La venganza y otras novelas cortas [1 ed.]
 8416300607, 9788416300600

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10. Villarías Zugazagoitia, José María: 11. Labajo González, M.ª Trinidad:

Nuestra Novela

Lecturas (1921-1937)

12. Fernández Gutiérrez, José María:

La Novela del Sábado (1953-1955) 13. Pierini, Margarita (Coord.):

La Novela Semanal (Buenos Aires, 1917-1927) 14. Labrador Ben, Julia M.ª y Sánchez Álvarez-Insúa, Alberto:

Teatro Frívolo y Teatro Selecto 15. Labrador Ben, Julia M.ª; del Castillo, Marie Christine y García Toraño, Covadonga: La Novela de Hoy y la Novela de Noche 16. Azcune Fernández, Valentín:

Biblioteca Teatral

17. Azcune Fernández, Valentín:

Las pequeñas colecciones teatrales de posguerra El espacio urbano en la narrativa del Madrid de la Edad de Plata (1900-1938)

ULISES

la venganza y otras novelas cortas EDICIÓN DE

Cecilio Alonso

L a venganza

últimos títulos

senta coincidencias argumentales con Bodas de sangre: mitificación de un agreste espacio andaluz, coplas epitalámicas, exaltación del «jierro», fuga de la novia con el amante… Marca la diferencia una venganza pasional, fatalmente fraguada bajo las leyes no escritas que rigen en un grupo marginal –«la estirpe del Gigante»– objetivo de muñidores electorales. Ciges y Lorca –víctimas del mismo sino trágico en agosto de 1936– utilizaron materiales equiparables aunque el narrador valenciano los ensambla, entre ribetes folklóricos, con una óptica analítica de mentalidades ancestrales heredada del naturalismo. Completan este volumen, dos textos no recogidos en libro hasta ahora: el cuento historia de un rey sin cabeza, desahogo burlesco, concebido en el destierro parisién (1912) y la aventura del profesor maroto (1925), reducción de la novela política El juez que perdió la conciencia. Junto a estos se incluyen los tres relatos que Ciges Aparicio publicó en La Novela Mundial, ya incluidos en la edición de sus Novelas (1986): la honra del pueblo (1926), el príncipe de trapisonda (1927) y prosperidad y ruina de un nuevo rico (1928).

Manuel Ciges Aparicio

 Y OTRAS NOVELAS CORTAS

COLECCIÓN LITERATURA BREVE

ISBN CSIC 978-84-00-10289-0 · IBIC: FC

la venganza, relato publicado en El Cuento Semanal (1909), pre-

LB-26

Manuel Ciges Aparicio

18. Ricci, Cristián H:

19. Thon, Sonia: Una posición ante la vida. La novela corta humorística de Margarita Nelken 20. González Lejárraga, Antonio:

La Novela Rosa

21.  Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936) 22. Powell, Eilene; Valenzuela, Amanda y Zubiaurre, Maite:

La Novela Sugestiva 23. Azcune, Valentín:

Colección Teatro

24. Eguidazu Palacios, Fernando y González Lejárraga, Antonio:

Biblioteca Oro. Editorial Molino y la literatura popular. 1933-1956 25. JARDIEL PONCELA, ENRIQUE: El plano astral y otras novelas cortas 26. Ciges Aparicio, Manuel: La venganza y otras novelas cortas

CSIC

(Enguera 1873-Ávila 1936), irrumpió con fuerza en la sociedad literaria española con el testimonio memorial de Los Cuatro Libros (1903-1907) y con el compromiso social de Las luchas de nuestros días (1908-1910), pero subordinó muy pronto su condición de escritor al absorbente oficio periodístico. En 1910 hubo de expatriarse en Francia por delitos de opinión, lejanía que contribuyó al espaciamiento de su obra narrativa. No obstante en su producción quedan jalones novelescos dignos de ser revisitados como La Romería (1910), Circe y el poeta (1926) y Los caimanes (1931). Periodista radical en sus inicios, adherido al PSOE entre 1909 y 1915, redactor de política internacional en El Imparcial durante un decenio, sólo a partir de 1925 se propuso una mayor dedicación a la creación literaria y a esta fase corresponde la mayor parte de su escasa colaboración en series de novelas cortas. En sus últimos años escribió la biografía Joaquín Costa, el gran fracasado sobre fuentes directas y una amena síntesis histórica, España bajo la dinastía de los Borbones (1932). Miembro de Izquierda Republicana, fue designado gobernador civil de Ávila por el gobierno del Frente Popular. En dicha ciudad fue asesinado por un grupo de sublevados en los primeros días de agosto de 1936.

ceci l io a lonso ha sido profesor de literatura española en diversos niveles docentes y viene investigando sobre historia literaria de los siglos xix y xx. Biógrafo de Manuel Ciges Aparicio y editor de buena parte de su obra, es también autor de Literatura y poder (1971), Intelectuales en crisis. Pío Baroja militante radical (1985), Índices de los Lunes de «El Imparcial» (2006), Hacia una literatura nacional. Siglo xix (2010) y, en esta misma editorial, Travesías de la modernidad (2015).

ediciones

ULISES

m a n u e l ciges a pa r icio

COLECCIÓN LITERATURA BREVE • 26 EDICIONES ULISES • CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

LA VENGANZA Y OTRAS NOVELAS CORTAS

Retrato Manuel Ciges Aparicio en 1935

Manuel Ciges Aparicio

LA VENGANZA Y OTR AS NOVELAS CORTAS Introducción de Cecilio A lonso

e d i c i ones u l i ses C onse j o S u p er i or d e Invest i gac i ones C i ent í f i cas Sevilla-Madrid, 2017

Colección LITERATURA BREVE Director Luis Alberto de Cuenca y Prado (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) Secretaria Julia María Labrador Ben (Instituto de Estudios Madrileños) Comité Editorial Joaquín Álvarez Barrientos (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) • Abelardo Linares (Librería y Editorial Renacimiento) • José Carlos Mainer (Univ. de Zaragoza) • Amelina Correa Ramón (Univ. de Granada) Consejo Asesor Ángela Ena Bordonada (Univ. Complutense de Madrid) • Marta Palenque Sánchez (Univ. de Sevilla) • Christine Rivalan (Univ. de Rennes 2) • Jean-François Botrel (Univ. de Rennes 2) • José Checa Beltrán (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) • José Luis García Barrientos (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) • Miguel Ángel Lozano Marco (Univ. de Alicante) • Domingo Ródenas de Moya (Univ. Pompeu Fabra) Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, solo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

© Introducción: Cecilio Alonso Alonso © Ilustración de cubierta: Fundación Manolo Prieto, VEGAP, Madrid, 2017 © 2017. Ediciones Ulises. Editorial CSIC www.editorialrenacimiento.com polígono nave e xpo , 1 7



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Editorial Csic: Catálogo general de publicaciones oficiales: www.publicacionesoficiales.boe.es editorial.csic.es • [email protected] Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez, sobre una ilustración de Manolo Prieto para la portada de las Novelas ejemplares de Cervantes, nº 1.000 de la Revista Literaria Novelas y Cuentos depósito legal: se 2114-2017 • isbn ulises: 978-84-16300-60-0 isbn csic: 978-84-00-10289-0 • e-isbn csic: 978-84-00-10290-6 • nipo: 059-17-189-9 • e-nipo: 059-17-190-1 Impreso en España • Printed in Spain

Introducción En memoria del profesor Paco de Pablo Martínez

L

a irrupción de publicaciones semanales seriadas a principios del siglo XX fue consecuencia de un proceso de modernización tipográfica y de apertura de nuevos mercados para la lectura en las capas medias de la población urbana, que se incubó en productos periodísticos de variable difusión como fueron los semanarios Blanco y Negro (Madrid, 1891), La Saeta (Barcelona, 1891), Nuevo Mundo (Madrid, 1894), La Vida Galante (­Barcelona, 1897), Álbum Salón (Barcelona, 1997), Iris (Barcelona, 1899) o Pluma y Lápiz (Barcelona 1900) cuya evolución en el diseño fue arrinconando los brillantes residuos cromolitográficos del último tercio del siglo XIX (El Motín, Don Quijote, La Lidia o Gedeón). El creciente uso del papel cuché, la abundancia de dibujos, las llamativas cubiertas y fotograbados en línea, los delicados bitonos en páginas interiores y atrevidos motivos gráficos, la estilización de las figuras, las alegorías simbolistas y las decoraciones art nouveau coexistían con dinámicos fotograbados naturalistas que introducían un factor de veracidad visual en relación con las amaneradas láminas folletinescas. La calidad de edición justificaba su precio, 30 céntimos, seis veces superior al de los periódicos diarios formados por cuatro grandes páginas de papel madera de bajo gramaje. Sin 7

embargo había sido justamente en estos desmañados soportes tipográficos de la prensa diaria donde el cuento literario breve se había erigido en género estrella, estimulado por la abundancia de suplementos literarios que seguían, más o menos de cerca, los modelos establecidos por El Imparcial y El Liberal. Cuando en 1907 apareció El Cuento Semanal, producto coleccionable de selecto diseño tipográfico, impulsado por Eduardo Zamacois, que mantenía el precio de las revistas ilustradas de aquellos años, había terreno previamente abonado para consolidar el gusto sectorial por la lectura rápida acorde con al desarrollo urbano de unas ciudades en las que comenzaba a primar la velocidad de los tranvías, el uso del teléfono y las urgencias de los comisionistas. En los años de la Gran Guerra, la demanda de impresos se vio favorecida tanto por los mejores índices de alfabetización como por la expansión de la red de librerías en las estaciones de ferrocarril y por la creciente concesión de licencias a quioscos, en detrimento de la tradicional venta callejera de periódicos en las ciudades. Pero este crecimiento del comercio de impresos en plena crisis de subsistencias coincidió con una visible regresión de la calidad tipográfica de unos productos que, obligados a sostener el equilibrio entre precio y capacidad media de consumo, adoptaron características similares a las de las ediciones pulp norteamericanas. La Novela Corta, fundada por José de Urquía en 1916 y La novela Cómica, se vendían a cinco y diez céntimos, sin ilustraciones interiores, con tamaño de bolsillo (19,7x13,5), grapadas y deficientemente estampadas sobre papel prensa suministrado por la monopolista Papelera Española, aunque sin demérito de los contenidos literarios, firmados por los más destacados autores del momento, inicialmente en régimen de «colaboradores únicos». Las tiradas de los primeros números de La 8

Novela Corta superaron los cien mil ejemplares aunque las retribuciones que recibían los autores por sus derechos fueron muy variables. El decenio de 1920 y los años de la 2ª Republica vivieron la gran explosión de esta modalidad de lectura, diversificada según el sector de consumidores al que iba dirigida. Aparecieron centenares de series, desde las señeras con mayores pretensiones literarias o ideológicas –La Novela Semanal de José Mª Carretero y Mariano Zavala (Prensa Gráfica), La Novela de hoy de Artemio Precioso (ed. Atlántida y C. I. A. P.), Los novelistas de Luis Uriarte (Prensa moderna), La Novela Ideal o La Novela Libre, de la familia Montseny, La Novela femenina de Mª Luz Morales (Publicaciones Mundial), La Novela Mundial de José García Mercadal (Rivadeneyra)…– hasta las que limitaban sus pretensiones a captar las fibras sensibles de la modistilla y el chófer (Bistagne) o las numerosas series que asumían la función de dar voz al cine mudo generando relatos explicativos del arte del silencio. En un contexto cultural sin más competencia visual que el naciente cinematógrafo y la balbuciente presencia de la historieta gráfica –en la prensa satírica, en el TBO o en las tiras de El Sol– el producto literario seguía siendo el estimulante imaginativo de mayor prestigio. Y dada su fluidez difusiva, era corriente que los escritores de jerarquía entregasen primicias de sus obras, antetextos, capítulos de novelas en elaboración, resúmenes o refritos, sin perjuicio de que en muchos casos ofreciesen al público novelitas inéditas acomodadas a las dimensiones del medio respondiendo a las urgencias de unos editores necesitados de originales todas las semanas. Todas estas publicaciones se disputaban la atención del público presentando sus productos editoriales con llamativas cubiertas dibujadas por un abundante elenco de ilustradores que marcaron toda una época, desde el veterano Manuel Tovar a Rafael de 9

Penagos, Máximo Ramos, Mel (seud. de Manuel Sierra Lafitte), Casenave y José Barbero, por ceñirnos a quienes decoraron los textos incluidos en el presente volumen.

Manuel Ciges Aparicio (Enguera, 1973-Ávila, 1936) no fue un escritor que se adscribiera de modo habitual a este eficaz medio de promoción literaria. Entre 1909 y 1928, sólo aportó al subgénero editorial de las series narrativas semanales una escueta bibliografía de cinco títulos que se reúnen por vez primera en esta edición, junto a un cuento satírico de menor amplitud, publicado en el diario republicano El Pueblo, dirigido en Valencia por Félix Azatti. Hacia 1909 Ciges había despertado vivamente la atención de la sociedad literaria española con una tetralogía memorial de gran alcance crítico que cubría aspectos autobiográficos de intenso dramatismo relativos a su participación en las guerras coloniales, junto a testimonios muy ácidos de interioridades políticas republicanas en el periodo 1893-1905. Pero, ni esta tendencia a asumir compromisos cívicos ni su formación literaria naturalista sustrajeron a algunas de sus obras –El vicario, 1905, Del hospital, 1906; Los vencedores, 1908– al cambio de sensibilidad estética que se estaba afirmando en los albores del XX. Andando el tiempo el prestigioso crítico de El Sol, Enrique Díez-Canedo (12-6-1932), había de comparar los Cuatro Libros de Ciges con sus coetáneas Sonatas de Valle-Inclán que fueron en el aspecto novelesco puro lo que aquellos en el aspecto social. Empujado al oficio periodístico por su radicalización política a su regreso de Cuba, había trabajado habitualmente para la prensa republicana, único sector que podía garantizarle unos precarios recursos de subsistencia. Sin embargo sus inquietudes intelectuales 10

lo fueron inclinando a un compromiso con el ideario socialista a partir de unos candentes reportajes de campo sobre la situación minera en la cuenca asturiana, en Almadén y en Riotinto, publicados fragmentariamente en los diarios España Nueva (1907) y El Mundo (1908) entre insalvables trabas impuestas por las poderosas compañías explotadoras de los yacimientos.

La Venganza, única aportación del autor a la serie de El Cuento semanal (nº 114, 5-3-1909) apareció en un momento crucial de su carrera de literato que parecía llamado a ocupar plaza canónica entre los de su tiempo. Abiertas para él las páginas de «Los Lunes de El Imparcial», había publicado en 1908 diversos artículos con sus impresiones viajeras en las sierras de Quesada y Cazorla, algunos de los cuales fueron precursores de un nuevo ciclo novelesco de signo neo-regeneracionista sobre la vida rural y el caciquismo cuyos mayores exponentes habían de ser sus novelas La Romería (1910) y Villavieja (1914). La Venganza anticipaba este ciclo, sin integrarse de lleno en él, por cuanto respondía a observaciones folclóricas obtenidas en las andanzas de Ciges por la alta Andalucía oriental, en los confines provinciales de Jaén y Granada, en una geografía imaginaria –El Ranvalle, topónimo de resonancia guadijeña– donde se guarece la irreductible etnia marginal de quincalleros que se siente «estirpe del gigante». Con la inclusión de dos de los artículos pre-textuales publicados en el citado suplemento de El Imparcial, tratamos de documentar la interesante genésis del relato a partir de sus precedentes periodísticos: la visita del candidato electoral en busca de votos marginales –instrumento de aproximación al conflicto en el texto de La 11

Venganza– es producto de la conversión narrativa del diálogo entre el narrador-viajero y el juez esbozada en el artículo «La estirpe del gigante», donde se explaya el mito geográfico y se ensaya indecisamente la doble historia de Pablilla y de su abuela como materia folclórica. Historia rectificada interactivamente en el segundo artículo de El Imparcial con la leyenda de Sagra y Jabalcón –de la que todavía queda memoria en el folclore de Benamaurel y el río Guardal, desechada por el autor en su versión definitiva de El Cuento Semanal. El mito del gigante petrificado que extiende sus miembros y fluidos sobe la Andalucía Oriental, tan ligada al antropomorfismo geológico, está emparentado con la leyenda del gigante Tifeo sepultado en las tierras de Sicilia cuya cabeza es el monte Etna vomitando torrentes de fuego y arena, recogida por Ovidio en su Metamorfosis aunque la versión de Ciges responde a un esquema híbrido acumulativo de varios mitos. El interés de este por el mundo helénico respondía al encargo del editor valenciano José Jorro para escribir un compendio divulgativo de mitología universal que finalmente aparecería en 1912 y que explica cierto comparatismo larvado entre el mundo clásico y la retraída etnia de buhoneros y lañadores, hijos del Gigante, asumido también en «Ulises en la sierra» otro de los artículos viajeros publicados por Ciges en El Imparcial (10-2-1908). La Venganza resulta hoy un raro ensayo narrativo concebido bajo concepto estético naturalista con pretensiones etnográficas y sabor a pliego de cordel, donde se dan cita cuevas trogloditas y fabulosos palacios reales, con un trasfondo intrahistórico de sujeción social femenina próximo al que había de nutrir la futura tragedia lorquiana, amasada con parecida materia rural de bodas sangrientas, coplas epitalámicas, traiciones, fugas y muertes pero con la relativa verosimilitud que impone la tensión testimonial, en 12

último término ejemplarizante, ajena a sublimaciones líricas y a transfiguraciones oníricas. La temeridad de un seductor burgués que penetra en el mundo cerrado de lañadores y quincalleros del Ranvalle desdeñando sus códigos de honor, pone de manifiesto la profunda incomunicación entre mentalidades de signo diverso y la persistencia de cotos culturales irreductibles en el ámbito nacional español, aunque intereses políticos clientelares y la cesión de votos cautivos a cambio de favores caciquiles aparenten abrir vías de relación entre la sociedad liberal establecida y el orgulloso rey de los buhoneros, acaso último símbolo nómada de la dispersión morisca. La teatralidad del relato responde a un preciso concepto de lo trágico que se hace patente a través del espacio único en cada una de sus tres partes, en algunos indicios de vacilación en su estructura temporal (inserción anómala del presente verbal al comienzo de la segunda parte), en la abundancia de diálogo, en la rígida sucesión escénica o en los avisos de llegada de personajes.

Historia de un rey sin cabeza es un raro apunte burlesco e irreverente, lo que se llamaba en argot periodístico un «cuento tártaro», parábola radical y drolática, infrecuente en Ciges, que cobra sentido en el contexto de 1908-1911 con alguna clave identificable –como la del pintor Soroca, por Sorolla, en su apogeo como retratista de cámara de Alfonso XIII–, la represión de la Semana Trágica y los preparativos bélicos para penetrar en la zona española del protectorado marroquí. En él se volcaba alegóricamente el radicalismo antimonárquico de un escritor que, por aquellas fechas, aún estaba sufriendo los efectos del exilio al que lo abocaron sus campañas antimilitares en el diario valenciano El Pueblo en 1909 y 1910. 13

Las cuatro restantes novelitas vieron la luz en los años de la ­dictadura de Primo de Rivera, tras el cese del autor como redactor de El Imparcial (1925), cuando decidió volver al cultivo de la novela y aceptó encargos de dos colecciones muy dispares. Por un lado, cediendo a la invitación de Aquilino Medina, esforzado director de la modesta Novela Decenal de tendencia ácrata publicada en Puente Genil y, por otro, a los requerimientos del publicista aragonés José García Mercadal, impulsor de La Novela Mundial, cuidadísima serie en todos su aspectos tipográficos –páginas foliadas, cubiertas en color, ilustraciones interiores– y, sobre todo, en su empaque de pequeño libro de 64 páginas cuyos cuadernillos iban cosidos a hilo, rasgo insólito en el imperio de la grapa que tanto contribuyó al desprendimiento y oxidación de las cubiertas de otras colecciones coetáneas de brillante trayectoria, como La novela Semanal o La novela de hoy. Tres de estos relatos están relacionados con las novelas mayores publicadas por Ciges en dicho periodo. La aventura del Profesor Maroto (1926) es un apretado resumen a posteriori, que altera nombres de los principales personajes e introduce con desenfado otras variantes circunstanciales, centrado en el pasaje nuclear de El juez que perdió la conciencia (1925) que contempla la aventura electoral vivida en carne propia en los comicios generales de 1923 a los que Ciges, pese a concurrir como candidato gubernamental gassetista, resultó derrotado por las alevosas mañas de su adversario político. El Príncipe de Trapisonda parece un apunte de intriga cerrado con premura, desprendido del anecdotario periodístico del autor, quizás no exento de alguna oscura clave de su experiencia parisién al final de la Belle-Époque evocada en Circe y el poeta (1926). Una chocante indigestión de setas sufrida por un grupo de ­expertos 14

asistentes a un Congreso de micólogos en Fontainebleu, pone a unos reporteros sobre la pista de un enredo dinástico que acaba sustituyendo al asunto inicial. El autor recurre excepcionalmente a la ficción en primera persona para sostener un discurso narrativo a modo de investigación con apoyo en el tempo vivo, la movilidad espacial, el cultivo de la caricatura, el equívoco chistoso y algunas situaciones grotescas, con efecto de gag cinematográfico. Prosperidad y ruina de un nuevo rico, fruto de un largo proceso de elaboración cuyo primer borrador data de 1922, es el esbozo germinal de Los Caimanes (1931) la gran novela-crónica del frágil crecimiento industrial y de los buenos negocios propiciados en España por la Guerra de 1914 y el crédito fácil. En 1925 en una entrevista concedida al periodista José Luis Salado para Informaciones, Ciges ya confesaba estar dudando entre dos títulos para la novela que estaba escribiendo: Prosperidad y ruina de un hombre rico o Las águilas y los caimanes. La versión de La Novela Mundial ofrece un estado intermedio de dicho proceso –redondeado en la versión definitiva tras la gran depresión de 1929– que permite excepcionalmente una aproximación a la técnica de trabajo de un escritor de quien no se conservan pruebas ni borradores manuscritos, cuyo archivo se perdió tras su asesinato en las primeras semanas de la guerra civil. De La honra del pueblo –apresurado esbozo de novela de artista– se desprende un vago aroma de tesis progresista con final feliz en torno al manido esquema de la libertad creativa y el espíritu libre frente a la gazmoñería de la mentalidad tradicional. Es la única de estas obritas exclusivamente concebida como novela corta, sin precedentes ni ulterior proyección textual. C. A. 15

Procedencia de los textos 1. «La estirpe del gigante» Los Lunes de El Imparcial, (13-1-1908). «El bello origen de unas termas», Los Lunes de El Imparcial (9-31908). «La Venganza», en El Cuento Semanal, 114, Madrid, 5-31909. Reedición en M. Ciges Aparicio, Novelas completas. Ed. de Cecilio Alonso. Valencia, Conselleria de Cultura 1986. t. I, pp. 241-291. 2. «En el Reino de los Idiotas. Historia de un rey sin cabeza», en El Pueblo, Valencia (5-5-1911). 3. «La honra del pueblo», La Novela Mundial, 2. Madrid (25-31926). Reed. en Novelas completas, III. pp. 257-297, 4. «La aventura del profesor Maroto», en La novela decenal, 4, Puente Genil (10-5-1926). 5. «El Príncipe de Trapisonda», en La Novela Mundial, 53, Madrid (17-3-1927). Reed. Novelas completas, III. pp. 303-347 6. «Prosperidad y ruina de un nuevo rico», en La Novela Mundial, 110 (19-4-1928). Reed. Novelas completas, III, pp. 349-396.

Bibliogr afía Alonso, Cecilio, Vida y obra de M. Ciges Aparicio. Madrid, Universidad Complutense, 1984. —, «La mirada antropológica y social de Ciges Aparicio», Cultura Escrita & Sociedad, 5. Septiembre 2007, pp. 32-51. 16

Arribas, Jesús, «Tres novelas desconocidas» Arbor, 431, Noviembre 1981, pp. 73-85. —, Ciges Aparicio, la narrativa de testimonio y denuncia. Madrid, Novecientos, 1984. Esteban, José, «Ciges Aparicio en su centenario. Un realismo militante», Triunfo, 588. (5-1-1974). pp. 36-37. Fuentes, Víctor, «La literatura comprometida de Manuel Ciges Aparicio», Ínsula, 305. Abril, 1972. p. 13.

17

L a Venganza

PRE-TEXTOS

«La estirpe del gigante»

S

úbitamente se paran los caballos al tocar en el otero, como si ellos también quedasen atónitos en presencia del sombrío paisaje que a lo lejos se extiende. El viejo juez que me acompaña se yergue en los estribos y ampliando de entusiasmo el gesto, exclama: —En el año cuatro mil y trescientos antes de Nuestro Señor Jesucristo llegó a este extremo occidental de Europa un gigante que tenía muchas leguas de altura. Tan hermoso se le ofreció el país y tan rico en frutos que comió sin tasa durante muchos días, hasta que no pudiendo más, reventó de hartura… El juez no repara en mi sonrisa, y con el índice, señalando los remotos puntos que en su discurso enumera, prosigue en tono lento y sonoro: —La cabeza del gran gigante formó Sierra Nevada; sus melenas las Alpujarras; sus piernas las sierras de Segura y de Cazorla; su brazo izquierdo la de las Estancias, y el derecho, hundiéndose en la tierra, trazó el cauce del Guadiana Menor… Hace una breve pausa para, tomar aliento y su índice sigue apuntando en la lejanía: 21

—La saliva del gigante corre por el Fardes; su aliento sale rugiendo por las más altas cimas de la Nevada, y el líquido de su vejiga humea en las termas de Alicún y de Zújar. —¿En qué Mitología ha aprendido esa soberbia ficción? –le interrumpo admirado. —Me la contó el rey de este hosco país que a nuestros pies se extiende, y como todos los mitos, encierra un gran elemento de verdad… Consulte un buen mapa, y verá al mitológico personaje en actitud yacente, y sus extremidades correspondiendo con los lugares que acabo de indicar… También verá que el centro del gigante es la yerma y sinuosa zona que a lo lejos se dilata… ¿No le sorprende su rara configuración? Pues sepa que los enormes intestinos del gigante se escamparon y retorcieron en el cataclismo de su estallido súbito, cubriendo el jardín antiguo y formando ese paisaje que repele por sombrío, y por jamás visto seduce. —Un mar petrificado parece desde aquí… El Juez se inclina sobre el borrén de su montura y escruta con atenta mirada entre el confuso e inmóvil oleaje. —¡Un mar petrificado!… Pique espuelas y láncese usted solo, si se cree bastante audaz, en el piélago fantástico. El mar le parecerá entonces viviente e inseguro; hendidas y amenazadoras verá sus olas, y ni siquiera será raro que alguna cruja, se bambolee y en su desplome le envuelva por siempre. —¿Es que al gigante le queda vida? —Es que sus fieros hijos acechan entre el enredijo de las quietas olas, enormes terreras sin cohesión, que un puntapié en la altura las desmorona lanzando al fondo veinte toneladas de tierra… ¡Cuánto guardia civil encontró su tumba en este [que] parece un mar cuajado!… ¡Qué de antiguos cuadrilleros entraron y no salieron en los dominios del gigante!… 22

—¿Y a ellos quiere llevarme?… —¡Sígame y no tema! –dice, descendiendo la cuesta–. Mis amistosas relaciones con sus dos últimos reyes nos aseguran una hospitalidad que nunca prodigan; pues este extraño pueblo no reconoce por virtud ninguna de las que nosotros proclamamos, y la suya cardinal es odiar al castellano. —Yo no lo soy. —¡Qué importa!… Muy luego les oirá decir que en el mundo sólo hay dos razas: la que nació del gigante y la castellana. Vascos, extremeños, franceses o ingleses. ¡Castellanos todos…! Y dicen esta palabra con desprecio tan insuperable como el que habrán empleado en contestar a usted, si es que al hablarle se dignaron contestarle. —Jamás he visto a esa gente… Me ha propuesto usted visitar un país raro y nada más me ha dicho. —Pues todos los españoles conocen a esta raza vindicativa y nómada; pero ninguno la observa… Poco tiene esto de particular… Es gente cauta, muy sobria de palabras, y su desdén por el castellano la hace indiferente a todo… Así puede ir de pueblo en pueblo perpetrando robos e innumerables desavíos, sin que su gesto impasible traduzca nada ni la justicia tenga apenas trato con ella… Sí, señor; cuando vea a un buhonero o a un lañador, reconozca en él al nieto del gran gigante y si es en camino solitario donde le encuentra, tenga a punto el revólver, porque corre peligro… —No olvidaré el consejo. —Hará bien; pues estos hombres, que por su tipo tanto se parecen al gitano, le aventajan en todos sus rasgos característicos; son más astutos, más feroces, más duros. Nunca se acaloran; jamás discuten. «Matar –dicen a sus hijos– es más sencillo que hablar…». Ya conocerá usted la repugnancia del gitano en buscar enlaces fuera 23

de los suyos… Yo sé de muchos que han quebrantado esa ley de su tribu, pero no sé de ningún hijo del gigante que haya aceptado amor de castellana… Las mujeres le sorprenderán por su hermosura bronceada y caótica tanto como por sus grandes ojos negros, altaneros para el extraño, humildes para sus hombres. Cuando las encuentre por el mundo vendiendo baratijas, requiébrelas, muéstrese apasionado de ellas, hágalas promesas magníficas que las rediman de su miseria: verá que le escuchan insensibles: quizás le ultraje alguna; tal vez, si insiste mucho, le mire otra en actitud de reto y buscando algo en los pliegues de su falda… Usted no lo sabe; pero el amor de un castellano las espanta: sería una violación del juramento que hombres y mujeres rinden ante su rey de guardar fidelidad a su raza. ¡Ay de quien lo quebrante, porque ya no gozará de reposo hasta que el puñal del buhonero o el taladro del leñador se lo otorgue para siempre!… —¿Y no ha tenido ese pueblo ninguna Eva pecadora?… —Una tuvo, pero no consumó el pecado. Yo conocí a Pablilla y ella misma me contó su historia, cuando los años la dejaron decrépita e iba tristísima por el mundo voceando sus baratijas en un tono lúgubre que impresionaba a cuantos la oían. También el tío Lucas, rey de los buhoneros por fuero de su valor, me contó la historia de «la más hermosa perla de mujer que hubo en el mundo»… Un escritor disfrazado de papelista –papelista llaman a los vendedores de romances– vino a principios del siglo último a estudiar las costumbres de esta gente, y se enamoró de Pablilla cuando acababa de perder [a] su novio. Tan buenas trazas se dio y tan pulidas frases le dijo, que Pablilla perdió la cabeza y le ofreció seguirle si él juraba ante una imagen de la Virgen que respetaría, su honor en el año de luto que las muchachas de su raza observan a la muerte de un 24

prometido, para que su aparición no las aterrorice de noche. Juró él, y ambos huyeron… Al conocer el engaño movilizáronse los hijos del gigante para vengar la ofensa; pero al llegar a Madrid supieron que otros habían asesinado al raptor para robarle su prenda, y, que la hermosa Pablilla estaba bien guardada en un palacio que el rey de España tenía en los alrededores… Con gran sigilo pusieron sitio al palacio y una noche en que el rey iba a visitar [a] la cautiva se apostaron en la copa de los árboles como nocturnos pájaros. Al sonar la media noche apareció buen golpe de guardias explorando el camino y los parajes próximos sin recelarse nada. Luego llegó el rey acompañado de algunos caballeros, y un penetrante silbido rasgó la quietud de la negra noche, poniendo en suspensió[n] los ánimos… La bandada de buhoneros cayó de los árboles blandiendo sus puñales y profiriendo roncos gritos de muerte. Cada puñalada arrancaba un suspiro, y tras el suspiro un alma… El tío Lucas se abalanzó sobre un personaje, y ya iba a hundirle el hierro, cuando su víctima le imploró: —«¡No me mates, que soy el rey!»… Y el juez prosigue con aire de convicción: —No la misericordia, que esta dura raza desconoce, sino el orgullo dictó al tío Lucas estas palabras: —«¡Yo también soy rey, y porque soy más fuerte que tú, te hago gracia de la vida!…». El narrador me mira satisfecho. —¿Qué le parece? —¡Muy bien! –le contesto–. ¿Y después?… —El tío Lucas se apoderó de da llave que el rey de España llevaba, rescató a la cautiva y juntos volvieron a su país. —¿Sin imponer a Pablilla el castigo de su culpa? 25

—La ofensa no llegó a consumarse, pues los suyos la recobraron igual que cuando los dejó… Las súplicas del rey no pudieron quebrantar la fidelidad que las mujeres de esta raza guardan durante un año al novio que fenece. —Supongo que esta historia no será más verídica que la del gigante… —Es posible; pero sintetiza de un modo ejemplar el carácter de este pueblo, que ni de un rey toleraría injuria… Pero si la historia le parece inverosímil, no dude de la que voy a contarle: en ella empecé como, amigo y terminé como juez. —¡Usted! —Yo mismo. Me ofrece un cigarro, enciende otro y recomienza: —Era una nieta, de Pablilla, y su belleza, pálida muestra de la que estos hombres siguen llamando «la más hermosa perla de mujer…». Tampoco fue mozo de su estirpe el que enamoró a Anita; pero desde niño vivió en el país, adoptando sus hábitos, su vestimenta y hasta sus roncas guturaciones al hablar. Por creerle como suyo, le aceptó la raza… Pues bien; este hombre se unió a la nieta de Pablilla como se unen todos, pues la manera es lo de menos, y lo de más, que no falte el vigoroso juramento que ante su rey pronuncian. Durante algún tiempo anduvo la pareja por el mundo vendiendo quincalla; pero él se enamoró de una castellana y quiso alejarse de Anita… Hubo entre ambos escenas de pasión y de celos… ¡Todo inútil!… Como última esperanza vino a mí para que intercediese con mi doble autoridad de juez y amigo de su rey. Mis palabras también fueron ineficaces, a pesar de fortificarlas Anita con ríos de lágrimas y arrebatos de tiernas frases… Perdida la posibilidad de recuperar a su amante, la nieta de Pablilla se transfiguró en un brusco 26

ímpetu salvaje, y con los ojos relampagueantes, trepidándole de odio el cuerpo, fue quitándose de los cinco dedos la abundante y vistosa hojalatería con que las de su raza gustan adornarse, y arrojándola en mi mesa con nervioso furor… Luego me dirigió una seca despedida, y al trasponer la puerta, gritó a su amante con loca risa: — «Anda y dile al cura que doblen las campanas a difuntos». El narrador se detiene un momento. —Atónito me dejó aquella escena; pero mi asombro, aumentó cuando quise interrogar al hombre. Su cara mostraba la estampa del terror. Sus ojos me daban miedo y su cuerpo temblaba, como árbol que sacude un vendaval. —«¿Qué te sucede?» –le pregunté apenas se hubo desvanecido mi turbación. —«¡Estoy perdido!» –murmuró con escaso aliento–. «Usted ignora lo que esa mujer ha hecho… Me ha declarado la guerra… ¡Quitarse los anillos!… Ha dictado mi sentencia de muerte, que nadie podrá evitar; ni usted como juez, ni el rey por ser rey…». —«Búscala» –le dije–. «Prométele que nunca la abandonarás». —«¡Todo es en vano!… Las mujeres de su raza pueden amenazar y olvidar la amenaza, pero no pueden devolver a sus dedos los anillos que arrojan al adversario… ¡Y se los ha quitado, contra mí!… Donde encuentre a uno de su pueblo le dirá lo que ha hecho, y él se lo contará a otros, y todos me odiarán, y donde esté un buhonero o un lañador allí habrá un puñal o un taladro amagándome en la sombra… ¡Viviré una semana; quizás viva un año; pero mi corazón dobla a muerto antes que la campana!…». Y el viejo juez termina: —Dos meses pasaron sin que el antiguo amante de Anita osase abandonar mi pueblo… Una noche despertáronme con recios 27

g­ olpes para proceder al levantamiento de un cadáver… ¡Ya sabe usted quién era!… Por entre la séptima y la octava costilla el puñal de un buhonero le había llegado al corazón. Los Lunes de El Imparcial, 13-1-1908.

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«Rectificación. El bello origen de unas termas» «Hace Muchos siglos llegó al extremo occidental de Europa un gigante que tenía muchas leguas de altura. Pareciole tan hermoso el país y tan rico en frutos que comió durante muchos días, hasta que no pudiendo más reventó de hartura… Su cabeza formó Sierra Nevada, sus melenas, las Apujarras, sus piernas las sierras de Segura y de Cazorla; su brazo izquierdo, la de las Estancias, y el derecho al caer en el suelo, trazó el cauce del Guadiana Menor. Su saliva corre por el Fardes, su aliento sale rugiendo por los más altos picos de la Nevada, y el líquido de su vejiga humea en las termas de Alicún y de Zújar». «Leyenda del Ranvalle» (El Imparcial de enero).

Todo es paz y fortaleza en torno. Todo habla al espíritu recogido

del viajero en el puro y alto estilo de la Naturaleza. El viejo castillo de Tíscar, noble archivo de hazañosas leyendas, se encarama sobre tajado risco, desafiando a los siglos y a las tempestades. Peña Negra que en atrevimiento y elegancia no tiene hermana en Europa, surge a un lado como la torre de una gótica catedral que en su atrevimiento pretendiese tocar en la bóveda celeste. Monte y rocas se entreabren, y de sus entrañas saltan alegres las linfas de plata, cantan en las rústicas tazas de las fuentes, rugen al despeñarse­ 29

en la estrecha cerrada, murmuran en la Gruta de los Adarves, que parece el camarín de una hada, zumban profundamente en la Gruta del Agua, donde los siglos trazan con las estalactitas fantásticos arabescos, encajes y figuras… ¡Y más allá, más allá!… Más allá, la grande, la enorme visión miguelangesca, que espera la orden divina para que de las tinieblas brote la luz. Las nubes corren y cabalgan unas sobre otras, empujadas por la cólera del viento, que las arroja como confusas moles sobre la gran mole fija de Sierra Nevada. Allí se amontonan, negras y pavorosas; allí ruedan como gigantescos mundo miltonianos, que chocan y se fragmentan; allí giran y evolucionan como ejército mandados por invisibles genios… Tal es la grandeza de esta confusión, que el reverente viajero ensueña despierto, y en su ensueño cree contemplar a lo lejos el gran caos que precedió al amanecer de la vida. Y la noche le llegara y el nuevo día le sobreviviera sin dejar de ensoñar si muy a su lado no pasasen rodando unas piedras desprendidas de la altura. Por estrecha y peligrosa senda avanza un extraño personaje. Sus piernas sutilísimas se contraen y dilatan en elásticos juegos, que le evitan de caer en el abismo; su rostro escuálido se vuelve a derecha e izquierda con nerviosos toques, y sus cejas presentan el acento circunflejo de Mefistófeles… Pero sus ojos no chistean burla: son mansos, tristes, desolados. Sus labios no los acaricia la aguda punta de la ironía. En ellos ha hecho perenne nido la amargura. Habla, y sus palabras trémulas anuncian penas recónditas. Así habla el extraño personaje: —«¡Caballero: hace tiempo que le busco!… He ido de Zújar a Cazorla, de Cazorla a Quesada, de Quesada a Belerda… En Belerda me informaron que había subido usted al Santuario de N ­ uestra 30

Señora de Tíscar (el extraño personaje se santigua), y al fin he logrado encontrarlo…». Hace una breve pausa, y prosigue: —«¡Ha cometido usted una gravísima inexactitud, caballero!… Sí; usted ha destruido –¡si supiese cuánto me aflige!– una bella historia de amor, de dolor y de lágrimas… Usted ha dicho en El Imparcial que el líquido de la vejiga de un gigante fue el origen de las termas de Alicúm [sic] y de Zújar… ¡Eso no es cierto, caballero; le han engañado, y yo le suplico que rectifique… Quizás Alicúm haya tenido tan impuro origen; pero Zújar… ¡Sólo el pensamiento de que pueda divulgarse tan grosero error me acongoja e induce a ir de pueblo en pueblo para contarle la veraz historia de dos enamorados, e implorarle una breve rectificación!… «¡Oiga por Dios, caballero! ¡Oiga la bella historia, pues si la noche comienza a envolvernos y el ala fatídica de los murciélagos pasa ya rozándonos, mi relato será, muy corto… »Hace setecientos años, Zújar no era Zújar, sino la noble Benzalema, y el rey moro de Benzalema era enemigo mortal del rey moro de Baza, quinto abuelo de aquel converso que luego llegó a ser primer Duque de Granada. El rey de Benzalema tenía una hija de incomparable hermosura, llamada Sagra, y su rival un hijo de nombre Xabalcón, que por su esfuerzo era gloria del Islam, terror de los caballeros cristianos –pues, ninguno podía resistir los duros botes de su lanza– y espanto del rey de Benzalema, siempre vencido por las animosas huestes que mandaba el hijo de su enemigo… »Pues bien; sepa usted que Sagra amaba en secreto a Xabalcón por su fama de valiente y que Xabalcón amaba a Sagra por su renombre de hermosa. Un día se vieron… y aquel mismo se prometieron eterna fidelidad… El rey de Benzalema favoreció los amores 31

de su hija, que le aportaban bienes; pues el valiente Xabalcón moderaba su bravura guerrera contra él por hacerse más acepto a la bella Sagra… Pero el rey de Baza se enfureció al conocer el engaño; juró vengarse presto, y acudió a las negras artes de Ben Omeya, sabio encantador recién llegado de Damasco… ¡Y verá Usted lo que pasó!… Una noche en que los dos amantes estaban más absortos cambiando los dulces besos de sus bocas, el mago consumó el más cruel de los maleficios convirtiendo en cerros a Sagra y Xabalcón… ¡Así se llaman desde entonces los dos que aparecieron por la mañana al lado de la antigua Benzalema!… »¡Y asómbrese usted, caballero!… Tan grande es el poder del amor, que hasta resiste a los encantos de la magia… Durante muchos días oyeron los moradores de la ciudad que en las sombras nocturnas estallaban besos y volaban suspiros y temblaban lánguidas quejas… ¡Sagra y Xabalcón seguían amándose después de petrificados!… El rey de Baza denostó al mago y se burló de su ciencia, asegurándole que mejor venganza hubiese tomado él mismo sorprendiendo un día a los amantes, y colgando sus cabezas en los garfios de una almena. Furioso Ben-Omeya, consultó sus libros; interrogó los signos zodiacales; trazó muchos círculos y figuras raras, y una noche en que los besos y suspiros más apasionados salían de los cerros encantados, hizo un conjuro, dio un feroz tajo con su cimitarra entre Sagra y Xabalcón, y sublevando las aguas del Guadiana Menor, lanzó colérico su espumosa corriente por la honda brecha. »Caballero, desde entonces ya no han resonado en la paz de la noche los besos, ni los suspiros, ni las frases tiernas… Sagra y Xabalcón volviéronse muy tristes al separarlos el cruel Ben-Omeya; en su duelo se despojaron para siempre de los adornos con que 32

la ­primavera viste a los montes alegres, y hoy parecen dos viejos ­afligidos. ¡Venga conmigo a Zújar y los verá qué tristes!… Convertidos en piedra, siguen viviendo muy juntos los dos amantes; pero el río corre inexorable entre ambos, y estalla la pena de su separación, que la pobre Sagra y el infeliz Xabalcón lloran sin cesar –siete siglos hace que lloran– y sus lágrimas fluyen tan copiosas y ardientes de los cerros carcelarios, que al tocarlas queman. »¡No lo dude, caballero!… Este llanto silencioso de dos amantes es el noble y verdadero origen que han tenido las termas de Zújar… Divulgue la bella, historia en El Imparcial, y rectifique la impura leyenda del gigante. ¡Se lo ruega un pobre hombre que también sufre el maleficio de otros infaustos amores!». Los Lunes de El Imparcial, 9-3-1908.

