109 88 5MB
Spanish Pages 300 Year 2019
14. Labrador Ben, Julia M.ª y Sánchez Álvarez-Insúa, Alberto:
Teatro Frívolo y Teatro Selecto 15. Labrador Ben, Julia M.ª; del Castillo, Marie Christine y García Toraño, Covadonga: La Novela de Hoy y la Novela de Noche 16. Azcune Fernández, Valentín:
Biblioteca Teatral
17. Azcune Fernández, Valentín:
Las pequeñas colecciones teatrales de posguerra El espacio urbano en la narrativa del Madrid de la Edad de Plata (1900-1938)
18. Ricci, Cristián H:
19. Thon, Sonia: Una posición ante la vida. La novela corta humorística de Margarita Nelken
La Novela Rosa
Vicente Blasco Ibáñez
20. González Lejárraga, Antonio:
21. Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936) 22. Powell, Eilene; Valenzuela, Amanda y Zubiaurre, Maite:
La Novela Sugestiva 23. Azcune, Valentín:
ULISES
La devoradora
13. Pierini, Margarita (Coord.):
La Novela Semanal (Buenos Aires, 1917-1927)
Pocos escritores como Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, 1867-Menton, 1928) lograron superar a sus creaciones en dimensión novelesca. En él identificamos a uno de los novelistas más traducidos a todos los idiomas. Pero Blasco también fue un agitador político y un luchador infatigable por el progreso y los ideales republicanos. Por si no fuera suficiente, se dedicó al periodismo (fundando el diario El Pueblo y erigiéndose en cronista privilegiado de la Gran Guerra), ofició como avispado editor (recuérdese su destacada labor desde Prometeo), se aventuró como colono agrícola en dos vastas colonias en Argentina, dirigió sus propias películas y escribió guiones para Hollywood. Figura polémica para muchos, expuso su vida en varios duelos y pisó la cárcel en numerosas ocasiones. En cambio, se relacionó con notables personalidades de la política y del arte, mientras recibía homenajes en las más distintas latitudes. Colmado por la riqueza, en fin, hizo ostentación sus triunfos y, a través de continuos viajes, demostró su hedonismo y su carácter de moderno conquistador.
Y OTRAS NOVELAS CORTAS
últimos títulos
ISBN CSIC 978-84-00-10526-6 · IBIC: FC
COLECCIÓN LITERATURA BREVE
Instalado en su magnífica villa de Fontana Rosa, en Menton, y convertido en uno de los escritores que más libros vendían en todo el mundo, Vicente Blasco Ibáñez se adentró en los territorios de la novela corta, género exitoso y popular en la Península, ante la insistencia del editor Artemio Precioso. Así, entre 1922 y 1926, se publicaron en La Novela de Hoy los cinco relatos que integran la presente antología. En ellos se reconocen los rasgos característicos de la narrativa blasquista, aunque ahora destacan escenarios y ambientes sobradamente conocidos por un escritor que se consideraba ciudadano del mundo, dotando estas novelas cortas de un sesgo cosmopolita. Se significan en estas historias, asimismo, personajes como el de la mujer fatal o el tipo del ruso expulsado a la Costa Azul por la revolución soviética; motivos como la capacidad de sugestión de la cinematografía y la presencia de un cierto tono melancólico que le permite entrever al lector los recovecos de la intimidad del novelista.
LB-28
Colección Teatro
24. Eguidazu Palacios, Fernando y González Lejárraga, Antonio:
Biblioteca Oro. Editorial Molino y la literatura popular. 1933-1956 25. JARDIEL PONCELA, ENRIQUE: El plano astral y otras novelas cortas 26. Ciges Aparicio, Manuel: La venganza y otras novelas cortas 27. GONZÁLEZ LEJÁRRAGA, ANTONIO:
Revista Literaria Novelas y Cuentos 28. Vicente Blasco Ibáñez: La devoradora y otras novelas cortas
Vicente Blasco Ibáñez
la devo radora y otras novelas cortas EDICIÓN DE
ediciones
ULISES
CSIC
Emilio Sales
COLECCIÓN LITERATURA BREVE • 28 EDICIONES ULISES • CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
LA DEVORADORA Y OTRAS NOVELAS CORTAS
Vicente Blasco Ibáñez
LA DEVORADORA Y OTR AS NOVELAS CORTAS Edición de Emilio Sales
ed i c i ones u l i ses C onse j o S u p er i or de Invest i g ac i ones C i ent í f i cas Sevilla-Madrid, 2019
Colección LITERATURA BREVE Director Luis Alberto de Cuenca y Prado, Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo, CSIC
Secretaria Julia María Labrador Ben, Instituto de Estudios Madrileños
Comité Editorial Joaquín Álvarez Barrientos, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC • Abelardo Linares, Librería y Editorial Renacimiento • José Carlos Mainer, Universidad de Zaragoza • Amelina Correa Ramón, Universidad de Granada
Consejo Asesor Ángela Ena Bordonada, Universidad Complutense de Madrid • Marta Palenque Sánchez, Universidad de Sevilla • Christine Rivalan, Universidad de Rennes 2 • Jean-François Botrel, Universidad de Rennes 2 • José Checa Beltrán, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC • José Luis García Barrientos, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC • Miguel Ángel Lozano Marco, Universidad de Alicante • Domingo Ródenas de Moya, Universitat Pompeu Fabra Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, solo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.
© Edición: Emilio Sales Dasí © 2019. Ediciones Ulises. Editorial CSIC www.editorialrenacimiento.com polígono nave e xpo , 1 7
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Editorial Csic: Catálogo general de publicaciones oficiales: www.publicacionesoficiales.boe.es editorial.csic.es • [email protected] Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez depósito legal: se 1801-2019 • isbn ulises: 978-84-16300-72-3 isbn csic: 978-84-00-10526-6 • e-isbn csic: 978-84-00-10527-3 • nipo: 694-19-086-1 • e-nipo: 694-19-087-7 Impreso en España • Printed in Spain
Estudio preliminar
La novela corta y La Novela de Hoy
E
n el número correspondiente a febrero de 1923 The Literary Digest International Book Review se hacía eco de las palabras de Vicente Blasco Ibáñez a propósito de la moda novelística que se había impuesto en España por aquellas fechas. El texto en cuestión decía así: So great is the production of novels in Spain that there exist in Madrid, and in the other principal cities of the country, publishing houses that issue absolutely new novels in the form of periodicals that are sold at the same price as a daily newspaper. As any of these novels is issued to the public on a certain day of the week, it may be said that Spain –apart from the novels printed by the book publishers in volumes averaging three hundred pages– publishes one novel in periodical form, –completely new, every twenty-four hours, or say three hundred and sixty-five novels a year. For a country of twenty million inhabitants that it too many. (6 y 80)
Que un personaje como Blasco Ibáñez, profundo conocedor del mundo del libro, se dejara encandilar por las cifras que generaba el mercado editorial de su país, viene a constatar que el 7
de la novela corta fue un auténtico fenómeno que trascendía el puro ámbito literario para convertirse en un producto comercial muy fecundo. Frente a la novela tradicional, se había abierto una nueva vía para la narrativa, en primera instancia, que fomentaba otros hábitos de lectura popular y de consumo (Mainer, 1983: 71). Si el género de la novela había entrado en crisis, diversos editores secundaron alternativas diferentes, hasta dar lugar a una ingente eclosión de colecciones de novelas cortas que conseguían lanzar grandes tiradas abaratando los costes e incluso la calidad del producto ofrecido. Durante el primer tercio del siglo XX este producto editorial arraigó en el panorama literario peninsular, erigiéndose, al decir de Alberto Insúa, en «un capítulo –un gran capítulo– de nuestra historia literaria» (2003: 146). Como punto de partida del mismo, cabe citar la aparición de El Cuento Semanal, en 1907, colección dirigida, curiosamente, por Eduardo Zamacois, buen amigo y admirador de Blasco Ibáñez. Muy posiblemente, El Cuento Semanal nació mirándose en el espejo de suplementos incorporados en revistas francesas como L’Illustration 1; sin embargo, más allá de sus posibles deudas, la importancia de la colección residió en sus ramificaciones ulteriores. De un lado, suscitando el ejemplo para empresas similares, entre las que pueden mencionarse La Novela Semanal, bajo la dirección de José María Carretero y José Francés; La Novela de Hoy, de la que se hablará en estas páginas; La Novela Corta, de José de Urquía; La Novela Mundial, dirigida por José García Mercadal; El Libro Popular, de Francisco Gómez Hidalgo; 1. Para consideraciones posteriores es de gran utilidad el panorama sintético trazado por Sánchez Álvarez-Insúa (junio 2010). 8
o Los C ontemporáneos, del mismo Zamacois2. Por el otro, esta proliferación de colecciones iba a influir en el propio oficio creativo. Si bien es cierto que los editores recurrieron a la mayoría de literatos de la época, que se brindaban a colaborar con sus invenciones, no lo es menos que la frecuencia y periodicidad de estas publicaciones exigieron del aporte de otros escritores para atender a la demanda del público3, lo que desembocó en la aparición de novelistas «cortos» que, con el tiempo, se transformarían en novelistas «largos». Como hemos dicho, la novela corta no solo se constituyó como una especie de subgénero narrativo, sino que, en su cultivo y desarrollo, intervinieron otros factores de naturaleza extraliteraria. Establecido un modelo formal de texto a doble columna, acompañado de ilustraciones, el público pudo verse animado a la adquisición de estas novelas breves por la seducción del título y del nombre del escritor que figuraba en la portada, pero, sobre todo, por el coste reducido, unos 30 céntimos, de unas publicaciones que en algunos casos aún se abarataron más. Con precios tan modestos, los editores tendían a incrementar la tirada, que hubo vez que pasó de los cincuenta o sesenta mil ejemplares hasta alcanzar la cifra de doscientos cincuenta mil. No obstante, sacar a la venta muchos miles de ejemplares 2. El éxito de la novela corta repercutió también en la difusión de otras modalidades literarias que trataron de aprovecharse del nuevo fenómeno editorial. Así, por ejemplo, con una imagen formal muy similar a la de la novela corta, se publicaron colecciones teatrales, como La Novela Teatral y La Novela Cómica, en cuya denominación se establecía intencionadamente un parentesco con las ediciones de textos narrativos. 3. Solo cuando escaseaban los originales españoles se justificaba el recurso a la traducción de escritores extranjeros. Sin embargo, esta alternativa llegaba a provocar una evidente desaprobación. 9
más de un número no garantizaba su compra, cuando llegaban a un mismo tiempo a los quioscos las novedades de colecciones diferentes. Para mantener o aumentar la demanda había que utilizar estrategias a varios niveles para salir airoso frente a la competencia. En este sentido despuntó el avispado Artemio Precioso, artífice de La Novela de Hoy y de la revista cómica Muchas gracias. Dos fueron, sin duda, las claves del alcance de su labor editorial. En primer lugar, él mismo apelaba a razones estrictamente formales como la elección de buen papel, de artistas como Vázquez Calleja, Penagos o Ribas que se encargaron de confeccionar portadas atractivas y de ilustrar las páginas interiores, así como también la inclusión «en casi todos los números [de] un prólogo en forma de entrevista, semblanza o consideraciones sobre el autor, incluyendo también su bibliografía» (Labrador Ben, del Castillo, García Toraño, 2005: 22)4. Hubo, sin embargo, otra razón más decisiva que catapultó a La Novela de Hoy hasta salir victoriosa en su rivalidad con La Novela Semanal. En una época en que la modalidad profesional mejor pagada era el periodismo, Precioso tentó a los escritores con el lucro monetario. Basta contrastar las cantidades percibidas por los autores para comprender la valentía con que apostó el editor albaceteño: «En El Cuento Semanal recibían los autores por sus originales sesenta, cincuenta, cuarenta duros. Precioso y Montiel llegaron a abonar –a algunos– mil quinientas y dos mil pesetas» (Insúa: 146). Merced a esta inversión, que se duplicaba y triplicaba cuando un escritor firmaba una exclusiva para entregar entre cuatro y ocho novelas cortas al año, La Novela de Hoy podía ofrecer a sus 4. Para un análisis también pormenorizado de las características de la colección, remito a García Martínez (2012). 10
lectores un producto de calidad que, además, venía avalado por el prestigio y la diversidad de sus colaboradores: ¿Qué criterio, qué tendencia me impulsó a formar el cuadro de colaboradores? Sencillamente la de traer a estas páginas todos los criterios y todas las tendencias. ¿Lo conseguí? Si descontamos –y yo no puedo olvidar a estos maestros– que faltan a nuestra colección los nombres de Pío Baroja, Azorín Valle-Inclán y Ricardo León –casi todos los cuales me han ofrecido colaborar–, yo creo que, en gran parte, logré mi objetivo. Ved, por no citar sino unos pocos nombres, autores tan dispares en la novela como Blasco Ibáñez, Pérez de Ayala, Retana, Araquistáin. Y al público ha debido agradarle el cuadro, el contraste, por cuanto cada día su favor es más intenso. (Precioso, 1923: 16)
Años después, Precioso contó para su colección con la pluma de figuras como Baroja y Valle, con lo que podía ufanarse de la nómina brillante de literatos que habían colaborado en ella. No obstante, la trayectoria de La Novela de Hoy acabaría viéndose condicionada por los acontecimientos políticos que sacudieron al país. Tras el golpe de estado de Primo de Rivera, el editor tuvo que afrontar más de quince procesos por escándalo. Además, si su amistad con Santiago Alba disgustaba al dictador, su decisión de publicar La hija del capitán, de Valle Inclán, obra en la que Primo de Rivera era objeto de una sátira mordaz, aceleró su marcha a París donde se reuniría con otros exiliados españoles. Con más de quinientos títulos publicados, La Novela de Hoy fue una de las colecciones de novela corta más longevas y populares, si bien deberá resaltarse que compartió con varias más la responsabilidad de un fenómeno editorial sin precedentes, a través del cual se 11
activó la creación narrativa y fue más fácil el acceso a la lectura para cualquier tipo de público.
La incursión de Blasco Ibáñez en los territorios de la novela corta
Dado el predicamento que alcanzó la novela corta, podría resultar
un tanto sorprendente que la vinculación con este género editorial de Blasco Ibáñez casi quedara limitada a su colaboración con La Novela de Hoy. Y esa sensación de extrañeza se acentúa si pensamos en el novelista valenciano como avispado editor y como literato que saltó de forma habitual de la novela al cuento, y del artículo periodístico a la crónica de viajes. No obstante, los datos de los que disponemos nos inclinan a pensar que Blasco no sintió una especial predilección por la novela corta, hipótesis que vendrían a validar las evocaciones que de su relación personal y editorial con el escritor realizó Artemio Precioso en un libro al que nos vemos obligados a recurrir con asiduidad en este apartado. Según el editor albaceteño, a Blasco Ibáñez, «escribir novelas cortas, ni para nuestra colección ni para nadie, no le interesaba lo más mínimo […] Blasco, a mi juicio, vió en mí un caso extraordinario de entusiasmo y romanticismo literario, por servir a los cuales habría dado, sin vacilar, vida y hacienda» (2016: 231-232). Más allá de la evidente satisfacción de Precioso por haberse atraído el favor de un novelista al que casi veneraba, es cierto que este último apenas dedicó su pluma a colaborar en este tipo de publicaciones. En Los Contemporáneos, precisamente, Blasco Ibáñez enriqueció su ciclo novelesco sobre la Primera Guerra Mundial con 12
los Cuentos de la guerra 5. También en la misma colección fueron apareciendo, con el subtítulo de «extracto», las adaptaciones de las novelas blasquianas Los muertos mandan (n.º 472, 17 de enero de 1918) y Luna Benamor (n.º 482, 28 de marzo de 1918), ambas realizadas por Miguel Cánovas; y algo similar ocurriría con otros títulos de los que se hizo una versión teatral, en concreto, Sangre y arena (n.º 721, 1922) y El intruso (n.º 734, 1923), las dos efectuadas por G. Jover y Emilio G. del Castillo. No obstante, según sus propias afirmaciones, el novelista no era demasiado proclive a tales prácticas. En carta de 5 de enero de 1926, le confiaba a Precioso lo siguiente: «He autorizado algunas veces a pequeñas revistas literarias para que exhumen algunos de mis cuentos antiguos. Pero se trata de revistas y no de colección de pequeños volúmenes» (2016: 242)6. A Blasco quizá se le había olvidado que también otras tres de sus novelas fueron sometidas a una tarea de adaptación reductora para ser incorporadas a La Novela Corta. De la primera de las tres, La maja desnuda (n.º 88, 8 de septiembre de 1917), no se indicaba el responsable de la labor adaptadora; pero las otras dos las llevó a cabo su buena amiga Carmen de Burgos: Arroz y tartana (n.º 130, 1918) y La horda (n.º 139, 1918). En todo caso, no eran textos de 5. En el n.º 499 (extraordinario), 25 de julio de 1918, Blasco reunió cinco relatos: «El monstruo», «Noche servia», «El empleado del coche cama», «Las vírgenes locas» y «El novelista», que formarían parte, en 1921, de la colección de cuentos El préstamo de la difunta. El último de los relatos citados fue concebido por el escritor como soporte argumental para un guion cinematográfico: «“El novelista”, escrito en francés en fecha tan temprana como 1917… y tal vez su guión más logrado, fue ofrecido a Jacques Feyder» (Ventura Melià, 1998: 27). 6. Cuestión aparte es la traducción al valenciano, desde 1908 hasta 1920, de sus cuentos en el semanario ilustrado El Cuento del Dumenche. 13
nueva creación, aspecto en el que Blasco demostraba una singular lealtad a los intereses de La Novela de Hoy. Es lo que se revela en la referida epístola, donde el escritor delega en Precioso la posibilidad de emprender las acciones pertinentes si otras colecciones infringen los derechos de autor: Debe usted escribir una carta, en mi nombre, a Los Contemporáneos, diciéndoles que tengo un compromiso moral con usted desde hace dos años por un número determinado de novelas, y que mientras no cumpla este compromiso no pienso escribir para ninguna otra publicación. Es, pues, inútil que anuncien nada mío, pues no permitiré que publiquen ninguna novela de las ya conocidas. Esto representaría un gran daño para las nuevas que estoy escribiendo para usted. (2016: 241)
Y lo dicho a propósito de Los Contemporáneos se reproduciría meses después, al tratar los responsables de La Novela Semanal de atraerse la colaboración de Blasco. La correspondencia del 15 de diciembre de 1926, a Precioso, volvía a ser sumamente explícita: Juzgo oportuno decirle confidencialmente que los de «Prensa Gráfica» se portan conmigo todo lo mal que pueden, a causa de mi amistad con usted. A docenas me enviaron las cartas pidiéndome con toda clase de ruegos y promesas que les hiciera novelas para La Novela Semanal. Tenían la falsa esperanza de que con esto podrían salvar su publicación. (2016: 251)
Si exceptuamos la esporádica contribución blasquista en La Novela Semanal, en cuyo primer número (25 de junio de 1921) aparece su relato Puesta de sol, la decisión del escritor de someterse a las 14
e xigencias editoriales de la novela corta más bien se antoja el resultado de un compromiso personal y amistoso con Artemio Precioso. Esta relación fraternal tuvo su punto de partida en el año 1921. Previamente, Precioso ya le había solicitado al novelista, a través de un intercambio epistolar, que formase parte de la distinguida nómina de colaboradores de La Novela de Hoy. Pero dicho objetivo solo cristalizaría después de la larga entrevista que ambos mantuvieron en el hotel Palace, de Madrid. A partir de entonces, el contacto entre los dos iba a desembocar en un vínculo que trascendió las motivaciones puramente literarias y editoriales. Todavía en Madrid, Precioso acompañó a Blasco y a la que sería su segunda esposa, Elena Ortúzar, en la terraza del Casino y en los paseos que daba la pareja por la capital. Y además, para sorpresa del albaceteño, antes de que su admirado maestro emprendiese el viaje de regreso a Francia recibió una inesperada nueva. Era Blasco quien con su natural impulsivo iba a formularle lo siguiente: me proponía un contrato por doce novelas cortas al año. —Además, se las escribiré en dos o tres meses. Porque cuando escribo novelas largas, me es imposible hacer otra cosa. No puedo alternar la labor de escribir cuentos con la de hacer novelas. Así, pues, me pondré a ello, y recibirá usted muy pronto las doce que le prometo. ¿A cuánto voy a cobrar cada una? —A mil quinientas pesetas. —Pero ¿es posible que pueda pagarse tanto? —Es posible, maestro. —En fin, allá usted. Mándeme el contrato cuando quiera. Y ya puede anunciarlo en la Prensa. Le he dicho varias veces que me inspiraba usted gran interés, y quiero demostrárselo con hechos. (2016: 236) 15
Como en tantas otras ocasiones, el celebrado novelista se expresaba con cierta tendencia al histrionismo, dispuesto a publicitar proyectos cuya materialización final quedaría aplazada ad infinitum por las circunstancias más inmediatas. De hecho, la primera novela corta publicada en La Novela de Hoy salió de las prensas el 3 de noviembre de 1922. Se trataba de La familia del doctor Pedraza (n.º 25, extraordinario). Luego, engrosarían la serie los relatos El sol de los muertos (n.º 35, 12 de enero de 1923), El viejo del Paseo de los Ingleses (n.º 43, 9 de marzo de 1923) y El comediante Fonseca (n.º 58, 22 de junio de 1923)7. Solo un año más tarde, estas cuatro novelas cortas, a la que se sumaría Puesta de sol, fueron agrupadas por el propio autor como parte fundamental de un nuevo volumen titulado Novelas de la Costa Azul (1924). La idea de escribir doce novelas cortas al año no había fraguado por completo. Tampoco era la primera vez que Blasco había prometido la redacción de argumentos que jamás superaron las fronteras de su propia imaginación. Los condicionamientos a los que debía enfrentarse como personalidad reclamada desde las más remotas latitudes resultaban casi insalvables: baste recordar sus compromisos con la prensa estadounidense, sus contratos como autor de escenarios para Hollywood, su fabulosa vuelta al mundo a bordo del Franconia, la campaña iniciada desde Francia contra la dictadura de Primo de Rivera y contra Alfonso XIII e incluso la imposibilidad de sobreponerse a los achaques de una salud cada vez más frágil. No obstante, el viaje de Precioso a París, desde 7. El 3 de febrero de 1925, Blasco firmó un contrato con la International Magazine para la publicación en inglés de estas cuatro novelas cortas, contrato que contemplaba también la posibilidad de su adaptación cinematográfica. 16
noviembre de 1925 hasta enero de 1926, vino a reactivar lo que podríamos considerar como el segundo periodo en la relación de Blasco Ibáñez con La Novela de Hoy. Reunidos en el hotel Lutecia, Blasco concedió a su amigo una entrevista8, que registra un taquígrafo y cuyo contenido se iría fragmentando en varias partes para servir como prólogo a cada una de las nuevas novelas cortas. Curiosamente, el novelista se había propuesto otra vez el número de doce relatos en un año. Solo había que esperar que las enfermedades le concedieran una tregua para empezar a desarrollar un proyecto que confesaba tener mentalmente avanzado. «Tengo preparadas unas seis, hasta en sus últimos detalles» (2016: 239), le decía a Precioso en una carta de 28 de noviembre de 1925. Sin embargo, los problemas oculares demoraron el inicio de la empresa, de nuevo aplazada por un ataque de reuma que le paralizó el lado izquierdo, según indicaba en carta de 5 de enero de 1926 (2016: 241). En teoría, Blasco Ibáñez tenía planificada su aventura narrativa hasta el extremo de que, el 21 de enero de 1926, le llegó a facilitar al editor un listado con los títulos de las once historias que tenía pensado escribir, así como el orden en que deberían ir publicándose: 8. Precioso no podía ocultar la honda impresión que le había producido su reencuentro con el novelista. En «Notas de un viaje», decía cosas como estas: «El maestro de novelistas parece más joven y más fuerte que nunca. Si su cuerpo ha engrosado algo, su espíritu se ha fortalecido más. Habla siempre; no hay manera de hablar donde se halle el maestro, no porque él quiera hablar, sino porque todos callan para oírle […] Habla de El Papa del Mar y de las novelas que está escribiendo para La Novela de Hoy. Si Blasco ha escrito El Papa del Mar, haría falta otro libro que se titulase El Papa de la Novela, que hoy es Blasco Ibáñez» (1926: 4). 17
Febrero.—El secreto de la baronesa. Marzo.—El rey Lear, impresor. Abril.—La devoradora. Mayo.—Piedra de Luna. Junio.—El réprobo. Julio.—La montaña de luz. Agosto.—La señorita Pico y Uñas. (Novela grande) Dos volúmenes, que aparecerán en dos semanas consecutivas. Septiembre.—El hombre que llegó a deber quince millones. Octubre.—Lo que no tiene remedio. Noviembre.—El príncipe del Encarnado y el Negro. Diciembre.—El danzarín de mamá. (2016: 247)
Y desde luego, la fiabilidad de su archivo novelesco quedaba acreditada por la rapidez con que avanzaba su labor creativa. En la carta que le escribió a Precioso el 5 de febrero del 26, indicaba que muy pronto remataría la redacción de su quinta novela corta y que, a mediados de dicho mes, se vería urgido a abandonar temporalmente el proyecto para dedicarse en exclusiva a la creación de A los pies de Venus. Al fin y al cabo, una declaración de intenciones muy similar a la que expondría tres días más tarde en la epístola dirigida a José Montero Alonso. En ella volvía a insistir en detalles ya conocidos, si bien incorporaba un dato que nos hace pensar en que no contaba toda la verdad: En este momento estoy terminando una serie de seis novelas cortas que he hecho, a continuación una de otra. […] Durante dos meses he escrito seis novelas cortas, enviándoselas todas anticipadamente a Artemio Precioso. Ya tiene con esto hasta el mes de Julio que es cuando aproximadamente terminaré A los 18
pies de Venus. Entonces escribiré las otras seis novelas cortas y en Setiembre u Octubre empezaré la tercera novela evocativa, Las riquezas del Gran Kan, o sea la novela de Colón9.
¿Realmente llegó a escribir seis novelas cortas, empezando quizá a pergeñar la historia de La montaña de luz? Lo único seguro es que en La Novela de Hoy fueron apareciendo en el siguiente orden: • • • • •
El secreto de la baronesa, n.º 198, 26 de febrero de 1926. El rey Lear, impresor, n.º 201, 19 de marzo de 1926. La devoradora, n.º 207, 30 de abril de 1926. El réprobo, n.º 214, 18 de junio de 1926. Piedra de Luna, n.º 235, 12 de noviembre de 1926.
Posteriormente, estos mismos cinco relatos pasaron a formar parte de las Novelas de amor y de muerte (1927). Con ello, se ponía el corolario a la segunda fase de la colaboración de Blasco Ibáñez, que con toda probabilidad se vería desbordado por los múltiples frentes creativos en que se afanaba. Sobre todo, por aquel entonces su prioridad era la de acreditar su ferviente hispanismo a través de las letras. La campaña que había emprendido desde Francia contra la monarquía alfonsí, aparte de esquilmar su economía, había 9. Cf. Montero Padilla (2011: 12). Por las mismas fechas, Emilio Gascó Contell, embarcado en la recopilación de datos para trazar la biografía del novelista, recibió una carta de este último en la que manejaba argumentos análogos a los ya referidos: «Estoy haciendo de golpe, una tras otras, seis novelas cortas para Artemio Precioso. Terminaré el 15 de febrero y como tendré ya trabajo hecho para seis meses (Novela de Hoy), me pondré a escribir A los pies de Venus» (Blasco Ibáñez, 2012: 57). 19
a centuado la opinión negativa que contra él difundían los grupos adictos al régimen. Molesto con que se cuestionara su fervor patriótico hurgó en las grandezas del pasado nacional con esas novelas evocativas en donde rememoraba las proezas de los conquistadores en el Nuevo Mundo. Tal vez por eso no pudo corresponder a Precioso con la entrega de las novelas cortas prometidas, del mismo modo que rechazó la posibilidad de atender la propuesta de una novela por capítulos que le planteaba: Yo necesito todo mi tiempo para la grave empresa que llevo entre manos, o sea para mis novelas sobre el descubrimiento de América, que serán la obra más importante de mi vida. En este momento estoy terminando la segunda parte de dichas novelas, o sea «El caballero de la Virgen», segunda parte de «En busca del Gran Khan»10.
Dada la enorme carga de trabajo a la que debía hacer frente, Blasco no podía perder el tiempo en lo que consideraba «bromas literarias». Era necesario realizar una selección meditada de cualquier proyecto nuevo. Y para él esa tarea reflexiva estaba supeditada a los dictados de su olfato literario y editorial. De ahí que a la propuesta formulada por Precioso respondiese con otra alternativa: Tengo algo mejor que proponerle. Llevo en mi cabeza, desde hace más de un año, una novela corta que ocuparía entre 100 ó 120 páginas de La Novela de Hoy. Se titulará «Los progresos del Infierno», y tengo la certeza de que va a ser lo más original de toda mi producción, algo que está destinado a conseguir celebridad en toda la tierra. (2016: 255) 10. Carta de 27 de febrero de 1927 (2016: 254). 20
En efecto, los vuelos de la fantasía no le concedían tregua alguna al novelista. La suya estaba siendo una lucha permanente entre el querer y el poder hacer. Una vez terminada la redacción de El caballero de la Virgen, allá por abril de 1927, podría empezar a plasmar sobre el papel un argumento que habría de ser «terriblemente irreligioso» y cuya originalidad deleitaría incluso a los «beatos». Sin embargo, esta historia, vislumbrada como relato «gracioso», corrió la misma suerte que las otras seis novelas cortas pendientes para las que ya les había buscado título. Antes incluso de desplazarse desde París a Menton, en lo que había de ser su «último viaje terrenal», Blasco se mostró entusiasmado con la posibilidad de participar con los «Recuerdos de su vida literaria» en un semanario «de literatura y arte, de política y teatros» que Precioso pensaba liderar (2016: 306). Entre los dos existía una perfecta sintonía, fraguada en una comunidad de intereses literarios, editoriales y políticos. En base a dicha reciprocidad, Precioso consiguió para La Novela de Hoy la exclusiva de uno de los escritores de mayor proyección internacional. Por su parte, Blasco Ibáñez pudo contar con un aliado perfecto gracias al cual podía publicitar sus novelas en la revista Muchas gracias y en las diversas entregas de La Novela de Hoy. Asimismo, los beneficios obtenidos por sus colaboraciones le permitían afrontar los gastos más inmediatos, sin olvidar tampoco que Blasco apreciaba el buen oficio del editor albaceteño y llegaba a utilizar como referente artístico para la presentación de sus propios libros, en Prometeo, las cubiertas de la colección de Precioso: En lo concerniente a la cubierta de Novelas de amor y muerte le diré que yo no tengo ningún empeño en que sea con una cabeza de mujer, ni lo he pedido nunca. Dije lo de la cabeza de mujer 21
como una de las soluciones. También dije que podía el dibujante inspirarse en cualquiera de las cubiertas de La Novela de Hoy que publica Artemio Precioso, donde salieron dichas novelas. (Blasco Ibáñez, 1927)
Escenarios y figur as de un novelista internacional
Tomadas en su conjunto, las novelas cortas de Blasco Ibáñez se
singularizan por la diversidad de paisajes y ambientes en los que transcurren las diferentes peripecias narrativas. Las hay que toman como escenario España (El secreto de la baronesa, El réprobo), pero también los Estados Unidos (Piedra de Luna), aunque son la Costa Azul francesa (Puesta de sol, El sol de los muertos, El viejo del Paseo de los Ingleses y La devoradora) y Argentina (La familia del doctor Pedraza, El comediante Fonseca y El rey Lear, impresor) los escenarios a los que acudió el autor con mayor frecuencia. A diferencia de lo que ocurrió con las primeras etapas de su producción novelesca, sin embargo, Blasco Ibáñez no tuvo necesidad alguna para desplazarse a determinados espacios geográficos para realizar in situ un estudio de ambientes previo, según las recomendaciones del naturalismo literario. El documento humano se lo suministraba al escritor su propia experiencia vital, su conocimiento de los más diversos rincones del mundo, adquirido a partir de su denodada afición a viajar y de las múltiples vicisitudes de una biografía que superó con creces en excepcionalidad a la de las ficticias criaturas que nacieron de su pluma. Sus novelas cortas son historias de personaje, de seres que ha conocido directamente o de cuya singular existencia ha oído hablar, y que se convierten en el cañamazo sobre el que se articulan sus 22
relatos11. Como si le estuviera refiriendo al lector una anécdota de sociedad para soportar el tedio mientras espera, en sus frecuentes visitas al Casino de Montecarlo, que Elena Ortúzar, compañera sentimental, termine de probar suerte en los juegos de azar. Además, de vez en cuando, en la singladura vital de sus personajes se entrevera un episodio, un lance o una evocación que ha despertado en su memoria más íntima y personal, porque a Blasco Ibáñez le resultaba muy difícil desprenderse de sus fantasmas y solía competir con sus personajes en vocación novelesca. Lugares como Toledo, Buenos Aires, Niza, Nueva York o California estaban estrechamente vinculados por motivos dispares al pasado y al presente del autor, y al situar allí sus narraciones no solo estaba trasladando al papel el crecimiento biográfico de sus protagonistas, sino que, a la vez, dejaba aflorar sus recuerdos, sus inquietudes y expectativas privadas. Si el componente autobiográfico de Blasco Ibáñez se filtró en muchas de sus novelas precedentes, en el corpus de sus novelas breves asomaría en más de una ocasión, y ya no para encontrar en él un apoyo argumental. Más bien, como un prisma o enfoque que 11. Al mismo tiempo que los argumentos se vertebran alrededor de la trayectoria de un personaje central, el escritor transformó estas novelas cortas en un ejercicio de sabiduría técnica. La estructura de estos relatos respondía a un orden en el que cada capítulo desempeñaba una función específica: «El primero introduce por medio de una descripción lírica, a modo de obertura, el marco de la acción; un segundo capítulo […] tiene como misión informar sobre los antecedentes del o los personajes; en el tercero se nos presentan los elementos para tejer la trama y se pone en contacto a los participantes del conflicto mediante la creación de un determinado clima; en el cuarto se desarrolla la intriga que había sido esbozada; y, finalmente, otro capítulo que conducirá dicha trama de forma directa e ininterrumpida al desenlace, culminando así el buscado efecto de impresión única» (Rodríguez Romero, 2009: 298). 23
interpretaba la existencia, paradójicamente, con cierta tendencia nostálgica, e incluso en algún momento con signos de pesimismo. ¿Acaso el novelista universalmente aplaudido por las multitudes tenía motivos para recaer en la tristeza? ¿Es la decadencia física y vital que turba a diversos personajes de los relatos un asunto puramente ficcional o quizá también el novelista se veía asaltado por idéntico temor? En cualquier caso, de lo que Blasco prescindió en estas historias es de temas característicos de sus novelas de costumbres contemporáneas y de sus novelas españolas de tendencia como la injusticia social y la lucha de clases, o del tono acre que parecía exigir la denuncia de determinadas situaciones que siempre solían condicionar a los mismos. La literatura blasquista fue cambiando a medida que se transformaron las circunstancias personales del escritor, y para las fechas en que escribió sus novelas cortas no estaba urgido por el afán de entablar una crítica social y política, así como también había cedido la preocupación por la cuestión educativa como medio para sacar a los más desfavorecidos de su penosa opresión. Los ambientes en los que se movía el novelista eran muy distintos a los que auspiciaron su faceta de agitador. Y a la vez que remitían los conflictos colectivos, la problemática de sus personajes fluyó por otros cauces. Además, cuando la mayoría de aquellos poseían los recursos económicos necesarios para vivir desahogadamente, las preocupaciones que se les suscitaban cobraron otro cariz: ahora la fama, ahora los efectos del paso del tiempo, y casi siempre el amor. Junto a estas nuevas credenciales temáticas, no se olviden tampoco otros aspectos que formaban parte de los mismos intereses del autor y que permiten situar las historias recopiladas en este volumen en un periodo concreto de su itinerario biográfico; en especial, su fascinación por la cinematografía y su reflexión sobre el papel de 24
la mujer en la sociedad moderna. De acuerdo con estos focos de interés, sus novelas cortas hacen presumir que, si bien Blasco Ibáñez fue una persona imprevisible en tanto que su carácter impulsivo le incitó a alterar continuamente sus planes de viaje, sus escritos se tornan en ocasiones en ficciones previsibles por la recurrencia constante a ideas que pasaron a cobrar una frecuencia intertextual. De las novelas cortas seleccionadas es acaso El secreto de la baronesa la que conserva una factura más polémica y la que rememora unos ambientes presentados a la manera de títulos pretéritos como La catedral. La peripecia se desarrolla en una ciudad con catedral y seminario, una ciudad muy próxima a los Pirineos, accidente geográfico que adquiere un valor simbólico al vislumbrarse cual «frontera casi infranqueable», que mantiene a la población en un marasmo vital hostil al progreso. En este escenario se recorta muy pronto la silueta de doña Eulalia, la baronesa de la que habla el título y que en muchos de sus gestos nos remite a esa doña Perfecta galdosiana. La una y la otra se yerguen como prototipos de una España secular idónea para ser utilizada como pretexto de una historia de tesis, como diana contra la que dirigir los dardos que condenarán las dramáticas decisiones de aquellos personajes ofuscados por el mantenimiento de la reputación familiar. Para doña Eulalia, nada puede poner en entredicho ni su posición ni su buen nombre. Y cuando tal posibilidad venga a perturbarla, no le templará la mano para realizar sus componendas con el Altísimo a fin de sofocar el temor que le suscita el pecado. La personalidad dominante de doña Eulalia se impone en la ciudad y lastra el futuro de su propia hija. Pero también absorbe la atención del narrador durante la mayor parte del relato, hasta el instante es que se desvele su secreto, o mejor su delito, y el lector 25
rememore conductas atroces como la que condujo a los límites de la locura al Tonet de Cañas y barro. De forma similar a como ya actuó antaño, Blasco Ibáñez volvía a conjugar la tendencia a los episodios cargados de dramatismo con el empeño por desenmascarar la manipulación de los valores cristianos en aras de la salvaguarda de las apariencias y el protagonismo social. Tratado desde un prisma diferente, el motivo de la apariencia social, convertido en afán desmedido por la ostentación y el lujo, fue el soporte sobre el que Blasco levantó la historia de La familia del doctor Pedraza. En ella, como en otros relatos de la misma época, el autor vino a confirmar el interés hacia un tipo femenino que distaba un mundo de la representación de la mujer ofrecida en sus novelas valencianas. En lugar de la mujer (madre, esposa o hija) sometida al varón, que depende económicamente de él y acata como una orden todos sus deseos, el contacto cada vez más constante del novelista con los grupos sociales más pudientes le había permitido analizar los rasgos más sobresalientes de un nuevo prototipo femenino, el de la femme fatale, seductora vampiresa, que, además, triunfaba en el cinematógrafo a principios del xx (Sales Dasí, 2016). Pese a no gozar de un grado total de independencia económica con respecto a su esposo, en doña Zoila, atractiva patricia argentina y madre de una numerosa prole, ya se advierten las señales de esa figura cuyos caprichos terminarían provocando la caída absoluta del doctor Pedraza. Mientras tanto, determinados gestos de sus hijas las singularizaban como redomadas amazonas o incluso valquirias dispuestas a rivalizar con el varón, una posibilidad que parecía confundir al propio escritor y se plasmaría ficcionalmente en otros relatos. Si en La familia del doctor Pedraza el escenario elegido le permitió a Blasco rememorar su experiencia como colono en Argentina, 26
víctima de las crisis cíclicas que azotaban aquel país; y cuando los personajes se trasladaron a París el novelista recorrió con ellos los hoteles, parques y avenidas por los que tantas veces había transitado; el argumento de La devoradora nos pondría frente a frente contra otra realidad y otros tipos que al lector empezarían a resultarle familiares. La protagonista de esta novela corta, Olga Balabanova, traslación novelesca de la bailarina Mathilde Kschessinska, era una de tantas personalidades rusas que huyeron a causa de la revolución del 17 para hallar nuevo acomodo en la Costa Azul francesa. Pero a través de sus continuas visitas al Casino de Montecarlo o de sus vínculos con el nuevo régimen que terminó imponiéndose en su patria de origen, el escritor dejó constancia, a un mismo tiempo, del imperativo que alcanzaba en su narrativa el tipo de la mujer fatal, su familiaridad con unos ambientes donde la ruleta guiaba el destino humano y su desafección ideológica hacia el proceso revolucionario comunista, entreverado de comportamientos iconoclastas y fraudulentos. Muy distinta iba a ser la factura de Piedra de Luna, pese a que también esta novelita tenía como protagonista a otra mujer atractiva. En esta ocasión, Blasco se inspiró en la figura de Pearl Fay White, una de las actrices más cotizadas del cine mudo. Durante su primer viaje a los Estados Unidos la había conocido y entre ambos surgió una buena relación de amistad. En noviembre de 1919, la visitó en su finca de Bayside, en Long Island, y el número de abril de 1920 de la revista Photoplay inmortalizó el encuentro. Años después, Pearl White sería la invitada en la suntuosa mansión de Menton. A raíz de la familiaridad establecida, Blasco podía contar con los mimbres suficientes para urdir un relato supuestamente biográfico de aquella estrella que se había hecho famosísima con su interpretación en la 27
serie de Los peligros de Paulina. Sin embargo, más importante que el argumento se ajustara a los datos biográficos recopilados, era para el autor la posibilidad de someter a su heroína frente a un problema que, ni más ni menos, le vendría suscitado por la propia naturaleza ficcional de la cinematografía. Desde el principio de la novela corta, los desvíos de la realidad son harto frecuentes: a diferencia de Pearl White, la Piedra de Luna blasquiana no nació en Missouri, ni tuvo hermanos, ni su madre, por ejemplo, murió a edad temprana. La filiación biográfica del relato no se sustentaba en la identidad absoluta de los mínimos detalles, sino en el cañamazo que proyectaría al lector hasta el centro de la problemática vital de ese personaje que empezó siendo actriz de teatro, que intervenía en secuencias muy arriesgadas sin ser suplantada por especialistas o que recibía una correspondencia masiva de admiradores de todas partes del mundo. Pero ¿qué problema podría acuciar a una actriz tan rica y popular como ella? Hasta cierto punto, la deriva del relato guarda cierta familiaridad con «La vieja del cinema». En los dos relatos Blasco apuntaba a la enorme capacidad de sugestión del nuevo arte12, magnificaba la capacidad de la cinematografía para crear un nuevo tipo de realidad que fácilmente podía asumirse como verídica. Recuérdese que la protagonista de «La vieja del cinema» sufrió una pérdida irreparable: su nieto murió en la guerra. Sin embargo, cuando una noche entra en el cinema y cree reconocer a Alberto en la gran pantalla, renace en ella la ilusión: su nieto trabaja en la obra que se está proyectando. Por eso necesita verlo todos los días, aunque tenga que recorrer toda la ciudad de París para encontrar otra 12. Desde enfoques diferentes, deben tenerse en cuenta las aproximaciones a esta novela corta de Fourrel de Frettes (2014) y Zamostny (2017). 28
sala donde siga en cartel la película que es su insondable quimera. Para Piedra de Luna, en cambio, el poder de la representación fílmica tendrá unos efectos alienantes. En sus inicios en la cinematografía «se pintó el rostro de blanco, colocándose como remate una gran peluca rubia». ¿Pretendía acaso esconder su condición de mestiza o quizá realzar su atractivo? Para el narrador parecen no ser tan importantes las causas de tal decisión como sus consecuencias. El cine acabará fijando una imagen arquetípica de Piedra de Luna contra la que ella misma deberá competir cuando se muestre ante sus admiradores tal y como es. La inusitada afición hacia el cine, concebido por Blasco como la novela cinematográfica, se trasladó a sus relatos, de la misma forma que el debate entre verdad y ficción tan frecuente en el arte puede generar otras reflexiones sobre los designios que guían al creador y condicionan los vuelos de su fantasía. Ante este horizonte se situaría el novelista a la hora de escribir El sol de los muertos. Posiblemente se trate de la pieza más personal, más veladamente autobiográfica, de las que fueron publicándose en La Novela de Hoy. A través de la figura del escritor Montalbo, intuimos el viaje de Blasco Ibáñez por los recovecos de su memoria, hacia un pasado de sacrificios que desembocaba en un presente exitoso, donde sin embargo no es posible hallar la plenitud existencial. Y al llegar a este punto, al momento en que ese afamado Montalbo se pregunta sobre el sentido de la búsqueda que emprendió hace tiempo en pos del sol de los muertos, de la gloria a la que aspiraron y aspiran tantos literatos, el lector se siente invadido, como pudo estarlo el propio Blasco Ibáñez, por una cierta tristeza. ¿Realmente ha valido la pena el esfuerzo por lograr la popularidad presente o la fama póstuma? ¿Qué perdió Montalbo-Blasco 29
durante el camino? El novelista valenciano confesó que había que hacer sonar continuamente las teclas de la ilusión, de ahí que esgrimiera un singular vitalismo como respuesta a una percepción de la vida como algo triste. No obstante, cuando las enfermedades no le daban ninguna tregua, la juventud quedaba cada vez más lejos y había disfrutado ya de los galardones del éxito internacional, ¿cuáles podían ser las aventuras que todavía le animaran a mantener viva la ilusión? Para las fechas en que se ejercitó con la novela corta, Josep Pla coincidiría con él en Montecarlo y, luego, vino a significar que Blasco no encajaba demasiado en el ambiente de la Costa Azul. Por eso vivía en un proceso alternante «de melancolía depresiva y de exaltación verbal» (1954: 87). La escritura se había transformado en un fin en sí mismo. Trabajaba para escapar del tedio. No necesitaba labrarse un renombre; por lo que, aparte de atender a diversos compromisos con periódicos, editoriales y productoras estadounidenses, se había autoimpuesto como deber patriótico ensalzar la contribución española al progreso humano. Ese era el objetivo que perseguía con las novelas evocativas, aquellos relatos que le exigieron un denodado esfuerzo porque quería demostrar con el apoyo de diversas fuentes documentales la auténtica fisonomía de los Borgia o de personajes como Colón y Alonso de Ojeda. Una incursión en la historia para retomar el vasto proyecto de unas novelas de la raza que había quedado aparcado tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. Su prioridad parecía bien definida y le recluía en la lujosa villa de Fontana Rosa, convertida en una especie de «torre del arte» (Sales Dasí, 2013). También en ella se gestaron la mayoría de sus novelas cortas. Pero las directrices que guiaron en este caso al autor no responderían tanto a un propósito por experimentar nuevas modalidades narrativas y editoriales, como a una manifestación del 30
buen hacer de Artemio Precioso a la hora de estimular el perenne entusiasmo de quien declaraba estar poseído por el demonio de la novela (Estévez Ortega, 1928) y concebía la producción literaria como una empresa voluptuosa. Emilio Sales
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L a famili a del doctor Pedraza
A manera de prólogo
H ablando con Blasco Ibá ñez
L
mejor obra de Blasco Ibáñez, aun siendo por tantos conceptos admirable cuanto ha salido de la pluma del insigne valenciano, será su autobiografía, cuando el maestro se decida a plasmar impresiones, anécdotas y aventuras de su vida interesantísima… —Es que mi vida no ha terminado aún –me decía un día–. ¡Quién sabe si ahora comienza!… —No, maestro. Usted ha llegado, pero de la manera completa que todos los verdaderos artistas deben alcanzar, saboreando las caricias de la Gloria Universal, y al propio tiempo gustando de las magnificencias que proporciona el dinero… Y aunque en su vida futura puedan existir hechos y apoteosis superiores a los de hoy –si es que esto es posible–, ¿acaso no podría usted volcar en un tomo las impresiones y acciones de su vida hasta ahora? ¿Por qué, entonces, no comenzar ya la hermosa tarea, que será, no lo dude usted, superior a La barraca, con ser esta novela una obra-cumbre? —Si llevo vida de millonario –decíame en la intimidad otro día–, no soy digno de envidia. Trabajo doce o catorce horas diarias para atender a los compromisos adquiridos con revistas y editores de Europa y América… Además, la gente ve el resultado final de una vida de a
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continua producción, pero ignora lo que he tenido que sufrir y trabajar para obtener eso. Baste decir que jamás fui tertuliano de ningún café, ni perdí el tiempo figurando en grupitos literarios, infecundos y murmuradores. Tal vez el haberme dedicado a la política revolucionaria desde los diecisiete años me libró de esa vida de pereza y crítica negativa que ha atrofiado las facultades de tantos jóvenes en nuestro país. —Realmente no parece usted un español. ¡Tiene usted alma de norteamericano! —Eso me han dicho muchas veces, hasta cuando me vieron de cerca en Estados Unidos. Muchos yankees esperaban asombrarme con la prodigiosa actividad de su país, y finalmente los periódicos de allá acabaron por reconocer que en punto a voluntad enérgica y a potencia productora yo podía figurar entre los más fuertes de sus compatriotas. El gran novelista español tiene en su vida un éxito material que pocas veces se ha visto. Un día, estando en su regia posesión de la Costa Azul –y perdone el maestro tan poco republicano adjetivo–, le visitó el presidente de una de las más grandes casas cinematográficas de Nueva York. Venía a comprarle sus derechos de autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis para hacer con esta novela –famosísima en el mundo entero y de la cual se han vendido en Estados Unidos cerca de dos millones de ejemplares– un film de gran espectáculo. Y le entregó por dicha autorización 200.000 dólares, o sea, más de un millón de pesetas. ¡Eso es recibir una visita grata!… Pero hay que recordar que la citada novela la vendió en 1916 en 300 dólares a la traductora inglesa, y que esta se ha enriquecido con ella, así como los editores, sin que Blasco Ibáñez recibiese un céntimo más. Justo es que la Providencia, en forma de empresa cinematográfica, le haya proporcionado esa magnífica compensación. —¿Usted sigue siendo republicano? 38
—Lo seré mientras viva. Yo no soy un político; no lo he sido nunca. Soy un romántico de la República. A veces pienso como digno final de mi existencia morir lo mismo que aquel viejo desconocido que muere en Los miserables sobre una barricada, sin que nadie sepa su nombre, sirviendo de bandera a la juventud revolucionaria. No quiero volver a la actividad política para ser un político…, un diputado. Hay veinte mil españoles, por lo menos, que puede ser diputados, tan bien o mejor que yo lo fui durante muchos años. Españoles que puedan escribir novelas y las hagan leer a los públicos de toda la tierra, son indudablemente algunos menos. Yo creo servir a mi país haciendo lo que hago ahora: novelas. Y si algún día renacen en España los movimientos para implantar la República, entonces yo, aunque tenga ochenta años… El brillo de los ojos del famoso novelista parece terminar esta profesión de fe, verdaderamente de «romántico», eternamente joven. Luego queda pensativo y añade: —Dicen que disminuye el número de los republicanos en España. Esto no significa nada. En veinticuatro horas una nación entera puede pasar de monárquica a republicana. Además, no me impresiona que aumenten las deserciones y se abran claros en las filas. Yo repito el verso del inmenso Hugo en una situación semejante, cuando Napoleón III parecía victorioso para siempre, y cada vez eran menos los republicanos en Francia: «Si solo queda uno, ese seré yo». —La literatura de nuestro país hoy… —Hay muchos novelistas jóvenes a los que leo con verdadero deleite. Todo el que trabaja y expresa sinceramente su manera de ver la vida, tiene en mí un admirador. Lo único que les falta a algunos de ellos es asomarse al mundo, vivir en otros ambientes, respirar otros aires, renovarse… 39
La charla de Blasco Ibáñez está a su altura como escritor. Me gusta casi tanto cuando habla como cuando escribe. A veces es mordaz, irónico, y en dos palabras tajantes va al resumen de la cuestión. —¿No ha hablado usted nunca con el Rey? El novelista me mira. ¿Quiere sondar con su mirada de estilete la intención de mi pregunta? Ha debido ver en mis ojos lealtad, cuando tranquilamente, pausadamente, me responde: —No; no he hablado nunca con el Rey. ¿Qué motivos hay para ello?… Si escribiese novelas, tal vez me interesaría verle. No digo que no acabe haciéndolas, pues según dicen ha nacido con variadísimos talentos para todo; pero hasta el presente solo ha hecho discursos… Viviendo en el extranjero, como yo vivo, bien podría ocurrir alguna vez que me encontrase con él en sus viajes, y hablásemos. Fuera de España no hay política; todos somos españoles. Blasco Ibáñez añade: —Yo soy amigo particular de otro rey de España, que no está sentado en el trono, pero cuyos derechos a la Corona sostienen aún muchos españoles. Algunas tardes veo a don Jaime de Borbón y echamos un párrafo con la alegría de dos compatriotas que se encuentran en tierra extranjera. Don Jaime ha comprado una propiedad agrícola en los alrededores de Niza; Blasco Ibáñez tiene su poética Fontana Rosa en Menton; entre estas dos ciudades cercanas de la Costa Azul viene a ser Montecarlo un lugar intermedio, y es en el Casino de Montecarlo donde se encuentran con frecuencia el pretendiente al trono de España y el novelista, como dos vecinos. —Él tiene sus creencias y yo las mías. Somos dos españoles que amamos a España, cada uno a su modo, y nunca reñimos. Además, don Jaime posee la más sólida y positiva de las ilustraciones; la que no se adquiere en los libros, sino viajando. ¡Ojalá todos sus partidarios y los más de 40
los españoles hubiesen hecho lo mismo!… Él ha corrido una gran parte de la tierra; yo no he viajado menos que él, y eso hace que nos entendamos perfectamente, con la tolerancia y el mutuo respeto de dos hombres que se libertaron de esas estrecheces de criterio y miserias mentales que sufren los que no han salido nunca de «la sombra de su campanario». Además, lo repito: somos dos buenos españoles, y hay que vivir fuera de España para saber lo que representa esto como fuerza atractiva. —Y si España peligrase, maestro, ¿abandonaría usted su dorada y altísima Torre del Arte para acudir? Los ojos del maestro llamean de patriótica exaltación. —¡Claro que sí!… ¿Acaso hay quien crea que porque no resido habitualmente en España no la quiero y venero tanto como el que más? ¿No presto yo mejor servicio a mi patria estando fuera de ella que si viviese aquí como uno de tantos españoles?…
* * * En la terraza del Casino de Madrid, a los postres, hablamos de España, de Europa, del mundo… —Sí, indudablemente España progresa –dice el eminente novelista–, pero el progreso que se ve es «material»; un progreso de ladrillos puestos unos sobre otros y de nuevas calles en las ciudades. Pero progreso moral, espiritual, intelectual… ¡lo dudo un poco! La vida sigue siendo aquí dura, agresiva y áspera. Aún no hemos aprendido «la dulzura de vivir». Yo ya no podría residir aquí continuamente, como en otro tiempo. Al que viene de fuera le parece que todo en este ambiente le molesta y le pincha… Para las mujeres no hay respeto, sino procacidad, grosería… Los hombres, ante una mujer hermosa parecen lobos hambrientos… Es triste, pero es cierto… 41
—Sí –interrumpo–, aun los que todavía no hemos vivido, ni viajado, ni aprendido, ni visto lo que usted, comprendemos con dolor y con tristeza que España, en estos aspectos de que hablamos, es una aldea, una pobre aldea sin botica, pero con cura… Una aldea en la que, naturalmente todo llama la atención: la mujer hermosa, los brillantes, las pieles, las pantorrillas, los hombres altos, los hombres flacos, los hombres gordos… ¡hasta las mujeres feas despiertan estupor! Y luego, todo se toma por la tremenda, por lo trágico, en cobardes huidas del ingenio… Tiene usted las corridas de toros… —No me hable usted de las corridas de toros –interrumpe ahora el maestro–. ¿Para qué hablar de tan cobarde espectáculo? El caballo, amigo fiel del hombre, que le ayuda en todo, encuentra como premio a su vida abnegada la plaza de toros, donde se le somete a los más infames martirios… No hablemos, no hablemos de las corridas de toros… Pasamos a conversar de otra cosa que interesa particularmente al novelista: el viaje que va a hacer alrededor del mundo. En noviembre del año próximo 1923, Blasco Ibáñez irá a Nueva York para embarcarse en un gran yacht que dará la vuelta a la tierra. Es un viaje organizado para millonarios norteamericanos, a juzgar por lo que cuesta. Un centenar de pasajeros hará esta circunnavegación en un transatlántico de 20.000 toneladas, convertido en yacht. Después de visitar muchas islas de Oceanía, el Japón, Corea, China, Java, la India, Ceilán, Egipto, etc., el novelista bajará a tierra en Montecarlo, único puerto de Europa en que tocará el yacht, y se irá tranquilamente a su villa Fontana Rosa en el tranvía de Menton (veinte minutos), o en uno de sus dos automóviles, mientras el buque continúa navegando hacia Nueva York con los demás pasajeros. Esto se llama vivir en nuestro planeta como si fuese casa propia. 42
* * * Referir cuanto hemos oído al maestro durante su última estancia en España, sería labor prolija. Vicente Blasco Ibáñez es el más alto y más sólido prestigio literario de la España de nuestros días, y uno de los primeros novelistas del mundo, como lo han declarado famosos críticos de Europa y América. La Novela de Hoy experimenta verdadera satisfacción al decir a sus lectores: el maestro, el glorioso autor de La barraca, de Entre naranjos, de Mare Nostrum, de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de tantas obras famosas, leídas y saboreadas por millones y millones de almas, traducidas a todos los idiomas, el maestro Blasco Ibáñez, el insigne valenciano, el célebre español aclamado por los más diversos públicos, colaborará asiduamente en nuestras páginas. ¡Salud, maestro! Hasta su próxima novela, y hasta la visita que le prometí en la Costa Azul, le abraza su devoto. Artemio Precioso
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o también –dijo Serrano– conocí, como algunos de uste— des, al doctor Rómulo Pedraza. No siempre he vivido en París, pasando mis noches en los restaurantes de Montmartre. Para reunir la modesta fortuna que me permite llevar mi existencia presente, anduve muchos años por América ejerciendo diversos oficios y conociendo los más rudos altibajos de la suerte. Estando en Argentina hablé por primera vez con el doctor Pedraza. Yo no vivía en Buenos Aires. Me había metido en empresas de colonización y roturaba muy lejos de dicha ciudad unas tierras que estaban esperando desde el principio del planeta al hombre que se preocupase de hacerlas productivas. La necesidad de adquirir dinero me obligaba a visitar con frecuencia la capital de la República. Pero como los bancos se negaron finalmente a hacerme más préstamos dudando del éxito de mi colonización, tuve que buscar, para seguir adelante en mi negocio, el auxilio del Banco Hipotecario Nacional1. Con lo que me diesen los 1. Durante su aventura agrícola en Argentina, al igual que le ocurre al narrador, también Blasco Ibáñez hubo de recurrir a los bancos para poder financiar los cuantiosos dispendios que generaba su proyecto. Así lo significaba en la carta que envió desde aquel país a su hija Libertad y a su yerno, Fernando 45
altos y poderosos directores de este establecimiento, dependiente del Gobierno, podría pagar la mayor parte de mis deudas a los bancos particulares, recobrando mi prestigio financiero, y terminaría, igualmente, los trabajos de roturación, que iban a centuplicar el valor de mis tierras. Me quedé en Buenos Aires por mucho tiempo, dispuesto a no volver a mi propiedad hasta ver aceptadas mis pretensiones por el Banco Hipotecario. No era empresa fácil ni rápida. Como muchos de ustedes no han estado allá, ignoran cómo se hacen los negocios en la mayor parte de los países americanos de habla española. Todo lo que tiene una relación, más o menos lejana, con el Gobierno debe desarrollarse pausadamente y tras largas esperas. Si se resuelven los negocios con rapidez y en pocas horas, pueden creer los maldicientes que se ha hecho algo ilegal para obtener ganancias enormes. Por eso en toda oficina pública le responden a usted ordinariamente: «Vuelva mañana»; y este mañana, que será el día de la resolución del asunto, tarda meses o tarda años. Yo, pobre español, metido en trabajos importantes con poco dinero, falto de protectores, y que además no estaba casado con una señora del país –alianza que proporciona un apoyo semejante al de la solidaridad de la antigua tribu–, tuve que oír muchas veces «Vuelva usted mañana» y esperar semanas y semanas en las oficinas Llorca, con fecha 12 de enero de 1912: «En Río Negro ya hemos terminado las obras más importantes, ya sube el agua y va a empezar el cultivo. Ahora estoy gestionando que el Gobierno me dé el título definitivo para poder hipotecar las tierras y que el Banco Hipotecario me dé 250.000$. Bien los necesito, pues llevo gastados más de 400.000$. Yo no sé de dónde he sacado el dinero, pero lo cierto es que llevo gastado más de un millón de pesetas. Estos milagros solo aquí pueden realizarse». 46
del Banco Hipotecario a que llegase mi «mañana», o sea la concesión del préstamo. Durante mis monótonas esperas en la antesala del presidente de dicho banco vi por primera vez al doctor Pedraza, recibiendo la regia limosna de su protectora conversación. Otra advertencia que considero necesaria para todos los que me escuchan y no han estado allá. Este doctor Pedraza era llamado «doctor», no porque fuese médico, sino por ser abogado. Desde Texas al cabo de Hornos, en todas las repúblicas, los abogados son tan numerosos como los generales; y esto es decir algo. Pero en las repúblicas de la América que podemos llamar de arriba, los titulan simplemente «licenciados», y abajo, en la Argentina y otros países, «doctores». He visto en el Archivo de Indias, de Sevilla, una súplica dirigida al rey de España por los primeros habitantes de Buenos Aires pidiendo que fuesen enviados a la ciudad naciente hombres de todas las profesiones, menos abogados, por ser la tal carrera nociva para la paz y la prosperidad de un país. Estos colonos de hace tres siglos adivinaron con prodigiosa anticipación las futuras calamidades de su patria. Hay quien asegura que si en la avenida de Mayo o la calle Florida –lo más céntrico y concurrido de Buenos Aires– alguien grita en plena tarde: «¡Doctor!», cincuenta transeúntes se detienen al mismo tiempo y vuelven la cabeza creyéndose llamados. Algunos van más lejos y afirman que si el grito se repite varias veces pueden ser tantos los atraídos por él, que la circulación quede interrumpida. Pero esto último no debe ser tenido, en mi opinión, por rigurosamente exacto. Después de tales explicaciones, les diré que el doctor Pedraza, como tantos otros doctores de su país, era un abogado de lujo que nunca había ejercido su profesión, y cuando tenía que acudir a los 47
tribunales por asuntos propios buscaba el auxilio de algún colega con «estudio» abierto. El título de doctor es como una distinción nobiliaria en aquella tierra de régimen democrático, crisis periódicas y riqueza incesantemente renovada, que surte a una gran parte de la humanidad de panecillos y bistecs. El doctor Pedraza se dedicaba a los negocios, lo mismo que muchos argentinos de su generación. En su primera juventud había desempeñado una cátedra de Derecho en la Universidad de La Plata como profesor sustituto; luego ocupó varios cargos políticos en la provincia de Buenos Aires, llegando, finalmente, a ser diputado nacional. Pero su palabra reposada y majestuosa, que se detenía, abriendo largas pausas, para cazar las expresiones más retorcidas y sonoras, no aspiraba a los triunfos parlamentarios. Su posición social y las necesidades suntuosas de su familia exigían mucho dinero, y solo le era posible obtenerlo honradamente dedicándose en absoluto a los negocios. Compraba campos –las más de las veces sin conocerlos– y los vendía, valiéndose para sus enormes transacciones de las cantidades que le prestaban los bancos. Al mismo tiempo dirigía desde Buenos Aires una rica estancia heredada de sus padres y otra no menos importante que su esposa había aportado como dote. Era un personaje cuyo nombre figuraba casi todos los días en la crónica social de los diarios de Buenos Aires: «un exponente representativo de la alta vida del país», como decía él con su lenguaje rebuscado. Alto de talla, fuerte y de inconmovible salud, tenía la gallarda soltura de miembros de todos los hombres de allá, criados en las estancias, que aprenden a montar a caballo antes de saber andar. Al mismo tiempo que ágil, era recio de cuerpo y carnudo. No pueden ser de otro modo en una tierra donde los destetan de niños con carne asada. 48
Este buen mozo, de porte señoril, rostro aguileño y largos bigotes, cuidaba de su indumento como en los años que aún era muchacho y sentía sus primeros impulsos amorosos hacia la que después fue su esposa. Siempre vi sus pies, pequeños y arqueados como los de una mujer, en un encierro de brillante charol. Nunca le encontré, a partir de las primeras horas de la tarde, que no vistiese chaqué y llevase sobre la corbata una perla que parecía caída del turbante de un rajá. Jamás, al extenderse la noche sobre Buenos Aires, dejé de encontrar al doctor Pedraza puesto de smoking, si iba a comer con los amigos en el Jockey Club, o de frac, para acompañar a su familia al Teatro Colón. Su esposa y sus seis hijas no le hubiesen permitido la menor falta a las reglas que debe observar todo gentleman en uno u otro hemisferio de la tierra. Y el elegante doctor, hombre enérgico a sus horas y temible en el manejo de las armas, era incapaz de oponer resistencia a los caprichos y órdenes de las mujeres de su familia. Este hombre, que gastaba muchos miles de pesos en el adorno de su persona, no había dado que murmurar a sus enemigos y envidiosos con la más pequeña aventura pasional. Se acicalaba para la gente de su casa, para gustar a su mujer, para que le admirasen sus niñas con esa satisfacción orgullosa que siente toda joven cuando contempla las elegancias y seducciones del género masculino a través de su padre. Para el doctor Pedraza no había nada más allá de su familia. Ella le inspiró el más extraordinario de los heroísmos… Porque sepan ustedes que el hombre que les voy describiendo fue un héroe más grande que los héroes de la guerra o de la ciencia. Estos mueren por la gloria, orgullosos de su muerte y ganosos de que todos la conozcan. 49
Pedraza, héroe obscuro, al desaparecer de un modo que no hiciese sospechar a nadie su sacrificio, resulta más admirable. Ustedes se convencerán de ello si tienen paciencia para seguir escuchándome.
ii
Un cambio enorme se ha realizado durante los últimos cincuenta
años en el interior de las familias acomodadas; algo tan importante como una de esas revoluciones que trastornan la organización política de un país o la forma de la propiedad. Pero como esto solo ocurre entre las gentes de dinero, que son las menos, la tal revolución ha pasado algo inadvertida hasta el presente y solo se dan cuenta de ella los que sufren sus efectos. Hace medio siglo, cuando un hombre se arruinaba voluntariamente, y no a causa de malos negocios, era casi siempre por el amor o por el juego. Una llamada «artista», o una profesional, con sus dientecitos incansables, había ido royendo la fortuna del pobre señor. Mientras tanto, la esposa vivía obscuramente en su casa, haciendo economías para remediar las locuras del marido, y las hijas, bajo la dirección materna, llevaban una existencia de sobriedad monjil. Vestir con modestia era signo de distinción social. Las joyas vistosas, los trajes originales, los despilfarros, parecían un vergonzoso privilegio de las «artistas», de las mundanas, de todas las criaturas brillantes, peligrosas y efímeras mantenidas al margen de la alta sociedad. La mujer decente, la madre de familia, debía ser económica, modesta, opaca, y ahorrar en su casa, mientras el marido gastaba 50
fuera de ella. Las alas de mariposa eran para las mujeres «malas», para las criaturas versátiles y locas, sin otra preocupación que danzar en torno a la llama que acaba por quemarlas. La existencia de muchos hombres resultaba parecida a la de los antiguos ciudadanos de Atenas, fieles visitantes de las hetairas de moda, para discurrir con ellas sobre el amor y los prodigios de las artes y el lujo, mientras la mujer legítima hilaba en el gineceo, se ocupaba de la limpieza de sus pequeños y ordenaba el trabajo de los esclavos. Pero un día la mujer moderna se dio cuenta de la inferioridad que significaba continuar siendo señora decente; de la injusticia con que procedía el hombre con ella mostrándose económico en el hogar y despilfarrador con las hembras encontradas en la calle o en el teatro. —Si nuestros maridos o nuestros padres –dijeron muchas– desean arruinarse por una mujer, que sea por nosotras. Nos pintaremos, nos vestiremos y devoraremos el dinero, lo mismo que las otras. Eso se aprende con facilidad. Sabremos hacerles conocer, igual que ellas, los refinamientos de un lujo disparatado y el orgullo de pagar lo mucho que cuesta. Si han de tirar una fortuna por vanidad, a lo menos que su locura sea aprovechada por las de la casa. Acicalémonos como las profesionales y tengamos sus mismas exigencias… Total, que hoy todas las mujeres se adornan del mismo modo, se permiten iguales audacias en público, y uno no puede distinguir, como antes, la señora de la que no lo es. El único indicio para no equivocarse es tener por señora a la que menos parece serlo. Las m ujeres decentes muestran en la actualidad el atrevimiento del neófito que acaba de entrar en una religión nueva, la audacia del esclavo recién libertado. 51
Algunos dicen que esta gran revolución en la vida doméstica ha venido a Europa desde América en los últimos cincuenta años, como los «Palaces», como la afición exagerada al baile, como los jazz-band y tantas cosas contemporáneas. Otros afirman que no ha sido precisa la influencia americana para esto, pues en todas las épocas han existido en Europa esposas que arruinaron a sus maridos. Pero aunque así fuese, representó en su época una excepción, y de ningún modo algo general y corriente como en nuestros tiempos. El hecho es que ahora, cuando se pregunta: «¿Cómo se arruinó Fulano de Tal?», se escucha con frecuencia la misma respuesta: «Al pobrecito lo arruinaron su mujer y sus hijas». Esto tiene una explicación lógica. En los tiempos presentes, amigos míos, la mujer resulta más cara que nunca. Es empresa difícil sostener el lujo de una señora decente. Ríanse ustedes de las magnificencias de ciertas mujeres célebres que figuran en la Historia. El lujo de antes era deslumbrador, pero consistía principalmente en alhajas; es decir, en algo duradero y que representaba un capital guardado en reserva. Un hombre, al hacer entonces regalos ostentosos a su mujer, iba depositando en realidad dinero para el porvenir en la caja fuerte de su casa. Lo terrible es el lujo de ahora: lujo de trapos, de blondas, pieles y plumas, cosas todas que duran un par de meses, o cuando más un par de años, que se ajan con facilidad y solo pueden admirarse unos días, pues carecen de la seducción sólida, inconmovible, eterna, de las piedras preciosas. Ustedes habrán oído hablar de madame Récamier. Todo París estuvo a sus pies hace un siglo. Era la mujer más elegante de su época2. 2. Juliette Récamier (1777-1849) fue un auténtico icono de la moda del Directorio francés, admiradora de la antigüedad clásica que pretendía imitar 52
Los guerreros napoleónicos, los santos padres del naciente romanticismo, los hombres de moda, necesitaban ir todas las tardes a su tertulia, que era como una consagración. La divina Julieta estrenaba diariamente un vestido; lo llevaba unas horas nada más, y lo regalaba luego a su doncella. ¡Trescientos sesenta y cinco vestidos al año!… Pero el valor de cada uno de ellos equivalía, según testimonio de los indiscretos de aquella época, a unos tres francos cincuenta céntimos. Eran túnicas blancas de lino o de batista, sobre los cuales colocaba la divina Récamier una faja de seda celeste, y su belleza rubia no necesitaba más para tenderse en un diván, rematado por cuellos de cisne, a escuchar los lamentos osiánicos de un arpa o los versos recitados por su amigo Chateaubriand. Ahora, una mujer tenida por elegante se considera deshonrada si lleva vestidos de menos de mil francos. Lo corriente es que valgan dos mil. Y lo mismo ocurre con el sombrero, los zapatos, etcétera. Además, la pobre Récamier haría reír a nuestras amigas si intentase deslumbrarlas cambiando cada día de vestido. Un vestido por día: ¡qué suciedad!, ¡qué atraso!… Una mujer chic cambia ahora ritualmente de vestido tres veces al día, cuando menos, y debe preferir la muerte antes de conocer la deshonra de que sus compañeras la sorprendan dos días seguidos llevando las mismas ropas. Aquellas cortesanas y comediantas, lujosas como la reina de Saba y devoradoras de millones, que todos hemos conocido en el teatro y en los libros al describir la vida de París de hace medio siglo, son ya personajes fantásticos de comedia y de novela. Solo existen en con vestidos-túnica de algodón, a través de cuyas transparencias se adivina su atractiva figura. En 1800, Jacques-Louis David la inmortalizó en un óleo que la representa cual virgen vestal, como dice el narrador, tendida en un triclinio. 53
la imaginación de las gentes crédulas. Vayan ustedes a las joyerías de la plaza Vendôme, a los modistos de la rue de la Paix y demás proveedores del lujo femenino; pregúntenles por las «artistas» de costumbres ligeras y por las mundanas célebres, que deben ser sus mejores clientes, y verán cómo tuercen el gesto: —Eso era en otros tiempos, señor. Ahora las gentes de tal clase no nos convienen; solo saben hacer deudas. Ya no hay grandes duques rusos que las protejan. Únicamente quedan agentes bolcheviques, que vienen de allá llevando varios millones para la propaganda roja y los gastan con bailarinas viejas que admiraron en su juventud de bohemios hambrientos. Pero son tan pocos, que esto no significa nada. Háblenos usted de señoras decentes; de mamás y de niñas. Esa es la verdadera clientela de nuestra época. Los millonarios de América y de Europa ya no gastan el dinero más que en las mujeres de su casa. El despilfarro y la locura marchan ahora del brazo con la moral. Y los tales comerciantes, si fuesen capaces de hablar con esta franqueza, dirían la verdad. Hay ahora niña casadera que antes de los veinte años presenta a su papá cuentas de modisto y de otros proveedores más enormes que las que pagó su abuelo ocultamente cuando se dedicaba a proteger bailarinas o a dar a conocer al mundo el talento de alguna comediante joven y de buen rostro. La familia del doctor Pedraza era de esta clase. La eterna preocupación del prócer argentino consistía en ser rico, enormemente rico, para que su familia, compuesta toda de mujeres, no experimentase ninguna privación en sus deseos de lujo. Cada vez que el doctor encontraba en los relatos de fiestas aristocráticas publicados por los diarios a «la distinguidísima señora de Pedraza y sus lindas e interesantes hijas», sentía la misma emoción 54
de vanidad satisfecha, el mismo legítimo orgullo del artista que ve elogiadas sus obras. Para él, su mujer era la primera dama de Buenos Aires y sus hijas estaban destinadas a casarse con los jóvenes más ricos del país. Y esta admiración por su cónyuge se convertía en obediencia absoluta a todas sus indicaciones, como si la considerase incapaz de equivocarse en los asuntos concernientes a la familia. Él, para los negocios, para ganar dinero; y su esposa, para la vida de alta sociedad, para gastar con «distinción». No resultaba extraordinario que después de veinte años de matrimonio siguiese tan enamorado de su esposa. Doña Zoila (allá no son raros nombres como este) era una hermosa mujer: la patricia argentina, madre de numerosa familia, que mantiene intactas la belleza y la gracia de la primera juventud y muestra todavía un gran atractivo femenil rodeada de sus nietas. Esta matrona, de ojos negros y arrogante estatura, guardaba todas las magnificencias físicas de una raza sana y fuerte, que adopta por moda los enervamientos del lujo, pero no ha sido vencida aún por ellos. Doña Zoila era la primera invitada a toda fiesta. Su opinión equivalía a una ley; ella indicaba lo que era distinguido y lo que debía ser considerado como «guarango»3. Se estremecía de orgullo al declarar que todas sus ropas procedían de París y que los grandes modistos de allá se preocupaban del adorno de su persona, salvando el obstáculo de tres mil leguas oceánicas. Cuando llegaban los comisionistas de la rue de la Paix a Buenos Aires, apenas habían empezado a desenfardar en el hotel sus modelos para la estación próxima, a la primera que avisaban era a «madame Pedraza». 3. Vulgar. 55
ontaban con ella como gran compradora, y además sus gustos y C sus recomendaciones eran seguidos por mucha gente. Después de su reputación de mujer elegante, lo que más apreciaba ella al conversar en los salones con algún extranjero era poder decir: —Y tal como usted me ve, soy madre de seis señoritas. Una maternidad tan corta representaba para ella una humillación, y se apresuraba a añadir: —Una hermana mía tiene dieciocho hijos; muchos de ellos varones. Esto es natural en un país poco poblado, que solo cuenta un habitante por kilómetro. Mientras los dueños de estancia fomentan la cría de sus reses, en las ciudades las esposas se afanan por aumentar el número de ciudadanos. Además, amigos míos, aquellas mujeres que llevan en sus entrañas el porvenir de su país son sanas y prolíficas, con la frescura y la salud de un pueblo joven. Como la riqueza las impulsa a aceptar los caprichos de la moda, a lo mejor se resignan a sufrir los tormentos del hambre para ser extremadamente delgadas. «Hay que conservar la línea». Pero a pesar de su demacración elegante y su agostamiento distinguido, no pueden ocultar la solidez del andamiaje interno, el noble vigor de sus antecesores los centauros de la pampa. Parecen, por lo flacas, que acaban de salir de una ciudad sitiada o de un trasatlántico con averías en alta mar que sometieron a los pasajeros a la media ración. Pero que la moda les dé permiso para comer y renacerán esplendorosas, como surge el trigo en la llanura argentina cuando llueve largo. Decía, señores, que el doctor Pedraza amaba y admiraba al mismo tiempo a su esposa. Ni una sola vez había contestado negativamente a las peticiones de doña Zoila, y eso que la señora no reconocía 56
límites ni escrúpulos en sus gastos para sostener, como ella decía, «el prestigio de la familia». Habitaban una casa nueva, grande y elegante en las cercanías del Parque de Palermo; estaban abonados invariablemente a uno de los mejores palcos del Teatro Colón durante la temporada de ópera, y a otros palcos en diversos teatros. En Buenos Aires no abundan las fiestas de sociedad, y el llamado «gran mundo» se ve y se habla durante los entreactos en las representaciones tenidas por elegantes. Su servidumbre era numerosa. Poseían tres automóviles: uno, el de «negocios», para el señor, y otros dos que empleaban la señora y las niñas para visitas o excursiones. Doña Zoila enviaba a la casa donde el doctor tenía establecido su «escritorio» todas las cuentas de sus proveedores urbanos, así como las que llegaban de París y Londres los días de vapor correo. Y Pedraza, sin hacer objeciones, iba llenando hojas y más hojas de su cuaderno de cheques, y las entregaba, dando por terminado el asunto. Le enorgullecían los enormes gastos hechos por su cónyuge. Eran una demostración de su elegancia natural y de su noble origen. Porque el doctor creía más aún que su mujer en el linaje aristocrático de esta. —Soy de los Pérez Zurrialde –declaraba doña Zoila con orgullo en determinados momentos. Y los demás, cuando querían hacer un elogio completo de ella, después de ensalzar su elegancia y su buen gusto, acababan diciendo: «Es una Pérez Zurrialde». Todos creían en la distinción aristocrática de esta familia, sin poder explicar el porqué de su creencia. En América se ve esto m uchas veces. Hay familias que cuentan entre sus antecesores generales célebres, héroes patrióticos, presidentes de República. Pero otras, cuyos abuelos no hicieron nada y no fueron nada, pasan, sin embargo, 57
por más distinguidas y más aristocráticas. Tal vez será porque estos predecesores hablaron poco, se mantuvieron al margen de las luchas del país, se preocuparon únicamente de vestir bien, dedicando a esto toda su inteligencia, y fueron muy exigentes en materia de casamientos, emparentándose solamente con sus allegados. Si una familia se empeña en ser aristocrática, como ponga en ello su voluntad durante tres generaciones y lo afirme a todas horas, al cabo de un siglo todos acabarán por aceptar su aristocracia y creer en ella. ¿Quién va a escarbar la historia de nadie más allá del abuelo o el bisabuelo?… Hace cien años, en todas las colonias españolas de América, el mayor signo de distinción y bienestar era tener tienda abierta: un establecimiento de comestibles o de ropas. Las familias linajudas de todas las ciudades históricas de aquellas repúblicas tuvieron por fundadores a tenderos españoles o criollos, que representaban la riqueza y la aristocracia de entonces. La agricultura y la ganadería no valían nada en aquellos tiempos. Solo eran ricos los que vivían detrás de un mostrador. Pero doña Zoila no quería saber esto: «Soy una Pérez Zurrialde». Y su marido, simple Pedraza, que había alcanzado de niño a conocer a su abuelo, un emigrante venido de Castilla, participaba también de esta admiración por el noble linaje de su esposa, por la historia de aquella familia, que databa casi de siglo y medio, lo que equivale en América a perderse en la noche de los tiempos. Además, esta esposa, todavía bella, de elegancia generalmente reconocida y que le había dado seis veces la reproducción de su propia persona, merecía gratitud por sus sólidas virtudes conyugales. Con doña Zoila «no había miedo a novelas», como decía el doctor, y un marido podía vivir en perpetua tranquilidad. Su avidez de audacias elegantes no iba más allá de las invenciones del modisto, de la sombrerera y demás artistas encargados del embellecimiento 58
de la mujer. Para ella no existía otro amor que el conyugal. Los demás caprichos e invenciones eran buenos para las «locas de París» y no para ella, una señora, casada y madre. Gustaba de que los hombres elogiasen en los salones la elegancia de sus vestidos y su sabiduría para apreciar lo que es chic y lo que no lo es; pero nada de alabanzas a su persona, nada de muestras de asombro o admiración por su belleza, que se mantenía fresca y viva, desafiando al tiempo. —Pero usted –le dijo un europeo– gasta una fortuna en vestidos todos los años, y debe complacerle que los hombres admiren su lujo y se lo digan. La señora de Pedraza acogió con un gesto desdeñoso tales palabras. Eso sería verdad allá en Europa, donde las mujeres solo piensan en los hombres. —Entonces –siguió preguntando el curioso–, ¿para qué viste usted con tanta elegancia y se preocupa del adorno de su persona?… Doña Zoila, antes de contestar, le miró con cierta conmiseración, como apiadada de su ignorancia: —Para dar envidia a mis amigas y que rabien un poco.
iii
Llevaba yo tres semanas de presentarme todas las tardes en la an-
tesala del presidente del Banco Hipotecario, para saber si mi petición de empréstito iba a ser bien acogida por los señores de la Junta, cuando hablé por primera vez con el doctor Pedraza. Algunos de ustedes tal vez no saben lo que son las cédulas del Banco Hipotecario Argentino. En las bolsas de Europa las consideran 59
como un papel de esos que llaman «de todo reposo»; un valor para que el padre de familia invierta en él sin miedo sus ahorros y la viuda pobre su escasa herencia. Estas cédulas hipotecarias gozan de más crédito entre la genta tímida que los empréstitos que emiten los gobiernos o las obligaciones de las empresas industriales, que siempre tienen algo de aventurado. Cada título representa un pedazo de tierra hipotecada, algo sólido, tangible, que no puede desaparecer ni volatilizarse en una guerra o una catástrofe. Y como los directores del Banco Hipotecario desean mantener incólume el prestigio reposado y seguro de su institución, de aquí que procediesen en mis tiempos con tanta lentitud y minuciosidad en sus operaciones, como si aún vivieran en la época colonial. Yo aspiraba a que me diesen dinero con la garantía de mis tierras; pero ellos, antes de emitir sobre mi propiedad varios centenares de cédulas nuevas y venderlas en Europa a gentes timoratas que solo tienen de América vagas ideas, necesitaban minuciosos informes y repetidas exploraciones de sus ingenieros para que en lo futuro no fuese posible una depreciación de la hipoteca. El ujier del presidente se inclinó al entrar en la antesala un hombre vestido con elegancia y de aspecto aseñorado. Le abrió la puerta del despacho presidencial y luego creyó necesario darme una explicación para que no me doliese la injusticia de que alguien entrase antes que yo, no obstante mi larga espera. —Es el doctor Pedraza…, un señor muy rico que ha sido diputado nacional. Volví a verle otras tardes en el Banco Hipotecario, pero esperando lo mismo que yo, pues he observado muchas veces que la frecuentación de las oficinas no da mayor confianza al solicitante, sino, por el contrario, le quita poco a poco el prestigio y la entrada 60
franca que tuvo en sus primeras visitas. El doctor Pedraza acabó por sentarse en la antesala cerca de mí. Unas veces había salido el presidente; otras, no deseaba hablar con él, sino con los ingenieros y los peritos del banco, cuyo informe era siempre laborioso, circunspecto y lento. Un amigo cualquiera nos puso en relación, y como la soledad de la pieza predisponía a las confidencias, hablamos mucho durante las horas pesadas y al mismo tiempo optimistas que siguen al almuerzo, y son en Buenos Aires las de visita a las oficinas. El doctor Pedraza solicitaba lo mismo que yo, aunque entre sus pretensiones y las mías existiese una diferencia igual a la que separaba mi humilde persona de colonizador extranjero de su opulencia de gran propietario. Quería hipotecar la estancia heredada de sus padres, operación importante para el banco, por tratarse de un préstamo de muchos centenares de miles de pesos. Esto no me produjo asombro, ni quebrantó el respeto que me infundía el doctor como hombre rico. En aquel país se puede ser un gran millonario y deber al mismo tiempo sumas enormes. Hasta parece que la riqueza traiga aparejado lo de tener deudas. Se emprenden sin miedo nuevos negocios; se compra sin tener con qué pagar, dando por seguro que se venderá lo comprado antes de unos meses y con fabulosa ganancia; nadie vacila en tomar cantidades a préstamo… Así es como se ha engrandecido aquel país. Para mí era indudable que este opulento personaje necesitaba el dinero de la hipoteca para emprender algún negocio considerable y secreto. Seducido por el silencio con que le escuchaba, iba enumerando Pedraza las magnificencias de la estancia que pretendía hipotecar. Además, todo argentino nace propagandista de su patria, y se enardece hasta ser elocuente cuando relata las grandezas de la tierra 61
natal. El doctor, exagerando un poco, me describía los pastos de sus praderas, pasándose una mano por el pecho para hacerme ver hasta dónde llegaba su altura. Yo, escuchándole, contemplaba imaginativamente el galope circular de las tropas de yeguas por el vasto campo cerrado con alambradas; el lento rumiar de los bueyes, mejorados por una continua selección, casi sin cuernos, con el lomo plano lo mismo que una mesa, y carnosos, como si en su interior hubiera quedado suprimido el andamiaje del esqueleto. —Ha habido año que he vendido diez mil novillos, ¿sabe, compañero?… Otras tardes sentía la nostálgica necesidad de hacerme ver el Buenos Aires de su infancia. Casas bajas de sobria arquitectura colonial; aceras de ladrillo que parecían escaleras por sus numerosos altibajos; calles profundas como barrancos, polvorientas unas veces y otras tan llenas de agua estancada que había que vadearlas lo mismo que riachuelos. Muy pocos transitaban a pie por la ciudad. —Yo iba a caballo a la escuela, y los otros muchachos «bien» llegaban del mismo modo. Mientras duraba la lección había fuera de la casa unas cuantas docenas de caballitos «petizos», que entretenían su impaciencia escarbando el suelo con las patas. Cuando yo salía de la escuela, mi «petizo» había abierto un hoyo así de grande… Los mendigos también iban montados, pidiendo limosna de puerta en puerta. Los cocheros públicos encontraban que era más barato no dar de comer a sus animales, y cuando estos se les morían, enganchar otros nuevos. No tenían más que salir a las afueras de la ciudad para comprarlos por lo que querían ofrecer. Y ahora vendo yo caballos en mi estancia tan caros como en Europa… Además, ¡lo que ha cambiado nuestro Buenos Aires! Es cosa de asombrarse, 62
compañero, viendo esas avenidas y esas casas que parecen de Nueva York… A veces creo que lo de mi niñez fue algo soñado. Pero el doctor cortaba su entusiasmo patriótico para protegerme con una de sus miradas bondadosas: —Y usted, galleguito, ¿qué piensa hacer con su plata cuando esos señores le acepten la operación? Modestamente iba yo explicando mis planes de colonizador. Con el producto de la hipoteca terminaría la roturación de mis terrenos; compraría tractores mecánicos y otras maquinarias agrícolas de las que fabrican en los Estados Unidos; crearía un sistema de riego, y las ganancias del nuevo cultivo me permitirían pagar los intereses de la deuda y suprimirla finalmente, vendiendo la tierra en pequeñas parcelas. Pero me avergonzaba de la modestia de mis planes al recordar la importancia del hombre que me estaba escuchando. —Usted, doctor, sí que hará cosas enormes en su estancia con esa fortuna que le va a prestar el banco. ¡Habrá que ver eso!… Y el doctor acogía mis palabras moviendo la cabeza con pensativa gravedad. Luego hablaba. Los tiempos empezaban a ser malos; la compra y venta de terrenos se iba paralizando; ya no era un negocio la especulación. Sería conveniente volver al cultivo de las estancias, como lo habían hecho los padres y los abuelos, pero agrandándolas, modernizándolas… Dejé de verle. La operación sobre su estancia estaba casi terminada, y de un momento a otro le iban a entregar las cédulas hipotecarias, o sea el dinero. Para él los informes de los técnicos se hacían breves, y los obstáculos rituales se derrumbaban ante su paso. Por algo era el doctor Pedraza y su esposa una Pérez Zurrialde. Además, doña Zoila, la noble criolla, resultaba parienta, más o menos próxima, de la mayor parte de los directores del banco. 63
Como si la protección que me había dispensado el doctor –expresada únicamente hasta entonces con palabras amables y ojeadas majestuosas– empezase a ejercer sobre mí una influencia real, algunas semanas después los poderosos personajes del banco se apiadaron de mi insignificancia, concediéndome la hipoteca sobre mis tierras. Esto representó un descanso en mi angustiosa empresa, un alto durante el cual podría resollar algunos meses con la tranquilidad que proporciona la abundancia de dinero. Ya no tendría que mendigar pequeños préstamos en los bancos particulares. Pagué deudas, emprendí los trabajos que tenía proyectados, encargué maquinaria a los Estados Unidos, y como la nueva orientación de mi empresa exigía una espera, durante la cual permanecería inactivo, me acometió el deseo de hacer un viaje corto a Europa. Bien había ganado este descanso en dos años de áspera lucha. Además me quedaba disponible algún dinero, varios miles de pesos, que podía gastar en el regalo de mi propia persona, e inmediatamente sentí lo que llaman en Buenos Aires «la enfermedad de París». ¿Por qué yo, que pretendía llegar en lo futuro a millonario (estilo América del Sur), no me podía dar por algunas semanas una representación adelantada de lo que es en Europa la vida de un personaje de tal clase?… Precisamente hacía un mes que en Buenos Aires los periódicos y las gentes hablaban todos los días del Cap Bojador, trasatlántico alemán que había hecho su primer viaje desde Hamburgo e iba a emprender su travesía de regreso. Esto fue antes de la última guerra europea, y el tal Cap Bojador, que no sobrepasaba en importancia a la mayor parte de los trasatlánticos que van a los Estados Unidos, era considerado como una maravilla por su gran tonelaje entre los buques que remontan el río de la Plata. 64
Las gentes hablaban de sus salones lujosos, de su piscina de natación, de las previsoras innovaciones establecidas en sus camarotes para atender a las más pequeñas necesidades higiénicas, del invernáculo que esparcía su jardín de flores tropicales sobre la última cubierta. Una muchedumbre interminable bajaba como en procesión al muelle para visitar esta maravilla flotante. ¡Pobre Cap Bajador! La organización germánica lo había previsto todo en él. Hasta guardaba en lo más secreto de sus bodegas unos cuantos cañones desmontados para convertirse rápidamente en corsario si estallaba una guerra. Y cuando la noticia de la guerra le sorprendió, años después, estando anclado en Buenos Aires, montó su artillería y salió al mar, para ser cañoneado y echado a pique por los cruceros ingleses cerca de las costas de África. Familias que semanas antes no pensaban ni remotamente en un viaje a Europa sentían de pronto la necesidad de pasar el Atlántico. Fue de moda ser pasajero del Cap Bojador en su primera travesía. Representaba una gran distinción. Solo los millonarios podían permitirse, según el vulgo, este gusto inaudito. Preparaba yo modestamente mi viaje en otro buque cuando me avisaron que en el famoso trasatlántico había un pequeño camarote libre. Alguien había desistido de su excursión a última hora. ¿Por qué no había de darme el gusto de figurar, aunque fuese en último término, entre los opulentos pasajeros del Cap Bojador, cuando precisamente iba yo a Europa para hacer el aprendizaje de cómo viaja y vive un futuro millonario?… La salida del buque fue precedida de una confusión clamorosa y triunfal. Todos los alemanes de Buenos Aires se habían aglomerado en el muelle para celebrar este acontecimiento glorioso. Músicas, 65
banderas, ¡hochs! 4 incesantes al káiser, cánticos del Über Alles 5. Además, gran afluencia de familias criollas, que acudían para admirar y envidiar a los que se marchaban; haces de flores enormes, como gavillas de trigo; cajas de chocolates que parecían maletas; besos; miles de pañuelos tremolados como banderas… Pasé modestamente a través de esa confusión. Nadie me conocía y yo no conocía a nadie. Cuando el buque se despegó del muelle tuve un encuentro en una de las calles de esta ciudad flotante que se iba deslizando sin el menor movimiento, como si resbalase sobre el fondo del río de la Plata. El doctor Pedraza iba a Europa con toda su familia. Doña Zoila y las seis hijas se movían atareadas y confusas, no sabiendo qué hacer de las gavillas de flores y las cajas de dulces apiladas sobre varios sillones de la cubierta: regalos de las numerosas amistades que habían acudido a despedirlas. Todas ellas llevaban unos vestidos de violenta novedad, «modelos únicos», encargados, sin duda, por cable a París apenas la familia decidió el viaje. El doctor iba trajeado como yo me imaginaba entonces que vestían el presidente de la Cámara de los Lores o el primer ministro inglés al salir de excursión. ¡Las ilusiones de aquel tiempo, en que no habíamos visto aún los retratos de Lloyd George!… Me distinguió el rico argentino una vez más con sus palabras amables, rebuscadas, majestuosas, y también con sus ojos protectores. En el curso del viaje se dignó muchas veces tratarme 4. Vivas. 5. Simplificación del verso «Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt» («Alemania, Alemania por encima de todo, por encima de todo en el mundo»), que forma parte del poema patriótico Lied der Deutschen (Canción de los alemanes), de Hoffmann von Fallersleben (1798-1874). 66
como si fuese amigo suyo, y hasta hizo mi presentación a doña Zoila y las niñas, las cuales me acogieron con una indiferencia cortés. Era la familia más importante de a bordo por el número de sus individuos y por su lujosa instalación. Pedraza y su esposa habitaban un amplio dormitorio, con salón propio y otras dependencias. Las seis niñas se habían resignado a ocupar tres amplios camarotes de los más caros, cada uno con dos camas. Además, formaban parte de esta expedición un par de doncellas españolas al servicio de las señoritas; una parienta pobre de doña Zoila, que no se dignaba prestar otro trabajo que el de servir de acompañanta a las niñas en ausencia de su madre; el ayuda de cámara italiano del doctor, y una vieja criada mestiza que había tenido en sus brazos a la señora de Pedraza y seguía a la familia a todas partes, como un recuerdo histórico de la noble casa de los Pérez Zurrialde. En total, doce personas, ocupando todo un lado de cierto corredor del buque donde estaban las mejores habitaciones. La señora y señoritas de Pedraza viajaban «a la ligera», según declaración de la mamá, pues se proponían renovar enteramente su vestuario cuando llegasen a París. Esto no impedía que al lado de las puertas de sus camarotes estuviesen amontonados y obstruyendo el paso numerosos cofres y maletas: una pequeña parte destacada del grueso del equipaje oculto en las bodegas. El viaje de Buenos Aires a Boulogne iba a durar aproximadamente veinte días. Una persona decente debe cambiar de vestido tres veces cada veinticuatro horas, y ellas no podían resignarse a que las demás pasajeras dijesen que en los veinte días se habían puesto dos veces las mismas ropas. Total: sesenta vestidos por cada una de ellas, ¡y eran siete!… Las dos hijas mayores habían dejado sus novios en Buenos Aires, y todas las mañanas escribían una carta, guardándola para echarlas 67
después juntas en los puertos donde hacía escala el buque. Sus hermanas menores bailaban en el gran salón o en la cubierta cuando los camareros del vapor se convertían en músicos, unas veces de instrumentos de cuerda, otras de metal. Además hacían continuos ejercicios gimnásticos para cultivar su delgadez, riñendo batallas tenaces y heroicas con el apetito juvenil, excitado por el aire del mar. Sus comidas consistían casi siempre en una taza de té, y alguna de ellas hasta suprimía este líquido con la ambición de llegar a ser más esquelética que sus hermanas. En cambio, el doctor Pedraza gozaba con regodeo de la abundante mesa de a bordo, así como de la consideración y el respeto que le acompañaba en sus paseos por el buque. —Es un doctor de Buenos Aires –decían algunos europeos de regreso a su tierra, al mostrarse a este personaje–, un estanciero riquísimo, una persona «bien». ¡La plata que debe tener!… Al verme Pedraza, poco después de haber zarpado el trasatlántico, me saludó dándome en la espalda una de sus palmadas de buen príncipe. —¡Usted aquí, españolito!… ¿Va usted a dar un paseo por Europa?… Hace bien; no todo ha de ser trabajo… Hay que gastar la platita. ¡Simpático y bondadoso personaje! Recordó nuestras conversaciones durante las primeras horas de la tarde, sentados en la antesala del Banco Hipotecario. Luego, una idea absurda, inverosímil, pasó por mi pensamiento. Se me ocurrió que el dinero facilitado por el Banco Hipotecario iba a servir en su mayor parte para este viaje suntuoso. Tal vez el doctor Pedraza había hipotecado su estancia para dar gusto a su familia, deseosa de realizar un paseo triunfal por el viejo 68
mundo: un viaje que excitase la envidia y la admiración de las amigas que dejaban a sus espaldas.
iv
Terminada la navegación nos vimos poco. Yo no podía vivir en el
mismo plano que este millonario. Además, huía de él, no porque me fuese antipática su persona, sino por miedo a la deslumbrante doña Zoila y a sus hijas, que parecían esparcir una nueva luz sobre París. Le Figaro, que es el diario que presta más atención al paso de los americanos, hablaba casi todos los días de «Madame de Pedraza, ilustre dama argentina, y sus hermosas hijas». Ocupaba la familia una parte considerable del primer piso de cierto hotel monumental, próximo al Arco de Triunfo. Algunas mañanas, el doctor, con su esposa y las seis niñas, salían a caballo para galopar por las avenidas del Bosque de Bolonia. Esta cabalgata, que muchos, en el primer momento de sorpresa, tomaron por un desfile de artistas de circo, servía para demostrar la opulencia de la familia. Además, todos eran excelentes jinetes, que habían aprendido la equitación por instinto, en la estancia natal, al mismo tiempo que aprendían a hablar. No se sabe si fue la admiración o la envidia la que inventó el mote; pero las seis señoritas Pedraza empezaron a ser apodadas «las valquirias argentinas». El éxito de las hijas del doctor no podía ser más halagüeño para la vanidad de sus padres. No digo que París entero se preocupase de ellas. París es muy grande y su vida está dividida en sectores. Pero en 69
el fragmento de mundo parisién donde se movían los Pedraza, o sea la porción comprendida entre el Bosque, la avenida Kleber y los bulevares, la popularidad de las seis valquirias era cada vez más grande. En los establecimientos de la calle de la Paz, de los Campos Elíseos y de la plaza Vendôme sonaba con frecuencia el nombre de madame de Pedraza y sus demoiselles, recomendando los jefes, con voz respetuosa, el rápido cumplimiento de los encargos de tan ricas clientes. Muchas veces, al contar yo que venía de la Argentina y tenía en ella mis negocios, escuché las mismas palabras: —Ahora está en París un gran millonario de allá, el doctor Pedraza, con su esposa, una señora muy distinguida, y sus niñas, que parecen un coro de ángeles. ¡Lo que gasta esa familia! ¡La fortuna enorme que debe tener el padre!… ¡Qué collar de perlas el de la mamá!… Y yo asentía a estas expresiones de asombro y admiración… ¿Para qué hablar? En Europa tienen tal concepto de la riqueza, sólida, inconmovible, cristalizada, que no pueden imaginarse la riqueza movible, inquieta y en continuo volteo de los países americanos: una riqueza que se aleja y vuelve, se desvanece y torna a reconstituirse, haciendo que un mismo hombre se vea tres o cuatro veces en su existencia millonario como un príncipe de cuento de hadas y mendigo visionario. Además, el lujo enorme de la familia Pedraza, que yo contemplaba desde lejos, acabó por desorientarme, haciendo que dudase de lo que había visto al otro lado del Océano. En realidad, yo solo sabía del doctor que había hipotecado la mejor de sus fincas; pero esto no significaba nada extraordinario ni fatal. En el Nuevo Mundo no basta preguntar cuánto posee una persona; es preciso añadir: «¿Cuánto debe?». Todos, por ricos que 70
sean, tienen deudas enormes, contraídas para el agrandamiento de sus negocios. El crecimiento rápido de los pueblos jóvenes exige que los ricos vivan un poco a la ventura, como viven los jugadores, confiándose a su buena suerte y tomando sin vacilación todo el dinero que les ofrezcan, con la esperanza de poder devolverlo gracias a nuevos negocios. Tal vez el doctor era más rico que yo me lo imaginaba, y su préstamo debía ser considerado como una operación transitoria y sin importancia. Al año siguiente, una portentosa cosecha de trigo o una de aquellas ventas de «hacienda», en las que entraban los novillos a miles, y que él me había descrito entusiásticamente en sus conversaciones, bastaría para pagar enteramente su deuda sin tener que imponerse sacrificio alguno. Antes de que yo regresase a la Argentina tuve noticias directas de los grandes éxitos obtenidos en París por doña Zoila y sus hijas. Las dos mayores se mostraban refractarias a todo coqueteo, e iban de fiesta en fiesta, estrenando cada vez un vestido riquísimo; pero graves y austeras, orgullosas de su lujo y dignándose mirar únicamente a las de su sexo, lo mismo que su noble madre. —Somos muy argentinas y solo podemos casarnos con uno de nuestra tierra. Las dos seguían escribiendo diariamente a sus novios, que estaban en Buenos Aires. Únicamente les interesaban en París los vestidos y los elogios de las mujeres. En cambio, las otras hermanas vivían asediadas por el amor y las peticiones matrimoniales. Hasta la más pequeña, que todavía iba de corto y con el cabello suelto, tenía varios suspirantes que la deseaban por esposa. La fama de estas millonarias recién llegadas se había esparcido por todos los círculos, más o menos aristocráticos, 71
donde hay jóvenes que se tienden con desesperación en un diván después de haber perdido los últimos miles de francos en la sala destinada al juego. Además, en los años anteriores a la guerra la República Argentina acababa de ponerse de moda, y los conocimientos geográficos de los hombres deseosos de adquirir una fortuna casándose se ensancharon con esto considerablemente. Todos habían acabado por descubrir una gran novedad: que existen dos Américas: la del Norte y la de Sur. El matrimonio con americanas de los Estados Unidos era ya entonces una industria en decadencia. Los títulos nobiliarios se aprecian allá cada vez menos. Las mujeres de aquel país, dotadas de un carácter práctico y escarmentadas por la experiencia, se reservan el manejo de sus bienes, y el marido solo es un consocio bien alimentado, pero sin derecho a tocar la fortuna de su esposa: una especie de rey consorte, sin voz ni voto en el gobierno de la casa… Era conveniente buscar acomodo en la otra América, donde también existen millonarias, menos numerosas, pero más inexpertas en esta clase de alianzas. El riquísimo doctor llegaba oportunamente con cuatro hijas casaderas, y todos los que en París esperaban salvarse por medio del matrimonio olvidaron lo que sabían de inglés para perfeccionarse en el tango y chapurrear algunas palabras de español. Dos de las señoritas Pedraza empezaron a mostrarse distanciadas por una rivalidad aristocrática: —Yo puedo ser duquesa si quiero –decía una de ellas–, y a ti solo te pretende un marqués. —Pero el mío es más joven que el tuyo –contestaba la otra. Doña Zoila creyó oportuno cortar tales disputas con la autoridad de su noble pasado. Nada tenía que decir contra estos personajes 72
que aspiraban a ser sus yernos; pero no le hacían ningún favor extraordinario al pretender entrar en su familia. Ellos tenían un pasado histórico, pero los Pérez Zurrialde no eran cualquier cosa allá en su tierra. Si llegaban a casarse con sus niñas no tendrían por qué ruborizarse, pues estas eran iguales a ellos. Empezó a circular entre los sudamericanos de París la noticia de que un duque y un marqués querían ser yernos del doctor Pedraza. Les corría prisa esta unión y deseaban realizarla antes de que la familia volviese a Buenos Aires. Las niñas, por su parte, también mostraban una prisa igual, pensando en lo que dirían sus amiguitas de allá al verlas con títulos nobiliarios. Tuve que marcharme de París en aquellos días; pero las confidencias de algunos amigos del doctor sirvieron para darme una idea aproximada de lo que debió ocurrir. Estos nobles personajes que descienden a querer emparentarse con los ricos del otro lado del Océano muestran siempre un gran desinteréscuando llega el momento de tratar las condiciones materiales que deben regir la asociación matrimonial. Ocupados en el galanteo de la joven millonaria, no quieren interrumpir su dúo de amor con vulgares discusiones financieras, y envían a un llamado hombre de ley, a un notario que ha servido siempre a su familia o al administrador de su hacienda quebrantada para que ajuste el convenio con los padres. El doctor Pedraza, hombre de negocios, consideró sin importancia estos tratos preliminares del matrimonio. Él manejaría a su gusto a los dos nobles señores que pretendían ser hijos suyos. Pero en vez de hablar con ellos, tuvo que recibir la visita de dos leguleyos franceses, de palabra melosa, con el plumaje áspero y el pico duro, lo mismo que aves de rapiña. 73
Mi amigo y su noble esposa se expresaron como príncipes generosos que no pueden contar la inmensidad de su fortuna. Los dos se comprometieron desde el primer momento a entregar a cada una de sus niñas una renta anual de trescientos mil francos. Pero los enviados no creían en rentas que pueden ser pagadas fielmente el primer año e ir disminuyéndose en los siguientes, hasta quedar suprimidas. Ellos necesitaban un capital positivo, aunque la renta fuese menor: campos, casas, valores mobiliarios, algo que pudiera convertirse en dinero a cualquier hora, dando una seguridad de riqueza a sus poseedores. En resumen: que estas conferencias laboriosas, en las que se batían ambas partes con buenas palabras y perversas intenciones, terminaron tan mal como cualquiera de las entrevistas diplomáticas a las que asisten los gobiernos con el propósito de engañarse unos a otros. El duque y el marqués desaparecieron. Las dos niñas lloraron un poco. ¡No poder marcar con una corona heráldica sus pañuelos y sus ropas más íntimas, para envidia de las amigas!… Las hermanas mayores, que habían sufrido en silencio el orgullo nobiliario de las otras, creyeron llegado el momento del desquite. —Nosotras debemos casarnos con gentes de nuestra tierra. Aquí, en Europa, solo nos buscan por nuestra gran fortuna. Os hubieran tomado la plata, y después, ¡quién sabe si habrían acabado pegándoos!… Doña Zoila apoyaba estas palabras: —Allá no usamos corona, pero somos tan nobles como los de aquí. Vosotras, además de ser Pedraza, lleváis un gran nombre por vuestra madre. La hermosa señora abominaba ahora de París. Según contó después a sus amigas de Buenos Aires, algunos mocitos que casi podían 74
ser hijos suyos habían osado hablarla, en los salones, de «almas dormidas que deben ser despertadas», burlándose a continuación de la vulgaridad de ser fiel al marido, y comparando su belleza con el sol de la tarde, más deslumbrador y ardoroso que el del amanecer… ¡A ella! ¡A una matrona respetada por todos en su país!… Si había aguantado en silencio tales audacias era por miedo a que se enterase su esposo, hombre violento en sus cóleras y famoso tirador de pistola. Pedraza, arrepentido sinceramente de la satisfacción que le había procurado por unas semanas la posibilidad de ser suegro de tan aristocráticos personajes, mostraba ahora un recrudecimiento de sus entusiasmos de americano, hijo de una República. —Lo de los títulos de nobleza, che, puede deslumbrar a los gringos de Europa; ¿pero a nosotros?… En la América del Sur eso nos hace reír.
v
Transcurrió mucho tiempo sin que yo volviese a ver al doctor.
Me enteré por los diarios argentinos de su regreso triunfal de Europa. Otra vez su nombre y los de todas las mujeres que componían su familia volvieron a aparecer en las crónicas de la alta vida social. Doña Zoila organizaba fiestas de caridad; se movía a la cabeza de todas las juntas para la difusión de principios morales, y a la hora del té su palabra era escuchada como un oráculo, definiendo lo que es elegancia y en qué consiste la falta de chic. Después de haber pasado un año en París, su autoridad parecía inconmovible. La vida del doctor resultaba menos dichosa y plácida. Yo le veía pasar en su lujoso automóvil por la avenida de Mayo o apearse en la 75
calle Reconquista, donde están establecidos los bancos de la ciudad, yendo de uno a otro para sus numerosas e importantes operaciones. Todos seguían considerándole con respeto, como un personaje influyente, y muchos envidiaban su riqueza. Pero de tarde en tarde llegaban hasta mí noticias inquietantes para el crédito del doctor. Sus amigos íntimos contaban que había gastado en Europa un millón de pesos (más de lo que le había prestado el Banco Hipotecario). En las reuniones de alta sociedad se hablaba con asombro del collar de perlas que doña Zoila había adquirido en París, y los envidiosos apuntaban que el marido no tenía fortuna para tantos dispendios. En mucho tiempo no volví a acordarme de Pedraza, pues bastante tenía con preocuparme de mi propia suerte. La Argentina pasaba en aquellos momentos por una de esas crisis financieras que son en su existencia a modo de una enfermedad normal y periódica, repitiéndose aproximadamente cada diez años. A los negocios rápidos y extraordinariamente productivos había sucedido la atonía del dinero; al despilfarro, el pánico, el egoísmo y la pobreza. Los bancos que adelantaban antes capitales para toda clase de negocios, no solo habían cortado repentinamente sus créditos, sino que exigían la inmediata devolución de sus préstamos. Yo tuve que luchar mucho en aquella época para no salir de la crisis completamente pobre. De no ocurrir tal calamidad estarían ustedes escuchando ahora a un millonario. Gracias que pude salvar lo preciso para retirarme a París y vivir aquí con modestia. Pero volvamos a nuestro doctor. Su situación era semejante a la de otros compatriotas suyos. Continuaba siendo un capitalista para las gentes; seguía viviendo como un millonario; pero los directores de los bancos y los hacendados sólidamente ricos, al nombrarle con respeto, contraían los labios como para cerrar el 76
paso a una sonrisa burlona y cruel. Su infortunio llegaba hasta mí fragmentariamente, por noticias sueltas y espaciadas, como se aproximan o se alejan las detonaciones de un combate remoto, según los caprichos del viento. La familia había tomado, como siempre, su palco en el Teatro Colón al empezar la temporada de ópera. Esto era natural. La vida resulta inconcebible en Buenos Aires sin la asistencia a dicho teatro. ¡Antes morir! Pero el doctor había entregado al empresario por el abono del palco, no un cheque, sino un pagaré a noventa días vista. En las malas épocas muchos pagan así en aquel país. Se confía en el porvenir. Nadie cuenta únicamente con lo que tiene en la mano, como los tímidos del viejo mundo; todos admiten de consocia a la esperanza. ¡Quién sabe qué grandes negocios pueden hacerse en el plazo de noventa días!… Como la fortuna tiene alas, solo necesita unos instantes para llegar hasta nosotros. También supe que Pedraza había hipotecado la otra estancia que era de su mujer. Acababan de casarse las dos hijas mayores con una magnificencia que hizo acudir a toda la alta sociedad de Buenos Aires. Doña Zoila dio a las bodas de sus hijas el aparato de un acontecimiento histórico. Mientras tanto, el pobre doctor se agitaba de la mañana a la noche por conseguir al mismo tiempo dos cosas que parecían antagónicas: sostener el aspecto opulento de su familia sin aminorar sus gastos y pagar los enormes réditos de sus deudas. Las cosechas de las dos estancias y las ventas de novillos criados en sus campos solo servían para satisfacer los tales réditos. Pedraza, deseoso de evitar disgustos a su esposa, disimulaba las angustias de esta situación. Apenas se veía en su casa, rodeado de un ambiente de lujo, entre sus hijas solteras, que hablaban y reían como princesas seguras del porvenir, necesitaba mostrarse optimista, i maginándose 77
una serie de negocios maravillosos que vendrían a sacarle de apuros al día siguiente. No quiero cansar a ustedes describiendo detalladamente cómo se fue acelerando, cuesta abajo, la ruina de Pedraza. Necesitaba siempre dinero; en los bancos no querían dárselo al interés corriente, y recurrió al préstamo usurario. Además, tuvo que vender con pérdida enorme los terrenos que había adquirido para especular sobre su alza en la buena época del país, cuando circulaba vertiginosamente la riqueza. Al mismo tiempo mostraba, al hablar con sus hijas casadas y sus yernos, la tranquilidad bondadosa de un hombre inmensamente rico, que al morir dejará caer un chaparrón de bienes sobre sus herederos. Aceptaba sin la menor mueca de contrariedad todas las peticiones de las hijas que vivían en su casa. Doña Zoila, que estaba vagamente enterada de que los negocios no marchaban del todo bien, parecía vacilaralgunas veces al hacer a su marido la enumeración de los gastos de la familia, pensando en la posibilidad de ciertas economías. Un día hasta le dio a entender que, en caso de apuro, estaba dispuesta a desprenderse de sus joyas. Pero esto, aun siendo mera hipótesis, parecía causar tal pena a la señora, que el doctor se apresuró a disuadirla. Le era imposible aceptar que su noble compañera modificase su existencia ordinaria. Además, ¿qué dirían las gentes al ver disminuido el lujo de la familia?… Y era el pobre doctor quien recomendaba a su esposa que evitase las economías demasiado visibles. Las niñas debían casarse, y para ello era conveniente que la casa conservase su aspecto de abundancia segura y ostentosa. Cuando de tarde en tarde me ponía la casualidad al alcance de la palabra solemne y los ojos protectores de mi amigo, adivinaba al 78
punto los estragos que iba haciendo en su persona esta nueva vida de pobreza disimulada. Iba vestido con la elegancia de siempre; conservaba su aspecto señoril; pero estaba viejo, mucho más viejo que debía serlo por su edad. —¿Cómo marchan sus negocios, españolito?… Mala época: ¡muy mala para todos!… Pero esto no puede durar. Y me golpeaba la espalda con la bondad de un ser superior que sabe que existe la desgracia, pero es para los otros, pues él se encuentra por encima de las miserias del vulgo. Su caída fue larga. Nadie se enriquece con la rapidez que se imaginan los que viven al margen de los negocios; nadie tampoco se arruina, por regla general, en unos instantes, como lo vemos muchas veces en comedias y novelas. Hay ruinas fulminantes, como hay naufragios instantáneos que solo duran unos minutos; pero la mayoría de las gentes se enriquecen con lentitud, o van empobreciéndose como el que baja una escalera, peldaño tras peldaño. El naufragio del doctor fue igual al de los grandes veleros, que, después de estar llenos de agua, todavía flotan con la quilla al aire mucho tiempo, yendo de un lado a otro, al capricho de las corrientes. En realidad, solo sé de Pedraza lo que me contaron incidentalmente algunos de sus amigos íntimos. Estas noticias son a modo de episodios sueltos y sin concordancia; pero yo he hecho de todos ellos algo compacto, uniéndolos con los hilos de mis suposiciones. Valiéndome del álgebra de la inducción, he llegado a imaginarme todo lo que le ocurrió al doctor. Dirán ustedes que lo que voy a contarles es en gran parte invención mía; pero hay invenciones más ciertas y verosímiles, por ser lógicas, que las noticias que nos dan como seguras los amigos y los periódicos. 79
He pensado muchas veces en las tardes que debió pasar cuando quedaba solo en su «escritorio»: un piso arrendado en la avenida de Mayo para sus oficinas. Lejos de su casa y libre de las seducciones que ejercían sobre él las mujeres de su familia, obligándole a verlo todo de una manera optimista, quedaba frente a frente al enigma de su situación. Iba a verse arruinado en un país donde el dinero tiene mayor importancia que en otras naciones y resulta más necesario para la vida. ¿Era posible la existencia de un Rómulo Pedraza protegido por sus amigos y con un empleo público para sostener humildemente a su familia?… La idea de que su mujer y sus niñas tuvieran alguna vez que remendar sus vestidos, llevando la vida dolorosa de los ricos arruinados que buscan el amparo de unos parientes más dichosos, le parecía tan absurda e inconcebible como un trastorno de las leyes astronómicas. ¿Era lógico que Zoila, su mujer, fuese alguna vez pobre?… Además sentía miedo al pensar en sus hijas. Él conocía la historia de muchas señoritas cuyos padres se habían empobrecido. Unas pocas conseguían casarse con ricos, lo mismo que en las novelas; las más se resignaban a descender, perdiendo la distinción de su origen, convirtiéndose en obreras ocultas que trabajaban mal recompensadas para el sostenimiento de una vida miserable; y algunas acababan sirviendo de amantes a hombres que en otras circunstancias no habrían osado aspirar a ser sus maridos. El pobre doctor se estremecía de miedo y de cólera al pensar que sus hijas, las cuatro hijas que le quedaban en casa, podían verse en la misma situación de algunas infelices que atraen a los libertinos con un nuevo encanto: el de haber sido señoritas de buena casa, jóvenes, ricas y educadas en el lujo antes de que la ruina paternal les empuje a ser lo que son. 80
vi
Como todos los que viven inseguros y acechados por el peligro,
creyendo sentir que la tierra vacila bajo sus pies, el doctor aceptó supersticiosamente la existencia de fuerzas misteriosas que pueden proteger a los mortales y salvarlos, fijándose en ellos con las secretas preferencias de la predestinación. ¿Por qué no había de ayudarle la fortuna, tirando de él con un manotazo maternal y elevándolo luego sobre aquellas miserias que le obligaban de día a dolorosos fingimientos, y le tenían la noche entera entre las roedoras mandíbulas del insomnio?… Había que abrir las ventanas a la suerte, para que pudiese tocarle con sus alas. Y se hizo jugador, jugando en la Bolsa y en los clubs aristocráticos, de los que era uno de los socios más respetables y escuchados. Dio orden también a las gentes de su «escritorio» para que dejasen libre la entrada a todo el que llegase pretendiendo hablarle. ¡Quién sabe si el más humilde visitante vendría a proponerle un negocio salvador!… En los países jóvenes, de continua inmigración, que atraen a los aventureros de mala ley, pero igualmente a los visionarios geniales e inventores, todo es posible. Un día, un agente de seguros sobre la vida le conquistó con su charla amena, haciéndole firmar una póliza de doscientos mil pesos a favor de su mujer y sus hijas. Esto iba a obligarle al pago de una prima importante todos los años; pero como estaba acostumbrado a los enormes réditos que debía entregar a sus acreedores, consideró insignificante el aumento de una cantidad más… El agente de seguros, alegre por la comisión ganada, debió hablar a sus compañeros; la puerta del «escritorio» seguía franca, y empezaron a visitar a Pedraza casi todos los que en Buenos Aires 81
se dedicaban al mismo negocio. Intentó resistirse al principio a una segunda operación basada en su muerte; pero al fin acabó mostrando cierto gusto por ella, y como seguía recibiendo bien a tales visitantes, estos parecieron pasarse el aviso unos a otros. Rara era la semana que el doctor no suscribía una póliza nueva. Como a pesar de su madurez se mantenía fuerte, los médicos de las compañías de seguros daban un informe rotundo sobre su espléndido equilibrio físico, libre de toda enfermedad, y el negocio se hacía sin obstáculos. Al poco tiempo Pedraza estaba asegurado en más de una docena de compañías, unas del país, otras de Europa y de los Estados Unidos. Además había firmado contraseguros y hecho otras operaciones que le aconsejaban los agentes, deseosos de ganar nuevas primas. Al fin, su persona había llegado a valer más de dos millones de pesos, según manifestaba con regocijo a sus amigos. Esta era la cantidad que deberían entregar las compañías a su familia en el momento de su muerte. Pero los amigos, admirando la solidez de su cuerpo, contestaban: —Antes de morir habrás pagado en primas algo más de los dos millones. ¡Mal negocio el tuyo! Vas a vivir mucho. Y el doctor sonreía, orgulloso de su vigor, afirmando que se consideraba más fuerte que nunca, y al final serían efectivamente las compañías de seguros las explotadoras de su credulidad. Luego terminaba, con una displicencia de rico: —Caro resulta eso; pero ¿qué importa?… Es plata que voy depositando para los míos. Una mañana le escuché estas mismas palabras en un banco, cuando formábamos grupo en la antesala del gerente varios aspirantes a un préstamo inmediato… 82
Y de pronto la muerte, una muerte inesperada, que muchos llamaron «estúpida», por su absurda inoportunidad; como si alguna vez la muerte pudiera resultar oportuna. Era en verano y la familia del doctor estaba pasando una temporada en las islas del Tigre. Estas islas están cerca de Buenos Aires, y las forma el río Paraná al desembocar en el estuario llamado río de la Plata: una red intrincada de canales navegables entre tierras medio sumergidas, cubiertas de una vegetación frondosa, siempre verde. Es un lugar hermoso, digno de servir de escenario a un poema. Lo malo es que nunca ha ocurrido en él nada digno de mención. Muchos ricos de Buenos Aires, especialmente las familias de origen antiguo, tienen una casa de recreo en las inmediaciones del Tigre, y doña Zoila había creído indispensable poseer un edificio igual, para complemento de su lujoso hotel, cerca del Parque de Palermo. Considero necesario decir de paso que las dos nobles viviendas estaban hipotecadas. El doctor pasaba las noches con su familia, acompañando a las niñas cuando bailan en el Casino del Tigre. Por la mañana tomaba el tren para ir a Buenos Aires y ocuparse en sus negocios, regresando al anochecer. Fue en uno de estos viajes de vuelta cuando el doctor cayó a la vía, al pasar de un vagón a otro. Nadie pudo explicarse claramente cómo ocurrió este suceso, que produjo tanta emoción en la ciudad. Lo cierto es que el cadáver del doctor fue encontrado hecho pedazos entre los rieles. Los periódicos hablaron largamente, censurando a la compañía del ferrocarril por el mal estado de su material. Había cerrado ya la noche y la obscuridad debió ser la verdadera causa de esta desgracia; pero también resultaba culpable de ella la empresa, por la vejez de sus vagones. Los puentes que los unían eran defectuosos; 83
las portezuelas se abrían solas. Indudablemente un hombre como el doctor Pedraza, preocupado a todas horas por sus negocios, al pasar distraído de un vagón a otro, había sido víctima de tales deficiencias. Sus funerales fueron magníficos. Los diarios publicaron largas biografías de él, considerando su trágica muerte como una pérdida nacional. ¡Ah, doctor! ¡Heroico doctor!… Unos pocos nada más nos mirábamos fijamente al mencionar su nombre. Nos hablábamos con los ojos, leíamos mutuamente en ellos nuestro común pensamiento; pero nadie se atrevía a expresarlo con palabras. Algunos hubiesen querido hablar; pero ¿cómo interrumpir con suposiciones malévolas, inoportunas y peligrosas la unanimidad del sentimiento público por la pérdida de un ilustre hijo del país?… El duelo general había servido para demostrar cuán numerosas eran las amistades de la familia del llorado doctor y el prestigio de doña Zoila en la alta sociedad (¡una Pérez Zurrialde!). La señora viuda de Pedraza y sus hijas cobraron dos millones de pesos de las compañías de seguros. Todos admiraron la previsión de este buen padre de familia. Lo tenían por rico; dejaba a los suyos una gran fortuna (aunque indudablemente algo quebrantada por la crisis del momento), y había que añadir a tal herencia los importantes seguros sobre su muerte. El dinero siempre llega a tiempo, y en esta ocasión serviría para suavizar el dolor de la familia. Doña Zoila libró de hipotecas sus propiedades, y al poco tiempo la suerte –a la que el pobre doctor abría inútilmente la ventana para que entrase– se decidió a ir en busca de sus herederos. Pasó la crisis nacional, circuló otra vez la riqueza; el mundo, que necesita para vivir panecillos y bistecs, compró a buen precio los trigos y las reses; 84
las dos estancias de la familia, limpias de réditos, proporcionaron magníficas rentas. La señora viuda de Pedraza continúa siendo una de las primeras matronas del país. Llama, como siempre, la atención de todos por su elegancia; pero ahora es una elegancia de noble dama que ha renunciado a dar envidia a sus amigas; una elegancia a base de colores apagados, de ricas blondas y joyas sólidas. Para que un concierto o una función teatral de caridad tengan público hasta en los pasillos es preciso que ella la organice. Los comerciantes tiemblan al verla presidenta de una nueva institución benéfica, sabiendo que esto significa un tributo más que tendrán que pagar con miedosa sonrisa, so pena de verse sin clientela. Los comediantes célebres, los concertistas, los escritores que llegan de Europa a dar conferencias, están condenados al fracaso si no cuentan con su protección. No ha vuelto al viejo mundo; pero desde Buenos Aires legisla sobre materias de elegancia, y los comisionistas de modas que llegan de París van a enseñarla sus novedades antes que al público. Todas sus hijas se han casado ya. Los nietos empiezan a tirar de su falda, y cada vez que siente una fugaz simpatía por cualquiera de sus yernos, le dice suspirando: —Hijo mío, solo deseo que sea usted tan bueno para la familia como lo fue mi finado el doctor.
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El sol de los muertos
V. Blasco Ibá ñez
Su persona y sus obras
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unas semanas, Le Figaro, de París, en un artículo sobre los escritores contemporáneos de más público, decía así: «Kipling, D’Annunzio y Blasco Ibáñez son hoy los tres novelistas más leídos en toda la tierra». Así es. Jamás ningún autor español de la época moderna llegó a obtener la popularidad universal que gozan las novelas de Blasco Ibáñez. Estas han sido traducidas a todos los idiomas, y lo que es más apreciable, obtienen en cada lengua la misma popularidad que si fuesen escritas por un autor del país. El hecho de ser traducida una obra no significa, generalmente, que el autor extranjero sea conocido por eso en el país donde se hace la traducción. En España se traducen con mucha frecuencia autores de fuera, haciéndose de la obra una tirada de mil ejemplares, que rara vez llegan a venderse, y el novelista traducido queda después de esto casi tan ignorado como antes. Las traducciones de las novelas de Blasco Ibáñez al francés, inglés, ruso, italiano, etc., gozan en el país donde aparecen los mismos honores que si fuesen obras de un autor célebre nacional. Se venden miles y miles de ejemplares, se renuevan las ediciones, los grandes diarios hablan ace
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de ellas; los editores, después de la edición corriente, publican ediciones ilustradas, ediciones económicas o las reproducen en colección de obras completas. Algunas veces –como ocurrió en los Estados Unidos con Los cuatro jinetes del Apocalipsis– el novelista español obtiene un éxito de venta enorme, inaudito, mucho más grande que el de los novelistas ingleses. De Los cuatro jinetes del Apocalipsis en lengua inglesa van vendidos cerca de dos millones de ejemplares. Los críticos de los Estados Unidos afirman que, después de La cabaña del tío Tom, que fue la novela contra la esclavitud que provocó la guerra de Secesión, Los cuatro jinetes del Apocalipsis es el libro que más se ha vendido en aquel país. El público francés considera a Blasco Ibáñez como un novelista de su propia nación. En Inglaterra y los Estados Unidos los autores ingleses le aprecian y le tratan igualmente como uno de los suyos. Todos los públicos de Europa conocen su nombre y compran sus obras. Sus ediciones son las más importantes de cada nación: Calmann-Levy y Flammarion, en Francia; Constable y otros, en Londres (la casa Constable empezó editando a Walter Scott); Dutton, en Nueva York, etc. De cada una de sus novelas se publican tres distintas ediciones en inglés: una en Inglaterra, otra en los Estados Unidos y otra en Australia. Más de treinta traductores, muchos de ellos escritores notables en su patria, esperan la aparición de un nuevo libro de Blasco Ibáñez o de alguno de sus cuentos para trasladarlo inmediatamente a sus respectivos idiomas. Como ya he dicho, ningún autor español moderno consiguió jamás este éxito universal, esta fama tan extensa. En muchas naciones apartadas se nos conoce por Blasco Ibáñez y sus libros. Los españoles que viajan lo saben por experiencia propia. En los lugares más lejanos de Europa o en América, cuando hablan de España con gentes del país 90
que son de alguna ilustración, siempre encuentran a alguno que ha leído a Blasco Ibáñez. Tal vez el novelista español ha conseguido esta celebridad extraordinaria por ser el escritor que menos se preocupó en su vida de la gloria. Como al mismo tiempo que novelista fue siempre hombre de acción, ocupándose en empresas ajenas a la literatura, no pensó nunca en cultivar su fama, y muchas veces ni siquiera contestó a los traductores y editores que deseaban traducir sus primeras obras. Bien sabido es que el célebre traductor francés Herelle tuvo que escribir más de una docena de cartas al joven autor de La barraca para conseguir que este le contestase dos líneas dándole autorización para traducir dicha novela. Y, sin embargo, fue la traducción de La barraca, llamada en francés Terres maudites, la que inició la celebridad internacional de Blasco Ibáñez. Este hombre exuberante y fuerte, todo actividad y entusiasmo, ha sido agitador revolucionario, luego diputado, después viajero y colonizador, y, finalmente, propagandista de los aliados durante la guerra. Y me abstengo de mencionar otras empresas aventuradas, audaces y un poco fantásticas, en las que invirtió gran parte de su impetuosa actividad. Al mismo tiempo que realizaba todo esto, escribía sus novelas, aprovechando para la labor literaria los breves periodos de descanso de su vida tumultuosa. En esto fue semejante a los grandes autores de nuestro Siglo de Oro, hombres a la vez de acción y de pluma, que, como el gran Cervantes, fueron soldados, marinos, cautivos, empleados y, además de todo esto, escribían. Blasco Ibáñez, por primera vez en su existencia, se dedica desde hace unos tres años a ser novelista nada más. Antes, al mismo tiempo que novelista, era otras cosas, que le obligaban a vagar por el mundo o le impulsaba en España a mezclarse en los vulgares incidentes de la vida política. No contestaba las cartas en las que le pedían autorización 91
para traducir sus libros, ignoraba lo que decían de él fuera de E spaña, producía sus novelas por una necesidad irresistible de d esahogar su fantasía creadora, pero sin ocuparse apenas de su corrección y olvidándolas completamente. Repito que no hay novelista en España ni fuera de ella que se haya preocupado menos de la celebridad, ni del dinero ganado literariamente, pues el dinero lo buscó siempre en negocios que exigían aventura y riesgo de la vida. Y, sin embargo, la gloria que, como dijo alguien, «por ser mujer busca siempre a los que la desdeñan», ha venido a su encuentro con una vehemencia y una constancia que muy pocos conocieron. Y en compañía de ella también llegó el dinero que este hombre enérgico, de acción y de aventura, había ido a buscar como colonizador en los fríos desiertos de la Patagonia. No voy a hacer la biografía de Blasco Ibáñez. Su vida es una novela, como ha dicho un escritor francés 1, y necesita para ser contada un volumen de muchas páginas. Su personalidad literaria puede resumirse diciendo simplemente: «Blasco Ibáñez es un novelista, el más novelista de los novelistas, y no es, ni será otra cosa, que un novelista». El antiguo refrán de «el poeta nace y no se hace» se refiere indudablemente al novelista, que es un poeta por la invención. El versificador puede «hacerse» a fuerza de constancia; el inventor de historias que reproduce la vida, fijándola sobre el papel con toda su fuerza latente, no se «hará», por más que estudie. Es una facultad la del verdadero novelista que se posee desde el nacimiento, y no se adquiere. 1. V. Blasco Ibáñez, sus novelas y la novela de su vida, por Camilo Pitollet. Traducido del francés por Tulio Moncada. Un volumen de 300 páginas con numerosas láminas, 5 pesetas. Editorial Prometeo (N. del A.). 92
Frecuentemente se confunden al escritor y al novelista, equivocación que provoca errores y desorientaciones. Se puede ser un gran escritor y un perverso novelista; lo que ocurre las más de las veces. En nuestros tiempos se publican muchos libros, artísticamente escritos, con el título de novela, que no son novelas. Su lenguaje es impecable, el autor exhuma palabras viejas y hace prodigios de brillantez de estilo; pero la historia que cuenta resulta absurda o es una tontería; sus personajes resultan de trapo y se caen; sus descripciones no impresionan al lector. Algunos se preguntan cuál es el secreto de ese éxito universal y espontáneo obtenido por Blasco Ibáñez, y para averiguarlo se meten en disquisiciones que revelan más molestia y envidia que deseo de conocer la verdad. El secreto, a mi juicio, es bien sencillo. Blasco Ibáñez es un verdadero novelista, un gran novelista, y como estos no abundan mucho, se comprende la general aceptación que obtiene nuestro compatriota. De las novelas bien escritas, pero que no son novelas, cuando son traducidas a otro idioma, queda muy poco, o no queda nada. En cambio, no hay obra de Blasco Ibáñez que no resista perfectamente las peligrosas transformaciones de la traducción. Sea esta mejor o peor, la novela se mantiene con toda su robustez, las descripciones guardan su vigor y los personajes españoles de Blasco Ibáñez hablan en inglés, en francés o en ruso, siguen viviendo, porque son verdaderos hombres y verdaderas mujeres, seres humanos iguales a los de la realidad, y no pálidos fantasmas creados por un talento puramente libresco, que se desvanecen apenas los despojan de la trabajada y artificial envoltura de su lenguaje original. Yo he oído decir a Blasco Ibáñez algo que define vigorosamente su cualidad nativa de novelista: —Hay muchos que producen novelas porque cuando ellos nacieron ya las habían escrito otros. Si al venir a la vida no hubiesen encontrado 93
libros, nunca se les habría ocurrido escribirlos. Yo, en cambio, tengo la certeza de que al nacer en un país salvaje, sin literatura, sin novelas, sin lenguaje escrito, habría hecho por las mañanas varias leguas de marcha para llegar a la cabaña del vecino más próximo y decirle: «Compañero, vengo a contarle una historia muy interesante que se me ocurrió anoche…». Yo he nacido para contar historias. Siento la necesidad de crear novelas, tan imperiosamente como necesito comer y beber. Ese es el secreto que buscan algunos para explicarse el éxito inmenso de Blasco Ibáñez, secreto fácil de descubrir, pero que no quieren ver, a pesar de su evidencia. La obra de Blasco Ibáñez refleja su propia vida. Este gran novelista produce con arreglo al medio en que existe. Sus novelas deben agruparse en una clasificación que puede llamarse «geográfica». Cuando vivía en Valencia y era agitador revolucionario, produjo los Cuentos valencianos, Arroz y tartana, Flor de mayo, La barraca, Entre naranjos, Cañas y barro, o sea la vida de sus compatriotas en la ciudad, en el mar, en la huerta, en los naranjales, en el lago de la Albufera. Hasta se sumió en el pasado histórico para resucitar en Sónnica la Cortesana la heroica resistencia de Sagunto, la primera de las ciudades valencianas. La demostración de la fuerza «humana» que posee nuestro gran novelista está patente en sus primeras obras. Estas novelas tan valencianas han sido traducidas a numerosos idiomas, y los públicos más diversos las han comprendido. Escritas por otros autores habrían resultado, indudablemente, aburridas o ininteligibles. Hechas por Blasco Ibáñez tienen un interés universal. Esto se debe a que son historias humanas, y lo mismo que se destacan sobre el fondo de un paisaje de Valencia podrían desarrollarse en Rusia o en los Estados Unidos. Son episodios de la vida general, expresados con una fuerza maravillosa que engaña 94
al lector, haciéndole creer que contempla la realidad. Esto es lo que las hace ser comprendidas por todos los públicos. Luego, al vivir Blasco Ibáñez en Madrid como diputado y viajar por España, produjo sus novelas La catedral, El intruso, La bodega, La horda, La maja desnuda, Sangre y arena y Los muertos mandan, obras que pueden comprenderse bajo el título de «novelas nacionales». Su vida en América y sus aventuras de colonizador del desierto le tuvieron más de cinco años sin escribir. Estos paréntesis no son raros en la vida de un novelista que es, al mismo tiempo, hombre de acción. Nuestros autores del siglo XVII, que fueron hombres de espada al mismo tiempo que escritores, pasaron también largas temporadas sin producir. Pero Blasco Ibáñez, mientras vivió como jinete de la llanura patagónica, fue almacenando observaciones y estudiando tipos extraordinarios, como muy pocos novelistas han podido hacerlo. Después de este periodo de vida dura y aventurada, quiso hacer una serie de novelas evocadoras de la grande obra de España al dar vida a diecinueve pueblos de América. El prólogo de esta obra colosal, que iba a constar de más de una docena de novelas, fue Los argonautas. Pero un mes después de publicado este libro, en 1914, surgió la guerra, y el novelista, que, como ya he dicho, refleja su propia existencia en sus obras, se lanzó a escribir novelas inspiradas en el cataclismo europeo. Estas son tres: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Mare Nostrum y Los enemigos de la mujer. Luego, en plena paz, retirado en su magnífica vivienda de la Costa Azul, ha vuelto a pensar en sus novelas americanas, aprovechando el precioso caudal de observaciones recogidas en el Nuevo Mundo: un verdadero tesoro literario que ningún otro autor célebre puede poseer, pues nadie ha vivido su vida de hombre de acción. 95
La tierra de todos, su último libro, es una evocación vigorosa e interesante de la existencia ruda y aventurera del novelista en Patagonia. Sus próximas novelas parece que serán igualmente evocaciones de la España de los navegantes y los conquistadores, y descripciones de la América actual. De todas las condiciones artísticas de este gran novelista, la más saliente y reconocida por todos es su facilidad y su fuerza para la descripción. Lo que él describe queda fijo para siempre en la memoria del lector. Este ve con toda claridad lo que el novelista quiere hacerle ver. «Pinta con la pluma», es el elogio que hicieron de Blasco Ibáñez desde la aparición de sus primeras novelas. Un detalle para terminar. Muchos, a los que molesta o extraña, según parece, la celebridad universal de este famoso novelista, hacen elogios exagerados y únicos de sus primeras novelas (las novelas de Valencia), dando a entender que así juzgan inferiores a ellas todas las demás. No quiero decir nada contra los que piensan así de buena fe. Cada uno puede preferir lo que más le guste, y la variación en los gustos es infinita. Pero en algunos se adivina mala fe y pequeñez de ánimo al hacer esta apreciación. Creen que elogiando únicamente las novelas de Valencia achican de este modo la personalidad de novelista español más famoso actualmente en el mundo entero. Gritan ahora de entusiasmo ante La barraca porque Blasco Ibáñez ha escrito Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Mare Nostrum, pero falta saber si antes de que escribiera tales libros se acordaban de La barraca como ahora. Su gusto, según parece, hubiera sido que Blasco Ibáñez viviese siempre en Valencia, de novelista provincial, moviéndose hasta el cansancio dentro de un círculo estrecho, repitiendo las mismas novelas con los mismos personajes y las mismas descripciones. Y al ver que ha volado 96
tan alto, hasta colocarse entre los primeros novelistas actuales del mundo, les entra un amor exagerado y sospechoso por sus primeras obras. A algunos les falta muy poco para dolerse de que este gran novelista contribuya con su celebridad a difundir el nombre de España en el mundo entero. Por su gusto se habría quedado siempre en Valencia este escritor, que, precisamente, es el único novelista español que ha viajado, que ha corrido la tierra y puede continuar una vida de incesante excursión y estudio, dando ambientes nuevos de humanidad y universalidad a nuestra novela. Y la novela española, que abunda en obras notables, peca casi siempre por estrechez de escenario y por monotonía.
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i uando hablaban a Montalbo de su celebridad universal, el famoso escritor francés quedaba pensativo o sonreía melancólicamente. ¡La gloria!… Alguien la había sintetizado diciendo que es simplemente «un apellido que repiten muchas bocas». Un escritor, amigo de Montalbo, le daba otro nombre. La gloria era «el sol de los muertos». Todos los hombres cuyo recuerdo guarda la Historia, célebres en vida y después de su muerte, o desconocidos mientras vivieron y elogiados cuando ya no podían oír sus alabanzas, perduraban, con una existencia inmaterial, bajo la luz de este sol que solo alumbra a los que ya no tienen ojos para verlo. Montalbo sentía un escalofrío de pavor al pensar en el astro que solo existe para unos cuantos. Deseaba que iluminase muchos siglos su tumba. En realidad, todo lo que llevaba hecho era para conseguir esta distinción póstuma. Pero al mismo tiempo veía imaginariamente la gloria como una estrella roja y mate, de luz aguda y glacial, semejante a esos rayos descompuestos en los laboratorios, que deslumbran y no emiten ningún calor. El sol de los muertos le hacía descubrir nuevos encantos en el vulgar sol de los vivos, astro que alumbra infinitas miserias, pero trae también en su curso impasible muchos días de corta felicidad.
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¡Y pensar que por obtener un rayo de este sol de las tumbas, los hombres creaban interminables guerras, oprimían a sus semejantes, eran sordos y ciegos ante las magnificencias de la Naturaleza, y daban a la ambición el sitio del amor!… Recordaba también el poeta los eclipses y los caprichos rotatorios del tal astro, esplendoroso y frío, que deja en insondable noche todo el porvenir, solo alumbra una reducida parte del presente, y reserva sus cascadas de luz infecunda para las inmóviles llanuras del pasado, para los polvorientos campos de la Historia, llenos de ruinas y silenciosos como un cementerio. Montalbo no estaba seguro de lo que podría encontrar más allá de la muerte; no tenía siquiera la certeza de encontrar algo, fuese lo que fuese; pero los vivos consideraban la gloria, «el sol de los muertos», como algo de indiscutible realidad, y él se apoyaba en tal afirmación para imaginarse cómo sería su existencia de ultratumba. Su cuerpo iría pulverizándose mientras los hombres todavía vivos repetían su nombre y se lo pasaban a otros hombres, como un depósito, antes de morir a su vez. Y él, por todo recreo –si es que continuaba existiendo después de la muerte–, contemplaría cómo brillaba sobre su fosa aquel resplandor, crudo y glacial, de luz química. El grande hombre, que ya empezaba a sentirse viejo, repelía estremecido estas evocaciones de su imaginación. ¿Para qué ocuparse en vida de la inmortalidad literaria, que es la más azarosa de las loterías?… El sol de la gloria iluminaba caprichosamente la tumba de muchos hombres a los que nunca calentó mientras vivieron. En cambio, como una mujer veleidosa, envolvía en el cono de sombra pendiente de su espalda a otros que acarició mientras existían. Además proyectaba su resplandor sobre unos pocos con tal generosidad, que iluminaba a la vez sus personas y sus obras, mientras a los más 100
solo les tocaba el rostro con un rayo único, dejando en la lobreguez del olvido todo lo que produjeron como justificación de su renombre. Sonreía tristemente Montalbo al pensar en su celebridad que tantos envidiaban. Sus libros, ahora famosos, tal vez resultasen despreciables antes de cincuenta años. «La mayoría de las obras célebres del pasado –pensaba– no llegaron hasta nosotros, y solo las admiramos por el testimonio de algunos contemporáneos que nos afirman su excelencia. Otros libros antiguos han sobrevivido, pero solo los leen unos cuantos eruditos. El gran público huye de ellos, alabando al mismo tiempo al autor por un convencionalismo tradicional. Mi fama presente se disolverá pocos años después de mi muerte. Tal vez si sobrevive y logra salir por la otra boca del túnel del primer olvido que atraviesa toda celebridad difunta, será un simple nombre en los diccionarios y una lista de libros que nadie lea». En sus horas de pesimismo consideraba con cierto menosprecio todas las grandezas intelectuales de la civilización humana, tenidas por eternas e inconmovibles. Que el mar subiese de nivel unos cuantos metros, invadiendo las tierras; que la corteza terrestre se resquebrajase con la infinita perforación de una viruela de volcanes; que nuestro planeta, en una desviación de su órbita, se alejara del sol o se aproximase a él, y toda la vida humana, con sus orgullos, sus variedades y sus ensueños, desaparecería en unos minutos, perdiéndose en el aire como mariposas de ceniza los libros, los cuadros, los monumentos… La gloria merecía su título de «sol de los muertos». Era algo negativo y engañoso como la muerte, sobre la cual construyen los hombres tantas ilusiones religiosas. Pero el escritor, necesitando de pronto un consuelo espiritual, abandonaba estos lóbregos pensamientos sobre el más allá, 101
c oncentrando su vista en el presente. La gloria era entonces para él algo positivo y agradable, mientras vive el que la disfruta. Montalbo sentía su calor vivificante, igual al del sol que ilumina a los vivos. No podía quejarse de ella. Había transformado su existencia con la exuberante generosidad del calor de los trópicos, que desarrolla atropelladamente el germen errante e imperceptible caído en el suelo, haciéndole remontarse como un vigoroso chorro vegetal, cargado de vida rumorosa y sólida. Recordaba sus días penosos, los días de su primera juventud, cuando el astro que en sus horas meridianas da una vida fingida y gloriosa a los muertos aún no le había tocado con los rayos de su amanecer. Sus primeros avances habían sido lentos y tristes. Tenía que abrirse paso en Francia, y no había nacido en ella. Su padre pertenecía a una familia ilustre, radicada en una república de la América del Sur. Sus abuelos habían sido ricos de un modo fabuloso, con propiedades extensas como Estados. El primero de la familia era un héroe de la conquista del Nuevo Mundo, un capitán navegante de España, don Alonso de Montalbo, fundador de la misma ciudad en la que había nacido el poeta. Estando en París, su padre se había casado con una francesa, llevándosela después al otro lado del Océano. Tenía todas las cualidades buenas y malas del criollo antiguo: caballeresco y dilapidador; sentimental y cruel; capaz de los más disparatados sacrificios por la mujer amada, y capaz igualmente de olvidarla por una mulata del campo, horas después. Al examinarse interiormente, Montalbo encontraba muchas veces el carácter de este padre, que no había conocido nunca, pues el criollo murió cuando él solo contaba unos meses de vida. Lo asesinaron en una revuelta política, y como había despilfarrado los 102
últimos restos del patrimonio de los Montalbo, considerablemente disminuido de generación en generación, la viuda se volvió a París. Este niño que llevaba el nombre español de José María y un apellido de conquistador balbuceó sus primeras palabras en francés. La madre le hablaba siempre en su idioma. Pero al mismo tiempo, en la cocina, el pequeño Montalbo se veía obligado a aprender el español para entenderse con Bernarda, una mestiza de labios abultados, ojos de brasa y muecas de continua protesta. Se quejaba del frío de París, de la maldad de sus habitantes, que se empeñaban en hablar de otro modo que los demás cristianos; pero seguía a la señora en sus andanzas y pobrezas por no abandonar al niño, que recibía sus caricias lo mismo que un gozque travieso y gracioso. El escritor olvidaba las privaciones de su infancia, la dificultad con que hizo sus estudios, el aislamiento que le creó muchas veces su nombre exótico, la muerte de su madre, a consecuencia de tantas privaciones disimuladas, y las miserias de su primer matrimonio, para fijarse en las comodidades y larguezas de su existencia presente. Después de la dura iniciación que había sufrido para llegar hasta la gloria, esta se mostraba de una generosidad incansable. Sus libros eran leídos por millones de personas. Los traductores los aguardaban impacientes para darles el ropaje de una nueva lengua, y se esparcían por la tierra entera como mariposas brillantes, cuyo vuelo triunfador contemplaban las gentes con ojos admirados. Sus sonetos obtenían celebridad, hasta en los países donde no podían leerlos en su forma original. Sus obras teatrales se mantenían en los carteles, algunas veces, años enteros. En los últimos tiempos, el cinematógrafo había añadido el encanto de la plasticidad y el movimiento a muchas de sus historias novelescas. 103
Todo este éxito había traído como consecuencia práctica el bienestar y la riqueza. El pequeño criollo, que intentó muchas veces conmover con sus gracias a la cobriza Bernarda para que le diese un segundo pedazo de pan, sin que esta pudiese atenderle; el bohemio que más de una noche había vagado por las calles de París, falto de refugio, después que se cerraban los cafés, poseía ahora un hotel particular con vasto jardín en el barrio de Passy2, cerca del Bosque de Bolonia, lujosa vivienda que visitaban con veneración sus admiradores, y excitaba la envidia de muchos de sus camaradas literarios. Había comprado además un castillo histórico en las orillas del Loire, donde pasaba los meses de otoño, y en invierno descendía a la Costa Azul para ver el carnaval de Niza y el público abigarrado e interesante de Montecarlo. Poseía dos automóviles. El correo le entregaba diariamente cartas admirativas de los lugares más apartados de la tierra. Todos le llamaban «querido maestro». Los más le respetaban como un hombre eminente de su época. Algunos lo discutían hasta la calumnia, preocupándose de él a todas horas, lo que representa una nueva forma de la admiración… Nunca, ni aun en sus momentos de más exagerado optimismo, había podido imaginar el Montalbo de los años juveniles de miseria que llegaría a ser tan favorecido por la gloria y el éxito material. Pero el hombre es una eterna inquietud, una duda incesantemente renovada, y el novelista, acostumbrado al análisis psicológico de los seres imaginarios que figuraban en sus historias, al examinarse a sí mismo, se preguntaba muchas veces: —¿Verdaderamente soy feliz?… 2. Antes de trasladar su residencia a la rue Rennequin, en 1915, el propio novelista vivió en un bonito hotel, con jardín, situado en este barrio parisino, refugio de escritores y artistas. 104
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Después de los veinte años, cuando, muerta su madre, se fue a
vivir al Barrio Latino, conoció Montalbo al mismo tiempo las angustias de una juventud mísera que no acierta el modo de conseguir juntos el pan y el renombre, y las primeras satisfacciones del amor. En realidad, más que el amor, lo que saboreó en dicho tiempo fue el orgullo de su vanidad varonil. Aún no había llegado la época en que los hombres resolvieron suprimir sus adornos capilares, abominando de la barba y la cabellera, como algo anacrónico y poco limpio. Todavía la influencia sajona no había puesto de moda el bigote cortado a raíz o el rostro completamente afeitado. Todos los que aspiraban a la gloria de las letras o las artes, para distinguirse de los burgueses, dejaban crecer los adornos naturales de su cabeza, imitando con exuberancia los penachos y melenas que en el reino animal distinguen al macho soberbio, ambicioso y batallador, de las otras bestias, obscuras y humildes. Montalbo, mal vestido y mediocremente alimentado, conseguía muchas veces que las mujeres elegantes, al cruzarse con él en la calle, volvieran los ojos con repentino interés: —¡Qué cabeza de artista!… De sus remotísimos ascendientes los árabes andaluces, abuelos del conquistador que se embarcó para el Nuevo Mundo, tenía la barba suave, negra y rizosa, la nariz de curva enérgica y unos ojos cuyas pupilas parecían acariciar con la finura del terciopelo. Su rostro, de morena palidez, estaba como encuadrado por dos crenchas, intensamente negras, que descendían hasta más abajo de sus orejas. Las muchachas del Barrio Latino, estudiantas rusas, modelos de pintor o simples aspirantes a la conquista de numerosas joyas y un 105
hotel lujoso al otro lado del río, lo admiraban por su «belleza exótica», como ellas decían3. Una que en fuerza de visitar «estudios» ostentaba cierta erudición artística le había apodado Velázquez, por encontrarle cierto parecido con los caballeros españoles retratados por el maestro. Sus amigos, que conocían la historia de sus ascendientes y el lugar de su nacimiento, lo llamaban «Montalbo el Conquistador». Fue en esta época cuando conoció a Duprat y a su hija Matilde. Este escultor, ya entrado en años, y predispuesto siempre a atribuir su falta de éxito a maquinaciones y envidias de artistas célebres que empezaron a trabajar al mismo tiempo que él, buscaba la compañía de la juventud. Los principiantes le respetaban, llamándole «maestro», por sus años más que por sus obras. Además escuchaban con delectación su verbosidad demoledora, sus interminables declamaciones de hombre agriado por la mediocridad. Al final de un callejón de Montrouge tenía su pobre estudio: antigua cuadra en el fondo de un jardín abandonado. Allá iban a juntarse por las tardes, procedentes del Barrio Latino o de Montparnasse, muchos jóvenes buscadores de gloria y de riqueza por los diversos caminos de la literatura, la música o las artes plásticas. 3. El novelista reconstruye el pasado de Montalbo con diversos elementos autobiográficos. De un lado, la apariencia romántica que le conferían su barba y caballera durante su juventud. De otro, sus relaciones con jóvenes rusas cuando estuvo exiliado en París entre 1890 y 1891. En este sentido, Libertad Blasco Ibáñez evocaba la llegada de su padre al Hotel des Grands Hommes del siguiente modo: «En un carrito de mano empujado por varios amigos iban las maletas y los libros. Blasco, delante, con un gran busto de yeso de la República, y a su lado, portando un quinqué encendido, una modelo de artistas, judía rusa que estaba desterrada en París por un complot nihilista» (Vicente Blasco Ibáñez: su vida y su tiempo, revisión de E. J. Sales Dasí, València, Ajuntament, 2016, p. 68). 106
El odio a los antecesores que habían paladeado ya la miel del éxito, el afán innovador del entusiasmo, el menosprecio a los «viejos», que muchas veces no era más que una manifestación torcida de la envidia, los unía a todos con fraternal amistad. Además, el escultor, en las tardes de invierno, ponía al rojo más vivo la estufa de su estudio, y este fuego parecía atraerlos, cansados de sufrir en sus míseros cuartos de hotel o en sus buhardillas los agudos mordiscos del frío. Otro atractivo del estudio de Duprat era la presencia de su hija. Los amigos del escultor no se forjaban ilusiones vanidosas al pensar en esta muchacha, de aspecto modesto, concisa en palabras y que mostraba en todos sus actos la voluntad tranquila y firme de una excelente dueña de casa. Muchos se preguntaban cómo había podido nacer esta criatura de un padre tan desordenado como Duprat. Nadie había conocido a la madre, y los más suponían a Matilde fruto de las relaciones del bohemio con alguna mujer del pueblo, hacendosa y vulgar, que desapareció luego de su existencia, dejándole este recuerdo viviente. Era inútil todo intento de enamorarla. Los que venían por primera vez al estudio adoptaban es vano actitudes de artista genial seguro de su gloria futura o se mostraban como graciosos aturdidos, hábiles para hacer reír a una mujer con sus palabras. No tardaban en convencerse de que perdían su tiempo. Matilde vivía entre ellos como si estuviera de paso y perteneciera a otro mundo. Hasta le era imposible ocultar cierto menosprecio por las ideas y costumbres de estos jóvenes y de su padre. Ella amaba el orden, la previsión, la limpieza, el hogar tranquilo, donde todo se desarrolla metódicamente. Tenía una hermosura «apagada y gris», como decían los visitantes del estudio, que parecía el reflejo de su alma discreta y humilde; una hermosura que no se dejaba ver en el primer momento, 107
r evelándose al observador poco a poco, en el transcurso de los días. Los amigos del padre se preguntaban con aire de duda si Matilde era hermosa. Al fin le reconocían cierta belleza, pero añadiendo: —No es para un artista; ha nacido para casarse con un burgués. Procuraba la joven mantenerse oculta en las habitaciones inmediatas al estudio. Después de pasar su adolescencia con unos parientes de su madre había tenido que acostumbrarse a las conversaciones algo libres del escultor y sus camaradas. Las palabras inconvenientes parecían resbalar sobre ella sin ser comprendidas. Su grave modestia pasaba sorda e impasible por este ambiente de bohemios violentos y desordenados. A pesar de tal inmunidad, procuraba apartarse de él siempre que podía. Únicamente en las tardes que el escultor obsequiaba a sus amigos con vino o cerveza, deseoso de hacerles ver que ganaba dinero a pesar de la envidia de sus compañeros célebres, Matilde aparecía en el estudio para servir a los invitados, tomando el aire de una buena dueña de casa. Montalbo se dio cuenta de la animadversión con que le distinguía esta joven sobre todos sus compañeros. Evitaba hablarle, parecía no oír sus cumplimientos o los acogía con visible despego. Le odiaba, sin duda, por aquella belleza exótica que tanto admiraban las muchachas licenciosas del Barrio Latino, y por ciertas historietas oídas a su padre y a los amigos de este, comentando las buenas fortunas amorosas del «Conquistador». El joven poeta era una concreción brillante y antipática de todos los desórdenes y jactancias que ella menospreciaba silenciosamente en los visitantes del estudio. Esta reprobación sorda de la joven hizo que Montalbo se fijase más en ella, con la insistencia de la vanidad lastimada. Una tarde, sin que ninguno de los dos supiera cómo ocurrió el hecho, se mira108
ron frente a frente. Sus ojos parecieron sufrir una mutua atracción, sosteniendo largo rato sus miradas. Los dos creían verse por primera vez. Él, que la había tenido siempre por una mujer insignificante, apta cuando más para ser la esposa de un pobre empleado, vio a través de su rostro tranquilo una belleza no sospechada hasta aquel momento, más fresca y atrayente que las de todas las mujeres que llevaba conocidas. Matilde, a su vez, creyó registrar con sus ojos los escondrijos del alma del poeta, y se dijo que el bello Velázquez era un excelente muchacho, mejor que todos sus camaradas, dando por no oídas las historias que le atribuían estos. Tampoco podía decir Montalbo al recordar su pasado quién fue el primero de los dos que reveló con palabras este amor repentino. Tal vez fueron ambos a un tiempo; tal vez no fue ninguno, pues adivinando la mutua atracción de sus voluntades, se consideraron ligados por el amor antes de decírselo. Empezaron a verse fuera del estudio, huyendo de aquel ambiente de gritos, maledicencias y fugaces entusiasmos, que olía a tabaco, a fiebre y a pobreza. Ella, valiéndose de la libertad en que la dejaba su padre, buscó a Montalbo para pasear juntos por el Bosque de Bolonia o algún jardín del otro lado del Sena, lejos de la orilla izquierda, donde podían tropezarse con gentes conocidas. Este amor sano y grave, que desde los primeros instantes les hizo hablar de su próximo matrimonio –como si no pudiera tomar otra forma que la reposada y legal–, dio a Montalbo una voluntad nueva, infundiéndole mayores fuerzas para el trabajo. Siguiendo las indicaciones de Matilde, encontró de más fácil tránsito los caminos en cuya entrada se detenía antes, descorazonado por los obstáculos que adivinaba en ellos. 109
La hija del escultor pareció influir en su destino, dándole una buena suerte, modesta, limitada, pero incesante. Fue en este período cuando revistas famosas publicaron sus versos y sus primeros cuentos, y empezó a ver retribuido su trabajo con pequeñas cantidades. El buen sentido de ella le hizo abandonar las publicaciones de cenáculo y las revistas de corta tirada, leídas únicamente por sus propios colaboradores y de las cuales no había que esperar dinero. Precisamente, cuando Montalbo empezaba a considerarse ya caminando hacia la riqueza porque su novia guardaba unos cuantos centenares de francos ganados por él que habían de servir para la instalación del futuro matrimonio, ocurrió un suceso que para el poeta casi equivalió a una catástrofe de tragedia. De todos los artistas célebres y ricos, a los que Duprat llamaba con desprecio «los consagrados», el único que este dejaba aparte, excluyéndolo de sus odios y tributándole una admiración relativa, era el famoso compositor Fontana. Este músico había continuado siendo amigo suyo desde los tiempos de pobreza juvenil. La música nada tiene que ver con la escultura, y Fontana, maestro glorioso, pero que solo entendía de su arte, trataba a Duprat de igual a igual, accediendo a considerarlo como un genio mal comprendido, ya que esta concesión no podía disminuir su propia gloria. El escultor, por su parte, correspondía a tal deferencia manifestando su admiración por la obra de Fontana: una admiración razonadora y con numerosas objeciones, pues era incapaz de venerar a nadie ciegamente, a excepción de sí mismo. Los primeros músicos eran para él los alemanes y los eslavos, unos porque habían muerto, otros porque vivían muy lejos; pero después de ellos, en el mundo solo existía Fontana. 110
Cuando, de tarde en tarde, aparecía el famoso maestro en el estudio del escultor, todos los contertulios de este se mostraban más agresivos en sus juicios y más ásperos en sus palabras. Era necesario que este hombre célebre que «había llegado» se enterase bien de su independencia y no creyese en una posible adulación. Hasta el dueño de la casa acogía al ilustre visitante con una excesiva familiaridad, haciéndole sentir el privilegio que representaba para un artista célebre y de carácter oficial ser recibido en esta reunión de genios independientes e ignorados. Algunas horas después los mismos jóvenes decían a sus compañeros de café: «Hoy he estado con Fontana, el más grande de los músicos después de Wagner»… Y seguían inventando hiperbólicos elogios en honor de aquel hombre que había estrechado su mano distraídamente, cruzando con todos ellos unas cuantas palabras. El escultor, por su parte, dividía el tiempo con arreglo a las visitas de su célebre amigo, y al recordar un suceso doméstico o exterior, decía reflexionando: «Eso fue dos días después de la última tarde que vino Fontana». Por la indiscreción de un amigo de Duprat, al que comunicaba este sus apuros pecuniarios y sus asuntos familiares, supo Montalbo lo que ocurría. El maestro Fontana estaba enamorado de Matilde y parecía deseoso de casarse con ella. Quedó el poeta asombrado por tal noticia, como si representase algo inverosímil. Fontana tenía cerca de sesenta años; era más viejo que el escultor. En su vida abundaban los episodios amorosos. De joven, como pianista célebre, había conocido la gloria en forma de aplausos y también de sonrisas femeniles y ojeadas prometedoras. Había abusado, según los comentaristas, de su brillante carrera, de ese poder de sugestión que tienen sobre las mujeres los 111
oradores, los cantantes y los músicos; influencia misteriosa que las hace estremecerse, oprimiendo su garganta muchas veces con un nudo histérico. Luego, sus óperas, graciosas y melancólicas, célebres en el mundo entero, y que siempre tenían por tema el amor, hicieron que toda extranjera de paso en París considerase indispensable llevarse un retrato de Fontana con dedicatoria. Pero el compositor parecía cansado de sus amores novelescos, más interesantes, tal vez, vistos por los extraños, que lo habían sido en la realidad. Matilde, con su belleza tranquila y reposada de dueña de casa, le hacía pensar en las vulgares delicias del matrimonio. Era el repentino entusiasmo por el huerto de la casa natal que siente el viajero cuando vuelve de dar la vuelta a la tierra, harto de frutos raros y lejanos. El célebre maestro quería casarse, como se habían casado sus progenitores, sintiendo una ternura algo senil al ver a esta joven que le recordaba las virtudes hacendosas de su madre. El escultor hablaba con entusiasmo a su confidente. —Es una verdadera suerte…, fíjate bien. Un hombre célebre, mucho dinero, y cuando muera –porque forzosamente debe morir antes que mi hija–, heredará Matilde todos sus derechos de autor, y hay que pensar que sus óperas se cantan en el mundo entero. No parecía sentir el padre duda alguna sobre la próxima realización de este matrimonio. Montalbo tampoco dudaba. Se vio débil, sin defensa, despreciable, al compararse con aquel hombre célebre. Por un momento se dijo que un pequeño poeta, aunque sea casi desconocido, tiene perfecto derecho a matar a un músico famoso, si le estorba; pero inmediatamente se extinguió su agresividad. ¿Qué podía hacer él, si Matilde sería indudablemente la primera en aceptar este matrimonio inesperado? ¿Cómo resistirse a las seducciones de la riqueza y de la gloria?… 112
También ejercía la gloria su influencia deslumbradora sobre él. Se acordó de muchas tardes de domingo en que había asistido a famosos conciertos, siendo una gota viviente del mar humano que oleaba de entusiasmo, agolpándose en la barandilla circular del teatro. Innumerables veces había aplaudido y aclamado las obras de este hombre. Hasta recordaba una disputa, que casi acabó a golpes, sostenida con varios que intentaron silbar una obra audaz, de la llamada «última manera», del maestro. En su niñez, la primera ópera oída por él fue una de Fontana. Su madre, sentada al piano, cantaba muchas veces, a media voz, una romanza amorosa que le hacía pensar, sin duda, en la lejana tierra de América, donde había sido feliz por breves años. Y esta romanza, que hacía brillar con el cristal de las lágrimas los ojos maternales, también era de él. ¿Cómo lanzarse a luchar con este hijo de la gloria?… Cuando habló con Matilde en un banco del jardín del Luxemburgo, su voz fue trémula y desmayada: una voz de niño sin amparo que va a llorar. —Sé que Fontana quiere casarse contigo. Tu padre celebra esto como un honor, y tú, indudablemente, lo aceptarás. Él tiene lo que yo no tengo: la gloria… ¡Es tan célebre! Matilde le miró con una expresión de asombro y de lástima; una de esas miradas que las mujeres en trato continuo con los hombres de talento guardan para acoger las tonterías que dicen en determinadas ocasiones. Luego sonrió. —¡Pero si Fontana es tan viejo!… Bien podría ser mi padre… Tal vez más que mi padre. Se detuvo unos segundos, y añadió con energía: —Ámame mucho y no te preocupes del maestro. Tú eres quien tiene lo que él ya no puede tener. 113
A Montalvo le zumbaron los oídos de emoción. En el primer instante se sintió orgulloso del triunfo de su juventud. Luego miró con cierta lástima a Matilde. Muy buena, muy dulce… y muy mujer. Deseaba que fuese su esposa, pero al mismo tiempo la juzgó vulgar y poco inteligente. ¡Hablar así del gran Fontana!… Al fin, mujer. Solo los hombres pueden apreciar lo que es la gloria.
iii
Evocaba Montalbo los primeros años de su matrimonio con la
melancolía que se recuerdan los tiempos de miseria cuando se es rico, o las aventuras peligrosas cuando se vive para siempre exento de riesgos. Consideraba este período de su existencia muy interesante; pero de ningún modo accedería a vivirlo por segunda vez. Se veía por la noche en el comedor del piso que ocupaban él y Matilde, en un edificio habitado por empleados modestos y obreros de buen jornal. Uno cualquiera de los salones de sus viviendas actuales era más grande que todas las habitaciones juntas de aquella casa en la que fueron a instalarse. El comedor servía a la vez de gabinete de trabajo. Hasta las primeras horas de la madrugada permanecía inclinado bajo el cono de luz amarillenta de la lámpara, escribiendo sobre el hule blanco que hacía veces de mantel. ¡Qué de ensueños, qué de esperanzas, transformadas repentinamente en dudas!… Entonces fue cuando produjo sus obras más famosas, pasando estas completamente inadvertidas al ser dadas al público. Una novela suya, que rodaba ahora por el mundo entero, llegando a sumar 114
varios millones sus ejemplares en diversas lenguas, había permanecido muchos años sin encontrar más de quinientos curiosos que quisieran leerla4. Obras teatrales escritas en aquella habitación – saturada por la cocina próxima de olores de alimentos mediocres rápidamente preparados– daban actualmente a su autor una renta cuantiosa, después de haber dormido largo tiempo olvidadas en los archivos de los empresarios o haber sido tenidas por inadmisibles. El maestro recordaba con emoción que algunas noches, al otro lado de la mesa, Matilde escribía igualmente. No lo hacía como su marido, en grandes hojas de papel, sino en un cuadernito, semejante al que usan las cocineras. Montalbo estaba seguro de que si buscaba un poco en los muebles antiguos de su biblioteca –cada uno de los cuales le había costado muchos miles de francos, sirviendo todos actualmente para guardar recuerdos de su época de pobre–, encontraría algunos de estos cuadernos conmovedores. Con los ojos en alto y mordiendo la pluma, daba caza a las rimas de sus pequeños poemas. Otras veces, frunciendo el ceño, movía la mano con la velocidad nerviosa del entusiasmo, desarrollando un capítulo de aquellas novelas sentimentales que habían interesado al público femenino de ambos mundos, acelerando la hora de su celebridad. Describía, con el vigor de las cosas vistas, el parque del lujoso castillo, las tertulias de los invitados a la cacería, las intrigas amorosas de esta sociedad elegante, el drama oculto bajo sonrisas 4. Similar información es la que ofrecía el autor a propósito de las cifras de ventas de la primera edición de La barraca: «Tampoco fue considerable el éxito del volumen. Creo que no pasaron de quinientos los ejemplares vendidos» («Al lector», La barraca, ed. de E. Sales, Barcelona, Vicens Vives, 2011, p. 6). 115
amables y palabras corteses, la psicología complicada y sutil de la duquesa protagonista de la fábula. Mientras tanto, Matilde, sentada al otro lado de la mesa, iba escribiendo en su cuadernito: «carbón, 1’50 francos; azúcar, 0’35; café, 0’70; pan, 1’25; carne, 2». Y cuando cesaba de escribir, sumando a continuación las cantidades, también fruncía el ceño, lo mismo que el novelista; pero era para lograr que el resultado de la adición se nivelase con la escasez del dinero disponible. En estos años de pobreza, Matilde fue madre dos veces: un niño y una niña; nacimientos que sirvieron para que el viejo escultor visitase la casa. El artista, libre e independiente, aún guardaba rencor a su hija por haberse negado a ser la esposa del célebre maestro. La crianza de los dos hijos fue agrandando las preocupaciones de la madre. Montalbo tuvo que extremar su trabajo para atender a las necesidades de una familia creciente. La primera educación de estos pequeños fue casi igual a la de los hijos de los obreros acomodados que eran vecinos suyos. Matilde, prematuramente envejecida por las faenas domésticas y la escasez de dinero, trataba con fraternal deferencia a estas vecinas, algo rudas, pero simpáticas. Todas veían en ella a una mujer de clase superior venida a menos, y en su marido a un hombre que alguna vez podría ser de los que escriben en los periódicos y acaban gobernando el país. Montalbo sentía los cosquilleos de la ternura lacrimosa y un vago remordimiento al evocar los sacrificios de su animosa compañera. Suprimía en el presupuesto doméstico el vino y el café destinados a ella, afirmando que eran nocivos para su salud, y de este modo lograba aumentar la compra de leche para sus pequeños. También descubría de pronto que la carne la hacía daño. Y mientras cuidaba 116
escrupulosamente del biftec y la botella de Burdeos para el marido, afirmando que un escritor que trabaja debe alimentarse bien para continuar su tarea, ella fingía inapetencia, confiando su nutrición al azar de las compras baratas o a los restos de la comida de su esposo. Avanzaba con lentitud el escritor en el aumento de la retribución por su trabajo, y cuando se creía condenado para siempre al regateo con editores que le menospreciaban, y a combatir sin éxito con la indiferencia de un público refractario a retener su nombre en la memoria, surgieron de pronto el éxito y la celebridad. Fue como una detonación que deslumbró y ensordeció a Montalbo. Nunca pudo saber qué día empezó a ser verdaderamente célebre; tampoco le era posible decir cuándo la riqueza, que había ignorado siempre su existencia, empezó a torcer el curso de su esquivez, yendo a su encuentro como un arroyo metálico. Después de grandes rebuscas en su memoria, acababa por decirse que su celebridad había empezado el día que el cartero le trajo montones de cartas y periódicos con sellos de varios países, y su riqueza cuando los editores, en vez de hacerle esperar en su antedespacho, le escribieron a su casa, llamándole «querido maestro» e invitándolo a almorzar. Después, su ascensión fue rápida, deslumbrante, sucediéndose los triunfos, como en esos ensueños donde desaparecen las tiranías de la ley de la gravedad y se vuela con una ligereza que salva todos los obstáculos. Los mismos editores que habían comprado sus libros en bloque y a poco precio, los pagaron por páginas, luego por líneas y, finalmente, las revistas extranjeras ajustaron sus cuentos a tanto por palabra. Los traductores aguardaban impacientes sus invenciones novelescas, para desnudarlas de su traje original y cubrirlas con las galas de nuevos idiomas, haciéndolas dar la vuelta a la tierra. Los públicos más diversos y lejanos contemplaban a Montalbo con la 117
misma ansiedad silenciosa que los árabes al cuentista de café, capaz de relatar durante meses y meses historias maravillosas, eternamente interesantes. En torno a su nombre se iba creando el mágico prestigio de los fabulatores, cuyas historias deleitaban a la plebe romana y que eran llamados para sentarse al pie del lecho del César, entreteniéndolo con sus novelas verbales en las noches de insomnio. Cuando Montalbo, interesante y poético relatador de fábulas, acababa de pasar los cuarenta años, empezó a caer la riqueza sobre él como incesante llovizna. Luego esta lluvia se convirtió en aguacero, hasta el punto de que el escritor decía, con una sinceridad despectiva, que, en el fondo, era puro fingimiento: —Ya empiezo a aburrirme de una ganancia tan enorme y continua. Al iniciarse esta riqueza, Matilde se fue del mundo. Habitaban entonces un pequeño hotel, cerca del parque de Monceau. Tenían varios criados. El automóvil ya existía, pero no era aún de uso corriente, y el novelista había comprado un cupé y un tronco de hermosos caballos para uso de su mujer. Él podía dar gusto a sus aficiones románticas, realizando en gran parte las ilusiones acariciadas en su juventud, y compraba muebles antiguos, tapices, casullas viejas, objetos litúrgicos, al mismo tiempo que iba formando una biblioteca enorme. Sus dos hijos se educaban en colegios de gran fama. Matilde, siempre más vieja que debía serlo por sus años, iba vestida modestamente, y su aspecto macilento contrastaba con la alegría juvenil de su marido victorioso. Únicamente sentía la satisfacción de su riqueza naciente al pensar en las caridades que podría hacer. Y de pronto, como si le fuese imposible acostumbrarse a tanta prosperidad, había muerto. 118
No podía tampoco acertar Montalbo, al evocar su pasado, cuál había sido la verdadera causa de esta muerte. Se había ido de su lado para siempre porque ya no era necesaria su presencia, porque se consideraba inoportuna en esta nueva atmósfera de triunfo y de lujo repentino. Tal vez la pobre había muerto pensando que su grande hombre quedaría de este modo con mayor libertad para continuar su camino glorioso. En los años sucesivos, el viudo se consideró efectivamente más suelto y ágil para seguir a la gloria, que marchaba delante de él como una amiga incansable. Todo lo que la celebridad puede dar a un hombre, él lo conoció. Ya no le era posible adquirir más viviendas lujosas; tenía importantes depósitos en muchos bancos; podía suspender su trabajo cuando quisiera, sin miedo al porvenir. Su nombre, al ser anunciado en voz alta, hacía volver las cabezas. Llegaban elogios hasta él de todos los rincones de la tierra; recibía honores oficiales, y, al mismo tiempo, una parte de la juventud, impaciente e iconoclasta, hacía una excepción en su favor, mirándole con cierta simpatía, como si fuese un joven eterno. A veces hasta se lamentaba de no ser objeto de frecuentes ataques, por creer necesaria alguna mancha de sombra en esta gloria de monótono brillo. El amor había venido igualmente a ponerse a sus órdenes como un esclavo de la celebridad, un amor menos tranquilo y regular que el que le había hecho conocer Matilde. En la cumbre de su madurez y en la primera parte del descenso de su existencia, seguía conservando Montalbo aquella b elleza v aronil admirada en otro tiempo por las muchachas del Barrio Latino. El antiguo «Conquistador» había recortado su barba y su melena para que resultase menos visible el brillo de las canas; en torno a sus ojos empezaba a extenderse el triste abanico de las a rrugas; pero 119
el brillo juvenil de sus pupilas, su sonrisa primaveral de triunfador satisfecho de la existencia, su cuerpo vigoroso y su perfil aquilino, herencia de soldados y navegantes, mantenían el antiguo interés inspirado por su persona. Las extranjeras de paso en París lo encontraban semejante a sus retratos, tal como ellas se lo habían imaginado leyendo sus libros. En los tés, encontraba muchas veces señoras, todavía hermosas, que le consultaban sobre problemas del alma, acabando por invitarle a contemplar a solas la caída del sol desde la terraza de Saint-Germain, o a pasear en la mañana por algún sendero misterioso del Bosque. Otras le visitaban en su vivienda, de cinco a siete de la tarde, para hacerle ver, a puerta cerrada, sus interioridades psicológicas. Lo que más le envidiaban algunos escritores jóvenes era la leyenda de triunfos amorosos que se iba formando en torno a su apellido. Montalbo guardaba un silencio discreto cuando alguien aludía en su presencia a esta celebridad. Otras veces aceptaba con sonrisas modestas o enigmáticas los comentarios de sus amigos o las malignas insinuaciones de ciertos periódicos. Tenía el entusiasmo inagotable y la credulidad de los que llegan con retraso al amor y han cambiado las épocas de su vida. Después de los años de comunidad matrimonial, tranquila y metódica, que habían sido años de trabajo y privaciones, sentía una verdadera hambre de aventuras pasionales, desordenadas y vertiginosas. Quería vivir novelas en la realidad, después de haber fabricado tantas con la imaginación. Al desaparecer su mujer no tuvo ya escrúpulos ni obstáculos que le contuviesen, y avanzó con el aturdimiento del joven que encuentra un nuevo aliciente a sus amoríos cuando los ve acompañados de cierto escándalo, halagador de su vanidad. 120
Esta segunda existencia de Montalbo alejó de él lentamente a los que formaban su familia. El escultor Duprat había muerto de alcoholismo, después de comunicar a todos los que se resignaban a escucharle que su yerno carecía de talento y había asesinado a su mujer para dedicarse libremente a una vida de crápula. Sus hijos le amaban, indudablemente, pero como se puede amar a un hermano mayor por los años y menor por la ligereza de su conducta. El hombre célebre se mostraba con los dos de una generosidad ilimitada, admitiendo sin parpadeos de sorpresa todas sus peticiones. —El dinero es un instrumento de libertad –decía–, y si lo amo tanto es porque me permite ser independiente. Solo el que puede dar dinero a manos llenas es verdaderamente libre. Como la hija parecía haber heredado su vitalismo exuberante y su curiosidad imaginativa, se apresuró a casarla con un militar joven y buen mozo, y los dos vegetaban en lejanas guarniciones de provincia, donde el nombre de Montalbo daba al capitán y su esposa un reflejo de gloria literaria. Su hijo era ingeniero, y hacía recordar a la grave y ordenada Matilde más que a su vehemente esposo. Nada de literatura ni de historias inventadas; su carácter positivo solo sentía la atracción de las ciencias exactas. Como deseaba enriquecerse, se había ido a trabajar en una colonia francesa de Asia, y allá permanecía célibe y aislado, sin otro deseo que obtener por medio de las explotaciones agrícolas una fortuna más grande que la de su ilustre padre. Montalbo, creador de una familia, vivía solo. Algunos lo comparaban a esos árboles poderosos que acaparan con sus raíces toda la tierra inmediata y no dejan prosperar ninguna vegetación junto a ellos. Lo que nace bajo su sombra muere, ya que no puede huir trasladándose a un terreno más libre. 121
Pero los que habían nacido cerca de este hombre extraordinario, afortunadamente podían moverse, y se apresuraron a escapar de su fatal dominación, inconsciente, alegre y generosa. «¿Qué más puedo desear? –pensaba Montalbo en sus horas de melancolía–. Nada me falta. Todo lo que deseé ha llegado para mí; en mayor o menor cantidad, pero ha llegado. Ni uno solo de los ensueños de mi ambición y mi envidia, cuando era joven, dejó de realizarse…». Y se preguntaba, una vez más, si podía tenerse por más feliz que los demás hombres. No; no era feliz.
iv
Todas las mañanas despachaba su correo con un secretario llama-
do Luis Crovetto. Este escritor joven, nacido en Marsella, de padres italianos, servía al grande hombre más por admiración que por los provechos del empleo. Se había presentado un día a Montalbo como admirador, que acababa de llegar a París, deseoso de verle y escucharle. El maestro, seducido por la sencillez de esta devoción, se mostró amable y paternal, y el principiante menudeó las visitas, acabando por convertirse en secretario suyo. La admiración de los lectores, manifestada postalmente, era el mayor tormento del gran escritor. Existen en la tierra miles y miles de hombres y mujeres que al leer un libro interesante sienten la necesidad de escribir al que lo produjo, imaginándose cada uno de ellos que es el único a quien 122
se le ocurre tal iniciativa. Además, existen los álbumes, y como si esto no fuese bastante, la moderna innovación de enviar tarjetas postales para que el autor célebre ponga en ellas su firma, con un «pensamiento» inédito si es posible. Luigi, como llamaba Montalbo a Crovetto familiarmente, a causa del origen de sus padres, era el que con su vivacidad de italiano se ocupaba todas las mañanas en esta labor fatigosa. Sabía imitar la firma del maestro, y además había inventado media docena de «pensamientos» que le hacían sonreír. No se hubiese atrevido a insertar ninguno de ellos en sus obras de principiante, por temor a que sus camaradas le acusasen de idiotez. Pero firmados por Montalbo hacían estremecer de entusiasmo a muchas lectoras, que los encontraban «geniales y profundos». El hombre célebre, después de abrir sus cartas, las iba pasando a Crovetto para que las contestase. Eran invitaciones a fiestas; convocatorias de academias o de sociedades filantrópicas para atender a la vejez y las enfermedades de los escritores desgraciados; varias docenas de peticiones de firmas en tarjetas postales y en retratos, procedentes de los más apartados rincones de la tierra; numerosos álbumes de señoritas argentinas o chilenas, dispuestas a no marcharse de París si el amable señor Montalbo se negaba a escribirles «una cosita», añadiendo, con inaudita tranquilidad, que habían hecho el viaje a Europa solamente por conseguir esto; cartas, muchas cartas de lectoras entusiastas que le declaraban el escritor más grande de todos los tiempos, y algunos anónimos hablando de la estupidez del grande hombre, a la que no reconocían límites, y aconsejándole que se retirase para siempre del cultivo de las Letras. Además, fajos de periódicos en diversos idiomas: unos con elogios frescos y sinceros, otros con unas alabanzas agridulces que parecían dar a las letras impresas el reflejo verdoso de la bilis. 123
Montalbo dejaba a un lado las cartas de los editores y las proposiciones venidas del extranjero para la traducción de sus obras. Esto pertenecía a «otro negociado», como decía él, superior al de Crovetto, y que estaba a cargo de su amigo Soudré. Tampoco podía explicar con claridad cuándo conoció a este «amigo entrañable», sin el cual le era imposible resolver sus negocios. Creía acordarse de que el tal Soudré, hablador, autoritario, ágil para plegarse a las circunstancias y con una paciencia interminable en discusiones y regateos, se había presentado una mañana en su casa pretendiendo leerle una de sus obras. Montalbo no pudo conocer este manuscrito, pues el autor empleó todo el tiempo en hablar de su persona. Pero Soudré era un hombre para el cual no había puertas, y repitió con tanta insistencia sus visitas, que al fin el dueño de la casa se acostumbró a él, necesitando verle lo mismo que a Crovetto. Como Montalbo le consultaba, Soudré se consideró inmediatamente superior al secretario, hablando a este en adelante con tono protector. Solo sabía el maestro de su nuevo amigo lo que este quiso contarle. Hablaba de sus negocios en una pequeña capital de provincia, y Montalbo llegó a sospechar que había sido leguleyo de los que aletean en torno de los tribunales. Conocía demasiado bien los recovecos y tortuosidades de las leyes, así como todas las astucias de los que viven de pleitear. Al verse viudo, con una hija única, se había entregado sin resistencia al demonio de la literatura, que le venía tentando desde su juventud. Este demonio no había osado hasta entonces colarse en su casa por miedo a la esposa, que solo creía decentes las profesiones que pueden mantener a un hombre. Pero al quedar libre Soudré de la tal burguesa, falta de respeto a las Letras, se había trasladado a París acompañado de varios manuscritos y de su hija Faustina, señorita 124
de dieciocho años, con todas las ambiciones de las de su clase, que sabía ocultar la pobreza portentosamente y vestirse bien con poco dinero. Tal vez poseía, disimuladas por sus gracias juveniles, las mismas condiciones ávidas e inquietantes del padre. Montalbo, que se tenía por gran psicólogo y cuyo espíritu de observación era admirado universalmente, llegó a sospechar esto mismo un día que se fijó en los ojos de la muchacha mientras estaba pensativa. Luego, al salir ella de su abstracción y poner su mirada en el maestro, este rectificó sus opiniones, considerando a Faustina igual a muchas jóvenes que había descrito en sus novelas, sencillas, buenazas, dispuestas a las mayores abnegaciones y que viven como sacrificadas al lado de un padre que adoran: temible hombre de negocios o gobernante autoritario, capaz de infundir el espanto con solo un gesto. El gran escritor no pudo librarse de la influencia simpática que iba esparciendo esta joven ante sus pasos. No era una belleza y, sin embargo, allí donde entraba y había otras mujeres parecía sobreponerse a todas. Las miradas de los hombres convergían en Faustina olvidando a las demás. Soudré la llevó muchas veces con él en sus visitas a Montalbo. Reconocía el talento nato de su hija para la administración de una casa, talento solo comparable al que había recibido él de la suerte para la dirección de enormes negocios, y que los hombres no sabían aprovechar, dejándolo perderse en empresas de orden inferior. El maestro, preocupado a todas horas por su producción literaria, desconocía muchas cosas de la vida vulgar, y su servidumbre abusaba de él. Era oportuno que la gentil Faustina examinase la limpieza de las habitaciones del hotel de Passy, los gastos del ama de llaves, el libro de cuentas de la cocinera, la conducta de los criados y del 125
c hauffeur, mientras el padre permanecía en la biblioteca aconsejando al grande hombre lo que debía contestar a sus editores o traductores. Otras veces pedía al escritor que no se mezclase en sus propios asuntos, autorizándole a él para que los resolviese libremente. Confesaba Montalbo que, gracias a este amigo proporcionado por la casualidad, sus ingresos iban en aumento. Por esto respondía generosamente a las peticiones de subsidio que le hacía Soudré, de tarde en tarde, como una retribución tácita de sus trabajos. Otros admiradores del maestro, envidiosos de la privanza de Soudré, al que llamaban parásito, iban diciendo por todas partes que este cobraba igualmente de los que le habían empleado como intermediario en sus relaciones con Montalbo. Durante el otoño, cuando el gran escritor se iba a vivir en su castillo del Loira, Soudré y su hija eran invitados a acompañarle en este retiro por algunas semanas. El inquieto hombre de negocios se abstenía ahora de hablar al maestro de sus antiguas ambiciones literarias. Limitándose a su papel de financiero genial, iba describiendo las grandes empresas que se le ocurrían, pues no marcaba el reloj una hora nueva que no fuese la del nacimiento de una de sus ideas, que representaban millones y millones. Algunas mañanas, desde una terraza del castillo, proponía a Montalbo cortar los árboles centenarios del parque y roturar las tierras para plantar remolacha. —Fabricación de azúcar… Un millón por año. Tal vez más. Y mientras tanto, Faustina y Crovetto, iguales en edad y juventud, paseaban por el jardín como una pareja escapada de una novela del maestro, haciendo crujir bajo sus pies la alfombra bronceada de hojas secas con que los árboles otoñales iban cubriendo las avenidas. 126
En invierno, el padre y la hija viajaban para sorprenderle en la Costa Azul, y durante el resto del año el hotel de Passy recibía sus visitas casi diariamente. Montalbo, alejado voluntariamente de su familia, necesitaba la presencia de estas personas a las que no conocía algunos años antes, y hasta se quejaba del egoísmo humano cuando transcurrían algunos días sin verlas. De pronto, Crovetto necesitaba irse con sus camaradas. Sentía los deseos de independencia del sacristán que, por mucho que adore a la imagen milagrosa, acaba por aburrirse de contemplarla a todas horas y busca el trato humilde de las gentes de su misma clase. Soudré, en su incesante invención de negocios, olvidaba al maestro por unas semanas para comprometerse en empresas ilusorias que, según él, iban a hacerle millonario. La hija tenía numerosas amigas y un ansia insaciable de diversiones, asistiendo a conciertos, a toda clase de fiestas y monopolizando cuantas entradas de teatro adquiría su padre a nombre del maestro. Este, al quedar solo en su juventud, sentía menos que los demás hombres el tedio de la soledad. Era un gran trabajador y había pasado la mayor parte de su existencia en silencioso aislamiento, ante una mesa, pluma en mano. Pero ahora trabajaba cada vez menos y le parecían muy largas las horas. Necesitado de acción, quería hacer algo que llenase el vacío de su existencia, y no sabía cómo conseguirlo. Al iniciarse el decaimiento de su fuerza productora y ser más numerosos en su existencia los días de ocio que los de trabajo, aquellas aventuras galantes que daban a su nombre un ligero sabor de escándalo habían bastado para entretenerle e interesarle. Pero ahora empezaba a encontrar la amorosa diversión monótona y sin encanto. 127
Siempre que los admiradores se asombraban de su aspecto juvenil, que no concordaba con sus años, el grande hombre exponía las ideas que servían de regla a su existencia. —La juventud es un acto de voluntad. Todo el que quiera de veras ser joven, lo será siempre. Lo que importa es tener voluntad. A un periodista que deseaba saber si la vejez le infundía miedo, le contestó con sonriente cinismo: —Yo no seré viejo nunca. Cuando tenga ochenta años me pondré una peluca rubia y raptaré a una bailarina de quince. Otras veces exponía, con la gravedad de una profunda convicción, su manera de ver la vida. Para él, la existencia era a modo de un lienzo gris, y el gran talento de los hombres consistía en saber cubrir de colores vivos y risueños este fondo de tristeza para ignorarlo, engañándose misericordiosamente. —Todos llevamos –añadía– una orquesta dentro de nosotros. Lo importante es hacerla funcionar, que toque sin descanso la sinfonía de la Ilusión y del Deseo, únicos temas que sostienen nuestra vida. No hay que dejar que la orquesta se calle. Una vez terminada una partitura, pongamos otra inmediatamente en el atril5. Pero el grande hombre había hecho últimamente un descubrimiento terrible. Ninguna de las sinfonías con que intentaba alegrar 5. La perspectiva vital del personaje viene a reproducir aquella expresada por el propio Blasco, en entrevista concedida al escritor Eduardo Zamacois: «La vida es triste, “ché”; es imbécil y es cara; y para olvidarla debemos procurar que la orquesta que cada cual lleva en su corazón ejecute constantemente sinfonías distintas. Yo tengo en mi alma un fonógrafo magnífico, un fonógrafo que canta siempre…, pero, ¡diantre!, si alguna vez agotase los discos que voy poniendo en él, quizás cometiera la tontería de suicidarme» (Vicente Blasco Ibáñez, Madrid, La Novela Mundial, 1928, p. 115). 128
su existencia tenía el encanto de la novedad; música vieja, gastada, oída innumerables veces, y que en vez de infundirle entusiasmo le anonadaba con la monotonía dulzona de lo excesivamente repetido. Además, todas las partituras de la Ilusión y el Deseo que él podía colocar en su atril eran volúmenes sobados y mugrientos que revelaban el contacto de infinitas manos y a los primeros compases le hacían torcer el gesto murmurando: «¡Otra más, siempre lo mismo!». Nunca conocía la emoción inédita y virginal del que corta las hojas de una obra intacta. ¡Ay!… ¡Sus tristes aventuras pasionales, que se iniciaban con temblores internos de curiosidad, como si fuese a ver algo extraordinario, terminaban siempre de un modo grotesco!… Tal vez eran los hombres vulgares, los hombres de una intelectualidad ordinaria, que podían dedicar todo su tiempo al amor, los que conocían las grandes aventuras pasionales. A los escritores les ocurría lo que a los sacerdotes que se dedican a la confesión. Solo iban hacia ellos las mujeres que llevaban vivida una larga existencia y en su madurez, necesitadas de consejo, sentían el deseo irresistible de aligerarse el alma contando a alguien su pasado. Montalbo necesitaba todos los recursos mentirosos de la imaginación para seguir interesándose por algunas grandes señoras que le habían buscado. En la época presente, la mujer elegante no tiene edad, mientras se exhibe en público. El lujo actual realiza las trampas más asombrosas y embrolla la apreciación del tiempo. Una beldad de salón puede tener lo mismo treinta años que sesenta. Luego, a solas, la triste realidad vuelve a imponerse, y por esto Montalbo recordaba con vergüenza muchos de sus llamados triunfos. —Y así son –se decía– todos los pájaros de mentiroso plumaje que se sienten atraídos por el faro de la gloria literaria. 129
Algunas veces la belleza primaveral había cruzado su camino. Mujeres jóvenes que parecían respirar la alegría de la vida venían a encontrarle tributando elogios al escritor. Algunas, llegadas del otro lado del Océano, sentían tal entusiasmo, que hasta se llevaban a hurtadillas pequeños objetos de su biblioteca. Una de ellas le había pedido como recuerdo una de sus pipas. Pero todas, así que conseguían el libro o el retrato con dedicatoria del maestro, se alejaban para no volver más. Cuando Montalbo intentaba emplear las mismas palabras o actitudes que conmovían a las otras mujeres, ansiosas de consultas psicológicas, la mirada de asombro o la ligera sonrisa de estas jóvenes hacía enmudecer y replegarse tímidamente al grande hombre. Un día de mal humor en que recapitulaba su vida presente, descubrió Montalbo el motivo de su tedio. —La juventud es una voluntad –volvió a repetirse–. Yo deseo ser joven, y lo seré si evito en adelante el contacto con la vejez. Bastante hago olvidando mis propios años. Y añadió, con la energía del hombre que va a saltar del pensamiento a una acción inmediata: —Vamos en busca de la juventud.
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Este psicólogo que había creído desarticular muchas veces el amor
para explicarse su mecanismo interno, reconociendo al final que los amores son infinitos en número y cada uno de ellos tiene un funcionamiento completamente distinto, guardaba en su memoria una larga lista de observaciones sobre la manera como se inicia la 130
atracción entre un hombre y una mujer. Unas veces, a la primera ojeada se interesan mutuamente; otras, se tratan como amigos años y años, y de pronto, se enteran con extrañeza de que se aman… Y así continuaba su catálogo de observaciones infinitamente variadas. Pero de todas las formas de iniciarse el amor, había una que prefería Montalbo, por haberla experimentado él mismo repetidas veces en su vida, aplicándola después a los personajes de sus novelas. Un hombre que ha tratado con indiferencia a una mujer durante meses o años, la ve una noche en sueños y, al despertar, la considera ya diferente a las otras, como si de pronto se hubiese embellecido. Luego sigue ensoñando con ella otras noches, y, al fin, acaba por amarla. Al día siguiente de resolverse a ir en busca de la juventud, el novelista vio en sueños a una mujer: Faustina, la hija de Soudré. Esto le hizo reír un poco al despertar. «¡No tanto!». Le parecía excesivo haber soñado con una juventud tan exagerada para él. ¡Diecinueve años!… Con cinco o seis más podía ser nieta suya. Pero a partir de este ensueño empezó a verla en su imaginación con un relieve y unos colores que nunca había tenido para él. Hasta entonces había mirado con distracción a la hija de Soudré: una señorita pobre vestida a lo artista, con cierta tendencia extravagante, medio seguro de disimular la falta de dinero. Algunas veces hasta le había inspirado lástima al compararla con las grandes damas, fastuosas y de un lujo costoso, que le invitaban a sus reuniones y pretendían ser para él algo más que una dueña de casa. Ahora empezó a reconocer en «la pequeña Soudré», como él decía, cierto encanto de flor humilde y de acre olor, igual a las que nacen junto a los caminos y representan la primavera para los pobres. Hasta se extrañó de que un observador tan fino como él no hubiese descubierto antes los atractivos de su persona. 131
Siguió viéndola todas las noches en sus ensueños, y luego, al despertar, pensaba en Faustina, encontrándola cada vez más interesante. Ya no se le ocurrió escandalizarse de la diferencia de edades entre los dos. Buscaba pruebas, para justificar este desequilibrio, en la historia de otros escritores. ¿Qué tenía de escandaloso que él amase a la pequeña Soudré, si esto alegraba su existencia?… Bien considerado, su edad no resultaba tan extraordinaria. Sesenta y tantos años: ¿qué es esto para un hombre moderno y rico que puede emplear en su persona todos los adelantos de higiene y embellecimiento realizados por nuestra época? Además, ¿qué hombre célebre no tiene sesenta años?… Se acordaba de Goethe, que a los ochenta se vio adorado por Bettina de Arnim, una criatura de dieciocho. Es verdad que la tal Bettina era una aficionada a las Letras, y el entusiasmo literario realiza las mayores diabluras6, así como hace también que escritoras vetustas, con un pie en la tumba, reanimen su vejez absorbiendo la juventud de los principiantes. —Pero la pequeña Soudré –se dijo Montalbo– tiene talento, y si quisiera escribir, escribiría lo mismo que otras… Es igual a su padre, que no deja de poseer ciertas condiciones literarias. Este optimismo del maestro, que alcanzaba hasta el progenitor de Faustina, fue en aumento, acabando por sofocar todas las objeciones del espíritu crítico y del buen sentido que se revolvían y protestaban dentro de él. Con su habitual vehemencia, el grande hombre dejó visible su pensamiento a todos los que le rodeaban. Mostró una alegría pueril, 6. La escritora alemana Bettina Brentano mantuvo un affaire platónico, más intelectual que erótico, con Goethe que le suministraría el argumento de su Correspondencia de Goethe con una niña (1835). 132
como si el aire cantase en su oído y la luz fuese de color de rosa. Su orquesta interior había empezado a sonar, pero esta vez la sinfonía era para él completamente nueva, y la partitura conservaba aún las hojas intactas. La primera en enterarse del estado de alma del maestro fue Faustina, antes de que este hablase. Sus ojos, sus atenciones, el tono de su voz, le produjeron sorpresa al principio. Luego sonrió levemente, con la expresión del que ve realizarse de pronto algo que ha soñado como una empresa imposible. Después Soudré, almorzando una mañana con el querido maestro, se fijó de pronto en la intimidad afectuosa que parecía haberse establecido entre este y su hija. Montalbo aprovechaba toda ocasión para acariciar las manos de Faustina, hablando del gran interés que siempre había sentido por ella. Y la pequeña Soudré, con la audacia de una señorita pobre que no confía en la ayuda de su padre y está decidida a abrirse paso sola, sea como sea, fijaba en el grande hombre unos ojos admirativos y respondía a sus caricias, falsamente paternales, hundiendo las manecitas en la cabellera del poeta o alabando su extraordinaria juventud, que tanto interesaba a las damas aristocráticas. Soudré frunció el ceño lo mismo que cuando describía una de sus empresas de millones o cuando aconsejaba a Montalbo destruir su parque para plantar remolacha y hacer azúcar. Al fin se presentaba para él un negocio seguro. Crovetto se había ido por algunos meses a su ciudad natal, a causa de la muerte de su padre, para intervenir en las operaciones de la herencia, y esto hizo que Soudré y su hija visitasen más la casa de Passy para que el maestro no quedase solo. Una notable transformación se iba realizando en la persona de Montalbo. Siempre había vestido con cierta elegancia. Su sastre 133
o stentaba un nombre muy antiguo y acreditado en París. Pero esta respetable antigüedad disgustó de pronto al grande hombre. Lo comparaba con los grandes modistos tradicionales y majestuosos que solo saben hacer vestidos de Corte para reinas y grandes duquesas. Él se reconocía ahora un alma igual a la de las señoritas decentes y jóvenes que prefieren los modistos encargados de vestir actrices y cocotas. Por esto solicitó los informes de algunos escritorcitos, amigos de Crovetto, que se preparaban a ser célebres llamando la atención por su indumento exagerado y sus corbatas, y fue en busca de un sastre que era el predilecto de los cómicos, pero nada de primeros actores, únicamente de los galanes jóvenes. Los maldicientes, prontos a comentar los sucesos particulares de la vida literaria, se ocuparon de esta nueva evolución del maestro. Montalbo servía ahora de maniquí de ensayo a los sastres más audaces, llevando en público todas sus invenciones, lo mismo que un jovenzuelo. Faustina pareció agradecerle con los ojos estas transformaciones de su persona, por considerarlas un homenaje a ella. Soudré encaminaba intencionadamente todas sus conversaciones con el maestro al mismo fin: la apología del matrimonio, estado el más favorable para el trabajo, y último capítulo de la existencia de todo hombre célebre. Aún no había expresado Montalbo con claridad su deseo, pero Faustina se movía ya en la casa autoritariamente, hablando a la servidumbre como una dueña futura, y el padre dirigía los negocios del grande hombre cual si fuesen suyos. En el otoño hicieron los tres un viaje al Mediodía de Francia. Varios artistas de la Comedia Francesa –de los que nunca trabajan en dicho teatro y vagan por la tierra entera– habían organizado una función al aire libre, en las ruinas de un famoso coliseo romano de 134
la Provenza. Iban a representar Los conquistadores, la gran tragedia de Montalbo, escrita sin duda en honor de su remoto abuelo el navegante, y en la que cantaba el esfuerzo de los aventureros de España, la lucha de los portadores de la cruz con las tradiciones indígenas. Era una obra de gran espectáculo, con muchedumbres de indios, guerreros españoles a caballo y coros, cuya música había escrito un célebre maestro, discípulo y continuador del difunto Fontana. Los organizadores del espectáculo y las autoridades de la región solicitaban la presencia del eminente escritor. Su tragedia se había representado pocas veces en París y ahora iba a resucitar, como obra nueva, entre las arcadas medio derruidas del teatro milenario. El autor, con la bondad de un hombre que espera la dicha y no duda que va a llegar, aceptó la invitación. —Iremos los tres –dijo a Faustina y a su padre–. Luigi vendrá de Marsella a juntarse con nosotros. La presencia de este personaje célebre en la pequeña ciudad provenzal fue acogida con los más extraordinarios honores. Las gentes extrañaron un poco la jovialidad y la excesiva sencillez de este señor, tan famoso en París. Él y sus acompañantes iban vestidos de franela blanca, lo mismo que en una playa. Habían creído necesario presentarse así en un país de sol, aunque el invierno estuviese próximo. Una curiosidad de niño travieso impulsaba al grande hombre a detener los vendedores ambulantes en mitad de la calle para probar todos los frutos y alimentos del populacho, ofreciéndolos a su séquito. Las mujeres comentaban su predilección por la señorita que iba siempre al lado de él, extrañando igualmente la libertad con que la hacía caricias en público. —Es su hija –dijo uno de la ciudad que podía estar bien enterado. 135
Y todos señalaban con el dedo a la hija del gran Montalbo, haciéndola partícipe de la gloria de su ilustre progenitor. Nunca se había mostrado el poeta tan satisfecho de vivir. El mismo día de la representación, estando al anochecer en una terraza del hotel, embriagado aún por los aplausos de una muchedumbre de veinte mil espectadores, acabó por librarse definitivamente de aquellos escrúpulos que le habían impedido hablar… Y propuso a Faustina que fuese su esposa. La pequeña Soudré dudó un poco, como si le sorprendiese esta proposición largamente esperada. Luego juntó los párpados, se pasó un dedo por ellos, sin duda para echar adentro sus lágrimas, e hizo un movimiento afirmativo con su cabeza, dejándola caer finalmente sobre un hombro del maestro como si fuese a morir de felicidad, al mismo tiempo que le ofrecía su boca. Se sintió tan orgulloso de este triunfo como del que había obtenido horas antes. La hija de Soudré accedía a ser su mujercita; ¿cómo mostrar su agradecimiento?… A la mañana siguiente iban los cuatro por la calle principal de la ciudad. Unos obreros recomponían el pavimento. Montalbo, ocupado en mirar a la joven, tropezó con una carretilla vacía abandonada por los trabajadores. Esto le sugirió una idea extravagante. —Si te sientas ahí –dijo a Faustina–, te paseo ante todos estos burgueses. La proposición no era original. Recordó de pronto que otro artista célebre y de su misma edad, llamado Wagner, la había hecho a una mujer que después fue su segunda esposa7. 7. La anécdota referida transcurrió, en 1862, en Frankfurt, donde Wagner iba acompañado del matrimonio formado por su amigo, el pianista Hans von 136
Saltó inmediatamente la joven a la carretilla, arrebolada de orgullo por tal homenaje. ¡El gran Montalbo llevándola como un siervo en presencia de las personas más principales de la ciudad!… Crovetto protestó con dolor y sorpresa: —¡Eso no es serio, maestro!… Los numerosos paseantes se detuvieron para contemplar esta escena extraordinaria con un silencio de escándalo. Pensaban lo mismo; no les extrañaba lo que veían. Los escritores, los artistas…, ¡todos locos!
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Una noticia empezó a circular por París: «¡Montalbo se casa!…». Y
las damas que guardaban recuerdos de su intimidad con el escritor pedían detalles a sus tertulianos sobre el pasado de aquella señorita Soudré. Algunos la creían una jovenzuela sin otro atractivo que el de su frescura juvenil, que había tentado al viejo autor. Otras, presintiendo su malicia, admiraban la habilidad con que había sabido envolver a un hombre que se tenía por psicólogo infalible. En las reuniones de escritores jóvenes se hacían comentarios insolentes sobre la edad del maestro y de su novia, envidiando el porvenir de Crovetto. El único que encontraba esta unión natural y lógica era Montalbo. Ya no llamaba a la gloria el sol de los muertos. Reconocía en ella Bülow, y su esposa Cósima. Aunque Wagner se ofreció a trasladar a esta última en carretilla hasta el hotel, no lo hizo para no avergonzar a su compañero. 137
la fuerza de esos astros que comunican su energía incandescente a los cuerpos obscuros, atrayéndolos con una energía irresistible y obligándoles a girar en torno a ellos. El maestro, como observador célebre, era incapaz de engañarse en la apreciación de su propia personalidad. Sabía de sobra que no era joven y una mujer de pocos años solo podía aproximarse a él empujada por la gloria. Pero él se llamaba Montalbo y tenía derecho a exigir, junto a la puerta de la vejez, los consuelos del amor, a los que renuncian en igual período de la vida los hombres del vulgo. Soudré mostraba prisa por ultimar los preparativos oficiales del matrimonio. Tal vez tenía miedo a que el maestro, reflexionando de pronto como un simple burgués, se arrepintiese de la aventura. Cuando se ocupaba en fijar la fecha de la ceremonia y había deslizado en los periódicos varios «ecos» indiscretos revelando el próximo acontecimiento para cortar de este modo toda retirada a Montalbo, empezaron a surgir molestias. La hija del grande hombre, que aguardaba pacientemente su vejez y su renuncia a las aventuras pasionales para ir a instalarse en su casa, sugiriéndole el amor a los nietos, se indignó al enterarse del próximo matrimonio. Y como la exuberancia de su carácter le hacía ser en determinadas ocasiones tan violenta como su padre, envió a este una carta para decirle que siempre le había considerado igual a un niño y no extrañaba que se dejase engañar, una vez más, por la primera mujer que le salía al paso. Avisado el hijo por un telegrama de su hermana, escribió también desde Asia una carta lacónica, fría y triste, que era como un reflejo de su carácter. Consideraba ilógica y disparatada la conducta de su padre, pero a continuación le reconocía un absoluto derecho a hacer reír con su casamiento al público de la tierra entera. 138
La vuelta de Crovetto a París consoló al maestro de tales ingratitudes. ¡Tratarle así sus hijos, cuando jamás había regateado con ellos, dándoles cuanto dinero necesitaban!… Afortunadamente, estaba ahora rodeado de su verdadera familia, constituida por las afinidades de la voluntad y no por el azar del nacimiento. La amorosa Faustina, su inteligente padre y aquel secretario entusiasta y fiel eran realmente los suyos. Pero también esta segunda familia le proporcionó inquietudes. Luigi no parecía ya el mismo discípulo después de su ausencia. Guardaba igual respeto admirativo al maestro, pero su adhesión era demasiado silenciosa. El joven permanecía con la cabeza baja, malhumorado, evitando mirar al grande hombre, contestando con gruñidos a sus palabras, rehuyendo toda expansión. Cuando Faustina empezaba a hablar con el maestro, Crovetto fingía inmediatamente un motivo para alejarse. En cambio, el escritor veía muchas veces, a través de un gran ventanal de su biblioteca, cómo el secretario se apresuraba a bajar al jardín apenas columbraba a Faustina paseando sola por una de sus avenidas. Soudré, en presencia de este joven, se mostraba poco comunicativo, y si le era necesario hablarle, lo hacía con sequedad. Tal vez quería establecer por anticipado la diferencia que debe existir entre el suegro de un grande hombre y su secretario. Además, encontraba indudablemente poco correcta esta afición a buscar a su hija apenas se alejaba de su futuro esposo. Iba llegando el invierno dulcemente. Las tardes eran frías en el jardín de la casa de Passy. Por encima de sus árboles y los del inmediato Bosque de Bolonia se veía descender el sol, de un color rojo cereza; un sol velado por la neblina, que podía contemplarse 139
de frente. Otras tardes la bruma era más densa y el cielo tenía una lividez melancólica. A pesar de la frialdad de las tardes, Faustina bajaba siempre al jardín, aunque solo fuese por media hora, y Crovetto encontraba pretexto para abandonar su trabajo, yendo en busca de ella. La continuidad de estas entrevistas y la inquietud que despertaban en Soudré acabaron por llamar la atención del famoso observador, que únicamente era ágil para observar lo que interesaba a los otros. Al descubrir desde su biblioteca, sentados en un banco del jardín, a Faustina y Crovetto, su memoria dio un salto atrás, sobre varias docenas de años. Vio de pronto el Luxemburgo, tal como era en otros tiempos, y sentados en una avenida de dicho jardín, a dos jóvenes vestidos ridículamente, con arreglo a una moda ya olvidada: él y Matilde. Tal recuerdo despertó en su pecho una sensación de angustia. Crovetto era joven, como él lo había sido en aquellos tiempos; ¿qué estaría diciendo a esta nueva Matilde?… Tuvo celos. De pronto se vio marchando por el jardín, lentamente, con pasos cautelosos, evitando que las hojas secas se partiesen bajo sus pies con chasquidos denunciadores. Un pequeño sendero le permitió llegar hasta la espalda del banco ocupado por los dos jóvenes. Crovetto hablaba, levantando el tono de su voz a impulsos de la cólera, convencido de que únicamente podía escucharle ella en este rincón solitario: —Tengo celos; sí, tengo celos; no lo oculto… Tú le amas, a pesar de tus negativas. Lo comprendo: es célebre en el mundo entero… Yo lo admiro, al mismo tiempo que lo odio; me ha causado un 140
daño enorme, pero no puedo dejar de creer en su grandeza. No me extraña tu deslumbramiento. Ese hombre tiene la gloria. ¡Lo mismo que él! Su secretario hablaba con idéntica convicción que él había hablado treinta y ocho años antes. La fe y la admiración no habían muerto… Pero una risa irónica cortó sus reflexiones. —¡La gloria!… Y continuó la risa femenil por unos instantes: —¿Qué me importa la gloria?… ¿Cómo conseguirá hacerme amar a un hombre que puede ser mi padre…, mi padre no; mi abuelo? Yo solo te amo a ti. Pero tú eres un visionario, un niño grande como él, y no puedes entenderme. ¡Lo mismo que la otra! El maestro creyó ver ante sus ojos el rostro melancólico de Matilde. Pero Faustina seguía hablando. El pobre grande hombre adivinó que ella acababa de tomar una mano del joven, acariciándola con protectora suavidad. Al mismo tiempo había inclinado su cabeza hacia él como si fuese a besarle. Su voz era un dulce murmullo. —¡No pongas esa cara! Deja que me case con Montalbo. ¿Qué pierdes con ello? Viviremos bajo el mismo techo, y luego… ¡Ay! Esto no lo había dicho la otra. Los años transcurridos eran de progreso y habían cambiado, sin duda, la mentalidad de la juventud. Tuvo miedo de seguir escuchando, y caminó otra vez, pero instintivamente, como si obedeciese a una orden misteriosa superior a su voluntad. Ahora su movimiento era de retroceso. Su pecho angustiado se dilató y su razón volvió a él según se iba alejando del banco. De pronto sintió frío, lo mismo que si le envolviese una ráfaga de aire glacial. Al mirar en torno, se dio cuenta de que no se movía una hoja de los árboles ni un grano de polvo se había levantado del suelo. 141
El grande hombre pensó en sus novelas. Los innumerables personajes creados por él le acompañaban siempre, rompiendo en los momentos críticos de la existencia de su inventor las brumas del limbo en que sobrevivían, como si fuesen a darle un consejo. Supo de pronto qué papel debía reservarse para el resto de su existencia entre los muchos que había atribuido a otros actores de sus relatos. Solo podía ser el viejo bondadoso y simpático de las novelas, el patriarca risueño que tuvo una juventud borrascosa y en su ancianidad se dedicaba a proteger y casar a los jóvenes. Inmediatamente, con la visión rápida del imaginativo, admiró la grandeza de su nuevo papel, amoldándose a sus exigencias. Le infundía miedo acordarse de la risa seca de aquella muchacha, y al mismo tiempo no podía alejarla de su lado. Continuaría amándola, pero de otro modo. Vivirían los dos jóvenes bajo el mismo techo que él, como había dicho Faustina; pero ella sería la esposa de su secretario. La juventud con la juventud… ¡Y en cuanto al poder de la gloria…! Otra vez sintió en torno a su persona aquel torbellino helado. Ahora se movían levemente las hojas con la brisa fría del atardecer. Pero a él le pareció que un huracán venido del Polo empezaba a soplar sobre París. Necesitado de calor, miró hacia el sol. Era igual a una oblea rojiza, y podía contemplarlo de frente sin pestañear. ¡Un símbolo exacto de la gloria!… Y reconoció que el astro invisible por cuyo fuego se baten los hombres desde el principio del mundo, empleando la fuerza, la astucia o la envidia, solo podría ser para él en adelante «el sol de los muertos». 142
El secreto de la baronesa
A manera de prólogo
En París - Con el maestro - Un taquígr afo Blasco, gr an or ador - Sus mutismos y sus charlas - Sus ideas políticas - Se continuar á
H
ido a París exclusivamente para ver y hablar a Blasco Ibáñez. Desde hace algunos años –fue durante la visita última que hizo el glorioso escritor a su patria– no había yo visto al maestro. ¡El Maestro! No ya para mí, que soy un joven principiante, sino para muchos escritores consagrados, Blasco Ibáñez es eso: el Maestro. Para mí, además, es el jefe, el amigo, el consejero, el que con una generosidad sin límites abandona sus quehaceres y me escribe largas cartas contestándome con todo detalle a mis consultas. En los últimos tiempos, el nombre de Blasco Ibáñez ha sido glorificado varias veces y calumniado también. Lo que no puede negarse son estas cosas fundamentales: Blasco Ibáñez es un novelista de fama mundial; Blasco Ibáñez es un hombre que posee millones; Blasco Ibáñez ha podido serlo todo en España, con merma de su gloria literaria. Por lo tanto, a Blasco Ibáñez, en sus actos, en sus determinaciones, en sus actitudes, no le puede guiar ni la vanidad, ni la ambición, ni el afán de lucro… Esto es más claro que la luz del sol. Ahora, que digan lo que quieran… Y lo repito: fui a París con el exclusivo objeto de hablar con Vicente Blasco Ibáñez. Le encontré en el Hotel Lutecia, uno de los más suntuosos de la metrópoli francesa, acompañado de su señora, una bella y e
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gentil dama chilena, culta y afable, digna compañera del Maestro, y multimillonaria por añadidura. Con el dinero que reúne esta ilustre y célebre pareja matrimonial, se podría cubrir de billetes de mil pesetas todo el suelo de España. Hallé a Blasco Ibáñez más fuerte, física y espiritualmente, que nunca. Le hallé también –todo hay que decirlo– abrumado, casi anonadado por la vida que se veía forzado a hacer en París. Entre el mundo literario, el mundo político y el mundo americano (este último por su señora), el Maestro no disponía de tiempo para recibir y devolver las visitas, para asistir a los homenajes en su honor, para contestar a las preguntas de los periodistas… Viendo todo esto de cerca, puede uno formarse una vaga idea de la figura gigantesca, colosal, de este glorioso compatriota nuestro… Obtenida la hora –una cada dos días– para interviuvarle con destino a La novela de hoy, me hice acompañar por un taquígrafo peruano, para que las palabras de Blasco Ibáñez llegasen fielmente a los lectores. Como el Maestro va a honrar –nunca mejor empleado el cliché de esta frase– la colección de La novela de hoy, a partir de esta fecha, con una producción cada mes, quiere decir que a cada una precederá algo de lo que Blasco Ibáñez me dijo en París. Este primer prólogo habrá de ser más breve que los sucesivos, por falta material de espacio, y por este necesario introito a sus palabras. Después, cuando le visite en su palacio de la Costa Azul, en su villa Fontana Rosa, en Menton, ampliaré sus declaraciones, tomaré nuevos datos y publicaré un libro que se titulará Hablando con Blasco Ibáñez, y que se editará simultáneamente en español, francés e inglés. Así me ha autorizado ya el célebre escritor para hacerlo público. Todo el mundo sabe que Blasco Ibáñez, además de excelso novelista, es un orador formidable, elocuentísimo. Y quizá por eso, porque es 146
artista de la palabra, se desquita de los prolongados mutismos en que se sumerge cuando está planeando una obra –hasta el punto de permanecer semanas enteras sin casi pronunciar un solo vocablo– en cuanto se halla con amigos que le inspiran confianza y le son gratos. Demos comienzo a la charla con el Maestro: —¿Prepara usted muchas novelas? —Pienso escribir este año dos novelas grandes, a más de El Papa del mar, ya publicada, y doce novelas cortas. Las dos novelas grandes serán A los pies de Venus, que aparecerá en junio, y Las riquezas del Gran Kan, que espero haber terminado en diciembre. Las doce novelas cortas las publicará La novela de hoy en el curso del año, y sus títulos ya los conoce usted. —¿Tuvo usted siempre los mismos ideales políticos? —Siempre. Yo soy un republicano «viejo», más por mi larga historia que por edad. Me mezclé en la política activa cuando tenía catorce años y acababa de salir del instituto. Varias veces me ocurrió en mi adolescencia tratar como amigos y correligionarios a mis catedráticos cuando asistíamos juntos por la noche a las sesiones de un comité republicano. »Mi extremada juventud me hizo intervenir igualmente en trabajos políticos de carácter secreto. Cuando se necesitaba un emisario que no inspirase sospechas, se valían de mí. Así pude tratar de cerca a varios generales. Los más han muerto. Algunos viven todavía. ¿Quién podía sospechar que fuese portador de mensajes interesantes un estudiantuelo que aún no tenía diecisiete años y viajaba por España en un vagón de tercera, llevando por todo equipaje un saco de mano y la capita en que iba envuelto? »Antes de los dieciocho años fui sentenciado a seis meses de arresto por un soneto contra los reyes, no contra un rey particularmente, sino 147
contra todos los reyes de la tierra, y me indultaron al fin por considerar que aún no había cumplido la edad precisa para delinquir. En cambio, años adelante estuve en la cárcel unas treinta veces y hasta fui condenado por un Consejo de guerra, en 1896, a varios años de presidio. »Siempre he tenido las mismas ideas políticas y puedo afirmar que moriré fiel a ellas. El estudio ha trastornado varias veces mis creencias literarias y sociales. En las creencias políticas soy de una firme inmutabilidad. Allá donde yo esté existirá siempre un republicano. »Hace más de veinte años que, sin alardear de ello, procuro arreglar mi vida de tal modo que siempre resido en una república. Primero viví en las repúblicas de la América del Sur, luego en Francia, en los Estados Unidos, etc. Hasta en verano, cuando tengo que abandonar la Costa Azul, prefiero instalarme en Suiza, república federal. Lo que siento es que muchos compatriotas míos no puedan hacer lo mismo.
* * * Imposible continuar por hoy. Falta materialmente espacio. Continuaremos hablando con el gran escritor en su novela próxima, titulada El rey Lear, impresor. Pero no queremos ocultar al lector la pregunta primera del próximo prólogo, a la que contesta cumplidamente el Maestro. Dice así la pregunta: —¿Llegó a sus noticias la publicación de un libelo contra usted? Hasta muy pronto, pues, queridos lectores. Artemio Precioso
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i l llegar a una cumbre rematada por enorme cruz de piedra, los viajeros que dos horas antes habían abandonado el tren para apretarse en el interior de una diligencia, veían de pronto todo el valle, y en su centro la ciudad. Enfrente se elevaban los Pirineos, como los diversos términos de una decoración de teatro; primeramente montañas rojizas o amarillas en progresión ascendente, lo mismo que peldaños de escalera; luego otras que iban tomando una tonalidad azul, a causa de la distancia, y por encima las últimas, enteramente blancas, de una blancura que las hacía confundirse con las nubes, conservando hasta en los meses de verano los casquetes de nieve de sus cimas con flecos de hielo abrillantados por el sol. Senderos pedregosos, únicamente frecuentados por comerciantes de mulas y contrabandistas, ponían en precaria comunicación este valle pirenaico de España con la Francia, invisible al otro lado de la cordillera. Los carabineros llevaban una existencia de hombres prehistóricos en las anfractuosidades de unas montañas barridas en invierno por el huracán y la nieve. En lo más hondo del valle, fértil y abrigado, se extendía la parda ciudad, junto a un río de aguas frígidas, procedentes de los
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eshielos. Sus techumbres, cubiertas de vegetación parásita, eran a d modo de pequeñas selvas en pendiente donde los gatos podían entregarse a interminables partidas de caza o se desperezaban bajo el sol. Las tejas curvas tenían una costra de moho vegetal. Los muros estaban agrietados y rara era la fachada que no aparecía sostenida por «eses» de hierro, llamadas anclas en arquitectura. Era más vieja que antigua. De las viviendas de piedra construidas en otros siglos –cuando los españoles de religión cristiana refugiados en el norte de la Península iban tomándoles lentamente la tierra a los españoles musulmanes– solo quedaban vestigios dispersos. Los ricos del país habían reemplazado sus antiguas viviendas con otras más endebles y feas, al gusto de su época. Después de las obras realizadas a principios del siglo xix, la ciudad no había conocido otras reformas. El único edificio de ladrillos rojos, cuya flamancia1 revelaba un origen reciente, era cierta construcción de tres alas, situada en sus afueras, que parecía dominar con su tamaño enorme al resto del caserío. Los recién llegados discutían sobre su utilidad. Unos lo creían gran fábrica, cuyo funcionamiento estaba asegurado por algún producto especial del país; otros, a causa de sus numerosas ventanas y grandes patios anexos, lo diputaban cuartel, teniendo en cuenta la próxima frontera. Solo al entrar en la ciudad se enteraban de que era el seminario. Las devotas ricas del país habían dedicado gran parte de sus testamentos a la construcción de esta obra enorme, motivo ahora de orgullo para sus chasqueados herederos. La catedral, construida en el siglo xi, y el seminario, con aspecto de cuartel moderno, se elevaban soberbiamente sobre las 1. Vistosidad. 150
techumbres oscuras de la ciudad. Como las murallas de esta habían sido demolidas después de la última guerra carlista, para que no pudiesen servir de refugio a nuevas insurrecciones en favor del pasado, las casas se iban esparciendo por los campos, a lo largo del río. No había dentro de ella autoridad superior a la del obispo. El gobernador de la provincia vivía en la cercana capital, urbe moderna con estación de ferrocarril, casinos de recreo, un teatro, media docena de fábricas y un vecindario abundante en obreros, pronto a acoger todas las ideas liberales y pecaminosas. Esta ciudad del valle pirenaico se enorgullecía de ser una antítesis de la cabeza de la provincia. Los pobres trabajaban en las viñas. No existían en ella otros obreros que los que laboraban en sus casas para las necesidades del vecindario. Su única autoridad laica, el alcalde, visitaba todas las semanas al obispo para conocer su modo de pensar en los asuntos públicos y no incurrir en equivocaciones. Un viejo coronel, gobernador militar de esta antigua plaza fuerte, privada de fortificaciones, era también asiduo visitante del verdadero señor de la ciudad. Se hacían lenguas las buenas gentes de los muebles que adornaban el palacio episcopal. Uno de los últimos prelados –llamado «modernista» por sus diocesanos a causa de sus gustos– había renovado los viejos salones con muebles vistosos traídos de Barcelona y Madrid. Igualmente había atropellado la majestad sombría de la catedral colocando en sus altares imágenes azules y rosadas, con grandes chorreones de oro, adquiridas en París, cerca de la iglesia de San Sulpicio. Mas la primitiva belleza de este templo, patinada por más de ocho siglos de adoración, era tan intensa que seguía existiendo, no obstante tales profanaciones. 151
Las calles de la ciudad inspiraban mayor interés al viajero que sus edificios. Exceptuando la principal, donde estaban las tiendas, todas las otras ofrecían casi el mismo aspecto que en remotos siglos. Las más de las casas avanzaban los pisos superiores sobre la calle, sostenidos por una sucesión de arcos bajo los cuales se mantenía el piso inferior en una penumbra de bodega. Las arcadas se apoyaban en pilastras de mampostería, descascaradas por los años, o columnas de piedra oscura, restos de antiguos edificios, en cuyos capiteles se adivinaban ángeles bizantinos de rígidas túnicas, o cabezotas de santos con las narices roídas. De todos los pisos bajos se escapaba un olor de cuadra y de vino en fermentación. Las calles populares tenían en su parte céntrica una capa de estiércol putrefacto caído de los carros, y de estiércol fresco, recién expelido por las caballerías. En horas meridianas dicha inmundicia brillaba bajo el oro solar, entre una doble faja de sombra proyectada por los edificios. El paso de una carreta o de bestias con carga hacía elevarse del suelo nubes espesas de moscas. Esta urbe fronteriza había sido agraciada por el Gobierno de Madrid con un regalo, motivo unas veces de regocijos públicos, y otras de sordas cóleras. Un batallón de Cazadores la guarnecía. Los oficiales, aburridos hasta el enervamiento por la calma y las rutinas de una ciudad episcopal, acababan por atreverse a las mayores diabluras, escandalizando a su vecindario. Algunos vivían en pecado, cohabitando con mujeres casadas o solteras de la clase popular. Otros, ganosos de incurrir en iguales abominaciones, perseguían a las muchachas de buen ver que trabajaban para las tiendas. La monotonía de esta guarnición sin objeto, junto a una frontera casi infranqueable, los impulsaba a divertirse con jugarretas infantiles. 152
Uno de los adornos más famosos de la calle principal había sido cierta guitarra gigantesca, colgando como enseña sobre la puerta de un guitarrero. Cuando los campesinos venían a la ciudad en días de mercado, quedaban absortos ante el enorme instrumento. Varios tenientes, subiéndose en hombros unos de otros, depositaban una noche varios petardos en su interior, haciéndolo estallar. ¡Jamás bomba de terroristas originó tan interminables comentarios como esta inocente explosión!… Las audacias amorosas de los oficiales también provocaban conflictos entre guerreros y civiles. El obispo se quejaba a los señores de Madrid enumerando las perturbaciones y escándalos con que alteraban los militares la tranquilidad de su diócesis, y el Gobierno, para evitar nuevos conflictos, acabó por trasladar el batallón a la capital de la provincia. A los pocos meses todos los comerciantes de la calle principal, que se daban a sí mismos el título de «fuerzas vivas del país», visitaban a Su Ilustrísima para pedirle que trajese de nuevo el batallón. La ciudad estaba próxima a la ruina. Los que no tenían viñas iban a morir de hambre. El comercio no marchaba; cada vez eran menos los negocios; había que perdonar la ligereza juvenil de aquellos calaveras simpáticos a cambio de las ganancias que proporcionaba la manutención de sus hombres. Nuevas cartas del influyente personaje a Madrid, y, al fin, una tarde corría el vecindario a las afueras de la ciudad para presenciar la entrada del batallón, carretera abajo, con la bandera entre bayonetas, llevando al frente su charanga, que iba despertando con bélicos pasodobles las calles adormecidas. El momento más importante de la existencia diaria era el anochecer, cuando paseaban por la calle principal las familias de los ricos, los oficiales y los jóvenes de buena casa. Dicha calle se modernizaba 153
lentamente, bajo la influencia de un progreso lejanísimo, solo comparable con las últimas y débiles ondulaciones de los círculos acuáticos. Las tiendas ensanchaban sus puertas e instalaban nuevos escaparates, iluminados al cerrar la noche. Sus dueños querían rivalizar con los comerciantes de la capital de la provincia. Hasta ciertos forasteros habían establecido un bar con piano mecánico y camareras de mejillas pintarrajeadas. Las señoras aceleraban ostentosamente su marcha al pasar junto a él, y si la puerta de vidrios se hallaba entreabierta, las más audaces torcían la mirada para atisbar con el rabillo de un ojo su extraordinario misterio, viendo solamente grupos de hombres erguidos ante el mostrador, envueltos en humo de cigarro. La ciudad tenía alumbrado eléctrico. El obispo, que amuebló el palacio como una antesala de dentista y llenó la catedral de imágenes dulzonas, había protegido la explotación de una caída de agua en los Pirineos. La luz, barata y abundante, llegaba hasta callejones sin casas, que solo tenían como límites musgosos tapiales. La población había saltado de la tea a la electricidad, sin conocer el gas ni el petróleo. Todavía quedaban en las esquinas de algunos edificios cestos de hierro, al extremo de un brazo horizontal, en los cuales se habían depositado antaño pequeñas hogueras de leños resinosos para que iluminasen durante un par de horas la noche naciente. Su frescura veraniega, las aguas de sus montañas inmediatas y ciertos bosques de pinos en lastimosa decadencia, atraían algunas veces a familias del interior. Ninguna de ellas repetía su viaje al otro año. «El país, muy hermoso; ¡pero la gente!…». Varios forasteros habían intentado establecer hoteles, cinemas, un teatro; pero tales negocios fracasaban en seguida por obra de las personas más importantes de la ciudad. Sentíanse las nuevas 154
empresas empujadas por una fuerza oculta que torcía sus gestiones, obligándolas finalmente a huir. Señoras ricas compraban los edificios en que se hallaban instaladas estas novedades peligrosas. Varones respetables y juiciosos –algunos de ellos con sotana– hablaban bondadosamente a los innovadores para consolarlos de su ruina. —En esta ciudad la gente desea vivir a la antigua. Teme, tal vez con razón, que muchas de estas cosas modernas traigan con ellas el pecado. Al visitar el rey de España esta provincia pirenaica había pasado dos días en el palacio episcopal, disfrutando los derroches y magnificencias arcaicas de un obispo que vivía como príncipe feudatario. Los grandes de la tierra no necesitaban que la ciudad tuviese hoteles. Todo personaje que en sus andanzas llegaba a este rincón montañoso podía contar con el alojamiento en la vivienda del prelado. Tales visitas servían para aumentar el prestigio del verdadero soberano de la ciudad. No había en ella quien viese límites a su poder. ¿Cómo atreverse a ir contra tan influyente personaje?… El gobernador de la provincia le temía, y uno de sus primeros actos, al tomar posesión del cargo, era venir a ponerse a las órdenes de Su Ilustrísima. Lo admiraban todos como un varón omnipotente, en continuo trato con los gobernantes del cielo y respetado igualmente por los señores de la tierra. Su ciudad y el valle circundante les parecían estrechos para su grandeza. Y cuando intentaban mencionar la persona que venía detrás de él, por orden de importancia, nadie vacilaba en su designación, aunque estableciendo entre ambos una diferencia considerable. Después del obispo, la persona más ilustre de la ciudad era doña Eulalia, la baronesa. 155
ii
Todos la llamaban «baronesa». Era una costumbre. Los jóvenes,
habiéndola oído nombrar desde su infancia con este título, lo consideraban tan indiscutible como la dignidad episcopal de Su Ilustrísima. Los viejos conocían la existencia en Madrid de otra baronesa de Cuadros, cuñada de doña Eulalia, pero no daban importancia a tal duplicidad. La verdadera baronesa era la suya. Cuadros, pequeña aldea al pie de los Pirineos, dio su nombre a la baronía con que fue agraciado un propietario del valle, jefe de partida que había hecho la guerra contra los franceses napoleónicos en 1808, y quince años después, como guerrillero «apostólico», acompañó a los otros franceses del duque de Angulema y de Luis XVIII, cuando vinieron a restaurar la monarquía absoluta de Fernando VII. Fue este rey quien dio el título de barón de Cuadros al guerrero montaraz, hombre bueno, a su modo, y de limitados alcances mentales, convencido de que España aún podía ser grande, otra vez, si restablecía la Inquisición, repeliendo el liberalismo y otras invenciones de los herejes extranjeros. Sus descendientes establecidos en la ciudad, no tuvieron otra preocupación que mantener el lustre de dicho título nobiliario. Doña Eulalia, desde sus primeros años, veneró dos cosas: la gloria de su bisabuelo, gran capitán, según ella, de milagrosas hazañas –a pesar de que nunca había mandado más allá de doscientos hombres–, y el título de barón, que hacía de su propio padre un ser excepcional, un jerarca, después del obispo. Creció oyéndose llamar por todos «baronesa». Su hermano contrajo matrimonio, luego de heredar el título por muerte de su padre, y fue el primer barón de Cuadros que abandonó la ciudad, trasladándose a Madrid. Tal 156
ausenciasirvió para que la gente pudiese seguir llamándola lo mismo que en su primera juventud. Doña Eulalia se casó con un rico del país, de apellido oscuro. La influencia democrática de los tiempos la impuso este sacrificio. Su hermano se había llevado con el título casi todos los bienes de la familia, dedicados por tradición al mayor brillo de su baronía. Gracias a dicho matrimonio fue rica a su vez, pero sufriendo la oculta amargura de saber que existía una baronesa de Cuadros auténtica, y ella solo lo era en su ciudad por aquiescencia general, sin título alguno. Deseosa de adquirir nuevas distinciones, ordenó a su marido que interviniese en la política de la provincia, no descansando hasta que lo eligieron diputado. Pero hombre sensual, de aficiones groseras, solo vio en dicho cargo un pretexto para vivir en Madrid, mientras su esposa permanecía en la ciudad atendiendo a la administración de sus bienes. Además, doña Eulalia no deseaba encontrarse con su cuñada, que era para ella «una usurpadora». Solamente al morir el diputado pudo darse cuenta de cuál había sido su verdadera existencia. Tuvo que pagar deudas enormes, quemó, escandalizada, muchas cartas de mujeres que contenían confidencias infames –algunas de ellas incomprensibles para doña Eulalia– y desde entonces extremó su austeridad devota, abominando de la vida moderna y sus impurezas, de las grandes capitales y sus placeres demoníacos, para concentrar toda su historia futura en la ciudad natal y el valle circundante, donde tenía sus mejores propiedades. Además, aquí era «la baronesa». Las envidiosas, al intentar explicarse su influencia y el general respeto que infundía su nombre, no acertaban a encontrar el motivo. El verdadero título lo poseía su hermano mayor, y el hecho de haber sido su esposo varias veces diputado tampoco justificaba tal celebridad. Otros señores de la 157
provincia habían obtenido igualmente dicho cargo, gracias a unas elecciones que se realizaban sin oposición, designando el Gobierno, desde Madrid, de acuerdo con el obispo, quién debía ser diputado… Y, sin embargo, la baronesa figuraba como el personaje más importante, fuera del palacio episcopal. Rehuía con modestia el cargo de presidenta, ofrecido por las asociaciones religiosas. Luego todas ellas aceptaban la persona que doña Eulalia quería designar. Hasta el alcalde y los señores del Ayuntamiento venían a consultarla sobre ciertas reformas proyectadas durante años y años, como persona de gran experiencia y prudente consejo. Muchos comentaban admirativamente su parquedad verbal. El silencio con que acogía las consultas era apreciado como reflejo de una vida interior, de profundas meditaciones. Su gesto severo tenía una gravedad protectora. «Es de mucho carácter», afirmaban las gentes. Y con tales palabras creían haber justificado su respeto. Cerca de la catedral se alzaba la casa de los barones de Cuadros, única finca de la herencia paterna que ella había exigido. Este caserón de fachada pretenciosa, construido con honores de palacio, mostraba cerradas casi siempre puertas y ventanas, como si estuviese deshabitado. Detrás se extendía el jardín. Las tapias de este, con festones de plantas trepadoras, servían de límite a una callejuela en pendiente que iba hasta la catedral y por ella pasaban los canónigos a las horas de coro. Empedrada de guijarros azules y resbaladizos, formaba varios rellanos. Pétalos de jazmín la cubrían algunas veces como nieve perfumada. En otras ocasiones la alfombra floral era de rosas deshechas. El profundo silencio de este callejón desierto parecía agrandar la canturria de los pájaros albergados en el jardín. Los árboles subían apretadamente 158
en busca del sol. La hiedra se enroscaba a sus troncos hasta invadir las copas. Algunas tardes los raros transeúntes veían levantarse ante sus pisadas, exageradas por el eco, una punta de cortina en alguna ventana de vidrios siempre cerrados. Una cabecita, con la cabellera en lustrosos bandós2, rostro de aniñadas facciones, palidez mate y ojos negros de pueril expresión, se mostraba por breves instantes detrás de los cristales. Todos la conocían. Era la señorita Marina, hija única de la baronesa. Doña Eulalia, según declaración de los hombres ya maduros que fueron jóvenes al mismo tiempo que ella, había poseído una belleza «distinguida». Esto, en realidad, quería decir que no la tenían por fea, aunque sus encantos pareciesen endurecidos por un gesto frecuente de altivez. Su hija había heredado esta belleza morena, reveladora del origen campesino de la familia, pero más afinada y débil, con una expresión humilde y tímida en miradas y palabras. El nombre de Marina se lo había dado su padre. Doña Eulalia prefería otros más clásicos del santoral, pero este lo toleró al principio como un capricho de su esposo, aficionado a lecturas novelescas e historias desarrolladas sobre las tablas de los teatros3. Muchos años después, al descubrir sus traiciones conyugales, tuvo la certeza de que había impuesto a su hija el mismo nombre de una de aquellas hembras de diabólico estilo epistolar. Lo aceptó por haberlo 2. Peinado femenino que divide los cabellos en medio de la cabeza, llevando cada mitad hacia los costados. 3. Posiblemente el autor estuvo pensando en la protagonista de la zarzuela homónima, con libreto de Francisco Camprodón, que, dieciséis años después de su estreno, fue transformada en versión operística en tres actos (1871), con libreto de Miguel Ramos Carrión y música de Emilio Arrieta. 159
consagrado para siempre la Santa Madre Iglesia, pero muchas veces le era penoso repetirlo a causa de los recuerdos nefandos que evocaba en su memoria. Meses y años se deslizaron para ella lo mismo que la mansa y continua ondulación de un río tranquilo, limpio de obstáculos. Marina fue creciendo hasta convertirse en una mujer. Pasada su pubertad ya no se dio cuenta doña Eulalia de las transformaciones de su hija. La encontraba siempre igual, como una repetición de su propia existencia. Era motivo de orgullo para ella verla tan obediente, tan modosita y falta de voluntad; un modelo de hija cristiana, sometida por entero a la dirección de su madre. Es cierto que le habría sido difícil a la joven vivir tranquilamente, haciendo otra cosa. El difunto esposo de doña Eulalia había comparado a esta con uno de esos árboles avasalladores que absorben por entero el zumo de la tierra que les rodea e impiden el crecimiento de todo lo que existe cerca de ellos. Los vecinos inmediatos a la catedral veían todas las mañanas a la madre y la hija con la mantilla sobre los ojos, camino del templo, donde pasaban dos o tres horas. Nunca le faltaba quehacer a doña Eulalia en su interior. Unas veces tenía que confesar y comulgar; en otros días era misa cantada con sermón. Además, siempre encontraba canónigos o beneficiados cerca de la sacristía, entablando conversación con ellos bajo la luz de un rayo de sol que entraba oblicuamente por las vidrieras de colores, extendiendo sobre el pavimento, blanco y negro, o sobre una antigua losa sepulcral, pequeños jardines palpitantes de flores sin cuerpo. En las últimas horas de la tarde la baronesa y su hija abandonaban la mantilla, tocado devoto que las había nivelado democráticamente con las demás oyentes de los oficios divinos. Ahora llevaban 160
sombreros negros y discretos, signo de aristocracia que solo se atrevían a usar en la ciudad muy contadas señoras. Estos sombreros, muchas veces de confección casera, eran tan pesados y sombríos que Marina se permitía aligerar el suyo con la nota alegre de algunas flores artificiales. A las muchachas que trabajaban para las tiendas de la calle principal e iban siempre con la cabeza al aire les parecía dicho tocado el resumen de toda una existencia, el final glorioso de una mujer triunfadora. Otro testimonio de majestad de la baronesa era su carruaje, berlina chillona a causa de su vetustez, tirada por un solo caballo y en cuyo pescante iba como cochero el mismo viejo que por la mañana cuidaba el jardín. Se asomaban los vecinos a puertas y ventanas al oír el estrépito de sus ruedas, cortando el vespertino silencio. Su paso marcaba exactamente la hora que sigue a la siesta, cuando empiezan en las casas los preparativos del chocolate. Todos sabían que este vehículo solo podía ser de doña Eulalia. En el barrio no había otro y en toda la ciudad no llegaban a una docena los carruajes particulares. Pero aun así necesitaban asomarse para tener el convencimiento de que no se habían equivocado y decir luego a los demás de la familia: «Son la baronesa y su hija, que van a alguna de sus propiedades». El paseo lo daban por una carretera que, al llegar al pie de los Pirineos, se cortaba bruscamente. Al otro lado de la cordillera había construido Francia un camino igual, pero transcurrían los años sin que se uniesen los dos extremos. Las susceptibilidades de una vigilancia militar inexplicable y, sobre todo, el tradicionalismo, mantenían en suspenso esta obra necesaria. La baronesa consideraba digna de elogio tal solución de continuidad en el camino que le servía de paseo las más de las tardes. 161
Su imaginación había poblado la tierra existente al otro lado de las montañas con los más espantables monstruos. Cuando encontraba en la ciudad algunos mercaderes vagabundos o compradores de ganado procedentes de Francia –gentes rudas y sin letras– los miraba hostilmente, como si trajesen en los fardos de sus mulas todo un cargamento de impiedades. Eran del país de la Revolución, de la tierra de Voltaire y de Renan, dos seres diabólicos de los que había oído hablar muchas veces en los sermones, desalmados de una misma época que negaban a Dios y tal vez habían votado la muerte de la reina María Antonieta. ¡Bien estaba el camino así! La tarde la pasaba en alguna de sus fincas, hablando a las familias de sus labriegos con tono protector, mostrándose pródiga en limosnas. Las pobres gentes del campo y la ciudad alababan su espíritu caritativo. Doña Eulalia tenía una noción clara y rígida de sus deberes. Los de arriba deben proteger a los de abajo, pero dignamente, sin familiaridad, guardando las distancias. Y los de abajo deben agradecer estas generosidades, a las que no tienen ningún derecho, porque son voluntarias, y el que da limosna lo hace por bondad de alma, no porque tenga obligación. Como resultado de sus cristianas larguezas, un joven, que tenía cuatro o cinco años más que Marina, estaba instalado en la casa de los barones de Cuadros, ocupando una situación intermedia entre la domesticidad y el trato íntimo con la aristocrática familia. Era hijo de un labriego del valle, que había hecho oficios de administrador de doña Eulalia en alguno de sus viñedos. Al morir tomó la baronesa bajo su protección al pequeño Sebastián, como ella podía hacerlo. Lo llevó a su casa para que ayudase al jardinero. Al poco tiempo, dándose cuenta de su ingenio natural y su afición a los libros, vio en él a un futuro sacerdote. 162
Acababa de inaugurarse el seminario, y el edificio resultaba muy superior en dimensiones al número de estudiantes. ¡Signo impío de los tiempos! Cada vez eran menos los que sentían vocación por el sacerdocio. Doña Eulalia envió un seminarista más a la nueva universidad eclesiástica, pero al poco tiempo hubo de convencerse de que su iniciativa resultaba inútil. De los sabios maestros del seminario solo quería aprender el muchacho lo que tenía relación más o menos lejana con la literatura y las artes. Hasta le atribuyó un alma de pagano viendo la sensualidad con que admiraba los árboles, las flores, los cantos de los pájaros, las voluptuosidades de la música. Le sorprendió repetidas veces en el jardín leyendo libros profanos, novelas poco edificantes que, según propia confesión, le proporcionaba cierto barbero de la calle principal, único vecino de la ciudad que se atrevía a hacer gala de ideas liberales, encargándose de la venta de periódicos y libros venidos de Madrid. Este hereje se permitía además, con unos cuantos forasteros, parroquianos suyos, discutir la conducta del obispo y dudar de su importancia en la tierra entera. Retiró doña Eulalia su apoyo a Sebastián al convencerse de que no quería ser sacerdote, volviéndolo a su condición de criado. Menos aún: fue un huérfano, recogido por caridad, que no ganaba la comida y los vestidos dados por su bienhechora. Él, por su parte, parecía acoger pasivamente esta decadencia, limitándose a prestar ayuda al jardinero, a la cocinera, a todos los de la casa que exigían sus oficios de suplente, bueno para todo. Su único consuelo era afirmar que pronto abandonaría la ciudad, lanzándose a correr el mundo. Tal vez esperase hasta cumplir su servicio militar; también podría ser que partiese antes para América, como otros jóvenes del país, sin preocuparse de que lo declarasen prófugo. 163
Siempre que le era posible escapaba de la casa para pasar horas enteras oyendo lo que conversaba el grupo de locuaces fumadores, instalado permanentemente en la barbería de la calle central. Allí se instruía con más deleite que en las aulas del seminario. Otra de sus diversiones era hablar con la señorita Marina. Continuaba entre los dos la misma confianza de su niñez. Recordaban sus juegos en el jardín, cuando Sebastián, por ser mayor y más fuerte, la servía de caballo, llevándola a cuestas con ruidoso trote entre las platabandas floridas, plegándose a otros caprichos de esta amiga que tenía conciencia de su rango superior. Ya no se permitía con ella el tuteo infantil. La llamaba señorita y empleaba el «usted» al hablarla, por exigencia de la baronesa, ansiosa de restablecer entre ambos la necesaria diferencia social. Pero el jardinero y Fermina, la criada más vieja de la casa, habían sorprendido algunas veces entre los dos jóvenes sonrisas de confiada fraternidad. Sus ojos se miraban como si guardasen un mutuo secreto. Además, el muchacho entregaba algunas veces a la hija de la baronesa papeles y libros, haciéndola partícipe de sus lecturas profanas. Marina parecía ocultar una personalidad doble. Lejos de doña Eulalia, sus ojos se animaban con un brillo inteligente. No miraba ya al suelo, ni su sonrisa era maquinal, expresando únicamente humildad y timidez. Un personaje importante frecuentaba el caserón de la baronesa en las horas crepusculares y las primeras de la noche. Era don Pablo, canónigo dignidad, que representaba en esta urbe eclesiástica la gloria de las Letras. Doña Eulalia solicitaba sus consejos, por lo mismo que estaba convencida de que, en todo lo que no tocase a sus particulares aficiones, mostraría indefectiblemente la misma 164
opinión que ella. Todos consideraban a este varón de alegre vejez, con la cabeza sonrosada y blanca y unas gafas con montura dorada sobre sus ojos infantilmente maliciosos, como un gran sabio, honor de la ciudad. Dedicado a los estudios históricos, hacía girar su dinamismo literario en torno a un hecho, ocurrido dos mil años antes, al que concedía universal importancia. Uno de los más modestos lugartenientes de Julio César había batido a otro no menos oscuro oficial de Pompeyo en este mismo valle pirenaico. Los eruditos de la capital de la provincia juraban que la batalla se había desarrollado en las inmediaciones de su ciudad, y tal divergencia geográfica venía envenenando los días de estos irreconciliables enemigos, separados por unos cuantos kilómetros. Don Pablo se reconocía con espanto un alma de asesino al hablar de los que sostenían en la ciudad próxima una opinión contraria a la suya. Este hombre bondadoso, después de una meditación de medio año, tomaba la pluma para herir con toda clase de malicias frailunas a sus contendientes, y ellos le contestaban con igual acidez en cualquier periódico de la región, luego de un plazo no menos largo. Fuera de lo que se refiriese a la tal pelea entre romanos, el canónigo mostraba un optimismo y una bondad lindantes casi con la herejía. Los pecados humanos despertaban en su ánimo más asombro que indignación. —Yo creo en el infierno –decía–. Es mi deber, pues así lo ordena la Santa Madre Iglesia. Pero tal vez el Señor nos guarda la gran sorpresa de que el infierno no existe. ¡Dios es tan bueno!… Los hombres son como los niños: necesitan que los asusten con fantasmas y vestiglos para no hacer mayores diabluras. 165
iii
Varios días transcurrieron sin que los empleados humildes de la
catedral pudiesen saludar a la baronesa. Su ausencia les hizo creer que estaba enferma, pero los habitantes del noble caserón la veían a todas horas yendo de un lado a otro, y escuchaban sus portazos o sus palabras vibrantes de cólera, tan distintas a las mesuradas y graves que solía usar en su conversación ordinariamente. Fermina, vieja doméstica de toda confianza, que la conocía desde su niñez, mostraba igualmente una preocupación extraordinaria, pero se mantenía silenciosa o, cuando más, exteriorizaba su angustia con largos gemidos y miradas al cielo. Sebastián fue llamado a comparecer ante la baronesa en el gran salón de la casa, presidido por un retrato al óleo del primer barón de Cuadros, en el que aparecía el guerrero «apostólico» con una corbata negra hasta la barbilla y un cuello bordado de general, ocultando los lóbulos de sus orejas. A pesar de que el joven era el único en la casa que hacía gala de no temer a la señora, sintió un ligero estremecimiento en sus piernas al verse frente a ella. Su cara ceñuda parecía haberse prolongado horizontalmente. Tenía la nariz más larga y ganchuda; apretaba los labios pálidos, y miró a Sebastián cual si quisiera herirle con el rayo de sus ojos. La noble devota, tan mesurada y solemne en su expresión, balbuceaba ahora atropelladamente, como si todas sus palabras quisieran salir a la vez. Desde un día antes creía vivir en otro planeta donde no hubiese orden, respetos ni jerarquías. Ya había llegado el cataclismo tantas veces predicho por los hombres de Dios. Empezaba el reino de las abominaciones, y los malos podían ofender impunemente a los buenos. 166
No perdonando ocasión de ejercer autoridad dentro de su casa, procuraba conocer hasta en sus más mínimos detalles el mesurado y regular funcionamiento de ella. Doña Eulalia se veía como un pastor responsable de los cuerpos y las almas sometidos a su dirección dentro de aquella respetable vivienda. Por el deseo de mantener las buenas costumbres del régimen patriarcal, vigilaba la manutención de sus gentes, el lavado de sus ropas, la limpieza de las habitaciones, el buen arreglo de la bodega. Fermina la ayudaba en dicha vigilancia, pues la noble señora no podía atender a todo lo de su casa, teniendo que asistir a tantas funciones religiosas, a tantas juntas de sociedades pías, dando además audiencia a las personas que solicitaban su consejo. Como la leña era abundante, por traerla en sus carros los arrendatarios, la vieja doméstica se entregaba a una especie de adoración maniática del fuego. Bajaba con frecuencia a la cocina para vigilar el estado del montón de troncos ardientes en la gran chimenea de campana. Un caldero hollinado, colgando de una cadena sobre el hogar, mantenía a todas horas la provisión de agua caliente apreciada por la vieja como un tesoro. Añadía leños a la hoguera, líquido al negro receptáculo, y volvía a salir de esta pieza, semejante por sus dimensiones a una capilla, mirando con veneración las hileras de vasijas de cobre brillantes como soles rojos al reflejar la fogata. Otra de sus preocupaciones era el frecuente lavado de las ropas, presidiendo con aire importante la operación de la lejía. Después de efectuar dicho trabajo había buscado en los últimos meses a la señora para comunicarle sus inquietudes. No podía explicarse la exagerada limpieza de las ropas interiores de la señorita Marina. Ni el más leve arrebol alteraba el color blanco de tales prendas. 167
Doña Eulalia guardaba, en las relaciones con su hija, cierta seriedad ceremoniosa. La quería con amor maternal, pero la trataba, por tradición, como ella había sido tratada por su madre, sin excesos de confianza, con grave dulzura, estableciendo cierta separación entre las dos para no dejar de ser temida. Cada vez que la vieja criada venía a exponerle sus inquietudes a causa de tan inexplicable limpieza, interrogaba a su hija, fijando en ella una mirada de sincera inquietud y al mismo tiempo inquisitiva. —¿Estás enferma?… ¿Sientes algo extraordinario?… Te veo más pálida. Pero Marina se apresuraba a responder dulcemente: —No, mamá. Estoy muy bien. Una tarde, poco antes del paseo diario, se había revelado aquella terrible enfermedad que todos los meses preocupaba a la baronesa, olvidándola a continuación al escuchar las afirmaciones de su hija. Empezó esta a quejarse de agudos dolores en las entrañas, lagrimeando como si la infligiesen un suplicio. Doña Eulalia creyó en un envenenamiento por descuido de las gentes de la cocina, que habrían limpiado mal las vasijas del cobre. Fue llamado a toda prisa el médico de la casa, que era igualmente el del obispo y todos los personajes del cabildo, un viejo de mucha práctica e incompletos estudios, pronto a suplir su falta de lectura con alardes de fe devota y una resistencia instintiva a aceptar todo descubrimiento. Gran amigo de don Pablo, mostraba tanto interés como este por la batalla milenaria entre los lugartenientes de César y Pompeyo, sosteniendo con energía las opiniones del docto canónigo. Pareció pasar sobre su cara de vejete plácido y chistoso la sombra de una nube, mientras examinaba a la suspirante Marina, tendida 168
en su lecho, palpándole por encima de las ropas las prominencias corporales, con la confianza de un hombre que la había visto nacer. Dudó; luego fue musitando palabras confusas, entre toses que servían para ahogar sus exclamaciones de asombro. Al verse en una habitación inmediata, solo con la madre, elevó las pupilas sobre sus anteojos y abrió los brazos lo mismo que un musulmán que empieza su plegaria. —¡Oh, señora baronesa!… ¡Qué época tan horrible la nuestra! Este miedo a hablar, estas palabras incoherentes, no impidieron que doña Eulalia adivinase lo que pretendía decir. En el primer instante su rostro reflejó indignación. El pobre doctor empezaba a chochear a causa de sus años. Luego juzgó inadmisible que su senilidad se permitiese tan irreverentes suposiciones. Se acordó de las consultas mensuales de Fermina, y con los ojos redondeados por el asombro, haciendo ademanes de súplica, cual si solicitase una negativa, preguntó ansiosamente: —¿Usted cree eso, doctor?… ¿No se equivoca? El viejo movió su cabeza. —Quisiera equivocarme…, pero no creo posible el engaño. ¡He visto tantas veces los mismos síntomas!… Cuando el médico se marchó, la madre fue corriendo hacia el lecho de la enferma. —Dime la verdad; toda la verdad… ¡Nada de mentiras! Piensa que Dios te escucha. El llanto de Marina fue ahora de miedo más que de dolor. La presencia de la baronesa la hizo sentir un tormento más grande que el de sus entrañas. Quiso negar con la absurda insistencia del culpable que pretende salvarse, no reconociendo los hechos evidentes. Al mismo tiempo el hábito de obedecer a su madre, el imperio de 169
esta sobre su voluntad, le fueron arrancando a pequeños fragmentos su secreto. —¡Mala hija! –gritó la piadosa señora con voz iracunda, procurando al mismo tiempo sofocarla, como si temiese ser oída por algún testigo oculto–. Parece imposible que seas hija mía. ¡Qué vergüenza, Señor! ¡Qué mancha sobre mi nombre! Las consecuencias del delito filial parecían indignarla más aún que el hecho mismo. «¡Qué dirán de nosotras en la ciudad!». Y sin reparar en el estado de Marina, apelotonada en el lecho, suspirante, cayéndole las lágrimas hasta las comisuras de su boca, se doblegó sobre ella agresivamente. —¡Toma, perra!… ¡Toma, deshonra de la familia! Hubiera seguido repitiendo sus golpes sobre aquel pobre cuerpo que los acogía con inercia servil, levantando por instinto un codo, sin que tal defensa la librase de la furia materna. Pero la baronesa sintió de pronto inmovilizada su diestra por una mano dura y fuerte. Fermina había entrado en la habitación, adivinando las consecuencias de la visita del doctor. Eran simplemente una certeza de lo que venía ella sospechando desde mucho antes. Largos años de servidumbre al uso patriarcal la daban derecho a mezclarse en los asuntos de la familia, con respeto y confianza a la vez. Doña Eulalia, después de una orgullosa resistencia, acabó por aceptar las palabras consoladoras de su criada y que esta la hiciese salir de la habitación con ademanes enérgicos. —¡Ay, Fermina! Nuestros tiempos eran otros –gimió la dama–. ¡Qué mujeres las de ahora!… Da vergüenza tenerlas en la casa. Son iguales a esas que vienen de fuera, con la cara pintada, para servir en el café que envilece nuestra calle principal. 170
Al verse solas las dos, manifestaron a un tiempo igual curiosidad. Olvidaron a la joven para pensar únicamente en quién sería el autor de su estado deshonroso. Como Fermina ya no tenía dudas en el asunto, manifestó su opinión rotundamente. Solo existía un hombre en la casa capaz de tal delito: Sebastián. La vieja se acusaba a sí misma por una ceguera que ahora le parecía inexplicable. En esto habían de parar forzosamente tantos cuchicheos, tantas miradas y regalos de papeles impresos, que ella había sorprendido entre los dos. Acostumbrada a verlos juntos desde niños, no había llegado nunca a sospechar de su inocencia. Seguía apreciándoles lo mismo que cuando jugaban en el jardín, con una travesura de chicuelos, sin los recatos ni escrúpulos que establece la diversidad de sexos. Ella se encargó de hablar a solas con la enferma para arrancarle la verdad, valiéndose de dulces insinuaciones. Al volver en busca de la baronesa con aire triunfante, la señora entró a su vez en el dormitorio de su hija. —¿Es él? –preguntó severamente. Marina, que había abandonado ya su lecho y estaba en un sillón, el rostro surcado por las lágrimas y el peinado deshecho, movió la cabeza con manso gestó afirmativo. Esta confesión silenciosa irritó de nuevo a la baronesa. Otra vez levantó el brazo vengador, pero Fermina estaba detrás de ella y el puño no cayó sobre la pobre joven, dispuesta a recibir con resignación todos los castigos. Su vergüenza y su desaliento resultaban tan grandes como la cólera de la madre. Al convencerse esta de que le sería imposible satisfacer sus deseos agresivos a causa de Fermina, necesitó dirigir inmediatamente su 171
cólera contra «el otro». Por desgracia para ella, Sebastián estaba en una de las propiedades de la baronesa y no volvería hasta la mañana siguiente. Pasó doña Eulalia una noche de insomnio, pensando y repensando lo que debería decir cuando horas después se presentase el joven ante ella. «¡Víbora!». Ya no le daba otro nombre. Era la serpiente de la fábula, yerta de frío, que el confiado labrador abrigaba en su pecho para devolverle la vida, y hacía patente su gratitud mordiéndole. Había amparado al huérfano, había querido abrirle el camino de las dignidades de la Iglesia –las más altas y respetables para ella– y correspondía a tal bondad con inaudita traición. —¡El miserable! –dijo en voz baja–. Ha creído hacer de un golpe su carrera; ser el marido de Marina, el yerno de la baronesa. Algunas veces había pensado en el matrimonio de su hija como un hecho fatal que iban a plantear necesariamente las leyes ordinarias de la vida; pero ella procuraba retardar dicho suceso. Marina se casaría con un hombre respetable y «lleno de honor»; un hombre a la antigua, un propietario de la misma provincia, si era posible, de edad algo madura, sin los caprichos y aficiones de la juventud moderna. Pero nada se perdía no dejándola casar hasta los treinta años. Según la baronesa, estos matrimonios resultaban mejor que los contraídos por gente inexperta. Todos los que habían sentido la atracción de la belleza algo macilenta de Marina tuvieron que retirarse en vista de que les era imposible llegar hasta ella. Doña Eulalia no se separaba de su hija, interponiéndose entre esta y sus galanes. Una vez hasta se quejó al gobernador militar para que transmitiese su protesta al jefe del batallón, en vista de que cierto teniente joven paseaba todas las tardes la calleja inmediata a su jardín, atisbando el momento en que 172
Marina levantaba el visillo de una ventana para hacerle gestos que equivalían a declaraciones de amor. ¡Y esta hija, tan guardada por ella, pretendía arrebatársela tortuosamente aquel seminarista fracasado, aquel parásito, que no tenía la supeditación del doméstico ni la gratitud del pobre!… Apenas llegó Sebastián al día siguiente, transido por el frío de una mañana invernal y de un madrugón extraordinario, Fermina le cortó el paso. No quiso dejarle entrar en la cocina cuando iba hacia ella, atraído por el enorme fuego del hogar y la esperanza de un chocolate espeso, oliendo a canela, orlado de grandes rebanadas de pan. Arriba le recibió la baronesa, impaciente después de una noche de crueles reflexiones, y no le dio tiempo ni para saludarla. Lo sabía todo. Era inútil que hablase. —El señorito cree –continuó con tembloroso sarcasmo– que ha hecho ya su carrera. Luego de deshonrar a la hija de su protectora, que le mató el hambre desde niño, la pobre baronesa tendrá que aceptarlo como yerno y acabará siendo el dueño de la casa. No está mal ideado el negocio; pero conmigo no resulta… ¡Ah, ladrón! ¡Y pensar que eres capaz de cometer esas villanías con tu carita de santo falso! ¡Ah, hipócrita, demonio verdadero! Ahora comprendo por qué los hombres matan algunas veces. Y avanzó sobre él con igual ímpetu que al abofetear a su hija, tendida en la cama. —¡Que el Señor me perdone! No puedo aguantar más. ¡Toma!… ¡Toma! Sebastián, mozo de piernas ágiles, podía evitar los golpes de su antigua señora con mayor facilidad que Marina. Recibió un puñetazo, más ruidoso que contundente, en una de sus mejillas. A continuación, la otra mano le surcó el lado izquierdo del rostro con 173
cuatro arañazos, que empezaron a manar sangre. Y como se sentía incapaz de contestar con violencia a esta agresión femenina, huyó instintivamente, bajando la escalera a saltos, y atravesó el portalón de la noble casa de los Cuadros, saliendo de ella para siempre. Aquel día, al atardecer, la pequeña tertulia de la baronesa tomó el aspecto de un consejo deliberante. Don Pablo y su amigo el médico llegaron acompañados del capitán Montálvez, jefe de la Guardia Civil del distrito, personaje interesante que las gentes tranquilas y pudientes de la ciudad consideraban algo así como un delegado de la divina Providencia. Hombre jocundo en la intimidad, bigotudo, de trato campechano, inspiraba gran terror a los malos por sus habilidades para descubrirlos. Todo el que caía en su poder acababa por confesarse delincuente. Bastaba para ello que estuviese encerrado unos minutos a solas con el famoso capitán. Luego, al comparecer ante el juez, los más de ellos negaban lo dicho; pero esto se debía, indudablemente, a la perversidad innata en todos los criminales. Doña Eulalia era respetada como una institución, y el defensor del orden acogió con gestos gallardamente protectores todos sus deseos. —¡Que se vaya!… ¡Que no le vea nunca! Haga usted, capitán, que ese Judas no vuelva a nuestra ciudad. Montálvez dejó caer lentamente su respuesta: —Se hará como usted desea, señora baronesa. Basta con que yo le diga una palabrita a solas a ese pollo. Viva segura de que no le verá más. Sebastián estaba refugiado en la barbería de la calle principal, donde tantas y tan hermosas cosas había aprendido en muda inmovilidad. El barbero era para él un hombre poderoso. Enviaba cartas 174
a los periódicos de la provincia, recibía paquetes de los diarios de Madrid. Él sabría defenderle, si la baronesa le perseguía más allá de los muros de su casa. Pero el capitán Montálvez lo buscó para decirle «una palabrita», una solamente, poniéndole en los hombros sus temibles manos, y horas después salió de la ciudad, pensando en qué puerto sería el mejor para un hombre que ha renunciado al servicio militar, ha perdido el deseo de seguir viviendo en su país y necesita embarcarse cuanto antes para América.
iv
Pasaron meses; pasaron años. La ciudad continuó su vida reposa-
da y soñolienta. Media docena de edificios nuevos en sus afueras, un agrandamiento del seminario y dos cinematógrafos en la calle principal, cuyas películas eran examinadas previamente por una comisión de señoras devotas, marcaron todos sus progresos en el mencionado período. La baronesa y su hija continuaban exteriormente la misma existencia, sin alegrías, sin emociones e igualmente sin apasionamientos ni sobresaltos. Pasaban la mañana en la catedral. A media tarde salían de paseo en aquel carruaje, símbolo de su noble jerarquía, vetusto y chirriante. Caballo y cochero habían envejecido igualmente. La marcha era cada vez más lenta, con una solemnidad que hacía pensar en el aspecto majestuoso de los muebles antiguos, desvencijados, soltando como sangre vegetal el polvillo de sus maderas carcomidas. Diariamente, doña Eulalia y su hija hacían los mismos gestos, cruzaban idénticas palabras; la una, autoritaria; la otra, pasiva, 175
como si durmiese interiormente. Esta existencia común nunca veía turbada su normalidad por frases extraordinarias, por movimientos afectuosos, por los desórdenes ligeros de una alegría inocente. Todo funcionaba en ella lo mismo que un reloj. Cada una de las dos mujeres, al acostarse, sabía, sin perder detalle, cómo se iba a desarrollar el curso del día próximo. Únicamente vivían de verdad en las horas que estaban solas, frente a frente cada una de ellas con el pasado, que parecía renacer por obra del aislamiento. Doña Eulalia no lograba ahogar bajo las paletadas de tierra del olvido aquel suceso, que resurgía incesantemente, dividiendo su existencia en dos períodos desiguales. Las horas diurnas dedicadas a sus deberes de dama representativa, famosa en la ciudad, la mantenían en lo que ella llamaba su «primera época». Podía entablar discretas conversaciones con los señores de la catedral; asistía a juntas piadosas donde veneraban su palabra con un respetuoso silencio; concedía su protección a nuevas ligas y hermandades fundadas por imitadoras suyas, que hablaban incesantemente de la necesidad de combatir al pecado y la herejía, como si la soñolienta urbe acabase de ser asaltada por una horda de enemigos de Dios. Continuaba siendo «la baronesa», pero envejecida repentinamente, como si los últimos años, con ser tan pocos, pesasen más que todos los de su existencia anterior. Su perfil era más aguileño, de una curva autoritaria; sus ojos, más duros; su boca, al apretarse, tenía un gesto de orgullo y amargura. En cambio, su prestigio se mantenía intacto, o más bien parecía ganar en densidad y aristocrático perfume, como un vino rancio y noble. Muchos decían de ella que ayunaba la mayor parte del año, y bajo su vestido, siempre 176
negro y modesto, tenía oculto un terrible cilicio, con las púas sangrientas hundidas en sus carnes. El periódico del obispado empezaba a designarla con el nombre de «la santa baronesa». Esto halagaba momentáneamente su vanidad, pero luego, en noches de insomnio, creía ver las cosas bajo una nueva luz, con extraordinaria y fatal clarividencia. ¿Qué había hecho ella al Señor para ser castigada tan duramente?… Su vida era un continuo fracaso. Debía haber nacido varón. El prestigio de la familia se hubiera mantenido mejor que bajo la jefatura de su hermano, hombre, según ella, de notoria incapacidad. El título de baronesa de Cuadros lo poseía legalmente otra mujer, no menos insignificante. Había creído por un momento a su esposo capaz de figurar como hombre político, de mediocre y discreta celebridad, sostenedor de sanas ideas, y resultaba un calavera vulgar, un provinciano bajamente sensual de los que alimentan con sus despilfarros la vida alegre de Madrid. Remediando las injusticias de la suerte con su energía incansable, había conseguido mantener en la antigua ciudad el esplendor patriarcal del noble caserón de los Cuadros. Su hija continuaría, gracias a un matrimonio conveniente, la tradición de su estirpe… Y cuando concentraba todas sus ambiciones en esta esperanza, sobrevenía el suceso más terrible de su existencia, dividiendo esta en dos partes desiguales. Había tenido que apelar a las mayores energías de su carácter duro, heredado, sin duda, del primer barón de Cuadros –fusilador implacable de los enemigos de la fe–, para salir de tal situación. Los pecados de la carne los ha maldecido el cielo, haciendo que fructifiquen y se prolonguen para afrenta de sus autores y eterno trastorno de las familias. La baronesa tenía enemigos y envidiosos que soportaban su fama en hipócrita silencio. ¿Qué no hubiesen dicho al conocer la verdad?… Pero ella había conseguido suprimir la 177
verdad, llegando hasta el crimen. El Señor, que nos ve desde lo alto y nos juzgará a todos, era el único que podía conocer los secretos de su corazón. El sacrificio había sido horrible, pero Dios no ignoraba sus intenciones. Sabía bien que lo había hecho por su gloria, por mantener el prestigio de una familia cristiana, por guardar el honor de su propia casta, en la que todos habían sido fieles servidores del Altísimo, por evitar que los impíos riesen infernalmente del infortunio inmerecido de los buenos. Recordaba aún con inquietud la indignación del canónigo don Pablo. Era su confesor hacía muchos años. Lo escogió teniendo en cuenta su carácter, que le hacía considerar todas las cosas humanas con dulce optimismo, siempre que no tuviesen relación con sus trabajos históricos. Era ella la que dirigía, en realidad, merced a su carácter enérgico, las opiniones de su confesor. Pero meses después de la fuga de «Judas», a continuación de una noche que ella llamaba en sus monólogos silenciosos «la noche terrible», el dulce don Pablo se había incorporado con gesto de espanto en el interior de su confesonario, al escucharla como penitente. Las revelaciones de la baronesa iban más allá de todo lo que el bondadoso canónigo había oído en su vida de confesor, de todo lo discurrido al reflexionar sobre los pecados humanos. Entre los dos se desarrolló durante muchos días una especie de duelo verbal en el secreto del confesonario. —No puedo –decía el sacerdote–. Es tan horrible, que no hay penitencia que baste para obtener el perdón de Dios. Y ella contestaba: —Fue por el honor de mi casa; fue por mi familia. Usted no puede comprender eso; usted vive solo y no tiene hijos. 178
Al fin, don Pablo se declaraba vencido por su penitente. Mejor dicho: su bondad natural acabó por sobreponerse a su indignación. —El Señor, con su piedad infinita, juzgará en última instancia allí arriba, aprobando o rechazando lo que yo hago ahora. Y la baronesa recibió la absolución a cambio de largas penitencias, pudiendo, al fin, continuar sus costumbres devotas de siempre, una de las cuales consistía en la comunión semanal. Marina, por su parte, al quedar sola, sentíase asaltada inmediatamente por un mismo pensamiento. Renacía en su memoria la «noche terrible» con los profundos dolores de la maternidad, unidos a una vergüenza que la obligaba a cerrar los ojos cada vez que la baronesa se acercaba a su cama para vigilar los manejos de la diligente Fermina. En medio del suplicio de su desgarramiento había tenido conciencia de que un pedazo de ella misma se desprendía de sus entrañas, entre sangre y líquidos abdominales que iban deslizándose tibiamente hasta sus rodillas abiertas. Creía haber oído un débil llanto. Luego, nada. Al salir de la inconsciencia reposante que sigue al acto doloroso se había visto sola, entre ropas albas, cuidada maternalmente por Fermina…, pero absolutamente sola en su lecho. Y esta soledad había continuado siempre…, ¡siempre! Había momentos en que dudaba de la certeza de sus recuerdos. Luego las huellas que aquella crisis había dejado en su pobre cuerpo la convencían de que la «noche terrible» no era una pesadilla dolorosa, un negro ensueño persistente en su memoria. Empezó a dominarla como una obsesión el deseo de conocer la suerte actual de aquel pedazo de carne lloriqueante desprendido de su desdoblamiento materno. Solo había conocido su existencia por un débil llanto y la expulsión final y desahogadora que ponía 179
términoa las torturas de sus carnes, distendidas brutalmente. ¿Vivía?… ¿Había muerto?… En vano osaba mirar fijamente a su madre cuando esta, volviendo sus ojos a otro lado, la dejaba en momentánea libertad. Aquel rostro imperioso y grave no reflejaba la luz interior del recuerdo. Era inútil buscar en él. Otras veces, a impulsos de una audacia que la asombraba a ella misma, pretendía hablar a la vieja criada de lo ocurrido aquella noche. Pero Fermina, que la vio nacer y la había tratado siempre con un cariño familiar, ponía el rostro ceñudo, volvía la cabeza, agitaba una mano y huía para librarse del interrogatorio. Una nueva devoción fue desarrollándose en ella durante sus largas visitas a la catedral. Creía antes indistintamente en todos los santos de los altares, en todas las concepciones abstractas del dogma, expresadas por medio de imágenes, sin sentir ninguna preferencia. Ahora buscaba con sus ojos a las Vírgenes que tienen un pequeño hijo en sus brazos. Las hablaba latiendo en el fondo de su nueva adoración una envidia resignada y modesta. —¡Oh, Señora! Mucho sufristeis al ser madre. Visteis morir a vuestro hijo; su cadáver descansó en vuestras rodillas; pero fue vuestro muchos años, pudisteis contemplar su rostro, oír su voz. ¡Piedad, Señora, para las madres que nunca conocieron a sus hijos!… Ni la más leve palabra se escapaba de ella que revelase esta vida interior. ¿Para qué hablar?… ¿A quién dirigirse?… Un imponente secreto parecía emerger de su madre, envolviendo a las personas en trato continuo con ella. Como todos los seres silenciosos, Marina poseía nuevos y raros sentidos, percibiendo en torno de su persona las cosas inmateriales, adivinando por inducción el significado de una mirada rápida, de una palabra dicha 180
con un tono que solo podía comprender la persona a quien iba dirigida. Don Pablo, antes tan bonachón y supeditado a la enérgica señora, la corregía severamente cuando en sus tertulias se expresaba con demasiada dureza sobre las cuestiones que interesaban a la ciudad. —¡Calma, baronesa! Piense que Dios no ama las violencias. Solo la dulzura y la resignación le son gratas. Fermina, que siempre había temido a la señora, se mostraba menos sufrida en su trato con ella. Repetidas veces, con motivo de pequeños trabajos de la casa, se atrevió a discutir con doña Eulalia, mirándola fijamente, sin sentirse intimidada por sus ojos, que antes la hacían temblar. Indudablemente, la baronesa tenía un secreto.
v
Pasaron nuevos meses; pasaron nuevos años.
Doña Eulalia empezaba a envejecer, y su hija, que aún no había cumplido treinta y cinco años, parecía su hermana menor. Los vecinos las veían por la mañana, como siempre, camino de la catedral, para quedarse en ella varias horas. Sus paseos vespertinos ya no eran más que a pie, por los alrededores de la ciudad. Solo de tarde en tarde iban a sus campos del valle. Marchaban de un modo automático, cruzándose entre ellas nada más que las palabras necesarias para entenderse. Cuando hablaban con sus amigos, cada una se expresaba por separado, sin emitir nunca una opinión común. En realidad, era doña Eulalia la que hablaba, pues su hija no hacía más que responder con 181
monosílabos a las preguntas para que la dejasen tranquila en su silencio. Un día, estando enferma, se atrevió a decir a su madre lo que llevaba pensando años y años. La baronesa sentía alarmado su instinto maternal por esta enfermedad. Fermina, ya viejísima, sufría desvaríos en su conversación, se equivocaba en el manejo de las cosas, y doña Eulalia consideraba oportuno vigilar los medicamentos recetados a su hija, temiendo que aquella la envenenase sin saberlo. Animada la enferma por esta ternura momentánea de su imponente madre, se atrevió a hablar: —Yo quisiera, mamá… Por Dios le ruego que me diga… Mas la madre había leído el deseo en sus ojos antes de que lo expresase con palabras. —¡Marina!… No dijo más; pero de tal modo profirió este nombre, que hizo de él a modo de un cuchillo, cortando todo el raudal de súplicas que iba a surgir de la boca de su hija. Todavía, haciendo un esfuerzo, intentó la joven mirar a su madre con fijeza, protestando de la cruel ignorancia en que la mantenía, de su silencio, equivalente a un suplicio. Al fin no pudo sostener la expresión acusadora de los ojos de la baronesa, que brillaban con resplandor agresivo. Aquella maternidad ignorada de todos, que le había comunicado un momentáneo valor, acabó por desplomarse, vencida para siempre; y ya no dijo más. Fue el único choque entre la madre y la hija. Siguió transcurriendo el tiempo. A Fermina la encontraron una mañana yerta en su lecho. Había fallecido sin otra enfermedad que la vejez. La baronesa rezó por ella y pagó numerosas misas para la salvación de su alma. 182
—Mejor está en el otro mundo. Su cabeza funcionaba mal durante los últimos años. Sentía un deseo inmoderado de hablar, diciendo muchas cosas falsas, y aun las habría inventado peores de seguir viviendo. ¡Pobre Fermina! La tertulia de la baronesa empezó a ralearse. Murieron algunos de los visitantes, entre ellos el médico, y al perder don Pablo a este fiel defensor mostró menos interés por los problemas de la historia local. Apenas si hacía memoria en sus conversaciones de la célebre y discutida batalla, lo que dio motivo a que sus compañeros de cabildo hiciesen fúnebres augurios. Un incidente insignificante para la vida de la ciudad produjo el efecto de una explosión revolucionaria en la casa de los barones de Cuadros. «Judas» había resucitado. Después de vivir en América, juntando unos cuantos miles de pesos, sintió Sebastián la necesidad de volver a su patria. Estaba haciendo gestiones para que le perdonasen el haberse fugado antes de cumplir su servicio en el Ejército. Llegaba dispuesto a dar el dinero que le exigiesen y a pasar en un cuartel el tiempo que fuese necesario. Ya no vivía en la ciudad el famoso capitán Montálvez. Otro hombre providencial, de su misma clase, velaba por el público reposo. La respetable baronesa pidió por segunda vez que la librasen de la «víbora», y de nuevo fue llamado Sebastián, oyendo la «palabrita» que ponía a los hombres en fuga. Después de este aviso se apresuró a marcharse a Madrid, creyendo más segura la existencia allá que en su ciudad natal. Marina se enteró sin emoción de la proximidad de este hombre. Casi lo había olvidado. Solo pensó en él durante los primeros meses que siguieron a la «noche terrible». La imagen indetermi183
nada del hijo desaparecido ocupaba por entero su pensamiento, no dejando lugar a los otros seres que habían intervenido en su pasado. Una vida imaginativa, abundante en dulces emociones, se desarrollaba misteriosa dentro de ella. Encontraba la felicidad amontonando ilusorios incidentes sobre el momento inolvidable en que aparecería su hijo. Había acabado por considerar como verdad indiscutible el hecho de que su hijo existía. De haber muerto, se lo habrían dicho su madre y la vieja criada, por ser este el modo más radical de terminar con las inquietudes y preguntas mudas que se adivinaban a través de su silencio. Si las dos habían callado era porque el hijo existía en alguna parte, y procuraban no hablar de él para mantener en olvido tal vergüenza. Dicho mutismo no podía prolongarse indefinidamente. Su madre era dura; mas no por eso dejaba de creerla buena. Todos respetaban sus virtudes de mujer superior, pronta a colocar el rudo cumplimiento del deber por encima de ternuras y sentimentalismos. Cualquier día la sorprendería con su generosidad, como los padres avaros que someten sus hijos a la miseria para asombrarlos finalmente con una herencia de millones. La temible doña Eulalia acabaría por revelar su secreto, entregándole el hijo, aunque fuese poco antes de su muerte. Y la pobre Marina, desorientada por su egoísmo maternal, casi deseó la pronta muerte de la baronesa, para que no se retardase el feliz descubrimiento. Escuchó una noche, de boca de don Pablo, una gran verdad, la mayor de todas las que había podido cautivar en la tertulia maternal durante sus largos silencios. El amor dentro de la familia es en progresión descendente, como los ríos. Cada uno ama a sus hijos más que a sus padres. El agua baña por igual todas las riberas, pero 184
no corre de abajo arriba. ¡Ay!… ¿Cuándo llegaría el momento de ver ella a su hijo? Lo vestía ricamente en su imaginación; lo adornaba con toda clase de galas ilusorias; lo veía semejante a las muñecas de lujo colorinesco, expuestas en los escaparates de la calle principal. Era el juguete de su vida. Luego una duda cruel cortaba sus ilusiones. ¿Era hijo o hija?… Algunas veces lo prefería varón, admirando los rudos atractivos de la gallardía y la fuerza. Luego contemplaba en su interior un rostro mofletudo, blanco y rosa, unos bucles rubios, una pamela enorme de color de fuego, una sonrisa igual a la de las caritas de porcelana bajo la viva luz de las tiendas. El privilegio de este ser ideal era no crecer ni sufrir transformación alguna. Siempre lo veía lo mismo. Se mantenía insensible a las modificaciones de la edad, mientras ella, salvando los últimos límites de la juventud, iba avanzando ya por los jardines otoñales de la madurez. De pronto reconocía la existencia del tiempo transcurrido. Calculaba los años; sentía rubor al darse cuenta de que aquel hijo, nunca visto, podía ser ya un robusto adolescente, casi un hombre. Esto le hacía recordar con espanto al olvidado violador. Luego aceptaba al hijo, exagerando su masculinidad. En sus mudos delirios imaginativos lo contemplaba vestido de oficial, con un sable al costado, como los subtenientes jovencitos, recién salidos de la Academia de Toledo, que llegaban a incorporarse al batallón de la ciudad. Sería parecido a aquel teniente que había rondado en otro tiempo las tapias de su jardín, y de cuyo rostro no guardaba el más leve recuerdo. Se veía paseando por la calle principal, apoyada en el brazo de su hijo con marcial orgullo, ella que nunca había s alido 185
de su casa sin ir al lado de su madre, la mantilla sobre los ojos, o vestida de oscuro, con un sombrero eterno que no pertenecía a ninguna moda. Otra vez la duda cortaba sus ilusiones. ¿Era hijo o hija?… ¿Dónde estaba?… ¿Cuándo se decidiría su madre a revelarle el secreto?
vi
Experimentó un sentimiento contradictorio de tristeza filial y
gozosa inquietud al ver que doña Eulalia se reconocía enferma de gravedad por primera vez en su vida, manteniéndose en la cama, renunciando provisionalmente a todas las actividades y honores de su pequeño mundo. La ciudad entera se preocupó de la enfermedad de la baronesa. Muchos hicieron cálculos para apreciar el número de sus años. No era muy vieja, pero ¡se había sacrificado tanto por el mantenimiento de las buenas costumbres!… Las gentes que vivían en torno a la catedral atravesaban diariamente el portalón de la noble casa para enterarse del estado de su dueña. Su lecho estaba rodeado con frecuencia de sacerdotes importantes o personajes laicos, directores de la vida local. La enferma acogía tales muestras de interés con cierto orgullo, no obstante su cristiana modestia. Era el glorioso fin de una noble existencia. Podía morir satisfecha. Su Ilustrísima (el cuarto obispo que ella había conocido) vino en persona a visitarla dos veces, y enviaba todos los días uno de sus familiares a pedir noticias. Hasta en la capital de la provincia se hablaba en los papeles públicos de su enfermedad. 186
Sin miedo alguno a la muerte se ocupó de la conducción de sus restos al panteón de los barones de Cuadros y de los oficios religiosos para la salvación de su alma, serenamente, como el que prepara un corto viaje. Dictó su testamento, mencionando la forma de su tumba y el orden de su entierro; dispuso detalladamente el modo cómo Marina debía entrar en posesión de sus bienes, y enumeró legados para viejos colonos y servidores de la familia. Su viático fue una verdadera procesión. La plazoleta existente ante la antigua casa de los Cuadros se llenó de hombres con faroles y cirios. En escaleras, corredores y salones, todas las damas de la ciudad estaban de rodillas, con vestido negro, la mantilla sobre los ojos y el rosario en las manos, rezando quedamente. El deán de la catedral, como reemplazante del obispo, llegó hasta la enferma, acompañado de cantos litúrgicos y melodiosos lamentos de fagot para darle la comunión. —Muere lo mismo que una reina –dijo suspirando don Pablo–. ¡Que Dios la perdone! Ahora me toca a mí. La hija andaba de un lado a otro, como mueble inservible que estorba el paso y todos empujan. Solo a altas horas de la noche pareció salir de su estupefacción. Se vio sola en el dormitorio de su madre. La religiosa que la cuidaba en noches anteriores se había retirado, para dormir un poco, a instancias de Marina. Ya se habían extinguido todas las luminarias encendidas para la visita de Dios. Tres cuartas partes del amplio dormitorio permanecían en la penumbra. La piadosa señora había hecho colocar sobre una mesa un crucifijo y dos cirios. Dicha imagen había presenciado la agonía de su glorioso bisabuelo, y ella quería morir contemplándola. Estas dos llamas rojizas e inquietas proyectaban sobre la pared 187
inmediata al lecho las sombras de personas y cosas, considerablemente agrandadas. Marina, hundida en un sillón, miraba fijamente a su madre. Varias veces suspiró la baronesa con una sonoridad de caverna, empujando instintivamente sus manos rígidas el embozo de la cama, como si repeliese de su pecho una losa aplastante. A continuación tiraba de él, subiéndolo hasta su rostro, cual si la acometiera un escalofrío irresistible. —Me siento muy mal –dijo con voz tenue–. La muerte se acerca. ¿Qué harás tú, pobrecita mía, al verte sin tu madre? Se levantó Marina de su asiento lentamente, aproximándose a la cama. Dobló su cuerpo sobre la moribunda para hablarle de más cerca, con voz tenue. —Madre…, ¿dónde está? Dígamelo para traerlo. Ya es hora. La baronesa abrió los ojos e hizo un esfuerzo para levantar su cabeza de las almohadas, cual si de este modo pudiese comprender mejor. —¿Quién?… —Mi hijo…, su nieto. Un largo silencio. La mujer que iba a morir habló ahora tímidamente, con una voz semejante a la de la otra mujer, llena de vida. —No lo esperes… Murió al nacer… No ha vivido nunca. Otra vez se restableció el silencio; pero como si la madre necesitara justificarse, dijo, con la misma severidad que en sus días de salud: —No me hables de eso. Olvidemos todos nuestras faltas. Ya ajusté mis cuentas con el Señor, y espero que me habrá perdonado… ¡Si supieras lo que lleva sufrido tu pobre madre!… Pero los sufrimientos de su madre no conmovieron a Marina. De nuevo se dejó caer en su asiento al apartarse de la cama. Parecía 188
que las anteriores palabras hubiesen restablecido entre la madre y la hija aquella separación en la que habían vivido tantos años. Durante el curso de la noche abandonó Marina su sillón muchas veces para acercarse a la moribunda, deseosa de reanimarla y sin saber cómo. Al pasar una mano por su rostro lo encontró húmedo y frío bajo el sudor que anuncia la muerte. Se inclinó para ver sus ojos, velados por el empañamiento agónico, para percibir la débil respiración que silbaba entre sus encías, pobres en dientes. La breve conversación sostenida por las dos se había grabado, sin duda, en el pensamiento de la moribunda. Hablaba inconscientemente, soltando palabras sin ilación, y la hija, casi acostada sobre su busto, iba espiando la salida de todas ellas, temerosa de que alguna se perdiese. —¿Para qué lo querías?… Un estorbo… La vida es larga…, y lo que saben las gentes ya no lo olvidan… ¿Qué habrías hecho tú con un hijo ilegítimo?… ¡Además, la situación del pobrecillo al seguir viviendo como bastardo!… En aquel momento, lo mismo le daba existir que morir. No se sufre… Fermina se encargó… Yo se lo mandé… La cocina…, una gran fogata…, desaparecido en un instante. ¡Era tan pequeño!… Don Pablo lo supo y nadie más… Seguramente que el Señor me ha perdonado… ¡He sufrido tanto!… Se incorporó la hija, hundiendo los puños en el borde de la cama. Así quedó rígida e inmóvil, como si el asombro la hubiese cristalizado, dando a su cuerpo una dureza homogénea. Siguió con sus ojos más de una hora las contracciones y sobresaltos de aquella vida al extinguirse. Era su madre y, sin embargo, no se preocupaba de ella. Su pensamiento estaba en otra parte. —¡Y no lo veré nunca!… ¡Y pasaré el resto de mi vida sin que él me acompañe! 189
Empezó a palidecer el resplandor de los cirios. Su luz rojiza fue proyectando sobre el muro, con menos densidad, la sombra de la viviente, igual a una estatua enorme de ébano. Otra luz turbia y violácea invadió la habitación, sacando a tirones de sus ángulos la sombra agazapada. Amanecía. El rostro de la muerta pareció aún más lívido, bajo este resplandor lúgubre. La presencia de la mañana fue despertando a Marina de su embrutecimiento doloroso. Sus pupilas tuvieron un instante la agudeza hiriente del acero. Parecía querer matar otra vez a esta muerta que se llevaba su esperanza. Sintió en su boca repentina humedad, un agresivo deseo de escupir. Luego pensó que era otra madre la que estaba tendida enfrente de ella, y volviendo el rostro, dejó caer el salivazo junto a la cama. Sus rodillas se doblaron, su cabeza se hundió en el borde del fúnebre lecho. Un estertor empezó a agitar su pobre espalda. Ningún recuerdo para la muerta… Palabras entrecortadas por una irrupción de lágrimas: —¡Oh, hijo mío!
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L a devoradora
A manera de prólogo
Un paseo - El hijo del Maestro - La felicidad y la ambición - Del viaje alrededor del mundo
H
el Maestro nos ha invitado a dar un paseo por el Bosque de Bolonia. Era el estreno de un magnífico y lindo automóvil, modelo de comodidad y estética, que el autor de El rey Lear, impresor acababa de regalar a su señora, la cual –radiante de belleza y simpatía, de sencillez y cultura– nos acompaña. Viene también con nosotros el joven Sigfrido, hijo del gran novelista, que se encuentra en París en ese viaje ideal que se llama la luna de miel. Sigfrido es un joven esbelto, de grandes ojos negros y nariz aguileña, muy moreno, con un carácter franco y decidido, noble y leal, aunque a primera vista parece reservado y frío. Es republicano, como su padre, y de los que darían sin vacilar la vida por el triunfo del ideal. (Somos muchos los españoles que, sin habernos hasta ahora significado en las luchas políticas, nos hemos visto obligados a adoptar con toda decisión el ideal republicano, siquiera sea como un emblema contra las injusticias, las persecuciones y el fariseísmo frailuno que gallea a la hora de ahora.) Y es al regresar del grato paseo, sentados alrededor de una mesa de mármol, en una de las habitaciones que usufructúa el Maestro, en el Hotel Lutecia, cuando reanudamos la charla para La Novela de Hoy. Sin saber por qué, le pregunto: —¿Se considera usted feliz en la vida? oy
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El rostro del Maestro se cubre de una tenue pátina de melancolía. Sus ojos, esos ojos tan penetrantes que parecen lanzar destellos de lumbre, se apagan un momento. Pero solo un momento. Después, contesta: —¡Oh, feliz! Esa palabra no quiere decir nada. En nuestra vida nada hay homogéneo, absoluto. Somos felices y desgraciados en el curso de un mismo día. La única felicidad inmutable es la de poseer una tranquilidad interior. Yo tengo una conciencia exagerada que me atormenta muchas veces, como una persona quisquillosa y peleadora. Me afligen de pronto cosas insignificantes que hice hace muchos años y de las que nadie se acuerda. Pero de todos modos gozo la tranquilidad de una paz interior. »No hago daño a nadie a sabiendas. He podido vengarme en mi vida de muchos enemigos y no lo he hecho. ¿Para qué? Ellos con su malignidad y yo con mi tolerante indiferencia, todos moriremos igualmente. Aquí de Renan: «¿Qué pueden importar nuestras querellas a los habitantes del planeta Sirio, que tarda miles de años en enviarnos al través del espacio un rayo de su luz? »Además, el mal exige mayores esfuerzos que el bien. Hay que ser bueno… aunque solo sea por comodidad… Los que aman el mal no encuentran la calma necesaria para los trabajos de una verdadera producción, que debe ser dulce y serena». Blasco Ibáñez queda pensativo, como absorto. Hay un silencio que bien pudiéramos llamar religioso. A la entrevista de hoy, a más de los apuntados antes, asiste Carles Esplá, el inteligente periodista, y Joaquín Belda, el hombre bueno, el gran humorista a quien no se le quiso perdonar su popularidad por el grave delito de entretener y hacer reír a los lectores. ¿En qué pensamos, tras las breves y reposadas palabras del Maestro, tan llenas de sabiduría y de serena bondad? Cada uno de los que, en una esfera más o menos modesta, nos consagramos al Arte, ha 194
padecido su calvario de dolor, de ingratitud o de odio, y las palabras del gran novelista nos han hecho sin duda un efecto balsámico. Yo sigo preguntando: —¿Ambiciona usted algo, ya que tiene la más alta gloria literaria, la fortuna material más cuantiosa, una familia amada y una mujer culta, con gran talento y belleza? —Ambiciono para mí mucha salud, pues merced a ella podré escribir todas las obras que llevo en mi pensamiento. Mi imaginación ya sabe usted que es a modo de un molino incansable y muele más que lo que yo voy envasando en forma de libros. Esta es toda mi ambición personal. »El trabajo ya no es para mí un medio: es un fin. Trabajo unas catorce horas todos los días: mañana, tarde, noche. Algunas veces paso más de medio mes sin salir de mi jardín de Fontana Rosa y hasta sufro las molestias del hombre primitivo cuando me pongo un traje de calle. Trabajo por el placer de trabajar, por sentir el noble orgullo de la creación. Nada me importa ya la ganancia o la gloria de mi trabajo. Produzco como la madre que da vida a su hijo, dolorosamente, sin saber si será hermoso o feo y sin arrepentirse de este suplicio necesario. »Tengo otras ambiciones más vastas, más altas, que no se refieren a mi persona, que van dedicadas a varios millones de hombres, a un grupo histórico, a una nación. Mas ¿para qué hablar de ellas? Es inútil. Usted, como tantísimos españoles, conocen bien estas ambiciones mías; pero no podrá repetirlas, no le dejarán. —¿Puede usted sintetizar en varias líneas la impresión de su viaje alrededor del mundo? —Esta impresión la encontrará usted al final del tercer volumen de La vuelta al mundo de un novelista. Creo, como digo allí, que: «Todos los hombres son lo mismo, y nuestros progresos puramente exteriores, 195
mecánicos y materiales. Aún no ha llegado la gran revolución, la interior, la que inició el cristianismo sin éxito alguno, pues ningún cristiano practica sus enseñanzas. Lo que he aprendido es que debemos crearnos un alma nueva, y entonces será fácil. Necesitamos matar el egoísmo; y así, la abnegación y la tolerancia, que ahora solo conocen unos cuantos espíritus privilegiados, llegarán a ser virtudes comunes de todos los hombres». Suena el timbre del teléfono. Comienza la tanda diaria de demandas (interviús, invitaciones, peticiones de autógrafos de personajes a los que no hay modo de negarse, etc., etc.). Nos vamos. Al salir al bulevar Raspail es de noche. Llueve. No encontramos un taxi. Belda y Esplá parecen desesperados ante el frío y la lluvia. Entramos en un café. Y allí, ante las mujercitas lindas y elegantes, y entre la atmósfera tibia, comenzamos a glosar las palabras del Maestro. Artemio Precioso
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uando entraba en el Casino de Montecarlo, los porteros la saludaban con la misma reverencia que a los personajes célebres. Luego, mientras ella iba alejándose, hacían comentarios sobre el aspecto y los adornos de su persona. —Todavía le queda mucho que jugar. Las joyas que trae hoy no las habíamos visto nunca. Otros empleados más jóvenes preferían discutir, entre ellos, sobre la belleza de esta bailarina célebre. —La Balabanova aún parece una niña, y debe haber cumplido los cuarenta. Tal vez tiene más. Vista a cierta distancia no resultaba fácil adivinar la edad de esta mujer, pequeña, ágil, de graciosos y sueltos movimientos, vestida siempre con una elegancia juvenil. Era preciso que los viejos concurrentes al Casino, atraídos por el brillo de sus alhajas, se fijasen en ella, recordando su historia. Todos conocían a Olga Balabanova, la célebre bailarina del Teatro Imperial, de San Petersburgo, por haber tenido amoríos con varios individuos de la familia reinante, y hasta se murmuraba que, durante unos meses, logró monopolizar los deseos del último de los zares, frío y distraído en sus afecciones. 197
La ruina del Imperio y el triunfo de la revolución la habían sorprendido en su magnífica casa de Cap d’Ail1, regalo de un gran duque. Lo mismo que tantos príncipes, generales y altos funcionarios de la corte rusa, refugiados en la Costa Azul, había visto desaparecer instantáneamente su riqueza. Era un náufrago más del buque imperial, enorme y majestuoso, perdido para siempre. Una cantidad considerable de joyas, recuerdo de la munificencia de diversos amantes, le servía para prolongar su quebrantada opulencia. Los demás sobrevivientes del régimen zarista descendían, poco a poco, en rango social, apelando, al fin, para poder vivir, al trabajo de sus manos. En los puertos de Niza y de Marsella, antiguos generales eran mozos de carga; solemnes diplomáticos dirigían un bodegón o un pequeño café; damas de la corte imperial hacían colectas entre sus amigos para establecer una sombrerería o una casa de huéspedes. Otros «nuevos pobres», menos dignos y enérgicos en su miseria, se dedicaban simplemente a pedir dinero a todo el mundo, con la ilusoria esperanza de proseguir irregularmente su misma vida de antes. Mientras tanto, la Balabanova continuaba habitando su lujosa vivienda, como si nada hubiese ocurrido en Rusia. Conservaba su automóvil, su servidumbre de siempre, no privándose de ir, tarde y noche, al Casino de Montecarlo para jugar. Algunas joyas célebres por su valor, y muy conocidas por haberlas lucido Olga sobre su persona, figuraban ya en los escaparates de los grandes joyeros de Niza y de París. Al principio fue vendiendo lentamente estos valiosos recuerdos del pasado. La catástrofe de su mundo aconsejó una momentánea 1. Apenas 15 km separan esta población, del distrito de Niza, de la villa de Menton, donde el novelista tenía su lujosa villa de Fontana Rosa. 198
prudencia a esta mujer, especie de mariposa, que parecía guardar en su cerebro la misma ligereza asombrosa de sus pies. En los primeros meses redujo el personal doméstico de su casa, se quedó con un solo automóvil, procurando limitar su funcionamiento; hizo otras economías y, sobre todo, juró por los santos más milagrosos del calendario ruso no volver a pisar los salones privados del Casino de Montecarlo, ni el inmediato edificio del «Sporting Club». Era preciso limitar los gastos, sosteniéndose con la venta ordenada de sus cuantiosas joyas. Mas la necesidad de socorrer a ciertos compatriotas venidos a menos la obligó a admitirlos en su casa como servidores. Su automóvil, guiado por un antiguo coronel de Ingenieros, ahora chófer, emprendió el camino todos los días del citado Casino, lo mismo que antes de la revolución, y las ventas de joyas empezaron a sucederse con una rapidez creciente. La Balabanova tenía una lógica en armonía con su carácter un poco incoherente de eslava. Ya había realizado ella las economías necesarias; tenía tranquila su conciencia. Si después de esto la vida la empujaba lo mismo que antes, ¿qué podía hacer?… Nitchevo 2. Y seguía su destino, quejándose de la suerte al hablar con sus compatriotas, mostrándose a continuación, para los extraños, sonriente, graciosa y, al mismo tiempo, altiva y distante, igual que en los tiempos que la respetaban por haber sido unos meses zarina de la mano izquierda, y durante largos años amante declarada del gran duque Cirilo Nicolás. A medida que desaparecían sus alhajas más célebres, iba sacando a luz otras, olvidadas en la época de prosperidad, y que ahora, con la desgracia, parecían haber cobrado nuevo valor. Todas las gemas más preciosas, montadas en platino (el metal de su país), figuraban en el tesoro de la Balabanova. 2. Nada. 199
Pero la ruina es semejante a las inundaciones de crecimiento continuo, que arrastran, al fin, las cosas más sólidas y enraizadas en apariencia. Olga parecía sostener con el destino una lucha incesante. Sacaba de su escondrijo nuevas joyas para verlas al poco tiempo arrebatadas por su mala suerte. Hacía gala de otras, y en un plazo todavía más breve, desaparecían de igual modo… Era que, después de los primeros meses de cordura, se había entregado al juego con una fe quimérica, creyendo en influencias supersticiosas, en mágicas combinaciones para esclavizar a la ganancia. En su época triunfante había jugado por ostentación, para que la admirase el público, ya que no le era posible bailar en los escenarios de la Costa Azul. ¡Qué podía darle el juego que no le regalase su Cirilo Nicolás!… Ahora jugaba para ganar. Como todos los acostumbrados al manejo, sin tasa, del dinero, se imaginaba que este acudiría obediente al menor esfuerzo de su voluntad, lo mismo que una persona de buena educación, incapaz de volver la espalda a sus antiguas relaciones. Y el dinero se escapaba de sus manos como si ya no la conociese. Alguna vez retrocedía hacia ella en pequeñas cantidades, merced a una ganancia precaria, pero lo hacía traidoramente para llevarse con él nuevas masas, de su misma especie, en el pánico de las grandes pérdidas. Cada mes presenciaba la partida sin retorno de un collar, de una pulsera o de pendientes, suntuosos como los de un rajá, que todos habían conocido colgando de sus pequeñas orejas, arreboladas de rosa artificial. Para las gentes que la rodeaban en el Casino, fingía no dar importancia a esta continua pérdida. Era «un simple contratiempo», como si viviese aún en Cap d’Ail con el gran duque. Cuando volvía a su villa suntuosa en las horas nocturnas, próximas al amanecer, gustaba de asomarse a una terraza inmediata a su 200
dormitorio, viendo a sus pies el jardín, con las oscuras masas de su arboleda dormida y los redondeles acuáticos de sus fuentes, en cuyo fondo de ébano vibraban las estrellas. Luego, levantando los ojos, contemplaba el mar y sus arrugas de vagorosa fosforescencia en la noche, llanura inquieta a través de la cual se había ido «él» para siempre, con una majestad de dios muerto, llevándose a remolque la fortuna. Ahora, completamente a solas, su rostro, terso como el de una estatua, bruñido por una juventud artificial, podía reflejar sin miedo las impresiones internas. Dos lágrimas caían lentamente de sus ojos, ennegreciéndose con el rímel de sus pestañas y la sombra azul que servía de aureola a sus párpados. —¡Ay, los tiempos pasados! –gemía–. ¡Oh, Kiki! ¡Quién hubiese podido sospechar lo que ahora vemos!…
ii
Durante los últimos años del Imperio había sido considerada
como una gloria nacional. Los novelistas de Rusia hacían sentir su influencia en todas las literaturas; sus músicos figuraban en todos los conciertos, y los bailes eslavos venían a dar nueva vida al arte de la danza. La Balabanova era la primera bailarina de su país. El director de los teatros imperiales solo la había permitido breves y contados viajes fuera de Rusia. Sus habilidades coreográficas pertenecían a su patria o, mejor dicho, a la corte del zar. Parecía impulsada por una fuerza misteriosa, enemiga de todas las leyes de la gravitación. Se despegaba del suelo, manteniéndose en el aire, cual si fuese de una materia sutil, emancipada de las 201
atracciones terrestres; iba de un lado a otro del escenario con fáciles saltos, iguales a vuelos. Inspiraba a los hombres un amor que tenía algo de místico, como si perteneciese a una raza aparte, superior a la humana. Repetía en la realidad la existencia inmaterial de las sílfides y otras hembras intangibles, hijas del aire o del fuego, descritas por los cabalistas y que en la Edad Media copularon con los humanos. Esta atracción, producto de su graciosa ligereza, la había sentido el mismo zar, y recuerdo de un capricho, que sus cortesanos llamaban «artístico», fue el suntuoso palacio, en lo más céntrico de San Petersburgo, que la célebre bailarina recibió como regalo3. Llegó la emperatriz a preocuparse de ella, distinguiéndola con una celosa animosidad, y otras mujeres de la corte la acompañaron en este agresivo sentimiento, esposas de grandes duques o de simples príncipes multimillonarios, las cuales pretendían seducir al soberano, más por el honor que esto representaba para su orgullo que por verdaderos deseos amorosos. La sorda hostilidad de las señoras de la corte enorgullecía y molestaba, al mismo tiempo, a la Balabanova. Había llegado a no conocer el valor de las cosas. El despilfarro de una corte suntuosa, que nunca supo hacer cuentas, parecía agobiarla con sus incesantes regalos. Además gozaba de una influencia política cerca de los ministros del emperador y de los personajes palatinos. 3. Esta propiedad suscita la hipótesis de que la protagonista del relato esté basada en la figura de la bailarina Mathilde Kschessinska (1872-1971). Se la consideró como amante de varios miembros de la familia de los Románov, entre ellos el futuro zar Nicolás II. Su palacio de San Petersburgo albergó en 1917 al estado mayor de los bolcheviques. 202
Un día, no obstante sus triunfos, se manifestó dispuesta, con gran asombro de todos, a renunciar a tanta gloria. Tenía para ello un motivo, que no dijo nunca. Su arte asombroso solo podía desarrollarse en plena juventud. Se aproximaba ya a los treinta años, y más de una vez se dio cuenta de que sus miembros obedecían con menos vigor a los impulsos de su voluntad. Estos desfallecimientos únicamente los notaba ella. Aún le era posible bailar diez años más, pero mostrando una decadencia, magistralmente disimulada al principio, que el público acabaría por conocer. Mejor era marcharse en pleno triunfo, dejando el recuerdo de un ser excepcional. Encontró un pretexto para justificar dicha retirada: su amor al gran duque Cirilo Nicolás, que vivía casi públicamente con ella, cual si fuese un marido morganático. Era un tío del emperador tan deseoso de monopolizar esta herencia de su sobrino, que no vacilaba en ir contra las tradiciones de su familia y los escrúpulos oficiales de la corte. Siendo soltero, ofreció lo que no podían dar los otros amorosos de la célebre bailarina, todos ellos casados, y con miedo a una ostentación de relaciones demasiado audaz. Grandote, de barba rubia, ojos claros y nariz algo achatada, sonriendo con cierta expresión infantil, era «el gigante bueno», el eslavo fácil de manejar, aunque en ciertos momentos, arrastrado por repentina y gritona cólera, se mostraba capaz de las mayores violencias. Con el permiso del emperador se marcharon los dos a la Europa occidental, acabando por instalarse en la Costa Azul, donde el gran duque compró a Olga una lujosa villa, cerca del Mediterráneo. Varios años duró la vida común de Cirilo Nicolás y la Balabanova. Él aún sabía contar menos que ella. Pasaba el dinero por sus 203
manos sin que estas lo notasen, por ser manos de príncipe, que parecían recibirlo todo gratuitamente. Cuando Cirilo Nicolás perdía en las mesas de juego, era en forma de fichas de diversos colores, que él apreciaba como juguetes de niño, sin valor alguno. El público de todos los lugares de placer conocía a esta pareja célebre. Ella, pequeñita, graciosa, caminando como si solo tocase el suelo con las puntas de sus pies, vistiendo siempre trajes extraordinarios, las últimas invenciones de los modistos, cubierta de joyas inauditas, que hacían aproximarse a las mujeres bizqueando de envidia. Él, cada vez más grande, cada vez más grueso, de pies pesadísimos, acogiendo con igual sonrisa de bondad a los amigos íntimos y a los pequeños empleados, satisfecho de desempeñar, lejos de su país, el papel de gran señor democrático, sencillo de gustos. Olga lo trataba públicamente con protectora amabilidad, cual si fuese un niño grande, de limitada inteligencia, que necesitase en todo momento guía o consejo. Cirilo Nicolás aceptaba sumiso tales mandatos. Todo lo de ella parecía inspirarle amor y agradecimiento, hasta las palabras un poco cortantes con que le afeaba sus torpezas, en días de histérica nerviosidad. Nada perdía callándose el gran duque, pues, según afirmación de las enemigas de la Balabanova, tenía la costumbre de embriagarse cada quince días con vodka, el licor nacional, en recuerdo de la patria lejana, dando a continuación una paliza a la sílfide. Pero las más de las veces, solo recibía esta los primeros golpes, pues apelando a su antigua agilidad, lograba colocarse a una salvadora distancia. Cuando la bailarina se imaginaba como algo eterno esta existencia de peregrinaciones a los lugares más elegantes de Europa y felices invernadas en su casa de Cap d’Ail, ocurrió de pronto el fallecimiento del gran duque. 204
Nunca pudo saberse con certeza de qué había muerto este personaje, al que ella apodaba familiarmente Kiki. Siempre le fue difícil comprender, ahora que estaba instalada en la Costa Azul, cómo al otro lado de Europa existían más de cien millones de seresacostumbrados a considerar casi de origen divino a este rubio barbón que tomaba el sol en la terraza, al lado de ella, con batín, semejante a un dolmán de húsar, y pantalones anchos en forma de embudo. Los médicos no dijeron con certeza a qué se debió la muerte fulminante de este gigantón, de manos atléticas, que muchas veces, a los postres de una comida, para admirar a sus comensales, enrollaba una bandeja de plata cual si fuese un cigarro. Tampoco se mencionó en ningún papel público que el tío del zar había muerto en casa de la Balabanova. La villa de Cap d’Ail figuró por algunos días como si fuese propiedad del gran duque y este la habitase solo. En aquel tiempo, Francia se preocupaba de halagar a Rusia por todos los medios, viendo en ella su única aliada, ante las amenazas del porvenir, y a causa de esto, el fallecimiento del gran duque revistió en toda la Costa Azul la solemnidad de un duelo nacional. Entre los numerosos mandos y honores que su nacimiento había atribuido al difunto, figuraba el de almirante de la marina rusa, y una división de la flota del Mar Negro vino a anclar en la bahía de Villefranche para llevarse sus restos. El embarque, en plena noche, fue de una majestad teatral. Nunca la Balabanova había danzado en un baile que tuviese tan impresionante decoración, y eso que llevaba pasada su juventud bajo chorros luminosos que la perseguían en sus saltos, deslizándose como una libélula entre bosquecillos de jardines maravillosos. Tres 205
acorazados blancos, venidos para recoger el cuerpo de su almirante, marcaban sobre las aguas oscuras su albo color de cisnes gigantescos. De sus lomos surgían mangas de luz verde. Los enormes proyectores tenían una lente de dicho color para la ceremonia fúnebre. De las montañas inmediatas surgían otros surtidores luminosos, intensamente blancos, paseando con lentitud su resplandor de soles artificiales por las aguas en calma de la vasta cuenca marina. Varios acorazados franceses, venidos de Tolón, saludaban con lento cañoneo al pariente del monarca aliado. Las piezas de los navíos blancos contestaban con la misma acompasada majestad. Iban llegando hasta la costa músicas lejanísimas, con el largo ritmo de las marchas fúnebres. Eran las bandas de los acorazados. La marinería rusa, abundante en cantores, entonaba coros rituales, y estas voces humanas se confundían armónicamente como los instrumentos de una inmensa orquesta. Sonaban más frecuentes los cañonazos; músicas y cánticos subían de tono; las mangas de luz, color de esmeralda y color de diamante, se concentraban sobre un pez negro que iba cortando lentamente las aguas, escoltado por otros peces más pequeños: la lancha con el cadáver del gran duque. Olga, que había venido a presenciar, desde el camino de la Cornisa, este espectáculo extraordinario, lloró de pena y de orgullo a un mismo tiempo. Tan ruidoso duelo era por un hombre que días antes vivía en su casa, puesto de zapatillas y batín, con todas las dulces intimidades y los vulgares defectos de un esposo. Las tropas de tierra habían tomado sus armas en plena noche; tronaban las piezas de artillería; grandes buques que, bajo el resplandor eléctrico, parecían de marfil, habían venido desde el fondo del Mediterráneo; miles y miles de hombres de guerra estaban inmóviles en aquellos 206
momentos, en solemne formación, sobre los acorazados o al borde de la costa; muchedumbres más numerosas se mantenían ocultas en la sombra, esparcidas en los caminos, en los olivares, en las cumbres inmediatas a la rada, los ojos muy abiertos, para no perder detalle de esta ceremonia que el misterio nocturno hacía más imponente y dramática… y todo por Kiki… ¡Cuán dolorosa su pérdida!… ¡Qué satisfacción para su vanidad! Durante algunos meses se dio aires de viuda de príncipe. Escogió vestidos oscuros; fue parca en el uso de joyas; se abstuvo de fiestas ruidosas. Mantenía trato amistoso con personajes de la corte imperial, amigos del difunto. Además, le parecía indudable que los polizontes zaristas daban informes de su conducta. Debía mostrar la majestad dolorosa de una mujer que ha pertenecido a la familia de los zares, aunque sea torcidamente. Un luto austero impondría cierto respeto a las señoras de la corte, siempre enemigas suyas. Su única diversión fue jugar, y jugó más que antes. Podía hacerlo sin miedo, pues el difunto le había dejado una parte considerable de su fortuna particular. Además, ella poseía también en Rusia cuantiosos bienes, amasados en su época de esplendor. Podía permitirse los despilfarros de cualquier multimillonaria americana que viene sola a Europa, mientras su marido sigue trabajando allá. Sobrevino la gran guerra, luego la revolución en Rusia, y al ver destronado al zar y muertos, fugitivos o sometidos a la miseria a todos los que habían pertenecido a su mundo, tuvo la certeza de que esta catástrofe era, simplemente, un estremecimiento precursor de otras que iban a echar abajo la armazón de las demás naciones europeas. Las remesas de dinero, achicadas considerablemente desde los primeros meses de la guerra, se cortaron para siempre con la 207
r evolución. Olga, pájaro alegre, de brillante plumaje, hizo coro a las lamentaciones de sus amigos, pero al poco tiempo pareció cansarse de ellas. Había que vivir, y acabó por acostumbrarse a su nueva existencia, que aún continuaba siendo lujosa, aunque a ella le parecía abundante en privaciones. Un ruso ya entrado en años, Sergio Briansky, que vivía siempre en la Costa Azul, y al que sus amigos apodaban el Boyardo, por haber sido sus ascendientes grandes señores feudales de los que ostentaron dicho título, hablaba algunas veces con la Balabanova en el Casino de Montecarlo. Amigo oficioso y gran señor «venido a menos», estaba siempre enterado de cuanto ocurría en torno a él, para comunicarlo a los demás. Su cara rojiza, de una frescura juvenil, flanqueada por dos patillas blancas, que unía como puente un bigote corto, era visible a todas horas en las salas del Casino, a pesar de que el Boyardo rara vez jugaba. —Muchos de mis compatriotas –decía Briansky– se presentan ahora como empobrecidos por la revolución, y antes de ella eran igualmente pobres. Yo soy más franco. Cuando la Balabanova se daba aires de gran duquesa, yo tenía el mismo dinero que tengo ahora… ¡nada! Hablando con los que no eran rusos, les advertía que se guardasen de hacer coro a sus compatriotas cuando maldecían el régimen de los Sóviets. —Por un patriotismo excesivo se acuerdan repentinamente de que los «rojos» son rusos también, y acaban por enfadarse si un extranjero los critica. Olga parecía justificar, a veces, con sus contradicciones de carácter, esta afirmación de Briansky. Odiaba a los bolcheviques como seres pertenecientes a otra especie, exigía su exterminio, pero esto 208
no impedía que cuando en su presencia algún extranjero insultaba a Lenin, acabase por decir con rudeza: —Es un ruso, un grande hombre. Ya quisieran muchas naciones de Europa tener otro igual. Al escuchar el Boyardo estas incoherencias de su célebre compatriota, recordaba a muchas damas de la aristocracia rusa, residentes en Biarritz y en Montecarlo, antes de la caída del Imperio. Eran nihilistas, daban dinero para los atentados revolucionarios, y llamaban siempre al zar «nuestro padre», derramando lágrimas si su vida corría algún peligro. —Nuestro cerebro –continuaba Briansky– es a modo de un guante. Unas veces nos sirve por el derecho, otras por el revés; es el mismo y no es el mismo. Por eso asombramos con nuestras contradicciones. Todos tenemos algo de loco. Dostoievsky, un desequilibrado de inmenso talento, es nuestro verdadero novelista. No podía ser otro: él solo estaba preparado para conocernos. Con una curiosidad de filósofo cínico, acostumbrado a sobrellevar apuros y privaciones, iba siguiendo el lento naufragio social de esta mujer, antigua predilecta de la fortuna caprichosa. Llevaba la cuenta de sus pérdidas en el juego, de sus alhajas que iban desapareciendo, de sus economías, siempre de corta duración, reemplazadas por nuevos despilfarros. —Un día u otro llegará al fondo del saco. Ya usa alhajas que tenía olvidadas. Debe rebuscar por la noche en los rincones de sus cofrecillos y muebles… ¡Admirable serenidad! Guarda el aire satisfecho de sus mejores tiempos, a pesar de que su ruina no tiene remedio. Murió el zar, se acabaron los grandes duques. Además, no hay quien corra detrás de las bailarinas, cuando han pasado de los cuarenta años… ¡Pobre mariposa! 209
iii
El hombre de carácter más grave y bien equilibrado de todo el Co-
mité que se reunía en el palacio de la Balabanova, era Boris Satanow. Dicho Comité, cuyas funciones eran múltiples y mal definidas, estaba compuesto, en su mayoría, por jóvenes que antes de la revolución se dedicaban a perseguir inútilmente a la gloria en los campos de las Letras o de las Artes. En realidad, los organismos directores de la república de los Sóviets los habían ido eliminando, hasta aislarlos en este Comité sin finalidad determinada, a causa de la versatilidad de su carácter o su sensualismo extremado. Dicho sensualismo, franco y ruidoso, era incompatible con la austeridad de aquellos, preocupados únicamente de brutales descuajamientos y supresiones crueles para implantar la soñada reforma social. No tenía el grupo instalado en el palacio de la Balabanova ningún poder ejecutivo. Sus órdenes carecían de curso al llegar a los otros organismos. Las quejas de sus miembros las acogían los personajes importantes de la revolución con la sonrisa del padre que escucha a un hijo travieso incapaz de trabajos serios. Casi todos ellos eran antes de la caída del zarismo oscuros periodistas, escultores y pintores, más aficionados a exponer a gritos sus teorías artísticas, extremadamente raras, que a una labor seria y continua. Al verse investidos de autoridad, como delegados del pueblo, querían someter las Letras, y especialmente las Artes, a nuevos procedimientos, asombrando al resto de la tierra con sus innovaciones. Guiados, sin saberlo, por un oscuro instinto de «artistas a la antigua» que aún dormitaba en su interior, habían escogido como residencia el palacio de la Balabanova, regalo del difunto zar, 210
c onstrucción de estilo «versallesco», cuyos salones guardaban aún muebles y telas adquiridos en la época de la gran Catalina. Algunas de dichas tapicerías irritaron al Comité. Eran del siglo XVIII, con damas de amplia faldamenta danzando sobre praderas de violetas, acompañadas por los violines de unos músicos con peluca blanca y en mangas de camisa, teniendo sus ricas casacas caídas en el césped. El Comité echó abajo muchas estatuas y rasgó estos tapices, recuerdos del zar, escogidos especialmente como una alusión a las habilidades artísticas de la mujer a quien regalaba el palacio. Después de tal destrozo adornaron los salones con simple tela roja, símbolo de la revolución. Y si dichos tapices, convertidos en trapos, no se perdieron para siempre, fue por la intervención del compañero Lunatcharsky, comisario del pueblo4, algo así como ministro de Bellas Artes, al cual odiaban los del Comité por su manía reaccionaria de conservar las obras del pasado, sin tener en cuenta su significación. En los primeros tiempos del régimen comunista, este grupo de jóvenes había adoptado el proyecto de erigir en una de las plazas de Petrogrado una estatua colosal de Luzbel, ángel de la rebeldía. El boceto lo ejecutó a golpes de maza cierto individuo del Comité, cuyas obras escultóricas ofrecían la rudeza brutal del arte primitivo. Pero tuvieron que desistir en vista de que otros camaradas habían lanzado la idea de elevar un monumento a Judas Iscariote, confesándose, finalmente, vencidos en esta continua persecución de la paradoja. Luego, siguieron reuniéndose para hablar de todo sin ningún propósito determinado, con la facundia dulce de los rusos, 4. Anatoli V. Lunacharski (1875-1933), también dramaturgo y crítico literario, ocupó desde 1917 el cargo de Comisario de Instrucción para el Narkompros (Comisariado Popular para la Instrucción Pública). 211
y para quejarse de que la revolución no era revolución, ya que los mantenía a ellos relegados en aquel palacio. Boris Satanow se mostraba el más silencioso. No bebía; escuchaba a todos con los ojos vagos y un aire distraído, como si su pensamiento estuviese siempre a enormes distancias. De sus camaradas apreciaba con bondadosa predilección al más loco y peligroso, joven poeta que había adoptado como nombre definitivo el pseudónimo con que firmaba sus versos, Floreal, sacado del calendario de la Revolución francesa. Tampoco Satanow se llamaba así. Su verdadero apellido era Abraminovich, y había nacido judío, lo mismo que otros directores de la revolución comunista, aunque no eran estos tantos como se imaginaban en el resto de la tierra. Acostumbrado a firmar como Satanow sus artículos subversivos, había acabado por adoptar dicho nombre, que le recordaba sus persecuciones y sufrimientos en la época del zarismo. Siendo todavía niño lo hirieron en un motín. Repetidas veces se había visto llevado a la cárcel. Conocía los tormentos del hambre, del frío, y después de la victoria de los suyos continuaba sin esfuerzo amigo de la pobreza. Este revolucionario de veintiocho años admiraba a los directores del gran trastorno, detrás del cual esperaba ver surgir una humanidad completamente nueva. Quería imitar a Lenin, dueño de toda Rusia, que se alimentaba parcamente, siendo el primero en respetar las restricciones dictadas en vista de la miseria general. Junto a él encontraba a muchos, igualmente de gustos ascéticos, imponiéndose con el ardor del fanático todas las privaciones que consideraban necesarias, por creer que siendo duros con ellos mismos podrían serlo con los demás, haciendo triunfar finalmente sus doctrinas. Pero veía igualmente, dirigiendo la vida de Rusia, como innoble 212
levadura de toda revolución, un gran número de ambiciosos y de sensuales, anhelantes de gozar, y muchos fracasados del antiguo régimen, que solo buscaban en la nueva era roja la satisfacción de sus agrios rencores. Apreciaba a Floreal por ser un instintivo, empujado a la revolución por su sincero e irrazonado amor al pueblo, y a causa también de la necesidad de expansionar sus gustos salvajes, exacerbados por el alcohol. Los otros individuos del Comité se gozaban en embriagarle, envidiosos de su fama popular como poeta. En el palacio de la Balabanova tenía vodka en abundancia, y apenas empezaba a dominarle la embriaguez, despertaban en su interior las almas de cien abuelos mujiks que habían vivido en servidumbre milenaria, aguantando latigazos, y querían a su vez vengarse destruyendo. Bebía y bebía hundido en un sillón de dorada madera, tapizado de seda rosa. Su cuerpo joven y vigoroso se elevaba repentinamente del suelo con simiesco salto; sus manos se agarraban a una gran araña de cristal; esta, no pudiendo resistir la pesadez de su cuerpo, se desprendía del techo, y el poeta rodaba sobre la rica alfombra – abundante ya en manchas y jirones–, bajo una lluvia de cristales y pedazos de metal que le herían, haciendo correr su sangre. En otras ocasiones era un espejo lo que caía con él, o los transparentes cuarterones de una vidriera. Necesitaba estrépito, destrucción, algo que se derrumbase con él, haciéndole derramar sangre: un simulacro en pequeño del cataclismo revolucionario. Al ver sus manos y su rostro cubiertos por las crecientes ondulaciones del líquido escarlata, exigía a gritos una pluma. Necesitaba escribir. Había llegado el momento de la inspiración. Sus versos solo le parecían buenos escritos con sangre, e insensible al dolor, sin permitir que su amigo Boris le vendase, iba trazando sobre el papel 213
estrofas rojas a la gloria de la humanidad futura, o simples versos de amor a mujeres que habían huido de él, cansadas de recibir golpes casi mortales y verle luego a sus pies derramando lágrimas, llamándolas «madrecita» para conseguir su perdón. El silencioso Satanow presenciaba con cierta repugnancia las embriagueces de sus compañeros y sus violencias carnales. Obsesionado por sus doctrinas, crueles y humanitarias a un mismo tiempo, no había dejado lugar en su existencia a los goces de la sensualidad. La comunión de los sexos solo la había conocido en su existencia muy contadas veces, y estas más por curiosidad que por deseo, cumpliendo la función genésica distraídamente. Vivía más en el pensamiento que en la realidad. Como decía Floreal, su abstención de alcohol y su ascetismo para alimentarse hacían de él una especie de misógino. Prefería las mujeres miradas de lejos a como eran en una intimidad real. Muchas veces le recordó el palacio de la Balabanova uno de los sucesos más interesantes de su adolescencia. Una noche, siendo estudiante en el Liceo, había conseguido penetrar en un teatro, durante una fiesta de caridad en la que danzaba la dueña de este edificio, la amiga del emperador. Era la visión de un mundo en el que Satanow no había entrado nunca; mundo de ociosidad dulce, de opulenta riqueza, de placeres desconocidos para los que viven abajo. Y la Balabanova quedaba en su memoria como un cuerpo inmaterial, hecho de oro fluido, semejante al surtidor de luz que acompañaba sus ligeros saltos, envolviéndola en un halo de gloria. Tal recuerdo le hizo evitar más de una vez, con disimulada prudencia, la destrucción del palacio de la Balabanova, como si aún quedase algo de ella en aquel dormitorio lujoso por donde Floreal y 214
otros camaradas habían hecho pasar a sus diversas amigas. En otros momentos, al acordarse de que el emperador había regalado este palacio, acogía con indiferencia todas sus devastaciones. Dos sucesos trastornaron en pocas semanas la existencia de Boris. Su amigo Floreal murió en una de sus embriagueces rojas. Tal vez, dedicado a escribir versos con sangre, se olvidó de que esta seguía manando de sus venas cortadas, sumiéndose finalmente en una inconsciencia mortal… Y como si la desaparición del borracho inspirado se llevase la única razón de existencia del menospreciado Comité, este fue disuelto. Otro organismo más activo y enérgico tomó posesión del palacio de la Balabanova, y el grupo de artistas paradójicos, viéndose sin local, se esparció, uniéndose fragmentariamente a nuevos núcleos. Satanow, muy apreciado por los «padres graves» del comunismo, a causa de sus austeras costumbres y su prudencia silenciosa, recibió el encargo de una misión importante en la Europa burguesa. Rusia se veía traicionada por muchos de sus enviados, que al vivir en la abundancia al otro lado de las fronteras, olvidaban la causa del pueblo, pensando solo en sus propios goces. La república de los Sóviets tenía el deber de provocar el levantamiento de los trabajadores en todas las naciones de la tierra. Boris, que había hecho estudios en el Barrio Latino de París, y viajado poco antes de la guerra por una gran parte de la Europa del Sur, debía fomentar la revolución comunista en dichos países, especialmente en Francia, llevando instrucciones a los camaradas de allá y medios materiales para su ejecución. La Tesorería de Moscú, pobre en dinero acuñado, era enormemente rica en joyas. La revolución había hecho suyas todas las alhajas que la aristocracia rusa, ostentosa y dilapidadora, pudo 215
reunir durante dos siglos. Las piedras más preciosas de las minas de Asia, e innumerables joyas, obra de los más célebres orfebres de París y Londres, habían ido acumulándose en la corte de los zares. Durante los primeros meses de anarquía comunista, muchas de dichas alhajas desaparecieron. Luego los directores de los Sóviets se habían dado cuenta del valor de estos despojos de la Rusia antigua, reuniéndolos para sus necesidades futuras, especialmente para la propaganda exterior. Un viejo camarada, gran amigo de Lenin, especie de iluminado, humanitario y terrible, que vivía como un asceta, daba de comer a los animales errantes y había ordenado el tiro en la nuca para centenares de personas, explicó al joven la misión que debía cumplir. Dicho personaje, llamado por unos «el santo ateo» y por otros «el inquisidor rojo», hizo ver a Satanow toda la importancia de su misión cuando le aconsejó que fuese pródigo y llevase una existencia opulenta. Debía vivir como un ruso de la época despótica, como uno de aquellos partidarios de los zares que corrían el mundo ostentosamente. Esto serviría para ocultar mejor su carácter de enviado del pueblo. La república de los Sóviets no había sido reconocida aún por ninguna cancillería europea. Un bloqueo económico hacía sufrir al país enormes miserias. Todos los que inspiraban sospechas de bolchevismo se veían perseguidos en el resto de Europa. Cuantos envíos hacía el gobierno ruso al extranjero eran decomisados. Satanow debía instalarse en grandes hoteles, llevar la existencia cómoda de un burgués millonario. Esto le permitiría entenderse más fácilmente con los camaradas de cada país que esperaban las órdenes de Moscú. Los comisarios del pueblo tenían confianza en Boris, revolucionario puro, incapaz de olvidar el origen de las 216
riquezas confiadas a su prudencia. Pertenecían a todos, y por lo mismo debía administrarlas con probidad. Después de hablar así el terrible personaje, de voz dulzona y sonrisa patriarcal, le entregó un cofrecito elegante, lleno de bombones de chocolate, confeccionados por un antiguo confitero que había sido proveedor del zar y ahora acataba servilmente las órdenes de la policía roja, a cambio de un puñado de arenques, dos veces por semana, y un pan con más tierra que harina. Estas cápsulas dulces, oscuras, perfumadas, ocultaban cada una de ellas una piedra preciosa: brillantes de numerosos quilates, esmeraldas, zafiros, toda la pedrería desmontada de joyas famosas que habían usado las damas de la familia imperial, las grandes duquesas y las esposas de ciertos personajes enriquecidos en las minas de Siberia. —Llevas ahí por valor de muchos millones; no sé cuántos. Encontrarás en todas partes algún camarada que entienda de estas cosas y te ayude para su venta. Ya sabes cómo debes emplear el dinero. No olvides nunca que te he recomendado para esta misión de confianza, porque creo conocerte. Se imaginó Boris, al verse fuera de Rusia, haber retrocedido varios años en su pasado, como si no hubiera ocurrido la gran revolución, como si aún estuviese en tiempo de los zares, cuando era un pobre estudiante, lo vigilaba la policía de todas las naciones y se veía en la obligación de vagabundear empujado por constantes persecuciones y por la escasez de dinero. Ahora era rico. Se había despojado de su blusa con cinturón de correa y de sus altas botas, uniforme popular que todos los de su clase adoptaron desde los primeros días de la revolución comunista. Iba vestido con la elegancia improvisada y algo vulgar del «nuevo rico», lo que le proporcionaba el verse aceptado en todas partes con mayores halagos que los otros viajeros. 217
Corrió el riesgo de que le descubriesen al pasar de su país a las naciones colindantes. Luego la policía pareció convencerse de la irrealidad de sus sospechas, y dejó de espiarle. Boris, sereno y silencioso, despistaba toda vigilancia. Sus papeles estaban en regla; vivía en los hoteles más elegantes, donde solo se albergaban gentes que prorrumpían en gritos de horror y ponían sus ojos en alto al hablar de los Sóviets. Tomaba el té por las tardes en los dancings de moda, siguiendo atentamente las diversiones de un mundo, en apariencia feliz, a cuya muerte había asistido allá en su tierra. Al llegar a todo hotel colocaba ostensiblemente sobre un mueble su elegante cofrecillo de bombones. Varias veces se dio cuenta de que alguien había registrado sus maletas, pero nunca tocaron dicha cajita. Era un compañero de viaje natural en un joven que no fumaba ni bebía. En un hotel de Praga notó la desaparición de uno de los bombones. Quedó perplejo. Tal vez la policía había penetrado en su cuarto estando él ausente, y a estas horas examinaba la pequeña cápsula de chocolate, quedando descubierto su secreto. Luego la turbación de una criada gorda y rubiaza, que se ruborizó bajo sus fríos ojos inquisitivos, le hizo sospechar que era ella la autora de dicha ratería. Indudablemente, llevaba a aquellas horas en el fondo de su estómago más de medio millón de francos sin saberlo. ¿Qué hacer?… No iba a abrirle el vientre. No podía tampoco revelarle su secreto. La valiosa piedra podía volver a salir en una expulsión digestiva, sin que la paciente se diese cuenta de tal pérdida. También podía ocurrir que permaneciese enredada en sus entrañas, originando mortales accidentes. La prudencia le aconsejó marcharse cuanto antes. Además deseaba llegar a Francia. Esta vida de comodidades le hacía ver bajo 218
una nueva luz esplendorosa aquel París que había conocido en los tiempos más míseros de su juventud.
iv
El cínico y alegre Briansky olvidó las preocupaciones de su po-
breza y las numerosas vidas ajenas que excitaban su interés, para concentrar toda su atención en la Balabanova. Meses antes había empezado a darse cuenta de que la célebre bailarina tocaba ya «el fondo del saco». No más fichas de mil francos, puesta mínima en su juego. Ahora su unidad monetaria era la pieza de cien francos, manejada con una timidez y una parsimonia nunca vistas en ella. El Boyardo la había sorprendido varias veces en las salas públicas del Casino, confundida con el ávido y mediocre mujerío que juega en dichas mesas, y apuntando con fichas rojas de un simple luis. Ya no cambiaba rápidamente de alhajas. Llevaba siempre las mismas, y las defendía con tenaces regateos de los israelitas que tienen sus establecimientos en la plaza del Casino o la avenida Massena, de Niza. —El día que venda las últimas –decía el Boyardo– tendrá que ponerse joyas falsas, como muchas otras mujeres. Sabía también que la lujosa villa de Cap d’Ail estaba hipotecada dos veces, y para que la danzarina la abandonase definitivamente, solo faltaba que llegase a un acuerdo con cierto millonario americano, deseoso de adquirirla. El precio de venta era calculado en millones; pero el día que recibiese estos, solo iba a quedar en sus manos una mínima parte. Los dos usureros que le habían hecho préstamos intervenían en sus asuntos y dirigían la operación de la 219
venta para reembolsarse de sus hipotecas con todo el acompañamiento de múltiples y exagerados intereses. Olga hablaba ya de la monotonía de su existencia en la Costa Azul, de los terribles recuerdos que despertaba en ella. Prefería marcharse a París… Y Briansky se regocijaba al oír esto, aceptándolo como una confesión de su derrota. No era el Boyardo mejor ni peor que los demás; pero la caída de las gentes que había conocido triunfantes y orgullosas de su prosperidad le producía una satisfacción malsana, dándole nueva resignación para sobrellevar su miseria. De pronto empezó a ver a la Balabanova en los salones del Casino acompañada por un joven ruso. En vano se aproximaba disimuladamente para sorprender sus conversaciones en el idioma natal: simples recuerdos de allá, alusiones al pasado, críticas de los europeos occidentales, diálogos en broma, por el placer de recordar las agudezas de la lengua rusa. Se habían conocido en el Casino. Briansky presenció sus primeros encuentros; una vecindad de jugadores sentados a la misma mesa; la repentina confianza al saberse compatriotas; las atenciones crecientes de dos personas del mismo país que se encuentran todos los días. El curioso Boyardo empezó a comunicar sus impresiones a las gentes que venían a sentarse al lado suyo en un diván de las salas privadas. —Nueva conquista de la Balabanova. Ese pobre joven parece entusiasmado con ella. ¡Y pensar que ya está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta!… Pero es indudable que se arregla muy bien… Sabe guardar ese airecito de niña tímida que engaña a cualquiera, viéndola de lejos. Conserva su agilidad de bailarina. 220
Y daba irreverentes detalles sobre los medios que empleaba Olga para la conservación artificial de su belleza. Todos los años iba a París en busca de un especialista americano que le estiraba la piel del rostro, haciéndole varios tajos en las sienes. Los dos bucles laterales de su peinado, a estilo de muchacho, ocultaban junto a las orejas las cicatrices de tal operación. Luego pretendía explicar el entusiasmo amoroso del joven: —Es ruso y debe haberla visto de niño, cuando bailaba en el Teatro Imperial. ¡Ay, los entusiasmos y fantasmagorías de la adolescencia que nos acompañan hasta la vejez y la muerte! Comparaba las mujeres con los paisajes. Estos nos interesan más cuando tienen una historia, cuando ha pasado algo importante en ellos. La belleza esplendorosa de muchas jóvenes es semejante a los paisajes vírgenes de América: muy hermosos, pero extinguida la primera impresión de su descubrimiento, «no dicen nada»… Nada ha pasado en ellos. No le parecía extraordinario ver a jóvenes enamorados de mujeres célebres y viejas. —Las han admirado en una fotografía de escaparate o en un periódico, cuando eran colegiales. Son la primera ilusión de una adolescencia que despierta. Las conocieron en el crítico momento que empieza a subir la savia por el árbol humano, haciendo surgir las primeras flores del deseo. Briansky no se equivocaba en sus apreciaciones. Boris Satanow, después de vivir en París y Londres en trato disimulado con sus camaradas, había sentido la atracción de la Costa Azul. No se puede vivir impunemente en el ambiente de los ricos sin verse conquistado por sus placeres. En fuerza de contemplar anuncios colorinescos de Niza, Cannes, Montecarlo o Menton en todos 221
los hoteles donde residía, en fuerza de escuchar proyectos de inmediatos viajes en las conversaciones de las gentes que le rodeaban, había acabado por sentir un deseo vehemente de conocer dicha orilla del Mediterráneo, Campos Elíseos malditos donde venían a reposar o a entregarse a sus diversiones con mayor vehemencia todas las clases sociales dominadoras, por cuyo exterminio había él trabajado. Estando en el Casino de Montecarlo se reconoció una afición que nunca había llegado a sospechar. Amaba las peripecias del juego con un ardor de hombre casto y sobrio. No sintiendo predilección por el vino ni los deleites carnales, estaba preparado, de larga fecha, para las emociones de la lucha con el azar, de la batalla tenaz y silenciosa contra la suerte. Allí vio de cerca, mientras jugaba, a la mujer que tantas veces había pasado por sus recuerdos, y oyó su voz, siendo finalmente tratado por ella como un igual. En el primer momento, la novedad se la hizo apreciar tal como era. ¡Cuán distinta de aquella mariposa divina, envuelta en luz de oro, que revoloteaba entre jardines de ensueño!… Luego, sus ojos se acostumbraron a la hábil pintura de aquel rostro; a la mirada, seductora por costumbre, de aquellas pupilas artificialmente misteriosas, en el fondo de una aureola azul; a las entonaciones infantiles de su voz, dulce y acariciadora, que persistía en guardar la misma entonación de los años primaverales. Además, la bailarina despertó en su interior una vanidad de plebeyo, una ambición igualitaria, semejante a la envidia vengadora que lleva provocadas tantas revoluciones. Esta mujer de lujo había recibido en su lecho al emperador y pontífice de más de cien millones de seres, dueño absoluto de sus vidas y sus almas, y también a grandes personajes de su corte, generales o ministros. Un gran 222
duque había hecho de ella casi su esposa… Sería curioso que él, descendiente de pobres mujiks, fuese el sucesor del que llamaban sus padres, quitándose el gorro de pieles al nombrarlo, «nuestro padrecito el zar». Que estuviese ella cerca de su ocaso no disminuía la satisfacción vanidosa de dicho triunfo. Además, estas mujeres de lujo parecen de una juventud inmortal. Pueden dedicar a la defensa de su belleza todas las energías de su voluntad, todos los recursos de su espíritu. Solo las pobres envejecen. Satanow sentíase otro hombre al entrar en la antigua villa de Cirilo Nicolás; primeramente, como amigo de confianza; luego, como amante joven, admirado en silencio por su vigor y por una generosidad que le parecía a Olga extraordinaria, después de varios años de apuros pecuniarios y de una ruina lenta y, en apariencia, irremediable. Al fin, Boris había acabado por abandonar su hotel de Montecarlo, instalándose en la principesca vivienda de la bailarina. La confianza mutua que inspiran las intimidades amorosas rompió al poco tiempo la reserva natural de Boris, aquel laconismo que le acompañaba hasta en los momentos más expansivos de su existencia. La Balabanova supo quién era su amante y cuál el motivo de su permanencia en la Europa occidental. Esto no le produjo sorpresa alguna. Estaba acostumbrada a la alta categoría de sus amantes. Todos los hombres más poderosos de allá la habían buscado, y le pareció lógico que los dominadores del presente repitiesen los mismos gestos. Hasta se exageró a sí misma la importancia de Satanow entre los revolucionarios, haciendo de él algo equivalente a un gran duque de la república de los Sóviets. Solo el recuerdo de sus noches le impidió lamentarse de que este joven, de nombre oscuro entre los suyos, no 223
fuese el omnipotente y viejo Lenin, venido de incógnito a la Costa Azul. Algo más que la vida anterior de él, abundante en miserias y persecuciones, y los desmanes de aquel Comité instalado en su palacio –allá en la ciudad que ahora se llamaba Leningrado–, preocupó a Olga en sus conversaciones con el bolchevique. Mostró una ardiente curiosidad por conocer la pedrería que había traído disimulada dentro de bombones de chocolate hasta la Europa occidental. Boris consultó las notas que llevaba escritas, como honesto y fiel administrador del pueblo, consignando las cantidades en signos, únicamente comprensibles para él. Camaradas de París y Londres le habían servido de mediadores en las ventas de algunas de dichas piedras preciosas, entregando luego su producto a otros camaradas para sostenimiento de periódicos o para preparar una revolución que nunca llegaba a hacerse visible. La bailarina se llevó ambas manos a su cabeza, tonsurada por detrás, hundiéndolas luego en sus bucles delanteros para hacer más patente el escándalo y la indignación que provocaban en ella tales ventas. —Te han engañado… ¡Esos judíos! Tú eres un niño y no sabes nada de tales cosas. Déjame a mí. Todos los grandes joyeros del mundo me conocen… ¡He tenido con ellos tantos negocios!
v
Boris pasó a ser la preocupación especial del curioso Briansky.
La vida presente de la bailarina había vuelto a ser idéntica a la que llevaba en los tiempos de Cirilo Nicolás. Renovación de la 224
servidumbre, otra vez lujosa y bien cuidada, como la que vivía en torno al gran duque. Expulsión de toda aquella domesticidad rusa, de carácter adventicio, que Olga había ido admitiendo al iniciarse su ruina. Todos recibían una indemnización y la orden de partir inmediatamente. Ella y su amante temían ser entendidos, cuando hablaban en ruso, por estos compatriotas agriados, propensos a la murmuración y al espionaje. Ahora todos los criados de la casa y hasta el chófer eran franceses, precaución que estorbaba las averiguaciones de Briansky. La Balabanova ya no vendía su villa, y los temibles usureros habían recibido el importe de sus hipotecas para que no siguiesen incubando sobre ellas nuevos enjambres de intereses. Un joyero de Niza trabajaba de tal modo para la antigua bailarina, que no le era posible aceptar nuevos encargos. Ahora las alhajas de moda eran las pulseras, y la Balabanova le hacía incrustar en aros de platino diamantes sueltos y esmeraldas encontrados inesperadamente en el fondo secreto de ciertos muebles. ¡El gran duque era tan olvidadizo y la había rodeado a ella durante la primera parte de su vida de tan estupendas riquezas!… No se daba por convencido Briansky al escuchar estas explicaciones que le iban dando algunas amigas envidiosas de Olga para justificar el renacimiento de su lujo. Todas ellas acababan por admitir lo que decía el viejo malicioso. El autor de esta nueva prosperidad no podía ser otro que aquel Abraminovich que vivía con ella. Damas antiguas de la corte imperial sentíanse indignadas por la insolente buena suerte de la bailarina. —¡Un hombre rico, y además joven!… Verse sostenida de tal modo a una edad en que otras tienen que pagar a los danzarines para que las saquen… 225
Briansky le creía unas veces judío millonario de Sebastopol que se pagaba la satisfacción de ser amante de una beldad admirada en su niñez; otras le tenía por minero siberiano que había situado a tiempo sus riquezas en Europa, antes de la revolución comunista. Luego desechaba ambas suposiciones, aferrándose a otra más atrevida. Encontraba algo de anormal, de improvisado, en la opulencia de este millonario. Hacía memoria de sus primeros días en Montecarlo, cuando era visible para todos su torpeza en los usos corrientes de la clase social que se denomina a sí misma «gran mundo», su timidez al moverse entre personas que hasta poco antes le habían parecido extrañas y tal vez enemigas. Había sorprendido en repetidas ocasiones a la Balabanova adoptando a su lado una actitud de maestra. La fría corrección de que alardeaba ahora este gentleman, su asistencia a todas las fiestas, la puntual disciplina con que se endosaba a las siete de la tarde el smoking o el frac, como si toda su vida hubiese hecho lo mismo, no desorientaban al Boyardo en sus apreciaciones. Conocía bien el ansia de gozar, el alma hambrienta de placeres que duerme en el fondo de sus compatriotas, sin diferencia de raza ni de religión. Recordaba a Gaponi, el pope revolucionario que había capitaneado, después de los desastres de la guerra ruso-japonesa, la primera manifestación en las calles de San Petersburgo contra el absolutismo zarista. Huido luego a la Europa occidental, le atraía inmediatamente la Costa Azul con sus carnavales ruidosos, sus veladas elegantes y, sobre todo, las aventuras del juego. El Boyardo había visto cómo el sacerdote popular se lavaba su originaria suciedad, recortándose las negras barbas de profeta, despojándose de la sagrada y aceitosa melena. 226
Todas las tardes, al anochecer, se ponía de smoking para jugar en los salones del Casino. Un enjambre de cocotas, atraídas por la celebridad y el dinero abundante, rodeaba al antiguo levita. Los comités revolucionarios le enviaban fondos incesantemente para su sostenimiento; pero él necesitaba cada vez más en esta nueva y deslumbradora existencia, que nunca había sospechado. El gran duque Cirilo Nicolás se cruzaba con él algunas veces en el Casino. Nada de extrañeza ni de gestos hostiles. El gigante rubio amante de Olga hasta parecía sonreír en las profundidades de su barba dorada. El pope sonreía igualmente con una expresión de compadre de clase inferior. Algunos curiosos llegaban a decir que los dos personajes, al rozarse, juntaban sus manos instantáneamente, cambiándose entre ellas un pequeño papel, casi invisible por sus dobleces. El tío del zar contribuía a los despilfarros del pope. La Balabanova debía conocer dicho secreto. Cirilo Nicolás se lo contaba todo, y seguramente estaba enterada de las cantidades que llegaban de allá para el agitador corrompido por los placeres de la Costa Azul. Tampoco debía ignorar los informes que proporcionaba este a la policía imperial, vendiendo a sus más fieles compañeros5.
5. El pope Georgi Apollonovich Gapón fue una figura muy singular, pues se discute sobre su auténtica condición de revolucionario o de infiltrado. Ya cuando formó la Asamblea de los Trabajadores Rusos para liderar un movimiento de protesta contra la autocracia zarista, se especula que contaba con la colaboración de la policía interesada en reducir el poder de otros grupos más radicales. Tras los sangrientos acontecimientos de la huelga general de enero de 1905, salvó la vida a cambio de trabajar para la policía en la vigilancia de los activistas rusos en el exilio. 227
De pronto Briansky dejó de ver al famoso Gaponi. Lo habían llamado sus amigos de Rusia. Tal vez se ocultaba cerca de la frontera, preparando un nuevo levantamiento popular. Un día lo encontraron ahorcado dentro de una casa. Los revolucionarios, enterados de su traición, lo habían hecho volver al país con promesas engañosas. Luego comparecía ante un tribunal, compuesto de antiguos amigos, que le sentenciaba a morir inmediatamente. Ahora este compatriota, que había devuelto a la Balabanova su antigua opulencia y conservaba cierto encogimiento revelador de su origen, lo hacía recordar a Gaponi. Emprendió averiguaciones para conocer su verdadera personalidad, apelando al auxilio de los numerosos náufragos del zarismo que vivían como obreros o simples mendicantes de buen aspecto en Niza y en Marsella. Algunos habían sido altos funcionarios de la Ojrana, o sea de la policía imperial, hábiles en el espionaje; pero ninguno pudo ir en sus averiguaciones más allá de las cosas vagas que había sospechado Briansky. El joven Abraminovich era un personaje de existencia impenetrable. Vivía siempre al lado de la Balabanova, y esta, por su parte, parecía protegerlo, estableciendo en torno de él un aislamiento que repelía toda curiosidad. Lo único que pudieron sacar en limpio de sus averiguaciones fue que todos los rusos –hasta los rojos– ignoraban el pasado de este joven. Los simpatizantes con la revolución, residentes en la Costa Azul, jamás habían hablado con él. Solo cuando las averiguaciones de los amigos del Boyardo llegaron hasta París y Londres, empezaron aquellos a darse cuenta de que tal vez dicho individuo podía ser cierto enviado de los Sóviets, que durante un corto espacio de tiempo había vivido en relación con los comunistas de las mencionadas capitales. 228
Briansky, sin necesidad de más datos, mostró la certeza de que la inesperada opulencia de la bailarina procedía de Rusia. Luego, por los informes de un antiguo jefe del espionaje imperial, que ahora tenía un cafetucho en el puerto de Niza, se enteró de que el tal Abraminovich podía ser un llamado Boris Satanow, que estaba en relación con el Gobierno de Moscú. Interesándose cada vez más en tales averiguaciones, procuró el Boyardo reanudar su antigua amistad con la Balabanova, como en los tiempos en que aún vivía con el gran duque. Juzgaba agradable ser amigo del tal Satanow. La pobreza le había hecho escéptico. Todos resultaban iguales para él. La vida era un simple espectáculo, con personajes ridículos o terribles, pero siempre interesantes. ¡Quién sabe si llegarían a tocarle algunas gotas de aquel chaparrón misterioso de riquezas que parecía caer sobre la bailarina!… Pero se vio repelido por Olga con una indiferencia cortés, y el tal Satanow, siempre taciturno y silencioso, rechazó igualmente sus exageradas amabilidades, mostrándose finalmente hostil, en vista de su insistencia. Tal vez lo tomaba por un espía. ¡Había tantos en la Costa Azul!… Continuó examinando de lejos a esta pareja rica, en apariencia feliz. Como su curiosidad acababa por hacerle conocer, más o menos pronto, todo lo que ocurría en Montecarlo, se enteró de los viajes realizados por famosos traficantes de piedras preciosas, desde Londres y Ámsterdam, para avistarse con la famosa bailarina en su casa de Cap d’Ail y examinar gemas raras, de altísimos precios. —¡El dinero que debe estar haciendo esa mujer! –pensaba con envidia. Un día supo, por aquel amigo que tenía un cafetín en el puerto de Niza, la llegada a la Costa Azul de dos revolucionarios jóvenes, 229
amigos de Satanow. La antigua policía del Imperio guardaba misteriosas relaciones con la nueva policía roja de la Cheka6. Tal vez estos dos sovietistas venían a pedir cuentas a su camarada. Allá en Moscú debían sentir extrañeza viendo transcurrido más de un año sin que Satanow saliese de las inmediaciones de Montecarlo, dejando olvidada su misión. Necesitaban enterarse además del reparto de aquel depósito que el pueblo le había confiado. Vio Briansky una tarde a los dos emisarios en el atrio del Casino. Intentó ponerse en relación con ellos hablándoles en ruso; pero la sonrisa burlona e insolente de aquel par de jóvenes, el laconismo grosero con que le contestaron, le obligó a retirarse. También lo tomaban por espía. En las tardes siguientes encontró a Olga y a Boris. Sin duda necesitaban venir a los salones de juego, aburridos de permanecer encerrados en su villa lujosa. Querían ver gente, y al mismo tiempo miraban en torno con cierta inquietud, temiendo un encuentro molesto. Ella parecía mostrar en su ágil pequeñez cierta arrogancia ofensiva; una resuelta voluntad de defender a su joven amante, de evitarle todo contacto con sus antiguos amigos. Transcurrieron varias semanas sin que el Boyardo volviese a ver a la opulenta pareja. Pensó que tal vez se habían ido a París, creyendo evitar más fácilmente en una ciudad enorme el contacto con aquellos emisarios. Una noche encontró a la bailarina en los salones privados del Casino. 6. Servicio de inteligencia, creado en diciembre de 1917, que vino a sustituir a la Ojrana y cuya finalidad era la eliminación de cualquier conducta contrarrevolucionaria. 230
—¿Sola? –preguntó con exagerada extrañeza–. ¿Y el amigo Boris Abraminovich?… ¿Está enfermo? —Se ha ido –contestó ella con una expresión que repelía toda insistencia en las preguntas–. Sus negocios le han obligado a trasladarse allá. Tal vez tarde un poco en regresar. ¡Es tan terrible un viaje a nuestra antigua patria!… Nunca pudo saber el viejo curioso cómo había sido este viaje. Tal vez Satanow, en una reversión a su antiguo fervor revolucionario, siguió voluntariamente a sus dos camaradas después de escucharlos. Había pecado y debía expiar. Además, era posible que los suyos le perdonasen si hablaba con franqueza, pues ninguno de ellos creía en la perfectibilidad humana. Por no existir tal perfección los hombres habían esclavizado a los hombres durante miles y miles de años. Ni los de arriba ni los de abajo llegaban nunca a poseer la pureza absoluta de alma, gracias a la cual podrán los humanos vivir felices en lo futuro. Unos y otros eran víctimas del egoísmo ancestral que todavía renace, como un chisporroteo diabólico, en la vida de los más limpios… Y si le imponían un castigo supremo, para ejemplo de los demás; si lo sentenciaban a muerte, ¿qué hacer?… Nitchevo. Ya había vivido bastante, viendo en su corta existencia un mundo nuevo, el mundo rojo de la aurora, acabado de nacer entre llantos y estremecimientos, y un mundo viejo que se extinguía con los esplendores deslumbrantes y la dulzura melancólica de las puestas de sol. Este mundo lleno de injusticias y desigualdades tenía, no obstante, cosas seductoras. Él podía afirmarlo. Luego sospechó Briansky que tal vez la Balabanova no era extraña a tal desaparición. ¡Quién podría saber nunca con qué combinaciones enrevesadas de su egoísmo, devorador de hombres, 231
había impulsado al revolucionario a que fuese al encuentro de los que debían juzgarle, mientras el infeliz creía moverse por su propia inspiración!… Ya no volvió a saber más de Boris Satanow. ¡Perdido para siempre, más allá de la frontera rusa, igual a un muro infranqueable! Sus amigos del cafetín del puerto de Niza, que se imaginaban saberlo todo, nunca tuvieron noticias de él. A pesar de esto, el Boyardo habló de su muerte, como si la conociese con toda exactitud. —Lo mismo que Gaponi… Este no hizo traición a nadie. Murió puro…, pero ¡dejó olvidadas en esta Costa Azul tantas riquezas!
vi
Olga Balabanova ha vendido su villa, cobrando cuatro millones
de francos, sin tener que hacer particiones con ningún acreedor hipotecario. Briansky, que posee un sentido especial para adivinar la presencia del dinero, por más que se oculte, la cree muy rica, casi más que en los tiempos del gran duque, ya que su riqueza le pertenece actualmente en toda propiedad y la disfruta sin miedo a los cambios de carácter y las irregularidades de un amante. A pesar de su opulencia, ha transformado su modo de vivir. Vio de cerca la cara lívida de la pobreza, poco antes de que se le apareciese el revolucionario Boris Satanow, joven y hermoso como un arcángel de los que figuran en los iconos, llevando en su diestra un cofrecillo lleno de piedras preciosas. Sabe ahora mejor lo que vale la riqueza, y ha modificado su vida para que aquella no se pierda, para que se estanque en sus manos, 232
dando su rendimiento máximo en placeres, y además la tranquilidad que proporciona una fortuna inmutable. Vive en una villa que ha comprado junto a Montecarlo, hermosa, pero más pequeña que la otra, sin que exija una domesticidad de príncipe. Ha guardado el mejor de sus automóviles. Va al Casino todos los días, porque necesita el placer del juego. Cada vez siente por él mayor entusiasmo, lo que es una demostración de que se hace vieja. Lleva el rostro más pintado que nunca. Usa trajes de jovencita, pero empleando en ellos telas de plata y de oro. Siente la nostalgia de sus mocedades, cuando se mostraba a los públicos vestida de hada o de reina. Aún lleva los tacones más altos, cubiertos de diamantes falsos, y estos talones de strass 7, que emiten luces, se mueven con una ligereza graciosa, como si la tierra fuese elástica bajo su presión. Conserva la misma voz de niña, ruborosa y desfalleciente. Al verla pasar, el Boyardo queda pensativo y habla en voz baja. —¡Ah, devoradora! Para ella no hay Imperio ni revoluciones. Todos son iguales; todos han contribuido a la opulencia de su vida. Parece ignorar la existencia de la vejez. Se esfuerza por suprimir los últimos diez años. Yo creo que hasta sueña con enloquecer de amor a un nieto suyo ignorado, y con ganar por tercera vez una fortuna enorme… ¡Quién sabe si acaricia la ilusión de que en Rusia se restaure el Imperio, como en los buenos tiempos de su juventud! Todo es posible en este mundo… Lo malo para ella es que el futuro zar y los futuros grandes duques están a estas horas agarrados aún a los pechos de sus nodrizas… Le va a faltar el tiempo para comérselos.
7. Diamantes de imitación. 233
Piedra de Luna
A manera de prólogo
España y Blasco Ibáñez. R esultados de un libelo. Dos fr ases
R
ecientemente,
un ilustre escritor, Andrenio, en su libro De Gallardo a Unamuno, se ha ocupado de El caso Blasco Ibáñez. Andrenio es uno de los escritores que siguen con más atención la obra del glorioso autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Pero como este trabajo de Andrenio fue hecho con motivo de La reina Calafia, resulta hoy incompleto, no ya en cuanto a la ojeada crítica sobre ese libro, sino en cuanto al mismo caso Blasco Ibáñez. Desde la publicación de La reina Calafia hasta hoy, la crítica ha reaccionado de la contrarreacción sobre Blasco que Gómez de Baquero apuntó. Hoy apenas se discute que Blasco Ibáñez es nuestro primer novelista, además de ser el más leído y el más universalmente conocido. Los escasos enemigos del maestro no pueden decirle sino esas pequeñeces ridículas de que se hacía eco hace días el ilustre Castrovido: que presume de dinero, de autos, de palacios… Dinero, autos y palacios que Blasco Ibáñez ha ganado con su pluma, con sus obras, traducidas a todos los idiomas y llevadas a la pantalla. Pero es que esas ridículas imputaciones no responden a la verdad. Blasco Ibáñez jamás ha hecho alarde de las obras que vende, de su dinero ni de sus palacios. Que el gran novelista haya condescendido a responder a determinadas preguntas, formuladas por periodistas y escritores de todos los países, no quiere decir que él pretenda alardear 237
de lo que menos importancia tiene en un artista. Blasco Ibáñez no tiene la culpa de que sus millones hayan despertado, si no la envidia, la curiosidad natural en los interviuvadores, que, a su vez, servían la curiosidad de los públicos. Si a las preguntas aludidas el maestro hubiese contestado negando sus riquezas, tan legítimamente ganadas, se habría achacado a tacañería o a pose, y se le hubiese atacado incluso por ocultar el más vivo acicate para los demás cultivadores de la pluma. Blasco Ibáñez goza hoy de más popularidad que nunca en España, y tiene el respeto y la admiración de todos los artistas. Si a un escritor de prestigio se le hubiese ocurrido la idea descabellada de publicar un folleto injuriando a Blasco Ibáñez, el resultado habría sido automático: la pérdida del prestigio del autor. Por fortuna para Blasco Ibáñez, el único libelo lanzado contra él fue publicado por un pobre buscavidas, que ni siquiera escribe las cosas que firma. Y ese quídam, ya desconceptuado en privado y en público, obtuvo en el acto la repulsa de las personas honradas, incluso de aquellas a quienes el libelista quería agradar. Y a partir de aquel momento ocurrió otro fenómeno justiciero, sin contar las bofetadas y fugas continuas: la venta de los libracos del libelista bajó a cero. Hoy ni tiene quien le edite los berridos que le fabricaron, y se encuentra en la más triste situación moral que puede imaginarse. Pues todo esto lo han hecho el público español y las personas dignas, como una prueba de adhesión al más leído de los novelistas españoles y al más glorioso: a Vicente Blasco Ibáñez.
* * * Como una muestra de lo que antes he dicho, referiré la siguiente anécdota pintoresca, citando nombres: 238
A raíz de la publicación de aquel folleto, y al comentar los periódicos, en sentido jocoso, las últimas bofetadas recibidas por el libelista, este se querelló contra el señor Oteyza, director entonces de La Libertad. El juez procesó a Oteyza, y el abogado de este apeló a aquel auto de procesamiento. En la vista, el letrado de Oteyza, que no era otro que el ilustre Ossorio y Gallardo, sostuvo la teoría de que, siendo las injurias algo que iba contra el honor, era preciso que este existiese para que el delito de injurias tomase cuerpo. A un individuo sin honor, públicamente desconceptuado, no se le podía nunca injuriar, se le dijese lo que se le dijese. Y la Sala, de acuerdo con la teoría de Ossorio, sobreseyó la causa, declarando no haber lugar al procesamiento de Oteyza. Me parece que esto, a raíz de la publicación del libelo, es bien elocuente y honra a la Justicia española.
* * * Para terminar, apuntaré dos frases de dos escritores. García Sanchiz, el cultísimo escritor viajero, me decía en París: —En los más apartados rincones del planeta, solo hay dos cosas de España conocidas y saboreadas: las naranjas y las novelas de Blasco. Fernández Flórez, el renombrado y también glorioso novelista, me dijo al regresar de su viaje por las naciones del norte de Europa: —Mi satisfacción mayor fue ver en todos los escaparates de las librerías, en nutridas filas, las obras traducidas de Blasco Ibáñez. Artemio Precioso
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i
T
odos los que van por primera vez a la ciudad de Los Ángeles, en California, desean visitar la vecina población de Hollywood. Existe esta solamente desde hace unos veinte años, o sea de la época en que el arte cinematográfico, monopolizado por los Estados Unidos, empezó a desarrollarse, hasta el punto de llegar a ser la quinta producción nacional. Establecidas las grandes casas cinematográficas en Nueva York, tuvieron que luchar con la luz gris y brumosa del invierno, a orillas del Hudson, y esto les hizo ir en busca de un país de cielo seco, siempre azul, de sol intenso, de atmósfera clara, acabando por fijarse en California, en el antiguo territorio de las misiones franciscanas, cerca de la mísera parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles que fundaron los misioneros españoles, y es, en nuestros días, la famosa ciudad de Los Ángeles, estación invernal de multimillonarios. A varios kilómetros de ella, el insignificante pueblecito de Hollywood ha crecido a su vez, en el transcurso de los últimos años, hasta convertirse en la gran metrópoli de la cinematografía. Toda su población se compone de actores del llamado séptimo arte y de los innumerables auxiliares que necesitan estos para complemento de su trabajo. Artistas célebres en el mundo entero, que 241
ostentan el título de estrellas, se confunden con numerosos astros secundarios y una nebulosa inconmensurable de figurantes, escultores, decoradores, inventores de nuevas tramoyas, tallistas, carpinteros y audaces manipuladores de la electricidad. Y como único comercio de la población, tiendas de modistas y de sastres, con grandes escaparates ocupados por maniquíes vestidos y largas filas de sombreros de mujer, establecimientos muy visitados por las figurantas en los días de paga. Cada editor cinematográfico posee un terreno de varias hectáreas, con potente máquina de vapor en la entrada para producir la fuerza eléctrica; edificios permanentes de hierro y cristal, enormes como estaciones de ferrocarril, para impresionar en su interior las escenas de toda historia que se desarrollen en locales cerrados, y campos yermos, sobre los cuales se levantan, con una rapidez mágica, en el término de unos cuantos días, calles y plazas, barrios enteros, que desaparecen poco después para dejar sitio libre a las nuevas construcciones de otra obra que será filmada a continuación. Según los ayudantes de los directores de escena –hombres siempre atareados, corriendo de un lado a otro del pueblo en busca de un artista, necesario a última hora, o de algún objeto perdido en el fondo de los almacenes, y que conocen mejor que nadie la estadística de sus habitantes–, pasan de diez mil las mujeres avecindadas en Hollywood, todas jóvenes y no feas, preocupadas de parecer muy elegantes y hermosas, y llevando ante sus ojos el revoloteo dorado de la ilusión, la esperanza de obtener al día siguiente la riqueza y la gloria. Los hombres son menos. De todas partes del mundo llegan aquí los peregrinos de la ambición cinematográfica; pero siempre resulta mayor el aporte femenino, no pasando los varones de cinco o seis mil. 242
A pesar de la riqueza de su industria, célebre en el mundo, Hollywood tiene cierto aspecto de vida insegura, de opulencia transitoria, semejante al de las ciudades que surgieron junto a minas famosas y cuyos habitantes no sabían cómo gastar su dinero, ya que continuaban trabajando todo el día. En Hollywood, ricos y modestos tienen la obligación de levantarse temprano para continuar su tarea. Existen familias de ordenadas costumbres, que llevan una vida de pequeños empleados, acostándose pronto, después de una tertulia en el comedor. Otros artistas, al vivir solos por su celibato, mantienen una existencia sin orden, buscando nuevas diversiones con rabiosa tenacidad, cual si hubiesen entablado una batalla con el tedio. A pesar de las leyes prohibitivas del alcohol, circulan en Hollywood las bebidas terriblemente espirituosas. Además, entre las mujeres se esparce el uso de los estupefacientes. Cerca está la ciudad de Los Ángeles, con su vida invernal esplendorosa, sostenida por los multimillonarios venidos de Nueva York y Chicago. Pero los cinematografistas trabajan todo el día, y al cerrar la noche prefieren quedarse en su ciudad propia, divirtiéndose entre ellos. Junto a los vastos estudios asoman las cúspides de numerosos trípodes de madera de varios metros de altura. Cada tres postes formando pabellón indican la boca de un pozo de petróleo. Las antiguas explotaciones petrolíferas1 han sido abandonadas momentáneamente. Resulta más productivo fabricar cinematografía sobre estos terrenos empapados de aceite mineral. 1. En realidad, las primeras prospecciones petrolíferas coronadas por el éxito en el pueblo de Los Ángeles tuvieron lugar hacia 1892 y fueron llevadas a buen término por Edward L. Doheny. 243
Cerca de Hollywood existió siempre una reducción de indios, campamento con enormes praderas anexas, ocupado por una de las antiguas tribus de pieles rojas. El jefe de la tribu tiene ahora teléfono en su tienda de cueros pintarrajeados, y cuando alguno de los productores cinematográficos necesita figurantes indios para una de sus historias, los pide a cualquiera de las agencias reclutadoras de personal, y esta llama por teléfono al jefe de la reducción, llámese Águila Negra u Ojo de Bisonte: —Necesito para mañana cincuenta guerreros, con sus caballos, sus mujeres, sus niños y sus perros. Y a la mañana siguiente se presenta en el estudio el empenachado y pintarrajeado escuadrón. Con el mimetismo extraordinario de los pueblos primitivos, estos pieles rojas han acabado por imitar los gestos y habilidades profesionales de los artistas cinematográficos, trabajando lo mismo que ellos. Algunos solo se visten ya de indio cuando lo exige su actuación de comediantes, siendo clientes de los mismos sastres que los artistas blancos y llevando una vida idéntica. Muchos visitantes, al entrar en Hollywood, creen haber caído en otro planeta, de variedad proteica, donde cambia diariamente el aspecto de paisajes y personas. Sus avenidas son de ciudad nueva, enormemente anchas, como las de todas las poblaciones que al nacer cuentan con terreno abundante y barato. La presencia de un estudio se revela por varios centenares de automóviles ante su entrada, todos ellos pequeños y abandonados, sin que se note la presencia de un solo chófer. Hasta los carpinteros encargados de las decoraciones llegan al trabajo guiando su vehículo. Por encima de las empalizadas ve el transeúnte las más inesperadas perspectivas. En un estudio se yergue la torre Eiffel, y 244
el puente Alejandro lanza su curva sobre las dos riberas de un Sena falso. En otro ha sido edificado el palacio de los Dogos, entre canales venecianos que cortan varios puentes de empinado arco. Más allá se elevan los minaretes de una ciudad árabe o los campanarios de un pueblo de México, según sea el lugar donde se desarrolla la historia cinematográfica. Las avenidas principales de Hollywood están orladas de palmeras bajas entre jardines en talud, sobre cuyas cúspides de césped se alzan casas elegantes, todas de madera. Su principal riqueza interior consiste en los mullidos tapices de Oriente que cubren sus entarimados. Reconoce el visitante dichas avenidas: las ha visto muchas veces en el cinematógrafo. En ellas se desarrollan las carreras cómicas que hacen estremecerse de risa al público; las marchas extravagantes de los automóviles que parecen ebrios, agitándose contra todas las leyes de la gravitación. Los habitantes más antiguos de Hollywood (una antigüedad de veinte años) muestran al forastero las casas de los artistas más célebres como si fuesen edificios históricos. El prestigio de unos nombres conocidos en la tierra entera parece agrandar las proporciones de estos edificios graciosos, cómodos, de apariencia frágil. Y dichos guías voluntarios, al llegar casi a las afueras de Hollywood, sonríen muchas veces mostrando un edificio más grande que los otros, rodeado de arboledas, casi con el aspecto de una granja rica. —Aquí –dicen a los forasteros con cierto orgullo local– es donde vive Piedra de Luna. 245
ii
Databa de los tiempos en que la cinematografía de los Estados
Unidos empezó a realizar sus primeros avances para apoderarse de la tierra. Era la artista de los films larguísimos, divididos en numerosos episodios, novelas de folletón, expresadas por la imagen, en donde la heroína pasaba incólume a través de los más horrendos peligros y realizaba las más inverosímiles hazañas. Todos habían visto a Piedra de Luna montada en corceles desbocados; nadando en pleno océano, perseguida por tiburones o pulpos gigantescos; trepando por el pararrayos de un rascacielos, sosteniéndose con las manos de la última cornisa de un edificio de cuarenta pisos. Algunas veces manejaba el revólver o el puñal, matando finalmente al traidor; pero en los más de los episodios se veía raptada por hombres enmascarados, la condenaban a torturantes suplicios, le ofrecían el vaso fatal de veneno o era encerrada en cavernas llenas de serpientes. Mas siempre en el último momento surgía una intervención superior y benéfica, que la salvaba de tales angustias. Piedra de Luna era inmortal y todos habían perdido la cuenta de los sustos, fatigas y golpes que llevaba recibidos en sus interminables aventuras, hasta el punto de parecer inaudito que un organismo humano pudiera llegar a tal grado de resistencia. Celebraban las gentes de Hollywood la sencillez de gustos de esta actriz de fama universal. En las cortas temporadas que podía dedicar al descanso, sentíase seducida por los alicientes de la vida campestre. Iba por su granja de Hollywood mal vestida, con los tacones torcidos, un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda, exami246
nando el crecimiento de los árboles frutales, hablando a tres cerdos enormes, blancos y sonrosados, a dos vacas y a numerosos gansos y pollos, animalería alojada en un edificio superior a muchas casas habitadas por seres humanos. De pronto, dando al olvido estos placeres rústicos, se escapaba a Los Ángeles para bailar en los dancings y cenar a altas horas de la noche: la misma vida que cuando estaba en su casa de Nueva York. ¿Dónde no era conocida Piedra de Luna?… Sus ojos claros, su sonrisa dulce, que marcaba dos hoyuelos en sus blancas mejillas, y la enorme cabellera rubia, anudada en forma de antorcha sobre el cráneo, con una aureola de pelillos transparentes y luminosos, se mostraban todos los días, al mismo tiempo, en los más diversos lugares del planeta. Multiplicada hasta el infinito por la fotografía movible, su imagen se desdoblaba en miles y miles de ejemplares, lo mismo en el nuevo mundo que en el viejo, saltando de isla en isla, atravesando océanos y desiertos, llegando hasta los aduares árabes y las poblaciones de madera ocupadas por mineros. Aparecía a idéntica hora en un cinema de gran capital, cuya atmósfera estaba saturada de drogas purificantes, y en otros, establecidos en los puertos, que olían a tabaco mascado, a whisky y a pipa vieja. Hombres amarillos o cobrizos la contemplaban silenciosos, con pupilas de brasa, sentados en el suelo, las piernas en cruz, mascando betel2 o fumando opio. Todos encontraban acertado su nombre de artista: Piedra de Luna. Era blanca, de una blancura selénica, dulce y misteriosa como la luz del astro nocturno. Sus ojos zarcos tenían un azul 2. Mezcla de tabaco, nuez de areca y de cal que tiene efectos estimulantes y posee ciertas propiedades contra el dolor. 247
claro que se armonizaba con esta blancura vagorosa; su cabellera, en fuerza de ser rubia, parecía casi blanca, como un oro cubierto de polvo. Esta era la Piedra de Luna que conocían todos los públicos del mundo. En Hollywood, las gentes del arte cinematográfico sonreían un poco al hablar de su fisonomía universal. Pero era una sonrisa bondadosa de profesionales, familiarizados con las modificaciones y falsías que impone la vida del teatro. A las gentes les gustaba de este modo; con tal aspecto había empezado su carrera, y así debía continuar. Todos la apreciaban por su carácter franco y afectuoso de buena compañera, por la amistad que guardaba con sus camaradas de la época de oscuridad y pobreza, y también porque desconocía las vanidades y orgullos de otras estrellas que venían levantándose a sus espaldas. No intentaba, como estas, negar o desfigurar su origen. Ella misma había contado a los periodistas que le pedían detalles sobre su existencia anterior las privaciones sufridas en su niñez y las aventuras de su primera juventud. El nombre verdadero de Piedra de Luna era Betty Hinston, nombre oficial que le impuso su padre. Pero ella prefería que las personas de su intimidad la llamasen Guadalupe Villa, por ser este el nombre que le quiso dar su madre al quedar sola con ella. Era hija de un irlandés, minero en Texas, y de una mexicana instalada en dicho país. En esta mestiza, de sangres de tan distintas, los ojos eran lo único que recordaba al padre. La raza indo-española había hecho prevalecer su cobre originario, y Betty (el irlandés había impuesto este nombre por ser el de su madre) tenía la tez morena y la cabellera negra, abundante y un poco dura. Esto lo ignoraba 248
el mundo, y solo lo sabían, como secreto de poca importancia, los que trabajaban con ella en las historias cinematográficas. Había muerto el irlandés o había abandonado a la mexicana: nunca se puntualizó bien tal suceso, y la misma Piedra de Luna se abstenía de precisarlo. Guadalupe Villa vivió con su hija, hasta que esta tuvo catorce años, en un pueblo de Texas, soportando sacrificios y privaciones para que Betty continuase estudiando en la escuela, al lado de las mejores señoritas del país. Miraba la mexicana con asombro y cierta animosidad patriótica el citado edificio, sobre cuya puerta ondeaba la bandera de las rayas y las estrellas. Indudablemente, dentro de él enseñaban cosas maravillosas, pero en inglés, lengua que la pobre mujer no había llegado a poseer, después de tantos años de vida en Texas. Además, ¡esta tierra que pertenecía a México y la habían robado los yanquis antes de que ella naciese!… Dejó encargada a unas amigas suyas la vigilancia de su pequeña Lupe. Tenía que ir a México para reclamar cierta herencia de familia, de la que venía hablando muchos años. Esto le permitiría atender mejor a la educación de la niña, haciendo de ella una profesora. Mas la niña, que parecía haber heredado de su padre el gusto del vagabundaje, la predisposición a cambiar de oficio, el amor a la vida aventurera, apenas vio lejos a la mexicana empezó una nueva existencia. Huyó de aquel pueblo de Texas, cuya vida monótona la hacía bostezar. En la escuela había adquirido la intrepidez de las mujeres norteamericanas y dos reglas de conducta que son comunes a la mayor parte de ellas. Debía «vivir la vida a su gusto», con absoluta libertad, y para ello la primera condición era trabajar, ganándose el 249
propio sustento, sin tener que acudir a protecciones ajenas. Debía también «hacer experiencias», conocer por sí misma todo lo que la vida guarda de bueno y de malo. Y guiada por estos dos principios enérgicos, pasó de Estado en Estado, ejerciendo las más diversas profesiones: dependienta de tienda, dactilógrafa, obrera de fábrica, hasta que, encontrándose en una ciudad de Kansas, creyó haber acertado su verdadera vocación. Uno de los numerosos circos, propiedad de los continuadores de Barnum3, vino a instalarse en dicha población por unas semanas. Betty, empleada en una pequeña imprenta, recibía los encargos de los clientes. Esto la puso en relación con el director de dicho circo, obligado a visitarla para la impresión de sus anuncios. Era ágil y de una fuerza muscular algo hombruna. En la escuela había llamado la atención como gimnasta. ¿Por qué no hacer lo que aquellas otras mujeres que obtenían salvas de aplausos al voltear en el aire, vestidas de oro y plata, como insectos voladores, envueltas en un chorro de luz? Debía intentar esta experiencia. Y con el afán de novedad, el atrevimiento juvenil y la fácil adaptación de su raza, concreción vigorosa de todas las razas de la tierra, pasó de la imprenta al circo, empezando su vida de gimnasta. Mostrose satisfecho el director de la rapidez con que aprendía sus lecciones. Apreciaba además su juventud y el arte instintivo con que sabía hermosearse para el público. A las pocas semanas ejecutaba arriesgadas suertes de trapecio junto a la techumbre del circo ambulante. No era gran cosa su trabajo, pero el público la aplaudía, seducido por su sonrisa, sus ademanes graciosos, su fresca y ágil juventud, la 3. Personaje sumamente polifacético, Phineas T. Barnum (1810-1891) se distinguió como un auténtico showman y fundador del Ringling Brothers and Barnum & Bailey Circus. 250
esbeltez escultural de su cuerpo, todo él bien marcado por la ajustada vestimenta de gimnasta. Así fue recorriendo, durante un año, la mayor parte de los Estados Unidos, hasta que una noche cayó del trapecio, rompiéndose un brazo. Esto le hizo cobrar miedo a su nueva profesión. Hasta entonces había ignorado la parte terrible de ella, seducida por los aplausos, halagada por la admiración carnal que entreveía en muchos de los espectadores. Le fue imposible continuar en el circo. Además, esta vida errante había aumentado su afición ambulatoria, heredada del padre. Deseaba viajar, pero viendo lejanos países, gentes que hablasen otras lenguas y siguieran diversas costumbres. No le inspiraba miedo la pobreza. Tenía ciega confianza en su destino. Siempre en el último momento lograba encontrar el dinero necesario para seguir adelante. Es verdad que algunas veces, antes de que llegase tal auxilio, había sufrido grandes privaciones; pero ¡ella las conocía tanto desde su infancia! … La célebre Piedra de Luna confesaba, sonriendo, en su lujosa vivienda de Nueva York, haber estado en cierta ocasión cuarenta y ocho horas sin comer. Se embarcó como camarera en un vapor que hacía viajes desde Nueva Orleans a la América del Sur: Venezuela, Brasil, Río de la Plata. En otros viajes navegó a lo largo del Pacífico, del puerto de San Francisco al de Valparaíso. Callaba, al recordar esta existencia, sus primeras sorpresas afectivas, sus encuentros iniciales con el amor. Se limitaba a indicar discretamente que en Buenos Aires había abandonado su buque para dedicarse a artista, cantando en una taberna de La Boca, a la que concurrían los marineros de lengua inglesa. 251
Era una cancionista bilingüe. Podía entonar estrofas lánguidas en español, oídas a su madre, y todas las romanzas y baladas en inglés aprendidas en Texas y en sus viajes de volatinera. Pero su voz era débil, quebradiza, una voz de niña en la que no ha hecho mutación alguna la adolescencia. Además, este lugar, donde había empezado como cantante, resultaba por momentos más peligroso que el circo. Mostrábanse los espectadores bestialmente atrevidos con las llamadas artistas; muchas noches el espectáculo degeneraba en pelea, cruzándose entre el público tiros y cuchilladas. Un viejo payaso inglés, desdentado y alcohólico, que trabajaba igualmente en el mencionado establecimiento, propuso a sus camaradas de tablado la colocación de un letrero rogando al público que se abstuviese de tirar contra acróbatas y cantores, pues estos no tenían culpa de nada. Volvió Betty a ser camarera de vapor; pero este viaje fue nada más que para regresar gratuitamente a Nueva York. Quería ser cómica, y lo fue, gracias a la energía de su carácter, llevando una existencia tan pobre como antes, pero embellecida por la ilusión, por la eterna esperanza del mañana. Al verse ahora célebre en el mundo, reconocía modestamente que nunca habría llegado a ser notable en el teatro. Iba de un lado a otro, a través de la enormísima república de los Estados Unidos, donde se viaja, como en el océano, de Este a Oeste, teniendo que adelantar o atrasar todos los días el reloj, ya que se cambia de meridiano cada veinticuatro horas. Era actriz en una de las numerosas compañías llamadas de una noche, porque solo dan una representación en cada ciudad. Del teatro se marchan los cómicos al tren, duermen en el vagón, y al día siguiente vuelven a representar la misma obra en otro pueblo situado a trescientos o 252
cuatrocientos kilómetros de distancia. ¡Imposible obtener renombre en esta existencia de bólido, pasando ante los públicos más apartados sin fijarse en ellos, sin crear relaciones de afecto, sin que nadie llegue a enterarse del nombre de los actores!… Afortunadamente surgió un nuevo arte, para el cual parecía que la hubiesen venido preparando misteriosamente las experiencias y los proteicos cambios de su vida. Había sido mediana como gimnasta, como cantora y como actriz; pero todo esto, unido a su intrepidez natural, a su gusto por la aventura, a su osadía ante el peligro, a su afán de continua transformación, la convirtieron en un personaje irreemplazable para la cinematografía, que empezaba a interesar a todo el mundo.
iii
Siguiendo sus hábitos de comedianta pobre y ambulante, las pri-
meras veces que fue protagonista de historias cinemáticas se pintó el rostro de blanco, colocándose como remate una gran peluca rubia. Sus ojos zarcos la permitían disfrazar de este modo, sin ninguna inverosimilitud visible, su tez de un moreno algo verdoso y su cabellera negra y fuerte de mestiza. Dicha peluca rubia hacía más claras sus pupilas azules, dándolas una transparencia de cristal luminoso. Además, con el rostro embadurnado de blanco fotogénico, se notaban mejor los dos hoyuelos graciosos de sus mejillas, aliciente principal de una sonrisa simpáticamente contagiosa para el público. Cuando intentó representar tal como ella era, sus empresarios se opusieron. El público la había conocido de este modo, y así la 253
eseaba siempre. ¡Quién podía tolerar a una Piedra de Luna mored na, pelinegra, con una belleza agresiva y ruda, algo salvaje!… Aceptó Betty su peluca rubia por toda la vida, y lo gracioso del caso fue que las otras estrellas cinematográficas, surgidas detrás de ella, la imitaron en esto, trabajando siempre con una peluca rubia, no menos grande, aunque tuviesen los cabellos naturalmente del mismo color. Durante varios años solo se vieron en las historias cinemáticas de los Estados Unidos mujeres de ojos claros, cara muy blanca y una cabellera abultadísima, casi alba y luminosa en fuerza de ser rubia. Algunas aumentaban excesivamente el volumen de su peluca, como si esta pudiese ejercer un influjo misterioso y benéfico en sus éxitos, sin tener en cuenta la propia estatura, imponiendo al gusto del público universal un modelo de mujer pequeñita, con monadas infantiles y exageradamente cabezona. Conoció Betty la celebridad antes que la riqueza. Los primeros héroes de la cinematografía fueron pagados mediocremente. El negocio no había llegado aún a su grandioso desarrollo internacional. Además tardó mucho ella en amoldarse a la regularidad disciplinada y metódica de dicho trabajo. Sus primeras ganancias las gastó en establecerse en Nueva York, con arreglo a su creciente fama de estrella. Su madre, la mexicana, había venido a compartir con Betty esta nueva prosperidad. Luego, cuando aquella murió, Piedra de Luna, viéndose con cinco mil dólares ahorrados, sintió un deseo vehemente de conocer Europa. Era un viaje más en su existencia, pero ahora de pasajera independiente, en otras condiciones que los que llevaba realizados por el Atlántico y el Pacífico. Dicho viaje lo hizo como rubia. Era demasiado reciente su gloria para renunciar a ella. En Europa, los cinematógrafos empezaban en 254
aquel momento a popularizar las primeras aventuras emocionantes de Piedra de Luna. Seis meses le bastaron para esparcir alegremente sus ahorros, y tuvo que escribir a sus empresarios de Nueva York pidiéndoles que le facilitasen el viaje de vuelta. Quiso conocer, de un golpe, la vida de los famosos multimillonarios, tantas veces descrita en los periódicos de su país. Era una experiencia más que podía servirla cuando tuviese que representar, en historias cinemáticas, a las grandes damas que frecuentan los hoteles mejores de Europa. Predispuesta instintivamente al bluff, aceptó sonriendo, sin negar ni aprobar, el que la tomasen por una rica de su país. Toda mujer elegante que viene de los Estados Unidos a Europa debe ser forzosamente hija o mujer de un multimillonario. Bailó en los hoteles más célebres de Londres, París, Niza y Roma. Pasó como una exhalación deslumbrante por las playas veraniegas más de moda o las estaciones invernales que empezaban, en aquel momento, a verse concurridas. En Italia se creyó próxima a casarse con un marqués. Este, que visitaba diariamente los mejores hoteles de Roma, esperando una americana con millones para hacerla su esposa, se imaginó haber encontrado su negocio al hacer amistad con Betty. Le convidaba esta a comer, escuchando complacida las descripciones de sus viejos palacios, siempre en espera de una nueva marquesa capaz de restaurarlos; de sus colecciones artísticas, necesitadas de que alguien las sacase del poder de los usureros, que actualmente las tenían en cautiverio. Una noche, el marqués hizo un esfuerzo de generosidad e invitó a Betty a un cinematógrafo. Sonrió esta levemente al verse a sí misma en la pantalla. El italiano, que era despierto y receloso, mostró de pronto cierta inquietud, cortando el curso de sus p alabras 255
a pasionadas y de sus disimulados manoseos, favorecidos por la penumbra del salón. Miró de reojo a la mujer que tenía a su lado, comparándola luego con la cabeza enorme que casi cubría la pantalla. Los ojos zarcos de Betty delataron su identidad. ¡La millonaria era simplemente Piedra de Luna, comiquilla de cinematógrafo que empezaba a conseguir en aquellos momentos un vago renombre! … No volvió Betty a ver al marqués, y precisamente en los mismos días fue cuando por falta de dinero tuvo que pedir auxilio a Nueva York. Al venir a Europa, proyectaba terminar su excursión con una visita a España. Su madre la había hablado con entusiasmo de este país, nunca visto por ella. Como la mayoría de los criollos, aludía la mexicana a la existencia de remotos abuelos españoles, todos, como era de esperar, de rancia nobleza y ocupando altos cargos dados por los reyes. Betty, por su parte, deseaba ver corridas de toros… Pero ¿qué puede hacerse en el mundo sin dólares? Ya volvería otra vez. Pasaron años y años sin que pudiese cumplir esta promesa hecha a sí misma. La celebridad la fue envolviendo, elevándose en torno de ella como una torre sin puerta. Hablaron los diarios de sus enormes ganancias, de los contratos que había firmado con las mayores casas cinematográficas, exagerando como de costumbre las cantidades; pero de todos modos resultaban considerables. Unas veces representaba sus novelas mudas de aventuras en los estudios de Hollywood. En otras ocasiones trabajaba sin salir de Nueva York, yendo desde su casa a los enormes edificios de vidrio que las empresas cinematográficas han levantado para sus producciones en Long lsland o al otro lado del río Hudson, en tierra de Nueva Jersey. 256
Cuando dichos trabajos eran en verano, la estrella abandonaba su casa en Park Avenue, trasladándose a un jardín que había comprado en Long lsland. Sentía la misma afición de los multimillonarios por las cosas antiguas, en este país extremadamente joven. Por esto adquirió una vivienda algo vieja, construida por una antigua familia de holandeses, teniendo en torno unas cuantas docenas de árboles vetustos. Tal vez no llegaban a contar cien años construcción y arboleda; pero esto representaba para Betty y sus convecinos una respetable antigüedad. No tenía aquí los animales de corral que tanto la recreaban en su granja de Hollywood; pero sentía una satisfacción vanidosa de dama aristocrática, instalada en un castillo, al contemplar sus árboles enormes, muchos de ellos rajados por la exhalación eléctrica o por los años, con emplastos de ladrillos y de cemento que rellenaban sus oquedades, contribuyendo a su sostén. La vida íntima de la estrella, irregular para un moralista, resultaba aceptable y correcta para el gran público. Sacudida con frecuencia por repentinos apasionamientos, necesitaba Piedra de Luna cambiar de compañero. Las continuas transformaciones de aspecto y posición social a que la obligaba su arte parecían reflejarse en su vida de hogar. No pasaban dos o tres años sin que reemplazase al hombre que había admitido a vivir con ella. Pero conocedora de los escrúpulos morales de su público, realizaba estas transformaciones siempre de acuerdo con la ley y las conveniencias religiosas. En resumen: Piedra de Luna se casaba y se descasaba, valiéndose de todas las crecientes facilidades que el divorcio iba alcanzando en su país. Muchos, al hablar de ella, quedaban indecisos, no pudiendo fijar con certeza el número correspondiente al marido actual en 257
la lista formada por sus antecesores. ¿Era el quinto o el sexto de los esposos de Piedra de Luna?… Celosa de su reciente adquisición, vigilaba al nuevo cónyuge, hacía que la acompañase a todas partes, creyendo tenerlo así más seguro; lo diputaba como plenipotenciario absoluto para que tratase, en su nombre, con empresarios y directores; lo besaba con toda tranquilidad en presencia de las gentes. Un músico, un escritor, un militar bizarro recién venido de la guerra de Europa, un artista cinematográfico célebre por su belleza y dos simples hombres de negocios figuraban, sucesivamente, en la dinastía marital de Piedra de Luna. De pronto desaparecía el esposo, como un personaje de teatro que se va por el escotillón, y otro nuevo acompañaba a la estrella día y noche, envuelto en un ambiente de celos y adoraciones. Hasta hubo un momento en que Piedra de Luna se sintió poseída de místico entusiasmo. Fue tal vez un reflejo de la devoción de su madre, la mestiza, que todos los días pasaba media hora de rodillas ante una estampa de la Virgen de Guadalupe. Quiso ser religiosa en un convento de California, pero la comunidad acabó por sacudirse dulcemente a esta novicia, adivinando lo falso y teatral de su vocación. Al verse fuera del convento, se apasionó por un gran predicador protestante, joven, hercúleo, de varonil elegancia. Quiso casarse con él, importándole poco el cambio de religión. —Dios –decía– está sobre todo lo que inventaron los hombres. Mas el predicador, bajo la influencia de su familia escandalizada, acabó por huir de Betty, teniendo esta que renunciar a ser pastora de hombres durante los cortos años que habría durado tal matrimonio. En su vida íntima prescindía ahora de aquella peluca rubia que había sido una de las razones de su éxito, y a la que empezaba a 258
odiar como algo eterno y fatal que gravitaría sobre su persona hasta el momento de la muerte. Deseaba gustar a los hombres tal como era ella, con su belleza ardiente y algo oscura, con el encanto un poco exótico y picante de las beldades producto de sangres mezcladas. Cuando iba de su casa de Long lsland a Nueva York, guiando ella misma su pequeño automóvil, era morena, algo cetrina, con la cabellera negra. Esto le permitía moverse de un lado a otro con entera libertad, sin que nadie reconociese a la famosa Piedra de Luna. No quería imitar a otras estrellas más jóvenes que al trasladarse de California a Nueva York procuraban que su aspecto en las calles las recordase tal como aparecían en la pantalla, para que así las gentes se fijaran en ellas, acabando por aglomerarse a la puerta de las tiendas donde entraban a hacer sus compras. Betty parecía odiar a la muñeca rubia y pintada que tenía en el cine el nombre de Piedra de Luna, cual si fuese un remedo caricaturesco de su propia personalidad. Gustaba de que los hombres la deseasen tal como la había hecho la suerte: morena, pelinegra, con una gracia algo varonil, intrépida y ruidosa; todo lo contrario de la otra, con su sonrisa de hoyuelos y la cara fría de jugadora de póker con que arrostraba toda clase de peligros. Pero era la muñeca de peluca rubia, la Betty del cinema, la que obtenía los mayores triunfos, la que contaba los adoradores por millares y millares. La Betty morena, sin engaños ni afeites, solo llevaba conseguidos unos triunfos muy limitados. ¿Qué hombres, en realidad, habían existido en su vida? Siete maridos, contando el actual, que ya iba hacia el ocaso, y al que tendría que licenciar de un momento a otro. Además, los varones fugaces y sin nombre que habían atravesado su juventud sin 259
dejar recuerdos, manteniéndose en su memoria como fotografías borrosas y casi disueltas. En total… ¡poca cosa! Piedra de Luna, en cambio, recibía cartas de amor de todas las naciones de la tierra. La casa editorial de Nueva York que la había contratado por varios años tenía que destinar un empleado a la enorme correspondencia dirigida a su estrella. Una de las muchas oficinas de dicha empresa, que ocupaban diecisiete pisos en un rascacielos del Broadway, se preocupaba de juntar todas las cartas llegadas para la célebre artista, sin otra indicación: «Miss Piedra de Luna. New York». Ni más ni menos. Como si le escribiesen al presidente de la república de los Estados Unidos. Llevaban los sobres todos los sellos del mundo. Tres o cuatro veces por semana, un mensajero de la casa, montando un sidecar, entregaba esta correspondencia a la estrella en su dominio de Long lsland. Manteníase inmóvil el enviado, después de entregar dos o tres columnas atadas de cartas a la doncella de la artista. Esperaba que le diesen los sellos de los sobres. Con ellos llegaría a formar una colección de todos los timbres existentes. Pero la doncella y el criado de Piedra de Luna le despedían de mal modo. También ellos formaban colección con el correo de la señora.
iv
Inútil es decir que la estrella no se enteraba nunca de esta co-
rrespondencia voluminosa. Hubiese necesitado para ello todo su tiempo. En los primeros años de su carrera, leía repetidas veces, con una vanidad de mujer segura de sus medios de seducción, las 260
contadísimas cartas de adoradores incógnitos que llegaban a sus manos. Luego fueron aquellas tantas y tantas, que consideró dicha afluencia epistolar algo natural y fatigoso, comparable con las necesidades ineludibles y poco gratas de nuestra existencia física. Su doncella, una italiana avispada y aficionadísima a las intrigas, y también su ayuda de cámara, irlandés de genio quisquilloso, muy dado a las cosas imaginativas, atendían con una curiosidad insaciable al examen de estas remesas epistolares. Los dos se trataban hostilmente y sostenían frecuentes disputas en los otros asuntos de la casa; pero se buscaban y ayudaban para la lectura de este correo universal. Cerca del comedor habían colocado un enorme cajón de madera blanca, antiguo embalaje de un gramófono gigantesco, y en él iban arrojando las cartas que consideraban dignas de conservación, después de arrancar los sellos de sus sobres. El irlandés había llegado a imitar, de un modo algo imperfecto, la firma de la señora, encargándose voluntariamente de escribir los autógrafos breves de Piedra de Luna, solicitados por miles de admiradores. La italiana, que era fea y sentimental, podía darse el placer de vivir una existencia imaginativa como no la había conocido ninguna de las grandes enamoradas de la Historia. Llevaba adelante a un mismo tiempo varias docenas de flirts; tenía enamorados en todos los continentes e islas de importancia, hombres de diversos colores y temperamentos, que sostenían una correspondencia amorosa en inglés, en español o en francés, tres lenguas dentro de las cuales encerraba ella sus distintas nacionalidades. Contestaba a todos la doncella, usurpando la adorada personalidad de Piedra de Luna. No parecía fatigarse de esta correspondencia amorosa con todo un harén masculino. Iba agotando en dichas cartas el romanticismo pegajoso aprendido en sus novelas favoritas, 261
entusiasmándose a sí misma con dichas pasiones epistolares a enorme distancia. Luego hacía reír a su señora con el relato de tales amoríos. Su letra femenina y una atención concentrada para imitar la de la famosa artista engañaban a todos aquellos adoradores, desorientados por los ilusorios espejismos de la ausencia. Reía también la italiana, pero sintiéndose al mismo tiempo cautiva de su propio engaño. Estas cartas, que eran, según ella decía, de «tono elevado» y sin nada «materialista», verdaderas cartas de amor puro, acababan por conmoverla, creando en su interior predilecciones instintivas. A muchos les contestaba de un modo maquinal, reproduciendo la misma carta para El Cabo, Shanghái, Milán o Valladolid. Otros le interesaban, sin saber por qué; tal vez una frase feliz que había despertado en ella misteriosos ecos; tal vez una predilección geográfica, sentida en otros tiempos; y a tales favoritos los distinguía, como si estuviese enamorada de ellos. Algunas veces, para librarse del remordimiento de su engaño, mostraba un deseo vehemente de enviarles una corta limosna de verdad. —Señora, su enamorado de Sevilla pide un nuevo retrato. Debe usted enviarle uno con su firma auténtica. ¡Pobre muchacho! ¡Escribe tan bien! Hay días en que, después de reírme como una loca, me entran ganas de llorar leyendo sus cartas. En otras ocasiones pedía un retrato con dedicatoria «de verdad» para un austriaco o para un joven francés que estaba empleado en un puerto de la China. Piedra de Luna, abandonando por unos momentos la alta torre de su vanidad, se mostraba incrédula: —¿No harán eso por reírse de mí?… ¿No escribirán por entretenerse, a falta de una diversión más interesante? 262
La doncella protestaba. No había más que leer unas cuantas de aquellas cartas para convencerse de la veracidad de los hombres que las suscribían. Consideraba especialmente como un modelo de sinceridad y apasionamiento las del joven español protegido por ella. ¡Pobrecito! ¡Dieciocho años nada más!… Y rebuscando en los miles de cartas de la caja inmediata al comedor, pescaba una, guiándose por la letra del sobre, la primera que venía a sus manos, para leer a su señora algunos fragmentos de lo escrito por el español. Piedra de Luna hablaba dicha lengua, y la italiana sentíase atraída por el parentesco de ella con su idioma nativo. «Ayer la vi, señorita, en un nuevo film, encontrándola más hermosa aún que en los otros, si esto es posible. Luego no pude dormir en el resto de la noche. Le diré que siento unos celos insufribles. Ríase usted, pero la amistad que existe entre nosotros dos no me permite ver con calma cómo besa usted varias veces en el curso de la obra al hombre que ama y por el cual arrostra tantos peligros. ¡Si yo pudiese algún día ser tan afortunado como él!…». Y así continuaba el joven desconocido sus vulgares e ingenuas declaraciones de amor, formuladas casi al otro lado del planeta. Otra carta: «Ayer recibí su nuevo retrato. No se enfade, no me riña, como otras veces. Sé los respetos que usted merece. Le he jurado, como me pedía, amarla con un amor puro, elevado, sin materialismos; pero no puedo resistirme a la tentación de hacerla saber que puse su retrato en la almohada de mi cama para hablarle, para besarlo un sinnúmero de veces, acabando por caer en el más dulce de los sueños, como si usted estuviese junto a mí… ¡Ay, cuándo podré verla! Un viaje a los Estados Unidos es ahora mi única ilusión. Y lo 263
que deseo ver ahí es usted, solo usted. ¿Qué pueden importarme las maravillas que cuentan de Nueva York?». Y Piedra de Luna aspiraba este incienso de adoración llegado de todos los extremos del planeta. Un holandés rico, establecido en Java, quería casarse con ella para llevarla a vivir, como una princesa de cuento oriental, en una de las islas Molucas, bajo arboledas que producían las especies más olorosas, entre grupos de bambúes altísimos y arbustos floridos que se movían como incensarios, revoloteando en torno a ellos colibríes de innumerables colores y sedosas aves del Paraíso. Un joven caíd que la había visto en los cinemas de Argel y Túnez la enviaba poesías en árabe, ininteligibles para ella; pero de las cuales parecía ser el alma un perfume ambarino escapado del papel. El heredero de un principado alemán suprimido por la guerra esperaba una palabra suya para ir a Nueva York a ofrecerle su mano, y un duque francés insinuaba con más elegancia idéntico deseo. En realidad, de seguir ella misma la correspondencia con estos lejanos adoradores y tomar en serio sus deseos, no habría sabido por cuál decidirse. Todos le hablaban de sus ojos clarísimos, que, agrandados por la proyección, quedaban fijos en el público, conmoviéndolo con la dulce ingenuidad de su mirada; todos hacían elogios de su blancura lunar, de su cabellera de oro transparente, alabándola como la beldad rubia más asombrosa de la tierra. Y mientras la italiana iba leyendo, algunas veces en voz alta, estas muestras escogidas de una correspondencia universal, Betty, sentada ante el espejo de su tocador, examinaba su hermosura de mestiza indo-irlandesa. En su cabellera empezaban a marcarse algunas canas, que aún parecían más vistosas por el rudo contraste con la negrura inmediata. 264
Iba a ser necesario apelar al engaño del tinte, lo mismo que cuando se acicalaba para las representaciones cinematográficas. Ya no podía sostener con orgullo la superioridad de su belleza auténtica, morena y sin artificios, sobre aquella muñeca pintada y empelucada, célebre en el mundo entero.
v ¡Cuarenta años!… Pero esta cifra solo la conoce Betty.
Su cuerpo sigue tan ágil y graciosamente juvenil como en los tiempos que subía al trapecio en un circo ambulante. El paso de la edad solo lo nota ella a solas, examinando su rostro. Ha bebido demasiado champaña en los dancings; se ha acostado muy tarde, teniendo que levantarse al día siguiente casi al mismo tiempo que el sol, por ser su arte muy mañanero; se ha casado y descasado más allá de los límites admitidos en un país donde tanto abunda el divorcio. Ella, que solo atendía antes a los cuidados higiénicos de su persona, menospreciando, por innecesarios, los adornos de tocador, tiene que concentrar actualmente toda su atención en el hábil disimulo de los desperfectos de su rostro. Ya no sale a la calle con la epidermis al natural, algo tostada por el sol y el aire libre, pátina reveladora de sanos deportes. Este descuido solo pueden permitírselo las jóvenes. Disimula la naciente hinchazón de sus párpados con círculos azulados; se pinta en público los labios; espolvorea su rostro con polvos rojos, que dan a su rostro una tonalidad de ladrillo cocido. La negrura azulada de su cabello corto ha aumentado en intensidad, gracias a la tintura que oculta sus canas. 265
Esta decadencia física que empieza a iniciarse y oculta ella hábilmente le quita entusiasmo para su trabajo. Han surgido muchas artistas jóvenes, cuyos nombres avanzan y avanzan hasta ponerse al nivel del suyo, y algunos empiezan ya a ir más lejos. Cree llegada la hora de retirarse, pero con lentitud, lo mismo que un combatiente que aún no está vencido y retrocede de espaldas, dando siempre la cara, para defender su gloria. Tiene contratos por varios años con las casas cinematográficas que ella enriqueció, recibiendo una parte de sus enormes ganancias. Seguirá trabajando, pero solo unos meses cada año. Quiere hacer un largo viaje por Europa. Siente un repentino y exuberante entusiasmo por el viejo mundo. En su país, donde solo se admira lo que es joven, empiezan a hablar de ella cual si ya hubiese desaparecido. Otras estrellas, por la fuerza de la novedad, han ocupado su sitio. En cambio, continúa siendo popular en Europa. Al otro lado del Atlántico suena aún su gloria, como esos ecos lejanos que siguen retumbando mucho después de haberse extinguido la detonación inicial. Los periódicos de Londres y París la nombran ahora con más frecuencia que los de Nueva York. Decididamente, tiene el deber de ir a Europa. Recuerda que su primer viaje, con el dinero contado y casi desconocida, fue incompleto. Le quedan muchos países por conocer. Su hombre de negocios le expone el estado de su fortuna. Podía ser enormemente rica, pero dos de sus maridos la metieron en malos negocios, saliendo de ellos casi arruinada y con el imperioso deber de redoblar su trabajo para rehacerse. Otro de sus maridos la robó, huyendo al extranjero. De todos modos, su situación económica resulta desahogada y halagüeña. ¡Ha ganado tanto en quince años de labor incesante!… 266
Aparte de sus propiedades, tiene en bancos y en empresas seguras cerca de millón y medio de dólares. ¿Qué más puede desear, ahora que se considera completamente libre, por haberse jurado a sí misma no casarse otra vez, despreciando la fácil emancipación ofrecida por el divorcio? Piedra de Luna se embarca. El viaje va a durar un año nada más. Luego volverá a Nueva York para hacer dos films, emprendiendo un nuevo viaje a Europa. Para ella la navegación en un trasatlántico es como tomar el tranvía. Los diarios de París publican su retrato. Algunos periodistas la interrogan para que el público conozca sus impresiones de Europa. En los bulevares ve su nombre con letras de luz eléctrica sobre las puertas de varios cinemas. Aún es aquí la famosa Piedra de Luna. Dos semanas después, los sucesos políticos y la llegada de otros viajeros célebres la empujan al olvido; ningún periódico la nombra. Y se dedica a viajar por Italia, por Alemania, hasta por los países balcánicos. Ha dado permiso a su doncella para que pase unas semanas en Nápoles con su familia. Va a España, en compañía de un director de escena cinematográfico y de su esposa, avecindados en California, a los que conoce muchos años. Betty realiza este viaje con la misma emoción que si empezara a leer una novela de aventuras. ¡Oh, España!… Ella conoce bien este país, que evoca en su memoria un sinnúmero de episodios novelescos. Varias veces, terribles bandidos con patillas y aros de cobre en las orejas salieron al camino para robarla, deteniendo su automóvil a puro tiro de pistola y de trabuco… Pero esto fue en historias cinemáticas. 267
Espera vagamente que la realidad le ofrecerá iguales sorpresas, y se muestra algo desencantada al ver que llega a Madrid con sus compañeros, después de haber viajado en automóvil por varias provincias, sin otros incidentes que la rotura de unos cuantos neumáticos a causa de los malos caminos. Ya no quedan en la vida episodios interesantes, trajes pintorescos ni tipos extraordinarios. ¡Todo igual! Se consuela asistiendo a las corridas de toros. Ella ha visto en Hollywood muchos toreros, también con patillas cortas, aros de oro pendientes de las orejas y faja de seda con gran lazo al costado, llevando franjas doradas en sus extremos. Por la fuerza de la costumbre le parecen más interesantes y mejor vestidos los matadores vivientes en su imaginación que estos otros auténticos, vistos en el redondel, menos grandes y musculosos. Además, cuando los encuentra fuera de la plaza se sorprende de que vayan vestidos, muchos de ellos, lo mismo que los gentlemen. Uno se ofende cuando la antigua estrella le pregunta si no usa alguna vez pendientes. —¿Por quién me ha tomao usté?… –protesta, escandalizado, el torero–. Aquí, en mi tierra, a un hombre que saliese a la calle con esas cosas en las orejas lo mataban… por escandaloso. Otra desilusión para Piedra de Luna. Ha cuidado de no dar su nombre célebre. Es, simplemente, mistress Betty Hinston, millonaria yanqui que visita a España por ser procedentes de ella sus abuelos maternos. Ve sus retratos colorinescos en la entrada de muchas salas de cinema, pero nadie puede reconocerla. En todos ellos, la dama intrépida, a caballo o defendiéndose pistola en mano del traidor que la persigue, es siempre blanca y rubia, la eterna Piedra de Luna conocida en todo el mundo. 268
Sus compañeros de viaje la abandonan para irse a Gibraltar. Deben embarcarse en un trasatlántico inglés que los llevará a Nueva York. Betty quiere hacer una excursión por Andalucía antes de regresar a París, y toma para ello el tren. Teme aburrirse mucho viajando sola en automóvil. Vive unos días en Sevilla, acogiendo con escándalo y vanidad al mismo tiempo los atrevidos requiebros que ciertos hombres garbosos, con el sombrero de ala plana sobre las cejas, dicen en voz baja, al pasar por su lado. Encuentran interesante a la extranjera. Un poco madura y muy pintada, pero de todos modos merece que la digan algo, aunque no lo entienda… Y ella lo entiende todo.
vi
El viaje de Sevilla a Granada lo hace de día en un vagón de primera
clase. Entran y salen numerosos viajeros durante el largo trayecto. Quien permanece más tiempo es un joven vestido con cierta elegancia, de finas maneras, algo tímido. A pesar de esta última circunstancia, adivina Piedra de Luna que dicho joven iba en otro vagón, y al verla, en una de las estaciones ha cambiado de departamento su equipaje portátil, sentándose luego frente a ella. Pronto entablan conversación. Este joven considera que es un deber patriótico dar explicaciones sobre el paisaje a las damas extranjeras y ofrecerse como rendido servidor. Así no sufrirán el desencanto de creer muerta para siempre la hidalguía española, que él se imagina célebre en todas las partes del mundo. 269
Al saber que es de los Estados Unidos, se apresura a decir: —¿Conoce usted a Piedra de Luna?… Esta demanda inesperada sorprende a la estrella y la hace vacilar en su contestación. ¿La habrá reconocido?… Luego, al darse cuenta de que la pregunta ha sido hecha con inocente espontaneidad, contesta de un modo afirmativo. Conoce a Piedra de Luna. Es amiga de ella. Hace algún tiempo que no se tratan; pero en el pasado vivieron con cierta intimidad. Seguramente volverán a verse cuando ella regrese a Nueva York. A partir de este momento, el joven tímido y cortés empieza a hablar con entusiasmo. Él también conoce a Piedra de Luna. En realidad, no la ha visto nunca; pero existen entre los dos relaciones amistosas, algo íntimas; puede afirmarlo. Tiene en su casa de Sevilla tres retratos de ella con afectuosas dedicatorias, y varias docenas de cartas formando paquetes, como un tesoro escrito que en días melancólicos vuelve a abrir para recrearse con su lectura. Lleva años pensando en un viaje a los Estados Unidos. Tal vez pueda hacerlo muy pronto. Su padre ha muerto, hombre severo que le echaba en cara la inutilidad de su vida perezosa, llena de fantasmagorías, según él. La casa está dirigida actualmente por su madre, buena señora que acaba por hacer todo lo que pide su único hijo. Ya está próxima a concederle la autorización y los medios para dicho viaje a Nueva York. Lo ha conseguido con el pretexto engañoso de estudiar los grandes negocios de aquel país. Ahora va a reunirse con ella en un pueblo, cerca de Granada, donde han heredado unas tierras de un hermano de su padre. Betty le escucha con cierto asombro, acordándose, tras largo olvido, de la gran caja de madera blanca, llena de cartas; de su criado 270
irlandés, al que despidió hace mucho tiempo; de su doncella italiana, que vive en Nápoles, y de la correspondencia internacional, grato recreo de esta. —¿Y usted cómo se llama? –pregunta–. Quiero conocer su nombre, para hablar a Piedra de Luna cuando la vea. El joven se apellida Linares Rioja. Oído horas antes dicho nombre, no hubiera tenido para la célebre artista ninguna significación. Ahora, tras las explicaciones del joven, lo reconoce inmediatamente. Es aquel admirador de Sevilla, protegido de su doncella, que tantas veces intercedió por él pidiendo dedicatorias auténticas. Empieza a sentir la viajera cierta conmiseración ante el entusiasmo con que habla el joven de las cartas de Piedra de Luna. Esta correspondencia, escrita por la italiana, tiene para él un poder semejante al de los fetiches milagrosos. Adivina que las debe haber besado muchas veces, creyendo que la mano de ella pasó sobre el papel. Linares parece olvidar la existencia de la mujer que tiene delante, hablando solo de la otra. Únicamente aprecia en ella la valiosa condición de haber conocido a Piedra de Luna y llamarse amiga suya. Va mencionando todas las obras cinematográficas en las que aparece la célebre artista. No hay una sola que él no conozca. Las ha visto en Sevilla, en Madrid cuando era estudiante, en otras ciudades. Hace comparaciones entre ellas, apreciándolas según los papeles más o menos interesantes que desempeña Piedra de Luna, los trajes que luce o la terrorífica dosificación de sus aventuras. De pronto interrumpe tales recuerdos para pedir nuevos datos a la viajera norteamericana: —¿Cómo es Piedra de Luna en la intimidad?… Su carácter lo tiene por dulcísimo. Se adivina en su rostro. 271
Betty sonríe con una ligera malicia, que no puede comprender su interlocutor, y dice para cortar tantas preguntas: —Piedra de Luna es, poco más o menos, como yo. Muchos dicen que nos parecemos. La sorpresa del joven es tan enorme, que casi resulta insolente: —¡Oh, señora!… ¡Imposible!… Luego da explicaciones para justificar su respuesta. Piedra de Luna es rubia, y ella, aunque muy distinguida, tiene una belleza completamente distinta. Y se calla la parte más importante de su pensamiento. Piedra de Luna continúa siendo joven en la pantalla de los cinemas, y su compañera de viaje ya empieza a salirse de la juventud, sin que por esto deje de ser interesante. Cuando él cambió de vagón llevaba en el pensamiento varias aventuras amorosas en ferrocarril, descritas por ciertos novelistas. De no haberle ella manifestado su nacionalidad, tal vez estaría en el presente momento acosándola con ciertas peticiones… Pero es una amiga de Piedra de Luna, lo que borra de su pensamiento todo mal propósito, haciéndole volver a la pasión que llena su juventud y que él titula idealista. Este viaje a los Estados Unidos, en el que concentra todos sus deseos, es el gran episodio de su porvenir. Repetirá allá, ante la famosa artista, lo que tantas veces le ha dicho en sus cartas. Y ella podrá declarar, a su vez, de viva voz lo que solo ha dejado entrever en las suyas, con la prudencia de una mujer célebre que no quiere mostrarse demasiado sincera en unas relaciones sostenidas a tan larga distancia. Miente de buena fe, enardecido por la circunstancia inesperada de haberse encontrado con una amiga de Piedra de Luna. Por vanidad juvenil exagera el alcance de las relaciones entre él y la famosa artista. Tiene retratos, tiene numerosas cartas…, ¡no quiere decir 272
más! Y adopta el aire discreto de un caballero que ha jurado no revelar a nadie los grandes éxitos de su vida amorosa. Betty aún siente el primer asombro de tal encuentro. ¡Tomar el mismo tren que este joven, al que conoce, y que hace varios años le escribe cartas de amor desde España! Las sorpresas de la vida… ¡Y pensar que ella ha reído muchas veces de los encuentros, amañados e inverosímiles, en historias cinematográficas de las que fue protagonista! Acaba por irritarse un poco ante la pueril fatuidad con que este hombre de veintidós años habla de sus relaciones con Piedra de Luna. Siente la tentación de hacerle saber el gran secreto. Quiere mostrarle los resortes ocultos de la muñeca célebre; su falsa peluca, su cara de blancura artificial y fotogénica. —¿Qué diría usted si yo le hiciese saber que Piedra de Luna es morena, como yo? Repite el joven su gesto de inmensa extrañeza, lo mismo que cuando la viajera habló de su semejanza con la famosa artista. Luego se echa a reír, como si hubiese escuchado algo inverosímil. Cree absurdo que Piedra de Luna no sea blanca y rubia, después que así la han conocido todos los públicos de la tierra. —Eso se sabría –dice con acento de convicción inquebrantable–. Se sabría en Sevilla y en todas partes. Betty siente desvanecerse la creciente irritación que la impulsaba a decir la verdad. ¿Para qué? Es mejor que el joven siga creyéndola rubia, tal como aparece en las pantallas cinematográficas. ¡Feliz el que cuenta en su vida con una ilusión inconmovible!… Cuando a ella la acometa el tedio, allá en Nueva York, en días de soledad, tal vez la consuele el recordar que existe muy lejos, en España, un joven que piensa en ella y cuyo nombre habrá olvidado de nuevo. 273
Linares Rioja baja al atardecer en una estación. Se despide de la americana, morena y elegante, como si no la viese, hablando siempre de la otra. Antes de marcharse le pregunta su nombre. —Betty Hinston –dice ella–. Piedra de Luna lo conoce muy bien. Él anuncia que al día siguiente escribirá a Nueva York contando a la gran artista este encuentro. Hace varios meses que sus cartas quedan sin contestación. Tal vez está ella en California, trabajando mucho. No importa. Él le relata siempre todos los sucesos interesantes de su propia existencia. La saluda desde el andén de la estación, agitando el sombrero, mientras su compañera de viaje se va alejando, acodada en una ventanilla. Cree ver de pronto a la otra. En el momento de la separación columbran sus ojos algo que le hace recordar a Piedra de Luna. Bien puede ser que se parezcan, y él no haya sabido adivinarlo. —¡Buen viaje, señora!… Encantado de conocerla… Crea que no olvidaré nunca este encuentro… ¡Adiós!… ¡A… di… ós! No puede decir más. El tren ha partido, y la viajera se retira de la ventanilla. Queda en su asiento con aire meditabundo, el rostro apoyado en ambas manos. Las mejores historias de nuestra vida son, tal vez, las que salen a nuestro encuentro, nos rozan un instante y se alejan sin haber empezado nunca. ¡Quién sabe!… —¡Adiós para siempre! –dice ella. Y no se vieron más, ni el joven recibió nuevas cartas de Piedra de Luna. —Debe haberla hablado mal de mí –piensa algunas veces– aquella yanqui morenucha que encontré en el tren. 274
OBR AS DE V icente Blasco Ibá ñez EN COLECCIONES DE NOVELA CORTA
El milagro El Libro Popular, nº 2, 14 enero 1913
La maja desnuda La Novela Corta, nº 88, 8 septiembre 1917
Un idilio nihilista La Mejor Novela, nº 17
Puesta de Sol Novela Semanal, nº 1, 25 junio 1921
La muerte de Capeto La Mejor Novela, nº 21
La Inquisición de Sevilla La Novela Roja nº 1, 7 julio 1922
Los muertos mandan Los Contemporáneos, nº 472, 17 enero 1918
Cuentos de la guerra Los Contemporáneos, nº 499, 25 julio 1918
Sangre y arena Los Contemporáneos, nº 721, 16 noviembre 1922
El intruso Los Contemporáneos, nº 734, 15 febrero 1923
La vieja del cinema Los Novelistas, nº 20, Buenos Aires, 1923
La condenada Mi Novela Semanal, nº 21
La condenada El Cuento Azul
El «adiós» de Schubert La Novela Selecta
Las plumas del caburé La Novela Selecta, nº 8
El despertar del Buda Mi Novela Semanal, nº 44
El automóvil del general Novelas Cortas de El Liberal
Puesta de sol Novelas Cortas de El Liberal
Golpe doble Novelas Cortas de El Liberal
El maniquí Novelas Cortas de El Liberal
La condenada Novelas Cortas de El Liberal
Lobos de mar Novelas Cortas de El Liberal
El rey de las praderas Novelas Cortas de El Liberal
El milagro de San Antonio Novelas Cortas de El Liberal
La barca abandonada Novelas Cortas de El Liberal
Venganza moruna Novelas Cortas de El Liberal
Golpe doble Novelas Cortas de El Liberal
En el mar Novelas Cortas de El Liberal
Un idilio nihilista La Biblioteca Moderna, 1928
La familia del Doctor Pedraza La Novela de Hoy, nº 25, 3 noviembre 1922
El sol de los muertos La Novela de Hoy, nº 35, 12 enero 1923
El viejo Paseo de los Ingleses La Novela de Hoy, nº 43, 9 marzo 1923
El comediante Fonseca La Novela de Hoy, nº 58, 22 junio 1923
El secreto de la baronesa La Novela de Hoy, nº 198, 26 febrero 1926
El Rey Lear impresor La Novela de Hoy, nº 201, 19 marzo 1926
La devoradora La Novela de Hoy, nº 207, 30 abril 1926
El réprobo La Novela de Hoy, nº 214, 18 junio 1926
Piedra de luna La Novela de Hoy, nº 235, 12 noviembre 1926
La devoradora La Pequeña Novela
índice
Estudio preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 La novela corta y La Novela de Hoy . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 La incursión de Blasco Ibáñez en los territorios de la novela corta . . 12 Escenarios y figuras de un novelista internacional . . . . . . . . . . 22 Bibliografía citada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 La familia del doctor Pedraza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 El sol de los muertos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 El secreto de la baronesa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 La devoradora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 Piedra de Luna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235 Obras de Vicente Blasco Ibáñez en colecciones de novela corta . 275
La devoradora y otras novelas cortas de Vicente Blasco Ibáñez salió de la imprenta el 16 de octubre de 2019
14. Labrador Ben, Julia M.ª y Sánchez Álvarez-Insúa, Alberto:
Teatro Frívolo y Teatro Selecto 15. Labrador Ben, Julia M.ª; del Castillo, Marie Christine y García Toraño, Covadonga: La Novela de Hoy y la Novela de Noche 16. Azcune Fernández, Valentín:
Biblioteca Teatral
17. Azcune Fernández, Valentín:
Las pequeñas colecciones teatrales de posguerra El espacio urbano en la narrativa del Madrid de la Edad de Plata (1900-1938)
18. Ricci, Cristián H:
19. Thon, Sonia: Una posición ante la vida. La novela corta humorística de Margarita Nelken
La Novela Rosa
Vicente Blasco Ibáñez
20. González Lejárraga, Antonio:
21. Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936) 22. Powell, Eilene; Valenzuela, Amanda y Zubiaurre, Maite:
La Novela Sugestiva 23. Azcune, Valentín:
ULISES
La devoradora
13. Pierini, Margarita (Coord.):
La Novela Semanal (Buenos Aires, 1917-1927)
Pocos escritores como Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, 1867-Menton, 1928) lograron superar a sus creaciones en dimensión novelesca. En él identificamos a uno de los novelistas más traducidos a todos los idiomas. Pero Blasco también fue un agitador político y un luchador infatigable por el progreso y los ideales republicanos. Por si no fuera suficiente, se dedicó al periodismo (fundando el diario El Pueblo y erigiéndose en cronista privilegiado de la Gran Guerra), ofició como avispado editor (recuérdese su destacada labor desde Prometeo), se aventuró como colono agrícola en dos vastas colonias en Argentina, dirigió sus propias películas y escribió guiones para Hollywood. Figura polémica para muchos, expuso su vida en varios duelos y pisó la cárcel en numerosas ocasiones. En cambio, se relacionó con notables personalidades de la política y del arte, mientras recibía homenajes en las más distintas latitudes. Colmado por la riqueza, en fin, hizo ostentación sus triunfos y, a través de continuos viajes, demostró su hedonismo y su carácter de moderno conquistador.
Y OTRAS NOVELAS CORTAS
últimos títulos
ISBN CSIC 978-84-00-10526-6 · IBIC: FC
COLECCIÓN LITERATURA BREVE
Instalado en su magnífica villa de Fontana Rosa, en Menton, y convertido en uno de los escritores que más libros vendían en todo el mundo, Vicente Blasco Ibáñez se adentró en los territorios de la novela corta, género exitoso y popular en la Península, ante la insistencia del editor Artemio Precioso. Así, entre 1922 y 1926, se publicaron en La Novela de Hoy los cinco relatos que integran la presente antología. En ellos se reconocen los rasgos característicos de la narrativa blasquista, aunque ahora destacan escenarios y ambientes sobradamente conocidos por un escritor que se consideraba ciudadano del mundo, dotando estas novelas cortas de un sesgo cosmopolita. Se significan en estas historias, asimismo, personajes como el de la mujer fatal o el tipo del ruso expulsado a la Costa Azul por la revolución soviética; motivos como la capacidad de sugestión de la cinematografía y la presencia de un cierto tono melancólico que le permite entrever al lector los recovecos de la intimidad del novelista.
LB-28
Colección Teatro
24. Eguidazu Palacios, Fernando y González Lejárraga, Antonio:
Biblioteca Oro. Editorial Molino y la literatura popular. 1933-1956 25. JARDIEL PONCELA, ENRIQUE: El plano astral y otras novelas cortas 26. Ciges Aparicio, Manuel: La venganza y otras novelas cortas 27. GONZÁLEZ LEJÁRRAGA, ANTONIO:
Revista Literaria Novelas y Cuentos 28. Vicente Blasco Ibáñez: La devoradora y otras novelas cortas
Vicente Blasco Ibáñez
la devo radora y otras novelas cortas EDICIÓN DE
ediciones
ULISES
CSIC
Emilio Sales
COLECCIÓN LITERATURA BREVE • 28 EDICIONES ULISES • CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS