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Spanish Pages [320]
GEORGES LANTÉEI-LAÜRA
Ensayo sobre los paradigmas de la psiquiatría moderna
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ED ITO RIAL TR1ACASTELA
Madrid, 2000
Traducción de la edición francesa: Es sa i su r le s p a ra d ig m es d e la p sych iatrie m oderne, por G eorges Lantén-Laura Copyright © Editions du Temps 1998 R eservados todos los derechos
Traducción de: Diego Gutiérrez Gómez, Jordi Terré y José Lázaro
1.a edición en
e d it o r ia l
TR1ACASTELA, 2 0 0 0 .
EDITORIAL TRIA CASTEIA Guzmán el Bueno, 27, 1.° derecha. 28015 Madrid Tel. y Fax: 91 5441266 editorial@ triacastela.com w w w.triacastela.com D iseño gráfico y maquetación: J(uan Burriel B ielza Revisión técnica del texto: Juan José Martínez Jambona
ISBN: 84-930914-6-4 Depósito Legal: M -1535-2001
Impreso en España Área Printing, S. L. Avenida de las Am éricas, 7, naves C 4 y C5 2 8 8 2 0 Coslada (Madrid)
SUMARIO I ntroducción .................................................................................
II
PRIMERA PARTE HISTORIA Y PERIODIZACIÓN A lg u n a s a p o r ía s
de
C apítulo primero l a h is to r ia d e l a p s i q u i a t r í a .........
«Todo es historia» ................................................................... No hay historia de la psiquiatría........................................... Una historia posible ................................................................ C apítulo El
23 24 35 38
segundo
......................................
45
El concepto de paradigma en T. S. Kuhn ............................ Paradigma e historia de la psiquiatría...................................
45 51
C apítulo tercero ..................................................
57
Continuidad y discontinuidad ................................................ Periodización y paradigmas ...................................................
57 61
uso del concepto de paradigma
E sbozo
de una periodización
SEGUNDA PARTE LA SUCESIÓN DE LOS PARADIGMAS C apítulo primero ............................... .................................
73
Las formulaciones de la alienación mental .........................
73
La
alienación mental
L a extensión de la alienación m e n ta l....................................... L a crisis de la alienación m ental .............................................. Un posible legado ..........................................................................
87 119 126
C apítulo segundo L as enfermedades mentales ................................................... El concepto de enferm edad en m e d ic in a ................................ El concepto de enferm edad com o paradigma en psiquiatría .. L a crisis del paradigm a de las enferm edades m e n ta le s ...... E l legado del paradigm a de las enferm edades m entales ....
135 135 145 161 171
C apítulo tercero L as grandes estructuras psicopatológicas ...................... El concepto de e s tr u c tu r a ............................................................. El concepto de estructura en p s iq u ia tría ................................. C risis del concepto de estructura en p s iq u ia tría ................... E l legado del concepto de estructura .......................................
179 180 212 232 239
C apítulo .cuarto L o s problemas del paradigma actual ................................ L a relatividad del concepto de p a ra d ig m a .............................. El origen de los conocim ientos en j u e g o ................................ Incertidum bres ................................................................................
245 247 255 266
E p íl o g o ............................................................................................. Las etiologías en la patología m ental ...................................... Problem as de las patogenias ....................................................... Instancia de las terapéuticas .......................................................
273 275 286 291
B ib l io g r a f ía ....................................................................................
305
Í ndice
325
a l fa b é t ic o ..........................................................................
A M aría M agdalena y a nuestras nietas Anna (1989), Lisa (1991), Cecilia (1994) y Paola (1997)
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I n t r o d u c c ió n
El proyecto y, posteriormente, la elaboración de este libro dan fe del hecho evidente de un enorme interés por la historia de la psiquiatría, interés procedente a su vez de la preocupa ción por dilucidar los fundamentos de esta disciplina — o, por otra parte, la ausencia de todo fundamento— , con el fin de aclarar y explicar mejor una práctica que, para nosotros, se rem onta a algo más de cuarenta años atrás y que, sin quedar nunca reducida a la aplicación de una doctrina ni a la pres cripción de unas recetas, ha tratado siempre de conocer sus fines y poder dar cuenta de ellos, al menos hasta cierto grado. La clínica y la terapéutica no constituyen por supuesto ni una invención permanente ni la actualización, por así decir, pasiva, de una mezcla de conocimientos y habilidades siempre al día, sino una cierta regulación adaptativa que, ante cada caso, logre conciliar el carácter individual y singular del paciente con los conocimientos teóricos y prácticos de nuestra disciplina. Ahora bien, estas normas parciales del trabajo diario tien den a poner en práctica las adquisiciones profesionales y teó ricas que se remontan, tanto las unas como las otras, a mom en tos muy diversos de la constitución de la psiquiatría y de su aprendizaje por parte del médico práctico. Ello equivale a 11
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reconocer que en cada momento entran en juego, por así decir, fases bastante diferentes de la misma disciplina. Todo intento de explicación exige, pues, fijar sus fechas y determinar sus orígenes. Esto constituye una segunda razón para adoptar un enfoque histórico. Pero lo que decisivo para nosotros es una frase de Claude Lévi-Strauss que afirma sin ninguna ambigüedad: «todo es historia», en un pasaje de su Antropología estructural que vamos a citar íntegramente. Al discutir las posiciones extre mas de B. Malinowski, y comentando una crítica de F. Boas, viene a afirmar: Cuando nos limitamos al estudio de una sociedad única, se puede llevar a cabo una obra de gran valor; la experiencia demuestra que las mejores monografías son debidas generalmente a investi gadores que han vivido y trabajado en una sola región. Pero ello limita toda conclusión válida para las otras. Cuando, además, nos limitamos al instante actual de la vida de una sociedad, somos víctimas de un error: en efecto, todo es historia; lo que se dijo ayer es historia y lo que se dijo hace un minuto es historia. Pero sobre todo, estamos condenados a no conocer este presente pues sólo el desarrollo histórico permite sopesar y valorar en sus res pectivas relaciones los elementos del mismo. Y una mínima can tidad de historia (puesto que tal es, desgraciadamente, el botín del etnólogo) vale más que la carencia total de la misma. ¿Cómo apreciar precisamente el papel —tan sorprendente para los extranjeros— del aperitivo en la vida social francesa si se ignora el valor tradicional de prestigio concedido, desde la Edad Media, a los vinos curados y fuertes? ¿Cómo analizar la vestimenta actual sin reconocer en ella vestigios de formas anteriores? Razo nar de otro modo implica la imposibilidad de establecer una dis tinción fundamental: la existente entre función primaria, que res ponde a una necesidad actual del organismo social, y función 12
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secundaria, que se mantiene en vigor tan solo por la resistencia del grupo a renunciar a una determinada costumbre. En efecto, decir que una sociedad funciona es una perogrullada, mas afir m ar que todo funciona es un absurdo (1958: 17).
Más adelante, habremos de citar otros autores a los que debe mucho nuestra reflexión sobre la historia, en particular B. Croce, M. Bloch, L. Febvre y también F. de Saussure y T. S. Kuhn; pero ningún texto nos ha enseñado tanto como esas líneas de Cl. Lévi-Strauss, tanto más cuanto que proceden de alguien al que se le achacó muy burdamente, sin haberlo leído, el desconocimiento del desarrollo diacrónico de la historia, en beneficio de una concesión al concepto de estructura y a su reducción a la pura sincronía. Para proseguir con estas obser vaciones preliminares sobre la historia de la psiquiatría, vamos a precisar como podremos identificarla, con mayor rigor que por simple pragmatismo, y, dentro de este mismo orden de ideas, situar a la medicina de manera histórica y descriptiva, sin tom ar partido precipitadamente sobre la pertenencia o exclusión de ambas disciplinas entre sí. Tendremos pues que fijar una fecha de origen a nuestras investigaciones, ya que será preciso comenzar nuestra crónica en un momento dado, con la menor arbitrariedad posible y teniendo cuidado de no formarnos sin querer una idea subrepticia de la propia psi quiatría, a la que le impondría clandestinamente un origen. * Poco sabemos acerca de la supuesta esencia de la psiquia tría y nos parece un tanto prematuro proponer ya cualquier definición. Desde hace varios decenios, sin embargo, se la considera como una rama bastante singular de la medicina, especialidad probablemente, pero con una acepción de este 13
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término bastante alejada de la que valdría para la cardiología o la reumatología. Vamos pues a intentar describir, sin presu poner nada acerca de la profunda verdad o del error de este parentesco, de qué forma la psiquiatría se ha ido diferencian do como especialidad en relación con la medicina, incluso si la prosecución de este trabajo demostrase, a fin de cuentas, que esta aproximación constituye un señuelo y encubre un error. Nos encontramos así ante la exigencia de precisar ante todo lo que hay de medicina en ella. Más aún, no vamos a afirmar sus criterios ni a revelar cuándo se hizo científica esta medici na gracias a Cl. Bem ard, a Pasteur, a Fleming o a la biología molecular, sino más bien a determinar cómo se pudo formular en otro tiempo lo que ha llegado a poderse considerar común mente como medicina. Para muchos, tal acontecimiento pudo haber tenido lugar en la Grecia del siglo v antes de nuestra era, con la constitu ción progresiva de lo que los eruditos denominan el Corpus hippocraticum y con todo lo que sabemos de la práctica médi ca en el mundo helénico de este periodo (cf. Grmek, 1983; Jouanna en: Grmek, 1995: 25-65). Vamos a recordar breve mente, no ya el contenido ni la teoría de los cuatro humores sino algunos rasgos puramente formales, independientes de tal o cual teoría regional, aunque también de la presunción de efi cacia, rasgos que, tanto en la Grecia clásica como a finales del si gl o x x , c nr nc te ri7nn a !n m e d i c i n o en sí y la s e p a r a n del arte
de curar. Anotemos ante todo una cuestión original: la medicina no se refiere sino a la (pvaiq (physis), la naturaleza, y todo lo que investiga y todo aquello de lo que se sirve sólo tiene que ver con la naturaleza; no rechaza desde luego lo sobrenatural, ni a los dioses, ni niega sus eventuales influencias, pero coloca todo esto entre paréntesis y jam ás se ocupa de ello en modo 14
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alguno. Por otro lado, admite que hay más de una forma de estar enferm o o lesionado, lo que origina tres consecuencias. Prim era consecuencia: las enfermedades, en plural, son algo muy distinto al mal, en singular; y la medicina se ocupa de las enfermedades y no del mal, con una competencia preci sa y bien delimitada. Segunda consecuencia: en tanto que investigación, edificando poco a poco una patología, la medi cina se esfuerza en individualizar especies morbosas naturalest las enfermedades, irreductibles entre sí (cf. Grmek, 1997: 157176). Tercera consecuencia: el examen clínico antecede, incluso en los casos de urgencia, con una precedencia a la vez lógica y cronológica, a la terapéutica, y trata de determinar precisam ente la enfermedad en cuestión, descartando las otras que podrían parecérsele, de suerte que el diagnóstico es ante todo diferencial. El tratamiento es el de una enfermedad y no el de otra, y la medicina rechaza el concepto de panacea que, lo mismo que el de lo sobrenatural o el del mal, no le concierne, incluso si acep ta la idea de que tales cuestiones puedan plantearse, aunque siempre al margen del dominio específico de la medicina. Con estas proposiciones, sólo tenemos que hacer frente a lo que un poco antes denominábamos rasgos formales, y ni que decir tiene que los contenidos de la medicina, tal y como se han desa rrollado en la cultura occidental desde hace 2.500 años, han cambiado considerablemente pero la primacía del examen clí nico sigue estando en pie y, evidentemente, es preciso incluir en el mismo sus aspectos instrumentales, desde el estetoscopio hasta la tomodensitometría asistida por ordenador. * Hay que situarla a la patología mental en relación con estos rasgos formales. No se trata aquí de investigar el acto de naci 15
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miento auténtico de la psiquiatría, pues por este camino entra ríamos en una polémica sin fin, sino más bien de observar en el curso de la actividad médica cierto interés por algunos aspectos de la locura, de los que se encuentran ya ejemplos e ilustraciones en la medicina griega, helenística y romana (cf. Roccatagliata, 1973 & 1982; Pigeaud, 1981 & 1987). Observemos ante todo que casi todas las culturas que podem os conocer, gracias a los trabajos de los antropólogos y de los historiadores — y debemos incluir entre eljas evidente mente la nuestra— , poseen una representación social de algo a sí como lo que denominamos locura entre nosotros, repre sentación social simple o complicada, que incluye lo sobre natural, lo m onstruoso y otras categorías de pretensiones a veces causales. Algunas de estas culturas tienen una medici na, dentro o fuera de la herencia griega; y, en esta última eventualidad, a veces la medicina tiene la pretensión de poder decir algo de lo que entiende por locura la cultura a la que pertenecen. Tal es, en nuestra opinión, el origen de la patología mental: la medicina griega, por ejemplo, identifica la (ppevm g (freni tisj como una afección debida a una intoxicación exógena o a una infección muy febril, afección en la cual el paciente expe rimenta graves perturbaciones de su experiencia perceptiva, confundiendo entre sí tanto a los objetos como a las personas y viendo u oyendo lo que no existe. A partir de ahí, la (ppevin c (frenitis) de esta medicina priesa — la que se denominará más tarde delirium acutum— puede constituir para ella algo análogo de lo que, al menos parcialmente, se tomaba entonces por locura: una especie de modelo parcial, susceptible de pro porcionar una explicación puramente natural de la misma. De este modo, en 1987, en su libro Folie et cures de la folie chez les médecins de l ’antiquité gréco-romaine, J. Pigeaud cita una observación de Cicerón a propósito del Ajax de Sófo16
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cíes y de la locura de Heracles de Eurípides. Sin duda, se pue den explicar estas dos aberraciones de la conducta, en la cual el uno sacrifica a los animales que servían para alimentar al ejército de los griegos que sitiaban a Troya, y el otro mata a sus propios hijos, de una manera tradicional. Los dioses pro tectores de los troyanos, en particular Artemisa y Apolo, con funden a Ajax hasta el punto de destruir las provisiones de sus propios aliados y lo mismo ocurre con Heracles, pero enton ces se trata de una venganza de la esposa de Zeus, Hera, que detesta al que considera como hijo adulterino. A hora bien, Cicerón, en un pasaje de Lúculo, en el que expone su punto de vida escéptico (1952, XXVIII: 89) y Celso más tarde (III, XVIII, 3: 122) recuerdan que los médicos, al referirse a la (ppevm g (frenitis) pero también a la manía, pue den dar cuenta de comportamientos semejantes sin la inter vención de lo sobrenatural, de suerte que, sin desechar el papel eventual de los dioses, que no es de su incumbencia, basta con la medicina para explicar al menos parte de la locura. He aquí, según pensamos, un aspecto importante del origen de la patología mental. Presupone una representación social de la locura y está constituido por una adecuación a la medicina de una cierta parte de esta representación social, tendiendo a suplantar por otra parte — aunque sin lograrlo jam ás totalmen te— las otras explicaciones y a dar cuenta de la totalidad de la locura. Nos parece esencial conservar y tener presente su f'irnrfr>r do qpfnindo r»rdf*n r'HPc no npnrrrp cínn
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cepción cultural de la locura, que la precede y que no depen de de ella, con su tendencia a pretender explicarlo todo y a sustituirlo en forma de discurso sabio y definitivo, olvidando que hay culturas sin psiquiatría mientras que apenas hay cul tura sin representación de la locura. *
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Para acabar esta introducción, nos falta determinar una fecha como punto de partida para nuestro estudio, evitando en la medida de lo posible toda arbitrariedad en nuestra elección. A falta de una auténtica erudición, no conociendo del griego ni del latín más que el latín y el griego clásicos, e ignorando el hebreo y el árabe, no podemos situar nuestro comienzo ni en la Antigüedad ni en la Edad M edia, ni incluso en el Renaci miento, a pesar del indiscutible interés de estos periodos. En la práctica, comenzaremos nuestras investigaciones entre el final del Siglo de las Luces y los comienzos del xix, limitán donos a lo que ocurre por entonces en la Europa occidental y en lo que se denominaba Nuevo Mundo, por razones de una indispensable modestia. La fijación de esta fecha no nos pare ce demasiado arbitraria pues precisamente más o menos por esta época es cuando, en este área cultural, aparecen a la vez importantes cambios políticos, una renovación de la medicina y un interés filantrópico bastante nuevo hacia los entonces lla mados insensatos. Consideremos brevemente estos elementos, contentándonos por otra parte con determinar solamente algu nos puntos de referencia y sin pretender transformamos subrep ticiamente en historiadores. La historia política parece dominada entonces por la Revolu ción francesa y las guerras interminables del Directorio, el Con sulado y el Imperio; pero se trata en este caso de una concepción unilateral y chauvinista, pues al releer a Tocqueville — en parti cular El Antiguo Régimen y la Revolución— parece bien a las claras que casi en todas partes aparecieron determinados movi mientos de fondo y que la Revolución no hizo sino acelerarlos en ciertos lugares. La secularización, por ejemplo, lejos de limitar se a la venta de bienes del clero por la Asamblea constituyente, estaba ya prefigurada en el imperio de José II, y el paso de los establecimientos hospitalarios religiosos — destinados a asegu rar la salud mediante la consideración piadosa de la enfermedad, 18
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y eventualmente también una muerte edificante— a instituciones públicas de atenciones y cuidados, desprovistas de cualquier otra misión que no fuera médica, aparece tanto en Francia como fuera de ella. Así, correlativamente, la caridad cede el paso a la filantropía. Ocurre más o menos lo mismo con la separación progresi va de los poderes, que había teorizado Montesquieu, con la distinción gradual entre lo administrativo y lo judicial, o inclu so con la agregación de los derechos cívicos a los civiles, como subraya A. O. Hirschman en un notable estudio titulado Deux siécles de rhétorique réactionnaire (cf. 1991: 197-214). Este es también el momento en que la medicina se hace anatomoclínica y en el que la semiología se constituye en una disciplina sistemática y objetiva, desde Leyden a Viena, y des pués de Viena a París, en donde la clínica de las afecciones pleuropulmonares y cardíacas va a adquirir el carácter que mantiene hasta nuestros días (cf. Shryock, 1956: 105-146; Risseen, en: Grmek, 1997: 177-198). No olvidemos tampoco que es a partir de 1807 cuando F. J. Gall se traslada definitiva mente a la capital de Francia, y de un imperio enorme por entonces; en pocos años va a transformar completamente la anatomía de la corteza cerebral (cf. Lantéri-Laura, 2.a éd. 1993: 64-124). Se trata, por último, de un periodo en el que comienza a prestarse una nueva atención a los «insensatos», prevalentemente médica, como así lo confirman la circular de Colombier y Doublet en 1785, o también las funciones ejercidas por V. Chiarugi en el Gran Ducado de Toscana, desde 1788, por J. Daquin en 1791 en Chambéry y por algunos otros a caballo de los siglos xviii y xix (cf. Quétel en: Postel & Quétel, 2.a ed., 1994: 106-120).
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PRIMERA PARTE
HISTORIA Y PERIODIZACIÓN
C a p ít u l o p r im e r o A l g u n a s a p o r ía s d e l a h is t o r ia d e l a p s iq u ia t r ía
Tras las indicaciones que acabamos de considerar en las páginas anteriores de la «Introducción», vamos a examinar cómo, para llevar a cabo el proyecto que así hemos esbozado, nos es preciso superar ciertas dificultades inherentes a nuestra tarea de precisar el rango que vamos a conceder al concepto de paradigma; de este modo podremos proponer, ya con conoci miento de causa, una cierta periodización, siempre práctica, por otro lado, y sin grandes pretensiones. En este prim er capítulo, vamos a tomar de nuevo la afir mación de Cl. Lévi-Strauss según la cual «todo es historia» e intentar apreciar su alcance; vamos a ver entonces que, de una manera paradójica aunque inevitable, si bien esa afirmación nos vale, tendremos que reconocer sin embargo que no existe una historia de la psiquiatría, si se toma este término en el sentido absoluto de algo completo que abarque exhaustiva mente, urbi et orbi. Saldremos tal vez de este impasse admi tiendo ciertas restricciones indispensables para reducir un tanto la extensión del campo de esta historia, y en este punto nos encontraremos ante la posibilidad de considerar un cierto empleo del concepto de paradigma, tal y como lo encontramos especificado en los trabajos deT. S. Kuhn, investigaciones que, 23
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por otro lado, deberemos transpolar prudentemente de la histo ria de las ciencias— astronomía y física teórica— a la historia de la psiquiatría.
«Todo es historia»
Comentando el trabajo del antropólogo, etnógrafo en el tra bajo de campo y después etnólogo en la reflexión y en la ela boración de su obra, Cl. Lévi-Strauss afirmaba de forma rotunda que «todo es historia; lo que se dijo ayer es historia y lo que se dijo hace un minuto es historia. Pero sobre todo, estamos condenados a no conocer este presente pues sólo el desarrollo histórico permite sopesar y valorar en sus respecti vas relaciones los elementos del mismo» (1958: 17). ¿Cómo conciernen estas afirmaciones a la psiquiatría y ante todo, al trabajo diario del psiquiatra, tarea comparable, al menos en parte, a la del etnógrafo en su terreno? Nos parece, en efecto, bastante vano y poco instructivo el preguntamos si tenemos derecho a pasar de la antropología a la psiquiatría y a sentar conclusiones sobre las diferencias y semejanzas entre estas dos disciplinas; pero consideramos interesante observar que, tanto una como otra, entrañan una actividad pragmática y que, a este respecto, las locuciones tra dicionales en el trabajo de campo y a la cabecera del enfer mo, no carecen de cierta analogía, incluso aunque los medios puestos en práctica y los fines buscados difieran totalmente en un caso y en otro. Sin prolongar estas observaciones, que acabarían por hacer se metafísicas — horresco referens, y la memoria de Kant nos debe proteger de tales extrapolaciones— , vamos a ilustrar nues 24
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tro intento describiendo algunas situaciones propias de la psi quiatría clínica y determinando en ellas la presencia (o, por otra parte, la ausencia eventual) de la historia. Nos vamos a permitir abordarlo de un modo descriptivo, con un estilo fenomenológico, tal y como lo precisamos nosotros mismos en tiempos ya lejanos y en un contexto muy distinto, diferencia y alejamiento que no nos parecen atentar contra la precisión y la pertinencia de nuestra observación (cf. Lantéri-Laura, 19 5 4 ,1: 57-72). Nos encontramos, por ejemplo, ante un sujeto que nos con sulta por haber perdido desde hace varios días el apetito y el sueño, que no puede mantenerse quieto y que, a pesar de sus esfuerzos, no logra hablar de su estado sin precipitarse ni recu rrir a patochadas. En principio, nuestra práctica nos permite traducir así sus confidencias: anorexia, insomnio, excitación leve y taquifemia; no se trata solamente de traducir sus expre siones verbales ordinarias a una breve enumeración de sustan tivos técnicos, sino de una primera fijación de signos, de momento, por otra parte, bastante polisémicos. Aquí se halla presente la historia de la psiquiatría, y de dos maneras; una, por así decir, intrínseca, y la otra, extrínseca; para que tales elementos figuren como signos posibles, es precisa la existen cia previa de una semiología psiquiátrica que los haya identi ficado como tales en un pasado que cuenta siempre, pero tam bién que hayamos llevado a cabo su aprendizaje, incluso en el caso de que no conozcamos claramente la historia de la iden tificación del síndrome de excitación psicomotriz. Este es un ejemplo casi trivial de cómo el pasado envuelve al presente, presente semiológico que no existiría sin ese pasado, y pasado cuya crónica podemos conocer, que tal vez pretendamos olvi dar o no haber sabido nunca, pero que sin embargo sigue sien do la condición de posibilidad de nuestra práctica diaria. Pero la historia de la psiquiatría figura aquí de una manera todavía más precoz, por así decir, pues para que alguien que 25
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experimente este tipo de molestias venga por sí mismo a con sultar a un especialista, parecen indispensables dos tipos de condiciones. Por un lado — a nivel de la objetividad social— , es preciso que existan tales consultas, con su personal y su financiación, y que los medios de tomar en consideración la patología mental no se reduzcan a una hospitalización más o menos autoritaria, lo que presupone una evolución, determi nada en el tiempo, de las formas de considerar la práctica psi quiátrica y las maneras de haber pasado de su concepción a la aparición de instituciones efectivas; pero también hace falta que tales posibilidades sean conocidas del público y fácilmen te asequibles. Por otra parte — en el registro subjetivo [sin embargo, P. Bourdieu, en toda su obra y, en particular en sus M editations pascaliennes (1997: 245-283), ha establecido cla ramente que este registro depende de una objetividad añadida, aún cuando lo ignore el propio sujeto]— el enfermo debe admitir estar de acuerdo con esta manera de proceder, antes que abandonarse, aparentemente en libertad, a la evolución de su estado, es decir a agravarse, forma ésta de comportamiento también determinable culturalmente en el tiempo. El corresponder a esta actitud del sujeto mediante una o varias entrevistas con la intención de asegurar un diagnóstico antes de considerar un tratamiento, en vez de com enzar por imponer la hospitalización y cierto aislamiento, nos remite a la consideración de las diversas opciones que ha habido en psi quiatría, todas ellas de fácil localización en la historia de esta disciplina. Vamos a recordarlas. Por un lado, presuponen que la patología mental, como por otra parte el resto de la medicina, está constituida por cierto número de afecciones diferentes, irreductibles entre sí y cuya consideración diferencial es necesaria con vistas a un enfoque terapéutico del paciente; ahora bien, no siempre ha sido así, y ya veremos en la segunda parte de este libro que hasta media 26
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do el siglo xix todo el mundo seguía el paradigma de la uni dad absoluta de la alienación mental y que la obra de J.-P. Fal ret, entre otras, fue la que abrió paso al paradigma de las enfermedades mentales consideradas en plural. Por otro lado, la psiquiatría debe poseer un thesaurus semeioticus, es decir, un grupo de signos bien definidos y sepa rados entre sí, dotados de cierta entidad que permita identifi carlos en el caso de un paciente singular. También aquí se halla implícita la historia, por otra parte bastante larga, de la consti tución de la semiología psiquiátrica, presente o no para el clí nico cuando la utiliza; e incluso si sólo la conoce imperfecta mente, recurre precisamente a ella en el curso de su trabajo. Por último, si volvemos a la exploración de nuestro pacien te, hay que atender a dos consideraciones. La primera es que la taquifemia (ya observada), desde el momento en que se trata de caracterizarla, se manifiesta incoercible, fuera del control eventual del sujeto, inducida por los acontecimientos externos, a los cuales sólo puede prestar una atención fugaz y móvil, y que encadena frases breves que sólo guardan relación entre sí mediante analogías fonéticas, con algunos juegos de palabras. En resumen, no se trata ni de una simple aceleración del flujo verbal, como V. M agnan había descrito en sus trabajos sobre la em briaguez patológica, ni de trastornos del curso del pen samiento, como E. Bleuler lo había precisado en su búsqueda de los síntomas primarios de la esquizofrenia, sino de lo que, gracias a L. Binswanger y también a H. Ey, hemos aprendido a identificar como fu g a de ideas, haciendo muy probable el diagnóstico de acceso maníaco. Ahora bien, este modo de proceder presupone al menos dos adquisiciones de la patología mental. El concepto de trastor nos del humor debe entenderse como tal, dejando en segundo plano la oposición entre el delirio parcial y el delirio general, que se encuentra tanto en Ph. Pinel y en Esquirol, como en J. 27
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Guislain y en W. Griesinger; además, el trabajo de J.-P, Falret, tras el de V. Magnan, ha sido decisivo. Pero es preciso también distinguir la tradición francesa, en la cual el acceso maníaco es concebido como un síndrome que puede depender de varias etiologías, de la tradición germánica, reorganizada por E. Kra epelin, en el cual este acceso maníaco pone siempre de mani fiesto la psicosis maníaco-depresiva. Segunda consideración: aunque esta referencia esté desecha da desde hace tiempo de la clínica genuina por encubrir un cier to retomo a la degeneración mental e incluso a la segregación racista que se sigue imputando a la antropología física de P. Broca, seguimos encontrando un gran interés en la biotipología de E. Kretschmer — como hacía también nuestro maestro E. Minkowski— y observamos que ese paciente con el que nos entrevistamos ofrece caracteres típicos de la morfología pícnica: predominio de las dimensiones horizontales sobre las verticales, calvicie hipocrática, tronco macroesplácnico y miembros supe riores micromélicos, con extremidades distales cortas y macizas. En resumen, no puede considerarse ni una exploración psi quiátrica ni una discusión diagnóstica sin la presencia en segundo plano de ciertos aspectos de la historia de la psiquia tría, en tanto que estos aspectos han constituido, en épocas diversas, el contenido de ese thesaurus semeioticus que se ha ido constituyendo acumulativamente. A V. Magnan le debe mos la importancia concedida a lo lúdico y el pasar a un segundo plano los aspectos hostiles y a veces furiosos; a H. Ey y a L. Binswanger la descripción diferencial de la fuga de ideas, y así podríamos continuar. El síndrome maníaco del que nos servimos está constituido de ese modo por una serie de hechos diversos y convergentes, y cuando aplicamos el cono cimiento y la práctica de los mismos — sabiduría y práctica, ambas en universalidad y singularidad— la historia de esta constitución sigue presente, aún cuando en segundo plano. 28
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Pero algunos podrían interrumpir nuestra exposición for mulando una objeción, dotada por otra parte de cierto sentido común: el clínico, en su práctica habitual, no tiene necesidad alguna de evocar ni los recuerdos de su propio aprendizaje de la semiología ni la constitución histórica de esta última. Y esta observación podría formularse de manera algo diferente, tal vez más sutil. En efecto, se podría resaltar el hecho de que cuando el clí nico siente la necesidad de recordar el aprendizaje de la semiología es porque conoce mal el terreno y apenas domina su empleo, y que debe llegar a utilizarlo de manera inmediata, espontánea e ingenua. En este orden de ideas, algunos — tal vez los mismos— sostendrían que un síntoma se impone defi nitivamente en la clínica a partir del momento en que se utili za sin conocer nada acerca de su pasado origen, ni retener más que su valor semántico, supuestamente válido en sí mismo. Semejante punto de vista, a pesar de la atracción que su sim plicidad podría inspiramos, presupone una concepción implíci ta del saber clínico que nos parece inexacta. En esta perspecti va, la clínica debería haberse constituido con gran rapidez y haber alcanzado una forma definitiva — la que consagra el olvido de su formación, olvido considerado como garante de su objetividad— y por ello mismo, inmutable. Ahora bien, sem ejante concepción no corresponde ni por un instante a lo que ha sido y a lo que siempre es la historia de la clínica psi quiátrica e ignora totalmente que nada es eterno y que su valor actual no impide que siga su curso y continúe cambiando, bien por enriquecimiento o bien por cuestionamiento. No se trata entonces de una cuestión de hecho sino de una cuestión de derecho. De nada serviría tratar de determinar el porcentaje de exámenes clínicos en los que esta historia de la psiquiatría se halla presente y en los que está ausente, e inclu so menos aún de valorar la mejor de estas dos posibilidades; 29
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to s
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debemos sin embargo darnos cuenta de que lo que se halla en juego es la propia concepción del saber que constituye la semiología psiquiátrica, y la importancia de la historia en su constitución, sin olvidar que la prevalencia de la historia es la única que puede explicar cómo esta semiología, lejos de ser rígida, puede perfeccionarse al modificarla.
_ H _ La dimensión diacrónica así considerada corresponde por otro lado a dos modelos diferentes, que algunas veces pueden intercurrir, pero que nos conviene distinguir entre sí, y que forman tal vez los dos polos de un mismo eje. El primero se inspira en la embriología, y más particular mente en la organogénesis, que muestra como se pasa poco a poco de lo más simple, el óvulo fecundado, a su división en dos, y después en tres células, y a las divisiones sucesivas de estas últimas, con la aparición de las hojas embrionarias, el ectoblasto, el endoblasto y el cordomesoblasto, hasta la formación pro gresiva, por diferenciaciones y complicaciones, de los sistemas digestivo, vascular y nervioso, de los órganos y de los miembros. La em briología constituye así un ejemplo pertinente de un proceso que se despliega con arreglo a un tiempo irreversible, que va para cada ser del pasado hacia el futuro, de la simplici dad de una sola célula a la complejidad del organismo acaba do, con arreglo a un crecimiento numérico, que se puede observar y comprender paso a paso. Se trata de un proceso en el que cada momento va siendo más complejo, desde el punto de vista de la morfología y de la función, que los que le pre ceden, y más simple que los que van a venir a continuación. De esta armonía entre la suma de un tiempo irreversible y un proceso de complicación, resulta una forma de dar cuenta de 30
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la complejidad en un momento dado en virtud del desarrollo paso a paso a partir del origen y, en este caso, de un origen muy simple. Este modelo se deduce fácilmente de la lectura de un libro antiguo, pero bien valioso, como es el Tratado de embriología de los vertebrados de A. Brachet (2.a ed., 1935), que nos ha ayudado mucho en estas reflexiones. En el mismo modelo se inspiran determinados trabajos, en particular los que vuelven a trazar la historia de una institu ción, cuyos comienzos se conocen y a veces también su fin. La excelente obra de S. Hanley, Le lit de justice des rois de France, publicada en 1991, que tomamos aquí como simple ilus tración de nuestro propósito, estudia así la constitución del Parlamento de París, desde la organización rudimentaria de la Curia regis hasta la muy compleja de ese Parlamento en el siglo xviii, con el concurso del papel de primer orden que desempeñó en el momento de las regencias: en la de M aría de M édicis, en la de Ana de Austria y en la de Felipe de Orleans, en particular. Y hallamos un punto de vista muy próxim o en Saint-Simon, cuando expone con admiración, aunque tam bién con rigor, los comienzos de las prerrogativas de la digni dad de par de los duques, m altratada por Luis XIV, pero res tablecida por su amigo el regente (cf. Memoires, V: 3-71). El segundo modelo posee, por así decir, un carácter sobre todo histórico, en el sentido de que, si bien sigue el curso del tiempo desde el pasado hacia el futuro, no toma al pie de la letra ni la oposición entre la simplicidad de los orígenes y la com plejidad de las épocas posteriores ni el aspecto supuesta mente absoluto de estos orígenes. La simplicidad de los oríge nes se debe a menudo, al menos en parte, a la pobreza de las fuentes, y ni el propio concepto de origen puede fijarse sin cierta ambigüedad. Si se quiere estudiar, por ejemplo, la Admisión en SainteAnne de 1867 a 1922, es decir, desde su inauguración, con H. 31
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Girard de Cailleux, luego V. Magnan, hasta la llegada de E. Toulouse, que la desalojó en beneficio del Hospital HenriRousselle, se da uno cuenta de que era más simple en sus comienzos que en 1922; pero para no dejarse engañar por esta simplicidad, hay que estudiar también como tenían lugar los ingresos entonces, en 1867, en la Salpétriére, en Bicétre y en Charenton, es decir el lugar que desempeñaba esta Admisión de Sainte-Anne en una estructura preexistente, de la que cons tituía un nuevo elemento, bastante pronto predominante, cam biando por otro lado esta estructura, puesto que no puede hablarse de auténtica estructura más que cuando se trata de un conjunto de elementos en los cuales la introducción de uno nuevo modifica todo lo anterior (imponiéndose entonces la referencia a la Gestalttheorie). Se trata pues de una secuencia histórica que debiera seguir el paso de una estructuración a otra, siendo la de 1867 tal vez algo menos complicada que la de 1922, aunque esto hay que verificarlo, sin darse por satis fecho con recalcar que 1867 es anterior a 1922 y que esta segunda cifra es más alta que la primera. En esta perspectiva, el punto de partida constituye ya una estructura y el estudio se traduce en demostrar con el máximo rigor cómo se opera el paso a una segunda estructura, después a una tercera, y así sucesivamente, problema que encontrare mos cuando abordemos la cuestión de la «periodización». Todos los trabajos de historia insisten en utilizar en propor ciones variables los dos modelos, según el interés específico de cada campo abordado.
_ III — Pero la presencia de este pasado en la psiquiatría, tal y como acabamos de precisar, no tiene lugar de una manera 32
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indivisa y global, como si debiera estar a la vista en cada momento, prácticamente en su totalidad. Al llegar a este punto de nuestra reflexión, otra observación de Cl. Lévi-Strauss sobre la historia nos puede ser de gran utilidad. En el último capítulo de El pensamiento salvaje, observa que la historia no consiste en contar de cabo a rabo los cientos de milenios de prehistoria, las decenas de milenios de protohistoria, los milenios de historia y los pocos días transcurri dos desde el comienzo de la semana, para constituir una con tinuidad unilineal, sino que el modelo cronológico más simple constituye al menos una tabla de doble entrada en la cual las líneas superiores se miden en milenios, las de debajo en siglos y las inferiores en días. Este autor precisa así su pensamiento: La historia es un conjunto discontinuo formado por ámbitos histó ricos, cada uno de los cuales viene definido por una frecuencia propia y por una codificación diferencial del antes y el después. El paso entre las fechas que definen estos ámbitos no es más posible que el que puede haber entre los números reales y los irracionales. Más exactamente: las fechas propias de cada clase son irracionales con relación a todas las de las otras clases. No es solamente iluso rio, sino contradictorio, concebir el devenir histórico como un desarrollo continuo, comenzando por una prehistoria codificada en decenas o en centenares de milenios, prosiguiendo a escala de milenios a partir del cuarto o del tercero y continuando después bajo la forma de una historia secular de corrido, a gusto de cada autor, o sea a base de franjas de historia anual en el transcurso de un siglo, diaria en el transcurso del año e incluso hasta horaria en el transcurso de una día. Todas estas fechas no forman una serie; corresponden a especies diferentes. Por citar un solo ejemplo, la codificación que utilicemos en prehistoria no es preliminar a la que nos sirve para la historia moderna y contemporánea: cada código remite a un sistema de significaciones que, al menos teóricamente, 33
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es aplicable a la totalidad virtual de la historia humana. Los acon tecimientos significativos para un código no lo son para otro. Codi ficados en el sistema de la prehistoria, los episodios más famosos de la historia moderna y contemporánea dejan de ser pertinentes; salvo tal vez (y tampoco en este caso podemos afirmarlo) ciertos aspectos masivos de la evolución demográfica considerada a esca la del globo, la invención de la máquina de vapor, la de la electri cidad y la de la energía nuclear. Si el código general no consiste en fechas que se pueden ordenar en una serie lineal, sino en agrupa ciones de fechas, cada una con su sistema de referencia autónoma, aparece claramente el carácter discontinuo y clasificatorio del conocimiento histórico. Este opera por medio de una matriz rec tangular en la que cada línea representa las clases de datos que, para esquematizar, se pueden llamar horarios, diarios, anuales, seculares, milenarios, etc., y que forman de por sí un conjunto dis continuo. En un sistema de este tipo, la pretendida continuidad his tórica sólo queda sostenida por trazados falaces (1962: 344-345). Estas observaciones nos enseñan, por supuesto, a desconfiar de la utilización acrítica del concepto de continuidad, tan iluso rio en la historia de la psiquiatría como en las otras modalidades de la historia; pero llaman nuestra atención acerca de tres puntos. Por una parte, para una cuestión determinada, siempre hay varias formas de ver o de actuar. Cuando la doctrina de la degeneración, por ejemplo, al final del siglo xix y en los comienzos del xx, parece hallarse en la cúspide con los traba jos de V. Magnan y P. Legrain, es contestada sin embargo, por un lado por C. Lombroso y algunos de sus discípulos que, impuestos en un conocimiento serio de la criminología y con una gran confianza en una cierta lectura de Ch. Darwin, pre tenden hacer de los degenerados una especie de raza y no un accidente; y por otro, por aquellos que, a imagen de G. Tarde, en Francia y de A. von Schrenck-Notzing en Austria, seguros 34
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del valor de la hipnosis, no ven en ello sino factores adquiri dos mediante una sugestión más o menos enmascarada. Por otra parte, los conocimientos que podemos tener acer ca de lo que correspondía a la medicina mental en la Antigüe dad griega, helenística y romana, van acompasando su marcha más o menos siglo a siglo, mientras que los de la Edad Media lo hacen por grupos de siglos, los de la Edad clásica y de las Luces, también por siglos, y los de la época moderna y con temporánea, por grupos pequeños de décadas. Y por otra, para terminar, nos parecería muy posible que, al menos por lo que se refiere a la época moderna y contem poránea, la codificación tuviera lugar por siglos para las insti tuciones, pero más bien por décadas para las teorías. Nunca deberemos pues perder de vista, en nuestras investigaciones ulteriores, este modelo del cuadro de doble entrada con más de una línea y más de una columna.
N o hay h isto ria d e la p siq u iatría En nuestra opinión, esta afirmación paradójica no parece tener un carácter decisivo para los que confían en encontrar al menos una, ni puede ser motivo de desesperanza para los que trabajan en ello de buena fe. Constituye sólo la expresión, en pocas palabras, de una cuestión crucial: ¿Cómo puede hablar se de historia sin haberse constituido ésta de una forma com pleta y radical, lo que nadie ha logrado realizar jam ás?
Podemos abordar este hecho de una manera prudente, aun que un tanto de soslayo, considerando que cierto número de 35
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obras estimables — y entre ellas algunas excelentes— se denominan sin la menor concesión a la duda, Historia de la psiquiatría, lo que plantea al menos una cuestión de hecho, cuando no de derecho. Así, en 1983, J. Postel y Cl. Quétel se hacen cargo de la dirección editorial de una gran obra titulada Nouvelle histoire de la psychiatrie; aparece editada por Privat y la reedita en 1994 Dunod, con nuevos capítulos. La conoce mos y la apreciamos, tanto más cuanto que hemos colaborado en ella y que constituye actualmente, en lengua francesa, el libro más serio y completo dentro de este campo. Comienza con la Antigüedad griega, romana y helenística, por un lado, y con un equivalente hebraico por otro, demasia do descuidado por lo general; prosigue con la Edad M edia (no sin considerar la medicina árabe), el Renacimiento, la Edad clásica, con su «gran encierro», y después el Siglo de las Luces; a partir de este momento, las tradición francesa y la germánica se disocian, repitiéndose dos veces la cronología, y cuando se llega al siglo xx, cada una de las tradiciones nacio nales se enriquece con una información muy completa en la que, igualmente, la cronología se reanuda al principio de cada nuevo relato considerado.
— II-Este análisis, un tanto minucioso, nos muestra claramente dos aspectos de este tipo de trabajo. Por una parte, desde el momento en que se exponen dos series cronológicas, la segun da obliga a partir de la misma fecha que la primera, y así suce sivamente. Por otra parte, la sucesión encadenada de lo anti guo hacia lo nuevo, muy apreciable cuando se observan las fechas del índice, disimula muy bien la discontinuidad efecti va de unos capítulos respecto a otros. No puede tratarse de una 36
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ilación unilineal y continua sino de una yuxtaposición, dentro de un orden cronológico preciso, de innumerables inform acio nes evidentemente discontinuas entre sí. Sin detenernos demasiado, debemos tener en cuenta dos observaciones complementarias. Primera observación: sea cual sea la extensión del relato histórico, es difícil evitar cierta pre dilección por el área cultural de sus realizadores, aunque desde luego, algo se ha progresado recientemente. A partir del siglo xix, no bastaba con el estudio de la psiquiatría francesa y era preciso, a costa de un chauvinismo estrecho, tener en cuenta las tradiciones alemana y austríaca, y después lo que ocurría en Inglaterra, en Italia, en España y, más tarde, en los Estados Unidos; por lo que se refiere al resto del mundo, se considera ban por separado las culturas psiquiátricas de carácter satélite y las que se basaban, según se creía, en la etnopsiquiatría. Todo el mundo pues, aunque eso sí, de modo diferente. Segunda observación: dentro del ámbito de una gran tradi ción psiquiátrica dada — ateniéndose pues a una cultura y a una época— , se hace imposible estudiar la totalidad de la psi quiatría así considerada y es preciso resignarse a un acantona miento inevitable, a menos de ofuscarse con la evocación de esa Ganzheit (totalidad) propia del romanticismo alemán. Se puede estudiar la obra individual de un autor, tal como Ph. Pinel o Henri Ey; una teoría, como el vitalismo o el psicoaná lisis; una institución, como los cottages escoceses y el open door del siglo xix; o el manicomio de Trieste, revolucionado por F. Basaglia, a mediados del siglo xx; una política sanita ria, como la sectorización en Francia después de 1960, o la desinstitucionalización en el Estado de California, etcétera; se pueden esbozar también algunas relaciones entre el tema prin cipal de estudio y otros próximos, pero si se rechaza la ilusión y si no se hace un mal uso del concepto de dialéctica, nunca se trata de una historia total de la psiquiatría. 37
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Hemos llegado a estas reservas y a estas modestas preten siones estudiando de cerca lo que podía haber de interesante y aprovechable en la afirmación, polémica y perentoria, que ha servido de título a este apartado. Sin embargo, la historia de la psiquiatría se sigue elaborando y podríamos reconocer, im i tando a Galileo: eppur, si scrive.
U n a h isto ria p o sib le Con las limitaciones que acabamos de precisar, es total mente loable llevar a buen término toda clase de trabajos, siempre parciales, aunque rigurosos y críticos, cuya redacción efectiva podría denominarse con todo derecho, por elipsis, his toria de la psiquiatría, a condición de precisar en todo caso, con un subtítulo, el punto de vista adoptado y el registro teni do en cuenta. Aportaremos a esta tarea algunas precisiones y después consideraremos algunas otras posibilidades lícitas, aunque no vayamos a utilizarlas, y por último consideraremos, por prim era vez, la cuestión de la periodización.
— I— Abandonamos aquí la amplia cuestión, que ya nos ha ocu pado extensamente, de la posibilidad de una historia de la psi quiatría fundada a la vez en la razón y en documentos, para considerar de una manera mucho más concreta la tarea hacia la cual tratamos de encaminamos. Con todas las reservas críticas formuladas, y después desa rrolladas en las páginas precedentes, podemos considerar lícito y realizable un trabajo histórico que va a referirse al periodo que se extiende desde el fin del Siglo de las Luces, más o 38
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menos, hasta el final de nuestro propio siglo xx. Va a exten derse a un área cultural que abarca la Europa occidental y Amé rica del Norte, esta última sobre todo a partir del momento en que sus concepciones, sus instituciones y sus prácticas dejaron de reducirse a recoger, en beneficio del Nuevo Mundo, lo que se pensaba y llevaba a cabo en el Antiguo. La Alemania Orien tal y el sur de Río Grande podrían interesamos respecto a tal o cual punto, pero no pretenderemos escrutarlos en sí mismos. En esa psiquiatría así delimitada, vamos a concentrar nues tros esfuerzos en sus aspectos conceptuales y en sus elabora ciones teóricas, mas al lado de la teoría concederemos una gran importancia a lo que P. Bourdieu, en un libro de 1972, denom inaba la teoría de la práctica. Bien sabemos que esta vertiente, por así decir doctrinal, de la psiquiatría, no posee una autonomía absoluta; por ello y sin pretender llevar a cabo tal o cual reducción, y distinguiendo rigurosamente lo extrín seco de lo intrínseco, trataremos de estudiar las condiciones de la producción del saber psiquiátrico y las relaciones, habitual mente recíprocas y bilaterales, de las concepciones teóricas con el saber y la práctica diarios; sin embargo desconfiaremos francam ente del empleo audaz de lo que se denomina dema siado a la ligera la dialéctica y de la supuesta determinación de la superestructura por la infraestructura, referencias todas que, si bien han conocido una breve edad de oro, han tenido el lamentable inconveniente de esterilizar toda investigación efectiva y concreta sobre las múltiples relaciones entre las con diciones en que podían constituirse unos determinados cono cimientos como tales y estos conocimientos una vez constitui dos; más o menos diríamos lo mismo a propósito de la tarea casi imperialista que la teoría del «gran encierro» ha desem peñado respecto al origen efectivo de la psiquiatría moderna. A este respecto, debemos precisar al menos dos puntos. Por una parte, en cada momento importante, encontramos unos 39
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lazos íntimos entre las teorías, las diversas prácticas y las ins tituciones, de tal suerte que se produce ahí un conjunto de datos efectivos que conciernen a la vez al saber, a la práctica y a sus actores, que poseen su coherencia propia y que deben ser estudiados en su especificidad. De este modo, la cura de Sakel (cf. Sakel, 1958) ha constituido un grupo de elementos que, en el periodo de entreguerras y más adelante, ha correspondido a cierta concepción de los comienzos de la esquizofrenia y de su posible tratamiento, a la organización de equipos especializa dos en una determinada técnica propia y a una forma especial de cooperación entre médicos y enfermeros, hecha posible por los estatutos y las prácticas de unos y otros y por una organi zación de ciertos servicios encaminados más hacia la terapéu tica que hacia la vigilancia y control de los pacientes más peli grosos. En los servicios que aseguraban esta práctica, la consecuencia ha sido un proceso de autonomía de ciertas uni dades con este fin, dando lugar a un deslizamiento del voca bulario: el término de insulina, que siempre ha servido para designar una hormona pancreática, llegó a dar nombre al pabe llón que hacía uso de esta hormona; pero cuando dejó de emplearse, el pabellón conservó su nombre — al menos en un servicio que conocemos a fondo— que adquirió así el carácter de topónimo. Por otra parte, si este grupo de datos posee una cierta auto nom ía capaz de justificar su historia, esta antonomía no tiene nada de absoluta, ni tan siquiera de suficiente. Remite, en efecto, a otros datos, por otra parte más periféricos: la síntesis quím ica de la insulina, por Banting, Best y MacLeod, en 1923; el giro terapéutico, de orientación específica, dado por la psi quiatría desde la puesta en práctica de la impaludización en la parálisis general por W. von Jauregg en 1917, y también las reflexiones, en parte de orden psicoanalítico, sobre las rela ciones entre la reestructuración de la conciencia en el mom en 40
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to del despertar y la experiencia del narcisismo, así como la compleja vinculación de las terapéuticas biológicas con los aspectos relaciónales. Podríamos caer en la tentación de exten dem os aún más allá, paulatinamente desde luego, pero sintién donos atraídos, a pesar nuestro, por la tentación vana de llegar hasta una historia total, tentación a la que debemos resistimos siempre. Este sencillo ejemplo nos muestra de ese modo que no pare ce imposible estudiar, y después llevar a cabo, la narración bas tante rigurosa de tal o cual fragmento de la historia de la psi quiatría, sin acantonamos en los anales de las teorías, ni sepultar tal o cual cuestión bien definida en la nebulosa un tanto imaginaria de la historia concebida en su supuesta totalidad.
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De todos modos, pensamos que puede haber otras formas de enfocar la historia de la psiquiatría, tan correctas y tan líci tas como la que pretendemos esbozar en este trabajo. Por un lado, nada nos impide concebirla en relación con la historia de la medicina; a decir verdad, apenas parece posible dejar de lado o totalmente entre paréntesis esta historia de la medicina, salvo por motivos estrictamente polémicos, poco acordes con la exigencia de objetividad de toda investigación histórica; pero nos parecería sumamente instructivo el concebir — y sobre todo realizar— una historia de la psiquiatría que no se considerase como la historia de una rama de la medicina, por muy particular que ésta fuera. Bajo otra perspectiva totalmente diferente, puede ser inte resante que esta historia sea completada y redactada también por otros profesionales: psicólogos y psicoanalistas, por supuesto, y también por sociólogos o historiadores e incluso 41
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economistas. Nos acuden a vuelapluma dos ejemplos tan ins tructivos como estimables. Uno es El orden psiquiátrico. La edad de oro del alienismo, que R. Castel publicó en 1976, y que traza de nuevo cierta concepción de la psiquiatría europea del siglo xix; y el otro es La fo lie héréditaire ou comment la psychiatrie frangaise s'est constituée en un corps de savoir et de pouvoir dans la seconde partie du XIX siécle, del historia dor americano I. Dowbiggin, traducido al francés en 1993. Estos dos ejemplos — hay sin duda varios más— , muestran claramente que la práctica de la profesión ayuda en gran medi da a desvelar ciertos aspectos a partir de una experiencia de la vida profesional diaria, pero impide igualmente captar otros, de tal suerte que la familiaridad entraña a la vez ventajas e inconvenientes; de aquí la utilidad del concurso de varios especialistas de disciplinas diversas, y también de la práctica de intercambios. Habría que añadir los testimonios de personas que, al haber ténido una experiencia como pacientes, pueden ser considera dos del mayor interés, sin hablar de las memorias de los pro pios psiquiatras, como esa incomparable obra de F. Visintini, qüe él denominó Memorie di un cittadino psichiatra (19021982).
— III — Antes de acabar este primer capítulo y para desprendernos un poco más de estos conceptos ilusorios y capciosos de tota lidad y de continuidad, vamos a considerar una última cues tión que nos va a ser útil a todo lo largo de este trabajo, la de la periodización. Nos hemos visto obligados, ya en reiteradas ocasiones, al uso de divisiones temporales y, por ejemplo, ya hemos indicado que el trabajo de que estamos tratando aquí se 42
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refería más o menos a los siglos xix y xx, y anteriormente hicimos alusión a la Edad clásica o al Siglo de las Luces; pero el estudio concreto de la historia de la psiquiatría nos muestra que no fluye como un flujo heraclitiano continuo desde sus orígenes, sino que tiene lugar a base de franjas de tiempo en las cuales todo aquello que le concierne parece repetirse, desa rrollarse sin cambios y vivir a base de recurrencias y repeti ciones más que de modificaciones efectivas. A este tipo de división de la temporalidad le reservamos el término de periodización y ahora nos queda por preguntarnos qué periodización es la más adecuada para dar cuenta del mayor número de elementos que sufren poca modificación durante determinado periodo, sin perder de vista que el tiempo fluye siempre, inclu so cuando las recurrencias parecen más importantes que los cambios. Este encadenamiento temporal del que recordamos que, con Cl. Lévi-Strauss, lo consideramos como plurilineal, trans curre desde luego desde el pasado hacia el futuro, pero de forma más bien discontinua y merced a la sucesión de perio dos, durante los cuales lo esencial se modifica muy poco, y entre los cuales tienen lugar una serie de episodios críticos netamente discontinuos. Tendremos que tener en cuenta la existencia de periodos de una magnitud media, probablemen te inferior al siglo, pero superior con seguridad a la década; para que la elección no parezca demasiado arbitraria, intenta remos establecer un criterio pragmático, que nos va a producir pocas complicaciones y nos va a proporcionar buen número de informaciones sobre el periodo delimitado. A este respecto vamos a tener la gran ventaja de considerar el concepto de paradigma, tal como lo expone y utiliza T. S. Kuhn, historia dor de las ciencias, cuyas investigaciones nos han sido de gran provecho. Por esta razón no vendrá mal un segundo capítulo para estudiarlo con detalle. 43
C a p ít u l o s e g u n d o E l USO DEL CONCEPTO DE PARADIGMA
En el curso de este trabajo vamos a utilizar en reiteradas ocasiones este concepto de paradigma, que tomamos eviden temente de la obra de T. S. Kuhn, en particular de sus libros La estructura de las revoluciones científicas y La tensión esen cial. Vamos a utilizarlo de una manera un tanto singular, gra cias a una transposición que nos parece justificada, y empeza remos por precisar por tanto el sentido que da a este término en sus trabajos y aclarar y especificar a continuación la acep ción particular de que nos vamos a servir a nuestra vez. Estas observaciones no pretenden en modo alguno sustituir la lectu ra cuidadosa de las páginas que consagra al tema y no pueden servir aquí más que de una visión de conjunto.
El c o n ce p to de p arad ig m a en T. S. K uhn _
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Basándose en los ejemplos de la astronomía geocéntrica, des pués heliocéntrica, y en la física moderna, del modelo newtoniano de la representación del mundo, hasta la relatividad y la teoría 45
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de los quanta, observa, como historiador de las ciencias, que estas disciplinas entrañan, a lo largo del tiempo, periodos muy diferentes. Durante siglos — digamos que después de Tolomeo y durante mucho tiempo más— los astrónomos ofrecen una con cepción del universo en la cual la Tierra se halla inmóvil en el centro de un sistema, lo que permite explicar numerosas obser vaciones, confirmadas de una a otra generación de sabios, al pre cio de una escasa complicación y con un buen balance sobre el rendimiento de los fenómenos explicados. Es lo que denomina la ciencia normal, la que se enseña, la que nadie pretende cuestio nar y la que permite plantear problemas y resolverlos, dilucidar las dificultades y proponer soluciones sin echar nada abajo. Después y en un determinado momento, se formulan cues tiones nuevas y el geocentrismo las va regulando cada vez peor pues sólo se mantiene como un sistema de conjunto al precio de complicaciones cada vez más recónditas y que explican cada vez menos los fenómenos observados. Se pasa así de la ciencia normal a la ciencia en crisis y, en el caso que aquí nos ocupa, renunciando al geocentrismo e instalándose poco a poco en el heliocentrismo, que se transforma así, por la propia resolución de esta crisis, en la nueva formulación de la ciencia normal. Una evolución semejante se observa en el segundo ejemplo: la física de Newton, renovada, bien es cierto, por las concepcio nes de Laplace, explicó durante más de doscientos años de una manera satisfactoria un gran número de fenómenos, bastante más considerables que aquellos de los que se había ocupado el propio Newton en sus comienzos. Después, entre el final del siglo xix y los primeros años del xx — en el mismo periodo de tiempo, por otra parte, que el cuestionamiento de los fundamentos de las matemáticas— hay que profundizar cada vez más en toda una serie de hipótesis complicadas para mantener el modelo inaugu rado por Newton y se pasa de la ciencia normal a la ciencia en crisis que, no sin enfrentamientos, se resolverá a su vez por la 46
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adopción de la relatividad generalizada, completada, valga la expresión y no sin controversias, por la teoría de los quanta. Lo que T. S. Kuhn denomina precisamente paradigma es el conjunto de conocimientos transmitidos que constituyen la ciencia normal en tanto que desempeña bien su papel y que sirve de referencia fundamental y eficaz a todos los saberes y a todas las cuestiones que se plantean en su seno. Durante la crisis, que por supuesto puede durar a veces bastante tiempo, el paradigma desaparece y esta crisis no se resuelve hasta que un nuevo paradigma viene a ocupar el lugar del antiguo y a prestar nuevos servicios, que su predecesor no lograba asegu rar — así el paradigma del heliocentrismo después del geocen trismo, o la relatividad generalizada sazonada por la teoría de los quanta, tras la física de Newton. Este concepto depende pues de cierta concepción de la his toria de las ciencias, de tal modo que esta historia no es con cebida como la crónica de un pasado estimable e incierto, poblado por algunos precursores y un gran número de rezaga dos y destinado a alcanzar un presente definitivo — concep ción radicalmente cuestionada por buen número de trabajos, como los de G. Canguilhem y A. Koyré— sino considerado como una sucesión por etapas en las cuales el presente nunca sería capaz de sentar la última palabra; nadie puede conside rarse en efecto como contemporáneo de un conjunto de cono cimientos últimos y definitivos, y el presente, aun considerado con cierta elasticidad (cf. Husserl, 1964 §§ 10-14: 41-53), no puede ser visto jam ás sino como un paso provisional.
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El paradigma no constituye pues una doctrina que, en un momento dado y dentro de un cierto contexto, venga a opo 47
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nerse a otras doctrinas más o menos antagonistas, pues el geo centrismo, por ejemplo, no fue efectivamente alterado sino por dificultades internas y no tuvo que enfrentarse contra nada mien tras prevaleció, y tan sólo un historiador de las ciencias podría plantearse, en una ficción intemporal y bastante osada, su diálo go imaginario con el heliocentrismo. La sucesión de los paradigmas tampoco da lugar a un enca denamiento antagónico de doctrinas, que se irían enfrentando hasta el triunfo de la más eficaz sobre las otras, como ocurrie ra, en un símil histórico, con los primeros capetos y los últi mos carolingios (cf. Sot, 1988, 3: 705-734) o con Guillermo de Orange y Jacobo II Stuart (cf. Locke, 1984: 330-341; 1995: 81-89) pues los paradigmas no se oponen entre sí en una diacronía real sino solamente si más adelante aparece un tercero para ponerlos en parangón. Por otro lado, a lo largo de un periodo efectivamente dado, sólo funciona un único paradigma que por tanto no podría entrar en conflicto con otros — pero ya veremos más adelante que, en psiquiatría, esta situación podría modificarse un tanto y de manera bien discreta. En su conjun to, este término de paradigma apenas constituye un concepto propiamente polémico y se distingue totalmente de un término largo tiempo en uso y que nos ha parecido siempre un tanto sospechoso, — tal vez de origen marxista incluso...— el de ide ología dominante, en lucha violenta o larvada con las ideologí as dominadas. Tenemos que reconocer, en efecto, que este concepto de paradigma no corresponde en absoluto a la formulación de una doctrina, que no podría afirmarse más que por su antagonismo permanente respecto a otras, sino más bien a un conjunto de representaciones coherentes y correlacionadas entre sí, que regulan durante largo tiempo, de manera racional, eficaz y económica, la disciplina cuyo paradigma precisamente consti tuyen. Su formulación puede referirse eventualmente a un 48
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epónimo, como Tolomeo o Newton, pero en cuanto paradig ma, se encuentra asentado como tal y constituye menos el resultado de una demostración propiamente dicha que el de una especie de consenso, que podría por otra parte ser confir mado e ilustrado después, pero que no lo necesita. Si la idea de paradigma no puede identificarse con la de ideología dominante, tampoco puede hacerlo con la — seduc tora a su manera— de Weltanschauung, tal y como la había establecido, a finales del siglo pasado, el historiador alemán W. Dilthey (cf. 1947, 1: 371-404) y que K. Jaspers incorporó a la psiquiatría, pues con ella querían dar cuenta de una visión global del mundo, propia de una cultura dada y totalmente impermeable a todas las demás, mientras que el paradigma no se refiere más que a una disciplina científica y puede estudiar se de modo independiente. T. S. Kuhn observa que toda ciencia en crisis — cuando se estudia históricamente de manera rigurosa y cuando, lejos de contentarse con lo que hubiera debido ser lógicamente, se investiga eruditamente lo que ha ocurrido realmente— revela que el primer paradigma no fue refutado, en el sentido riguro so del término, y que tampoco el segundo quedó demostrado; el primero dejó de ser usado de hecho y el segundo fue esta blecido, por así decir, sin que se pueda demostrar nunca a tra vés de qué senderos llegó a ser entronizado. La historia autén tica de las ciencias revela pues algo bien distinto de lo que pudiera presumir una lógica académica. Las diversas disciplinas científicas se han desarrollado, en efecto, a lo largo del tiempo cada una a su propia manera, que deberemos aprender pacientemente mediante del estudio de su particular historia, aún cuando correlacionadas entre sí, es decir inevitablemente a posteriori y no con arreglo a ese a priori arrogante que constituye la falsa lógica de un presente fugaz, tomado como figura de eternidad. La historia de las 49
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ciencias se estudia poco a poco pero no se deduce y, como diría B. Croce (cf. 7.a ed., 1954: 43-72), ninguna filosofía de la historia de la historia de las ciencias podría tener la menor existencia justificada.
— III — El papel primordial del paradigma no consiste pues en ade lantar ciertas tesis y descartar otras sino en garantizar durante bastante tiempo las actividades legítimas de la ciencia normal, capaz de plantear y resolver, en su interior, muchos enigmas y de perseguir un progreso totalmente real, pero que se limitará siempre a perfeccionar lo ya conocido, y a llevar a buen tér mino nuevas aplicaciones. Pero el paradigma está destinado en esencia, por así decir, a desaparecer con motivo de una crisis radical de la disciplina científica en cuestión, crisis que no se resolverá sino por la instauración de un nuevo paradigma, propio, a su vez, para garantizar el buen funcionamiento de la ciencia normal en su nueva formulación. Este cambio de paradigma se pone en práctica, por así decir, a partir del momento en que aparecen en la ciencia nor mal cuestiones complejas planteadas por su nuevo desarrollo y que, contrariamente a los enigmas del pasado, esta ciencia normal no es capaz de resolver por sus propios medios. No se trata entonces de algo así como el paso del error a la verdad, ni de una aproximación poco correcta a una aproximación mejor, sino de una modificación radical de todo el conoci miento del campo considerado. Esto quiere decir que el paradigma previo respecto al nuevo no muestra ni un error puro y simple ni una aberración, sino la simple obsolescencia y el no estar capacitado ya para 50
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resolver los enigmas que, sin embargo, ha contribuido a for mular. Por otro lado, el nuevo paradigma no destruye real mente al anterior, el cual, discretamente y dentro de su ám bi to, puede prestar aún algunos servicios: el Sol conserva la apariencia de girar en torno a la Tierra y, a cierta escala — la del trabajo del ingeniero por ejemplo— la física newtoniana puede todavía servir. Por otro lado, sin mostrarse totalmente categórico a este respecto, T. S. Kuhn tendía a pensar que los paradigmas — o al menos los que consideraba en sus traba jos— apenas son conmensurables entre sí y que no parece probado que el nuevo contenga al antiguo y pueda explicarlo como un caso particular de sí mismo. Estas pocas páginas no dispensan, como ya hemos dicho, de acudir a leer los trabajos originales de T. S. Kuhn y no tie nen otra finalidad a nuestros ojos que la de sentar algunas pre cisiones para comprender bien lo que sigue.
P arad ig m a e h isto ria de la p siq u ia tría Las consideraciones que acabamos de revisar brevemente tan solo nos han traído a la memoria ciertos aspectos de pen samiento histórico y epistemológico de T. S. Kuhn, que nos parecen provechosos para nuestro trabajo. Ni que decir tiene que sólo se tratará aquí de una utilización desde el punto de vista práctico y no de una transposición al pie de la letra, como si tuviéramos la ingenuidad y la autosuficiencia de identificar sin reservas a la psiquiatría con la astronomía o con la física teórica, punto de partida tan infundado como irrisorio que seríamos los primeros en criticar. Ante todo vamos a extendernos con algún detalle sobre este punto inicial y después veremos lo que podemos llevar a cabo, para nuestro propio uso, con este concepto de paradig 51
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ma, en tanto en cuanto éste constituye una regulación de los conocimientos para un cierto periodo, y que una vez rechaza do, puede en cierto modo mantenerse en segundo plano y al que convendrá recurrir por un instante sobre el concepto de inconmensurabilidad. Veremos uno tras otro los diferentes aspectos que reviste este concepto cuando cometemos la imprudencia de utilizarlo en el campo de la psiquiatría.
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Todos los ejemplos que ilustran las investigaciones de T. S. Kuhn provienen de dos disciplinas que él conoce perfecta mente: la astronomía y la física teórica, que, sin ningún géne ro de duda, constituyen desde hace siglos en la cultura occi dental dos modelos de ciencias incuestionables y, como afirmaba E. Husserl en La crise des ciences européennes et la phénoménologie tra scen d en ta l (1976: 25-66), de conoci miento riguroso — strenge Wissenschaft— expresión que siempre nos ha parecido más adecuada que la recogida del arte culinario a través de una metáfora mediocre, enfrentando las ciencias duras con las ciencias blandas, como — por ejem plo— la carne de un tournedo con la de un Chauteaubriand. Ahora bien, la psiquiatría no es evidentemente una ciencia, no porque se reduzca a una simple fantasía sino porque cons tituye desde hace decenios, en la medicina occidental, un con junto articulado de datos semiológicos y clínicos, correlacio nados entre sí y, sin dependencia jerárquica, con un grupo de disciplinas heterogéneas, como la anatomía, la neurofisiología, el psicoanálisis y la psicología experimental; lo hemos expuesto ampliamente en nuestro libro Psychiatrie et connaissance (1991: 240-270) y no vamos a insistir aquí en ello, pero recordaremos que, por su propia naturaleza de conocimiento 52
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predominantemente clínico, ilustrado a la vez por varios otros saberes, y orientado a una praxis terapéutica, reglamentada a su vez, puede corresponder, en sus aspectos más firmes, a conocimientos rigurosos, de tal manera que si este concepto de paradigma puede mostrarse provechoso en el campo de los conocimientos rigurosos que constituyen la astronomía y la física teórica, puede presentar también un interés efectivo para estos otros conocimientos rigurosos que se dan en algunos aspectos de la psiquiatría. Esta es la razón por la cual no nos parece que se pueda reducir el presente trabajo a la extrapola ción audaz de un concepto que conservaría un sentido en cier to campo y lo perdería en algún otro.
— II — Veremos así que este término de paradigma podrá sernos de gran utilidad para designar un concepto bastante global que, durante un cierto periodo, servirá para regular toda una serie de conocimientos teóricos y prácticos en uso, no como una concepción teórica de la que aquellos provendrían, sino como la delimitación y organización de cierto campo de acción en el que diferentes posibilidades se completarían u opondrían; en el interior del paradigma de la alienación men tal, por ejemplo, la melancolía puede concebirse o bien como un delirio parcial o como un dolor moral (cf. Lantéri-Laura, en: Tevissen ed., 1996: 9-28) mientras que semejante antago nismo dejará de tener realidad cuando se haya pasado al para digma de las enfermedades mentales. Más allá de este ejem plo, podríamos concebir el papel del paradigma en psiquiatría como lo que unifica durante un periodo de mayor o menor duración toda una serie de representaciones teóricas y prácti cas que se acomodan entre sí o que, en otros casos, se exclu 53
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yen, mientras ese paradigma funcione efectivamente, de modo análogo a lo que ocurre durante lo que T. S. Kuhn llamaba, como hemos visto anteriormente, la ciencia normal.
— III — En psiquiatría, como en otras disciplinas, el paradigma, por así decir, en esencia, no es inmutable a lo largo del tiempo sino que sufre un periodo de crisis, que se resuelve, tras un tiempo variable, por la aparición del paradigma siguiente; nos parece útil señalar desde ahora dos diferencias bastante característi cas que separan los ejemplos de T. S. Kuhn de nuestra propia forma de emplearlo. Vamos a precisarlos. Primera diferencia: el paradigma del geocentrismo, proba blemente a causa de su extrema generalidad, dura mucho tiem po, pues transcurre sin duda más de un milenio hasta que cede su lugar al paradigma del heliocentrismo; el de la física newtoniana, aún cuando más breve, ha ocupado sin embargo su pues to durante casi tres siglos, antes de que prevaleciese la relativi dad generalizada. Ahora bien, en psiquiatría, veremos que entre el final del siglo xvm y el del xx se han sucedido al menos tres paradigmas, sin contar el de los comienzos del xxi, que podrí amos discernir ya, aun cuando un tanto confusamente. Se trata pues, según creemos, de una diferencia de escala, y nos parece que podemos comparar el conjunto de fenóme nos que tratan de explicar los dos primeros y el segundo. Los ejemplos considerados por T. S. Kuhn se refieren al mundo, incluso a las galaxias; en nuestro caso nos referimos solamen te a un pequeño sector de la medicina y durante un periodo de tiempo bastante breve. Nos ha parecido conveniente, sin embargo, fijarnos por un instante en esta falta de simetría y, si éste fuese el lugar adecuado, la relacionaríamos con una 54
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observación que hace Cl. Lévi-Strauss en los dos últimos capí tulos de El pensamiento salvaje (1962: 338-348), en donde muestra que el código cronológico que sirve para la prehisto ria no es homologable con el pertinente para la historia anual y, desde luego, no lo contiene. En el terreno de la historia de la psiquiatría, un primer paradigm a sufre un periodo de crisis, por razones a la vez intrínsecas y extrínsecas, pero surge una segunda diferencia cuando lo relacionamos con lo que ocurre en astronom ía o en física teórica. En esos dos registros, como ya hemos visto más arriba, el paradigma inservible desaparece y no desempeña ya casi ningún papel, una vez afianzado su sucesor, y así, el enca denam iento temporal podría ilustrarse más o menos de la siguiente manera: 1.cr paradigma - crisis - 2 ° paradigma desapareciendo más o menos del mapa el primero cuando el segundo comienza efectivamente a instalarse. En la historia de la psiquiatría, el primer paradigma pasa a segundo plano, pero sobrevive en él de una manera más o menos larvada y puede reaparecer más adelante de forma dis creta aunque efectiva, sin que por otra parte pueda recuperar jam ás el puesto que había tenido anteriormente; y cuando la segunda crisis dé paso al tercer paradigma, no solamente el prim ero conservará una existencia en un plano posterior, sino que a veces también lo hará el segundo. Ya veremos algunos ejemplos en los capítulos siguientes. Lo que ocurre, probablemente, es que un paradigma, en psiquiatría, plantea una cuestión fundamental que es incapaz de resolver por sí mismo, e intenta más tarde pasársela larvadam ente al segundo paradigma e incluso al tercero, a modo de una aporía persistente. 55
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Esta última observación nos obliga a volver por un instan te a la cuestión de la inconmensurabilidad de los paradigmas, tal y como la habíamos esbozado más arriba. La cuestión no consiste realmente en saber si el segundo paradigma contiene al primero, del mismo modo en que el conjunto de números reales contiene al conjunto de los irracionales, sino más bien en com prender que el segundo paradigma enfoca el campo de la psiquiatría de manera diferente al primero, reservándonos para más adelante la cuestión de precisar si sus propios cam pos de actuación, con independencia de las formas de consi derarlos, siguen siendo los mismos o deben considerarse como diferentes, al menos en ciertos puntos. Deberemos volver más adelante a esta cuestión de la conmensurabilidad de los para digmas y a la de saber si el 2 ° se abarca a sí mismo y al 1.°, e incluso si el 3.° se abarca a su vez a sí mismo y al 2.°, suscep tible a su vez de abarcarse a sí, abarcando al 1.°, aun cuando toda esta última formulación pueda parecer un tanto risible y semejante al pasaje del Virgile travestí de Scarron, en el cual, en una parodia de los infiernos, la sombra de un lacayo limpia, con la sombra de un cepillo, la sombra de una carroza... La ironía no le viene mal a la reflexión sobre la epistemología, con tal de mantener un espíritu crítico.
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C a p ít u l o t e r c e r o E s b o z o d e u n a p e r io d iz a c ió n
Vamos a completar esta prim era parte de nuestro libro pre cisando de forma más explícita que hasta aquí los periodos que vamos a tener en cuenta para exponer nuestras investiga ciones desde el final del siglo x v i i i hasta el del siglo x x . Sin multiplicar desmesuradamente los párrafos introductorios, vamos a reflexionar en primer lugar durante un instante sobre la inevitable tentación de proponer un relato continuo, tenta ción que deberemos rechazar, pero no sin haber expuesto nuestras razones; entonces podremos explicar cómo tratamos de coordinar los términos de una cierta periodización con sus paradigmas respectivos.
C o n tin u id ad y d isco n tin u id ad _
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En la medida en que nos parece difícil, y tal vez un tanto ilusorio, renunciar a presentar un relato de la psiquiatría de los siglos xix y xx que ponga de relieve su presunta unidad y su deseable coherencia, es imprescindible aclarar lo que pode 57
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mos entender en historia por continuidad, y después el modo de aplicarla lícitamente a este trabajo. En principio nos parece que todo relato histórico debe caracterizarse, al menos en el intervalo en que se sitúa, por la continuidad, que puede apare cer, de forma quizá ingenua, como un empeño en ser comple tos, teniendo en cuenta además, como vimos anteriormente, que deberíamos renunciar al espejismo de la exhaustividad. Ahora bien, el mismo término de continuidad, tal y como se nos presenta en la cultura científica de finales del siglo xx, nos parece estar en relación directa con la teoría de los con juntos y por esta razón, sin pretender de soslayo una compe tencia de la que carecemos, obtendremos ciertas ventajas al recurrir a N. Bourbaki (1984: 39-56, 184-196), J. Cavaillés (1994: 377-449, 453-472), E. Borel (1949: 36-43) y eventual mente, al propio G. Cantor (1932: 282-301). De todo ello se deduce con bastante claridad que un conjunto tiene la cualidad de enumerable cuando se puede realizar una aplicación biyectiva entre cada uno de sus elementos y un elemento del con junto de la serie de los números enteros naturales, teniendo en cuenta que el conjunto de los números racionales es enumera ble mientras que el de los números reales no lo es, aunque posee la cualidad de lo continuo. Esto quiere decir que nues tros proyectos históricos no tienen nada que ver con esta ter minología, que es la única rigurosa, y que es preferible evitar, en el umbral de nuestras investigaciones, el empleo de voca blos que tienen una acepción concreta en la teoría de los con juntos, pero que al margen de esta disciplina corren el riesgo de dar lugar a vaguedades, fuente de inevitables confusiones. En el punto en que nos encontramos, quizá sea el momen to de renunciar igualmente a otra forma de actuar, algo más de moda pero igualmente peligrosa. En referencia, no ya a la teo ría de los conjuntos, sino a la de la comunicación, que siendo menos rigurosa resulta más in y actual, se enfrentan de forma 58
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habitual y en todos los campos lo llamado digital y lo que se califica de analógico, con dos aproximaciones bastante fre cuentes: digital y enumerable; analógico y continuo. Pero tam bién a veces: digital y no figurativo; analógico y figurativo. Aún a riesgo de parecer out y pasado de moda, es decir has been, vamos a proscribir estos excesos, por respeto al lector y a nosotros mismos, y nos limitaremos a un vocabulario menos prestigioso y menos ilusorio. Precisados estos dos puntos, es indudable que nos puede seducir la continuidad o, más exactamente, este último térmi no, si lo consideramos no en la acepción de cantoriana, que, como acabamos de comprender, no dejaría de resultarnos extraña, sino en un sentido cercano, el del relato unilinear, encadenante, con una cronología sin retrocesos, algo que — buscando un símil histórico— para los robertinianos y los capetianos comenzaría con Robert le Fort, duque de Francia, para acabar con Carlos X, en el camino del exilio, no sin un pequeño ínterin de 1792 a 1815, el único momento del relato que ocupa un instante y sólo uno. Se trata también de un espe jism o, pues el discurso histórico efectivo comprende inevita blemente interrupciones, acumulaciones y bifurcaciones; en el ejemplo que acabamos de elegir, no puede comprenderse nada relacionado con el exilio del futuro Luis XVIII si no se da mar cha atrás para comparar la actitud que después de 1789 man tiene el conde de Provence, al contrario que el conde de Artois, y después sus lazos de unión con Benjamín Constant, etc. Quiere esto decir que, incluso en una biografía, la narración histórica entraña forzosamente paradas, retrocesos e interrup ciones temporales, antes de recobrar el hilo de la trama, aun cuando en un instante dado sólo se pueda contar una sola cosa a la vez; y así lo había señalado perfectamente F. de Saussure, puesto que nos lo recuerda como una perogrullada a menudo ignorada: «Al ser el significante de naturaleza auditiva, se desa 59
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rrolla sólo en el tiempo y con las características tomadas del mismo: a) representa una extensión, y b) esta extensión se mide en una sola dimensión: es una línea. Este principio es eviden te, pero parece que se ha descuidado siempre su enunciación, sin duda porque se le consideraba demasiado simple» (1972: 103). Debemos pues acomodamos siempre a la linealidad uní voca del relato y a la exigencia de pausas, complementos y retrocesos, pues la narración histórica exige por esencia recu rrir a glosas o interpretaciones, sin las cuales se haría inevita blemente dogmática en su forma y, por lo mismo, en su fondo.
_ I I _ En este momento preciso, nos encontramos con la necesidad de dividir este conjunto bisecular en cierto número de periodos, caracterizado cada uno por dos propiedades correlativas, de las que podemos afirmar sin exageración que algunas son forma les. Primera propiedad: en el interior de un periodo, los parén tesis, los feed-back, los comentarios son indispensables, y las bifurcaciones y trifurcaciones inevitables. Segunda propiedad: no ocurre lo mismo cuando pasamos de un periodo al siguien te, pues en este caso se impone el encadenamiento unilineal temporal; es decir, que prescindiendo de la pretensión de impo ner a priori una determinada exigencia, consideramos que la distinción en periodos no tiene lugar con arreglo a una simple semejanza de sentido común, que se basaría sencillamente, por ejemplo, en la igualdad aproximada de sus respectivas magni tudes y del contenido informativo de cada una de ellas respec to a las otras, condiciones aceptables pero insuficientes en nues tro criterio. En resumen, hay que reconocer que las relaciones temporales en el interior de un periodo son de naturaleza muy diferente a las que se dan entre un periodo y otro. 60
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Pero ni que decir tiene que nuestro escrúpulo por el méto do no se reduce a los aspectos puramente formales y que ha llegado el momento de precisar los lazos que unen la diferen ciación de los diversos periodos entre sí y las determinaciones respectivas de los paradigmas característicos de cada periodo. No quisiéramos que el lector, al considerar con cierta perple jidad este último párrafo, sacase una impresión, a nuestro juicio inexacta, pero que le podría resultar chocante, de un carácter teó rico que va resultando cada vez más excesivo. Nuestra finalidad sigue siendo pragmática y nuestra inquietud es, de hecho, doble. Por una parte, no seríamos capaces de relatar, por así decir, más de doscientos años de psiquiatría francesa y germánica de un tirón y sin un punto y aparte, pero cada punto y aparte supondría ya establecer una división algo rudimentaria, al menos en párra fos, aunque sin ella el texto se haría pronto ilegible. Por otra parte, no podemos hacer subdivisiones simplemente por el placer — e incluso la necesidad imperativa— de introducir una serie de demarcaciones que se traducirían rápidamente en una sucesión de cortes bien arbitrarios. Por esta razón vamos a examinar ahora de manera concreta y práctica dos aspectos basa dos en estas consideraciones introductorias que, al igual que el lector, deseamos terminar con cierta celeridad: en primer lugar, considerar claramente los periodos y los paradigmas a tener en cuenta y, en segundo lugar, organizar la articulación entre ellos,
P erio d izació n y p arad ig m as
Parece tentador reconocer que, puesto que es preciso dar una serie de cortes a nuestro relato, podríamos guiarnos por las tradiciones nacionales y por las distintas escuelas, tanto más 61
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cuanto que el conocimiento inevitable de la historia de las diferentes literaturas, aunque cuando de una forma que proba blemente no sea la mejor, nos invita a ello. Examinemos por un instante estas dos posibles vías. Las tradiciones nacionales sólo se presentan como tales en versiones un tanto chauvinistas y a menudo restrictivas de las que sería bastante imprudente el fiarse y que justifican la más meti culosa reserva: a comienzos del siglo xix, la psiquiatría alemana, por ejemplo, apenas se formula en oposición a lo que podría con siderarse entonces como psiquiatría francesa; más bien se divide interiormente de una forma radical en un grupo de psicologistas, como J. C. Heinroth y K. W. Ideler, opuesto a los que se deno minan con el epíteto de somaticistas, tales como F. Nasse, M. Jacobi y más adelante W. Griesinger. Desde entonces, la referen cia a la Alemania romántica, aunque común, nos parece bastante menos significativa que la adhesión de unos y otros a la auténti ca unidad profunda de la patología mental, que ya veremos que aparece en este periodo como una de las posiciones de base de la psiquiatría de expresión francesa, en Bicétre, y después en la Salpétriére para Ph. Pinel, pero sobre todo en Gante para J. Guislain. Por otro lado, si tomásemos como norma de referencia las diversas tradiciones nacionales, nos veríamos enredados en una multiplicidad inútil de particularismos, que se traducirían por afirmaciones independientes, pero seguramente no por párrafos. Y desde esta perspectiva, la referencia a las supues tas escuelas tampoco nos serviría. Por esta razón vamos a con siderar a partir de ahora otro tipo de procedimiento.
— II — Una analogía, deducida de la historia de las técnicas de composición musical en la tradición del Occidente moderno, 62
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nos va a servir de ayuda si nos fijamos en la evolución de las formas con que los autores han tratado las disonancias, por un lado, y la tonalidad, por el otro, a partir más o menos de la mitad del siglo xvm, ya se trate del barroco, de la época clási ca, de los románticos o de escuelas más recientes. Nos vamos a guiar por algunas referencias, sin la menor pretensión por otra parte: los trabajos directos de Th. Dubois, con su Tratado de contrapunto y de fuga, o de N. S. Rimski-Korsakoff, y luego de A. Schoenberg, con sus Tratados de armonía respectivos, así como también las referencias por parte de B. Bartok, de P. Boulez, de Ch. Rosen, o de M. Vignal, todos ellos citados en la bibliografía que figura al final de este libro. Recordemos por un instante que en los comienzos de la música polifónica, una partitura se presenta de entrada con una única tonalidad, desde el comienzo hasta el final de la pieza; a continuación, con tal de terminarla en la tonalidad inicial, se admite cambiarla de tono en el curso de la misma pero con dos condiciones respectivas: no emplear otras tonalidades diferen tes a la dominante o a la relativa menor (en el tono de do mayor, respectivamente sol m ayor y la menor) y modular de un tono a otro, es decir, emplear un acorde que pertenezca a la vez al tono inicial y al tono siguiente. Más adelante, se aceptará el paso del tono inicial a tonos más alejados, al principio modulando y después absteniéndose de vez en cuando de modular, para, al final, dejarlo del todo, como cuando se pasa de los clásicos a los románticos. Con Wagner, y algo posteriormente con Debussy y Ravel, se pasará de una medida musical a la siguien te, de una tonalidad a otra, según los momentos de la composi ción. Con A. Schoenberg, en sus obras de la madurez, no encontraremos ya tonalidad alguna y cada línea melódica se referirá al cromatismo y no tendrá nada que ver con lo que podría parecerse entonces a un fragmento de arpegio, y por tanto a una referencia, incluso implícita, a la tonalidad. Esta 63
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ojeada a tres siglos de música permite proponer una periodiza ción que, por muy técnica que parezca, no deja de permitir la introducción de una serie de diferenciaciones interesantes según las formas sucesivas de tratar la tonalidad, desde el res peto imperativo hasta la exclusión pura y simple. Podemos seguir un procedimiento análogo basándonos en la consonancia y en las disonancias. También aquí, en los comienzos de la polifonía, nos podremos servir tan solo de los acordes consonantes, es decir los que asocian en el mismo momento la tónica (do, en nuestro ejemplo), su quinta justa (sol), su tercera mayor (mi) y su octava (igualmente, do). Por último, está admitido recurrir a la disonancia, pero con cuatro restricciones imperativas: sólo se utilizará, como intervalo disonante, la séptima menor (el acorde de sol-si-re-fa); y no se hará uso de ella más que en la dominante (sol); se preparará la disonancia, es decir que antes de sonar con el acorde de sol, el fa en cuestión deberá sonar con un acorde consonante; y, no contento con prepararlo, se la deberá resolver haciendo que este acorde disonante de séptima menor vaya seguido de un acorde consonante, gracias a lo cual el fa vendrá a caer sobre un mi que marcará el retom o a la consonancia perfecta, gene ralmente sobre un acorde de tónica (do) directo o invertido. Poco a poco, los compositores irán suavizando las exigen cias de semejantes reglas: se utilizarán séptimas mayores, novenas menores y novenas mayores; no se preparará ya la disonancia, pero se la resolverá todavía y posteriormente se abstendrán de prepararla y resolverla hasta que, por último, la oposición de los acordes consonantes y disonantes deje de parecer pertinente, y los propios acordes quedarán asimilados así a lo que se denominaba desde hace cierto tiempo conjun tos ocasionales. Esta modesta excursión al registro de la armonía y de la composición nos sirve aquí sólo de ejemplo para demostrar 64
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que se puede introducir una periodización simple pero, a nues tro juicio, intrínseca. Por ello, podrá servimos de cierta ayuda en lo que nos concierne directamente en estas pocas páginas.
— III — Si consideramos los dos siglos de historia de la psiquiatría aquí en cuestión a la luz del concepto de paradigma, tal como lo hemos explicado más arriba, incluso sin entrar en muchos detalles, se nos presenta una hipótesis bastante verosímil. Vamos a precisarla ahora y la segunda parte de esta obra nos servirá para demostrar lo bien fundada que está, o bien para recusarla — evitando de cualquier modo razonar aquí en torno a esas ideas triviales atribuidas de ordinario a la obra de K. Popper (cf. 1978: 76-91), al traducir de manera errónea el verbo inglés to falsify. A lo largo del tiempo que acabamos de considerar, nos parece que el concepto de paradigma puede aplicarse a los tres periodos que hemos intentado determinar, al menos de mane ra aproximada, dejando en el aire la cuestión de saber si, al final del siglo xx y durante el comienzo del tercer milenio está justificado considerar formalmente un paradigma concreto. Desde el final del Siglo de las Luces hasta la mitad del xix, podemos establecer un periodo durante el cual las tradiciones psiquiátricas francesas y germánicas, así como también las ita lianas o inglesas, a pesar de sus muy numerosas divergencias, que no habría que olvidar ni un instante, reciben desde el prin cipio, y sin lugar a dudas, el postulado (por así decir) según el cual el campo propio de la psiquiatría entraña una afección única, una enfermedad, por supuesto, pero diferente de todas las demás enfermedades y que, entre muchos autores, Ph. Pinel propuso, con éxito, denom inar alienación mental. Este 65
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paradigma constituye la principal característica de este primer periodo de los dos siglos que consideramos aquí y la unidad de la afección es lo que sin duda alguna constituye su rasgo más esencial. No se nos escapa que el atribuir una fecha concreta a su comienzo y terminación resulta inevitablemente algo arbitra rio pero, a condición de no concederle más valor que el de su aspecto práctico y convencional, vamos a proponer los límites temporales siguientes. El periodo en que domina el paradigma de la alienación mental puede tomar como fecha de inicio el otoño del año 1793, cuando la Comuna de París designa a Ph. Pinel para el Hospicio de Bicétre; la Comuna pertenecía entonces al parti do extremista de La M ontaña y algunos de sus miembros per tenecían al movimiento «hebertista» y frecuentaban el Club des Cordeliers, a la izquierda del de los Jacobinos, mientras que Pinel era seguramente un moderado y se había acercado un tanto a los Girondinos antes de su proscripción en junio de 1793. Esta precisión cronológica puede ser discutida, pero presenta al menos dos ventajas: por una parte, demuestra cla ramente que las ideas y los personajes en cuestión pertenecen, al menos en su comienzo, al siglo xvm, que va a prolongarse desde luego hasta el XIX, de tal forma que la psiquiatría tende rá a pasar directamente de la Enciclopedia al positivismo, con muy pocos lazos de unión con el romanticismo, salvo en algu nos aspectos de la psiquiatría alemana, en la que este roman ticismo ha contado bastante, tras el Sturm und Drang. Los años de 1850 a 1860 pueden ser considerados como la fecha terminal de este mismo periodo y, si deseamos una mayor precisión, fijaremos el año 1854, cuando J.-P. Falret, adversario indiscutible de la unidad de la patología mental, publica el artículo de ruptura, que titula De la non-existence de la monomanie — artículo publicado por segunda vez en su 66
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recopilación de 1864 (425-448). En realidad, sólo se trataría de fijar una fecha cómoda, pues es evidente que el cambio no fue instantáneo y el vocabulario continuó sirviéndose durante mucho tiempo del término de alienación mental, incluso cuan do esta palabra no tenía ya ningún significado seriamente ela borado por nadie. Ya veremos más adelante que este paradig ma, a pesar de que fue desdibujándose progresivamente, va a legar a la psiquiatría de los siglos xix y xx la cuestión siempre actual de la unidad de la locura. El segundo paradigma es el de las enfermedades mentales. Este término no debe engañarnos; no se trata de pensar que nuestros predecesores de los años 1850 a 1860 hayan conce bido la psiquiatría como constituida por cierto número de enfermedades, en la acepción que damos a esta palabra a fina les del siglo xx, ni, por otra parte, que se hayan vuelto organicistas, pues tales formulaciones se deben únicamente a la práctica ciega de un anacronismo y se olvidan de la polisemia siempre actual de este término de enfermedad. Las enfermedades mentales, así en plural, designan dos modificaciones radicales en relación con lo que significaba alie nación mental; por un lado, la patología mental considera que debe aplicarse para distinguir cierto número de afecciones irre ductibles entre sí, cuyo conjunto, puramente empírico, escapa a la unidad y a la unificación; por otro, esta misma patología men tal renuncia a constituir una extraterritorialidad respecto a la medicina y quiere formar parte de ella, como el resto de sus ramas, en contra de lo que exigía el paradigma anterior. Tampoco se puede determinar el final de este segundo paradigma de una manera exacta, pero nos parece a la vez cómodo y exacto proponer el año 1926, en el que se celebra, en Ginebra y en Lausana, el congreso en el que E. Bleuler expone en francés su concepción sobre el grupo de las esqui zofrenias — de las que tan pronto habla en plural como en sin67
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guiar— y que sólo puede abordarse a la luz del concepto de estructura psicopatológica. A partir de aquel momento, bajo las influencias cruzadas, a menudo convergentes y a veces antagonistas, de la Gestalttheorie de W. Koehler y de K. Koffka, de la neurología globalista de K. Goldstein, así como tam bién de H. Head, de la filosofía fenomenológica y del psicoa nálisis de entreguerras, el nuevo paradigma se impone de una manera bastante concreta como el que va a conciliar, eficaz mente pero a su manera, un cierto retomo a una unidad, de cuyo alejamiento muchos se lamentaban, con el mantenimien to de cierto número de subdivisiones inevitables. Esto es lo que lograba en gran medida el paradigma de las grandes estructuras psicopatológicas. Este se ha mantenido durante mucho tiempo, y si tratamos de asignarle una fecha de finalización, propondríamos el otoño del año 1977, en el cual, casi 17 años después de las presti giosas Journées de Bonneval sur l'inconscient, que Henri Ey supo organizar excelentemente, la psiquiatría mundial perdía a ese maestro, liberal y autoritario a la vez, de muchos de noso tros. Él mismo, y tal vez incluso más aún E. Minkowski, supieron introducir en psiquiatría, de una manera crítica aun que fecunda, este concepto de estructura, que, con una acep ción por otro lado diferente, iba a ocupar un lugar decisivo en la lingüística y en la antropología social, sin que por otra parte podamos hablar de influencia en uno u otro sentido. Este encadenamiento de paradigmas — la alienación men tal, las enfermedades mentales, las grandes estructuras psico patológicas— nos induce a recordar al menos otros dos enca denamientos, de los que vamos a decir unas palabras, con objeto de evitar posibles amalgamas, que bajo el aspecto equí voco de un sincretismo seductor, podrían inclinarnos de forma incorrecta hacia una apreciación poco acorde con una cultura científica rigurosa. Ninguno de los dos se encuentra dem asia 68
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do lejos de la psiquiatría, pero no pertenecen a ella. Vamos a recordar por un instante la crónica — por así decir— del pro blem a de las localizaciones cerebrales y del de la citoarquitectura. Las localizaciones cerebrales; sin repetir aquí lo que ya hemos expuesto en nuestra obra sobre la Historia de la fren o logía (2.a ed., 1993) y en nuestros dos libros publicados con H. H écaen (1977; 2.a ed., 1993), podemos recordar que tanto las controversias como los conocimientos adquiridos se desarro llan en tres tiempos. Se trata en prim er lugar de la virulenta querella entre localizacionistas y unitarios, que se orienta en beneficio de los primeros, con los trabajos de P. Broca y de C. Wemicke, que conducen a esa edad de oro constituida por la obra de J. Déjerine; después viene la época de los globalistas, con las muy originales investigaciones de K. Goldstein, y tam bién las de H. Head o de J. Lhermitte; y por último, la crea ción de la neuropsicología, que renueva toda la problemática de las localizaciones. Ahora bien, si la primera de estas épocas recuerda un tanto, al hacer ahínco en la pluralidad de las loca lizaciones, al periodo de las enfermedades mentales, el acer camiento debe detenerse ahí, pues se trata de cuestiones sus tancialmente diferentes. La segunda, en virtud de su propio desarrollo, utiliza en neurología y en psiquiatría el concepto de Ganzheit (totalidad) y no es casual que nos encontremos aquí con la Teoría de la forma y el nombre de K. Goldstein; sin embargo, no parece que las ideas que inspiran ni sus conse cuencias vayan a llevarnos mucho más lejos. En cuanto a la neuropsicología, no se enlaza con la psiquiatría más que a causa de su común interés por la patología del lenguaje. Hay pues un buen número de relaciones entre los periodos respec tivos de la psiquiatría y los del problema de las localizaciones cerebrales, ligados probablemente a datos fundamentales de la cultura científica de la época, pero se nos antoja peligroso pro 69
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fU n d iz a r m á s en e llo s in un m é to d o c r ít ic o d e p ro c e d im ie n to q u e re b a s a ría c o n m u c h o lo s o b je tiv o s d e este lib ro .
Ocurre algo parecido con la evolución de la citoarquitecturat desde la identificación de las estrías de Gennari y de Vicq d ’Azyr, hasta la sistematización de los sectores tálamo-corti cales por P. Bailey y G. von Bonin, pasando por las relaciones entre estructuras histológicas y funciones fisiológicas propias de los trabajos de C. von Economo o de K. Brodmann. Estas pocas líneas tratan solamente de indicar algunas rela ciones analógicas, que debemos conocer para no forzarles a decir más de lo que en realidad significan.
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SEGUNDA PARTE
LA SUCESIÓN DE LOS PARADIGMAS
C a p ít u l o p r im e r o L a a l ie n a c ió n m e n t a l
Esta segunda parte de nuestro trabajo va a entrañar pues un estudio directo del papel de cada paradigma en los periodos sucesivos que hemos distinguido anteriormente. En este pri mer capítulo vamos a considerar, como habíamos previsto, el paradigm a de la alienación mental. Lo haremos ante todo en las formulaciones que éste ha tomado, a partir de la obra de Ph. Pinel, y después en su extensión a la tradición psiquiátrica francesa y a algunas otras, para considerar a continuación los motivos intrínsecos y extrínsecos de la crisis en que desembo có y exam inar por último la herencia que dejó, a pesar de todo, en los paradigmas ulteriores.
L as fo rm u lacio n e s de la alien ació n m ental _
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Ph. Pinel no nos interesa aquí por sí mismo ni por la origi nalidad intrínseca de su obra, sino por haber formulado de una forma precisa la demarcación entre la locura, concepto social y cultural, y la alienación mental, término propiamente médi 73
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pues esta diferenciación es la que va a servir de punto de referencia a todos aquellos que, en la primera parte del siglo xix, van a ocuparse de lo que más adelante se denominará psi quiatría, tanto en Francia como en los demás países de la Europa occidental y, en menor grado, del Nuevo Mundo. No ignoramos ni las principales diferencias que separan la primera de la segunda edición de su Tratado médico-filosófico de la enagenación mental o manía, ni la importancia de sus artí culos en la Gazette de Santé, tan exactamente analizados por J. Postel en su valioso libro sobre sus primeros escritos (cf. 1981: 159-214), o de sus memorias a la Société médicale d'émulation, de las que G. Swain ha demostrado el papel desempeñado en la elaboración de la edición inicial de su libro fundamental, la del año IX, pero estas investigaciones, aún cuando hayan determi nado notablemente nuestro juicio sobre Ph. Pinel, como lo con firma por otra parte el capítulo que le ha dedicado J. Garrabé en una reciente obra colectiva (cf. 1994: 55-70), no modifican sen siblemente la función desempeñada por el concepto de aliena ción mental que propuso, con el éxito conocido en la medicina de su época. A partir de una experiencia elaborada a través de sus fun ciones en la Maison de santé de Mr. Belhomme [1737-1824] de 1786 a 1791, después en Bicétre, de 1793 a 1795 y sobre todo en la Salpétriére, de 1795 a 1826, y gracias a la coopera ción con J. B. Pussin [1746-1811], plantea y resuelve a su manera la cuestión de saber qué es lo que puede considerarse como propiamente médico en todo lo que, de forma tal vez intuitiva, se concibe de modo amplio, aunque incierto, bajo esta denominación de locura. Se expresa así: co,
¿Cómo determinar lo que debe entenderse propiamente como alienación mental y evitar su confusión, si se incluyen en ella, 74
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como han hecho algunos nosólogos, las lesiones variadas de las funciones de los sentidos, de la vista, del oído, del gusto, del tacto y del olfato, propias de otras enfermedades? La hipocondría puede degenerar en manía, por un progreso sucesivo, pero consi derada en sí misma es muy diferente de aquella, constituye un grupo muy extenso y puede dar lugar a errores de la imaginación de gran singularidad. Ocurre lo mismo con varias afecciones pri mitivas englobadas bajo la denominación de sonambulismo, vér tigos, rarezas, antipatía, nostalgia, terrores nocturnos y un ansia desenfrenada por los placeres del amor que, según el sexo afec tado, se denominará satiriasis o ninfomanía. La afortunada influencia ejercida durante estos últimos tiem pos sobre la medicina por el estudio de otras ciencias tampoco nos permite dar a la alienación el nombre general de locura, que puede tener una amplitud indeterminada y extenderse a todos los errores y extravagancias de que es susceptible la especie huma na, lo que, merced a la debilidad del hombre y a su depravación, no tendría límites. ¿No habría que incluir entonces en este apar tado todas las ideas falsas e inexactas que se forman sobre los objetos, todos los errores descollantes de la imaginación y del juicio y todo lo que irrita o provoca deseos fantásticos? Sería como erigirse en un censor supremo de la vida privada y pública de los hombres, y abarcar bajo ese punto de vista la historia, la moral, la política e incluso las ciencias físicas, cuyo campo de acción ha estado contaminado tan a menudo por brillantes sutile zas y desvarios (1809: 128-129). Nos ha parecido necesario citar íntegramente este pasaje, a pesar de su longitud, pues muestra con gran claridad una pre ocupación que Ph. Pinel com partía con sus contemporáneos y sus inmediatos sucesores; a saber, evitar dos confusiones per judiciales para el reconocimiento exacto del lugar que ocupa la patología mental en relación con toda clase de anormalida 75
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des del comportamiento que nada tienen que ver con ella y también en relación con aquellas otras enfermedades que pue den parecérsele pero que son radicalmente diferentes de ella. Las ideas falsas e inexactas, al igual que los errores de la ima ginación y del juicio, aun cuando formen parte de esa condi ción del hombre caracterizada por la depravación — de la que muchos podrían preguntarse si no constituye una formulación laica del pecado original— no deben ser consideradas como aspectos de la patología mental pues, por su propia naturale za, no participan de ella, y si se corriera el riesgo de incluirlos en aquella, el especialista se transformaría en ese censor supremo que, a la manera de aquel Tribuno militar al que Gracchus Babeuf [1760-1797] invocaba, se transformaría rápidamente en un tirano liberticida: riesgo éste que, a causa de los informes periciales, nos parece siempre actual y que, a pesar de la autoridad de su prestigio, Ph. Pinel no logró real mente erradicar. Tampoco deben incluirse ahí las enfermedades que, aun presentando algunas analogías, deben permanecer ajenas a dicha alienación mental, pues ésta, en su auténtica especifici dad, constituye precisamente para Ph. Pinel lo que la medici na es capaz de explicar por sí misma dentro de lo que la gente entiende por locura. Vamos a estudiar su efectiva originalidad, después aportaremos algunas precisiones sobre sus aspectos clínicos particulares, sobre los problemas que plantea la apa rente disparidad de las etiologías y sobre el sentido del opti mismo terapéutico que sustenta estas posiciones.
— II — La alienación mental constituye pues una enfermedad y esta afirmación da lugar a dos consecuencias diferentes, olvi 76
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dándose con frecuencia la segunda aun cuando nos parece tan importante como la primera. Se le reconoce siempre a Pinel la gloria de haber procla mado que los alienados, en tanto estaban afectados por una enfermedad, no debían ser encerrados ni condenados como malhechores sino asistidos y cuidados como enfermos, esca pando así de la acción de la policía y de la justicia. Estos exce lentes principios filantrópicos conceden sin duda alguna un gran honor a todos los que, en este periodo, han contribuido en gran medida a tratar humanamente y a intentar curar a estos sujetos, que dejaron de llamarse por entonces insensa tos, para calificarlos de alienados, o sea de enfermos. A decir verdad, la innovación no fue tal vez tan radical como se ha repetido muy a menudo, pues surgen en seguida dos observaciones. Por un lado, el derecho penal del Antiguo Régimen consideraba que los insensatos habían sido ya sufi cientemente castigados por Dios, con el hecho mismo de su locura, para que los hombres fueran a agravar aún más su miserable condición con otro castigo y, salvo en los casos de blasfemia o de regicidio, se admitía que debían ir a parar a Centros de atención, que por otra parte faltaban con frecuen cia, sin intervención judicial alguna, por una medida de orden administrativo, dependiente de la jurisdicción del Teniente general de la Policía en París, y de los Intendentes en provin cias, con la exclusión del Chátelet y de los Parlamentos (cf. Quétel, 1981: 161-172). Por otro lado, ni el Consulado ni el Imperio, que gobernaron en Francia e incluso en una parte de Europa, desde el año VIII hasta 1814, constituyeron regímenes respetuosos de la libertad de las personas y encerraron sin garantía alguna, y al margen de todo control eventual de la ju s ticia, por otra parte totalmente sojuzgada, a muchos ciudada nos, que pronto pasaron a ser simples sujetos o vasallos. A pesar de estas dos observaciones, es indudable que este con 77
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cepto de la alienación mental, reconocido como enfermedad, ha contribuido en gran medida a una práctica más humaniza da, incluso aunque el artículo 64 del Código penal de 1810 haya dado lugar a controversias y a recusaciones; ya volvere mos sobre ello algo más adelante. Es enfermedad pues esta alienación mental, pero enferm e dad radicalmente diferente de todas las que ocupaban enton ces la atención de la medicina, de tal suerte que su relación con ella exige una breve explicación. Por un lado, esta perte nencia se afirma de una manera radical y solemne, pues es pre ciso que la alienación mental se incluya intrínsecamente en la medicina para que los álienados dependan de los médicos y escapen del poder de la policía, de los procuradores y de los jueces. La amarga reconvención de G. Couthon [1755-1794] que le habría dicho a Pinel, a propósito de los internos de Bicétre: «Bien, los dejo en tus manos» es seguramente apócri fa» como lo ha demostrado claramente G. Swain (cf. 1977:119171; 1997: 151-193), pero no deja de tener un alcance simbó lico. Esta alienación mental constituye por sí sola una especiali dad autónoma. Pinel distingue claramente en ella cuatro aspectos posibles, de los cuales la manía es el más significati vo, junto con la melancolía, la demencia y la idiocia; pero en modo alguno se trata de cuatro enfermedades irreductibles entre sí; totalmente al contrario, se trata de aspectos que ponen de manifiesto de modo diverso esta alienación mental y cuyas variedades deben ser identificadas para no malinterpretar esta alienación; variedades que, por otro lado, pueden aparecer una tras otra en el mismo sujeto, como ocurre en el caso en que la manía viene a curar la demencia. Distingue así una serie de tipos clínicos en los que el médi co experto debe aprender a reconocer los distintos aspectos de esta alienación: 78
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con una atención mantenida y un estudio a fondo de los síntomas que les son propios, se les puede clasificar de una manera gene ral y distinguir entre sí por afectaciones fundamentales del enten dimiento y de la voluntad, descartando por otra parte la conside ración de sus innumerables variedades. Un delirio más o menos acentuado referente a casi todos los objetos se asocia, en bastan tes alienados, a un estado de agitación y de furor, lo que consti tuye propiamente la manía. El delirio puede ser exclusivo y que dar limitado a una serie particular de objetos, con una especie de estupor y unos afectos vivos y profundos: es lo que se denomina melancolía. Algunas veces, una debilidad general afecta a las funciones intelectuales y afectivas, como ocurre en la vejez, y constituye lo que se denomina demencia. Por último, una oblite ración de la razón con fases bruscas y automáticas de arrebato,, recibe la denominación de idiocia. He aquí las cuatro clases de extravíos que requieren de una manera general el nombre de alie nación mental (1809: 5-6). La unicidad tan claramente expuesta de esta enfermedad exige indudablemente dos consideraciones. Por un lado, todas las alteraciones, de la experiencia perceptiva y de la vigilancia que la medicina sabía identificar desde tiempo atrás y atribuía a afecciones muy febriles y a ciertas intoxicaciones exógenas — lo que se denominaba frenitis o delirium acutum— quedaban así excluidas desde un principio del campo de la alienación mental, mientras que constituían lo que durante largo tiempo había ser vido de puente entre la locura y el campo de la medicina. Ello equivale a reconocer que esta alienación mental, a la vez que afirmaba su posición en el interior de la medicina, se alejaba de la mayor parte de ella. Por otro lado, el estudio de la alienación m ental se aleja así — al menos d e fa c to — de la renovación radical de las dis ciplinas em prendida entonces por esa Escuela de París que, 79
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con J. N. Corvisart [1755-1821], R. Laénnec [1781-1826], J. Bouillaud [1796-1881], P. Louis [1787-1872] y algunos otros, funda la semiología médica moderna y el método anatomoclínico, inspirándose en algunos principios rigurosos: hay más de una forma de estar enfermo, hay que identificar dife rentes especies morbosas naturales irreductibles entre sí, deben buscarse de manera objetiva los síntomas, sobre todo los síntomas físicos, los únicos que permitirán afirmar un diagnós tico descartando los otros, y solamente el diagnóstico (sindrómico o etiológico) permitirá proponer un tratamiento (cf. Shryock, 1956: 105-118). A partir de ese momento, se podrá decir que si el estudio de la alienación mental es tributario de la medicina, lo es de la medicina del siglo xvm, y que sigue sien do totalmente extraño a esta renovación esencial de la clínica, que había comenzado en Leyden, para proseguir en Viena y desplegarse con la Escuela de París. A este respecto, aumenta el riesgo de quedar obsoleto, lo que desempeñará un notable papel en el cuestionamiento ulterior de este primer paradigma.
— III — Ahora bien, a esta enfermedad única sólo le puede corres ponder, para Ph. Pinel, una única modalidad terapéutica, que denomina tratamiento moral de la locura. Es preciso subrayar aquí dos precisiones en torno al vocabulario: por un lado, este término de locura que había querido expulsar del vocabulario médico, es recuperado por el propio Pinel, y vamos a encon tram os en múltiples ocasiones con la reiterada advertencia de otros autores sobre este particular; esta impropiedad de los tér minos muestra probablemente que la instancia de la locura, tom ada en su acepción social ordinaria, no estaba excluida definitivamente del ámbito médico; por otro lado, el epíteto de 80
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moral corre el riesgo de dar lugar a cierta ambigüedad, pues este adjetivo corresponde, no a la moral y a las buenas cos tumbres, que en ese caso bastaría pedirle al alienado para que se curase, sino a la vertiente consciente de la experiencia humana, tal y como G. Cabanis [1757-1808] se refería a lo físico y lo moral del hombre, es decir, a lo que se denominaría bastante más adelante el campo de lo psicológico. En modo alguno podía considerarse totalmente inútil precisar esa acep ción para no imputar a Pinel un moralismo que nunca fue suyo, pues los procedimientos de esta terapéutica no se enca minaban nunca a infundir una moral al alienado, incluso aun que la institución y los que trabajaban en ella debieran respe tar una moral irreprochable — moral carente entonces de todo lazo con la religión, pero ligada al rigor que los de la Montaña habían impuesto contra el relativo libertinaje de los desgracia dos Girondinos, execrado como huella de la antigua aristocra cia y mal visto, aunque harto practicado, durante el Directorio, y condenado oficialmente por el Primer Cónsul. Este tratamiento moral entrañaba, en nuestra opinión, tres aspectos fundamentales. Ante todo, era indispensable aislar al alienado de sus familiares y allegados, obligarle a abandonar su domicilio y retenerle en un establecimiento especializado, con exclusión de cualquier otra patología. Ph. Pinel se expli caba así: Constituye un gran alivio en todas las enfermedades humanas el recibir toda clase de cuidados compasivos así como los buenos oficios de amigos y allegados. ¡Que duda cabe de que estas aten ciones afectivas tienen mucho más valor en los asilos, en los que el enfermo se siente secuestrado de su ámbito familiar y entrega do a menudo a un personal que le trata con una despreciable dureza! ¿Por qué hay que hacer una excepción dolorosa con el alienado y condenarle a una especie de aislamiento hasta que se 81
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restablezca su razón? Por otra parte, la experiencia enseña tam bién que los alienados casi nunca pueden ser curados en el seno de su familia (1809: 272). No se trata ni de una humorada ni de un abuso de autoridad, sino de una medida únicamente terapéutica basada en una doble observación. Por un lado, las pasiones, las vicisitudes del mundo circundante, la zozobra y el desasosiego de la exis tencia y las torpezas de sus más próximos allegados causaban a veces y agravaban siempre la alienación mental, de tal suer te que había que proteger al enfermo de estas influencias per niciosas, incluso a pesar suyo. Por otro, el tratamiento suponía que el alienado quedase incluido, en cierto modo, en un medio perfectamente racional, de forma que poco a poco fuese recu perando la razón desde fuera hacia dentro, del mismo modo que la estatua de Condillac, que es capaz de percibir el olor a rosas sin ninguna experiencia previa, y con arreglo a los pre ceptos del empirismo inglés, para el cual nada penetra en el entendimiento que no proceda previamente del exterior a tra vés de los sentidos. Convenía después dirigirse a los restos de razón en el más alienado de los alienados, pues el recurso esencial de este tra tamiento moral, según Pinel, consistía en apoyarse en esos res tos de razón: G. Swain (cf. 1977: 38-41; 1997: 83-86, & 1994: 131-148) ha insistido mucho, y con toda justificación, en este aspecto innovador de la obra de Pinel, mostrando, a partir del estudio sobre su Mémoire sur le manie périodique (Año V, 1: 94-119) que la alienación no podía ser nunca total y recordando una controversia entre A. A. Royer-Collard [1768-1825] y Maine de Biran [1766-1824] (cf. 1994: 65-84), en la que el filó sofo no podía imaginarse una afección mental que no abarcase la totalidad del sujeto, mientras que el médico le explicaba que la experiencia clínica demuestra que pueden darse toda clase de 82
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grados y que la razón no tiene por qué estar forzosamente abo lida de arriba abajo, de suerte que el alienado no debía ser con siderado nunca como un ser absolutamente extraño. Y sabido es que Hegel [1770-1831] había insistido en su Enciclopedia de las ciencias filosóficas sobre la originalidad de Pinel a este respecto: El verdadero tratamiento psíquico debe atenerse en consecuencia a esta concepción de que la locura no constituye una pérdida abs tracta de la razón ni por parte de la inteligencia, ni por parte de la voluntad y de la responsabilidad, sino en un simple desvarío del espíritu, una contradicción de lo que aún restase de razón, del mismo modo que la enfermedad física no consiste en una pérdi da abstracta, es decir total, de la salud (esto supondría, en efecto, la muerte) sino en una contradicción de la misma. Este trata miento humano, es decir, tan bienhechor como razonable de la locura —Pinel tiene perfecto derecho al mayor reconocimiento por todo lo que ha realizado a este respecto— supone al enfermo dotado de razón en cierto modo y encuentra con ello un punto de apoyo sólido para abordarlo por ese lado, del mismo modo que para la corporalidad lo encuentra en la vitalidad que, como tal, mantiene todavía cierto grado de salud (1952: 233-234). Convenía lograr por último lo antes posible que el aliena do se ocupase de un trabajo provechoso tanto para su apaci guamiento como para el bien de la institución: No se trata ya de un problema a resolver, pues el resultado más constante y unánime de la experiencia es que en todos los asilos públicos, así como en las prisiones y en los hospicios, lo más seguro y tal vez la única garantía del mantenimiento de la salud, de las buenas costumbres y del orden, es la reglamentación de un trabajo mecánico, rigurosamente ejecutado. Esta verdad es apli 83
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cable sobre todo a los asilos de alienados y estoy totalmente con vencido de que no es posible que un establecimiento de este género sea duradero y de una utilidad sostenida si no se plantea sobre esta base fundamental (Año IX: 224). Y añade en la página siguiente: Un trabajo constante invierte el encadenamiento vicioso de las ideas, fija las facultades del entendimiento proporcionándole ejercicio; es el único en mantener el orden en cualquier agrupa ción de alienados y dispensa de llevar a cabo una gran cantidad de normas minuciosas y a menudo inútiles para mantener el régi men interior de vida. El retorno de los alienados convalecientes a sus gustos primitivos, al ejercicio de su profesión, a su celo y a su perseverancia, ha constituido siempre para mí la expresión de un buen augurio y la esperanza más fundamentada de una sólida curación (Año IX: 225). Incluso si más adelante este elogio del trabajo de los alie nados acabe por no cubrir, de forma por otro lado hipócrita, más que una de las condiciones de la prosperidad de la insti tución asilar (cf. Garrabé ed., 1994: 71-94), en la época en que Pinel hizo de ello una norma básica se trató únicamente de un precepto terapéutico que tendió, no al bienestar económico del asilo, sino a la curación del alienado y a la posibilidad de ser dado de alta.
— IV — Este tratamiento único de una enfermedad única en sí misma no debe llevarse a cabo en establecimientos que ade más incluyen pacientes afectos de otras enfermedades, al 84
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menos por dos razones: por un lado, el ejemplo deplorable de estos hospitales, en los que los alienados acaban por volverse incurables a causa del abuso de terapéuticas físicas, antes de relegarlos a Bicétre o a la Salpétriére, excluyendo por adelan tado tales instituciones; por otra parte, Pinel sabía muy bien que cuando en un establecimiento hospitalario se admitían alienados y otros enfermos, los primeros eran infaliblemente mal tratados, en locales carentes de aire y luz y en manos de un personal mediocre y brutal. Pero esta exigencia de instituciones específicas y exclusi vas, que Esquirol, en su informe al ministro de Interior, en 1819, propuso denominar asilos, término que se hará oficial con la ley del 30 de junio de 1838, es debida a razones bas tante más fundamentales. Para adquirir y conservar la raciona lidad absoluta necesaria con vistas al ejercicio eficaz del trata miento moral de la locura, esta institución debe mantenerse bajo la autoridad de un jefe único. En el año IX, Pinel enfoca rá esta autoridad de una manera paternal: en una palabra, la dirección general del hospicio, asimilada a la de una gran familia, compuesta de seres turbulentos y fogosos, a los que hay que reprimir pero no exasperar, y contener más bien por medio de sentimientos de respeto y de estimación que por un temor servil, cuando son susceptible de ello, y conducirlos habitualmen te con dulzura, aunque con una firmeza inflexible (Año IX: 213). M ás adelante, como lo hemos analizado en un artículo ya bastante antiguo, (1 9 7 8 ,1: 77-90) y que trataba del saber y de los poderes en la obra de Pinel, la metáfora cambia, para adquirir un carácter cívico: La dirección de un hospicio de alienados es un pequeño gobier no y algunas veces sus pequeñas vanidades y la ambición de 85
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poder se agitan en diversos sentidos, chocan entre sí y dan lugar a conflictos tumultuosos de autoridad que constituyen focos con tinuos de trastornos y de discordia. Estos inconvenientes, propios de todos los establecimientos públicos, se hacen bastante más graves en un hospital de alienados, por una suerte de división de los poderes que puede paralizar el ejercicio de medidas represi vas urgentes, radicalizar una petulancia natural y alejar y dificul tar el restablecimiento de la razón, sobre todo si se ha proscrito todo tipo de reclusión arbitraria, todo sistema de terror y no se ejerce más que el grado preciso de contención exigido por la seguridad personal (1809: 221-222). Pinel precisa así su pensamiento: Uno de los puntos primordiales de un hospicio bien organizado es el de disponer de una dirección general con autoridad, que tome sus decisiones sin apelación, ya para mantener el orden entre el personal de servicio, ya para ejercer una justa represión contra los alienados alborotadores o muy agitados, ya para determinar si un alienado puede asistir o no a una entrevista soli citada por algún amigo o allegado: este juez supremo debe ser el vigilante de la policía interior y todo se complicará si el médico o cualquier otro superior tiene la debilidad de ceder a las recla maciones que se le dirijan y enfrentarse directa o indirectamente con las órdenes del propíio jefe (1809: 251). Es preciso pues una autoridad única no compartida, y no pof amor a la autocracia en sí, sino porque no pueden separar se la imposición y el mantenimiento de la razón; así pues, que el tratamiento moral de la locura exige una institución exclu siva, únicamente a las órdenes de un médico, que debe ser el único con capacidad de mando, como lo indican sin ningún equívoco las expresiones de ju e z supremo y de vigilante de la 86
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policía interior, que encierra esta denominación de jefe, con la que termina nuestra cita. M ediante estas condiciones y con tal de no admitir enfer mos alienados de larga duración, el hospicio de Ph. Pinel debe lograr un alto porcentaje de curaciones, teniendo en cuenta que esta enfermedad específica que constituye entonces la alienación mental es considerada de manera optimista, y la afi ción de esta generación de médicos por la estadística — unida a su falta de interés por las autopsias— viene a confirmar la eficacia del tratamiento moral, cuando es hábilmente conduci do (cf. 1809: 402-451). Estas pocas líneas nos permiten comprender de qué modo este concepto de alienación mental se hallaba clara y totalmen te formulado por Ph. Pinel en tanto que enfermedad única, pudiendo adquirir cuatro aspectos diferentes, sin perder nada de su unidad funcional, susceptible de una terapéutica única, el tra tamiento moral de la locura, y exigiendo instituciones propias, consagradas exclusivamente a este tipo específico de patología. En toda su larga carrera, no logró realmente organizar de una manera íntegra el programa que deseaba y, en particular, ni en Bicétre ni en la Salpétriére pudo disfrutar de esta omnipotencia no compartida, que exigía sin embargo como condición esencial para la buena marcha de un hospicio reservado a los alienados; pero supo acomodarse a la situación institucional de entonces, que tanto contribuyó a mejorar, y todos sus sucesores le han considerado como el motor de la reforma del conocimiento de la alienación mental y del enfoque terapéutico de los alienados.
L a ex ten sió n de la alien ació n m ental Apoyándonos en los conceptos que acabamos de recordar, vamos a considerar ahora cómo va a desarrollarse este para 87
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digma de la alienación mental. Lo estudiaremos en primer lugar en Francia, en particular en los trabajos de Esquirol, de E. Georget [1795-1828] y de A. L. J. Bayle [1799-1858], y des pués, fuera de Francia, en Italia, en Bélgica y en Alemania.
Esquirol, como lo demuestran perfectamente M. Gauchet y G. Swain en La praíique de l ’esprit humain (1980: 68-102), no solamente era el discípulo predilecto de Pinel, sino sobre todo el que esperaba llevar a buen término lo que aquél no logró realizar en la institución pública de la Salpétriére, pues ese carácter de establecimiento público le impedía al médico erigirse en dueño absoluto; y esta es la razón que le había ani mado a crear, aparte de su trabajo en el hospicio de los aliena dos, un sanatorio privado, primero en París, en la calle Buffon, y después, en Ivry, institución a la que Esquirol va a dedicar todas sus atenciones hasta su muerte, en 1840. Esquirol se mantiene fiel a su maestro, y la definición que da del delirio se deriva directamente de Condillac [1715-1780] y de los ideólogos, que representan, con la Escuela escocesa, la principal referencia filosófica de Pinel. En efecto, en el Dictionnaire des sciences médicales escribe: Un hombre padece un delirio cuando sus sensaciones carecen total mente de relación con los objetos exteriores, cuando sus ideas no guardan relación con sus sensaciones, cuando sus juicios y sus deci siones carecen de relación con sus ideas y cuando sus ideas, juicios y decisiones son independientes de su voluntad (1814, VIII: 1). Tal definición supone, en efecto, una concepción del enten dimiento en la cual las sensaciones proporcionan una repre
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sentación de los objetos exteriores, sensaciones que se trans forman en imágenes y después en ideas, de suerte que la nor malidad — la ausencia de delirio— corresponde a la armonía recíproca entre estas diversas instancias, y la alienación, a los posibles trastornos de sus relaciones. Este es el modelo propio del empirismo, salvo que la metá fora de la tabla rasa pasa a segundo término y que es al cere bro, del que apenas se conoce nada, al que se le confía la tarea de llevar a buen término, cuando no está enfermo, las relacio nes de estos diversos elementos entre sí, como lo había preci sado Cabanis en dos pasajes que merecen ser releídos: Para hacerse una idea exacta de las operaciones que dan lugar al pensamiento, hay que considerar al cerebro como un órgano par ticular, destinado especialmente a producirlo, del mismo modo que el estómago y los intestinos efectúan la digestión, el hígado filtra la bilis y las parótidas y las glándulas maxilares y sublin guales preparan los jugos salivares. Las impresiones, al llegar al cerebro, le obligan a entrar en actividad, del mismo modo que los alimentos, al caer al estómago, le excitan hacia una secreción más abundante de jugo gástrico y hacia los movimientos que favorecen su propia disolución. La función propia del primero es la de percibir cada impresión particular, relacionarla con signos, combinar las diferentes impresiones, compararlas entre sí y deducir los juicios y las determinaciones; la del segundo consis te, en cambio, en actuar sobre las sustancias nutritivas, cuya pre sencia le estimula, en disolverlas y en asimilar los jugos a nues tra naturaleza (1824, III: 159-160). Y algo más adelante: Igualmente vemos que las impresiones llegan al cerebro por medio de los nervios; en ese momento se encuentran aisladas y 89
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sin coherencia. La viscera entra entonces en acción, actúa sobre ellas y bien pronto las devuelve metamorfoseadas en ideas, que se manifiestan al exterior por el lenguaje de la fisionomía y del gesto o mediante los signos de la palabra y de la escritura. Con igual certeza, sacamos la conclusión de que el cerebro digiere en cierto modo las impresiones y lleva a cabo orgánicamente la secreción del pensamiento (1824, III: 161). Aunque su libro se titule Des maladies mentales, Esquirol comparte con Pinel la certeza de que la alienación mental es única y constituye una enfermedad autónoma, separada de todas las demás, pero reconoce en ella, al igual que su maes tro, varios aspectos, estimando que hay que distinguir cinco, y no cuatro, y que conviene modificar un tanto el vocabulario. Propone la nomenclatura que citaremos a continuación y determ ina que, al menos hasta cierto punto, puede deducirse de la concepción del delirio que acabamos de recordar, tanto que para él, el delirio, tal y como lo ha definido con gran pre cisión, constituye en cierto modo la matriz de las variedades de la alienación mental. Expone así los aspectos que puede adquirir: Tras haber reducido, en cierto modo, el delirio a sus primeros ele mentos, y tras haberlos aislado, nos basta reunir estos elementos para obtener las formas generales de la locura. Ahora bien, estas formas generales se resumen en los términos siguientes y carac terizan a cinco géneros: 1.° Lipemanía (melancolía de los anti guos), delirio en torno a un objeto o a un pequeño número de objetos, con predominio de una pasión triste y depresiva. 2.° Monomanía, en la cual el delirio corresponde a un solo objeto o a un pequeño número de objetos, con excitación y predominio de una pasión alegre y expansiva. 3.° La manía, en la cual el delirio se extiende a toda clase de objetos y se acompaña de excitación. 90
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4 ° La demencia, en la cual los insensatos pierden la razón por que los órganos del pensamiento han perdido su energía y la fuer za necesaria para llevar a cabo sus funciones. 5 ° La imbecilidad o la idiocia, en la cual los órganos nunca estuvieron bien confor mados, impidiendo que los sujetos afectados puedan razonar adecuadamente (1838, i: 11). Se imponen ahora algunos comentarios para precisar la con cepción que Esquirol se forma de la alienación mental, conser vando la posición básica que proponía Pinel acerca de la misma, aunque aportando algunos ajustes y ciertos desarrollos origina les. Se trata menos de opinar sobre el cambio de cuatro a cinco aspectos clínicos de esta alienación, que de preguntamos ante todo lo que significan estos discretos cambios de vocabulario y después precisar si se pueden deducir de aquí los comienzos de una semiología propiamente dicha, que apenas aparece en Pinel. Esquirol, en efecto, renuncia al propio término de m elan colía y distingue dos variedades bien diferentes en el campo del delirio parcial. Inventa la palabra lipemanía, que no tendrá ningún futuro, para designar un delirio parcial acompañado de una nota de tristeza y repliegue en sí mismo, y la contrapone a la monomanía, delirio parcial con expansión y alegría (1838, 1: 332-376). Sin embargo, la importancia de este concepto de monomanía tiene poco que ver con esa supuesta alegría, pues el concepto de trastorno del humor sólo adquirirá valor con los trabajos de J. Guislain, pero tiene la ventaja de que sirve para identificar una forma de alienación mental en la que el delirio sólo se refiere a un pequeño número de objetos, e incluso a uno sólo; a partir de aquí, habrá que distinguir tantas m ono manías como objetos posibles de delirio, lo que desafía toda eventual clasificación y corre el riesgo de volver a poner en cuestión la separación entre la alienación mental y esa vaga e imprecisa noción de locura. Volvamos a estos dos aspectos. 91
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Sin tratar de proponer una verdadera taxonomía, utiliza dos relaciones de variantes, sin que se llegue a saber si una se puede sumar a la otra para completarla o si se superponen, al menos en parte. La primera distingue la monomanía intelectual (deducciones justas a partir de principios falsos, ilusiones y alu cinaciones, y nada anormal al margen del delirio parcial así ori ginado), la monomanía razonante o afectiva (conductas extra ñas y afectos pervertidos, que se tratan de justificar mediante explicaciones razonables), y la monomanía instintiva (actos irreprimibles a pesar del buen juicio del sujeto, sin delirio pro piamente dicho); la segunda distingue la monomanía erótica (amor excesivo, aunque casto, por un objeto conocido o ima ginario), la monomanía razonante (perversiones del carácter y de la conducta, con justificaciones razonadas), la monomanía de la embriaguez, en la que se suceden el propio acceso, la vuelta a la templanza, y después la recidiva; la monomanía incendiaria, con impulsos instintivos, recogida por C. Marc [1771-1840] bajo la denominación persistente de piromanía, y por último la monomanía homicida (1 8 3 8 ,11: 335-360), que define así: «un delirio parcial caracterizado por un impulso más o menos violento de matar» (1 8 3 8 ,11: 336), y separa en ella aquellos casos en los que predomina el delirio y aquellos otros en los que el instinto ocupa el primer plano. Este con junto de variantes se reduce evidentemente a la simple enu meración de posibilidades bastante heterogéneas, sin otra uni dad que el aspecto parcial del delirio y el papel atribuido a menudo al instinto o a los impulsos. Tal inconveniente se va a hacer verdaderamente nefasto cuando se trate de apreciar el estado de demencia, en el senti do del artículo 64 del Código penal, pues el concepto de monomanía homicida podrá aplicarse, a los ojos de los juris tas, a no importa qué tipo de asesino: si ha matado, es que era víctima de una monomanía homicida, y la prueba de que esta 92
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ba afectado es que ha llegado a matar; semejante tautología vendría a reducir toda la práctica penal a una patología mental más o menos redundante y encerrada en un círculo vicioso; volveremos a encontrar esta dificultad en las críticas de J.-P. Falret, que examinaremos más adelante. En otro orden de ideas, Esquirol renuncia al término pineliano de idiotismo (idiotisme) en beneficio de los de idiocia (idiotie) o de imbecilidad (imbécillité)', ahora bien, esta modi ficación del vocablo entraña un cambio importante de coí)tenido: Reina una gran confusión, en todos los autores que han escrito sobre la alienación mental, en relación con la idiocia (idiotis mo). Ateniéndose a las apariencias, se ha confundido a los idio tas con los individuos víctimas de una demencia y recíproca mente, a veces incluso con los monomaniacos. Ya porque éstos, absorbidos por sus ideas fijas, parecen sumidos en el estupor, o ya porque la inteligencia de los otros parece obliterada o aboli da, se ha sacado la conclusión de que todos eran idiotas (1838, II: 76). Y añade algo más adelante: La idiocia no es una enfermedad, es un estado en el cual las facultades intelectuales jamás se han puesto de manifiesto o no han podido desarrollarse lo suficiente como para que el idiota haya podido adquirir los conocimientos relativos a la educación que reciben los individuos de su edad y en las mismas condicio nes que él (1838, II: 76). A pesar de estas observaciones suficientemente claras, no deja de incluir a la idiocia en la unidad intangible de la alie nación mental, recordando, como es sabido, que 93
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el hombre con una demencia ha quedado privado de los bienes de que disfrutaba en otros tiempos; es un rico que se ha hecho pobre, mientras que el idiota siempre ha vivido en el infortunio y la miseria (1838, II: 77). Pero donde nos muestra, en nuestra opinión, su verdadera originalidad, es allí donde esboza una tipología basada en el lenguaje: La palabra, ese atributo esencial del hombre, que le ha sido dado para expresar su pensamiento, la palabra, repito, al constituir el signo más constantemente en relación en los idiotas con la capa cidad intelectual, es la que concede un carácter determinado a las principales variedades de la idiocia. En el primer grado de la imbecilidad, la palabra surge libre y fácil. En el segundo grado, la palabra es menos fácil y el vocabulario más circunscrito. En el primer grado de la idiocia propiamente dicha, el idiota sólo utili za palabras o frases muy cortas. Los idiotas del segundo grado no articulan más que monosílabos o algunos gritos. Por último, en el tercer grado de la idiocia, no hay habla, frases, palabras ni monosílabos (1838,11: 104). Antes de abandonar la concepción que Esquirol se forma ba en torno a la unidad de la alienación mental, debemos pre guntarnos si se puede detectar en su obra el esbozo de una semiología. Esta disciplina, que supone la identificación de al menos dos signos distintos entre sí y con significaciones dife rentes en relación con la patología, no se da en Pinel, en el cual toda la clínica, por viva y evocadora que nos parezca, se halla constituida por breves historias, apuntes o incluso resúmenes breves y sugestivos, pero sin que un elemento discreto presen te en un caso aparezca de forma idéntica en otro. Si nos plan teamos esta cuestión en las obras de Esquirol es porque fue el 94
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primero en caracterizar las alucinaciones y distinguirlas de las ilusiones. A este respecto, nos tomamos la libertad de remitir al lector a nuestro libro sobre este tema (cf. 1991: 31-39). Volvamos, sin embargo, a Esquirol: Un hombre que tiene la convicción íntima de una sensación actualmente percibida mientras que no se ofrece a sus sentidos ningún objeto exterior que provoque esa sensación concreta se halla en un estado de alucinación: es un visionario (1838,1: 80). Separa claramente las alucinaciones del error de juicio sobre la percepción, como en el caso del molino de viento con fundido con un hombre, de los sueños, cuando el sujeto está dormido, del sonambulismo, que no deja ningún recuerdo, del éxtasis, que da lugar a una fascinación total, y sobre todo de la ilusión, que describe de una manera claramente diferenciada: En las ilusiones, al contrario, la sensibilidad de las extremidades nerviosas está alterada, exaltada, atenuada o pervertida; los sen tidos se muestran activos y las impresiones actuales solicitan la reacción del cerebro (1838,1: 101). Y precisa por último: La razón disipa las ilusiones del hombre en su sano juicio, mien tras que es impotente para destruir las ilusiones de los alienados (1838,/; 111). El distinguir, al oponerlas, las alucinaciones y las ilusiones perceptivas, del mismo modo que se distingue el soplo sistólico de punta del soplo diastólico de base, constituye induda blemente el esbozo de una semiología; sin embargo, en nues tra opinión, sólo se trata de un esbozo, pues de la presencia o 95
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de la ausencia de alucinaciones, Esquirol no obtiene ninguna conclusión diferente. Considera que el 80 por 100 de los alie nados las padece (1838, I: 99) y que el 20 por 100 restante no las presenta, pero no va más allá de esta constatación esta dística y adm ite, por otra parte, que pueden aparecer sin alie nación. Más adelante volveremos a este problema, pero podemos empezar a ser conscientes de que para que exista una semiolo gía, es preciso que se den al menos dos afecciones irreducti bles entre sí; ahora bien, el paradigma de la alienación mental excluye radicalmente esta eventualidad, mas únicamente el estudio cuidadoso de la obra de Esquirol nos lo podía mostrar concretamente.
— II — Sin duda alguna, podremos ser más breves al evocar cier tos trabajos de su alumno preferido, Etienne Georget, que le debía mucho pero que, aun permaneciendo en la ortodoxia de la alienación mental, se había situado en posiciones originales al menos en tres puntos importantes. Consideraba, por una parte, que había que desconfiar ante el riesgo de deslizarse hacia una posición más o menos espiritualista; sostenía, por otra, que había que pronunciarse sin ambigüedades sobre la cuestión de la etiología de esta alienación mental; por último, y al ser un apasionado de las cuestiones médico-legales, pen saba que era preciso demostrar definitivamente que todo suje to cuyo médico hubiera determinado su alienación mental se encontraba, ipsofacto, en estado de demencia en el momento de la acción, y que el artículo 64 del Código penal de 1810 debía aplicarse entonces sin ninguna reserva. Examinemos brevemente estos tres aspectos de sus convicciones. 96
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Precisando un pensamiento que le parecía un tanto incierto en sus maestros, Pinel y Esquirol, empieza por afirmar con algu nas frases marcadas por el imperia brevitas de Cabanis, que el cerebro es el asiento del pensamiento; por tanto si el pensa miento está lesionado, el cerebro debe estarlo también; por otro lado, si el cerebro está alterado, el pensamiento lo está igualmen te; todo demuestra que estos dos hechos están ligados entre sí y, por tanto, el cerebro es el órgano del pensamiento (1821: 19). Algo más adelante, continúa con la misma seguridad: además de constituir el espiritualismo una causa poderosa del retraso de los progresos de la fisiología, engendra, por otra parte, errores funestos. La idea de un principio único y rector, todopo deroso, y la idea de unos principios parciales, han llevado a los médicos a la actitud de considerar a toda una serie de fenómenos patológicos como de carácter general y a toda otra serie de ellos carentes de localización orgánica alguna; de ahí esas expresio nes, las fuerzas de la vida, el principio de la vida están profun damente afectados; adinamia general; debilidad, fuerza vital; no están enfermos los órganos sino sus funciones, sus propiedades vitales; por ello nunca se encuentra nada al abrir el cuerpo (1821: 48-49). Digámoslo al menos: desde el gran Haller hasta nuestros días, los mejores pensadores han realizado esfuerzos constantes para desembarazar a la ciencia de la vida de esa mezcla mons truosa de espiritualismo y de mecanicismo; los inmensos traba jos del venerable e ilustre profesor Chaussier, de los Cabanis, de los Bichat, de los Richerand, de los Magendie, en Francia, y de famosos sabios de otros países, han operado una profunda revo lución en la fisiología, sentando los fundamentos de las doctrinas del organicismo, de la acción de los órganos, de sus funciones, de sus relaciones, etc. (1821: 54), 97
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Algo más adelante, atempera un poco lo que tales afirma ciones (publicadas bajo la Restauración y tras el asesinato del duque de Berry, en febrero de 1820, que había constreñido a Luis XVIII a reducir su liberalismo) tenían de excesivamente tajante, puesto que escribe en la misma obra; Hay que reconocer sin embargo que el mecanismo de las fun ciones cerebrales, mucho menos aparente y mucho menos mate rial —si puedo valerme de esta expresión— que el de las otras funciones, ofrece por otra parte, en las relaciones de los agentes excitantes con el órgano y en la naturaleza de los resultados fun cionales, disposiciones específicas más difíciles de captar y de las que difieren incluso tanto como para deberlos agrupar dentro de una clase especial (1821: 89). Georget no deja de ser uno de los primeros alienistas de comienzos del siglo xix que tiene en cuenta, sin dudas ni ambi güedades, el papel del cerebro en la patología mental — aún cuando no se conozca nada bien establecido— y que lo hace en los términos de un materialismo apenas disimulado y que se desprendía de la creencia en una materia viva que, para Diderot, por ejemplo, quedaba dispuesta entre la materia bruta y el espíritu, y que introducía un tertium quid tomado a menudo bajo acepciones que iban haciéndose poco a poco contradicto rias. Pero nos interesa por una segunda razón. De una manera que se extiende al conjunto de la medicina, vuelve a conside rar a su vez una distinción harto antigua, según la cual la afec ción de un órgano podía concebirse de tres maneras. En una prim era eventualidad, se denominaba idiopática cuando el proceso morboso afectaba desde un principio, y a menudo exclusivamente, al propio órgano, pudiéndose traducir, del griego al latín, idiopático por causa sui. En una segunda posi 98
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bilidad, se consideraba sintomática a la afectación que, siendo primitiva en otro órgano en el que había comenzado el proce so, había afectado al segundo, lo que se denominaba desde hacía tiempo metástasis. Y en una tercera eventualidad, se denom inaba simpática cuando el órgano primitivamente afec tado guardaba relaciones de simpatía con el segundo, como el estóm ago con el cerebro. Se había admitido, en efecto, duran te mucho tiempo, que ciertos órganos tenían relaciones de simpatía con otros, y cuando Winslow describió la parte del sistema nervioso que denominamos autónoma, él la había denom inado simpática, puesto que representaba a sus ojos la propia encam ación de lo que garantizaba de forma anatómica los lazos de simpatía entre un órgano y otro. Cuando este con cepto de simpatía perdió su valor explicativo, simpático se identificó con sintomático, de suerte que la relación entre esos tres términos opuestos como Idiopático vs sintomático vs simpático se simplificó en una relación reducida a dos términos opuestos Idiopático vs sintomático y que se transmitió así a la medicina contemporánea, para la cual el concepto de simpatía de los órganos entre sí carece ya de sentido, aunque concibamos siempre que una afección pueda ser secundaria a otra. Ahora bien, Georget estimaba que tales consideraciones debían aplicarse también al campo de la alienación mental, planteando directamente el problem a de la propia causa de esta enfermedad, sin limitarse a los múltiples factores favore cedores, cuya enumeración seguía siendo bastante anecdótica, 99
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y por esta razón, desde el comienzo de ese libro inicial que había titulado De la folie, escribe algunas frases que debemos releer. Pero estos autores, a causa de una exagerada circunspección, o tal vez por el temor a mostrar su oposición a opiniones filosófi cas o religiosas, han descrito los fenómenos de esta enfermedad sin remontarse a su causa; han considerado los trastornos de una función sin el órgano en que ésta asienta, las alteraciones de las facultades intelectuales sin el cerebro indispensable a su mani festación; de suerte que de esta forma son los síntomas los que constituyen la enfermedad en lugar del trastorno orgánico que los origina. Ocurre lo mismo con la acción de las causas y de los medios morales, que no se considera que actúen sobre el cerebro de la misma forma que lo hacen los diferentes estímulos que entran en relación con los demás órganos (1820; VII-VIII). Separa así francamente las causas de la alienación mental, en plural, que, morales y físicas, no constituyen jam ás sino una lista heterogénea de elementos favorecedores o desenca denantes, y la causa, en singular, que considera como afección idiopática del cerebro, alteración orgánica desconocida, sien do francamente decepcionantes los resultados de las autopsias (cf. 1820: 74-82). Este autor determina que si el cerebro se encuentra afecta do de manera secundaria, simpática o sintomática, la conse cuencia no es la alienación mental sino lo que se denominaba por entonces el delirio agudo — cppeving (frenitis) o delirium acutum de los antiguos— que no debe hospitalizarse en un asilo ni se le debe aplicar el tratamiento moral de la locura. Georget es pues el alienista de su época que ha establecido las razones más rigurosas para situar la alienación mental al mar gen de todo el resto de la medicina y aislar así no solamente a 100
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los alienados sino a la patología mental propiamente dicha, alejándola de todo el progreso en curso que la medicina de esta época debía a la Escuela de París (cf. Shryock 1956: 105129). Por esta razón ocupa, en nuestra opinión, un lugar em i nente dentro de la concepción más estricta y razonada de este paradigma de la alienación mental. Su obra nos interesa por un tercer motivo. Más arriba recordábamos su interés por la medicina legal, de la que son testimonio varias publicaciones cuyas referencias proporcio naremos, pero también sus controversias con una de las estre llas del Colegio de Abogados de París en la época de la Res tauración, el abogado liberal Régnault, al que debemos, entre otras, una obra polémica, aparecida en el mismo año de la muerte de Georget, por tanto en 1828, y que se titulaba Du degré de compétence des médecins dans les questions judiciaires relatives aux aliénations mentales. Sin considerarnos realmente capaces de dar un sentido preciso al hecho de que emplee este término de alienación en plural y no en singular, sabemos que, a pesar de su propia posición política personal, alzaba la voz contra el riesgo de ver cómo la influencia de la medicina sobre la práctica penal podía arruinar a esta última y que Georget figuraba entre los alienistas que, muy al contra rio, al invocar el concepto de monomanía homicida trataba de ampliar el uso del artículo 64 del Código de 1810. Todos estos aspectos de la controversia no nos conciernen directamente aquí y son demasiado conocidos para insistir más en ellos. La importancia del papel de Georget nos parece situada en un campo algo diferente. Este Código de 1810 promulgaba, con su artículo 64, la siguiente afirmación: «No existe crimen ni delito cuando el acusado se hallare en estado de demencia en el momento de los hechos o cuando se hubiere visto cons treñido por una fuerza imposible de resistir» (1872: 11). El Consejo de Estado de Bonaparte, en el origen de la concepción 101
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y de la redacción de este Código, entendía por «estado de dem encia en el momento de los hechos» el que en ese mom en to dado el acusado no sabía lo que hacía, pues, frente a las con cepciones penales del Antiguo Régimen, tomadas todas ellas del derecho canónico, no se trataba de tener piedad de un insensato que Dios había castigado ya con su propia locura y que los hombres no podían castigar por segunda vez — salvo en caso de regicidio— , sino de considerar que, para poder calificar de crimen o delito semejante acción, era preciso nece sariamente que el acusado fuera consciente de lo que llevaba a cabo; y si se consultaba con el perito era para afirmar o negar si había sido así, ya de una forma evidente, en cuyo caso ape nas era preciso el concurso de un experto, o ya de una manera tal que sólo podía ser reconocida por el especialista. Ahora bien, durante un periodo de tiempo bastante largo, que sólo se dará por concluido con la circular Chaumié, en 1905, y más adelante, Georget va a modificar con éxito las propias condiciones de este cuestionamiento. Para él, el alie nista, gracias a sus conocimientos y a su experiencia, debe dem ostrar si el acusado, tras ser examinado una o varias veces, manifiesta o no signos indudables de alienación mental; si se llega a este diagnóstico, se deducirá, sin ningún lugar a dudas, que esta certidumbre basta para asegurar que en el momento de los hechos se encontraba en estado de demencia y que se le debe aplicar el artículo 64. He aquí, en nuestra opinión, una desviación del espíritu del Código de 1810, sólo posible por cl uso que el propio Georget hizo de este paradigma de la alie nación mental, gracias, desde luego, a su profunda unidad. Sin desviam os demasiado de nuestra intención con el uso de grafismos — abuso éste que le ha sido reprochado a otros mejores que nosotros— podemos resumir así esta desviación de sentido en estas pocas formulaciones cómodas y, si se quie re, recreativas:
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estado de demencia en el momento del los hechos = art. 64 alienación mental = estado de demencia en el momento de los hechos alienación mental = art. 64 Algunos verán en esto una especie de silogismo, aunque sólo sea por encontrar ahí tres proposiciones más o menos ordenadas entre sí; por falta de competencia en este campo, no desarrollaremos este aspecto de la cuestión sino que nos fija remos en el valor de esta identificación entre la alienación mental, cuyo diagnóstico positivo no es este el momento de precisar, y el estado de demencia en el momento de los hechos, aun cuando la constatación de esta alienación mental en el momento del peritaje, y eventualmente en varias entre vistas, tiene el valor de una afirmación que se referiría, en su origen y en el espíritu de los legisladores, solamente a la luci dez del acusado en el momento en que perpetraba lo que se le reprocha. De este modo, se ha pasado de un tipo de constata ción a otro y la misión del perito se ha transformado en una afirmación o una negación de su alienación mental — lo que evidentemente sólo puede tener sentido gracias al paradigma de la alienación mental, y que perderá todo valor pertinente cuando éste ceda su puesto al paradigma siguiente.
— III — Tras Georget, y antes de interesamos por las formulaciones de la alienación mental fuera de la tradición francesa, debemos consagrar algunas líneas a los trabajos de A. L. J. Bayle [17991858]; prescindiremos de las iniciales de sus tres nombres en las 103
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páginas que sigan, pero las hemos indicado de una vez por todas con el fin de evitar confundirle con su tío, G. L. Bayle [17741816], médico del Hospital de la Charité, que se llamaba Gaspard Laurent, y no Antoine Laurent Jessé, como su sobrino. No se entendería nada de la significación de sus trabajos si nos conformásemos con informamos sobre ellos a partir de esa obra maestra de anacronismos y de omisiones que consti tuye, a pesar de la sensible piedad que derrama, el libro colec tivo que, con el título de Centenaire de Bayle, publicaron H. Colin [1860-1930] y R. Charpentier en 1922, y que dio origen a una concepción retrógrada y anticronológica, contraria al mínimo rigor histórico. Dejémoslo pues de lado, aunque sólo sea por respeto a la memoria de dos de nuestros predecesores que conservan en su activo realizaciones mucho más estima bles en otros campos de la psiquiatría. Recordemos ante todo que Bayle, si bien fue interno en Charenton, lo fue en el servicio de A. A. Royer-Collard [17681825], que fue su maestro, y no en el de Esquirol. Este último los detestaba a ambos, que a su vez le pagaban con la misma moneda. Su tesis de 1822 se mantiene sin embargo dentro de la rigurosa ortodoxia de la alienación mental según Pinel. Se deno mina, cuando no se resume abusivamente su título, Recherches sur l ’arachnitis chronique, la gastrite et la gastro-entérite chroniques et la goutte, considérées comme causes de l ’alienation mentale. El término de parálisis general no figura pues en él, y Bayle, sin poner en cuestión por un instante la unicidad de la alienación mental, llama la atención sobre una variedad de la misma que, manteniéndose siempre en el modelo de Pinel, pre senta algunas particularidades que no la apartan del mismo. Expone así su proyecto al comienzo de su tesis: Nos parece que todo médico que, sin estar dominado por ningu na prevención ni por idea preconcebida alguna, estudie con cui 104
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dado los fenómenos de la alienación mental, aprecie sus causas y compare los síntomas de la enfermedad con las lesiones anató micas que se encuentran en la autopsia, no dejará de admitir que la locura es habitualmente idiopática, aunque algunas veces, sin embargo, es sintomática. Tal es la opinión del profesor RoyerCollard, de tanto peso respecto a este importante tema, a la que nos adherimos y que trataremos de demostrar mediante cierto número de hechos, limitándonos a referir los que tienden a de mostrar que la alienación mental puede actuar en algunos casos por simpatía; en efecto, los que establecen que es ordinariamente idiopática son tan numerosos y concluyentes que seria superfluo añadir otros más. Nuestro trabajo se dividirá en tres partes. En la primera, tra taremos de demostrar que la alienación mental constituye algu nas veces el síntoma de una inflamación crónica de la aracnoides. La segunda tendrá por finalidad demostrar que esta enfermedad puede ser ocasionada, mantenida o modificada, por una gastritis o una gastroenteritis crónicas. La tercera abarcará dos observa ciones en las cuales la locura parece haber sido determinada por una gota de carácter irregular (1822: 17). Vemos así que si Bayle tiende a la idea de una alienación mental única y la considera idiopática la mayor parte de las veces, piensa que sin embargo conviene admitir que puede revelarse a menudo como simpática o sintomática, y parece no distinguir, por otro lado, estas dos posibilidades. No debere mos perder de vista este ligero ataque a la ortodoxia, tanto más cuanto que después tenderá a acentuarlo. Desde un punto de vista que denominaríamos epidemioló gico, esta alienación un tanto singular se observa pues en suje tos que padecen, ya una aracnoiditis crónica, ya una gastritis o una gastroenteritis, o ya una gota, igualmente crónicas. Desde un punto de vista clínico, evoluciona en tres periodos sucesi 105
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v o s , tomados cada uno de las descripciones canónicas de Pinel y de Esquirol: ante todo, un delirio exclusivo, en forma de m onom anía ambiciosa; a continuación un delirio de tipo gene ral, materialización de una manía; y por último, una demencia, que conducirá con bastante rapidez a la muerte. Este encadenamiento regular de los hechos parece ya por sí mismo característico, pero esta variedad de alienación mental adquiere realmente un carácter original a causa de una serie de signos, serie correlacionada además con la otra. Veamos: la monomanía ambiciosa se acompaña de trastornos articulato rios de la palabra, pero el estado general sigue siendo exce lente; la manía, etapa que puede faltar a veces, camina a la par con una acentuación de los trastornos de la palabra, la apari ción de algunas dificultades en la marcha y una afectación del estado general; a la demencia se le superpone la pérdida de la palabra, una imposibilidad para la locomoción y lo que se denom inaba en esta época, las deyecciones alvinas, es decir trastornos esfinterianos. El desenlace fatal sobreviene enton ces rápidamente por caquexia. Anotemos de paso que, en 1822, la clínica neurológica no existía y que sería tan anacró nico hablar de disartria y de incoordinación motora como de un trastorno del reflejo pupilar, pues este último signo apenas será considerado antes de los años 1860-1870. Para Bayle, no se trata de salir ni un momento del paradig ma de la alienación mental, sino de llamar la atención sobre un aspecto peculiar que puede adquirir, sin constituir sin em bar go otra enfermedad. Cuando, exceptuados los casos, por otra parte raros, en los que conviene incriminar a la gastritis, la gastroenteritis o la gota, es la aracnoiditis crónica la que entra en cuestión, la apertura del cráneo muestra en las meninges de la convexidad, en la cara interna del cerebro y en los ventrícu los laterales, una inyección de la piamadre, un aumento de grosor de la aracnoides, opacidades blanquecinas, y, por lo que
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respecta a las infiltraciones, una sustancia gris más blanda, es decir una alteración sobre todo meníngea, difusa y sin una localización particular. Volverá por otro lado a estos datos en 1826, en su Traité des maladies du cerveau et de ses membranes (cf. 1826: 441-489). Para conceder a estas precisiones su valor evidente en cuanto a la fecha, no debemos olvidar que en 1822 no se sabía nada de la topografía macroscópica de la cor teza y que habrá que esperar a los veinte últimos años del siglo XIX para alcanzar una histología del sistema nervioso central, con C. Golgi [1844-1926] y S. Ramón y Cajal [1852-1934], de suerte que las indicaciones de Bayle apenas si pueden consi derarse como los comienzos de la anatomía patológica de la parálisis general. En 1855, tres años antes de su muerte, en un artículo polé mico aparecido en los Armales médico-psychologiques, les ajus ta las cuentas a sus adversarios, tales como Esquirol, aunque desaparecido hacía quince años, y también a Calmeil [17891895], J. B. Delaye [1789-1879], L. F. Lélut [1804-1877], e incluso a Baillarger [1809-1890], y determ ina las conclusiones de su pensam iento: conservando siem pre la unidad de la alie nación mental, estim a que hay que incluir en ella una varie dad, sintom ática de una congestión generalm ente lenta de los vasos de la piam adre y del cerebro, caracterizada por una parálisis general incompleta y un delirio apirético, con un debilitam iento progresivo de las facultades y una evolución en tres fases, tales como la monomanía am biciosa, después la m anía y por último la dem encia, y afirma su origen anató mico: La alienación mental paralítica es el síntoma de una meningitis crónica primitiva, a la que se añade muy a menudo una encefali tis subsiguiente de la sustancia cortical de las circunvoluciones cerebrales (1855: 411-412). 107
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Y resume así el conjunto de las concepciones a las que va a parar finalmente en este terreno: Hay una especie particular de alienación mental sintomática, per fectamente diferente de las alienaciones mentales esenciales, y que forma una enfermedad aparte, una individualidad morbosa, con sus causas propias y unos síntomas y caracteres anatómicos bien caracterizados, que no permiten confundirla con ninguna otra afección (1855: 410). Volveremos a considerar más adelante la cuestión de la parálisis general, pero teníamos que situar exactamente la evo lución del pensamiento de Bayle a este respecto y comprender cómo, conservando lo fundamental del paradigma de la aliena ción mental, comenzaba a cuestionarlo explícitamente, aunque sólo fuera mediante la denominación de «enfermedad aparte».
— IV — Sin embargo, como indicábamos anteriormente, este para digma no se limitaba a la medicina francesa y vamos a dar cier ta cuenta de su presencia en otras culturas de la Europa occi dental. Sin perdemos al multiplicar los ejemplos, vamos a recordar algunos aspectos propios de las concepciones de V. Chiarugi [1759-1820], en el gran Ducado de Toscana; de Guislain [1797-1860] en Gante; de los psicologistas, como Heinroth [1773-1842] e Ideler [1795-1860], y de los somaticistas como Jacobi [1775-1858] y sobre todo Griesinger [1817-1868], en Alemania. Nacido en Empoli en 1759, V. Chiarugi es más o menos con temporáneo de Ph. Pinel que, en el prefacio de su Traité, apenas lo menciona sino para mal: 108
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seguir siempre caminos trillados, hablar de la locura en general en tono dogmático, considerar después la locura en particular y volver incluso a ese antiguo orden escolástico de causas, de diag nóstico, de pronóstico, de indicaciones a considerar, tal es la tarea que ha llevado a cabo Chiarugi. Apenas se manifiesta espí ritu de investigación alguno en su obra, salvo en un centenar de observaciones que ha publicado, de las cuales incluso pocas de ellas pueden dar lugar a inducciones concluyentes. Los hechos dispersos en las comunicaciones académicas, los datos recogidos de historias particulares de enfermedades sobre el carácter y el tratamiento de la alienación o sobre las lesiones orgánicas, que son su efecto o su causa, deben ser citados incluso como capaces de ampliar los límites de la ciencia médica, pero sólo con el valor de un material que deberá ser puesto al día por manos hábiles y formar un conjunto sólido por sus conexiones entre sí o con otros hechos análogos (Año IX: XLI-XLII). Sabemos que Pinel detestaba a aquellos contemporáneos suyos cuyos trabajos le hubieran podido hacer sombra y no dudaba en calumniarlos; por esta razón, sin tender a un propósi to semejante, vamos a tratar de comprender como Chiarugi con cebía esta unidad sustancial de la alienación mental que, tanto en él como en Pinel, constituye la referencia básica de todos los tra bajos relativos a lo que puede considerarse como intrínsecamen te médico en todo aquello que la sociedad entiende por locura. Cierto es que no emplea el término de alienazione menta le, que existía entonces y existe todavía, tanto en italiano como en francés, y que emplea exclusivamente el término de pazzia, que corresponde exactamente al de locura. Precisa su pensa miento así: La palabra pazzia en su más riguroso significado indica un deli rio crónico y permanente. Como este término encierra en sí toda 109
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la fuerza de la expresión que exigen las ideas conexas, sin preo cuparse en examinar si las palabras latinas stultitia, dementia, vesania, insania y otras semejantes tienen el mismo sentido, me serviré de la palabra pazzia antes que recurrir a cualquier otro tér mino extranjero innecesario, con el riesgo de confusiones y equí vocos (1793, 1: 1). Renuncia así al empleo de una terminología galénica, que correría el riesgo de poner en entredicho Ja unidad de la pato logía mental y señala con precisión que esta pazzia le sirve únicamente de manera restrictiva, que sólo la entiende en su acepción médica, rechazando así las extravagancias irraciona les y las singularidades efímeras de algunas personas, y que, en su acepción médica, excluye de ella los trastornos del com portamiento y de la experiencia que pueden acompañar a las fiebres primitivas y a ciertas enfermedades localizadas: \a /re nitis es tan extraña a la pazzia de Chiarugi como a la aliena ción mental de Pinel. ¿Qué entiende entonces por delirio? En estado normal, el alma, de la cual la razón constituye un atributo propio de la especie humana, funciona gracias a la armonía de sus diversas facultades, tal y como la Escuela escocesa las ha descrito, Philosophy o fth e common sense, a la que Chiarugi se refiere como todos los demás, y armonía resultante de la íntima unión de la sustancia material con la sustancia espiritual. El delirio es la consecuencia de una alteración de esta armonía, alteración debi da inicialmente a una afección primitiva del órgano común de los sentidos — sensorium comune— que no afecta propiamente al alma en sí. Este sensorium comune, límite de las dos sustan cias, se encuentra en el cerebro, en el que se ejerce «la potencia recíproca de acción entre el espíritu y la materia» (1 7 9 3 ,1: 13). Pero la pazzia, en tanto que delirio, nada tiene que ver con los trastornos del comportamiento, las convicciones extrañas y las 110
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pasiones transitorias y, entre los delirios, debe diferenciarse cui dadosamente de todos esos otros: histeria, ninfomanía, satiriasis, fiebres primitivas y / renitis, en los cuales la afectación del sensorium comune no es primitiva sino secundaria a una afección de otros orígenes. Esto le conduce a la siguiente definición de pazzia: «errores del juicio y del razonamiento, procedentes de una afección idiopática del sensorium comune, con exclusión de las fiebres primitivas y de los estados comatosos» (1 7 9 3 ,1: 32) La locura, para Chiarugi, es tan única como para Ph. Pinel pero, al igual que éste, aísla, en el interior de esta unidad funda mental, algunos aspectos sintomáticos particulares: un razona miento parcialmente erróneo, locura parcial que constituye la melancolía; una desconexión de las ideas, con un flujo rápido de una serie de pensamientos a otra, un tono agresivo con ataques de ira y de violencia, delirio general originado por la manía; y por último, irregularidades y fallos universales en las operacio nes del entendimiento y de la voluntad correspondientes a la amencia, locura general, pero sin ningún tipo de emoción. Admite que estos aspectos pueden presentarse unos a con tinuación de otros, pero recalcando que la melancolía es a menudo inicial y la amencia con frecuencia tardía. Vemos así que, a pesar de las diferencias evidentes de vocabulario y sin mengua de que la amencia corresponda a la vez a la demencia y al idiotismo, la concepción de Chiarugi de la patología men tal es formalmente idéntica a la de Pinel, aún cuando el trata do cscncial del primero data de 1793 del antiguo calendario, y el del segundo, del año IX de la República.
— V— En Gante, algo más tarde, en particular con su Traité sur les phrénopathies, que data de 1833, pero también en sus 111
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Legons orales sur les phrénopathies, aparecidas en 1852, J. Guislain expone una concepción de la unidad de la alienación mental que, si bien se mantiene rigurosamente monoteísta y defiende la reducción de toda la patología mental a una sola enfermedad, destaca las alteraciones del humor y del sentido íntimo como matriz originaria de la locura y considera sus posibles variedades como la fase ulterior de un estado morbo so primitivo. Estima, en particular, que las alteraciones inte lectuales sobrevienen siempre tras una afectación del humor, de tal suerte que no concede ningún crédito a la tradicional oposición entre el delirio parcial y el delirio general, con toda la importancia diferencial que le reconocían Pinel y Esquirol, como hemos visto más arriba. Examinemos brevemente estos dos puntos. Al comienzo de toda alienación mental sitúa Guislain una experiencia penosa, en la cual el humor resulta alterado de manera siempre negativa y que designará con los términos, para él sinónimos, de frenalgia o de dolor moral (1 8 5 2 :1: 88). Al comienzo de su Traité sur les phrénopathies, escribe lo siguiente: primitivamente, la alienación mental es un estado de malestar, de ansiedad, de sufrimiento; un dolor, pero un dolor moral, intelec tual o cerebral, como se quiera entender. Decir que la alienación es un trastorno de] juicio, de la razón, sería una proposición erró nea; sería tomar un síntoma secundario por el fenómeno funda mental. Muchos alienados no pierden la razón en modo alguno; todos ellos sin embargo, con muy escasas excepciones, sufren; he aquí la alteración fundamental de la que provienen la confusión de las ideas, el trastorno de la inteligencia, la aberración de las cualidades instintivas y toda la serie de actos violentos y extraños que caracterizan a ía alienación mental, en sus diferentes formas y en sus diversas combinaciones (1833: 3). 112
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Volverá a ello más adelante, precisando: la interpretación de los hechos conduce a reconocer que, general mente, en las enfermedades mentales, lo moral ha quedado afecta do por una impresión dolorosa y que hay que considerar que lo que constituye el elemento fundamental de estas afecciones es un esta do muy especial de impresionabilidad morbosa (1852, 2: 116). A sí observamos que la referencia a la temporalidad, que apenas desempeñaba papel alguno en los autores franceses, al menos en la primera mitad del siglo xix, aparece como decisi va para J. Guislain, que asigna a esta alienación mental un ori gen, a la vez patogénico y cronológico, de tal suerte que dis tingue en ella fenómenos matriciales y primitivos, resumidos más o menos en la experiencia inicial del dolor moral, y fenó menos secundarios y posteriores, en los cuales esta alienación podrá adquirir aspectos muy diversos. Precisa claramente su pensamiento cuando escribe: los síntomas tan complejos de la alienación mental se reducen, en último término, por un lado a la sensibilidad lesionada, y por otro a un esfuerzo de lo moral sobre el agente que tiende a lesionar el terreno sensible, abstracción hecha de los que pertenecen a un debilitamiento intelectual (1833: 24). Ya hemos analizado este aspecto en nuestra contribución al libro dirigido por R. Tevissen, La douleur morale (1996: 9-28). A partir de aquí, lo que denomina la nosología de las enfermedades mentales y que ocupa las páginas 1 8 1 a 348 de su Traité de 1833, expone en detalle los aspectos secundarios que puede alcanzar, con o sin intervalo libre, este dolor moral cuando no se cura definitivamente y se convierte en el origen mismo de toda la patología mental. 113
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Observa que estos diversos aspectos pueden asociarse a menudo, y de todas las formas imaginables. En lugar de sepa rar tan solo tres variedades, como Chiarugi, o cuatro, como Pinel, o incluso cinco, a la manera de Esquirol, multiplica las posibilidades: la melancolía y la manía, por supuesto, deno minando a la manía por uno de sus neologismos, hiperfrenia, pero también locura, éxtasis, convulsiones, delirio, sueño agi tado y demencia. Sigue pensando siempre que el comienzo tiene lugar por la frenalgia, el dolor moral, de modo tal que el desconcierto intrínseco que imprime al sujeto le convierte en el origen patogénico exclusivo de la alienación mental.
— VI — Esta unidad de la patología mental, asociada a la prevalencia etiopatogénica del dolor moral, aparece en toda la psiquiatría alemana de la primera mitad del siglo xix, tanto en los psicologistas, como J. Ch. Reil [1759-1813], J. C. Heinroth [17731842], K. W. Ideler [1795-1860], C. G. Carus [1789-1869], y J. Kemer [1786-1862] — autores todos para los cuales es el alma en sí la que ha enfermado a causa de las pasiones, es decir, a fin de cuentas, a causa del pecado religioso o una falta de índo le moral— como en los denominados somaticistas, tales como Fr. Nasse [1778-1851], M. Jacobi [1775-1858], J. Friedreich [1 /9 ü - i6 ü /j, i', vuii Í'cuchíciíIuüüíi [1S06-1S49], i.i! que dchc mos la palabra psicosis, o W. Griesinger [1817-1869]; para todos ellos, el alma inmortal, creada por Dios, no podría pade cer una enfermedad, de tal suerte que la alienación mental no puede corresponder sino a una afectación cerebral, más bien postulada, por otra parte, a priori, que comprobada por una anatomía patológica del cerebro casi inexistente por entonces, aun cuando en el Traité de Griesinger se describan sus rudi 114
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mentos, en las páginas 477-513 del libro IV. Pero, tanto para los somaticistas como para los psicologistas, la unidad de la enfermedad no tiene excepción alguna. La obra de Griesinger, tal como la resume en su libro de 1845, traducido al francés veinte años después, lo expresa con una gran precisión. Por otra parte, tiende a profesar un mate rialismo a la vez polémico y crítico, cuando afirma de modo perentorio: [...] la hipótesis más simple es la mejor, y ciertamente la hipóte sis materialista ofrece menos dificultades, zonas oscuras y con tradicciones (en particular incluso por lo que se refiere al primer desarrollo de la vida del alma) que cualquier otra. Estamos auto rizados científicamente, dejando de lado intermediarios de posi ble existencia pero totalmente desconocidos para nosotros, a ligar las funciones del alma con el cuerpo y en particular con el cerebro, del mismo modo que se liga toda función con un órga no determinado, y a considerar la inteligencia y la voluntad como la condición, o energía especial del cerebro, del mismo modo que se considera la transmisión en los nervios, los actos reflejos en la médula espinal, etc., como las funciones de estas partes, y a con siderar, por último, el alma inmediatamente y ante todo como la suma de todos los estados del cerebro (1865: 7). Pero nos interesa mucho más cuando esboza lo que llegará ..
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i-. ...................:.rnnn dpi irjioti'jrno He Pinr*!' a partir de ahí, o bien se excluyen los estados de retraso de la alienación mental, o bien hay que admitir que esta última entra ña más de una enfermedad, lo que vuelve a cuestionar su valor como paradigma. Por otra parte, las técnicas de educación así imaginadas y empleadas por nuestros dos autores, y por buen número de otros, no tienen estrictamente nada de común con el trata 122
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miento moral de la locura, tal y como lo había concebido, y después efectuado, Pinel, gracias al buen proceder de J. B. Pussin. Tampoco aquí podía apenas sostenerse la unidad estricta de la alienación mental y el paradigma perdía su per tinencia, tanto más cuanto que nuestro gran hombre había observado que el servicio de los alienados constituía, como había dicho, un pequeño gobierno. Ni él ni los que vinieron tras él habían ejercido otra pretendida autoridad que la subor dinada a la administración, tanto al final del siglo xvm como en el xx, por no hablar de lo posterior. Y, como lo comenta excelentemente T. Gineste, en su valiosa obra de 1981, el hacer del salvaje de Aveyron un retrasado, según la nomenclatura de Esquirol, equivalía a desconocer la especificidad de su existen cia y de su observación, de modo que la alienación mental, como principio unificador de toda esa patología, cada vez le cuadraba menos. En este mismo periodo, el concepto de monomanía, tal y como lo había expuesto Esquirol, al principio de una manera bastante general (cf. 1838, 1: 332-393), y después de forma más específica, con el de monomanía homicida (cf. 1838, 2: 335-360), con sus desarrollos ulteriores, había desembocado, en el idiom a de los magistrados, e incluso de los comisarios, en los términos de cleptomanía y de piromanía; este concepto, pues, supondría confundir un tipo de comportamiento con un diagnóstico psiquiátrico y pretender por tanto que determinaH''* r>T-r\^-omr iin ínf'pnHip orNorpntPmPnt^ i “• *....... - • t ’ • * i voluntario, se viera diagnosticada de piromanía, quedando so m etida con razón al artículo 64 del Código penal, por el mero hecho de haber prendido fuego a la granja de su vecino. N o se trataba pues solamente de una tautología, cuya ridi culez hacía reír a los jueces de instrucción, que podían razonar del mismo modo sin ayuda exterior y por tanto sin necesidad de requerir la presencia de peritos para semejante tarea — tarea 123
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que no podía sino desacreditar las pretensiones de estos peri tos— pero había algo bastante más grave; la ausencia de una semiología verdadera y el mal uso que podía hacerse de las alteraciones del comportamiento con fines fraudulentos.
— III — Otro inconveniente contribuía a desestimar más aún el papel de paradigma de la alienación mental: el tal paradigm a ignoraba totalmente los auténticos progresos que había reali zado la medicina desde finales del siglo xvm desde que los maestros de la Escuela de París — herederos, por otra parte, del vienés Auenbrugger, que había inventado la percusión torácica, innovación propuesta en su libro de 1763, publicado en francés tres años más tarde— habían fundado y desarrolla do el método anatomoclínico que permitía adelantar en vida del paciente el diagnóstico positivo y diferencial de las afec ciones pulmonares, de la pleura y del corazón, imponiendo la necesidad de poner al día una clínica activa y estandarizada. Sin exponer aquí excesivos detalles, que no estarían justifi cados en este libro, podemos recordar sin embargo algunos puntos esenciales deducidos de la lectura de Corvisart, de Bouillaud o de Laénnec, cuyas obras fundamentales indica mos en nuestras referencias. Todos consideran que la patología coüolituyc un terreno en el que conviene separar uñar enferme dades de otras puesto que constituyen entidades morbosas autónomas e irreductibles: el cáncer del pulmón en modo algu no constituye una variedad de dilatación bronquial, y ni uno ni otro pueden confundirse con la tisis, del mismo modo que la estenosis mitral constituye una enfermedad diferente de la insu ficiencia aórtica, como lo establece bien claramente J. Bouillaud en su libro de 1835, en las páginas 160 a 193 del primer volu 124
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men. La patología está constituida pues por enfermedades sepa radas entre sí e irreductibles unas a otras. De aquí que, para llegar a un diagnóstico, que se hará posi tivo gracias a un proceder diferencial, hay que poner en prác tica una semiología en busca de la presencia de signos físicos mediante una serie de prácticas bien determinadas: inspec ción, palpación, percusión, auscultación y eventualmente pun ción, prácticas que exigen un aprendizaje para adquirir una buena maestría, y van a reducir progresivamente el lugar ocu pado por las confidencias que pudiera llevar a cabo el pacien te sobre su experiencia íntima de la enfermedad. La estructura anatómica del tórax, simple y bien conocida en esta época, permite determinar así hasta cierto punto las lesiones subya centes y llevar a cabo una especie de anatomía patológica in vivo. A hora bien, estos rasgos, esenciales para esta medicina que llevaba a cabo, en los campos de la semiología, de la clínica y del diagnóstico, una serie de progresos decisivos de los cuales nos beneficiamos todavía a finales del siglo xx, se sitúan total mente en oposición a los postulados constitutivos del paradig ma de la alienación mental. La Escuela de París afirmaba la pluralidad radical e irreductible de las enfermedades, mientras que Pinel sostenía la naturaleza única de la alienación; la exploración buscaba, a través de una semiología activa, signos diferentes entre sí y ya inventariados, frente a una exploración que :;e limitaba a registrar las palabra'; del paciente y a descri bir su conducta, sin elementos semióticos discretos, recurren tes y previamente establecidos; y sobre todo se trataba de dife renciar unas especies morbosas de otras, mientras que en la alienación mental, esencialmente unitaria, no había, evidente mente, nada que diferenciar. De aquí que no fuese posible mantenerse en el paradigma de la alienación mental sin volver la espalda a una medicina en 125
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vías de llevar a cabo una serie de progresos decisivos, y si no se deseaba cortar radicalmente con esta medicina, era urgente cambiar de paradigma.
Un posible legado No debemos olvidar nunca que el proceso de abandonar un primer paradigma y adoptar un segundo, en lugar de llevarse a cabo instantáneamente, exige cierto tiempo, y que este paradig ma de la alienación mental sobrevive tras del otro y, permane ciendo en segundo plano, jamás desaparece por completo. Por ello conviene que completemos brevemente los tres párrafos anteriores con algunas anotaciones que nos van a ocupar unos instantes. Observaremos ante todo que, hasta el final del siglo xix, algunos psiquiatras eminentes han seguido fiándose de la unidad absoluta de la alienación mental, y entre ellos citaremos a J. Moreau deTours [1804-1884] y aB . A. Morel [1809-1873]; nos fijaremos a continuación en la forma de concordar la uni dad de la patología mental con la opinión y la práctica judicial; y por último, hemos de recordar que este primer paradigma nos ha dejado un legado que no podemos ignorar. Debemos em pezar por precisar que el vocabulario no revis te siempre, al menos en esta época, el rigor necesario, pues algunos autores que se refieren claramente al segundo para*1 O l
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de alienación mental y el término de alienados, mientras que otros, partidarios rigurosos del primer paradigma, van a usar, sin embargo, el término de enfermedad mental, bien es cierto que a menudo en singular. J.-P. Falret, constituye un ejemplo de la prim era posibilidad, y Esquirol y M oreau de Tours de la segunda. Cierto es que sólo constituye un detalle, pero nos pare ce útil precisarlo para evitar toda ambigüedad. 126
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A lgunos psiquiatras, durante la segunda parte del siglo xix, han seguido considerando que toda la patología mental correspondía a una misma y única enferm edad, m antenién dose así como fieles discípulos de sus maestros Pinel y Es quirol, En su libro esencial de 1845, titulado Du haschich et de l ’aliénation m entale, M oreau de Tours expone, bien es cier to, los efectos de esta droga sobre la experiencia interior, y tam bién perceptiva, del sujeto; pero lo que le interesa en p ri m er lugar es que la ingestión de este cuerpo orgánico repro duce, en su opinión, ese estado prim ordial de delirio que considera originario de la alienación mental. Vamos a rele erlo. Considera sinónimos estos términos: Yo empleo indiferentemente las palabras delirio, locura y aliena ción mental, para designar las alteraciones del espíritu... Las cau sas, los síntomas o signos externos pueden variar, mas la natura leza psíquica intrínseca es esencialmente la misma, sea cualquiera la forma, aguda o crónica, parcial o general, bajo la cual se pre senten los trastornos del alma (1845: 30). No se podría afirmar de una manera más rotunda la unidad fundamental de !:: patología mentí'* v Hf» mim v fútil apariencia de todo el resto. Esta unidad radical es la que le permite tom ar la intoxica ción por el hachís como el modelo propio de la alienación mental: ... sólo tuve que aplicar en cierto modo, a los principales fenó menos del delirio, los desarrollados por el hachís, examinando 127
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lo que éstos me producían a mí. De esta manera, y guiado exclu sivamente por la observación, pero por ese género de observa ción producido sólo por la conciencia o el sentido íntimo, he creído poderme remontar a la fuente primitiva de todos los fenó menos fundamentales del delirio. Hay uno que me ha parecido el hecho primitivo y generador de todos los demás: lo he deno minado el hecho primordial. En segundo lugar, he tenido que admitir, para el delirio en general, una naturaleza psicológica, no sóio análoga, sino absolutamente idéntica al estado de sueño (1845: 31).
Para que los efectos del hachís y del estado de sueño pue dan ser idénticos entre sí e idénticos al delirio, es preciso que el delirio — es decir, la alienación mental— sea a su vez de carácter único, y toda psicopatologia que considere que la locura empieza siempre por este estado primordial de delirio debe postular inevitablemente la unidad absoluta de la locura, por encima de la eventual diversidad de las apariencias. A partir de este fenómeno inicial, describe el paso a todos los aspectos posibles de la alienación mental, no sin analogía con lo que hemos transcrito más arriba en la obra de J. Guislain y en la de Griesinger, aún cuando el hachís no desempe ñe en ellas ningún papel. Moreau de Tours nos interesa aquí, no tan solo por la simple cuestión de saber hasta donde se muestra exacta esta identidad du La ufeUua Jci hada* > Je! c.sludu de delirio, sino porque nos ofrece el modelo de una concepción de la psiquiatría — cuyos elementos volveremos a encontrar después en K. Jaspers y más adelante en R. D. Laing— en la que todo se basa en una expe riencia primordial, y el resto no constituye sino variaciones; ahora bien, esta manera de comprender la patología mental sólo nos parece sostenible si se continua admitiendo la unidad bási ca de la locura. 128
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La obra de B. A. Morel nos interesa aquí por razones bien diferentes. Si sigue siendo, en contra de J.-P. Falret, del que había sido discípulo y del que seguía siendo amigo, partidario de la unidad de la alienación mental, lo es con la condición de concentrar todo su interés sobre sus aspectos etiológicos, muy descuidados por Pinel o por Esquirol, a pesar de las observa ciones de Georget. De este modo escribe, en su Traité des dégénérescences: He dejado de considerar, al menos en la generalidad de los casos, la alienación mental como una enfermedad primitiva. Yo pienso que esta afección no debe estudiarse en su origen, evolución y tratamiento, al margen de las causas que afectan a las funciones del hombre intelectual, físico y moral. Estas causas, tan pronto simples como complejas o mixtas, constituyen las alteraciones fundamentales que he designado con el nombre de degeneración. Por ello, la alienación mental es una degeneración y, como tal, su tratamiento se encuentra en las indicaciones curativas de la higiene física y moral que contamos con aplicar a todas las dege neraciones de la especie (1857: 681-682). Refiriéndose a Buffon [1707-1788], pero también a P. Camper [1722-1789] y a J. F. Blumenbach [1752-1840] y en una nprwprtjvn nnp c¡ nnHíi Hphp n Ch Oarwin 11809-18891 sp inspira hasta cierto punto en Lamarck [1744-1829], define esta degeneración como una: «desviación enfermiza del tipo prim i tivo o normal de la humanidad» (1857: 15). A partir de esta manera de considerar la alienación mental desde un punto de vista sobre todo etiológico, distingue dos niveles en las etiologías: el de las causas múltiples y heterogé neas, como las intoxicaciones (medio palúdico, hambrunas, 129
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epidemias, alteraciones de la nutrición), el medio social (la industria, las profesiones insalubres, la miseria), el mal moral, los diversos tipos de enfermedad congénita o adquirida en la infancia, y las influencias hereditarias (cf. 1857: 47-78); y en segundo lugar, el nivel en el cual la degeneración, así determi nada, produce una alienación mental a partir de una alteración del encéfalo, que no lesiona jam ás, por otra parte, el «princi pio inmaterial» del alma (1860: 75). Esta degeneración mental ofrece como testimonio, apreciable a la mirada experta del clínico, las anomalías que pueden afectar al pabellón auditivo (implantación viciosa, atrofia, hipertrofia, estado rudimentario o ausencia de una de sus par tes constitutivas), a los dientes (implantación viciosa, ausencia de la segunda dentición), a la interrupción del desarrollo de los órganos genitales, con una pubertad tardía y una fecundidad limitada, pero también una estatura canija, hernias, parálisis o bocio, y también otro tipo de estados patológicos: trastornos de la locomoción, de la palabra o de la sensibilidad, ilusiones internas, alucinaciones, falsas interpretaciones, trastornos afec tivos o intelectuales y perversiones del instinto genésico o del razonamiento lógico (1860: 273-439). Los efectos de esta degeneración se observan a lo largo de cuatro generaciones, con aspectos cada vez más graves de alie nación mental: en la primera, alteraciones de los sentimientos y la conducta; en la segunda, alteraciones más graves del Í-* * i *-*-< **•
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so profundo, que presenta un obstáculo a la sucesión genera cional de la reproducción. A sí encontramos en B. A. Morel, aunque en una perspecti va antropológica, la unidad de la alienación mental, ligada a la unidad de la degeneración y a la diversidad de las formas clí nicas que puede adoptar esta alienación, extendida a lo largo de cuatro generaciones. 130
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— III — Pero a este primer paradigma le debemos otro legado, en el que podemos distinguir tal vez tres aspectos. En la experiencia humana, probablemente reiterada, al menos en nuestra cultura y ya desde hace varios siglos, la locura aparece como una, inclu so aunque se reconozcan en ella aspectos diferentes entre sí, pues, tanto para la opinión vulgar como para el discurso ilustra do, cualquier persona sólo puede ser loco o no loco. De aquí que, mientras los especialistas de la patología mental estim en que loco es aquel que está afectado de alie nación mental, y a la inversa, el discurso científico se m ues tra hom ólogo del discurso social y ambos se sitúan dentro del mismo eje pues los dos aceptan un antagonismo, considerado tanto por uno como por otro como antagonismo pertinente que podríam os esquematizar, para mayor com odidad, por las fórm ulas indicadas a continuación, en las que utilizarem os el signo = para indicar la equivalencia de los térm inos que une, teniendo siem pre en cuenta que esta equivalencia nunca fun ciona al cien por cien y que tales fórmulas no constituyen sino una forma de expresión que jam ás sería válida para el cálculo: (loco vs no loco) = (alienado vs no alienado) tt r\
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de tal suerte que la dicotomía social y la dicotomía cientí fica se corresponden recíprocamente. Ahora bien, desde el momento en que el discurso científico recusa la oposición alienado vs no-alienado, puesto que el concepto de alienación deja de tener sentido para él al pasar del primer paradigm a al segundo, mientras que el discurso social conserva la oposición 131
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loco vs no-loco, los dos discursos dejan de corresponderse y ya nada significan el uno para el otro. Semejante dificultad se manifiesta concretamente en el terreno judicial, a propósito del artículo 64 del Código penal y del concepto de estado de demencia en el momento de los hechos. También aquí podríamos escribir, de modo parecido a como lo hemos hecho ya: (demente vs alienado) = (no demente vs no alienado) demente = alienado
no demente = no alienado
y también en este caso, la dicotomía judicial y la científica se corresponden recíprocamente. Ahora bien, desde el punto y hora en que el discurso científico deja de tener en cuenta el concepto de alienación mental, mientras que el judicial con serva la oposición demente vs no demente, ambos discursos dejan de codearse y, en la práctica de los peritajes penales, hay una extraordinaria dificultad en determinar qué enfermedades mentales responden al estado de demencia y qué otras no. Tercera y última observación a este respecto, al menos en este capítulo: la unidad de la alienación mental se halla en armo nía con la unidad de la experiencia de la locura, al menos desde hace dos siglos en nuestra cultura y, por supuesto, en las cultu ras vecinas. Desde entonces, el primer paradigma corresponde a .............•'••♦I —
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ción por la medicina; cuando la medicina rompe esta unidad, corre el riesgo de separarse de la experiencia humana y no apor tar ninguna respuesta a sus interrogantes. Por esta razón, al reti rarse el nuevo paradigma de las enfermedades mentales, el para digma unitario de la alienación subsistirá de forma subyacente e inactiva, aunque para resurgir en momentos diferentes, vol viendo a plantear una cuestión apremiante y no resuelta. 132
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A lo largo de este capítulo hemos relatado, en cierto modo, la historia de los comienzos, el desarrollo y el declinar del para digm a de la alienación mental, tal y como ejerció su papel regulador sobre la psiquiatría de la primera mitad del siglo xix, en la cultura médica de la Europa occidental. Lo hemos estudiado con algún detalle en la obra de Pinel y después hemos visto cómo lo presentaban en la misma época Chiarugi, en Florencia, y Guislain, en Gante, y lo hemos segui do algo más adelante, en Francia y en Alemania. Nuestras segundas lecturas nos han permitido com prender que si las investigaciones de Esquirol desarrollaban y ampliaban las de Pinel, las de Georget cargaban su acento sobre la importancia del punto de vista etiológico, descuidado por sus propios maestros, y las de Bayle proponían la posibilidad, al lado de una alienación mental idiopática, de una variedad sintomática, sin criticar realmente la función organizadora de la propia alienación mental. Durante el mismo periodo, Guislain, en Gante, consideraba esta misma unidad bajo la forma de frenal gia, mientras que en los países germánicos, tanto los psicologistas como los somaticistas consideraban a su vez esta unidad en tanto que podía desplegarse a lo largo del tiempo, a partir de una experiencia inicial idéntica en todos los pacientes, como lo muestra la obra de Griesinger. Hemos mostrado de que modo este paradigma cedía poco a poco el terreno al de las enfermedades mentales, pero nos ha •i .* . .. i . ... i . : 1 . i i i . i ................. j J U t U ^ l U U
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dejó de plantear una cuestión esencial a la patología mental, de suerte que este concepto unitario permanecía en segundo plano, pero seguía siendo una aporía.
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Para exponer en este segundo capítulo los orígenes y desa rrollos del paradigma de las enfermedades mentales, vamos a considerar en primer lugar el significado de este concepto de enfermedad en la medicina de mediados del siglo xix y este enfoque nos obligará a recordar brevemente su genealogía; des pués nos preguntaremos a dónde conduce este concepto de enfermedad cuando se emplea en el campo de la patología men tal, explicando algunas de sus dimensiones, como los delirios crónicos, las neurosis y los estados demenciales, simples ejem plos tomados, sin pretensión alguna de exhaustividad, de un campo heterogéneo y sistematizado de modo muy imperfecto. Podremos captar así cómo se formula el cuestionamiento de este segundo paradigma y después el legado inalienable resultante, incluso cuando el tercer paradigma venga a ocupar su puesto.
El concepto de enfermedad en medicina
Aún cuando el vocabulario en cuestión no nos enseñe nada decisivo, le debemos un instante de atención. El griego utiliza 135
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dos términos, vocrog (morbus) y a p p m a ria (aegrotatio), pro cedente el primero del lenguaje médico y el segundo del len guaje ordinario, pero sin que esta distinción presente ningún rasgo absoluto. En latín coexisten morbus y aegrotatio, pero estas dos palabras no darán lugar a ninguna en las lenguas románicas, pues el francés maladie, como el italiano malattia, se basa en malade — o malatto— , que procede de male habitus «el que está en mal estado», vocablo del lenguaje ordina rio, que no se hará propiamente médico hasta que la medicina deje de escribirse exclusivamente en latín, es decir, entre los siglos xvm y xix. Maladie tendrá como casi sinónimos, por un lado afección y por otro trastorno, dos palabras procedentes también del lenguaje cotidiano, y, junto a malade, se em plea rá el término paciente, por imitación del uso anglosajón. En cuanto a las lenguas germánicas, nos contentaremos con recordar que el alemán emplea Krankheit y que el inglés dispone de tres palabras: illness, disease y sickness, que no son tal vez perfectamente equivalentes. Y por lo que se refiere a nosotros, adoptaremos el sentido conocido por esta palabra a partir de la Escuela de París, que sigue siendo la referencia primordial y cuyo rasgo más significativo sigue siendo la plu ralidad. *
Sin tratar de proponer una revisión histórica más completa del concepto de enfermedad, podemos recordar brevemente que en el Corpus hippocraticum, salvo por lo que se refiere a las heridas y a los accidentes, las enfermedades corresponden siempre a un trastorno del equilibrio de los humores — una discrasia— y la salud, a la vuelta a este equilibrio — eucrasia. Los alejandrinos, hacia el siglo m antes de nuestra era, y en particular Erasístrato, considerarán junto a las discrasias las 136
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lesiones de las estructuras sólidas del cuerpo humano, pero la concepción humoral alcanzará su perfección con la obra de Galeno [131-201], para quien hay una pluralidad de enferme dades, cada una con su nombre particular y debiendo distin guirse entre sí por la práctica del diagnóstico; admitirá, sin embargo, además de las discrasias, la importancia de las afec ciones locales afectando a tal tejido o a tal órgano (cf. Grmek, 1995: 211-226). El galenismo va a presidir el pensamiento médico hasta mediado el siglo xvii, a despecho de las teorías bastantes singulares de Paracelso [1493-1521] y de la práctica de las autopsias, efectiva desde los comienzos del Renaci miento. Pero el concepto moderno de enfermedad va a adquirir una formulación de permanente actualidad con los trabajos de T. Sydenham [1624-1689]. Este se desinteresa de las teorías gene rales, considera estéril la oposición entre los iatroquímicos y los iatromecánicos, y no se fía más que del estudio regular y comparado de los enfermos, de tal suerte que cuando él mismo habla de un retom o a Hipócrates, no intenta con ello preconi zar el retom o a un humoralismo original, sino más bien no fiar se sino de la observación cuidadosa y objetiva de los pacientes, sin recurrir a tal o cual concepción teórica de conjunto y siguiendo con ello los consejos metodológicos de E Bacon [1561-1626] y, más adelante, de J. Locke [1632-1704]. Uno de los mejores ejemplos de la idea que Sydenham se formaba de este concepto de enfermedad, es sin duda el de la gota, afección que él mismo padecía. Rechaza toda especula ción sobre la naturaleza profunda de la gota, adoptando por su propia cuenta el célebre adagio de Newton [1642-1727]: hypotheses nonfingo, pues considera que no se encuentra en pose sión de los medios para proponer nada razonable y basado en la experiencia. Le reconoce pues el estatuto de enfermedad, no a causa de un proceso oculto, sino en razón de la especificidad 137
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clínica de cada uno de los accesos y de la evolución de un acceso en relación a otro. . El carácter típico de un acceso es, ante todo, un dolor agudo que afecta a una articulación, con una frecuente predi lección por la del dedo gordo, entre el metatarsiano y la pri mera falange, y una inflamación amoratada de la región; un dolor, de comienzo a menudo durante la noche, y que se ate núa hacia la mañana — sub galli cantu— para reaparecer a lo largo del día, y así consecutivamente durante varios días; dolor algo atenuado con la toma de una infusión de hojas de sauce, que más tarde sabremos que contienen salicilato de sodio. Sydenham observa además que el acceso es idéntico de un paciente a otro, de una articulación a otra y de un acceso a otro en el mismo paciente. Lo característico de la evolución a lo largo de la vida de un sujeto es que el acceso de gota tiende espontáneamente hacia la curación, pero recae al cabo de un intervalo libre de dura ción variable, recaída que puede alcanzar en el mismo pacien te siempre a la misma articulación o cam biar de una vez a otra. Estos dos caracteres permiten identificar así una enfermedad, basada por una parte en criterios clínicos bien definidos, unos subjetivos, como el dolor, y los otros objetivos, como el color de la inflamación y su asiento, y por otra parte, por el carácter evolutivo del trastorno, es decir, por la asociación de algunos síntomas en un momento dado y por la manera en que esta asociación varía a lo largo del tiempo. Y estos rasgos semiológicos hacen efectiva la distinción entre el acceso de gota y, por ejemplo, la fractura de la primera falange del dedo gordo, es decir la práctica del diagnóstico positivo y del diagnóstico diferencial, pasos fundamentales de todo trabajo de orden clí nico. *
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Las investigaciones ulteriores de G. B. Morgagni [16821771], en particular su De sedibus et causis morborum per anatomen indagatis de 1761, sin descuidar ciertos aspectos de la clínica, tenderán a definir una enfermedad por la lesión macroscópica de un órgano aislado, acercando de manera sis temática los datos de la observación del sujeto vivo y lo que muestra la autopsia de este mismo sujeto después de su muer te. Ni que decir tiene que este procedimiento es beneficioso en las afecciones que corresponden a una lesión típica de un órga no aislado, pero es poco eficaz para deslindar otras afecciones menos localizables. M ás tarde, sin salimos del campo de la macroscopia, J. Bichat [1771-1802] propondrá caracterizar a la enfermedad por la afectación, no ya de un órgano en su totalidad, sino de uno de sus elementos constitutivos, por tanto de un tejido, aún cuando pueda relacionar entre sí la inflamación de la pleura con la del pericardio o incluso con la de la sinovial; se trata del paso de la anatomía patológica a la histopatología. Es en este momento cuando la Escuela de París, inspirada por los trabajos del vienés L. Auenbrugger [1722-1809] sobre la per cusión torácica (cf. Shryock, 1956: 105-129) va a proponer un método anatomoclínico totalmente renovado, e ilustrado por los trabajos positivos de J. Corvisart [1755-1821], de J. Bouillaud [1796-1881], de R. Laennec [1781-1826], de P. Louis [17871872] y de algunos otros. Utilizará una concepción de la enfer medad que exige nuestra atención a lo largo del párrafo siguiente. Ante todo, debemos resaltar el hecho de que renuncia, al igual que ya lo hizo T. Sydenham un siglo antes, a toda teoría general de la medicina y de las relaciones entre lo normal y lo patológico, para atenerse a la descripción em pírica y a la refle xión sobre la experiencia. Esto quiere decir que los dos últimos grandes especuladores que la medicina ha conocido en esta época son, en realidad, 139
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espíritus del siglo xvm prolongados, por así decir, hasta el xix: la homeopatía de Chr. Hahnemann [1755-1843] — basada en el adagio universal: similia similibus curantur— así como la medi cina fisiológica de F. Broussais [1772-1838] — que afirma que toda la patología se reduce a una falta o a un exceso de excita ción— constituyen las dos últimas síntesis que se impusieron y que pretendían proporcionar una concepción global y exhausti va de la medicina pero que, por su carácter apriorístico, no per tenecían ya a la medicina positiva del siglo xix. Los libros de J.F. Braunstein (1986) y de J. Chazaud (1992), así como el artículo dedicado por G. Canguilhem (1988:47-56) a J. Brown, muestran claramente que, con la Escuela de París, la medicina ya no puede reconocer ningún sentido, ni siquiera poco serio y legítimo, a unas consideraciones de un orden tan general y a unas preten siones tan universales que escapan de antemano a todo recurso a la observación y a toda posible refutación.
— II — A comienzos y a finales del siglo xix, la medicina elabora pues una semiología y una anatomía patológica que propor cionan, en sus comienzos a la cardiología y a la neumología, y en su final a la neurología y a la reumatología, una clínica objetiva, precisa y estandarizada y una patología que permiten diferenciar unas enfermedades de otras y afirmar un diagnós tico positivo y un diagnóstico diferencial como los dos pasos esenciales a toda práctica médica empírica y razonable. Sin detenernos aquí en detalles que no vendrían al caso, podemos resumir lo más esencial de estas posiciones y, por así decir, de su espíritu. Nos parece conveniente atenernos a algu nas proposiciones, idénticas en todos los escritos de los fun dadores de la clínica médica del siglo xix. 140
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Hay, ante todo, más de una form a de estar enfermo, y la actividad médica, a la vez empírica y razonada, vuelve a reca er siempre, gracias a la semiología y a la clínica, en la deter minación de cual es la afección que padece un sujeto, descar tando siempre las otras afecciones más o menos semejantes a la considerada y que, sin embargo, no afectan al sujeto en ese momento. Observemos a continuación que las afecciones así conside radas constituyen enfermedades que presentan todas aquellas características formales que debemos precisar: cada una de ellas tiene un nombre, exactamente como en botánica cada especie de plantas, en zoología cada especie de animales y sobre todo en química, cada cuerpo simple. Sin embargo, y frente a las preocupaciones fundamentales del siglo anterior, su clasificación posee solamente un carácter práctico y bas tante convencional: ordenar de una manera cómoda el índice de un tratado de medicina, de tal suerte que las amplias em pre sas nosográficas de F. Boissier de Sauvages [1707-1767] o de Ph. Pinel [1745-1826] aparecen entonces totalmente obsoletas y ajenas a las preocupaciones positivas de los fundadores de la medicina moderna, a pesar del respeto que se seguía teniendo a unos autores tan importantes y reverenciados. De aquí que pasase a ser bastante secundario, y tal vez incluso bastante fútil, el tratar de sistematizar todos los nombres de estas enfer medades, pues semejante trabajo no enseñaría nada sobre su naturaleza efectiva. Pero debe tenerse en cuenta que estas enfermedades for man — como diríamos hoy— un conjunto enumerable, finito, y entre cuyos elementos discretos hay intersecciones vacías. Conjunto enumerable, y por tanto no continuo, pues las enfer medades se hallan totalmente aisladas entre sí; no hay, por ejemplo, ninguna continuidad entre la dilatación de los bron quios y el absceso del pulmón, del mismo modo que el saram 141
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pión no constituye una forma atenuada de la escarlatina; una enfermedad determinada puede presentar formas clínicas con arreglo a diversos parámetros, pero se diferencia totalmente de todas las demás enfermedades. Conjunto finito pues, incluso si la observación va diferenciando poco a poco unas enfermedades de otras, e incluso si tales diferenciaciones constituyen un tra bajo fundamental de la medicina moderna, llegará un momento en que semejante enumeración habrá quedado totalmente rema tada. En cuanto al concepto de intersecciones vacías, constitu ye solamente una forma cómoda y precisa de reconocer la auto nomía de cada enfermedad respecto a todas las demás. Hay una primacía a la vez lógica y cronológica de la sem io logía y de la clínica, en relación con todo intento terapéutico, pues ante un paciente, siempre singular, se trata, incluso en los casos de urgencia, de saber qué enfermedad presenta, puesto que no existe ninguna panacea razonablemente legítima, y que la elección de tal o cual tratamiento, preferible a otro, depende del diagnóstico que la exploración clínica haya permitido plan tear, descartando los otros eventualmente posibles. * Esta semiología resalta el valor de los signos físicos, investi gados activamente y con arreglo a una práctica estandarizada que, en un terreno dado y en cierta fase de los conocimientos, puede conducir a una exploración considerada formalmente completa: durante todo el siglo xix, la inspección de la amplia ción torácica, la palpación de la transmisión de las vibraciones vocales y de los orificios cardíacos subyacentes, la percusión de las superficies cutáneas del tórax, la auscultación del murmullo vesicular y de los ruidos y los silencios cardíacos, completados eventualmente por la punción, permitirán recoger, para un suje to dado, toda la información utilizable sobre el estado de los pul 142
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mones, la pleura y el corazón, y compararla con los conoci mientos generales propios de estos registros y discutir un diag nóstico; bastante más adelante, se completará la recogida de esta información semiótica por la radiografía torácica, después por las tomografías e incluso por la tomodensitometría asistida por ordenador. Pero debemos reconocer que la lógica del proceder diagnóstico sigue siendo la misma, cualesquiera que sean los medios empleados y su eventual sofisticación. Otras tres observaciones van a completar este análisis. Por una parte, a todo lo largo del siglo xix, la importancia del valor de información semiológica de los síntomas subjetivos, tales como las características del dolor, la experiencia vivida del malestar o de la angustia, y otros semejantes, va a disminuir, en beneficio de la de los signos físicos — inspección, palpa ción, y todo lo demás— incluso si en el angor pectoris van a seguir prevaleciendo los primeros, aunque, bien es cierto, sólo hasta el em pleo de la electrocardiografía. Por otra parte, lo que constituye un signo es siempre la diferencia entre lo que se comprueba en estado normal y lo que se observa en el paciente examinado: la base torácica es mate a la percusión en lugar de ser sonora, la auscultación per mite escuchar un soplo sistólico en lugar de un silencio, y así seguiríamos, de tal suerte que la locución en lugar de... adquie re aquí un valor lógico decisivo. Por último, el signo constatado puede ser monosémico, como la sucusión hipocrática, que supone siempre la existen cia de un hidrotórax, o mostrarse, más a menudo, polisémico, como la m atidez de la base, que hace pensar en el derrame pleural cuando se acompaña de la abolición de la transmisión de las vibraciones vocales, o en la condensación parenquimatosa si coincide con su aumento. *
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Comprendemos así que, durante todo el siglo xix, y sin duda durante una gran parte del XX, la medicina ha empleado una multitud de modelos de este concepto de enfermedad y ha tratado de reducir esta pluralidad a la unidad — algo así como el verdadero sentido de la palabra enfermedad— sin conse guirlo nunca, pese a las ilusiones de haberlo logrado. Cualquiera que fuera el modelo considerado, contenía al menos el esquema elemental que había ilustrado Sydenham: sig nos precisos, correlacionados entre sí y con una evolución de forma típica, más o menos idéntica para los diversos sujetos afec tos de la misma enfermedad. Cuando dicho esquema estaba com pleto, recogía los datos epidemiológicos, los signos clínicos, y eventualmente paraclínicos, bien definidos, con una evolución uniforme, permitiendo establecer un diagnóstico positivo y dife rencial, una etiología a la vez anatomopatológica (macro y microscópica) y fisiopatológica, una terapéutica específica en la medida de lo posible y, eventualmente, sus formas clínicas. Cier tas enfermedades infecciosas, como la escarlatina o la fiebre tifoi dea, por ejemplo, correspondían muy bien a este esquema, con la condición de recalcar el valor eminente de la etiología, microbia na o viral, que permitía a menudo disponer de unos datos especí ficos diagnósticos — cultivos, reacciones serológicas— y tera péuticos, pero sin atender demasiado a la fisiopatología, y sin cuestionar de manera indiscreta la localización de la enfermedad. En ciertos casos, se pasaba por una etapa intermedia, en la que se establecía un síndrome antes de determinar la enfermedad a la que pertenecía; así el síndrome pleurítico, en el cual tanto la clí nica y la radiología como la punción garantizaban la existencia de un derrame pleural — diagnóstico positivo, sobre todo de loca lización y anatomopatológico— pero en el que convenía prose guir las investigaciones para llegar a diferenciar, por ejemplo, la pleuresía aguda serofibrinosa de la tuberculosis primo-secunda ria, descartando el cáncer de la pleura y la insuficiencia cardíaca. 144
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Vemos así que, durante el periodo considerado en este capí tulo, el concepto de enfermedad sigue siendo polisémico, pero sin precisar sus acepciones. Lo que debemos a Sydenham constituye, en cierto modo, una exigencia mínima pero que debe ser siempre satisfecha; ni la anatomía patológica ni la etiología son en este caso indispen sables, pues si prevalecen aquí, pueden faltar allá; la fisiopato logía puede mostrarse decisiva en ciertos casos, en particular en la endocrinología, pero insignificante en otros, y así sucesiva mente. En un momento dado de las investigaciones pueden fal tar determinados conocimientos y ser considerados ciertos más adelante; en otros casos, la problemática puede cambiar total mente, e incluso, en otros, varias enfermedades pueden acabar por revelarse como una sola entidad: la sarcoidosis hipodérmica de Darrier y Roussy, el lupus pernio, el eritema marginado en placas de Besnier o la osteítis cistoide de Perthes-Jüngling, pudieron aparecer así como afecciones aisladas e independien tes hasta el momento en que Schaumann demostró que se trata ba de aspectos diversos de una enfermedad autónoma del tejido reticuloendotelial que llevara su correspondiente patronímico. Vemos así que este concepto de enfermedad, en la medici na moderna, corresponde siempre a una entidad aislada, en un conjunto enumerable y finito de enfermedades posibles y que su afirmación en un sujeto dado, así como sus características en el discurso general de la patología, avanza siempre por cami nos semiológicos y clínicos.
El concepto de enfermedad como paradigma en psiquiatría
La crítica de la alienación mental, tal y como lo hemos indi cado en el capítulo anterior, entrañaba ciertos aspectos positi 145
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vos que debemos considerar ahora, reafirmando ante todo que la semiología debe constituir un proceder activo, tanto como la inspección, la palpación y la percusión, y no limitarse a regis trar lo que los pacientes cuenten espontáneamente; J.-P. Falret se dirige así al clínico: Si deseáis llegar a descubrir las distintas posibilidades del estado general en las que predominan y se desarrollan las ideas deliran tes; si deseáis conocer las tendencias, las directrices del espíritu y las disposiciones del sentimiento, fuente de todas las manifes taciones, no reduzcáis vuestro deber de observador al papel pasi vo de una especie de secretario de los enfermos, de taquígrafo de sus palabras o de narrador de sus acciones; convenceos de que si no intervenís activamente, si colocáis en cierto modo vuestras observaciones bajo el dictado de los alienados, el estado interno de estos enfermos se encuentra desfigurado al pasar a través del prisma de sus ilusiones y su delirio (1864: 123). La observación no debiera pues ser pasiva ni limitarse a una labor de secretariado o de mecanografía, ni a transcribir simplemente sus palabras o narrar sus acciones sino buscar los signos que constituyen los elementos necesarios para llegar al diagnóstico, y no las opiniones del paciente sobre sí mismo. La clínica constituye pues un trabajo de investigación que trata menos de representarse la vida íntima del sujeto que de infor marse pacientemente sobre lo que puede ayudar a conocer la afección que padece este enfermo, descartando las otras, para curarlo de aquello que padece y hacerlo con conocimiento de causa. Eso quiere decir que J.-P. Falret se ocupará durante un determinado tiempo de la exploración antes de em prender una terapéutica, pues admite que hay más de una afección mental y que la prim era tarea del médico es la de descubrirla. No se 146
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trata, con tal propósito, de una cuestión banal, sino de un com promiso con el paciente y de una relación con el saber. Podemos precisar este punto, que consideramos esencial, com parando a este respecto la actitud de nuestro autor con la de su contemporáneo, F. Leuret [1797-1851] que, por su parte, seguía fiel al paradigma unitario de la alienación mental. Releamos su Mémoire sur le traitement moral de la folie, que presentó a la Real Academ ia de Medicina, el 21 de agosto de 1838 o, mejor aún, las breves páginas de los Fragments psychologiques sur la folie, que datan de 1834 y en las que refie re sus contactos con una enferma que se autodenominaba la persona de m í misma. Desde las primeras palabras, entra per sonalm ente en una relación de orientación terapéutica, sin nin gún impedimento por la preocupación diagnóstica pues, de todos modos, sólo puede tratarse de una alienada, de suerte que no está justificado entretenerse previamente con la finali dad de precisar el diagnóstico ya que, desde un principio, la relación debe constituir el comienzo del tratamiento. M uy al contrario, J.-P. Falret exige com enzar por una observación, eventualmente prolongada, la única que perm iti rá determ inar qué tipo de enfermedad mental afecta al enfer mo y descartar las otras. N o se trata solamente de dos proce dimientos entre tantos otros, sino de dos relaciones totalmente diferentes con el sujeto; no vamos a dedicar demasiado tiem po a apreciar sus relaciones mutuas, pero debemos recalcar el modo en que tanto la una como la otra son resultado de dos soluciones opuestas dadas a la cuestión esencial de la unidad o de la pluralidad de la patología mental. Pero J.-P. Falret no se contenta con preconizar la investiga ción de las enfermedades mentales de una forma solamente teórica, pues publicó en 1854 un trabajo titulado La fo lie circulaire ou form e de maladie mentale caractérisée p a r Valternative réguliére de la manie et de la mélancolie (1864: 456147
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475), del que P. Pichot (1996: 23) demostró que era franca mente anterior a la locura de doble form a de J. Baillarger. J.P. Falret define así la locura circular: «la evolución sucesiva y regular de un estado maníaco, un estado melancólico y un intervalo lúcido más o menos prolongado» (1864: 461-462). Se trata pues de un conjunto de síntomas cuya evolución, constante cualquiera que sea su duración, se erige en auténti ca enfermedad, con una sucesión típica en un paciente dado y de un paciente a otro. La herencia es bastante frecuente aquí y la enferm edad se observa más a menudo en la mujer que en el hombre. El pronóstico es más bien malo, salvo que los acce sos sean suaves y los intervalos lúcidos prolongados. No se trata pues solamente de la sucesión fortuita de un delirio general y un delirio exclusivo, sino de una enfermedad mental propiamente dicha, entidad morbosa autónoma y no una variedad de la alienación mental. Estas enfermedades mentales son consideradas así como especies morbosas naturales, irreductibles entre sí, y no como variedades de una de ellas, que se hubieran transformado en típica al menos por su semiología y por haber seguido una evolución propia hallada en todos los pacientes afectos por la misma. De aquí que resulte posible integrar en su conjunto los diversos aspectos de aquella frenitis o delirium acutum que la doctrina de la alienación había eliminado del registro legítimo de la patología mental; ciertas enfermedades mentales, que en 1854 siguen aún sin identificar, podrán caracterizarse así por un origen tóxico, infeccioso o tumoral, pues la idiopatía deja de constituir una norma intangible. Pero el ámbito de esas enfermedades mentales se hace tan incierto en sus limitaciones como en su contenido, de tal suerte que hay que intentar establecer un criterio que permita saber si tal afección pertenece o no a ellas. Ya volveremos a estas consi deraciones, pero debemos indicar aquí esa falta de consistencia 148
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inicial, con independencia de precisar ulteriormente las posibles respuestas dadas a esta cuestión, ligada desde luego a lo refe rente al contenido y a la organización de dicho ámbito. En los inicios de este procedimiento, J.-P. Falret propone una simple enumeración de estas pocas enfermedades menta les, bien caracterizadas como tales, al menos desde su punto de vista, pues considera que es demasiado pronto para esbozar una verdadera taxonomía. Considera, en efecto, que para poner orden en la diversidad de las enfermedades mentales (1864: XXX-XLII) no puede esperarse nada ni de la psicología, arbitraria o trivial, ni de la anatomía patológica del cerebro, entonces con un carácter dem asiado general, y que la etiología apenas cuenta salvo en el registro de las intoxicaciones y la epilepsia. En cuanto a la herencia, y también la degeneración mental, llevada al primer plano por su alumno B. A. Morel, las considera tanto a la una com o a la otra como conceptos demasiado extensos, y también dem asiado vagos para que pudiesen servir de base a una clasi ficación seria, y desconfía mucho de la tendencia, notable entonces, a incluir la casi totalidad de esta patología mental en la degeneración y la herencia, consideradas como etiologías indiscutiblemente básicas. No da valor más que a lo que muestre, por otra parte provi sionalmente, la clínica. Recoge pues cuatro enfermedades men tales, que considera bien aisladas en 1864, mientras espera del porvenir que recoja más y permita entonces esbozar su clasifi cación, sin precipitarse por otra parte y conservando todo el espíritu clínico necesario. Hélas aquí: la parálisis general, o locura paralítica, tal y como la determinan, entre otros, los tra bajos de M. Parchappe, en particular su Traité théorique et pratique de la folie, en 1841; la locura circular, identificada trece años más tarde; la locura epiléptica-, y el delirio alcohólico, agudo o crónico. 149
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La cuestión volverá a revisarse bastante a menudo después, pero pensamos que debe concederse una importancia particular a un trabajo de V. Magnan que, siempre desde la perspectiva de las enfermedades mentales, va a proponer una diferenciación que pondrá algo de orden en la enumeración, esbozando así una especie de principio clasificatorio. En 1882, en un texto vuelto a considerar once años después en sus Legons cliniques (2.a ed., 1803: 201-209), opondrá lo que denomina los estados mixtos, que no tienen nada que ver con lo que E. Kraepelin [1856-1926] denominará del mismo modo, y que constituyen enfermedades cuya expresión clínica es tributaria de la psiquiatría, pero cuya etiología está muy ligada en su opinión a las afecciones del sis tema nervioso central, a lo que él califica de locuras propiamen te dichas o de psicosis, y que constituyen el aspecto más fre cuente de la patología mental, pero cuyos orígenes siguen siendo muy discutibles. En estos estados mixtos, incluye la parálisis general, la demencia senil, las lesiones cerebrales circunscritas, la histeria, la epilepsia, el alcoholismo y las intoxicaciones; en el grupo de sus locuras propiamente dichas, retiene la manía, la melancolía, los delirios crónicos, las locuras intermitentes y las locuras de los degenerados. Como buen científico y amigo per sonal de Cl. Bemard (cf. Grmek, 1997: 181-206), espera que el porvenir de la ciencia — recogiendo aquí el título de un texto, entonces inédito, de Renán (cf. 1995 [1848])— hará pasar la mayor parte de estas locuras propiamente dichas a la categoría de estados mixtos, debiendo así desaparecer la patología mental, en su especificidad teórica y hasta en sus instituciones específicas.
— II — No seríamos capaces de tratar aquí, ni aun muy sucinta mente, de todas esas enfermedades mentales, al no poseer una 150
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lista exhaustiva de las mismas, e incluso sin saber si el pro yecto de redactar una podría conservar el menor sentido; nos conformaremos con una muestra seguramente arbitraria, pero que nos ayudará a recordar lo que nuestros predecesores enten dían por este concepto en la época en que dominaba la patolo gía mental. Nos limitaremos a los delirios crónicos, las neuro sis y los estados demenciales. * La cuestión de los delirios crónicos aparece hacia m edia dos del siglo xix y, como recordábamos en un libro reciente consagrado a La chronicité en psichiatrie (1997) y en dos capítulos de la Encyclopédie médico-chirurgicale, escritos con R. Tevissen, sólo se plantea realmente a partir del mom en to en que la oposición entre agudo y crónico se hace perti nente y la esperanza media de vida permite envejecer a los sujetos delirantes. Por otra parte, sabemos que se formula de formas bien diferentes en las tradiciones psiquiátricas francesa y germánica. Al oeste del Rin, antes de 1870, y después del lado de acá de los Vosgos, a partir de 1871, se intenta poner cierto orden en el conjunto de los sujetos delirantes crónicos que, con los paralíticos generales (en los Servicios de hombres), constitu yen una parte importante de los pacientes asilares, esforzán dose en no volver a las monomanías de Esquirol que, a pesar del gran renombre de su creador, seguían constituyendo un ejemplo a no seguir. Hasta el final del siglo xix aproximada mente, se les daba cabida tomando como referencia un deter minado tipo evolutivo considerado como característico. Dos maestros se oponen a ello: Ch. Laségue [1816-1883], ayudado por J. Falret [1824-1902] — el hijo de J.-P. Falret— por un lado, y V. Magnan [1835-1916], secundado por M. Legrain 151
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[1860-1939] por otro; el primero, médico de los Hospitales de París y jefe de servicio en la Pitié y en la Enfermería especial, y el otro, jefe de servicio en la Admisión de Sainte-Anne. Ch. Laségue describe el delirio crónico de evolución pro gresiva, que atraviesa regularmente por cuatro fases, sin ofre cer un final propiam ente demencial; pero precisa que al lado de este delirio crónico realmente específico, hay que admitir la existencia de enfermedades caracterizadas por la prevalencia o la exclusividad de una temática delirante. Retiene así el deli rio de persecución de H. Legrand du Saule, el delirio de gran deza de A. Foville, el delirio de negación de J. Cotard y el delirio de celos de O. Bombarda; estas cuatro enfermedades mentales se oponen al delirio de evolución progresiva, pues en lugar de recorrer diversas fases con temas sucesivamente dife rentes, característicos de cada una de ellas, comienza cada una por una temática propia y la mantiene sin apenas cambio algu no; sus adversarios, por otra parte, no dejarán de encontrar ahí lo fundamental de esas monomanías que se trataba de evitar. V. M agnan procede de manera muy diferente. Describe el delirio crónico de evolución sistemática (cf. 1893: 218-380; M agnan & Sérieux, 1892), que denomina así, no para expre sar el aspecto coherente del delirio sino para indicar que evo luciona inexorablem ente en cuatro episodios fijos: el primero con una inquietud y un malestar indefinibles y falsas interpre taciones, el segundo con ideas de persecución y alucinaciones auditivas y genitales, el tercero con ideas de grandeza y aluci naciones de todos los sentidos, y el cuarto con una debilitación intelectual. Este delirio muy completo e incurable se observa, según Magnan, en sujetos indemnes hasta ese momento a toda anomalía mental, personal o hereditaria, y se opone al que puede sobrevenir en los degenerados, en los cuales las manifes taciones delirantes pueden ser agudas, como en el acceso [bouffé e] delirante polimorfo, o crónicas, como en el delirio crónico 152
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polimorfo, pero en el que toda la temática se produce de golpe y en el que este polimorfismo sin orden difiere radicalmente de la sucesión sistemática del delirio crónico de evolución siste mática. Por esta razón establece así con precisión las bases del diagnóstico diferencial: No se pueden aceptar ya como especies patológicas diferentes las formas mentales descritas bajo el nombre de demonopatía, delirio religioso, teomanía, megalomanía, etc. Con estas formas pura mente sintomáticas todo es confuso y el pronóstico sigue siendo incierto. Lo importante no estriba en saber si el sujeto es teómano o megalómano, si es Dios, rey o presidente de la República, sino en saber si el Dios o el rey, antes de llegar a esta suprema potencia, ha tenido que sufrir una serie de vejaciones o torturas. Este poderoso sujeto, perseguido al principio, se instala en un delirio crónico y, para el clínico, esto significa incurabilidad. Al contrario, el potentado que se ha hecho poderoso sin pruebas pre vias, se sitúa en el grupo de los degenerados y el acceso es gene ralmente curable (1893: 286-287). Los delirios crónicos constituyen pues auténticas enferme dades mentales para la psiquiatría del último tercio del siglo xix, pero su prim er toque de clasicismo tiende a desembocar en un segundo en los primeros decenios del xx; el concepto de degeneración mental y la cuestión de la evolución demeneial se constituyen en problem a rápidamente y el espectro del retorno a las monomanías asoma siempre que nos referimos, aunque sea discretamente, a la temática propia. A causa de ello, los innovadores de esta época van a tratar de sacar un partido taxonómico de lo que denominan entonces mecanismos delirantes. No se trata en modo alguno de preten der que los delirantes se hayan transformado en una especie de 153
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autómatas por el hecho de su delirio, y menos aún de impu tarles un mecanicismo desprovisto de sentido, sino, aun consi derando la temática en desuso, de investigar el fenómeno ini cial origen del delirio y postular que cada tipo autónomo de delirio debe corresponder a un mecanismo propio; no se trata de restaurar aquel estado primordial de delirio que Moreau de Tours concebía como único, sino de preguntarse cuáles podí an ser las alteraciones mínimas de la función mental a partir de las cuales, y respectivamente, el psiquiatra podía represen tarse la vida psíquica de su paciente, y encontrar en ella algo más que un tejido de hechos absurdos. Este concepto de meca nismo muestra así los mismos pasos que el de Ch. Blondel cuando, en La conscience morbide, en 1914, y sobre todo en La mentalité primitive, en 1926, (título idéntico al de un impor tante libro de L. Lévy-Brühl, publicado en 1910), busca analo gías con la locura en el pensamiento prelógico que se adjudica por entonces a los salvajes o en el pensamiento animista que se atribuye por la misma época a los niños. Con esta perspectiva, P. Sérieux y J. Capgras publican en 1909 su libro memorable sobre Les folies raisonnantes, que lleva como subtítulo Le délire d'interprétation. Se trata de una obra que resume los trabajos de varios años e identifica un tipo clínico muy específico, totalmente constituido por la pérdida progresiva del sentimiento de lo contingente y la invasión con tinua por interpretaciones endógenas y exógenas, que originan poco a poco un sistema de red que ocupa todo el interés y todo el pensamiento del sujeto. Comparan la interpretación con una «especialidad patológica» (1909: 225), que identifican con aquel mineralogista que, ante la estatua más sublime, sólo es capaz de interesarse por la variedad geológica de la piedra de que está hecha. Añaden entonces: «la forma que tiene el intér prete de elegir, entre los mil acontecimientos de cada día, úni camente los que pueden adaptarse a su idea dominante, no 154
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constituye sino el resultado de una atención electiva hipertro fiada» (1909: 227). Tres años más tarde, con mucha menor sutileza, G. Ballet describe la psicosis alucinatoria crónica; es otra enfermedad mental, que caracteriza por el hecho de que el paciente se va haciendo delirante poco a poco, a medida que experimenta alucinaciones auditivas, habitualmente peyorativas, y alucina ciones genitales, vividas bien como abominaciones o como satisfacciones inducidas; la temática sigue siendo secundaria a este tipo de experiencia, su evolución se hace crónica y cam i na, según G. Ballet, hacia un estado demencial. Más adelante aparece el interés por el mecanismo im agina tivo, con E. Dupré; después por los mecanismos de automatis mo, por una parte, y por las pasiones, por otra, con G. de Clérambault, pero el propio uso del concepto de mecanismo nos parece pertenecer, al menos en cierto modo, a un periodo algo posterior al que consideramos de momento. Como decíamos más arriba, la cuestión de los delirios cró nicos y, más ampliamente, la de las enfermedades mentales, se plantea, en la psiquiatría de expresión germánica, de una manera bien diferente. Durante el último tercio del siglo xix, varios autores van a individualizar ciertas afecciones mentales y, entre ellas, habrá que conceder un interés especial a las refe rencias clínicas de K. L. Kahlbaum [1828-1899] y de su alum no E. Hecker [1843-1900]. Estos identifican así la catatonía en 18/0, la hebejreniu en 1 8 /i y la heboidojrenia en i 890, como entidades morbosas autónomas y específicas; en parti cular la catatonía, que se edifica con arreglo al modelo de la parálisis general, aunque en ella los trastornos motores, en lugar de afectar a la articulación de la palabra y a la marcha, modifican el tono muscular bajo algunos de sus aspectos, con la flexibilidad cérea, la perseveración, la anticipación y la ecopraxia. 155
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Algo más tarde, a lo largo de las numerosas ediciones suce sivas de su tratado titulado Psychiatrie. Ein Lehrbuch fü r Studierende und Aerzte, E. Kraepelin [1856-1926] va a incluir la catatonía y la hebefrenia con el delirio paranoide en una entidad que denomina dementia praecox y que unifica la evolución hacia un deterioro intelectual que toma por una demencia afec tiva. Esta demencia precoz constituye para él la mayor parte de los delirios crónicos, pero está de acuerdo en oponer a la misma el delirio paranoico, que duda en diferenciar del delirio de los querulantes, considerado por él como psicógeno, como las psi cosis carcelarias, al menos en ciertas circunstancias. De todas formas, Kraepelin estima que este delirio paranoico sigue sien do bastante raro frente a la frecuencia de la demencia precoz. Más adelante aún, va a complicar esta taxonomía de los deli rios crónicos, en razón de los progresos de su propia experien cia clínica, y entre demencia precoz por un lado y paranoia por el otro, considerará cuatro especies morbosas a especificar: la parafrenia expansiva, vecina de la manía delirante, la parafrenia confabulatoría, próxima a la mitomanía delirante, la para frenia sistemática, especie de paranoia alucinatoria, y la parafre nia fantástica; todas tienen en común el no evolucionar jamás hacia un deterioro intelectual y, a pesar de la extravagancia a veces extrema de sus temáticas, mantenerse compatibles con una vida social, profesional y afectiva más o menos normal. El dominio de estos delirios crónicos ha constituido pues, entre el ultimo tercio del siglo xix y el primer cuarto del xx, un campo en el que nuestros predecesores han identificado enfermedades mentales propiamente dichas, caracterizándolas de forma diferente entre sí, por antagonismos semiológicos concretos referentes a la descripción clínica en un momento dado y por la evolución, y sin mostrar una especial predilec ción por la paradoja, bien podríamos decir que, desde un punto de vista estrictamente formal, y sin ignorar por tanto la gran 156
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diferencia de los campos respectivos, la psicosis alucinatoria crónica se distingue del delirio de interpretación, como el abs ceso del pulmón de la dilatación de los bronquios, o incluso como la escarlatina del sarampión: enfermedades diferentes, y no form as clínicas diferentes de la misma enfermedad. * Podemos encontrar un segundo ejemplo ilustrativo de estas enfermedades mentales si nos interesamos por un momento en lo que llegó a ser el campo de las neurosis en la época que actualmente nos concierne. El propio término había sido creado en 1769 por un médico escocés, W. Cullen [1710-1790], gran nosógrafo, para designar un conjunto de afecciones funcionales de los nervios periféricos, sin fiebre, y que se expresaba por alteraciones de los movimientos y del mundo de los afectos. El término gozó después de una extensión muy variable. Para Ph. Pinel — traductor, por otra parte, de Cullen, de quien tom ará más tarde muchos elementos de su propia nosogra fía— era muy amplio y englobaba, por supuesto fuera del campo de la alienación mental, diversas formas de la histeria, la parálisis agitante, la epilepsia, la corea, el tétanos y la letar gía; para E. Georget, debía restringirse imperativamente a la histeria y a la hipocondría, y a pesar de su deferencia por la memoria de Pinel, le hacía ver su laxitud en este terreno. La cuestión queuú en suspensu liablu f¡uu¡ci> Jcl Mgiu Xía, cuando será regulada gracias a la constitución de la semiología neurológica, esbozada por Charcot, Erb y Vulpian, pero llevada a cabo efectivamente por J. Babinski [1857-1932], J. Déjerine [1849-1917], G. Holmes, S. Freud [1856-1939] y J. André-Thomas. No es éste el lugar de recordar que la semiología neuro lógica es muy posterior a la semiología psiquiátrica y que sólo pudo llegar a constituirse mediante una feliz cooperación entre 157
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la anatomía normal, la embriología, la anatomía patológica y la experimentación animal, en una época en que la misma per sona podía dominar realmente estas diversas disciplinas, cono cer sus progresos a través de la lectura de la prensa científica internacional y seguir siendo un clínico. La consecuencia es una distribución bastante racional de este terreno dem asiado amplio y a menudo confuso. La neu rología ha renunciado a utilizar el término de neurosis como perteneciente a su propio vocabulario y ha tomado para sí, como un bien legítimo, la epilepsia, la corea de Sydenham, la corea de Huntington y los síndromes parkinsonianos, mientras que la psiquiatría conservaba el resto, teniendo siempre en cuenta que la histeria de conversión continuaba indivisa entre ambas disciplinas. El campo así devuelto a la psiquiatría por la neurología ha conservado pues el monopolio exclusivo de este término de neurosis, pero se ha distribuido de dos formas algo diferentes, según los dos principales clínicos en cuestión. Para P. Janet [1859-1947], cuyo libro de 1909 titulado Les névroses consti tuye una buena síntesis de sus concepciones personales, el con junto se organiza con la oposición entre la histeria y la psicastenia, basada en criterios clínicos muy claros y sin ambigüedad. Esta diferenciación va a durar y no es totalmente incompatible con la otra. Para S. Freud, la taxonomía de P. Janet no basta y convie ne tom ar en consideración, por supuesto los elementos clíni cos, pero también las concepciones psicopatológicas directa mente ligadas al estado del psicoanálisis en esta época (cf. G. W., I: 57-74, 313-341, 343-353, 357-376; S. E., III: 41-61, 6982, 85-115, 123-139; O. C., III: 41-61, 69-82, 85-115, 123138). Introduce una primera oposición general entre las neuro sis actuales y las neurosis de transferencia (o de defensa); en la prim era categoría, distingue la neurosis de angustia, la 158
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hipocondría y la neurastenia, y en la segunda, la histeria de conversión, la neurosis fóbica y la neurosis obsesiva (o com pulsiva), y debemos precisar de paso que la identificación de la neurosis fóbica y su diferenciación con la neurosis obsesiva se deben específicamente a S. Freud, pudiéndose decir por ello que ha identificado una nueva enfermedad. El cam po de las neurosis constituye así un grupo de enfer medades mentales aisladas entre sí, provistas de característi cas clínicas y psicopatológicas individualizadas y que se muestran más o menos monosintomáticas, al menos por lo que se refiere a la neurosis de angustia, la neurosis fóbica y la neu rosis obsesiva. En cuanto al término de neurosis narcisista, quedó rápidamente abandonado. * El último ejemplo ilustrativo que vamos a utilizar en este tra bajo se refiere al campo de las demencias. Como es bien sabido, esta palabra es la traducción del término dementia, propio del latín médico, cuando éste empezó a suplantar al griego. Enton ces tenía una acepción amplia y vaga, sirviendo para designar toda clase de trastornos mentales, deficitarios o no, del que dan testimonio locuciones tales como demencia vesánica y demencia neurótica, o incluso el artículo que en 1882, en el ilustre Dictionnaire encyclopédique des sciences médicales de A. Dechambrc, B. Ball consagra a cí>Ic lema (cf. 1882, 1.°, XXVI: 559 605). A hora bien, entre el final del siglo xix y el comienzo del xx, algunos autores germánicos, como O. Binswanger (cf. 1894) o A. Alzheim er [1864-1915] (cf. 1898, 1910-1911), y franceses, como M. Klippel (cf. 1904) o A. Marie [1865-1934] (cf. 1906), van a dar un sentido completamente diferente a esta proble mática, adoptando un procedimiento directamente inspirado en el método anatomoclínico. 159
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Ante todo, van a describir un síndrome demencial, en el que se asocian de forma progresiva y con un proceso de agra vación inevitable, alteraciones de la memoria, que afectan al principio a los recuerdos recientes y a las adquisiciones actua les, una desorientación en el tiempo, con la incapacidad de recordar fechas y una desorientación en él espacio, errores de juicio, una pérdida del sentido de lo absurdo, y a veces falsos reconocimientos y una fabulación ante cualquier pregunta, carente de sistematización. Este es el diagnóstico positivo, A continuación van a diferenciar este síndrome demencial de lo que se puede observar en los estados confusionales y en ciertos aspectos de los retrasos mentales: se tratará entonces del diagnóstico diferencial. Pero observarán también que este síndrome coincide siem pre con una atrofia bilateral y simétrica de la corteza y una dilatación ventricular correspondiente, atrofia localizada así en los territorios que, con P. Flechsig, se denominaban enton ces las áreas de asociación, pero respetando los campos pro pios de las funciones simbólicas: diagnóstico anatómico. Ya comenzaba entonces a saberse que, si muchos de estos síntomas demenciales tenían relación con la edad de los pacientes — podría tratarse entonces de una arterioesclerosis, en los casos de demencia con ateroma, o de una abiotrofia, en el caso de la demencia senil— , se podían observar también en circunstancias independientes de la edad: intoxicaciones exógenas, encefalitis por gérmenes figurados o por virus, trauma tismos, etc. Este último capítulo del síndrome demencial caracterizaba así su diagnóstico etiológico. * Estos tres ejemplos ilustrativos, a los que podríamos añadir fácilmente algunos más, muestran con bastante claridad que 160
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en esta época el campo de la psiquiatría consideraba cierto número de enfermedades mentales bien identificadas, aisladas entre sí y que podían, algunas de ellas, agruparse en campos relativamente autónomos. Se imponen entonces dos observa ciones: por una parte, estos campos, sumados entre sí, no lle gaban a cubrir la totalidad de la psiquiatría; por otra, si dentro de ellos era posible ordenarlas en cierta medida, esbozando así una taxonomía, lo más que se alcanzaba era una enumeración de unos campos junto a otros, sin llegar a lo que se había pre tendido: una clasificación y no una yuxtaposición; organiza ción parcial pues, aún cuando los índices de ciertos tratados pudieran producir una falsa ilusión, acreditando la posibilidad de una sistematización total y hegemónica de estos campos. Revisando una vez más nuestra recopilación, nos damos cuenta de que, si bien se refiere a las enfermedades mentales, este término de enfermedad nos remite a modelos bastante diferentes como, por otro lado, habíamos observado que era el caso en el resto de la medicina. En todas las posibilidades con sideradas, la clínica y la evolución son típicas, y el modelo corresponde muy bien al propuesto por Sydenham. En los deli rios crónicos, hay que añadir la prevalencia de los mecanismos específicos para cada categoría considerada. En las neurosis, el lugar lo ocupa la psicopatología tenida en cuenta, simple para R Janet, y más compleja para S. Freud. En el caso de las demencias, si los aspectos etiológicos y fisiopatológicos se mantienen a menudo a nivel de conjeturas, la anatomía patoló gica constituye lo más esencial de la individualización.
La crisis del paradigma de las enfermedades mentales Este paradigma de las enfermedades mentales, del que aca bamos de recordar sus principales formulaciones y exponer tres 161
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ejemplos, va a acabar desembocando en una crisis que lo tras ladará a un segundo plano y lo sustituirá por el de las estructu ras psicopatológicas. Debemos considerar ahora por qué carac terísticas se expresa esta crisis y cómo la individualización de la esquizofrenia por Bleuler en 1911 muestra una expresión precisa y concreta de ella.
Cuatro aspectos de la historia de la patología mental de este periodo nos parecen muy significativos a este respecto, aunque a primera vista puedan parecer harto heterogéneos entre sí. Vamos a considerar aquí en primer lugar la multiplicación de las especies morbosas, después el cuestionamiento del valor esclarecedor del concepto de localización cerebral, así mismo las consecuencias de la epidemia de la encefalitis de C. von Economo y, por último, el alcance de cierta evolución de las ideas de S. Freud. * El reconocim iento de la primacía de este concepto de enferm edad por toda la medicina moderna, consecutiva a los trabajas de la Escuela de París, de lo que ya hemos hablado a menudo, desencadenó rápidamente la m ultiplicación de los nom bres de enferm edades y síndromes, y basta con repasar cualquier diccionario de enferm edades ligadas a un apellido ilustre para encontrar innum erables ejem plos de este fenó meno. Ello nos parece inevitable por dos órdenes de razones. Prim er motivo: una de las formas de inmortalizar su patro nímico, al menos durante algunos decenios, consiste en ligar 162
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el propio nombre a una enfermedad realmente nueva, que el autor sería el primero en haber individualizado auténticamen te; o bien, a falta de una enfermedad desconocida hasta la fecha, puede servir al caso el aspecto particular que ofrezca una enfermedad ya identificada, con tal de que parezca real mente particular; por ejemplo, una vez reconocida la poliar tritis crónica evolutiva, P. Marie ha podido, con toda razón, asociar su nombre a la espondilosis rizomélica, que constitu ye, por su localización, una variedad típica y original, y así sucesivamente. El adagio de los empiristas, que aconsejaban: entia non sunt multiplicando, praeter necessitatem, se trans forma entonces en un consejo opuesto: entia sunt m ultiplican do, propter sui nominis immortalitatem. Segundo motivo: si una de las misiones de la clínica médi ca consiste en distinguir las especies morbosas entre sí, y si el riesgo de confundir dos con una sola tiene más consecuencias enojosas que el inverso, interesa proseguir las diferenciacio nes, aunque se consideren como afecciones diferentes dos for mas clínicas de la misma enfermedad. La psiquiatría no ha actuado de forma diferente al resto de la medicina, y basta con comparar, con cuarenta años de inter valo, los índices y sobre todo los índices de materias en uso o los de las revistas, para convencerse. Pero tal proliferación acaba por hacer interminable el aprendizaje y por menoscabar el propio uso de las diferenciaciones. Una aventura semejante se produce más o menos por la misma época en la citoarquitectura. Los trabajos de K. Brodmann, por ejemplo, o los algo posteriores de C. von Economo y G. N. Koskinas, proponían aislar un número bastante peque ño de áreas citoarquitectónicas, diferenciadas entre sí con arreglo a criterios simples y de cómodo aprendizaje, corres pondientes a funciones fisiológicas comúnmente admitidas y susceptibles de estar correlacionadas con síndromes clínicos 163
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bien definidos. Las investigaciones ulteriores de C. y O. Vogt condujeron a multiplicar el número de áreas individualizadas sobre la base de características sutiles que tan solo los espe cialistas más competentes podían emplear y ya sin correlacio nes anatomo-fisiológicas practicables. Habrá que esperar a los trabajos de P. Bailey y G. von Bonin, sintetizados en su libro de 1951, para que el concepto de sector tálamo-cortical venga a reorganizar totalmente los elementos de este problema. * Al mism o tiem po o casi a la vez, la inspiración que había proporcionado a la neurología el desarrollo de las localiza ciones cerebrales com enzaba a extinguirse y la edad de oro de J. D éjerine desaparecía poco a poco, por dos razones con vergentes. Por un lado, la descripción de síndromes hasta la fecha mal conocidos o ignorados se prestaba cada vez peor a localiza ciones simples y precisas: las astereognosias, las agnosias, las apraxias ideomotoras o ideatorias, las alteraciones del esque ma corporal, la heautoscopia, el miembro fantasma y algunas otras análogas, respondían cada vez peor al esquema de P. Flechsig, y los trabajos de P. Schilder o de J. Lhermitte exigí an nuevos modelos de diferenciación. Por otro lado, salvo por lo que se refería a los lóbulos preírontales, la corteza cerebral perdía interés en relación a las paredes del tercer ventrículo, en las cuales ni las organizaciones histológicas ni las funciones fisiológicas poseían la nitidez característica del manto cortical. A partir de aquí, esos modelos de conocimiento, que habían mostrado su fecundidad durante cincuenta años, perdían cada vez más su valor heurístico. *
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La encefalitis letárgica, individualizada por C. von Econo mo, y cuya epidemia se extendió por Europa de 1917 a 1925, desencadenó una serie de problemas ligados en parte a los que acabamos de mencionar, tanto por sus aspectos agudos como por los crónicos, La causa propiamente dicha sigue siendo un enigma, pues se trataba indiscutiblemente de un proceso infec cioso, se descartaba la posibilidad de un germen figurado y se volvía a la hipótesis de un origen viral, sin que por otra parte las técnicas entonces en uso permitiesen aislar e individualizar el virus en cuestión; y como esta encefalitis ha desaparecido definitivamente, de nada han podido servir después todos los progresos de la virología. Desde el punto de vista histológico, se trata de una polioencefalitis, que afecta pues a la sustancia gris y, por ello, pró xima a las encefalitis de las paperas o del herpes. Desde el punto de vista de la localización de las lesiones, todo el mundo sabe que aún cuando pueden ser difusas, predominan a nivel del mesodiencéfalo y de las paredes del tercer ventrículo, es decir, en una región que, según se pensaba en aquella época, afectaba sobre todo al ritmo de la vigilia y el sueño, a los gran des procesos metabólicos y a los instintos, en particular a la sexualidad. Los estudios clínicos mostraban casos agudos, a menudo mortales, y casos crónicos; a propósito de estos últimos, se afirmaba que podían ser observados en ellos la totalidad de los síndromes psiquiátricos, de tal modo que una sola enferme dad, con afectaciones subcorticales más o menos idénticas, podía ponerse de manifiesto mediante expresiones clínicas tan numerosas y variadas que proporcionaban de por sí la prueba del poco valor de las localizaciones, puesto que se trataba del subcórtex y no del córtex, y que las mismas lesiones daban lugar a cuadros clínicos totalmente dispares, salvo por algunos elementos comunes. 165
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Hoy nos parece más o menos indudable que, en nuestros días, convendría proponer una interpretación muy diferente y sobre todo, dubitativa y moderada, de estos fenómenos. Sin embargo, nuestros más ilustres predecesores no dudaron en considerar a la encefalitis epidémica a la vez como la prueba del valor esclarecedor de las lesiones del sistema nervioso en psiquiatría y como la demostración evidente de la futilidad de las investigaciones localizadoras. Esta venía a ser, con pocas variantes, la posición de V. Truelle y G. Petit en su comunica ción al Congreso de Quimper en 1922, y nos ayuda a captar el sentido de una de las razones para volver al valor heurístico de este concepto de enfermedad mental en dicha época. * Sin hacer un uso excesivo de la mezcla de géneros, debemos tomar también en consideración la evolución del pensamiento psicoanalítico que condujo a S. Freud — tras haber organizado, por así decir, una clasificación de las neurosis que las conside raba como verdaderas enfermedades determinables de forma diferenciada a la vez por la clínica y por la metapsicología— a modificar su punto de vista, en razón de aquello que la práctica del psicoanálisis le había enseñado en este intervalo de tiempo. Ya en sus comentarios sobre las Memorias del presidente Schreber, publicadas en 1911 (G. W., VIII: 240-316; S. E., XII: 9-82; O. C., XII: 11-73), en particular en la última parte, man teniendo una diferenciación clínica precisa entre delirio de persecución, erotomanía, delirio de celos y delirio de grande za, había mostrado la unidad metapsicológica de estos cuatro aspectos, que ya no podían constituir rigurosamente cuatro enfermedades en la acepción médica de este término. Más tarde, con la Metapsicología, en 1915 y 1917 (G. W., X: 209-232,247-261,263-303; S. E., XIV: 109-204; O. C., XIV: 166
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105-201) y más aún, con textos como Psicología de las masas y análisis del yo, de 1921 (G. W., XIII: 73-161; S. E., XVIII: 69143; O. C , XVIII: 67-136) y El yo y el ello, de 1923 (G. W., XIII: 237-289; S. E., XIX: 12-59; O. C., XIX: 13-59) afirmará cada vez con mayor firmeza la primacía del punto de vista metapsicológico, que tiende siempre a desvelar un proceso unitario, por encima del punto de vista clínico, que trata de separar las entidades morbosas entre sí sin interesarse real mente por lo que pudiera unificarlas al nivel de la psicopato logía. Ahora bien, en este periodo, el psicoanálisis — acepta do, discutido o excluido— desempeña un gran papel respecto a la reflexión psiquiátrica, de tal modo que el mantenerse den tro del paradigma de las enfermedades mentales, es decir, con cediendo la primacía a la separación de unas afecciones men tales de otras, equivale entonces a alejarse del psicoanálisis y de todo lo que se esperaba de él en beneficio de la psiquiatría. Quedaba aún la oposición entre el campo de las neurosis y el de las psicosis, así como el de ambos con aquellos otros en los que prevalecían las etiologías exógenas y las lesiones cere brales circunscritas; sin embargo, se discutía la pertenencia legítima de estas dos últimas posibilidades a la psiquiatría, salvo por razones prácticas de asistencia y de cuidados, y, den tro de este mismo orden de ideas, se hablaría más adelante del núcleo psicótico de las neurosis.
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cu an d o releemos el texto de Bleuler sobre el grupo de las esquizofrenias, tal y como apareció como una de las contribu ciones al Handbuch der Psychiatrie que dirigía entonces G. Aschaffenburg [1866-1944] nos asalta una duda: ¿Se trata de la presentación, entonces renovada y crítica, de la concepción 167
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que Kraepelin se formaba de la demencia precoz o de la iden tificación de una nueva enfermedad, desconocida hasta la fecha, o incluso de alguna otra cosa? A pesar del título, en el que el adverbio oder viene a sepa rar la Dementia praecox del Gruppe der Schizophrenien, sugi riendo una equivalencia entre las dos primeras palabras y las otras tres, el trabajo de 1911 nos parece algo muy diferente de una presentación académica del pensamiento de Kraepelin, aun realizada con reservas y críticas. Sin atribuir a la gramáti ca más de lo que puede de hecho significar, debemos recalcar de entrada una diferencia de número entre los dos términos de esa supuesta equivalencia: Dementia praecox se encuentra en singular, y sin artículo, puesto que se trata de un vocablo lati no, y es el nombre de una enfermedad que, para Kraepelin, es fundamentalmente unitaria, pese a los diversos aspectos de que se puede eventualmente revestir; lo que sería considerado como su equivalente, Gruppe der Schizophrenien, está consti tuido por un partitivo en singular seguido de un complemento en plural, precedido de un artículo definido en genitivo, pues to que se trata de la lengua alemana. Una enfermedad en singular no podría equivaler a varias enfermedades en plural, lo que nos sugiere una lectura algo dife rente de este título. Por un lado, oder no introduce entre los dos términos una equivalencia sino que quiere decir más bien que el segundo debe sustituir al primero, pero dentro de una nueva perspccliva que exclusa Je aíilcmanu la posibilidad Je cualquier sinonimia. Por otro lado, hablar del grupo de las esquizofrenias, significa sugerir que no puede tratarse de una reagrupación secundaria de enfermedades primitivamente separadas entre sí, pues esto es precisamente lo que había llevado a cabo Kraepelin al unificar la catatonía, la hebefrenia y la psicosis paranoide.
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Sin insistir demasiado en tales consideraciones, con lo que correríamos el riesgo de perdernos en cuestiones insolubles de semántica, podemos darnos cuenta, desde las primeras páginas del libro, qúe se sitúa en una perspectiva predominantemente psicopatológica, en la cual la clínica sólo tiene un papel secun dario. Lo que hacía de la demencia precoz una enfermedad propia mente dicha, a los ojos de Kraepelin, y reducía la catatonía, la hebefrenia y la psicosis paranoide al rango de simples formas clínicas de una única afección, era la evolución más o menos rápida, pero inevitable en los casos auténticos, hacia un deterio ro calificado de demencia afectiva, a fin de cuentas siempre la misma, cualesquiera que fuesen las formas de desembocar en ella: la evolución garantizaba la unidad de la enfermedad. Bleuler apenas intenta corregir eventualmente este esque ma, pero se sitúa inmediatamente en otra perspectiva, en la que la clínica se inspira, por así decir, en concepciones no clí nicas, de las que procede en su mayor parte. Define así su campo: ... un grupo de psicosis que evoluciona tanto de manera crónica como en forma de brotes, que puede detenerse o retroceder en cualquier estadio, pero que sin duda impide una restitutio ad integrum total. Este grupo está caracterizado por una alteración del pensamiento, de los afectos y de las relaciones con el mundo exterior de un tipo específico y que no r,c encuentra en ningún:’ otra parte. En todos los casos, aparece una escisión más o menos clara de las funciones psíquicas; si la enfermedad se halla fran camente manifiesta, la personalidad pierde su unidad; la persona puede estar representada tanto por uno u otro de sus complejos, pues la influencia recíproca de cualquiera de ellos y de las aspira ciones es insuficiente o falta totalmente; los complejos psíquicos no confluyen como en el sujeto sano en un conglomerado de aspi 169
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raciones con una resultante homogénea, antes bien, un complejo determinado se hace dueño temporalmente de la personalidad mientras que otro grupo de representaciones o de aspiraciones queda eliminado por una fractura y se vuelve total o parcialmen te inoperante. Las ideas no surgen a menudo sino parcialmente y se constituye una idea nueva con fragmentos de otras, agrupados de manera impropia (1993: 45). Nos parece bastante evidente que estos términos: escisión de las funciones psíquicas, complejos, unidad de la personali dad, resultante o fractura, constituyen conceptos psicopatológicos y no propiam ente semióticos, y que sólo pueden conser var su sentido dentro de una psicopatologia determinada, en este caso la que el asociacionismo sugiere a Bleuler, por cono cimiento directo y por influencia de los trabajos experimenta les de C. G. Jung sobre la psicología de la demencia precoz. La sintomatología, que cubre toda la primera parte de la obra (1993: 53-294), se organiza por el enfrentamiento de los síntomas fundamentales con los accesorios; los primeros son permanentes y específicos, y Bleuler los define así: los síntomas fundamentales están constituidos por el trastorno esquizofrénico de las asociaciones y de la afectividad, o sea por una tendencia a situar las fantasías por encima de la realidad y a atrincherarse frente a ella (autismo). Se puede añadir, por otra parte, !n de r:interna:; que desempeñar, un ^ran pape! cr. algunas otras enfermedades, por ejemplo los trastornos primarios de la percepción, la orientación, la memoria, etc. (1993: 55). Esta distinción requiere igualmente el concurso de la psicopatología, como las que expondrá en la décima parte (1993: 443-568) entre los síntomas primarios, procedentes directa mente del propio proceso, y los secundarios, relacionados con 170
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lo que permanece sano en el sujeto y en su relación con el mundo exterior. Sin desarrollar más estas consideraciones, vemos que, en 1911, Bleuler no describe una nueva enfermedad, la esquizo frenia, a añadir a las ya conocidas por entonces, sino que se sitúa en una perspectiva radicalmente psicopatológica, para reorganizar todo el campo de los delirios crónicos desde un punto de vista superior al de la simple descripción clínica, introduciendo en él al grupo de las esquizofrenias. Podemos considerar pues que vuelve a poner así en cuestión el valor del paradigma de las enfermedades mentales. Por otro lado, el escaso lugar que concede, algo a regaña dientes, a la paranoia nos parece sugerir un retorno de la Einheitpsychose [psicosis única] y a la unidad perdida entonces de la patología mental. Incluso aunque, en 1926, Bleuler expu so una concepción de la esquizofrenia que volvió a hacer de ella una enfermedad mental en singular, con su trabajo de 1911 contribuyó en gran medida a poner de nuevo en cuestión el paradigma prevalente por entonces.
El legado del paradigma de las enfermedades mentales Este paradigma tocaba pues a su fin en los años que siguie ron a la Primera Guerra Mundial, pero no desapareció total m ente, cuiiiu tcUüpuCu iu iu¿u aut.es> que eí ci pauuiiyiim de ui
alienación mental, y por esta razón debemos dedicar un instan te a examinar lo que ha legado a la época del paradigma siguiente y que persiste, sin duda a su manera, al final del siglo XX. Incluso aunque nada quedase de él, le deberíamos todavía ese término de enfermedad mental, empleado, por otra parte, tanto en singular como en plural, y que no logramos excluir de nuestro vocabulario, en el que su persistencia muestra cómo 171
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permanecen de modo insistente, incluso aunque las deseche mos, dos cuestiones: por una parte las relaciones de inclusión o de exclusión de la psiquiatría en el campo de la medicina, con sus presupuestos y sus consecuencias, y por otra el problema del carácter reductible o irreductible de la diversidad, al menos aparente, de los aspectos clínicos de la patología mental, a alguna unidad subyacente. Pero esta herencia afecta al menos a otros tres aspectos de las adquisiciones de este periodo.
Tenemos que reconocer ante todo que ha sido durante la prevalencia del paradigma de las enfermedades mentales cuan do se ha constituido realmente este thesaurus semióticas del que hacemos uso todavía. Esta observación no nos parece de orden puramente contingente, sin duda por tres razones. Por una parte, los signos sólo tienen utilidad si hay que separar entre sí al menos dos entidades morbosas, de tal suer te que su empleo carece de sentido y de alcance mientras se considere que la patología psiquiátrica corresponde a la uni dad de la alienación mental; volvemos a encontrar así la im portancia de la pluralidad para definir el concepto de enfer medad en este campo, como ya hemos insistido en repetidas ocasiones. Por otro lado, si los signos se ponen de manifiesto a Iravés de las confidencias que cl pacienlc refiere sobre su estado, no se limitan a ser registrados por un clínico pasivo, y la práctica que aconsejaba a J.-P. Falret no hacer simplemente un relato mecanográfico de los enfermos, significa que el médico debe buscar de una manera activa los elementos útiles para su investigación; indudablemente, corre el riesgo de suge rirlos y el buen proceder del clínico debe consistir en recoger lo que el paciente le confía, sí, pero también en llevar a cabo de 172
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forma prudente un inventario correcto de las posibles altera ciones de la experiencia vivida por el sujeto, inventario serio, por supuesto, pero teniendo en cuenta de antemano que será muy difícil hacerlo exhaustivo. Por otra parte, esta investigación de los signos no tendrá la finalidad de intentar que el clínico desemboque en un proceso intuitivo que le permita reproducir en su propia experiencia interior la del paciente, pues no se trata en modo alguno de un proceder del orden de la Einfühlung [empatia], sino de locali zar en el paciente la presencia o ausencia de elementos pertene cientes a ese thesaurus semioticus, del que hablábamos anterior mente y del que debemos recordar que constituye un conjunto enumerable y finito. Por último, en tanto permanezcamos dentro del paradigma de las enfermedades mentales, se trata, propiam ente hablando, de poder asegurar en un paciente la presencia de cierto núme ro de elementos pertenecientes a la semiología psiquiátrica, y no de conocerlo en cuanto sujeto, y menos aún de pretender conocerlo totalmente. Ya veremos más adelante que cierto aspecto del paradigma de las grandes estructuras tenderá a exi gir un conocimiento total del sujeto y que uno de los legados del paradigma de las enfermedades mentales es el de rechazar tal empresa, considerándola desde luego absolutamente impracti cable, peligrosa sin duda y probablemente irracional.
— II — En un terreno algo diferente, este paradigma de las enfer medades mentales corresponde muy netamente a la necesidad práctica de distinguir, al menos de facto, las diferentes apa riencias clínicas, incluso si nos reservamos el juicio sobre el fondo de las cosas, es decir, el carácter irreductible de los 173
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aspectos semióticos entre sí. Para un simple conocimiento práctico y provisional que no afirme nada definitivo, ni que decir tiene que la excitación maníaca, por ejemplo, difiere sen siblemente del déficit intelectual, y que haría falta una larga elucubración teórica para demostrar que ni uno ni otro consti tuyen en realidad más que dos aspectos de la alienación men tal. Y es que, en efecto, la clínica comienza siempre por los síntomas aparentes y se mantiene ahí durante largo tiempo, mientras que el fondo psicopatológico sigue teniendo bastan te a m enudo el carácter de conjetura.
— III — El valor de los síndromes está en función, por supuesto, de las diferentes etiologías a las que deberían referirse, pero tenemos que reconocer que, dentro del campo de la psiquiatría, tienden bastante a menudo a no salir de su carácter de mera apariencia externa o incluso a recibir el epíteto de primitivos, es decir, el de referidos a sí mismos, como idiopáticos, criptogenéticos o esen ciales y, de algún modo, causa sui, cada uno causa de sí mismo. En la obra de Ph. Chaslin encontramos una reflexiva ilus tración sobre ello. En el año 1B95 publica un libro titulado La confusion mentale primitive en el que describe de forma magis tral y, en algunos aspectos, definitiva, el síndrome confusional en su formal completa y. después, con diversas variantes. Chaslin expone entonces, aun cuando se haya mantenido durante toda su carrera dentro de una reserva crítica difícil a veces de distinguir de cierto escepticismo desengañado, una situación etiológica que se establece con arreglo a tres posibi lidades: en la primera, el síndrome confusional constituye por sí mismo su propio origen, que es lo que denomina la confu sión mental primitiva; los otros dos se consideran secundarios; 174
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en la segunda, se trata de estados confusionales, con una nota frecuente de onirismo, relacionados con una intoxicación exógena o con una enfermedad infecciosa hiperpirética; en la ter cera, se trata de los estados confusionales que pueden sobreve nir, de manera por otra parte episódica, en diversas afecciones mentales tales como la manía, la melancolía o ciertos delirios crónicos. Ello equivale a reconocer que este concepto tan valioso de síndrome puede adquirir a fin de cuentas un carác ter bastante polisémico.
— IV — Ocurre más o menos lo mismo desde el punto de vista del tratamiento. Señalábamos anteriormente que la medicina, en su tradición helénica, helenística y romana que remitía todo espe cíficamente a la naturaleza ((pvcng) [physis] y a la razón (Xoyoq) [logos], excluía de antemano toda panacea, y nos hemos tenido que preguntar por un instante si el tratamiento moral de la locu ra, tal y como lo preconizaban de manera exclusiva Pinel y sus alumnos inmediatos, no constituía una especie de panacea, pa nacea rediviva, certe, sed panacea iterum. Pero en tanto el pro pio objeto de la patología siga siendo único, se corre el riesgo de que su tratamiento pueda ser considerado único también. Cuan do se introduce la pluralidad con el concepto de enfermedad mental, se impone de golpe In diversidad de tratamientos, de. tal suerte que para todo tratamiento nuevo, y también para los tra tamientos anteriores, deben plantearse dos cuestiones: para una enfermedad dada, la cuestión de elegir un tratamiento antes que otro, y para un tratamiento dado, la de sus indicaciones y con traindicaciones. El paradigma de las enfermedades mentales, en plural, ha contribuido así ampliamente a excluir todo lo que podría semejarse a una panacea y a considerar siempre, para un 175
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paciente determinado, la elección de tal o cual tratamiento en lugar de tales otros, y para un tratamiento determinado, la dis cusión de su indicación y de sus contraindicaciones. * Al abandonar este largo capítulo sobre el paradigma de las enfermedades mentales, concebimos tal vez con mayor clari dad las consecuencias que marcan siempre la problemática de la psiquiatría, aunque nos encontremos ante el tercer milenio de nuestra era y que este paradigma, como ya comenzamos a darnos cuenta y precisaremos con más detalle en el capítulo siguiente, haya tenido que ceder el puesto al de las grandes estructuras psicopatológicas. Por una parte, el retom o a la unidad de la alienación men tal sigue de todos modos excluido; por otra, la cuestión de las etiologías sigue siendo siempre una cuestión a considerar, en particular a la luz de la distinción, que se impone cada vez más, entre la causa de la enferm edad— causa próxima o causa eficiente— y el proceso morboso correspondiente, sin hablar de los factores de riesgo y del concepto de vulnerabilidad. Por otra parte, cualesquiera que lleguen a ser las respuestas a las cuestiones precedentes, la semiología y la clínica, consi deradas a la vez de manera sincrónica y diacrónica, conservan una especie de prim acía previa a toda interrogación sobre la causa o el proceso, pues todo conocimiento procede, en última instancia, de lo que se haya podido aprender en el campo de la semiología y de la clínica. Y para terminar, y en cierto modo al contrario, por muy crí tica, reservada y recelosa que deba ser toda reflexión psicopatológica, apenas es sostenible un empirismo estricto, y la psiquia tría no puede ignorar sus relaciones, por otra parte bilaterales y no jerárquicas, con otras disciplinas. 176
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Tal vez debamos volver por un instante a esta última afir mación relativa al estatuto y al alcance exacto de lo que con viene concebir con esta locución de empirismo estricto, lo nos debe dar ocasión para precisar por qué razón no hemos emple ado el término de positivismo, que en rigor podríamos haber utilizado eventualmente en lugar de aquél. El más elemental conocimiento de la historia de la filoso fía moderna nos impide situar en el mismo saco — valga la expresión— a F. Bacon, Th. Hobbes, J. Locke, Condillac, D. Hume, Th. Reid y Auguste Comte, por no hablar aquí del Cír culo de Viena y de R. Carnap, seguramente los más rigurosos de todo el grupo. Pero las muy elaboradas concepciones de A. Com te sobre el lugar que le corresponde a la medicina en la jerarquía de las ciencias y sobre las funciones de la medicina en la sociedad, nos impiden hacer aquí la menor concesión al em pleo de una referencia al positivismo. No ocurre lo mismo con el empirismo, que nos vamos a volver a encontrar, ade más, en el último capítulo de esta segunda parte. C uando decimos que este empirismo no nos parece ser suficiente en psiquiatría durante la prevalencia del paradig ma de las enferm edades mentales, querem os adelantar dos afirm aciones en parte convergentes. Por un lado, entendemos por em pirism o la postura, un tanto general, que considera que la psiquiatría clínica logra seguir adelante haciendo que la observación prevalezca sobre los presupuestos, es decir, la clínica sobre la psicopatologia, y también sobre el estudio de las condiciones de posibilidad del conocim iento clínico. Por otro lado, observam os que ateniéndonos exclusivam ente a este punto de vista, no solam ente enm ascaram os un grupo de cuestiones no resueltas, sino que incluso nos olvidam os de que el m enor reconocim iento del síntom a más elemental tiene una historia y unas formas de usarlo que nos interesa esclarecer. 177
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En las páginas que siguen vamos a considerar cómo se ha constituido el tercer paradigma de la psiquiatría moderna y cuáles han sido las consecuencias de esta referencia a las gran des estructuras psicopatológicas, referencia característica de una época que, por simple comodidad, consideramos que em pieza en el año 1926 y acaba en 1977, entre el Congreso de Ginebra-Lausana sobre la esquizofrenia y la muerte de Henri Ey, como ya recordábamos anteriormente. Expondremos en primer lugar las fuentes y las formulacio nes principales de este concepto de estructura que, en sus orí genes, se situaba, evidentemente, en el exterior del propio campo de la psiquiatría y en una serie de disciplinas bastante heterogéneas entre sí. Vamos a considerar después la reorgani zación a que ha dado lugar en el campo de la psiquiatría, pre sentando algunos ejemplos, sin pretender ni un solo momento ser exhaustivos. Podremos formular entonces nuestro interro gante sobre los elementos que han motivado su declive, y tra taremos de precisar, por último, lo que queda tras su desapari ción, al menos parcial.
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El co n cep to de estru ctu ra Si, al comenzar este párrafo, tuviéramos que proponer una definición del concepto de estructura — a pesar del peligro inevitable de iniciar así un camino que debe permanecer abier to mediante un término que entraña el riesgo de cerrarlo de nuevo— propondríamos la que adelanta L. Hjelmslev, lingüis ta em inente de la Escuela de Copenhague en sus Essais linguistiques (1971: 28): «una entidad autónoma de dependen cias internas». Incluso aunque otras formulaciones pudieran parecer igualmente satisfactorias, ésta proporciona la mayor precisión a las disciplinas que se sirven de ella y no prejuzga nada sobre el tema que vendría a organizar ni sobre los cam pos en que podría intervenir. No vamos a considerarla, por supuesto, en todos sus desarro llos sino solamente en cuanto al lugar que ha llegado a adquirir en la cultura científica de entreguerras, ante todo con la Gestalttheorie de M. Wertheimer, de W. Koehler y de K. Koffka, y des pués con la lingüística estructural, con los trabajos de F. de Saussure así como de sus sucesores N. S. Troubetzkoy, R. Jakobson y L. Hjelmslev. Llegados a este punto, debemos fijar otro registro en el que ha desempeñado también un papel de primer orden la neuro logía globalista, que se manifiesta sobre todo a través de los trabajos de A. Gelb y de K. Goldstein, así como en los de H. Head en Gran Bretaña, de K. Lahshley en los Estados Unidos y de J. Lherm itte en Francia. Tendremos que preguntamos entonces por el lugar que hay que conceder aquí a la antropo logía estructural, evidentemente posterior en algunos aspectos, pero casi contemporánea en bastantes otros. Expondremos así sus orígenes y desarrollo, y después reflexionaremos sobre la influencia que no ha dejado de ejercer sobre el conjunto de los conocimientos de esa época. 180
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Sin ceder a la tentación de ser eruditos, que no estaría justi ficada aquí, debemos recordar modestamente que el propio tér mino de estructura se encuentra citado en francés hacia 1530, como préstamo del latín structura que quería decir «construc ción», «edificio», «disposición», «organización», y Cicerón recordaba, al final de la República romana, que structura verborum tenía como acepción «la disposición de las palabras»; el derivado francés significó al principio «organización», luego «esquema», «esqueleto», «disposición de las partes», «forma», «sistema». Los términos de infraestructura y superestructura, que podrían parecemos palabras obsoletas hoy día, al menos desde marzo de 1953, proceden de una terminología ya aban donada desde hace varios decenios, con independencia de que la investigación efectiva padezca tal olvido. La diferencia que, en el terreno de los epítetos, separa structural (hacia 1877) de structurel (hacia 1960), nos parece un tanto conjetural, sin ser en modo alguno coyuntural, y la procedencia del término estructuralismo está fechada (sin gran precisión por otra parte) en 1945. Estructura se traduce al italiano por struttura, y al inglés por structure, mientras que en alemán se conocen cuatro vocablos más o menos sinónimos: Gestalt, Struktur, Form y Aufbau; el primero ha dado nombre a esa Teoría de la forma, cuya impor tancia en todo lo que nos ocupa actualmenle vamos a ver bien pronto, y el último constituye la primera parte del título de un libro de K. Goldstein, que constituye una de las principales referencias en tal registro. Exam inarem os pues, de entrada, los orígenes y desarro llos de este concepto en la cultura científica moderna, y des pués tratarem os de aclarar sus efectos de sentido más signi ficativos. 181
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En un prim er momento, empezaremos por ver cómo, a principios del siglo xx, y en ramas bastante heterogéneas del conocimiento, reaparece la afirmación del valor operativo de una organización de elementos irreductible a la suma de sus partes, sin que, por otro lado, figure siempre el propio término de estructura, en varios campos del conocimiento, campos desprovistos por otra parte del menor vínculo entre sí. Dicho punto de vista se formula a continuación con gran rigor en esa Teoría de la form a, que se impone en la crítica de la psicología experimental clásica, pero que racionaliza clara mente el concepto de estructura en numerosos campos; apare ce después, y adquiere una gran extensión, en la lingüística de F. de Saussure y de las Escuelas de Praga y de Copenhague, y claram ente más tarde, en la antropología social. Ocupa parale lamente un lugar de prim er orden en esa neurología globalista que ejerce una influencia primordial sobre la psiquiatría de esta época. Vamos a recoger uno por uno los diversos aspectos de este concepto de estructura. * Entre el final del siglo xix y el primer tercio del xx, la reno vación de las matemáticas tiene lugar, ciertamente, de muchas formas, pero una de ellas viene u utilizar de manera sistem áti ca los grupos de permutación (cf. Bourbaki, 1984; 309-326), de los cuales, uno de los más simples es el que se denomina el grupo de Klein, y que permite pasar de x a -x, de x a 1/x, de - x a -1 /x y de 1/x a -1 /x (cf. Klein, 1921-1923). Se trata, con toda claridad, de un sistem a de operaciones independiente de los eventuales contenidos, exportable a otros campos y que corresponde a la definición de L. Hjelmslev que m encionába 182
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mos antes. Volveremos a encontrar más adelante estas caracte rísticas en registros muy diferentes y totalmente extraños a las matemáticas. Aproximadamente durante el mismo periodo, la crítica en torno al Nuevo Testamento se renovaba en Alemania, dentro mismo de la teología reformada, aunque también fuera de ella, por una escuela de investigadores que se denom inaba a sí misma Formgeschichtliche M ethode — lo que podría traducir se por método histórico-formal— y que consistía en conside rar cada perícope del texto de los sinópticos o del Evangelio de Juan en su organización formal, extrayendo las invariantes susceptibles de aparecer en otros relatos, y acercándose así a las formas supuestamente más antiguas, a través de un trabajo que antes de interesarse por el sentido de los versículos, inten taba obtener la máxima información sobre lo que podía pro porcionarles la investigación sistemática de las estructuras fonéticas, sintácticas y prosódicas (cf. Dibelius, 1919; Fascher, 1924; Guignebert, 1947: 56-58). Nos ha parecido conveniente hacer una breve alusión a un cam po que, com o el de la crítica del Nuevo Testamento, ape nas concierne a nuestro propósito, pero que ha constituido, en un m om ento dado de la investigación intelectual en Euro pa, un movimiento que — según entendemos en una prim era aproxim ación, aparte de que volvamos más tarde sobre ello— daba más im portancia a la form a que al fondo. Sin perdernos en un registro bastante ajeno a nuestras preocupa ciones actuales, nos ha parecido útil decir aquí algo sobre ello. También debemos dirigir nuestra atención hacia un movi miento que adquirió una notable importancia en la Rusia de comienzos del siglo xx, aún cuando apenas pudo desarrollar se tras la muerte de Lenin, en 1924, pues, considerado como contrarrevolucionario por las autoridades de entonces, fue 183
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abandonado por sus protagonistas, que sólo pudieron sobrevi vir al incorporarse a las normas en vigor y al acomodarse a la ortodoxia impuesta durante largo tiempo por el régimen. Pen samos en la Escuela de los form alistas rusos (cf. Todorov, 1965), y sobre todo en las investigaciones originales que V. Propp consagró entonces, como especialista del folklore, al estudio sistemático de los cuentos de hadas (cf. Propp, 1970; Cl. Lévi-Strauss, 1973: 139-173). Ante el gran número de cuentos populares que tanto él mism o como otros inform adores recogían de los cam pesinos rusos, se planteaban varias cuestiones: ¿Cómo saber cuándo se logró reunir la cantidad suficiente de cuentos com o para poder considerarla representativa tanto de sí mismos como de los dem ás? ¿Cómo estudiarlos con los procedim ientos históricos habituales, siendo así que no era fácil rem ontarse con rigor más allá del periodo exacto en que habían sido transcritos? ¿Qué hacer ante una abundancia y m ultiplicidad que, desde un principio y a causa de su misma variedad, parecía recusar cualquier em presa sistem ática un poco rigu rosa? Desde el comienzo de su libro, propone en estos términos una solución, que no dependerá ni del empirismo propiam en te dicho ni de un proceder de carácter genealógico: La palabra morfología significa el estudio de las formas. En botá nica, la morfología comprende el estudio de las partes constitutivas de una planta, y de sus relaciones entre sí y con el conjunto; dicho de otro modo, el estudio de la estructura de una planta. Nadie ha pensado en la posibilidad del concepto y del término de morfología del cuento. Dentro del campo del cuento popular, folklórico, es posible sin embargo el estudio de las formas y el establecimiento de las leyes que rigen su estructura, con la misma precisión que la mor fología de las formaciones orgánicas (1970: 6). 184
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Por otra parte, en la línea siguiente hace esta precisión: Si esta afirmación no puede aplicarse al cuento en general en toda la extensión de la palabra, puede hacerse en todo caso cuan do se trata de los llamados cuentos maravillosos, los cuentos «en el sentido propio de la palabra». La presente obra está consagra da sólo a ellos (ibidem). Observa, en efecto, que la riqueza y la variedad de tales cuentos, si bien corre el riesgo de descorazonar al investigador novel, no le permiten hacerse ilusiones al folklorista maduro. Semejante abundancia y originalidad no impide que todos estos cuentos puedan reducirse — en el sentido científico de la palabra reducción— mediante el esclarecimiento de una can tidad enumerable, finita y pequeña de invariantes, cuya com binatoria permita producir un elevado número de cuentos, y considerar así sólo los que pueden validarse efectivamente como resultado de una combinatoria precisa, que sólo pone en juego un conjunto muy modesto de elementos irreductibles entre sí. Si se va más allá de las apariencias, se percibe que el cuen to sólo funciona con un número restringido de personajes y que cada personaje lleva a cabo sólo un número también res tringido de funciones. A sí se hace posible elaborar una lista exhaustiva y limitada de personajes y de funciones, y cada uno de los cuentos elegidos — e incluso cada uno de los cuentos posibles— vuelve a encadenar en un relato lineal unos cuan tos personajes ligados entre sí por las funciones determinadas que pueden ejercer. V. Propp resume así su estudio: Se puede denominar cuento maravilloso, desde el punto de vista morfológico, todo desarrollo que parte de una mala acción o de 185
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una falta, y que, pasando por una serie de funciones intermedias, desemboca en una boda o en otras formas de desenlace. La fun ción terminal puede ser la recompensa, el logro del objeto de la búsqueda o, de una manera general, la reparación de la falta, el socorro y la salvación durante la persecución, etc. A este desa rrollo lo denominamos secuencia. Cada nueva mala acción o per juicio, cada nueva falta, dará lugar a una nueva secuencia. Un cuento puede constar de varias secuencias, y cuando se analiza un cuento, hay que determinar de entrada el número de secuen cias de que está compuesto (1970: 112-113). Los tres ejemplos que acabamos de recoger tienen en común, además de coincidir casi en el tiempo, el mostrar cómo, en registros totalmente heterogéneos entre sí y sin nada que corresponda a una determinada influencia, es aconsejable utilizar sistemáticamente la organización estructural — que se puede denom inar también forma— , mostrar que puede reve larse como una fuente de conocimientos muy positivos y que puede ser beneficioso diferir el estudio del contenido. El libro de V. Propp muestra además cómo dar cuenta de una diversidad em pírica, aparentem ente indefinida e inagota ble, sin considerarla como el resultado genealógico de un estadio previo más simple y menos rico (proceder em brioló gico), sino desvelando en ella el resultado de la com binato ria de un pequeño número de elementos discretos y de sus relaciones, recíprocas. Nos hemos detenido en ello pues nos parece preferible advertir, en un mom ento dado de la cultura científica, la convergencia, en regiones ajenas y extrañas entre sí, de posiciones que van a radicalizarse en la Gestalttheorie y, más allá de esta Teoría de la forma, en el estructu ralismo. *
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Pasemos ahora a una fuente mucho más precisa de los desa rrollos del concepto de estructura, es decir, a la Teoría de la forma. Al igual que el conductismo, se pone de manifiesto cla ramente algunos años antes de la Primera Guerra Mundial y, siempre igual que éste, se afirma de manera polémica al criticar radicalmente la psicología experimental alemana clásica, tal y como se había expresado después de mediado el siglo XIX y que alcanzó su punto de perfección con los trabajos de laboratorio de Wundt [1832-1920] en Leipzig y con aquella ley — primera mente enunciada por E. H. Weber [1795-1878], y después per feccionada por G. T. Fechner [1801-1887]— que afirmaba que la sensación (psíquica) varía como el logaritmo de la estimula ción (física). Semejante relación, emblemática de toda aquella experi mentación, venía a resumir una serie considerable de trabajos experimentales sobre los umbrales absolutos y los umbrales diferenciales en el campo de las sensaciones táctiles, auditivas y visuales, utilizando una formulación sobria y empleando una serie de nociones matemáticas asequibles todavía a todos, aun que ya eruditas. Esta formulación suponía un logro casi insu perable dentro sus coordenadas, y el lector de cultura francesa, si conserva una cierta honradez intelectual, no debe conceder a las formulaciones críticas del Bergson del Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia un crédito que su tono polé mico, tan suficiente como mediocremente informado, cierta mente no merece. El conductismo ponía en cuestión toda esta tradición y le negaba prácticamente la menor especificidad, formulándole un reproche y proponiendo otra vía muy diferente. Todos estos trabajos pecaban a sus ojos de recurrir inevitablemente a la introspección, puesto que el sujeto de experimentación debía observarse a sí mismo para saber si percibía o si no percibía, introduciendo así un balance subjetivo que bastaba para quitar 187
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cualquier valor científico a los posibles resultados adquiridos por semejante metodología. La única solución consistía enton ces en afirmar que la psicología no podía estudiar más que el comportamiento animal o humano, con exclusión de todo recurso a la vida íntima, limitándose al esquema estímulo-res puesta, sin conceder la menor importancia a lo que se desa rrollaba en el interior del organismo, y en particular, en el sis tema nervioso central. Constituía, en efecto, una disciplina autónoma, totalmente irreductible a la neurofisiología y a la anatomía comparada, con la condición expresa de ignorar deci didamente lo que se pudiese encontrar en el interior de la caja negra. La Teoría de la forma efectúa una crítica igualmente temi ble, pero de otro género, aun cuando no plantea tampoco una delimitación absoluta entre la especie humana y los otros ver tebrados, en particular, los mamíferos superiores. A través de toda una serie de experiencias, M. Wertheimer, W. Koehler y, sobre todo K. Koffka, muestran que el mínimo perceptible para un ser vivo nunca es un estímulo aislable y absoluto, sino más bien una organización del tipo figura-sobreun-fondo, cualquiera que sea el campo sensorial considerado: una nota musical opuesta al silencio o a otra nota, un punto de cierto grosor en contraste con una superficie continua en tomo a él, una presión cutánea en una extensión de piel sin presio nar, y así consecutivamente, es decir una organización mínima muy simple, desde luego, pero ya articulada (cf. Koffka, 1955: 177-211). Esta organización mínima, que W. Koehler denominará entidad organizada (cf. 1964: 190-205), constituye una forma, de la que precisará una propiedad esencial: «De una manera general, una forma sigue siendo la misma, con independencia del color, el lugar y las dimensiones de la superficie que la constituyen» (1964: 197). Una forma es transportable, lo que 188
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significa que está constituida no por elementos yuxtapuestos partes extra partes, sino por la relación de esos elementos entre sí: una melodía tan rudimentaria como el encadenamien to do-re-mi es transportable, pues otro encadenamiento fa-solla es percibido como una melodía idéntica, aunque no aparez ca ninguna nota de la primera en la segunda, mientras que el encadenamiento do-mi-re sería percibido como totalmente di ferente del do-re-mi, aun cuando las notas sean las mismas, pero dispuestas en una secuencia diferente. Ejemplos análogos podrían encontrarse en todos los campos sensoriales, y múlti ples experimentaciones, llevadas a cabo tanto en el hombre como en los animales, vendrían a confirmarlo. Observemos por otra parte que cuando Koehler y Koffka dicen que una determinada forma es percibida — por ejemplo la oposición entre un grano oscuro y un grano claro por parte de los polluelos (cf. Koehler, 1964: 199-205; Lashley, 1929: 100-109)— no recurren ni por un instante a nada parecido a la introspección, sino que emplean solamente el condiciona miento, en un sentido por supuesto bastante diferente al de I. P. Pavlov, la importancia de cuya obra nos parece injustamen te desconocida. Sin extendemos más aquí sobre la Gestalttheorie, debemos re cordar otros aspectos de los que sacaremos partido más adelante. Ésta nos muestra que el estudio riguroso del mundo vivo — en cuanto al comportamiento de sus miembros, al intercambio de las informaciones y a la regulación de su conducta, tanto entre sí como en la relación con su medio circundante, el todo organiza do como campo— tiene lugar utilizando de modo permanente los conceptos de figura-sobre-un-fondo, de buena forma, de estructu ra irreductible a la simple suma de sus partes, transportable e independiente de su materia, espacial o temporal. Todo ello concierne a la presente investigación, en tanto que proporciona un significado radical a dos conceptos que 189
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retom a por su cuenta para utilizarlos de una manera original, el de isomorfismo y el de totalidad. La Escuela de Würtzburg, con los trabajos de O. Külpe, y sobre todo la Escuela de Graz, con los de Chr. von Ehrenfels, habían ilustrado ya el concepto de cualidades d efo rm a — G estaltqualitaten— irre ductibles a la suma de sus partes y transportables, pero estos hechos siguieron perm aneciendo en el estadio de datos sin un alcance verdaderam ente general, y la Gestalttheorie es la que ha sabido revelar todo su sentido. Por un lado, el isomorfismo, en particular en la obra de W. Koehler, con su libro de 1920 sobre las formas físicas, consti tuía un tema general, según el cual la organización del mundo vivo en una estructuración jerarquizada de formas cada vez más complejas podía encontrarse en el mundo inerte, de tal suerte que el concepto de estructura se transformaba así en una de las claves fundamentales de todo el conocimiento; no vamos a adoptar por nuestra cuenta y riesgo una concepción tan ambiciosa y evidentemente indemostrable, pero es muy ilustrativa sobre el hecho de que el espíritu de la Teoría de la form a no se limitaba a la psicología experimental. Semejante inspiración se vuelve a encontrar por otra parte, aunque en un estilo que depende más bien de la observación empírica y de su interpretación, en un libro de K. Koffka, titu lado The growth o fth e mind, en el que expone el desarrollo del niño desde su nacimiento como el paso de una estructuración de la experiencia y del comportamiento, al principio simple y rudi mentaria, a otra estructuración más compleja, y así progresiva mente. Esta obra, ignorada ordinariamente por los especialistas de la psicología genética, muestra dos aspectos complementa rios, y por otra parte inevitables, de la Gestalttheorie ante los fenómenos diacrónicos: cada una de las estructuraciones consi deradas se encuentra perfectamente descrita en las diversas rela ciones de sus elementos entre sí, pero el paso de una estructura
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ción a otra sigue siendo problemático, pues la Teoría de la forma no nos parece que tenga recursos suficientes para explicar con rigor semejante flujo temporal, y nos volveríamos a encontrar con esta dificultad si nos preguntásemos cómo la lingüística estructural, tan pertinente en la sincronía, puede desenvolverse ante la necesidad de estudiar la gramática histórica (vide infra). Por otro lado, la filosofía romántica de la naturaleza, pro pia del pensamiento alemán de los comienzos del siglo xix, así como algunas reflexiones de Goethe sobre la teoría de los colores y el crecimiento de las plantas, se servían en gran medida del concepto de totalidad y consideraban fundamental el estudio de cualquier fenómeno cuando éste podía llevarse a cabo im Ganzheit, es decir, en su conjunto, rechazando desde ñosamente todo lo que tuviera carácter de parcialidad. La Naturphilosophie hacía de ese término de totalidad un uso un tanto irracional, que no ha sido tenido en consideración por los desarrollos ulteriores de las investigaciones científicas. Ahora bien, gracias a la Teoría de la forma, se hizo posible su em pleo razonable: por totalidad, no se entendía ya ese ser supremo e infinito de la naturaleza, del que hablaba con bas tante exactitud Hemani cuando afirmaba «Yo soy una fuerza en curso», sino esa cualidad rigurosa de toda estructura que se encontraba constituida por la relación de cada uno de sus ele mentos con todos los demás, con la condición expresa de reco nocer que ese todos los demás constituía un conjunto enume rable y finito, caracterizado por un grupo, a su vez enumerable y finito, de relaciones rigurosamente accesibles al conoci miento. Ya veremos en el párrafo siguiente la importancia de esta concepción racional de la totalidad en las cuestiones rela tivas a las localizaciones cerebrales y al funcionamiento glo bal del sistema nervioso central. *
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Este concepto de estructura ha desempeñado, más o menos por la misma época, un papel primordial en el terreno de la neu rología, con los trabajos de A. Gelb y de K. Goldstein en Ale mania, pero también de H. Head en Inglaterra y de J. Lhermitte en Francia, y de una manera algo diferente, con los de K. S. Lashley en los Estados Unidos, para no citar aquí sino los más importantes que han caracterizado este campo. La Primera Guerra mundial había provocado en numerosos jóvenes, carentes de toda patología vascular, lesiones circuns critas de la corteza cerebral, lo que proporcionaba a los neu rólogos un material clínico nuevo, delimitado con mucha mayor precisión que el que habían podido ofrecerles, a partir de P. Broca, los sujetos de edad y arterioescleróticos, con lesiones efectivamente difusas. Por otra parte, lo que, en un libro publicado en 1977 con Henry Hécaen, denominábamos la edad de oro de las localizaciones cerebrales y de la que dio testimonio la obra de J. Déjerine, perdía poco a poco su valor de convicción, de tal suerte que la cuestión de las localizacio nes cerebrales se iba planteando de una forma renovada y cada vez más crítica. K. S. Lashley, a partir de una serie de trabajos realizados sobre todo en roedores, o sea, en mamíferos lisencefalogiros, afirmaba resueltamente lo que entonces se denominaba ley de equipotencialidad y ley de acción de masa: los efectos de una lesión no dependen de su localización en un lugar u otro de la corteza, pero son tanto más acusados cuanto más extensas son esas lesiones; así pues, la tesis antilocalizacionista, en su más com pleta formulación, es la que menosprecia todo un conjun to de conocimientos adquiridos lustros antes y extrapola del mus albinus norvegicus a los monos antropoides y al hombre, con un sorprendente desinterés por la anatomía comparada, aun cuando esta disciplina había desempeñado un papel deci sivo en la elaboración de la anatomía de la corteza. 192
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A. Gelb y K. Goldstein, tanto uno como otro, siguen sien do partidarios resueltos de un punto de vista globalista en neu rología, pero su posición parece mucho más matizada y sutil que la de K. S. Lashley. Desechan las concepciones localizatorias, tal y como las había formulado alguien de la categoría de J. Déjerine; admiten sin embargo que el cerebro funciona im Ganzheit, no como una totalidad burda e inarticulada, sino como una estructura y, con más precisión, como una estructu ra del tipo figura-sobre-un-fondo, forma tomada expresam en te de la Gestalttheorie y que permite recurrir al concepto de totalidad sin naufragar en la indiferenciación de la Naturphilosophie romántica. La Teoría de la forma le sirve aquí de sal vaguardia contra el peligro de irracionalidad que entraña ine vitablemente el globalismo, por haber sido concebido sin ninguna diferenciación. Cuando exponen e interpretan el caso famoso, del que se servirá más tarde Merleau-Ponty (cf. 1945: 119-130), de un herido de guerra, con una lesión localizada en la cara interna de los lóbulos occipitales, describen su patología, distinguiendo en ella dos facetas. Por una parte, su comportamiento motor en sus aspectos parciales y en sus aspectos globales — es decir en sus apraxias y en su ser-eti-el-mundo— manifiesta lo que ellos denominan la pérdida de la actitud categorial y que corres ponde al hecho de que el sujeto no logra realizar, fuera de con texto, atendiendo a una orden y en una posición artificial, un gesto simple o complejo, mientras que lo logra perfectamente cuando se encuentra en situación. Semejante trastorno se observa en casi todos los pacientes con la corteza lesionada, cualquiera que sea la sede particular de la lesión, y es tanto más intenso cuanto más extensa es dicha lesión. Por otra parte, el déficit es mucho más acentuado cuando entran en ju eg o las funciones visuales, y esta particularidad se encuentra íntima mente ligada al hecho de que la corteza occipital interna es la 193
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afectada, pues no se observa en lesiones de otra localización, por ejemplo, en lesiones parietales o temporales. Ello quiere decir que, para la neurología globalista, la relación entre la función cortical y su base anatómica e histológica no opera ni partes extra partes ni como una totalidad indivisa, sino como una estructura articulada en figura y en fondo. Compren demos así que el recurrir a los conceptos procedentes de la Gestalttheorie permite a la vez evitar cierto puntillismo, inherente a la posición localizacionista, pero también naufragar en lo vago e irracional de un globalismo no articulado. Semejante manera de pensar se encuentra también en los trabajos de Head o de J. Lhermitte, y logra conciliar, al menos en parte, la referencia al hom bre concebido en su totalidad y la evidencia, de orden a la vez morfológico y funcional, según la cual el cerebro está constitui do por partes incuestionablemente diferentes entre sí. Posiciones muy próximas sirven de inspiración, por otro lado, a los que, en otro campo muy diferente de la biología, hfm transformado radicalm ente el estudio científico del com portamiento animal, al fundar la etología. Aludimos aquí a toda la obra de E J. J. Buytendijk, así como también a las de J. von Uexküll, Ediger y Tinbergen. Sin embargo, el retorno de cierto irracionalismo y la pérdi da de una reserva indispensable caracterizan, en nuestra opi nión, a los trabajos emparentados sin duda con la neurología globalista, pero que tienden a generalizar sin ningún espíritu crítico la pertinencia del concepto de estructura. Tenemos par ticularmente aquí a la vista dos campos de investigación, ple nos de interés por otra parte, a pesar de su propensión a una cierta desmesura: por un lado, los trabajos de V. von Weizsaecker, sobre el círculo de la forma y, por otro, los de L. von Bertalanffy, sobre la teoría general de sistemas. *
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En su obra, F. de Saussure [1857-1913] apenas utiliza el término de estructura; la fecha de su muerte indica que no habría podido recibir la menor influencia de la Gestalttheorie e ignoramos si conoció algo de los trabajos de Chr. von Ehrenfels. Sin embargo, sus continuadores de la Escuela de Praga, como N. S. Troubetzkoy y R. Jakobson, y de la escuela de Copenhague, como L. Hjelmslev, que le tienen por fundador de la lingüística estructural, citan, por su parte, especialmente a W. Koehler y a K. Koffka; por eso no seríamos capaces de considerar este concepto de estructura sin recordar algunos aspectos de los trabajos del maestro ginebrino, y también las razones por las que lo hacemos aquí, tras haber proporciona do ciertas indicaciones, que nos parecían bastante desconoci das, sobre la Teoría de la forma. La parte más significativa de sus investigaciones corres ponde a la lingüística general; no se publicó por vez primera hasta tres años después de la muerte de F. de Saussure, y no la redactó él mismo, pues provenía de los apuntes de clase reco gidos por sus alumnos más próximos, Ch. Bally y A. Séchehaye. En ellos observa cómo, hasta el comienzo del siglo xx, la lingüística seguía siendo considerada como el conjunto, hete rogéneo y mal delimitado de disciplinas que, como la filolo gía, la historia, la antropología, la psicología, la fisiología y la acústica, concernían por supuesto al lenguaje, pero por vías muy diferentes y carentes de unidad. Él se niega a proseguir semejante tarea y a hacer cooperar unas disciplinas tan ajenas entre sí. Al oponer la heterogeneidad del lenguaje a la homogenei dad de la lengua, precisa en estos términos su pensamiento a este respecto: la lengua es un sistema de signos para expresar ideas y, por ello, comparable a la escritura, al alfabeto de los sordomudos, a los 195
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ritos simbólicos, a las fórmulas de cortesía, a los símbolos mili tares, etc. Es únicamente el sistema más importante de todos. Se puede concebir pues una ciencia que estudie la vida de los siste mas de signos en el seno de la vida social; formaría parte de la psicología social, y por consiguiente, de la psicología general; la denominaremos semiología (del griego semeion, «signo»). Nos enseñaría en qué consisten los signos y qué leyes los rigen. Pues to que no tiene existencia aún, no se puede decir en qué consisti rá, pero tiene derecho a la existencia y su lugar está determinado de antemano. La lingüística no es sino una parte de esta ciencia general, las leyes que descubra la semiología serán aplicables a la lingüística y ésta se encontrará ligada así a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos. Es al psicólogo a quien corresponde determinar el lugar exacto de la semiología; la tarea del lingüista es la de definir aquello que hace de la len gua un sistema especial en el conjunto de los hechos semiológicos. Más adelante volveremos a recoger esta cuestión; aquí sólo retenemos una cosa: si por vez primera hemos podido asignar a la lingüística un lugar entre las ciencias es por haberla ligado a la semiología (n. ed., 1972: 33-34). Vamos a indicar aquí algunos aspectos de su obra referen tes directamente a nuestro propósito. Podríamos casi resumir los recordando que, para F. de Saussure, la lengua es un siste ma, es decir, un conjunto de términos que no tienen valor ni por sí mismos ni por su materia, sino por la relación de cada uno con todos los demás. Su analogía favorita es la de un juego de ajedrez (cf. n. ed., 1972: 43, 125-127, 153), al que recuerda por tres característi cas esenciales. Por un lado, las piezas de ese juego pueden fabricarse de cualquier material, desde el oro y el mármol hasta el celuloide y el papel, pues la única exigencia consiste en poder distinguir unas piezas de otras, es decir, en poder 196
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localizar las pertenecientes a uno u otro de los jugadores, las seis formas de moverse por el tablero (rey, reina, alfil, caballo, torre o peón) y la manera de capturar las diversas piezas. Por otro lado, separa absolutamente las reglas del movi miento de las piezas y la forma de jugar de cada jugador, y ya veremos más adelante que las reglas corresponden a la lengua (aunque también a la sincronía y al paradigma), y la partida al habla (aunque también a la diacronía y al sintagma). Y por último, a lo largo de cada partida sólo cuenta la situa ción recíproca de las piezas en un momento dado y no los movimientos anteriores que han conducido a esa posición, de tal forma que la continuación de la partida es independiente de lo que haya pasado previamente. Pura sincronía en cada movi miento, pura sincronía tras el movimiento siguiente... Todo el sistema de F. de Saussure se organiza en cuatro antagonismos rigurosos: lengua y habla, significante y signi ficado, sincronía y diacronía, y sintagma y paradigma. La lengua, conjunto finito y enumerable de las reglas que, en un momento dado, rigen cada lenguaje empíricamente definido, y el habla, constituido por el conjunto enumerable pero infinito, de todos los discursos posibles. «El signo lingüístico es pues una entidad psíquica con dos caras» (n. ed., 1972: 99), consti tuido por el significante, imagen acústica de la palabra, y el significado, concepto al que remite el significante; y observa a su vez que, dado que no hay ninguna razón para denominar caballo a un cuadrúpedo con crines, antes que llamarle horse, Pferd o cavallo, la relación del significante con el significado es una relación fortuita, lo que designa como la tesis de la arbitrariedad del signo (n. ed., 1972: 100-124). La lengua puede considerarse o bien como sistema en un momento dado, y tal es el punto de vista de la sincronía, o bien como flujo a lo largo del tiempo, y tal es el punto de vista de la diacronía; pero F. de Saussure rechaza totalmente la hipó 197
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tesis según la cual habría racionalmente una especie de punto de vista superior, que rebasaría y sintetizaría a los otros dos, y la idea de pancronía sigue constituyendo a sus ojos una mera ilusión (n. ed., 1972: 134-140). Para considerar la última de esas cuatro oposiciones, debe mos partir del carácter lineal del significante: «Al ser el signi ficante de naturaleza auditiva, se desarrolla sólo en el tiempo y posee los caracteres que toma del mismo: a) representa una extensión, y b) esta extensión se mide en una sola dimensión: es una línea» (n. ed., 1972: 103). Esta unilinealidad puede estudiarse con arreglo a dos ejes diferentes: o bien cada uno de sus segmentos es considerado con relación a los que le prece den y a los que le siguen — es el eje sintagmático (contigüi dad)— , o bien con relación a todos los segmentos que podrí an ocupar el lugar del segmento efectivamente dado — es el eje paradigmático (asociación)— . Ya veremos más adelante que R. Jakobson relacionará el sintagma con la metonimia y el paradigma con la metáfora. Se podría sostener que el Curso de lingüística general con tiene así lo esencial de lo que el estructuralismo aporta a la lin güística, aun cuando F. de Saussure nunca haya utilizado esta palabra. Compartimos casi totalmente esta posición, pero tenemos que recordar sin embargo algunas contribuciones ori ginales de aquellos que, sin haber sido discípulos suyos direc tos, se refieren sistemáticamente a él. A N. S. Troubetzkoy le debemos la elaboración rigurosa de esta disciplina que, a partir de él, todos denominan fonología y que estudia sistemáticamente los sonidos en uso en una len gua determinada, no desde el punto de vista de la física o de la fisiología acústicas, sino en tanto que ciertas diferenciaciones de unos sonidos respecto a otros permiten distinguir entre sí las palabras de esta lengua; de ahí la importancia capital del concepto de fonema en lingüística. Este autor propone una 198
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primera definición: «El fonema es la suma de las particulari dades fonológicamente pertinentes que entraña una imagen fónica» (n. ed., 1986: 40), definición que corrige así algo más adelante: «a saber, que toda lengua supone la existencia de oposiciones “fonológicas” distintivas, y que el fonema es un término de estas oposiciones incapaz de dividirse ya en unida des “fonológicas” distintivas aún más pequeñas» (n. ed., 1986: 44). Por ejemplo, en el francés actual, la distinción de b y de p es fonológicamente pertinente y b y p constituyen fonemas, porque esta distinción permite distinguir la palabra bas de la palabra pas. La lingüística gana así con ello al dejar de depen der de la fonética, y la función distintiva del fonema le perm i te dejar de depender de una disciplina, muy estimable en sí misma, pero ajena a la concepción saussuriana de una ciencia del lenguaje. Junto a N. S. Troubetzkoy, su amigo R. Jakobson ha reto mado este concepto de fonema exponiendo que, para una len gua determinada, sus fonemas constituyen un sistem a en el cual cada uno de ellos vale, no ya por sí mismo, sino en tanto se distingue de todos los demás por una serie de rasgos perti nentes, rasgos cuyo conjunto es enum erable y reducido. A sí b es un fonem a labial, sonoro, oral y oclusivo, no por sí mismo, ni por lo que algunos puedan oír, sino por razones muy dife rentes: es labial, porque se distingue de d que es dental, es sonoro porque se distingue de p, que es sorda, es oral porque se distingue de m que es nasal, y por último, es oclusivo, por que se distingue de v, que es fricativo. Ocurre lo mismo con todos los fonemas de carácter consonante del francés con tem poráneo, cada uno de los cuales se caracteriza por la pre sencia de algunos rasgos distintivos que lo oponen a todos los demás fonemas, y cuyo conjunto da lugar a un sistem a rigu roso; con ello nos encontramos bastante alejados de la foné tica. 199
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Esta concepción le sirve directamente cuando, en Langage enfantin, aphasie et lois générales de la estructure phonique (1969: 13-102), describe el aspecto fónico de lo que tradicio nalmente se denominaba la adquisición del lenguaje en el niño y que se representaba como un enriquecimiento progresivo. Nos muestra que la observación, esclarecida por la lingüística estructural, pone de manifiesto que, al principio, el niño utili za la oposición entre consonantes y vocales, y que sus progre sos consisten en distinguir poco a poco las vocales anteriores de las posteriores, para finalmente adueñarse del conjunto sis tematizado de los fonemas de carácter vocal del francés actual. Observa además que ocurre lo mismo por lo que se refiere a la adquisición del sistema de fonemas de carácter consonante, si se trata de un niño de nuestro ámbito cultural. Este dominio no se alcanza a través de un enriquecimiento paso a paso, fonema tras fonema, sino encajando, por así decir, unas distinciones binarias en otras, adquiriendo una red de oposiciones perti nentes, que podrán constituir un modelo para otras adquisicio nes de naturaleza bien diferente. Los trabajos de L. Hjelmslev, que hemos mencionado más arriba al hablar de la Escuela de Copenhague, nos parecen situados a la vez estrictamente en la tradición de Ginebra y de Praga y, del mismo modo, en otra inspiración específica del estructuralismo. Por esta razón, a pesar de su importancia indis cutible en los desarrollos del estructuralismo en lingüística y a pesar de la gran admiración que nos produce su rigor ejemplar, sólo podremos decir aquí unas pocas palabras, limitándonos a considerar primero su concepción de la relación significante vs significado, y después a exponer su concepción de la doble arti culación específica de las lenguas naturales, en oposición a todos los demás sistemas de comunicación, aspectos estos dos claramente expuestos en su libro publicado en francés en 1968, y que se titula Prolégoménes á une théorie du langage. 200
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Observa que la oposición de los términos significante y significado, utilizada de una forma técnica a partir de F. de Saussure (1968: 63-86) corresponde, si se examina con sufi ciente precisión, a la serie combinatoria de dos pares de tér minos, por un lado, a la materia y la forma, y por otro, a la expresión y el contenido. El significante corresponde a la form a de la expresión, es decir, a la organización en elemen tos discretos y sistematizados de toda materia sonora, visual o de otro estilo, que, mientras es continua y no está informada, no puede servir para expresar nada, pero que se vuelve capaz de ello en cuanto se organiza en un sistema de oposiciones pertinentes. En cuanto al significado, corresponde a la form a del contenido, es decir, a una organización formal a su vez (aunque sin paralelismo alguno entre los dos planos) de la rea lidad. De aquí, la forma del contenido es la semántica, es decir, no una realidad burda y confusa sino algo que corres ponde al modo en que la forma de la expresión da forma al contenido. El ejemplo bien conocido del sistema de los nom bres de los colores en diversas lenguas constituye su ilustra ción clásica (1968: 76-79). Por otro lado, precisa que en toda lengua natural, conside rada en un momento dado de su historia, hay un número infi nito de discursos, de frases, de proposiciones, posibles todos y que se producen por la combinación de un número, también no finito, de palabras. Las palabras entrañan a su vez un número finito de elementos tales como los prefijos, los sufijos, las fle xiones y otros semejantes, que poseen un sentido pero cuyo inventario es finito (y por lo general, de escaso número); al igual que las palabras, proceden de la combinación de fone mas de la lengua considerada, cuyo inventario es a su vez fini to (y pequeño), y que están desprovistos de sentido. A estos fonemas los llama figuras, para distinguirlos de los signos, y observa que con un número muy limitado de fonemas caren 201
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tes de sentido, cada lengua natural engendra un número no finito de palabras, con las que cada locutor puede producir un número infinito de discursos. Se trata del principio de la doble articulación: la combina toria de un pequeño número de unidades que por sí mismas carecen de sentido produce un gran número de unidades que, en cambio, poseen un sentido, y la combinación de estas últi mas permite producir una infinidad de posibles discursos. Esta propiedad caracteriza a las lenguas naturales y las distingue de todos los demás medios de comunicación, como las luces de cruce, los semáforos o el código de la marina, en los cuales la com binatoria más simple utiliza siempre elementos portadores de sentido. L. Hjelmslev resume así esta comprobación funda mental: El paso de signo a no-signo no se presenta nunca tras el paso de un inventario no finito a otro finito. Las dos fronteras pueden coincidir pero generalmente hay entre ellas una distancia más o menos grande. Lo esencial es que el análisis de signos en no-sig nos se produce a lo más tardar durante la operación en el curso de la cual los inventarios de las clases se hacen finitos por vez primera. En todas las lenguas conocidas, el número de palabras es no finito y productivo. Pero se puede comprobar que una parte de los signos que constituyen las palabras nos lleva a inventarios finitos: una lengua posee por regla general un número muy redu cido de sufijos de derivación y de desinencias por flexión, pero en cambio, un número no finito de raíces o de radicales produc tivos... Pero, en todas las lenguas, parece mantenerse la norma de que, una vez rebasada la frontera inferior de los signos, sólo se encuentran ya inventarios finitos: las sílabas, y más aún, los fone mas, son de número finito (1968: 68-69). *
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No seríamos capaces de dar por concluidas estos evocacio nes relativas a la Teoría de la forma y a la lingüística estructu ral sin mencionar una disciplina más reciente, pero en nuestra opinión — que no es, en el mejor de los casos, sino la de un am ateur tal vez algo despierto— decisiva, que es la antropo logía estructural. Nos falta competencia para considerar aquí el lugar que desempeña ésta en la obra de F. Boas y, a este respecto, rem i timos al lector a dos pasajes de la Antropología estructural (1958: 9-18, 273-280) en la que Cl. Lévi-Strauss la estudia para dem ostrar toda su importancia al efecto. Nos limitaremos pues a precisar dos puntos, relativos el uno a la deuda que tiene la antropología con la lingüística, y el otro a los límites del formalismo. En el prefacio que escribe para la breve obra de R. Jakobson titulada Six legons sur le son et le sens (1976: 7-18), CL Lévi-Strauss recuerda que comenzó a interesarse por las apli caciones del concepto de estructura en lingüística en la Escue la Libre de Estudios Superiores de Nueva York, en donde ense ñaban uno y otro durante el invierno de 1942-1943. Vamos a releerlo por un instante: Aún bajo el efecto de las dificultades que, a causa de mi falta de experiencia, había encontrado tres o cuatro años antes para tomar notas correctamente sobre las lenguas del Brasil Central, me propuse adquirir, junto a Jakobson, los rudimentos que me faltaban. En realidad, sus enseñanzas me proporcionaron algo muy diferente y, forzoso es subrayarlo, bastante mejor: la reve lación de la lingüística estructural, gracias a lo cual iba a poder cristalizar en un cuerpo de ideas coherentes una serie de fantasí as inspiradas por la contemplación de flores salvajes en un lugar junto a la frontera de Luxemburgo a comienzos de mayo de 1940 (1976: 7-8). 203
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Y algo más adelante: lo que, al contrario, la lingüística estructural iba a enseñarme, era que en lugar de perderme a través de la multiplicidad de los tér minos, lo importante era considerar las relaciones más simples y mejor inteligibles que los enlazan. Al escuchar a Jakobson, yo descubría que la etnología del siglo xix e incluso la de comien zos del siglo xx, se había conformado, al igual que la lingüística de los neogramáticos, con sustituir «problemas de orden estric tamente causal por los problemas de los medios y de los fines». Sin describir jamás realmente un fenómeno, se contentaban con remitir a sus orígenes... Mutatis mutandis, lo que Jakobson afir maba de la fonética se aplicaba a la etnología: «Es cierto que la materia fónica del lenguaje ha sido estudiada a fondo, y que estos estudios, sobre todo en el curso de los últimos cincuenta años, han proporcionado unos resultados brillantes y abundan tes, ahora bien, la mayor parte de las veces se han estudiado los fenómenos en cuestión con abstracción de su función. En estas condiciones, ha sido imposible clasificarlos e incluso compren derlos» (1976: 8). Una última cita, algo larga, va a aclararnos las relaciones de la antropología estructural con la fonología: Por muy heteróclitos que puedan ser conceptos tales como los de fonema y prohibición del incesto, la concepción que iba a hacer me del segundo se inspira en el papel asignado por los lingüistas al primero. Como el fonema, medio carente de significación pero capaz de formar significaciones, la prohibición del incesto me pareció que hacía de bisagra entre dos campos que se consideran separados. A la articulación del sonido y del sentido correspon día así en otro plano la de naturaleza y cultura. Y de igual modo que el fonema, como forma, se da en todas las lenguas a título de 204
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medio universal por el que se establece la comunicación lingüís tica, la prohibición del incesto, universalmente presente si nos atenemos a su expresión negativa, constituye a su vez una forma vacía pero indispensable para que se haga a la vez posible y nece saria la articulación de los grupos biológicos en una red de inter cambios de la que resulta su comunicación (1976: 12). El estudio de las Estructuras elementales del parentesco, en 1949 (2.a ed.,- 1967), se va a servir de el átomo de paren tesco, que es una estructura de cuatro términos (cf. 1958: 5462; 1973: 103-138), y los trabajos ulteriores sobre los mitos de los indios de América van a utilizar a su vez todo lo que 1$ lin güística estructural ha logrado inspirar a la etnología. Otro aspecto definitivo de este pensamiento es la vuelta al tema de la oposición entre la forma y el fondo, con la diferen ciación entre forma y estructura, tal y como las expone Cl. Lévi-Strauss en un artículo sobre la obra de V. Propp, recogi do en la Antropología estructural II (1973: 139-174). También en este caso, una relectura valdrá más que una paráfrasis: Salvo en ciertos pasajes —proféticos aun cuando bien tímidos e inseguros, y a los cuales volveremos— Propp hace dos apartados en la literatura oral: una forma, que constituye el aspecto esencial porque se presta al estudio morfológico, y un contenido arbitra rio al que no concede, por esta razón, sino una importancia acce soria. Se nos permitirá insistir en este punto, que resume toda la diferencia entre formalismo y estructuralismo. Para el primero, los dos campos deben estar separados, pues la forma es la única inteligible y el contenido no es sino un residuo carente de valor significante. Para el estructuralismo, esta oposición no existe: no hay de un lado lo abstracto y del otro lo concreto. Forma y con tenido son de la misma naturaleza, tributarios del mismo análisis. El contenido obtiene su realidad de su estructura y lo que se 205
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denomina forma es la «estructuración» de las estructuras locales en que consiste dicho contenido (1973: 157-158). Completa así este pasaje: El error del formalismo es pues doble, Al atenerse exclusiva mente a las reglas que rigen la disposición de las proposiciones, pierde de vista que no hay una sola lengua en la cual se pueda deducir el vocabulario a partir de la sintaxis. El estudio de un sis tema lingüístico cualquiera requiere el concurso de un gramáti co y un filólogo, lo que equivale a decir que, en materia de tra dición oral, la morfología es estéril a menos que venga a fecundarla la observación etnográfica... Este primer error del formalismo se explica por su desconocimiento de la complementariedad entre significante y significado, reconocido, a partir de Saussure, en todo sistema lingüístico. Ahora bien, este error se complica en él [en V. Propp] con un error inverso, que consis te en tratar la tradición oral como una expresión lingüística semejante a todas las demás, es decir, desigualmente propicia al análisis estructural con arreglo al nivel considerado (1973: 168169). Y por último: Esta asimilación ignora que, como modos de lenguaje que son, los mitos y los cuentos hacen de él un uso «hiperestructural»; forman, por así decir, un «metalenguaje» en el cual la estructura es operante a todos los niveles. A esta propiedad le deben, por otra parte, el ser percibidos inmediatamente como cuentos o como mitos, y no como relatos históricos o novelescos. Sin duda, en tanto que constituyen discursos, hacen uso de las reglas gra maticales y de las palabras del vocabulario, pero se añade otra dimensión a la habitual, porque reglas y palabras sirven en este 206
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caso para construir imágenes y acciones que son a la vez signifi cantes «normales» con relación a los significados del discurso, y elementos de significación con relación a un sistema significati vo suplementario, que se sitúa en otro plano. Digamos, para acla rar esta tesis, que en un cuento, un «rey» no es solamente un rey y una «pastora» una pastora, sino que estas palabras y los signi ficados que encierran se transforman en medios sensibles para construir un sistema inteligible formado por oposiciones: macho/hembra (en relación con la naturaleza) y: alto/bajo (en relación con la cultura), y por todas las posibles permutaciones entre esos seis términos (1973: 169-170).
— II — Las páginas anteriores nos deben servir simplemente para abordar con conocimiento de causa ese fenómeno que podría mos denom inar como una especie de importación a la psi quiatría de cierto número de form as de pensar características del estructuralismo, tal y como las hemos considerado gracias a la Teoría de la forma y a la lingüística estructural. No se trata, a nuestro parecer, de una doctrina más, que vendría a sumarse a las elaboraciones teóricas ya en curso o que trataría de suplantarlas, sino más bien de una posición de conjunto frente a cierto número de problemas que ha permitido consi derar de una forma original, capaz de renovarlos. Vamos a volver pues por un instante a la cuestión de la pancronía, y después a la del tratamiento de los datos em píri cos mediante el empleo del concepto de estructura, y por fin a la relación de dependencia o de independencia frente al sus trato. *
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Con relación a la temporalidad, el estructuralismo nos obli ga a reflexionar al menos en torno a tres puntos. En primer lugar, a distinguir con rigor y minuciosidad lo que tiene lugar en un momento dado y lo que se desarrolla a lo largo del tiem po, es decir, lo que se debe a la sincronía y lo que pertenece a la diacronía; esta observación puede parecer obvia y trivial, pero no es así, al menos por dos razones. Primera razón: lo actual sincrónico no se debe al aplasta miento de la diacronía sobre sí, ni a una lámina muy fina de diacronía del momento actual, sino que está constituido por las relaciones recíprocas de elementos sincrónicos entre sí, en una estructuración más o menos compleja. Segunda razón: el tiempo no constituye un encadenamien to unilineal, desde el australopiteco y la prehistoria hasta hoy, y sólo puede representarse mediante una matriz de doble entrada, como dice, al final de El pensamiento salvaje, Cl. Lévi-Strauss: Todas estas fechas no forman una serie, sino que corresponden a especies diferentes. Para atenernos a un solo ejemplo, la codifi cación que utilizamos en prehistoria no es preliminar a la que nos sirve para la historia moderna y contemporánea: cada código remite a un sistema de significaciones aplicable, al menos teóri camente, a la totalidad virtual de la historia del hombre; los ele mentos que son significativos para un código, no lo siguen sien do para otro. Codificados en el sistema de la prehistoria, los episodios más famosos de la historia moderna y contemporánea dejan de ser pertinentes; salvo tal vez (e incluso, no sabemos nada sobre ello) ciertos aspectos masivos de la evolución demo gráfica considerados a escala del globo: la invención de la máqui na de vapor, la de la electricidad y la de la energía nuclear. Si el código general no consiste en unas fechas que se puedan ordenar con arreglo a una serie lineal, sino en grupos de fechas que pro 208
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porcionen un sistema de referencias autónomas, aparece aquí con toda claridad el carácter discontinuo y clasificatorio del conoci miento histórico. Opera por medio de una matriz rectangular en la cual cada línea representa las fechas que, para esquematizar, se pueden denominar horarias, diarias, anuales, seculares, milena rias, etc. y que forman por sí mismas todo un conjunto disconti nuo. En un sistema de este tipo, la pretendida continuidad históri ca sólo queda asegurada por medio de unos trazados fraudulentos (1962: 344-345). A continuación, no podríamos ocultar hasta qué punto el estructuralismo, sin saberlo a menudo a ciencia cierta, prefie re utilizar la sincronía antes que la diacronía en la práctica de sus investigaciones. Nos bastarán dos ejemplos. La originalidad primordial de la obra de F. de Saussure y el hecho de que inaugure algo nuevo en materia de lingüística se caracterizan ante todo por su ruptura con la Junggramatischeschule, cuyo objeto propiamente científico consistía en demostrar, con el mayor rigor y regularidad posibles, las alte raciones fonéticas que explicaban el paso del latín vulgar al romance común, del romance común a las lenguas románicas de la Edad M edia y de éstas últimas a los idiomas románicos del Renacimiento y de las épocas ulteriores; debemos recordar que nosotros mismos, al haber estudiado en un principio la filología, hemos comprobado que la gramática histórica cons tituía, y sigue constituyendo siempre, una disciplina apasio nante, que no ha dejado de seducirnos aunque algunos espíri tus malamente informados la tengan por obsoleta. Añadiríamos, por otra parte sin nostalgia, que toda la admi ración que concedemos a los trabajos de N. S. Troubetzkoy y a la creación realmente original de la fonología, desplaza a un segundo plano a la fonética evolutiva y comparada, que permi tía comprender el hecho de que la a libre acentuada se trans 209
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formaba en é al norte del Loira, mientras que seguía siendo a tanto en provenzal como en italiano, en español y en portugués, fundando así la filología comparada de las lenguas románicas medievales. A pesar de los esfuerzos de R. Jakobson, que, en el apéndice de los Principios de fonología (1986: 315-336), trata de proponer una lingüística histórica de inspiración estructuralista, es muy difícil que la diacronía encuentre ahí un lugar ju s tificado, que no cojee, por razones casi de usurpación. Por último, tanto en la historia de una lengua como en el estudio del desarrollo del niño, la transición de una sincronía a la sincronía siguiente ofrece grandes dificultades para poder ser descrita de manera rigurosa. Se puede demostrar que en el latín, al final de la época imperial, el paso del acento musical al acento de intensidad cambia todo el sistema vocálico en tanto conjunto estructurado, y hace así ineficaz la declinación con seis casos; mas ¿cómo dar cuenta de esta mutación en el acento si no se invoca, de forma muy poco estructuralista, un factor no lingüístico? * La diversidad de los datos empíricos se había hecho tradi cionalmente un tanto inteligible, a pesar de su riqueza, consi derada fortuita y supuestamente inagotable, mediante una maniobra que — gracias al empleo, a decir verdad más hábil que riguroso, de estadísticas, para no presumir, por decencia, de coeficientes de correlación— mostraba ciertas regularida des allí donde no se hubieran sospechado a primera vista. Pero la falta de exhaustividad era evidente. Una forma de proceder como la de V. Propp revela una acti tud muy diferente: sin enunciarlo como un postulado, admite que puede tener cierta ventaja el preguntarse si esta abundancia aparente no es consecuencia de la combinatoria repetitiva de 210
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algunos elementos finitos y poco numerosos; basta intentar la investigación para darse cuenta de que, en ciertos terrenos, se puede lograr. Esto es lo que elabora Cl. Lévi-Strauss — admira dor, aunque también crítico de V. Propp— en el registro de la antropología cultural, donde en los cuatro volúmenes de las Mitológicas (1964-1971), y después en esos libros más conci sos que son La alfarera celosa (1985) e Historia de lince (1991), acaba por demostrar que todos los mitos de la América del sur, y también de América del norte, tratados mediante un análisis estructural largo y minucioso, pueden manifestarse como variantes de uno sólo, haciéndose comprensibles gracias a una fórmula expuesta en la Antropología estructural (1958: 252). * En cuanto al sustrato, la lingüística estructural muestra, a partir del ejemplo del juego de ajedrez que ya hemos m encio nado, de qué modo lo tiene por despreciable en relación con los rasgos pertinentes que permiten distinguir, es decir, en este terreno, que permiten oponer los elementos que funcionan en la estructura; y F. de Saussure, que apenas apreciaba los enun ciados polémicos o paradójicos, no teme precisar: Todo lo que precede equivale a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Aún más: una diferencia supone por lo general términos positivos entre los cuales se establece; pero en la lengua, no hay más que diferencias sin términos positivos (1972: 166). Y un poco después: Un sistema lingüístico es una serie de diferencias de sonidos combinadas con una serie de diferencias de ideas; pero esta 211
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correspondencia de cierto número de signos acústicos con otros tantos cortes realizados en la masa del pensamiento engendra un sistema de valores; y este sistema es lo que constituye el lazo efectivo entre los elementos fónicos y físicos en el interior de cada signo. Aunque el significante y el significado sean, cada uno por su cuenta, diferenciales y negativos, su combinación consti tuye un hecho positivo y es incluso la única clase de hechos que entraña la lengua, puesto que lo propio de la institución lingüís tica es precisamente mantener el paralelismo entre estos dos órdenes de diferencias (1972: 166-167).
E l co n ce p to de estru ctu ra en p siq u iatría Ahora que nos hemos representado de una manera al menos informada lo esencial del sentido y el alcance de este concepto de estructura, debemos poder considerar en qué con texto y a través de qué vías se ha introducido de hecho en el campo de la psiquiatría y cómo se ha desarrollado en él hasta constituir el tercer paradigma.
Tenemos la impresión de que el hecho de recurrir iterativa mente al cnncentn de estructura se ha irln produciendo ñoco a poco, incluso si, al proponer una fecha como la de 1926, pare ce que sugerimos una especie de discontinuidad y hasta de corte; no es así, pues nos hemos esforzado en no emplear el antagonismo continuo vs discontinuo más que en la acepción de los matemáticos, y a pesar de nuestra deuda con los traba jos de G. Bachelard y nuestro reconocimiento a la figura de nuestro maestro G. Canguilhem, hemos desconfiado siempre 212
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del término corte epistemológico, aún cuando no parecía des prestigiado. Esta prevalencia del punto de vista estructural en psiquiatría correspondía en gran parte a la necesidad, experimentada a lo largo de aquellos años por casi todos los que contaban algo en este terreno, de romper con ese puntillismo que se le reprocha ba a los clásicos de entonces, defensores de la teoría de las constituciones, sin ceder sin embargo el puesto a ese romanti cismo irracional que corría el riesgo de imponer el uso peren torio del concepto de totalidad. * Los que han contado en la psiquiatría de entreguerras, y que cuentan todavía cuando se recuerda este periodo, se sitú an en su m ayor parte — P. Guiraud, E. Minkowski, H. Ey y todo el grupo de L ’Evolution psychiatrique— como los ad versarios activos de lo que denominaban a veces la psiquia tría clásica, es decir, la de sus inm ediatos predecesores. A decir verdad, aunque se les reproche cierto puntillismo y se les tache — a causa en parte de su invocación a Bergson— de mantener creencias un tanto ingenuas y ya desfasadas en psi cología, profesaban sin embargo cierto respeto y estima por V. M agnan, P. Sérieux, J. Capgras, J. Séglas o Ph. Chaslin; pero ponían sin embargo en ridículo a todos los que detestahan sin reservas tales rnm n F Dunré M de. Fleury, G. Génil-Perrin, F. Achille-Delm as y algunos otros, partidarios incondicionales todos ellos de esa doctrina de las constituciones, de orígenes diversos, pero relacionada de ma nera preeminente con los trabajos germánicos de F. Martius [1850-1923], que consideraba esta constitución como el con junto innato de las tendencias específicas del organismo — tra bajos que los constitucionalistas franceses habían recogido a su 213
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vez y transplantado, sin mayor espíritu crítico, al terreno de la psiquiatría. Semejante teoría insistía menos en el papel de la herencia en patología mental — pues sus autores mezclaban sin gran des escrúpulos los trabajos de B. A. Morel y de V. Magnan, ignorando los primeros todo lo referente a Darwin, mientras que los segundos sólo se inspiraban en él— , que en su carác ter innato, que excluía de antemano todo el aspecto evolutivo de estos trastornos y reducía a bien poco todo enfoque tera péutico. Tengamos en cuenta además que no concedían ninguna importancia efectiva a los trabajos de biotipología o de morfopsicología, que no reconocían parentesco alguno con las investigaciones de Kretschmer y que tampoco se preocupaban lo más mínimo de realizar mediciones. Anotemos, por último, que admitían de buena gana una especie de continuidad entre cada una de las constituciones tomada en cuenta y cada una de las enfermedades mentales propiam ente dichas, y esta forma de proceder les proporcio naba una visión de conjunto de toda la psiquiatría. Entre cons tituciones y enfermedades no reconocían más que una dife rencia bastante convencional de grado y no de naturaleza, de manera que a sus ojos la frontera entre lo normal y lo patoló gico parecía más bien arbitraria. Los jóvenes adversarios del constitucionalismo le oponían al menos tres argumentos. Primero, la patología mental, como por otra parte la vida normal, procedía a través de un dinam is mo ontogenético pues, como el psicoanálisis de entonces pa recía haber establecido claramente para las neurosis, la histo ria singular del sujeto y la forma particular en que hubiese resuelto o no sus conflictos, adquirían un valor etiopatogénico, valor que recusaba, o al menos minimizaba toda la even tual importancia de su constitución. Esta teoría perm itía en 214
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cierto modo comprender los fenómenos en cuestión en la medida en que precisaba su historia, a la vez causa y proceso. Después, esta ontogénesis reproducía a su manera la filo génesis en una concepción totalizadora de la evolución de las especies, próxim a a cierto neolamarckismo un tanto vitalista, concepción que aparecería a su manera en la obra de J. H. Jackson o, en todo caso, en la forma en que fue leída e inter pretada entonces. También esto dará lugar a una inteligibili dad, pues la ontogénesis se volvería comprensible en la medi da en que repite el proceso de la filogénesis y también porque esta ontogénesis aparecería entonces como la transposición estructural de la filogénesis. Por último, la patología mental, a diferencia de todas las demás patologías, parecía una fuente de conocimientos sobre el hombre tomado en su totalidad, de manera que la psiquia tría perdía el aspecto inevitablemente contingente que tenía en la medicina mental clásica, y en virtud de ese mismo movi miento, sin quedar al margen de la propia medicina, encontra ba en ella, o más bien se concedía un lugar que, poco a poco y tal vez sin ninguna intención realmente deliberada, se trans form aba en un puesto excepcional. La patología mental se insertaba así en una antropología general, que, por otra parte, contribuía eminentemente a fundar. * Sin embargo, esta introducción del concepto de estructura en psiquiatría, aunque tendía a sustituir la psiquiatría clínica por una psicopatología segura de sí misma y de su globalización, quedaba a cierta distancia de la utilización rom ántica e irracional del concepto de totalidad, pues, tal y como hemos explicado anteriormente, la Ganzheit seguía siendo una Ganzheit articulada, sin disolverse nunca en esa noche confusa en 215
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la que, como recordaba Hegel, «todos los gatos son pardos». Vamos a precisarlo en los terrenos de la semiología y de la psicopatología, y eri una relectura del psicoanálisis. * La semiología se encuentra afectada en este caso a la vez por el retorno a los trabajos de Jackson y por una crítica diri gida a las concepciones de Bleuler por M inkowski; revisemos estos dos aspectos del uso racional de este concepto de tota lidad. La obra, sobre todo neurológica, de J. H. Jackson, en par ticular sus investigaciones sobre las afasias y las epilepsias parciales, especialmente los fenómenos de forced thinking, concernía entonces a algunos aspectos de la patología mental e interesaba directamente a los psiquiatras, al menos por dos aspectos. Por un lado, J. H. Jackson proponía una concepción esca lonada del sistema nervioso central, que recogerá más tarde C. Sherrington, que permitía a la vez situar las lesiones — mante niendo así parcialm ente el principio de las localizaciones cere brales— , pero sin localizarlas más que de modo funcional, en relación con una concepción evolucionista y dentro del princi pio de la reproducción de la filogénesis por la ontogénesis: el sistema nervioso como totalidad, pero como un totalidad hecha inteligible gracias a la luz diferencial que introduce en ella la relación de ontogénesis vs filogénesis. Por otro lado, a cada lesión, precisada su situación gracias a una referencia funcional, correspondían dos órdenes de sig nos, unos negativos y de tipo más bien deficitario, ligados directamente a la propia lesión, y los otros positivos, en rela ción con la liberación de las funciones que dejan de estar inhi bidas por el hecho de la destrucción del nivel suprimido por la 216
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lesión. A hora bien, esta concepción bipolar de cada signo podía transplantarse a la psiquiatría y servir de fundamento a una semiología globalizadora, aunque diferenciada. En su tesis parisina de 1923 sobre El concepto de la pérdi da de contacto con la realidad y sus aplicaciones en psicopatología, felizmente reeditada en 1997 por D. F. Alien, pero ya en un artículo en L'Encéphale de 1921, en el que expone la concepción de la esquizofrenia de Bleuler, E. Minkowski cri tica una semiología basada en la yuxtaposición de síntomas dispares, como las alteraciones del curso del pensamiento, los trastornos asociativos y el repliegue en sí mismo, la referencia a una psicología asociacionista y a una caracterología trivial, que considera en desuso y poco rigurosas. Denuncia la ausen cia en ella de toda unidad y la presentación partes extra p a r tes, que niega toda organización estructural. Propone sustituir esta enumeración desorganizada por un síntoma absolutamen te diferente y que, en un vocabulario próximo a Bergson, va a denom inar la pérdida de contacto vital con la realidad. Se expresa de este modo: Bleuler precisaba los síntomas cardinales de la esquizofrenia remitiéndose a la ideación, la afectividad y las voliciones del enfermo. Pero al mismo tiempo, gracias al concepto de autismo, los factores referentes a las relaciones con el medio ambiente comenzaban a desempeñar un papel cada vez más importante en su concepción. La falta de metas reales y de ideas directrices, así como la ausencia de contacto afectivo, orientaban el concepto hacia una nueva vía. Todos estos trastornos parecían converger hacia un solo y único concepto, como hemos tratado de demos trar, el de la pérdida de contacto con la realidad (1997: 38). Se trata de un síntoma, pero perteneciente a una concep ción nueva de la semiología, al menos por dos razones. Por un 217
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lado, es un síntoma único, global y totalizador, y a este res pecto posee las características de una buena forma, en el extre mo opuesto de la concepción fragmentaria anterior. Por otro lado, se presenta, a la vez y al mismo tiempo, como un signo y como la manifestación del proceso morboso, correspondien do así tanto a la semiología como a la psicopatología o, para ser más exactos, su primer aspecto tiende a identificarse, al menos de forma parcial, con el segundo. Podríamos hacer observaciones análogas a propósito de la obra de L. Binswanger y, con mayor precisión, de sus trabajos sobre la fuga de ideas, tales como los presentó en 1933, en un libro célebre titulado precisamente Ueber Ideenflucht, y que recogía una serie de investigaciones publicadas como artículos en los años anteriores. Una vez más, no se trata ya de enum e rar algunos síntomas clásicos del acceso maníaco, sino de retener tan sólo uno, y uno que, a su vez, pertenecería aún al registro semiológico, pero que expresa ya la totalidad de la propia esencia del proceso maníaco; la semiología psiquiátri ca — y podríamos proporcionar aquí otros ejemplos— no constituye una yuxtaposición discreta de algunos elementos dispuestos uno al lado del otro, sino una estructura en la acep ción que la Gestálttheorie había dado a este término. *
El efecto más importante, sin embargo, del concepto de estructura sobre la psiquiatría se debe sin duda a una modifi cación radical de la perspectiva que ha introducido delibera damente en ella. Durante todo el periodo en que predominó el paradigm a de las enfermedades mentales, la psiquiatría avan zaba, por así decir, merced a la clínica y, a título de com ple mento y, en los casos apropiados, gracias a la anatomía pato lógica; el término de psicopatología existía, sin duda, desde 218
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1896, pero actuaba ya como simple doblete de psiquiatría, ya para designar ese curioso ejercicio consistente en proporcio narle a la psicología ejemplos de trastornos de una determina da facultad, susceptibles de aclarar su conocimiento — como hacía alguien como Th. Ribot, siguiendo así la creencia enton ces común de que la patología podía desempeñar para la espe cie hum ana el papel de una experimentación— , o ya, por últi mo, para cargar el acento en la experiencia íntima en relación con tal o cual enfermedad mental. Nosotros hemos considera do esta problem ática en nuestra contribución histórica al Trai té de psychopathologie dirigido por nuestro amigo D. Widlocher (1994: 17-64). Ahora bien, con la prevalencia del concepto de estructura, esta relación entre la psiquiatría clínica y la psicopatología va a invertirse radicalmente. La psiquiatría clínica pasará a un segundo plano, como una disciplina médica inevitable, pero de modo em pírico y carente de amplitud, limitada a una serie de tareas útiles, aunque sin envergadura ni preocupaciones antropológicas, abocada a plantear un diagnóstico y a llevar adelante un tratamiento, es decir, a conformarse con un traba jo a destajo. La psicopatología, al contrario, adquirirá un carácter pre dominante y la psiquiatría clínica representará tan sólo su apli cación derivada. De este modo los detalles algo aleatorios de las enfermedades mentales, con sus variedades y sus formas clínicas, serán considerados ñor encima del hombro Dor una psicopatología que la trasciende, da cuenta de ella de una forma totalizadora y la pone al servicio de un conocimiento general del hombre, conocimiento que contribuye a fundar, encontrando así al mismo tiempo su propio fundamento. Esta forma de proceder va a tender a alcanzar un modelo bastante próximo al que profetizaba Cl. Bem ard para la medi cina, sin lograrlo realmente nunca. Éste situaba, en efecto, en 219
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la cúspide del conocimiento del mundo vivo, lo que denomi naba la fisiología general, en contra por otra parte de las ideas de su maestro F. M agendie que, por su parte, hablaba modes tamente de fisiología comparada; esta fisiología general, cien cia esencialmente experimental pero rigurosamente irreductible a la química, ni siquiera a la orgánica, incluía la fisiopatología, y esta fisiopatología comprendía, por lo que a la especie huma na se refiere, a la medicina experimental, que representaba todo lo que podía encontrarse de científico en la medicina y debía hacerse cargo pronto de todo el espacio que la medicina clínica ocupaba todavía. De una manera ideal, el paradigma de las grandes estructu ras atribuía a la psicopatologia la misma situación y el mismo papel que Cl. Bem ard concedía a la fisiología general: una dis ciplina superior, que tutelaría a la psiquiatría clínica, hasta el momento en que la suplantase, con la declinación de la cien cia fundamental hacia la disciplina aplicada, como aquello que, en la obra de Platón, se denomina palinodia. De una forma más pragmática, este paradigma ponía en práctica una distinción capaz de organizar en la psiquiatría todo aquello que, al no corresponder ni a lesiones cerebrales evi dentes ni a factores exógenos indudables, remitía a lo esencial de esta disciplina — aquello que, como señalamos en el capítu lo anterior, V. M agnan denominaba las locuras propiamente dichas. Se trataba de la oposición pertinente entre las estructu rav npiirntirns v las pstrurturns nsirñtirns. onosición Que el psicoanálisis había colocado en primer plano, en particular en los trabajos de K. Abraham (cf. 1965, II: 225-314) que tendían a proponer una especie de aplicación dual entre las principales distinciones de la psiquiatría clínica y los estadios sucesivos de la evolución de la libido: libido del Yo y libido objetal. De ahí que, reforzado por la aportación de las concepcio nes de S. Freud, aunque también por otros elementos, en par 220
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ticular por el modelo proporcionado por la neurología globalista y por la filosofía fenomenológica, el paradigma de las grandes estructuras psicopatológicas podía tener validez cum pliendo un doble papel y logrando conciliar dos exigencias que podrían haber parecido contradictorias: por un lado, man tener una diferencia de origen más psicopatológico que clíni co, con la oposición del dominio neurótico al dominio psicótico, y por el otro, conservar un valor pragmático y efectivo por lo que se refiere a la exigencia de totalidad. Ya hemos visto lo esencial que era para semejante tarea la inspiración procedente de la Gestalttheorie, y si algunos han querido implicar en esta form a de proceder el recurso a algo como la dialéctica, tomada por otra parte en un sentido más próximo a la obra de G. Politzer (cf. 1974: 239-262) que a los trabajos de Hegel, ha sido gracias a la virtud, concedida a la dialéctica, de reunir aspectos contradictorios y utilizar inteligentemente lo concreto.
— II — El concepto de estructura ha marcado de una manera inde leble toda la psiquiatría contemporánea, aunque no podríamos exponer aquí todos sus aspectos sin desbordar, y con mucho, los propósitos y las dimensiones de este libro. Debemos limi tamos núes a exponer el concento de diagnóstico estructural, a recordar algunas referencias a la temporalidad y a la espacialidad y a tom ar en consideración la síntesis del órganodinamismo de Henri Ey como un ejemplo particularmente ela borado del empleo del punto de vista estructural. *
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Durante el periodo en el que dominaba el paradigma de las enfermedades mentales, el diagnóstico que permitía afirmar la existencia, en un sujeto dado, de tal enfermedad concreta y descartar las otras, constituía, como en todo el resto de la medicina, un momento esencial que, además, iba a reglamen tar la elección de la terapéutica. Semejante proceder caracteri zaba específicamente a dicho paradigma y, cuando éste pasó a segundo plano, este proceder no podía conservar su vigencia. Al pasar al tercer paradigma, el trabajo diagnóstico no desa parecía pura y simplemente, pero tendía, al menos por un lado, a transformarse de dos formas, cada una de las cuales ha con servado una denominación propia: diagnóstico por empatia para unos, diagnóstico estructural para otros. El texto más significativo del primer aspecto es probable mente un artículo de H. C. Rümke [1893-1967], publicado en holandés en 1941, y traducido afortunadamente al inglés en 1990, con el título de «The nuclear symptom o f schizophrenia and the praecoxfeeling», en la excelente revista de Cambridge History o f Psychiatry (1990, 3: 331-343). El autor, siguiendo a este respecto una crítica ya expresada por E. Minkowski, va en busca de un síntoma único y central, capaz de garantizar un diagnóstico de esquizofrenia, y propone retener el sentimien to, vivido por un clínico experimentado, de dialogar con un paciente cuyo estado mental posee una coloración específica mente esquizofrénica. Rümke, que no se propone ni por un instante llevar a cabo la apología de lo irracional o de lo ine fable, trata de analizar a continuación lo que desencadena este sentimiento en el clínico, pero estima que esta forma de sentir o de experimentar constituye el elemento más importante de ese proceder. E. Minkowski, a su vez, ha comentado esta manera de actuar, y ha demostrado que convenía conceder una gran importancia a lo que experimenta el clínico en su relación con 222
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el paciente del que se ocupa, y por tanto, en un pasaje célebre de El tiempo vivido, precisa su pensamiento acerca de este problema describiendo el sentimiento muy particular que le suscita un paciente que iba siguiendo día a día en un sanato rio. Se trataba probablemente de una melancolía delirante, y el paciente esperaba todos los días que al siguiente por la maña na tuviera lugar su ejecución capital, considerando además que en todas partes se recogían toda clase de desechos para introducirlos en su cuerpo antes de hacerle morir. Describe así la m onotonía de las manifestaciones de su enfermo: Muy correcto en su compostura y forma de ser, como ya he dicho, nada hace suponer a primera vista que nos encontremos en presencia de un enfermo grave. Pero, tras algunas frases conven cionales, me habla de su delirio. Un día, a fuerza de oírle desa rrollar siempre las mismas ideas, siento que surge en mí un sen timiento especial, sentimiento que traduzco mentalmente por estas palabras: «ya lo sé todo de él». Pero este sentimiento me da qué pensar. ¿Qué es lo que en el fondo quería decir? (1995: 165). * Pero a partir de esta reflexión, Minkowski abandona el registro del diagnóstico intuitivo y se aleja del punto de vista de Rümke, para adoptar otra forma de proceder que le condu cirá al rn n r p n tr» d e H ia r m n c fir n p ^ tn ir tn r a l V r e a n u d a a s í hilo de su pensamiento: Me choca un detalle; el «ya lo sé todo de él» no va acompañado en modo alguno de un sentimiento de satisfacción, como es el caso cuando se trata de adquirir unos conocimientos completos relativos a un sujeto dado. Lejos de ello, me sentía víctima de un malestar especial, como si, al contacto con mi enfermo, se fuera 223
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a romper algo dentro de mí. Así el «ya lo sé todo de él» en lugar de suponer algo positivo, significaba para mí, al contrario, como una pérdida, como un empobrecimiento, como una brecha en las relaciones habituales entre un hombre y otro (1995: 165). Esta impresión de que el sujeto queda reducido a bien poco no proporciona ninguna indicación sobre la reacción afectiva del psiquiatra respecto a su paciente — con la que concluiría el estudio al calificarla de contratransferencia— , sino que indu ce a Minkowski a ver en estas alegaciones delirantes, no un conjunto de ideas descabelladas que constituirían lo esencial de su enfermedad, sino un esfuerzo por traducir a un lenguaje más o menos común una alteración radical de sus relaciones con la temporalidad. Establece así con precisión su concep ción del problema: Cuando le digo: «Veamos, tendrá usted que creerme que cuando yo le aseguro que no está amenazado por nada, hasta el presente mis previsiones se han realizado siempre», él me responde: «lo admito, hasta el presente siempre ha tenido usted razón, pero ello no significa que vaya usted a tenerla mañana», un razonamiento contra el que uno se siente desarmado, pero que sin duda consti tuye un trastorno profundo de la actitud general respecto al futu ro. El tiempo se fracciona aquí en elementos aislados, que, en la vida normal, integramos entre sí con toda naturalidad (1995: 174). Algo más adelante precisa su pensamiento al decir: Las ideas delirantes no serían ya únicamente productos de una imaginación enferma o de trastornos del juicio; constituirían, al contrario, un intento de traducir al lenguaje del psiquismo de antaño una situación desacostumbrada en cuya presencia se encuentra la personalidad que se disgrega (1995: 180). 224
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Es lo que denomina el trastorno generador y, sin esbozar una tipología de tales trastornos, propone retener esta altera ción de la temporalidad como trastorno generador de la melan colía, mientras que la alteración de la relación con el espacio constituiría el trastorno generador del pequeño automatismo mental de Clérambault: Sin embargo, constatamos desde ahora que todas las manifesta ciones parciales del síndrome de Clérambault tienen en común el comportar un factor de orden espacial. Todo se desarrolla aquí en el espacio; se diría que la personalidad humana no llega a poderse afirmar con relación al espacio; perturbada en su intimi dad, se desdobla, por así decir, en el espacio y parece abierta a los cuatro vientos: sus pensamientos, así como sus actos, son rei terados o robados o bien impuestos a distancia. Se trata de una estructura totalmente diferente del delirio melancólico (1995: 205). En esta perspectiva, y por tanto muy lejos de darse por satisfecho con las im presiones procedentes de su propia introspección, distingue tres órdenes de diagnósticos, que se niega por otra parte a jerarquizar: el diagnóstico semiológico, que se propone em plear los síntomas recogidos por la explo ración clínica con la finalidad de localizarlos, el diagnóstico ideoafectivo, que trata de captar el papel de los conflictos n m n in c
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estructural, que intenta identificar el trastorno generador. Ya verem os más adelante que la acepción de ese término perde rá después su precisión, pero nos parecía esencial recordar aquí la im portancia de la obra de E. Minkowski en su elabo ración. *
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Este paradigma de las grandes estructuras envuelve, evi dentemente, numerosas concepciones generales del conjunto de la psiquiatría, y los trabajos de E. Minkowski constituyen sin duda uno de sus valores más significativos; sin embargo, la construcción más elaborada y completa es, en nuestra opinión, la que nuestro maestro Henri Ey ha desarrollado desde los años treinta hasta su muerte, y que denominaba el órganodinamismo. Debemos recordar, de entrada, que esta expresión, formada por dos miembros separados por un guión, merece por un momento nuestro comentario: su primer miembro no remite en modo alguno a un organicismo que se le ha imputa do a veces, pero que nunca ha profesado y del que se ha defen dido siempre, pues este primer miembro quiere decir exclusi vamente que va a tratarse de la organización del sujeto humano y de sus eventuales desorganizaciones patológicas; en cuanto al segundo, recuerda que toda existencia humana es un devenir y, a sus ojos, se trata de un porvenir positivo, con conflictos por supuesto, pero con conflictos a resolver, gracias a la razón, pero a una razón enérgica. Lo ha expuesto en repetidas ocasiones, al principio en una serie de artículos, redactados con J. Rouart, publicados en 1936 en L ’Encéphale y reagrupados en un libro en 1938, después en el capítulo VII del primer tomo de sus Études psychiatriques (2.a ed., 1952: 157-186), pero también en casi todas las páginas de La conciencia (1963), así como en la mayor parte de las correspondientes a los dos volúmenes de su Traité des hallucinations (1973), y por último, en Des idées de Jackson á un modéle organo-dynamique en psychiatrie (1975), aparecido dos años antes de su muerte. Siempre nos ha parecido que, con independencia de los treinta y nueve años que separan el pri mer texto del último, la teoría y la firmeza de su doctrina no han cambiado un solo instante, de suerte que nos vamos a per mitir exponerla de un tirón. 226
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Apenas puede comprenderse esta amplia síntesis si nos olvidamos de que se inscribe, para su autor, en una represen tación del mundo que aspira a cierto grado de exhaustividad, incluso aunque jam ás haya carecido de un espíritu crítico ni de cierto sentido de la relatividad. Esta representación constituye una estructura en tres niveles, que vamos a situar unos junto a otros, sin perder jam ás de vista que se trata de una estructura en la acepción que la Teoría de la forma daba a esta palabra desde decenios antes. Prim er nivel: La materia inerte del cosmos, la materia, en el sentido habitual de la palabra, aquélla de la que el discurso científico dice que está formada por átomos agrupados en moléculas, átomos que, desde N. Bohr, se consideran forma dos por electrones y protones, protones y electrones que, desde 1962, sabemos que se encuentran constituidos a su vez por quarks. En cierta manera, nada existe, en el sentido irre ductible de este verbo, fuera de esta materia, con sus molécu las y sus átomos y, sin embargo, esto no es todo, pues hay que tener en cuenta otros dos niveles. Segundo nivel: el mundo de los seres vivos, que se puede dividir en reino vegetal y reino animal (campo que incluye además a la especie humana, tanto prehistórica como actual). Este mundo vivo, en último análisis, no está constituido por átomos diferentes a los de la materia inerte — como lo muesLra bien a las claras la prevalencia del carbono, del oxígeno, del hidróeeno v del nitrógeno, que son exactamente los mis mos nitrógeno, hidrógeno, oxígeno y carbono que los de la materia inerte— y, en contra de lo que se pensaba desde mediados del siglo xvm hasta mediados del xix, no existe una materia viva constituida por algo diferente de los elementos que com ponen la materia inerte. Ahora bien, en ella los áto mos se combinan en moléculas infinitamente más com plica das que las de la materia inerte, por tanto en estructuras irre 227
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ductibles a la suma de sus partes y determinadas por sus com binaciones recíprocas, y por otra parte trasladables, es decir, lo que la Gestalttheorie denominaba formas buenas. Estos ele mentos de la bioquímica se combinan a su vez para constituir los elementos de la célula viva. El mundo vivo no podría redu cirse al mundo inerte, no por poseer un elemento nuevo más, sino porque tiene como base unas estructuras originales, no por sus elementos, sino por la disposición recíproca de éstos. El término estructura no se emplea aquí como metáfora, sino más bien en el sentido preciso que había elaborado la Teoría de la forma. Tercer nivel: el mundo del espíritu. Este término abarca a la especie humana en tanto que resultado (tal vez provisional) de una evolución, considerada desde luego más próxima a Lam arck que a Darwin, y en tanto que, a pesar de su enraizamiento paleontológico indiscutible, no puede reducirse a un chimpancé perfeccionado. Del mismo modo que el mundo vivo se basaba en la materia inerte, sin poder reducirse nunca a ella, el mundo humano se basa en el mundo vivo, sin redu cirse a su vez jam ás a él, y dentro de este mundo, se basa en prim er lugar en el encéfalo, sin quedar reducido tampoco a éste. También aquí, se trata de una estructura emergente, y la propiedad esencial que distingue al mundo humano del mundo vivo es la libertad: en términos estructurales, se puede afirmar entonces que la libertad es a la vida lo que la vida es a la mate ria inerte, v escribir así. sin deiarse seducir r>or tales fórmulas, que sólo pueden tener un valor de síntesis: (libertad vs vida) = (vida vs materia inerte) Esta visión de conjunto, que podría ser considerada como una cosmogonía, se completa con una antropología, para la que Henri Ey se inspira a la vez en J. H. Jackson, por lo que 228
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se refiere a las relaciones de la ontogénesis y la filogénesis; en E. Husserl, por lo que atañe a una filosofía a la vez descripti va y crítica, y en S. Freud, por no reducir el inconsciente a lo consciente, dejando siempre el primer lugar a lo consciente. Esta antropología es evolucionista, con tres postulados fun damentales. Primer postulado: el desarrollo del hombre, su ontogénesis, reproduce abreviadamente la evolución de los mamíferos y, en particular de los primates y, por tanto, ciertos aspectos de la filogénesis — filogénesis por otra parte finalista y que le debe tanto a Goethe como a Lamarck. Segundo postula do: el hombre, ya adulto, es esencialmente lo que su historia ha hecho de él y lo que él ha hecho de su historia, y H. Ey emple aba de buena gana a este respecto el término dialéctica, que uti lizaba a la vez como Platón, como Hegel y también incluso como K. Marx. Tercer postulado: en este desarrollo del sujeto, como por otra parte en el de las especies, las funciones más anti guas son a la vez las más rudimentarias y sólidas, así como las más recientes son a su vez las más elevadas y frágiles. Estos tres postulados permiten conceder un estatuto bas tante riguroso a la fragilidad del hombre, fragilidad que le es esencial pues a cada instante corre el riesgo de retroceder y desestructurarse de manera parcial o de una forma global. Este término de desestructuración constituye la clave de toda la patología para H. Ey y, en particular, de la patología psiquiá trica, desestructuración de las funciones por otra parte y no í l n r A r f i ' M r t f i M - n n i / í n /-Ir» 1o n a o r\ r» 1 r t p f o m n n o r u i n f n /■»r*r»fml t
pues, tal y como lo entendía J. H. Jackson, las únicas localiza ciones legítimas son las que se refieren a las funciones. Es a través de esta vertiente como podremos comprender sin duda el sentido de una frase enigmática, que Ey recordaba con bastante frecuencia: la psiquiatría es una patología de la libertad. Para precisar su sentido, debemos tener en cuenta que Ey separaba la patología neurológica de la psiquiátrica, y 229
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dentro de la patología psiquiátrica, la concerniente a la con ciencia y la que afecta a la personalidad; sin embargo, debe mos recordar también que recogía de la obra de J. H. Jackson la idea de que la afectación de cierto nivel de la organización del sistema nervioso central daba lugar a dos tipos de trastor nos, unos negativos, ligados a la alteración o a la supresión de la función dependiente de este nivel, y los otros positivos, en relación con las funciones normalmente subordinadas a dicho nivel y que quedaban liberadas así de una inhibición que ya no las podía controlar. El sistema nervioso central, que ha logrado integrar — para utilizar el afortunado término de Ch. Sherrington— toda una jerarquía de funciones, de las cuales las más recientes, y por tanto las más frágiles, controlan a las más antiguas, es decir, a las más sólidas, puede ser objeto de dos clases de desestructu raciones, unas parciales y las otras globales. Las desestructuraciones parciales no afectan más que a tal o cual función, y corresponden a la patología neurológica, alteración funcional que produce resultados negativos, ligados a la función afectada, y resultados positivos, en relación con las funciones subyacentes desinhibidas — resultados siempre parciales y que no modifican la libertad del sujeto como tal. La coexistencia de efectos negativos y de efectos positivos se organiza así en una estructura figura-sobre-un-fondo. Se trata particularmente del caso de las afasias, con arreglo a las coni
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Las desestructuraciones globales constituyen propiamente la patología psiquiátrica y, en razón misma de su globalidad, alteran la libertad del sujeto de una manera fundamental; ahora bien, nada es uniforme y hay que oponer las desestruc turaciones de la organización de la conciencia, que constitu yen el campo de las psicosis agudas, a las desestructuraciones de la personalidad, a las que corresponden los diversos aspec 23n
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tos — neuróticos, psicóticos, deficitarios— de la patología mental crónica. Sin abusar de las fórmulas, justificadas tan sólo por la comodidad que traen consigo, podríamos escribir así el resu men de los argumentos anteriores: (d. parciales) vs (d. globales) = (neurología) vs (psiquiatría) y así, la psiquiatría es una patología de la libertad, pues, por el hecho de la globalidad de la desestructuración, afecta al hombre en lo que tiene de más específico, esa libertad que es a la vida como la vida es a la materia, lo que podemos formu lar así: (libertad) vs (vida) = (vida) vs (materia) H. Ey se oponía, a través de esta vía, tanto a la psicogéne sis integral, que imputaba al psicoanálisis, al que reprochaba el ignorar la encarnación del sujeto en el mundo vivo, como al mecanicismo, del que G. de Clérambault constituía según él una especie de demonio prototípico, y que ocultaba el sentido histórico de la existencia humana, reduciendo el campo de la libertad al campo de la vida. Esta construcción grandiosa quedaba completada por un último concepto, a saber, el que él mismo denominaba el inter»*/»//•» /■>»•/-»/'»?!/■» /» / í \ i » V / i v n u n
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Études psychiatriques: Denominamos así a ese margen de indeterminación, de elastici dad, que se interpone entre la acción directa y deficitaria de los procesos encefalíticos, o más generalmente somáticos, y su expresión clínica. Esto sitúa nuestra posición en el extremo opuesto de la explicación m ecanicista y constituye el fundamen
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n s a y o s o b r e l o s p a r a d ig m a s d e l a p s iq u ia t r ía m o d e r n a
to de nuestro organicismo esencialmente dinamista, puesto que supone un conjunto de reacciones, de movimientos evolutivos, condicionados ciertamente por el mecanismo de disolución, pero que ponen igualmente en juego la «dinámica» de las instancias psíquicas subsistentes (2.a ed., 1948: 168).
En las páginas anteriores, no hemos tratado de exponer en ningún momento en toda su amplitud la concepción órganodinámica de la psiquiatría, sino solamente de recordar los ras gos esenciales de un pensamiento muy característico, a nues tro entender, de este paradigma de las grandes estructuras psicopatológicas en el que se sitúa y sin el cual no es fácil de concebir en su conjunto; la presencia de la Teoría de la forma, a menudo explícita por las referencias a W. Koehler y sobre todo a K. Goldstein, viene a confirmar esta concepción de la obra de H. Ey.
Crisis del concepto de estructura en psiquiatría A partir de cierto momento, que sería osado fechar con pre cisión, el paradigma de las grandes estructuras psicopatológi cas ha dejado de prestar un gran servicio y ha comenzado a mostrarse un tanto convencional y, por así decir, demasiado acomodaticio: si todo iba a parecer estructural, era que este concento había nerdido su vieor v ciue. al emplearlo para todo, no llegaba a ser de utilidad para nada, sin contar con unos efectos bastante lamentables a causa de los abusos que en cier to modo parecía encubrir. Vamos a analizar este progresivo declinar, primero, al nivel pragmático del ejercicio diario de la profesión, y después, en las relaciones de este paradigma con la crítica de los conoci mientos en juego en psiquiatría. 232
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Durante todo este periodo en que las grandes estructuras han constituido el paradigma de referencia, la práctica psi quiátrica se ha desarrollado de la misma forma que en el pasa do y si algunos, como E. Minkowski y otros, han empleado con pleno conocimiento de causa el diagnóstico estructural, que separaban claramente del diagnóstico clínico usual y de la consideración de la historia afectiva del paciente, la mayor parte de los clínicos buscaban simplemente síntomas, sin dis tinguir siem pre los primarios de los secundarios, y los busca ban con vistas a desembocar, de una manera diferencial, en un diagnóstico, es decir, en la afirmación de una afección psi quiátrica determinada con exclusión de las otras, procedi mientos todos ellos que pertenecían sobre todo al paradigma anterior, el de las enfermedades mentales, que, en tanto cons tituían procedimientos diagnósticos, apenas implicaban el concepto de estructura. Tales formas de actuar no parecían desde luego ciegas ni confusas. Un psiquiatra de la categoría de P. Guiraud, perfec tamente al corriente de la fenomenología y del órgano-dina mismo, así como del estructuralismo y del psicoanálisis, esti maba que el concepto de enfermedad mental seguía siendo em píricamente sólido y que una cierta fragmentación tenía al menos un valor operatorio, y tal vez más, en una palabra, que s p trnfnhn dp nn concepto lepítimo en sí mismo v beneficioso para los pacientes. Al releer sus principales trabajos, es decir, la Psychiatrie générale, en 1950, la Psychiatrie clinique, en 1956, y L ’éprouvé psychique global, en 1975, se percibe que si bien rehusaba el no ver en la clínica psiquiátrica más que una aplicación un tanto em pobrecida de la psicopatologia, era porque distinguía com pletamente la clínica, que había contribuido a enriquecer 233
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en gran medida, y el terreno legítimo de las reflexiones secun darias sobre los problemas etiopatogénicos y antropológicos que plantea esta psiquiatría clínica. * En otro registro bien diferente, esta exigencia de unidad y de jerarquía que comporta el paradigma de las grandes estruc turas psicopatológicas y que no recoge sino la oposición de las estructuras neuróticas y las psicóticas, podía acomodarse bas tante bien a los medios terapéuticos de los años 1930 a 1950. Cuando estos medios — por otra parte muy útiles y que sería tonto desconocer— se limitaban a la cura de Sakel, a la tera pia convulsivante, a la cura de sueño y al psicoanálisis clásico, podían regirse por la distinción de las grandes estructuras en lo que concernía a las indicaciones y contraindicaciones de cada tipo de tratamiento. La introducción de la clorpromacina en la terapéutica psi quiátrica, a pesar de la innovación capital que supuso, perm i tía mantenerse todavía dentro de él; sin embargo, la multipli cación de los neurolépticos, entre ellos las butirofenonas, después la aparición de los timolépticos, de los ansiolíticos y de las moléculas de acción prolongada, así como las numero sas variantes del tratamiento ortodoxo en psicoanálisis, las terapias de grupo y otro buen número de técnicas, precisaba otro tiempo e incluso afinarlas y enriquecerlas, o sea, no con formarse con una dicotomía que para llegar al fondo de las cosas — das Grundlichkeit des Grundes— apenas permitía una elección razonada de tratamiento, conducente a precisar las indicaciones y contraindicaciones para un gran número de especies morbosas diferentes entre sí. Ello quiere decir que se podía mantener, con un alto nivel de reflexión, la oposición 234
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canónica entre estructuras neuróticas y estructuras psicóticas, pero que, a la vez, dentro de una praxis instruida y cuidadosa, se volvían necesarias otras diferenciaciones. * Poco a poco se ha ido imponiendo una última observación. Como todas las demás ramas de la medicina — e incluso en el caso de que se niegue su carácter médico— la psiquiatría, lejos de partir de una situación de total ingenuidad o de menosprecio a priori de todo conocimiento, debe aprenderse de manera teórica y práctica; ahora bien, este aprendizaje sólo puede com enzar partiendo de situaciones concretas, en las que se capte, por ejemplo, las diferencias entre la fuga de ideas y los trastornos del curso del pensamiento. La posición estruc tural, si se sostiene en conjunto, apenas favorece la formación clínica, que no le puede evitar al principiante la exigencia de una familiarización progresiva con los síntomas, los síndro mes y las enfermedades, pues sólo se podrá pasar a otro nivel una vez adquiridas, y después dominadas, estas formas de pro ceder. Algunos podrían objetar a tales observaciones su em piris mo un tanto cauteloso y formular un inconveniente mayor, a saber, que una vez llevado a cabo tal aprendizaje, el beneficia rio se habrá vuelto definitivamente incapaz de considerar ’
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------ *• tural. En nuestra opinión, no puede tratarse sino de una argu mentación polémica bastante estéril y los ejemplos han dem ostrado que parte de los que profundizaron en el ámbito estructural dentro de la psiquiatría, lo hicieron mucho más bri llantemente en la medida en que dominaban a la perfección la semiología y la clínica surgidas en el seno del segundo para digma. 235
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— II — Si nos situamos ahora a mayor distancia de la práctica psi quiátrica diaria, aunque sin ignorar su valor como piedra de toque, vamos a ver que este alejamiento del tercer paradigma ha ido a la par con el declinar de las teorías generales en medi cina, que ha coincidido con el hecho de volver a cuestionar la legitimidad universal de la exigencia de totalidad y que ha reaccionado contra cierta corriente filosófica de la psiquiatría clínica. Vamos a considerar cada uno de estos tres puntos. * La historia de la medicina moderna nos muestra con bas tante claridad que las teorías generales apenas tienen vigencia a partir de la mitad del siglo xix, o incluso de antes. Las dos últimas doctrinas que pretendieron explicar la medicina en su totalidad — clínica, patología, terapéutica— se remontan a F. Broussais, con la generalización del concepto de excitación, cuyo exceso o defecto debía dar cuenta a la vez de todas las enfermedades y orientar su tratamiento, y a su contemporáneo Hahnemann, fundador y propagador de la homeopatía, que, aunque basada en otros principios, también trataba de explicar la totalidad de la patología y de los tratamientos. Ahora bien, tanto Hahnemann como Broussais eran, en nuestra opinión, espíritus preciar05 del inc T nrr*«’ puede expresarse así, a esa época positivista a la que nunca pertene cieron realmente. Todos los desarrollos de las diversas ramas de la medicina en los siglos xix y xx se han producido empíricamente, sector por sector, con pocas generalizaciones sólidas y desconfiando de las doctrinas de conjunto. Su filosofía, si poseían una, era la de las epistemologías regionales. 236
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Ocurre lo mismo, pero con cierto desfase, por lo que se refiere a la psiquiatría; y si hemos desarrollado con cierta amplitud el órgano-dinamismo, es porque ha representado, a nuestros ojos, el último y grandioso intento de abarcar la psi quiatría en su totalidad. Por otra parte, debemos mencionar de paso una diferencia existente entre el segundo y el tercer para digmas: postular la diversidad irreductible de las enferm eda des mentales es generalizar una comprobación obvia más que proponer una concepción teórica de conjunto; el paradigma de las grandes estructuras psicopatológicas constituye un para digma en la acepción que hemos recogido de los trabajos de T. S. Kuhn, pero corre también el riesgo de presentarse, en tal o cual momento, como una teoría psiquiátrica que vendría a recusar definitivamente a las otras. * El declive de ese tercer paradigma coincide igualmente con el cuestionamiento de una afirmación que parecía indudable desde mucho tiempo antes. La psiquiatría inspirada en él afir maba a menudo, como consecuencia de su propia forma de concebir la Gestalttheorie, que sólo podía conocerse al hom bre considerándolo en su totalidad y que el menor de sus ges tos o de sus propósitos manifestaría ésa totalidad, añadiendo a la vez que la patología mental era úna característica esencial -» 0v; rvpr n ,,J npí r»ntr'HíÍÍf^n r>ctnT»intrir> t revelaba algo esencial del hombre. Tales concepciones, afirmadas a menudo de una forma casi perentoria y siempre enfrentadas a otras, que situaba indiscu tiblemente en un pasado cargado de prejuicios y de errores, han contribuido seguramente en gran medida a dotar a los pacientes de una humanidad que se les negaba en la práctica y, en este aspecto, merecen ciertamente nuestro respeto y nues ------
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tra aprobación. Pero esta última cualidad se mantiene dentro de los límites de su valor moral y no garantiza en modo algu no su valor de verdad. A este respeto, debemos tener en cuen ta que, desde un punto de vista estrictamente crítico, no sabe mos nada: ninguna prueba indiscutible nos garantiza que la totalidad del hombre se halle en el más mínimo detalle de su com portamiento, y esta locución la totalidad del hombre nos parece más am biciosa que racional, y por encima de toda argumentación rigurosa, tan imposible de establecer como de refutar. Otras dos observaciones pueden matizar estas palabras. Por un lado, semejante afirmación tendería a eliminar total mente, si nos descuidamos, la categoría de lo fortuito del con junto de los conceptos utilizables; ahora bien, a menos que uno se sitúe desde el principio en un cuerpo de afirmaciones metafísicas que excluyan de antemano todo posible cuestionamiento, no se puede rechazar sin más examen la contingencia, esa contingencia que va desapareciendo poco a poco en la organización paranoica de la experiencia, y que, al contrario, com parte con el concepto correlativo de necesidad todo el campo de la experiencia humana. Por otro lado, el empleo de esta expresión: la totalidad del hombre presupone una antropología completamente acabada, que es evidente que no poseemos en absoluto, y que tendría mos que aguardar el descenso sobre la Tierra de la Jerusalén C e l e s t e V O'IP H n i ñ o nr'irif'incí» H n i n rW h'ivilk/'i-'
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expresa el Apocalipsis de Juan, para poderla disfrutar. En otras palabras, no poseemos apenas un metalenguaje (cf. Hjelmslev, 1968: 155-168) que corresponda a la psicopatolo gía, del que los diversos discursos de la psiquiatría clínica podrían constituir el lenguaje-objeto; toda la dificultad del paradigma de las grandes estructuras va a parar al hecho de que tiende, no a situar a un lado la psiquiatría clínica y al otro las 238
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reflexiones críticas correspondientes, sino a imponer de ante mano a la primera una posición de subordinación definitiva.
El legado del concepto de estructura Si bien este paradigma ya no es el nuestro a finales del siglo xx, no podem os suponer sin embargo que no le debemos nada. Dos aspectos de este legado nos parecen determinantes: por un lado, la dificultad de prescindir de toda psicopatologia, y por otro, cierto número de aporías que no debemos ignorar.
¿A qué precio puede prescindir la psiquiatría clínica de toda referencia a una psicopatologia? El empirismo radical, tal y como lo profesaba D. Hume (cf. 1946, II; 267-308), no sin cierto hum or ni un cinismo resignado, puede concordar efec tivamente con un enfoque filosófico riguroso, pero no ocurre lo mismo cuando nos referimos a un trabajo mixto como la clí nica psiquiátrica, a la vez anclada en la experiencia cotidiana y difícilmente autónoma. Una dicotomía titubeante separa a este respecto dos vías.
Primera vía: la psiquiatría se puede situar en su pura actua lidad de disciplina pragmática, preocupada prácticam ente tan sólo por alcanzar una cierta eficacia, pensando a menudo que esta mism a situación es la que se da hoy en las ramas más prestigiosas del resto de la medicina contemporánea, aunque al adoptar esta posición no escapa a ciertas dificultades. 239
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Por un lado, ignora totalmente su pasado, no concede el menor interés a sus fundamentos actuales, ni ejerce crítica alguna con respecto a sí misma, preocupándose únicamente de una actividad práctica inmediata, de la que desconoce lo que va a ocurrirle pasado mañana. El desdén por la historia en no importa qué dominio de la medicina tiene su origen sin duda en cierto grado de pereza, pero su defecto radical consiste en creer un poco ingenuamente que su estado presente realiza una perfección definitiva de rigor científico y de eficacia tales que ya no va a cam biar más. El desprecio al pasado impide com prender que el presente constituye tan sólo un momento a lo largo de una evolución que abarca a la clínica, a la patología y a la terapéutica. Cuarenta años de experiencia muestran evi dentemente que el presente de ayer constituye el pasado de hoy y que sigue siendo esencial a la disciplina el saber que siempre se está modificando, que se perfecciona a menudo, que sólo su futuro más próximo es previsible y que lo actual no constituye sino un momento en una evolución. Además, la semiología y la clínica psiquiátricas difícil mente pueden bastarse a sí mismas y, a menos de atenerse a la pura y simple cohesión de las apariencias, apenas pueden evi tar el referirse a otra cosa, que además no es fácil de definir con seguridad. Segunda vía: muy al contrario, se puede pensar que esa psi quiatría ocuparía un lugar en el seno de una psicopatología a j
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constituiría a su vez una de las partes de una antropología con clusa y definitiva. Nos encontraríamos así con algo parecido al modelo que animaba en otro tiempo la ambiciosa síntesis de Cl. Bernard. De un modo general, esta segunda vía es en nuestra opinión muy difícil de evitar, a menos que nos atengamos a una psi quiatría clínica, que se consideraría autosuficiente, aunque sólo 240
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se sostendría en el aire. Tenemos que reconocer, sin embargo, al mismo tiempo, que no hay actualmente ninguna antropolo gía que presente todas las cualidades que acabamos de señalar, de suerte que a este respecto no puede imponerse ninguna res puesta positiva. Ya veremos más adelante cómo enfocar esta dificultad.
II Vamos a terminar este capítulo señalando ciertas dificulta des cuyo examen podrá quizá ayudarnos a renovar esta pro blemática.
El estructuralismo inaugurado por la Gestalttheorie y reco gido de forma muy fecunda por lá antropología social (cf. Lévi-Strauss, 1958: 303-352, & 1973: 11-40, 89-102, 139174) ofrece una versión racional, cuyos elementos tomados en consideración son siempre enumerables y valen por sus rela ciones diacríticas, oposicionales y pertinentes, y no por su contenido; pero la persistencia del concepto de totalidad, incluso si puede acomodarse a una serie de relaciones entre términos discontinuos — digitales, y no analógicos— corre el riesgo de introducir una versión por así decir romántica, que, bajo el pretexto de la Ganzheit, equivaldría a realizar una apo logía de la unidad inarticulada de la psiquiatría. La antipsi quiatría inglesa, no en sus realizaciones prácticas, que consi deramos en gran parte progresos indiscutibles, sino en los aspectos teóricos que han desarrollado sobre todo R. D. Laing, aunque también D. Cooper, tiende a reencontrar de este modo la unidad fundamental de la alienación mental, y el empleo 241
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polémico de la palabra locura (madness) da claro testimonio de ello. Por otro lado, debemos recordar que junto a una psicopato logía única y exclusiva, a adoptar o desechar en su totalidad y sin aprovechamiento alguno, es más serio sin duda alguna considerar lo que podríamos denominar, en homenaje a nues tro maestro G. Canguilhem, las psicopatologías regionales, teniendo en cuenta que ninguna es válida para el conjunto de la psiquiatría y que muchos de sus componentes no nos remi tirían de momento a ningún tipo de psicopatología; sin embar go, esta nueva consideración, modesta pero crítica, se aleja indudablemente del paradigma de las grandes estructuras. * Por otra parte, la realidad de la psiquiatría en el periodo de 1926 a 1977 no se reduce de una manera integral a este para digma de las grandes estructuras, pues si bien es evidente mente el predominante, el de las enfermedades mentales y el de la alienación siguen presentes en segundo plano y, por así decir, entre bastidores. El paradigma de las enfermedades mentales sigue presente en varios clínicos de primer orden, y ya hemos señalado aquí la importancia de la obra de P. Guiraud. En cuanto al paradigma de la alienación mental, si bien podemos vislumbrar cierta reaparición del mismo en la antip.1
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parece que vuelve, de manera un tanto oblicua y disimulada, en uno de los posibles aspectos del paradigma de las grandes estructuras. Veamos como se produce esta trayectoria: a menudo se contrapone la estructura psicótica, identificada más allá de la clínica merced al diagnóstico estructural, a la estructura neu rótica, y ésta se halla más o menos asimilada a la normalidad 242
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banal, lo que explica en parte el empleo de las terapias para normales. De aquí que el orden psicótico corresponda a la totalidad de la patología psiquiátrica y, en la designación actual, se corresponda con lo que se denominaba en otro tiem po la alienación mental. El paradigma de las grandes estruc turas nos deja pues una herencia un tanto ambigua. Esta trayectoria va de la par con otra, que debemos men cionar para acabar este capítulo. En su comunicación al Con greso de Túnez, en 1912, E. Dupré, como ya hemos visto ante riormente, hablaba de una forma reiterada de constitución perversa, dando una interpretación constitucionalista a los comportamientos perversos; y esta terminología no tiene nada de sorprendente en él. Se podría suponer que tal manera de pensar ha sido total mente extraña a los trabajos de los psicoanalistas, e incluso ciertos espíritus de dudosa intención han podido pretender que los psicoanalistas son estructuralistas del mismo modo que los salvajes evangelizados son cristianos, parafraseando un pasaje de G. Politzer, que no había dudado en escribir: «los psicólo gos son científicos del mismo modo que los salvajes evangeli zados son cristianos» (4.a ed., 1974: 6). Ahora bien, en un artí culo de la revista L'Inconscient, titulado «La perversión como estructura» (1967, 2: 11-42), una persona tan com petente y también tan sutil en la clínica como P. Aulagnier emplea la locución de estructura perversa en una acepción bastante próA liilu a
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parte de una de las trampas de la práctica del diagnóstico estructural que, a veces, acaba por ser tan estructural que deja de referirse a la clínica por completo.
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C a p ít u l o c u a r t o
Los PROBLEMAS
DEL PARADIGMA ACTUAL
En los umbrales de este libro, hemos propuesto considerar, de manera desde luego convencional, pragmática y, por así decir, desprovista de toda pretensión, que el periodo propio del paradigma de las grandes estructuras se extendía desde agosto de 1926, con el Congreso de Ginebra-Lausana, a noviembre de 1977, cuando desapareció Henri Ey. Ahora bien, tras la última página del capítulo anterior, nos encontramos en la situación, hasta ahí inédita para nosotros y nuestros lectores, de pregun tamos por lo que vamos a considerar a continuación, es decir por la cuestión del paradigma que sucedería al de las grandes estructuras psicopatológicas. Sin prejuzgar nada sobre las páginas que van a seguir, debpm oc nlrmtPíirnnc nhorn dp vnrios m odos pstrt cu estió n
decisiva, pues el sentido de las consideraciones anteriores que dará seriam ente modificado según lo que a continuación va a presentarse racionalmente. Vamos pues a preguntamos, a títu lo de introducción, si la consideración de un cuarto paradigma puede ser una em presa razonable o no. En el caso más favorable, todavía tendríamos que precisar formalmente algo en torno a este cuarto paradigma. No nos parece, en efecto, que se pueda suponer que el encadenamien 245
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to de los tres paradigmas, que hemos seguido de cerca, desde el otoño de 1793 hasta el de 1977, es decir, durante algo menos de doscientos años, tenga que proseguir tras el tercero de ellos. Hemos precisado en efecto, desde el comienzo de nuestras observaciones, que estas consideraciones teóricas no tenían ninguna pretensión de carácter universal, pues el desci frar con suficiente claridad lo que había ocurrido durante dos siglos no obliga a que vaya a continuar más tarde. El pasado, por estimable y fecundo que parezca, no puede garantizar su prolongación de manera provechosa y justificada. Con B. Croce (cf. 7.a ed., 1954: 55-77), hemos admitido que la filosofía de la historia carecía de consistencia racional a pesar del prestigio de Bossuet o de Hegel, y si es así, nues tras actuales investigaciones sobre la historia de la psiquiatría moderna, estudiada desde el punto de vista de la sucesión de sus tres paradigmas, nada tienen que ver con una empresa que se concibiría como la constitución de una especie de filosofía de la historia adecuada a la historia de la psiquiatría. Nada poseemos, en efecto, que nos permita afirmar a priori que, dado que hemos identificado precisamente tres paradigmas entre 1793 y 1977, tenga que aparecer forzosamente un cuar to tras esa fecha. Tendríamos que comprobarlo, pues, sin presuponer una respuesta afirmativa más que un resultado negativo, y recor dando que lo que parece haber ocurrido regularmente durante casi dos siglos no tiene por qué seguir ocurriendo en adelante. Debemos volver pues a esta cuestión, por así decir básica, y considerar una vez más las etapas que nos ayudarán tal vez a juzgar con mayor claridad. Por un lado, nos preguntaremos, a título preliminar, y ejer ciendo una crítica inevitable sobre nuestros conocimientos efectivos, si poseemos los medios reales para abordar esta cues tión y, aunque hayamos decidido desde el principio separar 246
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totalmente el concepto de paradigma del de Weltanschauung, deberemos repasar por un instante las ideas de W. Dilthey y K. Jaspers. Por otro lado, nos tendremos que preguntar sobre el valor eventual de esta idea, corrientemente en uso a final del siglo xx y según la cual la autoridad de hecho, adquirida por el DSM-III y sus sucesores, bastaría para establecer que el cuar to paradigma fuese el de los síndromes, y precisamente de aquellos síndromes que no van a remitir más que a sí mismos. Aquí tampoco podremos evitar el reflexionar de nuevo ni sobre la locución spinoziana de causa sui, ni sobre la de idiopatía, tal como la hemos visto al hablar de Georget. La refe rencia a K. Jaspers, aunque podría sorprender a los ingenuos, nos servirá entonces de orientación, así como la evocación de los trabajos de K. Schneider y, bastante más tarde, los de G. Huber. Por último, tendremos que discutir dos hipótesis tan plausi bles una como otra: o bien un eclecticismo generalizado, o bien una regulación parcialmente unitaria, pero que no correspon dería al modelo del paradigma. Y quizá deberemos conservar en nuestro poder la eventualidad de la reserva crítica, por no decir con mayor claridad que se trata de ese bienestar que, a pesar de todo, proporciona el escepticismo, bienestar que no conviene en absoluto apresurarse a disfrutar, ni siquiera la vís pera de su muerte.
La relatividad del concepto de paradigma Antes de preguntarnos si este concepto de paradigma sigue siendo operativo tras el paradigma de las grandes estructuras psicopatológicas, tendremos que volver a examinar todo lo que nos ha enseñado sobre dos siglos de psiquiatría y sobre 247
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cuestiones esenciales — que lo siguen siendo, aunque no sepa mos resolverlas bien— que tal vez no hubiéramos sabido abordar sin él. Reanudaremos pues el hilo de nuestras investi gaciones para precisar en qué aspectos, tal vez algo novedo sos, hemos podido beneficiarnos y qué ventajas hemos podido eventualmente obtener.
— I— Podremos aclarar este legado volviendo por un instante a la enseñanza que nos puede proporcionar el paso de un paradig ma al siguiente y lo que cada uno de los tres ha dejado en herencia a la psiquiatría actual, teniendo en cuenta que estas consideraciones no pueden tomarse a beneficio de inventario. * Antes de preguntarnos lo que bien podría ocurrir tras el ter cer paradigma, debemos volver por un instante al paso del pri mero al segundo y del segundo al tercero. Lo esencial de la transición, si no necesaria, al menos inevitable, entre la alie nación mental y las enfermedades mentales, se debe sobre todo a las dificultades intrínsecas del prim er paradigma y al sentimiento de obsolescencia que afectó a varios alienistas de esta época, y en particular, a J.-P. Falret. Dificultades intrínsecas: el concepto de monomanía, exten sivo y productivo, por un lado corría el riesgo de extenderse sin medida por el campo de la patología mental, y por otro, de reducir el trabajo justificado del experto en cuestiones penales a una tautología poco apreciada por los juristas, magistrados o miembros de tribunal. Se podría quitar importancia a tales obstáculos, que no constituyen precisamente contradicciones, 248
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diciendo más o menos que el primer paradigma suscitó por sí mismo su cuestionamiento, aún cuando sólo fuese por esa ten dencia que le conducía espontáneamente a ser mal utilizado. El segundo obstáculo nos parece de naturaleza algo dife rente, pues fue la realización práctica, en cierto modo sobre el terreno, la que llevó a F. Voisin y a E. Seguin a elaborar cier tas técnicas educativas de la idiocia, sin tratar de salirse, al principio, del tratamiento moral de la locura, para comprobar a partir de un determinado momento que sus procedimientos no tenían nada que ver con ese tratamiento moral, poniendo en duda la unidad de la patología mental al constatar la diversi dad irreductible de sus procedimientos terapéuticos. En cuanto al sentimiento de obsolescencia, éste procedía, para los alienistas de la segunda generación, de la com proba ción progresiva de la distancia creciente que separaba cada vez más a una patología mental que reivindicaba, desde su origen, su pertenencia a la medicina, y a la medicina efectiva — la de la Escuela de París— cuyas mínimas exigencias rechazaba, en particular la pluralidad de las especies morbosas, su carácter natural, la necesidad de una semiología activa y la diversidad de los tratamientos. A esta evidencia se añadía el temor de ver que esa patología mental se iba a separar totalmente de la medicina real, por desconocer su ruptura con la medicina del Siglo de las Luces. Estas primeras observaciones nos deben obligar a ser pru dentes. Cabría la tentación de pretender un tanto a la ligera que el prim er paradigma encerraba en sí su propia negación e incluso, en buena medida, su superación; semejante form ula ción nos parece que manifiesta una utilización mediocre del pensamiento de Hegel y, como mucho, sólo da lugar a una dia léctica de corto alcance. A nuestro parecer, poniendo entre paréntesis cualquier juego de contradicciones, dos factores han actuado a la vez separada 249
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mente y de manera intrincada: por una parte, lo que enseñaba la práctica efectiva, bajo el báculo de la alienación mental, condu cía a un conocimiento mejor de los pacientes, cada vez menos compatible con ese modelo de la alienación; por otra parte, se volvía imposible considerarse parte de la medicina y dar la espalda a aquello en lo que esa medicina se había convertido en los primeros decenios del siglo XIX. * El paso del segundo paradigma al tercero tuvo lugar, en nuestra opinión, de una manera bastante diferente, por varias razones que requieren por un momento nuestra atención. La aportación extrínseca, despreciable en el caso anterior, se hace mayor en el caso que nos concierne aquí. Sin entrar en detalles a propósito de ese tema, baste con recordar el papel que desempeñó la Gestalttheorie en el paso a las grandes estructuras, a la vez directamente — ya que muchos clínicos, franceses, alemanes o austríacos conocían de primera mano la Teoría de la forma— e indirectamente, gracias a la neurología globalista. Además, las obras de Binswanger o de Minkowski mostraban a los médicos todo el interés de la filosofía fenomenológica, incluso si en cierto número de casos quedaba imprecisa la discriminación entre Husserl, K. Jaspers y Heidegger. De este modo, las formas de pensar, ajenas en su ori gen a la psiquiatría, han ido desempeñando progresivamente un cierto papel. El psicoanálisis contribuyó igualmente a ello, primero desde su propio interior, como teoría del campo de las neuro sis, y después desde el exterior, en la medida en que adquirió una importancia secundaria y diferente, al proponer una espe cie de antropología general, susceptible de servir de punto de referencia a la clínica. Esta segunda influencia ha desempeña 250
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do un gran papel en el hecho de reconsiderar las exigencias del diagnóstico clínico y colocar en primer plano el diagnóstico estructural, aun cuando su estricta delimitación haya podido dejar mucho que desear. * A partir de esta reflexión sobre los ejemplos del paso de la alienación mental a las enfermedades mentales, y después, de éstas a las grandes estructuras psicopatológicas, sólo tenemos que resaltar de qué modo se muestran diferentes y cómo, por el propio hecho de esta falta de semejanza, nos resulta difícil proponer hipótesis en torno a un eventual cuarto paradigma hacia el cual conduciría el tercero. Sólo vamos a retener dos puntos que aparecen tanto en el primero como en el segundo cambio. Si, al cabo de cierto tiempo, se ha abandonado un paradig ma por el siguiente, es ante todo por razones más bien negati vas: el paradigma no servía ya para desempeñar su tarea y los medios que había aportado dejaban poco a poco de ser útiles. Pero esta situación, si bien demostraba que era preciso cam biar, no proporcionaba apenas indicación positiva alguna sobre el tipo de cambio que convenía emprender, de modo que han debido de actuar otros factores. En relación con el primer cambio, la inspiración positiva más importante procedió con seguridad del prestigio adquiri do por la medicina, tal y como la había renovado la Escuela de París. Dentro de tal contexto, el progreso sólo podía proceder de una especie de conformación, al menos parcial, de la pato logía mental a lo que había llegado a ser la medicina. Si la crí tica interna de la alienación mental indicaba solamente que el paradigm a no era sostenible ya, la inspiración positiva proce día de la necesidad, experimentada entonces por muchos clí 251
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nicos, de hacer de esta patología mental una rama de la medi cina semejante a las demás, aunque con ciertas particularida des. Se sabía, por otra parte, no sólo que había que cambiar, sino incluso en qué perspectiva convenía hacerlo. Encontramos un esquema parecido en el segundo cambio. La exigencia de una mutación se debía entonces a la crítica interna de los excesos del paradigma de las enfermedades mentales, pero las indicaciones positivas provenían de unas disciplinas exteriores a las que la psiquiatría estaba dispuesta a reconocer una importancia tal que aceptaba encontrar en ellas una fuente legítima de inspiración y un medio para dotar de cierto contenido a una psicopatología dada ya por necesa ria, sin conocer precisamente aquello que le habría podido proporcionar consistencia. Si intentamos buscar algunas analogías en la situación que se presenta al final del tercer paradigma, ¿qué vamos a encon trar? Las referencias psicopatológicas se han multiplicado sin que ninguna haya podido imponerse a las otras, y al psicoaná lisis, a la psiquiatría dinámica y a la fenomenología, se han añadido, por así decir, el conductismo, las teorías de la comu nicación digital o analógica, las concepciones cognitivistas y ciertas aportaciones de la inteligencia artificial, sin olvidar por otra parte las generalizaciones, que no han dejado de estable cerse a partir de los efectos terapéuticos de los neurolépticos, los ansiolíticos y los timolépticos. Ninguna de estas empresas ha logrado, sin embargo, suplantar a las demás y no podría satisfacerse sin abuso la exigencia de un más allá del dominio clínico al limitarse a una respuesta unívoca. Al mismo tiempo, la distancia que separa la actividad dia ria, clínica y terapéutica, de la elaboración de teorías, ha aumentado mucho y, como ya hemos observado, echamos mucho de menos una teoría de la práctica capaz de explicar de forma reflexiva estas prácticas mismas. 252
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Ahora bien, si tales consideraciones nos demuestran clara mente que el tercer paradigma no puede cum plir ya su papel, tampoco nos proporcionan ningún elemento consistente para imaginarnos cómo ha de ser el cuarto.
— II — Como ya lo hemos indicado en más de una ocasión, el paso de un paradigma al siguiente no anula ciertos aspectos del anterior, aspectos que, por supuesto, no continúan en primer plano, sino en retaguardia y, por así decir, en sordina, para manifestarse eventualmente más adelante y sobre todo, para conservar en la memoria cierto número de cuestiones hasta la fecha irresueltas. Con el fin de aclarar nuestra problemática actual, debemos tratar de llevar a cabo un inventario, aunque sea provisional, de estos legados — legados no de certidum bres, sino de dificultades apremiantes. La cuestión primordial, en tomo de la cual gravitan, por así decir, todas las demás, es sin duda la de la unidad o la plurali dad de lo que la opinión llama locura y que, sin lograr renunciar prácticamente a este término, Pinel exigía que se denominase alienación mental. No podemos pretender que la tesis de la uni dad pertenezca de lleno al terreno de la opinión — y de la opinión instruida— y la tesis de la pluralidad al campo de la medicina, y por tanto al del discurso científico — o que se tiene por tal— . En efecto, la medicina mental, durante todo el primer paradigma, ha impuesto la unidad fundamental de la patología mental, y esta unidad ha vuelto a aparecer al menos de dos formas durante el tercero. Por un lado, la antipsiquiatría inglesa, si bien ha considera do esta patología como una impostura, ha admitido sin em bar go que la violencia simbólica de los métodos psiquiátricos de 253
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tratamiento conducían casi siempre a impedir la evolución favorable de lo que denominaba el viaje, de suerte que el suje to no podía sobrevivir sino transformado en un esquizofrénico crónico de asilo; sin embargo, su fragilidad inicial y su des moronamiento seguían siendo unitarios, lo que de antemano negaba toda su razón de ser a la semiología, a la clínica y al diagnóstico, salvo por razones de carácter corporativista. Por otra parte, si el tomar en consideración la diferencia existente entre las estructuras neuróticas y las psicóticas podía avalar al menos dos entidades en la patología mental, la ten dencia consistía en considerar las estructuras neuróticas como extrañas, en el fondo, a la patología mental, de tal manera que sólo quedaban las otras, forma ésta de proceder que volvía a poner de manifiesto lo bien fundamentado de la unidad de la psiquiatría. Por último, cuando Henri Ey presentaba las psicosis agudas como unos niveles más o menos graves de desestructuración de la conciencia, operaba a la vez con arreglo a dos procedimien tos de efectos divergentes: como clínico experto, distinguía evidentemente manía y melancolía, brote delirante, estado confusional, etc.; pero tales diferenciaciones no constituían más que la instauración de referencias provisionales, pues para él no podía tratarse sino de grados continuos en la escala, por así decir cuantitativa, de una desestructuración de la conciencia más o menos profunda, y recalcaba el hecho de que a veces el mismo paciente, dentro de un mismo episodio, pasaba de un grado de desestructuración a otro, prueba ésta — si le hubiera hecho falta— de la unidad del proceso y de la relatividad de los diagnósticos ajenos al diagnóstico estructural. Al lado de esta cuestión que nos parece radical, debemos considerar también el lugar que parecía corresponderle a la psicopatología. Pocos psiquiatras, incluso los más escépticos, quieren suprimirla realmente y es bien cierto que el término 254
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sigue estando en uso, pero oscila todo el tiempo entre dos situa ciones, con la posibilidad, para algunos psiquiatras, de pasar de una a otra. Puede presentarse así como una disciplina superior y fun dadora o como un lujo. En el primer caso, domina la psiquia tría clínica y terapéutica, y constituye su instancia superior que la tutela, y así encontramos en psiquiatría diversas varian tes del modelo de Cl. Bernard, del que ya hemos hablado más arriba. Por consiguiente, es indispensable para toda práctica, como garante y como guía. Pero puede constituir también un lujo del que la psiquiatría clínica podría prescindir y que se tiene en consideración sola mente cuando aquella se interesa por las grandes cuestiones que, más que otras ramas de la medicina, se cree obligada a plantearse: ¿corresponde la patología mental a la esencia del hombre?, ¿es consustancial a esa esencia en tanto el hombre es libre?, su carácter científico, supuesto y deseable, ¿implica la desaparición de esta libertad? Y así sucesivamente. Nuestra exposición no supone ninguna ironía; sin embargo, tenemos que reconocer que las consideraciones retrospectivas que hemos desarrollado en este párrafo no nos permiten obte ner idea alguna sobre lo que podría constituir el cuarto para digma.
El origen de los conocimientos en juego Acabamos de ver que la reflexión sobre los dos pasos lle vados a cabo entre los tres paradigmas considerados no nos proporciona ningún elemento capaz de facilitam os alguna idea sobre el cuarto paradigma, y de interrogarnos primero por su existencia y después, en el caso de que exista, por aquello de que pueda estar formado. 255
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Llegados a este punto, nos hallamos muy próximos, por analogía, a la forma como Kant se planteaba la cuestión de la existencia de Dios, tanto en sus Prolégoménes (1941: 133134) como en la Critique de la raison puré (1944: 421-452). En su discusión de las pruebas ontológica, cosmológica y físico-teológica demuestra, con tanto rigor como sencillez, que la sensibilidad y el entendimiento del hombre no poseen los medios de abordar sin riesgo de contradicción este problema, y resume así su posición: resultaba fácil mostrar aquí la ilusión dialéctica resultante del hecho de que confundimos las condiciones subjetivas de nuestro pensamiento con las condiciones objetivas de las cosas mismas y una hipótesis necesaria para la satisfacción de nuestra razón con un dogm a (1941: 133-134).
Nos corresponde pues el preguntamos si los conocimientos efectivos de que disponemos nos permiten abordar la cuestión de la existencia y del contenido de un eventual paradigma. Podríamos abordar esta discusión ante todo por su analogía con el concepto de Weltanschauung, con el de la diversidad de los saberes en cuestión y con el de síndrome.
Los trabajos de W. Dilthey relacionados con esto pueden interesamos por dos motivos. Por un lado, considera que, al menos en la historia de la Europa Occidental, han coincidido y se han sucedido varias visiones globales del mundo — tra ducción bastante aproximativa— cada una de las cuales poseía su propia individualidad y sus características, siendo al histo riador a quien com pete la tarea de describir cada una de ellas 256
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dentro de su coherencia interna. Hasta aquí no aparece ningu na dificultad y no parece que tal manera de proceder conduz ca a ninguna aporía. Nos encontramos, sin embargo, en una situación difícil desde el mom ento en que prestamos atención a una caracterís tica determ inada de cada una de estas visiones del mundo. Todas las del pasado han tenido unos rasgos individuales que se organizan con mayor o menor coherencia en cada caso, y el trabajo del historiador consiste en aclararlas, y esa tarea, even tualmente difícil, no tropieza con ningún obstáculo invencible. Pero por otro lado, el historiador se sitúa a su vez dentro de una visión del mundo en la que se encuentra al mismo tiempo como habitante y contemporáneo. Ahora bien, si trata de estu diar esta visión del mundo en la que está situado, encuentra la mayor dificultad para caracterizarla precisamente como esa visión del mundo en que vive. Más exactamente, él sabe muy bien que se coloca, por así decir, en el interior de su Weltanschauung; mas no se trata aquí sino de un conocimiento formal y más o menos sin contenido, o, más exactamente, si no duda de vivir en el seno de una cierta visión del mundo, esta certidum bre se queda poco a poco sin contenido y no dispone de nada para describirla concretamente en tanto que visión del mundo. *
Esta situación paradójica, según la cual su saber se limita a la seguridad de estar en el interior de una visión del mundo, sin poder precisar realmente su contenido, se explica en la medida en que, para W. Dilthey, la historia está constituida, en cierto modo, a la vez por la cohexistencia y la sucesión de las Weltenschauungen, pero sin poder encontrar, a nivel superior, una visión del mundo que, del mismo modo que el metalenguaje respecto a los lenguajes-objeto, englobaría todas las 257
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visiones del mundo y algo que podría decirse del siguiente modo: em e Weltanschauung der Weltanschauungen [una visión general de las visiones del mundo]. El aproximar paradigma y visión del mundo constituye seguramente una empresa muy discutible, pero puede tener la ventaja de permitimos avanzar al menos un paso hacia un mejor acercamiento a nuestro problema actual. Hemos podido caracterizar los tres primeros paradigmas mediante un trabajo de investigación histórica, que se situaba claramente con posterioridad al tercero; era evidente por lo que respecta a la alienación mental y a las enfermedades men tales. Sin embargo, para las grandes estructuras, la cuestión es algo diferente: nuestra particular formación en psiquiatría ha comenzado el año 1955 y luego hemos trabajado de manera independiente, tras acabar el periodo de internado, a partir de 1960. Ello quiere decir que durante diecisiete años nuestra actividad profesional, nuestras reflexiones y nuestras publica ciones se llevaron a cabo en el interior de ese tercer paradig ma; pero durante los veintiún años siguientes, nos hemos encontrado en el seno de un paradigma que no podíamos enfo car con perspectiva, dado que, como recordábamos más arri ba, habitábamos en el seno de ese mismo paradigma. Desde luego, es indudable, en nuestra opinión, que la situa ción en que nos encontremos respecto a un paradigma puede ser decisiva para su conocimiento. Cuando nunca hemos esta do situados en él, o bien cuando nos ha abandonado, lo hemos podido identificar como tal, confrontando ciertos aspectos de nuestra experiencia efectiva con un esfuerzo de investigación histórica; pero cuando nos situamos en su interior nos resulta extremadamente difícil conocer algo verdaderamente caracte rístico del paradigma en tanto que tal, y nos arriesgamos con frecuencia a no reconocerlo, substituyéndolo, casi sin darnos cuenta, por una teoría o una doctrina. 258
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Ahora bien, debemos recordar un rasgo fundamental a este respecto: un paradigma no constituye ni una teoría ni siquiera algo así como la teoría de las teorías, sino un conjunto de conocimientos en cuyo interior pueden formularse y enfren tarse las teorías. Comenzamos a comprender entonces que si vivimos en el interior del cuarto paradigma, nos encontramos en la peor de las situaciones para tratar de conocerlo en tanto que paradigma; esto constituye, en nuestra opinión, una razón de peso para que nos cueste tanto trabajo dilucidarlo como tal.
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De este modo, nos damos cuenta de que debemos alcanzar m ayor precisión sobre el significado de este concepto de para digma, aplicado a un trabajo que se propone esclarecer una parte determinada de la historia de la psiquiatría. Cuando com enzam os las reflexiones que dieron origen a este libro, expusimos, de forma por otra parte rápida y breve, lo que T. S. Kuhn entendía por ese término; después observamos que no sabríamos trasladar pura y simplemente su utilización a la his toria de la psiquiatría, indicando algunas diferencias, y por último, hemos emprendido nuestra tarea estimando que, al tra tar de llevarla a cabo, quizá aprenderíamos algo sobre el valor de tal concepto en el esclarecimiento de la historia de la psi quiatría moderna. *
Este recorrido se encuentra ya muy avanzado y tendremos que preguntamos por lo que nos ha enseñado en relación con este concepto de paradigma. En primer lugar, podemos señalar que nunca se ha apartado de lo que podríamos denominar, con 259
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D. Hume (1946: 239-260) y también con L. Hjelmslev (1968: 22-30), un empirismo radical: todo proviene aquí de las ense ñanzas de la experiencia, de la lectura de documentos clínicos y de la reflexión, y nada podría figurar a priori; las aproxima ciones y las diferenciaciones desempeñan cierto papel, pero si se extraen de ellas ciertos sistemas, no hay en cambio sistema alguno para poderlas deducir; por último, como ya hemos afir mado, nada justificaría hacer una filosofía de la historia de la historia de la psiquiatría. La adopción de semejante posición nos explica por qué E. Husserl (1950, §§ 19-20: 63-70), tan avaro en citas y referencias, citaba con gusto a D. Hume. Con ello hemos adquirido cierto número de conocimientos y nos podemos representar así el periodo estudiado segura mente con mayor unidad, que al comienzo de nuestras refle xiones. Sin embargo, y a pesar de nuestro interés por el estructuralismo, estos conocimientos no forman un sistema entre sí y los médicos de los que hemos hablado no se pueden reducir a los papeles que llevan a cabo en nuestro relato: J.-P. Falret, al que hemos concedido un lugar acorde con la estima que nos merece, ha llevado a cabo otros trabajos aparte de los que tien den a recusar el paradigma de la unidad de la patología men tal, pero el lugar que ocupa en el paradigma de las enferm eda des mentales esclarece sin duda el resto de su trabajo. Vemos así que a lo largo de los doscientos años, más o menos, que nos han ocupado, se han conocido buen número de posiciones firmes y de controversias, que hasta entonces podí an parecem os a menudo disparatadas y a veces fortuitas; al situarlas en el interior de sus respectivos paradigmas, este aspecto, un tanto contingente, se atenúa sin desaparecer, en la medida en que esas disputas y esas doctrinas constituían hasta cierto punto respuestas a las cuestiones esenciales que cada paradigma entregaba al paradigma siguiente, cuando se iba difum inando ante él. Al mismo tiempo, esta descripción para 260
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digmática, que por otra parte nunca ha constituido a nuestros ojos una panacea, nos ha conducido, tal vez sin saberlo, a dejar en la sombra otros aspectos igualmente importantes, como, por ejemplo, las relaciones entre la organogénesis y la psico génesis, o la importancia de las instituciones de atenciones y cuidados, de investigación y de formación. Ya volveremos a ello algo más adelante. Aceptamos pues de buena gana la hipótesis de que otros puntos de vista modificarían ciertamente las relaciones entre lo importante y lo accesorio. No tratamos de acreditar aquí una concepción de la historia de la psiquiatría en la que todo cam biaría en función de la variedad de los puntos de vista, y man tenemos nuestra hostilidad frente a un escepticismo lúdico y versátil, que no podría sino distraernos, e incluso por poco tiempo; pero rechazamos con la misma determinación lo que hemos indicado algo más arriba como una filosofía de la his toria aplicada a la historia de la psiquiatría.
— III — El concepto de síndrome se encuentra empleado de forma sistemática en la tercera versión del Diagnostic and Statistical M anual o f M ental Disorders, cuya primera edición apareció en inglés en 1980, es decir tres años después de la clausura del tercer paradigma, y más tarde en francés, en 1983. Los térm i nos de mental health o de maladie mentale han desaparecido y la descripción de los trastornos que se conservan gracias a los dos primeros ejes tiende a calificarlos precisamente como síndromes, organizándolos en grupos diagnósticos bastante tradicionales, salvo por lo que se refiere a los trastornos neu róticos, aunque manteniendo una perfecta discreción sobre sus posibles etiologías. Esta posición, a despecho de las afirma 261
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ciones de la introducción debida a R. L. Spitzer, constituye una teoría entre otras posibles teorías, y está ligada con bas tante claridad a las posiciones elaboradas por K. Schneider a partir de 1939, en su libro Pschychischer Befund und psychiatrische Diagnose, y recogidas en 1948 en Klinische Systematik und Krankheitsbegriff, Nos tomamos la libertad de volver a trazar brevemente la genealogía de este concepto de síndrome, y considerar des pués cómo, gracias a ella, algunos podrían afirmar la existen cia de un cuarto paradigma y precisar su contenido. * El concepto de síndrome es muy antiguo en medicina, donde designa una agrupación regular de síntomas correlacio nados entre sí y que nos conducen a más de una etiología conocida; el ejemplo del síndrome pleurítico, del que ya hemos hablado anteriormente, lo ilustra francamente bien: un conjunto de signos, en particular de signos físicos, com pleta dos por la placa torácica frontal y, si es preciso, por la punción, permite afirmar la realidad de un derrame pleural; una vez obtenido éste diagnóstico, queda por determinar, mediante el diagnóstico etiológico, que involucra otros aspectos de la semiología, en particular otros exámenes complementarios, la causa de este derrame: tuberculosis, cáncer pleural, etc. En psiquiatría, este concepto no se encuentra durante el paradigma de la alienación mental, sino que se empieza a usar con el de las enfermedades mentales. En 1895, Ph. Chaslin publica su libro Les confusions mentales primitives; esta obra está construida de una manera muy clara, describiendo prim e ro el síndrome confusional, y después exponiendo a qué puede conducir semejante síndrome. Considera tres posibilidades: o bien no remite más que a sí mismo, y se trataría de la confu 262
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sión mental primitiva, calificada también como esencial, criptogenética o incluso idiopática; o bien remite a una enfermedad infecciosa hiperpirética, encefalítica o no, a una intoxicación exógena, como el alcohol, el opio o el hachís; o bien incluso a otra enfermedad mental, como la melancolía, la manía, etc. Este concepto de síndrome, en patología mental, constituye así una etapa entre la coherencia semiológica y la posibilidad de asegu rar una etiología, dejando aparte el caso en que el estado de los conocimientos obliga a permanecer provisionalmente en la afección esencial y primitiva. * Algo más adelante, aparecerá de nuevo el problem a en la oposición entre Kraepelin y K. Jaspers. Para el primero, a par tir de la edición de 1899 de su tratado, Psychiatrie, Ein Lehrbuch fü r Studierende und Aerzte, la patología mental está constituida por cierto número de enfermedades, bien separa das unas de otras, entidades específicas análogas a las otras enferm edades del resto de la medicina, y caracterizadas sobre todo por su tipo de evolución. Para K. Jaspers, al contrario, la patología mental no estaría constituida sino por síndromes, alguno de los cuales puede corresponder a etiologías clara mente conocidas, mientras que otros no. A partir de ahí, K. Schneider, discípulo de K. Jaspers, va a recoger este concepto de síndrome y mostrar que cualquiera de ellos es portador de algunos síntomas que pueden servir para el diagnóstico y que, en el caso ejemplar de la esquizo frenia, denom inará síntomas de prim er rango. Recoge así once signos, cinco de los cuales se refieren a trastornos de la experiencia perceptiva, tres a alteraciones del pensamiento, uno a las percepciones delirantes y tres a sentimientos o actos impuestos por terceros. 263
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pero fueron bastante tardíos, pues la apertura del Hospital Henri-Rousselle data solamente de 1922, y estos servicios abier tos han sido bastante raros durante mucho tiempo. El tratamiento moral había sido olvidado desde hacía lus tros, cuando no metamorfoseado, subrepticiamente y no sin cierto pudor, en una contribución forzosa de enfermos indi gentes, transformados así en enfermos trabajadores, para mayor prosperidad del asilo, con un rendimiento por otra parte bastante mediocre. Las terapéuticas se multiplicaban, unas de carácter medicamentoso y otras psicoterápico, como la suges tión o ¡a hipnosis. En cuanto al aspecto jurídico, ya hemos indicado en repetidas ocasiones que no se sabía ya con todo rigor a qué enfermedades correspondía el artículo 64 y a qué otras podía aplicarse formalmente; por otra parte la Circular Chaumié, en 1905, había contribuido a em brollar el asunto. La patología mental conservaba sin embargo algo de la homogeneidad del periodo anterior pues, a pesar de lo que hemos indicado algo más arriba, las formas graves de neurosis obsesiva o de histeria constituían, con los delirios crónicos y los estados demenciales iniciales, un grupo que podía parecer todavía, al menos en algún aspecto, bastante homogéneo: cons tituía la patología mental propiamente dicha y definía más o menos un campo no discutido. Pero este campo comenzaba a rodearse de una periferia difusa, cuyo parentesco con el centro dejaba mucho lugar a la duda. El propio ridículo de expresio nes tales como semiloco o «petits-mentaux», entonces muy en uso, ilustraba la escasa definición de los límites de ese campo. Con el paradigma de las grandes estructuras psicopatológi cas, tampoco se resuelve la cuestión de la homogeneidad de la psiquiatría sino que adquiere, en nuestra opinión, un carácter bien diferente y esta mutación parece deberse a dos factores que, a pesar de su diverso origen, convergen hacia un resulta do idéntico. 268
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Por un lado, varias disciplinas extrínsecas a la psiquiatría plantean sus pretensiones inconciliables, pero autoritarias, para regirla en su conjunto, o casi: el psicoanálisis, la fenomenología, el tercer ventrículo, los neurotransmisores, la teoría de la comu nicación, la teoría general de sistemas, la filosofía de la mente, und so weiter... Por otro lado, si la legitimidad del núcleo central de la psi quiatría sigue siendo muy contestada, su periferia no deja de crecer, y se nos exige que nos ocupemos de la orientación escolar, de las dificultades conyugales, de los problemas de la adopción y de muchos otros asuntos en los cuales nuestra com petencia efectiva nos ha parecido siempre bastante mal fundamentada. En cuanto a la práctica de los peritajes penales, tiende cada vez más a proporcionar al juez de instrucción, para el caso de un acusado presuntamente inocente, una criminogénesis basada en la dificultad de distinguir los fantasmas de los actos reales, no sin alguna contribución de una concepción rígida del deterninism o genético. Esta fragmentación progresiva, y actualmente casi cum pli da, de la homogeneidad de la psiquiatría nos parece que cons tituye actualmente el mayor obstáculo para identificar un cuar to paradigma. Por esta razón hemos tenido que volver con algún detalle a los tres capítulos anteriores.
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Las explicaciones anteriores nos conducen poco a poco hacia un núcleo de dudas y opiniones flotantes, aunque tal vez nos pueda parecer poco afortunado que más de doscientas páginas no nos hayan proporcionado una mayor certidumbre. Por ello nos preguntamos: ¿Qué valoración nos merecen, por muy inseguros que sean, los párrafos que acabamos de leer? 269
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La división de la historia de la psiquiatría en tres partes, entre la entrada de Pinel en Bicétre y la muerte de nuestro maestro Henri Ey en Banuyls-dels-Aspres [1793-1977], sólo puede tener evidentemente una significación práctica y con tingente, y no vamos a afirmar una vez más que ninguna filo sofía de la historia, aun tratándose de la filosofía de la histo ria de la historia de la psiquiatría, tiene legitimidad racional en absoluto, a no ser por la pequeña dosis de inteligibilidad que introduce esta lectura en tres tiempos y que, de otro modo, faltaría. * A decir verdad, nada sabemos de lo que podría llegar a ser el paradigm a de la psiquiatría después del último cuarto de nuestro siglo xx. Despi/és de todo, podríamos decir que tanto peor para nosotros. Semejante afirmación, tal vez demasiado perentoria, nos inclinaría a la modestia y, si nos sentimos inte lectualmente demasiado ambiciosos, nos plantearía alguna cuestión sobre la distinción que Hegel hacía entre conoci miento de sí mismo y razón, fiándonos en justicia de lo que com entaba sabiamente en tom o a ello nuestro maestro J. Hyppolite (cf. 1946: 139-210; 1953: 88-134). Volviendo a noso tros, nada concreto encontramos en tom o a este cuarto para digm a y no vemos ningún modo razonable de encontrarlo. * A partir de esta posición dubitativa, se nos ocurren dos cosas sin grandes pretensiones. Primera posibilidad: si nada podemos saber en la actualidad ni de este cuarto paradigma ni de su inexistencia — inexistencia que tampoco sabríamos imputarle— , es porque todavía tenemos que esperar a que los 270
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progresos de los conocimientos psiquiátricos, y probablemen te de algunos campos afines, nos permitan avanzar más, den tro de una versión favorable y optimista de ese escepticismo que imaginábamos tan poco fructuoso. Segunda posibilidad: si nada sabemos de un eventual cuar to paradigma, es porque no existe. Sin embargo la lectura de Kant nos enseña que la prueba cierta de la no existencia resul ta ser tan dudosa como la prueba de la existencia, prueba que, para lo que aquí nos ocupa, no sabríamos establecer.
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Los capítulos anteriores, y sobre todo los correspondientes a la segunda parte, nos han permitido considerar el pasado de nuestra disciplina desde el punto de vista particular que nos proporciona la visión con perspectiva del concepto de para digma. Sin duda se hubieran podido utilizar otros enfoques, lícitos e incluso fructuosos, pero seguramente habrían propor cionado una perspectiva y una iluminación muy diferente. Estas observaciones ni por un instante tratan de introducir en el trabajo histórico un relativismo preponderante, que habría conducido inevitablemente a la negación de ese trabajo, pero ponen de relieve el hecho de que ciertos aspectos de estos dos siglos de psiquiatría son en cierto modo valorados, mientras que otros permanecen en una relativa penumbra. Debemos volver pues a las enseñanzas suministradas por estas páginas, interrogándolas sobre yarios hechos pertinentes e importantes de nuestra disciplina, hechos éstos que no habí an llegado a adquirir hasta el presente toda la claridad desea ble. A lo largo de este epílogo vamos a reflexionar pues de una manera concreta sobre tres campos decisivos de nuestras investigaciones y tratar de esclarecer las dificultades que toda vía se manifiestan. 273
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Consideraremos en primer lugar el registro de las etiologí as en patología mental, y vamos a preguntamos cómo ha evo lucionado a lo largo de los tres paradigmas que hemos dife renciado hasta los años actualmente en curso. Esto nos llevará a separar, con el mayor rigor posible, dos componentes de este registro de las etiologías, a saber, por un lado, lo que se atiene a la causalidad propiamente dicha y, por otro, lo que procede del concepto de proceso; ya veremos que, por lo demás, esta diferencia aparece en otras ramas de la medicina, incluso en los casos en que la cuestión de la etiología podría parecer regulada de una manera firme, definitiva y unívoca. Volveremos a continuación sobre los modelos patogénicos, es decir, sobre las consideraciones que tienden a explicar la producción de los síntomas, a partir de uno o varios trastornos fundamentales, característicos a su vez de la afección en cues tión. Tendremos que investigar entonces lo que ocurre con las terapéuticas, y veremos qué significación conviene atribuir al hecho de que se hable cada vez menos de tratamiento indivi dual y cada vez más de asistencia [príse en charge], realizada casi siempre en equipo. Tal deslizamiento, un tanto subrepti cio, de un término antiguo a una expresión más reciente nos parece que marca una mutación significativa en los medios, los fines, y tal vez las justificaciones, de toda terapéutica. Al mismo tiempo trataremos de situar, en relación con estas empresas terapéuticas y con arreglo a los paradigmas considerados, la evolución de las instituciones, tomando esta expresión en una acepción bastante amplia pues no podría limitarse simplemente a los centros de atención, y concierne tanto a los medios de investigación como a las reglamentacio nes del personal; ahora bien, esta evolución parece condicio nar en gran medida mucho de lo que ha cambiado en nuestra disciplina. 274
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Las etiologías en la patología mental Tanto al final del Siglo de las Luces como al alba del siglo XXI, todos los que reflexionan sobre la patología mental tienen que preguntarse, en un momento u otro, por la procedencia de esa patología, ya parezca unitaria o plural. Nos parece que sem ejante cuestión nunca ha podido formularse ni de forma neutra ni de manera simplemente especulativa pues, si se lle gase a conocer su origen, o incluso sus orígenes, se podría lograr su prevención o, al menos, su desaparición cuando no se logró evitarla. El ejemplo dado por la microbiología y la inmunología a finales del siglo xrx y a comienzos del xx, ejemplo siempre presente aunque de forma un tanto legendaria, sigue siendo a este respecto el modelo de un progreso terapéutico racional. Aislar el bacilo de Nicolaíer y dem ostrar que determina el tétanos permite, por un lado, producir un suero capaz de curar al enfermo afecto de la enfermedad, y por otro, una vacuna que preservará del riesgo de tal enfermedad a otro posible paciente. Incluso si esta analogía puede parecer totalmente fuera de órbita en patología mental, sigue siendo cierto que no puede dudarse en modo alguno de que el conocimiento del trastorno pasa por el conocimiento de su origen. Vamos a em pezar por precisar cómo se ha presentado esta cuestión al final del siglo xvni en la medicina mental, con independencia de que nos preguntemos a continuación si no habría que dis tinguir en cada caso la causa y el proceso. * Durante todo el periodo regido por el paradigma de la alie nación mental, tanto Pinel, como Esquirol, Georget, y también V. Chiarugi y J. Guislain se plantearon inevitablemente la cues 275
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tión de saber a qué era debida esta alienación mental, es decir, qué se podía proponer formalmente en tomo a su origen. Pinel escribe a este respecto: Se ha sabido así que el origen de la alienación se debe a veces a lesiones físicas o a una disposición originaria, pero habitualmente a afecciones morales muy intensas y fuertemente contrariadas. Entre estas causas generales, unas son frecuentes y las otras muy raras; sin embargo, es muy importante conocer las primeras, tanto para la historia exacta de la alienación en general y de sus diversas clases, como para la elección de un tratamiento metódico (1809: 10). La respuesta se presentaba ordinariamente en dos registros que debemos distinguir bien, tanto al final del Siglo de las Luces como en el de nuestro siglo xx. En el prim er registro, encontramos una lista harto hetero génea que Pinel expone en la sección inicial de su Traité médico-philosophique sur l ’aliénation mentale (1809: 10-54), y del que estimam os que es preciso releer todos sus títulos: «I. A lie nación originaria o hereditaria» (13-16), «II. Influencia de una mala institución sobre el extravío de la razón» (16-20), «III. Irregularidad extrema en la forma de vivir capaz de producir alienación» (20-25), «IV. Pasiones espasmódicas capaces de determinar la alienación» (25-27), «V. Pasiones debilitantes u opresivas» (27-34), «VI. Pasiones alegres o expansivas consi deradas como capaces de hacer perder la razón» (34-39), «VII. La constitución melancólica, causa frecuente de los extravíos más extremos y de las ideas más exageradas» (39-45), «VIII. Sobre ciertas causas físicas de la alienación mental» (45-53). Hemos referido esta enumeración un tanto engorrosa pues nos muestra ante todo lo que Pinel y sus contemporáneos entendían como causas propias: no se trata de una causalidad única, que bastase por sí sola para desencadenar la alienación, 276
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sino más bien de circunstancias favorecedoras bastante diver sas, capaces sin embargo de desempeñar todas ellas un papel importante en la determinación de esta enfermedad. Algunas se deben al propio sujeto: la herencia, un poco confundida con el innatismo, y la constitución melancólica; otros dependen de las circunstancias de la vida, tales como una educación demasiado rigurosa o demasiado relajada, así como también una existen cia desordenada y sin normas; luego, las pasiones en todas sus variedades; y por último, las causas físicas, que denomina por otra parte causas accidentales, puesto que afirma: Entre las causas accidentales, hay que incluir la hipocondría, pro ducida por excesos de diverso tipo, el hábito de la embriaguez, la supresión brusca de un exutorio o de una hemorragia interna, los partos, la edad crítica de las mujeres, las consecuencias de diver sas fiebres, la gota, la supresión imprudente de algunas afeccio nes cutáneas, un golpe violento en la cabeza y tal vez alguna con formación viciosa del cráneo (1809: 45-46). En el segundo registro, inspirado por la Escuela ideológica de Cabanis y de Destutt de Tracy, Ph. Pinel explica cómo estas diversas causas producen la alienación mental alterando total o parcialm ente la sensibilidad física, la percepción de los obje tos exteriores, el pensamiento, la memoria y el principio de la asociación de las ideas, el juicio, las emociones y las afeccio nes morales, los errores o los desvíos de la imaginación y, por último, los cam bios de carácter. No se trata ya en este caso de los diversos factores que favorecen la aparición de la aliena ción mental, sino de la alteración, en grado diverso, de todo lo que constituye lo moral del hombre — para hablar como Caba nis— , es decir, la agrupación de las facultades que los Ideólo gos habían tom ado de los Escoceses de la filosofía del sentido común de Th. Reid. 277
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Ahora bien, para todos, tanto para Esquirol y Chiarugi como para J. Guislain y W. Griesinger, lo moral del hombre corresponde a su cerebro y el proceso de esta alienación men tal desemboca en una alteración idiopática y sin fiebre del cerebro, como expone con detalle Georget en ese libro de sín tesis denominado De la fo lie (1820: 74-82). Esta referencia al cerebro, como hemos indicado más arriba, no nos debe hacer olvidar que los médicos de esa época se lo representaban como constituido por esa materia viva, que se continuaba con cibiendo como distinta tanto de la materia bruta como del espíritu, ni hacernos ilusiones sobre lo que se sabía entonces, incluso tras el prestigioso Tratado de E Vicq d ’Azyr, y gracias a la Mémoire á l ’Instituí de F. J. Gall y G. Spurzheim, presen tada en 1808 y publicada el año siguiente. Todos los conoci mientos morfológicos son posteriores a 1860 y su histología data del prim er cuarto del siglo xix, de tal suerte que todo lo que puede decirse de la época que en este momento nos inte resa sigue siendo conjetural e incierto, favorable a las polém i cas de poco fundamento y a los abusos del uso milenario del argumento de autoridad. * M ás tarde, durante el paradigm a de las enfermedades men tales, se abandonará la búsqueda de una etiología de la aliena ción mental, a la vez que se renunciará a la unidad de la locu ra. Desde entonces, si no a cada enfermedad mental, sí al menos a cada grupo de enfermedades mentales, se le tratará de atribuir una causa más o menos específica. En vez de intentar hacer en vano un catálogo que pretendiera ser exhaustivo, vamos a intentar extraer sus principales articulaciones. La oposición quizá más significativa nos parece la que sepa ra las causas endógenas de las exógenas, es decir, lo que ya pre278
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existía en el interior sin aparecer siempre de inmediato, de lo que venía de fuera. Lo primero correspondía al ser mismo del suje to, mientras que lo segundo procedía del azar y de lo fortuito. Lo endógeno aparecía como hereditario o congénito o, en cualquier caso, adquirido tempranamente; podía manifestarse desde la más temprana edad, o más tarde, en particular en la pubertad o en la menopausia. Las concepciones admitidas entonces a propósito de la herencia se inspiraban más en Lam arck que en Darwin, y nos parece inútil recordar aquí que el redescubrimiento de los trabajos de G. M endel y los funda mentos de la genética datan de bastante más tarde. El peso de lo endógeno en la patología mental gravitó, en el segundo paradigma, de dos formas sucesivas. La primera se formuló con la teoría de la degeneración. Tomada del voca bulario de los criadores de animales, pero también de Buffon, este término había sido introducido en la patología mental por B. A. M orel, con su fam osa obra en 1857 titulada Traité des dégénérescences physiques, intellectuelles et m orales de l ’espéce humanine; concebía la degeneración como un proce so que iba a recorrer cuatro generaciones: comenzaba, en su origen, por causas exteriores físicas y morales, y proseguía con aspectos patológicos cada vez más graves, aunque podía experimentar una regeneración que invertía el curso y, en cual quier caso, exigía una filantropía activa y justificaba una bene ficencia social a cargo de los alienistas. Pero la verdadera influencia de la degeneración mental proviene de la obra, posterior y profundamente diferente, que llevó a cabo la Dirección de la Admisión de Sainte-Anne. También aquí debemos distinguir la concepción precisa que se formaba V. Magnan, y los abusos ordinariamente perpetrados con ese término, aspectos todos bien analizados en la excelen te obra del historiador americano I. Dowbiggin sobre La fo lie héréditaire (1993). 279
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Para V. Magnan, la degeneración mental constituye una predisposición hereditaria que sólo afecta a una parte de los enfermos mentales. Los así afectados presentan singularidades de conducta desde la infancia (cf. Gros 1979: 663, 673). Si los estigmas físicos sólo se observan a nivel de la cara y de los órganos genitales, los estigmas psíquicos — obsesiones e impulsos— son esenciales para el diagnóstico y esta degenera ción determina sobre todo episodios delirantes que sobrevienen a menudo de golpe, curando y recidivando, de los cuales el brote delirante polimorfo constituye el aspecto más completo. Ahora bien, el delirio crónico de evolución sistemática sólo sobreviene en sujetos indemnes de toda degeneración. Magnan tuvo discípulos ortodoxos, tales como M. Legrain [1860-1939] o P. Sérieux, que sostuvieron una concepción muy precisa de esta degeneración mental. Pero no todos los contemporáneos de M agnan supieron mantener su rigor, y la degeneración se transformó en la etio logía de casi toda la patología mental, de tal modo que no tenía ningún significado concreto y que quedó reducida a una infla ción incontrolada del papel de la herencia en psiquiatría. El segundo aspecto de lo endógeno en psiquiatría, sobre todo con el abandono de la teoría de la degeneración, es la Teoría de las constituciones, tal y como la formulan entonces en Francia E. Dupré, F. Achille-Delmas, Marcel Boíl, M. de Fleury y algunos otros. Sin interés por la biotipología, consi deran que la especie humana tiene un cierto número de consti tuciones innatas, de las que citan las siguientes: emotiva, ciclotímica, paranoica, perversa y mitomaníaca; bajo la influencia de factores diversos, cada una de entre ellas puede limitarse a particularidades del carácter o convertirse en una patología propiam ente dicha. Toda una parte de la psiquiatría puede explicarse a partir de entonces, a su manera de ver, por la transformación de una constitución previa en enfermedad 280
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mental stricto sensu. Al menos en parte, el paso al paradigma de las grandes estructuras resultará de la crítica rigurosa de esta concepción de la psiquiatría. Junto a las etiologías endógenas, las exógenas: todo lo pro cedente del exterior, lo fortuito y lo accidental, campo por otra parte muy poco homogéneo. Debemos pues precisar sus con tornos, teniendo en cuenta que aquí concurre a la vez la pato logía reactiva — que supone una buena parte de la psicogenética, aunque ésta se limita a ella— pero también los eventuales efectos psíquicos de los microbios, los ultravirus, los tumores y los traumatismos, en una palabra, de todo lo que, a falta de un término menos indigente, se denominan trastornos m enta les de origen orgánico, y de los que nunca puede establecerse con claridad si pertenecen al campo de la neurología o al de la psiquiatría, o tanto al uno como al otro. No debemos olvidar por otra parte que, precisamente durante la vigencia del paradigma de las enfermedades m enta les, nuestra disciplina fue testigo de dos acontecimientos muy significativos, que vamos a recordar aquí brevemente. Por un lado, más o menos a partir de 1917, W. von Jauregg [18571940] propuso con éxito la impaludización en la parálisis general, cuyo origen sifilítico había constituido un problema durante largo tiempo; por otro lado entre 1917 y 1925 hizo estragos en la Europa Oriental, y después en la Occidental, la encefalitis epidémica, identificada inicialmente por C. von Economo, y de la que sólo se han retenido, quizá sin dem asia do espíritu crítico, las formas crónicas que podían desencade nar toda clase de síndromes psiquiátricos, en particular tras tornos neuróticos y comportamientos perversos. En la época a que nos referimos aquí, existía una cierta zona borrosa entre algunas manifestaciones mentales reactivas a tal o cual acontecimiento vivido y otras sin un factor desencade nante conocido, aunque consideradas como psicógenas. Con 281
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este último adjetivo se designaba, por otra parte, todo aquello que podía curarse — o mejorar de forma duradera— mediante hipnosis, sugestión o, más simplemente, cierta persuasión moral; la principal obra de H. F. Ellenberger (1974) lo trata per fectamente, y se sabe, por ejemplo, que A. von Schrenck-Notzing, en un libro de 1905, se proponía tratar por hipnosis la homosexualidad; consideraba que había sido adquirida por experiencias olvidadas que debían ser revividas mediante la hipnosis, aboliendo por medio de esta reminiscencia su pre sunto poder patógeno. Nos parece, en efecto, que la posibilidad de un origen psicógeno en ciertos trastornos mentales y, más generalmente, la hipótesis de una psicogénesis, considerada como una catego ría etiológica precisa, provenía de un razonamiento un tanto circular: los efectos favorables de tal o cual técnica psicoterápica sobre un determinado trastorno mental demostraban el origen psíquico del trastorno, origen psíquico que explicaría, a su vez, el resultado afortunado de la psicoterapia. Los albores del psicoanálisis se sitúan en este contexto, aun cuando en la actualidad haya sido olvidado casi por completo. Es indudable que entre 1896 y 1905, o algo más tarde, el psi coanálisis propone una concepción etiopatogénica de las neu rosis de defensa, denominadas también neurosis de transfe rencia, etiopatogenia que se basa a la vez en los resultados de la cura y en la concepción general del juego de fijaciones y regresiones de la libido en el curso de los primeros años de la infancia. Queda fuera de toda duda que el pensamiento psicoanalítico no se detendrá ahí y que, con la consideración, al menos teórica, del delirio del Presidente Schreber (cf. G. W., VIII: 240-316; S. E., XII: 9-82; O. C., XII: 11-73), con los desarrollos sobre el narcisismo, y más tarde, con las compara ciones entre neurosis y psicosis (G. W., XIII: 387-391, 363368; S. E., XIX: 149-153, 183-187; O. C , XIX: 155-159, 193282
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197), extenderá su campo de acción por encima de esta pers pectiva algo reducida, pero no es menos cierto que, en la época que aquí tratamos, desempeñó un papel de primer orden en una determ inada concepción psicogenética de las neurosis. * Durante el periodo en que predominó el paradigma de las grandes estructuras psicopatológicas, se admitió fácilmente, al menos de forma teórica, que la cuestión de la etiología de los trastornos mentales no podía abordarse sino después de haber aceptado dos postulados que debemos considerar por un momento. Prim er postulado: conviene situar a un lado los aspectos de la patología mental ligados a lesiones encefálicas manifiestas, ordinariamente macroscópicas, cuyas relaciones con la clínica no ofrecerían ninguna duda aunque no se pudie ran explicar con detalle. U na vez reconocido y dejado a un lado este campo, había que considerar un segundo postulado: una vez depurado, por así decir, el conjunto de la psiquiatría, no se podía construir un modelo unidimensional de la misma, y era preciso aceptar al menos dos variables independientes, a saber, por un lado los diversos aspectos descritos por la clínica, y por otro, las diver sas variedades de etiologías, sin que ninguno de estos dos registros pudiera nunca reducirse al otro. Al contrario, no se observaban todos los vínculos entre ellos, aunque quizá tam poco fueran totalm ente independientes, pero ninguna etiología precisa correspondía a un solo tipo clínico y ningún tipo clíni co procedía forzosamente de una etiología única. Se admitía, sin duda, que los aspectos clínicos se conocían m ejor que las referencias etiológicas, y constituían un conjunto más hom o géneo, pero había que esperar todavía que el progreso de los conocimientos impusiera allí orden poco a poco. 283
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A partir de ahí, durante el periodo del tercer paradigma, los datos epidemiológicos y genéticos experimentaron un gran desarrollo, aunque no fue decisivo. M ás que buscar la coinci dencia entre la oposición de psicogénesis y organogénesis y la oposición de estructuras neuróticas y psicóticas -—coinciden cia que parecía cada vez menos admisible a las mejores men tes— , se admitió que la consideración de la historia del sujeto y de su propia dinámica era más pertinente en ciertos casos y que el interés de los aspectos somáticos tendría más importan cia en otros. Volveremos a ello en seguida. *
Del mismo modo que muchos de nuestros predecesores, debemos preguntam os si, bajo esta cómoda denominación de etiología no hemos confundido dos conceptos que importaría sin embargo distinguir entre sí, a saber, lo que desencadena la enferm edad y lo que la constituye. En los comienzos de la bac teriología ya se planteaba la cuestión, y esta dicotomía se ilus traba ordinariamente con un ejemplo: el neumococo es la causa indudable de la neumonía y haría falta una excesiva habilidad sofística para sugerir una opinión contraria; sin embargo, al neumococo se le conoce también — por supuesto, más raram ente— como causante de una meningitis purulenta, y esta meningitis purulenta constituye otra enfermedad muy diferente de la neumonía. Ahora bien, si esta distinción parece fácil en este caso, puesto que equivale a enfrentar un germen, elemento de orden bacteriológico, con una lesión, elemento de orden anatomo-patológico, puede aparecer también en otros casos menos esquemáticos, y sabido es que un espíritu tan riguroso como R. Virchow [1821-1902] establecía cuidadosa mente la antítesis causa morbi y ens morbi, es decir, lo que causa la enfermedad y lo que es en sí la enfermedad. 284
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La práctica de una terapéutica eficaz es la que ha permiti do olvidar el ens morbi en beneficio de la causa morbi, en la medida en que, en el ámbito de la patología infecciosa, el conocimiento del germen permitía elegir un tratamiento ade cuado (sulfamidas al principio, y después antibióticos) qpe hacía desaparecer la enfermedad aboliendo al germen, sin que haya habido que interesarse específicamente por la propia enfermedad, reducida entonces a una de las eventuales mani festaciones del neumococo, y en cierto modo, el diagnóstico bacteriológico o inmunológico venía a constituir lo esencial de la clínica. Ahora bien, tal modelo no puede generalizarse y no se puede prescindir del proceso morboso como si la etiología fuera más que suficiente. * Ocurre lo mismo en psiquiatría, en la que conviene no con fundir en efecto el origen causal con el proceso. Los datos de orden epidemiológico pueden ser totalmente dispares, como la edad, el sexo, los antecedentes familiares, el biotipo, el modo de vida y los rasgos biográficos, todos los cuales constituyen factores favorecedores más que causas estrictamente etiológi cas, mientras que el proceso psicopatológico — de cualquier form a que se le represente— tiene un aspecto unitario propio de cada tipo morboso bien determinado. Parece un tanto presuntuoso ir más lejos; la psicosis manía co-depresiva, la esquizofrenia o la neurosis obsesiva deben corresponder a sendos procesos, de los que se puede decir algo, ya en términos psicopatológicos, ya en términos fisiopatológicos, sin que lo uno excluya a lo otro. La concepción del proceso esquizofrénico como un desequilibrio de tales o cua les neurotransmisores no recusa en modo alguno una concep ción que tenga en cuenta un nivel de conflictos, un nivel de 285
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investidura o un nivel libidinal. Y, en cada paradigma, podre mos encontrar la pertinencia de este doble aspecto, etiológico y procesual.
Problemas de las patogenias Vamos a tomar el término de patogenia en la acepción algo restrictiva que remite a la cuestión de saber cómo produce el proceso morboso, por así decir, los síntomas observados en la clínica. A partir de Bouillaud y Laénnec, por ejemplo, se com prende sin dificultad, gracias a un modelo físico harto senci llo, que el derrame pleural determina la matidez de la base torácica y la abolición de la transmisión de las vibraciones vocales; para otros síntomas, en particular en neurología clíni ca, el vínculo entre proceso y síntoma es más difícil de conce bir y la referencia a la anatomía y a la fisiología del sistema nervioso puede servir aquí de gran ayuda, como cuando se trata de captar los motivos por los cuales la afectación del fas cículo piramidal se traduce por el signo de Babinski (cf. Lassek, 1954: 44-55). Vamos a preguntarnos a continuación cómo se ha repre sentado, a lo largo de estos dos siglos de psiquiatría que hemos considerado en los capítulos anteriores, esa relación entre sín toma y proceso morboso, para tratar de aclarar este punto. Debemos resaltar sin embargo que, durante el paradigma de la alienación mental, la cuestión de la patogenia no se plan tea claram ente pues la semiología no ha ocupado todavía su lugar en ella, precisamente por la unidad de esta alienación. Pero es preciso observar algunas excepciones a propósito de las investigaciones de Esquirol y posteriormente, de Baillarger sobre las alucinaciones; ya dijimos algo de ello pero debemos añadir unas palabras más. Esquirol no se pregunta precisamen 286
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te de qué forma la alienación mental produce alucinaciones puesto que admite que el 20 por 100 de los alienados no las padecen, frente al 80 por 100 restante; sin embargo, distingue las alucinaciones propiamente dichas, en las que supone la existencia de un mecanismo cerebral, sin relación alguna con los órganos de los sentidos (cf. 1838, I: 80-100), y las ilusio nes, en las que considera que los órganos de los sentidos desempeñan un papel decisivo, por lo que denomina también a las ilusiones errores de los sentidos (1 8 3 8 ,1: 101-111). A decir verdad, se trata más de un problema filosófico que de una cues tión sobre la patogenia de las alucinaciones; en nuestra opi nión, ocurre lo mismo por lo que se refiere a la Mémoire de Baillarger en la Academia de M edicina (1846: 476-517). * Tras esta observación indispensable, podemos pasar pues al estudio de los problemas de la patogenia en el paradigma de las enfermedades mentales, y después en el de las grandes estructuras psicopatológicas. La semiología psiquiátrica se ha elaborado durante el para digma de las enfermedades mentales de una manera acumulati va a la que no vamos a volver, y sin una excesiva reflexión sobre las relaciones entre cada enfermedad como tal y la producción de los síntomas propios de dicha enfermedad. Para J.-P. Falret y después para Magnan, como desde luego para K. L. Kahlbaum, por ejemplo, bastaba con tomar nota, de forma rigurosa aunque empírica, de la regularidad de los síntomas de una enfermedad mental, para estimar que esta enfermedad los producía. No ocu rre exactamente lo mismo cuando releemos las páginas de F. Chaslin en sus Éléments de sémiologie et clinique mentales (cf. 1912, I-XIX: 19-216). ¿Cómo se entiende, en efecto, en este caso? 287
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Comienza por enum erar las facultades que consideraba como características de la vida mental del hombre la psicolo gía habitual del siglo xix, después esa Escuela Escocesa, tan importante y tan ignorada, y los Ideólogos, hasta el asociacionismo inglés y la obra de Taine. A cada una de las facultades le corresponde su posible alteración que, a su vez, permite prever los síntomas determinados por esa alteración: atención y síntomas de su afectación, memoria y síntomas de su afec tación, percepción y síntomas de su afectación, y así sucesiva mente, a lo largo de los capítulos I a IX (19-119). Pero, cuando aborda el capítulo X, y hasta el capítulo XIV (120-190), cambia de orientación. Abandona el recurso a estas facultades, que con el paso del tiempo se tendía a denominar a veces funciones, para describir lo que la tradición psiquiátri ca había conservado, sin ningún vínculo formal con la psico logía, como síntomas garantizados por su valor práctico: las alucinaciones, las ilusiones, las ideas delirantes, las obsesio nes, la creencia en el delirio y algunos más. Después, del capí tulo XV al XIX (191-216), vuelve a hacer cierto uso de la psi cología. Semejante manera de proceder nos demuestra que F. Chaslin, mucho más escéptico y, sin duda menos riguroso que J.-P. Falret, intenta obtener algún provecho de esta psicología de las facultades, cuyo origen no se conocía con claridad, pero lo interrumpe a la vez que cede ese puesto a una serie de sín tomas cuyo valor semiológico se había impuesto desde hacía unos cuantos decenios. Por otro lado, algunas de estas enfermedades mentales se habían caracterizado ya de una forma monosintomática, y hemos visto que cuando S. Freud logró aislar la neurosis fóbica lo hizo describiendo las fobias, hasta entonces mal separadas de las obsesiones, proponiendo una patogenia propiamente psicoanalítica y englobando síntoma y patogenia para constituir una nueva entidad morbosa. Durante este periodo, la relación entre 288
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cada enfermedad y los síntomas que la caracterizan sigue sien do un tanto híbrida, pues tan pronto constituyen los síntomas un mosaico en el que resulta difícil precisar su exacta conexión con la propia enfermedad, el ens morbi, como se reducen a un número pequeño o a un sólo síntoma. Entonces imanan casi directamente del proceso en cuestión. Y veremos además el importante papel desempeñado, a todo lo largo de la semiología psiquiátrica, por la tendencia a sacar el mayor partido de los aspectos monosintomáticos de ciertas entidades morbosas. *
Con el paradigm a de las grandes estructuras, la cuestión de la patogenia se radicaliza. Cuando considerábamos más arriba las críticas que, desde 1921, dirigió E. M inkowski a la sem iología de la esquizofrenia, tal y como la había planteado E. Bleuler diez años antes, observábamos que se dirigía a la vez contra la m ultiplicidad de los síntomas y contra su depen dencia inevitable de una psicología asociacionista, recusada desde hacía tiempo por los trabajos de Bergson. La pérdida del contacto vital con la realidad debía sustituir a los trastor nos del curso del pensamiento, pues se trataba en este caso de un síntom a que seguía siendo único, incluso si podía mostrar expresiones diversas y que, como ya hemos precisado ante riormente, pertenecía a la vez a la clínica y a la psicopatología, ya síntom a pero todavía proceso. Esta situación del registro semiológico con respecto al registro procesual de la psicopatología se vuelve a encontrar en la descripción de la Ideenflucht (fuga de ideas) que L. Binsw anger realizaba un poco más tarde. Se tratará, también para él, de aislar un dato semiológico único, que constituye ya un síntoma pero que sigue estando muy próximo sin embargo a la propia esencia del trastorno. 289
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La referencia a las grandes estructuras desarrolla así un doble movimiento con relación a la clínica psiquiátrica, que no puede desconocer ni adoptar tal y como el paradigma ante rior lo había dejado en herencia. No podría ignorarlo, ni re chazarlo, pues el hecho de referirse a las estructuras psicopatológicas no significa admitir de la «a» a la «z» las actitudes negativistas de la antipsiquiatría inglesa, a pesar de todo el interés que puedan despertar semejantes actitudes: en efecto, la sem iología de la patología mental se había constituido, como ya vimos, en el curso del paradigma de las enferm eda des mentales, y tendía con bastante claridad a multiplicar los síntomas y a fragmentar así la unidad del sujeto enfermo, aún cuando no podía hacer uso de ella sin haber regulado previa mente el problem a a que daba lugar esta atomización. ¿Cómo se resolvió de hecho el problema? Por un lado, los ejemplos proporcionados por E. Minkowski y por L. Binswanger fueron tenidos en cuenta, y los traba jos clínicos de V. von Gebsattel o de H. Ey muestran bien a las claras que, sin lograr alcanzar siempre una monosintomatología rigurosa, es posible seguir a menudo dos estrategias com plementarias. En un caso, sin limitarse a la clínica tradicional, se intenta rá precisar las particularidades de las relaciones con el tiempo y el espacio que vive el paciente y que constituyen, en cierto modo, lo esencial de su trastorno. Esta es una primera forma de proporcionar un contenido concreto a la propia operación del diagnóstico estructural, que de este modo deja de utilizar tan sólo la subjetividad del clínico; sin embargo, constituye también una forma de indicar el lazo de unión entre el proce so y la semiología. En la otra posibilidad, y esto es lo que hace a menudo el M aestro de Bonneval, la multiplicidad de los síntomas estaba reorganizada en una estructura unificadora, gracias a la distin 290
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ción entre los aspectos negativos y los positivos de la clínica, que la inspiración conjugada de J. H. Jackson y de la Teoría de la forma permitían unificar con vistas de nuevo a un diagnós tico estructural preciso y articulado. Este aspecto nos parece particularmente claro en la parte dedicada a la clínica de la esquizofrenia en su incomparable capítulo de la Encyclopédie médico-chirurgicale sobre esta cuestión (cf. 1955: 37 282 A10 & A20). Comprendemos así que los interrogantes sobre la patoge nia de los síntomas experimentaron, durante el tercer paradig ma, un desenlace un tanto híbrido; a pesar de las exigencias de este periodo, una parte de la semiología ya adquirida perm a neció, por así decir, en el mismo estado, mientras que la otra encontraba una segunda unificación que remediaba en parte la fragmentación que amenaza a toda semiología. Pensamos que, por su parte, el psicoanálisis actúa de forma análoga, pues uti liza por un lado la clínica ordinaria y por otro lo que podría denominarse una clínica psicoanalítica.
Instancia de las terapéuticas Ya hemos considerado en varias ocasiones el lugar que ocu paba la terapéutica con arreglo a los diversos paradigmas, pero, al llegar a este punto de nuestra reflexión, debemos reanudar su estudio dentro de la continuidad de sus fases sucesivas. Para Pinel y los alienistas de la generación siguiente, la patología mental sólo podía beneficiarse de un solo y único tratamiento. Opinaba además, a pesar de un optimismo im per turbable, que el pronóstico sólo podía ser favorable si el comienzo de los trastornos databa de menos de seis meses y los pacientes no habían sido sometidos a las prácticas desas trosas perpetradas en los hospitales en los que las sangrías 291
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Si uno solo de ellos se halla presente de manera incuestio nable, formalmente caracterizado de forma positiva y diferen cial, y si no puede ser explicado por ninguna enfermedad somática bien individualizada, entonces, para K. Schneider, el diagnóstico de esquizofrenia se hace indiscutible. Se trata así de algo que recuerda en cierto modo a la patognomonia, como la sucusión hipocrática en el hidrotorax y el signo de Koplick en el sarampión. K. Schneider acepta sin embargo la posibili dad de una esquizofrenia sin la existencia de un síntoma de prim er rango y concibe que, para una afección dada, hay más de un signo patognomónico. Los síntomas de primer rango no remiten a ningún proceso conocido pero reciben todo su valor diagnóstico del consenso de los clínicos competentes. Los tra bajos de G. Huber caminan exactamente en la misma direc ción y es él quien muestra claramente, en un volumen dirigido por W. Janzarik (1979: 102-11) y en un artículo del Nervenarzt (1984), la filiación de K. Schneider respecto a K. Jaspers. Más adelante, los intentos de cuantificación del diagnóstico de esquizofrenia, con los trabajos de J. P. Feighner (1972), de B. M. Astrachan (1972), de M. A. Taylor (1975), de J. W. Wing (1975), excelentemente analizados todos ellos por P. Pichot en su libro de 1981, van a prolongar y a dar consistencia a una concepción puramente sindrómica de la patología mental, que encontrará su perfecto acomodo en el DSM-III. Comprendemos así que aunque el propio DSM -III pretenda ser ateórico y proceder sólo de la observación de la realidad clí nica, constituye sin embargo el desenlace final de una determi nada historia; su posición actual no carece de antecedentes y no podríamos comprenderla si olvidásemos los trabajos de K. Jas pers, de K. Schneider y de algunos otros. *
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Este puede muy bien tener la pretensión de constituir en cierto modo el cuarto paradigma de la psiquiatría moderna, con tal de que no nos contentemos con tomarlo al pie de la letra y tratemos de precisar la concepción global de la psiquia tría que le anima y los postulados que le sirven de base, aun cuando se resista, por su propio fondo, a semejante examen. Volvamos al concepto de síndrome. Utiliza una parte del mismo pero excluye en cambio otra. Considera que las cons tantes reagrupaciones de síntomas, al evolucionar de una mane ra regular, bastan para distinguir entre sí los tipos clínicos que la patología mental debe considerar como prácticamente dife rentes, pero entonces se trata sólo de la primera mitad del con cepto de síndrome, el que tiene sentido únicamente en el nivel de la apariencia semiológica y de su cohesión. Ahora bien, para llegar al concepto tradicional de síndrome hay que tener en cuenta ordinariamente su segunda mitad. El síndrome, en tanto que unidad semiótica, responde a la estruc tura que los autores medievales denominaban aliquid pro aliquo, es decir, una cosa en lugar de otra anunciada por ella. Mientras nos mantengamos dentro de esta consideración habi tual, el grupo regular de síntomas, correlacionados entre sí, hace referencia a otra cosa distinta de ella misma, y esa otra cosa no depende del campo semiótico. En diversos ejemplos recogidos de otros campos de la medicina, esa otra cosa nada tiene segu ramente de homogénea; nos basta pensar aquí en el eritema con fluente, de bordes elevados, caliente, que comienza en la parte baja de la cara y da lugar a un aspecto enrojecido y abotagado del rostro, acompañado de equimosis en los puntos de apoyo y de hemorragias en los puntos de flexión — signos de Pastia, de Borsieri y de Filatov— , y que va seguida de una lengua blanca en el interior de una garganta enrojecida, para reconocer que el tal síndrome remite al diagnóstico de escarlatina, es decir, a una enfermedad identificada desde largo tiempo atrás, pero cuya 265
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etiopatogenia un poco rigurosa sigue siendo más bien conjetu ral, aparte del germen microbiano en cuestión. En otros casos, se manifestará, todo lo contrario, como casi evidente. En la patología mental, pueden observarse todas las posibi lidades de este ejemplo; ahora bien, aquí no importa el concep to generalizado de síndrome, y la fórmula latina ya no es aliquid pro aliquo, sino más bien aliquid pro eodem, y el síndrome no se refiere más que a la afirmación de sí mismo, aunque sea un poco tautológica. La comprobación de uno de estos síntomas de primer rango, en este modo de concebir la psiquiatría, sólo podría referirse a esa constatación, de la que se sabe que, en el discurso, equivale a lo que el discurso cree saber decir cuando habla de esquizofrenia. En cierto modo, no se trata ya de referir el campo de la apa riencia clínica a otro campo, el de los procesos, sino de ate nerse al registro puro y exclusivo de la inmanencia, que se basta a sí misma y constituye su propio espesor, como una lámina perfectamente transparente y fina, rigurosamente plana y sin nada bajo ella. Era el título de uno de nuestros artículos de 1977: «Inmanencia: la denegación de la profundidad».
Incertidumbres Sin recrearnos aquí en una duda casi sistemática, vamos a intentar cerrar este capítulo volviendo ante todo a la heteroge neidad actual del campo de la psiquiatría y después esbozan do un escepticismo bien temperado.
Esta heterogeneidad, que nos parece preciso volver a exa minar aquí cuidadosamente, no existe, por supuesto, desde la 266
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eternidad, y vamos a trazar de nuevo brevemente su cronolo gía. Está evidentemente ausente durante el paradigma de la alienación mental pues este paradigma garantiza por naturale za su homogeneidad absoluta: para Pinel, como para V. Chiarugi, J. Guislain o W. Griesinger, la patología mental es una e indivisible por su propia naturaleza, y por lo mismo no se plantea en ningún momento la cuestión de su coherencia abso luta; lo podemos com probar al observar que durante todo este periodo, la homogeneidad de la patología está confirm ada por la de la terapéutica — el aislamiento y el tratamiento moral— , por la de las instituciones — en su caso, el asilo, a la vez único y exclusivo— , pero también por la práctica penal, en la medi da en que la alienación mental implica entonces, de manera casi necesaria, el estado de demencia en el sentido del artícu lo 64 del Código de 1810. Esta hermosa homogeneidad comienza a agrietarse con el segundo paradigm a desde el momento en que se posee cierto número de entidades morbosas naturales, bien diferentes entre sí. Nos parece evidente que las neurosis, los delirios crónicos y los estados demenciales, para volver a los ejemplos que nos han servido en nuestro segundo capítulo, no tienen gran cosa en común desde el punto de vista clínico y evolutivo, al igual que en los ámbitos institucional, terapéutico y médico-legal. Al lado del asilo y del sanatorio, que viene a ser lo mismo que aquél, aunque de carácter privado, figuraba la consulta externa; ahora bien, el asilo no podía desempeñar rigurosa mente su papel pues, entre los enfermos mentales, unos recha zaban sus cuidados, y correspondían sin duda a lo que el asilo representaba desde el punto de vista de la ley, mientras que otros los aceptaban, e incluso los reclamaban, de suerte que su presencia en establecimientos idóneos para los primeros no dejaba de ofrecer un aspecto escandaloso e ilegal. La edifica ción de algunos servicios abiertos debía remediar este hecho, 267
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intempestivas y otras funestas medicaciones les dejaban incu rables. Si se habían librado de tales desventuras y habían entrado directamente en el hospicio, podían beneficiarse de una terapéutica salvadora, el tratamiento moral de la locura, con la doble condición de no admitir en dicho hospicio otras clases de enfermos y de mantener la autoridad benevolente, aunque firme, de un mando único, a la vez médico, filósofo y familiarizado con la vida diaria de los alienados. Este tratamiento moral suponía ante todo el aislamiento, aislamiento que podría parecer una broma pesada o un casti go, pero que se imponía con el fin de proteger al alienado del tumulto de las pasiones, de las preocupaciones propias de la vida en sociedad, de la solicitud a veces afectuosa, pero siem pre inoportuna, de su familia y de las iniciativas inevitable mente funestas de sus allegados. En rigor, el paciente acomo dado podía ser tratado en su domicilio, pero solamente si había la seguridad de poder someter todo su ámbito familiar a la autoridad indiscutible del médico, escoger cuidadosamente a sus servidores y evitarle las visitas. Este aislamiento debía durar casi hasta que se hubiera producido la curación, y Ph. Pinel deploraba las recaídas ligadas a menudo a la reanuda ción demasiado precoz de las relaciones con los familiares y el mundo exterior. El aislamiento sólo salvaba al enfermo si era acompañado de una vida en el hospicio presidida por dos prácticas perma nentes. Por un lado, esa vida debía estar regulada en cada mom ento de una manera totalmente razonable y de forma tal que todo lo que allí ocurriera fuera previsible, a causa de su propia racionalidad y bajo la autoridad absoluta de un solo mando. Por otro, gracias a su propia autoridad, éste quedaba investido ante el alienado de un prestigio considerable, que le permitía, por su postura, por su seguridad y por su perfección, ejercer una influencia terapéutica sobre él, que desempeñaría 292
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rápidamente un papel bienhechor y posibilitaría pronto entre vistas regulares. Se trataba del aspecto individual del trata miento moral, cuya fuerza procedía de lo que quedaba de razón en todo alienado como, después de Hegel, ha demostrado cla ramente G. Swain. Este tratamiento moral de la locura ejerce su acción, en nuestra opinión, a través de dos vías, que deben converger entre sí para mostrar su eficacia. Por un lado, el alienado debe sentirse inmerso de forma permanente en un ambiente total mente racional, de tal manera que, a instancias de lo que afir ma el empirismo de J. Locke y el sensualismo del abate de Condillac, recupere la razón, por así decir, de fuera hacia den tro, com o ocurre con el olor a rosa en la metáfora de la esta tua. Por otro lado, desde el primer momento de su aislamien to en el hospicio, la autoridad racional, y bienhechora por racional, debe apoyarse en los restos de razón que le queden al enferm o y establecer de forma progresiva y personal su dom i nio sobre la totalidad del mismo: racionalidad de la institución y prestigio racional del que debe ejercer allí a cada momento una autoridad no compartida y sin trabas, haciendo pensar tal vez en lo que los historiadores alemanes del siglo xix denomi naron, a propósito del Siglo de las Luces, el despotismo ilus trado. A sí pues, este tratamiento moral de la locura estaba basado pues en la diaria convivencia en el seno de una institu ción apropiada. A decir verdad, ni en Bicétre ni en la Salpétriére disfrutó Pinel de tal poder, a pesar del apoyo incuestionable de J. B. Pussin, y tuvo que acomodarse a la autonomía parcial que la Administración del hospicio le concedía y a un personal que nunca tuvo la prerrogativa de elegir. Esquirol mantuvo un poder menos compartido en Charenton, pero sólo mantuvo una auténtica autoridad indiscutible en el sanatorio privado que fundó, primero en la calle Buffon, muy cerca del Jardín des 293
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Plantes, y después en Ivry, y parece indudable que a lo largo de todo el siglo xix (y también del xx), el papel terapéutico de la institución se ha podido llevar a cabo seguramente mucho mejor en las instituciones privadas que en los establecimientos públicos. Para esta primera mitad del siglo xix, remitimos a las páginas muy valiosas que M. Gauchet y G. Swain le han consagrado en su libro sobre La pratique de l ’esprit humain. L ’institution asilaire et la révolution démocratique (1980: 103-219). A este respecto, la época regida en exclusiva por el para digma de la alienación mental, tenía una situación institucio nal bastante paradójica en cuanto a la relación entre lo que exi gía el paradigma para su aplicación efectiva y lo que ofrecían las propias instituciones. La ley del 30 de junio de 1838 correspondía casi totalmen te con el concepto de alienación mental: evitaba a los alienados los malos tratamientos de los hospitales, no los hospitalizaba pero los situaba en correspondencia con su incapacidad — tran sitoria pero absoluta— de solicitar cuidados, trataba de actuar con rapidez por razones terapéuticas, les evitaba la promiscui dad con enfermos afectos de otras enfermedades, tendía a man tener un equilibrio entre la exigencia de cuidados que no podí an reclamar a causa de su estado y la protección de su libertad individual, y así sucesivamente; mediante esa ley, se obligaba a cada departamento a edificar una institución denominada asilo, para no confundirla con esos hospitales que hacían de un alie nado un sujeto incurable. ¿Qué ocurrió en realidad? Si releemos por un instante el Rapport général a M. le ministre de l ’Intérieur sur le service des aliénés en 1874, redactado por Constans, Lunier y Dumesnil, y publicado en 1878, vemos claramente, como lo recordá bamos en nuestro último libro sobre La chronicité en psychiatrie (1997: 43-68), que los asilos, realizaciones en piedra y en 294
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ladrillo, aunque en el campo, según las exigencias de Pinel, Esquirol y algunos otros, no se edificaron prácticamente du rante la Monarquía de Julio, la Segunda República y la primera mitad del Segundo Imperio, sino entre los años 1860 y el final del siglo xix — sin hablar de la organización de la psiquiatría en el departamento del Sena que, en los planos del barón Haussmann, por otro lado traicionados en parte, datan de 1867 y 1868. Estas precisiones nos parecen sin embargo de cierta impor tancia pues desvelan una paradoja esencial en la historia de la patología mental en Francia. Podemos exponerlo así: desde el final del Siglo de las Luces hasta los años de 1850 a 1860 aproximadamente, el paradigma de la alienación mental rigió en toda la elaboración teórica sobre la patología mental; este paradigma, por lo que se refiere a la instituciones y a la asis tencia, exige la edificación de lo que el Rapport de Esquirol propone denom inar asilo en 1819, vocablo que recupera la ley de 1838 y del que acabamos de recordar sus principales exi gencias. A hora bien, durante todo este periodo, si bien es cier to que se acomodan parcialmente algunos hospicios, sobre todo en la región parisiense, y si se transforman en parte algu nos establecimientos reservados ya a los alienados, no se crea prácticam ente ningún asilo. Esto quiere decir que mientras pre domina una manera de concebir la patología mental que exige la edificación de novo de tales instituciones, no se edifica real mente ninguna. Sin embargo verán la luz más adelante, entre la segunda parte del Segundo Imperio y la prim era mitad de la Tercera República, es decir en una época en que la referencia a la alie nación mental no significa ya nada salvo para los especialistas más atrasados. Y así, el nuevo paradigma, es decir, el de las enfermedades mentales, debe ponerse efectivamente en prác tica en unas instituciones dependientes exclusivamente del antiguo, el de la alienación mental. 295
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Esto significa que durante el periodo en que los asilos hubieran respondido a las exigencias teóricas en uso práctica mente no existían, y cuando se edifican realmente se han que dado ya obsoletos, al tener que practicar entonces una clínica y una terapia en contradicción con los medios efectivos para ponerlas en práctica, y el aislarlos lejos de las ciudades cons tituía su mayor inconveniente. * Durante el segundo paradigma, se abandonará la unidad de tratamiento del mismo modo que se desechó la unidad de la enfermedad. A cada tipo morboso considerado, es decir, a cada grupo de enfermedades mentales, correspondía de una forma más o menos rigurosa un tipo de tratamiento. No sería mos capaces de reproducirlos aquí todos con detalle, y nos limitaremos a algunas observaciones. Recalquemos ante todo que no se carecía totalmente de medios terapéuticos, que en modo alguno quedaban reducidos a esas crueles extravagancias que describen con tanta minucia y erudición Cl. Quétel y P. Morel en su valiosa obra titulada L esfo u s et leurs médecins. De la Renaissance au XXe siécle. Cierto número de medicamentos calmaban la angustia, se imponía el uso de los antiepilépticos, comenzaban a aparecer los hipnógenos e, incluso si el trabajo de los enfermos indi gentes servía para la prosperidad de la institución, algunos autores, y en particular Hermann Simón, trataban de utilizarlo como medio terapéutico. Observemos a continuación que las curas psicoanalíticas son teorizadas y puestas en práctica a la vez desde el com ien zo del siglo XX, y que los pioneros en este campo no siempre se limitaban a las neurosis de transferencia. En un terreno pró ximo, las técnicas psicoterápicas, sobre todo individuales, 296
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seguían siendo numerosas, como lo testimonian los desarro llos de la hipnosis, la sugestión, las terapias de apoyo y muchas otras. Los trabajos de P. Janet, excelentemente resu midos en sus libros Les névroses, en 1909, y Les médications psychologiques, en 1919, exponen claramente toda la riqueza de este procedimiento y muestran bien su interés terapéutico; al mismo tiempo, debemos reconocer que se utilizaban más en la consulta privada que en el medio hospitalario, pues ya en esta época una parte de la actividad de los psiquiatras no se limitaba a su Servicio. Tengamos en cuenta, por último, que una de las caracterís ticas más significativas de la terapéutica durante el paradigma de las enfermedades mentales es, sin duda, el hecho de que el tratamiento no se pone en práctica hasta pasado un periodo de tiempo, a veces muy corto, con objeto de que la exploración clínica perm ita sentar un diagnóstico; ya nos hemos referido a ello al com parar las formas de proceder de F. Leuret y de J.-P. Falret, pero veremos que habrá que esperar a la aparición de la antipsiquiatría inglesa en los años 1960 para que se ponga en tela de juicio la legitimidad de esta práctica. Dependía, evi dentemente, de la pluralidad de las enfermedades mentales, que era preciso diferenciar entre sí, recogiendo así lo que se había establecido en medicina a partir de la Escuela de París. *
Con el paso al tercer paradigma y a la oposición entre estructuras neuróticas y psicóticas en que se apoya, nos encon tramos ante una situación paradójica. Por una parte, hay un alejamiento claro y deliberado de la diversidad, probablemen te un tanto excesiva, de esas enfermedades mentales minucio samente aisladas, mientras que, por otra, se dispone de un enorme número de medios terapéuticos: durante la época en 297
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que el paradigma apostaba por la multiplicidad, las posibilida des de tratamiento seguían siendo, a pesar de todo, bastante poco numerosas, pero durante el paradigma siguiente, que ten día a no distinguir rigurosamente más que las estructuras, se está en posesión de un número cada vez mayor de técnicas terapéuticas diversas y múltiples. Para intentar aclarar esta aporía debemos recordar que esa riqueza efectiva de tratamientos ya existía antes de que se dis pusiese de las quimioterapias, y que por tanto no data del entorno del año 1952 que, a pesar de una importancia que en ningún caso tratamos de poner en duda, no nos parece que constituya, propiamente hablando, un verdadero corte en esta materia. Ya existía, en efecto, la impaludización, que había revolu cionado el pronóstico de la parálisis general, las curas de sueño, sobre todo con hipnógenos nuevos, la cura de Sakel, la terapia convulsivante, practicada bien pronto bajo anestesia y con curarizantes, el psicoanálisis ortodoxo y las psicoterapias psicoanalíticas, no limitadas ya al campo estricto de las neu rosis, las terapias de grupo, el psicodrama y algunos otros medios. Los neurolépticos, reducidos al principio a las fenotiacinas, y enriquecidos después con las butirofenonas y las formas retará, los timoanalépticos y los ansiolíticos han enriquecido así de forma muy considerable el acceso a los estados manía cos y a los delirios crónicos, de un modo que ha mejorado realmente de forma radical el ambiente y, sobre todo, la efica cia de los servicios psiquiátricos. Los hechos que acabamos de señalar deben ser completa dos con tres observaciones que vamos a realizar sin inclinar nos especialmente por la paradoja ni por el cinismo, y que sólo tienen cierta importancia en nuestra opinión por mor de un espíritu crítico. 298
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Primera observación: sin que nadie lo haya deseado explí citamente, todas estas terapias tienden a transformar el con junto de la patología psiquiátrica en una patología crónica. Cuando se trataba a un paciente aquejado de melancolía por medio de la terapia convulsivante, una vez curado el episodio depresivo con cierto número de electrochoques recuperaba el sujeto una vida autónoma y no se le instaba a volver a la con sulta más que en el caso de experimentar algún síntoma pre monitorio de una eventual recaída tras un periodo libre a menudo largo. La psicosis maníaco-depresiva seguía siendo así una enfermedad de accesos realmente agudos y que no im plicaba servidumbre alguna en los intervalos. Poco a poco, la terapia convulsivante ha cedido el paso al empleo de los timoanalépticos, salvo en algunos casos, lo que constituye seguramente un progreso; sin embargo, se aconse ja que, una vez curado el episodio, prosiga el tratamiento durante varios meses más, de modo que la enfermedad deja de ser efectivamente aguda para hacerse, por así decir, subaguda. Más recientemente, se admite que tras la supresión de los anti depresivos conviene un relevo con tal o cual normotímico durante bastante tiempo. La enfermedad se ha vuelto así total mente crónica, en la medida en que entraña una terapéutica muy prolongada, que puede exigir en algunos casos una medi ción mensual de niveles en sangre, cuando se trata del uso de las sales de litio, y por tanto un seguimiento regular y bastan te frecuente. Podríamos hacer unas observaciones análogas sobre la cura de Sakel en los comienzos de la esquizofrenia, y encontrar otros ejemplos a este respecto. La idea de que pueda darse de vez en cuando una patología psiquiátrica auténticamente aguda es cada vez más problemática, sobre todo porque cada vez se rechaza más la posibilidad de que pueda encontrarse en la psiquiatría ninguna cosa fortuita. 299
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Segunda observación: el tratamiento neuroléptico guarda cada vez más relación con un cierto apoyo de los diversos miembros del servicio hospitalario o ambulatorio, de modo que la realidad, cualquiera que sea la denominación atribuida, se traduce por una asistencia, a cargo de diversos profesiona les, que se orienta a la vez hacia la enfermedad misma y hacia sus repercusiones en la vida cotidiana. Esto es a menudo ine vitable en la práctica, dado que además se va acortando cada día más la duración de las estancias; pero esta observación de sentido común no invalida en modo alguno un hecho paradó jico: se plantea como ideal un tratamiento individual prolon gado y a la vez se incluye en él a varios profesionales con unas prerrogativas difíciles de distinguir a veces, que pretenden una asistencia global, con tendencias hegemónicas, por no decir totalizantes. Tercera observación: la dimensión psicoterápica de este tipo de atención, incluida la administración de medicamentos, en el m ejor de los casos tiende menos a suprimir el hecho patológico que a ayudar al paciente a ubicar su patología en el seno de su historia individual. Sin duda es preferible a una prescripción autoritaria y anónima, pero, del mismo modo que se denom ina transferencial a cualquier relación, esta práctica proporciona al psicoanálisis una pertinencia muy amplia, aun que con el riesgo de que se diluya su especificidad y tienda incluso a desaparecer. Probablemente ha sido A. Green quien ha precisado con mayor rigor esta grave dificultad y este riesgo de confusión, en su libro Un psychanalyste engagé. Afirma, en efecto: En las instituciones pueden darse varias actitudes. Desde el punto de vista de la terapéutica analítica, uno se sirve de lo que puede aprovechar y lo utiliza. Otra actitud consiste en afirmar que lo que se lleva a cabo no es psicoanálisis y rechazarlo en bloque. 300
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Pero nos vemos obligados a realizar unas distinciones cada vez más sutiles. Consideraremos en primer lugar el trabajo de psico análisis: es el que tiene lugar en el gabinete de un analista en el cual éste no sólo realiza análisis, sino también psicoterapias con personas en las que no está indicado el análisis. Se esfuerza sin embargo en mantenerse en ese marco y llevar a cabo un trabajo de psicoanálisis, incluso al margen de las indicaciones de la cura. Segundo tipo de trabajo: el trabajo de psicoanalista. Se trata del caso del psicoanalista que lleva siempre su condición consigo y la ejerce allí donde es requerido. En la institución, por supues to, pero igualmente, si se da el caso, aplicándola al texto literario. Se trata de un trabajo de psicoanalista, de alguien que practica el psicoanálisis y que intenta encontrar el medio de aportar los bene ficios de esta técnica en aquellos campos que no son los de la cura propiamente dicha, definida por su encuadre. No hace psicoanáli sis, lo que hace es un trabajo de psicoanálisis fuera de encuadre. Tercer tipo de actividad: el trabajo de psicoanalizado, es decir, de alguien que se hecho un psicoanálisis, que incluso ha recibido una formación psicoanalítica completa, pero que no ejerce el psicoanálisis. Al haber sido analizado, sería injusto ponerle al mismo nivel que alguien que jamás se ha acostado en un diván; ello no quiere decir que sea peor que un trabajo de psi coanálisis o de psicoanalista: hay sujetos analizados que pueden llevar a cabo en las mismas condiciones, al margen de la cura, un trabajo mejor que un psicoanalista. Siempre hay personas más o menos dotadas para ciertas actividades y que eligen el practicar las con arreglo a ciertos modelos y no a otros. Yo no veo por qué abría que condenar a cualquiera que hubiera sido analizado y que eligiera ser psiquiatra en el ámbito de una institución antes que practicar el análisis. Lo importante es que la gente se sienta a gusto con su tarea y que no produzca la impresión de actuar for zadamente. A cambio, es necesario no engañarse, ni engañar a los demás, sobre lo que uno hace (1994: 148-149). 301
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Comprendemos así que la terapéutica psiquiátrica tenga que adoptar las sucesivas posiciones propias de cada uno de los tres paradigmas. En la época de la alienación, goza de la perfecta unidad que recibe de esta concepción precisa y bien delimitada del campo de la patología mental, puesto que sabe de antema no y sin dudarlo lo que le liga a ella y lo que le resulta extraño. Cuando se pasa al paradigma de las enfermedades mentales, no ocurre lo mismo; ya no hay más criterio que un criterio de hecho para saber si una enfermedad es, o no, una enfermedad mental, de modo que el registro de las terapéuticas se encuen tra, por así decir, alojado bajo el mismo rótulo que el registro de las propias enfermedades. La consecuencia es una diversidad que se traduce, en nuestra opinión, más por una yuxtaposición un tanto arriesgada que por una verdadera riqueza de medios. Por supuesto, se puede tratar de clasificar los medios terapéuti cos del mismo modo que se pone cierto orden en la diversidad de las enfermedades mentales, y después intentar algunas rela ciones duales entre las segundas y los primeros; lo que quiere decir que si en el interior de algunas categorías se pueden emplear taxonomías de cierto valor teórico, no ocurre ya lo mismo cuando se consideran estas categorías en sí mismas y las relaciones de unas con otras. Si dentro de la categoría de las neurosis o dentro de la de los delirios crónicos se pueden intro ducir diferencias precisas y rigurosamente organizadas, no ocu rre lo mismo entre la categoría de las neurosis y la de los deli rios crónicos, de suerte que el conjunto de las enfermedades mentales no puede constituir un conjunto bien organizado. Si consideramos entonces el paradigma de las grandes estructuras, que trata a la vez de restaurar algo de la unidad perdida y de conservar cierta diversidad, podemos quizá for mular dos observaciones. Debemos tener en cuenta que en la época de este paradigma algunos creían tener derecho a proponer unos criterios propios 302
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para delimitar el campo de la psiquiatría, como la patología de la libertad, por ejemplo, o incluso las desestructuraciones glo bales, si nos atenemos a la síntesis más prestigiosa de entonces, la del órgano-dinamismo. Pero a pesar de este prestigio inne gable, no podemos disimular sus postulados implícitos y su discutible valor. En cuanto a los tratamientos, han encontrado con este ter cer paradigm a una especie de principio unificador, en el senti do de que cualquiera que sea la variedad de tratamiento consi derada, debe tener siempre en común con los otros la prim acía de la función relacional. Pero ya hemos visto a este respecto el riesgo de una transformación subrepticia en una especie de psicoanálisis desviado. * El estudio, tal vez excesivamente largo, de los paradigmas de la psiquiatría moderna y contemporánea nos ha mostrado final mente que el primero de ellos no podía mantenerse durante mucho tiempo y que, tras medio siglo de vigencia, tuvo que ceder el puesto al de las enfermedades mentales, que ponía de mani fiesto, sin poder dar marcha atrás, la delimitación empírica y con vencional del campo de la patología mental. El tercer paradigma hubiera podido aportar algún remedio, pero al precio de erigir en certeza una serie de elaboraciones teóricas globales que sólo podían fundamentarse, cuando se cuestionaban al estilo kantiano, en su elegancia, su falta de contradicción y su eficacia didáctica. Por eso nos parece que la psiquiatría, desde el momento en que se busca en ella algo más que una sucesión de teorías y de prácticas, sólo puede estudiarse distinguiendo epistemologías regionales, sin que ningún metaienguaje presuntamente supe rior pueda unificarlas merced a una epistemología capaz de dar cuenta de sí misma y de las demás. 303
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Ín d ic e a l f a b é t ic o
A braham : 2 2 0 A c h ille -D e lm a s: 2 1 3 , 2 8 0 aisla m ien to d el enferm o: 81, 2 9 2 alienación m ental: 6 7 , 7 3 -1 3 3 , 243, 2 5 0 , 2 5 3 , 2 6 7 , 2 7 6 (v. tam bién p a r a d ig m a d e la alien a ció n m en ta l) — c o n c ep to de: 7 4 — crítica de la: 145 — y locura: 7 3 — o rig en d e la: 2 7 6 alm a: 114, 115, 127, 130 alu cin ación : 9 5 -9 6 , 2 8 6 — p a togen ia de la: 2 8 7 A lzh eim er: 159 A lien : 2 1 7 am encia: 111 A n a d e A ustria: 31 anatom ía p atológica: 114, 139, 145, 161 A n dré-T h om as: 157 antipsiquiatría: 2 4 1 -2 4 2 , 2 5 3 , 2 9 0 , 297 antropología: 2 3 8 , 2 4 0 — estructural: 180, 2 0 3 — ev o lu cio n ista : 2 2 9 — general: 2 1 5 , 2 5 0
antropología — social: 182 — y psiquiatría: 2 4 A schaffenburg: 167 asilo: 8 4 -8 4 , 2 6 7 , 2 9 5 -2 9 6 a so cia cio n ism o : 170, 2 8 8 Astrachan: 2 6 4 A uenbrugger: 124, 139 A ulagnier: 2 4 3 autism o: 1 7 0 ,2 1 7 autopsia: 8 7 , 139 B abeuf: 7 6 B abin ski: 157, 2 8 6 B acon: 137, 177 B achelard: 2 1 2 B ailey: 7 0 , 164 Baillarger: 107, 148, 2 8 6 -2 8 7 B all: 159 B allet: 155 B ally: 195 Banting: 4 0 Bartok: 63 B asaglia: 37 B ayle: 8 8 , 1 0 3 -1 0 8 , 133 B elh om m e: 7 4 B ergson: 1 8 7 ,2 1 3 ,2 1 7 , 2 8 9
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Bem ard: 1 4 ,1 5 0 , 2 1 9 , 2 2 0 ,2 4 0 ,2 5 5 B esnier: 145 B est: 4 0 B ichat: 9 7 , 139 B in sw an ger: 2 7 -2 8 , 159, 2 1 8 , 2 5 0 , 2 8 9 -2 9 0 bio tip o lo g ía : 2 8 (v. tam bién c o n sti tu ció n ) Bleuler: 2 7 , 6 7 , 162, 167, 16 9 -1 7 1 , 2 1 6 -2 1 7 , 2 8 9 B loch : 13 B lon d el: 154
catatonía: 155, 168-169 causas: 2 7 5 (v. tam bién e tio lo g ía ) — d e la a lien ación mental: 100, 2 7 5 -2 8 6 — e n d ó g en a s y exógen as: 2 7 8 , 281 — propias y accidentales: 2 7 6 -2 7 7 — y proceso: 2 8 5 C availlés: 58 C elso : 17 cerebro: 89, 9 8 , 100, 115 — co m o asiento del pensam iento: 97 Charcot: 157 Charpentier: 104 C haslin: 174, 2 1 3 , 2 6 2 , 2 8 7 -2 8 8 C haussier: 97 Chazaud: 140 Chiarugi: 1 9 ,1 0 8 - 1 1 1 ,1 1 4 ,1 3 3 ,2 6 7 , 2 7 5 ,2 7 8 C icerón: 16, 17, 181 c ie n c ia — e n crisis: 4 6 — norm al: 4 6 , 5 0 , 5 4 c ie n c ia s duras y blandas: 52 citoarquitectura: 7 0 , 163 clep tom an ía: 123 C léram bault: 155, 2 2 5 , 231 clín ica: 2 9 , 121, 1 2 4-125, 140, 142, 149, 174, 17 6 -1 7 7 , 2 3 3 , 2 3 5 , 283 C ó d ig o penal de 1810: 7 8 , 96, 101102, 1 3 2 ,2 6 7 .' '¿i ¡i i i * i i i*•
B lum enb ach : 129 B oas: 12, 2 0 3 Bohr: 2 2 7 B o issie r d e Sau vages: 141 B oíl: 2 8 0 Bom barda: 152 B orel: 5 8 B ossu et: 2 4 6 B ouillau d: 8 0 , 124, 1 3 9 ,2 8 6 B o u le z: 63 Bourbaki: 5 8 B ourdieu: 2 6 , 39 Brachet: 31 Braunstein: 140 Broca: 2 8 , 6 9 , 192 Brodm ann: 7 0 , 163 B rou ssais: 140, 2 3 6 Brow n: 140 B u ffon : 1 2 9 ,2 7 9 í >U j
¡ u l l jí s
.
t
C abanis: 81, 89, 9 7 , 2 7 7 C alm eil: 107 C a m p en 129 C an gu ilh em : 4 7 , 140, 2 1 2 , 2 4 2 Cantor: 5 8 Capgras: 154, 2 1 3 C arlos X : 5 9 C am ap: 177 Carus: 114 C astel: 4 2
C olin: 104 C olom bier: 19 co m p le jo s psíq uicos: 1 6 9 -1 7 0 C om te: 177 c o m u n ic a ció n , teoría de la: 5 8 , 2 6 9 C on d illac: 82, 88, 177, 2 9 3 con d u ctism o: 187, 2 5 2 c o n fu sió n : 175 — m ental prim itiva: 174 C on stans: 2 9 4 Constant: 5 9
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Í n d ic e
a l f a b é t ic o
c on stitu ción : 2 1 3 -2 1 4 , 2 8 0 (v. tam bién b io tip o lo g ía ) — innata: 2 8 0 — perversa: 2 4 3 — y enferm edad: 2 1 4 co n tin g en cia : 2 3 8 con tin u id ad y discontin uidad: 57 -6 1 C oop er: 241 C o rp u s h ip p o c ra tic u m : 136 corte e p iste m o ló g ic o : 2 1 3 C orvisart: 8 0 , 124, 139 Cotard: 152 C outhon: 7 8 C roce: 13, 5 0 , 2 4 6 cu alid ad es d e form a (G e sta ltq u a lita ten ): 190 C u llen: 157 cura — d e Sak el: 4 0 — d e su eñ o: 2 9 8
delirio
d eg en eración : 3 4 , 129, 130, 2 7 9 — m ental: 2 8 , 130, 153, 2 8 0 D éjerine: 6 9 , 157, 164, 192 -1 9 3 D ela y e: 107 delirio: 7 9 , 88, 9 0 , 110, 114, 127-
— d e persecu ción: 152 — d efin ición de Esquirol: 88 — ex clu siv o : 106 — general: 2 7 , 106, 112 — m eca n ism o s del: 153 — paranoico: 156 — parcial: 2 7 , 5 3 , 9 1 , 112 — sistem atizad o: 1 1 8 -1 1 9 d e liriu m acu íu m : 7 9 , 148 dem encia: 7 8 -7 9 , 9 1 -9 2 , 9 4 , 101, 106-107, 1 1 4 ,1 1 9 ,1 3 2 ,1 5 9 -1 6 1 , 267 — agitada: 118 — apática: 118 — neurótica: 159 — precoz: 156, 1 6 8 -1 7 0 — vesánica: 159 d e m e n tia p r a e c o x : 168 d e m e n lia : 110 depravación: 76 depresión: 119 d erech o penal: 77 desestructuración psíquica: 2 2 9 -2 3 0 , 254 D estutt: 2 7 7 diacronía: 197, 2 0 8 -2 1 0 d iagn óstico: 125, 143, 147 — an atóm ico: 160 — clín ico: 2 3 3 , 251 — diferencial: 138, 140, 160
— agudo: 100 — a lco h ó lic o : 149 — crón ico: 1 0 9 ,1 5 1 - 1 5 5 ,1 6 1 ,1 7 1 , 267 ----------d e e v o lu c ió n progresiva: 152 ----------d e e v o lu c ió n siste m á tica :
— — — — —
D aquin: 19 Darrier: 145 D arw in: 3 4 , 129, 2 1 4 , 2 2 8 , 2 7 9 D eb u ssy : 63 D ech am b re: 159
152, 280 — — — —
de de de de
c elo s: 152 grandeza: 152 interpretación: 154, 157 n egación : 152
2 5 4 , 2 9 0 -2 9 1 e tio ló g ico : 160 id eoafectivo: 2 2 5 intuitivo: 2 2 3 por em patia: 2 2 2 positivo: 140, 160
— se m io ló g ic o : 2 2 5 dialéctica: 3 9 , 2 2 1 , 2 2 9 D ib eliu s: 183 D iderot: 9 8 D ilth ey: 4 9 , 2 4 7 , 2 5 6 -2 5 7
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n s a y o s o b r e l o s p a r a d ig m a s d e l a p s iq u ia t r ía m o d e r n a
discrasia: 136 discurso: 2 0 2 d o lo r m oral: 5 3 , 1 1 2 -1 1 4 , 117 D ou b let: 19 D o w b ig g in : 4 2 , 2 7 9 D S M -III: 2 4 7 , 2 6 1 , 2 6 4 D u b o is: 63 D u m esn il: 2 9 4 D u nod : 3 6 Dupré: 1 5 5 , 2 1 3 ,2 4 3 , 2 8 0 Ediger: 194 E llenberger: 2 8 2 em b riología: 3 0 em patia: 173 em p irism o: 177, 2 3 9 e n c e fa litis ep idém ica: 281 e n d ó g e n o : 2 7 9 -2 8 0 enferm ed ad — c o n c e p to de: 1 3 5 -1 4 5 , 172 — térm in o de: 161 e n ferm ed ad es m entales: 1 3 5 -1 7 9 — c la sific a c ió n de las: 149 entidad organizada: 188 en tid a d es m orbosas: 1 2 0 -1 2 5 , 163, 1 72, 2 6 7 E rasístrato: 136 Erb: 157 E rle b n is: v. v iv e n c ia e sc is ió n psíquica: 170 E scu ela • • ilc C o p e n h a g u e .
I .O , 20n
— d e Graz: 190 — d e París: 7 9 , 80, 101, 119, 1241 2 5 ,1 3 6 ,1 3 9 - 1 4 0 ,1 6 2 ,2 4 9 ,2 5 1 , 297 — d e Praga: 182 — deW ü rtzb u rg: 190 — e sc o c e sa : 110, 120, 2 8 8 esp a cia lid a d y tem poralidad: 2 2 1 , 290 e sp e c ie s m orbosas: v. e n tid a d e s m o r b o sa s
espíritu y materia: 110 Esquirol: 27, 85, 88, 90 -9 1 , 93 -9 4 , 9 6 -9 7 , 106-107, 112, 114, 119, 1 2 3 ,1 2 6 - 1 2 7 ,1 2 9 ,1 3 3 ,1 5 1 ,2 7 5 , 2 7 8 ,2 8 6 ,2 9 3 ,2 9 5 esqu izofren ia: 167, 171 estadística: 87 estím u lo y respuesta: 188 estructura — c o n c ep to de: 3 2 , 1 8 0 -2 1 2 — en lin güística: 203 — en psiquiatría, co n cep to de: 2 1 2 232 — neurótica y psicótica: 2 2 0 , 2 3 4 235, 242, 254, 284, 297 — perversa: 2 4 3 — p sico p a to ló g ica : 176, 179-245 — térm ino de: 181 estructuralism o: 1 8 1 ,2 0 5 , 2 0 7 -2 0 9 , 2 41, 260 e tio lo g ía de la enferm edad m ental: 129, 145, 176, 2 7 4 -2 8 6 (v. tam b ién c a u sa s) etn ología: 2 0 4 eto lo g ía : 194 eucrasia: 136 Eurípides: 17 e x isten cia hum ana: 2 3 7 éxtasis: 114 Ey: 2 7 -2 8 , 37, 68, 179, 2 1 3 , 2 2 1 , 2 2 6 , 2 2 8 - 2 2 9 , 2 3 1 -2 3 2 , 2 4 5 , 2 5 4 , 2 7 0 , 2'JU facultades, p s ic o lo g ía de las: 110,
120-121 Falret, J.-P.: 2 7 -2 8 , 6 6 , 9 3 , 1 1 9 -1 2 0 , 122, 126, 129, 1 4 6 -1 4 9 , 172, 2 4 8 , 2 6 0 , 2 8 7 -2 8 8 , 2 9 7 Falret, J: 151 Fascher: 183 Febvre: 13 F echner: 187 F eighner: 2 6 4
328
Í n d ic e
a l f a b é t ic o
F e lip e d e O rleans: 31 fen o m en o lo g ía : 2 2 1 , 2 5 0 , 2 5 2 , 2 6 9 F euch tersleb en : 114 figuras, y sig n o s: 201 figura-sobre-un-fondo: 1 8 8 -1 8 9 ,1 9 3 filo g é n e sis: 2 1 5 -2 1 6 , 2 2 9 filo s o fía — d e la historia: 261 — d e la m ente: 2 6 9 — d e l sen tid o com ún: 2 7 7 — fe n o m e n o ló g ic a : v. fe n o m e n o lo g ía fisiop atología: 145 F lech sig: 160, 164 F lem in g: 14 Fleury: 2 1 3 , 2 8 0 fonem a: 1 9 8 -1 9 9 , 2 0 1 , 2 0 4 fo n o lo g ía : 198, 2 0 9 forma: 189 — y con ten id o: 2 0 5 — y estructura: 2 0 5 — y fondo: 2 0 5 form alism o: 2 0 6 — ruso: 184 — y estructuralism o: 205 F oville: 152 fragilidad: 2 2 9 frenalgia: 112, 116, 118, 133 frenitis: 7 9 , 1 1 0 -1 1 1 , 148 Freud: 1 5 7 -1 5 9 , 1 6 1 -1 6 2 , 166, 2 2 0 , 229, 288 i'i i c d i ' c i ü ) .
! ¡4
fuga d e ideas: 2 1 8 , 2 8 9 G alen o: 137 G a lileo : 38 G all: 19, 2 7 8 G a n zh eit: v. to ta lid a d Garrabé: 7 4 , 8 4 G auchet: 88, 2 9 4 G elb: 180, 192, 193 G énil-P errin: 2 1 3 Gennari: 7 0
G eorget: 8 8 , 9 6 , 9 9 -1 0 3 , 129, 133, 157, 2 4 7 , 2 7 5 , 2 7 8 G e sta ltth e o rie : v. T eoría d e la fo r m a G in este: 123 Girard de C ailleux: 3 2 G oethe: 191, 2 2 9 G oldstein: 6 8 -6 9 ,1 8 0 -1 8 1 , 1 9 2-193, 230, 232 G olgi: 107 gram ática histórica: 2 0 9 gran encierro: 3 6 , 3 9 Green: 3 0 0 G riesinger: 2 8 , 6 2 , 108, 1 1 4 -1 1 6 , 128, 1 3 3 ,2 6 7 ,2 7 8 G rm ek: 1 4 -1 5 , 19, 137 G uignebert: 183 G u illerm o d e O range: 4 8 Guiraud: 2 1 3 , 2 3 3 , 2 4 2 G uislain: 28, 62, 91, 108, 112-113, 1 1 6 ,1 1 8 ,1 2 8 ,1 3 3 ,2 6 7 ,2 7 5 ,2 7 8 habla: 197 hachís: 127 -1 2 8 H ahnem ann: 140, 2 3 6 H a lle n 97 H anley: 31 H ead: 6 8 -6 9 , 180, 192, 194, 2 3 0 hebefrenia: 1 6 8 -1 6 9 heboidofrenia: 155 H écaen: 6 9 , 192 H ecker: 155 11 . , .j . s* i
i
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:
"i “
r,
270, 293 H eidegger: 2 5 0 H einroth: 6 2 , 108, 114 herencia: 2 1 4 , 2 7 7 , 2 8 0 hiperfrenia: 114 hip nosis: 2 8 2 hipocondría: 7 5 , 159 H irschm an: 19 histeria: 111 — de conversión: 1 5 8 -1 5 9 — y psicastenia: 158
329
" 'ir,
E
n s a y o s o b r e l o s p a r a d ig m a s d e l a p s iq u ia t r ía m o d e r n a
historia: 1 2 ,2 3 — d e la m edicina: 41 — de la psiquiatría: 11, 13, 2 3 -4 5 , 55, 259 — de las cien cia s: 4 9 — d esd én por la: 2 4 0 — total: 41 H jelm slev: 180, 182, 195, 2 0 0 , 2 0 2 , 238, 260 H obb es: 177 H olm es: 157 hom eopatía: 2 3 6 h om osexu alid ad : 2 8 2 Huber: 2 4 7 , 2 6 4 H um e: 177, 2 3 9 , 2 6 0 hum or, trastornos del: 2 7 , 91 hum oralism o: 1 3 6 -1 3 7 H usserl: 4 7 , 5 2 , 2 2 9 , 2 5 0 , 2 6 0 H ypp olite: 2 7 0 id eas falsas: 7 6 Ideler: 6 2 , 108, 114 id e o lo g ía dom inante: 4 8 -4 9 Id eó lo g o s: 2 8 8 id iocia: 7 8 -7 9 , 9 1 , 93 — grados de la: 9 4 — variedad es d e la: 9 4 idiopático: 99 id iotism o: 9 3 , 118, 122 ilu sio n es: 9 5 , 2 8 7 im agin ación , errores d e la: 7 6 im becilid ad: 9 1 , 9 3 -9 4 im palud ización: 2 8 1 , 2 9 8 in c esto , prohib ición del: 2 0 4 in c o n sc ien te y co n sc ien te: 2 2 9 infraestructura: 181 insania: 110 in stituciones: 2 7 4 , 2 9 4 introspección: 187, 189, 2 2 5 Jackson: 2 1 5 , 2 1 6 , 2 2 8 -2 3 0 , 291 Jacobi: 6 2 , 1 0 8 , 114 Jacob o II Stuart: 4 8
Jakobson: 180, 195, 198, 199, 2 0 3 204, 210 Janet: 158, 1 6 1 ,2 9 7 Janzarik: 2 6 4 Jaspers: 4 9 , 128, 2 4 7 , 2 5 0 , 2 6 3 -2 6 4 José II: 18 Jouanna: 14 ju ic io , errores del: 76 Jung: 170 K ahlbaum : 155, 2 8 7 Kant: 2 4 , 2 5 6 , 271 K em er: 114 K lippel: 159 K oehler: 6 8 , 1 8 0 , 1 8 8 - 1 9 0 ,1 9 5 ,2 3 2 K offka: 6 8 , 180, 1 8 8 -1 9 0 , 195 K oskinas: 163 Koyré: 4 7 K raepelin: 2 8 , 150, 156, 1 6 8 -1 6 9 , 263 K retschm er. 2 8 , 2 1 4 Kuhn: 13, 2 3 , 4 3 , 4 5 -5 1 , 5 4 , 2 3 7 , 259 Külpe: 190 LaSnnec: 8 0 , 124, 139, 2 8 6 L ahshley: 180 Laing: 128, 241 Lam arck: 129, 2 2 8 -2 2 9 , 2 7 9 Lantéri-Laura: 19, 2 5 , 5 3 Laplace: 4 6 Lashlcy: 189, 192-193 Legrain: 3 4 , 151, 2 8 0 Legrand du Saule: 152 Lélut: 107 lengua: 195-197 — natural: 201 — y habla: 197 lenguaje: 9 4 , 195 — ad q u isición del: 2 0 0 Lenin: 183 lesión : 139 Leuret: 147, 2 9 7
330
Í n d ic e
a l f a b é t ic o
L évi-S trau ss: 12, 13, 2 3 -2 4 , 33, 4 3 , 5 5 , 184, 2 0 3 , 2 0 5 ,2 0 8 , 2 1 1 ,2 4 1 L évy-B rü hl: 154 Lherm itte: 6 9 , 164, 180, 192, 194 libertad: 2 2 8 , 2 3 0 — p ato lo g ía d e la: 2 2 9 , 231 lin gü ística: 182, 198 — estructural: 180, 191, 195, 2 0 3 2 0 4 ,2 1 1 — general: 195 lip em an ía: 9 0 -9 1 localizacion es cerebrales: 6 9 ,1 6 4 ,1 9 2 L ocke: 4 8 , 137, 177, 2 9 3 locura: 7 4 — circular: 1 4 8 -1 4 9 — de d o b le form a: 148 — ep ilép tica: 149 — p ropiam ente dicha: 150, 2 2 0 — rep resen tación so c ia l d e la: 17 — térm ino de: 8 0 — y a lien a ció n m ental: 73 L om broso: 3 4 L ouis: 8 0 , 139 L u is XIV: 31 L u is X V III: 5 9 , 9 8 Lunier: 2 9 4
m aterialism o: 115 m edicina — an atom oclín ica: 19 — legal: 101, 122 m elancolía: 5 3 ,7 8 - 7 9 , 111, 114, 118
M acL eod : 4 0 M agen d ie: 9 7 , 2 2 0 M agnan: 2 7 -2 8 , 3 2 , 3 4 , 1 5 0 -1 5 2 , 2 1 3 -2 1 4 , 2 2 0 , 2 7 9 -2 8 0 , 2 8 7 ¡Vluinc de Biran: 82 M alin ow sk i: 12 m anía: 7 5 , 7 8 -7 9 , 9 0 , 1 0 6 -1 0 7 , 111, 114 M arc: 9 2 M aría d e M éd icis: 31 M arie: 159, 163 M artius: 2 1 3 M arx: 2 2 9 m atem áticas: 182 materia: 2 2 7 — inerte: 2 2 8
M endel: 2 7 9 M erleau-P onty: 193 m etap sicología: 167 m étod o — anatom oclín ico: 124 — histórico-form al: 183 M in kow ski: 2 8 , 6 8 , 2 1 3 , 2 1 6 -2 1 7 , 2 2 2 -2 2 6 , 2 3 3 , 2 5 0 , 2 8 9 , 2 9 0 m onom anía: 9 0 -9 1 , 119, 1 2 2 -1 2 3 , 1 5 1 ,2 4 8 — am biciosa: 1 0 6 -1 0 7 — d e la em briagu ez: 9 2 — erótica: 9 2 — hom icid a: 9 2 , 101, 123 — incendiaria: 92 — instintiva: 9 2 — intelectual: 9 2 — razonante: 92 m o rb u s: 136 M oreau de Tours: 1 2 6 -1 2 8 , 154 M orel: 126, 1 2 9 -1 3 0 , 149, 2 1 4 , 2 7 9 , 296 M orgagni: 139 N a sse: 62, 114 N a tu rp h ilo so p h ie : 191, 193 necesidad: 2 3 8 neurastenia: 159 n eurolép ticos: 2 3 4 , 2 5 2 , 2 9 8 , 3 0 0 neurología: 164, 192 — glob alista: 180, 1 9 4 , 2 2 1 ,2 5 0 — y psiquiatría: 158, 2 2 9 neurosis: 1 5 7 -1 5 9 , 161, 2 6 7 — actual: 158 — c la sific á ció n d e las: 166 — d e angustia: 158 — de defen sa: 2 8 2 — d e transferencia: 158, 2 8 2
331
E
n s a y o s o b r e l o s p a r a d ig m a s d e l a p s iq u ia t r ía m o d e r n a
n eurosis — fóbica: 159, 2 8 8 — narcisista: 159 — o b sesiva: 159 — y p sic o sis: 167, 221 neurotransm isores: 2 6 9 N ew ton : 4 6 , 4 9 , 137 nin fom an ía: 111 norm alidad y patología: 2 1 4 n osografía: 141 n o s o lo g ía d e las en ferm ed ad es m en tales: 113 o n to g é n e sis y filo g é n e sis: 2 1 5 -2 1 6 , 229 ó rgan o-d in am ism o: 2 2 1 , 2 2 6 , 2 32, 237, 303 organ ogén esis: v. p s ic o g é n e s is palabras: 201 Paracelso: 137 paradigm a: 4 7 , 119, 126, 198, 2 5 9 — actual: 2 4 5 -2 7 1 — c o n c e p to de: 2 3 , 2 5 9 relatividad del: 2 4 7 -2 5 5 — d e la a lien a ció n m ental: 5 3 , 656 6 , 7 3 -1 3 3 , 2 4 2 , 2 7 5 — de las en ferm ed ad es m entales: 2 7 , 5 3 , 6 7 , 1 3 5 -1 7 7 , 2 1 8 , 2 4 2 , 260, 278, 281, 297 — d e las grandes estructuras p sicop a tológicas: 6 8 , 1 7 9 -2 4 3 , 2 4 5 , 268, 281, 283, 289 — d e lo s sínd rom es: 2 4 7 , 2 6 1 -2 6 6 — e historia d e la psiquiatría: 5157 — en psiquiatría: 53 — e n c a d e n a m ien to de los: 68 — in con m en su rab ilid ad d e los: 56 — y v isió n del m undo: 2 5 8 parafrenia — confabulatoria: 156 — exp an siva: 156
parafrenia — fantástica: 156 — sistem ática: 156 parálisis general: 104, 107, 149, 155 paranoia: 156, 171 Parchappe: 149 pasion es: 8 2 , 114, 155, 2 7 6 Pasteur: 14 patogenias: 2 7 4 , 2 8 6 -2 9 1 patogn om onia: 2 6 4 p atología m ental crónica: 231 Pavlov: 189 p a z z ia : 109-111 pecado: 114 pensam iento: 89 — trastornos del: 116 period ización : 4 2 , 4 3 , 5 7 -7 3 peritaje penal: 103, 2 6 9 P erthes-Jüngling: 145 Petit: 166 p h r é n o p a th ie s : 112 Pichot: 148, 2 6 4 P igeaud: 16 Pinel: 2 7 , 3 7 , 6 2 , 6 5 -6 6 , 7 3 -9 1 , 9 4 , 9 7 , 1 0 4 ,1 0 6 , 1 0 8 -1 1 2 , 1 1 4 ,1 1 8 , 1 2 2 -1 2 3 , 125, 127, 129, 133, 141, 157, 1 75, 2 5 3 , 2 6 7 , 2 7 0 , 2 7 5 -2 7 7 , 2 9 1 -2 9 3 , 2 9 5 pirom anía: 9 2 , 123 Platón: 2 2 0 , 2 2 9 pluralidad d e la enferm ed ad m ental: 147, 2 5 3 (v. tam bién u n id a d d e la e n fe rm e d a d m e n ta l) Politzer: 2 2 1 , 2 4 3 Popper: 65 p ositivism o: 177 P ostel: 19, 3 6 , 7 4 Privat: 36 Propp: 1 8 4 -1 8 6 , 2 0 5 -2 0 6 , 2 1 0 -2 1 1 psicastenia: 158 p sic o a n á lisis: 1 6 6 -1 6 7 , 2 1 4 , 2 3 4 , 250, 252, 269, 296, 298 psicodram a: 2 9 8
332
ÍN D IC E ALFABÉTICO
p sic o g é n e sis: 2 8 1 -2 8 2 — d e las neu rosis: 2 8 3 — y org a n o g én esis: 2 8 4 p s ic o lo g ía : 188 — de las facultades: 110, 120-121 — experim en tal: 182, 187, 190 p sic o lo g ista s: 6 2 , 114, 133 p sico p a to lo g ía : 161, 167, 177, 2 1 8 2 1 9 , 2 3 3 , 2 3 8 -2 4 2 , 2 5 4 p sic o p a io lo g ía s region ales: 2 4 2 p sic o sis: 114, 150, 169 — agudas: 2 3 0 , 2 5 4 — alucin atoria crónica: 155, 157 — m an íaco-d ep resiva: 2 8 — paranoide: 1 6 8 -1 6 9 — única: 171 psicoterap ia: 2 8 2 , 2 9 6 -2 9 8 psiquiatría — alem ana: 6 1 -6 2
R occatagliata: 16 R osen: 63 Rouart: 2 2 6 R ou ssy: 145 R oyer-C ollard: 82, 1 0 4 -1 0 5 RUmke: 2 2 2 -2 2 3 S ain t-S im on : 31 Sakel: 4 0 salud m ental: 115 satiriasis: 111
— c lín ic a y p sico p a to lo g ía : 2 1 9 — c o m o esp ecialid ad : 14 — francesa: 6 1 -6 2 — h o m o g en eid a d de la: 2 6 8 — y n eurología: 158, 2 2 9 P ussin: 7 4 , 123, 2 9 3 Q uétel: 19, 36, 2 9 6 R am ón y Cajal: 107 R avel: 63 razón: 83 realidad, pérdida d e con tacto con la: 2 i 7, 2 8 9 R égnault: 101 Reid: 1 77, 2 7 7 representación: 170 represión: 8 6 , 117 retraso m ental: 119, 122 -1 2 3 R ibot: 2 1 9 R icherand: 97 R im sk i-K orsak off: 63 R isseen : 19 R obert le Fort: 5 9
Saussure: 13, 5 9 ,1 8 0 , 1 8 2 ,1 9 5 -1 9 8 , 2 0 1 , 2 0 6 ,2 0 9 , 2 1 1 Scarron: 5 6 Schaum ann: 145 Schilder: 164 S ch izo p h ren ien : 168 Schn eid er: 2 4 7 , 2 6 2 -2 6 4 Schoenb erg: 63 S éch eh aye: 195 S ég la s: 2 1 3 Seguin : 122, 2 4 9 sem ántica: 201 sem iología: 1 9 , 2 9 ,9 4 , 9 6 , 121, 124125, 142, 146, 1 7 6 ,2 1 7 , 2 3 5 — globalizadora: 217 — neurológica: 157 — psiquiátrica: 2 5 , 3 0 , 157, 173, 2 18, 2 8 7 ,2 9 0 — y c lín ic a psiquiátrica: 2 4 0 — y p sicop a tología: 2 1 8 sen sa cio n es: 88 se n so ríu m co m u n e: 110-111 sen tim ien to del yo: 118 S érieux: 152, 154, 2 1 3 , 2 8 0 Sherrington: 2 1 6 , 2 3 0 S hryock: 19, 80, 101, 139 sign ifican te: 197 — carácter lin eal del: 198 — y significad o: 1 9 7 , 2 0 1 ,2 0 6 ,2 1 2 sign os: 2 7 , 9 4 , 144, 1 7 2 -1 7 3 , 201 — acú sticos: 2 1 2 — arbitrariedad de los: 197
333
E
n s a y o s o b r e l o s p a r a d ig m a s d e l a p s iq u ia t r ía m o d e r n a
sig n o s — físico s: 125, 142, 143 — p o sitiv o s y negativos: 2 1 6 S im ón : 2 9 6 sim patía: 9 9 sincronía: 197, 2 0 8 -2 1 0 sínd rom e: 144, 1 7 4 -1 7 5 , 2 4 7 — sín d rom e, c o n c e p to de: 2 6 1 -2 6 6 — confusion al: 174 (v. tam bién co n fu s ió n ) — d em en cial: 160 (v. tam bién d e m en cia ) sin tagm a y paradigm a: 197 -1 9 8 sín tom as: 1 2 0 -1 2 2 — aparentes: 174 — card in ales d e la esqu izofren ia: 217 — d e prim er rango: 2 6 3 -2 6 4 , 2 6 6 — fu n d am en tales y a ccesorios: 170 — prim arios y secundarios: 170 — su bjetivos: 143 sin tom ático: 9 9 S ó fo c le s : 16 som aticistas: 6 2 , 114, 133 Spitzer: 2 6 2 Sp urzh eim : 2 7 8 stu ltitia : 110 su eñ o: 128 — agitado: 114 superestructura: 181 Sw ain : 7 4 , 7 8 , 8 2 , 88, 2 9 3 -2 9 4 Syd en ham : 1 3 7 -1 3 9 , 1 4 4 -1 4 5 , 161 Taine: 2 8 8 Tarde: 3 4 taxon om ía: 9 2 , 149 Taylor: 2 6 4 tem poralidad: 113, 2 0 8 , 2 2 4 — y esp acialid ad : 2 2 1 , 2 9 0 T eoría d e la form a (G e sta ltth e o rie ): 1 8 0 -1 8 2 , 1 8 6 -1 9 4 , 2 0 3 , 2 1 8 , 2 2 1 , 2 2 7 -2 2 8 , 2 3 2 , 2 3 7 , 2 4 1 , 2 5 0 ,2 9 1
teoría — de la com u n icación : 58, 2 6 — teoría general d e sistem as: 2 6 9 terapéutica: 147, 175, 2 3 4 , 2 6 8 , 2 7 4 — psiquiátrica: 2 3 4 terapias d e grupo: 298 T evissen: 5 3 , 113, 151 T inbergen: 194 T ocq u eville: 18 T odorov: 184 T olom eo: 4 6 , 4 9 totalidad: 1 9 0 -1 9 1 , 241 T oulouse: 3 2 trabajo d e lo s alienad os: 84 tratam iento moral: 180-87, 2 4 9 , 2 6 8 , 2 9 2 -2 9 3 Troubetzkoy: 1 8 0 ,1 9 5 ,1 9 8 - 1 9 9 ,2 0 9 Truelle: 166 unidad — de la enferm edad m ental: 6 6 -6 7 , 8 7 , 1 0 7 ,1 0 9 , 1 2 8 ,1 7 2 , 1 7 6 ,2 4 1 , 2 5 4 ,2 7 8 — d el tratam iento: 2 9 6 — o pluralidad de la en ferm edad m ental: 147, 2 3 7 ,2 5 3 vesania: 110 V icq d ’A zyr: 7 0 , 2 7 8 vida: 2 2 8 V ignal: 63 V irchow : 119, 2 8 4 V isintini: 4 2 v isió n d el m undo (W eltan sch au u n g): 49, 256, 257 v iv en cia d e la locura: 132 Vogt: 164 V oisin: 122, 2 4 9 von B ertalanffy: 194 von B onin : 7 0 , 164 von E conom o: 7 0 ,1 6 2 - 1 6 3 ,1 6 5 ,2 8 1 von E hrenfels: 190, 195 von G ebsattel: 2 9 0
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Í n d ic e
a l f a b é t ic o
von Jauregg: 4 0 , 281 von S ch ren ck -N otzin g: 3 4 , 2 8 2 von U ex k iill: 194 von W eizsaeck er: 194 V ulpian: 157 W agner. 6 3 W ahnsinn: 118 W eber: 187 W eltan schau ung: v. visión d e l m un do W em ick e: 6 9 W ertheim er: 180, 188 W idlücher: 2 1 9 W ing: 2 6 4 W in slow : 9 9 W undt: 187 y o: 117
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