la crítica. No se plantean otra forma de vida, porque ni saben ni quieren hacer algo distinto de lo que hacen. Son siervos de un tercero, pero siervos voluntarios que, en ocasiones, adquieren cierto grado de fanatismo en defensa de la teoría que da vida a su comunidad. Pero, mientras trabajan en ella, en avanzar un paso más en su dilucidación, en encontrar una nueva aplicación suya, en pulirla, etcétera, se comportan como el profesional que quizá se admira en algún momento ante la belleza de sus concepciones (que no son suyas, sino del fundador), pero que, de inmediato, sustenta avergonzado que no es otra cosa que la belleza inducida por la pura lógica bajo el manto estricto de la verdad. Los gnomos no son apasionados como los gigantes. Y no lo son por un hecho sencillo. Ellos no sienten la profunda experiencia de la creación. No sienten la experiencia casi mística de encontrar una explicación para interrogantes que hunden sus raíces en la uniformidad de la naturaleza. Tan solo actúan de exégetas, replicantes o docentes, y no necesariamente las tres cosas a la vez. Por eso mismo los gnomos no pierden la cabeza ante la inmensidad

de la imaginación creadora, como sí la pierden (incluso en sentido estricto) los gigantes. Estos viven la emoción del hallazgo y pueden deleitarse en su búsqueda de explicaciones. Incluso, pueden admirarse ante la simplicidad de sus desarrollos frente a la complejidad de los dominantes. Y no sienten ninguna vergüenza al hacerlo así. Todo esto les está vedado a los gnomos por una razón muy sencilla. Ellos se encuentran con el producto hecho y les queda la tarea rutinaria de adecentarlo, catarlo y venderlo lo mejor posible. No es, pues, cierto que la ciencia sea ajena a la belleza y a la emoción, y que tan solo sea el reino de la verdad y de la objetividad de hielo. Las teorías puestas en negro sobre blanco son objetivas y, si no son Verdaderas, con mayúsculas, al menos de ellas puede predicarse que son hasta el momento verdaderas. Pero las teorías son tan solo la punta del iceberg. Bajo ellas hay pasión y tristeza, alegría y miedo, euforia y pesimismo... y todo ello a ratos. Hay también ideales de simplicidad y de belleza. Lo que sucede es que nada de eso se trasluce en los signos mediante los que la teoría se expresa. Al final, la teoría es solo el esqueleto, la estructura, de muchas cosas experimentadas, intuidas o imaginadas. La teoría, en definitiva, es a la ciencia lo que la nivola es a la novela. En conclusión

Que la emoción y la belleza no sean extrañas a la ciencia, que la ciencia no sea el reino de la Verdad, con mayúsculas, que la imaginación y la especulación no sean ajenas a la ciencia, no significa que no exista diferencia alguna entre la poesía y la ciencia. Las hay, y son muchas y profundas. Cosa que, desde luego, no va en menoscabo del valor de la ciencia ni de la poesía. Todas esas diferencias, como los diez mandamientos, se resumen en una. La ciencia —y su hija predilecta, la tecnología— es el instrumento humano que ha contribuido más —no diré que mejor— a despejar incógnitas del universo mundo y, en parte, a rediseñarlo a él y a nosotros mismos como parte suya.

Nada de eso hace la poesía que, en cambio, nos permite sentir en nuestro yo minúsculo la grandeza inconmensurable de muchos mundos posibles e, incluso, imposibles. Por eso me resulta, incluso, incomprensible el afán de algunos científicos de ser identificados como poetas y a la inversa. Ciencia y poesía. Cada una en su casa y la belleza en la de todos.

6. La Di v i n a In t e r s e c c i ó n . Vi s i o n e s

del encuentro

E N T R E e l a r t e Y LA F í s i c a

Alberto Rojo

En esta presentación, que escribo en clave ensayística, quiero visitar la íntima conexión entre el arte y la física. Lo haré a través de ejemplos que ilustran — algunos con más elocuencia que otros— la idea de que aquello que llamamos «leyes de la naturaleza» son una colección de resúmenes descriptivos que en más de una ocasión hemos elegido, entre muchas posibilidades, persiguiendo un criterio de belleza. De ese modo, las leyes de la naturaleza serían un reflejo de nuestro modo particular de registrar el universo. El físico Wolfgang Pauli parecería insinuarlo cuando dice1: «Tanto el proceso de comprensión de la naturaleza como la felicidad que el hombre siente al entender, esto es, la realización consciente de conocimiento nuevo, parecería estar basada en una correspondencia, en un ‘apareamiento’ de imágenes internas preexistentes en la psique humana con objetos externos y con su comportamiento». El criterio de belleza de una teoría está presente en los trabajos de muchos físicos, para quienes parecería que, en el fondo, la búsqueda de la verdad es la búsqueda de la belleza. El astrofísico Subrahmanyan Chandrasekhar (a quien veía todos los jueves, sin atreverme a hablarle, a la hora del té en el departamento de Física de Chicago en tiempos de mi postdoctorado) señala lo que para él es un hecho increíble: aquello que la mente humana, en lo más 1 Wolfgang Pauli, «Writings on physics andphilosophy», edited by Charles Enz v K. Meyenn (1994), Berlin: Springer Verlag, p. 221.

profundo, percibe como bello, encuentra su realización en el mundo externo2. Paul Dirac es todavía mas enfático; la belleza matemática como criterio de validez de una teoría era para él «un tipo de religión»3. En un seminario que dio en Moscú en 1955, ante la pregunta de resumir su filosofía de la física, escribió en el pizarrón, con mayúsculas: «Las leyes de la física deben tener belleza matemática». Esa parte del pizarrón esta todavía en exhibición en la Universidad de Moscú. Estas observaciones dan lugar a la objeción de que la belleza es algo subjetivo, mientras que el criterio central de validez de una teoría física estriba en su acuerdo con el experimento. De hecho, algunas teorías de las partículas subnucleares de los años sesenta — a pesar de su atractivo estético superficial— resultaron tener muy poco en común con la realidad. Sin embargo, en este punto es interesante mencionar el caso de la así llamada «teoría de medida» de la gravitación del físico Hermann Weyl. Poco después de presentarla, Weyl se convenció de que su idea era incorrecta como teoría de la gravitación, pero como era tan bella no la quería abandonar. Freeman Dyson (uno de los creadores de la teoría de la electrodinámica cuántica) cuenta que Weyl le dijo: «En mi trabajo siempre traté de unir la bello con lo verdadero; pero cuando tuve que elegir entre uno y lo otro, siempre elegí lo bello». El ejemplo de la teoría de medida (o invariancia de medida) es bueno porque, mucho después, el instinto de Weyl resultó correcto y su teoría fue incorporada en la electrodinámica cuántica. La simplicidad y las coincidencias

Uno de las claves del apareamiento del que habla Pauli está en la búsqueda de la simplicidad. En la historia de la física abundan ejemplos donde la simplicidad (o la economía de conceptos) es un criterio de elección entre 2 S. Chandrasekhar (1987), Truth and Beauty, Aesthetics and Motivations in Science, U. of Chicago Press, p. 66. 3 P A. M. Dirac (1982), «Pretty Mathematics», en International Journal o f Theoretical Physics, 21, pp. 603-605.

teorías. Siguiendo a Chandrasekar, uno podría preguntarse por qué aquello que a los humanos nos resulta simple (o lo más simple posible) es lo verdadero. En mi opinión, la búsqueda de la simplicidad está asociada a una omisión de detalles, indispensable para la identificación de aquello de validez universal. El caso más saliente es el de Galileo y la caída de los cuerpos. Usando una serie de artificios experimentales, Galileo es capaz de simplificar el problema de la resistencia del aire e imaginarse cómo sería la aceleración gravitatoria de los cuerpos en el vacío. Y así, abstrayendo «detalles» de la realidad concluye que los cuerpos caen con aceleración uniforme. Hay ecos de esta idea en la frase de la pintora Georgia O ’Keeffe4: «Nada es menos real que el realismo. Los detalles confunden. Solo por selección, por eliminación, por énfasis, es que llegamos al significado real de las cosas». Y Albert Einstein eleva la simplicidad a la categoría de principio de la relatividad especial: «Si un sistema coordenado K se elige de tal forma que en este las leyes físicas se escriben en su forma más simple, las mismas leyes se cumplen en un sistema coordenado que se mueve a velocidad constante con respecto a K»5 . Y diez años después, cuando construye la teoría general de la relatividad, también lo hace guiado por un criterio de simplicidad. De sus trabajos anteriores se desprendía que había una relación entre la así llamada curvatura del espacio y la densidad de energía. Pero, ¿cómo establecer esa conexión precisa? Entre las opciones, Einstein (con la ayuda de Marcel Grossman) opta por la combinación más sencilla del «tensor de curvatura de Ricci», y eso que para él (y luego a para sus colegas) es la opción más simple, termina siendo la verdadera6. 4 La frase está en una de las galerías del museo Georgia O'Keeffe en Santa Fe (Nueva México) y está citada en J. R. Leibowitz (2008), Hidden Harmony, The connected worlds o f Physics and Art, Baltimore: The Johns Hopkins University Press, p. 4. 5 A. Einstein, H. A. Lorentz, H. Minkowski & H. Weyl (1952), The Principle o f Relativity: a collection o f original memoirs on the special and general theory o f relativity, Courier Dover Publications, p. 111. 6 «A Stubbornly Persistent Illusion: The Essential Scientific Works o f A lbert Einstein», edited by Stephen Hawking (2007), Philadelphia: Running Press Book Publishers, p. 42.

Ahora bien, en el proceso de descifrar el esqueleto causal de las regularidades de la naturaleza persiguiendo un criterio de simplicidad y simetrías (algo sobre lo que volveré mas adelante), puede haber pistas falsas, coincidencias fortuitas que insinúan conexiones causales inexistentes. Si bien no existe un procedimiento establecido para discernir entre las pistas falsas y las verdaderas, toda coincidencia es una invitación a descifrar claves que muchas veces conducen al vacío, pero otras a grandes descubrimientos. Un ejemplo de una coincidencia fortuita es que el disco de la Luna y el del Sol tienen el mismo tamaño en el cielo: la Luna es cuatrocientas veces más chica que el Sol pero está cuatrocientas veces más cerca. Gracias a esta hermosa coincidencia, la Luna cubre al Sol por completo en un eclipse. Hay otra coincidencia lunar que, en cambio, es significativa: el período de rotación alrededor de su eje es el mismo que el de revolución alrededor de la Tierra. Esto es debido a las fuerzas de marea que tienden a alinear una Luna ligeramente oblonga en la dirección que apunta hacia la Tierra. Como resultado, la Luna nos muestra siempre la misma cara. Una célebre coincidencia es el así llamado «Misterio Cósmico». En 1595 Kepler estaba preocupado por una cuestión que consideraba profunda: ¿Por qué hay seis planetas? Kepler llega a su respuesta siguiendo una premisa mística (Dios es geómetra) e invocando una correspondencia de simetría entre los sólidos regulares (o sólidos platónicos) y las órbitas planetarias. Los sólidos regulares (el cubo es uno de ellos) son cuerpos cuyas caras, todas idénticas, son polígonos de lados iguales que pueden circunscribirse por un círculo (el triángulo equilátero, el cuadrado, el pentágono, etcétera). Curiosamente, hay solo cinco sólidos regulares: el cubo, el tetraedro, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro. Para Kepler, estos se correspondían con los espacios entre planetas. Por eso hay solo seis. Incluso, usando su construcción pretendió explicar los tamaños de las órbitas. Según su método, primero uno pone la órbita de la Tierra en una esfera y le ajusta un dodecaedro alrededor. Luego pone una segunda esfera alrededor del dodecaedro y se obtiene la órbita de Marte. Luego repite el proceso con el tetraedro y obtiene la órbita de Saturno. Y dentro de

la esfera de la Tierra, Kepler pone un icosaedro y obtiene la órbita de Venus y, finalmente, usando el octaedro la de Mercurio. La parte llamativa de la historia es que los diámetros de las órbitas que obtenía estaban en muy buen (aunque no perfecto) acuerdo con las reales. Hoy sabemos que hay más de seis planetas y que la correspondencia era accidental. Kepler estaba impulsado por un criterio de origen estético, y eso lo llevó a una teoría incorrecta. ¿Refuta esto la conexión entre estética y ciencia? No (en mi opinión) ya que los tamaños de órbitas en un sistema planetario no son un problema «fundamental» sino que dependen de los detalles de cómo se formó el sistema solar y bien podría haber sucedido que tuviera otro número de planetas y a distancias muy distintas. Mi coincidencia favorita está detrás del descubrimiento del científico escocés James Clerk Maxwell, en 1864, de que la luz es a la vez un fenómeno eléctrico y magnético. A mediados del siglo xix se sabía que el magnetismo era electricidad en movimiento: la fuerza de atracción y repulsión entre imanes se debe al movimiento de cargas eléctricas en su interior. Unos años antes que Maxwell, el físico alemán Wilhem Weber decidió comparar las fuerzas entre cargas en movimiento y cargas en reposo. En otras palabras, ¿cuán rápido tienen que moverse dos cargas eléctricas para que su fuerza eléctrica y magnética sean idénticas? Weber diseñó un experimento y encontró que dicha velocidad era muy cercana a trescientos mil kilómetros por segundo, idéntica a la velocidad de la luz. En 1855 escribió: «Uno no debería albergar grandes expectativas de establecer una conexión íntima entre óptica y electricidad a partir de esta coincidencia numérica». Según Francis Everitt, uno de los biógrafos de Maxwell, Weber no tenía una interpretación de esta velocidad7. En 1860, otro físico alemán, Gustav Robert Kirchhoff hizo un cálculo de la velocidad de propagación de señales eléctricas en cables y obtuvo también algo cercano a la velocidad de la luz. Pero él tampoco le atribuyó un significado profundo a este resultado. Cuando Maxwell escribió su trabajo Sobre las líneas de fuerza (en cuatro partes) entre 1860 y 1861, encontró que de sus cálculos emergía una 7

Comunicación privada de Francis Everitt.

velocidad de propagación de ondas en el espacio pero escribió su trabajo en su casa de campo en Escocia, donde no tenía el trabajo de Weber. Al regresar a Londres e incorporar los valores numéricos se sorprendió profundamente al encontrar que de sus suposiciones y cálculos emergía naturalmente la velocidad de la luz. En 1862 Maxwell escribe: «Esta coincidencia no es meramente accidental, y creo que ahora tenemos una fuerte razón para creer, ya sea que mi teoría es verdadera o no, que el medio luminoso y el electromagnético son lo mismo». Para Jorge Luis Borges, «las coincidencias obedecen al propósito de que sepamos que hay un orden en el mundo, que hay una divinidad que quiere ser, no reverenciada quizá, pero sí sospechada». El arpa pitagórica y el cosmos

El sonido que escuchamos es aire en vibración. Vivimos en el fondo de un océano de aire, la atmósfera, que ejerce presión sobre nosotros, que nos comprime. Y los ruidos se originan en compresiones del aire que se propagan de un punto a otro. Cuando escuchamos un ruido brusco, la presión del aire en el oído aumenta y disminuye varias veces de forma irregular. Antes y después del ruido, durante el silencio, la presión en el oído es la presión atmosférica, la presión de equilibrio. Hay otro tipo de sonidos que la mente animal, no solo la humana, aprendió a distinguir —y a preferir— a lo largo de milenios de evolución. Son los sonidos musicales, en los que la presión que llega al oído varía en forma regular, periódica. Los sonidos musicales que el oído humano es capaz de detectar corresponden a oscilaciones que se repiten, aproximadamente, desde veinte a veinte mil veces por segundo. Otra forma (algo caricaturesca, pero contiene lo esencial) de representar una onda con un tono definido que llega al oído es por una fila de chicos que corren. Los chicos están separados por la misma distancia (la longitud de onda) y todos corren a la misma velocidad (la velocidad del sonido). En esta representación, cada chico representa la compresión del aire que se propaga.

Si los chicos están separados diez metros y se mueven a una velocidad de trescientos metros por segundo (irreal para chicos, claro), pasarán por la puerta (que juega el papel del oído) trescientas veces por segundo. Esa frecuencia del paso por la puerta es la medida de cuán agudo o grave es un sonido. Una frecuencia de trescientas veces por segundo corresponde aproximadamente al tono del mi, de la primera cuerda al aire de la guitarra. La primera cuerda luego de ser pulsada, vibra hacia arriba y hacia abajo trescientas veces por segundo. En cada oscilación empuja la tapa de la caja de la guitarra y la tapa de la guitarra empuja al aire y lo induce a emitir sonido de esa frecuencia. Como todos los sonidos se propagan a la misma velocidad en el aire, es claro que el tono de un sonido musical (su frecuencia) va de la mano de la longitud de onda del sonido. Cuanto más corta es la longitud de onda, más grande es su frecuencia, y más agudo es el sonido. Ahora consideremos dos líneas de chicos. Si la distancia entre chicos en una línea es la mitad que en la otra, la frecuencia con la que pasan por la puerta es el doble. Esto quiere decir que hay coincidencias en uno de cada dos chicos que pasan por la puerta. Esa coincidencia es percibida como agradable para el oído y constituye el intervalo básico, la consonancia por excelencia de la música: la «octava». El oído reconoce los sonidos separados por una octava como equivalentes, y por eso reciben el mismo nombre en la escala musical. (Para los aficionados a los musicales de Broadway, recordarán las primeras dos notas de «Sobre el arco iris», que están separadas una octava.) El siguiente paso natural sería agregar el triple de frecuencia. Y ahí aparece un nuevo intervalo. Si B es el doble de A y C es el triple de A, entonces la relación entre C y B es de 3/2. Dos frecuencias cuyo cociente es 3/2 constituyen el así llamado intervalo de «quinta». (Los aficionados a la música habrán escuchado el intervalo de quinta al principio de «Así habló Zaratustra», de Richard Strauss, que además es la banda de sonido de la película 2001, Odisea del Espacio.) Si bien las nociones de ruido y música son «subjetivas», la gramática musical es capturable por descripciones precisas, o «matemáticas», como irregularidad y periodicidad.

Pitágoras, en el siglo vi a. C., notó que los intervalos consonantes (agradables al oído humano) corresponden a longitudes de las cuerdas del arpa relacionadas por cocientes de número chicos, como los cocientes 2, 3/2 y 4/3 que encontramos. Pero en tiempos de Pitágoras no se sabía que el sonido era una onda, de modo que no se hablaba de frecuencias sino solo de longitudes de cuerdas.

Fig. 1 En nuestro modelo del sonido con un tono definido como una línea de chicos, vemos que si la frecuencia es el doble (como B respecto de A), la distancia entre chicos es la mitad. Si la frecuencia es 3/2 (como C respecto de B), la distancia es 2/3. La distancia entre chicos (si se mueven a la misma velocidad) está entonces en relación inversa con la frecuencia. Lo mismo ocurre para las cuerdas de un arpa (siempre que las cuerdas sean idénticas y estén a la misma tensión) o de otros instrumentos de cuerdas. Un arpa con las tres notas consonantes fa, do, fa, tendrá tres cuerdas en longitudes 1, 2/3, 1/2, donde «1» se refiere a la longitud de la cuerda más larga, que es la más grave Una escala musical puede entonces construirse «agregando» una quinta encima de otra, lo que matemáticamente es multiplicar por 3/2. Y como los sonidos que difieren en una octava son equivalentes cada vez que el número

obtenido supere a 2, lo dividimos entre 2 para mantenerlo en la misma octava. Por ejemplo, como (3/2)2=2.25, para mantenerlo dentro de la octava inicial dividimos por 2 y obtenemos 9/8. Si se construye una escala con este proceso de agregado consecutivo de quintas ocurre algo muy interesante. Los números que aparecen para las frecuencias son «raros», pero en los cocientes sucesivos de frecuencias (o longitudes) aparecen cinco cocientes 9/8 (el tono), y dos intervalos correspondientes al cociente 256/243, llamado el «semitono pitagórico».

256 243

256 243

Fa Sol La Si Do Re Mi Fa

9 8

9 8

9 8

9 8

9 8

Fig. 2 La estructura simétrica de esta escala de siete intervalos, que resulta del proceso de crear tonos consonantes sucesivos separados por quintas, inspiró a Pitágoras a vincular la música con el movimiento del Sol, la Luna y las cinco estrellas «viajeras», los así llamados «planetas», que se movían respecto del fondo de estrellas fijas del cielo.

Los pitagóricos entendían de dónde venía la luz de la Luna, el origen de los eclipses, y tenían una buena idea de la distancia de la Tierra al Sol y a la Luna. Pero ante todo, estaban interesados en el funcionamiento de este gran sistema e imaginaron que una máquina gigantesca daba origen a la rotación de la Tierra dentro de la esfera de las estrellas fijas. La Luna, el Sol y los planetas correspondían a otras esferas de cristal transparente que rotaban con autonomía; las que estaban más cerca de la Tierra se movían más rápido. Según este sistema, el universo observable se componía de siete esferas. Ahora bien: ¿por qué siete y no seis u ocho esferas? Por la misma razón que hay siete notas: el orden observado por los astrónomos sería la expresión de una armonía cósmica y la secuencia planetaria nada más ni nada menos que una escala musical. Incluso la separación entre el Sol y la Tierra correspondía a un intervalo de quinta. Así nació la llamada música de las esferas, un concepto que, si bien tiene poco de lo que hoy llamamos ciencia, es una metáfora del orden del cosmos, del hecho de que existen leyes matemáticas en el movimiento y de la estructura del cielo. Es acaso justo afirmar que fue el anticipo de lo que los físicos luego llamarían «mecánica racional». La historia de la construcción de las escalas musicales es más larga y llena de sutilezas. Pero la base está en el agregado sucesivo de intervalos de quinta. No existe una explicación aceptada de por qué ciertos intervalos son más o menos agradables al oído humano. Y menos todavía una respuesta a la pregunta: ¿qué es la música? Para mí, la idea de que hay una estructura traducible a números y fracciones, de que lo agradable de algún modo está asociado a repeticiones y coincidencias, indica que la música es ante todo ritmo. El ritmo está en los golpes periódicos del timbal y del bombo y en la repetición de las vibraciones que constituyen un tono. El arte de la melodía es un juego de transiciones entre esas periodicidades; la armonía es la superposición de esos ritmos vibratorios, y la música es esa continua transición, como en un cuadro de Escher, de un paisaje sonoro a otro.

El bastidor del cielo

A medida que nos alejamos de un objeto lo vemos más pequeño. ¿Por qué? Porque la luz se propaga en línea recta. Cada punto de un objeto iluminado emite luz en todas las direcciones, y una fracción de ese puercoespín de rayos llega al ojo. Sabemos que un auto se nos acerca porque los rayos que nos llegan al ojo desde el faro izquierdo forman un ángulo cada vez mayor con los que vienen del faro derecho, y gradualmente ocupan una fracción mayor del campo visual, de esa pantalla viva que aparece cada vez que abrimos los ojos. Esa coreografía geométrica de líneas de luz es la clave de la perspectiva, perfeccionada en el siglo xv por Filippo Brunelleschi8, mediante la cual, gracias a un juego racional de ángulos y paralelismos, se crea la ilusión tridimensional en el cuadro. El uso de precisiones trigonométricas en la pintura es un caso de intersección entre la ciencia y el arte. Por un lado, se incorpora un euclídeo realismo espacial en la pintura. Y por otro, en (al menos) dos casos para mí muy llamativos, el uso de las leyes de la perspectiva gravita sobre la ciencia. El primer caso se conmemora este año: en noviembre de 1609, Galileo apuntó al cielo un telescopio y vio la Luna veinte veces más grande. Si bien desde un punto de vista estrictamente científico, su descubrimiento de los satélites de Júpiter y de las fases de Venus fue más importante, su observación de que la Luna tenía cráteres fue más resistida, ya que la Luna como perfecta esfera era símbolo de la Imaculada Concepción9. Ahora bien, el primero en ver la Luna por un telescopio no fue Galileo, sino el inglés Thomas Harriot, en julio de 1609. En su dibujo, el borde curvo entre la parte iluminada y la sombra es irregular y sinuoso10. Pero Harriot no dice por qué. Bien podría tratarse de una imperfección de la imagen, ya que 8 Véase, por ejemplo, J. V Field (1996), The Invention o f Infinity, M athematics and A rt in the Renaissance, Oxford University Press, pp. 20-40. 9 E. Panovsky (1956), Galileo as a Critic o f the Arts. Aesthetic Attitude and Scientific Thought, Isis, 47, pp. 3-15. 10 Samuel Y Edgerton (1984), «Galileo, Florentine ‘Disegno’ and ‘Strange Spottednesse’ of the M oon», en A rt Journal, 44, pp. 225-232.

las lentes eran todavía rudimentarias. Galileo, en cambio, vio otra cosa, y lo pintó en siete imágenes en sepia con la maestría de un acuarelista profesional. Lo importante es que su familiaridad con la perspectiva, ya muy avanzada en Italia, le permitieron descifrar el origen de las sinuosidades: son las sombras de cráteres. En Inglaterra, en cambio, mientras en la literatura tenían a Milton y a Shakespeare, la pintura era todavía de un estilo gótico y la perspectiva prácticamente no se usaba. El segundo caso es el del «método del cúmulo móvil» ideado por el astrónomo norteamericano Lewis Boss11 en 1908 para calcular distancias a cúmulos de estrellas que se mueven en el espacio. La idea del método es la siguiente: Estoy sentado en el campo, cerca de una ruta recta, una noche completamente oscura. Veo a lo lejos las luces de una ambulancia (dos de posición y la sirena) que se aleja. Solo veo tres puntos (las luces) que se mueven y alcanzo a escuchar el tono de la sirena (un perfecto fa sostenido). Sé que esa marca de sirena, cuando la ambulancia está quieta, da un sol (más agudo que un fa). Con esos datos, ¿seré capaz de determinar la distancia que me separa de la ambulancia? La respuesta es sí. La primera clave está en el cambio de tono de la sirena, que indica la velocidad a la que se aleja de mí. Para la segunda clave, con mi cámara digital (fija con un trípode) saco dos fotos sucesivas (digamos, una un segundo después de la otra) de los tres puntos. Tengo así el ángulo en que se desplazó la ambulancia en un segundo. Para determinar la distancia me falta la dirección en la que se está moviendo la ambulancia. Y aquí entra la perspectiva de Brunelleschi: superpongo las dos fotos, y luego conecto cada punto con su sucesivo y genero así tres rectas que se encuentran en el proverbial punto de fuga. En los cúmulos hay más puntos luminosos en juego pero la idea es la misma, y las rectas se unen en el punto de fuga del bastidor del cielo. La lección de la perspectiva es que, si miro en dirección de dicho punto, estoy mirando en la dirección paralela al movimiento de la ambulancia (o del cúmulo de estrellas). Tengo así todos los datos necesarios para determinar la distancia. 11

Lewis Boss (1908), «Convergent ofa Moving Cluster», en Taurus PopularAstronomy, 16, pp. 566-569.

En astronomía, el rol del tono de la ambulancia lo juega la «huella digital» luminosa típica de cada estrella, y el cambio de tono al alejarse es el llamado «efecto Doppler»: del mismo modo que un sonido se vuelve más grave si la fuente que lo emite se aleja del que lo escucha, la luz se vuelve más «rojiza» (su frecuencia disminuye) si la fuente se aleja del que la ve. Si bien el método está hoy superado, durante parte del siglo xx se usó para determinar la distancia al así llamado cúmulo de las Hyades y de las Pléyades. Física y poesía

Tres de mis metáforas preferidas son de físicos. La primera es «la flecha del tiempo», acuñada por el astrónomo británico Arthur Eddington en 1927 para distinguir la dirección del flujo del tiempo en un mapa relativista del mundo12. La segunda es el universo como libro, una metáfora usada en el medioevo pero perfeccionada por Galileo al enunciar que el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático. La tercera es de Werner Heisenberg, el científico que muchos consideran el menos poético: «Luz y materia son ambas entidades individuales y la aparente dualidad emerge de las limitaciones de nuestro lenguaje». La cita es de la introducción a «The Physical Principles of the Quantum Theory», donde expone el detalle de una nueva física con un rigor matemático casi dictatorial, despojado, según cierto consenso, de todo contenido estético. En la búsqueda de teorías siguiendo un criterio de simetría y simplicidad, la física va desplegando los precisos tejidos de un tapiz coherente, un mapa de la realidad que estaba implícito en una intricada madeja de metáforas, intuiciones literarias y extrapolaciones fantásticas de la realidad. «Ves, hijo mío, aquí el tiempo se vuelve espacio», dice Wagner en Parsifal. Y Poe en Eureka: un Poema en Prosa, propone, en 1848, la solución aceptada hoy 12

A. S. Eddington (1928), The Nature o f the Physical World, The Mac Millan Company, p. 69.

para la llamada «paradoja de Olbers»: si el tamaño del universo es infinito y las estrellas están distribuidas por todo el universo, entonces deberíamos ver una estrella en cualquier dirección y el cielo nocturno debería ser brillante. Sin embargo, el cielo es oscuro. ¿Por qué? «La única forma — dice Poe— de entender los huecos (voids) que nuestros telescopios encuentran en innumerables direcciones, sería suponiendo una distancia al fondo (background) invisible tan inmensa, que todavía ningún rayo proveniente de ahí fue capaz de alcanzarnos». Ernesto Cardenal, muchos años después habría de citarlo en La música de las esferas: «Pero es oscura la noche y el universo, ni infinito ni eterno». Los trabajos de Heisenberg, en cambio, no parecen emerger de esa tradición. Steven Weinberg lo enfatiza en El sueño de una teoría final. Heisenberg no acude a visualizaciones ni a extrapolaciones de intuiciones previas sino que procede, dice Weinberg, como un mago que no parece «estar razonando en absoluto, sino que salta todos los pasos intermedios para llegar a una nueva intuición sobre la naturaleza». Por eso me fascina la alusión de Heisenberg a una limitación del lenguaje al referirse a una aparente dualidad física. La poesía es precisamente la exploración de las limitaciones del lenguaje, el ensayo de insistentes permutaciones que prolonguen el alcance de la inteligencia, la búsqueda de micro-revelaciones, la intención de expresar lo inexpresable. Será por eso que en más de una ocasión, lo que empezó como artificio de la imaginación poética convergió en síntesis científica de la realidad. El último círculo del «Infierno» de Dante tiene la estructura geométrica de una esfera en un espacio de cuatro dimensiones (la así llamada «S3»), anticipando la posible curvatura de nuestro espacio tridimensional. Y en «El jardín de senderos que se bifurcan», Borges concibe un laberinto temporal llamativamente similar al de los «muchos mundos» cuánticos, propuesto años después por Henry Everett III. Se dijo que la ciencia y la poesía sirven a divinidades contrarias: la inteligencia y las emociones. O, si se prefiere, a la realidad y a la ficción. Pero los grandes poemas son miradas profundas de la realidad, y los grandes avances científicos

redefinen los límites de la imaginación, de manera que existe un borroso territorio de intersección, un hábitat compartido por la ciencia y por la poesía. Alguien contrario a esta coexistencia es, curiosamente, Samuel Taylor Coleridge, quien, en su Definiciones de poesía, propone que la poesía está «opuesta a la ciencia», ya que el propósito de la de la ciencia es «adquirir o comunicar la verdad», mientras que el de la poesía es comunicar «placer inmediato». Y digo «curiosamente», porque Colerigde mismo habla de la fe poética como el «suspenso de la incredulidad», y de esa proverbial suspensión en la que se acepta la ficción como realidad germinaron estructuras conceptuales de la física moderna: las «florentinas curvaturas» del espacio, la relatividad del tiempo, los «agujeros gusano». Richard Feynman, físico tan excéntrico como profundo, pertenece a la vertiente opuesta. Para él, la ciencia nos enseña que la imaginación de la naturaleza supera a la del hombre, y en su ensayo «El valor de la ciencia» se queja de que los poetas no intentan retratar la imagen presente del universo, y los convoca a cantar los valores de la ciencia. Einstein, la ficción y el suspenso de la incredulidad

La teoría de la relatividad se aplica en su totalidad al universo de la ficción. Jean Paul Sartre

La ciencia y el arte, la física y la poesía sirven a una misma divinidad, en el sentido de que uno de los propósitos cardinales de la poesía es provocar en el lector la fe en las verdades de la naturaleza. En el suspenso de la incredulidad de Coleridge el espectador acepta la ficción como una realidad. Nuestra incredulidad está en suspenso cuando nos conmueve una música, un poema o una película. Si nos paraliza de miedo una escena de Drácula o alguna vez lloramos la muerte de Valjean en Los Miserables, es porque nos entregamos dócilmente al mundo ilusorio de la ficción y lo aceptamos como una realidad.

Este es el punto de intersección entre el arte y la ciencia en el que quisiera detenerme, el punto en el que se encuentran la ficción y la realidad, y argumentar que esa intersección esta corporizada en los trabajos de Einstein de 1905. En el primer trabajo (enviado en marzo), Einstein propone una nueva visión sobre la estructura de la luz. El título del trabajo es «Un punto de vista heurístico sobre la producción y la transformación de la luz». Es interesante que Einstein considere su trabajo heurístico: la heurística es el arte de inventar, y deriva de heuriskein, cuyo pretérito perfecto es eureka. En este trabajo — el único al que, con júbilo pero sin la euforia de Arquímedes, consideró revolucionario— Einstein propuso dos nuevos elementos. En primer lugar, la hipótesis de la «luz cuántica»: la luz tiene una estructura granular, los llamados «cuantos», paquetes con cantidades fijas de energía que luego se llamarían fotones13. El segundo punto del trabajo, el paso revolucionario (al que Einstein consideró heurístico), es considerar que cuando la luz se emite o absorbe lo hace en cantidades fijas, del mismo modo que los automóviles salen de a uno de la planta de fabricación y llegan de a uno a los concesionarios de venta, pero nunca llegan o salen en fracciones de automóvil. El trabajo contiene varias predicciones, incluyendo la ley del efecto fotoeléctrico, que fue confirmada por el experimento años más tarde. Ahora bien, la idea de división en cantidades fijas de energía es anterior a Einstein. En 1900, Max Planck, estudiando la distribución de energía entre los distintos colores emitidos por un cuerpo incandescente, propuso dividir la energía en cantidades enteras14. Con esta suposición llego a una fórmula que se ajustaba perfectamente al experimento. Sin embargo, para Planck, la interpretación de esas cantidades enteras no estaba clara. La introducción de estas cantidades (los cuantos) fue para Planck, en sus propias palabras, un «acto de desesperación» y trató repetidas veces, y hasta con obstinación, de acomodarlos dentro de la física clásica. Su intento fracasó. En su discurso del 13 El term in ofotón aparece por primera vez en 1926, en un trabajo de Gilbert Lewis. 14 Plancks Original Papers on Quantum Physics, German and English Edition, translated by D. Ter Haar and S. G. Brush, John Wiley & Sons, New York (1972).

premio Nobel, en 1918, Planck dijo con elocuencia (los énfasis son míos)15: «El fracaso de este intento me enfrentó a un dilema: o los cuantos eran magnitudes ficticias y, por lo tanto, la deducción de la ley de la radiación era ilusoria y un simple juego con las fórmulas, o en el fondo de este método hay un verdadero concepto físico... La experiencia decidió por la segunda alternativa... El primer avance en este campo fue hecho por Albert Einstein». Con gran refinamiento conceptual, Einstein propone los cuantos, que existían en forma de ficciones matemáticas y los acepta como parte del mundo real. El segundo trabajo, publicado en junio, versa sobre la teoría de la relatividad, con la que el público masivo asocia a Einstein. El artículo, uno de los logros intelectuales más importantes de la humanidad, empieza con una frase de contenido estético: «La electrodinámica de Maxwell, aplicada a cuerpos en movimiento, conduce a asimetrías que no parecen ser inherentes al fenómeno.»

Esta asimetría puede ilustrarse con un simple experimento, que Einstein describe en el primer párrafo del artículo. Un imán en movimiento genera una corriente eléctrica en un lazo de alambre que está quieto. Si, en cambio, el imán está quieto y el lazo de alambre está en movimiento, la misma corriente circula por el alambre. Según la teoría de Maxwell, estos dos fenómenos son físicamente distintos; en uno el imán esta en reposo en el éter (un medio estático de referencia en el que se propaga la luz y respecto del cual se mueven los planetas), y en el otro el imán esta en movimiento respecto del éter. En la teoría de Maxwell, ambos fenómenos corresponden al mismo valor de la corriente pero usando explicaciones completamente diferentes. Para Einstein esta asimetría era inaceptable: si la corriente es la misma en ambos casos, entonces debe tratarse del mismo fenómeno visto desde perspectivas diferentes, 15 M. Planck, « The origin and development o f the Quantum Theory», translated by H. T. Clarke and L. Silberstein., being the Nobel Prize Address of 1920. Oxford, Clarendon Press (1922).

desde distintos sistemas de referencia, y la idea del éter es superflua. Si el éter no existe, no existe el reposo absoluto; al fin y al cabo, si algo está quieto debemos decir respecto de qué está quieto. Todos los sistemas de referencia, procede Einstein, son entonces equivalentes. Luego agrega un segundo postulado: la velocidad de la luz es la misma independientemente de la velocidad de la fuente que la emite. A partir de dos enunciados, tan sencillos como audaces, Einstein nos conduce por un camino de lógica impecable hasta concluir que tiempo, el tic-tac de un reloj, no es un fenómeno absoluto: si Alicia y María tienen relojes idénticos y Alicia pasa en una bicicleta muy rápido cerca de María, María ve que el tic-tac de su reloj es más rápido que el de Alicia, y Alicia ve que el tic-tac de su reloj es mas rápido que el de María. ¿Cuánto mas rápido? Einstein deduce las ecuaciones, que indican que para que la diferencia sea perceptible, Alicia tiene que moverse a una velocidad cercana a la de la luz. Lo llamativo es que esas ecuaciones existían antes del trabajo de Einstein, y esto nos conduce de nuevo a la intersección entre ficción y realidad. En 1895, el físico holandés Hendrik A. Lorentz, con el objeto de explicar unos experimentos de Michelson y Morley, había deducido unas ecuaciones (idénticas a las de Einstein) en las que el tiempo aparecía como una variable matemática que dependía de la velocidad y la posición. Lorentz distinguía entre un «tiempo verdadero» (el que mide un reloj en reposo en el éter) y un «tiempo local» que depende del lugar donde ocurre un evento. El punto crucial es que, para Lorentz, el tiempo local era una ficción matemática usada para simplificar una ecuación. Einstein acepta esa ficción como realidad y la incorpora a su universo relativista. El tercer trabajo, escrito en septiembre, contiene la ecuación más famosa de la historia de la ciencia: en la que Einstein propone la equivalencia entre la inercia (o la masa, m, de un cuerpo) y su contenido de energía, E. De nuevo, Einstein no es el primero en escribir esta ecuación16. En 1900, Poincaré publicó 16P. Gallison (2003), «Einstein's Clocks, Poincare's Maps. Empires of Time», W W Norton and Company Ltd. London.

un trabajo no muy conocido en el que escribe la célebre ecuación, partiendo del hecho de que la luz hace presión sobre los objetos17. De nuevo aparece, textualmente, la idea de ficción. Dice Poincaré: «podemos considerar la energía electromagnética como un fluido ficticio (fluide fictif)» con una masa y una energía de tal modo que... Einstein incorpora esta ecuación al mundo real, descifrando un acertijo de la naturaleza, develando una clave de la realidad que, en este caso, llevó al descubrimiento de las transmutaciones nucleares y, cuarenta años después, a una trágica aplicación práctica. En los tres trabajos más importantes del año admirable de Einstein confluyen la realidad y la ficción de un modo sin precedentes en la historia del conocimiento. Esa confluencia es solo posible cuando la imaginación desdibuja los límites entre disciplinas como la ciencia, la filosofía y el arte, y se concibe al pensamiento y la búsqueda de la verdad como una actitud única. Ahora bien, ¿por qué razón la simplicidad, la simetría y la belleza son cualidades de las teorías correctas? Ese es un gran misterio, en cuya solución quizás haya ecos de la oda «A una urna griega», de John Keats, que, en traducción de Julio Cortázar, dice: La belleza es verdad y la verdad belleza... Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta.

17 H. Poincaré (1900), «La theorie de Lorentz et le Principe de Réaction», Arch. Néer. Sci. Exactes Nat. 2, 252. Véase también el artículo «Did Einstein really discovered ‘E=mc2’?», Am. J. Phys. 56, 114 (1988).

7. C i e n c i a

y

arte

en

la

nomenclatura

B OT ÁNI CA

Fernando Calderón Quindós

1. Introducción

Un joven enamorado busca en su jardín una rosa roja. Si la encuentra, su amada bailará con él en la fiesta anunciada por el príncipe. El blanco y el amarillo hermosean su jardín, pero en el rosal de las rosas rojas las flores no han brotado esa primavera. Un ruiseñor atento, trovador del amor verdadero, conoce la desesperanza del joven. El rosal le ha confiado un secreto. Si arrima el pecho a las espinas, y si en ellas hunde su corazón mientras canta, al alba habrá nacido una rosa roja. El ruiseñor no lo duda y se entrega al dolor sin importarle su destino. No en vano, el acto del amor encuentra en sí mismo su propia retribución. El joven se levanta y advierte la presencia de la rosa, incomparable por su belleza a cualquier otra flor que sus ojos hayan visto antes. Es entonces cuando exclama: es tan bella esta rosa roja, que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre enrevesado. Contento de su fortuna, llama a la puerta de su pretendida, que le contesta con un desaire: el rojo de la rosa no armoniza bien con su vestido. Dolido por la afrenta, el joven arroja su obsequio a un arroyo, y la rosa acaba aplastada por la rueda de un pesado carro mientras el ruiseñor yace en el rosal. Esta es, a grandes rasgos, la historia de El ruiseñory la rosa, cuento publicado por Oscar Wilde en 1888. De forma inconsciente o voluntaria, el autor irlandés trae a la memoria del lector una vieja discusión dieciochesca. Las flores son bellas, pero el obstáculo del nombre se opone a su contemplación; a su luminosa belleza se opone un estorbo léxico que las ensombrece. El fasto de la palabra

obra un efecto contrario al que se desea, que es convertir la botánica en la ciencia del pueblo, preservar de las flores su condición de emblemas sentimentales. Así, lo quieren autores como Bernardin de Saint-Pierre o Jean-Louis-Marie Poiret. En consecuencia, frente a los áridos ensayos de botánica que recorren el siglo xviii, va a surgir una literatura sentimental de culto a las flores. Y como réplica a la imagen del botánico, esa prosa edulcorada elegirá protagonistas femeninas sin formación científica: una vendedora de flores, una marquesa ignorante que desea aprender, o una niña que recibe sus primeras lecciones en medio de un campo florido. Esa literatura naive expresa el desencanto que produce la literatura científica que le es contemporánea, y pretende salvar el abismo que aleja de los encantos de la botánica a quien desea cultivar su gusto natural por las flores. Pues bien, parte de ese abismo lo ocupa la nomenclatura, «el nombre enrevesado» y latino que el paseante oye sin que le diga nada, como una palabra oscura de la que ignora su etimología, su poder evocador, su red de relaciones con los nombres que él conoce y de los que puede esperar un recuerdo o una imagen. Bernardin de Saint-Pierre es solo un oficial del cuerpo de ingenieros de Francia cuando viaja a Isla Mauricio. El futuro intendente del Jardín de Plantas de París apenas tiene entonces un ligero conocimiento de botánica y, sin embargo, habla de ella. «La historia natural — declara— es un libro donde todo el mundo puede leer»1. Sus caracteres son diáfanos, transparentes. Antes de que el cristal de la ciencia haga palidecer las plantas, estas se encuentran ahí dispuestas para ser leídas por quien desee hacerlo. Y si Saint-Pierre confunde la historia natural con la naturaleza, la ciencia con su objeto, la razón estriba en que para él la naturaleza es patrimonio de la humanidad entera. Un deseo de restitución, un deseo de reapropiación colectiva de la naturaleza parece estar detrás de esta falsa identificación. Saint-Pierre quiere acercar la ciencia al pueblo, y sus iniciativas estarán siempre presididas por este objetivo. Su Explicación de algunos términos de marina responde precisamente a ese afán 1

B. Saint-Pierre, Voyage a l'Ue de France [1a ed. 1773], Clermont-Ferrand, Paleo, 2008, p. 6.

personal. Explicar significa acudir a las etimologías, pero las suyas no tendrán ese barniz erudito del que no se aprende nada. Él busca las etimologías que son «conformes al espíritu del pueblo», porque solo así podrá el lector de tierra firme cobrar simpatía por un lenguaje que no emplea. El latín y el griego no interesan a Saint-Pierre. Sus etimologías no persiguen el rigor científico, sino acercar el nombre a las cosas para explicarlas así mejor2. Un principio de utilidad y de servicio público gobierna su modesta contribución a la gran época de los diccionarios. En el caso particular de la botánica, la naturaleza interviene como cómplice de las aspiraciones filantrópicas. Las plantas forman parte del paisaje diario; el hombre las tiene a la vista, y la vista se regocija con su presencia. El nombre vernáculo está próximo a la planta, unido a ella, y los dos comparten un prestigio que el nombre latino no tiene. En el corazón del hombre sensible, la azucena blanca será siempre un nombre más apreciado que el inexpresivo Lilium candidum. La sensibilidad estética no desea quedar frustrada en sus expectativas, de ahí que el nombre latino se perciba como un impedimento. En una época en que el latín ha perdido ya una importante cuota de autores y de lectores, la lengua de Cicerón mantiene su presencia en los libros de botánica. La botánica se escribe en la lengua de cada pueblo ya en el siglo xviii, pero los nombres de las plantas reciben un bautismo latino que disgusta a quien solo se maneja en su propio idioma. A mediados del siglo xix, cuando la comunidad naturalista se felicita retrospectivamente por el éxito de la nomenclatura binomial, algunas voces periféricas expresan aún su desacuerdo. La Historia natural, cómica y filosófica de los profesores del jardín de plantas, publicada por Isidore de Gosse en 1847, es quizás el ejemplo más ilustrativo. Su prosa cáustica se ceba con la nomenclatura binomial, de la que se sirve para ridiculizar a los naturalistas. El autor hace corresponder a cada profesor del jardín de plantas un binomio latino de su propia invención, y a todos los profesores así nombrados los reúne en un acto ficticio de conjura. El orden del día contempla un solo 2

Cf.

B. Saint-Pierre, «Explication de quelques termes de marine», en Voyage a l'He de France, p. 355.

punto: preservar los «misterios de la ciencia» mediante un lenguaje enrevesado. La caricatura mordaz de los personajes, la atmósfera fanática de la conjura, la arenga ridícula de quien la preside, toda la ficción, en fin, persigue un único objetivo: demostrar que la lengua de los botánicos obedece a su mezquindad, que la vanidad del científico encuentra en los binomios su forma de expresión más acendrada. «Los más hábiles neólogos científicos — escribe de Gosse con ironía— son los botánicos. Han creado una lengua tan bella, tan dulce, tan compleja, que los propios autores se encuentran frecuentemente en apuros y, padres bárbaros, desconocen su progenie»3. Exagerada sin duda, injusta también, la opinión de de Gosse no deja por ello de reflejar la recepción hostil de la nomenclatura en parte de una sociedad que adora lo vegetal, y que desea mantener su relación con las plantas sin incorporar a su léxico ni el binomio ni el latín. La belleza de la rosa roja no solo armoniza mal con el vestido de la joven; tampoco está de acuerdo con su nombre latino, cualquiera que este sea. En la discusión organizada en torno a la nomenclatura, los autores de libros elementales subrayarán la incongruencia que advierten entre los nombres latinos de difícil memorización, áridos y a menudo inexpresivos, y el cromatismo, belleza y frecuente pequeñez de los elementos nombrados. Pero esta literatura menor, concebida a menudo para un público femenino, solo es una parte de la historia social de la nomenclatura. Para una gran mayoría, los atributos del reino vegetal pueden ser disfrutados a pesar del nombre latino, y el hombre o la mujer pueden incluso ampliar sus conocimientos y participarlos gracias precisamente a que ese nombre existe. Pero para que tal cosa pudiera ser así, hizo falta primero inventar una nomenclatura fácil, práctica y operativa, y lograr después que esa nomenclatura se normalizase y empleara con exclusión de todas las demás. Linneo satisfizo la primera aspiración, y los botánicos del xviii completaron la empresa prestando su conformidad y adoptando ellos mismos las fórmulas binarias del genio sueco. 3 I. S. de Gosse (1847), Histoire naturelle, drolatique etphilosophique desprofesseurs du Jardin des Plantes, París: Gustave Sandré, pp. 20, 21 y 23.

2 . L a nom enclatura, «vestíbulo» de la botánica

Alexander von Humboldt desea dar a conocer a sus colegas naturalistas la cuenca hidrográfica del Amazonas, pero tropieza con una dificultad que no esperaba. Las tribus que habitan las márgenes de los afluentes hablan cada una su propia lengua. Al «laberinto acuático», se suma una babel del nombre, un dédalo que exige entrevistarse con los indios más inteligentes, averiguar el significado de las terminaciones léxicas, hacer observaciones propias, cotejar los informes obtenidos con la información que arrojan los mapas de que se dispone. Humboldt acusa de impostura a sus predecesores. Los cartógrafos han anotado en sus mapas el nombre de ríos que no existen, han efectuado correspondencias falsas entre las aguas tributarias del Amazonas y los nombres empleados para designarlas, y han inventado ríos, ensenadas y fondeaderos a fin de dar a sus trabajos cierta apariencia de acabamiento. «Hasta tiempos más recientes — concluye— los viajeros no han comprendido la importancia de una toponimia correcta»4. Años antes, la botánica se había enfrentado a un problema análogo que sus actores supieron resolver con acierto. Como los afluentes del Amazonas, las plantas habían recibido hasta entonces, según el genio particular de cada pueblo, distintos nombres, y un mismo nombre había servido a veces para designar distintas plantas. El latín era la lengua común, pero los localismos léxicos y vegetales arruinaban las expectativas de progreso. A ello se sumaban la cultura libresca, la ausencia de un estricto protocolo de observación, la multiplicación de las propuestas taxonómicas y, sobre todo, la falta de un método riguroso en la elección del nombre. A lo largo de todo el siglo xviii la nomenclatura se convierte en el caballo de batalla de los botánicos. Las opiniones oscilan entre la más absoluta liberalidad nominal y la defensa de una botánica sin nombre. Posturas extremas, las dos responden a un mismo principio: los nombres son convenciones que ni quitan ni añaden nada a las plantas que designan. Son así, en cierto sentido, prescindibles, porque la demostración de la planta puede hacerse sin necesidad 4

A. Humboldt (1982), D el Orinoco al Am azonas, Barcelona: Guadarrama, p. 267.

de evocar su nombre. El nombre no es el repositorio del conocimiento, y eso lo vuelve innecesario, cuando no molesto o inconveniente. Por tanto, lo mismo da reconocer como válidos una infinidad de localismos sinónimos que elegir el silencio y señalar sin más los objetos con el dedo. La planta es irreemplazable, y el nombre no es más que un sucedáneo suyo. El conocimiento de una planta, en definitiva, es un acto que tiene lugar con independencia de cualquier atribución nominal. Ahora bien, la defensa de una botánica sin nombre será puramente retórica, y no existirá en la literatura científica del siglo xviii ninguna obra que pretenda tomarla en serio. El botánico sabe que renunciar al nombre supondría un obstáculo insalvable en el progreso de la botánica, y no desea que el depósito de los conocimientos adquiridos se pierda sin dejar huella. Pero si, pese a tal convicción, se oyen voces contrarias a cualquier forma de nomenclatura, ello se debe a la ausencia de un método racional y único de designación. Algunos botánicos advierten una tendencia nociva en el desarrollo de su ciencia. Tournefort, Gouan, o el propio Rousseau observan, en efecto, una excesiva atención al nombre en menoscabo de lo nombrado. La planta parece menos el fin que el medio, más el adminículo vegetal destinado a acuñar un nombre o modificarlo, que el objeto verdadero de la ciencia. De la multiplicidad de lenguajes de designación, de la superabundancia de nombres, del lujo terminológico que azota la botánica, resulta difícil esperar ningún progreso. ¿Cómo contabilizar siquiera el número de especies cuando las nomenclaturas se solapan, cuando varios nombres sinónimos se utilizan inopinadamente para designar una misma especie? Con razón, el filósofo Dagognet señala en El catálogo de la vida que la botánica fue en el siglo xviii una ciencia de nombres y de plantas5, y es que los grandes maestros de la ciencia reflexionarán y discutirán sobre el lenguaje con la misma diligencia y seriedad con que se asoman a la corola de una flor. Para el filósofo del siglo xviii, para el botánico también, el lenguaje ya no es un puro y simple reflejo del pensamiento. Más bien al contrario, el lenguaje actúa ahora como una palanca que estimula la 5

Cf.

Dagognet (2004), L e catalogue de la vie, Paris: PUF, p. 27.

formación de ideas y en el que quedan depositadas las expectativas de nuevos hallazgos. De ahí la proliferación de catálogos, enciclopedias y diccionarios. Si el número de plantas informa de la riqueza de un jardín, si el número de esqueletos da cuenta de la importancia del gabinete que los aloja, también el número de palabras y el ritmo de adquisición de voces nuevas informan de la vitalidad de una lengua. Ahora bien, los botánicos son conscientes de que no hay en el nombre una bondad intrínseca, de que su condición de resorte intelectual solo es efectiva si su uso se inscribe en el marco de una hábil política de designación. Para Váczy, autor de un trabajo excepcional sobre el origen y desarrollo de la nomenclatura botánica, el siglo xviii se caracteriza por ser una época de «intensa efervescencia nomenclatural»6. En todos los países de Europa se presiente el poder del nombre, y los botánicos son, sin duda, los más entusiastas. La nomenclatura y la terminología prometen para su ciencia un horizonte glorioso de expectativas inigualables. Cuando, según el parecer de Diderot, las columnas de Hércules de la matemática están a punto de ser plantadas7, la historia natural ve agrandarse cada vez más el círculo de sus investigaciones. El mundo no es nada para los primeros mientras lo es todo para los segundos. Los límites del mundo coinciden con los suyos propios, y del mundo solo se conoce bien una pequeña parte, apenas «una punta del velo» de acuerdo con la feliz metáfora del naturalista Commerson. La botánica tiene a su favor la vastedad del mundo. En los valles, en los precipicios, en las escarpaduras de las montañas está su verdadero gabinete, y la riqueza es tal, y los descubrimientos tan numerosos, que los libros de botánica se engrosan sin cesar con nuevos nombres. Ahí reside justamente la dificultad, en nombrar con un solo nombre cada especie descubierta. De la dificultad en conseguirlo nos informa Saint-Pierre en sus Etudes de la nature (1784). «Si se piensa ahora que cada planta tiene varios nombres diferentes en su propio país, que cada nación 6 Nos referimos a «Les origines et les principes du développement de la nomenclature binaire en botanique», en Taxon, 20 (4), 1971, pp. 573-590. 7 Cf. D. Diderot, Sobre la interpretación de la naturaleza, Madrid: Anthropos, p. 11.

contribuye con los suyos, y que todos estos nombres varían en su mayor parte cada siglo que pasa, ¿qué dificultades no añade al estudio de la botánica su sola nomenclatura?»8. Las expresiones de contrariedad en torno a la nomenclatura se suceden a lo largo del siglo. Tournefort inicia esa corriente en sus Elementos de botánica de 1694. Para que la botánica penetre en las universidades y acapare la atención de los sabios, para que su estudio no decaiga y el pueblo la mire con gusto, los botánicos deben unificar las nomenclaturas, y preferir los nombres cortos y simples a los nombres polinomiales. Frente a la exuberancia nominal que provoca el abandono de la ciencia, Tournefort apuesta por la parsimonia léxica, por la moderación en el gasto. De este modo, la costumbre de reformar los nombres solo será legítima cuando los antiguos no satisfagan los principios de sencillez y brevedad; y en cuanto a las denominaciones superfluas, equívocas o polisémicas, Tournefort pide que se rechacen. El número de nombres debe coincidir con el número de especies, la relación debe ser de un nombre por cada especie. Malesherbes, autor de unas Observaciones sobre la Historia natural, general y particular de su contemporáneo Buffon, se expresa en términos parecidos en 1749: «Es importante que los naturalistas — declara desde las primeras páginas— convengan entre ellos los nombres que dan a cada especie. Esta parte de la ciencia, llamada nomenclatura, es absolutamente necesaria para que los sabios puedan comunicarse sus descubrimientos»9. También Duhamel du Monceau, padre de la silvicultura y autor de La física de los árboles (1758), subraya la conveniencia de adoptar una nomenclatura universal. «La nomenclatura no es el último término al que tienden los botánicos, sino un medio importante del que no es posible prescindir si se quieren adquirir conocimientos útiles: es, por decirlo así, un vestíbulo que es necesario atravesar 8 B. Saint-Pierre, «Études de la Nature» [1a ed. 1784], Publication de l'Université de Saint-Étienne, 2007, p. 58. 9 Observations de M. de Malesherbes sur l'Histoire naturelle, genérale et particuliere de Buffon et Daubenton (2. vols), París: Charles Pougens, Año VI, 1798, p. 6.

antes de llegar a los aposentos que representan la utilidad de una verdadera casa»10. Los botánicos saben que el laberinto de las nomenclaturas conduce a la parálisis científica, y piensan en un hilo de Ariadna que salve la botánica de quedar encerrada en sus muros. Cuando ese hilo se descubra, los botánicos se servirán de él. Y al tirar por fin del ovillo dorado, descoserán el laberinto para dejar solo en pie los aposentos de una verdadera casa. La fórmula elegida por du Monceau es, en efecto, afortunada, porque el vestíbulo es el espacio que comunica las habitaciones, y que se recorre solo para llegar a ellas. Ese vestíbulo recibirá el nombre de nomenclatura binomial, y como en la fábula del minotauro, su héroe será un extranjero venido del norte, el sueco Carlos Linneo. 3. La nom enclatura linneana: entre ciencia y arte

No todos los botánicos del siglo xviii tendrán confianza en dotar a su ciencia de una nomenclatura universal, ni subrayarán con tanto entusiasmo las ventajas que cabría esperar de ella. Especialmente escéptico se muestra Daubenton en la entrada del término «botánica» de la Enciclopedia. Después de algunas consideraciones generales, el infatigable colaborador de Buffon introduce una división tripartita en el seno de la botánica: nomenclatura, cultivo y propiedades de las plantas, y en línea con la dimensión práctica del intendente del Jardín del Rey, declara su prioridad por esta última. La ignorancia de los nombres se suple satisfactoriamente señalando los objetos con el dedo, lo que no ocurre con las propiedades, cuya ignorancia no se suple. El hombre podría perseverar sin conocer el nombre de las plantas, pero de la ignorancia de sus propiedades no podría prescindir sin riesgo para su vida. La aplicación más elemental del sentido común favorece la conclusión del naturalista de Montbard: 10D. Monceaud (1758), Laphysiqu e des arbres, París: H. L. Guérin y L. F. Delatour, p. ii (cursiva nues­ tra).

«Nos hemos alimentado de frutos, nos hemos vestido con hojas y cortezas, hemos levantado nuestras cabañas con los árboles de los bosques antes de haber dado nombre a los manzanos y a los perales, al cáñamo y al lino, a las encinas y a los olmos, etcétera. El hombre se ha visto obligado a satisfacer sus necesidades más apremiantes por el solo sentimiento, e independientemente de todo conocimiento adquirido: se disfruta de un perfume de flores con solo aproximarse a ellas, se reconoce su olor sin inquietarse por el nombre de la rosa y del jazm ín .»11

La primera lección que proporciona la historia es que la nomenclatura tiene un carácter accesorio con respecto al conocimiento de las propiedades, lección que arroja además sobre el panorama actual de la botánica un diagnóstico poco prometedor. Daubenton aprecia, en efecto, un «defecto de conducta» en el estudio de la botánica, en la que el gusto por las discusiones terminológicas ha invertido la jerarquía natural de los intereses propios de esta ciencia. Las pretendidas ventajas que la botánica obtiene de la nomenclatura no son tales. Se insiste, por ejemplo, en que la nomenclatura ha permitido distinguir miles de plantas, pero lo cierto es que solo ha introducido mayor confusión. Las estimaciones sobre el número de especies, amén de exigir revisiones periódicas conforme se exploran nuevas regiones del globo, están sujetas a apreciaciones particulares y a los caprichos siempre pasajeros de la moda. No hay un criterio unívoco cuya firmeza de aplicación impida el surgimiento de nuevos sistemas de designación. Daubenton está convencido del motivo de esta deficiencia elemental. «Se ha querido hacer una ciencia de la nomenclatura de las plantas, cuando no puede ser sino un arte, y solamente un arte de memoria»12. Por «ciencia de la nomenclatura», Daubenton entiende un lenguaje de designación 11

L. J-M. Daubenton (1751), «Botanique», en Encyclopédie ou dictionnaireraisonnédessciences, desarts Diderot y dAlembert (eds.), París: Chez Briasson, David, Le Breton y Durand, 17 vols, 1751­ 1765, cita en vol. 1, p. 340 (cursiva nuestra). Con el término «propiedades», Daubenton se refiere a todos los usos, también los de recreo. 12 Ídem, p. 340 (cursiva nuestra). et des métiers,

capaz de anticipar la representación a lo representado, capaz de pintar con palabras el original cuya presencia se desconoce, y de hacerlo mediante el uso de una simple frase. Conviene aclarar este extremo. Con la frase diagnóstica no se pretende, según Daubenton, proporcionar una descripción del objeto, sino ofrecer solo una imagen de la diferencia específica o génie particular, ignorada en las unidades taxonómicas mayores. Ahora bien, ni siquiera esta comodidad de método logra conceder a la frase la función que se le quiere dar. Sirva como ejemplo el sistema de Tournefort. El autor de los Elementos de botánica ordena el reino vegetal en catorce clases. La disposición y el número de los pétalos nos informan de la clase a la que la planta elegida pertenece; solo hay que esperar al fruto para conocer el género que le corresponde. Las plantas que guardan semejanza por su flor y por su fruto integran un mismo género, y si la semejanza se hace presente en hojas, tallo y raíces, tales plantas serán además representantes de una misma especie. Es cierto que el sistema de Tournefort proporciona un alivio a la memoria, ya que esta puede fácilmente descender de las clases a los géneros y de los géneros a las especies, pero no es menos cierto que, con todas sus ventajas, este sistema no logra suplir las carencias de la frase. Dicho de otro modo: toda vez que el conocimiento de la frase sea anterior a la presencia del objeto, aquella no podrá arrogarse el derecho de ofrecerse como sustituto de este. El nombre tiene la capacidad de evocar lo que ya nos es conocido, pero no puede convocar en nuestra memoria la presencia de lo que no hemos visto con anterioridad. Toda propuesta nomenclatural que reúna esta aspiración está condenada al fracaso, y ello porque la frase no puede capturar la esencia de la cosa, ni el signo podrá nunca contener lo designado. Detrás de la manía nomenclatural, Daubenton advierte un presupuesto esencialista falso. La polisemia y equivocidad de los lenguajes empleados se ofrece como prueba irrefutable: «Todas las tentativas que se han hecho para reducir la nomenclatura de las plantas a un cuerpo de ciencia, han vuelto el conocimiento de las plantas más difícil y más defectuosa de lo que sería si solo nos sirviéramos de los ojos para reconocerlas o si no empleásemos más

que un arte de memoria sin ningún aparato científico»13. En la pretensión de constituirse en un «cuerpo de ciencia», Daubenton señala el defecto general de las nomenclaturas. No obstante, imagina por un momento la posibilidad de llevar una de tales nomenclaturas a su punto de perfección, pero lo hará solo para ilustrar mejor sus conclusiones. El fruto sería inútil. Obra maestra del ingenio humano, pocas personas lograrían memorizar una a una las miles de frases que la compondrían, y su conocimiento seguiría sin aportar el menor dato sobre las propiedades de las plantas: la nomenclatura y las diferentes aplicaciones de la botánica no tienen nada en común14. Por lo demás, Daubenton no rechaza por completo la posibilidad de constituir una nomenclatura universal, pero supedita este objetivo a un cambio de orientación. La nomenclatura no puede pretender constituirse en una ciencia, sino en «un arte de memoria», y en un arte además «sin ningún aparato científico». Según esta caracterización, toda nomenclatura capaz de ofrecerse como una «suerte de memoria artificial»15 valdrá tanto como cualquier otra, y los naturalistas no tendrán más que ponerse de acuerdo en aquella que prefieran emplear. Daubenton llega a esta conclusión alarmado por la multiplicación de nombres superfluos surgidos con ocasión de cada nuevo método. Mejor es un «arte de memoria» que una «ciencia vana y perjudicial»16. Daubenton no reparó en la posibilidad de convertir la nomenclatura en un conocimiento a medio camino entre la ciencia y el arte. La contribución será obra de Linneo. Con anterioridad a la reforma introducida por el padre de la nomenclatura binomial, los botánicos habían advertido la necesidad de reunir el gran número de especies en géneros, y dar a cada género un nombre. Linneo respetó este proceder y preservó con ello el valor científico de todas 13 Ibídem, p. 342. 14 No obstante, Daubenton se complace imaginando un sistema que fuera capaz de hacer corres­ ponder las propiedades de las plantas con las características genéricas. Un sistema así concebido sería un descubrimiento «más provechoso para el género humano que el del sistema del m undo» (p. 342), pero las esperanzas de conseguirlo son pocas, y su consecución sería siempre provisional, ya que las técnicas de cultivo y los episodios de naturalización transforman diariamente las propiedades de las especies. 15 Ibídem, p. 341. 16 Ibídem.

las nomenclaturas precedentes. El nombre podía conservar aún la impronta atávica de un origen supersticioso o idólatra, pero las especies que pasaban a integrar un género, lo hacían solo después de que el botánico las hubiera sometido al escrutinio de una paciente observación. Especies del mismo género eran aquellas que, caracterizadas por compartir ciertos rasgos comunes, y estar más próximas por sus semejanzas que alejadas por sus diferencias, podían ser nombradas con el mismo nombre. En cuanto a la característica específica, esta venía determinada por una diferencia de organización. El botánico que creía encontrarse en presencia de una nueva especie buscaba el adjetivo que mejor la caracterizase, al que hacía preceder del nombre de género apropiado. Con frecuencia, el adjetivo elegido era insuficiente, en cuyo caso el botánico no dudaba en añadir tantos otros adjetivos como fueran menester. Así fue como cada uno ideó por su cuenta una nomenclatura polinomial, nacida como respuesta al déficit de información que resultaba de la elección de un único adjetivo. Dos inconvenientes resultaron de ello: en primer lugar, las diagnosis sobrecargaron la memoria de los naturalistas y volvieron enojosa la tarea de nombrar; en segundo lugar, introdujeron un elemento de provisionalidad en los sistemas de designación, dado que muchas descripciones se hacían tomando como modelo ejemplares mutilados o en mal estado. Si Bauhin, Gessner o Tournefort deseaban caracterizar la especie a través del nombre, lo que les obligaba a renunciar al binomio siempre que este resultara insuficiente, Linneo buscará tan solo una forma de hacerse entender. La elección de un nombre trivial (nomina triviala) en sustitución de la frase permitirá de una vez por todas burlar los dos inconvenientes mencionados. Con razón, Rousseau atribuirá a Linneo el mérito de haber creado nombres de verdad, «pues no es nombrar una cosa haberla definido». Definir es fijar el significado de una palabra o explicar la naturaleza de una cosa; nombrar es decir el nombre de esa cosa para hacerse entender: «Una frase no será jamás un verdadero nombre ni podrá desempeñar su función»17. Si hablar consistiera en 17

J-J. Rousseau, «Fragments pour un dictionnaire des termes d’usage en botanique», en Bernard

definir no habría lenguaje, o el lenguaje se convertiría en un encadenamiento inútil e interminable de definiciones. Adán empezó dando un nombre a los animales del paraíso. En ese punto terminó su tarea. No era científico, no le interesaba la definición. Linneo, el llamado «segundo Adán», dividió su trabajo en dos: creó definiciones y dio nombres. Como primera palabra de la definición, Linneo introdujo el nombre del género al que la planta correspondía, y añadió a continuación aquellas palabras destinadas a determinar su diferencia específica. Como primera palabra del binomio, puso el nombre de género y a este le hizo seguir de un nombre trivial. Fue así como el príncipe de los botánicos convirtió la nomenclatura en un producto a medio camino entre la ciencia y el arte. El binomio seguía siendo un primer paso en la clasificación, pero se convertía al mismo tiempo en un recurso mnemotécnico destinado a facilitar la circulación de conocimientos entre los botánicos. Producto intermedio entre la ciencia y el arte, el nombre ya no estaba sometido a la rigidez estricta de los métodos ideados por los naturalistas anteriores, ni a la espontaneidad de la praxis artística. En un punto intermedio, el nombre adquirió, por decirlo así, Gagnebin y Marcel Raymond (eds.) (1969),ffiuvres Completes, 5 vols., París: Gallimard (1959-1995), vol. 3, p. 135. O. C. IV p. 1206. Pasado un siglo, Alphonse de Candolle defenderá el espíritu de la nomenclatura binomial linneana en términos muy parecidos a los de Rousseau. En el «suplemento» de 1883 a sus Nouvelles remarques sur la nomenclatura botanique (Bale-Lyon, Méme M aison) redactadas 16 años antes con oca­ sión del Congreso Internacional de Botánica celebrado en la capital francesa, el botánico suizo defiende la aportación de Linneo de algunos usos bárbaros de nuevo cuño: «Una tendencia que reaparece bajo diferentes formas es la de mezclar con un nombre ciertas consideraciones de otra índole. Antes de Linneo los nombres de especies eran a la vez un nombre y una enumeración de caracteres. Al separar estas dos cosas, Linneo ha hecho un gran servicio. Un nombre es un nombre; los caracteres son caracteres; la sucesión de los nombres es sinonimia. Mezclar ideas tan diferentes produce una suerte de confusión y de largas frases [...]. Si olvidamos esta regla, pronto estaremos tentados de expresar en el nombre o con el nombre la historia filogenética del grupo, pues es actualmente una de las ideas que causan preocupación. Sin embargo, habría que comprender que un nombre no es ni claro ni cómodo cuando se le complica con diferentes ideas. Los pueblos bárbaros introducen la genealogía en su forma de nombrar: Ali hijo de M ahomet, hijo de Joseph. Otros se sirven de epítetos, o lo que es lo mismo, de caracteres: Pie ligero, Gran jefe de barba larga, etcétera. Los pueblos civilizados, por el contrario, quieren nombres que a menudo no pre­ senten ningún sentido y no sean más que nombres. Es un progreso. Es tan manifiesto, que no se advierte ninguna contrariedad cuando un individuo de gran talla tiene Petit como nombre de familia [...]. Los procederes simples son un progreso».

una consistencia dúctil, y fue esa ductilidad la que favoreció su introducción en los libros de botánica, en los jardines y en los museos. Linneo — anota el profesor Drouin— «puso en red la multitud de naturalistas dispersos a través del tiempo y del espacio y los transformó en un sujeto colectivo»18. 4 . Frente al modelo homogeneizador de la nomenclatura binomial

La sistematización de la nomenclatura binomial ejerció desde su nacimiento un efecto saludable en el progreso de la botánica. Su éxito fue fulgurante. Como un meteorito, el uso del binomio vino a iluminar el mundo de la historia natural, pero al querer anidar en todos los rincones, proyectó también algunas sombras. Como todos los proyectos de homogeneización tan comunes en el Siglo de las Luces, la nomenclatura binomial tuvo que sortear el obstáculo de las sensibilidades patrias. En las tierras descubiertas por los naturalistas europeos, se produjo un desencuentro. Al querer llevar a todas partes una forma única de nombrar, los naturalistas tuvieron que desplazar los nombres nativos para dejar lugar a los propios: el espacio de la nomenclatura no admitía saturaciones, y los nombres locales no podían convivir con los nombres universales. Con el pretexto de que la naturaleza era un espacio sin fronteras, los europeos querían extender sobre ella una especie de gasa léxica, uniforme y perfectamente lisa. Los nombres indígenas eran barbarismos para el oído ilustrado del europeo. Como la música, como la danza, como el resto de manifestaciones culturales que habían encontrado su fermento lejos de las costas europeas, el nombre nativo podía también ser olvidado. La costumbre de grabar en la corteza de los árboles el nombre de quien había sido el primero en visitar ese lugar, era como tomar posesión de la naturaleza, como una declaración de intenciones léxicas: la naturaleza debía ser nombrada por el héroe, por aquel que la había 18

J-M. Drouin (2003), «Les herborisations d'un philosophe: Rousseau et la botanique savante», en París: l'Harmattan, pp. 76-92, cita en pp. 88-89.

Rousseau et les sciences,

descubierto. Ese acto de apropiación, perfectamente justo y natural para su protagonista, constituía para el nativo un acto de bandidaje, una usurpación feroz que precipitaba el fin de su pueblo. Este cariz dramático se percibe en la obra del criollo mexicano José Antonio Alzate. El primero de mayo de 1788, la Real y Pontificia Universidad de México daba la bienvenida a la primera cátedra de botánica en las provincias españolas de América. Aquel acto inaugural, en el que una coreografía de papayas y fuegos de artificio debía ilustrar la sexualidad de las plantas, suponía en México la carta de presentación de la botánica linneana. Alzate reaccionó: ni la sistemática ni la nomenclatura del genio sueco podían reflejar la historia depositada en los nombres nativos. Linneo agrupaba en un mismo género las plantas venenosas y las alimenticias, volvía a separar lo que los nativos primero y los criollos después habían distinguido durante largas series de generaciones. El abolengo de los nombres indígenas, su ascendencia ilustre, no era nada para una nomenclatura bruñida con una mezcla de latín y griego. Con excepción de algunos barbarismos suaves de fácil latinización, Linneo había prescrito el olvido de todo lo demás, y Alzate no estaba dispuesto a favorecer ese desvarío. Desde las costas de México, la voz de Alzate reúne cierta familiaridad con el tono y la intención de los manuales elementales de botánica: la ciencia de las plantas es, también para el erudito criollo, la ciencia del pueblo. Como SaintPierre, también él está convencido de que la historia natural es un libro abierto en el que todo hombre o mujer puede leer. Por eso percibe la nomenclatura europea como una amenaza. En su Carta satisfactoria de 1788, Alzate escribe: «La botánica no es de aquellas ciencias que solo se versan entre ciertas clases de gentes, debe ser (esta es su utilidad) una ciencia de doctos e ignorantes ¿No se tendría por fatuo al que llegase al mercado y le pidiese a una verdulera medio real de Phisalis angulata? [ .] Querer sustituir idiomas es extravagancia [...]. Al nopal se le llama Cactus opuntia; a la biznaga, Cactus coronatus; al nopalillo, Cactus phillantus; al pastle, Phormium parasaticum {parasiticum}; al cacomite, Syssirinchium palpifolium; al tabaco, Nicosiana {Nicotiana}fructicosa, al sumpantle, Eritrina corallodendron. ¿Será poco trabajo olvidar los nombres

patrios para conservar voces semigriegas o semibárbaras? La memoria es una potencia muy limitada, ¿para qué se intenta recargarla?»19. Alzate prefiere los nombres locales — más instructivos respecto de las propiedades médicas y alimenticias— , a los insulsos nombres de importación europea. Frente a las aspiraciones universalistas de la botánica metropolitana, frente al aparato científico de unas «voces griegas forjadas entre los hielos»20, frente a la sesuda legislación del nombre impuesta por el nuevo Adán, Alzate enarbola el estandarte del genio popular, de la experiencia acumulada, de la aplicación de un sentido práctico para el que el signo debía ser siempre indicio de lo designado. Para el botánico Vicente Cervantes, adversario de Alzate, el idioma botánico de los «antiguos mexicanos» era un idioma «muy bueno para hablarlo en plazas y corrillos con indias herbolarias y verduleras», pero muy inapropiado para hablarlo en «academias de literatos»21. No era esta, sin duda, la opinión de Alzate. Los nombres nativos tienen la virtud de actuar como fieles consignatarios de la utilidad de las plantas, y Alzate pertenece a esa tradición de naturalistas que, como Buffon o Daubenton en Francia, entienden la botánica como una ciencia eminentemente práctica. Pero más allá de las consideraciones que son típicamente científicas, el testimonio de Alzate interesa en la medida en que constituye una defensa de la idiosincrasia del pueblo mexicano en particular, y de los pueblos americanos en general. En una época en la que Europa aspiraba a englutir las diferencias y ejercer sobre lo exótico un efecto disolvente, Alzate se resiste. El polígrafo mexicano reconoce en esa nomenclatura botánica un elemento pernicioso, y opta por el repliegue. La nomenclatura binomial se impondrá a pesar de Alzate, pero su protesta sirvió al menos para que Europa revisará su percepción de «lo otro», y abdicara finalmente de esa actitud mezquina y alicorta para la que negar lo ajeno suponía siempre un ejercicio de autoafirmación. Mucho tiempo después, cuando la antropología irrumpa por 19

J. A. Alzate, «Carta satisfactoria dirigida a un literato», en Roberto Moreno (ed.) (1989), Linneo en México: UNAM, p. 24. Ídem, p. 25. V. Cervantes, «Respuesta del discípulo a la carta satisfactoria», en Roberto Merino, op. cit., p. 46.

México. L as controversias sobre el sistema binario sexual 1788-1798,

20 21

fin en el escenario de la cultura europea para deshacer sombras y prejuicios, el hombre «civilizado» comprobará que los pueblos «salvajes» ordenan y nombran, que el pensamiento lógico, objetivo y riguroso, no es privativo de las naciones «desarrolladas». Claude Lévi-Strauss lo pondrá de manifiesto en su El pensamiento salvaje (1962). Sus estudios de campo en la selva tropical amazónica y los de muchos de sus colegas entre poblaciones de navajos, guaraníes o haunóo confirmaban sus intuiciones: la exigencia de orden es una exigencia universal, aun cuando cada pueblo establezca sus propias reglas, su particular protocolo de designación y orden22. Por consiguiente, como afirma el biólogo Dennler y subscribe el propio Lévi-Strauss, conservar el recuerdo de los términos indígenas de la fauna y de la flora de un país es un acto de piedad y de honestidad, y al mismo tiempo es un deber científico23.

22 C f C. Lévi-Strauss (1964), El pensamiento salvaje, México: FCE, pp. 69-70: «Nunca y en ninguna parte, el ‘salvaje’ha sido, sin la menor duda, ese ser salido apenas de la condición animal, entregado todavía al imperio de sus necesidades y de sus instintos, que demasiado a menudo nos hemos complacido en imaginar y, mucho menos, esa conciencia dominada por la afectividad y ahogada en la confusión y la participación. Los ejemplos que hemos citado, otros que podríamos añadir, testimonian a favor de un pensamiento entregado de lleno a todos los ejercicios de la reflexión intelectual, semejante a la de los na­ turalistas y los herméticos de la Antigüedad y de la Edad Media». 23 Cf. Ídem, p. 74.

8. Fi l o s o f í a

y

Po e s í a

en

Fe r n a n d o P e s s o a 1

Pablo Javier Pérez López

Apoesia é o estado rítmico do pensamento Bernardo Soares

La convergencia, quizá impuesta e irresoluble, entre el instinto artístico y el científico, entre el deseo científico y el deseo literario, desde el tamiz de la tensión entre filosofía y poesía, entre voluntad de verdad y voluntad de ilusión, es una de las dimensiones esenciales que ligan los mundos (infancia, tiempo, deseo, locura, alteridad, metafísica poética, ilusión, máscara, neopaganismo.) del universo de Fernando Pessoa. La pluralidad existencial y ontológica de su ser y su producir son evidencia de la tensión entre la palabra poética y la filosófica, tensión perenne de nuestra animalidad cristalizada en un contexto histórico de crisis de identidad metafísica, ética y estética, la crisis de la Modernidad y por ende, de la filosofía moderna. El presente texto trata de mostrar la esencialidad de la dialéctica filosofíapoesía en el universo vivencial (biográfico) y literario de Fernando Pessoa, lo que a su vez, nos permite ahondar en la esencialidad existencial de la ontología filosófico-poética. 1 La dualidad filosofía-poesía en Fernando Pessoa que se estudia en este texto se enmarca dentro de la dualidad ciencia-arte objeto del presente volumen, asumiendo la filosofía el deseo metódico y concep­ tual de la verdad propio de la ciencia, y la poesía la esencialidad creadora del arte.

La inspiración filosófica y el pensamiento poético

Lo habitual cuando hablamos de inspiración es caer en la tentación de pensar en la yavía de los antiguos poetas, embriagados y entusiasmados por la visión directa y verdadera de lo divino, por la revelación directa de los secretos del mundo. Cuando hablamos de inspiración, casi instintivamente pensamos en poesía, en musas, en ciertas ebriedades o intoxicaciones de cualquier tipo, las del imaginar soñando despierto (la embriaguez no es otra cosa que soñar despierto, dirá Ortega) y sin embargo, rara vez pensamos en otro tipo de inspiraciones, rara vez pensamos en la inspiración filosófica de un poeta. Fernando Pessoa fue uno de esos poetas inspirados por lo filosófico, un representante del pensamiento poético, del pensamiento trágico. El pensamiento trágico es aquel que hace existencialmente explícita la conciencia de lo trágico, es decir, de la imposibilidad de conciliación entre la realidad y el deseo, entre el instinto de representación y el instinto de autoconservación, entre el querer saber y el querer existir2. El pensador, el filósofo académico (socrático-platónico) tiene en el querer saber, la vela mayor de su viaje filosófico, su conocer es teórico, teorético, centrado en el tratar de saber, de conocer; en el inteligir, en la visión intelectiva del objeto, todo mediante el uso metódico del concepto y de la razón. Todo en búsqueda del saber y de la verdad. Es una búsqueda universal, de la unidad esencial de la pluralidad, un intento de demostrar, de explicar desde la abstracción de categorías y formas. Un intento serio de decir del mundo, un acto adulto de autonomía moral y epistemológica. 2 «Los instintos que obran en nuestra naturaleza sensible se reducen a dos fundamentales. El pri­ mero nos mueve a cambiar la situación en la que nos encontramos, a manifestar resueltamente nuestra existencia, a obrar activamente. Como quiera que su finalidad es procurarnos representaciones, parece adecuado llamarlo instinto representativo o cognoscitivo. El segundo nos impulsa a conservar nuestro actual estado, a continuar el desarrollo de nuestra existencia. De ahí que sea llamado instinto de autoconservación. Aquel tiene que ver con el conocimiento, este con el sentimiento, es decir, con la percepción interior de la propia existencia. Ambos entrañan una doble dependencia de la naturaleza», Friedrich Schiller (1992), D e lo sublime y sobre lo sublime, Málaga: Ágora, p. 74.

En la trinchera filosófica, y también artística, opuesta a la del filósofo platónicosocrático, encontramos al pensador poético o trágico. Este es la personificación de un conocer apasionado que encarna una liberación metódica. Su conocer procede de su vivencia, de su padecer, en definitiva, de su pasión y de la imprudencia inherente al vivir apasionado. No parte hacia un conocer sino hacia cierta precomprensión vital donde la razón queda supeditada a la vida, a lo biológico, al instinto de autoconservación, al querer existir. Desde esta trinchera del pensamiento ya no tiene sentido hablar sino de razón vital, de razón poética, de cierto encuentro originario y primario con lo real frente a la búsqueda conceptual. El encuentro es creativo, tan creativo que la propia verdad ya apenas se busca sino que trata de descifrarse en su encuentro poético, en su creación. La verdad se crea paradójicamente desde la mentira, desde la ficción, y ya no puede ser sino desvelamiento de una esencia oculta en vez de correspondencia entre lo pensado o dicho y la realidad que pretende encerrar un concepto. El pensador trágico asume la limitación del concepto y se centra en describir creativamente esencias desde una encarnada libertad de espíritu en la indagación ontológica de lo real. Basta con intuir el misterio esencial del mundo, con sentir desde la concreción la pluralidad ontológica frente a la obsesión por la unidad epistemológica del académico ortodoxo. Desde el ser creativo concreto de carne y hueso ya no se toma la vida en serio, sino como cruel ironía que solo puede sobrellevarse con una infancia reconquistada y alegre, con una inocencia recobrada desde una subjetividad poética y literaria que recrea el mundo para poder creer en él con una coherencia particular que permita intentar asumir su tragedia con alegría. El pensamiento poético-trágico es pugna, expresión, cristalización de esta tensión entre el conocer y el sentir, entre la búsqueda y la vivencia encontrada de la verdad, entre la sabiduría, la seriedad adulta y la inocencia en la celebración del alegre juego infantil. Es un pensar paradójicamente poético o artístico que indaga en lo real desde la vivencia originaria3, haciendo dialogar (haciendo 3 Desde esta perspectiva podríamos definir la filosofía artística o el arte filosófico ya fusionados en su pugna irresoluble como originariedad originante.

irremediable la conciliación) nuestros dos grandes instintos, dando lugar a un conocer apasionado. Es por ello que frente al poeta lírico, que solo decora de belleza artificial el mundo, el poeta trágico, el poeta filosófico, encarna lo que Vico llamó Sabiduría poética, esto es, también un pensar, cierto saber, también cierto decir del mundo, que con instrumentos distintos, teje un discurso, una palabra, una teoría sobre el universo, donde su teoría es a la vez su práctica, que no es otra que la poíesis, la creación. Trata de conocer mundos creando mundos en el mundo, denunciando el saber solo teórico, rebelándose ante una metafísica científica, abstracta y desapasionada: el pensamiento trágico devuelve a lo poético la legitimidad filosófica que perdió tras el triunfo del intelectualismo: es un saber que además de mirar, saborea y vive con intensidad, con pasión. El filósofo académico, guiado por el concepto, todavía cree en el método, en su amor por la verdad; todavía, para decirlo en terminos más ilustrativos, se toma en serio el mundo, frente a un pensador poético que dice sobre el mundo con ironía, saboreando la vida y tratando de no renunciar a la conjugación de realidad y deseo. Es en el contexto de esta enemistad excluyente entre el Logos poético y el Logos filosófico, entre el saber poético y el filosófico, entre aquellos que creen en la posibilidad de conciliar esencia y apariencia frente a los que reclaman la ciencia, el método para discriminar lo aparente de lo verdadero, donde podemos situar al hombre, a los poetas Fernando Pessoa en un viaje desde la metafísica científica hasta la metafísica artística o poética sin olvidar la raíz esencial de ambas, el asombro y la búsqueda de orientación ante la realidad desnuda (certera definición de Ortega la de metafísica como búsqueda de orientación). Frente a la autonomía moral y el dominio sobre lo real que pretende el hombre moderno, frente a la luz del moderno, el sonámbulo poeta-filósofo prefiere la acogedora oscuridad del misterio esencial. En los inicios turbulentos de siglo que Pessoa vive y encarna, en esa ausencia de certeza, de pérdida, se trata de renovar la orientación metafísica en un misterio renovado del mundo, náufrago en la vida después de

una fuerte apuesta por la inteligencia. La herida inmensa que expresa el pensamiento trágico, el pensamiento poético, es la de querer e imaginar más de lo que se puede. En esos inicios de siglo que vivió Pessoa cristaliza esta agonía de su tiempo (lucha uterina entre lo poético y lo filosófico), entre, como dijo María Zambrano, dos mitades del hombre que, por separado, se nos antojan insuficientes; el filósofo y el poeta que dialogan desde un renovado asombro ante el mundo, que pugnan dentro de las almas pessoanas. Todo ello supone un volver al juego infantil como método filosófico y poético, al crear mundos; en definitiva, a imaginar para sobrevivir. La sabiduría poética de los primeros tiempos renace en una conciencia trágica, y con ella «una metafísica no razonada y abstracta sino sentida e imaginada»4. La figura pessoana supone un volver al decir presocrático — con toda la fuerza que esta expresión tiene— , donde las intuiciones sobre lo que era la vida y el universo se hacían sin el miedo a lo poético y utilizando la ficción, la metáfora, como herramienta esencial y fundacional. Pessoa retoma la inspiración de aquellos primeros filósofos aún no destejidos de lo poético, una inspiración filosófica, que no es otra cosa que un irrefrenable deseo de saber y de decir sobre el universo, sobre la autenticidad ontológica de lo que vemos y pensamos, de construir artísticamente poemas y filosofías que dicen sobre lo que puede ser el mundo y las entretelas de su misterio. El gran triunfo del pensamiento trágico o poético es volver al asombro, y la gran sacrificada en todo ello es la verdad platónica. El pensador trágico, el poeta filosofante sabe que para decir la verdad tiene que mentir (el poeta que sabe mentir, a sabiendas, voluntariamente, es el único que puede decir la verdad5, diría Nietzsche). Y todo porque la gran tragedia que reclama alegre el poeta trágico es la falsedad de un trasmundo de lo verdadero. Apariencia y esencia son una identidad, la ciencia ya no es necesaria para 4 5

Giambattista Vico (1995), Ciencia Nueva, Madrid: Tecnos, p. 219. Friedrich Nietzsche (2000), Poesía Completa, Madrid: Trotta, p. 146.

establecer lo verdadero, lo verdadero es la apariencia del mundo, el misterio del mundo. En definitiva, no le importa mentir platónicamente para decir la verdad. Se libera en el imaginar, su liberación está en la máscara, en la persona (pessoa), en el fingir artístico que ya no dice la verdad pero la sugiere, la razón queda supeditada a la vida, a la poesía de la vida (a la mentira platónica, de la vida) y la rigidez metódica se sustituye por la imprudencia y la inspiración, por la misión maniática, lúcida del poeta (también para con su pueblo, como es evidente en Pessoa). La razón ya no domina lo mítico sino que vuelve a ser dominada por la voluntad, por la vida, por el instinto, por lo biológico: con la imprudencia y la pasión como único método. El pensador poético opta por reinventar desde un lenguaje artístico que se desvincula del científico, consciente de que el lenguaje y el conocer son la primera metáfora, la primera ilusión, al sugerir recreando y recreyendo. Estamos ante una nueva forma de asimilar, devorar el mundo; de la filosofía como ciencia se llega a la filosofía como arte, la filosofía es un arte donde adquiere sentido la afirmación machadiana: «los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas»6, que han conocido la naturaleza aporética de la razón y desde la sugerencia tejen grandes poemas que (mucho más allá de un mero lirismo) dicen del mundo, expresan ideas ligadas al pensamiento cumpliendo el afán unamuniano: «Siente el pensamiento, piensa el sentimiento»7. La emoción acerca la idea, la idea es apasionada, enraizada en un vivir entusiasmado y ebrio. El pensador trágico concilia lo poético y lo filosófico, conjuga estos dos grandes hambres, estos dos grandes instintos, de ahí, de todo ello su dolor (el viaje contradictorio de la vida), una tensión entre ciencia y poesía, entre realidad y deseo que, irrompible, vibra, sacude y tiembla. La filosofía, desde esta perspectiva, alcanza su cumbre hecha poesía. 6 7

Antonio Machado (1999), Juan deM airena, vol. I, Madrid: Cátedra, p. 191. Miguel de Unamuno (1999), Antología poética, Austral: Madrid, p. 57.

El pensamiento se liga con el don, con la inspiración; por ello Pessoa es un representante del pensamiento inspirado, sugerido, poético, podríamos decir, retrocando la ya célebre afirmación pessoana8, que nuestro poeta era un poeta con facultades filosóficas: embriagado, poseído por el asombro de los primeros filósofos que fueron a su vez poetas y para los cuales no tenía sentido esta distinción. No podemos dejar de ver en Pessoa un alma, varias almas, llenas de estos dos grandes sentidos contrarios: el amor a la verdad y el amor a la ensoñación poética, quizá irreconciliables. Dos hambres que ofrecen una conciencia trágica, una dolorosa lucidez, un saber herido por lo trágico que se entrega al imaginar para salvarse del dolor del mundo. El pensador poético, el poeta filosófico, ya no busca la verdad, la encuentra en sí mismo creándola —poiéticamente— , tratando de salvarse de la agonía en el juego metafísico del crear y el creer para sobrevivir, incorporando la filosofía a la literatura. En el caso pessoano, la proximidad entre lo filosófico y lo poético no es amenazante sino una interfecundidad gloriosamente productiva que muestra la necesidad de dinamitar las fronteras artificiales entre el Reino de la filosofía y el Reino de la poesía que el intelectualismo dibujó seccionando la posibilidad dialéctica que nos configura como especie. En Pessoa la filosofía es impulso para su imaginar, devuelve a lo filosófico la gran fuerza fundante y fundacional que es imaginar, crear, volver a nuestra condición de animales fantásticos. Para el poeta trágico, que supera a la poesía lírica, para el pensador dramático, todo lo real es imaginario y todo lo imaginario es real; de ahí su ausencia de certeza y su miedo en el abrazo del creador de mitos y del buscador de la verdad. La filosofía vuelve así a su origen, se hace mitológica, se hace literaria, poética. Pierde el miedo al contagio, pierde el miedo al contagio del entusiasmo poético. 8 Fernando Pessoa (2007), «I was a poet animated by philosophy not a philosopher with poetic faculties», en Prosa íntima e de Autoconhecimento (PIA), Lisboa: Obra essencial, Assírio & Alvim, p. 30 (ilus­ tración n.° 3).

Sufrir por am or a la verdad; el ardiente deseo filosófico de la «tercera adolescencia»

Muchas veces se ha escrito la archiconocida y famosísima frase pessoana: I was a poet animated by philosophy not a philosopher with poeticfaculties, pero ha sido, en la mayoría de las ocasiones, no para ahondar en la retroalimentación, en el diálogo entre lo filosófico y lo poético del que es encarnación nuestro autor, sino para negar la legitimidad filosófica de la poética pessoana o, en el peor de los casos, para dejar el interés filosófico de Pessoa en pura anécdota o deslegitimar el valor filosófico del acto poético. Esto es un error importante no solo por la impronta filosófica del quehacer pessoano, sino porque toda actividad literaria, y aún más la poética, está tejida en un contexto histórico y en un pensar. En definitiva, el cambio, la vanguardia literaria — el modernismo portugués en este caso— no puede persistir, o nacer sin un fermento filosófico nuevo. Para decirlo con claridad, sin una nueva forma de pensar9. El poeta, creador de lo posible, creador de ser, trabaja por ello mismo con ideas10 (las ideas son predicaciones del ser, la mediación del decir, esto es, pensamiento). ¿No son acaso las ideas, en algún sentido, el campo específico de la filosofía? Así, no es posible la renovación literaria que Pessoa encarnó sin renovación filosófica. De la inspiración filosófica arranca Pessoa para desvincular al poeta del mero lirismo neoclásico y hacerle decir algo más que sentimientos ridículos. Devolver al hacer del sentimiento el pensar (a la manera unamuniana) para que filosofar sea, de nuevo, un pensar y un sentir que abraza la concreción y la abstracción, lo particular y lo universal, la unidad y la pluralidad. La filosofía es para Pessoa un sentimiento intenso11 y por ello mismo poético; solo 9 Véase a este respecto la propia afirmación pessoana: «Nao há renovagao literaria que nao haja sido acompañada por uma renovagao philosophica» (Pessoa Inédito, Lisboa: Horizonte, 1993, p. 62). 10 Ídem, p. 396. 11 «A philosophia é um sentimiento intenso e por isso poético das cousas», ibídem, p. 62.

un pensar que parte de un sentir intenso y asombrado es, en buena medida, filosofar auténtico. El primer Pessoa y las primeras personalidades literarias, protoheterónimos (aún no heterónimos), con especial significación Charles Robert Anon, y más tarde Alexander Search, encarnan el período de mayor fervor propiamente filosófico y juvenil (la llamada por él «tercera adolescencia») en los primeros años de su vida lisboeta, tras su regreso de Durban, y coincidiendo con su matrícula en el curso superior de Letras de la Universidad de Lisboa (con un especial interés en la cátedra de filosofía); cursos que frecuenta desde finales de 1905 a mediados de 1907. Es este Pessoa, joven filósofo, a través de Charles Robert Anon y Alexander Search, el que encarna el violento deseo conceptual de la voluntad de verdad, el intento de un filósofo sistemático que se obstina en clasificar y conocer, en una manía de la duda, guiado por la razón, la fuerza, la verdad, la ciencia y la virtud, cayendo en ocasiones en un subjetivismo absoluto, deseoso de crear textos filosóficos, obsesionado por la idea de causa, por el libre arbitrio, por la dialéctica ser-no ser, por la esencia del Racionalismo, por la búsqueda de categorías adecuadas para su metafísica12. Es este joven filósofo Pessoa un defensor del idealismo, de una concepción esencial de la verdad y, sobre todo, un sujeto infectado de la enfermiza obsesión por la explicación. Esta jovial inspiración filosófica lo llevó a indagar en las escuelas y corrientes filosóficas con una mediana y notable profundidad. Devora libros de filosofía en lecturas tanto personales como en muy frecuentes visitas a la Biblioteca Nacional. Desde estas fechas en adelante, bulle en su interior un sentimiento contradictorio de «ardiente deseo filosófico»13, de amor por la verdad, que convive con su casi instintivo amor por el misterio, por la irrealidad, por el 12 Son frecuentes las referencias a su proyectada Metafísica en el Diario de marzo de 1906: V g: «Established threefold clasification of the Categories; great part of the problem thus mastered, some more arguments for my Rational Metaphysics», PIA, pp. 34-39. 13 Véase el texto denominado de confesión filosófica en Pessoa Inédito, pp. 398-402.

sueño. En él conviven y pugnan una joven certeza en el encuentro de la verdad y un asombro ante el misterio del mundo entero. En esa primera juventud, su deriva es eminentemente filosófica con cierto miedo a abandonar su gran y temprana necesidad poética («tenho de ler mais poesia, de modo a neutralizar um pouco o efeito da filosofia pura»14). Esto hace evidente la conciencia que en su juventud comenzó a tomar sobre estas dos grandes querencias: el amor por la verdad: saber, y el amor por el misterio: crear y creer. Charles Robert Anon (y Pessoa tras su fina piel) se define a sí mismo como un poeta degenerado y un filósofo idealista, defensor de la verdad, la ciencia y la filosofía15. El anhelo de lo increíble, su innata propensión a la mentira artística, pugnaba en él con el amor filosófico a la verdad. Sentía vivos en él al filósofo y al poeta, en una pugna que a nuestros jóvenes ojos encarna la pugna de toda la historia dialéctica de nuestra animalidad. Una pugna de dos mitades que no logran hermanarse16. Era, todo él, una tormenta de temor a la locura, de perpetuo darse a todo, comprender y sentir todo... «O meu único horror era o desconhecido, o meu único medo era isso, o que nao tem nome»17 (miedo a no poder satisfacer su instinto de representación), el miedo de una cosa sin nombre. Es fácil entrever en toda su juventud un doble sentimiento de temor y éxtasis ante la vida, tal como el que afirmó Baudelaire18. En ese transcurrir apasionado percibe el pálpito paulatino del recelo ante la posibilidad de descubrir una verdad metafísica, un sentimiento agridulce al palpar las argumentaciones, lo aporético del raciocinio. Estaba dedicado por 14 PIA, p. 37. 15 Ídem, p. 50. 16 «W hy am I so unhappy? Because I am what I must not be. Because half ofm e is not brother to the other half, and the conquest of one is the defeat of the other, and if the defeat the suffering — my suffering in either case», PIA, p. 57. 17 Pessoa inédito, p. 400. 18 «Siendo muy niño albergué en el corazón dos sentimientos contradictorios: el horror por la vida y el éxtasis ante la vida». Charles Baudelaire (1995), M i corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Madrid: Visor, p. 72.

entero a sentir y pensar el misterio del mundo. Busca una solución para un problema metafísico que no quiere, paradójicamente, solucionar, pues siente el agradable calor del misterio y el miedo a la verdad frágil (encontrando en la obstinación por la duda en filosofía una obstinación enmascarada de no querer comprender19). Siente paulatinamente la vida como creación; crear es preciso, crear pensando y sintiendo. Parece complicado encontrar un animal humano que explicite con esta claridad biográfica (con las debidas precauciones y sabiendo, siguiendo a Octavio Paz, que aquí «biográfico» es sinónimo de obra o de práctica poética) la vibrante tensión, el equilibrio trágico de la cuerda que vibra entre la colina filosófica y la poética, de esas dos colinas que ya Heidegger esbozó como cercanas pero separadas por un abismo20. La piel pessoana está herida por una gran sensibilidad; no puede apenas vivir sin pensar lo vivido, sin «olvidar su presencia metafísica en la vida»21, sin tener una conciencia casi trascendental y fenomenológica del vivir, sin desvincularse de una dolorosa lucidez. No puede vivir sin filosofar, aunque su filosofar no siempre sea sintético sino imaginativo y contradictorio, dando al filósofo el papel de un poeta que, agitado por una multitud de ideas, crea discursos filosóficos, manojos metafísicos que sirven para barrerse el frío del alma. Exhibiendo en todo ello una incapacidad casi biológica para sintetizar ocupando alternativamente las diferentes argumentaciones posibles para la solución de una cuestión filosófica. Manojos, posturas filosóficas, colecciones y esquemas que él mismo encarna en un sentido múltiple, en su sentir múltiple, en su «sentirse varios seres»22, en 19

«Philosophy is all doubt, it is obstinate not to understand», Fernando Pessoa (2006), Textos Filosó­ I, Lisboa: Ática, p. 109. 20 «Tal vez sepamos algunas cosas sobre la relación entre la filosofía y la poesía. Pero no sabemos nada del diálogo entre el poeta y el pensador, que habitan cerca sobre las más distantes montañas», Martin Heidegger (2000), ¿Qué es la Metafísica?, Madrid, Alianza, pp. 251-258. 21 «O meu pior mal é que nao consigo esquecer a minha presenta metafísica na vida», PIA, p. 95. 22 «Sinto-me múltiplo», Ídem, p. 101.

ficos,

otrarse. Es todo él una pugna entre la inteligencia y la vida, temática esencial de su Fausto y quizá de toda su vida-obra, la pugna entre la lucidez intelectual de la conciencia y la animalidad del párvulo y el ermitaño, una encarnación de la tensión filosófico-poética en su extrema sensibilidad, y su perpetuo asombro admirado; un cuerpo, en definitiva, donde comienza (se encarna) la crisis de la filosofía moderna. Los textos que confeccionó en un primer momento sobre cuestiones filosóficas, en diálogo con sus autores predilectos, no pueden considerarse meros ejercicios o juegos sofísticos, aun cuando en muchos casos sean apuntes alternos de lectura, pues en muchas ocasiones encierran originalidad interpretativa y avidez metafísica, y ofrecen algunas claves interesantes de su formación filosófica creativa. Hay ya en ellos algunas intuiciones esenciales y creativas. Olvidar que Fernando Pessoa fue un poeta que conocía el significado de precisos términos filosóficos y, sobre todo, que vivió el dolor encarnado de los problemas metafísicos, parece poco recomendable. Fernando Pessoa no era lego en asuntos filosóficos, al contrario, llegó a alguno de ellos con cierta profundidad intuitiva. Esta es una de las primeras intuiciones que debería quedar clara para una profundización en la dialéctica filosofía-poesía en nuestro pensador. Del diálogo con las principales corrientes filosóficas, con los presocráticos, pitagóricos, eleáticos, escépticos, relativistas, estoicos, espicúreos, platónicos y neoplatónicos, aristotélicos y escolásticos, modernos, ilustrados, idealistas alemanes, liberales y utilitaristas ingleses, intuicionistas, irracionalistas, biologicistas... y de su propia angustia y esquizoide pugna interior entre lo verdadero filosófico y la mentira artística, nacen sus grandes intuiciones y casi obsesiones filosóficas que nacen en su juventud (aunque no solo durante su juventud) y que persistirán de una u otra forma, siempre en el trasfondo de su hacer, y que pueden resumirse (con el riesgo que ello supone) en las siguientes:

La función propia de la inteligencia es servir a la vida, la filosofía será el arte de crear valores, ideales, belleza, que impulsados por el instinto nos lleven a sobrevivir, después de abandonar la obsesión intelectiva. De su idealismo juvenil y su concepción esencial de la verdad deriva a una concepción existencial de la verdad: ser verdadero es existir y querer existir. La metafísica tiene dos grandes formas de ser, una científica que piensa lo abstracto y lo absoluto, y una artística que nace de un sentimiento religioso no racionalizable de lo abstracto en lo concreto, de un sentimiento metafísico concreto. Esta metafísica nace en oposición a la científica que pensaba los pensamientos y no las cosas23. Obsesión por el problema del conocimiento, por el problema de la accesibilidad noética que está en el trasfondo de todas sus inquietudes, qué podemos conocer. Acepta la dualidad kantiana entre verdad fenoménica y verdad nouménica; conocemos una parte de las cosas, otra la ignoraremos siempre; no sabemos nada del misterio de la vida. Es por tanto imposible un acceso racional a los grandes problemas metafísicos. El gran error de la filosofía moderna parece haber sido para él haber reducido a individualidad la conciencia y la realidad, el sujeto y el objeto, olvidando la fusión de ambos en el acto del pensamiento imaginativo. El verdadero abismo, pues, no está sino entre la conciencia y la inconciencia. Identificación de ser y apariencia. Todo es ilusión, ficción. Un gran amontonamiento de ilusiones entre las que se encuentra la verdad. Crítica lúcida del idealismo de raigambre platónica que no acierta a comprender

23 Fernando Pessoa será el defensor de la metafísica artística frente a Alvaro de Campos, que defiende la metafísica científica (véase Alvaro De Campos, 1924, «O Que é a Metafísica ?», en Athena, I, p. 61).

que las cosas son ideas y las ideas cosas, que la realidad no tiene grados y que las ideas son solo ficciones útiles olvidadas. Estimulación ante la idea cartesiana y moderna de la duda como fondo de una obstinación inicial por no comprender que evita agotar el misterio. Gran adhesión al escepticismo eterno. Obsesión por la problemática moral y la pugna entre las morales autónomas y heterónomas. No puede haber subyugación metafísica, filosófica o de cualquier tipo a la moral. N ingún sistema metafísico puede fundarse en la moral. La naturaleza es una pugna que nada tiene que ver con el bien o el mal. Constante animadversión hacia la reducción del ser a cualquier tipo de unidad que rechace su pluralidad constitutiva. La objeción esencial contra el cristianismo es su dualismo enajenante. El paganismo superior supone una asunción de lo trágico y una supeditación de la moral al instinto, al padecer y, por ello, a la pasión y la interfecundidad del dualismo que nos constituye. La filosofía es una búsqueda de la verdad absoluta, esencial del ser, que se reconfigura en la creación del propio ser, de la propia esencia buscada, en una actividad artística que crea lo real y lo conoce en el acto del fingir artístico, reapareciendo la primitiva forma griega de filosofar por la poesía24. El paganismo superior desvinculado del nórdico y de otros muchos, y frente al cristianismo nace de la toma de conciencia de las creencias olvidadas 24 «Na obra de Alberto Caeiro há mais uma philosophia do que uma arte. Reapparece n' elle a primi­ tiva grega forma de philosophar pela poesía», Pessoa Inédito, p. 278, E. 3/E. 121-53b.

intelectualizándolas y asumiendo el error de la verdad, haciendo del crear el ideal supremo del hombre superior. Imposibilidad de dominación individual o social de nuestra irracionalidad, salvo, quizá, por un procedimiento estético. Obsesión por el problema del libre arbitrio: ¿hay verdadera libertad en nosotros o nuestra alma está determinada por una necesidad biológica o demiúrgica? La libertad es solo una obsesión metafísica, quizá una falsa ilusión. Lo trágico, como idea central de su reflexión y su sentir, se define en el sentimiento de limitación, toda la infelicidad está en ser limitado: Querer es no poder25. Quizá solo nos salvará la ilimitación jovial y entusiasmada del imaginar. Influencias biologicistas y organicistas: la vida como supervivencia, como perseveración en el ser. Imposibilidad de comprensión de la sociedad si no la entendemos como una vida, como un individuo, como cierto organismo propio. Obsesión perpetua por la otredad (toda cosa, en la concepción dialéctica del ser que exhibe, de pugna, de diálogo, de integración de contrarios) es en sí misma ya otra. La identidad incluye la alteridad.

Se advierte en su transcurrir biográfico una progresiva desvinculación de la certidumbre de la verdad, en el sentido esencial de lo filosófico (que no siempre coincide con lo biográfico, a decir verdad). Una intuición fundamental, por tanto, nos advierte del paso de la certidumbre filosófica a una sabiduría poética 25

Véase E. 138a-10 .

de origen neopagano. Es como si en un determinado momento, el ardiente impulso filosófico, el ardiente deseo de nombrar lo que aún no tienen nombre, de (im)poner conceptos, de conocer, se viera diluido por el pálpito poético y por la certeza de la ilusión también del conocer (esa gran intuición nietzscheana: conocer es la primera metáfora, la primera ilusión). Es como si en un determinado momento, en el camino que transita desde la certeza de la filosofía socrática, desde una piel platónica o kantiana, Pessoa, deshaciéndose de su credulidad científica, llegara a la otra orilla que busca la verdad mediante la mentira, ya asumida, mediante la asunción de que todo es ilusión, de que lo esencial es la apariencia. Es en ese momento, de camino a un saber poético, donde el filosofar es ya un arte y no una ciencia, un arte que salva y redime, donde se hace carne el cansancio de la razón y el pensamiento abstracto, donde frente al lema escolástico, que tanto encandiló al joven Pessoa: «Nos cansamos de todo excepto de comprender», Bernardo Soares dice: «De lo que más nos cansamos es, sobre todo, de comprender», y Alberto Caeiro sentencia: «Comprender es estar enfermo de los ojos», olvidarse de amar y desaprender a existir. Es en ese momento cuando se pasa de la comprensión a la vivencia reflexiva, al sentir total se llega desde el pensar total, y el querer saber y el querer perseverar se fusionan, y es por ello que Pessoa puede decir que en él todo lo sentido está pensado. Pensar y sentir se unen, se acepta la búsqueda de una verdad pero creada mediante la ficción y la sugerencia, mediante el lenguaje poético, mediante la propia vida, mediante el imaginar que es, en definitiva, un pensar sintiendo, un sentir pensando. El predominio de la interiorización reflexiva y sensorial (de la excesiva sensibilidad externa e interna) provoca en él un profundo desasosiego, un hambre que trata de calmar, no ya solo con el alimento literario que recibe desde la infancia, sino ahora con el alimento filosófico que demanda su espíritu hambriento y excitado por una piel muy fina (tan fina que no sabe dónde comienza su propio yo). Quizá esa pugna que siente en su interior es una loca disputa entre sus dos mitades, la filosófica y la poética; la que todavía quiere

comprender lo real y la que acaba por saber que el único misterio es la ausencia de misterio y que el imaginar es el único fundamento de un vivir que salva del dolor, íntimas enemigas condenadas a vivir juntas y a conciliar sus hambres opuestas: filosofar y poetizar todo y de todas las maneras posibles, pensar y sentir todo y de todas las maneras posibles. Hay un hambre profundo, una explicitación de la profunda tensión entre lo filosófico y lo poético, que permanece en el trasfondo de la obra-vida pessoana y que tiene gran interés filosófico; la crisis de la filosofía moderna, que es la crisis de nuestra animalidad entre el querer y el poder, entre el querer saber más de lo que se puede y el querer vivir más de lo que se puede, el dolor ante el misterio y el dolor del tiempo y de la muerte. Hay en todo ello una explícita preocupación filosófica en esta tercera adolescencia que indica el camino seguido por el poeta como encarnación de los opuestos en su hacer poético y metafísico, y que ya será perenne. Una metafísica poética

Si hay algo que ocurre en Pessoa como desarrollo central de su actividad poética, que entronca directamente con la cuestión de la ligazón con lo filosófico, es el trascender el campo de la poesía lírica para acercarse a un campo poético sembrado de preocupación y ocupación filosófica, y más concretamente metafísica. Estamos, sin duda, ante uno de aquellos poetas herederos de los metaphysicalpoets isabelinos, para los que el contraste, la tensión existencial y, por ende, metafísica, entre la realidad y el deseo, estaba en el trasfondo de su hacer poético, empapado de compromiso ontológico; esto es, de decir sobre el mundo, de contenido conceptual, intelectual, sobre el misterio del mundo sin quedarse únicamente en enunciar la belleza con claridad y elegancia. Más allá de la claridad y la exposición bella se llega a un pensar sentido, a un Logos poético que no renuncia a enunciar pensamiento encarnando en la concreción vivencial. La pugna entre espíritu y materia, entre realidad y sueño, marcan el rumbo de la profundidad ontológica del hacer poético de la obra pessoana siguiendo la senda de autores como Lucrecio,

Goethe o Dante. Si tenemos que encuadrar, con las dificultades que esto tiene de por sí, y más en el caso pessoano, a nuestro poeta en un lugar, este sería la jaula de los poetas-filósofos26, pertenecientes a la raza sagrada de los mestizos, de aquellos poetas inspirados, imbuidos por la preocupación filosófica o metafísica donde la preocupación rigurosa se disuelve en una necesidad de orientación primitivamente poética, es decir, crear para orientarse (ensimismarse). No hay, como ya hemos apuntado anteriormente, una más sugerente, y a la par certera, definición de la actividad metafísica que la que nos ofrece Ortega: «Y decimos que la Metafísica consiste en que el hombre busca una orientación radical en su situación. Pero esto supone que la situación del hombre “esto es, su vida” consiste en una radical desorientación [...] El que se desorienta en el campo busca un plano o la brújula, o pregunta a un transeúnte y esto le basta para orientarse. Pero nuestra definición presupone una desorientación total, radical; es decir, no que al hombre le acontezca desorientarse, perderse en su vida, sino que, por lo visto, la situación del hombre, la vida, es desorientación, es estar perdido “y por eso existe la Metafísica”.»27

El poeta metafísico, aturdido ante la radical desorientación del existir, del misterio de la vida, busca orientación construyendo creencias, posturas, mitos, 26 El propio Fernando Pessoa distingue tres especies de poetas-pensadores de entre los cuales proba­ blemente él mismo pertenezca a la primera categoría: «Poetas-pensadores sao de 3 espécies: (1) Aqueles em que o poeta e o pensador estao absolutamente fundidos (Antero). (2) Aqueles em que o pensamento e a expressao poética dele se acham inteiramente separados, de modo que o pensamento é conscientemente posto em verso, ainda que, sendo a natureza artística intensa, em magnífico verso (Goethe, em parte; Hugo as vezes[;] os poetas do século xviii). (3) Aqueles em que o pensamento é pensado poeticamente, mas nao realizado com perfeito (e artístico) afastamento; nem com fusao, modeladora em perfeita arte, do pensamento (Bocage, Wordsworth, Pascoais», Pessoa Inédito, p. 384 (ilustración n.° 2). 27 José Ortega y Gasset (2003), Unas lecciones de Metafísica, Madrid: Revista de Occidente-Alianza, p. 26.

poemas...28 y en este caso, poemas que, lanzados como gritos de un recién llegado a la isla del mundo, un náufrago, le procuren cierta orientación, cierto saber-se una representación de su naufragio. El poeta metafísico conjuga la intensidad vital y vivencial con el deseo de saber sobre el misterio de la vida, por eso construye sus preguntas en el ejercicio de la belleza de la palabra, pero una belleza que, lejos de autoagotarse, asoma preguntas y cuestiones, pensamientos sobre lo profundo, reflexiones ontológicas. Todo ello implica que la metafísica se hace arte, el arte de sobrevivir fingiendo, esto es, creando, el arte de conocer desde la mentira pues fingir es conocer. Y conocer-se. Tras el hacer y el reflexionar pessoano siempre asoma la certeza de que la poesía tiene tras su piel formal y su belleza esculpida un tuétano metafísico que es su esencia fundante. La parte intelectual del poeta es esencial, pues es la intuición metafísica que palpita en el acercamiento a lo real que supone el decir poético. El pensar, el indagar metafísico está, desde la concepción pessoana, irremediablemente ligado al sentimiento poético, hasta tal punto que el pensamiento poético es a su vez irremediablemente sentimiento poético: pensar y sentir todo de todas las maneras será la gran tarea del filósofo-poeta, cuya tarea esencial y fundadora, la intelectualización de las sensaciones, es para Pessoa, la parte esencial de los movimientos literarios: «Dos movimientos literarios a parte que é eterna é a parte intellectual. A parte intellectual é (1 ) a intellectualizafáo das sensafóes e dos sentimentos, (2 ) a construfáo e architectura da obra, (3 ) a intuifáo ou pensamento metaphysico que está no fundo de cada obra. Sao estes os 3 elementos que tornam duradoras as obras artísticas [literarias ].»29

28 Tras el declive de la filosofía moderna ya no hay que destruir «racionalmente» los mitos sino crear­ los, no habrá mayor honor que ser un creador de mitos: «Desejo ser um criador de mitos que é o misterio mais alto que pode obrar alguém da humanidade», Fernando Pessoa (1986), Obras en prosa, Río de Janei­ ro: Nova Aguiar, p. 84. 29 António Mora (2002), Obras de António Mora, INCM, p. 311, [12I-62r],

El hacer literario desde la perspectiva pessoana es un hacer metafísico en inicio y fundamento, pues, como vemos, supone una intelectualización de las sensaciones, del sentir, es decir, para decirlo en términos unamunianos, un pensar los sentimientos. El arte para Pessoa, y en él la literatura es, en esencia, uma invengao com valor, esto es, una creación que aporta un valor novedoso, cierto instinto intelectual que fusiona necesidad biológica e inteligencia, sensibilidad e inteligencia. La filosofía, junto con la literatura, es clasificada por Pessoa, dentro de las artes superiores que tienen como fin influenciar, esto es, en sus términos, crear civilización (crear creadores). La metafísica poética supone una superación del romanticismo y del clasicismo en fusión de sensibilidad e inteligencia30. La obra de arte es una producción del instinto que tiene como base una abstracción de la realidad. El arte es el maestro de la vida y necesidad práctica incluso para conocer el mundo, pues toda ciencia que busca comprender el mundo lleva a la metafísica, se sustenta en alguna posición metafísica, que es ya, en buena medida, arte. La grandeza del artista reside en su pasión y su imaginación pero también en su pensamiento, en el contenido metafísico de su actividad artística. Dentro del arte que se hace con ideas, está junto a la prosa, el canto poético distinguido por el uso y la apropiación del ritmo. El énfasis pessoano está en una mirada que entiende el sentir y el pensar como complemento en el hacer artístico (poético) e incluso ve la filosofía, el pensar, la metafísica, como base esencial del arte. Frente al lirismo de la poesía moderna que solo ofrece emoción y belleza de formas y ritmos vacíos de contenido metafísico, la poesía, el canto sensacionista, 30 «[...] Há duas espécies de poetas — os que pensam o que sentem, e os que sentem o que pensam. A terceira espécie apenas pensa ou sente, e nao escreve versos, sendo por isso que nao existe. Aos poetas que pensam o que sentem chamamos románticos; aos poetas que sentem o que pensam cha­ mamos clássicos. A definigao inversa é igualmente aceitável. Em Luís de Montalvor, autor de um livro, Poemas, a aparecer en breve, a sensibilidade se confunde com a intenigéncia — como em M allarmé, porém dife­ rentemente— p ara fo r m a r uma terceirafacu ldade da alma, infiel as defini^oes. Tanto podem os dizer que ele pensa o que sente, como que sente o que pensa...» e de Intervengo,

Lisboa: Ática, p. 155.

(el subrayado es nuestro). Fernando Pessoa (1980), Textos de Crítica

la metafísica poética, es expresión de una necesaria conciliación de opuestos: universalidad y particularidad, filosofía y poesía, pensar y sentir. El poeta lírico no piensa y además no quiere pensar, es solo emoción, solo sentimiento, impulso emotivo sin trasfondo metafísico31. Existen para Pessoa varios tipos de poesía, fundamentalmente la inspirada por la emoción, por conceptos o ideas y por la imaginación. La poesía metafísica que él representa es la fusión de la emoción y de la idea, de la mano del proceso imaginativo, de una idea creada por sentida, fruto de un sentimiento metafísico. Hablar, por tanto, de poesía metafísica, igual que de pensamiento poético, supone hablar de una postura intelectual pessoana que consiste en hacer productiva, necesaria, irremediable y esencial la pugna de los que aparentemente son contrarios, frente al filosofar académico, frente a la metafísica abstracta y descarnada que solo piensa el pensamiento, frente a la poesía recelosa que solo siente el sentimiento; revela la especial lucidez del poeta trágico, del pensador poético que sabiendo ilusión el conocer, que saliendo de la ilusión falsa del método racional, asume la imposibilidad de separar lo pasional del alma filosófica que quiere conocer y lo racional del alma poética que quiere poetizar, fabular, asumiendo el mandato unamuniano de su credo poético, pensar lo sentido y sentir lo pensado, y ahora asumiendo la despersonalización pessoana del yo, su deseo de ser varias máscaras, varios otros; hacerlo de todas las maneras posibles. Rompiendo la rigidez del esquema filosófico moderno entre objeto y sujeto, ofreciéndose a la otredad ontológica con promiscuidad absoluta, llega el momento de asumir la tragedia, fundando un espíritu nuevo de fidelidad a la tierra que representa un irracionalismo (a vida nao tem sentido nenhum31) donde la razón se torna ilusión consciente, y la poesía y el mito, inocencia razonadora. La metafísica no será ya una actividad científica que, al modo aristotélico, busca las categorías primeras de la autenticidad ontológica; lo esencial de lo 31 32

Véase E 3/141-47. António Mora (2002), Obras deA ntónioM ora, Lisboa: INCM, p. 322. [22-3r-4v].

real desmigado de lo aparente, ya no se ocupará categorial y universalmente de lo que es en cuanto que es, sino que asume su actividad como artística, es decir, como creativa y creadora, haciéndose arte, creación y creencia útil. Son estas las bases del nuevo filosofar-poetizar. La metafísica así es arte, creación que busca orientación, decir del mundo mintiendo, pensamiento poético creado y creído. La metafísica ya no puede ser una ciencia en busca de la autenticidad del ser según la gradación de lo real, pues asume la apariencia, lo imaginario, la fantasía, la fantasmagoría artística como parte real y profunda, esencial, del ser. Ello consigue hacernos distinguir entre los filósofos de metafísica científica que buscan conocer, y los de la metafísica artística que buscan sentir. Entre ellos está el poeta metafísico que quiere conocer sin olvidarse del sentir, que quiere conocer sintiendo, haciendo de la metafísica un sentimiento33. En definitiva, la gran esencia del poeta metafísico, del poeta filósofo, es emocionalizar el pensamiento, renunciar al conocimiento desapasionado del socratismo, ser trágico en gran parte como el alma portuguesa propicia, pensar sin dejar de sentir (¿será por esta natural tendencia portuguesa hacia lo trágico, al pensar sintiendo y al sentir pensando, por lo que nace y perdura la gran atracción unamuniana hacia el alma portuguesa?). Para emocionalizar el pensamiento, para que un poeta sea metafísico, hace falta cierta constitución mística, es decir, un profundo apego al misterio del existir, poca confianza en una razón huérfana de vida y de voluntad, de ilusión y de poesía, predisposición hacia la intuición, hacia el pensamiento directo y no abstracto. Certeza, en definitiva, de no poder desligar reflexión (como abstracción artística del intelecto) y entrega sensorial. La poesía metafísica es superior a cualquier otra en cuanto indagación absoluta en lo trágico. La filosofía no es ya saber el misterio, sino sentir lo esencial de todos los modos y maneras aceptando 33

A metaphysica poder ser uma actividade científica, mas tambem pode ser uma actividade artística. Como

actividade científica, virtual que seja, procura conhecer; como actividade artística, procura sentir. O cam po da me­ taphysica é o abstracto e o absoluto. Ora o abstracto e o absoluto podem ser sentidos, e nao só, pensados, pela simple razáo de que tudo p oder ser, e é sentido...

vol. I, Outubro, p. 61.

Alvaro De Campos (1924), «O que é a Metaphysica», en Athena,

la imposibilidad de acceso noético y sustituyendo el ardor por la verdad, por la necesidad de construcción mítica y poética. La tragedia consiste en no tener las respuestas a todas las preguntas que puedo formular, en la inaccesibilidad noética, en la incomprensión, en ser extranjero del propio ser; el poeta que desde la noche de los tiempos sabía los secretos del mundo, se ha vuelto un extraño, un extranjero en la ciudad del misterio que no puede apagar la enfermedad de su conciencia, del reflexionar sin querer, que no puede escapar del representar lo real, de saber menos de lo que necesita saber: O homem nao sabe mais que os outros animais, sabe menos. Eles sabem o queprecisam saber. Nós nao34. L a voluntad de ficción como necesidad existencial; sufrir por am or a la mentira

Pero la intuición que funda el sentido de la poesía metafísica, del pensamiento poético o trágico, donde hemos enmarcado la dialéctica filosofía-poesía en Fernando Pessoa, es la voluntad de ficción, de ilusión, como condición del existir frente a la enajenación de una voluntad de verdad deshumanizante y enfermiza. La identificación de la vida con la literatura, heredera directa, voluntaria o involuntariamente del pensamiento trágico nietzscheano35, se hace radicalmente explícita y esencial en Fernando Pessoa a través no solo de la esencialidad de la dualidad Filosofía y Poesía en su obra-vida sino en la inscripción de esta dialéctica esencial-existencial en el llamado drama en gente. La antigua disputa entre el espíritu filosófico y el espíritu literario adquiere una dimensión nueva en un mundo literario plural y nace de la inversión del 34 Fernando Pessoa (2006), Textos Filosóficos, I, Lisboa: Ática, p. 164. 35 Para profundizar en la relación Pessoa-Nietzsche véase: Pablo Javier Pérez López, «Fernando Pessoa, el nietzscheano involuntario», en Románica, Revista de Lite­ ratura do Departamento de Literaturas Románicas da Faculdade de Letras da Universidade de Lisboa, 18, 2009, pp. 217-243. «Un insólito nietzscheano. Notas sobre el nietzscheanismo explícito e implícito de Fernando Pessoa», en Olhares europeus sobre Fernando Pessoa, Centro de Filosofia, Universidade de Lisboa (en prensa).

platonismo que da lugar a afirmar la esencialidad literaria del mundo, la ilusión literaria como madre de la vida36 y aún más, en el caso de Pessoa, además de contra el dualismo enajenante, contra la individualidad del ser, aceptando de lleno aquello que Machado llamaba la esencial heterogeneidad del ser dentro de la propia identidad de la conciencia37, que queda rota y expandida hacia la otredad identificando alteridad e identidad, haciendo de la propia vida una literatura viviente repleta de personajes, recuperando las máscaras para la vida, el ideal griego preintelectualista y su materialismo, aceptando que «Platón es la decadencia del ideal griego»38, precisamente por hacer imposible la interfecundidad filosófico-poética que nos pertenece como especie enferma a medio camino entre los dioses y los animales. Sin embargo, no se trata de una desvinculación total de la racionalidad, sino de una aceptación de la racionalidad en el seno de lo biológico, y de la necesidad paralela de la ilusión como condición de la vida y de la propia racionalidad. El pretendiente jovial de la verdad se convierte en un poeta que sabe que necesita la mentira artística, y que el conocimiento pasa irremediablemente por el fingimiento (fingir es conocerse). El hombre superior que acepta la dualidad que lo constituye como especie enferma se convierte en un refundador de la existencia mítica cumpliendo el honor mayor para un hombre, ser un creador de mitos. El hombre superior, en una época de falta total de literatura, se convierte él mismo en una literatura, en un teatro ambulante que no renuncia al pensamiento sino al pensamiento unívoco y enajenante, y donde los diferentes personajes de su alma literaria defienden filosofías que no están de acuerdo entre sí39 pero que tienen en común la admiración y la herencia esencial del maestro Caeiro. 36 «A arte é uma mentira que suggere uma verdade», E3/88-13. 37 «Para isso importa antes de mais nada, atacar de frente o espirito philosophico que data, na sua forma mais doente, de Kant, e que pretende centralisar no homem e na consciencia individual a realidade do Uni­ verso; importa isto é, reconstruir o materialismo grego...», Pessoa p o r conhecer, Lisboa: Estampa, 1990, p. 381. 38 Ídem, p. 381. 39 «I have had in me thousands of philosophies not any two of which — as if they were real— agreed», Pessoa Inédito, p. 402.

Caeiro, maestro de las filosofías neopaganas de las poéticas pessoanas, es un animal que trata de sacudirse el dolor, el de la propensión gemela al misterio y la verdad. Caeiro encarna el vivir, el querer vivir, el querer perseverar en el ser, en el existir: O nao querer saber, o nao quererpensar de Caeiro corresponde afuga frustada do misterio ontológico. Corresponde ao desejo profundo de regresar a uma forma de loucura, que por, ser tao comúm e sociável, é quase imperceptível, a da ausencia da interioridade ou da reflexao sobre o misterio do existir, do ser. A interioridade supóe um despojamento da ignorancia e da inconsciencia e uma introdugao no abismo do ser, do existir. Quem se sujeitou, ou aconteceu sujeitar-se a esta iniciagao ontológica jamais poderá regressar a pura exterioridade, a la inconsciencia o la ignorancia do misterio 40, a la inocencia animal de una niñez recobrada. Caeiro, una suerte de Zarathustra del Ribatejo portugués, maestro del estoico-epicúreo Reis, del neopagano filósofo Mora, del nihilista Campos y del sensacionista Pessoa, encarna lo otro de C. R. Anon y Alexander Search, él es ya un poeta-pensador, más próximo al poeta que al pensador, de cuyo pensamiento-sentimiento pagano y materialista, António Mora, el heterónimo filósofo pessoano, elaborará una traducción filosófica. En Caeiro y en Mora, en la parte pessoana del pensamiento poético o trágico que suele coincidir con una etapa de madurez de su vida, la literatura es ya «el arte casado con el pensamiento», y el idealismo y el subjetivismo absoluto de la jovialidad de ardiente deseo filosófico se convierte en materialismo griego, en objetivismo absoluto (no existe distinción posible entre mundo exterior e interior) en paganismo que sustituye el deseo de razón, ciencia y virtud por ilusión, literatura y arte, y recupera frente al dolor de la lucidez, de la conciencia de la conciencia, del espanto del propio rostro reflejado41, un deseo de primitivismo, de animalidad y de Infancia recuperada. El animal humano se debate entre una vida de conciencia que no puede acceder al misterio o el deseo de una vida inconsciente en el misterio: Pudesse 40 Antonio Pina De Coelho (1971), Osfundamentosfilosoficos da obra deF.P, Lisboa: Verbo, p. 96. 41 «O criador do espelho envenenou a alma humana», en Livro do desassossego, Lisboa: A & A, Obra essencial, 2006, p. 371.

eu, sim, pudesse, eternamente/Alheio ao verdadeiro ser do mundo,/Viver sempre este sonho que é a vida! 42 En último término, la huida metafísica del dolor de la lucidez es una huida frustrada. Y por eso, el deseo trágico no es predominante o triunfal siempre en Pessoa, que de alguna manera conserva su esencia romántica, platónica, cristiana, en cuya manifestación el arte no se comprende como el triunfo de la vida y del amor fati sino en ocasiones como narcótico que niega el dolor de la voluntad. La dualidad está presente en Pessoa hasta el final y esa dualidad que enciende en él el más profundo desasosiego, el desasosiego del que odia la vida por amor a ella, desasosiego que nace de la dualidad filosofía-poesía, voluntad de verdad-voluntad de ilusión, entre razón y pasión es paralelo a otra obsesión que mantuvo durante toda su vida, la cercanía entre la genialidad y la locura y la duda quizá eterna entre la actitud filosófica como genialidad dolorosa o lucidez intelectual que roza y a veces se hunde en la locura: «A philosophia é a lucidez intelectual chegando a loucura»43. Frente al razonador juvenil Search o Anon, el maestro Caeiro y su discípulo Pessoa saben que el pensamiento abstracto puede derivar en locura si se empeña en olvidar el misterio en el que está condenado a vivir el animal humano: «A metafísica pareceu-me sempre um a forma prolongada da loucura latente. Se conhecessemos a verdade, ve-la-íamos; tudo o mais é sistema e arredores. Basta-nos, se pensarmos, a incompreensibilidade do universo; querer compreende-lo é ser menos que homens, porque ser homem é saber que se nao compreende .»44

La filosofía desde esta perspectiva renace hecha literatura, refundada míticamente, aceptando la voluntad de ilusión, el error, la mentira literaria como condición de nuestro existir, y por ello el problema central de la filosofía, 42 43 44

Fernando Pessoa (1988), Fausto. Tragédia subjectiva, Lisboa: Presenta, p. 19. Fernando Pessoa (2003), Aforismos e afins, Lisboa: Assírio e Alvim, p. 57 (ilustración n.° 1). Livro do Desassossego, p. 106.

que aún no dialoga con la literatura ni acepta el misterio es ella misma como disciplina que no ofrece la satisfacción que necesitamos, que no nos ayuda a aprender a existir: «The central problem of philosophy is philosophy itself posited as problem. W hy do you need philosophy?» 45

Fernando Pessoa, estimulador de almas, tuvo como tarea esencial, tema de su tiempo46 conciliar contrarios haciendo dialogar nuestras dos grandes hambres, de verdad y de mentira en su cuerpo repleto de almas. Su tarea esencial fue convertirse en un poeta-pensador, en un hombre superior que sin renunciar a ninguno de estos deseos encontrados transita entre ellos como un equilibrista, consciente de que es el poeta pensador, aliando imaginación y pensamiento, aquel que más puede acercarse al barranco oscuro del misterio del ser, quizá para arrojar una antorcha y tratar de desvelarlo, o solo para sentir el abrigo de su calor: O Mysterio do ser é susceptível de ser apreciado por tres faculdades, ou d ’outro modo dizendo, por duas epor uma combinagao d ’esas duas, que érealmente uma terceira. Pode ser apreciado, isto é, sentido de certo modo valorizadamentepelo pensamento, pela imaginagao epor uma combinagao de ambos. Concretamente fallando, pelo pensador, pelo artista [poeta] e pelo poeta-pensador. Quem mais o sente é o ultimo. O poeta pensador é quem mais se apavora do mysterio; e por poeta pensador queremos dizer o homem que é capaz de imaginagao e de pensamento, juntos, nao separadamente.47

45 Textos Filosóficos, p. 22. 46 «Um dia talvez compreendam que cumpri, como nenhum outro, o meu dever-nato de intérprete de uma parte do nosso século», Livro do Desassossego, p. 182. 47 E3/154-47, Fragmento transcrito de un texto presumiblemente inédito. Ver ilustración n.° 4.

Referencias bibliográficas

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Fig. 1. BNP E3/ l44P-81v (fragmento)

Fig. 1. BNP E3/l43-45

Fig 3. BNP E3/20— 11 (fragmento)

Fig. 4. BNP E3/ 154— 47 (vista fragmentaria de una serie de cuartillas de carácter presumiblemente inédito)

III. CONCEPTOS Y PROBLEMAS

9. La

n o c ió n d e

Es t i l o

en

Ma t e m á t i c a

y

Ar t e

Javier de Lorenzo

A. Modelos de Estilos 1. El estilo en el arte: Wolfflin 2. El estilo en el hacer matemático: J. de Lorenzo 3. ... y otros estilos B. Cuestiones y problemas en torno al término estilo 1. ¿Vale todo? De fines y valores 2 . . y cuestiones abiertas

Hablar de estilos, géneros, formas con sus periodizaciones, recurrentes o cíclicas. constituye una empresa ligada a la tendencia del hombre a clasificar y ordenar. Tendencia incardinada, realmente, en lo más profundo del ser humano y desde su origen, desde que el ser humano lo es; quizá por ello se ha convertido en una de las formas más elementales, primitivas pero constantes, del comportamiento humano. Ante cualquier dificultad, lo primero que hacemos es clasificar —horda propia-horda ajena, derecha-izquierda, buenomalo, progresista-retrógrado.— , clasificación acompañada, se quiera o no, de sus valoraciones asociadas. Conviene, antes de seguir, unas precisiones: toda clasificación es convencional pero no toda convención es arbitraria; hay convenciones radicalmente «naturales» y, más aún, condicionadoras de la supervivencia del individuo, de la especie: saber distinguir si un individuo pertenece a la horda propia o a una ajena y enfrentada pudo y puede ser vital para la supervivencia. A pesar de lo cual, en algunas historias del pensamiento se tiene una desvalorización para

quienes mantienen posturas convencionalistas, como en el caso de Poincaré, asociándolos con arbitrariedad y escepticismo, lo cual es radicalmente impropio e inexacto. Y la noción de estilo se liga a este afán clasificatorio y primigenio. Noción de estilo que desde la retórica se trasvasa al arte, la matemática, la ciencia. Aquí, y en primer lugar, voy a esbozar tres modelos de clasificación apoyados en la noción de estilo en: arte, matemática, ciencias en general. En segundo lugar, pasaré a plantear algunas cuestiones y problemas que estas clasificaciones engendran, originan. A. M o d e l o s d e E s t il o s

1. El estilo en el arte: Wolfflin

En los trabajos de Enrique Wolfflin —y tomo a Wolfflin como ejemplo— se tiene un enfoque metodológico modelo que muestra su utilidad al manejar el término estilo como instrumento clasificador y lo hace en las ciencias del espíritu por modo exclusivo y como elemento diferenciador o delimitador por característico de las mismas. Con una salvedad: sin decirlo de manera explícita, Wolfflin trasvasa la noción de estilo desde la retórica — donde permite calificar la capacidad o potencia expresiva de un discurso— a lo que pretendía como lo más propiamente humano: la manifestación del espíritu a través de las bellas artes. Buscaba, en estas, una posible caracterización de su dinámica evolutiva; y lo buscaba en lo que denomina historia interna o, más bien, historia natural del arte, dejando a un lado los «problemas de la historia de los artistas» (p. 13), aunque ambas historias se tengan que entrelazar, en ocasiones, en beneficio de la correcta comprensión de esa historia. En una obra magnífica, Conceptosfundamentales de la Historia del Arte, que se edita en 1915 durante la Gran Guerra, y que pretende ser la expresión más definitiva de ensayos previos al menos iniciados en 1912, Enrique Wolfflin

observa la existencia de tres niveles: individual, nacional, de época, que tienen su manifestación expresiva en tres estilos correspondientes. En los tres casos la noción de estilo viene caracterizada: como expresión: como expresión de una época y de una sentimentalidad nacional y como expresión de un temperamento personal (p. 13).

Estilo como expresión: de un temperamento individual, de un sentimiento que se hace a través de lo nacional, de una época. (Y Wolfflin pone unos ejemplos que hacen evidente esta escisión y lo apropiado de la misma.) Ahora bien, encuentra que el temperamento personal por sí solo no hace obras de arte, lo cual exige la búsqueda de otras componentes. En particular, hay que unir al temperamento lo que califica de belleza. Wolfflin establece, así, los elementos que considera como los componentes materiales del estilo y que se condensan en unidad en el momento del análisis, de la captación de la calidad de la obra como expresión. Sin embargo, estas dos notas tampoco bastan para captar la noción completa de estilo. Esta exige de una tercera componente para su completa determinación: la representación. Y ello porque todo artista depende de la época en la cual nace, se forma y crea; todo artista se encuentra con determinadas posibilidades «ópticas», a las que se encuentra vinculado. No todo es posible en todos los tiempos (p. 15).

Y Wolfflin hace una afirmación tajante: La capacidad de ver tiene también su historia, y el descubrimiento de estos «estratos ópticos» ha de considerarse como la tarea más elemental de la historia artística (p. 15).

Los estratos ópticos, la representación como tal, se le muestran a Wolfflin como los elementos nucleares del estilo, más importantes que las componentes

materiales a las que incluso da sentido, y por ello desentrañar esos estratos ópticos, las modalidades de esa representación, se convierten en el objetivo básico para el historiador del arte. En otras palabras, el objetivo de desentrañar, captar los conceptos fundamentales que subyacen a la noción de estilo es, en el fondo, lo mismo que captar la expresión de una obra que ha de ser, siempre, el punto de partida — una obra que tiene a un artista como su creador, en una nación, en una época— . Es un objetivo equivalente a captar un determinado tipo de representación, de «estrato óptico». Y en su intento de alcanzar ese objetivo, Wolfflin se detiene en un momento específico de la historia que escinde en Primer Renacimiento, Alto Renacimiento, Barroco; es decir, en su intento de dilucidar los conceptos fundamentales de la historia del arte —los «estratos ópticos»— , se detiene en el arte que se ha creado entre los siglos xv y x v i i , especialmente en el arte del quinientos y seiscientos. Delimita, así, una época pero también un espacio: Europa, el mundo occidental con su «capacidad de ver» propia, con la clara advertencia de que puede ser diferente a la de otras épocas y a la de otros espacios culturales, teniendo presente que también esa Europa se escinde en subespacios que se corresponden con cada una de las naciones emergentes. Ambos siglos aparecen como «unidades de estilo», de estilo de época por supuesto, sobre los que analizar los estilos individual y de nacionalidad y, con ello, poner de relieve el papel de lo que, en el fondo, importa más: el papel de los conceptos fundamentales, de los «estratos ópticos» o representaciones. Wolfflin es muy consciente de la convencionalidad que esta delimitación supone. La justifica para comparar lo acabado con lo acabado, aunque sea un término que carezca, en realidad, de referente histórico — o todo puede ser referente del término, ya que cualquier hecho es algo acabado en sí, como hecho— . Y exige del lector que no adopte el proceso temporal histórico elegido como si reflejara diferencias cualitativas en el sentido de valorar el proceso de representación como el reflejo de una flecha y se fuera desde lo más primitivo e inacabado,

desde lo estimado como inicial, a lo más perfecto o logrado. Por el contrario, cada obra de arte es, en sí, una obra de arte rematada, acabada. En el proceso temporal no hay, no se pretende que haya, un esquema del tipo que adoptará posteriormente Spengler, el de una simple curva con su proclive, su culminación y su declive (p. 19).

Es claro que hay, sí, transición y que se pasa del estilo del siglo xvi al estilo del siglo xvii. Estilos de época que, de alguna manera, por el estrato o condición óptica y la representación que la misma conlleva, son los que conforman o condicionan los restantes estilos y, en parte, sus componentes materiales. Wolfflin no se atreve a mencionar el término «ruptura» y mantiene el de «evolución», aunque de modo implícito está aceptando la existencia de esas rupturas en la representación, en la captación del espacio, en la manera de «estar en el mundo», rupturas que provocan el paso de unos a otros tipos de representación y captación del espacio, y de las formas en él contenidas. Es lo que se tiene, realmente, cuando afirma La palabra «clásico» no indica en este lugar un juicio de valoración, pues también hay un barroco clásico. El arte barroco no es una decadencia ni una superación del clásico; es, hablando de un modo general, otro arte (p. 19).

En este cuadro establece «las formas más generales de representación», o cinco pares de conceptos, conceptos que contrapone dos a dos en el sentido en el que se produce una evolución histórica de cada uno de los primeros conceptos a los segundos; conceptos que, al modo de las categorías kantianas del entendimiento, hacen el papel de categorías básicas, necesarias para el análisis y caracterización de los estilos en sus tres niveles o estratos. Me limito a mencionar los pares de conceptos que Wolfflin considera fundamentales para estudiar, analizar y captar la historia natural del arte

1. Evolución de lo Lineal a lo Pictórico: desde el desarrollo y primado de la línea como cauce y guía de la visión, a la paulatina desestima de la línea. En otras palabras, desde cargar el acento sobre los límites del objeto, contornos y superficies, que es lo táctil, hasta llegar a la visión plástica como si fuera «vaga apariencia». 2. Superficial-Profundo, o evolución de la composición en capas integradoras del conjunto frente a la yuxtaposición del todo. 3. Forma cerrada-Forma abierta: aunque toda obra de arte es un conjunto cerrado, limitado en sí mismo, se contrapone la forma suelta del Barroco a la rigidez de lo tectónico renacentista 4. Múltiple-Unitario: en lo clásico, cada componente mantiene su autonomía, su ser propio aunque esté integrado en la obra mediante una armonía de partes libres; el arte evoluciona hacia una concentración de partes o subordinación de cada parte al total. 5. Claridad absoluta-Claridad relativa de los objetos, o la contraposición entre el hecho de que composición, luz y color estén o no al servicio de la forma de un modo absoluto.

Cinco pares de categorías que se constituyen en formas de representación y que, para Wolfflin, son los conceptos fundamentales que componen el andamiaje en el cual situar el proceso o relato histórico avalado en la forma de los estilos. Todo espectador, ante una obra de arte, al estar en posesión de estas categorías representacionales, puede situar esa obra de arte en su época y su nación, incluso puede llegar a señalar su posible individuo creador. Dotado de este arsenal conceptual, Wolfflin pasa a realizar el estudio de la historia natural del arte en el Renacimiento y el Barroco y lo hace en las bellas artes que son, para él, pintura, escultura y arquitectura. Para ello, estructura su obra en cinco capítulos centrando cada uno en el par de categorías o conceptos fundamentales antes esbozados. Mantiene que esta malla conceptual puede aplicarse para esas mismas artes en otras épocas y cita su posible viabilidad

para, en concreto, el Románico o el Gótico. Una mera sugerencia para posterior desarrollo. Con la convicción de que todos los elementos que intervienen en su concepción del estilo son expresivos, aunque no todas las formas expresivas están a disposición de cada artista en la época en la cual trabaja, ni todos se dan en la misma época. Convicción en la que insiste permanentemente. Con la afirmación, entre otras, de que el estilo es la expresión del temperamento individual del artista, un artista «creador» que no es tan libre porque viene condicionado básicamente por la forma de representación óptica característica o propia de su época, de aquella en la cual realiza su obra creadora, así como por los temas y contenidos propios de la misma. Si me he detenido en Enrique Wolfflin es porque se muestra como auténtico modelo en el manejo del estilo en las bellas artes, en las tectónicas. Noción de estilo que considera como expresión pero que, en el fondo, que va más allá de lo artístico, de la expresión de la obra de arte plástica. Para Wolfflin, el estilo viene a ser la expresión, la manifestación de la representación o de la capacidad de ver que tiene el ser humano en cada época y que se plasma, en particular, en las artes plásticas. Y se hace modelo en la búsqueda de unos criterios, de unas categorías para delimitar la noción de obra de arte a través del estilo y que va más allá de su anclaje en el arte porque supone, realmente, una caracterización de un determinado «estar en el mundo». 2 . El estilo en el hacer matem ático: Javier de Lorenzo

Marginado a las corrientes del momento, finales de los sesenta del siglo xx, traté de establecer una clasificación de los estilos matemáticos. El hacer matemático, para mí, también se encontraba en el interior de las ciencias del espíritu, del pensamiento, aunque con caracteres propios. Mi punto de partida no fue Wolfflin, ciertamente, a quien en aquella época no había leído directamente sino, por una parte, la literatura. Por otra parte, y junto a lo literario y también como origen, la experiencia vivida en el estudio y manejo

de diferentes haceres matemáticos, diferentes modos de hacer que conllevaban diferentes tipos expresivos. Desde esa experiencia y desde lo más puramente expresivo, y que va más allá del lenguaje literario, intenté dar una visión de lo que consideré distintos estilos matemáticos. Experiencia vivida que he contado en alguna ocasión y que me llevó a la convicción de la existencia de diversos haceres matemáticos, y ello en un momento en el que predominaba, en casi todo el mundo, la imagen de un solo y único enfoque respecto a la matemática: la imagen del enfoque formalista bourbakista. Incluso algunos países occidentales estaban inmersos en plena reforma educativa, en imponer las llamadas «matemáticas modernas». En cualquier caso — matemática moderna o clásica— , era lugar común —y sigue siendo en parte como bagaje común del imaginario colectivo— que, como toda otra ciencia, la matemática constituía un saber único acumulativo que se había originado en Grecia y que, paso a paso, iba avanzando, siempre en progreso, de manera continua y en permanente perfección respecto a lo que se hacía en cada momento anterior, apoyada en la demostración derivativa como instrumento de razonamiento esencial. La matemática era la base o apoyatura para las ciencias de la naturaleza, pero también para la educación obligada del ciudadano, y a la vez modelo del saber necesario y cierto, de un saber universal, independiente del temperamento individual, de nación o época; la disciplina más alejada de la diafonía ton doxon que se tenía en las humanidades, en las ciencias del espíritu y, en concreto, en filosofía. Saber necesario y cierto, acumulativo, con aumento y perfección de contenidos, del rigor cada día más logrado, más acabado; saber en el cual no había historia, realmente, ni nación o época, ni opiniones discrepantes: solo una matemática, fundamentada, perfecta, que se impone en sí a todo individuo y, en especial, al matemático cuyo trabajo se limita a descubrir los contenidos y a demostrar teorema tras teorema. Mi posición, que plasmé en el libro Introducción al estilo matemático, iniciado en 1966 y que al fin terminó editándose en 1971, chocaba con esos tópicos, con las creencias e imágenes que se incardinaban en los mismos. Desde esa posición,

desde mi posición, existía no una única matemática a lo largo de la historia, sino distintas matemáticas según los diferentes momentos históricos; nada de único saber acumulativo progresivo sino praxis o hacer a saltos, con temas que se crean y temas que se transforman, y temas que se marginan y olvidan; con discrepancias y discusiones entre los matemáticos tanto por los temas como por el modo de tratarlos, con permanentes disputas sobre las atribuciones en la paternidad de los conceptos, de las proposiciones o teoremas, por el modo o método de asegurarlos. Y los saltos que provocaban esas diferentes formas de hacer matemático venían producidos por lo que posteriormente denominé «inversiones y rupturas epistemológicas». Frente al imaginario común mostraba en mi obra que nada de teoremas en cada momento más perfectos que en momentos anteriores: un teorema demostrado por Arquímedes era tan teorema o mucho más teorema, más profundo, que muchos de los enunciados y demostrados en los miles de tesis doctorales actuales; nada de mayor rigor aquí y ahora que hace cien, doscientos años, porque el rigor demostrativo de Arquímedes, para seguir con él, era absoluto, total para su ép o ca. Conceptos —rigor, demostración.— que se muestran absolutos en cada instante, en cada fase del hacer matemático, pero que son siempre relativos en el total de la praxis m atem ática. En cualquier caso, si la noción y el mismo término de estilo se pensaba o enfocaba como propio de la retórica pero se había admitido, por extensión, que se aplicara en las bellas artes —y en particular en las tectónicas o plásticas como había hecho, entre otros, Wolfflin— , su Introducción en un hacer como el de la matemática se convirtió en auténtica sorpresa. Introducción que suponía, realmente, una ruptura en el orden del pensamiento, si es que la ciencia tenía capacidad de pensar y no se limitaba a conocer. Porque no se trataba tan solo y, en el fondo, de estilo matemático, sino de la misma imagen que se tenía de la matemática. En mi libro se daba por hecho la existencia de «varias» matemáticas, de distintas maneras de hacer matemática a lo largo de la historia e incluso en una misma época, y ello suponía aceptar la radical historicidad de esa praxis y la posible existencia

de rupturas o, para algunos, de revoluciones en una de las disciplinas más estáticas de todas las que se han considerado. Historicidad que suponía, en lo ontológico, un rechazo del realismo existencial matemático, del platonismo tan querido por pensadores como Frege, Russell, Godel... y que, de alguna manera, se encuentra en ese imaginario colectivo y es aceptado en muchos matemáticos profesionales. Lo que intenté poner de manifiesto en mi obra — que insisto, se terminó editando en 1971— es que el hacer matemático era una actividad humana que se reflejaba en un proceso por el cual se construyen mundos posibles de lo real. Construcción y no simplemente descubrimiento — que también lo hay, y es proceso básico en el momento del aprendizaje, en el momento en el cual se inicia el matemático creador en el entorno de época en la que nace y se educa, con los temas y enfoques que ha de asimilar pero, claramente, superarlos— con todas las dificultades que la misma supone. Con ello ponía de relieve que el matemático no se limita a verificar o refutar unas u otras hipótesis, a modificar o alterar una u otra proposición o axioma, sino que su hacer es algo más básico, se centra en «tener ideas», enlazar campos diversos que den paso a nuevos campos de trabajo, formular hipótesis acerca de objetos que en algunos casos se tienen que ir creando paso a paso, introduciendo en la praxis matemática que llevan o pueden llevar a discusiones en cuanto a su aceptación o no, a si existentes o no, en cuanto a sus propiedades y a cómo tratarlos. Es lo que, por mero ejemplo, ocurrió con los indivisibles o diferenciales, aquellos seres que no siendo, son, y siendo, dejan de ser, como los criticara Berkeley. Indivisibles creados como instrumentos imprescindibles, necesarios para la construcción del cálculo diferencial e integral, que se intentaron marginar a partir de la noción de límite esbozada por d’A lembert y en el siglo xix, y desde un pretendido proceso aritmetizador, se quisieron expulsar del mundo matemático por parte de Cantor, Hilbert y los conjuntistas; para, desde otro hacer radicalmente diferente, volver a entrar en ese mundo a través del cálculo no canónico, un volver a entrar en un mundo al que, realmente, nunca

abandonaron desde que fueron creados, sino que se vieron transformados, modificados. Y esos indivisibles, siempre, acompañados de polémicas, de discusiones en torno a su naturaleza, a su papel, a su existencia. Para romper con el haz de creencias, con el imaginario colectivo de aquel momento, me situé en paralelo a la actividad literaria en el sentido de que en esta se había admitido el papel de «creador» del escritor, se venía admitiendo que el escritor es creador de mundos imaginarios y no solo «descubridor» de los mismos. Incluso en el caso en el cual el escritor, el novelista, pretende que su obra sea simplemente como un espejo a lo largo del camino, como afirmara Stendhal. En la actividad literaria el escritor crea personajes, como don Quijote, a los cuales se atribuyen desde unas cualidades a unas andanzas; atribución de aventuras y desventuras a un ente imaginario que puede teñirse con multitud de interpretaciones — según épocas y naciones— . Personaje que se convierte, en algunos casos, en más real que alguno de los artefactos que nos rodean. Y del escritor, del artista se predica que posee «estilo» cuando expresa, cuando representa los mundos imaginarios que construye. Estilo que puede llegar a tener, en algunos casos, dos matices: se puede hablar del «estilo de Cervantes» pero también del «estilo cervantino», es decir, de un estilo con carácter estrictamente local — el de Cervantes— y de otro más universal o genérico — el cervantino— . Singular y concreto el primero; más general, el segundo. Pero, en cualquier caso, se puede atribuir la noción de estilo, desde el ámbito expresivo, tanto al autor como a la obra. Al aceptar rasgos de creatividad para el matemático en su hacer, al aceptar que en la matemática también se crean mundos imaginarios, mundos posibles de lo real, y de una riqueza que puede ir más allá, incluso, de los mundos que aparecen en algunas obras literarias y artísticas, se tiene la posibilidad de hablar de estilos en esta praxis, de estilos que pueden ir más allá de lo estrictamente personal, de lo individual para centrarse más bien en la obra y la época en la cual se lleva a cabo esa praxis. En el hacer matemático elaboré una clasificación de estilos en función, claramente, de lo expresivo, y traté de ejemplificar cada uno de esos estilos. Me

limito aquí a enumerar la taxonomía o clasificación de estilos que establecí en mi obra de 1971, en mi Introducción al estilo matemático, precisando que en algunos casos un estilo sigue al que le precede en la enumeración, pero no en todos los casos, porque algunos coexisten: Geométrico Poético Cósico Algebraico-cartesiano De indivisibles Operacional puro De los í Sintético-analítico Dual Axiomático Formal Semiformal

Y agrego, como ya he hecho en otros lugares, el Computacional

Es una clasificación que, aun convencional y con posibles modificaciones que la doten de mayor perfección, permite, a la vez, una historia natural del hacer matemático —para adoptar, aquí, los términos de Wolfflin— en la que se muestra que no es un hacer lineal, acumulativo sin más; esos estilos avalan la existencia de muy distintos tipos de praxis matemática con enfoques ontológicos, y no solo metodológicos, diferentes. Así, aunque dos autores de épocas diferentes utilicen un mismo método expositivo como el axiomático, sus estilos pueden reflejar concepciones muy diferentes, incluso contrapuestas, del hacer matemático que practican.

Por ejemplo: me detengo en Euclides y Nicolás Bourbaki, dos matemáticos un tanto sorprendentes por el carácter no se sabe muy bien si individual o colectivo. En uno, Euclides, estilo deductivo, axiomático, semántico, apoyado en la construcción del ideograma pictórico, de la figura individual y concreta sobre la cual apoya el razonamiento deductivo. Razonamiento que, en su proceso, viene avalado o autorizado, justificado por los axiomas de partida que, en el fondo, no hacen de premisas de las derivaciones sino de reglas constructivas que delimitan un terreno de juego en el cual se mueve la intuición creadora del matemático que realiza construcciones más que deducciones. Por su lado, el estilo demostrativo a lo Bourbaki se apoya en lo derivativo sintáctico, con signos sin referencial alguno basados en lo sígnico formal y no en lo figurativo sino en lo estrictamente ideográfico, y los axiomas han de ser los puntos de partida obligatorios para la demostración, precisamente por la pretendida ausencia de cualquier referencial semántico. Con una precisión, Bourbaki recibiría la más dura crítica por parte de Frege, por ejemplo, porque no realiza ninguna demostración en lo que pretende y afirma ser su estilo formal derivativo, ya que sus derivaciones van llenas de lagunas con una constante llamada al lector para que sea él quien haga la demostración, con el clásico «es fácil ver.», lo cual es, en sí, incompatible con el estilo formal sintáctico bajo el cual se acogen esas pretendidas demostraciones y desde las cuales se critica la falta de rigor de las demás, en concreto, las de Euclides. Lo cual muestra, a la vez, no la limitación en sí del estilo formal, sintáctico, bourbakista, sino la falsedad de las afirmaciones de que el rigor demostrativo es total en dicho estilo y no en el euclídeo. Hasta cabría invertir una afirmación como la anterior. En cualquier caso, un ejemplo de dos estilos expresivos — euclídeo, bourbakista— que reflejan dos concepciones del hacer matemático muy diferentes. Una apoyada en lo figural, la otra en lo global. La caracterización de los estilos pone de manifiesto, hasta cierto punto, la existencia de las distintas concepciones que subyacen a los mismos. A la vez, no

solo clarifica puntos como atribuciones de rigor antes mencionadas, sino que plantea nuevos problemas. En particular, si se puede hablar de estilo de autor — del mismo modo que se habla de estilo de Cervantes— o más bien estilo de grupo — estilo euclídeo o bourbakista pongo por caso— , o de disciplina — como quizá se pusiera de relieve con las diferencias entre geométrico y algebraico— . Además, mantener la radical historicidad del hacer matemático hace surgir la cuestión de la evolución o tránsito en el interior de un estilo, si es que la hay, así como la de clarificar el paso de unos a otros estilos, la posibilidad de su coexistencia. 3. ... y otros estilos

Debo reconocer que en 1971, cuando se publicó mi libro, alguno consideró que hablar de estilos matemáticos, de distintos haceres o praxis matemáticas era, simplemente, un juego de diletante, de quien pretendía, sin más, llamar la atención. Quien así opinó — una minoría, ciertamente, porque el éxito de la obra fue sorprendente— se equivocó plenamente. Con mi obra iniciaba un camino y se debe reconocer que en 1996 se llegaba a afirmar, como Jean Gayon en su artículo De la catégorie de style en histoire des sciences, que: Desde hace unos diez años aproximadamente, el uso de la palabra «estilo» se ha extendido como una epidemia entre los historiadores de las ciencias.

Y subrayo el término epidemia. En su artículo, Jean Gayon menciona a Crombie (1982, 1992, 1994); Fruton (1990); Gavroglu (1990); Hacking (1983, 1992); Harword (1993) y, por supuesto, los congresos, reuniones, sesiones más o menos internacionales, con el tema y proliferación de expresiones como «estilos de pensamiento», «estilo de razonamiento», «estilo de argumentación». Hay autores que no se citan en esas enumeraciones y, mucho menos, las que se refieren a la matemática: hablar de estilo en las ciencias, vale pero, ¿en la matemática?

Es de justicia reconocer que la epidemia se ha difundido en los campos del hacer matemático y ya ha habido y hay congresos, seminarios, reuniones internacionales en los cuales el tema central es el estilo matemático. Naturalmente, es una epidemia en la cual el término estilo adopta multitud de significados, alguno muy alejado de su origen, en el cual se enlazaba con lo expresivo. También que, mucho antes, se pueden encontrar precedentes como en el caso de Poincaré, por ejemplo, quien ya en 1902, en Ciencia e Hipótesis, señalaba la diferencia metodológica y, consecuentemente, expresiva, que existe entre los físicos ingleses y los continentales. Una forma encubierta, la de Poincaré, de hablar de distintas formas expresivas o estilos — experimental, deductivo— como propios tanto de los investigadores como de las escuelas a las que pertenecen, escuelas de unas naciones determinadas (cfr. Ciencia e hipótesis, p. 137). Estilos individuales, de nación, de época. De entre los autores mencionados por Gayon quiero destacar, aquí, aunque con radical brevedad, la figura de Alistair C. Crombie. Su obra Estilos del pensamiento científico en la tradición europea: la historia del argumento y explicación especialmente en las ciencias matemáticas y biomédicas y en las artes se edita en 3 volúmenes en 1994 como culminación de su obra de historiador de la ciencia. En ella, y como objetivo, da una visión de conjunto de toda la ciencia europea, la que nace y se desarrolla desde Grecia. Crombie adopta como criterio básico para ordenar su relato histórico, el que engloba bajo el término estilo de pensamiento. Como yo hiciera en mi libro de 1971, Crombie da una definición ostensiva a través de los seis estilos que encuentra, de modo sucesivo, en la historia del pensamiento científico occidental y cuyas ejemplificaciones correspondientes constituyen el grueso de la obra. Sin embargo, intentando mínimas precisiones, da a entender por estilo de pensamiento científico, y de modo explícito, no ya un carácter expresivo de autor, época o nación, sino el «método de investigación y demostración científica», que hace equivalente por otro lado, a «método de razonamiento».

A lo largo de la historia los estilos se van sucediendo unos a otros, aunque no se excluyan y lleguen, a veces, a combinarse. Crombie encuentra en esa historia y como estilos de pensamiento principales, los que enuncio a continuación y que, insisto, llevan la denominación equivalente de métodos: 1. Método de postulación, ejemplificado por la ciencia y la matemática griega. Es el más antiguo. En él se trata de probar deductivamente a partir de principios explícitos. El modelo es el matemático euclídeo que se convierte en el modelo básico para diferentes ciencias hasta la actualidad. 2. Argumentación experimental o construcción de experimentos para controlar los postulados y explorar otros nuevos mediante la observación y la medida. M uy raro en Grecia se desarrolla y extiende como método de razonamiento e investigación desde el final de la Edad Media. 3. Construcción hipotética de modelos analógicos. A partir de propiedades conocidas de un artefacto, se intenta explicar propiedades desconocidas de los fenómenos. Como ejemplo legendario cita, y ya es tópico, la cámara oscura como modelo explicativo de la visión humana. 4. Ordenamiento de la variedad por comparación y taxonomía. Solo se desarrolla plenamente desde el fin del Renacimiento y es el estilo o método clave en ciencias como zoología, botánica, diagnosis m éd icas. 5. Análisis estadístico de regularidades en poblaciones y el cálculo de probabilidades. Surge tras los trabajos de Pascal y Fermat en sus estudios sobre los juegos. 6 . El método de la derivación histórica. Ciencias como, entre otras, la cosmología, geología, teoría de la evolución, son las que hacen suyo, principalmente, este estilo o método que parece ser el último método científico en aparecer.

He indicado que frente al hecho de acentuar o tener en cuenta lo expresivo que se asociaba con el término —y que tanto Wolfflin como yo mismo tuvimos presente en nuestros respectivos trabajos— Crombie

identifica el estilo con lo metodológico. Cada estilo es un método de investigación y demostración y Crombie toma como punto de partida la diversidad de los métodos de construcción científicos ya existentes a lo largo de la historia. Métodos que han ido apareciendo sucesivamente como lo expone Crombie; algunos se mantienen y no han sido reemplazados, otros se han ido desvaneciendo; aunque los estilos no se excluyen e, incluso, en ocasiones, se combinan y entremezclan. Muy sugerentemente, Crombie mantiene que cada estilo, por ser un método de invención, de investigación, ha producido clases de problemas específicos a los cuales ha tratado de responder, de resolver desde su interior. B. c u e s t i o n e s y p r o b l e m a s e n t o r n o a l t é r m i n o E s t i l o

Desde las clasificaciones de los estilos anteriores paso, ahora, a una segunda parte, la de algunos problemas que las mismas hacen surgir y que en algún caso ya he ido apuntando. Y lo primero, una pregunta: 1. ¿Vale todo? De fines y valores

En 1971, veinticinco años antes del artículo de Jean Gayon — con los autores que menciona y muchos otros que no cita, con los trabajos de Crombie— la escisión clásica entre ciencias y artes, entre ciencias de la naturaleza y humanidades o ciencias del espíritu, parecía, de alguna manera, quedar al menos en entredicho si el análisis realizado en mi obra —y en las que vinieron después, por supuesto— era correcto, análisis en el que se lanzaban puentes que, de algún modo, difuminaban esa escisión clásica. Desde ese análisis se parecía cuestionar la existencia de barreras o límites entre las dos culturas y, a la vez, la de sus posibles diferencias, pero también la de sus enlaces: se volvía al problema que Kant creyó haber resuelto de manera definitiva, la diferencia entre conocer, que es lo específico de las ciencias naturales,

y pensar, que es lo propio de las humanidades, de las que posteriormente van a ser llamadas ciencias del espíritu, terreno en el que se sitúa el filósofo, y en el que se incluyen en las bellas artes. Y las ciencias del espíritu procuran pensar pero no conocimiento. Diferencia entre los usos constructivo y trascendental de la razón humana, según Kant, con sus barreras y limitaciones insalvables a las que se agregan las desconsideraciones correspondientes — desde el mismo Kant— para quienes traten de mezclar ambos tipos de ciencias o utilizar una en los terrenos o ámbitos de las otras. Barrera que sumada a la especialización que ha sufrido el conocimiento, y que impide la existencia actual del «sabio universal», ha provocado, desde una de las imágenes asociadas a la matemática, la sorprendente problemática de dónde situar la matemática dada su irrazonable efectividad para obtener conocimiento a través de las diferentes ciencias naturales aunque sin ser, ella misma, conocimiento, porque sus proposiciones no son fácticas sino formales y, por ello, no producen conocer. Matemática que, por otro lado, tampoco entra en el pensar y precisamente por la atribución de formalismo sintáctico asociado en ese mismo mundo imaginario. Hacer matemático que queda desgajado, desde la visión que subyace a esta problemática, tanto del conocer como del pensar y que, sin embargo, se muestra indispensable tanto para una como para la otra cara del entendimiento, para esas dos caras separadas desde el sentir kantiano. Pero de cuestionar posibles barreras y limitaciones, de intentar precisar sus alcances, se ha pasado en estos últimos veinticinco años, más o menos, a otro extremo, al que se condensa en la afirmación todo vale. Y hoy, con el todo vale, parece que lo «políticamente correcto» es hermanar ciencias y artes, de tal manera que no haya diferencias específicas entre ellas, que si en algún momento alguien como Kant estableció barreras o límites, estos se consideran algo artificial y deben ser eliminados. No sé muy bien si se pretende beneficiar el pensar sin saber frente al conocer sin pensar, o a la inversa o, en el fondo, no se beneficia ni a uno ni a otro, ni al pensar, ni al conocer. Desde este todo vale, es claro que se puede hablar, sin necesidad de

justificación alguna, de estilos tanto en lo literario como en las artes tectónicas, en las ciencias y, por supuesto, en el hacer matemático. También, con el todo vale, hoy se quiere que sean obras de arte las que producen los Orbanejas, por ejemplo, obras que se exponen en las llamadas salas o galerías de arte y se llevan a museos y se cotizan en las subastas y los mercados. Se plantea, así, un problema o cuestión no sé si de estética o más bien de otros terrenos como los de mercado y de lo mediático. En paralelo, y con el mismo patrón y entorno, se pretende que sean obras de matemática algunas de las muchas tesis doctorales y ensayos que se realizan todos los años por centenares y que corresponderían, realmente, a los Orbanejas matemáticos (cfr. Sixto Castro, 1007). Es un punto en el cual, como no he sido ni soy políticamente correcto, mantengo que ciencia y arte son diferentes, por distintas manifestaciones de la praxis o hacer que realizan algunos miembros de la especie humana. Igualmente, mantengo que existen otros tipos de hacer, de praxis o trabajo, que nada tienen que ver entre sí ni con los dos anteriores. Frente a esta posición extrema, y desde mi convicción, ciencia y arte se me presentan como manifestaciones, praxis o haceres diferentes, aunque por ser producciones de individuos de una misma especie en la que se obtienen unos productos, muestran algo común: se hacen, como todas las demás producciones y trabajos, con unas finalidades. Toda manifestación o plasmación de una praxis — sea artística, científica, matemática o de cualquier otro tipo, como la del mecánico que arregla el motor de un coche— se realiza en función de unos objetivos y esos objetivos sirven, de una u otra manera, a algunos individuos y grupos de la especie humana, de la especie de la cual son manifestación de su hacer o trabajo. Quiero decir: como haceres en sí, diferentes al igual que los productos que en esas producciones se obtienen; con finalidades específicas también diferentes. Pero son producciones — como tantas otras— que siempre se realizan con finalidades generales que, desde mi punto de vista, son esencialmente pragmáticas y exigen, por supuesto, de alguien a quien van dirigidos los productos

correspondientes. Es decir, son producciones que exigen de espectadores que han de tener, para ser auténticos espectadores, una preparación conveniente que les posibilite «apreciar» el producto. Exigencia de espectador en una época y un instante que condicionan a que tanto el hacer científico y el hacer matemático como las artes, no solo queden envueltas por las finalidades pragmáticas. Tanto el arte — como manifestación de las ciencias del espíritu, de las humanidades— como el pensamiento en general — donde incluyo la ciencia y en particular, la matemática— encierran ideologías, valores como algo intrínseco y no marginado, no como mera atribución más o menos ideológica igualmente; valoraciones que se manifiestan a través del estilo que aparece como la expresión de las mismas. Me limito a dar dos ejemplos, uno de las artes, el otro de la ciencia, y con radical brevedad. Ejemplo de arte plástica: la pintura sirve para representar la Pasión de Cristo, escribía Durero en los entornos de 1528 — año de su muerte— . Y Durero lo manifestaba en un momento en el cual tanto él como sus contemporáneos debatían —y nada pacíficamente— la existencia de las artes plásticas, en particular de la pintura y, por supuesto, combatían o defendían la representación figurativa de esa Pasión; desde la heterodoxia o la ortodoxia religiosas se combatía o defendía la iconografía como elemento ortodoxo o heterodoxo religioso, por ejemplo, y no solo por el papel religioso de la imagen pictórica, sino porque esta era la manifestación de un poder, el de Roma, y de unos elementos político-sociales determinados. Desde ellos se utilizaban las artes y en especial la pintura — como la poesía o el teatro— para adoctrinar al pueblo analfabeto, por ejemplo, en una línea específica. Más que obras de arte, instrumentos de adoctrinamiento del pueblo analfabeto. Me limito a citar la xilografía de Durero de 1523, la Última Cena. En esta obra, la simplicidad llega al extremo de que sobre la mesa en la que se apoyan las figuras para celebrar esa cena, Durero solo coloca una copa, la que interpretar como el posible cáliz, y a un lado, en el suelo, a la derecha, un cesto que parece contener pan. Nada más, pero nada menos para quien contempla la xilografía. Xilografía que se muestra como auténtico manifiesto expresivo

tanto de un dogma religioso esencial para el cristiano como es la Última cena, cena del cuerpo y sangre místicos y no de otra cosa, como de una concepción que, claramente, va más allá de lo estrictamente artístico. En paralelo, el hacer científico viene condicionado desde su origen por ideologías y valoraciones pragmáticas asociadas: el conocimiento científico es el que otorga poder sobre la naturaleza, poder sobre la physis, porque ese conocimiento, ese saber, tiene como objetivo el de obtener la causa eficiente de los fenómenos, y conocer la causa eficiente de un fenómeno implica que se puede actuar sobre esa physis al mantener, modificar o reiterar dicha causa las veces que se desee (piensen en el papel de la investigación farmacológica, por ejemplo). Es claro que ello supone, simultáneamente, que el hacer científico asuma una serie de hipótesis ontológicas y epistemológicas que atribuye a la naturaleza —y digo hipótesis y no conocimiento— , como su uniformidad y un claro determinismo en la misma: es aceptar que la misma causa produce, siempre, el mismo efecto; aceptar que este siempre viene determinado por «su» causa específica. Y desde el hacer científico, son hipótesis que se van a imponer sobre el pensamiento y, con él, sobre el comportamiento de los individuos: la creencia en la uniformidad de la physis, con su determinismo asociado que se trasvasa a otros dominios del pensamiento y de la acción humana. Uniformidad de lo objetivo, del ob-jectum o contrapuesto al sujeto que va a condicionar, igualmente, la forma expresiva, el estilo en el cual se formule proposicional, teóricamente, ese hacer, esa praxis. Hay que expresar lo propio de las cualidades primarias, no de las secundarias, que son subjetivas. El arte y la ciencia, desde sus orígenes y por ser producciones y productos humanos, se construyen con unos valores, unas ideologías que en ocasiones se tratan de ocultar bajo expresiones retóricas como «la ciencia por la ciencia», «el arte por el arte», meras expresiones tópicas encubridoras de unas valoraciones muy diferentes tanto en su origen como en su propia praxis. Retórica que va quedando hoy para los discursos de inauguración de algún acontecimiento académico, porque ya las valoraciones e ideologías pragmáticas se enuncian de modo explícito en los programas de los diferentes gobiernos, sean del signo

que sean —todos son del m ism o .— , con sus llamadas a la investigación, desarrollo, invención, siempre en función de, en función del bienestar no se sabe muy bien de quién, aunque se acuda al bienestar del ciudadano. 2. ...y cuestiones abiertas

Ciencia y arte como haceres o praxis distintas con productos distintos, con finalidades específicas también diversas aunque, como manifestaciones de ciertos miembros de la especie humana, se construyen con unas valoraciones e ideologías también específicas. En esos haceres, como en los demás que realiza la especie humana, no todo vale. Pero esas diferencias dan paso a una serie de cuestiones, de problemas. Así, y de manera específica, lo que Gombrich se permitió calificar como primerproblema de Panofsky: el de las posibles relaciones entre pensamiento y arte; naturalmente, aquí, entre matemática y arte, y específicamente en la noción de estilo. No se trata, por supuesto, de considerar, por ejemplo, el uso que las artes puedan hacer de la matemática en los terrenos de la arquitectura, escultura, música, pintura, como se tiene en el manejo de poliedros, de superficies regladas o no regladas, de objetos topológicos, cuyas materializaciones se adoptan como obras de arte en sí, o el manejo de ecuaciones y fórmulas para elaborar edificios o buscar proporcionalidades en las artes tectónicas o en la musicales, o en el manejo de la perspectiva, de la «proporción áurea» o de las simetrías; incluso en el empleo de algoritmos computacionales para componer y representar edificios virtuales que luego pueden llevarse a la práctica material, o el uso de esos algoritmos para la composición de obras musicales. Primer problema de Panofsky que realmente conlleva un haz de cuestiones abiertas, una problemática que he ido enunciando, ya, en algunos momentos. En particular en cuanto a la noción de estilo. En los ejemplos que he puesto, en los modelos clasificatorios esbozados, esa noción muestra dos matices semánticos diferentes: por un lado, se liga a lo expresivo; por otro, a método de razonamiento y de investigación. Y no he querido esbozar aquí, ni lo pretendo,

todo el repertorio de la carga polisémica que la noción de estilo encierra y que se puede adivinar acudiendo a cualquier diccionario al uso. Buscando unas precisiones mínimas, hay que tener en cuenta que en las técnicas o artes hay que incluir no solo las tectónicas, como hace Wolfflin, sino muchas otras. Pero precisamente estas tres tuvieron un rango inferior a las que posteriormente compondrían las artes liberales, en las cuales se incluía la música. Artes liberales a las cuales los técnicos y artesanos trataron de equiparase en el Renacimiento en una pugna social muy dura. Pugna que, por ejemplo, mantiene Durero cuando se incorpora al grupo de humanistas de Nüremberg a través de Pirckheimer — que era un aristócrata— , o de Melanchton, y que parece ser el primer pintor que se autocalificó conscientemente como artista y no artesano. Desde Grecia se tenían técnicas o artes que, de alguna manera, se escapaban de lo estrictamente artesanal y tenían unas finalidades sociales muy concretas: así el teatro, la poesía, la d a n za . cuyo ejercicio y disfrute no se centraba de modo exclusivo en el divertimiento del alma, como se sigue manteniendo desde el imaginario colectivo, sino que tenían unas finalidades pragmáticas, hasta de aprendizaje e integración, en un tipo de sociedad determinado. Es a lo que he hecho referencia antes, en el caso del entorno de Durero. Entre estas artes o técnicas se tiene la retórica. Una técnica que tenía un papel central para el que pertenecía al estamento ciudadano, para quien pertenecía al estrato social de los «demócratas»: le era esencial al demócrata poder intervenir en el ágora y, para ello, la retórica era instrumento básico, porque tenía que aprender y ejercitar adecuadamente las reglas y normas de los discursos. Y es al entorno de la retórica al que precisamente cabe asignar la noción primigenia de estilo. El término estilo hará referencia, básicamente, a la técnica de expresarse a través del lenguaje; si en un primer momento al lenguaje hablado, a la oratoria, después se va a circunscribir la noción de estilo a «manera de escribir». Manera de escribir propia de un autor pero también de una época e, incluso, con independencia de época o autor, específica de un género.

Desde la retórica, en el arte o técnica de componer un discurso hay que tener presente que, desde el exterior, esa composición, ese escribir, viene condicionado por la elección del género adecuado a lo que se desea producir. Y aquí recuerdo que existe una clasificación, ya clásica, en la cual hay cinco géneros para la poesía, cuatro para la prosa; que se tienen géneros como los líricos, épicos, dramáticos, didácticos, pastoril, oratorio, histórico, novelístico. Clasificación que, como toda clasificación, encierra gran parte de convención, aunque lo convencional no puede identificarse con lo arbitrario, porque hay géneros que pueden estimarse «naturales» y contravenirlos remite, precisamente, a la parodia, el esperpento, el ridículo. Desde esta perspectiva, son los estilos los encargados de dar cuenta de cada género. Y recuerdo los estilos que tienen su modelo en Virgilio y su rueda: las Bucólicas, Geórgicas, La Eneida, que en sus anillos especifican la condición social que corresponde a cada estilo y que llevan desde el aldeano al capitán, con sus estilos expresivos desde lo simple a lo grave. Cada género, su estilo expresivo propio. Y como ejemplo no estrictamente literario, en la ópera, la bufa, la dramática, la lírica, hasta el género chico — nuestra querida zarzuela— , y todo ello obliga a diferentes tipos de tenor, pongo por caso, con sus diferentes timbres, su especificidad de registro. En este terreno, el estilo es el medio expresivo dentro de un género determinado. El autor ha de adaptarse a cada género para manifestar su capacidad creadora y, con ella, su estilo propio. En cualquier caso, el medio expresivo lo es de alguien que lo lleva a cabo, es propio de un individuo — el autor— , y ello porque en todo hacer se contempla siempre a quien lo hace; y para analizar el estilo de un autor se tiene que partir, siempre, de la obra producida, de lo ya hecho. Pero todo autor, como individuo, nace y se educa, vive en un momento histórico determinado, con unos problemas pero también con unas formas e imágenes que tiene que asumir. Y aquí se plantea un problema: en alguna ocasión (cfr. De Lorenzo, 1972) afirmé que no tiene sentido que alguien intente componer actualmente la Sinfonía 10 de Beethoven. Afirmación que puede

ponerse en paralelo a la que realizara el escritor imaginario Menard, según Borges, en «Pierre Menard, autor del Quijote», cuando afirmaba: Componer el Quijote a principios del siglo x v n era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del siglo xx, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.

A pesar de lo cual, Borges nos cuenta que Menard se lanza a escribir el Quijote y obtiene una obra que verbalmente es idéntica a la de Cervantes pero que, sin embargo, es la obra de Menard. Y no tiene sentido esa composición beethoveniana, esa identidad verbal borgiana, no por lo que se viene afirmando en las retóricas y estilísticas al uso que se apoyan en Bufón al retomar su expresión «el estilo es el hombre»: para Bufón el estilo es el orden y movimiento que ponemos en nuestros pensamientos que adquieren una determinada forma que es propia de cada autor y, por ello, no puede ser tomada tal cual por otro. Desde esta asunción, se mantiene que solamente las ideas se pueden tomar de otro autor pero nunca la forma, su estilo propio. Y ello permite disociar — como ya he señalado— el estilo de un autor como Cervantes en «estilo de Cervantes», que es lo que se considera inimitable porque es atribución directa a un autor; y «estilo cervantino» que, por ser genérico y no tan específico, es lo que sí puede ser imitado. Creo que es una concepción incorrecta: de hecho, se puede «copiar» un cuadro y hacerlo de tal manera que no haya forma de determinar el original al modo del Menard borgiano; quiero decir, aquí: se copia la obra, copia que puede tener su sentido comercial o político — como el de incorporar a un ayuntamiento la efigie de un monarca o presidente de gobierno del cual no se tiene la posibilidad de hacer el retrato directamente— . Pero la cuestión es más profunda porque no se trata solo de copia de una obra determinada: se puede imitar el estilo de un autor de manera que se haga difícil determinar la autoría del producto, y en este caso se trataría no de mantener su misma

forma de trabajar; y recuerdo el problema que tienen los museos en cuanto a la «auténtica» autoría de todos los cuadros que en ellos se exponen. Y menciono, aquí, el caso del cuadro El Coloso, que ahora se pretende que no haya sido pintado por Goya aunque hasta ahora se le atribuyera por tener su estilo. Más aún, en algunas artes plásticas como la pintura es solo desde el siglo xix, con el Romanticismo, cuando el autor pinta todos y cada uno de sus cuadros; hasta ese momento, todo pintor pertenece a un taller hasta que se independiza y crea su propio taller. Y, desde su independencia ya como maestro, el pintor diseña, esboza, traza las líneas centrales y deja que los miembros de su escuela, de su taller, pinten el cuadro; finalmente, el autor da su pincelada final, deja constancia de «su» estilo. Y cabría detenerse en casos como los de Rubens o Zurbarán y «sus» escuelas. La atribución de obra original a un cuadro determinado en los casos anteriores puede hacerse muy borrosa. Pero, insisto, no tiene sentido, en el momento actual, componer un cuadro a lo Zurbarán o Rubens, una sinfonía a lo Beethoven: sus productos tuvieron su momento histórico que reflejan en su estilo — ahora, sí, estilo de época— , que puede ser captado a través de la malla conceptual elaborada por Wolfflin, por ejemplo. Y no solo estilo propio como elemento perteneciente al terreno expresivo, sino elementos materiales y técnicos que son característicos de cada época y muy difíciles de obtener iguales en otras posteriores. Como señala acertadamente Wolfflin, cada época tiene su capacidad de ver, su estrato óptico, pero también hay que agregar su capacidad de oír, su estrato tonal característico, y ello con sus instrumentos específicos. Así, el clarinete surge, realmente, con Mozart, y no digamos el momento en el que se constituye el piano, clave para el Romanticismo. Igualmente, una pintura al óleo del siglo xvii tiene un soporte en tela cuyo entramado es muy diferente al del soporte actual, los colores poseen pigmentación distinta al igual que los barnices, y hasta el trazado del pincel de pelo de ardilla es diferente al de los pinceles sintéticos contemporáneos. Lo cual no es obstáculo —y aquí se incardina otra problemática asociada a la estética— para que se celebren conciertos para que las masas acudan, como a

un acto religioso-simbólico, a escuchar cómo un director y una orquesta, a los que esa masa se entrega desde el inicio, interpreta una copia de una partitura de un compositor ya fallecido, que se hace original. Lo mismo que se crean y amplían museos en los que se hacen largas colas para llevar a cabo el paseo museístico en el cual —hay que actualizarse— a cada paseante le colocan unos auriculares a través de los cuales una voz suave le va «informando» de lo que, como paseante, tiene que ver y cómo lo tiene que ver, paseo dirigido que le obliga a ver y cómo ver lo que de otra manera quizá viera de otro modo. Es claro que lo anterior, que se acoge bajo la problemática que plantean las copias y falsificaciones, según la cuestión de a qué considerar obra de arte original y la consecuente discusión de su posible carga estética y valorativa como diferente a la copia o la falsificada, no hace referencia a todas las bellas artes como en concreto a la arquitectura: aquí sí es claro que no tiene mucho sentido hacer varias copias del Vaticano, pongo por caso. Sí lo tiene en el caso de la pintura por la posible obtención de ganancias para quien falsifica, aunque los expertos en arte traten de desvalorizar lo falsificado cuando perceptiva, sensorialmente, el efecto puede ser, en el espectador, el mismo. Y aquí se contempla la cuestión de atribuir distinta belleza, de valorar la obra individual frente a la obra copiada o a la obra producida, a la fabricada por la máquina: desde el Romanticismo se valora la obra individual porque se quiere que la misma refleje la personalidad, el temperamento del artista y de su época; valoración que se apoya en lo expresivo, en el estilo que se piensa que es inimitable — cuando de hecho ese estilo como elemento expresivo es imitable— frente a la copia o al producto que se obtiene de la máquina. Inimitable el estilo de Cervantes aunque no el estilo cervantino, para seguir con el ejemplo dado, y como el Quijote de Avellaneda puso de relieve, mucho más que el Quijote de Menard... Todo esto me lleva a afirmar que cada estilo se asocia a un momento histórico, a una época. Pero no supone que el estilo en esa época sea único y se imponga a todo autor, sin más. No hay un espíritu de época unitario, no hay ni debe haber pensamiento único. Y mencionaría, aquí, las escuelas

matemáticas italianas de Turín en el siglo xix (cfr. De Lorenzo, 2006), cuyos miembros estaban despacho junto a despacho, pero cada matemático con haceres radicalmente diferentes, tanto por contenido como por método o enfoque, que entrañaban su estilo expresivo propio, característico. Segre —y su escuela— trabajaban la geometría proyectiva, con un lenguaje natural y un manejo de la intuición que llevaba a captar hasta espacios n-dimensionales; enfrentado, puerta por puerta, Peano —y su escuela— , apoyado en la axiomatización formal, en la búsqueda de una pasigrafía y de una interlingua o latín sin flexión que permitiera la formalización sintáctica en la cual el lenguaje natural desaparece, y con ello se elimina toda forma de intuición figurativa. Dos estilos expresivos que reflejan dos formas distintas de hacer la matemática, y las dos construidas por matemáticos contemporáneos, prácticamente de la misma edad, en el mismo lugar y edificio, en el mismo m om ento. En esta problemática abierta, encuentro una dificultad en el paso de la retórica al arte en general: la de que no hay un trasvase nítido de los géneros y sus formas expresivas, sus estilos, a las distintas artes en general. En arquitectura se puede hablar de edilicia o monumento pero entonces no se tiene presente la función tradicional de esta bella arte centrada casi de modo exclusivo en la edificación monumental: palacio, catedral, fortaleza. En arquitectura, entendida al modo tradicional como bella arte y no urbanismo, solo hay en cada época, un género que puede tener diferentes maneras de materializarse, distintos estilos. Y se plantea el problema, si se habla, por ejemplo, de la arquitectura gótica, de qué se habla. Incluso es difícil —por no decir imposible— señalar el autor de cada una de las grandes obras arquitectónicas que consideramos, hoy, como productos «bellos», productos para visita o conocimiento obligados a toda persona «culta», aunque en el momento de su construcción su finalidad no fuera, precisamente, la de provocar el turismo que hoy lleva asociado. Una construcción que, por otra parte, y en las obras arquitectónicas clásicas, carece de autor individual o este es mero iniciador de un proyecto que puede tardar siglos en materializarse. Lo cual no impide, por supuesto, que pueda hablarse

de estilos arquitectónicos y dar las características o propiedades de cada uno de ellos. Es la cuestión, y en paralelo, que se tiene al hablar del hacer matemático, donde el autor individual queda, en muchas ocasiones, en segundo plano: lo que importa es la obra que ha sido producida con un cierto estilo expresivo, como la que se tiene en el euclídeo, poético, cósico o bourbakista, donde la obra final no aparece realmente como resultado de un autor individual, único, sino de un colectivo. Sin embargo, esto no implica que no se pueda mantener el estilo individual matemático con independencia de la disciplina a la que ese matemático se dedique. Así, en mi clasificación, el estilo algebraico-cartesiano, por ejemplo, es aquel que se establece manejando el simbolismo ideográfico y en el que se rechaza o margina el uso de diagramas geométricos o figurativos cuando se elabora la teoría pertinente. Es un estilo no solo manejado por Descartes, sino que se puede plantear como auténtico prototipo de su manejo a Lagrange, con su empleo de las series de potencias y el cálculo de modo admirable y sin mostrar diagrama geométrico alguno. Además, Lagrange hace uso de este estilo tanto en álgebra como en mecánica, es decir, no se limita a su utilización en una rama o disciplina específica del hacer matemático. En estas últimas palabras se oculta o late otra tensión: si se habla de estilo de un autor o de un género no se tiene historia en sentido estricto, sino más bien biografía de autor o caracterización y ejemplificación de un género. Y, en este sentido, en la creación sea literaria o matemática, ¿se puede hablar de progreso? ¿Hay progreso en la creación cervantina, por ejemplo? Es claro que en lo producido hay cambios, mejoras o no, atendiendo a los fines, usos, comercialización o no del producto elaborado, pero en la creación en sentido estricto, ¿hay progreso acumulativo? Creo que, en esta cuestión concreta, y en cuanto al hacer matemático he dado ya una respuesta al afirmar que un teorema enunciado y demostrado por Arquímedes es tan teorema o más teorema que el de miles de teoremas de los que se publican todos los años en las numerosas revistas matemáticas del mundo.

La historia se liga más bien a los estilos de época y se plantea la problemática de si al hacer historia, esta se hace de estilos, y los estilos no solo cambian o se transforman, sino que se puede hablar de progreso en ese estilo. Es la problemática que asocia estilo a procesos en la línea primitivo-cumbredecadencia o Barroco, o Renacimiento-Barroco, procesos en esquema del cual el mismo Wolfflin intentará eliminar en los tres niveles que considera. Es un esquema de la historia del arte como progreso que sigue el modelo clásico que estableció Vasari con su escala, que va de primitivo a perfecto: El Románico y el Gótico, estilos degenerados, primitivos; el suyo y el de sus contemporáneos, estilo perfecto. Sin entrar en la contradicción que supone aceptar que se ha llegado, ya, a la perfección y que, por tanto, no hay posterior evolución, salvo decadencia, con lo cual nada queda para el futuro, hay que tener presente que Vasari estaba en plena pugna por el reconocimiento social del artista y, de alguna manera, se apoyaba en la historia, en una cierta historia por supuesto, para ganar su pugna. Lo acrítico ha sido seguir el relato de Vasari y aceptarlo sin más, sin situarlo en su momento, en sus finalidades y aceptar, con él, ese esquema que conduce desde lo degenerado y primitivo a lo ya perfecto. Recordar, aquí, que aunque desde el siglo xix se pretenda la recuperación de esos estilos de manera «neutral», los términos que se siguen manejando para caracterizarlos mantienen su carácter original peyorativo: Gótico como vandalismo, Barroco igual a grotesco y excéntrico; y, por supuesto, los calificativos más recientes siguen en esa tónica como en el caso de fovismo o salvaje. Y la pregunta sigue en pie: dada una obra de arte, ¿se puede hablar de que en ella se encuentra el germen de la perfección que se alcanzará en otra obra de autor posterior o incluso del mismo autor? Problema de lo progresivo y acumulativo en las artes — que no es solo del contenido— , que en el imaginario colectivo parece aceptable en las ciencias y, en concreto, en el hacer matemático. Aceptación que se me muestra rechazable desde la concepción que ve en ese hacer, como en toda la praxis científica, rupturas e inversiones epistemológicas, con reestructuraciones de lo obtenido y en las cuales no todo

permanece y se acumula —me basta recordar la teoría del flogisto— . Progreso y acumulación que, sin embargo, y en ese mismo imaginario colectivo, puede hacerse cuestionable en las artes. En este sentido, hay alguna en la cual el progreso es de carácter técnico, como en arquitectura, en pintura o en música, según han ido evolucionando los materiales o instrumentos de los que puede hacer uso el artista. Pero este progreso, material, no implica progreso en considerar plasmación de la belleza ni de cualquier valor artístico, ni progreso o acumulación en ninguna de las artes consideradas. En cualquier caso, si se mantiene la caracterización de estilo como la manera de expresar un determinado hacer, una praxis, resulta que el hacer matemático, como una praxis o producción, en concreto de determinados individuos de la especie humana, posee su arte o técnica expresiva específica, propia para cada momento y circunstancia. Se puede hablar, por ello, de estilos matemáticos como elementos expresivos y no solo de métodos o formas de razonamiento o de invención. El estilo se puede circunscribir a lo expresivo sabiendo que lo expresivo también refleja lo metodológico que subyace a la praxis matemática de cada momento, de cada época histórica, y sabiendo también que lo expresivo matemático no tiene por qué ser, de modo exclusivo, lo lingüístico proposicional, sino que puede manifestarse a través de imágenes o figuras como la lemniscata de Abel, o de lo estrictamente ideográfico, del algoritmo computacional. Aceptando, también, que otros haceres han de tener sus capacidades expresivas y, con ello, sus estilos propios, sin trasvases, con sus características específicas. Referencias bibliográficas

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Eduardo de Bustos Guadaño

0. Introducción

Este ensayo pretende contribuir a diluir la tradicional y obsoleta separación entre la ciencia y el arte, en cuanto componentes de la cultura humana. Tiene su motivación, pues, en la insatisfacción que provoca una visión fragmentada de esa cultura, como realidad dividida en elementos estancos, sin ninguna comunicación entre sí. Además, tiene como propósito el análisis crítico y, en última instancia, la reconceptualización de una ideología ampliamente difundida y asimilada tanto por científicos como por artistas: la ideología de las dos culturas. La idea central que alimenta esa ideología es que los productos propios de cada una de las dos «culturas», la ciencia y el arte, son fruto de capacidades humanas diferentes e independientes o inconexas entre sí. Por una parte, la capacidad representadora de la realidad y de articulación de esa representación, mediante la lógica, en teorías o modelos que nos permiten reproducir, comprender y prever su funcionamiento. Y, por otro lado, la capacidad de expresar, mediante la imaginación, representaciones que no solo reflejan el mundo exterior, sino que nos permiten construir nuevos mundos y manifestar nuestras emociones hacia ellos. El primer ámbito, el de la ciencia o el conocimiento, es el reino del entendimiento, mientras que el segundo territorio, el del arte, es la jurisdicción de la imaginación. Puede que el ensayo de W. T. Jones (1965 [1976]), Las ciencias y las humanidades: conflicto y reconciliación, sea la expresión más sistemática de esa contraposición. W. T. Jones establecía y caracterizaba los dos ámbitos en términos de la oposición entre hechos y valores. Mientras que a la ciencia

le correspondía tratar con los primeros (figurándolos, representándolos, explicándolos), a las humanidades les tocaba desenvolverse con los segundos. Las humanidades eran el dominio predominante de lo normativo, mientras que las ciencias habitaban en el reino de lo descriptivo. Así pues, de acuerdo con esa imagen tradicional: 1. La ciencia es el producto del entendimiento, mientras que el arte lo es de la imaginación. 2. La facultad del entendimiento es una facultad que se rige por las leyes de la lógica y se atiene a las pautas de la racionalidad, mientras que el arte ni es lógico ni es racional. 3. Las emociones o, en general, cualquier configuración corporal no desempeñan ningún papel en la ciencia, mientras que son consustanciales al arte.

Tras la revolución cognitiva de los años sesenta del pasado siglo, y el correspondiente florecimiento de un grupo de disciplinas que se suele agrupar bajo el rótulo de cienciascognitivas, el énfasis y la manera de concebir las relaciones entre las ciencias y las humanidades ha cambiado. Por ejemplo, se puede reformular el tradicional hiato establecido por Jones entre dos tipos diferentes de realidades (hechos, valores) utilizando el giro epistémico propio de las ciencias cognitivas: ¿cuáles son las capacidades que nos permiten representar y elaborar los hechos y los valores? E. Slingerland (2008) describe del siguiente modo esa nueva forma de concebir las relaciones entre las ciencias y las humanidades: «Si los humanistas tenemos mucho que aprender de las ciencias naturales, lo inverso también es cierto. Los humanistas pueden contribuir en gran medida a la investigación científica. Del mismo modo que los descubrimientos en las ciencias biológicas y cognitivas han comenzado a diluir los límites disciplinares tradicionales, los investigadores en esos campos se han encontrado con que su trabajo los pone en contacto con el tipo de cuestiones de nivel superior que han sido tradicionalmente el ámbito de las disciplinas humanísticas centrales,

y a menudo su carencia de una formación sustantiva en esas áreas les deja tanteando en la oscuridad o tratando de reinventar la rueda. Ese es el punto en que la experiencia del humanista puede y debe desempeñar un papel crucial a la hora de guiar e interpretar los resultados de la exploración científica — algo que solo puede suceder cuando los estudiosos de ambos lados de la frontera entre las ciencias y las humanidades estén dispuestos a escucharse unos a otros» (op. cit. 13-14). No se trata, pues, de una división entre los tipos de realidades que las ciencias y las artes tratan, sino de diferentes aproximaciones —y posiblemente diferentes orientaciones prácticas— a una misma realidad, física, social, histórica, cultural y humana. La relevancia mutua de los hallazgos o los avances en las dos orillas del conocimiento es el supuesto que ha de presidir las relaciones entre las ciencias y las humanidades, más allá de artificiales distinciones entre las capacidades cognitivas que los fundamentan. Nada hay más apropiado que sea la filosofía, que a fin de cuentas fue la que estableció esa separación entre facultades, la que contribuya a reunificarlas. Lo que la filosofía separó, que la filosofía reúna. Con respecto a esa voluntad integradora, el objetivo es el de sugerir que las ciencias y las artes son fruto de las mismas capacidades cognitivas, esto es, que no cabe establecer distinciones, separaciones o distinciones radicales en lo que respecta a los recursos cognitivos que se despliegan cuando se producen obras científicas o artísticas. En concreto, el objetivo es poner de relieve cómo un recurso cognitivo central en el ser humano, la capacidad de utilizar metáforas, desempeña un papel decisivo tanto en la construcción de teorías como en la elaboración de obras de arte. 1. L a cognición corpórea o encarnada

(embodied cognition)

En las ciencias cognitivas contemporáneas, fundamentalmente en la lingüística y en la psicología, existe una teoría que ayuda a explicar la relación entre representación y emoción. Esa teoría es la teoría de la cognición corpórea (embodied cognition) que, entre otras fuentes, tiene su origen en la teoría

cognitiva de la metáfora (Lakoff y Johnson, 1986) y se prolonga en la teoría de los espacios mentales (Fauconnier, 1996) y la fusión cognitiva (Fauconnier y Turner, 2002). Pero nuestro objetivo específico no es desgranar las formas en que las representaciones se encuentran indisociablemente unidas a emociones. Otras contribuciones en este libro se dedican a ello (véase cap. 11). Solamente es preciso mencionar que la teoría de la cognición corpórea ofrece una explicación aplicable a los dos tipos de representaciones, científicas y artísticas. Y esa explicación no solamente ofrece un principio de explicación de la función de la emoción en el arte, sino lo que es más desacostumbrado, del papel que juegan las emociones en un ámbito que siempre ha excluido esa dimensión, el ámbito de las representaciones científicas. Resumiendo sus puntos esenciales, la teoría de la cognición corpórea mantiene que elaboramos los conceptos y las categorías a partir de la experiencia corporal. Dada la similar naturaleza de nuestro sistema nervioso (de nuestros sentidos), todos los seres humanos tienen una cantidad de experiencias necesarias o inevitables, de la cual derivan sus conceptos. Los conceptos están, por decirlo así, anclados en las experiencias corporales. Esas experiencias proporcionan los elementos esenciales de cualquier sistema conceptual. Por ejemplo, el hecho de que seamos seres que caminamos verticalmente nos permite distinguir un eje antero-posterior, un delante y un detrás, distinción que luego utilizamos, proyectándola, en la elaboración de otros conceptos. Por otro lado, la estructura del significado de nuestras expresiones no es una estructura abstracta, independiente de las estructuras conceptuales. La estructura semántica es el resultado de proyectar la estructura conceptual en el sistema lingüístico. En general, la capacidad de proyectar estructuras conceptuales en lingüísticas se considera una especie de conocimiento de carácter inconsciente, innato y universal, propio de la especie humana, tal y como mantiene la teoría generativa del lenguaje (N. Chomsky, 2002). En el camino que lleva a la proyección de las estructuras conceptuales en expresiones lingüísticas existen diferentes niveles. Esos diferentes niveles

estructurales que subyacen al comportamiento comunicativo están organizados jerárquicamente, representando quizás diferentes etapas evolutivas, partiendo de un nivel más fundamental: 1) la experiencia corporal, que compartimos con muchas especies animales. Ese nivel alimenta el nivel de 2) la estructura conceptual, que ya es propiamente humano y que comprende toda clase de representaciones conceptuales (ideas, proposiciones). Aunque puede diferir, y difiere, en las sociedades y en los individuos dependiendo de la historia y de la experiencia, el mismo hecho de proceder de una experiencia corpórea básica hace conjeturar una convergencia general de los sistemas conceptuales individuales y generales. 3) Finalmente, la estructura conceptual es proyectada en una estructura lingüística que se realiza materialmente en el habla, lo cual nos permite elaborar representaciones complejas de la realidad que son accesibles a otros congéneres y, por tanto, socialmente compartidas y culturalmente trasmitidas. 2 . Los esquemas imaginísticos

Las experiencias corporales más primitivas se organizan en torno a los denominados esquemas imaginísticos (image schemas). Se trata de representaciones muy elementales y sencillas, que no hay que confundir con las imágenes mismas, que permiten ordenar las experiencias corporales, agruparlas y establecer relaciones entre ellas. Son la base de los conceptos y se derivan de nuestra interacción con el entorno. Son multimodales en la medida en que no se encuentran limitados a un solo sistema perceptual, como el visual, por ejemplo, sino que también incluyen el sistema háptico (tacto), auditivo o vestibular (equilibrio), etcétera. De hecho, pueden ser considerados como el fruto de la interacción de diferentes sistemas perceptuales. Los esquemas imaginísticos representan el esqueleto formal que es rellenado por los diferentes conceptos. Estos conceptos, a su vez, se pueden agrupar y clasificar en términos de los esquemas imaginísticos que los subyacen.

La hipótesis naturalista que se sigue inmediatamente es que los conceptos a los que subyace un mismo esquema son patrones neuronales ligados a diferentes experiencias sensibles o vinculados a otros conceptos mediante redes asociativas. Los esquemas imaginísticos aún no son conceptos, porque constituyen representaciones demasiado elementales, pero dan origen a diferentes conceptos. No existe un conocimiento consciente de los esquemas imaginísticos, sino que están implícitos en la forma en que nos desenvolvemos en el entorno. En ese sentido, los esquemas imaginísticos son preconceptuales. Están implícitos en nuestras acciones y, al mismo tiempo, forman el esqueleto de los conceptos. Desde el punto de vista biológico, neuronal, los esquemas imaginísticos tienen su correlato en el sistema neuromotor. En ese sistema se suele distinguir entre el subsistema premotor y el motor propiamente dicho. El sistema premotor está constituido por los conjuntos de neuronas que controlan las acciones simples. Estas neuronas están conectadas con los conjuntos de neuronas secundarias que gobiernan la realización de acciones complejas y que forman el sistema motor. Lo importante es que existe una cierta autonomía entre los dos niveles: si se inhiben las conexiones premotoras/motoras, el sistema motor puede seguir procesando ideas complejas. A las agrupaciones de neuronas que se comportan de ese modo se les suele denominar cogs (Lakoff, 2006). Los detalles neurobiológicos no son importantes para nuestros objetivos. Lo que hay que retener es que existe un cierto paralelismo entre los dos niveles neuronales, premotor y motor y la jerarquía cognitiva, de tal modo que las neuronas primarias premotoras se corresponderían con los esquemas imaginísticos y las secundarias o motoras con las conceptualizaciones, en particular con las metafóricas. La idea es que una conceptualización metafórica es a un esquema imaginístico lo que una acción compleja a un conjunto de acciones simples que la estructuran: una proyección que utiliza los elementos más simples para construir una elaboración cognitiva compleja. Un ejemplo que sirve para entender esta relación de composición es el análisis de las relaciones espaciales en las diferentes lenguas. Este análisis fue realizado

en el sistema preposicional de muchas lenguas naturales por el lingüista L. Talmy (1983), llegando a las siguientes conclusiones: 1. Existen conceptos espaciales que son primitivos y universales. Esto es, en nuestra conceptualización del espacio se dan elementos comunes a todas las culturas que son la consecuencia no solo de que experimentemos una misma realidad, sino de que nuestros sistemas de percepción y organización de la experiencia están sujetos a unas mismas restricciones. 2. N ingún sistema conceptual es equiparable o reducible a otro. Es decir, no existe un único sistema conceptual que represente ese conjunto de rasgos universales.

Del mismo modo que un edificio no es equiparable a otro pese a estar construido con los mismos materiales y con respeto a los mismos principios mecánicos, un sistema conceptual puede considerarse único en el sentido de que representa una forma original de estructurar la experiencia y proyectarla en un subsistema lingüístico. El caso es que esos primitivos desempeñan el papel de esquemas imaginísticos: «Esos primitivos no son imágenes concretas que se puedan ver, sino ‘esquemas’ — estructuras cognitivas que encajan en muchas escenas que se pueden ver» (Lakoff, 2006, p. 154). Los esquemas imaginísticos pueden dar lugar, pues, a diferentes conceptos, esto es, se pueden rellenar de diferentes formas a través de las proyecciones correspondientes. El único requisito estructural que se tiene que respetar es que todas las proyecciones han de preservar la topología cognitiva del esquema imaginístico que es su fuente u origen (principio de invariancia, Lakoff, 1990). Esto quiere decir, más o menos, que, si existe una proyección, aunque sea una proyección parcial, los elementos proyectados y las relaciones que los unen

han de preservar esas relaciones en el dominio proyectado entre las contrapartes de los elementos proyectados. Un ejemplo muy sencillo. Supóngase que se quiere establecer una proyección metafórica entre los conceptos espaciales y los conceptos temporales, como es muy frecuente en muchas lenguas. En ese caso, tenemos conceptos espaciales como dominio fuente, por ejemplo, los conceptos delante y detrás. Delante y detrás inducen una determinada topología: si un punto está delante de otro, entonces no está detrás de él, ningún punto está delante ni detrás de sí mismo, etcétera. Utilizando esos conceptos espaciales construimos conceptos temporales, como por ejemplo, futuro y pasado. Si futuro y pasado son las contrapartidas metafóricas de delante y detrás, entonces han de estar en las mismas relaciones que delante y detrás en el dominio fuente u origen. Si un momento pertenece al futuro, entonces no está en el pasado, etcétera. Eso es lo que significa que se respete el principio de invariancia: que se preserve (parte de) la estructura del dominio que se proyecta en el dominio proyectado. Un dato interesante: algunas lenguas utilizan no solo el eje antero-posterior para estructurar el concepto de tiempo, sino el eje vertical. Así, el chino mandarín no solamente considera que el pasado está detrás, sino que también está encima. Así, «la semana pasada» se traduciría mediante una expresión equivalente a «la semana de encima», mientras que «la próxima semana» sería «la semana que está debajo». Además, esa conceptualización es predominante respecto a la otra, que se puede considerar predominante en las lenguas indoeuropeas. Ese hecho se ha demostrado mediante experimentación: los chinos son más rápidos solucionando problemas de razonamiento temporal en términos arriba/abajo que en términos de delante/detrás, a la inversa de lo que sucede con los que hablamos lenguas indoeuropeas. Un ejemplo de un esquema general muy conocido es el del recipiente o contenedor. Se trata de una estructura en que una superficie cerrada está en contacto con una superficie exterior a ella. La superficie cerrada es un contenedor (conduit), es decir, un espacio en que se pueden hallar, circunscritos, diversos elementos (objetos, trayectorias, vectores, etcétera).

Ejemplo: Esquema general del recipiente o contenedor

Figura 1

Seguramente, la generalidad de ese esquema, el hecho de que subyaga a muchos conceptos, procede de la experiencia de nuestro propio cuerpo, limitado por la piel, conteniendo los órganos internos. La experiencia del propio cuerpo no solo es una de esas experiencias que todo ser humano tiene: es la primera y más persistente de esas experiencias. Por tanto, no es de extrañar que dé lugar a uno de los esquemas imaginísticos centrales en cualquier sistema conceptual. La proyección de ese esquema imaginístico, su aplicación a experiencias o fenómenos diversos es muy productiva. Por ejemplo, M. Reddy (1979) consideró que está en la base de nuestra noción de significado. Según la idea popular, el significado es algo que las expresiones contienen; las palabras son las depositarias del significado y de ellas hay que extraerlo. Las palabras pueden estar vacías o llenas de significado. Muchas de esas expresiones metafóricas con las que nos referimos al significado son construidas merced a la proyección del esquema imaginístico del contenedor.

Los esquemas imaginísticos generales pueden hacerse más concretos, introduciendo más elementos en ellos o dotando de relaciones dinámicas a algunos de sus componentes. Por ejemplo, en el esquema descrito por R. Langacker (1987) ya no solamente tenemos un espacio interior (el contenedor) y un espacio interior, sino también un móvil que describe una trayectoria desde el interior al espacio exterior, esto es, que va de dentro hacia fuera, que sale o se escapa de ese contenedor para situarse en el espacio exterior.

E spacio exterior Móvil

Figura 2

3. La teoría cognitiva de la metáfora

La teoría conceptual o cognitiva de la metáfora es un componente esencial de la teoría de la cognición corpórea, porque su función es explicar cómo a partir de la experiencia corpórea podemos construir toda clase de conceptos, incluso los más abstractos. Sus tesis se pueden resumir del modo siguiente:

1. Nuestra estructura conceptual está organizada en parte de un modo metafórico, de acuerdo con un sistema. 2 . U n sistema metafórico es un conjunto articulado de asociaciones convencionales (proyecciones) entre dominios. En muchas ocasiones, el dominio de origen es concreto y el dominio diana o de llegada es abstracto. 3. Las proyecciones metafóricas se basan en los esquemas imaginísticos. Las proyecciones metafóricas preservan la estructura del esquema imaginístico que les sirve de base. 4. Una proyección metafórica tiene una dimensión inferencial: las inferencias que se pueden hacer en el dominio fuente o de origen se conservan en el dominio diana o de llegada.

Así pues, las proyecciones que relacionan los dominios concretos y abstractos son proyecciones metafóricas. Por tanto, si tenemos un cierto dominio, por ejemplo, el conocimiento que tenemos del comportamiento de los fluidos, las corrientes, etcétera, podemos proyectar ese dominio para estructurar un concepto abstracto y general, como es el de vida. Extraemos de esa proyección todo un conjunto de representaciones conceptuales que, a su vez, proyectamos en expresiones lingüísticas como la que recoge el conocido verso de J. Manrique: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir». El esquema imaginístico subyacente es el de una línea y un móvil que se mueve uniformemente a lo largo de esa línea hasta el final. El esquema imaginístico del decurso

-------------►

Figura 3

Es importante insistir en la dimensión inferencial de las proyecciones metafóricas, que fue destacada por primera vez por M. Black (1955). En un dominio, los conocimientos están vinculados entre sí por relaciones inferenciales (y quizás también por otras relaciones, como las asociativas). En el dominio, el conocimiento no es un conocimiento codificado (no consiste en definiciones, sino que es un conocimiento enciclopédico), pero sí organizado. Se suele denominar marco (frame, Ch. Fillmore, 1982) a la estructura que organiza ese conocimiento enciclopédico de un dominio. Lo importante es que la proyección metafórica atañe a todo ese marco: las relaciones inferenciales (o de asociación) que son características del dominio fuente (source domain) se proyectan sobre el dominio diana (target domain). Una buena metáfora es la que permite preservar ese potencial inferencial, mientras que una metáfora mala o pobre retiene solo alguna de las inferencias que funcionan en el dominio fuente.

Cristo en Emaús

Figura 4

4 . L a neurobiología de la forma en el arte

Así reza la contribución de G. Lakoff (2006) al volumen The Artful Mind (La mente artística), editada por M. Turner (2006). En ella, G. Lakoff retoma viejas ideas de R. Arhheim (1969) para analizar la función de los esquemas imaginísticos y las metáforas en el arte (pictórico). La tesis de Arnheim-Lakoff es que existen estructuras abstractas como los esquemas imaginísticos, que dan forma a la representación pictórica, y que esos esquemas son rellenados mediante proyecciones metafóricas con el fin de producir el significado de esa representación. Es decir, el elemento de inicio es un esquema imaginístico, estático o dinámico, que está asociado a un patrón de activación neuronal relativamente estable y persistente. Cuando dicho esquema se proyecta, la estructura del esquema se preserva, pero el contenido de sus componentes (superficies, trayectorias, fuerzas.) varía. Un viaje se atiene al esquema imaginístico de la trayectoria de un móvil a lo largo de una línea (véase figura 3), pero también el transcurso de la vida humana y, en general, cualquier proceso que se desarrolle de una forma lineal. El resultado es una estructura conceptual que permite ser significada mediante una expresión lingüística, pero también por otro tipo de representaciones como las que son propias del arte plástico. 4.1 Ejemplos

Quizás se entienda mejor la naturaleza de las relaciones entre esquemas imaginísticos y representaciones con algunos ejemplos. Utilizaremos tres: dos de ellos son los que maneja el propio G. Lakoff (2006), y proceden de R. Arheim, y el tercero es de elaboración propia, y nos permitirá efectuar el tránsito entre las representaciones artísticas y científicas. El primero es el cuadro de Rembrandt Cristo en Emaús, que representa una historia bíblica, cuando Cristo se aparece, tras su muerte, a San Lucas y San Mateo cuando estos se dirigían a Emaús.

Esquema de ‘Cristo en Emaús’

Ccrsre

Figura 5

De acuerdo con la interpretación de G. Lakoff (2006), existen dos esquemas de contenedores, uno sin el criado y otro con el criado.

Similaridad estructural Corot-Moore

Figura 6

Esos esquemas alimentan las metáforas que dan significado al cuadro. Por una parte está El centro es lo importante, con la figura central de Cristo en el contenedor 1, sin el criado, y, por otra, Lo divino está arriba, con Cristo mirando hacia la luz. La luz es importante, sobre todo en Rembrandt, porque representa tanto el conocimiento como lo bueno, lo moral. Pero la dimensión del contenido que Rembrandt quiso dar a la representación procede de la interacción entre los dos contenedores y las figuras que contienen. Porque el criado, representado en el acto de servir el pan a Cristo y, por tanto, expresar su subordinación a este, está en un plano superior, se encuentra sobre Cristo. Esta disposición expresa la visión protestante de las relaciones entre la divinidad y los fieles: los creyentes sirven a Dios pero, al mismo tiempo, Cristo se entrega humildemente a ellos. La humildad es abajo es la otra metáfora que interviene en la composición del cuadro: por una parte, Cristo es servido y, por otra, se encuentra en una posición inferior. Otro ejemplo es el que se refiere a la similaridad estructural entre el cuadro de Corot, Mujer e hijo en la playa, y la escultura de H. Moore, Dos

Esquema Corot-Moore

Figura 7

Según observa G. Lakoff (2006), aquí el esquema imaginístico no es estático, sino dinámico. No se reduce a la forma de la visión o de la representación, sino que tiene que ver con la acción y con la aplicación de fuerzas. De hecho, los esquemas imaginísticos de fuerza son una clase muy importante de esquemas imaginísticos.

La creación de Adán, según Miguel Ángel

Figura 8 El análisis de R. Arnheim afirma que «el hijo, simétrico y frontal, reposa como un pequeño monumento independiente, auto-contenido, mientras que la figura de la madre se encaja en una forma de ola envolvente y abarcante, expresando protección e interés. La talla de Moore, igualmente compleja y sutil, encarna un tema similar. La unidad menor es compacta y autosuficiente como el niño de Corot, aunque se inclina significativamente hacia su compañera. La figura mayor parece completamente orientada para dar apoyo a la pequeña, dominándola, aguantándola, protegiéndola, abrazándola, recibiéndola. Se

pueden encontrar paralelismos en situaciones humanas o también naturales en esta obra; la relación de la madre y el hijo, detallada en Corot, o del macho y la hembra. Esas asociaciones se basan en la similaridad de las pautas inherentes de las fuerzas» (Arnheim, 1969). Dejando de lado las connotaciones ligeramente sexistas de R. Arnheim, lo importante que hay que retener es que los esquemas de fuerzas desencadenan reacciones motoras en el espectador. Son reacciones que reproducen a nivel neuronal esos esquemas de fuerzas: «Nuestra comprensión de la pintura de Corot depende de nuestros sistemas de neuronas canónicas y especulares; depende de que seamos capaces de ver una imagen de un cuerpo en semimovimiento actuando sobre algo, experimentar qué es lo que sería realizar ese movimiento y acción, y por tanto saber que es lo que la acción entraña» (Lakoff, 2006, p. 157). En su comentario, G. Lakoff trae a colación las neuronas especulares o neuronas espejo. Sobre ellas se ha «especulado» mucho (Gallese y Goldman, 1998). En breve, son un grupo de neuronas de los cortex premotor y parietal cuya característica principal es que tienen conexiones bidireccionales: se supone que son las que permiten que recreemos, en el sentido de reproducir neuralmente, una acción que estamos viendo, o que recordamos, etcétera. Tiene que ver con la noción de enacción, tal como la define F. Varela (1991). Aunque no se trata de hipótesis completamente confirmadas, se las ha relacionado con el aprendizaje del lenguaje, con la imitación o mímesis en general y, en el ámbito patológico, con el autismo (que parece ser la consecuencia de una incapacidad para comprender —recrear— la intencionalidad y la mente ajena). En cualquier caso, es preciso quedarse con la idea de que la comprensión del cuadro, y de su parecido con la escultura, es una comprensión encarnada o incorporada, es una comprensión que conlleva una respuesta corpórea a la representación.

Esquema de la Creación de Adán

Figura 9

El tercer ejemplo, que nos llevará a la cuestión de las metáforas científicas, es el del archiconocido fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina que representa la Creación de Adán. En él Dios insufla la vida a Adán, o por lo menos hace ademán de ello, a través del contacto de su dedo. Adán, que ya tiene forma pero que supuestamente es una figura inerte, recibe el hálito de la vida de la Divinidad. Se encuentra en una posición inferior, expresando su subordinación o dependencia, hacia una fuerza que viene de fuera y de un plano superior. El agrupamiento divino — en el que figura Eva o Lilith, los expertos no se ponen de acuerdo— se encuentra dentro de un contenedor, mientras que la figura de Adán se encuentra en otro: la fuerza fluye de izquierda a derecha y de arriba abajo, de acuerdo con el siguiente esquema:

La ‘conquista’ del espermatozoide

Figura 10

5. Representación y emoción en las metáforas científicas

Se quiera o no, la dimensión corpórea de las representaciones en general, y de las metáforas en particular, es constitutiva, aunque pueda ser más o menos prevaleciente, estar más o menos oculta tras una maraña de ecuaciones diferenciales. Esto choca frontalmente con la idea corriente de que las consideraciones corpóreas o emocionales están, y han de estar, completamente al margen de las representaciones científicas, sean metafóricas o no. E. Fox Keller (1995 [2000]) se ha referido además a cómo ese variable tinte emocional puede reflejar cambios sociales y culturales dentro de una misma sociedad: «Consideremos por ejemplo las formas en que se ha imaginado el proceso de fecundación biológica. Hace veinte años ese proceso podía describirse eficaz y aceptablemente en términos que evocaban el mito de la Bella Durmiente (por ejemplo, penetración, conquista o despertar el óvulo por el semen)

precisamente debido a la consonancia de esa imagen con los estereotipos sexuales prevalecientes. En la actualidad ha llegado a parecer más útil, y notoriamente más aceptable, una metáfora diferente: en los libros de texto contemporáneos, es más probable que la fecundación se exprese en el lenguaje de la igualdad de oportunidades y se la define por ejemplo como “el proceso mediante el cual se encuentran y se funden y el óvulo y el espermatozoide” —Alberts et alii, 1980— . Lo que hace veinte años era una metáfora socialmente eficaz ha dejado de serlo, en gran parte debido a la dramática transformación de las ideologías del género que se ha producido en ese lapso» (1995 [2000: 13]).

Figura 11

Sin duda, la historia social de las metáforas es un asunto interesante, pero lo que interesa subrayar ahora en este punto el proceso cognitivo que entraña la sustitución de una metáfora por otra. Implica una reconceptualización — con su dimensión emocional asociada, desde luego— que produce un auténtico cambio teórico. La nueva forma en que se imagina el proceso no es un nuevo cambio de perspectiva, sino que lleva aparejado todo su aparato inferencial. Reconceptualizar mediante la introducción de nuevas metáforas significa que algunas viejas cuestiones han dejado de tener sentido y que, en cambio, otras nuevas han aparecido, esto es, que se ha producido una modificación en los

programas de investigación correspondientes. A eso se refiere E. Fox Keller cuando afirma que «una [metáfora] condujo a una investigación intensiva de los mecanismos moleculares de la actividad espermática (y produjo explicaciones químicas y mecánicas de la motilidad de los espermatozoides, su adhesión a la membrana celular, su aptitud para efectuar su fusión), en tanto que la otra [metáfora] promovió investigaciones que permitieron dilucidar los mecanismos cuya presencia haría que se considerara activo al óvulo (por ejemplo, en producción de las proteínas o moléculas responsables tanto de posibilitar como de impedir la adhesión y la penetración)» (op. cit. 14). Pero, retrotrayendo un poco el análisis, es preciso observar cómo, partiendo del mismo esquema imaginístico, ese esquema se escinde en dos y da lugar a conceptualizaciones diferentes. El esquema que subyace al concepto tradicional, en el que el espermatozoide conquista el óvulo, es el esquema en que el contenedor es el objeto de una fuerza o presión exterior, de una fuerza que quiere entrar o invadir un espacio interior, el del óvulo. Implica una cierta violencia: el espacio interior ofrece resistencia — su membrana— a la fuerza exterior.

La ‘danza’ de la fecundación

Es un esquema imaginístico que fundamenta muchas conceptualizaciones metafóricas: por ejemplo, un fenómeno social como la inmigración, suele ser comprendido en esos términos. Como el espermatozoide, el inmigrante quiere entrar en un espacio acotado, ejerciendo presión (violencia) sobre él. En la metáfora alternativa, el esquema imaginístico concreto ha cambiado: ya no se trata de algo ajeno al espacio interior, procedente del espacio exterior, que quiere entrar. Ahora se trata de dos fuerzas que se conjugan; una, que quiere salir, o que está abierta a esa posibilidad, y otra que quiere entrar, atraída por la primera. Lo que se produce es un encuentro, la coincidencia de dos fuerzas contrapuestas, causal, inevitable. En esta metáfora ya no hay connotaciones de violencia o forzamiento: se trata de un acoplamiento mutuo, de un movimiento sincronizado, de una danza. 6. Conclusiones

Una característica común de los modelos científicos y de las obras de arte es que son elaboraciones cognitivas dotadas de significado. Esto quiere decir que son el producto de un proceso de conceptualización y articulación formal, de elaboración de representaciones. Ciertamente, las representaciones científicas y las artísticas son muy diferentes, sobre todo en sus diferentes orientaciones respecto a la práctica, pero lo que se ha sugerido es que no son tan disímiles en cuanto a los recursos cognitivos humanos que ponen en juego. Lo que se ha pretendido ilustrar a través de los ejemplos es que la elaboración de representaciones artísticas y científicas pone en juego herramientas cognitivas similares y comunes a los miembros de la especie humana. Esto es, la primera conclusión que deberíamos extraer es que la ciencia y el arte no son fruto de facultades diferentes. Si se quiere mantener la obsoleta nomenclatura de las facultades, la conclusión enunciaría que tanto el entendimiento como la imaginación desempeñan un papel importante en la ideación de las representaciones científicas y artísticas. Por otro lado, cuando se considera en detalle el proceso de elaboración de las representaciones científicas y artísticas, se pueden observar las

características comunes a ambos procesos. Como en cualquier proceso de conceptualización, el punto de partida son los esquemas imaginísticos que tienen, por un lado, un aspecto simbólico, como cuasi-representaciones elementales de la estructura, del movimiento, de la fuerza y de la acción y, por otro, una dimensión corporal, en la medida en que se incorporan a nuestro sistema nervioso en cuanto estructuras neurales características de nuestro sistemas premotor y motor. Las representaciones científicas y artísticas se dotan de significado llenando de contenido los esquemas imaginísticos, en muchas ocasiones recurriendo a metáforas: un mismo esquema imaginístico puede estar en la base de diferentes proyecciones de distintos procesos de rellenado de la estructura básica. Lo interesante de estas conclusiones es que diagnostican una convergencia de las representaciones científicas y artísticas más pronunciada de lo que se creía. Desde el punto de vista filosófico y psicológico, ese interés reside en que apuntala la idea de que tanto la ciencia como el arte son elaboraciones humanas creadas en el proceso evolutivo de adaptación al entorno y fruto de capacidades cognitivas desarrolladas para esa adaptación. Las diferentes finalidades prácticas de la ciencia y el arte no nos deben distraer de su núcleo constitutivo común, unas mismas capacidades cognitivas y unos procesos similares con resultados análogos, representaciones plenas de significado. Referencias bibliográficas

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Cristina Di Gregori

Ana Rosa Pérez Ransanz

Resumen

Este trabajo se desarrolla bajo la hipótesis de que para entender el papel que cumplen las emociones, tanto en la generación de conocimiento como en la creación de obras de arte, es necesario partir de una noción de experiencia lo suficientemente rica como para permitirnos integrar los diversos ámbitos de la vida humana. Por ello se retoma y analiza la noción de experiencia propuesta por John Dewey, la cual sustenta una de sus principales tesis: tanto la ciencia como el arte son, primariamente, formas de experiencia. A continuación se examina la teoría de Dewey sobre la experiencia emocional, se destaca su sorprendente vigencia y la manera en que permite disolver la rancia dicotomía entre la esfera cognitiva y la esfera afectiva. Por último, con base en estos aportes, más algunas ideas centrales de autores como Bas van Fraassen y Ronald de Sousa — entre otros— , se intenta mostrar que las emociones constituyen un fuerte elemento de continuidad entre las ciencias y las artes. 0. Introducción

La pregunta por los vínculos entre la ciencia y el arte, dos parcelas de la cultura que suelen verse como ajenas y distantes, puede abordarse desde ángulos y disciplinas muy diversos. Por ello, cuando se aborda desde una perspectiva filosófica, especialmente frente a una comunidad multidisciplinaria, debemos

comenzar por aclarar qué aspectos de estas actividades humanas —la ciencia y el arte— vamos a considerar en el análisis. Pero además, quienes partimos de esta disciplina tenemos una exigencia adicional: debemos aclarar, así sea mínimamente, cómo entendemos el quehacer filosófico. En vista de la inabarcable literatura que existe sobre la naturaleza de la filosofía, aquí nos limitaremos a tomar una posición frente a las principales formas concebir y practicar esta actividad1. Históricamente, la discusión más fuerte se ha dado entre quienes conciben la filosofía como una actividad intelectual muy cercana a la ciencia, en la medida en que constituye una forma de conocimiento, y aquellos que afirman que la filosofía supone, ante todo, un pensamiento creativo del mismo orden que la poesía o la literatura. Frente a concepciones tan divergentes que llegan a suponer que el carácter epistémico y el carácter poético no pueden reconciliarse en la filosofía, por fortuna existe una tercera vía, aquella trazada por los pragmatistas clásicos del siglo xix, especialmente por John Dewey y William James, que comienza por afirmar, ante todo, la utilidad de la filosofía para el mejoramiento de la vida humana. En esta orientación pragmatista, que es la que aquí suscribimos, se parte de la conexión vital que debe mantener la filosofía con la cultura de su época, y se subraya la misión que tiene el filósofo de ocuparse y preocuparse por los problemas y dilemas de su momento histórico. Como veremos, esta forma de entender la filosofía permite integrar el filosofar analítico y argumentativo, ligado a la búsqueda de conocimiento, con el filosofar creativo y prospectivo que genera ideas sobre lo que es posible y deseable, pero sin olvidar que toda esa actividad, a la vez crítica y creativa, debe responder — como afirmaba Dewey— al compromiso que tiene la filosofía con los asuntos prácticos, esto es, con los conflictos sociales, morales y políticos, cuya solución de fondo exige prestar la debida atención a las cuestiones 1 Una introducción muy completa a los problemas de la naturaleza de la filosofía se encuentra en la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, en el volumen Filosofía de la filosofía, editado por O. Nudler, editorial Trotta (en prensa).

educativas, de las cuales depende en última instancia el desarrollo humano, tanto individual como colectivo. Bajo esta orientación, la filosofía requiere de herramientas conceptuales que le permitan integrar los diversos ámbitos de la vida humana, tanto los que se abocan a la generación de conocimiento como aquellos que transcurren en una vinculación directa con la acción. En consecuencia, los pragmatistas propusieron una forma de indagación filosófica que debía comenzar por derribar las nocivas dicotomías erigidas por la filosofía tradicional, permitiéndonos recuperar la continuidad entre las diversas regiones de la experiencia humana. Se trataba, entonces, de comprender y restaurar los vínculos entre lo viejo y lo nuevo, entre culturas distintas y distantes, entre las ciencias y las artes, entre la razón y la pasión, y todo ello a partir de una reconciliación fundamental: la reconciliación entre lo humano y lo natural, entre cultura y naturaleza, concibiendo al ser humano en continuidad con el resto de lo existente — sin por ello ignorar lo distintivo y peculiar de sus patrones de comportamiento. De aquí que la filosofía, a pesar de surgir inevitablemente en el seno de una cultura particular, deba asumir la ardua tarea de trascenderla y vislumbrar su horizonte de posibilidades. Como afirma Richard Bernstein en su análisis del pensamiento de Dewey: «La filosofía es esencialmente una actividad crítica [...] ya que a medida que cambia el complejo de tradiciones, valores, logros y aspiraciones que constituyen una cultura, la filosofía también debe cambiar. [ .] La filosofía está continuamente enfrentada al reto de comprender culturas y civilizaciones en constante evolución, y de articular y proyectar nuevos ideales. El afán de reconstrucción que atraviesa las investigaciones de Dewey predomina en su concepción del papel de la filosofía en la civilización»2. Frente a semejante tarea asignada a la filosofía, los pragmatistas encontraron en la experiencia la noción clave para llevar adelante su programa crítico y transformador. De aquí la conveniencia de comenzar por el análisis de algunas 2

R. Bernstein, (1972), p. 385.

de las tesis centrales de Dewey, las cuales nos conectarán con el tema que aquí nos ocupa: los vínculos entre las ciencias y las artes. 1. Dewey y la noción de experiencia

La filosofía de Dewey (1859-1952) parte de una noción de experiencia que permite vincular lo cognitivo y lo afectivo de una manera muy natural. De aquí que hayamos tomado esta noción como base de la siguiente hipótesis: para entender el papel que cumplen las emociones, tanto en la generación de conocimiento como en la creación de obras de arte, necesitamos partir de una noción de experiencia lo suficientemente rica y compleja como para poder integrar los diversos ámbitos de la actividad humana. Frente a las nociones previas de experiencia, tanto las de cuño empirista como racionalista, Dewey planteó la objeción de que su atención focal en el conocimiento había distorsionado la naturaleza de la experiencia. Para este autor, la experiencia es fundamentalmente interacción con el entorno, y por tanto todo hacer y todo sentir — esto es, toda forma de acción y de sentimiento— caen bajo la categoría de experiencia3. Las experiencias del hacer, del sufrir y del gozar, que para Dewey son experiencias prerreflexivas, establecen el contexto que hace posible la investigación y el conocimiento. Y dado que el ser humano es primariamente un ser que actúa, padece y disfruta, si queremos entender la naturaleza del pensamiento, de la reflexión y de la investigación científica, así como su papel en la vida humana, debemos comenzar por reconocer que estos procesos cognitivos emergen en el contexto de una experiencia prerreflexiva, de una interacción inmediata con el entorno, que los posibilita a la vez que los condiciona. Una noción de experiencia que, lejos de reducirla a lo meramente sensorial (a los «sense data»), abarque toda la gama de lo afectivo (sentimientos, emociones, 3 Dewey utiliza el término técnico «transacción» para designar el tipo de acción donde los elemen­ tos involucrados condicionan a la vez que son condicionados por el sistema de relaciones generadas. Di­ cho término fue acuñado por Dewey en 1986, en su artículo «The Reflex Arc Concept in Psychology», si bien aparece tratado con mayor precisión en su libro Knowing and the Known.

pasiones, actitudes) y toda la variedad de acciones e interacciones con el entorno, será una noción que nos garantice un firme anclaje en la realidad. Por tanto, una filosofía que se vertebre alrededor de una noción de experiencia semejante no podrá dejar de prestar atención a la realidad, pero a una realidad dinámica, en constante evolución, que nada tiene que ver con el universo «ya hecho», cerrado e impermeable a la acción humana, como era el universo de los racionalistas clásicos. Para formular de manera sintética las aportaciones de Dewey frente a las concepciones tradicionales, podemos enlistar los siguientes contrastes. Primero, la experiencia deja de ser un asunto que solo tiene que ver con el conocimiento — con nuestra forma de representar el mundo— y pasa a concebirse como una relación activa entre el ser humano y su entorno físico y social. Segundo, la experiencia deja de estar encerrada en la esfera de la subjetividad y se convierte en el principal vínculo entre el sujeto y un mundo objetivo, un mundo del cual forman parte sus mismas acciones y que, por tanto, resulta constantemente transformado por la intervención de los seres humanos. Tercero, la experiencia deja de estar anclada en el pasado, en «lo dado» previamente a los sentidos, y se reconoce su carácter prospectivo, su función vital como plataforma desde la cual proyectamos nuestras acciones hacia el futuro, función sin la cual resultarían incomprensibles nuestros afanes por transformar el mundo en que nos tocó vivir (en particular, carecería de sentido cualquier proyecto educativo). Cuarto, la experiencia deja de concebirse de una manera atomista y discreta — como una serie de vivencias o sensaciones ontológicamente independientes entre sí, como la concebía Hume— y se convierte en el locus donde se integran, adquiriendo unidad y sentido, las diversas esferas de la actividad humana. Quinto, la experiencia, lejos de contraponerse al pensamiento, mantiene una relación de mutua dependencia y retroalimentación con la razón4. A la luz de este sumario recuento, podemos entender que Dewey considerara su noción de experiencia como un parteaguas en la construcción 4

Cf

R. Bernstein (1966), cap. 5.

de una «nueva filosofía», capaz de derribar las anquilosadas dicotomías que hasta entonces habían impedido aproximarse a una realidad dinámica, múltiplemente diversa, pero al mismo tiempo integrada y continua. También podemos entender que al diagnosticar, en su momento, el estado de la disciplina haya afirmado que: «Los fracasos de la filosofía se han debido a la falta de confianza en los poderes orientadores que son inherentes a la experiencia [. ..]»5. Dewey reconoce su acuerdo con los antiguos griegos, quienes concebían la experiencia como un «reservorio de sabiduría práctica, [como] un acervo de intuiciones útiles para conducir los asuntos de la vida. La sensación y la percepción eran su ocasión y proveían [a la experiencia] con los materiales pertinentes, pero en sí mismas no la constituían. [ .] Entendida de esta manera, la experiencia queda ejemplificada en el discernimiento y la habilidad del buen médico, del buen carpintero, del piloto o el capitán de armas; experiencia es equivalente a arte»6. Sin embargo, a pesar de refrendar este acuerdo básico con los antiguos griegos, Dewey rechaza la depreciación que hicieron de la experiencia frente a la razón y la ciencia. Ciertamente, tuvieron el mérito de concebir la experiencia como arte, lo cual permitió destacar su papel como el medio por el cual el ser humano se vincula con la naturaleza; sin embargo, consideraron que el arte — se tratara de las artes útiles o de las bellas artes— solo reflejaba las facetas contingentes y parciales de esta, mientras que la ciencia (la teoría) permitía mostrar la totalidad y plenitud del cosmos, del Ser. De esta manera, en la filosofía antigua, «la concepción que menospreciaba la experiencia resultaba idéntica a la concepción que colocaba a la actividad práctica como inferior a la actividad teórica»7. Frente a esta devaluación de la experiencia y de los asuntos de la práctica, Dewey desarrolla una detallada argumentación para mostrar que tanto la ciencia como el arte son, primariamente, formas de experiencia — si bien formas 5 6 7

J. Dewey (1925), p. x. Ídem, p. 354, énfasis añadido. Ibídem, p. 355.

con distintas funciones. El arte — referido a las bellas artes— es «un modo de actividad que está cargado de significados susceptibles de ser inmediatamente disfrutados», y en este sentido, el arte vendría a ser una «culminación de la naturaleza». Por otro lado, la ciencia en tanto actividad de investigación, en tanto práctica generadora de conocimiento, es más básica que la ciencia entendida como cuerpo de contenidos8, y en consecuencia, la ciencia también es, ante todo, una forma de experiencia. Más precisamente, la ciencia sería una actividad al servicio de la búsqueda de una concepción integradora de los hechos. De esta forma, al poner al descubierto la raíz común de las ciencias y las artes, Dewey disuelve el largo divorcio entre teoría y práctica: «Debería estar claro que la ciencia es un arte, que el arte es una práctica, y que la única distinción que vale la pena trazar no es entre práctica y teoría, sino entre [los distintos] modos de la práctica.»9. En términos más actuales, podríamos decir que para Dewey el proceso de conocer —y en particular la investigación científica— es un arte en su sentido más primigenio, esto es, en tanto requiere de una activa intervención y manipulación de los hechos para construir y poner a prueba nuestras teorías o representaciones del mundo. El conocimiento, lejos de surgir de la contemplación (como supone la «teoría del espectador», tan criticada por Dewey), surge de la experiencia entendida como interacción con el entorno físico y social, interacción que conlleva de manera constitutiva los elementos de la esfera afectiva. De aquí que Dewey haya podido estrechar aún más el vínculo entre las ciencia y las artes al afirmar que «la investigación científicaes un arte a la vez instrumental en el control yfinal en tanto un puro disfrute de la mente»10. Con lo cual la investigación científica no solo se asemejaría a los procedimientos de las artes útiles, sino que además compartiría con las bellas artes el producir «objetos cuya percepción es un bien inmediato», aunque no sea este su objetivo central. 8 9 10

Cf. ibídem, p. XVI. Ibídem, p. 358. Ibídem, p. XVI, énfasis añadido.

2. El análisis de la experiencia en el siglo x x

A pesar de su riqueza y potencial, la línea abierta por Dewey en el análisis de la experiencia quedó sumida en la penumbra varias décadas. En la tradición anglosajona, los filósofos «clásicos» de la ciencia se concentraron en los aspectos sensoriales de la experiencia, con el fin de caracterizar la base empírica del conocimiento. Esta preocupación vino acompañada de una especial atención en el lenguaje, lo cual explicaría que la tarea de caracterizar la base empírica de la ciencia se haya entendido como la tarea de caracterizar los «enunciados de observación». Sin embargo, cabe señalar que el lugar central que ocupó el lenguaje en este contexto obedeció a razones muy legítimas. Autores como Neurath, Popper y Carnap defendieron el carácter público e intersubjetivo de la ciencia mediante el requisito de que la justificación solo se podía establecer entre enunciados, esto es, entre entidades lingüísticas empíricamente contrastables por cualquier miembro de la comunidad pertinente. De aquí que los elementos de la esfera afectiva, considerados como algo meramente subjetivo y sin ningún valor epistémico, quedaran eliminados del análisis de la empresa científica. Por otra parte, la mutilación de la dimensión afectiva que sufrió la noción de experiencia en el siglo pasado, también se vio reforzada por el famoso «giro lingüístico» introducido por la filosofía analítica, el cual se expandió al resto de las humanidades y las ciencias sociales en los años sesenta. Como afirma el antropólogo David Howes, los lemas, «la cultura como discurso», «el mundo como texto» y «el imperio de los signos», dominaron gran parte del pensamiento del siglo xx, imponiendo un enfoque según el cual «toda actividad y todo pensamiento puede ser comprendido como estructurado por el lenguaje y en analogía con él»11. Sin embargo, en los últimos años ha surgido una revolución en las ciencias sociales que busca «recuperar una comprensión plena de la cultura y de la experiencia»: al «imperio de los signos» se le ha enfrentado «el imperio de los sentidos», lo cual no implica negar que la experiencia — en sus diversas 11

D. Howes (ed.) (2004), p. 1.

formas— está configurada por los sistemas de símbolos y de comunicación. Se trata, más bien, de poner en su justa dimensión los poderes de organización e interpretación que tiene el lenguaje, y combatir la tiranía que han ejercido los modelos lingüísticos en la tarea de comprender la experiencia, tanto personal como colectiva. Cuando se borra la imaginaria separación entre pensar y sentir — afirma Howes— y se reconoce que la mente está necesariamente encarnada y que nuestros sentidos son considerablemente lúcidos: «el prestar atención a la vida perceptual no es una cuestión de perder nuestra mente sino de recuperar nuestros sentidos»12. Por otra parte, en el campo de las ciencias «duras» encontramos trabajos experimentales recientes que apuntan en el mismo sentido. Michael Gazzaniga13, junto con otros neurocientíficos, ha aportado evidencia empírica en favor de la estrecha relación que existe entre percibir y evaluar, lo cual nos conduciría a una concepción diferente de la moralidad. Bajo esta perspectiva, el pensamiento moral estaría más cerca de la percepción estética que del razonamiento discursivo. El ver y el evaluar no son dos procesos separados; están vinculados y son básicamente simultáneos. Cuando miramos a nuestro alrededor estamos constantemente evaluando lo que vemos. «Nuestro cerebro — afirma Steven Quartz— está computando valor a cada fracción de segundo. Constantemente nos formamos una preferencia implícita sobre cada cosa que vemos». Pero lo más relevante, para el tema que nos ocupa, es que la evidencia empírica parece mostrar que los juicios y decisiones morales involucran las partes del cerebro que procesan las emociones. Según estos científicos, los razonamientos que apoyan nuestros juicios morales vienen después de que hemos hecho una evaluación, y en general son guiados por las emociones que los preceden. Sin duda, si este enfoque estuviera en la pista correcta, el predominio de una aproximación emocional a las cuestiones morales constituiría una profunda revolución frente a todas las tradiciones existentes. 12 13

Ídem, p. 7. M. Gazzaniga (2008) y (2005).

Cf

Pero regresando al campo de la filosofía de la ciencia, observamos que desde los años sesenta se comienza a recuperar una idea de experiencia más cercana a la propuesta por los pragmatistas clásicos. Autores como Popper, Kuhn y Feyerabend retoman el sentido amplio desarrollado por Dewey, y vuelven a insistir en que «la experiencia no consiste en la acumulación mecánica de observaciones. La experiencia es creadora. Es el resultado de interpretaciones libres y audaces [...] controladas por la crítica y por contrastaciones severas»14. De esta manera, la idea de experiencia recupera su sentido activo, en tanto forma/ método de investigación; y al concebirse el método como un proceso de ensayo y error — única vía para aprender de nuestros errores— , la experiencia vuelve a entenderse como proponía Dewey: como un acervo de sabiduría práctica. Por esta vía, Feyerabend equipara la experiencia con la idea de «expertise», con «la habilidad del profesional para tratar con lo que lo rodea; habilidad que [...] se desarrolla con su oficio»15. Así, se recupera la idea de experiencia como el resultado de un proceso fundamentalmente creativo y auto-correctivo, en el cual las actitudes de apertura, curiosidad, crítica, autocrítica, tenacidad y tolerancia cumplen un papel central en la investigación. Ahora bien, al resaltar la importancia de nuestras actitudes —tanto críticas como creativas— en el proceso de conocer, Feyerabend está apuntando claramente a la dimensión afectiva de la investigación, ya que las emociones están en la base de nuestras actitudes y motivaciones. Sin embargo, este autor no emprendió un análisis de las emociones en tanto piezas constitutivas de los procesos cognitivos. En su texto «Let’s make more movies» (1975), Feyerabend señala las claras limitaciones de los enfoques puramente conceptuales y elogia a aquellas comunidades que superan esas limitaciones incorporando las emociones y las expresiones artísticas en su visión del mundo, haciéndolas parte de su forma de vida. Por contraste, lamenta que la filosofía — especialmente la filosofía de la ciencia— haya optado por restringirse a la palabra, encerrándose 14 15

K. Popper (1963), p. 239. P Feyerabend (1981), p. 17.

en la investigación academicista, sin percatarse de que existen mejores formas de tratar con los problemas filosóficos que el mero intercambio verbal y el discurso escrito. De aquí su insistencia en que: «Necesitamos una filosofía que le dé al ser humano el poder y la motivación para hacer una ciencia más civilizada, en lugar de permitir una ciencia super-eficiente y super-verdadera, pero que por otro lado es una ciencia bárbara que degrada al hombre»16. Pasemos ahora al análisis de las emociones, para retomar el tema central de esta reflexión. 3. Dewey y la naturaleza de las emociones

El análisis de las emociones que elaboraron James y Dewey marcó un hito en la comprensión de los elementos de la esfera afectiva. Como apuntamos, la concepción de Dewey sobre la experiencia yace en el corazón mismo de su teoría de las emociones. Este autor incorpora elementos tanto de la teoría evolutiva de Darwin como de los análisis psicológicos de James, los cuales imprimen un giro naturalista a su enfoque; por un lado, hacia la biología evolutiva, y por otro hacia la psicología experimental. De Darwin toma el valor de supervivencia que tiene la conducta emocional, y de James el aspecto de las perturbaciones fisiológicas que acompañan a los estados emocionales. Pero Dewey agrega un elemento propio, el cual atraviesa todo su pensamiento filosófico: el papel decisivo que tiene la actividad de resolución de problemas en nuestra experiencia y desarrollo personal. Para Dewey, los seres humanos nos enfrentamos constantemente, desde que nacemos, a situaciones de conflicto, de incertidumbre y de indeterminación, situaciones que necesariamente hemos de resolver. Y esto es así tanto para el científico, que debe dar cuenta de un cúmulo indeterminado de datos mediante la formulación de una hipótesis, como para la persona que enfrenta un conflicto moral y debe deliberar para decidir qué curso de acción tomar. De aquí que

las emociones concebidas como formas de experiencia, esto es, como formas de relacionarnos con nuestro entorno (dirigidas, en su mayoría, a la solución de algún problema), no puedan ser reducidas al registro de las perturbaciones fisiológicas que las acompañan (como pensaba James), ni a las «expresiones emocionales» (como afirmaba Darwin). En su crítica a estos autores, Dewey argumenta que las alteraciones fisiológicas y las conductas manifiestas que caracterizan una determinada emoción son, en efecto, necesarias, pero necesarias para la forma de lidiar con una situación problemática. Por tanto, para este autor: «La emoción, en su conjunto, es un modo de comportamiento que tiene un propósito y un contenido intelectual, el cual, además, se refleja en sentimientos o afectos, de acuerdo con la evaluación subjetiva de aquello que está objetivamente expresado en la idea o el propósito»17. Como se puede ver, Dewey concibe la experiencia emocional concreta como un todo complejo, en el que, ciertamente, la sensación y la intensidad de los cambios corporales tienen un lugar importante, pero la emoción es algo más: es una disposición a actuar de cierta manera, la cual supone elementos de tipo cognitivo como creencias y valoraciones. Así, en su caracterización de la emoción podemos distinguir tres componentes: a) un quale o sentimiento (de alegría, tristeza, miedo, etcétera); b) un comportamiento con un propósito determinado; y, c) un objeto que tiene una cualidad emocional (la situación o el hecho al que nos enfrentamos). Si bien su examen de estos elementos no siempre resulta esclarecedor ni fácil de comprender, lo cierto es que Dewey abrió el camino para una concepción de las emociones sorprendentemente actual y sofisticada que, como todas sus propuestas, rompe de entrada con alguna rancia dicotomía; esta vez con la separación tajante entre la esfera cognitiva y la esfera afectiva, al reconocer que en la experiencia emocional se ponen en juego tanto sensaciones como creencias e intenciones. Antes de adentrarnos en esta concepción, examinemos el trasfondo de las discusiones filosóficas sobre la 17

J. Dewey (1895), p. 92.

relación entre las emociones y el conocimiento, en particular el científico, para poder aquilatar la vigencia que en este contexto tienen una propuesta como la de Dewey. 4 . Las emociones y el desarrollo de la ciencia18

La relación entre las pasiones y la razón, entre sentir y pensar, entre lo afectivo y lo cognitivo, ha sido una preocupación constante en la historia de la filosofía. Sin embargo, la última vuelta de tuerca en esta discusión es relativamente reciente. Comenzó en la década de 1980, como parte de un movimiento donde el estudio de los vínculos entre razón y emoción se ha encaminado a reivindicar el papel de las emociones frente a una larga tradición que las ha venido considerando como una amenaza a la racionalidad y al desarrollo del conocimiento. Ahora bien, dentro de esa nueva tendencia, la estrategia más frecuente para rehabilitar la racionalidad de las emociones — desarticulando su imagen de disruptoras de los procesos cognitivos— ha consistido en mostrar su dependencia respecto del pensamiento, en particular de nuestras creencias y formas de inferencia. La reconciliación entre emociones y razón se ha buscado, entonces, por la vía de establecer el valor de verdad de las creencias presupuestas en una experiencia emocional, o bien en la corrección de las inferencias que la sustentan. Sin embargo, han sido muy escasos los intentos en sentido inverso, esto es, en el sentido de rehabilitar las emociones mostrando que el pensamiento también depende fuertemente de las experiencias afectivas, lo cual pondría de relieve la otra cara de su vínculo con lo racional. De aquí que, en lo que sigue, intentemos abonar en favor del carácter indispensable de las emociones para el desarrollo del conocimiento — incluido el científico— por la vía de elucidar en qué sentido las emociones son una condición de posibilidad de la construcción de nuestras representaciones del mundo (tanto del sentido común 18

En lo que sigue se retoman fragmentos de A. R. Pérez Ransanz (2005).

como de las teorías y modelos de la ciencia, así como de las creaciones del trabajo artístico). Para emprender el camino desde la filosofía de la ciencia, comencemos con el análisis que hace Bas van Fraassen del cambio revolucionario concebido como una experiencia de conversión (idea propuesta por T. S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas, de 1962). Van Fraassen desarrolla su propuesta de una epistemología empirista con la firme convicción de que una epistemología viable — del corte que sea— debe poder dar cuenta de la experiencia de conversión como una respuesta racional a las situaciones de crisis. Un cambio revolucionario en el conocimiento se caracteriza, según este autor, por involucrar una situación de asimetría, la cual se presenta entre puntos de vista históricamente sucesivos pero que difieren en el conjunto de ideas que resultan inteligibles y justificables para los sujetos que viven el cambio. De aquí que el punto de vista anterior a la revolución resulte perfectamente comprensible desde el punto de vista posterior, y la transición se pueda justificar sin mayor problema. Sin embargo, desde la perspectiva anterior, la nueva concepción resulta incomprensible y la transición parece imposible de justificar. Por tanto, se plantea el problema de explicar cómo es posible que ocurra un tránsito de tal naturaleza; esto es, cómo dar cuenta del fenómeno de conversión conceptual 19. La originalidad de la respuesta de Van Fraassen frente a este reto filosófico radica en incorporar los elementos más ajenos a la epistemología tradicional, como son los deseos y los intereses, pero sobre todo las emociones, que son elementos característicos — como apuntamos— de un enfoque como el de Dewey, donde las emociones son constitutivas de los procesos cognitivos involucrados en la resolución de problemas. Sin embargo, curiosamente, Van Fraassen recurre al análisis que hiciera J. P. Sartre en los años cuarenta, el cual, a nuestro juicio, bloquea de entrada cualquier intento por restaurar la racionalidad de las emociones. Veamos. 19

Cf.

Bas Van Fraassen (2002), p. 64.

Para Sartre, el rasgo central de la emoción es el de alterar nuestra experiencia del entorno, transformando nuestra forma de ver el mundo y de estar en él. Con lo cual, la emoción permitiría satisfacer el deseo de vivir en un mundo más tolerable, cuando de hecho nada en él ha cambiado. En palabras del autor: «Cuando los caminos trazados se vuelven demasiado difíciles, o cuando simplemente no vemos ningún camino, no podemos seguir viviendo en un mundo tan exigente y difícil. Todos los caminos están cerrados. Sin embargo, debemos actuar. Así que tratamos de cambiar el mundo, esto es, vivir como si la conexión entre las cosas y sus potencialidades no estuviera regida por procesos deterministas, sino por la magia...»20. Esta referencia a la magia le sirve a Sartre para iluminar el tipo peculiar de acción que involucra la emoción. Lo que Sartre llama «comportamiento emotivo» no estaría en el mismo plano que las demás acciones, en el sentido de que no busca actuar sobre el objeto o la situación como tal, sino que más bien busca conferirle una cualidad distinta. Pero si el objetivo es alterar la percepción de la realidad, y no la realidad misma, tal parece que la «cognición afectiva» difícilmente podría distinguirse de las estrategias de autoengaño. Sin embargo, cabe reconocer que la teoría sartreana encierra un núcleo de verdad, en tanto las emociones pueden tener, en efecto, la función que este autor les atribuye: transformar los parámetros de la situación en que se tiene que tomar una decisión. Lo cual, de paso, pone de manifiesto el poder que puede ejercer la emoción en el terreno cognitivo. Cuando se modifica la manera de concebir un objeto, o los juicios de valor que hacemos sobre distintos cursos de acción, o la probabilidad subjetiva que otorgamos a la ocurrencia de ciertos eventos se modifica sustancialmente la situación en que el sujeto debe tomar una decisión. Y este es un cambio que, ciertamente, se puede dar a través de la emoción. Por otra parte, este núcleo de la teoría sartreana encaja muy bien con la idea que tiene Dewey de la condición humana: el hombre es una criatura 20

J. P. Sartre (1948), p. 58.

que se siente insegura en el mundo y busca, mediante las formas más diversas, algo permanente y estable; formas que pueden ir desde los ritos mágicos hasta la búsqueda sistemática de conocimiento. Así, apoyándose en la teoría sartreana, Van Fraassen propone la hipótesis de que la conversión conceptual se puede lograr a través de un elemento que funcione, como la emoción. Solo un componente semejante —piensa este autor— permitiría dar cuenta de la transformación de lo incomprensible en algo comprensible, en un contexto en el que nada ha cambiado y la situación objetiva sigue siendo la misma. Pero entonces surge la pregunta sobre si este «pensamiento emocional», el pensamiento que surge como resultado de un mero cambio de actitud y no de algún cambio en la evidencia disponible, podría considerarse como genuinamente racional — o si no se quedaría, más bien, en el nivel del pensamiento mágico. Y trasladando la pregunta al terreno de la ciencia: cómo dar cuenta del carácter racional de las revoluciones conceptuales cuando se introduce la hipótesis de que las emociones son condición de posibilidad de su misma ocurrencia. 5. El papel de las emociones en el conocimiento

Como antes señalamos, al ubicarnos en el contexto de la filosofía de la ciencia llama la atención que un autor como Van Fraassen se apoye en una teoría tan controvertida sobre las emociones como es la sartreana, que si bien resulta útil para dar cuenta de ciertos fenómenos psicológicos, por otro lado está tan lejos del empirismo que este autor busca defender, como de los problemas epistemológicos de justificación y racionalidad. Pero pasando a las dificultades más concretas que presenta la propuesta de Van Fraassen, a nuestro juicio dos resultan centrales. En primer lugar, si las emociones son constitutivas de un proceso como el de conversión conceptual, una teoría adecuada de las emociones —y de su función en la producción de conocimiento— debería contemplar también los procesos epistémicos más cotidianos. Esto es, a nuestro modo de ver, cabría

defender un principio de simetría explicativa: si las emociones permiten dar cuenta de situaciones anómalas o extraordinarias, cabría esperar que también tuvieran un papel explicativo en el resto de nuestros procesos cognitivos. La intuición que subyace a esta propuesta es que las emociones no son meros factores perturbadores que irrumpen de tanto en tanto, cuando los recursos epistémicos disponibles resultan insuficientes para zanjar una situación problemática. Si así fuera, las emociones no podrían tener una función propiamente cognitiva. En segundo lugar, la función que tendrían que cumplir las emociones en procesos como el de conversión conceptual no se puede reducir — a nuestro juicio— a una mera transformación de las actitudes epistémicas de los sujetos, es decir, de los parámetros puramente subjetivos de la situación donde hay que tomar una decisión — como parece suponer Van Fraassen al seguir la línea de Sartre— . Para dar cuenta del carácter racional de semejante transformación, aquella que se opera frente a una representación del mundo que en un principio nos resulta absurda, las emociones tendrían que aportar, ellas mismas, algún contenido cognitivo o informativo. De lo contrario, nos quedaríamos irremediablemente en el nivel de las transformaciones propias del pensamiento mágico. Con estos dos requisitos en mente, el de la simetría explicativa y el de las emociones como portadoras de contenido cognitivo, examinamos los aportes de algunas de las teorías cognitivistas que se distinguen por el intento de reconciliar razón y emoción siguiendo la dirección inversa de la que han tomado la mayoría de los enfoques cognitivistas. Esto es, teorías que en lugar de concentrarse en la dimensión racional de la emoción, se han abocado a analizar la dimensión afectiva de la racionalidady del proceso de conocimiento — que es el vínculo entre razón y emoción que aquí nos interesa elucidar. En esta dirección, abrieron brecha los enfoques de Amélie Rorty y de Ronald de Sousa, impulsando una línea de investigación filosófica que en años recientes ha propiciado un fecundo diálogo interdisciplinario. En esta línea, desafiando la concepción clásica o descalificadora, se intenta mostrar que las

emociones, por regla general, afectan el razonamiento para bien21. Como apunta Dylan Evans, algunos autores incluso consideran que: «permaneciendo todo lo demás igual, los seres humanos serían menos racionales en la medida en que carecieran de emoción»22. En lo que sigue nos concentraremos en la propuesta que ha venido elaborando Ronald de Sousa ya que, además de precursora, se conecta de manera muy natural con las tesis de Kuhn sobre el cambio conceptual. Otra razón para esta elección se encuentra en el sentido en que el enfoque de R. de Sousa se puede catalogar como cognitivista, sentido que el mismo autor describe como sigue: «En la medida en que se pueda sostener una concepción “cognitiva” de las emociones, ella estará mejor delineada sobre el modelo de la percepción que sobre el modelo del juicio o del conocimiento»23. En efecto, los numerosos paralelismos que se observan entre la experiencia sensorial y la experiencia emocional hacen pensar que esta vía para desarrollar un enfoque cognitivista de las emociones puede resultar mucho más fecunda. Como argumentara Dewey: percepción y emoción son, ambas, formas de experiencia. Para comenzar, De Sousa intenta convencernos de que nuestra razón inferencial (a la que se refiere como «razón pura») es incapaz, por sí sola, de determinar nuestras creencias y nuestras acciones, por lo que las emociones vendrían —por así decirlo— a llenar los huecos que deja la razón inferencial. Justo en la línea de crítica que hiciera Kuhn a los enfoques bayesianos, al destacar sus limitaciones para resolver los problemas de orden práctico que presenta todo proceso de decisión, De Sousa analiza problemas muy semejantes que se plantean tanto en la lógica deductiva (por ejemplo, con respecto a la consistencia de nuestras creencias) como en la lógica inductiva, la cual nos deja siempre con el problema de determinar — a la luz de la evidencia disponible— qué tanta probabilidad de ser verdadera y qué tanta improbabilidad de ser falsa debe tener una hipótesis, para que su aceptación pueda considerarse racional. 21

22 23

Véase, por ejemplo, R. de Sousa (1987), Damasio (1994), Elster (1999), Evans (2001 y 2004). Evans (2004), p. 179. R. de Sousa (2004), p. 62.

Este mismo tipo de indeterminación se presenta también en la elección de estrategias a seguir con miras a la satisfacción de nuestras metas o deseos. Por ejemplo, suponiendo que las utilidades esperadas pudieran ser las mismas: ¿deberíamos minimizar pérdidas o maximizar ganancias? Por otra parte, frente al hecho de que los resultados posibles de cualquier curso de acción son prácticamente infinitos, se hace necesario detener el análisis en algún punto y comenzar a actuar. Pero de nuevo, todo parece indicar que la razón, por sí sola, es incapaz de decidir esta cuestión. De aquí que Evans, en la línea que traza De Sousa, formule una hipótesis tan fuerte como la siguiente: elprocedimiento para delimitar el rango de consecuencias a considerar en un proceso de decisión racional está gobernado por las emociones24. Y si esto es así, las emociones cumplirían más de un papel en la elección racional. En suma: «las emociones delimitan el rango de información que el organismo tomará en consideración, las inferencias que de hecho realizará de entre un infinito potencial, así como el conjunto de opciones vivas de entre las cuales elegirá»25. Las funciones que De Sousa atribuye a las emociones permiten, por tanto, reforzar y complementar la célebre tesis kuhniana que niega la existencia de una racionalidad algorítmica, una racionalidad que por sí sola pudiera determinar la elección entre teorías o cursos de acción, a la luz de la evidencia disponible. Sin embargo, las implicaciones de dichas funciones rebasan los objetivos kuhnianos. De Sousa intenta mostrar los límites de una racionalidad algorítmica incluso en el ámbito mismo de la lógica: «De esta manera, incluso en el nivel más básico requerimos de ‘políticas que parezcan razonables’ para complementar la lógica dura»26. Por tanto, la diferencia con Kuhn estaría en que De Sousa postula directamente a las emociones como el elemento faltante para entender, a cabalidad, cualquier proceso de elección racional, se trate de creencias (teorías) o de cursos de acción (estrategias de investigación). 24 25 26

Cf. Evans (2004), p. 181. R. De Sousa (1987), p. 195. R. De Sousa (1979) p. 136.

Pero lo más original, a nuestro modo de ver, está en que De Sousa — con base en una perspectiva evolucionista muy similar a la que adoptara Dewey— atribuye a las emociones una función cognitiva totalmente propia, que en términos generales podría formularse como sigue: las emociones son portadoras de patrones de relevancia, los cuales condicionan lo que cuenta como objeto de atención, como línea de búsqueda o como estrategia de inferencia27. Y con miras a darle más sustancia a esta formulación general, el autor presenta una serie de convincentes aplicaciones. Muestra, por ejemplo, la manera en que dicha hipótesis permite explicar la importancia que tiene la expresión de la emoción entre miembros de una especie cuyo comportamiento es considerablemente variable — aspecto que ha sido estudiado a fondo por el psicólogo Paul Ekman, en la línea abierta por Darwin— . En este sentido, la capacidad de leer la configuración emocional en la cara o el cuerpo de otro miembro de la misma especie, permite tener una guía sobre lo que el otro pueda estar pensando y esté inclinado a hacer. Esto es, permite obtener información que en muchos casos resulta de vital importancia. Por otra parte, esta manera de concebir el aporte cognitivo de las emociones también permite entender el que con frecuencia se las asimile a los juicios o creencias. Las emociones, en tanto patrones de focalización de la atención, funcionarían a la manera de los paradigmas kuhnianos, condicionando nuestra manera de ver el mundo al imponer la Gestalt bajo la cual percibimos los fenómenos de nuestro dominio de investigación. Pero al igual que sucede con los paradigmas, en el caso de las emociones se trataría de patrones de relevancia difícilmente articulables como proposiciones (articulación que es propia de los juicios). Asimismo, esta función de controlar la atención, la relevancia y las estrategias preferidas, explicaría el que con frecuencia se considere a las emociones como manipuladoras de los procesos de razonamiento. Sin embargo, lo importante a destacar aquí es que la inevitable manipulación que ejercen las emociones

puede ser tanto para bien como para mal. Y cabe subrayar que la mayoría de los razonamientos que desembocan en el autoengaño no se deben a errores de tipo lógico, ni difieren en sus mecanismos de los razonamientos que consideramos correctos o normales. En suma, todo parece indicar que, en efecto, prevalece un principio de simetría en la injerencia de las emociones en los procesos de conocimiento, incluso en procesos cognitivos tan centrales como son los procesos de inferencia o razonamiento. Ahora bien, la aparente irracionalidad de las emociones podría encontrar una explicación en el hecho de que, si bien las emociones inciden en los razonamientos, sin embargo la experiencia de la emoción, fenomenológicamente hablando, tiende a ser una experiencia intuitiva, en el sentido de que en general no es fácil formular las razones por las cuales uno transfiere la atención focal de un objeto a otro, o de ciertos rasgos a otros. En otras palabras, no es fácil identificar las razones o motivos por los cuales una emoción se transforma o transmuta en otra. Desde luego, como reconoce De Sousa, a este respecto hay grandes diferencias entre los distintos tipos de emociones. En el caso de la indignación, la sorpresa o la vergüenza, es relativamente fácil rastrear los motivos que sustentan estas emociones. Pero en cambio, es muy difícil hacer esto mismo en el caso de la depresión28. Por otra parte, frente a la concepción de las emociones como fenómenos básicamente somáticos, que consisten en reacciones fisiológicas autónomas de las cuales tenemos una tenue conciencia — que sería la concepción impulsada por William James— , se podría decir que, ciertamente, encuentra un apoyo empírico en ciertos resultados sobre la modularidad que presentan algunos de nuestros mecanismos mentales. Sin embargo, desde el punto de vista de la racionalidad que nos interesa defender, un modelo como el que propone De Sousa nos permite explicar la dificultad de hacer inteligibles muchas de nuestras experiencias emocionales. Concebidas las emociones como portadoras de patrones de relevancia, resulta claro que el hecho de fijar la atención en

ciertas cosas —y no en otras— constituye una fuente de razones, a veces muy poderosa. Pero también debemos reconocer que se trata de razones que no podrían justificar el patrón de atención que a ellas mismas las ha generado. De nuevo, en claro paralelismo con los paradigmas kuhnianos, las emociones, como los paradigmas, son heurísticamente muy eficaces en la tarea de conducir la búsqueda (la investigación) en una cierta dirección, pero muy deficientes en la tarea de encontrar razones que justifiquen su propia adopción. Por tanto, en este sentido, podríamos recurrir a Dewey y afirmar que la eficacia en la solución de problemas constituye la mejor razón — si no la única— que podría justificar su adopción. Desde luego, esta razón no bastaría para dar cuenta cabal de la racionalidad de las emociones, pero nos revela que las emociones — como los paradigmas— conllevan un contenido cognitivo (o informativo) que condiciona la perspectiva epistémica global. Y si bien en esto se distinguen de las creencias — las cuales conllevan contenidos específicos, formulables en proposiciones— , no por ello las emociones dejan de ser portadoras de una información muy básica, y en ocasiones vital. Como dijimos, esta aportación permitiría entender el papel que tienen las emociones en los procesos de «conversión conceptual», lo cual, a su vez, nos permite rescatar el carácter racional de las transformaciones revolucionarias en nuestra concepción del mundo. A diferencia de lo que ocurre en las transformaciones del pensamiento mágico, las emociones inciden directamente en los procesos cognitivos al aportar un nuevo patrón de relevancia o de contenido informativo, alrededor del cual se reestructura el campo de la percepción y, por ende, la construcción de representaciones. Por otra parte, también parece claro que la condición de simetría se satisface en una concepción de las emociones como esta, dado que los patrones de relevancia son un ingrediente siempre presente en todo proceso de conocimiento (sea normal o revolucionario). Solo que, como suele suceder, hace falta que ocurra una dislocación lo suficientemente traumática en el orden de cosas vigente para que se nos hagan visibles las cosas más básicas y elementales.

El camino para construir una teoría del conocimiento donde las emociones formen parte constitutiva de la racionalidad científica, apenas comienza. Pero ese es el camino que, a nuestro modo de ver, nos permitirá dar cuenta cabal de la racionalidad de los diversos cambios que ocurren en el desarrollo de la ciencia, en particular de los cambios que — como dice Van Fraassen— estarían marcados por una experiencia de conversión. Por otra parte, si como afirma Ronald de Sousa, son las emociones las que nos indican qué es lo que importa, si son ellas las que establecen los objetivos y los límites de toda deliberación — incidiendo incluso en la elección de los medios— , y si encima consideramos que tanto la certeza como la convicción y la duda son, ellas mismas, un tipo de emociones29, tal parece que una epistemología que siga ignorando estos elementos de nuestra vida afectiva no podrá ir mucho más lejos de lo que nos ha llevado la epistemología tradicional. 6 . Las emociones como vínculo entre las ciencias y las artes

En esta última sección, antes de concluir con el examen de la propuesta de Dewey sobre el papel de las emociones en la ciencia y en el arte, conviene traer a colación algunas de las tesis centrales de un autor que —hacia mediados del siglo xx— defendiera que las pasiones cumplen una función vital en la investigación científica: el químico y filósofo Michael Polanyi. En su libro Personal Knowledge, de 1958, Polanyi propone una forma de concebir las emociones que permite restaurar la continuidad entre las ciencias y las artes, justo en la dirección en que apuntara John Dewey; e incluso anticipa concepciones como la que desarrolla R. de Sousa, al afirmar que la función básica que cumplen las «pasiones intelectuales» es la función selectiva, esto es, nos indican aquello que tiene interés o relevancia para la ciencia. En palabras de este autor: «La función que atribuyo a la pasión científica es la de distinguir entre los hechos [...] que tienen interés científico y aquellos que no lo tienen.

Solo una pequeña fracción de todos los hechos cognoscibles tiene interés para los científicos, y la pasión científica sirve [ .] como una guía para evaluar lo que tiene mayor o menor relevancia»30. Por otra parte, además de la función selectiva, Polanyi atribuye a las pasiones intelectuales otra función central: la función heurística, que es la que mejor pone de relieve la profunda continuidad entre las ciencias y las artes, ya que esta está en la base de todo proceso de creación, descubrimiento o innovación —procesos claramente comunes a las ciencias y a las artes. Al referirse a la pasión heurística que alienta, mantiene y guía la búsqueda de soluciones en el ámbito de la ciencia, Polanyi atribuye a las emociones exactamente el mismo papel que, según Van Fraassen, tendrían que cumplir las emociones (o un equivalente funcional) en los procesos de conversión conceptual. Dice Polanyi: «Después de haber hecho un descubrimiento, nunca volveré a ver el mundo como antes. [...] He cruzado un vacío [gap], el vacío heurístico que media entre el problema y el descubrimiento»31. Y como afirmara Kuhn algunos años después, Polanyi se anticipa al argumentar que: «Los grandes descubrimientos cambian nuestro marco interpretativo. Por tanto, es lógicamente imposible lograr este cambio mediante una aplicación reiterada de nuestro marco interpretativo previo. Así, una vez más, constatamos que el descubrimiento es creativo, en el sentido de que no podría haberse logrado mediante una diligente aplicación de ningún procedimiento previamente conocido»32. Con lo cual también estaría destacando los límites de la razón inferencial, señalados por De Sousa. Si esto es así, si como afirma Polanyi, «la originalidad debe ser apasionada», tenemos entonces que las emociones que posibilitan y promueven la innovación en el campo del conocimiento, son las mismas que impulsan la creación artística. En el arte, como en la ciencia, la sensibilidad a lo que resulta relevante se fusiona con la capacidad creativa. En la ciencia hablamos de descubrimiento y en el arte de creación, pero ambos son resultado de una misma originalidad apasionada. 30 31 32

Polanyi (1958), p. 135. Ídem, p. 143. Ibídem.

Ahora bien, contra el telón de fondo de los avances recientes en el análisis de las emociones que aquí hemos presentado, retomamos la compleja teoría de la experiencia de Dewey, con miras a destacar sus precursoras aportaciones para el asunto central de este ensayo: la naturaleza de las emociones y su incidencia en la producción artística y científica. La principal razón de esta vuelta a Dewey está en que los análisis recientes apenas se han ocupado de las emociones como elemento de continuidad entre las ciencias y las artes, y menos aún han considerado su papel como ingrediente de toda experiencia genuina. De aquí que la teoría de Dewey conserve su plena vigencia, ya que hasta la fecha no contamos con una aproximación equivalente —por más que en ocasiones su formulación nos resulte un tanto oscura y difícil de expresar en la terminología actual. Como antes señalamos, el punto de partida para comprender la experiencia humana — en idea de Dewey— está en el análisis de «las fuerzas y condiciones ordinarias de la experiencia», ya que en ellas se revela el componente estético de toda experiencia genuina. De aquí que la experiencia ordinaria se defina en términos de la experiencia estética. De entrada, la palabra «experiencia» remite a una variedad de tipos de experiencia: aquellas que equivalen a meras sensaciones en serie, aquellas que constituyen respuestas mecánicas a eventos que se vuelven rutinarios, y aquellas que revelan una continuidad y unidad significativa. Estas últimas, a las que Dewey se refiere en términos de «tener una experiencia», constituyen las experiencias genuinas. En cuanto a las condiciones bajo las cuales puede articularse una experiencia, nos dice que: «la experiencia ocurre continuamente porque la interacción de la criatura viviente y las condiciones que la rodean está implicada en el proceso mismo de la vida. En condiciones de resistencia y conflicto, determinados aspectos y elementos del yo y del mundo implicado en esta interacción re-cualifican la experiencia con emociones e ideas, de tal manera que surge la intención consciente»33. Este tipo de experiencias, cuando ocurren, se desarrollan en un

proceso al que denomina de «consumación». La consumación es una condición que deben cumplir las experiencias genuinas, a diferencia de aquellas que a pesar de haberse iniciado en la misma direción no lo hacen, es decir, que se malogran por interrupción o cese, antes de alcanzar el fin para el que fueran anticipadas —las razones pueden ser de diversa índole: distracciones, letargias, pereza, impericia, etcétera. Así, la experiencia genuina posee continuidad, carece de nexos de carácter mecánico, posee partes identificables como tales, aunque las mismas no se entienden como aisladas unas de otras, ni como meros agregados, sino integradas de modo tal que ninguna pierde su propio carácter aunque se fusionen e intercambien progresivamente. Esto equivale a decir que lo que las experiencias genuinas tienen en común es una cualidad: la cualidad estética. Y si bien no se puede sostener que dicha cualidad se reduce a la esfera de las emociones, sin embargo mantiene un fuerte compromiso con ellas. En palabras de Dewey: «las emociones son la instancia cementadora o unificadora del proceso de tener una experiencia». Las experiencias de carácter prerreflexivo, mientras ocurren, no se pueden caracterizar como deliberadas o voluntarias. Solo la reflexión posterior podrá calificarlas e identificar aquella orientación dominante en lo experimentado, caracterizando cada experiencia como una unidad, como un todo. Las experiencias intelectuales, por tanto, también tendrán cualidad estética, lo mismo que las de las bellas artes y las del mundo de las acciones eminentemente prácticas. Dichas experiencias difieren nada más que en su materia de expresión; por lo demás, todas revelan una cualidad emocional de satisfacción, firmemente ligada a la búsqueda y al goce de una integración interna, cuyo cumplimiento se alcanza mediante un movimiento ordenado y organizado. Dice Dewey: «Entre los polos de una eficacia sin miras y una acción mecánica, existe el curso de una acción en que, a través de hechos sucesivos, corre un sentido de significación creciente que se conserva y acumula hasta un término que se siente como la culminación del proceso. Esto en sí mismo no es un arte, pero es, yo creo, un signo de que el interés no se sostiene exclusiva

o principalmente por el resultado en sí mismo (como en el caso de la mera eficacia), sino como la desembocadura de un proceso. Hay en él un interés por completar la experiencia. La experiencia puede resultar dañina para el mundo pero tiene cualidad estética»34. Ahora bien, la experiencia comienza con una impulsión, que es algo distinto de un impulso. Este último es mecánico, o instintivo, mientras que la impulsión designa un movimiento hacia adelante de todo el organismo. Los impulsos, en todo caso, serían importantes auxiliares del proceso. Las impulsiones o emociones son el punto de partida de la experiencia porque ellas proceden de la necesidad y la demanda del organismo como un todo. Son ellas las que llevan a la criatura viviente a aventurarse en un mundo extraño, obligándola a descubrir y enfrentar los obstáculos que se le presentan, tanto como a identificar aquello que resulta indiferente o irrelevante a su propósito. La impulsión ya no es impulso ciego, es actividad consciente, propositiva y significativa. Los obstáculos identificados por la emoción son una incitación a la inteligencia para planear y convertir la emoción en interés. Así, la resistencia que presenta el entorno convierte la acción directa, prerreflexiva, en reflexión, apelando, además, al caudal de experiencias anteriores. Este proceso, lejos de erradicar la emoción motora, refuerza la impulsión original: «como las energías así incluidas refuerzan la impulsión original, esta opera con más circunspección, intuyendo el fin y el método»35. La emoción, al identificar los obstáculos para la acción, es signo de la existencia de dichos obstáculos y, al mismo tiempo, signo de la irrupción de la criatura en la escena de la interacción primaria. El peso de la emoción se detecta en el punto cero de un proceso que puede llegar a constituir una genuina experiencia. Pero su incidencia no acaba allí: no solo impulsa la actividad sino que es un elemento que se mantiene constante a lo largo del proceso. Su presencia registra una resistencia y señala una tendencia. Dicha tendencia se sostiene durante el 34 35

Ídem, p. 45. Ibídem, p. 69.

proceso en la forma de una expectativa centrada y congruente con la obra que avizora como culminada. De aquí que Dewey afirme una frase que quizá sea de las más citadas: «La emoción es la fuerza motriz y cementadora; selecciona lo congruente y tiñe con su color lo seleccionado, dando unidad cualitativa a materiales exteriormente dispares y desemejantes»36. Por tanto, las emociones movilizan la experiencia, la atraviesan y tienen un papel específico en el cierre o culminación de la misma. Todo ello independientemente de cuáles sean los materiales y los fines con los cuales y en los cuales transcurre el proceso. Así, en consonancia con la concepción de R. De Sousa, Dewey le atribuye a las emociones o impulsiones no solo la función de ser las pioneras en detectar la aparición de lo disruptivo e impulsar la acción, sino también una función cognitiva específica, a saber, la de sostener la atención focalizada en la cuestión que promoviera la acción y la transacción en curso. Esto es, en nuestros términos, las emociones son portadoras de patrones de relevancia, condicionan aquello que funciona como objeto de atención, lo sostienen y dirigen. Guían el interés para mantener la congruencia del proceso con el propósito final. Podría decirse entonces que ellas controlan la adecuación congruente entre medios y fines. En suma, la experiencia es emotiva y las emociones tienen relevancia epistemológica. Por ello, la crítica más radical que Dewey formulara al positivismo se manifiesta en su profunda convicción de que la ética, la política y la estética, cuyos enunciados fueran descalificados como carentes de sentido, resultan ser los que más sentido tienen para los seres humanos. Y si bien la experiencia se modaliza en múltiples variedades, el proceso subyacente es el mismo en todas ellas. De este modo, se define el suelo común a la ciencia, al arte y al ámbito del mundo eminentemente práctico: la tecnología, la política, la educación, la ética, etcétera. Por contraste, aquel tipo de emociones que tan solo constituyen una descarga emotiva (una descarga de ira, de celos, de miedo) no están inscritas

en un proceso que integre el curso de una genuina experiencia, y por tanto no registran ningún valor a efectos de su propósito: «Hay un elemento de pasión en toda percepción estética. Sin embargo, cuando estamos abrumados por la pasión, como en la extrema ira, el temor, los celos, la experiencia definitivamente no es estética. No se siente la relación con las cualidades de la actividad que ha generado la pasión»37. En otras palabras, las emociones cuya relevancia quiere destacar Dewey son aquellas que integran un acto expresivo, entendiendo por acto expresivo aquel en que manejamos y ordenamos nuestras actividades por referencia a sus consecuencias. Ciertamente somos deudores de los actos más primitivos y espontáneos en el aprendizaje, pero estos — sostiene Dewey— se convierten en el terreno de los actos expresivos (de las genuinas experiencias) a través de los medios o de los materiales que «[...] hacen posible un trato humano más rico y más grato, justamente como un pintor convierte los pigmentos en medios para expresar una experiencia imaginativa. La danza y el deporte son actividades en que los actos que antes se ejecutaban espontáneamente separados, se reúnen y convierten su materia prima en obras de arte expresivo. Solo donde la materia se emplea como medio hay expresión y hay a r te . Todo depende de la manera en que se usa el material cuando opera como medio»38. Recapitulando, en un acto expresivo se ordenan las actividades con miras a sus consecuencias, fines o logros, y un acto de expresión siempre utiliza algún material que se convierte en medio cuando entra en relación con los objetivos buscados. En este contexto, la cualidad emocional guía la selección del material: «En el desarrollo de un acto expresivo, la emoción opera como un imán que atrae el material apropiado porque tiene una afinidad emocionalmente experimentada por el estado de ánimo que está en marcha. La selección y organización del material son, desde luego, una función y una prueba de la calidad de la emoción experimentada»39. 37 38 39

Ibid., p. 57. Ibid., p. 73. Ibid., p. 79.

La ciencia y las bellas artes constituyen, ambas, actos expresivos, si bien difieren en el material que emplean (los medios) y los propósitos que las guían (los fines). El suelo común que les confiere continuidad es el arte entendido como experiencia genuina. La experiencia no es entonces otra cosa que arte: «el arte — aquel modo de actividad que está cargada de significados susceptibles de ser inmediatamente gozados— es la completa culminación de la naturaleza, y la ciencia es en rigor una sierva que conduce los eventos naturales a su feliz 40 término»40. Con lo dicho hasta aquí se puede entender que, a partir de Dewey, las tradicionales líneas divisorias entre la ciencia y el arte, la teoría y la práctica, la razón y la emoción, hayan quedado en desuso. Aunque esto no significa que no podamos dar cuenta de la pública y reconocida distinción entre, por ejemplo, la ciencia y las bellas artes. Ciertamente, la distinción propuesta por Dewey resulta novedosa y disruptiva frente a los antiguos criterios demarcatarios, dado que la emoción y la cualidad estética impregnan ahora toda experiencia, y las impulsiones que guían la actividad artística no mantienen diferencias de fondo con aquellas que impulsan la actividad científica. En consecuencia, la respuesta de Dewey es que las distintas artes (la ciencia, las bellas artes, la educación, la política) se diferencian por los materiales que emplean. Los materiales son medios, en el sentido de intermediarios, y por ello mismo están impregnados por los fines buscados. A través de los materiales se da paso a algo que se concibe como remoto, pero los medios y los materiales están incorporados a ese algo remoto que es el fin. De esta manera, el sentido que adquieren los medios en su relación con los fines establece los términos en los que arte y ciencia pueden ser diferenciados. Tomando como ejemplo el proyecto de construir una casa, Dewey sostiene que los ladrillos y la mezcla se hacen parte de la casa en cuya construcción se emplean; no son «meros» medios para su construcción: «El fin es. un fin en vista y está en constante y acumulativa reactualización /



40

Dewey (1925), cap. IX.

en cada etapa del movimiento de avance. Ya no es un punto terminal, externo a las condiciones que a él conducen; es la significación en continuo desarrollo de las tendencias presentes»41. En otras palabras, el fin a la vista es un plan que opera en cada etapa de su realización. Y los medios son medios en tanto que encarnan ese plan, es decir, son el fin en su presente etapa de realización. Por otra parte, Dewey asocia los fines con los valores, y en consecuencia su idea de los «medios» queda atada a los valores. Los medios dejan de ser meros instrumentos para obtener fines y se cargan de valores, los mismos que identifican al fin. Así, queda cancelado el dualismo clásico entre fines y medios: la relación entre fines y medios no es unilateral, es decir, de fines a medios; los fines no pueden ser valorados independientemente de los medios, la elección de unos y otros son instancias valorativas interdependientes. Estas consideraciones, que remiten a la teoría de Dewey sobre la valoración, sustentan el modo en que propone distinguir entre ciencia y arte. En las bellas artes, el papel que desempeña la emoción en el acto de expresión es particularmente relevante. Las emociones siempre surgen o están ligadas a aquel aspecto único e irrepetible de la situación experimentada que las provoca. El artista no tiene por finalidad describir una emoción en términos intelectuales o lingüísticos; ni siquiera en el caso del poeta que utiliza el lenguaje, dado que se trata de un uso expresivo y no enunciativo. La enunciación generaliza, la expresión individualiza. El artista no describe la emoción, el artista «realiza el hecho que engendra la emoción»; la obra de arte no posee la emoción como su contenido significativo, sino que la expresa tratando de suscitar en otras personas «nuevas percepciones de los significados del mundo común». En este sentido, la obra de arte, a diferencia de los productos de la actividad científica, es una inmediata realización de la intención: expresa y provoca emociones. Con base en su noción de experiencia, Dewey sostiene de manera coherente que el artista, al iniciar su trabajo, lo hace sobre un trasfondo de significados y

valores que se plasman sobre el lienzo o el texto, elementos que son llevados a su actualidad desde experiencias anteriores. Esto también implica el valor de la comunicación en la producción artística. Esto es, el artista no solo produce desde un trasfondo de saberes, emociones y valores heredados, a partir de los cuales trata de expresar lo novedoso, sino que la obra de arte, en tanto producto final de su trabajo, requiere y promueve la aceptación del público —independientemente de su éxito o fracaso en el logro buscado. La comunicación y aceptación por parte del receptor de la obra es pues, como en la actividad científica, parte del proceso. En cuanto a la ciencia, el considerarla un arte implica atribuirle el carácter de genuina investigación; esto es, de un proceso en el que el objeto de conocimiento no precede al conocimiento sino que es su producto, su transformación controlada o dirigida. No se trata de un mero descubrir, pues el resultado no puede ser interpretado en términos de su novedad por parte de un espectador aislado; se trata del resultado alcanzado por un agente que efectúa una conexión operativa entre los hábitos, costumbres, instituciones y creencias previos, con las nuevas situaciones. Por otro lado, la actividad científica es un arte que se caracteriza por su recurso a instrumentos artificialmente diseñados. En idea de Dewey, cuando los investigadores emplearon los aparatos y procesos de las artes industriales como medio para obtener datos científicos fue que se inició una genuina revolución científica. El antiguo conocimiento empírico se transformó en conocimiento experimental. Y si tomamos la palabra arte en el sentido de las antiguas artes, la práctica científica es un arte, además, porque introduce las herramientas, instrumentos y procedimientos de las artes tradicionalmente llamadas «productivas» en el contexto de la misma investigación científica. Por tanto, la línea demarcatoria entre conocimiento teórico y práctico se mostraría arbitraria e irrelevante en el contexto de la teoría del conocimiento de Dewey. En suma, bajo el enfoque de Dewey, el arte y la ciencia se pueden distinguir por los medios que emplean y los fines que las guían, pero ambas constituyen actos expresivos en cuya integración y consumación las emociones tienen un papel crucial. Las emociones, además de constituir la fuerza motriz y unificadora

de la experiencia, controlan la adecuación congruente entre los medios y los fines de una experiencia genuina. A la luz de este precursor análisis, que muestra el papel central que cumplen las emociones en todos los ámbitos de la actividad humana, resulta interesante advertir que muchos de los aportes recientes refuerzan — con nueva evidencia y desde disciplinas muy diversas— algunas de las líneas de investigación abiertas por la perspectiva de Dewey. Sin embargo, no deja de llamar la atención el hecho de que buena parte de los autores que hoy en día trabajan en esta dirección desconozcan las aportaciones pioneras de Dewey, aportaciones que conformaron una teoría integral de los elementos de la esfera afectiva, la cual no encuentra parangón en las aproximaciones actuales. Referencias bibliográficas

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12. R a c i o n a l i d a d e n l a s c i e n c i a s y e n a r t e s : Se n t i d o c o m ú n y H e u r í s t i c a

las

Ambrosio Velasco Gómez

1. Introducción

Una de las características distintivas de la cultura del Renacimiento es la unidad del conocimiento científico y del arte. Los criterios epistémicos y estéticos están presentes tanto en la validación de las nuevas teorías científicas como en la apreciación de las obras maestras de la pintura. Tanto las ciencias como las artes deben ser a la par verdaderas y bellas. Copérnico, en su obra De las revoluciones de las esferas celestes señala, como un argumento contundente a favor del nuevo sistema heliocéntrico, que este representa de manera más sencilla, esto es, objetiva y adecuada, la belleza del cielo: «¿Qué podría ser más hermoso que el cielo que contiene todas las cosas hermosas?; tal como lo ponen de manifiesto los mismos nombres “Caelum” y “M undus”, el primero de los cuales se refiere a lo labrado bellamente y el segundo a la limpieza y al ordenamiento .»1

Por su parte, Leonardo Da Vinci, en su tratado de la pintura afirma que la representación pictórica de la realidad solo puede ser bella si está basada en el dominio de la perspectiva, que integra conocimientos científicos de la óptica y 1 Nicolás Copérnico (1965), Las revoluciones de las esferas celestes, Buenos Aires: Editorial Universita­ ria de Buenos Aires, p. 43.

la geometría, entre otros saberes, que permite al pintor recrear la realidad como una fantasía exacta: «La ciencia es una segunda creación elaborada por el discurso; la pintura es una segunda creación hecha por la fantasía. La creación artística es, sin duda, obra de la fantasía pero de una fantasía exacta que, al igual que la ciencia, descubre en lo visible la oculta necesidad interior que lo gobierna y trata de reproducirla .»2

Esta cultura unificada propia del Renacimiento se desintegra durante la Modernidad, que considera a las ciencias y sus aplicaciones tecnológicas como el conocimiento racional y objetivo por excelencia, mientras que el arte queda vacío de contenido cognoscitivo y se le considera como exposición de lo bello, que tan solo puede ser objeto de gusto o placer. Las ciencias corresponderán al «espíritu geométrico», que ofrecen conocimiento universal y verdadero, mientras que las obras de arte son expresión de emociones y objetos de apreciación subjetiva que pertenecen «al espíritu de fineza»: «Comparada con la orientación global del racionalismo hacia la matematización de la regularidad de la naturaleza y con el significado que esto tuvo para el dominio de las fuerzas naturales, la experiencia de lo bello y del arte parece un ámbito de arbitrariedades subjetivas en grado sumo .»3

Así, en la filosofía moderna, la teoría estética que nace con Kant, no considera el arte como un conocimiento en sentido estricto, pues carece de verdad y racionalidad, aunque pueda tener la pretensión de universalidad. Se sostiene pues, no solo una prelación epistémica de las ciencias sobre el arte, 2 Leonardo Da Vinci, citado por Rodolfo Mondolfo (1971), Verum factum , Buenos Aires: Editorial Siglo XXI, p. 32. 3 Hans G. Gadamer (1991), L a actualidad de lo bello, Barcelona: Paidós, p 53.

sino inclusive una exclusión del arte de toda pretensión de racionalidad y objetividad, pues carece de rigor metodológico. La concepción de la racionalidad científica basada en el recurso de métodos demostrativos, o al menos de métodos de comprobación rigurosa de hipótesis y teorías, empezó a cuestionarse profundamente en el seno mismo de la filosofía de la ciencia desde principios del siglo xx. De una manera muy destacada, Pierre Duhem demostró a través del problema de la subdeterminación empírica de las teorías la insuficiencia de la lógica y la metodología para evaluar racionalmente las teorías científicas, y por ello reformuló el concepto de racionalidad científica, al incluir conceptos como un bon sens que anteriormente se ubicaban en el contexto del juicio moral (Bergson, Shaftesburry) o del juicio estético (Kant). Con ello se inicia una nueva posibilidad de construir una idea de racionalidad que, al menos parcialmente, la compartan las ciencias y las artes conjuntamente con las humanidades, la ética y la política. Por otra parte, también en el ámbito de la filosofía de las ciencias del siglo xx, se destaca la importancia de la creatividad de la ciencia. La pasión por la creación innovadora es para Polanyi tan esencial para el desarrollo de la ciencia como de las artes. Ciertamente, Polanyi no la considera como un proceso racional, pero no por ello deja de ser esencial para el desarrollo científico. Otros filósofos de la ciencia tratarán de domesticar metodológicamente la heurística en las ciencias y subrayar el valor del descubrimiento. Entre ellos destacan Popper, Lakatos y Laudan. Así pues, el juicio reflexivo que se desarrolla a partir del bon sens o sentido común, por una parte, y la fuerza o «pasión» heurística por otra, son dos dimensiones esenciales en las ciencias y en las artes, que también apuntan hacia la reformulación de una nueva idea de racionalidad que promueva una cultura unificada, a contrapelo de la separación tajante y predominante en la Modernidad entre ciencias y artes, entre verdad y belleza, entre conocimiento racional y la experiencia estética. Así pues, desde la misma filosofía de la ciencia contemporánea se han desarrollado nuevas nociones de racionalidad y verdad que son pertinentes

también para las artes. De esta manera podríamos promover una dignificación epistémica de las artes y contribuir a una nueva cultura unificada, no posmoderna, sino más bien semejante a la del Renacimiento. Veamos primeramente la relevancia del concepto del sentido común para apuntalar un nuevo concepto de racionalidad común a las ciencias, a las artes y a las humanidades, y después la noción de heurística para apuntalar una idea de verdad común a la creación artística y al descubrimiento científico. 2. Sentido común y racionalidad

Hans Georg Gadamer ha expuesto con agudeza las consecuencias del fracaso del proyecto de Vico de una ciencia nueva basada en el sensus communis de los antiguos, frente al proyecto moderno de ciencia propuesto tanto por Descartes como por Bacon, basado en el recurso a un lenguaje y a un método privilegiado para representar de una manera objetiva y racional al mundo. Entre esas consecuencias, se destaca la pérdida de relevancia del sentido común, que quedó reducido al ámbito del juicio moral en la filosofía británica y francesa, y al ámbito exclusivo del juicio estético en la filosofía alemana. Especialmente en Kant, «es bien sabido que su filosofía moral está concebida precisamente como alternativa a la doctrina inglesa del sentimiento moral. De este modo el concepto de sensus communis queda en él enteramente excluido de la filosofía moral»4. Kant fundamenta el juicio estético en el sentido común, pero reduce la validez de esta capacidad exclusivamente al ámbito del arte y lo despoja de toda validez cognoscitiva: «El sentido común queda reducido a un principio subjetivo. En él no se conoce nada de los objetos que se juzguen como bellos, sino que se afirma

4

Hans Georg Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, p. 64.

únicamente que les corresponde a priori un sentimiento de placer en el sujeto .»5

Así pues, si bien Kant revalora la importancia del sentido común para el juicio estético basado en el gusto, excluye totalmente su relevancia del ámbito de la racionalidad teórica y también de la racionalidad práctica propia de la moral y la política. Así, con Kant se agudiza la separación no solo entre ciencia y arte, sino también entre arte y moral y política, despojando al arte de toda racionalidad y de toda pretensión de validez cognoscitiva. Contrariamente a esta visión limitada del sensus communis, Gadamer considera que un aspecto fundamental en la apreciación de la obra de arte es precisamente el acuerdo al que llegan artista e intérprete a través de una comprensión dialógica. Este acuerdo sobre el significado de la obra de arte constituye un auténtico conocimiento cuya validación depende tanto del autor como de sus intérpretes. Al respecto, Adolfo Sánchez Vázquez ha destacado la contribución de Gadamer a una estética participativa que supere los límites de una estética meramente contemplativa. En especial, Sánchez Vázquez subraya la concepción dialógica de la comprensión de la obra de arte, donde se da una fusión de los horizontes del creador y del intérprete: «Una obra de arte, por tanto, no es algo cerrado en sí, sino lo que se ha dicho de ella, pero un decir que no se acaba en el presente, sino que continúa en el futuro»6. Así, para Gadamer la comprensión de la obra de arte tiene un fundamento epistémico en el sentido común. Pero Gadamer no limita el sentido común al ámbito estético sino que también reconoce su relevancia en el conocimiento ético y político. Para ello destaca la concepción de Henri Bergson del bon sens, «como una fuente común de pensamiento y voluntad, es un sens social que evita tanto las deficiencias del dogmático científico que busca leyes sociales, como del utopista metafísico». 5 Ídem, p. 76. 6 Cf. Adolfo Sánchez Vázquez (2007), D e la estética de la recepción a la estética de la participación, Méxi­ co: Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, p. 27.

Pero Gadamer subraya que el concepto de bon sens de Bergson «no está dirigido a la ciencia sino a la vida moral y política»7. Así, si bien Bergson amplía la esfera de sentido común del arte a la ética y a la política, continúa excluyendo su relevancia en las ciencias. Como apuntamos en la introducción, será en el ámbito mismo de la filosofía de la ciencia donde surge la audaz idea de reconocer la importancia del sentido común en el corazón mismo de la racionalidad científica. A principios del siglo xx, Pierre Duhem retoma el concepto de bon sens de Bergson para provocar una verdadera revolución en la concepción de la racionalidad científica, que nos recuerda el proyecto filosófico de Vico en contra de la concepción cartesiana de la ciencia. Pierre Duhem, en su célebre obra El fin y la estructura de la teoría física, planteó con claridad y rigor las limitaciones de los métodos de contrastación empírica de hipótesis, sea para verificarlas, o bien para refutarlas. De hecho, la misma evidencia empírica puede, lógicamente, ser utilizada para corroborar una hipótesis o para refutarla. Por ello, la lógica necesita ser complementada con otro tipo de razones que la razón metódica no entiende. Veamos este argumento en la siguiente cita extensa de Duhem:: «Cuando ciertas consecuencias de una teoría son golpeadas por la contradicción experimental, sabemos que debemos modificar la teoría, pero tal contradicción no nos indica cómo modificarla. Esto deja al físico la tarea de encontrar por sí mismo el punto débil que afecta a todo el sistema teórico. No existe principio absoluto alguno que dirija esta indagación que diferentes físicos pueden conducir de muy diferentes maneras sin que ninguno de ellos tenga el derecho de tachar a otro de ilógico. Eso no quiere decir que no podamos preferir propiamente el trabajo de uno de ellos sobre otros. La lógica pura no es la única regla de nuestros juicios; algunas opiniones que se salvan del martillo del principio de no contradicción 7

Hans Georg Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, p. 56.

pueden ser perfectamente no razonables. Estos motivos que no proceden de la lógica pero que no obstante dirigen nuestras preferencias y elecciones, “estas razones que la razón no conoce” y que hablan del amplio “espíritu de fineza” y no del “espíritu geométrico” constituyen lo que es propiamente llamado buen sentido.»8

El primer punto que quiero destacar de la cita es la afirmación de Duhem de que la subdeterminación metodológica «deja al físico la tarea de encontrar por sí mismo el punto débil que afecta todo el sistema teórico». Esta afirmación es un claro reconocimiento de la responsabilidad personal del científico para decidir cuál de las hipótesis ha de rechazar y corregir, y cuáles ha de aceptar como válidas. En segundo lugar, es importante resaltar la idea de que, a pesar de que tal decisión no puede ser resultado de una aplicación algorítmica de principio universal alguno, es posible evaluar y preferir racionalmente una de las varias soluciones igualmente aceptables desde un punto de vista lógico. De esta manera, Duhem rechaza el dogma de que los juicios racionales deben apegarse a reglas lógicas o metodológicas estrictas. Las reglas lógicas y metodológicas pueden orientar el juicio y delimitar el campo de alternativas, pero nunca pueden sustituir y usurpar la responsabilidad de juzgar racionalmente. Finalmente, y esto quizá es lo más importante, Duhem propone que la racionalidad implícita en el conocimiento científico corresponde a un espíritu de fineza que la razón lógica o el espíritu geométrico no comprenden. Esta racionalidad es precisamente el buen sentido común («bon sens»). Duhem considera que el buen sentido se puede desarrollar a través de la confrontación dialógica de las diferentes hipótesis y teorías que presentan diferentes científicos. Para ello se requiere que los mismos científicos superen «la pasión que hace a un científico ser demasiado indulgente con sus propias 8 Pierre Duhem (1962), The aim and structure o f physical theory, Nueva York: Atheneum, p. 212 (origi­ nalmente publicado en francés, en 1906).

teorías y demasiado severo con los sistemas teóricos de sus colegas»9. Por lo anterior, podemos afirmar que, en última instancia, la racionalidad del juicio científico depende de una actitud moral de los científicos de estar abiertos y receptivos a las opiniones contrarias de sus colegas para cuestionar los puntos de vista propios y construir un consenso, una opinión que razonablemente se acepta de común acuerdo como la mejor, por el momento. Esta concepción de la racionalidad práctica también fue desarrollada por Otto Neurath, hacia 1913. Neurath cuestiona fuertemente la idea cartesiana de que, a diferencia de lo que sucede en los asuntos prácticos como el de la moral y la política, en el ámbito de las ciencias es posible asegurar la verdad de las teorías a través de un método riguroso. Y cuestiona aún más radicalmente las pretensiones contemporáneas de extender al ámbito práctico las supuestas virtudes del método científico infalible. Esta excesiva confianza metodológica que raya en la metodolatría, es considerada por Neurath como síntoma inequívoco del seudorracionalismo10. El verdadero racionalismo es consciente de sus límites, especialmente de las deficiencias de la lógica y la metodología, y reconoce que estas deben ser complementadas con otro tipo de razones prácticas que él denomina «motivos auxiliares». Neurath considera que las razones que proporcionan los motivos auxiliares no son ocurrencia de un individuo, sino que son herencia histórica de generaciones pasadas que los miembros de una comunidad política discuten, aceptan y revisan comunitariamente de manera continua. En este sentido, Neurath reconoce que la tradición no es algo que se opone a la racionalidad científica11, sino que más bien es una condición para su desarrollo en cuanto que 9 Ídem, p. 218. 10 Cf. Otto Neurath, «The lost wanderers of Descartes and the auxiliary motives», in Otto Neurath (1983), PhilosophicalPapers 1913-1946, Dordrecht: D. Reidel Publishing Company pp. 1-12. 11 «El motivo auxiliar es apropiado para promover un tipo de reacercamiento entre tradición y racio­ nalismo... La aplicación de los motivos auxiliares requiere previamente de un alto grado de organización; solamente si el procedimiento es más o menos común a todos, el colapso de la sociedad humana podrá prevenirse. La uniformidad tradicional del comportamiento tiene que ser reemplazada por la cooperación consciente; la disposición consciente de un grupo humano para cooperar depende del carácter de sus individuos» (ídem, p. 10).

los motivos auxiliares requieren de la sabiduría implícita en la vida comunitaria para poder ser puestos en operación. En suma, tanto Duhem como Neurath reconocen y valoran la importancia de aspectos no metodológicos de la racionalidad del cambio científico. Pero precisamente, en cuanto estos aspectos son incompatibles con las nociones predominantes de racionalidad, resultan radicalmente críticas. Desafortunadamente, esta concepción de la racionalidad científica de Duhem y de Neurath no fue retomada por el resto de los positivistas, ni por sus seguidores y críticos pospositivistas. Por el contrario, todos ellos trataron de llenar el vacío que deja la lógica en el ámbito de las decisiones racionales con una normatividad metodológica que se aleja mucho de la manera en cómo efectivamente razonan los científicos para desarrollar las tradiciones científicas a las que pertenecen. De esta manera, también en la filosofía de la ciencia se abandonó la oportunidad para rescatar la pertinencia del sensus communis, como fundamento de una racionalidad común a las ciencias, a las artes y a la vida moral y política. Además de rescatar esta propuesta de una racionalidad amplia basada en el sentido común, también considero pertinente explorar el concepto de heurística como un aspecto fundamental de una idea de verdad basada en el descubrimiento y la creatividad que sea relevante para las artes y para las ciencias. 3. Heurística y verdad en las ciencias y en las artes

Como hemos señalado anteriormente, desde el siglo xx varios movimientos artísticos y filosóficos (románticos) han criticado la arrogancia del racionalismo metódico ensalzando el sentimiento, la emoción y la espontaneidad como fuente de la creatividad y la originalidad humanas, oponiendo al valor de la objetividad, producto de la razón metódica, el valor de la creatividad y el descubrimiento, resultado de capacidades irracionales, propia de las artes. En el ámbito de la ciencia la oposición entre objetividad y creatividad resulta paradójica, pues el conocimiento científico requiere de los dos valores que

se asocian a capacidades opuestas: la objetividad a la racionalidad metódica; la creatividad a la irracionalidad arbitraria. Los filósofos de la ciencia del siglo xx aceptaron este carácter esquizofrénico de la ciencia y trataron de resolverlo haciendo una distinción excluyente entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación12. El contexto de descubrimiento corresponde al proceso de invención y formulación de nuevas hipótesis y teorías, que carece de toda metodología y por ello es eminentemente irracional. Así, Popper, por ejemplo, afirma que «no existe en absoluto un método lógico de tener nuevas ideas, ni una reconstrucción lógica de este proceso... todo descubrimiento contiene un elemento irracional o una intuición creadora en el sentido de Bergson»13. Es interesante resaltar que Popper, al igual que Duhem y Gadamer, recurre a Bergson, pero a diferencia de ellos, no para resaltar el carácter racional del sentido común, sino por el contrario, para subrayar lo irracional de la «intuición creadora», indispensable tanto en la ciencia como en el arte. Así, antes de explorar la posibilidad de una racionalidad común en ciencias y artes, Popper se inclina por señalar la irracionalidad común entre estos dos ámbitos de la cultura. Esta intuición creadora e irracional común a las ciencias y a las artes «puede ser de gran interés para la psicología empírica, pero carece de importancia para el análisis lógico del conocimiento científico»14. De nuevo, Popper enfatiza que lo que distingue al conocimiento científico no es la creatividad, que también comparte con las artes, sino la justificación metódica de sus pretensiones de validez. Así pues, filósofos como Popper reconocen la matriz común de la creatividad en las ciencias y en las artes, pero lejos de desarrollar lo que hay de común y promover una cultura unificada, se apegan al credo racionalista moderno, de distinguir y jerarquizar las creaciones culturales de acuerdo a su grado de justificación metódica. Aun autores críticos de esta separación jerárquica asumen que la idea de que la creatividad es irracional y subjetiva, por carecer de método, y 12 Estos términos fueron propuestos originalmente por Reichenbach y adoptados ampliamente en la filo­ sofía de la ciencia anglosajona. 13 Karl R. Popper (1973), L a Lógica de la Investigación Científica, Madrid: Tecnos, p. 31. 14 Ídem, p. 30.

que la ciencia es racional y objetiva gracias a un método de justificación. Así, por ejemplo, Arthur Koestler afirma que el acto de creación en las ciencias y en las artes está basado en el mismo patrón subyacente, y por ello «Poincaré no está en una mejor posición que Boticelli pues el proceso de creación que busca la verdad es tan incierto y subjetivo como el proceso de creación que se guía por la belleza... pero el criterio para juzgar el producto final difiere de un medio a otro, pues el teorema de Poincaré puede ser rigurosamente verificado por operaciones lógicas, mientras que la virgen de Boticelli no puede»15. El reconocimiento de la importancia de la heurística en la ciencia ha tenido dos caminos distintos. Por una parte, siguiendo la vía irracional de Popper, autores como Paul Feyerabend argumentaron en contra de las reglas metodológicas considerándolas como obstáculos de la creatividad científica16. En esta misma vía, Michael Polanyi destacó la importancia de la pasión. Para Polanyi, la heurística es ante todo una pasión intelectual, una «fuerza que impele a abandonar un marco de interpretación aceptado y nos compromete a cruzar un abismo lógico para utilizar un nuevo marco»17. Michael Polanyi considera que la pasión heurística resulta incompatible con la metodología demostrativa, pues, una vez cruzado el abismo, «no puede convencerse a los demás a través de argumentos formales... La demostración debe sustituirse por otras formas de persuasión que puedan inducir a una conversión»18. A esta capacidad argumentativa no demostrable la denomina Polanyi «la pasión persuasiva», que en realidad se trata de una capacidad retórica, en el sentido positivo que Aristóteles le daba al concepto. Así pues, la “pasión heurística” que rompe con los consensos establecidos necesita complementarse con una retórica razonable en el seno del sentido común para establecer un nuevo consenso en el proceso progresivo de las tradiciones científicas. Por otro lado, autores como Imre Lakatos propusieron una expansión de la metodología a la esfera del 15 16 17 18

Arthur Koestler (1977), TheA ct o f Creation, Londres: Picador, p. 330. Paul Feyerabend (1989), Contra el Método, Barcelona: Ariel Michael Polanyi (1962), Personal Knowledge, Londres: Routledge and Kegan Paul, p. 159. Ídem, p. 164.

Cf.

descubrimiento y, paralelamente, un reconocimiento del carácter heurístico de toda metodología, incluyendo la de justificación de hipótesis, pero ciertamente, la domesticación metodológica de la invención y la creatividad tiene poca aplicación en el ámbito artístico. De cualquier modo, el «giro heurístico» en el ámbito de la filosofía de las ciencias naturales resultó irreversible a partir de la década de los sesenta y setenta. Al enfatizar la función creativa y descubridora de la heurística sobre la mera función de justificación o corroboración de teorías e hipótesis, necesariamente ocurrió también un cambio de atención de las hipótesis y teorías aisladamente consideradas a unidades de análisis holísticas y dinámicas. Por ello no es casual que, paralelamente a la reivindicación de la heurística en la ciencias, también se rehabilitó el concepto de tradición para referirse al contexto del desarrollo histórico de los productos y actividades científicas. En resumen, el concepto de tradición contextualiza histórica y socialmente la racionalidad de los argumentos, creencias y decisiones de las personas que debaten en el seno de un sentido común, mientras que el concepto de heurística alude al valor del descubrimiento y la innovación, que entra en tensión con los consensos establecidos. Pero para rescatar con mayor claridad el papel racional que puede tener la heurística es conveniente referirnos nuevamente a la hermenéutica filosófica. Gadamer ha mostrado que la comprensión de una obra artística, o en general de cualquier expresión cultural, parte siempre de un conjunto de prejuicios que orientan de antemano nuestra interpretación. Estos prejuicios constituyen la situación hermenéutica del intérprete. Tal situación, si bien marca límites de lo que podemos interpretar, también define un horizonte que nos permite ver más allá de nuestro entorno familiar y cotidiano. En este sentido, los prejuicios constituyen medios para acceder a contenidos y significados no manifiestos que pertenecen a otras culturas o autores con otros horizontes hermenéuticos, con otros prejuicios. Así pues, la comprensión constituye un encuentro o fusión de horizontes distintos y distantes, a través del cual se descubren nuevos significados, nuevas experiencias, nuevos valores que confrontan e interpelan

nuestros prejuicios más familiares y afianzados. En este sentido, el valor de una interpretación de un texto, de una obra de arte, está en su capacidad para descubrir y develar lo que estaba oculto y permanecía escondido para nosotros. Gadamer hace notar que es precisamente este valor heurístico del descubrimiento lo que constituía para los antiguos griegos el significado original de verdad, que ellos denominaban «aletheia»19. Esta asociación entre descubrimiento y verdad representa un reconocimiento de que el valor heurístico de una interpretación o teoría no solo es un valor cognoscitivo alternativo a la verdad (entendida como adecuación empírica de la teoría) sino que es el concepto originario de verdad. La comprensión es, pues, un proceso heurístico que descubre o devela nuevos significados y voces de la tradición a la que pertenecemos y, gracias a ello, se puede establecer un diálogo plural para cuestionar y revisar nuestros presupuestos más firmes20. Esta confrontación entre prejuicios familiares del presente y los significados descubiertos que habían permanecido ocultos y olvidados en el transcurso del acontecer histórico de la tradición, constituye un diálogo propio del bon sens de Duhem a través del cual se deliberan las hipótesis en competencia, y resulta ser la más adecuada. Este tipo de deliberación no puede resolverse a través de metodología algorítmica alguna. La decisión sobre si mantenemos nuestros prejuicios habituales o los sustituimos por otros presupuestos rescatados del pasado o de otra cultura, es una decisión prudencial, que no puede demostrarse, ni está libre de error. En sentido estricto se trata de un razonamiento prudencial, afín al espíritu de fineza, al bon sens. 4 . Comentarios finales

Para la exploración de un concepto de verdad y de racionalidad comunes a las ciencias, las artes y las humanidades, me parece importante profundizar 19 C f Hans G. Gadamer (1994), «¿Qué es la verdad?», en su libro Verdad y Método II, Salamanca: Edito­ rial Sígueme, p. 53. 20 Cf. Hans G. Gadamer (1977), Verdad y Método, Salamanca: Editorial Sígueme, especialmente los capí­ tulos 9, 10 y 11.

sobre la complementariedad entre heurística innovadora y sentido común: mientras que Polanyi hace énfasis en la pasión heurística como una fuerza interior en cada científico, que le impele a cuestionar los marcos conceptuales heredados y aceptados en la tradición científica a la que pertenece, Gadamer subraya la fuerza que tienen sobre el individuo esos marcos que son aceptados por toda una comunidad y que constituyen el «sensus communis» que limita y fundamenta el tipo de argumentos, creencias y principios que pueden ser razonablemente aceptados. Kuhn, en su ensayo «La tensión esencial: tradición e innovación en la ciencia», de 1959, señala la complementariedad entre estas dos tendencias que apunta a un equilibrio entre el riesgo iconoclasta, solipsista e, inclusive, irracional, y el riesgo conservador y asfixiante de la autonomía personal del sujeto bajo el peso de la tradición, o como ya apuntaba Bergson respecto al bon sens, que evite tanto el dogmatismo como el utopismo. Desde la mera pasión heurística de Polanyi, es difícil establecer la diferencia entre una nueva hipótesis de gran creatividad que promueve el progreso científico y una hipótesis iconoclasta que simplemente destruye la tradición. El «sensus communis» marca precisamente los límites que la innovación puede admitir de la tradición para que sea compatible con su progreso21. Además, la visión personalista de Polanyi no nos explica cómo pueden surgir hipótesis innovadoras que cuestionen lo establecido. En cambio, desde la perspectiva hermenéutica de Gadamer, podría darse una explicación racional en función de la situación y horizonte hermenéuticos como resultado de la comprensión y apropiación de significados y contenidos de tradiciones ajenas que nos posibilitan descubrir nuevos sentidos en nuestro viejo mundo, o incluso, descubrir nuevas formas de habitar el mundo y eventualmente cambiarlo para habitar nuevos mundos. Lo que hemos planteado aquí para el progreso de las ciencias y las humanidades se aplica también, a mi manera de ver, para el desarrollo de la creación artística. Como ya apuntaba Koestler, la innovación y la persuasión 21 Desde luego que el «sensus communis» es dinámico, y lo que en el pasado podía ser una locura, pos­ teriormente puede ser una hipótesis razonable.

son fundamentales en el arte. El artista también busca mostrar de manera diferente aspectos del mundo, busca descubrir relaciones, significados ocultos, y comunicarlos persuasivamente. Este es precisamente el significado que Leonardo Da Vinci da a su concepto de «fantasía exacta», esencia de la creación artística «que al igual que la ciencia, descubre en lo visible la oculta necesidad interior que lo gobierna y trata de reproducirla»22. Considero que la relación tensional entre innovación creadora y formación de acuerdos a través del sensus communis, es el núcleo de un proceso común a las ciencias y a las artes que vale la pena desarrollar y ampliar más, tanto desde la filosofía de la ciencia como desde la hermenéutica filosófica, especialmente en el campo de la estética. Referencias bibliográficas

— C o pernico , N. (1965): Las revoluciones de las esferas celestes, Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires. — Duhem , P. (1962): The aim and structure o f physical theory, Nueva York: Atheneum. — F eyerabend, P. (1989) Contra el Método, Barcelona: Ariel — G adam er, H. G. (1977): Verdady Método, Salamanca: Editorial Sígueme. -------(1994): «¿Qué es la verdad?», en su libro Verdad y Método II, Salamanca: Editorial Sígueme. — K o estler, A. (1977): The Act ofCreation, Londres: Picador. — M o n d o lfo , R. (1971): Verum factum, Buenos Aires: Editorial Siglo XXI. — N e u ra th , O. (1983): «The lost wanderers of Descartes and the auxiliary motives», in O. N e u ra th , PhilosophicalPapers 1913-1946, Dordrecht: D. Reidel Publishing Company. — P olanyi, M. (1962): Personal Knowledge, Londres: Routledge and Kegan Paul.

— Popper, K. R. (1973): La Lógica de la Investigación Científica, Madrid: Editorial Tecnos. — S ánchez V ázquez, A. (2005): De la estética de la recepción a la estética de la participación, México: Facultad de Filosofía y Letras, Uiversidad Nacional Autónoma de México.

13. E l

a rte

de in v e s tig a r

Manuel Toharia

Es probable que muchas personas consideren, quizá un poco superficialmente, que la investigación científica tiene poco que ver con el arte. Al fin y al cabo, si nuestra faceta artística apela a las sensaciones y los sentimientos más que a la pura racionalidad, en cambio la ciencia y la tecnología tienen por guía esencial la lógica más estricta y la permanente preocupación por el experimento que confirme, hasta donde sea ello cierto, lo que se suponía. Por otra parte, si ciencia y arte parecen formas tan diferentes de la cultura humana — de hecho, es reciente la consideración de la ciencia como elemento integrante de la cultura humana, solo la actividad artístico-literaria ha sido clásicamente considerada como integrante del hecho «cultural»— , buena culpa de ello recae en aquella maldita dicotomía ciencias-letras que se concretó de manera patente con la Generación del 98, y luego tanto se potenció durante el siglo veinte. Algo muy claro, sobre todo en España, y quizá bastante menos llamativo en los demás países latino-cristianos. El mundo sajón, mucho más pragmático, se sintió destinado, por derecho propio, a ser ellos los que inventaran. Terrible y lamentable división de la cultura en dos entes aparentemente incompatibles: la cultura artístico-literaria y la cultura científico-técnica. Hoy todavía se habla del abismo entre las dos culturas. Lástima; es obvio que aquella distinción, quizá latente desde mucho antes del siglo xix, todavía sigue pesando mucho entre nosotros. Pregunta clásica entre estudiantes, y también entre adultos: ¿tú eres de ciencias o de letras?

¿«Eres»? ¿Cómo es eso de «ser de» letras o ciencias? Eso no es una esencia, parte integrante del ser, sino más bien algo transitorio, mucho más un «estar» que un «ser». Conviene, no obstante, pararse a pensar con cierto detenimiento acerca de lo que semejantes términos implican. Quizá nos llevemos la sorpresa de encontrarles muchos más puntos de contacto de los que im aginam os. En el fondo, y de manera muy genérica, la investigación no es más que la búsqueda de nuevos senderos en el conocimiento humano. Y el resultado de esa investigación, de todas las investigaciones que hemos ido realizando en múltiples campos del saber, es lo que llamamos conocimiento. La acumulación progresiva de toda clase de conocimientos es lo que llamamos cultura. Puede ser instrumental —material— o puramente intelectual — abstracta, artística. Y es que da igual que esas investigaciones se hagan con fines prácticos o bien como mero resultado de una curiosidad insatisfecha, o incluso con el objetivo de mejorar la forma de expresarnos, de forma artística o de cualquier otra forma que se nos ocurra. A su vez, estos conocimientos pueden ser básicos cuando se limitan a la comprensión teórica de los fenómenos, de cualquier fenómeno de los muchos que nos llevan intrigando a los seres humanos desde que dejamos de ser monos listos que aprendieron a andar sobre dos manos. Y pueden ser conocimientos aplicados cuando se traducen en las muy diversas técnicas que han venido dando lugar a toda clase de instrumentos y herramientas, cada vez más sofisticados, complejos y útiles, que han acabado por hacernos la vida más cómoda, en cualquier sentido que quiera dársele al adjetivo «cómodo». Y, además, más larga; cada día que pasa aumenta la esperanza media de vida de los seres humanos. Muy deprisa en los países ricos, mucho más despacio en los países pobres. Estos conceptos —lo básico, lo aplicado, es decir, lo intelectual, lo artístico, lo tecnológico— sintetizan, pues, lo que solemos entender por «Cultura», con c mayúscula. Cultura integral, habría que añadir. El conocimiento científico teórico y buena parte de las artes forman parte de la cultura intelectual, y el conocimiento aplicado origen de la tecnología y

algunas aplicaciones artísticas, asimismo tecnológicas, conforman la cultura instrumental. En realidad, hoy los conocimientos básicos y aplicados están tan interrelacionados que es difícil definir los unos sin los otros. Por ejemplo, la ciencia básica y la ciencia aplicada están tan unidas que los mejores autores, como el físico teórico y académico José Manuel Sánchez Ron, defienden el neologismo «tecnociencia». En suma, la investigación es el camino casi infinito y lleno de ramificaciones que nos va llevando hacia conocimientos nuevos que se van acumulando a los que ya poseíamos. Y el resultado de esa creciente acumulación de conocimientos, sobre los cuales podemos asentar nuevas conquistas del saber, es lo que llamamos cultura. Así, sin adjetivos. Ni es científica ni artísticoliteraria; es cultura, en su integralidad. Pero entonces, ¿y el arte? En realidad, el artista es en gran medida un investigador, un explorador; en sus resultados, y en algunos de sus métodos, quizá sea diferente al investigador científico, aunque es posible encontrar ejemplos que demuestran similitudes sorprendentes en sus respectivos trabajos creativos. El artista trata de recorrer, de explorar nuevos caminos para conseguir nuevos conocimientos con los que comunicarse con los demás, a través del lenguaje artístico —musical, literario, cromático, formal— que le ayuda a exponer, mostrar, despertar y compartir sentimientos. Es un tipo de expresión que utiliza un lenguaje que puede no ser siempre verbal; obviamente, eso es lo que hacen la música, la pintura, la escultura., aunque algunas de sus especialidades se alían con el idioma, como ocurre con la ópera o los oratorios. Nos «hablan» con palabras diferentes a las que utilizamos al escribir y al leer; en el caso de la música, los sonidos, representados por escrito mediante el lenguaje del solfeo; en el caso de las artes plásticas, con el lenguaje de las formas y los colores. Incluso la literatura, que utiliza el vocabulario y la gramática comunes a la lengua que hablamos y escribimos todos, busca comunicar sensaciones que van más allá de lo escrito, busca la proyección de la

personalidad del lector en lo que está leyendo, de tal modo que lo que percibe sea suyo, y solo suyo. Y para ello crea un nuevo idioma escrito u oral, a veces muy diferentes del lenguaje común de los mortales (incomprensible en casos extremos, como la famosa escritura automática de André Bretón.). Pero también la ciencia tiene su propio lenguaje creativo, y su metodología específica, esbozada por Galileo y perfeccionada después de manera cada vez más exigente. Pocas veces utiliza la ciencia el lenguaje literario usual, y en cambio es tributaria de una nueva forma lógica de expresar fenómenos difíciles o abstractos, quizá constituida en ciencia por sí misma: la matemática. Algunos dicen, en broma, que el idioma de la ciencia es el «matematiqués». La comunicación que establece el arte se dirige más al cerebro límbico, al de las sensaciones y las pulsiones más antiguas, y no tanto al cerebro del neocórtex, el de la inteligencia y la razón. Aunque todo ello está profundamente ligado, es claro. ¿Cómo separar el arte de la inteligencia? ¿Acaso crean arte los animales más próximos a nosotros? En el cerebro, las células grises del neocórtex están irremediablemente unidas a las demás neuronas, y son absolutamente dependientes de ellas. Entonces, ¿después de todo resulta que sí son diferentes el arte y la investigación? Bien. Lo cierto es que el investigador científico no solo usa el neocórtex de su cerebro en el trabajo. ¿Puede ser tan racional y frío el proceso de investigar que en él para nada intervienen las sensaciones, los sentimientos, la intuición, eso que algunos llaman «sexto sentido». quizá incluso una pizca de irracionalidad? En el científico, la creatividad nace de su pensamiento lateral, de su lógica divergente — que no quiere decir ilógica, aunque sí inusual— , de su «arte» científico. Véase, por ejemplo, el idioma que utilizan el arte y la ciencia o, mejor dicho, los «investigadores-artistas» y los «investigadores-científicos». La ciencia utiliza un lenguaje muy poco verbal pero extremadamente preciso, racional, lógico. La matemática es su herramienta predilecta, porque va más allá de lo que la imaginación permite alcanzar, más allá de lo que el lenguaje literario permite

conseguir. Pero en cualquier caso, todo en la ciencia es sistemático, lógico, sostenido en anteriores premisas igualmente lógicas y deducibles a través de un razonamiento siempre sustentado en la experimentación y el método racional. El arte también utiliza un lenguaje no verbal que, sin ser matemático, igualmente permite ir más allá de lo que la imaginación nos permite alcanzar por nosotros mismos. Incluso la literatura —y sobre todo la poesía— ya hemos insinuado que utilizan el vocabulario y la gramática que todos empleamos a diario, pero yendo mucho más allá de lo que las palabras significan. Por eso un poema puede hacer llorar a unos, dejar indiferentes a otros, e incluso divertir o aburrir a unos cuantos. Y una sinfonía de Beethoven puede ser considerada como una obra sublime por muchas personas, y en cambio podría resultar bastante aburrida, incluso «pesada», para muchas otras. El arte, como la ciencia, en su afán explorador, descubridor, consigue ir más allá de lo que el lenguaje verbal permite obtener. Los científicos y los artistas están en permanente busca de nuevos caminos, de nuevas formas de conseguir avances en campos ligados al conocimiento racional del entorno, en un caso, y al conocimiento sensorial en el otro. Y además son pocos los artistas que no necesitan, como herramienta esencial, de los logros de la ciencia aplicada para mejorar sus técnicas: los instrumentos musicales cada vez más sofisticados son producto de una tecnología y de un conocimiento científico básico cada vez más sofisticados. Las artes pictóricas siempre fueron tributarias del saber de los químicos, de los mecánicos, de las telas y los pinceles. Y los escritores siempre han necesitado elementos en los que plasmar su arte literario, desde los antiguos papiros vegetales hasta las más modernas tecnologías informáticas aplicadas al tratamiento de textos, desde los libros copiados a mano hasta la imprenta de Gutenberg, pasando por la pluma de ganso y luego la máquina de escribir. En todo caso, resulta casi una obviedad referirse al arte como un camino permanente de investigación hacia nuevas formas de expresión en su dominio de actividad. Arte figurativo, por motivos míticos o religiosos; arte suntuario para honrar a personas y cosas; arte impresionista para expresar de otro modo

las impresiones, los sentimientos y las sensaciones; arte abstracto en búsqueda de nuevas formas de ver y describir la realidad y la irrealidad, incluso lo puramente abstracto. Todo ello vale para el arte en general, es decir las artes plásticas, la música, la literatura, las artes de expresión corporal, incluso la gastronomía convertida en una forma de arte. ¿Y la ciencia? Cuando un investigador se enfrenta a un problema nuevo, a una nueva etapa en la comprensión de algún fenómeno natural, ¿no adopta acaso una actitud bastante semejante a la del artista ante un lienzo en blanco, ante un papel blanco por escribir, ante una partitura sin notas? Excitación, desazón, entusiasmo, ensayo y error, verificación de la bondad del camino elegido, duda perm anente. A todas esas cosas que comparten «investigadores-artistas» e «investigadorescientíficos» las podríamos agrupar bajo un único concepto ya citado de pasada: creatividad. Esta es, en realidad, la palabra clave. Creatividad, porque se crea algo nuevo donde antes no había nada, aunque siempre lo base en otras cosas similares pero diferentes. En última instancia, lo que comparten el arte y la ciencia es, sencillamente, su capacidad para crear novedad, para innovar en uno u otro sentido respecto a lo anteriormente existente. La creatividad depende de muchos factores. El primero de ellos, obviamente, tiene que ver con algún tipo de preparación previa. Picasso nunca hubiera podido pintar sus cuadros cubistas sin el previo aprendizaje de las técnicas básicas del dibujo y la pintura, que algunos relacionan con sus etapas iniciales, como la etapa azul. Y Einstein jamás hubiera descubierto la relatividad del tiempo sin una previa preparación, escolar y universitaria, en física y matemáticas. Luego la genialidad de uno y otro los llevó donde los llevó. Pero la creatividad no solo necesita una base de conocimiento previo en el que asentarse, sino que requiere luego otros elementos. Del mismo modo que la semilla que se deposita en una tierra fértil requiere muchos otros condicionantes —luz, calor, nutrientes, cuidados— para convertirse en una planta con flores; aunque sin la semilla misma todo lo otro sería inútil.

Esos otros elementos de la investigación creativa, indispensables tanto en las artes como en las ciencias, son como mínimo la inspiración, el tesón, el amor a lo que se hace, a veces incluso la suerte. Es clásico referirse a las cinco «ces»: curiosidad, crítica, constancia, creatividad y cariño. Es decir, apertura hacia todo lo nuevo — o sea, curiosidad— , espíritu crítico que haga desconfiar de cualquier fe ciega — es decir, crítica— , tesón y perseverancia en el trabajo del día a día —la constancia— , posibilidad de llegar a cosas que antes nadie había conseguido alcanzar —la creatividad— y, por último, cariño, literalmente «amor al arte», es decir, empatía personal con lo que se hace y se pretende hacer, por encima de incomprensiones y desalientos varios. Son cinco cualidades que definen, mejor que ninguna otra cosa, el arte de investigar. En ciencia —y el físico americano Albert Báez (por cierto, padre de la famosa Joan Báez, una curiosidad que en el contexto de este trabajo no me resisto a plasmar) fue quien escribió estas características aplicadas a la ciencia— pero también en las distintas ramas artísticas. Y, claro, en todas las facetas de la investigación tecnocientífica. Unas líneas más arriba hemos hablado, como de pasada, de la suerte, es decir, de la importancia del azar. Es cierto que muchas veces las cosas ocurren, en la investigación científica como en el arte, aparentemente por casualidad. Es importante el adverbio «aparentemente». Porque en realidad, que Fleming descubriera «por casualidad» la penicilina no es estrictamente cierto: otro que no fuera él habría dejado pasar de largo la ocasión de investigar una aparente anomalía en sus cultivos bacterianos guardados en un cajón húmedo. Él no; él investigó la causa de ese aparente fracaso en lugar de tirar a la basura las placas y probetas estropeadas y volver a empezar. Y observó que por la humedad había unos mohos que pudieron haber actuado de forma negativa para las bacterias. Hizo nuevas pruebas y acabó deduciendo que uno de esos mohos, un hongo llamado Penicillium notatum, tenía la capacidad de matar bacterias; era, dicho literalmente, antibiótico, contrario a la v id a . bacteriana.

¿Fue solo suerte? El desencadenante de la historia sí fue el azar; pero la conclusión requería de alguien con formación suficiente, curiosidad, tesón, creatividad, espíritu crítico y amor a su trabajo. Alguien como Flem ing. Lo mismo había ocurrido casi medio siglo antes con Becquerel y sus «rayos uránidos», que hoy englobamos bajo el concepto de radiactividad. El sabio francés había almacenado juntos, a finales del siglo xix, unos granitos uraníferos — casi todos los granitos lo son en mayor o menor medida— y unas placas fotográficas sin revelar; al poco observó que las placas se habían velado. En lugar de tirarlas a la basura, maldiciendo de paso al proveedor por la falta de calidad de sus productos, se preguntó qué otra cosa podría haber pasado. Y de ahí al descubrimiento de la emisión radiactiva del uranio solo medió un paso. Aunque para dar ese paso había que llamarse Becquerel; quien, por cierto, compartiría años más tarde el Nobel nada menos que con el matrimonio C u rie . A este conjunto formado por la suerte aliada con el trabajo de investigación los americanos lo han denominado «serendipity», algo así como serendipia, que se parece un poco a la palabra castiza chiripa. Pero ya ha quedado claro que no es pura chiripa, puro azar, sino una especie de chiripa teledirigida por una mente investigadora creativa. Una de las mejores muestras, si cabe, de lo que podríamos perfectamente definir como «el arte de investigar». ¿Son, pues, tan diferentes los procesos creativos de la ciencia y el arte? La metodología lo es, sin la menor duda. Pero el proceso previo, la forma en que el cerebro busca el resultado, quizá tenga muchos más elementos comunes de lo que pudiera parecer a simple v ista . Una buena razón, una más, para olvidarnos de una vez de la famosa dicotomía ciencias-letras, de las famosas dos culturas, artístico-literaria y científico-técnica. Solo hay una cultura. Y lo integra todo. Y la necesitamos todos para ser, sencillamente, más humanos. Para vivir más cómodos, más integrados, más plenamente. Para ser, también, más libres.

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— Memoria de 1808: Las bases axiológico-jurídicas del constitucionalismo español Lorenzo Peña y Txetxu Ausín (coordinadores) — Racionalidad, visión, imagen Javier Aguirre, Iñaki Ceberio y Oscar González Gilmas (editores) — Balcanes, la herida abierta de Europa. Conflicto y reconstrucción de la convivencia José Ángel Ruiz Jiménez (ed.) — Europa, veinte años después del Muro Carlos Flores Juberías (Dir.) — La Neutralidad como horizonte ético Isabel Carmona Jover — Cassirer y su Neo-Ilustración. Roberto R. Aramayo, Ernst Cassirer. — El alma de la victoria. Diego Navarro y Fernando Velasco (Eds.). — Cuadernos iberoamericanos de integración. N.° 8. Cástor Díaz Barrado. — Diferencia y libertad. Jesús de Garay. — Language, Nature and Science. Luis Fernández Moreno (Ed.). — La idea de América en lospensadores occidentales. Jacinto Choza, M arta C. Betancurt, Gustavo Muñoz (Eds.). — Nomads. Critical Review of Social and Juridical Sciences. Mediterranean Perspectives. Román Reyes (Dir.). — La razón sin esperanza. Javier Muguerza. — ¡Espías! Tres mil años de información y secreto. Diego Navarro.

— ¿Por qué triunfa la televisión comercial? Aitor Panera Alonso. Prólogo de Eduardo Bueno. — Igualdad en el Derecho y la Moral. Jesús Padilla Gálvez (Ed.) — Hermenéutica del cuerpo y educación. Joaquín Esteban Ortega (Ed.). — Historia Cultural del Humanismo. Jacinto Choza. — Antropología y Utopía. Francisco Rodríguez Valls. — Inteligencia y seguridad: Revista de análisis y prospectiva. N.° 6. Fernando Velasco y Diego Navarro (Dirs.). — El eco del terror. Ideología y propaganda en el terrorismo yihadista. Manuel R. Torres Soriano. Prólogo de Peter Bergen. — Implicaciones éticas de la Antígona de Sófocles. Ana Laura Santamaría. — Wittgenstein I. Lecturas tractarianas. Jesús Padilla Gálvez. — Masculinidades. El juego de género en el que participan las mujeres. Juan Carlos Ramírez Rodríguez. — Estado, Derecho y Religión en Oriente y Occidente. Jacinto Choza y Jesús de Garay (Eds.). — Estudios republicanos. Contribución a la filosofía política y jurídica. Lorenzo Peña. — Protegiendo a los pobres. Craig Churchill (Ed.). — Madejas entreveradas. Violencia, masculinidad y poder. Juan Carlos Ramírez Rodríguez. — Aproximaciones al realismo estructural. Piaget - Caturelli. Rafael M. de Gasperín. — Antropólogas, politólogas y sociólogas. M .a Antonia García de León y M .a Dolores F. Fígares. — Utilitarismo y derechos humanos. Iñigo Álvarez Gálvez. Prólogo de Lorenzo Peña. — Pluralismo y secularización. Jesús de Garay y Jacinto Choza (Eds.). — Filosofía de la innovación. Elpapel de la creatividad en un mundo global. María Jesús Maidagán, Iñaki Ceberio, Luis Garagalza y Gotzon Arrizabalaga. — Diccionario crítico de ciencias sociales. Terminología científico social (4 volúmenes). Román Reyes (Dir.). — Encuentros con Stanley Cavell. David P. Chico y Moisés Barroso (Eds.). — Teorías deljuicio. Gaetano Chiurazzi. Prólogo de Gianni Vattimo.

— Absoluto y conciencia. Una introducción a Schelling. Vicente Serrano Marín. Prólogo de Félix Duque. — Interdependencia. Del bienestar a la dignidad. Txetxu Ausín y Roberto R. Aramayo (Eds.). — Diccionario de integración latinoamericana. Carlos Alcántara Alejo (Dir.). — El estatuto jurídico de las Fuerzas Armadas españolas en el exterior. Diego J. Liñán Nogueras y Javier Roldán Barbero (Eds.). — Seguridady defensa hoy. Construyendo elfuturo. Javier Jordán Enamorado, José Julio Fernández Rodríguez y Daniel Sansó-Rubert Pascual (Eds.). — Armas químicas. La ciencia en manos del mal. René Pita. — Elementos de análisis para la integración de un espacio iberoamericano. Cástor Díaz Barrado y Martín G. Romero Morett (Coords.). — La negación de los Derechos Humanos. Fabiola Butrón Solís. — Bioética para legos. Una introducción a la ética asistencial. Antonio Casado da Rocha. Prólogo de José Antonio Seoane. — Hacia una crítica de la economía política del arte. Una historia ideológica del arte moderno considerando su modo de producción. José María Durán Medraño. — Filosofía del mercado. El mercado como forma de comunicación. Jesús de Garay. — Teoría social y política de la Ilustración escocesa. Una antología. Edición y traducción de María Isabel Wences Simon. — El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles. Rocío Orsi. — La mayor operación de solidaridad de la historia. Crónica de la política regional de la UE en España. Miguel Ángel Benedicto Solsona y José Luis González Vallvé. — Cumbre y abismo en la filosofía de Nietzsche. El cultivo de sí mismo. Enrique Salgado Fernández. — Perfiles de la masculinidad. Rafael Montesinos (Ed.). — Materiales para una política de la liberación. Enrique Dussel. — Derrotado, pero no sorprendido. Reflexiones sobre la información secreta en tiempo de guerra. Diego Navarro. — Atomos, almas y estrellas. Estudios sobre la ciencia griega. José Luis González Recio (Ed.). — Los laberintos de la responsabilidad. Roberto R. Aramayo y María José Guerra (Eds.).

— Pluralidad de la filosofía analítica. David P. Chico y Moisés Barroso (Eds.). — La participación de las Fuerzas Armadas españolas en misiones de paz. Inmaculada C. Marrero Rocha. — El Derecho Internacional Humanitario y las operaciones de mantenimiento de la paz de Nacio­ nes Unidas. Antonio Segura Serrano. — Verdady demostración. Jesús Padilla Gálvez. — Nietzsche o el espíritu de ligereza. Antonio Castilla Cerezo. — Terrorismo global, gestión de información y servicios de inteligencia. Miguel Ángel Esteban Navarro y Diego Navarro (Eds.). — Los derechos positivos. Las demandas justas de acciones y prestaciones. Lorenzo Peña y Txetxu Ausín (Eds.). — La realidad inventada. Percepciones y proceso de toma de decisiones en política exterior. Rubén Herrero de Castro. Prólogo de Robert Jervis. — Europa a debate. 20 años después (1986-2006). Miguel Ángel Benedicto Solsona y Ricardo Angoso García. Prólogo de Manuel Marín. — Cartas morales y otra correspondencia filosófica. Jean-Jacques Rousseau. Edición y traducción de Roberto R. Aramayo. — Disenso e incertidumbre. Un homenaje a Javier Muguerza. J. Francisco Álvarez y Roberto R. Aramayo (Eds.). — Valores e historia en la Europa del siglo xxi. Txetxu Ausín y Roberto R. Aramayo (Eds.). — Nihilismo y modernidad. Dialéctica de la antiilustración. Vicente Serrano Marín. Prólogo de Jacobo Muñoz. — Entre la lógica y el derecho. Paradojas y conflictos normativos. Txetxu Ausín. Prólogo de Concha Roldán. — La Constitución europea. Una visión desde la perspectiva del poder. Santiago Petschen.