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la venganza PR IMER A PARTE

i

E

l candidato y su amigo acababan de descabalgar ante la cueva del tío Martín, y el viejo rey de los buhoneros gritaba a Pablilla que previniese unos refrescos para apagar la sed de los recién llegados. Dirigiéndose luego al político, le dijo: —¿Y qué tal por ahí, don Pedro? —De promesas no puedo quejarme… Luego llegará el día de las elecciones… El tío Martín le interrumpió con ruda energía: —¡Y entonces veremos!… Tanto como a usted me interesa su triunfo. —Pero las dificultades de la lucha no escasearán. —Las venceremos –insistió el viejo. Y, Alejandro Valdés, el joven amigo y compañero del político, advirtió al tío Martín: —El Ministro tiene interés en que don Pedro fracase. —Y el rey del Ranvalle en que triunfe don Pedro –replicó de mal talante el aludido, dándose un fuerte tirón de las patillas amarillentas. —Toda mi influencia la pondría a su disposición para obtener el indulto de Josico –dijo insinuante don Pedro. 35

Los ojos del anciano brillaron de pasión al oír el nombre de su hijo: —Y por mi Josico –exclamó– sería yo capaz de quemar el mundo… La fiereza de aquel gesto duro y bronceado sorprendió a los dos forasteros… El viejo prosiguió golpeándose el pecho y relampagueando la mirada: —El rey del Ranvalle, del Marquesado y de los Montes no lo es porque su padre lo fuera, y Josico no lo será porque yo lo soy; pero ha de sucederme, porque en mi raza no hay otro que se le iguale como nadie es capaz de disputarle ahora el mando en el presidio granadino… Don Pedro atajó el discurso de aquel rey astroso volviendo al tema de las elecciones: —Tenemos que impedir los abusos que mi adversario intente realizar con ayuda del Gobierno. —De eso me encargo yo –afirmó con seguridad el tío Martín. —Tampoco faltará la guardia civil para proteger al otro. —Y a usted que defiende a mi hijo le protejo yo. ¿Quieren sus enemigos guerra?… Bueno, pues desde ese poyo que hay a la puerta de mi cueva daré un silbido y cinco mil buhoneros, loberos y lañadores desparramados por estos contornos se me reunirán en media hora para asaltar a la capital del distrito y acuchillar al que se oponga… Alejandro, el joven amigo del candidato, murmuró entonces en son de zumba: —¡Cinco mil!… Oiga, tío Martín; creo que bastarán sus votos para ganar las elecciones. El tío Martín se mordió el labio, y volvió a mesarse con crueldad las patillas. Sin mirar a su interruptor, gritó: 36

—Si no son cinco mil, serán quinientos. Si no bastan sus votos, sobrarán sus puñales… ¿Lo duda?… Instintivamente acarició el mango del suyo que asomaba por encima de la faja… Luego miró frente a frente al joven, y enviándole un soplo de su aliento ardoroso, insistió: —¿Lo duda?… ¿Quiere verlos reunidos aquí mismo antes de media hora?… Alejandro no se atrevió a contestar. El tío Martín se acercó contrariado a la puerta de la cueva, y se puso a gritar iracundo: —¡Pablilla!… ¡No concluirás nunca, Pablilla! Dentro se oyó una voz dulce y tímida, y enseguida apareció en la puerta una joven de oriental belleza, vestida de vivos colorines. Su falda corta mostraba buena parte de la pierna, fina y torneada. Llevaba los brazos desnudos, y al desnudo dejaba su jubón el cuello, adornado con una sarta de nácares, gentil artificio que al atraer las miradas, antes las fijaba en las bronceadas carnes juveniles que en su escaso mérito de pobre joya aldeana. Don Pedro tomó un vaso de la bandeja que en la diestra de la joven temblaba, y le dijo con paternal acento: —¿No me saludas, Pablilla? Ella murmuró algunas palabras de escusa e inclinó los ojos al ver que Alejandro la miraba atentamente. —¿Y usted, tío Martín? –dijo el político al viejo invitándole a tomar un refresco. El tío Martín había notado la atención con que Alejandro miraba a Pablilla, y replicó con acre despego: —¡Para mí lo dulce es amargo! Y mirando celosamente a la joven, añadió: —¿Qué esperas aquí?… Anda y dile a Petra que venga a ayudarte para que nada falte a estos señores. 37

Pablilla se dirigió sumisa a una cueva próxima, vecina de la iglesia, mísero edificio rematado por una ruinosa espadaña. Condolido de la dureza con que el viejo trataba a aquella rústica beldad, don Pedro le dijo: —¿Por qué la reprende así? —Porque así somos aquí, don Pedro. —¿Es su hija? —Como si lo fuera. Sus padres me la dieron en prenda cuando mi Josico entró en la cárcel. —¡Qué capricho! –murmuró Alejandro. —No es capricho, joven –replicó agresivo el otro–. Es ley de su pueblo; como allá en Castilla tienen ustedes sus leyes… ¿Va un novio a presidio o sale por esos mundos en busca de la vida?… Pues los padres de la novia la entregan a los padres de él que velan por su honor que es honor de su hijo. —Grave compromiso si alguna lo pierde –dijo con ironía Alejandro. Y el tío Martín gritó altanero: —¡Ninguna!… Hasta hoy, no existe memoria de que ninguna mujer de su raza lo haya perdido… Una hubo que quiso hacer traición a nuestro pueblo; pero los puñales de los buhoneros la recobraron a tiempo… —Modérese tío Martín –intervino conciliador don Pedro–. Este Alejandro es un escéptico, y cree que la mujer es débil. —Lo será en Castilla… ¿Se ha fijado usted en la novia de mi hijo?… Muy mansa, ¿verdad?… Pues, como todas las de aquí, si es mansa para sus hombres, es más fiera que una loba del Marquesado para los otros. 38

—¿Quiénes son los otros? –preguntó Alejandro sustituyendo ahora con mieles las anteriores ironías de sus palabras. —Los que no han nacido del gigante. ¡Nosotros descendemos de un gigante! Este peregrino origen hizo sonreír otra vez al joven. —Es muy curioso. —¿Se burla?… Tenga cuidado de que algún hijo del gigante no le haga llorar. Don Pedro volvió a intervenir. —Hable, tío Martín. Cuéntenos esa historia. —Sólo podré decirle lo que oí a mi padre, y lo que él oyó a otros viejos… Hace no sé cuantos siglos llegó a esta tierra un gigante que tenía muchas leguas de altura. Le pareció tan hermoso el país y tan rico en frutas, que comió durante varios días, hasta que no pudiendo más, reventó de hartura… El viejo hizo una pausa, y señalando a remotos lugares, prosiguió con énfasis: —Cada parte de su cuerpo voló muy lejos: su cabeza formó Sierra Nevada; sus melenas, las Alpujarras; sus piernas, las sierras de Segura y de Cazorla; su brazo izquierdo, la de las Estancias, y el derecho, al caer en el suelo, trazó el cauce del Guadiana Menor… —¡Es magnífico! –exclamó Alejandro. —¡Qué fantasía la de estos meridionales! –añadió don Pedro. Ufano por la admiración que suscitaban sus palabras, continuó el tío Martín: —Aunque deshecho, el gigante vive todavía: su saliva corre por el Fardes; su aliento sale rugiendo de tarde en tarde por los picos más altos de la Nevada, y el líquido de su vejiga ya lo habrán visto humear durante su viaje en los baños de Alicún y de Zújar. 39

—¡Esa ficción es digna de los griegos! –volvió a exclamar el amigo de don Pedro. —Escuche, que aún no he concluido… ¿Ven estos campos tan tristes y desamparados? Pues fueron el jardín donde hace siglos reposó el gigante; pero sus intestinos se escamparon en el estallido formando estos repliegues y montes arenosos, que vistos de lejos parecen las olas del mar, y donde ya no nació ni volverá a nacer la hierba. —¿Y ustedes estarán orgullosos de su descendencia? –preguntó el político al rey de los buhoneros. —¡Naturalmente! Para nosotros solo hay dos razas en el mundo: la del gigante y la castellana. Libres vivimos; por el mundo vamos sin temer ni obedecer a nadie; jamás uno de mi sangre se unió a mujer extraña; nunca permitió mi raza que una hembra suya le hiciese afrenta con castellano… El tío Martín no pudo continuar. Un hombre viejo, rudo y atezado como él, acababa de desembocar anhelante por detrás de la cueva del rey, abierta en un montículo. —¡Tío Martín! ¡Tío Martín!… Al ver a los forasteros, se quedó suspenso. —¿Qué sucede, tío Esteban? —Malas noticias, tío Martín. —¿De mi hijo?… —Eso parece… —¿Qué ocurre?… ¡Hable pronto!… Tío Esteban no se atrevía a fulminar la noticia. —¡Pues verá usted! –balbució. El tío Martín cogió del brazo al otro viejo, y sacudiéndolo brutalmente le gritó iracundo: 40

—¡Hable pronto!… ¿Me lo han muerto?… La víctima palideció de dolor, y poniendo mano a su puñal, exclamó colérico: —¡Suéltame, tío Martín, o me suelto yo! El aprehensor le miró con desprecio, y lanzándolo altivo, le dijo: —¿Desde cuándo, tío Esteban, rebelarse contra mí?… ¿O es que desea usted que el tío Martín añada una cruz a las que ha plantado desde Sierra Nevada hasta los montes de Jaén? El rumor de la disputa atrajo a Pablilla, que aún estaba en la cueva vecina, y detrás de ella aparecieron otra joven y un cura de sotana remendada. Al ver la actitud airada de los dos viejos, Pablilla se dirigió al tío Esteban, abrazándole suplicante: —¡Haya paz, señores –dijo el cura–, y no se diga que dos buenos amigos han reñido! Pablilla interrogó al tío Martín: —¿Pero qué sucede? —Tu padre lo dirá –le contestó refrenándose. —Hable usted, padre… —Yo solo sé –comenzó éste– lo que en el Marquesado se cuenta, y he venido corriendo a decírselo al tío Martín. Por allí se murmura que Josico se ha escapado del presidio… —¡Virgen del Valle! –exclamó aterrada la joven. —Y algo más grave… Viendo dudar a Esteban, el tío Martín sintió otro violento impulso de lanzarse contra él. —¿Es que yo no tengo corazón para oír una mala noticia?… El otro dio un paso atrás, temiendo ser agredido, y le dijo con resolución: 41

—¡Pues óigala!… Dicen que Josico ha muerto. Los dientes del tío Martín crujieron de rabia: —¿Quién ha sido capaz de matar a mi hijo? —La policía. Al oír estas palabras, se quedó sombrío. Luego sacó un pañuelo de hierbas para enjugarse el sudor: —¡Bah, fuerza armada tenía que ser!… ¿Y está usted seguro, tío Esteban? —¿Cómo he de estarlo?… Ya le he dicho que son voces del Marquesado… Esta mañana llegó un quincallero de Granada diciendo que Josico se había escapado del presidio y que la policía le persiguió a tiros. Al saber la noticia, he venido corriendo. El tío Martín depuso su cólera. —¡Tío Esteban, no me guarde rencor por lo pasado! Ya conoce usted el genio del tío Martín… Vamos corriendo al Marquesado en busca de ese sujeto… Dirigiéndose a Don Pedro, le dijo en tono de despedida: —Usted disimule, don Pedro. Muy luego estaré de vuelta. Y mirando a Pablilla y Petra, añadió señalando al político: —Este señor es el amo. Los viejos se alejaron a buen paso, y cuando ya no podían oírla, Pablilla consultó al sacerdote: —Diga usted, señor cura, ¿es malo alegrarse del mal del prójimo? El cura inclinó la cabeza en señal de asentimiento. —¡Maldita sea la hora en que nací! Los ojos de aquella tímida joven, que poco antes temblaba ante el fiero rey del Ranvalle, relampagueaban ahora. Y sin decir más, entró en la cueva, seguida de Petra. 42

ii

Don Pedro y Alejandro miraron al sacerdote, no comprendiendo

aquel súbito cambio de actitud en la joven. —Esta pobre muchacha –comenzó el sacerdote– no puede negar que odia a su novio. ¡Pobre Pablilla! Ni la muerte de Josico la salvará. Cualquier buhonero o lañador que la solicite tendrá que seguirle sin exhalar una queja. —¿Y si su corazón protesta? –observó Alejandro sin poder encubrir su despecho. —Entre esta dura gente manda el hierro y el corazón obedece. El primero en acercarse a la mujer, ese es su dueño. —¿Y cuando otro aspira a su posesión? —Los puñales chocan, y el vencedor se la lleva más orgulloso, porque es el premio de su valor. Don Pedro hizo un gesto de desagrado. —Pero esta gente no pertenece a una raza sedentaria. Recorre sin cesar España entera, y el comercio con el mundo tenía que moderar sus pasiones. El cura movió negativamente la cabeza: —Usted no los conoce mejor que los demás. Obsérvelos fuera de este país. Los verá impasibles, indiferentes a todo, mirando con invencible menosprecio a los castellanos… Hábleles, y notará que no se dignan contestarle, o que solo a medias le contestan… Pero evite las pendencias con ellos, y guárdese bien si los encuentra en camino solitario, porque correrá peligro de muerte. El tiempo y la civilización no ejercen influjo sobre ellos. Son hoy lo mismo que fueron hace trescientos años… Y sus mujeres… ¡Pobres mujeres!… También las verá impasibles y sordas a los halagos de los hombres… 43

¡Que no les hablen de amor; porque el amor con un castellano las aterra!… Todos, hombres y mujeres, prestan juramento ante su implacable rey de permanecer fieles a la raza, y quien olvidase el juramento, ya no gozaría de paz en la tierra hasta que el puñal del buhonero o el taladro del lañador se la concediese para siempre. —¿Y usted? —¿Yo?.. Me toleran; pero nada más. Es una raza de oscuro origen, llena de supersticiones y consejas, y la religión solo es para ella una superstición más. Un silbido largo y agudo suspendió al narrador. De las cuevas abiertas en las terreras próximas empezaron a salir hombres mal ataviados, dirigiéndose presurosos hacia el punto donde sonó el silbido. Petra también salió alarmada a la puerta. —¿Qué ocurre, señor cura? —Algo grave, hija mía… Los hombres acuden al llamamiento de su rey. Petra se alejó algunos pasos para mirar a lo lejos: —¡El tío Martín grita irritado desde lo alto del Chorraero!… —En mal momento han venido a este país –dijo el cura a los forasteros. Y el político murmuró sentencioso a su compañero: —Me parece que debemos pasar la noche lejos de aquí… El cura les invitó: —Síganme, y observaremos desde una terrera lo que ocurre… Don Pedro y Alejandro siguieron al sacerdote. Apenas hubieron dado la vuelta a la cueva, una vieja que llevaba a cuestas un hacecillo de esparto se acercó con cautela a Petra. —¿Y Pablilla? —Ahí dentro está arreglando la casa. 44

—¿Quieres llamarla? Mientras Pablilla acudía, la vieja exploró las inmediaciones. —Se le ofrece algo, madrina –dijo Pablilla saliendo. —¿Hay alguien por ahí dentro? —Estamos solas Petra y yo. —Dime, muchacha, ¿ha vuelto el señorito que vino hace tres días con Don Pedro? —Los dos acaban de llegar. —¡Me lo figuré!… ¡Ten cuidado, hija mía, porque ese hombre puede ser tu perdición! En el rostro de Pablilla se pintó el terror. —¿Sabe usted algo, madrina? —Volvía yo de recoger este manojillo de esparto, cuando vi a tu padre y al tío Martín que iban voceando camino del Marquesado. Por enterarme de lo que decían, me pegué a una terrera, y oí que hablaban de ese señorito y de ti… ¡Ten cuidado, Pablilla, y dile que se marche pronto! —¿Pero qué decían? —Decían… ¡Yo no sé quién iba más furioso, si el tío Martín o tu padre!… El tío Martín decía que a no estar aquí Don Pedro, el señorito no andaría ya entre los vivos… ¡Te vieron la otra noche hablar con él por la ventana!… Tu padre lo sabe y se lo contaba al tío Martín… Como iban tan de prisa, apenas pude oírle; pero pude recoger estas palabras que le gritaba al rey: —«Sí, señor; los vio la Trevillona, y ella misma me lo ha contado; pero como yo le entregué a usted mi hija para seguridad de que fuera fiel a su Josico, y sé que tiene usted bien afilada la punta de su puñal, no pensé que hiciera falta mi taladro»… —¿Y qué más, madrina?… 45

—Siguieron de prisa su camino, y ya no pude oírlos. La vieja volvió a cargarse su hacecillo, y se alejó encargando a Petra: —Aconséjala tú que estás siempre a su lado, y que no piense en ese hombre, que pudiera ser su perdición. Al quedarse solas, ambas jóvenes empezaron a deplorar su suerte. —¡Qué desgraciadas somos las mujeres de esta tierra! –decía Petra. Y Pablilla, queriendo rebelarse contra su impotencia, añadió: —¡Siempre sujetas por el hierro!… Y yendo por el mundo, sin encontrar en todo el mundo sitio adónde huir. —Pero dime, conociendo a nuestros hombres ¿por qué te has comprometido con ese castellano? —¿Lo sé yo acaso?… Primero fueron sus miradas mientras el tío Martín hablaba de elecciones con don Pedro. Luego fueron sus palabras en esa reja; mientras acariciaba con un clavel mis ojos abrasados de mirar estos campos, tan tristes como nuestras vidas. Y después, cuando ya no oía su voz, y solo peligros me imaginaba revolviéndome en la cama, era el odio a Josico quien me acercaba al forastero… —Pero ahora dicen, que Josico ha muerto… —¿Y los demás son mejores?… Siento que es tarde para volverme atrás… Lo he comprendido hace un rato, cuando Alejandro me miraba… ¡Si supieras!… Todo mi cuerpo temblaba, y al mismo tiempo sentía aquí, en lo más hondo del pecho, como si un ascua me abrasase… ¿Quema el querer, Petrilla? —¿Me lo preguntas a mí?… Solo sé que entre nosotras hace mucho daño… ¡Por la Virgen del Valle, ya que ha muerto Josico, procura olvidar a ese hombre, como te ha dicho la tía Micaela! —¿Y si no pudiera conseguirlo? —Acuérdate de Anita, y piensa en la venganza que te espera. 46

iii

Pensando en Pablilla, Alejandro había dejado a don Pedro y al cura en un altozano, regresando en seguida a la cueva del tío Martín. Su brusca aparición asustó a las jóvenes. —¿Dónde va usted, Alejandro? –le dijo Pablilla. Márchese pronto; busque a don Pedro, y no se aleje de su lado mientras se encuentre en esta tierra. —¿Por qué tanto miedo, preciosa? —Usted no sabe el mal que le espera… el mal que nos espera a los dos… Pablilla se estremeció de miedo pensando en la venganza de sus hombres, y extendiendo el brazo, prosiguió: —Huya; huya pronto, y no vuelva nunca por aquí… Olvídeme si en algo estima su vida. Alejandro se acercó apasionado a ella, y cogiéndola una mano insistió: —¡Por qué tanto Miedo, Pablilla! Ella quiso desasirse, mirando en torno con terror: —¡Virgen del Valle, si nos viesen!… —No temas: aquí estoy para defenderte yo. —¡Usted!… ¿Y quién es usted?… Márchese, le suplico… Nos han visto; nos vieron la otra noche. El tío Martín le odia, y mi padre ha querido vengarse. —¡Y qué! —Si no fuera por don Pedro, a estas horas no viviría. —¡Ja, ja!… —No lo tome a chanza; ¿verdad, Petra? 47

—Es verdad, caballero –repuso la interrogada–. Tío Martín y el padre de Pablilla trataban hace un rato de su muerte… ¿Quiere usted admitir un consejo de esta pobre joven?… No piense más en Pablilla. —Es difícil. —Pues se compromete usted y la compromete a ella. —¿Tan seguro cree el peligro? —Segurísimo. Alejandro se dirigió entonces a Pablilla: —Una manera hay de eludirlo: vente conmigo a Madrid. —¡Jesús! —Allí estarás segura. —De allí trajeron a Anita. —Y Petra añadió: —El puñal del buhonero y el taladro del lañador llegan a todas partes. —¡Bah! –exclamó Alejandro–. Terrores que os inspira esta gente estúpida… Madrid no es el Ranvalle: aquí viven libres; la guardia civil solo de tarde en tarde se aventura entre estos montes de tierra que al golpearlos el malhechor puede envolverla entre nubes de polvo y aplastarla con veinte toneladas de peso, y por eso el capricho de nuestros hombres puede ser ley. Madrid es otra cosa… ¡Vente, Pablilla!… —¡No, no! –le respondió anhelante. ¡Váyase pronto! —Decídete y volveré por ti… Don Pedro quiere marchar hoy mismo; la guardia civil ronda por los alrededores buscando a Josico… Pablilla no pudo reprimir un grito. —¡Pero no ha muerto Josico!… —Está vivo y sano, y la guardia civil lo busca por estos contornos… ¿No has oído silbar al tío Martín? Su gente se le ha 48

i­ncorporado y anda ya dispersa por las terreras para anunciar la presencia de su hijo y acudir en su socorro. —¿Qué hago, Petra? –dijo Pablilla a su amiga mirándola suplicante. —¡Te aconsejo que te quedes!… —La idea de Josico me horroriza. —Y si te digo que huyas, dicto tu sentencia de muerte. —¡Ánimo, Pablilla! –intervino Alejandro–. Vuestros terrores son imaginarios… ¡Decídete pronto! Don Pedro no puede continuar aquí, por temor de que la guardia civil le sorprenda entre gente de tal laya… Le acompañaré hasta Guadix, le dejaré en el tren, y mañana mismo volveré por ti… ¡Decide! —¿Qué hago, Petra? –volvió a implorar Pablilla. Un rumor lejano hizo mirar a Alejandro por detrás de la cueva. —Los hombres bajan ya de las terreras –gritó acercándose a las jóvenes–. Algunos ya vienen… Escoge, Pablilla: Josico o yo. Pablilla se sobrepuso a su turbación; recobró súbita energía y miró firmemente al forastero: —Figúrate que seas tú. —Mañana volveré por ti. —¿Y luego? —En Madrid estarás segura. —¿Y después? —Explícate, Pablilla. —Y el abandono, ¿cuándo llegará? —Nunca. —¿Me lo juras? —¡Por qué no! —Piénsalo antes: entre nosotros es el juramento sagrado, y el que después de jurar engaña, sufre la muerte… Aunque nos veas 49

tímidas, nuestra alma es rencorosa como la de los hombres… ¿Qué harías, Petra, si uno te engañase?… —Lo mismo que harías tu –contestó Petra con decisión. Pablilla prosiguió con más firmeza que antes: —Ahora eres tú, Alejandro, quien debe de decidir. ¡Odio a Josico; pero con más fuerza que a él le aborrezco, te amo a ti. Te amo desde la otra noche, desde que me dijiste aquellas cosas que en mi vida escuché!… ¡Búrlate de los peligros; yo sé que existen, y por seguirte los desafío!… Pero mira bien lo que haces antes de jurarme nada y no provoques nunca los celos vengativos de una buhonera. —Mañana vendré por ti. —Mejor será que me esperes en el camino de Guadix.

iv

Por muy pronto que Alejandro quiso entrar en la cueva, el tío

Martín tuvo tiempo de verle. Detrás del rey de los buhoneros venían don Pedro y el cura. Encarándose con éste, dijo el viejo: —Llévese a estas, y que vayan limpiando la iglesia. —Petra ha hecho la limpieza esta mañana. —¡Vamos, hombre; algo habrá que hacer! El tono del tío Martín no admitía réplica. El cura comprendió que deseaba hablar a solas con el político, y se dirigió a la iglesia seguido de las jóvenes. Cuando hubieron desaparecido, empezó a hablar el rudo señor del Ranvalle: —He querido que estuviésemos solos, para contarle la historia de Anita, de aquella mujer que pretendió traicionar a mi pueblo. 50

—¡Ah! –exclamó don Pedro, sin comprender a qué venía el cuento. —Un escritor disfrazado de papelista –así llamamos nosotros a los vendedores de romances– vino a este país para conocer nuestras costumbres, y se enamoró de Anita, que era la más hermosa perla de mujer que hubo en el mundo. Tan buenas trazas se dio el indino, que ella perdió la cabeza y le siguió a Madrid. Al conocer el engaño, el rey del Marquesado y del Ranvalle escogió a sus mejores hombres y se fue detrás de la pareja, para vengar la ofensa; pero al llegar a Madrid supieron que otros habían asesinado al papelista para robarle su prenda, y que Anita estaba bien guardada en un palacio que el rey de España tenía en los alrededores… El tío Lucas puso sitio al palacio, y una noche en que el rey iba a visitar la cautiva, apostó a sus hombres en la copa de los árboles. Al sonar la media noche, aparecieron los guardias explorando los alrededores, sin sospechar nada… Luego llegó el rey, acompañado de algunos caballeros… El tío Lucas dio un silbido, y la bandada de sus hombres cayó de los árboles aprestando los puñales. Cada golpe arrancaba un suspiro, y después del suspiro el hombre quedaba en tierra. El tío Lucas se abalanzó sobre un personaje y ya iba a hundirle el hierro, cuando el otro gimió: —«¡No me mates, que soy el rey!…». —¿Y le perdonó? –exclamó don Pedro, interesado con el relato. El tío Martín sacudió la cabeza: —Usted no nos conoce… ¡No le perdonó!… El tío Lucas levantó el puñal, diciéndole: —«Yo también soy rey, pero rey más fuerte que tú!». Y le dejó sin vida… ¿Qué tal?… —Muy duro, tío Martín… ¿Y Anita?… —La sacaron del palacio, y custodiada por los hombres la trajeron al Ranvalle… ¡Ella juraba que no la habían tocado; pero nadie 51

le hizo caso!… En este mismo sitio, delante de la iglesia, formó gran ronda la gente del tío Lucas, las mujeres delante, para ver mejor; los hombres detrás. Desnuda hasta medio cuerpo, cortado el cabello y las cejas afeitadas, Anita dio la vuelta al cerco… El rey de la tribu subió entonces con ella a lo alto del Chorraero, hizo jurar a las mujeres que no harían traición a la raza, y para que no olvidasen su palabra, lanzó a Anita en las negruras de la sima… —Como leyenda está bien; pero como historia parece inverosímil –observó don Pedro. —¿Sí? Pues eso mismo haría el tío Martín si el caso llegara. —Supongo que me habrá referido ese cuento con alguna intención. —Es verdad. Se lo he contado por su amigo… —¿Alejandro? —El mismo. —No sé dónde anda. —Está ahí, en mi cueva.. Mientras nosotros estábamos fuera, él se entretenía en enamorar aquí a Pablilla. —¿Está usted seguro, tío Martín? —Y tanto… ¡Como que si no fuera por usted!… —¡Bah, no haga caso!… Alejandro es un joven ligero; marcharemos en seguida, y no volverá a acordarse de ella. —Eso será lo mejor, don Pedro… ¿Conque se van pronto?… —Al momento. El Ranvalle está agitado y no es prudente que la noche nos coja aquí. —Tiene usted razón, don Pedro. Mi hijo se ha fugado del presidio y ya no necesita del indulto; los civiles le persiguen, y lo que ahora le hace falta es la ayuda de mi gente. Vaya usted con Dios, y no olvide que me deja agradecido y dispuesto a cumplirle, las promesas que le hice. 52

Un buhonero llegó en aquel momento a todo correr: —¡Pronto, tío Martín; Josico viene y la pareja le alcanza! Detrás llegaron el tío Esteban y otros hombres. Dos estampidos de fusil detonaron a lo lejos. Sonó un penetrante silbido, y en lo alto de una terrera apareció un hombre agitando su sombrero. —¡Por aquí, por aquí! –gritaba con ronca voz. El tío Martín comenzó a jurar. Sus ojos chispeaban odio. —¡Tío Esteban! –gritó a su compadre–, suba usted por la izquierda y desplome la terrera… Yo me encargaré de la otra. Tío Esteban corrió por la izquierda seguido de algunos hombres. El tío Martín tomó por la derecha en busca de la altura donde aguardaba el espía. Y éste seguía gritando: —¡Corran, que alcanzan a Josico!… La inminencia del peligro daba bríos a los dos robustos ancianos. Y sonaron otros dos disparos. Fue un momento de angustia para los que esperaban ante la iglesia. Entre ellos estaban Pablilla y Alejandro, que habían salido al oír las detonaciones. Entre las dos terreras apareció Josico, huyendo desolado, con el sombrero en la mano izquierda y el acero en la diestra. —¡Viva Josico! –gritaron los hombres saliendo en su defensa. La pareja asomó detrás. El tío Esteban y el tío Martín acabaron de escalar las alturas. —¡Duro, tío Esteban! –rugía el rey. —¡Firme con ellos, tío Martín! –le contestaba el otro. Y ambos golpeaban fieramente las terreras, que se cuarteaban, se desmoronaban, con riesgo de arrastrarles. Los guardias quisieron retroceder viendo el peligro que les amagaba; pero no tuvieron 53

tiempo. Nubes de polvo les envolvió primero; masas de escombros cayeron en seguida de las alturas, enterrándolos para siempre… Y el tío Martín gritó orgulloso: —¡Dos guardias más que el gigante se traga!

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SEGUNDA PARTE

i

T

odo es fiesta en el Ranvalle. A la puerta del tío Martín hay sillas puestas en corro, como en espera de invitados. Sentada en una está Pablilla llorando, y Petra procura consolarla. —¡Corazón maldito –hipea la novia de Josico–, no habrá nadie que te dé una puñalada! Tropel de mozos suena a lo lejos entre rasgueos de guitarras, y potentes canciones que repercuten en los hondos valles que forman las terreras. —¡Que ya se acercan, Pablilla! –le ruega su amiga. ¡Seca, por Dios, esas lágrimas! Pablilla se levanta desesperada: —Mejor fuera que viniera el cura a llevarme al Camposanto. El grupo de mozos sigue acercándose. Una voz varonil viene cantando: Hoy se casa la perla d› estos reores, ya van a tener amo tós sus primores. 55

—Todos están contentos menos nosotras –murmura Petra. Y con sorda irritación exclama Pablilla: —Han pasado tres días, y Alejandro sin venir. Luego se repone y quiere fingir tranquilidad: —¡Petra de mi alma, pon flores en mi cabeza, para que no reparen que la tristeza me mata! Petra coge algunos claveles de las macetas que adornan la única reja que hay en la cueva del tío Martín, y mientras las prende en el pelo de Pablilla, el canto suena más cerca entre la algazara que promueven los acompañantes: Ni los lirios de los valles ni las rosetas tempranas tienen tan güenos colores como los d’esa zagala.

—A ver si puedes disimular, Pablilla. —No es cosa fácil, pero probaré. El grupo de mozos llegó ante la cueva, precedido de tía Micaela y un buhonero. —¡Dios te guarde, Pablilla! ¡Pero qué hermosa estás, hija! –le dijo la mujer. —Gracias, madrina; usted siempre me encuentra igual. El buhonero la saludó en son de requiebro: —Desde hoy vas a ser la reina del Ranvalle, nena; porque te casas con el mocico más arrogante que Dios ha criado. —¡Viva la novia! –gritaron los mozos. —¡No sabéis cuánto os lo agradezco! –murmuró Pablilla inclinando la cabeza. 56

—¿Y Josico? –preguntó el buhonero. —Todavía no ha venido. —Pues eso no está bien, que espere tanto la concurrencia… ¡Vamos a buscarlo!… —Por el camino de Guadix ha de venir –observó Petra. Los hombres se retiraron dando vivas a la novia y tomando por el camino que la joven les había indicado. Tía Micaela entró en la cueva para arreglar el lecho de los novios. —¡Si esta gente comprendiera mi padecer! –suspiró Pablilla cuando volvieron a quedarse solos. ¡Que la Virgen del Valle te libre de él, Petra! —¡Ya no hay remedio! —¡Pobre de mí! Aborrezco a Josico y tengo que casarme hoy mismo con él. Por detrás de la iglesia apareció cauteloso un buhonero, sucio y astroso. Al verlo, ambas jóvenes lanzaron un grito de sorpresa. —¿De veras?… ¿Es que yo no podré impedirlo?… —¡Virgen santa! –dijo aterrada Pablilla. ¡Por qué has vuelto, Alejandro!… ¡Vete en seguida, si no quieres morir! —¡Vámonos; no pierdas tiempo! —Es tarde. Te he esperado tres días mientras mis hombres andaban escampados huyendo de los civiles. Márchate enseguida; ahora están por los alrededores, y si alguno te viera estábamos perdidos! —¡Un momento de valor, Pablilla!… Don Pedro me obligó a acompañarle hasta Madrid.. ¡Date prisa!… Entre esas ramblas nos espera un criado; los caballos son buenos y saldremos volando de este país maldito, que solo alberga criminales y fieras… —¡Si ya no puede ser!… ¡Si con toda mi alma te seguiría!… ¿Oyes?… ¡Jesús, que llega gente! 57

Pablilla entró asustada en la cueva, seguida de Petra. —¡Ah, si es el señor cura! –exclamó Alejandro ofreciéndole la mano. ¡Buen susto!… —Joven –le dijo el sacerdote reconviniéndole–, no sea temerario, que nos compromete a todos. Y como hacía intento de alejarse, Alejandro le detuvo: —Óigame un momento. —¡La gente va a venir!… Pablilla me lo ha contado todo… ¿Por qué ha vuelto a esta tierra? —Ayúdeme a salvar esa criatura. —¿Sabe usted lo que me propone? —Amo a Pablilla. —No, joven; usted no puede amarla. Ni su educación, ni sus hábitos, ni el medio en que vive pueden aconsejarle ese amor con una pobre buhonera… Lo que usted siente es un capricho pasajero, inspirado por la rara hermosura de Pablilla… ¡No; es inútil que haga signos negativos!… Venza esa pasión llena de peligros, y aligere pronto, si quiere evitar una desgracia… El cura hizo alto para prestar atención: —Me parece que la gente se acerca. La voz sonora de antes volvió a cantar: Hoy se casa la perla d’estos reores, ya van a tener amo tós sus primores.

Antes de que el cura tuviera tiempo de advertir el peligro al joven, amagó otro más cercano. 58

—¡Está ya todo el acompañamiento! Era la voz terrible del tío Martín. El cura empezó a temblar. —¡Huya pronto! Alejandro quedó un momento indeciso. Luego se llevó resueltamente la mano al bolsillo. —Si no hay remedio, moriré matando. —¿Está loco?… ¿Y ella… ¿Y yo?… Dándole empujones, le entró en la iglesia antes de que apareciera el enemigo…

ii

Esteban y Martín llegaron dialogando animadamente.

—Sí señor; la Travillona me lo ha dicho. —¿Está segura la Travillona, tío Esteban? —Me ha asegurado que lo vio hace una hora en las ramblas. —Pues mejor será que no dé tantos rodeos ese señorito, porque ya está uno cansado de quitar trastos de enmedio… Si vuelve a verlo la Travillona puede decirle que se largue pronto, y que no se le ocurra aparecer por aquí. Y dirigiéndose al cura, le preguntó: —¿Y Pablilla? —Supongo que estará en la cueva. —¡Nena; nena!… ¿No sales? –gritó tío Esteban. —¿Qué quiere usted, padre? –respondió la joven saliendo. —Que ya viene el acompañamiento. ¿Estás dispuesta? —¡Pues no ve qué florido tiene el moño! –observó el tío Martín. 59

Luego reparó en el aire distraído de ella: —Oye tú ¿parece que estás muy sosa?… ¿Qué te pasa? —¿Pues qué me va a pasar? —Bueno; me haces el favor de no poner esa cara de desmayo, ¿oyes, chavala?… Ahora ve por la manta de los madroños de seda, y extiéndela aquí para recoger las joyas… —Ya está aquí –dijo Petra saliendo con ella. —¿Estabas tú ahí, primor? —Arreglando la cama con tía Micaela. Con la preocupación, Pablilla no advirtió que Petra le ofrecía la manta. El tío Martín la sacudió del brazo. —¡Oye tú; ya te he dicho que no quiero verte así! Pon cara de Pascua, y que mi Josico no te encuentre tan tonta… ¡Y por cierto que tarda mi Josico! —¿Dónde ha ido, siendo el día de su boda? –le preguntó el tío Esteban. Se largó a Guadix para comprar perlas a esta chavala y tenía ya que estar aquí, pues hace un rato le vi desde el Chorraero que venía al galope en su caballo por el Barranco Hondo. El grupo de mozos llegó en este instante anunciando que Josico venía detrás. —Irse sentando, y que acudan las mujeres –ordenó el tío Martín. Al mismo tiempo fue colocando algunas sillas al lado de la manta extendida: —Esta para Josico… Esta para Pablilla… Esta para la comadre: como ni tío Esteban ni yo tenemos mujer, será para mi prima Micaela. Petra le dijo insidiosa: —Esa es buena para usted, tío Martín… 60

—No creas eso que dicen chiquilla; pues como yo se lo oiga a cualquiera, he de arrancarle la lengua de cuajo. La gente tuvo que replegarse para dejar paso a Josico que llegaba arrogante y sonando espuelas. —Dios te guarde, Pablilla. —Adiós, Josico. —Escucha, ¿por qué no tienes los colores de siempre? Pablilla bajó los ojos. —Hazte cargo… —Es verdad. El hijo del tío Martín la contempló risueño, y sacando un envoltorio de la faja se acercó a Pablilla. —Espera que te cuelgue este collar, garbosa –le dijo desenvolviéndolo–. Son como garbanzos de gordas, y sobre tu cuello de serrana tendrán que relucir mucho más… Josico le puso el collar, y dirigiéndose al tío Martín, le dijo: —Padre: si como la vida tiene tantos entresijos, he de andar extraviado, guárdeme usted esta prenda, que quiero más que a las niñas de mis ojos. —Anda tranquilo por el mundo, y fía en el hierro de tu padre. Pablilla no pudo reprimir el llanto, pensando en su mala estrella. —¿Lloras, alma mía? –le dijo Josico–. ¡Es natural! También tengo yo el pecho oprimido… Y sacando un pañuelo rojo, se acercó a su novia: —Deja que en mi pañuelo de seda guarde esas gotas de bálsamo, por si me hicieran alguna herida curármela con tu esencia… ¡Ea, basta ya, y envía una sonrisa a tu Josico!… Tía Micaela puso un dedo en la barbilla de su ahijada, golpeándola con cariño: 61

—¡A que es preciso hacerle así como a los nenes!… —Si ya me río, madrina… —¿Estás gustosa? –le preguntó Josico. —Pues no ves cómo me río… —¿Le has puesto tú esas flores, Petrilla? —¿En qué lo conoces? –le interrogó la aludida. —En que tú has ido mucho por Castilla y están así… como a la castellana. ¿Pero muy salerosamente. —¡Basta de pláticas! –exclamó tía Micaela. Ya estamos aquí todos. Ahora, a enjoyar a la novia el que pueda y tenga voluntad. Los novios se sentaron en las sillas y los demás, hombres y mujeres, hicieron corro en torno de la manta. El tío Martín fue el primero en avanzar. —Primero un abrazo –dijo acercándose a Pablilla–. Ahora toma ese caudal. Y con el gesto de un conquistador que regalase reinos, arrojó en la manta una bolsa verde llena de dinero La tía Micaela mostró en seguida a Josico un collar que todos los ojos codiciaron. —¡Te he ganado, Josico!… Son como avellanas… Eran de mi abuela, y ya no se conoce de esto. —¡Y la fachenda de la madrina! –exclamó alborozado el tío Martín. —¡Hampón! ¿Ibas a ser tú solo? El tío Esteban fue el tercero. —Ahí va toda mi agencia… A mí me sobra con el taladro. Y arrojó en la manta otra bolsita bien repleta. El buhonero que llegó al principio capitaneando el grupo de mozos, avanzó hasta la manta, depositando un pañuelo de Manila: 62

—Para ti –dijo a Pablilla– esas siete libras de seda. Y sacando de la faja un puñal de mango bien labrado, añadió dirigiéndose a Josico: —Y para ti este albaceteño. Unos tras otros, todos los buhoneros y lañadoras fueron ofreciendo su dádiva. —Para tus dedos –decían a Pablilla los que echaban en la manta una sortija. —Para tus orejas –los que regalaban algún par de zarcillos. El último fue un anciano lleno de remiendos, que lanzó algunas monedas de cobre: —¡No puedo más, hija! yo soy un pobre; pero bien sabe Dios que quisiera darte la gloria. —Todo se agradece lo mismo, tío Pedro –le dijo el tío Martín. —Pues a recoger las joyas –ordenó la madrina–, y a mi casa en busca del refresco. —¡Al refresco; a bailar! –gritó la gente deshaciendo el corro, mientras Pablilla y Josico entraban la manta en la cueva. Viendo aquel desorden, al tío Martín le entró un violento acceso de cólera, y empezó a herir el suelo con el pie: —Quietos, que aún falta lo principal. ¿Desde cuándo se ha visto en esta tierra que dos chavales se casen sin jurar ante el rey? La gente volvió a formar aterrorizada; pero ahora en dos bandos: las mujeres a un lado; los hombres a otro. Al frente de todos pusiéronse los novios. El rey se situó en el centro, expresándose con énfasis: —Yo sé por nuestros abuelos, que España nunca se supo gobernar. Por eso tuvieron que venir los moros, y antes yo no sé quiénes más, y hace pocos años hubo que echar a los franceses, y luego vendrán otros, hasta que este país se haga más cachos que el lebrillo 63

de un lañador… Pues nuestros antepasados, que eran muy listos, se dijeron: —«Esta tierra es muy pobre y nadie la querrá: pues a vivir en estas ramblas, torrenteras y goterones, y hagamos un reino que ningún extraño lo mande…». Entonces nombraron su rey, que era el más valiente de todos. Ahora lo soy yo, y cuando yo cierre los ojos, lo será Josico, aquí presente… ¡Digo, si es que alguno de ustedes no se cree con más derecho!… El tío Martín hizo una pausa para consultar con la mirada a los hombres, y prosiguió: —Vosotros no seréis más que quincalleros, lañadores, o algo por el estilo; no tendréis más propiedad que la cueva, para no pagar tributo; las mujeres parirán a sus hijos en cualquier goterón, y así no se los reclamará la milicia; si alguno hacéis fechoría, mirar cómo, y que la justicia no tenga que ver con vosotros, y donde quiera que estéis, que nadie pueda mandaros… El tío Martín fortificó ahora la voz, para que sus palabras quedasen más presentes: —Y por último, que nadie olvide a su raza, y si alguna mujer nuestra se da con castellano, le metéis un hierro por donde no diga Jesús; la echáis a un barranco, o le desplomáis una terrera para que no vuelva a salir. El orador se encaró con los hombres: —¿Juráis cumplir esta nuestra ley? —Sí juramos –respondieron unánimes. Y dirigiéndose luego a las mujeres: —Y vosotras, ¿juráis no mezclaros nunca con los castellanos? —Sí juramos –dijeron ellas. —Tú, Pablilla, que vas a ser reina del Ranvalle, de los Montes de Granada y del Marquesado, ¿juras por las cruces de la mano, que tus hijos serán de nuestra sangre? 64

—Sí lo juro –dijo temblando Pablilla, presentando la palma de la mano. —Por último, Josico, hijo del tío Martín el quincallero, que ha plantado en el mundo más cruces que hay en un Camposanto, ¿juras por las que tienes en tu mano que vengarás todas las ofensas que hagan a tu raza. —Lo juro, padre Martín. El rey se dirigió a su hijo: —Remata pronto, y vámonos al refresco. Josico ofreció entonces una sortija a su prometida. —Ponte, nena, este anillo en el dedo del corazón. Es de plata, y tiene un huesecillo de corneja con mucha virtud… Si yo muriese, guárdame el año de luto, y no te cases con otro sin devolver este anillo a mi padre, porque hasta muerto te habría de perseguir. —Descuida, Josico –contestó Pablilla poniéndose la sortija. Él se sacó un puñal del cinto, y se lo volvió a ofrecer. —Toma ahora este puñalillo, por si tuvieras que defenderte de algún castellano. —Venga, que quizás me haga falta. El tío Martín dio por terminada la ceremonia. —Por mi parte, ya estáis casados. —¡A mi casa al refresco! –gritó alborozada la madrina–. Luego, que el cura les eche la bendición. —¡Al refresco; al refresco! –exclamaron todos disponiéndose a marchar. En este momento de confusión había entrado un chiquillo harapiento, y, acercándose a Josico, le hablaba quedo, gesticulando vivamente. Luego partió como una flecha. —Vayan a casa de la madrina, –ordenó contrariado Josico. Yo tengo que platicar un momento con mi padre y con Pablilla. 65

—Luego hablarán –exclamó un hombre. ¡Vámonos todos!… —¡Todos, todos! –repitió la concurrencia. —¿Se obedece, o no? –gritó colérico Josico avanzando hacia la gente. Sobrecogidos de sorpresa, tuvieron que retirarse lentamente.

iii

Cuando la gente hubo desaparecido, el mozo empezó a decir:

—Padre, al volver de Guadix, me tropecé en el Barranco Hondo a uno… ¡Vamos, que lo merecía!… Le hundí el puñal bien hundido, y lo eché por el tajo de los Cabrales. —¡Jesús! –gritó Pablilla, presintiendo que fuera Alejandro. El tío Martín comprendió su temor y le dijo con punzante ironía: —No te asustes, chiquilla; eso no vale la pena. —Pensé –continuó Josico que nadie me había visto; pero ese muchacho que me ha hablado dice que alguien llevó la noticia a Guadix, y que han salido otras parejas de civiles para reforzar las que andan por estos alrededores… —¡Pues no pierdas tiempo, que ya no tardarán!… Ensilla el caballo mientras yo preparo a la gente. Luego subiré al Picacho, y cuando oigas un silbido, te sales por la puerta trasera de la cueva. —Hasta la vuelta, padre. No te aflijas, hermosa. Yo volveré, y muy presto –dijo el mozo entrando en la casa. Al retirarse el tío Martín tropezó con Petra, que venía a llamarles. —¡Que la gente está esperando! —¡Poco tendrán que esperar!… Ya verás cómo trotan muy pronto… 66

—¿Qué te pasa, Pablilla? –preguntó Petra a la novia viéndola demudada. —Que me lo ha muerto, Petra; me lo ha muerto ese desalmado de Josico… ¡Y me ha dicho que volverá!… Pablilla desenvainó iracunda el puñal: —Él volverá; pero a mí me encontrará cadáver. —¿Qué vas a hacer, chiquilla? –gritó la joven arrojándose sobre su amiga–. Has jurado que ese puñal solo sería para un castellano, y a los juramentos no se puede faltar. —¡Qué lástima! –murmuró Pablilla moderando su ímpetu–. ¡Se va una tan pronto apretando bien! Pero no me faltará una cuerda, un despeñadero o un pilón muy hondo, si Josico vuelve… El cura apareció excitado en la puerta de la iglesia: —¿Sabes lo que pasa? –le dijo furioso a Pablilla. —¡Qué desgraciada soy, señor cura! –fue la contestación de ella. —¡Todos lo somos!… ¡Aquí es imposible vivir en paz!… Ese hombre nos compromete. —¿Quién.? ¿Josico?… —¡El demonio!… Alejandro, el amigo de don Pedro… ¡Tú tienes la culpa, por hacerle caso! —¿Pero no ha muerto Alejandro? —¿Estás loca? —Si yo creí que huyó y que Josico lo había asesinado. —Alejandro está aquí, escondido en la iglesia; pero me figuro que no saldrá vivo si se empeña en hacer locuras, y no se marcha pronto… Un largo silbido hendió el espacio. —¿Qué significa eso? –preguntó el cura alarmado. —Que Josico ha huido –contestó Pablilla–. La guardia civil anda otra vez por los contornos buscándole. 67

A lo lejos se oyó vivo griterío, y dominando el tumulto, la voz potente e imperiosa del tío Martín dando órdenes. Dos rápidas detonaciones de fusil impusieron súbito silencio entre la multitud distante. —¡Malo! –sentenció Petra–. ¡Hoy tenemos zambra! A los primeros disparos sucedieron otros. —De la guardia civil –dijo el cura–. ¡Dios quiera que Josico!… Por detrás de la cueva se oyeron carreras de hombres. Cinco minutos después aparecieron el tío Martín, el padre de Pablilla y algunos mozos. —¡Por vida del diablo! –bramaba el rey–. ¡A mi Josico le han dado un balazo! Y dirigiéndose a un mozo le ordenó: —Prepárame tu jaco, y marcha con esos otros perros, que hoy vamos a probar la sangre del Marquesado. El tío Martín se precipitó en la cueva, saliendo al momento provisto de carabina y canana, y recomendando al tío Esteban: —Aquí se queda usted para guardar esto… Adiós señor cura. ¡Adiós, nenas! Hasta la vuelta, si no me matan. El balazo de Josico sumió a Pablilla en honda preocupación. ¿Qué iba a hacer? —No te aflijas, chiquilla –le dijo su padre–, nosotros somos más duros que el hierro… ¿Qué pasa, tío Pedro? –preguntó a un viejo que llegaba sudando. —¿Y el tío Martín?… —Acaba de salir con su carabina. —¡Mala la lleva Josico! ¿saben?… —¿Le han atinado?… 68

—Sí, señor. La herida debe ser en el cuello; pues le vimos apretárselo con un pañuelo, y cuando llegó al Golizno le vimos caer de cabeza y al caballo seguir como loco. —¿Habrá muerto? –interrogó —Resignación, hija –le aconsejó el viejo. Más pronto o más tarde, todos hemos de morir… —Vamos al Cerrillo, tío Pedro, a ver si divisamos algo –propuso exasperado el tío Esteban. —Yo os acompañaré –dijo el cura. —Y yo –añadió Petra. —No; quédate con mi Pablilla, y no os asoméis que hay peligro… Los hombres se alejaron a buen paso, para inquirir lo que ocurría en torno. Pablilla abrazó a su amiga. —Petra; aunque procuro aparentar que tengo pena, me rebosa la alegría por todas partes. —¿Y qué piensa hacer ahora? —Marcharme con Alejandro, y ocurra lo que quiera. —¡Guarda que hay mucho peligro!… Todos los alrededores estarán tomados. —Pues moriremos juntos, y sea lo que Dios mande. Y acercándose resueltamente a la puerta de la iglesia, llamó a Alejandro. —¿Me llamas Pablilla? –dijo él saliendo. —Sí, estoy dispuesta a huir contigo. —¡Ah, te decides!… —Con una condición: que mientras pasa un año, no has de allegarte a mí. —¡No te comprendo, Pablilla! 69

—Te creí más despierto. —Figúrate que antes del año decido casarme contigo. —¡Si eso no puede ser!… Todas nosotras guardamos al novio un año el luto, y a quien falta el juramento se le presenta el difunto. Alejandro soltó la carcajada al oír la ingenua observación de ella. —¡Bah, no creas esas cosas!… —¡Pues sí que lo creo!… ¡Así que no se han presentado a otras!… ¡No te burles, Alejandro! —¡Ea, dame un abrazo y vámonos pronto. Pablilla retrocedió asustada: —¡No, no!… Y luego… mientras no devuelva esta sortija que me regaló Josico… —¡Dámela! –le dijo impaciente. —¿Para qué la quieres? —Para tirarla. Y ella le replicó medrosa: —¿Sabes tú lo que quieres hacer?… Mientras no la devuelva, yo no puedo ser de otro hombre. —Déjate de supersticiones, mujer. —Tú te burlas y así no puedo seguirte… Prefiero quedarme entre mis hombres y casarme con otro, a seguirte a ti y que se me presente el muerto… —¡Por Dios, Pablilla, que el tiempo pasa!… Por un juramento, que no quede… Pablilla le pidió suplicante: —Pues promete en presencia de la Virgen que me dejarás guardar el año de luto… ¡Qué idea, Alejandro!… Vamos; tú jurarás ante ella, y yo le pondré en un dedo la sortija de Josico, para que la vean y se la entreguen al tío Martín… 70

—Sea, Pablilla; pero despachemos al momento y huyamos a la carrera. —No temas, Alejandro –le dijo mimosa Pablilla, dirigiéndose a la iglesia–. El corazón no me da nada malo, y mi corazón es muy sentido, y me avisa las desgracias…. ¡Y ahora estoy tan contenta!… ¡Es que te tengo un querer tan grande!… Petra los miró alejarse, y moviendo la cabeza, murmuró sentenciosa: —¡Permita Dios que ese querer no sea la causa de tu perdición!… Y como oyese pasos, salió a ver quién se acercaba. —¿No dije?… ¡El tío Esteban!… ¿Y cómo me las gobierno yo para salvarlos? —¡Qué desastre, Petrilla! –exclamó él viejo, acercándose con el cura…– Tío Martín llegó al Gollizno y lo vimos arrodillarse al lado de Josico. De fijo que la bala le mató. —¿Y los civiles? –preguntó la muchacha. —Al encontrar tanta gente guardando las terreras, han tenido que retirarse por el camino de Guadix… ¿Y mi nena?… Petra se sintió confusa. —No sé… Yo he salido ahora mismo de la cueva… Quizás haya ido a casa de su madrina en busca de noticias… —Pues voy a verla, para irla previniendo. Petra respiró, creyendo conjurado el peligro; pero su trastorno aumentó en seguida cuando vio aparecer al tío Pedro que venía rebosando de júbilo. —¡Los civiles se han marchado –dijo deteniendo al tío Esteban– y Josico viene detrás con su padre!… —¿Y el balazo?… —Parece que ha sido poca cosa… ¡Mírelos aquí!… 71

—¡Ya estamos de vuelta, tío Esteban! –gritó Josico, que venía delante con su pañuelo rojo por el cuello. —¿Y la herida, muchacho? —¡Bah; la caída, que me dejó sin sentido, fue peor que la bala! En la puerta de la iglesia aparecieron súbitamente Alejandro y Pablilla. El primero, que venía delante, se quedó suspenso. Ella salía diciendo: —Vámonos en seguida; pudieran volver… Y la sangre se le heló al ver a su novio. Con los ojos dilatados y las carnes temblando, apenas pudo articular un —¡Josico!… —El mismo –afirmó el nombrado, paseando su mirada de Pablilla a Alejandro, sin darse cabal cuenta de la relación que pudiera existir entre ella y él… El tío Martín avanzó amenazador hacia la pareja: —¿Creías que había muerto, y ya pensabas en sustituirle con este señorito?… Pablilla retrocedió espantada. Alejandro empuñó el revólver para pagar cara su vida, y exclamó apuntando a Josico: —¡Vive Dios, ahora veremos si se escapa! El tío Martín cayó sobre él y detrás el tío Esteban. El proyectil cruzó silbando entre la gente, clavándose en la cueva frontera. —¿Qué daño le he hecho yo, señorito? –le preguntó Josico con torva y fingida humildad, quitándole el arma. —Matadme pronto, miserables –rugió Alejandro forcejeando contra sus aprehensores. Josico respondió: —Somos muchos para un pajarillo… Y viendo que Pablilla sacaba el puñal, la cogió del brazo: 72

—¿Qué te sacas de ahí, mi vida?… ¿Para eso te lo regalé hace un rato? —Mátanos a los dos –gritó ella, viéndose tan fácilmente desarmada. —De eso ya hablaremos… Y dirigiéndose a su padre, le recomendó: —Padre: llévese a esta chiquilla, y preparen la fiesta, que yo he de ajustar cuentas con este castellano, y acudo en seguida; pues he de trasponer, por si vienen los civiles, antes de ponerse el sol. El tío Pedro y otro buhonero cogieron de los brazos a Pablilla, que forcejeaba obstinadamente. —Hecha pedazos me tendréis que llevar. Y al lado suyo bramaba Alejandro luchando a brazo partido con los otros hombres. —¡Criminales!… Queréis el amor a la fuerza. —¡Calla, o te hago callar! –le amenazó el rey desenvainando el puñal. —Si sois tan valientes, ¿por qué os juntáis tantos contra mí?… Josico sintió renacer su orgullo de majo, y gritó con imperio: —¡Soltadlo!… Nos podemos ver cara a cara, y si me la ganas, para ti, ¡so castellano! —¡Si esa mujer no te quiere! —Mejor. El querer a fuerza de hierro es más sabroso. Yo domaré a esa fiera, cuando de ella esté harto, irá a donde fue Anita… ¡Soltadlo y basta de pláticas! —¡Pero no me sueltan!… Josico alejó a puñetazos a los que no le obedecían, y cuando vio libre a su rival, le arrojó el puñal que había quitado a Pablilla. El tío Martín miró a sus hombres, invitándoles a atacar: 73

—¡Vamos con el castellano, muchachos! Su hijo se le interpuso decisivo: —¡Quieto, padre!… Para este mozo me basto yo solo. El viejo pretendió separarlo sombrío: —Esas majezas las guardas para el presidio, donde las has aprendido… ¡Vamos con él!… Josico dio un salto atrás, y blandiendo el arma con ágil ímpetu, exclamó: —¡El que dé un paso, aunque sea mi padre, le parto el corazón en dos mitades!… El gesto era tan violento, que los hombres arredraron con temor. Sin soltar su puñal, el rey se dejó caer en el poyo de su cueva, mirando a Alejandro rencorosamente. —¡Formad corro! –volvió a decir Josico. Y encarándose con Pablilla le indicó la iglesia. —¡Anda y reza por el alma de un hombre que ahora mismo va a morir por ti!… —¡Eso no puede ser, –gritó el tío Martín incorporándose. Una puñalada y se remató! Pero una mirada de su hijo volvió a clavarlo en el poyo. Josico hizo un signo a su rival para que se apercibiese a la defensa. Luego se encogió como un tigre, lanzando una ronca guturación. —¡Las mujeres se ganan aquí por el «jierro!». Y se precipitó furibundo sobre Alejandro. Este eludió el golpe; avanzó rápido, y cogiendo el brazo de su enemigo, que volvía a alzarse para descargar, gritó arrebatado: —¡Por el «jierro!». —¡Jesús! –exclamó Josico llevándose las manos al corazón. Y el corro de hombres lanzó esta otra exclamación: 74

—¡Qué «puñalá!». El tío Martín hizo intentos de arremeter; pero viendo a su hijo debatiéndose en la agonía, le faltaron las fuerzas y volvió a desplomarse en el banco. Violento, inyectos los ojos, Alejandro esperó la acometida de la turba con el puñal manchado; pero aquella escena trágica había inmovilizado de terror a los testigos… Aprovechándose del pánico, dio dos saltos, cogió de la mano a Pablilla, que desde un ángulo de la iglesia había asistido al combate, y le dijo: —¡Pronto!… ¡Vámonos de aquí!… Cuando el tío Martín y sus hombres quisieron darse cuenta de la desaparición, Alejandro y la buhonera galopaban ya por el camino de Guadix.

75

TERCER A PARTE

i

E

l tiempo había aportado el cansancio. Pablilla, que en las primeras semanas del rapto había sido para Alejandro un motivo de vanidad personal, se convertía ahora en insoportable estorbo, que hacía fracasar todos sus propósitos en Madrid. La hija del Ranvalle había acudido a don Pedro como último recurso: —Todos mis esfuerzos han sido inútiles –le dijo–. Le he suplicado; me he arrodillado a sus pies. ¡Nada! —Por mí no ha de quedar –le ofreció el político–; pero desconfío de disuadirle… Hace tiempo que conozco a Alejandro, y sé que su tenacidad es sorprendente. Los riesgos que hubo de correr para arrancarte de tu tierra lo demuestran… —Es verdad; pero gracias a que cuando llegó el tío Martín con sus hombres iban ya los caballos galopando; que si no… —Pero eso nada prueba contra su arrojo… Pues bien; esa misma energía que en todo revela, me hace temer que su decisión sea irrevocable si ahora está decidido a separarse. —Pues crea usted que lo sentiré… Lo sentiré por él todavía más que por mí; pues con todo su valor y energía… —¡Qué!… —¡Nada!… Entonces yo sí sé lo que pasará… 76

Don Pedro quiso quitar importancia al caso. —¡Bah; después de todo el daño no fue mucho, puesto que escapasteis con bien de aquella aventura!… Y Alejandro… aunque la separación sobreviniese… ¡Vamos, no te dejaría carecer de nada! —¿Y cree usted –exclamó ella con altanería– que a una mujer de mi raza se la puede traer y llevar donde un hombre quiera y abandonarla luego como cualquier cosa? —No justifico la conducta de Alejandro; si yo también la juzgo reprensible. Hablo en el caso de no poderle disuadir. —Pues si ese caso llega, Pablilla sabe lo que ha de hacer. ¡Yo moriré de fijo; pero nadie salvará a Alejandro! —Vamos, Pablilla, no pienses en inútiles venganzas, y date mejor cuenta de tu situación… Mira, Alejandro es joven, es calavera… ¿Qué fue sino una calaverada el traerte de aquel desierto?… Pero también tiene grandes ambiciones… —No soy yo, sino él mismo quien tenía que haber pensado todo eso antes de hacerme romper con mi gente… Ya le pregunté que cuándo iba a olvidarme, y me juró que nunca; y si ustedes están hechos a faltar a los juramentos, eso no se puede hacer entre nosotros… —¿Y si yo interviniese?… —¡Si es lo que le pido, don Pedro! —No me refiero a él… Le hablaré en cuanto llegue; pero si a mí tampoco me escuchase, podría interceder con el tío Martín. —¡Para qué! —Para que perdone tu ligereza; para que puedas volver al Ranvalle… Pablilla sonrió torvamente: —¡Eso es imposible!… ¡Usted no conoce a mis hombres ni me conoce a mí!… 77

—¿Y qué piensas hacer? —Si Alejandro me deja, iré en busca de mi padre… El invierno ya ha entrado, y no estará en el Ranvalle; pero no importa; yo le encontraré. Nosotras también vamos solas por España vendiendo quincalla, y más pronto o más tarde, lo encontraré. Mi gente tiene muchas cruces, y en ellas siempre hay alguien de la raza con señas de los demás. La más próxima de Madrid está en Talavera, y allí me encaminaré, aunque sea pidiendo limosna. En cuanto me encuentre alguno de ellos, quizás él mismo me castigue por haberles hecho traición; pero antes le diré que Alejandro me ha engañado y él se lo dirá, a otros, y toda mi gente lo sabrá, y donde haya alguno de mi casta, allí habrá un enemigo mortal de Alejandro… Quizás no me mate si cree que la justicia puede echarle mano, y entonces me dirá por qué sitio anda mi padre. Si tomó hacia el reino de Valencia, en San Felipe encontraré algún quincallero o lañador que me guíe; si subió por Aragón, en Calatayud tenemos nuestra cruz; si se fue a Extremadura, en Zafra tenemos otra; y por donde quiera que vaya les hablaré de Alejandro, hasta que alguno me mate en mitad de un camino, o yo encuentre a mi padre… ¡Ya lo sabe, don Pedro: yo he faltado a mi raza, y no podré salvarme yendo por el mundo; pero mi venganza será tan cabal, que ni mi raza misma podrá dejar de vengarme!… La nerviosa vibración de un timbre interrumpió a Pablilla. —¿Será él? –preguntó sobresaltada al político. —A nadie espero, si no es a Alejandro. —¡Háblele, por Dios, y procure convencerle! —Tú misma juzgarás. —Sí; pero no aquí –dijo mirando alrededor–. Quiero esconderme, para que le hable con más libertad… ¡Dígale que le quiero; 78

dígale que no encienda más mis celos!… Dígale. Si no le escuchase, le suplicaría yo por última vez; la última… ¡Y entonces!… La proximidad de unos pasos la obligó a correr y esconderse por una puerta próxima.

ii

A lejandro entró preocupado, y dejándose, caer en un sillón, mur-

muró sordamente: —El infierno no sería peor que esta vida. —¿Qué te pasa, Alejandro? –le preguntó don Pedro. —A todas partes me sigue esa mujer como una maldición. —Es que te ama. —¡Me ama! –exclamó apretando los dientes–. Me ama, y desde que llegamos a Madrid no puedo gozar ni un momento de reposo… Me ama; pero a todas horas me amenaza, y en todas partes me promueve escándalos. —Fue un capricho temerario, que ahora pagas caro, por no seguir mi consejo… Cuando pretendiste volver de Guadix en busca de Pablilla, me opuse porque el tío Martín lo sabía todo, y quise ahorrarte un conflicto… ¿Quién te aconsejó recomenzar una aventura que podía ser causa de tu desgracia? ¡La vanidad, Alejandro; tu vanidad de triunfador!… Un tipo tan raro como el de Pablilla y una aventura como la del Ranvalle, eran para que el Madrid ligero y calavera te tuviera envidia… ¿Verdad, Alejandro?… ¿Y qué piensas hacer ahora? —¡No lo sé! Desde luego, separarme por cualquier medio de esa mujer arisca que me compromete y pone en ridículo. —¿Lo has pensado bien? 79

—Sin duda. Me marcharé una temporada a París; huiré a cualquier parte para verme libre de su presencia. —¿Supones que así te verás libre? —Menos lo estaré aquí, amenazándome siempre con sus celos, e invocando venganzas de su raza… ¡Usted no la conoce; don Pedro!… Las Furias no serían más implacables… Es un alma lóbrega, hecha de pasión vengativa y salvaje, y cuando amenaza, sus ojos parecen brasas del infierno… ¡Y si al menos sintiese el cansancio,… Pero no hay fatiga, ni comedimiento en esa naturaleza terrible, que ni el consejo ni el rigor pueden domar… ¡Tan fogosa es, que unas veces la admiro y otras la temo!…; en su sangre no solo está el sol ardiente del Ranvalle; por ella también corre el veneno de la superstición que debieron transmitirle los extraños antepasados de esa raza misteriosa. De la superstición saca toda su fuerza Pablilla; por ella sigue casta y fiel al año de luto que le impuso la muerte de Josico; por la superstición me exige que observe la palabra que le dí de nunca abandonarla; ella le inspira el calor con que me maldice en nombre de su raza… Don Pedro permaneció un momento meditativo. —¡No sé qué aconsejarte, Alejandro! Tu capricho se ha vuelto repulsión, y así no es posible entenderse. Solo presiento que si abandonas a Pablilla, no por eso cesará el conflicto. Con esas mujeres tan apasionadas no es fácil jugar. —¿Y seguir así? ¿Cree usted que es posible soportar un acoso incesante, sin reparar en las personas ni en el lugar?… ¡Imposible; imposible!… Acúseme usted de ligero; dígame que fue locura el ir a aquellos países asolados para cazar a una fiera con riesgo de la vida… ¡Todo es cierto! pero no lo es menos que el vivir así resulta insoportable, y es una inducción continua al crimen o al suicidio. 80

—No creo que la violencia pueda eximirte de Pablilla; quizá la benevolencia modifique su carácter… ¿Quién sabe?… Esas mujeres de la Naturaleza, que no están suavizadas por la civilización, son tan extremosas en el amor como en el odio, y lo mismo pueden llegar al sacrificio que a la venganza… Tal vez la atracción la haga sumisa. —En el Ranvalle, sí; en una aldea donde apenas exista relación con el mundo, también. Pero en una ciudad, es imposible… Todo estimula aquí sus celos; hasta la simple amistad… ¡No! no puedo vivir más tiempo así, y estoy decidido a romper de una con esa mujer salvaje, que no se da cuenta de su situación ni de la mía. —¡Piénsalo antes, Alejandro; pudieras arrepentirte! —Lo tengo decidido, y ocurra después lo que quiera. Eso será lo menos malo; pues de seguir como ahora… ¡No sé! pero creo que la mataría en un rapto de locura. —¡Pues mátame! –oyó Alejandro decir a su espalda. Al volver la cabeza, el joven se encontró a Pablilla, que le miraba con calma. —Después de todo –continuó ella–, es lo mejor que puedes hacer para verte libre de mí. El tono indicaba resignación; pero un leve temblor nervioso contraía sus labios. Alejandro no pudo reparar en él. Sospechando una emboscada, se volvió hacia don Pedro: —¿Qué quiere decir esto?… Ella no dio tiempo de responder al anciano: —Nada; es que he venido a pedirle su ayuda para que no me abandonases, y si me he escondido cuando tú entrabas, fue para darte más libertad. ¿Conque quieres matarme?… Bueno, pues mátame. —Dejémonos de escándalos, Pablilla, y escojamos el camino que mejor nos conviene a los dos –le dijo él conciliador. 81

Y ella le respondió malvelando la ironía: —Tú dirás cuál es. —La separación amistosa… —¿Y nada más? —Nada más. Pide de mí cuanto quieras, que no seré tacaño. Yo te saqué de tu tierra, y esto me impone ciertos deberes… ¡Lo que tú quieras, Pablilla!… Ahora y siempre; pero déjame en libertad. —Para ti la libertad y para mí el abandono por algunas monedas, ¿verdad?… La cólera centelleó en sus ojos. Ya iba a estallar, cuando la cólera se resolvió en ternura: —¡No; eso no, Alejandro!… ¡Si me muero por ti!… Por ti huí de mi gente, sabiendo que nunca me perdonaría. ¿Y quieres abandonar a la pobre buhonera?… ¡Si Madrid sería para mí lo que para ti el Ranvalle: un desierto donde me moriría de tristeza! No, Alejandro, no me eches… ¿Querías matarme? Pues mátame, por Dios; pero no me dejes… Alejandro hizo un gesto de cansancio. —Siempre igual: primero el arrebato de amor; luego el acceso de la cólera. ¡Te conozco bien, Pablilla! Y entre iracunda y apasionada, le decía ella: —¿Que me conoces? Te engañas… ¡Si supieras cuánto te quiero; cuánto te odio! ¡Por ti moriría yo cien veces, asesinada por mis hombres; arrojada como Anita, al tajo del Chorraero!… ¡Por ti sería criminal; porque no fueses de otra, llegaría a matarte!… Si te lo dije cuando era tiempo: «¡Márchate; olvídame antes de jurar que me amas, y si me lo juras, no provoques nunca el odio de una buhonera!». —¡Siempre lo mismo! –repitió Alejandro paseando agitado. 82

Luego se paró en firme y dijo con resolución: —Es preciso que decidamos pronto, Pablilla. Yo no puedo vivir a todas horas bajo el azote de tus celos. —¿Y yo? ¿Cómo voy a vivir yo? —Te he propuesto una fórmula de transacción. —¿El abandono por dinero?… Ya ves cómo no conoces a Pablilla. ¡Jamás! —No puedo hacer otra cosa. —Piénsalo antes. —Está pensado. —¡Que te arrepentirás! —No. —Por última vez… —¡Hemos concluido –exclamó Alejandro intentando retirarse–. Si no quieres entenderte conmigo, don Pedro te entregará lo que necesites. —¡Espera! –gritó ella enjugándose las lágrimas y reteniéndole con vigor–. ¡Espera! ¡Todavía no hemos concluido; pero concluiremos presto!… ¡Muy presto!… ¡En seguida!… Y mientras decía, iba quitándose de los dedos las abundantes sortijas de falsa pedrería con que se adornan las mujeres de su raza. —¡Qué haces, mujer! –le dijo él alarmado. —¿No querías concluir?… Ya estamos concluyendo… Los anillos iban saliendo de los dedos y rebotando con furor en la mesa de don Pedro. Algunos daban a Alejandro. Este pretendió cogerla de las manos. —¡Es tarde! –le dijo ella rechazándole… ¡Ya hemos concluido… ¡Adiós, don Pedro!… 83

Pablilla se retiró arrogante y precipitada. Al llegar a la puerta, se volvió un momento para mirar a Alejandro con aire de reto, y traspirando de coraje le amenazó: —¡Anda y dile al cura que doblen las campanas a difunto!…

iii

Aquella incomprensible escena había dejado atónito a don Pedro.

Indicando las sortijas desparramadas por la mesa y por el suelo, preguntó a Alejandro: —¿Pero qué es esto?… ¿Qué significa esta escena? Alejandro no le oyó. Con los ojos estupefactos miraba a la puerta por donde acababa de salir Pablilla. Luego se dejó caer en un sillón, y como absorto en una idea fija, murmuró: —¡Perdido! ¡Estoy perdido! —¿Qué ha ocurrido aquí, Alejandro? –volvió a preguntarle don Pedro. Y como ahora tampoco le oyera, prosiguió el joven con el mismo tono: —¡No he tenido tiempo de conocer todo el rencor de esa gente; pero sí el necesario para saber ahora la venganza que me espera! Don Pedro tuvo que tocarle en el hombro: —¿Quieres explicarte? —¡Usted no sabe lo que esa mujer ha hecho! —¿Y estas sortijas?… —Esas falsas joyas de que ella no había querido desprenderse nunca, son mi sentencia de muerte. 84

—Sigo sin comprender nada… —En las mujeres de esa raza supersticiosa, quitarse los anillos significa declarar la guerra: una guerra odiosa e implacable, que cuesta siempre la vida al adversario… Quitarse los anillos, es invocar la solidaridad de la sangre, que nadie puede eludir… Hombres, y mujeres serán desde ahora mis enemigos; y todos estarán obligados a odiarme y asesinarme donde me encuentren. —Busca protección en la justicia… Aléjate de aquí… —Lo intentaré; pero creo que todo será inútil… Es gente que sabe esperar; que va por todas partes sin despertar recelos de las autoridades con gesto indiferente, pero con el rencor en el pecho, y que nunca asesta sus golpes en vago… ¡No hay peor enemigo que ese: al que la tribu condena, está perdido! —¿Y por qué no buscar a Pablilla?… —¡Buscarla!… ¿No le ha oído decir a ella misma que es tarde?… Esas mujeres pueden amenazar y olvidar la amenaza; lo que no pueden es volver a sus dedos los anillos que arrojan al adversario. Por eso pasan generaciones enteras sin que ninguna se despoje de esos adornos; y cuando alguna lo ha hecho, toda la raza ha quedado obligada a la venganza… ¡Y Pablilla se venga ahora de mí!… ¡Contra mí se ha quitado ahora esa ruin hojalatería! Aunque la preocupación y el temor estuviesen bien patentes en el rostro de Alejandro, don Pedro no podía dar crédito a las cosas que el joven le contaba, y con acento incrédulo le dijo: —¡Óyeme, Alejandro!… ¿No habrá exageración en todo eso?… Él movió tristemente la cabeza. —¡Ojalá que la hubiese!… Pero usted verá, don Pedro; usted verá… Y estremeciéndose con súbita rabia, exclamó: 85

—¡Si al menos me atacasen frente a frente, como Josico!… Pero el gesto de Josico no es el gesto de ellos… Aquel rasgo de guapeza lo había aprendido en el presidio, donde aún quedan ciertas leyes de caballería, que su horda desconoce. Y otra vez le invadió el desánimo, reconociendo su impotencia para resistir. —Usted verá, don Pedro, cómo muero por la espalda, cuando menos lo piense… ¡Podré vivir una semana; quizás viva un mes; tal vez un año; pero mi corazón dobla a difunto antes que la campana!…

86

Epílogo

¿Historia absurda? Sin embargo, todavía vive –y yo pudiera revelar su nombre– el juez que dos meses después tuvo que proceder al levantamiento del cadáver de Alejandro en un pueblo de la provincia de Jaén, adonde fue a refugiarse. El puñal le había entrado por la espalda, partiéndole el corazón. Todas las pesquisas realizadas para descubrir al criminal fueron inútiles. De Pablilla no ha vuelto a saberse nada. ¿Murió también?

87

En el reino de los idiotas. Histor i a de un rey sin cabeza

É

rase una reina que, para honra de Dios y felicidad de su pueblo, dio a luz un niño. El muchacho nació deformado de cuerpo, pero vivo y alegre, a juzgar por los gestos que hacía con pies y manos. Desgraciadamente había venido al mundo sin cabeza y esto contristó a su augusta madre. —¿Qué voy a hacer con él? –se preguntó–. ¿Cómo repararé esta desgracia? Con gran sigilo llamó a su confesor y consejero, el sabio y virtuoso P. Sión de Siónides para consultarle el inaudito caso. Lejos de retroceder asustado al ver un niño sin cabeza el P. Sión de Siónides vertió lágrimas de enternecimiento, se santiguó devotamente y prosternándose ante la imagen del Sagrado Corazón, exclamó contrito. —¡Bendito y alabado seas, Rey de los Reyes, que me permites ver antes de morir a un verdadero rey! ¡Gracias te doy, Señor mío, de que te hayas dignado conceder tal prodigio a mi patria adorada! Hasta ahora habíamos visto reyes de todas clases: unos que tenían poco cerebro; otros que no tenían poco ni mucho pero, cuando menos, ostentaban cabeza, mientras que este tierno vástago de la raza privilegiada ha nacido completamente descabezado­… Me 91

permito decir a vuestra majestad que en vez de gemir debe de alegrarse; pues lo que precisamente necesitábamos era un rey sin cabeza… La reina, que creía a pies juntillas todo lo que aseguraba su sabio y virtuoso confesor, también le dio crédito ahora; pero como no carecía de sentido estético, le dijo entristecida: —¿Pero, no estará feo sin cabeza? El Padre Sión de Siónides la tranquilizó: —¿Y qué necesidad tenemos de la cabeza? ¿Para qué nos sirve? La cabeza es un prejuicio… Consultad a vuestros mismos enemigos, a los naturalistas impíos, a los darwinistas peligrosos, y os dirán que la cabeza sólo es un desarrollo exagerado de las vértebras del cuello. ¿Para qué quiere un rey ningún desarrollo exagerado del cuello? —Pero, ¿si carece de cabeza, dónde llevará la corona? El sabio consejero sonrió bondadosamente. —Bastaría un simple decreto de vuestra majestad para que la llevase a la espalda, como diariamente vemos a los niños llevar sus gorras y sombreros… Sin embargo se me ocurre una idea de fácil ejecución. Y dirigiéndose a un gentilhombre, le ordenó que trajese del próximo salón de peinado, un maniquí de los que colocan en el escaparate para exponer las pelucas. En seguida hizo venir al célebre pintor Soroca. —Gracias a su pincel maravilloso, hará del maniquí el más hermoso hijo de reyes que conoció la tierra. Soroca llegó, y ¡pif! ¡paf!, en un dos por tres, realizó un verdadero milagro con la cabeza de madera que había de servir al rey: sus ojos se movían, su boca hablaba… A la reina le entraron deseos de comérselo a besos, y ella misma llamó al médico de Palacio, que 92

cogió el maniquí, lo adaptó al cuello del niño, lo pegó, lo cosió tan hábilmente, que ni los puntos de sutura se conocían. La reina premió generosamente a los que habían intervenido en la operación. Al Padre Sión de Siónides se decoró con la alta orden del Borrego Colgado y además le regaló un castillo, una mitra, un par de tirantes con los retratos del rey y de la reina y los hábitos de Patriarca de Siónida. Al gentilhombre que llevó el maniquí de la peluquería, le hicieron conde de la Buena-Ayuda, par y grande del Reino de los Idiotas, y le concedieron uno de los más productivos monopolios del país. En cuanto al cirujano y a Soroca, recibieron del Eunuco Mayor una pieza equivalente a un duro de nuestra moneda. El Jefe Superior de policía hízoles luego conducir a su presencia, bien custodiados por una pareja de sabuesos, y les advirtió, con el dedo en alto: —¡Mucho ojo, eh!… Al que diga una palabra de lo ocurrido lo deslomaré a palos y ya no volverá a ver la luz… ¡Media vuelta!… ¡Marchen!… Así se recompensaba allí al arte y a la ciencia. El rey creció, su cabeza postiza creció también, y los señores de la corte se extasiaban al verle: —¡Es el retrato de su madre! —¡No; el de su padre! —¡El de los dos! —¡Y qué majestad! —¡Naturalmente, como rey e hijo de reyes! Nadie advirtió en el reino que la cabeza que el rey llevaba sobre los hombros era postiza. La reina guardó el secreto, y con el tiempo no sólo llegó a forjarse la ilusión de que su hijo estaba formado a imagen y semejanza de Dios, sino también que su cabeza era auténtica y hasta llena de talento… 93

El niño se hizo hombre, lo coronaron, se casó, como suelen hacer todos los reyes. Luego vivió, reinó, oprimió a sus súbditos; percibió los impuestos, declaró la guerra, anduvo de fiesta en juerga. En fin, hizo lo que todos los reyes. Sólo tenía el sentimiento de no poder vivir en buen acuerdo con su cabeza. Como no había estudiado anatomía, ni sintió nunca la necesidad de reflexionar, jamás pudo comprender de qué le servía aquel anejo inútil que le pesaba diez libras y había de llevar a todas horas sobre los hombros. No pudiéndoselo quitar ni hacerlo transportar por un ayudante en una bandeja de oro, murmuraba y se quejaba: —¡Y aún dirán esos cretinos de súbditos que los reyes no hacemos nada ni nos ganamos el pan que comemos! Algunas veces hasta se permitía filosofar: —Los volterianos afirman que en la naturaleza todo tiene un fin y se somete a la ley de la adaptación. ¡Imbéciles! ¡Embusteros! Si la naturaleza se preocupase de nosotros, como es su deber, los reyes deberíamos venir al mundo –conforme a las leyes de la adaptación– con grandes bolsillos que pudieran contener muchos millones. ¿Pero que estamos viendo en el Reino de los Idiotas? Los siglos se suceden, una dinastía real sucede a otra, y, sin embargo jamás nos salen los bolsillos naturales, que tanta falta nos hacen, y es preciso que sigamos encargándoselos al sastre. En cambio, montada sobre la espalda llevamos una pesada calabaza rellena de no sé qué. ¿Para qué, decidme?… Oyendo estas divagaciones de su poseedor, dijo la cabeza apretando los dientes: —¡Imbécil! El rey contestó: —Ten cuidado y aprende a llamarme Majestad, si no quieres que te envíe al presidio de Ocagna. ¿Oyes, habladora? 94

Al mismo tiempo le asestó dos pares de puñetazos. La cabeza empezó a gemir: —¡Dios mío; Dios mío! ¿Y es posible que este idiota tenga en sus manos tantos millones de vidas humanas? —¿Pues dónde quieres que las tenga? ¿Desearías que te confiase a ti tan gran población? ¡Aún no has llegado a tanto! Las manos aún sirven de algo. Con ellas puedo sostener el cetro para aporrearte de firme si me molestas, o para jugar al «lawn-tennis» con mi mujer; sin las manos no podría cazar conejos ni tirar al pichón; con ellas firmo las sentencias de muerte… ¡Ah, las manos son un instrumento de gran importancia! ¿pero tú?… ¿Para qué sirves tú?… —Para pensar y reflexionar antes de firmar una sentencia de muerte. —¡Ja, ja!… Reflexionar… Pertenezco a una dinastía demasiado insigne para eso. Y después de guardar un rato de silencio, prosiguió enojado: —Y a todo esto ¿por qué me hablas así? ¿Estás segura tú misma de tener un cerebro para pensar? La cabeza se ruborizó al recordar su origen. El rey se animó con esta victoria y quiso burlarse de ella: —Tendré que prescindir de ti, ya que sólo de estorbo me sirves. Todavía si tuviese que prescindir de los pies, podría preocuparme. Los pies me son indispensables para la marcha. ¡Uno, dos; uno, dos!…¡Derecha!… ¡Media vuelta!… ¡Marchen!… Sin los pies no podría montar a caballo para pasar revista. Sin ellos tampoco podría probarme el próximo uniforme que inaugure el ministro de la guerra próximo. ¿Cómo jugaría al «foot-ball» sin los pies? Convéncete de que los pies son una máquina magnífica. ¿Y tú?… ¿De qué me sirves tú? Sin ti me casé; sin ti nace cada nueve meses un niño, 95

y aún más si viene a pelo, sin ti digiero, sin ti firmo decretos y doy audiencias. ¿De qué sirves tú, estorbo? La cabeza exclamó altanera: —A mí me han coronado. A mí me han ungido con el óleo santo. —¡Escuchen la orgullosa, por una sola vez que se ha hecho visible! Basta con que a mí se me antoje dictar un decreto para que en vez de la cabeza, sea la espalda o el vientre lo que corone. Hasta ahora se ungían los reyes en la frente pero si yo lo deseo me untarán con el óleo en otro sitio, para ir más ligero… La cabeza le replicó: —¡Insolente! ¡Blasfemo! El rey sonrió. —…Por ejemplo, en los zancajos. Los zancajos me son más útiles que tú. Además son simbólicos: dos, como las alas del águila que vuela, y cuando oigo hablar de Revolución, es en los zancajos donde busca asilo mi alma. Y tú, ¿de qué me sirves tú? Y como cada día le moviese pendencia la cabeza, el rey se irritó, juzgándola subversiva y peligrosa. ¿Tendría que deportarla? ¿Sería mejor aprisionarla en el castillo del Monte-Judío, o en el presidio de Ocagna? Su Majestad consultó el caso con su más adicto cortesano, el cual le disuadió, no por piedad, sino por razones egoístas. La especialidad de este gran señor consistió en conducir al rey cogido de la nariz, y si perdía la cabeza ¿de dónde le cogería?… El rey transigió, pero ordenando a su cabeza que no le molestase queriendo pensar. —¡Quieres pensar, y eso es subversivo!… A los hombres que piensan los encarcelamos, los desterramos, los ahorcamos, los fusilamos. —¡Desgraciado; y qué puedo pensar yo siendo tu cabeza! ¿Y sabes acaso lo que son los pensamientos? 96

—Demasiado que lo sé, y por eso mismo no debemos pensar los reyes. Pudiéramos convencernos un día de que alguno de nuestros actos había sido injusto, y condenarnos a los remordimientos. —Eres demasiado indulgente contigo. No lo eres tanto con los demás. —¿A qué mayor suplicio podría condenarme? —¿No has oído hablar de Luis XVI? —Creo que sí. Es un rey, ¿verdad? —Un rey, querido. —¿Y dónde reina? —En ninguna parte. Hace tiempo que murió. —¿De qué murió? —Murió porque le cortaron la cabeza. —¡Pocas bromas, eh! Tú quieres asustarme. A los reyes no se les corta la cabeza. —¿Qué no? Lee la historia. —La aprendí cuando era pequeño, y ahora recuerdo esa. Sí, Luis XVI era un rey muy bueno; su pueblo le amaba mucho. Tras un brillante reinado murió tranquilamente en París, a consecuencia de una hemorragia. —¡Ya lo creo; de la hemorragia que le causó el corte de la cabeza! —¡Cállate, embustera! Mi historia dice lo contrario. —¡Sí, tu historia! La historia que enseñan a los reyes. La historia «ad usum Delphinis». Pero lo cierto es que a Luis XVI le cortaron la cabeza. El rey exclamó irritado: —¿Quién?… ¿Quién podría atreverse a matar a un rey? —Esa señora, a cuyo nombre, según decías hace un momento, el alma se te refugia en los zancajos. 97

—¿La Re-vo-lu-ción? —La Revolución, querido. El rey le cerró la boca con la mano. —¡No me la nombres, sobre todo de noche!… Pero el rey se turbó. Aquel día no pudo dormir, y al siguiente solicitó el consejo del venerable Sión de Siónides. El imponente Patriarca de Siónida había merecido, como supremo honor de sus servicios y virtudes, que le canonizasen en vida, y había pasado a la categoría de reliquia viva, de suerte que le llevaron a Palacio en un relicario de oro conducido por dos obispos y escoltado por diez Grandes del Reino de los Idiotas. He aquí lo que el santo hombre dijo al rey: —Señor, es cierto que la hemorragia de que murió Luis XVI fue a consecuencia de haberle cortado la cabeza la Revolución –con permiso de Vuestra Majestad sea nombrada–. Pero no se preocupe Vuestra Majestad de semejante eventualidad, que en un siglo tan peligroso pudiera muy bien realizarse. El rey empezó a temblar, pero el santo Patriarca no tardó en tranquilizarle, diciendo: —Señor, ha llegado la hora de revelaros un gran secreto. Gracias a vuestra augusta madre y a nuestros humildes esfuerzos estáis garantizado contra la muerte en el patíbulo o en la guillotina. Sabed que ese pesado objeto que lleváis por cabeza no tiene ninguna relación orgánica con vuestro cuerpo y que podéis separaros de tan enojosa bola sin arriesgar la vida. Vuestra Majestad nació sin cabeza y propiamente hablando, sin cabeza ha vivido hasta aquí. No es una cabeza lo que lleváis sobre el hombro, señor, sino un maniquí de peluquería bien pintado por el célebre Soroca; de suerte que si os la cortan poco habréis perdido… 98

Al oír estas palabras, el rey se arrebató de alegría, y empuñando el cetro empezó a golpearse la cabeza al mismo tiempo que gritaba: —¡Bruta, idiota testa, y qué malos ratos me has dado! ¡Con razón quería deportarte, estúpida calabaza que te llevo tantos años sobre las espaldas!… Ya se acabó mi paciencia. Hasta hoy no me he sentido libre. Desde hoy sabrán lo que es un verdadero rey… Y cogiendo la pluma firmó diez sentencias de muerte, envió quinientos hombres a presidio, deportó a dos mil, desterró a diez mil, decretó que la Policía vigilase a todos los que en el Reino de los Idiotas supiesen leer y escribir, fundó nuevas escuelas de militares y dispuso que no se crease ninguna escuela pública, erigió en el campo de Marte, frente a su palacio, un gigantesco presidio que pudiese contener a cincuenta mil presos políticos, quitó a los magistrados el derecho de juzgar para otorgarlo a los Consejos de Guerra. —¿Qué haces, desgraciado? –le dijo un día su cabeza–. ¿No oyes la amenaza popular? —¡Déjame tranquilo, maniquí! Y siguió firmando decretos, persiguió a los profesores, fusiló a los que más se distinguían, aumentó las fuerzas de su ejército, declaró la guerra al rey de la Morería. ¡Ahorcar, fusilar, deportar era su lema! —¡Insensato, insensato! –le gritaba la cabeza. Pero ¿estás sordo? ¿No oyes el trueno de la Revolución que estremece tu palacio? ¿Pero no ves el incendio?… ¡Redoble de tambores, toque de cornetas, descargas, bombas!… El rey abrió una ventana y congestionado de cólera exclamó: —No economicéis los cartuchos. ¡Ahorcar, fusilad, deportad! —¡Loco, ciego; si nadie te oye! –clamaba la cabeza–. La Revolución te sitia… ¡Ya no tienes tiempo de huir!… Aquí está… 99

Una mujer alta e imponente, toda vestida de rojo apareció en la puerta. Sus ojos se posaron en el rey y de su mirada misteriosa salió el último juicio, el desprecio y el odio de muchos millones de hombres. El rey miró en su torno, y sólo encontró a Sión de Siónides, patriarca de Siónida y santo en vida, que lloriqueaba en su relicario de oro. Por ventanas y balcones, llegaba el viento huracanado de la multitud que gritaba: —¡A muerte! ¡A muerte! Su terror desapareció al recordar las palabras del sabio y santo Sión de Siónides. ¿Qué podría temer si su cabeza era postiza? Con fanfarrón alarde miró a la mujer roja. La Revolución le dijo con voz ensordecedora: —Sígueme. —¿Dónde; a la guillotina, al patíbulo? ¡Ja, ja! Con mucho gusto… ¿Qué te parece Sión de Siónides? El anciano, pasado en vida al estado de reliquia, sacó la nariz del relicario, y dijo con ironía: —Se figuran destruir a Vuestra Majestad cortándole la cabeza. ¡Vaya un chasco!… La mujer roja recrujió los dientes: —¡No; lo habéis calculado mal! Quédese tu cabeza sobre los hombros. La guillotina y el patíbulo son máquinas demasiado caras y complicadas para que en este momento nos entretengamos… Y abriendo la puerta pidió el concurso del pueblo. La muchedumbre se arrojó dentro como una ola irritada: —¡Cogedlo! –gritó la dama roja–. ¡Arrastradlo! Pegadle cuatro tiros en el pecho. Haced con él lo que él ha hecho antes. El rey se sintió arrastrado por vigorosas manos. Loco de terror volvió los ojos hacia el santo Patriarca, que con la nariz fuera del relicario contemplaba el arrastre. 100

—¡Sión de Siónides! ¡Sión de Siónides! ¡Socórreme! ¡Busca un remedio! ¡Sión de Siónides, que me matan!… El oráculo exclamó impotente: —¡Perdona. Chico! Me es imposible hacer nada por ti… Yo había previsto la cabeza; pero ¿quién iba a pensar en los pies?… Y escondiendo la nariz en el relicario, el santo Patriarca de Siónida se encogió, se achicó, se hizo el muerto por miedo de que a él también le tocase algo. AMFIATROFF Cuento inédito, descabezado y fusilado por M. Ciges Aparicio

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L a honra del pueblo

Manuel Ciges Aparicio1

H

an pasado veinte años desde que, al aparecer una obra de Ciges Aparicio, pudo decirse que nunca hasta entonces se había escrito en España libro más demoledor. Desde aquella fecha todo ha cambiado mucho, y el propio autor de Del Cuartel y de la guerra ha cambiado también. Mas algo perdura y sigue siendo igual en su obra literaria: su hondo sentido de humanidad, las vibrantes palpitaciones que afloran en sus páginas desde lo más profundo del corazón humano. Sus libros, hoy como ayer, siguen siendo relatos patéticos, vistos y vividos, sarta de escenas hondamente reales, dolores y miserias, realidades nunca desvirtuadas por el prurito de la exageración. Y además de su alto valor literario, se avaloran, hoy como ayer, con la protesta fecunda que de ellos brota contra vergüenzas de la vida y vitandas lacras sociales. Imposible ocuparse de los libros de Ciges sin hablar de su vida, pues los unos son capítulos de la otra. Aunque en temprana edad fue llevado a Extremadura, Ciges Aparicio nació en Enguera (­Valencia), 1.  La edición de La Novela Mundial iba precedida de este texto, sin firma, atribuible a José García Mercadal, director de la colección. 105

en 187[3]. Su existencia ha pasado por trances sobradamente amargos. Actor, y no por su gusto, en campañas guerreras (Melilla y Cuba) , relata en Del Cuartel y de la Guerra los recuerdos de la propia vida de soldado, y tan sin velaturas lo hace, con tal sinceridad que el libro resulta catapultesco; esclavo de sus ideales, y por no callarlos, entra en las mazmorras del habanero castillo de La Cabaña, y de las torturas allí vistas y sufridas base Del Cautiverio –sensacional revelación de escritor, puesta por la crítica sobre las famosas Mis prisiones, de Silvio Pellico–, que hace pensar en Dostoievski y en Casa de los muertos; recobrada la libertad, pero no la salud, marcha hospitalizado a Manresa, y en la matriz del dolor se engendra Del Hospital; hace luego periodismo republicano en Zaragoza, y de estos días agitados son reflejo las páginas Del periodismo (sic) y de la política. Tras esta serie viene El Vicario, novela espiritualista, en la que se plantean los problemas de la fe y del amor, libro un tanto falso, por no haber evitado su autor que bajo los hábitos del clérigo se colase, predicador, el periodista radical. Bajo el común epígrafe de Las Luchas de nuestros días aparecen luego Los vencedores y Los vencidos, dos novelas de luchas obreras, La Romería y Villavieja, resultando todas como páginas del diario de un testigo de nuestra vida española contemporánea, de un testigo nada impasible, sino de un inflexible enjuiciador de los atrasos, de las perfidias, de los egoísmos, de las injusticias sociales, todo esto expresado con gran fuerza descriptiva y original concepción. Trasladada su residencia a París, Ciges envía crónicas a El Imparcial, y el resto de su tiempo lo pone al servicio de una Casa editorial francesa, en la que aparecen en castellano, nuestros clásicos y modernos. La guerra cierra la Casa Michaud, y sigue Ciges haciendo crónicas, con esa preocupación por las cuestiones que agitan 106

al mundo que habrá de traerle más tarde a ocupar, en el mismo periódico y durante varios años, la rúbrica de política extranjera. A esa época de redactor de El Imparcial pertenece la inclusión de su nombre como candidato a la diputación a Cortes, y si de esa campaña no se trajo un acta, bien menguada cosa, trajo algo más preciado, una novela electoral, vergonzosamente ejemplar, El juez que perdió la conciencia, broche literario con que se cierra el periodo del antiguo régimen. «Tácito hecho novelista» le llama Cansinos Assens, con esa amplia mirada peculiar de su crítica, dice de él: «En lo fundamental de la intención –exponer los males de España, indagar sus causas y combatirlas– puede figurar Ciges Aparicio entre los hombres del 98; pero se diferencia radicalmente de ellos en el hecho esencial de que frente a la realidad española no ha sido nunca el profesor o el filósofo, sino el hombre que ha vivido esa realidad y ha tenido que luchar con ella, en circunstancias muchas veces dramáticas, y cuya literatura es como la sombra proyectada por su acción». Una etapa de la vida de Ciges estaba intacta para su obra literaria, la de su estancia en París. Mas Circe y el poeta, libro que acaba de publicarse, llena el vacío, colmándolo con triunfales alardes de un espíritu que se afirma cada vez más dominador sobre las dificultades de su arte. La misma luz de ese periodo puede decirse ilumina el ámbito de la novela corta con que hoy honramos nuestras páginas. La honra del pueblo es un relato novelesco con toda la fuerza de una comedia dramática. Es novela corta por sus dimensiones, mas tiene, en admirable síntesis, los elementos todos de una novela grande. Lo contrario de muchas novelas mal llamadas cortas que no pasan de ser cuentos alargados. El conflicto que en ella se plantea, entre el amor y el deber, Ciges Aparicio lo resuelve del único 107

modo como pueden quedar triunfantes los más sanos imperativos de la conciencia, aunque haya de ser en protesta del ambiente de afectada moralidad, donde el arte debe sufrir las restricciones de las menguadas conveniencias sociales. Ciges Aparicio recibe ahora la consagración de ver a sus obras traspasar las fronteras y aparecer en idiomas extranjeros. En 1914, cuando estalló la guerra europea, estaban a punto de aparecer en alemán dos libros suyos: Del cautiverio y Del cuartel y de la guerra. Ignora su autor que fue de tal propósito, si editor y traductor fueron otras tantas víctimas, entre las innumerables de la guerra. Ahora un escritor checoeslovaco está traduciendo a su lengua La romería.

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i

E

l pintor Julio Heredia consideró oportuno el instante de regresar al pueblo. La tía Isabel le llamaba. El primo Pedro decíale en sus postreras cartas que la zahareña Carmen bajaba los ojos para sonreír cuando al hablar del eximio artista la miraban de reojo. Desde que don Servando le hizo hijo predilecto de Campuzano y dio su nombre a una calle, pareció haber olvidado el de pila para designarle siempre «La honra del pueblo». La gente relacionó esas distinciones con los proyectos matrimoniales que maquinaban la tía de Julio y la esposa de don Servando. La gloria y el amor sonreían a Heredia. Huérfano de madre a los seis años y de padre a los nueve, su tía Isabel le adoptó como un hijo menor, y quiso hacer de él lo que no pudo conseguir de Pedro: un abogado o un médico, al que no había de faltarle la protección de don Servando en su creciente valimiento político. Pedro tenía buen natural, y era llano, enérgico, algo tosco. Hablaba con premiosidad, y ese defecto quizás obedeciese a su lentitud en comprender, aunque sus dictámenes acababan siempre por acreditar un recto juicio, sobre todo en materias de conducta. Con gran trabajo pudo cursar las primeras asignaturas del bachillerato; pero su ­constancia 109

y ­aplicación se estrellaron en las Matemáticas. En cambio, a­ prendía sin dificultad los métodos de cultivo y amaba el campo y los animales que lo pueblan. Estrellas y constelaciones le revelaban, como a los pastores asirios, la hora en cualquier punto de la noche, y los celajes del estío le anunciaban con inseguro éxito las pingües o precarias lluvias del otoño. Sus profesores aseguraron a doña Isabel que Pedro no servía para el estudio, y los labriegos celebraron sus aptitudes para las cosas rurales. Entre la tesis de unos y la antítesis de los otros, su madre encontró la síntesis retirándole de la capital para entregarle la administración de la hacienda en el pueblo. Julio aventajaba a su primo en ingenio, y le cedía en carácter. Eran frecuentes sus ensimismamientos, y de cuando en cuando manifestaba una voluntariedad rayana en rebeldía. Estudiaba poco y leía mucho; pero sus lecturas se quedaban en libros de versos y novelas, que, según la justa observación de doña Isabel y del mismo Pedro, le hacían perder el tiempo y recibir suspensos. Uno obtuvo en Aritmética y Álgebra, y dos en Geometría. En estos fracasos pareció igualarse con su primo; mas si el resultado fue idéntico, la raíz de las calabazas se diferenciaba, pues lo que en uno era incomprensión científica, para el otro no tenía enrevesamiento; solo que Julio apenas acudió a la clase de Álgebra, y al proponerse estudiarla en el siguiente curso, resolvió sin explicaciones del profesor el binomio de Newton. La Geometría aun le pareció más llana, y era un primor verle trazar curvas, ángulos y círculos; pero al seguir en los trazados la dirección que le sugería el capricho, aquellas figuras terminaban representando casas, árboles y seres humanos. A veces exageraba los trazos y aparecían monstruos risibles de anchas bocas, cabezas deformes y piernas enanas. Al siguiente día de recibir el segundo suspenso, un novel periódico de Madrid publicó su 110

­ rimera caricatura, Julio escondió las calabazas y mostró la caricap tura. Doña Isabel le dijo: —¿Cuánto te ha costado el publicar esto? El sobrino puso cara de idiota. —Nada, tía, y aun espero que me paguen pronto por hacerlas. A doña Isabel le pareció bien que Julio ganase dinero; pero suponiendo que no sería mucho lo que le ofreciesen por aquellas tosquedades, le recomendó que no descuidase los libros por el lápiz. El joven se pasó el verano estudiando libros de arte y vidas de artistas. Un día presentó a su protectora una caricatura, y ella la desgarró viéndose tan obesa y fea. Desde entonces se puso a mirar con aversión aquellos entretenimientos de Julio. Él quiso tranquilizarla y congraciarse pintando su retrato al óleo, vestida de traje negro y adornada de antiguas joyas. La viuda se reconoció bastante mejor que antes; pero al reparar en el mucho trabajo que la obra había costado al incipiente artista, le aconsejó que no perdiese el tiempo en empresas de tan poca sustancia y lo consagrase al estudio. Heredia pasó el resto de la canícula enviando dibujos al periódico de Madrid y haciendo siluetas de Carmen. Su lápiz la sorprendía en múltiples posiciones, en su casa y en la iglesia, paseando y en el jardín de doña Isabel. Con frecuencia hasta la dibujaba de memoria. Al siguiente curso, Julio no puso los pies en el Instituto ni perdió clase en la Escuela de Bellas Artes. Colaboraba en periódicos y revistas, y se pasaba en el café hasta las tres de la madrugada discutiendo a los pintores vivos y a los muertos. Llegado el verano volvió al pueblo, perdidas todas las asignaturas que podían hacer de él un hombre de provecho, y bien ganadas las que solo habrían de convertirle en pelagatos y pintamonas. Por no mostrarse muy ufano 111

de sus éxitos estudiantiles declaró modestamente que le dieron un suspenso; mas alguien dijo a don Servando, y éste a su amiga doña Isabel, que Julio no se había presentado a exámenes. La tía creyó morir de sofocación, y tantos fueron sus vituperios y tantas veces recordó al sobrino su orfandad y carencia de bienes, que acabó por abrir profunda herida en la sensibilidad del joven. —¡Si pierdes otro curso –le dijo– ponte a pintar puertas y ventanas! La gente empezó a desconfiar de verle defender pleitos o tomando pulsos. Don Servando, su esposa y su hija le hablaban con deferencia misericordiosa, que le hacía daño. Tornose meditativo y serio. Hablaba poco. Paseaba solo. El sentimiento de su inferioridad le ensombrecía. Tanto como las censuras de su tía le humillaban las indiferencias de Carmen. Los vagos estímulos anteriores iban precisándose. En sus paseos, meditaciones y divagaciones, la imagen de la joven estaba presente. Por Carmen, más que por las amenazas de doña Isabel, quisiera rectificar su conducta, volviendo a los libros de texto y olvidando los pinceles. La lucha entre la vocación y el cálculo fue tenacísima cuando regresó a Madrid. Triunfó la vocación; pero el cálculo, que acechaba artero, le perseguía tantas veces como recordaba a Carmen, diciéndole que el arte le alejaba de ella, y que solo una profesión práctica sería capaz de acercarlos. En estas dudas y cogitaciones pasaron los meses, mostrándose él más asiduo en su asistencia a la Escuela que al Instituto, y al acercarse al término del curso, advirtió con esperanza y terror que el desenlace se aproximaba. Era ya tarde para volver a los libros… El tiempo le faltaba de evitar otro suspenso y el abandono de su tía… Ante lo irreparable, cesaron sus indecisiones y exhaló un suspiro de alivio: acababa de adherirse al arte y de renunciar a la ciencia. 112

Aquel verano ya no fue al pueblo. Su tía le privó de la pensión, y su primo le indujo a escoger un oficio o a compartir con él la vigilancia de las faenas rurales. Julio fue un bohemio más. Las ­colaboraciones gráficas apenas le daban para malvivir. Recordando a Carmen y mensurando la distancia social que había entre ambos, sentíase afligido, y con mayor ahínco se consagraba a su arte. Él tenía diez y ocho años, y ella diez y seis. Rica, linda, hija de un poderoso cacique, pensaba Heredia que Carmen no tardaría en casarse. Solo un rápido triunfo sería susceptible de aproximarlos. En su deseo del logro se encarnizó trabajando, y concurrió a dos Exposiciones; pero en lugar del esperado éxito, en la primera obtuvo un rotundo fracaso, y en la segunda, algún parvo elogio de la crítica, que no pudo infundirle exageradas ilusiones. Llegado a los veinte años y exento por el azar del número de servir en el ejército, comenzó a creer que había errado el camino de la vida. No sirviendo para gran artista, preferible le hubiera sido quedarse en médico mediano o en abogado chirle, y con la ayuda de don Servando granjear después algún cargo público o sinecura del Estado. Pedro volvió a llamarle, y él no osó presentarse en Campuzano, vencido y sin oficio, y a merced de la tía, que en otro tiempo le recordó su mal agradecida protección. Un día recibió del primo cincuenta pesetas para que pasase las Navidades. Diez de ellas las invirtió en lotería, y la fortuna le gratificó con cuarenta duros. Heredia se quedó perplejo al recibir el dinero. De pronto, tuvo una audaz inspiración, y sin despedirse de nadie se fue a París.

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ii

Dos o tres veces por año escribía a Pedro, callándole sus muchas

penurias y hablándole con férvido entusiasmo de la gran ciudad, que tanta sugestión ejerce en los lugareños. Terminados los e­ logios, preguntábale por el pueblo. Primero, la tía… ¿Cómo estaba la tía?… Luego llegaba el turno de don Servando, de su esposa, de su hija. A veces se le olvidaba el nombre de Carmen, aunque por ella deseaba preguntar y solo por saber de ella escribía a su primo. Gracias a este artificio y disimulo pudo saber periódicamente que la madre de Pedro no estaba muy mal, si bien podía encontrarse mejor de no habérsele declarado una enfermedad diabética; don Servando aumentaba su influencia, haciéndola pasar del distrito a la provincia; doña Mercedes parecía inalterable, y las alteraciones de Carmen eran para embellecer. Excluidos ya todos los esposos posibles de Campuzano, la joven recibía demandas de afuera. Entre los aspirantes al tálamo, doña Mercedes prefería a un notario, reputado y cuarentón, y su esposo a un diserto diputado provincial, que con el dinero e influjo de suegro tan conspicuo llegaría pronto a las Cortes, y por su elocuencia y travesura a Subsecretario o algo más. Mientras los padres contendían, la hija se conservaba en el fiel 114

de la balanza, empeñándose en no arrojar el peso de su elección en el platillo de ningún candidato. Dos años después, el diputado de la provincia lo fue nacional por merced de don Servando, y al notario le ayudó ese tiempo para acrecentar su clientela. El padre seguía abogando por el poder político, y la madre por el crematístico; pero los debates languidecieron al observar que el voto abstencionista de Carmen no daba a ninguno el triunfo. Así circularon otros años, y así llegó al pueblo una noticia insólita que entusiasmó a doña Isabel y a Pedro y fue muy del agrado de don Servando: Julio Heredia había obtenido la Medalla de Oro en la Exposición de Otoño por su cuadro «La Epifanía del Amor». Don Servando y su familia felicitaron a doña Isabel. El político dijo exultante: —¡A que Julito nos engaña y acaba por ser un hombre de provecho!… Y luego de pensarlo, agregó: —¡Lástima que no le haya dado por seguir la abogacía o la medicina!… Don Servando se condolió, porque su ayuda le hubiese favorecido; pero siendo pintor, y pintor ausente, su influencia no podría alcanzarle. A los telegramas periodísticos siguieron las crónicas de los corresponsales, y de la Prensa parisina reprodujo la madrileña los juicios críticos, en que se llamaba a Heredia genial, y a su cuadro, sublime. El triunfo del joven artista tuvo vibrantes repercusiones hasta en los artículos políticos, porque su nombre era un realce de España en el extranjero. Aunque la Medalla de Oro siempre tuviese un sentido altísimo, su concesión a un pintor novel no era caso inaudito en las Exposiciones nacionales, y en la misma España se había otorgado a 115

otro más joven que Heredia. Lo excepcional y sintomático es que el premio de la consagración procediese de París, donde la xenofobia artística se esfuerza por discernirlo a los franceses, o solamente lo confiere a quienes gozan de renombre mundial. La cuenta de tanto elogio hizo graduar a Campuzano la calidad del cuadro y la importancia del autor. Por mandado de don Servando hubo iluminación pública; doña Isabel estaba pesarosa de las vejaciones que infligió a su sobrino, y el político (más dolorido cada día por no ser Julio abogado o médico digno de su protección) recomendó a la diabética que no escatimase al artista los medios de trabajar decorosamente. Pedro fue el encargado de transmitir al primo los deseos que don Servando había infundido en su madre, y la respuesta de Julio aumentó el júbilo de ambas familias, a la vez que agrandaba la categoría personal del huérfano. Pero al entusiasmo sucedió una duda, que fue a manera de retroceso en la estima… ¿No exageraba Julio?… En su carta a Pedro agradecía el prometido subsidio de quinientas pesetas mensuales, y lo rehusaba por innecesario; pues luego de recibir diversas ofertas de mercaderes y amateurs, el rey de los algodones acababa de comprarle su cuadro por diez mil dólares. Hecha la cuenta al castellano, don Servando movió la cabeza. —¡Imposible!… Julito exagera… ¿Cómo un pedazo de tela, por mucha pintura que tenga, y por bien pintado que esté, podrá valer cincuenta mil pesetas?… ¡Imposible! ¡Imposible!… El político no lo creía; su esposa lo dudaba, y Carmen, sin afirmarlo ni negarlo, adujo que por mucho más se vendían otros cuadros. Doña Isabel asintió a las palabras de Carmen; pero allá en sus adentros le quedaba otra, haciéndola opinar como doña Mercedes y don Servando. Solo Pedro defendió a su primo. Julio podía tener defectos; pero no el de ser fanfarrón, y cuando rechazaba las qui116

nientas pesetas, sus motivos tendría. Estas palabras tuvieron gran eficacia persuasiva… Por iniciativa de su madre, Pedro escribió al artista aconsejándole que fuese a pasar una temporada en Campuzano. El invitado aceptó; pero ignoraba cuándo, porque trabajos urgentes le retenían en París. Estaba haciendo el retrato a la duquesa de Uzès; luego le esperaba el del príncipe Murat, y el viejo rey de Bélgica, después de visitar su estudio, le había encomendado el de la condesa de Vaugham… ¡Julio no exageraba!… Para la Prensa aun era tema de actualidad, y la crónica de París le tenía por el pintor de moda. Doña Isabel se hubiese rejuvenecido con los éxitos del sobrino si no fuera por los avances de la enfermedad. Don Servando no perdonaba a Heredia la elección de oficio poco asequible a su influencia; pero resuelto a protegerle de alguna manera, dispuso que el Ayuntamiento le hiciese hijo predilecto de Campuzano y que rebautizaran con su nombre la calle donde vivía doña Isabel. Al llegar la primavera anunció el ausente su intención de pasar dos meses trabajando en el pueblo; pero su llegada se demoró más de lo que la tía y don Servando hubiesen querido. Invitado por amigos y admiradores, el pintor tuvo que celebrar en Madrid una Exposición de sus postreros retratos. Contemplando el de la duquesa de Uzès, la Reina madre deseó que Heredia hiciese el suyo, y esta demanda aún retrasó su viaje, no obstante la prisa que en nombre de la tía y del cacique le comunicaba Pedro para terminar el trabajo Ya no había duda en Campuzano: Julio, el estudiante malo, era un hombre de provecho. Aunque arrepentida de haberle reprochado su pobreza, doña Isabel se consolaba al pensar que sus años de protección no fueron nulos para el triunfo del pintor. Don Servando calculaba los efectos en la política de aquella súbita ascensión, 117

y se persuadía de que Heredia hubiese sido con el empuje de su influencia ministro tan joven como Canalejas. En fin, reacia Carmen a escoger entre el notario y el diputado, y habiendo cumplido los veinticinco años, sus padres observaron, sin pesar y doña Isabel con alegría, el interés que revelaba por los triunfos de Julio. Cuando ella misma propuso a don Servando que el Ayuntamiento y los vecinos recibiesen en manifestación al artista, el político abrió ojos y boca, figurándose que su hija había tenido una idea luminosa, mientras que doña Mercedes y doña Isabel se miraron risueñas, creyendo en un impulso del amor. Pero a última hora surgió un entorpecimiento, amenazando con fracasar el viaje del pintor o reducir su visita a pocos días. Julio necesitaba modelos; sobre todo, le era indispensable una buena ­modelo para trabajar en un desnudo de gran empeño que estaba meditando, y le parecía difícil hallarla en Campuzano. Pedro le ofreció la solución que se había encontrado en consejo de familia, de que participó la familia de don Servando. Que se llevase una buena modelo de Madrid, y que buscase las demás en el pueblo. Heredia anunció a su primo la fecha de su salida. El ayuntamiento y el pueblo salieron a recibirle. Al otro día llegó, por su mal, la misma modelo que tuvo en París…

118

iii

Julio propuso a su tía que se buscase un albergue decoroso para

Ernestina. Doña Isabel se quedó pensativa. Aunque una modelo no podía ser dama de mucha consideración, tampoco le pareció correcto dejarla a solas en la única fonda de Campuzano, entre comisionistas atrevidos y viajantes descarados… Su casa era grande y podría acogerse a ella… Mas, ¿sería cuerdo albergarla bajo el mismo techo que al pintor?… ¿Qué diría el pueblo, siendo solteros ambos?… El recuerdo de Carmen pasó por su frente… Pero la llegada de Ernestina la tranquilizó. Representaba más tiempo que su sobrino, y tenía el aire recatado. También había en ella una leve sombra de tristeza que no sentaba mal a su modesto parecer. Hablaba respetuosa, y desde el primer instante supo guardar las debidas distancias sociales. Si alguna persona de calidad acudía en busca del artista, ella se desviaba con discreción y pausa, acogiéndose al jardín. Doña Isabel aún quedó más satisfecha observando el tino con que la forastera asumía en su actitud una posición intermedia entre la familia y la servidumbre, y tan naturalmente quedó marcada esa diferencia, que primero comió la dueña con Pedro y Julio; después ella, y, finalmente, las criadas. 119

Además de salir a recibirle, don Servando fue de los primeros en visitar a Heredia. Julio hubiese querido devolver en seguida la cortesía; pero el cansancio del viaje y la afluencia de gente que iba a felicitarle se lo impidió. Al otro día no encontró en casa al político ni a su familia, y tuvo que desandar el camino desilusionado y con más deseos de ver a Carmen. Aquella tarde la pasó sacando de los baúles libros, apuntes y bocetos, que la modelo iba trasladando a la amplia y clara habitación del segundo piso, escogida para estudio por el pintor. En la mañana del tercer día, Heredia estaba ordenando sus instrumentos de trabajo cuando su primo fue a saludarle. —¿Tan pronto terminas tus vacaciones? –le dijo. —Es mucha faena la que me espera. Pedro estuvo contemplando los objetos que le rodeaban. Luego se acercó a Julio en el momento de colgar una fotografía. —¿Qué es eso? —Mi cuadro premiado. El hijo de doña Isabel lo miró atentamente. —Esta figura se parece a tu modelo… —Es la misma. —El cuadro lo pintaste en París. —¿Y qué?… —¿No has dicho que esa Ernestina era de Madrid? Heredia se desconcertó. —Pero la conocí en Francia. Pedro volvió a observarle, y su primo no pudo ocultar el desasosiego. La mirada del uno parecía interrogar y el rubor del otro era como una confirmación de la sospecha… —No te aplaudo, Julio… 120

—Quizás haya hecho mal en traerla… —Esa mujer… El pintor quiso tranquilizarle. —¿Cómo trabajar sin ella?… No encontrando en Campuzano quien la supliera, ¿qué más daba una que otra?… Aparte de que para mí no es indiferente la elección. Ernestina posee un gusto depurado; ella me aconseja y corrige, y sabe estimularme evocando la fama que me enamora. Pedro aún le miró más receloso. —Hablas con un entusiasmo… Verdad que siempre has sido un exaltado… —Ernestina no es solo mi colaboradora. También le debo la vida. —¡Eh! —Para ti no puedo tener secreto. En París adolecí de una larga enfermedad, y sin su abnegación hubiese muerto de abandono y miseria. Lejos de aquietarse, los temores de Pedro se acrecentaron, presintiendo que entre el pintor y la modelo existiesen vínculos afectivos de difícil ruptura. —Pero esos sacrificios –dijo en alta voz– no se realizan por cualquiera… Julio volvió a desconcertarse, y haciendo un esfuerzo de dominación, tuvo que declarar a medias: —Es verdad, Pedro… Fuimos dos bohemios que se encontraron lejos de la patria, y compartieron alegrías y pobrezas. El caso nada tiene de extraordinario en la metrópoli intelectual del mundo. Aquella larga convivencia fue creando gustos comunes, que acabaron por establecer entre ambos un afecto de hermanos… Pedro movía lentamente la cabeza sin saber qué pensar. 121

—Perdona, Julio; pero bien sabes que yo soy poco inteligente, y quizás por eso no alcanzo a entender tus palabras. Sin duda os habéis amado, y dos personas libres que se quieren y luego se convierten en hermanos, es cambio que supera a mi comprensión. —También me sería difícil explicártelo, y, sin embargo, no miento… Solo puedo decirte que Ernestina tiene cinco años más que yo… —¿Y cuándo ocurrió eso?… —Después de mi enfermedad. Pedro hizo un gesto dubitativo. —Repito que no lo entiendo… ¿Y ella se aviene a ese papel de hermana?… —Y aun es la primera que lo adoptó. —¿No temes que su presencia entorpezca los proyectos de mi madre y doña Mercedes? El artista sonrió. —Ernestina es prudente, y para colmar tu desconcierto, aún debo decirte que desde hace dos años, fecha de mi enfermedad, ella misma me incita a buscar otra compañera… Pedro abrió la boca, y su gesto de sorpresa participaba de la credulidad y del escepticismo. —¡Absurdo! –dijo. Y con acento alegre añadió: —Quiero creerlo, porque siempre me has parecido veraz; pero una heroína así quizás no se la encuentre ya ni en las novelas. Heredia iba a confirmar su parecer, mas en la escalera se oyeron pasos y rumor de voces. Los primos adivinaron a las personas que llegaban, y Julio se quedó pálido al presentir su encuentro con ­Carmen después de diez años. La voz de don Servando resonó, cansada por la ascensión: 122

—¿Dónde está la honra del pueblo? El pintor acudió a la puerta para recibirle. Primero hizo su entrada el político, alto, jovial y sonrosado; luego su hija, más hermosa y plena que al ausentarse Heredia. Sus manos se enlazaron; pero él no encontró palabras para saludar a Carmen. Doña Mercedes y la dueña de la casa llegaron después, respirando como asmáticas. —¿Os hemos estorbado? –inquirió don Servando. Pedro le tranquilizó. —Hablábamos de las aventuras de Julio. —Bien te habrás divertido en París, ¿verdad? El artista dijo risueño: —¡No lo crea, don Servando! Han sido años de luchas y sacrificios, en que tampoco me faltaron días de escaseces… —¡Pobrecito! –murmuró Carmen. Su madre y doña Isabel se miraron. La última repuso con énfasis: —Pero Julio ha vencido, y hoy es un gran artista. Don Servando asintió sentencioso: —Labor omnia vincit!… La fortuna le sonríe en premio a su esfuerzo… Hoy tiene una clientela aristocrática que le paga y admira; Campuzano le nombró hijo predilecto, y yo confío en coronarle pronto con un acta de diputado. —¡Feliz ocurrencia! –dijo aplaudiendo su esposa. Heredia se puso a reír como un loco ante la absurda idea de verse diputado. —Gracias, don Servando. Las coronas de papel o de laureles para ceñir las cabezas que ya secaron los años… Yo soy joven, y podré esperar. Los triunfos pasados no me envanecen, y solo aspiro a superarme… Arrebatado por el contento y por sus propias palabras, aún añadió: 123

—Mejor que el acta, le agradecería a usted otra dádiva… Se detuvo. —Habla, y cuenta con ella, si está en mí. Pero Heredia no habló. Sus ojos se habían cruzada con los de Carmen, y mientras los de ella sostuvieron, cándidos e insondables, el choque, los del artista tuvieron que desviarse, vencidos y llenos de confusión. Tranquilas espectadoras de aquella rápida y muda escena, las dos señoras también se miraron, y una sonrisa contrajo sus labios. Don Servando fue el primero en interrumpir el silencio: —¡A lo que hemos venido, artista!… Enséñanos tus obras… Julio miró alrededor, haciendo gestos de indiferencia. —¡Bah!… Aquí no hay nada que valga la pena. Son apuntes, bocetos, fotografías de trabajos propios y ajenos… —Pero no faltará la de tu cuadro. El artista dudó un momento, simulando no encontrarla. Al fin se decidió a descolgarla. El político extrajo los lentes y fue calándoselos con parsimonia. Luego hizo un cumplido elogio, mirando al pintor por encima de los cristales. —¡Te felicito, chico!… Esta mujer que sube por los aires es digna de Murillo… Mira, Mercedes; tal cuadro basta para honrar al autor y a su pueblo… Y trasladó a doña Mercedes la reproducción fotográfica. Ella también dirigió plácemes a Heredia, y no supo cómo aplaudir aquella figura radiante y púdica que ascendía en el aire cristalino. Sin dejar de admirarla, dijo: —¿Cuánto dices que te ha valido? —Diez mil dólares. 124

La madre de Carmen se arrobó. —¡Ya es dinero!… Don Servando expuso a manera de corrección: —¡Los vale como un real! Y doña Isabel con ufanía: —¡Ah, hija!… Julio no es ningún pintamonas… Doña Mercedes volvió a hablar mientras pasaba la fotografía a su hija: —¿Y se titula?… —«La Epifanía del Amor» –repuso el autor. —¡Estos muchachos solo piensan en el amor!… ¿Qué significa Epifanía, Isabel?… —Es un nombre de iglesia; pero no estoy segura… ¿Qué significa Epifanía, Servando?… El político se admiró. —¡Por Dios, parece mentira que ignoréis eso!… Epifanía quiere decir… ¡Bueno, la verdad es que yo tampoco estoy seguro!… ¿Qué significa Epifanía, Julio?… —Adoración…, glorificación… Doña Mercedes no le dejó concluir. —¡Jesús, y qué nombres tan raros inventa la gente!… Haberlo llamado así, y todos lo entenderíamos. Carmen se había dirigido a una ventana del estudio y miraba hacia abajo. Por el jardín iba Ernestina cogiendo flores. Don Servando y su familia apenas tuvieron tiempo de entreverla cuando llegaron a la casa; pero Carmen creyó reconocer a la modelo en la figura principal del cuadro. ¿Por qué sus ojos la seguían ahora con tanta fijeza?… ¿Le habría asaltado la misma sospecha que a Pedro?… De pronto exclamó: —¿Quieren que bajemos al jardín?… 125

iv

Heredia trabajaba fervorosamente por las mañanas, y consagraba

las tardes al descanso y al paseo. Pedro solía subir al estudio para verle hacer y deshacer, consultar o discutir con Ernestina, y aunque indocto en artes como en libros, comprendió que su primo no había exagerado las ventajas que le reportaba la modelo. Esta seguía representando en la casa y en el pueblo su papel desvaído de ser social intermedio. Todos se dirigían a ella deferentes, pero seguros de tratar con una persona subalterna, ni señora ni criada. Solo a Pedro le fue simpática desde el primer instante. Reconocíase inferior por la inteligencia, y sentía contento en hablarle y acompañarla en sus paseos por el jardín. Un día la invitó a visitar el pueblo o salir al campo; pero ella adujo pretextos para quedarse en casa. A la semana, Pedro la había hecho su confidente en los asuntos domésticos, y le comunicó los temores que recelaba sobre la salud de su madre. Ernestina le distraía con las anécdotas de París; la vida absurda de los artistas, y le conmovió relatando los anhelos y afanes de su primo hasta conquistar el lauro. Julio iba adhiriéndose cada vez más a la hija de don Servando. Al caer la tarde y luego de cenar, sus pasos le conducían 126

a­ utomáticamente a casa del cacique para ver a Carmen e invitarla a pasear. Campuzano los tomaba ya por novios; pero ambas familias sabían que los tratos se quedaban en algo menos. Doña Mercedes no se explicaba la tardanza de Heredia en declararse y doña Isabel solía dar muestras de malhumor. Entre ambas amigas llegó a temerse que la intrusa sirviera de obstáculo… —¡Me fío tan poco de esas mujeres! –decía la esposa de don Servando. Doña Isabel opinaba como ella, y sin perder sus resabios, quería tranquilizarse y ausentar las dudas de doña Mercedes invocando la prudente conducta de la forastera. Mejor que impedimento, Ernestina era un estímulo para que Julio saliese de su indecisión. Desde que llegaron a Campuzano había vuelto a exhortarle que cambiase de estado. ¿Y dónde mejor que allí? ¿Quién con más títulos que Carmen, conocida de niña?… Ernestina promovía este amoroso tema en los ratos de descanso y cuando Pedro estaba presente. —¿Qué dice usted? –le preguntaba. Tardo en el pensar, Pedro respondíale con embarazo y evasivo; luego cambiaba de conversación, o buscaba pretextos para alejarse. A solas por la tarde, él vituperaba su insistencia. Ernestina sonreía. —Julio es muy tímido y hay que infundirle ánimos. Después de meditarlo mucho, Pedro adujo: —Quizás no congenien… Tal vez no pase de simpatía… —¿Qué dice?… ¿No ve que su primo ama locamente a Carmen?… —¿Tan segura está usted? Ella asintió con la cabeza, y descendiendo el tono, repuso: —Hace tiempo que lo sé. 127

Él estuvo observándola un momento. —¿Cómo cuánto?… Ernestina inclinó los ojos. —Va para dos años… ¡Era el período de la enfermedad!… Pedro no adivinaba qué relación pudiera existir entre ese suceso y el cambio de sentimientos en la modelo… Ella tornó a hablar: —Ayúdeme usted a vencer la resistencia de Julio. Él le dijo que no tenía inconveniente. —¿Qué puedo hacer yo? Ernestina guardó silencio. Dudaba antes de hablar. Su palabra fue opaca y temblorosa. —Asegúrele que yo no debo ser un obstáculo… Había mirado a Pedro queriendo revestirse de firmeza; pero sus fuerzas se debilitaron y volvió a inclinar los ojos. Él solo pudo pronunciar una exclamación. Ernestina hizo otro esfuerzo para vencer su rubor. —Hay entre Julio y yo algo que usted ignora… Por no ser tanto como se figuraba, el hijo de doña Isabel quiso evitarle la dolorosa confesión; pero ella había empezado y persistió en continuar. Su frase era cortada y nerviosa. Quería concluir pronto y decirlo todo: el encuentro de ambos en un café cantante, donde ella estaba contratada, cuando Julio apenas sabia francés; su oferta para servirle de modelo; la vida en común durante varios años… Heredia dibujaba y ella ofrecía los trabajos a mercaderes y revistas… Ernestina se detuvo, y cerró fuertemente los ojos. Pedro no adivinó si quería olvidar o evocar el pasado. —De pronto, enfermó su primo. ¡Qué días tan negros! Eramos dos bohemios que vivíamos casi en la miseria. Una amplia 128

b­ uhardilla nos servía de estudio y hogar. A Julio se le declaró el tifus y tuvo que recurrir a la asistencia médica. Para sufragar los gastos visité a sus amigos. Unos eran tan pobres como él, y otros me socorrían en la medida de sus fuerzas; pero aquellos ingresos se desvanecieron pronto. Algunos me aconsejaron que hospitalizase al enfermo; pero no me atreví, temiendo que el hospital fuese su muerte… Agotados los recursos de afuera, enajené nuestros escasos enseres; pero también fueron insuficientes. Luego empeñé mis ropas; después malvendí sus telas… ¡Todo; todo era poco! El médico y las medicinas se lo llevaban todo… Registrando un día entre los álbumes y libros para utilizar lo que fuese aprovechable, encontré una carta de Julio sin concluir. Hacia más de tres años que la escribió, y estaba dirigida a Carmen. Era un apasionado grito de amor… El corazón me dio un salto, y la sangre me golpeó las sienes… Yo no sabía quién pudiera ser Carmen, ni sospechaba que Julio amase a otra mujer… ¿Por qué empezó aquella carta?… ¿Fue la fuerza del sentimiento quien se la inspiró?… ¿Estaba ebrio?… ¿Quizás el recuerdo de su pobreza le indujo a suspenderla?… Tantas cosas pensé, que hasta llegué a tomarla por una copia de esos líricos epistolarios para uso de doncellas y mozos de insuficiente instrucción… Quise aclarar el enigma; pero él no podía oírme. Julio deliraba en su lucha con la muerte… Ernestina sentíase fatigada, y Pedro le suplicó que no continuase. —Pase por alto esos recuerdos –le dijo. —Ya que lo he empezado deseo que lo sepa todo, pues se trata de la dicha de su primo… Aquella noche subió la fiebre del enfermo, y yo estuve a punto de consumar un crimen… Su pasado y su presente se me revelaron de súbito. Julio pronunció el nombre de Carmen, y después se puso a llamarla con ojos ansiosos, como si fuese una 129

visión que huye… ¡Qué desencanto!… Yo me había encariñado con la obra del artista, y bruscamente despertaba de mi ensueño… No era yo, sino otra mujer la que en secreto encendía su numen, y por ella anhelaba conquistar la fama… Me acerqué al lecho, y él creyó recibir la visita de su amada; pero en seguida cerró los párpados, rechazándome con horror, como si viese a un monstruo… Los celos me enloquecieron. Arrebatada y sollozando salí de la buhardilla, repitiéndome: «¡Que venga ella!… ¡Que venga su Carmen a curarle, o que se muera como un perro!»… Cuando llegué a mitad de la escalera me detuve indecisa… ¡Pobre Julio!… ¡Tan enfermo!… ¡Sin nadie que le ayudase!… —¡Pobre mujer! –murmuró Pedro. Ella no le oyó. Con los ojos perdidos en remotas lejanías, estaba reviviendo aquel instante angustioso de su vida, y hablaba ensimismada. —Las fuerzas me faltaron para huir, y tuve que sentarme en un peldaño. Ignoro el tiempo que pasé llorando. Cuando me levanté estaba más tranquila… ¡Qué iba a hacer!… Me resigné, y volví al cuarto hasta que su muerte o su salud nos separase. Julio seguía delirando e invocaba a la otra, y tantas veces repitió su nombre, que al dejar de pronunciarlo aun resonaba en mi interior: «¡Carmen, Carmen!»… La noche siguiente hizo crisis la enfermedad. Julio pudo salvarse; pero la convalecencia fue larga, y tuve que redoblar los cuidados… —¿Y cómo vivieron durante ese tiempo? –le preguntó Pedro. Ernestina tardó en responder, y con voz muy queda repuso: —Me acogí a mi antiguo oficio… —¿Volvió al café?… Ella movió la cabeza. 130

—No podía abandonarle tantas horas, y era preciso que él ignorase… Como si quisiera ahogar las palabras, se llevó el pañuelo a la boca. —Tuve que correr las calles… No pudo más. Todo su rostro desapareció entre las manos. Pedro se alzó del asiento y se puso a pasear con agitación. —¡Qué miseria! –dijo. Ernestina quiso justificarse. —¿Le iba a dejar morir de hambre?… Él volvió a su lado. —Dígame, Ernestina, ¿conoce ese sacrificio mi primo? La modelo se sobresaltó temiendo que Pedro fuera capaz de revelarlo. —¡Que Julio no sepa una palabra!… Para quitar importancia a su acto, dijo con indiferencia: —Y no se trataba de ningún sacrificio. Piense usted, Pedro, que antes de conocer a Julio yo no fui una santa. —Pero él era pobre, y debió darse cuenta de que su enfermedad fue costosa… —Le hice creer que sus cuadros y mis ropas dieron lo necesario. —¿Y cuando hubo curado?… —Dueña de su secreto, escondí celosamente el mío en la profundidad del alma, y me dispuse a no servirle de entorpecimiento. Para establecer distancias entre ambos, me fingí malhumorada y hostil. Julio no sabía a qué atribuir el cambio, y soportaba con paciencia mis repulsas. Un día le anuncié mi intención de separarnos, alegando cansancio de aquella vida y deseo de volver a España. Él se desesperó; imploró, y últimamente propuso que nos fuésemos a Madrid. Comprendiendo que su estado de pobreza aún le tenía muy distante del logro que acariciaba, accedí a continuar 131

algún tiempo ayudándole. Desde entonces apenas salimos. Julio mostró más ardor que nunca, y para hacerle descansar, yo misma tenía que aducir fatiga. Su sensibilidad iba afinándose, y me hablaba, iluminado, de sus proyectos futuros y de una obra que había concebido durante la convalecencia. Aunque esforzándose para vivir, ni un solo día renunció a trabajar en su gran cuadro. Yo excitaba su entusiasmo con mi aplauso, aun sabiendo que la inspiración le llegaba de lejos. En «La Epifanía del Amor» puede usted ver reproducida la modelo; pero el alma la recibió de otro modelo más ejemplar. Dos veces renové mis intentos de separación y otras dos me disuadieron sus ruegos. Él se había avenido a la vida que le impuse, y yo tampoco vi inconveniente en velarle como una hermana. Rotos sin violencia los antiguos lazos, comencé a sugerirle la idea de buscar otra compañera más adecuada a su edad y posición. Julio rechazó mis palabras con escándalo; viéndome insistir, dio en malhumorarse y hacerme callar, y últimamente dijo que mi proyecto era absurdo en su estado de pobreza, pues si su nombre crecía, su fortuna apenas mejoraba… Llegó el triunfo; quiso venir a España, y volví a exhortarle. «¿Por qué esa prisa?», me dijo. Y como yo no cediese, me habló: «¡Veremos después; pero con una condición: que tú no has de abandonarme…». Reí; bromeamos; acordamos que necesitando él una modelo para las múltiples obras que meditaba, le serviría yo… Ernestina hizo una pausa para sosegarse. —En Madrid le aconsejé que no me trajera a Campuzano, y él me dijo que siendo lo mismo para la gente una u otra, prefería que viniese yo. Lo que no pude prever es que mi presencia y el recuerdo del pasado le sirviesen de estorbo. —¿Cree usted? –murmuró Pedro. 132

—Estoy segura. Julio es un espíritu delicado, y el temor de ofenderme paraliza su lengua. Yo quiero que usted me ayude. Nadie mejor que usted… El hijo de doña Isabel se quedó pensativo. Luego movió la cabeza. —Dispense, Ernestina. En lo que alcanza mi inteligencia, yo creo que Julio tiene planteado un conflicto entre el amor y el deber, y es él quien ha de resolverlo. —¡Si no hay conflicto! —Me lo figuro yo.

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v

Como si de pronto hubiese sentido en sus labios el milagroso car-

bón encendido, Heredia empezó a hablar. La tarde era radiante e infundía ansias de vivir. El agua del surtidor cantaba en la marmórea taza tan clara como los pájaros en las ramas de los árboles. El artista y Carmen paseaban por el jardín. Doña Isabel y la esposa del político les seguían con los ojos desde un ángulo de la terraza. En el opuesto, conversaban Pedro y la modelo. Julio se expresaba con vivacidad. Risueña y púdica, su compañera le oía con la mirada puesta en el suelo. —Me parece que Carmen y Julito se entienden –murmuró doña Mercedes. Su amiga dijo con arrobamiento: —¡Qué linda pareja hacen! Allá, a lo lejos, Carmen preguntó al artista: —¿Es verdad lo que me dices, Julio? —Desde que salí del pueblo sólo he pensado en ti. —¡Adulador!… —Te lo aseguro. En los momentos de crisis y desánimo, tu recuerdo me ha sostenido. Cuando los años pasaban, el éxito no 134

a­ cudía, y yo creía verte unida a otro hombre, asaltábanme negras ideas de suicidio o de largos viajes a los antípodas para que la distancia me separase irremediablemente de ti, y tal vez me otorgase el olvido… Pero luego recordaba la última carta de Pedro, o llegaba otra nueva, y volvía a reaparecer la esperanza. —¿Y esas cartas?… —Para mi primo apenas tenían valor, y para mí eran salvadoras. Yo le hablaba de París, y casi al descuido le pedía noticias del pueblo. «¿Cómo está tu madre? ¿Qué dice don Servando? ¿Se ha casado ya su hija?»… Por sus respuestas sabía quiénes eran los candidatos a tu mano y el desamor que les profesabas. Carmen rió de la treta. —Mientras estuvieses soltera, no perdía la ilusión, y ella me hacia obstinarme en mi arte y esperar el éxito… Al fin llegó, y el pretendiente está aquí en busca de mejor premio… Carmen le escuchaba con halago de su amor propio. Sentáronse en un banco, y ella dirigió los ojos hacia la terraza. Su madre y doña Isabel parecieron enviarle plácemes en una sonrisa alada. Al otro lado seguían dialogando Pedro y la modelo. Carmen reparó en ésta, y dijo con leve reticencia: —Pero me parece que no estás aquí solo… Heredia le rogó que se explicase. —Digo que alguien te acompaña… ¿Y esa mujer?… —Es mi modelo. —¿Tan necesaria la crees?… —¿Cómo quieres que un artista trabaje sin modelo?… —¿Y de dónde la has traído? Julio titubeó. —De Madrid. 135

Sobrevino un lapso de silencio y malestar. Julio quería deshacer el súbito hechizo; pero a sus palabras faltábanles las virtudes eficaces. Carmen no logró calmarse recordando los acentos de sinceridad con que él le habló de sus pasados anhelos y temores. En presencia del cuadro había hecho la misma observación que Pedro, y sus dudas se acrecentaron al consultar el caso con su madre. Doña Mercedes sintiose más alarmada que Carmen, y empezó a sospechar peligrosas connivencias entre el artista y la modelo. —¡Me fío tan poco de esas mujeres!… Cuando al otro día informó a doña Isabel de las contradicciones de Julio, su amiga pensó como ella. El malhumor de la noticia, unido al de la enfermedad, suscitaron un estallido de cólera, y estuvo a punto de llamar al pintor para afearle su conducta llevando consigo a una aventurera de la que nada bueno podía esperarse… —¡Jesús! ¡Jesús! –exclamó–. ¡Cómo esperar de él semejante atropello! ¡Hoy mismo tiene que despedir a esa mujer, o marcharse ambos! La violencia de su enojo se resolvió en llanto. Doña Mercedes tuvo que confortarla, y quiso recomendarla prudencia: —¡Por Dios, Isabel: nada de escándalos! Piensa en mi hija y en la burla a que se vería expuesta. Ahora se trata de ella y de su decoro. Don Servando y Pedro fueron llamados a consulta. El hijo de doña Isabel no tuvo ningún consejo pertinente, que dar, y al político solo se le ocurrió el de transigir o romper. Luego de mucho divagar, doña Mercedes propuso que antes de romper, Carmen reclamase de su cortejador el despido de la modelo. Repuesta del llanto, doña Isabel tornó a la cólera. —Descubierta la perfidia, yo no he de tolerar que esa mujer deshonre mi casa. 136

Su hijo habló por primera vez: —Piensen todos que solo se fundan en sospechas. ¿Y si ella fuese inocente? Su madre le miró severa. —¿Quieres mejor prueba de culpabilidad que el engaño de Julio? —No fue engaño, sino torpeza al ocultar que su conocimiento con la modelo databa de lejos; pero él mismo se excusa diciendo que deseó disipar infundados recelos. Las dos señoras manifestaron desaprobación con la cabeza, y don Servando, con los labios. Pedro no se declaró derrotado. Con frase lenta y enérgica sostuvo: —Pues yo he recibido las confidencias de ambos, y digo que ustedes se equivocan. Ernestina es para Julio como una hermana, y no exagero si la comparo con una madre. Lo que mi primo siente es gratitud, y bien merece ella que se la conserve toda la vida. Pedro había ido demasiado lejos, y sus palabras solo sirvieron para avivar los temores. Doña Mercedes sonrió irónica. —¿Tan grande es el servicio? —¡Y tanto, que sin Ernestina Julio hubiese perdido la vida! El mucho querer probar iba descarriando a Pedro… La madre de Carmen tornóse nerviosa y acerba. —¿Le sacó de un río?… —Le salvó de una enfermedad cuando él solo tenía un jergón para morir. El diálogo se hizo insufrible. Don Servando miraba a su esposa esperando que opinase. Doña Mercedes y su amiga creían que las revelaciones de Pedro agravaban el conflicto. Ninguna de las dos se imaginó cándidas relaciones anteriores entre el pintor y su modelo, y ambas pensaron simultáneamente que si el vinculo solo 137

­ ubiera sido material tal vez no costase mucho esfuerzo romperlo; h pero aquella trabazón de recuerdos y sacrificios les daba miedo… El instinto femenino les reveló un peligro para la futura esposa… Doña Mercedes dijo con súbito arranque, mirando a su esposo: —Después de todo, yo creo que nada hay perdido… Quédese Julio con su salvadora, y Carmen, con nosotros… —¡Bravo! –exclamó don Servando–. El buen sentido te inspira siempre… Pero la verdad, Mercedes: Julio es la honra del pueblo, y lamento el percance.

138

vi

Mensajera de su madre para proponer a Julio Heredia la necesi-

dad de optar, Carmen aun exageró el cumplimiento de las instrucciones recibidas, exigiendo a su pretendiente la separación radical de Ernestina. El pintor quiso disuadirla; pero sus discursos obstinaron más a la hija de don Servando. —Si es cierto que nada te liga a esa mujer, no me explico por qué te detienes. —Me une la gratitud. Y le refirió sus días de pobreza en el extranjero; la abnegación de Ernestina; sus sacrificios durante la enfermedad… Luego dijo con acento patético: —Ella no puede servir de obstáculo a nuestra dicha. Nada pide; nada desea; a nada se cree con derecho. Ernestina es libre, y ha querido alejarse varias veces de mi lado; soy yo quien la ha retenido… Me avergonzaría de proponerte ninguna humillación de la dignidad… Solo deseo que me permitas velar por la que me salvó… ¡Si ella supiera!… Ernestina pondría término a las incertidumbres; pero no me atrevo a revelarle esta penosa situación… Lo mismo que su madre oyendo a Pedro, las defensas e imploraciones de Julio fueron nuevo motivo de sobresalto para Carmen. 139

Hubo momentos en que los raptos apasionados de Heredia la conmovieron; pero el recuerdo de la otra mujer alzábase en seguida entre ambos estableciendo un desvío mayor. Confusamente barruntaba que el pasado forjó en el artista un deber, que era como la participación de una extraña en sus derechos de esposa, y contra esa mengua, se revelaba su dignidad de mujer y su orgullo de pretendida. La fórmula de su madre le acudió naturalmente a los labios: —Pues bien, Julio; como yo no puedo renunciar a lo que solo deseo para mí, quédate con tu modelo. Pero él no osó afrontar el rompimiento. —Piénsalo, Carmen; es poco lo que te pido. Viéndole flaquear, le dijo con engreimiento: —Eres tú quien debe escoger. Julio siguió dudando. Pasaron algunos días. Con el relativo aislamiento de la modelo y la vigilancia de Pedro, ella no se dio cuenta del ambiente que la envolvía. Doña Isabel quiso provocar el escándalo, y su hijo fingió atribuir a desazones de la enfermedad el acedo humor de su madre. Julio seguía visitando a Carmen; pero en sus conversaciones pocas veces destellaba la cordialidad. —Parece que entre ellos hay desacuerdo –decíale Ernestina a Pedro. Él simulaba ignorancia o respondía con excusas. Una mañana sintióse Julio cansado, y, no queriendo trabajar, llamó a su primo. Pedro le encontró nervioso y ensombrecido. —¿Estás enfermo? –le dijo. —He pasado la noche sin dormir. —¿Qué te ocurre?… —El momento crítico se acerca, y necesito de tu consejo. 140

El hijo de doña Isabel hizo un gesto de apocamiento. —No me creo con derecho para enseñar al que sabe más que yo. —Pedro, tu conciencia es recta y te iluminará. —Gracias, Julio; nunca he pensado que pudiera faltarte esa guía. Puedes explicarte… —Carmen me obliga a definir hoy mismo mi conducta, optando entre ella y Ernestina. Parece ser que el pueblo entero habla de nosotros en descrédito mío y con menoscabo de Carmen. Don Servando y su esposa no quieren que se dilate el conflicto. En cuanto a tu madre, acaba de anunciarme que antes de veinticuatro horas ha de regresar mi modelo a Madrid, sola o acompañándola yo… Pedro se puso a recorrer el estudio. De tiempo en tiempo llevábase la diestra a la frente como si buscase alguna idea. Sin interrumpir el paseo, dijo: —Y tú, ¿qué has respondido? —Nada. Tengo hasta esta tarde para resolver, y por eso quiero consultarte. —Oye, Julio. Hablabas antes de la conciencia. ¿Por qué no le pides consejo a ella? —Hace días que la interrogo, y la encuentro muda. Solo me responden el amor y la gratitud… —Llámala deber –le interrumpió su primo. —Cierto; pero el amor también me solicita. ¿Y toda mi vida pasada? ¿Y los esfuerzos por verlo realizado? ¿Renunciaré a él cuando tan cerca me siento de alcanzarlo? Se expresaba con harta rapidez para que sus preguntas se imprimieran en el refractario cerebro del primo. Pedro parecía luchar por recordarlas, ordenarlas en su pensamiento, y encontrarlas una 141

r­ espuesta. Julio la esperaba, mirándole con ojos anhelantes y el rostro atormentado. Con voz premiosa dijo Pedro: —Creo haberte oído que a esa vida y esfuerzos anteriores estaba unida otra persona. —Ernestina… —¡Ernestina! —Le debo mucho. Si no fuese por ese débito, el problema de hoy no existiría. Pedro no oyó la última frase, y solo la primera retuvo su atención. Lentamente fue acercándose al primo, y el rostro curtido por los aires campesinos se le contrajo. Su mirada superó en energía a la palabra. —¡Mucho!… ¡Le debes mucho!… El artista lo miró con extrañeza. —Lo sé. —Más de lo que sabes. Heredia se sobrecogió de sorpresa. —¡Pedro!… ¿Has hablado con Ernestina?… ¿Qué te ha dicho?… ¡Yo creo saberlo todo!… —Ignoras lo más importante. —¡Explícate, Pedro!… —Dime, Julio. ¿De dónde sacaste el dinero de tu enfermedad?… Las ansias del pintor cesaron. —Ernestina vendió todo lo que teníamos: cuadros, ropas, libros… —¿Y tanto valía eso? —Ella me dijo que fue bastante. —¿Y no has sospechado nunca que te engañó? El anhelo reapareció en los ojos de Heredia, y su voz se hizo temblona. 142

—¿De dónde obtuvo el resto?… Pedro había apoyado su diestra en el hombro del artista, y le dijo al oído: —Ernestina volvió a su antiguo oficio. Julio se quedó atronado, como si en vez de una queda voz acabase de sonar un tiro. ¿No había entendido mal? Trémulo y sin color murmuró: —¿Es cierto eso? Duro, frío e implacable, añadió Pedro: —Ernestina tuvo que buscar el dinero en las calles para salvarte a ti. Fue un nuevo estampido que retumbó largo tiempo en el cerebro del pintor y le hizo caer en una silla. Luego se levantó imbecilizado. Poco a poco fue saliendo de la atonía, y en sus labios aparecieron muecas de tristeza, de disgusto y cansancio. —¿Es ella quien te lo ha dicho? Pedro alzó el índice severo. —¡Que nada sepa de esta conversación!… Prometí guardarle el secreto… Heredia había vuelto a sentarse. Con la cabeza entre las manos, se puso a tartamudear: —¡Ojalá que no lo hubieses revelado!… Pedro creyó discernir en aquella pesadumbre un indicio de flaqueza, y miró con desdén a su primo. Mientras descendía la escalera, iba diciendo entre dientes: —¡Bah!… ¡De qué sirve el talento si falta el carácter!…

143

v ii

Ernestina y Pedro estaban sentados en el jardín. La palabra de él

era más premiosa que de costumbre. Si quería romper el silencio, no daba con un principio acomodado; se le truncaba la frase y tenía que enmudecer. Su tardo pensamiento hallábase ausente. Secretos presagios de alguna desgracia tenían ensombrecida a la modelo. En los ojos de doña Isabel vio iluminarse relámpagos, y por dos veces pudo advertir que al acercarse ella interrumpían su conversación las criadas. Sobre la casa estuvo pesando todo el día una densa atmósfera de malestar. El artista rechazó los pinceles aquella mañana. Durante la comida, Ernestina no oyó hablar a la familia. Julio pasaba la tarde encerrado en el estudio, y por primera vez se abstenía de visitar a Carmen. El embarazo de Pedro tampoco la tranquilizaba. Una voz misteriosa parecía anunciarle que ella no era ajena a las inquietudes que observaba en torno. El tonante don Servando interrumpió el silencio con su saludo habitual: —¿Dónde está la honra del pueblo? En la casa se oyeron pasos y rumor de voces. Sin duda doña Isabel acogía a sus visitantes. Transcurrieron algunos minutos, y el político apareció en la terraza repitiendo el llamamiento: 144

—¿Dónde está la honra del pueblo? Julio asómose a una ventana. —En seguida bajo, don Servando. El padre de Carmen dio algunos pasos contemplando el terso cielo estival, al mismo tiempo que aspiraba con delectación el aire perfumado del jardín. Bajo los árboles divisó a Pedro y la modelo, y después de saludarles placentero, retornó a la casa. La llegada del pintor puso confusas a las mujeres. Él mostraba en el rostro la palidez del insomnio y los estragos de su borrasca interior. Saludó esforzándose por sonreír, y solo obtuvo la respuesta verbal de don Servando. Luego sobrevino un largo periodo de silencio, que aún se hubiese prolongado si no lo corta el político. —¿Os habéis vuelto mudos? Nadie habló. Transcurrido otro minuto, dijo: —Pues, señor; para aburrirme aquí, me marcho a otra parte. Y como cogiera el sombrero con aire de alejarse, le detuvo su esposa. —Conviene que estés presente. —Muy bien… Hablad ahora… —No somos nosotras quienes tenemos nada que decir –repuso doña Mercedes. Y vuelta hacia Julio añadió: —A él corresponde empezar. Temblaron los labios del artista, y un velo de angustia pasó por sus ojos. Con voz preñada de emoción se puso a balbucear: —Digo y repito que los temores de ustedes son infundados… Aquella revelación de flaqueza infundió nuevo valor a la madre de Carmen. 145

—¿Sabes lo que dicen de ti en el pueblo? —Aunque no sea difícil de suponer, tampoco deseo saberlo. A doña Isabel le fue imposible contenerse. —Pues tampoco yo puedo ser tan indiferente como tú en el decoro de mi casa… Esa mujer no debe continuar ni una hora más aquí… —Tía… —Ha llegado el momento de escoger. ¡Ella o yo! Doña Mercedes repitió en el mismo tono que su amiga: —¡Mi hija o ella! Don Servando intervino conciliador: —No hay que alterarse, y pensémoslo bien antes de promover un escándalo, que a todos perjudicaría… Pensad también vosotras que se trata de la honra del pueblo… —¡De la honra de mi hija! –le interrumpió indignada su esposa. Don Servando se cortó, y quiso rectificar, aclarar y completar. —¡Eso es, Mercedes!… Tienes mucha razón; pero no me negarás que Julio es la honra del pueblo… Por mí le ha nombrado Campuzano hijo predilecto, y de Heredia ha recibido su nombre esta calle… El caso es grave, y no hay que ofuscarse… ¡No te ofusques, Mercedes!… ¡Isabel, no nos ofusquemos!… ¡Pensémoslo con detenimiento!… ¡Vamos a ver si hay algún término de arreglo que pueda satisfacer a todos!… —Ninguno –rechazó su esposa. —¡Por Dios, mujer!… ¿Ni uno siquiera?… —Sí; que Julio rechace a esa mujer. Carmen reforzó: —¡O ella o yo! Don Servando se dirigió al artista: 146

—Y tú, ¿qué dices, muchacho?… ¿Has encontrado alguna fórmula aceptable?… Julio estaba lívido y sus músculos apenas podían ya resistir. La mirada, llena de extravío, pasaba automática y sin fijeza de una a otra persona. Parecía indeciso. Doña Mercedes le invitó por última vez a escoger. —Pronto; ya lo sabes: mi hija o esa mujer. Heredia sintió un brusco renacer del ánimo; pero su voz aun fue débil y desfalleciente. —Permítanme siquiera que me ahorre la vergüenza de ser yo quien decida… Quizás ella quiera relevarme… —¡Muy bien! –exclamó don Servando entreviendo una dichosa solución. Pero las mujeres acababan de alarmarse. —¿Qué piensas hacer? –le dijo doña Mercedes. —Voy a llamarla… Sonaron tres exclamaciones de sorpresa. Doña Isabel protestó: —No; su presencia nos ofende. —Solo es un instante, tía. Doña Isabel quiso erguirse y huir; pero recayó agotada en su asiento. Julio había salido a la terraza y llamaba a la modelo. —¿Es muy necesaria? –sonó la voz enérgica del primo. Heredia tuvo que insistir. Pedro quiso retener a Ernestina; pero le faltaron las razones, y se levantó detrás. La modelo estaba trémula. Las voces de la casa habían llegado confusamente al jardín, y hubo un momento en que creyó oír su nombre. Lo que eran sospechas para ella, convirtióse en evidencia para el hijo de doña Isabel. ¡El desenlace se acercaba! Sin adivinar el motivo que exigiese la comparecencia de Ernestina, 147

Pedro sintió hondo descontento contra su primo por no evitarla el encuentro con Carmen… Julio era como un niño, que de pronto enmudece y luego habla con atropellamiento. Así, entre pausas y carreras, expuso a la modelo su situación… Tímida al ser llamada, y repuesta al entrar en la casa, Ernestina fue sintiendo cólera, desdén, rubor, mientras oía a Julio Heredia. Pedro no pudo reprimir su disgusto: —Creo yo que estos conflictos deben resolverlos los hombres. Los demás pensaron como él; pero su madre le impuso silencio. Ernestina había inclinado los ojos. Luego irguió lentamente la cabeza, para decir con voz pausada en que apenas vibraba la emoción: —No me explico su llamamiento, Julio; ni sé por qué me expone a esta vergüenza… ¿No es usted libre?… ¿Tengo yo algún derecho sobre usted?… Heredia fue serenándose. Con palabra más segura repuso: —Pero yo tengo contraída con usted una deuda antigua… Ella sonrió indiferente, y cambiando de pensamiento, dijo: —Si no he comprendido mal, solo se trata de un caso de incompatibilidad entre mi presencia y el amor de esta señorita. Doña Mercedes y su hija asintieron con la cabeza. La dueña de la casa fue el órgano de expresión: —Usted lo ha dicho. Ernestina hizo un gesto de natural desistimiento. —Julio, ni tuvo usted que consultarme, ni debió promover esta escena, tan penosa para todos, sabiendo que yo no había de ser un obstáculo. El artista se dirigió a su prometida: —¡Ya lo has oído! ¿Estás satisfecha, Carmen? 148

Ella le dijo: —Esta señora suprime todas las dificultades. —¿Y cuándo debo partir? –consultó la modelo. Doña Isabel, tranquila del feliz desenlace, procuró dulcificar el tono: —Cuando usted quiera; pero convendría, por su mismo interés y por las hablillas del pueblo, que fuese lo antes posible. La despedida se inclinó. —Con el permiso de ustedes… Iba a retirarse, y el artista la detuvo. —Espere, Ernestina; no puede marcharse sola. Yo quiero ir con usted… Su tía trató de disuadirle. —Pedro la acompañará. —Gracias, tía. Mi primo se encargará de cerrar nuestros equipajes y de enviarlos a la fonda… Miró a Pedro. —Lo antes posible. Ya has oído a tu madre. Mañana tenemos que volver a Madrid. Solo el tardo Pedro pareció oír bien. Los demás quedáronse estupefactos e interrogándose con la mirada. Don Servando alargó sus brazos. —¡Julio! ¡Julio!… ¿Te has vuelto loco?… ¿De veras quieres dejar a mi hija?… —¿Y no querían ustedes que abandonase a la que me salvó la vida? Pedro se acercó a su primo, y le dijo con premiosidad: —¡Bravo, hombre!… Llegué a dudar de ti; pero don Servando tiene razón llamándote la honra del pueblo. La voz de doña Isabel fue como un alarido. 149

—¡La deshonra de la familia! —No, madre; sacrificándose al deber, mi primo ha obrado como un hombre de bien. Pero don Servando no podía conformarse con aquella separación. —¡Seamos cuerdos!… ¡Nada de escándalos!… ¡Pensemos todos si no habrá alguna fórmula de arreglo! —Ninguna, don Servando. Entre Carmen y Ernestina, renuncio a la mujer y me quedo con la modelo. La preferida quiso resistir; pero él ya la conducía hacia la puerta. El político suplicó: —¡Detente, Julio!… ¡Detente!… ¿Adónde vas?… —¡A Madrid, don Servando!… ¡A París!… Adonde no ahogue tanta gazmoñería…

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L a aventura del profesor M aroto

Prefacio1

H

ablar de la figura, de la personalidad, como literato y pensador, de M. Ciges Aparicio, sería un panegírico harto sabido por los que habitualmente leen y para sí comentan las cotidianas producciones literarias, filosóficas y política social. Lo que nos interesa al escribir, al dedicar unas líneas de preámbulo a esta novela, es indicar, no ya el estilo descriptivo y narrador que tan ameno hácese por las certeras pinceladas y colorido que deleita y apasiona, sino la idea macho que ha engendrado la novela, sus tipos reales, el valor pedagógico de las escenas, la pasión que se adentra investigadora hiriendo y balsamando el alma, el corazón y el cerebro, con el placer de sentir revolucionar algo que dormitaba ya en la inmensa mayoría de los pueblos… ¡idiotas! Cuando leímos el original de esta novela que hoy ofrecemos al lector, vimos con la preclaridad sin límite que la figura dominante, imperiosa y burlona de Don Dinero, se destacaba, manejando con omnipotencia de dioses bíblicos, a los hombres de orejas grandes y hocico pronunciado, a las muchedumbres ignotas, que sin sentido 1.  La edición de La Novela Decenal iba precedida de este «Prefacio», firmado por el director de la colección 153

de su valer del derecho de gentes, bailan la danza arlequinesca al compás de los chasquidos de la tralla domadora, de la voz del amo que ordena y planea a tirios y troyanos a su antojo. En el tipo de Antón Vázquez del Moral, personaje antípoda del profesor Maroto, ha encarnado, con mano magistral, esa parte social que aplana hasta la deshonra la verdadera ética armonizada a la atalaya progresiva de nuestros tiempos. Frente al hábito ancestral del egoísmo humillante, a la risa sarcástica del bufón y su coro se levanta la gigantesca figura, con su sana fe, del profesor Maroto, hablando y tratando de aplicar el progreso de las artes y las ciencias, todo cuanto represente la salvación del Prometeo encadenado. Se esfuerza como titán en su empeño de triunfo, y la farsa de los falsantes se proclama vencedora, hasta el extremo, que bien paga el profesor Maroto, la aventura de ir a deshacer entuertos a lo Quijano, recibiendo como ofrenda a la redención que ofrecía, pedradas e increpaciones propias de gallofos, y desengañado y confuso ve con sorpresa lo inútil, lo absurdo de su campaña electoral, sin perder por ello la integridad de su espíritu liberador predispuesto a nuevas empresas de resultado positivo. Aquilino Medina. 1º de mayo 1926

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i el sabio

E

ra don Peregrín Maroto, catedrático de Derecho político, varón de mucha honestidad y suma ciencia. Escribía en doctas revistas extranjeras, y el ilustre Dugnit recomendaba sus obras. Alto y fuerte, morenísimo y muy barbudo, daba la impresión de un hombre enérgico y lleno de ardientes pasiones; pero todo el vigor se le fue al celebro y en el ánimo le quedó una timidez de sabio. Como un triunfo que le enorgullecía, disfrutó el Ministro Saldaña tener por candidato de su fracción al tratadista emérito. Extinguido con los años el apetito de su posición y mando, su último anhelo era constituir un grupo selecto que recibiese y mejorase su herencia política. El ex subsecretario Carrizosa pudiera ser el Aquiles del partido y Maroto el prudente Néstor. Fonseca del Llano fue el distrito escogido para el sabio catedrático mientras participaba en un Congreso internacional celebrado en La Haya. Fonseca estuvo representado por el ministro años atrás; luego lo cedió a su yerno, y después a su primer pasante. Era un distrito propio, que de él había recibido grandes beneficios y mercedes. El triunfo de Maroto estaba asegurado: no tendría contrincante, y si alguien osaba disputarle el acta, el gobernador de la provincia, amigo y partidario de Saldaña, se encargaría de impedirlo. 155

Había comenzado el período electoral cuando el profesor don Peregrín volvió del extranjero. Al llegar a Madrid, el ministro le dijo contrariado que había ocurrido algo imprevisto. El artículo 29 no se le aplicaría a Fonseca, como él deseaba. La lucha era inevitable por haberse presentado un candidato de oposición, rico y bullicioso, pero poco temible. ¿Cómo iban a dudar los fieles electores del ilustre Saldaña entre el sabio Maroto y el alocado Vázquez del Moral? En oyendo este nombre, don Peregrín perdió el color. Sabía mucho de Derecho político y casi nada de aventuras políticas; pero las de Vázquez del Moral habían llegado hasta él con rumores de provocaciones y escándalos. Temiendo implicarse en una que no le granjease honrosa celebridad, quiso abstenerse de la lucha y retornar a sus laboriosos estudios; pero su amigo y jefe le disuadió, diciéndole que su candidatura era oficial, su nombre estaba encasillado en Gobernación y su retirada en pleno período electoral la considerarían como un abandono los amigos, que daría un triunfo cierto al adversario. Maroto nada supo oponer al ministro, y bien confortado con la promesa que recibió, se fue a Fonseca del Llano. En la estación le esperaba un grupo entristecido de partidarios, y dos discípulos suyos más tristes que los demás.

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ii El alegre antón

A ntón Vázquez del Moral había conquistado bien merecido re-

nombre de competidor alegre y peligroso. Su abuelo era rico y su suegro opulento. Él hizo de las ilusiones un deporte nuevo, y aun el que más le divertía por sus frecuentes peripecias y las muchas burlas que jugaba a los adversarios. Si la palabra crisis infundía terror en otros representantes del país, a él le excitaba su amor jocundo, porque durante algunas semanas le ofrecía pretexto de entregarse a una actividad ejemplar, yendo de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta, comiendo, bebiendo, rompiendo automóviles, atropellando gente, desafiando y encarneciendo a sus rivales. En la crisis postrera le dio por preferir a Fonseca, sin que se conociere el motivo de su predilección, aunque algunos lo achacaron a descontento del ministro, que no atendió a su suegro, y otros al placer perverso de vencer a un sabio. Solo se sabía a punto cierto, que el padre de su esposa le dijo una noche en el Casino de Madrid, ante un prócer palatino, un magistrado del Supremo y un teniente general, que formaban su tertulia: —¿Cuánto dinero te ha dado tu abuelo para la campaña? Antón, repuso: —Treinta mil duros. 157

El suegro miró a sus amigos, que con el gesto declararon la pequeñez de la suma: —¡Bah!… ¿Adónde irás con eso?… El viejo piensa que hoy se hacen las elecciones como en su tiempo. Y le prometió un suplemento de cuatrocientas mil pesetas, diciendo: —La vida es muy cara y todo hay que pagarlo bien; pero me figuro que tendrás bastante. Antes de ir a Fonseca, Vázquez del Moral compró a Ford veinte automóviles, buscó mecánicos que se incautasen de ellos y estuvieran a sus órdenes día y noche, con bueno o mal tiempo, costeando la gasolina para doscientos kilómetros por jornada. Al rematar las elecciones, los vehículos serían de ellos, y si alguno se quebraba repondríalo Antón. Con esas veinte máquinas, las dos suyas y las de algunos amigos, el candidato de oposición se encontró dueño de veinticinco poderosos auxiliares del triunfo. Apenas llegó a la capitalidad del distrito con este retumbante séquito se le adhirió la juventud amiga de algazara, y aun pudo reclutar en los diversos pueblos cincuenta mozos reputados como lo peor de cada casa, estipendiándolos con cinco pesetas para que no perdiesen el jornal. Preparados los carros de asalto y aguerridas las huestes con varias comidas a lo Camacho, que encarecieron las aves, cerdos y licores de Fonseca, lanzáronse a la conquista del acta sin encontrar en el camino más que algunos tropiezos con borricos, varios vuelcos y una docena de contusiones; pero sin hallar un Marne que detuviese su intrépido avance. Los huecos que en los carruajes, dejaban los hombres rellenábanse con botellas y cajas de cigarros, que cada jornada se reponían, a menos de que conviniese hacerlo antes. Cuando las bocinas y cláxones anunciaban la proximidad­de 158

la tromba rodante, las mujeres ­retiraban de las calles a sus hijos y los hombres a sus bestias, y puestos a la puerta de las casas o arrimados a las paredes palmoteaban y vitoreaban a los invasores, que pasaban como relámpagos y entre nubes de polvo, borrachos, sudorosos y roncos de llamarse los bárbaros electorales, y arrojando puñados de calderilla entre la cual iban algunas pesetas. Antón dejaba en cada lugar un apoderado para que pag[ara]n las muertes y desperfectos que en los seres piantes y mamantes o en las simples cosas causaban sus compañeros. Con tantas idas y venidas acabaron por escasear las vituallas en el distrito. Los bárbaros próximos a mandar recibieron de su Atila promesa de apadrinarlos, y pronto corrió la voz de que lo mismo haría con los nacidos en el período electoral. Siete fueron sus ahijados, y durante las santas ceremonias hubo arrebatiña en las calles, con pendencia de chiquillos y mayores y copiosos chichones al disputarse las monedas; órgano y víctores en la iglesia, y en casa de los dichosos padres, borregos con salsa bien picante, cochinillos fritos y embriaguez general, de la que el neófito salía rebautizado de tinto. El candidato encargó a los alcaldes que hiciesen recuento de las familias menesterosas y les entregaran dos panes diarios. Sus representantes distribuyeron profusión de recibos declarando deber a los portadores cincuenta pesetas, que los supuestos deudores abonarían en una fecha coincidente con el jueves del escrutinio electoral, y Antón Vázquez suscribió otros documentos declarando deber a sus agentes una suma igual a la de los recibos, aumentada con el veinticinco por ciento. Por donde quiera que iba, los desdichados se acercaban plañideros para que aquel joven Jesús, inopinadamente aparecido en el distrito, les hiciese el milagro salvador de sus cuitas. —Señor, yo quiero votar por usted, y aunque soy pobre no busco dinero. Pero es el caso que se me ha muerto el burro, que me 159

ayudaba a vivir, y si no lo repongo tendré que empeñarme para siempre o ir a pordiosear. —¿Y hay muchos burros en el pueblo? –inquiría el candidato. —Como haber no faltan, con perdón de los que hablan; pero yo sé de uno que lo venderían por doce duros. —Vamos a buscarlo. La comitiva se ponía en marcha para ver la famosa bestia. Uno le reconocía los dientes; otro la montaba; el tercero la derribaba de un empujón para probar su resistencia; el cuarto la regateaba, y Antón sacaba el dinero, dejando contento al pedigüeño y bien pagado al vendedor, que siempre exigía más del justo precio.

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iii las tr ibulaciones de M aroto

El candidato gubernamental estaba deprimido y avergonzado.

Solo disponía de un automóvil, y le acompañaban los dos discípulos que residían en el distrito. La primera semana de viaje lo fue de tribulaciones. Los bárbaros le seguían a todas partes. En el camino se lanzaban contra él y su vehículo tenía que pararse al borde de las cunetas o meterse en los campos para dejar paso al ciclón rugiente y clamante. Un día iba por lo más llano del camino y en lo más rápido de la carrera cuando sonó un súbito estampido. —¿Qué ocurre? –exclamó sobresaltado don Peregrín Maroto pensando en una agresión de sus enemigos. Sus discípulos le tranquilizaron. —Es un neumático. Habían salido tarde, y este contratiempo retrasaría la llegada al pueblo de su destino. Pero a ese percance siguió otro. Por recobrar la media hora perdida en el arreglo de la avería, el conductor se lanzó en veloz carrera, y con el mismo ímpetu quiso cruzar una aldea precedida de peñascos, obligándole ha hacer un brusco viraje para enfilar la única calle. El ruido de las bocinas y motor alarmó al ladrante y cacareante mundillo aldeano. Una docena de perros de todas las 161

alzadas y colores, de bronco ladrar los mastines, atenorado los perdigueros y aflautado los gozques, acudieron a la esquina, tieso el hopo y el lomo crespo, aumentando la confusión de un grupo de gallinas y patos, que presididos por dos parejas de pavos reales, se paseaban gentilmente al sol o picoteaban las hierbas crecidas entre las piedras. Cogida la pacífica compañía plumitiva entre los dos escándalos y amenazas, empezó a escandalizar de miedo. Las gallinas batían las alas para acogerse al próximo corral, y en su alocamiento chocaban en la tapia y volvían a caer; los patos iniciaban un corto vuelo rastrero, y se aplastaban en tierra o se metían en los campos; los pavos, empavorecidos, abrían y plegaban sus lujosas colas, y en lugar de correr, daban vueltas y saltos grotescos. El automóvil superó la cuesta y eludió los peñascales; pero el mecánico no pudo frenar antes de retorcer la esquina, y en pos dejó un rastro luctuoso y clamante. Los perros rodearon el vehículo mostrando los dientes lívidos, sin atender las voces del conductor, y aún más enrabiados por el castigo de los bastones que les infligían los conducidos. A los cacareos, ladridos y chillidos de los perros vulnerados se unieron los gritos de una vieja, que con voz ciscada, anunciaba y execraba los estragos que veía en el camino. —Los pavos, en la agonía; dos gallinas muertas, y no sé cuantos perros reventados… Así quisiera yo ver a los señoritos de tal, y no hay justicia en el cielo ni calzones en la tierra si salen vivos los hijos de cual… Sofrenadas las fieras colmilladas por sus dueños, los expedicionarios iban a proseguir la marcha; pero las voces de la vieja los dejó indecisos. Aunque la aldea pertenecía a otro distrito, quizás fuera mejor pagar los deterioros para que no protestase la gente. Con la anciana empezaban a formar coro los dueños de las víctimas, que 162

desde la esquina protestaban viéndolas yacentes o inválidas. Una piedra bajó zumbando por la calle, mientras que hombres y mujeres se incitaban a soltar otra vez los canes. Tres o cuatro rodearon el automóvil, y algunas hembras se pusieron delante, desmelenadas y trágicas, para que no avanzase. Entre todos los enemigos, ninguno igualaba en ferocidad a un mastín de gran corpulencia, pecho blanco y boca negra, a quien ­Bocanegra decían al azuzarle. Por dos veces posó sus anchas patas en una portezuela, y otras dos tuvo que hurtar el cuerpo D. Peregrín Maroto para que no le mordiese. Bocanegra reconoció en aquellas tentativas la altura que le separaba de su presa, y comprendió que no era superior a un buen salto; pero los viajeros también comprendieron su intención perversa. Exasperado uno de los discípulos por la pertinacia del dueño en azuzar al mastín, sacó una pistola y amenazó a los dos. El candidato creyó morirse de miedo, y con voz temblorosa dijo: —¿Habrá manera de entenderse?… Era difícil. Aquel amago con arma de fuego hizo arredrar a los próximos y acabó de enfurecer a los distantes. Y la vieja seguía protestando con su voz cascada: —Ni bragas ni perdón de Dios tendréis si dejáis marcharse así a estos hijos de tal. Bocanegra escuchaba las llamadas del amo después de la amenaza, pero sentía más querencia al asalto. Su boca se abría enorme, mostrando unos dientes muy blancos y una gola muy roja, de la que brotaban ladridos profundos que llegaban a D. Peregrín acompañados de un aliento caliginoso. Con el lomo erecto y los ojos sanguinolentos hacía conatos de acometer sentándose sobre las patas traseras; otras veces avanzaba resuelto, y las uñas delanteras se hincaban en tierra, obligándole a arrodillarse. En todos los intentos 163

agresivos la pistola del viajero seguía los movimientos de su cabeza, y ese gesto parecía contenerle. El catedrático repitió atribulado: —¿Habrá manera de entenderse? Pero todas las mujeres gritaban a una. Acercándose al automóvil y mostrando los puños, lanzaban una imprecación, y daban ­media vuelta para retornar otra vez y hacer gestos indecorosos. Los ­hombres entraban en las casas y volvían armados de palos y horcas. Hasta surgió una escopeta. Y la vieja seguía excitando: —Enaguas os pondría yo por no saber llevar bragas. D. Peregrín Maroto hizo un esfuerzo para erguirse con aire pacificador. Extendió los brazos al público y cuando iba ha hablar, una piedra le dio de refilón en el rostro. El daño fue leve; mas observando que las mujeres y los chiquillos se armaban de otros proyectiles arrojadizos al tiempo que los hombres acudían con los contundentes y punzantes, deliberó estarse quieto y aun encogerse en el asiento para ofrecer menos blanco. Fuera de sí, el discípulo que sacó la pistola, dijo al mecánico: —¡Vámonos! Rugió el motor; pero antes de ponerse, en marcha el vehículo, la multitud lo rodeó y se interpuso en el camino. La vieja subió a un estribo para arañar a los viajeros y proferir baldones. Sobre la capota resonaron los palos, y una piedra tocó en el pecho del candidato. Don Peregrín hizo un gesto doloroso y antes de que pudiera reponerse, las armas brillaron en manos de sus acompañantes. Los hombres retrocedieron; pero las mujeres apretaron el cerco, mientras que los perros daban dentelladas al coche. —¡A ellos, Bocanegra! —¡A ellos, Lobato! 164

Sonó una detonación. Bocanegra rodó por el suelo, lanzando largos y lúgubres ladridos. Recobróse pronto, y apretando los incisivos contrajo los músculos para caer sobre sus enemigos. La herida le había privado de fuerzas, y medio cuerpo quedó pendiente de la portezuela. Con el peso cayó al suelo exhalando aullidos.

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iv Ajuste de cuentas

Súbitamente cesó el motín. Los hombres aquietaban a los canes

asestándoles puntapiés e indicándoles el camino de las casas. Las mujeres rebullían limpiándose el rostro con los delantales. La vieja procuraba satisfacer a todos sentenciando conciliadora. —Dejadles explicarse, hijos míos, que hablando se entiende la gente. Aunque señoritos también pueden tener buenos adentros, que son cristianos y a todos nos hizo Dios. El principio del entendimiento fue una dichosa inspiración del candidato. No siendo hombre de armas tomar, sacó la cartera y agitó unos billetes. El óleo vertido en torno de un barco en peligro no calma más pronto la tempestad que el influjo de aquellos papeles la concitación de las pasiones populares. Maroto exhortó: —Tranquilícense todos, que si hay perjuicios se pagarán. La vieja asintió. —Bien dicho. Eso es ponerse en razón, y lo demás, ganas de mover ruidos… ¡Chuchos del diablo, a ver si dejáis hablar a las personas!… ¡Que se lleven a esos perros del infierno!… Hízose recuento de víctimas, poniéndoles subida tasa, aunque los damnificados aseguraron justipreciarlas por lo bajo; se concertó la indemnización de los heridos, fijándose en cien pesetas las del hermoso y moribundo Bocanegra, y cuando el profesor de Derecho iba a pagar, reclamó la vieja: 166

—¿Y mi gallina pinta no vale nada? Una comadre intervino admirada. —¿Qué gallina, tía Rita?… La bruja le acercó a la boca su nariz ganchuda, y la barbilla empezó a temblarle: —¡Así estuviera con vida y te picase esos ojos de gata, que solo sirven para ver malas cosas!… ¿Qué gallina ha de ser?… ¡La pinta, que me trajo mi hija de Tardete la semana pasada!… —Disimule mi falta y no insulte, tía Rita… Por todos los santos y por la salvación de mi alma que no lo sabía… —Pues sí, señora… Una gallina pinta, que era una joya, y me ponía todas las mañanas un huevo como el puño… Dos duros tenías que haberme ofrecido por ella para darme el gusto de mandarte a paseo… La vieja recibió los dos discos de Maroto. —No le doy las gracias, porque los valía como una perra chica. Y se alejó algunos pasos refunfuñando de la comadre, que había puesto en duda la existencia de su gallina pinta. Terminada la liquidación se reanudó el viaje, convirtiendo en materia de chanza el reciente lance; pero al llegar al término de la calle, que lo era también de la aldea, advirtieron que habían pagado dos pavos, tres gallinas y un pato sin recoger los suculentos cadáveres. Los aldeanos se quedaron en el lugar de la batalla comentando el suceso y burlándose de los señoritos. La vieja hacía cortes de mangas, y juntando la nariz con la barba repetía: —Andad con Dios, hijos míos, y volved pronto por otra. La muerte trágica solo sorprendió a una gallina y un pavo real; la viuda de éste sufrió un síncope, y la pinta fue un ente que forjó la imaginación de la abuela. 167

v el mitin electoral

A ntes de llegar al término del viaje les alcanzaron los bárbaros. El

mecánico tuvo que desviarse de la carretera para dejarles paso y no ser aplastados. Entre la nube de polvo que levantaban los veinticinco automóviles, Maroto vio a Vázquez del Moral que le mostraba la lengua. Sus compañeros siguieron en pos, borrachos, ensordeciéndole con sus burlas e insultos. Aquella noche peroró el profesor desde un balcón con su tono gris y monótono, como si pronunciase una conferencia en clase. Vituperaba la conducta informal de su adversario y su mal ejemplo de ciudadanía. Súbitamente sonó una inoportuna salva de aplausos y voces aprobatorias. —¡Muy bien por Maroto!… ¡Viva la ciudadanía!… El profesor reconoció a los bárbaros, y la lengua se le paralizó de emoción. —¡Que nos explique un curso de ciudadanía! –gritaba Vázquez del Moral. Y sus corifeos repetían: —¡Que hable el negro catedrático! El orador sintió un ímpetu de indignación, y tomándolo por lo serio, comenzó a explicarles lo que ellos ignoraban. Los bárbaros se morían de risa viendo los visajes coléricos del sabio… 168

—¡Bravo; muy bien!… ¡Que siga por ahí el oso!… Al aflujo de energía siguió un reflujo de acobardamiento, y don Peregrín Maroto se retiró consternado del balcón. En la calle prosiguió la algazara, y a las chanzas se asoció el público. Como el candidato oficial no reapareciese, el grupo tropelero se puso en marcha, sonando bocinas y aclamando a Antón. La muchedumbre le siguió repitiendo los vivas. Cuando llegaron a un café, el héroe se detuvo en la puerta para aconsejar que el mejor remedio contra el aburrimiento de los sabios era echar un trago. Y terminó con ademán rumboso, que entusiasmó al auditorio: —¡Todo está pagado! Los manifestantes invadieron el establecimiento, instalándose en torno de las mesas, disputándose las sillas y formando cola ante el mostrador. Se bebió de lo frío y lo caliente, y se rompieron numerosos servicios, que la alegría ha de ser dañina para que nada le falte. Cuando los dos discípulos se dolían del trato bochornoso infligido a su maestro, los hombres sensatos observaban: —Tenéis razón; pero ¿quién manda a un hombre así meterse en aventuras?

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vi Llega el gobernador

El profesor escribió al ministro suplicándole que le nombrase sus-

tituto y le autorizara para abandonar el distrito. Su digno jefe sintió como propias las humillaciones del docto. Siendo, como ya se ha dicho, amigo y partidario suyo el gobernador de la provincia, le ordenó que fuese a Fonseca del Llano para defender la candidatura del eminente correligionario con el prestigio de su autoridad y el peso de sus amenazas. El gobernador llegó imponente a Fonseca; recorrió varios pueblos; se libró por milagro de que los autos de Antón le aplastasen en una carretera, pero no fue posible impedir que el empujón de uno perforase la trasera del suyo; en fin, dio severas instrucciones a la Guardia civil, amenazó con la destitución a los alcaldes y con inspecciones y procesos a los consejales. Unos querían obedecerle por gusto, otros deseaban secundarle por miedo; pero ninguno sabía qué hacer, y todos se confesaban impotentes para luchar contra la banda facciosa ni impedir la defección del pueblo. Antón aumentaba el desconcierto burlándose del gobernador; anunciaba que le provocaría en duelo y aun que asaltaría su residencia oficial al frente de los cincuenta bárbaros para arrojarle por un balcón. 170

Una noche que el representante del Gobierno había reunido a las autoridades y ricos vecinos de Fonseca para comunicarles instrucciones, se oyó a lo lejos un ruido insólito que fue acercándose: era rugir de sirenas, arrastrar de latas, golpear de almireces, cantos y maullidos, vivas y mueras. El gobernador frunció el entrecejo, y los demás le miraron presintiendo que la tempestad iba a descargar… —¿Quién escandaliza de ese modo? El alcalde articuló lo que pensaron los demás. —Han de ser los bárbaros. La manifestación pasó ante el Ayuntamiento voceando. —¡Fuera el gobernador! ¡Viva don Antón! La cólera puso rojo al ultrajado personaje; descargó ambos puños en la mesa, y ordenó al teniente de la benemérita que reuniese sus fuerzas, y en compañía de municipales y serenos, detuviera a Antón y sus compañeros, costara lo que costase, por mera exhortación o a tiros. El oficial se puso de pie. —Me basta con esa orden de usía. El gobernador comprendió. Puede bastarle; pero se la daré por escrito. El teniente se fue con ella; pero volvió a los pocos minutos seguido por el jefe de los municipales. —El candidato de oposición y sus compañeros están celebrando un mitin en el teatro. ¿Debo detenerlos, señor gobernador?… El interpelado se mordió el labio. Entonces… —Quizás sean los autores del escándalo, señor gobernador; pero no han participado en él. La primera autoridad de la provincia tuvo que retornar a la capital, despechada y más corrida que una mona. 171

v ii El aquiles del partido

El ministro estaba irritado. El gobernado le había escrito declarán-

dose impotente par dominar al candidato de oposición, y este fracaso le aconsejaba dimitir. Una carta de Maroto anunció al ilustre Saldaña que su rival era ya dueño de tres censos enteros. El ministro comprendió que se iba a quedar sin profesor y sin distrito, si no derrotaba a Antón. La victoria solo podría obtenerla el intrépido ex-subsecretario Carrizosa, Aquiles del partido. Como no tenía contrincante andaba, ahora en campaña electoral por otro distrito comprometido. El jefe le llamó con urgencia, prefiriendo salvar al sabio, aunque se ahogase el candidato de menos relieve. Carrizosa solo se detuvo en Madrid veinticuatro horas para cargar de billetes la cartera y de promesas electorales la maleta. Al llegar a Fonseca su ojo certero le anunció que era ya tarde para vencer a Vázquez del Moral. Como antes el gobernador, convocó la primera noche en el Ayuntamiento a las autoridades y principales vecinos, más en vez de amenazar le dio por prometer a cuenta del ministro. Sin ser poco lo que el distrito llevaba ya recibido del ilustre Saldaña, aun recibiría otros caminos, se construirían dos estaciones de ferrocarril en pueblos que las necesitaban, se sanearían 172

unas marismas engendradoras de fiebres, se haría una nueva cárcel en Fonseca, y se repararían tres ruinosas iglesias del distrito. Los reunidos aplaudieron la generosidad del jefe, aunque reconociendo que, faltando ya tan pocos días para la elección, mejor que tantos dones colectivos sería para convertir a los electores distribuirles beneficios individuales. El ex-subsecretario dijo que, sin disponer de tantos como Vázquez del Moral, algunos llevaba en el bolsillo… Pero, ¿qué pasa?… Los bárbaros avanzan por la calle sonando bocinas, y quinientas personas les siguen aclamando a don Antón. Maroto pierde el color de susto y rabia, y Carrizosa pugna y se tira de la barba para no reír. Cuando se acercan los manifestantes no puede contenerse, y acude a un balcón para verlos desfilar. Vázquez del Moral, que marcha a la cabeza, se detiene y grita: —¡Viva Carrizosa!… El séquito le secunda unánime, y el candidato de oposición torna a vocear: —¡Viva el futuro ministro!… Todos aplauden, y el cortejo prosigue su camino sonando bocinas, latas y cencerros. A la mañana siguiente, los automóviles pasan huracanados ante la casa donde se hospedan el Aquiles y el Néstor del partido, que tiene por Agamenón a Saldaña. El ex-subsecretario sale a verlos. Vázquez del Moral le saluda con la mano; él le responde risueño, y Maroto exclama afligido: —¡Qué va a pasar aquí, Señor!… Carrizosa lanza una carcajada. —Pero, ¿no lo ha adivinado usted, querido profesor?… Una derrota seguida de un triunfo. 173

—El derrotado lo seré yo… —Y el vencedor también… —No le comprendo… —Quiero decir que Antón le derrotará ahora; pero anularemos la elección, y luego habrá tiempo de domesticar al distrito y preparar su victoria.

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v iii ¡ABSUR DO!

Los resultados electorales fueron desoladores para D. Peregrín Ma-

roto, que solo obtuvo mil ochocientos votos, y más de siete mil su adversario. Pero a la capital de la provincia se llevó para protestar de la elección un Himalaya de papel y un Niágara de tinta en forma de cuarenta y tres actas notariales denunciando sobornos, coacciones, abusos de autoridad y ruptura de urnas. Con esta abrumadora carga de reproches suponía Carrizosa y no dudaba Maroto que la Junta provincial del Censo declararía grave la elección, y que el Tribunal de Actas la anularía. Al entrar en el hotel ocurrió algo que dejó helado al sabio. En el vestíbulo estaba Antón Vázquez del Moral, que apenas vio a Carrizosa corrió a echarse en sus brazos. Antón y Carrizosa se conocían de los pasillos del Congreso; pero fue en esta campaña electoral cuando ambos simpatizaron. Terminado el efusivo saludo, el exsubsecretario se dirigió a Maroto para hacerle la presentación de su adversario. Este se puso a mirarle muy serio, y dio un paso. El sabio sintió miedo y retrocedió otro paso. De pronto, avanzó Antón estrechando con sus manos el cuello de D. Peregrín… Había llegado su último instante… Pero Vázquez empezaba a hablar con vivacidad y entusiasmo… 175

—¡Mi querido profesor!… El ministro y Carrizosa han sido muy imprudentes metiéndole a usted en trotes electorales… ¡No hay derecho!… ¡A un sabio como usted se le ha de dar un distrito cómodo y sin oposición!… Maroto fue tranquilizándose, y tan acertadas les parecieron las observaciones de Antón, que empezó a sonreirle en muestra de asentimiento. Pero Vázquez seguía hablando: —…Por desgracia nos hemos conocido tarde para ofrecerle un desagravio… Las actas que usted trae solo tienen el valor de papeles mojados; todas son de referencia y ninguna de presencia, y en cuanto a las dos urnas rotas, los votos que pudieran tener, he dejado que se los adjudicasen a usted, con los cuales apenas pasaba de dos mil ni yo bajaré de siete mil… La suerte está echada, querido profesor y es contraria a usted; pero yo le prometo que en otras elecciones será diputado por Fonseca del Llano, y si alguien se atreviera a disputarle el triunfo, Vázquez del Moral acudirá con cincuenta automóviles y doscientos bárbaros para darle su merecido… —¡Absurdo! –exclamó don Peregrín–. ¡Absurdo!… —Explíquese usted, querido profesor –le dijo Antón. Maroto quiso indignarse; pero su protesta careció de convencimiento, y sólo pudo servir para promover la risa de sus dos oyentes. —¡Absurdo!… Usted es un perdido; Carrizosa es otro perdido, y un servidor no vale más que ustedes… Yo tenía que indignarme; pero es usted tan simpático que desarma mi ira… ¿Cómo indignarse contra un hombre que ofrece defendernos con bárbaros y carros automáticos?… ¡Absurdo!… España es un país perdido… D. Peregrín abrazó a Antón, y apoyando la cabeza en su hombro, siguió repitiendo atribulado: 176

—¡Absurdo!… ¡Absurdo!… Al otro día regresó a Madrid con Carrizosa y Vázquez del Moral, conservando como recuerdo de su aventura un Himalaya de Papel y un Niágara de tinta, en forma de cuarenta y tres actas notariales, que de nada le sirvieron. Abril de 1926

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El Pr íncipe de Trapisonda

I

N

oche septembrina. Las once y cuarto. Hace frío. Los grandes bulevares están ya casi desiertos, y el alumbrado público ha decrecido. Mis pasos resuenan cóncavos en la desierta acera de los Italianos. Allá enfrente se mueven algunas sombras, apenas discernibles en la penumbra y la distancia. Como el francés no trasnocha, deben ser cazadoras de extranjeros. Cuando llego a la esquina, el instinto del oficio me hace mirar hacia la calle de Richelieu, en dirección de Le Journal. Me detengo. En la puerta acaba de aparecer una gran figura, que me hace sonreír: Juan Age está a la vista. El lector tal vez recuerda ese nombre, porque a él van asociados notables éxitos informativos de repercusión en la Prensa mundial. Juan Age es alto, casi gigantesco; su enorme vientre de dios Gambrinus parece un elástico tonel. Dos tercios de su persona se lo llevan cabeza y vientre. Las piernas son desproporcionadas para el volumen que han de sustentar, y lo más inverosímil es el raquitismo de sus pies, que le hacen bambolearse. No obstante su mucho peso y débil base, Juan Age ha de poseer el apéndice alado de Mercurio, pues siempre llega el primero a todas partes. 181

Tieso en el umbral, Age avanza la cabeza, que surge de entre sus hombros como la de una tortuga, y mira allende el precipicio de su vientre para explorar el húmedo abismo del suelo. Luego baja con temor un pie, y después el otro. Ya está en firme. Lento como un acorazado, vira a la derecha, para enfilar los bulevares, y todo su cuerpo colosal oscila sobre sus pies diminutos. Sin duda tiene prisa, y quiere andar ligero para que otro no se le anticipe en el suceso que busca; pero la magnitud de su vientre requiere mejor vehículo que sus piernas cortas y sus pies de niño. Cuando llega a la esquina, y yo a su encuentro, le han rendido los cincuenta pasos que acaba de recorrer. —Buenos noches, Age. Él siente un ligero sobresalto, y con un gran pañuelo se recoge el sudor que le ha hecho verter la ardua caminata. —Buenas noches, Trapi. El nombre que me da es una contracción de mi patria, porque el de mis padres jamás pudo pronunciarlo Age, con ser tan vulgar y de fácil enunciación en Trapisonda el de Krapil Sabbaght. —¿A dónde tan ligero, Age? Él quiere disculparse; pero está preocupado. Sus ojos exploran en la oscuridad de los bulevares. —¿Tan importante es el suceso? —No hay suceso. —Yo soy un extranjero, y no he de rivalizar contigo. ¿Y esas cuartillas, Age?… El más rápido de los informadores franceses mira las que lleva en una mano y sonríe. Luego se acerca al borde de la acera, apoyándose en mi brazo. A lo lejos brillan los faros de un automóvil. —Tú vienes conmigo –me dice. 182

—Es tarde y tengo sueño. —Un corresponsal no ha de sentir sueño ni pereza. Ven conmigo, y mañana resonará tu éxito en Trapisonda. El automóvil se acerca, y Age agita el pañuelo para detenerle. Me hace subir delante y da al mecánico la dirección. —A Fontainebleau. Quiero descender; pero él intercepta la portezuela, pugnando por entrar. Intento abrir la otra, y me sujeta riendo: —Trapi, no pretendas escaparte, porque puedo más que tú. Se desploma en el asiento, y el vehículo está a punto de perder el equilibrio. Ruge el motor, y nos ponemos en marcha. Yo le suplico que me deje salir. ¿Qué ha podido perdérseme en Fontainebleau a tales horas? Tardaremos más de una en llegar. Trapisonda está muy lejos, y es posible que mi información no la reciba a tiempo mi periódico para publicarla en sus ediciones matutinas. Age sigue riendo y sujetándome. —Verás, Trapi. A mí no me importa que tu periódico se quede sin la información; pero me interesa mucho que ningún colega parisiense conozca la mía. —No te comprendo, Age. —Creo que me explico bien, Trapi. Antes de acostarte hubieses podido encontrar a un compañero y decirle: «Acabo de ver al gordo Age, que salía de Le Journal con la rapidez de un galápago y tomaba sudoroso y preocupado un automóvil, necesario complemento de sus pies ligeros». Y esas palabras bastarían para suponer que Juan Age estaba a la busca de pieza mayor. —Y, aunque así fuera, ¿cómo seguir la pista tuya? —¡Ta, ta, ta!… Muy pobres los crees de ingenio… Cierto, Trapi; no escasean los estultos en nuestro hermoso oficio; pero Le Matin 183

tiene ahora un poeta fracasado, que empieza a sentir la inspiración desde que se dedica al suceso ¡Oh, Trapi! Dale a tu amigo Age un simple hilo, y en menos de una hora habrá recorrido todo el laberinto periodístico de París, más intrincado que el de Creta… El hilo pudieras serlo tú, y viniendo conmigo estaré tranquilo. —En fin; hemos salido de París y ya estamos en el camino de Fontainebleau. ¿Puedes decirme de qué se trata? —Yo tampoco lo sé. Mi pariente el doctor Dubois, insigne boticario de Fontainebleau, me ha enviado un telegrama diciendo que vaya en seguida. Ha de ser cosa grave, por lo mismo de que no añade más. El lugar es tranquilo; pero en sus bosques se consumaron a veces espantosos crímenes. —¿Y no sospechas, Age? —Nada con fundamento, Trapi… —Quizás alguna desgracia de familia… —El doctor Dubois sabe que solo una muerte violenta puede interesarme; porque la natural nada me importa, no teniendo qué heredar. —Age: estamos en Choisy-le-Roy. Déjame volver a París. —Es tarde. —Aún no han dado las doce, y tengo trenes hasta la una. —Dispensa, Trapi. Es temprano, y queda tiempo de que otro compañero… —Age, me ofendes…. —¡Mal periodista el que reprueba las precauciones de otro! —¡Me resigno! Soy tu prisionero, y te sigo. —Me acompañas. Con un despacho urgente, podrás lucirte mañana en Trapisonda. —Al menos, revélame en qué piensas. 184

—Sólo se me ocurre que el suceso ha de relacionarse con los treinta y cuatro sabios micólogos que están celebrando un Congreso. ¿Habrán reñido por hongo de más o de menos? ¿Se deberá la tragedia a rivalidades científicas o a vanidades de pueblo, de religión y de raza? ¿Les habrá sorprendido en el bosque el asalto airado de gente facinerosa?… Yo me confundo, y deploro que este tardo medio de locomoción no abrevie mis zozobras… El aeroplano, querido Trapi; un aeroplano individual, que recorriese quinientos kilómetros por hora, sería un buen instrumento de nuestro oficio. Pero aún no llevamos andados quince. Yo me duermo. De súbito, despierto con sobresalto. El percance de viaje ha ocurrido. El automóvil debe de estar rodando por algún precipicio, pues me siento derribado, opreso y sin respiración. Quiero gritar, y solo puedo gemir. Tal vez un gran peso ha caído sobre el vehículo, hundiéndolo y aplastándome. Pero, entre el sobresalto y el peso, me parece oír el motor. Pugno, hago una suprema invocación a todas mis fuerzas; remuevo la mole que me abruma, y salgo. Mi compañero dice asustado: —¡Eh, eh!… ¿Qué sucede, Trapi? Y se desploma entre quejas. Es Juan Age el inopinado accidente. También él se había dormido, desplomándose sobre mí como un bocoy y poniéndome en peligro de muerte por asfixia. Al eludir su carga, él cae en el asiento y despierta dolorido. Entre ayes y esfuerzos quiere incorporarse, pero sus fuerzas no logran vencer la resistencia del vientre. Acudo en su ayuda, y consigue incorporarse. —Trapi –me dice–, creí que el auto había volcado. —Y yo, Age, pensé que un talud estaba aplastándome. Él ríe, y mirando por la ventanilla, murmura: 185

—Nos acercamos a Melun. Hemos recorrido las dos terceras partes del camino. Yo tengo sueño; mas el cabeceo de Age me alarma y no puedo dormir. De cuando en cuando, su cuerpo pierde la gravedad y quiere descender sobre mí, a pique de aplastarme. Yo apalanco con el hombro, y él se despierta, ríe y vuelve a cabecear. Eran las doce y media cuando entrábamos en Fontainebleau, por todas partes rodeado de sombras y tupidos bosques. El alumbrado público era escaso; pero allá, a nuestra izquierda, veo destacarse un alto edificio, donde aún brillan claras luces en las ventanas de un salón. El automóvil avanza siguiendo las instrucciones que Age transmite al conductor. Mi compañero golpea de pronto el cristal, y el vehículo se detiene en una esquina. Mientras se hace el ajuste de cuentas para que el mecánico regrese a París, se abre una puerta y aparece un señor alto, de blanco bigote, cubierto con largo gabán y en la cabeza una gorra de pieles. Age interrumpe los cálculos para saludarle. —Buenas noches, Dubois. Y antes de que el pariente pueda contestarle, pregunta, ansioso: —¿Qué pasa, Dubois?… ¿Por qué me has llamado?… El farmacéutico lanza una fuerte carcajada. —Nada, Age; ya no ocurre nada… El peligro está pasando. Age se desconcierta, gruñe y me invita a reingresar en el automóvil; pero su pariente exhorta: —Entra… Entren ustedes y les contaré… Age dice al mecánico: —Espéranos aquí. Entramos en la farmacia, y luego en la rebotica. Juan Age se deja caer en una butaca, rendido y amustiado por la decepción. 186

II

El doctor Dubois empezó a decir:

—Saben ustedes que Fontainebleau goza de varias reputaciones, y no es pequeña la que le dan sus setas. Nuestros bosques producen las mejores del mundo, y tampoco hay zona planetaria que ofrezca tantas variedades. Por eso los micólogos escogieron a Fontainebleau para celebrar su Congreso internacional. Age sacó sus cuartillas y extrajo una de las tres estilográficas que llevaba en el bolsillo exterior de la americana. Mientras yo preparaba mi lápiz y pedía papel al dueño de la casa, el más rápido de los informadores me dijo, guiñando un ojo: —¿No te anuncié, Trapi, que debía ser cosa de los sabios? El farmacéutico prosiguió: —Hace dos días llegaron treinta y cuatro micólogos. Sin contar los nuestros, había representantes ingleses, yanquis, alemanes, escandinavos, rusos, italianos… Hasta uno del Japón y otro de la India. Ayer pasaron la jornada recorriendo el bosque y arrancando setas. Sin tener todas las variedades, habían recogido ya varias cargas, y hoy comenzaron su clasificación. Aquí estaban las ponzoñosas, formando múltiples grupos, y allí las comestibles, oscuras, grises, blancas como perlas; grandes y mollares unas, diminutas y llenas de 187

fragancia las mejores. Luego tomaron buena porción de las selectas para comerlas a la una. Se discutió hasta las tres, y entonces salieron al campo para buscar otras variedades… Yo escuchaba más que escribía. Age anotaba con pluma rápida y sin levantar los ojos del papel. Sus labios sonreían como si adivinase el suceso. Su pariente lo refirió en seguida : —Cuando retornaron al castillo, algunos sabios notaron extrañas sensaciones que atribuían a los excesos de la gula. Al llegar la hora de comer, diez congresistas se abstuvieron de participar en el festín sintiéndose inapetentes e indispuestos. Algunos se levantaron de la mesa antes de concluir… Entre tanto, los primeros iban empeorando, y el susto se propagó a los demás. La palabra intoxicación empezó a circular, aumentando la molestia y los sudores fríos de los enfermos. Analizaron los residuos de las setas seleccionadas para el almuerzo, y su atento examen les dejó satisfechos. Consultaron los utensilios de la cocina, y estaban irreprochables… Pero los enfermos iban agravándose y los sanos enfermando, hasta pasar ya de la mitad los vulnerados. Aunque el reconocimiento de las setas fue satisfactorio, la espina de la duda siguió ahondándose en los estómagos para acelerar las convulsiones. De pronto, dijo uno de los incólumes que, siendo ellos sabios en Micología, pero insipientes en Medicina, procedía llamar a un médico que les sacase de incertidumbres; pero la negra honrilla rehusó el consejo, temerosos los demás de las burlas y parlerías cuando se divulgase el lance… Pero los enfermos se agravaban y los sanos enfermaban, hasta llegarle el turno de las bascas al que había solicitado la asistencia médica. Era el doctor indio, y ahora amenazó con salir del Castillo si no acudía alguien menos experto en hongos y más versado en concitaciones intestinales. Antes de que ellos elucidasen el caso, sintió los ­primeros 188

síntomas el intendente, y como a él le importaba mucho su vida y nada el crédito científico de sus ilustres huéspedes, telefoneé al doctor Cantal para que fuera a verle, y a mí para que le preparase los ingredientes químicos que curan las intoxicaciones de setas… Sin duda Age no tuvo por perdido el viaje; pues sin dejar de reír, su pluma escribía con tanta rapidez como su pariente hablaba. El boticario añadió: —El Dr. Cantal fue al Castillo con otro compañero. Las salas eran enfermerías. Treinta sabios se agitaban en los lechos y colchones tendidos en el suelo. Los demás mostraban una palidez que si no era de enfermedad pudiera preludiarla, a menos de que su color fuese puro miedo. Presentaron las setas a Cantal y a su colega, y ellos apenas se detuvieron en reconocerlas. Como buenas, sí que lo parecían; mas en ese dominio eran los señores congresistas, especializados en su estudio, quienes podrían decir la última palabra. La que a ellos les competía pronunciar era que los sabios estaban envenenados, y que el envenenamiento debíase a una variedad de hongos llamada setas… Age tuvo que suspender el trabajo para llevarse las manos al vientre. También el suyo se convulsionaba amenazando romperse; pero era de risa… Yo me divertía oyendo al boticario y viendo a su pariente; pero como periodista de la lejana Trapisonda, necesitaba que los sabios se muriesen para conceder al suceso mucha amplitud. Dubois prosiguió: —El Dr. Cantal me transmitió la fórmula por teléfono, diciendo que algunos intoxicados la requerían con suma urgencia… En medio del tráfago me acordé de ti, Age, y te envié el despacho… Me parece que el envenenamiento de treinta especialistas en setas valía la pena de molestarte… 189

—¿Y ha muerto alguno? —Nadie, por fortuna. Age y yo torcimos el gesto con desagrado. —¿No morirán, Dubois? —Es probable que se salven todos, aunque hay varios graves. —¿Y dices que los intoxicados son treinta? —A ese número llegaban cuando telegrafié. Luego sintieron los síntomas tres, y solo el japonés se salvó por no haber comido las ricas setas de nuestros bosques. También están enfermos el Intendente del Castillo, el cocinero y cuatro criados. —¡No está mal! –dijo Age–. Hubiese preferido que el suceso fuese trágico… Y empezó a redactarlo con estro cómico. Yo no tardé en terminar mi trabajo. Al verme quieto, Age me dijo: —Puedes ayudarme, Trapi, llevando las cuartillas al telégrafo. Es preciso que a las tres de la madrugada publique Le Journal en su edición de la «banlieu» la primera parte del relato, lo que acaba de contarnos Dubois. Toma el automóvil y pon los telegramas urgentes… El boticario me informó que las oficinas estaban cerca; pero sentía frío y utilicé el vehículo. Varios viajes hice. A las dos y cuarto entregué los últimos papeles. —¡Vámonos ahora al Castillo en busca de los sabios! –me invitó Age. —Gracias; prefiero dormir. Trapisonda está lejos, y mañana completaré la información. El Dr. Dubois dijo que en el camino del Castillo encontraríamos el hotel del Faisán de Oro, en donde yo podría hospedarme. 190

Es el mismo edificio iluminado que vimos al entrar en Fontainebleau. Age me deja a la puerta, prometiendo buscarme al otro día para volver a París. Cruzo un jardín y subo una escalinata. Un portero soñoliento me abre. Apenas solicito habitación cuando aparecen dos criados. De allí cerca llegan voces recias y confusas. Siento frío, y el viaje me ha desvelado. Para confortarme, pido leche con ron. —¿Quiere pasar aquí o tomarla en su cuarto? –me dice un criado. Prefiero que me sirva en el salón. Al abrir la puerta, veo arder un gran fuego en la chimenea del fondo… Pero, ¿qué hablan? ¿Quiénes son los que hablan?… Oigo las fuertes guturaciones de aquel antiguo idioma sármata, que al mezclarse con el latín, engendró la áspera y expresiva lengua de Trapisonda… ¡Es mi lengua la que hablan! ¡Son tres compatriotas míos los que discuten!… Permanezco indeciso: ¿saludaré en trapisondista o en francés; me acercaré al grupo por el placer de encontrar tan lejos de la tierra a coterráneos, o pasaré de largo en busca del fuego?… Ellos me miran un momento, y tornan a vocear, indiferentes al recién llegado y seguros de que no les entenderá… Yo avanzo impasible, puestos los ojos en las llamas acariciadoras. Cuando llego a la altura de mis conciudadanos, oigo proferir un nombre seguido de iracundo y desdeñoso epíteto. El nombre «Evenpol» me hace pensar en el príncipe que aspira al trono de Trapisonda, y el epíteto «teulo» es de difícil traducción, pues designa al mismo tiempo persona sin crédito, dilapidador, caballero de industria, y aun otros inexpresables matices. Yo soy escasamente conocido en la alta sociedad trapisondista y apenas conozco en ella; mas al mirar de soslayo, me parece discernir en el que habla al conde Bozkerka, opulento jefe del legitimismo. 191

—¡Ni un céntimo más! –le oigo decir–. ¡Ni un céntimo le daré, si no acepta nuestra proposición! Uno de sus compañeros dice con leve ironía: —La verdad es que la princesa Lalu no puede pasar por una beldad… El conde le interrumpe: —La razón de Estado no le permite fijarse en eso. Zenka I no tiene hijos; casándose el príncipe con su hermana, quedará resuelto el problema de la sucesión y las guerras intestinas ya no ensangrentarán los campos de Trapisonda. Lalu es tuerta; pero el artificio óptico disimula su defecto, y en lo demás de la persona puede pasar… También es dueña de grandes dominios, a los que no debe mostrarse insensible Evenpol… Sus propiedades de Trapisonda las tiene confiscadas, y de las extranjeras no hay que hablar… Los otros dos sonrieron. Bien sabían que de esas apenas era el príncipe dueño nominal, por haberle prestado Bozkerka más de lo que pudieran valer. El jefe del legitimismo volvió a hacer uso de la palabra. —Aunque usurpador, Zenka es razonable pretendiendo fundir las dos dinastías rivales. ¡Oh, de instinto político no carece, y si fuese menos liberal, habríamos de reconocer que ha sabido gobernar mejor que Evenpol IX ! Su proyecto lo conoce la alta sociedad, y nuestro viaje a Francia se ha relacionado con él. Si el príncipe se obstina en no maridar, su obstinación servirá de pábulo a la sospecha del vulgo, que atribuye su soltería a enfermedades incurables o a deficiencias orgánicas que no le hacen más apto para la sucesión que al rey actual… —Evenpol aduce que le repugna Lalu –dijo el que habló antes. 192

—Y el maestresala confirmó antes de comer, lo que ya nos figurábamos hace años… —Cree que ella está en Fontainebleau con sus hijos. ¡Si pudiéramos verla mañana!… —¿Para qué? –exclamó el conde Bozkerka con indiferencia. —Si es verdad que son casados… La tercera persona –obesa, apacible y rasurada– habló por primera vez: —¡Caso de conciencia! —Monseñor, pueden divorciarse –repuso Bozkerka. —¿Y si la unión es canónica? —Su Santidad querrá tener en cuenta los altísimos intereses nacionales para anularla… Mañana volveremos a París. Si dentro de cuatro días persiste nuestro príncipe en su intransigencia, cuando lleguemos a Trapisonda convocaré al partido para decirle que yo y los que me sigan vamos a reconocer al rey Zenka I y a suplicarle que designe un sucesor en la rama colateral de su familia, ya que la directa y la representada por Evenpol X están agotadas.

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III

Age visitó el Castillo para completar los informes que había de re-

mitir a las ediciones parisienses de Le Journal. Los sabios le dijeron que sin duda ellos estaban envenenados, pero que múltiples razones científicas les permitían asegurar que las setas ingeridas eran inofensivas. Halagado por el triunfo que le esperaba al otro día, mi compañero se quedó a dormir en casa del Dr. Dubois. Hacia las diez vino a buscarme. —¡Oh, Trapi, Trapi! ¡Qué gran triunfo he obtenido! El periódico me ha felicitado por telégrafo, y todo Fontainebleau se está llenando de compañeros. Al de Le Matín le ha dicho Buncan-Varilla que es tan mal reportero como poeta, y por ahí va buscando aires de inspiración, y sin que los pobres sabios se atrevan a abrirle las puertas del Castillo, más enfermos de rubor que de setas… ¡Oh, Trapi; la Prensa parisina solo tiene un Age, y cuando los demás llegan, él está de vuelta!… ¡Vámonos a la estación, Trapi, que aquí no hacemos falta!… —Yo me quedo, Age. —¡Eh!… 194

—Fontainebleau me agrada, y pienso permanecer hasta la noche. Te ruego que en llegando a París telegrafíes a Trapisonda completando el percance de los sabios. Trescientas palabras nada más. —Yo creo que nada dejo de interés a la turba de aprendices que van llegando. Sin embargo, telegrafía sin limitación a Le Journal si algo ocurre. Tomamos el coche que Age había dejado a la puerta del Faisán de Oro y le acompaño hasta salir el tren. Cuando regreso, busco al maestresala; le invito a tomar el aperitivo en mi cuarto, y a solas le digo: —Tengo negocios pendientes con Su Alteza Evenpol, y los informes que he recibido en París le son desfavorables. ¿Quiere usted completarlos con los que posea? Sé que hace algún tiempo estuvo en este hotel, y usted conocerá su situación y género de vida. Él responde sin dudar: —No es aquí donde se hospedó la otra vez, sino en el de Londres, y allí prestaba yo mis servicios. Hará de esto cinco veranos. Le acompañaban la princesa y sus hijos: un niño de siete años y una niña de tres, ambos rubios y tirando a la madre mejor que al padre… Luego oí decir que habían tenido otra niña… Con ellos vinieron una doncella de la princesa, un ama seca y un sacerdote, encargado de educar a los principitos. Su Alteza Evenpol no se hizo a nadie simpático: era irascible y grosero; pero muy devoto. Se embriagaba con frecuencia, y tenía fama de jugador y mujeriego. Cuando se aburría en Fontainebleau tomaba el tren de París, regresando luego ebrio y sin dinero. Escribía muchas cartas o se las dictaba al sacerdote, y las tardes las pasaba en el bosque o en el parque haciendo fotografías. De estos entretenimientos pudiera hablarte el Dr. Dubois, que era el encargado de revelar las placas. 195

—¿Y la princesa?… —Es el contraste de su marido: sencilla, afable, y, según se dice, dolorida por los desvíos de su esposo, que le censura la modestia de su cuna. —¿No es de noble ascendencia? —¡Ca!… Está bien educada, mejor que él; pero la doncella, que es del mismo pueblo, cuenta que pertenece a una familia burguesa de Normandía, bastante rica, pues llevó dos millones de dote… El maestresala hizo un guiño picaresco. —La doncella, que adora a su señora y aborrece al príncipe por sus rudos modales, asegura que él solo se casó por los millones, al ver que de otra manera no capitularía el dinero ni la virtud de ella… Cuando hubo dilapidado la hacienda de su esposa, quiso divorciarse por persuasión y sin escándalo, mas parece que hasta ahora no ha podido conseguirlo… El servicio iba a empezar en el comedor, y el maestresala tuvo que abreviar el relato. Puesto de pie, me dijo: —Este otoño ha vuelto con la princesa, y he oído que se hospedaba en el hotel del Parque, pero no lo puedo asegurar. Ayer le vimos presentarse aquí para conferenciar con algunos partidarios suyos, que llegaron por la mañana de París. Con esa endiablada lengua que hablan no pudimos entenderlos; pero sus voces y ademanes nos hicieron sospechar que algo muy grave trataban o que entre ellos no había acuerdo. Al separarse, el príncipe iba murmurando palabras ininteligibles, y no respondió a los saludos que le hicimos. Durante el almuerzo, Bozkerka y sus compañeros hablaron poco, y parecían preocupados. En las otras mesas se comentaba con chistes y risas la intoxicación de los sabios. Mis compatriotas se acogieron luego al salón donde les encontré la primera vez, y hacia 196

media tarde les vi salir con sus equipajes. Suponiendo que regresaban a París, me despedí del hotel para trasladarme al del Parque, residencia de Evenpol y su esposa… Hay pocos huéspedes. La dependencia no es numerosa. La planta baja tiene una galería, amplia y larga, abierta al jardín. Ocho o diez viajeros charlan en ella, leen periódicos o toman el té. Yo me siento en un sillón de mimbre, y antes de servirme el camarero oigo el rodar de un carruaje, que se detiene a la puerta. Luego suena una voz irritada y le responde un grito doloroso. Algunos huéspedes se levantan para ver lo que ocurre. Las voces y quejas siguen sonando, y después increpa una mujer: —Eso no es digno de caballeros, y menos de príncipes. Su Alteza se comporta como un leñador. Estas palabras me ponen de pie. Entre los que observan la escena se vitupera al príncipe. —Es un apache –dicen. La voz femenina vuelve a sonar más irritada. —¡Alteza, si continúa tendré que avisar a la policía! Me acerco a la puerta. Es la dueña del hotel quien protesta. En otro lugar yo no hubiera reconocido al príncipe Evenpol. Aun sabiendo que pasa algunas temporadas en París, jamás tuve ocasión de verle. Solo conozco de él varias fotografías, que me dejaron una imagen penumbrosa; pero sabiendo que está en Fontainebleau, que se hospeda en el hotel del Parque, y habiendo oído los títulos de príncipe y Alteza, me bastan las reminiscencias que conservo para descubrir al pretendiente de Trapisonda en este caballero (¿estará bien dicho así?) alto, de grande y tenebroso bigote, que con rojo junco en la mano, contempla alternativamente –los ojos arrebatados y algo estúpidos– a un cochero que le teme y a una mujer que le increpa. 197

Evenpol está a punto de atacar otra vez; pero la señora se abalanza al teléfono para requerir el concurso de la autoridad. Él se contiene, y entra a largos pasos en el hotel. —¿Sin pagarle? –exclama ella con sarcasmo y desprecio–. ¡Está bien!… Le pagaré yo… ¿Cuánto le debe el Príncipe de Trapisonda? —Gracias, señora –responde el cochero–. Solo son tres francos. Mi pobreza no me consiente pagar más caro el honor de ser apaleado por tan alto señor. Evenpol se vuelve buscando el dinero en los bolsillos; pero el cochero recoge las riendas y huye al galope del caballo. La dueña del hotel se encara con el príncipe, que aun tiembla de cólera. —Es la segunda escena que Vuestra Alteza promueve en una semana. Cualquiera diría que Vuestra Alteza solo quiere recorrer el bosque por el gusto de reñir con los cocheros. El príncipe no responde. Inflamado de soberbia, y mirando al frente, cruza la galería para subir a sus habitaciones. Yo vuelvo a mi sitio, y escucho los comentarios que se hacen en torno. El camarero, que me sirve el té, viene diciendo burlón que la dueña puede insultar al rey de Trapisonda, porque le debe dos semanas de las cuatro que lleva en Fontainebleau. Un caballero dice a otro, sentado en la mesa próxima, que algunos días antes dio Su Alteza un paseo en coche por el bosque. De pronto, se le ocurrió tomar por una senda que las recientes lluvias dejaron intransitable. El cochero rehusó avanzar, temiendo que el vehículo o el caballo se inutilizasen. Insistió uno, persistió en su negativa el otro, hasta que los humores principescos se desencadenaron en improperios y palos. Evenpol es fuerte pero el auriga no era flojo, y a las cóleras del bastón replicaron las iracundias de la fusta. Como el plebeyo 198

dominase desde el pescante, el candidato al trono echó pie a tierra para agredir y esquivarse; bajó el conductor; arremetiéronse los dos a bofetadas y puñetazos, y últimamente se trabaron a brazo partido. ¿Quién hubiese ganado? La intervención de un guarda forestal dejó indecisa la lucha. La dueña entra ahora en la galería, y dos inglesas la invitan a sentarse con ellas. Aún está excitada. Con voz audible para todos, explica el suceso. —Hace días que el de Trapisonda tiene mal humor, y hoy estaba insoportable. Antes de salir, las camareras le oyeron amenazar… a su esposa con dejarla… Ella está algo enferma, y lo que me sorprende es que la pobre mujer no le haya dejado a él… Luego pidió un coche para recorrer el bosque, y al despedirlo a la puerta, el caballo hizo un brusco movimiento y las ruedas salpicaron de lodo al príncipe. Viéndose manchado, profirió blasfemias, y el bastón cayó sobre la cabeza del cochero. Un signo de las inglesas detuvo a la narradora. El príncipe venía con paso mesurado y sin mirar a nadie. Llevaba otro traje y un paquete en la diestra. Simulando indiferencia, con los ojos inexpresivos y el rostro abotagado, cruzó la galería y salió a la calle. A la hora de comer aun no había vuelto. El camarero me dijo que alguien le vio tomar un tren de París. Yo comuniqué a mi amigo Age: «Me quedo esta noche. Sigue telegrafiando».

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IV

Pasan tres días, y el príncipe no vuelve. Cansado de poner despa-

chos al Mercurio de la Prensa parisiense, me decido a comunicarle: «Querido Age: Fontainebleau me encanta, y pienso continuar aquí algunos días. No serán muchos; pero te ruego que sigas telegrafiando a Trapisonda hasta mi regreso. TRAPI». Después escribo a mi director explicándole el hallazgo y pidiéndole instrucciones. Unos ratos paseo por el parque. A veces me interno en el bosque, donde suelo encontrar a los sabios, todavía pálidos, aunque ya restablecidos de su reciente intoxicación. Mas si alguien tuviese el antojo de buscarme, lo más seguro es que me encontraría en el hotel. Sin declarar mi profesión ni patria, como viajero de un día, que al encontrar descanso y regalo en la sedante atmósfera hasta ha de adquirir nueva ropa a fin de prolongar la inesperada estancia, me finjo indolente, miro en torno, oigo lo que puedo, espero que la confianza me permita interrogar. La dueña es quien más me interesa. La servidumbre ironiza sobre el regreso del príncipe. Solo ella dice en serio que el príncipe no volverá. —¿En qué se funda usted, señora? –le pregunto yo. 200

—En que es un maquereau –me responde secamente y sin dudar. La palabra me asusta, y luego casi me hace reír. Sin duda, el temor de perder dos semanas de hospedaje la hace exagerar. —¿Sigue enferma la princesa? —Está algo mejor; pero harto preocupada. —¿Le ha escrito el príncipe? —Nada sabe de él, y va perdiendo la esperanza de que le escriba. —Dicen que ella es muy buena. —Más tonta que buena… —¿Y los hijos?… La propietaria del hotel me mira con sorpresa. Yo le digo: —No los veo por aquí… ¿Están ausentes?… Ella vuelve a mirarme con el mismo gesto de incomprensión. —¡Como no se explique usted!… —Me han dicho que tiene dos o tres hijos. —Le han engañado… Luego se detiene y piensa: —¿No habrá algún equívoco?… Yo también he oído que el príncipe tiene familia con la otra… Me admiro, confundo, y digo una estupidez. —¡Ah, es que la otra no es ésta!… Ella sonríe. —Sin duda, son distintas. —¿No es rubia la enferma? —Rubia. —¿Alta? —Alta. —¿Bella? 201

—Sin duda que lo es. —¡Entonces!… ¡Así me la han descrito!… —Ignoro si la otra es rubia o morena, guapa o fea, ni yo estaba en Fontainebleau para verla. Compré el establecimiento hace tres años, y fue antes cuando el príncipe Evenpol estuvo por aquí en compañía de una mujer que pasaba por su esposa, y de ella he oído decir que tiene familia. —¿Y con esta?… La dueña sonrió. —Apenas se conocen dos meses… Él la llama princesa, sin duda por olvidar que así nombraba también a la anterior, y de esa manera tenemos que designarla los demás. Su Alteza Evenpol debe poner gran esmero en educarla para la realeza, por lo mucho que reprende sus faltas de distinción. Pasan otros dos días, y el príncipe no llega ni escribe. La princesa llora, y aunque está mejor de salud, la vergüenza le impide presentarse en público. Transcurren dos días más, y perdida toda esperanza, se decide a enviar una carta a su hermano suplicándole que vaya a verla; pero él no contesta… Yo revelo a la dueña del hotel mi patria y oficio; agrego que el periódico donde escribo es adversario de Evenpol, y le ruego que solicite una entrevista de la mujer abandonada. Además de concedérmela, me dicen que ella revela impaciencia de verme. Me recibe sentada en una butaca, y observo en su rostro huellas de enfermedad; pero aún más de sufrimiento. Con temblores en la voz me habla: —Dicen que es usted de Trapisonda… —Ciertamente, señora. —Periodista… 202

—Con destino en París. —¿Y qué desea de mí?… —Si no es mucha indiscreción, conocer sus relaciones con el pretendiente al trono de mi país… ¿Está usted casada?… ¿Ha sido víctima de algún engaño?… Si la amable embajadora que me ha proporcionado esta entrevista no lo ha dicho, yo tengo el deber de anunciarme como adversario del príncipe Evenpol. Si esta consideración puede entorpecer sus palabras, reciba mis excusas y permítame que me retire… Ella me retiene con un signo de la mano, y cuando lo ha pensado algunos instantes, dice: —Conocí al príncipe en Biarritz. Yo acababa de obtener el divorcio; pero las andanzas del proceso, los disgustos y oposiciones de mi hermano, habían quebrantado mi salud y fui a reponerme. Evenpol llegó algunos días después. Parecía cansado y lleno de hastío. Una noche le vi en el Casino: jugaba fuerte, con indiferencia, y creo que ganaba. Otra vez estaba a mi lado: la fortuna le era desfavorable, y le vi nervioso. En las noches sucesivas, tampoco le fue propicia la suerte. De pronto, dejó de jugar, volviendo a adquirir su aire de aburrimiento. —¿Y no le acompañaba nadie? –la interrumpí, pensando en la otra dama. —Fue solo… Una tarde nos encontramos en la parte alta de Biarritz. Yo huía del ruido de las terrazas y me detuve para contemplar el Océano. Él se acercó paso a paso, y, después de cambiar algunas palabras triviales, me dijo que también buscaba el silencio. Hablamos algunos minutos y se despidió cortés. Las tardes siguientes volvimos a encontrarnos en el mismo sitio. El príncipe no me reveló su condición, y aunque yo la supiese, simulé ignorancia. 203

Poco a poco fue manifestando simpatía por mí, y dimos algunos paseos juntos. Él se interesaba en las cosas del mundo, y aunque fuese mucha su deferencia al escuchar mis palabras, comprendí que era indiferente a las bellezas naturales. Una noche le tuve de vecino en la sala del juego. Evenpol apuntaba con intrepidez y yo con tibieza y solo por distraerme. Él perdía y yo ganaba. De pronto, le vi sonreír al tiempo que murmuraba: «Son mis últimos quinientos francos». Los jugó y ganó. La suerte tuvo después alternativas, hasta hacérsele francamente adversa y perderlo todo. Iba a retirarse cuando le ofrecí de mi dinero. Aceptó mil francos, que siguieron el camino de los suyos. Le dejé otros mil, que le fueron más favorables. Cuando me levanté, el príncipe me siguió. Tenía cuatro mil francos. Me hizo entrega de lo prestado, y quiso partir los otros. Yo rehusé. «¿Qué menos puedo hacer –me dijo– que darle la mitad de la ganancia?» «Es suya» –repuse–. «Sin su dinero no la tendría…». Volví a rechazar y no insistió… Es verdad que se expresaba con acento tan despreocupado y ligero, que ni siquiera concedía importancia a la cantidad, y en esto reconocí sus grandes aires principescos… Se detuvo un momento y movió la cabeza como si recordase aquel momento pasado. —Seguimos viéndonos. Él acabó por revelarme quién era, aunque todos lo sabíamos. Pero Evenpol no manifestaba prisa por volver a su patria ni recobrar el trono. «Trapisonda –me dijo– era un país inculto, muy apegado a prejuicios antiguos, y nunca podría habituarse a él. Prefería vivir en Italia a Francia, y mejor cerca de París. En Saint-Cloud acababa de adquirir una residencia, que desearía decorar para el próximo invierno. Con sonrisa compungida e irónica, me reveló: «Por cierto que había confiado en la venta más 204

rápida de una posesión húngara, y si me descuido, no puedo pagar el último plazo; pero sí he tenido que suspender los trabajos de reparación y mueblaje… Uno o dos meses nada más, pues acabo de saber que la escritura de Hungría está a punto de firmarse…». La enferma continuó por su cuenta: —Hablaba con negligencia y comprendí que se trataba para él de una contrariedad fácilmente soportable. Sentí lástima y admiración del príncipe, y como su tono invitaba a la confianza, le dije que, sin ser cuantiosa mi fortuna, de algo podría disponer. Él me apretó la mano con efusión, asegurándome que ni el más adicto de sus partidarios le hubiese dado esa prueba de fidelidad. Después del arrebato emocional, volvió a reconquistar su sangre fría. Yo insistí impresionada: «¿Cuánto necesita Vuestra Alteza?… Solo dispongo de seiscientos mil francos, y eso ofrezco a Vuestra Alteza…». Yo no pude contenerme: —¿Y aceptó, señora?… —Escúcheme y verá… El príncipe hizo un gesto de magnanimidad y agradecimiento: «Primero –me dijo– le suplico que olvide mi estirpe real y que solo me considere como un amigo de estos días… ¡Nada de Alteza, señora; más bien un caballero, a quien el agradecimiento postra a sus pies!… En cuanto a su oferta, la admiro por generosa, pero no puedo aceptarla… Poco importa que las obras se retrasen algunos meses… Si no las tengo terminadas para el invierno, será para la primavera…». Estas conversaciones, que, tratándose de un príncipe, tenían algo de confidencias, acabaron de estrechar nuestra amistad. Él me acompañaba por las tardes. Algunos días comíamos juntos… A veces, nos íbamos a Bayona o a San Juan de Luz. Como él era conocido, solían tomarme por su esposa, y no dejaba de halagarme que en los casinos y 205

restaurantes me llamasen princesa. Un día me insinuó en broma la posibilidad de obtener el título por derecho propio. Yo le respondí en el mismo tono que haría una princesa ejemplar. Otra vez contrajo la frente, me miró y, después de un breve silencio, dijo con resolución: «¿Y por qué no?…». Yo le contesté riendo: «¡Tendría gracia que me viese algún día convertida en reina de Trapisonda!…». El príncipe no perdió su seriedad y, recobrando el aire de persona hastiada, me comunicó: «Estoy tan habituado a la libertad, que no me seduce la esclavitud de una corte. Sepa también que usted solo podría ser reina de Trapisonda después de una guerra victoriosa, y son dos las que mi padre y yo hemos perdido. El pueblo está cansado de ellas. Tengo partidarios fanáticos que promoverían la tercera; pero el tiempo y la muerte han ido aclarando las filas legitimistas, que ya no podrían oponer mucha resistencia a las huestes del usurpador. Mi retorno a Trapisonda solo podría realizarse por pacto y enlace de las dinastías. Zenka I es viejo; tiene poca salud y carece de hijos. Para devolver la paz a la nación y cubrir la vacante del trono que deje su muerte, Zenka aceptaría mi enlace con su hermana». «¿Y usted?», le interrogué por curiosidad, y perdido ya el hilo de lo que antes hablábamos sobre mi ridícula candidatura al principado… Evenpol encogió los hombros y apretó los labios con disgusto: «Si el ingreso en Trapisonda apenas me tienta, figúrese mi contento si ha de ser con la condición de unirme a la princesa Lalu, «la Tuerta», como le dicen allí por tener un ojo de cristal». Hizo otro gesto de repugnancia y aseguró: «Prefiero que me llamen Alteza o simple caballero, a ser la Majestad de Trapisonda con Lalu por cansarte». Yo intervine entonces: —¿Y Evenpol volvió a hablarle de casamiento? 206

—Parecía pensarlo; pero no le repugnaba la idea. Algunas veces me dijo que su residencia de Saint-Cloud iba a ser demasiado grande y aburrida para él solo. Entonces me miraba sonriendo y con fijeza… —¿No sospechó usted que pudiera encubrir segunda intención? —Jamás. Evenpol se me reveló como un príncipe correcto; pero algo escaso de dinero. Todas las noches nos reuníamos en el Casino. Yo ganaba casi siempre, y casi nunca ganaba él. Un día lo perdió todo; aceptó los cinco mil francos que yo llevaba, y se quedó sin ellos en el momento de anunciarle el corazón que se le iba a volver la fortuna. Yo le propuse que me acompañara al hotel para recoger otros cinco mil que me quedaban… «Por Dios, señora –me dijo–. El auge democrático está achicando a la realeza, pero no hasta el punto de que su palabra se haya quedado sin crédito…». Y ofreciéndome el brazo, me condujo con gran aplomo a la Caja… Pidió cinco mil francos… —Los mismos que usted tenía en el hotel, y con los cuales hubiese pagado en caso de perder… —No sospeché nada. Ya le he dicho que el príncipe me inspiraba absoluta confianza… Recibió el dinero con indiferencia, y, vueltos a la mesa, se puso a jugar. Después de varios aciertos, empezó a perder. Como era tarde, hice un movimiento para levantarme, y él no quiso que me marchase sola. Antes de salir me devolvió lo prestado. «No es urgente; primero a la Caja». Reintegró él préstamo y fue a darme tres mil francos que le restaban. Los rehusé por no dejarle sin nada, y Evenpol lo agradeció con su buena gracia principesca. Solo una semana continuamos en Biarritz y nuestra amistad quedó sellada en esos días. La pasión del juego le hizo perder los tres mil francos que ganó y los cinco mil que me quedaban. Para volver a París, tuve que empeñar dos sortijas… 207

Este recuerdo le oprimió el pecho. —¿Y el príncipe continuó allí?… Sus lágrimas, se desbordaron. —Vino conmigo… No pudo continuar, y yo me esforcé como pude por consolarla. Viéndola tan agitada, solicité su venia para retirarme, con súplica de que me permitiese visitarla al otro día. Recordando al salir lo que la dueña del hotel me dijo sobre el silencio de su hermano, me ofrecí a servirla: —Yo necesito regresar pronto a París. Si quiere usted confiarme alguna misión, la cumpliré con diligencia. —¡Ah! –exclamó–. ¿Se marcha usted? ¿Cuándo? Había angustia y esperanza en su voz. —El momento me es indiferente, porque nada de interés me retiene en Fontainebleau. —¡Oh, si usted quisiera!… ¡Si usted pudiera ver a mi hermano!… —Estoy a sus órdenes. —Solo tengo a él, que desaprobó mi conducta al separarme de mi esposo. Le he llamado con dos cartas y no me atiende. Ni siquiera me he atrevido a decirle que estoy en la ruina, mejor aún, en la miseria, y temo su desprecio al conocer toda mi culpa… ¡Dios mío! ¡Dios mío!… Y le necesito con urgencia por si fuese tiempo todavía de recobrar una parte de mi hacienda… Me ofrecí a acompañarla, y ella dudó. Luego me dijo: —Prefiero seguir aquí, y ni tampoco sé cómo ausentarme… Debemos dos semanas de hotel y los días que estoy sola… Tampoco me atrevo a afrontarme con mi hermano… Si usted le viese antes y le explicara mi situación… 208

—Puesto que nada me obliga a continuar aquí, esta misma tarde volveré a París. —Gracias… Mi hermano vive en el Quai d’Orsay, 27… Yo le daré una carta de presentación… Algo importante me faltaba saber de la supuesta princesa; pero confié en completar mis informes cuando ella regresase a París o retornando yo a Fontainebleau. También me urgía la marcha porque debía esperarme la respuesta de mi director, y tal vez fuese conveniente seguir la pista de Su Alteza Evenpol… Hacia las cuatro fui a despedirme de la abandonada. Recibí la carta para su hermano, la entregué mi dirección y ella prometió avisarme cuando llegase a París.

209

V

Dos días aguardaba en mi despacho la respuesta del periódico. El

director decía en su telegrama: «Enhorabuena hallazgo. Observe, inquiera, escriba, aunque reservándonos oportunidad de publicar, según convenga intereses superiores». Sin perder tiempo, me encaminé al Quai d’Orsay. M. Burandel leyó con negligencia la misiva de su hermana, y se dispuso a oírme por cortesía más que por interés. Aunque yo mismo necesitaba saber notables episodios de las relaciones entre ella y Evenpol, lo que le referí fue suficiente para producir en el ánimo de M. Burandel diversos movimientos: primero, se irritó contra su hermana; después, la compadeció, y últimamente, le produjo honda indignación la felonía del príncipe. Al despedirme de él me ofreció su amistad con la promesa de comunicarme lo que ocurriese. Él iría por la mañana a Fontainebleau. Después de comer me dirigí a Le Journal. Juan Age acababa de salir y no volvería hasta las once. Retorné a esa hora y aún tuve que esperarle veinte minutos. Como otras veces, le vi llegar rendido y sudando por la gran caminata que hubo de hacer desde la puerta, en que le descargó un coche, hasta el piso primero de Le Journal. El más rápido de los informadores me abrazó, efusivo. 210

—¡Oh, ¡Trapi!… ¿Cómo están los sabios micólogos?… ¡Qué gran éxito me han deparado!… La información de Age la transmitieron corresponsales y agencias a los cuatro puntos planetarios, y en todo el mundo había sonado una enorme carcajada. Ni un solo cronista bulevandero dejó de sazonar las setas con pimientas y sales. Los reporteros estaban corridos y los directores irritados. —¡Oh, Trapi!… Le Petit Parisién me ha propuesto romper el contrato con Le Journal; asumir la indemnización a que me condenen los Tribunales y firmarme otro compromiso por diez años, aumentando mi sueldo en el 50 por 100… ¡Eh, Trapi!… ¡Qué hermoso oficio es el nuestro!… Le felicito por su éxito y me prometo otro mayor en Trapisonda. Como él no puede adivinar mi pensamiento, ríe y dice: —¡Je, je!… ¡Cómo, querido Trapi!… ¿Con tu telegrama de las trescientas palabras?… —No, Age; eso pertenece a la historia. En Fontainebleau he encontrado el rastro de una aventura principesca que, si concierne a mi país, también pudiera tener en los otros más resonancia que la indigestión de los ilustres micólogos. Age me mira con penetrantes ojos, columbrando un nuevo suceso. —No te comprendo, Trapi… ¿A qué príncipe te refieres?… ¡Son ya tantos los aventureros!… —Se llama Evenpol y es pretendiente al trono de Trapisonda. Como perro que olfatea la caza, Age estira su cuerpo para oírme. —¡Evenpol!… Algo me han dicho de él… Yo le tengo por un príncipe golfo… Hace algunos años estuvo en Fontainebleau, y creo que le conoce el doctor Dubois. —Lo sé. Tu pariente le revelaba las placas fotográficas. 211

—¡Bien, Trapi!… Dime algo de tu príncipe, o iré yo a Fontainebleau en busca del rastro que tú has encontrado. A grandes trazos le referí la conversación que pude escuchar en el Faisán de Oro la noche de nuestra llegada; los informes del maestresala; lo que yo mismo había visto y oído en el hotel del Parque… Age me miraba y se exaltaba sin hablar. Tal vez esperaba el momento de que yo terminase para decirme algo. Cuando puse punto a mi relato, exclamó: —¡Trapi!… Eres un imbécil… —Gracias. Como soy modesto, espero que atenúes mi elogio. —¡No vales más que mis competidores de aquí! —Me servirá de consuelo la comparación con ellos. ¡Has estado a punto de malograr una hermosa información!… ¿Por qué no me dijiste lo que pasaba?… Yo quise disculparme con su propio consejo: —«¡Mal periodista el que reprueba las precauciones de otro!». —Pero yo no soy un émulo que te dispute la gloria en Trapisonda… Y el suceso era tan relevante que para apresarlo se necesitaban nada menos que los pies ligeros de tu amigo Age. Si la caza se hubiese quedado en Fontainebleau, estaría bien que te la reservases, ¡oh, Trapi glotón! Desde el punto en que Bozkerka y sus compañeros salieron del bosque para esperar en París la respuesta de Evenpol, y sobre todo, ¡oh, ciego cazador!, desde que huyó del hotel la pieza mayor, tú debiste escribirme: «Age, persigue con tus pies veloces al príncipe de Trapisonda…» ¡Mal periodista eres, Trapi!… ¡Malo, malo, malo!… Yo estaba empequeñecido como un doctrino ante aquel implacable maestro del suceso. —¿Conocías tú a Bozkerka?… ¿Cómo saber dónde se hospedaría Evenpol en un París?… 212

—¡Malo, malo, malo!… Dame un hilo y te recorreré todo el laberinto… Con su nombre me bastaba… Tuve que enmudecer. Él me dijo: —Apuesto que ni siquiera has hablado con el doctor Dubois. Me ruboricé al darle la razón. Age me miró con lástima. —¡Trapi, Trapi!… ¿No has pensado en que tú y el periódico pudierais pasar por difamadores?… ¿Cómo no se te ha ocurrido que el doctor Dubois tal vez tenga documentos que confirmen la veracidad de tus asertos?… ¡Oh, Trapi, qué inexperiencia de nuestro hermoso y complicado oficio!… Por ventura, aún llega a tiempo Age, el de los pies ligeros… Eleva la mirada al artesón y dice con las palabras hechas mieles: —¡Oh, Trapi!… ¡Qué sonoro triunfo vamos a tener! Sus ilusiones me asustan, y le muestro el telegrama de mi director. —¡Por Dios, Age! La razón de Estado quizás se oponga… Él me mira compasivo. —Trapi, el suceso se divulgará el mismo tiempo en tu patria y en Francia. Si allí no quisieran publicarlo, yo esperaré un mes, dos meses para hacerlo mío. Después, nadie arrancará de mis dientes una presa tan suculenta. Ya me relamo de gusto, Trapi… Age sale de su dulce arrobamiento. —Mira, tenemos que volver a Fontainebleau. Como el doctor Dubois revelaba las placas, es verosímil que conserve los clichés o algunas copias. Yo no creo que el ilustre Evenpol solo hiciese instantáneas de árboles y edificios. Se me antoja que teniendo por fondo paisajes o monumentos, hemos de encontrar a su familia, y que aun con ella veremos alguna vez al jefe del legitimismo… ¿No te parece, Trapi?… Oh, qué hermosa información ilustrada!… Ya puede asegurarme luego el gran trapisondista que una hermosa 213

­ ujer al lado y sobre sus piernas dos bebés como querubines no m pasan de meros adornos que ha pedido prestados a su vecino… Las palabras de Age me abren nuevos horizontes periodísticos; pero su entusiasmo me da miedo. —¡Óyeme, Trapi! Compartiremos el trabajo como buenos colaboradores. Entiéndete tú con la mujer engañada y deja a mis pies ligeros el hallazgo de Evenpol y su Bozkerka.

214

VI

Lleno de impaciencia pasé el siguiente día. Al otro, recibí carta

de M. Durandel citándome a las seis de la tarde. Con él estaba su hermana, más atribulada que cuando yo la dejé. M. Durandel mostraba la irritación en su descompuesto semblante, y aunque la cortesía quiso templar el enojo, no pudo contenerlo al verme. —¡El príncipe Evenpol es un miserable! —Cálmese, M. Durandel, que no necesita hacer muchos esfuerzos para convencerme. —Su proceder no es digno del que aspira a un solio. —Los ciudadanos de países democráticos suelen estar ustedes llenos de prejuicios sobre la realeza. Como en el infierno hay papas, en la tierra hay reyes que debieran estar en presidio. —Evenpol ha burlado a mi hermana… —Esta misma señora me lo ha dicho. —Le ha robado sus alhajas. —Ignoro cuál de ambas burlas será más grave. Para un príncipe cristiano, quizás la primera. Para la sociedad, tan fácil en absolver los pecados de amor, tal vez sea más deshonroso el robo… ¿Y la señora no había notado la sustracción?… 215

Ella habló cortando las palabras con frecuentes hipos: —Empecé a sospecharla cuando me convencí de su abandono; pero yo no dudé antes de él, ya se lo dije a usted… —¿Y puedo saber cómo fue el hurto, la sustracción o el robo? —Al regresar de Biarritz pasamos un mes en París, y él no se recataba de presentarme en teatros y lugares frecuentadas por la sociedad. En el hotel y entre sus amigos me llamaban princesa, y para corresponder a mi ilusorio rango, puse esmero en vestir y adornarme. Evenpol aceptaba los trajes, declarando que no eran de mucho gusto; mas se ponía nervioso al verme las joyas, y entonces comencé a observar los arrebatos de su carácter. Antes de salir una noche, me obligó con rudas maneras a quitarme un collar. La tarde siguiente iba a salir con mis sortijas. De pronto, cambió de color su rostro y su cólera me hizo llorar: «¡Está visto, Carlota, que eres una mujer sin distinción! Esos pruritos de lujo pueden tolerarse a cortesanas o advenedizas… Una princesa debe distinguirse por la sencillez… ¡No lo olvides, Carlota, que me disgusta el repetir los consejos!… Solo la sencillez es elegante, y más en personas encumbradas… Resérvate mañana alguna joya que te agrade, y como el hotel no es seguro, vaya todo lo demás al Banco de Francia para que lo guarden hasta que un acto de gala requiera el suntuoso atavío». Al otro día fue él mismo a depositar mis alhajas… El pecho de la mujer burlada se agitó congojoso. Su hermano tuvo que completar lo que ella no pudo decir. —Esta mañana estuve en el Banco, y por si había errado las referencias, visité después el de París y los Países Bajos, el Comptoir d’Escompte, el Crédit Lyonnais. Todo inútil. Dije lo que pasaba, aunque poniendo a cubierto de sospechas al príncipe, y en ninguno tenía caja ni depósito el burlador… 216

Entre tanto, su hermana había pasado del sollozo al llanto. —¿Que será de los demás? –murmuró. M. Durandel se puso más sombrío. Moviendo la cabeza, dijo con lentitud: —Me temo que la desaparición de las alhajas no sea lo peor. —¿Hay algo más grave? –le interrogué, adivinando la respuesta. —Sí, señor; el dinero… —¿A cuánto asciende? —A todo… Miró a su hermana, para que se explicase. Ella lo hizo con frecuentes interrupciones. —Pocos días después de nuestra llegada a París me llevó a SaintCloud para que viese su propiedad, al cuidado del portero. La recorrimos despaciosamente, y Evenpol fue anotando las reparaciones que se habían de hacer en el edificio y en el parque. Luego hablamos del decorado que convenía a las habitaciones y de su distribución: cuáles me reservaría yo, dónde instalaríamos su biblioteca, su despacho… La tarde siguiente la empleamos en visitar fábricas de muebles, y él dio medidas e indicaciones para que nos hiciesen los presupuestos. El príncipe solo esperaba la venta de Hungría para comenzar los trabajos. Le rogué que no esperase tanto tiempo… ¿Debo decirlo, para mi confusión y vergüenza?… Yo ardía en deseos de verme instalada en tan espléndida mansión, y le ofrecí mi dinero… Hasta tuve que insistirle e implorarle para que aceptase los seiscientos mil francos… Le pareció poco. Suponía que las reparaciones, decorado y muebles quizás excedieran de esa cantidad… Un día le vi entrar contento y diciéndome que acababa de suscribir el contrato con un arquitecto para realizar por trescientos cincuenta mil los trabajos principales; destinaríamos cien mil a muebles y e­ nseres, y el resto para atender a 217

nuestras necesidades… A la semana de esta, me informó con alborozo que acababa de llegarle una carta de Trapisonda, y aun me tradujo varios párrafos. El representante de su bando le anunciaba la visita de una comisión para tratar altos intereses del Estado, y añadía que la venta del castillo se había consumado por tres millones… En seguida me instó para trasladarnos a Fontainebleau… —¿Le dio usted el dinero? –interrumpí. —Todos mis títulos de la Deuda, acciones de tranvías y obligaciones de ferrocarriles puse a su disposición. —¿Hasta el sobrante de las reparaciones y muebles?… —Todo. Su calidad de príncipe, sus aires de magnanimidad, aunque violento a veces, me tenían esclavizada. El hermano no dejaba de mover la cabeza. —En fin –me dijo–, mañana iremos a Saint-Cloud; pero me temo que esa propiedad ha de ser un sueño. Yo me ofrecí a acompañarles. M. Durandel no se había equivocado; bien nos lo dijo la actitud de su hermana al divisar la residencia. Dejamos atrás las casas; ascendimos por blanco y tortuoso camino, y al llegar a lo más alto, quedó patente lo que buscábamos. Madama Durandel profirió un grito, al tiempo que extendía el índice. A cien metros destacábase el cerrado edificio, en medio de un gran parque semiabandonado… En los balcones había albaranes anunciando: «Se vende o alquila»… El portero salió de su pabellón para abrir la verja. Nuestra compañera le preguntó por el príncipe, y él apenas supo responder de sorpresa… Desde la tarde que ambos estuvieron allí, Su Alteza no había vuelto… Ella sollozó: —¡Ahora lo comprendo!… ¡Por eso tenía prisa de trasladarme a Fontainebleau!… 218

Madama Durandel estuvo a punto de perder el sentido. A instancias del hermano, el portero aclaró lo sucedido. El príncipe fue un día, informado por las agencias de Saint-Cloud de que la propiedad estaba en venta. La recorrió toda, completando luego sus informes sobre el dueño y el notario encargado de cerrar los tratos. Aunque seguro de comprarla, deseaba que la princesa la visitase antes, y por miedo de que alguien se le anticipara, regaló cien francos al guardián para que quitase los albaranes…

219

V II

Age está en Le Journal, derribado en amplia butaca, que apenas pue-

de contenerle, y con las piernas extendidas. En la calle hace frío; pero él resopla como una foca y se abanica con el pañuelo. Al verme llegar, recoge sus breves extremidades y levanta el vientre para incorporarse; mas cae otra vez, pugna, se queja y muge. Yo me apresuro: —No te muevas, Age. —Bien venido, Trapi… Tres días sin vernos… ¿Qué sabes del ilustre Evenpol?… —Que empeñó las alhajas de la incauta paloma y le robó el dinero. Age ríe, y, de tanto reír, su gran vientre sube y baja, en peligro de romperse. —¿Y no han aparecido ambas cosas? —Dudo de que los recobre su dueña. —¿Quién te ha dicho que las joyas están empeñadas? —Lo supongo; a menos de que el príncipe las vendiese, que viene a ser lo mismo. —Trapi, explícame con más detalles todo lo ocurrido, para empalmar nuestras investigaciones. 220

Le referí punto por punto lo que Carlota Durandel y su hermano me refirieron, y la visita que hicimos a Saint-Cloud. —Monsieur Durandel quiere dar parte a la policía… —¡Trapi, dile que no desatine! Como todo ha pasado entre su hermana y el príncipe, ella afirmará, él negará con firmeza, y aun será capaz de querellarse ante los Tribunales, diciendo que ha querido abusar de su pasajera amistad para hacerle víctima de un chantage… Esto, en el caso de que el ilustre Evenpol regrese a París… —¿Se ha marchado? —Hace cinco días que tomó el tren de Vintimiglia, y supongo que estará en Italia. Si para nuestro asunto fuese necesario saber su paradero, Age, el de los pies ligeros, no tardaría en alcanzarle. —Cuéntame, Age; cuéntame pronto… —Procuraré ser breve para no prolongar tu impaciencia… Ya sabes, Trapi, que primero vinieron a París el conde Bozkerka y sus segundos. El príncipe llegó por la noche. Al otro día hubo entre ellos una escena borrascosa. El conde puso al pretendiente en la alternativa de fundir las dinastías, uniéndose a la princesa tuerta, o de ver divididas las fuerzas, llevándose él, Bozkerka, la parte mayor al campo de Zenka I para proclamar otro heredero del trono. Luego de mucho resistir, Evenpol cambió de tono, y dijo que gustosamente se casaría con Lalu, a pesar de su defecto, por ver pacificados y dichosos a los trapisondistas; pero que su sacrificio era imposible, por la sencilla razón de estar casado… Bozkerka repuso que habían supuesto la existencia de ese obstáculo, y que en Fontainebleau adquirieron la certidumbre; pero que ahora ya no podían dudar… «Por fortuna –añadió el conde–, los franceses tienen la ley de divorcio, y no hay vínculo irrompible para la tijera de Su Santidad». Evenpol objetó que aún quedaban otros entorpecimientos, como 221

la voluntad de su esposa, endurecida por la fe religiosa, y la espada de su cuñado. La fe podía burlarse; pero la espada era más temible. Varias veces intentó el divorcio, con indemnización y sin escándalo. Cierto día quiso engallarse y plantearlo. El cuñado le sacudió de un brazo y le dijo secamente: «¡Oye, príncipe tarambana! Baja el canto si no quieres cacarear como una gallina». Age sonrió. —El príncipe, que tiene mal genio y escaso corazón, prefirió callar. Yo pregunté, admirado, al más veloz de los informadores: —¿Cómo has podido saber esas intimidades en menos de tres días? —¡Verás, Trapi! Busca que te buscarás a Evenpol y su Bozkerka, me dijeron anteayer que la esposa del pretendiente al trono trapisondista era hermana del comandante Guy Dulac, a quien conocí hace seis años en Argelia. Hoy pertenece al Estado Mayor, con destino en el ministerio de la Guerra. Rápido como un numen, llegué al despacho de Guy, y una hora después sabía que Evenpol y sus secuaces fueron a ofrecerle dos millones por el divorcio. Bozkerka prometió tres, y luego cuatro. Viéndole parado y sin fuerzas para subir más la cuesta, les propuso consultar a su hermana, y allá se fueron con el mensaje a buscarla. Oírlo ella y perder el sentido fue la misma cosa. Al volver al mundo, llamó a sus hijos, y hechos todos un nuevo Laoconte, dijo la madre que antes prefería verlos muertos que asentir a tan gran infamia. Dulac se dirigió entonces a los extranjeros: «¡Ea, príncipes, prelados y nobles trapisondistas! No se hable más de divorcio, mientras mi mano derecha esgrima un arma blanca o mi izquierda la empuñe de fuego…». Y colorín, colorado… Bozkerka y sus acólitos volviéronse a Trapisonda para rendir 222

pleitesía a Su Majestad Zenka I, y Evenpol tomó el tren de Italia, loco de rabia, viendo que le era imposible casarse con la princesa tuerta… Como remate de información, solo nos queda, ¡oh, Trapi!, hacer otro viaje a Fontainebleau para hablar con el doctor Dubois. El farmacéutico se sorprendió al vernos, y dijo que todas las setas estaban ya clasificadas, y cada sabio en camino de su respectivo país… Age le interrumpió: —Perdona, Dubois. No venimos ahora por eso, y yo sé que, después de clasificadas como antes de clasificarlas los insignes micólogos, la más inofensiva de las setas es sin duda la que no se come… Dubois, quiero que me digas algo del príncipe Evenpol. El boticario abrió la boca. —¡Oh! Evenpol, Evenpol!… ¡Valiente maître chanteur!… Por ahí creo que ha estado hace algunos días… —¿Le conociste antes? —Algo. —¿Es cierto que le revelabas las placas? —Así es. —¿Conservas los clichés? —Algunos. —¿Y pruebas? —Bastantes. El doctor Dubois llamó a un mancebo para que buscase en el laboratorio aquellos documentos. La impaciencia de Age no le permitía esperar. —Entre las instantáneas habrá alguna de la familia. —Más de veinte. —¿Las tienes con Evenpol figurando en el grupo? —Yo mismo hice varias… Mira a tu izquierda. 223

Age y yo volvimos la cabeza. Colgada en la pared había una hermosa fotografía de dorado marco. Allí estaba Evenpol de Trapisonda con su esposa y dos hijos. Sonriendo, detrás, hallábase el sacerdote que educaba a los principitos. En la apaisada cartulina vimos una dedicatoria, el nombre y firma del pretendiente, y debajo la fecha; destacándose el mes en caracteres romanos. Age descolgó la fotografía y la puso en una mesa llena de potes y frascos. El mancebo, trajo una caja, y Age le recomendó: —Empaquétala preciosamente con esta fotografía. El doctor intervino: —¿Qué piensas hacer?… —Llevármelo todo a mejor sitio. Su pariente quiso oponerse, y Age le detuvo con un gesto imperativo. —Dubois, esos materiales me pertenecen. Age, que siempre encuentra algo, no ha venido a Fontainebleau para volverse de vacío. Pide lo que quieras. Le Journal es rico, y sabrá pagarte principescamente. El doctor dijo con ironía: —Prefiero hacerte un regalo, si el pago a lo príncipe consiste en imitar a Evenpol. —¡Eh!… ¿Qué dices, Dubois?… —Creo que se marchó debiéndome algo. —¡Pronto!… ¡Las pruebas, calumniador!… —Vamos a ver. Con menos prisa de la que Age quisiera, su pariente abrió el cajón de la mesa, y de entre varios libros, tomó uno largo y estrecho, 224

a manera de dietario, correspondiente al año en que Evenpol estuvo con su familia. Lo abrió por la mitad, y cuando hubo pasado algunas hojas, nos dijo: —¡Aquí está! Age y yo miramos con avidez. Era una larga cuenta comercial, interrumpida por sumas y pagos parciales. El boticario puso el índice en el resto final y murmuró con sorna: —Veintiséis francos y setenta céntimos… Cerró pausadamente el libro, e iba a dejarlo en el cajón, cuando Age le detuvo sobresaltado: —¡Por Dios, Dubois!… ¡Tú estás loco!… Esa hoja me pertenece, y te suplico que la cortes con mucho esmero, aunque Le Journal haya de pagarte con réditos la trampa del príncipe Evenpol.

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Prosper idad y ruina de un nuevo r ico

I

E

l automóvil ascendía lento y trepidante la pina cuesta, llena de rápidas curvas. Al oír la consulta que el viajero le hizo, el mecánico repuso con énfasis y sin volver la cabeza: —Cincuenta mil kilómetros, don Román. —Y treinta mil en ferrocarril, hacen… Torpe en la combinación de guarismo, que apenas sabía discernir, pero avezado a los cálculos mentales, Román Castalla adivinó ambas cifras. Eran ochenta mil kilómetros los que en un año había recorrido por España, y en la cuenta faltaban dos viajes a París y una excursión a Marruecos. Aquel trajinar continuo infundía en Román plenitud eufórica. El choque con los vientos parecía ensanchar su pecho; vientos y soles atezaban sus mejillas y bruñían el rosa de sus estallantes pómulos. Jamás la vida de Castalla adoleció de sedentarismo; pero antaño estuvo sometido a parsimoniosos medios de locomoción, a frecuentar los mismos lugares y discutir con las mismas personas idénticos negocios, que necesitaba consultar a lejanos jefes, sirviéndose de una despaciosa correspondencia, inhábilmente leída por él y escrita por hosteleros o compañeros de viaje. El telégrafo y el 229

automóvil eran los agentes que convenían a su cambio de fortuna, a los impulsos de su temperamento y a la negligencia de sus compatriotas. «Presencia, acción; la ausencia es pereza y divagación», se decía pensando en el tío Venancio. —Hemos vencido el peor paso –murmuró el mecánico. El automóvil corría ahora por la chata cumbre de la sierra; pero el conductor tardó poco en frenar. Terminada la altiplanicie hubo que descender el puerto. —¡Es imbécil!… ¿A quién pudo ocurrírsele trazar el camino por estos precipicios?… El dueño del vehículo aclaró: —Se trata de una carretera parlamentaria. Necesitando una vía férrea que lo uniese al ferrocarril, Arcos de la Sierra aceptó la que propuso su cacique. Hoy tiene dos innecesarias, y le falta la que por el valle acortaría en dos kilómetros la distancia. Iban contorneando una montaña rotunda. Cuando dieron vistas a la llanura quedó patente Arcos de la Sierra, donde estarían esperándole Pabla y Pablica. A medida que el automóvil reducía la distancia, el pecho del viajero palpitaba gozoso. ¿Era aquello el pueblo mortecino y vetusto de los pasados años?… Casa que entonces se derrumbaba ya no volvía a levantarse, y ahora se construían por centenas. A medio kilómetro de la villa erguíase cuadrado edificio, más grande que un cuartel, con enarenadas avenidas: era la primera fábrica moderna, obra de Castalla, que inició el renacimiento de la industria local. Más cerca aún de los Arcos, largos pabellones blancos limitaban un amplio estanque: eran los almacenes de lanas y el lavadero que erigió Castalla. Bordeando un arroyo, y en su lecho mismo, surgían nuevas edificaciones –tintes y batanes– entre macizos de verdura. Dispersos por oteros, recuestos y umbrosas 230

sinuosidades, numerosos chalets alegraban el paisaje con sus notas blancas, rojas y azules. —«¡Todo por mí!», se dijo Castalla paseando la mirada en torno. De sus profundidades salió una voz rectificadora: —«¿Y la guerra?». Román se alteró como si aquella réplica interior le ofendiese. Es verdad que sin la guerra él mismo quizás anduviese ahora corriendo pueblos y aldeas a sueldo de cicateras empresas; pero ¿qué hubiese sido de los Arcos sin sus iniciativas y audacias? La gente hubiese mejorado algo de fortuna, y en eso pararía todo el cambio. ¿Por qué lo expulsaron los Hijos de Sáez si no es por el miedo que su arrojo les causaba? Y aun después de libre y trabajando a sus expensas, ¡cuánto tesón no le hizo falta para que sus convecinos se decidiesen a participar en los beneficios que él granjeaba comprando y vendiendo! Un día oyó decir al tío Venancio que en los Estados Unidos hubiese sido rey de algo: barcos, petróleo o inodoros. El sobrino se consideraba capaz de forjarse igual destino en otro ambiente y con mejores auxiliares… Gente mejor que sus paisanos nunca la encontró en sus andanzas por la corte y los cortijos. Eran buenos padres, probos mercaderes, ciudadanos disciplinados, perseverantes trabajadores. Su único defecto era la mediocridad, el temor a arrostrar la fortuna, imbuidos por una atávica desconfianza en sí mismos y en los demás. La industria, iniciada dos siglos antes, se estancó y solo pudo proveer a comarcas pobres y a los pobres que vivían de la gleba. Los Hijos de Julián Sáez, con quienes trabajó Román Castalla, y les Sucesores de Benito Cuevas, eran los núcleos de alguna importancia que sobrevivían del antiguo pululamiento fabril. Fuera de ellos podían contarse lo menos treinta pequeños industriales, sin máquinas, sin materias primas ni dinero. Arcos 231

r­ecobraba alguna actividad en verano; pero al llegar los primeros fríos se callaban los telares de mano, y los tejedores tenían que buscarse el sustento cultivando los pocos campos del término. Con la decadencia industrial sobrevino la del pueblo. La gente tuvo que emigrar. Unos se fueron al Nuevo Mundo o a Orán, y otros se desparramaron por España, llevando adondequiera que iban sus hábitos de honradez y medianía. De los indianos apenas se supo nada: dos retornaron tan pobres como se fueron; el tercero y más afortunado llegó de la Argentina portando unos 40.000 duros. A los pocos meses contrajo matrimonio con una rica viuda forastera, y fue alcalde de los Arcos, diputado provincial, autor de la notable carretera trazada en plena sierra para facilitar su arribo a un cazadero. De los peninsulares solo quedo vaga memoria de Esteban Castalla, y no por él, sino por su hijo don Venancio, que en los confines de Andalucía y Extremadura era dueño de montes y llanos, de piaras, majadas y yeguadas.

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II

Román Castalla quedó huérfano de padre a los tres años y al cum-

plir siete murió su madre. Unos vecinos le recogieron. —¡Si escribiésemos a su tío el andaluz! –dijo la mujer consultando al marido. Él se encogió de hombros. —Como dicen que es tan rico… —¡Mira, Marta!… Ese tío se parece a otro que yo tengo en Alcalá… No conoce a su familia de aquí y tal vez ignore que exista. Elías y Marta trabajaban en el telar. Su hija Pablica llenaba canillas. Román iba dándose cuenta de su situación. Ni su madre ni sus protectores pudieron conseguir que fuese a la escuela; pero tampoco vagabundeaba ya por los campos ni se internaba en la sierra buscando nidos bajo la conducta de Juanín Bernabé, el muchacho más levantisco del pueblo. Sabiendo que el loco Arnaldo estaba casado con una hermana de Marta renunció también a insultarle cuando en las afueras de los Arcos le veía solitario y ensimismado. Un día en que Bernabé y su partida trataron de lapidar a Arnaldo, Castalla acudió en su defensa y las piedras se volvieron contra él. Una de Román hirió a Juanín. Mientras le vendaban, el vulnerado dirigía 233

ardientes amenazas a su enemigo. En esto llegó un guarda: el grupo se dispersó y solo quedaron en el campo Arnaldo y su defensor. Los domingos y días en que faltaba la faena en casa, Elías iba al monte con su protegido para extraer piedras y ampliar una plantación de viña. El tejedor celebraba el buen deseo del muchacho para la ardua tarea. En los períodos de actividad fabril, Román iba a la sierra en busca de romero, que vendía a los hornos públicos, ofreciéndole su importe a Marta. Llegado el invierno y escaseando el combustible, se le ocurrió hacer de leñador, internándose en la parte forestal de la sierra. Al retornar por la tarde con más carga de la que podían resistir sus años, se desencadenó una tormenta. Durante una hora estuvo sintiendo el agua deslizarse entre las ramas y correrle por el cuerpo. Su mirada se turbaba; las sienes le latían. A doscientos metros de las primeras casas tuvo que dejar la carga en un ribazo. Invisibles lanzas le traspasaban los costados. Su cuerpo fue descendiendo poco a poco… De pronto entreabrió los ojos y se creyó ver en brazos de Arnaldo… Al despertar estaba tendido en un banco de la cocina que le servía de lecho. Hasta él llegaba el ruido del telar y el zumbido de la devanadera movida por Pablica. Quiso incorporarse y no pudo; trató de llamar y su voz sonó desfallecida. Un rato más tarde entró el médico, seguido de Marta y su hija. El doctor dijo al verle despierto que su vigor tísico había vencido a la enfermedad. La convalecencia fue rápida. Aun no bien repuesto, llegó de Albacete un acaudalado comerciante con provisión de primeras materias para que le fabricasen mantas y paños. Mientras discutía con Elías el tejido a veinte piezas, reparó en el pálido Castalla. El tejedor le dijo quién era y cómo lo había recogido. 234

—¿Y en qué se ocupa el zagal? Elías repuso que siendo aún pequeño para ayudarle en el telar, trabajaba en un campito o iba a coger leña. —¿Quieres venirte conmigo? –propuso el comerciante al huérfano. —Sí, señor. —¿Te gustará vender? —Sí, señor. —¿También desearás ganar dinero? —Sí, señor. El demandante se mostró satisfecho de la tranquila resolución que manifestaba el chiquillo, y sin más espera encargó a un sastre el primer traje nuevo que se puso Román; le compró el primer par de zapatos que calzó, y para probar su diligencia le dio sus órdenes con encargo de transmitirlas a tejedores, rameros, tintoreros, bataneros, perchadores… El día de la marcha, Castalla se despidió de sus protectores, entregándoles las cinco pesetas que le había regalado el amo…

235

III

El aprendiz crecía y se desarrollaba en el comercio como el pez en

el agua. Trabajaba mucho y se creía con fuerzas para resistir mucho más. Los dependientes mayores sólo le acusaban de rusticidad. Su cuerpo sólido, su cara ancha y bermeja, las manos gruesas de achatados dedos, eran más propios de un vendedor ambulante que de un mercader sedentario. Y aquella voz recia, que no pudieron moderar consejos ni reprensiones, convenía más al canto del pañero en las calles que a las insinuaciones y halagos del mostrador. Fuera de ese defecto, que indicaba exuberancia de naturaleza y desplazamiento de lugar, Castalla era solícito con los clientes y respetuoso con los superiores. Pero también esta ventaja tuvo su quiebra un día. Como el dependiente principal le repitiese una orden que el no oía en su distracción, se acercó al muchacho, y tirándole de una oreja se la reiteró por tercera vez. Román soportó el mal trato sin pestañear. Satisfecho el otro de su lección, alejábase risueño, cuando él se le acercó para tomarle con un metro de madera la medida de la espalda. Doblóse el dependiente de dolor y quiso repetir el castigo; pero Castalla le esperó a pie firme, el metro en alto y los ojos puestos en la cabeza que iba a 236

estropear… Mediaron los presentes, sobrevino el jefe, y el ofendido propuso el dilema de que el aprendiz o él sobraban en la casa. Enterado de lo que ocurría un ambulante de Fortuna que iba a proveerse en el establecimiento, y satisfecho de la impresión que el zagal le causaba, le propuso: —¿Quieres venirte conmigo? —Según… —Te daré cinco duros al mes. —¿Y cuándo me dará más? —Cuando te lo ganes. —Acepto. Durante cuatro años recorrió la Mancha inferior y la alta Andalucía aprendiendo las malicias que ha de saber un buen pañero trashumante. Pedía tres o cuatro veces más del justo precio; ponderaba su artículo y deprimía el ajeno, sobre todo si era el de un paisano de su amo que seguía la misma ruta; requebraba a las jóvenes; celebraba ante las madres la belleza y despejo de los mocosos, así fueran más feos que Picio o más tontos que Pichota; daba su preferencia en duración y calidad al género preferido por el cliente… Su amo decía que era el primer mozo pañero de España. Le pagaba diez duros mensuales y subió a doce el día en que, más atento a su vigor y prestancia que a sus diez y seis años, le confió uno de los dos caballos para que saliese a vender solo. Al regresar Román de un viaje se encontró en Fortuna carta de Pablica anunciándole que el padre había muerto. Castalla se representó el hogar de Elías todo transformado: el telar vendido, Marta desempeñando los quehaceres de otras casas y su hija convertida en doméstica o haciendo de pinzadora en alguna fábrica para ganar treinta céntimos de jornal. De pronto sintió deseo de ir algunos días a Los Arcos y pidió 237

licencia a su amo. El pañero hizo objeciones por estar cerca las Navidades, época de buenas ventas; pero tuvo que ceder viendo en el mozo el propósito de abandonarle. Román no se equivocó. Marta hacía de demandadera para ganarse la vida y Pablica entró a servir en casa de un ex presidente de Audiencia que tuvo el humor de casarse a la hora de la jubilación. La niña desmirriada y de pálidos cabellos que dejó al ausentarse la encontraba ahora hecha una joven esbelta y de suaves relieves. Pablica salía todas las tardes con los tres hijos del ex presidente y él se le incorporaba en el paseo. —¿Sabes? –le decía–. Yo voy a cumplir diez y siete años y tú diez y seis. Luego se quedaba silencioso y mirando a lo lejos, como si en el espacio entreviese una leve línea, más bien concebida por el pensamiento: era la quinta… ¿Le convendría rebasar esa frontera en la vida del hombre para unirse a la huérfana o anticipar el enlace?… A Marta le hablaba por la noche de vagos proyectos que la restituyesen al hogar para cumplir mandados suyos. Una semana después se fue a la estación y tomó el tren de Albacete. No era ese el camino o había de rodear mucho para ir a Fortuna. Su presencia en el comercio le acogieron con aplausos y algazara. Hasta el dependiente maltratado le felicitó por sus notorias muestras de prosperidad. Con su sombrero ancho y las botas amarillas, con la faja roja y el bolso azul ceñido a los riñones, Román Castalla era un dechado de pañeros. —¡Mucho abulta! –le dijo el jefe, señalando el bulto que hinchaba la faja. —No es todo dinero. 238

Interrogado por su visita, el joven prescindió de circunloquios. Moviendo la faja para sonar el bolso, dijo: —Tengo ahorros para comprar un caballo con sus arreos. Solo me falta la carga… —¡Poca cosa! –le interrumpió el superior, encareciendo con el gesto la importancia de la falta. —Unas tres mil pesetas. —¿En dinero?… —En géneros. El jefe le miró con bondad. Sin duda era el demandante muy mozo; pero, ¿cómo desconfiar de su buena presencia? Más por chanza que por inquirir, le dijo: —¿Estás seguro de que no te robarán? Castalla dio por ganado el pleito. —Tanto no diré; pero sí que es difícil. La carga es de peso para que me la quiten. —Pudieran despojarte mientras duermes. —Tampoco, que yo me acuesto sobre mis fardos. En cuanto al dinero, antes de que nadie llegue aquí (y se tocó bajo el reborde inferior de la faja roja el bolso azul) tendrán que tropezar aquí (y metiendo la mano por la parte superior extrajo un pavoroso revólver oxidado). Grandes risas celebraron el gesto y el jefe se rindió: —Baja esa ametralladora, chico, que tus razones me convencen… Prepara la carga, y salud… Castalla buscó un caballo; vendiéronle un petral de segunda mano, y hechos dos altos fardos de géneros lanzóse por los pueblos de la Mancha voceando ufanamente su mercancía: —¡Pañero!:.. ¡Paños y lanas de verano!… ¡El pañero!… 239

IV

Iba de Villarrobledo a San Clemente, cuando empezó a llover. Una

manta de cuadros blancos y azules cubría los fardos. Estaba seguro de la defensa; pero la lluvia se convirtió en aguacero, y temiendo por la carga tuvo que quitarse la capa, de recio paño doceno, para preservarla mejor. Tranquilo ya por la mercancía y calándose él, comenzó a pensar a fin de hacer menos aburrido el viaje. —«Así como así, la situación de ellas no ha de agravarse porque yo me vaya al ejército… Y una voz me dice que el número será alto…». Fruto de este soliloquio fue su resolución de casarse con Pablica. Un año antes, Marta dejó la asistencia de las casas ajenas para ejecutar en la propia las órdenes que de Castalla recibía. Comprando unas veces y trocando las más por géneros, el pañero iba reuniendo partidas de lana, que consignaba a la viuda para fabricarle mantas y cabos de patén o paño. Un trabajo heroico y una resistencia a prueba de lluvias y calores, de ajetreos y malas noches, hicieron medrar al huérfano de Los Arcos. Pero el presentimiento de Román lo frustró el sorteo. Su número fue bajo y tuvo que optar entre redimirse por dinero o servir. Este contratiempo lo complicó un suceso, en que la alegría no estaba 240

e­ xenta de cuidados. Pablica dio a luz una niña, que recibió el nombre de ella y con el nombre el diminutivo, quedándose la madre en Pabla. En presencia de aquel bultito, mollas sonrosadas y gritos, el pañero se llevó la mano a la cabeza para rascarse durante algunos minutos. Era padre; también era soldado, y la ley hacía de él un soldado antes que padre. Media hora estuvo inventariando con la memoria y los dedos sus existencias mercantiles, caballo, aparejo y petral. Después de pagar sus créditos le quedaban unas tres mil quinientas pesetas… Si iba a servir, el sostenimiento de la familia sumaba tanto como la liberación, y que si liberase o que sirviese, tendría que liquidar… Bien: se redimiría abonando seis mil reales; volvería a solicitar la protección de Albacete o se asociaría a su antiguo amo de Fortuna. Pero no tuvo que apelar al crédito ni a la asociación. Don Leoncio Sáez le propuso entrar al servicio de la Casa representándola como los demás empleados: trescientas pesetas por viaje y doce diarias para gastos corrientes: trenes, fondas, transportes de maleta. Las excursiones eran dos al año y duraban cuatro meses. El resto del tiempo lo pasaría en Los Arcos a las órdenes de la fábrica, cobrando diez y ocho duros mensuales. Los Hijos de Sáez no se oponían a que sus representantes hiciesen un modesto comercio con las borras y lanas que compraban en los pueblos de la ruta para revenderlas a los pequeños fabricantes locales. Terminado el segundo viaje, don Modesto Sáez, que dirigía la industria mientras don Leoncio se engolfaba en la política, le aconsejó que renunciase a la venta de lanas para dedicarse a su compra por cuenta de la Sociedad. —Viajarás más –le dijo– y también tendrás una comisión por tus adquisiciones. 241

Ocho años pasó Castalla al servicio de los Sáez. Había realizado diez mil pesetas de ahorros; pero no osaba lanzarse al negocio por su cuenta temiendo ser un pequeño fabricante más de Los Arcos, que solo podían operar con el crédito de primeras materias suministradas por don Modesto a cambio del vasallaje político que rendían a don Leoncio. En uno de sus viajes conoció Román al tío Venancio. Fue a mitad del regateo para comprarle tres mil arrobas de lana, y como no hubiese acuerdo, el sobrino quiso partir la diferencia. El vendedor aun resistió, y el joven Castalla le dijo: —En fin, tío, algo ha de hacer por la familia… Don Venancio se puso a mirarle fijamente. ¿La familia había dicho? Algunas veces se le ocurrió pensar que pudieran quedarle restos de la paterna… ¿Y dónde había visto a este hombre que le llamaba tío?… Desde su llegada tuvo la sospecha de que no le era desconocido… De pronto abrió más los ojos y su memoria fue iluminándose… Se había visto en sí mismo, allá en su lejana mocedad. Eran idénticos, sin otra alteración que la aportada en él por sus setenta años… —Tú eres… —Román Castalla, hijo del difunto Pedro, primo hermano de usted. Don Venancio seguía mirándole. —No conocí a tu padre. El mío y tu abuelo se separaron de jóvenes para formar ramas que no han vuelto a encontrarse hasta hoy… Eres, pues, mi resobrino, y tú dirás en que puedo servirte. Román le agradeció la buena acogida y le expuso a grandes trazos su vida pasada y sus esforzados trabajos presentes para sostener a la familia. Don Venancio le dijo al concluir: 242

—Buen efecto me haces, chico… Tu presencia me agrada… Mira, Román, yo tengo hijos y no puedo dejarte mi hacienda; pero voy a darte un consejo que la supla… No bebas, no fumes, no juegues, no loquees; trabaja quince horas diarias por lo menos… Así he vencido yo a la Fortuna, y estoy seguro de que tú acabarás por someterla si no olvidas lo que te digo… Román se desconcertó y no pudo adivinar si su tío chanceaba o hablaba en serio. Aunque estuviese risueño, su gesto no parecía propenso a la burla. Hijo del pañero Esteban Castalla y de una andaluza, don Venancio quedó huérfano a los seis años. Madre e hijo entraron al servicio de dos viejas damas. Al cumplir el los catorce, ellas le dieron a medias un pedazo de tierra, que con el trabajo ímprobo y las buenas cosechas no tardó en hacer suyo. Alzábase con el alba y concluía la faena cuando la noche y el cansando de su yunta no le permitían proseguir. Román casi lloró de emoción al oírle decir a su tío: —Siendo yo un zagal me subía al tejado del cortijo, y mirando alrededor murmuraba: «¡Si todo lo que diviso fuese mío!…». Y llegó el tiempo en que la casa y cuanto se divisaba desde ella fuese suyo. A los envidiosos de su hacienda les decía que era mejor decantarla que admirarla. ¿Sabían acaso los afanes que le costó su conquista en más de medio siglo? ¿Conoció alguna vez lo que era el sosiego y el goce placentero de la vida? Una cosa había en él que no pudo vencer su poderosa voluntad, que a ella se arraigaba y parecía identificarse con ella: el deseo ambicioso. Los dominios se extendían ante su paso; las dehesas labradas alternaban con los encinares y grandes rebaños de cerda, de lana y de pelo se apacentaban en sus campos y montes; pero sus deudas también las veía en los turbados sueños como Osas 243

y Peliones; pues nunca se dio el caso de rematar el pago de una finca sin que antes no hubiese comprado otra, agotando el crédito bancario para sufragar los primeros plazos e hipotecando tierras, deshaciéndose de rentas y cosechas íntegras para extinguir el resto. Muchos años pasaron antes de que doña Blanca y su hija Blanquita lograsen que don Venancio adquiriese a crédito un automóvil para sustituir el viejo coche. Meses y meses circulaban sin que los dos chicos casados, Leonardo y Carlitos, pudieran cobrar las mensualidades que el papá les prometió cuando maridaron, y aun al pagarles siempre les quedaba adeudando un pico. Las tribulaciones de doña Blanca, que con ser tan rica tenían que fiarle hasta las agujas en los comercios, inspiraron lástima y risa a Román Castalla. Blanquita le pareció casi tan insignificante como sus hermanos Leonardo y Carlitos, corredor de liebres el uno y aficionado a la política maurista el otro. La simpatía del primo pobre fue directamente a Esteban, que le correspondió en seguida. Esteban era el mayor de los hijos y el rústico de la familia. Pasaba más tiempo en despoblado que en el pueblo, y aun estando con la familia era difícil persuadirle a que colgase los zahones. Su padre iba cediéndole la administración de los bienes, y si no había heredado sus aptitudes absorbentes, tampoco le faltaban otras de conservación y buen gobierno. —Tú dirás en qué podemos servirte, primo –decía a Román en cada uno de sus viajes. Otra vez le indujo a la demanda: —¿Sabes?… Padre quisiera hacer algo por ti. El representante de los Sáez le agradeció el buen deseo; pero se abstuvo de pedir. A una nueva instancia de Esteban se quedó pensativo. 244

—¡Quién sabe!… ¡Si yo pudiese algún día fabricar!… —¿Qué te falta, primo? —El tiempo… La oportunidad… Lo que le faltaba era dinero; pero eso no lo tenía el entrampado tío ni el sobrino se lo hubiese pedido. Acababa de cumplir veintiocho años, y hechas sus cuentas suponía que aún necesitaba un lustro para reunir quince mil pesetas. Con ellas y el crédito de lanas que pudieran ofrecerle sus parientes querían realizar grandes cosas. Pero lo imprevisto, tan natural en la vida, dispuso que los años fuesen meses.

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V

Román regresaba de un viaje por Castilla, cuando, de pronto, em-

pezó a circular en el vagón la noticia de que había estallado la guerra. ¿Quien fue el primero en darla?… Bajaban unos, subían otros, y el rumor iba adquiriendo consistencia. Los periódicos comprados en las estaciones eran optimistas; pero algunos corresponsales aseguraban desde París que el gran conflicto iba a desencadenarse. En el vagón se entablaron polémicas incoherentes y apasionadas, hasta que un viajante librepensador se hizo órgano del bando francófilo, y un cura rural, del germanófilo. Sin comprender bien las razones en que ambos contendores sustentaban sus preferencias, Román Castalla entreveía que el interés le acercaba a los franceses; pero los progresos científicos de Alemania y el recuerdo de los telares, «pequeños, rápidos y baratos», que, según el decir de don Modesto Sáez, habían dado superioridad a su industria sobre la inglesa, le hicieron creer en el triunfo tudesco. Al llegar por la noche a Los Arcos, se presentó en la fábrica; recorrió los dos casinos y los tres cafés. Todos hablaban de la guerra; pero la Prensa de Madrid no justificaban las alarmas. El jefe del Gobierno dijo a los periodistas que los representantes d ­ iplomáticos en las 246

principales Cortes europeas eran optimistas y daban por conjurado el conflicto. Sin embargo, las agencias y corresponsales hablaban de movilización en varios países y aun de choques fronterizos. Román se retiró muy tarde, por no perder los comentarios de la gente. Yendo hacia su casa, recordaba las noticias tranquilizadoras y las pesimistas, y, sin poderlo remediar, le entristecían las buenas y le alegraban las malas. Eran las diez de la mañana cuando le despertó su mujer. —¡La guerra ha empezado! Pabla tenía en la mano un periódico de la capital. Castalla se desveló como si acabase de recibir una ducha. —Lee… Con voz insegura de emoción y de incompleto conocimiento de las letras, ella se puso a leer la «Última hora». Al concluir los telegramas, su marido estaba ya de pie, vestido y lavado. —Prepárame la maleta… Se fue al despacho, sin almorzar. La disciplina se había roto en aquella casa severa. Viajantes y empleados abandonaban sus quehaceres para oír a los Sáez. Don Modesto era germanófilo y su hermano francófilo. No osando dar la razón a ninguno de los dos, por miedo de disgustar al otro, los subordinados asentían con la cabeza a las palabras de don Leoncio, si don Modesto no les veía, y secundaban a éste los que no podían ser observados por don Leoncio. La polémica no parecía terminar y Román se impacientaba. De pronto dijo: —¿Y qué vamos a hacer nosotros? Los dos hermanos se miraron, y los empleados sintieron frío. Castalla era incorregible. Ningún consejo de sus compañeros pudo torcer su inclinación a arrostrar el carácter despótico de don Modesto, que en cada réplica de los inferiores –aunque estuviesen exentos 247

de su dependencia– veía un principio de acercamiento igualitario que era opuesto a su sentido de hombre habituado al mando. Pero en la mirada de los jefes no había sorpresa ni desazón. La pregunta de Castalla fue como una llamada a la realidad. Después de mirarse, sus ojos volviéronse en consulta hacia el interpelante. —¿Qué vamos a hacer? –repitió este. —¡Qué vamos a hacer! –dijeron los Sáez, con aire de perplejidad. Y don Modesto: —Habrá que aguantar el mal tiempo. Afortunadamente, la guerra será corta… Algunas batallas decisivas, y luego la paz… Espero que dentro de tres meses, de medio año lo más tarde, podremos trabajar como antes… El auditorio asintió. Román tuvo que pasarse la mano por la frente. Aunque sus ideas fuesen confusas, las de su jefe le subvertían el cerebro. —¿Cree usted que una guerra tan grande pueda concluir tan pronto? —Porque se extenderá a toda Europa, ha de acabar en seguida. ¿Que sería del mundo si durase?… El auditorio reforzó con su aprobación la tesis del jefe. Castalla no se dio por vencido: —Aunque sea tan corta, causará grandes ruinas y paros. Yo creo que el trabajo ha de crecer en España. De afuera habrá poca competencia, y aun espero que mientras los enemigos se rehacen luego, tendremos nosotros que proveerlos… Sonrisas irónicas y negativas de cabeza acogieron estas palabras. El exceso de respeto dejaba a todos sin libertad de juicio. Pero don Modesto se había quedado pensativo. —Pudieras tener razón… Esperemos… 248

—Yo creo que debiéramos obrar con rapidez… Adquirir las primeras materias antes de que se encarezcan… El jefe dijo, con tono decisivo: —Esperemos… Esperemos… —Sí –repitieron alrededor–. Conviene esperar… Román estaba disgustado, y por la tarde dictó a su mujer una carta para el primo Esteban. «No vendas tu lana –le decía–. Resérvame la que puedas de tus amigos». Los ejércitos germanos habían invadido Bélgica. Inglaterra entraba en la lucha… Castalla exclamó con desesperación: —¡La guerra se extenderá! Don Modesto sentenció: —Más pronto se acabará. —¿Qué vamos a hacer? El jefe dijo con sequedad: —Nada. La escuadra británica decidirá pronto el éxito… Aquella noche llegó un telegrama de Barcelona y al siguiente día, dos de Tarrasa. Los Hijos de Sáez dedicábanse, desde algunos años antes, al lavado de lanas, reservándose las inferiores para sus mantas y patenes, y vendiendo las seleccionadas a los catalanes. Sus ricos clientes preguntaban ahora de cuánta podrían disponer y si los Sáez les secundarían con su propia fabricación, en caso de eventuales encargos. Cuarenta y ocho horas más tarde, don Modesto ordenó a Castalla: —Toma el tren. Búscame un suplemento de cuatro mil arrobas de borra y dos mil o tres mil de lana… Partida tras partida, el comisionista compró el total en doce días. Sin salir de la Mancha, una semana después consignaba otra tanta a los Sáez. Don Modesto se alarmó y, telegrafiando a su ­representante, le dijo que no adquiriese más. Pero el despacho no pudo recibirlo 249

el destinatario. Acababa de marcharse a Extremadura, escribiendo desde allí que los precios empezaban a subir y era preciso aprovechar la ocasión. Había comprado mil quinientas arrobas al barón de la Granja, y algo más del doble a varios ganaderos de Herrera del Duque. Confiaba en que sus parientes le guardasen una buena partida… Don Modesto se vio ya casi arruinado, y en completa ruina si Castalla continuaba comprando. Los telegramas perseguían al comisionista; pero no le alcanzaban nunca, porque desdeñando las pequeñas adquisiciones, que le hacían perder tiempo, iba a saltos en busca de las grandes. El barón de la Granja recibió un despacho dejándole su lana de cuenta, y otros llegaron al juez, al alcalde, al comandante de la Guardia civil de Herrera. Los Hijos de Sáez protestaban contra las extralimitaciones de su representante y anunciaban su decisión de no aceptar las compras. Román comunicó que su familia le había guardado quince mil arrobas. Siete mil eran de su tío; tres mil, del jocundo y graso marqués de Riopardo, cuyo primogénito iba a casarse con Blanquita Castalla, y el resto constituía casi todas las existencias del pueblo… Don Modesto ya no pudo resistir este golpe. La rabia le ahogaba. Cayó enfermo y hubo que sangrarle. Su hermano telegrafió a don Venancio y al sobrino rechazando las compras. Román aún estaba allí. «La fortuna les busca, y ellos le vuelven la cara –pensó, al conocer el texto del telegrama–. Sin duda, creen todavía que la guerra será corta; pero los alemanes se meten bajo tierra y los franceses no se atreven a atacarlos… Y la lana va subiendo…». A su tío y a Esteban les dijo: —¿Pueden concederme un crédito de quince días? —Y de un mes también –repuso don Venancio. 250

—¿De cuántas arrobas dispongo?… —De todas las que has apalabrado. Román se fue a Barcelona, y al segundo día comunicó a su primo que las existencias de materias primas estaban vendidas, dejándole un beneficio de diez pesetas por arroba. Los compradores le habían propuesto la fabricación en Los Arcos de dos mil mantas, para atender demandas francesas. Presentíase una campaña de invierno y era preciso abrigar a la tropa. El tren daba rodeos y, para reducir el tiempo, Ramón Castalla adquirió en Barcelona una voiturette de segunda mano. Envuelto en trombas de polvo y sonando a hierros que se desvencijan, entró en Los Arcos, con peligro de personas y animales. Era la primera vez que un vehículo tan ruidoso y alarmante llegaba a la silenciosa villa. El nuevo rico se dio prisa en distribuir trabajo a los pequeños industriales y a los tejedores sueltos. Pero les faltaban primeras materias, y la desconfianza en el que una semana antes estaba al servicio de los Sáez les hizo exagerar sus penurias. Román les anticipó dinero y prometió lo demás… Cuando fue a adquirirlo de don Modesto, el convaleciente no quiso recibirle. —Decid a ese hombre que el barón de la Granja o los ganaderos de Herrera le venderán lo que necesite. Castalla no tuvo que interrogar mucho para saber que los Sáez habían rechazado sus compras. El telégrafo funcionó en seguida con la extremeña Granja y la andaluza Herrera. La voiturette no pudo competir en rapidez con los hilos, pero iba tan desmandada por la carretera, una hora después, que estuvo a punto de atropellar al ensimismado Arnaldo. El semi-loco murmuró: —Este loco irá muy lejos o caerá muy hondo. 251

VI

A l llegar diciembre, Los Arcos parecía otro. Por esa época, los te-

lares estaban todos los años mudos, y ahora resonaban todos. No había paro y hasta eran escasos los brazos. Subían de mes en mes los jornales, y Juanín Bernabé, convertido en cabeza de una incipiente asociación, trataba de ponerlos más altos. Los Arcos vio abrir dos nuevos cafés y se iba a inaugurar un cine… Casi todos los pequeños fabricantes obedecían a Castalla, y él trabajaba para Empresas o intermediarios de Cataluña y Alcoy. En esta ciudad le habían vendido diez telares mecánicos, los primeros que conoció su pueblo. Eran «pequeños –apenas mayores que los de mano–, ligeros y baratos», tales como se los vio describir a don Modesto, cuando los oponía a los grandes y costosas de Inglaterra, afirmando la superioridad germánica. En Barcelona le prometieron un lindo juguete de poco precio y menos gasto de combustible: era un motor Diessel, para hacer marchar los telares. Tenía que esperar un mes… —¿De dónde viene? —De Alemania. —¿Y el bloqueo? 252

El vendedor sonrió; pero un mes después llegaba a Los Arcos el motor. Quedábanle a Castalla unas cuatrocientas arrobas de lana para atender a sus necesidades. Los Hijos de Sáez y los Sucesores de Cuevas habían vendido casi toda la suya a los catalanes. Ahora no tenían ni una vedija para surtir de género a sus clientes del mercado interior, y ambos estaban compitiendo en comprar colchones. El nuevo rival hizo bandos públicos y envió agentes a los pueblos de la contornada, para adquirir ropas viejas, de cualquier clase y color… Se las trajeron por cargas, y con ellas llegó a formar una montaña. Don Modesto enrojeció de cólera al sospechar el objeto de aquellas adquisiciones. Las borras costaban ya casi tanto como las lanas, y muy pronto escasearían. Las materias espúreas iban a ser, para su antiguo empleado, tan productivas como las auténticas. El soberbio jefe no quería oír hablar de Castalla, que en el verano desacató sus órdenes y le puso en trance de quebrar; pero sus dependientes sospechaban que la causa del enojo eran los atisbos previsores de Román y los beneficios que granjeó con los errores del amo. En cinco meses había ganado cuarenta mil duros; mas el año por que iba entrando no se le revelaba tan próspero. El tío Venancio y Riopardo le guardarían las cortas de sus ganados; Esteban le buscaría otras; pero ya era inútil confiar en las sorpresas de los precios y en su ascensión por saltos. Los pedidos que hicieron de Barcelona y Alcoy le dejarían escaso rendimiento. Confidencialmente, le dijeron que eran tantos los intermediarios y tan crecidas las comisiones, que las mantas compradas a veinte francos por el Gobierno francés, solo podían pagarse a once pesetas en España. Las existencias de vellones adquiridas a tiempo, la barata mano de obra que suministraba Los Arcos y la conformidad con 253

una ­ganancia módica, permitieron hacer a Castalla lo que ningún otro hubiera podido. Pero él no se avenía a dar por once pesetas lo que Francia pagaba a veinte francos. Mientras llegase la esquila tendría tiempo de negociar directamente… Era el 3 de febrero cuando llegó a París, pasando antes por Alcoy y Cataluña. En Barcelona le escribieron la dirección del hotel donde podría hospedarse, y aquella nota le sirvió para entenderse con el chófer. París se le representaba como una ciudad hueca y sorda. Era muy grande para tan poca gente, y circulaban pocos carruajes. En la relativa escasez de público había excesivo número de mujeres, y los cojos, mancos y tullidos abundaban entre los hombres. El automóvil le condujo a un hotel del foburgo Montmartre. Era de tercer orden; pero a Castalla le pareció un palacio oriental, con sus espejos y dorados y plantas esterilizadas. Una princesa enlutada acudió a recibirle. Él la habló, y ella le oía inexpresiva. Entonces se puso Román a gritar y gesticular. La princesa hotelera le dijo, riendo, por señas que no entendía sus voces, pero que comprendía sus gestos. Fue Castalla el que no pudo interpretar los que se referían a precios y pagos. Atraído por aquella escena mimada, se acercó un huésped. Era rechoncho y bajo, llevaba botas de charol y el pantalón arrugado. Tenía el bigote muy negro y el color de su piel tiraba al cordobán. Expresábase con acento dulzón, que al viajero le pareció andaluz. El desconocido le acompañó a su cuarto, y allí le dijo que era un cónsul peruano, a quien la guerra dejó sin cargo. Sus recursos económicos se estaban agotando y pronto embarcaría para América, si antes no vendía ciento veinticinco mil kilos de materias explosivas, con un beneficio de diez francos por kilo… Castalla correspondió 254

declarando que era fabricante y representaba algunas casas de Alcoy y Cataluña. —¿Y qué fabrica usted? —Mantas, paños para capotes… —¿Y qué representa? —Lanillas alcoyanas… Patenes de Sabadell y Tarrasa… En mi equipaje traigo más muestras que ropa, y las dos terceras partes de las muestras son chancas invendibles, que, con la guerra, podrán venderse… Como un millón y medio de metros, el más barato a peseta y media, y a cuatro pesetas el más caro. Al perulero se le hizo la boca agua. —¿No podría ayudarle, amigo? —El ocho por ciento de sus ventas lo recibirá de comisión. El ex cónsul se adhirió a Román como el muérdago a la encina. El español desconocía el francés, y él le acompañó a un restaurante y luego al café de Madrid. Allí estaba Márquez, el corresponsal sin periódico; Sureda, el mallorquín, que antes de la guerra fue corredor de alhajas; Martín, de la firma «Otto & Martin», que nada tenía ya que importar de Alemania y Austria; el barbero Lucio; Don Paquito, marqués tronado… Todos hablaban alto y con violencia. A todos les perseguía la desgracia: Martín aún no había hecho una venta; Sureda contaba ya siete fracasos; a Don Paquito le falló el proveedor cuando iba a comprarle la Intendencia… Luego llegaron tipos de diversos países neutrales: uno ofrecía treinta mil mantas; otro, cuatro vagones de arroz; otro buscaba anilina y materias explosivas… —Aquí están –exclamó el peruano–. Pueden venderse en seguida hasta ciento veinticinco mil kilos… Los llevaba en la cartera, pero anotados. El comprador fue reproduciendo en su cuaderno los nombres técnicos, los precios y 255

cantidades que el cónsul le dictaba. En esto llegó, hecha un brazo de mar, la supuesta propietaria de los explosivos. El peruano hizo la presentación. —La señora condesa Mallet… Aunque la anunciase en francés, Castalla sintió susto. La condesa no bajaba de cuarenta años, aunque era de muy buen ver: rubia, regordeta y amable. Cubríase con amplio abrigo de astracán y pieles; pero el fabricante de Los Arcos, buen conocedor del género, vio que el astracán era mediano y que las pieles estaban a trechos peladas. Castalla comprendió que hablaban de los explosivos y luego de él. La condesa no hacía más que mirarle. El peruano expuso lo que traía, y sus dos oyentes tomaron rápidas notas… Al tratar de la comisión, el cónsul les ofreció el cuatro por ciento y lo que pudiesen obtener de sobreprecio. La condesa no quiso separarse ya del fabricante, y, por conducto del americano, le prometió hacer buenas ventas. Llegada la hora de comer, Castalla quiso que la ilustre dama les acompañase. —Vayamos a la pimentería de Zucco –propuso el cónsul sin cargo. Dos semanas pasaron sin vender nada, y Román empezó a cansarse. Todos los días iba al café de Madrid, donde encontraba la misma gente, discutiendo los mismos negocios y repitiendo idénticas quejas. El embajador de los Estados Unidos era el primer agente comercial de su país, y el de España abandonaba los intereses del suyo. Si éste obrase como su colega, todos los vendedores allí reunidos estarían cansados de ser ricos. Algunos atardeceres recalaba por el café un judío sefardí, de Salónica. Decíanle don Simón, pero todos ignoraban su manera de vivir. No compraba, no vendía. Burlábase de aquellos compradores y vendedores, con unas carcajadas huecas, profundas, como si 256

f­uesen de ventrílocuo. Llamaba «molumentos» a los tratos que allí se concertaban. Castalla sintió escasa simpatía por el judío burlón. Él también iba adquiriendo el aire malhumorado de los demás. Comprendió que estaba perdiendo el tiempo, y por primera vez tuvo la sospecha de que iba a fracasar… En sus dos meses en París no había vendido ni un metro de patén. Y la condesa Mallet, que le honraba con su amistad y comiendo con él, se hacía exigente. Un noche le autorizó para que pagase su trimestre de alquiler. Otro día le dio algunas papeletas del Monte para que rescatase varias ropas y alhajas… —¡Unos mil francos nada más!… Castalla temió que la fortuna le hubiese vuelto la espalda. Acababa de recibir una carta de su mujer, escrita por Pablica, diciéndole que a la Casa Andreu Compañía le había rechazado sus mantas la Intendencia francesa, y le era imposible admitir las que Román estaba fabricando… Frustradas sus ilusiones de ventas directas, Castalla anunció su propósito de volver a España. El judío le dijo al oído: —Y es el caso que vuesa merced ha de tener cosas para vender… —¿Y los otros? –le dijo el fabricante, con sorpresa Don Simón lanzó su carcajada. —¡Molumentos!… Cada cual va ofreciendo lo que otros le ofrecen y todos compran y venden de boca… Me parece que usted y yo podremos entendernos… Dígame qué tiene. —Millón y medio de metros… —… de telas viejas… ¡A otra cosa! —Mantas. —¿Cuántas? —Dos mil por mes. 257

—¿Nada más? —Tres mil. —¿Como mínimo? —Como máximo. —¿Qué comisión me ofrece? —Un franco por unidad. —Pongamos dos… Mañana, a las diez, le espero aquí, para visitar al cuñado de un intendente. El cuñado del intendente hablaba algo el español; pero desconfiaba mucho de los españoles. Todos prometían y pocos cumplían. «El Torero», vendedor de mantas dejó en París un recuerdo detestable y los demás emulaban con «El Torero». Apenas había Empresa que hiciese honor a su firma. La Intendencia tuvo que enviar a España agentes de compra y que reconociesen los géneros… Castalla lo interrumpió: —Y desde que ellos han ido, el Gobierno francés paga más y nosotros cobramos menos… El cuñado del intendente no pareció oírle. Ni el envío de peritos compradores pudo corregir el abuso. En Barcelona acababan de rechazar una gran partida de mantas a Soler y Bartrina… Castalla saltó en el asiento. —Para él he trabajado yo… —Solo un pequeño lote ha podido admitirse. —¿Dos mil? —Algo así. —Mis mantas. —¿Cómo lo sabe? —Solo pueden ser las mías… Infórmese usted… Yo las marco todas con una cruz de bramante. 258

—Están en la frontera… Y ayer dijo mi cuñado que en Alcoy también había rechazos… —Los de Andréu y Compañía. —Desconozco el nombre; pero sé que allí no se ha aceptado ninguna manta. —Las que yo les fabrico aún están en Los Arcos. El intermediario meditó. —¿Por qué no las pide? Si son de recibo y coinciden con las de Barcelona, podremos firmar un contrato. Castalla lo dio por hecho. —Estoy seguro de que reúnen las condiciones impuestas por la Intendencia, y para las futuras aun me comprometo a más: puedo añadir lana y darlas por el mismo precio; solo que entonces el color será más claro del exigido hasta ahora. También me comprometo a fabricarlas de acuerdo con los corrientes pliegos; pero rebajando un franco en el precio de la unidad o aumentándolo a la comisión… Un mazo de batán cayó sobre su pie, dejándole sin respiro. El cuñado del intendente le dijo con frialdad: —Aténgase al pliego de condiciones y no introduzca novedades. Un rato después le decía, iracundo, el judío: —¡Es usted un imprudente! ¡Ese franco de plus me lo abonará a mí, y no hablemos más! Quince días después llegaron las mantas de Barcelona, y a las tres semanas, las que Castalla pidió a Los Arcos. El cuñado del intendente le dijo: —Querido amigo, con usted se puede tratar. Y don Simón epilogó: —Honesty is the best policy! 259

Román le pidió explicación de aquellas palabras y quiso que se las repitiera ocho o diez veces, para tomarlas de memoria. Al mes de hablar con el judío salonicense –a los tres meses de residir en París–, el nuevo fabricante de Los Arcos regresaba a España con un contrato para el suministro de veinticinco mil mantas.

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V II

Los Sucesores de Cuevas, los pequeños fabricantes locales, los te-

jedores sueltos y los diez telares mecánicos secundaban a Castalla. Don Leoncio temía la ruina de su poder caciquil, si a aquel diablo le daba por hacerse político. Don Modesto tenía más trabajo del que podía ejecutar; pero le irritaba la rápida ascensión de su antiguo criado, su continuo ir y venir en sólido automóvil de poderoso motor. Le predecía una estrepitosa caída… —… del carro o de su inseguro encumbramiento industrial – aseguraba con torva sonrisa. Pero Los Arcos no era de la misma opinión que don Modesto. Román (si el nuevo rico no estaba presente), don Román (cuando alguien le hablaba), no había tenido tiempo de servir una demanda, cuando de Francia o Argelia le llegaba otra. Los Bancos nacionales le abrían sus cajas y aun le instaban para ampliarle los créditos. Él quería trasferirlos a sus paisanos, a fin de intensificar la producción; pero el horror del fracaso y la ruina los retenía. El trabajo era antes de tres meses, y ahora no faltaba en todo el año. Sus beneficios habíanse cuadruplicado. ¿Para que más? 261

El vetusto pueblo se agrandaba y modernizaba con la rapidez de un lugar americano. Todas las casas estaban alquiladas y había que construirlas numerosas para el albergue de los hacinados moradores. Trescientas familias tenían que residir en las aldeas próximas hasta encontrar cobijo en Los Arcos. Los dos casinos antiguos y otro más ostentaban flamante decorado; los cafés eran cinco, y no había calle sin bar, donde el público de ambos sexos iba adquiriendo nuevos gustos y hábitos. El sobrio tejedor de los tiempos pasados solo bebió la clara linfa y el rojo vino. Los grifos daban ahora más cerveza que agua las fuentes públicas, y con las saladas patatas fritas, los nuevos refinados mezclaban el dulce veneno de los ajenjos. Todos crecían; pero Román Castalla era como la espuma. Recién construido un gran depósito y lavadero de lanas, tuvo que iniciar mayores obras para instalar 125 telares mecánicos que los liquidadores de la quebrada fábrica alcoyana de Andréu y Compañía le habían ofrecido. Franceses e italianos acaparaban toda su producción, y más si pudiera superarla; pero comprendiendo que la guerra no sería eterna y que al tercer año daban muestras de fatiga algunos beligerantes, deliberó consagrar los nuevos telares al progreso de la industria local, buscando técnicos y mejorando tintes, para competir en el mercado interior. Los primeros ensayos fueron deficientes; pero no descontentaron a Román, que los había previsto: necesitaba obreros más expertos y sólidos colores. —«Cuestión de tiempo», se dijo. «Los obreros no faltarán y en los laboratorios alemanes encontraré después sustancias químicas que me den buenos tintes». Sin duda pasarían algunos años para igualarse a los catalanes; pero con su nuevo instrumental aventajaba ya a los Hijos de Sáez, y se prometía arrebatarles la clientela. 262

—Se despeñará –auguraba don Modesto–. No sabe ni escribir; tiene que confiarse a cualquiera; carece de inteligentes auxiliares en el despacho… Mientras Castalla se despeñaba, don Modesto envejecía y el rojo de sus mejillas lo iba sustituyendo el amarillo hepático. En todo lo demás tenía razón el antiguo jefe, y no era liviano motivo de preocupaciones para Román su falta de instrucción y la dificultad de preparar en Los Arcos con gente conocida un personal idóneo, cada día más numeroso. Habiendo comprendido que Arnaldo tenía de loco lo que el señor cura, con quien a veces se engolfaba en discusiones dogmáticas, le propuso tomarle de secretario; pero el cuñado de María le dijo con tristeza que era viejo y no servía para trabajar. Muerta la esposa, que con sus afanes de aguja y plancha le había dado veinte años de comer, le renovó la oferta sin más éxito que la otra vez. —Arnaldo –le dijo–, ¿qué piensa hacer para vivir! Arnaldo se encogió dulcemente de hombros. —Me iré al asilo. Porque un miembro de su familia no estuviese asilado, Román le ofreció una pensión de 200 pesetas mensuales. Con llanto de Pabla, Pablica fue a educarse al colegio más distinguido de la capital. Su madre quiso buscar una institutriz francesa para tenerla en casa; pero el rico fabricante se opuso, y fue en lo único que contrarió a la hija de sus protectores. Pabla pasaba largas temporadas cerca de la educanda, y al llegar las vacaciones regresaban a Los Arcos. Pablica había cumplido catorce años; no era guapa; pero debió de encontrarla apetecible un apuesto cadete de Caballería, que en el último verano la miraba con terneza; era hijo del presidente jubilado, uno de los tres a quienes Pabla paseó 263

de niño en compañía de Román. El presidente y su esposa no veían con disgusto la afición del joven, y a Pabla le halagaba la idea de emparentar con sus antiguos señores. Las dos familias fueron intimando, y tan necesario llegó a serles el paseo en automóvil, que Román compró otro para que no les faltase vehículo cuando él estaba ausente.

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V III

El término de la guerra fue comienzo de nueva prosperidad para

el industrial de Los Arcos. Seguía vendiendo a franceses e italianos, y se arriesgó a hacer un crédito de millón y medio al Gobierno yugoslavo. Surtía de mantas, capotes y chilabas al ejército español de África. En sus visitas a este continente fue una vez a Orán, y el buen logro le condujo después a Argelia y Túnez. Los Bancos extranjeros recién establecidos en la Península se lo disputaban a los nacionales, presintiendo en aquel hombre intrépido, tan ignorante de las letras como sabio en los negocios, a un futuro barón de la renovada industria. La Sucursal del Banco de España y el London County jamás pusieron restricción a sus demandas, y él las hacía frecuentes para comprar montañas de lana, construir nuevos pabellones, aumentar su material. Los Hijos de Sáez trabajaban a pleno rendimiento con el suyo antiguo; pero hacía tres años que se le quedaron a la zaga. Unos iban en carro; el otro, en automóvil. Los Sáez eran dos; Castalla valía por veinte. Las rabias hicieron adolecer a don Modesto del hígado, que no curaban consejos, tisanas ni aguas; Castalla aun iba hacia la plenitud, y el choque con los libres vientos parecía ensanchar su pecho. La carrera era tan vertiginosa, 265

que los empleados y los pequeños fabricantes a quienes distribuía dinero y trabajo sentían susto como si le viesen pasar al lado de un abismo. Desinteresado o protector de los intereses que ya creía pertenecer a su hijo, el viejo magistrado recomendaba prudencia a Román mientras que su esposa instaba a Pabla y Pablica para que le sirviesen de freno. Con retraso y atenuada, la tempestad social que sacudía a Europa llegó a los Arcos. Tres veces en menos de un año trataron los obreros que organizó Juanín Bernabé de ir a la huelga para mejorar los jornales. Don Modesto Sáez no quiso recibir a la Comisión cuando fue a visitarle. Román Castalla apenas la dejó hablar; aceptó el pliego que le presentó sin fijarse en las condiciones, y aun dijo fanfarronamente, que siendo tan grandes las ganancias los obreros se quedaban cortos en el pedir. No hubo huelgas. Después de rechazar el habla a la Comisión, los Sáez tuvieron que someterse; pero al triple fracaso –tres puñales clavados en el amor propio de don Modesto– aumentaron la aversión del viejo por su rival y le agravaron la enfermedad… —Bien se conoce –decía retorciéndose de dolor– que a ese aventurero le cuesta poco trabajo el ganar… ¡Si tuviese que defender como yo una firma que mi abuelo creó hace un siglo no transigiría a la primer amenaza!… Y los obreros no se lo agradecerán… Los conozco… Don Modesto los conocía. Aquellos fáciles triunfos les llenaron de engreimiento. Román trajo de la concitada Barcelona obreros numerosos y muy hábiles en su oficio; pero con ellos también vino el peor espíritu de sedición. Indígenas y forasteros se aunaron en seguida. Los últimos estaban más avezados a la lucha y dirigían; los otros no habían sentido el escozor de las huelgas perdidas y los impulsaban. Los Sucesores de Cuevas, los pequeños f­abricantes 266

a­ uxiliares, veían con terror formarse el nublado, y suplicaban a Castalla que expulsase a los agitadores, enviándoles otra vez a Barcelona. —¡Bah! –replicaba–. Todo pasará con el tiempo. Las cosas vuelven siempre a su antiguo ser, y nosotros haremos progresar la industria de los Arcos conservando obreros tan expertos… Pero el mismo Castalla contrajo el ceño cuando la Comisión obrera le presentó sus demandas: 10 por 100 de aumento en los salarios; jornada de ocho horas en vez de diez… Hubiese aceptado el aumento en el pago, pero no la disminución de la quinta parte en el tiempo del trabajo. La huelga fue ahora inevitable, y por primera vez en siete años los Sáez y Román estuvieron de acuerdo. Castalla puso en la resistencia el mismo ardor que en su conquista de la fortuna. Cerró fábricas y lavaderos; se negó a ceder una vedija de lana a los tejedores independientes; suspendió el tráfico con la estación, interrumpiendo el servicio de autocamiones que tres años antes había establecido; pidió refuerzos de la Guardia civil; escribió al capitán general para que enviase tropa… En una semana los Arcos se vio paralítico y como muerto… Los huelguistas olvidaron a don Modesto para concentrar su odio en Castalla. Juanín Bernabé propuso locas venganzas, que no rechazaron algunas cabezas calientes. Al volver una tarde de visitar su silenciosa fábrica, acercóse Arnaldo y le dijo con calma y misterio que tres huelguistas se habían apostado para asesinarle en el puente más próximo al pueblo. —Tome el otro camino –le aconsejó. Pero él sólo quiso desviarse del suyo lo necesario para descender al barranco. Avanzando por él, fue derecho hacia los emboscados con el revólver apercibido. Los huelguistas huyeron por el otro lado… Con adversarios tan tenaces como Castalla y los Sáez, secundados por todo el pueblo, los directores catalanes de la huelga ­comprendieron 267

la dificultad de vencer e iniciaron tratos diplomáticos, en contra de los indígenas, que preferían resistir. Don Modesto dijo que solo aceptaría la entrega sin condiciones. Castalla fue más exorable, y propuso que entre ambas partes se mediase la diferencia, dejando el aumento en el 5 por 100 y las horas en nueve. Los Hijos de Sáez rechazaron la fórmula. Excitados por Juanín, los obreros locales ansiaban continuar la lucha, y los catalanes, volver al trabajo si Román prometía no despedir a ningún huelguista. El patrón no quiso prometer nada. El conflicto se dilató otra semana, y ante el anuncio de que iba a rehusar las condiciones aceptadas, los obreros se rindieron. Sucesores de Cuevas, pequeños fabricantes, el magistrado, y nadie como los Sáez, vituperaron la transigencia de Castalla. La huelga estaba perdida, y los huelguistas pudieron recibir un eficaz escarmiento. Aunque hubiesen cedido en sus demandas, aun ganaban la mitad de ellas. Pero Román no transigió en el respeto de los levantiscos, e iba a llegar la hora del expurgo. Don Modesto había empezado ya el de su casa. —¿Cuándo le imita usted? –interrogó el ex presidente a su futuro consuegro. —Todos los catalanes me sirven a mí, y yo no quiero perder sus buenos servicios. El placer de una venganza no compensaría los quebrantos que las expulsiones causasen a mi industria. El magistrado no parecía comprenderle. —¿Por qué rechazó el respeto que le pidieron si luego había de observarlo? —Por no admitir imposiciones. La conducta de Castalla aumentó la ira de don Modesto. Jóvenes o viejos, todo lo revoltoso o inservible, fue eliminándolo implacablemente. La tercera parte de su personal se quedó en la calle. Pero 268

el paro renació entonces contra él. Hasta los criados tuvieron que abandonarle. Grupos de huelguistas rondaban su fábrica y su casa para que nadie entrara ni saliese en ellas. El golpe no pudo ser más rudo para el soberbioso Sáez. Recayó en su enfermedad. Tuvo que ingresar en el lecho. Don Leoncio quería transigir admitiendo a los trabajadores despedidos; su hermano rechazaba… Sintiendo agotarse sus fuerzas y que la vida se le iba, dijo a don Leoncio: —Firma y recíbelos… Accedo porque no quisiera morirme sin asistir a la ruina de ese hombre…

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IX

Don Modesto vio cumplido su deseo. La ruina de Román Castalla

sobrevino rápida, fulminante como un rayo. Iniciose pocos días después de la huelga, y no tardó cuatro meses en consumarse. El mayor de los Sáez sonreía. Flaco, óseo, con su máscara amarilla, era como un espectro que se afanaba por presenciar el hundimiento de su enemigo. ¿No había previsto el desplome de aquel roble? ¿Cuántas veces no lo había anunciado?… Todos daban ahora la razón a don Modesto, aunque no pocos pensaron como él. Hasta los que recibieron dinero y trabajo de Castalla decían que su carrera hacia el éxito había de parar en un desastre. Comenzaban a sentir lástima irónica por él; algunos esperaban con secreto regusto de la envidia vengada el momento de verle en tierra. Todos, todos previeron su fracaso. ¿Y quién previó la causa de él? La gran crisis financiera se había iniciado en el Japón; de allí saltó el Pacífico para instalarse en los Estados Unidos. Como una epidemia que no respeta la barrera de los mares, se trasladó a Inglaterra; fue infectando Europa septentrional; la meridional en seguida… Un día quebró cierto establecimiento de Madrid; después otro de Barcelona; a continuación se oyeron numerosos crujidos… Fue el 270

pánico general, la falta de crédito, los cordones cerrando las bolsas y apretando la garganta de los acreedores. El Banco de España cerró su Caja a Román cuando más necesidad tenía de ella, y el cadente London County le invitó a pagar. Imposible. Si no recibía de uno tampoco podría dar al otro. Pero Castalla aun confiaba en salvarse cuando los demás le creían perdido. ¿Cómo podría faltarle el crédito al pobre y genial pañero que en ocho años supo ganar millones y transformar un pueblo?… Castalla fue a la capital, estuvo en Madrid, habló, discutió, insultó a los cobardes directores y consejeros del gran establecimiento que le negaban dinero. El London County tuvo que invitarle a hacer suspensión de pagos, y él se opuso con protestas y amenazas. La ley le obligó… Su activo era de diez millones, y de catorce, su pasivo.

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EPÍLOGO

—A rnaldo, estoy arruinado. Esta es la última mensualidad que le pago. Arnaldo recogió las 200 pesetas. —¿Qué piensa hacer ahora, Román? Castalla se irguió; miró a lo lejos. Sus ojos brillaban con extraña luz. Al cuñado de Marta le parecía que un águila iba ascendiendo por el espacio para discernir el punto de la tierra a donde había de caer. —¿Qué piensa hacer, Román? —¿Yo?… ¿Qué he de hacer yo?… Volar, luchar, trabajar… Ahora conozco a los hombres, y la próxima vez no me quedaré sin fortuna. ¡Y usted, Arnaldo!… ¿Qué va hacer usted?… —En concluyendo este dinero me iré al asilo. Castalla vendió las alhajas de Pabla y Pablica, y una mañana de agosto salía de los Arcos con su familia. Numerosa gente fue a despedirle. Alguien le dijo a manera de lenitivo que don Modesto estaba agonizando, y él se encogió de hombros. El presidente deseó a su amigo muchas prosperidades. La esposa lloraba abrazada a Pabla. El esbelto oficial de Caballería no pudo estar más amable con 272

Pablica: estrechábala las manos; le deseaba felicísimo viaje, y estuvo agitando el pañuelo hasta verla desaparecer… Nadie supo adónde se fue Román Castalla. Ni de él ni de su familia recibió noticia nadie. Al cumplirse el medio año, de Orán llegó un giro para Arnaldo. Era de 500 pesetas, y hubo que devolverlo. Arnaldo había muerto en el asilo, impenitente y sin dolor.

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OBR AS DE MANUEL CIGES APARICIO EN COLECCIONES DE NOVELA CORTA Y OTR AS PUBLICACIONES

COLECCIONES DE NOVEL A CORTA

La venganza El Cuento Semanal, nº114, 5 marzo 1909

La honra del pueblo La Novela Mundial, nº2, 25 marzo 1926

El príncipe de Trapisonda La Novela Mundial, nº53, 17 marzo 1927

Una aventura del profesor Maroto La Novela Decenal, nº4, 10 mayo 1926

Prosperidad y ruina de un nuevo rico La Novela Mundial, nº 110, 19 abril 1928

OTR AS publicaciones

Del Cautiverio Editorial Moderna, 1903

Del cautiverio F. Beltrán, 1904

Del hospital Francisco Beltrán, 1906

El vicario Librería de Fernando Fe, 1905

Del Cuartel y de la Guerra Francisco Beltrán, 1906

Del Periódico y de la Política Librería de los Sucesores de Hernando, 1907

Los vencedores Ed. M Pérez Villavicencio, 1908

Los vencidos Librería de los Sucesores de Hernando, 1910

La romería Ed. Sempere y compañía, 1910

Entre la paz y la guerra Imp. Juan Pueyo, 1912

Villavieja Imp. de Jaime Ratés Martín, 1914

El juez que perdió la conciencia Editorial Mundo Latino, 1925

Joaquín Costa. El gran fracasado Espasa-Calpe, 1930

Circe y el poeta Editorial Mundo Latino, 1926

Del cautiverio Editorial España, 1930

Los caimanes Compañía Iberoamericana de Publicaciones, 1931

España bajo la dinastía de los Borbones M. Aguilar, 1932

índice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Procedencia de los textos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16 La venganza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 «La estirpe del gigante» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 «Rectificación. El bello origen de unas termas» . . . . . . . . . . . . . 29 Primera parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 Segunda parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 Tercera parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76 Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 En el reino de los idiotas. Historia de un rey sin cabeza . . . . . 89 La honra del pueblo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 Manuel Ciges Aparicio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 i . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 ii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114 iii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119 iv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126 v . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134 vi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139 vii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 144 La aventura del profesor Maroto . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 i. El sabio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155

ii. El alegre Antón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 iii. Las tribulaciones de Maroto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161 iv. Ajuste de cuentas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 166 v. El mitin electoral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168 vi. Llega el gobernador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170 vii. El Aquiles del partido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 72 viii. ¡Absurdo! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 El Príncipe de Trapisonda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179 i . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181 ii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187 iii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194 iv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 200 v . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 210 vi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215 vii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 220 Prosperidad y ruina de un nuevo rico . . . . . . . . . . . . . . . . 227 i . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229 ii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233 iii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 236 iv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 240 v . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 246 vi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 252 vii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 261 viii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 265 ix . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 270 Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 272 Obras de Manuel Ciges Aparicio en colecciones de Novela Corta y otras publicaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275 Colecciones de Novela Corta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277 Otras publicaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279

La venganz a y ot ra s novel a s corta s de Manuel Ciges Aparicio salió de la imprenta el 24 de noviembre de 2017

10. Villarías Zugazagoitia, José María: 11. Labajo González, M.ª Trinidad:

Nuestra Novela

Lecturas (1921-1937)

12. Fernández Gutiérrez, José María:

La Novela del Sábado (1953-1955) 13. Pierini, Margarita (Coord.):

La Novela Semanal (Buenos Aires, 1917-1927) 14. Labrador Ben, Julia M.ª y Sánchez Álvarez-Insúa, Alberto:

Teatro Frívolo y Teatro Selecto 15. Labrador Ben, Julia M.ª; del Castillo, Marie Christine y García Toraño, Covadonga: La Novela de Hoy y la Novela de Noche 16. Azcune Fernández, Valentín:

Biblioteca Teatral

17. Azcune Fernández, Valentín:

Las pequeñas colecciones teatrales de posguerra El espacio urbano en la narrativa del Madrid de la Edad de Plata (1900-1938)

ULISES

la venganza y otras novelas cortas EDICIÓN DE

Cecilio Alonso

L a venganza

últimos títulos

senta coincidencias argumentales con Bodas de sangre: mitificación de un agreste espacio andaluz, coplas epitalámicas, exaltación del «jierro», fuga de la novia con el amante… Marca la diferencia una venganza pasional, fatalmente fraguada bajo las leyes no escritas que rigen en un grupo marginal –«la estirpe del Gigante»– objetivo de muñidores electorales. Ciges y Lorca –víctimas del mismo sino trágico en agosto de 1936– utilizaron materiales equiparables aunque el narrador valenciano los ensambla, entre ribetes folklóricos, con una óptica analítica de mentalidades ancestrales heredada del naturalismo. Completan este volumen, dos textos no recogidos en libro hasta ahora: el cuento historia de un rey sin cabeza, desahogo burlesco, concebido en el destierro parisién (1912) y la aventura del profesor maroto (1925), reducción de la novela política El juez que perdió la conciencia. Junto a estos se incluyen los tres relatos que Ciges Aparicio publicó en La Novela Mundial, ya incluidos en la edición de sus Novelas (1986): la honra del pueblo (1926), el príncipe de trapisonda (1927) y prosperidad y ruina de un nuevo rico (1928).

Manuel Ciges Aparicio

 Y OTRAS NOVELAS CORTAS

COLECCIÓN LITERATURA BREVE

ISBN CSIC 978-84-00-10289-0 · IBIC: FC

la venganza, relato publicado en El Cuento Semanal (1909), pre-

LB-26

Manuel Ciges Aparicio

18. Ricci, Cristián H:

19. Thon, Sonia: Una posición ante la vida. La novela corta humorística de Margarita Nelken 20. González Lejárraga, Antonio:

La Novela Rosa

21.  Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936) 22. Powell, Eilene; Valenzuela, Amanda y Zubiaurre, Maite:

La Novela Sugestiva 23. Azcune, Valentín:

Colección Teatro

24. Eguidazu Palacios, Fernando y González Lejárraga, Antonio:

Biblioteca Oro. Editorial Molino y la literatura popular. 1933-1956 25. JARDIEL PONCELA, ENRIQUE: El plano astral y otras novelas cortas 26. Ciges Aparicio, Manuel: La venganza y otras novelas cortas

CSIC

(Enguera 1873-Ávila 1936), irrumpió con fuerza en la sociedad literaria española con el testimonio memorial de Los Cuatro Libros (1903-1907) y con el compromiso social de Las luchas de nuestros días (1908-1910), pero subordinó muy pronto su condición de escritor al absorbente oficio periodístico. En 1910 hubo de expatriarse en Francia por delitos de opinión, lejanía que contribuyó al espaciamiento de su obra narrativa. No obstante en su producción quedan jalones novelescos dignos de ser revisitados como La Romería (1910), Circe y el poeta (1926) y Los caimanes (1931). Periodista radical en sus inicios, adherido al PSOE entre 1909 y 1915, redactor de política internacional en El Imparcial durante un decenio, sólo a partir de 1925 se propuso una mayor dedicación a la creación literaria y a esta fase corresponde la mayor parte de su escasa colaboración en series de novelas cortas. En sus últimos años escribió la biografía Joaquín Costa, el gran fracasado sobre fuentes directas y una amena síntesis histórica, España bajo la dinastía de los Borbones (1932). Miembro de Izquierda Republicana, fue designado gobernador civil de Ávila por el gobierno del Frente Popular. En dicha ciudad fue asesinado por un grupo de sublevados en los primeros días de agosto de 1936.

ceci l io a lonso ha sido profesor de literatura española en diversos niveles docentes y viene investigando sobre historia literaria de los siglos xix y xx. Biógrafo de Manuel Ciges Aparicio y editor de buena parte de su obra, es también autor de Literatura y poder (1971), Intelectuales en crisis. Pío Baroja militante radical (1985), Índices de los Lunes de «El Imparcial» (2006), Hacia una literatura nacional. Siglo xix (2010) y, en esta misma editorial, Travesías de la modernidad (2015).

ediciones

ULISES

m a n u e l ciges a pa r icio

COLECCIÓN LITERATURA BREVE • 26 EDICIONES ULISES • CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS