La lucha de los sistemas : un ensayo sobre los fundamentos e implicaciones de la diversidad filosófica
 9789683647030, 9683647030

  • 0 0 0
  • Like this paper and download? You can publish your own PDF file online for free in a few minutes! Sign Up
File loading please wait...
Citation preview

N I C H O L A S

R E S C H E R

LA LUCHA DE LOS SISTEMAS Un ensayo sobre los fundamentos e implicaciones de la diversidad filosófica Traducción de Adolfo García de la Sienra Revisión técnica de la traducción H éctor Islas AzaIs

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO México, 1995

Título original en inglés:

The Stri/e of Systems. An Essay on the Grounds and Implications of Philosophical Diversity Editado por University o f Pittsburgh Press, 127 N orth Bellefield Avenue, Pittsburgh, Pa., 15260, U.S.A., 1985

DR © 1995 Universidad Nacional A utónom a de México INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS Circuito Mario de la Cueva Ciudad de la Investigación en H um anidades Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F. Tel. 622 7429 FAX 665 4991 Im preso y hecho en México ISBN 968-36-4703-0

A Lorenz Puntel con amistad cordial

Es notorio que los filósofos entran en desacuerdo. Este Libro des­ arrolla una teoría que explica este fenómeno en términos de la misma naturaleza del tema. Argumenta que la causa del desacuer­ do filosófico en última instancia se halla en “valores cognoscitivos” en conflicto que se relacionan con cuestiones tales como la impor­ tancia, la centralidad y la prioridad, y que fijan los estándares en cuyos términos los filósofos valoran las analogías que determinan la razonabilidad de los puntos de vista fundamentales de sus po­ siciones sistemáticas. Remite así el desacuerdo entre las doctrinas filosóficas a un desacuerdo respecto a los valores y concluye que los filósofos nunca dirimirán en realidad sus disputas. Un pluralis­ mo orientativo está destinado a prevalecer. A la luz de este análisis, el libro arguye que, a pesar de la inevi­ table lucha de los sistemas, no está justificado el escepticismo en relación con la filosofía tradicional. Debido a que los valores —in­ cluidos los valores cognoscitivos—son importantes para nosotros como individuos, la filosofía sigue siendo una empresa importante y valiosa, a pesar de su incapacidad para lograr un consenso racio­ nalmente limitado sobre las cuestiones fundamentales. De hecho, dada la naturaleza de la empresa, el consenso simplemente no es una meta razonable, y el fracaso para lograrlo no es un defecto. El abandono o la revisión de la filosofía tradicional según las orienta­ ciones propuestas recientemente por Richard Rorty y Robert Nozick son consideradas ampliamente y criticadas a profundidad. Sin embargo, el libro sólo en parte lleva agua a su propio mo­ lino teórico. La mayor parte de sus discusiones están dedicadas a proporcionar una visión clara de por qué surgen los problemas filosóficos y cómo proceden los filósofos a abordarlos. A través del mecanismo de los grupos aporéticos proporciona un modo útil (y

sustancialmente carente de prejuicios) de considerar las interrelaciones de los problemas filosóficos y de formar una visión más clara de las cuestiones implicadas. La concepción de la filosofía expuesta en este libro debe mu­ cho a tres grandes maestros alemanes del último siglo: G.W.F. Hegel, Johann Friedrich H erbart y Wilhelm Dilthey. No obstan* te, también se separa nítidamente de sus posiciones. Todos ellos pensaron que la filosofía podría de alguna m anera explotar su historia para trascender su propia historicidad. Éste es un pun­ to de vista que no puedo compartir. Todos pensaron que la fi­ losofía podría derrotar el pluralismo al abrazar las pluralidades. Esto tampoco lo creo. Las razones para estas convicciones serán examinadas en el libro mismo. Pero debe advertirse al lector des­ de el comienzo que mucho del tenor de la visión de la filosofía propuesta aquí es historicista, pluralista y “relativista”. Conside­ ra perennes las tendencias filosóficas, pero concibe los sistemas filosóficos como artefactos ligados al tiempo y condicionados a una posición en la que nunca representan más que una alternativa entre otras. Que el proyecto, como empresa intelectual, es todavía eminentemente valioso es una conclusión quizá sorprendente pe­ ro importante, cuya base es muy digna de una consideración más cuidadosa. El libro se desarrolló a partir de un artículo titulado “Philosophical Disagreement: An Essay Towards Orientational Pluralism”, pu­ blicado originalmente en TheReview ofMetaphysics en 1978 (vol. 32, pp. 217-251). En una reflexión posterior se hizo evidente que las ideas de este artículo requerían y merecían un desarrollo más sistemático; las presentes deliberaciones son el resultado de esa preocupación. La parte fundamental del libro fue presentada en una serie de conferencias públicas titulada “La naturaleza de la filosofía", que dicté en la Universidad Estatal de Bowling Green durante el perio­ do de invierno de 1983. Una versión abreviada de estas conferen­ cias fue im partida durante el Trini ty Term de 1983 en la Escuela de Literae Humaniores de la Universidad de Oxford en respuesta a la amable invitación de la Subfacultad de Filosofía. Aprecio mu­ cho la hospitalidad del Colegio Corpus Christi al proveerme de un hogar académico lejos de casa en esta como en muchas ocasiones anteriores.

Q uiero agradecer a Geoffrey Sayre McGord y a Diego Marconi por haber leído el borrador del libro y por ofrecer sugerencias útiles para su mejoramiento. Deseo agradecerle a Linda Butera, a D onna Williams, y a Christina Masucci por la paciencia con que contaron para producir un manuscrito presentable mediante innu­ merables revisiones. Pittsburgh Febrero de 1984

1. La lucha de los sistemas Las filas de la filosofía se hallan en serio desorden. La teorías en­ frentan a las teorías, las escuelas rivalizan entre sí en implacable oposición. El desacuerdo y la controversia prevalecen a tal punto en esta disciplina que uno podría sin riesgo suscribir la broma; “Si dos personas están de acuerdo, una de ellas no es un filósofo.” Este punto de vista no es la reacción cínica de un hastiado obser­ vador del siglo veinte, sino algo que los filósofos han reconocido desde hace mucho. En el amanecer mismo de la filosofía, Jenófanes de Colofón (nacido área 565 a.C.) escribió proféticamente: Ningún hom bre sabe, o sabrá jamás, la verdad acerca de los dioses ni acerca de todo lo que hablo. Aun si por casualidad alguno dijese la verdad completa, él mismo no lo sabría. Pero todos pueden tener su propia opinión.1

Los antiguos escépticos hicieron del choque doctrinal del conflic­ to filosófico una piedra angular de su propia enseñanza. Sexto Empírico nos informa: Q ue nada es autoevidente es claro, dicen los escépticos, a p artir de la controversia que existe entre los filósofos naturales con respecto, m e imagino, a todas las cosas, tanto sensibles como inteligibles; con­ troversia que no admite arreglo porque no podem os em plear ni un 1 1912.

Fragmento 34 en H. Diels, Die Fragmente der VonoknUiker, 3a. ed., Leipzig,

c r it e r io s e n s ib le n i u n o in te lig ib le , p u e s c u a lq u ie r c r it e r io q u e p o d a ­ m o s a d o p t a r es c o n tr o v e r tid o y p o r ta n to d e s a c r e d it a d o .2

Descartes, el padre fundador de la filosofía m oderna, se quejaba como sigue: N o d ir é n a d a a c e r c a d e la f ilo s o fía sin o q u e , v ie n d o q u e h a s id o c u l­ tiv a d a d u r a n te v a r io s siglo s p o r las m e jo r e s m e n te s q u e ja m á s h a y a n v iv id o , y q u e sin e m b a r g o n i u n a so la c o s a p u e d e s e r e n e lla e n c o n t r a ­ d a q u e n o e s té s u je ta a d is p u ta , y e n c o n s e c u e n c ia , q u e n o s e a d u d o s a , n o te n g o la s u fic ie n te p r e s u n c ió n p a r a e s p e r a r q u e m e v a y a m e jo r e n e lla d e lo q u e a o tr o s h o m b r e s les h a id o . Y ta m b ié n , c o n s i d e r a n d o c u á n ta s o p in io n e s e n c o n f lic t o p u e d e h a b e r r e s p e c to al m is m o a s u n ­ to , to d a s a p o y a d a s p o r g e n te ilu stra d a , m ie n tr a s q u e n u n c a p u e d e h a b e r m á s d e u n a q u e se a c ie r ta , e s tim é q u e e r a n p o c o m e n o s q u e fa ls a s to d a s a q u e lla s q u e ta n s ó lo p o d ía n c o n s id e r a r s e p r o b a b le s .3

En el siglo dieciocho, David Hume deploró la caótica falta de con­ senso en la filosofía en estos términos; F a lta d e c o h e r e n c ia e n las p a rte s , y d e e v id e n c ia e n e l to d o , s e e n ­ c u e n tr a n e n to d o s la d o s d e n tr o d e lo s sistem a s d e lo s m á s e m in e n ­ tes filó s o fo s , y p a r e c e n h a b e r lle v a d o c o n s ig o a la f ilo s o f ía m is m a a l d e s c r é d ito . -. A u n el p o p u la c h o p u e d e j u z g a r tra s las p u e r t a s , p o r e l r u id o y el c la m o r q u e oye, q u e a d e n tr o n o to d o v a b ie n . N o h a y n a d a q u e n o e s té su je to a d e b a te ni e n lo c u a l lo s e r u d it o s n o s e a n d e o p in io n e s c o n tr a ria s . L a m ás tr iv ia l c u e s tió n n o e s c a p a d e n u e s t r a c o n tr o v e r s ia , y e n lo m á s tr a s c e n d e n ta l n o s o m o s c a p a c e s d e t o m a r n in g u n a d e c is ió n s e g u r a . L a s d is p u ta s se m u ltip lic a n , c o m o si t o d o f u e r a in c ie rto ; y e s ta s d is p u ta s se m a n e ja n c o n e l m a y o r a r d o r , c o ­ m o si to d o f u e r a c ie r to . E n tre to d o e s te r u id o n o es la r a z ó n la q u e r e s u lta p r e m ia d a , s in o la e lo c u e n c ia ] y n in g ú n h o m b r e q u e te n g a el s u f ic ie n t e a rte p a r a r e p r e s e n ta r en c u a le s q u ie r a c o lo r e s fa v o r a b le s la m á s e x tr a v a g a n te h ip ó te sis , p u e d e d e s e s p e r a r d e g a n a r p r o s é lito s p a r a la m is m a .. . D e a q u í s u r g e , e n m i o p in ió n , e s e p r e ju ic io c o m ú n

2 Sexto Empírico, Outliius o fpyn h on ism , libro I, 178. Las enseñanzas en con­ flicto de los filósofos fueron precisamente los primeros de los cinco tropoi o argu­ mentos escépticos (rationes dubitandi) mediante los cuales Agripa buscó sostener una posición escéptica {ibid.hp. 95). 3 René Descartes, Discoune on Method, parte I; trad. E.S. Haldane y G.N.T. Rqss, Cambridge, 1911.

e n c o n t r a d e lo s r a z o n a m ie n to s m e ta fís ic o s d e to d a s c la s e s , a u n e n tr e a q u e llo s q u e p r o fe s a n se r a c a d é m ic o s .4

Un siglo más tarde Wilhelm Dilthey escribió (en 1867): [ M u c h o s p ie n s a n q u e ] el d e s a r r o llo d e la f ilo s o fía e n c ie r r a , a tra v é s d e to d o s a q u e llo s m ú ltip le s sistem a s, u n a s u c e s ió n d e é s to s q u e se a c e r c a in te r m in a b le m e n te a u n ú n ic o sistem a p e r f e c c io n a d o in te r m i­ n a b le m e n te . S in e m b a r g o , e n r e a lid a d to d a é p o c a m a n ifie s t a la lu c h a d e e s to s s iste m a s e n tr e sí. E sto in c lu y e a la é p o c a a c tu a l, la c u a l n o m u e s tr a s ig n o a lg u n o d e q u e e sta lu c h a d e lo s sistem a s e s té d is m in u ­ y e n d o .5

En las postrimerías de los años veinte, Moritz Schlick expresó un punto de vista igualmente desalentador: P e r o s o n p r e c is a m e n t e lo s p e n s a d o r e s m ás c a p a c e s lo s q u e m á s r a r a ­ m e n t e h a n c r e íd o q u e lo s r e s u lta d o s de la f ilo s o fía m ás a n tig u a , in c lu ­ y e n d o la d e lo s m o d e lo s clá sico s, s ig u e n s ie n d o in a m o v ib le s . E sto se m u e s tr a e n el h e c h o d e q u e b á sic a m e n te to d o s iste m a n u e v o e m p ie z a o tr a v e z d e s d e el p r in c ip io , q u e ca d a p e n s a d o r b u s c a su p r o p io fu n d a ­ m e n to y n o d e s e a e r g u ir s e s o b re lo s h o m b r o s d e sus p r e d e c e s o r e s .. . E ste p e c u lia r d e s tin o d e la filo s o fía h a sid o ta n fr e c u e n te m e n te d e s c r i­ to y d e p lo r a d o q u e c la r a m e n te n o tie n e c a s o d is c u tir lo e n lo a b s o lu to . El c a lla d o e s c e p t ic is m o y la r e s ig n a c ió n p a r e c e n s e r las ú n ic a s a c t it u ­ d e s a p r o p ia d a s . D o s m il añ o s d e e x p e r ie n c ia p a r e c e n e n s e ñ a r q u e lo s

4 David Hume, A Treatise on Human Nature, Introducción, Cuando uno consi­ dera la lamentable historia de los esfuerzos de los filósofos por producir una verdad reconocible, Montaigne, el escéptico confrére de Hume, escribe que uno debe con­ cluir que la filosofía es apenas algo más que la fabulación sofística: “Et certes la philosophie n’est qu'une poésie sophistiquée” (Les Etsais de Michel de Montaigne, Pierre Villey (ed.), París, 1922, vol. III, p. 279). 5 Wilhelm Dilthey, Gesammelte Schriften, Stuttgart y Gotinga, 1960, vol. V, p. 134, Dilthey observó que la tendencia de su tiempo érala de “tratar los sistemas de estos grandes filósofos como una serie de ilusiones engañosas, semejantes a un mal sueño que, al despertar, uno mejor debiera olvidarlo enteramente" (p. 13), y .subrayó que “la anarquía de los sistemas filosóficos es uno de los más poderosos apoyos de los cuales el escepticismo obtiene nutrimento siempre renovado. Surge una contradicción entre la realización histórica de su ilimitada multiplicidad y las pretensiones de validez universal de cada uno, la cual apoya al espíritu escéptico más poderosamente que cualquier argumentación teórica” (p. 57).

esfuerzos para poner fin al caos de los sistemas y cambiar el destino de la filosofía ya no pueden ser tomados seriamente.

La letanía de la consternación resuena a través de las edades, que­ jas concernientes a asuntos no dirimidos, controversias no resuel­ tas, disputas interminables y consenso no alcanzado. Por mas de dos milenios, los filósofos han lidiado con los grandes asuntos del hombre y su lugar en el esquema natural y social de las cosas sin resolver nada. La consecuencia, como subraya un observador, es que “la historia de la filosofía ha sido, en gran parte, una historia de fracasos impresionantes, de grandes concepciones cuyas deficien­ cias particulares han sido finalmente puestas al desnudo para que todo m undo las mire”.7 En vano buscamos un fragmento consoli­ dado y generalmente reconocido de “conocimiento” filosófico, un “hecho filosófico” sobre el cual la comunidad filosófica en general haya alcanzado un consenso estable. Como HusserI subrayara en algún lado, la filosofía está en un estado de conflicto y confusión: “Sin duda, todavía tenemos congresos filosóficos; los filósofos se encuentran, pero las filosofías desafortunadamente no.” Lo que Dilthey llama “la lucha de los sistemas” siempre ha sido un asunto de consternación y bochorno para los filósofos. Así lo expresa un comentador reciente: “En Descartes, en Kant, en Hegel, en HusserI, en Wittgenstein [...] encontramos el mismo disgusto ante el espectáculo de filósofos disputando sin fin sobre el mismo asunto.”8 Las doctrinas tardan más en ser propuestas que atacadas; las teorías tardan más en ser construidas que impugnadas. Lord H erbert de Cherbury empezó su gran obra De veritate (ca. 1630) con un retrato del lamentable estado del saber contem poráneo, el caos de creencias y el predominio de la controversia.9 Y esta situa­ ción ha prevalecido por completo: dondequiera que m irem os en 6 Moritz Schlick, “The Turning Point in Philosophy”, en AJ. Ayer (comp.), Log kal Positivista, Nueva York, 1959, pp. 53-54 (originalmente publicado como “Die Wende der Philosophíe” en el vol. 1 de Erkenntnis, 1930). Compárese también con Kant, Crítica de la razón pura, Prefacio a la primera edición, A viii-x, y Charles Sanders Peirce, “The Fixadon o f B elief, en C. Hartshome y P. Weis's (comps.), ColUcUd Papen, Cambridge, Mass., 1934, vol. v, sec. 5.383. ^ Joseph Margolis (comp.), An Introduction to Philosophical Enautry, Nueva York, 1968, p. 10. 5 } 8 Richard Rorty, The Linguistic Turn, Chicago, 1967, p. 1. 9 Trad. M.H. Carré, Bristol, 1937.

la filosofía, vemos un campo de batalla. Sin embargo, ¿por qué de­ biera ser que -co m o un escritor lo expresa pintorescamente—“los sistemas yazcan a nuestro alrededor como las ruinas de castillos gigantescos” sin que seamos capaces de construir una estructura sólida y defendible con estos abundantes restos?10 Y así llegamos a la cuestión que los practicantes de la discipli­ na han encarado una y otra vez: “¿Debieran los filósofos estar en desacuerdo?” (para citar el título del perspicaz ensayo de F.C.S. Schiller de 1933).11 ¿Por qué crónicamente los filósofos son inca­ paces de alcanzar acuerdos concernientes a los problemas que han debatido por bastante más de dos milenios? Por qué la filosofía está encerrada en una condición de controversia interm inable y aparentemente irresoluble? 2. El problema mismo es un foco de diversidad De m anera muy interesante, el mismo problema del desacuerdo filosófico ejemplifica el fenómeno en cuestión. Pues incluso al abordar esta misma pregunta sobre los fundamentos de la diver­ sidad, los filósofos no han alcanzado un consenso firme. Se han propuesto diversas explicaciones, principalmente las siguientes: (1) Explicaciones metodológicas que atribuyen el fracaso histórico en alcanzar un consenso a una deficiencia fundamental en los mecanismos de la práctica filosófica previamente utilizados. 10 Karl Heim, Das Weltbild der Zukunft, Berlín, 1904,‘p. 1. Sin embargo, este libro no es en modo alguno el primero en induir “la lucha de sistemas” (DerStreitder Systeme) como su tema central. Aparte de Hegel, en la década de 1860 se le anticipó la obra maestra inacabada de Wilhelm Dilthey, Weltanschauungslehre (Gesammelte Schriften, Stuttgart y Gotinga, 1960, vol. VIII), donde "la anarquía de los sistemas filosóficos" (dieAnarchie derphilosopkischen Systeme) es el asunto central. El escenario de problemas de su discusión está fijado por el hecho de que “una profusión de sistemas filosóficos se extiende detrás de nosotros y se esparce a cada lado, sin límites y caótico. En toda época desde su origen, se han excluido y opuesto entre sí, y no hay un signo esperanzador de que una elección entre ellos pueda jamás hacerse” (p. 75). A continuación procede a hablar de la “ilimitada extensión de ruinas” de sistemas filosóficos pretendidamente establecidos (ein unermessliches Truemmerfeld demonslrierttr Systeme, p. 76.) 11 F.C.S. Schiller, “¿Debieran los filósofos estar en desacuerdo?”, reimpreso en su antología del mismo título (Londres, 1934). El artículo de Schiller fue inicial­ mente publicado en el Supplementary Volume para 1933 de la Sociedad Aristotélica.

Descartes localizó la deficiencia de los filósofos anteriores en su fracaso en lograr un método propio de investigación. H um e vio la futilidad del filosofar previo en su fracaso en descu­ brir las premisas primeras apropiadas que fueran la base del razonamiento . 12 Peirce y otros consideraron el fracaso del con­ senso un producto de la ausencia de definiciones acordadas de términos, resultado a su vez de la carencia de una adecuada teoría del significado. Los teóricos de orientación historicista tienden a fundar el conflicto filosófico en diferencias con­ cernientes a los supuestos básicos en las presuposiciones de los investigadores del área. Varios autores modernos ubican el desacuerdo sustantivo en una divergencia de concepciones acerca de los estándares de prueba y los criterios de argum en­ tación correcta, en diferentes ideas concernientes a la natu­ raleza de la racionalidad demostrativa misma. En general, el argumento afirma que los filósofos han fracasado en alcanzar un acuerdo porque hasta ahora han abordado incorrectam en­ te los fundamentos del razonamiento en su campo de trabajo. H an usado métodos, postulados, suposiciones, definiciones, criterios demostrativos y cosas por el estilo diferentes, todas productoras de divergencias; lo que no es sorprendente, pues­ to que la base (arché) del conocimiento racional se halla más allá de la racionalización (Aristóteles, Anal. Post., lOOalO). (2) Explicaciones epistemológicas que atribuyen el desacuerdo a di­ ferentes “lógicas” o diferentes criterios de aceptabilidad (dife­ rentes estándares para evaluar “buenas razones”) o diferentes paradigmas inferenciales (por ejemplo, la teoría de la "metá­ fora raíz” de S.C. Pepper ) .13 (3) Explicaciones psicológicas que fundamentan el desacuerdo filo­ sófico en las diferencias de carácter psicológico entre los di­ versos pensadores, quizá en cuanto a diferencias de tem pera­ mento o personalidad (ésta es la línea adoptada por William 12 Entre las discusiones recientes, la imposibilidad de demostrar resultados en filosofía es subrayada con lucidez y vigor por Frederick Waismann. Véase su ensayo “How 1 See Philosophy", en H.D, Lewis (comp.), Contemporary British Philosophy: Third Series, Londres, 1958, pp. 447-490. 13 Stephen C. Pepper, World Hypothesis: A Study in Evidence, Berkeley y Los Ángeles, 1942.

Jam es 14 y F.S.C. Schiller, entre otros) o en cuanto a diversi­ dades psicoanalíticamente fundamentadas más profunda y os­ curamente inconscientes (una línea sustentada especialmente por M Lazerowitz).15 (4) Explicaciones sociológicas tales como la tesis de que el sistema de recompensas de la disciplina contrarresta el acuerdo. El crédi14 William James caracterizó las diferencias en cuestión como típicamente temperamentales. En su clásico ensayo sobre *E! presente dilema en la filosofía” escribió: La historia de la filosofía es en gran medida la de un choque de tempera­ mentos humanos. No importa cuán indigno pueda parecer tal tratamiento a algunos de mis colegas» mediante él tendré que dar cuenta de este choque y explicar una buena cantidad de las divergencias de los filósofos. No importa de qué temperamento sea un filósofo profesional, él trata, cuando filosofa, de ocultar la realidad de su temperamento. El temperamento no es una razón convencionalmente reconocida, de modo que él destaca sólo razones imperso­ nales para sus conclusiones. Aun así, su temperamento le provoca en realidad un prejuicio más fuerte que cualquiera de sus premisas más estrictamente objetivas. Adultera para él la evidencia de un modo u otro. (“The Present Dilemma in Philosophy", en J.J. McDermott (comp.), The Writing.s of William James, Chicago y Londres, 1977, p. 363) De esta posición se hizo eco el pragmatista congénere de James F.C.S. Schiller, quien consideró las diferencias filosóficas enraizadas en diferencias de personalidad y concibió así el compromiso filosófico como el “vástago legítimo de una idiosin­ crasia”: En realidad, toda filosofía era el vástago, el vástago legítimo, de una idiosin­ crasia, y la historia y la psicología de su autor tenían mucho más que ver con su desarrollo que der Gang der Sache selbst [...] El estudiante ingenuo insiste en ver el sistema desde el exterior» como una estructura lógica» y no como un proceso psicológico que se extiende a lo largo de una vida. Y es por ello mismo que desecha, o pierde, la clave para el entendimiento [...] los grandes tipos de diversidad filosófica, los grandes problemas sobre los que están en desacuerdo los filósofos, son muy persistentes, y se ejemplifican de generación en generación en filosofías diferentes. Sostienen una guerra no convincente e interminable, precisamente porque ningún lado ha penetrado hasta ahora en el núcleo psicológico del credo de sus oponentes. (Schiller, *Must Philosophers Disagree?", pp. 10-12) El punto de vi$ta de estos pragmatistas de que la base de la diversidad filosófica está en última instancia enraizada en diferencias de temperamento y disposición psicológica fue también sostenida (antes que ellos) por Wilhelm Dilthey. Véanse sus Cesammelte Schriften, vol. VIH, pp. 9, 78, 81, et passim. 15 Véanse Morris Lazerowitz, The Strucíure of Metaphysics, Londres, 1955; icL, Sttidies on Metaphilosophy, Londres, 1964.

to real sólo puede ser reclamado por aquel que se lanza en una dirección distintiva propia; de otra manera, un filósofo es considerado un mero exégeta o sincretista más que “un real contribuidor a la materia que merezca ser tomado en serio”. Los filósofos no están de acuerdo entre sí porque, si lo estuvie­ ran, no podrían reclamar ningún beneficio profesional. O en otras palabras, están en desacuerdo porque no se entienden el uno al otro ya que la autoprotección profesional invita a la oscuridad deliberada.16 (5) Explicaciones culturales que fundamentan el desacuerdo en di­ ferencias en la formación, el tipo de educación que recibieron, el condicionamiento relativo a la experiencia, o en un m odo de vida en su totalidad (como en la Lebensphilosophie de Dilthey). (6) Explicaciones eliminativas que descartan la disciplina entera por considerarla ilegítima. Los asuntos de la filosofía son seudoproblemas impropios. No son cuestiones reales y no admiten ninguna respuesta sensata. La indagación no llega a un con­ senso estable en este campo porque los asuntos filosóficos simplemente no admiten ninguna solución significativa en lo absoluto. N inguna de estas explicaciones da muy bien en el clavo, aunque cada una aporta un grano de verdad y contribuye con algo positi­ vo para una totalidad más compleja. El fundamento último de la discordia filosófica debe buscarse en un nivel más profundo: en la estructura de la indagación filosófica misma, en la naturaleza de los asuntos conceptuales con los que la disciplina trata. Si esto es así, entonces no es un “escándalo de la filosofía”, sino un hecho de la vida, un aspecto intrínseco e inevitable de la filoso­ fía como disciplina intelectual. El desacuerdo es simplemente una característica de “la estructura lógica del pensamiento filosófico”, para usar la frase de R.G. Collingwood.17 Ésta es, en todo caso, la concepción a cuya defensa está dedicado el presente libro. 10 “La oscuridad de muchos filósofos es notoria e indiscutible; pero puede ser explicada como una reacción defensiva. Escriben oscuramente para ser respe­ tados por sus colegas académicos, quienes no se atreven a criticar lo que no están seguros de haber entendido, y para que no se les ponga en evidencia.” Schiller, "Musí Philosophers Disagree?”, p. 14. ’ 17 "Ningún sistema de ningún filósofo puede ser aceptable para otro sin alguna modificación. Que cada uno deba rechazar los pensamientos de otros, considerán-

Hay una interpretación diferente de la extensión del desacuerdo filosófico que claramente no funcionará, a saber, una explicación que depende de la complejidad y dificultad inherentes a los asuntos filosóficos. Un escrito reciente pone la cuestión como sigue: “su­ geriría que hay [...] varios factores que necesitan ser considerados, todos los cuales están conectados con la complejidad y dificultad del pensamiento metafísico [...] los cuales me parece que propor­ cionan la clave básica de los inerradicables desacuerdos entre los metafísicos”.18 Una invocación tal a la complejidad, la dificultad, lo intrincado, la sutileza, la sofisticación, o cosas p or el estilo, segu­ ram ente no puede proporcionar una explicación aceptable pues difícilmente se puede sostener que los problemas que enfrentan los filósofos sean inherentemente más complejos que aquellos que enfrentan sus colegas en otros campos —matemáticas, física, me­ dicina o ingeniería—donde el acuerdo y el consenso son con mu­ cho la regla. Que los problemas de la filosofía son más intratables que los de la ciencia —menos dóciles a una solución generalm en­ te aceptable—es indudablemente verdadero. Pero que esto sea así porque son inherentemente más complejos parece desde luego muy dudoso. (Después de todo, los razonamientos filosóficos casi nunca son, ni siquiera remotamente, tan intrincados como los que uno encuentra en las matemáticas o las ciencias naturales.) Algún factor ulterior, específico de la disciplina, va a tener que ser invo­ cado para proporcionar una interpretación viable del asunto. 3. La insostenibilidad del ideal platónico La filosofía empezó en la plenitud de la esperanza. El ideal pla­ tónico del filósofo como el poseedor de la verdadera facultad de penetración en la naturaleza real de la realidad última ejerció su potente fuerza a través de la antigüedad clásica. Se nos aseguraba que cuando el trabajo de la filosofía estuviese propiamente hecho, estaríamos en posesión de una concepción intelectual de la verdad real, aprehensible por y convincente para todas las mentes adedolos filosofías autoconten idas [...] se debe no a causas en los gustos y el tempera­ mento, sino a la estructura lógica del pensamiento filosófico." R.G. Collingwood, An Essay on Philosophical Method, Oxford, 1933, p, 192. 18 Frank B. Dilley, “Why Do Philosophers Disagree?", The Southern Journal of Philosophy, no. 7,1969, pp. 217-218; véase también p. 225.

diadam ente preparadas. La concepción del filósofo como un guía sabio para sus compañeros con menos capacidad de discernimien­ to se puso así en primera línea y ha estado ahí frecuentemente desde entonces. Pretendía tener “todas las respuestas y sus pre­ tensiones se vieron generalmente con respeto y frecuentemente fueron aceptadas. En el breve prefacio a su Tractatus Logico-Philosophicus (1921), Ludwig Wittgenstein escribió que “la verdad de los pensamientos que son aquí comunicados me parece inatacable y definitiva. Y es así que creo haber encontrado, en lo fundamental, la solución final a los problemas”. Toda generación ve el amanecer de un nuevo enfoque esperanzador cuyo auLor sostiene, como Hans Reíchenbach sostuvo en 1951, haber “encontrado las herram ientas para resolver aquellos problemas que en tiempos anteriores han sido el objeto solamente de trabajo conjetural. En pocas palabras: es­ te libro está escrito con la intención de mostrar que la filosofía ha avanzado de la especulación a la ciencia”.19 G eneración tras generación, jóvenes llenos de esperanza avanzan con el siempre renovado optimismo de conducir finalmente a la filosofía “de la especulación a la ciencia”. Con Ayer, insisten en que “las disputas tradicionales de los filósofos son, en su mayor parte, tan injustifica­ das como estériles. El modo correcto de terminarlas es establecer de m anera indiscutible cuál debiera ser el propósito y el m étodo de una indagación filosófica”.20 El problema es simplemente dar a la filosofía el giro correcto, introducir más de esto o menos de aquello.21 La actitud de que “hasta ahora no tenían el m étodo co­ rrecto (o “el punto de partida correcto”), pero ahora que estoy aq u í... ” no parece perder fuerza nunca. La esperanza secreta de todo filósofo es que su propia obra resultará ser decisiva, conduci­ rá a todos consigo a lo largo del camino y pondrá fin a “la lucha de los sistemas”. Con el advenimiento del positivismo lógico, Schlick 19 Hans Reichenbach, The Rué of Scientific Philosophy, Berkeley y Los Ángeles, 1951, p. vii. 20 A.J. Ayer, Language, Truth and Logic, Oxford, 1936, p. 1. 21 Edmund Husserl, por ejemplo, pensó en una época que podría convenir la filosofía en una ciencia rigurosa orientándola lejos de la “Weltanschammgsphilosophie”, lejos de su preocupación tradicional por las concepciones del mun­ do grandiosas (“Philosophie ais strenge Wissenschaft", Logos, no. 1, 1910-1911, pp. 289-295). La idea de que los filósofos obtienen respuestas que confunden por­ que preguntan cuestiones confusas siempre ha sido frecuente.

proclamó esperanzadamente: “Estoy convencido de que ahora nos encontramos en medio de una transformación enteramente defi­ nitiva en la filosofía y que estamos objetivamente justificados para considerar finiquitado el estéril conflicto entre los sistemas. Sos­ tengo que el presente está ya en posesión de los métodos que hacen innecesario tal conflicto; sólo es necesario emplearlos con resolu­ ción.”22 En todas las épocas los filósofos han escrito libros con prefacios que rezan: “Hasta aquí todo ha sido incierto y caótico. Hasta aquí los filósofos han fracasado en reconocer la significa­ ción de X. Pero ahora que estoy aquí para poner los asuntos en la perspectiva propia y darle a X el lugar central que le es debido, podemos finalmente detener toda esta confusión y ver los asuntos correctamente.” Pero esta expectativa optimista fracasa rápida e in­ variablemente. Los filósofos señalan desenfadadamente el “error fundamental” que vicia el trabajo de todos sus predecesores, sólo para resultar ellos mismos víctimas de una maniobra similar de sus sucesores. No sin dolor leen los filósofos la burla en la queja de William James de que En filosofía la tendencia absoluta ha hecho lo que ha querido. De hecho, la suerte de felicidad característica a que las filosofías dan lu­ gar ha consistido principalmente en la convicción sentida por cada escuela o sistema sucesivo de que a través de ella se ha adquirido la certeza fundamental. “Otras filosofías son colecciones de opiniones, en su mayoría falsas; mi filosofía proporciona bases firm es para siem­ pre”; ¿quién no reconoce en esto la clave de todo sistema digno de tal nombre? Un sistema, para ser un sistema cabal, debe presentarse com o un sistema cerrado, reversible en éste o en aquel detalle, si acaso, Ipero nunca en sus características esenciales!25

La pasión gobernante de la filosofía siempre ha sido el anhelo de lo absoluto. Virtualmente todo filósofo se ha visto a sí mismo co­ mo un buscador de la verdad, comprometido en la búsqueda de una respuesta auténtica a los problemas de su área —esa resolu­ ción decisiva y definitiva que es racionalmente forzosa para todas las mentes razonables. Pues no puede haber duda acerca de la 22 Schlick, “The Turning Point in Philosophy”, pp. 53-54. 2S WilliamJames, The Will to üelieve and Qtker Essays in Popular Philosúphy, Nue­ va York y Londres, 1899, pp. 12-13.

significación trascendental de los asuntos en juego. Los proble­ mas del azar vs. la necesidad, la permanencia vs. la transitoriedad, lo correcto vs. lo incorrecto, del accidente y el designio, la ley y la li­ bertad, la cosa y la persona, y otros similares, fijan el escenario para nuestro entendimiento de nuestro lugar en el esquema del m undo y de nuestras relaciones con las criaturas con que convivimos en él. Sin algunas respuestas satisfactorias a todos los detalles de la existencia estamos perdidos en un oscuro laberinto de ignorancia, aturdidos por la incomprensión y la confusión. Tenemos pregun­ tas profundas y queremos, de hecho necesitamos, tener respuestas para ellas. Pero mientras que el filósofo busca esperanzadamente LA res­ puesta —y no pocas veces se persuade a sí mismo y a sus amigos de que la ha encontrado—, la luz fría y cruel de la historia subsecuente muestra inexorablemente que no hace otra cosa que agregar una teoría más al montón de escombros; una doctrina más que no pro­ duce consenso de la comunidad, sino simplemente el asentimien­ to de unos cuantos seguidores. Somos constantemente desafiados por la paradoja de “el conflicto entre las demandas absolutistas de la filosofía y la multiplicidad de sus versiones históricas, que han in­ quietado a los filósofos por generaciones”.24 La filosofía no parece encontrar nunca su base en “el seguro camino de una ciencia" de Kant. Parece estar en la paradójica posición de una materia cuya le­ gitimidad es socavada por el curso de su propia historia. Miramos en retrospectiva a lo largo de una planicie virtualmente ilimita­ da llena con las ruinas de doctrinas metafísicas “científicamente” (wissenschaftlich) desarrolladas y sistemas “demostrados” que han fracasado. Bertrand Russell ha escrito: Tan pronto como se vuelve posible el conocimiento preciso concer­ niente a cualquier tema, este tema cesa de ser llamado filosofía y se convierte en una ciencia separada. El estudio completo de los cielos, que ahora pertenece a la astronomía, fue en alguna ocasión incluido en la filosofía; la gran obra de Newton fue llamada "los principios matemáticos de la filosofía natural”. De modo similar, el estudio de la mente humana, que era una parte de la filosofía, ha sido ahora ^ Véase Lucien Braun, Histoire de l'histoin de la pkilosophie, París, 1973, pp. 287-288.

separado de la filosofía y se ha convertido en la ciencia de la psico­ logía [...] Aquellas preguntas que son capaces de respuestas exactas son ubicadas en las ciencias, mientras que aquellas a las cuales, hasta el presente, no se les puede dar una respuesta precisa, permanecen formando el residuo llamado filosofía.25

La perspectiva de Russell ofrece un augurio esperanzador para el futuro. En ei siglo dieciocho emigró la “filosofía natural” (=la física); en el siglo diecinueve, la “filosofía política” (=la economía); en el siglo veinte, la “filosofía mental” (=la sicología) y la “filosofía lingüística” (-la semántica). Quizá la epistemología, la ética y las otras ramas de la filosofía se unirán gradualmente a las filas del “conocimiento exacto", hasta que el filósofo por sí mismo haya agotado completamente su propio trabajo porque todos sus pro­ blemas estén resueltos satisfactoriamente. Podemos esperar el día en que estén a la mano las soluciones “científicas” definitivas a los problemas residuales de todas estas á re a s. Pero las cosas simplemente no son así. La solución definitiva y final a los problemas filosóficos parece siempre estar más allá de nuestro alcance. Los grandes asuntos filosóficos que surgen den­ tro de la ciencia natural, la filosofía política, la psicología y otras áreas —el alcance y los límites de nuestro conocimiento acerca de la naturaleza de la realidad física, de la base de la autoridad del Estado, la naturaleza de la felicidad humana y cosas por el estilo fueron puestos en la agenda desde la antigüedad clásica y todavía están con nosotros, objeto de justamente tanto desacuerdo ahora como entonces. Los grandes temas platónicos de la apariencia y la realidad, la naturaleza y el artificio, lo bueno y lo correcto, el co­ nocimiento y la mera opinión, el lenguaje y el pensamiento están todos todavía con nosotros y dan todas las señales de inmortalidad. A todas luces, los problemas filosóficos simplemente no admiten soluciones definitivas, finales a la manera de un “conocimiento exacto” que pueda obligar el asentimiento de todas las mentes ra­ cionales. 25 Bertrand Russell, The Problems ofPhilosophy, Oxford, 1912, p. 240. Émile Boutroux subrayó de modo similar antes (en 1911) que, una vez que hemos encontrado una solución definitiva a un problema, mostramos de ese modo, digamos retros­ pectivamente, que no era un problema filosófico en absoluto; es la persistencia de los problemas filosóficos lo que los marca como tales. Citado en Franz Krdner, Die Ana.rch.ie der philosophische Systrme, Leipzig, 1929; reimpresión: Graz, 1970, p. 185.

Sin embargo, nunca ha arraigado realmente la idea de que el acuerdo nunca existirá —que no hay consenso ahora y que nun ca lo habrá. Los practicantes de la filosofía parecen totalmente renuentes a adm itir que la diversidad y la discordia son hec os ineliminables inherentes a la misma naturaleza de la empresa. A todas luces, cada sistema de filosofía excluye a cualquier otro; cada uno refuta al resto; ninguno es concluyentemente dem ostra e. La historia no proporciona la misma imagen de la amistosa ís cusión retratada en la “Escuela de Atenas de Rafael ella misma producto del espíritu receptivamente sincretista de aquellos tiem­ pos de apertura intelectual. Por el contra) i o, la oposición e crecimiento de la diversidad histórica y las exigencias 1 universal de los filósofos se ha endurecido firm emente. a versidad y el desacuerdo son, hasta donde podem os ver, el eterno destino de esta disciplina, y radican no m eram ente en la tontería y la locura humanas, sino muy profundamente en la naturaleza misma de la materia. 4. ¿Es el desacuerdo una ilusión? Sin duda, el mismo fenómeno que nos ocupa —el desacuerdo filo­ só fic o - a veces es negado. Los filósofos, se nos dice, nunca están realm ente en desacuerdo, simplemente se malentienden uno al otro. X nunca está realmente en desacuerdo con Y, construye un conve­ niente Y ' y está en desacuerdo con él - u n a ficción de su propia inventiva. Todo lo que todo filósofo “real” dice es perfectam ente correcto; cuando los filósofos aparentemente entran en conflicto, en realidad están contestando diferentes preguntas. Si pudiésem os p en e trar lo suficientemente hondo en el reino del pensam iento de un filósofo, veríamos que todo lo que realmente intenta decir es perfectam ente correcto y aceptable p o r todos lados. E ntender es aceptar: tout comprendre c’est accepter. Si X realmente entendió a Y, entonces estaría obligado a estar de acuerdo con él. El desacuerdo es siem pre un mero desacuerdo aparente, basado en una franca m alinterpretación o en una interpretación excesivamente literal que se detiene, con m entalidad estrecha, más en la letra que en el 26 Compárese con Dilthey, Gesammelte Schriften, vol. VIII, p. 76.

espíritu de las declaraciones de un filósofo.27 Todos aquellos siste­ mas filosóficos aparentemente discordantes son en realidad otros tantos intentos idiosincrásicamente diferentes de dar expresión a las mismas verdades subyacentes. Como mónadas leibnizianas, ca­ da sistema es como un vaso que refleja la misma realidad de modo diferente, desde “puntos de vista” variantes. A hora bien, se admite que el malentendimiento es frecuente. El doctor Johnson buscó contradecir a Berkeley pateando una pie­ dra; G.E, Moore se propuso consternar a los idealistas m eneando su mano; Russell “refutó” a Bradley examinando el horario del fe­ rrocarril; Carnap rebatió a Heidegger burlándose de las extrañas maquinaciones que atribuyó a “la nada”. Ninguna de estas reac­ ciones surge de un intento serio por entender las concepciones rechazadas de modo tan desparpajado. No se niega el hecho lla­ no de que los filósofos frecuentemente se malentienden el uno al otro. Pero no es eso de lo que se trata, pues lo que se está conside­ rando no es simplemente que los filósofos frecuentemente dejen de entenderse uno al otro, sino la afirmación de mayor alcance de que siempre se malentienden cuando entran en desacuerdo. Y esta afirmación más amplia es en extremo problemática, pues hay poca evidencia de que los filósofos “en el fondo están de acuer­ do”. De hecho, generalmente son motivados en su trabajo por sus desacuerdos con las concepciones de los otros. Es precisamente porque entienden (o en tanto que entienden) otra posición que planean la propia. Cualquier relato realista de historia filosófica debe reconocer que el entendimiento adecuado mismo proporcio­ na frecuentemente la base para el desacuerdo. El desacuerdo no es algo que podamos esconder convenientemente como el producto venial de la comprensión imperfecta,28 Es verdad que los filósofos frecuentemente argumentan en modos que indican que están razo­ 27 Schelling condenó tales (malos) intérpretes como fíuchstabenphilosophen y también como Philosophen ohne Geni. Los verdaderos filósofos, insistió, están obli­ gados a estar de acuerdo en lo fundamental. En un estilo típicamente romántico, concibe los “desacuerdos" filosóficos de diferentes eras o épocas como si no fue­ ran más hostiles entre sí que las diferentes partes o fases de un organismo. Los diferentes sistemas son como las flores de una planta, todas nutridas y sostenidas por un tallo común. Para una versión compacta, véase Braun, Histoire de Vhistoire de la pkilosophie, pp. 289-290. 28 A veces se sostiene que los filósofos no pueden estar en desacuerdo por una razón de diferente índole: no porque en el fondo estén de acuerdo, sino porque

nando con propósitos cruzados. Apelan a muy diferentes tipos de consideraciones demostrativas. Pero las conclusiones a las cuales supuestamente conducen sus argumentos están en claro conflicto. Existe otro enfoque más que adopta el punto de vista de que el desacuerdo se enraiza no en la ilusión, sino en el autoengaño. De hecho sólo hay una posición válida y auténtica en la filoso­ fía, y ella es que todas las doctrinas variantes están basadas en el engaño, el autoengaño y lo que los marxistas deploran como “conciencia falsa” —una perezosa falla en abrirnos paso hacia la verdad común subyacente, Pero esta posición no tiene mucho po­ tencial para actuar como aceite sobre aguas turbulentas, pues no es muy benéfico insistir en que hay una única respuesta cuando na­ die puede convencer a nadie más acerca de cuál es esa respuesta. D onde entran en conflicto creencias rivales, no se pueden arre­ glar los asuntos exaltando las virtudes de los “verdaderos creyen­ tes”. A veces se sostiene que el desacuerdo filosófico es una ilusión óptica que resulta de ver los asuntos desde una distancia demasia­ do grande. Sólo a través de considerar los asuntos en sus líneas generales más bastas —sólo abstrayendo de la masa de d etallespodem os sostener aquellas simples generalidades que ponen a al­ guna doctrina filosófica en conflicto con otra. Si esta superficia­ lidad pudiese ser evitada y las doctrinas filosóficas pudiesen ser vistas en su plenitud concreta, toda discordia sería elim inada y todo armonizaría en una coherencia sistemática omniabarcante. Pero tal concepción falla en ser fiel a los hechos. No es factible pon er fin a la lucha de doctrinas en competencia mezclándolas a todas en un única superdoctrina. Están diseñadas para entrar en conflicto —Aristóteles se dispone a entrar en desacuerdo con Pla­ tón, la teoría de la causalidad de Kant está proyectada para refutar la de Hume. Las posiciones filosóficas están hechas a la m edida para corregirse o contradecirse entre sí; no para com plem entarse sino para negarse. “Reconciliarlas” es emascularlas, hacer de ellas algo que no son, pues están basadas en una visión deliberadam ente conflictiva de las cosas, y simplemente no hay m anera de sostener dos posiciones en conflicto a la vez. Privarlas de su rivalidad es privarlas de su sustancia —omnis affirmatio est negatio. El supersistedificren tan radicalmente que ningún contacto real puede establecerse entre ellos en lo absoluto. Esta concepción será discutida con gran detalle en el capítulo V.

ma que sintetiza las tesis filosóficas lo hace a costa de sus propias vidas. Su paz es la paz de los sepulcros. Entre más cercanamente se examinan las posiciones filosóficas, más claramente surgen sus diferencias. La concepción de que en el fondo todos los filósofos están de acuerdo es de un criterio amplio hasta la vacuidad. Des­ pojar a las posiciones filosóficas de su rivalidad es despojarlas de su corrosividad doctrinal, es impelerlas hacia la vacuidad insulsa. El desacuerdo es un muy real —e importante— hecho de la vida en este dominio, tanto por su presencia difundida como por su persistencia.

5. ¿Una falla fatal? Aun así, esto parece desconcertante. ¿Cómo se puede sostener la legitimidad ante el hecho de que gente inteligente y razonable que aborda el mismo rango de preguntas siempre proponga respuestas tan diferentes y divergentes? ¿Cómo puede una disciplina reclamar atención seria cuando sus practicantes han proseguido las mismas viejas controversias y debates por más de dos milenios? Segura­ mente una disciplina cuyas preguntas son tan problemáticas des­ cansa sobre una base falaz, manifestando su propia ilegitimidad a través de este mismo hecho. Más que cualesquiera otros factores, la lucha de los sistemas y la inasequibilidad de consenso explican la recurrencia de la profunda desilusión por la disciplina. Hay poca duda de que la proliferación de sistemas filosóficos en conflicto es vista por muchos con pro­ fundo descontento e insatisfacción. Ornar Khayyam escribió: Yo mismo cuando joven frecuenté anheloso A doctor y a santo, y escuché gran discusión Acerca de esto y lo otro; pero siempre Por la misma puerta tal como entré salí.29

Una profunda desilusión por la situación pluralista de la filosofía y una insatisfacción por la materia entera son hechos que están en curso en la vida y que cada sucesiva generación redescubre por sí misma. Una discusión reciente expresa bien el asunto: 29 Rubaiyat.

Cuando sucede que [...] los principios [filosóficos] so n tan abundan­ tes com o las zarzamoras, nada cambia excepto la actitud del resto de la cultura hacia los filósofos. D esde los Liempos de Kant [¿pero por que no de Tales?], se ha vuelto más y más evidente a los n o filósofos que un filósofo realmente profesional puede p r o p o rc io n a r un fun­ damento filosófico para casi cualquier cosa. Esta es una razón por la que los filósofos se han ido aislando del resto de la cultura cada vez más, durante el curso de nuestro siglo. Nuestras propuestas para garantizar esto y clarificar aquello les han llegado a parecer a nuestros colegas intelectuales simplemente cóm icas.20

Muchos filósofos ven en la “lucha de los sistemas” un motivo de profunda vergüenza, de absoluto escándalo, una situación de tal seriedad que, si no podemos remediarla (y parece que no pode­ mos), entonces haríamos mejor en abandonar la filosofía del todo. Un escritor habla curiosamente de una Philosophendámmerung,31 y es cierto que un deseo de muerte corre como un leitmotiv a través de la historia de la filosofía. Desde los antiguos escépticos pirronianos y pasando por los empiristas modernos (Hume), los positivistas (Comte y el Círculo de Viena), los pragmatistas (Dewey y Rorty) y los deconstruccionistas (Derrida), el desmantelamiento o disolución de la filosofía es una aspiración siempre recurrente. Pero quizá ésta es una'respuesta innecesariamente pesimista a la situación, una reacción natural a la inevitable no realización de expectativas exageradas. El tema de nuestra discusión es la explicación de la diversidad filosófica, pero su asunto central es si la filosofía sobrevive como una empresa valiosa una vez que uno reconoce que nunca será ca­ paz de contestar nuestras preguntas de una forma que obligue al consenso de toda la comunidad, puesto que justo por debajo de la superficie corre el desconcertante temor de que si reconociésemos es­ ta indecisión, se destruiría la legitimidad de la disciplina. Después de todo, si la diversidad y el desacuerdo no son accidentes transito­ rios sino cualidades permanentes e ineludibles, ¿no aniquila esto 30 Richard Rorty, Covsequences of Pmgmatim: Etsays 1972-1980, Minneapolis, 1982, p. 169. Un defecto de esta explicación es que describe una característica per­ manente como un desarrollo reciente. Además, causa un poco de perplejidad el por qué nosotros los filósofos debiéramos preocuparnos tanto acerca de ser tomados en serio por nuestros “colegas intelectuales", considerando la tendencia de nuestra propia profesión de ver sus trabajos con alguna mezcla de duda y burla. 31 Kroner, DieAnarchie, p. 2.

el valor de la empresa? Éste, desde luego, es el problem a central de este libro: ¿es posible reconocer que la incapacidad de lograr consenso es una característica ineliminable de la filosofía, y aun así simultáneamente sostener su validez como esfuerzo intelectual? Es incuestionablemente tentador descartar el proyecto entero considerándolo fraude y engaño —¡responder a la decepción, al estilo de la zorra y las uvas, por las esperanzas frustradas! Y aun así, como se argumentará, ésta es enteramente la reacción equivo­ cada. La finalidad de este libro es, a la vez, explicar la inevitable existencia de la diversidad filosófica y mostrar que tal diversidad ni desacredita la empresa ni socava su utilidad y su validez. Ver por qué es esto y adaptarse a la idea de que encontrar una so­ lución definitiva y universalmente obligatoria a sus problem as es simplemente inapropiado para la filosofía, es llegar a entender al­ go profundo y significativo acerca de esta disciplina, algo que la aparta de otros dominios de investigación.

FILOSOFÍA Y PARADOJA: EL PAPEL CENTRAL DE LOS GRUPOS APORÉTICOS

1. La tarea de la filosofía La filosofía no tiene un objeto de estudio distintivo, pues todo es relevante para sus ocupaciones, siendo su tarea la de proporcio­ nar una suerte de expositio mundi, una guía de la realidad para viajantes sin restricciones. La misión de la filosofía es preguntar y responder, de una manera racional y disciplinada, todas aquellas cuestiones acerca de la vida en este mundo que la gente se pregun­ ta en sus momentos reflexivos. En el primer libro de la Metafísica, Aristóteles nos dice que “es a través del preguntarse que los hom­ bres comienzan hoy —y en un principio comenzaron—a filosofar, preguntándose, primero, acerca de perplejidades obvias, y luego, en progresión gradual, planteando también preguntas sobre los grandes temas, e.g., el origen del universo” (982b 10). La filosofía lucha así por alcanzar esa integración sistemática del conocimien­ to que las ciencias inicialmente prometieron pero que nunca se las han arreglado para entregar debido a su creciente división del tra­ bajo y su inacabable búsqueda del detalle especializado. Tratando con el ser y el valor en general -c o n la posibilidad, la realidad y el valor—los intereses de la filosofía son universales y omniabarcantes; la filosofía es demasiado inclusiva y omniincluyente como para tener un rango delimitado de interés. Tampoco tiene un método distintivo, pues sus procedimientos de investigación y razonamien­ to son demasiado variados y diversificados como para darle una identidad exclusiva. Lo que caracteriza a la filosofía es su misión de lidiar con las “grandes preguntas” concernientes al hombre, al

mundo y su lugar dentro del esquema de las cosas, haciendo uso en este esfuerzo de cualesquiera medios que tenga a la mano. Ni individualmente ni colectivamente empezamos los humanos nuestra indagación con las manos vacías o con una tabula rasa. Sea como individuos solos o como generaciones enteras, siempre empezamos con una herencia cognoscitiva diversificada, siendo herederos de esa gran masa de información y desinformación que constituye la “sabiduría acumulada” de nuestros predecesores —o de aquellos a los que escogemos escuchar. Pero precisamente, ¿qué tipo de cosas constituyen los datos de la filosofía? Éstas incluyen: ( 1 ) Creencias del sentido común, conocimiento común y las que han sido “las convicciones ordinarias del hombre común des­ de tiempos inmemoriales; (2) Los hechos (o pretendidos hechos) proporcionados por la ciencia de la época; las concepciones de “expertos” y ‘ auto­ ridades” bien informados; (3) Las lecciones que derivamos de nuestro trato con el mundo en la vida diaria; (4) Las opiniones recibidas que constituyen la concepción del mundo de la época; concepciones que concuerdan con el “es­ píritu de los tiempos” y las convicciones que integran el con­ texto cultural propio; (5) La tradición, el saber popular heredado y la sabiduría ances­ tral (incluyendo la tradición religiosa); (6 ) Las “enseñanzas de la historia” tan bien como podemos dis­ cernirlas. Ninguna fuente posible de información acerca de cómo son las cosas en el mundo deja de ser provechosa para la filosofía. El ran­ go completo de los (pretendidamente) establecidos “hechos de la experiencia” suministra los inputs extrafilosóficos para nuestro fi­ losofar —los materiales, como quien dice, de nuestras reflexiones filosóficas. Los “lugares comunes” (endoxa) que yacen en la raíz del filo­ sofar pueden, por supuesto, incluir también ciertos compromisos parroquiales que no representan hechos (pretendidos), sino lo que explícitamente se reconoce como meras creencias del grupo —lo

que “nosotros los estadounidenses” o “nosotros los liberales" cree­ mos. Estos compromisos parroquiales pueden hacerse a un lado para los propósitos presentes. No es que carezcan de importancia —muy por el contrario. Pero subyace profundamente en la natura­ leza de la empresa filosófica que debiera esforzarse (en cualquier caso) en “proceder dentro de los límites de la mera razón”; en intentar y proponerse abordar los asuntos por medios universal­ mente asequibles. No necesitamos, desde luego, aceptar todos estos supuestos “da­ dos” como hechos certificados que deben ser suscritos de manera completa e incondicional Todo dato es revocable; cualquier cosa podría en el análisis final tener que ser abandonada, sin im portar su origen: ciencia, sentido común, conocimiento común, todo el conjunto. Nada es inmune a la crítica y el posible rechazo; todo se .halla potencialmente en riesgo. Un teórico reciente escribe: “Nin­ guna teoría filosófica, o cualquiera otra, puede proporcionar una concepción que viole el sentido común y permanezca lógicamen­ te consistente. Pues la verdad del sentido común es supuesta por todas las teorías [...] Esta necesidad de conformarse al sentido co­ mún establece una restricción sobre las interpretaciones que las teorías filosóficas pueden ofrecer.”1 Basura y tontería. El paisaje ñlosófico está contaminado con teorías que pisotean al sentido común. No hay vacas sagradas en la filosofía —y menos que nada, el sentido común. Conforme la filosofía se aplica a su trabajo de volver coherentes nuestras creencias, tendremos que renunciar a algo a lo que estamos profundamente apegados, y nunca podemos decir de entrada dónde caerá o no caerá el golpe. Consideracio­ nes sistémicas pueden al fin conducir a dificultades en cualquier punto. Todos los datos debieran, sin embargo, ser tratados con con­ sideración. Todos son “posibles”, ejercen algún grado de presión cognoscitiva y presentan algunas demandas sobre nosotros. Pue­ den no constituir un conocimiento irrefutablemente establecido, pero sin embargo tienen algún grado de mérito epistémico, y dada nuestra situación cognoscitiva, sería muy conveniente si resultaran verdaderos. El filósofo no puede simplemente darle la espalda a estos datos sin mayor discusión. 1 Joh n Kekes, The Nature ofPhilosophy, Totowa, 1980, p. 196.

Aun así, estos datos no dejan de ser, en modo alguno, proble­ máticos. La restricción que ponen sobre nosotros no es perentoria y absoluta; no representan certezas a las que debamos asirnos a toda costa. Lo que debemos a estos datos, en última instancia, es respeto, no aceptación. Incluso el más simple de los “hechos sim­ ples” puede ser cuestionado, como desde luego algunos de ellos lo han sido. Pues estos datos constituyen una plétora de hechos (o de pretendidos hechos) tan amplia como para amenazar hundir cualquier barco que transporte una carga tan pesada. La dificultad es —y siempre ha sido—que los datos de la filosofía proporcionan una confusión de riquezas. Engendran una situación de sobrecompro miso cognoscitivo dentro del cual surgen inconsistencias. No son solamente datos múltiples y diversificados, sino que invaria­ blemente a r r o j a n resultados d i s c o r d a n t e s . Tomados todos juntos en su gran totalidad, los datos son inconsistentes. Los estándares rigoristas de la ciencia indican que los datos siempre subdeterminarán a las teorías en este dominio. Pero en filosofía el asunto es diferente. Los estándares relajados que de­ finen el carácter de los datos filosóficos significan que los datos sobredeterminarán a las teorías. Los datos concernientes a los asun­ tos filosóficos son generalmente inconsistentes; las aseveraciones posibles que constituyen el “conocimiento acumulado” contienen tal diversidad de aserciones y afirmaciones que se vuelven incom­ patibles. Conforme nos ponemos a responder nuestras preguntas acerca del mundo, empezamos en una condición de disonancia cognoscitiva en la cual las aserciones que apelan a nuestra lealtad son inconsistentes una con la otra. Nuestras inclinaciones iniciales a creer ciertas cosas engendran un sobrecompromiso cognosciti­ vo: las respuestas que consideramos convenientes y prom etedoras para responder algunas preguntas en algunos contextos entran en conflicto con las que adoptamos en otros. Justo aquí yace el quid del asunto. Dos preceptos concernientes a la misión de la indagación racional despliegan el escenario para la filosofía: (1) IResponda a las preguntas! Diga lo suficiente para satisfacer su curiosidad acerca de las cosas. (2) iMantenga consistentes sus compromisos! No diga tanto que algunas partes entren en conflicto con otras.

Hay una tensión entre estos dos imperativos, entre los factores de compromiso y consistencia. Nos encontramos en la desconcertante situación del conflicto cognoscitivo, con diferentes tendencias de pensamiento tirando en direcciones divergentes. La tarea es dotar de sentido a nuestros compromisos cognoscitivos discordantes e impartirles coherencia y unidad hasta donde sea posible. El filosofar se mueve siempre a través de dos etapas. Prime­ ro hay una etapa “presistémica”, en la que confrontamos un gru­ po de compromisos tentativos, vistos todos como más o menos aceptables, pero que son colectivamente insostenibles debido a su incompatibilidad. Subsecuentemente viene una fase “sistema­ tizadora” para encarar las inconsistencias del material en bruto representado por los “datos”. Y esto se convierte en un asunto de poda eliminadora y limpieza en la que nuestros compromisos han sido reducidos hasta el punto en que la consistencia es restaurada. La filosofía se enraiza en la contradicción, en las creencias en conflicto. Los problemas filosóficos surgen en un escenario cog­ noscitivo, no totalmente de nuestra hechura, que es racionalmente intolerable; el conjunto total de aseveraciones que consideramos posible nos conduce a inconsistencias lógicas. La situación cognos­ citiva es siempre profundamente problemática en su etapa inicial y presistémica. El ímpetu para filosofar surge cuando volteamos hacia atrás para mirar críticamente lo que sabemos (o pensamos que sabemos) acerca del mundo y tratamos de dotarlo de senti­ do. Queremos una explicación que pueda acomodar óptimamente los datos, reconociendo que no se puede, al final, aceptarlos a todos por lo que aparentan valer. La filosofía no nos dota con nuevos hechos básicos; se esfuerza por sistematizar y coordinar los viejos en estructuras coherentes mediante las cuales podemos sig­ nificativamente abordar nuestras preguntas más amplias. El motor original para filosofar es la urgencia de adecuación sistémica; de traer consistencia, coherencia y orden racional al marco de lo que aceptamos. Su trabajo es un asunto del disciplinamiento de nuestros compromisos cognoscitivos para dotarlos en su totalidad de un sentido. Y es así que las exigencias de consistencia racional pasan a un primer plano.2 2 Esta concepción de la filosofía concuerda muy cercanamente con el espíri­ tu de la descripción de Aristóteles en la sección de apertura del libro beta de la Metafísica, con su énfasis en la centxalidad de las aporías.

La tarea clave de la filosofía es así la de impartir orden sis témico en el dominio de los datos relevantes, hacerlos coherentes y, sobre todo, consistentes. De hecho, se podría definir la filosofía como la sistematización racional de nuestros pensamientos sobre los asuntos básicos, de los “primeros principios” de nuestro enten­ dimiento del mundo y nuestro lugar en él. Nos involucramos en la filosofía en nuestro esfuerzo por dotar de sentido sistemático a los “hechos” extrafilosóficos, cuando tratamos de responder las grandes preguntas sistematizando lo que pensamos que sabemos acerca del mundo, desarrollando nuestro “conocimiento” hasta sus últimas conclusiones y combinando ítems usualmente mantenidos en conveniente separación. La filosofía es la policía del pensamien­ to, por así decirlo, el agente a cargo de mantener la ley y el orden en nuestros esfuerzos cognoscitivos. La pregunta “¿Debiéramos filosofar?” obtiene así una respuesta directa. El ímpetu para filosofar se halla en nuestra misma natura­ leza de inquiridores racionales: seres que tienen preguntas, exigen respuestas y quieren que estas respuestas sean convincentes. Los problemas cognoscitivos surgen cuando las cosas no se ajustan a nuestras expectativas, y la expectativa de orden racional es la más fundamental de todas. El hecho es simplemente que debemos filo­ sofar; es un imperativo contextual para una criatura racional.

2. Antinomias y sobrecompromiso cognoscitivo Un grupo aporético es una familia de tesis filosóficamente relevan­ tes, de tal tipo que: (1) hasta donde llegan los hechos conocidos, hay buena razón pa­ ra aceptarlas todas; la evidencia asequible habla bien de todas y cada una de ellas, pero (2) tomadas juntas, son mutuamente incompatibles; la familia en­ tera es inconsistente. Un grupo tal es un conjunto de proposiciones por lo demás afines que, desafortunadamente, resultan ser mutuamente inconsistentes. No pueden todas ser correctas; su misma inconsistencia elimina tal perspectiva; pero son todas razonablemente verdaderas, todas apa­ rentemente aceptables y hasta cierto punto atractivas.

En tal situación, no podemos simplemente apelar a “la eviden­ cia para arreglar las cosas. La evidencia ha hablado ya y ha hecho bastante bien todo lo que puede hacer en el momento en que la dificultad surge. Y así, mientras que sabemos (gracias a la inconsis­ tencia) que algo está equivocado, no podemos decir qué es lo que está fuera de lugar. Podríamos, en teoría, simplemente suspender el juicio en tal caso y abandonar el grupo entero más que tratar de salvar la difi­ cultad para “salvar lo que podamos”. Pero este es un precio dema­ siado alto para pagarlo. Al tomar el camino de abandonarlo todo, renunciamos a demasiado privándonos de las respuestas a dema­ siadas preguntas. Podríamos recortar nuestra información no sólo más allá de lo necesario, sino también más allá de lo que es cómo­ do, viendo que tenemos algún grado de compromiso con todos los miembros del grupo y que no queremos abandonar de ellos más de los que debemos. Considérese, por ejemplo, el siguiente grupo de tesis, todas las cuales fueron consideradas favorablemente por los filósofos presocráticos: (1) La realidad es una: la existencia real es homogénea. (2) La materia es real (autosubsistente). (3) La forma es real (autosubsistente). (4) La materia y la forma son distintas (heterogéneas). Aquí (2)-(4) insisten en que la realidad es heterogénea, por ello mismo contradicen (1). La totalidad del grupo (l)-(4) representa, en consecuencia, un grupo aporético que refleja un sobrecompromiso cognoscitivo. Y esta situación es típica: el contexto de los pro­ blemas de los asuntos filosóficos surge de modo estándar a partir de una colisión entre sobrecompromisos individualmente tentado­ res pero colectivamente incompatibles. Los asuntos filosóficos se centran de modo estándar alrededor de un grupo aporético de este tipo: una familia de tesis razonablemente posibles que es asertóricamente sobredeterminante al pretender tanto que conduce a la inconsistencia. En tales casos, obviamente algo debe ser desechado. A pesar de la existencia de cualesquiera disposiciones favorables hacia es­ tas tesis posibles, no pueden ser sostenidas en el agregado. Nos

enfrentamos a u n dilema cognoscitivo (multilateral) y debemos en­ contrar una salida u otra. En particular podemos proceder: — A razonar de (2)-(4) a la negación de (1), — A razonar de (1), (3), (4) a la negación de (2), — A razonar de (1), (2), (4) a la negación de (3), — A razonar de (l)-(3) a la negación de (4). Una aporía da lugar a un grupo de argumentos válidos que condu­ cen a conclusiones mutuamente contradictorias, aun cuando cada uno posee sólo tesis probablemente verdaderas como premisas. Está claro en tales casos que algo no funciona, aunque bien puede ser muy difícil localizar el lugar preciso en donde yace el origen de la dificultad .3 La solución de una situación aporética tal obviamente llama a abandonar una (o más) de las tesis que generan la contradicción. No importa cuán inobjetables puedan parecer estas tesis, una u otra tiene que ser arrojada por la borda. La restauración de la consistencia es un imperativo. Y el problema es que siempre hay modos alternativos de hacer esto. Así, los antiguos filósofos grie­ gos confrontaron el siguiente rango de posibilidades: Negar ( 1 ): Pluralismo (Anaxágoras) o dualismo form a/m ateria (Aristóteles) Negar (2): Idealismo (los eléatas, Platón) Negar (3): Materialismo (atomismo) Negar (4): Teoría del aspecto-dual (pitagorismo) Somos precipitados en tales dilemas por el sobrecompromiso cog­ noscitivo. Demasiadas tesis rivales entre sí luchan p or nuestra apro­ bación y aceptación. Y este estado de cosas es lo corriente en filosofía; es, de hecho, el ímpetu normal de la reflexión filosófica. 3

Esta vinculación de una tesis filosófica con un g ru p o ap orético, en el cual

está puesta en yuxtaposición correlativa con sus rivales, hace posible sostener la co n cep ció n , q u e suena paradójica, de que “el argum ento en p ro [y en contra] de u n en u n ciad o filo só fico es siem pre una parte de su significado" (H en ry W .Joh n ston e, Jr., Philasophy an d Argument, State C ollege, Pa., 1959, p. 32.). Pues la p o sició n en cu estió n sólo vien e a ser d efin id a com o tal en el contexto de las contrap osiciones q u e se p ro p o n e excluir; en filosofía, el dicturn de Spinoza es válido: omnis determi-

natio est negatio.

Justamente aquí yace la visión metodológica básica del Sócra­ tes de Platón, Su procedimiento casi invariable es un proceso de “cuestionamiento socrático para evocar una aporía p resis temática que pone el escenario para la reflexión filosófica. Es así que en la República Trasímaco fue obligado a aceptar la tríada aporética: (1) Lo que los hombres llaman justicia es simplemente lo que las autoridades decretan que es en su propio interés. (2) Es correcto y apropiado (de hecho obligatorio) que los hom­ bres deban hacer lo que es justo. (5) Los hombres no tienen obligación de hacer lo que es en el interés de las autoridades; particularmente porque estas auto­ ridades bien pueden estar equivocadas acerca de lo que estos intereses realmente son. La tarea de la filosofía, como Sócrates claramente lo vio, es en­ contrar nuestra salida de la maleza de la inconsistencia en la cual estamos enredados por nuestras creencias presistemáticas. Ahora considérese la siguiente tríada, que proporciona una cla­ ra ilustración de un grupo aporético: (1) Suprimir una vida humana es moralmente malo. (2) El organismo fetal que vive en el vientre de su madre encarna una vida humana. (3) El aborto, {Le., el suprimir la vida de un organismo fetal que vive en el vientre de la madre) no es moralmente malo. Estas tres tesis claramente forman un grupo incompatible. Las exi­ gencias de la consistencia llaman al sacrificio de algo. Se presentan tres alternativas: Negar (1): Considera la vida humana algo prescindible en ciertas circunstancias; abandona la idea de que es sagrada. Negar (2): Recorta la idea de vida humana de modo que excluya a los fetos (quizá sólo aquellos que no han alcanzado todavía un cierto estado de desarrollo). Negar (3): Condena el aborto considerándolo moralmente malo. Simplemente no hay una salida fácil de aquí. El asunto es siem­ pre la elección entre alternativas donde, no importa cómo nos movamos, nos vemos obligados a abandonar algo que parece pro-

bablemente verdadero, alguna aserción que, si las circunstancias lo permitieran» quisiéramos m antener y cuyo abandono hace una gran diferencia. Los empiristas se hallan así encajonados en una dificultad por el siguiente cuarteto: (1) Todo conocimiento está fundado en la observación (la tesis clave del empirismo). (2) Sólo podemos observar cuestiones de hechos empíricos. (3) De hechos empíricos no podemos inferir valores; ergo, las ase­ veraciones de valor no pueden estar fundadas en la observa­ ción (la división hecho/valor). (4) Es posible el conocimiento acerca de los valores (cognoscitivismo del valor). Hay cuatro salidas de este predicamento: Rechazar ( 1 ): Hay también conocimiento no observacional, a sa­ ber, intuitivo o instintivo —específicamente de cues­ tiones de valor (intuicionismo; teorías del sentido moral). Rechazar (2): La observación no es sólo sensorial, sino también afectiva (simpatética, empatética). Puede así arrojar no sólo información fáctica, sino también inform a­ ción acerca del valor (teorías de la sensibilidad al valor). Rechazar (3): Mientras que de los hechos empíricos no podem os deducir valores, ciertamente podemos inferirlos de los hechos mediante varios tipos de razonamiento confiable como "la. inferencia de la mejor explica­ ción” (teorías de los valores como hechos). Rechazar (4): El conocimiento acerca de los valores es imposible (positivismo, escepticismo del valor). Comprometidos con (1), los pensadores empiristas se ven a sí mis­ mos orillados a escoger entre las tres últimas alternativas al des­ arrollar sus posiciones en la teoría del valor. Dado un grupo aporético, por un lado hay razón sustancial pa­ ra sostener todas estas tesis colectivamente incompatibleSj porque para cada una “hay mucho que decir en su favor”. Por otro lado, la

simple exigencia de la consistencia lógica requiere la eliminación de algunas de estas tesis. La totalidad del grupo es demasiado; algo tiene que ser apartado. Y aquí es exactamente donde la filosofía comienza: no sólo con la curiosidad, sino también en el asombro y la confusión, en las perplejidades y paradojas engendradas por la inconsistencia de nuestras inclinaciones cognoscitivas.4 La curiosidad aparece por­ que tenemos preguntas acerca del mundo para las cuales buscamos respuestas. Pero la confusión también aparece porque las respues­ tas que nos inclinamos a dar nunca son totalmente obligatorias; ni siquiera, tal y como están, completamente compatibles entre sí. Al responder nuestras diversas preguntas acerca del mundo y nuestro lugar dentro de él, llegamos a asumir compromisos que engendran sobrecompromiso, de modo que nos vemos precipitados en la per­ plejidad. Los problemas filosóficos surgen cuando las discrepancias aflo­ ran, conforme conducimos nuestros asuntos cognoscitivos, porque hay discordia y falta de armonía entre las respuestas que damos a preguntas relevantes. Los problemas filosóficos se enraizan en el conflicto, la disonancia, la incoherencia, la incongruencia. Una mi­ sión primaria de la empresa es suavizar las cosas. La filosofía trata de hacer en nuestro paisaje cognoscitivo lo que los constructores romanos de caminos en el paisaje físico de su mundo: desarrollar caminos directos, suaves, que hicieran posible moverse más fácil­ mente, con menores obstáculos y frustraciones. 3. Cómo la aporta engendra una diversidad de soluciones Siempre que enfrentamos un grupo aporético, una pluralidad de soluciones está siempre disponible. La contradicción que surge del sobrecompromiso puede ser resuelta abandonando cualquiera de las diversas afirmaciones, de manera que siempre se pueden en­ contrar modos alternativos de evitar la inconsistencia. 4 Kant escribió: “Ahora bien, el asombro es una sacudida del sentido moral que surge de la incompatibilidad de una representación [...] con los principios que ya subyacen en su base, la cual provoca una duda con respecto a si hemos visto co­ rrectamente o si hemos juzgado correctamente" (Crítica del juicio,&cc. 62. Nuestra presente construcción del término generaliza esta construcción excesivamente es­ trecha para incluir un conflicto de “creencias" así como uno de “representaciones".

La teoría de la m oralidad desarrollada en el pensamiento ético griego proporciona un buen ejemplo de una situación aporética tal. El pensamiento m oral griego se inclinaba a la concepción de que la distinción entre lo correcto y lo incorrecto: (1) Importa. (2) Está basada en la costumbre (nomos). (3) Sólo puede im portar si está fundada en la naturaleza objetiva de las cosas (phusci) más que en la m era costumbre. Y así surge un dilema cognoscitivo. La inconsistencia de estas afir­ maciones condujo a las siguientes soluciones: Negar (1): Las cuestiones de lo bueno y lo malo simplemente no importan —son una mera cuestión de poder, de quien logra “establecer la ley” (Trasímaco). N egar (2): La diferencia entre lo bueno y lo malo no es una cues­ tión de costumbre, sino que reside en la naturaleza de las cosas (los estoicos). Negar (3): La diferencia entre lo bueno y lo malo es m eram ente consuetudinaria (nomoi), pero de todas m aneras im­ porta realmente (Heráclito). Tenemos aquí un ejemplo paradigmático de una antinomia: un tema provisto por un grupo aporético de proposiciones, con varia­ ciones fijadas por los varios modos de resolver esta inconsistencia. El problema del filósofo no es el de la ampliación inductiva, sino el de la reducción sistémica, el de una restauración de la consistencia. Y los filósofos no logran alcanzar un resultado uniform e porque este objetivo siempre puede ser logrado de varias m aneras dife­ rentes. La teoría griega de la virtud proporciona otro ejemplo: (1) Si la virtud no produce felicidad/placer, entonces no tiene caso. (2) La virtud sí tiene caso; de hecho, es extremadamente im por­ tante. (3) La virtud no siempre produce felicidad. Hay aquí tres maneras disponibles de evitar la inconsistencia:

Negar ( 1 ): Sostiene que la virtud vale la pena enteramente en sí misma, incluso si no produce felicidad/placer (los es­ toicos, Epicteto, Marco Aurelio). Negar (2): Sostiene que la virtud no tiene, en última instancia, ningún caso y puede ser descartada como un dispara­ te de los débiles (los sofistas nihilistas, e.g. el Trasímaco de Platón). Negar (3): Sostiene que la virtud está automáticamente encami­ nada a producir felicidad (por sí misma siempre pro­ porciona placer real), de modo que las dos están inse­ parablemente interconectadas (Platón, los epicúreos). Todas y cada una de las soluciones de una antinomia filosófica representan una posición distinta, una morada intelectual que al­ guien atrapado en la aporía subyacente puede escoger para habi­ tar; aunque algunas veces nadie lo hace. Esta perspectiva da cuenta de lo que es, a primera vista, un aspecto enigmático del campo, a saber, la preeminencia en la lite­ ratura filosófica de la contraargumentación y las discusiones refu­ tatorias. En las matemáticas nadie se molesta en argumentar que catorce o treintaidós no es una solución satisfactoria a un cierto problema. Esto no tendría caso porque el número de respuestas incorrectas no tiene fin. Pero cuando sólo hay un número limitado de candidatos alternativos viables en la competencia, la argumen­ tación eliminativa y negativa obviamente vendrá a desempeñar un papel mucho más sustancial. Otro ejemplo interesante de antinomia aporética es proporcio­ nado por el tradicional “problema del mal”, cuyo contexto fue proporcionado por el siguiente grupo aporético: ( 1 ) El mundo es creación de Dios. (2) El mundo contiene mal. (3) Un creador es responsable de cualesquiera defectos que su creación pueda contener. (4) Dios no es responsable de los males del mundo. Como ya es usual, hay varias salidas de esta antinomia, y los pen­ sadores del siglo diecisiete que se preocuparon por este problema las intentaron todas:

N egar (1): Un naturalismo estricto (Hobbes). N egar (2): El optimismo (Leibniz) o un rechazo del b ien /m al co­ mo una ilusión basada en un entendimiento im perfec­ to (Spinoza). N egar (3): Una teoría que desconecta la cadena de la responsa­ bilidad de Dios; e.g. vía el libre albedrío del hom bre (Descartes). Niega (4): Una opción no asequible en ese tiempo. Como muestra este ejemplo, los grupos aporéticos pueden estable­ cer conexiones entre teorías aparentemente dispares, entre, diga­ mos, la realidad del mal, por medio de (2), y el origen del m undo, por medio de (1). Pueden reflejar el vínculo entre cuestiones dis­ tantes con preocupaciones muy diferentes. Ésta es la razón por la que la sistematización es tan importante en filosofía, porque el m odo en que contestemos algunas preguntas tendrá repercusiones limitantes para el modo en que podamos contestar otras. A hora consideremos el siguiente grupo aporético, que p ro p o r­ ciona el contexto para la controversia acerca de la libertad de la voluntad: (1) Todos los actos humanos están causalmente determ inados. (2) Los hombres pueden llevar, y llevan a cabo, actos de elección libres. (3) Un acto genuinamente libre no puede ser causalmente deter­ m inado (pues si es determinado así, entonces el acto no es libre por virtud de este mero hecho). Estas tres tesis representan una tríada inconsistente en la cual la consistencia sólo puede ser restaurada por cualquiera de tres en­ foques distintos: N egar (1): “El voluntarismo” —exención de la determ inación cau­ sal en los actos libres de la voluntad (Descartes). N egar (2): “El determ inism o” de la voluntad p or restricciones causales (Spinoza). N egar (3): “El com patibilism o” de la acción libre y la determ ina­ ción causal; por ejemplo, vía una teoría que distingue entre determ inación causal interna y externa, y con-

sidera compatible con la libertad al prim er tipo de determinación (Leibniz). Como lo m uestran tales ejemplos, cualquier salida particular de un grupo aporético está destinada a ser simplemente una salida entre otras. El hecho crucial acerca de un grupo aporético es que siempre habrá una variedad de modos distintos de evitar la inconsistencia en la que nos precipita. Las dificultades aporéticas a veces se desvanecen. Si renuncia­ mos a nuestra fidelidad a las afirmaciones del grupo, simplemente se evaporan. Los cambios en la ciencia, en la cultura o simple­ mente en la moda, por ejemplo, engendran cambios en las creen­ cias extrafilosóficas en las cuales echan raíces los problemas filo­ sóficos. (Las dificultades propias de las teorías presocráticas de los elementos ya no nos inquietan hoy.) Pero no im porta dónde nos ubiquemos e independientemente de cuáles sean precisamente nuestros compromisos totales, las presiones que causan conflictos a través del sobrecompromiso cognoscitivo son inexorables en la filosofía. Aquellos asuntos filosóficos que calan hondo en las bases extrafilosóficas de la preocupación filosófica siempre arrojan una inagotable cosecha de problemas. La dificultad surge a partir de un conjunto de compromisos en conflicto que, no obstante, parecen “ineludibles”, cuyo rechazo parece a prim era vista no ser una opción real en lo absoluto. Por ejemplo, la teoría del conocimiento de los antiguos griegos giraba alrededor del siguiente cuarteto de afirmaciones colectivamente incompatibles: (1) Tenemos algún conocimiento acerca del mundo. (2) Cualquier conocimiento que tengamos acerca del m undo debe venir a través de los sentidos, {Le. en última instancia se enraiza en lo que los sentidos nos ofrecen). • (3) No hay conocimiento genuino {episteme) sin certeza. (4) Los sentidos no producen certeza. Una inclinación a aceptar estas tesis —una tendencia a conside­ rar cada una de ellas probablemente verdadera y (presuntamente) aceptable— prepara el contexto para el conflicto filosófico. Una variedad (limitada) de salidas de la inconsistencia están disponi­ bles:

Negar (1): Sostiene que no podemos tener con ocim iento autén­ tico acerca del mundo (los escépticos pirronianos). Negar (2): Sostiene que el conocimiento genuino acerca del mun­ do puede provenir de la razón sola (los pitagóricos, Platón). Negar (3): Sostiene que el conocimiento adecuado no necesita estar basado en la certeza, pero puede estar basado en lo posible —to pithanon (los escepticos académicos). Negar (4): Sostiene que los sentidos producen certeza en algu­ nos casos —aquellos que resultan en las así llamadas percepciones “catalépticas” (los estoicos). Al encarar este grupo aporético, para decidir debemos deliberar entre estas alternativas. A hora considérese el siguiente cuarteto inconsistente: (1) Tenemos algún conocimiento acerca del mundo. (2) Cualquier conocimiento que tengamos del m undo debe pro­ venir de los sentidos. (3) La experiencia sensorial sólo nos informa acerca de cómo apa­ recen las cosas, no acerca de su realidad (más allá de la expe­ riencia). (4) El conocimiento genuino debe relacionarse con la realidad (más allá de la experiencia) de las cosas. Nótese aquí que si rechazamos (1) o (2), no solamente salimos de la presente aporía, sino que también resolvemos la precedente. Donde las aporías están entrelazadas, podemos resolverlas sistemá­ ticamente, en bloc, ordenando apropiadamente nuestros rechazos. Si tenemos una firm e confianza en nuestros razonamientos, en­ tonces se sigue por el principio inferencial del modus tollens que siempre que una creencia es rechazada, también se deben cues­ tionar algunas de las varias razones (colectivamente obligatorias) sobre cuya base ha sido adoptada esta creencia. Por ejemplo, si uno rechaza el libre albedrío, entonces debe tam bién rechazar una de las siguientes (presuntas) razones iniciales para aceptar la libertad de la voluntad: “Las personas son usualmente responsables de sus actos”, “las personas son m oralm ente responsables sólo p o r aque­ llos actos que son librem ente llevados a cabo”. El rechazo de una

tesis aceptada convierte de inmediato a la familia de razones para su adopción en un grupo aporético. La aporía, una vez presente, tiende a extenderse como incendio sin control a través de cual­ quier sistema racional. 4. Las antinomias estructuran los temas Yace en la naturaleza lógica de las cosas que haya siempre varias salidas distintas de la inconsistencia. Siempre que enfrentamos una antinomia, y sin importar qué solución podamos nosotros mismos favorecer ni cuan firmemente nos persuadamos de sus méritos, subsiste el hecho de que también habrá otras formas de tratar la inconsistencia. Por lo que concierne a la racionalidad abstrac­ ta, distintas soluciones alternativas siempre permanecen disponi­ bles —soluciones que conducen a resultados contrarios e inconsis­ tentes. Un grupo aporético es así una invitación al conflicto: su solución siempre produce una u otra de un grupo coordinado de doctrinas (posiciones, enseñanzas, doxa) mutuamente discor­ dantes. Por consiguiente, el grupo fija el contexto para “escue­ las de pensamiento” divergentes y proporciona el corazón de la disputa para una controversia continua entre ellas. Una familia de tesis inconsistentes cubre un “espacio doctrinar que abarca una variedad de posiciones interrelacionadas, si bien incompati­ bles. Un interesante ejemplo proveniente del dominio de la epistemo­ logía es proporcionado por el así llamado “trilema Münchhausen”, basado en el siguiente grupo aporético :5 (1) A veces tenemos creencias racionales. (2) Para tener una creencia racional debemos tener buenas razo­ nes que justifiquen su aceptación. (3) Una buena razón para una creencia razonablemente sostenida debe ella misma ser (pre)justiflcada —no puede proporcionar una buena razón para algo si no tenemos a la mano una buena razón para aceptarla a ella misma. (4) Una buena razón para una creencia debe ser menos proble­ mática que la creencia misma. 5 ga, 1968.

Sobre

este iriletna, véase Hans A lbert, Traktat über Kritische Vemunft, Tubin-

(5) No obtenemos una buena razón si la regresión de razonesjustificatorias no termina —esto es, sí continúa ad infinitum. Por encima de todo, tenemos aquí un grupo inconsistente. Las tesis (1) a (4) dejan abierta sólo la perspectiva de u n a regresión infinita (sin término), la cual es excluida por (5); mientras que (1) a (3) más (5) deja abierta sólo la perspectiva de una regresión cíclica, la cual es excluida por (4). Mientras que rechacemos tanto al escepticismo adoptando (1), como al irracionalismo adoptando (2), se sigue que sólo hay tres salidas de esta inconsistencia aporética: Rechazar (3): No es necesario que una buena razón esté prejustificada, porque ciertas creencias pueden ser postjustificadas; la justificación puede ser recíproca y cíclica (coherentismo). Rechazar (4): Una creencia no necesita ser justificada p o r algo menos problemático, pues algunas creencias p u e­ den ser autojustificadas; pueden ser autoevidenciadas, de modo que esta regresión de razones p u e­ de terminar en una base autoevidente (fundacionismo). Rechazar (5): Simplemente aceptamos la perspectiva de u n a re­ gresión infinita, insistiendo en que esto no im pide la justificación puesto que nunca necesita ser com­ pletada; es simplemente asunto de proseguir tanto como sea necesario (aceptación de la regresión). Una interesante red de teorías epistemológicas p u ed e ser tejida a través del ejercicio relativamente simple de encontrar la salida propia de la inconsistencia aporética del grupo precedente. La fundam entación de las controversias filosóficas en las si­ tuaciones aporéticas las dota de una cierta! definitividad de es­ tructura. Los distintos modos de resolver un dilem a cognoscitivo presentan una estructura finitam ente diversificada de situaciones interrelacionadas - u n inventario manejable y m odesto de posibili­ dades. A unque las posiciones sobre un asunto diferirán, ni variarán sin límite ni se multiplicarán en una variedad racionalm ente inm a­ nejable. Las cuestiones son tales que las posiciones alternativas se agrupan en una estructura natural que dota de unidad orgánica al

área de problemas. Trazan el mapa de una familia de (finitam en­ te pocas) alternativas que se extienden por el espectro entero de posibilidades para salir de la inconsistencia. Cualquier posible po­ sición sobre el asunto está así destinada a ser una variante de una u otra de una lista manejable (de hecho generalmente muy peque­ ña) de alternativas.6 Y la historia de la filosofía es generalmente lo suficientemente fértil y diversificada como para que todas las alternativas —todas las posibles permutaciones y combinaciones para la solución de problemas—sean de hecho exploradas en al­ gún momento. Las posiciones filosóficas no son unidades separadas y discretas que estén en espléndido aislamiento. Están articuladas y desarro­ lladas en interacción recíproca. Pero su modo natural de interac­ ción no es el de apoyo mutuo. (¿Cómo podría serlo, dada la mutua exclusividad de las doctrinas en conflicto?) Más bien, la competen­ cia y la controversia prevalecen. Se sigue que la perspectiva del pluralismo es una característi­ ca necesaria de la filosofía, profundamente enraizada en la na­ turaleza aporética de la disciplina. En la medida que las doctri­ nas filosóficas resuelven dificultades aporéticas, toda posición de­ be por necesidad tener sus rivales que estén en desacuerdo con ella en aspectos fundamentales. Las situaciones aporéticas simple­ mente no dan cabida a la idea de una tesis “común denomina­ dor” que sea retenida por todas las teorías rivales. Simplemente no hay posiciones en filosofía “invariables con respecto a su base” —doctrinas que se sostengan no importa qué enfoque decidamos adoptar. Cualquier tesis aporética puede ser sacrificada en aras de lograr la consistencia, y en general ello hace que a final de cuentas todas las posibilidades sean realmente intentadas. Todas las permutaciones y combinaciones para resolver la inconsisten­ cia encuentran sus partidarios: todos los cambios son proclama­ dos, todos los elementos variables son variados. La búsqueda de los antiguos estoicos y epicúreos (Hipias) de un sistema “natu­ ral” de creencias basado en lo que es común a diferentes grupos G Esta posición general de que los problemas filosóficos involucran situacio­ nes antinómicas de las cuales hay sólo un número finito salidas (lo cual, en general, el curso histórico del desarrollo filosófico de hecho indica) está prefigurado en las deliberaciones de Wilhelm Dilthey. Véase Gesammelte Schriften, Stuttgarty Gotinga, 1960, vol. VUI, p. 138.

(que adoptan diferentes doctrinas, costumbres, moralidades, reli­ giones) es inúdl porque ningún elemento por sí mismo perm anece inafectado conforme nos movemos a través del rango de variación. Dado que las “escuelas” rivales resuelven un grupo aporético de diferentes modos, el área de acuerdo entre ellas, aunque siempre presente, seguramente será demasiado estrecha como para evitar el conflicto. La estructura de los problemas surge de la sobredeterminación cognoscitiva de la inconsistencia, pero cualquiera que sea la solución a la que se llegue, está simplemente subdeterminada por los compromisos compartidos, en los que m utuamente se ha acordado. De tiempo en tiempo los filósofos proponen una variante revi­ vida del viejo programa estoico de ática conforme buscan puntos de acuerdo universal entre los códigos morales de diferentes cul­ turas y sociedades.7 Pero la limitación decisiva de tal enfoque es que en filosofía simplemente no hay tales variantes universales. A m edida que los filósofos van y vienen, todo lo que puede variarse ha sido variado; en general, no hay puntos invariables de consenso universal. 5. iPueden las diferentes escuelas debatir sobre las mismas cuestiones? La naturaleza gregaria del filosofar merece comentarse. En la an­ tigüedad tenemos aristotélicos y platónicos, estoicos y epicúreos; en la Edad Media, tomistas, agustinianos y escotistas; en los tiem ­ pos modernos, racionalistas y empiristas, y así sucesivamente. El que los filósofos caigan en hermandades doctrinales tales como “escuelas de pensamiento” y “tradiciones” es explicado sin difi­ cultad por la teoría presente. Puesto que las doctrinas filosóficas em anan de desatar los nudos aporéticos, sólo un núm ero lim itado de soluciones puede estar disponible. Los filósofos caen así en agrupam ientos que están unidos p o r una afinidad de fundam en­ tos doctrinales. Parece un hecho de la vida que haya siem pre di­ ferentes escuelas de pensamiento sobre “las mismas” cuestiones, aproximaciones diferentes a la solución de “los mismos*’ p ro ­ blemas. 7 Cfr. Héctor-Ncri Castañeda, On Philosophical Method, Bloomington, Ind., 1980, p, 20, y “Thinking and the Structure of the World", Pkilosophia, 1974, no. 4, pp. 3-40.

Esta concepción encuentra oposición desde varias direcciones. Algunos teóricos han argumentado que las doctrinas filosófi­ cas en conflicto representan posiciones que son inconmensurables. Las distintas posiciones simplemente no pueden ser comparadas en cuanto a su acuerdo o contradicción: ninguna medida común de comparación puede establecerse entre ellas. Desde esta pers­ pectiva, H enryjohnstone ha sostenido que ningún filósofo puede jamás siquiera “imaginar cómo serían las cosas si la posición de su oponente fuese verdadera” porque cada quien está profunda­ mente comprometido con la concepción de que su propia posición “incluye toda la evidencia relevante y que por lo tanto no es po­ sible ningún enunciado que aduzca evidencia en contra de ella”.8 Por consiguiente, la contraargumentación filosófica no puede ha­ cer más que proceder ad hominem con vistas a la autoconsistencia interna, limitando su atención a los conflictos estrictamente in­ ternos mostrando que una de las afirmaciones de un filósofo no concuerda con alguna otra. Pero no hay relaciones externas en lo absoluto: X simplemente no puede entrar en contacto con la posi­ ción de Y. Un filósofo ni siquiera aborda (ya no digamos refuta) la posición sustantiva de un sistema rival: simplemente no hay modo de establecer una relación significativa entre diferentes doctrinas filosóficas. Los filósofos, se sostiene, no comparten cuestiones en común. Sostienen concepciones no comparables; no pueden estar en des­ acuerdo y no pueden tampoco estar de acuerdo. Las diferentes posiciones doctrinales están totalmente desconectadas; las dife­ rentes teorías son inconmensurables, no pueden ser expresadas en unidades comunes de pensamiento. Las tesis filosóficas sur­ gen (solamente) en un contexto y no pueden ser arrancadas de sus respectivos contextos sin una distorsión que las vicie. No hay ni puede haber contextos universales, omniincluyentes: todos los contextos son específicos de una situación. Cada pensador debe ser entendido sobre su propio terreno, en sus propios términos; no hay posibilidad de que los pensadores compartan tesis o teo­ rías, no hay una base ajena a todas las posiciones para hacer una comparación o un contraste. No hay perspectivas de desacuerdo (ni de acuerdo) que crucen la línea divisoria de diferentes compro8 Johnstone, Philosophy and Argument, p. 1.

. . n m n n i c a c i ó n real en lo absoluto a misos teoncos, porque no v.™, hay rcomún través de estas fronteras. Las posiciones filosóficas ocupan asi mundos de pensam iento separados y d e sco n e ctad o s. Los partidarios de diferentes teorías literalm ente “hablan un lenguaje diferente”, de m odo que cuando uno hace una aserción y el otro una negación no es a misma cosa la que esta en cuestión. En la órbita del lenguaje ing es, e vocero principal de tal concepción fue R.G. Collingwood.

P, p o d r ía m o s p r e g u n t a r ¿ Q u é p e n s a r o n K a n t, L e ib n iz o B e r k e le y a c e r c a d e P T \ y si e s a p r e g u n t a S i h u b ie r e u n p r o b le m a p e r m a n e n te

p u d ie s e se r r e s p o n d id a , p o d r ía m o s p r o c e d e r a p r e g u n t a r

¿ E ra c o ­

r r e c to lo q u e p e n s a r o n K a n t, L e ib n iz o B e r k e le y a c e r c a d e P ? lo q u e se p ie n s a q u e es u n p r o b le m a p e r m a n e n te n ú m e r o d e p r o b le m a s tra n s ito rio s ,

P ero

P es r e a lm e n t e u n

P \ , P 2, Pf¡r- ■■c u y a s p e c u lia r id a d e s

in d iv id u a le s s o n b o r r a d a s p o r la m io p ía h is tó r ic a d e la p e r s o n a q u e la s e n g lo b a ju n t a s b a jo el n o m b r e

P .9

Una línea de ataque similar es favorecida no tanto por los filosofos como por los historiadores intelectuales. A veces afirm an que todo pensador se sostiene totalmente por sí mismo, que toda enseñanza es en última instancia distintiva, toda tesis tan im pregnada con el característico estilo de pensamiento de su proponente, que ningún par de pensadores discute jamás “la misma” proposición. Como lo expone un escritor: T a n p r o n to c o m o v e m o s q u e n o hay id e a d e t e r m in a d a a la q u e h a ­ y a n c o n tr ib u id o v a rio s e s c rito re s , sin o s ó lo u n a v a r ie d a d d e e n u n c ia ­ d o s h e c h o s c o n las [m ism as] p a la b r a s p o r u n a v a r ie d a d d e d ife r e n te s a g e n te s c o n u n a v a r ie d a d d e in te n c io n e s , e n to n c e s lo q u e e s ta m o s v ie n d o es q u e n o hay h isto ria d e la id e a [c o m o tal] q u e p u e d a s e r e s ­ c rita , s in o s ó lo u n a h isto ria n e c e s a r ia m e n te e n f o c a d a e n lo s d iv e r s o s a g e n te s q u e u sa ro n la id e a , y / o en sus v a r ia d a s s itu a c io n e s e i n t e n c io ­ n e s a l u s a r la .10

Condiciones contextúales de lugar, tiempo, educación, interés y así sucesivamente, separan a los pensadores uno del otro con barreras 9 R.G. Collingwood, An Autobiography, Oxford, 1939, p. 69. 10 Quentin Skinner, “Meaning and Undcrstanding in the History of Ideas", Histary and Theory, no. 8, 1969, pp. 3-53 (véase p. 38).

insuperables. H.J. Randall, jr„ ha formulado esta concepción de modo cabalmente directo: Los problem as de una era finalm ente son ir relevantes para los de o tr a ... cQ ue liga hay entre los propósitos y problem as de un poeta ateniense, com o Platón; un senador romano, com o Cicerón; un m on j e m e íeva , com o Tomás de Aquino; un pionero científico del siglo d iecisiete, com o Descartes; un profesor alemán, com o Kant [.. .?] Los problem as filosóficos de una era, com o los conflictos culturales de los que surgen, son irrelevantes para los de otra.11

No hay^ escuelas de pensamiento” que compartan compromisos y no hay “asuntos perennes” tratados por generaciones sucesivas de pensadores. Pensadores diferentes ocupan mundos de pensamien­ to diferentes. El pensamiento de todo pensador se sostiene aparte en espléndido aislamiento; nunca se puede decir que filósofos dis­ cordantes contribuyan a las mismas cuestiones que están teniendo lugar: Simplemente no hay problemas perennes en filosofía: sólo hay respuestas individuales a preguntas individuales, con tantas respuestas diferentes como preguntas hay, y tantas preguntas di­ ferentes como interrogadores hay.”12 Los filósofos de diferentes persuasiones están separados uno del otro por un golfo sobre el que no se pueden poner puentes. Pero esta posición exagera la incomprensión mutua hasta el ab­ surdo. Por supuesto, la incomprensión puede occurrir y a veces - ocurre a través de extensiones de tiempo o espacio cuando están involucradas disimilaridades conceptuales mayores. Pero éste no es generalmente el caso. La filosofía es asunto de investigación públicamente accesible. Si un pensador no considerase objetos públicos —comunalmente disponibles y evaluables—a sus doctrinas y los argumentos que las apoyan, estaría haciendo algo muy diferente del filosofar. Encerrar a cada filósofo en la celda de algún pretendido mundo propio es perder de vista el significado mismo de la empresa como empresa cognoscitiva. Las posiciones filosóficas evolucionan dialécticamente, en in­ teracción mutua. Algunas están diseñadas para justificar otras; o, 11 John H. Randall, Jr., The Career of Philosophy, Nueva York, 1962, vol. I, p. 7. 12 Ibid., p. 50.

más comúnmente, para estar en desacuerdo con ellas. Aristóte­ les está buscando deliberadamente criticar y reem plazar la teoría de las ideas; Kant explícitamente se esfuerza por refutar la teo­ ría humeana de la causalidad. Las diferentes filosofías no brotan en un aislamiento aséptico; evolucionan como soluciones rivales a problemas compartidos. En general, los filósofos fallan en llegar a un acuerdo no porque no entiendan las concepciones de los otros, sino porque las rechazan. Los deterministas y los indeterministas no están en desacuerdo acerca de lo que es la causalidad, sino acerca de su alcance ex­ plicativo. Los escépticos y los cognoscitivistas no necesitan estar en desacuerdo acerca de la idea de conocimiento, sino acerca de su disponibilidad. Estatistas y libertarios no chocan con respecto a los deseos que tienen los individuos, sino acerca del peso que éstos debieran llevar en las deliberaciones de política pública. To­ das esas controversias fluyen de un acuerdo acerca del rango o jurisdicción o deseabilidad de ciertos factores con respecto a cuya naturaleza hay poco o ningún desacuerdo. Dos polaridades, la pública (generalmente compartida) y la do­ méstica (idiosincrásica), caracterizan el trabajo de todo pensador filosófico. El historiador filosófico tiende a estar más en el lado pú­ blico -lo s asuntos que trascienden a las personas, que facilitan las relaciones. El historiador intelectual se explaya en los com porta­ mientos característicos de las personas que definen la unicidad. Ambos lados están ahí para ser tomados en cuenta. Pero el prim e­ ro es crucial porque nuestro interés primario está en los asuntos filosóficos como tales. Éstos siempre son del dominio público.

6. Consecuencias de la inconmensurabilidad La adhesión rígida a la perspectiva de la inconmensurabilidad sim­ plemente destruye la disciplina de un porrazo. Si las opiniones de los filosofes no pueden ser puestas en contacto entre sí - s i son en efecto inconmensurables, con cada teoría encerrada en un m undo propio entonces se vuelven enteramente inaccesibles. Todos nos Z T Z ! r ° Sr n m ,Ónadas leibn“ ¡anas sin ventanas, pero despoja­ dos del beneficio de una armonía preestablecida. Una insistencia dogmática en la incomprensión m utua es infruc­ tuosa y autodestructiva. El contacto de algún tipo es esencial. Si

no podemos en principio relacionar el pensamiento de filósofos distintos mediante la identidad y la similaridad, si no podemos decir que aquí están discutiendo las mismas (o similares) cuestio­ nes y que están sosteniendo las mismas (o similares) respuestas, entonces desde luego que estaremos en aprietos. Pues si no po­ demos relacionar el pensamiento de X con el de Y, tampoco pode­ mos relacionarlo con el nuestro. Sin el horizonte de problemas y tesis compartidos considerados en común por diversos pensadores, toda esperanza de interpreta­ ción y comprensión se pierde. Todo pensador —cada uno de noso­ tros, desde luego—estaría encerrado dentro de los impenetrables muros de su propio mundo de pensamiento. Si X y Y no pue­ den en principio sostener las mismas (o similares) cosas, entonces cualquier esperanza de comunicación es destruida. Si una mente filosófica no puede conectarse con otra, entonces nosotros mismos no podemos conectarnos con nadie tampoco. Ante la ausencia de relacionabilidad con otros tiempos y lugares, el historiador mis­ mo enfrentaría asuntos con los que no es capaz de tratar. Si Kant no puede abordar los problemas de Hume, tampoco puede Co­ llingwood. Si los filósofos no pueden hablar entre sí, no pueden hablar con nosotros. Cualquier expectativa de discusión comunal sobre asuntos compartidos es destruida de inmediato. Privada del elemento sustentador de la vida de la comunicación, la disciplina sufre una muerte veloz. Las posiciones filosóficas tienen sentido en tanto que niegan algo: omnis affirmatio est negatio. Reclaman la verdad negando la falsedad; afirman salvar el discernimiento atacando el error peli­ groso. Para este fin debe haber contrastes. Si se niega la existencia misma de posiciones rivales y se las considera literalmente inconce­ bibles, no puede haber nada sustancial en la visión propia. Donde no hay enemigo que atacar, no hay posición que defender. Conside­ rar incomprensibles a las posiciones rivales es rebajar y devaluar la propia; si las posiciones opuestas fuesen conceptualmente in­ asibles en sus naturalezas mismas, tendría poco caso tomar una actitud que las evite. Donde ninguna posición rival tiene la más pequeña verosimilitud, la defensa de la única posición “disponi­ ble” deja de tener objeto. Negar la posibilidad de desacuerdo filosófico afirmando la in­ conmensurabilidad es abandonar desde el comienzo la empresa

como un proyecto cognoscitivo significativo. Sólo si el desacuerdo es posible tiene sentido la empresa. De seguro, nunca podremos decir lisa y llanamente, sin un escrutinio más detallado, que X y Y significan la misma cosa me­ diante las mismas palabras e incluso mediante los mismos enun­ ciados. Lo que quieren decir y lo que sostienen puede muy bien necesitar de un cuidadoso examen y análisis. Debiera reconocerse que cuando sostenemos relaciones de similaridad y diferencia en­ tre las aserciones de X y Y, estamos constreñidos a hacerlo sobre la base de comparaciones hechas dentro del marco de nuestras propias construcciones e interpretaciones de sus posiciones. Nuestro propio pen­ samiento acerca de su pensamiento es (y en la misma naturaleza de las cosas tiene que ser) el tertium quid que proporciona el vehículo de la relación. Las relaciones de semejanza o similaridad doctri­ nal no son hechos transparentes, sino que representan teorías de nosotros que deben surgir de nuestros estudios y análisis. Pero no hay —ni puede haber—razón de principio por la que no podamos convincentemente sostener que aquí y ahí X y Y están discutiendo sustancialmente el mismo asunto y sosteniendo posiciones discor­ dantes o concordantes concernientes sustancialmente a las mismas cuestiones. En suma, las expectativas de acuerdo y discordia no pueden ser descartadas sobre la base de principios generales. Los filósofos se ocupan de problemas persistentes; problemas que inquietan no sólo a sus contemporáneos, sino también, no po­ cas veces, a sus predecesores y sucesores.13 Y los problemas básicos con los que los filósofos tratan son propiedad pública, de modo 13 John Kek.es ha expresado bien el punto importante; [Para entenderlo propiamente, debemos] ir al corazón de la preocupación de un filósofo: al problema que quería resolver. Platón, Hobbes, Locke y Popper están todos preocupados con la naturaleza y justificación de la autoridad política. Los estoicos, Spinoza, Kant, y Sartre, lodos incluyen el análisis y la comprensión de la libertad individual en el núcleo de su pensamiento ético. Aristóteles, Stuart Mili, Frege y Quine comparten el problema de la necesidad lógica. Su motivación, voca­ bulario, retórica y situaciones difieren. Pero los problemas son los mismos... En suma, el entendimiento histórico hace posible ver el sentido del trabajo de un filó­ sofo familiarizándonos con el problema que el filósofo estaba tratando de resolver. Sin este entendimiento no se puede juzgar el trabajo porque no se puede juzgar si el problema que se estaba tratando de resolver ha sido resuelto. (The Na ture of Pkilosopky, p. 171)

filcow / res02 / 26

que las investigaciones tienen que ser conducidas en el dominio público mediante recursos generalmente disponibles. Un autor reciente nos dice que debiéramos “entender la filoso­ fía no como un conjunto de problemas, sino como un conjunto de textos”.14 Así, se funciona como filósofo no en virtud de los pro­ blemas que considera, sino en virtud de aquellos en los que busca inspiración, apoyo u oposición en el curso de las discusiones pro­ pias. Pero esta pretendida innovación suena más radical de lo que es, pues la cuestión de por qué se abordan esos textos particulares surge de inmediato. Si se hace debido a consideraciones de estilo o en busca de fuentes históricas, entonces no se está haciendo filosofía. Mas si se hace para evaluar las ideas y examinar críticamente los asuntos, las preguntas, las afirmaciones, entonces se está actuan­ do, desde luego, como filósofo. Pero entonces, por supuesto, la preocupación no serían los textos como tales, sino los problemas que se están considerando en dichos textos. La relevancia de los textos se establece a través de las preocupaciones sustantivas, y es así que los problemas se vuelven centrales nuevamente. Los filósofos aspiran a ser los que solucionen los problemas, y en algún nivel de generalidad siempre comparten sus problemas con otros. El asunto que tenemos ahora ante nosotros proporciona una clara ilustración de esta circunstancia. Nuestro problema cen­ tral —la persistencia del conflicto y la diversidad filosóficas— ha estado en la agenda de la filosofía desde el tiempo de los escép­ ticos de la antigüedad clásica y es un problema perenne que ha inquietado a los pensadores filosóficos de todas las épocas. También merece atención un ulterior argumento en contra de la expectativa de desacuerdos reales: la tesis de que el entendi­ miento adecuado requiere un acuerdo real. Si esto fuese así, en­ tonces ninguna tesis o afirmación podría ser propiedad común de pensadores que no tienen visiones en común. Pues para estar en desacuerdo de modo significativo con las afirmaciones de al­ guien, prim ero tendríamos que comprenderlo adecuadamente; y tal comprensión, puesto que por hipótesis requiere de acuerdo, automáticamente excluye el desacuerdo. Ningún choque con res­ pecto a “las mismas” tesis es posible, porque el desacuerdo por su 14 Stanley Cavell, The Claim ofReason, Oxford, 1979, p. 3-4.

misma naturaleza conlleva diferencias de significado en su surgi­ miento. « . . . Si el entendimiento presupone acuerdo, entonces el principio de caridad” de que las personas en general usan su lenguaje apro­ piadamente —una inocua idea que debemos adoptar si es que ha­ bremos alguna vez de entender a los usuarios de un lenguaje di­ ferente— nos comprometería de inmediato con un ‘ principio de verdad”. Para entender las opiniones de otro filósofo tendríamos que suponer que está en lo correcto en todo. Para entender a Plotino tendríamos que aceptar su sistema completo en asuntos de teoría y doctrina —hipóstasis, emanaciones, maquinaria categóri­ ca, y todo lo demás. Sólo si estuviésemos dispuestos a concederle corrección fundamental a su posición seríamos capaces de enten­ der a un filósofo. Pero ésta es claramente una idea forzada e insostenible. La doc­ trina de que el entendimiento requiere acuerdo presenta una elec­ ción de Hobson entre alternativas inaceptables, pues nos lleva al molesto dilema de que, por lo que respecta a las declaraciones de Parménides, de Berkeley o de cualquier filósofo cuyas con­ cepciones consideremos inaceptables, tenemos que elegir entre aceptarlas como esencialmente correctas, por un lado, o descar­ tarlas como totalmente ininteligibles, por el otro. Disentir con res­ pecto a (por ejemplo) la negación eleática de la realidad del cambio significaría que nuestra visión de esta actitud teórica debe ser que en el fondo es jerigonza ininteligible, pero no puede ser que es sim­ plem ente errónea. Pero afortunadamente en realidad no son así las cosas. La doctrina de que el entendimiento requiere acuerdo es gra­ vemente defectuosa al dar peso insuficiente a la distinción crucial entre lo que tomamos como verdadero según nuestra propia inter­ pretación y lo que tomamos como la visión de ellos de la verdad. El segundo puede, por supuesto, diferir radicalmente del prim e­ ro. Y puede hacerlo sin volverse ininteligible en tanto que seamos capaces de adoptar una “suspensión de la incredulidad” y form ar alguna visión de cómo otros arreglan sus problemas cognoscitivos en m odos hipotéticamente diferentes de los nuestros. El r a z o n a m ie n t o hipotético y las suposiciones que contravienen a las creencias son aquí la clave. Hay, desde luego, una conexión entre inteligibilidad y verdad, pero “la verdad” en cuestión no tiene que ser ni la verdad real ni lo que uno se inclina a aceptar como

tal, sino meramente una verdad putativa a la cual se puede perfec­ tamente recurrir en el modo hipotético de suposición, presunción o conjetura. Se puede abordar de modo no problemático la cues­ tión de cuál sería la situación si ciertas creencias propias fuesen erróneas. Por ende uno puede llegar a entender la posición de al­ guien que sostiene que esto es así. El entendimiento no presupone el acuerdo. Por consiguiente, no hay una buena razón para pensar que las tesis reflexionadas bilateralmente nunca proporcionan motivos de disputa a través de divisiones doctrinales; que escuelas diferentes de pensadores no pueden estar en desacuerdo acerca de asuntos mutuamente controvertidos. Y esto es de lo más afortunado. La consecuencia última de la doctrina de la inconmensurabilidad se­ ría bloquear cualquier expectativa del desarrollo dialéctico que es de hecho la sangre vital de la filosofía. Pues el filósofo se sien­ te obligado a realizar sus trabajos precisamente porque es cons­ ciente de que alternativas tentadoras y verosímiles hacen señales atractivas que podrían conducir a error al incauto. 7. ¿Por qué no simplemente “vivir con la inconsistencia”?El imperativo de la racionalidad cognoscitiva El sostenimiento de la consistencia es la tarea clave de la filosofía. ¿Pero no es la consistencia misma un mero ornamento, un lujo prescindible? Rousseau escribió a uno de sus corresponsales que no deseaba ser encadenado por la consistencia de mente estrecha; se propuso escribir cualquier cosa que en el momento le pareciera tener sentido. En un escritor de belles lettres, este tipo de flexibi­ lidad puede ser refrescantemente liberal. Pero un enfoque tal no es válido para un filósofo. La filosofía, en su misma naturaleza, es una arriesgada empresa de sistematización y racionalización, de hacer a las cosas inteligibles y accesibles al pensamiento racional. Su preocupación es el orden racional y la coherencia sistémica de nuestros compromisos. El compromiso con la coherencia racional es una parte de lo que hace a la filosofía ser la empresa que es. Pero ¿por qué no abrazar la contradicción en un espíritu de apertura en vez de huir de ella?15 La respuesta es que rechazar las lñ Paul K. Feyerabend adopta el uso concurrente de teorías científicas mutua­ mente inconsistentes dentro un “pluralismo teórico". Véase su ensayo “Problema

inconsistencias es el único camino hacia la comprensión y el en­ tendimiento. En la medida en que no resolvamos un asunto de un modo definido con exclusión de los demás, no lo resolvemos en lo absoluto. Sólo una solución coherente, excluyente de alternativas, es una solución absoluta. Después de todo, la filosofía, es una cuestión de investigación. Se enraiza en la curiosidad humana, en el “hecho de la vida de que tenemos preguntas y queremos respuestas racionalmente sa­ tisfactorias a las mismas. No estamos contentos con la información acerca de qué respuestas le gusLaría tener a la gente (sicologismo) ni con la información acerca de qué tipo de respuestas están dis­ ponibles (tráfico de posibilidades). Lo que queremos es una guía racional acerca de cuáles respuestas adoptar, de cuáles afirmacio­ nes son correctas o en todo caso razonables. La presencia de una inconsistencia en la formulación de una posición es autodestructiva. Responder “sí y no” es en efecto no ofrecer respuesta en lo a b so lu to ria s respuestas que no excluyen tam ­ poco se las arreglan para obtener inclusiones útiles. Sólo donde se niegan algunas posibilidades se afirma algo: “Toda determinación es negación” (omnis affirmatio est negatio). Una teoría lógicamen­ te inconsistente acerca de algo es por ello mismo autodestructiva; no meramente porque “afirma una imposibilidad”, sino porque no proporciona información sobre la materia en cuestión. Una “posición” inconsistente no es una posición en lo absoluto. Mante­ nerse en buenos términos con todas las posiciones requiere que no adoptemos ninguna. Pero el sentido de sostener alguna posición es tener una respuesta a una pregunta u otra. Si fracasamos en resolver el problema en favor de una posibilidad u otra, no tene­ mos una respuesta. En la medida en que fracasamos en resolver el asunto en favor de una alternativa u otra, también fracasamos en llegar a alguna respuesta a la pregunta. Un ubicuo decir que sí es socialmente complaciente, pero informativamente inútil. (Compá­ rese la defensa de Aristóteles de la ley de no contradicción en el libro Gama de la Metafísica.) En tanto que y en la medida en que permanecen las inconsistencias, nuestra meta de conseguir infor­ mación en la adquisición de entendimiento se ve frustrada. of Empiricism" en R.G. Colodny (cornp.), Beyond the Edge ofCertainty, Endewood Cliffs, N J., 1965, pp. 145-260 (esp. pp. 164-168).

A la insistencia de Alicia de que “uno no puede creer cosas im­ posibles , la Reina Blanca replicó: “Me aLrevo a decir que no has tenido mucha práctica. Guando yo tenía tu edad, siempre lo hacia durante media hora al día. Es por ello que algunas veces he creído hasta seis cosas imposibles antes del desayuno.” Pero incluso con práctica, la tarea es incómoda e insatisfactoria. Un profundo com­ promiso con las exigencias de la racionalidad es una hebra que corre a través de todo el tejido de nuestro filosofar; la dedicación a la consistencia es el imperativo fundamental de la razón. “Mantén tus compromisos consistentes” es el mandato imperante en la filosofía. No queremos meramente respuestas, sino respuestas ra­ zonadas, respuestas defendibles que cuadren con lo que vamos a decir en otros contextos y en otras ocasiones. Y esto significa que debemos regresar y limpiar el establo de Augías de nuestras incli­ naciones cognoscitivas. Suscribir una diversidad discordante de aserciones es, después de todo, no enriquecer la posición propia a través de una política particularmente generosa de aceptación, sino empobrecerla. Re­ husarse a discriminar es irse con las manos vacías, sin respuestas a nuestras preguntas. No es un modo particularmente elevado de hacer filosofía, sino un modo de no hacer filosofía en lo absoluto, de evadir los problemas del área, de abandonar el proyecto tra­ dicional de la filosoíía de dar solución racional a los problemas. Estamos compelidos a sistematizar nuestro conocimiento en un todo coherente, ordenando estrictamente lo que aceptamos a la luz de los principios de racionalidad. El filosofar es un trabajo de la razón; queremos que nuestras soluciones a los problemas estén respaldadas por buenas razones; razones cuyo sostén sin duda no será absoluto y definitivo, pero será, en cualquier caso, tan preci­ so como sea posible dadas las circunstancias. El razonamiento y la argumentación son, así, el alma de la filosofía. Pero ¿por qué dedicarse a la filosofía racionalizados, después de todo?, ¿por qué aceptar esta disciplina como un campo de inte­ rés del propio esfuerzo humano? La respuesta es que es un com­ ponente integral e indispensable del proyecto más amplio de in-í vestigación racional concerniente a asuntos humanamente im por­ tantes. Esto, de seguro, simplemente lleva la cuestión hacia atrás: ¿Por qué dedicarse a la investigación razonada? Y esta pregunta se di­ vide en dos componentes.

El primero es: ¿Por qué dedicarse a la investigación? La respuesta es doble: el conocimiento es su propia recompensa, y (2) el cono­ cimiento es el instrumento indispensable para la realización más eficiente y efectiva de otras metas. Buscamos el conocimiento fi­ losófico porque debemos hacerlo; porque aquellos grandes temas acerca del hombre y su lugar en el esquema del mundo, de lo ver­ dadero y lo bello y lo bueno, de lo correcto y lo erróneo, de la libertad y la necesidad, la causalidad y el determinismo, y así su­ cesivamente, nos importan grandemente —a todos nosotros parte del tiempo, y a algunos todo el tiempo. Nos dedicamos a la inves­ tigación filosófica porque es importante. El segundo componente es: ¿Por qué la investigación razonada:? La respuesta es que el hombre es el animal racional. No queremos meramente respuestas, sino respuestas que puedan satisfacer. Y la razón proporciona nuestros estándares de satisfactoriedad en este sentido. El filosofar no es meramente una cuestión de ser consisten­ te; el nihilismo nos permitiría lograr esta finalidad: si no afirm a­ mos nada, nuestras afirmaciones no pueden ser inconsistentes. Lo que queremos no es sólo consistencia, sino respuestas consistentes a nuestras preguntas, respuestas que podamos en buena concien­ cia considerar apropiadas —sostenibles y defendibles. Las “grandes preguntas" de la filosofía —del lugar del hombre en la naturaleza, del libre albedrío, del deber y la obligación, el conocimiento y la ignorancia, y así sucesivamente— nos tocan demasiado de cerca como para permitir que nos sintamos cómodos al ignorarlas to­ talmente. Sin duda, aquí como en otras partes hay lugar para la división del trabajo. Pueden ser ignoradas por toda la gente parte del tiempo, y por algunas personas todo el tiempo. Pero no es adecuado y, desde luego, no es posible que sean ignoradas por todas las personas todo el tiempo. Incluso podemos consolarnos cuando no las abordamos nosotros mismos, y de hecho lo hace­ mos, al darnos cuenta de que están siendo abordadas por algún otro, al percatarnos de que a algunas personas les im portan estos asuntos lo suficiente como para llevar a cabo una valiente lucha por llegar al fondo de las cosas. En suma, “nosotros” —la comu­ nidad de seres racionales—queremos ser capaces de sostener un conocimiento, o en todo caso una “afirmabilidad justificada”, con respecto a nuestras afirmaciones concernientes a la naturaleza de las cosas. La filosofía es una investigación que busca resolver los problemas que surgen de la incoherencia de nuestros compromi­

sos extrafilosóficos; abandonar la filosofía es descansar contentos con la incoherencia. Uno puede, por supuesto, dejar de hacer fi­ losofía (y esto es lo que los escépticos de todas las orientaciones siempre han querido). Pero si se va a filosofar en alguna forma, no se tiene otra alternativa que proceder mediante los argumen­ tos y el razonamiento, recurriendo a los vehículos tradicionales de la racionalidad humana. Aun así, ¿es la consistencia misma algo enteramente fijo y defi­ nido? ¿Qué con el hecho de que hay diferentes sistemas de lógica? ¿No abre esto la posibilidad de que la inconsistencia de un hombre sea la compatibilidad del otro? Quizá. Pero en este punto debemos ser radicalmente estrictos. Si incluso el lógico más fastidioso dis­ cierne problemas, debemos echarnos a cuestas la preocupación. En interés de la adecuación filosófica, las proposiciones que yux­ taponemos deben, como la esposa del César, estar por encima de la sospecha; si hay cualquier base razonable para formular cargos de incompatibilidad en cualquier sistema de lógica viable, entonces se impone la necesidad de hacer ajustes. El caso podría ser distinto si la filosofía fuese un esfuerzo es­ trictamente práctico en vez de uno teórico. En la ingeniería, por ejemplo, o incluso en la ciencia, el uso concurrente de teorías inconsistentes podría justificarse sobre bases pragmáticas; podría efectivamente guiar nuestras interacciones con la naturaleza.16 En la filosofía se nos niega este consuelo. Los fines de la empresa son fundamentalmente cognoscitivos, no prácticos, y desde el punto de vista cognoscitivo, si no tenemos una doctrina coherente, no tenemos nada. Como lo indica esta línea de pensamiento, dos metas básicas disponen la escena para la investigación filosófica: (1) el apremio de saber, de tener respuestas a las preguntas, de mejorar nues­ tros recursos cognoscitivos, de agrandar nuestra información, de extender el rango de las tesis aceptadas, de llenar un vacío intelec­ tual. Pero esto en la naturaleza del caso —dado el carácter de sus “datos”— conduce inexorablemente al sobrecompromiso, a la sobrepoblación informativa, a la inconsistencia. Y ahora viene (2), el 1(5 Seguramente, esto refleja una particular orientación de valores cognosciti­ vos. El estado de la cuestión sería diferente si, adoptando las Tesis sobre Feuerbach (1845) de KarI Marx, adoptáramos la línea:44Los filósofos solamente han interpretado el mundo de varias maneras, pero la tarea real es transformarlo".

apremio de la r a c i o n a l i d a d : tener una leona c o b re n * nuestros compromisos consistentes. El pr.m er .mpetui es expans^ vo y ampliador; el segundo, contract.vo y elim inador H abiendo inspeccionado el terreno, queremos crear un mapa o r “ l;l él. Queremos ser capaces de e n c o n tr a r nuestro camino m ediante la ín stru m e n talid a d de la inteligencia crítica. Pero, ¿no es el ím petu hacia el conocimiento (o en todo caso hacia las respuestas razonables) simplemente un ejercicio-sin c>j to, un fetiche irracional? ¿No podría resultar nuestra busqueda de “información” algo que en última instancia no podem os ju sü iicar. En prim er término, incluso si la “búsqueda del conocim ien­ to” fuese mero fetichismo, aun así perm anecería irrevocablem ente nuestra; es algo a lo cual nosotros, siendo el tipo de criaturas que somos, estamos inamoviblemente com prometidos. Estamos consti­ tuidos de tal m anera que no podemos estar plenam ente contentos donde no nos sentimos “en casa”, y no nos podem os sentir confor­ tablemente en casa en un mundo que no entendem os. ^ La misma necesidad de entendimiento tiene una razón más p ro ­ funda. Pues desde luego hay una buena razón p or la que nosotros los humanos buscamos el conocimiento: es nuestro destino evo­ lutivo. No somos numerosos y prolíficos (como la horm iga y la termita), ni duros y agresivos (como el tiburón). Siendo criaturas débiles y vulnerables, estamos constreñidos a buscar nuestro cami­ no evolutivo en el m undo mediante el uso del p o d er del cerebro. Es por el conocimiento y no p or caparazones duros, colmillos fi­ losos o dientes agudos que hemos esculpido nuestro nicho en él esquema de las cosas de la evolución. En situaciones de frustración y confusión cognoscitiva no podemos funcionar efectivam ente co­ mo el tipo de criatura que la naturaleza nos ha obligado a ser. La confusión y la ignorancia -incluso en materias tan “rem o tas” y “abstrusas” tales como aquellas con las que trata la filosofía— dan lugar a consternación e incomodidad. El viejo dicho es p erfecta­ mente verdadero: la filosofía no hornea pan. Pero no es m enos verdadero que no sólo de pan vive el hom bre. El lado físico de su naturaleza, que requiere del hom bre que coma, beba y esté alegre, no es más que un lado de su naturaleza. El hom bre es tam bién homo quaerens: necesita nutrición para su m ente tan urgentem ente como necesita nutrición para su cuerpo. Buscamos conocim iento no sólo porque lo deseamos, sino porque debem os buscarlo.

La filosofía es una arriesgada empresa en orientación y raciona­ lización cognoscitivas. Trata de aportar orden racional, sistema e inteligibilidad a la compleja diversidad de nuestros asuntos cognos­ citivos. La razón y el argumento son los instrumentos de organiza­ ción del filósofo; las relaciones de implicación e incompatibilidad proveen los contornos de su camino cognoscitivo. Lucha por arre­ glos ordenados en la esfera cognoscitiva que le permitan encontrar su camino efectiva y eficientemente. La filosofía es, desde luego, una arriesgada empresa en el teorizar, pero una cuya razón de ser es eminentemente práctica. Un animal racional que tiene que construir su camino evolutivo en el mundo mediante su ingenio tiene una necesidad profunda, práctica, de razón especulativa. Seguramente, aunque siempre luchamos por mejorar nuestro conocimiento, nunca nos las arreglamos para perfeccionarlo. El es­ cenario mismo para nuestras presentes deliberaciones lo pone el grupo aporético representado por la tríada inconsistente: (1) La realidad es cognoscible. La investigación racional puede, en principio, retratar la realidad adecuadamente en un siste­ ma coherente de proposiciones verdaderas. (El pensamiento puede caracterizar la realidad de un modo que logre adequatio ad rem\ no plenamente, claro, pero en cualquier caso en aspec­ tos esenciales.) (2) La realidad es consistente; constituye una “totalidad coheren­ te” lógicamente. (3) Nuestro pensamiento acerca de la realidad finalmente cae en la inconsistencia conforme desarrollamos sus ramificaciones más completamente. La negación de (3) es una opción problemática aquí; por todas las apariencias, representa un “hecho de la vida" con respecto a la situación en filosofía. Y la negación de (2) también tiene sus problemas. Quizá sea concebible (apenas) que la realidad decidi­ rá, siempre que se le ofrezca una elección de alternativas, “tenerla de ambos modos” —un perspectiva considerada por diversos pen­ sadores desde los días de Nicolás de Cusa hasta los neohegelianos contemporáneos. Ésta es una teoría a la que podríamos, finalm en­ te, sentirnos compelidos a aceptar, pero claramente sólo como un último recurso, “al final del día” - y así efectivamente nunca. En la filosofía queremos encontrar el sentido de las cosas. Una teo­

ría que dice que no es posible encontrarles el sentido coherente y consistentemente puede muy bien tener varios méritos, pero es de­ cididam ente defectuosa. Su defecto no es m eram ente una carencia de racionalidad, sino también de utilidad; pues una teoría incon­ sistente no logra realizar los fines de la empresa: no proporciona información. Y así, la negación de (1) es la opción menos problem ática dis­ ponible. Debemos conceder que el pensamiento filosófico puede, en el mejor de los casos, aproximarse burdamente a la adecuación, y que la realidad se rehúsa a la domesticación cognoscitiva, de m o­ do que nuestros mejores esfuerzos cognoscitivos representan un intento valiente pero nunca totalmente satisfactorio de “capturarla bien”. Tal posición no es un escepticismo radical que niegue la disponibilidad de cualquier información útil, o de toda ella, acer­ ca de la realidad, sino un escepticismo mitigado que insiste en que el pensamiento, en el mejor de los casos, proporciona inform a­ ción burda acerca de la realidad; no mediante episteme definitiva e irrevocable, sino mediante una “creencia racional” que es inevi­ tablemente imperfecta y defectuosa (a pesar de su racionalidad). Un elemento de carácter experimental debiera siempre adherirse a nuestras teorías filosóficas: nunca podremos descansar seguros de que jamás necesitarán ser renovadas y apuntaladas p o r nuestros sucesores (muy por el contrario, ¡podemos contar con ellol). Debe subrayarse que el ímpetu hacia la racionalidad de ninguna m anera prejuzga el resultado de nuestro teorizar. Muy bien podría resultar al final que el “principio de no contradicción” no se sostu­ viera con respecto al mundo. La realidad, conforme a lo mejor que podem os discernirla, podría resultar ser inconsistente. Pero lo que está en cuestión en este momento no es la realidad como tal, sino nuestra versión de ella. Independientemente de la consistencia del m undo, nuestra teoría de él debe ser consistente si ha de am eritar consideración seria. Y aquí es importante reconocer que el pen­ samiento no necesita compartir necesariamente las características de su objeto. Un estudio sobrio de la ebriedad es perfectam ente posible, como lo es una versión coherente de las opiniones de un pensador incoherente. La insistencia en la consistencia en nues­ tros propios compromisos teóricos no prejuzga la naturaleza de los objetos de nuestro teorizar. Una teoría coherente de una reali­

dad inconsistente puede ser propuesta perfectamente bien.17 Una insistencia metodológica en la inconsistencia no prejuzga la natura­ leza ontológica de lo real; lo que está en cuestión es simplemente la consistencia y coherencia de nuestras propias deliberaciones. Po­ dríamos al final ser conducidos por consideraciones racionales a aceptar la conclusión de que la realidad es inconsistente, pero esto no es razón para no luchar por la consistencia en nuestra teoría de la realidad. Al filosofar somos atrapados así en un dilema. Por una parte, buscamos comprensividad —respuestas a todas nuestras pregun­ tas, doctrinas capaces de proporcionar el acomodo racional de todas nuestras creencias. Por otra parte, estamos comprometidos con la coherencia en todas sus presentaciones (consistencia, com­ patibilidad y orden racional propio). Aun así, los problemas y las dificultades surgen del choque entre estos dos desiderata. Q uere­ mos oír misa y estar en la procesión; y lo que es natural, encontra­ mos difícil realizar esto. La esencia del asunto es que la filosofía está inextrincablemente encadenada a la paradoja y la antinomia porque habitamos un mundo difícil y complejo, no de nuestra hechura, que simplemente no es susceptible de domesticación cog­ noscitiva total. La oscura sombra de la inconsistencia siempre cu­ bre algunas partes de la escena que nuestras investigaciones filosó­ ficas buscan iluminar. Los éxitos de esta empresa nunca eliminarán esa sombra; en el mejor de los casos, se las arreglarán para em pu­ jarla aun más hacia el trasfondo.18

17 ¿Pero puede de veras haber una teoría consistente acerca de una realidad inconsistente?, áse puede evitar que la inconsistencia de un objeto de discusión se derrame en una inconsistencia en nuestras aserciones acerca de ella? La respuesta es afirmativa, pero sus detalles deben encontrarse envueltos en las intrincaciones de una teoría semántica. Véase Nicholas Rescher y Robert Brandom, The Logic of Inconsistency, Oxford, 1979. 18 ¿Qué es lo que justifica hablar no meramente de aporta sino también de anti­ nomia? Se halla en la naturaleza lógica de las cosas que cualquier grupo aporético C pueda ser dividido (de varios modos) en dos componentes Ci y Cg de tal modo que hay una proposición P tal que de Cj se infiere P y de C% se infiere no P. Los grupos aporéticos siempre engendran antinomias asociadas.

1. Los conceptos filosóficos están coordinados con los hechos La filosofía es una actividad con objetivos; nos dedicamos a ella para entender el mundo en que vivimos y nuestro lugar en él. Aun así, su tarea no es sólo resolver nuestras preguntas sobre “los g ran­ des asuntos” del hombre y sus obras en el contexto natural y social, sino lograr esto de un modo racionalmente satisfactorio que nos perm ita librarnos del enredo de inconsistencias que nos rodean por todos lados en este dominio. Consideremos por qué predomi­ na esta inconsistencia. Los conceptos centrales de la filosofía (“mente”, “m ateria”, “causalidad”, unaturaleza”, “realidad”, “verdad”, “conocimiento”, “personeidad”, “bien”, “derecho”, “justicia”, etcétera), en prim era instancia y en todo caso, se tomaron prestados de otra parte; son importaciones de la vida diaria y de la ciencia que funcionan en el manejo cognoscitivo de la experiencia. Esto queda claro incluso con una mirada superficial a las diferentes subdivisiones o ramas de la filosofía, las cuales todas tienen como objeto de estudio va­ rios dominios de interés extrafilosófico —con la sola excepción de la metafilosofía. Las preocupaciones de la “experiencia hum ana”, en todos los múltiples sentidos de este concepcto, constituyen la base prefilosófica de nuestro filosofar. Las complejas telarañas teji­ das en la teorización filosófica están siempre adheridas “al m undo real” de la vida cotidiana y sus refinamientos científicos. Dejando a un lado la disciplina de segundo orden de.la metafilosofía, los asuntos de la filosofía giran alrededor de preocupaciones extrafi-

losóficas. La filosofía se aplica a problemas que surgen de nuestros intentos de darle sentido al mundo tal como nos lo presenta nues­ tra experiencia. Del mismo modo, los conceptos básicos en cuyos térm inos lle­ vamos a cabo nuestros asuntos de la experiencia están en general imbuidos de nuestro entendimiento de los hechos del m undo. Es­ tos conceptos no están diseñados para usarse en “todo m undo posible”, sino para usarse en este mundo. Su sentido y su aplicabilidad están relacionados con la forma en que las cosas son, y no con la forma en que podrían ser. En consecuencia, descansan so­ bre una base de hechos empíricos o suposiciones. Se ocupan de nuestro entendimiento de la disposición real del m undo. Y así sus elementos componentes están relacionados por vínculos más bien contingentes que necesarios. Consideremos un ejemplo. La idea del filósofo de la identidad personal, tal y como la abordan la ética, la filosofía de la m ente y la antropología filosófica, representa una concepción de la mis mi dad de las personas que es una fusión de la continuidad corporal (rastreo de alguien físicamente a través del espacio y el tiempo) p o r un la­ do, y por el otro, la continuidad de la personalidad (perm anencia de la memoria, hábitos, gustos, disposiciones, habilidades, etcétera). Las personas han de ser interpretadas como agregados coordinados de mente y cuerpo; el mismo concepto contempla una coordinación de actividades mentales y corporales. Y así, nuestra concepción de la identidad personal es a la vez de múltiples criterios y coordina­ da con los hechos: es de múltiples criterios porque entran en ella una pluralidad de componentes en principio separables (conti­ nuidad corporal y continuidad de personalidad), y es coordinada con los hechos porque estos factores de criterio teóricamente sepa­ rables pero conceptualmente unidos se mantienen juntos en una fusión integradora gracias a hechos o supuestos hechos (i¿ una vi­ sión de cómo funciona de hecho el mundo). Encontramos que generalmente y de modo estándar, la continuidad corporal y la continuidad de personalidad van juntas y procedem os a inco rp o ­ rar este descubrimiento en las condiciones definitorias del con­ cepto. O también consideremos la concepción epistemológicamente central de cencia. Nótese que dos factores teóricamente separa­ bles se hallan una vez más en cuestión: las verbalizacioncs y el comportamiento manifiesto. Tanto el habla como la acción de­

ben venir juntas antes de que sea apropiado hablar sin proble­ mas de “creencia”. Los datos de sus verbalizaciones por sí solos no pueden bastar para establecer que X cree que una bomba va a estallar pronto en la sala si todas sus acciones manifiestas des­ mienten esto (bajo circunstancias apropiadas; e . g no tiene deseos de suicidarse). Pero los solos datos de la conducta tampoco deci­ dirán el asunto; el comportamiento de querer huir no sería más que enigmático si hay evidencia suficiente de que toda afirma­ ción y respuesta verbal de X indica que de ningún modo está bajo la impresión de que exista una bomba. Todos los hechos opor­ tunos, tanto verbales como de la conducta, deben servir propia­ mente de apoyo antes de que podamos hablar sin problemas de la creencia de X. De otro modo no podemos decir apropiada, pura y simplemente que X cree que P es el caso, sino que tendríamos que usar una circunlocución apropiadamente compleja: “X, mien­ tras que no acepta que P es el caso, actúa como si lo fuera”, o “X, aunque insiste que P es el caso, ciertamente no se comporta de modo acorde”, y así por el estilo. El hecho es que, de modo ordinario y estándar, las acciones y las adopciones de posiciones van juntas, y nuestra concepción de “creencia” está basada en la presuposición de que lo están. En la base de este concepto yace nuevamente una coordinación empíricamente asegurada que pone a los diversos factores críticos en una relación simbiótica, de apoyo mutuo. Tales conceptos representan la fusión de ideas cuya in­ tegridad como unidad viable está asegurada por los hechos del mundo. Y si separamos lo que es en principio separable, los con­ ceptos se desintegran, dejándonos enfrentados a una variedad de analogías discordantes, unas tirando en una dirección y otras en otra. Los conceptos filosóficamente afines, tales como “identidad personal" o “creencia”, están coordinados con los hechos porque involucran la unión de factores teóricamente separados en una amalgama que es el producto no de la necesidad conceptual, si­ no del hecho empírico. Representan compuestos de elementos cu­ ya concurrencia descansa en una fundamentación estrictamente empírica. Están así basados en presuposiciones fácticas que refle­ jan una concepción de cómo son las cosas en el mundo, uniendo efectivamente factores que son en principio separables uno del otro. Estas presuposiciones fácticas nos libran de tener que de­ cidir cuál de los diversos factores involucrados es determinante o

decisivo en última instancia.1 El cuerpo del hecho F evita que el concepto C se divida en Cj y Cg, evitando cualquier necesidad de tener que decidir si las demandas sobre C de C\ o de C2 tienen prioridad, y perm itiendo así que C funcione como en realidad lo hace. Y esta situación tiene lugar con respecto a todos aquellos con­ ceptos fundamentales que la filosofía adopta de la vida ordinaria y de la ciencia. Todos y cada uno de ellos están coordinados con los hechos: descansan en un fundamento empírico y vuelven a los hechos, o a los hechos putativos, acerca del funcionamiento de las cosas. Están diseñados para manejar los datos de nuestra experien­ cia dentro de este mundo: su viabilidad descansa en presuponer ciertos hechos reales o supuestos acerca de cómo son las cosas en el mundo. Si las cosas fueran de modo diferente en estos aspectos, no se trataría sólo de que el concepto no encuentra aplicación (co­ mo con el concepto de un unicornio en este mundo). Más bien, el concepto se derrum baría como una unidad viable porque se des­ truiría una presuposición o precondición de su aplicabilidad. Si las personas surgieran por generación espontánea, el concepto exis­ tente de padre no sólo se volvería inaplicable, sino que simplemente se derrum baría como un instrumento conceptual; aunque quizá podríamos todavía salvar algo del naufragio definiendo padre como alguien que asume la responsabilidad de criar a un infante (en cuyo caso podría resultar que un niño tuviera padres diferentes en coyunturas diferentes). Desafortunadamente, nuestros conceptos relativos a la expe­ riencia —tanto los de la vida diaria como los de la ciencia— no perm iten sin problemas la precisión teórica interna que requie­ re el filosofar. Esto queda bastante claro con respecto al lenguaje ordinario de la vida diaria. Como ha dicho un escritor reciente: “El lenguaje ordinario simplemente no tiene la ‘dureza’, la solidez lógica, como para esculpir axiomas a partir de él. Se necesita algo así como una sustancia metálica para esculpir un sistema deducti­ vo conceptualmente riguroso como el de Euelides. ¿Pero el habla común? Si usted comienza a extraer inferencias, pronto empieza 1 El hecho clave no es que la naturaleza adopte una visión benévola de nues­ tras preconcepciones a priori, sino que nuestros conceptos se desarrollan dentro de los procesos de la naturaleza de formas configuradas por procesos de selección racional (más que darwiniana).

a ‘ablandarse’ y se pierde el rumbo en algún punto. Igualmente podría usted esculpir camafeos en un soufflé.”2 El lenguaje de la ciencia no le sirve mejor a la ñlosofía, pues aunque es muchísimo más duro y preciso, obtiene esa precisión impregnando sus términos con suposiciones sustantivas con res­ pecto a la forma del mundo. Por todas partes nuestros conceptos relativos a la experiencia (cotidianos y científicos por igual) refle­ jan hechos. Hacen encajar el mundo como lo hacen no por su carácter propio, sino también debido al carácter del mundo (sea real o supuesto). Para explicar sus significados debemos caer ca­ da vez más profundamente en suposiciones materiales acerca de la forma del mundo. Como los escépticos filosóficos siempre lo han subrayado, nuestros términos y conceptos son los productos de definiciones y convenciones hechas por el hombre y están aco­ plados sólo imperfectamente con las realidades del mundo por­ que están basados en ideas acerca de la naturaleza de cosas, las que están en sí mismas inacabadas, incompletas y sujetas al cambio. Incluso conforme la verdad supera a la ficción, la natu­ raleza supera al pensamiento; los detalles complejos de sus fe­ nómenos son siempre demasiado variados y diversos como para encajar limpiamente en nuestros conceptos. Esos conceptos están ligados a ellos, pero nunca tan estrechamente como sería de desear. El vínculo indisoluble entre conceptos filosóficamente pertinen­ tes y los hechos del mundo tiene implicaciones profundas. Sig­ nifica que las cuestiones de la filosofía crecen a partir y giran alrededor de conceptos que se desarrollan con fines ajenos a las propias preocupaciones técnicas y teóricas del filósofo —conceptos que reflejan profundamente las preocupaciones prácticas de la vida diaria y de la ciencia natural que aumentan sus recursos predictivos y de control sobre la naturaleza. Las concepciones alre­ dedor de las cuales se centran nuestras deliberaciones filosóficas —conceptos como mente, materia, causalidad, conocimiento, ver­ dad, personalidad, justicia, etcétera- generalmente tienen una ba­ se práctica y fácdca. Tomados del lenguaje de la vida común o de la ciencia, son parte de la moneda que usamos para llevar a cabo los 2 Waismann, “How I See Philosophy", reimp. en A.J. Ayer, Logical Positivism, Glencoe, 1959, pp. 345-380 (véase p. 366).

negocios de nuestro mundo de experiencias y para reflejar nues­ tras ideas acerca de sus operaciones. En nuestro trato con la experiencia, nuestro uso del lenguaje nunca alcanza el plano de la perfección teórica. Hacemos todo lo que es necesario por medio de la exactitud y la precisión pa­ ra llegar a nuestros interlocutores —pero sólo lo que es necesario. Mucho del trabajo esencial es hecho por el contexto, p or las re­ glas informales básicas de la comprensión, recurriendo a “las cosas que todo el m undo sabe”. Cuando decimos de un estudiante que es inteligente o de un régimen que es justo, no querem os decir que uno es tan inteligente o que el otro es tan justo que encarnan esas cualidades sin limitaciones, es decir, perfectamente, sino que el estudiante es inteligente respecto al común de los estudiantes y que el régimen es justo comparado con otros regímenes. A lguien que no sabe cómo son las cosas en lo general no nos entendería correctamente. Es precisamente aquí donde surgen las dificultades. Pues todo concepto que surge de preocupaciones prácticas está destinado a ser borroso, indefinido, incipiente —por lo menos en algún gra­ do. Esto es simplemente un hecho de la economía racional de los procesos evolutivos, sean biológicos o cognoscitivos. Nuestros recursos prácticos están sujetos a limitaciones prácticas; en ge­ neral no son más exactos, fieles, precisos, generales, etcétera, de lo que la situación requiere. Por su misma naturaleza, ta­ les conceptos nunca logran -n u n ca aspiran siquiera a lo g r a r más definición y determinación de lo que es necesario p ara los fines limitados e inmediatos. Están totalmente conformes con descansar sobre una base fáctica, con dejar que la efectividad práctica y contingente ocupe el lugar de la precisión teórica y la adecuación abstracta. Nunca adquieren más precisión de la que es necesaria “para arreglárselas” y son así inherentem en­ te reacios a conseguir esa precisión completa que el filosofar exige.3 3 En un interesante libro publicado hace poco, Peter Unger considera que la indecisión de (algunas de) las discusiones filosóficas tiene su raíz en una “inde­ terminación semántica" que surge porque términos como "sabe" o “puede" son equívocos al admitir la construcción lineal con diferentes patrones (Philosobhical Relativity, Minneapolis, 1984, véase esp. p. 15). Pero ni analiza por qué surve este fenómeno ni investiga qué tanto se extiende. “Sin duda, habrá relatividad en más de las cuatro áreas que exploramos [anteriormente]" (p. 115 ).

2. Presiones clarificadoras y antinomia

.

El filósofo tiene aspiraciones científicas. Desde la antigüedad ha sido una misión clave de la filosofía elucidar y sistematizar con­ ceptos tales como conocimiento y justicia. Mientras que los casos ordinarios no plantean problemas, los casos enigma siempre surgi­ rán aquí. Considérense algunos ejemplos de Platón: ¿Cómo puede la vida dar lugar a la muerte (Fedón)? ¿Cómo puede un sector infe­ rior de la mente —la pasión—prevalecer frecuentemente sobre uno superior —la razón (República, libro IV)? Para la adecuación teóri­ ca necesitamos las definiciones, elucidaciones y explicaciones que son las únicas que pueden capacitarnos para entender claramente varias concepciones filosóficas centrales. El filósofo está compro­ metido con la búsqueda socrática de la universalidad y precisión absolutas en la delineación de los conceptos. Su meta es articu­ lar lo que es tal como es, siempre y dondequiera, llanamente y sin restricciones, absoluta e incondicionalmente. Por necesidad ha de empujar las cosas más allá de los niveles de la eficacia contin­ gente hacia los de la adecuación teórica. Desafortunadamente, los conceptos coordinados con la experiencia que se hallan listos a nuestra disposición —y en cuyos términos surgen las cuestionesno son adecuados para este trabajo. El esquema conceptual que proyectamos para el manejo de la experiencia inevitablemente re­ sulta demasiado tosco e impreciso para nuestros requerimientos cognoscitivos. Nuestros conceptos dirigidos al mundo subdeterminan las especificaciones de la teoría hasta un punto en que nuestro teorizar —una vez libre de restricciones prácticas—se extravía en la inconsistencia. La paradoja acecha en el proceso de tratar de dar claridad abs­ tractamente teórica a conceptos que se basan en presuposiciones concretamente fácticas. “Clarificar" y “sistematizar” tales conceptos con precisión teórica es forzarlos más allá de la capacidad cohesiva de aquellos meros hechos (pero muy reales y cruciales) que, a través de unir sus elementos dispares lógico-semánticos en una unidad cohesiva, los hacen viables como los conceptos que son. Sobrevienen consecuencias infelices si en efecto persistimos en ejercer tal presión. Considérese la identidad personal una vez más. Como se notó arriba, este concepto unifica una pluralidad de factores, entre los cuales la continuidad corporal y la mismidad de personalidad son

los miembros destacados. Estos factores son m antenidos juntos en una simbiosis armoniosa por consideraciones fácticas. Suponga­ mos que, en aras de la limpieza teórica, decidimos jugarnos todo en considerar uno de estos factores esencial y el otro accidental, adoptando (digamos) la continuidad corporal como esencial y re­ legando al trasfondo la continuidad de la personalidad. Inm edia­ tamente algún escéptico listo propondrá un contraejem plo que no puede más que hacernos sentir incómodos con esta elección. Ma­ quinando algún diabólico arreglo de sus circuitos cerebrales, hará que los señores A y B intercambien sus características personales: conocimiento y memoria, capacidades de desempeño, talentos, in­ clinaciones, disposiciones, y así sucesivamente. Nada perm anecerá igual, excepto los bultos de materia. Y ahora protesta nuestro ob­ jetante: “De acuerdo con tu tesis de que la continuidad corporal es el criterio determinante, no debiéramos titubear en el caso que yo he bosquejado para decir que estamos tratando con la misma persona antes y después del intercambio de personalidad. Pero in­ cuestionablemente sentimos una considerable vacilación. De m o­ do que este análisis que considera decisiva la continuidad corporal no puede ser correcto.” Hay mucha justificación en esta queja. De modo que intentemos la solución opuesta, considerando deter­ minante la mismidad de personalidad e incidental la continuidad corporal. De inmediato, otro objetante aparece con un contrae­ jem plo diferente. Él tiene una persona tan cambiada que todas sus características de personalidad se alteran en el curso de un mes o dos, mientras que la personalidad de alguien más se vuelve virtualmente indistinguible de la que solía ser la suya. Y enton­ ces protesta: “De acuerdo con tu tesis de que la sim ilaridad de la personalidad es el criterio clave de la identidad personal, no deberíamos vacilar en tal caso en decir que el individuo alterado en su personalidad ya no es la misma persona; se volvería razo­ nable afirm ar que un sujeto individual se ha m etam orfoseado en su simulacro. Pero en realidad vacilaríamos mucho para decir este tipo de cosa. De modo que la continuidad corporal es el criterio decisivo.” Las implicaciones de los dos casos son diam etralm ente opues­ tas. Nuestro esfuerzo por “clarificar” los asuntos determ inando las prioridades ha recibido jaque mate. Somos claramente reacios a vivir con las consecuencias de cualquier solución, porque un fallo en favor de la primacía de cualquiera de los múltiples criterios

coordinados con los hechos violenta nuestra evaluación intuitiva de aquellos casos en los cuales los otros criterios son los impor­ tantes. Se pueden construir argumentos razonables en favor y en contra de cada solución. Las alternativas se despliegan ante noso­ tros; cada una de ellas razonable y tentadora, pero mutuamente excluyentes. En una palabra, caemos en una antinomia. Una situación precisamente análoga tiene lugar con respecto a los otros conceptos que teníamos a la vista. Considérese la creen­ cia: si el comportamiento ha de ser central, formulamos la hipótesis de alguien cuyos pensamientos apuntan en la dirección incorrec­ ta; si el aspecto mental ha de ser crucial, formulamos la hipótesis de alguien cuyas acciones —incluyendo las acciones verbales—van sistemáticamente en el camino incorrecto. Por otro lado, considérese el crédito moral. Las consecuencias y las intenciones ordinariamente van de la mano. Pero eso, desde luego, es hasta cierto punto un poco de buena fortuna contingente. El ímpetu de la adecuación teórica exige clarificación. Pero si las consecuencias han de ser determinantes, formulamos la hipótesis de alguno cuyas intenciones son malvadas pero siempre son frustra­ das; si las intenciones han de ser centrales, aducimos la hipótesis de alguien cuyas buenas intenciones engendran sistemáticamente absolutos estragos, El problema surge de cualquier modo. La pauta general está lo suficientemente clara a estas alturas. Empezamos con un concepto unitario C que funciona como lo hace porque un conjunLo de hechos F funde sus componentes teó­ ricamente dispares C¡ y C2 en una unidad viable. Las presiones clarificadoras que nos conducen a “purificar” este concepto libe­ rándolo de su dependencia de F conducen al concepto a la fisión en C\ y C2. Ahora bien, ciertas verdades que invocan a C valdrán para C\ y fallarán para C2 , mientras que otras estarán en la con­ dición inversa. Donde empezamos con la verdad T¡(C)& - T2 (C) ahora encaramos el grupo aporético: Ti ( C ) & - T Z(C) C = C1 C = C2 T2(C 1)

- T {(CZ)

Y así, no im porta hacia dónde viremos en la explicación de C —ya sea hacia C] o hacia C^—, somos incapaces de salvar algo que que* rem os sostener con respecto a C. Todos nuestros conceptos estándar coordinados con los hechos m uestran una tensión interna debida a la pluralidad de sus com po­ nentes constituyentes. Funcionan en relación con una pluralidad de paradigm as potencialmente discordantes, donde cada uno inci­ de diferencialm ente en el “significado” del concepto, pero donde las diferencias se hacen inocuas por una ordenación benigna de los hechos del mundo. Al clarificar tales conceptos, ios teóricos filosó­ ficos se esfuerzan por trazar líneas precisas alrededor de sus límites de aplicación, por fijar sus operaciones de modo no m eram en­ te general y normal, sino de un modo “teóricamente adecuado”. La filosofía se irrita ante las restricciones de lo real; considera su dom inio el de lo posible, en contraste con las más estrechas ocu­ paciones de las ciencias empíricas con lo m eram ente actual.4 La filosofía lucha así por eliminar el elemento de la contingencia y p o r liberar a nuestros conceptos de su dependencia usual relativa a los “meros hechos”. La meta es el “entendim iento racional”, y esta meta no puede ser alcanzada hasta que no se obtenga la exac­ titud teórica. Pero cuando abstraemos de los hechos en aras de la precisión teórica, los problemas surgen inevitablemente.5 3. Los conceptos coordinados con los hechos se resisten a una clarificación puramente teórica En todo el reino de los conceptos coordinados con los hechos en cuyos términos ajustamos nuestra experiencia, no es la lógica abs­ tracta de las cosas, sino la de los hechos (o supuestos hechos) del m undo la que establece los estándares de aplicación. La viabilidad de nuestros conceptos depende críticamente de (una concepción particular de) los hechos. Si abolimos este marco fáctico p o r supo­ sición para clarificar las cuestiones, por ello mismo destruim os la base circundante de nuestros conceptos. Nuestros conceptos basados en la experiencia están inherentem ente adaptados a la 4 Philosophia est scientia pambilium, quatenus este possunt, escribió apropiada­ mente Wolff (Philosophia mtionalis sive lógica, Frankfurt, 1728; 2a. ed., 1732, p. 13, sec. 29). ” * f ® Estos temas fueron tratados en mi HypotheticalReasoning, Amsterdam, 1964.

estructura contingente de las cosas —protegidas como unidades viablemente integradas sólo por el arreglo fáctico del mundo en el cual evolucionaron. Carecen de esa integridad abstracta de pura coherencia conceptual, la única que podría permitirles sobrevivir bajo la áspera luz de la precisión teórica. Cuando el significado mismo de un concepto presupone ciertos hechos, su explicación y análisis claramente no pueden proceder —en la naturaleza del caso—enteramente en el nivel teórico puro, procediendo en una abstracción aséptica de todas las situaciones de hecho empíricas. La clarificación de tales asuntos no puede pre­ sionar más allá de la fuerza cohesiva de las consideraciones fácticas que mantienen unidos a los conceptos operativos y aseguran su aplicabilidad. Nuestras afirmaciones en el discurso diario y en la ciencia son siempre aserciones condicionadas. Siempre se les somete a restric­ ciones y reservas implícitas que se relacionan con lo que sucede usual u ordinariamente, de modo estándar o siendo otras cosas iguales (ceteris paribus), o bajo circunstancias apropiadas o en condiciones idea­ les, y así sucesivamente. Decimos cosas como “los hombres pueden razonar” o “los pájaros pueden volar”, comprendiendo cabalmente que la aseveración tal y como está es inexacta e imprecisa, es decir, incorrecta, que se necesitarán matices que nuestros interlocutores reconocerán (en principio). En la vida ordinaria nos la pasamos diciendo cómo son las cosas normalmente o como regla. En la cien­ cia enunciamos cómo son idealmente, en condiciones estándar. En ambos casos estamos dispuestos a abstraer a partir de compleji­ dades nebulosas o de posibilidades problemáticas para inyectar el elemento de artificial idad salvadora, de una manipulación con­ ceptual de detalles problemáticos. En ningún caso puede tomarse rigurosamente y sin restricciones lo que decimos, sin ningún “be­ neficio de matiz”. Armonizados en primera instancia con los requisitos del pro­ pósito práctico y las necesidades de la comunicación eficiente, nuestros conceptos filosóficamente básicos están adaptados a pre­ suposiciones fácticas, por encima de todo, suposiciones fácticas respecto a cómo las cosas ocurren normal y ordinariamente en el mundo. Tenemos (digamos) que normalmente P, y que normalmente P -* Q. Estas afirmaciones están perfectamente garantizadas en el curso ordinario de las cosas. Y es así que Q claramente también tiene lugar en el curso normal y ordinario de las cosas. Pero teórica•

mente podría suceder (en casos ¿xíraordinarios) que no Q, a pesar de estas condiciones. Cuando suponemos que tiene lugar esta si­ tuación extraordinaria, entonces de inmediato tenemos un grupo aporético en nuestras manos (a saber, P, P —> Q, y no Q). Algo ha empezado a andar seriamente mal y somos llevados a elegir entre tesis a las cuales estamos profundam ente apegados (considerando que representan cómo son las cosas de m odo estándar). La búsqueda del filósofo de la generalidad y la precisión tiene la inevitable consecuencia de que tarde o tem prano conducirá a nuestros conceptos hacia el filo del escalpelo de los casos hipotéti­ cos que requieren soluciones agudas y claramente articuladas para mostrar la anatomía de su contenido.6 Este recurso metodológico de considerar casos enigma lo ilustra el ejemplo de las hipótesis extravagantes que dan un aspecto de ciencia ficción a m ucho del filosofar de esta tradición. En los escritos de esos filósofos encon­ tramos robots inteligentes y hombres impresionantemente dotados provenientes del espacio exterior, intercambios sueño/vigilia, tras­ plantes de cerebro y transmigraciones de personalidad, víctimas de amnesia con una perfecta capacidad de recordar los pasados de otras personas, precognición sobrenaturalmente precisa, y así por el estilo. Se nos pide que contemplemos intercambios de p er­ sonalidad entre individuos (¿cuál es la “misma persona”?) y robots cuyo comportamiento comunicativo es notablemente hum anoide (¿son “conscientes” o no?). La idea es que tales casos extraordina­ rios conducen a la precisión y que el funcionamiento de nuestros conceptos es iluminado del modo más claro al ver cómo se com­ portan en el contexto de suposiciones extravagantes. En aras de la claridad teórica, de la generalidad y la precisión (es decir, en aras de sus preocupaciones sistematizadoras), el filósofo trabaja en contra de los impedimentos impuestos por la naturaleza coordinada con los hechos de los conceptos que extrae de la cien* cia y de la vida ordinaria —conceptos con los que siempre tratan sus deliberaciones en última instancia. Busca separar en teoría lo que la mera contingencia ha juntado, para liberarse de la confianza en 6 Es así que Bertrand Russell escribió: “Una teoría lógica y filosófica puede ser probada por su capacidad para tratar enigmas, y es un plan saludable [.,.] almacenar en la mente tantos enigmas como sea posible, puesto que sirven al mismo propósito que los experimentos en la ciencia física" (“On Denoting", Mind, no. 14, 1905, pp. 484-485).

las restricciones de lo real.7 Al luchar por la limpieza teórica de una generalidad que nos libera del compromiso con los hechos con­ tingentes, el filósofo introduce “clarificaciones” e hipótesis que en última instancia rompen estos límites y por ello destruyen el con­ cepto mismo que ha de ser elucidado. La tensión interna entre fac­ tores lógicamente divergentes en nuestros conceptos coordinados con los hechos es (generalmente) resuelta sólo por la cooperación favorable de la circunstancia empírica; la tensión no es problemáti­ ca porque los hechos (como los vemos nosotros) son debidamente cooperativos. Pero una vez que limpiamos nuestra confianza en estos hechos en aras de la pulcritud teórica, la tensión aflora. Las “clarificaciones” de los filósofos engendran presiones que revien­ tan los límites que mantienen juntos a nuestros conceptos. Cuando hacemos a un lado los hechos y nos ocupamos torpemente con la realidad, las dificultades se nos echan encima. La abolición de los hechos engendra paradoja. El destino trágico de la filosofía es el de estar constreñida a perseguir los intereses de la racionalidad abstracta mediante los conceptos diseñados para acomodarse a los hechos de la experiencia, tener que sondear lo meramente po­ sible con herramientas diseñadas para manejar lo concretamente actual, estar constreñida a abordar lo necesario en el lenguaje de lo contingente.8 Irónicamente, es la misma urgencia de clarificar que yace en la raíz de la filosofía la que también engendra la tensión intelectual y la disonancia cognoscitiva en las que se enraizan los conflictos filosóficos. Los intereses del filósofo son teóricos, y por ello sus estándares de precisión, generalidad, exactitud y similares son más altos que los del hombre práctico al tratar los asuntos diarios de la vida. Por tanto, el filósofo considera imperfecto e inadecuado el lenguaje de todos los días, necesitado de limpieza y complementación. Pero los conceptos de todos los días no admiten este mejoramiento sin re­ visión y, de este modo, sin modificación; están hechos para el uso 7 “Philosopher, c’est donner la raison des choses, ou du moins la chercher; car en tant qu’on se borne á voir et á rapporter ce qu’on voit, on n’est que historien” (Art. "Philosophie" de la gran Encyclopédie). 8 “La contradicción ocurre cuando la indeterminación sintáctica y semántica del punto de vista ‘natural’, pretécnico, preteórico, aflora en el discurso. En cierto sentido, la ocurrencia de la contradicción puede ser tomada como el signo de que un discurso técnico ha sido invadido por un punto de vista ajeno" (Diego Marconi, La farmalizzazion¿ áella dialetiica, Turín, 1979, p. 73).

de todos los días y no pueden sobrevivir inalterados en la atmós­ fera más tensa de las preocupaciones teóricas. Para clarificarlas, el filósofo debe también distorsionarlas. La clarificación es solución: la reducción de un esquema de po­ sibilidades alternativas inmanejable e incipiente a una actualidad domesticada. Los ímpetus clarificadores del teorizar filosófico in­ sistirían en hacernos decidir cuál de sus elementos fácticamente conjuntados es teóricamente decisivo; o si ninguno lo es, enton­ ces cuál ha de disfrutar la primacía y la prioridad dentro de esa compleja mezcla en la cual ambos deben estar presentes al mismo tiempo. Pero no es difícil ver que simplemente no podem os ha­ cer esto. No podemos emitir un fallo pulcro, teóricamente limpio en cuanto a la contribución relativa del peso conceptual que debe ser atribuido a cada uno de los diversos factores encadenados en uno de nuestros conceptos comunes. Pues el punto crucial es que un concepto puede ser construido de tal modo que presuponga relaciones que tienen lugar en un hecho contingente. Cuando se introducen hipótesis “clarificadoras” que tienen el efecto de abolir estos hechos subyacentes, las dificultades están destinadas a apa­ recer. Cuando el filósofo separa estos conceptos de su contexto y busca hacerlos invariables en todo contexto o libres de contexto, en realidad los desestabiliza. Las tensiones internas estallan y somos conducidos a la inconsistencia.9 El sistematizar teórico conduce al filósofo inexorablemente a distinciones y generalizaciones que nos llevan fuera del uso con­ fortable de nuestros conceptos establecidos. Al someter a nuestros conceptos a presiones insoportables - a l forzarlos más allá de su resistencia a la tensión—el filósofo asegura que sus deliberaciones caigan en la antinomia, de la cual sólo pueden ser rescatadas por distinciones que parecen “forzadas” desde el punto de vista del curso natural de las cosas. La existencia de grupos aporéticos es el signo de esta tensión interna que la búsqueda de la claridad y la precisión teóricas inevitablemente produce en la filosofía. En la búsqueda de sus fines, la disciplina lucha por una precisión y una 9 No hay nada nuevo en la idea fundamental que está en cuestión aquí. Como J.N. Findlay ha observado, tanto Hegel como Wittgenstein comparten “la visión de que es nuestro deseo desarrollar el pensamiento y el lenguaje en modos unila­ terales, exagerar y fijar tendencias implícitas en el uso corriente, lo que da lugar

a enigmas filosóficos y a contradicciones" (Hegel: A Iie-Examination, Nueva York, 1962, p. 23.

generalidad teóricas que nuestros conceptos ordenadores de la ex­ periencia están destinados a resistir. La marca de esta resistencia es nuestra caída en la perplejidad aporética. La búsqueda de la generalidad y la precisión del filósofo condu­ ce directamente a dificultades de un tipo especial y característico, porque todas esas hipótesis “clarificadoras” piden la separación de cosas que de modo estándar, normal o ideal van juntas. Todos es­ tos conceptos coordinados con los hechos son predicados sobre un cierto trasfondo de regularidad, y cuando este trasfondo se aban­ dona mediante suposiciones que pretenden servir a los intereses de la precisión, el resultado es de hecho mera confusión. Las deliberaciones filosóficas en última instancia giran en torno a conceptos de contornos toscos armonizados con nuestras acti­ vidades prácticas en un mundo complejo donde algún grado de sobresimplificación es siempre necesario en aras de la manejabili­ dad.10 En filosofía nos vemos constantemente constreñidos a hacer enunciados aproximativos burdos —“Todas las rupturas de prom e­ sas son actos moralmente malos”, por ejemplo— que a final de cuentas necesitan ulterior modificación y corrección, puesto que lo que es aseverado no es estricta e intachablemente así (e.g., en ciertos casos de incapacidad o de conflictos del deber), no hace si­ no representar cómo son los asuntos en el curso normal de la vida. Esto es, somos constantemente conducidos a grupos aporéticos de este tipo: — La ruptura de promesas es moralmente mala. — Nunca es moralmente malo hacer lo que no podemos evitar hacer. — En algunas ocasiones no podemos dejar de rom per una pro­ mesa. O bien: 10 El lenguaje engloba “la experiencia heredada y la perspicacia de muchas generaciones. Pero entonces, esa perspicacia ha sido concentrada primariamente en los negocios prácticos de la vida. Si una distinción funciona bien para propósitos prácticos en la vida ordinaria (lo cual no es una proeza pequeña, pues incluso la vida ordinaria está llena de casos difíciles), entonces de seguro ha de haber algo en ella, no dejará de marcar algo: aun así es bastante probable que ésta no sea la mejor manera de arreglar las cosas si nuestros intereses son más extensos o intelectuales de lo ordinario" (J.L. Austin, Philosophical Papen, Oxford, 1961, p. 133).

— Sólo somos moralm ente responsables de actos libres (causal­ mente no constreñidos). — Todas las acciones humanas están causalmente determinadas. — Somos en muchos casos moralmente responsables de nuestras acciones. El papel en las deliberaciones filosóficas de los contraejemplos a tesis propuestas es particularmente digno de notarse en esta conexión, pues conducen de inmediato a grupos aporéticos del siguiente tipo: — En casos de tipo X queremos sostener que P . — El caso a la mano [¡muéstrelo!] es uno de tipo X. — Pero en este caso no estamos preparados para sostener que P . Enfrentados a una antinomia, reconocemos que algo debe des­ echarse. Preferiríamos ignorar las dificultades escondiéndolas en una cómoda ambigüedad vuelta inocua por un hecho benigno. Pe­ ro el apremio por entender no nos permite descansar satisfechos en la cómoda ignorancia. En todos esos casos nos vemos obligados a hacer elecciones. No podemos mantener todo tal y como está. Debemos encarar tales inconsistencias modificando, de hecho ha­ ciendo más complejo, algo que preferiríamos sostener de un modo simple y directo. Las clarificaciones filosóficas introducen así distinciones que dividen lo que el orden contingente de este m undo (tal y como lo vemos) de fado ha conjuntado. Así, la clarificación produce no sólo discernimiento, sino además problemas. Nos esforzamos por reglamentar nuestros conceptos filosóficos en la dirección de la claridad (generalidad y precisión), pero al hacerlo no m eram ente los iluminamos, sino que los distorsionamos.11 Lo que se pretende " W.V.O. Quíne adopta una posición del todo sensata cuando objeta: “En la discusión de Schoemakery de Wiggins sobre la identidad personal, el razonamiento se desvía de modo familiar hacia la especulación sobre lo que podríamos decir en situaciones absurdas de donación y trasplante. El método de la ciencia ficción tiene sus usos en la filosofía, pero en ciertos detalles de la discusión entre Schoem aker y Wiggins y en otras partes me pregunto si los límites del método son atendidos propiamente. Buscar lo que es ‘lógicamente requerido’ para la mismidad de la per­ sona bajo condiciones sin precedentes es sugerir que las palabras tienen una fuerza lógica más allá de aquella con la que han sido investidas por nuestras necesidades

meramente como una elucidación que haga más preciso un con­ cepto presistemático, en realidad resulta un choque generador de paradojas con el concepto inicial tal como de hecho funciona, ba­ sado como lo estaba en una unificación en la que los otros factores ahora relegados no son menos importantes. Pues cuando hacemos los hechos a un lado, el concepto mismo en cuestión se desinte­ gra en una fisión destructiva. La desintegración se manifiesta a través de un conflicto aporético de argumentos en oposición, to­ dos aparentemente igual de buenos, pero en el análisis final todos igualmente insatisfactorios. 4. La filosofía no puede abandonar los conceptos de la experiencia presistémica La filosofía surge porque nuestros modos ordinarios de hablar y pensar no son convenientes; simplemente no son lo suficientemen­ te buenos para servir a los intereses de la exactitud teórica. Dado que los conceptos ligados a los hechos no pueden responder a las necesidades de la situación, ¿por qué no simplemente abandonar del todo los conceptos de experiencia en la filosofía? La respuesta es que no podemos hacerlo, porque estos conceptos proporcionan materias primas para el filosofar. Los asuntos a partir de los cuales comienza nuestro filosofar, y en interés de cuyo entendimiento y elucidación lleva a cabo su trabajo, son tomados en prim era ins­ tancia del reino de la experiencia en la vida ordinaria y la ciencia. La experiencia es el material de la vida, y así, en última instan­ cia también el material de la filosofía. Los asuntos que el filósofo busca elucidar no son —en el primer análisis—asuntos técnicos pro­ pios del área misma. Son asuntos que surgen en las condiciones de “experiencia” en la vida diaria y en las ciencias; sin duda no son preguntas dentro sino más bien acerca de estos dominios de la ex­ periencia. Sin la voluntad y la capacidad para tratar con ellos, la filosofía perdería su objeto, su razón de ser. Pues es la filiación de preguntas que generan ulteriores preguntas —todas ellas fundadas en última instancia en los conceptos que poseemos para tratar con el mundo experimentado—lo que mantiene a la filosofía atada a aquellos conceptos presistémicos del reino de la experiencia. Los pasadas” (reseña dé M.K. Munitz (ed.), “Identity and Indivíduation", TheJournal of Philosophy, no. 69,1972, p. 490).

asuntos técnicos de la filosofía son siempre un medio para finalida­ des extrafilosóficas. Abordamos los asuntos extrafilosóficos para resolver asuntos que nos permiten resolver asuntos y así sucesiva­ mente, hasta que finalmente regresamos a preguntas que pueden ser planteadas en la lingua franca prefilosófica de la experiencia. Su conexión con los asuntos presistémicos de nuestro mundo de experiencia, con las preguntas que hacen surgir y apuntan hacia nuestras preocupaciones filosóficas, es lo que hace ser a la filosofía la empresa que es. Las finalidades de la teorización filosófica son científicas (en el más amplio sentido de Wissensckaft ); sus aserciones intentan ser enteramente exactas y generales. Pero los conceptos que figuran centralmente en las discusiones filosóficas son siempre extraídos de la vida diaria (existencia, realidad, conocimiento, verdad, ju s­ ticia, virtud, etcétera) o de la ciencia (materia, espacio, tiempo, etcétera). Las discusiones de la filosofía siempre mantienen al­ guna conexión con estas nociones pre o extrafilosóficas; nunca pueden abandonarlas completamente. El filósofo no puede con­ tinuar usando el lenguaje exactamente en el mismo modo usual, pues fue ello lo que condujo a la dificultad en primer lugar. Pero no puede simplemente abandonar aquellas concepciones estánda­ res. El “conocimiento” y la “ignorancia” del filósofo, su “correcto” y “equivocado” deben ser los de la gente ordinaria. Su “espacio”, “tiempo” y “materia” deben ser los de la ciencia natural. Si aban­ dona los conceptos de nuestras preocupaciones prefilosóficas en favor de creaciones propias, por ello mismo también abandona­ ría los problemas que constituyen la misma razón de ser de su empresa. Hablar completamente en términos de conceptos técnicos que difieren de los ordinarios tan radicalmente como el “traba­ j o ” del físico difiere del "trabajo" del hombre común es en efecto cambiar el tema. El filósofo no puede al mismo tiempo practicar su oficio y abandonar los conceptos cotidianos y científicos que proporcionan el escenario de su disciplina. El filósofo está atra­ pado sin escapatoria: no puede vivir con nuestras concepciones extrafilosóficas, pero tampoco puede vivir sin ellas, porque sus problemas son exactamente aquellos a los cuales ellas dan lugar.12 12 Sobre estos asuntos, véase la sección sobre “Ideal Language Philosophy w r jui Ordinary Language Philosophy" en Rorty, The Linguistic Turn, Introduction.

Los asuntos e interrogantes de la experiencia proporcionan la base sobre la cual los asuntos e interrogantes de la filosofía asegu­ ran su objeto en el esquema intelectual de las cosas. La filosofía no cancela ese nivel último de asuntos relativos a la experiencia más de lo que la medicina cancela aquellos síntomas e incapacidades precientíficos hacia cuyo manejo se dirigen sus esfuerzos en el aná­ lisis final. Necesitamos recurrir a la terminología de la experiencia en la vida diaria y en la ciencia porque proporciona los términos últimos de referencia para nuestras deliberaciones filosóficas. La conexión con estos asuntos presistémicos (y por ello con el marco conceptual en cuyos términos están articulados) es esencial para el proyecto de proporcionar una base para “entender el mundo en que vivimos”. Para conectarnos con estas preguntas orientadas a la experiencia de la ciencia y la vida cotidiana, debemos mante­ nernos en contacto con los conceptos en cuyos términos han sido planteadas. En su propósito explicativo, la filosofía presenta así una con­ tinuidad con el dominio empírico de la experiencia de la vida, de la cual surgen sus asuntos en última instancia. Sin duda, su compromiso con la precisión, la informatividad y la generalidad sistémica pronto hace virar a la filosofía hacia un sendero propio, donde los recursos conceptuales de la descripción experimental ya no son útiles. Pero la búsqueda del punto de partida último de sus investigaciones siempre conduce de regreso a los asuntos que surgen al nivel de las preocupaciones prefilosóficas. La relevancia de la filosofía como fuente de discernimiento del mundo en que vivimos depende crucialmente de esta conexión con el mundo fa­ miliar de nuestra experiencia, este intento realista de tratar en el análisis final con los asuntos que ordinariamente encontramos en la experiencia. Conforme su trabajo se encarrila bien, la filosofía, desde luego, se distancia de los conceptos en cuyos términos discutimos nuestra experiencia prefilosófica de las cosas y sólo habla acerca de asun­ tos necesarios para hablar acerca de asuntos necesarios para hablar acerca de cosas. En el nivel de la doctrina —de las afirmaciones y las respuestas—hay un creciente alejamiento y así poca, si es que al­ guna, superposición entre el discurso de la filosofía técnica y el de las experiencias de la vida. Pero en el nivel de la preocupación por responder preguntas, alguna conexión sustantiva, alguna filiación de relevancia, siempre estarán presentes.

Si las deliberaciones de la filosofía no pudieran conectarse con las de la experiencia hum ana a través de un proceso de desarrollo, entonces se volverían carentes de objeto. La pretensión del filósofo de abordar los problemas que surgen con nuestras concepciones prefilosóficas sonaría hueca si los resultados que logra no tuviesen una relación discernible con ellas. No tener ninguna incidencia cualquiera sobre los asuntos que pueden ser planteados en la Ungua franca presistemática de la experiencia hum ana sería volverse irrelevante. Cesar de preguntar acerca del valor del m undo, acer­ ca del lugar del hombre en el esquema de las cosas, y acerca de nuestras interrelaciones con nuestros semejantes es abandonar el proyecto mismo en discusión. Abandonar las grandes preguntas que surgen en el contexto de nuestra interacción em pírica con el m undo es abandonar la filosofía misma. 5. La filosofía y los “límites de la experiencia” En filosofía empezamos con preguntas acerca de cóm o son las cosas en el mundo. Conforme abordamos estas preguntas vía los “datos” excesivamente copiosos que estén a nuestra disposición, somos en última instancia impelidos en direcciones divergentes porque la tensión interna de nuestros conceptos coordinados con los hechos nos jala en diferentes direcciones. Se halla en la natu­ raleza misma de los asuntos filosóficos que se pueden construir argum entos razonables para cada miembro de una familia incon­ sistente de tesis. Las materias brutas presistemáticas con las que trabaja la filosofía son inherentemente contradictorias, y estas ten­ siones internas, tem poralm ente reprimidas pero nunca del todo eliminadas, inevitablemente irrum pen una vez más dentro de nues­ tras sistematizaciones filosóficas. (La naturaleza contradictoria de nuestra sabiduría proverbial tam bién ilustra esto: “El apresura­ m iento produce desperdicio”, “Una puntada a tiem po ah o rra nue­ ve”.)13 Es así que la filosofía empieza en el asom bro, pero pronto se hunde en la paradoja. 13 Uno de los atractivos de la ficción se halla en que es menos ambigua que la vida: la ficción es menos enredada que el hecho y es más claro quiénes son los chicos buenos y quiénes los malos. Así comenta E.H. Gombrich sobre “la disposición del público a aceptar lo grotesco y lo simplificado en la caricatura debido a que su falta de elaboración garantiza la ausencia de pistas contradictorias” {Art and Illmion, Nueva York, 1960, p. 336).

En la filosofía necesitamos el lenguaje y los conceptos de la de­ liberación diaria porque es de éstos de donde surgen los asuntos. Pero aun así no podemos quedarnos ahí, porque las soluciones de estos problemas demandan clarificación ulterior. Y aun así, cuando nos alejamos sembramos las semillas del conflicto, porque cuando dejamos éstas somos jalados en diferentes direcciones. Puesto que las concepciones fundamentales de la filosofía están coordinadas con los hechos, las antinomias se extienden por do­ quier. Las antinomias no representan episodios esporádicos que ocurren en regiones aisladas y remotas; son centrales y omnipre­ sentes. Ellas perm ean la filosofía; todo asunto filosófico es parte de situaciones aporéticas. Todo concepto filosófico básico tiene su penum bra de esquematismo inarticulado y es así que carga la antinomia en su surgimiento. Consideremos esta posición desde una perspectiva kantiana. La tesis básica de Kant es que no podemos aplicar legítimamen­ te nuestros conceptos fuera de los límites de la experiencia posible, y que cuando lo hacemos caemos en antinomias. Para Kant, la aplicabilidad de nuestros conceptos es validada a través de una síntesis categórica que los hace viables sólo cuando se despliegan dentro de la esfera de la experiencia posible. La presente posición es cercanamente análoga aunque críticamente diferente. Se aparta drásticamente de Kant al sustituir lo que él considera una síntesis a priori, inherente a la estructura de la mente humana, con una sínte­ sis empírica mucho menos ambiciosa pero no obstante de grandes alcances que está incorporada a una visión del mundo o a un sector de la misma. Mientras que también se sostiene que ciertos con­ ceptos filosóficamente críticos son utilizables sólo dentro de “los límites de la experiencia posible”, experiencia posible ahora significa experiencia empíricamente posible relativa a las realidades em píri­ cas de cómo funcionan las cosas en el mundo. Así, “posible" ahora significa realmente posible, y no como con Kant trascendentalmente posible. La filosofía, nos dice Kant, es conocimiento obtenido por la razón al escudriñar las relaciones entre conceptos.14 Pero dado su fundam ento en la experiencia, los conceptos sobresalientes de la filosofía nunca son enteramente “puros”, a pesar de que Kant esté en contra. No están totalmente separados del dominio de los hechos contingentes. Están “contaminados” de experiencia. Así, 14 “Vernunfterkennthis aus [o también nack] Begriffen” (CRPu, B741, 760).

nuestra posición, aunque kantiana en su estructura fundam ental, reemplaza su necesidad conceptual con una contraparte fáctica más modesta. Tal posición se halla en irónico contraste con la de Platón, el más grande de los filósofos. Tal y como él la concibió, la sensación arroja resultados contradictorios y conduce a creencias (pistis) de cuyo “objeto puede decirse tanto que es como que no es” (Repúbli­ ca, libro V, 478). (Recuérdese el ejemplo favorito de los escépticos de las dos manos, una metida en agua caliente y la otra en agua fría, y que luego ambas se sumergían en agua tibia.) Las creen­ cias sensoriales deben ser corregidas p or la diánoia, p o r la razón. Según lo consideró Platón, el teorizar del filósofo es el recurso sal­ vador capaz de efectuar una reconciliación entre sensaciones en conflicto. Pero el hecho cruel es que el teorizar mismo arroja resultados contradictorios. Al avanzar de la observación em pírica al teorizar filosófico, no dejamos la contradicción atrás: continúa rastreando nuestras huellas. Y precisamente así como la razón debe corregir a la sensación, así siempre se necesita una razón más refinada com o correctivo para una razón menos refinada. La fuente de la con­ tradicción no está meramente en el dominio de la sensación, sino también en el de la reflexión razonada. No somos m eram ente con­ ducidos hacia la filosofía p or la exigencia de la consistencia, somos mantenidos en ella por esta misma exigencia. Se vislumbra la siguiente objeción: Si las con cep cion es sobre las que se vuelve la filo so fía in volu cran am ­ bigüedades y con fu sion es inerradicables; si el esfu erzo p o r elu cid ar estos asuntos inevitablemente resulta en con trad icción y antinom ia; si las controversias filosóficas invariablemente se revuelven so b re c o n fu ­ sion es conceptuales; sí todo esto fuera así, ¿en ton ces p o r q u é d e b e ­ ríam os tom ar la em presa seriam ente? S eg u ra m en te que el proyecto se desplom aría en ton ces en la futilidad. La filo so fía sería en to n ces un disparate, “un ju e g o sin sentido co n palabras”, u n “h e c h iz o sis­ tem ático por el lenguaje". Los problem as filo só fic o s d eb ería n ser descartados co m o seudoproblem as y sus so lu cio n es c o m o seu d o so lu cion es. L os problem as filo só fico s d eb erían ser disueltos en vez d e resueltos.

Tal objeción concede los esenciales de las deliberaciones pre­ sentes, pero las explota para argumentar de modo diferente: “Si

es así como surgen realmente los problemas filosóficos —si se en­ raízan en la incapacidad inherente de los conceptos del discurso extrafilosófico para admitir precisión teórica—entonces ¿por qué no simplemente abandonar el proyecto filosófico de luchar por la precisión? ¿Por qué embarcarse en la búsqueda del grial de la perfección teórica (generalidad, exactitud, etcétera) cuando nos damos cuenta de que esta búsqueda está de antemano destinada al fracaso?” Esta objeción representa una línea de pensamiento ten­ tadora pero profundamente errónea. Su falla yace en la consideración de que procedemos de este modo porque somos criaturas racionales y queremos respuestas racionalmente defendibles para nuestras preguntas, particular­ mente cuando estamos tratando asuntos que realmente nos inte­ resan. Las preguntas son importantes y tenemos un interés real en ellas, un interés intelectual profundo en entender el mundo. Per­ seguimos la sistematicidad filosófica por la misma razón que perseguimos la consistencia cognoscitiva (véanse pp. 38-44). Son dos lados de la misma búsqueda de comprensión. No podemos abandonar la búsqueda sin abandonar nuestras ambiciones cardi­ nales. Se admite que nunca podremos llegar a soluciones perfectas y definitivas aquí, más de lo que podemos en la ciencia o en la re­ ligión o en cualquier otro lado de la vida intelectual o moral. Pero todo esto no es razón para dejar de esforzarnos y hacer las cosas lo mejor que podamos. Siempre podemos hacer mejoramientos útiles en nuestro desempeño. Aun cuando nunca podamos alcan­ zar la perfección, podemos arreglárnoslas para obtener logros de niveles cada vez más altos. Un movimiento clásico de la controversia filosófica es comentar que el concepto C juega un papel crítico en la teoría en cuestión y quejarse de que “nunca nadie ha dado cuenta (o analizado o explicado) de manera plenamente satisfactoria el concepto C \ El problema es que la crítica es siempre oportuna.15 15 Que un concepto filosófico no puede precisarse como los conceptos cientí­ ficos se sigue de lo que R.G. Collingwood llama “la superposición de las clases’’ en la filosofía. (Véase An Essay on Pkilosophical Method, Oxford, 1933.) Nuestro análisis presente tiene en muchas partes parentesco con la teoría de Collingwood de la M indefinibilidadn de los conceptos filosóficos, aunque las conclusiones que extrae de sus principios y su concepción de la filosofía sistemática como “una escala de filosofías" difieren de nuestra posición más pluralista.

En el filosofar enfrentamos “la barrera intelectual” incluso co­ mo en contextos de ingeniería encontramos “la barrera física”. No se puede construir un motor perfectamente eficiente, pero se pue­ den construir motores que son relativamente más eficientes que los que ya tenemos. Sin duda, somos impelidos hacia adelante no por la oportunidad de alcanzar la perfección, sino para reducir la imperfección, hacer las cosas mejor de lo que hasta aquí hem os sido capaces. Así como no podemos planear la máquina perfecta, nunca podremos realizar el sistema perfecto. Algún elem ento de ineficiencia siempre estará presente en el prim ero, algún elemento de inconsistencia aporética en el segundo. Los problem as filosó­ ficos surgen en la confusión y el conflicto, sin lograr nunca una solución perfecta. Pero esto no es razón para abandonar el proyec­ to ni excusa para dejar de batallar con él lo mejor que podam os. Aquí, como en todos lados, tenemos que reconocer la necesidad de mejorar lo imperfecto lo más que podamos. Esto es sim plem ente una cuestión de encarar las realidades, lo cual es parte de la lucha del hombre contra la oscuridad, de reconocer que nada de lo que podemos crear en este mundo es perfecto y que nada que realice­ mos durará por siempre. Se impone ahora un resumen de la algo compleja argum en­ tación de este capítulo. Abordando la cuestión del papel de las antinomias en la filosofía, el capítulo ha desarrollado el siguiente enfoque como respuesta: 1. Los conceptos centrales de la filosofía se enraizan todos en las realidades de la experiencia tal y como las enfrentam os en la vi­ da ordinaria y en la ciencia. Están así siempre coordinados con los hechos. Descansan sobre suposiciones contingentes fácti­ cas acerca de cómo son (o, más bien, se piensa que son) las cosas en el mundo, 2. La filosofía tiene aspiraciones “científicas”. Ambiciona loerar una precisión sistemática y generalidad en sus intentos por for­ mular principios de entendimiento teórico. 3. La filosofía trata así de expulsar de sus conceptos clave el ele­ mento de contingencia fáctica, trata de “clarificarlos” median­ te la sistematización teórica hasta un punto en el que ya no se necesiten las presuposiciones fácticas.

4. Al forzar sus conceptos hacia esta claridad, la filosofía los pre­ siona más allá de su resistencia a la tensión; finalmente re­ vienta las ligaduras fácticas que los mantenían unidos como unidades de pensamiento prácticamente efectivas. 5. Conforme se rompen las ligaduras fácticas, resultan las antino­ mias. Somos conducidos a hacer elecciones que en principio pueden ser resueltas de modos alternativos. Y las considera­ ciones de principio general abstracto (sólo con las cuales el filósofo puede realmente quedar satisfecho) son por sí mis­ mas incapaces de efectuar cualquier solución satisfactoria de la elección que presentan estas alternativas. El papel de la an­ tinomia en la filosofía es así central y extendido. Si las deliberaciones de este capítulo son algo así como correctas, queda claro por que las paradojas permean el terreno filosófico. Pues es inevitable que, siempre que formulamos el agregado de tesis naturales” que exponen lo que tiene buen sentido intuitivo en cualquier área de consideración, los resultados resultan incon­ sistentes. Las paradojas semánticas, las paradojas de la inducción de Goodman y Hempel, la paradoja de la preferencia racional de Arrow, etcétera, no reflejan situaciones anómalas, sino del todo paradigmáticas.

ESCAPAR DE LA INCONSISTENCIA POR LA VÍA DE LAS DISTINCIONES

1. Eliminar la inconsistencia a través de reducciones Enfrentados a un grupo aporético de compromisos colectivamen­ te incompatibles, queremos naturalmente eliminar la inconsisten­ cia en la que nos hemos enredado. La consistencia es la exigencia más elemental de la racionalidad filosófica; su ausencia pondría en cuestión el proyecto entero como un esfuerzo cognoscitivo. Pero ¿cómo puede uno eliminar la inconsistencia? En sus ele­ mentos esenciales, la respuesta es simple. Siempre puede restaurar­ se la consistencia entre compromisos incompatibles abandonando alguna de las creencias que engendran la dificultad. La inconsis­ tencia resulta del sobrecompromiso, y podemos evitarlo reducien­ do nuestros compromisos. Considérese, por ejemplo, ese sector de la metafísica del siglo diecisiete que giraba alrededor del siguiente grupo aporético: (1) La extensión es sustancial (al constituir la res extensa material). (2) El pensamiento es sustancial (al constituir la res cogitans inma­ terial). (3) El pensamiento y la extensión son ítemes coordinados que tie­ nen la misma posición y status. (4) La sustancia como tal es uniforme: en el fondo no tiene sino un solo tipo y es el género de una sola especie. Es claro que estas aseveraciones son mutuamente incompatibles. La inconsistencia puede, desde luego, ser eliminada mediante su-

presiones, y éste es obviamente el camino que debe seguirse. Pero como siempre, la extirpación necesaria para restaurar la consisten­ cia puede lograrse de diferentes modos. Las siguientes alternativas están abiertas: A bandonar (1) y (3): Idealismo de un tipo que considera m eram en­ te fenom énica a la materia extendida (Leibniz y Berkeley). A bandonar (2) y (3): Materialismo en la forma de una teoría que considera al pensamiento producto causal de las operaciones de la m ateria (Gassendi y Hobbes). A bandonar (1) y (2): Aspectivismo metafísico y, en particular, una teoría que considera tanto al pensamiento como a la extensión me­ ros atributos de una sola sustancia omniabarcante (Spinoza). A bandonar (4): El dualismo pensam iento/m ateria (Descartes). Todas estas salidas de la inconsistencia estaban disponibles, y todas fueron de hecho usadas p or uno u otro pensador del período. Considérese otro ejemplo. El filosofar presocrático estaba preo­ cupado en ponerse de acuerdo con la siguiente familia de creen­ cias mutuamente incompatibles: (1) Hay una cosa tal como el cambio físico. (2) Algo persiste sin ser afectado a través del cambio físico. (3) La materia no perm anece inafectada a través del cambio físico. (4) La materia (en sus diversos aspectos) es todo lo que hay. Hay cuatro salidas de la inconsistencia generada p o r estas tesis: N egar (1): El cambio es una m era ilusión (Zenón y Parménides). N egar (2): Nada persiste inafectado a través del cambio físico (Heráclito —panta rhei). N egar (3): La materia de hecho perm anece inafectada a través del cambio físico, si bien sólo en lo pequeño —en sus “átomos” (los atomistas). Negar (4): La materia no es todo lo que hay. Tam bién hay una “forma matemática”, y el cambio físico es en el fondo una cuestión de alteración en la estructura geométrica . . (Pitágoras) o en la proporción aritm ética (Anaxágoras).

Para liberarnos del alcance de la inconsistencia aporética, debe­ mos arrojar por la borda algunas de las tesis que nos han enredado en la dificultad. Siempre habrá diferentes alternativas aquí, de mo­ do que una elección entre ellas es posible —y necesaria.

2. El papel de las distinciones Al enfrentar un grupo inconsistente de creencias, se vuelve cla­ ramente necesario abandonar una (o más) de ellas. En general, sin embargo, los filósofos no logran esta finalidad mediante el rechazo. Más bien tienen el recurso de la modificación, sustituyen­ do las creencias abandonadas con algo a grandes rasgos similar que no obstante mantiene lá consistencia. Al tratar de salvar tanto como se pueda del naufragio de la inconsistencia, se introducen distinciones. Puesto que cada tesis de un grupo aporético es indi­ vidualmente atractiva, el simple rechazo deja que el punto de vista de la tesis rechazada sea ignorado. Sólo modificando la tesis (más que rechazándola) puede uno esperar que se haya incluido propia­ mente el rango completo de consideraciones que inicialmente nos condujeron al grupo aporético. Las distinciones le permiten al filósofo eliminar la inconsisten­ cia no mediante el mero negadvismo bruto del rechazo de la tesis, sino por el recurso más sutil de la modificación de la tesis. Lo esen­ cial de una distinción no es la mera negación o rechazo, sino la modificación de una tesis insostenible para lograr algo positivo que hace mejor el trabajo. A modo de ejemplo, considérese el siguiente grupo aporético: (1) Todos los eventos son causados. (2) Si una acción emana de una elección libre, entonces está cau­ salmente inconstreñida. (3) El libre albedrío existe —la personas pueden actuar y actúan con base en elecciones libres. Evidentemente, una manera de abrir una salida de la inconsisten­ cia es abandonar la tesis (2). Bien podríamos, sin embargo, hacer esto no por el camino del cabal abandono, sino más bien, a la manera de Spinoza, hablando de lo “causalmente inconstreñido” como de una causalidad originada externamente. Así pues, considé-

rese el resultado de desplegar una distinción que divide la segunda premisa en dos partes: (2.1) Las acciones basadas en la libre elección son inconstreñidas por causas externas. (2.2) Las acciones basadas en la libre elección son inconstreñidas por causas internas. Una vez que (2) es dividida así, la tríada inicial inconsistente (1) a (3) da paso a la tétrada (1), (2.1), (2.2), (3). Pero podem os re­ solver este grupo aporético rechazando (2.2) y reteniendo (2.1); de este modo, en efecto, se reemplaza (2) con una versión debili­ tada. Tal recurso a una distinción —aquí a la que hay entre causas internas y externas—hace posible foijar una salida de la inconsis­ tencia. Considérese la tríada inconsistente: — Todos los A son B. — Todos los B son C. — Algunos A no son C. Nótese que éstos son incompatibles sólo si los términos conecti­ vos que eslabonan estas tesis juntas, A, B, C, son usados preci­ samente en el mismo sentido en cada aparición. Si el escrutinio cuidadoso manifiesta la más mínima desviación —si, digamos, el A de una de estas tesis es Aiy el de la otra esA $—,entonces la inconsistencia es eliminada y el problema queda abolido. Las distinciones son así una herramienta crucial para la solución filo­ sófica de problemas; son la manera natural de eliminar la inconsis­ tencia. Examinemos el funcionamiento de este proceso más cercana­ mente. Considérese un grupo aporético que fija el contexto para varias teorías de la filosofía griega temprana: (1) La realidad es una (homogénea). (2) La materia es real. (3) La forma es real. (4) La materia y la forma son distintos tipos de cosas (heterogé­ nea).

A manera de solución, podríamos considerar rechazar (2). Esto podría hacerse, sin embargo, no simplemente abandonándola, sino más bien sustituyéndola —sobre el precedente idealista de Zenón y Platón—con algo expresado en los términos siguientes; (2r) La materia no es real como un modo de existencia indepen­ diente; más bien es meramente cuasirreal, un mero fenómeno, una apariencia de algún modo fundada en la realidad inma­ terial. El nuevo cuarteto (1), (2'), (3), (4) es sostenible en su conjunto. Al adoptar esta solución, se acude nuevamente a una distinción, a saber, la que hay entre (i) la realidad estricta como una existencia independiente autosuficiente, y

(ii) la realidad derivada o atenuada como un producto (meramen­ te fenoménico) de la operación de lo real absoluto. El uso de tal distinción nos permite resolver un grupo aporético, mas no simplemente abandonando una de aquellas tesis engendradoras de paradojas, sino más bien modificándola. (Nótese, sin em­ bargo, que una vez que seguimos a Zenón y a Platón al reemplazar a (2) por (27) —y por consiguiente, al reinterpretar la materia co­ mo si representara un “mero fenómeno”—la esencia de la tesis (4) es profundamente alterada; la vieja afirmación puede todavía ser sostenida, pero ahora gana una nueva significación a la luz de las nuevas distinciones.) Otra alternativa sería abandonar la tesis (3). Entonces, sin em­ bargo, presumiblemente no se adoptaría simplemente “la forma no es real”, sino más bien se volvería a hacer la afirmación modifi­ cada de que “la forma no es independientemente real; no es más que un estado transitorio (cambiable) de la materia”. Y esto puede ser visto al revés, como si se afirmara: “la forma es (en cierto modo) real, aunque sólo en tanto se le considere no más que un estado transitorio de la materia”. Ésta, en efecto, sería la posición de los atomistas. Las antinomias siempre se pueden resolver de este modo; siem­ pre podemos “salvar los fenómenos”, esto es, retener el núcleo crucial de nuestras distintas creencias frente a la inconsistencia

aparente introduciendo distinciones y m odificaciones apropiadas. U na vez que la aporía irrum pe, podem os salvar nuestros com pro­ misos filosóficos complicándolos, revisándolos a la luz de distin­ ciones apropiadas antes que abandonarlos del todo. Pues bien, el efecto de im poner una distinción d sobre un concepto C es dividir C en Ci y C 2 . Y cuando esto sucede, una tesis en la que C figura, T = T(C), es dividida en dos afirmaciones distintas: d + T(C) produce T(C\) y T{CPortmyingAnalog), Cambridge, 1981.

ran más ágiles)? ¿Dejarían de ser de plata todos aquellos objetos de plata ? Sin duda no cruzaríamos este puente a menos que lle­ gáramos a él; pero cómo lo cruzaríamos dependería entonces de qué analogías con la situación estándar aún perm anecieran en su sitio yjustam ente cuán importantes las consideráramos en relación con las que tenemos que abandonar. La cuestión se convierte en una de juicio si estamos evaluando la importancia relativa (centralidad y demás) de varios factores. El razonamiento a partir de analogías es siempre una cuestión de juicio e interpretación en la que siempre esta involucrado algo más que una mera descripción fáctica. Las analogías nunca son conclusivas, nunca son decisivas. Pero llevan cierto peso, y si su ímpetu ha de ser evadido, este peso debe ponerse a un lado. Para hacer eso, debemos estar en posición de evaluar este peso. Cuando las analogías en conflicto o los paradig­ mas en competencia tiran en direcciones opuestas, necesitamos un marco de valores guía para dirimir la cuestión de las prioridades. En la controversia filosófica estamos constantemente intercam­ biando contraconsideraciones, meneando la carga del argumento de atrás hacia adelante. Necesitamos escalas de medición para pe­ sar esta carga, para evaluar aquellos factores cruciales de impor­ tancia y significación sobre los cuales inevitablemente dependerá el valor de las consideraciones que son aducidas.9 Qué consideraciones merecen algún peso en cuanto a relevan­ cia teórica es determinable sobre una base impersonal y libre de valores, pero justo cuánto peso en relación con otras no lo es. Es­ to es algo que incide en nuestra orientación intelectual: es una cuestión de nuestra aproximación a los hechos, de la luz en que proponemos verlos. Y esto es una función de nuestros “intereses” en ambos sentidos del término (lo que consideramos significativo y lo que consideramos beneficioso para nuestras preocupaciones). La cuestión ahora es una de prioridad y valor. Los valores con los que estamos tratando aquí son valores epistémicos. Tratan con la cuestión normativa de qué debiéramos aceptar; pero un “deber" relativo a los intereses de la investigación misma. Estos valores cognoscitivos echan a andar parámetros epistémicos del tipo inventariado en la tabla 1. Tales valores cognoscitivos 9 Las concepciones de presunción y carga de la prueba en cuestión aquí, son tratadas con alguna extensión en mi Dialectia, Albany, N.Y., 1977.

proporcionan los estándares mediante los cuales resolvemos cues­ tiones de prioridad, certeza, énfasis, significación, urgencia y así por el estilo, en el aprovechamiento de analogías. La evaluación cognoscitiva es sin duda parcialmente una cuestión de aprender acerca de los hechos objetivos, pero no enteram ente; y ése es el quid del asunto. Las consideraciones de hecho y evidencia afectan las cuestiones de valor cognoscitivo, pero no las determ inan.

T abla

i

UN MUESTRARIO DE VALORES COGNOSCITIVOS

Individual

Análogo a la utilidad

A nálogo a la probabilidad

Orientado hacia la significación im portante/no importante significativo/no significativo ilum inador/inútil inform ativo/no informativo interesante/no interesante grave/ trivial

Orientado a la verosimilitud verosím il/forzado relevante/irrelevante u n ifo rm e / discordante establecido/novedoso ord in ario /in u su al general/idiosincrásico n a tu ra l/n o natural sim p le/ complejo exacto/inexacto

Contextúa 1 Pragmático central/periférico inm ediato/rem oto firm e/frágil fundam ental/superficial fructífero/estéril p ro fundo/ superficial urgente/ desdeñable aprem iante/ postergable

Sistémico coherencia-consistencia uniformidad-homogeneidad comprehensividad-carácter inclusivo completud-autosuficiencia autosustento-autonomía economía-eficiencia elegancia-armonía regularidad-orden

conTernipml°r^S C° ^ ° ® c^ vos re^ ej an una predilección intelectual “ üuna ! ™ . utllldad c° g nf scitiva de los datos relevantes. Ésta i es es ion e nuestra predisposición a asignar peso probatorio,

dar prioridad o precedencia más que a aquella suerte de considera­ ción probatoria. Las cuestiones de axiología cognoscitiva reflejan los diferentes estándares de importancia (significación, prioridad, centralidad) con que dotamos a los materiales fácticos con los cua­ les tratamos. La mera relevancia como tal (con algún peso u otro) es una cuestión de las evidencias de relaciones objetivas y estándares impersonales. Pero la significación —la cuestión de precisamente cuanto peso (relativo) pertenece a un ítem vis-á-vis otro—está des­ tinada a ser en alguna medida variable de persona a persona. Los valores cognoscitivos (importancia, significación, etcétera) no son propiedades que descubramos que preexisten en las cosas que in­ vestigamos; son características que imputamos a las cosas y sus características a la luz de nuestros intereses. Sin embargo, es importante reconocer, que tales predisposicio­ nes evaluativas en modo alguno necesitan prevalecer en nuestro razonamiento. En algunos casos seremos impelidos en una cierta dirección de creencia a pesar de y no obstante las inclinaciones propias en otra, incluso conforme podamos inclinarnos a confiar en alguna fuente; pero una experiencia amarga pudiera en últi­ ma instancia deshacer esta inclinación inicial. Las presunciones en cuestión son, como la mayoría de las presunciones legales, revo^ cables, suceptibles de ser transformadas o anuladas por contrain­ dicaciones lo suficientemente fuertes. Una orientación probatoria ejerce una cierta presión cognoscitiva; pero su fuerza no es infinita e irresistible, sino que puede ser desalentada e incluso ulterior­ mente desviada y reorientada. Así, esas mismas orientaciones no son necesariamente fijas e inmutables. Pueden cambiar como re­ sultado de la presión de las consecuencias a las que ellas mismas conducen. La distinción hecho/valor está una vez más en funcionamiento. Sin duda, el hecho de que X sostiene ciertos valores es siempre una cuestión estrictamente fáctica. Pero la conveniencia de esta posición no es una cuestión fáctica. Y la conveniencia es la cuestión crucial. Para usar una tesis fáctica P como premisa para el razonamiento, se debe partir de P misma y no del hecho de que X cree que P. Similarmente, en el caso del valor, para usar la tesis de valor V como premisa del razonamiento, se debe considerar apropiada a V misma y no confiar en el hecho de que X valora a V. ¿Pero no podrían nuestros valores —incluidos los valores cognos­ citivos— ser simplemente racionalmente inapropiados, irraciona­

les incluso grotescos? Por supuesto que pueden serlo. Sería desde luego extraño considerar más im portantes las nubes que los áto­ mos. Pero las restricciones estrictamente racionales solo eliminan parte del espectro, dejando mucho sin decidir. Son delim itabas, no determinativas o decisivas, y siempre dejan abierto un amplio rango de opciones. Cualquier "adentro” y “afuera que indiquen siempre deja una gran área gris en medio. La analogía es la máquina a través de la cual los valores cognos­ citivos relacionados con cuestiones de im portancia y razonabilidad son asimismo reclutados para nuestro criterios de aceptabilidad. El papel controlador de la analogía al lanzar y guiar nuestras deliberaciones filosóficas significa que la com probación razonada de posiciones filosóficas está siempre en última instancia basada en una apelación a los valores cognoscitivos. Asi como la raciona­ lidad práctica nos llama a considerar costos y beneficios al decidir acerca de acciones, así la racionalidad epistemica nos llama a consi­ derar estos costos y beneficios cognoscitivos al resolver cuestiones de juicio filosófico. Existen relaciones cercanas entre los valores cognoscitivos y los valores en el sentido más amplio. Los casos que tomamos como centrales en la comprensión de las posiciones cognoscitivas —nues­ tros arquetipos y paradigmas—también reflejarán nuestros valores en general. Sirven como estándares de aceptabilidad. La preocupa­ ción pitagórica por la armonía del universo, el énfasis aristotélico en el valor propio, la insistencia estoica en la autosuficiencia, la dedicación marxista a la homogeneidad social y cosas parecidas, reflejan compromisos de valor que se manifiestan en las eleccio­ nes de los paradigmas desplegados al evaluar tesis. Y todas estas diferencias de valor se expresan y se manifiestan en nuestros pro­ cedimientos cognoscitivos mediante el peso cargado p or analogías con varios casos claramente delineados. Las analogías filosóficas generalmente operan a través de ar­ quetipos. arquetipos para la naturaleza (como un organismo, un artefacto, un mecanismo, un dios), para el hom bre (como un ani­ mal, un mecanismo, un minidios), para el Estado (como una fami­ lia, un ejército, una sociedad de mutuo beneficio). La construcción por parte del filósofo de la fuerza probatoria despliega estas ana­ logías como estándares de razonabilidad y aceptabilidad. En Platón, tenemos la analogía de objetos matemáticos como modelos ideales para los objetos naturales (“ideas”). En Spino-

za, comparamos la causalidad con las razones (“el orden y la co­ nexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas”). En Leibniz, las personas son sustancias paradigmáti­ cas y la identidad personal el paradigma de la individuación. En Hume, la demostración matemática es el arquetipo de todo razo­ namiento. Todo filósofo tiene sus analogías preferidas alrededor de las cuales giran las ideas centrales de su sistema y con referen­ cia a las cuales son motivadas sus tesis clave.10 Pero como Platón ha subrayado, nuestros conceptos representan ideas arque típicas (paradeigma) que sólo están imperfectamente armonizadas con las recalcitrantes realidades del mundo. Su uso nos involucra en con­ sideraciones de más o menos y llama a ejercitar el juicio de modo que involucre un elemento de evaluación diferencial de personas en casos problemáticos. Esta circunstancia tiene implicaciones de largo alcance.11 3. Filosofar depende de la evaluación cognoscitiva Al abordar las cuestiones de la filosofía, no queremos meramente respuestas, queremos respuestas convincentes que tengan el respal­ do de buenas razones. El argumento razonado sólo es el instru­ mento propio de la filosofía. Pero para asegurar buenas razones para nuestras concepciones, debemos estar en posición de evaluar el mérito de los argumentos por analogía, lo que significa que debemos estar en posesión de normas y estándares cargados de valores. Tener una postura respecto a valores cognoscitivos es una sine qua non para poder desarrollar el único tipo de argumento por el cual una posición filosófica puede en última instancia ser defendida. 10 Cfr. Stephen C. Pepper sobre “metaloras raíz” en World Hypothescs. 11 Sobre los paradigmas como valores cognoscitivos, véase La estructura de las revoluciona científicas, de Thomas S. Kuhn, Chicago, 1962; y cfr. Gerald Doppelt, “Kuhn's Epistemological Relativism", enJ.W, Meiland y M. Krausz (comps.), Relativúm: CogniliveandMorak, Notre Dame, 1982, pp. 109-146. Independientemente de si el análisis kuhniano de desacuerdo basado en un paradigma refleja con exactitud la situación en la ciencia natural, permanece el hecho de que se aplica sustancial­ mente a la Filosofía. Kuhn, al enfocarse con demasiada frecuencia en las etapas tempranas, menos desarrolladas de la ciencia natural, quizá mantuvo la ciencia de­ masiado cercana al paradigma de la filosofía, produciendo de forma algo irónica un modo invertido de “poner z la filosofía en el camino real de la ciencia-,

La cuestión del apoyo últim o de las consideraciones y los argu­ mentos analógicos está siempre con nosotros en la filosofía. Averi­ guar sí ciertas analogías son realm ente apropiadas y precisamente cuán convincentemente confirm a su despliegue una conclusión, son siempre cuestiones afines. Y esta cuestión de los estándares epistémicos por los cuales evaluamos el soporte de consideraciones relevantes sólo puede ser abordado a la luz de valores cognosci­ tivos. La eficacia de los argumentos por analogía no pued e ser esti­ mada a través de sus insumos solos; esto requiere asimism o alguna referencia a sus productos. No podem os evitar sopesar los costos de suscribir esos resultados. Una orientación en térm inos de valo­ res cognoscitivos no es un algoritmo para producir soluciones a problemas filosóficos relativos a restricciones prefijadas, sino que sirve para definir las restricciones mismas, form ando una parte de lo que es necesario para marcar una solución como aceptable, para ver que la “solución” en realidad es una solución. Cuando filosofamos de acuerdo con el mandato de Sócrates de “seguir el argumento a donde conduzca”, también debem os considerar si queremos estar allí. Filosofar es una labor de la razón, de esforzarse p o r respal­ dar aseveraciones mediante argumentos sólidos que proporcionen buenas razones para su aceptación. Pero esta bondad y eficacia son un asunto inherentemente evaluativo que depende del peso que estemos dispuestos a dar a varias consideraciones en el esquema probatorio de las cosas. Algunos pensadores consideran crucial para su aceptabilidad que las aseveraciones filosóficas sean intui­ tivas, Si concuerdan con nuestras intenciones, tanto mejor; si son contraintuitivaSj tanto peor para ellas. Otros consideran a la intui­ ción un canto de sirena que nos guía hacia el erro r y la confusión. Unos consideran al precedente un índice de verdad; otros, una marca de vulnerabilidad. Algunos consideran autorizado el uso establecido, otros ven en él un ídolo de la tribu. La cuestión de la evaluación cognoscitiva es inherentem ente controversial. Los valores epistémicos no equivalen a aseveraciones o doc­ trinas, sino más bien a orientaciones o predisposiciones intelec­ tuales. Inhieren en las categorías contingentem ente adoptadas y marcos conceptuales que traem os a colación al d o tar de sentido a nuestra experiencia (John.Dewey), en los paradigm as explicativos que favorecemos (Thomas Kuhn), en los principios de interpre-

tación que adoptamos (Hans-Georg Gadamer), en las metáforas que aplicamos como hipótesis guía (Stephen Pepper), en los estilos de argumentación o “lógicas" para la construcción de argumentos (Hans Leisegang).12 No son meras enseñanzas o doctrinas, sino puntos de vista cognoscitivos (orientaciones). Después de todo, los valores cognoscitivos que condicionan nuestro filosofar son refle­ jados en lo que tomamos como nuestro modelo de “conocimien­ to” para este campo, sean las matemáticas (Spinoza), la ciencia (Kant), la religión (gnosis), la ley (Austin), el arte (Schelling), la literatura (Derrida) y así sucesivamente. Son “ideológicas”, más que puramente fácticas, al reflejar nuestras actitudes. El tipo de desacuerdo orientativo que, en esta aproximación, se sostiene que subyace en el desacuerdo doctrinal, es él mismo en última instancia evaluad vo. El nominalista goodmaniano no refuta que la existencia de los conjuntos sea distinta a la de sus elementos; rehúsa a permitir que puedan desempeñar algún papel en la “explicación adecuada”. El realista quineano no refuta la existencia de posibilia: no losfomenta en las exposiciones filosóficas. El recurso explicativo a tales me­ dios es visto como un defecto, un punto vulnerable, un demérito. Su papel es más bien el de un mecanismo de evaluación que el de una doctrina argumentada. Con Goodman tenemos que “ver” que los abstracta son malos; con Quine, que los posibilia lo son, sobre la base de consideraciones tales como simplicidad, economía, ele­ gancia, y así sucesivamente. En el fondo, la cuestión gira alrededor de asuntos de evaluación más que de doctrina, de ideología más que de información.13 12 Véase el interesante trabajo de este oscuro filósofo, Denkformen, Berlín, 1928. 13 Una aproximación muy diferente pero no obstante estructuralmente aná­ loga al pluralismo filosófico, a saber, la aproximación axiomática, considera que las diferencias en las enseñanzas de las diferentes escuelas descansan, en última instancia, en una diferencia respecto a los axiomas: compromisos fundamentales, presuposiciones, premisas básicas, primeros principios o creencias ultimas acer­ ca de la naturaleza del mundo. La raíz de las diferencias se considera no en la metodología, sino en divergentes compromisos fundamentales con tesis. (Para un desarrollo interesante de esta posición, con su énfasis en compromisos últimos - e n el muy amplio sentido de este término-, véasejohnstone, Philosophy and Argument.) El presente enfoque no adopta esta perspectiva, pues yo rechazo la concepción de tesis últimas en el dominio en cuestión. Desde luego, sería afilasófico caracterizar un compromiso con tesis filosóficas en términos de ultimidad. Se debe rechazar la idea misma de “com promisos últimos” en la filosofía, la adopción de tesis que

Estas orientaciones concernientes a la evaluación cognosciti­ va son una parte crucial de la maquinaria probatoria por la que validamos (apoyamos, justificamos) nuestras creencias. Al propor­ cionar los instrumentos mediante los que forjamos las analogías fundamentales para la argumentación exotérica, ellas configuran y canalizan los procesos probatorios a través de los cuales las ense­ ñanzas y doctrinas llegan a ser aceptadas. Sus valores cognoscitivos proveen al filósofo con la perspectiva orientadora concerniente a la “buena argumentación” a través de la cual su posición puede ser desarrollada y consolidada. Así, incluso cuando está disponible exactamente el mismo con­ junto de evidencias para diferentes filósofos, bien podrían eva­ luarlo de modo muy diferente. Debido a los diferentes trasfondos, cursos diferentes de “experiencia” pueden ser operativos, pueden hacer funcionar las cosas en modos más bien diversos. Difiriendo en cuanto a asuntos de “valor cognoscitivo” —por lo que respec­ ta a la relevancia, la significación, la centralidad, etcétera—llegan equipados con diferentes estándares de estimación y así conducen sus razonamientos desde premisas comunes a conclusiones muy diferentes. En los contextos filosóficos, no hay respuesta universal a la cuestión del peso o autoridad de cualquier tipo particular de consideración probatoria, no hay modo universal de determinar aproblemáticamente justamente cuán buenas son nuestras “bue­ nas razones”. Y, lo que es bastante obvio, la argumentación acerca de esta cuestión esta destinada a caer dentro de su propio alcance. Aunque sin duda importantes en general, los valores juegan así un papel enteramente decisivo en filosofía. La “evidencia” disponible para nosotros en la filosofía no pue­ de resolver los problemas, ya que, en primer término, esos datos de la evidencia son, por asi decir, parte del problema más que su solución, puesto que son lo que engendra aquellas dificultades aporéticas que se hallan en la raíz del asunto. La cuestión se con­ vierte en una acerca del apoyo último de la evidencia. Y el hecho crucial es que la evidencia asegura su apoyo sólo dentro de un marco orientador de valores cognoscitivos. La evidencia no pueno estemos dispuestos a defender. Como Hegel muy propiamente subrayara, 110 puede haber axiomas en filosofía. Al rechazar la aproximación axiomática como inapropiada en filosofía, también rechazo la versión particular del pluralismo que la acompaña, una versión que es, en su estructura general, muy parecida a la mía.

de resolver cuestiones de sistema “desde afuera” (por así decirlo), porque, con las cuestiones filosóficas, ella solamente obtiene su valor en relación con nuestros compromisos sistémicos fundamen* tales. Al filosofar impartimos coherencia racional y estructura a las materias pi imas (inconsistentes) que los “datos” del área nos apor­ tan. Imbuimos orden sistemático en las cuestiones aporéticas que emergen de consideraciones “presistémicas”. Pero podemos arre­ glárnoslas para hacer esto sólo sobre la base de valores (cognosci­ tivos). La demostración estrictamente fáctica es una cosa; la argum en­ tación normativa es otra. Una es estrictamente objetiva y procede a partir únicamente de la evidencia aproblemática; la otra involu­ cra cuestiones de evaluación. Las analogías sobre las que en última instancia descansan los argumentos filosóficos siempre involucran consideraciones normativas. No son demostraciones objetivamen­ te carentes de presuposiciones ni contundentes. La demostración fáctica sólo sabe de resultados personalmente indiferentes y opera al nivel de principios generales umversalmente aplicables. Habla el lenguaje de “Es claro q u e... ”, no el lenguaje de “Yo tengo cla­ ro que.. . ”. 14 No respeta a las personas; las posiciones potencial­ mente idiosincrásicas de individuos particulares yacen fuera de su alcance. Ésta no es la base sobre la que podemos proceder en fi­ losofía, pues los “hechos del asunto” son incapaces de poner en vigor una solución única. La axiología cognoscitiva es central: la adopción de una posición filosófica particular involucra una elección ra­ cional que depende crucialmente del tener una postura evaluativa. Son indispensables criterios de significación cognoscitiva para el uso de argumentos por analogía como estándares de aceptabilidad. El papel central de los valores cognoscitivos en el filosofar valida, en cualquier caso para su dominio, la solidez de la tesis de Hans Leisegang de que no hay leyes universales de pensamiento, sino sólo formas variables de pensamiento.1*' 14 Compárese Kant sobre la certeza te ó rica/lógica m. la certeza práctica/moral en CPuR, A829-B857. Iíí Véase Leiscgang, Denkformen, esp. p. 9. Cfr.'. “No hay una disciplina tal que sea una 'lógica' filosóficamente neutral y conduzca a juicios peyorativos acerca de tesis filosóficas. La ‘lógica1 de Lenguaje, verdad y lógica y de La sintaxit lógica del lenguaje estaba lejos de carecer de presuposiciones. Sólo les pareció que carecía de

I a argumentación i ilosófica nunca puede tener éxito en demos­ trar sus aserciones sobre una base Táctica, basándose ouLnciamenU: en la evidencia. Pues la cuestión de cuánto pao dar a los hechos y la evidencia del tipo aducido en la argumentación siempre «urgi­ rá para darle a la cuestión un sesgo nuevo y mas problemático, Diferentes teorías filosóficas pueden muy bien pretender pom­ posamente dar cuenta de todos los hechos relevantes y aun así estar basadas en consideraciones completamente separadas, pre­ cisamente porque evalúan asuntos de importancia y de relaciones de diferente modo. Qué soluciones están disponibles como respuesta a un proble­ ma filosófico es una cuestión de hecho validado mediante la evi­ dencia. Pero la aceptabilidad de estas diversas posiciones plantea cuestiones ineliminables de evaluación. íanto la evidencia como la evaluación tienen así una incidencia en la filosofía. La explo­ ración de alternativas, el trazado del espacio de posiciones po­ sibles, es un asunto de razón fundada en la evidencia. Pero la adopción y comprobación de una posición particular —su defensa racional vis-á vis las alternativas—son asuntos no de razón funda­ da objetivamente en la evidencia, sino de razón evaluativa, puesto que sólo pueden proceder desde la posición de una orientación de valores cognoscitivos particular. Ei papel central de las ana­ logías en el razonamiento filosófico significa que la axiología es un aspecto indispensable de la metodología probatoria en este campo. Los valores cognoscitivos propios desempeñan, de acuerdo con lo anterior, un papel determinante en los razonamientos filosófi­ cos. Un argumento filosófico siempre puede ser construido como sí tuviera una forma condicional implícita: “Dado un cierto con­ junto de valores cognoscitivos, tal y tal posición es apropiada.” La solución filosófica de problemas exige indispensablemente como insumosjuicios de valor cuyo carácter no es dictado unilateralmen­ te por ‘la naturaleza independiente del investigador de las cosas", sino que requiere una contribución personal en forma de valores determinantes y de determ inar prioridades en los asuntos cognos­ citivos. ellas a lo* que de antemano estaban convencidos de los resultados de su aplicación, y así, estaban dispuesto* a aceptar definiciones persuasivamente cargadas de lógica, significación y términos similares'’ (Rorty, Tke LinguUtic Turn, p. 6).

Al resolver las aporías filosóficas debemos siempre escoger cier­ tas tesis y abandonar otras. Y esto llama a sopesar los costos de los abandonos contra los beneficios de las retenciones. Estas eva­ luaciones pueden efectuarse de diferentes maneras por personas diferentes sin ninguna declinación en la racionalidad, sin ninguna deficiencia de razón por lo que respecta a cuestiones de lógica o “sentido común" u otros modos de racionalidad impersonal pre­ dicados desde principios generales incontestables. Los juicios de razonabilidad que canalizan estas elecciones se volverán, en el aná­ lisis final, cuestiones de valor cognoscitivo. Aunque la “razón fun­ dada puram ente en la evidencia” no puede por sí misma lograr soluciones aquí, el hombre no obstante puede hacer (y de hecho hace) una elección; elección que inevitablemente refleja valores o estándares suministrados por él mismo. Filosofar es una cuestión de hacer una elección finalmente evaluativa de un modo u otro, de proponer una solución que se muestre óptima a la luz de principios de evaluación cognoscitiva. Si esta perspectiva es esencialmente correcta, se sigue que no se puede filosofar in vacuo. Las consideraciones teóricas de puro principio general nunca son suficientes para dirimir racionalmen­ te las cuestiones filosóficas. La solución filosófica de problemas no puede proceder, en ausencia de insumos de valor, a proporcionar los principios de razonabilidad y presunción únicos que puedan resolver una inconsistencia aporética. El razonamiento evaluativamente condicionado siempre tiene involucramientos individualizados. Sus resultados no son asuntos universales de principios impersonales generales de racionalidad abstracta, sino que incorporan elementos de relatividad personal. No sólo los hechos impersonalmente determinables, sino ade­ más los valores particulares de los individuos desempeñan un papel central en sus deliberaciones. Esto se aplica también (y en­ fáticamente) a las evaluaciones cognoscitivas que subyacen en la argumentación filosófica. Lo que las personas consideran útil, informativo, significativo, conveniente, razonable o cosas simila­ res, está destinado a afectar sus soluciones de problemas. Inevitablemente, nuestra orientación en valores probatorios proporciona el “punto de vista” que traemos a la controversia y usamos para evaluar los “costos” y “beneficios” involucrados en la retención y el rechazo de tesis en conflicto. Debido al carácter

fundam ental de la argum entación p o r analogía en el pensam iento filosófico, la doctrina de un filósofo está destin ad a a reflejar sus valores cognoscitivos. Los valores cognosciuvos n o solam ente se hallan en d ojo del que observa, se hallan en el de tal m an era que condicionan lo que observa. Independientem ente de si estamos de acuerdo o en desacuer­ do con el precepto de Protágoras de que “el h o m b re es la m e­ dida de todas las cosas”, tenía razón en que en cualquier caso el hom bre es el medidor de todas las cosas. En sí mismos, todos los hechos son meros hechos; es sólo la estru ctu ra de nuestros intereses y preocupaciones lo que los dota de significación e im­ portancia. La evaluación cognoscitiva va más allá de la facticidad objetiva. En filosofía podemos estar de acuerdo aproblem aticam ente acerca de problemas porque las consideraciones de racionali­ dad abstracta proporcionan una lingua franca que es indiferente a los compromisos y que nos perm ite identificar com o tales a las situaciones aporéticamente problemáticas. Podem os decir “objeti­ vamente” dónde están las aporías. Pero no podem os decir “obje­ tivamente” cómo resolverlas, y es así que no estam os de acuerdo acerca de las respuestas. En filosofía, la toma de posición es siem­ pre míraorientacional, siempre basada en un com prom iso con cier­ to conjunto de valores cognoscitivos. La fuerza intraorientacional separada de cualquiera de tales com promisos particularizados es simplemente inasequible. Los argumentos a través de los cuales los filósofos abordan sus problemas y establecen sus posiciones nunca son así enteram en­ te conclusivos, nunca probatoriam ente concluyentes sobre funda­ mentos aproblematicamente facticos. Pues la analogía nunca es decisiva; la similtud nunca es identidad. La persuasividad de una apelación a la analogía siempre se halla parcialm ente en el ojo del observador. La atracción exotérica de la argum entación filo­ sófica no nos encierra; otras opciones siem pre están abiertas. El razonamiento filosófico es inherentem ente no excluyen te; siem­ pre pueden alcanzar conclusiones distintas, a p a rtir de la misma base de evidencias, aquellos que escogen ver las cosas bajo una luz diferente. Siempre podem os evitar una solución dada si estamos dis­ puestos a dar un tipo particular de paso evasivo, si estam os dispuestos

a pagar el precio requerido por la maniobra evasiva.16 David Lewis lo ha expresado clara y sólidamente: Sea o no agradable derribar a los filósofos en desacuerdo mediante la pura fuerza del argumento, esto no puede hacerse. Las teorías filo­ sóficas nunca son refutadas concluyentemente. (O casi nunca. Gódel y Gettier pueden haberlo hecho.) La tecría sobrevive a su refutación —por un precio.., lo que conseguimos con e¿ argumento filosófico: medimos el precio. Quizá eso sea algo que podemos establecer más o menos concluyentemente. Pero cuando todo está dicho y hecho, y todos los argumentos, distinciones y contraejemplos tramposos han sido descubiertos, probablemente todavía encararemos las cuestiones de qué precio vale la pena pagar, qué teorías son en balance creí­ bles, cuáles son las consecuencias inaceptablemente contraintuitivas y cuáles son las aceptablemente contraintuitivas. Sobre esta cuestión todavía podemos diferir, Y si todo es de hecho dicho y hecho, no habrá esperanza de descubrir todavía más argumentos para dirimir nuestras diferencias.'7 La cuestión de cuán aceptables encontramos extrasistemáticamente las tesis filosóficas está destinada a tornarse crucial en la ayuda de tal orientación hacia los valores cognoscitivos; en cuán impor­ tantes, razonables, sustanciales y así sucesivamente, consideramos ciertos puntos de comparación en relación con otros. Y la impor­ tancia no es algo absoluto y completamente objetivo; siempre gira en parte alrededor de las aproximaciones, contextos y perspectivas que adoptamos para proporcionar un escenario a los “hechos ob­ jetivos" conforme procedemos a tratar con ellos. En la filosofía, la racionalidad probatoria abstracta (la razón teórica de Kant) no pue­ de por sí misma obligarnos a tomar una posición; esto sólo puede lograrse por una racionalidad comprometida normativamente (la razón práctica de Kant). Algún elemento de evaluación relativo a una persona está siempre presente. Esta dimensión evaluativa del asunto explica el carácter último no concluyente de la argumentación filosófica, La argumentación 16 “En principio, un filósofo siempre puede invocar algún criterio idiosincrá­ sico para una ‘solución satisfactoria’ aun problema filosófico {un criterio contra el cual su oponente 110 puede suministrar un argumento no circular) (ibid., p, 2). Cfr. Passmore, Philosophical Reasoning, p. 36. 17 David Lewis, Philosophical Papen, Oxford, 1983, p. X.

filosófica es inevitablemente incapaz de garantizar una posición úni­ ca. No puede excluir nunca la perspectiva de que una posición diferente pueda ser racionalmente tom ada p o r alguien que tenga una actitud diferente respecto de las cuestiones evaluativas. Se establecen diversas posiciones filosóficas porque diferentes individuos y grupos están implícitamente com prom etidos con di­ ferentes prioridades y preferencias cognoscitivas; com prometidos no meramente en lo que concierne a los hechos objetivos y por lo tanto inmunes a la crítica únicamente sobre esa base. Es por esta razón que, como se lamenta un escritor reciente, los intentos por sustituir la opinión con el conocimiento (en la filosofía) son constantemente frustrados por el hecho de que lo que cuenta como conocimiento filosófico se presta eso mismo a ser asunto de opi­ nión”.18 Sin embargo, esto todavía no capta la cuestión muy bien. Sin duda, en filosofía no aseguramos el duro conocimiento de los hechos demostrados, determinados como tales m ediante conside­ raciones intersubjetivamente convincentes de la razón abstracta solamente. Pero entonces, nuevamente, no obtenem os meras opi­ niones, limitadas sólo por factores meramente no racionales de tipo sicológico o social, factores que operan en el orden de las cau­ sas más que en el de las razones. Más bien, lo que obtenem os son juicios —determinaciones razonadas, si bien fundadas en valores, determinaciones en favor de alternativas particulares. En filosofía toda toma de posición es una cuestión de “exigencias de juicio”.

4. La pérdida de objetividad La dependencia respecto del valor es inevitable en filosofía; siem­ pre es necesario recurrir a los valores cognoscitivos para extraer una posición particular del rango de alternativas en competencia con las cuales nos enfrentan las antinomias filosóficas. Considére­ se una vez mas el ejemplo de metafísica del siglo diecisiete discu­ tido arriba:19 (1) La extensión es sustancial (en la constitución de la res extensa material). . 18 Rorty, The Linguistic Turn, p. 2. 19 En la sec. 1 del cap. 4, pp, 95-96,

(2) El pensamiento es sustancial (al constituir la res cogitans inma­ terial). (3) El pensamiento y la extensión son ítems coordinados que tie­ nen la misma posición y status. (4) La sustancia como tal es uniforme; en el fondo no tiene sino un tipo y es el género de una sola especie. Si con Descartes le damos una importancia relativamente baja a la uniformidad y a la homogeneidad de sustancia en nuestros jui­ cios de razonabilidad —si la analogía de la naturaleza es nuestra guía—, entonces obviamente vamos a abandonar (4) y a resolver este grupo aporético de una manera dualista. Sin embargo, si es­ tamos con Spinoza al darle mucha importancia a la uniformidad y homogeneidad sustantivas —si la analogía de Dios es nuestra guía—, entonces nos enrolaremos en las filas de los monistas y abandona­ remos (1) o (2) o ambas. El carácter de la solución de problemas en filosofía, el modo en que resolvemos la inconsistencia aporé­ tica, refleja diferencias de valores cognoscitivos y los canaliza a diferencias doctrinales. Las presuposiciones acerca de valores cognoscitivos no son pre­ misas. No entran a la discusión abierta y explícitamente. Como los pilotes que soportan un edificio en terreno arenoso, están escon­ didos de la vista. Pero el hecho de que no los veamos no significa que no estén ahí o que el papel que desempeñan no sea esencial. Nuestras estimaciones de valor cognoscitivo —de significación, im­ portancia y centralidad— condicionan crucialmente el curso de nuestra argumentación filosófica. Las afirmaciones acerca de la verdadera naturaleza de la filoso­ fía son ellas mismas filosóficas. Y es así que ellas también pueden ser abordadas desde la perspectiva de la presente metodología. En particular, considere el siguiente grupo aporético: (1) La filosofía es una aventura en la investigación; su misión es responder preguntas y resolver problemas proporcionando buenas razones para aceptar soluciones particulares, (2) La filosofía aborda “las grandes cuestiones” de interés hum a­ no concernientes al lugar del hombre en el esquema del m un­ do y busca resolver “las grandes cuestiones” que surgen de aquí.

(3) Los argumentos probatoriam ente convincentes, racionalmen­ te convincentes, sólo a través de los cuales se pueden propor­ cionar buenas razones en filosofía, deben estar modelados sobre la pauta del discurso científico en cuanto a su objeti­ vidad libre de valores e impersonalidad. El filosofar debe ser cuasicientífico (genuinamente wissenschaftlich). (4) Las “grandes cuestiones” del pensamiento presistémico no se prestan, como tales, a una solución objetivamente impersonal, cuasicientífica. Aquí (4) es, a todas luces, un hecho de la vida, parte de la misma naturaleza de la situación de los problemas de la filosofía. La apo­ ría admite así precisamente tres salidas: Rechazar (1): Se abandona la concepción de la filosofía como in­ vestigación, y entonces, o bien se rechaza todo el tópico como ilegítimo (de acuerdo con el positivis­ mo), o se lo considera bajo una luz muy diferen­ te (e.g. como un asunto de iluminación, de realzar nuestra conciencia de las posibilidades, de acuerdo con mucho de la hermenéutica contemporánea). Rechazar (2): Se abandona la preocupación tradicional de la filo­ sofía por aquellas “grandes cuestiones” y se concen­ tra en cuestiones de detalle técnico. (Esta actitud está implícita en la práctica de mucho del filosofar contemporáneo en la tradición analítica.) Rechazar (3): Se reconoce la inviabilidad de lograr en filoso­ fía una argumentación racionalmente convincente, probatoriamente eficaz mediante un razonamiento cuasicientífico objetivo, libre de valores. (Ésta es la posición de nuestra teoría presente, que acepta la validez del razonamiento normativo relativa a una orientación de valores cognoscitivos potencialmen• te variable según la persona, no objetiva.) Nuestra propia aproximación rechaza enfáticamente el objetivis­ mo de (3) y, reteniendo las tesis (1) y (2), sostiene la concepción tradicional de la filosofía y su misión. Pero, como es usual, salva alguna parte de (3) mediante una distinción: a través de la acepta-

ción de una concepción engranada con valores de razonam iento convincente en este dom inio. Esta perspectiva sobre la cuestión también ayuda a explicar por qué a un considerable sector de la filosofía continental contem­ poránea no le sirve de nada la filosofía analítica angloamericana. Pues los continentales están profundam ente com prom etidos con (2) y consideran a los analíticos com prometidos con el modelo “científico” de (1) com binado con (3), siendo así conducidos a re­ chazar (2). Para resolver la dificultad, los continentales se inclinan a rechazar (1). El culpable verdadero, sin embargo, es (3). El filosofar sale así de la esfera de las demostraciones proba­ toriamente aproblem áticas a partir de los hechos objetivos. En filosofía, la tom a de posiciones particulares es siempre un asunto de com promiso evaluativo. Esto está, desde luego, transparente­ mente claro en las “disciplinas de valores” de la ética, la política, la estética y así sucesivamente, donde las cuestiones sustanciales invo­ lucran ellas mismas valores. Pero también tiene lugar en las otras ramas de la filosofía (teoría del conocimiento, metafísica, etcéte­ ra), donde la argum entación exotérica reclama inexorablemente la evaluación cognoscitiva con respecto a asuntos de importancia, centralidad y así sucesivamente. La filosofía se une a las huma­ nidades en su status como un campo en cuyas deliberaciones la consideraciones de valor están destinadas a desempeñar un papel determinante. Si las posiciones filosóficas se enraízan en última instancia en valores, la filosofía no puede ser completamente objetiva más de lo que puede serlo cualquiera otra empresa humanista. Regresa­ mos al principio honrado por el tiempo (tan viejo, en cualquier caso, como la insistencia de Schopenhauer de que nuestra visión del mundo es tanto un asunto de voluntad como de intelecto) de que los resultados libres de valores de fuerza impersonal no están generalmente disponibles en las Geisteswissenschaften. Es una im­ portante m oraleja de la filosofía postkantiana que no se pueden resolver las cuestiones en una disciplina humanista como la filoso­ fía sin llegar a ado p tar una posición evaluativa. En el análisis final, la argum entación filosófica nunca es completamente objetiva, sino que siempre está en algún grado personalizada. Pero mientras que es verdad que los problemas filosoficos no son solucionables “objetivam ente”, sin apelar a compromisos va-

riables concernientes a la evaluación cognoscitiva, sena bastante erróneo sostener que las cuestiones filosóficas son indetermina­ bles y que las disputas filosóficas son irresolubles como tales. En un estimulante librito llamado Ensayos escépticos, B e n s o n Mates ha argumentado recientemente que “los problemas tradi­ cionales de la filosofía son s u f i c i e n t e m e n t e inteligibles, p ero ... absolutamente insolubles”. Insiste en que “la razón p o r la que los problemas filosóficos no son resueltos es que, como las antinomias (de la lógica)... son irresolubles aunque inteligibles. Son nudos conceptuales que no se pueden deshacer”.^0 Pero la discusión de Mates puede y debe ser leída como si indicara irresolubilidad sólo en el modo específicamente relativo a la evidencia de la solución, esto es, de la solución únicamente a través de consideraciones ba­ sadas en la evidencia. En este sentido, Mates está en lo correcto; no se puede encontrar la salida de una situación aporética en la dirección de una solución particular sin desplegar los recursos apropiadamente evaluativos necesarios para efectuar una elección. Los problemas filosóficos son irresolubles en la ausencia de insumos evaluativos. No puede distanciarse uno de los compromisos valorativos sin exiliarse de la filosofía. En la ciencia no esperamos obtener respuestas a nuestras pre­ guntas sin determinar los hechos necesarios. Tampoco debiéra­ mos hacerlo en filosofía, donde, sin duda, algunos de los “hechos” relevantes serán de tipo evaluativo. Pero una vez que adoptamos la posicion de una orientación cognoscitiva evaluativamente cargada —una vez que adoptamos un punto de vista evaluativo—, entonces de hecho obtenemos respuestas definidas a nuestras preguntas. Ni en la filosofía ni en ninguna otra parte podem os razonablem en­ te esperar asegurar respuestas únicas, determ inadas, a nuestras preguntas independientemente de poseer aquellos recursos —iaquí evaluativos'.- requeridos para obtenerlas en las circunstancias pre­ valecientes. La dependencia del filosofar con respecto a los valores fue tambien conjeturada por los positivistas lógicos, quienes querían des­ hacerse de la filosofía como tal precisamente debido a su antago­ nismo con la invocación de valores en contextos cognoscitivos. El académico concienzudo, insistía O tto N eurath, debe trabajar de Benson Mates, Sceplical Essays, Chicago, 1981, p. 3, y cfr. pp. IX-X, 20.

una manera que sea carente por completo de presuposiciones y libre de valores. Por ende, debe trabajar sin filosofía y confinar su atención a la ciencia como tal.21 Enfrentamos una tríada aporética: (1) Los problemas filosóficos son cuestiones cognoscitivas legíti­ mas y resolubles. (2) La solución de problemas filosóficos sólo se puede lograr a través de una apelación a valores (cognoscitivos). (3) La apelación a los valores es ilegítima en la investigación ra­ cional. Los positivistas, tipificados por Neurath, escapan de la inconsis­ tencia abandonando (1). Nosotros abandonamos (3). Ambos parti­ dos comparten correctamente la aceptación de la tesis central (2). 'La idea de una filosofía libre de valores no es más que un espe­ jismo. Debemos tener cuidado, sin embargo, y abstenernos de unirnos a los positivistas pasando a la conclusión de que los problemas filo­ sóficos son meros seudoproblemas porque no pueden ser resuel­ tos objetivamente. Debemos abstenernos de igualar la validación racional y adoptar la idea de que no hay racionalidad donde la objetividad está ausente.22 Adoptar esta posición es pasar por alto la perspectiva de un modo dejustificación racional cuya base no es enteramente objetiva e impersonal, sino que en algunos sentidos es personal y subjetiva. No hay razón para pensar que la validación racional no pueda invocar estándares de utilidad cognoscitiva rela­ tivos a la persona de modo que deje espacio a la relatividad, cierto, pero una relatividad que no es arbitraria ni está más allá de los límites de la deliberación racional. 21 “Wissenschaft ohne Weltanschauung" debiera ser su lema. Debiera esforzar­ se por "eme metaphysikfreie Atmosphare... [zu] schaífen, und wissenschafftliche Arbeiten auf alien Gebieten durch logische Analyse zu fórdern” (Otto Neurath, “Soziologie im Physikalismus”, p. 149, traducida en sus Philosophical Papen, R.S. Cohén y M. Neurath (eds.), Dordrecht y Boston, 1982, pp. 58—90, véase p. 58). 22 El primer enunciado mismo del libro reciente de Peter Unger, Philosophical Ilelativity, Minneapolis, 1984, presenta las rígidas alternativas: objetivo o arbitrario (p. 3). Su discusión se desarrolla sobre la idea de que hay una clara dicotomía, de modo que si un lado falla, el otro prevalece: o bien "objetivamente correcto” o “meramente arbitrario”. Esta fácil división ciertamente tiene sus problemas.

LA LUCHA

DiL LOS

SISTÜMAS

/

Adoptar esta posición, sin embargo, es aceptar que la discusión a través de la línea divisoria entre posiciones en conflicto, no im­ porta cuán útil pueda ser para resaltar las cuestiones, no dirimirá las disputas filosóficas. Los diferentes valores se expresan en di­ ferentes prioridades cognoscitivas y, así, en soluciones variables a los problemas filosóficos. Sus valores discordantes impulsarán a la gente en diferentes direcciones en los asuntos teóricos así como en los prácticos. A final de cuentas, los filosofes aun deberán estar de acuerdo en estar en desacuerdo. Y el que estos desacuerdos en última instancia se enraizan en diferencias concernientes al valor cognoscitivo significa que las disputas filosóficas son siempre, en alguna medida, un asunto de argum entar con base en propósitos cruzados, de discutir los asuntos comunes con base en perspectivas muy diferentes.

PLURALISMO ORIENTATIVO: LA INEVITABILIDAD DE LA DIVERSIDAD DE VALORES

1. La diversidad doctrinal refleja una diversidad de valores Generación tras generación, los filósofos han soñado con “colocar la filosofía en el seguro camino de la ciencia” (como lo expresara Kant). Consideran que las cuestiones filosóficas presentan proble­ mas acerca de los cuales las personas bien informadas y razonables deben con el tiempo llegar a un acuerdo, y anhelan tener una llave para abrir la puerta hacia aquellas soluciones en última instancia definitivas. La controversia y el desacuerdo son quizá incluso un medio posible para este fin. Justamente en este espíritu, A.O. Lovejoy insistió en la Asociación Filosófica Americana que se organi­ zaran sus programas anuales en controversias estructuradas sobre cuestiones bien definidas, claramente delineadas, esperando que hacia el fin de cada convención surgiría un consenso sobre qué lado fue el ganador del debate.1 No importa cuán atractiva pueda ser esta perspectiva, está des­ tinada al fracaso, pues se basa en una profunda incomprensión de la situación probatoria en filosofía, donde las condiciones de ra­ cionalidad mismas admiten disputa racional. Precisamente porque la cuestión de los estándares apropiados de fuerza y aceptabilidad para caracterizar las buenas razones y los buenos argumentos en la 1 A.O. Lovejoy, “On Some Conditions of Progress in Philosophical Inquiry", The Philosophical Review, no. 26,1917, pp. 123-163. Véase Daniel T.Wilson, “Professionalization and Organized Discussion in the American Philosophical Association, 1900-1922" Journal o/tfie History of Philosophy, no. 17, 1979, pp. 53-69.

filosofía es una parte inherente de la filosofía misma y por lo tan­ to un sujeto de controversia y d eb ate- nunca estamos en posición de imponer el consenso racional a través de las fronteras de la con­ troversia doctrinal. La racionalidad abstracta no puede resolver las cuestiones por sí sola, porque las mismas normas y criterios por los cuales evaluamos los argumentos -lo s cánones de argumentación sólida- reflejan nuestras orientaciones de valores cognoscitivos. Son aceptados por individuos (o comunidades) sobre la base de posturas evaluativas potencialmente variables. (Piénsese en la di ferencia entre los pensadores con mentalidad analítica, hermenéu­ tica y existencialista entre los filósofos contemporáneos.) La fuerza de un argumento filosófico nunca es absoluta y objeti­ vamente obligatoria. Las consideraciones de validez basadas estric­ tamente en la evidencia son impotentes para eliminar el conflicto y estrechar el rango de alternativas a un resultado racionalmente idóneo. La fuerza persuasiva de una posición esta por necesidad confinada a aquellos que aceptan los principios particulares sobre los que descansa, principios que en ultima instancia giran alrede­ dor de asuntos de valor cognoscitivo. Una vez que reconocemos que lo que ha de ser considerado sostenible (válido, apropiado) en filosofía debe girar alrededor de valores cognoscitivos, ya no po­ demos esperar alcanzar un consenso en filosofía a través de una restricción puramente racional sobre la base de los “hechos de la cuestión” objetivos. La toma de una posición filosófica es una cuestión de juicio. El filosofar nunca es una cuestión de determ inar lo que es b a s á n d o s e estrictamente en la evidencia, sino de decidir lo que ha de hacerse; de tomar posiciones sobre la base de valores adoptados. Aceptar una posición filosófica es hacer una declaración ex parte desde la perspectiva de una postura particular en valores cognoscitivos. El papel central de los valores cognoscitivos en el filosofar signifi­ ca que aprender filosofía no es solamente una cuestión de dominar hechos, sino también de adquirir un “punto de vista”, de formar actitudes cognoscitivas, de adquirir afinidades y lealtades en cuan­ to a explotar los “datos”. No obstante, ¿puede la gente racional realmente estar en des­ acuerdo en filosofía? ¿No debiera su misma racionalidad engen­ drar un consenso en cuestiones de creencia? ¿No es la r a c i o n a l i d a d

una fuerza inexorable hacia el acuerdo? ¡En modo alguno! La gen­ te racional no necesita estar de acuerdo, porque: (1) Sus bases de juicio —los datos y la información de trasfondo disponibles para ello s- pueden muy bien diferir. (2) E incluso cuando su información de trasfondo es la misma, sus valores cognoscitivos pueden conducirlos a diferir en aquellos casos donde valores diferentes apuntan hacia soluciones dife­ rentes. El hecho sobresaliente es que, en filosofía, los hombres racionales pueden diferir en sus reacciones frente a los hechos, respecto a lo que consideran cognoscitivamente significativo y respecto a las i n f e r e n c i a s razonables que están dispuestos a extraer de esto. Su apoyo en los valores significa que la argumentación filosó­ fica no puede racionalmente constreñir el consentimiento, salvo intramuros en el grupo de aquellos que comparten el compromiso básico con un valor cognoscitivo particular. La situación cognoscidva en filosofía no es tal que uno pueda impeler a los disputantes al acuerdo so pena de dar por perdidas sus pretensiones de raciona­ lidad. La discusión racional no tiene por qué producir consenso en este dominio. No necesita ir más allá de aclarar la amplitud del rango en que estarán de acuerdo en estar en desacuerdo, y de aguzar el entendimiento de los participantes sobre los puntos de desacuerdo en cuestión. Los hechos objetivos a nuestra disposición son inadecuados pa­ ra imponer la coordinación y el consenso en filosofía. Las asevera­ ciones de juicio personal deben reinar supremas. Joseph Glanvill se quejó en 1665 de que “mientras los hombres condesciendan con las aprehensiones privadas, y todo opinante engreído prepare una aseveración infalible en su propio cerebro, nada puede esperarse sino tumulto y desorden eternos”.2 Sin aceptar la interpretación ne­ gativa de Glanvill de esta situación, todavía podemos suscribir la idea fundam ental de que la persistencia de la lucha de los sistemas (ese “tumulto y desorden eternos") se enraiza en última instancia en la inevitabilidad del juicio personal (esas “aprehensiones priva­ das”) como una base para la solución de problemas. 2 Joseph Glanvill, The Vanity of D o p n a tk in g Londres, 1665 citado en 1R.H. Popkin, The H istory o f Scepticism from Erasmus to i pinaza, e yy ■ 1979, p. 16.

Los teólogos católicos han argum entado largam ente contra Lu­ lero que el caos y la anarquía reinarían en la religión si cada uno escuchase a su propia conciencia y siguiese su m ejor juicio pro­ pio. Pero ésa es exactamente la situación de la filosofía. Donde ni la revelación abstracta ni la revelación ilum inadora pueden forzar un consenso; el juicio privado debe al fin prevalecer. Si ello con­ duce al caos y la anarquía, pues así sea. Una posición luterana es la única alternativa realista en filosofía. Las cuestiones no admiten solución categórica sin apelación a la evaluación, sin algún recurso normativo a las “utilidades cognoscitivas" que dividen a la comuni­ dad en distintas “escuelas de pensam iento”. El desacuerdo refleja, según lo anterior, una diversidad en la evaluación cognoscitiva. Y el conflicto respecto a los valores (incluso los valores meramente cognoscitivos) es en última instancia irresoluble sobre una base objetiva, libre de presuposiciones, porque las disputas acerca de los valores son ellas mismas siempre inherentem ente evaluativas. Una posición filosófica nuestra puede ser considerada (1) “des­ de dentro”, desde la posición de los compromisos de valor de nues­ tra propia orientación, o (2) puede ser considerada ab extra, desde la posición de alguna alternativa adoptada hipotéticam ente, alcan­ zada suspendiendo la incredulidad y usando nuestra imaginación para adoptar “por mor del argum ento” una actitud que no es en realidad la nuestra. Pero una posición filosófica nunca puede ser establecida con neutralidad valorativa, desde ninguna orientación de valores particular en lo absoluto. Dado que nuestros propios valores cognoscitivos representan el lugar “donde realmente estamos”, no tenemos m odo (antes de llegar a la suspensión de la creencia) de zafarnos de ellos. Un teóri­ co em prendedor nos dice que “podría haber m aneras de lanzarse uno mismo en catapulta, por lo menos tem poralm ente, hacia dife­ rentes perspectivas filosóficas. Varias drogas parecen haber dado (a la gente) la experiencia de cómo es visto y sentido el mundo (por otros) .3 Pero tal desviación respecto de nuestra postura “nor­ mal siempre está destinada a parecer aberrante después de que regresamos de ellaj como un sueño malo (o bueno), es algo que está destinado, al final, a que no lo consideremos m erecedor de peso probatorio. No tenemos otra opción que ver las cosas a la 3 R. Nozick, Philosophical Explanatiom, Cambridge, Mass., 1981, pp. 19-20.

luz de aquellas experiencias que consideramos auténticas. Estamos encerrados en nuestra postura valorativa al igual que en nuestro sistema de creencias. El darnos cuenta de que otros ven las co­ sas de modo diferente está destinado a dejarnos sustancialmente inafectados. Podemos apartarnos de donde actualmente estamos “fingiéndolo” (mediante suposición o hipótesis), pero no podemos hacerlo comprometiéndonos. El desarrollo de una posición filosófica es cuestión de sistema­ tización, de ubicar distintos hechos dentro de una red de orden. Pero, desde luego, diferentes estructuras sistémicas bien podrían acom odar los mismos hechos básicos. La construcción de sistemas es siempre cuestión de una “evaluación” de qué es central y qué es periférico, de qué es importante y qué es insignificante. Leibniz distinguió correctamente entre eruditio, el conocimiento de la me­ ra agregación de hechos, y philosophia, el conocimiento de hechos normativamente coordinado y sistematizado.4 La construcción de sistemas siempre refleja la significación de ideas particulares a tra­ vés de sus interrelaciones en un marco “nómico" más amplio que incorpora principios de valor cognoscitivo que traemos al proceso de organización sistémica. Algunos sostienen que la importancia cognoscitiva no es relati­ va a las personas porque es esencialmente fáctica al representar un hecho de segundo orden que refleja cómo un hecho dado enca­ ja nodalm ente en la más amplia red racional de hechos cercanos. Pero mientras que esto es verdadero en gran medida, no altera las cosas, pues esa “red racional de hechos” es ella misma una criatura de nuestro ingenio que refleja nuestros intereses y preocupacio­ nes, nuestros valores cognoscitivos. Un escritor reciente sugiere que “la posibilidad de la justifica­ ción objetiva (en filosofía) depende de usar los problemas de la vida como un estándar independiente de contexto, externo, con referencia al cual nuestras teorías (filosóficas) deben en última instancia s e r justificadas”.5 Pero, desde luego, la cuestión de los términos en los que habremos de abordar estos “problemas de la vida” es ella misma filosóficamente problemática. Los recursos 4 “Philosophia ab eruditione differt, quemadmodum id quod est rationis sive juris, ab co (juod ese facti. Leibniz a Huct» marzo de 1679 (Akad., vol. II, p. 465i Philósophische Schriften, ed. C .l Gerhardt, Berlín, 1887, vol. 111, p. 14). 5 Kekes, The Nalure of Philosophy, p. 197.

justificativos en funcionamiento vanan con el lugar y el tiempo, la persona y la situación, el contexto y las circunstancias: en po­ cas palabras, son ellos mismos reflejo de valores y varían mucho de grupo a grupo y de individuo a individuo. Los grandes uni­ versales prácticos de la condición hum ana —comida, alojamiento, vestido, socialización, reproducción—surgen en un nivel de fundamentalidad que deja gravemente subdeterm inada cualquier cosa que sea tan sofisticada y cargada de contenido como una posición filosófica. Todos —escépticos y cognoscitivistas, realistas e idealis­ tas, materialistas e inmaterialistas—estarán de acuerdo en que los hombres deben respirar, comer, dormir, y así sucesivamente. Los “problemas de la vida” son para el filósofo un tanto lo que las ro­ cas, las nubes y las mesas son para el físico. En un sentido son todo aquello acerca de lo que trata la disciplina. Y, no obstante, tratar con ellos como tales no llevará muy lejos a la disciplina. En filosofía, el uso de “principios lógicos sólidos” para razo­ nar a partir de “las verdades incontestables” nunca es capaz de resolver la elección entre alternativas. Pues confrontando cursos de razonamiento rivales que conducen a resultados incompatibles, no podemos dirimir la cuestión relativa a lo superior y lo inferior sin incurrir en un círculo vicioso de evaluación cognoscitiva. Las apelaciones a los hechos y los principios no logran dar lugar a una solución decisiva, porque las visiones diferentes de los hechos y los principios son ellas mismas partes en la disputa. Sistemas filosóficos discordantes reflejan diferencias en valo­ res cognoscitivos, diferencias en orientación norm ativa hacia los datos proporcionados por nuestra experiencia del m undo.6 Están en gran parte condicionados por la aproximación o actitud con la cual abordamos nuestras tareas filosóficas. Esto fue claramente visto por Dilthey, quien escribió: N unca se llega a la raíz de un sistema filo só fico co n m era argum enta­ ción. Esto puede ser concluido a partir d el h ech o d e que la decisión en las grandes cuestiones de la filosofía p or m ed io s estrictam ente ló ­ gicos n os ha elud id o hasta aquí y que sim p lem en te n o hay esperanzaf n o im porta cuan remota, de alcanzar cualquier d ecisión . Y es así que

150 WllheIm D¡lthey- Gesammelte Schriften, Stuttgart y Goúnga, 1960, vol. VIII,

debemos buscar los diferentes tipos de Weltanschauung que subyacen en los diversos sistemas filosóficos.7 No es que la filosofía sea un asunto de penetración, intuición o ciega lealtad. Es indudablemente un asunto de reflexión racional y razonamiento. Pero el razonamiento en cuestión descansa sobre valores cognoscitivos. Es un razonamiento basado en “hechos” que no son aproblemáticamente objetivos y que no son asuntos de pro­ piedad pública, sino de los juicios evaluativos de las personas. Una orientación cvaluativa puede, desde luego, ser criticada externamente, desde el punto de vista de otra posición evaluativa. ¿No podría también ser sujeta a una “crítica interna” en el modo hipotético, ocupándola y encontrándola insostenible, por­ que al “probárnosla” encontramos así que tiene limitaciones desde dentro? Pero ¿limitaciones conforme a qué estándares? En tanto que la posición se justifica internamente a sí misma, no pueden ser los suyos: deben ser los nuestros, que de alguna manera hemos metido de contrabando. “Probárnosla para ver cómo se siente” es aun una cuestión de cómo la sentimos nosotros basada en cualquiera que sea la orientación de valores que tengamos. Y, no obstante, las personas a veces cambian de una orientación de valores cognoscitivos a otra. ¡Seguro que hay conversiones en filosofía! ¡Desde luego que las hay! Pero este tipo de cambio fun­ damental en valores equivale a una re orientación ideológica que nunca es asunto de que nos saquen de nuestra posición únicamen­ te por la fuerza del argumento racional. La conversión en asuntos de fundamentos de filosofía son cambios de opinión que, en el fondo, son cambios del corazón, saltos cuánticos discontinuos a una nueva perspectiva de valores que pueden, por supuesto, ser racionalizados y legitimados por razones y argumentos; pero solo ex post fado desde el punto de vista de la nueva orientación misma. Las concesiones filosóficas son cambios de Gestalt que mas que resultar de, conducen a cursos modificados de razonamiento. Una reciente discusión sostiene: “Hay, desde luego, cosas tales como las conversiones religiosas. Ocurren quizá cuando un filóso­ fo prueba la interpretación de otro y descubre que se adecúa mejor 7 Ibid.

al mundo.”8 Esta aseveración es muy problem ática. Pues ¿cómo puede un filósofo juzgar si la interpretación de otro “se adecúa mejor al m undo”? Sin duda no puede adecuarse m ejor a su m un­ do —el m undo como él mismo lo concibe desde su punto de vista aceptado. Y ciertamente ningún estándar objetivo externo, ningún punto de vista impersonal del “ojo de Dios , es accesible para él. Por tanto, esta idea de adoptar una doctrina rival p or hipótesis y de “probárnosla a ver si nos queda” simplemente no funcionará. El acuerdo en un modo hipotético es asi relativam ente fácil de alcanzar en filosofía. “Si usted acepta tal y tal base probatoria, en­ tonces sólo es racional sostener tal y tal posición. No hay proble­ ma de acuerdo con este nivel meramente hipotético. Pero cuando pasamos a la cuestión de lo apropiado de la base y la corrección de la posición como tal, entonces las cosas cambian drásticamente. Pues ahora estamos obligados a decidir las cuestiones sobre la ba­ se de “donde estamos". Los filósofos, como los demás, pueden lograr una suspensión de la incredulidad y arreglárselas así para ver, hipotéticamente “desde dentro”, como quien dice, lo que es­ tá involucrado al sostener una posición contraria. Pero incluso al adoptar la posición de alguien más a modo de hipótesis, ¡un filó sofo carga todavía con sus propios valores! La comprensión y el respeto de los valores de otros son cierta­ mente posibles y apropiados en filosofía. Podemos llegar a com­ prender e incluso en un sentido a “apreciar” las posiciones de otros. Pero esto no es, desde luego, adoptarlas. Es considerarlas dig­ nas de consideración, pero no de crédito. Llegar a entender la po­ sición de otros y captar por qué las consideran correctas no es de ninguna manera encontrar obligatorias para uno mismo aquellas posiciones en modo alguno. Incluso así como en los asuntos fácticos podemos sensatamente considerar justificable para alguien mas, dada la evidencia que está a su disposición, que acepte algo que nosotros mismos rechazamos, así en los asuntos filosóficos podemos (y debiéramos) sensatamente considerar justificable pa­ ra el, dados los estándares probatorios que adopta, aceptar algo que nosotros mismos rechazamos. tamente^lh?121^ ^ V¡Sta a^Su*en m¿s” podem os cierdeeuar d e T a . Mmejor Su Posición' Pero eso está lejos de estar de acuerdo con ella. ¡El entendimiento no es aceptación! 8 Dilley, “Why do Philosophers Disagree?", p. 227

( Tout comprendre c'est tout accepter” es un dudoso dicho tanto en filosofía como en la vida diaria). Decir esto no es insistir, desde luego, en que una “conversión” filosófica no pueda suceder, sino más bien es decir que no hay razón concebible para pensar que sucederá, ya no digamos que deberá suceder. (Es raro el estudiante de doctrinas exóticas, no importa cuán penetrante y asiduo sea, que de hecho adopte sus enseñanzas.)

2. El significado del pluralismo orientativo Aunque los fundamentos de !a diversidad y la discordia continuas yacen en la naturaleza misma de la investigación filosófica, razo­ nes muy diferentes podrían sin embargo subyacer en este hecho. Pues la base de la variabilidad podría yacer (1) en la naLuraleza de los problemas o cuestiones de la filosofía; (2) en la naturaleza de las tesis propuestas como soluciones a ellos, o (3) en la naturaleza de los argumentos usados para defender la adecuación de estas solucio­ nes. Nuestra teoría presente coloca la causa de la diversidad en una combinación de estos tres factores. Adopta la actitud de que, debido a la naturaleza esquemática de los conceptos involucrados, las deliberacio­ nes filosóficas siempre resultan en una sobredelerminación cognoscitiva, con cada miembro de un grupo de aseveraciones mutuamente incompati­ bles apoyado por argumentos justificativos con solidez sustancial prima facie. La argumentación filosófica positiva no tiene, de acuerdo con lo anterior, derecho de exclusividad: el que se pueda lograr una buena demostración para una respuesta particular a una cuestión filosófica nunca es una razón suficiente para negar que una “de­ mostración igualmente buena” pueda ser producida para algunas otras respuestas incompatibles con esta cuestión. En filosofía uno nunca se las arregla para refutar la posición de alguien más des­ arrollando una defensa convincente para una de sus alternativas.9 Es una característica de la disciplina que sus problemas admitan 9 Friedrich Waismann erpuso el problema diciendo que no puede haber de­ mostración en filosofía porque ,Llas demostraciones requieren premisas, Donde­ quiera que esas premisas hayan sido expuestas en el pasado, incluso tentativamente, la discusión de inmediato las desafió y las pasó a un nivel más proliindo", con el resultado de que “ningún filósofo ha probado nunca nada". (“How I See Philoso­ phy”, en H.D. Lewis, (comp.), Conlempcrary Britixh Philosophy: Tkird Series, Londres, 1958, pp. 447-448)

alternativas, mutuamente incompatibles. En la filoso­ fía no podemos sostener una línea tajante entre conocimiento y creencia razonable.10 , , . El pluralismo metafilosófico sostiene que en principio siempre están disponibles posiciones distintas y en conflicto con respecto a las cuestiones filosóficas. Un pluralismo específicamente orientativo va más allá de esto al sostener que hay diferentes esquemas de valores cognoscitivos, diversas perspectivas probatorias, relativas a las cuales alternativas discordantes pueden ser validadas vis-ávis sus competidores. Sostiene que los datos extraevaluativos del problema, los “hechos de la cuestión” objetivamente discernibles, son subdeterminantes y por sí mismos insuficientes para precisar una solución particular, aunque esa indeterminación puede ser eli­ minada una vez que una o r ie n ta c ió n de valores cognoscitivos esté a la mano. El resultado es la inevitable existencia de “escuelas de pensamiento”, la circunstancia de que diferentes posiciones admi­ tan aprobación racional. Pues donde están disponibles estándares alternativos para soluciones apropiadas de problemas, deben es­ perarse soluciones alternativas. Por lo anterior, el pluralismo orientativo adopta una actitud sistemática hacia las cuestiones filosóficas, como se indica en la tabla 2. Considera la situación típica respecto a las cuestiones fi­ losóficas en sus propios términos característicos, luchando por alcanzar un pasaje seguro entre el escepticismo p or un lado y el absolutismo por el otro. En la ciencia se podrían decir cosas como “Mientras que la gente solía pensar que P, todo mundo ahora se da cuenta de que Q es el caso . Por ejemplo, La teoría de Galeno de que el origen de la enfermedad esta en el desequilibrio de los humores hoy en día está abandonada por considerársele simplemente erró n ea”. Pero no se puede hablar de esa manera acerca de la filosofía. De hecho se pueden decir cosas como “Pocas personas hoy en día sostienen seriamente la teoría de las ideas de Platón” o “Ya no hay partida­ rios de la teoría de Aristóteles de las causas finales”. Pero ningún

s o lu c io n e s

10 P w n ní í SCUní" de temas relevantes>véanse Passmore, Philasobhical Re asomng, W.B. Gallie, Pkilosophy and Historical Understanding, Londres, 1964, esp. ^CP K 1

Z

C? r Pt° S eS^ dalmente d^putados; johnstone, Validity and Rethoric

Morm

m

Chi^

y

T a b la

2

ACTITUDES ALTERNATIVAS HACIA UNA CUESTIÓN FILOSÓFICA I. La cuestión es impropia, ilegítima, carente de significado (es­ cepticismo nihilista, positivismo). II. La cuestión es significativa pero inmanejable; tiene un rango de respuestas posibles, por medio de la familia A \, A2 , . . . , An- Pero no podemos alcanzar una razón buena y obligato­ ria para adoptar cualquiera de estas soluciones (escepticismo agnóstico). III. La cuestión es significativa y manejable. Su respuesta es A¡ y podemos comprobar esto: 1. Demostrativamente, mostrando que ésta es la única respues­ ta aceptable (absolutismo demostrativo); 2. Por su razonabilidad, mostrando que ésta es la respuesta óptimamente sostenible, la mejor alternativa relativa a: (i) estándares apropiados únicos (absolutismo razonabilista); (ii) estándares orientativamente relativizados (pluralismo orienta tivo).

escritor cuidadoso diría (o debiera decir) cosas como “Los filó­ sofos se dan cuenta de que la teoría de las ideas es insostenible” o “Ahora sabemos que la teoría de la causación final es simplemente errónea”. La diversidad de posiciones refleja la inasequibilidad de las de­ mostraciones carentes de presuposiciones. Estamos obligados a hablar por nosotros, no por el tópico. Debemos usar diferentes tonos de voz cuando hablamos en filosofía (donde enunciamos nuestras propias posiciones) y cuando hablamos acerca de la filo­ sofía (donde nos proponemos describir la situación general). (Lo que es dicho sustancialmente en filosofía puede ser tan dogmático como nos plazca, pero lo que decimos descriptivamente acerca de ello debe ser dicho con precaución si hemos de hablar responsa­ blemente.)

En filosofía ciertas posiciones y tesis pueden ser rechazadas co­ mo “comraintuitivas”, como pobremente argumentadas, o como desagradables a la mente contem poránea. Pero en esta discplm a es incongruente - y signo de una fanfarronada que inmed.atamen. te irrita a cualquier persona inteligente- hablar en e lenguaje del hecho universalmente aceptado y decir cosas como Ahora se sabe que . ”, “Se ha dem ostrado recientemente q u e ... , X ha esta­ blecido definitivamente q u e ...”, o por el estilo. Ningún filósofo escrupuloso descartaría incluso posiciones “extrañas tales como el ocasionalismo de Gassendi o el inmaterialismo de Berkeley de esta manera. Las aserciones filosóficas muy bien pueden ser pro­ puestas en el lenguaje de la creencia o incluso de la convicción razonada. Pero es señal de ingenuidad (o de pom posidad) presen­ tarlas como asuntos de conocimiento generalm ente recibido o de hecho universalmente reconocido5 proponerlas en el lenguaje de la demostración impersonal en vez de en el más m odesto lenguaje del juicio razonado. El término juicio se ha escogido aquí deliberadamente, pues la filosofía no es “una cuestión de m era opinión”. Por el contrario, el filosofar responsable es asunto de sistematización racional suje­ ta a la d isc ip lin a de las buenas razones y la argum entación eficaz. Es simplemente que la provisión de buenas razones en filosofía siempre involucra una apelación a los valores cognoscitivos como parte del estándar de bondad subyacente. Pues la cuestión del es­ tándar por el cual un valor dado ha de ser propiam ente juzgado es ella misma siempre una cuestión de valor. Una vez que entramos en el dominio de los valores, quedamos atrapados; no hay salida, no hay manera de resolver sus cuestiones p or medios externos.

3. La inevitabilidad de las “escuelas de pensamiento”y la inasequibilidad del consenso Todo lo que se puede hacer en filosofía es considerarlas cuestiones desde una u otra de una variedad de orientaciones metodológicas. El hecho crucial es que la naturaleza misma de una orientación de va­ lores cognoscitivos es tal que no se pueden ocupar varias de ellas a la vez. Sin duda, en filosofía uno puede “cambiar las orientaciones”, pe­ ro la transición se presenta de tal modo que, cuando se alcanza la nueva orientación, la vieja se pierde. El cambio involucra una suer-

te de experiencia de conversión intelectual, no se pueden retener los viejos valores junto con los nuevos. Tiene lugar una incompa­ tibilidad axiológica (más que lógica); las nuevas prioridades echan a un lado a las viejas. Yace en la misma naturaleza del caso que las evaluaciones divergentes no sean sostenibles a la vez. Con los valores cognoscitivos, como con todos los valores, la gente puede ver y verá las cosas de modo diferente; diferentes filósofos están destinados a adoptar diferentes orientaciones de valores cognos­ citivos. Alcanzamos así la posición de lo que podría ser llamado un pluralismo orientativo en la filosofía, una posición que sostiene que las posiciones filosóficas dependen de diversas concepciones concernientes a asuntos de valor cognoscitivo, de modo que el des­ acuerdo filosófico se torna inevitable. Desde tal punto de vista, el consenso es inasequible en filosofía. Los problemas filosóficos siempre admiten diversas soluciones, y la argumentación filosófica, al ser normativa en su naturaleza, admite diferentes resultados. El eslabón entre la racionalidad y el consenso está roto. Si la adecuación filosófica dependiese de encontrar criterios estrictamente objetivos y carentes de presupo­ siciones de “éxito” filosófico que proporcionaran un acuerdo ra­ cionalmente delimitado, entonces la empresa estaría predestinada al fracaso. “Pero cuando los filósofos A y B entran en desacuerdo desde sus respectivas orientaciones Oa y 0¡u esto simplemente significa que, para dirimir la disputa entre ellos, debemos ascender a un más alto 0¿0¡} desde el cual sus disputas puedan ser arregladas, sus pers­ pectivas reconsideradas. La clave para la solución de conflictos en filosofía yace en un ascenso a perspectivas más abarcadoras.” ¿Cuán placentera suena esta estrategia, y cuán tentadora la han encontrado los filósofos dialécticos desde los días de Hegell Pero tiene la falla de la mayoría de las soluciones pasadas: no funciona. Las diversas orientaciones de valores cognoscitivos simplemente no admiten combinación, compromiso o “sublimación” a un nivel más alto. En cuestiones de evaluación no podemos tener algo de ambas formas a la vez. No podemos al mismo tiempo darle prio­ ridad a A sobre B y, no obstante, aceptar que B tome prioridad sobre A. Es uno-u-otro; adoptar un conjunto de valores elimina la perspectiva de tener otro. Las cuestiones filosóficas son inheren­ temente debatibles. Reflejan evaluaciones hechas desde puntos de

vista evaluativos inherentem ente incom patibles que otorgan una prioridad diferencial a diferentes tipos de consideraciones. La división de la disciplina en “escuelas de pensam iento" en conflicto es así inevitable en filosofía. La diversidad de valores cognoscitivos conduce a los practicantes hacia diferentes solucio­ nes de problemas. No hay com prom iso con orientaciones ni hay m anera de “dividir la diferencia” al establecer prioridades de va­ lores. En cuestiones de acción podem os hacer com prom isos, arre­ glar diferencias, “encontrar al otro a la m itad del cam ino”. Pero en cuestiones doctrinales no podem os lograr esto. (Es p o r eso que es particularmente afortunado que podam os lograr la coexisten­ cia pacífica a través de adaptaciones en la acción a pesar de las diferencias de pensamiento.) ; Es perfectamente verdadero, desde luego, que nosotros no es­ cogemos nuestros valores, sino que los encontramos asentados en su lugar. No “hacemos” nuestros valores más de lo que “hacemos’ nuestra naturaleza, personalidad, disposición, predilecciones, y asi sucesivamente. Pero los valores, incluso los valores cognoscitivos, son sin embargo variables y relativos a la persona. Un valor cognos­ citivo (importancia o significación, por ejemplo) no es una carac­ terística completamente objetiva de las cosas; en alguna medida siempre se halla en el ojo del observador. La naturaleza racional de las cosas no determina que los compromisos de valor de una persona deban ser los de otra. La variabilidad de persona a persona es un aspecto no eliminable del valor cognoscitivo. Nótese que estas deliberaciones no adoptan el siguiente enfo­ que: “Las cuestiones filosóficas no pueden ser dirim idas decisiva­ mente, porque se vuelcan sobre cuestiones evaluativas, y no puede haber argumentos acerca de valores.” ¡No en lo absoluto! Obvia­ mente puede haber mucha argum entación acerca de valores. La cuestión es simplemente que tal argum ento nunca puede ser di­ rim ido extraevaluativamente sin ninguna apelación a presuposi­ ciones evaluativas. No hay una base de apelación libre de valores sobre cuyos términos la argumentación de valores pu d iera ser re­ suelta objetivamente por la m era razón. ¿Como podría juzgarse entre orientaciones rivales de valores cognoscitivos? Solo m irando sus consecuencias y evaluándolas ¡en relación con alguna orientación valorativa! No hay un m odo no cir­ cular de proceder aquí, ninguna base carente de presuposiciones.

Los valores son inherentemente controversiales de un modo en que los hechos no lo son. Quizá puedan establecersejustificaciones razonables para decir que en asuntos fácticos sólo hay un.conjun­ to idealmente apropiado de estándares que definan la evidencia. Las finalidades no teóricas (prácticas) de la empresa —predicción y control— son suficientes para hacer efectiva la uniformidad. Pero es claro que este enfoque no sería viable en el dominio normati­ vo, donde la racionalidad abstracta no puede dirimir los asuntos ni siquiera en principio, de modo que incluso “lo que podría ser idealmente apropiado” no es algo que pudiera ser resuelto mo­ nolíticamente. Aquí no hay ninguna meta externa a la teoría para dirimir los asuntos. La cuestión depende de valores, y la pregunta acerca de su adecuación es ella misma una cuestión evaluativa. La única manera de impugnar una posición filosófica rival sin presuponer algunos compromisos sustanciales en competencia es lanzar una ataque sobre la consistencia interna, sobre la desnu­ da coherencia, y éste es un proceso de utilidad muy limitada. El resultado es que la argumentación refutatoria es enteramente in­ definida en filosofía. Su peso nunca es absoluto. Al final del análi­ sis, nunca puede desarrollarse una refutación aproblemáticamente eliminativa de una doctrina filosófica sobre una base valorativa neutral. No está a nuestro alcance ninguna crítica efectiva de una posición filosófica salvo desde el punto de vista de otra, porque la única base a partir de la cual se puede desarrollar tal crítica constituirá ella misma (parte de) una doctrina filosófica. No hay un “punto de vista del ojo de Dios” neutral desde el cual pudieran ser criticadas o evaluadas las posiciones filosóficas por aquellos que moramos fuera del Jardín del Edén. La argumentación filosófica sería completamente universal (im­ personal, objetiva) en solidez e interés sólo si fuese un ejercicio en razón probatoria antes que en razón evaluativa. Y esto no es y no puede ser en la naturaleza del caso. Exigir facticidad estrictamente impersonal en filosofía es exigir que la disciplina sea otra y no la que es. Las cuestiones filosóficas no pueden por sus mismas natu­ ralezas ser resueltas sobre una base libre de valores. El que los juicios filosóficos sean determinados a través de y condicionados por valores cognoscitivos —que esten en esta medi­ da personalizados- evita cualquier esperanza de esa impersonal puesta en vigor racional del consenso comunal. En filosofía no hay y no puede haber una clausura racional del debate, pues no

hay m odo en que consideraciones puramente racionales, totalm en­ te objetivas y libres de valores puedan definir un m odo particular de resolver un problem a filosófico. Sin duda, el mérito técnico en filosofía —la m era solidez interna del sistema en tanto que opuesta a aceptabilidad o corrección— es otra cosa. La adecuación técnica es un asunto de proceso, no de producto, y es así que es relativamente aproblem ática. El desem pe­ ño competente en el trabajo puede ser reconocido p o r cualquiera que aprenda lo suficiente acerca de estos asuntos. Cada uno puede estar de acuerdo en que Platón, Aristóteles y Kant son grandes filó­ sofos que han abierto nuevas e importantes cuestiones, concepcio­ nes, argumentos y visiones sistemáticas. El carácter aproblem ático de lo técnico en tanto que opuesto al mérito sustancial explica por qué los filósofos pueden arribar a un consenso acerca de la calidad del trabajo de los demás distinguiéndola de su corrección (y por qué pueden llegar a un acuerdo al calificar los ensayos de sus estu­ diantes.) Puede perfectamente admitirse que esté bien presentada la defensa de una posición que simplemente no podríam os aceptar. La pregunta de si una posición es correcta nunca es doctrinalm en­ te aproblemática en filosofía; la cuestión de si es más o menos competente, sí. La competencia y habilidad de un trabajador son cualidades relativamente objetivas e impersonales. Sin embargo, la diversidad usual de las posiciones está destinada a prevalecer en lo que concierne a la adecuación sustancial de estas producciones (no meramente si son interesantes, influyentes, etc., sino si ubican las cuestiones bajo una luz clara y coherente o son orientaciones falsas en direcciones no prom etedoras).11 A diferencia del mérito técnico, el mérito sustancial es una cues­ tión de recta opinión, de conducir la discusión en la dirección “correcta”. Y esto siempre está destinado a ser tan poco consensual y tan controversial como las cuestiones filosóficas mismas. Así, el consenso técnico es posible y es capaz de producir progreso técnico. Pero el consenso sustancial (resolver los problem as satis­ factoriamente) y el progreso sustancial (agrandar el dom inio de los problemas resueltos satisfactoriamente) son otra cosa. Pues es­ ** La irrelevancia para las controversias filosóficas tradicionales del hecho de que los filósofos pueden estar de acuerdo acerca de cuestiones técnicas es sostenida por Rorty sobre la base de interesantes datos históricos y argumentos teóricos en la introducción a The Linguistic Tum,

to está destinado a girar alrededor del consenso valorativo, y el consenso en cuestiones de valor se halla fuera de nuestro alcance. El papel central de los valores cognoscitivos en la comproba­ ción de las posiciones filosóficas explica por qué los filósofos en general son notoriamente impacientes con las concepciones de los demás. La reacción de Herbert Spencer ante Kant es típica: [A la edad de veinticuatro años, llegó a mis manos] una copia de una traducción de la Critica de la razón pura de K ant... Com encé a leerla, pero no llegu é lejos. La doctrina de que e! Tiem po y el Espacio no son nada sin o ” formas subjetivas —pertenecen exclusivamente a la conciencia y no tienen nada más allá de la conciencia que responda a ellas—la rechacé de inm ediato y absolutamente; y, habiéndolo hecho, ya n o fui más le jo s... Dándole tácitamente crédito al autor en cuanto a la consistencia, yo, sin pensar mucho en el asunto, di por senta­ do que si los principios fundamentales están equivocados el resto n o puede ser correcto; y allí dejé de leer —estando, sospecho, más bien contento d e tener una excusa para hacerlo.12

Incluso así como la gente generalmente encuentra tensa e incómo­ da la vida en un medio social ajeno, así puede ser doloroso entrar en un mundo de pensamiento predicado sobre compromisos que uno no encuentra afines. Es incómodo incluso contemplar una re­ evaluación de los valores propios. (¿Por qué otra razón debiera la gente sentir una rotunda antipatía por las personas completamente inofensivas cuyo ú n ic o delito es no compartir sus valores?) Este enfoque también clarifica el papel de la simpatía en filoso­ fía y la “política de la fidelidad” que caracteriza su cultivo. Todo filósofo, parece, tiene sus héroes y villanos, y clasifica a sus colegas en aquellos que considera aliados y aquellos que considera enemi­ gos. Los filósofos se guían por una ideología que en el fondo no es meramente un asunto de doctrina, reflejando no meras creencias manifiestas, sino valores cognoscitivos subyacentes también. Lo que tienen en común los filósofos de diferentes conviccio­ nes es una herencia compartida de problemas y propuestas para sus soluciones, Pero de ahí en adelante sus caminos se separan, recogiendo y escogiendo qué enfatizar y que rebajar, que recono­ cer como significativo y qué considerar secundario y periférico, ^ Herbert Spencer, Autobiogi'aphy, Londres, 1904, vol. 1, p, 289.

qué juzgar razonable y qué descabellado. Mucho se puede inferir acerca de un libro filosófico simplemente examinando su índice: ¿Quiénes son los pensadores a quienes se les presta atención y quién es ignorado? ¿Qué tópicos y cuestiones son considerados importantes y cuáles insignificantes? ¿Qué problemas son atendi­ dos y cuáles son pasados por alto? Una vez que sabemos eso de un libro filosófico, podemos inferir bastantes cosas acerca de su orientación doctrinal y su tendencia, podemos hacer muy buenas conjeturas acerca de los valores cognoscitivos que están en funcio­ namiento. Inevitablemente sólo algunos (en el mejor de los casos) recibi­ rán el mensaje que un libro filosófico transmite como su autor quisiera. Sólo aquellos con valores cognoscitivos apropiadamente orientados lo escucharán con una disposición lo suficientemen­ te favorable. Desde luego, un filósofo no intenta dirigirse a una audiencia restringida; envía su mensaje con el caro anhelo de que llegará a todos y dondequiera encontrará una recepción favorable. Pero esto es sólo una proyección de deseos; la realidad del asunto simplemente no permite que las cosas funcionen así.

4. ¿De dónde provienen los valores cognoscitivos? El papel clave de "la experiencia” Conforme nos alejamos de la inconsistencia aporética del so­ brecompromiso, la posibilidad de que aparezcan doctrinas en conflicto es inevitable. Esta circunstancia crea la perspectiva —la oportunidad para el desacuerdo filosofico. Aun así, ¿por qué se realiza esta posibilidad? Incluso si en teoría siempre se encuentran disponibles posiciones alternativas, ¿por qué no debiera haber en la práctica simplemente acuerdos? Después de todo, es teóricamen­ te posible que, a pesar de haber lugar para el desacuerdo, la gente no debiera disentir; el consenso y la armonía debieran reinar a pesar de la posibilidad de desacuerdo. Pero simplemente no es así como las cosas ocurren. No obstante, ¿por qué no debieran estar de acuerdo los filósofos con respecto a los valores cognoscitivos? ¿No podría haber, después de todo, una uniform idad en la evalua­ ción que abarque a todos los profesionales? ¿No es simplemente fortuito que diferentes personas deban tener diferentes valores? Más aún, ¿están las orientaciones de valor racionalmente fundadas

o son algo más que actitudes arbitrarias y accidentales? Un grupo de importantes cuestiones están aquí al acecho. Hume terna razón, en todo caso, en lo siguiente: los valores no son derivables ni de contenidos de la razón abstracta ni de contenidos de los hechos observados. Todos los valores, inclui­ dos los cognoscitivos, trascienden los asuntos de información para involucrar un elemento de decisión y de acción, de toma de posi­ ción.,3 La evaluación cognoscitiva, en particular, llama a acordarla significación de ciertas consideraciones, a considerar importantes ciertas cosas y a tomar ciertos casos como arquetípicos. Tales va­ lores implican tomar una postura particular frente a los “hechos objetivos”, pidiendo una respuesta personalizada ante una situa­ ción objetiva. Los valores no son asunto de observación pasiva de hechos impersonales, sino de un involucramiento activo en los asuntos del mundo. No surgen de consideraciones intersubjetiva­ mente invariables, sino que brotan producto del juicio humano individual basado en un trasfondo individual de experiencia. Los “hechos” que representan están imbuidos de subjetividad. Refle­ jan una respuesta que varía de persona a persona, lo cual ayuda a explicar por qué incluso racionalistas rigurosos frecuentemen­ te recurren a frases como “no puedo persuadirme a pensar”, o “encuentro difícil aceptar”, o “no puedo creer”. Su notoriedad explica las perennes quejas de los filósofos acerca de que se les malentiende. La variabilidad está inserta en los valores porque las posiciones valorativas están definidas como tales relativamente entre sí. Dar a X la prioridad sobre Y es razonable sólo en un contexto donde la perspectiva de dar a Y prioridad sobre X también es atractiva. Una posición valorativa puede existir como tal sólo en el contexto de alternativas rivales. Nuestros valores cognoscitivos surgen de la operación de mu­ chos factores diferentes: nuestra cultura, el “espíritu de los tiem13 Debe subrayarse que esta posición no llama a la postulación de una división absoluta hecho/valor, adoptando la concepción de que los hechos son enteramente irreUvantes para los valores. Todo lo que necesita ser sostenido es que las considera­ ciones fácticas subdcicrminan las posiciones de valor. Si de hecho n personas son asesinadas, no se puede negar que esto (si el resto de la cosas permanece igual) es algo malo. Pero la cuestión de cuán malo es en relación con otros males potenciales permanecerá abierta.

pos”, la herencia de nuestros maestros y sus oponentes, nuestra orientación intelectual en general. Experiencias condicionantes de todo tipo -configuradas bajo la in flu e n c ia de la naturaleza y la educación, del temperamento personal, de las situaciones econó­ mica y social, de la exposición a la cultura, y así sucesivamente— contribuirán todas a ello. Los valores cognoscitivos de una per­ sona, así como sus valores cognoscitivos en general, reflejan un espectro diversificado de determinantes causales. Para bien o para mal, las personas tienen diferentes valores porque las experiencias de las que dependen los valores humanos, incluidos los valores cognoscitivos, son sustancialmente variables a través del espectro de la comunidad humana. Reconociendo el carácter central de los valores en filosofía, F.H. Bradley escribió que “metafísica es encontrar malas razones para lo que creemos por instinto”, pero aun así tuvo la sabiduría de agregar: "pero encontrar esas razones es no menos un instinto”.14 No obstante, esto no está del todo bien, pues no es el desnudo ins­ tinto lo que está en juego, sino el instinto educado, una intuición conformada y moldeada por la experiencia. Dilthey usó una analogía darwiniana para explicar la prolifera­ ción filosófica. Así como la profusión de la naturaleza llena todo nicho ecológico con organismos en armonía con sus condiciones específicas, así también la profusión del espíritu humano llena to­ do nicho de ideas con una doctrina que realiza sus posibilidades específicas.15 La explicación real es quizá menos romántica, pero conduce con mucho al mismo resultado. Gira alrededor del he­ cho de que las posturas valorativas son producto de una compleja interacción entre naturaleza y educación. Ambas juegan un papel clave. La naturaleza (inclinaciones, preferencias y prejuicios natu­ rales) tiene un efecto sustancial. Y la educación, representada por una trayectoria de experiencias bajo el ímpetu condicionante de la situación cultural, el contexto histórico, y así sucesivamente, es incluso más importante. Los valores que las personas sustentan reflejan la estructura de su experiencia. Y diferentes trayectorias de experiencia son realidades que no pueden superponerse. En consecuencia, la variación de valores cognoscitivos dentro de la más amplia comunidad es efectivamente inevitable; la experiencia 14 F.H. Bradley, Appearance and Reality, Oxford, 1893, p. XI1. 15 Wilhelm Dilthey, Gesammelte Schrijlen, vol. VIH, p. 235.

es demasiado abigarrada y diversificada en las situaciones filo­ sóficamente relevantes como para que surja un solo esquema de valor. Los valores cognoscitivos son una cuestión de inclinaciones con­ dicionadas por la experiencia. Involucran “intuiciones”, sí, aunque en gran medida aprendidas más que instintivas. Reflejan nuestro sentido de lo razonable o lo extravagante, lo natural o lo extraño, lo normal o lo raro, Y estas inclinaciones están moldeadas por el siempre variado curso de nuestras experiencias. Los filósofos despliegan sus analogías y construyen sus razonamientos a la luz de un sentido de la importancia formado (significación y demás) en la experiencia. Pero, desde luego, son posibles muy diferentes formaciones a partir de la experiencia. La diversidad de valores es inherente al hecho de que el hombre no es un mero mecanismo. Nuestra ubicación en la naturaleza es lo suficientemente laxa y variable como para permitir diversas res­ puestas a situaciones uniformes, reflejando no sólo las presentes circunstancias, sino la trayectoria de la experiencia pasada tam­ bién. Ser una persona es ser una criatura que puede foijar su propio conjunto de valores independientemente de las otras. Los valores cognoscitivos indican lo que uno encuentra cognos­ citivamente significativo sobre la base de las experiencias propias. Pero la experiencia se apoya en nuestros valores cognoscitivos a través de un complejo proceso de retroalimentación. Por un lado, ella misma proporciona un factor clave de evaluación. Por otro, nuestros valores cognoscitivos determinan el peso que asignamos a diferentes tipos de experiencias. En particular, en la sistematiza­ ción intepretativa los filósofos tienden inevitablemente a dar muy diferente peso a: r — Observaciones y sus interpretaciones científicas; — sentimientos de lo bueno y lo malo, el deber, la obligación y así sucesivamente (los “sentimientos morales”); — experiencias de valor en reacciones estéticas o afectivas; — “simpatía” interpersonal y empatia. Asuntos de prioridades, de qué experiencias realmente cuentan y por cuánto, proveen de una indispensable materia prima para filosofar.

La filosofía es una empresa fundam entalm ente reflexiva, Y re­ fleja la estructura de la experiencia humana. Conforme cambia la experiencia (como entre las diferentes personas o entre las dife­ rentes etapas temporales de la vida de una persona), así cambian los valores, y los cambios en los valores cognoscitivos acarrean cambios en la filosofía. No hay esperanza de uniform idad, de con­ senso. La historia bíblica de la Torre de Babel contiene una lección de grandes alcances. Para bien o para mal, la esperanza de una uniformidad homogénea a través de la escena hum ana es inase­ quible. Los filósofos no están y no estarán de acuerdo sobre los valores cognoscitivos, porque los valores cognoscitivos surgen de una mezcla de naturaleza y educación, y la vida inevitablemente equipa a las personas con diferentes naturalezas y diferentes tra­ yectorias de experiencia. Tal concepción del filosofar considera un tipo de empirismo ampliado. Los empiristas conciben nuestro conocimiento del m un­ do enraizado en última instancia en la experiencia sensorial La presente teoría orientad va considera nuestro filosofar enraizado en valores cognoscitivos, los que a su vez reflejan el curso de la experiencia formadora de ideas. -

5. iSon los problemas filosóficos seudoproblemas? Estamos ahora en posición de abordar una pregunta que bien pu­ do haber estado en la mente del lector desde el capítulo 3. Si de hecho es el caso que los problemas en filosofía se presentan en antinomias que reflejan las imperfecciones del lenguaje, ¿no des­ truye esto o en cualquier caso trivializa los problemas filosóficos? ¿No son por ello mismo reducidos al status de meros seudoproblemas? La respuesta es rotundamente negativa. Las tensiones lingüísti­ cas que subyacen en la inconsistencia aporética son solamente los síntomas de la dificultad y no su cama raíz. Las diferencias verbales no son en sí mismas fundamentales; son las manifestaciones superf,cales a través de las cuales las diferencias fundam entales de valor pueden expresarse. La inestabilidad interna de nuestros con­ ceptos facucamente coordinados refleja una tensión fundam en­ tal en nuestro pensamiento. Se halla en la misma naturaleza de estos casos problemáticos que diferentes analogías puedan ser juz­

gadas centrales o paradigmáticas. Diferentes prioridades cognos­ citivas pueden ser establecidas, diferentes valores instrumentados en esas construcciones alternativas de términos filosóficamente relevantes. Las preguntas aceptan diferentes construcciones y di­ ferentes soluciones de un modo que refleja valores cognoscitivos diferentes, Y estas mismas diferencias concernientes a asuntos de valor cognoscitivo representan diferencias profundas en ideología cognoscitiva, y así, en visión del mundo. Si bien es cierto que los problemas filosóficos surgen de la “in­ adecuación” del lenguaje cotidiano a los propósitos teóricos de nuestras “grandes preguntas”, y que esas disputas filosóficas de hecho pueden ser dirimidas mediante la interpretación apropiada de las palabras, esto no trivializa las cuestiones en absoluto. Sim­ plemente provee el campo de batalla en el cual profundas diferen­ cias “ideológicas” pueden expresarse abiertamente. Las disputas filosóficas no son en modo alguno seudodisputas acerca de “me­ ras palabras”; las preguntas implicadas son de una importancia enorme. (¿Qué tipo de criaturas somos los hombres? ¿Qué nos debemos a nosotros y a los otros? ¿Qué clase de lugar es el mundo en que vivimos?) Por consiguiente, las diferencias entre los filóso­ fos con respecto al modo correcto de resolver las aporías nunca son “m eram ente verbales”. Son los vehículos que transmiten una dificultad más profunda, son reflexiones superficiales de juicios subyacentes de importancia que ponen en práctica diferentes es­ tándares de valoración cognoscitiva. En una revisión compacta, la presente explicación de la diversi­ dad filosófica adopta los siguientes rasgos: 1. Las controversias filosóficas se reflejan en problemas verbales, porque para resolver los problemas filosóficos (las aporías) ne­ cesitamos introducir distinciones para lograr mayor precisión lingüística. 2. Por la naturaleza misma de los conflictos aporéticos, esto siem­ pre se puede hacer de varios modos diferentes. Siempre pode­ mos desarrollar una explicación más “sistemática” de las cosas avanzando en una de varías direcciones diferentes. 3. Para apoyar una de estas soluciones vis-á-vis sus alternativas, ne­ cesitamos destacar diferentes lados de las analogías relevantes. Podemos definir diferentes prioridades cognoscitivas y enfati­

zar diferentes paradigmas cognoscitivos. Esto es, debemos po­ ner a funcionar valores cognoscitivos: ideas respecto a cuáles son los factores realmente importantes. 4. Estos valores cognoscitivos pueden poner en práctica prejuicios acerca de la relativa importancia de factores adversos prove­ nientes de nuestro entendimiento de varios m odos diferentes, modos que reflejan diferentes causas de experiencia y que pro­ ducen diferentes evaluaciones acerca de lo que es central, peri­ férico, importante, fortuito, y así sucesivamente.

6. La persistencia del conflicto William James caracterizó las diferencias en cuestión como en úl­ tima instancia de carácter temperamental. En su clásico ensayo titulado “El presente dilema en filosofía” escribió: La historia d e la filosofía es en gran m edida la d e un ch o q u e de tem­ peram entos hum anos. N o importa cuán in d ign o p u ed a parecer tal tratamiento a algunos de mis colegas, m ediante él tendré que dar cuenta de este choque y explicar una buena cantidad de las diver­ gencias de los filósofos. N o im porta de qué tem peram ento sea un filósofo profesional, él trata, cuando filosofa, de ocu lta rla realidad de su tem peram ento. El tem peram ento no es una razón con ven cional­ mente reconocida, de m odo que él destaca sólo razon es im personales para sus conclusiones. Aún así su tem peram ento le provoca en rea­ lidad un prejuicio más fuerte que cualquiera de sus prem isas más estrictamente objetivas. Adultera para él la evidencia d e un m od o u otro.

Aun asi, este énfasis en el tejnp€Ta.msnto como la causa raíz del des­ acuerdo filosófico no capta el asunto del todo bien. Sobreenfatiza la naturaleza a costa de la educación, mientras que nuestras orien­ taciones valorativas filosóficas son adquiridas antes que innatas (aunque las diferencias en temperamento, sin lugar a dudas, des­ empeñan un papel). Así. es una ilusión pensar, junto con Dilthey, Jam es y otros, que se podría extraer una tipología filosófica de una invesügación so­ bre los tipos característicos de disposición sicológica hum ana. Mu­ cho mas que esto está involucrado. Pues m ientras que la “sicología del individuo" temperamental desm peña de hecho algún papel en

su elección entre las alternativas, el rango de estas alternativas, y de este modo el espectro de posiciones filosóficas disponibles, se fija independientemente de consideraciones sicológicas por la estruc­ tura de los datos y los problemas de la disciplina. (La elección de un individuo de su estación favorita del año es, sin duda, sicológi­ ca; pero el rango disponible de alternativas no es afectado por los caprichos de la sicología humana.) No obstante, el sicologismo de Dilthey, James, Schiller, Lazerowit2 y compañía, es un paso en la dirección correcta con su sugerencia de que la base última del desacuerdo filosófico es extrateórica. Pues la evaluación probatoria es un recurso metodológico y, como tal, es “lógicamente anterior" a la adopción razonada de cualquier posición específicamente doctrinal que podamos acep­ tar sobre su base,16 El desacuerdo en este nivel no puede ser diri­ mido nunca, en última instancia, a través de la discusión racional, porque la discusión inevitablemente procede en un plano donde estas diferencias están ya firmemente asentadas. Si filosofar de hecho depende de valores cognoscitivos, enton­ ces la inevitabilidad del pluralismo se sigue por necesidad. Una posición “ideológica” es siempre una entre otras, definida y deter­ minada por la naturaleza de sus alternativas. El pluralismo en filosofía es así ineludible. Las cuestiones cen­ trales de la existencia humana surgen en todo tiempo y situación. Conforme la vida continúa, así lo hacen los problemas y las leccio­ nes de la vida. Las experiencias clave de la existencia continúan fluyendo por los mismos viejos canales. Y así las diversas orien­ taciones también persisten, reflejando los diferentes énfasis que surgen de las diferentes trayectorias de experiencia. No está dispo­ nible ninguna base de primeros principios aproblemática y univer­ salmente admitida; los valores subjetivamente diferenciales están 16 John Henry Newman expresa el asunto como sigue: “Siendo que todos los razonamientos empiezan con premisas, y que estas premisas surgen (si así sucede) en sus primeros elementos a partir de características personales, en las cuales está.i de hecho en discrepancia esencial e irremediable entre sí, el talento razonador no puede más que señalar dónde se encuentra la diferencia entre ellos, qué tanto carece de importancia, cuándo vale la pena continuar un argumento entre el os y cuándo no” (A Grammar of Assenl, Londres, 1871, cap. 8, parte 3, sec, 1 ). a totalidad de la sección que sigue inmediatamente en el libro de Newman es un análisis magistral de cómo las diferencias de enfoque del método probatorio se hacen sentir en el análisis interpretativo.

destinados a desempeñar un papel. Sólo aquellos que comparten una orientación valorativa pueden adoptar una posición especí­ fica o aceptar una solución particular. Las posiciones filosóficas no pueden hacer válidas sus afirmaciones incondicionales ante el asentimiento de todos. ^ Y así, no puede haber la posición de la filosofía”, sino sólo una pluralidad de posiciones de diversos filó­ sofos. Desde el punto de vista del pluralismo orientativo, la aspiración de la filosofía es siempre mayor que su desempeño real. Nuestro filosofar aspira a producir algo absoluto, definitivo, universal. Pe­ ro tiene éxito sólo en producir algo limitado, algo racionalmente válido no para todos, sino sólo para los que tienen una mentalidad apropiadamente similar, para aquellos que com parten una cierta orientación de valores cognoscitivos. En su estimulante ensayo sobre el desacuerdo filosófico, F.C.S. Schiller escribió: Las grandes cuestiones filosóficas m ism as n o son esen cialm en te os­ curas. .. Lo que es, por lo tanto, más urgentem ente necesario en la filosofía es la institución de la discusión com pleta y sistem ática de las grandes cuestiones en disp uta... Creo que ellas podrían aclarar y despejar la mayoría de las cuestiones que arrojan una m ancha so­ bre la filosofía en considerablem ente m enos tie m p o ,... de cinco a diez a ñ o s... Por lo que concierne a las pocas cu estion es que, com o el choque entre el optim ism o y el pesim ism o, son quizá dem asiado vitales y penetran profundam ente en la personalidad co m o para que nos deshagamos así de ellas, podrían al m enos aclarar la base d e la diferencia, y estar de acuerdo en diferir.18

Las deliberaciones presentes indican lo inapropiado de este enfo­ que, pues las diferencias enjuego siempre reflejan las diferencias de valores. Son como el choque entre optimismo y pesimismo” en especie, si no es que también en grado. Los desacuerdos que i

.*

17 ¿No son los valores inherentemente universales? Sus partidarios siempren pretenden que lo son. Pero debemos distinguir entre “valer umversalmente para todos los hombres" y “ser sostenidos umversalmente p or todos los hombres”. Si yo sostengo la objetividad (por ejemplo) como un valor cognoscitivo, entonces yo sostengo, sin duda, que es apropiado para todos los hombres, que todos los hom­ bres debieran aspirar a ella. Pero esto desde luego no significa que ellos lo hagan realmente, Schiller, uMust Philosphers Disagree?", p, 14.

“penetran profundamente” son la regla, no la excepción. En tales asuntos, la idea de un acuerdo a través de la discusión amistosa es una ilusión inalcanzable. El precepto “simplemente manténganse hablando hasta que lleguen a un acuerdo” no tiene sentido. No es sino natural esperar que las partes interesadas nunca alcanzarán es­ te punto (salvo a través del cansancio, la sociabilidad o algún otro factor ir relevan te). Las personas no alcanzarán el acuerdo porque resuelven las cuestiones de modos fundamentalmente incompati­ bles sobre la base de diferentes valores engendrados por diversas trayectorias de experiencia. El pluralismo orientativo nos permite lograr las dos cosas, por así decirlo. Desde el punto de vista del filósofo individual, adop­ ta la actitud de que las personas tienen racionalmente el dere­ cho de elaborar respuestas a problemas filosóficos en modos que sean racionalmente eficaces de acuerdo con sus propias orienta­ ciones en valores cognoscitivos. Sin embargo, reconociendo que otras orientaciones están disponibles para otros, no por ello ne­ cesitamos sentirnos compelidos a descartar, por considerarlo ca­ rente por completo de valor y sin objeto, el trabajo de colegas .cuyos concienzudos trabajos los conducen a otras soluciones. Po­ demos estar confiados en nuestro apego a nuestras posiciones sin caer en un provincianismo que descalifica, como si careciera en­ teramente de objeto, el trabajo de nuestros competidores en la disciplina. (Sus trabajos pueden estar descaminados, pero no son fútiles.) Bajo la influencia de las modas transitorias o de las personali­ dades poderosas, el consenso puede prevalecer por un tiempo en una escala limitada en filosofía. Un nicho ecológico en el espectro de valores cognoscitivos puede permanecer desocupado por un tiempo, y varias escuelas de pensamiento pueden permanecer sin representación. Pero cuando esto pasa, es meramente una cues­ tión accidental En principio, la perspectiva de la diversidad está siempre presente. El dictum de Hegel de que “la filosofía es su tiempo captado en el pensamiento” no hace suficiente justicia a la variación, al hecho de que las circunstancias de una época no definen una sola solución, sino que en principio permiten que todas las viejas dispu­ tas continúen en alguna forma debidamente ajustada. El Zeitgeist puede ser desfavorable por un tiempo, y las modas cognoscitivas

del día pueden resultar antipáticas para una orientación particular. Pero volverá a la vida a su debido tiempo. Dilthey expresó bien el punto clave: La historia de la filosofía, sin embargo, es de hecho una competen­ cia entre oponentes que no son mortales y que no mueren con los individuos particulares, sino que más bien se perpetúan de perso­ na en persona. Toda página de la historia de la filosofía confirma este hecho. Toda página desmiente la creencia de Hegel en el encapsulamiento de épocas sucesivas en figuras representativas... El desarrollo de la filosofía debe acontecer dentro de esta misma lucha de sistemas.19 El conflicto filosófico persiste invariablemente porque hay siem­ pre lugar para orientaciones diversas, y las circunstancias son tales que tarde o temprano esta posibilidad será aprovechada. Nuestro análisis, por consiguiente, concibe el desacuerdo filosó­ fico como una manifestación cognoscitiva de diferencias evaluadvas, diferencias, en este caso, en cuanto a valores específicamente cognoscitivos relacionados con cuestiones de utilidad y razonabi­ lidad epistémica. Los filósofos están en desacuerdo porque sus diferencias concernientes a valores cognoscitivos los conducen a diferentes estándares de solidez argumentativa y diferentes cri­ terios de aceptabilidad. El conflicto persiste porque la perspectiva de diversas orientaciones valorativas está siempre presente dentro de la más amplia comunidad; porque, teniendo diferentes fines a la vista, los filósofos de diferentes “escuelas” están siempre en alguna medida argumentando con propósitos encontrados. No al­ canzamos una etapa donde todo mundo resuelva las cuestiones del mismo modo porque ya nos hemos embarcado en caminos divergentes. Y continuamos manteniéndonos aparte porque estas diferencias son en última instancia diferencias de valores. La per­ sistencia de doctrinas en competencia en la filosofía es, para todos los propósitos prácticos, un fenómeno inevitable, ■ 7. Un repaso de la argumentación Es útil revisar la estructura general del presente análisis de los fun­ damentos del pluralismo. Tiene dos etapas: la prim era es una expli.

Wilhelm Dilthey, Gesammelte Schriften, vol. Vil], p. 132.

cación de por qué siempre hay lugar para la diversidad doctrinal, por qué el desacuerdo doctrinal es siempre posible. Esta explicación tiene la estructura expuesta en los siguientes tres pasos: (1) Los conceptos que se hallan en la raíz de nuestras deliberacio­ nes filosóficas están siempre coordinados con los hechos. (2) La actividad clarificadora ejercida sobre los conceptos fácdcamente coordinados siempre engendra antinomias. (3) Siempre hay diversas salidas, mutuamente alternativas, de la antinomia. La segunda etapa del argumento se desarrolla de la posibilidad de desacuerdo doctrinal a su actualización inevitable a través de la subordinación de las doctrinas a los valores. Esta parte del argu­ mento también tiene tres pasos: (1) Siempre es inherente un problema de elección a la diversidad arriba mencionada. (2) Esta solución no puede proceder sobre fundamentos proce­ dentes puram ente de la evidencia, sino que siempre requiere acudir a consideraciones de utilidad cognoscitiva (significa­ ción e importancia) cuyo carácter es inherentemente evaluativo. (3) La comunidad está virtualmente destinada a diferir en sus compromisos evaluativos con respecto a valores cognosciti­ vos, puesto que personas diferentes tienden a sostener valores diferentes sobre la base de distintas trayectorias de experien­ cia —diferentes modos de relacionarse con un mundo diversi­ ficado. Este enfoque del asunto indica que el desacuerdo filosófico no es el producto de la malevolencia o la incompetencia, sino que se ha­ lla en la naturaleza de los problemas filosóficos y los mecanismos disponibles para su solución. En filosofía, la ausencia de consen­ so no es el producto fortuito y eliminable de las fallas humanas, sino que es inherente a la naturaleza intensamente valorativa de la investigación.20 20 Sin embargo, mientras que la existencia de posiciones en conflicto es in­ evitable, su exposición a la manera de síntesis magistrales no lo es. Las grandes

La filosofía representa así un proyecto inherentemente huma­ nista. Sus deliberaciones dependen de la disponibilidad de eva­ luaciones. Y la evaluación da lugar a la variabilidad de persona a persona. Otras personas, o algunas entre ellas, en cualquier ca­ so, con seguridad adoptarán diferentes perspectivas. (Sin duda, esto no viene al caso para nosotros. Tenemos o debiéramos tener nuestros propios valores; estamos o debiéramos estar preparados a seguir nuestro propio camino.) La comunidad como un todo está destinada a constituir un teatro de conflicto. El mercado es demasiado extenso y complejo como para ser arrinconado.

formulaciones sistemáticas de Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Leibniz, Spinoza, Kant y Hegel fueron un asunto contingente de buena fortuna. El pluralismo oríentativo es una teoría acerca de laforma de la dialéctica filosófica, no acerca de su contenido.

1. La inviabihdad de una base “neutral* de valoración filosófica Los filósofos toman sus posiciones en conformidad con lo que pa­ ra ellos son buenas razones. No obstante, lo esencial de su empresa es la deliberación racional, y ¿cómo podríamos deliberar acerca de lo que es una buena razón sin caer en un círculo vicioso? Para ar­ gumentar racionalmente debemos proceder en conformidad con algún entendimiento preestablecido de lo que es un buen argu­ mento, y exactamente éste es el punto en cuestión. Un estándar cognoscitivo no puede ser efectivamente defendido ex nihilo>sin presuponer los juicios de validez que él mismo ha de proporcio­ nar. Simplemente no hay una posición ventajosa externa a partir de la cual valoremos la solidez de nuestra argumentación. El alcance omnímodo del campo de acción de la filosofía —la autonomía de la disciplina—significa que simplemente no hay un estándar “extrín­ seco”, doctrinalmente neutral, carente de presuposiciones, para evaluar las doctrinas filosóficas.1 Evaluar posiciones filosóficas, o incluso descartarlas a todas como carentes de valor, es de hecho tomar una posición filosófica. En la solución filosófica de problemas, la idea de eliminar posi­ bilidades mediante una “crítica racional” libre de valores y doctri­ nalmente no comprometida no funcionará. Pues sólo adoptando 1 Cfr. Stephen C. Pepper, "Reply to Professor Hoekstra\ TheJournal of Philoso­ phy, no. 42,1945, p. 101. Como Pepper ha argumentado sólidamente, la idea de una evaluación estrictamente neutral de las'tesis filosóficas es simplemente errónea al "esperar que se halle a la mano un criterio incuestionable de verdad y factualidad" en este dominio.

algún estándar de valoración puede ser criticada o defendida una posición filosófica. Inevitablemente subyacen valores cognosciti­ vos en la adopción de cualquier posición filosóficamente sustanSimplemente no hay una manera no circular de proceder en filosofía; sus razonamientos dependen de valores cognoscitivos y no se puede disputar acerca de valores desde un punto de vista libre de valores. Ningún estándar filosóficamente útil puede ser extrínseco a la filosofía. Simplemente no hay una base absoluta, evaluativamente neutral, normativamente carente de suposiciones sobre la cual puedan abordarse o resolverse los problemas filosó­ ficos. (t El mandamiento cardinal de la racionalidad cognoscitiva es “Haz corresponder tus creencias con buenas razones . Pero es­ to deja mucho lugar a la deliberación y el debate acerca de los estándares subyacentes para valorar la eficacia de las razones. En filosofía, este asunto de las normas y estándares de aceptabilidad no es sólo una parte crucial de la solución, sino también una parte inevitable del problema. Siempre y dondequiera que empecemos un trabajo filosófico, tenemos que dar por sentado algún estándar, presuponer una base dada de recursos en cuanto a metodología probatoria. Y sea lo que sea que tomemos como la base de trabajo para nuestro filosofar, ello mismo es algo que puede ser cuestio­ nado y necesitará ser discutido y legitimado a su debido tiempo; algo alo que posteriormente tendremos que regresar para evaluar, sopesar, justificar. La pregunta “¿Con qué criterio o estándar ha de ser una doc­ trina, sea metafísica o moral, considerada superior a sus rivales?” es ella misma una pregunta eminentemente filosófica en la cual se hallan fuertemente involucrados valores cognoscitivos. Una orien­ tación cognoscitiva sólo puede ser valorada desde la perspectiva de otra. No hay una base de valor externa para apoyar (o criticar) una posición evaluativa, ninguna perspectiva neutral desde la cual tales posiciones puedan ser valoradas. Una tesis de la form a “Cual­ quier argumento filosófico adecuado debe satisfacer la condición C” es siempre indeleblemente filosófica. Desde luego, adoptamos nuestros estándares cognoscitivos por buenas razones y justifica­ mos su adopción por buenas razones (tal como las vemos). Pero tales razones y tales argumentos de apoyo siempre invocan, a su vez, valores. No son previos o externos al dom inio evaluativo, si-

no que están firm em ente fundados dentro de él y forman parte ese n c ia l de nuestro marco total de valores cognoscitivos. Los filósofos de orientación positivista consideran no raciona­ les a los valores. C onciben las diferencias de valor básicas y no dirimibles racionalm ente, reflejando en última instancia una cues­ tión no razonada de gustos. Como Reichenbach insiste en Experiencb and Prediction, personas diferentes simplemente tienen valores cognoscitivos diferentes.^ Algunos justifican su aceptación por la probabilidad y el potencial para la verdad; otros adoptan creen­ cias que disminuyen la angustia. Y no hay fundamentos racionales sólidos para escoger entre estos o cualesquiera otros esquemas de valores cognoscitivos internam ente coherentes. Pero este enfoque ignora el punto clave. Es patentemente falso que no haya valores en disputa, valores cognoscitivos en particular. ¡Todo lo contrario! Mientras que puede no haber gustos en disputa, el hecho es que, siendo los valores lo que son, hay muchos motivos para disputar acerca de ellos. Ciertam ente podemos razonar acerca de valores y ciertamente podem os evaluarlos. Pero simplemente no podemos hacerlo sobre una base que no esté comprometida con valores; la defensa razonada de valores debe ella misma invocar valores. (Y lo mismo, desde luego, vale para hechos, de modo que no hay nada singularmente malo acerca de los valores.) El punto crucial es que la argumentación acerca de los valores cognoscitivos siempre tendrá que estar basada en valores cognos­ citivos. El reino de los valores está cerrado; no hay entrada desde fuera. Al debatir sobre valores debemos invocar valores. (Por su­ puesto, esto es verdadero en el reino fáctico también: para debatir racionalmente sobre hechos debemos echar mano de hechos. Tal “circulandad” no es viciosa; simplemente significa que estamos operando en gran escala, tratando con galaxias autosuficientes, más que con planetas dependientes.) Nuestros estándares de valores cognoscitivos condicionan lo que aceptamos y constituyen ellos mismos parte de lo que acep­ tamos, Ninguna separación lógica nítida es posible. Toda escuela filosófica considera las cuestiones a la luz de sus propios compro misos. No hay una base libre de valores a partir de la cual puedan ser criticados sustantivam ente valores, en tanto que distinguidos 2 Hans Reichenbach, Experience and Prediction, Chicago, 1938.

de críticas meramente formales basadas en fallas en la autoconsistencia. Estamos atrapados en una situación de retroalimentación cíclica. Al valorar un estándar debemos tener algún locus standi eva­ luativo. Todas las deliberaciones racionales que tienen resultados evaluativos deben tener insumos^evaluativos; no se puede entrar en el dominio de valores ab extra? Es bastante obvio que en filosofía nuestras concepciones racio­ nalmente adoptadas están destinadas a depender de nuestros cri­ terios de argumentación eficaz. La dificultad es que esta relación es de reciprocidad simbiótica. Nuestro criterio para la argumen­ tación exitosa dependerá también en parte de nuestras concep­ ciones sustantivas. No podemos evaluar la total adecuación de un argumento filosófico independientem ente de evaluar la aceptabili­ dad de sus co n secu en cias. Siempre es relevante saber a dónde nos lleva; si conduce seriamente ad absurdum, entonces algo está mal. Pero nosotros mismos debemos ser los jueces de lo que es absur­ do. Así, el razonamiento a partir de premisas o suposiciones, no importa cuán estricto, nunca nos puede limitar, porque si no nos gustan las noticias siempre podemos m atar a su portador. La cues­ tión de la razonabilidad de sus c o n c lu sio n e s es siempre un factor relevante en la evaluación de los argumentos filosóficos. Estamos atrapados en un círculo probatorio: la adecuación de nuestros ar­ gumentos depende de la aceptabilidad de sus conclusiones, y la aceptabilidad de las conclusiones depende de la adecuación de nuestra argumentación. Sin embargo, esto no es paradoja, sino simplemente una reflexión de la naturaleza cerrada, sinóptica, de la reflexión filosófica. La conexión entre una posición filosófica y las “buenas razo­ nes” que la apoyan está siempre mediada p or los estándares que invocan valores de la argumentación. Pero estos estándares mis­ mos reflejan una posición filosófica, de m odo que es inevitable un ascenso a niveles más altos de com probación. En filosofía, el Sin duda, una orientación de valores probatoria puede ser “superior” a otra en el alcance de sus consideraciones de relevancia o la liberalidad de sus condi­ ciones de admisibilidad. (Compárense, por ejemplo, las estrechas simpatías del positivismo lógico con el más amplio alcance del hegelianismo o del n e o k a n iism o cultural de Cassirer.) El meollo, sin embargo, es que la “pérdida” o la "ganancia’*en cuestión sólo pueden ser consideradas como tales desde una orientación valorativa existente que ya está establecida.

eslabonamiento entre razones y posiciones teóricas ocurre dentro de un marco de comprobación que requiere validación él mismo. En este campo, ninguna cuestión metodológica se halla más allá del parámetro de la reflexión crítica, ni siquiera aquellas que fijan las finalidades de la disciplina y los estándares de adecuación de su realización.

justificar la adopción de una posición (de hecho, de cualquier creencia) es m ostrar que hay buenas razones para sostenerla. Al esgrimir razones está implícito el trasfondo de un estándar en vir­ tud del cual se pueden calificar aquéllas de buenas y sólidas. En principio, este estándar debe resistir el escrutinio y debe estar él mismo justificado p or algún estándar. ¿Qué vamos a decir del re­ greso aquí? Deberíamos mejor negar que es infinito, pues de otra manera estaremos en grave dificultad. El absolutismo concibe al regreso con un final en principios autoevidentes que no necesitan validación. Se mantienen seguros e invulnerables porque no hay rivales viables, no hay alternativas reales. El pluralismo orientativo concibe al regreso como si termina­ ra en un conjunto autosostenible de valores cognoscitivos. Estos valores admiten, es cierto, alternativas, pero estas alternativas son inasequibles para nosotros (aunque no absolutamente y para todos) porque estamos com prom etidos con anterioridad a la orientación en cuestión. El absolutismo concibe el regreso como si terminara globalmente de un modo convincente para todo mundo de m anera similar. El pluralismo orientativo lo concibe como si terminara localmente de un modo que es convincente para aquellos (pero sólo aquellos) que sostienen un conjunto p a r t i c u l a r de valores cognoscitivos. Prefiere la variabilidad de una relatividad de valores al dogmatismo de una compulsión racional cuya base no puede encontrar convincente. En filosofía no podem os obtener un mecanismo independiente de todo contexto para valorar nuestra posición desde una fuente con la cual nuestra posición no esté involucrada. Los estándares fi­ losóficos son necesariam ente internos con respecto a ú n a posición. No hay estándar neutral, evaluativamente carente de presuposicio­ nes que corte a través de las divisiones de una posición, no^ ay ur* fulcro para la palanca de Arquímedes que pese las doctrinas filosóficas con alguna m edida común. Nuestros mismos estandares de valoración son internos a la disciplina, parte esencial de

material disputable de la deliberación filosófica. No podemos se­ parar nuestra metodología probatoria de nuestras preocupaciones sustantivas. Una relación de retroalim entación simbiótica las une en un encadenamiento inextricable. La adhesión a un estándar probatorio en filosofía es ella misma un asunto de evaluación cog. noscitiva, de formar una lealtad “ideológica . No tiene caso quejarse del “prejuicio de investigador” en la fi. losofía. Sin tal prejuicio, sin un insumo de valores cognoscitivos suministrado por un investigador, no puede haber investigación en lo absoluto. Sea cual fuere la argum entación que se despliegue en favor o en contra de una orientación de valores cognoscitivos, ella misma es desplegada en relación con una orientación. No hay base objetiva, libre de valores a partir de la cual se puedan resol­ ver las cuestiones filosóficas, incluyendo de m anera destacada la cuestión misma de la metodología filosófica. Quizá podamos resolver las cosas volviéndonos de la recalci­ trante balcanización de la “com unidad” real de filósofos a un hi­ potético orden ideal, mudándonos a donde el choque y el conflicto son dejados atrás. En un interesante libro reciente, Jo h n Lange se propone juzgar la adecuación de las visiones filosóficas con re­ ferencia a una “comunidad ideal de investigadores” cuyas teorías filosóficas convergirán en ciertas posiciones que ipso fado han de ser consideradas adecuadas: lo que hace verdadera a una aserción filosófica es que afirma lo que sería aceptado p or la comunidad ideal.4 Esta aproximación a la objetividad sin presupuestos está desti­ nada aljracaso en filosofía. No hay razón para pensar que haya una comunidad ideal homogénea más que una pluralidad de “ti­ pos ideales . La hipotética “com unidad ideal” —como el Hombre abio de los estoicos o el “observador ideal” de la m oderna teoría etica- no va a resolver las cosas, sino que está destinada a ser parte Pues ¿cjué condición establecerem os sobre esta en­ tidad idealizada, y qué suposición harem os de su modus operandü . . 4. La filosofía no puede abandonar los conceptos de la experiencia presistém ica.............. ....................... 5. La filosofía y los “límites de la experiencia” ................. 4. E sc a pa r de LA in c o n sist e n c ia p o r l a v Ia d e l a s d i s t i n c i o n e s .................................................................

1. 2. 3. 4. 5. 6.

Elim inar la inconsistencia a través de reducciones . . .

El papel de las distinciones .......................................... Desarrollo dialéctico...................................................... Un ejemplo histórico...................................................... Insinuaciones de im p e rfec ció n .........................................

Algunas formas importantes deinventiva filosófica . .

5. D ialéctica

d el d e s a r r o llo

78

88

Q5 95 97 1^1 1^3 107 111

................................................. H 5

1. La convergencia de tradiciones ................................... 115 2. El crecim iento de la com plejidad y sus ramificaciones dialécticas ......................... 117 3. Una m irada retrospectiva: Hegel y H e r b a r t .................122 4. La estructura de la historia filo só fica.........................124 5. Sic transit......................................................................... 128 6 . La carga de la h isto ria .................................................. 130 6 . V alores c o g n o sc itiv o s y so lu ció n de a n t in o m ia s ............137

1. El problema de la selección evaluativa ........................ 137 2. El papel central de la analogía y el papel de los valores cognoscitivos.......................................... 141 3. El filosofar depende de la evaluación cognoscitiva . . 149 4. La pérdida de o b jetiv id ad ........................................... 158 7. P lu r a lism o

orif .n ta tiv o :

la inf .v it a b il id a d d e la d iv ersidad de v a l o r e s ................... 165

1. La diversidad doctrinal refleja una diversidad de valores............................................... 165

2. El significado del pluralismo orientativo.....................173 3. La inevilabilidad de las “escuelas de pensamiento” y la inasequibilidad del co n sen so ................................ 176 4. ¿Dé donde provienen los valores cognoscitivos? El papel clave de “la experiencia” ................................ 182 5. ¿Son los problemas filosóficos scudoproblemas? , . , , 186 6 . La persistencia del conflicto.........................................188 7. Un repaso de la argum entación.................................. 192

8.

E l ALCANCE DE LA R A Z Ó N ............................. ............................................. 1 9 5

1. La inviabilidad de una base "neutral” de valoración filosófica............................................... 195 2. Contra el indiferentismo: el pluralismo orientativo no hace de la elección entre posiciones lina “mera cuestión de gustos” .................................... 2 0 2 3. ¿Apoya el pluralismo orientativo al irracionalismo? . . 210 4. El pluralismo y los ímpetus de la razón.......................214 5. El imperativo racional..................................................218 9. Lo QUF. EL PLURALISMO ORIENTATIVO SIGNIFICA PARA LA FILO SO FÍA .....................................................................221

1. El individuo y la comunidad...................................... 2. En filosofía no podemos “elevarnos por encima de la batalla” ............................................................... 3. ¿Es la filosofía una guía para la v id a ? ...................... 4. ¿Vale la pena tener posiciones orientativamente lim itadas?.................................... . 5. ¿Socava el valor de la disciplina la relatividad de las aserciones filosóficas? ...................... / ' * . ' / 6 . Los valores que subyacen en la presente explicación 10. V e r d a d

v r e a l i d a d : r a m if ic a c io n e s d e l r e l a t iv is m o

. . . .

. 221 222 , 224 .

. 228

. 232 . 235 239

concernientes a nuestro acceso cognoscitivo a la realidad............................................. 239 2. Cuál es la posición del pluralismo o rie n ta tiv o ............ 245 ......................................... 247 3. Contra el absolutismo 1. C o n c e p c io n e s

4. 5. 6. 7.

¿Socava, su relativismo al pluralismo orientativo? . . . . 249 La búsqueda de la v erdad.................................................^57 El relativismo y el problema de P ro tá g o ra s................. 263 ¿Significa el pluralismo orientativo que debemos abandonar la búsqueda de la v e rd a d ? ........................... 270

1 1 . ¿ H ay p r o c r k so en l a f il o s o f ía ? E l PRORLF.MA DEL CONSENSO IN A L C A N Z A B L E ....................................... 2 7 9

1. La complejidad de la pregunta en ausencia del co n sen so ...................................................................... 2. El balance general: progreso técnico vs. progreso doctrinal............................................................ 281 3. El abandono del consenso como un desiderátum prim ordial...................................................286 4. El contraste del consenso científico ............................. 290 5. Progreso en ausencia del co n sen so ................................298 6 . ¿Es prescindible el consenso?......................................... 301 12.

R e a c c io n e s f r e n t e a l p l u r a l is m o

.......................................303

1. 2. 3. 4. 5.

Un inventario de resp u estas........................................... 303 Escepticism o..................................................................... 307 A rracionalism o.................................................................316 Convergentismo h is tó ric o ..............................................319 El doctrinalismo racionalista en sus versiones absolutista y orientativa.................................................. 3 2 1 6 . Sincretismo: contra la teoría averroísta de la verdad m ú ltip le....................................................... 322

7. C o d a .............................................................................. .. ..............3 25

13.

M ás

1. 2. 3. 4.

sobre esclpticismo

y s in c r e t is m o

................................329

El parentesco entre el escepticismo y el sincretismo . . 329 El escepticismo agnóstico..................................................... El escepticismo en su disfraz n eoherm enéutico.......... 3 3 4 ¿Por qué no abandonar la filosofía? Una respuesta al escép tico .............. ....................... 333

5. S in c r e tis m o ..................................................................

*

344

ÍNDICE

6 . Una crítica del sincretism o................... 7. La huida del compromiso . .

............. ^ 9

..................................................... 1 4 . M f.t a f i l o s o f í a PRF.SCR1PTIV\ VERSUS MF.TAFILOSOFÍA DESCRIPTIVA .

................................355

1. Modalidades de la m etafilosofía................ 255 2. El pluralismo orientativo no está en pugna con el compromiso doctrinal . ............................ 3. Sobre el reemplazo de la filosofía con su propia historia ................................. 35 3 4. ¿Conlleva el pluralismo orientativo en metafilosofía lecciones para la filosofía m ism a?................................ 3Q8 Í n d i c f . o n o m á s t i c o ............................ ......................................................................... 377 Í n d i c e t e m á t i c o ............................................................................................................. 3 8 1